Hobsbawm Capítulo XIV
Hobsbawm Capítulo XIV
Hobsbawm Capítulo XIV
El otro día me preguntaron acerca de la competitividad de los Estados Unidos, y yo respondí
que no pienso en absoluto en ella. En la NCR nos consideramos una empresa competitiva
mundial, que prevé tener su sede central en los Estados Unidos.
Uno de los resultados cruciales (del desempleo masivo) puede ser el de que los jóvenes se
aparten progresivamente de la sociedad. Según encuestas recientes, estos jóvenes siguen
queriendo trabajo, por difícil que les resulte obtenerlo, y siguen aspirando también a tener una
carrera importante. En general, puede haber algún peligro de que en la próxima década se dé
una sociedad en la que no sólo “nosotros” estemos progresivamente divididos de “ellos”
(representando, cada una de estas divisiones, a grandes rasgos, la fuerza de trabajo y la
administración), sino en que la mayoría de los grupos estén cada vez más fragmentados, una
sociedad en la que los jóvenes y los relativamente desprotegidos estén en las antípodas de los
individuos más experimentados y mejor protegidos de la fuerza de trabajo.
La historia de los veinte años que siguieron a 1973 es la historia de un mundo que perdió su
rumbo y se deslizó hacia la inestabilidad y la crisis. Sin embargo, hasta la década de los ochenta
no se vio con claridad hasta qué punto estaban minados los cimientos de la edad de oro. Hasta
que una parte del mundo —la Unión Soviética y la Europa oriental del “socialismo real”— se
colapsó por completo, no se percibió la naturaleza mundial de la crisis, ni se admitió su
existencia en las regiones desarrolladas no comunistas. Durante muchos años los problemas
económicos siguieron siendo “recesiones”. No se había superado todavía el tabú de mediados
de siglo sobre el uso de los términos “depresión” o “crisis”, que recordaban la era de las
catástrofes. El simple uso de la palabra podía conjurar la cosa, aun cuando las “recesiones” de
los ochenta fuesen “las más graves de los últimos cincuenta años”, frase con la que se evitaba
mencionar los años treinta. La civilización que había transformado las frases mágicas de los
anunciantes en principios básicos de la economía se encontraba atrapada en su propio
mecanismo de engaño. Hubo que esperar a principios de los años noventa para que se
admitiese —como, por ejemplo, en Finlandia— que los problemas económicos del momento
eran peores que los de los años treinta.
Esto resultaba extraño en muchos sentidos. ¿Por qué el mundo económico era ahora menos
estable? Como han señalado los economistas, los elementos estabilizadores de la economía
eran más fuertes ahora que antes, a pesar de que algunos gobiernos de libre mercado —como
los de los presidentes Reagan y Bush en los Estados Unidos, y el de la señora Tatcher y el de su
sucesor en el Reino Unido— hubiesen tratado de debilitar algunos de ellos (World Economic
Survey, 1989, pp. 10-11). Los controles de almacén informatizados, la mejora de las
comunicaciones y la mayor rapidez de los transportes redujeron la importancia del “ciclo de
stocks” [inventory cycle] de la vieja producción en masa, que creaba grandes reservas de
mercancías para el caso de que fuesen necesarias en los momentos de expansión, y las frenaba
en seco en épocas de contracción, mientras se saldaban los stocks. El nuevo método, posible
por las tecnologías de los años setenta e impulsado por los japoneses, permitía tener stocks
menores, producir lo suficiente para atender al momento a los compradores y tener una
capacidad mucho mayor de adaptarse a corto plazo a los cambios de la demanda. No
estábamos en la época de Henry Ford, sino en la de Benetton. Al mismo tiempo, el
considerable peso del consumo gubernamental y de la parte de los ingresos privados que
procedían del gobierno (“transferencias” como la seguridad social y otros beneficios del estado
de bienestar) estabilizaban la economía. En conjunto sumaban casi un tercio del PIB, y crecían
en tiempo de crisis, aunque sólo fuese por el aumento de los costes del desempleo, de las
pensiones y de la atención sanitaria. Dado que esto perdura aún a fines del siglo XX,
tendremos tal vez que aguardar unos años para que los economistas puedan usar, para darnos
una explicación convincente, el arma definitiva de los historiadores, la perspectiva a largo
plazo.
La comparación de los problemas económicos de las décadas que van de los años setenta a los
noventa con los del período de entreguerras es incorrecta, aun cuando el temor de otra Gran
Depresión fuese constante durante todos estos años. “¿Puede ocurrir de nuevo?”, era la
pregunta que muchos se hacían, especialmente después del nuevo y espectacular hundimiento
en 1987 de la bolsa en Estados Unidos (y en todo el mundo) y de una crisis de los cambios
internacionales en 1992 (Termin, 1993, p. 99). Las “décadas de crisis” que siguieron a 1973 no
fueron una “Gran Depresión”, a la manera de la de 1930, como no lo habían sido las que
siguieron a 1873, aunque en su momento se las hubiese calificado con el mismo nombre. La
economía global no quebró, ni siquiera momentáneamente, aunque la edad de oro finalizase
en 1973-1975 con algo muy parecido a la clásica depresión cíclica, que redujo en un 10 por 100
la producción industrial en las “economías desarrolladas de mercado”, y el comercio
internacional en un 13 por 100 (Armstrong y Glyn, 1991, p. 225). En el mundo capitalista
avanzado continuó el desarrollo económico, aunque a un ritmo más lento que en la edad de
oro, a excepción de algunos de los “países de industrialización reciente” (fundamentalmente
asiáticos), cuya revolución industrial había empezado en la década de los sesenta. El
crecimiento del PIB colectivo de las economías avanzadas apenas fue interrumpido por cortos
períodos de estancamiento en los años de recesión de 1973-1975 y de 1981-1983 (OCDE,
1993, pp. 18-19). El comercio internacional de productos manufacturados, motor del
crecimiento mundial, continuó, e incluso se aceleró, en los prósperos años ochenta, a un nivel
comparable al de la edad de oro. A fines del siglo XX los países del mundo capitalista
desarrollado eran, en conjunto, más rico y productivos que a principios de los setenta y la
economía mundial de la que seguían siendo el núcleo central era mucho más dinámica.
Por otra parte, la situación en zonas concretas del planeta era bastante menos halagüeña. En
África, Asia occidental y América Latina, el crecimiento del PIB se estancó. La mayor parte de la
gente perdió poder adquisitivo y la producción cayó en las dos primeras de estas zonas
durante gran parte de la década de los ochenta, y en algunos años también en la ultima (World
Economic Survey, 1989, pp. 8 y 26). Nadie dudaba de que en estas zonas del mundo la década
de los ochenta fuese un período de grave depresión. En la antigua zona del “socialismo real”
de Occidente, las economías, que habían experimentado un modesto crecimiento en los
ochenta, se hundieron por completo después de 1989. En este caso resulta totalmente
apropiada la comparación de la crisis posterior a 1989 con la Gran Depresión, y todavía queda
por debajo de lo que fue el hundimiento de principios de los noventa. El PIB de Rusia cayó un
17 por 100 en 1990-1991, un 19 por 100 en 1991-1992 y un 11 por 100 en 1992-1993. Polonia,
aunque a principios de los años noventa experimentó cierta estabilización, perdió un 21 por
100 de su PIB en 1988-1992; Checoslovaquia, casi un 20 por 100; Rumania y Bulgaria, un 30
por 100 o más. A mediados de 1992 su producción industrial se cifraba entre la mitad y los dos
tercios de la de 1989 (Financial Times, 24-2-1994; EIB Papers, noviembre de 1992, p. 10).
No sucedió lo mismo en Oriente. Nada resulta más sorprendente que el contraste entre la
desintegración de las economías de la zona soviética y el crecimiento espectacular de la
economía en el mismo período. En este país, y en gran parte de los países del sureste y del
este asiáticos, que en los años setenta se convirtieron en la región económica más dinámica de
la economía mundial, el término “depresión” carecía de significado, excepto, curiosamente, en
el Japón de principios de los noventa. Sin embargo, si la economía mundial capitalista
prosperaba, no lo hacía sin problemas. Los problemas que habían dominado en la crítica al
capitalismo de antes de la guerra, y que la edad de oro había eliminado en buena medida
durante una generación —“la pobreza, el paro, la miseria y la inestabilidad” (véase la p. 270)—
reaparecieron tras 1973. El crecimiento volvió a verse interrumpido por graves crisis, muy
distintas de las “recesiones menores”, en 1974-1975, 1980-1982 y a fines de los ochenta. En la
Europa occidental el desempleo creció de un promedio del 1,5 por 100 en los sesenta hasta un
4,2 por 100 en los setenta (Van der Wee, 1987, p. 77). En el momento culminante de la
expansión, a finales de los ochenta, era de un 9,2 por 100 en la Comunidad Europea y de un 11
por 100 en 1993. La mitad de los desempleados (1986-1987) hacía más de un año que estaban
en paro, y un tercio de ellos más de dos (Human Development, 1991, p. 184). Dado que —a
diferencia de lo sucedido en la edad de oro— la población trabajadora potencial no
aumentaba con la afluencia de los hijos de la posguerra, y que la gente joven —tanto en
épocas buenas como malas— solía tener un mayor índice de desempleo que los trabajadores
de más edad, se podía haber esperado que el desempleo permanente disminuyese. (1)
Por lo que se refiere a la pobreza y la miseria, en los años ochenta incluso muchos de los países
más ricos y desarrollados tuvieron que acostumbrarse de nuevo a la visión cotidiana de
mendigos en las calles, así como al espectáculo de las personas sin hogar refugiándose en los
soportales al abrigo de cajas de cartón, cuando los policías no se ocupaban de sacarlos de la
vista del público. En una noche cualquiera de 1993, en la ciudad de Nueva York, veintitrés mil
hombres y mujeres durmieron en la calle o en los albergues públicos, y esta no era sino una
pequeña parte del 3 por 100 de la población de la ciudad que, en un momento u otro de los
cinco años anteriores, se encontró sin techo bajo el que cobijarse (New York Times, 16-11-
1993). En el Reino Unido (1989), cuatrocientas mil personas fueron calificadas oficialmente
como “personas sin hogar” (Human Development, 1992, p. 31). ¿Quién, en los años cincuenta,
o incluso a principios de los setenta, hubiera podido esperarlo?
La reaparición de los pobres sin hogar formaba parte del gran crecimiento de las desigualdades
sociales y económicas de la nueva era. En relación con las medias mundiales, las “economías
desarrolladas de mercado” más ricas no eran —o no lo eran todavía— particularmente injustas
en la distribución de sus ingresos. En las menos igualitarias (Australia, Nueva Zelanda, Estados
Unidos, Suiza), el 20 por 100 de los hogares del sector más rico de la población disfrutaban de
una renta media entre ocho y diez veces superiores a las del 20 por 100 de los hogares del
sector bajo, y el 10 por 100 de la cúspide se apropiaba normalmente de entre el 20 y el 25 por
100 de la renta total del país; sólo los potentados suizos y neozelandeses, así como los ricos de
Singapur y Hong Kong, disponían de una renta muy superior. Esto no era nada comparado con
las desigualdades en países como Filipinas, Malaysia, Perú, Jamaica o Venezuela, donde el
sector alto obtenía casi un tercio de la renta total del país, por no hablar de Guatemala,
México, Sri Lanka y Botswana, donde obtenía cerca del 40 por 100, y de Brasil, el máximo
candidato al campeonato de la desigualdad económica. (2) En este paradigma de la injusticia
social el 20 por 100 del sector bajo de la población se reparte el 2,5 por 100 de la renta total de
la nación, mientras que el 20 por 100 situado en el sector alto disfruta de casi los dos tercios
de la misma. El 10 por 100 superior se apropia de casi la mitad ( World Development, 1992, pp.
276-277; Human Development, 1991, pp. 152-153 y 186). (3)
Sin embargo, en las décadas de crisis la desigualdad creció inexorablemente en los países de
las “economías desarrolladas de mercado”, en especial desde el momento en que el aumento
casi automático de los ingresos reales al que estaban acostumbradas las clases trabajadoras en
la edad de oro llegó a su fin. Aumentaron los extremos de pobreza y riqueza, al igual que lo
hizo el margen de la distribución de las rentas en la zona intermedia. Entre 1967 y 1990 el
número de negros estadounidenses que ganaron menos de 5.000 dólares (1990) y el de los
que ganaron más de 50.000 crecieron a expensas de las rentas intermedias (New York
Times, 25-9-1992). Como los países capitalistas ricos eran más ricos que nunca con
anterioridad, y sus habitantes, en conjunto, estaban protegidos por los generosos sistemas de
bienestar y seguridad social de la edad oro (véanse pp. 286-287), hubo menos malestar social
del que se hubiera podido esperar, pero las haciendas gubernamentales se veían agobiadas
por los grandes gastos sociales, que aumentaron con mayor rapidez que los ingresos estatales
en economías cuyo crecimiento era más lento que antes de 1973. Pese a los esfuerzos
realizados, casi ninguno de los gobiernos de los países ricos —y básicamente democráticos—,
ni siquiera los más hostiles a los gastos sociales, lograron reducir, o mantener controlada, la
gran proporción del gasto público destinada a estos fines. (4)
En 1970 nadie hubiese esperado, ni siquiera imaginado, que sucediesen estas cosas. A
principios de los noventa empezó a difundirse un clima de inseguridad y de resentimiento
incluso en muchos de los países ricos. Como veremos, esto contribuyó a la ruptura de sus
pautas políticas tradicionales. Entre 1990 y 1993 no se intentaba negar que incluso el mundo
capitalista desarrollado estaba en una depresión. Nadie sabía qué había que hacer con ella,
salvo esperar a que pasase. Sin embargo, el hecho central de las décadas de crisis no es que el
capitalismo funcionase peor que en la edad de oro, sino que sus operaciones estaban fuera de
control. Nadie sabía cómo enfrentarse a las fluctuaciones caprichosas de la economía mundial,
ni tenía instrumentos para actuar sobre ellas. La herramienta principal que se había empleado
para hacer esa función en la edad de oro, la acción política coordinada nacional o
internacionalmente, ya no funcionaba. Las décadas de crisis fueron la época en la que el
estado nacional perdió sus poderes económicos.
Esto no resultó evidente enseguida, porque, como de costumbre, la mayor parte de los
políticos, los economistas y los hombres de negocios no percibieron la persistencia del cambio
en la coyuntura económica. En los años setenta, las políticas de muchos gobiernos, y de
muchos estados, daban por supuesto que los problemas eran temporales. En uno o dos años
se podrían recuperar la prosperidad y el crecimiento. No era necesario, por tanto, cambiar
unas políticas que habían funcionado bien durante una generación. La historia de esta década
fue, esencialmente, la de unos gobiernos que compraban tiempo —y en el caso de los países
del tercer mundo y de los estados socialistas, a costa de sobrecargarse con lo que esperaban
que fuese una deuda a corto plazo— y aplicaban las viejas recetas de la economía keynesiana.
Durante gran parte de la década de los setenta sucedió también que en la mayoría de los
países capitalistas avanzados se mantuvieron en el poder —o volvieron a él tras fracasados
intermedios conservadores (como en Gran Bretaña en 1974 y en los Estados Unidos en 1976)
— gobiernos socialdemócratas, que no estaban dispuestos a abandonar la política de la edad
de oro.
La única alternativa que se ofrecía era la propugnada por la minoría de los teólogos
ultraliberales. Incluso antes de la crisis, la aislada minoría de creyentes en el libre mercado sin
restricciones había empezado su ataque contra la hegemonía de los keynesianos y de otros
paladines de la economía mixta y el pleno empleo. El celo ideológico de los antiguos valedores
del individualismo se vio reforzado por la aparente impotencia y el fracaso de las políticas
económicas convencionales, especialmente después de 1973. El recientemente creado (1969)
premio Nobel de Economía respaldó el neoliberalismo después de 1974, al concederlo ese año
a Friedrich von Hayek (véase la p. 273) y, dos años después, a otro defensor militante del
ultraliberalismo económico, Milton Friedman. (5) Tras 1974 los partidarios del libre mercado
pasaron a la ofensiva, aunque no llegaron a dominar las políticas gubernamentales hasta 1980,
con la excepción de Chile, donde una dictadura militar basada en el terror permitió a los
asesores estadounidesnes instaurar una economía ultraliberal tras el derrocamiento, en 1973,
de un gobierno popular. Con lo que se demostraba, de paso, que no había una conexión
necesaria entre el mercado libre y la democracia política. (Para ser justos con el profesor Von
Hayek, éste, a diferencia de los propagandistas occidentales de la guerra fría, no sostenía que
hubiese tal conexión).
La batalla entre los keynesianos y los neoliberales no fue simplemente una confrontación
técnica entre economistas profesionales, ni una búsqueda de maneras de abordar nuevos y
preocupantes problemas económicos. (¿Quién, por ejemplo, había pensado en la imprevisible
combinación de estancamiento económico y precios en rápido aumento, para la cual hubo que
inventar en los años setenta el término de “estanflación”?) Se trataba de una guerra entre
ideologías incompatibles. Ambos bandos esgrimían argumentos económicos: los keynesianos
afirmaban que los salarios altos, el pleno empleo y el estado del bienestar creaban la demanda
del consumidor que alentaba la expansión, y que bombear más demanda en la economía era la
mejor manera de afrontar las depresiones económicas. Los neoliberales aducían que la
economía y la política de la edad de oro dificultaban —tanto al gobierno como a las empresas
privadas— el control de la inflación y el recorte de los costes, que habían de hacer posible el
aumento de los beneficios, que era el auténtico motor del crecimiento en una economía
capitalista. En cualquier caso, sostenían, la “mano oculta” del libre mercado de Adam Smith
produciría con certeza un mayor crecimiento de la “riqueza de las naciones” y una mejor
distribución posible de la riqueza y las rentas; afirmación que los keynesianos negaban. En
ambos casos, la economía racionalizaba un compromiso ideológico, una visión a priori de la
sociedad humana. Los neoliberales veían con desconfianza y desagrado la Suecia
socialdemócrata —un espectacular éxito económico de la historia del siglo XX— no porque
fuese a tener problemas en las décadas de crisis —como les sucedió a economías de otro tipo
—, sino porque este éxito se basaba en “el famoso modelo económico sueco, con sus valores
colectivistas de igualdad y solidaridad” (Financial Times, 11-11-1990). Por el contrario, el
gobierno de la señora Tatcher en el Reino Unido fue impopular entre la izquierda, incluso
durante sus años de éxito económico, porque se basaba en un egoísmo asocial e incluso
antisocial.
Estas posiciones dejaban poco margen para la discusión. Supongamos que se pueda demostrar
que el suministro de sangre para usos médicos se obtiene mejor comprándola a alguien que
esté dispuesto a vender medio litro de su sangre a precio de mercado. ¿Debilitaría esto la
fundamentación del sistema británico basado en los donantes voluntarios altruistas, que con
tanta elocuencia y convicción defendió R. M. Titmuss en The Gift Relationship? (Titmuss, 1970).
Seguramente no, aunque Titmuss demostró también que el sistema de donación de sangre
británico era tan eficiente como el sistema comercial y más seguro. (6) En condiciones iguales,
muchos de nosotros preferimos una sociedad cuyos ciudadanos están dispuestos a prestar
ayuda desinteresada a sus semejantes, aunque sea simbólicamente, a otra en que no lo están.
A principios de los noventa el sistema político italiano se vino abajo porque los votantes se
rebelaron contra su corrupción endémica, no porque muchos italianos hubieran sufrido
directamente por ello —un gran número, quizá la mayoría, se habían beneficiado—, sino por
razones morales. Los únicos partidos políticos que no fueron barridos por la avalancha moral
fueron los que no estaban integrados en el sistema. Los paladines de la libertad individual
absoluta permanecieron impasibles ante las evidentes injusticias sociales del capitalismo de
libre mercado, aun cuando éste (como en Brasil durante gran parte de los ochenta) no
producía crecimiento económico. Por el contrario, quienes, como este autor, creen en la
igualdad y la justicia social agradecieron la oportunidad de argumentar que el éxito económico
capitalista podría incluso asentarse más firmemente en una distribución de la renta
relativamente igualitaria, como en Japón (véase la p. 357). (7) Que cada bando tradujese sus
creencias fundamentales en argumentos pragmáticos —por ejemplo, acerca de si la asignación
de recursos a través de los precios de mercado era o no óptima— resulta secundario. Pero,
evidentemente, ambos tenían que elaborar fórmulas políticas para enfrentarse a la
ralentización económica.
En este aspecto los defensores de la economía de la edad de oro no tuvieron éxito. Esto se
debió, en parte, a que estaban obligados a mantener su compromiso político e ideológico con
el pleno empleo, el estado del bienestar y la política de consenso de la posguerra. O, más bien,
a que se encontraban atenazados entre las exigencias del capital y del trabajo, cuando ya no
existía el crecimiento de la edad de oro que hizo posible el aumento conjunto de los beneficios
y de las rentas que no procedían de los negocios, sin obstaculizarse mutuamente. En los años
setenta y ochenta Suecia, el estado socialdemócrata por excelencia, mantuvo el pleno empleo
con bastante éxito gracias a los subsidios industriales, creando puestos de trabajo y
aumentando considerablemente el empleo estatal y público, lo que hizo posible una notable
expansión del sistema de bienestar. Una política semejante sólo podía mantenerse reduciendo
el nivel de vida de los trabajadores empleados, con impuestos penalizadores sobre las rentas
altas y a costa de grandes déficits. Si no volvían los tiempos del gran salto hacia adelante, estas
medidas sólo podían ser temporales, de modo que comenzó a hacerse marcha atrás desde
mediados de los ochenta. A finales del siglo XX, el “modelo sueco” estaba en retroceso, incluso
en su propio país de origen.
Sin embargo, este modelo fue también minado —y quizás en mayor medida— por la
mundialización de la economía que se produjo a partir de 1970, que puso a los gobiernos de
todos los estados —a excepción, tal vez, del de los Estados Unidos, con su enorme economía—
a merced de un incontrolable “mercado mundial”. (Por otra parte, es innegable que “el
mercado” engendra muchas más suspicacias en los gobiernos de izquierdas que en los
gobiernos conservadores). A principios de los ochenta incluso un país tan grande y rico como
Francia, en aquella época bajo un gobierno socialista, encontraba imposible impulsar su
economía unilateralmente. A los dos años de la triunfal elección del presidente Mitterrand,
Francia tuvo que afrontar una crisis en la balanza de pagos, se vio forzada a devaluar su
moneda y a sustituir el estímulo keynesiano de la demanda por una “austeridad con rostro
humano”.
Por otra parte, los neoliberales estaban también perplejos, como resultó evidente a finales de
los ochenta. Tuvieron pocos problemas para atacar las rigideces, ineficiencias y despilfarros
económicos que a veces, conllevaban las políticas de la edad de oro, cuando éstas ya no
pudieron mantenerse a flote gracias a la creciente marea de prosperidad, empleo e ingresos
gubernamentales. Había amplio margen para aplicar el limpiador neoliberal y desincrustar el
casco del buque de la “economía mixta”, con resultados beneficiosos. Incluso la izquierda
británica tuvo que acabar admitiendo que algunos de los implacables correctivos impuestos a
la económica británica por la señora Tatcher eran probablemente necesarios. Había buenas
razones para esa desilusión acerca de la gestión de las industrias estatales y de la
administración pública que acabó siendo tan común en los ochenta.
Sin embargo, la simple fe en que la empresa era buena y el gobierno malo (en palabras del
presidente Reagan, “el gobierno no es la solución, sino el problema”) no constituía una política
económica alternativa. Ni podía serlo en un mundo en el cual, incluso en los Estados Unidos
“reaganianos”, el gasto del gobierno central representaba casi un cuarto del PNB, y en los
países desarrollados de la Europa comunitaria, casi el 40 por 100 (World Development, 1992,
p. 239). Estos enormes pedazos de la economía podían administrarse con un estilo
empresarial, con el adecuado sentido de los costes y los beneficios (como no siempre sucedía),
pero no podían operar como mercados, aunque lo pretendiesen los ideólogos. En cualquier
caso, la mayoría de los gobiernos neoliberales se vieron obligados a gestionar y a dirigir sus
economías, aun cuando pretendiesen que se limitaban a estimular las fuerzas del mercado.
Además, no existía ninguna fórmula con la que se pudiese reducir el peso del estado. Tras
catorce años en el poder, el más ideológico de los regímenes de libre mercado, el Reino Unido
“tatcherista”, acabó gravando a sus ciudadanos con una carga impositiva considerablemente
mayor que la que habían soportado bajo el gobierno laborista.
De hecho, no hubo nunca una política económica neoliberal única y específica, excepto
después de 1989 en los antiguos estados socialistas del área soviética, donde —con el
asesoramiento de jóvenes leones de la economía occidental— se hicieron intentos
condenados previsiblemente al desastre de implantar una economía de mercado de un día a
otro. El principal régimen neoliberal, los Estados Unidos del presidente Reagan, aunque
oficialmente comprometidos con el conservadurismo fiscal (esto es, con el equilibrio
presupuestario) y con el “monetarismo” de Milton Friedman, utilizaron en realidad métodos
keynesianos para intentar salir de la depresión de 1979-1982, creando un déficit gigantesco y
poniendo en marcha un no menos gigantesco plan armamentístico. Lejos de dejar el valor del
dólar a merced del mercado y de la ortodoxia monetaria, Washington volvió después de 1984
a la intervención deliberada a través de la presión diplomática (Kuttner, 1991, pp. 88-94). Así
ocurrió que los regímenes más profundamente comprometidos con la economía del laissez-
faire resultaron algunas veces ser, especialmente los Estados Unidos de Reagan y el Reino
Unido de Tatcher, profunda y visceralmente nacionalistas y desconfiados ante el mundo
exterior. Los historiadores no pueden hacer otra cosa que constatar que ambas actitudes son
contradictorias. En cualquier caso, el triunfalismo neoliberal no sobrevivió a los reveses de la
economía mundial de principios de los noventa, ni tal vez tampoco al inesperado
descubrimiento de que la economía más dinámica y de más rápido crecimiento del planeta,
tras la caída del comunismo soviético, era la de la China comunista, lo cual llevó a los
profesores de las escuelas de administración de empresas occidentales y a los autores de
manuales de esta materia —un floreciente género literario— a estudiar las enseñanzas de
Confucio en relación con los secretos del éxito empresarial.
Lo que hizo que los problemas económicos de las décadas de crisis resultaran más
preocupantes —y socialmente subversivos— fue que las fluctuaciones coyunturales
coincidiesen con cataclismos estructurales. La economía mundial que afrontaba los problemas
de los setenta y los ochenta ya no era la economía de la edad de oro, aunque era, como hemos
visto, el producto predecible de esa época. Su sistema productivo quedó transformado por la
revolución tecnológica, y se globalizó o “transnacionalizó” extraordinariamente, con unas
consecuencias espectaculares. Además, en los años setenta era imposible intuir las
revolucionarias consecuencias sociales y culturales de la edad de oro —de las que hemos
hablado en capítulos precedentes—, así como sus potenciales consecuencias ecológicas.
Todo esto se puede explicar muy bien con los ejemplos del trabajo y el paro. La tendencia
general de la industrialización ha sido la de sustituir la destreza humana por la de las
máquinas; el trabajo humano, por fuerzas mecánicas, dejando a la gente sin trabajo. Se
supuso, correctamente, que el vasto crecimiento económico que engendraba esta constante
revolución industrial crearía automáticamente puestos de trabajo más que suficientes para
compensar los antiguos puestos perdidos, aunque había opiniones muy diversas respecto a
qué cantidad de desempleados se precisaba para que semejante economía pudiese funcionar.
La edad de oro pareció confirmar este optimismo. Como hemos visto (en el capítulo 10) el
crecimiento de la industria era tan grande que la cantidad y la proporción de trabajadores
industriales no descendió significativamente, ni siquiera en los países más industrializados.
Pero las décadas de crisis empezaron a reducir el empleo en proporciones espectaculares,
incluso en las industrias en proceso de expansión. En los Estados Unidos el número de
telefonistas del servicio de larga distancia descendió un 12 por 100 entre 1950 y 1970,
mientras las llamadas se multiplicaban por cinco, y entre 1970 y 1990 cayó un 40 por 100, al
tiempo que se triplicaban las llamadas (Technology, 1986, p. 328). El número de trabajadores
disminuyó rápidamente en términos relativos y absolutos. El creciente desempleo de estas
décadas no era simplemente cíclico, sino estructural. Los puestos de trabajo perdidos en las
épocas malas no se recuperaban en las buenas; nunca volverían a recuperarse.
Esto no sólo se debe a que la nueva división internacional del trabajo transfirió industrias de
las antiguas regiones, países o continentes a los nuevos, convirtiendo los antiguos centros
industriales en “cinturones de herrumbre” o en espectrales paisajes urbanos en los que se
había borrado cualquier vestigio de la antigua industria, como en un estiramiento facial. El
auge de los nuevos países industriales es sorprendente: a mediados de los ochenta, siete de
estos países tercermundistas consumían el 24 por 100 del acero mundial y producían el 15 por
100, por tomar un índice de industrialización tan bueno como cualquier otro. (8) Además, en un
mundo donde los flujos económicos atravesaban las fronteras estatales —con la excepción del
de los emigrantes en busca de trabajo—, las industrias con uso intensivo de trabajo emigraban
de los países con salarios elevados a países de salarios bajos: es decir, de los países ricos que
componían el núcleo central del capitalismo, como los Estados Unidos, a los países de la
periferia. Cada trabajador empleado a salarios tejanos en El Paso representaba un lujo si, con
sólo cruzar el río hasta Juárez, en México, se podía disponer de un trabajador que, aunque
fuese inferior, costaba varias veces menos.
Pero incluso los países preindustriales o de industrialización incipiente estaban gobernados por
la implacable lógica de la mecanización, que más pronto o más tarde haría que incluso el
trabajador más barato costase más caro que una máquina capaz de hacer su trabajo, y por la
lógica, igualmente implacable, de la competencia del libre comercio mundial. Por barato que
resultase el trabajo en Brasil, comparado con Detroit o Wolfsburg, la industria automovilística
de Sao Paulo se enfrentaba a los mismos problemas de desplazamiento del trabajo por la
mecanización que tenían en Michigan o en la Baja Sajonia; o, por lo menos, esto decían al
autor los dirigentes sindicales brasileños en 1992. El rendimiento y la productividad de la
maquinaria podían ser constante y —a efectos prácticos— infinitamente aumentados por el
progreso tecnológico, y su coste ser reducido de manera espectacular. No sucede lo mismo
con los seres humanos, como puede demostrarlo la comparación entre la progresión de la
velocidad en el transporte aéreo y la de la marca mundial de los cien metros lisos. El coste del
trabajo humano no puede ser en ningún caso inferior al coste de mantener vivos a los seres
humanos al nivel mínimo considerado aceptable en su sociedad, o, de hecho, a cualquier nivel.
Cuanto más avanzada es la tecnología, más caro resulta el componente humano de la
producción comparado con el mecánico.
La tragedia histórica de las décadas de crisis consistió en que la producción prescindía de los
seres humanos a una velocidad superior a aquella en que la economía de mercado creaba
nuevos puestos de trabajo para ellos. Además, este proceso fue acelerado por la competencia
mundial, por las dificultades financieras de los gobiernos que, directa o indirectamente, eran
los mayores contratistas de trabajo, así como, después de 1980, por la teología imperante del
libre mercado, que presionaba para que se transfiriese el empleo a formas de empresa
maximizadoras del beneficio, en especial a las privadas, que, por definición, no tomaban en
cuenta otro interés que el suyo en términos estrictamente pecuniarios. Esto significó, entre
otras cosas, que los gobiernos y otras entidades públicas dejaron de ser contratistas de trabajo
en última instancia (World Labour, p. 48). El declive del sindicalismo, debilitado tanto por la
depresión económica como por la hostilidad de los gobiernos neoliberales, aceleró este
proceso, puesto que una de las funciones que más cuidaba era precisamente la protección del
empleo. La economía mundial estaba en expansión, pero el mecanismo automático mediante
el cual esta expansión generaba empleo para los hombres y mujeres que accedían al mercado
de trabajo sin una formación especializada se estaba desintegrando.
Para plantearlo de otra manera. La revolución agrícola hizo que el campesinado, del que la
mayoría de la especie humana formó parte a lo largo de la historia, resultase innecesario, pero
los millones de personas que ya no se necesitaban en el campo fueron absorbidas por otras
ocupaciones intensivas en el uso de trabajo, que sólo requerían una voluntad de trabajar, la
adaptación de rutinas campesinas, como las de cavar o construir muros, o la capacidad de
aprender en el trabajo. ¿Qué les ocurriría a esos trabajadores cuando estas ocupaciones
dejasen a su vez de ser necesarias? Aun cuando algunos pudiesen reciclarse para desempeñar
los oficios especializados de la era de la información que continúan expandiéndose (la mayoría
de los cuales requieren una formación superior), no habría puestos suficientes para compensar
los perdidos (Technology, 1986, pp. 7-9 y 335). ¿Qué les sucedería, entonces, a los campesinos
del tercer mundo que seguían abandonando sus aldeas?
En los países ricos del capitalismo tenían sistemas de bienestar en los que apoyarse, aun
cuando quienes dependían permanentemente de estos sistemas debían afrontar el
resentimiento y el desprecio de quienes se veían a sí mismos como gentes que se ganaban la
vida con su trabajo. En los países pobres entraban a formar parte de la amplia y oscura
economía “informal” o “paralela”, en la cual hombres, mujeres y niños vivían, nadie sabe
cómo, gracias a una combinación de trabajos ocasionales, servicios, chapuzas, compra, venta y
hurto. En los países ricos empezaron a constituir, o a reconstituir, una “subclase” cada vez más
segregada, cuyos problemas se consideraban de facto insolubles, pero secundarios, ya que
formaban tan sólo una minoría permanente. El gueto de la población negra nativa (9) de los
Estados Unidos se convirtió en el ejemplo tópico de este submundo social. Lo cual no quiere
decir que la “economía sumergida” no exista en el primer mundo. Los investigadores se
sorprendieron al descubrir que a principios de los noventa había en los veintidós millones de
hogares del Reino Unido más de diez millones de libras esterlinas en efectivo, o sea un
promedio de 460 libras por hogar, una cifra cuya cuantía se justificaba por el hecho de que “la
economía sumergida funciona por lo general en efectivo” (Financial Times, 18-10-1993).
II
Las nuevas fuerzas políticas que vinieron a ocupar este espacio cubrían un amplio espectro,
que abarcaba desde los grupos xenófobos y racistas de derechas a través de diversos partidos
secesionistas (especialmente, aunque no sólo, los étnico-nacionalistas) hasta los diversos
partidos “verdes” y otros “nuevos movimientos sociales” que reclamaban un lugar en la
izquierda. Algunos lograron una presencia significativa en la política de sus países, a veces un
predominio regional, aunque a fines del siglo XX ninguno haya reemplazado de hechos a los
viejos establishments políticos.
Mientras tanto, el apoyo electoral a los otros partidos experimentaba grandes fluctuaciones.
Algunos de los más influyentes abandonaron el universalismo de las políticas democráticas y
ciudadanas y abrazaron las de alguna identidad de grupo, compartiendo un rechazo visceral
hacia los extranjeros y marginados y hacia el estado-nación omnicomprensivo de la tradición
revolucionaria estadounidense y francesa. Más adelante nos ocuparemos del auge de las
nuevas “políticas de identidad”.
Desde principios de los años treinta —en otro período de depresión— no se había visto nada
semejante al colapso del apoyo electoral que experimentaron, a finales de los ochenta y
principios de los noventa, partidos consolidados y con gran experiencia de gobierno, como el
Partido Socialista en Francia (1990), el Partido Conservador en Canadá (1993), y los partidos
gubernamentales italianos (1993). En resumen, durante las décadas de crisis las estructuras
políticas de los países capitalistas democráticos, hasta entonces estables, empezaron a
desmoronarse. Y las nuevas fuerzas políticas que mostraron un mayor potencial de
crecimiento eran las que combinaban una demagogia populista con fuertes liderazgos
personales y la hostilidad hacia los extranjeros. Los supervivientes de la era de entreguerras
tenían razones para sentirse descorazonados.
III
También fue alrededor de 1970 cuando empezó a producirse una crisis similar, desapercibida
al principio, que comenzó a minar el “segundo mundo” de las “economías de planificación
centralizada”. Esta crisis resultó primero encubierta, y posteriormente acentuada, por la
inflexibilidad de sus sistemas políticos, de modo que el cambio, cuando se produjo, resultó
repentino, como sucedió en China tras la muerte de Mao y, en 1983-1985, en la Unión
Soviética, tras la muerte de Brezhnev (véase el capítulo 16). Desde el punto de vista
económico, estaba claro desde mediados de la década de los sesenta que el socialismo de
planificación centralizada necesitaba reformas urgentes. Y a partir de 1970 se evidenciaron
graves síntomas de auténtica regresión. Este fue el preciso momento en que estas economías
se vieron expuestas —como todas las demás, aunque quizá no en la misma medida— a los
movimientos incontrolables y a las impredecibles fluctuaciones de la economía mundial
transnacional. La entrada masiva de la Unión Soviética en el mercado internacional de cereales
y el impacto de las crisis petrolíferas de los setenta representaron el fin del “campo socialista”
como una economía regional autónoma, protegida de los caprichos de la economía mundial
(véase la p. 374).
Curiosamente, el Este y el Oeste estaban unidos no sólo por la economía transnacional, que
ninguno de ellos podía controlar, sino también por la extraña interdependencia del sistema de
poder de la guerra fría. Como hemos visto en el capítulo VIII, este sistema estabilizó a las
superpotencias y a sus áreas de influencia, pero había de sumir a ambas en el desorden en el
momento en que se desmoronase. No se trataba de un desorden meramente político, sino
también económico. Con el súbito desmoronamiento del sistema político soviético, se
hundieron también la división interregional del trabajo y las redes de dependencia mutua
desarrolladas en la esfera soviética, obligando a los países y regiones ligados a éstas a
enfrentarse individualmente a un mercado mundial para el cual no estaban preparados.
Tampoco Occidente lo estaba para integrar los vestigios del antiguo “sistema mundial
paralelo” comunista en su propio mercado mundial, como no pudo hacerlo, aun queriéndolo,
la Comunidad Europea. (11)
Finlandia, un país que experimentó uno de los éxitos económicos más espectaculares de la
Europa de la posguerra, se hundió en una gran depresión debido al derrumbamiento de la
economía soviética. Alemania, la mayor potencia económica de Europa, tuvo que imponer
tremendas restricciones a su economía, y a la de Europa en su conjunto, porque su gobierno
(contra las advertencias de sus banqueros, todo hay que decirlo) había subestimado la
dificultad y el coste de la absorción de una parte relativamente pequeña de la economía
socialista, los dieciséis millones de personas de la República Democrática Alemana. Estas
fueron consecuencias imprevistas de la quiebra soviética, que casi nadie esperaba hasta que se
produjeron.
Lo que muchos reformistas del mundo socialista hubiesen querido era transformar el
comunismo en algo parecido a la socialdemocracia occidental. Su modelo era más bien
Estocolmo que Los Ángeles. No parece que Hayek y Friedman tuviesen muchos admiradores
secretos en Moscú o Budapest. La desgracia de estos reformistas fue que la crisis de los
sistemas comunistas coincidiese con la crisis de la edad de oro del capitalismo, que fue a su vez
la crisis de los sistemas socialdemócratas. Y todavía fue peor que el súbito desmoronamiento
del comunismo hiciese indeseable e impracticable un programa de transformación gradual, y
que esto sucediese durante el (breve) intervalo en que en el Occidente capitalista triunfaba el
radicalismo rampante de los ideólogos del ultraliberalismo. Éste proporcionó, por ello, la
inspiración teórica a los regímenes poscomunistas, aunque en la práctica mostró ser tan
irrealizable allí como en cualquier otro lugar.
Sin embargo, aunque en muchos aspectos las crisis discurriesen por caminos paralelos en el
Este y en el Oeste, y estuviesen vinculadas en una sola crisis global tanto por la política como
por la economía, divergían en dos puntos fundamentales. Para el sistema comunista, al menos
en la esfera soviética, que era inflexible e inferior, se trataba de una cuestión de vida o muerte,
a la que no sobrevivió. En los países capitalistas desarrollados lo que estaba en juego nunca fue
la supervivencia del sistema económico y, pese a la erosión de sus sistemas políticos, tampoco
lo estaba la viabilidad de éstos. Ello podría explicar —aunque no justificar— la poco
convincente afirmación de un autor estadounidense según el cual con el fin del comunismo la
historia de la humanidad sería en adelante la historia de la democracia liberal. Sólo en un
aspecto crucial estaban estos sistemas en peligro: su futura existencia como estados
territoriales individuales ya no estaba garantizada. Pese a todo, a principios de los noventa, ni
uno solo de estos estados-nación occidentales amenazados por los movimientos secesionistas
se había desintegrado.
Durante la era de las catástrofes, el final del capitalismo había parecido próximo. La Gran
Depresión podía describirse, como en el título de un libro contemporáneo, como This Final
Crisis (Hutt, 1935). Pocos tenían ahora una visión apocalíptica sobre el futuro inmediato del
capitalismo desarrollado, aunque un historiador y marchante de arte francés predijese
rotundamente el fin de la civilización occidental para 1976 argumentando, con cierto
fundamento, que el empuje de la economía estadounidense, que había hecho avanzar en el
pasado al resto del mundo capitalista, era ya una fuerza agotada (Gimpel, 1992). Consideraba,
por tanto, que la depresión actual “se prolongará hasta bien entrado el próximo milenio”. Para
ser justos habrá que decir que, hasta mediados o incluso fines de los ochenta, tampoco
muchos se mostraban apocalípticos respecto de las perspectivas de la Unión Soviética.
Los judíos que emigraron de la Unión Soviética a Israel promovieron en este país la música
clásica, ya que provenían de un país en el que asistir a conciertos en directo seguía siendo una
actividad normal, por lo menos entre el colectivo judío. El público de los conciertos no se había
reducido allí a una pequeña minoría de personas de mediana o avanzada edad. (12)
Los habitantes de Moscú y de Varsovia se sentían menos preocupados por problemas que
abrumaban a los de Nueva York o Londres: el visible crecimiento del índice de criminalidad, la
inseguridad ciudadana y la impredecible violencia de una juventud sin normas. Había,
lógicamente, escasa ostentación pública del tipo de comportamiento que indignaba a las
personas socialmente conservadoras o convencionales, que lo veían como una evidencia de la
descomposición de la civilización y presagiaban un colapso como el de Weimar.
Es difícil determinar en qué medida esta diferencia entre el Este y el Oeste se debía a la mayor
riqueza de las sociedades occidentales y al rígido control estatal de las del Este. En algunos
aspectos, este y oeste evolucionaron en la misma dirección. En ambos, las familias eran cada
vez más pequeñas, los matrimonios se rompían con mayor facilidad que en otras partes, y la
población de los estados —o, en cualquier caso, la de sus regiones más urbanizadas e
industrializadas— se reproducía poco. En ambos también —aunque estas afirmaciones
siempre deban hacerse con cautela— se debilitó el arraigo de las religiones occidentales
tradicionales, aunque especialistas en la materia afirmaban que en la Rusia postsoviética se
estaba produciendo un resurgimiento de las creencias religiosas, aunque no de la práctica. En
1989 las mujeres polacas —como los hechos se encargaron de demostrar— eran refractarias a
dejar que la Iglesia católica dictase sus hábitos de emparejamiento como las mujeres italianas,
pese a que en la etapa comunista los polacos hubiesen manifestado una apasionada adhesión
a la Iglesia por razones nacionalistas y antisoviéticas. Evidentemente los regímenes comunistas
dejaban menos espacio para las subculturas, las contraculturas o los submundos de cualquier
especie, y reprimían las disidencias. Además, los pueblos que han experimentado períodos de
terror general y despiadado, como sucedía en muchos de estos estados, es más probable que
sigan con la cabeza gacha incluso cuando se suaviza el ejercicio del poder. Con todo, la relativa
tranquilidad de la vida socialista no se debía al temor. El sistema aisló a sus ciudadanos del
pleno impacto de las transformaciones sociales de Occidente porque los aisló del pleno
impacto del capitalismo occidental. Los cambios que experimentaron procedían del estado o
eran una respuesta al estado. Lo que el estado no se propuso cambiar permaneció como
estaba antes. La paradoja del comunismo en el poder es que resultó ser conservador.
IV
Es prácticamente imposible hacer generalizaciones sobre la extensa área del tercer mundo
(incluyendo aquellas zonas del mismo que estaban ahora en proceso de industrialización). En
la medida en que sus problemas pueden estudiarse en conjunto, he procurado hacerlo en los
capítulos VII y XII. Como hemos visto, las décadas de crisis afectaron a aquellas regiones de
maneras muy diferentes. ¿Cómo podemos comparar Corea del Sur, donde desde 1970 hasta
1985 el porcentaje de la población que poseía un aparato de televisión pasó de un 6,4 por 100
a un 99,1 por 100 (Jon, 1993), con un país como Perú, donde más de la mitad de la población
estaba por debajo del umbral de la pobreza —más que en 1972— y donde el consumo per
cápita estaba cayendo (Anuario, 1989), por no hablar de los asolados países del África
subsahariana? Las tensiones que se producían en un subcontinente como la India eran las
propias de una economía en crecimiento y de una sociedad en transformación. Las que sufrían
zonas como Somalia, Angola y Liberia eran las propias de unos países en disolución dentro de
un continente sobre cuyo futuro pocos se sentían optimistas.
La única generalización que podía hacerse con seguridad era la de que, desde 1970, casi todos
los países de esta categoría se habían endeudado profundamente. En 1990 se los podía
clasificar, desde los tres gigantes de la deuda internacional (entre 60.000 y 110.000 millones de
dólares), que eran Brasil, México y Argentina, pasando por los otro veintiocho que debían más
de 10.000 millones cada uno, hasta los que sólo debían de 1.000 o 2.000 millones. El Banco
Mundial (que tenía motivos para saberlo) calculó que sólo siete de las noventa y seis
economías de renta “baja” y “media” que asesoraba tenían deudas externas sustancialmente
inferiores a los mil millones de dólares —países como Lesotho y Chad—, y que incluso en éstos
las deudas eran varias veces superiores a lo que habían sido veinte años antes. En 1970 sólo
doce países tenían una deuda superior a los mil millones de dólares, y ningún país superaba los
diez mil millones. En términos más realistas, en 1980 seis países tenían una deuda igual o
mayor que todo su PNB; en 1990 veinticuatro países debían más de lo que producían,
incluyendo —si tomamos la región como un conjunto— toda el África subsahariana. No resulta
sorprendente que los países relativamente más endeudados se encuentren en África
(Mozambique, Tanzania, Somalia, Zambia, Congo, Costa de Marfil), algunos de ellos asolados
por la guerra; otros, por la caída del precio de sus exportaciones. Sin embargo, los países que
debían soportar una carga mayor para la atención de sus grandes deudas —es decir, aquellos
que debían emplear para ello una cuarta parte o más del total de sus exportaciones— estaban
más repartidos. En realidad el África subsahariana estaba por debajo de esta cifra, bastante
mejor en este aspecto que el sureste asiático, América Latina y el Caribe, y Oriente Medio.
Era muy improbable que ninguna de estas deudas acabase saldándose, pero mientras los
bancos siguiesen cobrando intereses por ellas —un promedio del 9,6 por 100 en 1982
(UNCTAD)— les importaba poco. A comienzos de los ochenta se produjo un momento de
pánico cuando, empezando por México, los países latinoamericanos con mayor deuda no
pudieron seguir pagando, y el sistema bancario occidental estuvo al borde del colapso, puesto
que en 1970 (cuando los petrodólares fluían sin cesar a la busca de inversiones) algunos de los
bancos más importantes habían prestado su dinero con tal descuido que ahora se encontraban
técnicamente en quiebra. Por fortuna para los países ricos, los tres gigantes latinoamericanos
de la deuda no se pusieron de acuerdo para actuar conjuntamente, hicieron arreglos
separados para renegociar las deudas, y los bancos, apoyados por los gobiernos y las agencias
internacionales, dispusieron de tiempo para amortizar gradualmente sus activos perdidos y
mantener su solvencia técnica. La crisis de la deuda persistió, pero ya no era potencialmente
fatal. Este fue probablemente el momento más peligroso para la economía capitalista mundial
desde 1929. Su historia completa aún está por escribir.
Mientras las deudas de los estados pobres aumentaban, no lo hacían sus activos, reales o
potenciales. En las décadas de crisis la economía capitalista mundial, que juzga exclusivamente
en función del beneficio real o potencial, decidió “cancelar” una gran parte del tercer mundo.
De las veintidós “economías de renta baja”, diecinueve no recibieron ninguna inversión
extranjera. De hecho, sólo se produjeron inversiones considerables (de más de 500 millones de
dólares) en catorce de los casi cien países de rentas bajas y medias fuera de Europa, y grandes
inversiones (de 1.000 millones de dólares en adelante) en tan sólo ocho países, cuatro de los
cuales en el este y el sureste asiático (China, Tailandia, Malaysia e Indonesia), y tres en América
Latina (Argentina, México y Brasil). (13)
El principal efecto de las décadas de crisis fue, pues, el de ensanchar la brecha entre los países
ricos y los países pobres. Entre 1960 y 1987 el PIB real de los países del África subsahariana
descendió, pasando de ser un 14 por 100 del de los países industrializados al 8 por 100; el de
los países “menos desarrollados” (que incluía países africanos y no africanos) descendió del 9
al 5 por 100 (14) (Human Development, 1991, cuadro 6).
La desaparición de las superpotencias, que podían controlar en cierta medida a sus estados
satélites, vino a reforzar esta tendencia. Incluso la más insustituible de las funciones que los
estados-nación habían desarrollado en el transcurso del siglo, la de redistribuir la renta entre
sus poblaciones mediante las transferencias de los servicios educativos, de salud y de
bienestar, además de otras asignaciones de recursos, no podía mantenerse ya dentro de los
límites territoriales en teoría, aunque en la práctica lo hiciese, excepto donde las entidades
supranacionales como la Comunidad o Unión Europea las complementaban en algunos
aspectos. Durante el apogeo de los teólogos del mercado libre, el estado se vio minado
también por la tendencia a desmantelar actividades hasta entonces realizadas por organismos
públicos, dejándoselas “al mercado”.
Este desarrollo resultaba paradójico, puesto que estaba perfectamente claro que los nuevos
miniestados tenían los mismos inconvenientes que los antiguos, acrecentados por el hecho de
ser menores. Fue menos sorprendente de lo que pudiera parecer, porque el único modelo de
estado disponible a fines del siglo XX era el de un territorio con fronteras dotado de sus
propias instituciones autónomas, o sea, el modelo de estado-nación de la era de las
revoluciones. Además, desde 1918 todos los regímenes sostenían el principio de
“autodeterminación nacional”, que cada vez más se definía en términos étnico-lingüísticos. En
este aspecto Lenin y el presidente Wilson estaban de acuerdo. Tanto la Europa surgida de los
tratados de paz de Versalles como lo que se convirtió en la Unión Soviética estaban concebidos
como agrupaciones de tales estados-nación. En el caso de la Unión Soviética (y de Yugoslavia,
que más tarde siguió su ejemplo), eran uniones de este tipo de estados que, en teoría —
aunque no en la práctica— mantenían su derecho a la secesión. (15) Cuando estas uniones se
rompieron, lo hicieron naturalmente de acuerdo con las líneas de fractura previamente
determinadas.
Se decía que japoneses y franceses eran los especialistas en estos métodos, pero
probablemente fueron los italianos quienes tuvieron un éxito más grande a la hora de
mantener la mayor parte de su mercado automovilístico en manos italianas (esto es, de la
Fiat). Con todo, se trataba de acciones defensivas, aunque muy empeñadas y a veces
coronadas por el éxito. Eran probablemente más duras cuando lo que estaba en juego no era
simplemente económico, sino una cuestión relacionada con la identidad cultural. Los
franceses, y en menor medida los alemanes, lucharon por mantener las cuantiosas ayudas para
sus campesinos, no sólo porque éstos tenían en sus manos unos votos vitales, sino también
porque creían que la destrucción de las explotaciones agrícolas, por ineficientes o poco
competitivas que fuesen, significaría la destrucción de un paisaje, de una tradición y de una
parte del carácter de la nación.
Los franceses, con el apoyo de otros países europeos, resistieron las exigencias
estadounidenses en favor del libre comercio de películas y productos audiovisuales, no sólo
porque se habrían saturado sus pantallas con productos estadounidenses, dado que la
industria del espectáculo establecida en Norteamérica —aunque ahora de propiedad y control
internacionales— había recuperado un monopolio potencialmente mundial similar al que
detentaba la antigua industria de Hollywood. Quienes se oponían a este monopolio
consideraban, acertadamente, que era intolerable que meros cálculos de costes comparativos
y de rentabilidad llevasen a la desaparición de la producción de películas en lengua francesa.
Sean cuales fueren los argumentos económicos, había cosas en la vida que debían protegerse.
¿Acaso algún gobierno podría considerar seriamente la posibilidad de demoler la catedral de
Chartres o el Taj Mahal, si pudiera demostrarse que construyendo un hotel de lujo, un centro
comercial o un palacio de congreso en el solar (vendido, por supuesto, a compradores
privados) se podría obtener una mayor contribución al PIB del país que la que proporcionaba
el turismo existente? Basta hacer la pregunta para conocer la respuesta.
El tercero de estos fenómenos tal vez corresponda a una respuesta a la “revolución cultural”
de la segunda mitad del siglo: esta extraordinaria disolución de las normas, tejidos y valores
sociales tradicionales, que hizo que muchos habitantes del mundo desarrollado se sintieran
huérfanos y desposeídos. El términos “comunidad” no fue empleado nunca de manera más
indiscriminada y vacía que en las décadas en que las comunidades en sentido sociológico
resultaban difíciles de encontrar en la vida real (la “comunidad de las relaciones públicas”, la
“comunidad gay”, etc.).
En los Estados Unidos, país propenso a autoanalizarse, algunos autores venían señalando
desde finales de los sesenta el auge de los “grupos de identidad”: agrupaciones humanas a las
cuales una persona podía “pertenecer” de manera inequívoca y más allá de cualquier duda o
incertidumbre. Por razones obvias, la mayoría de éstos apelaban a una “etnicidad” común,
aunque otros grupos de personas que buscaban una separación colectiva empleaban el mismo
lenguaje nacionalista (como cuando los activistas homosexuales hablaban de “la nación de
los gays”).
Como sugiere la aparición de este fenómeno en el más multiétnico de los estados, la política
de los grupos de identidad no tiene una conexión intrínseca con la “autodeterminación
nacional”, esto es, con el deseo de crear estados territoriales identificados con un mismo
“pueblo” que constituía la esencia del nacionalismo. Para los negros o los italianos de Estados
Unidos, la secesión no tenía sentido ni formaba parte de su política étnica. Los políticos
ucranianos en Canadá no eran ucranianos, eran canadienses. (17)
La esencia de las políticas étnicas, o similares, en las sociedades urbanas —es decir, en
sociedades heterogéneas casi por definición— consistía en competir con grupos similares por
una participación en los recursos del estado no étnico, empleando para ello la influencia
política de la lealtad de grupo. Los políticos elegidos por unos distritos municipales
neoyorquinos que habían sido convenientemente arreglados para dar una representación
específica a los bloques de votantes latinos, orientales y homosexuales, querían obtener más
de la ciudad de Nueva York, no menos.
Lo que las políticas de identidad tenían en común con el nacionalismo étnico de fin de siglo era
la insistencia en que la identidad propia del grupo consistía en alguna característica personal,
existencial, supuestamente primordial e inmutable —y por tanto permanente— que se
compartía con otros miembros del grupo y con nadie más. La exclusividad era lo esencial,
puesto que las diferencias que separaban a una comunidad de otra se estaban atenuando. Los
judíos estadounidenses jóvenes se pusieron a buscar sus “raíces” cuando los elementos que
hasta entonces les hubieran podido caracterizar indeleblemente como judíos habían dejado de
ser distintivos eficaces del judaísmo, comenzando por la segregación y discriminación de los
años anteriores a la segunda guerra mundial.
La tragedia de esta política de identidad excluyente, tanto si trataba de establecer un estado
independiente como si no, era que posiblemente no podía funcionar. Sólo podía pretenderlo.
Los italoamericanos de Brooklyn, que insistían (quizá cada vez más) en su italianidad y
hablaban entre ellos en italiano, disculpándose por su falta de fluidez en la que se suponía ser
su lengua nativa, (18) trabajaban en una economía estadounidense en la cual su italianidad tenía
poca importancia, excepto como llave de acceso a un modesto segmento de mercado. La
pretensión de que existiese una verdad negra, hindú, rusa o femenina inaprehensible y por
tanto esencialmente incomunicable fuera del grupo, no podía subsistir fuera de las
instituciones cuya única función era la de reforzar tales puntos de vista. Los fundamentalistas
islámicos que estudiaban física no estudiaban física islámica; los ingenieros judíos no
aprendían ingeniería jasídica; incluso los franceses o alemanes más nacionalistas desde un
punto de vista cultural aprendieron que para desenvolverse en la aldea global de los científicos
y técnicos que hacían funcionar el mundo, necesitaban comunicarse en un único lenguaje
global, análogo al latín medieval, que resultó basarse en el inglés. Incluso un mundo dividido
en territorios étnicos teóricamente homogéneos mediante genocidios, expulsiones masivas y
“limpiezas étnicas” volvería a diversificarse inevitablemente con los movimientos en masa de
personas (trabajadores, turistas, hombres de negocios, técnicos) y de estilos y como
consecuencia de la acción de los tentáculos de la economía global. Esto es lo que, después de
todo, sucedió de los países de la Europa central, “limpiados étnicamente” durante y después
de la segunda guerra mundial. Esto es lo que inevitablemente volvería a suceder en un mundo
cada vez más urbanizado.
Las políticas de identidad y los nacionalismos de fines del siglo XIX no eran, por tanto,
programas, y menos aún programas eficaces, para abordar los problemas de fines del siglo XX,
sino más bien reacciones emocionales a estos problemas. Y así, a medida que el siglo
marchaba hacia su término, la ausencia de mecanismos y de instituciones capaces de
enfrentarse a estos problemas resultó cada vez más evidente. El estado-nación ya no era capaz
de resolverlos. ¿Qué o quién lo sería?
Se han ideado diversas fórmulas para este propósito desde la fundación de las Naciones
Unidas en 1945, creadas con la esperanza, rápidamente desvanecida, de que los Estados
Unidos y la Unión Soviética seguirían poniéndose de acuerdo para tomar decisiones globales.
Lo mejor que puede decirse de esta organización es que, a diferencia de su antecesora, la
Sociedad de Naciones, ha seguido existiendo a lo largo de la segunda mitad del siglo, y que se
ha convertido en un club la pertenencia al cual como miembro demuestra que un estado ha
sido aceptado internacionalmente como soberano. Por la naturaleza de su constitución, no
tenía otros poderes ni recursos que los que le asignaban las naciones miembro y, por
consiguiente, no tenía capacidad para actuar con independencia.
Sin embargo, se disponía de dos formas de asegurar la acción internacional, que se reforzaron
notablemente durante las décadas de crisis. Una de ellas era la abdicación voluntaria del poder
nacional en favor de autoridades supranacionales efectuada por estados de dimensiones
medianas que ya no se consideraban lo suficientemente fuertes como para desenvolverse por
su cuenta en el mundo. La Comunidad Económica Europea (que en los años ochenta cambió su
nombre por el de Comunidad Europea, y por el de Unión Europea en los noventa) dobló su
tamaño en los setenta y se preparó para expandirse aún más en los noventa, mientras
reforzaba su autoridad sobre los asuntos de sus estados miembros.
El hecho de esta doble extensión era incuestionable, aunque provocase grandes resistencias
nacionales tanto por parte de los gobiernos miembros como de la opinión pública de sus
países. La fuerza de la Comunidad/Unión residía en el hecho de que su autoridad central en
Bruselas, no sujeta a elecciones, emprendía iniciativas políticas independientes y era
prácticamente inmune a las presiones de la política democrática excepto, de manera muy
indirecta, a través de las reuniones y negociaciones periódicas de los representantes (elegidos)
de los diversos gobiernos miembros. Esta situación le permitió funcionar como una autoridad
supranacional efectiva, sujeta únicamente a vetos específicos.
El otro instrumento de acción internacional estaba igualmente protegido —si no más— contra
los estados-nación y la democracia. Se trataba de la autoridad de los organismos financieros
internacionales constituidos tras la segunda guerra mundial, especialmente el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial (véanse pp. 277 y ss.). Estos organismos,
respaldados por la oligarquía de los países capitalistas más importantes —progresivamente
institucionalizada desde los años setenta con el nombre de “Grupo de los Siete”—, adquirieron
cada vez más autoridad durante las décadas de crisis, en la medida en que las fluctuaciones
incontrolables de los cambios, la crisis de la deuda del tercer mundo y, después de 1989, el
hundimiento de las economías del bloque soviético hizo que un número creciente de países
dependiesen de la voluntad del mundo rico para concederles préstamos, condicionados cada
vez más a la adopción de políticas económicas aceptables para las autoridades bancarias
mundiales.
Sin embargo, estas resultaron ser autoridades internacionales eficaces, por lo menos para
imponer las políticas de los países ricos a los pobres. A fines de este siglo estaba por ver cuáles
serían las consecuencias y los efectos de estas políticas en el desarrollo mundial.
Dos extensas regiones del mundo las están poniendo a prueba. Una de ellas es la zona de la
Unión Soviética y de las economías europeas y asiáticas asociadas a ella, que están en la ruina
desde la caída de los sistemas comunistas occidentales. La otra zona es el polvorín social que
ocupó gran parte del tercer mundo. Como veremos en el capítulo siguiente, desde los años
cincuenta esta zona ha constituido el principal elemento de inestabilidad política del planeta.