Nin Anais - Henry Y June

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HENRY Y JUNE – ANAÏS NIN

EMECÉ EDITORES, S.A.


Título original: Henry and June
Traducción de
Impreso en Argentina, 1988

PREFACIO DEL EDITOR

Anaïs Nin supo muy pronto que iba a ser escritora. A los siete años fir-
maba sus relatos: «Anaïs Nin, miembro de la Academia Francesa.» En
su francés de colegiala escribió numerosos cuentos y obras de teatro
que brotaban de forma espontánea de su imaginación sumamente dra-
mática, acentuada por su necesidad de controlar a sus dos hermanos
menores. Anaïs descubrió que solamente alcanzaba ese control contán-
doles historias interminables y dándoles papeles en sus producciones
teatrales.
En 1914, a los once años, comenzó el ahora famoso diario como una
serie de cartas a su padre, que había abandonado a la familia. Trataba
al diario como a un confidente y escribió en él casi cada día de su vida,
en francés hasta 1920, y en inglés después. (Los manuscritos, que ocu-
pan unas 35.000 páginas, se hallan en el Departamento de Colecciones
Especiales de la Universidad de California, en Los Angeles.) La disciplina
de escribir un diario sin lectores ni censura confirió a Anaïs, a lo largo
de los años, una habilidad especial para describir sus emociones, que
alcanzó en el período de Henry y June, iniciado en 1931.
Escribió de forma continua, tanto obras de ficción como en el diario, du-
rante cuarenta y cinco años más. La Anaïs del diario y la Anaïs novelista
tenían una relación incómoda. En 1933 escribió en el diario: «Mi libro
(una novela) y mi diario se interponen constantemente el uno en el ca-
mino del otro. Me es imposible divorciarlos ni reconciliarlos. Sin embar-
go, soy más leal a mi diario. Incluyo páginas del diario en el libro, pero
nunca pongo páginas del libro en el diario, lo cual viene a demostrar
una lealtad humana a la autenticidad humana del diario.»
A finales de los años veinte, John Erskine le expresó a Anaïs que su dia-
rio contenía lo mejor que había escrito y ella empezó a darle vueltas a
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la idea de publicar «muchas de sus páginas». En aquel momento hubie-
ra podido publicarse completo, pues no tenía nada que ocultar. Fue a
partir de entonces cuando Anaïs elaboró varios planes de publicación:
transformar el diario en ficción, presentarlo bajo forma de diario con
nombres ficticios, o bien incluir tanto nombres ficticios como reales. Sin
embargo en 1932, año en que inició con Henry Miller lo que iba a con-
vertirse en una búsqueda del amor perfecto que se prolongaría a lo lar-
go de toda su vida, se dio cuenta de que no podría publicar el diario tal
como lo escribía sin herir a su esposo, Hugh Guiler, así como a otros.
Se dedicó, entonces, a publicar sus escritos en ficción.
A mediados de la década de los treinta, tras comprobar que con sus re-
latos y novelas no obtenía sino un reconocimiento limitado a su círculo,
ideó otro método más factible de publicar el diario evitando el riesgo de
herir a los demás. Decidió usar los nombres verdaderos pero, eso sí,
omitiendo todo lo referente a su vida personal, a su marido y a sus
amantes.
Después de leer Henry y June, cualquiera que conozca el primer diario
publicado (1966) se dará cuenta de que se trataba de un ingeniosísimo
recurso. Probablemente, la Anaïs del diario hubiera dado comienzo al
texto inicial en su verdadero inicio, en 1914, mas la Anaïs novelista,
siempre dominante, decidió empezar en 1931, el período más intere-
sante y dramático, justo cuando acababa de conocer a Henry y June Mi-
ller. El presente volumen es un repaso de ese período desde una pers-
pectiva distinta y presenta un material que fue excluido del diario origi-
nal y que nunca ha sido publicado. Era deseo de Anaïs que se contase
toda la historia.
El texto ha sido extraído de los diarios treinta y dos a treinta y seis, ti-
tulados «June», «Los poseídos», «Henry», «Apoteosis y caída», y «Dia-
rio de una poseída», escritos entre octubre de 1931 y octubre de 1932.
Se han elegido los pasajes que se centran en la historia de Anaïs, Henry
y June. Se ha excluido en su mayoría el material aparecido en Diario I
(1931-1934), aunque algunos fragmentos aparecen repetidos con el fin
de que el relato resulte coherente.
Éste fue el período más fecundo de Anaïs en lo que hace referencia al
diario. Sólo en 1932, llenó seis cuadernos. En ellos encontramos sus
primeras experiencias en el género erótico. La puritana muchacha cató-
lica, incapaz de describir en su diario lo que para su mente inocente no
eran sino experiencias salaces de modelo, se enfrentaba ahora a la ne-
cesidad de registrar el despertar de su pasión. Naturalmente, ésta se
vio influida por el estilo y el vocabulario de Henry Miller, pero a la pos-
tre prevalece su propia voz y sus escritos reflejan el frenesí emocional y
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físico de ese trascendental año de su vida. Jamás volvería a ser tan fo-
gosa.

RUPERT POLE. Albacea, Fideicomiso de Anaïs Nin Los Angeles, California.


Febrero, 1986

PARÍS. OCTUBRE 1931

Mi primo Eduardo llegó ayer a Louveciennes. Charlamos a lo largo de


seis horas. Él llegó a la misma conclusión que yo: que necesito una
mente mayor, un padre, un hombre más fuerte que yo, un amante que
me guíe en el amor, porque todo lo demás es demasiado autocreado. El
impulso de crecer y de vivir intensamente es tan imperioso en mí que
me es imposible resistirme a él. Trabajaré, amaré a mi marido, pero
también me realizaré a mí misma.
Mientras hablábamos, Eduardo empezó a temblar de repente y me to-
mó la mano. Dijo que yo le pertenecía desde un buen comienzo, que un
obstáculo se interponía entre nosotros: su miedo a la impotencia por-
que, al principio, yo había despertado en él un amor ideal. Le ha afec-
tado enormemente el darse cuenta que los dos buscamos una experien-
cia que tal vez nos hubiéramos podido proporcionar mutuamente. Tam-
bién a mí me ha parecido extraño. Los hombres que quería no los podía
conseguir. Pero estoy decidida a vivir la experiencia en cuando se cruce
en mi camino.
–La sensualidad es un secreto poder en mi cuerpo –dije a Eduardo–. Al-
gún día se manifestará, sana y abierta. Espera un poco.
¿O es que el secreto del obstáculo que se interpone entre nosotros no
consiste en que su tipo es la mujer corpulenta y rolliza, bien arraigada a
la tierra, en tanto que yo seré siempre la virgen-prostituta, el ángel
perverso, la mujer siniestra y virtuosa de dos caras?

Hugo llegó a casa tarde durante una semana seguida y yo no di mues-


tras de enfado, tal como me había propuesto. El viernes empezó a
preocuparse y dijo:
–¿No te das cuenta de que son las ocho menos veinte, de que he llega-
do muy tarde? –Los dos nos echamos a reír. No le gustó mi indiferen-
cia.
Por otra parte, nuestras disputas, cuando se producen, parecen más in-
tensas y emocionales. ¿Son nuestras emociones más fuertes ahora que
les damos rienda suelta? En nuestras reconciliaciones se da cierta de-
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sesperación, una nueva violencia tanto en los enfados como en el amor.
No persiste más que el problema de los celos. Es el único obstáculo a
nuestra completa libertad. Ni siquiera puedo hacer mención a mi deseo
de ir a un cabaret donde pudiéramos bailar con bailarines profesionales.
Ahora llamo a Hugo mi «pequeño magnate». Tiene un nuevo despacho
privado del tamaño de un estudio. El edificio entero que ocupa el Banco
es magnífico y estimulante. Muchas veces lo espero en la sala de jun-
tas, donde hay unos murales con vistas aéreas de Nueva York, y siento
que la fuerza de esa ciudad alcanza hasta aquí. Ya no me dedico a criti-
car su trabajo porque ese conflicto lo hunde. Ambos hemos aceptado al
banquero genial como una realidad y al artista como una muy vaga po-
sibilidad. Sin embargo, la psicología, que es un pensamiento científico,
se ha convertido en eficaz puente entre sus actividades bancarias y mi
trabajo de escritora. Dicho puente puede cruzarlo sin excesivos sobre-
saltos.
Es cierto, como dice Hugo, que yo llevo mis pensamientos y especula-
ciones al diario y que él sólo es consciente del dolor que puedo causarle
cuando ocurre algún incidente. Sin embargo, yo soy su diario. Sólo es
capaz de pensar en voz alta conmigo o a través mío. El domingo por la
mañana empezó a pensar en voz alta acerca de las mismas cosas que
yo había consignado en el diario, de la necesidad de orgías o de buscar
satisfacción en otras direcciones. Cayó en la cuenta de esa necesidad
mientras hablaba. Decía que ojalá pudiera ir al baile de Quartz Art. Se
quedó tan sorprendido de sí mismo como yo ante la repentina altera-
ción de su expresión, de la relajación de su boca, y de la aparición de
unos instintos que nunca hasta entonces habían aflorado a la superficie.
Intelectualmente me lo esperaba, y sin embargo me desmoroné. Sentí
un agudo conflicto entre ayudarlo a aceptar su propia naturaleza y pre-
servar nuestro amor. En tanto le pedía perdón por mi debilidad, sollocé.
Se mostró tierno y desesperadamente arrepentido; me hizo alocadas
promesas que no acepté. Cuando cesó mi dolor, salimos al jardín.
Le propuse todo tipo de soluciones. Uno era que me dejara marchar a
Zurich a estudiar para dejarle temporalmente en libertad. Nos dábamos
plena cuenta de que no éramos capaces de hacer frente a nuestras
nuevas experiencias ante los ojos del otro. Otra era dejarle vivir en Pa-
rís durante un tiempo: yo me quedaría en Louveciennes y le diría a mi
madre que él se encontraba de viaje. Lo único que yo pedía era tiempo
y distancia entre nosotros, que me permitieran enfrentarme a la vida a
la que nos estábamos lanzando.
Él rehusó. Dijo que en aquel momento no podría soportar mi ausencia.
Sencillamente, habíamos cometido un error: habíamos progresado con
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demasiada rapidez. Habíamos provocado problemas que, físicamente,
éramos incapaces de afrontar. Él estaba agotado, casi enfermo, y yo
también.
Nuestro deseo es disfrutar de nuestra nueva intimidad durante cierto
tiempo, vivir enteramente en el presente, posponer todo lo demás. Úni-
camente nos pedimos tiempo para volver a ser razonables, para acep-
tarnos a nosotros mismos y a las nuevas condiciones.
–¿El deseo de orgías es una de esas experiencias que es preciso vivir? –
pregunté yo a Eduardo–. Y, una vez vividas, ¿se puede seguir adelante,
sin volver a sentir idénticos deseos?
–No. –dijo–. Una vida de liberación de los instintos se compone de dife-
rentes estratos. El primero conduce al segundo, el segundo al tercero y
así sucesivamente. Al final, se llega a los placeres anormales. No sabía
cómo Hugo y yo podíamos preservar nuestro amor en esta liberación de
los instintos. Las experiencias físicas, puesto que están faltas de la ale-
gría del amor, requieren de artilugios y de perversiones para conseguir
el placer. El placer anormal anula el gusto por el normal.
Todo esto, Hugo y yo lo sabíamos. Anoche, cuando hablamos, juró que
no deseaba a nadie más que a mí. También yo estoy enamorada de él,
de modo que vamos a dejar este asunto en un segundo plano. Sin em-
bargo, la amenaza de esos instintos díscolos está ahí, en el propio amor
que sentimos.

NOVIEMBRE 1931

Nunca hemos sido tan felices ni tan desgraciados. Nuestras peleas son
ominosas, tremendas, violentas. Nuestra furia roza el borde de la locu-
ra; deseamos la muerte. Tengo el rostro arrasado de lágrimas, las ve-
nas de la sien se me hinchan. A Hugo le temblequea la boca. Un sollozo
mío lo arroja de repente a mis brazos, entre lloros. Luego me desea fí-
sicamente. Lloramos y nos besamos y alcanzamos el orgasmo en el
mismo momento. Y un instante después, analizamos y hablamos racio-
nalmente. Se diría la vida de los rusos en El idiota. Se trata de histeria.
En momentos de calma, pienso en la extravagancia de nuestros senti-
mientos. El aburrimiento y la paz se han acabado para siempre.

Ayer, en mitad de una pelea, nos preguntamos:


–¿Qué nos está pasando? Nunca nos habíamos dicho cosas tan terri-
bles. –Luego Hugo dijo–: Es nuestra luna de miel y estamos excitados.
–¿Estás seguro de ello? –pregunté yo, incrédula.
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–Tal vez no lo parezca –repuso él riendo–, pero así es. Lo que sucede
es que estamos desbordados de sentimientos. Nos cuesta trabajo man-
tener el equilibrio.
Una luna de miel con siete años de retraso, madura, llena de miedo a la
vida. Entre pelea y pelea somos intensamente felices. Infierno y paraíso
a un tiempo. Somos a la vez libres y esclavos.
En ocasiones parecía que supiésemos que la única atadura que puede
unirnos es el frenesí, idéntica intensidad que entre amantes y queridas.
Inconscientemente, hemos creado una relación sumamente efervescen-
te dentro de la seguridad y la paz del matrimonio. Lo que hacemos es
ampliar el círculo de nuestras penas y placeres dentro del círculo de
nuestro hogar y de nuestras personas. Es nuestra defensa contra la in-
trusión, lo desconocido.

DICIEMBRE 1931

He conocido a Henry Miller.


Vino a comer a casa con Richard Osborn, un abogado a quien tuve que
consultar sobre el contrato del libro de D. H. Lawrence.
Al salir él del coche y dirigirse a la puerta, donde yo esperaba, vi a un
hombre que encontré agradable. En sus escritos es ostentoso, viril,
animal, magnífico. «Un hombre que se emborracha de vida –pensé–.
Como yo.»
En mitad de la comida, mientras hablábamos seriamente de libros y Ri-
chard se había abandonado a una larga perorata, Henry se echó a reír.
–No es de ti de quien me río, Richard –dijo–, pero no puedo evitarlo.
Me importa un comino, ni un comino siquiera, quién tiene razón. Soy
demasiado feliz. En este preciso instante me siento feliz con todos los
colores que me rodean, y el vino. Es un momento maravilloso, maravi-
lloso. –Poco faltó para que se le saltaran las lágrimas de la risa. Estaba
borracho. También yo lo estaba bastante. Tenía calor y me sentía ma-
reada y contenta.
Charlamos durante horas. Henry dijo las cosas más ciertas y profundas
que he oído, y tiene una peculiar manera de decir «hmmm» en tanto se
adentra en su propio viaje introspectivo.

Antes de conocer a Henry estaba absolutamente dedicada a mi libro so-


bre D. H. Lawrence. Será publicado por Edward Titus y estoy trabajan-
do con su ayudante, Lawrence Drake.
–¿De dónde es usted? –me preguntó en nuestro primer encuentro.
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–Soy mitad española, mitad francesa. Pero me crié en América.
–Desde luego, ha sobrevivido al transplante. –Parece que hable despec-
tivamente, pero yo sé que es una falsa apariencia.
Emprende el trabajo con un tremendo entusiasmo y rapidez. Yo se lo
agradezco. Me llama romántica. Me enfado.
–¡Estoy harta de mi propio romanticismo!
Tiene una cabeza interesante: una vívida e intensa expresión en sus
ojos negros, cabello negro, piel aceitunada, boca y nariz sensuales, un
buen perfil. Se diría español, pero es judío, ruso, según me ha contado.
Me resulta enigmático. Parece puro y fácilmente vulnerable. Pongo cui-
dado al hablar.
Cuando me lleva a su casa a corregir las pruebas, me dice que le parez-
co interesante. Ignoro por qué. Da la impresión de que posee enorme
experiencia, ¿por qué va a sentir interés por una principiante? Habla-
mos en una especie de esgrima verbal. Trabajamos, no demasiado
bien. No me fío de él. Cuando me dirige la palabra con amabilidad, ten-
go la sensación de que se está aprovechando de mi inexperiencia.
Cuando me abraza, tengo la impresión de que se divierte con una mu-
chachita demasiado tensa y ridícula. Cuando él se pone más tenso,
desvío la cara de la nueva experiencia de su bigote. Mis manos están
frías y húmedas. Le digo con franqueza:
–No deberías flirtear con una mujer que no sabe flirtear.
Encuentra mi seriedad divertida. Me dice:
–Tal vez eres el tipo de mujer que no hiere a los hombres. –Se ha sen-
tido humillado. Creyendo que he dicho «me fastidias», se aparta de un-
salto como si lo hubiera mordido. No digo yo esas cosas. Es enorme-
mente impetuoso, enormemente fuerte, pero no me fastidia. Respondo
al cuarto o quinto beso. Comienzo a sentirme embriagada. Me pongo en
pie y digo incoherentemente:
–Me voy. No puedo si no hay amor.
Me hace pequeñas bromas. Me mordisquea las orejas y me besuquea; a
mí me gusta su fiereza. Me empuja al sofá, pero consigo zafarme. Soy
consciente de su deseo. Me gusta su boca y la fuerza experta de sus
brazos, pero su deseo me espanta, me repele. Creo que es porque no lo
amo. Me ha excitado pero no lo amo, no lo deseo. En cuanto me doy
cuenta de esto (su deseo apunta hacia mí y es como una espada entre
nosotros), me libero y me marcho sin herirle en parte alguna.

Creo, bueno, que yo no buscaba más que el placer sin sentimiento. Mas
algo me retiene. Hay algo en mí intocado, inalterado, que me gobierna.
Será preciso hacer que se mueva si he de moverme plenamente. Voy
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pensando en esto en el Metro y me pierdo.
Unos pocos días después me encontré con Henry. Estaba esperando
que llegara el momento de encontrarme con él, como si tal cosa fuera a
resolver algo, y así fue. Al verle, pensé: «He aquí un hombre a quien yo
podría amar.» No tuve miedo.
Luego leo la novela de Drake y descubro un Drake insospechado: ex-
tranjero, desarraigado, fantástico, excéntrico. Un realista exasperado
por la realidad.
Al punto su deseo deja de repelerme. Se ha formado un pequeño nexo
entre dos cuerpos extraños. Respondo a su imaginación con la mía. Su
novela encubre algunos sentimientos. ¿Cómo lo sé? No encajan del todo
en la historia. Están allí porque para él resultan naturales. El nombre
Lawrence Drake también es postizo.
Hay dos modos de llegar a mí, mediante los besos o la imaginación. Pe-
ro existe una jerarquía; los besos por sí solos no bastan. Anoche pensé
en esto después de cerrar el libro de Drake. Sabía que tardaría años en
olvidar a John [Erskine], porque fue él el primero en agitar la fuente se-
creta de mi vida.
El libro no contiene cosa alguna del propio Drake, estoy convencida.
Odia las partes que me gustan a mí. Lo escribió todo objetivamente,
conscientemente, planeando incluso con esmero la fantasía. Aclaramos
este punto al comienzo de mi siguiente visita. Muy bien. Comienzo a
ver las cosas con mayor claridad. Ahora sé por qué el primer día no me
fiaba de él. Sus acciones se hallan desprovistas de sentimiento y de
imaginación. Motivadas por meros hábitos de vida, de aprehensión y de
análisis. Es un saltamontes. Ahora ha saltado a mi vida. Mi sensación
de repugnancia se intensifica. Cuando trata de besarme, lo evito.
Pero al propio tiempo he de admitir que domina la técnica de besar me-
jor que cualquier otro que conozca. Sus gestos dan siempre en el blan-
co, ningún beso yerra. Tiene unas manos diestras. Despierta mi curiosi-
dad por la sensualidad. Siempre me han tentado los placeres descono-
cidos. Al igual que yo, tiene sentido del olfato. Dejo que me inhale, lue-
go me escabullo. Por último permanezco quieta en el sofá, pero cuando
su deseo crece, trato de escapar.. Demasiado tarde. Le digo entonces la
verdad: cosas de mujeres. No parece eso disuadirle.
–No te creas que quiero de esa manera mecánica; hay otros modos.
Se incorpora y se descubre el pene. No entiendo qué pretende. Me obli-
ga a arrodillarme. Me lo acerca a la boca. Yo me levanto como si me
hubieran propinado un latigazo.
Está furioso.
–Ya te he dicho que hacíamos las cosas de modo distinto. Te había avi-
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sado de que era inexperta.
–No me lo creía. Y aún no me lo creo. Es imposible que lo seas, con ese
rostro tan refinado y ese apasionamiento. Me estás gastando una bro-
ma.
Le escucho; el analista que hay en mí siempre puede más, siempre está
de servicio. Empieza a contarme una historia tras otra para demostrar-
me que no aprecio lo que hacen otras mujeres.
Mentalmente le respondo: «No sabes lo que es la sensualidad. Hugo y
yo sí. Está en nosotros, no en tus pervertidas prácticas; está en el sen-
timiento, la pasión, el amor.»
Prosigue hablando. Yo lo observo con mi «refinado rostro». No siente
odio hacia mí porque, por muy repelida que me sienta, por muy enfa-
dada que esté, soy propensa al perdón. Cuando me doy cuenta de que
he dejado que se excite, me parece lo más natural dejar que desfogue
su deseo entre mis piernas. Se lo permito, porque me produce lástima.
Él se da cuenta. Otras mujeres, dice, lo habrían insultado. Comprende
que me produzca lástima su ridícula y humillante necesidad física.
Le estaba en deuda; me había revelado un mundo nuevo. Por vez pri-
mera comprendí las experiencias anormales contra las que me había
prevenido Eduardo. El exotismo y la sensualidad tenían ahora para mí
otro significado.
Nada había escapado a mis ojos, para recordarlo siempre: Drake mi-
rando el pañuelo mojado, ofreciéndome una toalla, calentando agua en
el hornillo de gas.
Le cuento a Hugo casi todo lo que ha pasado, omitiendo mi actividad,
extrayendo el significado que para él y para mí tiene. Lo acepta, como
algo finalizado para siempre. Pasamos una hora en un amor apasiona-
do, sin rencores, sin mal sabor de boca. Una vez acabado, no ha aca-
bado, nos quedamos quietos, abrazados, arrullados por nuestro amor,
por la ternura, una sensualidad de la que participa todo el cuerpo.

Henry tiene imaginación, una percepción animal de la vida, una capaci-


dad extraordinaria de expresión, y el genio más auténtico que he cono-
cido. «Nuestra era tiene necesidad de violencia», escribe. Y él es vio-
lencia. Hugo lo admira. Y al mismo tiempo le preocupa. Dice con razón:
–Te enamoras de la mente de la gente. Voy a perderte a manos de
Henry.
–No, no, no vas a perderme. –Soy consciente de lo incendiaria que es
mí imaginación. Soy ya devota de la obra de Henry, aunque sé diferen-
ciar el cuerpo de la mente. Me encanta su fuerza, su fuerza bruta, des-
tructiva, osada, catártica. En este mismo momento podría escribir un
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libro sobre su genio. Casi todas las palabras que pronuncia emiten una
descarga eléctrica, al hablar de La edad de Oro de Buñuel, de Salavin,
de Waldo Frank, de Proust, de la película El ángel azul, de la gente, del
animalismo, de París, de las prostitutas francesas, de las mujeres ame-
ricanas, de América. Incluso va más avanzado que Joyce. Repudia la
forma. Escribe tal como pensamos, en varios niveles a la vez, con una
aparente inconexión, un caos aparente.

He terminado un libro nuevo, sólo me falta pulirlo. Hugo lo leyó el do-


mingo y quedó cautivado. Es surrealista, lírico. Henry dice que escribo
como un hombre, con tremenda claridad y concisión. Le sorprendió mi
libro sobre D. H. Lawrence, aunque no le gusta Lawrence. «Un libro
muy inteligente.» Con eso basta. Sabe que ya he dejado atrás a La-
wrence. Tengo otro libro en mente.

He transpuesto la sensualidad de Drake a otro tipo de interés. Los


hombres necesitan otras cosas, además de un receptor sexual. Necesi-
tan que se les consuele, arrulle, comprenda, ayude, aliente y escuche.
Haciendo todo esto con ternura y cariño... bueno, encendió la pipa y me
dejó en paz. Lo observaba como si fuera un toro.
Además, dado que es inteligente, comprende que a aquellos que son
como yo no se les puede seducir sin ilusión. Y él no puede molestarse
en crear ilusiones. Pues muy bien. Está un poco enfadado, pero... escri-
birá un relato sobre ello. Encuentra gracioso que le diga que sé que no
me ama. Pensaba que sería lo bastante infantil para creer que me que-
ría. «Muy lista», dice. Me cuenta sus preocupaciones.

De nuevo la pregunta: ¿Queremos fiestas, orgías? Hugo dice definiti-


vamente no. No quiere correr riesgos. Sería forzar nuestro tempera-
mento. No nos agradan las fiestas, no nos gusta beber, no envidiamos
a Henry la vida que lleva. Pero yo protesto: esas cosas no se hacen lú-
cidamente, hay que emborracharse. Hugo no quiere emborracharse.
Tampoco yo. Y no vamos a ir en busca de una puta ni de un hombre. Si
se cruza en nuestro camino, inevitablemente, llevaremos a cabo nues-
tros deseos.
Entretanto vivimos satisfechos con nuestra menor intensidad, porque,
naturalmente, la intensidad se ha apagado –tras el reavivamiento de la
pasión de Hugo debido a mi relación con John–. Estaba también celoso
de Henry y de Drake –se sentía muy desgraciado– pero yo lo he tran-
quilizado. Se da cuenta de que soy más sensata, que no pienso volver a
estrellarme contra una pared.
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Creo realmente que si no fuera escritora, si no fuera creadora, experi-
mentadora, hubiera sido una esposa fiel. Valoro mucho la fidelidad. Pe-
ro mi temperamento pertenece a la escritora, no a la mujer. Tal división
podrá parecer infantil, pero es posible. Quitando la intensidad, el chis-
porroteo de ideas, queda una mujer que ama la perfección. Y la fideli-
dad es una de las perfecciones. Ahora lo encuentro tonto y poco inteli-
gente porque tengo planes de más alcance en mente. La perfección es
una cosa estática y yo reboso de progreso. La esposa fiel no es más
que una fase, un momento, una metamorfosis, una condición.
Quizás hubiera podido encontrar un marido que me amara de manera
menos exclusiva, si bien no sería Hugo, y sea Hugo lo que sea, esté he-
cho de lo que esté hecho, lo amo. Nos comportamos según valores dis-
tintos. A cambio de fidelidad, yo le doy mi imaginación, e incluso mi ta-
lento, si se quiere. Nunca he estado satisfecha de nuestras cuentas, pe-
ro han de mantenerse.

Esta noche, cuando llegue a casa, lo observaré. Superior a todos los


hombres que conozco, el hombre perfecto casi. Conmovedoramente
perfecto.
Las horas pasadas en los cafés son las únicas que he vivido, aparte de
las que paso escribiendo. Mi resentimiento aumenta a causa de la estú-
pida vida de banquero de Hugo. Cuando regreso a casa, sé que regreso
al banquero. Huele a banquero. Lo aborrezco..
Pobre Hugo.
Todo retorna a su sitio tras una charla con Henry que se ha prolongado
toda la tarde, esa mezcla de intelecto y emoción que tanto me gusta.
Es capaz de dejarse arrastrar por completo. Hablamos sin prestar aten-
ción al tiempo hasta que se presentó Hugo y cenamos juntos. Henry hi-
zo una observación sobre la ventruda botella verde del vino y el siseo
del húmedo tronco de la chimenea.
Cree que yo debo saber de la vida porque he posado para pintores. La
magnitud de mi inocencia la encontraría increíble. ¡Qué tarde he des-
pertado y con qué furor! ¿Qué importa lo que Henry piense de mí?
Pronto sabrá exactamente qué soy. Tiene una mente caricaturesca. Me
veré caricaturizada.
Dice Hugo con razón que para hacer una caricatura se requiere mucho
odio. Henry y mi amigo Natasha [Troubetskoi] tienen mucho odio. Yo
no. En mí todo es o bien adoración y pasión, o bien lástima y compren-
sión. Raramente odio, si bien, cuando lo hago, odio atrozmente. Por
ejemplo, ahora odio el Banco y todo lo relacionado con él. Odio también
la pintura holandesa, chupar penes, las fiestas y el tiempo frío y lluvio-
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so. Pero estoy más absorbida por el amor.

Me siento absorbida por Henry, que es inseguro, crítico consigo mismo


y sincero. Regalarle dinero me produce un placer enorme y egoísta. ¿En
qué pienso cuando estoy sentada junto al fuego? En sacar un montón
de billetes de tren para Henry; en comprarle Albertine disparue. ¿Que
Henry quiere leer Albertine disparue? Rápido, no me sentiré feliz hasta
que tenga el libro. Soy idiota. A nadie le gusta que le hagan estas co-
sas, a nadie más que a Eduardo, e incluso él, depende del humor de
que esté, prefiere la indiferencia absoluta. Me gustaría darle a Henry un
hogar, comida estupenda, una renta. Si fuera rica, no lo sería por mu-
cho tiempo.
Drake ya no me interesa lo más mínimo. Me he alegrado de que no ha-
ya venido hoy. Henry me interesa, pero no físicamente. ¿Será posible
que esté por fin satisfecha con Hugo? Hoy me ha dolido que se haya ido
a Holanda. Me he sentido vieja, distante.

Un rostro de una asombrosa blancura, ojos ardientes. June Mansfield, la


esposa de Henry. Mientras venía hacia mí avanzando desde la oscuridad
de mi jardín hacia la luz de la entrada, vi por primera vez a la mujer
más hermosa de la tierra.
Hace años, cuando trataba de imaginarme la auténtica belleza, me forjé
en mi mente una imagen que correspondía exactamente a este tipo de
mujer. Incluso había imaginado que sería judía. Hace mucho tiempo
que conocía el color de su piel, su perfil, sus dientes.
Su belleza me embargó. Mientras permanecía sentada frente a ella, me
di cuenta de que sería capaz de hacer cualquier locura por aquella mu-
jer, lo que me pidiera. Henry se desvaneció. Ella era el color, la brillan-
tez, lo extraño.

Su papel en la vida la tiene absorbida. Sé muy bien por qué: su belleza


le acarrea dramas y acontecimientos. Las ideas significan poco. Vi en
ella una caricatura de personaje teatral y dramático. Disfraz, actitudes,
forma de hablar. Es una actriz soberbia. Sólo eso. No he podido llegar a
su interior. Todo cuanto Henry había dicho de ella es cierto.
Al final de la velada, yo era como un hombre, estaba profundamente
enamorada de su rostro y de su cuerpo, que prometía tanto, y odiaba el
ser que los demás habían creado en ella. Los demás sienten gracias a
ella; y gracias a ella, componen poemas; gracias a ella, odian; y otros,
como Henry, la aman aunque les pese.
June. Soñé por la noche con ella, soñé que era enormemente pequeña,
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además de frágil, y la amaba. Amaba la pequeñez que se me había he-
cho visible al oírla hablar: el desproporcionado orgullo, un orgullo heri-
do. No tiene seguridad, y sí unas ansias insaciables de admiración. Vive
del reflejo de sí misma en los ojos de los demás. No se atreve a ser ella
misma. June Mansfield no existe. Y ella lo sabe. Cuanto más la aman,
más lo sabe. Sabe que hay una mujer muy hermosa que anoche perci-
bió mi inexperiencia y trató de ocultar la profundidad de su saber.
Un rostro de una blancura asombrosa retirándose a la oscuridad del
jardín. Al irse, posa para mí. Siento ganas de echar a correr y besar su
fantástica belleza, besarla y decir: «Te llevas contigo un reflejo de mí,
una parte de mí. Había soñado contigo, deseaba que existieras. Forma-
rás siempre parte de mi vida. Si te amo será porque hemos compartido
en algún momento las mismas fantasías, la misma locura, el mismo es-
cenario.
«La única fuerza que te mantiene entera es tu amor por Henry, y es por
eso por lo que lo amas. Te causa daño, pero mantiene unidos tu cuerpo
y tu alma. Te integra. Te azota y te flagela hasta conferirte entereza. Yo
tengo a Hugo.»

Quería volver a verla. Pensaba que a Hugo le encantaría. Me parecía


perfectamente natural que le gustara a todo el mundo. Le hablé de ella
a Hugo. No noté celos de su parte.
Al surgir nuevamente de la oscuridad, me pareció todavía más hermo-
sa. También más sincera. «La gente siempre es más sincera con Hu-
go», me dije a mí misma. Me dije también que era porque se encontra-
ba más a gusto. No podía descifrar lo que de ello pensaba Hugo. Ella se
dirigió arriba, a nuestra habitación, a dejar el abrigo. Se detuvo un se-
gundo en mitad de las escaleras, donde la luz la hacía realzar sobre el
fondo turquesa de la pared. Cabello rubio, tez pálida, demoníacas cejas
angulares, una sonrisa cruel con un hoyuelo cautivador. Pérfida, infini-
tamente deseable, me atraía hacia ella como hacia la muerte.
Abajo, Henry y June formaban una alianza. Nos contaban sus peleas,
rupturas, guerras el uno contra el otro. Hugo, que se encuentra incó-
modo cuando se habla de emociones, trató de limar las asperezas con
bromas, serenar la discordia, lo feo, lo espantoso para aligerar sus con-
fidencias. Igual que un francés, afable y razonable, hizo disolverse toda
posibilidad de drama. Pudo producirse allí una escena feroz, inhumana,
horrible, entre June y Henry, pero Hugo impidió que nos diéramos
cuenta de ello.
Luego le hice ver que había impedido que viviéramos, que había hecho
que un instante de vida pasara ajeno a él. Me avergonzaba su optimis-
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mo, su intento de suavizar las cosas. Lo comprendió. Prometió recor-
darlo. Sin mí, quedaría totalmente anulado por su costumbre de seguir
los convencionalismos.

La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho apetito. Lue-
go fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos jun-
tas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes.
No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendi-
do mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de
la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí senta-
da, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Descanso. Ella y
yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, menudo revuelo arma-
mos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imagina-
ción.
–Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascarar-
me.
Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá
la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la es-
cultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premura–: No estoy
hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era co-
mo la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas,
muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –
¿Qué es este enfado que siento al oír las alabanzas que de las manos
de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado
llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Menti-
rosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y
dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil
que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y
violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante-
mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del
brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrelazamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No qui-
siera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida.
Me siento... protectora.
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En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desintegración.
Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo re-
trocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para
seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provoca-
dora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca,
esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y
prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha he-
rido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mujeres feas,
vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a
Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las
mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo.
Porque June es destrucción.

Mi fuerza, según me dice Hugo más tarde, cuando descubro que no


aguanta a June, es suave, indirecta, delicada, insinuante, creativa, tier-
na, femenina. La de ella es como de hombre. Hugo me dice que tiene
un cuello masculino, una voz masculina y manos toscas. ¿Es que no me
he dado cuenta? No, no me he dado cuenta, o, si me doy cuenta, no
me importa. Hugo admite que está celoso. Desde el primer momento se
han tenido antipatía.
–¿Es que piensa que con su sensibilidad y sutileza femeninas puede
amar algo de ti que yo no haya amado?
Es cierto. Hugo ha sido infinitamente tierno conmigo, pero en tanto él
habla de June yo pienso en nuestras manos entrelazadas. Ella no alcan-
za el centro sexual mismo de mi ser que alcanzan los hombres; no se
acerca. Entonces, ¿qué es lo que despierta en mí? He deseado poseerla
como si un hombre fuera, pero he querido también que me amara con
los ojos, con las manos, con los sentidos que sólo poseen las mujeres.
Es una penetración suave y sutil.

Odio a Henry por atreverse a herir su enorme y vano orgullo. La supe-


rioridad de June provoca el rechazo, e incluso un sentimiento de ven-
ganza, en Henry. Pone sus ojos en la sumisa y ordinaria Emilia, la cria-
da. Su ofensa me hace amar a June.
La amo por lo que se ha atrevido a ser, por su dureza, su crueldad, su
egoísmo, su perversidad, su demoníaca fuerza destructora. Me aplasta-
ría sin la menor vacilación. Se trata de una personalidad llevada al lími-
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te. Adoro el valor con que hiere y estoy dispuesta a sacrificarme a él.
Sumará mi ser al suyo. Será June más todo lo que yo contengo.

ENERO 1932

June y yo quedamos de vernos en el «American Express». Sabía que


llegaría tarde y no me importaba. Yo llegué antes de la hora, casi en-
ferma de tensión. La iba a ver, a plena luz del día, emerger de la multi-
tud. ¿Sería posible? Temía encontrarme allí, igual que me había encon-
trado en otros sitios, observando a una multitud a sabiendas de que no
iba a aparecer ninguna June porque ésta era producto de mi imagina-
ción. Parecíame poco menos que imposible que llegara por aquellas ca-
lles, que cruzara aquel bulevar, surgiera de entre un puñado de gente
oscura y sin rostro, e hiciera su entrada allí. Qué alegría contemplar
cómo la muchedumbre pasa apresurada, mientras ella avanza, resplan-
deciente, increíble, con paso firme y largo, hacia mí. Le cojo la cálida
mano. Va a buscar el correo. ¿No advierte el empleado del «American
Express» lo maravillosa que es? Seguro que nunca nadie como ella ha
ido a buscar el correo. ¿Ha habido nunca una mujer que llevara unos
zapatos raídos, un vestido negro raído, una capa raída azul oscuro y un
sombrero violeta viejo como ella los lleva?
Soy incapaz de comer en su presencia. Pero exteriormente conservo la
calma, con esa serenidad oriental de porte que tan engañosa resulta.
Ella bebe y fuma. En cierto sentido está bastante loca, sujeta a miedos
y manías. Su charla, mayormente inconsciente, resultaría reveladora
para un analista, pero yo no sé analizarla. Casi todo son mentiras. El
contenido de su imaginación, para ella, es real. Pero, ¿qué es lo que es-
tá construyendo con tan sumo cuidado?
Un engrandecimiento de su personalidad, un fortalecimiento y una glo-
rificación. En la evidente y envolvente calidez de mi admiración se cre-
ce. Parece destructiva y desvalida a la vez. Quiero protegerla. ¡Menuda
broma! Proteger yo a aquella cuyo poder es infinito. Su poder es tan
grande que la creo cuando me dice que su destructividad no es inten-
cionada. ¿Ha intentado destruirme? No, entró en mi casa y yo me sentí
dispuesta a soportar cualquier dolor que quisiera infligirme. Si hay deli-
beración, ésta es posterior, cuando se da cuenta de su poder y empieza
a pensar cómo puede hacer uso de él. Creo que su maldad potencial no
es intencionada. Incluso a ella misma la desconcierta.
La he acogido ahora como uno de los seres dignos de piedad y de pro-
tección. Se ve involucrada en perversidades y tragedias que se le esca-
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pan. Por fin caigo en la cuenta de su debilidad. Su vida está llena de
fantasías. Quiero obligarla a volver a la realidad. Quiero ejercer violen-
cia sobre ella. Yo, que me encuentro envuelta en sueños, en actos sólo
a medias vividos, me siento poseída de un furioso propósito: aferrar las
evasivas manos de June, con suprema firmeza, y llevarla a la habitación
de un hotel y hacer su sueño y el mío realidad, un sueño al que ha evi-
tado enfrentarse toda su vida.

He ido a ver a Eduardo, tensa y destrozada después de las tres horas


pasadas con June. Se ha dado cuenta de su debilidad y me ha instado a
recurrir a mi fuerza.
Me costaba pensar de forma clara por qué en el taxi me había cogido la
mano. No me avergonzaba de mi adoración, de mi humildad. Su gesto
no era sincero. Creo que no es capaz de amar.
Dice que quiere que le dé el vestido rosa que llevaba la primera noche
que me vio. Cuando le digo que me gustaría hacerle un regalo de des-
pedida, dice que quiere el perfume que aspiró en mi casa, para poder
evocar los recuerdos. Y necesita zapatos, medias, guantes y ropa inte-
rior. ¿Sentimentalismo? ¿Romanticismo? Si habla en serio... ¿Por qué
dudo de ella? Acaso sea que es muy sensible y la gente hipersensible es
falsa cuando los demás dudan de ellos? vacilan. Y dan la impresión de
ser insinceros. Pero yo quiero creerla. Por otra parte, tampoco tiene
tanta importancia que me ame. No es su papel. Yo estoy rebosante de
amor hacia ella. Y al mismo tiempo siento que me estoy muriendo.
Nuestro amor sería la muerte. El abrazo de las imaginaciones.

Cuando le refiero a Hugo las historias que me ha contado June, dice


que son muy vulgares. No sé.
Eduardo ha venido a pasar dos días aquí, endemoniado analista, y me
hace tomar conciencia de la crisis por la que estoy pasando. Quiero ver
a June. Quiero ver el cuerpo de June. No he osado mirar su cuerpo. Sé
que es hermoso.
Las preguntas de Eduardo me vuelven loca. Quiere hacerme ver, sin
piedad alguna, cómo me he humillado. Yo no me he extendido sobre los
éxitos que podrían glorificarme. Me obliga a recordar que mi padre me
pegaba, que el primer recuerdo que conservo de él es una humillación.
Me dijo que estaba fea después de pasar el tifus. Había adelgazado y
me habían cortado el cabello.
¿Qué me ha hecho enfermar ahora? June. June y su siniestra atracción.
Ha tomado drogas; ha amado a una mujer; cuando cuenta historia usa
un lenguaje vulgar. Sin embargo, ha mantenido ese increíble, trasno-
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chado y sensiblero sentimentalismo: «Dame el perfume que olí en tu
casa. Mientras subía, a oscuras, la pendiente que conduce a tu casa,
estaba en éxtasis.»
–¿Crees de verdad que soy lesbiana? –le pregunto a Eduardo–. ¿Crees
que es serio? ¿No puede tratarse de una reacción contra la experiencia
que tuve con Drake?
No está seguro.
Hugo decide pronunciarse y afirma que considera accidental todo lo
ajeno a nuestro amor, fases, curiosidades pasionales. Busca seguridad
en la vida. Me alegro de que la encuentre. Le digo que tiene razón.
Finalmente, Eduardo me dice que no soy lesbiana porque no odio a los
hombres, antes al contrario. Anoche soñé que deseaba a Eduardo, no a
June. La noche precedente, al soñar con June, me encontraba en lo
más alto de un rascacielos y tenía que bajar por la fachada usando una
estrechísima escalera de incendios. Estaba aterrorizada. Me era imposi-
ble.

Vino a Louveciennes el lunes. Se lo pregunté con crueldad, igual que


Henry.
–¿Eres lesbiana? ¿Has hecho frente a tus impulsos intelectualmente?
–Jean era en exceso masculina. He hecho frente a mis sentimientos,
soy plenamente consciente de ellos, pero no he encontrado a nadie con
quien quisiera compartirlos, hasta el momento –me respondió con toda
calma. Y cambió de tema–: Me encanta tu manera de vestir. Este vesti-
do... este color rosa, la falda pasada de moda, la chaquetita negra de
terciopelo, el cuello de encaje, el lazo encima del pecho... es perfecto,
absolutamente perfecto. También me gusta cómo te cubres. Hay muy
poca desnudez, solamente el cuello. Y me encanta el anillo de turquesa,
y el coral.
Le temblaban las manos; toda ella estaba estremecida. Yo me avergon-
zaba de mi brutalidad. Me encontraba nerviosísima. Me dijo que en el
restaurante había sentido ganas de verme los pies pero que no podía
mirarlos. Yo le dije que tenía miedo de mirar su cuerpo. Hablamos en-
trecortadamente. Contempló mis pies, calzados con unas sandalias y
los encontró preciosos.
–¿Te gustan estas sandalias? –le pregunté. Su respuesta fue que siem-
pre le habían gustado las sandalias y las había llevado mientras había
tenido dinero para comprarlas. Yo le dije –Ven a mi habitación y prué-
bate el otro par que tengo.
Se las probó, sentada en mi cama. Le venían pequeñas. Vi que llevaba
medias de algodón y me dolió ver a June con medias de algodón. Le
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mostré la capa negra, que le pareció muy bonita. Le dije que se la pro-
bara y así pude contemplar la belleza de su cuerpo, su plenitud y pesa-
dez, y me perturbó.
No entendía por qué me encontraba tan incómoda, tan asustada, por
qué era tan tímida. Le dije que le haría una capa como la mía. Le toqué
el brazo una vez. Ella lo apartó. ¿Acaso la asusté? ¿Podía haber alguien
más sensible y temeroso que yo? Me parecía imposible. En ese momen-
to yo no tenía miedo, sino unos enormes deseos de tocarla.

Al sentarse en el sofá de abajo, la abertura de su vestido dejaba al des-


cubierto el nacimiento de sus pechos; sentí deseos de besarla allí. Yo
me hallaba muy turbada y temblorosa. Comenzaba a tomar conciencia
de su sensibilidad y miedo a sus propios sentimientos. Hablaba, mas yo
sabía que lo hacía para impedir una conversación interior más profun-
da, las cosas que no podíamos decir.

Al día siguiente nos encontramos en el «American Express». Vino vesti-


da con el traje sastre porque le había dicho que me gustaba.
Había dicho que nada quería de mí salvo el perfume que usaba y mi
pañuelo granate, pero insistí en que me dejara comprarle unas sanda-
lias.
Le dije primero que se fuera al lavabo. Abrí el bolso y saqué un par de
medias finas.
–Póntelas –le supliqué. Me obedeció. Entre tanto abrí un frasco de per-
fume–. Ponte un poquito.
El empleado estaba allí, mirándonos, esperando la propina, No me im-
portaba. June llevaba un agujero en la manga.
Yo estaba contentísima y June exultante. Hablábamos a la vez. –Anoche
quería llamarte. Quería mandarte un telegrama –dijo June. Quería de-
cirme que, en el tren, se había sentido desdichada, que lamentaba su
torpeza, su nerviosismo, su charla sin sentido. Quería decir tantas co-
sas.
Nuestro miedo a desagradar, a decepcionar a la otra eran idénticos. Por
la noche había ido al café como drogada, sin poder pensar en nada que
no fuera en mí. Las voces de la gente le llegaban lejanas. Estaba exal-
tada. No podía dormir. ¿Qué le había hecho? Había mantenido siempre
la seriedad, podía hablar siempre debidamente, la gente nunca la per-
turbaba.
Cuando me di cuenta de lo que me estaba revelando, poco faltó para
que me volviera loca de alegría. Entonces, ¿me quería? ¡June! Estaba
sentada junto a mí en el restaurante, pequeña, tímida, angelical, me-
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drosa. Decía algo y luego pedía perdón por su estupidez. Yo no podía
más.
–Las dos hemos perdido la cabeza –le dije–, pero a veces cuando más
cosas revelamos de nosotros mismos menos somos nosotros mismos.
Yo ya no intento pensar. Cuando estoy contigo me es imposible. Tú
eres como yo, esperando que se presente el momento perfecto, aunque
nada de lo que se ha imaginado durante demasiado tiempo puede llegar
a ser perfecto en un sentido terrenal. Ninguna de las dos puede decir
exactamente lo apropiado. Estamos emocionadas, pues vivamos la
emoción. Es tan hermoso, tan hermoso. Te quiero, June.
Y, sin saber qué decir más, extendí sobre el banco, entre nosotras, el
pañuelo granate que ella quería, mis pendientes de coral, mi anillo de
turquesa, que me había regalado Hugo y del cual me costaba despren-
derme, pero lo que yo quería extender ante la belleza y la increíble hu-
mildad de June era sangre.

Fuimos a la zapatería. La mujeruca que nos atendió no soportaba nues-


tra ostensible felicidad. Yo le cogía la mano a June con firmeza. Me hice
con la tienda. Yo era el hombre. Era firme, dura y terca con las depen-
dientas. Cuando comentaron que June tenía los pies muy anchos, las
reprendí. June no entendía el francés, pero notaba que eran antipáticas.
–Cuando la gente es antipática contigo, siento deseos de arrodillarme
ante ti.
Elegimos las sandalias. No quiso nada más, nada que no fuera simbóli-
co o representativo de mí. Todo lo que yo llevaba lo llevaría ella, a pe-
sar de que nunca había querido imitar a nadie.
Mientras andábamos juntas por las calles, los cuerpos próximos, cogi-
das del brazo, las manos entrelazadas, me era imposible hablar. En
nuestro andar nos sentíamos por encima del mundo, por encima de la
realidad, como en éxtasis. Al oler mi pañuelo, me inhalaba a mí. Cuan-
do yo vestía su belleza, la poseía.
–Cuántas cosas no haría contigo –dijo–. Contigo tomaría opio.
June, que no acepta un regalo que no posea un significado simbólico;
June, que se dedica a lavar ropa para comprarse un poco de perfume;
June, que no teme la pobreza ni la tosquedad, y que no es susceptible a
ella, así como tampoco a la embriaguez de sus amigos; June, que juz-
ga, escoge y descarta a la gente con severidad, que sabe, cuando se
pone a contar sus interminables anécdotas, que son formas de escapa-
toria, de mantenerse en secreto detrás de esa profusa charla. Secreta-
mente es mía.

21
Hugo comienza a comprender. La realidad existe sólo entre él y yo, en
nuestro amor. Todo lo demás, son sueños. Nuestro amor está claro.
Puedo ser fiel. Por la noche me sentí terriblemente feliz.
Pero debo besarla, debo besarla.
Anoche, de haber ella querido, me hubiera sentado en el suelo, con la
cabeza sobre sus rodillas. Mas no quiso. Sin embargo, en la estación,
mientras esperamos el tren, me suplica que le dé la mano. Yo pronun-
cio su nombre. Estamos de pie, una junto a la otra, con los rostros casi
pegados. Le sonrió en tanto se aleja el tren. Me vuelvo.
El jefe de estación quiere venderme números para una rifa benéfica.
Los compro y se los regalo deseándole suerte. Se beneficia de mis de-
seos de regalarle cosas a June, a quien no se le puede regalar cosa al-
guna.
Hablamos un lenguaje secreto, de tonos bajos, tonos altos, matices,
abstracciones, símbolos. Luego regresamos a Hugo y a Henry, llenas de
una incandescencia que los asusta a los dos. Henry está incómodo. Hu-
go triste. ¿Qué es esta poderosa magia a que nos entregamos, June y
yo, cuando estamos juntas? ¡Prodigio! ¡Prodigio! Es ella quien la trae.
Anoche, después de June, llena de June, ver a Hugo leyendo el periódi-
co y oírle hablar de trusts y de un día provechoso se me hacía insopor-
table. Él lo comprendía –es capaz de comprender–, mas le era imposi-
ble compartirlo, hacer suya la incandescencia. Me hacía bromas. Estaba
ocurrente. Estaba adorable y cariñoso, pero yo no podía regresar.
Así pues, permanecí tumbada en el sofá, fumando y pensando en June.
En la estación me había desvanecido.
La intensidad nos está destrozando a las dos. Ella se pone contenta de
marcharse. Es menos condescendiente que yo. Lo que quiere es esca-
par de lo que le ofrece vida. No le gusta mi poder, mientras que a mí
me agrada someterme a ella.

Hoy nos hemos visto media hora para hablar del futuro de Henry y me
ha pedido que le cuidara; luego me ha regalado la pulsera de plata con
la piedra de ojo de gato, teniendo tan pocas posesiones como tiene. Al
principio la he rechazado, pero luego la alegría de llevar su pulsera, una
parte de ella, me ha embargado. La llevo como un símbolo. Para mí es
preciosa.
Hugo la ha visto y ha dicho que no le gustaba. Quería quitármela, para
hacerme enfadar. Yo la he agarrado con todas mis fuerzas mientras él
me estrujaba las manos y he dejado que me hiciera daño. June tenía
miedo de que Henry me pusiera en contra suya. ¿Qué es lo que teme?
–Tenemos un secreto fantástico –le dije–. Yo sólo sé de ti lo que conoz-
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co a través de mí misma. Fe. ¿Qué significa para mí lo que Henry sepa?
Luego me encontré casualmente a Henry en el Banco. Me he dado
cuenta de que me odiaba y me ha extrañado. June había dicho que se
sentía incómodo e intranquilo porque tiene más celos de las mujeres
que de los hombres. June, inevitablemente, siembra locura. Henry, que
me consideraba una persona «poco común», ahora me odia. Hugo, que
odia muy pocas veces, la odia a ella.
Hoy me ha dicho que cuando habla con Henry de mí trata de ser lo más
natural y directa para no dar a entender nada desacostumbrado.
–A Anaïs le aburría su vida, por eso nos acogió –le dijo. A mí me ha pa-
recido cruel. Es lo único desagradable que le he oído decir.
Hugo y yo nos entregamos totalmente el uno al otro. No podemos estar
el uno sin el otro, no soportamos la discordia, la guerra, el alejamiento,
no podemos dar paseos solos, no nos gusta viajar sin el otro. Nos he-
mos entregado a pesar de nuestro individualismo, de nuestra aversión
a la intimidad. Nuestro amor ha absorbido nuestro egocentrismo. Nues-
tro amor es nuestro ego.
No creo que Henry y June hayan conseguido lo mismo, porque tanto el
individualismo del uno como el del otro son demasiado fuertes. Así que
están en guerra; el amor es un conflicto; han de desconfiar uno del
otro.

June quiere volverse a Nueva York y hacer algo debidamente, estar


guapa para mí, satisfacerme. Tiene miedo de decepcionarme.
Hemos comido juntas en un restaurante tenuemente iluminado en el
que nos encontrábamos envueltas por una intimidad aterciopelada. Nos
hemos quitado los sombreros. Hemos bebido champán. June ha recha-
zado la comida toda dulce o insípida. Podría vivir de pomelos, ostras y
champán.
Hemos estado hablando mediante abstracciones medio articuladas que
únicamente nosotras comprendíamos. Me ha revelado que ha eludido
todos los intentos de Henry de explicarla de forma lógica, de compren-
derla.
Estaba allí sentada, embriagada de champán, hablando del hachís y de
sus efectos:
–Yo he experimentado esos estados sin necesidad de hachís –dije yo–.
No necesito las drogas. Todo eso lo tengo en mí misma. –Al oír esto se
enfadó un tanto. No se daba cuenta de que yo alcanzaba esos estados
sin dañarme la mente. Mi mente no debe morir porque soy escritora.
Soy el poeta que necesita ver. No soy únicamente el poeta capaz de
embriagarse con la belleza de June.
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Fue culpa suya que yo empezase a advertir la incoherencia de sus rela-
tos, de sus pueriles mentiras. Su falta de concordancia y de lógica de-
jaba huecos, y al tratar de hacer encajar las piezas, me he formado un
juicio, juicio que ella siempre teme, del que quiere escapar. Vive sin ló-
gica. En cuanto uno trata de coordinar a June, June se pierde. Debe de
haberle sucedido enormidad de. veces. Es como un borracho que se de-
lata.
Estábamos hablando de perfumes, sus sustancias, sus mezclas y lo que
significaban, y dejó caer sin darle importancia:
–El sábado, al dejarte, compré un perfume para Ray. –(Ray es una chi-
ca de la que ya me había hablado.) En ese momento no pensé en nada,
pero me fijé en el nombre del perfume, que era muy caro.
Continuamos hablando. A ella le impresionan mis ojos tanto como a mí
su rostro. Le dije que su pulsera se aferraba a mi muñeca como si sus
propios dedos fueran, sujetándome en bárbara esclavitud. Desea que
mi capa rodee su cuerpo.
Después de la comida dimos un paseo. Tenía que sacar el pasaje para
Nueva York. Primero cogimos un taxi para su hotel. Sacó una marione-
ta, el conde Bruga, hecha por Jean. Tenía el cabello y las pestañas color
violeta, ojos de prostituta, nariz de Polichinela, una boca suelta y de-
pravada, mejillas demacradas, una barbilla desafiante, agresiva, manos
de asesino, piernas de madera, un sombrero español y una chaqueta de
terciopelo negro. Había estado en un escenario.
June lo sentó en el suelo del taxi, frente a nosotros. Yo me reí de él.

Entramos en varias compañías marítimas. June no tenía dinero suficien-


te ni siquiera para un pasaje de tercera y trataba de conseguir que le
hicieran descuento. La vi inclinarse sobre el mostrador, con el rostro
entre las manos, suplicando, para que los hombres que se encontraban
detrás la devoraran con los ojos, descaradamente. Y ella, suave, per-
suasiva, les sonreía en secreto. Yo la observaba suplicar. El conde Bru-
ga me miraba de soslayo. Nada más que yo era consciente de los celos
que tenía de aquellos hombres, no de su humillación.
Al salir le dije a June que le daría el dinero que necesitaba, que era más
de lo que yo podía permitirme dar, mucho más.
Entramos en otra compañía marítima en tanto June terminaba un ab-
surdo cuento de hadas antes de llevar a cabo la gestión. El hombre del
mostrador se quedó embobado, paralizado por su rostro y su dulce y
sumisa manera de hablarle, de pagar y de firmar. Yo me hallaba junto a
ella y le oí preguntar:
–¿Quiere tomar una copa conmigo mañana?
24
June le estrechó la mano.
–¿A las tres?
–No. A las seis. –Le sonrió como me sonríe a mí. Luego, mientras sa-
líamos, se apresuró a justificarse–: Ha sido muy amable conmigo, me
ha ayudado mucho. Me será muy útil. No podía negarme. No pienso ir,
pero no podía decir que no.
–Ahora que te has comprometido, tienes que ir –le dije disgustada, pe-
ro luego el prosaísmo y la estupidez de esta afirmación me dieron náu-
seas. Cogí a June del brazo y dije, próxima a las lágrimas–: No lo so-
porto, no lo soporto. –Estaba enfadada a causa de algo indefinido. Pen-
sé en la prostituta, honrada porque a cambio de dinero entrega su
cuerpo. June no entregaría nunca su cuerpo. Pero es capaz de suplicar
de una manera que para mí sería imposible, de prometer como yo no
podría prometer, a no ser que pensara cumplir mi promesa.
¡June! Se había hecho pedazos en mi sueño. Ella lo sabía. Me cogió la
mano y me la apretó contra su cálido pecho; seguimos andando, con mi
mano en su pecho. Iba casi desnuda debajo del vestido. Tal vez lo hacía
inconscientemente, como para calmar a un niño enfurruñado. Y hablaba
de cosas que nada tenían que ver.
–¿Preferirías que le hubiera dicho que no, bruscamente? A veces, soy
brusca, ya lo sabes, pero me resultaba imposible delante de ti. No que-
ría ofenderlo. Había sido muy amable. –Como no sabía por qué estaba
enfadada, no dije nada. No se trataba de aceptar o rechazar una copa.
Había que remontarse al origen de la necesidad de recibir ayuda de
aquel hombre. Entonces recordé algo que había dicho: «Por mal que me
vayan las cosas, siempre encuentro a alguien que me invite a cham-
pán.» Naturalmente, era una mujer que acumulaba unas enormes deu-
das que no pensaba pagar, porque luego se enorgullecía de su inviola-
bilidad sexual. Una buscadora de oro. Orgullo en la posesión de su pro-
pio cuerpo, aunque no excesivo para humillarse poniendo ojos de pros-
tituta por encima de un mostrador de una compañía marítima.
Me estaba contando que Henry y ella se habían peleado por culpa de la
mantequilla. No tenían dinero y...
–¿Que no teníais dinero? El sábado te di cuatrocientos francos, para
que comierais Henry y tú. Y estamos a lunes.
–Teníamos que pagar unas deudas...
Pensé que se refería a la habitación del hotel. Pero entonces, de repen-
te, me acordé del perfume, que cuesta doscientos francos. ¿Por qué no
me lo había dicho? «El sábado compré perfume y medias.» Cuando in-
sinuó que todavía tenían que pagar el alquiler, no me miraba. Entonces
recordé una cosa más que había dicho. «La gente me dice que si tuvie-
25
ra en mis manos una fortuna, me la liquidaría en un día y sin que nadie
se enterara. Gasto el dinero sin darme cuenta.»

Aquélla era la otra cara de la fantasía de June. Paseamos por las calles
y toda la ternura de su corazón no pudo calmar el dolor. Me fui a casa y
me acurruqué en los brazos de Hugo.
–He vuelto –le dije, y se puso muy contento.
Pero ayer, a las cuatro, mientras la esperaba en el «American Express»,
el portero me dijo:
–Ha venido esta mañana su amiga y se ha despedido de mí como si no
pensara regresar.
–Pero habíamos quedado de encontrarnos aquí. –Si no volvía a ver a
June acercarse a mí... imposible. Era como la muerte. ¿Qué importaba
todo lo que había pensado el día anterior? Carecía de ética, era irres-
ponsable... ella era así. Y yo no cambiaría su manera de ser. Mi orgullo
para con los asuntos financieros era aristocrático. Era demasiado escru-
pulosa y orgullosa. Yo no cambiaría nada en June que fuera básico y es-
tuviera en la raíz de su fantástica personalidad. Ella era la única para la
que no existían trabas. ,Yo era un ser encadenado, ético, pese a mi in-
telecto amoral. Yo no hubiera dejado que Henry pasara hambre. La
aceptaba totalmente. No trataría de cambiarla… Si pasara al menos
conmigo una hora más…

Me había vestido para ella de forma ritual, con un disfraz que me aleja-
ba de las demás personas, un disfraz que simbolizaba mi individualismo
y que solamente ella comprendería. Turbante negro, vestido rosa con
cuerpo y cuello de encaje negro, abrigo rosa con cuello Medici. Por la
calle había causado sensación, y me encontraba más sola que nunca
porque la reacción había sido en parte hostil, de burla.
Entonces llegó June, toda de terciopelo negro, capa negra y sombrero
con plumas, más pálida e incandescente que nunca, y traía consigo al
conde Bruga, como yo le había pedido. La maravilla de su rostro y de
su sonrisa, los tristes ojos...

La llevé a un salón de té ruso. Los rusos cantaban los mismos senti-


mientos que experimentábamos nosotras. June se preguntaba si real-
mente la emoción de sus voces y de su interpretación sería auténtica.
Probablemente no sentían la emoción que sentíamos June y yo.
Champán y caviar con June. Es la única manera de saber lo qué es el
champán y lo qué es el caviar. Son June, voces rusas y June.
Gente fea, sin imaginación, muerta, nos rodea. Nosotras no la vemos.
26
Yo miro a June, vestida de terciopelo negro. June precipitándose hacia
la muerte. Henry no puede precipitarse con ella porque él lucha por la
vida. Pero June y yo juntas no nos retenemos. La sigo. Y me produce
una intensa alegría acompañarla, ceder a la disolución de la imagina-
ción, a sus extrañas experiencias, a nuestros juegos con el conde Bru-
ga, que se inclina ante el mundo con el sauce llorón de su cabellera vio-
leta.
Todo ha terminado. En la calle, June dice con pesar:
–Quería abrazarte y acariciarte. –La meto en un taxi. Ella está allí sen-
tada, a punto de dejarme y yo permanezco de pie sufriendo un suplicio.
–Quiero besarte –le digo.
–Quiero besarte –dice June y me ofrece la boca. La beso durante un
buen rato.

Al irse, no tenía yo ganas más que de dormir muchos días seguidos, pe-
ro tenía que enfrentarme todavía a una cosa más: a mi relación con
Henry. Lo invitamos a Louveciennes. Quería ofrecerle paz y una casa
tranquila, pero, naturalmente, sabía que hablaría de June.
Dimos largos paseos para apaciguar nuestra intranquilidad y hablamos.
Ambos compartimos la misma obsesión por comprender a June. No está
celoso de mí porque dice que yo extraje cosas maravillosas de ella, que
era la primera vez que June se sentía vinculada a una mujer que valiera
la pena. Parecía que esperaba que yo ejerciera alguna influencia en su
vida.
Cuando vio que yo comprendía a June y que estaba dispuesta a ser sin-
cera con él, hablamos con libertad. Hubo, sin embargo, un momento en
que me detuve, vacilante, preguntándome si me mostraría siendo des-
leal con June. Entonces Henry observó que, si bien en el caso de June
había que dejar de lado la verdad, era la única base posible para cual-
quier intercambio entre nosotros.
Ambos sentimos la necesidad de que nuestras dos mentes se aliaran,
igual que nuestras lógicas divergentes, para comprender el problema de
June. Henry la ama a ella y en todo momento a ella. También desea
poseer a June, el personaje, la poderosa heroína de ficción. En su amor
por ella ha tenido que soportar tantos tormentos que el amante se ha
refugiado en el escritor. Ha escrito un libro feroz y resplandeciente so-
bre June y Jean.
Cuestionaba el lesbianismo. Se sorprendió de oírme decir ciertas cosas
que había dicho June, porque a mí me creía.
–Al fin y al cabo, si alguna explicación hay del misterio es ésta: el amor
entre mujeres es un refugio y un escape hacia la armonía. En el amor
27
entre hombre y mujer hay resistencia y conflicto, dos mujeres no se
juzgan mutuamente, no se embrutecen mutuamente, no buscan nada
que ridiculizar. Se rinden al sentimentalismo, a la comprensión mutua,
al romanticismo. Ese amor es la muerte, lo admito.

Anoche estuve despierta hasta la una leyendo la novela de Henry, Mo-


loch, mientras él leía la mía. La suya era arrolladora, la obra de un gi-
gante. No sabía cómo decirle lo mucho que me había impresionado. Y
aquel gigante estaba allí sentado y leyendo en silencio mi insignificante
libro, lleno de comprensión y de entusiasmo, hablando de su habilidad,
de su sutileza, de su voluptuosidad, exclamándose tras ciertos pasajes,
y criticando también. ¡Qué fuerza posee!
Yo le he dado lo único que June no podía ofrecerle: honradez. Estoy
dispuesta a admitir lo que un ego superdesarrollado no sería capaz de
admitir: que June es un personaje aterrador y estimulante que convier-
te a todas las restantes mujeres en seres insípidos, que yo viviría su vi-
da si no fuera por mi compasión y mi conciencia, que tal vez destruya
al Henry hombre, pero que el Henry escritor se enriquece más con es-
tos sufrimientos que con la paz. Por otra parte, a mí me es imposible
destruir a Hugo, porque no tiene nada más. Pero, al igual que June, soy
capaz de perversiones delicadas. Amar a un solo hombre o a una sola
mujer es encerrarse.
Mi conflicto va a ser mayor que el de June porque ella no está vigilada
por ninguna mente. Eso lo hacen otros, y ella niega todo lo que dicen o
escriben. Yo tengo una mente mayor que todo el resto de mi ser, una
conciencia inexorable.

Eduardo me dice que debería ir a psicoanalizarme, pero a mí me parece


demasiado sencillo. Quiero llevar a cabo mis propios descubrimientos.
No necesito drogas ni estimulantes artificiales. Sin embargo quiero ex-
perimentar esas mismas cosas con June, penetrar en la maldad que me
atrae. Busco la vida, y las experiencias que deseo; se me niegan por-
que tengo en mí una fuerza que las neutraliza. Conozco a June, la seu-
doprostituta, y se vuelve pura. Esa pureza enloquece a Henry; es una
pureza exterior e interior que resulta pavorosa, tal vez como la vi una
tarde en el extremo del diván, transparente, sobrenatural.
Henry me habla sobre su extrema vulgaridad. Conozco su falta de orgu-
llo. La vulgaridad proporciona el placer de profanar. Pero June no es un
demonio. Es la vida el demonio que la posee y su coito es violento por-
que su voracidad de vida es enorme; ha de probar los sabores más
amargos.
28
Tras la visita de Henry empecé a recorrer la casa como una fiera enjau-
lada y dije a Hugo que tenía que marcharme. Hubo protestas.
–No estás enferma, tan sólo cansada.
Pero, como siempre, Hugo comprendió, consintió. La casa me agobiaba.
No podía ver a nadie, ni escribir, ni siquiera descansar.

El domingo Hugo me sacó a dar un paseo. Encontramos unas madrigue-


ras de conejo muy grandes y profundas. Jugando, incitó a nuestro perro
Banquo a meter el hocico, a excavar. Yo sentía una horrible opresión,
como si me hubiera metido en un agujero y me estuviera asfixiando.
Recordé muchos sueños que había tenido en los que me obligaban a
arrastrarme boca abajo, como una serpiente, a través de túneles y ori-
ficios demasiado estrechos para mí, y el último siempre era más estre-
cho que los demás, de modo que mi angustia era tan intensa que me
despertaba. Me planté delante de la conejera y le grité a Hugo que lo
dejara. Mi furia lo desconcertó. No era sino un juego, y con el perro.
Ahora que la sensación de ahogo había cristalizado, estaba decidida a
marcharme. Por la noche, abrazada a Hugo, mi decisión se tambaleó.
Pero hice todos los preparativos, descuidadamente, cosa rara en mí. No
me importaba mi apariencia ni mi ropa. Me marché apresuradamente. A
encontrarme a mí misma. A encontrar a Hugo en mí.

Sonloup, Suiza. Le escribo a Hugo: «Créeme, cuando hablo de vivir de


acuerdo con los instintos, no es más que humo. Hay muchos instintos
que deben ser reprimidos porque están descompuestos, podridos.
Henry se equivoca al despreciar a D. H. Lawrence por hundirse en una
miseria innecesaria. Lo primero que harían June y Henry sería iniciarnos
en la pobreza, el hambre, los harapos, simplemente para compartir sus
sufrimientos. Esa es la mejor manera de disfrutar de la vida: dejar que
te fustigue. Conquistando la miseria creamos una independencia futura
consistente en ser como ellos nunca sabrán. Cuando te retires del Ban-
co, cariño, conoceremos una libertad que ellos no han conocido jamás.
Estoy un poco harta de este revolcarse en el dolor típicamente ruso. El
dolor es para superarlo, no para revolcarse en él.
»He venido a recuperar la fuerza y lo estoy consiguiendo ya. Estoy lu-
chando. Esta mañana he visto las siluetas jóvenes, altas y gruesas de
los esquiadores, con sus pesadas botas, y sus andares lentos y conquis-
tadores, fueron como una inyección de energía. La derrota no es más
que una fase para mí. Debo conquistar, vivir.
Perdóname por lo que te hago sufrir. Al menos no serán sufrimientos
29
inútiles.»

Permanezco en la cama, medio dormida, haciéndome la muerta. Esta


fortaleza de calma que levanto contra la invasión de ideas, contra la
fiebre es como el plumón. Duermo envuelta en plumón y las ideas in-
tentan abrirse paso hacia mí, insistentemente. Yo quiero comprender,
despacio. Y empiezo: June, has destruido la realidad. Tus mentiras no
son mentiras para ti, son situaciones que quieres vivir. Has hecho ma-
yores esfuerzos que ninguno de nosotros para realizar tus ilusiones.
Cuando le dijiste a tu marido que había muerto tu madre, que no cono-
ciste a tu padre, que eras hija ilegítima, es porque querías partir de ce-
ro, comenzar sin raíces, zambullirte en la invención...
Pretendo iluminar el caos de June no con la mente directa de un hom-
bre sino con toda la destreza y rodeos propios de una mujer.
«A June se le saltaban las lágrimas al hablar de tu generosidad», dijo
Henry, y me di cuenta de que la amaba por ello. En su novela está claro
que la generosidad de June no iba dirigida hacia él –lo torturaba cons-
tantemente– sino hacia Jean, porque estaba obsesionada con Jean. Y,
¿qué le hace a Henry? Lo humilla, le hace pasar hambre, atenta contra
su salud, lo atormenta... y él se enriquece; escribe el libro.
Herir y ser consciente de que se hiere, saber que es una necesidad, lo
encuentro intolerable. No tengo la valentía de June. Lucho por evitarle a
Hugo toda humillación. No atropello sus sentimientos Solamente dos
veces en toda mi vida la pasión ha sido más fuerte que la compasión.
Una tía mía le enseñó a nuestra cocinera a hacer un soufflé de zanaho-
rias, y la cocinera se lo enseñó a nuestra criada, Emilia. Emilia lo inclu-
ye en cada comida festiva. Se lo sirvió a Henry y June. Estaban ya hip-
notizados por la singularidad de Louveciennes, los colores, mi peculiar
manera de vestir, mi extranjería, el olor a jazmines, las hogueras que
alimentaba no con troncos sino con raíces de árboles, que se dirían
monstruos. El soufflé pasaba por un plato exótico, y se lo comieron co-
mo se come uno el caviar. También comieron puré de patatas aligerado
con un huevo batido. Henry, que es profundamente burgués, empezó a
sentirse incómodo, como si no le hubieran dado de comer como es de-
bido. El bistec era auténtico y jugoso, pero estaba cortado en forma de
círculo y seguro que no lo reconoció. June se sentía extasiada. Henry, al
tener más confianza con nosotros, se atrevió a preguntarnos si siempre
comíamos así, preocupado por nuestra salud. Le contamos el origen del
soufflé y nos reímos. June lo hubiera envuelto en una nube de misterio
para siempre.

30
Una mañana de la temporada que Henry pasó entre nosotros, después
del hambre, las comidas baratas y el desaliño de mostrador de bar, tra-
té de servirle un buen desayuno. Bajé y encendí la chimenea. En una
bandeja verde, Emilia trajo café caliente, leche humeante, huevos pa-
sados por agua, pan, galletas y mantequilla de la más fresca. Henry se
sentó junto al fuego tras la mesa laqueada. Lo único que se le ocurrió
decir fue que añoraba la taberna de la esquina, el mostrador de zinc, el
cafetucho verdoso y la leche llena de nata.
No me ofendí. Pensé que carecía de capacidad para apreciar lo que se
sale de lo corriente, nada más. Yo puedo ir a parar al lodazal un cente-
nar de veces, pero en cada ocasión saldría a flote y recuperaría el buen
café en una bandeja laqueada junto al fuego. Volvería cada vez a las
medias de seda y el perfume. El lujo no es para mí una necesidad, pe-
ro las cosas hermosas y buenas sí.

June es una cuentista. Nunca deja de contar cosas intrascendentes de


su vida. Al principio traté de buscarles un nexo de unión, pero acabé
rindiéndome al caos. No sabía entonces que, como las historias de Al-
bertine para Proust, cada una era una clave secreta de algún suceso de
su vida imposible de esclarecer. Muchas de esas historias aparecen en
la novela de Henry. No teme repetirse. Está drogada con sus propios
romances. Yo me inclino humildemente ante esta fantástica criatura y
abandono mi proceso mental.

Anoche el llanto febril de un niño no me dejó dormir en el hotel y mis


pensamientos parecían una máquina de máxima potencia. Acabé ago-
tada. Por la mañana una horrible femme de chambre (doncella) ha en-
trado a correr las cortinas. Un hombre con una mata de pelo rojizo al-
rededor del rostro barría las alfombras del -vestíbulo. Llamé a Hugo pa-
ra suplicarle que viniera antes de lo que había prometido. Por carta es-
taba tierno y triste, pero por teléfono se mostró razonable.
–Iré de inmediato si estás enferma.
–Déjalo –dije yo–. Me marcharé el jueves. No lo aguanto más.
Un cuarto de hora después me llamó –se había dado cuenta de lo an-
gustiada que estaba– para decirme que llegaría el viernes en lugar del
sábado por la mañana. Yo sentía una- repentina, desesperada y aterra-
dora necesidad de Hugo. Hubiera hecho cualquier cosa. Estaba sentada
en la cama, temblando. «Estoy enferma –pensé–. Mi mente no ejerce
plenamente el control.»
Hice un tremendo esfuerzo por escribirle a Hugo una carta serena y cla-
ra con el fin de tranquilizarlo. Había hecho el mismo esfuerzo para se-
31
renarme al venir aquí a Suiza. Hugo lo comprendió. Me había escrito
«... lo bien que sé con qué ardiente intensidad vives. Tú has experi-
mentado ya muchas vidas y has compartido varias conmigo, vidas ple-
nas y ricas, del nacimiento a la muerte, y es natural que tengas perío-
dos de descanso entre una y otra.
«¿Te das cuenta de que eres una fuerza vital, para no hablar de ti sino
en abstracto? Tengo la impresión de que soy una máquina que ha per-
dido el motor. Tú representas todo lo que es vital, vivo, se mueve,
sube, vuela, planea...»

June pone firmes objeciones al franco sensualismo de Henry. El suyo es


mucho más intrincado. Además, él representa el bien para ella. Se afe-
rra desesperadamente a eso. Tiene miedo de que se eche a perder su
talento. Todos los instintos de Henry son buenos, no en el nauseabundo
sentido cristiano sino en el simple sentido humanó. Ni siquiera la feroci-
dad de sus escritos es monstruosa ni intelectual sino humana. Pero Ju-
ne no es humana. Sólo tiene dos fuertes sentimientos humanos: su
amor por Henry y su tremenda y abnegada generosidad. El resto es
fantástico, perverso, despiadado.
Lleva a cabo unos cálculos demoníacos para que Henry y yo con-
templemos con temor reverente su monstruosidad, que nos enriquece
más que la compasión de otros, el comedido amor de otros, la abnega-
ción de otros. Yo no pienso hacerla pedazos como ha hecho Henry. La
amaré. La enriqueceré. La inmortalizaré.

Henry me manda una carta desesperada desde Dijon. Dostoievski en


Siberia, sólo que Siberia era mucho más interesante, por lo que dice
Henry. Le mando un telegrama: «Dimite y vuelve a Versailles.» Le
mando dinero. Pienso en él la mayor parte del día.
Pero no permitiría que Henry me tocara. Trato de descubrir la razón
exacta y sólo la encuentro en su propio lenguaje. «No quiero que sólo
se me meen encima.»

¿Haces esas cosas, June? ¿O es que Henry caricaturiza tus deseos? ¿Te
hallas medio hundida en deseos tan complejos, oscuros y tremendos
que los burdeles de Henry parecen casi risibles? Él cuenta con que yo
entenderé, porque yo, como él, soy escritora. He de saber. Debe estar
claro para mí. Para su sorpresa, le digo exactamente lo que tú dices:
«No es lo mismo.» Hay un mundo eternamente cerrado para él, el
mundo que contiene nuestras conversaciones abstractas, nuestros be-
sos, nuestros éxtasis.
32
Advierte con intranquilidad que “hay cierto aspecto de ti que no ha cap-
tado, todo cuando no está en su novela. Te le escurres entre los de-
dos”.

Qué riqueza la de Hugo. Su capacidad de amar, de perdonar, de dar, de


comprender. Dios mío, qué afortunada soy.
Mañana por la noche estaré en casa. Ha acabado ya la vida de hotel y
la soledad nocturna.

FEBRERO 1932

Louveciennes. Regresé a un amante suave y ardoroso. Llevo conmigo


encima preciosas y gruesas cartas de Henry. Avalanchas. He clavado en
la pared de mi estudio los dos grandes pliegos de palabras de Henry,
escogidos, y un mapa panorámico de su vida, destinado a una novela
aún no escrita. Cubriré las paredes de palabras. Será la chambre des
mots (la habitación de las palabras).
Mientras estaba fuera, Hugo encontró los diarios que trataban de John
Erskine y los leyó, en una última punzada de curiosidad. No había nada
en ellos que no supiera, pero sufrió. Lo volvería a vivir todo, sí, y Hugo
lo sabe.
También mientras me encontraba fuera, buscó mi ropa interior de enca-
je negro, la besó, encontró el olor a mí y lo inhaló alborozado.

En el tren, camino de Suiza, se produjo un incidente gracioso. Para no


intranquilizar a Hugo, no me había pintado los ojos, me había maquilla-
do muy poco, me había pintado apenas los labios y no me había arre-
glado las uñas. Estaba contenta de mi negligencia. Tampoco me había
vestido con esmero y llevaba un traje viejo de terciopelo negro que me
encanta y que está raído en los codos. Me sentía como June. Mi perro
Ruby estaba sentado a mi vera y por tanto tenía el abrigo y la chaqueta
de terciopelo llenos de pelos blancos. Un italiano que durante el viaje lo
había intentado todo para llamar mi atención, finalmente, desesperado,
se me acercó y me ofreció un cepillo. Me hizo gracia y me reí. Al termi-
nar de cepillar (con el cepillo lleno de pelos blancos) le di las gracias. Él
dijo con nerviosismo:
–¿Quisiera tomar un café conmigo?
Le dije que no y pensé qué hubiera pasado de haberme pintado los
ojos.

33
Hugo dice que mi carta a Henry es la cosa más resbaladiza que ha vis-
to. Empiezo honesta y francamente. Parezco todo lo contrario de June,
pero al final soy igual de resbaladiza. Cree que perturbaré a Henry y al-
teraré su estilo durante un tiempo, su fuerza bruta, sus «mierdas y jo-
diendas» en los que tan seguro se encontraba.
Cuando le escribí a Henry me sentía tan agradecida por su plenitud y
exuberancia que quería brindarle todo lo que albergaba mi mente. Em-
pecé con sumo ímpetu, con franqueza, pero a medida que me acercaba
a la ofrenda final, a la ofrenda de mi June y de mis pensamientos acer-
ca de ella, me sentía cada vez más reticente. Recurrí a filigranas y eva-
sivas para despertar su interés, en tanto me guardaba la preciosa reve-
lación.
Me siento ante una carta o ante el diario con afán de honradez, pero
acaso sea la mayor mentirosa de todos, mayor incluso que June, que
Albertine, por afectar sinceridad.

Su nombre verdadero era Heinrich, lo prefiero. Es alemán. A mí me pa-


rece eslavo, pero tiene el sentimentalismo y el romanticismo alemanes
para con las mujeres. El sexo para él es amor. Su mórbida imaginación
es alemana. Ama la fealdad. No le molesta el olor a orina ni a col. Le
encantan las palabras soeces, el argot, las prostitutas, los barrios bajos,
la suciedad y la dureza.
Escribe las cartas que me dirige en el reverso de «notas» desechadas:
cincuenta maneras de decir «borracho», información sobre venenos,
nombres de libros, fragmentos de conversaciones. O listas como ésta:
«Ir al 'Café des Mariniers', en el muelle, cerca del puente de la Exposi-
ción, junto a los Campos Elíseos –especie de pensión para marineros–.
Comer bouillabaisse, 'Caveaú des Oubliettes Rouges', 'Le Paradis', rué
Pigalle –zona peligrosa, carteristas, apaches, etcétera. Bar de Fred Pay-
ne, 14 rué de Pigalle (ver galería de arte abajo, cita de chicas del es-
pectáculo inglesas y americanas), «Café de la Régence», 261 rué St.
Honoré (Napoleón y Robespierre jugaban al ajedrez allí; ver su mesa)
Las cartas de Henry me producen una sensación de plenitud que pocas
veces alcanzo. Siento un gran placer en contestarlas, pero su volumen
me agobia. Apenas acabo de contestar una ya me ha escrito otra. Co-
mentarios sobre Proust, descripciones, estados de ánimo, su propia vi-
da, su infatigable sexualidad, su inmediata entrada en acción. Dema-
siada acción para mi mente. Sin digerir. No es de extrañar que Proust lo
maraville. No es de extrañar que yo observe su vida y me dé cuenta de
que la mía nunca se parecerá a la de él, porque la mía la retiene el
pensamiento.
34
A Henry: «Anoche leí tu novela. Algunos pasajes eran éblouis-sants
(deslumbrantes), asombrosamente hermosos, en especial la descripción
del sueño, la descripción de la noche de jazz con Valeska, toda la última
parte, cuando la vida con Blanche llega al climax... Hay otras cosas sin
gracia, sin vida, de un realismo vulgar, fotográficas. Y otras cosas –la
amante mayor, Cora, e incluso Naomi– todavía no han adquirido pleno
desarrollo. Hay precipitación, descuido por la prisa. Eso ya lo has deja-
do atrás. Tu obra ha tenido que seguirle el paso a tu vida, y a causa de
tu animal vitalidad, has vivido demasiado...
«Tengo la extraña sensación de saber con seguridad lo que deberías
eliminar, exactamente del mismo modo que tú sabías lo que había que
quitar de mi libro. Me parece que merece la pena desbrozar la novela.
¿Me permites hacerlo?»

A Henry: «Por favor, Henry, comprende que me he revelado contra mi


propia mente, que cuando vivo, vivo por impulsos, emociones, por
arranques. June lo comprendió. Mi mente no existía cuando andábamos
alocadamente por París, ajenas a la gente, al tiempo, al espacio, a los
demás. No existía cuando leí por primera vez a Dostoievski en la habi-
tación del hotel y me reí y lloré a la vez sin poder dormir y sin saber
dónde estaba. Pero después, compréndeme, hago un tremendo esfuer-
zo para recuperarme, para no volver a hundirme, para no continuar su-
friendo ni consumiéndome. ¿Por qué he de hacer ese esfuerzo? Porque
tengo miedo de ser exactamente como June. Siento repulsión por el
caos completo. Quiero ser capaz de vivir con June en la locura total, pe-
ro también quiero ser capaz de comprender después, de captar lo que
he vivido.
»Tu pides cosas contradictorias e imposibles. Quieres saber qué sueños,
qué impulsos, qué deseos tiene June. No lo sabrás nunca, al menos por
ella. No, no puede decírtelo. Pero, ¿te das cuenta del placer que me
produjo el decirle cuáles eran nuestros sentimientos, en ese lenguaje
especial? Porque yo no siempre me limito a vivir, a seguir mis fanta-
sías; salgo a respirar, a comprender. Dejé a June deslumbrada porque
cuando nos sentábamos juntas la magia del momento no me embriaga-
ba; la vivía con la conciencia del poeta, no la conciencia de los psicoa-
nalistas en busca de fórmulas muertas. Llegamos hasta el límite con
nuestras dos imaginaciones. Y tú golpeas con la cabeza, el muro de
nuestro mundo, y quieres que rasgue todos los velos. Quieres que sen-
saciones delicadas, profundas, vagas, oscuras, voluptuosas, se convier-
tan por la fuerza en algo que tú puedas asir. No se lo pides a Dos-
35
toievski. Das gracias a Dios por el caos viviente. ¿Por qué, entonces
quieres saber más de June?»

June carece de ideas, de fantasías propias. Se las proporcionan otros, a


quienes inspira su ser. Hugo dice disgustado que es una caja vacía y
que yo soy una caja llena. Pero, ¿para qué quieres las ideas, las fanta-
sías, el contenido, si la caja es hermosa e inspiradora? A mí, June, la
caja vacía, me inspira. Pensar en ella durante el día, me eleva por en-
cima de la vida corriente. El mundo nunca ha estado tan vacío para mí
desde que la conozco. June aporta la carne hermosa e incandescente, la
voz fulgurante, los ojos abismales, los gestos narcotizados, la presen-
cia, el cuerpo, la imagen encarnada de nuestras imaginaciones. ¿Qué
somos nosotros? Nada más que los creadores. Ella es.

Un día sí y otro no recibo carta de Henry. Le respondo inmediatamente.


Le he regalado mi máquina de escribir y ahora escribo a mano. Pienso
en él día y noche.
Sueño con una vida suplementaria que algún día voy a llevar, con la
que tal vez llene otro diario especial. Anoche, después de leer la novela
de Henry, no podía conciliar el sueño. Eran las doce. Hugo dormía. A mí
me apetecía levantarme e ir al estudio para escribirle a Henry sobre su
primera novela, pero hubiera despertado a Hugo. Tenía que abrir dos
puertas, y crujen. Hugo estaba agotado cuando se acostó. Me quedé
muy quieta tratando de dormirme mientras las frases surcaban mi
mente como un ciclón. Pensé que al despertar las recordaría. Pero no
me acordaba ni siquiera de la mitad. Si Hugo no hubiera tenido que ir a
trabajar lo hubiera despertado, y podría haber dormido a la mañana si-
guiente. El trabajo, el Banco echa a perder toda nuestra vida. Tengo
que sacarlo de allí. Y para eso tengo que trabajar en mi novela, corre-
girla, cosa que no me gusta nada porque otro libro bulle en mi mente,
el libro de June.
El conflicto entre estar «poseída» y mi devoción por Hugo se está ha-
ciendo intolerable. Lo amaré con todas mis fuerzas, pero a mi manera.
¿Me es imposible crecer en una sola dirección?

Esta noche estoy contentísima porque Henry se encuentra aquí de nue-


vo. La impresión es la misma de siempre: uno se siente imbuido del pe-
so y el vigor de su obra, y entonces se acerca a ti con esa suavidad:
voz suave, que se apaga, gestos suaves, manos blancas, finas y suaves
–y uno se rinde a su infatigable curiosidad y a su romanticismo para
con las mujeres.
36
Descripción de Henry de la casa de Henry Street (a donde June llevó a
Jean a vivir con ellos):
Las camas sin hacer en todo el día; con frecuencia se subían a ellas con
los zapatos puestos; las sábanas revueltas. Usaban camisas sucias co-
mo toallas. Raramente se lavaba la ropa. Los lavabos embozados. La-
vaban los platos en la bañera, que estaba grasienta y ennegrecida. El
cuarto de baño como una nevera. Despedazaban los muebles para
echarlos al fuego. Las cortinas siempre corridas, los cristales no se lim-
piaban jamás, ambiente sepulcral. El suelo siempre cubierto de yeso
blanco, de herramientas, pinturas, libros, colillas, basura, platos sucios,
cazuelas. Jean iba todo el día en mono. June siempre estaba medio
desnuda y quejándose del frío.

¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? Es una faceta de June que no
conoceré jamás. Y la otra, la que me pertenece, está llena de magia y
resplandece de belleza y finura. Estos detalles únicamente vienen a
demostrar que todas las cosas tienen dos caras, yo misma tengo dos
caras, ahora estoy ansiosa de vida abyecta, de animalidad.

A Henry: «Dices: "Gide posee entendimiento, Dostoievski tiene lo otro,


y es lo que tiene Dostoievski lo que importa de verdad." Tanto para ti
como para mí el momento más sublime, la más intensa alegría no la al-
canzamos cuando son nuestras mentes las que dominan sino cuando
éstas quedan anuladas, y ambas quedan anuladas de la misma manera,
mediante el amor. June ha anulado nuestras mentes...
«Dime una cosa. Posees sensibilidad para lo macabro. Tu imaginación
se ve atraída por ciertas imágenes siniestras. ¿Le dijiste a Bertha que
vivir con June es como arrastrar un cadáver? ¿De veras te molestan las
neurosis y enfermedades de June o simplemente maldices lo que te es-
claviza?»

Estoy llevando a cabo una tremenda lucha por conservar a Henry, a


quien no quiero perder, y para mantener la relación entre June y yo un
precioso secreto.
Ayer, en el café, me arrancó trocitos de nuestra historia. Me dolió y me
enfureció. Al llegar a casa le escribí una larga carta llena de rabia. Si le
enseñara esa carta a June, la perdería. Henry no puede hacer que la
ame menos, pero sí puede atormentarme haciendo que aparezca más
irreal, más desinteresada, demostrando que June no existe, que sólo
existe una imagen, inventada por nosotros, por la mente de Henry, y
37
por mi poesía. Habló de influencias sobre ella. La influencia de Jean, la
mujer de Nueva York. Fue una tortura.
Luego dijo: «Me desconciertas.» A lo que yo no dije nada. ¿Me va a
odiar ahora? Cuando nos conocimos estaba tan cariñoso y contento en
mi presencia. Todo su cuerpo estaba pendiente de mí. Nos inclinamos
ansiosos sobre el libro que le había llevado. Ambos exultantes. Incluso
se le olvidó tomarse el café.
Me siento atrapada entre la belleza de June y el genio de Henry. De
manera distinta, me entrego a los dos, una parte de mí para cada uno.
Pero amo a June con locura, fuera de toda razón. Henry me da vida.
June me da muerte. He de escoger y no puedo. Ofrecer a Henry todos
los sentimientos que he experimentado respecto a June es exactamente
como entregarme a él en cuerpo y alma.

A Henry: «Tal vez no te has dado cuenta, pero hoy por vez primera me
has hecho despertar de un sueño. Todas tus notas, tus historias sobre
June nunca me hicieron daño. Nada me hizo daño hasta que tocaste la
fuente de mi terror: June y la influencia de Jean. Cuando recuerdo de
qué modo hablaba y sentía a través de ella, lo cargada que está de ri-
quezas ajenas, de todos los que aman su belleza, me entra terror. Has-
ta el conde Braga era una creación de Jean. Cuando estábamos juntas,
June me dijo: "Tú inventarás lo que hagamos juntas." Yo estaba dis-
puesta a darle todo lo que he inventado y creado en mi vida, desde mi
casa, mis trajes y mis joyas hasta mis escritos, mis imaginaciones, mi
vida. Hubiera trabajado sólo para ella.

«Compréndeme. La adoro. Acepto todo lo que es, pero debe ser. Sólo
me sublevo si no hay June (como escribí la noche en que la conocí). No
me vayas a decir que no hay más June que la June física. No me lo di-
gas porque tú has de saberlo. Tú has vivido con ella.
»Nunca hasta hoy había temido lo que nuestras dos mentes fueran a
descubrir juntas. Pero qué veneno destilabas, quizás el mismo veneno
que hay en ti. ¿Temes tú lo mismo? ¿Te sientes perseguido y a la vez
eludido, como por una creación de tu propio cerebro? ¿Es el miedo a
una ilusión contra lo que luchas con crudas palabras? Dime que es algo
más que una bella imagen. A veces, cuando hablamos, tengo la impre-
sión de que tratamos de convencernos de su realidad. Es irreal incluso
para nosotros, incluso para ti que la has poseído, y para mí, a quien ha
besado.»

Hugo lee uno de los antiguos diarios, del período de John Erskine, Bou-
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levard Suchet, y casi se pone a llorar de pena por mí, al darse cuenta
de que vivía en la casa de los muertos. No conseguí resucitarlo hasta
que casi me perdió por John y el suicidio.
Más cartas de Henry, fragmentos de su libro mientras lo escribe, notas
escritas escuchando a Debussy y Ravel, en el reverso de los menús de
los diminutos restaurantes de barrio pobre que frecuenta. Un torrente
de realismo. Demasiado en proporción con la imaginación, que cada vez
es menor. No sacrifica ni un momento de su vida al trabajo. Siempre
tiene prisa y escribe del trabajo y a la postre nunca se dedica a ello, es-
cribe más cartas que libros, investiga más que crea. Sin embargo, la
forma de su último libro discursivo, una cadena de asociaciones, remi-
niscencias, es muy buena. Ha asimilado a Proust, menos la poesía y la
música.
Me he sumergido en la obscenidad, la suciedad y su mundo de «mier-
das, coños, pollas, hijos de puta, entrepiernas y putas» y estoy vol-
viendo ya a emerger de él. El concierto sinfónico de hoy ha confirmado
mi distanciamiento. Una y otra vez he atravesado las regiones del rea-
lismo y las he encontrado áridas. Y una vez más regreso a la poesía. Le
escribo a June. Es casi imposible. No encuentro las palabras. Hago un
esfuerzo violento de imaginación para llegar a ella, a la imagen que de
ella tengo. Al llegar a casa, me dice Emilia: «Hay una carta para la se-
ñorita. Corro al piso de arriba con la esperanza de que sea de Henry.
Quiero ser un poeta fuerte, tan fuerte como Henry y John en su realis-
mo. Quiero combatirlos, invadirlos y aniquilarlos. Lo que me deslumbra
de Henry y lo que me atrae son los destellos de imaginación, los deste-
llos de agudeza, los destellos de sueños. Fugitivos. Y la profundidad.
Quítale el realista alemán, el hombre que «pinta la mierda», como
Wambly Bald le dice, y te queda un vigoroso imaginista. En ocasiones
es capaz de decir las cosas más profundas o delicadas. Mas su dulzura
es peligrosa, porque cuando escribe no lo hace con amor, sino para ca-
ricaturizar, para atacar, para ridiculizar, para destruir, para rebelarse.
Siempre está en contra de algo. La ira lo incita. Yo siempre estoy a fa-
vor de algo. La ira me envenena. Yo amo, amo, amo.

En ciertos momentos recuerdo alguna palabra suya y de repente siento


cómo se enciende la mujer sensual, como con una violenta caricia. Y
pronuncio la palabra para mis adentros, llena de alegría. Es en esos ins-
tantes cuando vive mi verdadero cuerpo.

Ayer pasé un día tenso e inquietante con Eduardo, que resucita el pa-
sado. Él fue el primer hombre a quien amé. Era débil, sexualmente. A
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mí me dolía su debilidad, ahora lo sé. Ese dolor está enterrado, pero
volvió a manifestarse cuando nos encontramos hace dos años. Y volvió
a ser enterrado.
Yo siempre he tenido elementos masculinos en mí, siempre he sabido lo
que quiero, pero hasta John Erskine no amé a ningún hombre fuerte;
amé a hombres débiles, timoratos, excesivamente delicados. La vague-
dad, la indecisión, el amor etéreo de Eduardo, y el amor medroso de
Hugo me atormentaron y me confundieron. Actué delicadamente pero
al igual que un hombre. Hubiera sido más femenino sentirme satisfecha
con la pasión de otros admiradores, pero yo insistí en los que había
elegido, en una fineza que encontraba en los hombres más débiles que
yo. Mi propia audacia como mujer me perjudicó mucho. De ser hombre,
hubiera estado satisfecho de tener lo que deseaba.
Ahora Hugo es fuerte, pero me temo que sea demasiado tarde. Lo mas-
culino que hay en mí ha avanzado demasiado. Ahora, aunque Eduardo
quisiera vivir conmigo (y ayer se sentía atormentado por unos celos im-
potentes), no podríamos hacerlo porque creativamente soy más fuerte
que él y no lo soportaría. He descubierto el placer de dar un rumbo
masculino a mi vida al hacerle la corte a June. También he descubierto
la terrible alegría de la muerte, de la desintegración.
Anoche, sentada junto al fuego con Hugo, me puse a llorar, de nuevo la
mujer se dividió en una mujer-hombre, suplicando que, gracias a un
milagro, gracias a la gran fuerza humana de los poetas, se salvara. Mas
la fuerza animal que satisface a una mujer se encuentra en los hombres
brutales, en los realistas como Henry, y de él no quiero amor. Prefiero
avanzar y elegir a mi June, libremente, como un hombre. Pero mi cuer-
po morirá, porque tengo un cuerpo sensual, un cuerpo vivo, y no hay
vida en el amor entre mujeres. Sólo Hugo me retiene, todavía, con su
idolatría, su cálido amor humano, su madurez, pues él es el mayor de
todos nosotros.

Quiero escribirle a June de una manera tan maravillosa que no puedo


escribir. Qué carta más patética:
«No puedo creer que no vayas a venir más hacia mí desde la oscuridad
del jardín. A veces aguardo donde solíamos encontrarnos, esperando
sentir de nuevo la alegría de verte salir de entre la muchedumbre para
acercarte a mí, tú tan distinta y única.
«Después que te fuiste la casa me agobiaba. Quería estar sola con mi
imagen de ti...
»He alquilado un estudio en París, pequeño y retemblante, pienso es-
caparme allí al menos unas horas al día. Pero, ¿en qué consiste esta
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otra vida que deseo llevar contigo? A veces, June, tengo que imaginar
que estás ahí. Tengo la sensación de que quiero ser tú. Antes nunca
había querido ser nadie más que yo. Ahora quiero fundirme en ti, estar
tan cerca de ti que mi propio ser desaparezca. Soy feliz cuando me
pongo el vestido negro de terciopelo porque es viejo y está raído en los
codos.
»Cuando miro tu rostro, quisiera dejarme llevar y compartir tu locura,
que llevo dentro de mí como un secreto y no puedo seguir disimulando.
Siento una aguda y pavorosa alegría. Es la alegría que se siente cuando
se ha aceptado la muerte y la desintegración, una alegría más terrible y
más profunda que la alegría de vivir, de crear.»

MARZO 1932

Ayer, en el «Café de la Rotonde», Henry me dijo que me había escrito


una carta y que la había roto porque era una carta loca. Una carta de
amor. Le escuché en silencio, sin sorpresa. Lo había intuido. Hay mucho
cariño entre nosotros. Pero yo sigo impertérrita. En lo hondo. Temo a
este hombre, como si en él tuviera que enfrentarme a todas las realida-
des que me aterran. Su físico sensual me afecta. Su ferocidad, envuelta
en dulzura, su brusca seriedad, su mente política y pletórica. Estoy un
tanto hipnotizada. Observo sus manos blancas, suaves y finas, su cabe-
za, que parece harto pesada para su cuerpo, la frente a punto de esta-
llar, una cabeza temblorosa que guarda tantas cosas que amo y que
odio, que quiero y que temo. Mi amor por June me paraliza. Siento ca-
riño hacia este hombre, que puede convertirse en dos seres distintos.
Quiere cogerme la mano y yo finjo que no me doy cuenta. Hago un rá-
pido ademán.
Quisiera que su amor muriese. Lo que he soñado, sentirme deseada por
un nombre así, ahora lo rechazo. Ha llegado el momento de hundirse en
la sensualidad, sin amor ni dramatismo, y no puedo.
Interpreta mal tantas cosas: mi sonrisa cuando refiere que June al prin-
cipio luchaba contra todas las ideas de él de forma violenta y luego las
hacía suyas y las expresaba como si fueran propias. «Nos sucede a to-
dos», dice mirándome agresivamente, como si mi sonrisa hubiera sido
de desdén. Creo que busca pelea. Después de la violencia, la amargura,
la brutalidad, la crueldad que ha conocido, mi calma lo molesta. Consi-
dera que cambio, como un camaleón, de color en el Café y tal vez pier-
do el color en mi casa. Yo no encajo en su vida.
Su vida: el mundo del hampa, Careo, violencia, crueldad, monstruosi-
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dad, búsqueda de oro, corrupción. Leo sus notas ávidamente y con ho-
rror. Durante un año, a medias en soledad, mi imaginación ha tenido
tiempo de crecer sin medida. Por la noche, enfebrecida, las palabras de
Henry me oprimen. Su violenta y agresiva masculinidad me persigue.
Noto el sabor de esa violencia en mi boca, en las entrañas. Aplastada
contra la tierra con el hombre encima de mí, poseída hasta que siento
ganas de gritar.

En el «Café Viking», Henry dice que descubrió mi verdadera naturaleza


una noche en que bailé sola la rumba durante unos minutos. Aún re-
cuerda un pasaje dé mi novela, quiere que le deje el manuscrito para
volverlo a leer. Dice que es lo más hermoso que ha leído últimamente.
Declara ver fantásticas posibilidades en mí: la primera impresión al
verme en la puerta de mi casa –«preciosa»– y luego sentada en el gran
sillón negro «como una reina». Quiere destruir la «ilusión» de mi gran
honradez.
Le leo lo que he escrito sobre sus notas. Dice que sólo yo podía escribir
así, con imaginativa intensidad, porque no había vivido lo que escribía,
que vivir mata la imaginación y la intensidad, como le ocurre a él.
Nota a Henry con tinta violeta en papel plateado: «La mujer estará
eternamente sentada en el gran sillón negro. Yo seré la única mujer
que nunca será tuya. Vivir con exceso ahoga la imaginación. No vivire-
mos, solamente escribiremos y hablaremos para hendir las velas.»
Los escritores le hacen el amor a lo que sea. Henry se adapta a mi ima-
gen y trata de ser más sutil, se vuelve más poético. Dice que imagina a
June diciéndole: «No me importaría que amaras a Anaïs porque es
Anaïs.»
Influyo en sus imaginaciones. Ése es el mayor poder que existe.
He visto el romanticismo sobrevivir al realismo. He visto a los hombres
olvidar a las mujeres hermosas que han poseído, olvidar a las prostitu-
tas y recordar a la primera mujer que idolatraron. a la mujer que no fue
nunca suya. La mujer que despertó en ellos el romanticismo es la que
los retiene. Veo ese anhelo tenaz en Eduardo. Hugo nunca se curará de
mí. Henry no podrá volver a amar jamás después de amar a June.

Al hablar de ella, Henry dice:


–Tienes una manera encantadora de decir las cosas.
–A lo mejor es una manera de esquivar la realidad.
Me dice exactamente lo mismo que escribí hace un tiempo: Me someto
a la vida y luego busco explicaciones hermosas para mi acción. Hago
que la pieza encaje en el tejido creativo.
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–June y tú queríais embalsamarme –le digo.
–Porque pareces enormemente frágil.
Sueño con una nueva fidelidad, con estímulos por parte de otros, una
vida imaginativa y mi cuerpo sólo para Hugo.
Miento. Ese día, en el café, sentada con Henry viendo cómo le temblaba
la mano y escuchando sus palabras, me sentí emocionada. Fue una lo-
cura leerle mis notas, pero él me incitó; era una locura beber y respon-
der a sus preguntas mientras lo miraba a la cara, como nunca me había
atrevido a mirar a ningún hombre. No nos tocamos. Ambos nos asomá-
bamos al abismo.
Él habló de «la gran amabilidad de Hugo, pero es un niño, un niño». La
mente de Henry es más madura, por supuesto. También yo estoy siem-
pre esperando a Hugo, pero me adelanto, a veces pérfidamente, con la
mente madura. Trato de excluir mi cuerpo, pero me han atrapado.
Cuando llego a casa me libero y le escribo una nota.
Entre tanto leo su carta de amor diez o quince veces, y, aunque no crea
en su amor ni en el mío, la pesadilla de la otra noche me sustenta. Es-
toy poseída.

«Ten cuidado –dijo Hugo– de no quedar atrapada en tus imaginaciones.


Instilas chispas en otros, los cargas con tus ilusiones y cuando estallan
en luminosidades, te conviertes en objeto de un engaño.»
Damos un paseo por el bosque. Juega con Banquo. Lee junto a mí. Su
intuición le dice: sé amable, sé dulce, sé ciego. Conmigo es el método
más hábil y efectivo. Es la manera de torturarme, de ganarme. Y pienso
en Henry en todo momento, caóticamente, temiendo la segunda carta.

Me encuentro con Henry en el oscuro y cavernoso «Viking». No ha reci-


bido mi nota. Me ha traído otra carta de amor. Casi me grita «Ahora es-
tás disfrazada. ¡Sé real! Tus palabras, lo que escribiste el otro día. En-
tonces eras real.» Lo niego. Luego dice humildemente: «¡Ya lo sabía!
Sabía que era demasiado presuntuoso por mi parte aspirar a ti. Soy un
campesino, Anaïs. Sólo las putas me aprecian.»
Ello le hace expresarse con las palabras que quiere oír. Discutimos lige-
ramente. Recordamos el principio: empezamos con la mente. «¿De ve-
ras? ¿Pero de veras?», dice Henry tembloroso. Y de pronto se inclina
hacia mí y me sume en un beso interminable. Yo no quiero que el beso
termine.
–Ven a mi habitación –dice.
Qué rígido es el velo que me envuelve y Henry trata de desgarrar, mi
temor a la realidad. Nos encaminamos hacia su habitación y dejo de
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sentir el suelo, pero siento su cuerpo contra el mío.
–Mira la alfombra de las escaleras, está raída –dice; y yo no la veo, sólo
percibo la ascensión. Tiene mi nota en las manos.
–Léela –le digo al pie de la escalera– y me iré. –Pero le sigo.
No veo su habitación. Cuando me abraza mi cuerpo se derrite. La ter-
nura de sus manos, la inesperada penetración, hasta lo más hondo de
mi ser pero sin violencia. Qué extraño y suave poder.
Él también exclama:
–Todo es tan irreal, tan repentino.
Y veo otro Henry, o quizás el mismo Henry que entró aquel día en mi
casa. Hablamos como yo deseaba que habláramos, de forma fácil y con
sinceridad. Estoy en su cama cubierta con su abrigo. Me observa.
–¿Esperabas... más brutalidad?
Sus montañas de palabras, de notas, de citas se desmoronan. Me sor-
prende. Desconocía a este hombre. No estábamos enamorados de la
obra del otro. Pero, ¿de qué estamos enamorados? No soporto ver la
foto de June en la repisa de la chimenea. Incluso en fotografía, miste-
riosamente, nos posee a los dos.

Le escribo unas notas extravagantes a Henry. Hoy no nos podemos ver.


Es un día vacío. Estoy atrapada. ¿Y él? ¿Qué siente él? Estoy invadida,
lo pierdo todo, mi mente vacila, sólo percibo sensaciones.
Hay momentos del día en que no creo en el amor de Henry, en que
siento que June nos domina a los dos y me digo a mí misma: «Esta
mañana despertará y se dará cuenta de que no ama a nadie más que a
June.» Hay momentos en que creo, con locura, que vamos a vivir algo
nuevo. Henry y yo, al margen del mundo de June.
¿Cómo ha impuesto la verdad en mí? Estaba yo a punto de despegar de
la prisión de mis imaginaciones, pero él me lleva a su habitación y vi-
vimos un sueño, no una realidad. Me coloca donde quiere colocarme.
Incienso. Adoración. Ilusión. Y el resto de su vida queda borrado. Surge
con un alma nueva. Es la poción de los sueños de los cuentos de hadas.
Las entrañas me arden y él apenas si lo advierte. Nuestros gestos son
humanos pero hay un hechizo en la habitación. Es el rostro de June.
Recuerdo, con gran dolor, una nota de él: «El momento más desenfre-
nado de toda la vida: June, de rodillas en la calle.» ¿Estoy celosa de
Henry o de June?

Me pide que nos volvamos a ver. Cuando espero sentada en el sillón de


su habitación, se arrodilla para besarme, es más extraño que todos mis
pensamientos. Con su experiencia me domina. También domina con su
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mente, silenciándome a mí. Me susurra lo que ha de hacer mi cuerpo.
Obedezco y nacen en mí nuevos instintos. Se ha apoderado de mí. Un
hombre tan humano; y yo, de repente, descaradamente natural. Me
maravilla estar allí, en su cama de hierro, con mi ropa interior negra
rendida y pisoteada. Y mi impenetrable secreto desvelado por un hom-
bre que se llama a sí mismo «el último hombre de la tierra».
Para nosotros, escribir no es un arte, sino como respirar. Después de
nuestro primer encuentro respiré unas notas, acentos de agradecimien-
to, admisiones humanas. Henry estaba aún aturdido y yo exhalaba una
irreprimible alegría. Pero la segunda vez no hubo palabras. Mi alegría
era impalpable y aterradora. Crecía dentro de mí mientras andaba por
las calles.
Transpira, resplandece. No puedo ocultarla. Soy una mujer. Un hombre
me ha sometido. Qué alegría cuando una mujer encuentra a un hombre
al que puede someterse, la alegría de la femineidad que se expande en
unos fuertes brazos.
Hugo me mira mientras estamos sentados junto al fuego. Hablo con
ebriedad, brillantemente.
–Nunca te había visto tan bella –me dice–. Nunca había sentido tu fuer-
za con tanta intensidad. ¿Qué es esta nueva confianza que hay en ti?
Me desea, igual que la otra vez, después de la visita de John. Mi con-
ciencia muere en ese momento. Hugo cae sobre mí e instintivamente
obedezco los susurros de Henry. Rodeo a Hugo con las piernas y él ex-
clama extasiado:
–Cariño, cariño, ¿qué haces? Me estás volviendo loco. Nunca había sen-
tido tanto placer.
Le engaño, hago trampas, sin embargo el mundo no se hunde en nie-
blas color de azufre. Triunfa la locura. Ya no puedo recomponer mis
mosaicos. Río y lloro.

Después de un concierto, Hugo y yo nos marchamos juntos, igual que


dos amantes, dijo él. Fue el día siguiente en que Henry y yo reconoci-
mos ciertos sentimientos en el «Viking». Hugo estaba muy atento, muy
tierno. Para él eran vacaciones. Estábamos cenando en un restaurante
de Montparnasse. Yo me había inventado un pretexto para pasar por
casa de un amigo a recoger la primera carta de amor de Henry. La lle-
vaba en el billetero. En ella estaba pensando cuando Hugo me dijo:
–¿Quieres ostras? Toma ostras esta noche. Es una noche especial. Cada
vez que salgo contigo me siento como si saliera con mi amante. Tú eres
mi amante. Te quiero más que nunca.
Quiero leer la carta de Henry. Me excuso y me voy al servicio a leerla.
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No es muy elocuente y ello me emociona. No sé qué más siento. Regre-
so a la mesa, estoy aturdida. Aquí es donde nos encontramos con
Henry a su regreso de Dijon y donde me di cuenta de que sentía alegría
de que hubiera vuelto.

En otra ocasión, Hugo y yo vamos al teatro. Pienso en Henry. Hugo lo


sabe y demuestra la misma tierna incomodidad, el deseo de creer, y yo
lo tranquilizo. Él mismo me había dado el recado de que llamara a
Henry a las ocho y media.
Antes de entrar al teatro, vamos a un café y Hugo me ayuda a buscar el
número de teléfono del despacho de Henry. Hago bromas sobre lo que
va a oír. Henry y yo no decimos gran cosa: «¿Has recibido mi carta?»
«Sí.» «¿Has recibido tú mi nota?» «No.»
Luego del teatro paso mala noche. Hugo se levanta de madrugada a
traerme un remedio, una pastilla para dormir.
–¿Qué te pasa? –pregunta–. ¿Qué es lo que sientes? –Me ofrece el re-
fugio de sus brazos.

La primera vez que regreso de la habitación de Henry, turbada, me re-


sulta difícil hablar animadamente, como siempre.
Hugo se sienta, coge su diario y escribe afanosamente sobre mí, sobre
el «arte», y dice que todo cuanto yo hago es correcto. Mientras me lo
lee, me desangro. Antes de terminar empieza a sollozar. No sabe por
qué. Me arrodillo ante él.
–¿Qué te sucede, cariño? ¿Qué te sucede? –Y digo esta cosa tan terri-
ble–: ¿Es que tienes alguna intuición? Mas él, dada su fe y la lentitud de
sus sentidos, no lo entiende. Cree que Henry no me estimula más que
imaginativamente, como escritor. Y como esto es lo que cree, él tam-
bién se sienta a escribir con el fin de cortejarme.
–Eso demuestra juventud por tu parte –deseo gritar–; es como la fe de
un niño. Dios mío, qué vieja soy; soy la última mujer de la tierra. Soy
consciente de una monstruosa paradoja: entregándome, aprendo a
amar más a Hugo. Viviendo como lo hago, preservo nuestro amor de la
amargura y de la muerte.
Lo cierto es que éste es el único modo en que puedo vivir: en dos direc-
ciones. Necesito de dos vidas. Soy dos seres. Cuando torno a Hugo por
la noche, a la paz y el calor del hogar, lo hago con una profunda satis-
facción, como si ésta fuera la única situación posible para mí. Traigo a
Hugo una mujer entera, liberada de todas las demoníacas fiebres, cura-
da del tósigo de la inquietud y la curiosidad que antes amenazaban
nuestro matrimonio, curada por medio de la acción. Nuestro amor vive
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porque yo vivo. Yo lo mantengo y alimento. Le soy leal, a mi manera,
que no es la suya. Si alguna vez lee estas líneas, debe creerme. Escribo
con serenidad, lúcidamente, mientras espero que llegue a casa, como
una espera al amante elegido, al amante eterno.

Henry toma notas sobre mí. Registra todo cuanto digo. Los dos regis-
tramos, pero con sensores distintos. La vida de los escritores es otra
vida.
Me siento en su cama, con el vestido rosa extendido en torno, fumando,
y, mientras me observa, dice que nunca me arrastrará a su vida, a los
sitios de los que me ha hablado, que para mí todos los adornos de Lou-
veciennes resultan convenientes y apropiados, que he de tenerlos.
–No podrías vivir de otro modo. Yo contemplo su sórdida habitación y
exclamo:
–Creo que es cierto. Si me hicieras meterme en esta habitación, pobre,
volvería a comenzar desde un principio.

Al día siguiente le escribo una de las notas más humanas que ha recibi-
do nunca: nada de intelecto, sólo palabras sobre su voz, su risa, sus
manos.
Y él me escribe: «Anaïs, al recibir tu nota esta noche me he quedado
pasmado. Nunca podré expresar nada que esté a la altura de esas pa-
labras. La victoria es tuya, me has hecho guardar silencio, quiero decir
en lo que toca a expresar estas cosas por escrito. No sabes cuan mara-
villado me siento de tu capacidad para sentirte absorbida rápidamente y
luego volverte y arrojar las lanzas, dar en el clavo, penetrarlo, envol-
verlo con tu intelecto. La experiencia me dejó aturdido; sentí una parti-
cular exaltación, un arranque de vitalidad y luego de lasitud, de vacío,
de extrañeza, de incredulidad, todo, todo.
De regreso a casa me fijé en el viento primaveral, todo habíase vuelto
suave y aromático, el aire me lamía el rostro, me era imposible engullir
lo suficiente. Y hasta que he recibido tu nota estaba atemorizado. Miedo
tenía de que lo negaras todo. Pero mientras leía –leía muy despacio
porque cada palabra era una revelación para mí– pensaba en tu cara
sonriente, en esa especie de alegría tuya inocente, algo que siempre
había buscado en ti pero que nunca había encontrado. A veces empe-
zaba de ese modo, en Louveciennes, pero luego la mente se interponía
de pronto y veía los graves ojos redondos y los labios fruncidos, que
casi me atemorizaban, o que, en cualquier caso, me intimidaban.
»Me haces dichosísimo abrazándome indiviso, dejándome ser el artista,
como si dijéramos, sin renunciar al hombre, al animal, al amante ham-
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briento e insaciable. Ninguna mujer me ha concedido todos los privile-
gios que necesito, y tú, tú cantas tan alegremente, tan descaradamen-
te, incluso con una risa, sí, me invitas a seguir adelante, a ser yo mis-
mo, a atreverme a cualquier cosa. Por eso te adoro. En eso eres verda-
deramente regia, una mujer extraordinaria. ¡Qué mujer! Ahora me río
para mí mismo cuando pienso en ti; no le temo a tu femineidad. Y eso
que estabas ardiente. Recuerdo vividamente tu vestido, su color y tex-
tura, su voluptuosidad y aire espacioso, precisamente el que te hubiera
pedido que te pusieras de haber podido prever el momento.
«Date cuenta de que tú preveías lo que he escrito hoy; me refiero a lo
que has dicho de la caricatura, del odio, etc.
»Podría seguir escribiéndote durante toda la noche. Te veo per-
manentemente ante mis ojos, con la cabeza gacha y las largas pes-
tañas descansando en las mejillas Y me siento muy humilde. Ignoro por
qué me has elegido, siento extrañeza. Tengo la impresión de que desde
el momento en que abriste la puerta y extendiste la mano, sonriente,
fui acogido, fui tuyo. June sintió lo mismo. Dijo inmediatamente que es-
tabas enamorada de mí, o yo de ti. Pero yo no sabía que era amor. Te
hablaba con entusiasmo, sin reservas. Y entonces June te conoció y se
enamoró de ti.»

Henry juega con la idea de la santidad. Yo pienso en los tonos de ór-


gano de voz y en las expresiones y reconocimientos que obtengo de él.
Y pienso en su capacidad para sentir temor reverencial, que es lo mis-
mo que decir para sentir la divinidad. Tras haberme comportado con to-
tal naturalidad, con absoluta femineidad, y haberme levantado de la
cama para ir a buscarle un cigarrillo, para servirle champán, para pei-
narme, para vestirme, dice:
–Todavía no me siento natural contigo.
Hay algunos momentos en que vive en silencio, casi fríamente. Se au-
senta del presente. Luego, cuando escribe, se templa, empieza a dra-
matizar y a arder.
Nuestros asaltos: él en su lenguaje, yo en el mío. Yo nunca uso sus pa-
labras. Creo que mi registro es más inconsciente, más instintivo. No se
muestra en la superficie, y sin embargo, no sé, él se daba cuenta, como
del peso de mis ojos. Lo resbaladizo de mi mente contra su dirección
inexorable. Mi creencia en la magia frente a sus densas notas realistas.
La alegría cuando sí percibe la magia: «Parece que tus ojos esperen mi-
lagros.» ¿Los llevará él a cabo?
Escribe notas como: «Anaïs, peine verde con cabello negro. Carmín in-
deleble. Gargantilla bárbara. Rompible. Frágil.»
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La segunda tarde, me esperó en el café y yo lo esperé en su habitación,
por culpa de un malentendido. El mucamo estaba limpiando su habita-
ción. Me pidió que esperara en la habitación de enfrente, una muy pe-
queña y desastrada. Me senté en una silla sencilla, sin ningún adorno,
pero vino el mucamo con otra silla tapizada de terciopelo rojo. «Es más
apropiada para usted», dijo. Me emocionó. Tenía la impresión de que
Henry me ofrecía sillas tapizadas de terciopelo. Esperé contenta. Luego
me cansé un poco y me fui a esperar a la habitación de Henry. Abrí una
carpeta titulada «Notas de Dijon». La primera página era una carta diri-
gida a mí que no había recibido. Entonces entró y, cuando le dije «no
creo en tu amor», me hizo callar.

Ese día me sentí humilde ante su fuerza. Una carne tan poderosa o más
que la mente. Una victoria suya. Me abrazaba con una especie de mie-
do.
–Pareces muy frágil. Tengo miedo de romperte.
Y yo me sentía pequeña en su cama, desnuda, con el tintineo de las jo-
yas. Pero él notó la fuerza que hay en mi interior que arde al contacto
de su piel.
Piensa en ello, Henry, cuando tienes mi frágil cuerpo en los brazos, un
cuerpo que apenas percibes porque te encuentras acostumbrado a la
carne abundante, pero percibes los movimientos del placer cual si fue-
ran las ondulaciones de una sinfonía, no la pesadez estática de la arci-
lla, sino su balanceo en tus brazos. No me quebrarás. Me estás mol-
deando como un escultor. El fauno ha de convertirse en mujer.
–Henry, te lo juro, me hace feliz confesarte la verdad. Algún día, des-
pués de otra victoria tuya, responderé a cualquier pregunta que me ha-
gas.
–Sí, lo sé –dijo Henry–, no lo dudo. No me falta paciencia. Esperaré.
Lo que hubiera podido encontrar ridículo sólo me pareció humano:
Henry de rodillas buscando mis ligas de seda negra, que se habían caí-
do detrás de la cama. Su admiración al ver la gargantilla de doce fran-
cos: «Qué cosa tan fina y original.»
Cuando lo vi desnudo me pareció indefenso y despertó mi ternura.
Luego estaba lánguido y yo alegre. Incluso hablamos del oficio.
–A mí me gusta tener la mesa ordenada antes de empezar –dijo Henry–
, que sólo haya notas a mi alrededor, muchas notas.
–¿De veras? –dije yo con vehemencia, como si fuera una afirmación in-
teresantísima. El oficio. Placer al hablar de técnicas.
Supongo, Henry, que te resientes del esfuerzo realizado para obtener
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revelaciones completas acerca de ti y de June, franqueza inexorable pe-
ro obtenida dolorosamente. Tienes momentos de reserva, de tener la
impresión de estar violando intimidades secretas, la vida secreta de tu
propio ser y del de otros.
Hay momentos en que estoy dispuesta a ayudarte en aras de nuestra
común pasión objetiva por la verdad. Pero duele, Henry, duele. Trato de
ser honesta en el diario, día a día. En cierto sentido tienes razón en lo
que dices de mi honestidad. Un esfuerzo con las acostumbradas retrac-
taciones humanas o femeninas. Retractarse no es femenino, ni mascu-
lino, ni una treta. Es un terror previo a la destrucción total. ¿Morirá lo
que analizamos inexorablemente? ¿Morirá June? ¿Morirá nuestro amor,
repentina, instantáneamente si lo caricaturizas? Henry, un conocimiento
excesivo entraña peligro. Tú tienes pasión por el conocimiento absoluto.
Por eso la gente te odiará.
Y a veces creo que tu implacable análisis de June se deja algo en el tin-
tero, que es lo que tú sientes por ella más allá del conocimiento, o a
pesar del conocimiento. A veces te veo sollozar por lo que has destrui-
do, veo que quieres detenerte y simplemente adorar; y te detienes, y
un momento después vuelves a ello con un bisturí, como un cirujano.
¿Qué harás cuando hayas desvelado todo lo que hay que saber de Ju-
ne? La verdad. La buscas ferozmente. Destruyes y sufres. De un extra-
ño modo, no estoy contigo, estoy en contra tuya. Estamos destinados a
tener dos verdades. Te amo y lucho contra ti. Y tú, lo mismo. Seremos
más fuertes por ello, cada uno de nosotros, más fuertes con nuestro
amor y nuestro odio. Cuando caricaturizas, te adueñas y destrozas, te
odio. Quiero responderte no con una débil o estúpida poesía sino con
una maravilla tan fuerte como tu realidad. Quiero luchar contra tu bis-
turí de cirujano con todas las fuerzas ocultas y mágicas del mundo.
Quiero combatirte y someterme a ti, porque como mujer adoro tu va-
lentía, adoro el dolor que engendra, adoro la lucha que libras en tu inte-
rior, que únicamente yo comprendo plenamente, adoro tu aterradora
sinceridad, adoro tu fuerza. Tienes razón. El mundo ha de ser caricatu-
rizado, pero también sé cuánto puedes amar lo que caricaturizas.
¡Cuánta pasión hay en ti! Eso es lo que percibo en ti. No percibo el sa-
bio, el descubridor, el observador. Cuando estoy contigo, es la sangre lo
que siento.
En esta ocasión no vas a despertar del éxtasis de nuestros encuentros
para revelar solamente los momentos ridículos. No. En esta ocasión no,
porque mientras vivimos juntos, mientras observas cómo mi indeleble
carmín borra la forma de mi boca y se extiende como la sangre después
de una operación (me besaste en la boca y desapareció, se perdió la
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forma como en una acuarela, los colores se corrieron), mientras lo ha-
ces, yo me apodero de la magia que pasa velozmente (la magia, oh, la
magia de estar debajo de ti), y te la entrego, la respiro a tu alrededor.
Tómala. Me siento pródiga con mis sentimientos cuando me amas, sen-
timientos sin embotar, nuevos, Henry, no perdidos en el parecido con
otros momentos, tan nuestros, tuyos, míos, tú y yo juntos, no cualquier
hombre y otra mujer juntos.
Qué hay más conmovedoramente real que tu habitación. La cama de
hierro, la almohada dura, el único vaso. Y todo centellea como los fue-
gos artificiales del Cuatro de Julio merced a mi felicidad, la suave felici-
dad inflamada de las entrañas que tú enardeces. La habitación rebosa
de la incandescencia que has vertido en mí. La habitación explotará
cuando me siente junto a tu cama y me hables. No oigo tus palabras, tu
voz reverbera contra mi cuerpo como otro tipo de caricia, como otro ti-
po de penetración. No tengo poder sobre tu voz. Pasa directamente de
ti a mí. Aunque me tapara los oídos, hallaría la manera de penetrar en
mi sangre y avivarla.
Soy impermeable al sordo ataque visual de las cosas. Veo tu camisa
caqui colgada de un gancho. Es tuya y te veo con ella, tú, vestido de un
color que detesto. Mas te veo a ti, no la camisa caqui. Algo se revuelve
en mi interior cuando la miro, y es sin duda tu yo humano. Es una vi-
sión de tu yo humano demostrándome una sorprendente delicadeza. Es
tu camisa caqui, y tú eres el hombre que constituye ahora el eje de mi
mundo. Yo giro alrededor de la riqueza de tu ser.
–Acércate a mí, acércate. Te prometo que será muy hermoso.
Y cumples tu promesa.

Escucha, no creo que sea yo sola la que cree que estamos viviendo algo
nuevo porque sea algo nuevo para mí. No veo en tus escritos ninguno
de los sentimientos que me has demostrado, ni ninguna de las frases
que has usado. Al leer tus escritos, me pregunté: «¿Cuál de los episo-
dios vamos a repetir?»
Tú tienes tu propia visión y yo la mía, y se han entremezclado. Si a ve-
ces veo el mundo tal como tú lo ves (amo las putas porque son las pu-
tas de Henry), tú lo verás en otras como yo.

A Henry el investigador le doy enigmáticas respuestas.


Mientras me vestía, me estaba riendo de mi ropa interior, que gustaba
a June, quien siempre va desnuda debajo del vestido.
–Es española –dije.
–Cuando dices eso, lo que se me ocurre pensar es cómo sabía June que
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llevabas esa ropa interior –comentó Henry.
–No creas que trato de hacerlo más inocente de lo que era, pero tam-
poco te obsesiones con ideas como ésa o nunca alcanzarás la verdad.
No ha descubierto la voluptuosidad del conocimiento a medias, de la
posesión a medias, de asomarse al borde peligrosamente, sin buscar un
climax determinado.
Tanto Henry como June han destruido la lógica y la unidad de mi vida.
Eso es bueno, porque las normas no son vida. Ahora vivo. No creo es-
tructuras.
Lo que se me escapa es la realidad de ser hombre. Cuando la imagina-
ción y las emociones de una mujer sobrepasan los límites normales, a
veces se siente dominada por sentimientos que es incapaz de expresar.
Quiero poseer a June. Me identifico con los hombres que pueden pene-
trarla. Pero yo carezco de ese poder. Puedo ofrecerle el placer de mi
amor, mas no el supremo coito. ¡Qué tormento!

Y las cartas de Henry: «... terriblemente, terriblemente vivo, afligido,


absolutamente consciente de que te necesito... He de verte. Te veo bri-
llante y maravillosa y al mismo tiempo le he escrito a June y me siento
desgarrado, pero tú lo entenderás, debes entenderlo. Anaïs, no te apar-
tes de mí. Me envuelves como una llama brillante. Anaïs, por Dios, si
supieras lo que siento en este momento.
«Quiero conocerte mejor. Te quiero. Te quise cuando viniste a sentarte
en mi cama –esa segunda tarde fue toda como una cálida neblina– y de
nuevo oigo cómo pronuncias mi nombre, con ese extraño acento tuyo.
Despiertas en mí tal mezcla de sentimientos que no sé cómo acercarme
a ti. Ven a mí, aproxímate a mí. Será de lo más hermoso, te lo prome-
to. No sabes cuánto me gusta tu franqueza, es casi humildad. Sería in-
capaz de oponerme a ella. Esta noche he pensado que debería estar ca-
sado con una mujer como tú. O ¿es que el amor, al principio, inspira
siempre esos pensamientos? No temo que quieras herirme. Veo que tú
también posees fuerza, de distinto orden, más escurridiza. No, no te
romperás. Dije muchas tonterías sobre tu fragilidad. Siempre he sentido
un poco de vergüenza, pero la última vez menos. Acabará desapare-
ciendo toda. Tienes un sentido del humor delicioso; lo adoro. Quiero
verte reír siempre. Te lo mereces. He pensado en sitios a donde debe-
ríamos ir juntos, sitios oscuros, aquí y allí, en París, por el simple hecho
de decir "aquí vine con Anaïs", "aquí comimos, bailamos o nos emborra-
chamos juntos". ¡Ay, verte borracha alguna vez, qué privilegio! Casi me
da miedo de proponértelo; pero Anaïs, cuando pienso cómo te aprietas
contra mí, cuan ansiosamente abres las piernas y qué húmeda estás,
52
Dios, me vuelvo loco de pensar en cómo serías cuando todo se disuel-
ve.
«Ayer pensé en ti, en cómo ciñes las piernas en torno a mí, de pie, en
cómo se tambalea la habitación, en cómo caigo sobre ti en la oscuridad
sin saber nada. Y me estremecí y gemí de placer. Pienso que si he de
pasar todo el fin de semana sin verte, resultará intolerable.
«Si es preciso, iré a Vérsailles el domingo –lo que sea, pero he de ver-
te. No temas tratarme con frialdad. Me bastará con estar cerca de ti,
con mirarte admirado. Te quiero, eso es todo.»

Hugo y yo estamos en el coche, camino de una elegante velada. Canto


hasta que se diría que mis canciones conducen el coche. Hincho el pe-
cho e imito el arrullo de las palomas. La rrrrrrrrrr francesa. Hugo se ríe.
Luego, con un marqués y una marquesa, salimos del teatro, y las putas
nos rodean, muy próximas. La marquesa aprieta los labios. Pienso que
son las putas de Henry y siento afecto, cordialidad hacia ellas.

Una noche le propongo a Hugo que vayamos a una «exposición» juntos,


únicamente para ver.
–¿Quieres? –le digo, aunque mentalmente me encuentro lista para vi-
vir, no para ver. Él expresa curiosidad, entusiasmo.
–Sí, sí.
Llamamos a Henry para pedir información. Sugirió la rué Brondel 32.
De camino, Hugo vacila, pero yo me río a su lado y lo insto a seguir
adelante. El taxi nos deja en una callejuela. Nos habíamos olvidado del
número, pero veo «32» en rojo sobre una puerta. Siento que hemos es-
tado de pie en un trampolín y hemos saltado. Y ahora estamos en el
teatro. Somos diferentes.
Empujo una puerta de vaivén. Debía entrar yo primero a negociar el
precio, pero cuando veo que no es una casa sino un bar lleno de gente
y mujeres desnudas, salgo a llamar a Hugo y entramos juntos.
Ruido. Luces cegadoras. Muchas mujeres nos rodean, nos llaman, tra-
tan de atraer nuestra atención. La patronne nos conduce a una mesa.
Las mujeres siguen gritando y apuntándonos. Hemos de elegir. Hugo
sonríe, perplejo. Yo les echo una ojeada. Elijo a una muy vivaracha,
gorda y tosca de aspecto español y luego me aparto del grupo que grita
hacia el final de la hilera para llamar a una mujer que no había hecho
esfuerzo alguno para llamar mi atención, pequeña, femenina, casi tími-
da. Se sientan ante nosotros.
La pequeña es dulce y sumisa. Hablamos con suma educación. Nos es-
tudiamos las uñas. Comentan lo poco usual de mi esmalte nacarado. Le
53
digo a Hugo que mire con cuidado si he elegido bien. Lo hace y dice que
no lo podía haber hecho mejor. Miramos cómo bailan las mujeres. Yo
sólo veo de forma fragmentaria, intensamente. Algunos lugares se ha-
llan totalmente en blanco para mí. Veo grandes caderas y nalgas, así
como pechos caídos, multitud de cuerpos, todos a un tiempo. Pensá-
bamos que habría un hombre en el espectáculo.
–No –dijo la patronne–, pero las dos chicas les divertirán. Tendrán oca-
sión de verlo todo. –En tal caso no sería la noche de Hugo, pero lo
acepta todo. Tratamos el precio. Las mujeres sonríen. Suponen que tie-
nen que hacerme los honores porque les he pedido posturas lesbianas.
Para mí todo resulta extraño y para ellas conocido. Sólo me siento có-
moda porque son personas que necesitan cosas, por quien uno puede
hacer cosas. Les ofrezco todos los cigarrillos. Ojalá tuviera un centenar
de paquetes. Ojalá tuviera mucho dinero. Subimos al piso de arriba. Me
gusta mirar el andar de las mujeres desnudas.
La habitación se halla iluminada, y la cama es baja y amplia. Las muje-
res se sienten contentas y se lavan a sí mismas. El gusto de las cosas
debe de perderse con tanto automatismo. Observamos cómo la mujer
robusta se ata un pene, una cosa rosada, una caricatura. Y adoptan
posturas, sin inmutarse, profesionalmente. Amor árabe, español, pari-
sino, amor cuando no se dispone de dinero para pagar la habitación de
un hotel, amor en un taxi, amor cuando uno de los participantes está
adormecido...
Hugo y yo las contemplamos y nos reímos de sus ocurrencias. No
aprendemos nada nuevo. Todo resulta irreal, hasta que les pido que
hagan posturas lesbianas.
A la pequeña le encanta, lo prefiere al contacto heterosexual. La corpu-
lenta me revela un secreto lugar del cuerpo de la mujer, una fuente de
nuevo placer, que en alguna ocasión había sentido pero nunca de forma
definida, el puntito de la abertura de los labios de la mujer, justo lo que
el hombre pasa por alto. Allí la más grandota trabaja con la lengua. La
pequeña cierra los ojos, gime y tiembla de éxtasis. Hugo y yo nos incli-
namos sobre ellas, atraídos por el momento de goce de la pequeña, que
ofrece a nuestros ojos su cuerpo conquistado y estremecido. Hugo está
agitado. Ya no soy más mujer; soy hombre. Alcanzo el centro del ser de
June. Me doy cuenta de lo que Henry siente y le digo: –¿Quieres a la
mujer? Pues tómala. Te juro que no me importa, cariño.
–En este momento no podría hacerlo con nadie –responde.
La pequeña yace inmóvil. En seguida se levantan haciendo bromas y
pasa el momento. ¿Quiero...? Me desabrochan la chaqueta; digo que
no, no quiero nada.
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Imposible tocarlas. Nada más que un minuto de belleza, la pequeña ja-
deante, acariciando con las manos la cabeza de la otra.
Ese momento despertó en mi sangre otro deseo. De haber estado un
poco más loca... Pero la habitación era demasiado sucia para nosotros.
Salimos. Turbados. Alegres. Exaltados.

Fuimos a bailar al «Bal Négre». Un temor se había esfumado. Henry se


había liberado. Habíamos comprendido los sentimientos del otro. Jun-
tos. Cogidos del brazo. Una generosidad mutua.
Yo no estaba celosa de la mujer que Hugo había deseado. Pero Hugo
pensó: «¿Y si hubiera habido un hombre?» No lo sabemos aún. Lo único
que sabemos es que la noche transcurrió satisfactoriamente. Pude brin-
darle a Hugo una parte de la alegría que me embargaba.
Y al llegar a casa, adoró mi cuerpo porque era más hermoso que lo que
había visto y nos hundimos juntos en la sensualidad y nos dimos cuenta
de una cosa. Estamos dando muerte a nuestros fantasmas.

Fui al «Viking» a encontrarme con Eduardo. Nos hemos hecho confiden-


cias mutuamente: él sobre una mujer de su pensión; yo sobre Henry.
Una suave luz nos ilumina. Eduardo teme ser excluido de mi vida.
–No –le dije–, hay sitio suficiente. Quiero a Hugo más que nunca, quie-
ro a Henry y a June, y también te quiero a ti, si quieres. –Sonríe.
–Te leeré las cartas de Henry –le dije, porque le preocupaba mi «imagi-
nación». («Tal vez Henry no es nada», pensaba.) Y mientras le leía, me
detuvo. No lo soportaba.
Me habla del psicoanálisis, lo cual demuestra cómo me quiere, cómo me
ve ahora. El amor de Henry crea una aureola a mi alrededor. Estoy se-
gura ante la timidez de Eduardo. Observo cómo se me acerca, buscan-
do intimidad, un roce de mi mano, de mi rodilla. Observo cómo se vuel-
ve humano. Hace mucho tiempo, por este momento hubiera dado yo
qué sé, pero ha quedado todo muy atrás.
–Antes de marcharnos –dice–, quiero... –Y empieza a besarme.
–Sea, Eduardo –murmuro, sumisa. Es un beso precioso. Estoy medio
emocionada, medio sometida. Pero no lleva adelante su deseo. No que-
ría la medida completa. Lo tenía ya. Nos fuimos de allí. Cogimos un ta-
xi. Él estaba turbado por la alegría de haberme tocado.
–¡Imposible! –exclama–. ¡Por fin! Pero para mí significa más que para
ti.

Eso es cierto, yo sólo estoy emocionada porque me había acostumbrado


a desear aquella hermosa boca.
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¡Mira lo que he hecho! Mira el espectáculo del tormento de Eduardo. Mi
hermoso Eduardo, Keats y Shelley, poemas y crocos... tantas horas de
mirarlo a los límpidos ojos verdes y ver reflejos de hombres y prostitu-
tas. Durante quince años su rostro, su mente, su imaginación estaban
vueltas hacia mí, mas su cuerpo estaba muerto. Su cuerpo ahora está
vivo. Pronuncia mi nombre en un gemido.
–¿Cuándo volveré a verte? He de verte mañana. –Besos, en los ojos, en
el cuello. Parece que el mundo se ha vuelto loco. «Mañana todo se cal-
mará», pensé.
Pero mañana, como no espero nada, la locura de Eduardo retorna, y
siento, por primera vez, el destino, una necesidad imperiosa de resolu-
ción psicológica. Vamos andando a plena luz del día a un hotel que co-
noce, subimos las escaleras alegremente, entramos en una habitación
amarilla. Le pido que corra las cortinas, Estamos cansados de sueños,
de imaginaciones, de tragedia, de literatura.

Paga la habitación abajo. Le digo a la mujer:


–Treinta francos es mucho para nosotros. La próxima vez, ¿no podría
dejárnosla un poquito más barato?
En la calle nos echamos a reír: ¡la próxima vez!
Se ha obrado el milagro. Vamos andando, expandidos. Estamos enor-
memente hambrientos. Vamos al «Viking» y nos zampamos cuatro
grandes bocadillos (hubo una época en que yo era incapaz de tragar en
presencia de Eduardo).
–¡Cuánto te debo! –exclama. Y en mi corazón respondo: «Cuánto le de-
bes a Henry.»

No puedo evitar hoy tener la impresión de que una parte de mí se ha


hecho a un lado y me observa maravillada. Lanzada a la vida sin expe-
riencia, inocente, siento que algo me ha salvado. Me siento igual a la
vida. Como las escenas de una obra de teatro excepcional. Henry me
ha guiado. No. Esperaba. Me observaba. Soy yo la que me movía, soy
yo la que actuaba. He hecho cosas inesperadas, sorprendentes para mí
misma... aquel momento al que se refiere Henry, cuando me senté al
borde de la cama. Acababa de peinarme de pie ante el espejo. Él estaba
en la cama y dijo:
–Todavía no estoy cómodo contigo.
Impulsivamente, de prisa, me aproximé a la cama, me senté cerca de
él, acerqué mi rostro al suyo. Se me cayó el abrigo, y los tirantes de la
camisola, y en el gesto, en lo que dije, había algo que denotaba tal en-
trega, tal sumisión, tal humanidad, que Henry era incapaz de hablar.
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Siento que cuando Henry me habla o me escribe busca otro lenguaje.
Percibo cómo rechaza la palabra que primero le viene a los labios y eli-
ge otra, más sutil. A veces tengo la impresión de que lo he arrastrado a
un mundo intrincado, a un nuevo país, y no anda como John, con paso
firme, sino con una conciencia que percibí en él desde el primer día. Se
mueve dentro de las sinfonías de Proust, de las insinuaciones de Gide,
de los enigmas de opio de Cocteau, de los silencios de Valéry; se mue-
ve hacia la sugestión, los espacios; hacia las iluminaciones de Rimbaud.
Y yo ando con él. Esta noche lo amo por la hermosa manera en que me
ha puesto en contacto con la tierra.
Mientras continúo, no puedo y no debo desmoronarme. No quiero pe-
dirle a Hugo ni una noche libre. Ello despierta sentimientos nuevos y
profundos en Henry.
–¿Te alegras –pregunta Eduardo– de que quiera escribir, trabajar, de
que esté exaltado en lugar de deprimido?
–Sí.
–La verdadera prueba llegará cuando quieras hacer uso de tu poder so-
bre los hombres destructiva y cruelmente. –¿Llegará ese momento?

Le hablo a Hugo de mi diario imaginario de una mujer poseída, lo cual


lo reafirma en su creencia de que todo es falso menos nuestro amor.
–Pero, ¿cómo sabes que no existe ese diario? ¿Cómo sabes que no te
miento?
–Es posible que me mientas –dice.
–Tienes una mente muy dócil.
–Dame realidades que combatir. Mi imaginación lo estropea todo. –Le
dejo leer la carta que le he escrito a June y él se siente aliviado. Las
mejores mentiras son las verdades a medias. Yo le digo verdades a
medias.

Domingo. Hugo se va a jugar al golf. Yo me visto ritualmente y compa-


ro la alegría de vestirme para Henry con la tristeza de vestirme para
unos banqueros y magnates del teléfono idiotas.
Luego, una habitación pequeña y oscura, destartalada, como un nicho
profundo. Inmediatamente, la riqueza de la voz y la boca de Henry. La
sensación de hundirme en sangre caliente. Y él rendido a mi calor y
humedad. Penetración lenta, con pausas y filigranas, que me deja sin
aliento de placer. No tengo palabras que lo describan; es algo nuevo
para mí.
La primera vez que Henry me hizo el amor, me di cuenta de una cosa
terrible, que Hugo, sexualmente, era en exceso grande para mí, por eso
57
mi placer no ha sido nunca puro, siempre había algo de dolor. ¿Ha sido
ésa la clave de mi insatisfacción? Tiemblo al escribirlo. No quiero ahon-
dar en ello, en sus consecuencias, en mi apetito. Mi apetito no es
anormal. Con Henry estoy satisfecha. Llegamos a un climax, hablamos,
comemos y bebemos, y antes de marcharnos me inunda. Nunca había
conocido tal plenitud. Ya no es Henry; y yo soy simplemente mujer.
Desaparece la conciencia de la separación de seres.
Regreso a Hugo apaciguada y alegre; lo cual se le contagia a él.
–Nunca había sido tan feliz contigo –dice. Es como si hubiera dejado de
devorarlo, de exigirle. No es de extrañar que me comporte con humil-
dad ante mi gigante, Henry. Y él es humilde ante mí.
–Anaïs, lo que ocurre es que nunca había amado a una mujer con capa-
cidad intelectual. Todas las demás eran inferiores a mí. A ti te considero
un igual. –Y él también parece rebosar alegría, una alegría que no ha
conocido con June.

La última tarde en la habitación de la pensión de Henry fue para mí co-


mo un horno de frenesí. Antes sólo experimentaba el frenesí de la men-
te y de la imaginación; ahora es el de la sangre. Sagrada integridad.
Salgo aturdida a la suave noche primaveral y pienso: «Ahora no me
importaría morir.»
Henry ha despertado mis verdaderos instintos y ya no estoy incómoda,
hambrienta, fuera de lugar en el mundo. He encontrado mi sitio. Lo
amo y, sin embargo, no soy ciega a los elementos discordantes que hay
en nosotros y de los cuales, con el tiempo, derivará nuestro divorcio. Yo
sólo siento el presente. El presente es rico y tremendo. Como dice
Henry: «Todo es bueno, bueno.»

Son las diez y media. Hugo ha ido a un banquete y lo estoy esperando.


Se tranquiliza confiando en mi mente. Piensa que mi mente mantiene el
control. No sabe de qué locuras soy capaz. Voy a guardarme esta histo-
ria para cuando sea mayor, cuando él también haya liberado sus instin-
tos. Contarle ahora la verdad sobre mí lo mataría. Su desarrollo es más
lento por naturaleza. A los cuarenta años sabrá lo que yo sé ahora. En-
tre tanto sentirá y asimilará las cosas sin dolor.
Hugo siempre me preocupa, como si fuera un hijo mío. Y ello se debe a
que es a quien más quiero. Ojalá tuviera diez años más.

La última vez, Henry me preguntó:


–¿He sido menos brutal, menos apasionado de lo que esperabas? Acaso
lo que he escrito te había hecho esperar más?
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Quedé asombrada. Le recordé que casi las primeras palabras que le es-
cribí después de nuestro encuentro fueron: «La montaña de palabras se
ha derrumbado, la literatura se ha desmoronado.» Quería decir con ello
que habían comenzado los sentimientos verdaderos, y que el intenso
sensualismo de sus escritos era una cosa y nuestra sensualidad era
otra, una cosa real.
Ni siquiera Henry, con la vida de aventuras que ha llevado, tiene plena
confianza en sí mismo. No es de extrañar que Eduardo y yo, que somos
tiernísimos, carezcamos de ella en un grado trágico. Fue esa delicada
confianza la que alimentamos en nuestro último encuentro Eduardo y
yo, tratando de compensarnos por el dolor que nos habíamos infringido
involuntariamente, tratando de perfeccionar y reajustar el curso de un
extraño destino. Sólo nos acostamos juntos porque era lo que debíamos
haber hecho en un comienzo.

Mi amiga Natasha me recrimina constantemente por mi absurda acti-


tud. ¿Por qué cortinas para Henry? ¿Por qué zapatos para June? «¿Y tú?
¿Y tú?» No comprende lo mimada que estoy. Henry me ofrece el mun-
do. June me dio locura. Dios mío, qué agradecida me siento por haber
encontrado dos seres a quien amar, que son generosos conmigo de un
modo que me es imposible explicar a Natasha. ¿Puedo explicarle que
Henry me regala sus acuarelas y June su única pulsera? Y más.

En el «Viking» le digo a Eduardo delicadamente que no deberíamos


continuar, que tengo la impresión de que la experiencia no debe conti-
nuar; no fue más que una falsificación del pasado. Resultó maravillosa,
pero no hay polaridad de sangres entre nosotros.
Eduardo está dolido. Su terror fundamental de no ser capaz de rete-
nerme se ha hecho realidad. ¿Por qué no esperamos a que se hubiera
curado completamente? ¿Curado? ¿Qué significa eso? ¿Madurez, virili-
dad, entereza, poder para conquistarme? Yo ya sé que no podrá con-
quistarme, nunca. Lo mantengo en secreto. Oh, cuánta pena me produ-
ce ver su preciosa cabeza gacha, su tormento. El hecho de que esté al
corriente de mi relación con Henry se interpone entre nosotros. Me su-
plica:
–Ven a nuestra habitación, una vez más sólo, únicamente para estar
solos. Ten fe en mis sentimientos.
–No debemos. Hemos de mantenernos fieles al momento que vivimos.
No tenía ningún deseo de ir. Premoniciones. Pero él quiere dejar claro el
asunto.
Nuestra habitación estaba gris, y fría. Llovía. He tratado de librarme de
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la desolación que me invadía. Si alguna vez he fingido en la vida, ha si-
do hoy. No me sentía excitada, pero no lo he admitido. Él ha percibido
la insatisfacción y hemos revivido páginas de los libros de Lawrence.
Por primera vez las he comprendido, quizá mejor que el propio Lawren-
ce, porque él describía solamente los sentimientos masculinos.
Y ¿qué siente Eduardo? Siente más por mí que por ninguna otra mujer;
ha sido su mayor acercamiento a la plenitud, a la virilidad.
No podía hundirlo. He proseguido con palabras dulces:
–No fuerces la vida. Deja que las cosas crezcan lentamente. No sufras.
Pero ahora lo sabe.

Todo esto fue como una pesadilla para mí. Me gritaban en vez de a
Henry. Hoy lo he visto. Estaba con su amigo Fred Perlés, el hombre
afable y delicado de ojos poéticos. Fred me cae bien, aunque me siento
más próxima a Henry, tan próxima que no podía ni dirigirle la mirada.
Estábamos sentados en la cocina del piso que tienen ahora en Clichy.
Henry se encontraba radiante. Cuando he dicho que tenía que irme,
después de charlar durante largo rato, Henry me ha llevado a su habi-
tación y ha empezado a besarme, estando Fred tan cerca, Fred, el
hombre aristocrático y sensible, probablemente ofendido.
–No puedo permitir que te vayas –ha dicho Henry. Cerraremos la puer-
ta.
Me he entregado a ese momento con frenesí. Creo que me estoy vol-
viendo loca porque los sentimientos que ha despertado en mí me persi-
guen, me poseen en todo momento, y anhelo más y más de Henry.

Vuelvo a casa. Hugo está leyendo el periódico. La ternura, la pequeñez,


la falta de color de todo ello. Pero tengo a Henry, y pienso en lo que ha
dicho, de forma vehemente, mientras alcanzaba el orgasmo. Pienso que
nunca había sido tan natural como ahora, nunca había vivido de acuer-
do con mis verdaderos instintos. Hoy no me ha importado que Fred fue-
ra testigo de mi locura. Quería enfrentarme al mundo, gritarle: «Amo a
Henry.»
No sé por qué razón confío tanto en él, por qué quiero ofrecerle todo
esta noche: la verdad, mi diario, mi vida. Inclusive he pensado que oja-
lá June anunciara de repente su llegada para sentir el dolor que me
produciría la pérdida de Henry.

He ido a que me dieran un masaje. La masajista era pequeña y bonita.


Llevaba un traje de baño. Al inclinarse sobre mí, le he visto los pechos,
pequeños, pero llenos. He sentido sus manos sobre mi cuerpo, su boca
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cerca de la mía. Ha habido un momento en que tenía las piernas junto a
mi cabeza. Hubiera podido besárselas fácilmente. Yo me encontraba
muy excitada. Inmediatamente me he dado cuenta de que se trataba
de un deseo frustrado. Lo que podía hacer no me parecía suficiente-
mente satisfactorio. ¿La besaba? Tenía la sensación de que no era les-
biana. Me sentiría humillada. Pasó el momento. Pero ¡qué media hora
de exquisita tortura! ¡Qué tortura desear ser hombre! Me he sorprendi-
do a mí misma, consciente de la naturaleza de los sentimientos que ex-
perimento por June. Y ayer mismo criticaba la depravación de lo que
Hugo y yo llamamos sexo colectivo, despersonalizado, indiscriminado,
que ahora comprendo.

A Henry: «Han comenzado las persecuciones; todos están apenados,


afligidos, de que tenga que defender a D. H. Lawrence. Me miran con
tristeza. Yo espero con impaciencia el día en que pueda defender tu
obra como tú defendiste a Buñuel.
»Me alegro de no haberme sonrojado ante Fred. Ese día fue el punto
culminante de mi amor, Henry. Quería gritar: "Hoy amo a Henry”. A lo
mejor tú preferirías que hubiera fingido normalidad, no lo sé. Escrí-
beme. Necesito tus cartas, como una afirmación humana de la realidad.
Un hombre que conozco quiere asustarme. Cuando hablo de ti, dice:
"No es capaz de apreciarte." Está equivocado.»

A Henry: «Es extraño, Henry. Antes, en cuanto regresaba a casa de


cualquier parte, me sentaba a escribir en el diario. Ahora quiero escri-
birte a ti, hablar contigo. Nuestras "citas" son tan poco naturales, tan
espaciadas, cuando tengo, como esta noche, una desesperada necesi-
dad de verte. Le he sugerido a Hugo, disimuladamente, que podíamos
salir contigo mañana por la noche, pero no ha querido escucharme.
»Me encanta cuando dices: "Todo lo que ocurre es bueno." Yo digo:
"Todo lo que ocurre es maravilloso." Para mí todo es sinfónico y vivir
me excita; Dios mío, Henry, sólo en ti he encontrado el mismo exaltado
entusiasmo, el mismo hervir de la sangre, la misma plenitud. Antes, ca-
si pensaba que me pasaba algo. Parecía como si todo el mundo tuviera
echado el freno. Y cuando siento que se enardece tu excitación por la
vida, junto a la mía, se me va la cabeza. ¿Qué haremos, Henry, la no-
che que Hugo se vaya a Lyon? Hoy me hubiera gustado coserte las cor-
tinas en tu casa mientras me hablabas.
«¿Crees que somos felices juntos porque sentimos que "vamos a alguna
parte", en tanto que con June tenías la impresión de que te adentrabas
en una oscuridad, un misterio, una maraña mayor?»
61
Me he encontrado con Henry en la estación gris y la sangre se me ha
alterado de inmediato; he reconocido los mismos sentimientos en él.
Me ha dicho que apenas podía dirigirse a la estación porque se lo impe-
día el deseo que sentía de mí. Me he negado a ir a su piso porque esta-
ba Fred y he sugerido el «Hotel Anjou», donde me llevó Eduardo. He
visto la sospecha en sus ojos y me ha gustado. Hemos ido al hotel.
Quería que hablara yo con la recepcionista. Le he pedido la habitación
número tres. Me ha dicho que eran treinta francos.

–Nos la dejará por veinticinco –le he dicho, y he cogido la llave del casi-
llero. He empezado a subir las escaleras. Henry me ha detenido a me-
dio camino para besarme. Una vez en la habitación, me ha dicho con
esa cálida risa suya:
–Anaïs, eres un demonio. –Yo no digo nada. Está tan ansioso que ni
tiempo tengo de desvestirme.
Y aquí tropiezo, a causa de la inexperiencia, cegada por la intensidad y
el salvajismo de esas horas. Recuerdo solamente su voracidad, su
energía, el descubrimiento por su parte de mis n,--------gas, que en-
cuentra bonitas, y, ¡ay!, el fluir de la miel, el paroxismo de la alegría,
horas y horas de coito. ¡Igualdad! Las profundidades que ansiaba, la
oscuridad, la finalidad, la absolución. La parte inferior de mi ser es al-
canzada por un cuerpo que subyuga al mío, que inunda el mío, que re-
tuerce su inflamada lengua dentro de mí con fuerza.
–Dime, dime lo que sientes –grita.
Y no puedo. Tengo sangre en los ojos, en la cabeza. Las palabras se
ahogan. Quiero gritar como una salvaje, sin palabras, gritos inarticula-
dos, sin sentido, procedentes del fundamento más primitivo de mi ser,
manando de mis entrañas como la miel.
Alegría lacrimosa, que me deja sin arte, sin palabras, conquistada, si-
lenciada.
Dios mío, he conocido el día, las horas de femenina sumisión, tamaña
entrega de mí misma que no puede quedar ya nada más que entregar.
Pero miento. Lo adorno. Mis palabras no son lo suficientemente profun-
das, ni lo suficientemente salvajes. Disfrazan, ocultan. No descansaré
hasta haber relatado mi descenso a una sensualidad que era tan oscu-
ra, tan magnífica, tan salvaje como mis momentos de creación mística
han sido deslumbrantes, extáticos, exaltados.
Antes de encontrarnos aquel día, me había escrito: «Lo único que pue-
do decir es que estoy loco por ti. He tratado de escribir una carta y no
he podido. Espero con impaciencia el momento de verte. El martes está
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muy lejos. Y no sólo el martes, ¿cuándo te quedarás a pasar la noche?,
¿cuándo podré tenerte durante un período largo de tiempo? Para mí es
un tormento verte tan sólo unas horas y luego entregarte. Cuando te
veo, todo cuanto quiero decir se desvanece. El tiempo es precioso y las
palabras contingentes. Pero tú me haces feliz porque puedo hablarte.
Me gusta tu luminosidad, tus preparativos para el vuelo, tus piernas
poderosas, el calor que guardas entre ellas. Sí, Anaïs, quiero desen-
mascararte. Soy demasiado galante contigo. Quisiera mirarte larga y
ardientemente, levantarte el vestido, hacerte mimos, examinarte. ¿Sa-
bes que apenas te he mirado? Estás rodeada aún de una aureola dema-
siado sagrada. No sé cómo decirte lo que siento. Vivo en una perpetua
esperanza. Llegas y el tiempo se esfuma como un sueño. Hasta que te
has marchado no me doy perfecta cuenta de tu presencia. Y entonces
es demasiado tarde. Me aturdes. Intento imaginarme tu vida en Louve-
ciennes y no puedo. ¿Tu libro? También eso me parece irreal. Sólo
cuando vienes y te miro, la imagen se hace clara. Pero te marchas tan
de prisa que no sé qué pensar. Sí, veo la leyenda de Poushkin clara-
mente. Te veo en mi mente sentada en ese trono, rodeado el cuello de
joyas, sandalias, grandes anillos, las uñas pintadas, una extraña voz
española, viviendo una especie de mentira que no es tal sino un cuento
de hadas. Es una pequeña Anaïs bebida. Me digo a mí mismo: "Ésta es
la primera mujer con quien puedo ser absolutamente sincero." Recuer-
do que dijiste: "Podrías engañarme; no me daría cuenta." Cuando ando
por los bulevares pienso en eso y me es imposible engañarte; sin em-
bargo, me gustaría. Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal,
no está dentro de lo que soy capaz. Me gustan las mujeres, o la vida,
demasiado... No sé cuál de las dos cosas. Pero ríe, Anaïs. Me encantaría
oírte reír. Eres la única mujer que tiene un sentido de la alegría, una
sabia tolerancia; no, es más, parece que me instas a que te traicione.
Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es her-
moso amar y ser libre al mismo tiempo.
»No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a
exigir todo, hasta lo imposible, porque me animas a ello. Eres realmen-
te fuerte. Me gusta incluso tu engaño, tu traición. Me parece aristocráti-
co. (¿Suena inapropiada la palabra aristocrático en mi boca?)
»Sí, Anaïs, pensaba en cómo traicionarte, mas no puedo. Te deseo.
Quiero desnudarte, vulgarizarte un poco... no sé, ay, lo que me digo.
Estoy un poco bebido porque tú no te encuentras aquí. Me gustaría dar
una palmada y voilá, ¡Anaïs! Quiero que seas mía, usarte, follarte, en-
señarte cosas. No, no siento aprecio por ti, ¡no lo permita Dios! Tal vez
quiera hasta humillarte un poco, ¿por qué? ¿por qué? ¿Por qué no me
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arrodillo ante ti y te adoro? No puedo, te amo alegremente. ¿Te gusta
eso? Y querida Anaïs, soy tantas cosas. Ves solamente las cosas buenas
ahora, o al menos eso es lo que me haces creer. Quiero tenerte al me-
nos un día entero conmigo. Quiero ir a sitios contigo, poseerte. No sa-
bes lo insaciable que soy, ni lo miserable. Además de egoísta.
»Me he portado bien contigo. Pero te advierto, no soy ningún ángel.
Pienso principalmente que estoy un poco borracho. Me voy a la cama;
resulta demasiado doloroso permanecer despierto. Soy insaciable. Te
pediré que hagas lo imposible. No sé lo qué es. Probablemente tú me lo
dirás. Eres más rápida que yo. Me encanta tu coño, Anaïs, me vuelve
loco. Y tu manera de pronunciar mi nombre. ¡Dios mío, parece irreal!
Escucha, estoy muy ebrio. No soporto estar aquí solo. Te necesito.
¿Puedo decírtelo todo? Puedo, ¿verdad? Ven en seguida y fóllame. Des-
carga conmigo. Rodéame con las piernas. Caliéntame.»

Tuve la impresión de que estaba leyendo sus sentimientos más incons-


cientes. Sentí que la vida entera me abrazaba, en esas palabras. Sentí
un supremo desafío para con mi adoración de la vida y sentí deseos de
abandonarme, de entregarme a la vida plena, que es Henry. ¡Qué de
sensaciones nuevas despierta en mí, qué nuevos tormentos, nuevos
temores y nueva valentía!
No he tenido ninguna carta de él desde nuestro día. Sintió un tremendo
alivio, satisfacción, fatiga, justamente igual que yo.
¿Y luego?
Vino ayer a Louveciennes. Un Henry nuevo, o más bien el Henry que se
esconde detrás del Henry conocido, el Henry que hay más allá de lo que
ha escrito, más allá del conocimiento directo, mi Henry, el hombre a
quien ahora amo tremendamente, demasiado, peligrosamente.
Estaba muy serio. Había recibido una carta de June, a lápiz, irregular,
absurda, infantil, enternecedora, simple, expresión de su amor por él.
«Esa carta lo borra todo.» Sentí que había llegado el momento de des-
prenderme de mi June, de darle a mi June, «porque –dije– así la ama-
rás más. Es una June muy hermosa. Otras veces he tenido la impresión
de que te reirías de mi retrato, te burlarías de su ingenuidad. Hoy sé
que no lo harás.»

Le leí todo cuanto había escrito en mi diario sobre June. ¿Qué ocurre?
Está muy emocionado, turbado. Cree. «Así es cómo yo debería haber
escrito sobre June. Lo demás resulta incompleto, superficial. Tú la has
captado, Anaïs.» Pero espera. Ha dejado la dulzura, la ternura fuera de
su trabajo, no ha escrito sino del odio, de la violencia. Yo únicamente
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he incluido lo que él ha dejado fuera. Sin embargo no lo ha omitido
porque no lo sienta, no lo sepa, o no lo comprenda (como piensa June),
sino porque es más difícil de expresar. Sus escritos hasta ahora sólo
han nacido de la violencia, le han sido arrancados, los golpes le han he-
cho gemir y maldecir. Y ahora se halla en reposo y yo confío en él ple-
namente, en el Henry sensible, profundo. Está ganado.
–Ese amor es maravilloso, Anaïs –dice–. Ni lo odio ni lo desprecio. Me
doy cuenta de lo que os aportáis, la una a la otra. Lo veo perfectamen-
te. Lee, lee, esto es una revelación para mí.
Leo y tiemblo, hasta nuestro beso. Lo comprende perfectamente.
–Anaïs –dice de repente–, acabo de darme cuenta de que lo que yo te
doy es burdo y simple, comparado con eso. Me doy cuenta de que
cuando June regrese...
–No sabes lo que tú me has dado –le interrumpo–. No es ni burdo ni
simple. Hoy, por ejemplo... –me ahogo ante tantos sentimientos enre-
dados. Quisiera decirle cuánto me has dado. Nos oprime idéntico te-
mor–. Ahora ves a una June hermosa.
–No, ¡la odio!
–¿Que la odias?
–Sí, la odio –dice Henry–, porque por tus notas advierto que somos víc-
timas suyas, que te ha engañado, que sus mentiras sólo tienen un ob-
jetivo, destructivo y pernicioso. Solapadamente, pretende deformarme
ante tus ojos, y a ti ante los míos. Si June regresa, nos enfrentará. Me
da miedo.
–Entre nosotros existe algo, Henry, una unión que June no puede com-
prender ni asimilar.
–La mente –murmuró.
–Por eso nos odiará, sí, y luchará con sus propias armas.
–Y sus armas son los embustes.
Ambos somos plenamente conscientes del poder que sobre nosotros
tiene, de los nuevos lazos que nos unen.
–Si tuviera medios para hacer que June volviera, ¿querrías que lo hicie-
se? –le pregunté.
Henry se sobresaltó y se acercó vacilante hacia mí.
–No me lo preguntes, Anaïs, no me lo preguntes.

Un día estábamos hablando de su obra.


–Seguramente, tú no podrías escribir aquí en Louveciennes –dije yo–.
Es demasiado apacible, nada te estimularía.
–Simplemente escribiría de otra manera –dijo pensando en Proust, cuyo
tratamiento de Albertine lo obsesiona.
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Qué lejos estamos de su carta de borracho. Ayer estaba cautivador; era
plenamente dueño de sí mismo. ¡Qué absorbente! June raras veces
confiaba en él. ¿Negaría de repente todos sus sentimientos?
–Tal vez todo lo que he escrito resulta falso –dije bromeando–, lo de
June y lo mío. Tal vez es hipocresía.
–¡No! ¡No! –Lo sabía. Pasiones reales, amores reales, impulsos reales.
–Por vez primera encuentro belleza en ello –dice Henry.
Temo no haber sido lo suficiente honesta. Me asombra la emoción de
Henry.
–¿Acaso no soy el Idiota? –pregunto.
–No, tú ves, ves precisamente más –dice Henry–. Lo que tú ves, está
ahí. Sí. –Mientras habla, reflexiona. A veces repite una frase para dis-
poner de tiempo de reflexionar. Todo lo que pasa detrás de esa firme
frente me fascina.
La extravagancia del lenguaje de Dostoievski nos ha liberado a los dos.
Ahora que vivimos con el mismo fervor, la misma temperatura, la mis-
ma extravagancia, me siento arrobada. Esto es vida, el habla, éstas son
las emociones que me pertenecen. Respiro libremente ahora. Estoy en
casa. Soy yo misma.

Después de estar con Henry, me he encontrado con Eduardo.


–Te quiero, Anaïs. Dame otra oportunidad. Me perteneces. Cuánto he
sufrido esta tarde, sabiendo que estabas con Henry. Hasta ahora no
había conocido los celos; y son tan fuertes ahora que me están matan-
do. –Su rostro está tan pálido que produce miedo. Siempre sonríe, co-
mo yo. Ahora no puede. Todavía no me he acostumbrado a contemplar
la desdicha provocada por mí; o mejor, provocada a Eduardo. Me dis-
gusta. Sin embargo, en el fondo, soy fría. Estoy ahí sentada, viendo el
rostro de Eduardo desfigurado por el dolor y no siento otra cosa más
que pena–. ¿Vienes conmigo?
–No. –Recurro a todas las excusas que no pueden ofenderlo.
Le digo todo menos que amo a Henry.
Finalmente, me salgo con la mía. Le permito que me acompañe en taxi
a la estación para encontrarme con Hugo. Le permito que me bese. Le
prometo ir a verlo el lunes. Soy débil, pero no quiero fastidiarle la vida,
dejarlo tullido, privarle de su recién nacida confianza en sí mismo. Aún
sobrevive el suficiente de mi antiguo amor hacia él para ello. Le he avi-
sado de que podía destruirle, aunque odio destruir, y de que había en-
contrado a un hombre a quien no podía destruir, que él era el hombre
perfecto para mí. He tratado de lograr que me odiara, pero ha dicho:
–Te quiero, Anaïs.
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Y el horóscopo dice que somos complementarios.

Lo importante es la respuesta a la vida. June y Henry responden extra-


vagantemente, como yo. Hugo es más moderado, más apático. Hoy ha
salido de su moderación para descubrir Los demonios. Le he hecho po-
ner por escrito sus pensamientos, pues eran maravillosos. Sus mejores
momentos son muy profundos.
Él representa la verdad. Es Shatov, capaz de amar y de tener fe. Pero,
¿qué soy yo? Ese viernes, en que yo nací en los brazos de tres hom-
bres, ¿qué era yo?

A Eduardo: «Escucha, cousin chéri, te escribo en el tren, camino de ca-


sa. Tiemblo de dolor al pensar en esta mañana. El día me ha parecido
tan pesado que me era imposible respirar... Has dado muestras de una
hermosa actividad, vida, emoción, fuerza. Para mí es una tragedia que
estés en el momento más sublime cuando más te quiero, si bien no
sensualmente, sensualmente no. Estamos destinados a que nuestros
sentimientos no coincidan nunca. Ahora es Henry el dueño de mi cuer-
po. Cousin chéri, he tratado hoy por última vez de dirigir mi vida de
acuerdo con un ideal. Mi ideal era esperarte toda la vida, y he esperado
demasiado; en la actualidad vivo según el instinto y la corriente me lle-
va a Henry. Perdóname. No es que tú no tengas fuerza para retenerme.
¿Dirías que antes no me amabas porque era menos susceptible de ser
amada? No. Sería igualmente falso decir que te faltaba fuerza como de-
cir que yo he cambiado. La vida no es una cosa racional; sino una locu-
ra y está llena de dolor. Hoy no he visto a Henry ni lo veré mañana.
Brindo estos dos días a la memoria de nuestras horas. Sé fatalista, sí,
como yo lo soy hoy, pero no abrigues pensamientos oscuros ni amargos
como que he jugado contigo por vanidad. Oh, Eduardo, querido, acepto
el dolor que se origina no de esos motivos sino de las fuentes reales –el
verdadero dolor por lo traicionero de la vida, que nos hiere a los dos de
distinto modo. No busques el por qué, no hay por qués en el amor, ni
razones, ni explicaciones, ni soluciones.»

He llegado a casa y me he derrumbado en el sofá; me costaba respirar.


En respuesta a la súplica de Eduardo, me he encontrado con él esta
mañana temprano. Había pasado dos días celoso de Henry, consciente
de que él, el narcisista, era por fin poseído por otro. «Cuánto bien hace
abrirse. Llevo dos días pensando continuamente en ti, durmiendo mal,
soñando que te pegaba fuerte, tan fuerte que se te caía la cabeza y yo
la llevaba en brazos. Anaïs, voy a tenerte conmigo todo el día. Me lo
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prometiste. Todo el día.» Lo que más deseo es salir corriendo del café.
Se lo digo. Sus súplicas, dulzura e intensidad despiertan vagamente mi
antiguo amor y compasión, el amor de Richmond Hill, con sus vagas
esperanzas, la vieja costumbre de pensar «claro que quiero a Eduar-
do».
Temo que vuelva a encerrarse en el narcisismo porque se sienta inca-
paz de soportar el dolor: «¡Pensar que he llegado a adorar tus huesos,
Anaïs!» Me siento ligeramente conmovida; sin embargo, lo que más de-
seo es escapar de él. No sé por qué lo obedezco, lo sigo.

Me siento dolida mientras leo Albertine disparue porque hay pasajes


subrayados por Henry y Albertine es June. Se traslucen todas las ampli-
ficaciones de sus celos, sus dudas, su ternura, sus arrepentimientos, su
horror, su pasión, y a mí me invaden unos celos ardientes de June. De
momento, este amor, que había estado tan equilibrado entre Henry y
June que no sentía celos en absoluto, se decanta hacia Henry, y me
siento torturada y temerosa.
Sin embargo, anoche soñé con June. Había regresado de repente. Nos
encerramos en una habitación. Hugo, Henry y otras personas espera-
ban a que nos vistiéramos para cenar juntos. Yo deseaba a June. Le
supliqué que se desnudara. Prenda por prenda, descubrí su cuerpo, con
exclamaciones de admiración, pero en la pesadilla veía sus defectos,
extrañas deformaciones. Con todo, seguía siendo absolutamente
deseable. Le supliqué que me dejara mirar entre sus piernas. Las abrió,
las levantó y vi carne cubierta de un espeso vello negro, como de hom-
bre, pero en el mismo extremo de la carne era blanco como la nieve. Lo
que me horrorizaba era que se movía frenéticamente y que sus labios
se abrían y cerraban con rapidez como la boca de un pececillo de es-
tanque al comer. Yo la observaba con fascinación y repugnancia; luego
me lancé sobre ella y dije: «Déjame que te ponga la lengua ahí.» Me
dejó aunque no parecía satisfecha mientras la lamía. Estaba fría e in-
quieta. De pronto se incorporó, me empujó y se inclinó sobre mí; en
tanto se colocaba encima sentí que me tocaba un pene. Le pregunté y
me respondió triunfante: «Sí, tengo uno pequeñito; ¿no te alegras?»
«Pero, ¿cómo se lo ocultas a Henry?», pregunté. Sonrió pérfidamente.
Durante todo el sueño reinaba una sensación de gran desorden de mo-
vimientos torpes, de que todo llegaba demasiado tarde, de que el mun-
do entero esperaba, inquieto y derrotado.
Y, sin embargo, estoy celosa de todo el sufrimiento que Henry experi-
menta con ella. Siento que me estoy hundiendo y alejando de todo sa-
ber y comprensión, que mis instintos aúllan como animales salvajes.
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Cuando recuerdo las tardes pasadas junto con Henry en el «Hotel An-
jou», sufro. Dos tardes grabadas en mi cuerpo y en mi mente.

Ayer, al regresar a casa luego de estar con Eduardo, me refugié en los


brazos de Hugo. Estaba llena de sentimientos de angustia respecto de
Eduardo y de anhelo respecto de Henry, y al mismo tiempo, en brazos
de Henry, besándole simplemente la boca y el cuello, me embargó un
sentimiento tan dulce y profundo que aniquiló la oscuridad y bajeza de
la vida. Me sentía como si un leproso fuera y su fuerza tan poderosa
que me curara instantáneamente con un beso. Anoche lo amé con una
sinceridad que rebasa todos los climax que me hace anhelar mi fiebre.
Proust ha escrito que la felicidad se halla desprovista de fiebre. Anoche
conocí la felicidad y la identifiqué, y honestamente he de decir que so-
lamente Hugo me la ha proporcionado, y que corre invicta por las con-
vulsiones de mi cuerpo y de mi mente enfebrecidos.

Ahora que estoy viviendo el período más pletórico de mi vida, la salud


torna a traicionarme. Todos los médicos dicen lo mismo: no tengo en-
fermedad alguna, lo que me pasa no es nada más que una debilidad
general, falta de vigor. El corazón apenas me late, tengo frío, me canso
en seguida. Hoy me he sentido agotada con Henry. Los momentos que
hemos pasado en la cocina de Clichy, con Fred, han sido preciosos.
Desayunaban a las dos. Los libros apilados, los que quieren que lea y el
que les he llevado. Luego Henry y yo hemos ido a su habitación. Ha ce-
rrado la puerta y la conversación se ha transformado en caricias, en un
coito experto, agudo y penetrante.
La conversación versa sobre Proust y provoca esta confesión por parte
de Henry:
–Para ser completamente honesto conmigo mismo he de decir que me
gusta estar lejos de June. Es entonces cuando disfruto más de ella.
Cuando está aquí me siento mórbido, oprimido, desesperado. Contigo...
tú eres ligera. Estoy saciado de experiencias y dolor. Tal vez te ator-
mento. No lo sé. ¿Te atormento?
No puedo responderlo muy bien, aunque para mí está claro que él es
oscuridad. Y ¿por qué? ¿Por los instintos que ha despertado en mí? La
palabra «saciedad» me aterró. Fue como la primera gota de veneno
vertida en mí. Contra su saciedad, opongo yo mi temerosa frescura, lo
que de nuevo hay en mí, que proporciona intensidad a lo que para él
puede tener menos valor. Esa primera gota de veneno, vertida de un
modo tan accidental, fue como una premonición de la muerte. No sé
por qué hendedura se filtrará de repente nuestro amor para desapare-
69
cer.

Henry, hoy estoy triste por los momentos que me estoy perdiendo, esos
momentos en que hablas con Fred hasta el amanecer, cuando estás
elocuente, brillante, violento o exultante. Y me entristeció que te per-
dieras un momento maravilloso de mí. Anoche estaba sentada junto al
hogar hablando como raras veces lo hago, dejando a Hugo pasmado,
sintiéndome inmensa y sorprendentemente rica, contando historias y
exponiendo ideas que te hubieran divertido. Hablaba de mentiras, de
diferentes clases de mentiras, las mentiras especiales que cuento por
motivos específicos, para embellecer la vida. Una vez que Eduardo se
puso demasiado analítico le conté el cuento de un amante ruso imagi-
nario. Se quedó embelesado. Y con ello le transmití la necesidad de lo-
cura, la falta de riqueza de emociones que tiene, porque es impotente
emocionalmente. Cuando estoy angustiada, desconcertada, perdida, me
invento que conozco a un viejo sabio con el que converso. Le hablo a
todo el mundo de él, cómo es, lo que ha dicho, el efecto que tiene so-
bre mí (alguien en quien apoyarme un momento), y al final del día sien-
to que la experiencia vivida con el viejo sabio me ha fortalecido, y estoy
tan satisfecha como si todo fuera cierto. También me he inventado
amigos cuando, los que tenía, no me satisfacían. Y disfruto muchísimo
de mis experiencias. Me llenan, me enriquecen. Labor de bordado.

Hoy me he encontrado con Fred, y mientras andamos juntos hacia Tri-


nité sale el sol de detrás de una nube cargada de lluvia y nos ciega.
Empiezo a recitar un fragmento de un escrito suyo sobre una mañana
soleada en el mercado y se emociona. Me ha dicho que le hago bien a
Henry, que le doy cosas que June no podría darle. Y, sin embargo, ad-
mite que Henry se halla totalmente a merced de June cuando ella está
aquí. June es más fuerte. Yo cada vez quiero más a Henry que a June.
Fred se maravilla de que Henry sea capaz de amar a dos mujeres a la
vez. «Es un hombre grande –ha dicho–. Hay mucho espacio en él, mu-
cho amor. Si yo te amara a ti, me sería imposible amar a ninguna otra
mujer.» Y yo pensaba: «Yo soy como Henry. Puedo amar a Hugo, a
Henry y a June.»
Henry, comprendo que nos quiera a June y a mí. La una no excluye a la
otra. Pero es posible que June no piense de igual modo, y desde luego
tú no comprendiste que June te quisiera a ti y a Jean. No, tú exiges una
elección.
Vamos a probar todo lo que podemos ofrecernos mutuamente. Antes de
que June venga nos acostaremos juntos todo lo posible. Sí, nuestra feli-
70
cidad está en peligro, pero vamos a devorarla de prisa, a fondo: Me
siento agradecida por cada día de felicidad.

Carta a June: «Esta mañana me he despertado con un profundo y de-


sesperado deseo de ti. Tengo unos sueños extraños. Unas veces eres
pequeña, suave y dócil en mis brazos, otras poderosa y dominante, y
llevas la iniciativa. Humilde e indomable a la vez. June, ¿qué eres tú?
Sé que escribiste a Henry una carta de amor y me dolió. Al menos he
encontrado un motivo de alegría y es poder hablar abiertamente de ti
con Henry. Lo hice porque sabía que te querría más. Le di mi June, el
retrato tuyo que escribí los días que pasamos juntas... Ahora puedo de-
cir a Henry: «Amo a June.» Y él no combate nuestros sentimientos, no
los aborrece. Está emocionado. ¿Y tú, June? ¿Cómo he de interpretar
que no me hayas escrito...? ¿Soy acaso un sueño para ti? ¿No soy real
y cálida? ¿Qué nuevos amores, qué nuevos éxtasis, qué nuevos impul-
sos te mueven ahora? Ya sé que no te gusta escribir. No te pido cartas
extensas, sino sólo unas palabras, lo que sientas. ¿Has apetecido algu-
na vez volver a estar aquí en mi casa, en mi habitación? ¿Lamentas que
estuviéramos tan absorbidas? ¿Alguna vez sientes deseos de volver a
vivir esas horas de manera distinta, con mayor confianza? No me atre-
vo a escribirlo todo, June, como si temiera que fueses a correr al piso
de abajo para escapar de mí, como hiciste aquel día, o casi.
«Te mando el libro que escribí sobre Lawrence y la capa. Te quiero,
June, y ya sabes con qué intensidad, con qué desesperación. Bien sabes
que nadie puede decir ni hacer nada que haga temblar mi amor. Te he
hecho mía, entera. No debes tener miedo de ser desenmascarada, so-
lamente amada.»

A Fred: «Si quieres ser bueno conmigo no vuelvas a hablar mal de Ju-
ne. Hoy me he dado cuenta de que con la defensa que haces de mí lo
único que consigues es que June penetre más en mi ser. ¿Sabes cómo
me he dado cuenta de ello? Ayer te escuché, ¿lo recuerdas?, con una
especie de gratitud. No dije gran cosa en favor de June. Pero esta ma-
ñana le he escrito una carta de amor, movida por un instinto desintere-
sado de protección, como si me castigara a mí misma por haber escu-
chado unos elogios de mí que disminuían el valor de June. Y Henry, lo
sé, piensa lo mismo y actúa de la misma manera. Pero comprendo todo
lo que has dicho, sientes y eres, y te aprecio por ello, inmensamente.»

Eduardo le ha dicho al doctor Allendy, su psicoanalista: No sé si Anaïs


me amaba o no, si me ha engañado a mí o a sí misma sobre sus senti-
71
mientos.
–Lo amaba a usted –dijo Allendy–, lo demuestra la preocupación que
siente por usted.
–Pero usted no la conoce –declaró Eduardo–. No conoce la magnitud de
la compasión que es capaz de sentir por los demás, su capacidad de sa-
crificio.
A mí, Eduardo me ha dicho:
–¿Qué pasó, Anaïs? ¿Qué es lo que intuíste en el momento de pedirme
que te dejara? ¿De qué te diste cuenta?
–Tal como decía en mi carta, fue tomar conciencia de la importancia
que tenía que me conquistaras para proporcionarte a ti mismo la con-
fianza que te faltaba, un despertar del viejo amor que malinterpreta-
mos... –Ay, qué voluble soy.
También él racionaliza, como autodefensa.
–Entonces, también tú tienes una sensación de incesto. –La debilidad
de su confianza («si conquisto a Anaïs, lo habré conquistado todo») es
lamentable. Yo actué pensando en sus necesidades. No obedecí mis ins-
tintos, mi imperativa seguridad de que únicamente deseo a Henry. Mas
cuando pienso que he hecho el bien y que he sido absolutamente justa,
parece que he hecho el mal, de una manera sutil y traicionera. Le he
sugerido a Eduardo una duda sobre su pasión, que el psicoanálisis ha
fomentado y ha estimulado artificialmente. La manipulación científica
de las emociones. Por primera vez, me opongo al análisis. A lo mejor sí
ayudó a Eduardo a tomar conciencia de su pasión, pero no le hace más
fuerte. Tengo la impresión de que es algo efímero, extraído dolorosa-
mente, una fina esencia obtenida mediante prensado de unas hierbas.

Veo ciertas similitudes entre Henry y yo en lo que se refiere a relacio-


nes humanas. Veo nuestra capacidad para soportar el dolor cuando
amamos, nuestras naturalezas fácilmente engañadas, nuestro deseo de
creer en June, nuestra inmediata salida en defensa suya ante el odio de
los demás. Habla de pegarle a June, pero sería incapaz. No es más que
el cumplimiento de un deseo, dominar lo que lo domina a él. En Buba
de Montparnasse se dice que una mujer se somete al hombre que le
pega porque éste es como un gobierno fuerte que también puede pro-
tegerla. Pero los golpes de Henry serían vanos porque no es un protec-
tor de mujeres. Se ha dejado proteger. June ha trabajado para él como
un hombre, por eso puede decir: «Lo he querido como a un niño.» Sí, y
ello disminuye su pasión. Henry le ha permitido percibir su propia fuer-
za. Y esto es imposible cambiarlo, porque está grabado en ambos. Toda
su vida Henry afirmará su masculinidad reflejando la destrucción y el
72
odio en su trabajo; cada vez que aparezca June, le hará una inclinación
de cabeza. Ahora sólo el odio lo mueve. «La vida es asquerosa, as-
querosa», grita. Y con estas palabras me besa y me despierta, a mí que
llevo cien años durmiendo, con alucinaciones que cuelgan cual cortinas
de tela de araña sobre mi lecho. Pero el hombre que se inclina sobre mi
cama es blando. Y no escribe nada nunca de esos momentos. Ni siquie-
ra trata de arrancar las telas de araña. ¿Cómo voy a convencerme de
que el mundo es asqueroso? «No soy ningún ángel. Sólo me has visto
en mis mejores momentos, pero espera...»
Soñaba con leerle todo esto a Henry, todo lo que he escrito sobre él. Y
luego me he reído porque me imaginaba a Henry diciendo: «Qué extra-
ño. ¿Por qué hay tanto agradecimiento en ti?» No supe por qué hasta
que leí lo que Fred había escrito sobre Henry: «Pobre Henry, me das
lástima. Careces de gratitud porque careces de amor. Para agradecer
primero has de saber amar.»
Las palabras de Fred añadidas a las mías referentes al odio de Henry
me dolieron. ¿Creo o no creo en ellas? ¿Explican la profunda estupefac-
ción que sentía, al leer su novela, ante el salvajismo de sus ataques a
Béatrice, su primera esposa? Al mismo tiempo pensó que era yo la que
estaba equivocada, que la gente ha de luchar y de odiarse, y que el
odio es bueno. Pero yo daba el amor por sentado; el amor puede incluir
el odio.

Últimamente tengo constantes lapsus y digo «John» en lugar de


«Henry» cuando hablo con Hugo. No se parecen en absoluto y no com-
prendo cómo puedo asociarlos mentalmente.
–Escucha –le digo a Henry–, no me excluyas de tu libro por delicadeza.
Inclúyeme. Luego ya veremos lo que pasa. Espero mucho.
–Pero entre tanto –dice Henry– es Fred el que ha escrito tres maravillo-
sas páginas sobre ti. Se deshace en elogios de ti, te adora. Estoy celoso
de esas tres páginas. Ojalá las hubiera escrito yo.
–Las escribirás –le dije con confianza.
–Por ejemplo, tus manos. Nunca me había fijado en ellas.
Fred les da mucha importancia. Déjame mirarlas. ¿Son de verdad tan
hermosas? Sí, ya lo creo. –Me echo a reír.
–Tal vez tú aprecias otras cosas.
–¿El qué?
–La calidez, por ejemplo. –Sonrío, pero las palabras de Henry han
abierto numerosas laceraciones diminutas.
–Cuando Fred me oye hablar de June, dice que no te amo.

73
Sin embargo, no me deja. Me llama en sus cartas. Sus brazos, sus cari-
cias y sus coitos son voraces. Dice, conmigo, que por mucho que pen-
semos (citando a Proust, o a Fred, o a mí) no dejaremos de vivir. Y
¿qué es vivir? El momento en que llama a la puerta de Natasha (está
fuera y me ha dejado su casa) y me desea en seguida. El momento en
que me dice que ya no piensa en las putas. Yo soy justa y fiel a June en
cada palabra que pronuncio sobre ella, como una idiota. ¿Cómo voy a
engañarme sobre el alcance del amor de Henry cuando comprendo y
comparto lo que siente por June?
Duerme en mis brazos, estamos soldados, su pene aún se encuentra
dentro de mí. Es un momento de paz verdadera, de seguridad. Abro los
ojos, pero no pienso. Una de mis manos reposa sobre su cabello cano-
so. La otra está abierta sobre su muslo. «Oh, Anaïs, había dicho–, estás
tan ardiente, tan ardiente, que no puedo esperar. He de entrar en ti de
prisa, de prisa.»

¿Es siempre tan importante cómo le aman a uno? ¿Es tan imperativo
que te amen absolutamente o intensamente? ¿Diría Fred que soy capaz
de amar porque amo a los demás más que a mí misma? ¿O es Hugo el
que ama cuando va tres veces a buscarme a la estación porque se me
han escapado tres trenes? ¿O es Fred, con su nebulosa, poética y deli-
cada comprensión? ¿O amo más cuando le digo a Henry: «Los destruc-
tores no siempre destruyen. June no te ha destruido. En el fondo eres
escritor. Y el escritor está vivo»?

–Henry, dile a Fred que podemos ir a buscar las cortinas mañana.


–Yo también voy –dijo Henry repentinamente celoso.
–Pero sabes que Fred quiere verme a mí, hablar conmigo. –Los celos de
Henry me complacieron–. Dile que podemos encontrarnos en el mismo
sitio de la última vez.
–A eso de las cuatro.
–No, a las tres. –Pensé que la última vez que nos habíamos visto no
habíamos tenido tiempo suficiente. El rostro de Henry es impenetrable.
Nunca descubro en él ningún signo de lo que siente.
Sí, hay transiciones, cuando está acalorado y excitado, o serio y en-
mendado, u observador e introspectivo. Los azules ojos son analíticos,
como los de un científico, o están húmedos de sentimiento. Cuando es-
tán húmedos me emociono hasta la punta de los pies porque recuerdo
un relato de su infancia. Sus padres (su padre era sastre) se lo llevaban
en las salidas que hacían los domingos, de visita, y arrastraban al niño
todo el día y hasta altas horas de la noche. Iban a casa de sus amigos a
74
jugar a cartas y fumar. El humo se hacía cada vez más denso y a Henry
le dolían los ojos. Lo acostaban en la cama de al lado de la sala de estar
con toallas húmedas sobre los ojos inflamados.
Ahora se le cansan los ojos de leer las pruebas del periódico; me gusta-
ría liberarlo de ello, pero no puedo.

Anoche no podía dormir. Me imaginaba que estaba de nuevo en casa de


Natasha con Henry. Quería revivir el momento en que se corrió en mi
interior estando de pie. Me enseñó a rodearlo con las piernas. Esas
prácticas son tan nuevas para mí que me dejan perpleja. Después esta-
lla el placer de los sentidos porque ha liberado una nueva clase de de-
seo.
–Anaïs, te siento, siento tu calor hasta los pies.
Para él también es como un rayo. Siempre le asombra mi calidez.
No obstante, muchas veces, la pasividad del papel de la mujer me
oprime, me sofoca. Más que esperar el placer de él, me gustaría tomar-
lo, actuar salvajemente. ¿Es eso lo que me empuja al lesbianismo? Me
aterra. ¿Fingen, pues, las mujeres? ¿Se acerca June a Henry cuando lo
desea? ¿Lo monta? ¿Lo espera? Él guía mis inexpertas manos. Estar
con él es como un incendio forestal. Enciende y excita nuevos puntos
de mi cuerpo. Es un incendiario. Lo dejo en una fiebre inextinguible.

Acabo de apartarme de la ventana abierta de mi habitación, donde me


había apostado para inspirar profundamente el sol, las campanillas, el
azafrán, las prímulas, el gorjeo de las palomas, los trinos de los pája-
ros, la procesión entera de vientos suaves y olores frescos, de colores
débiles y cielos de tacto de pétalo, los viejos árboles nudosos marrón
grisáceo, las proyecciones verticales de las ramas jóvenes, la parda tie-
rra húmeda, las raíces desgarradas. Es todo tan sabroso que se me
abre la boca y lo que percibo es el sabor de la lengua de Henry, y huelo
su aliento mientras duerme, envuelto en mis brazos.

Esperaba encontrarme con Fred, pero es Henry el que se presenta a la


cita. Fred está trabajando. Abro unos ojos como platos al ver a Henry,
el hombre que ayer durmió en mis brazos, y me acometen unos pen-
samientos estremecedores. Veo el sombrero manchado y el agujero que
tiene en el abrigo. Otro día me hubiera conmovido, pero hoy me doy
cuenta de que es pobreza voluntaria, calculada, intencional, nacida del
desdén hacia la burguesa que sujeta el bolso con firmeza. Habla mara-
villosamente de Samuel Putman y Eugene Jolas, de su trabajo, de mi
trabajo y del de Fred. Pero luego lo alcanzan los efectos del «Pernod» y
75
me cuenta que anoche estaban sentados en un café con Fred después
del trabajo, que le hablaron las putas, que Fred lo miró muy severa-
mente porque aquella tarde había estado conmigo y no debía hablar
con aquellas mujeres, y además eran feas. «Pero Fred se equivoca –
digo, para sorpresa de Henry–, las putas me complementan. Compren-
do el alivio que debe de sentir un hombre al acercarse a una mujer que
no le va a exigir nada de sus emociones ni sentimientos.» Y Henry aña-
de: «No hace falta escribirles cartas.» Mientras me río se da cuenta de
que lo comprendo totalmente. Incluso comprendo su preferencia por los
cuerpos a lo Renoir. Voilá. Sin embargo, conservo la imagen de un Fred
indignado que me adora. Y Henry dice: «Eso es lo más cerca que he es-
tado de serte infiel.»
No sé si deseo la fidelidad de Henry, porque estoy empezando a darme
cuenta que hoy me fatiga incluso la propia palabra «amor». Amar o no
amar. Fred dice que Henry no me ama. Yo comprendo la necesidad de
alivio de las complicaciones, y lo deseo para mí misma, pero las muje-
res no pueden alcanzar tal estado; Las mujeres son románticas.
Supongamos que no deseo el amor de Henry. Supongamos que le digo:
«Mira, somos dos adultos. Estoy harta de fantasías y de emociones. No
me nombres la palabra "amor". Hablemos todo lo que nos venga en ga-
na y tengamos relaciones sexuales solamente cuando queramos. Deja
el amor al margen de esto.» Son todos muy serios. En este momento
me siento vieja, cínica. Y también estoy harta de exigencias. Hoy, du-
rante una hora, me he sentido desprovista de todo sentimentalismo. En
un momento podría destruir toda la leyenda, de principio a fin, destruir-
lo todo, todo menos lo fundamental: mi pasión por June y mi adoración
de Hugo.
Es posible que mi intelecto me esté haciendo otra jugarreta. ¿Es esto el
sentido de la realidad? ¿Dónde están los sentimientos de ayer y de esta
mañana? ¿Y mi intuición de que vendría Henry a la cita en lugar de
Fred? Y, ¿qué tiene todo esto que ver con que Henry estuviera borra-
cho, y yo, que no me di cuenta, le leyera lo que había escrito sobre su
poder para «quebrarme»? Naturalmente, no entendió nada, nadando
como estaba en el «Pernod» color de azufre.
Lo burlesco de ello me dolió.
–¿Cómo es Fred cuando está borracho? –le pregunté.
–Alegre, sí, pero siempre un poco desdeñoso con las putas. Y ellas se
dan cuenta.
–Mientras que tú te vuelves más amistoso.
–Sí, les hablo como un carretero.
Todo esto no me producía placer alguno. Lo que me produce es un frío
76
y un vacío interior. Le gasté una broma y le dije que un día le mandaría
un telegrama que dijera: «No nos volveremos a ver porque no me
amas.» Mientras volvía a casa, pensaba: «Mañana no nos veremos. O,
si nos vemos, no volveremos a acostarnos. Mañana le diré a Henry que
no se moleste con el amor. Pero ¿y el resto?»

Hugo ha dicho esta noche que tengo el rostro resplandeciente. No pue-


do evitar sonreír. Deberíamos celebrar un banquete. Henry me ha he-
cho perder la seriedad. No soportaba sus cambios de humor, de mendi-
go a dios, de sátiro a poeta, de loco a realista.
Cuando me ataca, mi maldita comprensión evita que me eche a llorar o
que le devuelva el golpe. Contra lo que comprendo, como lo de Henry y
las putas, no puedo luchar. Lo que comprendo, lo acepto inmediata-
mente.
Henry tiene un mundo tan propio que no me sorprendería que quisiera
robar, matar o violar. Hasta ahora lo he comprendido todo.
Ayer, en la cita, vi por primera vez a un Henry malévolo. Había venido
más para disgustar a Fred que para verme a mí. Se traicionó cuando di-
jo: «Fred está trabajando. Cómo debe de fastidiarle.» Yo no quería es-
coger las cortinas sin Fred, pero Henry insistió en elegirlas. No sé si
fueron imaginaciones mías o no, pero me pareció que estaba exultante
de insensibilidad. «Me produce el mismo placer hacer el mal...», dijo
Stavrogin. Para mí es un placer desconocido. Pensaba enviarle a Henry
un telegrama, mientras estaba con Fred, que dijera: «Te amo.» Pero
ahora querría ir a ver a Fred para aliviarle del dolor. El placer de Henry
me resultó alarmante. «Antes me gustaba pedirle dinero a cierto hom-
bre y luego con la mitad del dinero que me dejaba mandarle un tele-
grama.» Cuando de las nieblas de la bebida surgen historias como ésta,
lo veo envuelto en una aureola de maldad, un secreto gusto por la
crueldad. June comprando perfume para Jean mientras Henry se moría
de hambre, o complaciéndose en ocultar una botella de Madeira añejo
en la maleta mientras Henry y sus amigos, sin un real, se morían de
ganas de beber algo. Lo que más me asombra no es el hecho en sí sino
el placer que lo acompaña. Henry se vio impulsado a atormentar a
Fred. June lo lleva todo mucho más lejos que él, descaradamente, como
cuando se revolcó con Jean en casa de los padres de Henry. Este amor
a la crueldad los une indisolublemente. Ambos se complacerían en hu-
millarme, en destruirme.

El pasado es como un peso insoportable, como una maldición, la fuente


de todos los movimientos que hago, de todas las palabras que pronun-
77
cio. En ciertos momentos, el pasado me superó y Henry retrocede a la
irrealidad. Una terrible reserva, una pureza artificial me envuelve, y me
aíslo completamente del mundo. Hoy soy la jeune filie de Richmond Hill,
que escribe en una mesa de un blanco marfileño sobre insignificancias.
No temo a Dios, y sin embargo el miedo no me deja dormir por las no-
ches, el miedo al demonio. Si creo en el demonio, he de creer en Dios.
Y si el mal me resulta aborrecible, he de ser una santa.
Henry, sálvame de la beatificación, de los horrores de la estática per-
fección. Precipítame al infierno.
Ver a Eduardo ayer cristalizó mi estremecimiento mental. Escuché sus
explicaciones de mis sentimientos. Parecen muy plausibles. De repente
me he vuelto fría con Henry porque he sido testigo de la crueldad con
que trata a Fred. La crueldad ha protagonizado el gran conflicto de mi
vida. Vi crueldad en mi infancia –la crueldad de mi padre para con mi
madre y sus sádicos castigos de mis hermanos y de mí– y la compasión
que sentía por mi madre alcanzaba la histeria cuando mi padre y ella se
peleaban, actos que luego me paralizaban. Crecí con tal incapacidad pa-
ra la crueldad que se convierte en debilidad.
Al ver un pequeño aspecto de ella en Henry me di cuenta de las demás
crueldades que comete. Y, lo que es más, Fred despertó en mí toda la
reserva, y me llenó de recuerdos de mi infancia, que es lo que Eduardo
califica de regresión, volver a un estadio infantil, lo cual podría impedir
que avanzara hacia la madurez.
Yo quería confiar en alguien, incluso dejarme guiar. Eduardo dijo que
había llegado el momento de hacerme psicoanalizar. Hacía tiempo que
lo esperaba. Él podía ayudarme a hablar de las cosas, pero sólo el doc-
tor Allendy podía ser el guía, un padre (a Eduardo le encanta tentarme
con la figura del padre). ¿Por qué insistí en hacer de Eduardo mi psi-
coanalista? No logré con ello más que posponer la verdadera tarea.
–Es posible que me guste mirarte con admiración –dije.
–¿En lugar de la otra relación que desprecias?
La charla me pareció sumamente efectiva. Tenía ya ganas de cantar.
Hugo estaba en una reunión de trabajo. Eduardo continuó analizando.
Estaba extraordinariamente guapo. Durante toda la cena me sentí tur-
bada por su frente y sus ojos, su perfil, su boca, su expresión astuta –la
perversa satisfacción de contemplar interiormente sus secretos. Su
enorme hermosura la asimilé después, al desearme, aunque la recibí
como uno inspira aire para respirar, o traga un copo de nieve, o toma el
sol. Mi risa le hizo perder la seriedad. Le hablé del encanto de su rostro
y de sus ojos verdes. Lo deseé y lo hice mío, un amante ocasional. Pero
un mal psicoanalista, bromeé, porque le hizo el amor a su paciente.
78
Mientras subía al piso de arriba a peinarme, sabía que al día siguiente
correría a ver a Henry. Lo único que hace para combatir mis fantasmas
es empujarme contra la pared de su habitación y besarme, decirme en
un susurro lo que desea mi cuerpo hoy, qué gestos, qué actitudes. Yo
obedezco y disfruto de él hasta el frenesí. Salvamos a toda prisa fan-
tasmagóricos obstáculos. Ahora sé por qué he amado a Henry. Hasta
Fred, antes de dejarnos, parecía menos trágico, y le confesé a Henry
que no deseaba un amor perfecto de él, que sabía que estaba cansado
de todo eso, igual que yo, que sentía un acceso de sensatez y de humor
y que nada podía detener nuestra relación hasta que quisiéramos hacer
de nuevo el amor. Por primera vez, creo que comprendo lo que es el
placer. Y me alegro de haberme reído tanto anoche, de haber cantado
esta mañana y de acercarme irresistiblemente a Henry. (Eduardo toda-
vía estaba aquí cuando me he marchado, con el paquete de las cortinas
de Henry.)

Justo antes de esto, mi hermano Joaquín y Eduardo estaban hablando


de Henry, en mi presencia. (Joaquín ha leído mi diario.) Piensan que
Henry es una fuerza destructiva que me ha elegido a mí, la más creati-
va de las fuerzas, para poner a prueba su poder, que yo he sucumbido
a la magia de toneladas de literatura (es cierto que me encanta la lite-
ratura), que me salvaré –se me ha olvidado cómo, pero a pesar de mí
misma.
Y mientras estaba allí tumbada, contenta ya porque había decidido que
tendría a mi Henry hoy, sonreía.

En la primera página de un precioso cuaderno de tapas color violeta


que me ha regalado Eduardo, con una inscripción ya he escrito el nom-
bre de Henry. No quiero ningún doctor Allendy No quiero ningún análi-
sis paralizante. Sólo vivir.

ABRIL 1932

Cuando Henry oye la hermosa, vibrante, leal y conmovedora voz de


Hugo por teléfono, se enfada por la amoralidad de las mujeres, de to-
das las mujeres, de las mujeres como yo. Él practica todas las desleal-
tades, todas las traiciones, pero la infidelidad de una mujer le duele. Y
yo estoy muy incómoda cuando se encuentra de ese humor porque me
siento fiel al vínculo existente entre Hugo y yo. Nada de lo que vivo fue-
ra del círculo de nuestro amor lo altera ni lo disminuye. Al contrario, lo
79
amo más porque lo amo sin hipocresía. Pero la paradoja me atormenta
profundamente. No es cosa de menospreciar el que no sea más perfec-
ta que Hugo ni más parecida a él, pero ello no es sino la otra cara de mi
ser.
Henry comprendería que lo abandonara por consideración hacia Hugo,
mas hacerlo demostraría hipocresía por mi parte. Sin embargo, una co-
sa si es cierta: si un día me viera obligada a elegir entre Hugo y Henry,
escogería a Hugo sin dudarlo. La libertad que me he dado en nombre de
Hugo, como un regalo suyo, no hace sino acrecer la riqueza y la poten-
cia de mi amor por él. La amoralidad, o una moralidad más complicada,
tiene como finalidad la lealtad suprema y pasa por alto la inmediata y
literal. Comparto con Henry una ira, no provocada por las imperfeccio-
nes de las mujeres, sino por lo asqueroso que es vivir, cosa que quizás
este libro proclama con mayor fuerza que todas las maldiciones de
Henry.

Henry me amenazó con emborracharme totalmente, lo cual sólo suce-


dió al leer las empolvadas y cristalizadas cartas de Fred a Céline. Nues-
tra charla se quiebra y salpica como un caleidoscopio. Cuando Henry se
va a la cocina, Fred y yo hablamos como si hubiéramos tendido un
puente de fortaleza a fortaleza y no pudiéramos retener nada. Las pala-
bras, como una procesión, atraviesan a toda prisa un puente que gene-
ralmente está levantado y que incluso se ha oxidado a causa del amor a
la soledad. Y ahí está Henry, en constante comunicación con el mundo,
como si estuviera eternamente sentado a la cabecera de un gigantesco
banquete.
En la pequeña cocina, sin movernos, casi nos tocamos los tres. Henry
se movió para ponerme una mano en el hombro y besarme y Fred
apartó los ojos para no verlo. Yo me sentía doblegada por los dos tipos
de amor: la calidez de Henry, su voz, sus manos, su boca; y los senti-
mientos de Fred hacia mí, que alcanzaban una región más delicada. En
tanto Henry me besaba, quería extender la mano hacia Fred y tener
ambos amores.
Henry rebosaba generosidad universal.
–Te ofrezco a Anaïs, Fred. Ya ves cómo soy. Quiero que todo el mundo
ame a Anaïs. Es maravillosa.
–Es demasiado maravillosa –dijo Fred–. No te la mereces.
–Eres una avispa –exclamó Henry, el gigante herido.
–Además –agregó Fred–, no me has entregado a Anaïs. Yo tengo mi
propia Anaïs, distinta de la tuya. La he hecho mía sin pedíroslo a nin-
guno de los dos. Quédate toda la noche, Anaïs. Te necesitamos.
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–Sí, sí –exclamó Henry.
Tomo asiento como un ídolo y es Fred el que critica al gigante porque
no me adora.
–Maldita sea, Anaïs –dijo Henry–, no te adoro pero te amo. Creo que
puedo darte tanto como Eduardo, por ejemplo. No podría hacerte daño.
Cuando te veo ahí sentada, tan frágil, sé que no te haré daño.
–No quiero que me adoren –dice el ídolo–. Me das... bueno, lo que me
das es preferible a la adoración.
A Fred le tiembla la mano cuando me ofrece un vaso de vino. El vino
excita el centro de mi ser, que vibra. Henry sale un momento. Fred y yo
permanecemos en silencio. Es Fred el que ha dicho: «No, no me gustan
los grandes banquetes. Me encantan las cenas como ésta, para dos o
tres.» Volvemos a quedarnos callados, me siento decaída. Regresa
Henry y le pide a Fred que nos deje. Apenas acaba de cerrar la puerta
tras de sí, cuando Henry y yo estamos ya saboreando la carne el uno
del otro. Caemos juntos en nuestro mundo salvaje. Me muerde. Me ha-
ce crujir los huesos. Me hace tumbarme con las piernas bien abiertas y
hurga en mí. Nuestro deseo se hace febril. Nuestros cuerpos están con-
vulsos.
–Oh, Anaïs –dice–, no sé cómo lo has aprendido, pero sabes follar, sa-
bes follar. No lo había dicho nunca, con tanta fuerza, pero escucha, te
quiero con locura. Te has apoderado de mí, te has apoderado de mí. Es-
toy loco por ti.
Entonces, algo de lo que digo despierta en él la duda.
–No es el sexo, ¿verdad? Me quieres, ¿no?
La primera mentira. Las bocas en contacto, los alientos mezclados; yo,
con su pene mojado y caliente en mi interior, digo que lo amo.
Pero mientras lo digo sé que no es cierto. Su cuerpo excita el mío, res-
ponde al mío. Cuando pienso en él, siento deseos de abrir las piernas.

Ahora está dormido en mis brazos, profundamente dormido. Oigo un


acordeón. Es domingo por la noche, en Clichy. Pienso en Bubu de Mont-
parnasse, en habitaciones de hotel, en cómo Henry me empuja la pier-
na hacia arriba, en cómo le gustan mis nalgas. En este momento no soy
yo, el vagabundo. El acordeón hincha mi corazón, la blanca sangre de
Henry me ha colmado. Está dormido en mis brazos y yo no lo amo.

Creo que dije a Fred que no amaba a Henry cuando estábamos senta-
dos allí en silencio. Le dije que me gustaba su naturaleza visionaria, sus
alucinaciones. Henry tiene poder para follar, para invadir, para malde-
cir, para agrandar y vitalizar, para destruir y crear sufrimiento. Es el
81
demonio que hay en él lo que admiro, el indestructible idealista, el ma-
soquista que ha encontrado la manera de infligirse dolor a sí mismo,
porque le duelen sus traiciones, su crudeza. Me emociona cuando es
humilde ante algo como mi casa. «Ya sé que soy un patán y que no sé
comportarme en una casa como ésta, por lo tanto finjo despreciarla,
pero me encanta. Me encanta su belleza y su finura. Es tan acogedora
que cuando entro siento que me elevo en los brazos de una Ceres, es-
toy fascinado.»
–Anoche no podía dormirme y pensé que hay un amor más grande y
más maravilloso que follar. –Había estado enfermo unos días y no ha-
bíamos hecho el amor sino dormido abrazados.
Yo me sentía a punto de estallar en mi frágil concha. Tenía los pechos
hinchados y pesados. Mas no estaba triste. «Querido –pensé–, me sien-
to tan pletórica esta noche, pero es debido también a ti. No sólo por mí.

Ahora te miento cada día, mas te doy los placeres que a mí me dan.
Cuanto más tomo para mí, mayor es mi amor por ti. Cuanto más me
niegue a mí misma, más pobre seré para ti, querido. No hay tragedia
alguna si eres capaz de seguirme en esa ecuación. Hay ecuaciones más
evidentes. Una sería: Te amo y por lo tanto renuncio al mundo y vivo
para ti. Tendrías a una monja postrada ante ti, envenenada por exigen-
cias a las que no podrías dar cumplimiento y que acabarían matándose.
Pero mírame esta noche. Vamos a casa juntos. He conocido el placer,
pero no te excluyo. Ven a mi dilatado cuerpo y pruébalo. Soy portadora
de vida. Y lo sabes. No puedes verme desnuda sin desearme. Mi carne
te parece inocente y propiedad tuya. Podrías besarme donde Henry me
ha mordido y encontrar placer en ello. Nuestro amor es inalterable.
Simplemente saberlo te haría daño. Acaso sea un demonio, por ser ca-
paz de pasar de los brazos de Henry a los tuyos, pero la fidelidad literal
carece para mí de significado. Me es imposible vivir así. Lo que es una
tragedia es que vivamos tan juntos sin que tú seas capaz de percibirlo,
que sean posibles estos secretos, que únicamente sepas lo que yo quie-
ra decirte, que no haya rastro en mi cuerpo de lo que vivo. Pero mentir
también es vivir, como miento yo.»

La presencia de Fred me reprime, como si mis propios ojos observaran


cómo me extiendo hasta esferas a las que debería renunciar. Con Fred
podría vivir algo delicado e intrincado. Pero no quiero vivir conmigo
misma. Me alejo de mí misma volando. Sin embargo, no deformo mi
verdadera naturaleza sino manifestando la sensualidad que de mí exis-
te. Henry responde a una fuerza que poseo a la que nadie había res-
82
pondido. Su vitalidad sexual armoniza con la mía. Cuando empecé a
tomar clases de baile, ansiaba un Henry. Era un Henry lo que buscaba,
erróneamente, en John.
Mis pensamientos, como la goma elástica, se estiran hasta alcanzar el
significado más tenso. Con Henry uno no se habla hasta lo más profun-
do de las cosas. No se trata de ningún Proust, dilatando y alargando.
Está en movimiento. Vive a arrebatos. Y son los arrebatos lo que me
gusta de Henry. Tras un arrebato puedo estar un día entero sentada y
navegar en mi barcaza por las sensaciones que ha dispersado con pro-
digalidad.

Eduardo dice que nunca me he entregado totalmente, pero me parece


imposible cuando veo cómo me someto a la nobleza y perfección de
Hugo, al sensualismo de Henry, a la belleza del propio Eduardo. La otra
noche, en el concierto, me quedé paralizada ante él. Ha aprendido a no
sonreír, y yo también debo aprender. El color de su piel me atrae. Tiene
la palidez dorada de los españoles con un brillo nórdico, un matiz rosa-
do bajo el tono tostado. Y el color de sus ojos, ese verde cambiante, in-
soportablemente frío. Son la boca y los orificios de la nariz lo que pro-
meten. Pero nuevamente nos veo a Eduardo y a mí andando por el
mundo y entrechocando las cabezas. Sólo nuestras cabezas se encuen-
tran y chocan. No tendría nada más. Me gusta su mente, que es un
santuario, enormemente rica, con continuos sondeos y análisis. Aparen-
temente carece de voluntad porque obedece al inconsciente, y, como
Lawrence, no siempre sabe por qué.

Henry ha percibido lo que ni Hugo ni Eduardo han captado. Yo estaba


tumbada en la cama y ha dicho:
–Parece que siempre estás adoptando poses, casi a lo oriental.
Exige palabras fuertes de mí cuando folla, y no puedo dárselas. No
puedo decirle lo que siento. Me enseña gestos nuevos, prolongaciones,
variaciones.
Eduardo me preguntó el otro día si me gustaría probar la manera de
June: zambullirme en una absoluta negación de los escrúpulos, mentir
(principalmente a uno mismo), deformar la propia naturaleza para no
permitir que aparezca ningún impedimento, como mi incapacidad para
la crueldad. Ayer, en pleno paroxismo del placer sexual, no podía mor-
derlo, como él quería.

Eduardo tiene miedo de mi diario. Teme un auto de acusación y que yo


no haya comprendido. Se lo confesó a su psicoanalista.
83
Soy consciente de todo lo que no incluyo: las lagunas, especialmente
los sueños, las alucinaciones. También omito las mentiras, una deses-
perada necesidad de embellecer, por eso no las anoto. El diario es por
lo tanto una mentira. Lo que es excluido del diario es también excluido
de mi mente. En el momento de escribir salgo en busca de la belleza. El
resto lo aparto del diario, de mi cuerpo. Me gustaría regresar, como un
detective, y recoger lo que se ha desprendido de mí. Por ejemplo, la te-
rrible y divina credulidad de Hugo. Pienso en lo que podía haber notado.
La vez que regresé de la habitación de Hugo y me lavé, podía haber
visto las gotitas de agua que cayeron al suelo; manchas en mi ropa in-
terior; carmín borrado con mis pañuelos. Podía haberle extrañado que
le dijera: «¿Por qué no pruebas a correrte dos veces?» (como hace
Henry); mi excesiva fatiga; mis ojeras.

Mantengo el diario muy en secreto, pero cuántas veces no he escrito en


él sentada a sus pies junto a la chimenea, y no ha tratado de leer por
encima de mi hombro. Cuando Eduardo le dijo que se tumbara, cerrara
los ojos y respondiera a palabras como «amor», «gato», «nieve» y «ce-
los», sus reacciones fueron lentísimas y vagas. Sólo «celos» provoco
una respuesta inmediata. Parece que se niega a registrar, a analizar.
Eso es bueno. Es autoprotección. Es la base de la extraña libertad que
tengo pese a sus fuertes celos. No quiere ver. Ello me da tanta pena
que a veces me vuelvo loca. Me gustaría que me castigara, me pegara,
me encerrara. Me aliviaría.

Voy a ver al doctor Allendy para hablar de Eduardo. Veo a un hombre


guapo y sano, con unos ojos claros, despiertos, de vidente. Tengo la
mente alerta, esperando que diga algo dogmático, formulista. Quiero
que lo diga porque así será otro hombre en el que no me puedo apoyar,
y tendré que continuar conquistándome sola.
Primero hablamos de Eduardo, de que había ganado en fortaleza.
Allendy se alegraba de que yo hubiera observado una notable diferen-
cia. Pero llegamos a un punto difícil.
–¿Sabe usted –preguntó Allendy– que ha sido la mujer más importante
de su vida? Eduardo estaba obsesionado con usted. Usted es su ima-
gen. La ha visto como madre, hermana y mujer inalcanzable. Conquis-
tarla significa conquistarse a sí mismo, a sus neurosis.
–Sí, lo sé. Quiero que se cure. No quiero privarlo de su recién nacida
confianza diciéndole que no lo amo sensualmente.
–¿Cómo lo ama?
–Siempre me he sentido ligada a él idealmente. Y ahora también, pero
84
sensualmente no. Hay otro hombre, un hombre más animal, que me re-
tiene con fuerza.
Le hablo un poco de Henry. Le sorprende que divida mis amores así. Me
pregunta cuáles fueron mis verdaderos sentimientos sobre mi experien-
cia con Eduardo.
–Estuve totalmente pasiva –dije–. No sentí placer alguno. Y temo que
se dé cuenta y se culpe por ello. Será peor que nunca, peor que si aho-
ra digo: «Oye, amo a Henry y por lo tanto no te puedo amar a ti.» Por-
que si continúa se convierte en una especie de competición, como si
permitiera la rivalidad y la comparación y luego lo abandonara. A mí me
parece más peligroso. Pero –pregunto riendo–, ¿saben los hombres si le
producen placer a una mujer o no?
El doctor Allendy se ríe también.
–El ochenta por ciento no llegan nunca a saberlo. Algunos son sensi-
bles, pero la mayoría son vanidosos y quieren creer que lo saben, y
otros no tienen ni idea. (Recordé la pregunta que me hizo Henry en el
hotel: «¿Te satisfago?»)
–En lugar de proseguir la comedia sexual –digo–, ¿no sería mejor decir-
le que estoy enferma, neurótica, que me pasa algo?
–Y puede ser que así sea –dice Allendy–. Hay algo extraño en el modo
en que divide sus amores. Es como si le faltara confianza.

Ha tocado un punto sensible. Unos minutos antes había cometido un


error, cuando yo hablaba de la separación entre el amor animal y el
ideal. Había sacado enseguida la banal conclusión de que en la puber-
tad debí de presenciar algún aspecto brutal del amor que me repugnara
y me hiciera volverme hacia lo etéreo. Pero ahora se aproxima a la ver-
dad: falta de confianza. Mi padre no quería tener una niña. Dijo que era
fea. Cuando escribía o dibujaba algo no creía que fuera obra mía. No
recuerdo ninguna caricia ni cumplido procedente de él, excepto cuando
estuve a punto de morir a los nueve años. Siempre se producían esce-
nas, golpes, sus duros ojos azules caían sobre mí. Recuerdo la poco na-
tural alegría que sentí cuando mi padre me escribió una nota aquí a Pa-
rís, que empezaba: «Ma jolie.» (linda). No le quiero. Yo sufría con mi
madre. Recuerdo nuestra llegada a Arcachon, donde él estaba de vaca-
ciones, después de mi enfermedad. Su rostro demostraba que no nos
quería allí. Lo que iba dirigido a mi madre yo lo asumía como propio.
Sin embargo, sentí un dolor histérico cuando nos abandonó. Y durante
toda la época escolar de Nueva York lo añoraba. Siempre temía su du-
reza y frialdad. No obstante, en París lo repudié. Fui yo la severa y poco
sentimental.
85
–Así –dijo Allendy–, se encerró en sí misma y se hizo independiente. En
lugar de entregarse por completo, confiadamente, a un solo amor, bus-
ca muchos amores. Incluso busca la crueldad de hombres mayores,
como si no pudiera disfrutar del amor sin dolor. Y no está segura...
–Sólo del amor de mi esposo.
–Pero necesita más de uno.
–El de él siempre y el de un hombre mayor.
Me asombró que la confianza de un niño, una vez resquebrajada y des-
truida, tenga semejantes repercusiones en toda una vida. El insuficiente
amor de mi padre y su abandono permanecen indelebles. ¿Por qué no
lo han borrado todos los amores que he inspirado desde entonces?

Eduardo quería que el doctor Allendy y yo habláramos por ver lo que


escribiría después. Y estoy dispuesta, aunque con mis propias condicio-
nes. Es decir, voy a verlo con poca frecuencia, lo cual me da tiempo pa-
ra asimilar el material y trabajar movida por la inspiración, y también
me hace menos dependiente. Sin embargo, ayer, cuando dijo «parece
muy equilibrada y no creo que me necesite», de repente sentí una gran
inquietud ante la posibilidad de volver a quedarme sola. Mi trabajo me
estabiliza, me valgo de mis sufrimientos, pero me gustaría confiar a un
ser humano lo que le confío al diario. Siempre hay algo imposible en
mis relaciones. Con Eduardo no puedo hablar de Henry. Sólo puedo ha-
blar de mi enfermedad. Con Henry no puedo hablar de análisis. No es
analista, es escritor épico, un Dostoievski inconsciente. Con Fred puedo
ser surrealista, aunque no la mujer que escribió un estudio sobre La-
wrence.

–Ha actuado de una manera maravillosa con Eduardo en todo esto –dijo
Allendy–, como actuarían pocas mujeres, porque, en general, las muje-
res consideran al hombre como a un enemigo, y se alegran cuando tie-
nen oportunidad de humillarlo o destruirlo.
Joaquín dice que, cuando leyó mi diario, se dio cuenta de que Henry me
daba algo más que una experiencia sensual; que respondía a necesida-
des que Hugo no era capaz de satisfacer. Todavía piensa que con Henry
echo a perder mi personalidad, que me entrego a experiencias que no
son verdaderamente propias de mi naturaleza.
También Allendy ha empezado a dar a entender que no es normal que
ame a Henry, y que la causa de que lo ame ha de ser extirpada. En ese
punto me vuelvo ferozmente contra la ciencia y siento una gran lealtad
hacia mis instintos.
86
El psicoanálisis puede obligarme a ser más veraz. He adquirido ya con-
ciencia de algunos sentimientos, como el miedo a ser herida. Cuando
me llama Henry, estoy pendiente de cada inflexión de su voz. Si está
trabajando en el periódico, si hay alguien con él, o si parece superficial,
me inquieto inmediatamente.

Hoy Henry se ha dicho al despertar:


–¡Al infierno las mujeres angelicales o literarias!
Me ha dicho que desde el domingo me ha escrito dos cartas que me es-
peran en casa de Natasha y estoy entusiasmada. Desprecio mi propia
exagerada sensibilidad, que requiere tanta reiteración para conservar la
seguridad, pero que asimismo me hace muy consciente de la sensibili-
dad de otras personas. El gran amor de Hugo debería haberme propor-
cionado confianza, y mis continuas ansias de ser amada y comprendida
son desde luego anormales.
Es posible que reafirme mi confianza tratando de conquistar a hombres
mayores. ¿O es que cortejo el dolor? ¿Qué es lo que siento cuando veo
los fríos ojos azules de Henry mirándome? (Mi padre tenía unos glacia-
les ojos azules.) Quiero que se derritan de deseo por mí.

Hay una gran tensión ahora entre Fred y yo; no soportamos la mirada
el uno del otro. Ha escrito unas cosas tan exactas de mí, tan penetran-
tes que me siento invadida en los más secretos recintos de mi ser. Me
aterró asimismo lo que escribió de Henry, como si se hubiera acercado
demasiado a mis propios miedos y dudas. Escribe ocultamente. Des-
pués de leer esas páginas, apenas podía hablar. Entre tanto, él leía mi
diario, y dijo: «No deberías dejarme leer esto, Anaïs.» Le pregunté por
qué. Pareció sorprendido. Bajó la cabeza; le temblaba la boca. Para mí
es como un fantasma. ¿Por qué estaba tan sorprendido? ¿Revelé la si-
militud, el reconocimiento? Él es una parte de mí. Podría comprender
mi vida entera. Pondría todos los diarios en sus manos. No le tengo
miedo. Es muy tierno conmigo.

Henry me habla de una manera muy hermosa, fría y sabiamente. Me


dice «te quiero» mientras me abraza, y yo le digo: «No te creo.» Se da
cuenta de que estoy de un humor diabólico. Insiste: «¿Me amas?» Yo
respondo con vaguedades. Cuando estamos sensualmente unidos me
parece imposible que nuestra unión sea tan sólo física. Cuando despier-
to del delirio y hablamos con calma, me sorprende que hable de nues-
tro amor tan seriamente.
–El domingo por la noche, cuando te fuiste, dormí un poco; luego fui a
87
dar un paseo y me sentía muy feliz, Anaïs, más feliz que nunca. Me di
cuenta de una terrible realidad: que no quiero que regrese June. Te ne-
cesito terriblemente... absolutamente. En ciertos momentos pienso in-
cluso que si regresara June y me decepcionara y dejara de importarme,
casi me alegraría. El domingo por la noche, sentí deseos de enviarle un
cablegrama diciéndole que ya no la quería.
Pero mi buen juicio evitó que lo creyera. Y él lo sabe, porque añadió:
«En manos de June soy débil, Anaïs. Si, cuando regrese, actúa exacta-
mente como ella quiere, no debes sentir que te decepciono o te fallo.»
Esto me sorprende porque me parece que cuando me lancé a mi pa-
sión, con característica intensidad, y percibí la inestabilidad, la tragedia
de la situación, retrocedí y minusvaloré la importancia de nuestra rela-
ción. Agoté mi capacidad para la tragedia con John Erskine. Entonces
sufrí hasta el límite. No sé si podré volver a sufrir tanto, y me parece
que los sentimientos de Henry son similares. Quiero disfrutar del pre-
sente profunda e irreflexivamente. Henry inclinándose sobre mí, deseo-
so, la lengua de Henry entre mis piernas, el vigoroso y torrencial carác-
ter dominante de Henry.
–Tú eres la única mujer a quien puedo ser fiel. Quiero protegerte.
Cuando veo la fotografía de June en el cuarto de Henry, odio a June
porque en este momento amo a Henry, Odio a June y, sin embargo, sé
que también estoy en su poder, y que cuando regrese...
–Lo que siento contigo, que no siento con June, es que más allá del
amor somos amigos. June y yo no somos amigos.
No se puede escapar a la propia naturaleza, aunque Henry dijo ayer:
«En tu bondad hay fisuras.» Fisuras. Qué alivio. Fisuras. Quizá me es-
cape por ellas. Algún tipo de perversidad me aparta del papel que estoy
obligada a representar. Siempre imaginando otro papel. Nunca estática.

Cuando Henry muestra deseos de leer mi diario, me echo a temblar. Sé


que sospecha que lo traiciono constantemente. Me gustaría, pero no
puedo. Desde que se ha acercado a mí, he practicado instintivamente la
fidelidad de las putas: no obtengo placer más que con él. Lo que más
temo es que Hugo me desee el mismo día, lo cual ocurre frecuentemen-
te. Anoche estaba ardiente, extático; y yo obediente y falsa. Simulación
del placer. Para él fue una noche excepcional. Su placer fue tremendo.

Cuando parece que estoy rebosante, y detrás de todos los placeres sen-
suales existentes, ¿es eso cierto? Si me sintiera atraída por una mujer
de la calle o por algún hombre con el que hubiera bailado, ¿podría
realmente satisfacer mi deseo? ¿Hay deseo? La próxima vez que esa
88
sensación se apodere de mí, no me resistiré a ella. He de saberlo.
Esta noche me he rendido a un anhelo de Henry. Lo deseo a él y deseo
a June. Es June la que me aniquilará, la que se llevara a Henry, la que
me odiará. Quiero estar en los brazos de Henry. Quiero que June me
encuentre allí; será la única vez que sufrirá. Luego será Henry el que
sufrirá, a manos de ella. Quiero escribirle y suplicarle que vuelva, por-
que la amo, porque quiero cederle a Henry como el mejor regalo que le
puedo hacer.

Hugo me desnuda cada noche como si fuera la primera vez y yo una


mujer nueva para él. Mis sentimientos son un caos que no puedo acla-
rar, que no puedo ordenar. Mis sueños no me dicen nada aparte de que
me aterra ser conducida otra vez al borde del suicidio.
Uno no se cura simplemente viviendo y amando, o yo estaría curada. A
veces Hugo me cura. Hoy hemos dado un paseo por el campo, por de-
bajo de los cerezos, y nos hemos sentado en la hierba, al sol, hablando
como dos amantes muy jóvenes. Henry me cura, me levanta en sus vi-
tales brazos, en sus brazos de gigante. Y así, algunos días creo que es-
toy curada.

Hugo ha salido de viaje y me ha besado desesperada y apenadamente.


Estoy rodeada de signos de él, pequeñas cosas que marcan sus hábitos,
sus defectos, su divina bondad: una carta que se ha olvidado de man-
dar, su gastada ropa interior (nunca se compra nada), sus notas sobre
el trabajo que tiene que hacer, una pelota de golf –lo cual me recuerda
lo que dijo ayer: «Ni siquiera el golf me produce placer porque prefiero
estar contigo. Es parte de mi maldito trabajo»– un cepillo de dientes,
una botellita de brillantina, un cigarrillo a medio fumar, su traje, sus
zapatos. Apenas lo he besado al despedirnos, e inmediatamente des-
pués de cerrarse la verja verde, le digo a Emilia: «Limpia el vestido ro-
sa y lávame la ropa interior de encaje. A lo mejor voy a pasar unos días
a casa de una amiga.»

No olvidé anoche ser tan buena con Eduardo que debo de haber engor-
dado al menos sesenta centímetros. Y la misma noche quería fundirme
en el cuerpo de Hugo, ser aprisionada en sus brazos, en su bondad. En
tales momentos la pasión y la fiebre carecen de importancia. No sopor-
to a Hugo celoso, pero está seguro de mi amor. «Nunca te he querido
tanto –dice–, nunca he sido tan feliz contigo. Tú eres mi vida entera.» Y
yo sé que lo amo todo cuanto puedo amarlo, que es el único que me
posee eternamente. Sin embargo, llevo tres días imaginándome la vida
89
con Henry en Clichy. «Mándame un telegrama cada día, por favor», le
digo a Hugo. Y tal vez no esté en casa para leerlos.

He huido. Mi pijama, mi peine, mis polvos y mi perfume están en el


cuarto de Henry. Lo encuentro tan sumamente profundo que me siento
aturdida.
Vamos andando a la Place de Clichy, a ritmo. Me hace tomar conciencia
de la calle, de la gente, de la realidad. Ando como una sonámbula, él
sin embargo está oliendo la calle, observando, con los ojos bien abier-
tos. Me muestra a la puta de la pata de palo de cerca del palacio de
Gaumont. No sabe lo que es vivir en un mundo donde el único persona-
je distinto es uno mismo, como Eduardo y yo. Nos sentamos en varios
cafés y hablamos de la vida y de la muerte y del sentido de Lawrence.
«Si Lawrence hubiera vivido...», dice Henry... Sí, ya conozco el final de
la frase. Lo hubiera amado. El me hubiera amado a mí. Henry se imagi-
na el cambio de aspecto de mi estudio. Las fotografías de John, los li-
bros de John. La fotografía de Lawrence, los libros de Lawrence. Las
acuarelas de Henry y los manuscritos de Henry. Henry y yo nos queda-
mos un momento sentados reflexionando irónicamente el espectáculo
de nuestra vida.
Eduardo ha dicho que ni la obra ni la vida de Henry tienen ninguna es-
tructura. Exactamente. Si la tuvieran sería un analista. Si fuera un ana-
lista, no sería una fuerza viviente y caótica.
Cuando le hablo a Henry de John Erskine, le sorprende mi carácter sa-
crílego. John, el hombre reverenciado por Hugo. «Puede parecer sacrí-
lego; sin embargo, mira qué natural es: yo amaba en John lo que lo
unía a Hugo», dije en voz baja.
Estábamos sentados en la cocina de Clichy a las dos de la madrugada
con Fred, comiendo, bebiendo y fumando mucho. Henry tuvo que le-
vantarse y lavarse los ojos con agua fría, los ojos irritados del chiquillo
alemán. Me resultó intolerable y dije: «Henry, vamos a beber por que
dejes de trabajar para el periódico. No volverás porque lo digo yo.»
Fred pareció ofendido. Se hundió en un humor sombrío. Le dimos las
buenas noches y nos fuimos al cuarto de Henry.
Disfrutábamos estando juntos, desnudándonos, hablando, colocando la
ropa en la silla. Henry admiraba mi pijama rojo de seda que no acababa
de encajar en aquella sencilla habitación, sobre la áspera manta.

Al día siguiente descubrimos que Fred no había dormido allí. «No te lo


tomes demasiado en serio», dijo Henry. Desayunamos juntos a las cin-
co de la tarde. Luego yo cosí las cortinas grises y Henry clavó las gale-
90
rías. Más tarde. Henry preparó una sabrosa cena; bebimos «Anjou» y
estábamos muy contentos. A primeras horas de la mañana regresé a
Louveciennes.
Cuando volví a Clichy, Fred estaba en casa y muy triste. Cenamos pero
en silencio y yo me sentía desdichada. Fred abandonó su estado de
ánimo para complacerme y dijo: «Vamos a hacer algo. ¿Por qué no va-
mos a Louveciennes?»
Allá vamos.
Siento que la magia de mi propia casa me arrulla. Estamos sentados
junto al fuego. Éste es el momento en que la casa desprende un encan-
to y el fuego se mezcla en los nervios. Yo me siento completa, como si
formara parte de un mural. Su admiración y amor me resultan muy
agradables. Desaparece el sentido del secreto. Abro las cajas metálicas
y les enseño mis primeros diarios. Fred coge el primero y empieza a llo-
rar y a reír con él. Le he dado a Henry el diario rojo que trata de él, co-
sa que no he hecho con nadie. Leo por encima de su hombro.

Henry y yo esperamos el tren en un andén muy alto. La lluvia ha lavado


los árboles. La tierra desprende esencias como una mujer a la que un
hombre haya arado y sembrado. Nuestros cuerpos se acercan.
En ese momento no pienso que June y yo habíamos estado así, apreta-
das la una contra la otra. Ahora me acuerdo porque ayer, por primera
vez, me hirió, aunque estaba ya preparada para su sarcasmo y sus bur-
las. Sabía que le encantaba buscar defectos por todo lo que había escri-
to de June. Estábamos leyendo el diario rojo. Llegó al pasaje en que
explicaba que Fred había dicho que yo era hermosa. «Lo ves –dijo
Henry–, Fred piensa que eres guapa. Yo no. Lo que pienso es que tie-
nes mucho encanto, eso sí.» Estaba sentada junto a él. Lo miré perpleja
y luego, rápidamente, apoyé la cabeza en un almohadón y me eché a
llorar. Cuando llevó la mano a mi rostro y notó las lágrimas, se sor-
prendió. «Oh, Anaïs, no se me había ocurrido que podrías tomártelo
mal. Me odio por haberlo dicho con tanta crueldad. Pero recuerda que
te he dicho también que no pienso que June sea hermosa. Las mujeres
más poderosas no son las más bellas. Pero pensar que te he hecho llo-
rar, cuando es lo último que quería hacerte a ti.»
Estaba sentado ahora frente a mí y yo me hallaba hundida en almoha-
dones con el cabello revuelto y los ojos inundados de lágrimas. En ese
momento recordé lo que pensaban de mí los pintores, y se lo dije. Y de
repente le di un puntapié. Un zarpazo, como un gato, dijo él. Terminado
el incidente, que le divirtió mucho, nos sentimos más próximos, hasta
que yo dije en broma, en el tren –pues me estaba diciendo que el pri-
91
mer día que me había visto le había parecido hermosa, pero luego ha-
bía empezado a pensar que no lo era porque Fred insistía tanto en ello;
y también por June–: «Tienes mal gusto.»
Todas las cosas maravillosas que me había dicho sobre el diario palide-
cieron. Mi confianza se tambaleó. No me servía de nada pensar que la
belleza es una cosa relativa y que cada hombre tiene una respuesta in-
dividual a ella. No era natural sentirme tan dolida. Sin embargo, asumí
el dolor y dije: «Voy a soportarlo. Voy a vivir con él hasta que se apa-
gue. No me importa en absoluto.»
Durante unas horas hice alarde de coraje, hasta que aquella noche,
mientras nos desnudábamos, Henry dijo: «Quiero mirar cómo te des-
nudas. No te he mirado nunca.» Me senté en su cama y me embargó
una sensación de timidez. Hice algo para apartar su atención de mí y
me metí corriendo en la cama. Tenía ganas de llorar. Unos instantes
antes había dicho: «Tengo la impresión de que soy un hombre muy feo.
No me gusta mirarme al espejo.» Encontré algo poco comprometedor
que decir. Le dije qué me gustaba de él. Lo que no le dije fue: «Estos
días necesito la belleza de Eduardo más que nunca.»
A las tres y media del día siguiente me encontraba en la sala de Allen-
dy; lo necesitaba muchísimo.

Fui a ver a Henry y estaba trabajando. Me recibió con un beso de ale-


gría. Nos pusimos a trabajar juntos. Yo me senté ante una mesa que
había junto a la suya y me dediqué a revisar fragmentos que debía in-
cluir en mi libro. Verlo escribir me daba fuerzas. Cuando le entró el ape-
tito, me ofrecí para preparar la cena. «Déjame hacer de esposa del ge-
nio.» Y me fui a la cocina con mi majestuoso vestido rosa.
La voz de Henry me da ánimos. Recuerdo cuando dijo: «Cuando escriba
sobre ti, tendré que tratarte como a un ángel, no puedo situarte en una
cama.»
–Pero no me comporto como un ángel Ya lo sabes.
–Sí, lo sé, lo sé. Estos últimos días me has dejado agotado. Eres un án-
gel sexual, pero sigues siendo un ángel. Tu sensualidad no me conven-
ce.
–Esto me lo pagarás –dije–. De ahora en adelante me comportaré como
un ángel.
Dos horas después, Fred se ha ido a trabajar y Henry me besa en la co-
cina. Yo quiero jugar a resistirme, pero hasta un beso en el cuello me
hace derretirme. Le digo que no, pero pone las manos entre mis pier-
nas. Me embiste como un toro.
Cuando nos quedamos en silencio, sigo amándolo, las manos, las mu-
92
ñecas, el cuello, la boca, el calor de su cuerpo y los repentinos saltos de
su mente. Luego nos sentamos a comer y charlar de June y de Dos-
toievski mientras canta el gallo. Que Henry y yo podamos sentarnos y
hablar de nuestro amor por June, sobre sus momentos grandiosos, es
para mí la mayor de las victorias.
Las largas y tranquilas horas que paso con Henry son las más podero-
sas. Cuando se sienta a trabajar se sume en un pensativo silencio, inte-
rrumpido por alguna risita. Hay en él algo de gnomo, de sátiro y de
erudito alemán. En la frente tiene unas protuberancias duras que pare-
ce que vayan a estallar. De pronto su cuerpo adquiere un aspecto frágil,
encorvado.
Mientras está ahí sentado, tengo la sensación de que veo su mente
igual que su cuerpo, y es laberíntica, fértil, sensible. Estoy rebosante de
adoración por todo lo que contiene su cabeza y por los impulsos que se
manifiestan en arrebatos.
Está en la cama, con el cuerpo curvado contra mi espalda, el brazo al-
rededor de mi pecho. Y en la circunferencia de mi soledad, sé que he
hallado un momento de absoluto amor. Su grandeza colma las heridas
y las cierra, silencia los deseos. Está dormido. Cómo lo amo. Me siento
como un río desbordado.
–Anaïs, anoche cuando llegué a casa pensé que estabas aquí porque olí
tu perfume. Te eché de menos. Me di cuenta de que mientras estabas
aquí no te había dicho lo maravilloso que era tenerte conmigo. Yo nun-
ca digo esas cosas. Mira, hay un cajón lleno de cosas tuyas, medias.
Quiero que dejes el rastro de tu perfume por toda la casa.
Creo que me ama con ternura, con sentimentalismo. Es June la que le
inspira pasión. Yo estoy ahí para escoger sus pensamientos, sus medi-
taciones, sus recuerdos, sus confidencias. Yo sostengo a Henry el escri-
tor y él me entrega su otro amor.
Ahora, sola en Louveciennes, todavía percibo la huella de su cuerpo
dormido contra el mío. Ojalá hoy fuera el último día. Siempre deseo
que el momento culminante sea el último. June puede regresar y soplar
como el simún. A Henry lo atormentará y a mí me hipnotizará.
Aquí, en mi diario, quedarán las cosas que ha dicho Henry. Las recibo
como joyas, incienso y perfume. Las palabras de Henry van cayendo y
yo las recojo con tal cuidado que me olvido de hablar. Soy la esclava
que lo abanica con plumas de pavo real. Habla de Dios, de Dostoievski
y de la delicadeza de la obra de Fred. Hace una distinción entre esa de-
licadeza y su estilo dramático, sensacional, poderoso. Es capaz de decir
con humildad: «Fred tiene una delicadeza de la que yo carezco, erudi-
ción, la calidad de un Anatole France.»
93
Pensando en esto, mientras paseamos por un bulevar, siento deseos de
besar al hombre cuya pasión corre como la lava por un frío mundo inte-
lectual. Quiero abandonar mi vida, mi hogar, mi seguridad, mi trabajo,
para vivir con él, para trabajar para él, para ser su prostituta, cualquier
cosa, incluso para ser herida fatalmente por él.

Muy entrada la noche me habla de un libro que no he leído, Hill of


Dreams, de Arthur Machen. Escucho con el alma. «Te hablo casi pater-
nalmente», me dice con suavidad.
En ese momento sé que soy mitad mujer, mitad niña, que una parte de
mí oculta a una niña a quien le encanta que la sorprendan, que le ense-
ñen, que la dirijan. Cuando escucho, soy una niña, y Henry se vuelve
paternal. La persistente imagen de un erudito, de un padre literario, se
reafirma, y la mujer se torna de nuevo pequeña. Recuerdo otras frases
como: «No te haría daño, a ti no.» Su desacostumbrada delicadeza pa-
ra conmigo, su protección. Me siento traicionada. Turbada por la mara-
villa de la obra de Henry, me he convertido en una niña. Me imagino a
otro hombre diciéndome: «No puedo hacerte el amor. No eres una mu-
jer. Eres una niña.»
Despierto de unos sueños de sensualidad suprema y, movida por la ira,
quiero dominar, trabajar como un hombre, mantener a Henry, conse-
guir que publiquen su libro. Más que nunca deseo follar y que me follen,
para afirmar a la mujer sensual. Henry me dijo un día: «Oye, creo que
podrías tener diez amantes y satisfacerlos a todos. Eres insaciable.» Y
otro día: «Tu sensualidad no me convence.»
¡Ha visto a la niña!
Malévola, irritante. Huyo de Clichy y creo que me llevo el secreto. Abri-
go la esperanza de que Henry no lo haya comprendido completamente.
Me da miedo el pavoroso análisis de sus ojos. Dejo su cama y huyo
mientras duerme. Me voy corriendo a casa y me duermo, profundamen-
te, durante varias horas. He de estrangular a la niña. Mañana me en-
contraré con Henry, me enfrentaré a él como una mujer.

Esto hubiera quedado como un incidente vago y carente de significado.


Mas ahora, con el psicoanálisis, adquiere suma importancia. El análisis
me produce la impresión de estar masturbándome en lugar de follando.
Estar con Henry es vivir, fluir, sufrir, incluso. No me gusta estar con
Allendy y apretar unos dedos secos en los secretos de mi cuerpo.
Cuando hablo un poco del miedo a ser cruel con Eduardo, me dice lo
mismo que digo yo: «Uno hace uso de sus propias debilidades. Se pue-
94
de obtener algo de ellas.» Y eso es lo que he hecho. Sin embargo, no
veo nada bueno en mi infantil admiración hacia los hombres mayores,
mi adoración por John y por Henry. No veo en ella nada más que inter-
ferencia en el progreso de la madurez, la abdicación de mi propia per-
sonalidad. Como dice Henry: «Es muy bonito verte dormir. Te quedas
donde te han puesto, como una muñeca. Ni siquiera durmiendo te re-
pantingas y ocupas demasiado espacio.»

Las preguntas de Allendy chisporrotean en mi mente:


–¿Qué le pareció nuestra primera charla?
–Me pareció que lo necesitaba, que no quería que me dejaran sola para
pensar en mi vida.
–Usted amaba a su padre con devoción, de forma anormal, y odiaba la
razón sexual que lo llevó a abandonarles. Ello puede haber provocado
en usted cierto sentimiento oscuro contra el sexo. Tal sentimiento se
afianza en su inconsciente en la escena que tuvo con John. Lo indujo a
una especie de castración.
–Entonces ¿por qué me sentía tan desdichada, tan desesperada, cuan-
do ocurrió? ¿Y por qué lo amé durante dos años?
–A lo mejor lo amó más a causa de lo ocurrido.
–Pero desde entonces lo he despreciado por su falta de pasión impulsi-
va.
–La ambivalente necesidad de un hombre dominante, de ser conquista-
da por él y de ser superior a él. En realidad lo amaba por que no la do-
minaba, porque era superior a él en lo relativo a la pasión.
–No, porque ahora he encontrado a un hombre que me ha conquistado
y soy muy feliz.
Allendy me hace preguntas sobre Henry. Al final observa que lo domino
socialmente. Y también observa que he decidido colocarme en la posi-
ción de rival de una mujer que sé que vencerá, buscando por tanto mi
propio dolor; que he amado a hombres más débiles que yo y he sufrido
por ello. Y al mismo tiempo le tengo mucho miedo al dolor, lo cual me
hace dividir mis amores de modo que cada uno me sirva de refugio
frente a otro. Ambivalencia. Quiero amar a un hombre más fuerte y no
puedo.
Dice que tengo una sensación de inferioridad que se debe a mi fragili-
dad física de niña. Me parecía que los hombres sólo amaban a las muje-
res sanas y gordas. Eduardo me hablaba de las rellenitas cubanas. La
primera chica por quien Hugo se había sentido atraído era gorda. Todo
el mundo hacía comentarios sobre mi delgadez, y mi madre sacaba a
relucir el proverbio español: «Los huesos son para los perros.» Cuando
95
me marché a La Habana, dudaba de que le gustara a nadie porque es-
taba delgada. Este tema dura aún hasta el momento actual en que
Henry me ofendió con su admiración por el cuerpo de Natasha porque
le pareció opulento.
Allendy: ¿Sabía que a veces la sensación de inferioridad sexual se debe
a la conciencia de la propia frigidez?
Es cierto que yo era bastante indiferente al sexo hasta los dieciocho o
diecinueve años, e incluso entonces era tremendamente romántica pero
no estaba sexualmente despierta por completo. «Sin embargo, ¡des-
pués! «Si fuera frígida, ¿me preocuparía tanto el sexo?»
Allendy: «Con más razón.»
Silencio. Pienso que con el tremendo placer que me ha proporcionado
Henry todavía no he sentido un orgasmo real. Mi respuesta no parece
conducir a un verdadero climax sino que queda diseminada en un es-
pasmo menos concentrado, más difuso. Algunas veces he sentido or-
gasmos con Hugo, y cuando me masturbo, pero tal vez ello se deba a
que a Hugo le gusta que cierre las piernas y Henry quiere que las abra
tanto. Pero esto no se lo digo a Allendy.
De mis sueños entresaca mi constante deseo de ser castigada, humilla-
da o abandonada. Sueño con un Hugo cruel, un temeroso Eduardo o un
John impotente.
–Ello se debe a un sentimiento de culpa por haber querido demasiado a
su padre. Estoy seguro de que después quiso mucho más a su madre.
–Es cierto, la quería muchísimo.
–Y ahora busca el castigo. Y goza sufriendo porque le recuerda los su-
frimientos que le hizo pasar su padre. En uno de sus sueños, cuando el
hombre la fuerza, usted lo odia.
Me siento oprimida, como si sus preguntas fueran embestidas. Tengo
una gran necesidad de él. Sin embargo, el análisis no me ayuda. El do-
lor que produce vivir no es nada comparado con el que produce este
minucioso análisis.

Allendy me pide que me relaje y que le diga lo que pasa por mi mente.
Pero lo que pasa por mi mente es el análisis de mi vida. Allendy: «Está
tratando de identificarse conmigo, hacer mi trabajo. ¿No ha sentido de-
seos de superar a los hombres en su trabajo? ¿Humillarlos con su éxi-
to?»
–En absoluto. Ayudo constantemente a los hombres en su trabajo, hago
sacrificios por ellos. –Los aliento, admiro, aplaudo. No, Allendy se equi-
voca de medio a medio.
–A lo mejor es una de esas mujeres que son amigas y no enemigas de
96
los hombres –dice.
–Más que eso. Mi sueño original era estar casada con un genio y servir-
lo, no serlo yo. Cuando escribí el libro sobre Lawrence, quería que
Eduardo colaborara conmigo. Aun ahora sé que él hubiera escrito uno
mejor, pero soy yo la que tengo la energía necesaria, la voluntad.
Allendy: «Ya conoce el complejo de Diana, la mujer que le envidia al
hombre su poder sexual.»
–Sí, lo he sentido, sexualmente. Me hubiera gustado ser capaz de po-
seer a June y a otras mujeres hermosas.
Hay ideas que Allendy abandona, como si percibiera mi susceptibilidad.
Cada vez que toca mi falta de confianza, sufro. Sufro cuando toca mi
potencia sexual, mi salud, o mi sensación de soledad, porque no puedo
confiar plenamente en ningún hombre.
Me recuesto y siento una oleada de dolor, de desespero. Allendy me ha
herido. Lloro. También lloro de vergüenza, de autocompasión. Me siento
débil. No quiero que me vea llorar y me vuelvo. Luego me pongo de pie
y le hago frente. Tiene unos ojos muy dulces. Quiero que me considere
una mujer superior. Quiero que me admire. Me gusta cuando dice: «Us-
ted ha sufrido mucho.»
Cuando me marcho me siento como en un sueño, relajada, cálida, co-
mo si hubiera atravesado regiones fantásticas. Eduardo dice que soy
como una gallina sentada encima de sus huevos.

Allendy: «¿Qué es exactamente lo que la disgustó la última vez?»


–Me pareció que algunas de las cosas que decía eran ciertas.
Me gustaría hablarle francamente de los días que he pasado con Henry.
Después de Henry, el análisis me resulta repugnante. Empiezo con do-
cilidad pero luego siento una creciente resistencia. Admito ante Allendy
que no lo odio sino que me ha gustado, de una manera femenina, que
me haya hecho llorar. «Ha demostrado ser más fuerte que yo. Me gus-
ta.»
Sin embargo, a medida que transcurre el tiempo empiezo a sentir que
está provocando dificultades que yo hubiera podido superar fácilmente,
que reaviva mis miedos y mis dudas. Por eso lo odio. Mientras lee mis
sueños observa que están escritos con una franqueza más que masculi-
na. Descubro que está sondeando los elementos masculinos que hay en
mí. ¿Amo a Henry por que me identifico con él y con su amor y pose-
sión de June? No, es falso. Pienso en la noche en que Henry me enseñó
a ponerme encima suyo y cómo me desagradó. Estaba más contenta
debajo, pasivamente. Pienso en mi incertidumbre respecto a las muje-
res, en que no estoy segura del papel que quiero desempeñar. En un
97
sueño era June la que tenía un pene. Y al mismo tiempo admito ante
Allendy que he imaginado que como lesbiana podría llevar una vida más
libre porque elegiría a una mujer, la protegería, trabajaría para ella, la
amaría por su belleza y ella podría amarme como se ama a un hombre,
por su talento, por sus hazañas, por su carácter. (Recordaba a Stephen
en The Well of Loneliness, que no era guapo, que tenía incluso cicatri-
ces de guerra, pero Mery lo amaba.) Ello constituiría un alivio del tor-
mento de la falta de confianza en mis poderes femeninos. Eliminaría to-
da la preocupación por la belleza, la salud o la potencia sexual. Me da-
ría confianza porque todo dependería de mi talento, inventiva y habili-
dad artística, en los cuales confío.
Al mismo tiempo me di cuenta de que Henry me amaba por estas cosas
y yo me estaba acostumbrando. Henry otorga menos importancia a mis
encantos físicos. Podría curarme sola. En realidad no lo necesito, Allen-
dy.

Cada vez que me pide que cierre los ojos, me relaje y hable, prosigo mi
propio análisis. Me digo a mí misma: «Me dice poco que no sepa ya.»
Pero no es cierto, porque me ha aclarado la idea de la culpabilidad. De
repente comprendí por qué tanto Henry como yo le escribimos cartas
de amor a June cuando nos estábamos enamorando el uno del otro.
También ha sacado a la luz la idea del castigo. Me llevo a Hugo a la rué
Blondel y lo incito a la infidelidad para castigarme por mis propias infi-
delidades. Glorifico a June para castigarme por haberla traicionado.
Eludo las siguientes preguntas de Allendy. Da golpes de ciego. No en-
cuentra nada concreto. Sugiere muchas hipótesis. También intenta des-
cubrir lo que siento hacia él y yo le hablo de mi interés por sus libros.
Tengo la picardía de advertir que espera que me interese por él, y no
me gusta seguir el juego sabiendo que es un juego. Sin embargo, mi
interés es sincero. También le digo que no me importa ya si me admira
o no. Y ello es una victoria sobre mí misma.
Me humilla confesarle mis dudas. Por eso hoy lo odiaba. Cuando estaba
ante él, lista para marcharme, he pensado: «En este momento tengo
menos confianza en mí misma que nunca. Es intolerable.»
Con qué alegría me entregué a Henry al día siguiente.

La casa está dormida. Los perros guardan silencio. Siento el peso de la


soledad. Ojalá estuviera en el piso de Henry, por lo menos podría secar
los platos que lava él. Veo su chaleco, desabrochado, porque el traje
viejo que le han dado le viene pequeño. Veo la raída solapa bajo la cual
me encanta deslizar la mano, la corbata con la que juego mientras me
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habla. Veo el cabello rubio sobre el cuello. Veo la expresión que tiene
cuando baja el cubo de la basura, furtivo, medio avergonzado. Aver-
gonzado también de su amor al orden, que lo obliga a lavar los platos,
a recoger la cocina. «June se oponía a esto –dice–; le parecía poco ro-
mántico.» Recuerdo haber leído en las notas de Henry el regio desorden
que le gustaba a ella. No sé qué decir. Los dos personajes están en mí:
la mujer que actúa como Henry y la mujer que sueña con actuar como
June. Una vaga ternura me empuja hacia Henry, que lava los platos con
tanta seriedad. No puedo burlarme de él. Lo ayudo. Pero mi imagi-
nación está fuera de la cocina. Sólo me gusta la cocina porque Henry
está allí. Incluso he llegado a desear que Hugo estuviera fuera más
tiempo para vivir en Clichy. Es la primera vez que deseo nada semejan-
te.

–He exagerado la crueldad y la maldad de June –dice Henry–, porque


me interesaba el mal. Ése es precisamente el problema, que en realidad
no hay personas malas en el mundo. June no es mala. Fred tiene razón.
June trata desesperadamente de serlo. Fue una de las primeras cosas
que me dijo la noche que la conocí. Quería que pensara que era una
mujer fatal. El mal me inspira. Me preocupa, igual que a Dostoievsky.
Los sacrificios que hizo June por Henry, ¿eran sacrificios o eran cosas
que hacía para realzar su personalidad? Soy yo la que lo pregunto. No
lleva a cabo ningún sacrificio oscuro. Pero ostentosos sí. Dramáticos. Yo
he hecho sacrificios oscuros, ya fueran pequeños o grandes. Pero pre-
fiero la prostitución de June, la búsqueda de oro, la comedia. Entre tan-
to, Henry puede morirse de hambre. Ella le sirve de forma imprevisible
y fantástica o no le sirve. Trató de convencer a Henry de que dejara el
trabajo. Quería trabajar para él. (Secretamente, he contemplado la po-
sibilidad de la prostitución, y decir que sería por Henry no constituiría
más que una justificación.) Así pues, June ha encontrado una magnífica
justificación. Ha hecho sacrificios heroicos por Henry. Y todo ello ha
contribuido a forjar su personalidad.
–¿Por qué eres tan brutal en sus defectos? –le pregunto a Henry–. Y
¿por qué no escribes más sobre su magnificencia?
–Eso es lo que June dice. No hace más que repetir: «Se te ha olvidado
esto, se te olvidado lo otro. No te acuerdas más que de lo malo.» Lo
cierto es, Anaïs, que lo bueno lo doy por sentado. Espero que todo el
mundo sea bueno. Es el mal lo que me fascina.

Recuerdo un pequeño esfuerzo por llevar a la realidad una de mis fan-


tasías. Una tarde regresé a casa de Henry con el ánimo soliviantado
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después que se hubiera burlado de mí. Le dije que al día siguiente iba a
salir con una mujer. En la Gare St. Lazare había visto a una puta con la
que me apetecía muchísimo hablar y me imaginé que salía con ella. En-
trando atropelladamente en casa de Henry, como hubiera hecho June,
podía haber provocado un curioso incidente cuyo relato le hubiera gus-
tado escuchar más tarde. Pero enseguida me di cuenta de que estaba
escribiendo, que se encontraba de un humor grave. Le estaba importu-
nando. Esperaba que me sentara con él y le ayudara a organizar el li-
bro. Mi estado de ánimo se evaporó. Llegué incluso a sentirme arrepen-
tida.
June le hubiera interrumpido, le hubiera empujado a acumular nuevas
experiencias, sin esperar a digerirlas, hubiera actuado con la brillantez
de un sino en movimiento. Y Henry hubiera renegado y luego habría di-
cho: «June es un personaje interesante.»
Así pues, me marché a Louveciennes y me acosté.

Al día siguiente, cuando Henry me preguntó qué había hecho la noche


anterior, no tenía nada que contestarle. Adopté una expresión extraña y
él pensó que ya se enteraría cuando leyera el diario.
Me pregunto qué piensa después de haber leído todo el diario rojo. No
dijo gran cosa mientras leía, pero de vez en cuando sacudía la cabeza o
se reía. Sí dijo que era muy franco y que las descripciones de las sensa-
ciones sensuales eran increíblemente fuertes. No me había andado con
rodeos. Lo había dibujado bien, halagándolo pero sin apartarme de la
verdad Lo que decía de June era todo cierto. Esperaba algo similar a mi
relación con Eduardo. El sueño en que aparecía June, así como otras
páginas, lo excitaron sexualmente.
–Está claro que eres una narcisista. Ésa es la razón de ser del diario.
Escribir un diario es una enfermedad. Pero está bien. Es muy interesan-
te. No conozco a ninguna mujer que escriba con tanta franqueza.
Protesté porque pensaba que narcisista es aquel que sólo se ama a sí
mismo, y me parecía...
Era narcisismo de todos modos, dijo Henry. Sin embargo, tengo la im-
presión de que le gustó el diario. Sí me hizo bromas sobre Fred y dijo
que temía que me entregara a él como me había entregado a Eduardo,
por compasión, y estaba celoso. Al confesarlo, me besó.

Cuando regresa Hugo, tengo la sensación de que es un hijo pequeño.


Me siento vieja, abatida pero tierna y alegre. Descanso en el lecho car-
nal de una enorme fatiga. Lo que me llevo de Henry es enorme.
Si me duermo es porque la carga es excesiva. Duermo porque una hora
100
pasada con Henry contiene cinco años de mi vida, y una frase, una ca-
ricia, responde a mis necesidades de un centenar de noches. Cuando le
oigo reír, digo: «He oído a Rabelais.» Y devoro su risa como si fuera
pan y vino.
En lugar de maldecir, está retoñando, cubriendo todos los espacios que
quedaron vacíos en las sensacionales zancadas que daba con June.
Descansa del tormento, del veneno, del drama, de la locura. Y me dice,
en un tono que no había oído nunca en su boca, como para grabarlo:
«Te amo.»
Me duermo en sus brazos y olvidamos terminar la segunda fusión. Él se
duerme con los dedos hundidos en la miel. Para dormir así, debo de
haber hallado el fin del dolor.
Camino por las calles con paso firme. En el mundo sólo hay dos muje-
res: June y yo.

Anaïs: «Hoy, francamente, lo odio a usted. Estoy en contra suya.»


Allendy: «Pero, ¿por qué?»
–Tengo la impresión de que me ha despojado de la poca confianza en
mí misma que tenía. Me siento humillada por haberme confesado con
usted, yo que raramente me confieso.
–¿Tiene miedo de que la quieran menos?
–Sí, casi con toda seguridad. Me protejo en una especie de caparazón.
Quiero que me amen.
Le cuento que había actuado como una niña con Henry, llevada por mi
admiración. Que había tenido miedo de que ello lo desensualizara.
Allendy: «Al contrario, a los hombres les encanta percibir la importan-
cia que usted les otorga.»
–Inmediatamente me imaginé que me amaría menos.
Allendy se sorprendió de la magnitud de mi falta de confianza.
–Para un analista, naturalmente, está muy claro, incluso en su aparien-
cia.
–¿En mi apariencia?
–Sí, me di cuenta de inmediato de que se comporta seductoramente.
Sólo las personas inseguras actúan así.
Nos echamos a reír.
Le dije que me había imaginado que veía a mi padre en el recital de
danza que había dado en París, si bien con toda seguridad en ese mo-
mento se encontraba en San Juan de Luz. Me produjo una gran impre-
sión.
–Usted deseaba que estuviera allí. Deseaba deslumbrarlo. Y al mismo
tiempo tenía miedo Pero como, desde que era pequeña, quería seducir
101
a su padre y no lo lograba, ha desarrollado también un fuerte sentido
de culpa. Quiere deslumbrar físicamente, pero, cuando lo logra, algo la
detiene. Me ha dicho que desde entonces no ha vuelto a bailar.
–No. Incluso he sentido un fuerte rechazo. También se debió a la mala
salud.
–Sin duda, si alcanzara el éxito en literatura, la abandonaría también
para castigarse a sí misma.
Otras mujeres de talento pero feas están satisfechas de sí mismas, tie-
nen confianza, se comportan con seguridad, y yo, que tengo talento y
soy atractiva, al menos eso me dice Allendy, lloro porque no me parez-
co a June y no inspiro pasiones.
Trato de explicárselo. Me he colocado en la peor posición por querer a
Henry y compartirlo con una June que es mi mayor rival. Me expongo a
un golpe mortal porque estoy segura de que Henry elegirá a June (igual
que yo la elegiría si fuera hombre). También sé que si June regresa, no
me elegirá a mí frente a Henry. De modo que en ambos casos sólo
puedo perder. Y éste es el riesgo que corro. Todo me empuja a ello.
(Allendy me dice que es masoquismo.) Vuelvo a buscar el dolor. Si aho-
ra dejara a Henry, por voluntad propia, sólo sería para sufrir menos.
Siento dos impulsos: uno masoquista y resignado, el otro de escapar.
Ansío encontrar a un hombre que me salve de Henry y de esta situa-
ción. Allendy escucha y medita sobre ello.

Una noche, en la cocina de Henry –él y yo solos– hablamos hasta que-


darnos vacíos. Él saca el tema del diario rojo, me dice qué defectos he
de procurar evitar y luego me dice:
–¿Sabes lo que me extraña? Cuando hablas de Hugo, dices cosas mara-
villosas, pero al mismo tiempo son poco convincentes. No dices nada
que merezca tu admiración o amor. Parece forzado.
Inmediatamente me siento incómoda, como si fuera Allendy el que me
interroga.
–No es cosa mía hacerte preguntas, Anaïs –prosigue Henry–, pero es-
cucha, no es nada personal. Yo aprecio a Hugo. Creo que está bien. Só-
lo intento comprender tu vida. Me imagino que te casaste con él cuando
tu carácter no estaba del todo formado, o por no contrariar a tu madre
o a tu hermano.
–No, no, no fue por eso. Lo amaba. Por mi madre o mi hermano me
hubiera casado en La Habana, en sociedad, por todo lo alto, pero no
podía.
–El día que Hugo y yo nos fuimos a dar un paseo traté de comprender-
lo. Lo cierto es que si en Louveciennes lo hubiera visto sólo a él, hubie-
102
ra ido una sola vez, hubiera dicho «es un buen hombre» y me hubiera
olvidado.
–Hugo es poco comunicativo –dije–. Se tarda tiempo en conocerlo. –Y
durante todo ese rato, mi vieja, secreta e inmensa insatisfacción fluye
como un veneno y no hago más que decir tonterías tales como que el
Banco lo domina y que durante las vacaciones es muy distinto. Henry
reniega.
–Es evidente que tú eres superior a él. –Siempre la misma frase odiosa;
la misma que pronunció también John.
–Sólo en inteligencia –digo yo.
–En todo. Y, oye, Anaïs, respóndeme. ¿No estarás haciendo un sacrifi-
cio? No eres feliz, ¿verdad? ¿No sientes a veces deseos de escapar de
Hugo?
No puedo responder. Bajo la cabeza y me echo a llorar. Henry
se acerca a mí.
–Mi vida es un desastre –digo–. Estás tratando de hacerme admitir una
cosa que ni yo misma reconozco, como has visto en el diario. Has per-
cibido cuánto quiero amar a Hugo y en qué sentido lo amo. Tengo cons-
tantes visiones de cómo hubiera sido aquí, contigo, por ejemplo. Me he
sentido muy satisfecha, Henry.
–Pero ahora –dice Henry– sólo conmigo florecerías con tanta rapidez
que pronto agotarías todo lo que yo puedo darte y pasarías a otro. Lo
que tu vida puede llegar a ser no tiene límites. He visto que eres capaz
de nadar en una pasión, en una gran vida. Escucha, si fuera otro el que
hiciera las cosas que has hecho tú, diría que son disparates, pero, por
una razón o por otra, en ti parecen correctas. Este diario, por ejemplo,
está lleno de riqueza. Tú dices que mi vida es rica, pero tan sólo está
llena de acontecimientos, incidentes, experiencias, personas. Lo que de
verdad es rico son estas páginas que se basan en tan escaso material.
–Pero piensa en lo que haría con más material –declaro yo–. Piensa en
lo que dijiste de mi novela, que el tema [la fidelidad] era un anacronis-
mo. Eso me dolió. Fue como una crítica de toda mi vida. Sin embargo,
no me veo capaz de cometer un delito, y herir a Hugo sería un delito.
Además, él me ama como no me ha amado nadie.
–No le has dado a nadie más una oportunidad real.

Recuerdo todo esto mientras Hugo trabaja en el jardín. Vivir con él aho-
ra me produce la sensación de que me encuentro en el mismo estado
que a los veinte años. ¿Es culpa suya, de esa frescura juvenil de nues-
tra vida en común? Dios mío, ¿puedo preguntar sobre Hugo lo que
Henry pregunta sobre June? Él la ha colmado. ¿He colmado yo a Hugo?
103
La gente ha dicho que en él no hay nada que no sea mío. Tiene una
enorme capacidad de anularse a sí mismo, de amar. Ello me conmueve.
Incluso anoche habló de su incapacidad para relacionarse con otras
personas, dijo que yo era la única de quien se sentía próximo, con
quien era feliz. Esta mañana, en el jardín, se hallaba arrobado. Quería
que yo estuviera allí, cerca de él. Me ha dado amor. Y ¿qué más?
En él amo el pasado. Pero todo lo demás ha desaparecido.

Después de hacerle a Henry semejantes revelaciones sobre mi vida, me


sentí desesperada. Era como si fuera una criminal, hubiera estado en la
cárcel y por fin me hallara libre y dispuesta a trabajar mucho y honra-
damente Pero en cuanto la gente descubre tu pasado no quieren darte
trabajo y suponen que volverás a actuar como un criminal.
He roto conmigo misma, con mis sacrificios y mi compasión, con lo que
me encadena. Voy a empezar de nuevo. Quiero pasión, placer, ruido,
embriaguez y todas las maldades. Pero mi pasado asoma inexorable-
mente, como un tatuaje. He de formar un nuevo caparazón, vestir nue-
vos disfraces.
Mientras espero a Hugo en el coche, escribo en una caja de cerillas (en
el regreso de las «Sultanes» hay un buen espacio rosado).
Hugo ha descubierto que no he hablado con el jardinero sobre el jardín,
ni con el albañil sobre la grieta del estanque, no he hecho las cuentas,
ni he pasado por la modista para probarme el traje de noche, he roto la
rutina.
Una noche me llama Natasha –yo he dicho que me quedaba a dormir en
su estudio– y me pregunta: «¿Qué has hecho estos últimos diez días?»
No puedo responder porque Hugo me oiría. «¿Por qué te ha llamado
Natasha?», pregunta él.
Luego, en la cama, Hugo lee. Mientras escribo ante sus propios ojos, no
supone que mis palabras son de lo más traicioneras. Pienso de él lo
peor que he pensado nunca.

Hoy, mientras trabajábamos en el jardín, he tenido la sensación de que


me encontraba de nuevo en Richmond Hill, envuelta en libros y éxtasis;
Hugo pasaba por allí con la esperanza de verme, aunque fuera de refi-
lón. Dios mío, hoy, durante un momento, me he sentido enamorada de
él, con el alma y el cuerpo virginal de esos primeros días. Una parte de
mi ser ha crecido inmensamente, sin apartarme del amor juvenil, de un
recuerdo. Y ahora la mujer que yace desnuda en la vasta cama observa
a su amor juvenil inclinarse sobre ella y no lo desea.
Desde aquella charla que mantuve con Henry en la cual admití más de
104
lo que había admitido ante mí misma, mi vida ha cambiado y se ha de-
formado. La inquietud que antes era vaga y anónima ha adquirido una
claridad intolerable. Y precisamente va a clavarse en el centro de la es-
tructura más perfecta y más firme, el matrimonio. Cuando eso se tam-
balea, toda la vida se desmorona. Mi amor por Hugo se ha vuelto fra-
ternal. Contemplo casi con horror este cambio, que no ha sido repen-
tino sino que ha aflorado a la superficie lentamente. Yo había cerrado
los ojos a todas las señales. Lo que más temía era admitir que no
deseaba la pasión de Hugo. Contaba con la facilidad para repartir mi
cuerpo. Pero no es así. Nunca lo ha sido. Cuando corrí hacia Henry, le
entregué todo a Henry. Tengo miedo porque me he dado cuenta del al-
cance de mi encarcelamiento. Hugo me ha secuestrado, ha fomentado
mi amor a la soledad. Ahora lamento todos esos años en que no me
daba más que su amor y yo buscaba el resto en mí misma. Años de pe-
nuria, años peligrosos.
Debería romper con toda mi vida y no puedo. Mi vida no es tan impor-
tante como la de Hugo, y Henry no me necesita porque tiene a June.
Sin embargo, la parte de mí que ha crecido fuera y más allá del alcance
de Hugo seguirá adelante.

MAYO 1932

No había visto nunca con tanta claridad como esta noche que escribir el
diario es un vicio, una enfermedad. Llegué a casa a las siete y media,
agotada después de pasar una espléndida noche con Henry y tres horas
con Eduardo. No había tenido fuerzas para regresar a Henry. Cené y
fumé un rato en un estado de ensueño. Me retiré a mi habitación como
en volandas y tuve la sensación de encontrarme encerrada, de caer en
mí misma. Saqué el diario del último escondite, debajo del tocador, y lo
lancé sobre la cama. Tenía la impresión de que así era cómo un fuma-
dor de opio preparaba la pipa. El diario, cual un fragmento de mí mis-
ma, comparte mis duplicidades. ¿Dónde está mi tremenda fatiga? De
vez en cuando, dejo de escribir y me embarga un profundo letargo. Pe-
ro un demoníaco impulso me empuja a continuar.

Confío en Allendy. Hablo con profusión sobre mi infancia, cito frases fá-
cilmente interpretables de mis primeros diarios sobre mi padre; ahora
es inteligible mi pasión por él, así como mi sentido de culpa. Creía que
no merecía nada.
Hablamos de cuestiones financieras y le digo que si no voy más a me-
105
nudo es por el precio de las visitas. No sólo reduce la tarifa a la mitad
sino que me propone que le pague trabajando para él. Me siento hala-
gada.
Hablamos de circunstancias físicas. Estoy demasiado delgada. Unos ki-
los más me darían seguridad. ¿Añadirá Allendy medicamentos al trata-
miento psíquico? Confiesa mi temor de que tengo los pechos pequeños,
quizá porque tengo elementos masculinos y la mitad de mi cuerpo es
por lo tanto adolescente.
Allendy: ¿No los tiene desarrollados en absoluto?
–No es eso. –Puesto que hablando avanzamos con dificultad, le digo–:
Usted es médico; se los voy a enseñar. –Y así lo hago. Él se ríe de mis
temores.
–Perfectamente femeninos; pequeños pero bien formados; una figura
preciosa. Unos kilos más no le irían mal, no. –Qué desproporcionada
era mi autocrítica.
Ha observado que mi personalidad es poco natural. Como si estuviera
envuelta en una neblina, en un velo. Para mí no es ninguna novedad,
aparte de que no sabía que era tan evidente. Por ejemplo, mis dos vo-
ces, que últimamente se manifiestan de forma bastante abierta: una,
según Fred, es como la de una niña antes de la Primera Comunión, tí-
mida, apagada; la otra es firme, profunda. Ésta aparece cuando tengo
mucha confianza.
Allendy piensa que he creado una personalidad totalmente, artificial,
como un escudo. Me oculto. He construido una manera de ser seducto-
ra, afable, alegre, y me escondo tras ella.
Le había pedido que me ayudara físicamente. ¿Fue una acción sincera
enseñarle los pechos? ¿Deseaba poner a prueba mis encantos con él?
¿Acaso no me agradó que me hiciera cumplidos?, ¿que demostrara más
interés por mí?
¿Es Allendy o Henry el que me está curando?

El nuevo amor de Henry me tiene en un estado de arrobamiento que no


había conocido hasta ahora. Él deseaba guardar las distancias. No que-
ría estar a mi merced. No quería que lo añadiera a la «lista» de mis
amantes. No quería que fuera nada serio. ¡Y ahora! Quiere ser mi espo-
so, tenerme constantemente; escribe cartas de amor a la niña que fui a
los once años, que lo ha conmovido profundamente. Quiere protegerme
y darme cosas.
–No creía posible que una cosita tan frágil tuviera tanto poder. ¿He di-
cho alguna vez que no eras hermosa? ¡Cómo he podido decirlo! ¡Eres
hermosa! ¡Eres hermosa! –ahora, cuando me besa, no me siento cohi-
106
bida.
Ahora soy capaz de morderlo cuando estamos en la cama.
–Nos devoramos mutuamente, como dos salvajes –dijo.
Estoy perdiendo el miedo a dejarme ver desnuda. Me ama a mí. Nos
reímos de que me esté engordando. Me ha hecho cambiar de peinado
porque no le gustaba el severo estilo español. Me lo he retirado de la
cara elevándolo por encima de las orejas. Tengo la sensación de que se
me lleva el viento. Parezco más joven. No trato de ser una femme fata-
le. No sirve de nada. Siento que me quieren por mí misma, por mi inte-
rior, por cada una de las palabras que escribo, por mis timideces, mis
penas, mis luchas, mis defectos, mi debilidad. Yo amo a Henry del
mismo modo. Ni siquiera soy capaz de odiar que corra hacia otras mu-
jeres. Pese a su amor por mí, está interesado en conocer a Natasha y a
Mona Paiva, la bailarina. Tiene una curiosidad diabólica por la gente.
Jamás había conocido a un hombre con tantas facetas, con tal variedad.
Un día de verano como hoy y una noche con Henry, no pido nada más.

Henry me enseña las primeras páginas de su nuevo libro, Black Spring.


Ha comprendido mi novela y ha escrito una fantástica parodia, incitado
en parte por los celos y la rabia, porque la otra mañana, cuando me
marchaba, Fred me llamó desde su habitación y quiso besarme. Yo no
se lo permití, pero Henry oyó el silencio y se imaginó la escena y mi in-
fidelidad. Las páginas me han entusiasmado, su perfección, su finura y
agudeza, así como el tono fantástico. También hay en ellas poesía, y
una secreta ternura. Ha hecho un hueco especial en su interior para mí.
Esperaba que yo hubiera escrito al menos diez páginas sobre la noche
que pasamos hablando hasta el amanecer. Pero algo le ha ocurrido a la
mujer del cuaderno. He vuelto a casa y me he sumergido en mi disfrute
de él como en un cálido día de verano. El diario pasa a segundo plano.
Henry está por delante de todo. Si no tuviera a June, lo abandonaría
todo para vivir con él. Cada uno de sus distintos aspectos me absorbe:
el Henry que corrige mi novela con sorprendente atención, con interés,
con sarcasmo, con admiración, con plena comprensión; el Henry inse-
guro, extraordinariamente modesto; Henry, el demonio que me sonsaca
y toma diabólicas notas; el Henry que oculta sus sentimientos a Fred y
demuestra conmigo una tremenda ternura. Anoche, en la cama, medio
dormido, todavía seguía murmurando: «Eres tan maravillosa que no ha
nacido el hombre que te merezca.»
Me ha vuelto más sincera conmigo misma, y luego me dice:
–Tú me das tanto, tanto, y yo no te doy nada.

107
A él también le falta confianza. Se encuentra incómodo en ciertas situa-
ciones sociales, sólo con que sean mínimamente chic. No está seguro
de mi amor. Cree que soy extremadamente sensual y que por lo tanto
podría fácilmente dejarlo por otro hombre, y a éste por otro. Yo me río.
Sí, claro que me encantaría que me follaran cinco veces al día, pero
tendría que estar enamorada. Desde luego, eso es una desventaja, un
inconveniente. Y sólo puedo amar a un hombre. «Quiero que yo sea el
último –dice Henry–. Me encanta que seas promiscua. Cuando te in-
teresaste por Montparnasse me preocupaste muchísimo. –Y empieza a
besarme–. Me has conquistado, Anaïs.» A veces tiene unas caricias ju-
guetonas, casi infantiles. Nos frotamos la nariz, me muerde las pesta-
ñas o me pasa el dedo por el borde de la cara. Entonces veo un Henry
que me recuerda a un gnomo, pequeño, tierno.
Fred está seguro de que Henry me está haciendo daño. Pero eso ya no
es posible. Ni siquiera su infidelidad me hace daño. Además, necesito
menos ternura. Henry me está endureciendo. Cuando descubro que no
le gusta mi perfume porque es demasiado delicado, al principio me
siento un poco confundida. A Fred le encanta «Mit-souko», pero a
Henry le gustan los perfumes acres, fuertes. Siempre busca la afirma-
ción, la fuerza.
Es como pedirme que me cambie de peinado porque le gusta ver algo
salvaje en el cabello. Cuando pronuncia la palabra «salvaje» respondo
como si la esperara. Cabello salvaje. Me pasa las manos robustas y fir-
mes por el cabello. Cuando dormimos tiene mi cabello en la boca. Y
cuando entrelazo las manos detrás de la cabeza y me levanto el pelo al
estilo griego, exclama: «Así es como me gusta.»

En Clichy me encuentro como en mi casa. Hugo no me es necesario. Yo


sólo le aporto la fatiga de las noches sin dormir, una alegre fatiga. De
madrugada, cuando salgo de puntillas del piso de Henry, los obreros de
Clichy ya están despiertos. Me llevo el diario rojo, pero no es más que
una costumbre, porque no hay en él ningún secreto; Henry ha leído to-
dos los diarios (éste todavía no). También me llevo unas páginas del li-
bro de Fred, delicadas como una acuarela, o unas páginas del de Henry,
que son como un volcán.
El esquema de mi vida se ha hecho añicos. Los jirones cuelgan a mi al-
rededor. De todo esto saldrán grandes cosas. Adivino la fermentación.
El tren que me lleva a Louveciennes hace que en mi mente se agiten las
frases como los dados en el cubilete.

El diario pierde solidez porque era producto de una íntima relación


108
conmigo misma. Ahora se ve constantemente interrumpido por la voz
de Henry, por una mano suya que se posa en mi rodilla.
Louveciennes es como un cofre, forrado de pétalos, tallado, dorado, con
las paredes de hojas nuevas, de flores, de senderos bien rastrillados, de
letreritos con los nombres de las flores, de árboles viejos, de hiedra ca-
nescente y de muérdago. Lo llenaré con Henry. Mientras asciende la
cuesta, lo recuerdo grave, ensimismado, mirando a las bailarinas. Al
llamar al timbre pienso en una de las graciosas correcciones que le ha
hecho a mi libro. Una vez en mi habitación me quito la ropa interior
manchada. Recuerdo frases suyas que saborearé durante la noche. To-
davía guardo en la boca el sabor de su pene. Me arde la oreja a causa
de sus mordiscos. Quiero llenar el mundo de Henry, de sus diabólicas
notas, plagios, distorsiones, caricaturas, absurdos, mentiras, profundi-
dades. También el diario estará lleno de Henry.
Sin embargo, le he dicho que había matado al diario. Se había burlado
de él y yo acababa de descubrir el placer vegetativo. Estaba tumbada
en la cama después de comer, con el vestido rosa arrugado y mancha-
do. El diario era una enfermedad. Estaba curada. No había escrito en
tres días. Ni siquiera había escrito nada de la intensa noche de charla,
cuando oímos los pájaros, miramos por la ventana de la cocina y vimos
el amanecer. Me había perdido muchísimos amaneceres. Lo único que
me importaba era estar allí tumbada con Henry. No volvería a escribir
en el diario. Entonces dejó de burlarse. «Oh, no, qué lástima –dijo–. El
diario no debe morir. Lo echaría de menos.»

No murió. No encuentro otra manera de amar a mi Henry que llenar


páginas de él cuando no está aquí para que lo acaricie y lo muerda. Es-
ta mañana, cuando lo he dejado, estaba dormido. Me apetecía muchí-
simo besarlo. Estaba desesperada mientras llenaba sin hacer ruido la
maleta negra. Hugo llegará dentro de cuatro horas.
Henry ha dicho que en mi novela era curioso observar la diferencia
existente entre la Anaïs que habla con Hugo y la que habla con John.
Con Hugo tengo un comportamiento juvenil, ingenuo, casi religioso.
Con John demuestro madurez y agilidad mental. Eso mismo ocurre aho-
ra. A Hugo le doy explicaciones idealistas de mis actos, porque eso es lo
que él quiere. Precisamente lo contrario de lo que le doy a Henry. Henry
dice que después de leer mi libro no puede volver a estar seguro de mí.
Su espíritu mundano le ayuda a captar toda revelación inconsciente, to-
da implicación. Creo que el libro ofendería a Hugo, mientras que Henry
considera que a fin de cuentas, lo he ensalzado. Y es cierto. Henry me
ayudó incluso a eliminar unos pasajes en que debilitaba el carácter de
109
Hugo. Pero no volveré nunca a escribir nada de Hugo porque lo que es-
cribo para él y sobre él es hipócrita y poco maduro. Escribo sobre él
como se escribe sobre Dios, con una fe tradicional. Valoro mucho sus
cualidades, pero no me inspiran. Todo eso ha terminado. Y al abando-
nar mi constante esfuerzo por exaltar el amor que siento por Hugo,
también abandono los últimos vestigios de mi inmadurez.

Recuerdo la tarde en que, después de leer mi diario de infancia, Henry


vino a Louveciennes esperando encontrar a una niña de once años. To-
davía estaba emocionado por lo que había leído. Pero mi picardía borró
a la niñita y muy pronto estuvo excitado y empezó a decir locuras y a
follarme. Yo deseaba triunfar sobre la niña. Me negaba a ponerme sen-
timental, a retroceder. Era como un duelo. La mujer que hay en mí es
fuerte. Y Henry dijo que estaba embriagado de mirarme. Yo le dije que
como marido no lo quería (por qué, no lo sé). Me reí de su apasiona-
miento. Y un instante después de que se marchara ya quería que vol-
viera para amarlo ferozmente. Su seriedad y sentimentalismo germanos
me habían conmovido más de lo que deseaba admitir. ¡Heinrich! Me en-
cantan sus preguntas instigadas por los celos, sus cínicas sospechas, su
curiosidad. Las calles de París, los cafés y las putas le pertenecen. La
literatura moderna también le pertenece, escribe mejor que nadie. Toda
potencia, desde el azote del viento hasta una revolución, le pertenece.
También me encantan sus defectos. Uno de ellos es la manía de buscar
siempre las imperfecciones, una demoníaca costumbre de contradecir.
Pero, puesto que nos comprendemos tan bien, ¿importa que no sea ca-
paz de concebir que discutamos en serio por nada? Cuando me lo ima-
gino hablando de June, veo a un hombre muy dolido. El que tengo en
los brazos no es nada peligroso para mí porque me necesita. Incluso di-
ce: «Es extraño, Anaïs, pero contigo me siento relajado. La mayoría de
las mujeres me producen tirantez y tensión. Por eso me encuentro en
unas condiciones óptimas.» Yo le proporciono una sensación de absolu-
ta intimidad, como si fuera su esposa.

Hugo está en la cama junto a mí y yo sigo escribiendo sobre Henry.


Imaginarme a Henry sentado solo en la cocina de Clichy me resulta in-
tolerable. Sin embargo, estos días Hugo ha crecido. Los dos nos reímos
por ello. Ahora que ambos estamos libres de temores, vivimos de modo
más fácil. Él ha estado de viaje con un hombre del Banco, un hombre
sencillo y alegre. Han bebido juntos, se han contado historietas obsce-
nas y han ido a bailar a salas de fiestas. Por fin Hugo se ha relacionado
con hombres. Y le ha gustado. Yo le digo: «Vete. Haz muchos viajes.
110
Los dos lo necesitamos. Juntos no estamos satisfechos. No nos satisfa-
cemos mutuamente.»

Pienso en Fred observando los sacrilegios de Henry contra el buen gus-


to: encender una cerilla en la suela del zapato, echar sal en el páíé de
foie gras, beber vinos no adecuados, comer chucrut. Y a mí todo eso
me encanta.
Ayer Henry recibió un telegrama de June: «Te echo de menos. Hemos
de vernos pronto.» Henry está enfadado. «No quiero que venga June a
torturarme a mí y a herirte a ti, Anaïs. Te quiero. No deseo perderte. El
otro día, en cuanto te fuiste empecé a echarte de menos. "Echar de
menos" no es la expresión exacta; "anhelarte" resulta mejor. Quiero es-
tar casado contigo. Eres una joya preciosa, rara. Ahora te veo en todo
tu esplendor. Veo el rostro de la niña, la bailarina, la mujer sensual. Me
has hecho feliz, muy feliz.»

Alcanzamos juntos el orgasmo con desespero y frenesí. Yo estoy tan


extasiada que lloro. Quiero estar soldada a él.
–No soy yo –dice–. Es algo que has creado a partir de tu propia maravi-
llosa personalidad. –Lo obligo a admitir que es a él a quien amo, un
Henry que conozco bien. Pero soy consciente del poder que tiene June
sobre los dos.
–June tiene poder sobre mí, pero a quien amo es a ti. Es diferente, ¿no
te das cuenta?
–Así es como te amo yo –responde–. Y tú también tienes poder, pero
de otro tipo.
–Lo que temo es que June nos separe no sólo físicamente sino por
completo.
–No cedas ante June –dice Henry–. Conserva tu magnífica mente. Sé
fuerte.
–Podría decirte lo mismo, pero sé que tu intelecto no te servirá de na-
da.
–Esta vez será diferente.
La amenaza. Hemos hablado. Guardamos silencio. Entra Fred en la ha-
bitación. Estamos haciendo planes para que yo pase unos días con
Henry antes de irme de vacaciones. Fred nos deja. Henry vuelve a be-
sarme. Dios mío, qué besos. Cuando pienso en ellos no puedo dormir.
Yacemos uno muy cerca del otro. Henry dice que me arrebujo contra él
como un gato. Le beso la garganta. Cuando su garganta asoma por la
camisa abierta me es imposible hablar, el deseo me turba. Le susurro
con voz ronca al oído «te quiero», tres veces, en un tono que lo asusta.
111
«Te quiero tanto que hasta quiero ofrecerte mujeres.»

Hoy no puedo trabajar porque las sensaciones de ayer están prestas a


caer sobre mí desde la suavidad del jardín. Están en el aire, en los olo-
res, en el sol, en mí misma, como la ropa que llevo. Amar de esta ma-
nera es excesivo. Necesito tenerlo cerca en todo momento, más que
cerca, dentro de mí.
Odio a June, sin embargo tengo presente su belleza. June y yo fundi-
das, como debería ser. Henry debe tenernos a las dos. Yo también les
quiero a los dos. ¿Y June? June lo quiere todo porque su belleza lo exi-
ge.
June, llévate todo lo que tengo, menos a Henry. Déjame a Henry. Tú no
le necesitas. No le amas como yo le amo ahora. Tú puedes amar a mu-
chos hombres. Yo sólo amaré a unos pocos. Para mí
Henry es inusual.
Le estoy proporcionando a Henry coraje para dominar y deslumbrar a
June. Se está llenando de la fuerza que le transmite mi amor. Cada día
digo que no puedo amarlo más, y cada día encuentro en mí más amor
para él.
Heinrich, ha terminado otro hermoso día en tu compañía, siempre de-
masiado temprano. Y todavía no estoy vacía de amor. Ayer te amaba
cuándo estabas sentado; sobre tu cabello rubio grisáceo se proyectaba
la luz y tu piel nórdica transparentaba la sangre caliente. La boca abier-
ta, sensual. La camisa abierta. Tenías en las gruesas manos la carta de
tu padre. Pienso en tu infancia, transcurrida en la calle, en tu grave
adolescencia –pero siempre sensual–, muchos libros. Sabes que los
sastres se sientan como los árabes, inclinados sobre su trabajo. A los
cinco años aprendiste a cortar un par de pantalones. Escribiste el pri-
mer libro durante unas vacaciones de dos semanas. Tocabas jazz al
piano para que bailaran los adultos. A veces te mandaban a buscar a tu
padre al bar. Eras tan pequeño que te metías por debajo de las puertas
vaivén. Entonces le tirabas de la chaqueta. Bebías cerveza.
Aborreces besarle la mano a una mujer. Te burlas del gesto. Estás muy
elegante vestido con tus trajes de segunda mano, con tu ropa vieja.
Ahora conozco tu cuerpo. Sé de qué maldades eres capaz. Para mí eres
algo que no he leído en tus escritos y de lo cual no me han hablado ni
June ni tus amigos. Todo el mundo asocia contigo el ruido y la fuerza.
Pero yo he oído y he percibido la suavidad. Al hablar de ti he de usar
palabras de otras lenguas. En la mía me vienen a las mientes: ardiente,
salvaje, hombre.
Quiero estar donde tú estés. A tu lado aunque estés dormido. Henry,
112
bésame las pestañas, ponme los dedos en los párpados. Muérdeme la
oreja. Retírame el cabello. He aprendido a desabrocharte de prisa. To-
do, en la boca, chupando. Tus dedos. El calor. El frenesí. Nuestros gri-
tos de satisfacción. Uno por cada impacto de tu cuerpo contra el mío.
Cada golpe una punzada de alegría. En espiral. Hasta el centro. Las en-
trañas palpitan, se contraen y se dilatan, se abren y se cierran. Los la-
bios temblorosos, las lenguas de serpiente vibrantes. Ah, la ruptura...
una célula sanguínea explota de alegría. Disolución.

Estamos los tres sentados en el sofá, mirando un mapa de Europa.


Henry me pregunta:
–¿Todavía te sigues engordando?
–Sí, continuamente.
–Ay, Anaïs, no te engordes –dice Fred–. A mí me gustas; como eres.
Henry sonríe.
–Pero a Henry le gustan los cuerpos a lo Renoir –digo yo.
–Es verdad –dice Henry.
–Sin embargo a mí me gusta la esbeltez. Me encantan los pechos virgi-
nales.
–A quien tendría que querer es a ti, Fred. Fue un error.
Henry no sonríe. Ahora conozco sus expresiones de celos, pero Fred y
yo continuamos la broma.
–Fred, después de pasar dos días con Henry, pasaré dos días contigo,
en un hotel, y así podré llevar a Henry después. Le encanta que lo lleve
a hoteles donde yo ya he estado. Dos días.
–Desayunaremos en la cama. Perfume «Mitsouko». Un hotel chic, ¿ver-
dad?
–Hacer bromas está bien –me dice Henry después–, pero, Anaïs, no me
atormentes. Estoy celoso, muy celoso. –Yo siento ganas de reír porque
ya se me Habían olvidado los cuerpos a lo Renoir y los pechos virgina-
les.
Cuando me telefonea Henry siento su voz en las venas. Quiero que ha-
ble en mi interior. Como Henry, respiro Henry, Henry está en el sol. Mi
capa es su brazo alrededor de mi cintura.

«Café de la Place». Clichy. Medianoche. Le he pedido a Henry que es-


criba algo en el diario: «Me imagino que soy un personaje muy célebre
y me han dado un ejemplar de un libro para que lo dedique. Así pues,
escribo con mano rígida, con cierta pomposidad. Bonjour, Papa! No,
Anaïs, ahora no puedo escribir en tu diario. Un día me lo dejas con unas
páginas en blanco hacia el final y escribiré un índice, un índice diabóli-
113
co. Heinrich. Place Clichy. Este libro no tiene nada de sagrado excepto
tú.»
–Este libro no tiene nada de sagrado –le había dicho para animarlo–,
puedes escribir de lado o cabeza abajo.
Llevaba boina y aparentaba treinta años.

Anoche Hugo tuvo que ir a una reunión del Banco y cuando me di cuen-
ta de que yo podía ir a ver a Henry me entraron ganas de gritar de ale-
gría. En el taxi, sola, cantaba y arrullaba mi júbilo murmurando:
«Henry, Henry.» Y no separé las piernas frente a la invasión de la san-
gre de él. Cuando llegué, Henry se percató de mi estado de ánimo.
Fluía de mi cuerpo y de mi rostro. Sangre blanca y cálida. Henry follan-
do. No hay otra palabra.
Sus besos son húmedos como la lluvia. Me he tragado su esperma. Ha
besado mis labios mojados de esperma. He olido mi propia miel en su
boca.
Voy a ver a Allendy en un estado de tremenda exaltación. Primero le
hablo del artículo que estoy escribiendo para él, que me ha resultado
dificilísimo. Me explica que hay una manera más sencilla de hacerlo.
Luego le cuento un sueño que tuve en que le pedía que asistiera al con-
cierto de piano de Joaquín porque necesitaba que estuviera allí. En el
sueño lo veía de pie en el pasillo, mucho más alto que los demás asis-
tentes. La lectura de sus libros ha hecho que mejore mucho el concepto
que tengo de él. Lo invité a venir de verdad al concierto. Sé que está
ocupadísimo. Sin embargo, aceptó.
Le conté mis sueños «húmedos» y el del baile del rey. Dijo que la hu-
medad simbolizaba fecundación y que el amor del rey era la conquista
de mi padre a través de otros hombres. Piensa que en este momento
me encuentro en un punto culminante y que no lo necesito. Yo le dije
que no creía que el psicoanálisis actuara tan de prisa. Alabé generosa-
mente sus efectos. Su manera de tratarme también me produjo alegría.
Observé de nuevo la belleza de sus ojos celtas. Luego hizo un análisis
magistral de mi matrimonio basándose en fragmentos recogidos aquí y
allí.
–Pero ahora viene la prueba de la absoluta madurez –dice Allendy–: la
pasión. Ha moldeado a Hugo como una madre y es un hijo suyo. No
puede despertar pasión en usted. La conoce tan íntimamente que es
posible que su pasión se oriente también hacia otro. Han pasado por
varias etapas juntos, pero ahora se van a separar. Usted ha experimen-
tado la pasión con otra persona. La ternura, la comprensión y la pasión
no suelen ir parejas. Pero la ternura y la comprensión son también rarí-
114
simas.
–Pero son inmaduras. La pasión es mucho más poderosa.
Allendy sonrió, me pareció que con tristeza. Luego dije: –Me parece que
este análisis también vale para los sentimientos de Eduardo.
–No. Eduardo la ama. Y usted le ama a él, creo yo.
Allendy se equivocaba. Cuando le dejé, todavía alegre y animosa, hablé
con Eduardo.
–Escucha –le dije–, me parece que nos queremos de verdad, fraternal-
mente. No podemos pasar sin el otro porque nos entendemos muy
bien. Si nos hubiéramos casado, hubiera sido un matrimonio como el de
Hugo y yo. Hubieras trabajado, te hubieras desarrollado, hubieras sido
feliz. Somos muy delicados y atentos el uno con el otro, pero también
queremos que haya pasión. No obstante, yo no podré mirarte nunca
como miro a otros hombres. Tú no puedes sentir por mí una pasión co-
mo la que sentirías por una mujer cuya alma desconocieras. Créeme,
tengo razón. No te ofendas. Me siento muy unida a ti. Me necesitas.
Nos necesitamos mutuamente. Encontraremos la pasión en otra parte.

Eduardo se da cuenta de que en parte tengo razón. Estamos sentados


uno muy cerca de otro en un café. Andamos muy juntos. Estamos me-
dio tristes y medio contentos. Hace calor. Percibe mi perfume. Yo miro
su hermoso rostro. Nos deseamos. Pero es un espejismo. Sólo se debe
a que somos jóvenes, estamos en verano y caminamos cuerpo contra
cuerpo.
Hugo va a venir a buscarme, de modo que Eduardo y yo nos besamos y
nada más.

En el concierto de Joaquín, Eduardo se sienta a mi lado, guapísimo.


Henry, mi amante, está sentado en un lugar que no alcanzo a ver.
Cuando, en el descanso, todos nos ponemos en pie, Allendy sale al pa-
sillo. Nuestras miradas se cruzan. Hay tristeza, una seriedad que me
conmueve. Mientras ando con movimientos felinos sé que estoy sedu-
ciendo a Allendy, a Eduardo, a Henry y a otros. Hay un violinista ita-
liano fogoso y muy atractivo. Está mi padre, que se cambia de asiento
para colocarse delante de mí. Hay un pintor español.
Una capa de confianza física, una capa de tímida seducción, una capa
de desespero infantil porque mi madre ha hecho una escena al ver a mi
padre llegar al concierto. Y el pobre Joaquín estaba disgustado y ner-
vioso, pero ha tocado muy bien.
El público ha intimidado a Henry. Yo le apretaba la mano con fuerza.
Parecía extraño y distante. Me he enfrentado a mi padre con una calma
115
estatuesca. Sin embargo, sentía que la niña que hay en mí todavía es-
taba asustada. Allendy sobresalía de la multitud. Quería acercarme a él,
como en el sueño, y colocarme a su lado. ¿Me daría fuerza? No. Tam-
bién él se siente a veces débil. Todo el mundo tiene momentos de timi-
dez y de inseguridad. Llevo una pesada carga de sentimientos y sensa-
ciones. El grueso traje lame sobre mi cuerpo desnudo. La caricia de la
capa de terciopelo. El peso de las mangas. El hipnótico resplandor de
las luces. Soy consciente de mis andares lánguidos, de las manos que
estrechan la mía.
Eduardo está drogado. Con mis palabras, con mi perfume («Narcisse
Noir»). Al encontrarse con Henry, se levantó, orgulloso, guapo. En el
coche su pierna busca la mía. Joaquín me cubre con su capa. Cuando
entro en el «Café du Rond Point» todo el mundo me mira. Veo que los
he engañado. He conseguido ocultar a mi yo pequeñito.
Hugo está paternal, protector. Paga el champán. Yo busco a Henry, que
podría apartar todos los pesos que me abruman, abrir la ostra hipnoti-
zada por su miedo del mundo.

–Has conocido la pasión –le digo a Henry–, pero no has conocido la in-
timidad con una mujer, la comprensión.
–Muy cierto. La mujer era para mí un enemigo, un ser destructor, al-
guien que iba a quitarme cosas, no alguien con quien iba a poder vivir
íntimamente, ser feliz.
Empiezo a ver el gran valor de lo que Henry y yo sentimos el uno por el
otro, de lo que me da a mí que no le ha dado a June.
Empiezo a comprender la pensativa sonrisa de Allendy cuando me-
nosprecio el amor tierno, la amistad.
Lo que no sabe es que he de completar las partes pendientes de mi vi-
da, que he de tener lo que hasta ahora no he tenido, completarme a mí
y a mi historia.
Pero no soy capaz de disfrutar de la sexualidad por sí misma, indepen-
dientemente de los sentimientos. Soy inherentemente fiel al hombre
que me posee. Ahora le soy por completo fiel a Henry. Hoy he tratado
de disfrutar de Hugo, de complacerle, pero no he podido. He tenido que
fingir.

Si June no existiera, terminaría mi inquietud. Una mañana desperté llo-


rando. Henry me había dicho: «Tu cuerpo no me produce placer. No es
tu cuerpo lo que amo.» La congoja de ese momento regresa. Sin em-
bargo, la última vez que habíamos estado juntos había hecho ampulo-
sos comentarios sobre la belleza de mis piernas y sobre mi habilidad
116
para las relaciones sexuales. ¡Pobre mujer!
Tanto a Hugo como a Henry les gusta contemplarme la cara mientras
me hacen el amor. Pero ahora, para Hugo, mi rostro es una máscara.
Allendy le dijo a Hugo en el concierto que yo era una paciente muy in-
teresante, que respondía de forma sensible y rápida, que estaba casi
curada. Pero esa noche volví a tener la sensación de que quería des-
lumbrar a Allendy mientras ocultaba una parte secreta de mi yo real.
Siempre ha de haber algo secreto. A Henry le oculto que raramente ob-
tengo una satisfacción sexual suprema porque le gusta que tenga las
piernas muy abiertas y yo necesito cerrarlas. No quiero disminuir su
placer. Además, me produce una especie de placer disperso que, aun
siendo menos agudo, dura más que un orgasmo.

Después del concierto, Henry me escribió una carta. Anoche me la colo-


qué debajo de la almohada. «Anaïs, tu belleza me deslumbró. Me sentí
como un ser despreciable. He estado ciego, ciego, me dije. Tú estabas
allí como una princesa. Eras la infanta. Me mirabas con expresión de-
cepcionada. ¿Qué ocurría? ¿Estaba ridículo? Seguramente. Sentía de-
seos de arrodillarme y besarte el dobladillo del vestido. ¡Cuántas
Anaïses me has enseñado! ¡Y ahora ésta! Como para demostrar tu mul-
tiplicidad proteica. ¿Sabes lo que me dijo Fraenkel? "No esperaba nunca
ver una mujer tan hermosa como ella. ¿Cómo es posible que una mujer
tan femenina y tan bella haya escrito un libro sobre D. H. Lawrence?"
Ello me produjo un inmenso placer. El mechoncito de cabello por enci-
ma de la corona, los ojos radiantes, el espléndido contorno de los hom-
bros, y esas mangas que tanto me gustan, regias, florentinas, diabóli-
cas. No vi nada por debajo del pecho. Estaba demasiado emocionado
para retirarme a mirarte. Deseaba ardientemente llevarte conmigo para
siempre. Huir con la infanta, oh dioses. Busqué con insistencia a tu pa-
dre. Creo que lo localicé. El cabello fue la clave. Extraño cabello, extra-
ño rostro, extraña familia. Presentimiento de genio. Ah, sí, Anaïs, me lo
tomo todo con tranquilidad porque perteneces a otro mundo. No veo
nada en mí mismo que pueda despertar tu interés. ¿Tu amor? Ahora
eso me parece fantástico. Una picardía divina, una broma cruel que me
estás haciendo... Te deseo.»

–Hoy no me analice –le dije a Allendy–. Hablemos de usted. Me entu-


siasman sus libros. Hablemos de la muerte.
Allendy consintió. Luego hablamos del concierto de Joaquín. Dijo que mi
padre parecía joven. Henry le recordó a un famoso pintor alemán, de-
masiado blando, tal vez un hombre de dos caras. ¿Un homosexual in-
117
consciente? Me sorprende.
Mi artículo era bueno, dijo Allendy, pero ¿por qué no quiero que me
analice? En cuanto empiezo a depender de él, deseo ganarme su con-
fianza, analizarlo a él, buscarle una debilidad, conquistarlo un poco por
haberme conquistado él a mí. Tiene razón.
–Sin embargo –protesto–, me parece que es un gesto de interés.
Dice que sí porque es como trato a todo el que amo. Aunque quiero ser
conquistada, hago todo lo que puedo para conquistar, y cuando he con-
quistado despierta la ternura y muere la pasión. ¿Y Henry? Es demasia-
do pronto para decirlo.
Allendy afirma que si bien aparentemente buscaba dominación, cruel-
dad y brutalidad en Henry (lo encontraba en sus escritos), el instinto
me decía que había suavidad en él, y que aun cuando parece que me
sorprende que Henry sea tan gentil, tan escrupuloso conmigo, ahora
me alegro. He conquistado de nuevo.

He sido cruel con Hugo. Ayer no quería que viniera a casa. Sentía una
terrible hostilidad. Y se notaba. Por la noche vinieron Henry y su amigo
Fraenkel. Detuve a Hugo, que leía en voz alta una cosa larga y monóto-
na, y cambié de tema tan bruscamente que Fraenkel lo notó. Pero a él
Hugo le cae bien, lo tiene bien considerado. Una vez Hugo movió la silla
después de poner unos libros y manuscritos en el suelo. Luego se sentó
en ella y el manuscrito de Henry quedó justo debajo de una pata. Ello
me puso nerviosa. Al final me levanté y lo recogí tiernamente.
Hubo un momento cómico cuando Fraenkel contó que Henry dormía
muy profundamente y mucho tiempo. Yo miré con picardía a Henry y
dije: «¿Ah sí? ¿De verdad?»
Mi Henry escuchaba como un oso grandote al pequeño y sinuoso Fraen-
kel, que explicaba ideas complejas y abstractas. Fraenkel, como dice
Henry, es una idea. Hace un año, esas ideas me hubieran puesto muy
contenta, pero Henry me ha hecho algo, el hombre Henry. Solamente
puedo comparar lo que siento con los sentimientos de Lady Chaterley
para con Mellors. Ni siquiera soy capaz de pensar en el trabajo de
Henry, ni en el propio Henry, sin que se me estremezcan las entrañas.
Hoy sólo hemos tenido tiempo para besarnos y ha sido suficiente para
derretirme.
Hugo me dice que su instinto le asegura que no hay nada entre Henry y
yo. Anoche, cuando introduje la carta de Henry debajo de la almohada,
pensé que a lo mejor crujía el papel y Hugo lo oía, entonces leería la
carta mientras yo dormía. Me estoy arriesgando mucho con mi exalta-
ción. Quiero hacer grandes sacrificios por mi amor. Mi esposo, Louve-
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ciennes, mi hermosa vida... por Henry.

–Entréguese plenamente a una persona –dice Allendy–. Dependa. Apó-


yese. Tenga confianza. No tema el dolor.
Creo que lo he hecho, con Henry. Sin embargo, todavía me siento sola
y dividida.

Anoche me dejó en la Gare Saint Lazare. Empecé a escribir en el tren a


fin de estabilizar los saltos de la bota de siete leguas de mi vida con la
actividad de hormiga de la pluma. Las palabras hormiga iban y venían
transportando migas, unas migas muy pesadas, más grandes que las
propias hormigas. «¿Tienes suficiente tinta?», me ha preguntado Henry.
No debería usar tinta sino perfume, debería escribir con «Narcise Noir»,
con «Mitsouko», con jazmín, con madreselva. Podría escribir palabras
hermosas que exhalarían el potente olor de la miel de mujer y de la
sangre blanca del hombre.

¡Louveciennes! Fin. Hugo me espera. Regresión. El pasado: el tren de


Long Beach. Hugo en traje de golf. Sus piernas extendidas junto a mí
me excitan. He comprado yodo porque tiene repentinos dolores de
muelas. Llevo un vestido de organdí, rígido y fresco, y una pamela con
cerezas colgando en el lado derecho, en una ondulación de la ancha ala.
Los domingueros están encarnados, quemados por el sol, andrajosos,
feos. Yo regreso cargada con mi primer beso de verdad.
De nuevo en el tren, esta vez para encontrarme con Henry. Cuando voy
así, con la pluma y el diario, me siento extraordinariamente segura. Veo
que tengo un agujero en el guante y un remiendo en la media. Todo
porque Henry ha de comer. Y yo me alegro de poder darle a Henry se-
guridad y comida. En ciertos momentos, cuando le miro en sus ilegibles
ojos azules, tengo una sensación tal de felicidad torrencial que me sien-
to vacía.

Eduardo y yo íbamos a pasar la tarde juntos. Empezamos con un abun-


dante almuerzo en la «Rotisserie Reine Pédaque», establecimiento que
le abre a uno el apetito. Conversación maliciosa, psicoanalítica. Fresas
frescas. Eduardo está cariñoso, tierno, deseoso. De modo que digo:
«¿Por qué no vamos al cine? Sé de una película que deberíamos ver.»
Es obstinado. Pero yo no demuestro más compasión ni debilidad. Soy
igual de obstinada. Eduardo con el «Hotel Anjou» en mente. Yo con la
sangre de Henry en las venas. Durante toda la comida no he dejado de
pensar cuánto me gustaría llevar a Henry allí. Servirle la comida de
119
esos enormes platos de banquete de cuento de hadas. Eduardo está
muy enfadado, frío. «Te llevo a la Gare Saint Lazare. Aún puedes coger
el de las dos y veinticinco», me dice.
Pero yo he quedado con Henry a las seis. Paseamos un poco juntos y
luego nos separamos, enfadados los dos, casi sin palabras. Lo veo an-
dar sin destino, desolado. Cruzo la calle y entro en «Prin-temps». Me
acerco al mostrador de collares, pulseras, y pendientes, que siempre
me deslumbran. Me quedo allí plantada como un salvaje fascinado.
Destellos. Amatista. Turquesa. Nácar rosado. Verde irlandés. Me gusta-
ría estar desnuda y cubrirme de frías joyas de cristal. Joyas y perfume.
Veo dos anchos brazaletes de acero. Me los pongo en seguida en las
muñecas. Pago. Me compro carmín, polvos, laca de uñas. No pienso en
Eduardo. Voy a la peluquería, donde puedo estar sentada, quieta, para-
lizada. Escribo con la muñeca rodeada de acero.
Luego, Henry me hace preguntas. Me niego a responder. Recurro a tru-
cos femeninos. Guardo el secreto de mi fidelidad. Nos cogemos con
fuerza del brazo mientras andamos por las calles de París. Una hora pe-
ligrosa. Hoy ya he experimentado el placer de herir a Eduardo. Ahora
quiero quedarme con Henry y herir a Hugo. No soporto irme a casa sola
mientras Henry se va a Clichy. Me atormenta el deseo que no hemos
podido satisfacer. Ahora es él el que teme mi locura.

Hoy Allendy dirige las preguntas inexorablemente. No puedo escapar.


Cuando intento cambiar de tema, me contesta pero regresa al que es-
toy eludiendo. Está confundido por lo que le digo de Eduardo, de mi de-
seo de ser cruel con Hugo el mismo día y de los brazaletes. Evidente-
mente, ahora es Henry el favorecido. Pero, como Allendy parte de la
base de que quiero a Eduardo, por fuerza ha de andar desorientado,
aunque ve con bastante claridad la lucha entre querer conquistar y que-
rer ser conquistado.
En Henry busqué dominación, y me domina sexualmente, pero me en-
gañó lo que escribía y su enorme experiencia.
Allendy no comprendió lo de los brazaletes. Compré dos, dije, contradi-
ciendo la sensación de satisfacción por herir a Eduardo y a Hugo. En
cuanto alcanzo la crueldad, quiero postrarme. Un brazalete para Hugo y
otro para Eduardo.
No me creo nada de eso; escogí las dos pulseras con una sensación de
absoluta sujeción a Henry y de liberación de la ternura que me une a
Hugo y a Eduardo. Cuando se los enseñé a Henry, me hizo alargar los
brazos, como se hace cuando se va esposado.
Allendy está sondeando el momento del concierto en que me pareció
120
que estaba triste y preocupado. ¿Qué me imaginé exactamente? ¿Tenía
problemas financieros, de trabajo, emocionales?
–Emocionales –dije rápidamente.
–¿Que le pareció mi esposa?
–Observé que no es guapa y ello me complació. También le he pregun-
tado a la criada si es su esposa la que ha decorado su casa porque me
gusta la decoración. Creo que la estaba comparando conmigo. Lamento
haber dicho que su esposa no es guapa.
–Eso no es malo, si no pensó nada más.
–También pensé que la noche del concierto yo estaba guapa.
–Desde luego, estaba en beauté (más guapa que nunca). ¿Nada más?
–No.
–Está repitiendo la experiencia de su infancia. Identifica a mi esposa,
que tiene cuarenta años, con su madre y se plantea si podrá ganarle a
su padre (o a mí). Mi esposa representa a su madre y por eso le des-
agrada. De niña debió de tener muchos celos de su madre.
Habla mucho de la necesidad de las mujeres de sentirse subyugadas,
del placer que, según él, yo todavía no conozco de dejarse llevar ente-
ramente. Primero en lo físico, porque Henry me ha excitado de forma
profunda.
Empiezo a encontrar fallos en sus fórmulas, empieza a irritarme que
clasifique tan de prisa mis sueños e ideas. Cuando guarda silencio, ana-
lizo mis propios actos y sentimientos. Naturalmente, podría decir que
trato de encontrar sus imperfecciones, de verlo como un igual, porque
me ha sacado la confesión sobre su esposa. En este momento, lo consi-
dero notablemente más fuerte que yo y quiero equilibrar la balanza ha-
ciendo un análisis propio de los brazaletes. Por lo tanto, soy medio su-
misa, medio rebelde.
Allendy acentúa la ambivalencia de mis deseos, percibe que también se
está acercando a la clave sexual de mi neurosis, y me. doy cuenta de
que es, asimismo, un experto detective.

A fin de poner a Hugo a prueba, he hablado un par de veces de la idea


de tener una noche «libre», quizás una vez a la semana, en que salga-
mos por separado. Está claro que a él no le produce ningún placer salir
con Henry, a causa de unos oscuros celos.
Finalmente hemos acordado que yo podía ir al cine con Henry y Fred
mientras él salía con Eduardo. En el último momento Eduardo no ha
podido. Le he propuesto dejarlo para otro día, pero no ha querido de
ninguna manera. Ha dicho que saldría de todos modos y que era bueno
para los dos. Lo ha dicho en un tono de voz normal. No estoy segura de
121
si secretamente se sentía dolido por mi solicitud de independencia.
Mantenía que no. Tanto si le sabe mal como si no, era necesario. Con-
sidero que gradualmente aprovechará la libertad.
–¿Piensas que libertad quiere decir que nos estamos distanciando? –me
preguntó con ansiedad. Lo negué.
Desde luego, me he apartado de él sexualmente, y, si hay celos en mí,
no se deben a una pasión física por él sino a una pura ansia de pose-
sión. Y puesto que no le entrego mi cuerpo en el sentido estricto, tiene
pleno derecho a la libertad y más. Sería justo que encontrara en otro
sitio las mismas alegrías que yo he encontrado con Henry. Si lo que di-
ce Allendy es cierto, ambos hemos de encontrar la pasión fuera de
nuestro amor. Naturalmente, esto me cuesta un esfuerzo. Podría que-
darme a Hugo sólo para mí. La idea de la libertad no se le ha ocurrido a
él. Soy yo quien la ha sugerido. Natasha diría que soy tonta.

¿Qué puedo hacer con mi felicidad? ¿Cómo puedo guardarla, ocultarla,


enterrarla donde no la pierda nunca? Quiero arrodillarme mientras cae
sobre mí como si fuera lluvia, envolverla con encajes y seda y oprimirla
contra mí de nuevo.
Henry y yo estamos tumbados totalmente vestidos bajo la áspera man-
ta de su cama. Habla de su propia felicidad. «Esta noche no te puedo
dejar marchar, Anaïs, te quiero aquí toda la noche. Siento que me per-
teneces.» Pero luego, sentados muy juntos en el café, deja ver su falta
de confianza, sus dudas. El diario rojo lo entristeció. Leyó que ejercía
un poder sensual sobre mí. «¿Nada más? ¿Nada más?», pregunta. ¿No
es nada más para mí? Entonces, pronto terminará, un enamoramiento
pasajero. Deseo sexual. Quiere mi amor. Necesita la seguridad de mi
amor. Le digo que le amo desde que pasé esos días con él en Clichy.
«Al principio quizá sí era meramente sensual, pero ahora no.»
Tengo la impresión de que no puedo amarle más de lo que le amo. Le
amo en la misma medida que le deseo, y mi deseo es inmenso. Cada
hora que paso en sus brazos podría ser la última. Me entrego a él con
frenesí. En cualquier momento, antes de volverle a ver, podría regresar
June.
¿Cómo ama June a Henry? ¿Cuánto? ¿Le ama bien? Me lo pregunto
atormentada.
Cuando la gente se sorprende al descubrir que es suave y tímido, me
hace gracia. Yo también me dejé engañar por la brutalidad de sus escri-
tos, pero mi Henry es vulnerable y sensible. Trata humildemente de ha-
cer que Hugo lo aprecie, y está muy contento cuando es amable con él.
Anoche Hugo se fue al cine y disfrutó de la novedad de la experiencia,
122
bailó en una sala de fiestas con una chica de Martinica, sintió nostalgia
de mí al oír la música, como si estuviéramos muy lejos, y regresó a ca-
sa ansiando poseerme.

Después de la suavidad y facilidad con que Henry se introduce en mi


cuerpo, es terrible soportar a Hugo. En esos momentos tengo la sensa-
ción de que estoy a punto de volverme loca y descubrirlo todo.
Henry tiene una foto de Mona Paiva, la bailarina, clavada encima del la-
vabo, junto con dos fotos de June, una mía y varias acuarelas suyas. Le
regalo una caja metálica para las cartas y manuscritos y pega en el in-
terior de la tapa el programa del concierto de Joaquín. En la puerta tie-
ne clavadas notas sobre España.
Separo la tapa de la polvera: «N'aimez que Moi, Carón, Rué de la Paix»
(no ames a nadie más que a mí. Carón. Rué de la Paix). La lleva, junto
con uno de mis pañuelos granates en el bolsillo del chaleco.
Anoche dijo: «Soy tan rico porque te tengo a ti. Creo que entre noso-
tros siempre, habrá muchas cosas, cambios y novedades.»
Casi dijo: «Estaremos conectados e interesados por el otro más allá de
la relación del momento.» Y al pensarlo sentí una opresión en el cora-
zón y la necesidad de tocarle el traje, el brazo, para comprobar que es-
taba allí, temporalmente, todo mío.»

Estoy flotando, complaciéndome en los recuerdos de Henry, en la ex-


presión de su rostro en ciertos momentos, su boca traviesa, el sonido
exacto de su voz, a veces ronca, la firme presión de su mano, cómo le
quedaba el abrigo viejo de Hugo, su risa en el cine. No puede hacer un
movimiento que no reverbere en mi cuerpo. No es más alto que yo.
Nuestras bocas están al mismo nivel. Cuando está nervioso se frota las
manos, repite palabras, sacude la cabeza como un oso. Cuando trabaja
tiene una mirada seria y casta. Presiento su presencia entre la gente
antes de verlo.

Hoy me he dado cuenta, con gran diversión, de la medida en que Henry


ha hecho trizas mi gravedad de antes, con sus bromas literarias, sus
absurdos manifiestos, sus contradicciones, sus cambios de estado de
ánimo, su humor grotesco. Me veo como una persona ridícula haciendo
un constante esfuerzo por comprender a los demás. Nos han dicho que
Richard Osborn se ha vuelto loco: «¡Viva! –ha exclamado Henry–. Va-
yamos a verlo. Pero primero tomemos una copa. Es una cosa rara, so-
berbia; esto no pasa cada día. Espero que esté loco de verdad.» Al
principio me he quedado un poco desconcertada, pero rápidamente he
123
captado el sabor del humor y he pedido más. Henry me ha enseñado a
jugar. Antes había jugado, a mi manera, con un humor de pies calzados
con sandalias, pero éste es un humor vigoroso y he disfrutado con él
hasta la histeria, como la mañana en que el amanecer nos cogió toda-
vía hablando. Henry y yo nos tumbamos en su cama, agotados, pero él
siguió hablando delirantemente sobre un colador que alguien echó por
equivocación en el inodoro, de ropa interior negra de encaje y coral,
etc., a partir de lo cual después creó la inimitable parodia de mi novela.

La otra noche hablamos del truco literario de eliminar lo que no es


esencial, así se nos ofrece una dosis concentrada de vida.
–Es un engaño y causa muchas decepciones –dije yo casi con indigna-
ción–. Se leen libros y después se espera que la vida esté también llena
de interés e intensidad. Y, claro, no es así. Hay muchos momentos so-
sos en medio, y también son naturales. En tus escritos tú has puesto en
práctica el mismo truco. Yo esperaba que todas nuestras charlas fueran
enfebrecidas, portentosas. Esperaba que siempre estuvieras borracho,
delirante. Y cuando vivimos juntos unos días caímos en un profundo y
tranquilo ritmo natural.
–¿Estás desilusionada?
–Es muy diferente de lo que esperaba, sí, menos sensacional, pero es-
toy satisfecha.
He perdido el ritmo apacible, que recuerda al Sena de mi adolescencia.
No obstante, cuando Henry y yo estamos juntos en el «Café de la Place
Clichy», disfrutamos de las profundas corrientes tranquilas de nuestro
amor.
Es June la que produce fiebre. Pero no es más que una fiebre superfi-
cial. La fiebre verdadera e indeleble reside en los escritos de Henry.
Mientras leo su último libro casi me siento petrificada de admiración.
Trato de pensar en ello, de decirle cómo me impresiona, pero no puedo.
Es demasiado enorme, demasiado potente.

Entre Hugo y yo hay mucha dulzura. Una gran ternura y mucho engaño
por mi parte sobre mis verdaderos sentimientos. Su comportamiento de
la otra noche me conmovió y traté de compensarlo por ello proporcio-
nándole mucho placer. Me aterra el modo en que pienso en Henry por
lo obsesivo que es. He de intentar espaciar esos pensamientos.
Cuando Henry y yo hablamos de June, ahora sólo pienso en ella como
un «personaje» que admiro. Como mujer, amenaza mi única gran po-
sesión y ya no la amo. Si June muriera –muchas veces lo pienso– si
muriera... O si dejara de amar a Henry... Pero eso no ocurrirá. El amor
124
de Henry es el refugio al que ella regresa, siempre.
Cada vez que llego a casa de Henry y él se encuentra escribiéndole una
carta a June, revisando un pasaje de su libro que trata de ella, o seña-
lando lo que concuerda con ella en Proust o Gide (la encuentra en todas
partes), siento un miedo insufrible: Henry le pertenece de nuevo a ella.
Se ha dado cuenta de que no ama a nadie más que a ella. Y cada vez,
con sorpresa, contemplo cómo deja el libro o la carta para dedicarse
plenamente a mí, con amor, con deseo. La última prueba, el telegrama
de June, me tranquilizó profundamente. Pero cada vez que hablamos de
ella experimento la misma angustia terrible. Esto no puede durar. No
me opondré al curso de los acontecimientos. En cuanto regrese June,
renunciaré a Henry. Sin embargo, no es tan sencillo. No puedo renun-
ciar viviendo tan próxima a Henry como en estas páginas, sólo por elu-
dir el dolor.

Allendy ha sido hoy un superhombre. Nunca seré capaz de describir


nuestra charla. La intuición y la emoción la han impregnado toda. Hasta
la última frase ha estado muy humano, muy honrado.
Yo había llegado de un humor confidente, abierto, pensando: «No quie-
ro que Allendy me admire a no ser que me conozca exactamente tal
como soy.» Mi primer esfuerzo por ser totalmente sincera.
Antes que nada le he dicho que me avergonzaba de lo que le dije la úl-
tima vez sobre su esposa. Se ha reído y ha dicho que ya lo había olvi-
dado todo.
–¿Le preocupa alguna otra cosa? –me ha preguntado.
–Nada en particular, pero me gustaría preguntarle si mi intensa obse-
sión sensual es una reacción contra una excesiva introspección. He leí-
do a Samuel Putnam, y dice que «el modo más rápido de abandonar la
introspección es mediante la adoración del cuerpo, lo cual conduce a la
intensidad sexual».
No recuerdo su respuesta exacta, pero relacionaba la palabra «obse-
sión» con una frenética búsqueda de la satisfacción. ¿Por qué el esfuer-
zo? ¿Por qué la insatisfacción?
Siento una imperativa necesidad de contarle mi mayor secreto: en el
acto sexual, no siempre experimento el orgasmo.
Lo suponía desde el primer día. Yo hablaba del sexo con crudeza, valen-
tía, provocación. No armonizaba con mi personalidad. Era artificial. Re-
velaba incertidumbre.
–Pero, ¿sabes lo qué es un orgasmo?
–Sí, muy bien, de la época en que lo experimentaba, y sobre todo de la
masturbación.
125
–¿Cuándo se ha masturbado?
–Una vez, en verano, en San Juan de Luz. Estaba insatisfecha y sentía
un fuerte deseo sexual. –Me ha dado vergüenza admitir que cuando es-
tuve sola dos días me masturbaba cuatro o cinco veces al día, y tam-
bién lo hacía a menudo en Suiza, durante las vacaciones, y en Niza.
–¿Por qué sólo una vez? Todas las mujeres lo hacen, y muy a menudo.
–No me parece correcto, moral y físicamente. Después estuve muy de-
primida y avergonzada.
–Eso son tonterías. La masturbación no es perjudicial físicamente. Lo
que nos oprime es tan sólo el sentimiento de culpa que traemos.
–Antes temía que disminuyera mi poder mental, mi salud, y que me
deshiciera moralmente.
Añado otros detalles y él escucha en silencio, tratando de relacionarlos.
Le digo cosas que no había admitido por completo ante mi misma y que
no he escrito en el diario, cosas que quería olvidar.
Allendy reúne los fragmentos y me habla de una frigidez parcial, descu-
bre que también considero que ello es signo de inferioridad y no que se
debe a mi fragilidad física. Se ríe. Él lo atribuye a una causa psíquica, a
un fuerte sentimiento de culpa. Sesenta de cada cien mujeres sienten lo
mismo que yo y no lo admiten nunca, y, lo que es más importante, se-
gún Allendy, a los hombres les importa bien poco y son bien poco cons-
cientes de ello. Siempre transforma lo que yo considero un signo de in-
ferioridad en una cosa natural, o algo que puede ser fácilmente corregi-
do. Inmediatamente siento un gran alivio y desaparece el miedo y la
reserva.

Le hablo de June, de mi deseo de ser una fenme fatale, de mi crueldad


para con Hugo y Eduardo y de la sorpresa que me produce que después
me quieran igual o más. También tratamos de mi manera franca y va-
liente de hablar del sexo, de que oculto mi verdadero recato innato y
despliego una obscenidad forzada. (Henry dice que le gusta que cuente
historias verdes porque no va conmigo.) –Pero estoy llena de disonan-
cias –digo, sintiendo la extraña angustia que crea Allendy –medio alivio,
a causa de su exactitud, medio pena, por ningún motivo concreto– la
sensación de haber sido descubierta.
–Sí, y hasta que sea capaz de actuar de forma perfectamente natural,
de conformidad con su propia naturaleza, no será feliz. La fenme fatale
despierta la pasión de los hombres, los exaspera, los atormenta, y
desean poseerla, incluso matarla, pero no la aman profundamente. Us-
ted ya ha descubierto que la aman profundamente, ahora también ha
descubierto que la crueldad para con Eduardo y Hugo los ha excitado y
126
la desean todavía más. Ello hace que quiera participar en un juego que
no es natural en usted.
–Siempre he despreciado esos juegos. Nunca he podido ocultarle a un
hombre que le amo.
–Sin embargo, me dice que los amores profundos no la satisfacen. Que
anhela proporcionar y recibir sensaciones más fuertes. Lo comprendo,
pero eso no es más que una fase. Puede practicar ese juego de vez en
cuando para intensificar la pasión, pero los amores profundos son los
adecuados para su verdadera personalidad, y sólo ellos la satisfarán.
Cuanto más honestamente actúe, más cerca estará de la satisfacción de
sus necesidades reales. Todavía tiene mucho miedo de que le hagan
daño; su sadismo imaginario lo demuestra. Tiene tanto miedo de que le
hagan daño que quiere tomar la iniciativa y ser la primera en herir. No
desespero de reconciliarla con su propia imagen.
Éstas son sus palabras, reproducidas crudamente y sin recordarlas con
exactitud. Me encontraba embargada por la sensación de que aliviaba
innumerables tensiones, de que me liberaba. Su voz era suave y com-
pasiva. Antes de que hubiera terminado, empecé a sollozar. Mi gratitud
era inmensa. Quería decirle que lo admiraba y finalmente se lo dije.
Guardó silencio mientras yo sollozaba y luego me preguntó gentilmen-
te:
–¿He dicho algo que la hiriera?

Me gustaría llenar las últimas páginas con las alegrías de ayer. Lluvia de
besos de Henry. Las embestidas de su carne en la mía mientras yo ar-
queaba el cuerpo para amoldarme mejor al suyo. Si hoy tuviera que
elegir entre June o yo, entregaría a June. Nos imaginaba casados y dis-
frutando de la vida, juntos.
–No –digo, medio en broma medio en serio–, June es la única. Yo te es-
toy haciendo más fuerte para June. –Una verdad a medias; no hay po-
sibilidad de elegir.
–Eres demasiado modesta, Anaïs. Todavía no te das cuenta de lo que
me has dado. June es una mujer que puede quedar eclipsada por otras
mujeres. Lo que June me da lo puedo olvidar con otras mujeres. Pero
tú eres otra cosa. Podría tener un millar de mujeres después de ti y no
te eclipsarían.
Le escucho. Está entusiasmado y por lo tanto exagera, pero es precio-
so. Sí, reconozco durante un momento, la rareza de June y la mía. La
balanza se decanta hacia mí de momento. Contemplo mi propia imagen
en los ojos de Henry, y ¿qué veo? La muchacha de los diarios, que les
cuenta cuentos a sus hermanos, que llora mucho sin razón, que escribe
127
versos... la mujer con quien se puede hablar.

JUNIO 1932

Anoche Henry y yo fuimos al cine. Cuando el argumento se puso trági-


co, desgarrador, me cogió la mano y entrelazamos con fuerza los de-
dos. En cada opresión compartíamos su respuesta a la historia. Nos be-
samos en el taxi, mientras íbamos a encontrarnos con Hugo. No podía
separarme de él. Perdí la cabeza. Me fui con él a Clichy. Me penetró tan
completamente que cuando regresé a Louveciennes y me dormí en bra-
zos de Hugo, todavía pensaba que era Henry. Toda la noche tuve a
Henry a mi lado. En sueños acoplé mi cuerpo al de él. Esta mañana me
he encontrado abrazada a Hugo y me ha costado un buen rato darme
cuenta de que no era Henry. Hugo cree que anoche estaba muy cariño-
sa, pero a quien amaba era a Henry, a quien abrazaba era a Henry.

Desde que Allendy se ha ganado mi confianza he ido dispuesta a hablar


francamente sobre mi frigidez. Le he confesado esto: que cuando la re-
lación sexual con Henry me producía placer temía quedarme embaraza-
da y pensaba que no debía existir orgasmo con demasiada frecuencia.
Pero hace unos meses un médico ruso me dijo que no ocurriría con faci-
lidad; de hecho, si deseaba tener un hijo, tendría que someterme a una
operación. Entonces desapareció el miedo a quedar embarazada. Allen-
dy dijo que el hecho de no haber tratado de ocuparme de este tema du-
rante los siete años de vida sentimental demostraba que en realidad no
le daba ninguna importancia, que lo había utilizado como una mera ex-
cusa para no abandonarme en el coito. Cuando el miedo se desvaneció,
pude examinar más de cerca la verdadera naturaleza de mis sentimien-
tos y expresé una inquietud por lo que yo llamaba la pasividad im-
puesta de las mujeres. Quizá dos veces de cada tres, todavía sigo sien-
do pasiva, espero la actividad del hombre, como si no quisiera ser res-
ponsable del placer que estoy experimentando. «Eso es para mitigar su
sentimiento de culpa –dice Allendy–. Se niega a ser activa y se siente
menos culpable si es el otro el activo.»
Tras la charla anterior con Allendy, había percibido un ligero cambio.
Era más activa con Henry. Él lo notó y dijo: «Me encanta cómo me fo-
llas ahora.» Y ello me produjo un intenso placer.

Lo que más me asombra de June es lo que cuenta Henry de su agresi-


vidad, cómo lo hace suyo, lo busca a voluntad. Si yo experimento en
128
alguna ocasión la agresividad, me produce una sensación de angustia,
de vergüenza. Ahora experimento de vez en cuando una parálisis psí-
quica algo similar a la de Eduardo, aunque en un hombre es más grave.
Allendy me obligó a admitir que desde el último análisis tengo plena
confianza en él y que le he tomado mucho aprecio. Está bien, si es ne-
cesario para el éxito del análisis. Al final de la sesión, podía usar la pa-
labra «frigidez» sin ofenderme. Incluso me reía.
Una de las cosas que observó es que me visto de manera más sencilla.
Ya no siento tanto la necesidad de ataviarme de forma original. Ahora
casi puedo llevar ropa corriente. El vestido para mí ha sido una expre-
sión externa de mi secreta falta de confianza. Puesto que estaba inse-
gura de mi belleza, dijo Allendy, diseñaba ropas extravagantes que me
distinguieran de las demás mujeres.
–Pero si me vuelvo alegre y banal –dije en tono de broma– el arte del
vestir, que debe su existencia únicamente al sentimiento de inferiori-
dad, quedará mortalmente afectado. –¡El fundamento patológico de la
creación! ¿Qué será de la creadora si me vuelvo normal? ¿O es que
simplemente ganaré en fuerza para vivir mis instintos con mayor pleni-
tud? Probablemente me veré aquejada de enfermedades distintas y
más interesantes. Allendy dijo que lo importante era estar a la altura de
la vida.

Mi felicidad está en suspenso, lo que ocurre viene determinado por el


próximo movimiento de June. Entre tanto, espero. Me embarga un te-
mor supersticioso a empezar otro diario. Este está lleno de Henry. Si en
la primera página del nuevo tuviera que escribir «ha llegado June», sa-
bría que había perdido a mi Henry. Sólo me quedaría un librito de ale-
gría encuadernado en violeta, escrito muy de prisa, vivido muy de pri-
sa, nada más.
El amor reduce la complejidad de la vida. Me sorprende que cuando
Henry avanza hacia la mesa del café en que lo espero, o abre la verja
de nuestra casa, sólo con verlo me siento alborozada. Ninguna carta de
nadie, ni siquiera en alabanza de mi libro, me emociona tanto como una
nota suya.
Cuando está borracho se vuelve sentimental de una manera humana y
sencilla. Empieza a imaginarse nuestra vida en común, a mí como su
esposa: «Jamás estarás tan guapa como cuando te vea remangarte an-
tes de trabajar para mí. Seríamos muy felices. No te quedaría tiempo
para escribir.»
Ay, el esposo alemán. Me río. Así que no tengo tiempo para escribir y
me convierto en la esposa de un genio. Eso me apetecía, entre otras
129
cosas, pero no hacer las faenas domésticas. No me casaría nunca con
él. Ay, no. Sé que le encanta la libertad que le doy pero también que es
extremadamente celoso y que no me dejaría actuar con la misma liber-
tad.
Sin embargo, cuando le veo feliz como un niño con mi amor, no me de-
cido a practicar el juego de preocuparle, engañarle, atormentarle. Ni si-
quiera deseo provocarle demasiados celos.

El papel inconsciente de Fred es envenenar mi felicidad. Me señala las


debilidades del amor de Henry. No me merezco un amor a medias, dice.
Merezco cosas extraordinarias. Y un cuerno; el amor a medias de Henry
vale más para mí que el amor total de un millar de hombres.
Me he imaginado durante un momento un mundo sin Henry y he jurado
que el día que pierda a Henry abandonaré mi vulnerabilidad, mi capaci-
dad para el verdadero amor, mis sentimientos, por la más enloquecida
entrega al placer. Después de Henry no quiero más amor. Sólo relacio-
nes sexuales por un lado y soledad y trabajo por otro. No quiero más
dolor.

Tras pasar cinco días sin ver a Henry por culpa de un millar de obliga-
ciones, ya no podía más. Le pedí que nos viéramos una hora entre
compromiso y compromiso. Hablamos un momento y luego nos fuimos
a la habitación de hotel más próximo. ¡Qué profunda necesidad de él!
Sólo cuando estoy en sus brazos todo me parece bien. Después de pa-
sar una hora con él, me sentí con fuerzas para seguir adelante, hacer
cosas que no quería hacer, ver a gente que no me interesaba.
Una habitación de hotel tiene para mí una connotación de voluptuosidad
furtiva, efímera. Tal vez no ver a Henry ha acentuado mi apetito. Me
masturbo con frecuencia, placenteramente, sin remordimiento ni mal
gusto de boca. Por primera vez sé lo que es comer. Me he engordado
dos kilos. Me entra un hambre frenética y la comida me produce un pla-
cer prolongado. No había comido nunca de esta manera carnal y pro-
funda. Ahora sólo deseo tres cosas: comer, dormir y follar. Los cabarets
me excitan. Quiero escuchar música estridente, ver caras, pasar rozan-
do cuerpos, beber «Benedictine» ferozmente. Las mujeres hermosas y
los hombres guapos despiertan fieros deseos en mí. Quiero bailar. Quie-
ro drogas. Quiero conocer a gente perversa, llegar a la intimidad de
ellos. Nunca miro los rostros ingenuos. Quiero morder la vida y que me
desgarre. Henry no me da todo esto. He despertado su amor. Maldito
sea su amor. Me folla como nadie, pero quiero más. Me voy al infierno,
al infierno, al infierno. Salvaje, salvaje, salvaje.
130
Hoy le he transmitido mi estado de ánimo a Henry, o lo que he retenido
de él, pues me parecía que corría como la lava, y me ha entristecido
verlo tan callado, serio, tierno, no lo suficientemente enloquecido. No,
no tan enloquecido como lo que escribe. Es June la que hace arder a
Henry con palabras. En sus brazos me olvido de mi fiebre durante una
hora. Si pudiéramos estar solos unos días. Quiere que vaya a España
con él. ¿Se desprenderá allí de su ternura y recuperará la locura?
¿Será siempre igual? Nunca se encuentra quien coincida con el estado
de ánimo, la fase, el humor de uno. Todos estamos sentados en balan-
cines. Henry está cansado de lo que yo apetezco con un hambre nueva,
fresca y vigorosa. No estoy de humor para darle lo que él quiere de mí.
Nuestros ritmos son opuestos. Henry, mi amor, no quiero oír hablar
más de ángeles, almas, amor ni nada profundo.

Una hora con Henry.


–Anaïs, me trastornas. Me produces las más extrañas sensaciones. La
última vez, cuando te dejé, te adoraba –me dice. Estamos sentados en
el borde de su cama. Apoyo la cabeza en su hombro. Me besa el cabe-
llo.
Al cabo de poco estamos tumbados uno junto a otro. Me ha penetrado
pero de repente su pene ha dejado de moverse y se ha vuelto blando.
–Hoy no querías follar –digo sonriente.
–No es eso. Es que estos días he pensado mucho en que me hago viejo
y un día...
–¡Estás loco, Henry! ¡Viejo a los cuarenta años! Y tú, que nunca piensas
en esos momentos. Cuando tengas cien años seguirás follando.
–Es muy humillante –dice Henry, dolido, confuso.
En ese momento no pienso más que en su humillación, en sus temores.
–Es natural –digo–. También les sucede a las mujeres, pero en las mu-
jeres no se nota. Lo pueden disimular. ¿No te había ocurrido nuca?
–Sólo cuando dejé de desear a mi primera amante, Pauline. Pero a ti te
deseo desesperadamente. Tengo un miedo terrible a perderte. Ayer es-
taba preocupado como una mujer. ¿Cuánto tiempo me querrá? ¿Se
cansará de mí?
Le beso.
–¿Ves? Ahora me besas como si fuera un niño.
Observo que se avergüenza de sí mismo. Digo y hago lo posible para
que todo parezca natural. Se imagina que a partir de ahora será impo-
tente. En tanto le consuelo, oculto el principio de mis propios temores y
de mi propia desesperación.
131
–Quizá tienes la sensación de que has de follarme cada vez que vengo
a verte para no decepcionarme –digo. Ésta le parece la explicación más
acertada. La acepta. Yo misma soy contraria a nuestros poco naturales
encuentros. No nos podemos ver cuando nos deseamos. Eso es malo.
Yo le deseo más cuando no está. Le suplico que no se lo tome en serio.
Lo convenzo. Me promete salir esa noche, a la misma obra de teatro a
la que yo voy a ir con una gente del Banco.
Pero en el taxi retornan mis propios temores desproporcionados. Henry
me ama, pero no jodidamente, jodidamente.

Esa misma noche, vino al teatro y se sentó en la galería. Yo sentí su


presencia. Levanté la vista hacia él, con ternura. Pero la pesadez de mi
estado de ánimo me asfixiaba. Para mí todo había terminado. Las cosas
mueren cuando muere la confianza. Y sin embargo...
Al volver a casa Henry me escribió una carta de amor. Al día siguiente
le llamé por teléfono y le dije: «Si no tienes ganas de trabajar, ven a
Louveciennes.» Vino inmediatamente. Estaba suave y me hizo suya.
Ambos lo necesitábamos; pero no me hizo entrar en calor, no me resu-
citó. Me pareció que él también me estaba follando para tranquilizarse a
sí mismo. Menudo peso para mí, para mi cuerpo. Sólo pasamos una ho-
ra juntos. Le acompañé a la estación. Mientras regresaba a casa, releí
su carta. Me pareció poco sincera. Literatura. Los hechos me dicen una
cosa, el instinto otra. Pero, ¿es el instinto el mismo temor neurótico de
antes?

Extraño, se me ha olvidado que hoy tenía cita con Allendy y no le he te-


lefoneado. Lo necesito muchísimo, y sin embargo, quiero luchar sola,
enfrentarme a la vida. Henry me escribe una carta, viene a casa, pare-
ce que me ama, me habla. Vacío. Soy como un instrumento que ha de-
jado de tocar. No quiero verlo mañana. El otro día volví a preguntar:
«¿Le mando dinero a June para que regrese en lugar de dártelo a ti pa-
ra que vayas a España?» Dijo que no.
Empiezo a tener mejor concepto de June. La imagen que tenía de un
Henry peligroso, sensual y dinámico ha desaparecido. Hago todo lo que
puedo por recuperarlo. Le veo humilde, timorato, inseguro. Cuando el
otro día dije en broma «no volverás a hacerme tuya», me contestó:
«Me estás castigando.» Me doy cuenta de que su inseguridad es igual a
la mía, mi pobre Henry. Tiene los mismos deseos de demostrarme que
el amor es hermoso, de demostrar su potencia, que yo de saber que in-
duzco a la potencia.
Sin embargo, hice alarde de valentía. Cuando tuvo lugar esa escena,
132
tan semejante a la vivida con John, no demostré preocupación ni sor-
presa. Permanecí en sus brazos, riendo y charlando tranquilamente. «El
amor estropea el follar», dije, pero era más una baladronada que nada.
Mis esfuerzos constituyen una verdadera revelación para mí misma.
Pese a todo esto, puse en peligro mi matrimonio y mi felicidad dur-
miendo con la carta de Henry debajo de la almohada, con una mano
encima.

Voy a ver a Henry sin ganas. Tengo miedo del Henry suave con quien
me voy a encontrar; se parece demasiado a mí. Recuerdo que desde el
primer día esperaba que él tomara la iniciativa, en la conversación, en
la acción, en todo.
He pensado amargamente en la magnífica determinación, iniciativa y
tiranía de June. «No son las mujeres fuertes las que hacen débiles a los
hombres, sino los hombres débiles los que hacen a las mujeres excesi-
vamente fuertes.» Yo me presenté ante Henry con la sumisión de una
mujer latina, dispuesta a dejarme arrollar. Y él ha dejado que lo arrolle
yo. Siempre ha temido decepcionarme.
Ha exagerado mis expectativas. Se ha preocupado por cuánto y hasta
cuándo lo amaría. Ha permitido que el pensamiento se interfiera en
nuestra felicidad.
Henry, amas a tus putitas porque eres superior a ellas. Te has negado a
conocer a ninguna mujer que esté a tu altura. Te ha sorprendido en qué
medida yo era capaz de amar sin juzgar, de adorarte como no te ha
adorado ninguna puta. ¿Es que no te hace más feliz que te adore yo, no
te hace infinitamente superior? ¿Se acobardan todos los hombres ante
un amor difícil?
Para Henry todo sigue como antes. No percibió mi vacilación cuando
propuso que fuéramos al «Hotel Cronstadt». Nuestra hora fue aparen-
temente tan pletórica como siempre y él estuvo lleno de adoración. No
obstante, yo tuve que hacer un esfuerzo para amarlo. Tal vez sea que
me ha asustado. Esperaba que volviera a estar impotente. No tenía la
misma exaltada seguridad. Ternura, sí. La maldita ternura. Recuperé la
felicidad, pero era una felicidad fría. Me sentía distante. Nos emborra-
chamos y así fuimos felices. Pero yo pensaba en June.

Camino de casa después de mucho vino blanco: 4 de julio, fuegos artifi-


ciales lanzados desde las farolas de las calles. Me trago la carretera de
asfalto con un rugido selvático, me trago las casas con los ojos cerrados
y pestañas de geranios, me trago los postes del telégrafo y los mes-
sages téléphoniques, los gatos extraviados, los árboles, los montes, los
133
puentes...
Le he mandado la obra surrealista a Henry y he añadido: «Cosas que se
me olvidó decirte: que te quiero y que cuando me despierto por la ma-
ñana uso la inteligencia para descubrir más maneras de apreciarte; que
cuando regrese June te amaré más porque yo te he amado. Hay hojas
nuevas en la copa de tu ya sobrecargada cabeza.»
Siento necesidad de decirle que le amo porque no le creo. ¿Por qué se
ha convertido Henry para mí en un Henry pequeñito, casi un niño?
Comprendo que June lo dejara y dijera «quiero a Henry como a mi pro-
pio hijo». Henry, que antes era una amenaza gigante, un elemento ate-
rrador. ¡No puede ser!

«Cabaret Rumba». Hugo y yo bailamos juntos. Es tan alto que mi rostro


se cobija debajo de su barbilla, contra su pecho. Un español extraordi-
nariamente guapo (un bailarín profesional) me ha estado mirando como
un hipnotizador. Me sonríe por encima de la cabeza de su pareja. Yo le
devuelvo la sonrisa, lo miro a los ojos. Capto su mensaje. Respondo
con la misma mezcla de placer sensual y diversión. Su sonrisa apenas
queda esbozada en el rostro. Yo experimento un agudo placer al comu-
nicarme con ese hombre en tanto me cobijan los brazos de Hugo. Mien-
tras le sonrío, pienso que volveré y bailaré con él. Siento una tremenda
curiosidad. He mirado su interior, me lo he imaginado desnudo. Él tam-
bién ha mirado mi interior, con unos ojos animales entrecerrados. La
emoción de la duplicidad expele un veneno maligno.
Durante el camino de regreso a casa el veneno se extiende. Ahora
comprendo cómo se juega durante un momento con esos sentimientos
que antes consideraba demasiado sagrados. La semana que viene, en
lugar de salir con mi apacible «esposo» Henry, iré a ver al español. Y
mujeres, quiero mujeres.- Pero las lesbianas masculinas del cabaret
«Le Fetiche» no me gustaron en absoluto.
Ahora comprendo también el clavel de la boca de Carmen. Olía una na-
ranja falsa. Las flores blancas rozaron mis labios. Eran como la piel de
una mujer. Mis labios las oprimieron, se abrieron y cerraron suavemen-
te a su alrededor. Suaves besos de pétalos. Ligeramente hacia el inte-
rior de la flor blanca. Un bocado de carne perfumada, piel de seda. La
boca llena de Carmen mordiendo el clavel; y yo, Carmen.

Lástima que Henry haya sido bueno conmigo, lástima que sea buena
persona. Está tomando conciencia del sutil cambio que está teniendo
lugar en mí. Sí, dice, quizás a primera vista parezco inmadura, pero
cuando estoy desnuda y en la cama soy toda una mujer.
134
El otro día Joaquín descendió a la planta baja inesperadamente y entró
al salón a preguntarme una tontería. Henry y yo acabábamos de besar-
nos. A Henry se le notaba en la cara y se sintió avergonzado. Yo no me
inquieté ni avergoncé, me molestó la intrusión y le dije a Henry: «Le
está bien por entrar cuando no debe.»
Si Henry se da cuenta de que me estoy volviendo desvergonzada, fuer-
te, segura de mis actos, y que me niego a dejarme impresionar por los
demás, si se da cuenta de cuál es el verdadero curso de mi vida actual,
¿cambiará su actitud para conmigo? No. Tiene necesidades propias y
necesita a la mujer dulce, tímida, buena, incapaz de hacer daño, de sa-
lirse de madre que hay en mí. Pero yo cada día me acerco más a June.
Empiezo a desearla, a conocerla mejor, a amarla más. Ahora me doy
cuenta de que todas las cosas interesantes de su vida en común fueron
iniciativa de June. Sin ella, Henry es un espectador callado, no un parti-
cipante. Henry y yo somos buenos compañeros, pero no podríamos vi-
vir juntos. Yo esperaba que los primeros días (o noches) que pasé en
Clichy fueran sensacionales. Me sorprendió comprobar que caíamos en
apacibles charlas profundas y hacíamos bien poca cosa. Esperaba es-
cenas dostoievskianas y me encontré con un caballero alemán que no
soportaba que los platos se quedaran sin fregar. Encontré a un esposo,
no a un amante difícil y temperamental.
Al principio, Henry estaba incluso incómodo porque no sabía cómo en-
tretenerme. June lo hubiera sabido. Sin embargo, yo entonces estaba
contenta y profundamente satisfecha porque le amaba. Hasta hace po-
co no he sentido mi vieja inquietud.
Le propuse a Henry que saliéramos, pero me desilusionó negándose a
llevarme a sitios exóticos. Él se contentaba con ir al cine y luego sen-
tarse en un café. Luego se negó a presentarme a sus amigos de mala
vida (para protegerme y conservarme). Como él no tomaba ninguna
iniciativa, empecé a sugerir que fuéramos aquí o allí.

Una noche, desde la Gare Saint Lazare habíamos ido al cine y luego a
sentarnos en un café. En el taxi que me llevaba a donde había quedado
de encontrarme con Hugo Henry empezó a besarme y yo me abracé a
él. Nuestros besos fueron ganando frenesí y le dije: «Dile al taxista que
nos lleve al Bois.» Estaba embriagada por el momento. Pero Henry tuvo
miedo. Me recordó la hora que era y que Hugo me estaba esperando.
¡Con June hubiera sido diferente! Lo dejé entristecido. En realidad
Henry no tiene nada de alocado más que sus enfebrecidos escritos.
Me esfuerzo por vivir externamente, ir a la peluquería, de compras, y
me digo a mí misma: «No debo hundirme. He de luchar.» Necesito a
135
Allendy y no lo veré hasta el miércoles.
También quiero ver a Henry, pero no cuento con su fuerza. El primer
día, en el «Viking», dijo: «Soy un hombre débil.» Y yo no lo creí. Yo no
amo a los hombres débiles. Siento ternura, eso sí. Pero Dios mío, en
unos días ha destruido mi pasión. ¿Qué ha ocurrido? El momento en
que dudó de su potencia no fue más que una chispa. ¿Se debe a que el
poder sexual era su único poder? ¿Me retenía sólo de esa manera? ¿Fue
por un cambio producido en mí? Al llegar, la noche empiezo a pensar
que no es importante que me sienta decepcionada. Quiero ayudarle. Me
alegro de que su libro esté escrito y de haberle dado una sensación de
seguridad y de bienestar. Lo amo de una manera diferente, pero le
amo.

Henry es valiosísimo para mí, tal como es. Cuando veo su traje deshila-
chado me derrito. Se durmió mientras yo me vestía para una cena de
etiqueta. Luego vino a mi dormitorio y observó cómo me daba los últi-
mos toques. Admiró mi vestido verde oriental. Dijo que me movía como
una princesa. Tenía la ventana del dormitorio abierta al exuberante jar-
dín. Le hizo recordar el decorado de Peleas y Mélisande. Estaba tumba-
do en el sofá. Me senté junto a él un momento, le acaricié y dije «tienes
que comprarte un traje» en tanto pensaba cómo podía conseguir el di-
nero. No soportaba ver las raídas mangas alrededor de sus muñecas.
Estamos sentados muy juntos en el tren.
–¿Sabes, Anaïs? Soy tan lento que no me doy cuenta de que voy a per-
derte cuando lleguemos a París. Me encontraré andando solo por las ca-
lles y quizá veinte minutos más tarde adquiriré conciencia repentina-
mente de que ya no te tengo y de que te echo de menos.
En una carta me había dicho: «Espero ansiosamente esos dos días [Hu-
go se marcha a Londres], pasarlos apaciblemente contigo, compren-
diéndote, siendo tu esposo. Me encanta ser tu esposo. Siempre seré tu
esposo, lo quieras o no.»
En la cena, mi felicidad me hizo sentirme natural. Mentalmente estaba
tumbada en la hierba y tenía a Henry encima; resplandecía ante la po-
bre gente corriente que rodeaba la mesa. Todos percibieron algo, inclu-
so las mujeres, que me preguntaban dónde compraba la ropa. Las mu-
jeres siempre piensan que mis zapatos, vestidos, mi peinado y mi ma-
quillaje tendrían el mismo efecto sobre ellas. No comprenden que hace
falta un encantamiento. No saben que no soy guapa pero que en ciertos
momentos lo parezco.
–España es el país más maravilloso del mundo –dijo mi compañero de
mesa–; allí las mujeres son mujeres de verdad.
136
Yo pensaba: «Ojalá Henry pudiera probar este pescado y este vino.»
Pero Hugo también notó algo. Antes del banquete teníamos que encon-
trarnos en la Gare Saint Lazare. Sabía que Henry había venido a Louve-
ciennes a ayudarme a elaborar la novela. Cuando Henry y yo llegamos
juntos a la estación, Hugo se disgustó. Empezó a hablar de prisa y con
severidad de Osborn, «el niño prodigio». Pobre Hugo. Y yo todavía olía
la hierba del bosque.
Anduve con él sin hacerme notar. Y ¿dónde estaba Henry? ¿Me echaba
ya de menos? El sensible Henry, que tiene miedo de no caer bien, mie-
do de que Hugo «lo sepa todo» o de que me avergüence de él delante
de la gente. No comprendo por qué le amo. Le hago olvidar humillacio-
nes y pesadillas. Sus finas rodillas, debajo del raído traje, despiertan
mis instintos protectores. Está también el gran Henry, cuyos escritos
son tempestuosos, obscenos, brutales, y que es apasionado con las
mujeres; y el pequeño Henry, que me necesita. Por el pequeño Henry
escatimo, ahorro cada céntimo que puedo. Ahora me parece increíble
que antes me aterrara, me intimidara. Henry, el hombre experimenta-
do, el aventurero. Le dan miedo nuestros perros, las serpientes del jar-
dín, la gente que no es le peuple. Hay momentos en que veo a Lawren-
ce en él, excepto que él está sano y es apasionado.
Anoche quería decirle a mi compañero de mesa: «¿Sabe? Henry es muy
apasionado.»

No me presenté a mi última cita con Allendy. Empezaba a depender de


él, a sentirme agradecida. ¿Por qué lo dejé una semana?, me pregunta.
Para andar por mi propio pie de nuevo, para luchar sola, para recupe-
rarme, para no depender de nadie. ¿Por qué? El miedo de que me ha-
gan daño. El miedo de que se convierta en una necesidad y de que,
cuando haya terminado mi cura, termine nuestra relación y lo pierda.
Me recuerda que parte de la cura consiste en hacerme autosuficiente.
Pero no confiando en él he demostrado que todavía estoy enferma.
Lentamente me enseñará a pasarme sin él.
–Si me dejara ahora, sufriría como médico por no lograr curarla y sufri-
ría personalmente porque usted es interesante. Así que ya ve, la nece-
sito tanto como usted me necesita a mí. Podría hacerme daño si me de-
jara. Intente comprender que en todas las relaciones hay dependencia.
No tenga miedo de la dependencia. Lo mismo ocurre con la cuestión de
la dominación. No trate de alterar la balanza. El hombre ha de ser el
agresor en el acto sexual. Después puede parecer un niño y depender
de la mujer y necesitarla como a una madre. Usted no es dominante in-
trínsecamente, pero en defensa propia –contra el dolor, contra el miedo
137
al abandono, que nos lleva perpetuamente al abandono de su padre–
trata de conquistar, de dominar. Veo que no usa su poder para hacer el
mal o cruelmente, sino sólo para comprobar su efectividad. Ha conquis-
tado a su esposo, a Eduardo y ahora a Henry. No quiere hombres débi-
les, pero no está satisfecha hasta que no se han vuelto débiles en sus
manos. Tenga cuidado, abandone su actitud defensiva, abandone, so-
bre todo, sus miedos. Suéltese.

Henry me ha escrito una carta desconsiderada sobre la pequeña Paulet-


te, de diecinueve años, que Fred ha llevado a vivir con él a Clichy.
Henry está muy contento porque hace las faenas domésticas y anima a
Fred a que se case con ella porque es adorable. Esta carta me ha des-
garrado el corazón. Me he imaginado a Henry jugando con Paulette
mientras Fred está trabajando. Ay, conozco a Henry. Me he replegado
en mí misma como un caracol. No quería escribir en el diario, me he
negado a pensar, pero necesito desahogarme. Si esto son celos, no de-
bo volver a hacérselos pasar a Hugo, ni a nadie. Paulette en Clichy;
Paulette libre para hacer cualquier cosa por Henry, comer con él, pasar
las tardes con él mientras Fred trabaja.

Una noche de verano. Henry y yo cenamos en un pequeño restaurante


abierto de par en par a la calle. Formamos parte de la calle. El vino que
desciende por mi garganta desciende por muchas gargantas. El calor
del día es como la mano de un hombre en un pecho. Envuelve tanto la
calle como el restaurante. El vino nos suelda a todos, a Henry y a mí, a
la calle, al restaurante y al mundo. Gritos y risas de los estudiantes que
se preparan para el baile de Quartz Arts. Llevan trajes bárbaros, de piel
roja, con plumas, y pasan en autobuses y coches abarrotados.
–Esta noche quiero hacértelo todo –dice Henry–. Quiero colocarte sobre
esta mesa y follarte delante de todo el mundo. Estoy chiflado por ti,
Anaïs. Estoy loco por ti. Después de cenar nos vamos al «Hotel Anjou».
Te voy a enseñar cosas nuevas.
Y luego, inesperadamente, una repentina necesidad de confesión:
–El día que te dejé en Louveciennes, bastante bebido, no te lo creerás,
una chica vino a sentarse a mi lado mientras cenaba. Era una prostituta
cualquiera. En el mismo restaurante le metí la mano por debajo de la
falda. Me fui a un hotel con ella, pensando todo el rato en ti, odiándome
a mí mismo, y pensando en la tarde que habíamos pasado juntos. Me
había satisfecho. Pensé tantas cosas que cuando llegó el momento de
follar a la chica no pude. Ella adoptó una actitud despectiva. Pensó que
era impotente. Le di veinte francos y recuerdo que me alegré de que no
138
fueran más porque era dinero tuyo. ¿Lo entiendes, Anaïs?
Trato de mantener los ojos fijos, mecánicamente digo que lo compren-
do, pero estoy anonadada, dolida hasta lo indecible. Y siente necesidad
de continuar: «Sólo una cosa más. He de decirte una cosa más y ya es-
tá. Una noche que Osborn acababa de cobrar me llevó a un cabaret.
Empezamos a bailar y luego nos llevamos a dos chicas a Clichy. Mien-
tras estábamos sentados en la cocina, dijeron que teníamos que hablar
de negocios. Nos pidieron un precio muy alto. Yo quería que se fueran
pero Osborn les pagó lo que querían y se quedaron. Una era bailarina
acrobática y nos enseñó sus habilidades desnuda, sólo con zapatillas.
Fred llegó a las tres de la mañana y se puso furioso al ver que había
usado su cama, sacó las sábanas, me las enseñó y dijo: "Y luego dices
que amas a tu Anaïs." Y te amo, Anaïs. Incluso creo que a lo mejor te
hubiera producido un placer perverso el verme.»
Bajo la cabeza y se me inundan los ojos de lágrimas. Pero continúo di-
ciendo que lo comprendo. Henry está borracho. Se da cuenta de que
estoy ofendida. Pero procuro reponerme. Le miro. La tierra se balancea.
Gritos y risas de los estudiantes que pasan por la calle.

En el «Hotel Anjou» nos acostamos como lesbianas, chupando. Una vez


más horas y horas de voluptuosidad. Las luces rojas del letrero del ho-
tel se proyectan en la habitación. El calor es penetrante.
–Anaïs –dice Henry–, tienes un culo precioso. –Manos, dedos, eyacula-
ciones. Aprendo de Henry a jugar con el cuerpo de un hombre, a exci-
tarlo, a expresar mi propio deseo. Descansamos. Pasa un autobús de
estudiantes. Doy un salto y corro a la ventana. Henry está dormido. Me
gustaría estar en el baile para probarlo todo.
Se despierta. Le hace gracia verme desnuda en la ventana. Volvemos a
jugar. Pienso que a lo mejor Hugo está en el baile. Sé que cuando le di
la libertad pensaba ir. Hugo está en el baile con una mujer en los bra-
zos, y yo estoy en la habitación de un hotel con Henry, con una luz roja
que entra por la ventana, una noche de verano llena de gritos y risas de
estudiantes. He corrido desnuda a la ventana dos veces.
Todo esto es ahora un sueño. Cuando ocurrió tenía en el cuerpo la sen-
sación de que se avecinaba un aguacero. Mi cuerpo recuerda el calor y
la fiebre de las caricias de Henry. Un cuento. He de escribirlo cien ve-
ces. Pero ahora me produce dolor. Para autoprotegerme, habré de dis-
tanciarme de Henry. Es insoportable. He de aguantar que Henry vaya
despreocupadamente de mujer en mujer.

Hoy me he ablandado un momento. No importa. Que tenga todas las


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mujerzuelas que quiera si eso le hace feliz. El alivio de abrir la mano y
soltarlo fue inmenso. Pero al poco volví a apretarla. Deseo de vengan-
za, de una extraña venganza. Me entrego a Hugo con tales sentimien-
tos en contra de Henry que experimento un gran placer físico. Mi prime-
ra infidelidad a Henry.
Qué fuerzas tan sutiles actúan en el ser sensual. Una pequeña ofensa,
un momento de odio, y puedo disfrutar de Hugo completamente, con
frenesí, en la misma medida en que he disfrutado del propio Henry. No
soporto los celos. He de borrarlos mediante una compensación. Por ca-
da una de las putas de Henry, me vengaré, pero de una manera más
terrible. Ha dicho muchas veces que de nosotros dos soy yo la que en
cierto sentido cometo los actos más profanos.
Detrás de mi embriaguez hay siempre una cierta consciencia, la sufi-
ciente para negarme a responder a las preguntas y dudas de Henry so-
bre mí. No trato de ponerle celoso; pero tampoco admito la tontería de
la fidelidad. Es así como las mujeres se ven empujadas a la guerra con
los hombres. No hay posibilidad de absoluta confianza. Confiar es po-
nerse en manos de otro y sufrir. Ay, mañana, cómo le voy a castigar.

Me alegro de haber dejado que Hugo me besara durante largo rato y


me llevara en brazos a la parte de atrás del jardín, entre los falsos na-
ranjos, a su regreso de Londres.
Mientras estaba fuera, me encontré con Henry, y me llevé el pijama, el
peine y el cepillo de dientes, pero estaba lista para despegar. Le dejé
hablar.
–Esta Paulette y Fred –dice–, hacen buena pareja. No sé cómo termina-
rá. Ella es más joven de lo que había dicho. Al principio teníamos miedo
de que sus padres le buscaran complicaciones a Fred. Me encarga que
la cuide por las tardes. La he llevado al cine, pero la verdad es que me
aburre. Es demasiado joven. No tenemos nada que decirnos. Está celo-
sa de ti. Leyó lo que escribió Fred. «Hoy esperamos a la diosa.»
Me río y le digo lo que he pensado yo. Veo en su rostro que Paulette no
le interesa, aunque admite que es la primera vez que se siente indife-
rente.
–Paulette no es nada –dice–. Escribí aquella carta con entusiasmo por-
que me gustaba el entusiasmo de ellos, me lo contagiaron.
Se convirtió en tema de bromas. Para mí fue una dura prueba ir a Cli-
chy a conocer a Paulette. Le tenía miedo y quería llevarle un regalo,
porque era una presencia extraña, una persona nueva en nuestra vida
de Clichy, que vivía allí como a mí me gustaría vivir.
No era más que una niña, delgada y desgarbada, pero temporalmente
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atractiva porque Fred la había hecho mujer, y porque estaba enamora-
da. Henry y yo disfrutamos de sus infantiles arrullos durante un rato y
luego nos cansamos; el resto de los días que pasé en Clichy huimos de
ellos.
Una noche, cuando llegué, a Henry le dolía el estómago. Tuve que cui-
darlo como cuido a Hugo: toallas calientes, masaje. Estaba en la cama
mostrando un estómago blanquísimo. Se durmió un rato y despertó cu-
rado. Leímos juntos. Tuvimos una asombrosa fusión. Dormí en sus bra-
zos. A la mañana siguiente me despertó con caricias murmurando no sé
qué de mi expresión.
La otra cara de Henry, con la cual tal vez algún día repudie todo esto,
es para mí, de momento, imposible de imaginar.

Justo antes de esto tuve una sesión con Allendy en la cual mostré cla-
ramente una regresión. Le devolví un préventif de goma que me había
aconsejado que me pusiera. Interpretación: quería demostrarle que es-
taba dispuesta a arrepentirme de mi «vida disoluta». Y eso porque Joa-
quín tenía apendicitis y ello me producía un sentimiento de culpa.
Entonces confesé que ciertas prácticas del juego sexual no me atraen,
como chupar el pene, cosa que hago para complacer a Henry. En rela-
ción con esto recordé que unos días antes de mi unión con Henry no
podía tragar la comida. Tenía náuseas. Puesto que la sexualidad y la
comida tienen relación, Allendy cree que ello se debía a una resistencia
inconsciente a la sexualidad. La resistencia se vuelve a manifestar con
más fuerza cuando algún incidente despierta de nuevo mi sentimiento
de culpa.
Me di cuenta de que mi vida se había vuelto a detener. Lloré. Pero tal
vez gracias a esta conversación con Allendy pude continuar, pude ir a
ver a Henry, dominar mis celos de Paulette. Supongo que es una indi-
cación de mi orgullo e independencia el decir que me resulta difícil atri-
buir totalmente al psicoanálisis mis diversas victorias, y estoy dispuesta
a creer que se deben a la gran humanidad de Henry o a mi propio es-
fuerzo.
Eduardo me hizo ver con qué rapidez me olvido de la verdadera fuente
de la recuperación de la confianza y que esa misma confianza (que me
da Allendy) es lo que le hace a uno creer en su propio poder. En resu-
men, que todavía no sé lo suficiente de psicoanálisis para darme cuenta
de que se lo debo todo a Allendy.
Me he resistido a mirarlo sentimentalmente. En realidad me alegro de
no amarlo. Sí, lo necesito, y lo admiro, pero sin sensualidad. Tengo la
sensación de que espero que se enfade conmigo. Me gusta cuando ad-
141
mite que lo intimidé el primer día que nos vimos, y cuando habla de mi
encanto sensual. La conciencia de que la transferencia es una emoción
estimulada artificialmente me inspira más desconfianza que nunca. Si
dudo de las genuinas manifestaciones del amor, ¿cómo no he de dudar
de este lazo creado mentalmente?
Allendy dice que he de encontrar mi ritmo verdadero. Sacó esta idea de
un sueño muy visual que tuve. Por lo que él deducía de estudiarme, yo
era fundamentalmente una exótica cubana, con encanto, sencillez y pu-
reza. Todo lo demás era literario, intelectual. Interpretar papeles no
tiene nada de malo siempre que no se tomen en serio. Pero yo me
vuelvo sincera y voy hasta el final. Entonces me siento incómoda y des-
dichada. Allendy cree también que mi interés por las perversiones es
fingido.

Mucho después de que dijera esto, recordé que donde más feliz he sido
es en Suiza, donde viví ajena a cualquier papel externo. ¿Me considero
interesante con una pamela, un vestido sencillo y poco maquillaje como
iba en Suiza? No, pero me considero interesante con un sombrero ruso.
Falta de fe en mis valores fundamentales.
Llegados a este punto, empiezo a tener reparos. Si el psicoanálisis va a
aniquilar toda la nobleza de los motivos personales, así como del arte,
descubriendo raíces neuróticas, ¿con qué los sustituirá? ¿Qué sería yo
sin mis adornos, trajes y personalidad? ¿Sería una artista más vigoro-
sa?
Allendy dice que he de vivir con mayor sinceridad y naturalidad. No de-
bo rebasar los límites de mi naturaleza, crear disonancias, desviaciones,
papeles (como ha hecho June), porque ello lleva a la desdicha.

Estoy escribiendo en la sala de Allendy. Oigo una voz de mujer en el


despacho. Estoy celosa. Me molesta porque los oigo reír. Es la primera
vez que no está dispuesto a la hora convenida. Y yo le traigo un sueño
cariñoso, la primera vez que me he permitido pensar en él físicamente,
amorosamente. Tal vez no debería contarle el sueño. Es darle demasia-
do, mientras que él...
Mi disgusto se desvanece cuando aparece. Le cuento el sueño. Conside-
ra que es un avance. Unos meses atrás me lo hubiera callado. Se alegra
del cariño que está surgiendo en nuestra relación. Pero me demuestra
que el sueño indica que mi felicidad deriva más del hecho de que deje
de lado a otras personas para prestarme toda su atención que de la
propia atención.
–Volvemos al punto sensible. Su inseguridad, su necesidad de ser ama-
142
da exclusivamente. En todos sus sueños hay también una gran ansia de
posesión. En el amor es malo ser absorbente y ello sólo se debe a la
falta de confianza. Por lo tanto, cuando alguien la comprende y la quie-
re, usted se siente extraordinariamente agradecida.
Allendy siempre restaura la sinceridad. Considera que reprimo mis celos
y mi ira y que yo sola he de cargar con ellos. Dice que debo expresar-
los, liberarme de ellos. Practico una falsa bondad. En realidad no soy
buena. Me obligo a ser generosa, indulgente.
–Durante un tiempo –dice–, actúe con toda la ira que quiera.
Tal sugerencia tiene resultados terribles. Salieron a la superficie un mi-
llar de causas de resentimiento contra Henry, su fácil aceptación de mis
sacrificios, su irracional defensa de cualquier cosa que sea atacada, su
gusto por las mujeres ordinarias, su miedo a las mujeres inteligentes,
su vituperación de June, el ser magnífico.

Desperté con la sensación de que Allendy iba a besarme durante la se-


sión. El día parecía propicio, un tiempo excelente, tropical. Me sentí
lánguida y triste por tener que separarme de él.
Cuando llegué y le dije que no volvería, dejó el análisis y nos pusimos a
hablar. Contemplé su nariz de mujik y pensé si un hombre como aquél
sería sensual. Era consciente de que estaba adoptando mis poses usua-
les. Pero estaba aterrada. Al final de la charla me cogió las manos. Y lo
esquivé un poco. Me puse el sombrero y la capa, pero cuando estaba a
punto de marcharme, se acercó a mí y dijo: «Embrassez moi
Dos impresiones destacan con claridad: que deseaba que me hubiera
abrazado y besado sin pedirme permiso y que el beso fue demasiado
corto y demasiado casto. Después yo deseaba otro. Me parecía que ha-
bía estado tímida, lo mismo que él, y que nos podíamos haber besado
mejor. Ese día estaba especialmente guapo, brillante, soñador, intere-
sante y muy firme. Un verdadero gigante.
Después del beso de Allendy estaba muy contenta. Sin embargo, sé que
el beso menos preparado de Henry puede hacer temblar los cimientos
de mi cuerpo. Hoy me he dado plena cuenta de ello cuando lo he visto
después de cinco días de separación. Qué convergencia de cuerpos.
Cuando nos encontramos es como un horno. No obstante, día a día me
voy percatando más de que lo único afectado es el cuerpo. Los mejores
momentos con Henry los paso en la cama.

JULIO 1932

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Cuando Hugo se marchó a Londres el lunes, me fui corriendo a ver a
Henry. Dos noches de éxtasis. Todavía tengo señales de sus mordiscos,
y la última noche el frenesí fue tal que me hizo daño. Nuestros ratos de
sexo alternaban con charlas profundas.
Está celoso. Me llevó a Montparnasse y un atractivo húngaro se sentó a
mi lado y galanteó conmigo, descaradamente. Henry dijo después que
le gustaría tenerme encerrada con llave, que estoy hecha para la inti-
midad. Cuándo me vio en Montparnasse, pensó que era demasiado
blanda y delicada para ese tipo de gente; quería protegerme, escon-
derme.
Se ha planteado si debe o no dejar a June. Conmigo se siente entero, y
sabe que lo he amado mejor. De noche permanecemos despiertos en la
cama hablando de esto, pero yo sé que no puede y no debe pensar en
abandonar a June, su pasión. Yo, en su lugar, no la dejaría. June y yo
no nos anulamos la una a la otra; nos complementamos. Henry nos ne-
cesita a las dos. June es el estimulante y yo el refugio. Con June conoce
el desespero y conmigo la armonía. Todo esto se lo digo mientras lo
abrazo firmemente.
Yo tengo a Hugo. No lo abandonaría por Henry. Lo que no le puedo de-
cir a Henry es que él es fundamentalmente un hombre físico y que por
eso June es esencial para él. Un hombre de tales características inspira
amor sensual. Yo también le amo sensualmente. Y, a la postre, esta
unión no puede durar. Está destinado a perderme. Lo que yo le doy se-
ría tremendo para un hombre menos sensual. Pero no para un Henry.
De noche permanecemos despiertos, hablando, y aunque mis brazos le
rodean con firmeza, mi mente renuncia ya a él. Me suplica que no me
arriesgue durante el verano; todavía me besa, después de las convul-
siones del coito, que fue, según dijo él, como si se hubiera roto el ter-
mómetro.
He conquistado a un hombre menos conquistable. Pero también soy
consciente de los límites de mi poder, y sé que para responder a las
exigencias de los hombres hacemos falta June y yo juntas. Lo acepto
con un júbilo triste.
Henry me ha amado; ay, soy su amor. He recibido todo lo que puedo
recibir de él, las capas más secretas de su ser, palabras, sentimientos,
miradas, caricias, todo ardiendo sólo para mí. Lo he sentido arrullado
por mi suavidad, exultante en mi amor, apasionado, posesivo, celoso.
Se ha acostumbrado a mí, no corpóreamente sino como una visión.
¿Qué será lo que recuerde él más vividamente de los momentos que
hemos pasado juntos? La tarde en que él estaba tumbado en el sofá de
mi dormitorio mientras yo terminaba de vestirme para una cena, con mi
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vestido oriental verde oscuro, perfumándome, y él embargado por una
sensación de estar viviendo un cuento de hadas, con un velo entre él y
yo, la princesa. Eso es lo que recuerda mientras me tiene en los cálidos
brazos. Ilusiones y sueños. La sangre que vierte en mí con rugidos de
alegría, los bocados de mi carne, mi olor en sus dedos, todo se desva-
nece ante la potencia del cuento de hadas.
–Eres una niña, sí –dice, medio asombrado, mientras que al mismo
tiempo dice–: Desde luego, sabes follar. Dónde has aprendido?
Sin embargo, cuando me compara a Paúlette, la niña dé verdad, obser-
va lo seductor de mis gestos, la madurez de mi expresión, la mente que
ama.
–Estamos compenetrados, Anaïs. Te necesito. No quiero que regrese
June.

Cuando se conoce la brutalidad que existía entre Henry y June, es ex-


traño ver lo atento que está á la más mínima muestra de aburrimiento
o fatiga que dé yo. Ha nacido en él una nueva sensibilidad y una nueva
afabilidad. En broma, cuando hablamos de mi falta de dureza, le dije
que esperaba que eso me lo diera él, que esperaba chocar con él, en-
frentarme al ridículo, a la brutalidad, aprender a pelear y a devolver los
golpes, así como a gritar más que el otro, pero que no me había pro-
porcionado en absoluto esa experiencia.
Había desarmado al Bubu que iba a hacer una mujer dura de mí. Ni si-
quiera me critica. Conmigo abandona rápidamente sus juicios im-
pulsivos, como llamar adorable a Paulette. Con paciencia y dulzura con-
sigo equilibrio en un hombre que es todo reacciones, oscilaciones, opo-
sición. A veces, cuando se maravilla ante la habilidad de mis dedos, ya
esté trinchando pescado o arreglándole la corbata, pienso en Lawrence,
tan irritable, amargado y aprensivo, y creo que estoy tocando un ins-
trumento muy similar. Todavía siento sus besos en las palmas de las
manos, y me resisto a bañarme porque estoy impregnada de olores
maravillosos.

Hugo va a llegar dentro de unas horas y la vida continúa por sendas


contradictorias. Me pregunto cuánto tiempo seguiré deseando al sen-
sualista. Antes de dormirse, me dijo: «Oye, no estoy borracho y no soy
un sentimental, pero quiero decirte que eres la mujer más maravillosa
del mundo.»
Cuando digo que le amo sensualmente, no quiero decir eso al pie de la
letra. Le amo de muchas maneras, cuando se ríe en el cine o habla en
voz muy baja en la cocina; amo su humildad, su sensibilidad, su cora-
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zón de amargura y furia.
Iba a escribirle a June una carta brutal, llena de acusaciones, y en ese
momento yo le entregué un documento que justifica todos sus actos.
Fue como si hubiera levantado la mano para pegarle y yo hubiera teni-
do que detenerlo. Ahora sé que June es una drogadicta. He encontrado
unas descripciones en un libro que corroboran lo que yo había presenti-
do vagamente.
Henry quedó perplejo. Es tan fácil engañarle. June hablaba constante-
mente de drogas, como el criminal que regresa a la escena del crimen.
Necesitaba sacar el tema a colación mientras negaba violentamente ha-
ber tomado nunca drogas (con la excepción de una o dos veces, qui-
zás). Henry empezó a unir los fragmentos. Cuando vi su desesperación,
me asusté.
–Lo que digo no es absolutamente seguro. A veces sintetizo con dema-
siada rapidez. –Pero yo creía que estaba en lo cierto.
Entonces hizo el único juicio ético que le he oído hacer sobre la auto-
destrucción: que drogarse denota una deficiencia en la propia naturale-
za. Por eso la relación no tenía esperanza.

Cuando empezó a cuestionarse cuánto le amaba June y a comparar su


amor con el mío, sentí una gran pena hacia él. Yo la defendí diciendo
que lo ama a su manera, que es inhumana y fantástica. Aunque es cier-
to que yo no le dejaría como le deja ella. Es cierto, como dice él, que su
mayor amor es amor a sí misma. No obstante, es el amor por sí misma
lo que la ha hecho un gran personaje.
A veces a Henry le asombra la admiración que le tengo a June. Anoche
dijo:
–Al principio querías que June regresara. ¿Tengo razón al pensar que
ahora no quieres?
–Sí. –Y también he admitido otras cosas, después de no responder nun-
ca a su pregunta sobre si éramos amantes. Una vez, estando yo en sus
brazos, me presionó con tanto sentimiento diciendo «dime que no me
has engañado; me haría un daño terrible, dímelo», que le dije que no.
Desvelé el misterio, sabiendo que no debía, aunque me sentía incapaz
de hacer otra cosa.
Exasperar a un hombre puede ser un placer, pero yacer en brazos de
Henry, entregarse completamente a él, me pareció un placer todavía
mayor, sentir cómo se relajaba su cuerpo y ver cómo se dormía feliz. Al
día siguiente siempre puedo recuperar mi escudo femenino, reanudar la
guerra innecesaria y odiosa. A plena luz del día puedo devolverle un po-
co de angustia, de celos, de miedo, porque eso es lo que quiere, Henry,
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el Eterno Esposo. Le encantaba sufrir con June, aunque también le en-
canta que yo lo alivie del sufrimiento.

Tuvimos una charla divertida sobre nuestros comienzos. Henry quería


besarme el primer día que nos quedamos solos, el día de nuestro paseo
hasta el bosque, hablando de June.
–Pero confiesa que para ti era un juego, al principio –digo.
–Al principio de todo no. Luego en Dijon, sí, tuve ideas crueles y frías,
intención de usarte. Pero el día que regresé a París y vi tus ojos... ay,
Anaïs, tu mirada en el restaurante, cuando regresé, eso me conquistó.
Pero tu vida, tu seriedad, tus antecedentes, me asustaban. Hubiera sido
muy lento si tú no hubieras...
Ahora me río cuando lo pienso... lo que le leo del diario rojo, el sueño
sobre sus escritos. Fui yo la que rompí el caparazón porque deseaba
desesperadamente que me conociera. Y qué sorpresa constituí para él,
según me dice. Seguí un impulso, osada, valientemente. ¿Fue porque
tengo una visión más rápida y sabía que Henry y yo...? ¿O por ingenui-
dad?
Confesamos dudas graciosísimas acerca del otro. Me he imaginado a
Henry diciéndole a June: «No, no amo a Anaïs. He actuado como lo ha-
ces tú por conseguir lo que podía darme.» Y él me ha imaginado ha-
blando despectivamente de él dentro de unos meses. Estamos sentados
en la cocina intercambiando estas diabólicas excrecencias de unas men-
tes excesivamente fértiles, que una caricia disipará en un momento. Yo
estoy en pijama. Henry me pasa la mano por el hombro y nos reímos
preguntándonos cuál será la verdad.

El contraste entre la sensualidad de Hugo y la de Henry me atormenta.


¿Podría lograrse que Hugo se volviera más sensual? Con él dura tan po-
co... Se cree un fenómeno porque me poseyó seis noches seguidas, pe-
ro con movimientos rápidos y violentos. Incluso después del paroxismo,
la ternura de Henry es más penetrante, más prolongada. Sus besitos
suaves, como gotas de lluvia, permanecen en mi cuerpo casi tanto rato
como sus caricias violentas.
–¿Estás seca alguna vez? –me pregunta de broma. Le confieso que Hu-
go tiene que usar vaselina. Entonces me doy cuenta del significado de
esta confesión y me siento abrumada.

Anoche, mientras dormía, le toqué el pene a Hugo como he aprendido a


tocárselo a Henry. Lo acaricié y lo oprimí con la mano. En mi ensueño
pensé que era Henry. Hugo se excitó y comenzó el acto, lo cual me
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despertó del todo. Quedé profundamente decepcionada. El deseo se
apagó.
Amo a Hugo sin pasión, pero la ternura es también un fuerte lazo. No lo
abandonaré nunca mientras me quiera. Estoy convencida de que esta
pasión por Henry se extinguirá.
Es para los hombres que no son fundamentalmente físicos para quienes
soy la mujer esencial, hombres como Hugo, Eduardo e incluso Allendy.
Henry puede pasarse sin mí. Sin embargo, es extraordinario comprobar
cómo lo he cambiado, cómo se ha vuelto íntegro, cómo son raras ya las
veces que ataca ahora molinos de viento y vitupera ilógicamente. Soy
yo la que no puedo vivir del todo sin Henry. También yo he cambiado.
Me encuentro inquieta, animada, con ansia de aventuras. Para hacer
honor a la verdad, espero secretamente conocer a alguien, continuar
viviendo como vivo, sensualmente. Tengo sueños eróticos. No deseo in-
trospección, soledad, trabajo. Quiero placer.

Estos días me ocupo en frivolidades. Sirvo a la diosa de la belleza en la


esperanza de que me conceda algún don. Me esfuerzo por conseguir
una piel deslumbrante, un cabello vibrante, buena salud. Cierto, no
tengo ropa nueva a causa de Henry, pero eso no importa. He teñido,
reformado y arreglado la vieja. El lunes voy a correr el riesgo de some-
terme a una operación que borrará para siempre la graciosa desviación
de mi nariz.

Después de pasar una noche juntos, Henry y yo no nos podíamos sepa-


rar. Yo había prometido ir a casa el domingo y pasar la velada con
Eduardo. Pero Henry dijo que vendría a Louveciennes conmigo, ocurrie-
ra lo que ocurriera. Nunca olvidaré este día y esa noche. Las criadas
habían salido; teníamos la casa para nosotros solos. Henry la exploró y
disfrutó al máximo de ella. Cuando se lanzó sobre nuestra enorme y
mullida cama, su voluptuosidad le contagió. Yo le seguí y me penetró
rápida y ansiosamente.
Hablamos, leímos juntos, bailamos, escuchamos grabaciones de guita-
rra. Leyó fragmentos del diario violeta. Si él sentía la atmósfera de
cuento de hadas de la casa, yo empecé a percibir asimismo una especie
de embrujo en el cual Henry era un ser extraordinario, un santo, un fa-
buloso maestro de la palabra, con una mente asombrosa. Su sensibili-
dad me deja perpleja. Lloró mientras contemplaba cómo yo escuchaba
los discos, y se negó a seguir leyendo del diario, molesto por la excesi-
va intimidad de las revelaciones, Henry, para quien nada es sagrado.
Eduardo llegó a las cuatro y dejamos que llamara al timbre. Henry dis-
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frutaba con ello pero yo no.
–Eres demasiado humana –dijo, y añadió–. Ahora sé lo que pensarás de
mí cuando me pongas en la misma situación. –Henry y yo en la cama y
Eduardo llamando al timbre, marchándose e intentándolo de nuevo me-
dia hora más tarde.

El lunes a la una y media Henry me dejó pensando que esa noche me


iba de vacaciones. A las dos me encontraba en la clínica. Hasta a mí
misma me resultaba sorprendente que fuera capaz de ir sola, para co-
rrer un gran riesgo relativo a mi rostro. Mientras yacía en la mesa de
operaciones, era consciente de cada movimiento del cirujano. Estaba a
la vez tranquila y asustada. No se lo había contado a nadie. La sensa-
ción de soledad era inmensa, e iba acompañada de una seguridad que
me sobreviene en todos los grandes momentos. Gracias a ella lo sopor-
té hasta el final. Incluso había pensado que si la operación era un fra-
caso y mi rostro quedaba desfigurado, desaparecería completamente y
no volvería a ver a los seres queridos. Llegó el momento de verme la
nariz en el espejo, ensangrentada y recta –¡Griega! Después vendajes,
hinchazón, una noche de dolores y sueños. ¿Volverían alguna vez a
temblarme las ventanas de la nariz?
A la mañana siguiente la enfermera me trajo papel de cartas con el
membrete de la clínica. Ello me sugiere una idea. Le escribo a Eduardo,
con mano vacilante, que me había ido al campo; había tomado cocaína
y me habían llevado al hospital porque no me recuperaba. Juego con la
idea y me río sola mientras escribo para hacer la vida más interesante,
para imitar la literatura, que es un engaño.
Lo que se imagina se desea. ¿Cómo hubiera sido ese día y esa noche en
Louveciennes sola con June, si hubiera habido cocaína?

Estoy en casa, obsesionada por el éxtasis de las horas pasadas con


Henry y por un horror retardado a la clínica. Tengo la nariz resentida
pero bonita.
No quiero ver a Allendy hasta que esté presentable. Me ha dicho que ha
visto a Eduardo y que está muy disgustado. Allendy ha de creer tam-
bién la historia de la cocaína.
El sol da en la cama pero no hay sensación de sacrilegio por que Henry
haya dormido en ella. Me parece natural. La casa está ordenada. Tengo
el baúl preparado en la entrada, dinero austriaco en el bolso y un billete
para Insbruck.

El día siguiente a nuestra conversación, que tenía que arreglarlo todo,


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Henry estaba desesperado. Decidimos que no debíamos huir juntos.
«Me perderás pronto porque no me amas lo suficiente», le dije con tris-
teza. Pero todavía no.
Al tiempo que acrecienta mi pasión, también acrecienta la ternura hacia
Hugo. Cuanta más distancia creo entre nuestros dos cuerpos, más exó-
tica me resulta su perfección, su bondad, mayor es mi gratitud, más
consciente soy de que él, de entre todos nosotros, es el que mejor sabe
amar. Cuando se encuentra de viaje y yo estoy sola, no me siento ata-
da a él, no me imagino a su lado, no deseo que estuviera conmigo, sin
embargo, me ha dado el más precioso de los dones, y cuando pienso en
él veo a un hombre desprendido y afectuoso que me ha apartado de la
desdicha, el suicidio y la locura.
Locura. Me resultaría fácil, volver a encontrarme en el estado de ánimo
en que me hallaba a bordo del buque que me conducía a Nueva York,
cuando deseaba ahogarme. En la carta imaginaria que le escribo a
Eduardo, digo: «Me alegro de haber escapado al infierno durante veinti-
cuatro horas de sueños.» Soy sincera. La atracción que siento hacia las
drogas se basa en un inmenso deseo de aniquilar la consciencia. Cuan-
do me separé de Henry el otro día, sabía con tanta certeza que me es-
taba separando de él que podía haberle indicado al taxista que me lle-
vara derecho al Sena.
Lo que inventé para Eduardo ocurrirá algún día. Cuánto tiempo seré ca-
paz de soportar la consciencia de vivir depende de mi trabajo. El traba-
jo ha sido mi único estabilizador. El diario es producto de mi enferme-
dad, quizás una acentuación y exageración de la misma. Digo que es-
cribir me alivia; tal vez, pero también es un grabado de dolor, un tatua-
je de mí misma.
Henry piensa que el diario sólo es importante cuando lo que escribo es
verdad, como los detalles de mis engaños.
A mí me parece que sólo sigo el hilo más accesible. Puede haber tres o
cuatro hilos agitados al mismo tiempo, como cables telegráficos, y, si
hubiera de interceptarlos todos, revelaría una mezcla de inocencia y
duplicidad, generosidad y premeditación, miedo y valentía. No puedo
contar toda la verdad simplemente porque tendría que escribir cuatro
diarios a la vez. Con frecuencia tendría que repetir los episodios a causa
del vicio de embellecer.

«Hotel Achenseehof», Tirol. Anoche, en la cama, alargué la mano de-


solada con el deseo de tocar al vital y sensual Henry. Me dio pena
cuando confesó que me había escrito una carta apasionada desde Dijon
y que luego la había destruido porque la mía contenía alusiones a su hi-
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persensualidad, que yo no había concebido como un reproche, y él así
las tomó.
Ay, dormir hasta haber recuperado la entereza, despertar libre y ligera.
Pensar en las muchas cartas que he de escribir me desasosiega. Ni si-
quiera a Henry le he mandado más que una pequeña nota. Montes,
gruesas nubes, neblinas, edredones, mantas y yo, quieta como un lirón.
La nariz normal. Escondo el diario en la cocina, con las cenizas.

Por Henry me he despertado y he escrito una carta. Me he despertado


para recordar lo que había soñado: June había regresado. Venía a ver-
me a mí antes de ver a Henry; estaba otra vez hosca e indiferente, co-
mo en otros sueños. Yo estaba dormida. Me despertó con un beso pero
inmediatamente empezó a decirme lo decepcionada que estaba, así
como a criticar mi apareciencia. Cuando dijo que tenía la nariz dema-
siado ancha, le explique lo de la operación. Pero me arrepentí inmedia-
tamente porque me di cuenta de que se lo contaría a Henry. Le dije que
era consciente de que ella era más guapa que yo. Me pidió que la mas-
turbara. Lo hice con gran habilidad y experimenté la misma sensación
que si me lo hiciera a mí misma. Ella me agradeció el placer y se mar-
chó dándome las gracias. «Voy a ver a Henry», dijo.

Carta a Henry: «Anoche estuve pensando en cómo podría demostrarte,


mediante lo que más me costara hacer, que te amo; y sólo se me ha
ocurrido mandarte dinero para que te lo gastaras en una mujer. Pensé
en la Negra. Me gusta porque al menos siento que mi propia dulzura se
derrite en ella. Por favor, no vayas con una mujer demasiado barata,
demasiado vulgar. Y luego no me lo cuentes, porque estoy segura de
que ya lo has hecho. Déjame creer que te lo he regalado.»

Y al mismo tiempo, con qué alegría recibo a Hugo. He encontrado un


gran placer, e incluso frenesí, en su coito. Por algún motivo que me es
desconocido, en un lugar como éste no puedo echar de menos a Henry,
porque Henry no encaja entre montañas, lagos, salud, soledad y sueño.
Aquí triunfa Hugo, con sus bonitas piernas enfundadas en pantalones
tiroleses. Descanso aquí con él, y mi vida de París con Henry es como
mis sueños nocturnos.
Hugo y yo recuperamos nuestra ternura y nuestros juegos. Estar una
semana alejado de mí lo hace madurar. Me parece que no podemos
madurar juntos. Juntos somos blandos, débiles, jóvenes. Dependemos
demasiado del otro. Juntos vivimos en un mundo irreal. Y vivimos en el
mundo exterior, como dice Hugo, gracias a que tenemos éste, el nues-
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tro, al cual recurrir.
Mi nariz perfecta lo inquietó.
–Pero a mí me gustaba aquella inclinación tan graciosa. No me gusta
verte cambiar. –Al final lo convencí del progreso estético. No sé qué di-
rá Henry.
En cierto modo, temo recibir una carta suya. Me traerá fiebre. Aquí me
he apoyado en la seguridad de la devoción de Hugo. Descanso en su
gran torso velludo. De vez en cuando me siento un poco aburrida e im-
paciente, pero no lo demuestro. Juntos somos felices por cosas peque-
ñas. Como siempre, la gente nos toma por recién casados. Lo que me
pregunto es si permanezco en el mundo de Hugo porque me falta cora-
je para aventurarme a salir completamente de él, o si es que todavía no
he amado a nadie lo suficiente como para desear renunciar a mi vida
con Hugo. Si él muriera, no me iría con Henry, eso está claro.

Siento una gran alegría al recibir una carta larga de Henry. Me doy
cuenta de que June y él han hecho que Dostoievski esté vivo para mí y
me resulte terrible. En algunos momentos me deshago de agradeci-
miento por lo que Henry me ha dado, simplemente siendo lo que es; en
otros me siento desesperada por los desenfrenados instintos que hacen
de él tan mal amigo. Recuerdo que cuando el húngaro trató de meter la
mano por debajo de mi vestido, aquella noche en el «Select», demostró
más sentirse herido en su vanidad que amarme. «¿Qué se ha creído,
que soy idiota?»
Cuando está borracho, es capaz de cualquier cosa. Ahora se ha rapado
la cabeza como un preso en un intento de auto humillación. Su amor
por June es una auto laceración. A fin de cuentas, lo único que sé es
que me ha fecundado de múltiples maneras y que pocos amantes ten-
dré tan interesantes como Henry.
Al comenzar de nuevo nuestro duelo de cartas –alocadas, alegres y li-
bres– su ausencia me produce un dolor físico, lacerante. Hoy me parece
que Henry va a formar parte de mi vida durante muchos años aunque
sólo sea mi amante durante unos meses. Una foto de él, con la bocaza
abierta, me emociona. Empiezo a pensar en una lámpara que sea mejor
para sus ojos, a preocuparme por sus vacaciones. Me produce una gran
felicidad que haya terminado de pulir su segundo libro en los últimos
dos meses, que sea tan activo y productivo. Y ¿qué echo en falta? Su
voz, sus manos, su cuerpo, su ternura, su rudeza, su bondad y su mal-
dad. «June no ha sido capaz de descubrir si soy un santo o un demo-
nio», dice él. Yo tampoco lo sé. Al mismo tiempo, dispongo de amor en
abundancia para darle a Hugo. Ello me maravilla, cuando actuamos co-
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mo amantes, maldecimos las camas individuales y dormimos incomodí-
simos en una cama demasiado pequeña, nos cogemos de la mano so-
bre la mesa y nos besamos en el barco. Amar es fácil, y hay tantas ma-
neras de hacerlo.

Cuando le pregunto a Henry qué es lo que le impidió leer el resto del


diario violeta, me dice: «Yo tampoco sé por qué dejé de leer al llegar a
cierto punto. Puedes tener la seguridad de que lo lamento. Sólo puedo
decir que fue una tristeza impersonal, las cosas salían mal no por culpa
de la maldad o la malicia sino por una especie de fatalidad inherente.
Incluso hacer las cosas más deseadas y sagradas parece ilusorio, ines-
table, transitorio. Si cambiaras X por cierto personaje, sería lo mismo.
De hecho, quizá yo me sustituía a mí mismo.»

Nadie puede evitar llorar por la destrucción del «matrimonio ideal». Pe-
ro yo ya no lloro. Se me han agotado los escrúpulos. Hugo tiene el me-
jor carácter del mundo, y yo lo amo, pero también amo a otros hom-
bres. Mientras escribo esto, está a un metro de mí y yo me siento
inocente.
Vivo en su reino. Paz. Sencillez. Esta noche estábamos hablando del
mal y me he dado cuenta que está totalmente seguro de mí. No puede
siquiera llegar a imaginarse que... mientras que yo imagino con tanta
facilidad. ¿Es él más inocente que yo? ¿O es que cuando uno es tan ín-
tegro se confía más?

Cuanto más leo a Dostoievski, más pienso en June y Henry y me pre-


gunto si son imitaciones. Reconozco las mismas frases, el mismo len-
guaje altisonante, casi los mismos actos. ¿Serán fantasmas literarios?
¿Tendrán alma propia?
Recuerdo un momento en que caí en la tentación de sentir cierto resen-
timiento hacia Henry. Fue unos días después de que me contara que le
gustaba estar con putas. Teníamos que encontrarnos en casa de Fraen-
kel para hablar de la posibilidad de ayudarlo a publicar su libro. Yo me
sentía muy dura y cínica. No me gustaba que me miraran como a la es-
posa de un banquero que podía permitirse proteger a un escritor. Esta-
ba resentido por la tremenda angustia que me embargaba, por las no-
ches que pasaba en vela, pensando en maneras y medios de ayudar a
Henry. De pronto me pareció un parásito, un egoísta tremendamente
voraz. Antes de que llegara él, hablé con Fraenkel, le dije que era im-
posible y por qué. Fraenkel se sintió muy apenado por Henry; yo en lo
más mínimo. Entonces apareció el propio Henry. Se había vestido pul-
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cramente para mí, para enseñarme el traje, el sombrero y la camisa
nuevos. Se había afeitado cuidadosamente. No sé por qué esto me puso
furiosa. No le recibí con mucho efecto que digamos. Continué hablando
del trabajo de Fraenkel. Henry se dio cuenta de que pasaba algo y pre-
guntó: «¿He venido demasiado temprano?» Finalmente dijo algo de sa-
lir a cenar. Yo le dije que no podía ir. Hugo no se había marchado a
Londres como pensaba. Tenía que coger el tren de las siete y media.
Miré a Henry a la cara y tuve el placer de comprobar que estaba muy
desilusionado. Me fui.
Pero inmediatamente me sentí muy disgustada. Regresó toda mi ternu-
ra. Temía haberle herido. Le escribí una nota. Al día siguiente, Hugo se
marchó y yo fui a verlo de inmediato. Aquella noche fuimos tan felices
juntos que, justo antes de dormirse, Henry dijo: «Esto es el paraíso.»

AGOSTO 1932

Cuando leo las ardientes cartas de amor de Henry, no me emociono, no


me siento impaciente por volver a él. Sus defectos pasan a primer
plano. Tal vez simplemente he regresado a Hugo. No lo sé. Soy cons-
ciente de que nos separa una tremenda distancia y me resulta difícil es-
cribirle amorosamente. Me siento hipócrita. Eludo la cuestión. Escribo
menos de lo que debería. Tengo que hacer un gran esfuerzo. ¿Qué ha
ocurrido?
A Hugo le sorprende que esté tan inquieta. Fumo, me levanto, me
muevo arriba y abajo. No soporto mi propia compañía. Todavía no he
aprendido a sustituir la introspección pensando. Podría meditar sobre
Spengler, por ejemplo, pero al cabo de diez minutos ya estaría devo-
rándome de nuevo. Como dice Gide, la introspección lo falsifica todo.
Quizá me aparta de Henry. Necesito su voz y sus caricias. Me ha escrito
una hermosa carta sobre los últimos días que pasamos en Clichy, Henry
deseándome, perdido sin mí.
No obstante, me es imposible desearlo en presencia de Hugo. La risa de
Hugo, su devoción me paralizan. Por fin le escribo insinuándole todo es-
to. Pero en cuanto he mandado la carta, los sentimientos artificialmente
contenidos me abruman. Le escribo una nota alocada.
A la mañana siguiente recibo una voluminosa carta suya. Sólo con to-
carla me emociono. «Cuando vuelvas te voy a dar una sesión de sexo y
literatura –eso quiere decir follar y hablar, hablar y follar–. Anaïs, te
voy a abrir hasta la ingle. Que Dios me perdone si esta carta es abierta
por equivocación. Te deseo. Te amo. Eres para mí toda la maldita ma-
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quinaria, como si dijéramos. Estar encima de ti es una cosa, pero estar
cerca de ti es otra. Yo me siento cerca de ti, unido a ti; tú eres mía se
reconozca o no. Cada día de espera es una tortura. Los cuento lenta,
dolorosamente. Ven en cuanto puedas. Te necesito. Dios mío, quiero
verte en Louveciennes, verte iluminada por la luz dorada de la ventana,
con tu vestido verde del Nilo, el rostro pálido, una palidez helada como
la de la noche del concierto. Te amo tal como eres. Amo tu espalda, la
dorada palidez, la ladera de las nalgas, el calor de tus entrañas, tus ju-
gos. Anaïs, te amo mucho. Se me está trabando la lengua. Estoy aquí
sentado escribiéndote con una tremenda erección. Percibo tu blanda
boca cerrándose sobre mí, tu pierna que me agarra con fuerza, te veo
de nuevo en la cocina levantándote el vestido, sentándote encima de mí
y a la silla cabalgando por todo el suelo de la cocina haciendo cloc,
che.»
Respondo en el mismo tono, adjunto mi nota alocada y mando un tele-
grama. Ay, no hay manera de luchar contra la invasión de. Henry.
Hugo está leyendo. Me inclino y lo baño en amor, un amor que es sobre
todo arrepentido. «Juro que nadie me proporcionará nunca un placer
comparable al que me das tú. Para mí lo eres todo», jadea Hugo.

Me he pasado la noche en vela, con un dolor agudísimo, pensando en


las sabias palabras de June: «Deja que las cosas sigan su curso.» Al día
siguiente hago lentamente el equipaje soñando con Henry. Para mí es
la comida y la bebida. ¿Cómo he podido, aunque sea sólo unos días,
apartarme de él? Si Hugo no se riera así, como un niño, si no extendie-
ra sus manos cálidas y velludas constantemente hacia mí, si no se incli-
nara para darle chocolate a un terrier escocés negro, si no volviera el
rostro finamente cincelado hacia mí diciendo: «Conejito cimbreño, ¿me
quieres?»
Entre tanto, es Henry quien salta en mi cuerpo, siento su arrebato, su
impulso y su empuje. La noche del lunes está demasiado lejos.
La longitud de sus cartas, de veinte a treinta páginas, simboliza su
grandeza. Su mente me azota. Deseo ser sólo una mujer. No escribir
libros, enfrentarme directamente al mundo, sino vivir mediante transfu-
siones de sangre literaria, estar detrás de Henry, alimentándolo, des-
cansar de la autoafirmación y la creación.

Montañeros. Humo. Té. Cerveza. La radio. Mi cabeza se separa flotando


de mi cuerpo, suspendida en el humo de las pipas tirolesas. Veo ojos de
rana, cabello pajizo, bocas como billeteros abiertos, narices de cerdo,
cabezas como bolas de billar, manos de mono con palmas de color de
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jamón. Empiezo a reírme como si estuviera borracha y digo palabras de
Henry: «arrea», «follar». Hugo se enfada. Estoy callada y fría. Recupero
la cabeza. Me echo a llorar. Hugo, que trataba de acompasarse a mi
alegría, ahora observa mi rápida transición y está anonadado.
Experimento de forma creciente esta monstruosa deformación de la
realidad. Antes de salir para Austria, pasé un día en París. Tomé una
habitación en un hotel para descansar porque la noche anterior no ha-
bía dormido, era una pequeña habitación de buhardilla con ventanas de
gablete. Mientras estaba allí tuve la sensación de que se rompían todas
las conexiones, de que me separaba de todos los seres que amaba, cui-
dadosa y completamente. Recordé la última mirada que me dirigió Hu-
go; desde el tren, el rostro pálido y el beso fraternal de Joaquín, el úl-
timo beso húmedo de Henry, sus últimas palabras, «¿Va todo bien?»,
que dice cuando está turbado y quiere decir algo más profundo.
Me separé de todos ellos exactamente igual que me separé de mi abue-
la en Barcelona siendo niña. Podía haberme muerto en una pequeña
habitación de hotel, desposeída de mis amores y mis pertenencias, sin
constar en el libro de registro. Sin embargo, sabía que si me quedaba
unos días en esa habitación, viviendo con el dinero que Hugo me había
dado para el viaje, podía empezar una vida totalmente nueva. Fue el
terror a esta nueva vida, más que el terror a la muerte, lo que me im-
pulsó. Salté de la cama y huí de la habitación que crecía a mi alrededor
como una tela de araña, apoderándose de mi imaginación, royéndome
la memoria de modo que en cinco minutos se me olvidaría quién era y a
quién amaba.
Era la habitación número treinta y cinco, y al día siguiente podía haber
despertado en ella convertida en una puta, en una loca, o, lo que es
peor, sin cambiar en nada. .
Estoy satisfecha con el día de hoy, de modo que me entretengo imagi-
nándome penas. ¿Qué sentiría si Henry muriera, y yo oyera, en alguna
esquina de París, el acordeón que oía en Clichy? Pero yo he querido su-
frir. No me separo de Henry por la misma razón que June.
¿Y Allendy? Necesito de nuevo su ayuda, seguro.

París. No necesitaba la ayuda de nadie. Sólo volver a ver a Henry en la


estación, besarlo, comer con él, oírlo hablar, entre más besos.
Quería ponerlo celoso, pero soy demasiado fiel, de modo que revolví en
el pasado y me inventé un cuento. Escribí una carta falsa de John Ers-
kine, la rompí y volví a pegarla. Cuando Henry llegó a Louveciennes, el
fuego devoraba el resto de las cartas de John. Aquella misma noche le
enseñé a Henry el fragmento que había escapado a la destrucción por
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haberlo tenido guardado en el diario. Se puso tan celoso que en la se-
gunda página de su nuevo libro ha tenido que echar una bomba sobre
la obra de John. Juegos infantiles. Y entre tanto soy fiel como una es-
clava, de sentimientos, de pensamiento y de cuerpo. Mi carencia de pa-
sado me parece ahora buena. Ha conservado mi ardor. He llegado has-
ta Henry como una virgen, fresca, sin usar, crédula, ansiosa.
Henry y yo somos uno; yacemos soldados cuatro días. No con cuerpos
sino con llamas. Dios mío,, permíteme darle las gracias a alguien. Nin-
guna droga podría ser más potente. Qué hombre. Ha succionado mi vi-
da y yola de él. Ésta es la apoteosis de mi vida. Henry, Louveciennes,
soledad, calor estival, olores estremecedores, brisas de cánticos, y, en
nuestro interior, tornados y calmas exquisitas.
Primero me puse el traje de Maja: flores, joyas, maquillaje, dureza, bri-
llantez. Estaba enfadada, llena de odio. Había llegado de Austria la no-
che anterior y habíamos dormido en un hotel. Pensaba que me había
traicionado! Él jura que no. Da lo mismo. Lo odiaba porque lo amaba
como no he amado nunca a nadie.
Lo aguardo en la puerta cuando llega, con las manos en las caderas. Mi-
ro desde un yo salvaje. Henry se aproxima, deslumbrado; no me reco-
noce hasta que está muy cerca y yo sonrío y le hablo. Le parece impo-
sible. Cree que me he vuelto loca. Entonces, antes de que acabe de re-
cobrarse, lo conduzco a mi habitación. Allí, en la rejilla de la chimenea
hay una fotografía grande de John y sus cartas. Se están quemando.
Sonrío. Henry se sienta en el sofá.
–Me das miedo, Anaïs –dice–. Estás tan diferente, tan extraña. Tan
dramática.
Yo me siento en el suelo, entre sus rodillas.
–Te odio, Henry. Ese cuento de [la novia de Osborn] Jeanne...
Me mentiste.
Me responde con tanta calma que le creo. Y, si no lo creo, no importa.
No importa ninguna maldad del mundo. John está quemado. El presen-
te es magnífico. Henry me pide que me desnude. Me lo quito todo me-
nos la mantilla de encaje negro. Me pide que me la deje puesta y se
tumba en la cama, observándome. Me coloco delante del espejo lan-
zando claveles, pendientes. Contempla mi cuerpo a través de la blonda.

Al día siguiente me dedico animosamente a cocinar. De repente me en-


canta cocinar, para Henry. Cocino platos suculentos, con infinita aten-
ción. Me gusta verlo comer, comer con él.
Nos sentamos en el jardín, en pijama, embriagados de aire, de las cari-
cias de los árboles ondulantes, los cantos de los pájaros y los cariñosos
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perros que nos lamen las manos. El deseo de Henry no se apaga nunca.
Yo estoy dispuesta, abierta.
Por la noche, libros, charla, pasión. Cuando vierte su pasión en mí, me
siento hermosa. Le muestro un centenar de rostros. Él me, observa.
Todo pasa como una procesión, hasta el climax de esta mañana, antes
de dejarme, cuando ve un rostro quemado, grave, sensual, moruno.
Anoche hubo tormenta. Granizo del tamaño de una canica. Un enfureci-
do mar de árboles. Henry está sentado en un sillón y pregunta: «¿Lee-
mos a Spengler?» Ronronea como un gato. Tiene el bostezo de un ti-
gre, todos los gritos de satisfacción de la selva. Le vibra la voz en el es-
tómago. He puesto la cabeza allí para escuchar, como contra un ór-
gano. Estoy en la cama. Llevo un vestido de encaje, nada más, pues le
gusta mirarme. «Ahora –dice– pareces un Ingres.» No soporto que es-
temos separados. Me siento en el suelo. Me acaricia el cabello. Me da
besos alados en los ojos. Es todo ternura, solicitud.
La sensualidad se agotó durante la tarde, pero baja los ojos y me
muestra su deseo de nuevo prominente. Él mismo se sorprende: «Te
quiero; ni siquiera pensaba en follar. Pero sólo con que me toques...»
Me siento en sus rodillas y nos hundimos en la embriaguez de la suc-
ción. Durante un largo, largo rato sólo lenguas, los ojos cerrados. Luego
el pene y el derrumbamiento de los muros de carne, asir, abrir, morder.
Nos revolcamos por el suelo hasta que yo quedo agotada y permanezco
inmóvil diciendo que no. Pero cuando me ayuda a quitarme el vestido y
me abraza desde atrás, me levanto de un salto encendida de nuevo. Y
después dormir, perdida, sin sueños.

–En lo referente a sensualidad –dice Henry–, casi superas a June, por-


que puede que sea un espléndido animal cuando la abrazas, pero des-
pués nada. Es fría, dura, lisa. Tu sexo te impregna la mente, se te sube
luego a la cabeza. Todo lo que piensas es cariñoso. Siempre estás cari-
ñosa. Lo único es que tienes cuerpo de niña. Pero tienes un gran poder
para mantener la ilusión. Sabes lo que sienten los hombres después de
acostarse con una mujer. Quieren echarla de la cama. Contigo es tan
emocionante antes como después. Nunca me sacio de ti. Quiero casar-
me contigo y que regresemos juntos a Nueva York.»
Hablamos de June. Me río de sus esfuerzos por romper con ella men-
talmente. Somos dos contra ella, dos en armonía, enamorados, en pro-
funda fusión, sin embargo ella es más fuerte. Yo lo sé mejor que él.
Henry ha dicho muchas cosas en contra de ella y en favor mío, pero yo
sonrío con una sabiduría fundamentada en la duda. No quiero nada más
que lo que me ha sido concedido estos últimos días, horas tan fecundas
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que toda una vida de recuerdo no podría agotarlas, gestarlas.
–Éste no es un jardín cualquiera –dice Henry en Louveciennes–. Es mis-
terioso, sugestivo. En un libro chino se habla de un jardín celestial, un
reino suspendido entre el cielo y la tierra; es éste.
Todo esto está presidido por la feliz probabilidad de que se publique su
libro Trópico de Capricornio. Cuando estoy sola lo oigo hablar. Como la
serpiente de Lawrence, su pensamiento procede de las entrañas de la
tierra. Alguien lo ha comparado con un pintor que era conocido como el
«pintor de los coños».

Lo comprendo mucho mejor. Hacia ciertas mujeres, demuestra dureza e


insensibilidad; hacia otras un romanticismo ingenuo. Al principio, June
le pareció un ángel, salido de una sala de baile, y él le ofreció una fe de
tonto (June afirma que en nueve años sólo ha tenido dos amantes, y
hasta ahora él se lo ha creído). En este momento lo veo como un hom-
bre que puede ser esclavizado mediante la magia, un hombre capaz de
creer cualquier cosa de las mujeres. Lo veo escogido por las mujeres
(así ha sucedido con todas las que ha amado seriamente). Son las mu-
jeres las que toman la iniciativa en el contacto sexual. Fue June la que
apoyó la cabeza en su hombro y lo invitó a besarla la noche en que se
conocieron. Su dureza es sólo externa. Pero, como todas las personas
blandas, es capaz de cometer los actos más viles en ciertos momentos,
impulsado por su propia debilidad, lo cual lo convierte en un cobarde.
Abandonaría a una mujer de la más cruel de las maneras porque no es
capaz de enfrentarse a la ruptura de la relación.
También su sensualidad es responsable de actos de la más perversa na-
turaleza. Sólo comprendiendo la violencia de sus instintos es posible
creer que un hombre puede llegar a ser tan despiadado. Su vida fluye a
un ritmo tan torrencial que, como él mismo dijo hablando -de June, sólo
los ángeles o los demonios pueden captar su tempo.

Llevamos tres días separados. Esto no es natural. Habíamos adquirido


pequeños hábitos: dormir juntos, despertar juntos, cantar en el cuarto
de baño, ajustar nuestros gustos y aversiones para armonizarlos. Ape-
tezco muchísimo las pequeñas intimidades; ¿y él?
Experimento una fuerte impresión de vida inimaginable para Hugo y
Eduardo. Tengo los pechos hinchados. Abro las piernas al máximo
cuando hago el amor en lugar de cerrarlas como antes. He disfrutado
tanto succionando que casi he alcanzado el climax. Por fin he eliminado
mi yo infantil.

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Aparto a Hugo de mí, exacerbo sus deseos, su terror a perderme. Le
hablo cínicamente, lo ridiculizo, le señalo a otras mujeres. En mí no hay
lugar para la tristeza ni las lamentaciones. Los hombres me miran y yo
los miro a ellos, sin trabas. No más velos. Quiero más amantes. Ahora
soy insaciable. Cuando lloro, quiero quitarme la tristeza follando.
Henry viene a Louveciennes una calurosa tarde de verano y me cubre
en la mesa y luego encima de la alfombra negra. Se sienta en el borde
de mi cama y parece transfigurado. El hombre disperso, fácilmente
arrastrado, se serena para hablar de su libro. En este momento es un
gran hombre. Yo me maravillo de él. Un momento antes, enardecido
por la bebida, prodigaba sus gracias. Es muy hermoso contemplar el
momento en que cristaliza. Me costó adaptarme a su estado de ánimo.
Hubiera podido pasarme la tarde follando. Pero también me encantaba
nuestra transición hacia una charla trascendente. Nuestras conversa-
ciones son maravillosas, recíprocas, no duelos sino rápidas iluminacio-
nes mutuas. Yo hago que sus pensamientos provisionales tomen cuer-
po, él agranda los míos. Yo le hago detonar, él me hace fluir. Siempre
hay movimiento entre nosotros. Y él agarra. Se apodera de mí como de
una presa.
Estamos tumbados, poniendo sus ideas en orden, decidiendo el lugar
que han de ocupar los incidentes realistas de sus novelas. Su libro se
hincha en mi interior como si fuera mío.

Me fascina la actividad que tiene lugar en su cabeza, las sorpresas, la


curiosidad, el deleite, la amoralidad, la sensibilidad y las maldades. Me
encantó la última carta que me ha escrito: «No esperes que vuelva a
estar cuerdo. Olvidemos la cordura. En Louveciennes fuimos un matri-
monio, no puedes discutírmelo. Me marché con un fragmento de ti pe-
gado a mí; voy por el mundo nadando en un mar de sangre, de tu san-
gre andaluza, destilada y venenosa. Todo lo que hago, digo y pienso
está relacionado con nuestro matrimonio. Te vi dueña y señora de tu
hogar, una mora de rostro gravé, una negra de cuerpo blanco, ojos por
toda la piel, mujer, mujer, mujer. Me parece imposible vivir lejos de ti;
estos intervalos son la muerte. ¿Qué sentiste cuando regresó Hugo?
¿Estaba yo todavía allí? No te imagino moviéndote de aquí para allá con
él como te habías movido conmigo. Las piernas, cerradas. Fragilidad.
Dulce y traicionera aquiescencia. Docilidad de pajarito. Conmigo te hi-
ciste mujer. Yo estaba casi aterrado. Tú no tienes sólo treinta años, tie-
nes mil años.
«He vuelto a casa y todavía ardo de pasión, como el vino humeante. No
es ya una pasión por la carne sino un apetito total de ti, un hambre de-
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voradora. He leído los artículos sobre el suicidio y el asesinato y lo
comprendo todo plenamente. Me siento asesino, suicida.
«Aún te oigo cantar en la cocina... una especie de lamento cubano
inarmónico y monótono. Sé que eres feliz en la cocina y la comida que
estás preparando es la mejor que hemos comido juntos. Sé que te es-
caldarías y no te quejarías. Siento una paz y una alegría inmensas sen-
tado en el comedor oyéndote trajinar, tu vestido, como la diosa Indra,
tachonado de un millar de ojos. Anaïs, antes pensaba que te amaba,
pero no era nada comparado con la certeza que tengo ahora. ¿Ha sido
esto tan maravilloso porque ha sido breve y robado? ¿Actuamos por el
otro para el otro? ¿Era yo menos yo o más yo, y tú menos tú o más tú?
¿Es una locura creer que esto podría continuar? Te estudio para descu-
brir los posibles defectos, los puntos débiles, las zonas peligrosas.. No
encuentro ninguno, ninguno. Eso quiere decir que estoy enamorado,
ciego, ciego, ciego. ¡Ojalá pudiera estar ciego siempre!
«Te imagino poniendo los discos una y otra vez, los discos de Hugo.
Parlez moi d'amour. La doble vida, doble sabor, doble alegría y doble
desdicha. Debes de sentirte agobiada. Lo se pero no puedo hacer nada
por evitarlo. Ojalá fuera yo el que tuviera que soportarlo. Ahora sé que
tienes los ojos bien abiertos: Algunas cosas ya no las creerás, algunos
gestos ya no los repetirás, algunas penas y temores ya no los experi-
mentarás. Una especie de fervor criminal blanco en tu ternura y cruel-
dad. Ni remordimiento ni venganza, ni pena ni culpa. Vivir sin nada que
te salve del abismo más que una gran esperanza, una fe, una alegría
que probaste, que puedes repetir cuando quieras.
«Mientras truena y relampaguea yo permanezco en la cama y tengo
sueños salvajes. Estamos en Sevilla, luego en Fez, luego en Capri y
luego en La Habana. Estamos de viaje, pero siempre hay una máquina
y libros, tu cuerpo está siempre cerca de mí y tu mirada no cambia
nunca. La gente dice que seremos desgraciados, que nos arrepentire-
mos, pero somos felices, siempre riendo, cantando. Hablamos español,
francés, árabe y turco. Nos admiten en todas partes y siembran nuestro
camino de flores. He dicho que es un sueño alocado pero es un sueño
que quiero vivir. La vida y la literatura combinadas; el amor, la dinamo;
tú, con tu alma de camaleón, me das un millar de amores, anclada
siempre en cualquier tormenta, en casa, en cualquier sitio. Por la ma-
ñana, continuamos donde lo dejamos. Resurrección tras resurrección.
Tú te afirmas y vives la vida rica y variada que deseabas; y cuanto más
te afirmas, más me deseas, más me necesitas. Tu voz se hace más
ronca, más grave, tus ojos más negros, tu sangre más densa, tu cuerpo
más lleno. Un voluptuoso servilismo y una tiránica necesidad. Más cruel
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ahora que antes, consciente y voluntariamente cruel. El insaciable de-
leite de la experiencia...»

Resulta irónico que la experiencia más profunda de mi vida se me pre-


sente cuando lo que ansío no es profundidad sino placer. El sensualismo
me consume. Miro con menos intensidad lo profundo y serio, pero es
eso lo que fascina a Henry, las profundidades que todavía no ha alcan-
zado en el amor.
¿Es éste el momento culminante? Si regresara June en este instante
para dejarnos a Henry y a mí con este sabor de climax, que no volve-
remos a alcanzar, que no puede ser destruido.
–Quiero dejar una cicatriz en el mundo –dijo Henry.
Le escribo lo que siento sobre su libro, y luego: «Nunca habrá oscuridad
porque en ambos hay siempre movimiento, renovación, sorpresas.
Nunca he conocido el estancamiento. Ni siquiera la introspección ha si-
do una experiencia inmóvil... Si esto es así, piensa en lo que encuentro
en ti, que eres una mina de oro. Henry, te amó con una conciencia, un
conocimiento de ti, que te abarca todo con la fuerza de mi mente y mi
imaginación, además de la de mi cuerpo. Te amo de tal manera que
puede regresar June, destruirse nuestro, amor y nada dañará la fusión
que hemos vivido... Pienso en lo que dijiste: "Quiero dejar una cicatriz
en el mundo". Yo te ayudaré. Quiero dejar la cicatriz femenina.»
Hoy seguiría a Henry al fin del mundo. Lo que me detiene es que los
dos estamos sin un céntimo.

Lucidez: en Henry hay una falta de sentimiento (no de pasión ni de


emoción) que delata su énfasis en el sexo y la conversación. Cuando
habla de otras mujeres, lo que recuerda de ellas son sus defectos, sus
características sensuales o sus disputas. El resto está ausente o sobre-
entendido. Todavía no lo sé. Los sentimientos son trabas. No hay que
adorar a Henry como ser humano sino como genio-monstruo. Puede ser
blando de corazón, pero sólo indiscriminadamente. Movido por la gene-
rosidad, le regaló a Paulette el par de medias que yo me había dejado
en su cajón, el mejor par que tenía, mientras yo llevaba otras remen-
dadas para poder ahorrar y comprarle regalos a él. El dinero que le
mandé desde Austria para que se lo gastara en una mujer, se lo gastó
en comprarme discos. Y robó quinientos francos del legado que le dejó
Osborn a su novia cuando se marchó a América. Le da a mi perro la mi-
tad del bistec y se guarda el cambio excesivo que le ha dado un taxista
por equivocación. Estos repentinos actos de insensibilidad, que también
aparecen en June, me dejan perpleja y supongo que también debo de
162
ser víctima de ellos, aunque Henry jura que no podría actuar así conmi-
go. Y hasta ahora en su tratamiento no veo otra cosa que suprema deli-
cadeza. No ha dudado en soltar verdades crueles (es perfectamente
consciente de mis defectos), pero al mismo tiempo sucumbe al embru-
jo, a la blandura. ¿Por qué confío tanto en él, creo en él y no le tengo
miedo? Quizás es el mismo error que cometió Hugo confiando en mí.

Anhelo a Henry, sólo a Henry. Quiero vivir con él, ser libre con él, sufrir
con él. Algunas frases de sus cartas me obsesionan. Sin embargo, ten-
go dudas sobre nuestro amor. Temo mi impetuosidad. Todo está en pe-
ligro. Todo lo que he creado. Sigo a Henry el escritor con toda mi alma
de escritora, entro en sus sentimientos mientras vaga por las calles,
comparto sus curiosidades, sus deseos, sus putas, pienso sus pensa-
mientos. Todo en nosotros está unido en matrimonio.
Henry, no me mientes; eres todo lo que creo que eres. No me engañes.
Mi amor es demasiado nuevo, demasiado absoluto, demasiado profun-
do.

Esta noche, mientras Hugo y yo bajábamos desde la cima de la colina,


he visto París envuelta en una neblina de calor. París. Henry. No he
pensado en él como hombre sino como vida.
Perversamente, le he dicho a Hugo «Hace un calor terrible. ¿No po-
dríamos invitar a Fred, Henry y Paulette a pasar la noche en casa?»
Ello se debía a que esta mañana he recibido las primeras páginas de su
nuevo libro, unas páginas estupendas. Ahora es cuando está escribien-
do mejor, enfebrecido pero coherente. Cada palabra, da en el clavo. Es-
tá entero y fuerte como nunca lo ha estado. Quiero respirar su presen-
cia unas horas, darle de comer, refrescarle, llenarlo de esa emanación
de tierra y árboles que enardece su sangre. Dios mío, es como vivir un
orgasmo continuo, sólo interrumpido por pequeñas pausas entre arre-
batos.
Quiero que Henry sepa esto: soy capaz de subordinar los celos de mu-
jer a la apasionada devoción por el escritor. Siento una orgullosa servi-
dumbre. En sus escritos hay un esplendor que transfigura todo lo que
toca.
Anoche Henry y Hugo se defendieron mutuamente, se admiraron mu-
tuamente. Floreció la generosidad de Hugo. Una vez en nuestro dormi-
torio le compensé por ello. Durante el desayuno, que tomamos en el
jardín, leyó las últimas páginas de Henry. Su entusiasmo se inflamó. Yo
aproveché la ocasión para proponer que le abriéramos nuestra casa, a
él, el gran escritor. Mientras me cogía la mano, sopesando mis tranqui-
163
lizadoras palabras –«Henry me interesa como escritor, nada más»–
consintió en todo lo que yo quería. Salí a la verja a despedirlo. Es feliz
sólo con sentirse amado, y yo estoy asombrada ante mis propias menti-
ras, mi fingimiento.

No salí indemne del infierno de la visita de Henry. El desarrollo, de esos


dos días fue intrincado. Justo cuando yo empezaba a actuar como June,
«capaz de adoración, devoción, y también de la mayor sensibilidad para
obtener lo que quiere», como había dicho Henry, él se puso sentimen-
tal.
Fue después que Hugo se marchara a trabajar. «Es tan sensible que no
deberíamos hacerle daño a un hombre así», dijo Henry. Ello levantó una
tormenta en mí. Abandoné la mesa y me fui a mi dormitorio. Vino a
verme llorar, con lo cual demostraba sensibilidad, y se alegró de ello.
Pero yo me puse tensa, venenosa.
Cuando Hugo regresó aquella noche, Henry empezó de nuevo a escu-
charlo atentamente, a hablar en su lengua, gravemente, ponderada-
mente. Estábamos los tres en el jardín.
Al principio nuestra charla era inconexa, hasta que Henry comenzó a
hacer preguntas sobre psicología. (En algún momento del día, segura-
mente llevada por los celos de June, había dicho algo que lo había
puesto celoso de Allendy.) Todo lo que yo había leído el año anterior,
todo lo que había hablado con Allendy y mis propias reflexiones sobre el
tema, todo, brotó de mí con sorprendente energía y claridad.
De pronto, Henry me interrumpió y dijo:
–No me fío ni de las ideas de Allendy ni de lo que pienses tú, Anaïs. Só-
lo lo he visto una vez, pero es un bruto, un hombre sensual, letárgico,
con un fondo de fanatismo en los ojos. Y tú... tú me explicas las cosas
de una manera tan clara y tan bonita... tan transparente, que todo pa-
rece sencillo y cierto. Eres muy avispada, muy lista. No me fío de tu in-
teligencia. Haces que todo encaje maravillosamente, cada cosa en su
sitio, resulta de una claridad convincente, demasiado convincente. Y en-
tre tanto, ¿dónde estás? No te encuentras en la clara superficie de tus
ideas, sino que ya te has sumergido a más profundidad, a regiones más
oscuras, para que los demás piensen que les has dado todos tus pen-
samientos, imaginen que te has entregado en esa claridad. Pero hay
capas y más capas... no tienes fondo, eres insondable. Tu claridad es
engañosa. Eres el pensador que despierta más confusión en mí, más
dudas, más inquietud.
Éste es el esquema de su ataque. Lo expuso con extraordinaria irrita-
ción y vehemencia. Y Hugo añadió con calma:
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–Parece que te ofrece una estructura perfecta y que luego se escabulle
y se ríe de ti.
–Exactamente –dijo Henry.
Me eché a reír. Me di cuenta de que la suma total de sus críticas era ha-
lagadora y me alegraba de haberlo irritado y confundido, pero entonces
me invadió la amargura al pensar en la posibilidad de que, de pronto,
se pusiera en contra mía. Sí, la guerra era inevitable. Hugo y él conti-
nuaban hablando mientras yo trataba de rehacerme. Fue demasiado
inesperado para mí. También la admiración de Henry hacia Hugo era
sorprendente, después de todo lo que había dicho.
Recuerdo que pensé: «Ahora las dos mentes lentas, el pesado alemán y
el discreto escocés, se han solidarizado contra mi agudeza.» Bueno,
pues seré más aguda y más traicionera. Henry se identifica con Hugo,
el marido, como yo me identifico con June. June y yo hubiéramos flage-
lado a los dos hombres con placer.

¡Menuda noche! ¿Cómo puede una dormirse emponzoñada, anegada de


lágrimas, todavía humeante de rabia? Adelante, Henry, compadécete de
Hugo porque voy a engañarlo un centenar de veces. Engañaría al hom-
bre más grande y bueno de la tierra. El ideal de fidelidad es una broma.
Recuerda lo que te he enseñado esta noche: la psicología pretende es-
tablecer las bases de la vida no en ideales sino en la sinceridad con uno
mismo. Pega, pega todo lo que quieras. Yo devolveré los golpes.
Me dormí llena de odio y de amor por Henry. Luego Hugo me despertó
con caricias tratando de hacerme el amor. Medio dormida, lo aparté de
mí, sin sentimientos. Luego busqué excusas.
Al día siguiente me desperté pesada, irritable. Henry estaba sentado en
el jardín. Se había quedado para hablar. Le preocupaba la noche ante-
rior. Yo no hice más que escuchar. Me dijo que había actuado como
siempre, diciendo cosas que no creía. «¿Que no creías?», repetí. Sí, se
había dejado llevar por su intención de disimular el amor que siente por
mí. No admiraba a Hugo tanto como había dicho, ni mucho menos. La
verdad era que mi diatriba le había hecho perder la cabeza. Quería
abrazarme. No me había visto nunca ir hasta el fondo de una cuestión
de aquella manera. Para él la mayor parte de mis pensamientos eran
taquigráficos. Había luchado contra la admiración, los celos de Allendy,
así como contra un odio perverso hacia la persona capaz de decirle algo
nuevo. Le había abierto nuevos mundos.
Se me ocurrió que podía estar fingiendo, una comedia tras otra, que
ahora, no sé por qué motivo, estaba jugando conmigo. Se lo dije. Y él
me contestó con calma;
165
–Pongo a Dios por testigo, Anaïs; no te he mentido nunca. No es culpa
mía si no me crees.
Su explicación me pareció floja. ¿Qué necesidad tenía de disimular? Yo
me ocupaba de la ceguera de Hugo. ¿No era más bien que le gustaban
las dificultades, que nuestra última semana de interpenetración, armo-
nía y confianza, ahora despertaba su usual ansia perversa de discordia?
–No, Anaïs, no quiero guerra, pero he perdido la confianza. Dijiste que
Allendy... –Ay, Allendy. Así que lo había herido, lo había provocado. Los
celos lo inspiraban.
–No te voy a privar del placer que encuentras en los celos respondiendo
a tus preguntas –le dije.
Entonces dijo una cosa que me emocionó:
–Lo que quiere un hombre [¡lo que quiere un hombre!] es creer que
una mujer es capaz de amarlo tanto que ningún otro hombre puede in-
teresarle. Sé que es imposible. Sé que cada alegría lleva consigo su
propia tragedia. –Entonces, ¿podríamos abrirnos de nuevo? ¿Si éramos
sinceros?
–Oye –dije torpemente, lo que quiere un hombre es lo que te he dado
yo hasta ahora, con un absolutismo que tú no eras siquiera capaz de
imaginar.
–Es maravilloso –dijo, con mucha ternura, aturdido. Nuestro primer
duelo había tocado a su fin.

En todo esto había una gran irracionalidad. Más en sus explicaciones


que en sus acciones iniciales. ¿Era realmente una escena de celos o la
primera expresión de su inestabilidad en las relaciones humanas, su
irresponsabilidad? Por una vez, me hallo ante una naturaleza más com-
plicada que la mía. Puede ser que nos hayamos vuelto más interesantes
para el otro a costa de la confianza. Él se alegra de haberme visto emi-
tir toda la gama de sonidos, como un instrumento. Humanamente, he
perdido algo. Fe, quizás. En lugar de abrirme ciegamente a él, recurro
al ingenio.
Luego se le saltan las lágrimas mientras me cuenta que su padre pasa
hambre, pero a mí no me conmueve. Daría cualquier cosa por saber si
le ha mandado a su padre algo del dinero que le he dado yo, pasando
hambre para hacerlo. Lo único que necesito saber es: ¿Es capaz de
mentirme? Yo le he amado y mentido a la vez. Me veo envuelta en
mentiras que aparentemente no penetran en mi alma, como si fueran
ajenas a mí. Son disfraces. Cuando amaba a Henry, como lo amé esos
cuatro días, lo hacía con un cuerpo desnudo que se había deshecho de
sus disfraces y olvidado de sus mentiras. Tal vez a Henry no le ocurra
166
igual. Pero el amor, en todo esto, tiembla como una lanza en una duna.
Mentir, naturalmente, es engendrar locura. En cuanto entro en la ca-
verna de mis mentiras, caigo en la oscuridad.

No he tenido tiempo de anotar las mentiras. Quiero empezar. Supongo


que no deseaba ni verlas. Si la unidad es imposible para el escritor, que
es un «mar de protoplasma espiritual, capaz de fluir en todas direccio-
nes, de engullir todo objeto que encuentre en su camino, de introducir-
se por todas las grietas, de llenar todos los moldes», como dijo Aldous
Huxley en Contrapunto, al menos es posible la verdad, o la sinceridad
sobre las insinceridades de uno. Es cierto, como dijo Allendy, que enri-
quezco con sentimientos reales lo que mi mente engendra ficticiamen-
te, y, de buena fe, me dejo convencer por mis propias invenciones. Me
llamó «le plus sympathique» de los insinceros. Sí, soy el más noble de
los hipócritas. Mis motivos, según revela el psicoanálisis, poseen el me-
nor grado posible de malevolencia. No permito que mi amante duerma
en la cama de mi marido con intención de herir a nadie. Es porque ca-
rezco de sentido de lo sagrado. Si el propio Henry hubiera sido más va-
liente, le hubiera dado a Hugo una poción somnífera durante su visita
para poder dormir con él. Sin embargo, fue demasiado tímido para ro-
bar un beso. Hasta que Hugo se hubo marchado no me tendió sobre las
hojas de hiedra de la parte trasera del jardín.

Una vez pasé cuatro días con un apasionado amante humano. Ese día
me folló un caníbal. Yo yacía exhalando sentimientos humanos, y en
ese preciso momento supe que era inhumano. El escritor está revestido
de su humanidad, pero no es más que un disfraz.
Lo que había dicho la noche anterior de la sinceridad, de la dependencia
mutua, del flujo de confianza que es imposible de establecer hasta con
el ser amado, había dado en el blanco.
Quizá mi deseo de preservar la magnificencia de esos cuatro días que
pasé con Henry es un esfuerzo inútil. Tal vez, como Proust, soy incapaz
de moverme. Elijo un punto del espacio y doy vueltas alrededor de él,
como durante dos años di vueltas alrededor de John. El movimiento de
Henry es un martilleo constante para producir chispas, a despecho de
las mutilaciones que acarrea.
Más tarde le pregunté:
–¿Cuando vuelven tus sentimientos por June, alteran, aunque sólo sea
un momento, nuestra relación? ¿Se interrumpe nuestra conexión? ¿Re-
gresan tus sentimientos a un amor fundamental, o fluyen en dos direc-
ciones? Henry dijo que era un flujo doble, que llevaba en la cabeza una
167
carta a June: «Quiero que regreses, pero has de saber que amo a
Anaïs. Tienes que aceptarlo.»

La desavenencia entre el cuerpo de Hugo y el mío me va a volver loca.


Sus constantes caricias me resultan intolerables. Hasta ahora podía im-
permeabilizarme, hallar un placer tierno en su proximidad. Pero hoy es
como vivir con un extraño. No soporto que se siente cerca de mí, que
me pase la mano por las piernas, que me toque el pecho. Esta mañana,
cuando me ha tocado, me he apartado de un salto enfurecida. Él estaba
muy desconcertado. No aguanto su deseo. Quiero huir. Mi cuerpo está
muerto para él. ¿Qué va a ser de mi vida? ¿Cómo voy a seguir fingien-
do? Mis excusas son fútiles, débiles: malestar, mal humor. Son menti-
ras transparentes. Le haré daño. ¡Cómo ansío la libertad!
Durante la siesta, Hugo ha tratado de poseerme de nuevo. He cerrado
los ojos y lo he permitido, pero sin placer. Si bien es cierto que este
año he alcanzado nuevas alturas de placer, también es verdad que nun-
ca me había sumergido en profundidades tan negras. Esta noche tengo
miedo de mí misma. Podría abandonar a Hugo en este preciso instante
para convertirme en un desecho. Me vendería, me drogaría, moriría con
voluptuoso placer.
–Dime algo de ti mismo que no sepa, dime algo nuevo –le dije a Hugo,
que presumía de estar un poco borracho–. ¿No tienes nada que confe-
sar? ¿Y no podrías inventarte algo?
No comprendió lo que quería decir. Y tampoco lo comprendió cuando
me alejé de un salto de sus caricias. Bendita fe. Para que se rían de
uno, lo utilicen a uno. ¿Por qué no eres más avispado, menos crédulo?
¿Por qué no me devuelves los golpes, por que no tienes aberraciones,
pasiones; comedias que representar, crueldad?

Hoy, mientras, trabajaba, me he dado cuenta de que le he revelado a


Henry muchas de mis ideas sobre June y ahora las está utilizando. Me
siento despojada y él lo sabe, porque me escribe que se ve como un la-
drón. ¿Qué podía hacer yo? Escribir como una mujer y sólo como una
mujer. He trabajado toda la mañana y he seguido sintiéndome pletóri-
ca.
Lo que Henry me ha pedido es intolerable. No solamente tengo que
contentarme con un amor a medias, sino que tengo que alimentar su
concepción de June, así como su libro. A medida que me llega cada pá-
gina, y le va haciendo cada vez más justicia, me convenzo más de que
se ha apoderado de mi visión. Desde luego, ninguna mujer ha pedido
nunca tanto. Henry no se lo pediría a la primitiva June. Está poniendo a
168
prueba mi coraje hasta el límite. ¿Cómo puedo salir de esta pesadilla?
Henry me ha observado esperando ver mi primera debilidad, el primer
asomo de celos, y lo ha visto y se ha deleitado en él. Por ser una mujer
que comprende, se me pide que lo comprenda todo, que lo acepte todo.
Exigiré una compensación. Quiero un millón de días como los cuatro
que pasé con Henry, y voy a conseguirlos aunque no sean con él. De-
volveré a Henry y June uno a otro, me lavaré las manos de todos los
papeles sobrehumanos.
No se aprende a sufrir menos sino a esquivar el dolor. Como medio de
evasión, comencé a pensar en Allendy. Sus ideas han estado detrás de
muchos de mis actos. Es él el que me ha enseñado que puede enten-
derme más de un hombre, que aferrarse a una persona es señal de de-
bilidad, que sufrir es innecesario. Creo que mis sentimientos por él cris-
talizaron cuando Henry lo describió aquella noche en el jardín. Lo califi-
có de hombre sensual. Recuerdo con claridad el aspecto que tenía en la
última sesión. Entonces yo estaba demasiado llena de Henry para dar-
me cuenta. El otro día le escribí a Allendy una carta de agradecimiento
y la terminé adjuntando una copia parcial de una carta de Henry. Enca-
jaba perfectamente con lo que le decía yo y demostraba lo que, psicoa-
nalíticamente, podía considerar un éxito. Pero lo cierto es que esperaba
ponerlo celoso.

Lo que he encontrado en Henry es único, no puede repetirse. Pero hay


otras experiencias que vivir. Sin embargo, esta noche estaba pensando
cómo mejorar su último libro, cómo fortalecerlo, cómo darle seguridad.
Pero él también me ha fortalecido a mí; ahora tengo fuerza suficiente
para pasarme sin él, si es necesario. No soy esclava de una maldición
infantil. El mito que he buscado para volver a vivir la tragedia de mi in-
fancia ha sido aniquilado. Quiero un amor completo e igualitario. Voy a
huir de Henry tan activamente como pueda.
Vino ayer. Un Henry serio y fatigado. Tenía que venir, dijo. Llevaba va-
rias noches sin dormir, enfrascado en el libro. Olvidé mis penas. Henry
está cansado. Él y su libro han de ser alimentados.
–¿Qué quieres, Henry? Túmbate en el sofá. Toma un poco de vino. Sí,
he estado trabajando en esta habitación. No me beses ahora. Comere-
mos en el jardín. Sí, tengo mucho que contarte, pero todo debe espe-
rar. Estoy retrasándolo todo deliberadamente porque puede obstaculi-
zar el desarrollo de tu libro. Todo puede esperar.
Entonces, Henry, pálido, intenso, los ojos muy azules, dijo:
–He venido a decirte que mientras trabajaba en el libro me he dado
cuenta de que todo lo que había entre June y yo murió hace tres o cua-
169
tro años. Que lo que vivimos la última vez que estuvo aquí no fue más
que una continuación automática, como una costumbre, como una pro-
longación de un impulso que no puede detenerse. Naturalmente, fue
una experiencia tremenda, la mayor revuelta. Por eso escribo con tanto
frenesí sobre ello. Pero lo que escribo es el canto del cisne. Has de dife-
renciar entre la evocación del pasado que hace el escritor y sus senti-
mientos actuales. Te amo, te lo aseguro. Quiero que vengas conmigo a
España, con cualquier pretexto, unos meses. Sueño con poder trabajar
juntos. Quiero que estés cerca de mí hasta que las cosas se arreglen de
modo que pueda protegerte del todo. June me ha enseñado una amar-
ga lección. June y tú no podéis medrar en la miseria, las penalidades.
No es vuestro elemento. Ambas sois demasiado importantes. No te lo
voy a pedir. –Yo estaba aturdida–. Desde luego –añadió–, yo he tenido
que vivir todo eso, pero precisamente porque lo he vivido, he terminado
y puedo experimentar un nuevo tipo de amor. Me siento más fuerte que
June, pero si regresa podemos volver a empezar por una especie de fa-
tal necesidad. Lo que quiero es que me salves de June. No quiero que
vuelva a hundirme, a humillarme, a destruirme. Sé lo suficiente para
saber que quiero romper con ella. Temo su regreso, la destrucción de
mi obra. Reconozco que he absorbido tu tiempo y tu atención, te he
preocupado, herido, incluso; que los problemas de otras personas tam-
bién recaen sobre ti; que se te pide que resuelvas problemas, que ayu-
des. Y al mismo tiempo está tu obra, más profunda y mejor que la de
cualquiera, y a nadie le importa un comino, nadie te ayuda.
–Pero Henry, a ti sí qué te importa un comino –dije riendo–, y, además,
puedo esperar. Eres tú el que está retrasado y necesita ponerse al día.
Le conté un poco de la tormenta por la que había pasado yo los últimos
días. Me sentía como un condenado a muerte súbitamente amnistiado.
Parecía que ya no importaba con qué frecuencia June recuperara a
Henry. En aquel momento él y yo estábamos casados indisolublemente.
La fusión de cuerpos que siguió fue casi accidental, por primera vez na-
da más que un símbolo, un gesto, una fusión tan sutil que daba la im-
presión de que se producía en el espacio, y que los movimientos del
cuerpo tenían lugar a un ritmo más lento.

He escrito treinta páginas sobre June en un estilo intenso e imaginativo,


lo mejor que he hecho hasta ahora. Es bueno ver que los experimentos
de laboratorio culminan en una explosión lírica.

Anoche me divertí mucho en el «Grand Guignol»: las convulsiones de


una mujer que yacía desnuda en un sofá de terciopelo negro tentaron
170
mi pasión. Una mujer exuberante se quita el traje. Sentí una tremenda
excitación sexual.
Hugo y yo fuimos también a otra casa donde las mujeres eran más feas
que las del 32 de la rué Brondel. Las paredes de la habitación estaban
cubiertas de espejos. Las mujeres se movían como un rebaño de ani-
males pasivos, de dos en dos, dando vueltas al son de la música del fo-
nógrafo. Yo esperaba mucho de aquel sitio y me parecía imposible que
las mujeres pudieran ser tan feas. En mi cabeza, la danza de las muje-
res desnudas era todavía una orgía bella y voluptuosa. Al ver los pechos
caídos con sus grandes ápices pardos y apergaminados, las piernas
amoratadas, las prominentes barrigas, las sonrisas desdentadas, y la
brutal masa de carne dando vueltas apáticamente, como los caballos de
madera de un tiovivo, quedé profundamente abatida. No sentí siquiera
lástima. Sólo fría observación. Volvemos a ver poses monótonas, y en-
tre tanto, cuando resulta más artificial, las mujeres se besan desapa-
sionadamente, asexuadamente. Caderas, nalgas hundidas, la misteriosa
oscuridad entre las piernas, todo expuesto de una manera tan carente
de sentido que Hugo y yo tardamos dos días en superar la asociación
de mi cuerpo, mis piernas y mis pechos de aquel tropel de animales
dando vueltas. Lo que me gustaría es unirme a ellos una noche, entrar
desnuda en la habitación con ellos, mirar a los hombres y mujeres allí
sentados y ver su reacción cuando aparezco, yo y mi halo de ilusión.

Crueldad para con Eduardo. Después de haber elaborado un plan de


dominación intelectual del dolor, me siento muy cerca de él en el sofá y
le hago leer lo que ha escrito Henry, cosa que no soporta. Dice que es-
toy criando un pequeño gigante. Le veo mirar mis agresivos pechos. Le
veo ponerse pálido y huir precipitadamente en un tren anterior al que
pensaba coger.
Hoy casi me he vuelto loca de deseo de estar con Henry. No puedo es-
tar tres días sin él. Esclavitud gozosa y terrible. ¡Quién fuera hombre
para poder darse satisfacción con toda facilidad, de forma indiscrimina-
da!
He regresado, por caminos tortuosos, a la sencilla máxima de Allendy
que afirma que el amor excluye la pasión y la pasión el amor. La única
vez que el amor de Hugo y mío se convirtió en pasión fue durante las
desesperadas peleas que manteníamos después de nuestro regreso de
Nueva York, y June le ha dado a Henry la máxima pasión en circunstan-
cias similares. Yo podría darle el máximo amor, pero me niego porque
en este momento la pasión me parece más valiosa. Quizás esté ciega a
valores superiores. En mi reconciliación con Henry del otro día había un
171
peligro, el peligro de enamorarse. No sólo debería haber dejado que se
pusiera celoso de Allendy sino haberlo engañado con Allendy. Ello hu-
biera elevado nuestro amor a pasión. Henry cambia hasta su vocabula-
rio cuando me escribe a mí sobre mí; su tono es menos extravagante,
más profundo. Y yo me opongo a este tratamiento porque estoy exalta-
da hasta el paroxismo. Únicamente la pasión me satisface. Sin embar-
go, no puedo actuar según mis anhelos. Allendy me ha hecho cogerles
miedo a los actos premeditados. Mis instintos me llevan a amar una y
otra vez.

Después de un fin de semana largo, Henry me ha llamado para decirme


que no vendrá a verme hasta el miércoles. Yo llevaba todo el día espe-
rándole. Le he dicho que no podría verlo hasta el jueves, que estoy tra-
bajando para Allendy. Quería herirle. Y cuando menciono nuestro pro-
yecto de ir a España, dice: «En estas circunstancias, es mejor no ir.»
Entonces he sabido que solamente me amaba para consolarse de la
pérdida de June, para ayudarse a vivir, por la felicidad que podía pro-
porcionarle. Incluso el viaje a España había sido proyectado para zafar-
se de June, no para estar conmigo. En cuanto regrese Allendy, me en-
tregaré a él.

Hugo ha leído las treinta páginas que tratan de June y ha dicho admira-
do que eran buenas. Nuevamente me pregunto si es que sólo está me-
dio vivo o si simplemente es incapaz de expresarse. Se lo pregunto y lo
ofendo. Hace una declaración notable: «Si éste es tu verdadero yo, el
que estás afirmando, entonces es un yo muy duro.»
Sí. Esta afirmación es el comienzo de June, de otro volcán. Llevo varios
siglos dulcemente dormida y estoy haciendo erupción sin previo aviso.
La dureza que hay en mí, en cantidades inagotables, se fue acumulando
lentamente durante los esfuerzos que hice para dominar la voracidad
de mi ego. Henry también sufrirá. Le he pedido que venga hoy.
Ha venido inmediatamente, en bicicleta, blando y ansioso. Le he dejado
leer una larga carta que escribí con todas las cosas que le había conta-
do al diario. No ha protestado, se ha reído con cierta tristeza. Luego se
ha sentado en el sofá, completamente absorto por el terror a saber con
qué facilidad podría desmoronarse todo. Esperé, extrañada de su refle-
xividad. Finalmente, despertó para decir: «Sólo soy lo que imaginas
que soy.» No sé qué más dijimos. Me di cuenta de cuál era el alcance y
cuáles los límites del amor de Henry, del hecho de que June lo posea
contra su voluntad, igual que a mí, y de que amaba profundamente,
igual que yo a él. Cuando, atormentado, me dijo «necesito saber lo que
172
quieres», yo le dije: «Nada más que esta intimidad. Cuando entre noso-
tros hay armonía puedo soportar mi vida.»
–Me he dado cuenta de que unas vacaciones de unos meses en España
no es solución –dijo–. Y sé que si las hiciéramos no regresarías nunca a
Hugo. Yo no te dejaría regresar.
–No puedo concebir nada más allá de unas vacaciones a causa de Hu-
go. –Nos miramos uno a otro y supimos cuánto estábamos pagando ca-
da uno por su debilidad: él por su esclavitud de la pasión, y yo por mi
esclavitud de la misericordia.

Los días que siguieron fueron únicos, resplandecientes. Charlas y pa-


sión, trabajo y pasión. Lo que he de conservar, de apretar afec-
tuosamente contra mi pecho, son las horas pasadas en esa habitación
del último piso. Henry no podía dejarme. Se quedó dos días, que culmi-
naron en tal explosión de frenesí sexual que mi ardor no se apagó hasta
mucho tiempo después.
He dejado de preocuparme. Me relajo y me limito a amarle. Recibo tan-
to amor de él que justificaría toda mi existencia. Cuando lo nombro tar-
tamudeo. Cada día es un hombre nuevo, con nuevas profundidades y
sensibilidades.

Hoy he recibido una fotografía suya. Me ha producido una extraña sen-


sación ver su boca carnosa, la nariz bestial, los ojos pálidos y fáusticos,
esa mezcla de delicadeza y animalismo, de dureza y sensibilidad. Creo
que he amado al hombre más notable de nuestra era.
Me he pasado la mayor parte de la vida enriqueciendo todo lo posible la
larga espera de los grandes acontecimientos que ahora me llenan tan
completamente que estoy agobiada. Ahora comprendo la aterradora in-
quietud, la trágica sensación de fracaso, la profunda insatisfacción. Es-
peraba. Ésta es la hora de la expansión, de vivir verdaderamente. El
resto fue una preparación. Treinta años de vigilancia angustiada. Y aho-
ra llegan los días para los que he vivido. Y ser consciente de ello, tan
plenamente consciente, es lo que resulta casi insoportable. Los seres
humanos no toleran el conocimiento del futuro. Para mí el conocimiento
del presente resulta igualmente deslumbrante. ¡Ser tan rico, y saberlo!

Anoche Hugo apoyó la cabeza en mis rodillas. Al mirarlo tiernamente,


me dije a mí misma: «¿Cómo puedo revelarle alguna vez que no lo
amo?» Y, lo que es más, me doy cuenta de que no estoy totalmente
absorbida por Henry; Allendy me preocupa; la otra noche me sentí sen-
timentalmente excitada por la presencia de Eduardo. Lo cierto es que
173
soy caprichosa y tengo excitaciones sensuales en muchas direcciones.
El jueves veré a Allendy. Espero ansiosamente este encuentro. En mi
imaginación, he ido con él al restaurante ruso y él me ha venido a ver a
Louveciennes. Henry tiene motivos para estar celoso de Allendy. El pro-
pio Allendy me ha liberado del sentimiento de culpa.

Las últimas páginas que he escrito han impresionado sobremanera a


Henry. ¿Era algo más que brocado, ha preguntado, algo más que un
hermoso lenguaje? A mí me disgustó que no lo comprendiera. Empecé
a explicarlo y él dijo, lo mismo que todo el mundo: «Pues deberías dar
una pista, aproximarte poco a poco; nos lanzas a lo extraño inespera-
damente. Hay que leerlo cien veces.»
–¿Quién va a leerlo cien veces? –dije yo con tristeza, pero entonces
pensé en Ulises y en los estudios que lo acompañan. Sin embargo,
Henry, con su característica minuciosidad, no se detuvo ahí. Empezó a
andar arriba y abajo y a decir apasionadamente que debo volverme
humana y contar historias humanas. Aquí me enfrenté al problema de
toda mi vida. Quería continuar por ese camino abstracto e intenso, pero
¿lo aguantaría alguien? Hugo lo comprendía no intelectualmente, como
poesía; Eduardo como simbolismo. No obstante, para mí, esas frases de
brocado tenían significado. Cuanto más hablaba de mis ideas, más se
entusiasmaba Henry, hasta que empezó a gritar que debería continuar
exactamente en el mismo tono, que estaba haciendo una cosa sin pre-
cedentes. La gente tendría que esforzarse por descifrarme. Él siempre
había sabido que yo haría algo único. Además, dijo, se lo debía al mun-
do. Si no hacía algo bueno merecía la horca, después de nutrir esa obra
con el diario de toda una vida, el exprimidor de naranjas, donde queda-
ban todas las simientes y toda la pulpa.
–¿Cómo voy a volver ahora a Clichy? –dijo de pie junto a la ventana–.
Es como regresar a la cárcel. Aquí es donde uno crece, se expande, ga-
na profundidad. Cómo me gusta esta soledad. Qué enriquecedora es.
Y yo me puse detrás de él, pegada, y le dije: –Quédate, quédate.

Cuando está aquí, Louveciennes es rico, vivo. Mi cuerpo y mi mente vi-


bran continuamente. No sólo soy más mujer sino más escritor, más
pensador, más lector, más todo. Mi amor por él crea una atmósfera en
la que aparece resplandeciente. Está embrujado y no se puede marchar
hasta que lo telefonea Fred para decirle que hay unas personas que
preguntan por él y correo esperando.
Es extraordinario cómo nuestro pensamiento se desenvuelve en temas
opuestos, contrastes y acuerdo fundamental. Desconfía de mi rapidez,
174
me impone un ritmo más lento, y yo me zambullo en su creatividad
como en una riqueza ilimitada. Nuestro trabajo está interrelacionado, es
interdependiente, forma un maridaje. Mi obra es la esposa de su traba-
jo.
Muchas veces Henry se planta en mitad de mi dormitorio y dice:
–Tengo la impresión de que el marido soy yo. Hugo no es más que un
jovencito encantador a quien tenemos mucho afecto.
Cada vez me doy más cuenta de que su vida con June fue una aventura
peligrosa y destructiva. Comprendo que quiera que lo salve de June.
Cuando empieza a hablar de alquilar una casa en Louveciennes y yo di-
go «cuando salga tu libro mandarás a buscar a June y harás esas co-
sas», él sonríe pesaroso y dice que no es eso lo que quiere. Lo sé, o
más bien sé que desearía que June y él pudieran llevar una vida como
la mía y la de Hugo.
Anoche, dado que Henry estaba cansado y necesitaba un momento me-
nos sensual, menos truculento, me embargó una ternura tal que casi
me aproximé a él delante de Hugo y de mi madre para abrazarlo, para
invitarlo a bajar a nuestra cama grande y mullida a descansar. Casi llo-
raba al hablar del amor entre mujeres de la película Jeunes filies en
uniforme.
Luego, delante de mi madre, dijo:
–He de hablar contigo unos minutos. He corregido tu manuscrito. –
Bajamos, nos sentamos en mi cama. Yo quedé muy conmovida por el
trabajo que había hecho. Empezamos a besarnos. Lenguas, manos,
humedad. Yo me mordía los dedos para no gritar. Subí, todavía estre-
mecida, y me puse a hablar con mi madre. Henry me siguió, con aspec-
to de santo y voz cremosa. Yo percibía su presencia hasta en los dedos
de los pies.

Hugo está tocando y cantando como lo hacía en Richmond Hill, torpe y


vacilante. Sus dedos no son hábiles y le tiembla la voz. La tristeza que
experimento al escucharlo demuestra en qué medida sus canciones y su
dulzura han retrocedido para mí a un pasado unido al presente tan sólo
por la continuidad de los recuerdos. Únicamente los recuerdos nos unen
a Hugo y a mí; y mi diario los preserva. Ay, si pudiera dar un salto ade-
lante sin esta tela de araña que me aprisiona.

SEPTIEMBRE 1932

Miro a Allendy a la cara con una fuerza renacida, veo cómo se derriten
175
sus fanáticos ojos azul intenso y percibo la ansiedad de su voz cuando
me pide que regrese pronto. Nos besamos más afectuosamente que la
vez anterior. Henry todavía está entre mí y el pleno disfrute de Allendy,
pero mi malicia es más fuerte. Repito nuestro beso en el espacio, levan-
tando la cabeza hacia él, mientras ando por las calles con la boca abier-
ta a la nueva bebida.
Sus ojos, su boca y la aspereza de su barba permanecen conmigo toda
la noche.
Atormento a Eduardo y provoco sus celos despertando la admiración de
un joven médico cubano cuyos ojos se entretienen eh las líneas de mi
cuerpo. Hemos ido a bailar, Hugo, Eduardo y yo. Eduardo quiere vol-
verme a atraer para destruir mi exuberancia. Es frío, cerrado y malévo-
lo. Durante nuestro baile lucha contra la sinuosidad de mi cuerpo, el ro-
ce de mi mejilla, la voz ronroneante al oído. Ahoga mi alegría con su fu-
ria de ojos verdes, pero luego se siente disgustado. Veo que se le hin-
chan las venas de las sienes. Termina la velada diciendo: «¡Mira lo que
me hiciste hace unos meses!»
Allendy observa que me dejo llevar por la devoradora crueldad de la vi-
da con Henry. El dolor se ha convertido en el sumo placer. Por cada gri-
to de placer en brazos de Henry hay un latigazo de expiación: June y
Hugo, Hugo y June. Qué fervientemente habla ahora Allendy en contra
de Henry, pero sé que no es que sólo trate de mi plan de autodestruc-
ción sino que también habla movido por sus propios celos. Al final del
análisis me doy cuenta de que está profundamente alterado. Yo había
exagerado a propósito. Henry es el hombre más blando y más amable
que existe, incluso más blando que yo, aunque en apariencia seamos
los dos terroristas y amorales. Pero me complace la preocupación de
Allendy por mí. El poder que me ha infundido es peligroso, mucho más
peligroso que mi antigua timidez. Ahora debe protegerme con la efecti-
vidad de su análisis y la fuerza de sus brazos y de su boca.
No creo que los hombres hayan tenido nunca en una sola mujer a la
vez semejante enemigo potencial y semejante amigo real. Estoy llena
de un amor inagotable hacia Hugo, Eduardo, Henry y Allendy. Los celos
que sentía Eduardo anoche eran también celos míos, dolor mío. Lo
acompañé la corta distancia que deseaba andar para despejarse, dijo.
Yo tenía los ojos en blanco y las manos frías. Conozco tan profunda-
mente el dolor que no puedo causarlo. Luego, en casa, Hugo casi se
lanzó sobre mí y yo abrí las piernas pasivamente, como una prostituta,
vacía de sentimientos. Sin embargo, sé que sólo él ama generosa y de-
sinteresadamente.

176
Ayer le dije a Allendy que me encantaría llevar una vida peligrosa con
Henry y entrar en un mundo más difícil y más precario; ser heroica y
hacer grandes sacrificios como June, plenamente consciente de que,
dada mi fragilidad, terminaría en un sanatorio.
–Amas a Henry llevada de una gratitud excesiva, porque te ha hecho
mujer. Estás demasiado agradecida por el amor recibido. Es el precio
que tienes que pagar.
Recuerdo las sacrílegas comuniones de mi infancia, en las cuales recibía
a mi padre en lugar de a Dios, cerrando los ojos y tragando el pan
blanco con arrobados temblores, abrazando a mi padre, comulgando
con él, en una confusión de éxtasis religioso e incestuosa pasión. Lo ha-
cía todo para él. Quería mandarle mi diario. Mi madre me disuadió por-
que podía perderse por el camino. Ay, la hipocresía de mis ojos bajos,
las lagrimas ocultas por la noche, la voluptuosa obsesión secreta con él.
Lo que mejor recuerdo de él en este momento no es la protección o
ternura paternal, sino una expresión de intensidad, un vigor animal que
reconozco en mí misma, una afinidad de temperamentos que adiviné
con una inocente intuición infantil. Una volcánica hambre de vida, eso
es lo que recuerdo, y todavía participo de ella, admirando en secreto
una potencia sensual que niega automáticamente los valores de mi ma-
dre.
He seguido siendo la mujer a quien le gusta el incesto. Todavía cometo
los delitos más incestuosos con un sagrado fervor religioso.

Soy la más corrupta de todas las mujeres porque en mi incesto busco el


refinamiento, el acompañamiento de hermosos cánticos, de música, pa-
ra que todo el mundo crea en mi alma. Con rostro de virgen inmacula-
da, todavía trago a Dios y semen, y mi orgasmo se parece al climax
místico. Hugo quiere a los hombres que amo yo, y les dejo actuar como
hermanos.
Eduardo ha confesado su amor por Allendy. Allendy va a ser mi aman-
te. Ahora mando a Hugo a Allendy a fin de que le enseñe a depender
menos de mí para ser feliz.
Cuando inmolé mi infancia a mi madre, cuando doy todo lo que tengo,
cuando ayudo, comprendo, sirvo, estoy expiando delitos tremendos –
alegrías extrañas e insidiosas, como mi amor por Eduardo, sangre de
mi sangre; por el padre espiritual de Hugo, John; por June, una mujer;
por el esposo de June; por el padre espiritual de Eduardo, Allendy, que
es ahora el guía de Hugo. Sólo me queda acercarme a mi propio padre
y disfrutar plenamente de la experiencia de nuestra identidad sensual,
oír de sus labios las obscenidades, el lenguaje brutal que yo nunca he
177
formulado, pero que me encanta en Henry.
¿Estoy hipnotizada, fascinada por el mal porque carezco de él? ¿O resi-
de en mí una tremenda maldad secreta?

Mi análisis terminó de verdad cuando Allendy me besó la última vez y


yo sentí el nacimiento de una relación personal. Su beso me produjo un
gran placer; una hora después me encontraba en brazos de Henry.
Henry está ahora dormido en mi estudio y yo escribo a unos metros de
distancia sobre el beso de Allendy. Me encantó la grandeza de Allendy,
su boca y su mano en mi garganta. Henry me esperaba luego en la es-
tación. Sé que lo amo y que lo de Allendy es coquetería, un juego agra-
dable que estoy aprendiendo.
Allendy dice que si le diera a Hugo varios golpes, como el de mi deseo
de John, lo despertaría de su letargo, pero no puedo hacerlo, prefiero
ponerlo en manos de Allendy. Despertarlo por medio del dolor... ahí re-
side mi limitación, mi fracaso. Y, secretamente, temo sondear sus limi-
taciones. Temo encontrar un caudal de sentimientos profundos y nada
más. ¿Cuánta mente, cuánta imaginación, cuánta sensualidad hay en
él? ¿Puede ser resucitado o habré de seguir esta carrera de hombre en
hombre? Ahora que me muevo, tengo miedo.
¿A dónde voy?
Veo lo que no me gusta de Allendy: un cierto convencionalismo, un
conservadurismo disimulado. Es una persona de peso ligero, cuando lo
que a mí me gustan son los hombres trágicos, de anchas espaldas, del
mismo modo que Henry dijo que le gustaban las mujeres románticas.
Hoy Allendy ha tratado de no reconocer que estoy curada. Quiere que lo
necesite. Su análisis ha sido menos perfecto en la medida en que ahora
hay un elemento personal en él. He visto cómo se desmoronaba su ob-
jetividad. Me maravilla que este hombre, que está al corriente de lo
peor que hay en mí, se sienta tan fuertemente atraído. Soy una crea-
ción suya.

Henry ha leído el diario de Hugo y le ha parecido el de un lisiado. Em-


pieza a sospechar que yo también era una lisiada cuando me casé con
él.
Cuando lo ha dicho, he ido a buscar el diario de este período, de los
diecinueve años, y se lo he leído. Ha quedado asombrado y contento.
Quería leer más y le he leído la novela que escribí a los veintiún años.
Hugo se había ido de viaje de negocios, y Henry y yo hemos vivido aquí
juntos cinco días, sin ir a París, trabajando, leyendo, paseando. Una
tarde le pedí a Eduardo que viniera. Hablaron de astrología, pero secre-
178
tamente se enfrentaban uno a otro. Henry le dijo a Eduardo que estaba
muerto, que era una estrella fija, mientras que él era un planeta que no
paraba de dar vueltas, de moverse. Eduardo no perdió la compostura y
mantuvo la superioridad gracias a su frialdad, habilidad y cortesía.
Henry se ofuscó y no supo salir airoso. Eduardo estaba a la vez faunes-
co e inspirado. Henry lento y germánico. Me ofreció una sonrisa infini-
tamente conmovedora.

Me alegré de que fuera Henry el que se quedara en Louveciennes, afec-


tuoso, gentil y humano. Estaba de un humor sumiso y desvalido. Nos
sentamos en el jardín. Dijo que le gustaría que lo enterraran allí, que
no lo mandaran a ninguna parte, metamorfosearse en un oso que en-
trara por la ventana de mi habitación cuando alguien me hiciera el
amor. Se transformó en un niño pequeño arrullado por mi ternura.
Nunca lo había visto tan pequeño y frágil. Hay un tremendo contraste
entre el Henry borracho, exaltado, combativo, destructivo, sensual, to-
do instinto, un hombre cuya vitalidad animal seduce y subyuga a las
mujeres, y el Henry sobrio, capaz de sentarse ante una mujer y leerle
libros, hablarle en un tono casi religioso, volverse melancólico, pálido y
venerable. Es una asombrosa transformación. Es capaz de sentarse en
el jardín como un gentil Eduardo de hace quince años y unas horas
después morder ferozmente y pronunciar las palabras más obscenas
mientras nos hallamos convulsos de placer.
Sin embargo, siento una gran ternura cuando regresa Hugo. Quiero
darle alegría, me esfuerzo, y empiezo a responder sinceramente a su
pasión. Recuerdo que una noche en que Henry y yo estábamos tumba-
dos en el sofá de mi estudio se rompió una cuerda de la guitarra de Hu-
go, la más grave, resonante como su voz. Me aterró; era el presagio de
un fin que no deseo.

El lunes fui a ver a Allendy y me negué a ser analizada porque había


empezado a mentirle, y así se lo dije. Así pues, nos sentamos a charlar
y él captó mi hostilidad. Al entrar había eludido su beso. Sentía que es-
taba destruyendo mi relación con Henry; estaba provocando fisuras en
ella. Estaba resentida por la gran influencia que tenía sobre mí, por su
dominación. El respondió con sensatez. De repente sentí nuevos deseos
de obedecerle. Le dije que estaba dispuesta a ser analizada, que no
volvería a mentir, que había exagerado los peligros de mi vuelo con
Henry para ver en qué medida le preocupaba mi vida. Sus extraños
ojos azules me fascinaban. Me levanté y me puse a andar por la habita-
ción como hago siempre con los brazos por detrás de la cabeza. Él alar-
179
gó los suyos.
Tiene un cuerpo grande y arrollador, como el de John. Me abraza con
tal fuerza que casi me ahogo. Su boca no es tan voluptuosa como la de
Henry y no nos comprendemos, pero permanezco en sus brazos. «Te
voy a enseñar a jugar –dice–, a no tomarte el amor tan trágicamente, a
no pagar un precio tan alto por él. Lo has convertido en una cosa de-
masiado dramática e intensa. Ahora será agradable. Siento un fuerte
deseo de ti.» Detestable sensatez. Lo odio. Mientras habla, bajo la ca-
beza y sonrío. Me sacude y me pregunta qué estoy pensando. Lo que
quiero es llorar. Aspiraba a este tipo de relación y ahora la tengo.
Allendy es equilibrado, poderoso, pero lo he disgustado. Primero he he-
cho que me ame para luego traicionar su amor. Si esto es felicidad, no
la quiero. Se da cuenta de mi reacción. «¿Te parece insípido?» Sólo su
cuerpo me fascina.

Allendy es lo desconocido.
Eduardo, a -quien le he contado todo esto, se alegra de que me está
acercando a Allendy. Ambos odian a Henry.
Con todo, esta noche deseo a Henry, mi amor, mi esposo, a quien
pronto voy a traicionar con tanta pena como sentí cuando traicioné a
Hugo. Ansío amar con una entrega total, ser fiel. Me encanta el surco
por el que ha corrido mi amor por Henry, sin embargo, unas fuerzas
diabólicas me apartan de todo surco.
Allendy está ayudando y dando mucha fuerza a Hugo. Está empezando
a quererle porque hay en él cierto elemento de homosexualidad.
Allendy es ahora un dios demonio que dirige todas nuestras vidas. Ano-
che, mientras hablaba Hugo, observé la hábil influencia de Allendy. Me
reí estrepitosamente cuando dijo que Allendy le había dicho que yo ne-
cesitaba ser dominada. Hugo respondió: «Sí, pero eso es sencillo. Anaïs
es latina y por lo tanto dócil.» Allendy debió de sonreír. Luego Hugo lle-
ga a casa y se lanza sobre mí con una nueva furia, y yo disfruto, sí, dis-
fruto. Siento que en este momento tengo la fortuna de contar con tres
hombres maravillosos y de ser capaz de amarlos a los tres.
Supongo que es únicamente un escrúpulo lo que me impide disfrutar de
ellos. Ojalá Allendy fuera más enérgico. Se somete a las mujeres. Le
gusta la agresividad que demuestro en nuestros juegos sexuales. Su
primera experiencia sexual fue pasiva y tuvo lugar a los dieciséis años;
una mujer mayor le hizo el amor.

He ido a verlo con gran impaciencia, temblando unas veces de frío y


otras de fiebre. Hemos abandonado el análisis. Hemos hablado de
180
Eduardo, de Hugo y de astrología. Lo he invitado a venir a verme, pero
cree que todavía no puede debido al análisis de Hugo. Nos hemos reído
de la dominación. Me gusta cómo me acaricia. No hace ninguno de los
gestos obscenos de Henry, sin embargó, percibo al hombre cuyo signo
planetario es el toro. Me gusta cuando nos besamos de pie y yo me
siento pequeña en sus brazos. Él me conoce a mí mejor que yo a él. Su
carácter enigmático me desconcierta. Le dije que confiaba en él ciega-
mente, que deberíamos dejar que las cosas siguieran su curso. Me ne-
gué a analizar. Lo comprendió.

Al salir de su casa me fui al café de la esquina, donde había quedado de


encontrarme con Henry. Antes de ver a Allendy había hablado con
Eduardo. Y con Hugo había quedado a las ocho y media. Cuando vi a
Henry, me pareció un extraño. Detestaba mis propios caprichos.
Ahora he de tener secretos con Henry y ya no puedo confiárselo todo a
Allendy porque somos un hombre y una mujer entre los cuales crece
una pasión. ¡He perdido un padre! No puedo decirle que todavía quiero
a Henry. ¿Debo intentar ser completamente sincera con Henry?

Esta noche Hugo está tocando la guitarra mientras yo escribo y me


atrae hacia él con una nueva violencia, provocada por el análisis. Ha
escrito profusamente en el diario y habla de manera efusiva e intere-
sante, por fin.
Eduardo no cree las confidencias que le hago sobre Allendy. Piensa que
nos hemos confabulado para salvarlo poniéndolo celoso, mi querido ni-
ño enfermo, Eduardo, a quién amaré en cierto modo toda la vida. Los
únicos momentos en que somos felices juntos es cuando retrocedemos
a una esfera mágica de belleza. Él ha borrado nuestras horas sexuales
de su memoria, pero no mi ofensa. Sueña que un día me presentaré
ante él de rodillas para que pueda hacerme sufrir por pavonearme de
Henry delante de él.
Lucha contra mí a ciegas, con furia, reprochándome la noche que fui-
mos a bailar y que traté de obligarlo a estar vivo. Al mismo tiempo, sus
celos son evidentes y le ha enseñado a Allendy una nota en que le digo
que lo amo y siempre lo amaré de una manera extraña y mística.
Corro a Allendy en búsqueda de ayuda porque mi aparente deseo de
Eduardo solamente tenía por objetivo borrar la ofensa que le resulta tan
intolerable. Quería que fuera él el que dijera la última palabra, que pen-
sara que me había rechazado, porque necesita percibir su fuerza. Pero
cuando Allendy me demuestra el amor más tierno y protector posible,
me rebelo contra él. Quiere posponer la intimidad personal por el bien
181
del análisis pues piensa que aún lo necesito. Luchando contra el análi-
sis, demuestro exactamente lo que sospecha: que busco demostracio-
nes extravagantes y apasionadas de amor, no ternura ni protección. Ha
intuido que quiero su amor como un trofeo, no por sí mismo. Sin em-
bargo, en cuanto escribo estas palabras, sé que no son ciertas del todo.
Lo dejo completamente destrozado. Y hoy recibo a mi verdadero amor,
Henry, con gran alegría y ardiente unión. Cómo fulguramos. Luego me
doy cuenta de que sólo soy capaz de amar plenamente cuando tengo
confianza. Estoy segura del amor de Henry, por eso me abandono.
Más tarde Henry me dice, porque está celoso y preocupado, que ha leí-
do que hay unas mujeres histéricas capaces de amar profundamente a
dos o tres hombres a la vez. ¿Es eso lo que soy?

Lo único que consigue el psicoanálisis es hacerle a uno más consciente


de las desgracias de uno. Yo he adquirido un conocimiento claro y ate-
rrador de los peligros que me acechan. No me ha ensenado a reír. Hoy
estoy tan triste como cuando era pequeña. Sólo Henry, el más vital de
todos los hombres, tiene capacidad para hacerme dichosa.

Ha sucedido una escena estupenda con Allendy. Le he llevado dos pági-


nas de «explicaciones» que al principio lo han dejado perplejo. He re-
saltado dos momentos que me apartaron de él: uno es cuando dijo «Y
¿qué será del pobre Hugo si yo actúo impulsivamente? Si descubre que
lo he traicionado, su cura sería imposible.» Escrúpulos, como los escrú-
pulos de John. Yo no los soporto porque a mí me han perjudicado de-
masiado, por eso me gusta la falta de escrúpulos de Henry. Y la de Ju-
ne. Crean un equilibrio que me relaja. Pero, como afirma Allendy, el
equilibrio no hay que buscarlo en asociación con otros; ha de existir en
uno mismo. Debería estar lo suficientemente libre de escrúpulos para
no necesitar que me obnubile la falta de escrúpulos de otros.
Segunda queja: la gran ternura de Allendy, nacida al leer mi diario de
infancia. Odio todo lo que se parezca a la ternura porque me recuerda
cómo me tratan Eduardo y Hugo, lo cual casi me ha destrozado. Aquí
Allendy se ha enfadado porque ha interpretado mal mis palabras. ¿Lo
comparaba con Hugo y Eduardo? He tenido la suficiente presencia de
ánimo, aunque estaba llorando, para decir que era consciente de que
mi reacción deformaba el verdadero sentido de la ternura, que en él no
había debilidad, sino una anormal ansia de agresividad y de seguridad
en mí. Entonces me ha hablado suavemente para explicarme que una
separación de lo erótico y lo sentimental no era solución, que si bien
mis experiencias amorosas anteriores a Henry habían sido un fracaso,
182
una relación meramente erótica no me haría feliz.

Al principio se ha perdido en el laberinto de ramificaciones que yo había


creado. Quería confundirlo, eludir la verdad exacta. Para mi sorpresa,
de repente ha descartado todo lo que yo había dicho y ha declarado:
«La última vez, como yo hablaba con calma de Hugo y de mi trabajo, te
fuiste con la impresión de que te amaba menos. E inmediatamente te
apartaste de mí para no sufrir. Te endureciste. Es la repetición de la
tragedia de tu infancia. Si cuando eras pequeña te hubieran hecho ver
que tu padre tenía que vivir su propia vida, que se veía obligado a
abandonarte, que pese a ello te quería, no habrías sufrido tanto. Y
siempre ocurre lo mismo. Si Hugo tiene mucho trabajo en el Banco,
piensas que te está dejando de lado. Si yo hablo del trabajo, te sientes
ofendida. Créeme, estás muy equivocada. Te quiero de un modo mucho
más profundo y sincero de lo que deseas. Me he dado cuenta de que
todavía necesitas un analista, de que no estás curada. Estaba decidido
a no permitir que la atracción que siento hacia ti interfiriera en tu tra-
tamiento. Si sólo estuviera impaciente por poseerte, pronto te darías
cuenta de que no te estaba haciendo ningún favor. Aspiro a más. Quie-
ro poner fin a este conflicto que te causa tanto dolor.
–Ya no puedes hacer nada más por mí –dije–. Desde que he empezado
a depender de ti me siento más débil que nunca. Te he decepcionado
actuando neuróticamente justo en el momento en que debería haber
demostrado que he asimilado tus enseñanzas. No quiero volver. Consi-
dero que debo irme, trabajar, vivir y olvidarme de todo esto.
–Ésa no es la solución. Esta vez tienes que enfrentarte a todo conmigo.
Yo te ayudaré. De momento he de dejar de lado todo deseo personal y
tú has de olvidar esas dudas. No te dejan ser feliz. Si esta vez puedes
aceptar lo que te digo, que te quiero, que debemos esperar, que debes
darte cuenta de lo ligado que estoy a Hugo y a Eduardo, que en primer
lugar he de terminar mi cometido como médico, antes de complacerme
en nuestra relación personal, tal vez podamos conquistar tu reacción de
una vez para siempre.
Hablaba fervientemente, con justicia. Yo estaba apoyada en el respaldo
de la silla, llorando en silencio, consciente de que tenía razón, destro-
zada, no sólo por la lucha que había llevado a cabo para ganarlo sino
también a causa de la amargura acumulada en todas mis relaciones
desgraciadas.
Cuando me fui me sentía aturdida. Casi me dormí en el tren.

A Henry: «¿Te acuerdas de cuando te dije que no soportaba ni a Allen-


183
dy ni al análisis? Me había hecho llegar a un punto en el que, mediante
un gran esfuerzo de lógica por su parte, había resuelto mi caos, esta-
blecido una estructura. Me puse furiosa de pensar que podían hacerme
encajar en una de esas pocas estructuras fundamentales.»
«Para mí, se convirtió en una cuestión de alterar la estructura, y me
propuse hacerlo con las mentiras más ingeniosas, la representación
más elaborada que he llevado a cabo en mi vida. Usé todo mi talento
para el análisis y la lógica, que él había admitido que tenía en gran me-
dida, mi propia facilidad para dar explicaciones. Como te insinué, no
dudé en jugar con sus propios sentimientos personales, usé cada pizca
del poder de que disponía para crear una ficción, para eludir su teoría,
para complicar y tender velos. Mentí y mentí más cuidadosamente, de
una manera más calculada que June, con toda la fuerza de mi mente.
Ojalá pudiera decirte cómo y por qué... Lo hice todo sin arriesgar nues-
tro amor, fue una batalla de ingenio en la que disfruté mucho. Y ¿sabes
qué? Allendy nos ha ganado, ha descubierto la verdad, lo ha analizado
todo correctamente, ha detectado las mentiras, ha navegado (no diré
alegremente) por toda mi tortuosidad, y finalmente hoy ha demostrado
de nuevo la validez de esas malditas "'estructuras fundamentales" que
explican el comportamiento de todos los seres humanos. Mira lo que te
digo: yo no permitiría jamás que June fuera a verlo, porque simplemen-
te dejaría de existir, porque June es toda ramificaciones de neurosis.
Sería un crimen buscarle una explicación... Y mañana voy a ver a Allen-
dy y empezamos otro drama, o yo empiezo otro drama, con una menti-
ra o una frase, un drama de otro tipo, la lucha por explicar, que en sí
misma ya es suficientemente dramática (¿acaso nuestras charlas sobre
June no son a veces igual de dramáticas que el suceso que estamos
comentando?). No sé qué creer, no he decidido todavía si el análisis
simplifica y desdramatiza nuestra existencia o si es la manera más sutil,
más insidiosa, más magnífica de hacer los dramas más terribles, más
enloquecedores... Lo único que sé es que el drama no está en absoluto
muerto en el llamado laboratorio. Es un juego tan apasionado como pa-
ra ti lo ha sido vivir con June. Y cuando ves al propio analista atrapado
en las corrientes, estás dispuesto a creer que en todas partes hay dra-
ma...»

En mi carta a Henry desvelo las mentiras que le he contado, mentiras


necesarias, la mayoría destinadas a reforzar mi confianza.

OCTUBRE 1932
184
He pasado una noche con mi amado. Sólo le pido que no regrese a
América con June, lo cual demuestra cuánto me importa. Y él me hace
jurar que, pase lo que pase cuando venga June, no dudaré de él ni de
su amor. Es tarea difícil para mí, pero Allendy me ha enseñado a creer,
así que se lo prometo. Luego Henry me ha preguntado:
–Si hoy tuviera medios y te pidiera que vinieras conmigo para siempre,
¿vendrías?
–No podría, por Hugo y por June. Pero si Hugo y June no existieran, me
iría contigo aunque no tuviéramos medios.
Se sorprende: «A veces me he preguntado si no será un juego para ti.»
Pero me ve la cara y se calla. Una noche de conversación clara y apaci-
ble; la sensualidad es casi superflua.

Allendy vigila mi vida. Me ha hipnotizado hasta hacerme caer en una


confiada somnolencia. Quiere que me sienta arrullada por mi felicidad,
que descanse en su amor. Pensando en Hugo (que tiene celos de él),
decidimos que no debo ir a verlo en diez o doce días. También es como
una prueba de mi confianza. De pronto mi enfebrecido deseo de él se
relaja y acepto su nobleza, su seriedad, su abnegación, su preocupación
por mi felicidad, y me siento humilde. Lo que me hace humilde es que
cree que lo amo y me doy cuenta de que le estoy mintiendo. Me revuel-
ve ser capaz de mentirle a un hombre tan grande y tan sincero. No sé
si sabrá mejor que yo a quién quiero o si le estoy engañando, como los
he engañado a todos.
En 1921, cuando todavía me escribía con Eduardo, ya estaba ena-
morada de Hugo. Si Hugo supiera que en La Habana, mientras in-
tercambiábamos cartas de amor, me gustaba Ramiro Collazo. Si Henry
supiera que me encantan los besos de Allendy, y si Allendy supiera có-
mo deseo vivir con Henry...
Allendy cree que mi vida con Henry, la vida inferior, no es sincera, real
ni duradera, mientras que yo sé que encajo perfectamente. «Has atra-
vesado experiencias sombrías, pero estoy convencido de que te has
mantenido pura –dice–. Son curiosidades temporales, un ansia de ex-
periencia.» De cualquier experiencia en que participe, salgo siempre in-
cólume. Todo el mundo cree en mi sinceridad y en mi pureza, incluso
Henry.
Allendy quiere que considere mi amor por Henry como una excursión li-
teraria o dramática y mi amor por él como una expresión de mi verda-
dero yo, mientras que yo creo que es exactamente lo contrario. Perte-
nezco a Henry, en cuerpo y alma; Allendy es mi «experiencia».
185
Constantemente suena la música en nuestra nueva radio. Hugo la escu-
cha mientras contempla beatíficamente los beneficios de la ayuda de
Allendy. El locutor habla en una lengua extraña desde Budapest. Pienso
en las mentiras que le he contado a Allendy y me pregunto por qué
miento. Por ejemplo, me preocupan desmesuradamente los problemas
que tiene Henry con la vista. Si se volviera ciego como Joyce, ¿qué se-
ría de él? «Debería entregarle todo, irme a vivir con él y cuidarlo», me
digo a mí misma. Cuando le cuento a Allendy mi temor, exagero el peli-
gro que corre Henry.

Una tarde con Henry. Empieza diciéndome que nuestra conversación de


la otra noche fue la más profunda e íntima que hemos tenido, que lo ha
cambiado, le ha dado fuerza.
–Ahora veo que huir de June no es solución. Siempre he huido de las
mujeres. Hoy creo que quiero enfrentarme a June y al problema que
representa. Quiero poner a prueba mi propia fortaleza. Anaïs, me has
acostumbrado mal y ahora no me satisface un matrimonio basado sólo
en la pasión. Nunca me había imaginado que fuera posible encontrar en
una mujer lo que tú me has dado, el modo en que hablamos y trabaja-
mos juntos, el modo en que te adaptas, el modo en que encajamos co-
mo una mano y un guante. Contigo me he encontrado a mí mismo. An-
tes vivía con Fred y lo escuchaba, pero nada de lo que decía me llega-
ba, hasta que viví contigo esos pocos días en que Hugo estaba de viaje.
Me doy cuenta de que me has afectado insidiosamente. Apenas lo había
percibido y de repente adquiero conciencia de tu influencia. Tú has he-
cho que todo salga bien.
–Aceptaré a June como un tornado devastador mientras nuestro amor
permanezca bien arraigado.
–¡Estupendo! ¿Sabes que lo que más me angustiaba era que empezaras
a luchar contra June, que yo me encontrara atrapado entre vosotras,
sin saber qué hacer, porque June me paraliza con su salvajismo? Si lo
comprendieras y esperaras... Puede que sea un tornado, pero yo me
pronunciaré de una vez para siempre contra lo que June representa.
Necesito librar esta batalla. Es el gran acontecimiento de toda mi vida.
–Lo comprenderé y no te lo haré más terrible.

Y así estamos, Henry y yo, hablando de manera tal que el final de la


tarde nos sorprende enriquecidos, con ganas de escribir, de vivir.
Cuando nos acostamos, siento tal frenesí que ansío nuestra unión.
Luego nos sentamos a la tenue luz del acuario iridiscente, presos de
una gran agitación. Henry se levanta y empieza a andar por la habita-
186
ción.
–No puedo marcharme, Anaïs. Debería estar aquí. Soy tu esposo. –Yo
quiero abrazarme a él, sujetarlo, encarcelarlo–. Si me quedo un minuto
más –prosigue–, haré una locura.
–Vete de prisa –le digo yo–. Esto es insoportable. –Mientras bajamos
las escaleras huele la cena. Me acerco sus manos al rostro–. Quédate,
Henry, quédate.

–Lo que deseas –dice Allendy– tiene menos valor que lo que has encon-
trado.
Gracias a él, esta noche incluso comprendo que John me amaba a su
manera. Creo en el amor de Henry. Creo que, aunque gane June, Henry
me amará siempre. Lo que más me tienta es enfrentar a June y a
Henry, dejar que nos torture a los dos, amarla, ganarme su amor y el
de Henry. Pienso emplear la valentía que me da Allendy en mayores
planes de auto tortura y autodestrucción.
No me extraña que Henry y yo sacudamos la cabeza ante nuestras si-
militudes: los dos odiamos la felicidad.
Hugo me habla de su sesión con Allendy. Le ha dicho que para él el
amor es ahora como un apetito, que siente deseos de comerme, de
morderme (¡por fin!), y que lo ha hecho. Allendy se ha echado a reír
estrepitosamente y le ha preguntado:
–¿Le ha gustado a ella?
–Es extraño –ha dicho Hugo–, pero parecía que sí.
Al oírlo, Allendy se ha echado a reír todavía más fuerte. No sé por qué
esto ha despertado los celos de Hugo. Le ha dado la impresión de que a
Allendy le complacía aquella charla y que le hubiera gustado morderme
él mismo. Ahora soy yo la que me río estrepitosamente. Hugo continúa,
serio:
–Esto del psicoanálisis es tremendo, pero debe de ser todavía más es-
pantoso cuando hay sentimientos de por medio. ¿Qué pasaría si, por
ejemplo, Allendy se interesara por ti? –Me eché a reír con una risa tan
histérica que Hugo casi se enfadó–. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia
de todo esto?
–Tu agudeza –digo yo–. Desde luego, el psicoanálisis te mete ideas
nuevas y graciosas en la cabeza.
Soy consciente de que con Allendy no hay más que coquetería, coque-
tería y algo de sentimiento. Es un hombre a quien quiero hacer sufrir,
quiero hacerle desvariar, que viva una aventura. Descendiente de na-
vegantes, este hombre sano y corpulento está preso en su cueva de pa-
redes cubiertas de libros. Me gusta verlo de pie en la puerta de su casa,
187
con los ojos luminosos como el mar de Mallorca.

«Proceder desde el sueño hacia afuera...» Cuando oí estas palabras de


Jung por primera vez, me entusiasmaron. Utilicé la idea en las páginas
que escribí sobre June.. Hoy, cuando, se las he repetido a Henry, le han
impresionado mucho. Lleva un tiempo anotando sus sueños para que
los lea yo, acompañados de antecedentes y asociaciones.
Menuda tarde. Tenía tanto frío en casa de Henry que nos hemos metido
en la cama para calentarnos. Luego, charla, montañas de manuscritos,
torres de libros y ríos de vino. (Mientras escribía esto se me ha acerca-
do Hugo… sé ha inclinado y me ha besado. Apenas he tenido tiempo de
volver la página.) Estoy enfebrecida; tiro frenéticamente de los barrotes
de mi prisión. Henry sonrió con tristeza a la hora de marcharme, las
ocho y media. Ahora se da cuenta de que desconocer que es un hombre
de gran valía casi lo ha llevado a la autodestrucción. ¿Dispondré de
tiempo para colocarlo en el tronó? «¿Estás segura de que ya no tienes
frío?», me pregunta arropándome con el abrigo.
La otra noche tropezaba con todo tipo de obstáculos, pues los faros de
los automóviles cegaban sus débiles ojos. Peligro.
Y a la vez empujo a Hugo hacia Allendy, quien no sólo lo salva huma-
namente sino que despierta en él el entusiasmo por la psicología, lo
cual lo hace interesante.
Cuando contemplo cómo habla Henry me doy cuenta de que es su sen-
sualidad lo que amo. Quiero penetrar más en ella, quiero revolcarme en
ella, probarla tan profundamente como él, como June. Esto lo siento
con una especie de desesperación, un secreto resentimiento, como si
Hugo, Allendy e incluso el propio Henry quisieran evitarlo, mientras que
sé que soy yo la que lo impido. Estoy muy enamorada de Henry, de
modo que ¿por qué no disminuye la inquietud, la fiebre, la curiosidad?
Estoy rebosante de energía, de deseos de emprender largos, viajes
(quiero ir a Bali), y anoche, durante el concierto, me sentí como la Mary
Rose de la obra de Barrie, que oye música mientras visita una isla, echa
a andar y desaparece durante veinte años. Tenía la impresión de que
podía salir de casa como una sonámbula, olvidar completamente, como
en aquella habitación de hotel, todos mis vínculos con el mundo, y pe-
netrar en una nueva vida. Cada día hay más exigencias que me privan
de la libertad que necesito, las crecientes demandas de mi cuerpo por
parte de Hugo, las exigencias de Allendy de lo más noble que hay en
mí, el amor de Henry, que me convierte en una esposa sumisa y fiel,
todo esto frente a la aventura a que he de renunciar y sublimar cons-
tantemente. Cuando estoy más profundamente arraigada, siento el más
188
ardiente deseo de desarraigarme.

Después de leer los libros de Allendy, Hugo se ha convencido de que ni


yo amo a Allendy ni él me ama a mí. Es simplemente una atracción mu-
tua nacida del análisis, la intimidad y ciertas corrientes fuertes de sim-
patía.

He pasado una hora en un café con Henry, que ha leído el diario de


1920, cuando tenía diecisiete años, y le ha hecho llorar. Ha leído el pe-
ríodo en que Eduardo no me escribía porque estaba viviendo una expe-
riencia homosexual. Henry ha dicho que quería escribirme una carta por
cada día de decepción, hacer realidad todos mis deseos, compensarme
por cada don que se me había negado antes. Le he dicho qué eso era
exactamente lo que había hecho.
Luego ha escrito lo siguiente sobre mi amor de los diecisiete años: «Y
ella exclama: "Todo mi corazón se regocija con mi ansia de amor." Está
enamorada del amor, pero no como una mera adolescente, no como
una muchacha de diecisiete años, sino como la artista en embrión que
es, la artista que fecundará el mundo con su amor, la que causará su-
frimientos y rivalidades porque ama demasiado...
»En manos de un individuo corriente, el diario puede ser considerado
un mero refugio, un medio de huir de la realidad, el estanque de otro
Narciso, pero Anaïs no permite que caiga en este molde...»
El hombre que ha comprendido esto, que ha escrito estas líneas, de un
sólo golpe acepta el reto de mí amor y descarta la idea del narcisismo.
Estoy tumbada en el sofá releyendo muchas veces la carta de Henry,
con agudo placer, como si él estuviera sobre mí, poseyéndome. Ya no
he de temer amar demasiado.

Anoche, después de beber una botella de «Anjou», Henry habló de su


dificultad en pasar de tratar gentilmente a una mujer a cortejarla. O
bien conversa con ellas, o bien se lanza sobre ellas y ataca ciegamente.
La primera experiencia sexual la tuvo a los dieciséis años en un burdel
y cogió una enfermedad. Luego vino la mujer mayor con quien no se
atrevía a tener relaciones. Cuando ocurrió quedó sorprendido y se pro-
metió a sí mismo no volver a hacerlo. Pero ocurrió y él continuó te-
miendo que no fuera correcto. Anotó el número de veces, con fechas,
como un registro de conquistas. Tremenda exuberancia física, juegos,
trucos, peleas.
Me contó que la otra noche había hablado con una puta. Estaba en un
café leyendo a Keyserling. La mujer se le acercó y, como no era atracti-
189
va, al principio él la rechazó, pero luego le permitió sentarse a su lado y
hablarle: «Me cuesta mucho atraer a los hombres, pero cuando me co-
nocen se dan cuenta de que soy mejor que la mayoría de las putas por-
que me gusta estar con un hombre. Ahora lo que me apetece es meter-
te la mano por los pantalones, sacártela y chupártela.»
Aquella manera tan directa de hablar lo impresionó mucho; dejó en él
la imagen, pero huyó de ella. No comprendía por qué había estado tan
susceptible, cuando un momento antes se encontraba en otro mundo y
ni siquiera le gustaba aquella mujer. Prefiere la agresividad. ¿Era aque-
llo debilidad?, ha preguntado. Yo no lo sabía, pero tengo que aprender
a ser agresiva para complacerlo.
Después de hablar así, encendido, exultante, bailando ante mí, ilus-
trando sus desvaríos y cómo se muerde el culo de una mujer, de repen-
te se quedó callado, pensativo y su rostro cambió profundamente. «Ya
soy demasiado mayor para todo esto», dijo. Y yo, que estaba aplau-
diendo el espectáculo, estuve tentada de decir: «Pues yo no soy dema-
siado mayor. Todavía he de sentirme presa de una locura arrasadora.»

Contemplo el rostro atormentado de Hugo (un período de tormento y


de celos en su análisis) y experimento grandes efusiones de ternura.
Henry dice: «Cuando nos casemos, nos llevaremos a Emilia.» Mientras
subo las escaleras camino de mi «cueva», me mete las manos entre las
piernas.

Me estoy precipitando de nuevo en el caos de June. Lo que busco es a


June, no la sensatez de Allendy, ni tampoco el amor a la agresividad de
Henry. Quiero erotismo, quiero esos sueños húmedos que tengo por las
noches, cuatro días más como los cuatro días de verano que pasé con
Henry en que me tumbaba constantemente en la cama, en la alfombra
o en la hierba. Quiero revolcarme en la sexualidad hasta que se me pa-
se la edad o hasta que esté tan saciada como Henry.

He llegado a Clichy para cenar, bebida y enfebrecida. Henry ha escrito


cosas sobre cosas que había escrito yo. La última página aún está en la
máquina de escribir. He leído estas extraordinarias líneas: «Fue una
presunción por mi parte querer alterar su lenguaje. Si no es inglés, sí
es un lenguaje y cuanto más se convive con él más vital y necesario pa-
rece. Es una violación del lenguaje que corresponde a la violación del
pensamiento y del sentimiento. No era posible escribirlo en un inglés
que podría emplear cualquier escritor capacitado ...Ante todo es el len-
guaje de la modernidad, el lenguaje de los nervios, de las represiones,
190
de los pensamientos larvarios, de los procesos inconscientes, de las
imágenes que no están totalmente divorciada de su contenido onírico;
es el lenguaje del neurótico, del pervertido, "jaspeado y veteado de
verdín", como dijo Gautier refiriéndose al estilo de la decadencia...
«Cuando intento pensar en a quién le debes este estilo, me frustro; no
se me ocurre nadie a quien te parezcas lo más mínimo. Sólo me re-
cuerdas a ti misma...»
Me produjo una gran alegría porque me pareció que Henry había escrito
el paralelo masculino de mi obra. Me senté con él ante la mesa de la
cocina, ebria, balbuceado: «¡Es maravilloso esto que has escrito!» Nos
emborrachamos aún más y follamos hasta el delirio. Luego, en el taxi,
me ha cogido la mano como si sólo hiciera unos días que somos aman-
tes. He llegado a casa con dos frases suyas grabadas en la cabeza:
«sobrecargada de vida» y «saturada de sexo».

Le daré acertijos mayores y más espantosos que resolver que las men-
tiras de June. En nuestra relación hay humanidad y monstruosidad.
Nuestro trabajo, nuestra imaginación literaria, es monstruoso. Nuestro
amor es humano. Me doy cuenta cuándo tiene frío, me preocupa su vis-
ta. Le compro gafas, una lámpara especial, mantas. Pero cuando ha-
blamos y escribimos, ocurre una maravillosa deformación mediante la
cual nos fortalecemos, exageramos, coloreamos, distendemos. Son los
placeres satánicos sólo conocidos por los escritores. Su estilo muscular
y el mío esmaltado se revuelcan y copulan independientemente; pero
cuando lo toco se realiza el milagro humano. Por él fregaría suelos, por
él haría las cosas más humildes y más magníficas. Él piensa en nuestra
boda, que a mí me parece, que nunca se realizará, pero él es el único
hombre con quien me casaría. Juntos somos más grandes. Después de
Henry no volverá a existir esta polaridad. Un futuro sin él es oscuro. No
soy siquiera capaz de imaginármelo.

Allendy ha admitido ante Hugo que mis amistades literarias entrañan


peligro porque juego con la experiencia como un niño y me tomo los
juegos en serio, que mis aventuras literarias me llevan a entornos a los
que no pertenezco. El grande y compasivo Allendy y el fiel y celoso Hu-
go angustiados por la niña que tiene una necesidad tan peligrosa de
amor.
Allendy no se ha tomado en serio mi lado literario-creativo y me sabe
mal que haya simplificado mi naturaleza dejándola en la de pura mujer.
Se ha negado a enturbiar su visión considerando mi imaginación.
La sinceridad absoluta de hombres como Allendy y Hugo es bonita pero
191
carece de interés para mí. No me fascina tanto como las insinceridades
de Henry, su dramatismo, escapadas literarias, experimentos y vilezas.
Cuando Henry y yo nos encontramos en los brazos del otro, cesan to-
dos los juegos, y en ese momento encontramos nuestra integridad bá-
sica. Cuando reanudamos el trabajo, instilamos la imaginación en nues-
tras vidas. Creemos en vivir no como meros seres humanos sino como
creadores, aventureros.
Ese aspecto mío que Allendy desdeña, el lado perturbado, peligroso y
erótico, es precisamente el que toma Henry, al cual responde y el que
colma y expande.
Allendy tiene razón en lo relativo a mi necesidad de amor. No puedo vi-
vir sin amor. El amor es la raíz de mi ser.
Habla para aliviar los ardientes celos de Hugo, quizá para aliviar sus
propias dudas. Su pasión es protectora, compasiva, de modo que su-
braya mi fragilidad, mi ingenuidad; mientras que yo, con un instinto
más profundo, elijo a un hombre que me pide fuerza, que me hace ob-
jeto de enormes exigencias, que no duda de mi valentía ni de mi resis-
tencia, que no me considera ingenua ni inocente, que tiene el valor de
tratarme como a una mujer.

JUNE LLEGO ANOCHE.

Fred me telefoneó para darme la noticia. Me quedé anonadada, aunque


me había imaginado muchas veces la escena. He tenido presente todo
el día que June está en Clichy. No puedo trabajar ni comer recordando
las súplicas de Henry: que espere. Sin embargo, la espera se me hace
insoportable. Trago grandes dosis de somníferos. Salto cada vez que
suena el teléfono. Llamo a Allendy. Es como si me estuviera ahogando.
Henry me llamó ayer y otra vez hoy, grave, agobiado. «June ha venido
de un humor decente. Sumisa y razonable.» Está desarmado. ¿Durará?
¿Cuánto tiempo se quedará June? ¿Qué debo hacer yo? No puedo se-
guir esperando aquí, en esta habitación, frente a frente con el trabajo.
Me duermo con un tremendo dolor. Cuando me despierto a la mañana
siguiente lo noto en la parte de atrás de la cabeza como una piedra. El
amor de Hugo en este momento es tremendo, sobrehumano. También
el de Allendy. Se están peleando por mí. De pequeña casi fallecí por el
amor de mi padre, y me dejé morir psíquicamente por la misma razón,
para atormentar y tiranizar a los que amo, para conseguir sus atencio-
nes. Al darme cuenta de ello me he sobresaltado. Ahora estoy luchando
por superarme.
192
No debería renunciar a Henry simplemente porque June es razonable.
Sin embargo, he de renunciar a él temporalmente, y para ello he de lle-
nar el inmenso vacío que su ausencia crea en mi vida.

Me telefoneó June y al oír su voz no sentí ni dolor ni dicha, ninguna de


Las emociones que esperaba sentir. Vendrá a Louveciennes mañana por
la noche.
Hugo me llevó a casa de Allendy en coche. Pensaba ir a Londres, donde
conocería gente nueva y encontraría la salvación. Cuando vi a Allendy
ya me había hecho con el control de mí misma. Él estaba muy contento
de haberme salvado del masoquismo. Preveía el fin de mi sujeción a
Henry y June. Mientras me besaba las manos continuamente, hablaba
con elocuencia y humanidad. El celoso Allendy contra Henry. Es muy
hábil. Se me ocurrió decir que la gran necesidad que tiene Henry de
mujeres se debe a que es muy hombre, hombre al cien por cien; gloria
a los dioses paganos por que no haya femineidad en él. Pero Allendy di-
jo que es precisamente el hombre sexualmente maduro el que posee
cualidades tiernas e intuitivas. El verdadero macho tiene fuertes instin-
tos protectores, y Henry carece de ellos.
Allendy es un sabio en todo menos en lo que concierne a Henry. El gran
analista está tan celoso que ha llegado a hacer la absurda declaración
de que a lo mejor Henry es un espía alemán.
Quiere que me libere de la necesidad de amor para que lo ame por pro-
pia volición. No quiere qué la necesidad de amor me empuje a sus bra-
zos. No quiere usar su influencia sobre mí para poseerme, cosa que po-
dría hacer. Primero quiere que ande por mi propio pie.
Dijo que a Henry le gusta el poder de un amor como el que le doy yo,
que no volvería a tener un don semejante en toda su vida, que esto ha
ocurrido porque yo no tenía idea de mi propio valor. Esperaba por mi
bien que todo hubiera terminado.
Yo acepté todo esto racionalmente. Confío en Allendy y me siento atraí-
da hacia él. (Sobre todo hoy que he visto la sensual modulación de su
boca, la posibilidad de salvajismo.) Pero en el fondo sentía, como todas
las mujeres, un fuerte amor protector hacia Henry; cuanto más imper-
fecto más necesita ser amado.

Cada vez me siento más fuerte. He telefoneado a Eduardo para ayudar-


le, para apoyarle. He decidido no ir a Londres. No lo necesito. Puedo
enfrentarme a Henry y June. Se ha deshecho el sofocante nudo de do-
lor. No me hace falta apoyarme en cambios externos, en amigos nue-
vos.
193
Todo esto no es más que una fiera defensa contra la pérdida del aman-
te que nunca olvidaré. ¿Qué será de su trabajo, de su felicidad? ¿Qué
hará June de él? Mi amor, Henry, a quien di fuerzas y enseñé a cono-
cerse a sí mismo; hijo mío, creación mía, suave y sumiso en las manos
de una mujer. Allendy dice que no volverá a tener un amor como el
mío, pero yo sé que siempre estaré a su disposición, que el día que Ju-
ne le haga daño yo estaré dispuesta a amarlo de nuevo.

Media noche. June. June y la locura. June y yo en la estación besándo-


nos mientras el tren pasa a toda velocidad junto a nosotras. He ido a
despedirla. Le he pasado el brazo por la cintura. Está temblando.
«Anaïs, soy feliz contigo.» Es ella la que me ofrece la boca.
Durante la velada que pasamos juntas me habló de Henry, de su libro y
de ella misma. Era sincera, o yo soy la mayor idiota que ha existido ja-
más. No puedo evitar creer en nuestro éxtasis. No quiero saber nada,
sólo quiero amarla. Únicamente temo una cosa, que Henry le enseñe la
carta que le mandé y la hiera, la mate.
Me comparó con la maestra de Jeunes filies en uniforme, y a ella con la
alumna que la venera, Manuela. La maestra tenía unos ojos preciosos,
compasivos, pero era fuerte. ¿Por qué quiere June pensar que soy fuer-
te y que ella es una niña apasionada querida por la maestra?
Quiere protección, un refugio del dolor, de una vida demasiado terrible
para ella. Se mira en mí buscando una imagen intacta de sí misma. Me
cuenta la historia completa de sus relaciones con Henry, la otra cara de
la historia. Amó y confió en Henry hasta que él la traicionó. No sólo la
traicionó con mujeres sino que deformó su personalidad. Creó una per-
sona cruel, antes inexistente, hiriendo su yo más tierno y débil. Ella sin-
tió una ausencia de confianza, una gigantesca necesidad de amor, de
fidelidad, y se refugió en Jean, en la lealtad de Jean, en su fe y com-
prensión. Y ahora ha levantado una barrera de mentiras protectoras.
Quiere protegerme contra Henry, crear un nuevo yo inaccesible para él,
invulnerable. Mi fe y mi amor le dan fuerza.
–Henry no tiene suficiente imaginación –dice–. Es falso. Tampoco es su-
ficientemente sencillo. Es él el que me ha hecho complicada, el que me
ha desvitalizado, me ha matado. Ha creado un personaje ficticio que le
haga sufrir tormentos, a quien odiar; para producir ha de cargarse de
odio. No creo en él como escritor. Tiene momentos humanos, natural-
mente, pero es un embaucador. Él es todo lo que dice que soy yo. El
mentiroso, falso, bufonesco y actor es él. Es él el que busca dramas y
crea monstruosidades. Detesta la simplicidad. Es un intelectual. Busca
la simplicidad y luego empieza a distorsionarla, a inventar monstruos.
194
Todo es falso, falso.

Estoy perpleja. Percibo una nueva verdad. No vacilo entre Henry y Ju-
ne, entre sus versiones contradictorias de sí mismos, sino entre dos
verdades que veo con claridad. Creo en la humanidad de Henry, aunque
soy plenamente consciente de la existencia del monstruo literario. Creo
en June, aunque soy consciente de su inocente poder destructivo y de
sus comedias.
Al principio quería luchar contra mí. Temía que creyera la versión de
ella que daba Henry. Quería llegar a Londres en lugar de a París y pe-
dirme que me encontrara allí con ella. Al verme los ojos, volvió a con-
fiar en mí.
Anoche habló de una manera hermosa y coherente. Aireó cruelmente
las debilidades de Henry. Despedazó su sinceridad, su integridad. Des-
pedazó mi protección hacia él. Según ella, no había logrado nada.
«Henry sólo finge comprender para poder luego dar media vuelta y ata-
car, destruir.»

Sólo alcanzaré la verdad a través de mi propia experiencia con cada


uno de ellos. ¿No ha sido Henry más humano conmigo y June más sin-
cera? Yo, que formo parte de la naturaleza de los dos, ¿seré incapaz de
destruir sus poses, de captar su verdadera esencia?
Allendy me ha privado de mi opio; me he vuelto lúcida y cuerda, y sufro
tremendamente por la pérdida de mi vida imaginaria.
También June se ha vuelto cuerda. Ya no está histérica ni confusa.
Cuando hoy me he dado cuenta de este cambio, me he sentido cons-
ternada. Su cordura, su humanidad, eso es lo que quería Henry, y eso
es lo que le ofrece. Ahora ya pueden comunicarse. Yo lo he cambiado,
lo he ablandado y ahora la entiende mejor.
Luego ella y yo nos sentamos juntas, con las rodillas pegadas, y nos
miramos. La única locura es la fiebre que existe entre nosotras. «Sea-
mos cuerdas con Henry, pero entre nosotras seamos insensatas.» Nos
decimos.

Entro en el caos de June y de Henry y descubro que se están volviendo


más claros consigo mismos y entre sí. ¿Y yo? Sufro por la insensatez
que están abandonando, porque hago míos sus enredos, sus insinceri-
dades, sus complejidades. Los alivio en mi imaginación. June puede
volver a privar a Henry de la fe en sí mismo, a confundirlo. Está destru-
yendo su libro. A través de su amor por mí, pretende eliminar la in-
fluencia que ejerzo sobre Henry, apartarme de él, volver a dominarlo,
195
para después dejarlo desposeído y reducido. Para lograrlo, llegará in-
cluso a amarme. Le aconseja con determinación que no publique su li-
bro por la vía que le he abierto yo. Le duele que él haya perdido fe en
su capacidad para ayudarlo. Me doy cuenta de que está usando mis
medios –la razón, la calma– para conseguir la misma destrucción.

Estoy en sus brazos en un taxi. Me aprieta con fuerza contra sí y dice:


«Me estás dando la vida. Me estás dando lo que Henry me ha quitado.»
Y yo me oigo responder con palabras enfebrecidas. Esta escena del taxi
–las rodillas pegadas, las manos entrelazadas, las mejillas juntas– su-
cede aun siendo conscientes de nuestra enemistad fundamental. Esta-
mos enfrentadas. Sin embargo, no puedo hacer nada por Henry. Cuan-
do ella está presente, es demasiado débil, igual que es débil en mis
manos. Mientras le digo que la amo pienso en cómo puedo salvar a
Henry, el niño, ya no el amante, porque su debilidad lo ha convertido
en un niño. Mi cuerpo recuerda a un hombre que ha muerto.
¡Qué juego más soberbio estamos jugando los tres! ¿Quién es el demo-
nio? ¿Quién el mentiroso? ¿Quién el ser humano? ¿Quién el más listo?
¿Quién el más fuerte? ¿Quién el que más ama? ¿Somos tres enormes
egos luchando por la dominación o por el amor, o están mezcladas es-
tas cosas? Siento deseos de proteger tanto a Henry como a June. Les
doy de comer, trabajo para ellos, me sacrifico por ellos. También he de
darles vida porque se destruyen mutuamente. Henry se angustia por-
que vuelva a casa andando desde la estación a media noche después de
ir a despedir a June, y June dice: «Me da miedo tu perfección, tu agu-
deza», y se cobija en mis brazos para empequeñecerse.
Luego recibo una hermosa carta de Henry, la más sincera, debido a su
simplicidad: «Anaïs, gracias a ti esta vez no me está aplastando... No
pierdas la fe en mí, te lo suplico. Te amo más que nunca, de veras, de
veras. Me da rabia tener que poner por escrito lo que me gustaría con-
tarte de las dos primeras noches que he pasado con June, pero cuando
te vea y te lo diga, te darás cuenta de la absoluta sinceridad de mis pa-
labras. Y al mismo tiempo, por extraño que parezca, no me peleo con
June. Es como si tuviera más paciencia, más comprensión y compasión
que antes... Te he echado mucho de menos y he pensado en ti en mo-
mentos en que, Dios me ayude, un hombre cuerdo y normal no debe-
ría... Y, por favor, querida Anaïs, no me digas cosas crueles como me
dijiste por teléfono, que eres feliz por mí; ¿qué quiere decir eso? Ni soy
feliz ni muy infeliz; tengo una sensación de tristeza y melancolía que no
puedo explicar del todo. Te quiero. Si me abandonas ahora, estaré per-
dido. Has de creer en mí por muy difícil que te resulte algunas veces.
196
¿Me preguntas si me gustaría ir a Inglaterra? Anaïs, ¿qué voy a decir?
Que claro que me gustaría ir contigo, me gustaría estar siempre conti-
go. Y te digo esto ahora que June ha venido con la mejor actitud, ahora
que tendría que haber más esperanza que nunca, si yo quisiera que hu-
biera esperanza. Pero como tú en relación a Hugo, me parece que es
demasiado tarde. Yo ya lo he superado. Y ahora, sin duda, he de vivir
una mentira triste y hermosa con ella durante un tiempo que a ti te
causa angustia y a mi un dolor terrible.
»Y tal vez verás en June más cosas que nunca, y estás en tu derecho, y
quizá me odiarás o me despreciarás, pero ¿qué puedo hacer yo? Acepta
a June tal como es; puede significar mucho para ti, pero no permitas
que se interponga entre nosotros. Lo que vosotras dos tengáis que
ofreceros mutuamente no es cosa mía. Te amo, recuérdalo. Y, por fa-
vor, no me castigues evitándome.»

Anoche lloré. Lloré porque el proceso a través del cual me he hecho


mujer ha sido doloroso. Lloré porque he dejado de ser una niña con una
fe ciega de niña. Lloré porque he abierto los ojos a la realidad, al
egoísmo de Henry, al ansia de poder de June, a mi insaciable creativi-
dad, que ha de mezclarse con otros y no se basta a sí misma. Lloré
porque ya no puedo creer y me encanta creer. Todavía soy capaz de
amar apasionadamente, pero sin creer. Eso quiere decir que amo hu-
manamente. Lloré porque de ahora en adelante lloraré menos. Lloré
porque ha desaparecido el dolor y todavía no estoy acostumbrada a su
ausencia.
Henry va a venir esta tarde y mañana salgo con June.

FIN DE “HENRY Y JUNE”

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