La Cuaresma

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La Cuaresma, estima de la vida en Jesucristo

Etiquetas: Meditación / Cuaresma
Reflexión cuaresmal. Los domingos de Cuaresma, que preparan a celebrar la Pascua, vuelven a
situarnos en la perspectiva de renovar la identidad de nuestra fe. Por eso acuden al momento
fundamental de nuestro ser cristiano tanto presentando temas
bautismales como penitenciales.
El recuerdo anual de la obra salvífica de Cristo se despliega a través
de las diversas etapas del año litúrgico. Esta celebración aporta a
nuestra vida espiritual un sólido apoyo, porque justamente nuestro
objetivo consiste en coincidir con la vida de Cristo. Por eso seguir
con atención el curso de la celebración de los misterios del Señor en
la liturgia es fuente de renovación de la vida cristiana. Interesa aquí
subrayar el valor espiritual y renovador del tiempo cuaresmal, que
celebramos como preparación para la Pascua.
El concilio Vaticano II, tratando de explicar el contenido de este
tiempo litúrgico, declara: «El tiempo cuaresmal prepara a los fieles, entregados más intensamente a
oír la Palabra de Dios y a la oración, para que celebren el misterio pascual, sobre todo mediante el
recuerdo o preparación del bautismo y mediante la penitencia» (Sacrosantum concilium109). Por
eso se pide para este tiempo subraya los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal y
fomentar la penitencia que lucha contra el pecado en cuanto ofensa al Señor: son los dos pilares
sobre los que tradicionalmente se ha asentado esta celebración. Alrededor de este núcleo las
diversas condiciones de los fieles y de los países han incorporado una serie de práctica religiosas,
que están muy arraigadas en el pueblo fiel, pero lo fundamental es retornar a esta inspiración
original «para que de este modo se llegue al gozo del domingo de Resurrección con elevación y
apertura de espíritu» (Ibid., 110).
El camino cuaresmal
En la cuaresma la comunidad cristiana revive la fe, que tuvo su origen en el bautismo por el que
fuimos incorporados al misterio pascual de Jesús. Para que este tiempo litúrgico adquiera su sentido
original es necesario retornar al sentido de la renovación de las promesas bautismales y de la
penitencia comuntaria. El bautismo es un sacramento que nos queda lejano, pero está en el origen
de nuestra identidad cristiana, y Jesús se ofrece para iluminar nuestras tinieblas. Lo mismo que para
el ciego del evangelio la luz era símbolo de la presencia salvífica de Dios así también para nosotros
el bautismo es una luz salvífica. Se trata de la resurrección de profundizar en el sentido de la vida,
como en el milagro de la resurrección de Lázaro. A Jesús le preocupa la vida física y biológica, pero
le preocupa todavía más la angustia y la desesperación ante la ausencia de sentido de la vida, como
si todo fuera absurdo. Al alargar la vida de Lázaro, Jesús está invitando a creer que la vida
verdadera es confiar en Él, creer en la vida eterna. Dios no nos libra de la muerte, sino que su
palabra nos libra de nuestras angustias. Jesús resucita a Lázaro, no para probar su poder divino, sino
para hacernos entender que la muerte sin esperanza es una muerte que nace del alejamiento de Dios.
También recibimos con la samaritana el agua que salta hasta la vida eterna. Estos evangelios son
una invitación más a confesar a Cristo como el Salvador, como el Mesías de Dios.
    La cuaresma representa para cada fiel esa marcha que emprende todo ser humano en su vida y
que le lleva por derroteros inciertos hasta su consumación. También representa para la comunidad
en su conjunto esas grandes marchas de los pueblos, como el éxodo, que emprenden la aventura de
salir de su tierra para llegar a otras más prometedoras, aunque desconocidas. Hay en todas ellas esa
decisión de dejar una situación para embarcarse en la gran aventura de encontrar otros horizontes y
otros sentidos de la propia vida o de los pueblos. Es una invitación a tomarse en serio la condición
transitoria de todos nuestros proyectos. Hay que evitar que en nuestra vida se produzca un silencio
de lo esencial. La más cierta y profunda de las realidades, es decir, nuestra vida, no puede ser
también la más olvidada.
La Cuaresma, camino de la identidad cristiana
La Cuaresma se abre con las lecturas que evocan una cuestión seria y permanente de la vida
humana: la presencia del pecado. Ya sabemos que la primera parte de la cuaresma la componen los
dos primeros domingos, que presentan la cuarentena de Jesús y su transfiguración, es decir,
tentaciones y revelación del triunfo final. El misterio de la salvación tiene su contrapartida en el
misterio del pecado, que también se da en el bautizado. Pero el tema del pecado hay que enmarcarlo
siempre en la revelación del designio salvador de Dios. Por eso, se debe evitar hacer del pecado una
realidad superior a su amor o presentarlo como una especie de competidor absoluto en este mundo,
al modo de ciertas representaciones diabólicas. En el credo se proclama: «creo en el perdón de los
pecados», no en la condenación eterna. Se trata no de negar la cruda realidad del mal, sino de
confesar que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rm 5, 12-19). La suprema vocación
humana es participar en el ser y en la vida de Dios, que es siempre la «graciosa» iniciativa divina,
que hace de los hombres «los amados de Dios».
La conciencia profunda de la penitencia significa que no nos rendimos ante el espectáculo de las
víctimas producidas por el mal humano. No se trata de describirlos con toda clase o lujo de detalles
macabros, que para ello sobra ya la cultura mediática. Pero el cristiano no debe abdicar nunca de su
responsabilidad y de su piedad ante este espectáculo, porque las victimas son también los hijos de
Dios. Para el creyente lo que mueve el mundo es su fe en el amor de Dios, que lo ha hecho bueno.
Con esta fe, ante la inquietante presencia del mal, reacciona preguntándose por su responsabilidad.
Muchas veces no sabrá hasta dónde llega, pero no queda insensible ante lo que sucede y menos ante
el mal que él provoca. En definitiva, lo considera como una traición a ese ser bondadoso. Por eso,
asume la responsabilidad personal ante esa bondad divina. La reacción es no perder la fe en su
amor. Dios es bueno, pero el pecado aparece como una infidelidad a esa bondad y como propia
responsabilidad. La Iglesia ha tenido y sigue teniendo una misión importante tanto en señalar la
dimensión profunda del ser humano cuanto de vivir en su seno la aspiración a ser santos como Dios
es santo.
La catequesis ha presentado siempre el paralelismo entre Adán y Cristo. Pero hay que decir que este
paralelismo no es plenamente coincidente, sino que es asimétrico. Es decir, que Cristo nos ha
salvado sin condiciones, porque nos amó hasta el final. A la base de la historia de la salvación no
está el mal de Adán, sino la obra redentora de Cristo, A ese bien nos incorporamos y así se
derraman sobre nosotros todos los méritos acumulados por Cristo y sus testigos. Es el centro del
mensaje cristiano, aunque esto no significa ser ingenuos ante la presencia del mal o del pecado.
Esto indica que la penitencia hay que entenderla de manera profundamente sacramental, es decir, de
incorporación a Cristo. Esta unión sacramental con Él es lo que hace que la penitencia tenga un
valor salvífico. Porque el don otorgado por Dios en la revelación consiste en un nuevo modo de ser.
Así puede hacerse inteligible que Cristo, por su obediencia y entrega «por todos», ha determinado
de modo nuevo la situación existencial de cada hombre. El cristiano ha quedado asociado
definitivamente, pero en la fragilidad humana, a los méritos de Cristo ante Dios. Así se comprende
que la penitencia cristiana es participación en la vida, pasión y muerte de Cristo. La penitencia se
convierte, por tanto, en el clima de la vida cristiana. Esta conciencia le permite descubrir la propia
miseria y explorar sus abismos poblados de pecados, para recibir la gracia de la «memoria» del
Señor.
El camino de la Penitencia eclesial
El bautismo introduce, además, en el pueblo de Dios, que es la Iglesia. La conciencia de la santidad
de Dios es tan viva que la primera denominación con la que se reconocen los miembros de la Iglesia
es los elegidos, nación santa, sacerdocio real (1 Pe 2, 9). Pablo había declarado que la comunidad
debía ser «sin mancha ni arruga» (Ef 5, 26-27). El fundamento de esta nueva conciencia estaba
esencialmente ligada a la persona de Jesucristo, a quien habían sido asociados por el bautismo, y al
acontecimiento de su muerte y resurrección. La «santidad» fue el primer atributo que se añadió a la
palabra Iglesia. Por eso, la edad apostólica y la antigüedad cristiana han situado muy alto el nivel de
las exigencias de la vida santa de sus miembros.
Esta fe tan intensa en la santidad hacía que muchas comunidades fueran reacias a permitir la
presencia de pecadores dentro de ellas. Pero con el tiempo y el aumento de los fieles la cuestión se
planteaba agudamente con los que, después del bautismo, volvían a una situación de pecado opuesta
a la salvación recibida. En efecto, el bautismo, que corrobora la conversión y la fe, no significa una
mágica impecabilidad. La realidad del pecado, del mismo modo que no desaparece del todo de cada
uno de nosotros, tampoco desaparece de la misma Iglesia. La presencia del pecado en el seno de la
Iglesia y de sus comunidades es otra cuestión pendiente. Sin la conciencia de esa condición
quedaría vacía la constante llamada de la tradición cristiana a la penitencia. Desde esta
circunstancia la tradición habla del «segundo bautismo», que no era otra cosa que la penitencia
eclesial, y de la cuaresma como tiempo adecuado para recibirla.
La cuestión de la Iglesia pecadora no puede dejar de afrontarse en todo momento. Los Padres eran
conscientes de esta condición y de que la Iglesia debe evitar todo triunfalismo de haber conseguido
la victoria final. La superación total del pecado siempre se ha confesado como un don de Dios en
los últimos tiempos. Y es que eran conscientes de que la debilidad de la Iglesia y, en consecuencia,
la presencia del pecado en ella deriva de su carácter peregrinante hacia las moradas celestes. Esta
conciencia invita a abandonar la idea de un triunfo anticipado, que significaría una magia
impecabilidad, y libera de caer en la autosuficiencia que en el fondo es prescindir de Dios. La
cuaresma recupera la invitación del Señor a rezar para que «nos libre del mal» e implorar cada día
el perdón. Por eso, en la teología patrística prevaleció la alternativa de la penitencia: oraciones,
ayunos, limosnas, confesión de los propios pecados… y todo cuanto contribuía a mantener limpio el
rostro de la Iglesia, como el mismo martirio. Estas prácticas recordaban que los cristianos están
necesitados de permanente curación.
Para los Padres, como para Pablo, el tema de la santidad de la Iglesia está relacionado con su unión
esponsal con el Verbo de Dios. Pero el carácter inmaculado de la esposa, es decir, la Iglesia, nunca
es una realidad terminada. Esto ha dado lugar a que los Padres vean la Iglesia simbolizada en las
mujeres bíblicas, que fueron pecadoras agraciadas, es decir, fueron encontradas pecadoras y el
Señor las hizo santas, las tomó manchadas y las hizo puras. Estas enseñanzas no se reducen a
ilustrar la superación del pasado pecador de esas mujeres, sino que manifiestan su convicción de
que el pecado es un elemento permanente en la misma Iglesia. Es santa, porque de continuo la
purifica su cabeza, Cristo.
Es conocida la pugna histórica entre el rigorismo y una concepción de la Iglesia según la cual el
pecado, que aparece frecuentemente en los «elegidos» y «santos», debe ser combatido
constantemente mediante la conversión del corazón. La actitud rigorista ha surgido con frecuencia,
como si se quisiera eludir la realidad pecaminosa de la Iglesia. La Iglesia no puede quedar reducida
a ser un bas¬tión de puritanos o una reserva de elegidos y predestinados, como frecuentemente
enseña la historia de reformadores radicales. Pero la alternativa al rigorismo no ha sido el laxismo.
El clima penitencial no toma de hecho ni puede tomar, cuando es genuino, formas anti eclesiales.
Hay que reconocer que los fallos de la Iglesia debilitan la fe de muchos, pero nunca la denuncia
profética del pecado eclesial tiene como objetivo desautorizarla, sino purificarla. Permanece, en
todo caso, la conciencia de que la Iglesia no es comprensible, si se abandona la lucha permanente
contra el pecado en su seno. La tradición penitencial cristiana se inscribe en la búsqueda de una
respuesta a esta cuestión.
Esa experiencia interior, humilde y paciente, no en emite juicios excesivos sobre la vida de la
Iglesia. Al contrario, confiesa que en medio de tales imperfecciones la Iglesia es la Iglesia de los
santos. Los mismos santos, que han sufrido más que nadie semejantes mediocridades, son los que
menos han acusado. El santo es un penitente, un pecador consciente y, por eso mismo, abierto a la
gracia. La Iglesia opta por reconocer que el pecado aparece frecuentemente, pero sabe que debe ser
combatido mediante la conversión del pecador y no mediante su eliminación. Desde una óptica
eclesial, el camino de la conversión es el instrumento con el que la Iglesia asume y afronta su
condición: esposa inmaculada de Cristo y comunidad de pecadores. Lo cierto es que la humildad de
la penitencia es la fuerza más auténtica de la reforma de la Iglesia y no las airadas protestas de
reformismo.
La conciencia de la santidad de la Iglesia permite entrever el destino, la misión y el deber de la
Iglesia en el mundo como la comunión de los fieles, que realizan su fe en la decisión de acogerse a
la gracia de Cristo. Es una comunidad que produce frutos de paz, reconciliación, perdón y alabanza.
Junto a estas convicciones sabe también que debe seguir pidiendo, veraz y humildemente,
«perdónanos nuestras ofensas». Las advertencias evangélicas van en la dirección de poner en
guardia sobre la confusión entre una fe firme y una falsa seguridad: oración del fariseo y del
publicano (Lc 18, 9-14). Semejantes textos no se refieren solamente al momento inicial de la
Iglesia, sino que tienen validez para toda la existencia de la misma. El Nuevo Testamento habla,
ciertamente, de las seguridades que han sido dadas a la Iglesia, pero también de la posibilidad de
abusos y caídas. La Iglesia confiesa que está salvada en Cristo, pero el triunfo definitivo no llega
hasta que todos estén salvados.
La Cuaresma, tiempo de conversión
Las palabras que acompañan el rito de la ceniza Conviértete y cree en el evangelio (Mc 1, 15)
condensan el mensaje anunciado por Jesús. Su predicación se orienta a que todos tomen conciencia
de que la vida está guiada por Dios. La llamada a la conversión está indisociablemente unida al
anuncio de la llegada de su reinado. Sin conversión no llega ese reino. Conversión del corazón
significa invertir la tendencia de construir el núcleo más íntimo de nuestras vidas en torno al yo y
poner en el centro a Dios. En palabras de san Agustín: «Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a
saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de
sí propio, la celestial. La primera se gloría en sí misma, la segunda se gloría en el Señor. Aquélla
solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su
conciencia» (La ciudad de Dios XIV, 28, Obras XVII, 137).  La conversión es, ante todo, radical y
profunda para romper la vida petrificada y sin poros hacia Dios. El amor divino es siempre el mejor
resorte para mover a este esfuerzo. La conversión no consiste en que, de repente, nos pongamos a
ser buenos, para evitar que Dios descargue su venganza sobre nosotros, sino en reconocer ante su
presencia misericordiosa nuestra infidelidad y olvido.
Las tentaciones de Jesús en el desierto ilustran este aspecto de prueba de la vida cristiana y son un
buen guion para un análisis de nuestra conciencia (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-15; Lc 4, 1-13). Se trata en
substancia de poner a Dios en el lugar que le corresponde, sin negar la importancia de la creación y
su sentido. El hombre ciertamente vive de pan, pero no sólo de pan, sino de «toda palabra que sale
de la boca de Dios». Cuando todo queda reducido a lo útil, falta la gratuidad de la Palabra divina;
cuando se pretende afirmarse por el poder y la gloria, falta la sumisión al Señor; cuando se entiende
la acción de Dios con un sentido mágico, falta el abandono en Él. Esta es la prueba que tenemos que
superar. Podría aspirarse a una vida fácil sin tentaciones ni pruebas, pero sería ilusoria porque
resultaría artificial. Pues Jesús nos ha dado el camino de la opción a realizar para que nuestra vida
sea salvada. La vida no nos exime de las pruebas, pero la enseñanza de Cristo descarta la última
derrota.
El pasaje de Lucas (15,11-32), [Parábola del Hijo pródigo] que recordamos en cuaresma, es toda
una justificación y una defensa incuestionable de Dios como Padre que, viendo de lejos que su hijo
vuelve, sale a su encuentro para hacerle menos penosa y más humana su vuelta. Jesús propone esta
imagen de Dios, que ofrece a los pecadores y perdidos oportunidades infinitas de perdón, para
responder a los que se escandalizan de este modo de actuar. Por eso antes que el personaje del hijo
que se arrepiente, está la persona del Padre, de Dios, que nunca abandona a sus hijos, que nunca los
olvida y que organiza una fiesta por la recuperación del hijo perdido. Por eso lo que más importa en
nuestra vida no es lo que nosotros hacemos, sino lo que le dejamos hacer a Dios en nosotros.
Las lecturas de los domingos de cuaresma presentan los motivos fundamentales de la conversión
cristiana. Recuerdan las intervenciones maravillosas de Dios para iluminar así nuestras pruebas y
dar sentido a nuestra vida. Por eso leemos unos textos muy comentados en la tradición cristiana: el
relato de la vocación de Abrahán, la revelación de ser pueblo elegido de Dios con quien hace una
alianza; las enseñanzas de Pablo a las comunidades cristianas a quienes define ciudadanos del cielo
(Flp 3, 20). Son una invitación a renovar el motivo decisivo de la conversión, que consiste en buscar
y dirigirse a Dios, compasivo y misericordioso, que tiene infinita paciencia.
    La doctrina y la vida de Jesús son siempre el mejor estímulo para nuestra conversión. Todos los
ejemplos humanos que pudiéramos proponer, de un modo o de otro, terminarían por defraudarnos.
Por eso, es importante reconocer en la conducta de Jesús con los pecadores una intención explícita:
reflejar y actualizar el amor reconciliador del Padre. Las parábolas de la misericordia pronunciadas
por Él describen la experiencia del perdón, que es siempre liberadora. La cuaresma proclama la
misericordia divina, que nunca se agota en el ofrecimiento del perdón de los pecados. Para tomar
conciencia de cuanto obstaculiza el proyecto de Dios en la historia vale más su amor como lo
presenta Jesús, que el escepticismo o la atracción de los proyectos humanos. La presencia amorosa
de Dios es una invitación sugerente a descubrir la propia falta.
La meta es la Pascua
Si la Pascua es el centro de las celebraciones cristianas se adivina que la cuaresma sólo tiene razón
de ser como inicio y encaminamiento a la misma. La imagen del desierto, que acompaña este
tiempo, es sin duda morada de prueba, pero en todo caso es una residencia de tránsito. Por eso no
seríamos fieles al espíritu cuaresmal si no evocáramos que todo este clima conduce a la Pascua. El
desierto de Jesús o del pueblo elegido es lugar de paso, no residencia permanente. La conversión se
ordena a preparar la intervención y venida de Dios. Nuestra conversión y nuestra penitencia deben
llevarnos a participar en el sufrimiento y en la resurrección del Señor e introducirnos en el gozo y la
gloria de su amor victorioso.
Es preciso destacar esto porque, a veces, concentrados en la dureza del camino, corremos el riesgo
de olvidar la alegre esperanza del fin. Lo que realmente queremos preparar es la Pascua del Señor.
Pero este gesto magnífico sólo lo vieron los que creyeron. Sin esa elección creyente Dios
desaparece del horizonte de nuestra historia. La palabra de Dios grita en muchos momentos:
«¡escucha, pueblo mío!».
Esta insistencia se debe a que con facilidad su pueblo pierde la orientación y el sentido de la vida,
que lo encuentra en la Pascua. Cuando el pueblo judío estaba desalentado por la vida de exilio y por
la pérdida del país prometido, entonces recordaban la llamada de Abraham como ejemplo de que la
fe en la promesa de Dios no falla. Ante el desconcierto que produce en los apóstoles el final trágico
de Jesús que se preveía, la transfiguración es una revelación de la fuerza de Dios en la debilidad
humana, en la muerte de Jesús. San Pablo puede confortar a los discípulos diciéndoles: El
transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa (Flp 3, 21). Lo
mismo nos sucede a nosotros cuando el cansancio y la derrota se hacen presentes. Las lecturas de
cuaresma evocan las intervenciones de Dios en favor de su pueblo, para iluminar nuestras pruebas y
dar sentido a nuestras vidas. La meta de las celebraciones cuaresmales es la Pascua.
2.1 TEOLOGÍA Y ESPIRITUALIDAD DE LA CUARESMA

2.1 Teología y espiritualidad de la cuaresma

La cuaresma se interpreta teológicamente a partir del misterio pascual, celebrado en el triduo


pascual y con los sacramentos pascuales, que hacen presente el misterio, para que sea participado y
vivido. La cuaresma no es un residuo de aquellas primitivas practicas ascéticas nacidas en Tebas y
que fueron el preludio de la vida de los cenobitas y el monacato, sino que es el tiempo de una
profunda y sentida experiencia, para llegarnos a participar en el misterio pascual de Cristo;
asemejándonos a él en todo:
  “Rom 8,17 padecemos juntamente con él, para ser también juntamente con él
glorificados”
Esta es la ley de la cuaresma y aquí reside su carácter sacramental, ya que Cristo, no solo se hace
constantemente presente en la vida de la iglesia, sino que pretende en el misterio pascual, purificarla
como si de su esposa se tratara:
         “Ef 5,25b-27[…] Cristo amó a la Iglesia y se entregó él mismo por ella, a fin de
santificarla por medio del agua del bautismo y de la   palabra, para prepararse una Iglesia
gloriosa, sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa y perfecta.”
El acento es puesto, por lo tanto, no en el énfasis de las practicas ascéticas y de contención, sino en
la acción purificadora y santificadora del Señor para con la comunidad eclesial. Las practicas
penitenciales pueden ser signo de la participación en el misterio de la vida de cristo, que nos dio un
ejemplo profundo de penitencia y desierto en su retiró de cuarenta días, en la montaña bajo la cual
se cobija la antigua Jericó. 
Por ello como nos enseña el magisterio, la iglesia al comenzar el camino cuaresmal, debe tener
conciencia de que es el mismo cristo Jesús, el que nos lleva de la mano dando eficacia a nuestro
camino cuaresmal. Por lo que penitencia, oración u otras prácticas, adquieren el valor de acción
litúrgica, siendo estas mismas, acción de cristo y de su Iglesia.
Siendo sobre todo conocido el carácter penitencial de la cuaresma, no debemos olvidar que este
sentido penitencial, se fundamenta en el carácter bautismal. En esas aguas renovadas la noche del
sábado en la vigilia pascual, son símbolo del nuevo nacimiento de la iglesia que se regenera y
limpia por la conmemoración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. 
En este sentido la iglesia es una comunidad pascual porque es bautismal. No solo porque el
catecúmeno entra en ella por medio del bautismo, sino porque toda la comunidad está llamada a
manifestar con una vida de continua conversión el sacramento que la genera y la hace nacer. Por
ello es tan importante el significado del agua bautismal en toda la historia de la salvación.
De esta espiritualidad cuaresmal expuesta nace, por tanto, una espiritualidad pascual-bautismal-
penitencial- eclesial. Desde este punto de vista, la práctica de la penitencia, que no debe ser sólo
interior e individual, sino también externa y comunitaria, se caracteriza por los siguientes
elementos:
a. Integridad y coherencia cristiana para mantenerse junto al rostro de Dios.
b. Consecuencias de nuestros actos innobles ante Dios y la comunidad social y eclesial.
c.  Participar y actualizar el sacramento de la penitencia.
d. Sensibilización y ejemplaridad ante los que constantemente ofenden, (oración por los pecadores).
De este modo, en cuaresma el cristiano debe prestarse e incluso crearse un hábito para llegarse a
prácticas que edifiquen su alma y su persona, tales como:
a.     la escucha diaria de la Palabra de Dios.
b.    Una oración intensa, fecunda y efectiva.
c.     La caridad humana, de igual a igual.
d.    Una intensa vida de comunidad sintiéndose parte.
Por ello es esencial que la pastoral de cada comunidad sea creativa, para actualizar las obras propias
de la cuaresma, y así mismo revitalizar y consolidar los grandes rituales, en celebraciones más
efectivas y concretas, que no queden reducidas a la pesadez de los rituales. 
De esta manera puede hacerse un ejercicio de actitud didáctica, por el bien de los jóvenes al acceso
del triduo pascual y prácticas cuaresmales.
Actitud didáctica, que adaptándola a la sensibilidad del hombre contemporáneo, no le aparten de la
naturaleza y del objetivo propio del tiempo litúrgico; ayudándoles a vivir un bautismo de dimensión
individual y comunitaria, y a celebrar con mayor autenticidad la pascua. La vida cristiana esta por
ello, especialmente guiada por la dinámica pascual.

LA TEOLOGÍA DE LA CUARESMA.
La liturgia cuaresmal encierra una riqueza teológica y en especial una antropología cristiana y
salvífica. Presenta los aspectos teológicos e históricos de la redención de Cristo: su muerte solidaria,
la nueva dimensión del sacerdocio (no del clericalismo), su mediación redentora como “siervo de
Dios paciente” y la teología profunda del signo de la cruz como expresión del amor de Dios por
aquellos que sufren injusticias.
En la Cuaresma tenemos nuestra vivencia sacerdotal (es decir, nuestro sacerdocio común) como
consecuencia profunda de nuestra incorporación a Cristo y a la Iglesia misionera (denuncia
profética de las desigualdades sociales) ante todo lo que deshumaniza a la persona, con preferencia
por los más necesitados y oprimidos (compromiso y solidaridad con los pobres).
El tiempo cuaresmal es el marco sacramental de nuestro bautismo y sus compromisos actuales:
“trasfiguración pascual cristiana” como iniciación personal en la vida cristiana comprometida y
comprometedora en las tareas por la justicia y la paz en nuestra realidad y todas aquellas acciones
en favor de la integridad de la creación (JPIC).
En la Cuaresma se evidencia la teología de la “necesidad de la penitencia” interior, como elemento
esencial para la conversión a Dios, el camino hacia Dios pasa por lo más interno y auténtico de uno
mismo. A nivel externo, educar nuestras tendencias al hedonismo y la sensualidad, fomentar la
actitud de renuncia (1Cor 9, 27) y la búsqueda de un cristianismo verdadero y más auténtico en el
servicio a los pobres. La caridad teológica en sintonía con la caridad redentora y universal de Cristo,
esta en apertura a la revelación del gran mandato evangélico (Jn 15, 12) y en solidaridad con los
oprimidos y marginados.
La Cuaresma es riquísima como vivencia ascética y mística de nuestra incorporación a Cristo (Gál
5, 24; 2, 19; 6, 14; Col 1, 24; Jn 15, 19), y la opción por los últimos de nuestra sociedad, para dar
testimonio del Reino y del amor gratuito de Dios (Jn 13, 34). Además, es un tiempo necesario
ordenar la liturgia y la pastoral cuaresmal hacia un nuevo proceso histórico-evangelizador, para
lograr una vivencia santificadora del misterio pascual.
Fr. Anselmo Maliaño Téllez, Ofm
Fragmento: «Otro enfoque de la Cuaresma»
La Cuaresma: ¿Cómo vivirla?
La Cuaresma implica un empeño ascético, individual y colectivo: oración, ayuno, abstinencia......

Por: Mons. Rafaello Martinelli | Fuente: Catholic.net

¿Qué es la Cuaresma?

- Es un período especial del año litúrgico durante el cual el pueblo


cristiano se prepara para celebrar el misterio Pascual. 
- La Cuaresma es un tiempo oportuno para estar, junto con María
Santísima y San Juan, el discípulo amado, junto a Cristo que en la
Cruz consuma, por toda la humanidad, el sacrificio de su vida
(cfr Jn 19, 25). 
- «Mirarán al que traspasaron»: es tiempo oportuno para mirar con
confianza el costado de Jesús, atravezado por la lanza, del cual
brotaron «sangre y agua» (Jn 19, 34)! 
- «Que la Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia
renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que también nosotros cada día
debemos «volver a dar» al prójimo, especialmente al que sufre y al necesitado. Sólo así podremos
participar plenamente en la alegría de la Pascua» (benedicto xvi, Mensaje para la Cuaresma 2007). 

¿Por qué cuarenta días?


- La teología y la espiritualidad de la Cuaresma se constituyeron en relación con diversos eventos
del Antiguo y del Nuevo Testamento. 

- El mismo número 40 nos recuerda: 


· los días del diluvio universal; 
· los años transcurridos por Israel en el desierto; 
· los días transcurridos por Moisés en el Monte Sinaí; 
· los días transcurridos por el profeta Elías en el desierto antes de llegar al encuentro con Dios en el
Monte Horeb; 
· los días de penitencia de los habitantes de Nínive; 
· los días del ayuno de Jesús en el desierto, donde al final fue tentado por el Diablo. 

- Todo esto tiene un valor didáctico. La Cuaresma es el tiempo: 


· de la destrucción del mal, como para los hombres del diluvio; 
· de la prueba y de la gracia, come para Israel; 
· de la oración que dispone para el encuentro con Dios, como para Moisés y Elías;
· de la penitencia y de la expiación en espera del juicio divino, como imitación de los 40 días de
ayuno y de penitencia con los que los habitantes de Nínive aplacaron la ira divina; 
· del ayuno finalizado a comer el verdadero alimento, que es hacer la voluntad del Padre: «no solo
de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (así le respondió Jesús a
Satanás al final de los 40 días pasados en el desierto). 

¿Cuáles son los grandes temas cuaresmales?


Tres son en particular los temas que son propuestos por la liturgia cuaresmal: 
1. El tema pascual. Porque la Cuaresma es preparación a las celebraciones pascuales, el tema
muerte-vida asume una importancia fundamental. Comienza desde el segundo domingo (la
Transfiguración) y se hace más explícito en las dos últimas semanas. 
2. El tema bautismal. La Cuaresma en su estructura fundamental se formó en torno al
sacramento del Bautismo administrado a los adultos durante la Vigilia Pascual. Los cristianos
toman mayor conciencia del propio bautismo. 
3. El tema penitencial. Se desarrollo sobre todo al inicio de la Cuaresma (miércoles de ceniza
y el evangelio de las tentaciones de Jesús en el primer domingo). 
 
¿Cuáles son las prácticas cuaresmales?
- La Cuaresma implica un empeño ascético, individual y colectivo, cuyas formas tradicionales son: 
· oración (Misa cotidiana sobre todo y el Via Crucis) 
· ayuno (es el conjunto de las prácticas de mortificación: comida-palabras-diversiones): la
mortificación permite una mayor disponibilidad hacia el prójimo, mayor tiempo para el
voluntariado y más dinero para la caridad. 
- En Cuaresma la Iglesia recuerda que están mandados: 
· ayuno y abstinencia de carne: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo; 
· la abstinencia de carne: todos los Viernes de Cuaresma. 
- Iglesia recomienda en particular la práctica, durante la Cuaresma, de las obras de misericordia
corporales y espirituales: 

· Las siete obras de misericordia corporales


1. Dar de comer al hambriento. 
2. Dar de beber al sediento. 
3. Vestir al desnudo. 
4. Dar posada al peregrino 
5. Visitar los enfermos. 
6. Visitar a los presos. 
7. Sepultar a los muertos. 

· Le siete obras de misericordia espirituales


1. Dar consejo al que lo necesita. 
2. Enseñar al que no sabe. 
3. Corregir al que yerra. 
4. Consolar al triste. 
5. Perdonar las ofensas. 
6. Soportar con paciencia los defectos de nuestros prójimos. 
7. Rezar a Dios por los vivos y por los muertos. 
- Estas prácticas, «expresan la conversión con relación a sí mismo, con relación a Dios y con
relación a los demás » (Catecismo de la Iglesia Católica, 1434). 

¿Cuál es la importancia del ayuno?


(tomado del: benedicto xvi, Mensaje para la Cuaresma 2009) 
- «En nuestros días, parece que la práctica del ayuno ha perdido un poco su valor espiritual y ha
adquirido más bien, en una cultura marcada por la búsqueda del bienestar material, el valor de una
medida terapéutica para el cuidado del propio cuerpo.» 
- El ayuno, en cambio, para el creyente tiene una relevante importancia, y es rico de numerosos
significados y finalidades: 
·  Dimensión personal: 
*Con el ayuno, de hecho, «el creyente desea someterse humildemente a Dios, confiando en su
bondad y misericordia». 
*práctica del ayuno «contribuye, además, a dar unidad a la persona, cuerpo y alma, ayudándola a
evitar el pecado y acrecer la intimidad con el Señor». 
*«Privarse del alimento material que nutre el cuerpo facilita una disposición interior a escuchar a
Cristo y a nutrirse de su palabra de salvación». 
*Con el ayuno y la oración, «Le permitimos que venga a saciar el hambre más profunda que
experimentamos en lo íntimo de nuestro corazón: el hambre y la sed de Dios».
*Tal práctica es «un arma espiritual para luchar contra cualquier posible apego desordenado a
nosotros mismos». 
*Del mismo modo, «ayuda al discípulo de Cristo a controlar los apetitos de la naturaleza debilitada
por el pecado original, cuyos efectos negativos afectan a toda la personalidad humana». 
· Dimensión social: 
*El Santo Padre subraya también el significado social del ayuno, afirmando que «ayuno nos ayuda a
tomar conciencia de la situación en la que viven muchos de nuestros hermanos». 
*Lo que ahorramos ayunando, podemos destinarlo a obras de beneficiencia u obras caritativas. 
*Por esto, exhorta a las parroquias «a intensificar durante la Cuaresma la práctica del ayuno
personal y comunitario, cuidando asimismo la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la
limosna.» 
- Definitivamente, gracias al ayuno, la Cuaresma es el tiempo ideal «alejar todo lo que distrae el
espíritu y para intensificar lo que alimenta el alma y la abre al amor de Dios y del prójimo». 

Acerca de la limosna:
- ¿Cómo dar la limosna? 
He aquí algunas indicaciones: 
· debe ser escondida. «Que no sepa tu mano derecha lo que hace tu mano izquierda», dice Jesús,
«para que tu limosna quede secreta» (Mt 6, 3-4); 
· realizarla:
*sin ofender a quien la recibe; 
*sin mostrarnos nostros mismos (vanagloria) 
*alegría: hay más alegría en el dar que en el recibir (cfr Hch 20, 35) 
· en el silencio, lejos de los reflectores de la sociedad mediática; 
· no limitarse solamente a dar cosas materiales (dinero, comida…), sino darnos nostros mismos:
nuestra estima, nuestro respeto, nuestro tiempo, nuestros talentos (voluntariado); 
· ofrecer el don material, como signo del don más grande que podemos hacer a los demás: el
anuncio y el testimonio de Jesucristo; 
· lo que da valor a la limosna es el amor: un ejemplo lo tenemos en la viuda del Evangelio
(cfr. Mc 12, 42-44). 
- ¿Cómo dar la limosna? 
· Ayudar a quien tiene mayor necesidad 
· compartir con los otros lo que tenemos gracias a la bondad divina 
· practicar la virtud de la justicia: antes y más que un acto de caridad 
· reconocer en los pobres al mismo Cristo 
· imitar a Cristo, quien se hizo pobre para hacernos ricos 
· poner por obra un ejercicio ascético para nosotros: 
        * para liberarnos del apagamiento a las cosas terrenas 
        * para purificarnos interiormente 
· afirmar el principio de que no somos los propietarios sino los administradores de los bienes que
poseemos, donados por Dios 
· actuar movidos por la gloria de Dios 
· practicarla no por filantropía sino por caridad, amor: como gesto de comunión eclesial
· acercarnos a Dios, acercándonos a los demás: instrumento de auténtica conversión y
reconciliación con Dios y con los hermanos; 
· obtener el perdón de los pecados. San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el
perdón de los pecados: «La caridad- escribe- cubre la multitud de los pecados» (1 Pe 4, 8).

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