Los Panzers de La Muerte
Los Panzers de La Muerte
Los Panzers de La Muerte
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Sven Hassel
ePub r1.0
Poe 14.07.13
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Título original: Doden pa Larvefodder
Sven Hassel, 1958
Traducción: Alfredo Crespo
Retoque de portada: Poe (Basada en la edición inglesa)
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LOS PANZERS DE LA MUERTE
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PROEMIO
Muchos lectores de mi primer libro La legión de los condenados han reclamado la
continuación de mis recuerdos. Así pues, prosigo relatando la guerra, tal como la he
vivido con mis camaradas y mi Regimiento. Pido perdón por resucitar aquí ciertos
personajes cuya muerte relaté en La legión de los condenados. Esta narración no es
más que un cuadro rápido y sucinto del mundo de experiencias que fue nuestra vida
militar. Creo conveniente recordar que el 27.° Regimiento Blindado se constituyó en
1938. Se convirtió en Sonder Regiment en 1939. Veinte mil hombres desfilaron por él
entre 1938 y 1945. De este total, se dice que nueve siguen aún detenidos por los rusos
en Kolyma, mientras que otros siete regresaron a sus casas al final de la guerra. De
esos siete, había un loco que sigue internado en un asilo, dos tuberculosos que
murieron unos años más tarde —el último en junio de 1955— y tres enfermos,
incluido el autor de este libro, debilitados gravemente por las fiebres. Sólo uno está
casi indemne, es decir, sólo le falta la pierna izquierda; pero como la amputación fue
hecha por debajo de la rodilla, su insuficiencia prácticamente no se nota cuando pasea
por las calles de Colonia. Exceptuando los nueve hombres citados, el Regimiento
jalona con sus esqueletos blanqueados los campos de Polonia, Francia, Italia, Grecia
y Rusia. Sangrientas batallas, cuyos nombres han entrado a formar parte de la
Historia: Stalingrado, Sebastopol, Kuban, Kharkov, Kiev, Cherkassy, Kónigsberg,
Breslaw, Berlín, fueron las tumbas del Ejército alemán.
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¡Aúlla, silba, estalla…!
Es el fuego que llueve del cielo.
Las madres claman a Dios y se arrojan sobre sus hijos para protegerlos de este
diluvio mortal.
Los soldados olvidan el odio que se les ha enseñado para convertirse en
salvadores. En medio del pánico, en el que los hombres matan a sus propios jefes,
resuenan disparos.
¿Y por qué esta demencia? ¿Por qué estos horrores? Es la Dictadura, amigo mío.
NOCHE INFERNAL
El cuartel estaba en silencio, negro y despierto, sumergido en el sombrío
terciopelo del otoño. Sólo las pisadas duras y monótonas de las claveteadas botas del
centinela resonaban en el asfalto y hasta los pasillos. Reunidos en el dormitorio 27,
jugábamos a «skats».
—Veinticuatro —dijo Stege.
—Soy yo el que ataca, ¿no?
—Veintinueve —prosiguió tranquilamente Móller.
—Mierda —dijo Porta.
—Cuarenta —siguió diciendo Alte—. ¡Esto marcha, larguirucho! No conseguirás
mejorarlo.
—Hubiese debido sospecharlo —gritó Porta—. No hay manera de jugar con unos
desgraciados como vosotros. Atiende bien, infeliz, digo cuarenta y seis.
Bauer exhibió una ancha sonrisa.
—Mi pequeño Porta, si tienes la desvergüenza de rebasar los cuarenta y ocho,
tendré el gusto de aplastarte esas salchichas que te sirven de morros.
—Es mejor que empieces por cerrar los tuyos. Además, aún no has visto nada,
amigo mío. Ahí tienes: ¡cuarenta y nueve!
En el exterior sonó un grito:
—¡Alerta! —vociferó alguien—. ¡Alerta…! ¡Alerta!
Resonó el ruido de las sirenas, que fue aumentando y decreciendo
alternativamente. Porta, después de agotar las blasfemias, tiró las cartas.
—¡Ah, cerdos! ¡Interrumpir la mejor partida que he jugado desde hace tiempo…!
Pegó un empujón a un recluta aturullado:
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—¡Tú, a ver si te mueves! ¡Llegan los aviones! ¡A toda prisa, al refugio!
Boquiabiertos, los reclutas vieron cómo chillaba.
—¿Es un ataque aéreo? —preguntó tímidamente uno de ellos.
—¿Crees que se trata de un baile, estúpido? ¡Valiente desgracia! ¡Una mano
sensacional a la mierda! ¡Qué porquería de guerras…! No hay manera de vivir
tranquilo.
El desorden alcanzaba su auge. Todo el mundo iba de un lado para otro. Se
forzaban los armarios, el pesado paso de las botas sonaba en las escaleras, los
jóvenes, no acostumbrados aún a los clavos, resbalaban y caían en el asfalto, patas
arriba, enloquecidos por el aullido de las sirenas y pisoteados por los camaradas, que
sí sabían lo que les esperaba.
Unos minutos más y la lluvia de bombas horadaría la negra noche.
—¡Tercera Compañía, adelante!
—¡Cuarto pelotón, por aquí!
La voz tranquila de Alte resonó en una oscuridad que hubiese podido cortarse con
un cuchillo. En el aire, el zumbido de las escuadrillas se aproximaba. Los cañones de
la defensa contra aviones, diseminados por los alrededores, empezaron a ladrar.
De repente, una luz blanca, deslumbradora, desgarró la noche. Una luz
resplandeciente, que permaneció suspendida en el aire, como un espléndido árbol de
Navidad. Era una bengala; al cabo de unos segundos empezarían a caer las bombas.
—¡Tercera Compañía, al refugio! —ordenó la voz grave de Edels, el feldwebel en
jefe.
Los doscientos hombres de la Tercera Compañía se arrojaron en las trincheras,
tras los terraplenes. Nadie quería saber nada con las cuevas; todos preferíamos el
cielo abierto a aquellas ratoneras.
Y súbitamente, se desencadenó el infierno.
En medio de las monstruosas explosiones se oían aullidos. La ciudad, bajo la
alfombra de bombas, adquiría un color rojo de sangre, y el formidable incendio
iluminaba hasta nuestras trincheras.
El mundo parecía derrumbarse ante nuestros ojos, en tanto que los torpedos y las
bombas incendiarias llovían sobre la urbe condenada.
¡No existen palabras para describir esa noche de horror! El fósforo brotaba como
de una fuente múltiple, esparciendo un ciclón de llamas. Las piedras, el asfalto, los
hombres, los árboles, el propio cristal, todo estalla.
Revientan bombas, y proyectan el río de fuego cada vez más lejos. Un fuego que
no es blando, como el de los altos hornos, sino rojo, como la sangre.
Escuchad… ¿Oís reír a Satanás en este infierno que sobrepasa al suyo…? Otros
árboles de Navidad aparecen, deslumbradores, en la noche. Las bombas se
multiplican, el terror aúlla en la ciudad, replegada en sí misma como un animal
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tembloroso señalado por la muerte. Los hombres, como insectos, buscan las rendijas,
los mejores huecos para salvar sus vidas. Pero bajo la luz radiante, pueden pronunciar
una última plegaria, porque van a morir, destrozados, aplastados, ahogados,
consumidos en aquel monstruoso crisol. Pese a la guerra, al hambre, a las
privaciones, al terror, se aferran con desesperación a esta vida que aún aman.
La ridícula defensa antiaérea del cuartel disparaba débilmente contra los
bombarderos invisibles. El reglamento ordenaba disparar y se disparaba, pero
teníamos la plena seguridad de que ni una sola de las fortalezas volantes recibiría un
arañazo.
No muy lejos resonaba un grito estridente, ininterrumpido, y una voz que lloraba
llamando a un enfermero. Las bombas habían debido de alcanzar una de las naves del
cuartel.
—¡A cuántos habrán liquidado! —murmuró Plutón, tendido de espaldas en la
trinchera, con el casco sobre la cara—. Esperemos que muchos sean nazis.
—¡Es increíble cómo puede arder una ciudad! —le interrumpió Móller,
incorporándose para echar una ojeada al océano de llamas—. ¡Válgame Dios! ¿Qué
es lo que puede quemar de esta manera?
—Mujeres gordas y delgadas, hombres secos o barriles de cerveza, niños buenos
y malos, muchachas bonitas —dijo Stege enjugándose el sudor de la frente—. ¡En
fin, un buen surtido!
—Sí, amigos, después iremos a desenterraros —dijo gravemente Alte, mientras
encendía su vieja pipa—. ¡Cochino trabajo! No me gusta ver a las mujeres medio
quemadas.
—Nadie te pregunta si te gusta —dijo Stege—. Tampoco a nosotros nos gusta.
Hemos de hacer de carniceros, y nada más.
—Exacto —replicó Plutón—. Una maldita carnicería. ¿Y para qué sirve todo?
Pues para aprender el oficio. Es como un aprendizaje.
Se levantó, se quitó la gorra de policía y saludó circularmente a los cuerpos
pegados al terraplén.
—Joseph Porta, soldado de primera clase por la gracia de Dios, carnicero en el
ejército de Hitler, asesino de profesión, incendiario, y proveedor de la muerte.
En el mismo instante, un nuevo árbol de Navidad se iluminó brillantemente no
lejos de nosotros.
—¡Nueva remesa para el infierno! —gritó Porta, dejándose caer en la trinchera—.
¡En nombre de Jesús, amén!
Durante tres largas horas, sin un minuto de respiro, las bombas sacudieron la
tierra, cayendo de un cielo aterciopelado. Los depósitos de fósforo estallaban,
salpicando las calles y las casas con un chapoteo siniestro, granizo infernal, danza
macabra de incendio, de muerte y de tortura.
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Hacía mucho rato que la D.C.A. había callado. Sin duda, nuestros cazas estaban
allá arriba, pero los grandes bombarderos no parecían notarlo. El inmenso vals de
fuego cubría la ciudad de Norte a Sur y de Este a Oeste. La estación ardía en medio
de un amasijo de vagones y de rieles retorcidos por la mano de un gigante. Hospitales
y lazaretos se hundían en un huracán de escombros y de llamas, donde el fósforo
devoraba en sus camas a los enfermos que no habían podido huir. Los amputados
trataban de levantarse para escapar del infierno que lamía ávidamente las ventanas y
las puertas. Los largos pasillos se convertían en excelentes chimeneas.
Las paredes ignifugadas, en cuyo interior la gente jadeaba antes de morir de
asfixia, estallaban como vidrio bajo las toneladas de explosivos. Un olor a carne
quemada llegaba hasta nuestras trincheras, y entre las explosiones se oían los gritos
de los moribundos.
—¡Es peor que cuanto hemos visto! —dijo Alte—. Si conseguimos escapar con
vida, acabaremos completamente locos. Después de esto, prefiero el frente. Allí, por
lo menos, no hay mujeres y niños que mueran asados. ¡Deseo a los cerdos inmundos
que han inventado esto, que mueran ellos también víctimas del fósforo!
—Espera a que llegue el gran momento —siseó Porta—. Ya lo creo que
quemaremos la grasa del culo del gordo de Hermann. ¡Fue él quien enseñó a los
ingleses lo que éstos nos devuelven ahora!
Por fin sonó el término de la alerta. Los silbatos y las órdenes resonaron en el
cuartel, iluminado por el incendio. Nos precipitamos hacia los camiones. Porta se
encaramó como un gato, zumbó el motor, y sin esperar órdenes, el pesado vehículo
arrancó a toda velocidad. Aferrados a la plataforma, nos amontonábamos hasta la
cabina del conductor. Un teniente de diecinueve años gritó algo. Renunció y se lanzó
hacia el camión donde diez manos le levantaron en vilo. Jadeante, preguntó si era el
diablo quien conducía, pero nadie contestó. Todos los esfuerzos se concentraban en
mantenerse sobre el vehículo que se bamboleaba como un loco y que Porta conducía
a toda marcha por entre los cráteres diseminados en la calzada.
Penetramos en las primeras calles que ardían, donde los tranvías y los vehículos
yacían aplastados bajo las paredes derruidas. Nos desviamos para pasar por un
fragmento de acera indemne, entre árboles tronchados como si fuesen cerillas. Cerca
de Erichstrasse hubo que detenerse, porque las casas, derruidas por los torpedos,
formaban a través de la calle una pared ante la que incluso un tanque hubiera
vacilado.
Bajamos del camión, tratando de abrirnos paso a golpes de pico, de hacha y de
pala, a través de las ruinas. El teniente Halter quiso formarnos como un comando,
pero fue inútil. Nadie le prestaba atención: quien mandaba era Alte. Encogiéndose de
hombros, el joven oficial no insistió y, cogiendo un pico, siguió al veterano del frente,
que manejaba una herramienta con la misma habilidad que una ametralladora en
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primera línea.
Por entre el humo acre y sofocante surgían sombras, vestidas de andrajos, cuyas
quemaduras tumefactas eran suficientemente expresivas. Mujeres, niños, hombres
jóvenes y viejos, con rostros pétreos marcados por el terror. En sus ojos asomaba la
locura. La mayoría tenía los cabellos completamente quemados, de modo que ya no
se distinguía a los hombres de las mujeres, y muchos iban envueltos en sacos
mojados con la esperanza de protegerse del fuego. Una mujer nos gritó como una
loca:
—¡Criminales de guerra! ¿Estáis satisfechos? Mi marido, mis hijos… ¡han
muerto quemados! ¡Malditos seáis! ¡Malditos!
Un anciano le rodeó los hombros con un brazo para llevársela.
—Cálmate, Helena, ya hay bastantes desgracias.
Pero, desprendiéndose del brazo, la mujer se lanzó sobre Plutón con los dedos
engarriados, como una gata. El corpulento estibador la sacudió un poco y después la
dejó a un lado como si fuese una niña. Ella se dejó caer en el suelo y golpeó con la
cabeza el asfalto ardiente, mientras lanzaba gritos inarticulados que se perdieron tras
de nosotros, que seguíamos avanzando penosamente por un océano de ruinas.
Un agente de policía, sin casco, con el uniforme medio quemado, nos detuvo y
tartamudeó:
—La casa de niños… La casa de niños…
—¿Qué dices? —gritó Alte, exasperado.
—La casa de niños… La casa de niños… —proseguía diciendo el agente, como
una letanía y la misma voz monocorde, sin soltar a Alte.
Plutón se acercó rápidamente y pegó un puñetazo al hombre; un buen remedio
empleado en el frente para los que se veían afectados por lo que se llama «el vértigo
del frente». También en aquella ocasión dio resultado. Parpadeando de terror, el
agente acabó por pronunciar unas frases coherentes.
—La casa de niños… Salvad a los niños… Están encerrados allí… Soy el
guardián… Arde, arde… Y gritan. ¡Gritan, capitán! El guardián Poél informa… ¡Está
ardiendo…!
—¡Orina un poco! ¡Después te sentirás mejor! —gritó Porta, cogiendo al hombre
y sacudiéndolo—. ¡En marcha! ¿A qué esperas, vive Dios? No soy capitán, sino
soldado de primera. ¡Adelante! ¿No me oyes?
El agente permanecía inmóvil. De pronto, empezó a, correr en círculo,
atolondrado. Pero el teniente Halter lo inmovilizó.
—¿Has oído? ¡Adelante! Enséñanos dónde es, y aprisa. De lo contrario, te
fusilamos.
Colocó su máuser bajo la nariz del agente medio loco, cuyos labios temblaban
como los de un conejo, mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Era un
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viejo que, a no ser por la guerra, estaría jubilado ya.
El corpulento Plutón se puso ante él y le empujó brutalmente.
—¡Basta! Adelante, polizonte del diablo, indícanos el camino o te abro un
agujero en la barriga.
El agente vacilaba, daba traspiés, corría ante la columna por las calles deshechas
donde bailaban las llamas. Por todas partes, cuerpos tendidos, pegados a tierra;
muchos estaban muertos, otros permanecían silenciosos, locos de pánico, y otros
gritaban hasta producir escalofríos. En un lugar, que había debido de ser un cruce, un
niño corrió hacia nosotros aterrorizado, con la boca espumeante.
—¡Están encerrados en la bodega! Ayúdeme a sacarles. Papá es soldado como
ustedes, y estaba de permiso… Lieschen ha perdido un brazo, Henrik ha caído entre
el fuego.
Nos detuvimos y Móller acarició al niño:
—En seguida volvemos —dijo.
El instinto nos decía que nos esperaba algo mucho más grave.
Por fin, ante una montaña de paredes derruidas, tuvimos que detenernos. En el
momento en que nos volvíamos para interrogar al agente, retumbaron unas
explosiones enormes. En un santiamén, estábamos protegidos; la experiencia del
frente constituye una verdadera bendición.
—¡Son los «Tommies» que vuelven! —gritó Porta.
Un sonido metálico ensordecedor y esquirlas, tierra, piedras silbaron por encima
de nosotros. Un granizo cae sobre nuestros cascos de acero, pero ni siquiera le
prestamos atención. Al cabo de un momento, todo pasa…
—Bombas sin estallar —constata Alte, incorporándose.
Seguimos nuestro camino, con el agente en cabeza. A golpes de pico horadamos
una cueva, un muro y llegamos por fin a algo que debía ser un gran jardín en el que
un loco hubiese derribado todos los árboles. Bajo las capas de cascote y de hierros
retorcidos, las llamas parecían jugar al escondite. El agente señaló con un dedo y
murmuró:
—Los niños están ahí debajo.
—¡Qué pestilencia! —exclamó Stege—. ¡Aquí han tirado bombas de fósforo!
Alte miró rápidamente a su alrededor y sin pérdida de tiempo empezó a trabajar
en algo que guardaba cierto parecido con una escalera descendente. Picamos,
desescombramos y rascamos febrilmente, pero sin obtener ningún resultado. A cada
paletada que sacábamos, nuevo cascote caía en su lugar y, al cabo de un tiempo, nos
detuvimos agotados. Móller dijo que lo más razonable sería tratar de comunicarnos
con la cueva, por si casualmente hubiese alguien vivo aún. Contemplamos al agente,
que se balanceaba de un lado para otro, con mirada de muerto.
—¡Eh, poli! —gritó Porta—. ¿Estás seguro de que es aquí? Para la mecedora y
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acércate. ¡Eh, viejo! ¿No me oyes?
—Déjale en paz —dijo el teniente—. Nada puede hacer. De todos modos, esto es
una casa de niños. Está escrito en esa placa.
Siguiendo el consejo de Móller, empezamos a golpear las bases del edificio,
acechando una respuesta desde el interior. Al cabo de lo que nos pareció una
eternidad, unos débiles golpes llegaron hasta nosotros. Volvimos a golpear con un
martillo y escuchamos con el oído pegado a tierra. No había duda, nos contestaban.
En el acto, nos lanzamos como locos sobre nuestras herramientas. El sudor
resbala por nuestros rostros ennegrecidos, las manos nos sangran, las uñas se parten
al coger los pedazos de pared salientes y rugosos que el pico desprende.
El agente seguía balanceándose sobre sus pies, murmurando palabras
incomprensibles.
—¡Acércate, decano de la policía! —gritó Plutón, encolerizado—. ¡Trabaja con
nosotros! ¡Te lo ordeno!
No obtuvo ningún resultado. El gigante se le acercó, lo levantó como si fuera un
niño y lo lanzó de cabeza al pozo en el que trabajábamos. Le pusieron en pie y
alguien le puso una pala entre las manos.
—¡Y a ver si nos movemos, camarada!
El hombre empezó a rascar y, poco a poco, el trabajo pareció devolverle la razón.
Por fin, en el fondo del agujero en el que trabajaba Alte, apareció una rendija, de la
que surgió bruscamente una mano infantil, crispada, que se aferraba
desesperadamente. Alte se inclinó y pronunció palabras tranquilizadoras a través de
la oscura rendija. Pero por allí surgía un infierno de gritos, un infierno de voces de
niños llegados al paroxismo del terror y de la locura. Tuvimos que golpear la
manecita para que se retirara, pero inmediatamente apareció otra. Stege se volvió
diciendo:
—Es para volverse loco. Así no conseguiremos nada, y si desescombramos,
aplastaremos alguna de esas manos.
Una mujer gritaba pidiendo aire.
—¡Agua, agua! —gemía otra—. ¡Por amor de Dios, agua!
Siempre de rodillas, Alte pronunciaba palabras tranquilizadoras. En tales
momentos, era un dechado de paciencia, y sin él haría mucho rato que hubiésemos
tirado nuestras herramientas y hubiésemos huido tapándonos los oídos con las manos
para no seguir oyendo aquellos gritos atroces…
Amanecía, pero la luz apenas podía horadar la capa de humo asfixiante que
recubría la ciudad incendiada. Trabajábamos con las máscaras antigás, al borde de la
sofocación. Nuestras voces, a través del filtro de la máquina, parecían voces de
fantasma. El conjunto parecía un sueño, una horrible pesadilla.
Habíamos abierto otro agujero y tratábamos inútilmente de apaciguar a los
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desesperados. Nos llegaban frases sincopadas, que elevaban al colmo el horror, ese
horror que nadie que no haya presenciado uno de estos bombardeos aéreos, puede
imaginar. Todos creen en lo peor cuando llueven las bombas, pero eso no es lo peor;
lo peor son las reacciones humanas, que crean un infierno inolvidable.
—Padre nuestro que estás en los cielos… —oraba una voz temblorosa.
Todos los impactos sordos de los picos respondían. «¡Schssss…!», hacían las
explosiones. «Perdónanos nuestras deudas…». Un surtidor de barro y de fuego
emergió hacia el cielo; los estampidos resonaron a nuestro alrededor. ¿Bombas sin
estallar? No, bombas incendiarias de espoleta retardada. Nos acurrucamos junto a las
paredes maestras. «Venga a nos el tu reino…».
¡Callaos! —vociferó Porta, furioso—. ¡Es ese cerdo de Satanás! ¡El de Hitler…!
—¡Socorro! ¡Dios del cielo, salvad a nuestros hijos! —lloraba la voz desesperada
en el negro agujero.
—¡Dense prisa! Sálvennos —gritó una voz histérica.
Y una mano blanca, cuidada, se aferró al borde de la grieta, partiéndose las uñas
en el mortero.
—Aparta los dedos, hija mía —gruñó Plutón—. De lo contrario, no podremos
sacaros nunca.
Pero los esbeltos dedos arañaban desesperadamente. Porta levantó el cinturón y
golpeó: surgió la sangre, la mano se abrió y los dedos resbalaron como gusanos
moribundos, tragados por la oscuridad.
Las explosiones crepitaban. Gritos y blasfemias. Vigas, piedras y sillares caían
entre la lluvia de fósforo que nos envolvía. El agente de policía estaba tendido en el
suelo, inmóvil. Plutón empujó con una bota el rostro del pobre diablo.
—Está medio muerto —dijo—. ¿Qué le vamos a hacer? Es imposible que un
viejo resista esta vida que nos dan los ingleses.
El teniente Halter hizo una mueca:
—¡Que le den morcilla! Seguro que estaba convencido de la victoria de la
Alemania nazi y que se habrá mostrado tan implacable como todos… No le hagáis
caso.
—¡Al diablo con el poli! —fue el comentario de Porta.
Y volvimos a excavar en dirección a la cueva.
De repente, una explosión más violenta que todo lo que acabábamos de oír
sacudió la tierra bajo nuestros pies. Fue seguida inmediatamente de otra. Saltamos
hacia lo que podía constituir un refugio, pegándonos cuanto nos era posible. Ya no
eran bombas de espoleta retardada, sino otro ataque que empezaba.
Las bombas incendiarias levantaban surtidores de fuego de quince metros de
altura; el fósforo resbalaba por las paredes como si fuese lluvia. Todo silbaba y giraba
en un huracán de llamas y de explosiones. Un torpedo aéreo de gran calibre volatilizó
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la casa y todo su contenido.
Porta estaba tendido junto a mí y nos guiñaba un ojo, a través de los cristales de la
máscara, para darnos ánimo. Mi máscara me pareció de repente llena de vapor
hirviente. Me aplastaba las sienes…, me asfixiaba, el terror me oprimía la garganta.
«Vas a sufrir el vértigo del frente…». Esas palabras me atravesaron el cerebro y me
hicieron incorporar a medias. Tenía que huir, a cualquier sitio, pero huir…
Porta se lanzó sobre mí como un halcón. De una patada, me derribó de nuevo. Me
golpeó una y otra vez, sin dejar de mirarme, malévolo, a través de los gruesos
cristales. Grité, aullé… y después terminó. ¿Cuánto duró? ¿Una hora, un día? No,
quince minutos. Durante ese tiempo centenares de personas habían muerto, y yo, un
soldado de las fuerzas blindadas, había sufrido el vértigo del frente… Salía de él con
los labios partidos, un diente menos, un ojo tumefacto y todos los nervios
desgarrados, contraídos hasta producir un dolor intolerable.
La ciudad se había convertido en un horno incandescente, por la que corrían
antorchas vivientes aullando entre las ruinas, iluminadas por los azulados fulgores del
incendio. Esas personas vacilaban, giraban sobre sí mismas y caían, se levantaban y
volvían a caer más lejos como trompos lanzados por niños atolondrados. Luchaban,
gritaban, aullaban como sólo los hombres y los caballos pueden aullar ante la muerte.
En un instante, un cráter profundo quedó lleno hasta el borde por esos seres en
llamas: mujeres, hombres, viejos, bailando la misma danza macabra en una aurora
resplandeciente.
Hay personas que al quemarse se vuelven blancas; otras, rojas; otras, rosas;
mientras que otras se consumen en llamaradas azules y doradas. A veces, se doblan
por la mitad y se carbonizan. Otras corren dando vueltas y luego hacia atrás, para
terminar revolcándose como una serpiente clavada en el suelo, antes de contraerse y
quedar como una pequeña momia negra.
Alte, que veía esto por primera vez, enloquecía. Él, siempre tan tranquilo, empezó
a vociferar:
—¡Disparad! ¡Disparad de una vez, maldita sea!
Después, ocultó la cabeza entre sus brazos doblados. El teniente Halter empezó a
sollozar: cogió su revólver y lo tiró a Alte.
—¡Mátalos tú mismo; yo no puedo!
Porta y Plutón sacaron sus máuseres: resonaron los disparos, dirigidos a las
pobres antorchas vivientes, objetos de horror y de tortura.
Vimos a niños, alcanzados por las balas precisas, agitar un poco las piernas,
rascar un poco el suelo con los dedos, e inmovilizarse después y arder hasta la
consunción. ¿Horrible? Lo era, en efecto. Pero más valía la bala rápida de un revólver
reglamentario que el lento martirio del fuego. Hubiera sido imposible salvar a uno
solo de ellos aunque hubiesen estado presentes todos los bomberos del mundo.
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De la cueva de la casa de niños surgió un grito unánime procedente de centenares
de gargantas. Un grito de niños y de mujeres que se elevó como una tempestad hacia
el cielo de Dios. Pero no creo que Dios lo escuchara. Aquel grito, aquella infinidad de
sufrimientos era el de inocentes que no tenían ninguna participación en la guerra más
infame que el mundo haya conocido jamás. Dios no quiso dejarles vivir. Fueron muy
pocos los que pudimos sacar y, de éstos, casi todos murieron poco después en
nuestros brazos.
Reiteradamente, Plutón, Móller y Stege penetraron en la cueva, pero apenas
habíamos retirado la mitad de los niños cuando se derrumbó. Plutón se encontró
aprisionado entre dos bloques de piedra, y fue una gran suerte que pudiera salir. Para
conseguirlo, tuvimos que utilizar palancas.
Nos dejamos caer, agotados. Nos arrancamos las máscaras antigás, pero el olor
era tan repulsivo que no pudimos soportarlo. Una dulzona pestilencia de cadáver,
mezclada con el olor acre de la carne quemada, se añadía a los efluvios de la sangre
caliente. Si Dante hubiese sabido lo que era un ataque aéreo, su infierno hubiese sido
mil veces peor. La sed nos pegaba la lengua al paladar y nos hacía arder los ojos.
Las tejas se arremolinaban como pavesas de una hoguera, las vigas encendidas
volaban como hojas otoñales por las calles destruidas. A rastras o corriendo
agachados, nos deslizábamos por aquel mar de llamas. Clavada en tierra, una enorme
bomba sin estallar nos cerró el paso, pero la rebasamos saltando por encima, sin
prestarle atención. ¡Y había existido un tiempo en el que hubiesen aislado un sector
de un kilómetro de diámetro en torno al artefacto homicida!
Una tempestad de viento, cuyo origen eran los inmensos incendios, nos arrastraba
por las calles. Actuaba como un aspirador gigantesco; la resistíamos pisoteando los
cuerpos destrozados, resbalando en la carne que parecía una gelatina sanguinolenta.
Un hombre en uniforme oscuro se nos acercó corriendo. El brazal rojo y negro
con la cruz gamada resultaba irrisorio a la luz de las llamas. Porta levantó un brazo.
—¡Ah, no, esto no! —gritó el teniente Halter.
Su mano temblorosa avanzó hacia Porta. Con una blasfemia, el gigante lanzó su
hacha al pecho del nazi, en el mismo momento en que la pala de Bauer le alcanzaba
en la cabeza, de modo que su rostro cayó sobre sus hombros en dos mitades
completamente simétricas.
—¡Esto desahoga! —exclamó malignamente Porta.
En el suelo se retorcían personas que aullaban con la muerte lenta de los
quemados. Los rieles de los tranvías, al rojo vivo, se elevaban grotescamente del
asfalto. Más lejos, sombras oscuras saltaban como locas de las casas incendiadas, y se
estrellaban en tierra con un impacto sordo.
Después, se veía algunas de ellas que avanzaban por el suelo, arrastrando las
piernas rotas. Los hombres abandonaban a sus mujeres y sus hijos. Los seres
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humanos se habían convertido en bestias para quienes sólo contaba una cosa, huir,
salvar la piel.
Nos cruzábamos con compañeros del cuartel, que lo mismo que nosotros, hacían
lo imposible para arrancar del infierno a aquellos desdichados. Muchos grupos
estaban formados por oficiales, al mando de un suboficial del frente o de un primera
clase; porque aquí ya no contaban los grados, sino la experiencia y unos nervios de
acero.
Se excavaba, se paleaba, se cortaba, había que penetrar en las cuevas y en los
refugios hundidos, lugares ardientes y apestosos, donde nos esperaban escenas de
horror.
En un lugar encontramos a más de quinientos seres humanos en un gran refugio
de cemento. Estaban unos junto a otros, modosamente sentados o tendidos, sin un
solo arañazo: les había matado el óxido de carbono, sistema que ayuda mucho a morir
en un gran bombardeo. En otra cueva, por el contrario, la masa de gente aglutinada
formaba como una pared, como una pasta olvidada en un horno, que se ha quemado
junta.
Llantos, sollozos, llamadas de socorro… Madres desesperadas llamaban a sus
pequeños, aplastados, quemados, arrastrados por el huracán de fuego, rescatados por
los salvadores y después abandonados en las calles, por las que deambulaban
aterrorizados. Un pequeño número volvía a encontrarse, pero muchos centenares no
se vieron nunca más. Los niños desaparecieron en el terrible aspirador de los
desgraciados, en la columna de los fugitivos que lo barría todo a lo largo de los
caminos.
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Muertos, sólo muertos.
Padres, hijos, amigos, parientes, enamorados, enemigos…
Una única y larga fila de ataúdes, llenos de cadáveres, a los que las llamas han
convertido en minúsculas momias.
Día tras día, se entierran los cuerpos. Es el trabajo de nuestro comando, el de los
sepultureros.
A la primera señal de alerta, todos dieron sus últimos pasos en dirección a los
refugios. Acurrucados allí, muriéndose de miedo, hasta que el río infernal del fósforo
consumió sus retorcidos cuerpos.
Los que no saben lo que es llorar pueden venir a aprenderlo con nosotros, los
hombres de la muerte, el comando de los blindados, junto a esas tumbas.
FURIOSO
Desde luego, un regimiento disciplinario existe para realizar las peores tareas,
tanto si está de guarnición como en el frente.
—Habíamos regresado del frente del Este. Ahora se trataba de aprender el manejo
de nuevos blindados, para que se nos enviara luego a tapar otras brechas.
Habíamos pasado por los campos de concentración, las cárceles, los
campamentos de reeducación y otras instituciones de tortura del Tercer Reich. Pero,
entre nosotros, únicamente Plutón y Bauer eran condenados por delito común.
Plutón, el corpulento estibador de Hamburgo (en la vida civil Gustav Eicken),
había sido encarcelado por robar un camión de harina. Siempre lo negaba, es cierto,
pero incluso nosotros, sus amigos, estábamos convencidos de que lo había hecho.
Bauer, cinco años de trabajos forzados por venta clandestina de un cerdo y varios
huevos en el mercado negro.
Alte (suboficial Willy Baier), nuestro jefe de pelotón, era el de más edad, casado,
dos hijas, de profesión carpintero. Sus ideas políticas le habían valido un año y medio
de campo de concentración, desde donde, en calidad de «políticamente
irrecuperable», había ido a parar al 27.° Regimiento Disciplinario. Joseph Porta,
soldado de primera clase, alto, delgado, y de una fealdad inverosímil, nunca olvidaba
decir que era comunista.
Una bandera roja sujeta en lo alto del campanario de San Miguel, había acabado
por traerle aquí. Era un berlinés con una vis cómica y una desvergüenza
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inimaginable.
Hugo Stege era universitario y había sido apresado en una manifestación
estudiantil. Tres años en Orianemburgo y en Torgau, antes de caer en el pozo del 27.°.
Móller, nuestro santo varón, no había querido renegar de su fe. Llevaba la cinta
malva de los Estudiantes de la Biblia, y esto le costó cuatro años en Gross Rosen, en
donde le indultaron para enviarle a morir con nosotros. En cuanto a mí, había
desertado. Mi paso por el campo de Lengries había sido breve, pero violento, antes de
venir a parar a este regimiento de la muerte.
Después del bombardeo, se nos dividió en comandos de desescombro y comandos
de enterramiento. ¿Sabe alguien lo que representa enterrar cuerpos destrozados
después de un ataque aéreo? Es para vomitar de asco.
Durante cinco días, ayudados por prisioneros rusos, habíamos amontonado los
cadáveres, y ahora, en el cementerio, los alineábamos en inmensas fosas comunes,
tratando de identificar lo que era identificable. Pero la mayoría de las veces no había
nada que hacer. El fuego había actuado bien, admirablemente. Casi todos los
documentos habían desaparecido, quemados o robados por los desvalijadores de
cadáveres que pululaban entre las ruinas. Si esas hienas de aspecto humano eran
sorprendidas, los fusiles disparaban en el acto, como si se tratase de perros rabiosos.
Cosa extraña, no siempre era la escoria la que se dedicaba a este oficio infame.
Una tarde, a última hora, detuvimos a dos mujeres que Alte fue el primero en
descubrir. Para estar bien seguros, nos emboscamos y las vimos deslizarse por entre
las ruinas e inclinarse sobre los cadáveres en descomposición. Con habilidad de
ladrones, registraban la ropa y una de ellas había obtenido ya treinta y un relojes y
una cincuentena de joyas, sin hablar de un fajo de billetes de Banco. Llevaban
también un cuchillo para cortar los dedos portadores de anillos. Las pruebas estaban
allí. No había nada que decir. A culatazos, las arrimamos a un muro calcinado y les
disparamos una descarga de fusil ametrallador. Fue el tranquilo Móller quien disparó.
Bauer las empujó con el pie para asegurarse de que estaban bien muertas.
—¡Asquerosas prostitutas! —exclamó Porta—. ¡Deben de pertenecer al Partido!
Esa basura lo colecciona todo… Nos pedirían que cortásemos los últimos mechones
de los cadáveres y no me sorprendería.
Porta estaba dentro de la fosa con Plutón. Nosotros les entregábamos los cuerpos
que sacábamos de las carretas. Brazos y piernas asomaban por encima, hombres,
mujeres, niños, de cualquier modo, amontonados. Por detrás, una cabeza se
bamboleaba contra una de las ruedas, con la boca abierta, mostrando con una mueca
los dientes brillantes.
Alte y el teniente Halter marcaban con fichas amarillas y rojas al que podíamos
identificar; los demás eran simplemente contados como sacos: tantos hombres, tantas
mujeres. Para este trabajo disponíamos de aguardiente a discreción, y a cada
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momento íbamos a echar un trago de las botellas comunes arrimadas a una vieja
tumba. Sereno, ninguno de nosotros hubiese podido resistir aquel trabajo.
Un cerebro de prusiano metódico había prescrito el enterrar juntos a los muertos
de un mismo refugio. En consecuencia, de vez en cuando teníamos ataúdes medio
llenos de un amasijo carbonizado que habían sido seres humanos. Encima, una ficha
indicaba cuántos había; una cincuentena de personas rociadas de fósforo no alcanza a
llenar un ataúd normal.
Un enorme prisionero ruso que nos ayudaba lloraba inconteniblemente. Lo que le
trastornaba era la gran cantidad de niños. Los tendía suavemente en la tumba,
murmurando:
—Shalkij prasstalunida, malenkij prasstalunida.[1]
Si veía colocar a unos adultos encima de los niños, casi enloquecía, y entonces le
dejábamos hacer su voluntad. Pese a que bebía mucho, parecía muy sereno; con
cuidado, arreglaba los diminutos miembros, peinaba los cabellos en desorden y, desde
el alba hasta el anochecer, realizaba, por sí solo, esta espantosa tarea.
Alte veía en esa calma aparente uno de los signos precursores de la locura.
Por suerte, teníamos a Porta. Durante este horrible trabajo, su endiablado humor
conseguía distraernos y, cuando un brazo se desprendió súbitamente de un cadáver
obeso, lanzó una risotada de borracho, y gritó a Plutón, que sostenía el brazo con
expresión atónita:
—¡Bonito saludo! —Bebió un sorbo de snaps—. Coloca su zarpa junto a él, para
que pueda ponerse firme allí donde le están esperando, quiero decir en el cielo o en el
infierno.
Dejó la botella junto a la lápida rota, en donde aún se leía la inscripción:
«Descansa en paz».
—¡Esto no se refiere a una botella de snaps! —dijo riendo.
Echábamos una delgada capa de tierra sobre cada montón de cadáveres, y después
colocábamos otro. Como no había mucho sitio, los pisoteábamos para apretarlos bien.
Entonces, los cuerpos desprendían jugos. Porta gritó, vacilando peligrosamente
dentro del pozo:
—¡Cómo apesta! ¡Aún más que tú, Plutón, cuando has zampado judías, lo que no
es poco!
Cuando una fosa estaba llena, anotábamos el número de cuerpos en un pedazo de
papel y lo clavábamos en un palo, con destino a los que, más tarde, colocasen allí una
lápida o una cruz.
Cuatrocientos cincuenta desconocidos, setecientos cincuenta desconocidos,
doscientos ochenta desconocidos… Siempre un número par, para el orden. La
burocracia prusiana no perdía sus derechos. A medida que pasaban los días, la cosa
resultaba peor. Ahora enterrábamos cadáveres medio devorados por las ratas y los
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perros. Eran cuerpos putrefactos que se deshacían entre los dedos; vomitábamos las
tripas, pero había que continuar. Incluso Porta perdía la moral y permanecía
silencioso durante muchos ratos. Los caracteres se agriaban, nos peleábamos por
naderías.
Una mujer semidesnuda, con las piernas retorcidas bajo el cuerpo, que Porta
quiso enderezar, produjo la explosión que se incubaba.
—¡Déjala! —gritó Plutón—. ¿Qué diablos te importa cómo está tendida? Ni
siquiera la conoces.
Porta se acercó con paso vacilante al corpulento estibador, cubierto de un jugo
verdoso.
—Incluso un granuja como tú debería comprender que no se puede dejar a una
mujer en esta posición, sin pantalones, en compañía de hombres… Si hay otro
mundo, yo, Joseph Porta, no quiero tener la responsabilidad de una violación…
Skal… ¡Por todos los diablos del infierno!
Echó la cabeza atrás, levantó la botella e hizo manar el snaps hasta el fondo de su
garganta. Después, eructó varias veces, con violencia, y por fin lanzó un escupitajo,
cuya trayectoria terminó en un montón de cadáveres colocados en una carreta.
—¡Por Satanás, Porta, basta! —gritó el teniente Halter, pegando un puñetazo en
la mesa donde escribía—. ¡Ya es suficiente, vive Dios!
—A sus órdenes, teniente. Joseph Porta, enterrador y sepulturero, está a sus
órdenes, pero esto no cambia nada. Venga a ver esa mujer y diga si está bien
enterrada así.
—¡Por última vez, basta! —rugió Halter—. Soldado Porta, le ordeno que se calle.
—¡Ni hablar! Que cada uno se cuide de lo suyo. Acércate y, cuando te dirijas a
mí, dime señor.
Espumeando de rabia, el teniente saltó al pozo semilleno de cadáveres y empezó a
golpear a Porta. Pelearon un momento, como unos brutos. Recuperándose de la
sorpresa, Plutón y Bauer intervinieron y, de un golpe terrible, cada uno de ellos
derribó a uno de los contendientes. Porta y Halter rodaron sobre el inmundo amasijo,
de donde les sacamos, y acabaron por recuperar el sentido. Con mirada torva se
irguieron y bebieron, bien vigilados, una buena ración de alcohol. Cuando Porta
regresaba hacia la fosa, el teniente le alargó la mano.
—Disculpa, camarada. Han sido los nervios, pero tal vez te hayas excedido.
Olvidémoslo.
—Bien, bien, teniente… Porta no es rencoroso, pero ¿dónde has aprendido a
pegar así? Sólo reconozco a otro igual, el respetado comandante del frente, coronel
Hinka. En cuanto a ese cerdo de Plutón, la próxima vez nos matará; sus golpes tienen
la fuerza de las coces de una mula belga.
Cada vez estábamos más borrachos. En varias ocasiones, alguno de nosotros cayó
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en la fosa en medio de estallidos de risa y de palabras de disculpa hacia los muertos.
—¡Caramba! —exclamó de repente Porta con voz que resonó por todo el
cementerio—. ¡A ésta la conozco! ¡Válgame Dios!
Empezó a reír alocadamente y tiró una tarjeta, amarilla al teniente Halter.
—Es Gertrude… ¡Válgame Dios! La de Wilhemstrasse… ¡Ella también! ¡Aún no
hace ocho días que estábamos juntos, y aquí la tenéis!
Porta se inclinó y examinó muy interesado el cadáver de Gertrude. Con la
competencia de un experto, dijo:
—Ha sido un torpedo. En seguida se nota; los pulmones han estallado. En cuanto
a lo demás, no tiene nada. ¡Cuando pienso en ello…! ¡Con ella se amortizaban de
sobra los veinte marcos!
Nos inclinamos con curiosidad sobre la enamorada de Porta. Después, le llegó el
turno a un hombre elegantemente vestido.
Stege se puso a reír:
—¡Un cliente para Gertrude!
—Es mejor que un granuja como yo, ¿eh, Gertrude? —dijo Porta riendo—. ¡Si te
hubiesen dicho hace ocho días que iba a enterrarte con un señor tan elegante…!
Como ves, todo termina bien.
El teniente Halter echó una ojeada a la larga fila de vehículos que traían
incesantemente nuevos cadáveres.
—¡Por el infierno! ¿No se acabará nunca? —gritó al suboficial que conducía la
columna—. ¡Hay otros comandos aparte del nuestro!
—Sí, mi teniente. Pero parece que los cadáveres brotan del suelo. Y varios
comandos se han derrumbado.
Halter lanzó una blasfemia y siguió confeccionando listas.
Día tras día, enterrábamos. Estábamos completamente borrachos, nuestras bromas
alcanzaban el máximo grado de obscenidad, pero el hecho de ser aún capaces de
hacerlas nos daba una pequeña posibilidad de escapar a la locura. Porque si nos
hubiésemos puesto a pensar…
Para terminar, nos hicieron entrar en los refugios, de donde habían renunciado a
sacar los cadáveres. Y nosotros, los hombres de la muerte, con nuestros uniformes
negros de las divisiones blindadas, con las armas de la cabeza de muerto, nos
encargamos de destruir mediante lanzallamas los últimos restos de lo que habían sido
hombres. Labor espantosa que hacía que, ante nuestra presencia, los vivos huyesen
horrorizados.
Las rojas llamaradas silbaban sobre los cadáveres y los convertían en ceniza.
Después estallaba la dinamita y, entre una espesa nube de polvo, se hundían los restos
de las casas que habían albergado tantas generaciones.
La Prensa oficial se encargó de describir en pocas palabras lo que había sido una
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visión infernal: «Varias ciudades del norte de Alemania, entre ellas Colonia y
Hannover, han sido objeto de fuertes ataques enemigos. Nuestra respuesta no se hará
esperar. Numerosos bombarderos han sido derribados por nuestra defensa antiaérea y
nuestros cazas nocturnos».
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«Un soldado tiene armas para utilizarlas. Es lo que dice el reglamento.
»Y un soldado debe ceñirse al reglamento.
»Por lo demás, los escarmientos son los que hacen cumplir el reglamento».
Tal era la letanía eterna del teniente coronel Von Weisshagen, que adoraba el
reglamento.
Pero que, sin embargo, encontró desagradable que le agujereasen la gorra con
una precisa bala de fusil.
Aquella noche, en el cuartel, reinó la alegría.
UN DISPARO EN LA NOCHE
Durante ocho días habíamos sudado sangre entrenándonos con los nuevos tanques
en el infame terreno del campamento de Sennelager, sin duda, el más detestado de
todos los malditos campos de maniobras alemán. En el Ejército solía decirse que
Sennelager, cerca de Paderbonn, sólo había podido ser inventado por el diablo, para
aumentar los sufrimientos de los hombres. Y debía de ser cierto, porque se hubiese
tenido que buscar mucho antes de encontrar una mezcla más lúgubre de arena, de
pantanos, de macizos espinosos. Todo más solitario y triste que el propio desierto de
Gobi.
Sennelager estaba ya maldito por todos los componentes del Ejército imperial que
habían desfilado por él antes de caer en 1914. Durante la inflación, los cien mil
voluntarios del Segundo Reich llegaban a añorar el oficio de sin trabajo, ante la
abominación de aquel paisaje. Y nosotros, los soldados esclavos del Tercer Reich, lo
maldecíamos más que todos los demás juntos. Porque los suboficiales del Imperio
eran unos verdaderos niños junto a los sádicos que ahora teníamos por jefes.
Asimismo, era en Sennelager donde se ejecutaba a las personas, muy numerosas,
condenadas por el consejo de guerra de la Comandancia Mayor superior del Rin.
Pero, como decía Alte, en aquel lugar espantoso la muerte sólo podía tener el rostro
de la liberación.
En resumen, de regreso al cuartel, Plutón y yo fuimos designados para montar la
guardia en la puerta, con cascos y fusiles, en tanto que los compañeros más
afortunados se marchaban a la ciudad a ahogar con cerveza la inmundicia del campo
de maniobras.
Porta pasó ante nosotros, contoneándose y riendo a mandíbula batiente, de modo
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que se podían contar los tres dientes que le quedaban en su enorme bocaza. El
Ejército, naturalmente, le había regalado una dentadura completa, pero él la guardaba
en un bolsillo bien envuelta en el trapo que utilizaba para dar un último repaso a su
fusil antes de pasar revista. Para comer, lo desenvolvía todo con cuidado y colocaba
una mitad de la dentadura a cada lado del plato; después de haberse comido su ración,
más lo que podía obtener de propina, limpiaba la dentadura con el trapo, la envolvía
concienzudamente y se la guardaba de nuevo en un bolsillo.
—Acuérdate de dejar la puerta abierta para cuando regrese papá —gritó—,
porque necesito coger una buena cogorza. Además, hay un programa de los que me
vuelven loco… ¡Hasta pronto, desgraciados, y vigilad que no se largue ese maldito
cuartel de prusianos!
—¡Menudo granuja! —gruñó Plutón—. Va a pasárselo bomba, mientras que
nosotros hemos de quedarnos aquí con esos cretinos de reclutas. ¡Ni siquiera son
capaces de jugar a cartas!
Estábamos en la cantina, ante nuestra sopa de ortigas, la sempiterna «Eintopf» de
la que estábamos saturados, pero que engañaba el hambre. En un rincón, varios
reclutas sacaban el pecho porque llevaban un uniforme. ¡Pobres diablos! Pronto se les
vería en una Compañía en maniobra, para no hablar ya del frente.
El sargento Paust también estaba allí, con varios suboficiales, y bebía
glotonamente, resoplando en su jarra de cerveza. Cuando nos vio ante nuestras
escudillas, con el casco puesto, se echó a reír:
—¿Qué hay, cretinos? ¿Os gusta estar de guardia? Agradecédselo a papá, aquí
presente. He pensado que necesitabais descansar… Mañana os alegraréis, cuando os
encontréis libres de jaqueca.
No hubo respuesta por nuestra parte. Apoyándose en la mesa con sus gruesos
puños cerrados, el sargento se levantó a medias y nos acercó su zafio rostro prusiano.
—A ver si contestáis, ¿eh? El reglamento prescribe que los subordinados deben
contestar a sus superiores. Aquí no estamos en el frente… ¡Somos civilizados!
Meteos eso en la sesera, cabezas de alcornoque.
Nos levantamos lentamente y contestamos:
—Sí, sargento, nos gusta mucho estar de guardia.
—Os pesa el trasero, ¿eh, cerdos? ¡Ya os curaré yo con el ejercicio, y antes de lo
que os figuráis! —Hizo un ademán y chilló—: ¡Descanso, sentaos!
Le cuchicheé a Plutón.
—No hay nada más cretino que un suboficial. Se cree que es alguien y es menos
que nada.
Plutón se echó a reír.
—Esos suboficiales instructores son unas verdaderas apisonadoras. Menuda
gentuza hay por aquí. Salgamos a toda velocidad, me estoy asfixiando. Tengo que
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decir mierda cuatro veces.
Al ver que nos dirigíamos hacia la puerta, Paust chilló:
—¡Eh, vosotros, los héroes cansados! ¿No sabéis que el reglamento prescribe el
saludo a los superiores? ¡Aquí no se admiten los malos modos! ¿De dónde habrán
salido estos palurdos?
Temblorosos de ira contenida, nos inmovilizamos, hicimos chocar los tacones y
pegamos el meñique a la costura del pantalón. Plutón declamó con voz insolente:
—El soldado Eicken y el soldado Hassel solicitan del sargento autorización para
salir de aquí y reanudar la guardia que se les ha encargado.
Una amable inclinación de cabeza de Paust, que se llevó a los labios el inmenso
tanque de cerveza:
—¡Rompan filas!
Fuera, Plutón levantó la cabeza y lanzó una serie de blasfemias. Terminó con un
pedo enorme, dirigido hacia la puerta cerrada de la cantina.
—Pronto pediremos a gritos el frente, amigo mío, porque si nos quedamos aquí
acabaremos por romperle el cuello a ese Paust.
Sentados en la sala de guardia, empezamos a soñar hojeando unas revistas
pornográficas que Porta nos había prestado con gran lujo de recomendaciones.
—Fíjate en esas nalgas —dijo Plutón riendo, mientras me enseñaba la fotografía
de una muchacha—. ¡Menudo rato pasaríamos!
—Gracias, pero no es mi tipo. Yo prefiero las delgadas. Mira, ésta me gusta más.
Una así cada seis meses y resisto hasta una guerra de treinta años.
El comandante de la guardia, suboficial Reinhardt, se inclinó sobre nuestras
revistas con labios babeantes.
—¡Válgame Dios! ¿Dónde las habéis encontrado?
—¿Dónde te figuras? —contestó Plutón, risueño—. Las hemos encontrado entre
la Biblia.
—¡Basta de insolencias! —gritó Reinhardt ante nuestro estallido de risa.
Pero en seguida se tranquilizó. El deseo se le salía por los ojos mientras hojeaba
aquellas revistas llenas de las posiciones eróticas más inauditas. El propio Van de
Velde se hubiera quedado atónito de haber podido examinar la biblioteca de Porta.
—¡Válgame Dios! —gruñó Reinhardt—. No podré resistir hasta el fin de esta
condenada guardia sin irme a ver a las mujeres. Fijaos en ésta, con tres tíos. ¡Parece
mentira que su trasero no estalle como una bomba! ¡Parece mentira lo que puede
metérseles dentro cuando se sabe cómo hacerlo! Tengo que probar esto, mañana, con
Grete. La columna vertebral debe salírsele por detrás.
—¡Psé! —dijo Plutón, condescendiente—. Esto no es nada. Más vale que te fijes
en eso, muchacho. Yo lo hacía ya a los catorce años, puedes creerme.
En el rostro de campesino de Reinhardt apareció una expresión estupefacta. Miró
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sorprendido al corpulento hamburgués.
—¡A los catorce años! Vamos, no te burles. ¿Cuándo te estrenaste?
—A los ocho años y medio.
—¡Bueno! Mirar esto me pone enfermo. No puedo más. Puesto que el señor tiene
tanta experiencia, debería ser capaz de encontrarme una mujer así.
—No es imposible, pero toma y daca; diez barritas de opio y una botella de licor
francés. No de ese cochino petróleo alemán.
—De acuerdo —dijo Reinhardt—. Pero si te burlas de mí, te prometo de verdad
que sabrás lo que es bueno.
—Bueno. Si no tienes confianza, dilo. En tal caso, ya te apañarás tú solo —
replicó Plutón con altivez, sin demostrar ni por un momento que la perspectiva del
opio y del licor le tenía sobre ascuas.
Seguía hojeando con indiferencia las revistas pornográficas. Reinhardt dio varias
vueltas por la habitación como una fiera, envió por los aires de un puntapié el equipo
de un recluta, a quien castigó por indisciplina durante el servicio de guardia y acabó
por acercarse y palmotearnos amistosamente los hombros.
—Bueno, muchachos, no os enfadéis. En este cochino cuartel uno acaba por
volverse receloso, aun sin quererlo. Esto está lleno de ladrones asquerosos que sólo
tratan de engañarte. Vosotros, los del frente, por lo menos, sois unos tíos estupendos.
—¿Quién te obliga a quedarte aquí si no te gusta? —preguntó Plutón, que se sonó
ruidosamente con los dedos y escupió en la silla de Reinhardt, cosa que éste fingió
ignorar—. Si quieres ir al frente, no tienes más que decirlo. ¡Hay sitio para todos!
—Ya he pensado en eso —dijo Reinhardt—. En esta cochina ciudad ya no se
puede estar tranquilo. Y sin embargo, no estamos aquí por culpa mía. Hasta las viejas
arpías que te señalan con el dedo, sin hablar de las putas de los burdeles y de las
muchachas hitlerianas. Es increíble lo que llegan a decirte esas desvergonzadas. Pero,
a propósito de la chica, tú te encargas de eso, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, pero ante todo, una prenda —dijo Plutón, alargando la mano
afanosa.
—Ya tendrás tus bastoncillos —afirmó Reinhardt—. Te lo juro. Así que termine
la guardia. Y mañana, el licor. Tan pronto como haya visto a un amigo que tengo en
la ciudad. Pero ¿y tú? ¿Podrás arreglar el asunto para mañana por la noche?
—Mañana por la noche tendrás lo que quieres —contestó Plutón con expresión
impaciente—, y podrás hacer lo que te parezca con ella. Es asunto vuestro. Jugar a
los naipes o ir al retrete; a mí, me importa un bledo.
Los reclutas, que en su mayoría no habían cumplido los dieciocho años, miraban
de reojo, ruborizados por aquella crudeza verbal que para nosotros constituía la más
insignificante de las conversaciones. Habríamos quedado estupefactos si se nos
hubiera tildado de inmoralidad. Acostarse con una mujer nos resultaba tan natural
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como formar parte de los pelotones de ejecución de Sennelager. Ambas cosas dejaban
totalmente indiferente a quien hubiese pasado por el terrible laminador que era el
Ejército.
La noche había caído sobre el cuartel desde hacía mucho rato. Aquí y allá un
recluta se había dormido tras los oscuros cristales llorando silenciosamente. La
añoranza de la patria chica, el miedo o bien otros motivos… Pese al uniforme y a la
navaja del Ejército que ni siquiera había sido usada todavía: un niño.
Plutón y yo debíamos patrullar a lo largo del muro que rodeaba el terreno del
cuartel. Había que asegurarse de que, desde las diez, todas las puertas estuviesen bien
cerradas, y que las cajas de municiones, tras el terreno de ejercicios, se encontrasen
en el orden reglamentario. Si encontrábamos a alguien debíamos gritarle el alto y
examinar la documentación, incluso de aquellos a quienes mejor conociéramos.
Nuestros oficiales nos gastaban a menudo la broma pesada de dejarse detener,
para ver si las órdenes eran cumplidas a rajatabla; y entre ellos, especialmente,
nuestro comandante, el teniente coronel Von Weisshagen, para quien constituía la
distracción favorita. Era un diminuto hombrecillo, con un monóculo demasiado
grande atornillado a un ojo. Su indumentaria era un ejemplo de prodigiosa coquetería
prusiana; casaca verde, de corte medio alemán medio húngaro, muy corta,
completamente al estilo de la caballería. Después, los calzones de montar, color gris
perla, casi blancos, con una badana cosida en los fondillos; y las botas relucientes y
negras, muy largas, que hacían preguntarse a uno cómo le permitían doblar las
piernas cuando las llevaba.
A causa de esas botas y de los calzones, los soldados le habían apodado el Culo
con botas. Su gorra de seis pisos, como la de los jerifaltes del partido, estaba llena de
guirnaldas bordadas, y el barboquejo lo constituía un pesado cordón de plata. El
capote, largo, con mucho vuelo, era de cuero negro. Llevaba al cuello la cruz al
mérito, propina de la otra guerra, en la que sirvió en la guardia del emperador, cuyos
emblemas había conservado en las hombreras del uniforme nazi, pese a todos los
reglamentos.
Entre la tropa se hacían apuestas sobre si aquel hominicaco tenía labios o no. Su
boca era una línea recta, que apenas se veía en el rostro de expresión brutal,
desfigurado por una profunda cicatriz. Pero los ojos lo dominaban todo: ojos de un
color azul acerado que helaba de terror a aquellos a quienes se dirigía el pequeño
comandante con su voz suave como el terciopelo. Ojos fríos, implacables, que te
sorbían hasta el tuétano de los huesos, ojos que mataban, que aplastaban toda
resistencia. Incluso una cobra tenía ojos de ángel en comparación con los del teniente
coronel Von Weisshagen, comandante del batallón disciplinario del 27.° Regimiento
Blindado.
Nadie recordaba haber visto jamás una mujer en compañía de Von Weisshagen, y
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aquéllas a quienes encontraba se ponían rígidas bajo su mirada, como si
experimentaran un choque. Si alguna vez dejaba el Ejército, sin duda se convertiría
en inspector de una cárcel de «duros», porque aún no había nacido el hombre que él
no pudiera dominar.
Había además otra cosa notable en Weisshagen. El estuche de su revólver estaba
siempre abierto, para tener a mano el máuser negro azulado, de aspecto venenoso.
Sus asistentes —tenía dos— decían que nunca se separaba de un revólver «Walther»
7,65 cuyas seis balas estaban aserradas para convertirlas en balas dun-dun. Su fusta
hueca contenía una hoja larga y acerada, dispuesta a salir de su elegante envoltura. Se
sabía odiado y tomaba sus precauciones contra los imbéciles eventuales, lo bastante
locos para atacarle.
Desde luego, nunca había estado en el frente: sus encumbradas amistades servían
para algo. Su perro pelirrojo, Barón, estaba inscrito en las listas de la compañía, y
había sido degradado en varias ocasiones ante el batallón. En la actualidad era un
segunda clase y estaba encerrado en un calabozo del cuerpo de guardia, por haberse
ensuciado bajo el escritorio de su amo.
Los asistentes sudaban de miedo cuando la voz suave de Von Weisshagen les
indicaba por teléfono un error de servicio. Porque podía estarse seguro que, al cabo
de cinco minutos, el coronel lo sabía todo. Incluso había días en que nos
preguntábamos si sus ojos temibles no atravesaban las paredes.
Castigaba siempre con las máximas penas que prescribían los millares de párrafos
que el Tercer Reich había llamado el Código Militar.
La clemencia era para él signo seguro de decadencia.
Le encantaba dar órdenes insensatas a sus subordinados. Sentado detrás de su
escritorio de caoba, en el que brillaba una granada fija en el asta del estandarte de los
carros, observaba al hombre que estaba en posición de firmes ante él para decirle de
sopetón:
—¡Salte por la ventana!
Desdichado el que vacilase en correr a la ventana y disponerse a saltar desde el
tercer piso. En el último segundo resonaba la voz del oficialillo:
—Está bien. Apártese de la ventana.
O bien se presentaba silenciosamente, cómo un gato, en uno de los dormitorios
del cuartel (sus botas llevaban suelas de goma). Abría la puerta, y con voz suave e
hiriente decía:
—Sosteneos sobre las manos.
El pobre diablo que no lo consiguiese era anotado cuidadosamente en una
pequeña libreta gris que Von Weisshagen llevaba siempre en el bolsillo superior
izquierdo de la guerrera. Escribía con la caligrafía más bonita, utilizando como mesa
la espalda del delincuente, que no se libraba con menos de ocho días de ejercicios
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penitenciarios.
Hablando en voz baja, caminábamos tristemente por el terreno del cuartel. Plutón
llevaba en la boca un cigarrillo insolentemente encendido, pero de longitud calculada
para desaparecer con la misma rapidez en el interior de la boca, si se presentaba la
necesidad.
Plutón pegó una patada tremenda en la cerradura de una caja de municiones, y
comprobó con alegría que se abría. La cosa armaría ruido al día siguiente en la Cuarta
Compañía. Si se hubiese podido meter allí una mecha encendida… ¡Qué hermosos
fuegos artificiales hubiese producido el cuartel al saltar por los aires! Ante aquella
risueña idea, Plutón se puso a reír, despertando los ecos de la noche azul. Mientras
rodeábamos el patio de ejercicios, escupió su minúscula colilla entre la hierba seca, y
por un momento contemplamos, en silencio, el pequeño resplandor con el mismo
pensamiento secreto… La última esperanza de que ocurriera algo.
La ronda continuaba con su paso lento. En la punta de los fusiles, las bayonetas
relucían malévolamente. No habíamos dado diez pasos cuando ante nosotros se irguió
una silueta que reconocimos en el acto: era el teniente coronel Von Weisshagen.
Envuelto en su capote y cubierto con su alta gorra, parecía un gigantesco y negro
cubreteteras.
Plutón lanzó el santo y seña.
—¡Gheisenau!
—Silencio durante varios segundos. Luego, de nuevo la voz de Plutón: —La
patrulla de guardia solicita, de acuerdo con lo que prescribe el reglamento, la
documentación del coronel.
Entonces, de la capota de cuero surgió un susurro. Una delgada mano enguantada
se introdujo entre los botones y volvió a salir inmediatamente, apuntando hacia
nosotros el cañón de un revólver, en tanto que el coronel susurraba con voz suave:
—¿Y si disparase?
En el mismo segundo, el disparo de Plutón salió como un rayo. La bala arrancó la
gorra del coronel y, antes que éste se hubiese rehecho de su sorpresa, tenía ya mi
bayoneta en el pecho y la culata de Plutón le había hecho caer el revólver de las
manos. La voz de mi compañero se hizo acariciadora:
—¡Arriba las manos, mi coronel, o disparo!
Apreté con fuerza mi bayoneta contra el pecho del coronel, para hacerle notar la
seriedad de nuestra vigilancia.
—¡Chitón! —exclamó el coronel, amenazador—. Ya me conocen ustedes. Retiren
la bayoneta y continúen su patrulla. Mañana me presentarán un informe sobre este
disparo.
—No le conocemos, coronel, sólo sabemos que durante una guardia se nos ha
amenazado con un arma, y que, según el reglamento, hemos disparado un tiro de
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advertencia.
E, implacablemente, Plutón prosiguió diciendo:
—Nos vemos obligados a ordenar al coronel que nos siga hasta el puesto de
guardia.
Empujamos lentamente hacia el cuerpo de guardia al coronel, que blasfemaba sin
cesar, pero no quisimos atender a razones. Tuvo que seguir adelante.
Nuestra entrada produjo un alboroto. Reinhardt, que dormitaba tendido en una
mesa, cayó al suelo, se levantó, se cuadró, avanzó los tres pasos reglamentarios hacia
el coronel y con voz llena de emoción gritó:
—¡A sus órdenes! El suboficial Reinhardt, comandante de la guardia, da sus
informes al teniente coronel. La guardia se compone de veinte hombres, cinco en el
puesto, fusiles, dos en patrulla. En el puesto hay cuatro hombres: un soldado de la
Tercera Compañía con dos días de arresto, un fusilero de blindados y un soldado de la
Séptima Compañía, con seis días, los tres por haber regresado después del toque de
queda; y un perro soldado, con tres días, por haberse ensuciado en el suelo, en una
oficina. Nada especial que señalar al teniente coronel —terminó diciendo Reinhardt
congestionado.
Interesado, Von Weisshagen preguntó:
—¿Quién soy yo?
—Es usted el comandante del batallón de reeducación del 27.° Regimiento
Disciplinario de Tanques, teniente coronel Von Weisshagen.
Con expresión satisfecha, Plutón empezó a dar su informe:
—El soldado de primera clase Eiken, al mando de la patrulla del cuartel,
compuesta por dos hombres, informa al comandante de la guardia: hemos detenido al
teniente coronel detrás del terreno de ejercicios de la Segunda Compañía. Al no
obtener respuesta al santo y seña, y en vista de que ante nuestra conminación y
solicitud de documentos hemos sido amenazados con un revólver, según prescribe el
reglamento, hemos hecho un disparo de aviso con un fusil modelo 98, de modo que la
gorra del prisionero fuese arrancada por el proyectil. Hemos desarmado al prisionero
y le hemos conducido ante el comandante de la guardia. Esperamos órdenes.
Silencio. Silencio prolongado, suave como el terciopelo.
Reinhardt, completamente atónito, se asfixiaba y movía la cabeza, entretanto que
el coronel le miraba con apasionada atención. La piel del cráneo de Reinhardt
enrojecía y palidecía alternativamente, estaba hecho un lío. Entonces, el coronel
perdió la paciencia y dijo, con cierto tono de reproche:
—Ya sabemos que me conoce usted. Es usted comandante de la guardia. La
seguridad del batallón está en sus manos. ¿Qué órdenes da? ¡No podemos esperar
toda la noche!
Reinhardt estaba desatinado. Los ojos le salían de las órbitas, de desesperación,
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en tanto que miraba alternativamente la puerta de salida, las hileras de fusiles, los
reclutas erguidos y firmes, el almohadón y el capote sobre la mesa, pruebas
inoportunas de su sueño antirreglamentario. Su mirada volvió a fijarse en el teniente
coronel, en Plutón y en mí, quienes, con alegría no disimulada, esperábamos las
palabras del héroe del momento, abrumado por un exceso de poder que nunca había
deseado. Tenía ante sí a un hombre en apariencia como los demás, pero, por desdicha,
con galones de oro y de plata en los hombros. Un hombre que, para Reinhardt era
Dios y Satanás; que tenía en sus manos la vida y la muerte, y sobre todo…, ¡sobre
todo!, el poder de decir ciertas palabras que le enviarían, a él, Reinhardt, a un sitio tan
espantoso como una Compañía de maniobras, tras la que se perfilaba un
fantasmagórico frente de nieve. Su destino en aquel momento dependía de lo que
dijese al todopoderoso, al coronel Von Weisshagen, quien esperaba con risa burlona
en los labios.
El cerebro de Reinhardt empezó a dar vueltas. Al principio, lentamente, después,
cada vez más deprisa. Mugiendo como un toro entre las vacas nos gritó a Plutón y a
mí:
—¿Qué conducta es ésta? ¡Liberad inmediatamente al coronel, atajo de imbéciles!
Es vergonzoso… —Prosiguió gritando con expresión resplandeciente—: ¡Estáis
arrestados! Discúlpeme, coronel —añadió haciendo chocar los tacones—, estos
cretinos vienen del frente y esto los vuelve locos. Son dignos de un Consejo de
Guerra.
El teniente coronel nos examinaba con mirada que hipnotizaba. La aventura
sobrepasaba todas sus esperanzas… Exactamente la situación que le permitiría hacer
uno de sus célebres escarmientos.
—¿Es ésa su opinión, suboficial?
Se limpió desganadamente la capota y cogió de manos de Plutón, risueño, su
revólver y su gorra agujereada. Después, se acercó a la mesa e indicó la cama
improvisada de Reinhardt.
—Quitad esto de aquí.
Diez manos se precipitaron y todo desapareció como el rocío bajo el sol.
Lentamente, el teniente coronel entreabrió el capote, y la libretita gris surgió de su
bolsillo superior izquierdo. Con gran ceremonial y ademanes minuciosos, apareció el
lápiz de plata. Colocó la libretita en la mesa, un poco de lado, según se enseña en la
clase de párvulos. Mientras escribía, Weisshagen pensaba en voz alta.
—El suboficial Reinhardt, Juan, de servicio en la Tercera Compañía, en calidad
de comandante de la guardia, ha sido encontrado en circunstancias especiales vestido
poco reglamentariamente, durante la guardia. Su casaca estaba desabrochada, su
cinturón y su revólver fuera de su alcance, de modo que le hubiese resultado
imposible defender con sus propias armas la guardia que se le había confiado, según
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ordena el artículo 10678 del 22 de abril de 1939, que se refiere al servicio de la
guardia. Además, ha infringido gravemente el artículo 798 de la misma fecha, al
encontrársele dormido en la mesa del cuerpo de guardia. Por añadidura, ha empleado
como manta uno de los capotes del Ejército. Por último, ha desobedecido el
Reglamento 663 del 16 de junio de 1941, promulgado por el teniente coronel Von
Weisshagen, relativo a la identificación de personas encontradas en los terrenos del
cuartel después de las 22 horas. El comandante de la guardia no tiene derecho a tomar
ninguna decisión a este respecto, sino que debe acudir inmediatamente a su oficial de
guardia.
Con un movimiento brusco, el coronel se volvió hacia Reinhardt, que estaba
boquiabierto de estupor.
—¿Tiene algo que declarar?
Reinhardt estaba mudo. El teniente coronel sacó un pañuelo inmaculado y limpió
su monóculo. Una mosca zumbaba alrededor de la lámpara. Von Weisshagen se
irguió y ladró:
—Soldado Eicken y abanderado Hassel, lleven al puesto al suboficial Reinhardt.
Queda arrestado por grave infracción durante la guardia. El asunto irá a un Consejo
de Guerra. El soldado Eicken será el comandante de la guardia hasta que llegue el
relevo. La patrulla ha efectuado correctamente su servicio de guardia, según las
prescripciones del reglamento.
La puerta se cerró sin ruido a sus espaldas. La mosca había dejado de zumbar.
—¡Tú, ven aquí! —dijo Plutón, risueño, a Reinhardt—. ¡Si tratas de huir, utilizaré
las armas!
—Le cogió, haciendo tintinear ruidosamente el grueso manojo de llaves. En el
calabozo 7 ladraba el perro prisionero.
—¡A callar! —gritó Plutón—. Silencio después de las veintidós horas.
Con gran estrépito abrimos las cerraduras del calabozo 13 y metimos en él a
Reinhardt.
—Desnúdate, prisionero, y pon tus cosas en el catre —ordenó Plutón, que estaba
en el séptimo cielo.
En pocos segundos, el grueso Reinhardt estuvo ante nosotros desnudo como un
gusano; un hombre insignificante y gordo que, desprovisto de los galones del poder,
volvía a ser lo que era: un campesino.
—¡Prisionero, agáchate! —dijo Plutón decidido a aplicar el reglamento al pie de
la letra, imitando los roncos aullidos del sargento Edels.
Minuciosamente, estudió el trasero que le mostraba Reinhardt, un trasero blanco y
reluciente como la luna llena en primavera.
—El prisionero no ha ocultado nada detrás del telón —exclamó Plutón.
Después investigó las orejas del desdichado, completamente abatido y silencioso,
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y anunció con énfasis:
—Prisionero, desconoces el reglamento sobre la limpieza, ordenado por el cuerpo
médico. Este puerco ignora aún que hay que limpiarse las orejas por dentro.
Escribamos: Hemos encontrado al prisionero en un estado de suciedad muy
avanzado, con las orejas especialmente cochambrosas.
—¿De verdad quieres que lo escriba? —pregunté.
—Desde luego. ¿Soy o no soy el comandante de la guardia? Y responsable del
arresto.
—¡Ah, cállate, estúpido! —dije—. No seas tan pesado. No tengo inconveniente
en escribirlo, pero tú tendrás que firmar.
—Bien, bien —dijo Plutón, soltando una risotada—, no me vengas con tantos
melindres.
La libretita de direcciones de Reinhardt fue examinada con el mayor interés.
Después, le tocó el turno a un paquete de voluminosos cigarrillos que Plutón olfateó
bajo la mirada interesada del prisionero. El gigante lanzó un grito.
—¡Por Dios! ¡El prisionero lleva cigarrillos de opio! ¿Qué hacemos con ellos?
¿Los decomiso o doy cuenta de ellos en el informe? Me gustaría ver la cara del
Consejo de Guerra cuando lo sepa. Bueno, amiguito, decide tú mismo.
—¡Ah, ya está bien! —exclamó Reinhardt furioso—. ¡Quédatelos, cerdo
indecente! Y déjame tranquilo de una vez.
—¡A callar, prisionero! ¡Respeta los galones! De lo contrario, me veré obligado a
aplicarte el reglamento especial para tipos difíciles. Y te recuerdo que cuando se me
habla, se me deben los signos externos de cortesía. ¡A ver si te lo metes en el coco!
Sin dejar de reírse, Plutón se guardó los bastoncillos de opio en un bolsillo,
recogió en una bolsa adecuada los objetos del prisionero, excepto la ropa interior y el
uniforme. Después le mostró el inventario que yo había escrito.
—¡Firma aquí! ¡Así no habrán historias cuando te suelte!
Reinhardt trataba de comprobar la lista, pero Plutón le interrumpió vivamente.
—No estás aquí para dedicarte a la lectura. Firma y espabílate y aparta tus trapos
de la puerta, para que así podamos encerrarte según las órdenes recibidas.
Reinhardt estaba cabizbajo, desnudo como Adán, bajo la estrecha ventana del
calabozo.
—Bueno, prisionero, échate hasta el toque de diana —concluyó Plutón
triunfalmente.
Salió del calabozo y cerró la puerta armando un ruido tremendo. Tener en su
poder las llaves de los calabozos le enloquecía de orgullo, porque había sido mucho
más a menudo prisionero que guardián. En su alegría empezó a telefonear a todos los
oficiales de servicio en los diferentes puntos del cuartel, pidiendo con altivez mil
detalles de los que ningún comandante de la guardia se había preocupado nunca.
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—Tiene la voz de quien acaba de despertarse. (Era cierto, naturalmente). Falta de
disciplina. Presentaré un informe. Envíeme mañana, antes de las ocho, el estado de
las armas y las municiones. ¿Que quién le habla? El comandante de la guardia. ¿Por
quién me tomaba?
Los suboficiales, aturdidos, se inclinaban sobre sus archivos, con la perspectiva
de una noche en vela.
Muy satisfecho de sí mismo, Plutón se repantigó en su asiento, con los enormes
pies sobre la mesa. E iba a reanudar su lectura pornográfica, con el aliciente adicional
de los cigarrillos de opio, cuando se oyó un ruido endiablado.
Dos reclutas se precipitaron en el cuerpo de guardia llevando a una persona muy
excitada, ataviada con un vestido estampado, con un pañuelo en la cabeza y botas de
infantería en los pies.
—Comandante de la guardia —dijo uno de los reclutas—, el fusilero Niemeyer
anuncia que durante la patrulla hemos encontrado a esta persona cuando trataba de
saltar la pared de la Tercera Compañía. Ha rehusado identificarse y ha pegado un
tremendo puñetazo al fusilero Reichelt, amoratándole un ojo.
Plutón parpadeó. Todos habíamos reconocido a Porta. Sin dirigir ni una mirada al
recluta, empujó una silla hacia Porta y dijo con la sonrisa en los labios:
—¿La señora quiere sentarse?
—¡Cállate, idiota! ¡No te burles de mí o te pego un mamporro como a ese recluta
estúpido! —fue la poco respetuosa contestación que recibió el comandante de la
guardia.
Plutón empujó a Porta hasta la silla.
—Disculpe, señora. ¿La señora quería sin duda entrar en el cuartel para buscar su
virginidad? Soy el soldado Eicken, comandante de la guardia y gran especialista en
eso. ¿En qué puedo ayudarla, señora?
Levantó la falda de Porta para mostrar sus largos calzones militares sobre sus
huesudas rodillas.
—¡Oh, oh, qué coquetería! ¿Es la moda de París? ¡No todas las señoras disponen
de ropa interior como ésta!
Porta, completamente borracho, se irguió.
—¡Méate en mi culo, camarada, o trae una cerveza! ¡Reviento de sed!
—Encantado de mearme en su culo, señora, pero ahora no tengo ganas.
¡Reclutas…! —gritó con voz poderosa a los dos jóvenes soldados temblorosos—.
¿Quién de vosotros tiene ganas de orinar?
Los reclutas se cuadraron.
—Sí, comandante de la guardia. Estamos dispuestos.
—¡Entonces, largaos de aquí! ¡Id al urinario! —ordenó Plutón—. ¡Héroes con
piel de conejo!
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Los reclutas se volatilizaron. Porta había empezado a roncar ruidosamente. Plutón
se inclinó sobre su oreja y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡A formar!
Porta se levantó de un salto, vaciló y declamó, dirigiéndose a la pared encalada:
—Soldado de primera clase, Joseph Porta, presente.
En el cuerpo de guardia estalló una tempestad de carcajadas. Transportamos a
Porta a un calabozo vacío y hasta el día siguiente no pudo hacernos el relato de sus
hazañas. Todos los antros de la ciudad habían sufrido su presencia y, según él, había
tenido más mujeres que en los últimos dos años. En una casa de la última le habían
birlado el uniforme y alguien había escrito en su trasero, con pintura roja, la palabra
«cerdo». Pero ¿quién? ¡Imposible saberlo!
El resto de la noche lo pasamos jugándonos a las cartas el dinero del suboficial
Reinhardt, quien, decía Plutón, «no lo necesitaría hasta el final de la guerra, en cuyo
momento ya no tendría curso legal».
A las ocho de la mañana, el oficial de guardia, teniente Wagner, creyó desmayarse
ante el relato de una de las noches más ricas de acontecimientos que el cuartel había
conocido. Lo terrible para él era que no había oído el disparo, lo que demostraba, o
bien que dormía, o bien que había salido sin permiso.
Conocía lo bastante al teniente coronel Von Weisshagen para estar seguro de que,
desde hacía ya muchas horas, esperaba pacientemente el informe que, en tales
circunstancias, su oficial de guardia hubiese debido presentarle en el acto. Tan seguro
como que dos y dos son cuatro, el futuro jefe de la compañía de maniobras se
llamaría teniente Wagner.
Con la boca abierta, contemplaba el drama en todo su horror. No pudo contener
un gruñido de animal salvaje cuando Plutón, sonriente, le habló de los elogios del
teniente coronel para la patrulla, y rechinando los dientes como un caballo que
muerde una remolacha helada, salió precipitadamente de la habitación.
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Era una mañana hermosa y soleada. Fuimos a buscarlos a la cárcel.
Hicieron su último viaje en un camión desvencijado, que incluso encontró medio
de encallarse en la arena.
Después, parecieron ofrecerse a las balas para facilitarnos el trabajo.
Y todo ocurrió en nombre del pueblo alemán.
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—¿Qué diablos hacen? —dijo Stege—. Hoy es el día que dan garbanzos, y si no
regresamos antes de las doce, ya nos los podemos pintar al óleo.
—¡Ah! ¡Tenéis piel de elefante! —exclamó el grueso gefreiter—. ¡Pensar en
comer, con la que os espera! He tenido cólicos toda la noche, de tanto como me
transtorna.
—¡Pobrecito! —dijo Porta riendo—, vosotros «los pies sensibles»[2] debéis de
perder el sentido en cuanto la cosa se anima un poco.
—¡A callar, Porta, ave de mal agüero! —ordenó Móller.
Ante la torva mirada de Porta, el grupo de guardianes se apartó con nerviosismo,
como si temieran nuestro contacto. Un ruido de llaves nos llegó desde el cuarto
contiguo; una mujer gritó y después se calló. Porta encendió un cigarrillo de opio.
Stege se balanceaba examinando sus pesadas y relucientes botas; un soldado sentado
a una mesa trazaba garabatos en un pedazo de secante. La atmósfera estaba
electrizante como durante la espera de una tempestad, en el campo, durante el mes de
agosto.
El timbre del teléfono nos sobresaltó. El obergefreiter se incorporó con pesadez
de esclavo y descolgó el aparato:
—Sí, señor actuario, el comando está aquí. Sí, se avisará a la familia, de acuerdo
con las órdenes. Nada en especial que añadir. —Colgó—. Os esperan en Senne —dijo
con un esfuerzo.
—Es exactamente como una boda en la alcaldía —dijo Plutón—. Todo el mundo
espera. A ver si terminamos, ¡maldita sea! Esto pone nervioso a cualquiera.
Hablaba todavía cuando se abrió la puerta dando paso a una telefonista del
Ejército acompañada por un suboficial de cierta edad, ambos vestidos con el burdo
uniforme que se utiliza para el servicio en el cuartel. Detrás, iba el feldwebel de
caballería y, con la documentación bajo el brazo, Paust, cuyos ojos de color azul
pálido sufrían contracciones nerviosas.
El feldwebel abrió una carpeta y dijo:
—Si tenéis algo que reclamar, éste es el momento.
Los prisioneros no contestaron, y contemplaron aturdidos el grupo que
formábamos, con nuestros fusiles y cascos de acero. Sin darse cuenta de lo que
hacían firmaron el documento que colocaban ante ellos. Después, el feldwebel les
estrechó la mano y les dijo adiós.
Rodeando a los prisioneros, salimos de la cárcel. Los del camión ayudaron
cortésmente a la joven, pese a que el viejo suboficial parecía mucho más necesitado
de ayuda. El vehículo arrancó con una sacudida, bajo la mirada hostil de los
centinelas, y, traqueteando, emprendió el camino hacia Sennelager.
El principio del viaje transcurrió en silencio; mirábamos intimidados a los dos
prisioneros. Fue Plutón quien rompió el hielo, ofreciéndoles un cigarrillo de opio.
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—Tomad esto. Os irá bien.
Los dos cogieron ávidamente los cigarrillos y empezaron a fumar con ansia febril.
Porta se inclinó hacia delante, cogido a una de las barras que formaban el techo.
—¿Por qué quieren fusilarlos?
La joven dejó caer el cigarrillo y empezó a sollozar.
—No ha sido por molestarte —dijo Porta torpemente—, pero nos gusta saber lo
que hacemos. Tienes que comprenderlo.
—¡Cretino! —gritó Móller, pegándole un empujón—. ¿A ti qué te importa? ¡Ya lo
sabrás en Senne! —Pasó un brazo por encima de los hombros de la telefonista—.
Tranquilízate, hermanita. ¡Ese idiota…! Siempre metiéndose en lo que no le importa.
La joven lloraba en silencio. El motor roncaba mientras el vehículo ascendía por
una pronunciada pendiente. Tras el cristal de la cabina, Paust nos observaba, mientras
fumaba en el interior del camión. Alte señaló un montón de grava que había junto a la
carretera, en el que trabajaban varios prisioneros de guerra y guardias territoriales.
—¡No es posible! ¡La reparan! Ya era hora. ¡Con el tiempo que hace que nos
estamos sacudiendo las tripas!
Bauer quería saber si Porta iría por la noche al «Gato Negro».
—Lieschen y Bárbara irán. Nos divertiremos.
—Yo también —dijo Porta—, pero sólo hasta las diez. Después iré a la
inauguración de la «Münchener Gasse».
Una ambulancia, con la sirena funcionando, adelantó al lento camión.
—Esas sirenas crispan los nervios a cualquiera —dijo Bauer, echando una ojeada
por el cristal.
—Un parto que va mal o un accidente —dijo Móller.
—Mi mujer tuvo una hemorragia en su segundo. Se salvó por los pelos. Los
hospitales modernos son muy útiles con eso que llaman transfusiones de sangre.
—¿Has visto a la nueva que está en la cantina de la Segunda Compañía? ¡Es
extraordinaria!
En el mismo instante, un violento impacto hizo rodar por el suelo a los ocupantes
del vehículo. El pesado camión acababa de hundirse en uno de los profundos agujeros
de la carretera.
—¡Animal! —le gritó Porta al chofer—. A ver si te fijas más. ¿Has venido para
matarnos?
El ruido del motor ahogó la respuesta. El cielo, cubierto toda la mañana,
empezaba a despejarse, y el sol aparecía entre las nubes.
—Hará buen tiempo —dijo Stege—. Lo prefiero. Salgo con una chica que conocí
el otro día.
Porta se echó a reír:
—¿Por qué vas siempre al lago con tus amiguitas? Os debéis mojar el trasero en
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esas barcuchas llenas de agua. Es mejor que vengas conmigo a la «Münchener
Gasse». Se puede llevar mujeres.
—¿Es que sólo sabéis hablar de vuestras asquerosas historias de mujeres? —
gruñó Móller.
—¡Oh, tú, abuelo! —dijo Porta con tono amenazador—. Desde hace algún tiempo
hablas mucho. Nosotros no nos ocupamos de tus misas rezadas, detrás de las puertas,
con el capellán. Cuídate de lo tuyo y no de lo nuestro. Cuando estemos en el frente,
ya veremos lo que llevas dentro, campesino de Schleswig.
Móller pegó un salto y lanzó un furioso directo a Porta, quien se inclinó a tiempo
y contestó con un golpe a la garganta de Móller, dado con el canto de la mano. Móller
se derrumbó en el fondo del camión.
—El se lo ha buscado —dijo Alte—. Sé bien que hay que tener en cuenta su edad,
pero todo tiene sus límites. Le hablaré cuando volvamos.
—Y yo le romperé su feo hocico —dijo Porta con una expresión que no auguraba
nada bueno.
Plutón contaba el último bulo: sabía de buena tinta que seríamos trasladados a
una fábrica de tanques, para probar los nuevos «Panzer 6», a los que llamaban «tigres
reales».
—¿El señor recibe confidencias del Culo con botas? —se mofó Stege.
—¡Pero, por Dios! ¿Qué os sucede para jalear todos así? —gritó Plutón.
—¿Y lo preguntas, cerdo? —gritó Alte—. ¿Acaso vamos a una fiesta? ¿Qué
tienes en el pecho en vez de corazón?
—¿No podrían callarse un poco? —preguntó de repente el viejo suboficial, con
gran sorpresa nuestra.
El camión traqueteaba por el camino destrozado por los pesados vehículos
militares. Nos abismamos en nuestros pensamientos contemplando el vacío. Móller,
vuelto en sí, permanecía acurrucado en un rincón con expresión aún más agria que de
costumbre. Fue la joven quien rompió el silencio.
—¿Tiene alguien un cigarrillo y un comprimido para el dolor de cabeza?
Stege le alargó un cigarrillo. Su mano temblaba mientras se lo encendía con el
encendedor comprado en Francia hacía ya tres años. Buscamos febrilmente en
nuestros bolsillos para encontrar el comprimido que sabíamos de sobra no teníamos.
Porta abrió el cristal de la cabina del chófer.
—¿No tenéis ningún comprimido? Para el dolor de cabeza.
Paust se echó a reír:
—Yo llevo mi «P-38», pero es radical. ¿Quién tiene dolor de cabeza?
—La chica.
Se produjo un embarazoso silencio. El cristal fue cerrado ante el «¡cerdo!» que
lanzó Plutón.
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—¿Alguno de vosotros quiere hacerme un favor? —preguntó el viejo suboficial.
Y sin esperar la respuesta prosiguió—: Soy del 76.° de Artillería. Probad de localizar
al suboficial Brandt, de la Cuarta Batería, y decidle que se ocupe de que mi mujer
reciba mi dinero. Vive en Dormunt, en casa de la mujer de mi hijo mayor. ¿Querrás
hacer esto? —le preguntó a Stege.
Éste se sobresaltó y tartamudeó algo.
—Éste no hará más que tonterías, viejo —interrumpió Plutón—. Tengo un
camarada en el 76.°: Paul Groth, ¿le conoces?
—Sí, está en la Segunda Batería; perdió una pierna en 1941, en Brest-Litowsk.
Salúdale de parte del hombre del gas. Era antes de la guerra —explicó.
La joven, interesada, salió de su estupor y un poco de vida asomó a sus facciones
muertas.
—¿Queréis hacer algo también por mí? —preguntó con ansiedad—. Dadme un
papel y un lápiz.
Le ofrecieron diez lápices. Alte le dio un papel de cartas del Ejército, que al
cerrarse formaba ya el sobre. Ella escribió nerviosamente, con prisas releyó lo escrito,
cerró el papel y lo entregó a Plutón.
—¿Querrá enviarlo?
—Así se hará —fue la breve respuesta.
Y el papel desapareció en un bolsillo.
—Si lo lleva usted mismo, le regalará una botella de vino tinto —balbuceó la
muchacha.
Febrilmente, contemplaba al corpulento estibador, en su uniforme manchado de
grasa de los blindados, con el casco de acero echado hacia la nuca y el fusil bien
derecho entre sus enormes piernas calzadas con las botas: de media caña de la
infantería los pantalones formaban bolsas por encima; la guerrera, con las solapas
decoradas con la calavera de plata, parecía prolongada por el cuero negro de la
cartuchera mal cerrada, donde los cartuchos relucían malévolos.
—No quiero nada —contestó lentamente el gigante—. Se hará como tú quieres.
Plutón, aquí presente, es el mejor cartero del rey.
—Gracias, soldado —dijo ella—. Nunca te olvidaré.
Volvió a hacerse el silencio. El sol había dispersado finalmente las nubes y
calentaba con fuerza. Un oberschütze empezó a silbar una canción, que otros
repitieron a coro. Pero de repente se callaron, turbados, como si se hubiesen dado
cuenta de súbito que cantaban en una iglesia.
El vehículo se detuvo y Paust gritó al centinela:
—Comando de la Segunda Compañía de guardia: un feldwebel, un suboficial,
veinte hombres, dos prisioneros.
El centinela examinó el interior del camión. Un feldwebel asomó la cabeza por la
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ventana del puesto de guardia y gritó:
—Pista nueve. ¡Os están esperando! ¿Qué diablos estabais haciendo?
—¡Vete a la porra! —replicó Paust.
Sin esperar respuesta, nos metimos por un camino arenoso entre barracones
donde se alojaban los soldados durante su estancia en el terreno de maniobras. Los
pueblos en ruinas que atravesábamos habían albergado hacía mucho tiempo pacíficos
campesinos, pero ahora estaban desiertos y las ventanas vacías miraban perdidas a los
hombres de uniforme que, durante todo el día, hacían ejercicio ante las casas y los
establos abandonados.
—Con tal de que queden garbanzos cuando regresemos —lloriqueó Schwartz—.
¡Por una vez que hay algo bueno, hemos de salir con una misión!
Nadie contestó.
—¡Una liebre! —exclamó Porta muy excitado, señalando algo que corría por
entre las mustias hierbas. Todos alargamos el cuello—. Comida de verdad, para
cristianos —gemía Porta—, y se nos tiene que escabullir ante nuestras narices.
—La última vez que vi una liebre, fue en Rumanía, junto al río Dubovila —dijo
Plutón.
—El día que limpié aquel puerco de rumano —dijo riendo Porta, quien se olvidó
de la liebre para recordar la vida de nabab que se pegaban en aquella época.
El vehículo se detuvo. Lanzando una blasfemia, Paust saltó al suelo.
—¿Dónde está la pista nueve? Este idiota ha debido equivocarse, estamos en la
pista de saltos.
No hubo ninguna respuesta. Desdobló un mapa, le dio vueltas y más vueltas y
empleó un siglo antes de encontrar el camino. El camión retrocedió y se hundió en la
cuneta. Exceptuados los prisioneros, todos tuvieron que apearse para empujar.
—Algunos deberían darse una vuelta por Rusia —dijo Plutón—. Aprenderían
mucho más que en este maldito terreno.
—¡Ya podemos despedirnos de los garbanzos! —gimió Stege—. ¡Si tienes
hambre, muérdete el culo!
—¡Nadie te dice nada, escoria del frente! —replicó Schwartz furioso.
La pelea iba a estallar, cuando el vehículo arrancó por fin. Todos subieron
apresuradamente; poco después, nueva parada, por fin en la pista 9.
—Sondercomando, adelante —ordenó el feldwebel Paust.
Nerviosamente, saltamos al suelo y nos alineamos ante Paust, olvidando por
completo a los prisioneros, lo que enfureció al teniente de la feldgendarmerie. Paust,
aturrullado, tartamudeaba. De repente, aulló con una voz que llegó hasta la fila de
enormes abetos, donde un grupo de paisanos y de militares esperaba, vuelto hacia
nosotros.
—¡Prisioneros, adelante! ¡En marcha, en marcha! ¡Uno, dos, uno, dos!
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Tropezando el uno contra el otro, los prisioneros bajaron del camión y se
colocaron, casi humildemente, a la izquierda del comando, con la muchacha detrás
del suboficial.
El teniente estaba congestionado, con el rostro abotagado. Manoseaba inútilmente
su ancho cinturón de oficial y su revólver.
—Preséntese, buen hombre. ¿A qué espera?
Paust, cada vez más nervioso, exclamó:
—Derecha, derecha, mirada al frente… Atención, mirada a la derecha. —Se
volvió e hizo chocar los talones—: El feldwebel Paust, jefe del sondercomando de la
Compañía de guardia, 27.° Regimiento Blindado, Tercera Compañía, se presenta con
dos prisioneros.
El teniente devolvió el saludo, dio media vuelta, y desapareció en dirección a los
abetos. Una bandada de palomas, con las patas cubiertas de plumas, zureaba en el
terreno polvoriento, entre el grano esparcido. A lo lejos, cantaba un cuco. Hacía
pensar en un juego de niños, «¿Cuántos años me quedan de vida?», mientras se
contaban las veces que el pájaro invisible repetía su canto.
El actuario, un coronel, se nos acercó, seguido por un médico de Estado Mayor y
varios oficiales. Paust se adelantó y entregó los documentos que había traído en una
carpeta roja.
—Los prisioneros en medio, con dos hombres detrás —ordenó el teniente.
Un poco apartadas del camino, semiocultas por unos arbustos, se distinguían tres
cajas de madera. Palidecimos: eran tres ataúdes.
El sol brillaba, varios oficiales fumaban, las palomas zureaban, un macho corría
torpemente tras dos hembras que le esquivaban con coquetería. Los fusiles estaban
calientes en las manos húmedas. Stege, con el pensamiento muy lejano, jugueteaba
con la hebilla de la correa.
El actuario entregó el expediente a un sargento de Caballería; no conseguía
ordenar aquellos papeles de colores que el viento enredaba. Con voz hiriente, leyó:
—En nombre del Führer y del pueblo alemán, el Consejo de Guerra ha condenado
a Irmgard Bartel, nacida el 3 de abril de 1922, telefonista auxiliar de la Wehrmacht en
Bielefeldt, a ser fusilada por pertenecer a una organización comunista ilegal y por
haber distribuido propaganda contra la seguridad del Estado entre el personal de su
servicio y en el cuartel. La condenada queda deshonrada para siempre y sus bienes
pasan a poder del Estado.
La misma condena para el viejo suboficial, pero en esta ocasión era «por negarse
a obedecer en acto de servicio en el stalag 6». Después de leer, el actuario hizo un
ademán al teniente de la feldgendarmerie, quien dió rápidamente a Paust unas
instrucciones que éste no ignoraba.
—¡Sondercomando, derecha! ¡De frente, marchen!
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La arena estaba polvorienta bajo nuestros pies. La muchacha tropezó, pero Plutón
la sostuvo y sólo cayó de rodillas. Hubo un breve desorden. Las palomas, a las que
había ahuyentado las órdenes vociferantes, habían vuelto y estaban casi junto a
nosotros.
En un recodo del camino, apareció lo que todos esperábamos, pero que, sin
embargo, descubrimos con un horrible sobresalto: los postes para atar a los
condenados a muerte.
Había seis; seis postes vulgares, cada uno con un pedazo de cuerda nueva sujeta a
un anillo.
—¡Comando, alto! —ordenó Paust—. Descansen, ¡armas! Primer grupo a los
postes, con los prisioneros.
Alte respiró con tanta fuerza que todos le oímos; era nuestro grupo. Vacilamos un
momento; después, se impuso la disciplina. Avanzamos en silencio hacia aquellos
postes que en otro tiempo fueron árboles y que ahora eran los auxiliares de la muerte.
Andábamos solos, como en un desierto. A nuestra espalda, los paisanos y el resto del
comando esperaban en silencio. Parecían rechazarnos lejos de ellos. Doce seres
humanos como los demás rodeaban a otros dos que iban a morir: ningún actor
hubiese podido interpretar su papel como aquellos dos… Pálidos, inconscientes,
irreales.
¿Y si, en aquel momento, hubiésemos huido? O bien ¿y si el fusil ametrallador de
Alte hubiese disparado contra los oficiales? ¿Para qué? Aquí había seis postes, pero
en otros sitios había muchos más, los suficientes para doce hombres e incluso para
más…
Alte tosió; el viejo hizo lo mismo; era el polvo. Necesitamos lluvia, habían dicho
los campesinos. Sí, la lluvia… ¡Si por lo menos lloviese! Nos habríamos sentido más
aislados.
—¡Primer grupo, alto! —ordenó Alte con voz sorda.
Murmuró algo incomprensible, en donde aparecía la palabra «Dios». Sabíamos
que los del lindero del bosque no podían oírnos.
La joven vaciló como si fuese a desmayarse. Plutón susurró entre dientes:
—Valor, pequeña. No muestres a esos cerdos que tienes miedo. Llora cuanto
quieras, no pueden hacerte nada más.
Alte nos señaló a Stege y a mí:
—Vosotros dos, con el viejo; Plutón y Porta, con la chica.
—¿Por qué nosotros? —protestó Stege en voz baja.
Sin embargo, nos adelantamos. Debíamos hacerlo. Los demás se alegraban de no
haber sido escogidos, e incómodos, volvían el rostro hacia otro lado… Ante todo,
para no mirar a aquellos desdichados, después para ocultar su alivio.
Los postes estaban pelados y rugosos a la altura del pecho, porque habían servido
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muchas veces, siempre en nombre del pueblo alemán. ¿Qué estaría haciendo en aquel
momento el pueblo alemán? Era la hora de la sopa o de la siesta en el despacho.
La cuerda nueva que olía a cáñamo, era algo corta. El viejo suboficial se contrajo,
pero el nudo quedó mal hecho. Stege lloraba.
—Dispararé contra los árboles —cuchicheó—. No contra ti, pobre viejo, te lo
prometo.
De repente, la chica empezó a gritar. No era un grito ordinario de mujer, sino un
aullido profundo, animal. Porta saltó hacia atrás, perdió su fusil, se secó las manos en
el fondillo del pantalón, recogió el arma y corrió en zigzag a reunirse con el
comando, veinte metros más atrás. También nosotros nos alejamos rápidamente de
los postes, como se huye ante una tormenta.
Un capellán, con atavío lila y una cruz en lugar de la maldita águila, se acercó a
los prisioneros. La joven había callado. Una ráfaga levantó una espiral de polvo. El
capellán murmuró una plegaria elevando las manos al cielo límpido, como para tomar
por testigo de toda la escena a Dios invisible.
El actuario avanzó dos pasos y leyó en voz alta.
—Estas ejecuciones han sido ordenadas para proteger al pueblo y al Estado contra
los crímenes cometidos por estas dos personas, condenadas por el Derecho civil y
militar, según el párrafo 32 del Código Penal.
Retrocedió rápidamente. Paust tomó el mando; estaba pálido y miraba con
desesperación el desierto de arena.
—Derecha, mirada al frente. Carguen los fusiles.
Los cerrojos y los cartuchos tintinearon.
—¡Apunten!
Las culatas se apoyaron en los hombros, la mirada sigue el cañón negro,
reluciente. Ante nosotros hay una cosa blanca, el objetivo, el trazo blanco tras el que
late el corazón… un corazón… que late desacompasadamente. Stege lanzó un
resoplido y cuchicheó:
—Dispararé contra una rama.
—¡Atención!
La joven lanzaba gemidos inarticulados. El pelotón vacilaba, el correaje chirriaba.
Hacia atrás, alguien cayó desvanecido.
—¡Fuego!
Una breve salva de doce fusiles y un golpe sordo en doce hombres. Dos
asesinatos se habían consumado por razones de Estado.
Con ojos desorbitados, contemplábamos, en estado hipnótico, los dos cuerpos que
colgaban de las cuerdas. El viejo suboficial había caído al suelo al deshacerse el
nudo; sus piernas se contraían, sus uñas rascaban la arena, que iba enrojeciendo. Las
palomas, asustadas, describían amplios círculos en el aire. La joven murmuró
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«mamá» en un largo estertor. Los cuatro zapadores del 57.° avanzaron
apresuradamente hacia los postes. El médico militar lanzó una mirada indiferente a
los cadáveres agujereados y firmó los certificados. Como en una pesadilla, oímos la
voz de Paust:
—¡Al camión!
Tambaleándonos como unos beodos, subimos al vehículo. En el rostro de Stege
aparecían los surcos negros dejados por las lágrimas; todos estábamos blancos como
la cal.
Pasamos silenciosamente ante los centinelas; sólo se oía el ruido del motor; era un
viejo vehículo que había visto muchas cosas. Llegamos a los montones de grava
donde trabajaban en la reparación de la carretera los prisioneros de guerra.
—Las doce y veinte —dijo Móller con voz incolora.
—Cómo pasa el tiempo…
—¡Se han fastidiado los garbanzos! —añadió Schwartz.
—¡Cerdo westfaliano! —aulló Stege—. ¡Puerco! Voy a partirte el hocico y así
podrás comer garbanzos durante tres semanas.
Saltó sobre Schwartz que cayó hacia atrás, y le martilleó salvajemente el rostro,
mientras que con la otra mano trataba de estrangularlo. A Plutón y a Bauer les costó
un gran esfuerzo dominar a Stege, medio loco, y arrancarle la víctima, muy
maltrecha. En el tumulto, la voz de Paust gritaba:
—¡Tranquilizaos, hatajo de idiotas!
Pero nadie le prestaba atención.
Al llegar al cuartel, bajamos del vehículo con fingida indiferencia.
—El comando tiene libre el resto del día, pero antes tiene que limpiar los fusiles y
el correaje.
Pasamos contoneándonos ante los reclutas curiosos e intimidados que regresaban
del refectorio. Ya en el dormitorio, Bauer exclamó:
—¿Nos encontramos en el «Gato Negro»?
Porta dio media vuelta y le tiró su fusil a la cabeza, mientras vociferaba:
—¡Haz lo que quieras, cerdo! ¡Acuéstate con tu gato negro, pero déjame en paz!
Bauer esquivó el fusil por los pelos.
—¡Oh! —comentó riendo un gefreiter—. ¡Los hay que están muy nerviosos!
Era uno de la segunda sección. Plutón le pegó un puñetazo en pleno rostro.
—Y los hay que tienen un ojo a la funerala, ¿eh?
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—¿El servicio religioso en campaña? —gritó Porta con gran irreverencia—. ¡De
eso sé mucho! ¡Y ahora comprenderán por qué!
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en que hemos lamentado descubrir que confundía usted la diversión con el servicio».
¡Había que ver la cara que ponía el animal cuando salió por la puerta!
—Porta, cuéntanos algo —solicitó Alte—. ¡Pero algo que sea sabroso!
—Ya comprendo lo que quieres, descreído. Pero hoy es domingo, de modo que os
voy a explicar un relato edificante, pequeños míos, Veréis como me convertí en
capellán, es decir, en pope, como dicen los rusos.
Levantó una pierna y soltó varios pedos sonoros.
—Oled bien, compañeros. Fue en la época en que hacíamos la guerra en el
Cáucaso, hacia Maikop y Tuapse, el día en que Iván se burló de nosotros con el truco
de los árboles.
—¡Vaya asunto! —exclamó Stege—. ¿Te acuerdas de cómo se estrellaban los
tractores más potentes contra las caobas derribadas?
—Oye —interrumpió Porta—, ¿quién lo explica, tú o yo? Bueno, continúo;
después de esta historia, cogimos por la carretera de Georgia, hasta un pueblo
piojoso, pero que tenía un nombre agradable para Iván: Prolettarskaya. Allí las cosas
se estropearon y tuvimos que salir corriendo, pero antes Ewald vino a verme y me
dijo…
—¿Quién es Ewald? —preguntó Alte.
—Nuestro mariscal Kleist, pedazo de bestia. ¿No eres capaz de adivinarlo? ¡A ver
si te callas de una vez! Como sabéis, cuando hay que largarse, es necesario dejar a
retaguardia una fuerza ligera para que Iván no lo descubra en seguida. Al cabo de una
veintena de horas, esa fuerza vuela el material antes de poner también pies en
polvorosa. Ewald, como tenía el honor de deciros, sabía condenadamente bien que yo
era un soldado de primera. «Escuche, mi querido obergefreiter Porta —me dijo en
tono confidencial—, Iván nos ha pegado tal paliza en estos últimos tiempos que no
puedo dejar mucha gente. Pero como usted vale tanto como medio regimiento de
«pies sensibles» y no hay manera de matarle, me ayudará para conseguir la retirada
de todo un Cuerpo de Ejército. Arrégleselas con los colegas de enfrente». Conté a mis
compañeros y grité: «¡A sus órdenes, señor mariscal!».
—Oye —interrumpió Stege, guiñándonos un ojo—, ¿estabas en el Estado Mayor?
—Desde luego —replicó Porta, enfadado—, estaba de servicio junto a los jefazos
y ya había dado a Ewald consejos de primera. ¿Sus oficiales? ¡Unos cretinos, a mi
lado!
—Entonces, no deja de ser curioso que no seas general —dijo Alte—. ¡Es lo
menos que te debía Kleist!
—No digas tonterías —replicó Porta—. Sabes tan bien como yo que su uniforme
no me sienta bien. Su cuello rojo me pone enfermo. ¡Pero, bueno; a ver si te callas!
—vociferó—. ¡Déjame hablar! Así pues, permanecí en las posiciones para hostigar
un poco a Iván, temiéndome que pasaría un mal cuarto de hora si llegaban a
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pescarme. Aunque me llamo Joseph, como Stalin, no me hacía muchas ilusiones. Le
daba vueltas a todo esto en el cerebro, cuando, en un refugio, descubro a un capellán
de nuestro Ejército, completamente frito. Me habían dicho que los de enfrente
volvían a tontear con la religión, y calculé que, con un uniforme piadoso tal vez no se
mostrasen tan bestias. Dicho y hecho. Me puse la ropa del muerto y le di la mía, por
pudor. Pero, desgraciadamente, sus piojos empezaron a serme tan fíeles como a él; no
importa, estaba precioso con la tira violeta en el cuello y una hermosa cruz sobre el
pecho, como si fuese una nueva condecoración que el gordo de Hermann hubiese
inventado. ¡Muchachos, os hubieseis quedado boquiabiertos!
—Desde luego —dijo Alte, tronchándose de risa.
—En un santiamén, Iván se presentó, no es preciso que os lo diga. Me condujeron
ante el jefe, un bestia de coronel con hombreras como mesas y ojos de caníbal, que
empezó a vociferar: «¡No es posible! Acabamos de ahorcar a nuestro pope por
violación, y ahora me traéis a uno del otro lado. ¡No sabíamos dónde ir a buscarlo!
Por el diablo, cura, ¿quieres venir con nosotros o ser ahorcado?». Contesté con mi
expresión más beata, sosteniendo la cruz santa como había visto hacerlo a nuestro
capellán: «Sí, jefe, seré vuestro pope». Me dieron, pues, las, ropas del pope ahorcado,
a cambio del uniforme que yo había quitado al muerto. Y así fue como me encontré
de sopetón entre los rusos.
«¡Menuda vida me iba a pegar! Me las arreglaba muy bien, porque un pope, ante
todo, bebe.
Porta calló un momento, dijo dos palabras a una botella con la etiqueta de «aceite
para fusiles», eructó, soltó otro pedo y continuó:
—Podía robar, comer por veinte, acostarme con las feligresas… Una vida de
príncipe… Y sobre todo, hacer trampas con las cartas, pero eso sí, hacer trampas
como es debido.
Se reía de buena gana, pegándose palmadas en los tobillos.
—Tenía muchos camaradas y me consideraban un pope excelente. Por las noches,
con el coronel y los tres comandantes, hacíamos tales trampas que un niño de teta se
hubiese ruborizado de vergüenza. Me acuerdo de una vez en que nos pasamos la
noche buscando el as de pique. Pero había tan poco as de pique como mantequilla
dentro de mi nariz. Al cabo de un tiempo, el bote del as de pique ascendía a varios
millares de rublos, y, ¿sabéis lo que descubrimos entonces? El coronel, aquel viejo
cerdo, estaba sentado encima y se disponía a sacarlo. ¡Se armó un alboroto…! Si no
se presenta la guardia, lo destripamos. Un día, el general de la División vino a
inspeccionar el regimiento. Me encargaron un servicio religioso. Pero ¡cualquiera
encuentra vino para la misa! Como no soy tonto, cogí un bidón de vodka. «¡Qué
fuerza diabólica tiene este vino!», gritaba el capitán. Lo que no impedía que pidiese
más mientras todo el 630.° estaba de rodillas, con las manos cruzadas sobre los
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fusiles, como es debido. Yo me aticé un buen trago de vodka y bendije a todo el
mundo reglamentariamente.
—¡Menudas historias cuentas, larguirucho! —dijo Alte—. ¿Cómo se te ocurren?
—¡No! ¿Pero qué te crees? Joseph Porta no inventa nada. Tiene buena memoria y
no es mentiroso. Si dudas de mi palabra, te empalo en mi fusil.
Hablamos un rato, sin dejar de beber.
—¿Cuándo terminará todo esto? —dijo Stege—. El día en que se acabe la
guerra… me tenderé en un campo de trébol y empezaré a charlar con los pájaros. ¡No
más horas reglamentarias!
—Y yo me acostaré con una mujer —dijo riendo Plutón—, sin horario también.
Quedarán tan pocos hombres entonces que podremos disponer de varias amigas a la
vez.
Se hizo un silencio. Todos evocábamos el final de la guerra. Porta se levantó de
repente, cogió un fusil ametrallador, e hizo ademán de barrer unos enemigos
imaginarios.
—Yo saldaré varias cuentas viejas con esta herramienta. Conozco por lo menos a
veinte SS a quienes querría ver en posición horizontal. Y si alguna vez le echo la
mano al SS Heinrich, le agujerearé tanto el culo con mi cuchillo que tendrá
almorranas hasta en el cuello.
—Tonterías —dijo Alte—. Sólo sabéis hablar de venganzas. No servirán de nada.
Más valdrá olvidar a esos perros. Yo no establezco ninguna diferencia entre los brutos
rojos de enfrente, y los nuestros, de negro.
—Sin embargo, tú estabas con nosotros y te alegraste mucho cuando liquidamos
al capitán Meier.
—Era distinto. Estábamos en el frente y era en legítima defensa. Pero cuando la
guerra esté perdida los vencedores de Alemania se encargarán de los otros; son
bastante bestias para hacerlo. No nos corresponderá a nosotros ayudarles.
—Siempre habláis de perder la guerra —interrumpí—. ¿Y si Alemania gana?
Todos me contemplaron como si fuera un bicho raro.
—¿Qué estás diciendo? —gritaron Alte y Stege—. ¿Te has pegado un golpe en la
cabeza?
Porta empezó a palparme el cráneo como un mono que despioja a su cría.
—Pienso lo que digo. ¿No habéis oído hablar de las armas? Los sabios alemanes
trabajan, y no me sorprendería que acabaran encontrando algo diabólico.
—Si piensas en los gases, claro que los tenemos —dijo Bauer despectivamente—,
pero Adolfo no los utilizará, y tampoco los del otro lado. Recibiríamos el doble. Te
aseguro, Sven, que no estás en tu juicio.
—¿Crees de veras que hay una posibilidad de ganar? —preguntó Alte, excéptico.
—Sí, lo creo —contesté irritado—. Cuanto peor van las cosas, más convencido
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estoy de que algo se prepara. Esta guerra no es sólo de Hitler, sino de todo el pueblo
alemán. Si es vencido, no tendrá imaginación suficiente para ver más lejos y creerá
que todo se ha perdido. No ha conseguido librarse de la garra militarista, y aquí todo
el mundo está convencido de que con unos galones se convierte en instrumento de
Dios. ¡La guerra debe ganarse, cueste lo que cueste! Pero a nosotros, nada nos
importa. No quedaremos ni uno para verlo.
—Tienes razón, Sven —dijo Alte suavemente—, somos demasiado viejos para
cambiar de piel y hemos sido creados para servir de carne de cañón.
—¿Y si hablásemos de otra cosa? —dijo Stege, suspirando.
—Sí —dijo Bauer—. Por ejemplo, del asunto de los árboles, cerca de Huapse.
¿Qué hay de cierto en eso?
—¿Quieres saberlo? Bueno, fue un mal momento. Estábamos en el Ejército de
Von Kleist, y hacía semanas que dábamos vueltas y más vueltas por el Cáucaso.
Veníamos de Rostov, bordeando el mar Negro. La idea era que había que ocupar el
Irán o Siria, ya no recuerdo, pero se trataba de una locura, y los rusos nos lo hicieron
comprender en seguida. Cuando llegamos a la vista de Tuapse, con todo el equipo,
recibimos una gran sorpresa: Iván había derribado un bosque entero de caobas, de un
metro y medio de diámetro, sobre el único camino practicable, todo lo demás era
selva virgen y pantanos. Las caobas habían sido cortadas con sierras. Y en el último
recodo, todo empieza a arder. ¡Había montañas de madera!
«Los zapadores de la 94.a y de la 74.a trabajaban como condenados para despejar
el camino, utilizando los tractores más potentes del Ejército. Pero no había nada que
hacer. Estábamos a punto de asarnos como una oca en Navidad. Y entre la maleza,
estaba Iván, tiroteándonos. Naturalmente, nos entró pánico, y todo el mundo se largó
a buena marcha. Y aún tuvimos suerte, porque los árboles estorbaban a los rusos, que
nos perseguían. Por fin, al cabo de varios días, el Cuerpo de Ejército se reagrupó y
nos arrastramos hacia el mar Caspio. Todo esto, desde luego, lo hacíamos por el
petróleo, como ya supondréis. ¡Pues bien, sí! Cuando llegamos a la carretera
estratégica de Georgia, el primer pozo de petróleo quedaba aún a centenares de
kilómetros.
—¡Válgame Dios! —exclamó Plutón—. La carretera estratégica de Georgia…
¡No es fácil que la olvidemos! ¡Un arroyo de fango! ¡Todos los vehículos quedaban
clavados allí!
Stege se pegó una palmada en el muslo:
—¿Te acuerdas? Los 623 resbalaban sobre sus cadenas y derribaban los postes
telegráficos como si fuesen cerillas. Y también los motoristas… Desaparecían… por
entero bajo el hierro. Maldita carretera estratégica… ¡Todo el Ejército parecía un
corcho en un tonel de vino…!
La oscuridad invadía la sala de armas y se oía a los reclutas que regresaban
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cantando del campo de ejercicios.
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—¿Quien quiere tomar un baño de cerveza? —gritó Porta vaciando la enorme
jarra en la cabeza de la rubia camarera.
Lanzó la jarra al aire, y cayó en el mostrador, salpicando a todos los que lo
rodeaban.
Se originó una pelea con un granuja llamado Hermanito.
Fue uno de los días grandes de la cantina.
HERMANITO Y EL LEGIONARIO
La Segunda Sección fue destinada a una de las fábricas de tanques pesados. Los
combatientes, con su experiencia del frente, estaban encargados de probarlos e
indicar el emplazamiento de los cañones.
Para nosotros era una vida magnífica, aunque hubiese que trabajar quince o
dieciséis horas diarias. El cuartel estaba lejos, era fácil perderse entre los centenares
de obreros de todas las nacionalidades; Porta actuaba como un ciervo en celo, y por
lo menos había dos mil obreras y mujeres empleadas a las que consideraba como
propiedad personal. Los viejos contramaestres nos daban, sin dificultad, pases de
salida, pero, sin embargo, un día, Plutón se pasó de la raya: robó un camión, visitó
todas las tascas y luego, borracho como una cuba, acabó por estrellar el pesado
vehículo contra una pared, a tres metros del puesto de policía.
Esta hazaña sólo le valió quince días de calabozo, gracias a la benévola
complicidad de un contramaestre, pero Von Weisshagen le añadió, ante todo el
batallón, un patético sermón en el que Plutón se vio calificado de «oprobio del
Ejército».
Como la prisión militar estaba llena, el destino envió a Plutón a compartir la
cama, el pan y el calabozo del suboficial Reinhardt, quien, lo mismo que Job, yacía
sobre sus excrementos, olvidado de Dios y de los jueces militares. Por lo demás,
permaneció allí hasta la llegada de los americanos en 1945, quienes le nombraron
inspector de prisión. Es justo decir que fue un guardián excelente y concienzudo.
Apoyándose en el reglamento lo aplicó con un celo tan intempestivo que, tres años
más tarde, se le volvió a su estado de prisionero, y con la muerte en el alma, tuvo que
abandonar el uniforme que tan bien le sentaba.
El teniente Halter, nuestro jefe de sección, disconforme con nuestra conducta,
acabó por hartarse y renunciar a sus reproches, y ahogaba en la cantina el idealismo
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de sus diecinueve años, junto con varios veteranos. Estos le pusieron al corriente de
un programa más razonable para el Tercer Reich: hablar mucho de los deberes hacia
el Partido, y hacer lo menos posible, para acelerar el final de esta guerra titánica.
En aquella época, las personas que pensaban así eran, por desdicha, una minoría.
Cuando todo hubo terminado, surgieron a legiones y todo el mundo declaró haber
sido adversario de Hitler. ¡Así es la vida!
En cuanto a nuestro comportamiento, era una especie de antídoto contra la
desesperación. Abusar de la vida porque mañana moriremos. Hacerlo violenta,
salvajemente, y, sobre todo, no pensar. Éramos soldados, pero no soldados como los
otros, sino veteranos, con la soga ya en el cuello. El verdugo sólo hubiese tenido que
estirar. Unos parias; unos inútiles en opinión de sesenta millones de alemanes. En
todo hombre veíamos, ante todo, a un bribón, por lo menos hasta que se demostrase
lo contrario, pero esa demostración no resultaba fácil. Todos los que no eran de los
nuestros eran enemigos; su vida y su muerte no contaban nada. El alcohol, las
mujeres, el opio, todo nos venía bien. ¿El lugar de nuestros amores? ¡A veces una
garita, o una cuneta! ¡Ni siquiera a los retretes les hacíamos ascos!
Habíamos visto morir a millares de seres; asesinados, fusilados, decapitados,
ahorcados; habíamos sido verdugos, y por efecto de nuestras balas, hombres y
mujeres habían enrojecido la arena con su sangre. Ante nuestros ojos, innumerables
legiones habían caído en las estepas rusas, en el Cáucaso, o habían desaparecido
tragadas por los pantanos de la Rusia blanca. Sí, lo que habíamos visto hubiese hecho
llorar a las piedras, pero si alguno de nosotros llegaba a llorar, era, seguramente, a
causa de la borrachera. Llevábamos el sello de la muerte, incluso estábamos muertos
ya, pero nunca hablábamos de eso.
Era una tarde, en la cantina. Dirigíamos bromas obscenas a las tres camareras.
—¡Tú, Eva! —gritaba Porta a una muchacha de tipo supergermánico—. ¿No te
gustaría tenderte un ratito de espaldas?
No hubo respuesta, y sí un ademán ofendido de la nuca rubia.
—Créeme, hermosa, probar a Porta es adoptarlo. Después, le seguirías hasta el
frente.
—¿Os marcháis pronto al frente? —preguntó ella con curiosidad.
—No me lo han dicho. Pero con Culo con botas nunca se sabe. Ven a charlar un
rato conmigo. Te enseñaré unos trucos; amiguita, que te quedarás boquiabierta.
—¡No me interesan, indecente! —replicó la joven camarera.
Porta se echó a reír:
—¡Caramba! ¿La señorita prefiere a las mujeres? A mí no me molesta. Una vez,
incluso, una que tenía esos gustos me encontró más encantador que todas sus novias.
¿De acuerdo? Nos encontramos en «La Vaca Pelirroja», a las siete. ¡Y ponte unos
trapos atrevidos! Me gustan. Fíjate bien que no es para coleccionarlos, como hace el
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teniente Britt, que les pega incluso etiquetas, de modo que siempre puede saberse de
dónde proceden. Tráeme una cerveza.
La camarera, escarlata, pegó una bofetada a Porta.
—¡Presentaré una queja! —le amenazó.
—En tal caso, ven a verme —contestó Porta, riendo—. ¡Yo entiendo mucho de
quejas!
En aquel momento, uno de los peores matones del sexto comando, el llamado
Hermanito, se abrió paso con los codos y se acercó a la barra.
—Cerveza —ordenó—, cinco jarras a la vez—. Se volvió hacia un individuo
pequeño y con el rostro lleno de cicatrices que bebía solo en un rincón—: Tú pagarás
mi cerveza, compañero, si no quieres recibir un guantazo.
—Supongo que no me estará hablando a mí —replicó el pequeñajo con una
expresión tan graciosa que todo el mundo se echó a reír.
Hermanito miró al hombre y dijo con tono vanidoso:
—¡A ti, mocoso! —Se volvió con los cinco jarros entre sus manazas y dijo a la
camarera—: Ese feto tiene permiso para pagar mi cerveza.
Silencio. El pequeño vació su jarra, se lamió los labios y se secó la boca con el
dorso de la mano.
—¿Eres tú a quien llaman Hermanito? —preguntó al gorila de dos metros de
estatura que se sentaba a una mesa.
—¡Paga y cállate! —fue la respuesta.
—Pagaré mi propia cerveza, pero no pago la bebida de los cerdos. Tendrías que
volver a tu establo. ¡Parece mentira lo que llegas a parecerte a un marrano!
Hermanito tuvo un sobresalto como si le hubiese alcanzado un rayo y dejó caer
las cinco jarras, que se destrozaron ruidosamente contra el suelo. De dos zancadas
estuvo junto al pequeño, que le llegaba a la cintura, y aulló:
—¡Repite eso!
—¿Estás sordo? —dijo el otro—. ¡Y, sin embargo, los cerdos tienen orejas!
Lívido, el gorila levantó un puño homicida.
—Calma, calma —dijo el otro, esquivando hábilmente el golpe—. Si quieres,
salgamos fuera a pelear. Será mejor para la cristalería.
Apartó su jarra y salió. Hermanito, espumeante de rabia, profería sonidos
inarticulados. El pequeño dijo riendo:
—¡No te canses, puerco!
En la atestada cantina se hizo el silencio. No dábamos crédito a lo que oíamos. El
tirano del Batallón, el chulo, se veía provocado por un engendro de un metro
cincuenta y dos, un sujeto de quien nada sabíamos. Era la primera vez que le
veíamos. Llevaba sobre su uniforme gris el brazal blanco, con las palabras Sonder
abteilung, encuadradas por dos calaveras, señal de que pertenecía a un regimiento
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disciplinario. Los trescientos hombres que había en la cantina se precipitaron al
exterior para ver cómo aplastaban a aquel aborto.
Hermanito vociferaba mientras pegaba puñetazos en el vacío, pues su adversario
los esquivaba siempre, sin dejar de reírse y de exhortarle a que tuviese calma.
Entonces ocurrió lo que parecía imposible. De repente, el pequeño pegó un gran
salto y las suelas claveteadas de sus botas de Infantería alcanzaron como una maza el
rostro de Hermanito. El gorila cayó. El pequeño se lanzó sobre él como un tigre, le
volvió boca abajo, se sentó a horcajadas en sus hombros y, aferrando la rojiza
pelambrera, le restregó el rostro contra el terreno desigual. Después, le pegó un
puntapié en los riñones, escupió sobre él con desprecio y entró en la cantina, con aire
indiferente, ante los trescientos espectadores boquiabiertos por el espectáculo de
aquel tirano derrumbado.
Se bebió con expresión satisfecha otra jarra de cerveza, en tanto que nosotros
observábamos al vencedor del Goliat de tantas prisiones, campos de concentración y
campos de batalla. ¡No le entendíamos! Plutón le alargó un cigarrillo.
—Es de opio. ¿Te gusta?
Una seca palabra de agradecimiento. El sujeto encendió el cigarrillo, mientras la
camarera colocaba ante él otra jarra de cerveza.
—De parte del obergefreiter Stern —le dijo.
El otro rechazó el jarro y dijo:
—Agradézcaselo. Pero el cabo Alfred Kalb, del Segundo Regimiento de la
Legión, nunca acepta invitaciones de desconocidos.
—¿Has estado en la Legión Extranjera Francesa? —preguntó Plutón.
—Como no eres sordo, ya lo has oído.
Plutón, ofendido, le volvió la espalda. Hermanito había entrado ya y permanecía
en un rincón con expresión hosca, formulando amenazas capaces de erizar el cabello.
Su rostro parecía haber pasado por una máquina de triturar carne; colocó la cabeza
bajo el grifo del lavabo y se limpió el rostro ensangrentado, mientras resoplaba como
una foca. Sin tomarse la molestia de secárselo, se bebió tres jarras de cerveza y volvió
a acurrucarse en un rincón.
Porta se había encaramado en la barra y cortejaba a la rubia Eva, a la que trataba
de besar.
—¡Oye, qué hermosas tetas tienes! —exclamó—. ¿Y los muslos? ¿Son tan
bonitos?
Sin manías, le metió mano bajo la falda y acarició sus delgadas piernas. La
muchacha lanzaba gritos histéricos, y le pegaba botellazos, en medio de un estallido
de risas. Porta se volvió con expresión risueña.
—¡Virgen, limpia, bragas rosas, medalla piadosa! ¡Es una ganga!
Se bajó de la barra y se dirigió al legionario:
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—He oído tu respuesta a mi amigo Plutón. Por el hecho de conocer trucos de
burdel marroquí, no creas que ya está todo arreglado con Joseph Porta, aquí presente,
de Berlín Moabitt. De modo que, un buen consejo: contesta cortésmente cuando se te
hable de la misma manera.
El legionario se levantó sin prisa y saludó a Porta quitándose el gorro con una
cortesía bastante cómica.
—Gracias por el consejo. Alfred Kalb, del 2.° Legionario, se acordará, Joseph
Porta, de Berlín Moabitt… Yo también nací allí. Nunca busco pelea, pero tampoco la
rehuso nunca. Esto no es ningún consejo, sino una sencilla afirmación.
—¿En qué Regimiento estás ahora, camarada? —preguntó Alte con tono
conciliador.
—27.° Blindado, primer batallón. Tercera Compañía, desde hoy a las once.
—¡Pero si somos nosotros! —exclamó Porta—. ¿Cuántos años te han echado,
hermano?
—Veinte —contestó Kalb—. Cumplí ya tres por conducta antisocial, falta de
autenticidad política y servicio ilegal en un ejército extranjero. El último año, en el
campo de Fagen, cerca de Bremen. ¿Os basta esta información?
—¿Conoces a un SS hauptscharführer Braum, del bloque 8, en Fagen? —
pregunté lleno de curiosidad.
—Sí, le conozco. Me rompió las dos muñecas y después me castró porque fui con
una polaca, de la sección de mujeres. Pero Alá me dice que un día volveré a verle y
entonces…
Sacó una delgada navaja y probó su filo con expresión acariciadora.
—¡Y conservarás sus menudillos en una jarra, ya lo veo! —dijo Porta riendo.
—¿Por qué no? Bien se guardan serpientes, de modo que, ¿por qué no los
menudillos de una basura como Braum? Constituirá un buen recuerdo para el burdel
que pienso abrir después de la guerra.
Se volvió hacia una de las camareras:
—¿Nunca has visto unos menudillos dentro de una jarra?
—¿De qué? —preguntó la camarera, sin comprender. Unas sonoras risotadas le
contestaron—: ¡Cerdos! —dijo, entendiéndolo de repente.
Y desapareció tras el bar.
Hermanito se acercó a la barra y echó una moneda de un marco sobre el
mostrador.
—Una cerveza —pidió.
Se la bebió de un trago y se dirigió hacia el legionario con la mano tendida.
—Te presento disculpas, camarada. Ha sido culpa mía.
—No tiene importancia —dijo Kalb, cogiendo la mano ofrecida.
Inmediatamente, un puño de hierro inmovilizó al pequeño legionario sorprendido,
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en tanto que una rodilla del bruto le aplastaba el rostro. Un golpe homicida en la nuca
le hizo caer sin sentido. El gorila le dio otro puntapié en el rostro y se oyeron crujir
los huesos de la nariz de la víctima. Hermanito se irguió, se limpió el puño y lanzó
una mirada despectiva a la multitud silenciosa. Plutón bebió un sorbo y dijo, con voz
suave:
—Evidentemente, en el 2.° Legionario no conocían este truco, pero ten cuidado.
Uno de estos días te encontrarás caminando hacia el frente, y conozco por lo menos a
tres mil tipos que arden en deseos de enviarte una bala dun dun en pleno rostro.
—¡Que lo prueben! —aulló el bruto—. ¡Soy capaz de salir del infierno para
estrangularlos!
Salió de la cantina entre un concierto de maldiciones.
—Ese tipo morirá de un accidente, como por casualidad, sin que nadie lo sienta
—dijo Alte.
Ocho días después, el pequeño legionario, a quien habían tenido que cortar la
punta de la nariz, trabajaba con nosotros en un gran recipiente de metal que había que
remachar. En aquel momento pasó Hermanito.
—Tú, que eres tan fuerte —le gritó amablemente Kalb—, ven a ayudarme. Sujeta
el remache, siempre se nos está cayendo. No tenemos bastante fuerza para sujetarlo.
Como todos los brutos, el gorila era tan estúpido como vanidoso.
—¡Sois unos enclenques! ¡Ahora os enseñaré cómo hay que sostener un remache!
Entró en el recipiente de acero. Al momento, la abertura quedó obstruida por una
cuba llena de hormigón, bien sujeta con cuñas. ¡El hombre estaba atrapado como una
rata! Inmediatamente, diez, quince martillos neumáticos cayeron con estrépito sobre
la prisión de acero en la que el legionario había introducido un tubo de vapor
hirviente, capaz de matar a cualquiera, excepto al bruto cautivo.
Después de tres semanas de hospital, Hermanito reapareció; envuelto de pies a
cabeza, pero siempre a punto de pelear. Una noche, el pequeño legionario le echó
cristal en polvo en la sopa, y todos esperamos, encantados, a que se produjese la
perforación intestinal. Pero el vidrio pareció sentarle a las mil maravillas. La
revancha no se hizo esperar y fue Porta quien salvó la vida a Kalb. Sin ninguna
explicación, le arrancó de las manos una jarra llena de cerveza. Hermanito acababa
de echar en ella una dosis de nicotina pura.
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Nuestra aventura nació por casualidad y de manera bien superficial.
Terminó con la marcha de la Compañía, un día de bombardeo aéreo.
¿Quién se atrevería a condenar esos amores fugaces en el seno de esta guerra
devoradora?
PASIÓN
Se escuchaba el paso seco de los zapatos de altos tacones sobre el asfalto mojado.
Oculto en una esquina, a la tenue luz de una bombilla azul de la defensa pasiva que se
balanceaba de un gancho oxidado, vi acercarse a Use, mi mujer.
La tenue luz la iluminaba de lleno y me dejaba en la sombra, desde donde
deseaba ver sin ser visto. Ella se detuvo, dio unos pasos, su mirada se dirigió hacia la
calle ascendente que pasaba ante el cuartel; se estremeció bajo la lluvia fina, consultó
su reloj, arregló lentamente su chal verde.
Un soldado pasó, aminoró la marcha y dijo:
—¿Te han dado plantón? ¡Vente conmigo! Lo pasaremos igualmente bien.
Ella se volvió y se alejó un poco por la calle. El soldado se echó a reír y el sonido
de sus botas claveteadas se perdió entre las ruinas. Use volvió a situarse bajo la luz.
Empecé a canturrear: «Nuestras dos sombras sólo forman una, sin duda de tanto
como nos amamos…».
Dio media vuelta y observó enojada la sombra de la que surgí lentamente. Pero,
cuando me vio bien, se puso a reír, y, cogidos del brazo, pese al reglamento, nos
fuimos calle abajo entre los escombros y los cascotes.
¡Olvidaba la guerra, olvidaba la espera! Por fin nos habíamos encontrado.
—¿Adonde vamos, Use?
—No lo sé, Sven. ¡A un sitio donde no haya soldados ni olor a cerveza!
—Vamos a tu casa, Use, me gustaría ver dónde vives. Hace ya cinco semanas que
nos conocemos, cinco semanas de frecuentar cervecerías, pastelerías o las ruinas.
—Sí, vamos a mi casa, pero ten mucho cuidado. Nadie tiene que oírnos.
Un tranvía pasó traqueteando; lo cogimos en compañía de personas
insignificantes y tristes. Nos apeamos en un arrabal. La besé, y acaricié su mejilla
aterciopelada, pero unos transeúntes surgieron de la sombra y me intimidaron, porque
nunca me ha gustado besar a una mujer en público. Ella me apretó el brazo y avanzó
suavemente mientras caminábamos con lentitud. Aquí no había ruinas, sino casitas y
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edificios intactos, viviendas de gente rica; no debía resultar económico tirar bombas
allí, pues no se habría matado a bastante gente.
Las sirenas aullaron la alarma, pero, según nuestra costumbre, no les prestamos la
menor atención.
—¿Tienes permiso para la noche, Sven?
—Sí, hasta mañana a las ocho, gracias a Plutón. Alte está en Berlín, pero él, con
tres días de permiso.
—¿Han dado además otros permisos?
—Sí.
Use se detuvo, su mano se crispó en mi brazo y palideció; sus ojos brillaban
húmedos, en el halo de una bombilla azul.
—¡Sven, ah, Sven! ¿Quiere decir que te marcharás pronto?
No contesté, sino que tiré de ella, nervioso e irritado. Anduvimos en silencio, y
después ella dijo, como si con mi silencio hubiese adquirido una certidumbre:
—Entonces, es el final. ¡Te marchas! Sven, te debo una felicidad que mi marido
nunca me dio. Incluso si él vuelve, ya no podré vivir sin ti. Te lo ruego, júrame que
también volverás.
—¿Cómo puedo contestarte? No soy yo quien puede decidir mi destino, aunque te
ame también. Al principio, creí que sólo era una aventura, más interesante por el
hecho de que estabas casada. Desdichadamente para los dos, ahora es muy distinto de
una aventura, y tal vez sea mejor que la guerra nos separe.
Seguimos adelante, silenciosos como la noche. Ella se detuvo ante la puerta de un
jardín y avanzamos por un sendero bien cuidado. A lo lejos, se percibían fugazmente
los resplandores de la D.C.A., pero no se escuchaba ninguna bomba.
Abrió una puerta con precaución, y examinó detenidamente las cortinas negras
que cubrían la ventana antes de encender una lamparita cuya luz nos reconfortó. La
cogí entre mis brazos y la besé con violencia mientras ella me devolvía salvajemente
el beso, oprimiendo contra el mío su cuerpo, estremecido por el deseo.
Caímos pesadamente en un diván, sin separar nuestras bocas ávidas; mis manos
acariciaron su cuerpo grácil y seguían la costura de las medias, a través de las cuales
su piel era fresca, lisa y perfumada. Aquel perfume era el olvido del cuartel, de los
tanques que olían a grasa, de los uniformes húmedos, de los olores a cerveza y a
sudor de hombre, el olvido, también, de los burdeles, de las canciones vociferadas, de
las ciudades en ruinas, de las fosas llenas de cadáveres. Era, por fin, entre mis brazos,
una verdadera mujer, elegantemente vestida, cuyo perfume recordaba el suave aroma
de las colinas del sur de Francia; una mujer de piernas esbeltas, bien calzada y cuyas
carnosas rodillas se dibujaban bajo la seda transparente.
La falda es tan estrecha que hay que subirla para estirarse cómodamente. En el
suelo hay una piel, pero ¿qué clase de piel? ¿Y qué puede saber de pieles un soldado
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de 27.° Blindado? Una mujer hubiese reconocido inmediatamente el astrakán negro
como la noche y rizado con los rizos de la riqueza. Los botones de una blusa tenue y
rosada se desabrochan, un pecho prisionero es liberado por unas manos suaves,
aunque acostumbradas a luchar; los senos sonríen a unos ojos quemados por las
nieves de Rusia, turbios de cerveza y de vodka, pero hambrientos de amor, y que
durante mucho tiempo han buscado una madre, una amante, una mujer como ésta.
Use se apartó suavemente.
—¡Si te dijese lo que sueño! —murmuré.
Ella encendió un cigarrillo, colocó otro en mi boca y contestó:
—Conozco ese sueño, amigo mío. Sueñas con estar muy lejos, en otro sitio, sin
cuarteles, sin gritos, sin funcionarios, sin olor a cuero; sueñas con un país suave, con
mujeres, viñedos, árboles verdes.
—Sí, esto es.
En la mesa, junto al diván, había una fotografía. Un hombre elegante, de rasgos
distinguidos y con las insignias de oficial de Estado Mayor, pero, en la vida corriente,
un abogado. En un ángulo, una mano firme había escrito: «TomHorst, 1942.»
—¿Tu marido?
Ella cogió la fotografía, la colocó cuidadosamente en la estantería que había
detrás del diván y apretó sus labios húmedos contra los míos. Besé sus agitadas
sienes, hice resbalar mis labios hasta sus senos firmes, mordí el hoyuelo que había en
su barbilla y eché hacia atrás su oscura cabellera.
—¡Sven! ¡Si, al menos, pudiésemos realizar tu sueño!
En una, pared, el retrato severo de una mujer con alto cuello de encaje nos miraba
con unos ojos grises que sin duda nunca habían soñado, pero que jamás habían visto
ciudades en ruinas ni seres humanos enloquecidos por los bombardeos aéreos.
¡Al diablo la moralidad! ¡Mañana estarás muerto!
Nuestras bocas entreabiertas se oprimen la una contra la otra. En el suelo hay una
prenda transparente, una falda… Y ella yace palpitante, semidesnuda, vestida aún
para mi placer, porque la desnudez total decepciona casi siempre a un hombre.
Siempre se desea una última prenda, un pedazo de tela final que quitar a la mujer a
quien se ama.
Mientras luchaba aún con un cierre, ella se incorporó llena de ardor, para
prestarme ayuda. A lo lejos, las sirenas tocaron una nueva alarma, pero nosotros
estábamos ausentes de la guerra, de los bombardeos, del mundo entero… De todo lo
que no fuese aquel combate viejo, como el mundo: la lucha amorosa entre el hombre
y la mujer. Apretados el uno contra el otro, el diván parecía demasiado ancho.
Transcurrían las horas, dejándonos insaciables. Y después, un sueño pesado se
apoderó de nosotros y caímos en la alfombra de dibujos persas.
Era de día cuando despertamos, agotados, pero felices. Había sido una noche para
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recordarla largamente, Use se puso una bata y me besó como sólo besan las mujeres
que aman.
—¡Quédate, Sven! ¡Quédate aquí! Nadie vendrá a buscarte. —Se echó a llorar—.
La guerra terminará muy pronto, es una locura volver al frente.
Me liberé de sus brazos.
—No se vive dos veces unas horas semejantes. Y, por lo demás, ¿quién te dice
que no volveré? Por otra parte, no puedes olvidar al que tienes en Francia. También él
regresará algún día, y ¿adonde enviarán entonces al desertor? ¿A Buchenwal, a
Torgau, a Lengries? No, acúsame de cobardía, pero no puedo.
—¡Me separaré, Sven, pero quédate! ¡Te conseguiré documentación falsa!
Moví la cabeza y le di, escrito en una hoja de carnet, mi número de sector postal:
23645. Ella apretó sobre su pecho aquel sencillo número, nuestra única conexión
durante algún tiempo.
Silenciosa, habiendo olvidado toda prudencia, Use me siguió con una mirada fija
mientras yo me alejaba. Rápidamente, sin volverme, desaparecí entre la niebla.
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El tren se detenía en todas las estaciones pequeñas.
Había que esperar horas enteras ante las ollas humeantes, para obtener un poco
de sopa de ortigas.
Bajo la lluvia y la nieve, nos agachábamos entre los rieles que actuaban de
retretes.
¡Interminable viaje! Avanzamos durante veintiséis días antes de desembarcar, por
fin, en el corazón de Rusia.
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permiso, medio violó a una mujer. Ebria y aterrorizada, su víctima gritaba como un
puerco al que degüellan, en tanto que, compareciendo de improviso, nosotros les
mirábamos a ambos, semidesnudos y en una posición que no daba lugar a dudas.
Plutón cogió una botella de cerveza y nos roció mientras decía:
—En verdad, os digo, que habéis sido creados para crecer y multiplicaros.
Tras de lo cual, todo el mundo se retiró satisfecho.
Pero al día siguiente, las cosas se estropearon. Ya serena, la mujer recordó que
había habido testigos, de modo que podía hablarse de violación en buena y debida
forma. Corrió a ver a su padre, que, para colmo de desdichas, resultó ser el intendente
de reserva del regimiento disciplinario. Este pasó aviso a Von Weisshagen, quien, a
pesar de lo poco que le gustaban los intendentes de reserva, se vio obligado a poner
en marcha la máquina de la justicia. Plutón, Porta y varios otros fueron reconocidos
por la doncella, y los calabozos abrieron sus puertas una vez más.
Por su parte, Plutón había hecho un buen trabajo. Un día nos invitó a dar un
paseíto en un tanque de instrucción, es decir, un tanque al que se le había quitado la
parte superior, lo que hacía que se pareciese a una enorme bañera montada sobre
orugas. El aparato, lanzado a toda marcha por el terraplén de los garajes, alcanzaba
sus buenos cuarenta kilómetros por hora, en lugar de los quince, velocidad máxima
permitida. Al cabo de cuatro o cinco vueltas a la pista, con el motor a toda marcha y
las orugas rechinando, Plutón soltó los mandos y se volvió hacia nosotros, lleno de
regocijo.
—¡Fijaos en este cacharro! ¡Alcanza condenadamente bien los cuarenta!
En medio de una formidable nube de polvo, llegábamos pegando bandazos al
extremo del camino, cuando, cual un diablo surgido del suelo, apareció ante nosotros
un pequeño «Opel». Lo que siguió fue rápido como el rayo. Oímos un crujido
siniestro y el pequeño «Opel» voló fuera del camino, aterrizó en un terreno de
ejercicios y dio dos o tres vueltas de campana mientras que dos ruedas arrancadas
avanzaban vacilantes hasta la cerca del recinto.
—No está mal —dijo Porta—. ¡No ha estado nada mal!
—¿Quién pega la bronca a quién? —preguntó Plutón, de excelente humor—.
¿Aquel atontado o Plutón aquí presente?
De los restos del vehículo surgió, para estupefacción nuestra, el atontado, que
resultó ser nada menos que el ayudante de nuestro batallón. Ante un Plutón que
parecía fulminado por un rayo, tuvo un ataque de cólera terrible y le largó quince días
de arresto, lo que, en verdad, no era excesivo.
Enojado, Porta tiró su macuto en un rincón de la choza donde teníamos nuestra
vivienda, y gritó al viejo ruso que, en un rincón, estaba rascando contra la pared su
espalda piojosa.
—¡Hola, Iván, aquí está Joseph Porta de regreso! Pareces tener piojos, ciudadano
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soviético.
El ruso se puso a reír, sin haber entendido ni una palabra.
—¡Te anuncio que volvemos a estar aquí! —repitió Porta en ruso—. Pero no por
mucho tiempo. Aunque seamos un ejército de primera, saldremos a toda mecha y
muy pronto. ¡Hacia Berlín! Y en nuestro lugar tendrás el gusto de ver a tus camaradas
rojos y ellos tendrán el placer de ahorcarte.
El ruso abrió mucho los ojos y tartamudeó:
—¿Germansky marcharse? ¿Soldados bolcheviques venir aquí?
—¡Eso mismo camarada! —repuso Porta riendo.
En el rincón, los nueve paisanos rusos de la pestilente choza cuchicheaban
animosamente. Uno de ellos salió, probablemente para esparcer la noticia en el
pueblo triste y grisáceo. Otros, con gran sigilo, empezaron a preparar sus paquetes.
La voz de Porta les sobresaltó:
—Y, sobre todo, no olvidéis vuestra sarotchkal[3]
Plutón, que estaba a su lado, cogió su fusil ametrallador, e hizo un expresivo
ademán, mientras decía en mal ruso:
—Si camarada comisario venir aquí, entonces bum, bum. Porque vosotros no
partisanos. ¡Salid aprisa y haceros partisanos!
El viejo ruso se les acercó y dijo con tono lleno de reproche:
—Tú no gastar bromas, señor soldado.
Utilizando las cajas de las máscaras de gas como almohadas y los capotes como
mantas, tratamos de dormir un poco. Íbamos en calidad de Infantería para ocupar la
cota 268,9. Toda la 19.a División debía haber sido triturada por los rusos, incluidos
los tanques, empantanados o destruidos, naturalmente.
—Hemos caído en una verdadera olla de mierda —dijo Stege, furioso—. ¡Somos
la unidad más desgraciada del Ejército!
—Sí —dijo Móller—, un tipo del Estado Mayor me ha dicho que el 52.° Cuerpo
de Ejército está izando velas con Iván pegado a sus talones.
—¡Válgame Dios! —estalló Plutón—, si esto es cierto, entonces sabremos lo que
es bueno. Esos tipos del 52.° huyen siempre como conejos.
—Todos son montañeses —dijo Stege—. ¡No puedo sufrir a los campesinos de
los Alpes! Con sus ramos de flores en la gorra, cuando forman círculo parecen una
corona fúnebre.
—¡A ver si os calláis! —gruñó Alte—. No hay manera de dormir. Y no sabemos
si mañana podremos hacerlo.
Lentamente, el silencio cayó en el recinto, con su pestilencia secular, llena de
sudor, de grasa y de miseria. Se escuchó todavía un buen surtido de blasfemias
alemanas, francesas y árabes del legionario, contra los piojos rusos, mucho peores,
decía él, que los de África.
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Todo el mundo roncaba en la noche oscura cuando un pie vino a sacudirnos,
mientras una voz cuchicheaba.
—¡Vamos! ¡En pie! Nos marchamos.
Porta blasfemó. Nos incorporamos pesadamente, cargamos la impedimenta y
chapoteamos hasta el lugar de reunión, donde el resto de la 5.a Compañía se agitaba
ya entre el frío y la neblina. Las linternas de campaña brillaban aquí y allá para la
verificación de los documentos; órdenes sordas, chasquidos de acero contra acero
eran los únicos ruidos de la noche sombría y lluviosa. La voz de Hermanito
enronquecía a fuerza de juramentos y amenazas.
Von Barring se presentó sin prisas, envuelto en el largo capote con capucha que
llevaban los centinelas, sin distintivos ni insignias. Interrumpió en seco todas las
conversaciones.
—Buenos días, Compañía. ¿Listos para la marcha? —Sin esperar la respuesta,
ordenó—: Compañía, ¡derecha! Armas al hombro, ¡derecha! Llevad vuestras armas
automáticas de la manera más cómoda posible. Quinta Compañía, media vuelta. Paso
de marcha, seguidme, adelante.
Porta y el legionario fumaban descaradamente y sus cigarrillos brillaban en la
oscuridad; otros siguieron el ejemplo, caminando de manera desordenada,
buscándonos los unos a los otros como para protegernos del miedo y de la noche.
Porta me puso una granada en la mano.
—No me queda sitio para esta porquería; cógela.
La mochila chirriaba y tintineaba en las espaldas de los hombres, visiblemente
nerviosos. La lluvia caía del casco y nos resbalaba por la espalda, como un largo dedo
helado. Atravesamos un bosquecillo; después, un campo de girasoles pisoteados.
Hermanito seguía profiriendo amenazas con voz más alta, y se notaba que iba
buscando camorra.
El capitán Von Barring se detuvo y dejó que la Compañía desfilara ante él bajo el
mando del teniente Halter, cuyo fusil ametrallador se balanceaba de la correa. Cuando
Hermanito llegó a la altura del capitán, oímos que Von Barring decía con voz suave:
—¡Eh, usted! He visto su documentación y he oído hablar de usted. Le advierto
que aquí no se admiten las provocaciones. Tratamos decentemente a los que son
decentes, pero contra los granujas y los bandidos tenemos medios que no vacilaremos
en utilizar.
Von Barring volvió a situarse en cabeza, tocado siempre con su gorra de oficial en
lugar del casco de acero. Al pasar pegó una palmada en el hombro de Porta y le dijo
alegremente:
—¿Va todo bien, mono pelirrojo?
Porta sonrió familiarmente:
—¡Muy bien, mi capitán!
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Y volviéndose hacia Alte y yo, añadió en un alto tono de voz:
—¡Barring es uno de los pocos oficiales que no es un cerdo con galones!
—¡A callar, Porta! —dijo el capitán Von Barring—. ¡O al regreso tendrás que
poner cuidado en el ejercicio de marcha!
—Informo al capitán que Joseph Porta tiene callos y los pies planos, y que por
orden del médico debe ser eximido del ejercicio de marcha.
Le contestó una risa discreta de Von Barring. El coro de artillería no era muy
nutrido; por aquí y por allá, a ambos lados, llegaban algunos estallidos o el ladrido de
un fusil ametrallador. Era fácil distinguir los nuestros de los de enfrente: tic, tic, tic
hacían nuestros «MG 38», da, da, da, decían los rusos; pero el nuevo «MG 42» sólo
lanzaba un ronquido continuo. A nuestro alrededor, las balas trazadoras silbaban y
caían con una luz blanca que resultaba deslumbradora. Stege se rió.
—En un libro que leí había escrito sobre un soldado: «No temía nada; la muerte
era su amiga y su ayudante, era valeroso y siempre tenía confianza…». El cretino que
escribió eso debería vernos aquí, empapados como una sopa y a punto de ensuciarnos
en los calzones, incluso antes de que empiece el jaleo.
—Cállate, Stege —dijo la voz de Alte.
Andaba un poco encorvado, chupando de su vieja pipa con tapadera, con ambas
manos hundidas en los bolsillos de su capote y las granadas de mano metidas dentro
de las botas.
En el campo, no muy lejos, cayó una granada y estalló con ruido de tambor.
—Quince y medio —contestó Alte, cuya cabeza se hundió más entre los
hombros.
Varios novatos se habían lanzado al suelo y Plutón empezó a reír.
—¡Los reclutas empiezan ya a besar el barro ruso!
—¿Estás hablando de mí? —gritó a nuestras espaldas Hermanito, que también se
había apresurado a tenderse.
—¿Te sientes aludido? —contestó Plutón.
Hermanito se abrió paso a codazos por entre la columna y cogió a Plutón, pero
éste le pegó un vigoroso culatazo en pleno rostro.
—Apártate, cerdo —dijo con tono amenazador.
El golpe enloqueció a medias a Hermanito. Giró sobre sí mismo, se precipitó
fuera de la columna y cayó de rodillas mientras que la sangre brotaba de su nariz.
Tranquilamente, Alte salió de las filas y apuntando al bruto con su fusil ametrallador,
cuchicheó:
—En pie, e incorpórate a la columna, si no quieres que te liquide. Ya ves lo que te
espera si no te portas correctamente. ¡Diez segundos y disparo!
Hermanito se levantó vacilando y gruñó algo incomprensible, pero aquel empujón
del fusil de Alte le hizo callar.
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—Distanciaos, dejad de fumar —dijo la voz de Von Barring.
¡Heeschrummmmm…! Estalló una nueva granada. Da, da, da, balaba una
ametralladora pesada a la derecha. Porta rió en silencio.
—¡Uno se siente como en su casa al escuchar esto! Buenos días, pequeños —dijo
a varios granaderos blindados que se acurrucaban bajo un árbol—. Os anuncio que
Joseph Porta, asesino pagado por el Estado, ha regresado a la carnicería del Este.
—Tened cuidado con las ruinas que hay a cincuenta metros —advirtió uno de los
granaderos—. Pueden veros. Cuando hayáis rebasado la trinchera, hay una elevación,
y encima, un ruso muerto. ¡Agachaos bien! Iván dispara contra él con ametralladora.
Ayer perdimos allí a ocho hombres y seguramente hay cruces de madera para
vosotros.
—Eres muy optimista —dijo tranquilamente Porta.
Plutón y el pequeño legionario hablaban:
—Esto empieza a oler a cadáver —decía Kalb—. Me recuerda a Marruecos, pero
allí apestaba más.
—Espera un poco, árabe de vía estrecha —dijo Plutón—. Espera a recibir el jugo
verde de un fiambre de aquí. Llorarás añorando tu Marruecos, te lo prometo.
—¡Psé! —replicó Kalb, riendo—. ¡Si crees que los Ivanes me impresionan…!
Entre el Rif e Indochina he obtenido la cruz de guerra con cuatro palmas y tres
estrellas, como ya he tenido el honor de explicarte anteriormente.
—Aunque tuvieses toda una palmera, te morirás de miedo cuando Iván empiece
en serio. Aguarda a ver como los siberianos juegan al tenis con tu cabeza.
—Ya se verá —dijo el pequeño legionario—. ¡Inch' Allah! En Berlín Moabitt
tampoco se dispara mal y se sabe manejar el cuchillo.
—Con tal que no empecéis a ganar la guerra, todo lo demás está permitido —
ironizó Alte.
La Compañía resbalaba y caía en el sendero cubierto de barro que bordeaba las
ruinas de un kolkhose; después, venía una trinchera cuyo extremo estaba hundido y
que precedía a una pequeña eminencia donde yacía el ruso muerto.
Estaba allí desde hacía tiempo y apestaba; a ambos lados, una marisma eliminaba
toda posibilidad de evitar la colina, en cuya cima sólo el cadáver ofrecía un mínimo
de protección.
—Hay que pasar a toda velocidad —dijo Von Barring en voz baja—. De uno en
uno, y ocultaos del Iván muerto. Ante nosotros, a la izquierda, hay una ametralladora
pesada. El que se deje ver, está perdido.
De la columna no surgía el menor ruido; éramos bestias salvajes al acecho,
silenciosos como la noche. Porta se acurrucó en la trinchera, con una colilla apagada
en la boca, y empuñó su fusil con teleobjetivo. El pequeño legionario, fiel como un
perro al desgarbado y alto pelirrojo, estaba junto a él con el fusil ametrallador en la
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cadera, con el seguro quitado y presto a abrir fuego.
Los primeros habían pasado sin dificultad cuando una bengala se encendió sobre
nuestras cabezas e inundó el terreno con una luz deslumbradora. Un recluta se
acurrucaba desesperadamente tras el muerto.
—¡Maldita sea! —blasfemó Alte en voz baja—. Vamos a recibir toda la salsa.
Iván ha debido de olerse algo.
Apenas había hablado cuando estalló la tormenta. El cadáver, azotado por la
ametralladora pesada, se movía como si hubiese vuelto a la vida. El muchacho que se
ocultaba detrás resultó alcanzado, pegó un salto gritando: «¡Socorro, socorro!», giró
sobre sí mismo y desapareció, con un gorgoteo, en el pantano.
Nos pegamos a la pared de la trinchera mientras las granadas nos salpicaban de
tierra, esas pequeñas granadas diabólicas que sólo se oyen cuando estallan ante tus
narices. ¡Ratatatá! Otras ametralladoras empezaron a disparar.
—Calma, calma, no disparéis —decía la voz tranquila de Von Barring en la
oscuridad.
Recorrió a gatas toda la extensión que ocupaba la Compañía.
Aquello duró una hora o diez minutos, no lo sé. Después, todo cesó y reanudamos
la marcha hacia el cadáver de pardo uniforme. Alte me tocó en un hombro. Era mi
turno.
Tendido junto al muerto, estuve a punto de vomitar… Estaba hinchado, enorme…
Un jugo verdoso le brotaba de la nariz y de la boca como si fuese una fuente. El olor
era atroz. Poco después, Porta y el legionario saltaron también a la trinchera.
—Bonita sopa de fiambre, ¿eh? ¿Qué nombre francés o árabe le das? —le
preguntó riendo Porta a Kalb.
—Ve a bandearte por la Legión durante doce años —replicó el pequeñajo—.
Entonces lo sabrás.
—¿Sabías ya el francés antes de alistarte con aquellos paseantes del desierto?
—Sí, desdichadamente, una palabra, pero no sabía lo que quería decir. Era
cochon; de modo que, cuando un día se la espeté orgullosamente a mi capitán, me
arreó un mes de Compañía disciplinaria. ¡Te juro que desde entonces miraba todas las
palabras en el diccionario antes de decirlas!
Una granada interrumpió la conversación y nos hizo precipitar en busca de
refugio. Tras de nosotros, alguien empezó a lanzar gritos agudos y otras granadas
chapotearon la marisma, salpicándonos de agua estancada.
—¡Bonito establecimiento de baños! —rugió Stege con rabia.
—¿Es lo que se llama un baño ruso? —preguntó el legionario, riendo roncamente.
—La segunda sección ocupa sus posiciones aquí —ordenó el teniente.
Su voz temblaba un poco, aún no estaba acostumbrado al frente. Plutón
forcejeaba con su pesado fusil ametrallador y lanzaba tacos mientras disponía los
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sacos de arena para instalarse. Un proyectil estalló secamente a poca distancia de su
cabeza.
—¡Puercos! —gritó el corpulento estibador—. ¡Ya sabréis lo que es bueno,
asquerosos!
Furioso, lanzó una granada hacia las posiciones rusas, para dar más fuerza a su
amenaza.
—Bueno, muchachos, cuidado —advirtió Alte—. Como veis, son buenos
tiradores, y disparan con explosivos.
Otro proyectil llegó silbando y se aplastó en la frente de un fusilero de blindados,
cuyo cerebro salpicó el hombro del legionario, éste hizo una mueca y se limpió con
su bayoneta.
Los fusileros de la 104.a nos dijeron adiós y nos confesaron que nos dejaban en
muy mal sitio.
—Desconfiad, sobre todo por la mañana, hacia las siete, y hacia las cinco de la
tarde; es el momento en que Iván se desencadena. El resto del tiempo sólo hay tiro de
fusil ametrallador, y también las distracciones de los tiradores escogidos. Pero en
cuando a lo demás, siguen los horarios indicados.
Encendimos las linternas «Hindenburg» en los refugios que la segunda sección
trataba de hacer confortables. Porta había sacado una baraja vieja y grasienta y se
había tocado con un sombrero de copa abollado, recogido de no sé dónde y que
llevaba airosamente inclinado. La seda negra estaba raída por completo, y para
ocultar este defecto, Porta había pintado un círculo rojo y azul alrededor de la copa,
que parecía la chimenea de un mercante. El monóculo, procedente de Rumanía,
estaba cómicamente sujeto a su ojo, pero la guerra le había proporcionado una
profunda grieta que daba a ese ojo una expresión completamente idiota a través del
cristal enmarcado de concha oscura, unido a la hombrera por un grueso cordón negro
procedente de la ropa interior de una mujer.
Colocó los naipes sobre una mesa, boca abajo, y gritó:
—¡Venid, muchachos, y haced juego! ¡Pero os advierto que no se concede
crédito! ¡Ya me he encontrado después de un ataque con imbéciles que habían tenido
la desvergüenza de dejarse liquidar antes de pagarme sus deudas! Apuesta mínima
diez marcos o cien rublos.
Formó doce montones y dio la vuelta al decimotercero: era un as de pique.
Impasible, recogió sus ganancias y las metió en el estuche de la máscara de gas que le
colgaba del cuello. Ganó ocho veces consecutivas, lo que acabó por volvernos más
circunspectos en nuestras apuestas. Ninguno de nosotros se atrevía a manifestar lo
que todos pensábamos: Porta hace trampas. Pero tenía una metralleta bajo cada brazo,
y tras de él el pequeño legionario acariciaba un «P-38» con el seguro levantado…
Alte leía un libro que su mujer le había dado cuando salimos de la guarnición. De
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vez en cuando dejaba el libro y sacaba de una vieja cartera varias fotografías de su
mujer y de sus tres hijos. Todos sabíamos, pese a que no hablara mucho, que aquella
separación le hacía sufrir horriblemente, y a veces se le veía llorar contemplando las
fotografías de los suyos.
El capitán Von Barring, acompañado del teniente Halter, entró en el refugio y se
puso a hablar en voz baja con Alte.
—Según ha afirmado un desertor, hemos de esperar un ataque hacia las tres de la
tarde —manifestó Alte a Von Barring.
—Bueno, cuida de que todo esté dispuesto. El jefe de la Compañía de fusileros
que hemos relevado dice que éste es un mal sitio. Tenemos órdenes de resistir a toda
costa en la cota 268,9. Domina la región, y si Iván se instala en ella, toda la División
deberá huir o quedar cogida como en un cepo. E Iván lo sabe.
—Lo que quiere decir —replicó Alte, después de reflexionar—, que tarde o
temprano se armará la gorda y los tanques se nos echarán encima, ¿no?
—No, en tanto que la marisma no se hiele. Pero cuando llegue el invierno, es de
temer. Esperemos que para entonces tengamos también nuestras latas de sardinas,
aunque en este maldito frente del Este nunca se sepa nada en concreto.
La cansada mirada de Von Barring recorrió con indiferencia el oscuro refugio y
tropezó de repente con Porta, ataviado con su monóculo y el reluciente sombrero de
copa.
—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Has vuelto a ponerte este estúpido sombrero!
Te ruego que te pongas una gorra, o nada.
—Bien, mi capitán —contestó Porta.
Arrambló con otra valiosa apuesta, cogió su gorra negra y la colocó en lo alto del
sombrero.
Von Barring movió la cabeza y dijo riendo:
—Ese tipo es imposible, pero si el comandante le encuentra con ese sombrero, irá
derecho al calabozo.
—No lo creo, mi capitán, porque ya he visto al teniente coronel Hinka, y
encuentra que me sienta muy bien.
—Basta, Porta —dijo Von Barring.
En aquel momento estalló una furiosa disputa en la mesa de juego. Hermanito
acababa de descubrir que Porta tenía dos ases de pique y, vociferando, se disponía a
lanzarse sobre él, cuando el cañón de un fusil ametrallador le frenó en seco.
—¿Quieres que te abra varios agujeritos? —preguntó el pequeño legionario, al
tiempo que le pegaba una patada en el vientre que le tumbó de espaldas.
El capitán y el teniente fingieron no haber visto nada. El juego prosiguió y se
pasó en silencio la desvergüenza del pelirrojo. Incluso permitieron que Hermanito
ganase dos o tres veces, lo que le puso de excelente humor, hasta el punto de que
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pidió disculpas a Porta. Pero la mala suerte volvió a abrumarle y perdió todo lo que
acababa de ganar… Porta, implacable, le rehusó todo crédito. El desdichado,
muriéndose de ganas de jugar, se quitó su reloj de pulsera y lo echó sobre la mesa,
pidiendo a cambio trescientos marcos. El legionario se inclinó y lo examinó con
interés.
—Doscientos, y está bien pagado.
Porta limpió su monóculo rajado, se enderezó el sombrero de copa y examinó el
reloj con expresión de experto.
—Mercancía robada, ciento cincuenta marcos y ni un pfennig más. Si es que sí,
dilo, y si es que no, lárgate.
Hermanito, desorientado y mudo, abrió una o dos veces la boca, en señal de
asentimiento, y el reloj desapareció en el estuche de máscaras contra los gases.
Estupefacto, el hombrón contemplaba a Porta, que, siempre impasible, seguía
jugando. Cuando hubo limpiado a todos los jugadores, cerró con seco ademán el
estuche lleno hasta el borde de dinero y de pequeños objetos de valor; se tendió en el
suelo cubierto de paja, con el estuche por almohada, y con un alegre guiño sacó la
flauta. El legionario y Plutón entonaron a coro una canción de increíble obscenidad.
En cuanto a Hermanito, aquella noche se quedó con las ganas de pelear, porque
nadie le hizo el menor caso.
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El comandante de la División, un tipo acabado de alemán del Tercer Reich, era
un perfecto imbécil. Cosa extraña, era extremadamente piadoso, con esa facultad,
esencialmente prusiana, de mezclar el cristianismo con el nacionalsocialismo.
Así pues, el generalleutnant Von Traus se arrodillaba cada mañana en compañía
del capellán Von Leitha por la victoria de los ejércitos alemanes. Nos dirigía
prolongados discursos sobre la hegemonía alemana y la exterminación de las razas
inferiores, es decir, de todas aquellas que no pertenecían a la raza superior, con el
cerebro marcado por la cruz gamada.
¡Porta prefería colocar la cruz gamada en un lugar menos noble!
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Como si no hubiese aspirantes a la Cruz de Hierro —dijo Porta, indignado.
El capitán Von Barring y el teniente Halter salieron de entre las sombras y nos
facilitaron los últimos detalles.
—Cuidado, muchachos. No cometáis imprudencias y tened el seguro echado.
Disparad sólo en último extremo.
Metimos los cuchillos de trinchera dentro de las botas; las granadas de mano en
nuestros bolsillos y las metralletas en nuestros cinturones, para evitar todo tintineo.
Von Barring, atónito, ante el sombrero de copa de Porta, exclamó:
—¿No pensarás ir así?
—Es mi mascota, mi capitán —contestó Porta.
Y fue a reunirse con el pequeño legionario.
Nos arrastrábamos por el terreno desigual y pantanoso, ágiles como gatos para
deslizamos bajo los alambres de espino. Ni un ruido quebraba el silencio de la noche
amenazadora, iluminada sólo por la luna cuando asomaba por entre las nubes que el
viento empujaba. Fuí el último en llegar al matorral. Kalb se llevó un dedo a los
labios y tuve un sobresalto al ver a diez metros de nosotros las posiciones avanzadas
de los rusos; dos soldados y una ametralladora pesada. Silenciosamente, dejamos las
armas y, cubiertos con nuestras capas de camuflaje, nos incrustamos en el terreno.
Los rusos estaban tan próximos que se les podía oír cómo discutían y se
insultaban. Parecía que Hermanito estuviera entre ellos. Acabaron por pasar a la
acción directa, hasta que la llegada de un superior les separó a gritos. Durante dos
horas permanecimos a la escucha, inmóviles como cadáveres. Porta sacó su
cantimplora, cuyo vodka nos calentó un poco. De repente, varios oficiales que
rodeaban a un comandante de Estado Mayor, que parecía inspeccionar, se detuvieron
a pocos pasos de nosotros y empezaron a hablar; con las manos crispadas sobre
nuestras armas, vimos al comandante acercarse a las ametralladoras, que enviaron
varias ráfagas contra las posiciones alemanas, las cuales contestaron en el acto. El
oficial se echó a reír y dijo algo que significaba que «aquellos perros nazis recibirían
muy pronto lo que se merecían». Cuando terminaba la noche, y en el momento en que
nos disponíamos a regresar, una voz enemiga llegó hasta nosotros.
—No hay manera de establecer contacto con el batallón. La trinchera de
comunicaciones está inundada y el río se ha desbordado. Nos ahogaremos en nuestros
agujeros, mientras que los Fritz están bien secos allá arriba, Pero cuando…
La voz sonora, cargada de amenazas, se alejó en la oscuridad. Como ya no nos
quedaba nada que hacer, regresamos a nuestras posiciones. Pero durante cuatro días
hubo que volver junto al matorral. Inútilmente. Von Barring reflexionaba sobre la
manera de capturar algún prisionero, cuando nos enteramos de que una de nuestras
patrullas había descubierto un hilo telefónico enemigo. Transcurrieron otros dos días
letárgicos, escuchando conversaciones insípidas y chismes que distraían a los
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telefonistas, cuando de repente nos erguimos muy despiertos. Porta me tiró el
auricular y oí una voz:
—¿Qué tal os va, Joge?
—¡Es el diablo! Estamos metidos en la mierda…
Siguieron blasfemias y unas bromas obscenas.
—¿Queréis vodka para levantaros la moral?
—No, gracias, es inútil. Esta noche iremos a reunimos con vosotros.
Sorprendido, el primer ruso preguntó:
—¿Cómo es eso?
El segundo se echó a reír:
—Mañana a las once y media haremos volar a los Fritz… ¡Toda la colina saltará
por el aire! ¡Unos hermosos fuegos artificiales para esa escoria verde!
Como puede suponerse, la noticia fue transmitida aceleradamente, y recibimos
todos los refuerzos que se pudo reunir. Pero no era gran cosa: una compañía de
tiradores del 104.° y una batería antiaérea del 88, más dos viejos 75 autopropulsados,
y una compañía inutilizable de viejos reservistas de cincuenta años, todo ello
amalgamado como batallón de choque bajo el mando de Von Barring.
Al amparo de la niebla, éste hizo evacuar, cuando llegó el alba, las primeras
trincheras, demasiado próximas a la colina, y poco después llegó una compañía de
zapadores con lanzallamas. ¡Les hubiésemos besado! Eran soldados tan aguerridos
como nosotros, veteranos del año 39 y sabíamos que podíamos confiar en ellos.
Apiñados en las últimas trincheras, con el corazón latiendo fuertemente,
contemplábamos girar con lentitud mortal las agujas de nuestros relojes. Hermanito,
silencioso, no se apartaba del corpulento estibador. Se comprendía que, a la hora del
peligro, no le molestaba su compañía. Stege y yo nos manteníamos junto a Porta, a
quien el legionario seguía paso a paso. A nuestra izquierda estaba Móller, Bauer y los
demás.
Las granadas se mojaban en nuestras manos húmedas, los cigarrillos remplazaban
a otros cigarrillos para disimular la angustia opresiva… En algún punto bajo tierra,
los zapadores rusos trabajaban en nuestra muerte, pero en una muerte que el azar de
un hilo telefónico nos permitía contemplar tan objetivamente como compañeros del
otro lado.
Eran las once y cuarto. Dentro de quince minutos… Cansados, observamos la
niebla, el paisaje pantanoso. Nada se mueve, ni una hoja… Un silencio sepulcral…
Las once y media… Nada. Transcurre un cuarto de hora. Nada.
¡Después, de repente, lo comprendemos! ¡Llevamos una hora de retraso con
respecto a los rusos!
—¡Esto es peor que todo! —exclamó Porta.
—¡Silencio! —dijo la voz de Von Barring.
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Esperar, esperar… Espera mortal. Transcurre una hora… Las agujas señalan la
una. Nada.
El nerviosismo empezó a crecer en la atestada trinchera. Era imposible relajarse,
imposible circular, se rezongaba en voz baja, la gente se movía lanzando blasfemias
sofocadas, los viejos se habían acurrucado en el fondo, apáticos, marcados ya por la
muerte, aquellos viejos territoriales de cincuenta y aun más de cincuenta años. Los
zapadores, mezclados con las fuerzas blindadas, fumaban, esperando, como nosotros,
la colosal oleada que iba a lanzarse sobre nosotros.
Transcurría el tiempo. Unos se ponían más nerviosos; otros, más tranquilos;
nosotros, los veteranos, estábamos cada vez más tensos. Plutón, para poder correr y
disparar con el arma en la cadera, había pasado la correa de su metralleta por encima
del hombro. Con gran sorpresa por nuestra parte, Hermanito se había procurado
también un fusil ametrallador, pese a ser portador de cureña de ametralladora pesada.
¿Qué se había hecho de la cureña? ¿Y de dónde había sacado el fusil ametrallador?
Nadie se lo preguntó. Una cinta de proyectiles que le cruzaba del pecho le hacía
parecerse a un rebelde mexicano del ejército de Pancho Villa, y una pala de trinchera
bien afilada estaba sujeta a su cinturón, como arma de cuerpo a cuerpo.
Kalb llevaba a la espalda un recipiente de combustible destinado al lanzallamas
de Porta. Este, naturalmente, no había abandonado su sombrero de copa, y por el
bolsillo de la capota asomaba la cabeza de su gato pelirrojo. ¡Aquello parecía un
manicomio!
Los artilleros, que habían enterrado sus cañones detrás de nuestras posiciones, se
cansaron de esperar y manifestaron su deseo de retirar sus piezas. Entonces estalló
una animada discusión entre Von Barring y un teniente de artillería, a quien el
primero amenazó con fusilar si retrocedía un solo paso. Nos alegramos de ello,
porque Von Barring era un zorro viejo y siempre sabía de dónde soplaba el viento.
Pasó media hora. Algunos hombres gruñeron y quisieron ir a buscar el suministro.
Von Barring se lo prohibió. Los territoriales rezongaban en voz alta, y su jefe de
Compañía, un capitán de sesenta años, hablaba abiertamente de precauciones
ridículas, y recordaba la época en que estuvo en Verdún.
De repente, a las dos en punto, todo empezó… La colina estalló, convirtiéndose
en un huracán negro proyectado hacia el cielo. Durante un segundo reinó un silencio
absoluto. Después, toneladas de hierro y de tierra cayeron, como granizo, sobre
nuestro refugio: Al mismo tiempo; la artillería rusa empezó a disparar salvajemente, y
una lluvia de granadas regó lo que aún ayer había sido nuestra posición en la loma. El
martilleo fue breve, pero terrible: pulverizó las antenas y las comunicaciones
telefónicas; sin causarnos, no obstante, pérdidas de importancia. Una humareda acre,
sofocante, nos envolvía, cuando, de repente, a través de ella, vimos surgir enormes
masas de infantería rusa lanzadas al asalto de las trincheras que acabábamos de
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abandonar.
El enemigo seguramente no esperaba encontrar resistencia y sólo trataba de
ocupar la cima de la cota 268,9 antes de que los alemanes se rehicieran de la sorpresa.
—¡Batallón, adelante! —aulló Von Barring.
—Saltó de la trinchera y lo barrió todo ante sí con las ráfagas de su fusil
ametrallador. ¡Fue algo electrizante! Nos lanzamos como locos al asalto del colosal
cráter, al que llegamos varios minutos después que los rusos, y desde lo alto les
rociamos con un fuego mortífero.
Un combate a diez metros, con los fusiles ametralladores a un lado y los
lanzallamas en acción, es capaz de hacer palidecer al diablo en persona.
Los rusos, transformados en antorchas vivientes, tiraban sus armas y describían
círculos en medio de un pánico cada vez mayor, bajo el martilleo de nuestros
cañones, cuyas bocas estaban al rojo vivo. Sin embargo, algunos se habían instalado
al otro lado de la colina, a veinticinco metros de nuestras trincheras, y he aquí que su
artillería entraba en juego, cubriendo con una campana de fuego durante veinticuatro
horas, la cota 268,9.
Los prisioneros nos informaron de que teníamos ante nosotros a tropas escogidas,
la 21.a Brigada de Zapadores de la Guardia. Cuando el tiro de artillería se desplazó
hacia nuestra retaguardia, el combate adquirió caracteres salvajes. Hermanito,
cubierto de sangre de pies a cabeza, enarbolaba su metralleta y su afilada pala como
si se tratase de dos mazas. Porta combatía con rabia; su lanzallamas, vacío desde
mucho rato antes, le servía de látigo; el sombrero de copa seguía en su cabeza
mientras Porta lanzaba aullidos asesinos. El pequeño legionario, armado con una
metralleta rusa; no se separaba de él, mientras que, hora tras hora, el cuerpo a cuerpo
proseguía, y las oleadas de asalto se sucedían en la angosta trinchera. Por fin; hubo
que ceder y, gracias a prodigios insensatos, abandonando muertos y heridos, regresar
a nuestras posiciones de partida mientras nuestra artillería interrumpía la persecución
enemiga.
Jadeantes, nos dejamos caer en el suelo fangoso. A Bauer le faltaba media mejilla
y no lo notó hasta que llegaron los sanitarios; Móller tenía la nariz aplastada;
Hermanito, un dedo arrancado, pero, cosa extraña, rehusó dejarse evacuar, pese a
encontrarse en un estado próximo a la locura:
—¡Me quedo aquí, bandido! ¡Quiero reventar aquí! —vociferó, golpeando al
sanitario.
De repente, se encaramó al parapeto de la trinchera y envió una ráfaga en
dirección a los rusos, mugiendo literalmente horribles injurias. Le contestó un
violento fuego de fusilería, pero él, riendo insensatamente, siguió barriendo las
trincheras rusas con el fuego de su fusil ametrallador.
Bauer se aferró a él, tratando de volverle a la razón. Trabajo inútil. Sobre sus
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piernas bien separadas, resultaba inamovible, como una roca, y poco a poco su locura
fue transmitiéndose a los demás compañeros. Porta, con el sombrero de copa y el
lanzallamas, lo mismo que el pequeño legionario, saltaron junto a él riendo
histéricamente y abrieron un fuego infernal contra el enemigo, sazonándolo con
indescriptibles injurias.
—¡Adelante! ¡Viva la Legión! —aulló Kalb.
Se lanzó al asalto, precedido por las granadas. Porta tiró al aire su sombrero, lo
cogió al vuelo, se lo encasquetó bien y gritó:
—¡Adelante!
Hermanito y Plutón disparaban ya furiosamente, y el resto del batallón,
embriagado con la misma locura, ferozmente en pos de ellos. Los rusos fueron
literalmente barridos. Matábamos, golpeábamos, mordíamos, despanzurrábamos,
vociferábamos. La cota 268,9 fue sumergida por una oleada.
Durante tres semanas tuvimos que resistir en un cráter de veinte metros de
profundidad, treinta de anchura y cincuenta de longitud, martilleados incesantemente
por una artillería que, poco a poco, destrozaba los restos del Batallón.
Algunos de nosotros, presos del vértigo del frente, se precipitaban hacia las balas
y morían destrozados. Ya en dos ocasiones, este mismo vértigo había quebrado los
nervios del teniente Halter. Porta, con su flauta, y el legionario, con su armónica, se
evadían con tonadillas distintas que en aquel horno ni siquiera se oían. Hermanito
boxeaba con un saco de arena que un día le pegó contra el rostro, como un puñetazo,
y al que destrozó enfurecido. Durante aquellas horas terribles, apenas tuvimos para
comer. Porta, que olfateaba la comida a kilómetros de distancia, descubrió un viejo
depósito de conservas, del que nos apoderamos un día arrastrándonos bajo el fuego
de la artillería.
¡Por fin llegó el socorro! La División lanzó al combate dos regimientos de
granaderos y poderosos refuerzos de artillería. Otros dos días en la colina maldita y
fuimos relevados por el 104.° Regimiento de Granaderos.
Enterramos los muertos junto a los que habían caído durante el avance de 1941.
Todos habían muerto por un pedazo de tierra desconocida y que seguirá siéndolo,
porque sólo lo indican los mapas especiales de los Estados Mayores. El viajero que,
algún día, pase por la carretera de Orel, ni siquiera lo notará. Sin embargo, allí
descansan diez mil soldados rusos o alemanes que tienen por todo monumento
fúnebre algunos cascos oxidados y correajes de cuero enmohecido.
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El soldado en la guerra es como el grano de arena en la playa.
La marea lo sumerge, lo aspira, lo rechaza, para aspirarlo de nuevo.
Y desaparece sin que nadie lo note y sin que nadie se preocupe de su destino.
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—No lo creo —replicó Plutón—. Son nuestros tanques «4». Alborotan como una
bandada de holandeses con zuecos. Son fáciles de reconocer.
—Ya veremos —dijo Porta—. Entretanto, prepara tu fusil ametrallador.
—Sí, se trata de Iván —dijo Hermanito.
—Entonces, ¡que me aspen! ¡Es artillería ligera o blindados «4»!
El teniente coronel Hinka se acercó y habló en voz baja con los jefes de
Compañía. Poco después, llegó Von Barring, quien se dirigió a Alte:
—Suboficial Bauer, prepárese para salir de patrulla con la segunda sección.
Hemos de saber lo que ocurre ahí delante.
—Bien, mi capitán —contestó Alte, abriendo su mapa—, la sección irá…
Varias granadas silbaron en la calle y estallaron ruidosamente contra una casa. A
los gritos de «¡Iván, Iván!», el pánico se apoderó de los nuestros. Restallan los
disparos, los hombres se desperdigan, varios se precipitan fuera de los tanques,
porque el miedo de morir asado se pega a la piel de todo tripulante de los tanques.
Una hilera de terribles «T-34» se acerca ruidosamente, escupiendo fuego con todas
sus armas. Los lanzallamas, alargan sus lenguas rojas hacia los granaderos blindados,
pegados a las paredes, y los transforma en antorchas vivientes. La calle se ilumina
con el purpúreo resplandor de los blindados en llamas, cuyos depósitos de gasolina y
de municiones estallan ruidosamente. En un esfuerzo desesperado para huir, los
vehículos chocan entre sí en medio de una espantosa confusión… Gritos, blasfemias,
una indescriptible baraúnda en la que ya no se sabe quién es amigo o enemigo.
Unos tanques rusos chocan en medio de una lluvia de chispas y en un segundo se
convirtieron en una antorcha. La tripulación de uno de ellos surge por una torreta,
pero una ráfaga les alcanza y permanecen suspendidos, carbonizados, sobre el acero
al rojo vivo.
Cuatro de nuestros cañones antitanques empezaron a disparar contra los «T-34»,
cuya artillería retumbaba incesantemente, al azar de un combate que parecía
desarrollarse sin ninguna dirección. Algunos de nuestros tanques giraban sobre sí
mismos, tratando desesperadamente de huir, mientras que el nuestro disparaba con
todos sus cañones y ametralladoras, y las balas trazadoras brillaban en la noche, como
luciérnagas.
—¡Dispara, imbécil! ¡Pero dispara ya! —me chillaba Hermanito, con un par de
granadas bajo cada brazo.
Le envié a paseo, mientras Porta, que empuñaba los mandos, gritaba alegremente:
—La camisa no nos llega al cuerpo, ¿eh, muchachos? ¡Y nadie quería creerme!
Retrocedió contra una pared que nos cayó encima levantando una nube de polvo,
liberó de las ruinas el pesado vehículo y se lanzó con ruido atronador contra un «T-
34». Antes de disparar percibí por mi periscopio, durante una fracción del segundo,
un trozo de su torreta. Estábamos tan cerca que la llamarada del cañón y el estallido
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de las granadas sonaron simultáneamente. La culata retrocedió brutalmente, un
cartucho ardiente cayó al fondo del tanque, mientras Hermanito metía en el cañón
una nueva granada «S».
—¡Retrocede! —vociferó Alte—. ¡Hay otro que baja por la calle! ¡Retrocede, por
Dios! La torreta al 2… ¡Dispara, maldita sea!
Mi ojo, muy abierto, pegado al periscopio, sólo ve una lluvia de proyectiles
luminosos que inundan la calle.
—¡La torreta, al 2, no al 9! ¡Tira, maldita sea!
Una granada silba por encima de la torreta. Y otra… Pero en el mismo segundo
nuestro «Tigre 60» se encabrita cuando Porta lo hace retroceder. El «T-34» pasa
rugiendo apenas a diez centímetros de nuestra nariz. Gira, patina una docena de
metros, el agua y el barro saltan en todas direcciones, pero Porta es un conductor por
lo menos tan hábil como el ruso, y ríe entre dientes mientras maneja los pesados
mandos que nos hacen girar sobre nosotros mismos.
Apreté el pedal, los triángulos se unieron en el visor, sonó un disparo, después
otro… y un choque terrible pareció volcar el tanque, un ensordecedor impacto de
acero contra acero que estuvo a punto de destrozarnos los tímpanos. Plutón asomó a
medias por su escotilla y vio que no era una granada lo que nos había alcanzado, sino
un «T-34» que había chocado contra nosotros a toda velocidad. Durante una fracción
de segundo, el ruso se balanceó sobre sus cadenas, después su motor volvió a roncar,
y como un ariete monstruoso, se lanzó contra nuestro flanco izquierdo, levantándonos
hasta una inclinación de 45°.
Porta voló por encima de Plutón, aplastando la radio en su caída, yo caí del
asiento del cañón y tropecé con el puesto de Porta, golpeándome violentamente la
cabeza, por fortuna protegida con el casco de acero. Hermanito, como atornillado al
suelo del tanque, no se movió, pero Alte yacía sin conocimiento junto a la culata del
cañón, y su sangre manaba a borbotones de una enorme herida que tenía en el cráneo.
—¡Perros! ¡Bandidos de Stalin! —vociferaba con rabia Hermanito por la escotilla
semiabierta.
Varios proyectiles perdidos silbaron junto a la torreta, lo que hizo que el gigante
se zambullese rápidamente en su interior. Sacó las granadas del armario de las
municiones y formó un montón desordenado, sin que al parecer le importara recibir
sobre los pies los pesados proyectiles del 88. Después, colocó varios trapos
manchados de aceite sobre la herida de Alte y arrancó un trozo de su camisa para
hacerlo servir de venda. Por fin, empujó a Alte dentro del armario para evitar que
entorpeciera nuestros movimientos.
—Soy el más fuerte de los cuatro —dijo—, por lo tanto, yo tomo el mando. Tú —
prosiguió, señalándome con un dedo—, ¡dispara cuanto puedas! Para eso estamos
aquí, ¿no?
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Tropezó con las piernas de Alte, que sobresalían del armario, y fue un milagro
que el retroceso del cañón no le aplastara la cabeza en el mismo instante.
—¿Quieres asesinarme? —gritó enfurecido—. ¿Por qué disparas como un loco?
Dimito, gracias, no hay nada que hacer aquí.
Esta escena nos había hecho recuperar el buen humor. Olvidando el peligro
mortal, dábamos vueltas y más vueltas por el insensato conglomerado que formaban
los tanques, los cañones y la Infantería, bajo las ráfagas luminosas de los proyectiles
trazadores. Dos cañones de la flak, colocados en batería, a poca distancia, disparaban
sin descanso en la oscuridad, pero las llamaradas que surgían de sus bocas los
traicionaron y fueron aplastados por las cadenas de los «T-34». Era una noche
apocalíptica, una visión diabólica del fin del mundo, una danza macabra jalonada por
las llamadas de socorro de centenares de heridos rusos y alemanes desgarrados por
las esquirlas en el infierno de las tinieblas.
Para nosotros sólo queda un recurso: pegar la nariz al barro y empequeñecerse
bajo los aullidos de los proyectiles. Nuestro tanque es alcanzado y en un segundo
empieza a arder… Hermanito se yergue como un demonio, se alza sobre Alte y lo
echa por la escotilla lateral antes de saltar él entre una lluvia de chispas, para dar
vueltas por el suelo y apagar las llamitas que surgían de su uniforme manchado de
grasa.
Agotados, yacemos en el suelo, jadeando, tosiendo, medio chamuscados,
respirando con dificultad. Sólo Porta, perfectamente tranquilo, conserva su gato
pelirrojo, sosteniéndolo en alto, cogido por la piel del pescuezo.
—¿Qué hay? Hemos vuelto a salvar la piel, pero nos hemos chamuscado un poco
el trasero, ¿eh? A mí también me arde el agujero del culo como si me hubiesen
metido una brasa.
¡Pánico! ¡Sobre todo, pánico! Granaderos, pioneros, tiradores blindados,
territoriales, artilleros, oficiales, suboficiales, galones de oro o de plata, soldados
grises, todos huyen formando una masa desordenada. Los proyectiles de los tiradores
escogidos silban muy próximos, pero hemos encontrado unas cuantas minas «T», y
nos arrastramos como serpientes hacia los mastodónticos «T-34».
Veo a Porta saltar sobre uno de ellos y colocar su carga en el punto vulnerable…
Una explosión. Después, llamas que surgen de la torreta. Hermanito se acerca a otro,
coloca tranquilamente la voluminosa mina «T» y se deja caer del tanque, que se
balancea sobre un cañón anticarro destruido. Un ruido atronador: el «T-34» está fuera
de combate y Hermanito enloquece de alegría.
—¡He destruido un blindado! ¡Yo! —vocifera mientras se golpea el pecho—. ¡He
destruido un blindado, yo solo!
Resulta incomprensible que no le hayan matado, pero evidentemente, el gigante
es invulnerable. Quito el seguro de mi mina «T». Falla el tanque que pasa y la
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violencia de la explosión me lanza a varios metros en la calle semidestruida. Los
colosos rugen, giran, resbalan como trineos cuando frenan; los largos cañones
escupen sin cesar, pero poco a poco nos damos cuenta de que sólo algunos tanques
aislados han conseguido atravesar nuestras líneas, la punta de la hermosa masa
blindada que en este momento se encarniza contra nuestras posiciones. Nos pegamos
al suelo, nos disimulamos, hacemos el muerto bajo aquella muerte de acero que nos
rebasa con un rugido. ¡Cuan suave, amistosa y protectora parece la tierra!
Maravillosa tierra, sucia y removida, que invade nuestras bocas, nuestros ojos y
nuestras orejas; nunca nos has parecido tan acogedora. El agua negruzca resbala por
los cuellos, pero parece la caricia de una mano femenina… Maravillosa tierra,
impregnada de sangre, que aquella noche nos estrechó y ocultó en su insondable
pantano.
Hacia las ocho de la mañana, cuando todo hubo terminado, parecíamos bloques
de barro en movimiento. A lo lejos, hacia el este de Cherkassy, se escuchaba aún,
entre el violento fuego de fusilería, el ruido de las cadenas de los tanques. Pero aquel
ruido, en lo sucesivo ya no ofrecerá dudas a nadie. Nadie confundirá nunca más aquel
sonido que cruje y restalla. ¡Cuántas veces, después de la guerra, me he despertado
con un sobresalto, empapado de sudor, al oír en un sueño atroz el ruido mortal de los
terribles «T-34» rusos!
Lentamente, surgimos del barro, como si naciésemos de la tierra. ¡Porta, gracias a
Dios, sigues vivo! Pero, Alte, ¿dónde está Alte? Respiramos con alivio: helo aquí
vivo también, y Stege, y Bauer, y el pequeño legionario, incluso Móller, siempre
agrio y pesimista. Sin embargo, le abrazamos porque está vivo. Hermanito exclama:
—No serán esas birrias de blindados los que desmoralicen a Hermanito.
Y pega una patada a las cadenas rotas de un «T-34», el mismo que ha destruido
con una mina.
—¿Queréis algo más, bandidos rojos? —grita en dirección a la batalla.
Acurrucado en el barro, Plutón contempla fijamente la calle en ruinas, donde
blindados, cañones y autoametralladoras, forman un magma inverosímil. El teniente
coronel Hinka y el capitán Von Barring se nos acercan, vacilando como borrachos.
Von Barring lleva la cabeza descubierta y el teniente coronel toca con un gorro de
piel rusa; su capote medio quemado está completamente negro por la espalda. Nos
tira un puñado de cigarrillos.
—¿Qué, todavía seguís vivos? —dice con aire cansado.
De un rasguño que tiene en la frente, la sangre cae sobre sus ojos, resbala por una
mejilla y se mete por la abertura del cuello de la guerrera. Se seca con el dorso de la
mano, y aquella sangre roja, mezclada con el barro que ensucia su rostro, le da un
aspecto salvaje, casi diabólico.
Un cuarto de hora después, nos ponemos en marcha. Aquella noche oscura y fría
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ha costado al Regimiento pérdidas inmensas: 700 hombres muertos, 863 heridos,
todos nuestros tanques destruidos. Y los demás Regimientos no han salido mejor
librados. También ellos han pagado un fuerte tributo a ese nombre desconocido:
Cherkassy, ciudad de Ucrania.
Muertos, muertos por doquier… Pese al barro y al polvo, se reconocen, gracias a
las hombreras, las diferentes armas. Una decena de artilleros forman un amasijo junto
a sus dos cañones; una de las piezas se yergue hacia el cielo, como un dedo acusador,
entre los proyectiles esparcidos alrededor, y allí, junto a una hilera de casas
quemadas, toda una batería del 88 está aplastada, pulverizada por las columnas rusas.
¡Tantos muertos en tan poco tiempo! Fascinados, seguimos mirando, y no lo
entendemos…
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El invierno estaba allí, con todo su horror, con el frío y las tempestades, tan
mortíferas como los cañones rusos.
El invierno, que vuelve a los hombres duros y brutales; nuevo terror que, a su
vez, engendra el terror.
Nos habíamos convertido en bestias sanguinarias, a las que hacían reír las
peores cosas.
Y la guerra continuaba, para emplear la frase con que los Gobiernos adornan la
embriaguez de las matanzas.
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se le echa fuera, muy de prisa, el tiempo de abrir y volver a cerrar la puerta, para
impedir que el frío penetre en el recinto de los vivos.
El regimiento está en reserva cerca de Petrushki; las compañías diezmadas han
sido rehechas con hombres nuevos. Incluso se nos había hablado de refuerzos
lanzados en paracaídas, de especialistas procedentes de las mejores escuelas
alemanas. Pero ninguno de los soldados veteranos había creído ni una palabra.
Promesas en el aire y hermosas frases para los diarios de Goebels, pero la verdad era
distinta: los reservistas, mal entrenados y mal armados, habían desperdiciado horas
hermosas aprendiendo el paso de desfile y las tonterías del cuartel. ¿Qué sería de una
guarnición prusiana sin el saludo mecánico a los enchufados de retaguardia, que se
regodeaban en el seno de la derrota más cruel del Tercer Reich? Algunos de esos
héroes desempeñaban otro papel en los campos de concentración, mientras daban sus
consejos altivos sobre la defensa de la patria. Pero ni yo ni mis camaradas les hemos
visto nunca en la línea de fuego, y todos nuestros comandantes, atiborrados con los
cursillos rápidos de última hora, pertenecían a la reserva. Es inútil rebelarse: siempre
será así, y los que más gritan se las arreglan siempre para evitar la cita de las balas
con sus abigarrados uniformes.
Acantonados en Petrushki, esperábamos el armamento y nuevos candidatos a la
muerte. Pasábamos el tiempo jugando a las cartas, matando piojos y protestando de
todo y de todos. Alte llenó lentamente su pipa con una machorka nauseabunda; y sólo
con verle actuar uno se sentía tranquilizado; la choza se convertía entonces en una
especie de hogar, o bien en una cabaña de pescador, junto al mar, que hacía pensar en
las noches de luna llena, cuando el faro dialoga con el mar inmóvil.
Charlábamos en voz baja, como sólo pueden hacerlo hombres que han vivido
juntos durante horas graves, con palabras lentas que apenas hubiesen comprendido
los no iniciados. Cuando Alte, por ejemplo, decía con suavidad:
—¡Muchachos, muchachos! —un mundo de pensamientos nacía de estas dos
palabras, e incluso Porta, el chiflado, ponía término a su grosería habitual. Después
de un momento de silencio, Alte prosiguió—: Ya veréis… Iván se las arreglará para
cargarse a todo el 42.° Cuerpo de Ejército en Cherkassy.
Exhaló una espesa nube de humo y apoyó en la mesa, cubierta de vajilla sucia, de
naipes, de armas y de pan semicomido, sus gruesas botas de infantería.
—En mi opinión, nos dejan tranquilos porque traen refuerzos para un nuevo
Stalingrado. Apuesto a que todo su Cuarto Ejército desembarcará en este nido de
piojos.
Porta se echó a reír:
—¿Por qué no? ¡Tendremos que acabar por irle a decir heil Hitler al diablo!
—Sí —dijo Plutón—, y si llevamos un manojo de «T-34» pegado al culo, aún
iremos más aprisa.
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Sonaron fuertes risotadas ante la idea de aquel manojo.
—A menos que vayamos a dar una vuelta por las minas de plomo, antes de
aterrizar en eso que llamáis infierno —intervino Móller.
—En tal caso —dijo Bauer, pensativo—, prefiero el infierno de los curas que el
de Stalin.
—Si crees que te pedirán tu opinión… —exclamó Porta riendo—. O los colegas
de ahí enfrente te facturarán con un disparo de nagán,[4] o bien, si van más despacio,
irás a parar al simpático frío del Ural, en Woenna Plenny, por ejemplo, para romperte
los huesos al cabo de unos años. Por lo demás, esto no tendrá ninguna importancia.
Con mucha suerte, una roca te caerá en la cabeza así que llegues a las minas; de esta
manera, terminarás más pronto.
Alte acariciaba su pipa.
—Si salimos de ésta —dijo— no habremos terminado aún. ¡Qué mala suerte
haber nacido en esta Alemania putrefacta con ese Adolfo que se cree Napoleón! Si
por lo menos estuviésemos seguros de que los suyos no temen nada…
Stege rió con risa contagiosa:
—Hay una cosa segura, y es que Adolfo ha perdido la guerra. Pero si pudiésemos
enviar al infierno a los nazis rojos al mismo tiempo que los negros, sería un final
razonable.
Un ordenanza interrumpió nuestra conversación Von Barring reclamaba a Alte
con toda urgencia.
—¡Mierda! —exclamó Porta—. Yo, soldado de primera clase, tengo el honor de
deciros que esto anuncia el final de nuestro breve reposo. El 27.° volverá a servir de
abrelatas para los enchufados de retaguardia. ¡Qué el diablo se los lleve!
Temblando de frío en su delgado capote, Alte se marchó por la nieve hacia el
alojamiento de Von Barring, en el extremo del pueblo, de un kilómetro de longitud.
La tempestad arreciaba y recorría aullando la tierra impregnada de sangre. Con un
frío de cuarenta grados bajo cero, cuando la nieve te azota el rostro, se tiene la
impresión de que te despellejan vivo; en la guerra, el frío es peor que la privación de
dormir, porque se puede resistir muy bien toda una semana cuando hay oportunidad
de dormir a gusto una sola vez.
Porta tenía razón: al cabo de una hora, Alte regresó para anunciarnos que nuestra
Compañía, con la 8.a y la 3.a, había sido designada como tropa de choque para abrir
un camino al regimiento; para romper el cerco que nos oprimía, había que avanzar
hacia Terascha y hacer saltar allí uno de los eslabones del cerco. El enemigo estaba
instalado en sólidas trincheras de nieve; se trataba de limpiar el poblado, por la
noche. Ante todo, porque no podíamos recibir ningún apoyo de la artillería, y
después, a causa de la catastrófica escasez de municiones. Nuestra única oportunidad
estaba pues en el ataque repentino y nocturno, que esperábamos compensara nuestra
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debilidad ante un enemigo muy superior en número.
El teniente coronel Hinka vino a desearnos buena suerte y estrechó las manos de
los tres jóvenes jefes de Compañía. Eran soldados ya aguerridos en quienes se podía
confiar, no los paisanos dorados de retaguardia, sino sencillos soldados con insignias
de oficial. En cuanto a nosotros, el trabajo que nos esperaba era nuestra debilidad: era
lo único que sabíamos hacer, pero lo hacíamos bien.
—Cuento con vosotros —dijo la voz de Hinka—. El capitán Von Barring se
pondrá al frente del comando, y para que la sorpresa sea completa hay que atacar con
armas blancas, sin disparar ni un solo tiro.
Emprendimos la marcha con el corazón angustiado. La operación sería difícil; e
incluso si teníamos éxito, ¿cuántos de nosotros saldríamos con vida? Según los
informes recibidos, la protección enemiga no debía de ser muy importante.
—Y además —cuchicheó Stege—, caminamos hacia la libertad, lo que es un
consuelo. ¡Porque si nos quedamos aquí tenemos asegurada la ida a Siberia!
Nadie contestó. ¿Qué sentido podía tener para nosotros la palabra libertad, puesto
que a ambos lados había la opresión y unas alambradas de altura semejante?
Empuñamos las armas y escrutamos la noche amenazadora. Por todos lados, las
trazas de las balas mostraban claramente que el combate se iba cerrando a nuestro
alrededor; un poco más y estaríamos cogidos. La perforación que íbamos a intentar
era el esfuerzo desesperado para escapar de la ratonera.
Las órdenes pasaban de boca a oreja;
—Bayoneta al cañón, de frente, marchen.
Lentamente, la Compañía se puso en movimiento, casi invisible gracias a las
largas camisas de nieve. Fuimos descubiertos a pocos metros de las líneas enemigas,
pero demasiado tarde. Nos lanzamos al ataque, y después de un cuerpo a cuerpo
frenético la posición es conquistada y limpiada después por los que nos siguen. Un
fuego infernal se inicia en el lindero del bosque, al oeste de Selische, pero nada puede
detenernos. Seguimos avanzando en un estado casi hipnótico, y el ataque triunfa sin
demasiadas pérdidas para la Compañía. Muertos de fatiga, llegamos al camino de
Sukhiny-Shenderowka, donde oímos claramente ruidos de motores procedentes de
Sukhiny. Nos enterramos febrilmente en la nieve helada y no tuvimos que esperar
mucho; el ruido de los motores se acercaba. Una importante columna de pesados
camiones se abría paso con lentitud por la carretera cubierta de nieve, víctimas
propiciatorias para los hombres silenciosos que acechaban su presa. Aquellos a
quienes íbamos a matar sin ningún escrúpulo, tenían, como nosotros, padres y madres
que, abrumados de dolor, se enterarían de la muerte de un hijo, caído en el campo del
honor, en defensa del proletariado. Los nuestros, recibían cotidianamente la terrible
noticia en nombre del Führer y de la patria. ¡Cómo si esas palabras pudiesen aportar
el menor consuelo a no importa qué madre rusa o alemana! La noticia les llegaría
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mucho antes del término de la batalla de Cherkassy, un episodio entre mil de la
guerra, que los comunicados bautizarían sencillamente con el nombre de «combates
locales».
La columna motorizada nos causaba una preocupación adicional, porque los
rusos, que ignoraban nuestra tentativa, se dirigían sin duda hacia las posiciones que
acabábamos de conquistar. Abrimos fuego con todas nuestras armas automáticas a la
distancia de diez metros. La sorpresa fue considerable. Los primeros vehículos
volcaron y ardieron inmediatamente. Varios hombres que quisieron resistir fueron
silenciados rápidamente. Tres camiones cargados con «órganos de Stalin» volaron en
pedazos, y en cuanto a los fugitivos, fueron segados por nuestras metralletas.
Hacia las tres de la madrugada, el comando reemprendió el ataque, esta vez en
dirección a Nowo-Buda. Todo estaba silencioso aún en esa dirección, pero sabíamos
que el pueblo se hallaba lleno de tropas rusas. El capitán Von Barring ordenó un
ataque en tenaza, Norte-Sur, y de nuevo vivimos los horrores del arma blanca.
Semejantes a fantasmas, nos deslizamos hacia los primeros centinelas, en la
entrada del pueblo. Y como una película que rueda a toda velocidad, veo a Porta y al
legionario cortar el cuello a uno de ellos, mientras Bauer se ocupa del otro. Los
centinelas no lanzaron ni un murmullo, sus piernas se estremecieron un poco en la
nieve, mientras la sangre manaba torrencialmente de las arterias seccionadas.
Avanzamos a rastras, peligrosos como serpientes. Varios rusos, envueltos en sus
capotes, dormían en el suelo de una de las primeras chozas. Nos lanzamos sobre ellos
como un rayo y respirando pesadamente, los atravesamos con nuestros cuchillos de
trinchera. El mío, se hundió profundamente en el pecho de un enemigo; el hombre
lanzó un breve grito que me enloqueció y pisoteé aquel rostro vuelto hacia mí, que
me miraba con los ojos desorbitados por el terror. Me parecía andar sobre una
gelatina donde se aplastaba algo que crujía como cáscaras de huevo. Con mis pesadas
botas claveteadas repetí la operación un poco más lejos, mientras mis camaradas
golpeaban con todas sus fuerzas. Porta clavó su cuchillo en la ingle de un sargento
enorme que se había incorporado a medias, el cuchillo resbaló hacia arriba y los
intestinos se esparcieron como los de una bestia despanzurrada.
El olor a sangre caliente y a intestinos se hacía horroroso en el estrecho recinto;
vomité violenta, convulsivamente; uno de los nuestros empezó a sollozar y hubiese
aullado como un lobo si un puñetazo de Plutón no le hubiese tendido en el suelo. El
menor grito nos hubiese perdido. Salimos corriendo de la choza para proseguir la
tarea a todo lo largo de la calle. Se oía aquí y allá rumores vagos y gemidos de
hombres que luchaban a muerte en el curso de una de las matanzas más audaces que
recuerdo.
Armado con un sable cosaco, Hermanito cortó, de un solo golpe, la cabeza de un
teniente ruso y yo salté a un lado, horrorizado, para evitar aquella cabeza que rodó
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hacia el pequeño legionario; éste le pegó una patada como si se tratara de un balón de
fútbol. De choza en choza, la matanza continuaba y, cuando salíamos de una de ellas,
ya no quedaba ningún signo de vida. Aquello duró hasta las seis; el poblado entero
estaba en nuestro poder, y cavamos febrilmente nuestras trincheras, porque era
evidente que la respuesta rusa no se haría esperar. Si conseguían recuperar el poblado,
Dios sabe lo que nos harían después de aquella noche de San Bartolomé. No nos
quedaba más recurso que aplicar la redundante y acostumbrada máxima de Hitler:
combatir hasta el último cartucho. Pero si luchábamos no era por Hitler ni por sus
objetivos bélicos; ¡no nos importaban! Tratábamos, sencillamente, de salvar nuestra
piel, lo que los comunicados confesaban a su pesar, hablando de «combates aislados
de defensa».
Todo nuestro grupo se había reunido en un enorme agujero común. Alte, tendido
de espaldas, apoyaba su cabeza en un estuche de máscara antigás, envuelto con un
capote ruso; Porta, sentado a lo moro sobre dos macutos llenos de equipo robado,
bebía vodka y lanzaba enormes eructos.
—Extraña guerra, en verdad, ésta en que el enemigo empieza por largarse y
después te hace correr como un penco al que le queman el culo. He de confesar que
soy cardíaco y que me han prohibido que realice esfuerzos, pero, por desdicha, el
médico que me hizo este diagnóstico no era miembro del partido. Desde entonces, me
enchiqueraron; después, me hicieron soldado de este maldito ejército, y nadie se
preocupa de mi corazón enfermo, ni de si soy apto para correr por Rusia. ¡Y que no
hay manera de frenar! ¡Se creería que han prometido darles mantequilla con sus
espinacas, para que nos persigan con este entusiasmo!
Porta se bebió un buen trago de vodka y su voluminosa nuez, que siempre parecía
emborracharse antes que él, efectuó un agitado recorrido por su delgado cuello.
Alargó la botella al pequeño legionario, y le dijo a Alte:
—Como tú eres el suboficial, tendrás que esperar a que todos tus valientes beban
primero, amigo. —Al mismo tiempo, arrancaba la botella de manos del legionario—.
¡Maldito vendedor de alfombras, siempre bebes como si te estuvieras muriendo de
sed!
Se echó al coleto otro trago y pasó la botella a la redonda, haciendo cada vez la
misma ceremonia, de modo que muy pronto quedó vacía. Alte empezó a protestar.
Porta enarcó una ceja, se puso el monóculo y enderezó su sombrero de copa antes de
iniciar un discurso sobre la educación, rematado con un pedo ruidoso.
—Habla, habla —dijo Alte—. Espera a que Iván se nos eche encima. Algo me
dice que están decididos a liquidarnos.
—¡Pero qué listo llegas a ser! —replicó Porta—. ¿Esperabas tal vez que formasen
corro para vernos desfilar con el paso de la oca? ¿Y el espacio vital? Tiene que haber
matanzas por ambos lados para que podamos bandearnos. De modo que, muchachos,
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un buen consejo: ahora que podéis, bebed a gusto.
Sacó del macuto otra botella de vodka y le rompió el gollete. El alcohol nos
animaba y el ruido que armábamos debía oírse desde el bosque, donde, sin lugar a
dudas, estaban los rusos. El teniente Kohler saltó a nuestro agujero, seguido del
teniente Halter. Kohler se limpió y empezó a liar un cigarrillo de machorka con un
pedazo de papel de periódico.
—¡Brrrr…! ¡Qué frío!
Alargó el cigarrillo a Porta y se dispuso a liar otro. Porta se le rió en las narices:
—No acepto nada de los oficiales, ni de nadie de esa calaña.
Kohler prosiguió su labor y dijo tranquilamente:
—Cállate, simio pelirrojo.
—Tampoco hay educación —prosiguió Porta, despectivo—. Voy a devolver el
uniforme y a marcharme a casa. Con estos arrastrasables ya no queda educación.
Haciendo caso omiso de Porta, Kohler, que estaba completamente ebrio, se volvió
hacia nosotros:
—Los rusos preparan un contraataque en el rincón norte del bosque. Supongo que
recibiréis la primera oleada. Así, pues, tened los ojos bien abiertos.
Una radio portátil, encontrada no sé dónde, difundía en el mismo momento una
melodía almibarada, que cantaba una voz masculina. Nos echamos a reír.
—¡Ya basta! —gritó Kohler—. Aquí esperamos una bala que nos atraviese la piel
a cuarenta bajo cero, y allí nos envían estas estupideces. ¡Tirad esta porquería!
Cerraron la radio. Porta sacó su flauta y empezó a tocar una canción política
antinazi, que toda la Compañía coreó con una convicción que hubiese tenido que
conmover hasta a nuestros propios enemigos.
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Hay que haber pasado por el hospital para saber lo que significan estas
palabras: estar herido.
Heridas de todas clases y de todo género: en la cabeza, con la locura como
consecuencia; en la columna vertebral, que producen parálisis.
Amputación de uno o de varios miembros, cuando no son los cuatro, y ya sólo
quedan del hombre el tronco y la cabeza.
Bala en los ojos que te deja ciego; bala en los riñones que te condena a llevar
una sonda; heridas en el estómago, de consecuencias innumerables; heridas en los
huesos, cuyas esquirlas surgen indefinidamente a la superficie de las heridas
purulentas; heridas en el rostro…
El hombre, durante el resto de sus días, arrastra un cuerpo desgarrado, cuyo
andar dolorido y claudicante es objeto de burlas, por parte de los niños.
CHERKASSY
La luna, baja en el horizonte, ilumina con luz helada los árboles y los arbustos.
Todo vibra de frío. Incluso nosotros, pese a estar impregnados de vodka, temblamos
después de doce horas de vigilia dentro de un agujero de nieve, en una tierra que
estalla con la presión del hielo. No es posible reconciliarse con el frío ruso; pone
rígidos los gorros de piel, abotarga y llena de grietas los rostros doloridos, hincha y
corta los labios, que se convierten en una costra violácea, transforma los seres
humanos en seres primitivos del misterioso reino del hielo.
En nuestro caso se añadía el hambre, un hambre salvaje que hacía mil veces peor
el horror de nuestra vida. Sobre nuestros agujeros caía el frío mortal de las estrellas,
porque te hacen guiños amistosamente y hasta la muerte con el mismo parpadeo
glacial. En su gran sabiduría, el mando supremo sólo ha olvidado una cosa:
protegernos contra el peor de nuestros enemigos, la naturaleza. Ella fue la gran aliada
de los rusos, la gran homicida. ¿Qué ejército hubiese podido resistir frente al ejército
ruso, excepto los siberianos, aquellos diminutos soldados de altos pómulos, en
quienes el frío parecía aumentar aún el gozo de vivir y de luchar?
Fue Porta el primero en descubrir algo que se movía en el espacio descubierto.
Silenciosamente, me pegó un codazo mientras señalaba hacia un punto, que
observamos en la oscuridad con ojos desorbitados.
¡De repente, estuvieron sobre nosotros! Como una bomba que estalla, las siluetas
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cubiertas de blanco, saltaron como lobos a la trinchera. Con la metralleta junto a la
cadera, disparo rabiosamente contra todo lo que se mueve en aquel revoltijo de gorros
de piel, de tiradores siberianos de ojos oblicuos. En el cuerpo a cuerpo utilizaban el
terrible kandra, el cuchillo siberiano afilado por ambos lados, especie de herramienta
de carnicero pero mucho más robusta, que, de un solo golpe, decapitaba a un soldado.
Espalda contra espalda, utilizábamos nuestras armas como mazas, ya que los rusos
estaban tan próximos que ni siquiera teníamos tiempo para disparar. Después de un
momento, pudimos saltar de la trinchera y correr hacia las chozas, donde, al amparo
de sus paredes, pudimos volver a cargar nuestras armas. Los disparos crepitan y las
balas trazadoras rozan el suelo. Gritos y llamadas de moribundos y de combatientes.
En el corazón de una noche glacial, es difícil distinguir a amigos o enemigos; se tira
al buen tuntún, y muy a menudo, en ambos bandos, contra los propios camaradas.
El comando está completamente disperso, ya no hay ninguna unión entre la
Compañía, todos luchan por sus vidas. Pero Von Barring y Halter consiguieron
agrupar a varios de los nuestros y corrimos a través del poblado hacia las trincheras
excavadas en las colinas. Durante la huida, un recluta de diecisiete años, alcanzado en
el hombro por una bala explosiva, lanza un grito de angustia, gira como un tronco y
cae en la nieve. Un cañón automático dispara a la izquierda, las granadas llueven
sobre el herido y hacen surgir surtidores de nieve. Llegamos a un refugio y nos
dejamos caer sin aliento, confiando en un respiro; pero la puerta se abre en el acto y
dos hombrecillos con gorro de piel aparecen en el rectángulo que la nieve ilumina.
Una ráfaga de balas barre el recinto y nos ensordece… Estamos allí, dieciocho que se
hacen el muerto y se consideran muertos ya; ¡pero, no! Los dos rusos se marchan
corriendo seguidos por el ruido sordo de las granadas de mano; se deslizan por la
nieve y nosotros, en pos de ellos, pero tropezamos en la nieve profunda, nos estorba
la ropa, tenemos la sensación de que nos ahogamos. Jadeando como focas, con un
dolor vivo en el fondo de las órbitas, yacemos inertes en un enorme cráter, en el que
pasamos desapercibidos gracias a nuestros atavíos blancos.
El tiempo parece estar en suspenso; es el de una larga pesadilla. Nuevas siluetas
se yerguen ante nosotros, pero, rápidos como el rayo, Alte y el legionario se echan las
armas al hombro y las ráfagas surgen hacia las formas imprecisas. El infierno se
desencadena de nuevo y las balas trazadoras parecen llover incluso del cielo. Veo a
Hermanito que lucha lanzando granadas como un poseso; después, pierdo conciencia,
me aplasto contra la nieve, grito… Mis uñas se parten al rascar el terreno helado, Alte
me agarra y me obliga a huir con él. La confusión es indescriptible. Recorro un trecho
junto a un ruso tan aterrado como nosotros, pero por fortuna yo me doy cuenta
primero y le asesto un golpe homicida en pleno rostro; el ruso cae pesadamente en el
momento en que Alte nos grita palabras incomprensibles señalando algo que hay
sobre nosotros. Petrificados, contemplamos el cielo, en el que unos objetos ululantes
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que arrastran colas inflamadas de varios centenares de metros se lanzan contra el
poblado.
En un santiamén, rusos y alemanes buscan refugio, en el suelo, en cualquier sitio,
porque lo que raya el espacio no conoce amigos ni enemigos: nos bombardean los
famosos órganos de Stalin y para colmo del horror, he aquí que los lanzadores de
raquetas alemanes empiezan a actuar también. Las primeras explosiones parecen un
terremoto; las casas estallan como si fueran de papel. La cosa dura sólo unos minutos,
pero del poblado ya no queda nada. Muy cerca de nosotros, las llamas surgen hacia el
cielo. Ya no es el frío el que nos paraliza, sino un mar incandescente que saca de las
casas a todo ser vivo: bestias locas de terror y de sufrimiento, niños, mujeres
sollozantes. Las armas ladran y alcanzan a personas y animales con un fuego infernal,
porque la guerra pasa inexorablemente y lo siega todo a su paso, entre las
maldiciones humanas.
¿Cómo es posible que el montón de ruinas que había sido Nowo-Buda acabara en
nuestro poder? Nadie hubiese podido decirlo. El comunicado enviado a retaguardia
fue lacónico: Nowo-Buda limpiado. La posición resiste. Esperamos órdenes.
Por el lado ruso, escuchamos durante todo el día un ruido de motores que Porta
declaró eran de artillería ligera. Iván reunía fuerzas para liquidarnos y seríamos
aplastados sin la menor posibilidad de escape. Porta y un zapador habían conseguido
captar la longitud de onda del enemigo, y escuchábamos conversaciones muy aptas
para consolarnos: los colegas de enfrente se entendían con sus oficiales tan mal como
nosotros, porque amenazas y más amenazas subrayaban cada orden dada a los
comandante de primera línea. En cuanto a nosotros, acurrucados en nuestros
agujeros, con un frío de 47° bajo cero, no apartamos la mirada del espacio
descubierto.
Varios débiles ataques son rechazados con facilidad, pero no dudamos de que se
prepara algo más. Al amanecer, con la oreja pegada a la radio, oímos que un oficial
ruso pregunta:
—¿Podéis conquistar N.?
—Es posible, mi comandante, pero será difícil; tenemos ante nosotros muchas
fuerzas.
—El Batallón ha establecido contacto. Atacaréis a las 13,45.
Esta conversación precedió a un combate que debía ser atroz. Los rusos atacaron
a la hora fijada. Vimos acercarse tanques «T-34» y «T-60» que se abrían paso por una
nieve de un metro de espesor, pero a los que era fácil acercamos por sus ángulos
muertos para fijar nuestras cargas explosivas.
La infantería rusa esperaba el resultado del avance de los tanques, pero durante la
noche consiguió penetrar hasta el centro del poblado, que abandonamos con muchas
pérdidas y dejando atrás a nuestros heridos. Sólo los que han efectuado una retirada
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precipitada en el infierno de la nieve recién caída, perseguidos por verdaderos
asesinos como los siberianos, saben lo que esta clase de guerra y la palabra
agotamiento pueden significar. Una vez más hay que atrincherarse y luchar por la
vida contra salvajes asaltantes. Durante varias horas, la batalla prosigue, avanza y
retrocede alternativamente; después, los rusos vuelven a ceder; y recibimos refuerzos
designados con el nombre de «tropas de alerta». Pero esos efectivos, reunidos
apresuradamente, están compuestos por soldados muy mediocres que se apresurarían
a salir corriendo a la vista del enemigo, si tuviéramos la desgracia de dejarlos solos.
Al atardecer, volvimos a oír la radio rusa. La voz de un jefe de batallón decía:
—La infantería se niega a andar, no puedo hacer nada; los tanques están
inmovilizados y todas sus tripulaciones han muerto o han caído prisioneras.
Imposible avanzar por las colinas que son cada vez más altas. Se nos bombardea
violentamente desde Sukhinky, con lanzagranadas del 105 y del 24. No parece haber
artillería ligera ni tanques, pese a que hacia el Noroeste se escucha ruido de motores.
Supongo que los Fritz tratarán de abrirse paso al suroeste de Sukhinky, se observan
grandes concentraciones de tropas. He hecho fusilar a cuatro oficiales por cobardía
ante el enemigo.
Varios minutos de silencio, después una catarata de blasfemias y maldiciones, de
las que tan rico es el idioma ruso. El superior amenazaba con la degradación, con el
tribunal del pueblo, con el campo de reeducación y, para terminar, dice:
—Hay que conquistar N. cueste lo que cueste, y por los dos lados a la vez.
Atacaréis a las 15 horas en punto, sin apoyo de artillería, para que os podáis acercar
lo máximo a esos perros alemanes. Cierro.
Inmediatamente informado, Von Barring, se preparó para recibir al enemigo. Los
minutos transcurrían lentamente, cada uno de ellos con la densidad de una hora. Porta
era el único de nosotros que parecía tranquilo. Tendido boca arriba, mordisqueaba un
pedazo de pan seco, encontrado en el macuto de un ruso muerto, tenía el lanzallamas
sobre el cuerpo, a punto de ser utilizado. Sentía por esa arma un afecto especial, y
pese a que en realidad era «tirador escogido», nadie sabía quién le había instruido en
el manejo del lanzallamas. Teníamos el vago recuerdo de que ese cambio se efectuó
en el momento en el que el 27.° fraternizó con los rusos cerca de Stalino. Ahora era
una vieja historia. ¿Fue allí donde obtuvo aquel lanzallamas, así como un fusil de
precisión con teleobjetivo? Nadie dudaba que si algún oficial se lo hubiese
preguntado, hubiera contestado en el acto.
Cuando los rusos atacaron, lo hicieron con un vigor salvaje que nos quitó el
aliento. No obstante, conservamos el poblado maldito. Pero que no me pregunten
cómo fue. Aquel hecho no tuvo ninguna influencia en el curso de la guerra;
sencillamente, nos evitó un consejo de guerra, suerte que no tuvieron los del otro
lado, porque las ondas nos transmitieron varias horas después la conversación
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siguiente:
—¿Qué ha ocurrido en N.?
—Nuestro ataque ha sido rechazado. La infantería no puede más y el comandante
Bleze se ha suicidado.
—Bien. Es el deber de los incapaces como él. El mayor Krashennikow, del 3.er
Batallón, tomará el mando del regimiento. —Un momento de silencio, y después la
voz prosigue—: ¿Qué dicen los alemanes?
—Están muy impertinentes. Nos insultan y supongo que entre ellos hay franceses
y tal vez mahometanos.
—Hay que hacer que se callen. Tratar de coger algún prisionero, para saber si
entre ellos hay voluntarios franceses. Son los primeros que hay que liquidar. De aquí
a dos horas, la artillería entrará en acción y después vosotros os lanzaréis al ataque.
Hemos de conquistar N.
Las injurias en cuestión procedían de Porta y el pequeño legionario, que le daban
gusto a la lengua.
Los rusos nos bombardearon todo el día, pero al anochecer, el montón de ruinas
en que se había convertido el pueblo seguía en nuestras manos. El cielo aullaba,
crepitaba, zumbaba, estallaba de una manera capaz de destrozar los nervios más
firmes. A la noche siguiente, el viejo bombardero ruso monomotor al que llamábamos
«el pato cojo» descargó sus proyectiles sobre nosotros; ochocientas bombas para un
cuadrado de terreno de unos quinientos metros de lado. Sólo pudimos excavar una
trinchera en un lugar ocupado por una casa cuyo incendio ablandó la tierra helada, y
nos aferramos bajo el fuego creciente de la artillería, de los lanzagranadas y de los
órganos de Stalin. Aquello duró días enteros, para permitir que llegasen los refuerzos
rusos. Se hubiese podido creer que tenían ante ellos a todo un Cuerpo de Ejército, y
no a un miserable grupo de infantería, compuesto de varias Compañías y, en el fondo,
aterrorizadas por la violencia del combate.
Habíamos acostado a nuestros heridos en un refugio excavado bajo una choza;
sus vendajes ensangrentados y rígidos por el hielo cubrían los miembros destrozados,
y en sus ojos, muy abiertos, se leía el miedo sin nombre de vernos huir, dejándoles
atrás. Entrar en uno de estos agujeros, bajo tierra, es algo indescriptible, y aconsejo a
todos aquellos a quienes tiente el heroísmo, que vean esas antecámaras del infierno
para saber si pueden resistirlas. Alrededor, en refugios precarios, los heridos leves
ayudaban a los sirvientes de las ametralladoras. Un hambre devoradora nos atenazaba
y tratábamos de engañarla masticando unas míseras patatas heladas. Nuestras sucias
camisas de nieve recubrían nuestros delgados capotes y si algunos habían tenido la
suerte de conseguir botas o gorros rusos, los demás, con papeles y trapos en lugar de
botas, y un pañuelo enrollado bajo el casco, temblaban de frío glacial, más mortífero
que las granadas.
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El 26 de enero, las comunicaciones con retaguardia quedaron cortadas; el teniente
Kohler hizo un ademán de indiferencia:
—¡No importa! Ahora sabemos lo que hemos de hacer: avanzar.
Porta, el legionario y Plutón se habían apoderado de un cajón ruso de granadas de
mano. Eran, además, tiradores escogidos, y fragmentos de conversación cortados por
la risa llegaban a nuestros oídos.
—¡Bien, viejo Porta! ¡Ahí va otro a reunirse con Satanás!
—Alá es quien guía mi vista —dijo con gran seriedad el pequeño legionario,
mientras apuntaba a un ruso que de repente empezó a girar sobre sí mismo como un
tronco.
—¡Lástima que no tengamos también aquí delante a algunos miembros del
Partido! —exclamó Plutón, quien apunta con la rapidez de un rayo y dispara una
ráfaga—. ¡Eh, secuaz de Stalin, ya te has llevado lo tuyo! Porque si sólo nos
cargamos a los rojos, el diablo no estará contento.
—¿Cuántos tienes ya? —preguntó Porta—. Yo treinta y siete.
Plutón miró el pedazo de papel colocado bajo una granada de mano, donde una
serie de cruces y de rayas indicaban los blancos seguros y dudosos.
—Veintisiete al infierno y nueve al hospital.
—¿Eres miembro de una sociedad benéfica? —preguntó el legionario—. Todos
los míos están garantizados para el horno. Tengo cuarenta y dos, de los que por lo
menos siete son oficiales. La estrella roja que llevan en el gorro es un blanco
estupendo. Cuando llegan allí, junto a aquel soldado corpulento, se tiene exactamente
veinticinco centímetros de espacio para cogerles al vuelo.
—¡Bato mi marca, muchachos! —gritó Porta—. Caramba, acróbata con botas, ¿tú
también quieres? ¿Habéis visto cómo le ha saltado el cráneo? ¡Nunca le habían
afeitado tan bien!
El legionario gritó a los rusos:
—¡Asomaos, y veréis Montmartre!
Le contestó una ráfaga, lo que hizo que los tres desaparecieran en el agujero,
sujetándose los costados de tanto reír.
—Cantémosles algo —propuso Porta.
Un fuego violento contestó a sus aullidos, apoyado por una bronca del teniente
Halter y de Alte. Encontraban perfectamente inútiles aquellas provocaciones sin
objeto, cuyo resultado sólo sería impulsar a los rusos a reacciones desesperadas.
Porta, para quien el teniente era un chiquillo y Alte un igual, contestó casi
despectivamente, sin apartar la mirada de las líneas rusas:
—¡Vosotros, aspirantes a la Cruz de Hierro, dejadnos tranquilos! Habéis visto a
los dos compañeros del 104.° crucificados por Iván, ¿no es cierto? Cuantos más
cerdos de esos matemos, mejor. Heil Hitler! Y preparad mis palomas porque
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volvemos a las andadas. —Apuntó, disparó, y anunció encantado—: ¡Otro para el
infierno!
En el extremo sur del poblado, uno de nuestros refugios, bien protegido,
albergaba un nido de ametralladoras que había rechazado bastantes ataques. Pero un
día, de madrugada, los rusos comparecieron y se apoderaron de él.
Les vimos obligar a arrodillarse en la nieve al viejo suboficial que mandaba la
pequeña guarnición. Le dispararon una bala en la nuca, y su cuerpo rodó colina abajo,
levantando una nube de polvo blanco. Ocho soldados fueron conducidos por dos
rojos que marchaban tras de ellos, revólver en mano. Su único camino era una
especie de sendero que, en un momento dado, pasaba a descubierto ante la mirilla de
Porta. Tres disparos precisos sonaron y rompieron la cabeza de los guardianes rusos;
nuestros ocho camaradas, en un santiamén saltaron en dirección al refugio, pero
Plutón se les adelantó: con la metralleta junto a la cadera, abrió la puerta de una
patada y barrió salvajemente el recinto lleno de enemigos. La trepitación del arma
hacía temblar su cuerpo de gigante, plantado con las piernas bien abiertas, y sus
carcajadas subrayaban la danza macabra de los rusos, que aullaban, segados por las
balas. Dos siberianos salieron con los brazos levantados; Plutón retrocedió un paso,
los envió a rodar de una patada, y vació su cargador sobre ellos.
—¡Salid, cerdos, si aún queda alguno vivo! —gritó—. Os enseñaré a tratar a los
prisioneros.
Un débil gemido salió del refugio, pero nadie asomó. Plutón descolgó de su
cintura dos granadas de mano y las echó dentro, donde estallaron con ruido sordo.
El teniente Kohler, por su parte, había perdido un ojo en el curso de un ataque.
Pese a que estaba casi loco de dolor, y no obstante la insistencia de Von Barring,
rehusaba obstinadamente reunirse con los demás heridos, con el temor evidente de
que retrocediéramos y les abandonásemos. La idea de caer en manos de los rusos, nos
atenazaba a todos con un horror inmenso, porque no podía ocurrir nada peor.
Habíamos visto tantos horrores perpetrados por ellos en los desdichados prisioneros,
que no podíamos conservar la menor esperanza de salir bien librados: bala en la nuca,
crucifixión, brazos y piernas rotas, mutilaciones horribles, castración, ojos saltados,
cartuchos vacíos clavados a martillazos en la frente eran cosas corrientes, a menos de
ser destinados a Siberia donde les aguardaba un destino espantoso.
El 27 de febrero por la mañana, el enemigo empezó a disparar de una manera
extraña, sin ningún objetivo en apariencia, tan pronto contra nosotros como contra la
8.a Compañía, la del teniente Wenck, o la 3.a, la del teniente Kohler. Aquello duró
una hora aproximadamente, después el fuego cesó y volvió a reinar el silencio en la
estepa. Un silencio incómodo, amenazador, como el silencio que te aplasta en las
montañas o los bosques profundos. Inquietos, observábamos a los rusos, pero nada se
movía, no se oía ningún sonido. Así transcurrieron tres o cuatro horas de calma
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angustiosa. Von Barring, con los prismáticos en la mano, escudriñaba el terreno.
Cuchicheó a Alte, que estaba a su lado:
—Sin embargo, tengo la impresión de que preparan algo. Este silencio me crispa
los nervios.
De repente, lanzó un grito y empezó a vociferar órdenes incomprensibles. En el
mismo momento, vimos a los rusos; hormigueaban muy cerca de la 3.a Compañía.
—¡Kohler, dispara! ¡Dispara, por amor de Dios! —vociferaba Von Barring.
Desesperados, jadeantes de emoción, contemplábamos impotentes aquella
concentración de enemigos. Varias explosiones de granadas rompieron al fin la calma
mortal. Los rusos habían llegado por la izquierda, detrás de la 3.a Compañía, y la
habían sumergido silenciosamente. Algunos hombres se defendieron aún como
posesos, a paladas y a culatazos, mientras que Von Barring, con lágrimas en los ojos,
retenía a Plutón y a Hermanito que quería precipitarse en su socorro.
—De nada serviría, ya no podemos ayudarles. He visto caer a Kohler.
La 3.a Compañía fue aniquilada en diez minutos, y nosotros esperábamos sufrir la
misma suerte, porque ahora los rusos se volvían en nuestra dirección. Pero Porta y el
legionario, al comprender la situación se precipitaron sin esperar órdenes, hacia el
refugio situado en el extremo del poblado. Entretanto, Von Barring reagrupaba a toda
prisa el grupo de combate y cargaba hacia la colina, que era nuestra única posibilidad
de salvación, si la alcanzábamos antes que la infantería rusa.
—¡Gritad tanto como podáis! —vociferó Von Barring—, ¡gritad, vive Dios!
¡Gritad como salvajes!
Lanzando aullidos de piel roja, nos lanzamos, pisándoles los talones, en una
carrera desenfrenada. Hermanito y Móller lo segaban todo ante ellos; Porta,
emboscado en el refugio, disparaba su lanzallamas, y el pequeño legionario manejaba
la metralleta contra las masas que avanzaban.
Un capitán ruso, de estatura gigantesca, enarbolaba un arma como si fuera una
maza, y vociferaba consignas políticas, que procedían directamente de Ilya
Ehrenburg. Las palabras nos llegaban claramente. Plutón se detuvo, apoyó una rodilla
en el suelo y apuntó cuidadosamente. El capitán, interrumpido en seco en mitad de su
discurso, se cogió la cabeza con ambas manos, giró sobre sí mismo y cayó lentamente
de rodillas.
—¡Que se vaya al diablo a continuar sus peroratas! —dijo Plutón, cuyo rostro
resultaba espantoso.
El teniente Halter y Bauer se lanzaron a la carga, aullando como animales. Una
granada cayó entre un grupo de rusos que ascendían jadeantes la colina. Estalló con
un estampido sordo; un brazo se agitó circularmente. Sin aliento, con los pulmones
doloridos, alcanzamos la cumbre antes que el enemigo, y nuestras tres ametralladoras
empezaron a ladrar contra los asaltantes. Cortado el impulso, empezaron a retroceder,
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pero nosotros estábamos como locos y nada podía ya detenernos. Von Barring se
irguió:
—¡Grupo de combate, bayoneta al cañón, seguidme!
Sin dejar de vociferar, saltamos en dirección a los rusos, a quienes acometió el
pánico, un pánico que tan bien conocíamos nosotros. Huían alocadamente, tiraban sus
armas, sordos a los gritos de sus oficiales. Otro salto, y estoy junto a uno de ellos. Mi
bayoneta se clava en su espalda, el hombre cae con un estertor sordo. Una bala en la
cabeza y prosigo. Las posiciones rusas son conquistadas de un sólo golpe y, cuando
Von Barring da por fin la orden de replegarse, recogemos morteros y cajas de
granadas, sin olvidar varias latas de conservas americanas, descubiertas por Porta —
¡naturalmente!— en un refugio de oficiales.
De regreso a nuestras posiciones, los restos del grupo de combate fueron
divididos en dos secciones, una de las cuales pasó al mando del teniente Halter.
Debían sustituir a las tres Compañías primitivas, puesto que la 3.a había muerto
degollada.
El silencio y la oscuridad nos invadieron. Nevaba ligeramente. Alte se arrebujaba
friolero en su capote, Porta acariciaba su gato y le decía a media voz:
—¿Qué dirías tú, minino, si nos marchásemos a casa y abandonásemos esta
sociedad para el fomento de la guerra?
Móller rió silenciosamente;
—Aquí sólo hay una manera de marcharse, y es con una bala en la cabeza.
—Habla por ti —dijo Hermanito—. ¡Yo no tengo el menor deseo de dejarme
matar por esos cerdos! —Se incorporó a medias y gritó en dirección a los rusos—:
¡Eh, Tovarich! ¡Ruskis!; ¡Ruskis!
Una voz contestó:
—¡Cerdo alemán! ¡Ven aquí a que te los cortemos, perro fascista!
Durante cerca de media hora, se cruzaron insultos imposibles de repetir, hasta que
Von Barring les hizo callar. El silencio volvió a reinar en la nieve y luego, de repente;
por la derecha, todo vuelve a empezar: bum… bum…
Rápidos como una centella, nos metemos en nuestros agujeros.
—¿Qué ha sido esto? —pregunta Bauer, sorprendido.
—Lanzadores de minas —contesta Porta—. Pero de los nuestros.
Nuevos estampidos y las granadas infernales vuelan en la oscuridad. La tierra
tiembla bajo nuestros pies, pese a que estas terribles baterías distan por lo menos
cinco o seis kilómetros.
—Bonitas patadas en el culo de Iván —dijo riendo Stege—. ¡Si tuviéramos aquí
unas pocas, todo iría mejor!
El fuego duró toda la noche y tuvo por lo menos la ventaja de mantenernos
despiertos, porque el dormirse era un peligro mortal. Al amanecer, Porta y el
DESCANSO
—Bueno, muchachos —dijo Porta—, nuestra sociedad de tiradores escogidos ha
vuelto a escapar de la quema. ¿Sabéis lo que esto quiere decir?
Hermanito le miró enarcando una ceja.
—¡Probablemente, que hemos tenido suerte!
—Gran imbécil —dijo Porta—. ¿Qué se puede hacer contigo?
—No seas grosero —contestó Hermanito.
—Cállate, desgraciado, si no quieres que Iván venga a morderte el culo. No,
muchachos, esto quiere decir que soy un guerrero capaz e inteligente, porque
vosotros, prusianos sarnosos, hubieseis sido incapaces de salir bien librados.
Creedme, esta guerra terminará cuando yo, Joseph Porta, esté pensionado o bien a
medio sueldo, como se dice.
—Si es a medio sueldo —dijo Alte riendo—, yo hace diez años que lo espero.
Pero no temas, después de la guerra no tendrás ni pensión ni medio sueldo; todo lo
más, una patada en el trasero, que te expulse del Ejército, o bien volverás al campo de
concentración de donde te sacaron tan amablemente para que lucharas por Adolfo.
—Sí —dijo Bauer, pensativo—. ¿Volveremos a ser alguna vez verdaderos seres
humanos?
—¿Tú? ¡Jamás! —gritó Porta—. Tienes el cráneo demasiado atiborrado de
nazismos, desde que viniste al mundo. Yo soy distinto. Soy de extrema izquierda, y
tenía una tarjeta del partido mucho antes de que tú pudieses lanzarte un pedo después
de haber comido judías. ¿Vosotros seres humanos? ¡Ay, qué risa! Sois y seguiréis
siendo ganado. Lo mejor es desearos una bala en algún combate, bien reglamentaria,
antes de que los vencedores os detengan por haber intervenido en la guerra de
Adolfo.
—¡Ah, cállate! —balbuceó Plutón—. Soy un ladrón de Hamburgo, pero me
parece tan bueno como ser un rojo de Berlín.
LA MUERTE ACECHA
Todos los heridos habían podido ser evacuados. El teniente Halter y los demás
estaban ahora en el hospital, muy lejos del infierno ruso. En cuanto a nosotros, nos
habían vuelto a constituir en grupo de combate, a las órdenes de Von Barring, nuestro
jefe, y de un nuevo teniente, que sustituía a Halter, de la 5.a Compañía.
Henos pues otra vez en marcha, en columna de a uno, cargados con armas y
municiones, hacia nuestros puestos de ataque en primera línea.
—Comando en camino hacia el cielo una vez más —gruñó Plutón.
—No hay peligro de que ninguno de vosotros llegue —contestó Porta riendo.
—¿Y tú? —preguntó el legionario, sorprendido.
—Desde luego, y además, a la derecha del Señor. ¡Yo seré quien haga la selección
de la escoria como vosotros!
—¿No te sobra ningún sitio? —cloqueó Hermanito—. ¡Te ayudaré a pegar
patadas en el culo de todos los suspendidos!
Su estallido de risa resonó en la oscuridad. El teniente Weber llegó al galope
enfurecido:
—¡Cállense! Cualquiera creería que quieren poner sobre aviso a los rusos.
—¡Oh, no! Tendríamos demasiado miedo —dijo una voz en la oscuridad.
—¿Quién ha hablado? —dijo el teniente.
—San Pedro y la Trinidad —replicó la voz.
Sonaron risotadas.
Todo el mundo había reconocido la voz de Porta.
—¡Insolente, sal de las filas! —gritó Weber con una voz estrangulada por la ira.
—¡No me atrevo! Tengo miedo de recibir un puntapié en el trasero —contestó la
voz.
—¡Basta! —gruñó el teniente Weber.
DE PERMISO EN BERLÍN
¡Lemberg, siete horas de espera! El frío se deslizaba solapadamente sobre el
capote, el viento del Este soplaba, llovía… Es la acogida de Rusia después de cuatro
días maravillosos, inolvidables. Por desdicha, todo permiso se ve estropeado por el
pensamiento del regreso al frente. Pero ahora, Sven, ¡acuérdate! Reúne tus recuerdos
para los que se han quedado allí, tus camaradas.
Un solo permiso había sido concedido a nuestra compañía, y Von Barring, no
queriendo escoger, había metido doscientas fichas en un casco de acero. Yo saqué el
número 38, el bueno. ¡Todos me felicitaron, pero con un nudo en la garganta! Estuve
a punto de dárselo a Alte, quien, como si hubiese leído mi pensamiento, exclamó.
—¡Afortunadamente, la suerte no me ha señalado a mí! ¡Me hubiese costado
demasiado marcharme de casa!
No pensaba ni una palabra de lo que decía, y sabía que no me engañaba.
En cambio, Hermanito fue mucho más directo. Después de amenazarme con una
paliza si no le cedía mi permiso, se ofreció a comprármelo. Inmediatamente, Porta
pujó, y luego, todos trataron de emborracharme para conseguir que vendiese mi
oportunidad. Pero resistí y mi tren se puso en marcha escoltado por los gritos de adiós
de mis compañeros.
Después de haber encontrado un tren sanitario en Jitomir, tomé, en Brest-Litowsk,
un convoy lleno de soldados de permiso, y de esta manera gané un día entero en el
recorrido.
Esta mañana, al amanecer, de regreso, he vuelto a pasar por Brest-Litowsk, y
henos aquí esta noche en Minsk, en una oscura estación. Los trenes que salen van
atestados de militares; los hay en todas partes, en los portaequipajes, bajo los
EL PARTISANO
Era el día siguiente a aquel en que los soldados de la feldgendarmerie habían
detenido a un campesino ruso. El campesino estaba borracho. Le habían encerrado en
un local, junto a las oficinas de la compañía, y sólo debía quedarse allí hasta que
hubiese terminado de dormir la mona.
Dos botellas de vodka habían iniciado la disputa entre el campesino y un
feldwebel de la 2.a Compañía. El feldwebel, encerrado en el calabozo de la Compañía,
fue soltado en cuanto volvió a estar sereno. Todo ocurría reglamentariamente. Por
desdicha, existía también un parte, un parte que se había convertido en un grueso
legajo, no menos reglamentario. El asunto fue hinchado como lo son todos cuando
intervienen los militares, pero también por otro motivo: en Jitomir gustaban mucho
los consejos de guerra.
El comandante de la región, Mayor General Hase, era un viejo de más de setenta
años que tenía la costumbre de guardar cuidadosamente en una cajita de terciopelo un
mechón del cabello de cada ajusticiado. Aquel general coleccionaba ejecuciones
como otros mariposas, y el tiempo se les hubiese hecho largo a los señores de Jitomir
si no hubiesen tenido aquella distracción. Después de la guerra, ya no habría más
mechones para el general, y éste volvería a convertirse en el comedido director de un
instituto provinciano, donde el respeto a su clientela burguesa le hacía rechazar
rotundamente toda efusión de sangre. El campesino era un hombre pobre y
desgastado por el trabajo que había bebido un dedo de vodka en exceso. Sobre el
papel se convirtió en un partisano peligroso, en un adversario declarado del Tercer
Reich.
Así pues, se llevaron a Vladimir Ivanovich Vjatscheslav, y los risueños
gendarmes se despidieron alegremente de nosotros al marcharse hacia Jitomir. Uno
de ellos, incluso pegó un culatazo en la cabeza del campesino, porque, ¿puede haber
algo más despreciable a los ojos de un gendarme prusiano que un campesino ruso? Y
todo hubiese sido olvidado inmediatamente a no ser por la muchacha del pañuelo
verde.
UN NACIMIENTO
El regimiento acababa de recibir nuevos tanques «Tigre». Porta, encantado,
correteaba a su alrededor. Hermanito llenaba de gasolina los depósitos y el legionario
apretaba tiernamente sobre su corazón una pesada granada «S». El gran cañón del 88
fue probado más de veinte veces, las dos ametralladoras revisadas, y comprobada la
óptica.
Cuando Porta puso el motor en marcha, la tierra se estremeció. La orden de salida
llegó en una noche oscura; las pesadas cadenas de acero resonaban por el bosque y
las marismas, y las pequeñas chozas temblaban sobre sus cimientos al paso de
aquellos pesados carros de combate.
—¿Qué hemos de hacer? —gritó Porta desde lo alto de su asiento—. Nos dan la
orden de marcha sin decirnos por qué. Me gustaría saber lo que ocurre.
—Te pones en marcha porque es la guerra, eso es todo —interrumpió Hermanito
—. Cuando veas rusos avísame para que dispare proyectiles a los morros de Iván.
—¡Calla, calla, cabeza de chorlito! Ni siquiera sabes lo que es la guerra.
Durante un alto al norte de Orlovsk, los comandantes reunieron a los jefes de
Compañía y les asignaron sus respectivas misiones. En la sombra se distinguían las
siluetas de los granaderos y fusileros, y después alguien hizo observar la
desacostumbrada presencia de numerosos zapadores con lanzallamas. ¿Qué ocurriría?
Nos inclinamos para ver mejor a varios hombrecillos, pesadamente cargados, que
llevaban a la espalda los grandes depósitos de los lanzallamas. Silenciosos,
introvertidos, sólo contestaban con monosílabos a las preguntas que les hacíamos
sobre su atroz especialidad. Hermanito preguntó a uno de ellos si el trabajo era
difícil:
—¡No, nos encanta, imbécil! —contestó el otro. Después, le tiró uno de los
depósitos.
FUGITIVOS
Una luz blanquecina empezaba a asomar por el horizonte. Porta metió el tanque
por un estrecho camino del bosque. Medio adormilados, nos sentíamos incómodos.
La mujer lloraba, las recién nacidas, molestas por el olor acre de las municiones,
tosían y berreaban sin cesar. Un frenazo brusco nos precipitó, asustados, hacia las
mirillas de observación. A poca distancia de nosotros, unas siluetas corrían en
desorden, y un vehículo, atravesado en el camino, parecía hacer las veces de barrera.
El legionario profirió un juramento y cogió su ametralladora.
—¡Calma, calma! —recomendó Alte.
Sonó un disparo y el pánico se apoderó de nosotros cuando vimos un bazooka
apuntando en nuestra dirección. Las cifras del visor giraban ante mis ojos.
—¡Preparado para disparar! —dijo automáticamente Hermanito.
Clic… La bombilla roja parpadea amenazadoramente, una granada penetra en la
recámara del cañón, un grupo aparece en el centro del visor, los dedos se crispan en el
gatillo. Tac, tac, tac, ladra la ametralladora… Después, el sonido muere en el bosque.
Gritos, llamadas, gente que aparece y huye entre los árboles.
—No dejes que se escapen —dice Alte—. Volverán para aplastarnos.
La torreta gris, los triángulos se unen, un estampido… Y un surtidor de fuego, de
tierra y de miembros ensangrentados se eleva hacia el cielo. Los motores rugen y
huimos de la barrera.
¿Qué experimentábamos cuando la espantosa realidad se nos aparecía? ¿Miedo?
No lo creo; más bien alivio, un alivio mezclado con un poco de opresión. La barrera
no era más que un vehículo estropeado bajo una carga demasiado pesada. ¿Los
tiradores enemigos? Refugiados, mujeres, niños, viejos enfermos o agotados. ¿El
bazooka? El timón del vehículo. Las escotillas del tanque se abrieron con precaución,
¡VIVA LA MUERTE!
—¡Ya está! ¡Otra vez en el baile! —exclamó Porta—. ¡Cada vez que reforman el
comando, nos meten en la fosa de la mierda!
—Mientras nos dejen en paz, no hay motivos para quejarse —dijo Alte.
Después de haber limpiado su sombrero de copa con un trapo, Porta propuso una
partida de 17-4.
—Iván puede presentarse de un momento a otro —gruñó Stege de mal humor—.
Sería mejor que descansáramos.
Pero viendo que sus camaradas empezaban a jugar en el fondo de un cráter, no
pudo resistirlo y pidió carta. Hermanito se tocaba con un artilugio inverosímil,
probablemente un resto de sombrero bombín que Porta le había recomendado que se
pusiera. Von Barring, estupefacto, solicitó explicaciones.
—Es un sombrero de tipo pesario que Hermanito encontró en el asilo de Brodny
—declaró con seriedad el legionario.
—Preferiría que no hiciese el ridículo —murmuró Von Barring—. ¡El coronel no
puede soportarlo!
—Pero, mi capitán —intervino Porta—, no podemos seguir con nuestros
«manguitos de cráneo» en plena primavera. Como los gorros del Ejército nos
estropean el cabello, el compañero se ha puesto esta gorra de montaña.
Von Barring nos miró con expresión impenetrable. Movió la cabeza y desapareció
Sus personajes:
Gregor Martin: Chofer del mariscal de campo Von Kluge en «General SS».
Amigo y compañero de aventuras, sobrevivió a la guerra.
Sus detractores:
Sus libros: