Jesus de Nazaret. El Hombre y Su Mensaje
Jesus de Nazaret. El Hombre y Su Mensaje
Jesus de Nazaret. El Hombre y Su Mensaje
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José Antonio Pagola
Jesús de Nazaret
El hombre y su mensaje
ePub r1.0
Artifex 24.06.13
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Título original: Jesús de Nazaret. El hombre y su mensaje
José Antonio Pagola, 1981
Diseño de portada: Artifex
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Maitasun alai eta isilez,
irri goxo eta zabalez,
hainbat liburuk baino biziago
Jesusen berri ona
erakutsi zidan ama maiteak.
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INTRODUCCIÓN
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La pregunta de Jesús «¿Quién decís que soy yo?» sigue pidiendo respuesta a cada
generación creyente Y, naturalmente, no basta con afirmar verbalmente unos dogmas
cuyo contenido e implicaciones se ignoran, ni tampoco con estar dispuesto a creer «lo
que la Santa Madre Iglesia enseña»
En realidad, cada creyente cree en lo que realmente cree él, es decir, en lo que
personalmente va descubriendo en su seguimiento a Jesucristo, aunque lo haga, como
es natural, en el seno de una comunidad.
Con frecuencia, los creyentes nos limitamos a afirmar nuestra fe en Jesucristo,
pero no nos acercamos a él, no buscamos el encuentro sincero y valiente con su
mensaje, no nos dejamos cuestionar por su persona.
La fe de muchos cristianos no se funda, por desgracia, en el encuentro con la
persona de Jesús, sino en unas creencias que se han aceptado o suscrito desde la
infancia con mayor o menor convicción.
De esta manera, la fe cristiana pierde toda su originalidad y se convierte en simple
afirmación de un credo religioso. En vez de creerle a Jesús, y descubrir desde él, el
sentido último de la vida, nos adherimos más o menos conscientemente, a una
doctrina que existe sobre Jesús y que es enseñada por la jerarquía eclesiástica.
Muchos ni siquiera sospechan que lo más original del cristianismo consiste en creerle
a Jesucristo.
Son bastantes los cristianos que entienden y viven su religión de tal manera que
probablemente nunca podrán tener una experiencia un poco viva de lo que es
encontrarse personalmente con Jesús.
Ya en una época muy temprana de su vida, se han hecho una idea infantil de
Jesús, cuando quizás no se habían planteado todavía con suficiente lucidez, las
cuestiones a las que Jesucristo puede responder.
Más tarde, ya no han vuelto a repensar su fe cristiana, bien porque la consideran
algo banal y sin importancia alguna para sus vidas, bien porque no se atreven a
examinarla con seriedad y rigor por temor a perderla, bien porque se contentan con
conservarla de manera indiferente y apática, sin repercusión alguna en sus vidas.
Desgraciadamente, no sospechan lo que Jesús podría ser para ellos. Como decía
M. Legaut son «cristianos que ignoran quién es Jesús, y están condenados por su
misma religión a no descubrirlo jamás».
Todo lo que bastantes cristianos saben, piensan o creen de Jesucristo, se reduce a
un conjunto de afirmaciones, sin apenas ninguna relación con sus verdaderas
preocupaciones de la vida real, sin apenas incidencia ninguna en los problemas que
viven o los intereses que los mueven, una especie de zona artificial donde se afirman
y aprueban cosas que no tienen demasiada relación con el resto de la vida.
Y, sin embargo, creer en Jesucristo es, antes que nada, encontrarse con él y
descubrir poco a poco que es el único capaz de responder, de manera definitiva, a los
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anhelos, necesidades y esperanzas más profundos del hombre.
Creer en Jesucristo es aprender a vivir desde él. Descubrir desde Jesús cuál es la
manera más acertada y más humana de enfrentarse a la vida y a la muerte. Descubrir
desde Jesús qué es ser hombre y atrevernos a serlo hasta el final.
Las páginas que siguen no han sido redactadas para conocer más cosas de Jesús,
sino para acercarnos a su persona. Y el autor no podría recibir una alegría mayor que
la de saber que han servido para que quizás alguien se haya encontrado con Jesús y
haya descubierto en él un hombre lleno de Dios, un hombre, por fin, que dice la
verdad, un hombre que sabe por qué hay que vivir y morir. Un hombre que sabe amar
y luchar por la justicia, un hombre que rompe los esquemas normales en que nos
movemos egoístamente cada día, un hombre que nos arranca de nuestras falsas
seguridades, un hombre que denuncia nuestros falsos dioses, que descubre las
grandes equivocaciones de nuestra vida, un hombre que puede cambiar nuestra vida y
nuestra muerte.
Pero, no todos tenemos la misma imagen de Jesús. Y esto, no sólo por el carácter
inagotable de su personalidad, sino, sobre todo, porque cada uno de nosotros vamos
elaborando nuestra imagen de Jesús a partir de nuestros propios intereses y
preocupaciones, condicionados por nuestra sicología personal y el medio social al
que pertenecemos, y marcados, de manera decisiva, por la formación religiosa que
hemos recibido.
Y, sin embargo, la imagen de Jesucristo que podamos tener cada uno, tiene una
importancia decisiva para nuestra vida creyente, pues condiciona esencialmente
nuestra manera de entender y vivir la fe.
Una imagen empobrecida, unilateral, parcial o falsa, nos conducirá a una vivencia
empobrecida, unilateral, parcial o falsa de la fe. De ahí la importancia de tomar
conciencia de las posibles deformaciones de nuestra imagen de Jesús, y de purificar
constantemente nuestra adhesión a Jesucristo.
Para muchos cristianos, Jesús no es un hombre que ha vivido como nosotros la
aventura de la vida. Por el contrario, es un ser divino que se ha paseado entre los
mortales, viviendo una existencia portentosa y extraordinaria.
Es indudable que todo ello está motivado por un deseo sincero de salvaguardar
sin menoscabo alguno la personalidad divina de Jesús, pero olvidando su dimensión
humana. El resultado es un Jesús extraño a nuestra vida, alejado totalmente de
nuestros problemas. Un Jesús irreal, poco concreto, privado de contexto social. Un
Jesús en el que no nos podemos reconocer los hombres de ninguna manera, lejano e
inaccesible, incapaz de estimular y orientar nuestra vida.
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Entonces, se proclama a Jesús con títulos que expresan toda su categoría divina:
Hijo de Dios, Señor, Salvador, Dios…; pero con el riesgo de convertirse en
expresiones vacías de contenido real.
Más aún. Un Cristo falsamente divinizado y ensalzado, puede ser objeto de
adoración y veneración para los fieles, pero difícilmente se convierte en principio de
renovación e impulsor de una nueva sociedad, mientras no se conozca, de manera
más concreta, su actuación, sus gestos, su estilo de vida, la causa que defendió hasta
la muerte.
Un Jesús desencarnado, etéreo e inconcreto conduce a una vida cristiana
desencarnada, etérea e inconcreta. Nuestro modesto estudio quisiera ofrecer a los
creyentes una pequeña ayuda para dar un contenido más concreto, vivo y real a su
visión de Jesús de Nazaret.
Pero, también hay creyentes para los que Jesús es fundamentalmente un hombre.
Un hombre bueno, extraordinariamente grande, encarnación de las mejores
aspiraciones del hombre, pero nada más. La personalidad divina de Jesús queda en
suspenso, negada, ignorada u olvidada como algo secundario y «Jesús queda como
una idea más o menos nostálgica de un hombre bueno, de una doctrina ideal, quizá de
una proyección de los más nobles sueños humanos» (J. I. González Faus).
Entonces Jesús se puede convertir en el personaje sentimental que alimenta
nuestra piedad religiosa, en el amigo idealizado, en quien se confía, el líder admirado
a quien se sigue, o el ideal que despierta en nosotros los sentimientos más nobles.
Pero, naturalmente, este Jesús reducido a sus limites humanos, cuya personalidad
última no trasciende nuestra historia y cuyo destino se ha perdido en la muerte, no
puede ofrecernos ninguna esperanza definitiva de salvación a nadie.
Son muchos los cristianos que sienten hoy malestar al plantearse la cuestión de la
divinidad de Jesús, y quizá sin atreverse a confesarlo, llevan dentro de su corazón el
dolor de la duda y la incertidumbre ¿Cómo llegar a creer en el misterio último
encerrado en Jesús y cómo sintonizar con Cristo resucitado, vivo para siempre junto
al Padre y Liberador definitivo de nuestra historia?
No basta con aceptar la fórmula dogmática más segura y que mejor recoja la
afirmación de la divinidad de Jesús. El mejor camino para llegar a reconocer a Cristo
como Hijo de Dios es el seguido por los primeros discípulos que se encontraron con
Jesús, escucharon su mensaje, le siguieron, se identificaron con su causa, sufrieron su
muerte y vivieron la experiencia de encontrarle vivo después de muerto.
La divinidad de Cristo no puede ser para muchos cristianos un dato previo,
presupuesto como punto de partida para una recta comprensión de Jesús, sino más
bien el horizonte, el punto de llegada hacia el que camina el creyente que va
comprendiendo cada vez mejor el mensaje de Jesús y el significado último de su
persona.
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Sin duda, lo importante es tomar en serio a Jesús, adentrarse en su mensaje,
atreverse a seguirle sin reservas, identificarse con su persona, luchar por su causa y
abrirse progresivamente y con gran humildad al misterio último que en él se encierra.
Las páginas que siguen se limitan sólo a seguir las huellas de Jesús de Nazaret
durante su vida. No tratan directamente de la resurrección de Jesús ni de la
experiencia pascual vivida por los discípulos y que los condujo hacia la fe en el Hijo
de Dios. Pero tal vez puedan ayudar a alguno a dar esos primeros pasos necesarios
para seguir el itinerario de los primeros discípulos.
Quizás alguno pueda encontrarse más cerca de ese Jesús tan profundamente
humano, tan radicalmente identificado con el amor, tan enraizado en el Dios de los
pobres, y sienta abrirse su corazón al misterio último del Hijo primogénito de Dios y
hermano de todos los hombres.
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Por fin, en el capítulo cuarto se abordan los milagros de Jesús, para comprender
mejor su valor y su significado.
El lector podrá observar, en algún momento, ligeras repeticiones que hemos
preferido conservar, para que el tratamiento de cada tema sea más completo en su
momento.
Si al leer estas páginas, en algún momento, alguien recobra de nuevo la fe en la
vida, si alguno se atreve a iniciar una vida más noble, sincera y justa, si otro se decide
a vivir más cerca y más solidario de los pobres, si alguien olvida por un momento su
individualismo y se anima a defender a los más olvidados, si alguno cree oír una
buena noticia… será más que suficiente.
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I - LA PERSONALIDAD DE JESÚS
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Antes que nada hemos de preguntarnos si es realmente posible reconstruir la
personalidad de Jesús a partir de las fuentes evangélicas que hoy poseemos. La
exégesis moderna nos invita a ser extremadamente cautos. Entre los exegetas actuales
existe la convicción general de que es muy arriesgado el pretender extraer
conclusiones precisas sobre la personalidad de Jesús a partir de los textos concretos
que leemos en los evangelios. Las razones son las siguientes:
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Entonces, ¿hemos de renunciar a saber nada concreto acerca de la personalidad y
el comportamiento de Jesús? ¿Hemos de hablar de Jesús como de alguien totalmente
enigmático e inasequible?
Los doscientos años de investigación en torno a Jesús han desmontado
innumerables mitos, nos han descubierto la imposibilidad de obtener una biografía de
Jesús, pero han abierto también el camino a un acceso positivo a su persona. Vamos a
señalar algunos puntos:
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personalidad se nos deja entrever indirectamente de dos maneras, sobre todo. En
primer lugar, a través de su enseñanza. «Estamos suficientemente informados sobre
la predicación de Jesús como para hacernos una imagen coherente de ella» (R.
Bultmann). Ciertamente, la exégesis actual se siente mucho más segura para conocer
el mensaje y la enseñanza de Jesús que los detalles concretos de su historia. Ahora
bien, esta enseñanza nos descubre, de manera general, el sello y el estilo fundamental
de Jesús de Nazaret. Aun sin detenernos en un análisis de «las maneras de hablar
preferidas por Jesús», el contenido de su enseñanza nos descubre las preocupaciones,
los centros de interés, el horizonte de su vida, la fe que le animaba.
Por otra parte, la personalidad de Jesús se nos va desvelando en todo el conjunto
de relaciones con su ambiente, en la manera de actuar de Jesús frente a los diferentes
tipos de hombres que se encuentran con él (escribas y fariseos, discípulos, pecadores,
enfermos, autoridades, etc.).
A la hora de querer entrever su personalidad debemos pues ser conscientes de que
el perfil de la personalidad de Jesús se va desprendiendo sobre todo de su enseñanza
y de sus relaciones con el ambiente.
• A través de los evangelios descubrimos que Jesús tiene una manera original y
singular de ser y actuar. Una manera de actuar que extraña, escandaliza, despierta una
expectación, plantea interrogantes, provoca discusiones. Cuando hablamos de la
originalidad de Jesús no queremos decir necesariamente que la actuación de Jesús sea
en todo nueva, extraña, singular. Por otra parte, no hay que olvidar que «la tradición
tenía interés en trazar un Jesús absolutamente extraordinario, sobrehumano; por eso
mismo tiende a exaltar las diferencias y las antítesis entre Jesús y todos los demás»
(M. Machovec). Como iremos viendo, la originalidad de Jesús no consiste
fundamentalmente en la novedad o la singularidad de su actuación, sino en que nos
descubre y nos conduce a lo más originario y lo mejor que se encuentra en el hombre.
Así se expresa L. Boff: «Original no es una persona que dice pura y simplemente
algo nuevo. Ni original es sinónimo de extraño. Original viene de origen. Quien está
cerca del origen y de lo originario, y por su vida, palabras y obras lleva a otros al
origen y a lo originario de ellos mismos, ése puede ser llamado con propiedad,
original. En este sentido, Cristo fue un original. No porque descubre cosas nuevas.
Sino porque dice las cosas con absoluta inmediatez y soberanía… En contacto con
Jesús, cada uno se encuentra consigo mismo y con aquello que existe de mejor en él.
Esto es, cada cual es llevado a lo originario. La confrontación con lo originario
genera una crisis: urge decidirse y convertirse o instalarse en lo derivado, secundario,
en la situación vigente».
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Desconocemos totalmente lo referente a la figura corporal y los rasgos físicos de
Jesús. Todo lo que se dice o escribe en torno a esto, se mueve en el campo de la mera
conjetura. Debemos ser conscientes de que la imagen que nos podemos hacer cada
uno de Jesús es puramente subjetiva.
El único rasgo externo del que se habla en Marcos es la mirada de Jesús. Una
mirada expresiva que a veces refleja ira (3, 5), otras veces amor y ternura (10, 21) y
que se detiene con fuerza sobre sus interlocutores (10, 27; cfr. 3, 34; 5, 32; 8, 33). No
se deberían sacar excesivas conclusiones de este detalle narrativo, propio de Marcos.
Lo que sí podemos afirmar es que en toda su presentación exterior, vestidos y
aspecto general, Jesús no llamó la atención por ningún concepto. En este sentido, se
puede observar una diferencia notable con la figura solitaria y ascética de Juan que se
nos ofrece con unos rasgos de cierta excentricidad y severidad en el vestido, la
alimentación y el estilo general de vida (Mc 1, 6).
Los rasgos externos de Jesús son los de un hombre normal de su tiempo, que en
sus últimos años hizo una vida de carácter itinerante, en medio de la naturaleza, al
aire libre.
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1 - Abierto a la vida
Uno de los rasgos más característicos de Jesús es su cercanía a la vida. Sus
actuaciones, su lenguaje, el estilo de su enseñanza, sus inolvidables parábolas, nos
ofrecen la imagen de un hombre realista, en contacto directo con la vida palpitante de
sus contemporáneos, sensible a los acontecimientos, observador atento de la
naturaleza. Olvidar este rasgo sería deformar y desencarnar su figura.
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Sentido de lo concreto
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Cercano a la naturaleza
Jesús se nos ofrece como un hombre cercano a la naturaleza, atento a la vida del
campo, en actitud abierta y simpática al mundo que le rodea. En sus palabras está
inmediatamente presente la creación, sin idealismos, sin adornos románticos, tal
como puede ser observada de manera concreta por un hombre atento al mundo que le
rodea.
La tradición sobre Jesús difiere claramente de las cartas de Pablo de Tarso o de
otros escritos del Nuevo Testamento. Jesús es un hombre que ha observado los
pájaros del cielo que no siembran ni siegan ni almacenan en graneros; los lirios del
campo que no trabajan ni tejen y, sin embargo, superan en hermosura a Salomón; las
higueras cuyas ramas, llenas de savia en la primavera, comienzan a dar hojas,
anunciando el verano; la semilla que se siembra y crece preparando la cosecha; los
pajarillos que se compran en el mercado a un as por pareja; el sol y la lluvia que el
Padre concede a los buenos y a los malos; las nubes que anuncian la lluvia, y el
viento sur que indica la llegada del calor; la gallina que esconde a los polluelos y los
protege bajo sus alas; las cosechas que alegran a los labradores; los relámpagos que
cruzan el firmamento; los perros que lamen las heridas de los mendigos; los peces
que llenan las redes de los pescadores; la polilla y la herrumbre que destruyen los
objetos caseros…
Es sorprendente encontrar esta abundancia de imágenes y observaciones tomadas
de la naturaleza, sobre todo, si pensamos en el carácter de los escritos evangélicos.
Sin duda, Jesús fue un hombre totalmente abierto a la vida de la naturaleza. Pero,
además, hemos de añadir que la mirada de Jesús es una mirada de fe. Como veremos
más adelante, el mundo se convierte para Jesús en parábola, lección, signo que le
ayuda a descubrir y anunciar el reino de Dios. La creación es para él, el lugar real
donde vive el hombre y desde donde se puede entrever cómo actúa Dios y qué es lo
que significa su reinado.
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Observador atento de la vida humana
Pero, Jesús se nos presenta, antes que nada, como un hombre interesado por la vida
de los hombres. Un hombre que sabe mirar con atención, con simpatía, con amor y, a
veces, con un cierto humor y un acento de ironía, la vida diaria de los hombres. Un
hombre que observa la vida que palpita a su alrededor, y sabe detener su mirada
sencilla y clara sobre las cosas aparentemente más pequeñas e insignificantes, sin
falsearlas ni idealizarlas, sin envolverlas tampoco en amargura.
Jesús ha sabido observar el trabajo de los hombres: el trabajo costoso y a veces
infructuoso de los pescadores; el trabajo de los viñadores contratados a destajo, con
sus discusiones diarias sobre salarios y horas; el trabajo hábil y astuto del
administrador de una hacienda; los problemas y preocupaciones de los pastores para
guardar sus rebaños; el trabajo, a veces tan infructuoso, de los sembradores en el
campo; el trabajo humilde de las mujeres que elaboran el pan en el hogar; los
problemas del hombre que quiere construir una torre para cuidar sus terrenos sin tener
suficientes medios; las diversas maneras de construir una casa y de asentarla sobre
unos cimientos firmes; el mundo de los servidores preocupados de agradar a sus
señores…
Jesús ha sabido captar y retener en su corazón y su pensamiento diversidad de
situaciones típicamente humanas: los juegos y las discusiones de los niños en las
plazas de los pueblos; el problema de los desocupados que esperan sentados en la
calle el contrato de algún patrón; la alegría y el ambiente festivo de las bodas, con
todo el acompañamiento de los amigos y amigas de los novios; los atracos que se
repiten en los caminos solitarios de Palestina; los robos nocturnos que se dan en las
casas de las pequeñas aldeas; los problemas y preocupaciones de una pobre mujer que
pierde una moneda; la generosidad de la gente sencilla y pobre que sabe entregar
desinteresadamente su limosna en el templo; los favores que saben hacerse los
vecinos entre sí, aunque sólo sea para evitar las molestias del otro; el ridículo que
hacen muchas veces los que buscan los primeros puestos en los banquetes; lo práctico
que resulta el saber arreglar los pleitos en el camino antes de iniciar un proceso
judicial arriesgado; la bondad de los padres que sólo saben dar cosas buenas a sus
hijos; la acogida que un padre bondadoso da a su hijo vagabundo; los pobres que
viven mendigando junto a las mesas de los poderosos; las madres que olvidan los
dolores del parto al ver a su hijo recién nacido…
La atención de Jesús se fija también en el mundo de la política. Jesús conoce la
disciplina militar que se da entre los soldados (Mt 8, 9); cómo con un enemigo
poderoso es mejor emplear una táctica diplomática, que declararle la guerra; cómo los
jefes de las naciones oprimen con su poder a los pueblos…
Esta capacidad de observación llega a detalles concretísimos de la vida de hogar:
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el pequeño trozo de levadura que fermenta toda la masa; la imposibilidad de echar
remiendos nuevos a un vestido viejo) o el llenar odres nuevos con vino viejo; el lugar
donde se debe colocar la lámpara para que alumbre el hogar; el barrido que se debe
hacer para encontrar una pequeña moneda en aquellas casas sin luz; la imposibilidad
de servir fielmente a dos señores, etc.
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La enseñanza de la vida
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2 - Hombre Libre
Quizás el dato primero y mejor confirmado por una lectura atenta de los evangelios
es la imagen de Jesús como un hombre libre. No se trata de algunos textos sueltos ni
de algunos episodios aislados, leídos desde nuestra sensibilidad actual hacia todo lo
que signifique libertad. Si se estudian las relaciones de Jesús con su ambiente y toda
su manera de ser y de actuar, se puede observar que el rasgo o perfil más visible de su
personalidad es el de la libertad. Aquí nos encontramos ante un dato cierto de la
personalidad histórica de Jesús que, por otra parte, «está confirmado tanto por el
comportamiento de sus opositores como por la adhesión de sus discípulos y la
admiración del pueblo» (Ch. Duquoc).
Algunos autores no dudan en llamar a Jesús «liberal», entendiendo por
liberalismo el modo de actuar de un hombre que se siente libre ante las normas, las
instituciones e ideales que la historia nos lega. «Los evangelios no dan el menor lugar
a dudas de que Jesús, medido con los criterios reinantes en su piadoso ambiente, fue,
de hecho, liberal, y quizá precisamente por esto tuvo que afrontar la cruz» (E.
Kásemann). Esta libertad no es algo accidental o periférico en Jesús. Es algo que
forma parte de lo más nuclear de su persona.
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Libre frente al entorno social
Antes que nada, podemos situar la figura de Jesús de manera sencilla en su entorno
social y observar su actuación:
Ante la familia
Jesús se nos ofrece como un hombre libre en la elección de sus amigos y en las
relaciones que mantiene con el círculo de discípulos y seguidores. No se deja
manipular por las presiones de los suyos ni se detiene ante las incomprensiones y
cerrazón de sus seguidores más cercanos.
En las tradiciones evangélicas han quedado recogidos diversos episodios de
tensiones y desacuerdos entre Jesús y sus discípulos, en donde siempre encontramos a
Jesús entregado a su misión por encima de las presiones que puede recibir de sus
amigos (Mc 8, 31-33; 9, 33-37; 10, 13-16; 10, 35-44; 8, 14-21). Ciertamente, no
todas estas escenas gozan del mismo grado de autenticidad, pero podemos estar
seguros de que Jesús no ha sido un hombre que ha hablado y actuado encadenado por
los intereses de su grupo de amigos y seguidores.
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Los evangelios no ocultan tampoco las amistades femeninas de Jesús: Marta,
María y quizás la Magdalena. «Jesús no manifiesta la menor misoginia, ni en sus
palabras ni en sus actos» (Ch. Duquoc). La actitud de Jesús con las mujeres, a las que
incluso admite entre sus seguidores, revela su libertad frente a la presión social y
frente a las normas de conducta y a los juicios que predominaban sobre la relación
con la mujer (Lc 7, 36-50; 8, 1-4; 10, 38-42; Jn 8, 1-11, etc.).
Jesús manifiesta también una libertad total frente al poder político. No le da miedo.
Jesús se enfrenta a Herodes Antipas del que es súbdito durante toda su vida, y le
insulta cuando se opone a su misión (Lc 13, 31-32). Jesús es libre frente a las
autoridades romanas, sin entrar en cálculos políticos o juegos diplomáticos. En su
mensaje se puede observar una libertad crítica frente a los poderes civiles (Mt 20, 25-
26 = Lc 22, 25-27). A lo largo de su proceso, Jesús no pierde su libertad. No adopta
una postura aduladora, no se esfuerza por aclarar equívocos, no suaviza sus palabras
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ni modifica su mensaje. No se pliega a lo que desean de él las autoridades.
Independientemente de las matizaciones que se deban hacer a la tradición
recogida en los evangelios, no se puede dudar de que Jesús se mantuvo libre frente al
establishment político-religioso que dominaba la sociedad judía, y se estrelló contra
él (H. Küng).
Jesús no se dejó tampoco arrastrar por la estrategia de las fuerzas de resistencia que
se rebelaban contra el poder de los ocupantes romanos. No puso su posible prestigio
al servicio de una conjuración revolucionaria contra Roma. No pretendió nunca ser
un Mesías político.
Su mensaje y su actuación no concuerdan con la lucha de los zelotes por aniquilar
a los enemigos de Israel y establecer desde Jerusalén un imperialismo judío sobre
todas las naciones de la tierra. No se puede dudar de que Jesús anduvo cerca de estos
ambientes de resistencia de Roma y de que el radicalismo de su mensaje y de sus
críticas ofrece semejanzas con el radicalismo zelote. Pero tampoco se dejó esclavizar
por estas corrientes tremendamente populares, defraudando así las ilusiones de
muchos que esperaban un reino judío mesiánico, dominador del mundo entero. «No
es una esperanza nacional la que animaba a Jesús… Podemos estar ciertos de que
Jesús no ha sido el Mesías de la nación ni de la restauración» (A. Holl).
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Jesús: una palabra libre
La fuerza de su palabra
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La palabra de Jesús no está tampoco encadenada a las tradiciones que con tanta
veneración se guardan en los círculos fariseos y saduceos. No se observa en Jesús
ninguna simpatía por la tradición y la teología conservadora propia de los grupos
saduceos. Por otra parte, critica con firmeza las tradiciones y halakas fariseas que
esclavizan al hombre e impiden escuchar la verdadera voluntad del Padre (Mc 7, 1-
12).
La palabra de Jesús no depende de la autoridad de ningún maestro anterior a él.
Los rabinos de su tiempo apelan constantemente a sus grandes maestros para
justificar su doctrina. Jesús no. No parece sentir ninguna necesidad de una
justificación que provenga de otro rabbí. Su palabra es una palabra libre. Al comparar
su mensaje con la enseñanza de los rabinos se observa «el contraste de uno que habla
con autoridad y otros que hablan citando autoridades» (T. W. Manson).
Jesús enseñó con una libertad y una autoridad propia tal que causó sensación
entre sus contemporáneos. «La gente quedó asombrada de su doctrina, porque les
enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas» (Mt 7, 29). Pero,
todavía hemos de decir más. Jesús no emplea nunca en su predicación las fórmulas
que habitualmente encontramos en boca de los profetas. Estos se presentan ante el
pueblo como los mensajeros y portavoces de la palabra de Dios, e introducen su
enseñanza con fórmulas como estas: «Así habla Yahveh», «Oráculo del Señor»,
«Escuchad lo que dice Yahveh» . Sus palabras no nacen de su propia iniciativa, sino
que son eco de la palabra de Yahveh. Jesús, por su parte, no siente necesidad alguna
de legitimar su predicación de forma parecida El emplea una fórmula típicamente
suya: En verdad, en verdad yo os digo. Jesús pone toda su persona como garantía de
lo que proclama, y se siente con libertad para dirigirse a su pueblo directamente, sin
estar constantemente apelando a la revelación de Yahveh.
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critica a la clase culta el imponer cargas pesadas al pueblo sencillo sin ayudarlo a
liberarse (Mt 23, 4).
Jesús denuncia con fuerza a la clase farisea de los piadosos, condenando su visión
legalista de la vida (Mt 23, 23-24; Lc 11, 42), sus prácticas religiosas hipócritas, al
servicio de la vanidad personal (Mt 6, 1-18), su teología de la religión basada en el
propio esfuerzo y los méritos personales (Lc 18, 9-14; 15, 11-32; Mt 20, 1-16), su
desprecio a los sencillos, incultos y pecadores (Mt 21, 31).
Jesús critica con libertad el pecado del clero judío, denunciando la explotación de
peregrinos que llevan a cabo las altas clases sacerdotales en el mismo templo de
Jerusalén (Mc 11, 15-18), y criticando a las diversas clases de sacerdotes y levitas que
se dedican a ofrecer a Dios sacrificios y expiaciones rituales, pero no saben acercarse
al hermano que les necesita (Lc 10, 30-37).
Jesús critica la actitud de los sectores apocalípticos que se preocupan de escrutar
los signos grandiosos y terribles que anuncian el fin de este mundo y no saben
reconocer desde ahora la presencia humilde pero eficaz del reinado de Dios (Lc 12,
56).
Jesús critica el estilo de vida practicado en la comunidad de Qumrán, su carácter
segregacionista y elitista (Mt 13, 24-30; 22, 1-14 = Lc 14, 16-24), su concepción
legalista de la religión y el culto, su teología del odio al enemigo (Mt 5, 43-44).
La libertad de Jesús es verdaderamente provocadora. Su palabra es la palabra
libre de un hombre que busca apasionadamente el reinado de Dios en la sociedad
humana y que, en consecuencia, denuncia toda injusticia, todo egoísmo, toda mentira
que se oponga a su verdadero establecimiento.
Jesús es libre no solamente para denunciar el pecado, sino también para anunciar el
perdón. Desafiando todas las normas de convivencia y los prejuicios de los piadosos,
Jesús acepta con toda libertad la compañía de personas de baja reputación, de fama
sospechosa, ignorantes, prostitutas, publicanos, etc., «a quienes su ignorancia
religiosa y su comportamiento moral les cerraban, según la convicción de la época, la
puerta de acceso a la salvación» (J. Jeremías).
Jesús come con ellos, se siente solidario con ellos ante un Padre que sabe
perdonar, celebra ya anticipadamente con ellos la fiesta final y se atreve a ofrecerles
el perdón de Dios sin exigirles antes una previa penitencia (Mc 2, 1-12; Lc 7, 36-50;
19, 1-10).
La palabra de perdón de Jesús provoca incomprensión (Lc 15, 1-2), indignación
(Lc 19, 7; Mt 20, 11), injurias (Mt 11, 19), acusación de blasfemia (Mc 2, 7). Es la
reacción frente a un hombre que se atreve a proclamar el perdón de Dios con fe y con
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libertad frente a toda clase de presiones: «En verdad os digo, los publicanos y las
prostitutas llegan antes que vosotros al reino de Dios» (Mt 21, 31).
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La conducta libre de Jesús
Una lectura atenta de los evangelios nos descubre la libertad de Jesús frente a las
ideologías religiosas, sociales y políticas de su tiempo. No se puede afirmar que la
actuación y el comportamiento de Jesús sean fruto de una ideologización.
Desde comienzos del siglo XIX se entiende por ideología «cualquier complejo de
concepciones (incluyendo, entre otras cosas, puntos de vista, prejuicios, ilusiones),
orientado social y políticamente, que es común a un gran número de personas (grupo,
minoría, profesión, clase) en una sociedad. La ideología es un aparato conceptual, la
mayoría de las veces con ribetes fuertemente emocionales, para interpretar y
legitimar una determinada realidad social en interés de lo colectivo» (H. Schoeck).
Ciertamente, Jesús no aparece vinculado a la ideología de un grupo determinado
(fariseos, saduceos), ni de una profesión (rabbí, sacerdote), ni de una clase social
(aristocracia, burguesía, proletariado, subproletariado), ni de una minoría (Qumrán,
círculos apocalípticos). Jesús resulta inasible, inclasificable, libre.
Esta libertad de Jesús frente a las ideologías de su tiempo, es reflejo de su libertad
frente a la ley de la que derivaban, de alguna manera, todas las corrientes ideológicas
en la sociedad judía. Más adelante, estudiaremos la libertad de Jesús ante la ley, pero
queremos desde ahora citar a E. Kásemann que ve así la libertad de Jesús: «Jesús fue
liberal, sin importarnos lo demás que haya sido. Esto no hay que discutirlo lo más
mínimo aunque iglesias y hombres piadosos protesten diciendo que es una calumnia.
Fue liberal porque, en nombre de Dios y con la fuerza del Espíritu Santo, interpretó y
midió, a partir del amor, a Moisés, a la Escritura y al dogma, y con ello permitió a los
hombres piadosos que siguiesen siendo humanos e incluso juiciosos…».
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Pues bien, en Jesús observamos una libertad de iniciativa frente a diversos tabúes
y prejuicios erigidos en normas rígidas de vida y un volver hacia una actitud ingenua,
sencilla, limpia, de niño que busca la voluntad del Padre.
Hay una gran distancia entre su conducta y las normas sociales de su tiempo, un
gran contraste entre su manera de actuar y lo que aquella sociedad deseaba o esperaba
de él. Jesús no es esclavo de los prejuicios y las reglas de comportamiento social que
se tenían por intocables.
Jesús trata con la gente sencilla del campo, los malditos amme ha’ares, hombres
que no conocen la Torá ni la cumplen, gente despreciada, excluidos de antemano del
reino definitivo de Dios por numerosos piadosos judíos. Este es el ambiente normal
en que se mueve.
Jesús no respeta las diferencias de clases tan estrictamente observadas en aquella
época. Habla con todos. Busca el contacto con todos. No respeta la división entre
prójimos y no prójimos, entre ricos y pobres, entre justos y pecadores. Se acerca a
todos.
De manera especial, se acerca a los desclasados y marginados religiosa y
socialmente, a los pecadores, hombres de fama dudosa, de profesión despreciable,
publicanos, supuestos ladrones, prostitutas, mujeres de mala vida. Come con ellos
rompiendo toda clase de convenciones y prejuicios sociales y religiosos (Mt 9, 10-13;
11, 19; Lc 7, 36-50; 19, 1-10).
Jesús no tiene miedo de acercarse a los leprosos e incluso de tocarlos (Mc 1, 40-
41; 14, 3), rompiendo así todas las normas legales y sociales que los consideraban
impuros (Lv 13, 45-46; 14, 46).
Se acerca constantemente a los enfermos, los enajenados, locos, endemoniados,
impuros, hombres considerados pecadores a los ojos de todo judío (Mc 1, 25-28; 1,
32-34; 5, 25-34; Jn 9, 1-2).
Desafía las normas de conducta y las presiones sociales que marginaban a la
mujer, tratando con ellas y aceptándolas en su seguimiento y escucha (Mc 15, 40-41;
Lc 8, 1-3; 7, 36-50; 10, 38-42, etc.).
Jesús actúa con libertad frente a los minuciosos ritos de purificación practicados
en la sociedad judía (Mc 7, 1-16; Lc 11, 37-40). Lo verdaderamente importante es la
búsqueda del reino de Dios y su justicia (Mt 6, 33).
La libertad de Jesús no se detiene siquiera ante el tabú del sábado: «El sábado ha
sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27; cfr. Mc 3, 1-
6; Mt 12, 10-14; Lc 13, 10-17).
Aunque la tradición sobre Jesús que acabamos de recordar ha sido reelaborada y
retocada por las comunidades cristianas en función de sus intereses y preocupaciones,
es indudable la actuación sorprendentemente libre de Jesús frente a tabúes, prejuicios
y convenciones sociales, rituales, cultuales.
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Actitud creadora
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decisión algo totalmente nuevo: la cercanía liberadora de Dios empieza a ser realidad.
Jesús se nos muestra libre ante el dinero, la riqueza, los bienes materiales. Por los
datos que podemos poseer, las condiciones de vida de Jesús no se han diferenciado
mucho de las de la mayor parte de sus contemporáneos, en aquella sociedad
subdesarrollada.
Jesús no es un hombre obsesionado por la austeridad. Su figura se aleja
claramente de la de Juan el Bautista. Lucas, tan preocupado de destacar la pobreza
cristiana, nos indica, sin embargo, que Jesús disponía de medios y ayudas que le
permitían una independencia para dedicarse a su tarea de predicación (Lc 8, 3).
Pero Jesús, ciertamente, no ha sido esclavo del dinero. Nunca se le ve preocupado
de su seguridad económica. Nunca actúa buscando el interés monetario. Uno de los
rasgos característicos de su actuación es la gratuidad. Jesús actúa gratis. No cobra. Su
enseñanza, su dedicación a los discípulos, su acogida a las gentes, sus curaciones, su
tiempo, no tienen un precio. No pide para él nada.
Para Jesús el dinero no ha tenido un poder de seducción. Su estilo de vida
despreocupado, dedicado a los más necesitados y pobres, no es el estilo de un rico.
Jesús no ha apreciado el poder que se puede encerrar en las riquezas. Jamás las ha
utilizado como medio de influencia. Jamás ha visto en el dinero un medio para
anunciar y establecer el reino de Dios. El dinero no es el medio adecuado para llevar
adelante su proyecto.
Al contrario, a través de toda su enseñanza aparece con insistencia una
convicción: la esclavitud del dinero es un obstáculo para estar disponible para Dios.
Es necesario estar libre de riquezas para acoger prácticamente el reino de Dios en
nuestra vida. Dios no puede reinar en la vida de un hombre dominado por el dinero.
La vida de Jesús es la vida de un hombre que sabe que no se puede servir
simultáneamente a Dios y al dinero (Lc 16, 13 = Mt 6, 24). A Dios no se le encuentra
en las riquezas, en el poder, en la grandeza (Lc 12, 13-21; 16, 19-31). A Dios se le
encuentra a través de la fe, la confianza y la búsqueda de su justicia: «Buscad primero
su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33).
Esta liberación de toda atadura o preocupación por el dinero es tan importante a
los ojos de Jesús que es la exigencia más acentuada a sus discípulos (Mc 6, 8-9; Mt
10, 7-10; Lc 10, 4; Mc 10, 17-22): «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (Mt 10, 8).
El hombre sólo tiene libertad cuando toma postura ante el porvenir. Con frecuencia es
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el temor a enfrentarnos con lo venidero lo que nos intranquiliza, nos impulsa a
replegarnos sobre nosotros mismos y nos anula.
Jesús es un hombre abierto ante el futuro, en actitud de disponibilidad confiada.
La consigna de Mt 6, 34: «No os preocupéis del mañana; el mañana se preocupará de
sí mismo», no es una mera exhortación para otros. Es la actitud de Jesús reflejada a lo
largo de todo su comportamiento.
No se le ve a Jesús como un hombre preocupado por las repercusiones que se
pueden derivar de su predicación y de sus actuaciones. Jesús no ha vivido pendiente
de su propia imagen. No se ha preocupado de conservar el prestigio adquirido en un
primer momento. Se ha acercado a la gente sospechosa, inmoral y de mala
reputación, descuidando totalmente su buena fama de profeta (Mt 9, 10-11 = Mc 2,
15-16; Mt 11, 19; Lc 7, 36-50).
Por otra parte, se ha negado con firmeza a representar ante el pueblo roles que le
alejaban de su verdadera misión de anunciar y establecer el reinado de Dios. Ha
adoptado una actitud de clara reserva ante las expectativas mesiánicas de carácter
político-militar, tan extendidas en aquella sociedad, sin miedo a defraudar al pueblo y
comprometer su futuro (Mc 8, 29-30). Se ha mantenido fiel a su tarea, aun consciente
del rechazo y el enfrentamiento que podía suscitar: «El que no está conmigo, está
contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12, 30 = Lc 11, 23).
Pero, sobre todo, a través de todo el material evangélico, se observa la libertad y
la fidelidad de Jesús a su misión, a pesar del clima creciente de hostilidad que su
actuación va provocando en los sectores más influyentes de aquella sociedad
(círculos fariseos, ambientes sacerdotales de Jerusalén, etc.). Jesús no se detiene a
modificar su enseñanza, suavizar su llamada, cambiar su actuación (Mc 3, 1-6; Lc 11,
45-46; Mt 12, 1-14). La cruz fue consecuencia de su actuación libre.
El celibato de Jesús
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que no tiene mujer».
El celibato de Jesús tuvo que resultar enormemente extraño ante el pueblo judío.
J. Blinzler ha señalado que es posible que a Jesús se le insultara con el apelativo de
eunuco por su forma de vida célibe, de la misma manera que se le acusó de romper la
ley, no ayunar, ser comilón y bebedor, tratar con prostitutas, etc. Jesús se habría
defendido aceptando el insulto, pero interpretándolo de manera nueva a la luz de su
mensaje: «Hay eunucos que nacieron así del seno materno, hay eunucos hechos por
los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el reino de los
cielos» (Mt 19, 12).
Esta actitud sorprendente de Jesús en aquella sociedad nos obliga a preguntarnos
por el significado que pudo dar a su celibato.
El celibato de Jesús no es ciertamente un celibato de carácter ascético o de
protesta contra los abusos o la degradación del sexo en aquella sociedad. Quizás
podríamos encontrar un celibato de esta naturaleza en Juan Bautista y en los monjes
de Qumrán. El celibato del Bautista se puede entender dentro de su ascetismo de
hombre del desierto que «no come ni bebe» y vive lejos de la sociedad, pero no es
posible interpretar de la misma manera el celibato de Jesús que come y bebe con
publicanos y pecadores, trata con prostitutas y no tiene ningún miedo a las amistades
femeninas (Mt 11, 18-19; Lc 10, 38-42; 7, 36-50).
Tampoco tenemos ningún dato para sospechar que ha sido un celibato de protesta
profética como el de Jeremías. Este profeta siente la necesidad dolorosa de no
compartir las alegrías de aquel pueblo alejado de Dios (15, 17). Su soledad celibataria
es un gesto de protesta contra el pecado del pueblo, de la misma manera que no
comparte tampoco la mesa de sus vecinos: «Y en casa de convite tampoco entres a
sentarte con ellos a comer y a beber» (16, 8). De esta manera, acepta esta carga
pesada de la soledad, impuesta por Dios, para anunciar al pueblo su próxima
destrucción. El celibato de Jesús que comparte la mesa con pecadores, que anticipa ya
desde ahora la fiesta final del reino, que acoge a las prostitutas y perdona a la adúltera
no tiene los rasgos de una soledad dolorosa, impuesta por Dios, para desolidarizarse
con aquel pueblo impenitente.
El celibato de Jesús es la consecuencia de una total disponibilidad al servicio del
reino de Dios. Es la forma de vida propia de un hombre totalmente cogido por la
realidad del reino de Dios y totalmente orientado a servir a los intereses del reino.
Jesús ve su celibato como una incapacidad para casarse: «eunuco por el reino de
Dios» (Mt 19, 12). El reino de Dios está haciendo irrupción en la historia y esto le
reclama una disponibilidad tan total y absoluta que no se ve capaz ya de atarse a la
vida matrimonial.
El celibato de Jesús se entiende en esa línea de liberación y emancipación de la
familia que es tan típica de Jesús (Mc 3, 31-35; cfr. Lc 2, 49). El celibato de Jesús no
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consiste en no casarse con una mujer, sino en no casarse con nada que le impida
entregarse a la realidad del reino en la que todos son hermanos porque todos son hijos
de su mismo Padre.
Este celibato se nos descubre como un amor liberado, desinteresado, no posesivo,
no acaparador y particularista. Así lo descubre W. Joest «un amor liberado de la
condición de amar sólo lo que previamente se ha experimentado como amable».
Quizás, en pocos aspectos de la vida se nos descubre la libertad de Jesús con mayor
profundidad y hondura como en su estilo célibe de vivir el amor.
Jesús ha vivido la ternura, el respeto, la admiración, la cercanía, el cariño, el
perdón, la amistad…, renunciando libremente a aquello que acabaría privando a su
amor de universalidad y servicio libre y desinteresado al reino de Dios.
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Libertad frente a la ley
La superación de la ley
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encontramos aquí ante una libertad nueva frente a la ley. W. Trilling, recogiendo el
sentir de muchos autores, se expresa así: «Aquí, evidentemente, se presenta una ley
nueva, según la cual habrá que decidir de ahora en adelante qué es lo que debe
considerarse como limpio, y qué es lo que debe considerarse como inmundo».
Todas estas leyes rituales han perdido ya su sentido para nosotros y, en
consecuencia, difícilmente podemos apreciar el carácter revolucionario de la actitud
de Jesús. Sin embargo, en aquella sociedad judía, la postura de Jesús suponía un
ataque frontal a la ley y a la concepción esencial del culto judío. «Un hombre que
niega que la impureza exterior puede penetrar en el ser esencial de la persona, está
atacando los presupuestos y la letra de la Torá y la autoridad de Moisés. Esto
significa poner en cuestión los presupuestos de toda la concepción clásica del culto
con su sistema sacrificial y expiatorio» (E. Kasemann).
Jesús no ajusta su conducta a unas normas prescritas. «No se pierde tampoco en una
casuística minuciosa y sin corazón» (L. Boff). Es cierto que Jesús escucha la
tradición y atiende a la ley, pero se atreve a buscar con total libertad la verdadera
voluntad del Padre, en medio de la vida concreta.
Por encima y más allá de las exigencias de la ley, Jesús piensa en las exigencias
de un Dios que busca y quiere al hombre entero. Jesús se coloca no ante una ley, sino
ante un Padre. Su vida solamente se entiende desde esta perspectiva. Su objetivo no
es el de satisfacer las exigencias de una ley exterior, escrita en unas tablas de piedra,
sino ser totalmente fiel y obediente al Padre que ama y busca la liberación de todo
hombre. Su preocupación última no es cumplir con precisión la ley del sábado, sino
«hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla» (Mc 3, 1-5).
Así se explica su radicalidad. Según Jesús, la exigencia del Padre es radical,
absoluta, total. En cada situación se le pide al hombre una decisión total por el bien
del hermano. Para ser obediente al Padre no basta no matar; es necesario liberarnos
de la cólera hacia el otro. No es suficiente no cometer adulterio; hay que respetar a la
esposa del hermano desde lo más íntimo de nuestro ser. No basta amar a los amigos.
Hay que saber perdonar a los enemigos (Mt 5, 21-48). Es decir, no basta guardar los
talentos dentro del marco seguro de una observancia minuciosa de la ley (Mt 25, 14-
30; Lc 19, 12-27). Jesús se arriesga a realizar el bien aun violando la letra de la ley,
con tal de no defraudar las exigencias profundas del Padre.
«Jesús, con su postura soberana frente a la ley veterotestamentaria, en lugar de
innumerables mandamientos particulares interpretados casuísticamente, coloca
lapidaria y llanamente la voluntad de Dios que exige al hombre todo, al hombre
indiviso en sentimientos y hechos» (A. Vógtle).
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Por eso, la libertad de Jesús frente a la ley no es la falsa libertad del pecador que
desprecia la voluntad de Dios y la elude colocándose fuera de ella. Al contrario, es la
libertad de un hombre que busca no la sujeción ciega a la ley, sino la obediencia total
al Padre (cfr. Jn 4, 34).
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3 - Cercano a los necesitados
Uno de los rasgos mejor atestiguados históricamente de Jesús de Nazaret es su
cercanía a los marginados. Jesús, ciertamente, no se ha movido en los círculos
selectos de la sociedad judía, entre las clases dominantes e influyentes, ni junto a los
ricos y poderosos. Tampoco ha adoptado una postura neutral, equidistante, calculada.
En todo su comportamiento se observa una preferencia clara por los marginados.
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Junto a los marginados
Jesús se nos presenta siempre como un hombre cercano a los pobres, pecadores,
publicanos, prostitutas, ladrones, samaritanos, viudas, niños, ignorantes, leprosos,
enajenados, locos, enfermos…, es decir, los sectores marginados, desprestigiados,
abandonados en aquella sociedad. No podemos dudar de que Jesús fue un hombre
cercano a los desheredados, a los que se les negaba la esperanza en aquel pueblo.
Estuvo cerca de los que más le necesitaban para ser humanos.
El ambiente que rodea a Jesús aparece designado de diversas maneras en las
tradiciones recogidas en los evangelios, pero sobre todo, se les llama con una doble
terminología: pecadores, publicanos, prostitutas (Mc 2, 16; Mt 11, 19; Lc 15, 1; Mt
21, 32) y pequeños (Mc 9, 42; Mt 10, 42; 18, 10. 14). Este último término designa a
gente sencilla, ignorante, agobiada, minusvalorada, mal vista, de fama sospechosa,
gente inculta que no conoce la ley ni la cumple. «Resumiendo, podríamos afirmar que
los seguidores de Jesús consistían predominantemente en personas difamadas, en
personas que gozaban de baja reputación y estima: los amme ha’ares, los incultos, los
ignorantes, a quienes su ignorancia religiosa y su comportamiento moral les cerraban,
según la convicción de la época, la puerta de acceso a la salvación» (J. Jeremías).
Este rasgo de Jesús es tan característico que el mismo Jeremías ha podido afirmar
que el resumen del evangelio y de toda la actuación de Jesús no es sencillamente: el
reino de Dios ya ha llegado, sino el reino de Dios ha llegado a los pobres, a los
pecadores, a los excluidos, a los marginados (cfr. Mt 11, 5-6).
Con esta actitud, Jesús no afirma la superioridad de los pobres y pecadores sin
más ni más. El pobre no es considerado como si fuese por eso mismo mejor que el
rico. «No hay en Jesús ninguna afirmación de la “superioridad moral” de los
marginados; ninguna canonización de la pobreza que convierta a ésta en una especie
de nueva Torá» (J. I. González Faus). Si Jesús se pone de su parte no es porque sean
mejores, sino porque cree en la bondad de Dios que los acepta y los acoge por encima
de todas las exclusiones de los hombres. Dios ofrece su salvación a los que se les
cierra toda salida. Dios acoge a los que los hombres excluyen.
Jesús ha actuado convencido de que el reino de Dios pertenece antes que a nadie a
los pobres, a los desvalidos, a los que no cuentan con la defensa de nadie, los
desheredados del mundo. Son ellos los privilegiados, los primeros beneficiarios del
reinado de Dios. Nos encontramos aquí con un rasgo fundamental del mensaje y de la
actuación de Jesús. Dios no es neutral frente a un mundo dividido y desgarrado por
las injusticias de los hombres. Dios favorece en concreto a los pequeños, a los pobres,
los marginados, los enfermos, los abandonados. Y Jesús también. El entiende que, al
final de la vida, se celebrará una gran fiesta en la que sorprendentemente el rey se
sentará a la mesa rodeado de pobres, lisiados, ciegos y cojos (Lc 14, 15-24).
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¿Por qué? ¿Es que los pobres son mejores que los demás para merecer el reino de
Dios? No. El privilegio de los pobres no se debe a que sean más justos o más
piadosos que los demás. Se debe a la bondad y a la justicia de Dios que no puede
reinar entre los hombres sino defendiendo a los abandonados, oprimidos y
desheredados, protegiendo a los que no tienen otro defensor (Sal 146, 7-10; 72, 12-
14; Is 61, 1-2). Jesús con su mensaje y su actuación trataba de hacer ver a los pobres
que para ellos era una buena noticia la llegada de Dios (Mt 11, 5-6). (Cfr. más
adelante, pp. 129-146).
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Acogida a los pecadores
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complejo de culpabilidad y su acogida a los pecadores, excluidos por todos como
hombres sin esperanza, es un rasgo típico que da un significado profundo a toda su
actuación.
Jesús es un hombre capaz de superar toda clase de barreras y prejuicios, acercarse
a estos hombres y penetrar hasta los niveles más profundos de sus vidas donde viven
el drama de la condena, el aislamiento y la imposibilidad de salvación.
Jesús no se acerca a ellos como moralista, preocupado de examinar su pecado y
precisar con exactitud el grado de su culpabilidad. Se acerca como amigo,
ofreciéndoles, en primer lugar, su amistad y su comprensión. Come con ellos el
mismo pan, se siente solidario con ellos ante Dios, celebra con ellos anticipadamente
esa fiesta final en la que el rey se sentará a la mesa con los mendigos, los enfermos,
los desgraciados (Lc 14, 15-24 = Mt 22, 2-10) y no simplemente con los justos y
piadosos observantes de la ley, como quería la teología oficial.
Jesús les ofrece la ayuda que aquellos hombres necesitan y él les puede dar. Jesús
los acerca a Dios, les ayuda a acoger su perdón. Los cura. Les infunde una nueva
confianza, una nueva fe «término que en los evangelios incluye la confianza en la
bondad de Dios y, a la vez, el valor y la firmeza que de ella deriva» (C. H. Dodd). Por
eso, el perdón de Jesús no implica una actitud laxista, sino una ayuda eficaz y
exigente que obliga al pecador a una reorientación de toda su vida (Lc 19, 8-9; Jn 8,
10-11).
La fe de Jesús en el perdón de Dios resulta escandalosa. El ofrece el perdón de
Dios a hombres que, normalmente, deberían huir de su presencia (Mc 2, 1-12; Lc 7,
36-50). Y lo ofrece sin averiguar primeramente su pasado ni exigirles previamente
penitencia. Actitud desconocida en toda la tradición profética y en contraposición con
todas las corrientes religiosas de su sociedad. El mismo Juan el Bautista acepta a los
publicanos y pecadores (Lc 3, 12), pero los acepta para penitencia. Jesús, por el
contrario, los llama al perdón, al banquete, a la fiesta, gratuitamente, antes de hacer
penitencia (Lc 19, 1-10).
Jesús no fue el Bautista, sino el amigo de publicanos y pecadores. El gesto que
caracteriza su actuación y su mensaje no es el bautismo de penitencia, sino el
banquete festivo con los pecadores. No se siente llamado para los justos y sanos, sino
para los pecadores y enfermos (Mc 2, 17).
Jesús actúa convencido plenamente de que los pecadores pueden llegar a acoger
la salvación de Dios antes que aquellos piadosos fariseos que apoyan su futuro en la
observancia cuidadosa de la ley: «En verdad os digo, los publicanos y las rameras
llegan antes que vosotros al reino de Dios» (Mt 21, 31). Toda la actuación de Jesús
implica una fe en el perdón y la bondad de Dios desconocidos en la tradición judía
(Lc 15, 4-7. 8-10. 11-32).
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La ayuda a los enfermos
Uno de los datos que podemos afirmar con mayor garantía histórica es el contacto de
Jesús con los enfermos. El material recogido en los evangelios, al describirnos la
actitud de Jesús, destaca de una manera especial, como campo predilecto de su
actuación, el mundo de los enfermos, tarados, leprosos, incapaces, enajenados,
inválidos.
Sin duda, estos relatos, de la misma manera que el resto de la tradición sobre
Jesús, han sido presentados y reelaborados en función de las necesidades y
preocupaciones de los primeros creyentes. En las primeras comunidades cristianas se
han seleccionado las curaciones realizadas por Jesús y se han ordenado y presentado
en función de unos objetivos pastorales y catequéticos concretos.
Pero, el testimonio de las diversas tradiciones es tan firme y constante que
debemos decir con R. Bultmann que «no cabe duda de que Jesús curó enfermos y
expulsó demonios». No puede ser seriamente discutido el que Jesús realizó
curaciones sorprendentes e insólitas. «Los relatos de milagros ocupan tan extenso
lugar en los evangelios, que sería imposible que todos ellos hubieran sido inventados
posteriormente y atribuidos a Jesús» (W. Trilling).
Si queremos comprender en su verdadero sentido y profundidad la actitud
curadora de Jesús, debemos esforzarnos por profundizar en la concepción hebrea de
la enfermedad.
En la tradición bíblica se habla con frecuencia de las enfermedades. Las más
extendidas parecen ser las de la piel (lepra, úlceras, eczemas, heridas…). También las
enfermedades de los ojos son frecuentes, y se alude bastante a las enfermedades
mentales. Se trata de enfermedades muy propias de una sociedad subdesarrollada.
La enfermedad es considerada por el hebreo como una situación de debilidad y
agotamiento. Al enfermo le está abandonando la fuerza vital que se da en el hombre
sano. El enfermo es un hombre al que le falta vida. Se le escapa el aliento vital (ruah)
que Yahveh infunde a los hombres. Todo enfermo es un hombre amenazado, camino
de la muerte.
En una sociedad como la judía, la enfermedad supone una situación de desamparo
casi total. El enfermo queda en situación de paro forzoso, condenado a vivir de la
mendicidad, en dependencia total de los otros. La enfermedad implica la máxima
pobreza. El enfermo en la sociedad judía es un hombre abandonado.
Pero hay algo todavía más doloroso. La enfermedad es considerada como un
castigo o maldición de Dios. Es Yahveh mismo el que abandona y rechaza al
enfermo. De esta manera, se establece un cierto lazo entre la enfermedad y el pecado.
Toda enfermedad es, en cierto modo, vergonzosa pues es signo y consecuencia de
algún pecado (Jn 9, 2). Si Dios retira su aliento vital del hombre es porque éste lo
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abandona.
Esta concepción religiosa de la enfermedad es de consecuencias muy graves.
Todo enfermo es sospechoso de pecado e infidelidad a Yahveh. Por una parte, la
experiencia de la enfermedad agudiza en el enfermo su conciencia de pecado y lo
hunde en un complejo de culpabilidad ante Dios y ante los demás. Por otra parte, la
enfermedad supone una condena moral y una marginación social. El enfermo es
rechazado socialmente como pecador maldito. En muchos casos es considerado
ritualmente impuro (Lv 13). El enfermo es un hombre perdido.
Quizás podemos ahondar ahora más en la actuación de Jesús y descubrir todo el
contenido de su acercamiento a los enfermos.
Jesús se acerca a los enfermos como hombres necesitados. Su preocupación no es
simplemente la del médico que desea resolver el problema biológico creado por una
enfermedad, sino la de recuperar y reconstruir a estos hombres hundidos en el dolor,
la condena moral, la impotencia, la soledad y la marginación social. Jesús no es un
curador de enfermedades, sino un rehabilitador de hombres y mujeres destruidos.
Jesús se acerca a estos enfermos movido únicamente por su amor liberador. No
repara en nada. Si es preciso romperá las leyes del sábado (Mc 1, 21; 3, 2, etc.). No le
preocupa tampoco prescindir de las normas prescritas para evitar el contacto con los
leprosos (Mc 1, 40-42). Lo que impulsa a Jesús a acercarse a estos hombres no es el
interés personal. Jesús actúa siempre gratis. No es tampoco el deber profesional o
religioso. Jesús no es un curandero oficial ni un sacerdote judío obligado a realizar
purificaciones de enfermos. Jesús es el hombre que actúa movido por su pasión
liberadora y su amor total a los necesitados. Él se siente llamado a acercarse no a los
sanos y justos, sino a los enfermos y pecadores (Mc 2, 17). Son estos hombres los
que le necesitan.
Jesús se acerca a infundirles fe, aliento, esperanza. Es el mejor regalo que les hace
Jesús. Los acoge, los escucha, los comprende en su soledad y su desvalimiento. Y de
esta manera les infunde fe. Les contagia su propia fe en el reino de Dios que está
llegando como una fuerza de salvación (Lc 11, 20).
Jesús los libera de la soledad. Les ayuda a descubrir que no están solos,
abandonados por Dios. Les ayuda a creer de nuevo en la vida, la salud, el perdón, la
reconciliación con Dios. Jesús les hace siempre la misma pregunta: «Tú, ¿ya crees?»
Y al despedirles, les recuerda «Tu fe te ha salvado», para que no olviden que en el
hombre que cree hay siempre algo que le puede salvar, reconstruir y liberar (Mc 10,
52; Mt 9, 22).
Jesús no les aporta sólo salud biológica. Jesús reconstruye al hombre entero. Les
infunde vida, los arranca de la desesperación, les devuelve seguridad, confianza. Les
libera de la culpabilidad. Los reconcilia con Dios. Jesús no cura simplemente una
enfermedad. Jesús salva al hombre.
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Jesús, además, libera a los enfermos de la marginación y los integra de nuevo en
la sociedad. Los devuelve de nuevo a la convivencia. De nuevo pueden ver, oír,
caminar, valerse por sí mismos, vivir. Los relatos insisten en cómo Jesús invitaba a
los enfermos a reiniciar de nuevo la vida: «Toma tu camilla y anda»; «presentaos a
los sacerdotes» (Mc 2, 11; Lc 17, 14).
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La defensa de la mujer
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En el templo, naturalmente, no pueden llegar hasta el patio de los varones judíos, sino
que deben permanecer en su propio recinto.
Ante la Torá, la mujer no es igual que el varón. Está sometida a todas las
prohibiciones de la ley, pero no se cuenta con ella en momentos importantes del culto
judío. Así, las mujeres no tienen obligación de recitar diariamente la shema, ni de
subir en peregrinación a Jerusalén en las fiestas de Pascua, Pentecostés y las
Tiendas… Por otra parte, no se les enseña la Torá, ni son admitidas en las escuelas
rabínicas. Así se expresan los dichos rabínicos: «Quien enseña a su hija la Torá, le
enseña el libertinaje» (pues hará mal uso de lo aprendido). «Antes sean quemadas las
palabras de la Torá que confiadas a una mujer». Los rabinos no aceptaban a las
mujeres entre sus discípulos ni se detenían a enseñarles las Escrituras.
De esta manera, la mujer, sin verdadera autonomía, esclava de su propio esposo,
ignorante de la ley, sospechosa de impureza ritual a causa de la menstruación,
discriminada religiosa y jurídicamente, sufre una marginación lamentable en la
sociedad judía. Es significativa la oración que recomienda R. Jehuda para ser recitada
diariamente por los varones: «Bendito seas Dios porque no me has creado pagano, no
me has hecho mujer y no me has hecho ignorante».
La actitud de Jesús fue realmente revolucionaria en este contexto social, y
podemos afirmar que fue una buena noticia para la mujer.
En primer lugar, Jesús rompiendo tabúes y costumbres anteriores, acepta entre sus
discípulos y seguidores a las mujeres. Se trata de una conducta inaudita para un
escriba (Mc 15, 40-41; Lc 8, 1-3). En la mentalidad de Jesús, las mujeres tienen el
mismo derecho que los varones a escuchar la palabra de Dios y el mensaje de
salvación. Jesús rompe la norma de mantener a la mujer al margen de la enseñanza de
las Escrituras.
Jesús, oponiéndose a todas las escuelas rabínicas e incluso criticando la ley de
Moisés (Dt 24, 1), defiende a la mujer en el matrimonio condenando la poligamia y el
repudio decidido exclusivamente por el varón (Mc 10, 1-12 = Mt 19, 1-9). Defiende
la igualdad del varón y la mujer en la vida matrimonial hasta tal punto que provoca
una protesta típicamente machista en sus oyentes: «Si tal es la condición del hombre
respecto a la mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10).
Jesús destruye la imagen de la mujer-objeto al servicio del placer del hombre y de
la procreación. Encontramos en la tradición evangélica escenas muy significativas.
Un día, una mujer alaba a Jesús reduciendo la grandeza de su madre a lo único
importante para una mujer de aquella sociedad: un vientre fecundo y unos pechos
para amamantar a los hijos. Jesús tiene una visión distinta. Para una mujer, por muy
importante que sea su maternidad, lo es todavía más el escuchar la palabra de Dios y
cumplirla (Lc 11, 27-28). La misma actitud adopta Jesús en casa de sus amigas Marta
y María: «Marta, Marta, te afanas y preocupas por muchas cosas y hay necesidad de
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pocas, o mejor, de una sola: María ha elegido la parte buena, que no le será quitada»
(Lc 10, 38-42). La mujer no debe quedar reducida a la esclavitud de las faenas del
hogar. Hay algo mejor, a lo que tiene derecho y es la escucha de la palabra de Dios.
Jesús rechaza una visión de la mujer que la reduzca simplemente al plano del
placer sexual. Pide un respeto total. «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya
cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28). Incluso cuando se encuentra
con una mujer pública, Jesús rechaza la actitud del fariseo Simón que mira a aquella
mujer desde una perspectiva puramente sexual. Jesús se acerca a la prostituta como a
una persona humana necesitada, y le ayuda a descubrir su dignidad personal,
reconocer su pecado y buscar su liberación (Lc 7, 36-50).
Jesús ha sido un hombre muy cercano a la mujer. Ha tenido amigas como Marta y
María (Lc 10, 38-42). Ha sabido curar a las mujeres (Mc 7, 25-30; Lc 8, 2; 13, 10-13)
incluso tocándolas, gesto totalmente prohibido a un rabino (Mc 1, 30-31). No se ha
preocupado del tabú de la sangre y la impureza ritual que rodea a la mujer (Mc 5, 25-
34). Defiende a una mujer adúltera de las acusaciones hipócritas de los varones (Jn 8,
2-11). Se deja besar por una prostituta (Lc 7, 37-38). No se encuentran nunca en su
boca las expresiones despectivas para la mujer tan frecuentes en los rabinos. Al
contrario, es tal su concepción de la dignidad de la mujer que no tiene reparo alguno
en hablar de Dios en sus parábolas bajo la imagen de una mujer (Lc 15, 8-10).
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4 - La oración al Padre
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La oración en la vida de Jesús[1]
Lo primero que se observa con claridad después de una sencilla visión panorámica de
todos los datos recogidos en los evangelios, es que la oración no es algo secundario,
marginal, accidental en la vida de Jesús. Al contrario, en la imagen de Jesús que ha
quedado recogida en la comunidad cristiana, la oración ocupa un lugar esencial,
fundamental e insustituible.
La oración acompaña todas las grandes decisiones y los acontecimientos
importantes de la vida de este hombre que ha dicho «es necesario orar siempre sin
desfallecer» (Lc 18, 1). Según Lucas, Jesús ha inaugurado su ministerio mesiánico
haciéndose bautizar por Juan y recibiendo el Espíritu cuando se hallaba en oración:
«Cuando todo el pueblo estaba bautizándose, habiéndose bautizado también Jesús y
habiéndose puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre él el Espíritu Santo» (Lc
3, 21-22). Recibido el Espíritu, Jesús no se lanza inmediatamente a la actividad y a la
predicación por las aldeas de Galilea. Los tres evangelistas sinópticos, sin hablarnos
explícitamente de la oración, nos presentan a Jesús retirado al silencio del desierto
antes de comenzar su actividad profética. Cuando Jesús quiere elegir a los doce que
reunirá junto a sí para formar el nuevo Israel «se fue al monte a orar y se pasó la
noche en oración a Dios, y cuando amaneció, llamó a sus discípulos y eligió doce
entre ellos» (Lc 6, 12-13). Más tarde, el diálogo de Cesárea de Filipo en el que Pedro
confiesa de alguna manera la mesianidad de Jesús y que marca una etapa importante
en la predicación de Jesús, es un diálogo preparado por la oración: «Estaba él orando
a solas y se hallaban con él los discípulos y él les preguntó: ¿Quién dice la gente que
soy yo»? (Lc 9, 18).
Seis días más tarde, según la cronología de Marcos, tiene lugar la transfiguración.
Según Lucas, la manifestación de la gloria de Jesús tiene lugar durante la oración:
«Tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago y subió al monte a orar y mientras oraba, el
aspecto de su rostro se mudó» (Lc 9, 28-29). Más tarde, estos mismos discípulos
serán testigos de la oración angustiosa de Jesús en Getsemaní cuando se muere de
tristeza y de miedo, ante la proximidad de la muerte. Al día siguiente en la cruz, Jesús
se muere orando. Cuando no puede ya hacer otra cosa, se dirige al Padre pidiendo
perdón por sus asesinos: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,
34). Un poco más tarde, Jesús termina su vida lanzando un grito de oración confiada
en Dios: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46).
Ya esta simple observación de los datos nos descubre que la oración no es una
ocupación cualquiera en la vida de Jesús. Pero quizás podríamos pensar que se trata
de una actividad muy especial que sólo la encontramos en los momentos más
importantes y decisivos de su vida. Una observación más detenida de los evangelios
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nos va a descubrir que la oración está integrada en toda la actividad de Jesús. La
oración aparece ligada no solamente a unos momentos precisos y decisivos, sino que
está presente a lo largo de toda su vida. Lucas nos recuerda esta costumbre de Jesús:
«Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para oírle y ser
curados de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios, donde oraba»
(Lc 5, 16). Parece como que Jesús se defiende de la actividad, la agitación, el
cansancio, la dispersión, acudiendo a la oración silenciosa con Dios. La tradición de
Marcos, en el cap. 1, dentro de una sección en la que el evangelista parece describir
una jornada típica de Jesús que resume bien su primera actividad en Galilea, dice así:
«De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar
solitario donde se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron en su busca; al
encontrarle, le dicen: “Todos te buscan”» (Mc 1, 35-37).
Estos datos pueden ser de una importancia enorme. Jesús, el hombre entregado al
servicio de sus hermanos, el hombre que ha vivido pendiente de los otros, ha sido
alguien que no se ha dejado vencer por el activismo, la agitación, la prisa, la
dispersión, sino que ha buscado a lo largo de su vida el silencio y la oración, incluso,
cuando todos le andaban buscando.
Pero hay que decir algo más. Jesús no solamente busca en medio de su actividad
momentos de oración, sino que su misma acción va acompañada de la oración. Jesús
va curando a los enfermos y va expulsando a los demonios por medio de la oración, y
cuando los discípulos le preguntan extrañados: «¿Por qué no pudimos nosotros
expulsarle? Les respondió: Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la
oración» (Mc 9, 28-29). Jesús, que vive en oración, es el único capaz de liberar
eficazmente a los hombres del mal. En varias ocasiones, nos recuerdan los
evangelistas que el desarrollo de su ministerio y la realización de la acción salvadora
de Dios le ha hecho a Jesús prorrumpir en un grito de acción de gracias al Padre.
Cuando regresan los discípulos alegres porque hasta los demonios se les someten,
Jesús «en aquel momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo: “Yo te
bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios
y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito”» (Lc 10, 21). En el momento de resucitar a Lázaro, Juan nos presenta a
Jesús, rodeado por la gente expectante, que se recoge en oración y levantando los
ojos dice: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre
me escuchas, pero lo he dicho por éstos que me rodean, para que crean que tú me has
enviado» (Jn 11, 41).
Jesús no ha vivido solo. San Juan, más tarde, al penetrar en el misterio de Jesús,
pondrá en su boca estas palabras: «Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo»
(Jn 16, 32). En medio de su actividad Jesús convivía con el Padre y este con-vivir con
el Padre se ha expresado en diálogo, acción de gracias y oración explícita a Dios.
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El estilo de orar de Jesús
No es mucho lo que sabemos del cuadro exterior de la oración de Jesús, pero puede
ser de gran interés. Sin duda, Jesús ha orado en el templo en sus viajes a Jerusalén, ha
participado en la liturgia sinagogal de Nazaret y Cafarnaún, ha pronunciado
diariamente la oración de la shema (Dt 6, 4-9), ha recitado los salmos 146-150 que
los judíos recitaban al amanecer, y ha pronunciado el Hallel (Sal 113-118) en la cena
pascual (Mc 14, 26). Pero los evangelistas no se detienen a presentarnos a Jesús en
esta oración.
Lo que con más fuerza señalan las diversas tradiciones recogidas en los
evangelios es que Jesús ha buscado para orar el ambiente que más le favorecía para
encontrarse con su Padre. Concretamente, ha buscado la soledad (Lc 5, 16; 9, 18; Mt
14, 23; 26, 36; Mc 1, 35), y la ha encontrado en el silencio de la montaña (Mt 14, 23;
Mc 6, 46; Lc 6, 12; 9, 28) y de la noche (Mc 1, 35; Lc 6, 12). Retirado a la zona
montañosa y en el silencio de la noche, Jesús se ha encontrado con su Padre, ha
descubierto sus caminos, ha buscado el reino de Dios y su justicia, y ha pedido la
santificación del nombre de Yahveh sobre la tierra. Este estilo de Jesús está en abierta
contraposición con el estilo de orar muy propio de algunos círculos fariseos de su
tiempo, y que Jesús criticará fuertemente: «Cuando oréis, no seáis como los
hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien
plantados para ser vistos de los hombres» (Mt 6, 5). Jesús pide a sus discípulos que
«oren al Padre que está allí, en lo secreto» (Mt 6, 6). Es indudable que para Jesús lo
importante al orar es buscar el encuentro sincero, interior, íntimo, claro, profundo con
el Padre.
Jesús, al orar, adoptaba exteriormente una actitud de oración. Los evangelistas
recuerdan la costumbre de Jesús de elevar los ojos al cielo (Mc 7, 34; Jn 11, 41; 17,
1), costumbre que no era frecuente en su época ya que los israelitas oraban dirigiendo
su mirada hacia el templo. Jesús se dirige al Padre de los cielos «que hace salir su sol
sobre malos y buenos y llover sobre justos e injustos». Quizás Juan, que señala en
dos ocasiones esta postura de Jesús, ha visto en ella una alusión a la abolición del
templo. Para Jesús, el verdadero culto no se da en el templo de Jerusalén ni en el
Garizim. «Llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos,
adorarán al Padre en espíritu y en verdad porque así quiere el Padre que sean los que
le adoren» (Jn 4, 23). Para Jesús, en cualquier tiempo, en cualquier lugar, en
cualquier encuentro con los hombres, se pueden elevar los ojos al cielo y dar culto al
Padre en espíritu y en verdad.
La oración de Jesús es humana. Por lo general, se trata de una oración serena,
confiada, gozosa, viril, en la que Jesús se dirige al Padre puesto en pie, con los ojos
elevados al cielo. Pero hay momento en que para expresar toda su actitud de sumisión
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filial en medio de la angustia y el sufrimiento, Jesús se arrodilla y ora al Padre
«puesto de rodillas» (Lc 22, 41) o incluso «con el rostro caído en tierra» (Mt 26, 39).
Refiriéndose a esta misma oración de Getsemaní, la carta a los Hebreos nos dice que
Jesús oraba «con gritos y lágrimas» (Hb 5, 7). Jesús, que ha buscado siempre la
verdad y la sinceridad y que nos ha invitado a que nuestro lenguaje sea «sí» cuando
es «sí» y «no» cuando es «no», ha sido el primero en presentarse ante el Padre en una
postura de sinceridad y verdad. Unas veces alegre, con el gozo de la acción de
gracias, otras veces gritando, llorando e incluso quejándose. De no haber existido un
recuerdo real de la oración de Jesús en la cruz, difícilmente la comunidad cristiana se
hubiera atrevido a poner en boca de Jesús moribundo ese grito sacado del Salmo 22:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34).
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El diálogo con el Padre
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los cielos y la tierra, dueño y soberano de los hombres. Sin embargo, tenemos que
afirmar que «el respeto a Dios como Señor absoluto es un elemento esencial del
evangelio, pero no es su centro» (J. Jeremías). En el centro del mensaje de Jesús
encontramos la confianza total y absoluta en Dios Padre. Es significativo el observar
que en todas las oraciones que han llegado hasta nosotros, a excepción del grito de la
cruz que es una cita del Salmo 22, 2, Jesús se dirige a Dios llamándole Padre. Jesús
acostumbraba a llamar a Dios Abba y esta impresionó de tal manera que en la
comunidad primitiva se repetía el término en arameo, tal como lo pronunciaba Jesús
(Rm 8, 15).
Esta palabra encierra una intimidad, una familiaridad, una confianza filial en Dios
que posiblemente a nosotros se nos escapa. Abba en realidad no significa «padre».
Abba es el término familiar que usaban los niños para llamar a su padre. Si hemos de
creer al Talmud, las primeras palabras que aprendía a balbucir el niño hebreo eran
abba e imma. Abba habría que traducir por papá (aitatxo). Y ciertamente nadie se
hubiera atrevido a llamar así en la comunidad primitiva a Dios, de no haberlo hecho
Jesús. El mismo que nos ha asegurado que si no cambiamos y nos hacemos niños, no
entraremos en el reino de los cielos (Mt 18, 3), ha sido el primero en vivir en una
actitud de intimidad y confianza total en el Padre. Aprender a orar como Jesús, es
comprender que Dios es nuestro Padre.
Jesús no ora a un Dios lejano al que hay que informar detalladamente de nuestras
necesidades. No se dirige a un Dios al que hay que hablar mucho para convencer.
«Vosotros al orar, no charléis mucho como los gentiles que se figuran que por su
palabrería van a ser escuchados. No seáis, pues, como ellos, porque vuestro Padre
sabe lo que necesitáis antes de pedírselo» (Mt 6, 7-8). La oración de Jesús no es una
invocación a un Dios al que hay que informar, convencer y persuadir, sino el diálogo
sencillo y confiado con un Padre atento a nuestras necesidades. La oración del «Padre
nuestro», el modelo que Jesús dejó a sus discípulos, cuando se compara con otras
oraciones judías de la época, destaca sobre todo por su concisión y sobriedad. Es una
oración confiada y sencilla al Padre que está en los cielos y que según Jesús
solamente sabe «dar cosas buenas a los que se las pidan» (Mt 7, 11).
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La adhesión fiel a la voluntad del Padre
Jesús no vive en primer lugar para orar sino para hacer la voluntad del Padre. Así se
transparenta a través de toda la tradición sinóptica y así entiende Juan la vida de Jesús
en cuya boca pone estas palabras: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha
enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34). Ese es el objetivo de su vida: cumplir la
voluntad del Padre, buscar el reino de Dios y su justicia.
Cuando se estudia la oración de Jesús, se puede observar que no es sino expresión
viva de su adhesión consciente, obediente, filial a la voluntad del Padre. No trata
Jesús de modificar la voluntad del Padre adaptándola a la suya, sino de ajustar
fielmente su voluntad a la del Padre. No se trata de cambiar la voluntad de Dios para
que cumpla la nuestra. Se trata más bien de cambiar nuestra voluntad para cumplir la
de Dios. Así gritaba Jesús en vísperas de su muerte: «Abba, Padre; todo es posible
para ti. Aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero sino lo que quieras tú»
(Mc 14, 36). Un cristiano debe saber que al orar, nosotros no buscamos realizar
nuestra voluntad sino la voluntad del Padre. Al orar, no pedimos que se haga nuestra
voluntad sobre la tierra; siguiendo a Jesús decimos «hágase tu voluntad así en la
tierra como en el cielo» (Mt 6, 10).
La oración de Jesús tiene como contenido su propia misión. No es una oración
aislada de la vida, al margen de su actividad y de su misión. Jesús en su oración busca
la adhesión fiel a la voluntad del Padre en su vida concreta. Es importante observar
cómo, en la predicación de Jesús, la oración va unida constantemente a la idea de
vigilancia. Esta es la exhortación de Jesús. «Vigilad y orad» (Mt 26, 41). La acogida
del reino de Dios, el cumplimiento de la voluntad del Padre exige una actitud
vigilante que se concreta en la oración. Jesús concibe la oración como la expresión y
el medio concreto de vivir en actitud vigilante en medio de las dificultades de la vida.
«Vigilad, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza» (Lc 21, 36).
Esta actitud de oración vigilante es necesaria sobre todo en las situaciones
difíciles, porque «el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mc 14, 38). Y el
mismo Jesús que, según S. Pablo, es el Hijo enviado por el Padre «en una carne
semejante a la del pecado» (Rm 8, 3) ha necesitado orar para enfrentarse a las
situaciones difíciles. La oración de Jesús no es un espectáculo que nos ofrece para
nuestra edificación y ejemplo. Si su oración nos sirve de ejemplo y tiene sentido para
nosotros es porque tenía sentido para él.
El ejemplo más claro es la oración del huerto. Solamente en la oración y con la
oración supera Jesús la tristeza y el miedo, recobra de nuevo su serenidad y se
dispone totalmente a cumplir hasta el final la voluntad de su Padre. Pero hay que
decir más. Ya en esta misma oración, Jesús está cumpliendo su misión salvífica. En
esta noche de oración, Jesús sometiéndose a la muerte la ha vencido, muriendo a su
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propia voluntad vive ya totalmente para la voluntad del Padre y obedeciendo al Padre
hasta la muerte nos salva a todos los hombres.
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Petición humilde al Padre
La oración de Jesús ha sido también una petición humilde al Padre. ¿Qué ha pedido
Jesús al Padre? ¿Por quiénes ha pedido?
Jesús ha pedido en primer lugar por sus discípulos, por sus amigos, por aquellos
hombres con los que comparte su vida. Probablemente, antes de su elección, antes del
episodio de Cesárea de Filipo, Jesús oraba por ellos (Lc 3, 21-22). Es legítimo pensar
así pues más tarde Jesús descubrirá que en su oración silenciosa al Padre están
presentes los problemas y las dificultades de sus discípulos. «Simón, Simón. Mira
que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti, para
que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 31).
Cuando más tarde S. Juan nos quiere descubrir esta oración de Cristo por sus
discípulos, nos presenta a Jesús pidiendo para que no queden huérfanos en el mundo:
«Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado» (Jn 17, 11); que vivan en la
unidad: «Que todos sean uno como tú, Padre, estás en mí y yo en ti» (Jn 17, 21); que
se vean libres del mal: «No te pido que los retires del mundo sino que los guardes del
mal» (Jn 17, 15); que vivan en la verdad: «Conságralos en la verdad. Tu palabra es la
verdad» (Jn 17, 17); que vivan en la alegría: «Te digo estas cosas en el mundo para
que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17, 13); que alcancen la salvación:
«Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que tú me has dado,
para que contemplen mi gloria» (Jn 17, 24). En una palabra, Jesús pide para los
suyos, el reino del Padre: reino del amor y la unidad, reino de la verdad, reino de
salvación.
Pero la oración de Jesús no se limita a los suyos. La actitud de Jesús es amplia:
«No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que por medio de su palabra
creerán en mí» (Jn 17, 20). Según S. Juan, Cristo ora por su Iglesia, por la unidad de
los creyentes; ora «para que el mundo crea» (Jn 17, 21). Esta oración amplia de Jesús
se extiende a sus enemigos. Entonces la oración se convierte en perdón: «Padre,
perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Un cristiano debe saber que
orar como Jesús exige esta actitud de perdón: «Yo os digo: Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persiguen» (Mt 5, 44).
¿Ha pedido Jesús por sí mismo? Según S. Juan, Jesús ha pedido para sí mismo la
glorificación, la resurrección. «Así habló Jesús y alzando los ojos al cielo dijo:
“Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique… Ahora,
Padre, glorifícame, tú, junto a ti, con la gloria que tenía junto a ti antes de que el
mundo fuese”» (Jn 17, 1. 5).
Esto no contradice la información sinóptica. Según los sinópticos, ante la cruz,
Jesús pide que se haga la voluntad del Padre y no la suya, pero esto no impide que al
mismo tiempo, con todas sus fuerzas, llorando y gritando exprese al Padre sus deseos
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de verse libre de la muerte (Mc 14, 36).
Y Jesús será escuchado en esta oración. No es que Dios va a librar a Jesús de la
cruz, sino que el Padre le arrancará del poder de la muerte. Así dirá S. Pedro: «Cristo
no fue abandonado en el Sheol ni su carne experimentó la corrupción. A este Jesús,
Dios le resucitó» (Hch 2, 31-32). Jesús ha sido escuchado por el Padre en un sentido
mucho más profundo del que aparecía en su oración. «Habiendo ofrecido en los días
de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía
salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con
lo que padeció, tuvo que aprender por experiencia qué es la obediencia y llegado a la
perfección, se convirtió en principio de salvación eterna para todos los que le
obedecen» (Hb 5, 7-9).
Al expresar ante el Padre sus deseos, el cristiano debe saber que siempre nuestra
petición es escuchada, muchas veces, de una manera mucho más profunda, real y
verdadera de lo que nosotros podemos captar. «Porque todo el que pide, recibe; el que
busca, halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 10).
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La acción de gracias y glorificación del Padre
Pero, antes de terminar tenemos que señalar algo más. Quizá, el rasgo más profundo
de la oración de Jesús. La oración de Jesús, que es diálogo íntimo con el Padre,
adhesión fiel a su voluntad, petición humilde y confiada, es una oración eucarística,
es acción de gracias al Padre. A lo largo de su vida, Jesús no puede menos de
prorrumpir en un grito de alegría y acción de gracias al Padre. El reino de Dios llega
a la tierra y la buena noticia es anunciada a los pobres, a los pequeños. La atención de
Jesús no se detiene tanto en el pasado, en lo que Yahveh hizo por el pueblo, sino en el
presente.
La acción de gracias de Jesús al Padre nace en primer lugar del hecho de que
descubre en medio de los acontecimientos de su vida la presencia y la actividad
amorosa del Padre. «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a los pequeños. Sí,
Padre, pues tal ha sido tu beneplácito» (Lc 10, 21). Jesús vive agradecido al Padre
que actúa en él y por medio de él. S. Juan, más tarde, pondrá en boca de Jesús: «El
Padre que permanece en mí es el que realiza las obras» (Jn 14, 10). No es, pues,
extraño que el mismo S. Juan nos presente a Jesús, consciente de esta presencia
activa del Padre, orando agradecido a Dios, aun antes de resucitar a Lázaro: «Padre,
te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas» (Jn
11, 41-42).
Jesús ha vivido su vida preocupado por la gloria del Padre. En el evangelio de S.
Juan queda resumida toda su vida así: «Yo te he glorificado en la tierra llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17, 4). Es normal que también su
oración haya sido una búsqueda de la gloria del Padre. Así nos lo presenta S. Juan
ante la cruz: «Ahora, mi alma está turbada y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de
esta hora? Pero si he llegado a esta hora para esto. Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,
27). No es extraño que al querer enseñar a sus discípulos cómo tienen que orar, le
haya nacido a Jesús del corazón esta primera petición: «Padre, santificado sea tu
nombre».
El nombre de Dios es santificado cuando su reino viene a los hombres, y el reino
de Dios llega hasta nosotros cuando la voluntad de Dios se hace sobre la tierra. Así
dice la oración cristiana: «Padre, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad». Podemos estar seguros de que estas peticiones han llenado las
horas y las noches de oración que Jesús ha pasado en diálogo con su Padre,
glorificándole desde la tierra.
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II - LA ALTERNATIVA DE JESÚS
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Sin temor a equivocarnos, podemos decir que la causa a la que Jesús dedicó su
tiempo, sus fuerzas y todo su ser fue el reino de Dios entre los hombres. La venida
del reino de Dios está en el corazón de su pensamiento y de toda su actuación. Es el
núcleo central de toda su predicación, la convicción más profunda, la pasión que
anima toda su vida, el eje de toda su actividad. No está equivocado Marcos cuando,
con su lenguaje propio, resume así la predicación de Jesús: «Proclamaba la buena
noticia de Dios: El tiempo se ha cumplido. El reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en la buena noticia» (Mc 1, 14-15; cfr. Mt 4, 17). Es indudable que Jesús
entendió su misión como proclamación y servicio al reino de Dios.
Este hecho tiene unas implicaciones que, con frecuencia, son olvidadas por los
creyentes:
• Jesús no habló simplemente de Dios, sino del reino de Dios. No fue un teólogo
dedicado a exponer teóricamente una doctrina de Dios, sino un profeta entregado a
anunciar la causa de Dios entre los hombres. Jesús no ha pedido que se comprenda
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mejor la esencia de Dios. Ha buscado con todas sus fuerzas que Dios sea acogido
entre los hombres y se imponga su reinado. Este reino de Dios es el valor absoluto al
cual todo debe ser sacrificado. La fe cristiana no consiste en la aceptación teórica de
una determinada concepción de Dios. Lo que especifica primariamente al cristiano no
es una determinada idea de Dios, distinta de otras, sino la búsqueda del reino de Dios,
y la justicia, la fraternidad y la liberación que implica. «Buscad primero su reino y su
justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33). Esto no significa
minimizar o quitar importancia a lo demás, sino situarse en la perspectiva exacta, y
adoptar la debida actitud ante Dios.
Jesús se dejó penetrar con tal fuerza por la realidad del reino de Dios que su fe
resultó contagiosa para los que le escuchaban. Es indudable que el mensaje y la
actuación de Jesús tenían algo de nuevo, peculiar, apasionante para los discípulos. El
reino de Dios tenía algo atrayente y fascinante en los labios y los gestos de Jesús. Una
noticia nueva y sorprendente: «El futuro es de Dios. No hay que temer. Algo grande
se ha puesto en marcha. Dios se abre camino en la historia de los hombres. Hay
futuro para todos. Dios está cerca. Es posible cambiar y ser distintos. Siempre se
puede empezar. Siempre nos podemos levantar. Tiene sentido buscar una justicia
imposible, una liberación inalcanzable. Se acerca el reino de Dios y su justicia.
Tienen suerte los pobres, los que no tienen sitio en la sociedad humana, los que no
tienen nada que esperar de la vida. Creed esta buena noticia».
Jesús presenta el reino de Dios como una alternativa apasionante, como un reto a
nuestros miedos y esperanzas, como una exigencia decisiva, como una esperanza
capaz de abrirnos creadoramente al futuro. Para los que escuchan a Jesús, la venida
del reino de Dios tal como él la anunciaba era una buena noticia.
Sin embargo, el lenguaje de Jesús sobre el reino de Dios resulta ambiguo o vacío
de sentido para la mayoría de nuestros contemporáneos. Las imágenes y los símbolos
empleados por Jesús no son fácilmente accesibles al hombre de hoy. Los cristianos
corremos el riesgo deplorable de seguir usando imágenes, símbolos y mitos que no
sugieren nada y que están vacíos de contenido incluso para nosotros mismos. ¿Qué
pedimos cuando oramos: «Venga a nosotros tu reino»?
¿Cómo pudo Jesús entusiasmar a sus oyentes? ¿Cómo puede ser Jesús hoy buena
noticia para los hombres? «Una buena noticia se refiere a un acontecimiento feliz que
no es todavía conocido, aunque todo el mundo lo espera y lo busca» (J. Potin). ¿Ha
anunciado y ofrecido Jesús algo que todavía no es conocido por los hombres pero
que, en el fondo, esperan y buscan? La realidad que se encierra detrás de este
lenguaje del «reino de Dios» ¿puede ser todavía hoy una buena noticia para alguien?
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1 - Instauración del Reino de Dios
Antes que nada, puede ser conveniente el señalar algunas concepciones falsas del
reino de Dios que nos pueden conducir a deformar totalmente el sentido del mensaje
y la actuación de Jesús.
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Una transformación de la vida
La expresión tan frecuente en boca de Jesús de reino de Dios (malkûtâ d’alâhâ) tenía
un significado algo distinto al que puede tener la palabra reino para un occidental. No
tiene un significado estático, espacial, como si designara un territorio, un lugar en
donde reina Dios. Se trata de un concepto dinámico y designa el acto de reinar, el
señorío, la actuación real de Dios. Por otra parte, no se trata nunca de algo abstracto,
sino de un acontecimiento concreto, algo que se está realizando, una intervención
concreta de Dios en la vida de los hombres. De ahí que la expresión reino de Dios
deba traducirse mejor al castellano como reinado de Dios.
Cuando Jesús habla del reino de Dios, está hablando de la fuerza que tiene la
actuación de Dios entre los hombres. Jesús habla de la acción de Dios, que interviene
en la historia de los hombres y la lleva hacia una meta de plenitud y de sentido.
Pero, según toda la tradición bíblica, Dios siempre interviene para modificar el
orden de cosas existente y establecer una nueva situación. El reino de Dios supone un
nuevo orden de cosas. «Allí donde la historia de los hombres continúa simplemente
como estaba, no ha llegado la verdad del reino» (X. Pikaza). Donde las cosas no
cambian, no está actuando Dios.
Más en concreto, el reino de Dios, según la tradición de Israel, no consiste
simplemente en gobernar de manera neutral o imparcial a los hombres. La justicia de
Yahveh rey consiste en romper la situación para abatir a los poderosos y opresores, y
defender a los desvalidos, los débiles, los pobres y explotados (Sal 72, 4. 12-15; Is
29, 19-20). El reino de Dios que anuncia Jesús es subversivo en el sentido de que
supone siempre una amenaza para todo orden establecido y una llamada constante al
cambio y a la transformación en favor de los oprimidos. Dios no reina sino para
transformar nuestra historia, ir suprimiendo las diversas injusticias e ir impulsando a
los hombres hacia el fin de toda opresión.
Lucas ha puesto en boca de María el cántico del Magníficat que recoge muy bien
la predicación profética sobre el reino de Dios, y anticipa exactamente el mensaje de
Jesús: «Su brazo interviene con fuerza, desbarata los planes de los arrogantes, derriba
del trono a los poderosos y levanta a los humildes; a los hambrientos los colma de
bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53). Cuando Jesús anuncia que el
reino de Dios está cerca, quiere decir que una transformación profunda se va a
producir, un nuevo orden de cosas está próximo: los planes de los arrogantes
desbaratados, los poderosos abatidos de sus puestos de poder, los pobres elevados, los
hambrientos saciados, los ricos empobrecidos.
No hemos entendido a Jesús mientras no hemos escuchado esta llamada: «Un
nuevo orden de cosas introducido por Dios está a vuestra disposición. Una verdadera
revolución del mundo está cercana. No preguntéis cuándo será un logro definitivo.
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Vosotros decidios ahora. Creed en esta buena noticia. Comprometeos en este cambio.
Aceptad esta oferta de Dios. Acoged esta transformación. Buscad el reino de Dios y
su justicia en favor de los desvalidos, los empobrecidos, los indefensos. Todo lo
demás es accidental. Se os dará por añadidura».
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Una realidad que acontece entre nosotros
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en ninguna acción transformadora del mundo actual.
La pregunta que nos tenemos que hacer no es: «¿Entraré un día en el reino de los
cielos?», sino «¿he entrado en la dinámica del reino de Dios?».
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La creación de una comunidad nueva
Jesús dirige su mensaje del reino de Dios no a cada individuo, de manera aislada y
separada, sino a todo el pueblo. Las exhortaciones de Jesús están siempre en plural,
no en singular. La buena noticia del reino de Dios es algo que concierne a toda una
comunidad. Jesús no habla simplemente a la intimidad de cada persona, sino a una
comunidad que él intenta movilizar y poner en marcha.
Es cierto que la llamada de Jesús está pidiendo una respuesta personal de cada
uno. Nadie recibe el reino por otro. Cada uno estamos llamados a una decisión
personal, insustituible e intransferible. Pero la llamada de Jesús es a entrar en la
comunidad humana en que puede reinar Dios.
Todo individualismo queda excluido. No se trata de salvar nuestra alma
alcanzando así el reino de Dios, ni siquiera de desarrollar plenamente nuestra
personalidad o vivir en plena armonía con nuestro destino individual. Naturalmente,
la conversión al reino de Dios conduce al hombre a su liberación, su realización
personal y su armonía. Pero la llamada de Jesús es a entrar en el reino de Dios, a
realizar el reino de Dios en medio de nosotros, el reino del Padre que solamente reina
en cuanto crea solidaridad, fraternidad, comunidad.
No se ha entendido bien el mensaje de Jesús cuando la preocupación última del
cristiano es la salvación de su propia alma, o la realización de su propio destino. Este
individualismo deforma el mensaje de Jesús y falsea la realidad del reino de Dios. Por
otra parte, resulta bastante cómodo, pues permite vivir la fe cristiana relativamente
despreocupado de los otros, sin tener por ello mala conciencia. Incluso, por motivos
religiosos y evangélicos (?) se puede vivir eludiendo todas las cuestiones e
interrogantes que plantea la injusticia estructural de nuestra sociedad.
No hemos entendido todavía el mensaje del reino, si vivimos ignorando
tranquilamente nuestra responsabilidad en la sociedad actual y si el evangelio no nos
está llevando prácticamente a hacer una opción por un tipo de sociedad diferente. Si
yo no vivo creando fraternidad, promoviendo un estilo nuevo de solidaridad,
compartiendo mi vida con los hombres de hoy, ¿cómo puedo decir que he entrado en
la dinámica del reino del Padre?
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Abarca la vida entera de los hombres
Una de las deformaciones más extendidas entre los cristianos ha sido la de considerar
el reino de Dios como una realidad puramente interior y espiritual. El reino de Dios
queda confundido con el reino de la gracia interior. Dios reina en la intimidad del
alma humana, en el corazón de las personas.
Durante muchos siglos ha influido en los cristianos la interpretación que de Lucas
17, 21 han dado muchos Padres y también Lutero: «El reino de Dios viene sin dejarse
sentir. Y no dirán: Vedlo aquí o allá, porque el reino de Dios ya está dentro de
vosotros».[2] Según esta interpretación, el reino de Dios pertenece únicamente al
mundo interior del hombre. «El reino se interpreta en esta perspectiva como don que
Dios ofrece a cada uno de los hombres; es la riqueza interior que plenifica al
individuo, haciendo que descubra el sentido de su vida, el valor infinito de su alma, la
presencia de un amor de Dios que le cobija como Padre y la exigencia de una
fraternidad interhumana entendida de manera predominantemente intimista y
sentimental» (X. Pikaza).
Naturalmente, la conversión al reino de Dios implica una vida interior, pero el
mensaje de Jesús nos invita no a la interioridad, sino a una decisión que compromete
a toda la persona. En el reino de Dios no se entra por la intensificación de nuestra
experiencia espiritual o por un esfuerzo de elevación interior hacia lo divino.
Entramos en el reino de Dios en la medida en que somos capaces de adherirnos
prácticamente al proceso de liberación y salvación integral que Dios ha iniciado ya
desde ahora, a partir de Jesucristo.
No hemos entendido el mensaje de Jesús si todavía vivimos en dos campos
distintos y sin punto de contacto alguno entre sí: el mundo interior, de la gracia, la
oración y el encuentro con Dios, y la realidad diaria de nuestra vida inmersa en un
contexto social, cultural, político. «Es evidente que el reino de Dios, al contrario de lo
que muchos cristianos piensan, no significa algo puramente espiritual o fuera de este
mundo. Es la totalidad de este mundo material, espiritual y humano, ahora
introducido en el orden de Dios. Si así no fuera, ¿cómo podría Cristo haber
entusiasmado a las masas?» (L. Boff).
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Más allá de la Iglesia
Otra falsa interpretación del reino ha sido el confundirlo con la Iglesia. Para muchos
cristianos, entrar en la Iglesia es entrar en el reino, pues el reino de Dios existe allí
donde está la Iglesia. Según esta concepción, el reino de Dios se realiza dentro de la
institución eclesial, y crece y se desarrolla en la medida en que crece y se desarrolla
la Iglesia (cfr. la falsa interpretación de la parábola del grano de mostaza de Mc 4, 30-
32).
Sin embargo, la Iglesia no puede ser simplemente identificada con el reino de
Dios, que actúa y se extiende más allá de esta institución a la que al menos dos
tercios de la humanidad actual prácticamente desconoce. Sin pretender tratar aquí de
la relación que existe entre reino de Dios e Iglesia, tenemos que situar correctamente
desde ahora a la Iglesia como una comunidad al servicio del reino de Dios.
La Iglesia es una comunidad cuya razón de ser es continuar anunciando el reino
de Dios inaugurado en Jesús de Nazaret. Ayudar a los hombres a descubrir que la
existencia humana está envuelta por el amor de Dios y que, solamente abriéndose a
él, encontrará la humanidad su centro, su identidad, su sentido y su meta. Pero la
Iglesia desvirtúa todo el sentido de su mensaje si se predica a sí misma, si habla de sí
misma y para sí misma, si solamente busca el que los hombres la reconozcan, la
valoren, la aprecien. La Iglesia tiene que preguntarse constantemente si su mensaje es
una buena noticia para los empobrecidos por la injusticia, y un juicio para los
poderosos y para la misma Iglesia pues ella es sólo Iglesia de Jesús en la medida en
que se convierte constantemente al reino.
La Iglesia tiene sentido como servicio al reino de Dios. El reino de Dios y su
justicia es la meta última a la que debe tender, la causa por la que debe trabajar, el
objetivo que da sentido a todas sus tareas. La gran tentación de la Iglesia es sentirse el
centro de la historia, buscar su propia seguridad, organizarse en función de su propio
futuro, crecer y desarrollarse al servicio de sus propios intereses. Sin embargo, la
Iglesia sólo es servicio, germen, inicio del reino de Dios para los que desde su seno
buscan el seguimiento a Jesús, y sacramento o signo humilde de la presencia de Dios
entre los hombres inaugurada por Jesús y en Jesús.
Por otra parte, la Iglesia espera el reino de Dios y lo busca no como algo ya
logrado, sino como el destino definitivo al que se siente llamada. La plenitud del
reino está todavía por venir y es lo que debe estimular a la Iglesia para no descansar
nunca, no resignarse, ni detenerse, sino sentirse llamada constantemente al cambio y
a la conversión.
Si queremos entender correctamente a Jesús, debemos ver claro que Jesús no ha
anunciado ni ha querido en primer lugar la Iglesia, sino el reino de Dios. Esto no es
menospreciar o desvalorizar la realidad de la Iglesia, sino situarla en su verdadero
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lugar, al servicio de la misma causa para la que Jesús vivió y murió. Desde esta
perspectiva tenemos que mirar, orientar y dar sentido a las estructuras eclesiales, la
organización pastoral, los diversos ministerios, las diferentes actividades, etc. Su
valor reside en su capacidad de servicio al reino de Dios.
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No se confunde con ningún modelo de sociedad
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2 - El Reino de Dios esta ya entre vosotros
La mayor originalidad de Jesús es anunciar de manera totalmente convencida que el
reino de Dios ya ha llegado. Es el único profeta judío que se atrevió a anunciar que
«ya había comenzado la época nueva de salvación». Jesús actúa convencido de que
algo nuevo se ha puesto en marcha con su venida y su actuación. Comienza con él
una situación totalmente diferente que obliga al hombre a comprender de una manera
nueva su existencia y la de la humanidad entera.
Esta es la noticia de Jesús que causa impacto en sus contemporáneos: «Dios está
cerca. Dios viene. Ya está aquí. Comienza a invadir de manera nueva la historia de
los hombres. Su reinado comienza a abrirse camino en medio de los hombres». Así
escuchó la gente el mensaje de Jesús.
Dios, el Señor de la vida, el Señor de este mundo enigmático, no va a permanecer
oculto para siempre. Algún día saldrá de su misterio y su ocultamiento y establecerá
su reinado de justicia y libertad entre los hombres. Más aún, ya desde ahora, hoy,
aquí, en medio de la vida, comienza a abrirse camino ese reinado de Dios. Ahora
mismo, el reino de Dios está irrumpiendo entre los hombres, con la predicación y los
gestos de Jesús. Desde ahora mismo y en contra de las apariencias hay que creer en
esta buena noticia y poner toda nuestra confianza en la salvación de Dios que se
acerca. La fuerza liberadora de Dios empieza a imponerse y el reinado de Dios
comienza a hacerse realidad allí donde unos hombres escuchan a Jesús, se dejan
convencer por su mensaje y le siguen (cfr. sobre todo: Mc 1, 15; Mt 4, 17; 10, 7; Lc
10, 9-11; 10, 23-24; 11, 20; 17, 21).
Esta es la gran noticia: la actuación final, decisiva y definitiva de Dios ya ha
comenzado. La actividad de Jesús no constituye todavía la manifestación gloriosa y
plena del reinado de Dios, pero no es simplemente un presagio, un anuncio, una
promesa, sino mucho más. Dios ya está actuando. Desde ahora tenemos que descubrir
la presencia dinámica de Dios en el mundo. Y desde esta acogida actual de la
cercanía salvadora de Dios tenemos que vivir abiertos a un futuro lleno de promesas.
Veamos más en concreto, qué supone todo esto.
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Algo nuevo se ha puesto en marcha
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Hay buenas noticias
Jesús ha anunciado el reino de Dios como una buena noticia (Mc 1, 14). Al final,
Dios se impondrá en el mundo y con él se impondrá la justicia y la liberación de los
hombres. Las cosas no quedarán así para siempre, sin remedio. La historia de la
humanidad tiene una meta: el futuro le pertenece a Dios que sólo quiere la felicidad
del hombre. Dios ha tomado la iniciativa, se ha puesto en marcha y está ya trabajando
la liberación plena del hombre.
En el pueblo de Israel se venía añorando una utopía que es tan vieja como el
corazón del hombre: la desaparición del mal, de la injusticia, del dolor y la muerte. Se
añoraba el reino de Dios que traería consigo la justicia, la vida, la salvación. Jesús se
presenta con la buena noticia: Esa vieja utopía comienza a realizarse. Esas
aspiraciones y esa añoranza de liberación que se encuentra en el fondo de los
hombres y de los pueblos van a hacerse realidad.
Jesús «proclamaba la buena noticia de Dios» (Mc 1, 14). Pero ¿cómo se puede
presentar hoy uno con esa misma noticia en un mundo en el que la experiencia de
Dios ha quedado reducida a casi nada? El mensaje de Jesús respondía a lo que todo el
mundo esperaba y buscaba en Israel. Quizás la pregunta que nos tenemos que hacer
es ésta: ¿Hay todavía algo que los hombres siguen esperando y buscando y que puede
encontrar una respuesta en el mensaje de Jesús?
Sin caer en una simplificación excesiva, podemos hablar de dos experiencias
básicas en el hombre actual:
En primer lugar, una experiencia negativa. La vida es dura, es mala. Exceptuando
algunos pequeños paréntesis de felicidad, la vida es sufrimiento, decepción,
injusticia. Es incontable el número de hombres y mujeres que tienen la impresión de
no vivir una verdadera vida. Su existencia les parece un fracaso. Un número
incalculable de hombres se sienten cada vez menos en armonía con la vida. Un
análisis sencillo de las injusticias, abusos, degradaciones que deshumanizan las
diversas estructuras de la vida social da la razón a Max Horkheimer: la historia de los
hombres es «la historia de la dominación del hombre por el hombre».
Millones de hombres trabajan cada día por su pan, su vivienda, su salud, su
trabajo, su seguridad, su descanso, e, incluso, luchan por la justicia, la libertad, la paz,
la felicidad, pero en el fondo de sus corazones crece la convicción de que el mundo
está irremediablemente mal y de que el hombre no puede liberarse del mal, la
injusticia, el egoísmo, la muerte. «El género humano ha logrado victorias admirables,
el universo se ha abierto al hombre. Pero ¿qué pasa con cada uno de los hombres?,
¿qué pasa con cada persona?» (M. Machovec).
Y, sin embargo, existe también una experiencia positiva. En el fondo del hombre
hay un deseo de dominar esta situación y lograr un mundo mejor. Existe la esperanza
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secreta de que se puede salir de esta situación. En el fondo, creemos que la vida que
cada uno conocemos no puede ser todo. La vida debería ser totalmente distinta, más
hermosa, más libre, más justa, más festiva, más larga. Descubrimos en lo más
profundo de nuestro ser la nostalgia de una vida de plenitud y de armonía, de gozo y
de fraternidad. En esta situación, de maneras muy diversas y quizás confusamente, las
gentes viven en el fondo de su ser esta pregunta: «¿Qué es lo que puede hacer al
hombre más humano? ¿Qué es lo que nos puede dar fuerza y coraje para vivir con
sentido? ¿En qué podemos poner nuestra confianza? ¿Quién nos puede prometer
plenitud y liberación? ¿Quién nos puede indicar el camino de la verdadera vida?
¿Quién nos puede ayudar a construir un futuro feliz y seguro?»
Pero los hombres no nos quedamos sólo en las preguntas. Buscamos algo que nos
responda a nuestras aspiraciones y deseos. Buscamos un salvador. Cada uno
buscamos un dios, algo que nos parece necesario para vivir, algo que nos esforzamos
por hacerlo esencial en nuestra vida, algo que nos domina, que reina en nosotros, y a
lo que nos entregamos enteramente. El hombre parece condenado a ser «esclavo de
ídolos» (M. Zahrnt). El dios que reina en los hombres puede ser muy diverso: el
dinero, la salud, el trabajo, la felicidad a toda costa, el éxito, el poder, la raza, el sexo,
la técnica, el Estado, la nación, el progreso…
Jesús anuncia el reino de un Dios Padre. Hay un Dios verdadero, el Padre, que es
el origen y el centro de referencia de toda vida humana, el único que puede dar
sentido a la lucha y los esfuerzos de los hombres, un Dios que es «amigo de la vida»
(Sb 11, 26), un Dios empeñado en conducir al hombre a su verdadero destino.
Según Jesús, la vida tiene como origen y como futuro último un Dios Padre que
no lleva a los hombres a la opresión, la injusticia, el egoísmo y la mutua destrucción.
Un Dios que no es como los demás ídolos que reinan sobre los hombres. Un Dios
Padre comprometido en urgir a los hombres a la fraternidad, la libertad y la justicia.
Un Padre que quiere y puede garantizar a los hombres la definitiva felicidad.
Esta es la buena noticia también hoy. Esta injusticia que parece dominar de
manera irremediable a los hombres no es para siempre. El mal no tiene la última
palabra, ni siquiera la muerte. No hay nada que nos pueda destruir para siempre. No
hay ningún dolor, ningún mal decisivo. No hay nada que temer aunque temblemos
ante muchas situaciones. Dios es amor y el amor terminará por triunfar.
Probablemente los cristianos no somos capaces de vivir con la serena confianza
de que el bien triunfará sobre el mal, la justicia sobre la injusticia y la vida sobre la
muerte, con la misma seguridad con que la levadura hará fermentar la masa de pan.
No hemos vivido la experiencia de la sorpresa y el gozo arrollador que puede invadir
a un hombre cuando descubre que Dios domina la vida y nos está conduciendo a la
felicidad. No hemos descubierto con gozo el tesoro del reino de Dios. Y sin embargo,
para Jesús descubrir el sentido del reino de Dios es encontrarse con algo que uno
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secretamente andaba buscando, y sentirse desbordado por una alegría que le coge
totalmente a uno, le domina y transforma radicalmente su manera de vivir en adelante
(Mt 13, 44-45).
Escuchemos cómo describe A. M. Greeley la postura del creyente: «No hay lugar
al desánimo. Tenemos la gran seguridad de que el amor triunfará, de que al final todo
acabará bien. Semejante convicción no hace que las cosas resulten más fáciles.
Nuestras mejores esperanzas se frustran; nuestros sueños se malogran. La fe no es un
tranquilizante gratuito capaz de dispensarnos del sufrimiento. Para lo único que
sirve… es para hacernos capaces de seguir adelante».
El mensaje de Jesús nunca lo aceptarán los prudentes, los prevenidos, los
calculadores. Harán preguntas y más preguntas, o parecerá que creen sin que en su
vida se les note la alegría y la confianza. No es tan fácil creer en una noticia grande y
buena. Creen en ella únicamente los niños, los pobres, los que están necesitados de
escuchar algo bueno.
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¿Se puede captar la presencia del reino de Dios?
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pobres, sólo el que juzga la vida desde la perspectiva de los pobres, sólo el que vive
con alma de pobre, encuentra el verdadero sentido de la existencia y puede entrar en
la dinámica del reino de Dios y su justicia. ¡Felices los pobres! Es una suerte ser
pobre o, al menos, empezar a entender el secreto que se puede encerrar en una vida
pobre.
Como veremos más tarde, Jesús anuncia el reino de Dios como una buena noticia
para los pobres. El reino de Dios se abre camino allí donde se puede decir que
acontece algo bueno para los pobres y necesitados, para los pecadores y
abandonados. El reino de Dios se está haciendo presente allí donde se puede hablar
de una buena noticia para los pobres. Así responde Jesús a los enviados del Bautista:
«Id a contarle a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan,
los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se
les anuncia la buena noticia» (Mt 11, 4-5; cfr. Lc 4, 16-22).
Podemos percibir la presencia activa del reino de Dios allí donde podemos oír y
ver gestos liberadores, creadores de vida; gestos, grandes o pequeños, que pueden ser
percibidos por los pobres como la buena noticia de Jesús. Por eso, los discípulos de
Jesús sólo pueden anunciar el reino de Dios repitiendo y reactualizando sus gestos
liberadores: «Por el camino, proclamad que el reinado de Dios está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Gratis lo recibisteis.
Dadlo gratis» (Mt 10, 7-8).
¿Dónde está hoy el reino de Dios? No podemos decir «está aquí» o «está allí»,
pero siguiendo a Jesús podemos afirmar: allí donde se ofrece una esperanza a los que
no tienen nada que esperar de este mundo, allí donde hay acogida a los pobres que no
encuentran sitio en las estructuras de nuestra sociedad, allí donde se lucha por las
gentes oprimidas que no tienen ningún medio para defenderse de los poderosos, allí
donde se hace justicia a los maltratados por nuestra sociedad inhumana, allí donde
hay un recuerdo vivo por la gente sencilla olvidada y marginada por los importantes,
allí donde se ofrece perdón y posibilidad de rehabilitación a los culpables… allí hay
gestos que anuncian la presencia humilde del reino de Dios.
G. Crespy escribe así: «Secretamente quizás, pero realmente, no hay un solo
combate por la justicia —por equívoco que sea su trasfondo político— que no esté
silenciosamente en relación con el reino de Dios, aunque los cristianos no lo quieran
saber. Allí donde se lucha por los humillados, los aplastados, los débiles, los
abandonados, allí se combate en realidad con Dios por su reino; se sepa o no, él lo
sabe».
Todo esto quiere decir que cada uno de nosotros vamos descubriendo el sentido
verdadero de nuestra existencia y vamos entrando en el dinamismo del reino de Dios
en la medida en que nuestra vida es liberadora para los otros, en la medida en que
nuestra actuación es buena noticia para los pobres, en la medida en que la justicia del
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reino de Dios se convierte en el proyecto mismo de nuestra existencia.
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3 - El Reino de Dios es un regalo
El reino de Dios no es fruto de nuestros esfuerzos ni mera prolongación de nuestras
posibilidades humanas, sino que irrumpe entre nosotros como gracia. El reino de
Dios no lo podemos merecer por nuestro esfuerzo religioso o ético, no lo podemos
implantar mediante la lucha política, no lo podemos planificar, organizar y construir
sólo con nuestras fuerzas. El reino de Dios es un regalo, un don que se nos ofrece
gratuitamente (Lc 12, 32; 22, 29; Mt 21, 34). Lo primero que tenemos que hacer es
creer en esta oferta, aceptar que Dios se nos acerca como gracia capaz de transformar
nuestra historia y abrirnos a los hombres un futuro de esperanza.
Los cristianos olvidamos con excesiva frecuencia que Jesús habla del reinado de
Dios, no del reinado de los hombres. Nuestro lenguaje actual de construir y edificar
el reino de Dios está ausente de los evangelios como muy bien lo apuntaba R.
Bultmann. «No se habla y no se puede hablar de su fundación ni de su edificación ni
de su acabamiento, sino solamente de su proximidad, de su venida, de su aparición».
El reino de Dios no es un mero producto del esfuerzo humano. No nos llega por
evolución social ni por revolución política, de derechas o de izquierdas.
Jesús lo anuncia como el gran regalo del amor de Dios que se nos ofrece para
enriquecer nuestra existencia y conducir al hombre a su destino definitivo. No es algo
que se merece por el trabajo, ni algo que se impone obligatoriamente. Es algo que
más bien se hereda, se recibe, se pide. Es algo que se regala libremente como sucede
siempre en la vida con las cosas verdaderamente grandes (el amor, la amistad, la
sonrisa, la ternura, la confianza). Este mensaje de Jesús supone una verdadera
revolución del horizonte de nuestra existencia: «Al final de todos los caminos no se
encuentra el duro esfuerzo del hacerse; en el final está el amor, está el encuentro
gratuito y transformante con el Dios que nos asume en su futuro transformado y nos
convierte en hombre nuevo» (X. Pikaza).
¿Qué sentido puede tener todo esto en nuestra sociedad? Son muchos los
pensadores que subrayan como rasgo básico de la sociedad moderna el esquema
mental de la productividad. Al hombre se le valora por lo que produce. El sentido de
la vida humana se reduce a utilidad, rendimiento, éxito, eficacia. En el fondo de la
conciencia moderna de nuestro tiempo existe la convicción de que para dar a nuestra
vida el máximo sentido tenemos que sacarle el máximo de utilidad y rendimiento. El
hombre moderno corre el riesgo de perder el sentido de lo real para perderse y
ahogarse en el activismo, el trabajo, la producción. Incluso, en la diversión, el ocio y
el juego, son pocos los hombres que saben gustar la afirmación gozosa de la vida,
como una alternativa al esquema cotidiano de trabajo, al comportamiento
convencional y a la mediocridad. Hay hombres y mujeres para los que nunca es
domingo, nunca es fiesta. H. Zahrnt habla de los eficaces como «los fariseos de esta
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sociedad moderna de producción. Piensan alcanzar por medio de sus obras la
felicidad, no ya de los cielos, sino de la tierra».
Naturalmente, el esquema de productividad domina radicalmente la visión
marxista de la vida. K. Marx considera al hombre exclusivamente como un productor
de sí mismo y de sus condiciones de vida. Desde la óptica marxista, la historia del
mundo no es sino el parto doloroso de un hombre nuevo, gracias al trabajo humano.
Pero esta visión de la existencia no es sólo propia de los países socialistas del Este,
sino también de los países capitalistas de Occidente. Desde el punto de vista de la
valoración práctica del hombre, hay muy poca diferencia entre el capitalismo y el
colectivismo. En ambos casos se mide al hombre por su producción, lo que conduce,
de una manera u otra, a la alienación. Incluso la Iglesia cristiana respira este aire de
eficacia y rendimiento: siempre grave, seria, preocupada por el éxito y la eficacia de
su actuación, incapaz muchas veces de agradecer y adorar.
El mensaje del reino es una llamada a un nuevo estilo de vida, que se entiende no
a partir de aquello que nosotros estamos construyendo, sino a partir de Dios y del
futuro que se nos promete. Desde el reino de Dios la vida no es un poder para
esclavizar a los hombres, ni un saber para masificar a las gentes, ni un producir para
ahogar el espíritu, sino un regalo para que el hombre se abra gratuitamente al otro
hombre, y todos al misterio último del Amor que se anuncia desde ahora para el final.
El mensaje del reino de Dios nos recuerda algo muy importante para el hombre de
hoy. El hombre no adquiere su verdadera identidad ni logra su liberación sólo por
medio de su acción y su trabajo. El verdadero sentido de la vida no se reduce a la
actividad. La existencia, en su misma raíz, no es fabricación sino acogida. «El que
solamente pone el sentido de su vida en lo que tiene de aprovechable y útil, terminará
necesariamente en una crisis vital, cuando en la enfermedad y en la pena le parezca
todo, e incluso él mismo, inútil y desaprovechable» (J. Moltmann).
San Pablo nos recuerda en la Carta a los Corintios: «¿Qué tienes tú que no lo
hayas recibido?» (1 Co 4, 7). Es bien conocida la insistencia de Jesús en que no se
puede entrar en la dinámica del reino sino con corazón de niño: «Yo os aseguro: si no
cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de Dios» (Mt 18, 2). Así
comenta H. Zahrnt las palabras de Jesús: «Presenta al niño como un ejemplo de lo
que debería ser toda actitud existencial verdadera, una actitud en la que el hombre no
gana su vida a fuerza de trabajo, tensión y lucha, sino donde la recibe como un don,
con alegría confiada». Aquel que ha comprendido que su vida no es producto de sus
energías y de sus esfuerzos, sino que la está recibiendo de Otro, empieza a
comprender el evangelio.
«Para justificar nuestra existencia solemos proponernos algo, o quererlo o
hacerlo, como si nuestra existencia estuviera justificada y fuera bella por eso, cuando
en realidad ocurre al revés, que nuestra existencia está justificada y es bella antes de
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que hagamos algo o dejemos de hacerlo» (J. Moltmann).
Esto no significa una invitación a no tomar en serio nuestra responsabilidad.
Precisamente porque Dios nos ofrece la posibilidad nueva y definitiva de nuestra
existencia como un don, por eso, el reino se traduce de manera inmediata en acogida,
exigencia, respuesta, conversión personal y colectiva. Ante el regalo de la vida es
necesario decidirse y actuar. «Para Jesús, el reino es, en primer lugar, un don. Sólo
partiendo de esto se entiende el sentido de la participación activa del hombre en su
advenimiento» (G. Gutiérrez).
La gratuidad del reino de Dios no significa pasividad en su acogida. Al contrario,
podríamos decir que es en la praxis de la justicia donde la gratuidad del reino alcanza
su mayor plenitud, pues se nos regala la capacidad de hacer surgir un hombre nuevo.
«La gratuidad no consiste sólo en los ojos nuevos para ver y los oídos nuevos para
oír, sino en las manos nuevas para hacer» (J. Sobrino).
Sólo saliendo de la pasividad se puede entender el regalo del reino y de la vida.
Sólo cuando un hombre hace la experiencia de seguir a Jesús prácticamente y se
encuentra de hecho tratando de «hacer» el reino, entonces puede descubrirlo como
gracia. Desde ahí es posible evitar dos peligros graves que amenazan al hombre
actual: el activismo donde nos creemos cada uno indispensables porque, en el fondo,
creemos que los hombres lo tenemos que hacer todo, y la resignación que nos
conduce a vivir sin creatividad alguna, con el sentimiento de estar aplastados tanto
individual como colectivamente, por una tarea que nos desborda.
Esta es una de las grandes contribuciones que la fe puede prestar al hombre
actual. Denunciar la dimensión utilitarista de nuestra sociedad e invitar a los hombres
a no vivir exclusivamente bajo el signo de lo útil y eficaz. Tampoco los hombres de
hoy debemos olvidar que la vida es un misterio. Ignoramos de dónde hemos venido y
hacia dónde vamos. Nos sentimos separados del misterio, de la profundidad y de la
grandeza de nuestra existencia. Y sin embargo, en el fondo de toda vida humana hay
una confianza implícita, a veces inconsciente, que secretamente nos sostiene y nos
dice que todo tiene que tener un sentido.
El mensaje de Jesús es una invitación a enfrentarnos con confianza a la vida, para
vivir nuestra existencia desde el dinamismo del misterio: «Creed en esta buena
noticia. En el fondo de la historia podéis encontrar esperanza. El hombre no se crea a
sí mismo, sino que está recibiendo su vida de Otro. El mundo no marcha solo,
perdido y abandonado a sus propios recursos, sino que está siendo conducido por
Alguien. La vida es mucho más que esta vida. Este mundo no es lo último que nos
espera, la verdad absoluta. La humanidad no se termina y agota en sí misma. El fondo
infinito e inagotable de la vida es bondad, acogida, perdón, liberación, plenitud. El
nombre de esa realidad insondable que nos acoge, que da sentido total a la existencia,
que nos hace descubrir la vida en toda su profundidad y nos puede conducir a la
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plenitud es Dios nuestro Padre».
Jesús «anunciaba la buena noticia de Dios» (Mc 1, 14) y su mensaje es un reto
también para el hombre de hoy. «Sentimos que algo radical, total e incondicional, nos
es pedido; pero nos rebelamos contra ello, intentamos rehuir su apremio, y no
queremos aceptar su promesa» (P. Tillich). Se nos invita a creer que desde lo más
profundo de la existencia hay un Padre que nos acepta. Cuando experimentamos la
existencia como gracia y cuando llegamos a aceptar profundamente el hecho de que
somos aceptados, es cuando podemos aceptar la vida, abrirnos a los otros y vivir con
profundidad.
Esta es la buena noticia que puede ser sal de la tierra también hoy. En esta
sociedad en donde todo está determinado por la finalidad, la racionalidad, la
rentabilidad, puede inyectar un nuevo aire de desinterés y gratuidad, y ayudar a los
hombres a saborear la vida con otra profundidad.
Se puede vivir esperando y buscando incluso lo que es inalcanzable por nuestros
propios esfuerzos. En eso consiste la fe cristiana: sentir ese límite último de toda
actividad humana, sentirnos remitidos a Alguien más y mejor que nosotros, acoger a
ese Padre que se nos descubre en Jesús, creer en la plenitud de vida que se nos ofrece
en Cristo resucitado.
Terminamos esta reflexión con unas palabras enormemente sugerentes de R. H.
Alves que pueden causar impacto a cualquier hombre que honradamente se enfrenta a
la vida. ¿Qué es la esperanza? «Es el presentimiento de que la imaginación es más
real y la realidad menos real de lo que parece. Es la sensación de que la última
palabra no es para la brutalidad de los hechos que oprimen y reprimen. Es la sospecha
de que la realidad es mucho más compleja de lo que nos quiere hacer creer el
realismo, que las fronteras de lo posible no están determinadas por los límites del
presente y que, de un modo milagroso e inesperado, la vida está preparando un
evento creativo que abrirá el camino hacia la libertad y hacia la resurrección».
Esta esperanza debemos descubrirla y contagiarla, pues es lo mejor que podemos
ofrecer a la sociedad actual. Sería una equivocación el despreciarla como algo inútil e
ineficaz. Olvidando a Dios, razón última de nuestra esperanza, no aumenta la eficacia
política de la fe, sino que se la debilita desde su raíz.
Escuchemos la profunda reflexión de J. Moltmann: «Sólo el que es capaz de
felicidad puede dolerse de los padecimientos propios y ajenos. Quien puede reír,
puede también llorar. Quien tiene esperanza, es capaz de aguantar con el mundo y
sentir sus dolores. Cuando la libertad se va acercando, es cuando comienzan a doler
las cadenas. Cuando el reino de Dios está cerca, es cuando se empieza a sentir la
profunda sima del abandono de Dios. Cuando se puede amar, porque se siente el
amor, también se puede sufrir, asumir el dolor y vivir con los muertos».
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4 - Liberación del pecado
Para la sensibilidad del hombre moderno el lenguaje empleado por Jesús resulta
sospechoso y hasta inaceptable, pues reino de Dios guarda para nosotros un sabor
autoritario y dominante. Nos hace pensar fácilmente en un Dios Señor que domina a
los hombres como esclavos. Y ya hoy nadie quiere aceptar una teocracia que oprima
la libertad de los hombres. La crítica de la religión llevada a cabo por K. Marx y L.
Feuerbach ha dejado una huella profunda en el hombre moderno. Hay que criticar
toda religión que hunda a los hombres en su miseria consolándolos con una
recompensa futura en el más allá, y que los ate a una autoridad supraterrena que los
prive de libertad y creatividad.
Pero el mensaje de Jesús hay que entenderlo desde la sensibilidad, la fe y el
horizonte de la tradición bíblica. El pueblo de Israel esperaba la llegada del reino de
Dios no como la venida de un tirano que esclaviza, sino precisamente como la
liberación de esclavitudes, señoríos injustos y opresiones de los poderosos. Más
todavía. A Yahveh se le aguarda no como un rey que ejercerá la justicia de modo
neutral o imparcial, sino como alguien que ayudará y protegerá a los desvalidos, los
indefensos, los pobres, los oprimidos, los esclavos. De Yahveh se esperaba liberación,
justicia, paz, verdadera fraternidad. Por eso la llegada del reino de Dios es una buena
noticia (Is 52, 7-9) y un llamamiento a la liberación: «Levántate, levántate, revístete
de tu fortaleza, oh Sión… Sacúdete el polvo, levántate, Jerusalén cautiva; desata las
ligaduras de tu cuello, cautiva, hija de Sión» (Is 52, 1-2).
A Jesús sólo se le puede entender desde este horizonte. Toda su actuación y todo
su mensaje nos anuncian la llegada de un Dios liberador. Recordemos solamente la
respuesta a los enviados de Juan que lo resume todo: «Los ciegos ven y los cojos
andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se
anuncia a los pobres la buena noticia» (Mt 11, 5). La respuesta de Jesús supone que el
reino de Dios es liberación del hombre en todos los niveles. El reino es siempre
transformación de una situación mala, superación del mal destructor. La acción de
Dios entre los hombres la concibe Jesús siempre como una liberación de una
situación de opresión. Por eso, recoge bien Lucas el programa de Jesús en términos
de liberación: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a
anunciar a los pobres la buena noticia, a proclamar la liberación a los cautivos y la
vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia
del Señor» (Lc 4, 18-19).
Toda la actuación y el mensaje de Jesús en medio de aquel pueblo oprimido
políticamente y religiosamente, toda la actividad curadora de Jesús sobre aquellos
enfermos incapaces de curarse a sí mismos y dominados por un poder mayor que
ellos, su acogida y su perdón a los pecadores y culpables ante Dios y ante aquella
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sociedad religiosa, su defensa constante de los pobres y explotados, su solidaridad
con los marginados y despreciados por la sociedad… nos descubre que la buena
noticia del reino de Dios no puede comprenderse en continuidad con esas situaciones
de injusticia, división, opresión y destrucción, sino en discontinuidad, como ruptura y
liberación. Reino de Dios significa cambio liberador de la situación.
Toda la actuación de Jesús nos descubre que «la liberación es el rostro por el cual
Dios se revela hoy» (L. Boff). Donde reina Dios hay liberación del hombre, y quien
no ha comprendido esto, no ha comprendido todavía a Jesús de Nazaret, y corre
además el riesgo de olvidar uno de los lugares privilegiados y casi único en que el
hombre moderno puede hacer, de alguna manera, la experiencia de Dios.
La fe en un Dios liberador puede ser decisiva para el futuro del cristianismo. Hoy
todos somos humanistas. En todas las religiones, filosofías, ideologías y sistemas
políticos se plantea el problema del hombre, y, de una manera o de otra, se está de
acuerdo en que debemos buscar la realización de la humanidad. El verdadero
problema surge cuando nos preguntamos cómo se puede lograr hacer al hombre más
humano. L. Feuerbach y K. Marx han pensado que para esto es necesario suprimir a
Dios. Sólo cuando «el hombre sea el ser supremo para el hombre», la humanidad
podrá caminar hacia su verdadera liberación y realización. Pero ¿es esto realmente
así? Hasta el momento actual, no se puede decir que la divinización del hombre lo
haya hecho más humano. «Que el hombre sea el dios y creador de sí mismo, suena
ciertamente maravilloso, pero en ninguna de las maneras lo hace más humano.» (J.
Moltmann).
La cuestión de saber si el hombre puede ser más humano sin Dios, va a ser la
prueba más decisiva para el futuro del cristianismo. ¿Cuándo es el hombre más
grande y más humano, cuando sabe situarse correctamente ante el Dios liberador de
Jesús o cuando se le diviniza y se le deja sólo como dueño y señor de todas las cosas?
El mensaje de Jesús es un verdadero reto. Según Jesús, sólo cuando acepta a Dios
como único Señor y lo acoge como origen y centro de referencia de toda su
existencia, puede el hombre alcanzar su verdadera medida y dignidad. Sólo desde
Dios descubre el hombre sus verdaderos límites y la grandeza de su destino. Sólo
desde Dios puede caminar hacia su verdadera liberación.
Es una equivocación buscar la autorrealización en una actitud de aislamiento y
soledad. El hombre no existe nunca como un ser solitario, independiente, dueño y
señor de su existencia. Lo importante es verificar a qué se somete y de quién hace
depender en último término su existencia. Descubrir cuál es el dios público o privado
al que rinde su ser, cuáles son los ídolos que adora. Cuando el hombre somete su
existencia de manera absoluta al trabajo, al capital, a la técnica, al rendimiento, a la
salud, al dinero, a la seguridad, al éxito, al sexo, al poder, al Estado, a la nación, a la
raza, etc., queda mediatizado, y su vida se convierte en esclavitud.
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Sin embargo, con esto no está dicho todo. La crítica de la religión del ateísmo
actual (sobre todo, del marxista) nos interpela a los cristianos a que hagamos ver con
claridad cómo es Dios en concreto liberador de la vida esclavizada del hombre, y a
que extraigamos del mensaje de Jesús todas las exigencias sociales y políticas. Por
otra parte, los cristianos debemos invitar a los ateos a hablar más humanamente del
hombre para que no le atribuyan un poder divino que en realidad no tiene, y no le
desborden con sus exigencias absolutas que sólo le pueden llevar al desengaño. El
humanismo ateo moderno «atribuye al hombre una dignidad que no se puede probar
de una manera positivista o científica, y anuncia una humanidad que no se comprende
con argumentos puramente racionales» (H. Zahrnt).
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Dios, sentido último de la historia
Al anunciar el reino de Dios, Jesús predica, antes que nada, un sentido absoluto para
nuestro mundo. El hombre, para caminar hacia la liberación, necesita un horizonte de
esperanza. Y es esto precisamente lo primero que Jesús ofrece: la esperanza de que
esta injusticia, este sufrimiento y esta muerte que parecen dominar al mundo no
durarán para siempre, porque no tienen la última palabra.
Jesús anuncia un sentido último, estructural, radical que va más allá de todo lo
que el hombre puede hacer y proyectar; un sentido último que cuestiona los intereses
inmediatos sociales, políticos o religiosos por los que se afanan los hombres. «El no
anuncia un sentido particular, político, económico, religioso, sino un sentido absoluto
que todo lo abarca y todo lo supera. La palabra clave, portadora de este sentido
radical, contestador del presente, es el reino de Dios» (L. Boff).
Hay una alienación profunda que atraviesa toda la realidad humana, cada
individuo, cada sociedad y el cosmos entero. ¿Quién nos podrá traer la salvación?
¿Qué es lo que nos podrá llevar a la reconciliación de todo con todos? E. Bloch nos
ha recordado que en el hombre hay «un principio-esperanza» que constantemente
suscita en la humanidad utopías de superación y anhelos de felicidad total. El reino de
Dios que Jesús anuncia nos invita a creer que la utopía del hombre no es algo
imposible, pues Dios es la meta del hombre y para Dios nada es imposible. Jesús
anuncia una meta última y un sentido absoluto y global para todos los proyectos del
hombre y nos urge a ponernos ya en marcha desde ahora y comprometernos en esa
historia de liberación total.
Descubrir un sentido último a la historia del hombre no es algo superfluo en
nuestra sociedad. Descubrir el sentido último a la vida es empezar a posibilitar la
liberación. Observemos algo de lo que sucede en la sociedad industrial. El hombre va
progresando técnicamente, pero vive en una dependencia cada vez mayor de sus
propias obras y organizaciones. Los medios de comunicación social nos informan
cada vez mejor de la realidad mundial. Conocemos como nunca las miserias, las
catástrofes y las injusticias que se cometen en la tierra. Todo esto puede crear en
nosotros una conciencia de solidaridad, pero, al mismo tiempo, acrecienta nuestro
sentimiento de culpabilidad y la impresión de impotencia, pues nuestras posibilidades
de actuación son mínimas. «Todos conocen más miseria de la que pueden
transformar, porque las posibilidades de intervención activa son exiguas» (J.
Moltmann). Por otra parte, son muchos los hombres que se preguntan a dónde puede
conducirnos este progreso de carácter tecnológico. «Cada año parecemos estar mejor
equipados para conseguir lo que queremos. Pero ¿qué es lo que queremos?»
(Bertrand de Jouvenel). Esta sociedad que sabe construir y sabe caminar tras metas
técnicas cada vez más elevadas ha perdido de vista cuál puede ser el sentido último
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de todo. Está esperando esa buena noticia.
Son muchos los hombres y mujeres que viven con la impresión de estar viviendo
una vida raquítica, pobre, encadenados para siempre a un oficio o una
especialización, sin poder desarrollar más que una parte mínima de sus aptitudes. J.
Moltmann habla del «idiota de la especialidad», triste caricatura de un hombre
armónico y total, y cita las palabras de F. Schiller: «Vemos no tan sólo a unos cuantos
hombres individuales, sino a clases enteras de hombres, desplegar únicamente una
parte de sus aptitudes, mientras que las restantes, como plantas raquíticas, apenas si
son señaladas con débiles indicios. Encadenado eternamente a un único y pequeño
fragmento de lo total, el hombre se forma a sí mismo tan sólo como fragmento;
eternamente tan sólo oye en su oído el ruido monótono de la rueda que hace girar,
nunca despliega la armonía de su ser, y en lugar de estampar la humanidad en su
naturaleza, pasa él a ser sello impreso de su negocio, de su ciencia». Hombres y
mujeres atados al ritmo monótono del trabajo, encerrados sin remedio en ese sistema
cerrado de la sociedad industrial: «trabajo, producción y consumo».
En verdad, esta sociedad cerrada no conoce nada verdaderamente nuevo, aunque
produzca y consuma objetos cada vez más complejos y sofisticados. Este hombre
necesita saber que esto no es todo. Hay algo más, algo verdaderamente nuevo y
definitivo que puede dar sentido ya desde ahora a la vida de cada día.
Por otra parte, el hombre de la sociedad moderna fácilmente pierde su humanidad
detrás de un conjunto de funciones sociales que debe realizar (padre, mecánico
ajustador, secretario local del partido X, miembro de la junta de vecinos, aficionado a
la caza…). La sociedad le pide en cada campo que cumpla su función. Tiene que
hacer lo que se espera de él, si quiere ser alguien en la sociedad. De esta manera vive
desdoblándose en diversas personalidades, adaptándose a los diversos papeles
sociales, sin saber exactamente dónde puede ser auténticamente él mismo, lo que en
realidad es. Es cierto lo que apunta J. Moltmann: «Esta realidad social y política se
convierte en un pequeño teatro del mundo, en el que cada uno desempeña su papel,
hasta que sale de escena y siguen otros desempeñándolo».
Este hombre necesita encontrar un sentido profundo a su vida, algo que le ayude a
vivir con verdadera libertad interior frente al desgarramiento y desdoblamiento que
sufre en esta sociedad, algo que le ayude a realizarse sin desentenderse, por otra
parte, de los condicionamientos sociales y políticos en los que tiene que vivir.
Y ésta es precisamente la primera oferta de Jesús: la vida tiene sentido desde un
Padre y hacia un Padre. Nuestra vida alcanza su sentido más pleno cuando nos
comprometemos a vivir como hijos de un Dios Padre, creando fraternidad, y
caminando como hermanos hacia la solidaridad final. La vida se justifica cuando
luchamos por ser justos y por lograr una justicia fraternal, la exigida por la justicia de
un Dios Padre.
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Liberación del pecado
Para Jesús el pecado es una realidad que afecta a lo más profundo del hombre y lo va
deshumanizando tanto individual como socialmente. El pecado no es simplemente la
violación de una ley ni siquiera una mera negación de Dios, sino la negación del
reino de Dios. Pecar no es simplemente ofender a Dios, sino rechazar el reino de
Dios. No querer aceptar su implantación en medio de los hombres, negarse a entrar
en la dinámica del reino de Dios, cerrarse a la justicia del reino y al futuro de Dios
que viene a los hombres como gracia y exigencia.
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desde su propia seguridad religiosa, oprimen y marginan al pueblo inculto y pecador
(Mt 21, 31); critica al clero judío que se evade ante las necesidades de los hombres
(Lc 10, 30-37) y explota a los peregrinos que suben a Jerusalén (Mc 11, 15-18)…
La opresión, la división y la injusticia que se constata en la sociedad judía son
consecuencia del pecado colectivo. Así lo ve Jesús. Hay naciones oprimidas porque
los romanos gobiernan como señores absolutos; hay opresión religiosa porque los
legistas imponen cargas intolerables; hay pobreza porque los ricos no comparten sus
riquezas; hay marginación y desprecio social a los pecadores, porque los fariseos los
discriminan; hay ignorancia porque los escribas se han llevado la llave de la ciencia.
Todo poder, individual o colectivo, religioso o político, cultural o económico, cuando
no es servicio al hermano, se convierte en pecado que se opone al reino del Padre
entre los hombres.
Jesús anuncia la buena noticia de la llegada de Dios como perdón y gracia. No
hay que desesperar. El pecado del hombre tiene perdón. Es constante la predicación
de Jesús: hay perdón para el pecador (Lc 15, 4-31). Por eso, come con ellos, se
solidariza con ellos ante el Padre, los libera de su experiencia de culpabilidad, los
devuelve a la convivencia social, les abre un nuevo futuro, les invita al cambio y a la
renovación, y anticipa ya con ellos la fiesta final del reino (Lc 14, 16-24; 7, 36-50;
19, 1-10; Mc 2, 1-12). El anuncio del reino de Dios es perdón y liberación del
pecado.
Pero no hay que olvidar algo muy importante. El pecado, según Jesús, no es sólo
algo que puede ser perdonado, sino algo que debe ser quitado, arrancado de la
sociedad. Jesús no solamente ofrece el perdón, sino la posibilidad de ir quitando el
pecado, la opresión, la injusticia que reina en el mundo. Acoger el reino de Dios es
seguir a Jesús en la lucha y el esfuerzo por quitar el pecado que reina en los hombres
con todas sus consecuencias.
En Jesús escuchamos una llamada a la liberación. El hombre se pierde en una
situación de esclavitud y cautiverio cuando se encierra en su propio poder para
asegurarse contra Dios y oprimir al otro hombre. El hombre se libera solamente
cuando se abre con fe y amor al misterio de Dios y al misterio del hombre. El hombre
se libera cuando aprende a acercarse a Dios sin poder, como un niño necesitado, sin
tratar de manipularlo y dominarlo por medio del culto, la observancia religiosa o la
acumulación de méritos, sino con fe y confianza total en un Padre cuya bondad y
amor salvador al hombre está por encima de nuestros esquemas y nuestras leyes. Al
mismo tiempo, el hombre se libera cuando sabe acercarse al otro hombre como
hermano, poniendo todo su poder al servicio del necesitado, tomando la defensa de
sus derechos, comprometiéndose seriamente por una convivencia humana más justa y
fraterna.
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Hacia un hombre nuevo
El mensaje y la actuación de Jesús ante el pecado del hombre no son algo superfluo
para la sociedad actual. En primer lugar, nos deben ayudar a descubrir mejor la
presencia de la opresión y la urgencia de una verdadera liberación. El análisis
científico de la realidad no nos proporciona la razón última del mal que oprime a la
sociedad humana. No es suficiente descubrir las causas históricas (sociológicas o
sicológicas) de los males que esclavizan al hombre moderno. Necesitamos descubrir
con más hondura el pecado, razón profunda de la opresión humana, y no sólo como
un dato abstracto de la condición humana, sino como algo concreto que se encarna en
la ley, la religión, el poder político, la riqueza, el sexo, etc. convertidos en
instrumento de dominio egoísta de unos hombres sobre otros.
Quizás el primer paso liberador es el saber percibir y denunciar la situación social
de pecado y opresión que se da entre los hombres. Aprender a mirar la pobreza, la
incultura, la marginación, etc. como signo y consecuencia de la opresión y el pecado
de los hombres. La pobreza, la marginación, la impotencia, el olvido de tantos
hombres y mujeres está en contradicción con el designio de Dios, es pecado, ofende
al hombre, ofende al reino de Dios.
Tenemos que aprender a descubrir el pecado no sólo en el corazón de cada
hombre, sino en las instituciones injustas, en las discriminaciones sociales, en los
mecanismos de opresión que funcionan en nuestra economía y en nuestra política. El
anuncio del reino de Dios a todo hombre pecador no le ha impedido a Jesús el
denunciar concretamente en qué consistía el pecado contra el reino en la sociedad de
su tiempo. Tenemos que aprender a desenmascarar las diversas situaciones,
estructuras y mecanismos que generan una vida egoísta, violenta, empobrecida,
injusta. «La Iglesia debería mantenerse en una permanente vigilancia sobre sí misma
y sobre las realidades humanas, especialmente políticas y económicas donde hoy se
toman las grandes decisiones que afectan profundamente a todos los hombres, en
términos de liberación u opresión» (L. Boff).
Pero hay que decir más. El mensaje y la praxis de Jesús nos deben ayudar a
anunciar y anticipar un nuevo tipo de sociedad, un nuevo modelo de hombre, un
«hombre nuevo», diferente. Necesitamos una verdadera revolución estructural del
sentido que le da a la vida el hombre moderno. Tanto los sistemas capitalistas como
los socialistas hacen descansar fundamentalmente la liberación del hombre en una
serie de conquistas dentro del mecanismo «producción-consumo-producción» que no
puede conducirlo a su verdadera liberación.
Una distribución más equitativa de las ganancias de la producción, una
participación mayor de los ciudadanos en la gestión pública, un control más eficaz
del servicio público, etc., son metas por las que hay que luchar, pues nos conducen,
sin duda, hacia un modelo de hombre más responsable, más justo y más solidario.
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Pero tampoco harán surgir automáticamente al hombre nuevo si no hay en nosotros
una vigilancia permanente y un esfuerzo constante de conversión.
Vamos a apuntar, siguiendo a L. Boff, las raíces en que se asienta la estructura de
la sociedad moderna y la concepción de la vida, propia del hombre moderno. Al
mismo tiempo, vamos a sugerir la alternativa liberadora desde la buena noticia de
Jesús.
Nuestro mundo moderno está estructurado a partir de la razón entendida como
acumulación del poder, y el poder entendido como dominación. Para el hombre
moderno la razón es esencialmente poder. La razón es un instrumento para poder
conocer cada vez más, y no tolera que nada pueda escapar a su dominio. Así, el
hombre ha acumulado cada vez más datos, ha sistematizado sus conocimientos en
ciencias cada vez más complejas y los ha transformado en técnicas cada vez más
poderosas para dominar el mundo y la vida del hombre.
Desde esta concepción de la razón, el hombre moderno se hace racionalista. No
acepta el misterio. Y sin embargo, el misterio está presente en lo más profundo de
nuestra existencia. Es una experiencia constante. La razón puede explicarlo todo
menos a sí misma. La razón del hombre, a pesar de todo su poder, no es capaz de
saber su origen y su destino último. El hombre lo puede conocer y dominar todo, pero
no puede conocer y dominar ni su origen ni su destino último. Lo más racional sería
reconocer que estamos a merced del misterio, y que la vida del hombre se debe
mover humildemente en un horizonte de misterio. Y sin embargo, no sucede así en la
sociedad moderna. El hombre se considera verdaderamente omnipotente. Sólo es
cuestión de tiempo, de investigación, de esfuerzo perseverante.
Todo esto tiene una traducción práctica. El hombre se ha ido acostumbrando a
entender el poder como dominación. El poder ya no es servicio a la vida sino
dominación y violencia. Si el hombre moderno viviera desde el misterio, esto le
llevaría a adoptar una actitud de gratuidad, humildad y servicio gozoso a la vida y a la
convivencia humana. Pero no sucede así. La razón es utilizada para justificar el poder
y para mantenerlo, y el poder no está al servicio de la vida y de los hombres, sino al
servicio del dominio y la explotación. De esta manera, el poder ignora las exigencias
profundas de la vida, sólo busca su propia defensa e incremento, y se convierte en
control, opresión y violencia. Si no se rompe este imperialismo de la razón y del
poder entendido como dominación, el hombre permanece en una situación de
cautiverio que no tiene verdadero futuro. Toda reforma o revolución que no toque ni
transforme en nada esta estructura del hombre moderno, podrá ser un logro altamente
estimable, pero no será capaz de abrir un verdadero horizonte de liberación para el
hombre.
El mensaje de Jesús apunta hacia una verdadera revolución. Este es el grito de
Jesús: Felices los no poderosos porque de ellos es el reino de Dios, la vida, la
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liberación. El hombre es humano cuando se abre humildemente al misterio, cuando
acepta el reino de Dios en su existencia, cuando se hace niño, cuando acoge la vida
desde el misterio del Padre, cuando se confía al futuro de Dios. Por otra parte, el
hombre es humano cuando su poder es servicio a la vida, servicio al hermano,
servicio a la solidaridad y la fraternidad. El hombre se libera cuando aprende a servir,
no a dominar, a crear vida, no a explotar. Así, el mensaje de Jesús es una invitación a
liberarse del pecado que impide a la razón ser acogida humilde y agradecida del
misterio de Dios y que impide al poder ser servicio creador y liberador para el
hombre.
Esta gestación de un hombre nuevo exige una praxis y comportamiento nuevos.
Es necesario tomar conciencia de unos valores nuevos, cambiar profundamente los
criterios de actuación, crear un nuevo tipo de solidaridad entre los hombres,
transformar las costumbres y los comportamientos ante los bienes y las personas,
intentar los cambios estructurales necesarios, entender el trabajo, la religión y la
acción política con un horizonte nuevo, vivir un estilo de vida nuevo desde el
misterio de Dios y del hermano. Para todo ello, el creyente no tiene soluciones
técnicas concretas ni modelos de carácter político, económico, social. Pero cuenta
con el Espíritu de Jesús y trata de conseguir hoy la obra comenzada por él
inspirándose en su comportamiento y estilo de vida.
En su quehacer diario y en su lucha social, el creyente sabe que la liberación se va
dando allí donde se vive con el Espíritu del Señor, es decir: donde se atribuye un
valor absoluto a todo hombre, hijo amado de Dios; donde se defiende a los oprimidos
y abandonados, producto y signo claro del pecado de los hombres; donde se busca el
predominio de la justicia y del amor por encima de la ley, sin confundir la legalidad y
el orden establecido con las exigencias profundas de Dios liberador; donde se busca
la reintegración de los excluidos y marginados, a la sociedad humana; donde el poder
político y religioso, la riqueza, la ciencia, están al servicio liberador de toda la
comunidad política; donde los hombres son capaces de perdonar, renunciar a sus
propios derechos e, incluso, morir por la liberación de los hermanos.
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5 - Liberación de la ley
Ante el reto de Jesús y su alternativa de un estilo nuevo de vida, es fácil que surja en
nosotros una pregunta: si se entra en la dinámica del reino de Dios ¿a qué hay que
atenerse?, ¿qué normas hay que seguir? ¿Hay algún criterio de actuación que nos
pueda orientar? ¿Alguna norma suprema que nos dicte nuestra manera de actuar?
¿Cuál es la ley del reino de Dios? Cuando Dios se va adueñando de la vida del
hombre, ¿cuál es la ley que hay que seguir? Tocamos aquí un punto decisivo para
comprender a Jesús en toda su radicalidad y su originalidad revolucionaria. Sólo el
que ha escuchado y ha entendido la llamada de Jesús a la liberación de la ley, puede
entrar en la dinámica del reino de Dios. Veámoslo detenidamente.
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La esclavitud de la ley
En primer lugar, cuando la ley se interpone entre el hombre y Dios como algo
absoluto, la vida del hombre se deshumaniza. El hombre intenta ser fiel no a Dios,
sino a la ley. Entonces, corre el riesgo de estructurar su vida conforme a unas leyes,
encerrar toda su actuación en el marco seguro de unas normas, cosificarse a sí mismo
evitando un verdadero encuentro con Dios. Inconscientemente se puede vivir así
confundiendo a Dios con la ley, y sustituyendo la realidad viva y creadora de Dios
por un conjunto inmutable de preceptos.
Jesús ha denunciado con profundidad esta esclavitud deshumanizadora de la ley
en su crítica a la visión legalista de las comunidades fariseas. El fariseo del templo no
mide su fidelidad a Dios por la identificación con Él, sino por la identificación con la
ley. «Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias» (Lc 18,
12). En el fariseo observante reina la ley, pero no Dios. Su vida es un ateísmo oculto
bajo el velo de una obediencia escrupulosa a la ley. Por eso, este hombre sabe cumplir
preceptos, pero no sabe comprender y amar al hermano publicano. Su fidelidad
exclusiva a la ley le conduce inevitablemente a distanciarse, a juzgar, a perseguir a
los demás: «No soy como los demás, no soy como el publicano». Esta es también la
crítica de Jesús en la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32). Hay una manera de
obedecer la ley de Dios que no humaniza ni libera. El hijo mayor de la parábola
puede decir a su padre: «Jamás dejé de cumplir una orden tuya». Sin embargo, es un
hombre incapaz de acoger, amar y perdonar al hermano. Es un ser deshumanizado,
incapacitado para entrar en la fiesta.
Según Jesús, para entrar en la dinámica del reino de Dios, no es suficiente la
observancia de lo que ordena la ley de Dios: «Yo os digo que si vuestra justicia no es
mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 5,
20). Jesús invita al hombre a vivir no ante la ley, sino ante Dios. Por encima y más
allá de las exigencias de las leyes, Jesús nos invita a vivir buscando la justicia de
Dios, la voluntad del Padre: «Buscad primero su reino y su justicia» (Mt 6, 33).
No se trata de regular nuestra vida según unas leyes, sino de ser totalmente
obedientes a Dios. La ley por sí misma no libera. Para caminar hacia la liberación, es
necesario que el hombre penetre hasta las raíces de su ser, se encuentre con el
Pero, además, la ley puede interponerse entre un hombre y los otros, impidiéndole
vivir en una actitud de servicio dinámico y de cercanía real a las personas. Jesús lo ha
visto con profundidad. Lo que probablemente impide al sacerdote y al levita ver al
prójimo en el herido de Jericó, es la fidelidad a la ley. El contacto con aquel hombre
puede mancharlos según las normas cultuales saduceas. Aquel hombre desconocido
no entra en la lista de personas necesitadas a las que están obligados a ayudar como
prójimos. Por eso, «dando un rodeo» pueden seguir su camino (Lc 10, 29-37).
Para este sacerdote y este levita, el amor no es disponibilidad total, servicio
incondicional, atención a todo hermano necesitado. Su amor no es amor, sino
cumplimiento de un determinado ideal concretado en unas normas de conducta. De
esta manera, el hombre puede vivir en paz, observando unas normas de conducta
social, política y religiosa, desentendiéndose de las necesidades reales de muchos
hombres malheridos que va encontrando en su caminar diario. El cumplimiento de
unas determinadas normas de comportamiento con los demás nos puede tranquilizar
para seguir viviendo en paz dentro de la mentira, y conservar «el orden dentro del
desorden». Se establece así entre todos nosotros una especie de complicidad mutua y
vamos creando una sociedad modelada según una determinada moral, que nos
dispensa de acercarnos a las necesidades reales de muchos hombres.
Jesús no viene a destruir la ley pero sí a revolucionar desde sus mismos
fundamentos una sociedad tranquilizadora, modelada conforme a una cierta visión de
la ley en la que el amor real a todo necesitado no es exigencia primera de la
convivencia. No se puede hacer pasar la ley por encima del prójimo. Ese es el grito
de Jesús: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado»
(Mc 2, 27). Todos los preceptos y normas de conducta penden de una única
exigencia: «amar a Dios con todo el corazón»… y «amar al prójimo como a uno
mismo» (Mt 22, 37-40). Por lo tanto, si algún precepto, norma de conducta o
Por último, la ley puede interponerse entre el hombre y uno mismo, obstaculizando su
propia identificación. El que vive esclavo de la ley corre el riesgo de vivir en un
dualismo constante entre aquello que realmente es y aquello que tiene que ser, es
decir, el ideal que se ha formado de sí mismo o que le ha sido impuesto desde la
sociedad. La preocupación exclusiva de observar la ley le puede impedir al hombre
descender hasta el fondo de su conciencia para descubrirse con su verdadera
responsabilidad ante la vida. Un comportamiento legalista nos puede impedir
descender hasta nuestro verdadero yo, y abrirnos a la vida en total disponibilidad.
Es claro, pues, que Jesús ha querido liberar al hombre de la tiranía de la ley. Las leyes
no tienen la última palabra sobre la conducta humana. La liberación del hombre exige
que no quede encerrado en los límites que impone una legislación. Pero ¿no hay en el
reino de Dios una norma de actuación?
En primer lugar, hemos de decir que Jesús no habla de una ley moral natural. La
idea de una ley natural ha llegado hasta nosotros desde la filosofía griega. Según esta
concepción, el hombre debe vivir de acuerdo con la naturaleza. Es necesario analizar
la naturaleza del hombre y desde ahí deducir las leyes naturales que puedan servir de
fundamento para cualquier otra legislación positiva.
Nada de esto encontramos en Jesús. Su atención no se centra en el análisis de la
naturaleza humana en abstracto. Jesús atiende la vida concreta de los hombres y los
ve desde la perspectiva del reino de Dios que nos urge a la liberación y al cambio.
«En lo que de ninguna manera piensa es en deducir de ciertas estructuras
permanentes e inamovibles de una supuesta naturaleza humana unas leyes
fundamentales de comportamiento inmutables y universalmente válidas: primeros
principios, de los cuales puedan después derivarse más o menos directamente otros
principios, de modo que al final todos juntos constituyan una respuesta unívoca para
todos los casos teológico-morales posibles (en orden a la propiedad privada, la
familia, el Estado, la sexualidad, el divorcio, la pena de muerte, etcétera)» (H. Küng).
Jesús no nos ofrece tampoco, propiamente hablando, un orden de valores, una
jerarquía de valores que orienten nuestra vida: valores materiales, intelectuales,
estéticos, morales, religiosos, etc.
Tampoco Jesús ha dejado una legislación propia que sustituya a la antigua ley de
los judíos. Ciertamente, Jesús no acepta la Torá de Moisés como norma suprema y
definitiva. A veces la modifica (Mc 10, 1-12; Mt 5, 33-37. 38-42; Mc 7, 15), pero,
sobre todo, la radicaliza y la supera exigiendo una justicia mayor que la de la ley (Mt
5, 21-22. 27-28. 33-37. 38-41. 43-48). Pero no la sustituye por otro conjunto de leyes
más exigentes o más perfectas. «El mensaje de Jesús no es en absoluto una suma de
preceptos. Seguirle no significa poner en práctica un cierto número de
prescripciones» H. Küng).
Entonces, ¿en qué pensaba Jesús?, ¿qué quería?, ¿a qué hay que atenerse para entrar
en la dinámica del reino? Más tarde, tendremos que reflexionar sobre la llamada de
Jesús al cambio y seguimiento, pero desde ahora es importante que captemos su
¿Qué sentido puede tener todo esto para nuestra sociedad actual? Toda sociedad se
halla estructurada objetivamente a partir de un cierto ideal de hombre,
independientemente de lo que podamos pensar en privado cada uno de nosotros. De
hecho, la convivencia social está regulada por una determinada estructura legal. Pero
• En primer lugar, para el que vive desde la dinámica del reino de Dios debe
quedar claro que «no es el hombre para la ley, sino la ley para el hombre». Es decir, el
hombre está por encima de todo. La norma suprema es que todo hombre tiene
derecho a experimentar el amor, a recibir de los otros ayuda para ser más libre y más
humano (incluso, aunque sea culpable ante la ley). La ley no es la medida última de
la justicia. No es, sin más, justo aquello que viene ordenado por la ley, sino aquello
que realmente ayuda a mejorar la sociedad, a sanarla, a hacerla más digna del
hombre. El que escucha y sigue a Jesús no puede confundir sin más la justicia
establecida por los hombres con «la justicia del reino de Dios». Por encima de todas
las leyes y constituciones está el amor liberador al hombre, a cada hombre, a todo
hombre, a todo el hombre.
• Además, el anuncio que hace Jesús del perdón liberador de Dios para todo
hombre pecador tiene que tener una traducción jurídica en nuestra sociedad. La ley
no debe dejar abandonado a ningún hombre, ni siquiera al culpable. Tenemos que
tomar una conciencia más clara de cómo nuestra sociedad que funciona según «una
ley del ciudadano ideal» es injusta e inhumana con muchas personas marginadas,
incapacitadas para vivir integradas en esta sociedad y que necesariamente terminan
en una delincuencia (juventud marginada, delincuencia juvenil, ladrones analfabetos,
vagos, prostitutas, hombres y mujeres desarraigados de su ambiente familiar…).
El que vive desde la realidad del reino de Dios no puede aceptar que el derecho
penal «devuelva mal por mal» a estos hombres y mujeres. La ley de una sociedad
verdaderamente humana debe «devolver bien por mal», es decir, no hundir al
delincuente en su pasado, no abandonarlo sin ofrecerle posibilidades de
• Por último, el mensaje de Jesús nos ayuda a tomar conciencia de que el amor
liberador, única tarea decisiva del hombre, no se agota en el marco de lo legal, lo
constitucional, lo estipulado por una sociedad en un determinado momento. A nivel
colectivo hay que luchar para que el marco legal de nuestra sociedad no quede fijo ni
anquilosado. Las exigencias del amor tienen que promover una acción constante de
renovación y reforma de las leyes.
Siempre habrá estructuras de dominación, pero debemos saber que el seguimiento
a Jesús y la búsqueda del reino de Dios y su justicia nos comprometerá, mucho más
profundamente que las leyes sociales, en la vida de cada día. Para saber lo que
Liberación religiosa
Pero, dicho todo esto, no debemos olvidar que la actuación liberadora de Jesús se
inscribe directamente en el campo de lo religioso. Su intervención frente a la ley tenía
ciertamente unas consecuencias políticas, pero Jesús directamente actúa frente a una
ley religiosa, la Torá de Moisés. De tal manera, que podemos decir que lo que Jesús
busca inmediatamente es una liberación de la opresión religiosa.
Jesús ataca de raíz la opresión religiosa provocada por una interpretación legalista
de la religión y de la bondad de Dios. En primer lugar, Jesús critica y relativiza el
pretendido valor absoluto que se le atribuye a las leyes cultuales y religiosas en la
sociedad judía. Su mensaje y su actuación no han perdido actualidad. La ley que debe
ayudar al hombre a buscar el encuentro con Dios puede degenerar en una terrible
esclavización impuesta en nombre de Dios. También hoy en nuestra Iglesia puede
suceder lo que L. Boff dice de la sociedad de Jesús: «La ley, en vez de ser un auxilio
para la liberación, se transforma en una prisión dorada; en vez de ayudar al hombre a
encontrar al otro hombre y a Dios, lo cerraban para ambos, discriminando a quién
ama Dios y a quién no, quién es puro y quién no lo es, quién es el prójimo a quien
debo amar y quién es el enemigo a quien puedo odiar. El fariseo tenía un concepto
fúnebre de Dios que ya no hablaba a los hombres, sino que solamente les dejaba una
ley para que se orientaran».
Sin embargo, Jesús provoca una verdadera revolución religiosa, al introducir una
revolución en la imagen de Dios. El hombre tiene que vivir no ante un Dios
«supremo garante de una ley», sino ante un Padre preocupado por la liberación del
hombre. No se trata de obedecer a un Dios legislador cuyas leyes hay que aceptar sin
discusión, aunque siempre son susceptibles de una cierta manipulación. Se trata de
ser hijos de un Padre que se solidariza con los hombres y busca su liberación. La
religión cambia totalmente de signo. «Este Dios Padre no quiere ser el Dios temido
por Marx, Nietzsche y Freud, que asusta al hombre desde niño, le infunde
sentimientos de culpabilidad y le persigue continuamente con escrúpulos
moralizantes, siendo así en la práctica, mera proyección de los temores inculcados en
la educación, de la voluntad de poder y dominio del hombre, del egoísmo y de la sed
de venganza. Este Dios no quiere ser un Dios teocrático que puede, cuando menos
indirectamente, ser instrumentalizado para legitimar a esos representantes de sistemas
totalitarios que, se digan piadosos y eclesiales, o irreligiosos y ateos, no intentan otra
cosa que ocupar el lugar de Dios y ejercitar sus soberanos derechos, como dioses —
piadosos o impíos— de la doctrina ortodoxa, de la disciplina absoluta, de la ley y del
Jesús anuncia que este Dios llega ya. Felices los pobres porque se va a inaugurar
un nuevo orden de cosas. Ya no dominará la ley del más fuerte, sino el amor y la
justicia de Dios que sabe escuchar los gritos de los pobres.
Si el evangelio de Jesús es una buena noticia para los pobres, desde los ricos sólo
puede ser escuchado como amenaza, como mala noticia para sus intereses. Mientras
el pobre vive en una condición de opresión y de necesidad que pide a gritos la justicia
de Dios, el rico se muere en un mundo de poder y de disfrute que lo cierra a Dios y le
lleva a resistirse a toda intervención de su justicia.
Jesús lanza su maldición sobre los ricos desenmascarando todo el poder alienador
y deshumanizador que se encuentra en las riquezas. Jesús no ve las riquezas con
optimismo, como bienes de este mundo cuyo único problema es ver cómo los
adquirimos y cómo los usamos. En las riquezas hay siempre un riesgo. El que vive
disfrutando de las riquezas corre el riesgo de apoyar su existencia en los bienes,
agarrarse a ellos y cerrarse a Dios. De esta manera, los ricos se convierten en un
obstáculo, una resistencia para que Dios pueda reinar entre los hombres. Los bienes,
las propiedades, la ganancia, son para muchos hombres más importantes que la
invitación del reino (Lc 14, 15-24). Es muy difícil que un rico se deje despojar de sus
riquezas para entrar en la dinámica del reino de Dios: «Qué difícil será que los que
tienen riquezas entren en el reino de Dios» (Mc 10, 23). «Es más fácil que un camello
pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios» (Mc 10, 25).
Esta es la tragedia del rico ante Dios que llega. Su riqueza es incompatible con el
reino de un Dios que quiere hacer justicia a todos los hombres.
De ahí el grito de Jesús: «No podéis servir a Dios y al dinero» (Lc 16, 13). No
puede un hombre, al mismo tiempo, entrar en la dinámica del reino de Dios y afianzar
su existencia en el dios Mammon (este nombre divino del dinero proviene de la raíz
mn, que significa apoyarse). El dinero confiere poder, fama, estima, seguridad,
bienestar…, pero, en la medida en que esclaviza a la persona, la cierra al Dios Padre,
el Dios que quiere hacer justicia entre los hombres. Dios no puede reinar en la vida de
un hombre dominado por el dinero.
La razón profunda está en que las riquezas despiertan en el hombre la necesidad
insaciable de tener siempre más. El rico siempre quiere más; crece en él la necesidad
de acumular, capitalizar, con el riesgo de olvidarse de los demás hombres. Jesús
considera una locura, una insensatez y una alienación la vida de aquellos
terratenientes de Palestina, obsesionados por almacenar sus cosechas en graneros
cada vez más grandes (Lc 12, 16-21). Es una verdadera equivocación consagrar todas
las energías, la imaginación, el tiempo y los esfuerzos a adquirir y conservar riquezas.
Cuando Dios se acerca al rico a exigirle su vida, se pone de manifiesto que la ha
malgastado. Su vida carece de contenido y valor ya que le falta la verdadera riqueza
ante Dios: «Necio… así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden
a Dios» (Lc 12, 21).
El reinado de Dios entre los hombres implica una verdadera revolución. Dios no es
neutral frente a un mundo dividido y desgarrado por las injusticias de los hombres.
Dios no puede reinar confirmando las injusticias que se cometen entre los hombres.
Dios reinará favoreciendo a los pequeños, a los pobres, a los indefensos Dios reina
tomando partido por los débiles frente a los poderosos, por los oprimidos frente a los
opresores, por los pobres frente a los ricos. Dios sólo puede reinar haciendo felices a
aquellos que viven en la desgracia. Jesús entiende que, al final de la vida, se celebrará
una gran fiesta en la que sorprendentemente el Rey se sentará a la mesa rodeado de
«pobres, lisiados, ciegos, cojos» (Lc 14, 15-24).
El mensaje de Jesús nos obliga a preguntarnos en qué Dios creemos los cristianos.
¿Creemos y servimos a un Dios que está del lado de los pobres y oprimidos?
¿Creemos en el Dios del evangelio: «el que derriba a los poderosos de sus tronos y
exalta a los pobres, el que colma de bienes a los hambrientos y deja a los ricos sin
nada?» (Lc 1, 52-53). Ciertamente, no es posible anunciar, colaborar o entrar en la
dinámica del reino de Dios en una actitud de indiferencia o distanciamiento ante las
injusticias concretas que sufren las clases pobres y oprimidas.
Veamos algunas implicaciones concretas:
• Antes que nada, debe cambiar radicalmente nuestra valoración del pobre. Según
la teología oficial rabínica más corriente, las riquezas eran uno de los signos más
claros de la bendición de Yahveh, mientras la pobreza era considerada como castigo y
maldición de Dios.
Ahora, Jesús declara a los pobres como los privilegiados de Dios, y los libera del
desprecio y la maldición que pesaban contra ellos. Desde Dios, estos pobres deben
recuperar su verdadera dignidad de hombres, hijos privilegiados de Dios, dignidad
que los hombres les hemos quitado. El desclasamiento social, político y religioso de
estos hombres sólo indica la ausencia de Dios entre nosotros. Entrar en la dinámica
del reino exige organizar la sociedad en función de estos pobres, considerarlos como
los privilegiados de nuestra atención, nuestros esfuerzos y trabajos. Así resume Diez
Macho el pensamiento evangélico: «Jesús ha dado a un contravalor: la pobreza, un
doble valor: el que la redime, se salva, el que la padece es hermano de Jesús, es
heredero del reino de Dios».
• El reino de Dios se abre camino allí donde «los pobres son evangelizados», es
decir, allí donde los pobres pueden escuchar el evangelio como una buena noticia
para ellos y una amenaza para los ricos opresores. Allí donde los pobres y despojados
saben luchar humanamente por una justicia mayor, una verdadera libertad y una
• El reino de Dios se acoge desde los pobres. Desde su experiencia, son los pobres
los que mejor pueden entender la necesidad de un nuevo orden de cosas en donde
haya justicia y solidaridad fraterna. El hombre empobrecido, despojado, robado,
defraudado del fruto de su trabajo, despreciado en su dignidad de hombre, derrotado
constantemente en su lucha por una justicia mayor…, es el que mejor puede anhelar
una sociedad más fraterna, en donde los hombres no se exploten unos a otros, en
donde reine sólo un Padre.
Para acoger el reino de Dios es absolutamente necesario optar por los pobres. El
evangelio sólo puede ser escuchado como buena noticia aceptando la propia pobreza
y en comunión con los pobres.
Esto exige situarse en la vida desde la perspectiva de los pobres. Adoptar el punto
de vista del pobre, del ofendido, del indefenso. Quizás debemos llegar a una
comprensión cualitativamente distinta de la historia y de la sociedad. Necesitamos
descubrir con lucidez toda la inhumanidad que se encierra en la sociedad clasista, a
partir de la experiencia del pobre. No se trata solamente de saber compartir el nivel
de vida de los pobres, sino sus aspiraciones, sus esfuerzos y sus luchas por lograr una
justicia mayor. Saber identificarnos con las clases más oprimidas, indefensas y pobres
frente a las clases más dominantes y poderosas. Y esto, de manera concreta, en los
acontecimientos, enfrentamientos y luchas que tienen lugar en nuestra sociedad.
Esta opción por los pobres no se concreta solamente en gestos de solidaridad
individual con cada pobre. Los pobres son una realidad colectiva. Optar por los
pobres supone ligar nuestra suerte, nuestra profesión, nuestro servicio, a la suerte de
las clases pobres. Esto implicará casi necesariamente introducir en nuestra vida una
dimensión conflictiva y crucificante, porque la solidaridad" con los pobres nos pone
de alguna manera fuera del sistema, nos pone al margen de la ley que defiende el
orden establecido por el poderoso, nos enfrenta con los que tienen el poder, el
prestigio y la fuerza.
Pero el mensaje de Jesús no sólo nos urge a optar por los pobres, sino a compartir
con ellos nuestros bienes y socializar nuestra vida al servicio de aquellos que nos
necesitan. Todo hombre que quiera seguir a Jesús, defender su causa y servir al reino
• En primer lugar, podemos observar que lo que decide casi siempre, en nuestra
sociedad es lo que uno tiene, no lo que uno es. A cada hombre se le valora
socialmente por lo que tiene. Lo importante es tener: dinero, poder, prestigio,
autoridad… Y lo verdaderamente decisivo es el dinero. El absoluto no es el hombre,
sino el dinero. En este dios confía la sociedad actual.
Desde el comienzo, al niño se le educa más para tener que para ser. Lo importante
de los estudios es que lo capaciten para tener el día de mañana una posición segura,
desahogada, un cargo, unos ingresos, una autoridad y un prestigio. Se le prepara para
la competencia y la rivalidad, para que se imponga sobre los demás, para que
sobresalga por encima de los otros, para que domine a los demás. «Lo que falsamente
se ha llamado cultura consiste en un complicado montaje de saberes, titulaciones y
amaestramientos encaminados, no a que cada uno sea el que tiene que ser, sino a que
cada uno tenga cada vez más poder y más prestigio» (J. M. Castillo).
• Opresión: Los que tienen dominan a los que no tienen. De hecho, en nuestra
sociedad el poder económico está al servicio de los poderosos económicamente. Los
que aseguran el orden público, aseguran, en realidad, un orden que beneficia a los
poderosos. En nuestra sociedad no todos tienen las mismas posibilidades y la misma
dignidad humana. Unos dominan mientras otros se sienten engañados y con la
conciencia de estar trabajando para otros.
• Quizás lo primero que hay que gritar de muchas maneras es la palabra clave de
Jesús: «Buscad primero su reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por
añadidura» (Mt 6, 33). No pongáis como objetivo de la vida comer, beber, poseer,
acumular bienes. Buscad el reino de Dios y su justicia. Sed hermanos. No os
explotéis mutuamente. No os dominéis unos a otros. Que sólo domine Dios, él que
quiere justicia y fraternidad entre los hombres. Cada vez con mayor lucidez, el
• Pero, ya desde ahora, el mensaje de Jesús nos urge a promover una socialización
mayor de nuestra vida personal y de las estructuras de nuestra sociedad, una condena
de toda propiedad privada que excluya a los pobres de una vida verdaderamente
humana, un apoyo y defensa de una cultura nueva, que esté realmente al servicio de
todos, sin distinciones ni privilegios de clases.
• Por otra parte, la fe en Jesús nos puede ayudar a no ceder ante las necesidades
superfluas que la sociedad de consumo provoca en nosotros. Seguir a Jesús en la
dinámica del reino es aprender a ser pobre, saber vigilar para que no surjan en
nosotros deseos suscitados desde fuera que nos esclavizan y deshumanizan, aprender
a vivir con un sencillo equilibrio entre el ser y el tener, es decir, aprender a poseer
sólo aquello que nos permita poseernos y ser más humanos. Necesitamos hombres
capaces de valorar más el amor y la ternura que la posesión y el poder. Hombres que
sepan vibrar por algo más que por la satisfacción de las necesidades creadas por la
sociedad consumista. Recordemos las profundas palabras de E. Gilson: «Los
cristianos son hombres que rehusan el contentarse con el mundo… El cristianismo
espera al hombre al final de su mayor felicidad para consolarle de ella».
• Pero, quizás, el mensaje de Jesús nos debe recordar que la sociedad humana sólo
se puede construir desde el compartir y no desde el poseer. Jesús ha pensado en un
orden nuevo de cosas basado no en la posesión, la represión y la competitividad, sino
en la igualdad, la solidaridad y el servicio al otro. Es una condición básica para entrar
en el reino la actitud de servicio (Mt 20, 25-28). Poner nuestros bienes y nuestra
persona al servicio de los demás. Según Jesús, hay una manera de vivir y ser feliz por
un camino completamente distinto del que nos propone la sociedad actual (cfr. el
espíritu de las bienaventuranzas: Mt 5, 3-12; Lc 6, 20-26). El mensaje de Jesús es un
desafío a crear una sociedad nueva, basada en el compartir y en el proyecto de
servicio como modelo de relación y convivencia entre los hombres.
Los orígenes de los fariseos son bastante inciertos. En tiempo de los macabeos
descubrimos el movimiento religioso de los hasidim (los piadosos), que son
considerados por muchos especialistas como los precursores de los fariseos (1 M 2,
42). En tiempos de Jesús son designados con el nombre de perusim o perisajja, que
significa los separados, los santos, los que constituyen el verdadero pueblo sacerdotal
de Dios (cfr. Ex 19, 6).
Los fariseos evitaban el contacto con los grupos considerados pecadores y, en
general, con la masa del pueblo ('am ha’ares) a la que consideraban pecadora y
desconocedora de la ley. Se le atribuye a Hillel (a.20 a. C.) este dicho: «Ningún 'am
ha’ares es piadoso». Encontramos un eco de esta actitud en Juan 7, 49: «Esa gente
que no conoce la ley son unos malditos». Probablemente, entre ellos se llamaban
haberim (compañeros) ya que vivían, por lo general, formando pequeñas
comunidades o fraternidades (haburot). Esta es la designación habitual en la Misna.
No constituían un grupo numeroso. Según Flavio Josefo, en tiempos de Herodes
(34-4 a. C.) existían en Palestina alrededor de seis mil en una población total de
medio millón de personas. Se trata de un movimiento formado casi exclusivamente
por laicos. Sus miembros procedían de todas las clases sociales, pero abundaban los
comerciantes, artesanos y gente de clase media.
Muchas veces se ha confundido a los fariseos con los escribas debido a que
Mateo y Lucas (no Marcos ni Juan) engloban en una sola fórmula a «escribas y
fariseos». Sin embargo, es necesaria una distinción clara entre ambos. La inmensa
mayoría de los fariseos no eran escribas. Sólo los jefes que dirigían las comunidades
fariseas o ejercían una influencia eran escribas, doctores de la ley (verbigracia, Hillel,
Shamayy, Rabban Gamaliel, Saulo de Tarso, etcétera). Por otra parte, no todos los
escribas pertenecían al movimiento fariseo. Hay escribas saduceos, esenios, etc., que
ignoran la tradición farisea.
Organización y vida
• El celo por la ley. La ley es considerada como el gran don de Yahveh a Israel.
Por eso, toda la vida y la conducta de los fariseos que se consideraban el verdadero
Israel se orientan a una observancia estricta de la ley de Dios. Junto a la ley escrita,
aceptan la interpretación o tradición de los antiguos, es decir, la interpretación que
ofrecen los escribas con el fin de proteger la ley y aplicarla en el momento presente a
todos los dominios y circunstancias de la vida pública y privada. La ley escrita y la
interpretación oral, según la teología farisea, tienen la misma dignidad y la misma
fuerza obligatoria. Según el lenguaje rabínico, se trata de levantar «una barrera
alrededor de la ley» para protegerla e impedir cualquier posible infracción
inadvertida. «La formidable estructura de tradición con que había sido rodeada la ley
de Moisés, estaba concebida con miras a situar sus imperativos dentro del ámbito del
individuo, haciendo que todo precepto fuera aplicable de forma claramente definida a
cada situación en que él pudiera venir a hallarse» (C. II. Dodd). Los fariseos creen
poseer en la ley y en la tradición de los antiguos todo cuanto necesitan para conocer
la voluntad de Dios.
No es nada fácil precisar cuál ha sido la actitud de Jesús ante la ley. Los evangelios
nos ofrecen datos no solamente diferentes, sino aparentemente contradictorios. Baste
un ejemplo. Según Mt 5, 18-19, Jesús exige una obediencia estricta y minuciosa a la
ley: «Os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase una i o un ápice de la
ley sin que todo se haya cumplido. Por tanto, el que quebrante uno de estos
mandamientos menores, y así lo enseñe a los hombres, será el menor" en el reino de
los cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe, ése será grande en el reino de
los cielos». Sin embargo, la postura de Jesús prohibiendo el divorcio permitido por la
ley de Moisés es un rechazo de la ley en algo más importante que la i o un ápice (Mt
5, 31-32; 19, 4-9).
Por eso, no es de extrañar la diversidad de opiniones entre los autores. Según
algunos, Jesús ha dejado intacto el valor de la ley en todo su vigor. Jesús habría
actuado como un escriba que explica el valor auténtico de la ley para darle todo su
valor, o bien como un profeta que revela la voluntad viva y verdadera de Dios dentro
del marco de la ley escrita. La postura de estos autores se basa en frases como Mt 23,
23.
Otros, por el contrario, piensan que Jesús representa una ruptura con la ley judía,
«Jesús anuncia un nuevo mensaje de Dios, una nueva religión, y una nueva moral,
que, fundamentalmente, no está ya vinculada a la Torá» (E. Stauffer). Más tarde, la
tradición cristiana habría atenuado la oposición radical entre la ley y el evangelio
rejudaizando progresivamente el mensaje de Jesús.
Otros autores siguen una línea media, Jesús afirma el valor fundamental de la ley,
pero adopta una postura crítica, ya que busca restaurar la voluntad primigenia de
Dios. Jesús ha buscado renovar y perfeccionar la ley ordenándola hacia su
consumación, según aquella frase programática: «No penséis que he venido a abrogar
la ley o los profetas; no he venido a abrogarla sino a consumarla» (Mt 5, 17). Según
estos autores, Jesús viene a dar cumplimiento a la ley. Es necesario tener presente, sin
embargo, «la sospecha de que el esquema de promesa y cumplimiento debe
considerarse como un patrón mental de la Iglesia primitiva más bien que como una
imagen directriz que presidiese la conducta del mismo Jesús» (W. Trilling).
En primer lugar, hemos de decir que Jesús distingue claramente entre la palabra de
Dios contenida en la ley escrita de Moisés y la tradición de los antiguos. Jesús no le
atribuye a la tradición de los escribas un origen divino. Se trata de «tradición de
La superación de la ley
Algunos autores, como D. Flusser, se esfuerzan por sostener que Jesús ha dirigido su
crítica a las tradiciones fariseas de la época, pero no a la misma ley. Sin embargo, el
estudio de la tradición sinóptica nos obliga a pensar que Jesús no sólo ha criticado la
teología farisea, sino que, además, ha criticado la ley tal como estaba fijada en su
tiempo. Ciertamente, Jesús no proyectó ni llevó a cabo nunca una campaña contra la
ley, pero para Jesús la ley «ya no era algo central, ya no constituía la entera estructura
de la obligación moral» (C. H. Dodd). Por eso, con una autoridad única, anula la ley
en algunos puntos concretos renovándola totalmente.
Jesús ha suprimido el repudio (Mc 10, 1-12; cfr. Mt 19, 1-9), mientras que la ley
de Moisés admitía su licitud y su posibilidad legal (Dt 24, 1). Según Jesús, la ley de
Moisés fue dada a causa de la dureza de corazón de los israelitas, pero no representa
ni coincide con la voluntad originaria de Dios. De esta manera, Jesús anula esta
disposición concreta de la ley de Moisés dando una orientación nueva a la vida
matrimonial. Esto es algo tan nuevo y original que el mismo Pablo, al escribir a los
corintios hacia el año 57, les dice que se trata de un «precepto del Señor» (1 Cor 7,
10).
Según muchos autores, la actitud de Jesús respecto a las leyes judías sobre la
pureza no es solamente una crítica de las tradiciones fariseas, sino una anulación de la
Los escribas atribuyen a todos los pasajes de la ley el mismo valor obligatorio, sin
atender a su contenido. El valor de la ley está simplemente en el hecho de ser ley de
Dios que nadie puede discutir. Jesús, por el contrario, no adopta la postura de una
obediencia ciega a la ley como autoridad puramente formal. Concretamente, Jesús
destaca unos pasajes de la Escritura y les atribuye un valor por encima de otros
pasajes (v. gr. en la cuestión del divorcio, atribuye un valor absoluto a Gn 2, 24 sobre
Radicalización de la ley
Las palabras sobre el homicidio (Mt 5, 21-22), sobre el adulterio (Mt 5, 27-28), sobre
el juramento (Mt 5, 33-37), sobre la ley del Talión (Mt 5, 38-41), sobre el amor (Mt
5, 43-48), nos descubren en Jesús una radicalización de la ley. Lo nuevo de estas
palabras de Jesús es que ya no se pone la atención en un hecho que pueda ser
comprobado externamente como violación de una ley, sino en la raíz del mal que está
en el corazón del hombre.
Por encima y más allá de las exigencias de una ley, Jesús piensa en las exigencias
de Dios que busca al hombre entero. Dios exige y reivindica al hombre en su
totalidad, y no solamente una parte de su actividad regulada por unas leyes. Jesús
coloca al hombre no ante la ley, sino ante Dios. No se trata de satisfacer a las
exigencias de una ley exterior, sino de ser totalmente obedientes a Dios. Esta es la
razón por la cual, Jesús, sin atender a las prescripciones de la ley del sábado, busca
solamente el bien: «¿Es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida
en vez de destruirla?» (Mc 3, 4).
La exigencia de Dios es radical, absoluta, total. En cada situación se le pide al
hombre una decisión total por el bien. Aquel que no mata, pero no es capaz de
superar su cólera, no es obediente a Dios. Aquel que no comete adulterio, pero no es
Jesús rechaza totalmente la teología farisea sobre el mérito. Ante Dios no hay
méritos. El hombre no se puede presentar ante Dios haciendo valer sus méritos y sus
derechos. Nuestras obras no nos dan ningún derecho ante Dios. Es de notar la
parábola del salario del servidor (Lc 17, 7-10): «Cuando hayáis hecho todo lo que os
fue mandado, decid: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer”»
(Lc 17, 10). Jesús rompe todos los esquemas fariseos declarando firmemente que el
justo, lleno de méritos, que se siente seguro ante Dios, está más lejos de Dios que el
pecador consciente de su pecado. Nada separa tan radicalmente de Dios como la
piedad segura de sí misma. Señalemos dos parábolas inolvidables, recogidas de la
tradición de Lucas.
La parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14). El fariseo adopta ante Dios
una postura de autosuficiencia y seguridad. No encuentra en sí mismo nada que
reprobar. Se siente seguro ante Dios, apoyado en sus propias obras. Para él, Dios no
es sino el deudor al que puede recordar sus exigencias. Al contrario, el publicano es
consciente de su culpabilidad. No puede invocar mérito alguno. Primeramente,
tendría que abandonar su profesión de pecado, restituir todo lo robado y hacer
penitencia. Según la teología farisea, solamente entonces podría esperar el perdón de
Dios, una vez justificado por sus buenas obras. Sin embargo, este hombre consciente
de su miseria se abandona confiadamente a la misericordia de Dios.
Dios no es amigo de los justos que creen poder apoyarse en sus obras, sino amigo
de los pecadores, inseguros de sí mismos, que saben buscar en él su salvación. Dios
no justifica al que se justifica a sí mismo. Dios no concede su gracia al que cree que
la merece e incluso la exige, sino al que se siente indigno de ella y la pide con
humilde confianza. Ante Dios, lo importante no es una vida cargada de méritos sino
una fe total en su misericordia.
La parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32), es también una crítica de la teología
farisea. La actitud del hijo mayor representa, sin duda, la postura farisea. Hace valer
sus derechos ante el Padre ya que ha sido fiel cumplidor de todas sus órdenes: «Hace
tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya…». El hijo mayor no
comprende el amor del Padre que perdona a un hijo pecador, que no ha hecho sino
devorar la hacienda con prostitutas.
El mensaje de Jesús es sorprendente: al final de la parábola, sólo el hijo pecador
participa de la fiesta del padre. El hijo mayor, el que no había abandonado nunca el
hogar, el que había cumplido durante tantos años las órdenes del padre, se queda
fuera del hogar. Ante Dios, lo verdaderamente importante no es una vida de
observancia fiel de los mandatos, cargada de méritos, sino una confianza total en su
misericordia.
El grupo de pecadores
«Que Jesús haya sido comensal con publicanos y pecadores pertenece a los rasgos
mejor atestiguados del Jesús histórico» (J. Blank). Jesús se sienta a la mesa a
compartir la misma comida junto a hombres a quienes un judío piadoso nunca
hubiera podido hacer compañía. Jesús acepta las invitaciones de publicanos y
pecadores (Me 2, 15), y además los invita a su casa (Lc 15, 2).
Estas comidas con los pecadores no son sólo un desafío y una ruptura de todas las
normas de convivencia y prejuicios de la época. Tampoco se trata simplemente de
gestos que expresan la humanidad, la simpatía y solidaridad de Jesús con los más
despreciados de la sociedad. Su significación es más profunda. En la mentalidad
judía, invitarle a otro a la propia mesa es ofrecerle confianza, paz, fraternidad,
perdón, honor, ya que la comunión de mesa es comunión de vida. Pero todavía hay
algo más. «La comunión de mesa significa comunión ante los ojos de Dios, porque
Jesús ofrece el perdón de Dios a estos hombres, que, normalmente, deberían huir de
su presencia (Mc 2, 1-12; Lc 7, 36-50). Ofrece la salvación de Dios a los excluidos
por todos, sin averiguar primeramente su pasado, ni exigirles previamente penitencia.
Según la tradición farisea, el pecador mediante la penitencia y las buenas obras,
puede de nuevo convertirse a Dios y esperar de él el perdón. Pero lo nuevo y
escandaloso de la postura de Jesús es su ofrecimiento gratuito del perdón generoso de
Dios. Esta actitud de Jesús lo distingue de los círculos fariseos, de las diversas
tendencias religiosas contemporáneas, e incluso del mismo Juan flautista. El Bautista
acepta también a los publicanos (Lc 3, 12). Pero los acepta para la penitencia, y
después que han manifestado su deseo de comenzar una vida nueva. Jesús ofrece el
perdón de Dios a los pecadores aun antes de que ellos hagan penitencia (cfr,
especialmente Lc 19, 1-10). Por eso, el gesto simbólico que caracteriza el mensaje y
la actuación de Juan es el bautismo de penitencia. Por el contrario, el gesto que
caracteriza el mensaje y la actuación de Jesús es el banquete festivo con los
pecadores.
Diversos logia recogidos en la tradición, expresan la actitud de Jesús de ofrecer el
perdón y la salvación no a los justos sino precisamente a los pecadores: «No he
venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mc 2, 17). Dios no se revela a los sabios
fariseos que conocen la ley y la observan, sino a estos pequeños, incultos, que ni la
conocen ni la observan (Mt 11, 25 = Q). Jesús se expresa amenazadoramente: «En
verdad os digo, los publicanos y las rameras llegan antes al reino de Dios» (Mt 21,
31).
Toda esta actuación de Jesús expresa de manera sorprendente un mensaje de
perdón y de salvación desconocidos en toda la tradición judía.
• Los pecadores son necesitados. «No necesitan médico los sanos, sino los que
están enfermos» (Mc 2, 17). Además, son los pecadores los que mejor pueden captar
el amor de Dios para agradecerlo. Este es el mensaje de la pequeña parábola de los
dos deudores (Lc 7, 41-43) dirigida por Jesús a un fariseo escandalizado por su
actitud con una mujer pecadora. Dios es alguien que sabe perdonar sus deudas a los
hombres. Y cuanto más se le perdona a un deudor, mayor es su agradecimiento al
Señor. Esto sucede con los pecadores. Saben descubrir mejor el perdón de Dios y
recibirlo con verdadero agradecimiento. Están más cerca de Dios que los justos que
no sienten necesidad de ningún perdón.
• Por otra parte, los justos confían en sus propios méritos (Lc 18, 9-14), pero no
escuchan las llamadas de Dios. Son como los invitados de la parábola que no
escuchan las invitaciones al banquete (Lc 14, 16-24 = Mt 22, 1-10).
Jesús coloca al hombre no ante la ley, sino ante Dios. No se trata de satisfacer las
exigencias de una ley haciendo lo que se nos prescribe y omitiendo lo que se nos
prohibe; se trata de ser obedientes a Dios buscando radicalmente su voluntad. Pero,
cuando tratamos de concretar cuál es la voluntad de Dios, Jesús habla del amor. Para
Jesús, el amor es el criterio decisivo de la actuación del hombre ante Dios y ante los
demás.
Por eso, no es extraño constatar que «el amor al prójimo tiene una importancia
inaudita en la predicación de Jesús» (H. Braun).
El Levítico ordenaba amar al compañero como a uno mismo (Lv 19, 18), pero se
discutía sobre los límites hasta los que se debía extender este precepto del amor. En
general, se estaba de acuerdo en que se debía amar a los compatriotas, incluidos los
prosélitos. Pero, se discutía sobre la obligación de este precepto en diversos casos.
Los grupos fariseos se inclinaban a excluir a los pecadores. En la comunidad de
Qumrán se exigía a los miembros odiar a «todos los hijos de las tinieblas».
En cualquier caso, el amor al prójimo se entiende como una ley y, por lo tanto, el
prójimo puede ser determinado legalmente de antemano y pueden preverse diversas
excepciones ante esta ley. En general, se tiene una concepción del prójimo «que opera
por círculos concéntricos» (G. Bornkamm). Ciertamente es prójimo el que está más
próximo a mí (familiares, compatriotas, etc.), y al cual es obligatorio amar. Pero, en
la medida en que los hombres viven más distanciados de mí, van disminuyendo mis
La regla de oro
La regla de oro nos conduce a reorientar radicalmente nuestra persona al servicio del
prójimo. No se trata de un amor que se manifiesta simplemente en sentimientos y
palabras, sino en hechos.
Cuando Jesús habla del amor se refiere a una conducta total del hombre. J. Blank
describe así el amor predicado por Jesús: «El amor se deja reconocer en que hace
algo por los demás; se pone de manifiesto en que estoy a disposición de los otros y no
para mí mismo, en que ya no miro a los demás hombres en referencia a mi persona, a
mis propias necesidades y ventajas, sino que oriento mi propia conducta según las
necesidades ajenas» (J. Blank). No existen normas concretas para cada momento.
Amar al prójimo es hacer por él todo cuanto podemos en aquella situación concreta
(cfr. parábola del buen samaritano).
Según Jesús, amar es ponerse incondicionalmente al servicio de los demás. «El
• Por otra parte, Jesús no acepta como criterio de actuación el «ojo por ojo y
• Jesús habla, además, del amor a los enemigos. «Amad a vuestros enemigos,
haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os
maltraten» (Lc 6, 27-28 = Mt 5, 44). El amor debe ser siempre nuestra actitud
permanente incluso cuando hemos sido injuriados y maltratados por alguien. El
prójimo, aunque se nos presente como enemigo, debe ser siempre tratado con amor,
no con odio. Esta predicación del amor al enemigo es desconocida en la sociedad
judía. «El mandamiento del amor a los enemigos permanece propiedad exclusiva de
Jesús» (D. Flusser).
Dios descubre a los apocalípticos la marcha de los tiempos y les revela el fin del
mundo, antes de que llegue. La literatura apocalíptica está llena de cálculos,
cómputos y observaciones sobre el transcurso de la historia y el final de los tiempos.
Se divide la historia del mundo en épocas o períodos, se calcula la edad del mundo en
diez grandes semanas.
El final del mundo presente es descrito como un acontecimiento que será
precedido por señales terribles: temblores de tierra, grandes hambres, sequías
destructoras, nacimiento de hijos deformes, esterilidad de las mujeres, incendios
voraces, crecimiento incontrolado del mal, la guerra de todos contra todos. «Cuanto
más cerca se está del fin, tanto más crece el poder de la maldad y tanto más grave se
hace la aflicción de los elegidos» (W. Grundmann). Son los dolores de parto que
anuncian la venida del mundo nuevo de Dios.
El fin de este mundo es presentado a veces como un inmenso incendio. En su
lugar aparecerán los nuevos cielos y la nueva tierra (Is 65, 17; 66, 22). La llegada del
mundo nuevo es concebida de dos maneras distintas: a veces se dice que Jerusalén y
toda la tierna santa serán transformadas en paraíso. Otras veces, se afirma que el
mundo nuevo está ya preparado en el cielo, y al fin de los tiempos, descenderá sobre
la tierra. La nueva Jerusalén que existe ya en el cielo, ante Dios, descenderá con gran
esplendor a ocupar el lugar de la vieja capital judía.
Pero hay, sobre todo, un rasgo en la predicación de Jesús que lo distancia claramente
de la apocalíptica judía. Para Jesús, el tiempo de salvación ya ha comenzado. «De
todos los judíos conocidos de la antigüedad, sólo Jesús ha enseñado que no solamente
estaba cercano el fin de los tiempos, sino que el nuevo eón de salvación ya había
comenzado» (D. Flusser). Esta es la verdadera novedad que aporta Jesús.
El reino de Dios, según Jesús, es una realidad oculta, pero no como lo entendían
los autores apocalípticos, algo oculto en el cielo o en lo secreto de un futuro lleno de
misterio. Para Jesús, el reino de Dios es algo oculto en la realidad del momento
presente y del mundo actual, sin que aparezcan signos portentosos a los ojos de los
hombres. «La irrupción del reino de Dios es un acontecimiento en este tiempo y en
este mundo actual; en el interior de este tiempo y de este mundo, pone término al
tiempo y al mundo, pues el mundo nuevo de Dios está ya actuando» (G. Bornkamm).
De múltiples maneras anuncia Jesús su convicción de que la consumación del
mundo está ya comenzando, el tiempo de salvación ya ha llegado. J. Jeremías ha
recogido las diversas expresiones e imágenes con que Jesús anuncia la llegada de la
salvación: ha llegado el día de la boda (imagen judía típica del tiempo de salvación:
Mc 2, 18-19); se ofrece ya el vino nuevo (Mc 2, 22 y par.); la higuera reverdece (Mc
13, 28-29; la luz resplandece (Mc 4, 21 y par.); la cosecha está ya madura (Mt 9, 37 y
par.); se entrega ya el pan de vida (Mc 7, 24-30 y par.); se ofrece la paz de Dios (Mt
10, 11-15 = Lc 10, 5-11), etc. Esta predicación de Jesús no lleva el sello de la
cristología posterior de la comunidad primitiva. En su conjunto, es una predicación
auténtica de Jesús y que carece de analogías. Según Jesús, los tiempos de expectación
han terminado. Ha llegado ya el tiempo de salvación.
La irrupción del reino de Dios se realiza de manera oculta, modesta,
insignificante. Como veíamos más arriba, las parábolas del grano de mostaza (Mc 4,
30-32 y par.) y de la levadura (Lc 13, 20-21 = Mt 13, 33) destacan la presencia del
reino de Dios que está ya actuando de manera oculta y en contraste con la
manifestación gloriosa que tendrá lugar al fin de los tiempos. Este pequeño comienzo
contiene ya las promesas de un final glorioso. Es necesario estar atentos a esta
presencia oculta y aparentemente insignificante del reino de Dios. Hay que abandonar
la preocupación de escrutar los signos grandiosos y terribles que anuncian el fin de
este mundo, y saber reconocer esta presencia humilde pero eficaz del reino de Dios:
«Hipócritas, sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis,
pues, este tiempo?» (Lc 12, 56).
Más concretamente, se trata de reconocer esta presencia del reino de Dios en la
actividad, el mensaje y la persona del mismo Jesús. Jesús vive convencido de que el
reino de Dios es ya una realidad en su actuación. «Al discutir los textos que
Según lo que hemos venido diciendo, es un hecho claro, aceptado hoy ampliamente
por los autores, que en la predicación de Jesús encontramos una fuerte tensión entre
el presente y el futuro. Por una parte, Jesús espera para el futuro un acontecimiento
final que todavía no ha llegado. Por otra parte, el reino de Dios es ya una realidad
presente en su actividad. ¿Es posible entender esta tensión? ¿Cómo comprender el
mensaje de Jesús que nos anuncia el reino de Dios como un acontecimiento futuro y
que, al mismo tiempo, nos habla de la irrupción del reino en el momento presente?
Los especialistas han querido resolver esta cuestión por caminos diferentes: En la
línea de la «escatología consecuente» (J. Weiss A. Schweitzer, M. Werner, E. Grässer,
etc.), se reduce la predicación escatológica de Jesús al anuncio del reino de Dios sólo
como un acontecimiento futuro inminente que de hecho luego no se produjo; en la
línea de la «escatología realizada» (C. H. Dodd), por el contrario, sólo se retiene la
predicación de Jesús sobre la presencia actual del reino de Dios. Como ha sido
demostrado en la actualidad (cfr. sobre todo W. G. Kummel) estas interpretaciones
pecan de unilateralidad y no hacen justicia a los textos evangélicos.
Algunos han querido dar una explicación sicológica. Jesús esperaba el reino de
Dios como una realidad futura, pero llevado por su entusiasmo, su fe y su convicción,
ha creído ver ya la anticipación del reino de Dios (W. Bousset). Sin embargo, no hay
base literaria en los escritos evangélicos para sostener tal transformación sicológica
en Jesús.
Otros piensan que la contradicción existente en la predicación de Jesús se explica
porque se trata de palabras pronunciadas en diferentes épocas de su vida (J. Weiss, M.
Goguel, etc.). Pero nos encontramos con textos en los cuales Jesús vincula el
momento presente con el futuro escatológico. El encuentro con Jesús exige una
decisión que será factor determinante para el veredicto escatológico sobre los
hombres (Mc 8, 38; Mt 19, 28).
En la línea de interpretación desmitologizadora y existencialista de R. Bultmann,
la predicación de Jesús sobre el reino de Dios como un acontecimiento futuro es un
elemento mitológico del que debemos liberar al mensaje de Jesús. «La espera del fin
inminente del mundo pertenece a la mitología, una espera que en la situación
contemporánea de Jesús debe ser entendida como expresión de la convicción de que
es justamente en el “ahora” cuando el hombre se encuentra ante la decisión, y que
este “ahora” significa para él la última hora». El reino de Dios no debe ser entendido
como algo que llegará un día, en algún momento y en algún lugar. «Futuro y presente
no deben ser relacionados en el sentido de que el reino de Dios comienza como un
hecho histórico en el presente y alcanza su cumplimiento en el futuro… (El reino de
Dios) es verdadero futuro no porque es algo que vendrá en algún momento y en algún
La conversión de la que habla Jesús consiste antes que nada en creer y aceptar la
buena noticia de que el reino de Dios llega y está actuando ya «El tiempo se ha
cumplido y el reino de Dios está cerca, convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1,
15) Es necesario descubrir con alegría el reino de Dios Según Jesús, el reino de Dios
encierra tal riqueza y tal fuerza seductora que los hombres serán capaces de
sacrificarlo todo por poseerlo si es que llegan a descubrirlo Jesús invita a los hombres
a descubrir con alegría todo el valor y la riqueza que encierra el reino de Dios, para
que sepan concederle primacía sobre todo, subordinándolo todo a su posesión
(parábolas del tesoro escondido y la perla preciosa Mt 13, 44-46)
La conversión no consiste primariamente en el arrepentimiento de los pecados ni
en ejercicios ascéticos especiales, sino en «una manera nueva de existir ante Dios y
ante la novedad anunciada por Jesús» (L Boff). No se trata tampoco de prepararse
para el juicio final. Jesús habla de la conversión como de la respuesta humana al gran
ofrecimiento de salvación que nos hace Dios. Este es el anuncio de Jesús «Dios, el
Padre de todos los hombres, quiere ser el Señor salvador de la humanidad Dios quiere
ser vuestro salvador. Aceptad este último ofrecimiento de Dios que se os hace ya
ahora»
Acoger sin reservas la buena noticia del reino de Dios implica una verdadera
revolución, una transformación radical de la persona, un viraje decisivo hacia el
futuro salvador de Dios, una apertura confiada y entusiasta a la posibilidad de una
vida nueva. La conversión consiste en «vivir en abierta y fundamental disponibilidad
a la prometida salvación definitiva, incluso contra las desdichadas experiencias del
presente» (J Blank)
Por eso, en la llamada de Jesús a la conversión se puede percibir siempre un tono
de alegría. Todo está ya preparado para el banquete del reino (Lc 14, 17). Es
necesario ponerse el vestido de bodas (Mt 22, 11-13). El pastor ha salido a buscar a la
oveja extraviada (Lc 15, 4-7). Los hijos perdidos pueden volver al hogar paterno. La
conversión del hombre es la alegría de Dios (Lc 15, 1 10). Conviene celebrar una
fiesta y alegrarse porque el hombre «estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba
perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 32). La conversión implica salir de la
desconfianza, de la ansiedad, de la inseguridad, del miedo para confiar totalmente en
el perdón de Dios y abrirse con fe a su futuro salvador.
De todos los pueblos sometidos por Roma, ninguno le ofreció una resistencia más
tenaz y duradera que el pueblo judío. El ejemplo heroico de los Macabeos estaba
todavía muy vivo en el recuerdo de los judíos y toda la nación creía firmemente que
el pueblo de Dios no debía ser gobernado por una potencia extranjera, pues el mismo
Dios lo había prohibido expresamente (Dt 17, 15). «La resistencia frente a los
ocupantes romanos era, en tiempos de Jesús, el problema por excelencia de Palestina,
problema a la vez religioso y político» (O. Cullmann). Sin embargo, la actitud ante la
ocupación extranjera no era la misma en los diferentes grupos.
Saduceos
Fariseos
Círculos apocalípticos
Zelotes
La postura más general del pueblo era la de una resistencia pasiva y resignada ante la
ocupación romana. Muchos aceptaban la tesis farisea de que el dominio de los
No se puede dudar de que Jesús fue condenado en un proceso político y fue ejecutado
por las autoridades romanas junto a otros dos revolucionarios, acusado de rebelión
contra Roma tal como lo indicaba el títulus de la cruz: «Rey de los judíos» (Mc 15,
26). «Jesús fue condenado por Pilato como rebelde político, como zelote» (O.
Cullmann).
En el ambiente en que se movía Jesús, la aparición de un predicador que atraía a
grandes sectores de población podía ser fácilmente interpretada en sentido político.
La reacción popular que provocó Jesús podía ser confundida con las continuas
revueltas de carácter zelote que se sucedían con frecuencia en Palestina. Si nos
atenemos a Jn 6, 15, incluso se le quiso ofrecer a Jesús un papel de líder en el
movimiento de liberación.
No se puede dudar de que el Sanedrín, máxima autoridad judía, tomó la decisión
de denunciar a Jesús como rebelde político (Jn 11, 48; Lc 23, 2). Y no es de extrañar
que Pilato relacionara el asunto de Jesús con el de los terroristas zelotes. Jesús fue
ejecutado como revolucionario rebelde de Roma. Pero nos tenemos que preguntar si
realmente fue un zelote que mereció (desde el punto de vista romano) la ejecución o
más bien su condena fue un error judicial.
Jesús se movía normalmente entre los sectores humildes de la población que eran
precisamente el campo más favorable al movimiento zelote y donde reclutaban
adeptos con más facilidad. Es razonable la pregunta de D. Flusser: «El amigo de los
pobres y de los perseguidos, ¿podía ser el amigo de los romanos?».
Sin embargo, hay rasgos que caracterizan la actuación histórica de Jesús en medio
de los pobres y que lo diferencian claramente del movimiento zelote.
La presencia de Jesús entre los sectores más pobres de la población no tiene como
objetivo el organizar la resistencia o provocar el levantamiento. La actividad curadora
de Jesús que anuncia ya la presencia del reino de Dios en su persona y en su
actuación carismática (Lc 11, 20 = Mt 12, 28) no encuadra en los esquemas zelotes
Jesús ha adoptado frente a las autoridades una postura que lo asemeja grandemente al
movimiento zelote. Jesús no acepta ninguna otra autoridad superior a la de su Padre.
El único rey y Señor es Yahveh.
No es fácil la interpretación del episodio descrito en Mc 12, 13-17 y par., pero se
puede descubrir la postura fundamental de Jesús. La pregunta que se le hace es
capciosa: ¿Es lícito pagar el tributo al César o no? Si responde afirmativamente, Jesús
aparece como traidor al pueblo dominado por una potencia extranjera, y como infiel
al primer mandato de aceptar a Yahveh como único Señor. Si responde
negativamente, puede ser denunciado a las autoridades romanas como rebelde
revolucionario.
La respuesta de Jesús se sitúa más allá del problema concreto que se le ha
planteado: Jesús no posee dinero romano marcado con la efigie del emperador. Por
ello, puede hablar con toda libertad a sus interlocutores, y lo hace en la línea radical
que caracteriza toda su predicación. No se puede servir al mismo tiempo a Dios y al
dinero (Mt 6, 24 = Lc 16, 13). Por tanto, si manejan moneda romana es normal que
cumplan sus obligaciones con el César de Roma y sientan la servidumbre a que los
somete el dinero. Pero la fuerza de la respuesta de Jesús está, sin duda, en la segunda
parte de su contestación: «Dad a Dios lo que es de Dios». De ninguna manera se le
debe dar al César lo que es de Dios. La respuesta de Jesús no debe ser interpretada
como si Jesús estuviera pensando en dos autoridades que hubiera que colocar al
mismo nivel, cada una de ellas con sus exigencias propias de carácter absoluto. Jesús
no reconoce ningún derecho divino a ningún César. Ningún poder humano puede
pretender exigencias absolutas sobre ningún hombre.
De esta manera, Jesús no prohibe explícitamente el pago del tributo romano, por
lo cual su respuesta tuvo que decepcionar a aquellos que esperaban esta prohibición
como una llamada al levantamiento contra Roma. Pero critica de raíz el poder
Jesús adopta una postura radical de fidelidad a Dios que se asemeja al radicalismo
promovido por el movimiento zelote. Tanto Jesús como los zelotes hablan el mismo
lenguaje: es necesario estar dispuestos a renunciar a todos los bienes, incluso hay que
estar dispuestos al sacrificio de la propia vida.
La invitación de Jesús a «tomar la cruz» (Mc 8, 34; Lc 14, 27) encuadra
perfectamente con la actitud zelote, aunque no se pueda probar que se remonte a una
consigna de lucha empleada por los zelotes, como quieren algunos autores (Hengel,
Schlatter…). Lo mismo podemos decir de algunos dichos recogidos en la tradición
sinóptica y que reflejan bien la actitud radical de Jesús, aunque no hayan sido
formulados por él en la forma en que se han conservado: «No temáis a los que matan
el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10, 28). La actitud de Jesús coincide
con la de los zelotes: la fidelidad a Dios y la confianza total en él deben llevar al
hombre a no temer el aparato represivo de aquellos que detentan el poder (no
olvidemos que en aquella época eran los romanos los que probablemente detentaban
el ius gladii).
Sin embargo, una gran diferencia los separa: el radicalismo zelote tiene como
objetivo último el cumplimiento exacto de la Torá y, por consiguiente, los impulsa a
la rebelión armada contra el señor que domina la tierra del pueblo de Dios, la
ejecución de los judíos casados con mujeres extranjeras, la circuncisión forzada de
los paganos que habitan en Israel, etc. El radicalismo de Jesús, por el contrario, está
al servicio del amor y lo impulsa a la transgresión de la misma ley por ayudar a un
hombre necesitado, la renuncia personal a la violencia armada, la aceptación pacífica
de la propia muerte, etc., actuaciones que no encuadran en el zelotismo.
La libertad de Jesús frente a la ley supone una actitud revolucionaria, pero no
debe ser considerada como un rasgo que lo acerca al zelotismo, ya que los zelotes
entendían la fidelidad radical a la ley en el sentido de un reforzamiento de la
obediencia a la letra, y no en el sentido de Jesús que busca la fidelidad a la voluntad
del Padre, incluso rompiendo revolucionariamente la letra de los preceptos más
sagrados. «Su obediencia radical le impulsa respecto a la letra de la ley a una libertad
que debería considerarse revolucionaria» (O. Cullmann) y que va mucho más lejos
que los objetivos zelotes.
Jesús no comparte la tesis zelote de que es necesario acelerar el reino de Dios con la
acción revolucionaria. El reino de Dios llegará como fruto de una intervención de
Dios que el hombre debe acoger, y no como resultado de un esfuerzo revolucionario.
Son varios los autores que ven en la parábola de la semilla que crece sola (Mc 4,
26-29) una oposición de Jesús a los esfuerzos zelotes para implantar el reino de Dios
por la fuerza. Jesús compara el reino de Dios con una cosecha que llega con toda
seguridad. De la misma manera que, una vez realizada la siembra, llega a su hora la
cosecha sin intervención del labrador que debe saber esperar pacientemente su
llegada, así también el reino de Dios llegará a su plenitud sin que para ello sea
necesaria una ulterior intervención humana. «Si se pregunta por el Sitz im Leben de
Jesús, hay que pensar primero en la defensa contra una falsa actividad humana, tal
como se esperaba de un mesías político» (R. Schnackenburg).
Jesús responde así a los que buscaban impacientes la instauración del reino
mesiánico por la fuerza. Pero es necesario advertir que la parábola no es una
invitación a la inactividad y pasividad. Está narrada para que el oyente se sienta
obligado a ser algo más que mero espectador. El reino de Dios exige una siembra y
requiere una acogida activa y una conversión por parte de los hombres (cfr. Mc 4, 3
9). Pero, ciertamente, para Jesús la siembra del reino de Dios y la conversión no
consisten en la acción armada que proponen los zelotes. «Para Jesús, el reino es, en
primer lugar, un don; sólo partiendo de, esto se entiende el sentido de la participación
activa del hombre en su advenimiento; los zelotes tendían a verlo, más bien, como
fruto de su propio esfuerzo» (G. Gutiérrez). Jesús no identifica el reino de Dios con el
derrocamiento del poder romano por la acción revolucionaria.
J. Jeremías quiere ver también una intención antizelote en las advertencias de
Jesús contra los falsos profetas (Mc 13, 21-22 y par.). No es fácil ver esta intención
en dichos concretos de la tradición evangélica, pero podemos afirmar con E. Trocme
que «la enseñanza (de Jesús) sobre la ley y sobre el reino de Dios es tan diferente de
lo poco que sabemos de la doctrina zelote que no era posible confusión alguna».
Jesús no acepta como principio de actuación el criterio judío de «ojo por ojo y diente
por diente» (Mt 5, 38-42). Al contrario, hay un punto central, fuertemente
escandaloso en la predicación de Jesús, recogido en la fuente Q y que no puede ser
negado, olvidado o minimizado. Jesús orienta a sus discípulos a la renuncia del uso
destructor de la violencia: «Yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros
enemigos, haced el bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por
los que os maltraten» (Lc 6, 27; Mt 5, 43-48). Según Hengel, «no es improbable que
Jesús formulara su invitación al amor de los enemigos y al perdón, en oposición
consciente con aquel celo revolucionario que estaba tan vivo entre los dirigentes de
su pueblo». Ciertamente, la actitud de Jesús adquiere todavía un significado mayor si
pensamos en el clima de violencia en que se tuvo que desenvolver. «La exhortación
del sermón de la montaña a “no oponerse al mal” cobra un especial significado si
pensamos que Jesús tenía que enfrentarse continuamente con el ideal zelote de
oponerse al Estado romano con la fuerza de las armas» (O. Cullmann).
Para algunos autores, el debate sobre el posible zelotismo de Jesús tiene un
interés meramente exegético o biográfico sin relevancia teológica alguna para el
creyente. Supuesta la crítica de Jesús al poder político —su incorporación o no
incorporación al movimiento zelote no tiene interés teológico alguno—. «El
zelotismo posible de Jesús representa un episodio y circunstancia de su vida que
En 1947 fueron descubiertos por los beduinos unos manuscritos que se encontraban
ocultos en vasijas de arcilla en una gruta, junto a las orillas del mar Muerto. Desde
entonces y hasta 1965, se han ido descubriendo en once grutas de la misma zona un
conjunto de manuscritos pertenecientes a una comunidad religiosa que habitó el
monasterio de Qumrán.
Entre los manuscritos descubiertos, encontramos algunas obras que nos permiten
conocer la vida, organización y creencias de la comunidad. En esta comunidad de
Qumrán se estudiaban con ardor las Escrituras judías. Se han encontrado numerosos
textos y fragmentos de todos los libros del A. T. (excepto el libro de Ester). Además,
la comunidad de Qumrán nos ha dejado diversos comentarios a los libros bíblicos, en
donde podemos conocer el uso y la interpretación que hacen de la Sagrada Escritura.
La comunidad se consideraba a sí misma como portadora de una nueva revelación
que iluminaba el verdadero sentido de las Escrituras. Los intérpretes de Qumrán
tienen como objetivo «hacer comprender los acontecimientos escatológicos en los
cuales la comunidad está situada y desvelar el verdadero sentido de la Escritura,
oculto hasta entonces» (E. Lohse).
Organización y disciplina
Las semejanzas entre Qumrán y la comunidad cristiana han sido objeto de serios
estudios. Se ha visto con más claridad que antes, que la comunidad cristiana no ha
surgido en un vacío. Diversos aspectos de su organización, de su vida y su enseñanza
ofrecen puntos comunes con la comunidad de Qumrán.
Más aún, se pueden constatar semejanzas sorprendentes entre Jesús y Qumrán. El
estado célibe de Jesús y su invitación a abandonar a la mujer para entregarse al
servicio del reino se hace más inteligible conociendo la práctica del celibato en los
ambientes esenios de Qumrán. La comunidad de bienes que parece existir en el
pequeño grupo de Jesús y su invitación al joven rico para que renuncie a lo que posee
(Mc 10, 17-31), están en la misma línea de Qumrán en donde se exige la renuncia a
toda propiedad privada para vivir en comunidad de bienes. En Qumrán se prohibe el
juramento a sus miembros de la misma manera que Jesús prohibe que se abuse del
nombre de Dios (Mt 5, 33-37). Sin embargo, las diferencias son muchas y profundas.
Antes que nada y para situarnos mejor ante estos relatos, vamos a trazar brevemente
la historia de la actitud que se ha adoptado ante los milagros dentro de la Iglesia
cristiana.
Los primeros pensadores cristianos se preocupan sobre todo de destacar el
carácter de signo que tiene el milagro como acontecimiento que puede orientar a los
hombres hacia la revelación. Además se puede observar en general un interés grande
por resaltar la diferencia que existe entre los milagros de Jesús y los prodigios
realizados por milagreros no cristianos, como Apolonio de Tiana.
S. Agustín es el primero que se ocupa del milagro de una manera más sistemática.
Su pensamiento influirá claramente hasta fines del s. XII. S. Agustín acentúa
fuertemente el valor de signo propio del milagro, sin detenerse tanto en su carácter
trascendental. Concretamente, no ve en el milagro una intervención directa del poder
creador de Dios, sino una actuación de Dios que despierta unas fuerzas y un
dinamismo que está oculto ya en la creación. Así puede decir que todo lo que
acontece en el mundo natural puede ser calificado de milagro, pues nos revela, de
alguna manera, la grandeza y la bondad de Dios. Y los que nosotros llamamos
propiamente milagros, solamente se distinguen de los acontecimientos naturales no
por el poder que en ellos se despliega, sino por su carácter insólito y
desacostumbrado. «Los milagros por los que Dios rige el mundo y gobierna la
creación entera se nos han hecho por su cotidianeidad tan sin relieve que ya casi
nadie estima en algo el considerar las maravillosas y asombrosas obras de Dios en
cada grano de trigo. Por eso, fiel a su misericordia, Dios se ha reservado el llevar a
cabo en determinados momentos algunas cosas que quedan fuera del curso y orden
normal de la naturaleza, para que los hombres, obtusos para con los milagros de cada
día, se dejen impresionar al ver un acontecimiento no mayor, pero sí más insólito.
Verdaderamente, la ordenación del universo entero es un milagro mayor que el saciar
a cinco mil hombres con cinco panes. No obstante, nadie se admira de lo primero,
mientras que lo segundo causa asombro entre los hombres, no porque sea un milagro
mayor sino porque es más extraño».
La teología escolástica medieval adoptará una postura muy diferente. El carácter
de signo propio del milagro pasa a un segundo plano. Los teólogos escolásticos se
preocupan de analizar cuál es la naturaleza exacta de la intervención poderosa de
Dios en el milagro. Santo Tomás define el milagro como un acontecimiento que
«sucede fuera del orden de la creación entera». Aunque no se olvida totalmente la
función significativa del milagro, la atención se centra en el milagro como un
acontecimiento que trasciende y supera las fuerzas de la naturaleza. Así, Santo Tomás
considera como milagros la encarnación y la Eucaristía aunque se trata de
El hombre bíblico cree en un Dios personal, que interviene con su fuerza salvadora en
medio de los hombres. Yahveh, el Dios de Israel, es un Dios vivo, activo, dinámico;
un Dios lleno de fuerza y de poder. Para él nada es imposible. Israel ha
experimentado la fuerza de Yahveh en su propia historia cuando ha intervenido Dios
para salvar al pueblo. Esta es la fe de Israel. Pero, además, el israelita descubre la
fuerza de Yahveh en las obras maravillosas que realiza Dios en los cielos y en la
tierra (Sal 9, 2; 26, 7; 40, 6; 71, 17, etc.). Este poder de Dios nunca es el poder de un
señor caprichoso y arbitrario. En la tradición bíblica, el poder soberano de Dios que
se manifiesta en acontecimientos concretos de la historia o de la naturaleza tiene
siempre como objetivo la salvación de Israel.
En el Nuevo Testamento se nos habla con frecuencia de esa dynamis o fuerza
salvadora de Dios. Para los creyentes cristianos, en Jesús se nos ha manifestado ese
poder salvador de Yahveh. Él es la fuerza salvadora de Dios en acción. S. Pablo
considera el evangelio como «fuerza de Dios (dynamis theou) para la salvación de
todo el que cree» (Rm 1, 16). Bajo esta luz ha visto la comunidad primitiva los
milagros de Jesús. Los gestos que él realizó no se deben a un poder extraño, a una
dynamis mágica que Jesús posee como tantos otros milagreros del mundo helénico.
Jesús es la actualización y la revelación del poder salvador de Dios. Así habla Pedro:
«Jesús Nazareno, hombre a quien Dios acreditó entre vosotros con milagros,
prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros» (Hch 2, 22).
«Vosotros sabéis cómo… Dios a Jesús de Nazaret le ungió con el Espíritu Santo y
con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).
Terminología neotestamentaria
Los milagros se nos presentan en los evangelios como una proclamación del reino de
Dios. Jesús anuncia el reino de salvación no sólo con palabras sino con hechos. Los
milagros son signo de que el reino de Dios se ha iniciado ya. Jesús, con sus milagros,
pretende descubrir que el reinado de Dios es un acontecimiento poderoso, dinámico,
lleno de fuerza salvadora, que se hace realidad ya en medio de los hombres. «Si por
el dedo de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el reino de
Dios» (Lc 11, 20). Los milagros son signo de que los tiempos mesiánicos han llegado
y la salvación de Dios ha irrumpido en el mundo de los hombres. «Los ciegos ven,
los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y
se anuncia a los pobres la buena nueva» (Mt 11, 5).
Los milagros son, por tanto, palabras eficaces de Jesús que nos aportan ya la
salvación y la vida de Dios. Ellos mismos son evangelio, mensaje salvífico en acción,
manifestación del poder salvador de Dios que nos llega ya en Jesús.
Los milagros concretamente nos revelan que el reino de Dios se inicia precisamente
en Jesús y con Jesús. Son signos que apuntan hacia la persona misma de Jesús. «¿Con
qué autoridad haces esas cosas?» (Mc 11, 28). «¿Quién es éste que hasta el viento y el
Milagros y fe
Tercer grupo de milagros (4, 35-5, 43). Estos milagros tienen un carácter
marcadamente prodigioso (calma de la tempestad, endemoniado de Gerasa, curación
de la hemorroisa, resurrección de la hija de Jairo). Estos milagros vienen después de
las parábolas del reino y son manifestaciones del secreto del reino a sus discípulos. Al
final de esta sección, Jesús envía delante de sí a los doce, que predican la conversión
y expulsan los demonios (6, 12-13). De esta manera, el área del conflicto se amplía y
el reino de salvación se extiende.
Cuarto grupo de milagros (6, 30-8, 30). Se trata de los milagros incluidos en la
llamada «sección de los panes» que termina con la curación del ciego de Betsaida y la
confesión de Pedro en Cesárea de Filipo.
Esta sección está dividida en dos ciclos paralelos que comienzan con los relatos
de la multiplicación de los panes (6, 30-44 y 8, 1-9). Se trata de dos milagros en los
que los discípulos debían haber reconocido quién es Jesús, pero no lo han hecho. Los
discípulos no comprenden el sentido de los signos que Jesús realiza. Jesús abre los
oídos a un sordo y los ojos a un ciego, pero los discípulos no entienden nada:
«¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?» (8, 18). Esta incomprensión de los
discípulos quedará superada en la confesión de Pedro en Cesárea de Filipo (8, 27-30),
relato que viene precedido y preparado por una narración estructuralmente idéntica,
en la que se nos describe la iluminación progresiva del ciego de Betsaida (8, 22-26).
Este relato prepara simbólicamente la confesión de Pedro cuyos ojos se abren a la fe
en Cesárea de Filipo.
La curación del ciego de Jericó (10, 46-52). Este relato lo encentramos al final de
la sección 8, 27-10, 52 en la que Marcos presenta el «camino» del Hijo del Hombre
hacia la cruz, que es el camino que debe seguir todo discípulo de Jesús, a pesar de las
incomprensiones que esto provoca. Marcos ha querido ver, sin duda, en el ciego de
Jericó la imagen del discípulo que termina por abrir sus ojos a la fe para seguirle.
«Recobró la vista y le seguía por el camino» (10, 52).
Primer grupo de milagros (8-9) Después del sermón de la montaña (5-7), Mateo
nos presenta un conjunto de diez milagros realizados por Jesús (8-9). La intención de
Mateo es claramente cristológica. Después de presentar a Cristo como el nuevo
Moisés que revela la nueva ley sobre la montaña como el antiguo Moisés lo hizo
sobre el Sinaí, Mateo nos lo presenta realizando diez milagros que recuerdan las diez
plagas de Egipto (Ex 7-11) realizadas por el antiguo Moisés, para liberar al pueblo.
Estos milagros son «las obras de Cristo» (11, 2) que nos descubren que Jesús es el
verdadero siervo de Yahveh que nos libera del mal (8, 17).
Tercer grupo de milagros (14, 13-15, 39). Encontramos otro grupo importante de
milagros, tomados de Marcos 6-8. En estos relatos, los discípulos ocupan un lugar
central, y Pedro un papel de preferencia. Jesús aparece como el Señor de su
comunidad, instruyendo a sus discípulos en la fe y capacitándolos para ser los
continuadores de su ministerio. Estos milagros proclaman a Cristo como Señor de
una Iglesia que continuará su misión. Es particularmente esclarecedor el ver cómo el
apaciguamiento de la tormenta, que en Marcos es una epifanía del Mesías, es
transformada por Mateo en una ilustración de lo que es seguir a Cristo y ser su
discípulo en la fe (Pedro caminando sobre el mar…).
Hasta ahora hemos venido hablando del significado religioso de los milagros y de la
interpretación que de ellos se hace en la primera comunidad cristiana. Pero el hombre
de hoy se hace previamente otra pregunta: ¿Sucedieron realmente los milagros?
¿Caminó Jesús sobre el mar? ¿Curó a los enfermos? ¿Resucitó a Lázaro de entre los
muertos? Se trata de una pregunta que honradamente no podemos eludir,
ocupándonos sólo y exclusivamente del significado teológico de los milagros.
Antes que nada, debemos precisar el sentido y el alcance del planteamiento histórico.
Como decíamos más arriba, los evangelios no nos ofrecen un reportaje sobre los
milagros de Jesús, sino una interpretación cristiana de los gestos extraordinarios que
él realizó. En estos relatos evangélicos, el hecho y la interpretación creyente son
indisolubles y constituyen una única narración. Dada la naturaleza de los evangelios,
no es posible separar los hechos brutos de la intención teológica que encierran. No es
posible una investigación puramente histórico-científica de los hechos milagrosos
desligada de la teología que estos relatos contienen.
Por otra parte, todo el que se acerca a estudiar los evangelios adopta ya una
postura previa: es creyente o incrédulo. No es posible la postura de historiador
imparcial. La respuesta a la pregunta de si realmente ocurrieron los milagros es
siempre una respuesta personal, fruto de una decisión personal. Sólo responderán
afirmativamente aquellos que se acerquen con fe a descubrir el sentido de los gestos
de Jesús.
Además, hemos de señalar que el resultado de una investigación histórica, en
principio, no nos ofrece nada particularmente significativo. Si buscamos únicamente
una información de los hechos brutos tal como sucedieron, podemos llegar a la
conclusión de que Jesús realizó curaciones y que puede ser colocado en el mismo
nivel de otros taumaturgos, pero con esto no hemos logrado gran cosa. Los hechos
nos hablan, nos interpelan cuando buscamos su verdadera significación.
Sin embargo, el creyente puede y debe preguntarse con toda legitimidad si
realmente los milagros sucedieron tal y como se nos describen en los evangelios. Si
se llegara a comprobar, por ejemplo, que todos los relatos milagrosos son meramente
simbólicos y no hechos realmente sucedidos, nuestra visión de Jesús debería cambiar
profundamente. Por otra parte, la fe no debe impedir o anular nuestro sentido crítico.
Podemos preguntarnos por el valor histórico de cada uno de los relatos de milagros
tratando de conocer mejor la naturaleza y las circunstancias de esos hechos. Muchas
«Los relatos de milagros ocupan tan extenso lugar en los evangelios, que sería
imposible que todos ellos hubieran sido inventados posteriormente y atribuidos a
Jesús» (W. Trilling). Todos los estratos de la tradición evangélica contienen relatos o
referencias a los milagros de Jesús (excepto el material propio de Mateo). Por otra
parte, en la predicación primera de la comunidad cristiana los milagros ocupan, según
Hechos, un lugar central (Hch 2, 22; 10, 38).
El testimonio del N. T. sobre los milagros de Jesús es tan importante que hoy día
se acepta como dato que no puede ser seriamente discutido el que Jesús realizó
hechos insólitos y extraordinarios. «Un Jesús liberado de todo lo prodigioso, no es un
Jesús histórico» (W. Trilling). Un crítico tan escéptico como R. Bultmann escribe en
su obra Jesús: «La comunidad cristiana estaba convencida de que Jesús había hecho
milagros, y narraba de él multitud de historias maravillosas. La mayoría de estos
relatos de milagros que se contienen en los evangelios son legendarios, o por lo
menos tienen adornos legendarios. Pero no cabe la menor duda de que Jesús ha
realizado actos que, en su concepto y en el de sus contemporáneos, eran milagros, es
decir, que debían explicarse por una causalidad sobrenatural y divina. No cabe duda
de que Jesús curó enfermos y expulsó demonios».
En los evangelios encontramos relatos que nos hablan de los exorcismos y las
curaciones realizados por Jesús. ¿Se trata de escenas inventadas por la comunidad
cristiana, o de hechos realizados por Jesús de Nazaret? ¿Qué podemos afirmar desde
un punto de vista histórico?
El testimonio de los evangelios que atraviesa las diversas tradiciones es tan firme
y constante que debemos afirmar que en la comunidad cristiana existe un recuerdo
general de que Jesús ha realizado curaciones desacostumbradas y extraordinarias. Un
recuerdo que no puede explicarse como fruto de una pura invención. En la
comunidad se recuerda que Jesús obró realmente curaciones. Pero debemos distinguir
el material evangélico.
Encontramos en los evangelios relatos que nos describen a Jesús realizando
curaciones en una actitud crítica frente a los fariseos y su visión legalista de la ley (v.
gr., las curaciones en sábado). Estos relatos están tan íntimamente vinculados a la
actitud polémica que históricamente mantuvo Jesús con los círculos fariseos, que de
Encontramos en los evangelios relatos en los que se nos habla de prodigios realizados
por Jesús y que no consisten en curaciones o resurrecciones. La garantía de la
historicidad de estos relatos es muy diversa y siempre menor la de las curaciones. Se
trata de milagros que tienen siempre como testigos solamente a los discípulos
(incluso en la multiplicación de los panes) y, por otra parte, en la comunidad
primitiva, según Hechos, nunca se habla de estos prodigios como signo del ministerio
público de Jesús.
La multiplicación de los panes ocupa un lugar tan importante en la tradición
(aparecen en los cuatro evangelios) que indudablemente recoge el recuerdo genuino
de un prodigio de Jesús, aunque en la narración actual han influido las ideas del
banquete mesiánico, el maná del desierto, la plenitud de bienes prometidos para la
edad mesiánica, etc. La pesca milagrosa parece originariamente una aparición del
resucitado como lo presenta Juan 21. Parece que Lucas la ha situado en otro contexto
anticipándola en la vida histórica de Jesús para ilustrar el dicho: «Yo os haré
pescadores de hombres» (Lc 5, 1-11), El paseo de Jesús sobre el mar y el
apaciguamiento de la tempestad conservan reminiscencias de acontecimientos
Ante estos relatos, el creyente puede y debe adoptar una actitud crítica seria, normal,
como ante cualquier otro relato. Podríamos brevemente apuntar cuál puede ser la
postura de un cristiano:
El cristiano cree que en Jesucristo, Dios ha querido compartir la vida de los
hombres y ha actuado de manera definitiva para salvar a la humanidad. La salvación
de Dios se nos ofrece en la persona de Jesucristo.
Esta acción salvadora de Dios se nos anuncia y se nos descubre en las palabras y
en los hechos que realiza Jesús de Nazaret. Reducir la acción reveladora y salvadora
de Jesús sólo a su mera palabra es no percibir de manera completa el misterio del
Cristo y destruir el concepto de salvación cristiana.
Esta acción salvadora de Dios se manifiesta en hechos realizados por Jesús que,
en muchas ocasiones, no pudieron ser explicados satisfactoriamente por sus
contemporáneos ni tienen tampoco hoy para nosotros una explicación conocida.
Esto no quiere decir que los cristianos deban sentirse obligados a afirmar la
historicidad de todos y cada uno de los relatos milagrosos tal y como aparecen hoy
redactados en nuestros evangelios. El estudio detenido y serio de las características de
estas narraciones le puede conducir a más de uno a dudar de tal o cual episodio. No
se trata de creer en todos y cada uno de los milagros, sino de creer en Cristo, el gran
milagro de salvación realizado por Dios.
En un contexto de fe
El milagro como signo de la salvación de Dios que irrumpe con Cristo sólo puede ser
comprendido desde la fe. El milagro exige una fe inicial. Que el hombre no se cierre
sino que adopte una postura de apertura y una disposición a trascenderse a sí mismo y
al mundo, para percibir en Cristo una salvación posible. Sólo entonces, el milagro
puede fortalecer, confirmar y enriquecer la fe del creyente.
Por eso, el milagro debe ser presentado en un contexto de fe. La homilía no es el
lugar adecuado para tratar el problema de los milagros desde una supuesta posición
neutral de mera observación científica o discusión crítica de la historicidad de los
hechos. El objetivo de la predicación de milagros debe ser despertar la fe de los
creyentes, reavivar la esperanza de la comunidad, enriquecer e iluminar diversos
aspectos de la fe en Cristo como salvador.
Los milagros no deben ser presentados de manera aislada, como prodigios que tienen
su interés en sí mismos, sino en conexión y al servicio del anuncio total de Cristo.
Según la tradición evangélica, Jesús no realiza ningún milagro, cuando éstos no
A la luz de la resurrección
• Los milagros, signo de una creación nueva. Los milagros no deben ser
presentados como una ruptura o suspensión de fas leyes de la naturaleza. Esta
presentación se aleja del horizonte bíblico que no conoce este planteamiento y, por
otra parte, no responde a la actitud de la ciencia moderna que considera las leyes de la
naturaleza como un concepto ambiguo, ya que no representan la imagen de la
naturaleza misma, sino de nuestra relación con la naturaleza. Pero, sobre todo, hemos
de decir que esta formulación tiene el riesgo de no integrar adecuadamente el orden
de la creación con el mundo nuevo. Este mundo nuevo que se nos revela en los
milagros no está en ruptura, en oposición con el mundo actual, sino que es
precisamente su fin verdadero y su esperanza. Los milagros nos descubren que el
mundo actual no es algo cerrado o perdido definitivamente en sí mismo. Hay un Dios
salvador que actúa ya en este mundo, abriéndonos un espacio nuevo y definitivo. Los
milagros deben ser presentados precisamente como esperanza del mundo.
Como decíamos más arriba, los milagros han sido recogidos en la tradición
título: ¿Fue Jesús un revolucionario político? Más tarde fue recogido en la obra Hacia
la verdadera imagen de Cristo (Bilbao, 1975), pp. 89-132. <<
evangelio de San Marcos, pp. 153-181. (Ed. «ad usum privatum» del Instituto de
Teología y Pastoral de San Sebastián). <<