ElSur-01 ARQUETIPO DE UNA PLAGA

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ARQUETIPO DE UNA PLAGA

Debemos buscar largamente qué es aquello que nos da placer pero


mucho más aquello que nos causa dolor.

COLETTE

Asco de pagar cantidades abusivas por viviendas mediocres. De sostener


a costa de nuestra salud la principal industria de la ciudad: el negocio
inmobiliario. Asco de ver convertido el principal bien de uso en un
instrumento de extorsión y explotación financiera.

Miedo y asco en Madrid, Madrilonia.org

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22 de mayo de 2004. La boda de Felipe y Letizia: los here-
deros. La Gran Vía está cortada al tráfico y ornamentada de un
modo ofensivo a la vista. La arteria simbólica y principal de esta
ciudad galopante hacia el abismo. Y no el abismo de Moncloa, no
el de las explanadas de Goya, ni siquiera el del páramo castella-
no que la rodea. Un tren sin locomotora busca vorazmente cada
vez más y más espacio que engullir. Los viejos cascos urbanos:
nuevas minas de oro para los especuladores. Ante el altar del
negocio, se van sacrificando los más débiles: jóvenes y viejas.
Vendiendo pánico puerta por puerta con una mano, prosperi-
dad y opulencia con la otra.

Por comenzar por algún sitio, si nos acercamos con un zoom a


una de las diminutas celdillas cercanas a la horda expectante que
ha venido desde otros barrios y provincias y espera el paso de la
comitiva principesca podemos conocer la siguiente historia. Las
historias de Madrid suceden fuera del foco, en las alturas, al otro
lado de las ventanas iluminadas. Calle Valverde, sexto y último
piso de una casa anexa. La pantalla de una lámpara de pie ilumi-
na extrañamente un salón bastante amplio lleno de luz natural.
Ha amanecido y a nadie se le ha ocurrido apagar esa lámpara.

22 de mayo de 2004. Junto a la luz sucede la historia. Es una


mujer joven la que habla y piensa. No sabemos su nombre. Sólo
sabemos que probablemente es ajena al cortejo real, al evento, a
la boda. Volvió a casa de madrugada con compañía. Hizo crujir la
tarima, su voz bajó unos tonos en los graves. Ahora la vemos al
final de la habitación, al lado de un flexo arañado y también en-
cendido, junto a alguien, de espaldas. Ríen y cuchichean frente
a la pantalla del portátil. Una secuencia de vídeos relacionados
despierta sus carcajadas.

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Están leyendo un mensaje anotado como comentario en uno
de los vídeos. «Puede que sea mi serie inglesa preferida. Fall and
rise of Reginald Perrin (1976-79) es una de las comedias más
quintaesenciales y agridulces de la BBC. Reginald Perrin, inter-
pretado por Leonard Rossiter, asediado por la rutina más lace-
rante, se intenta suicidar hundiéndose en el mar. Pero el agua
está tan fría, que se conforma con simularlo, así que deja la ropa
en la playa y comienza una nueva vida desde cero».

Ella dice: Me gusta.

Ella se vuelve, mira hacia nosotros. Nos interpela. Nos quiere


hablar. El libro se está moviendo, como cámara al hombro. La
encuadramos. Nos mira. Escuchamos su voz.

Ella dice: Una de las cosas que más me gustaban del mundo.
Imágenes cenitales de mesas recién desmanteladas en sus ser-
vicios a causa de un profuso desayuno o una larga cena de cum-
pleaños. Ejemplo. El que sigue. Restos de un profuso desayuno.

Imagina. Se combinan restos de la noche con intentos de la


mañana. Entre antes y después de hacer el follar. Perdón, se dice
amor. Así lo decía siempre él. Es un homenaje.

Fue la mañana siguiente a que David y yo nos reconciliára-


mos en el apartamento de Dorian. Nos costó lo nuestro encon-
trar la cafetera. Dorian esconde, por no decir escondía, los pla-
tos y las tazas en sitios insospechados. La cafetera apareció en
una de las últimas baldas de la estantería-librería Expedit.

Dorian se ha ido a pasar tres meses a Bali —nadie supo a


qué, ni siquiera si era cierto que estaba en Bali—. Al irse me
había entregado un llavero con una cintita multicolor que decía
Formentera. Me rogó que cuidara de sus plantas y de una tortu-
guita infecta llamada Moura.

Por supuesto. Al tercer día me había instalado allí con un


tipo. David. Lo había conocido dos noches antes en un garito de
una bocacalle de la Gran Vía.

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¿Que por qué me instalé en casa de Dorian? Porque era la
mejor casa de todos mis amigos. Consiguió un alquiler chollo
antes del estallido, siquiera antes de la inflación, de la burbuja.
Tenía encandilada a la dueña, a la que convenientemente agasa-
jaba con cestas de frutas, y a veces cosas peores como pañuelos
de seda pintados a mano. Todo lo sacaba de sus sesiones. Restos,
lo llamaba él. Con el único fin de conseguir prórrogas infinitas
con escaso incremento del monto total del alquiler —que era
insultantemente irrisorio—. Una anciana muy rica, muy facha y,
tristemente, muy simpática.

Dorian es venezolano pero lleva cerca de quince años afin-


cado en Madrid. Más de diez años en la misma fabulosa casa de
la calle Valverde. Un ático con una cocina con galería interior
acristalada y una serie de cuartos enormes crujientemente
entarimados que hacen del apelativo apartamento que Dorian
insiste en utilizar —secuelas de su vida “londinense”— una
broma de mal gusto para los que verdaderamente vivimos en
pisos de cuarenta metros cuadrados con techos a uno ochen-
ta del suelo de terrazo o sintasol y ventanas de aluminio. El
piso, arquetípicamente madrileño y totalmente pensionable,
formaba parte de un palacete llamado Casa Tangora. Bastante
después supe que en los años cincuenta había sido dividido
en «apartamentos» por la familia propietaria, no sin conflic-
tos. Cada hermano se quedó con una casa. La arrendadora de
Dorian, viuda de diplomático, quien pasó de saltar de consu-
lado en consulado a vivir en una cara residencia de ancianos,
al volver a Madrid, alquiló a Dorian su «ala» por una ridícu-
la cantidad y estando aún en vigencia la ley de renta antigua.
Desconocemos las razones.

Desde su esquina se ve perfectamente el neón de la Schwe-


ppes. Me puedo, me podía, pasar tardes enteras mirando por la
ventana. Una vez, incluso me olvidé de ir a trabajar. Pero eso,
como decía aquel, es otra historia.

David no llegó a conocer a Dorian pero yo sabía que a David


le encantaría Dorian —caería en automática devoción por él—,
mientras que apostaba algo a que la sola presencia de David a
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Dorian le provocaría una incomodidad enorme. Las palabras
también separan a la gente. Algunos son incapaces de decir ado-
rable, infinitamente o pasote. Otros nunca dirían delicado, déjà-vu
o hastalueguito.

David y Dorian pertenecían a bandos léxicos distintos. Por-


que David es el tipo de tío que está continuamente describiendo
las cosas, como si su vida fuera un documental al que le faltase la
voz en off y al que necesariamente hubiera que agregarle cosas
del estilo «¡Hala, estoy teniendo un déjà-vu en estos momentos!»
o «Hace muchísimo que no voy a un concierto. Con las ganas que
tengo de pegarme un pasote». Y si hay algo que pueda sacar de
quicio a Dorian es la obviedad. La falta de sutileza, el ruido.

Sin embargo, a mí me tenía cautivada ese maldito David con


todos sus apelativos manidos, sus lugares comunes y sus cons-
tantes tarjetas demostrativas de sus preferencias, como si los
demás tuviéramos que aprender a deletrear sus gustos y sus
deseos.

Además, yo estaba deseando experimentar la convivencia


con un amante. Dejar de quedar para follar. Simplemente tener
el sexo a mano. Los pilares del matrimonio. Y como sabía que el
experimento tenía fecha de caducidad, me relajé. Yo me había
pedido por Reyes el juego de aprender minerales y David era el
basalto, la mica y, normalmente, el yeso. Él, mientras, se dejaba
querer.

Me sentía dentro de un Gran Hermano ideado, dirigido y


producido por mí. David era el concursante elegido después de
un costosísimo casting que había tenido lugar en esa parte de la
noche en que ya nadie pide demasiado.

Vivir «en lo de Dorian» era como «estar inmerso en un cuen-


to de hadas moderno». Esto, obvio, lo dijo David. Lo único mis-
terioso era que Dorian había ideado una forma de vivir propia,
con sus disposiciones específicas de espacios, utensilios y habi-
taciones. Todo respondía a una lógica absolutamente propia e
intransferible. Dorian había sorteado esa tendencia fortísima a
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vivir «como se ha vivido» durante años y verdaderamente había
acomodado su hogar a sus —como las de todos y cada uno de los
seres humanos— peregrinas necesidades.

Así que pasamos las tres primeras semanas en una extraña y


fluida dinámica. Buscábamos y encontrábamos objetos y lo que
no eran objetos. Alimentábamos a Moura, la tortuga, que se em-
peñaba en esconderse debajo del sofá Klippan, como si supiese
algo de lo que se avecinaba.

Una mañana, recibimos la primera visita. Era un dinámico


abogado, más joven que yo, que decía venir de parte de la pro-
piedad. Me hice pasar por la hermana de Dorian. Primer error.
El tío me empezó a hablar de pagos atrasados, recibos de comu-
nidad devueltos y reformas inminentes. Mientras yo me despe-
rezaba, el tipo desplegó su discurso apocalíptico acerca de las
condiciones del inmueble. Yo sólo miraba su gran reloj y me lo
imaginaba poniéndose ese traje cada mañana bajo la atenta mi-
rada de su madre orgullosa. Mi actitud se limitó a un incesante
encogerse de hombros y a decir que mejor lo hablara todo con
Dorian.

Por el tipo supe que Dorian hacía meses que no le cogía el


móvil, no respondía mails, no daba señales de vida. Fue el pri-
mero que pronunció la palabra herencia. Y fue la palabra he-
rencia la que inauguró una cadena de sucesos de lo más ines-
perada y terrible. Los arrendadores hacía tiempo que se habían
desentendido del mantenimiento de la finca. Llevábamos meses
sin cerradura de acceso ni luna en el portal, a veces la escalera
se llenaba de excrementos y orines. Las cañerías apestaban. Ya
desde antes de que Dorian se fuera, una simple ducha podía des-
encadenar reflujos inesperados, tal era el deterioro del sistema
sanitario del edificio. Este había pasado de ser un interior de
Vetusta a un túnel de metro en obras y distópico. A veces dormía
gente dentro. Los días de frío. Pero eso es Madrid. El centro. La
instalación eléctrica empezó a fallar justo el día en que Dorian
dejó de contestarme a los mails. Me sentí como un mal augurio
en su vida. Y en la mía.
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Otra mañana. La del desayuno profuso visto desde arriba. Se-
gundo error. Burofax para Dorian. Aunque los seres humanos de la
ciudad deberían nacer con un tatuaje que diga «Nunca aceptes un
burofax», yo se lo cogí al cartero. Y firmé. «Los hermanos Bonma-
tí» me proponían una cita en el bufete de sus abogados. Su herma-
na-casera de Dorian había entrado en una demencia irreversible.
Ellos pretendían vender la finca pero era imposible hacerlo con si-
quiera un único inquilino dentro. Además. Dorian estaba invitado
a la apertura del inminente testamento. Y hasta que no apareciera
no se abriría. Fideicomisario. Últimas disposiciones. La familia ha-
bía contratado a la empresa remitente del burofax para acelerar el
proceso. Rogaban disculpas por las molestias ocasionadas.

Molestias. Ocasionadas. Palabras, palabras, palabras. Estos


nuevos términos abrieron otra época: la velocidad de los acon-
tecimientos se disparó al ritmo que imponía la ley y el particular
entendimiento de la misma por parte de «la propiedad». Hablé
por teléfono con mi hermana María, que es abogada. La parte
centrada de la descendencia.

—¿Qué significa fideicomisario? Fideicomisario, María.

María dice: Perteneciente o relativo al fideicomiso.

Resoplo. Precipitación. Hace días que no veo a la tortuguita


por ninguna parte.

—Bien, ¿y qué?

María dice: Disposición por la cual el testador deja su hacien-


da o parte de ella encomendada a la buena fe de alguien para
que, en caso y tiempo determinados, la transmita a otra persona
o la invierta del modo en que se le señala.

Nueva visita del chico del reloj imposible. Me cuenta que su


padre también es promotor. Que la propiedad ha contratado a
su empresa, empresa que protege a los inquilinos sumidos en
contratos de inmuebles ruinosos, en riesgo. Me habla de la calle
Desengaño, de las prostitutas, del miedo, de la riqueza en poten-
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cia por venir. Me habla de facilidades para acceder a un alquiler
con opción a compra en Sanchinarro.

Entonces lo veo claro. Dorian dispondría de la casa hasta que


la dueña muera y por el derecho natural la finca pase a sus her-
manos. A no ser que el testamento diga lo contrario. Y Dorian sin
aparecer. ¿Por qué se ha ido? ¿Por qué me ha dejado aquí sola?
Me duele más su falta de confianza que la incertidumbre de no
saber si estará bien. Porque sé que estará bien. ¿Y si me dio las
llaves a mí con la certeza de que yo no abandonaría?

Necesito hablar con él. Pero Dorian no está más en la calle


Valverde y de momento me las tengo que arreglar sola. Por cier-
to, pequeño dato. David me dejó a los dos días de firmar el pri-
mer burofax. Ya digo que firmar esos bichos no trae nada bueno
jamás.

Mi hermana María y yo nos pertrechamos en la casa de Do-


rian, únicas habitantes de un edificio vacío. Ya no es tan boni-
to vivir junto a la Gran Vía, por más que el neón de Schweppes
lleve más de treinta años encendido. Aun así, intento mantener
el espíritu Valverde, como lo solíamos llamar. Una mañana nos
encontramos nuestro pasillo alfombrado de publicidad. Y las
paredes del descansillo tiznadas hasta el techo. La publicidad
resbala al pisar, las paredes manchan de negro. María me anima
a que los denuncie por acoso inmobiliario. ¿Y quién soy yo para
hacerlo? No figuro en el contrato, no soy familiar de Dorian. Ma-
ría me confirma que la ruina del edificio sí que sería causa de
resolución del contrato de renta antigua. Me habla de los Vende-
dores de Pánico a Domicilio o Revientabloques.

—¿Asustaviejas?

María dice: Y asustajóvenes. La traducción literal sería «re-


vientacasas». El nombre viene de la Segunda Guerra Mundial.
Eran unos explosivos muy bestias que lanzaba la aviación alia-
da y que eran capaces de borrar del mapa barrios enteros. Así,
¡bum! La analogía es bastante elocuente, ¿no?

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Soy incapaz de marcharme. Esto es todo lo que queda de Do-
rian en Madrid. Si me largo, esos marcianos se encargarán de
hacer desaparecer todas sus cosas. Discos, libros, ropa, objetos.
Gran responsabilidad. Se acaba el espíritu Valverde.

Pienso en Max Aub, en la calle Valverde que conoció la señora


Fernanda, que así se llama la dueña, esa que ya apenas recuerda
su propio nombre. Hago un ejercicio de memoria y reconstruc-
ción pero esto ya se ha vuelto demasiado sórdido. No tengo ni
idea de qué haré con las cosas de Dorian. Pero no quiero ceder
ante esta situación, esta injusticia que ha roto algo por la base,
algo que hace emerger una presión contenida, una presión que
irrumpe a su vez con violencia y que arrasa con todo lo que se le
oponga. Aunque, sobre todo, echo de menos a mi amigo.

De momento, me voy a tirar a las calles a buscar a otro David.


Un David más alto y fuerte que me proteja cuando llaman los
abogados y los inspectores a la puerta y tengo miedo. Si ellos
revientan las casas, nosotras reventaremos su paciencia. Y los
bares. Entre sus medidas de presión y mi debilidad sólo se me
ocurre oponer grandes dosis de inconsciencia, obstinación y fri-
volidad.

Se repite la escena del principio. Vuelvo acompañada a casa


con un David o un Óscar o un Raúl subalterno. Risas, pero dónde
vives, tía, en la casa de Drácula, un resbalón, descanso y más
magreo. Nos topamos con Efrén. Efrén es el vigilante jurado.
Confíamos en él, tiene una linterna y una petaca. Se lía un cigar-
ro. Tercer error. Lo de confiar en él. Me siento confiada hasta que
me fijo en sus manos, de golpe apretadas para que no descubra-
mos las palmas tiznadas. Efrén tiene 57 años. Trabaja de diez de
la noche a diez de la mañana. Cobra 700 €.

María dice, leyendo: La víctima, atemorizada y esperanzada


ante las promesas de un nuevo y barato alojamiento, firma vo-
luntariamente el cese de la relación arrendaticia. Esta picaresca
digna de nuestro Lazarillo podría llamarse tranquilamente una
coacción en términos coloquiales.

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Parpadeo, parpadeo, neón. Tengo que encontrar a la tortuga
como sea. Tengo que inventarme un lugar donde meter todas
sus cosas. Parpadeo. Mañana pensaré en todo lo demás. Pero yo
de aquí no me muevo.

Alejamos el zoom. Casa Tangora fue finalmente «limpiada»


del todo el 22 de septiembre de 2004, el mismo día en que Le-
tizia y Felipe anunciaron su primer embarazo y unos operarios
terminaron de quitar la costra de contaminación que cubría el
neón de la Schweppes. El día del abandono por parte de la «par-
te arrendataria» representante de Dorian Velásquez, venezola-
no, mayor de edad, en paradero desconocido. Ese mismo día,
su amiga, conocida por las iniciales E. M., bajó a la calle Desen-
gaño, entró en la tienda de productos químicos Riesgo, abonó
la cantidad correspondiente a veinte gramos de etilenglicol, un
compuesto químico muy tóxico utilizado en el revelado de fotos.
Subió por última vez a su vivienda. Preparó un té y esperó a «la
parte arrendadora». Cuando ésta estuvo profusamente servida e
indispuesta, cuando no intoxicada, E. M. salió del edificio, dobló
la esquina y bajó por la Gran Vía, giró por Alcalá, avanzó por el
Paseo de Recoletos. Alguien dice haber visto a la inquilina com-
prando un vestido negro y unas sandalias en el establecimiento
minorista textil Xiang Li.

E. M. entra en la estación. El próximo tren que sale: AVE, des-


tino Córdoba Central-Sevilla Santa Justa. Compra un billete. En-
tra en el baño de la estación. Se quita casi toda su ropa y se pone
el vestido negro y las sandalias. Piensa en la posibilidad de un
río entre andenes. Deja la ropa junto a su bolso, en el suelo. Sale
del cuarto de baño con el billete metido en un libro. El libro en la
mano. La vemos alejarse de espaldas en dirección a los andenes.
Las sandalias chancletean y el sonido rebota en las bóvedas de
la estación.

Megafonía dice: Última llamada para viajeros destino Córdo-


ba Central-Sevilla Santa Justa. El tren se encuentra estacionado
en el andén 17.

Ella pasa el control, pasa rozando el escáner con su falda y

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su libro, por una vez no hay nada que meter ahí. Sube al polo de
aire acondicionado. Abre su libro, donde Tomas Espedal dice:

El sueño de desaparecer. Esfumarse. Salir un día por la puerta


y no volver nunca.

El sueño de convertirse en otro. Abandonar a los amigos y la


familia, abandonarse a uno mismo y convertirse en otro; romper
todos los lazos, abandonar el hogar y las costumbres, renunciar
a las pertenencias, la seguridad, las perspectivas de futuro para
convertirse en un extraño.

El sueño de una transformación.

Como cuando te despiertas una mañana junto a un rostro que


no conoces.

vemos

cómo

el

andén

empieza

a moverse

su

izquierda

hasta desaparecer.

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