Una Bofetada A Tiempo

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UNA BOFETADA A TIEMPO

Los niños nunca son demasiado pequeños para azotarles: como

los bistecs duros, cuanto más les golpeas, más se ablandan.

Edgar Allan Poe, Fifty Suggestions

Un cachete a tiempo puede descargar la

atmósfera tanto para los padres como para el niño.

Dr. Spock

Muchos psicólogos y educadores han cantado las excelencias

de las bofetadas.

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En España, docenas de niños mueren cada año asesinados

por sus padres. (Entre 1991 y 1992, los servicios de protección de menores confirmaron en
España 8. 565 casos de malos

tratos. En Estados Unidos se contabilizaron 1. 185 muertes en

1995, lo que representó un 34 por ciento más que diez años

antes. )73 Sin embargo, la coincidencia a comienzos del año

2000 de tres o cuatro casos de asesinatos protagonizados por

adolescentes desencadenó una ola de histeria, como si fueran

los hijos los que habitualmente maltratan a los padres. Llegué

al oír a un sesudo experto afirmar en una tertulia radiofónica

que esto era consecuencia de la intromisión del Estado en la

esfera familiar, pues pocos años atrás se había prohibido por

ley pegar a los niños. ¡Una bofetada a tiempo hubiera evitado estos crímenes! El niño que a los
ocho años recibe una

buena bofetada de sus padres aprende que los conflictos se

resuelven a golpes y que los fuertes pueden imponer sus puntos de vista sobre los débiles.
Ignoro cómo esta temprana

enseñanza y este vivo ejemplo ayudan a impedir que se convierta en un adolescente asesino.

Veamos un caso concreto. Jaime se considera un buen esposo y un padre tolerante, pero hay
cosas que le hacen perder

los. estribos. Sonia tiene un carácter difícil, nunca obedece y

encima es respondona. Se «olvida» de hacerse la cama, aunque se lo recuerdes veinte veces.


Es caprichosa con la comida;
las cosas que no le gustan, ni las prueba. Cuando le apagas

la tele, la vuelve a encender sin siquiera mirarte. Te coge dinero del monedero, ni siquiera se
molesta en pedirlo por favor.

Interrumpe constantemente las conversaciones. Cuando se

enfada (lo que ocurre con frecuencia), se pone a llorar y

se va corriendo a su habitación dando un portazo. A veces se

encierra en el cuarto de baño; en esos momentos, ningún razonamiento consigue


tranquilizarla. De hecho, una vez hubo

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que abrir la puerta del baño a patadas. Pero lo que realmente saca a Jaime de quicio es que le
falte al respeto. Anoche,

por ejemplo, Sonia cogió unos papeles del escritorio para

dibujar algo. «Te he dicho que no cojas los papeles del escritorio sin pedir permiso», le dijo
Jaime. «¿Pero qué te has creído? ¡Yo cojo los papeles que me da la gana!», respondió

Sonia. Jaime le pegó un bofetón, gritando: «¡No me hables así.

Pide perdón ahora mismo!»; pero Sonia, lejos de reconocer su

falta, le plantó cara con todo desparpajo: «¡Pide perdón tú!»

Jaime le volvió a dar un bofetón, y entonces ella le gritó: «¡Capullo!» y salió corriendo. Jaime
tuvo que hacer un verdadero

esfuerzo para contenerse y no seguirla. En estos casos es mejor

calmarse y contar lentamente hasta diez. Por supuesto, Sonia

estará castigada en casa todo el fin de semana.

Hasta aquí la historia. Supongamos ahora que Sonia tiene

siete años y Jaime es su padre. Y usted, ¿qué opina? ¿No es

éste uno de esos casos en que a cualquiera «se le iría la

mano»? ¿No sirvió esta bofetada para descargar la atmósfera, como tan bien decía el Dr.
Spock? ¿Qué pueden hacer en

un caso así esos fanáticos que prohibieron por ley las bofetadas? ¿Van a denunciar a este
padre ante los tribunales por

pegar un bofetón a una niña que, por cierto, se lo tenía bien

merecido? ¿No es mejor dejar que estos problemas se resuelvan en el ámbito familiar sin
intervenciones externas? Tal

vez incluso esté usted pensando que una niña nunca habría llegado a ser tan desobediente y
respondona si le hubieran dado
una buena bofetada hace tiempo. Esta situación parece típica de niños malcriados por padres
permisivos que no saben

establecer límites claros, que no imponen la necesaria disciplina: lo que hoy está permitido,
mañana provoca una respuesta desmesurada, con el resultado de que el niño está confuso y es
desgraciado.

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¿Y si yo le dijera, amable lector, que Sonia tiene en realidad diecisiete años y que Jaime es su
padre? ¿Cambia eso

algo? Repase la historia a la luz de este nuevo dato. ¿Le parece tal vez que es demasiado
grande para pegarle, para apagarle la tele o para hacerle pedir permiso antes de coger una

simple hoja de papel? ¿Le parece adecuado que un padre abra

a patadas la puerta del baño donde está su hija de diecisiete

años? ¿Empieza tal vez a sospechar que se trata de un padre

obsesivo, tiránico y violento, y que la respuesta de su hija es

lógica y comprensible?

Y si es así, ¿por qué esta diferencia? Reflexione unos

momentos sobre los criterios que ha usado para juzgar a este

padre y a esta hija. ¿Están los niños pequeños más obligados

que los adolescentes a respetar las cosas de los mayores, a

recordar y cumplir las órdenes, a obedecer sonrientes y sin

rechistar, a hablar con amabilidad y respeto aunque por dentro estén enfadados, a mantener
la calma y no llorar ni dar

escenas? ¿Son más perjudiciales los gritos y los golpes para el

adolescente que para el niño pequeño? No son ésos los criterios que sigue la Justicia con los
menores de edad. Antes bien,

cuanto más pequeño es el niño, menos responsable le consideran los jueces y menor es el
castigo (si es que existe algún

castigo). ¿Quién tiene razón: el Estado «intervencionista»,

que no considera al niño responsable de sus actos, o el padre

«justo y sabio», que corrige a su retoño cuando aún está tierno? Quizá, en vez de asistentes
sociales, educadores, tribunales de menores y reformatorios, sería mejor abrir cárceles de

máxima seguridad y restablecer la tortura para los delincuentes juveniles.

Pero todavía queda una posibilidad aún más inquietante.

¿Y si yo le digo ahora que Sonia tiene veintisiete años y que


Jaime es su marido? (No, no estoy haciendo trampa. Vuelva

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a leer la historia: en ningún momento había escrito que Sonia

fuera la hija. ) ¿Le parece normal que un marido le apague la

tele a su esposa «porque ya ha visto suficiente», que le ordene hacerse la cama, que la obligue
a comérselo todo, que le

prohiba coger un papel o que le pegue un bofetón? ¿Sigue

pensando que Jaime es un buen marido, pero que el carácter

difícil de Sonia le hace perder a veces los estribos? ¿Acaso no

es un derecho y un deber de cualquier marido corregir a su

esposa y moldear su carácter, recurriendo si es preciso al castigo («quien bien te quiere, te


hará llorar»)? ¿Acaso no juró

ella, ante Dios y ante los hombres, respetar y obedecer a su

marido? ¿Ha de intervenir el Estado en un asunto estrictamente

privado?

¿Por qué al leer por vez primera la historia de Jaime y

Sonia pensó usted que Sonia era una niña? Pues precisamente porque Jaime le gritaba y le
pegaba. Inconscientemente,

usted ha pensado: «Si la trata así, debe de ser su hija. » No se

nos ocurre que se pueda tratar así a un adulto, lo mismo que

al leer las palabras «ataque racista» en un titular, no se nos

ocurre pensar que las víctimas puedan ser suecas.

La violencia nos parece más aceptable cuando la víctima es

un niño; cuanto más pequeño, mejor.

Veamos otro ejemplo. Pedro, de seis años, pide un chicle en

la panadería. Maite finge no haberle oído. Pedro insiste. «Un chicle, por favor. » «No. »
«¡Quiero un chicle!» «¡Te he dicho que

no!» «¡Quiero un chicle!» «Mira, es que me pones de los nervios. Te he dicho veinte veces que
no te doy ningún chicle

exclama Maite mientras agarra fuertemente al niño por un

codo y lo arrastra fuera de la panadería.

¿Quién no ha visto, quién no ha vivido una escena así? Es

fácil comprender que una madre acabe por perder la paciencia...


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¿Y si resulta que Maite no es la madre? La madre, amable

lectora, es usted. Ha enviado usted a su hijo Pedro, con una

monedita en la mano, a comprar un chicle (no hay ni que

cruzar la calle), y Maite, la panadera, lo ha tratado de ese

modo. ¿No iría usted a protestar? ¡A que no vuelve a comprar en esa tienda!

La violencia contra un niño nos parece más aceptable cuando el agresor es un padre o maestro
que cuando es un desconocido. De hecho, jamás permitiríamos que un desconocido

se acercase a nuestro hijo en la calle y le pegase.

Y para el niño, ¿qué es más aceptable? La agresión de un

desconocido te puede causar dolor físico y miedo. Pero, ¡tu

propio padre! Al dolor y al miedo se unen el asombro, la

confusión, la traición, la culpa (sí, la culpa; aunque parezca

increíble, los niños tienden a pensar que, si les pegan, es porque se lo habrán merecido.
Incluso los que sufren las palizas

de un padre alcohólico se sienten culpables). Un desconocido

sólo golpea tu cuerpo; tus padres, además, pueden golpearte

el alma.

Imagine ahora que su hijo, de diez años, ha tenido una

disputa en el colegio. Un empujón, una zancadilla, unos cuantos insultos, un revolcón por el
suelo... Resultado final: un

niño lloroso, la ropa sucia y un arañazo en la rodilla. ¿Iría

usted a protestar al colegio o a hablar con los padres de los

agresores o con los agresores mismos? Probablemente no,

salvo que las agresiones fueran continuas o se produjeran

lesiones graves. Al fin y al cabo, «son cosas de niños». Es más,

muchos padres y no pocas madres le dirían a su hijo que lo

que tiene que hacer es dejar de lloriquear y plantar cara a

los matones...

Perdón, ¿he dicho su hijo de diez años? Quería decir su marido de treinta. Un compañero de
oficina, tras una discusión,

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le ha pegado un puñetazo y le ha tirado al suelo mientras los

demás colegas se reían y gritaban: «¡Dale, dale fuerte!». ¿Hay

alguna diferencia?

Claro que la hay. Un comportamiento así nos parece inaceptable. No hace falta esperar a que
se repita cada día, ni a

que haya un hueso roto. He visto poner una denuncia ante

los tribunales por mucho menos. El adulto que denuncia una

agresión no es un quejica ni un chivato, sino que está defendiendo sus derechos. Los niños, en
cambio, están sometidos a

una ley del silencio tan dura como la de la mafia, y cualquier

queja puede ser recibida con el desprecio de los compañeros

e incluso de los profesores74.

Podemos inventar mil excusas para maquillar la realidad,

pero lo cierto es que nuestra sociedad condena la violencia,

excepto cuando la víctima es un niño. Si la víctima es un niño

y si el agresor es otro niño, un maestro o sobre todo un padre,

se toleran y a veces aplauden dosis increíbles de violencia.

David Finkelhor, un sociólogo norteamericano que ha investigado en profundidad la violencia


familiar y los malos tratos,

señala tres motivos principales por los que los niños son agredidos con tanta frecuencia75:

1) Los niños son débiles y dependen de los adultos.

2) La justicia no se ocupa de protegerles, y la sociedad no

condena las agresiones.

3) Los niños no pueden escoger con quién se relacionan:

no pueden cambiar de padres, de escuela o de barrio cuando

quieren.

¿Estoy diciendo entonces que no podemos jamás, por ningún

motivo, pegar a un niño? Exactamente. ¿Y cómo podemos entonces imponer disciplina?


Imagínese que su hijo hace exactamente

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lo mismo dentro de quince años. No le podrá pegar porque

será más fuerte que usted (ése es, no nos engañemos, el principal motivo por el que no
pegamos a los chicos mayores). ¿Cómo
resolverá entonces la situación? Pues vaya practicando.

Estoy de acuerdo con Spock71 cuando afirma que algunos

padres, en vez de pegar a sus hijos, recurren a formas todavía

más dañinas de violencia, como la humillación, los gritos

constantes, las burlas o el desprecio. Como en todo, hay gradaciones; y las burlas e insultos
cotidianos pueden ser peores

que una bofetada flojita de tarde en tarde. Pero eso no me

sirve como justificación para las bofetadas

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