Nin Anais - Henry Y June
Nin Anais - Henry Y June
Nin Anais - Henry Y June
Anaïs Nin supo muy pronto que iba a ser escritora. A los siete años fir-
maba sus relatos: «Anaïs Nin, miembro de la Academia Francesa.» En
su francés de colegiala escribió numerosos cuentos y obras de teatro
que brotaban de forma espontánea de su imaginación sumamente dra-
mática, acentuada por su necesidad de controlar a sus dos hermanos
menores. Anaïs descubrió que solamente alcanzaba ese control contán-
doles historias interminables y dándoles papeles en sus producciones
teatrales.
En 1914, a los once años, comenzó el ahora famoso diario como una
serie de cartas a su padre, que había abandonado a la familia. Trataba
al diario como a un confidente y escribió en él casi cada día de su vida,
en francés hasta 1920, y en inglés después. (Los manuscritos, que ocu-
pan unas 35.000 páginas, se hallan en el Departamento de Colecciones
Especiales de la Universidad de California, en Los Angeles.) La disciplina
de escribir un diario sin lectores ni censura confirió a Anaïs, a lo largo
de los años, una habilidad especial para describir sus emociones, que
alcanzó en el período de Henry y June, iniciado en 1931.
Escribió de forma continua, tanto obras de ficción como en el diario, du-
rante cuarenta y cinco años más. La Anaïs del diario y la Anaïs novelista
tenían una relación incómoda. En 1933 escribió en el diario: «Mi libro
(una novela) y mi diario se interponen constantemente el uno en el ca-
mino del otro. Me es imposible divorciarlos ni reconciliarlos. Sin embar-
go, soy más leal a mi diario. Incluyo páginas del diario en el libro, pero
nunca pongo páginas del libro en el diario, lo cual viene a demostrar
una lealtad humana a la autenticidad humana del diario.»
A finales de los años veinte, John Erskine le expresó a Anaïs que su dia-
rio contenía lo mejor que había escrito y ella empezó a darle vueltas a
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la idea de publicar «muchas de sus páginas». En aquel momento hubie-
ra podido publicarse completo, pues no tenía nada que ocultar. Fue a
partir de entonces cuando Anaïs elaboró varios planes de publicación:
transformar el diario en ficción, presentarlo bajo forma de diario con
nombres ficticios, o bien incluir tanto nombres ficticios como reales. Sin
embargo en 1932, año en que inició con Henry Miller lo que iba a con-
vertirse en una búsqueda del amor perfecto que se prolongaría a lo lar-
go de toda su vida, se dio cuenta de que no podría publicar el diario tal
como lo escribía sin herir a su esposo, Hugh Guiler, así como a otros.
Se dedicó, entonces, a publicar sus escritos en ficción.
A mediados de la década de los treinta, tras comprobar que con sus re-
latos y novelas no obtenía sino un reconocimiento limitado a su círculo,
ideó otro método más factible de publicar el diario evitando el riesgo de
herir a los demás. Decidió usar los nombres verdaderos pero, eso sí,
omitiendo todo lo referente a su vida personal, a su marido y a sus
amantes.
Después de leer Henry y June, cualquiera que conozca el primer diario
publicado (1966) se dará cuenta de que se trataba de un ingeniosísimo
recurso. Probablemente, la Anaïs del diario hubiera dado comienzo al
texto inicial en su verdadero inicio, en 1914, mas la Anaïs novelista,
siempre dominante, decidió empezar en 1931, el período más intere-
sante y dramático, justo cuando acababa de conocer a Henry y June Mi-
ller. El presente volumen es un repaso de ese período desde una pers-
pectiva distinta y presenta un material que fue excluido del diario origi-
nal y que nunca ha sido publicado. Era deseo de Anaïs que se contase
toda la historia.
El texto ha sido extraído de los diarios treinta y dos a treinta y seis, ti-
tulados «June», «Los poseídos», «Henry», «Apoteosis y caída», y «Dia-
rio de una poseída», escritos entre octubre de 1931 y octubre de 1932.
Se han elegido los pasajes que se centran en la historia de Anaïs, Henry
y June. Se ha excluido en su mayoría el material aparecido en Diario I
(1931-1934), aunque algunos fragmentos aparecen repetidos con el fin
de que el relato resulte coherente.
Éste fue el período más fecundo de Anaïs en lo que hace referencia al
diario. Sólo en 1932, llenó seis cuadernos. En ellos encontramos sus
primeras experiencias en el género erótico. La puritana muchacha cató-
lica, incapaz de describir en su diario lo que para su mente inocente no
eran sino experiencias salaces de modelo, se enfrentaba ahora a la ne-
cesidad de registrar el despertar de su pasión. Naturalmente, ésta se
vio influida por el estilo y el vocabulario de Henry Miller, pero a la pos-
tre prevalece su propia voz y sus escritos reflejan el frenesí emocional y
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físico de ese trascendental año de su vida. Jamás volvería a ser tan fo-
gosa.
NOVIEMBRE 1931
Nunca hemos sido tan felices ni tan desgraciados. Nuestras peleas son
ominosas, tremendas, violentas. Nuestra furia roza el borde de la locu-
ra; deseamos la muerte. Tengo el rostro arrasado de lágrimas, las ve-
nas de la sien se me hinchan. A Hugo le temblequea la boca. Un sollozo
mío lo arroja de repente a mis brazos, entre lloros. Luego me desea fí-
sicamente. Lloramos y nos besamos y alcanzamos el orgasmo en el
mismo momento. Y un instante después, analizamos y hablamos racio-
nalmente. Se diría la vida de los rusos en El idiota. Se trata de histeria.
En momentos de calma, pienso en la extravagancia de nuestros senti-
mientos. El aburrimiento y la paz se han acabado para siempre.
DICIEMBRE 1931
Creo, bueno, que yo no buscaba más que el placer sin sentimiento. Mas
algo me retiene. Hay algo en mí intocado, inalterado, que me gobierna.
Será preciso hacer que se mueva si he de moverme plenamente. Voy
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pensando en esto en el Metro y me pierdo.
Unos pocos días después me encontré con Henry. Estaba esperando
que llegara el momento de encontrarme con él, como si tal cosa fuera a
resolver algo, y así fue. Al verle, pensé: «He aquí un hombre a quien yo
podría amar.» No tuve miedo.
Luego leo la novela de Drake y descubro un Drake insospechado: ex-
tranjero, desarraigado, fantástico, excéntrico. Un realista exasperado
por la realidad.
Al punto su deseo deja de repelerme. Se ha formado un pequeño nexo
entre dos cuerpos extraños. Respondo a su imaginación con la mía. Su
novela encubre algunos sentimientos. ¿Cómo lo sé? No encajan del todo
en la historia. Están allí porque para él resultan naturales. El nombre
Lawrence Drake también es postizo.
Hay dos modos de llegar a mí, mediante los besos o la imaginación. Pe-
ro existe una jerarquía; los besos por sí solos no bastan. Anoche pensé
en esto después de cerrar el libro de Drake. Sabía que tardaría años en
olvidar a John [Erskine], porque fue él el primero en agitar la fuente se-
creta de mi vida.
El libro no contiene cosa alguna del propio Drake, estoy convencida.
Odia las partes que me gustan a mí. Lo escribió todo objetivamente,
conscientemente, planeando incluso con esmero la fantasía. Aclaramos
este punto al comienzo de mi siguiente visita. Muy bien. Comienzo a
ver las cosas con mayor claridad. Ahora sé por qué el primer día no me
fiaba de él. Sus acciones se hallan desprovistas de sentimiento y de
imaginación. Motivadas por meros hábitos de vida, de aprehensión y de
análisis. Es un saltamontes. Ahora ha saltado a mi vida. Mi sensación
de repugnancia se intensifica. Cuando trata de besarme, lo evito.
Pero al propio tiempo he de admitir que domina la técnica de besar me-
jor que cualquier otro que conozca. Sus gestos dan siempre en el blan-
co, ningún beso yerra. Tiene unas manos diestras. Despierta mi curiosi-
dad por la sensualidad. Siempre me han tentado los placeres descono-
cidos. Al igual que yo, tiene sentido del olfato. Dejo que me inhale, lue-
go me escabullo. Por último permanezco quieta en el sofá, pero cuando
su deseo crece, trato de escapar.. Demasiado tarde. Le digo entonces la
verdad: cosas de mujeres. No parece eso disuadirle.
–No te creas que quiero de esa manera mecánica; hay otros modos.
Se incorpora y se descubre el pene. No entiendo qué pretende. Me obli-
ga a arrodillarme. Me lo acerca a la boca. Yo me levanto como si me
hubieran propinado un latigazo.
Está furioso.
–Ya te he dicho que hacíamos las cosas de modo distinto. Te había avi-
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sado de que era inexperta.
–No me lo creía. Y aún no me lo creo. Es imposible que lo seas, con ese
rostro tan refinado y ese apasionamiento. Me estás gastando una bro-
ma.
Le escucho; el analista que hay en mí siempre puede más, siempre está
de servicio. Empieza a contarme una historia tras otra para demostrar-
me que no aprecio lo que hacen otras mujeres.
Mentalmente le respondo: «No sabes lo que es la sensualidad. Hugo y
yo sí. Está en nosotros, no en tus pervertidas prácticas; está en el sen-
timiento, la pasión, el amor.»
Prosigue hablando. Yo lo observo con mi «refinado rostro». No siente
odio hacia mí porque, por muy repelida que me sienta, por muy enfa-
dada que esté, soy propensa al perdón. Cuando me doy cuenta de que
he dejado que se excite, me parece lo más natural dejar que desfogue
su deseo entre mis piernas. Se lo permito, porque me produce lástima.
Él se da cuenta. Otras mujeres, dice, lo habrían insultado. Comprende
que me produzca lástima su ridícula y humillante necesidad física.
Le estaba en deuda; me había revelado un mundo nuevo. Por vez pri-
mera comprendí las experiencias anormales contra las que me había
prevenido Eduardo. El exotismo y la sensualidad tenían ahora para mí
otro significado.
Nada había escapado a mis ojos, para recordarlo siempre: Drake mi-
rando el pañuelo mojado, ofreciéndome una toalla, calentando agua en
el hornillo de gas.
Le cuento a Hugo casi todo lo que ha pasado, omitiendo mi actividad,
extrayendo el significado que para él y para mí tiene. Lo acepta, como
algo finalizado para siempre. Pasamos una hora en un amor apasiona-
do, sin rencores, sin mal sabor de boca. Una vez acabado, no ha aca-
bado, nos quedamos quietos, abrazados, arrullados por nuestro amor,
por la ternura, una sensualidad de la que participa todo el cuerpo.
La cena fue alegre. Tanto Henry como June tenían mucho apetito. Lue-
go fuimos al «Grand Guignol». En el coche June y yo nos sentamos jun-
tas y charlamos en armonía.
–Cuando Henry te describió –dijo–, olvidó las partes más importantes.
No eras tú en absoluto. –Lo supo de inmediato; nos habíamos entendi-
do mutuamente, habíamos captado cada una los detalles y matices de
la otra.
En el teatro. Cuan difícil es fijarse en Henry cuando ella está allí senta-
da, resplandeciente, con su rostro como de máscara. Descanso. Ella y
yo queremos fumar, Henry y Hugo no. Al salir, menudo revuelo arma-
mos. Le digo:
–Eres la única mujer que ha respondido a las exigencias de mi imagina-
ción.
–Menos mal que me voy –responde–. No tardarán en desenmascarar-
me.
Ante una mujer carezco de recursos. No sé tratar a las mujeres. ¿Dirá
la verdad? No. Me había hablado en el coche de su amiga Jean, la es-
cultora y poetisa.
–Jean tenía un rostro hermosísimo. –Y añade con premura–: No estoy
hablando de una mujer corriente. El rostro de Jean, su belleza, era co-
mo la de un hombre. –Se detiene–. Las manos de Jean eran preciosas,
muy flexibles de tanto manejar el barro. Tenía los dedos afilados. –
¿Qué es este enfado que siento al oír las alabanzas que de las manos
de Jean hace June? ¿Celos? Y su insistencia en que su vida ha estado
llena de hombres y no sabe cómo actuar delante de una mujer. ¡Menti-
rosa!
Mirándome intensamente, dice:
–Pensaba que tenías los ojos azules. Son extraños y hermosos, grises y
dorados, con esas pestañas largas y negras. Eres la mujer más grácil
que he conocido. Cuando andas te deslizas.
Hablamos de los colores que nos gustan. Ella siempre viste de negro y
violeta. Volvemos corriendo a nuestros asientos. Se vuelve constante-
mente hacia mí en lugar de hacia Hugo. Al salir del teatro la cojo del
brazo. Entonces ella pone su mano sobre la mía; las entrelazamos.
–En Montparnasse, el otro día, me dolió oír tu nombre –dice–. No qui-
siera que ningún hombre de poca monta tuviese que ver con tu vida.
Me siento... protectora.
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En el café advierto cenizas bajo la piel de su rostro. Desintegración.
Siento una terrible ansiedad. Siento ganas de abrazarla. Noto cómo re-
trocede hacia la muerte y yo estoy dispuesta a acoger la muerte para
seguirla, para abrazarla. Se muere ante mis ojos. Su belleza provoca-
dora y sombría se apaga. Su extraña, masculina fuerza.
No distingo el sentido de sus palabras. Me fascinan sus ojos y su boca,
esa boca descolorida, mal pintada. ¿Sabe que me siento inmóvil y
prendida, perdida en ella?
Se estremece de frío bajo la ligera capa de terciopelo.
–¿Quieres que comamos juntas antes de que te vayas? –le pregunto.
Le alegra marcharse. Henry la ama de modo imperfecto, brutal. Ha he-
rido su orgullo deseando lo contrario de lo que es ella: mujeres feas,
vulgares, pasivas. No soporta su positivismo, su fuerza. Ahora odio a
Henry, intensamente. Odio a los hombres que temen la fuerza de las
mujeres. Probablemente Jean amaba su fuerza, su poder destructivo.
Porque June es destrucción.
ENERO 1932
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Hugo comienza a comprender. La realidad existe sólo entre él y yo, en
nuestro amor. Todo lo demás, son sueños. Nuestro amor está claro.
Puedo ser fiel. Por la noche me sentí terriblemente feliz.
Pero debo besarla, debo besarla.
Anoche, de haber ella querido, me hubiera sentado en el suelo, con la
cabeza sobre sus rodillas. Mas no quiso. Sin embargo, en la estación,
mientras esperamos el tren, me suplica que le dé la mano. Yo pronun-
cio su nombre. Estamos de pie, una junto a la otra, con los rostros casi
pegados. Le sonrió en tanto se aleja el tren. Me vuelvo.
El jefe de estación quiere venderme números para una rifa benéfica.
Los compro y se los regalo deseándole suerte. Se beneficia de mis de-
seos de regalarle cosas a June, a quien no se le puede regalar cosa al-
guna.
Hablamos un lenguaje secreto, de tonos bajos, tonos altos, matices,
abstracciones, símbolos. Luego regresamos a Hugo y a Henry, llenas de
una incandescencia que los asusta a los dos. Henry está incómodo. Hu-
go triste. ¿Qué es esta poderosa magia a que nos entregamos, June y
yo, cuando estamos juntas? ¡Prodigio! ¡Prodigio! Es ella quien la trae.
Anoche, después de June, llena de June, ver a Hugo leyendo el periódi-
co y oírle hablar de trusts y de un día provechoso se me hacía insopor-
table. Él lo comprendía –es capaz de comprender–, mas le era imposi-
ble compartirlo, hacer suya la incandescencia. Me hacía bromas. Estaba
ocurrente. Estaba adorable y cariñoso, pero yo no podía regresar.
Así pues, permanecí tumbada en el sofá, fumando y pensando en June.
En la estación me había desvanecido.
La intensidad nos está destrozando a las dos. Ella se pone contenta de
marcharse. Es menos condescendiente que yo. Lo que quiere es esca-
par de lo que le ofrece vida. No le gusta mi poder, mientras que a mí
me agrada someterme a ella.
Hoy nos hemos visto media hora para hablar del futuro de Henry y me
ha pedido que le cuidara; luego me ha regalado la pulsera de plata con
la piedra de ojo de gato, teniendo tan pocas posesiones como tiene. Al
principio la he rechazado, pero luego la alegría de llevar su pulsera, una
parte de ella, me ha embargado. La llevo como un símbolo. Para mí es
preciosa.
Hugo la ha visto y ha dicho que no le gustaba. Quería quitármela, para
hacerme enfadar. Yo la he agarrado con todas mis fuerzas mientras él
me estrujaba las manos y he dejado que me hiciera daño. June tenía
miedo de que Henry me pusiera en contra suya. ¿Qué es lo que teme?
–Tenemos un secreto fantástico –le dije–. Yo sólo sé de ti lo que conoz-
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co a través de mí misma. Fe. ¿Qué significa para mí lo que Henry sepa?
Luego me encontré casualmente a Henry en el Banco. Me he dado
cuenta de que me odiaba y me ha extrañado. June había dicho que se
sentía incómodo e intranquilo porque tiene más celos de las mujeres
que de los hombres. June, inevitablemente, siembra locura. Henry, que
me consideraba una persona «poco común», ahora me odia. Hugo, que
odia muy pocas veces, la odia a ella.
Hoy me ha dicho que cuando habla con Henry de mí trata de ser lo más
natural y directa para no dar a entender nada desacostumbrado.
–A Anaïs le aburría su vida, por eso nos acogió –le dijo. A mí me ha pa-
recido cruel. Es lo único desagradable que le he oído decir.
Hugo y yo nos entregamos totalmente el uno al otro. No podemos estar
el uno sin el otro, no soportamos la discordia, la guerra, el alejamiento,
no podemos dar paseos solos, no nos gusta viajar sin el otro. Nos he-
mos entregado a pesar de nuestro individualismo, de nuestra aversión
a la intimidad. Nuestro amor ha absorbido nuestro egocentrismo. Nues-
tro amor es nuestro ego.
No creo que Henry y June hayan conseguido lo mismo, porque tanto el
individualismo del uno como el del otro son demasiado fuertes. Así que
están en guerra; el amor es un conflicto; han de desconfiar uno del
otro.
Aquélla era la otra cara de la fantasía de June. Paseamos por las calles
y toda la ternura de su corazón no pudo calmar el dolor. Me fui a casa y
me acurruqué en los brazos de Hugo.
–He vuelto –le dije, y se puso muy contento.
Pero ayer, a las cuatro, mientras la esperaba en el «American Express»,
el portero me dijo:
–Ha venido esta mañana su amiga y se ha despedido de mí como si no
pensara regresar.
–Pero habíamos quedado de encontrarnos aquí. –Si no volvía a ver a
June acercarse a mí... imposible. Era como la muerte. ¿Qué importaba
todo lo que había pensado el día anterior? Carecía de ética, era irres-
ponsable... ella era así. Y yo no cambiaría su manera de ser. Mi orgullo
para con los asuntos financieros era aristocrático. Era demasiado escru-
pulosa y orgullosa. Yo no cambiaría nada en June que fuera básico y es-
tuviera en la raíz de su fantástica personalidad. Ella era la única para la
que no existían trabas. ,Yo era un ser encadenado, ético, pese a mi in-
telecto amoral. Yo no hubiera dejado que Henry pasara hambre. La
aceptaba totalmente. No trataría de cambiarla… Si pasara al menos
conmigo una hora más…
Me había vestido para ella de forma ritual, con un disfraz que me aleja-
ba de las demás personas, un disfraz que simbolizaba mi individualismo
y que solamente ella comprendería. Turbante negro, vestido rosa con
cuerpo y cuello de encaje negro, abrigo rosa con cuello Medici. Por la
calle había causado sensación, y me encontraba más sola que nunca
porque la reacción había sido en parte hostil, de burla.
Entonces llegó June, toda de terciopelo negro, capa negra y sombrero
con plumas, más pálida e incandescente que nunca, y traía consigo al
conde Bruga, como yo le había pedido. La maravilla de su rostro y de
su sonrisa, los tristes ojos...
Al irse, no tenía yo ganas más que de dormir muchos días seguidos, pe-
ro tenía que enfrentarme todavía a una cosa más: a mi relación con
Henry. Lo invitamos a Louveciennes. Quería ofrecerle paz y una casa
tranquila, pero, naturalmente, sabía que hablaría de June.
Dimos largos paseos para apaciguar nuestra intranquilidad y hablamos.
Ambos compartimos la misma obsesión por comprender a June. No está
celoso de mí porque dice que yo extraje cosas maravillosas de ella, que
era la primera vez que June se sentía vinculada a una mujer que valiera
la pena. Parecía que esperaba que yo ejerciera alguna influencia en su
vida.
Cuando vio que yo comprendía a June y que estaba dispuesta a ser sin-
cera con él, hablamos con libertad. Hubo, sin embargo, un momento en
que me detuve, vacilante, preguntándome si me mostraría siendo des-
leal con June. Entonces Henry observó que, si bien en el caso de June
había que dejar de lado la verdad, era la única base posible para cual-
quier intercambio entre nosotros.
Ambos sentimos la necesidad de que nuestras dos mentes se aliaran,
igual que nuestras lógicas divergentes, para comprender el problema de
June. Henry la ama a ella y en todo momento a ella. También desea
poseer a June, el personaje, la poderosa heroína de ficción. En su amor
por ella ha tenido que soportar tantos tormentos que el amante se ha
refugiado en el escritor. Ha escrito un libro feroz y resplandeciente so-
bre June y Jean.
Cuestionaba el lesbianismo. Se sorprendió de oírme decir ciertas cosas
que había dicho June, porque a mí me creía.
–Al fin y al cabo, si alguna explicación hay del misterio es ésta: el amor
entre mujeres es un refugio y un escape hacia la armonía. En el amor
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entre hombre y mujer hay resistencia y conflicto, dos mujeres no se
juzgan mutuamente, no se embrutecen mutuamente, no buscan nada
que ridiculizar. Se rinden al sentimentalismo, a la comprensión mutua,
al romanticismo. Ese amor es la muerte, lo admito.
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Una mañana de la temporada que Henry pasó entre nosotros, después
del hambre, las comidas baratas y el desaliño de mostrador de bar, tra-
té de servirle un buen desayuno. Bajé y encendí la chimenea. En una
bandeja verde, Emilia trajo café caliente, leche humeante, huevos pa-
sados por agua, pan, galletas y mantequilla de la más fresca. Henry se
sentó junto al fuego tras la mesa laqueada. Lo único que se le ocurrió
decir fue que añoraba la taberna de la esquina, el mostrador de zinc, el
cafetucho verdoso y la leche llena de nata.
No me ofendí. Pensé que carecía de capacidad para apreciar lo que se
sale de lo corriente, nada más. Yo puedo ir a parar al lodazal un cente-
nar de veces, pero en cada ocasión saldría a flote y recuperaría el buen
café en una bandeja laqueada junto al fuego. Volvería cada vez a las
medias de seda y el perfume. El lujo no es para mí una necesidad, pe-
ro las cosas hermosas y buenas sí.
¿Haces esas cosas, June? ¿O es que Henry caricaturiza tus deseos? ¿Te
hallas medio hundida en deseos tan complejos, oscuros y tremendos
que los burdeles de Henry parecen casi risibles? Él cuenta con que yo
entenderé, porque yo, como él, soy escritora. He de saber. Debe estar
claro para mí. Para su sorpresa, le digo exactamente lo que tú dices:
«No es lo mismo.» Hay un mundo eternamente cerrado para él, el
mundo que contiene nuestras conversaciones abstractas, nuestros be-
sos, nuestros éxtasis.
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Advierte con intranquilidad que “hay cierto aspecto de ti que no ha cap-
tado, todo cuando no está en su novela. Te le escurres entre los de-
dos”.
FEBRERO 1932
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Hugo dice que mi carta a Henry es la cosa más resbaladiza que ha vis-
to. Empiezo honesta y francamente. Parezco todo lo contrario de June,
pero al final soy igual de resbaladiza. Cree que perturbaré a Henry y al-
teraré su estilo durante un tiempo, su fuerza bruta, sus «mierdas y jo-
diendas» en los que tan seguro se encontraba.
Cuando le escribí a Henry me sentía tan agradecida por su plenitud y
exuberancia que quería brindarle todo lo que albergaba mi mente. Em-
pecé con sumo ímpetu, con franqueza, pero a medida que me acercaba
a la ofrenda final, a la ofrenda de mi June y de mis pensamientos acer-
ca de ella, me sentía cada vez más reticente. Recurrí a filigranas y eva-
sivas para despertar su interés, en tanto me guardaba la preciosa reve-
lación.
Me siento ante una carta o ante el diario con afán de honradez, pero
acaso sea la mayor mentirosa de todos, mayor incluso que June, que
Albertine, por afectar sinceridad.
¿Qué tiene todo eso que ver conmigo? Es una faceta de June que no
conoceré jamás. Y la otra, la que me pertenece, está llena de magia y
resplandece de belleza y finura. Estos detalles únicamente vienen a
demostrar que todas las cosas tienen dos caras, yo misma tengo dos
caras, ahora estoy ansiosa de vida abyecta, de animalidad.
A Henry: «Tal vez no te has dado cuenta, pero hoy por vez primera me
has hecho despertar de un sueño. Todas tus notas, tus historias sobre
June nunca me hicieron daño. Nada me hizo daño hasta que tocaste la
fuente de mi terror: June y la influencia de Jean. Cuando recuerdo de
qué modo hablaba y sentía a través de ella, lo cargada que está de ri-
quezas ajenas, de todos los que aman su belleza, me entra terror. Has-
ta el conde Braga era una creación de Jean. Cuando estábamos juntas,
June me dijo: "Tú inventarás lo que hagamos juntas." Yo estaba dis-
puesta a darle todo lo que he inventado y creado en mi vida, desde mi
casa, mis trajes y mis joyas hasta mis escritos, mis imaginaciones, mi
vida. Hubiera trabajado sólo para ella.
«Compréndeme. La adoro. Acepto todo lo que es, pero debe ser. Sólo
me sublevo si no hay June (como escribí la noche en que la conocí). No
me vayas a decir que no hay más June que la June física. No me lo di-
gas porque tú has de saberlo. Tú has vivido con ella.
»Nunca hasta hoy había temido lo que nuestras dos mentes fueran a
descubrir juntas. Pero qué veneno destilabas, quizás el mismo veneno
que hay en ti. ¿Temes tú lo mismo? ¿Te sientes perseguido y a la vez
eludido, como por una creación de tu propio cerebro? ¿Es el miedo a
una ilusión contra lo que luchas con crudas palabras? Dime que es algo
más que una bella imagen. A veces, cuando hablamos, tengo la impre-
sión de que tratamos de convencernos de su realidad. Es irreal incluso
para nosotros, incluso para ti que la has poseído, y para mí, a quien ha
besado.»
Hugo lee uno de los antiguos diarios, del período de John Erskine, Bou-
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levard Suchet, y casi se pone a llorar de pena por mí, al darse cuenta
de que vivía en la casa de los muertos. No conseguí resucitarlo hasta
que casi me perdió por John y el suicidio.
Más cartas de Henry, fragmentos de su libro mientras lo escribe, notas
escritas escuchando a Debussy y Ravel, en el reverso de los menús de
los diminutos restaurantes de barrio pobre que frecuenta. Un torrente
de realismo. Demasiado en proporción con la imaginación, que cada vez
es menor. No sacrifica ni un momento de su vida al trabajo. Siempre
tiene prisa y escribe del trabajo y a la postre nunca se dedica a ello, es-
cribe más cartas que libros, investiga más que crea. Sin embargo, la
forma de su último libro discursivo, una cadena de asociaciones, remi-
niscencias, es muy buena. Ha asimilado a Proust, menos la poesía y la
música.
Me he sumergido en la obscenidad, la suciedad y su mundo de «mier-
das, coños, pollas, hijos de puta, entrepiernas y putas» y estoy vol-
viendo ya a emerger de él. El concierto sinfónico de hoy ha confirmado
mi distanciamiento. Una y otra vez he atravesado las regiones del rea-
lismo y las he encontrado áridas. Y una vez más regreso a la poesía. Le
escribo a June. Es casi imposible. No encuentro las palabras. Hago un
esfuerzo violento de imaginación para llegar a ella, a la imagen que de
ella tengo. Al llegar a casa, me dice Emilia: «Hay una carta para la se-
ñorita. Corro al piso de arriba con la esperanza de que sea de Henry.
Quiero ser un poeta fuerte, tan fuerte como Henry y John en su realis-
mo. Quiero combatirlos, invadirlos y aniquilarlos. Lo que me deslumbra
de Henry y lo que me atrae son los destellos de imaginación, los deste-
llos de agudeza, los destellos de sueños. Fugitivos. Y la profundidad.
Quítale el realista alemán, el hombre que «pinta la mierda», como
Wambly Bald le dice, y te queda un vigoroso imaginista. En ocasiones
es capaz de decir las cosas más profundas o delicadas. Mas su dulzura
es peligrosa, porque cuando escribe no lo hace con amor, sino para ca-
ricaturizar, para atacar, para ridiculizar, para destruir, para rebelarse.
Siempre está en contra de algo. La ira lo incita. Yo siempre estoy a fa-
vor de algo. La ira me envenena. Yo amo, amo, amo.
Ayer pasé un día tenso e inquietante con Eduardo, que resucita el pa-
sado. Él fue el primer hombre a quien amé. Era débil, sexualmente. A
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mí me dolía su debilidad, ahora lo sé. Ese dolor está enterrado, pero
volvió a manifestarse cuando nos encontramos hace dos años. Y volvió
a ser enterrado.
Yo siempre he tenido elementos masculinos en mí, siempre he sabido lo
que quiero, pero hasta John Erskine no amé a ningún hombre fuerte;
amé a hombres débiles, timoratos, excesivamente delicados. La vague-
dad, la indecisión, el amor etéreo de Eduardo, y el amor medroso de
Hugo me atormentaron y me confundieron. Actué delicadamente pero
al igual que un hombre. Hubiera sido más femenino sentirme satisfecha
con la pasión de otros admiradores, pero yo insistí en los que había
elegido, en una fineza que encontraba en los hombres más débiles que
yo. Mi propia audacia como mujer me perjudicó mucho. De ser hombre,
hubiera estado satisfecho de tener lo que deseaba.
Ahora Hugo es fuerte, pero me temo que sea demasiado tarde. Lo mas-
culino que hay en mí ha avanzado demasiado. Ahora, aunque Eduardo
quisiera vivir conmigo (y ayer se sentía atormentado por unos celos im-
potentes), no podríamos hacerlo porque creativamente soy más fuerte
que él y no lo soportaría. He descubierto el placer de dar un rumbo
masculino a mi vida al hacerle la corte a June. También he descubierto
la terrible alegría de la muerte, de la desintegración.
Anoche, sentada junto al fuego con Hugo, me puse a llorar, de nuevo la
mujer se dividió en una mujer-hombre, suplicando que, gracias a un
milagro, gracias a la gran fuerza humana de los poetas, se salvara. Mas
la fuerza animal que satisface a una mujer se encuentra en los hombres
brutales, en los realistas como Henry, y de él no quiero amor. Prefiero
avanzar y elegir a mi June, libremente, como un hombre. Pero mi cuer-
po morirá, porque tengo un cuerpo sensual, un cuerpo vivo, y no hay
vida en el amor entre mujeres. Sólo Hugo me retiene, todavía, con su
idolatría, su cálido amor humano, su madurez, pues él es el mayor de
todos nosotros.
MARZO 1932
Henry toma notas sobre mí. Registra todo cuanto digo. Los dos regis-
tramos, pero con sensores distintos. La vida de los escritores es otra
vida.
Me siento en su cama, con el vestido rosa extendido en torno, fumando,
y, mientras me observa, dice que nunca me arrastrará a su vida, a los
sitios de los que me ha hablado, que para mí todos los adornos de Lou-
veciennes resultan convenientes y apropiados, que he de tenerlos.
–No podrías vivir de otro modo. Yo contemplo su sórdida habitación y
exclamo:
–Creo que es cierto. Si me hicieras meterme en esta habitación, pobre,
volvería a comenzar desde un principio.
Al día siguiente le escribo una de las notas más humanas que ha recibi-
do nunca: nada de intelecto, sólo palabras sobre su voz, su risa, sus
manos.
Y él me escribe: «Anaïs, al recibir tu nota esta noche me he quedado
pasmado. Nunca podré expresar nada que esté a la altura de esas pa-
labras. La victoria es tuya, me has hecho guardar silencio, quiero decir
en lo que toca a expresar estas cosas por escrito. No sabes cuan mara-
villado me siento de tu capacidad para sentirte absorbida rápidamente y
luego volverte y arrojar las lanzas, dar en el clavo, penetrarlo, envol-
verlo con tu intelecto. La experiencia me dejó aturdido; sentí una parti-
cular exaltación, un arranque de vitalidad y luego de lasitud, de vacío,
de extrañeza, de incredulidad, todo, todo.
De regreso a casa me fijé en el viento primaveral, todo habíase vuelto
suave y aromático, el aire me lamía el rostro, me era imposible engullir
lo suficiente. Y hasta que he recibido tu nota estaba atemorizado. Miedo
tenía de que lo negaras todo. Pero mientras leía –leía muy despacio
porque cada palabra era una revelación para mí– pensaba en tu cara
sonriente, en esa especie de alegría tuya inocente, algo que siempre
había buscado en ti pero que nunca había encontrado. A veces empe-
zaba de ese modo, en Louveciennes, pero luego la mente se interponía
de pronto y veía los graves ojos redondos y los labios fruncidos, que
casi me atemorizaban, o que, en cualquier caso, me intimidaban.
»Me haces dichosísimo abrazándome indiviso, dejándome ser el artista,
como si dijéramos, sin renunciar al hombre, al animal, al amante ham-
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briento e insaciable. Ninguna mujer me ha concedido todos los privile-
gios que necesito, y tú, tú cantas tan alegremente, tan descaradamen-
te, incluso con una risa, sí, me invitas a seguir adelante, a ser yo mis-
mo, a atreverme a cualquier cosa. Por eso te adoro. En eso eres verda-
deramente regia, una mujer extraordinaria. ¡Qué mujer! Ahora me río
para mí mismo cuando pienso en ti; no le temo a tu femineidad. Y eso
que estabas ardiente. Recuerdo vividamente tu vestido, su color y tex-
tura, su voluptuosidad y aire espacioso, precisamente el que te hubiera
pedido que te pusieras de haber podido prever el momento.
«Date cuenta de que tú preveías lo que he escrito hoy; me refiero a lo
que has dicho de la caricatura, del odio, etc.
»Podría seguir escribiéndote durante toda la noche. Te veo per-
manentemente ante mis ojos, con la cabeza gacha y las largas pes-
tañas descansando en las mejillas Y me siento muy humilde. Ignoro por
qué me has elegido, siento extrañeza. Tengo la impresión de que desde
el momento en que abriste la puerta y extendiste la mano, sonriente,
fui acogido, fui tuyo. June sintió lo mismo. Dijo inmediatamente que es-
tabas enamorada de mí, o yo de ti. Pero yo no sabía que era amor. Te
hablaba con entusiasmo, sin reservas. Y entonces June te conoció y se
enamoró de ti.»
Ese día me sentí humilde ante su fuerza. Una carne tan poderosa o más
que la mente. Una victoria suya. Me abrazaba con una especie de mie-
do.
–Pareces muy frágil. Tengo miedo de romperte.
Y yo me sentía pequeña en su cama, desnuda, con el tintineo de las jo-
yas. Pero él notó la fuerza que hay en mi interior que arde al contacto
de su piel.
Piensa en ello, Henry, cuando tienes mi frágil cuerpo en los brazos, un
cuerpo que apenas percibes porque te encuentras acostumbrado a la
carne abundante, pero percibes los movimientos del placer cual si fue-
ran las ondulaciones de una sinfonía, no la pesadez estática de la arci-
lla, sino su balanceo en tus brazos. No me quebrarás. Me estás mol-
deando como un escultor. El fauno ha de convertirse en mujer.
–Henry, te lo juro, me hace feliz confesarte la verdad. Algún día, des-
pués de otra victoria tuya, responderé a cualquier pregunta que me ha-
gas.
–Sí, lo sé –dijo Henry–, no lo dudo. No me falta paciencia. Esperaré.
Lo que hubiera podido encontrar ridículo sólo me pareció humano:
Henry de rodillas buscando mis ligas de seda negra, que se habían caí-
do detrás de la cama. Su admiración al ver la gargantilla de doce fran-
cos: «Qué cosa tan fina y original.»
Cuando lo vi desnudo me pareció indefenso y despertó mi ternura.
Luego estaba lánguido y yo alegre. Incluso hablamos del oficio.
–A mí me gusta tener la mesa ordenada antes de empezar –dijo Henry–
, que sólo haya notas a mi alrededor, muchas notas.
–¿De veras? –dije yo con vehemencia, como si fuera una afirmación in-
teresantísima. El oficio. Placer al hablar de técnicas.
Supongo, Henry, que te resientes del esfuerzo realizado para obtener
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revelaciones completas acerca de ti y de June, franqueza inexorable pe-
ro obtenida dolorosamente. Tienes momentos de reserva, de tener la
impresión de estar violando intimidades secretas, la vida secreta de tu
propio ser y del de otros.
Hay momentos en que estoy dispuesta a ayudarte en aras de nuestra
común pasión objetiva por la verdad. Pero duele, Henry, duele. Trato de
ser honesta en el diario, día a día. En cierto sentido tienes razón en lo
que dices de mi honestidad. Un esfuerzo con las acostumbradas retrac-
taciones humanas o femeninas. Retractarse no es femenino, ni mascu-
lino, ni una treta. Es un terror previo a la destrucción total. ¿Morirá lo
que analizamos inexorablemente? ¿Morirá June? ¿Morirá nuestro amor,
repentina, instantáneamente si lo caricaturizas? Henry, un conocimiento
excesivo entraña peligro. Tú tienes pasión por el conocimiento absoluto.
Por eso la gente te odiará.
Y a veces creo que tu implacable análisis de June se deja algo en el tin-
tero, que es lo que tú sientes por ella más allá del conocimiento, o a
pesar del conocimiento. A veces te veo sollozar por lo que has destrui-
do, veo que quieres detenerte y simplemente adorar; y te detienes, y
un momento después vuelves a ello con un bisturí, como un cirujano.
¿Qué harás cuando hayas desvelado todo lo que hay que saber de Ju-
ne? La verdad. La buscas ferozmente. Destruyes y sufres. De un extra-
ño modo, no estoy contigo, estoy en contra tuya. Estamos destinados a
tener dos verdades. Te amo y lucho contra ti. Y tú, lo mismo. Seremos
más fuertes por ello, cada uno de nosotros, más fuertes con nuestro
amor y nuestro odio. Cuando caricaturizas, te adueñas y destrozas, te
odio. Quiero responderte no con una débil o estúpida poesía sino con
una maravilla tan fuerte como tu realidad. Quiero luchar contra tu bis-
turí de cirujano con todas las fuerzas ocultas y mágicas del mundo.
Quiero combatirte y someterme a ti, porque como mujer adoro tu va-
lentía, adoro el dolor que engendra, adoro la lucha que libras en tu inte-
rior, que únicamente yo comprendo plenamente, adoro tu aterradora
sinceridad, adoro tu fuerza. Tienes razón. El mundo ha de ser caricatu-
rizado, pero también sé cuánto puedes amar lo que caricaturizas.
¡Cuánta pasión hay en ti! Eso es lo que percibo en ti. No percibo el sa-
bio, el descubridor, el observador. Cuando estoy contigo, es la sangre lo
que siento.
En esta ocasión no vas a despertar del éxtasis de nuestros encuentros
para revelar solamente los momentos ridículos. No. En esta ocasión no,
porque mientras vivimos juntos, mientras observas cómo mi indeleble
carmín borra la forma de mi boca y se extiende como la sangre después
de una operación (me besaste en la boca y desapareció, se perdió la
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forma como en una acuarela, los colores se corrieron), mientras lo ha-
ces, yo me apodero de la magia que pasa velozmente (la magia, oh, la
magia de estar debajo de ti), y te la entrego, la respiro a tu alrededor.
Tómala. Me siento pródiga con mis sentimientos cuando me amas, sen-
timientos sin embotar, nuevos, Henry, no perdidos en el parecido con
otros momentos, tan nuestros, tuyos, míos, tú y yo juntos, no cualquier
hombre y otra mujer juntos.
Qué hay más conmovedoramente real que tu habitación. La cama de
hierro, la almohada dura, el único vaso. Y todo centellea como los fue-
gos artificiales del Cuatro de Julio merced a mi felicidad, la suave felici-
dad inflamada de las entrañas que tú enardeces. La habitación rebosa
de la incandescencia que has vertido en mí. La habitación explotará
cuando me siente junto a tu cama y me hables. No oigo tus palabras, tu
voz reverbera contra mi cuerpo como otro tipo de caricia, como otro ti-
po de penetración. No tengo poder sobre tu voz. Pasa directamente de
ti a mí. Aunque me tapara los oídos, hallaría la manera de penetrar en
mi sangre y avivarla.
Soy impermeable al sordo ataque visual de las cosas. Veo tu camisa
caqui colgada de un gancho. Es tuya y te veo con ella, tú, vestido de un
color que detesto. Mas te veo a ti, no la camisa caqui. Algo se revuelve
en mi interior cuando la miro, y es sin duda tu yo humano. Es una vi-
sión de tu yo humano demostrándome una sorprendente delicadeza. Es
tu camisa caqui, y tú eres el hombre que constituye ahora el eje de mi
mundo. Yo giro alrededor de la riqueza de tu ser.
–Acércate a mí, acércate. Te prometo que será muy hermoso.
Y cumples tu promesa.
Escucha, no creo que sea yo sola la que cree que estamos viviendo algo
nuevo porque sea algo nuevo para mí. No veo en tus escritos ninguno
de los sentimientos que me has demostrado, ni ninguna de las frases
que has usado. Al leer tus escritos, me pregunté: «¿Cuál de los episo-
dios vamos a repetir?»
Tú tienes tu propia visión y yo la mía, y se han entremezclado. Si a ve-
ces veo el mundo tal como tú lo ves (amo las putas porque son las pu-
tas de Henry), tú lo verás en otras como yo.
Todo esto fue como una pesadilla para mí. Me gritaban en vez de a
Henry. Hoy lo he visto. Estaba con su amigo Fred Perlés, el hombre
afable y delicado de ojos poéticos. Fred me cae bien, aunque me siento
más próxima a Henry, tan próxima que no podía ni dirigirle la mirada.
Estábamos sentados en la cocina del piso que tienen ahora en Clichy.
Henry se encontraba radiante. Cuando he dicho que tenía que irme,
después de charlar durante largo rato, Henry me ha llevado a su habi-
tación y ha empezado a besarme, estando Fred tan cerca, Fred, el
hombre aristocrático y sensible, probablemente ofendido.
–No puedo permitir que te vayas –ha dicho Henry. Cerraremos la puer-
ta.
Me he entregado a ese momento con frenesí. Creo que me estoy vol-
viendo loca porque los sentimientos que ha despertado en mí me persi-
guen, me poseen en todo momento, y anhelo más y más de Henry.
–Nos la dejará por veinticinco –le he dicho, y he cogido la llave del casi-
llero. He empezado a subir las escaleras. Henry me ha detenido a me-
dio camino para besarme. Una vez en la habitación, me ha dicho con
esa cálida risa suya:
–Anaïs, eres un demonio. –Yo no digo nada. Está tan ansioso que ni
tiempo tengo de desvestirme.
Y aquí tropiezo, a causa de la inexperiencia, cegada por la intensidad y
el salvajismo de esas horas. Recuerdo solamente su voracidad, su
energía, el descubrimiento por su parte de mis n,--------gas, que en-
cuentra bonitas, y, ¡ay!, el fluir de la miel, el paroxismo de la alegría,
horas y horas de coito. ¡Igualdad! Las profundidades que ansiaba, la
oscuridad, la finalidad, la absolución. La parte inferior de mi ser es al-
canzada por un cuerpo que subyuga al mío, que inunda el mío, que re-
tuerce su inflamada lengua dentro de mí con fuerza.
–Dime, dime lo que sientes –grita.
Y no puedo. Tengo sangre en los ojos, en la cabeza. Las palabras se
ahogan. Quiero gritar como una salvaje, sin palabras, gritos inarticula-
dos, sin sentido, procedentes del fundamento más primitivo de mi ser,
manando de mis entrañas como la miel.
Alegría lacrimosa, que me deja sin arte, sin palabras, conquistada, si-
lenciada.
Dios mío, he conocido el día, las horas de femenina sumisión, tamaña
entrega de mí misma que no puede quedar ya nada más que entregar.
Pero miento. Lo adorno. Mis palabras no son lo suficientemente profun-
das, ni lo suficientemente salvajes. Disfrazan, ocultan. No descansaré
hasta haber relatado mi descenso a una sensualidad que era tan oscu-
ra, tan magnífica, tan salvaje como mis momentos de creación mística
han sido deslumbrantes, extáticos, exaltados.
Antes de encontrarnos aquel día, me había escrito: «Lo único que pue-
do decir es que estoy loco por ti. He tratado de escribir una carta y no
he podido. Espero con impaciencia el momento de verte. El martes está
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muy lejos. Y no sólo el martes, ¿cuándo te quedarás a pasar la noche?,
¿cuándo podré tenerte durante un período largo de tiempo? Para mí es
un tormento verte tan sólo unas horas y luego entregarte. Cuando te
veo, todo cuanto quiero decir se desvanece. El tiempo es precioso y las
palabras contingentes. Pero tú me haces feliz porque puedo hablarte.
Me gusta tu luminosidad, tus preparativos para el vuelo, tus piernas
poderosas, el calor que guardas entre ellas. Sí, Anaïs, quiero desen-
mascararte. Soy demasiado galante contigo. Quisiera mirarte larga y
ardientemente, levantarte el vestido, hacerte mimos, examinarte. ¿Sa-
bes que apenas te he mirado? Estás rodeada aún de una aureola dema-
siado sagrada. No sé cómo decirte lo que siento. Vivo en una perpetua
esperanza. Llegas y el tiempo se esfuma como un sueño. Hasta que te
has marchado no me doy perfecta cuenta de tu presencia. Y entonces
es demasiado tarde. Me aturdes. Intento imaginarme tu vida en Louve-
ciennes y no puedo. ¿Tu libro? También eso me parece irreal. Sólo
cuando vienes y te miro, la imagen se hace clara. Pero te marchas tan
de prisa que no sé qué pensar. Sí, veo la leyenda de Poushkin clara-
mente. Te veo en mi mente sentada en ese trono, rodeado el cuello de
joyas, sandalias, grandes anillos, las uñas pintadas, una extraña voz
española, viviendo una especie de mentira que no es tal sino un cuento
de hadas. Es una pequeña Anaïs bebida. Me digo a mí mismo: "Ésta es
la primera mujer con quien puedo ser absolutamente sincero." Recuer-
do que dijiste: "Podrías engañarme; no me daría cuenta." Cuando ando
por los bulevares pienso en eso y me es imposible engañarte; sin em-
bargo, me gustaría. Quiero decir que no puedo ser absolutamente leal,
no está dentro de lo que soy capaz. Me gustan las mujeres, o la vida,
demasiado... No sé cuál de las dos cosas. Pero ríe, Anaïs. Me encantaría
oírte reír. Eres la única mujer que tiene un sentido de la alegría, una
sabia tolerancia; no, es más, parece que me instas a que te traicione.
Por eso te amo. Y ¿qué es lo que te lleva a hacer eso, el amor? Es her-
moso amar y ser libre al mismo tiempo.
»No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a
exigir todo, hasta lo imposible, porque me animas a ello. Eres realmen-
te fuerte. Me gusta incluso tu engaño, tu traición. Me parece aristocráti-
co. (¿Suena inapropiada la palabra aristocrático en mi boca?)
»Sí, Anaïs, pensaba en cómo traicionarte, mas no puedo. Te deseo.
Quiero desnudarte, vulgarizarte un poco... no sé, ay, lo que me digo.
Estoy un poco bebido porque tú no te encuentras aquí. Me gustaría dar
una palmada y voilá, ¡Anaïs! Quiero que seas mía, usarte, follarte, en-
señarte cosas. No, no siento aprecio por ti, ¡no lo permita Dios! Tal vez
quiera hasta humillarte un poco, ¿por qué? ¿por qué? ¿Por qué no me
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arrodillo ante ti y te adoro? No puedo, te amo alegremente. ¿Te gusta
eso? Y querida Anaïs, soy tantas cosas. Ves solamente las cosas buenas
ahora, o al menos eso es lo que me haces creer. Quiero tenerte al me-
nos un día entero conmigo. Quiero ir a sitios contigo, poseerte. No sa-
bes lo insaciable que soy, ni lo miserable. Además de egoísta.
»Me he portado bien contigo. Pero te advierto, no soy ningún ángel.
Pienso principalmente que estoy un poco borracho. Me voy a la cama;
resulta demasiado doloroso permanecer despierto. Soy insaciable. Te
pediré que hagas lo imposible. No sé lo qué es. Probablemente tú me lo
dirás. Eres más rápida que yo. Me encanta tu coño, Anaïs, me vuelve
loco. Y tu manera de pronunciar mi nombre. ¡Dios mío, parece irreal!
Escucha, estoy muy ebrio. No soporto estar aquí solo. Te necesito.
¿Puedo decírtelo todo? Puedo, ¿verdad? Ven en seguida y fóllame. Des-
carga conmigo. Rodéame con las piernas. Caliéntame.»
Le leí todo cuanto había escrito en mi diario sobre June. ¿Qué ocurre?
Está muy emocionado, turbado. Cree. «Así es cómo yo debería haber
escrito sobre June. Lo demás resulta incompleto, superficial. Tú la has
captado, Anaïs.» Pero espera. Ha dejado la dulzura, la ternura fuera de
su trabajo, no ha escrito sino del odio, de la violencia. Yo únicamente
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he incluido lo que él ha dejado fuera. Sin embargo no lo ha omitido
porque no lo sienta, no lo sepa, o no lo comprenda (como piensa June),
sino porque es más difícil de expresar. Sus escritos hasta ahora sólo
han nacido de la violencia, le han sido arrancados, los golpes le han he-
cho gemir y maldecir. Y ahora se halla en reposo y yo confío en él ple-
namente, en el Henry sensible, profundo. Está ganado.
–Ese amor es maravilloso, Anaïs –dice–. Ni lo odio ni lo desprecio. Me
doy cuenta de lo que os aportáis, la una a la otra. Lo veo perfectamen-
te. Lee, lee, esto es una revelación para mí.
Leo y tiemblo, hasta nuestro beso. Lo comprende perfectamente.
–Anaïs –dice de repente–, acabo de darme cuenta de que lo que yo te
doy es burdo y simple, comparado con eso. Me doy cuenta de que
cuando June regrese...
–No sabes lo que tú me has dado –le interrumpo–. No es ni burdo ni
simple. Hoy, por ejemplo... –me ahogo ante tantos sentimientos enre-
dados. Quisiera decirle cuánto me has dado. Nos oprime idéntico te-
mor–. Ahora ves a una June hermosa.
–No, ¡la odio!
–¿Que la odias?
–Sí, la odio –dice Henry–, porque por tus notas advierto que somos víc-
timas suyas, que te ha engañado, que sus mentiras sólo tienen un ob-
jetivo, destructivo y pernicioso. Solapadamente, pretende deformarme
ante tus ojos, y a ti ante los míos. Si June regresa, nos enfrentará. Me
da miedo.
–Entre nosotros existe algo, Henry, una unión que June no puede com-
prender ni asimilar.
–La mente –murmuró.
–Por eso nos odiará, sí, y luchará con sus propias armas.
–Y sus armas son los embustes.
Ambos somos plenamente conscientes del poder que sobre nosotros
tiene, de los nuevos lazos que nos unen.
–Si tuviera medios para hacer que June volviera, ¿querrías que lo hicie-
se? –le pregunté.
Henry se sobresaltó y se acercó vacilante hacia mí.
–No me lo preguntes, Anaïs, no me lo preguntes.
Henry, hoy estoy triste por los momentos que me estoy perdiendo, esos
momentos en que hablas con Fred hasta el amanecer, cuando estás
elocuente, brillante, violento o exultante. Y me entristeció que te per-
dieras un momento maravilloso de mí. Anoche estaba sentada junto al
hogar hablando como raras veces lo hago, dejando a Hugo pasmado,
sintiéndome inmensa y sorprendentemente rica, contando historias y
exponiendo ideas que te hubieran divertido. Hablaba de mentiras, de
diferentes clases de mentiras, las mentiras especiales que cuento por
motivos específicos, para embellecer la vida. Una vez que Eduardo se
puso demasiado analítico le conté el cuento de un amante ruso imagi-
nario. Se quedó embelesado. Y con ello le transmití la necesidad de lo-
cura, la falta de riqueza de emociones que tiene, porque es impotente
emocionalmente. Cuando estoy angustiada, desconcertada, perdida, me
invento que conozco a un viejo sabio con el que converso. Le hablo a
todo el mundo de él, cómo es, lo que ha dicho, el efecto que tiene so-
bre mí (alguien en quien apoyarme un momento), y al final del día sien-
to que la experiencia vivida con el viejo sabio me ha fortalecido, y estoy
tan satisfecha como si todo fuera cierto. También me he inventado
amigos cuando, los que tenía, no me satisfacían. Y disfruto muchísimo
de mis experiencias. Me llenan, me enriquecen. Labor de bordado.
A Fred: «Si quieres ser bueno conmigo no vuelvas a hablar mal de Ju-
ne. Hoy me he dado cuenta de que con la defensa que haces de mí lo
único que consigues es que June penetre más en mi ser. ¿Sabes cómo
me he dado cuenta de ello? Ayer te escuché, ¿lo recuerdas?, con una
especie de gratitud. No dije gran cosa en favor de June. Pero esta ma-
ñana le he escrito una carta de amor, movida por un instinto desintere-
sado de protección, como si me castigara a mí misma por haber escu-
chado unos elogios de mí que disminuían el valor de June. Y Henry, lo
sé, piensa lo mismo y actúa de la misma manera. Pero comprendo todo
lo que has dicho, sientes y eres, y te aprecio por ello, inmensamente.»
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Sin embargo, no me deja. Me llama en sus cartas. Sus brazos, sus cari-
cias y sus coitos son voraces. Dice, conmigo, que por mucho que pen-
semos (citando a Proust, o a Fred, o a mí) no dejaremos de vivir. Y
¿qué es vivir? El momento en que llama a la puerta de Natasha (está
fuera y me ha dejado su casa) y me desea en seguida. El momento en
que me dice que ya no piensa en las putas. Yo soy justa y fiel a June en
cada palabra que pronuncio sobre ella, como una idiota. ¿Cómo voy a
engañarme sobre el alcance del amor de Henry cuando comprendo y
comparto lo que siente por June?
Duerme en mis brazos, estamos soldados, su pene aún se encuentra
dentro de mí. Es un momento de paz verdadera, de seguridad. Abro los
ojos, pero no pienso. Una de mis manos reposa sobre su cabello cano-
so. La otra está abierta sobre su muslo. «Oh, Anaïs, había dicho–, estás
tan ardiente, tan ardiente, que no puedo esperar. He de entrar en ti de
prisa, de prisa.»
¿Es siempre tan importante cómo le aman a uno? ¿Es tan imperativo
que te amen absolutamente o intensamente? ¿Diría Fred que soy capaz
de amar porque amo a los demás más que a mí misma? ¿O es Hugo el
que ama cuando va tres veces a buscarme a la estación porque se me
han escapado tres trenes? ¿O es Fred, con su nebulosa, poética y deli-
cada comprensión? ¿O amo más cuando le digo a Henry: «Los destruc-
tores no siempre destruyen. June no te ha destruido. En el fondo eres
escritor. Y el escritor está vivo»?
ABRIL 1932
Creo que dije a Fred que no amaba a Henry cuando estábamos senta-
dos allí en silencio. Le dije que me gustaba su naturaleza visionaria, sus
alucinaciones. Henry tiene poder para follar, para invadir, para malde-
cir, para agrandar y vitalizar, para destruir y crear sufrimiento. Es el
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demonio que hay en él lo que admiro, el indestructible idealista, el ma-
soquista que ha encontrado la manera de infligirse dolor a sí mismo,
porque le duelen sus traiciones, su crudeza. Me emociona cuando es
humilde ante algo como mi casa. «Ya sé que soy un patán y que no sé
comportarme en una casa como ésta, por lo tanto finjo despreciarla,
pero me encanta. Me encanta su belleza y su finura. Es tan acogedora
que cuando entro siento que me elevo en los brazos de una Ceres, es-
toy fascinado.»
–Anoche no podía dormirme y pensé que hay un amor más grande y
más maravilloso que follar. –Había estado enfermo unos días y no ha-
bíamos hecho el amor sino dormido abrazados.
Yo me sentía a punto de estallar en mi frágil concha. Tenía los pechos
hinchados y pesados. Mas no estaba triste. «Querido –pensé–, me sien-
to tan pletórica esta noche, pero es debido también a ti. No sólo por mí.
Ahora te miento cada día, mas te doy los placeres que a mí me dan.
Cuanto más tomo para mí, mayor es mi amor por ti. Cuanto más me
niegue a mí misma, más pobre seré para ti, querido. No hay tragedia
alguna si eres capaz de seguirme en esa ecuación. Hay ecuaciones más
evidentes. Una sería: Te amo y por lo tanto renuncio al mundo y vivo
para ti. Tendrías a una monja postrada ante ti, envenenada por exigen-
cias a las que no podrías dar cumplimiento y que acabarían matándose.
Pero mírame esta noche. Vamos a casa juntos. He conocido el placer,
pero no te excluyo. Ven a mi dilatado cuerpo y pruébalo. Soy portadora
de vida. Y lo sabes. No puedes verme desnuda sin desearme. Mi carne
te parece inocente y propiedad tuya. Podrías besarme donde Henry me
ha mordido y encontrar placer en ello. Nuestro amor es inalterable.
Simplemente saberlo te haría daño. Acaso sea un demonio, por ser ca-
paz de pasar de los brazos de Henry a los tuyos, pero la fidelidad literal
carece para mí de significado. Me es imposible vivir así. Lo que es una
tragedia es que vivamos tan juntos sin que tú seas capaz de percibirlo,
que sean posibles estos secretos, que únicamente sepas lo que yo quie-
ra decirte, que no haya rastro en mi cuerpo de lo que vivo. Pero mentir
también es vivir, como miento yo.»
–Ha actuado de una manera maravillosa con Eduardo en todo esto –dijo
Allendy–, como actuarían pocas mujeres, porque, en general, las muje-
res consideran al hombre como a un enemigo, y se alegran cuando tie-
nen oportunidad de humillarlo o destruirlo.
Joaquín dice que, cuando leyó mi diario, se dio cuenta de que Henry me
daba algo más que una experiencia sensual; que respondía a necesida-
des que Hugo no era capaz de satisfacer. Todavía piensa que con Henry
echo a perder mi personalidad, que me entrego a experiencias que no
son verdaderamente propias de mi naturaleza.
También Allendy ha empezado a dar a entender que no es normal que
ame a Henry, y que la causa de que lo ame ha de ser extirpada. En ese
punto me vuelvo ferozmente contra la ciencia y siento una gran lealtad
hacia mis instintos.
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El psicoanálisis puede obligarme a ser más veraz. He adquirido ya con-
ciencia de algunos sentimientos, como el miedo a ser herida. Cuando
me llama Henry, estoy pendiente de cada inflexión de su voz. Si está
trabajando en el periódico, si hay alguien con él, o si parece superficial,
me inquieto inmediatamente.
Hay una gran tensión ahora entre Fred y yo; no soportamos la mirada
el uno del otro. Ha escrito unas cosas tan exactas de mí, tan penetran-
tes que me siento invadida en los más secretos recintos de mi ser. Me
aterró asimismo lo que escribió de Henry, como si se hubiera acercado
demasiado a mis propios miedos y dudas. Escribe ocultamente. Des-
pués de leer esas páginas, apenas podía hablar. Entre tanto, él leía mi
diario, y dijo: «No deberías dejarme leer esto, Anaïs.» Le pregunté por
qué. Pareció sorprendido. Bajó la cabeza; le temblaba la boca. Para mí
es como un fantasma. ¿Por qué estaba tan sorprendido? ¿Revelé la si-
militud, el reconocimiento? Él es una parte de mí. Podría comprender
mi vida entera. Pondría todos los diarios en sus manos. No le tengo
miedo. Es muy tierno conmigo.
Cuando parece que estoy rebosante, y detrás de todos los placeres sen-
suales existentes, ¿es eso cierto? Si me sintiera atraída por una mujer
de la calle o por algún hombre con el que hubiera bailado, ¿podría
realmente satisfacer mi deseo? ¿Hay deseo? La próxima vez que esa
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sensación se apodere de mí, no me resistiré a ella. He de saberlo.
Esta noche me he rendido a un anhelo de Henry. Lo deseo a él y deseo
a June. Es June la que me aniquilará, la que se llevara a Henry, la que
me odiará. Quiero estar en los brazos de Henry. Quiero que June me
encuentre allí; será la única vez que sufrirá. Luego será Henry el que
sufrirá, a manos de ella. Quiero escribirle y suplicarle que vuelva, por-
que la amo, porque quiero cederle a Henry como el mejor regalo que le
puedo hacer.
No olvidé anoche ser tan buena con Eduardo que debo de haber engor-
dado al menos sesenta centímetros. Y la misma noche quería fundirme
en el cuerpo de Hugo, ser aprisionada en sus brazos, en su bondad. En
tales momentos la pasión y la fiebre carecen de importancia. No sopor-
to a Hugo celoso, pero está seguro de mi amor. «Nunca te he querido
tanto –dice–, nunca he sido tan feliz contigo. Tú eres mi vida entera.» Y
yo sé que lo amo todo cuanto puedo amarlo, que es el único que me
posee eternamente. Sin embargo, llevo tres días imaginándome la vida
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con Henry en Clichy. «Mándame un telegrama cada día, por favor», le
digo a Hugo. Y tal vez no esté en casa para leerlos.
Allendy me pide que me relaje y que le diga lo que pasa por mi mente.
Pero lo que pasa por mi mente es el análisis de mi vida. Allendy: «Está
tratando de identificarse conmigo, hacer mi trabajo. ¿No ha sentido de-
seos de superar a los hombres en su trabajo? ¿Humillarlos con su éxi-
to?»
–En absoluto. Ayudo constantemente a los hombres en su trabajo, hago
sacrificios por ellos. –Los aliento, admiro, aplaudo. No, Allendy se equi-
voca de medio a medio.
–A lo mejor es una de esas mujeres que son amigas y no enemigas de
96
los hombres –dice.
–Más que eso. Mi sueño original era estar casada con un genio y servir-
lo, no serlo yo. Cuando escribí el libro sobre Lawrence, quería que
Eduardo colaborara conmigo. Aun ahora sé que él hubiera escrito uno
mejor, pero soy yo la que tengo la energía necesaria, la voluntad.
Allendy: «Ya conoce el complejo de Diana, la mujer que le envidia al
hombre su poder sexual.»
–Sí, lo he sentido, sexualmente. Me hubiera gustado ser capaz de po-
seer a June y a otras mujeres hermosas.
Hay ideas que Allendy abandona, como si percibiera mi susceptibilidad.
Cada vez que toca mi falta de confianza, sufro. Sufro cuando toca mi
potencia sexual, mi salud, o mi sensación de soledad, porque no puedo
confiar plenamente en ningún hombre.
Me recuesto y siento una oleada de dolor, de desespero. Allendy me ha
herido. Lloro. También lloro de vergüenza, de autocompasión. Me siento
débil. No quiero que me vea llorar y me vuelvo. Luego me pongo de pie
y le hago frente. Tiene unos ojos muy dulces. Quiero que me considere
una mujer superior. Quiero que me admire. Me gusta cuando dice: «Us-
ted ha sufrido mucho.»
Cuando me marcho me siento como en un sueño, relajada, cálida, co-
mo si hubiera atravesado regiones fantásticas. Eduardo dice que soy
como una gallina sentada encima de sus huevos.
Cada vez que me pide que cierre los ojos, me relaje y hable, prosigo mi
propio análisis. Me digo a mí misma: «Me dice poco que no sepa ya.»
Pero no es cierto, porque me ha aclarado la idea de la culpabilidad. De
repente comprendí por qué tanto Henry como yo le escribimos cartas
de amor a June cuando nos estábamos enamorando el uno del otro.
También ha sacado a la luz la idea del castigo. Me llevo a Hugo a la rué
Blondel y lo incito a la infidelidad para castigarme por mis propias infi-
delidades. Glorifico a June para castigarme por haberla traicionado.
Eludo las siguientes preguntas de Allendy. Da golpes de ciego. No en-
cuentra nada concreto. Sugiere muchas hipótesis. También intenta des-
cubrir lo que siento hacia él y yo le hablo de mi interés por sus libros.
Tengo la picardía de advertir que espera que me interese por él, y no
me gusta seguir el juego sabiendo que es un juego. Sin embargo, mi
interés es sincero. También le digo que no me importa ya si me admira
o no. Y ello es una victoria sobre mí misma.
Me humilla confesarle mis dudas. Por eso hoy lo odiaba. Cuando estaba
ante él, lista para marcharme, he pensado: «En este momento tengo
menos confianza en mí misma que nunca. Es intolerable.»
Con qué alegría me entregué a Henry al día siguiente.
Recuerdo todo esto mientras Hugo trabaja en el jardín. Vivir con él aho-
ra me produce la sensación de que me encuentro en el mismo estado
que a los veinte años. ¿Es culpa suya, de esa frescura juvenil de nues-
tra vida en común? Dios mío, ¿puedo preguntar sobre Hugo lo que
Henry pregunta sobre June? Él la ha colmado. ¿He colmado yo a Hugo?
103
La gente ha dicho que en él no hay nada que no sea mío. Tiene una
enorme capacidad de anularse a sí mismo, de amar. Ello me conmueve.
Incluso anoche habló de su incapacidad para relacionarse con otras
personas, dijo que yo era la única de quien se sentía próximo, con
quien era feliz. Esta mañana, en el jardín, se hallaba arrobado. Quería
que yo estuviera allí, cerca de él. Me ha dado amor. Y ¿qué más?
En él amo el pasado. Pero todo lo demás ha desaparecido.
MAYO 1932
No había visto nunca con tanta claridad como esta noche que escribir el
diario es un vicio, una enfermedad. Llegué a casa a las siete y media,
agotada después de pasar una espléndida noche con Henry y tres horas
con Eduardo. No había tenido fuerzas para regresar a Henry. Cené y
fumé un rato en un estado de ensueño. Me retiré a mi habitación como
en volandas y tuve la sensación de encontrarme encerrada, de caer en
mí misma. Saqué el diario del último escondite, debajo del tocador, y lo
lancé sobre la cama. Tenía la impresión de que así era cómo un fuma-
dor de opio preparaba la pipa. El diario, cual un fragmento de mí mis-
ma, comparte mis duplicidades. ¿Dónde está mi tremenda fatiga? De
vez en cuando, dejo de escribir y me embarga un profundo letargo. Pe-
ro un demoníaco impulso me empuja a continuar.
Confío en Allendy. Hablo con profusión sobre mi infancia, cito frases fá-
cilmente interpretables de mis primeros diarios sobre mi padre; ahora
es inteligible mi pasión por él, así como mi sentido de culpa. Creía que
no merecía nada.
Hablamos de cuestiones financieras y le digo que si no voy más a me-
105
nudo es por el precio de las visitas. No sólo reduce la tarifa a la mitad
sino que me propone que le pague trabajando para él. Me siento hala-
gada.
Hablamos de circunstancias físicas. Estoy demasiado delgada. Unos ki-
los más me darían seguridad. ¿Añadirá Allendy medicamentos al trata-
miento psíquico? Confiesa mi temor de que tengo los pechos pequeños,
quizá porque tengo elementos masculinos y la mitad de mi cuerpo es
por lo tanto adolescente.
Allendy: ¿No los tiene desarrollados en absoluto?
–No es eso. –Puesto que hablando avanzamos con dificultad, le digo–:
Usted es médico; se los voy a enseñar. –Y así lo hago. Él se ríe de mis
temores.
–Perfectamente femeninos; pequeños pero bien formados; una figura
preciosa. Unos kilos más no le irían mal, no. –Qué desproporcionada
era mi autocrítica.
Ha observado que mi personalidad es poco natural. Como si estuviera
envuelta en una neblina, en un velo. Para mí no es ninguna novedad,
aparte de que no sabía que era tan evidente. Por ejemplo, mis dos vo-
ces, que últimamente se manifiestan de forma bastante abierta: una,
según Fred, es como la de una niña antes de la Primera Comunión, tí-
mida, apagada; la otra es firme, profunda. Ésta aparece cuando tengo
mucha confianza.
Allendy piensa que he creado una personalidad totalmente, artificial,
como un escudo. Me oculto. He construido una manera de ser seducto-
ra, afable, alegre, y me escondo tras ella.
Le había pedido que me ayudara físicamente. ¿Fue una acción sincera
enseñarle los pechos? ¿Deseaba poner a prueba mis encantos con él?
¿Acaso no me agradó que me hiciera cumplidos?, ¿que demostrara más
interés por mí?
¿Es Allendy o Henry el que me está curando?
107
A él también le falta confianza. Se encuentra incómodo en ciertas situa-
ciones sociales, sólo con que sean mínimamente chic. No está seguro
de mi amor. Cree que soy extremadamente sensual y que por lo tanto
podría fácilmente dejarlo por otro hombre, y a éste por otro. Yo me río.
Sí, claro que me encantaría que me follaran cinco veces al día, pero
tendría que estar enamorada. Desde luego, eso es una desventaja, un
inconveniente. Y sólo puedo amar a un hombre. «Quiero que yo sea el
último –dice Henry–. Me encanta que seas promiscua. Cuando te in-
teresaste por Montparnasse me preocupaste muchísimo. –Y empieza a
besarme–. Me has conquistado, Anaïs.» A veces tiene unas caricias ju-
guetonas, casi infantiles. Nos frotamos la nariz, me muerde las pesta-
ñas o me pasa el dedo por el borde de la cara. Entonces veo un Henry
que me recuerda a un gnomo, pequeño, tierno.
Fred está seguro de que Henry me está haciendo daño. Pero eso ya no
es posible. Ni siquiera su infidelidad me hace daño. Además, necesito
menos ternura. Henry me está endureciendo. Cuando descubro que no
le gusta mi perfume porque es demasiado delicado, al principio me
siento un poco confundida. A Fred le encanta «Mit-souko», pero a
Henry le gustan los perfumes acres, fuertes. Siempre busca la afirma-
ción, la fuerza.
Es como pedirme que me cambie de peinado porque le gusta ver algo
salvaje en el cabello. Cuando pronuncia la palabra «salvaje» respondo
como si la esperara. Cabello salvaje. Me pasa las manos robustas y fir-
mes por el cabello. Cuando dormimos tiene mi cabello en la boca. Y
cuando entrelazo las manos detrás de la cabeza y me levanto el pelo al
estilo griego, exclama: «Así es como me gusta.»
Anoche Hugo tuvo que ir a una reunión del Banco y cuando me di cuen-
ta de que yo podía ir a ver a Henry me entraron ganas de gritar de ale-
gría. En el taxi, sola, cantaba y arrullaba mi júbilo murmurando:
«Henry, Henry.» Y no separé las piernas frente a la invasión de la san-
gre de él. Cuando llegué, Henry se percató de mi estado de ánimo.
Fluía de mi cuerpo y de mi rostro. Sangre blanca y cálida. Henry follan-
do. No hay otra palabra.
Sus besos son húmedos como la lluvia. Me he tragado su esperma. Ha
besado mis labios mojados de esperma. He olido mi propia miel en su
boca.
Voy a ver a Allendy en un estado de tremenda exaltación. Primero le
hablo del artículo que estoy escribiendo para él, que me ha resultado
dificilísimo. Me explica que hay una manera más sencilla de hacerlo.
Luego le cuento un sueño que tuve en que le pedía que asistiera al con-
cierto de piano de Joaquín porque necesitaba que estuviera allí. En el
sueño lo veía de pie en el pasillo, mucho más alto que los demás asis-
tentes. La lectura de sus libros ha hecho que mejore mucho el concepto
que tengo de él. Lo invité a venir de verdad al concierto. Sé que está
ocupadísimo. Sin embargo, aceptó.
Le conté mis sueños «húmedos» y el del baile del rey. Dijo que la hu-
medad simbolizaba fecundación y que el amor del rey era la conquista
de mi padre a través de otros hombres. Piensa que en este momento
me encuentro en un punto culminante y que no lo necesito. Yo le dije
que no creía que el psicoanálisis actuara tan de prisa. Alabé generosa-
mente sus efectos. Su manera de tratarme también me produjo alegría.
Observé de nuevo la belleza de sus ojos celtas. Luego hizo un análisis
magistral de mi matrimonio basándose en fragmentos recogidos aquí y
allí.
–Pero ahora viene la prueba de la absoluta madurez –dice Allendy–: la
pasión. Ha moldeado a Hugo como una madre y es un hijo suyo. No
puede despertar pasión en usted. La conoce tan íntimamente que es
posible que su pasión se oriente también hacia otro. Han pasado por
varias etapas juntos, pero ahora se van a separar. Usted ha experimen-
tado la pasión con otra persona. La ternura, la comprensión y la pasión
no suelen ir parejas. Pero la ternura y la comprensión son también rarí-
114
simas.
–Pero son inmaduras. La pasión es mucho más poderosa.
Allendy sonrió, me pareció que con tristeza. Luego dije: –Me parece que
este análisis también vale para los sentimientos de Eduardo.
–No. Eduardo la ama. Y usted le ama a él, creo yo.
Allendy se equivocaba. Cuando le dejé, todavía alegre y animosa, hablé
con Eduardo.
–Escucha –le dije–, me parece que nos queremos de verdad, fraternal-
mente. No podemos pasar sin el otro porque nos entendemos muy
bien. Si nos hubiéramos casado, hubiera sido un matrimonio como el de
Hugo y yo. Hubieras trabajado, te hubieras desarrollado, hubieras sido
feliz. Somos muy delicados y atentos el uno con el otro, pero también
queremos que haya pasión. No obstante, yo no podré mirarte nunca
como miro a otros hombres. Tú no puedes sentir por mí una pasión co-
mo la que sentirías por una mujer cuya alma desconocieras. Créeme,
tengo razón. No te ofendas. Me siento muy unida a ti. Me necesitas.
Nos necesitamos mutuamente. Encontraremos la pasión en otra parte.
–Has conocido la pasión –le digo a Henry–, pero no has conocido la in-
timidad con una mujer, la comprensión.
–Muy cierto. La mujer era para mí un enemigo, un ser destructor, al-
guien que iba a quitarme cosas, no alguien con quien iba a poder vivir
íntimamente, ser feliz.
Empiezo a ver el gran valor de lo que Henry y yo sentimos el uno por el
otro, de lo que me da a mí que no le ha dado a June.
Empiezo a comprender la pensativa sonrisa de Allendy cuando me-
nosprecio el amor tierno, la amistad.
Lo que no sabe es que he de completar las partes pendientes de mi vi-
da, que he de tener lo que hasta ahora no he tenido, completarme a mí
y a mi historia.
Pero no soy capaz de disfrutar de la sexualidad por sí misma, indepen-
dientemente de los sentimientos. Soy inherentemente fiel al hombre
que me posee. Ahora le soy por completo fiel a Henry. Hoy he tratado
de disfrutar de Hugo, de complacerle, pero no he podido. He tenido que
fingir.
He sido cruel con Hugo. Ayer no quería que viniera a casa. Sentía una
terrible hostilidad. Y se notaba. Por la noche vinieron Henry y su amigo
Fraenkel. Detuve a Hugo, que leía en voz alta una cosa larga y monóto-
na, y cambié de tema tan bruscamente que Fraenkel lo notó. Pero a él
Hugo le cae bien, lo tiene bien considerado. Una vez Hugo movió la silla
después de poner unos libros y manuscritos en el suelo. Luego se sentó
en ella y el manuscrito de Henry quedó justo debajo de una pata. Ello
me puso nerviosa. Al final me levanté y lo recogí tiernamente.
Hubo un momento cómico cuando Fraenkel contó que Henry dormía
muy profundamente y mucho tiempo. Yo miré con picardía a Henry y
dije: «¿Ah sí? ¿De verdad?»
Mi Henry escuchaba como un oso grandote al pequeño y sinuoso Fraen-
kel, que explicaba ideas complejas y abstractas. Fraenkel, como dice
Henry, es una idea. Hace un año, esas ideas me hubieran puesto muy
contenta, pero Henry me ha hecho algo, el hombre Henry. Solamente
puedo comparar lo que siento con los sentimientos de Lady Chaterley
para con Mellors. Ni siquiera soy capaz de pensar en el trabajo de
Henry, ni en el propio Henry, sin que se me estremezcan las entrañas.
Hoy sólo hemos tenido tiempo para besarnos y ha sido suficiente para
derretirme.
Hugo me dice que su instinto le asegura que no hay nada entre Henry y
yo. Anoche, cuando introduje la carta de Henry debajo de la almohada,
pensé que a lo mejor crujía el papel y Hugo lo oía, entonces leería la
carta mientras yo dormía. Me estoy arriesgando mucho con mi exalta-
ción. Quiero hacer grandes sacrificios por mi amor. Mi esposo, Louve-
118
ciennes, mi hermosa vida... por Henry.
Entre Hugo y yo hay mucha dulzura. Una gran ternura y mucho engaño
por mi parte sobre mis verdaderos sentimientos. Su comportamiento de
la otra noche me conmovió y traté de compensarlo por ello proporcio-
nándole mucho placer. Me aterra el modo en que pienso en Henry por
lo obsesivo que es. He de intentar espaciar esos pensamientos.
Cuando Henry y yo hablamos de June, ahora sólo pienso en ella como
un «personaje» que admiro. Como mujer, amenaza mi única gran po-
sesión y ya no la amo. Si June muriera –muchas veces lo pienso– si
muriera... O si dejara de amar a Henry... Pero eso no ocurrirá. El amor
124
de Henry es el refugio al que ella regresa, siempre.
Cada vez que llego a casa de Henry y él se encuentra escribiéndole una
carta a June, revisando un pasaje de su libro que trata de ella, o seña-
lando lo que concuerda con ella en Proust o Gide (la encuentra en todas
partes), siento un miedo insufrible: Henry le pertenece de nuevo a ella.
Se ha dado cuenta de que no ama a nadie más que a ella. Y cada vez,
con sorpresa, contemplo cómo deja el libro o la carta para dedicarse
plenamente a mí, con amor, con deseo. La última prueba, el telegrama
de June, me tranquilizó profundamente. Pero cada vez que hablamos de
ella experimento la misma angustia terrible. Esto no puede durar. No
me opondré al curso de los acontecimientos. En cuanto regrese June,
renunciaré a Henry. Sin embargo, no es tan sencillo. No puedo renun-
ciar viviendo tan próxima a Henry como en estas páginas, sólo por elu-
dir el dolor.
Me gustaría llenar las últimas páginas con las alegrías de ayer. Lluvia de
besos de Henry. Las embestidas de su carne en la mía mientras yo ar-
queaba el cuerpo para amoldarme mejor al suyo. Si hoy tuviera que
elegir entre June o yo, entregaría a June. Nos imaginaba casados y dis-
frutando de la vida, juntos.
–No –digo, medio en broma medio en serio–, June es la única. Yo te es-
toy haciendo más fuerte para June. –Una verdad a medias; no hay po-
sibilidad de elegir.
–Eres demasiado modesta, Anaïs. Todavía no te das cuenta de lo que
me has dado. June es una mujer que puede quedar eclipsada por otras
mujeres. Lo que June me da lo puedo olvidar con otras mujeres. Pero
tú eres otra cosa. Podría tener un millar de mujeres después de ti y no
te eclipsarían.
Le escucho. Está entusiasmado y por lo tanto exagera, pero es precio-
so. Sí, reconozco durante un momento, la rareza de June y la mía. La
balanza se decanta hacia mí de momento. Contemplo mi propia imagen
en los ojos de Henry, y ¿qué veo? La muchacha de los diarios, que les
cuenta cuentos a sus hermanos, que llora mucho sin razón, que escribe
127
versos... la mujer con quien se puede hablar.
JUNIO 1932
Tras pasar cinco días sin ver a Henry por culpa de un millar de obliga-
ciones, ya no podía más. Le pedí que nos viéramos una hora entre
compromiso y compromiso. Hablamos un momento y luego nos fuimos
a la habitación de hotel más próximo. ¡Qué profunda necesidad de él!
Sólo cuando estoy en sus brazos todo me parece bien. Después de pa-
sar una hora con él, me sentí con fuerzas para seguir adelante, hacer
cosas que no quería hacer, ver a gente que no me interesaba.
Una habitación de hotel tiene para mí una connotación de voluptuosidad
furtiva, efímera. Tal vez no ver a Henry ha acentuado mi apetito. Me
masturbo con frecuencia, placenteramente, sin remordimiento ni mal
gusto de boca. Por primera vez sé lo que es comer. Me he engordado
dos kilos. Me entra un hambre frenética y la comida me produce un pla-
cer prolongado. No había comido nunca de esta manera carnal y pro-
funda. Ahora sólo deseo tres cosas: comer, dormir y follar. Los cabarets
me excitan. Quiero escuchar música estridente, ver caras, pasar rozan-
do cuerpos, beber «Benedictine» ferozmente. Las mujeres hermosas y
los hombres guapos despiertan fieros deseos en mí. Quiero bailar. Quie-
ro drogas. Quiero conocer a gente perversa, llegar a la intimidad de
ellos. Nunca miro los rostros ingenuos. Quiero morder la vida y que me
desgarre. Henry no me da todo esto. He despertado su amor. Maldito
sea su amor. Me folla como nadie, pero quiero más. Me voy al infierno,
al infierno, al infierno. Salvaje, salvaje, salvaje.
130
Hoy le he transmitido mi estado de ánimo a Henry, o lo que he retenido
de él, pues me parecía que corría como la lava, y me ha entristecido
verlo tan callado, serio, tierno, no lo suficientemente enloquecido. No,
no tan enloquecido como lo que escribe. Es June la que hace arder a
Henry con palabras. En sus brazos me olvido de mi fiebre durante una
hora. Si pudiéramos estar solos unos días. Quiere que vaya a España
con él. ¿Se desprenderá allí de su ternura y recuperará la locura?
¿Será siempre igual? Nunca se encuentra quien coincida con el estado
de ánimo, la fase, el humor de uno. Todos estamos sentados en balan-
cines. Henry está cansado de lo que yo apetezco con un hambre nueva,
fresca y vigorosa. No estoy de humor para darle lo que él quiere de mí.
Nuestros ritmos son opuestos. Henry, mi amor, no quiero oír hablar
más de ángeles, almas, amor ni nada profundo.
Voy a ver a Henry sin ganas. Tengo miedo del Henry suave con quien
me voy a encontrar; se parece demasiado a mí. Recuerdo que desde el
primer día esperaba que él tomara la iniciativa, en la conversación, en
la acción, en todo.
He pensado amargamente en la magnífica determinación, iniciativa y
tiranía de June. «No son las mujeres fuertes las que hacen débiles a los
hombres, sino los hombres débiles los que hacen a las mujeres excesi-
vamente fuertes.» Yo me presenté ante Henry con la sumisión de una
mujer latina, dispuesta a dejarme arrollar. Y él ha dejado que lo arrolle
yo. Siempre ha temido decepcionarme.
Ha exagerado mis expectativas. Se ha preocupado por cuánto y hasta
cuándo lo amaría. Ha permitido que el pensamiento se interfiera en
nuestra felicidad.
Henry, amas a tus putitas porque eres superior a ellas. Te has negado a
conocer a ninguna mujer que esté a tu altura. Te ha sorprendido en qué
medida yo era capaz de amar sin juzgar, de adorarte como no te ha
adorado ninguna puta. ¿Es que no te hace más feliz que te adore yo, no
te hace infinitamente superior? ¿Se acobardan todos los hombres ante
un amor difícil?
Para Henry todo sigue como antes. No percibió mi vacilación cuando
propuso que fuéramos al «Hotel Cronstadt». Nuestra hora fue aparen-
temente tan pletórica como siempre y él estuvo lleno de adoración. No
obstante, yo tuve que hacer un esfuerzo para amarlo. Tal vez sea que
me ha asustado. Esperaba que volviera a estar impotente. No tenía la
misma exaltada seguridad. Ternura, sí. La maldita ternura. Recuperé la
felicidad, pero era una felicidad fría. Me sentía distante. Nos emborra-
chamos y así fuimos felices. Pero yo pensaba en June.
Lástima que Henry haya sido bueno conmigo, lástima que sea buena
persona. Está tomando conciencia del sutil cambio que está teniendo
lugar en mí. Sí, dice, quizás a primera vista parezco inmadura, pero
cuando estoy desnuda y en la cama soy toda una mujer.
134
El otro día Joaquín descendió a la planta baja inesperadamente y entró
al salón a preguntarme una tontería. Henry y yo acabábamos de besar-
nos. A Henry se le notaba en la cara y se sintió avergonzado. Yo no me
inquieté ni avergoncé, me molestó la intrusión y le dije a Henry: «Le
está bien por entrar cuando no debe.»
Si Henry se da cuenta de que me estoy volviendo desvergonzada, fuer-
te, segura de mis actos, y que me niego a dejarme impresionar por los
demás, si se da cuenta de cuál es el verdadero curso de mi vida actual,
¿cambiará su actitud para conmigo? No. Tiene necesidades propias y
necesita a la mujer dulce, tímida, buena, incapaz de hacer daño, de sa-
lirse de madre que hay en mí. Pero yo cada día me acerco más a June.
Empiezo a desearla, a conocerla mejor, a amarla más. Ahora me doy
cuenta de que todas las cosas interesantes de su vida en común fueron
iniciativa de June. Sin ella, Henry es un espectador callado, no un parti-
cipante. Henry y yo somos buenos compañeros, pero no podríamos vi-
vir juntos. Yo esperaba que los primeros días (o noches) que pasé en
Clichy fueran sensacionales. Me sorprendió comprobar que caíamos en
apacibles charlas profundas y hacíamos bien poca cosa. Esperaba es-
cenas dostoievskianas y me encontré con un caballero alemán que no
soportaba que los platos se quedaran sin fregar. Encontré a un esposo,
no a un amante difícil y temperamental.
Al principio, Henry estaba incluso incómodo porque no sabía cómo en-
tretenerme. June lo hubiera sabido. Sin embargo, yo entonces estaba
contenta y profundamente satisfecha porque le amaba. Hasta hace po-
co no he sentido mi vieja inquietud.
Le propuse a Henry que saliéramos, pero me desilusionó negándose a
llevarme a sitios exóticos. Él se contentaba con ir al cine y luego sen-
tarse en un café. Luego se negó a presentarme a sus amigos de mala
vida (para protegerme y conservarme). Como él no tomaba ninguna
iniciativa, empecé a sugerir que fuéramos aquí o allí.
Una noche, desde la Gare Saint Lazare habíamos ido al cine y luego a
sentarnos en un café. En el taxi que me llevaba a donde había quedado
de encontrarme con Hugo Henry empezó a besarme y yo me abracé a
él. Nuestros besos fueron ganando frenesí y le dije: «Dile al taxista que
nos lleve al Bois.» Estaba embriagada por el momento. Pero Henry tuvo
miedo. Me recordó la hora que era y que Hugo me estaba esperando.
¡Con June hubiera sido diferente! Lo dejé entristecido. En realidad
Henry no tiene nada de alocado más que sus enfebrecidos escritos.
Me esfuerzo por vivir externamente, ir a la peluquería, de compras, y
me digo a mí misma: «No debo hundirme. He de luchar.» Necesito a
135
Allendy y no lo veré hasta el miércoles.
También quiero ver a Henry, pero no cuento con su fuerza. El primer
día, en el «Viking», dijo: «Soy un hombre débil.» Y yo no lo creí. Yo no
amo a los hombres débiles. Siento ternura, eso sí. Pero Dios mío, en
unos días ha destruido mi pasión. ¿Qué ha ocurrido? El momento en
que dudó de su potencia no fue más que una chispa. ¿Se debe a que el
poder sexual era su único poder? ¿Me retenía sólo de esa manera? ¿Fue
por un cambio producido en mí? Al llegar, la noche empiezo a pensar
que no es importante que me sienta decepcionada. Quiero ayudarle. Me
alegro de que su libro esté escrito y de haberle dado una sensación de
seguridad y de bienestar. Lo amo de una manera diferente, pero le
amo.
Henry es valiosísimo para mí, tal como es. Cuando veo su traje deshila-
chado me derrito. Se durmió mientras yo me vestía para una cena de
etiqueta. Luego vino a mi dormitorio y observó cómo me daba los últi-
mos toques. Admiró mi vestido verde oriental. Dijo que me movía como
una princesa. Tenía la ventana del dormitorio abierta al exuberante jar-
dín. Le hizo recordar el decorado de Peleas y Mélisande. Estaba tumba-
do en el sofá. Me senté junto a él un momento, le acaricié y dije «tienes
que comprarte un traje» en tanto pensaba cómo podía conseguir el di-
nero. No soportaba ver las raídas mangas alrededor de sus muñecas.
Estamos sentados muy juntos en el tren.
–¿Sabes, Anaïs? Soy tan lento que no me doy cuenta de que voy a per-
derte cuando lleguemos a París. Me encontraré andando solo por las ca-
lles y quizá veinte minutos más tarde adquiriré conciencia repentina-
mente de que ya no te tengo y de que te echo de menos.
En una carta me había dicho: «Espero ansiosamente esos dos días [Hu-
go se marcha a Londres], pasarlos apaciblemente contigo, compren-
diéndote, siendo tu esposo. Me encanta ser tu esposo. Siempre seré tu
esposo, lo quieras o no.»
En la cena, mi felicidad me hizo sentirme natural. Mentalmente estaba
tumbada en la hierba y tenía a Henry encima; resplandecía ante la po-
bre gente corriente que rodeaba la mesa. Todos percibieron algo, inclu-
so las mujeres, que me preguntaban dónde compraba la ropa. Las mu-
jeres siempre piensan que mis zapatos, vestidos, mi peinado y mi ma-
quillaje tendrían el mismo efecto sobre ellas. No comprenden que hace
falta un encantamiento. No saben que no soy guapa pero que en ciertos
momentos lo parezco.
–España es el país más maravilloso del mundo –dijo mi compañero de
mesa–; allí las mujeres son mujeres de verdad.
136
Yo pensaba: «Ojalá Henry pudiera probar este pescado y este vino.»
Pero Hugo también notó algo. Antes del banquete teníamos que encon-
trarnos en la Gare Saint Lazare. Sabía que Henry había venido a Louve-
ciennes a ayudarme a elaborar la novela. Cuando Henry y yo llegamos
juntos a la estación, Hugo se disgustó. Empezó a hablar de prisa y con
severidad de Osborn, «el niño prodigio». Pobre Hugo. Y yo todavía olía
la hierba del bosque.
Anduve con él sin hacerme notar. Y ¿dónde estaba Henry? ¿Me echaba
ya de menos? El sensible Henry, que tiene miedo de no caer bien, mie-
do de que Hugo «lo sepa todo» o de que me avergüence de él delante
de la gente. No comprendo por qué le amo. Le hago olvidar humillacio-
nes y pesadillas. Sus finas rodillas, debajo del raído traje, despiertan
mis instintos protectores. Está también el gran Henry, cuyos escritos
son tempestuosos, obscenos, brutales, y que es apasionado con las
mujeres; y el pequeño Henry, que me necesita. Por el pequeño Henry
escatimo, ahorro cada céntimo que puedo. Ahora me parece increíble
que antes me aterrara, me intimidara. Henry, el hombre experimenta-
do, el aventurero. Le dan miedo nuestros perros, las serpientes del jar-
dín, la gente que no es le peuple. Hay momentos en que veo a Lawren-
ce en él, excepto que él está sano y es apasionado.
Anoche quería decirle a mi compañero de mesa: «¿Sabe? Henry es muy
apasionado.»
Justo antes de esto tuve una sesión con Allendy en la cual mostré cla-
ramente una regresión. Le devolví un préventif de goma que me había
aconsejado que me pusiera. Interpretación: quería demostrarle que es-
taba dispuesta a arrepentirme de mi «vida disoluta». Y eso porque Joa-
quín tenía apendicitis y ello me producía un sentimiento de culpa.
Entonces confesé que ciertas prácticas del juego sexual no me atraen,
como chupar el pene, cosa que hago para complacer a Henry. En rela-
ción con esto recordé que unos días antes de mi unión con Henry no
podía tragar la comida. Tenía náuseas. Puesto que la sexualidad y la
comida tienen relación, Allendy cree que ello se debía a una resistencia
inconsciente a la sexualidad. La resistencia se vuelve a manifestar con
más fuerza cuando algún incidente despierta de nuevo mi sentimiento
de culpa.
Me di cuenta de que mi vida se había vuelto a detener. Lloré. Pero tal
vez gracias a esta conversación con Allendy pude continuar, pude ir a
ver a Henry, dominar mis celos de Paulette. Supongo que es una indi-
cación de mi orgullo e independencia el decir que me resulta difícil atri-
buir totalmente al psicoanálisis mis diversas victorias, y estoy dispuesta
a creer que se deben a la gran humanidad de Henry o a mi propio es-
fuerzo.
Eduardo me hizo ver con qué rapidez me olvido de la verdadera fuente
de la recuperación de la confianza y que esa misma confianza (que me
da Allendy) es lo que le hace a uno creer en su propio poder. En resu-
men, que todavía no sé lo suficiente de psicoanálisis para darme cuenta
de que se lo debo todo a Allendy.
Me he resistido a mirarlo sentimentalmente. En realidad me alegro de
no amarlo. Sí, lo necesito, y lo admiro, pero sin sensualidad. Tengo la
sensación de que espero que se enfade conmigo. Me gusta cuando ad-
141
mite que lo intimidé el primer día que nos vimos, y cuando habla de mi
encanto sensual. La conciencia de que la transferencia es una emoción
estimulada artificialmente me inspira más desconfianza que nunca. Si
dudo de las genuinas manifestaciones del amor, ¿cómo no he de dudar
de este lazo creado mentalmente?
Allendy dice que he de encontrar mi ritmo verdadero. Sacó esta idea de
un sueño muy visual que tuve. Por lo que él deducía de estudiarme, yo
era fundamentalmente una exótica cubana, con encanto, sencillez y pu-
reza. Todo lo demás era literario, intelectual. Interpretar papeles no
tiene nada de malo siempre que no se tomen en serio. Pero yo me
vuelvo sincera y voy hasta el final. Entonces me siento incómoda y des-
dichada. Allendy cree también que mi interés por las perversiones es
fingido.
Mucho después de que dijera esto, recordé que donde más feliz he sido
es en Suiza, donde viví ajena a cualquier papel externo. ¿Me considero
interesante con una pamela, un vestido sencillo y poco maquillaje como
iba en Suiza? No, pero me considero interesante con un sombrero ruso.
Falta de fe en mis valores fundamentales.
Llegados a este punto, empiezo a tener reparos. Si el psicoanálisis va a
aniquilar toda la nobleza de los motivos personales, así como del arte,
descubriendo raíces neuróticas, ¿con qué los sustituirá? ¿Qué sería yo
sin mis adornos, trajes y personalidad? ¿Sería una artista más vigoro-
sa?
Allendy dice que he de vivir con mayor sinceridad y naturalidad. No de-
bo rebasar los límites de mi naturaleza, crear disonancias, desviaciones,
papeles (como ha hecho June), porque ello lleva a la desdicha.
JULIO 1932
143
Cuando Hugo se marchó a Londres el lunes, me fui corriendo a ver a
Henry. Dos noches de éxtasis. Todavía tengo señales de sus mordiscos,
y la última noche el frenesí fue tal que me hizo daño. Nuestros ratos de
sexo alternaban con charlas profundas.
Está celoso. Me llevó a Montparnasse y un atractivo húngaro se sentó a
mi lado y galanteó conmigo, descaradamente. Henry dijo después que
le gustaría tenerme encerrada con llave, que estoy hecha para la inti-
midad. Cuándo me vio en Montparnasse, pensó que era demasiado
blanda y delicada para ese tipo de gente; quería protegerme, escon-
derme.
Se ha planteado si debe o no dejar a June. Conmigo se siente entero, y
sabe que lo he amado mejor. De noche permanecemos despiertos en la
cama hablando de esto, pero yo sé que no puede y no debe pensar en
abandonar a June, su pasión. Yo, en su lugar, no la dejaría. June y yo
no nos anulamos la una a la otra; nos complementamos. Henry nos ne-
cesita a las dos. June es el estimulante y yo el refugio. Con June conoce
el desespero y conmigo la armonía. Todo esto se lo digo mientras lo
abrazo firmemente.
Yo tengo a Hugo. No lo abandonaría por Henry. Lo que no le puedo de-
cir a Henry es que él es fundamentalmente un hombre físico y que por
eso June es esencial para él. Un hombre de tales características inspira
amor sensual. Yo también le amo sensualmente. Y, a la postre, esta
unión no puede durar. Está destinado a perderme. Lo que yo le doy se-
ría tremendo para un hombre menos sensual. Pero no para un Henry.
De noche permanecemos despiertos, hablando, y aunque mis brazos le
rodean con firmeza, mi mente renuncia ya a él. Me suplica que no me
arriesgue durante el verano; todavía me besa, después de las convul-
siones del coito, que fue, según dijo él, como si se hubiera roto el ter-
mómetro.
He conquistado a un hombre menos conquistable. Pero también soy
consciente de los límites de mi poder, y sé que para responder a las
exigencias de los hombres hacemos falta June y yo juntas. Lo acepto
con un júbilo triste.
Henry me ha amado; ay, soy su amor. He recibido todo lo que puedo
recibir de él, las capas más secretas de su ser, palabras, sentimientos,
miradas, caricias, todo ardiendo sólo para mí. Lo he sentido arrullado
por mi suavidad, exultante en mi amor, apasionado, posesivo, celoso.
Se ha acostumbrado a mí, no corpóreamente sino como una visión.
¿Qué será lo que recuerde él más vividamente de los momentos que
hemos pasado juntos? La tarde en que él estaba tumbado en el sofá de
mi dormitorio mientras yo terminaba de vestirme para una cena, con mi
144
vestido oriental verde oscuro, perfumándome, y él embargado por una
sensación de estar viviendo un cuento de hadas, con un velo entre él y
yo, la princesa. Eso es lo que recuerda mientras me tiene en los cálidos
brazos. Ilusiones y sueños. La sangre que vierte en mí con rugidos de
alegría, los bocados de mi carne, mi olor en sus dedos, todo se desva-
nece ante la potencia del cuento de hadas.
–Eres una niña, sí –dice, medio asombrado, mientras que al mismo
tiempo dice–: Desde luego, sabes follar. Dónde has aprendido?
Sin embargo, cuando me compara a Paúlette, la niña dé verdad, obser-
va lo seductor de mis gestos, la madurez de mi expresión, la mente que
ama.
–Estamos compenetrados, Anaïs. Te necesito. No quiero que regrese
June.
Siento una gran alegría al recibir una carta larga de Henry. Me doy
cuenta de que June y él han hecho que Dostoievski esté vivo para mí y
me resulte terrible. En algunos momentos me deshago de agradeci-
miento por lo que Henry me ha dado, simplemente siendo lo que es; en
otros me siento desesperada por los desenfrenados instintos que hacen
de él tan mal amigo. Recuerdo que cuando el húngaro trató de meter la
mano por debajo de mi vestido, aquella noche en el «Select», demostró
más sentirse herido en su vanidad que amarme. «¿Qué se ha creído,
que soy idiota?»
Cuando está borracho, es capaz de cualquier cosa. Ahora se ha rapado
la cabeza como un preso en un intento de auto humillación. Su amor
por June es una auto laceración. A fin de cuentas, lo único que sé es
que me ha fecundado de múltiples maneras y que pocos amantes ten-
dré tan interesantes como Henry.
Al comenzar de nuevo nuestro duelo de cartas –alocadas, alegres y li-
bres– su ausencia me produce un dolor físico, lacerante. Hoy me parece
que Henry va a formar parte de mi vida durante muchos años aunque
sólo sea mi amante durante unos meses. Una foto de él, con la bocaza
abierta, me emociona. Empiezo a pensar en una lámpara que sea mejor
para sus ojos, a preocuparme por sus vacaciones. Me produce una gran
felicidad que haya terminado de pulir su segundo libro en los últimos
dos meses, que sea tan activo y productivo. Y ¿qué echo en falta? Su
voz, sus manos, su cuerpo, su ternura, su rudeza, su bondad y su mal-
dad. «June no ha sido capaz de descubrir si soy un santo o un demo-
nio», dice él. Yo tampoco lo sé. Al mismo tiempo, dispongo de amor en
abundancia para darle a Hugo. Ello me maravilla, cuando actuamos co-
152
mo amantes, maldecimos las camas individuales y dormimos incomodí-
simos en una cama demasiado pequeña, nos cogemos de la mano so-
bre la mesa y nos besamos en el barco. Amar es fácil, y hay tantas ma-
neras de hacerlo.
Nadie puede evitar llorar por la destrucción del «matrimonio ideal». Pe-
ro yo ya no lloro. Se me han agotado los escrúpulos. Hugo tiene el me-
jor carácter del mundo, y yo lo amo, pero también amo a otros hom-
bres. Mientras escribo esto, está a un metro de mí y yo me siento
inocente.
Vivo en su reino. Paz. Sencillez. Esta noche estábamos hablando del
mal y me he dado cuenta que está totalmente seguro de mí. No puede
siquiera llegar a imaginarse que... mientras que yo imagino con tanta
facilidad. ¿Es él más inocente que yo? ¿O es que cuando uno es tan ín-
tegro se confía más?
AGOSTO 1932
159
Aparto a Hugo de mí, exacerbo sus deseos, su terror a perderme. Le
hablo cínicamente, lo ridiculizo, le señalo a otras mujeres. En mí no hay
lugar para la tristeza ni las lamentaciones. Los hombres me miran y yo
los miro a ellos, sin trabas. No más velos. Quiero más amantes. Ahora
soy insaciable. Cuando lloro, quiero quitarme la tristeza follando.
Henry viene a Louveciennes una calurosa tarde de verano y me cubre
en la mesa y luego encima de la alfombra negra. Se sienta en el borde
de mi cama y parece transfigurado. El hombre disperso, fácilmente
arrastrado, se serena para hablar de su libro. En este momento es un
gran hombre. Yo me maravillo de él. Un momento antes, enardecido
por la bebida, prodigaba sus gracias. Es muy hermoso contemplar el
momento en que cristaliza. Me costó adaptarme a su estado de ánimo.
Hubiera podido pasarme la tarde follando. Pero también me encantaba
nuestra transición hacia una charla trascendente. Nuestras conversa-
ciones son maravillosas, recíprocas, no duelos sino rápidas iluminacio-
nes mutuas. Yo hago que sus pensamientos provisionales tomen cuer-
po, él agranda los míos. Yo le hago detonar, él me hace fluir. Siempre
hay movimiento entre nosotros. Y él agarra. Se apodera de mí como de
una presa.
Estamos tumbados, poniendo sus ideas en orden, decidiendo el lugar
que han de ocupar los incidentes realistas de sus novelas. Su libro se
hincha en mi interior como si fuera mío.
Anhelo a Henry, sólo a Henry. Quiero vivir con él, ser libre con él, sufrir
con él. Algunas frases de sus cartas me obsesionan. Sin embargo, ten-
go dudas sobre nuestro amor. Temo mi impetuosidad. Todo está en pe-
ligro. Todo lo que he creado. Sigo a Henry el escritor con toda mi alma
de escritora, entro en sus sentimientos mientras vaga por las calles,
comparto sus curiosidades, sus deseos, sus putas, pienso sus pensa-
mientos. Todo en nosotros está unido en matrimonio.
Henry, no me mientes; eres todo lo que creo que eres. No me engañes.
Mi amor es demasiado nuevo, demasiado absoluto, demasiado profun-
do.
Una vez pasé cuatro días con un apasionado amante humano. Ese día
me folló un caníbal. Yo yacía exhalando sentimientos humanos, y en
ese preciso momento supe que era inhumano. El escritor está revestido
de su humanidad, pero no es más que un disfraz.
Lo que había dicho la noche anterior de la sinceridad, de la dependencia
mutua, del flujo de confianza que es imposible de establecer hasta con
el ser amado, había dado en el blanco.
Quizá mi deseo de preservar la magnificencia de esos cuatro días que
pasé con Henry es un esfuerzo inútil. Tal vez, como Proust, soy incapaz
de moverme. Elijo un punto del espacio y doy vueltas alrededor de él,
como durante dos años di vueltas alrededor de John. El movimiento de
Henry es un martilleo constante para producir chispas, a despecho de
las mutilaciones que acarrea.
Más tarde le pregunté:
–¿Cuando vuelven tus sentimientos por June, alteran, aunque sólo sea
un momento, nuestra relación? ¿Se interrumpe nuestra conexión? ¿Re-
gresan tus sentimientos a un amor fundamental, o fluyen en dos direc-
ciones? Henry dijo que era un flujo doble, que llevaba en la cabeza una
167
carta a June: «Quiero que regreses, pero has de saber que amo a
Anaïs. Tienes que aceptarlo.»
Hugo ha leído las treinta páginas que tratan de June y ha dicho admira-
do que eran buenas. Nuevamente me pregunto si es que sólo está me-
dio vivo o si simplemente es incapaz de expresarse. Se lo pregunto y lo
ofendo. Hace una declaración notable: «Si éste es tu verdadero yo, el
que estás afirmando, entonces es un yo muy duro.»
Sí. Esta afirmación es el comienzo de June, de otro volcán. Llevo varios
siglos dulcemente dormida y estoy haciendo erupción sin previo aviso.
La dureza que hay en mí, en cantidades inagotables, se fue acumulando
lentamente durante los esfuerzos que hice para dominar la voracidad
de mi ego. Henry también sufrirá. Le he pedido que venga hoy.
Ha venido inmediatamente, en bicicleta, blando y ansioso. Le he dejado
leer una larga carta que escribí con todas las cosas que le había conta-
do al diario. No ha protestado, se ha reído con cierta tristeza. Luego se
ha sentado en el sofá, completamente absorto por el terror a saber con
qué facilidad podría desmoronarse todo. Esperé, extrañada de su refle-
xividad. Finalmente, despertó para decir: «Sólo soy lo que imaginas
que soy.» No sé qué más dijimos. Me di cuenta de cuál era el alcance y
cuáles los límites del amor de Henry, del hecho de que June lo posea
contra su voluntad, igual que a mí, y de que amaba profundamente,
igual que yo a él. Cuando, atormentado, me dijo «necesito saber lo que
172
quieres», yo le dije: «Nada más que esta intimidad. Cuando entre noso-
tros hay armonía puedo soportar mi vida.»
–Me he dado cuenta de que unas vacaciones de unos meses en España
no es solución –dijo–. Y sé que si las hiciéramos no regresarías nunca a
Hugo. Yo no te dejaría regresar.
–No puedo concebir nada más allá de unas vacaciones a causa de Hu-
go. –Nos miramos uno a otro y supimos cuánto estábamos pagando ca-
da uno por su debilidad: él por su esclavitud de la pasión, y yo por mi
esclavitud de la misericordia.
SEPTIEMBRE 1932
Miro a Allendy a la cara con una fuerza renacida, veo cómo se derriten
175
sus fanáticos ojos azul intenso y percibo la ansiedad de su voz cuando
me pide que regrese pronto. Nos besamos más afectuosamente que la
vez anterior. Henry todavía está entre mí y el pleno disfrute de Allendy,
pero mi malicia es más fuerte. Repito nuestro beso en el espacio, levan-
tando la cabeza hacia él, mientras ando por las calles con la boca abier-
ta a la nueva bebida.
Sus ojos, su boca y la aspereza de su barba permanecen conmigo toda
la noche.
Atormento a Eduardo y provoco sus celos despertando la admiración de
un joven médico cubano cuyos ojos se entretienen eh las líneas de mi
cuerpo. Hemos ido a bailar, Hugo, Eduardo y yo. Eduardo quiere vol-
verme a atraer para destruir mi exuberancia. Es frío, cerrado y malévo-
lo. Durante nuestro baile lucha contra la sinuosidad de mi cuerpo, el ro-
ce de mi mejilla, la voz ronroneante al oído. Ahoga mi alegría con su fu-
ria de ojos verdes, pero luego se siente disgustado. Veo que se le hin-
chan las venas de las sienes. Termina la velada diciendo: «¡Mira lo que
me hiciste hace unos meses!»
Allendy observa que me dejo llevar por la devoradora crueldad de la vi-
da con Henry. El dolor se ha convertido en el sumo placer. Por cada gri-
to de placer en brazos de Henry hay un latigazo de expiación: June y
Hugo, Hugo y June. Qué fervientemente habla ahora Allendy en contra
de Henry, pero sé que no es que sólo trate de mi plan de autodestruc-
ción sino que también habla movido por sus propios celos. Al final del
análisis me doy cuenta de que está profundamente alterado. Yo había
exagerado a propósito. Henry es el hombre más blando y más amable
que existe, incluso más blando que yo, aunque en apariencia seamos
los dos terroristas y amorales. Pero me complace la preocupación de
Allendy por mí. El poder que me ha infundido es peligroso, mucho más
peligroso que mi antigua timidez. Ahora debe protegerme con la efecti-
vidad de su análisis y la fuerza de sus brazos y de su boca.
No creo que los hombres hayan tenido nunca en una sola mujer a la
vez semejante enemigo potencial y semejante amigo real. Estoy llena
de un amor inagotable hacia Hugo, Eduardo, Henry y Allendy. Los celos
que sentía Eduardo anoche eran también celos míos, dolor mío. Lo
acompañé la corta distancia que deseaba andar para despejarse, dijo.
Yo tenía los ojos en blanco y las manos frías. Conozco tan profunda-
mente el dolor que no puedo causarlo. Luego, en casa, Hugo casi se
lanzó sobre mí y yo abrí las piernas pasivamente, como una prostituta,
vacía de sentimientos. Sin embargo, sé que sólo él ama generosa y de-
sinteresadamente.
176
Ayer le dije a Allendy que me encantaría llevar una vida peligrosa con
Henry y entrar en un mundo más difícil y más precario; ser heroica y
hacer grandes sacrificios como June, plenamente consciente de que,
dada mi fragilidad, terminaría en un sanatorio.
–Amas a Henry llevada de una gratitud excesiva, porque te ha hecho
mujer. Estás demasiado agradecida por el amor recibido. Es el precio
que tienes que pagar.
Recuerdo las sacrílegas comuniones de mi infancia, en las cuales recibía
a mi padre en lugar de a Dios, cerrando los ojos y tragando el pan
blanco con arrobados temblores, abrazando a mi padre, comulgando
con él, en una confusión de éxtasis religioso e incestuosa pasión. Lo ha-
cía todo para él. Quería mandarle mi diario. Mi madre me disuadió por-
que podía perderse por el camino. Ay, la hipocresía de mis ojos bajos,
las lagrimas ocultas por la noche, la voluptuosa obsesión secreta con él.
Lo que mejor recuerdo de él en este momento no es la protección o
ternura paternal, sino una expresión de intensidad, un vigor animal que
reconozco en mí misma, una afinidad de temperamentos que adiviné
con una inocente intuición infantil. Una volcánica hambre de vida, eso
es lo que recuerdo, y todavía participo de ella, admirando en secreto
una potencia sensual que niega automáticamente los valores de mi ma-
dre.
He seguido siendo la mujer a quien le gusta el incesto. Todavía cometo
los delitos más incestuosos con un sagrado fervor religioso.
Allendy es lo desconocido.
Eduardo, a -quien le he contado todo esto, se alegra de que me está
acercando a Allendy. Ambos odian a Henry.
Con todo, esta noche deseo a Henry, mi amor, mi esposo, a quien
pronto voy a traicionar con tanta pena como sentí cuando traicioné a
Hugo. Ansío amar con una entrega total, ser fiel. Me encanta el surco
por el que ha corrido mi amor por Henry, sin embargo, unas fuerzas
diabólicas me apartan de todo surco.
Allendy está ayudando y dando mucha fuerza a Hugo. Está empezando
a quererle porque hay en él cierto elemento de homosexualidad.
Allendy es ahora un dios demonio que dirige todas nuestras vidas. Ano-
che, mientras hablaba Hugo, observé la hábil influencia de Allendy. Me
reí estrepitosamente cuando dijo que Allendy le había dicho que yo ne-
cesitaba ser dominada. Hugo respondió: «Sí, pero eso es sencillo. Anaïs
es latina y por lo tanto dócil.» Allendy debió de sonreír. Luego Hugo lle-
ga a casa y se lanza sobre mí con una nueva furia, y yo disfruto, sí, dis-
fruto. Siento que en este momento tengo la fortuna de contar con tres
hombres maravillosos y de ser capaz de amarlos a los tres.
Supongo que es únicamente un escrúpulo lo que me impide disfrutar de
ellos. Ojalá Allendy fuera más enérgico. Se somete a las mujeres. Le
gusta la agresividad que demuestro en nuestros juegos sexuales. Su
primera experiencia sexual fue pasiva y tuvo lugar a los dieciséis años;
una mujer mayor le hizo el amor.
OCTUBRE 1932
184
He pasado una noche con mi amado. Sólo le pido que no regrese a
América con June, lo cual demuestra cuánto me importa. Y él me hace
jurar que, pase lo que pase cuando venga June, no dudaré de él ni de
su amor. Es tarea difícil para mí, pero Allendy me ha enseñado a creer,
así que se lo prometo. Luego Henry me ha preguntado:
–Si hoy tuviera medios y te pidiera que vinieras conmigo para siempre,
¿vendrías?
–No podría, por Hugo y por June. Pero si Hugo y June no existieran, me
iría contigo aunque no tuviéramos medios.
Se sorprende: «A veces me he preguntado si no será un juego para ti.»
Pero me ve la cara y se calla. Una noche de conversación clara y apaci-
ble; la sensualidad es casi superflua.
–Lo que deseas –dice Allendy– tiene menos valor que lo que has encon-
trado.
Gracias a él, esta noche incluso comprendo que John me amaba a su
manera. Creo en el amor de Henry. Creo que, aunque gane June, Henry
me amará siempre. Lo que más me tienta es enfrentar a June y a
Henry, dejar que nos torture a los dos, amarla, ganarme su amor y el
de Henry. Pienso emplear la valentía que me da Allendy en mayores
planes de auto tortura y autodestrucción.
No me extraña que Henry y yo sacudamos la cabeza ante nuestras si-
militudes: los dos odiamos la felicidad.
Hugo me habla de su sesión con Allendy. Le ha dicho que para él el
amor es ahora como un apetito, que siente deseos de comerme, de
morderme (¡por fin!), y que lo ha hecho. Allendy se ha echado a reír
estrepitosamente y le ha preguntado:
–¿Le ha gustado a ella?
–Es extraño –ha dicho Hugo–, pero parecía que sí.
Al oírlo, Allendy se ha echado a reír todavía más fuerte. No sé por qué
esto ha despertado los celos de Hugo. Le ha dado la impresión de que a
Allendy le complacía aquella charla y que le hubiera gustado morderme
él mismo. Ahora soy yo la que me río estrepitosamente. Hugo continúa,
serio:
–Esto del psicoanálisis es tremendo, pero debe de ser todavía más es-
pantoso cuando hay sentimientos de por medio. ¿Qué pasaría si, por
ejemplo, Allendy se interesara por ti? –Me eché a reír con una risa tan
histérica que Hugo casi se enfadó–. ¿Qué es lo que te hace tanta gracia
de todo esto?
–Tu agudeza –digo yo–. Desde luego, el psicoanálisis te mete ideas
nuevas y graciosas en la cabeza.
Soy consciente de que con Allendy no hay más que coquetería, coque-
tería y algo de sentimiento. Es un hombre a quien quiero hacer sufrir,
quiero hacerle desvariar, que viva una aventura. Descendiente de na-
vegantes, este hombre sano y corpulento está preso en su cueva de pa-
redes cubiertas de libros. Me gusta verlo de pie en la puerta de su casa,
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con los ojos luminosos como el mar de Mallorca.
Le daré acertijos mayores y más espantosos que resolver que las men-
tiras de June. En nuestra relación hay humanidad y monstruosidad.
Nuestro trabajo, nuestra imaginación literaria, es monstruoso. Nuestro
amor es humano. Me doy cuenta cuándo tiene frío, me preocupa su vis-
ta. Le compro gafas, una lámpara especial, mantas. Pero cuando ha-
blamos y escribimos, ocurre una maravillosa deformación mediante la
cual nos fortalecemos, exageramos, coloreamos, distendemos. Son los
placeres satánicos sólo conocidos por los escritores. Su estilo muscular
y el mío esmaltado se revuelcan y copulan independientemente; pero
cuando lo toco se realiza el milagro humano. Por él fregaría suelos, por
él haría las cosas más humildes y más magníficas. Él piensa en nuestra
boda, que a mí me parece, que nunca se realizará, pero él es el único
hombre con quien me casaría. Juntos somos más grandes. Después de
Henry no volverá a existir esta polaridad. Un futuro sin él es oscuro. No
soy siquiera capaz de imaginármelo.
Estoy perpleja. Percibo una nueva verdad. No vacilo entre Henry y Ju-
ne, entre sus versiones contradictorias de sí mismos, sino entre dos
verdades que veo con claridad. Creo en la humanidad de Henry, aunque
soy plenamente consciente de la existencia del monstruo literario. Creo
en June, aunque soy consciente de su inocente poder destructivo y de
sus comedias.
Al principio quería luchar contra mí. Temía que creyera la versión de
ella que daba Henry. Quería llegar a Londres en lugar de a París y pe-
dirme que me encontrara allí con ella. Al verme los ojos, volvió a con-
fiar en mí.
Anoche habló de una manera hermosa y coherente. Aireó cruelmente
las debilidades de Henry. Despedazó su sinceridad, su integridad. Des-
pedazó mi protección hacia él. Según ella, no había logrado nada.
«Henry sólo finge comprender para poder luego dar media vuelta y ata-
car, destruir.»
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