Historia de La Gastronomia
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Historia de La Gastronomia
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María Mestayer de Echagüe
(La Marquesa de Parabere)
Historia de la Gastronomía
ePub r1.0
smonarde 24.06.14
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Título original: Historia de la Gastronomía
María Mestayer de Echagüe, 1943
Diseño de cubierta: Julián Garcés
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Suspiró entonces mío Cid, de pesadumbre cargado, y comenzó a hablar así,
justamente mesurado: «¡Loado seas, Señor, Padre que estás en lo alto! Todo
esto me han urdido mis enemigos malvados».
ANÓNIMO
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Introducción
Entre los aficionados al mundo de los fogones, María Mestayer de Echagüe
(Marquesa de Parabere), constituye una referencia obligada a la hora de poner en pie
la evolución de la cocina española en este siglo que acaba.
Su libro «La Cocina Completa», publicado en Madrid en 1933, representa un hito
trascendental entre las escasas referencias bibliográficas con las que cuenta la alta
cocina burguesa en nuestro país.
Con el tiempo, la seriedad de sus recetas —todas ensayadas— y su riguroso
academicismo, convirtieron este libro en un vademecum para profesionales y
aficionados al noble oficio de las cazuelas. Una obra de mucha envergadura que ha
seguido reeditándose hasta fechas recientes. Yeso que a partir de los años 40 el
famoso libro de cocina de la Sección Femenina primero, y luego más tarde las «1080
recetas de cocina» de Simone Ortega le restarían parte de su proyección popular.
A la luz de la perspectiva actual, «La Cocina Completa» y el tomo anexo relativo
a Repostería, aparecido una década después, se antojan dos publicaciones emanadas
de las grandes escuelas clásicas de cocina. Trabajos en los que se atisba la influencia
de dos cocineros galos de la talla de Augusto Escoffier y Jules Gouffé, además del
español Teodoro Bardají, contemporáneo de la Sra. de Echagüe, profesional con
quien mantenía una estrecha amistad.
En el aspecto culinario esta inquieta y laboriosa dama bilbaina fue una avanzada
para su tiempo. Su pluma puso orden y aportó seriedad al ambiguo panorama
culinario español de principios de siglo.
En aquellos años no estaba bien visto que una señora de la alta sociedad
demostrara semejante afición por los fogones. Menos aún que esta inclinación le
llevara al extremo de relacionarse con profesionales de este gremio.
En ciertos aspectos, la Marquesa de Parabere siguió los pasos de la rebelde y poco
convencional Condesa de Pardo Bazán. Por la minuciosidad de sus comentarios y
pormenorización de sus consejos, fue una predecesora de la técnica culinaria del
«paso a paso». Auténtica pionera de un estilo didáctico, inusual hasta entonces en los
libros de cocina.
Lo que no se puede negar es su claro ascendiente francés, como acreditan la
catarata de términos culinarios (à la Montpellier, à la ravigote, mirepoix, duxelles, à
la Bercy) que ilustran su obra.
Influencia innegable que, aparte de la hegemonía del país vecino en este campo,
tiene mucho que ver con sus antecedentes familiares.
María Mestayer Jacquet nació en el año 1879, en la sede del consulado de Francia
en Bilbao. Sus progenitores fueron Eugenio Mestayer, cónsul francés en la capital
vasca y María Jacquet, descendiente de banqueros, propietarios de la Banca Jacquet.
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Huelga decir que recibió una educación a la francesa que a lo largo de su vida
determinaría sus aficiones y preferencias.
A temprana edad su padre se traslada a Sevilla en representación del consulado
francés. De su estancia en la capital hispalense, y de su capacidad de integración en el
ambiente andaluz, da fe un diploma fechado en 1890 que la acredita como ganadora
de un concurso de sevillanas a la edad de 11 años.
Después de su regreso a Bilbao, María Mestayer Jacquet contrae matrimonio con
el abogado donostiarra Ramón Echagüe y Churruca, sobrino del Conde de Motrico y
descendiente del ilustre y aguerrido marino vasco.
Poco tiempo antes de que estallara la guerra civil española, el matrimonio había
trasladado su residencia a Madrid. Por aquel entonces, la Sra. de Echagüe estaba
decidida a poner en práctica sus teorías.
Tres años después de la primera edición de «La Cocina Práctica», justo en marzo
de 1936, inaugura en Madrid un pequeño restaurante en la calle de Espoz y Mina. La
movía exclusivamente su afición al mundo de los fogones, y no una necesidad
económica familiar.
Pero corrían tiempos demasiado revueltos que no auguraban nada bueno a un
negocio pequeño y refinado como el que la Sra. de Echagüe quería hacer prosperar.
Después de que estallase el conflicto, el restaurante Parabere es incautado por el
mando republicano. Durante toda la contienda Parabere fue un rincón privilegiado, a
cuyas cocinas llegaba lo mejor de todas las materias primas que entraban en la
depauperada capital de España. Un lugar donde se celebraron almuerzos relevantes
de ámbito político y militar.
Concluida la contienda, en el año 1941, el restaurante Parabere traslada su sede al
corazón del barrio de Salamanca, a la calle Villanueva, n.o 7, muy cerca de la
Biblioteca Nacional.
Tampoco esta vez la suerte acompañaría a la Sra. de Echagüe. La mala situación
económica de la ciudad y un desafortunado incidente con un aristócrata al que María
Mestayer llevó comida hasta la cárcel durante los meses que permaneció recluido,
motivó que entre la alta sociedad madrileña, el local cayera en descrédito.
Circunstancias adversas que motivaron que el establecimiento cerrase sus puertas
de forma definitiva en 1943.
Aparte de la Cocina Completa, María Mestayer de Echagüe publicó otros libros.
En 1936, al tiempo que abría su restaurante en Madrid, aparecía en Barcelona
«Entremeses, Aperitivos y Ensaladas», un librito sucinto pero de bastante valor.
Ya en 1943, seis años antes de su fallecimiento, daba a luz esta «Historia de la
Gastronomía», una recopilación de anécdotas e historietas relativas al mundo de los
alimentos y la cocina.
Un libro raro ente los coleccionistas de textos culinarios, desenfadado y de lectura
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amena, aunque no demasiado profundo ni riguroso, en el que la autora dejaba en
evidencia una vez más su ascendiente francés.
Igual que en La Cocina Completa y en el tomo anexo de repostería, María
Mestayer rubricó todos sus libros, con un sobrenombre de guerra: La Marquesa de
Parabere.
Curioso apodo, relativo a un presunto aunque la hizo famosa nunca poseyó.
La genuina Marquesa de Parabere había sido una cortesana francesa, amante de
Luis XV, que no alcanzó el renombre de la principal favorita de aquel monarca
francés, la Marquesa de Pompadour.
JOSE CARLOS CAPEL
Madrid, junio de 1996
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A mis lectores:
LA AUTORA
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Preámbulo
Son tantos los que me han preguntado cómo se me ocurrió escribir este libro, que
quiero satisfacer su curiosidad.
Este libro es el resultado de mis dos pasiones: la Historia y la Gastronomía.
Diré en seguida cómo me aficioné a esta última: por el afán de dominarla. Sin
estudios previos, sin práctica alguna, valiéndome tan sólo de buenas publicaciones
gastronómicas, me metí en la cocina… Para mí, qué satisfacción tan grande cuando
me salía bien el guisado, fiambre o postre con el que me había atrevido.
Fui haciéndome con una buena biblioteca gastronómica, y cuantos datos,
anécdotas y estudios coquinarios caían en mis manos iba recopilándolos y
conservándolos.
Yo creo que el arte de la cocina es innato. Se podrá aprender a guisar, como se
aprende a escribir; pero no porque se sepa escribir una carta uno es literario, ni
tampoco uno es cocinero porque se sepa freír huevos o poner un guisado.
Para ser cocinero hay que sentido, y si no véase los miles de cocineros que ha
tenido el mundo y los pocos que han alcanzado el grado de maestro y la celebridad.
Y ahora volvamos a la historia; otra de mis pasiones: la Historia me tuvo
traspuesta durante toda mi juventud.
Tiempos pretéritos me parecieron un edén (como dicen los franceses, me lo creí).
Soñaba con mis héroes, los veía desfilar penachos al viento y lanza en ristre. Sobre
todo, los cruzados, los caballeros andantes, los trovadores, las damas de sus
pensamientos, los torneos, las cortes de amor me hacían soñar, me llenaban de
añoranzas; ¿por qué, Dios mío, no haber nacido en esa época? Después, el
Renacimiento, la corte de Versalles…
Entonces todo era bueno para mi afán de saber: Historia, crónicas, Memorias,
epístolas… no las leía, ¡las devoraba! y qué poco interesante me parecía mi época.
Pero fui familiarizándome con los personajes de la Historia, y a medida que iba
conociéndolos no me parecían ya tan héroes: los caballeros de los penachos eran unos
hombres rudos y materialistas; las damas de sus pensamientos, menos refinadas, y
hasta sucias; los príncipes y princesas del Renacimiento, muchos de ellos
envenenadores y concusionarios…
Pero de esta amalgama, Historia y Cocina, fue cristalizándose mi libro.
Quiero que mis lectores se convenzan de que esta obra mía, por humilde que sea,
no es una improvisación; primeramente, y sobre todo, porque soy incapaz de
improvisar, no entra en mi «clima». Tengo hechas algunas observaciones tocante a mi
persona, y he venido a la comprobación siguiente: soy inteligente, pero, a pesar de
ello, tengo una gran lentitud de concepción; hasta que una idea toma forma y se
cristaliza en mi cerebro a satisfacción mía, tengo que hacer borradores y más
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borradores. Por tanto, mi labor es ardua, penosa, facilitándola, sin embargo, mi
prodigiosa memoria —rara vez he de consultar textos—; la acometo con verdadera
fruición, y, sin embargo, preferiría no hacerla, dejarme vivir; mas mi espíritu, siempre
inquieto, no me deja sosegar, y he de seguir, mal que me pese. A fuerza de cavilar me
he persuadido que esa lentitud de concepción tal vez sea debida a mi gran deseo de
perfección; es congénita en mí, y no me permite asentar mis conceptos si no es sobre
sólidas bases.
También quiero hacer constar que tengo que hacer muy a menudo un enorme
esfuerzo por interesarme sobre asuntos que para los demás son importantes y que en
mí no penetran (eso es para quien los eche de menos).
Durante mucho tiempo mi vida interior me bastó; mas de repente no pude
permanecer por más tiempo inactiva, apoderándose de mí un desasosiego que no me
dejaba vivir, y hallé la solución este verano. Un buen día se me ocurrió echar un
vistazo a un enorme cajón donde había ido amontonando artículos, notas y apuntes,
estos últimos entresacados de mis lecturas y los primeros publicados anteriormente
por mí en revistas y periódicos (nacionales y extranjeros) en los que colaboré.
De todo este fárrago fui seleccionando lo que creí más interesante, cuya
recopilación presento hoy día bajo el pomposo título de HISTORIA DE LA
GASTRONOMÍA.
Tal vez me censuren muchos porque abundan las anécdotas francesas. De ello no
tengo la culpa. Los franceses, siendo la nación que se ha preocupado más del yantar y
beber, nada de extraño tiene que su historia coquinaria sea más extensa que la
nuestra.
Mi obra es deficiente e incompleta. He pedido colaboración y no me han
atendido; he escrito muchas cartas y no me han sido contestadas. No quiero citar
nombres: no les guardo rencor; a la postre casi me alegro sea así: mi libro, bueno o
malo, es sólo mío.
Siento, vuélvolo a decir, que la aportación patria sea tan corta; pero mis
compatriotas, de una vez para siempre, sentaron plaza de sobrios, y quieren seguirlo
siendo.
Poseo el año 1860 de la Ilustración; pues no me creerán mis lectores, pero ni una
vez hace mención a nada que se relacione con comida. Habla de fiestas bailes, teatro,
literatura, política; nunca, pero ni una sola vez, de alimentos, ni hoteles, ni
restaurantes, ni de bollerías, ni de cafés, etc.
Publica la relación de varios viajes; una, muy extensa y en varios números, de un
viaje por Rusia. Pues el corresponsal lo descubre todo menos las fondas, los
mercaderes y los guisos del país. No nos deja ignorar ni el número de planchas de
cobre que integra el «Palacio de Invierno» ni el de los fuegos nocturnos para calentar
a los vigilantes; pero, vuélvolo a decir, de comida ni una palabra.
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Como lo he dicho ya, si Dios me da vida y salud para ello, procuraré investigar en
nuestro archivo coquinario, a fin de subsanar tan lamentable deficiencia.
Poco espero, pues estoy muy cerca de los setenta y siento desaliento.
Tal vez alguien recoja la herramienta que mis manos desfallecidas dejen escapar y
perfile y amplíe esta obra mía, desbrozando y ampliando nuestra historia
gastronómica.
Y ahora, queridos lectores, después, de haberme sincerado, no deseo más que mi
libro tenga la buena acogida que le desea
LA AUTORA.
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CAPÍTULO I
Estudios gastronómicos. Ensayos. La filosofía del comer (o de la Gastronomía).
La comida y la civilización
El arte en la mesa
De una necesidad de la naturaleza la civilización ha hecho una de las palancas
que mueven el mundo: el arte en la mesa.
La humanidad tiene que comer para vivir; pero, a medida que la inteligencia fue
desarrollándose, esa necesidad fue transformándose en un delicioso placer.
El arte en la mesa no se reduce tan sólo al lujo de ésta y a la buena presentación
de las viandas. Desde luego que una mesa bien puesta, con bonita vajilla, cristalería
reluciente y hermosa plata es un incentivo; pero el verdadero arte reside sobre todo en
el buen condimento de los alimentos, en la bondad de los mismos y en la exquisitez
de los vinos y licores. El arte en la mesa no es forzosamente dispendioso: estriba
sobre todo en los cuidados y esmero que se le hayan dedicado. Hay que guisar con
amore, y para esto sentirlo. El cocinero no se hace, nace; por lo que, aprendiendo
todos por igual, hay quien destaca —los menos—, quedando la mayoría dentro de
una triste vulgaridad.
Los «maestros» en el difícil arte de la mesa pueden contarse con los dedos; por
eso pasan a la Historia, por ser genios, tan geniales en sus concepciones como podía
serlo un gran pintor o un eminente músico. Se puede ser «cocinero» sin ser
profesional. Alejandro Dumas apreciaba más las alabanzas prodigadas a un manjar
preparado por él que a cuantas se decían a su literatura. Para ser un «verdadero»
cocinero (con o sin gorro) hace falta tener ese «sentido» imposible de adquirir, y el
que no lo tenga, por eminente que sea su cocinero, jamás será un buen anfitrión; así,
rotundamente.
Brillat-Savarin lo definió magistralmente cuando imponía como precepto el
control personal. «El que invita —dice— y no controla por sí mismo lo que se ha de
servir en la comida, no es digno de tener amigos».
Invitar y agasajar es fácil; lo difícil es que los invitados queden satisfechos.
Se puede gastar mucho y fracasar, y gastar menos y lucirse. Esto depende de los
cuidados impuestos, de los conocimientos que se tengan. Todo necesita previos
estudios y mucha práctica; no es posible improvisarse en maestro culinario, y menos
aún en buen catador de vinos.
La ciencia de los vinos es la más difícil de adquirir. Sobre esto Grimod de la
Reynière es contundente: «Se necesitan largos años de actividad, mucha constancia y
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buenos corresponsales para conseguir una buena bodega, y más cuidados y
constancia aún para que ésta no desmerezca. Sin una buena bodega no se puede
pretender ser un buen anfitrión».
En resumen: el arte en la mesa se reduce a que los comensales queden satisfechos
de la comida, bebida y ambiente.
Un precepto de Grimod de la Reynière, que hacemos nuestro, es el siguiente:
«Que se procure que los contertulios se conozcan y sobre todo simpaticen, pues,
por buena que sea una comida, si el vecino que le ha tocado en suerte es antipático,
no gozará de ella».
Otro detalle muy importante: «Jamás el número de comensales deberá pasar de la
docena; primeramente, porque los alimentos guisados en cantidad no resultan nunca
tan sabrosos, y segundo y principal porque, siendo los comensales en número
reducido, la conversación es general, cosa imposible en los grandes banquetes, donde
no le queda a uno más remedio que conversar con sus vecinos inmediatos».
«Igualmente es muy importante la buena temperatura del local, pues no hay quien
aprecie una comida metido en una estufa o en una nevera».
«Es evidente que cuanto se relaciona con la comida ha de ser minuciosamente
meditado, pues no es tarea fácil el combinar varias viandas que guarden la debida
armonía, y más difícil aún escoger con autoridad el vino correspondiente a cada
manjar, sirviéndole a tiempo y a la temperatura debida».
El clima de cada comida varía según sea de hombres solos, de mujeres solas o
mixta.
Las mujeres solas beben poco, charlan por charlar y comen platos finos,
generalmente en poca cantidad.
Los hombres comen y beben a conciencia, y su conversación suele girar sobre
asuntos, vinos, arte, literatura, política…
La comida ideal es la mixta: la conversación suele ser amena, ingeniosa; los
hombres se desviven por parecer interesantes y las damas despliegan todos sus
encantos.
(El parrafito me ha resultado de un cursi subido; pido perdón; pero no lo borro
por corresponder al clima del artículo…).
* * *
Que no me digan que la cocina está asentada sobre bases demasiado vulgares para
que sea un arte. Puede que sea cosa vulgar el comer, que tan sólo obedezca a una
necesidad fisiológica; justamente, el arte, aportando refinamiento a esa necesidad
primitiva, la ha transformado en delicioso placer.
Habrá quien me rebata el adjetivo diciendo que el comer es un placer sensual.
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Todos los sentidos son sensuales; los perfumes ¿no son tan sensuales como la
comida? Lo que es un hecho irrebatible es que cuanto más se civiliza una nación,
tanto más auge toma la comida. El sentido del paladar no lo tiene cualquiera; algunos
países lo tienen más desarrollado que otros: los franceses, los vascos… Pero, sobre
todo, es cuestión de educación y tradición: el gourmet no se improvisa, y ahora tiro
de anécdota:
En una de mis estancias en París me ocurrió un hecho singular. Fui a comer con
unos familiares a uno de los restaurantes más selectos; allí el comer era un rito, había
que encargar la mesa con anticipación y llegar a la hora dicha, pues el dueño-cocinero
no admitía demora y prefería perder un cliente a quedar mal.
Entre otras especialidades —en aquella casa todo era especial—, pedimos
langosta a la americana. Conmigo había dos hombres gourmets cien por cien, otra y
otro que no entendían nada —por cierto que este otro era el más voraz de todos—.
¡Tenía una capacidad de estómago…! Pero volvamos a la langosta. Estaba estupenda;
de «pánico», como se dice ahora. La verdad que era una maravilla. Sin embargo, yo
le noté en seguida un átomo de sabor algo distinto al que se acostumbra en dicho
manjar. Se lo dije a mis contertulios, y añadí: «Sé lo que le da este sabor, y para que
no creáis que me vanagloria voy a escribirlo en un papel, y, después de doblado,
llamemos al jefe dueño, y veremos si he acertado».
En efecto, acudió el jefe, al que ofrecimos una copa de champagne, felicitándole
por la langosta y le rogué nos diera la fórmula:
«La clásica —me contestó—: Langosta viva, mantequilla fina, tomate, grasa de
carne, cayena…». «Y ¿nada más? —le atajé—. Es que le he notado cierto
saborcillo…». Él se sonrió entonces y dijo: «Veo que madame tiene un paladar
exquisito; en efecto, le añado una pizca (soupson) de whisky viejo…». Yo, entonces,
muy ufana, saqué mi papel y todos pudieron comprobar que lo que yo había escrito
era whisky.
El jefe comentó: «Muchos me han ponderado este guiso, pero nadie se percató
nunca que le añadiera whisky…».
Y ahora, para rebatir mi orgullo, diré que mi paladar me ha proporcionado más
sinsabores que satisfacciones. El manjar, sea cual fuere, ha de estar perfecto para que
me satisfaga; en cambio, cualquier nimiedad me atormenta: el sabor fuerte del aceite,
la mantequilla si no es de la más fina, el exceso o falta de condimento, para mí son
verdaderos sufrimientos. Es absurdo, lo reconozco; pero no depende de mí. ¿Qué
puedo hacer, más que callarme y disimular? Mi esposo, antes de servirse de un
manjar, me observaba fijamente. ¡Qué conflicto para mí! Si ponía buena cara, se
servía; si no, lo rechazaba, diciendo a la doncella con su prosopopeya de buen
español: «Tráigame dos huevos fritos con jamón».
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* * *
Una observación que tengo hecha y que siempre me ha extrañado es cuánto les
cuesta a las personas confesar que son voraces y, en cambio, con qué naturalidad
dicen «me gusta beber». (Bien es verdad que aunque no lo dijeran…).
Es también sorprendente la importancia que se da al oído en parangón con los
otros sentidos.
Una dama dirá: «¡Qué hombre tan interesante! ¡Qué oído tiene! ¡Es un gran
músico!».
En cambio, de un voraz, dirá. «¡Qué hombre tan material! ¡No piensa más que en
comer!».
De modo que todos se vanaglorian de amar la música —aun cuando la aborrezcan
—, y en cambio todos se averguenzan de ser golosos. ¿Por qué? Yo opino que es
necesario tanto sentido artístico para apreciar las excelencias de un buen manjar
como para «soportar» música clásica, y que se han dado muchos casos de músicos
que apartando su arte eran bobos, y que no se ha dado el caso de que un gourmet lo
fuera (no confundir gourmet con tragón).
Muchos poetas han cantado el vino y ninguno la comida, y si se han ocupado de
ella ha sido para satirizarla: El banquete de Trimalción, de Petronio; Gargantúa, de
Rabelais; Las bodas de Camacho de Cervantes; La comida burlesca, de Boileau…
A mí me indigna; en ello veo mucha hipocresía, pues para vivir hay que comer.
En cambio, ni el vino ni la música son indispensables para ello. Veamos lo que sobre
este particular nos dice Brillat-Savarin, ya que a la postre siempre hay que recurrir a
él.
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los países y de todos los días. Puede asociarse a todos los demás placeres y es el
único que nos queda para consolarnos de la pérdida de los demás.
8. La mesa es el único sitio en que nadie se aburre durante la primera hora.
9. El descubrimiento de un nuevo manjar contribuye más a la felicidad del género
humano que el descubrimiento de una estrella[1].
10. Aquellos a quienes se les ha indigestado la comida o que se emborrachan no
saben ni comer ni beber.
11. Los comestibles serán presentados en esta forma: Primero, los sustanciosos;
después, los más ligeros, progresivamente.
12. Las bebidas, primero las más ligeras, acabando por las más cargadas de
alcohol.
13. Es una herejía el pretender que no se ha de beber más que un vino en una
comida de consideración; el paladar se embota, y al cabo del tercer vaso, no
tiene ya sabor particular el mismo vino.
14. Postre sin queso es como una hermosa que fuera tuerta[2].
15. El asar no depende de la práctica, nace con uno; el cocinero se hace. Es decir,
que se aprende a guisar, pero sólo por intuición se asa bien. (No estoy muy
conforme con esto; para ser «cocinero» son necesarias muchas más cosas que
no se adquieren: gusto, paladar, invención, saber sacar partido, etcétera, etc.).
16. La cualidad sobresaliente del cocinero es la puntualidad; también ha de ser la
del convidado.
17. Esperar demasiado a un convidado es una falta de respeto para los demás
convidados presentes.
18. El que convida a enemigos y no se cuida con esmero de lo que van a comer, no
merece tener amigos.
19. A la dueña de la casa incumbe asegurarse de la cumplida preparación del café,
al dueño de la casa toca ocuparse de los licores.
20. Convidar a alguien es tratar de hacerle grato el tiempo que permanezca en
nuestra casa.
Decadencia de la cocina
¿La cocina ha decaído? ¿Resurgirá alguna vez? Son dos preguntas que me hago
muy a menudo. A la primera contesto con la afirmativa; a la segunda, no sé…
Las naciones, como las personas, tienen su período de infancia, juventud, plenitud
de vida y decadencia.
El buen comer requiere época de plenitud y hasta de superabundancia, correlativa
a una era de paz y trabajo.
Creo que, hoy por hoy, una cocina romana, griega o francesa no puede resurgir.
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Para ello, es necesario épocas como el Imperio romano, el «fin de siglo» del XIX y el
despertar glorioso del siglo XX.
España, restañada de sus guerras coloniales; Francia, igualmente repuesta de su
derrota del 70; Alemania, inundando el mundo de su producción industrial;
Inglaterra, en su apogeo; América, pletórica de dólares… Apropiándonos la célebre
frase de fines del siglo XVIII diré a quien no ha vivido los primeros catorce años de
este siglo que no ha conocido el dulce «vivir».
Sin llegar a la suntuosidad y despilfarro de un Bouché o de un Carême hemos
conocido las extensas y refinadísimas cartas de un Escoffier, un Marguery, un
Montagne…
No dejamos de comprender que hoy día es difícil, por no decir imposible, dar
facilidades a un cocinero; pero sí exigirle que, dentro de las posibilidades, lo que
cocine esté perfecto.
Para esto es preciso dos cosas: que el dueño sepa apreciar el esfuerzo del cocinero
y éste respete a su amo. Al decir respetar no nos referimos a que le dé o no malas
contestaciones, sino que esté persuadido de que su amo entiende y que se da cuenta
de los ingredientes que exige un plato, del tiempo que requiere y de su coste.
El obrero, a su vez, no escatimará ni su tiempo ni su trabajo; primero, por
complacer a quien le paga, y, sobre todo, por conciencia profesional, ya que tarde o
temprano el que vale se impone.
Ahora bien; consideramos ridículo las horas de trabajo del cocinero acopladas a
las de otras profesiones, pues según lo que se guise puede necesitar diez horas como
hacerse en cinco minutos.
Usted dirá que se tome un suplente, pero un guiso es cosa muy delicada que no
puede pasar por varias manos sin malograrse. Así que fíjense qué pocos platos
montados y qué pocas salsas se comen y en cambio cuántos fritos o asados…
Puede que resulte más higiénico, pero como yo no soy higienista, sino una buena
gastronómica, lo lamento…
Y ahora un poco de historia. En Francia, Meca de la gastronomía, los
gastrónomos, tal el mariscal de Richelieu, el conde de Escur, el duque de Nivernais,
el príncipe de Talleyrand, el presidente Henault, el archicanciller Cambacérès etc.,
etc., conferenciaban con sus jefes de cocina, cuando menos dos veces por semana, a
fin de ponerse al corriente de los nuevos inventos culinarios; estas sabias
conferencias contribuían a los adelantos coquinarios, aunándose la técnica y el
refinamiento del prócer a los extensos conocimientos y práctica del profesional.
El duque de Nivernais, si cambiaba de cocinero o si el estable había inventado
algo genial, tenía la paciencia y constancia de hacerle reproducir el mismo guiso
durante ocho días consecutivos, hasta que los guisos del nuevo cocinero o el invento
del estable quedaran a satisfacción suya.
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Este duque gozaba de un paladar tan sutil que sin equivocarse nunca decía si la
pechuga que comía provenía o no del costado de la hiel.
El largo reinado de Luis XV fue monótono en cuestión culinaria. Este rey no
inventó nada ni se sabe que tuviera predilección por cualquier alimento, descartado el
café, que lo tomaba con frecuencia y siempre hecho por él.
Tan sólo el duque de Richelieu introdujo algo de fantasía en la gastronomía.
Inventó —su cocinero— «los budines a lo Richelieu» y divulgó la salsa mayonesa.
Hay quien rompe lanzas por que se la llame mahonesa; es una tontería, pues la
verdadera mahonesa integra ajo, y la salsa mayonesa de Richelieu, no.
Pero véase cómo ya por el año 1870 se preocupaban si había que llamar a la
dichosa salsa bayonesa (con b) o mahonesa, ya que mayonesa es posterior. Pero la
controversia gala era si había que decir bayonesa o mahonesa, y don Teodoro Bardají
(tercero en discordia) afirma que hay que decir mahonesa. Yo opino que mayonesa,
bayonesa o mahonesa tanto monta; lo principal es que esté bien ligada y gustosa, ya
que esa salsa no se merece que rompamos lanzas por ella…
Dumont Lespine, el erudito director de la gran revista parisina Culina, falló en ese
sentido en una controversia análoga.
La disputa versaba si había que decir «langosta a la americana» o «langosta a la
armoricana» como pretendían se dijera los apasionados a todo lo francés. Dumont
Lespine sentenció: «Que el nombre en sí no tenía importancia; lo que sí la tenía es
que la langosta estuviera sabrosa».
Yo me uno a él, pues, pese a los que opinan que hay que decir a la
«Armoricaine»[3], creo firmemente que quien invento el guiso fue el cocinero francés
de algún multimillonario yanqui, pues en América abunda el arroz y la pimienta de
Cayena (ambos ingredientes del guiso) y en Bretaña brillan por su ausencia.
Por tanto, el «Homard à la Americaine» no tiene nada que ver con la Bretaña, e
igual digo de la mayonesa, que tampoco es la verdadera mahonesa o alioli.
Cocineros y cocineras
Se ha discutido mucho, si los cocineros guisan mejor que las cocineras o éstas
mejor que aquéllos.
Creo que no cabe comparación, pues unos y otras tienen sus cualidades y ventajas
—partiendo del supuesto que el cocinero o la cocinera en litigio sean ambos buenos.
Para los guisos caseros, sabrosos y bien condimentados, cuya cocción requiere
ritmo lento y paciencia, doy la preferencia a la cocinera; pero tratándose de «tirar»
(abarcar mucho y de prisa en argot coquinero), el peor de los cocineros supera a la
mejor cocinera; trincha mejor carnes y pescados, presenta los platos con más arte y
soltura, y, sobre todo, en la industria hotelera son insustituíbles. El cocinero, por su
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calidad de hombre, tiene menos paciencia que la mujer; asa a horno arrebatado, fríe
con fuego de infierno, no economiza, no le duele quemar, estropear —esto lo he
podido comprobar hasta en cocineros amateurs—; resultando siempre más caro que
una cocinera, aun en igualdad de sueldos.
El bello ideal sería una cocina con dos fogones separados donde actuaran,
respectivamente, hombres y mujeres.
El hombre tiene la mano mucho más diestra y actúa con mucha más seguridad
que la mujer; «planta» un pollo con su correspondiente guarnición de golpe en la
fuente sin el menor titubeo; en cambio la mujer, en vez de colocarlo, lo rectifica
siempre, y no por ello resulta mejor.
El cocinero ideal sería que siendo él muy gourmet tuviera mucha paciencia; hay
guisaditos que necesitan eso, mucha paciencia y lenta cochura. Por esto la cocina
vasca es más propia de mujeres; hervorcito, meneíto… Pero tan sólo lo guisado, las
salsas. Si frecuenta un restaurante regido por cocineras le servirán con toda seguridad
un bacalao a la vizcaína suculento, unos chipirones deliciosos, unos pimientos
rellenos sabrosos, una merluza en salsa verde maravillosa (este guiso nunca lo hacen
bien los cocineros; la paciencia…). Pero que no se le ocurra pedir un tournedó, un
entrecot, una chuleta de ternera, pues sufrirá un desengaño: mal cortadas, peor
presentadas, o crudas o pasadas; esto lo digo por experiencia propia, claro que hay
excepciones.
En cambio, el corte de las carnes, el asado y presentación hecha por cocinero,
salvo contadas excepciones, siempre serán inmejorables, aun cuando el resto sea
deficiente.
El célebre presidente Henault[4], último contertulio de la reina María, esposa de
Luis XV aborrecía el gremio de las cocineras, y refiriéndose a la maritornes de
madame Du Deffand —desde luego que era pésima y más debía parecerlo tratándose
de Henault, que era un gran gastrónomo y disfrutaba del mejor cocinero de París—
solía decir:
«La cocinera de madame Du Deffand y la Brinvillers no se diferencian más que
en la intención».
Para solaz de mis lectores diré quién fue la Brinvillers: una célebre envenenadora,
envenenó unos cuantos familiares, empezando por su padre, amén de amantes y
amigos, y fue quemada viva, como justo castigo.
Volviendo a lo de cocinero o cocinera, bien a pesar mío he de reconocer que no ha
llegado a nosotros ningún nombre de cocinera que haya destacado en su arte ni que
haya escrito nada. En cambio, sin remontamos a la antigüedad, ahí están Nola,
Tallerani, Montiño, la Varenne, Carême, Dubois, doctor Thebussem, etc., etc.
Lo siento… por nosotras.
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Preceptos de cocina
La gastronomía está «de moda»; dicen los enterados que es señal de civilización y
cultura… Seguramente. Casi todos los intelectuales se jactan de ser buenos cocineros,
y para probarlo se descuelgan con un libro de cocina, del que se muestran más
orgullosos que de su obra cumbre; véanse si no a Paul Reboux, Alejandro Dumas,
doctor Thebussem, Julio Camba y otros…
Vuelvo a decir que la cuestión gastronómica va incrementándose en España; nos
preocupamos de nuestro folklore, rico, sin duda, en la cocina nacional; rebuscamos
guisos antiguos, perfeccionamos los modernos.
Pero… a la mayoría de las españolas no les atrae la cocina —a la francesa, a la
inglesa, a la alemana sí; pero a la española no—. La española, por regla general, no es
voraz ni ansiosa, se llena en seguida; por tanto, para ella, huelgan los guisos; pero…,
pero hay un pero, y ese pero es el hombre, los «hombres» de la familia, que ellos, en
cambio, quieren comer bien…
Hace unos años —ya van siendo— el tropezar con una buena cocinera no era
difícil; hoy día es casi imposible, y las pobres señoras vense obligadas a meterse en la
cocina, y todas sabemos que la cocina es el peor enemigo que tienen las manos; esas
manos tan cuidadas, con esas uñas tan largas y tan primorosamente laqueadas. ¡Qué
desastre!
Las extranjeras lo soslayan usando guantes de goma, haciendo un uso inmoderado
de conservas, manejando máquinas y cocinas que no manchan, a base de gas,
petróleo o electricidad…
Pero volvamos a España, donde por ahora no gozamos de tantas comodidades. A
nosotros nos mata nuestra cocina: el cocido, los potajes, los guisotes, las salsas; todo
ello necesita cuidados y sobre todo tiempo, incompatibles con el ritmo acelerado de
nuestra vida moderna y la escasez, cada vez mayor, de servidumbre.
No nos va a quedar más remedio que adoptar otra clase de comida; la inglesa,
pongo por ejemplo: rosbif frío, jamón en dulce, huevos fritos o cocidos, tocino frito,
bizcochos, mermeladas, té, café y leche…
Todo esto se puede confeccionar sin estropearse las manos; en cambio, pélense
patatas, desgránense habas y píquense cebollas… Ya me dirán luego dónde ha ido a
parar el laqueado de las uñas.
Y, sin embargo, hay que nutrirse, y para nutrirse hay que cocinar.
Hoy día la joven que se casa tiene que enfrentarse con la cocina, si no le pasará lo
siguiente: su excelente marido, después de unas comidas malas y peor servidas,
avisará que se «queda a comer con Fulano o Zutano para tratar de un asunto».
Desgraciada de la recién casada si su marido toma la costumbre de comer fuera por
«asuntos». Y usted me dirá: «¿Cómo compaginar el guisar y tener manos cuidadas?,
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pues tampoco le gustará a mi marido verme manos de cocinera».
Yo creo que lo primero y principal sería establecer escuelas profesionales donde
aprendieran todas las jóvenes a guisar racionalmente y también a fregar (empleando
escobillas y procedimientos modernos que preservan las manos).
Y lo segundo extirpar un prejuicio muy arraigado entre nosotros, cual es que
cualquiera sirve para guisar, bastando para ello colocarse ante el fogón; véase si no lo
que ocurre en las familias modestas, que siempre encomiendan este menester a la que
parece más tonta cuando, a juicio mío, es necesario talento para desempeñarlo, ya que
del arte y buena administración de la cocinera depende la salud y bienestar de la
familia.
El cocinero o la cocinera de verdad tanto ha de guisar con las manos como con la
cabeza; con la cabeza, para disponer adecuadamente los alimentos, y con las manos,
para que resulten sabrosos.
Apoyada en buenas opiniones, creo, y no es paradoja, que muchas desavenencias
conyugales tienen su origen en la cocina. Un célebre abogado francés, especializado
en divorcios, declaró una vez que entre los innumerables divorcios que se tramitaban
en su bufete no se había dado aún el caso de que un marido «bien nutrido» presentase
una demanda. Coincidiendo con esta opinión, un «especialista» americano afirma que
la mala cocina es la causa de muchos divorcios.
Hay un refrán que dice que a la mujer se la conquista por el corazón y al hombre
por el estómago.
Es un poco denigrante no conceder al sexo fuerte ni sentimiento ni corazón; pero
que, efectivamente, suele dar más importancia a la comida que lo que suelen creer las
mujeres es un hecho. Éstas, generalmente, como lo dije antes, no son voraces ni
ansiosas, suelen llenarse en seguida; sobre todo son parquísimas, si tienen tendencia a
engordar y quieren conservar la «línea»; pero el marido no suele pensar lo mismo.
Cierto que al hombre se le conquista con belleza, atractivo y gracia; pero tan sólo
se le retiene haciéndole la vida fácil y grata, y uno de los placeres más apreciados y
que se renueva constantemente es una mesa bien puesta y una comida sabrosa y bien
cuidada.
Esto no quiere decir que la esposa deba pasarse la vida en la cocina, pues
tampoco le agradaría a su dueño y señor encontrada, al retornar a casa, mal vestida,
despeinada y sudorosa por haberse pasado la mañana guisoteando.
El talento estriba en preocuparse de que la comida esté a punto —que lo haga ella
o que lo mande hacer—, y que para recibir a su marido esté hecha una «señora»: bien
peinada, perfumada, compuesta; en fin, ha de dar la sensación de que ella no
desciende a tan bajos menesteres. Bien recompensada se verá luego, cuando su
esposo alabe la comida —o cuando menos no la critique, que ya es bastante—, pues
los hay reacios a las alabanzas y prontos en la crítica.
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Hoy día las amas de casa tienen que sacrificarse mucho. La vida moderna, en su
evolución reduce todos los presupuestos. La generación de ahora no echará de menos
las «facilidades» que gozamos los «fin de siglo». En aquel entonces la vida se
deslizaba fácil, nada era problema y la servidumbre era numerosa.
Cocineras, ¿dónde se fueron? —pues era un hecho que las había y que sabían
guisar; la autora pagaba siete duros (sueldo enorme) a una cocinera que guisando
primorosamente sabía además «repostería» y «fiambres»—; además de la cocinera, la
primera, segunda y tercera doncella, el mozo de comedor, una nodriza para cada
chiquillo, la niñera para «servir» a la nodriza, la nurse, mademoiselle o fraulein para
darse postín en el paseo… ¡Todo se esfumó!
Yo admiro, y no envidio a las madres de hoy día, agobiadas, desesperadas…; casi
todas riendo artificialmente a sus hijos… Yo, madre del siglo pasado, no concibo esos
nuevos métodos. ¡Con lo fácil que resulta criar un hijo a pecho! Bien es verdad que el
criar afea y embestece… Pero considerado por otro lado, los niños criados a biberón
necesitan tantos cuidados y desvelos, se crían tan fofos, que no me explico quién
haya que lo prefiera; nada, nada, que soy del siglo pasado… Me he alejado de mi
radio, que es y será la cocina; volvamos a ella.
Hemos quedado en que, para satisfacción de su esposo e hijos, la mujer moderna
debe saber guisar. Al decir guisar, no me refiero a que sepa confeccionar dos o tres
tartas y bizcochos, ni tampoco que quiera abarcar los guisos complicados de la «gran
cocina». Para esto último hacen falta aptitudes, largas prácticas, unos estudios
básicos, sin los cuales la «gran cocina» es letra muerta.
Hablo por experiencia propia. ¡Cuántas veces amigas mías se acercaron a mí
diciéndome: «En París comí una Mousse de foie gras en Bellevue deliciosa; ¿quieres
enseñarme cómo se hace?»!
Otras veces era un Canard à la Rouanaisse que habían comido en «La Tour
d’Argent», o una Sole Marguery, o una Poularde à la Neva, o un Faisan à la
Souvaroff…
Todos estos manjares, para mí, no ofrecían la menor dificultad, ¡pero para ellas!
Daremos un ejemplo: la Mousse de foie gras en Bellevue requiere gelatina. Una
vez accedido a enseñarle dicho plato, decía a mi amiga: «Hay que confeccionar una
buena gelatina de víspera; ¿sabes hacerla?». Claro está que mi amiga desconocía
cómo se hacía. En vista de esto, ponía manos a la obra, y mi amiga, contemplándome
absorta, exclamaba: «¡Qué difícil! ¡Cuánta complicación!». Total: que yo le
confeccionaba su Mousse y que mi amiga era incapaz de reproducirla. ¿Por qué? Pues
por faltarle los conocimientos elementales; y es que el arte de la cocina es un arte que
necesita estudios, práctica y, sobre todo, mucha afición…
Para la vida corriente, máxime con las dificultades y restricciones mundiales,
huelgan esos «platos»; las presentes y futuras amas de casa lo que necesitan es saber
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guisar con esmero y cuidado los sencillos alimentos cotidianos, procurando que sean
sanos, frescos y sabrosos.
Y ¿las manos?, me dirán…
Pues que usen guantes de goma y aprendan a pelar y picar como lo hacen los
cocineros, que pican cebolla sin mancharse los dedos… ¿Cómo?, me dirán. Pues para
ésta y otras muchas cosas más es por lo que preconizo la instauración de escuelas
profesionales.
Consideraciones gastronómicas
A mí con nuestra cocina me sucede lo que a una madre con sus hijos; no quiere
ver sus defectos, aun cuando salten a la vista, y si necesariamente los ve, en el acto
les halla disculpa.
Tal vez llegado el caso, en un arranque de sinceridad, reconozca que sus hijos son
traviesos, holgazanes, descariñados, pero que no se le ocurra a nadie decirlo, pues a la
menor indicación, desmintiéndose, los proclamará un dechado de perfecciones y
hasta, llegado el caso, se revolverá iracunda declarando que los que son una
calamidad digna de la horca son los hijos de los demás; y sentado esto, entro en
materia.
La confitería y pastelería nacionales están muy por encima de su hermana la
cocina, pues disfrutamos de un conjunto de dulces, confituras y conservas
verdaderamente suntuoso, llegando hasta la perfección en la confección de turrones,
mazapanes, carne de membrillo (la mejor del mundo), yemas, bizcochadas, tortas,
polvorones, cocas, etc., etc., no habiendo lugar de España que no tenga su
especialidad, siempre perfecta y deliciosa: bizcochos borrachos de Guadalajara,
mazapanes de Toledo, cocas de Valencia, bizcochos rellenos de Vergara, mantecadas
de Astorga, tortells catalanes, mostachones de Utrera, huesos de santo de Granada,
yemas de San Leandro de Sevilla; pero para qué seguir, si sería imposible incluírlas
todas…
Y estos dulces, postres y confituras no solamente pueden competir con los dulces
extranjeros, sino que muchos de ellos les son superiores…
Nosotros, además con ancho altruísmo, hemos incluído cuanto nos ha convenido
de la pastelería extranjera (francesa, inglesa, italiana, vienesa), lo que nos da gran
superioridad sobre las demás naciones, que, atrincheradas en lo suyo, nada han
querido saber de lo nuestro. ¡Tanto peor para ellas!
Igualmente nuestra industria quesera, así como la de conservas (hortalizas, frutas
y pescados) merecen especial mención, siendo cada día más apreciadas de fronteras
para afuera.
Y sentado ya que considero a mayor altura nuestra pastelería que nuestra cocina,
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adelantaré el concepto, y no es paradoja, de que la propiamente española no existe,
que está aún para hacer, pues, a pesar de los pesares, nuestros guisos son regionales y
no nacionales.
Me van a permitir una pequeña digresión: en Inglaterra, váyase donde se vaya, le
darán el mismo porridge, el mismo rosbif, las mismas hortalizas cocidas, los mismos
puddings; en Alemania, en todas partes os darán la misma chucrut, el mismo jamón,
las mismas salchichas, etc.; en Francia, no digamos nada: le darán la misma sole
colbet, el mismo châteaubriant y el mismo poulet à la Marengo en Lille como en
Marsella.
Pero en España no sucede igual. La verdadera paella, mezcla de carne y pescado,
no gusta a los vascos; por tanto, en Bilbao nunca se tomará la paella verdad; en
cambio, a los extremeños no les gusta más que su cocina: cerdo y picante; el que no
ha nacido en Galicia no aprecia el sabor a rancio del pote; y así sucesivamente…
Cada región, amén de su puchero, cocido u olla peculiar —tres nombres distintos,
y está muy bien, ya que el cocido vasco no se parece al madrileño, ni al andaluz, ni el
extremeño al catalán—, se encastilla en sus tres o cuatro guisos, pretendiendo
categóricamente ignorar cuanto de bueno le ofrecen las restantes regiones.
Nosotros, los españoles, somos muy rutinarios para comer: un panegirista diría
que muy sobrios (no siempre), y tercamente rebeldes a toda innovación.
Un gran gastrónomo aseguraba que el español, cuando no había probado un
alimento antes de cumplir los siete años, no lo quería probar después.
En las provincias más progresivas es donde más se come y se guisa mejor,
llegando las Vascongadas a un grado de refinamiento difícilmente superable: allí su
cocina es clásica, sus recetas, tradicionales; la cochura de sus alimentos un rito. Se
guisa con unción, y quien tenga paciencia para leerme podrá comprobar los requisitos
que requiere un «bacalao a la vizcaína»[5].
Habrá quien suponga que el exponer como receta «tipo» el bilbaizante bacalao es
en mí un alarde; no por cierto, queridos lectores; tocante a guisos soy altruísta, y en
estando bien puesto tan sabroso me sabe un cordero a la chilindrón como una paella o
una sopa de rape; si así lo hice, fue por haberlo decretado la gastronomía mundial, ya
que el bacalao a la vizcaína es el único guiso hispánico admitido en los
transatlánticos, compartiendo los honores de la mesa con el timbal a la milanesa, los
guisantes a la francesa y el rosbif a la inglesa.
Teniendo tan buenos elementos en nuestros guisos regionales, nuestros cocineros
tanto profesionales como amateurs, son los llamados a seleccionarlos, refinándolos y
adaptando para cada uno una fórmula inmutable, formando de esa forma la cocina
española.
Que hemos adelantado en prestigio culinario lo demuestran los franceses,
metiendo mano en nuestros tomates, pimientos, calabacines, berenjenas, etc., que
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presentan luego disfrazados de provenzales y orientales, figurando igualmente guisos
nuestros en sus modernos recetarios, como la merluche en escabeche, mouton à la
catalane, riz à la valencienne y otros…
Nuestros intelectuales dan también la norma de nuestro adelanto ya preciándose
de ser buenos cocineros y mejores gastrónomos. El refinamiento en el comer siempre
ha sido señal de civilización y cultura.
Los romanos, en su sibaritismo nunca igualado, llegaron hasta la extravagancia y
la locura: pasteles de higadillos de ruiseñores (¡no sería chiquita la hecatombe!);
guisado de trompas de elefante… ¿Dónde hallar hoy día el potentado que las pagara?
¿Y lo tan discutido, y que, sin embargo, es de tradición, que para engordar las
lampreas se les echaran esclavos vivos?
También los árabes, en la época de su apogeo, fueron maestros en el arte de
guisar, y cuentan que los cruzados se hacían cruces (perdón, que lo hice sin querer)
ante los sorbetes que les brindaba Saladino; y nosotros mismos, en tiempo de los
Austrias, ¿no impusimos muchos de nuestros guisos al mundo?
Sin embargo, nuestra cocina, hoy por hoy, no puede oponerse con certeza de éxito
a la francesa. Durante dos siglos los cocineros franceses han sido los que han regido
las cocinas de reyes, príncipes, potentados, hoteles y palaces: han divulgado su
ciencia, han acoplado a su cocina las mejores viandas del mundo entero, han
dignificado su arte, y muchos son los que dicen con el lord inglés: «Mi sastre siempre
será inglés; pero mi cocinero, francés».
El imponernos depende de nosotros; estudiemos, hagamos experimentos, no
seamos rutinarios… A la postre creo que habrá una cocina internacional ¡Con tal que
no sea sintética!
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tres les conviene para su temperamento. El padre supongamos que es congestivo:
necesita, por tanto, una comida floja a base de pescado y verdura; la madre es biliosa:
le están vedados los huevos, la mantequilla, el cerdo; el hijo está creciendo: le
conviene alimentación fuertemente vitaminada. Otras veces son el padre o la madre
los que están anémicos y necesitan hígado, mantequilla…
Si es familia acomodada, hará media docena de platos de régimen; de lo
contrario, se sacrificarán: primero la madre, tal vez el padre, nunca el hijo.
Por eso prejuzgo que más adelante (¿cuándo?; no lo sé) todos tendrán
instrumentos especiales, que les comunicarán diariamente su estado sanitario[6]. Un
termómetro gástrico informará cada mañana del régimen a seguir: lácteo, vegetariano
o graso; otro dirá si será necesario o no reposo; etc., etc.
No nos burlemos, que con el tiempo ha de parecer esto tan natural como hoy día
tomarse la temperatura, o la tensión arterial… Nadie podrá ejercer el oficio de
cocinero, si no está capacitado para ello con una buena preparación científica; en fin,
que andando el tiempo los «jefes» serán químicos, y las cocinas, laboratorios.
Hablo muy en serio y convencida; ahí tenemos el gran ejemplo del maestro de la
cocina Antonin Carême.
Al asumir la alta dirección de las cocinas de Jorge IV, rey de Inglaterra, se hallaba
éste completamente destrozado y agotado por la comida llena de excitantes y especias
propias de la época. Antonin estudió el caso, y de primeras abolió la bisque
d’ecrevisses [7] y todas las salsas fuertes y concentradas, y con tanto acierto que el rey
a los dos meses había mejorado de tal forma que en agradecimiento le regaló un reloj
cuajado de brillantes.
Sin haber llegado al termómetro gástrico, cada día nuestras comidas son más
parcas e higiénicas. Los menús, mucho menos recargados de carne, llevan una escala
ascendente de alimentos más digestivos y ligeros.
Las pesadas y gargantuescas comidas de Luis XIV, los amontonamientos sin arte
y concierto de las mismas viandas, con diferentes salsas, de nuestro Montiño, se han
aligerado de manera que hoy día una comida de dos platos nos basta.
Y suelo cavilar cómo daban cabida a tal cantidad de viandas, y todas tan
indigestas[8]: manos de cerdo rellenas, empanadas de perdices, capones asados, pierna
de carnero, morcillas sobre sopas de leche, ternera asada y picada, pichones asados
con costillas, etc., etc.
Nosotros seríamos incapaces de engullir tales manjares.
El excelente gastrónomo don Luis de Zunzunegui lo explica peregrinamente
diciendo que «en aquel entonces la gente se pasaba el día a caballo y que el cabalgar
les servía de digestivo».
Esta receta se la brindo al que tenga pereza de estómago.
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El turismo y la cocina española
El viajar constituyó siempre uno de los placeres de la vida, aun en épocas
remotas. Se queda una asombrada de los viajes que emprendían nuestros antepasados,
sin tener en cuenta las penas y peligros a que se exponían (no son tantos los años en
que los bandoleros constituían el terror de los viajeros[9]).
Pero, a pesar de ello, la gente se echaba al camino, generalmente pretextando
algún voto o peregrinación; también los artistas, con el afán de estudiar las artes, y los
traficantes, por el afán de lucro, viajaban; pero muchos sólo por el aliciente de
ambular por el mundo y ver cosas nuevas.
Se puede decir que la humanidad entera visitó a Santiago de Compostela: la «gran
peregrinación» en la Edad Media.
Más modernamente, cuando imperó el ferrocarril, ya no se viajaba: se iba veloz
de un sitio a otro, viendo generalmente tan sólo cómo corrían los postes de telégrafos.
Pero a su tiempo se generalizó el uso del automóvil, haciéndose asequible a
muchos, y entonces es verdaderamente cuando se gozó viajando y nació el turismo…
De este deseo de ambular que de vez en cuando nos acomete a todos, salvo
contadas excepciones cada vez menos frecuentes a medida que los viajes van siendo
más cómodos, de ese deseo nació un negocio lucrativo para muchas naciones que han
sabido explotarlo, proporcionándose con él una segura fuente de ingresos.
España, por su topografía, por sus monumentos y sus obras de arte, es una de las
naciones que podría sacar más provecho del turismo.
Una temporada que pasé en La Bourboule (Francia) recuerdo que piqué varias
veces, para vergüenza mía; los monsieurs del hotel, los guías, aguadoras y bañistas
nos ponderaban a porfía sus hermosos points de vue. Recorrí varios, y… me quedé
fría; después de haber contemplado nuestros Picos de Europa, montes de Saja,
Covadonga, rías bajas de Galicia, etcétera, etc., todo aquello me parecía
«nacimiento», y me apenaba que, dando de lado a lo nuestro, fuésemos a dejar
nuestro dinero en tierras extrañas.
El Patronato de Turismo hace gran labor, pero no basta. Para que ésta sea eficaz
hemos de colaborar todos. En España, bajo este aspecto, estamos muy atrasados
respecto de otros países. En nosotros hay mucha ignorancia, no poca desidia y
bastante desdén para lo propio…
Sin embargo, en los últimos años hemos adelantado bastante; pero nos queda aún
mucho que andar.
Los españoles consideramos el turismo bajo un prisma especial: ha de ser de
fronteras para fuera, y, como somos unos seres raros, nos entusiasman los extranjeros
en sus países, molestándonos, en cambio, en el nuestro.
En España tenemos cuanto pueda atraer al turista, menos nuestra cocina, pues si
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en las grandes capitales y en ciertos lugares se come magníficamente no ocurre lo
mismo en pueblos y villorrios, donde ¡tanto hay que ver!
Vuelvo a decir que el Patronato del Turismo ha hecho ya una gran labor creando
los paradores de Santillana, Gredas, Aranda de Duero, Úbeda, Alhama… Mas no
basta; hay mucho recelo tocante a nuestra cocina: el sabor de aceite no suele gustar a
los extranjeros. Nuestro hispanísimo orgullo no se aviene a que se discutan nuestros
guisos; pero, pésenos o no, nuestra cocina goza de mala fama de fronteras para
afuera. El aceite no gusta si no se está acostumbrado; ahora bien: muchas veces no es
el guiso el que tiene la culpa, sino el que lo ha guisado. El sabor de aceite se borra o
se disimula si es bueno el aceite y si se ha tenido cuidado de pasarlo friendo en él
previamente, antes de usarlo, un trozo de pan bien remojado en agua o vinagre; y
esto, ¿cuántos lo hacen? Muy pocos, pues entre nosotros ese sabor no molesta, y
hasta hay quien le gusta.
Pues bien; ese pequeño detalle ha sido muchas veces la causa de que nuestros
guisos adquiriesen mala fama; por tanto, creo que sería labor patriótica repartir
folletos donde se divulgara el método, metiéndole a golpes en la cabeza si fuera
necesario, a fin de convencer a muchos testarudos de que nos conviene que los
turistas coman bien.
Habrá quien diga: «Cuando vamos a Francia tenemos que comer con mantequilla;
así que a quien no le guste el aceite que no venga».
Eso no es razonar, pues de lo que se trata es de atraer al turista —en bien nuestro
—, y no de hacerle huir; por tanto, hemos de poner los medios para ello e inculcarle
la seguridad de que, vaya donde vaya, comerá a su gusto.
Cuanto digo es por experiencia propia. Pasé un mes de agosto en un pueblo de la
provincia de Burgos, colocado tan estratégicamente que por él habían de pasar todos
los vehículos. A la hora de almorzar y comer eran innumerables los autos que paraban
ante la fonda con ribetes de hotel donde me alojaba. Pues bien; todos se iban echando
pestes de nuestra cocina, y era tanto más de lamentar cuanto que todos los alimentos
podían incluirse entre los de primera (menos el aceite, que francamente era malo).
Quise aleccionar a la cocinera, y… me mandó a paseo. Dijo que friendo el aceite
se consumía y tenía que echar más, y como la cocinera era además la dueña, no hubo
manera de convencerla.
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CAPÍTULO II
La mesa y sus alrededores
El arte en la mesa
La mesa es de los muebles más remotos, fabricándose desde la más tosca hasta
constituir una obra de arte, y hasta una joya.
En la Edad Media la mesa corriente solía ser de roble y muy maciza; pero
también las había de oro y plata…
Las crónicas nos hablan de ellas, y también han conservado los nombres de
algunos de sus dueños.
San Remi poseía una mesa de plata magníficamente labrada; Carlomagno poseía
varias mesas de plata maciza de gran tamaño y otra de oro puro.
Pero la maravilla de las maravillas pertenecía a nuestro rey Pedro el Cruel o
Justiciero. Confeccionada de oro puro, estaba cubierta de pedrería fina y de perlas de
Oriente, todas redondas y de un grosor enorme.
En aquellos tiempos eran frecuentes los muebles fabricados con oro y plata (entre
príncipes y reyes). El Papa Inocencio II envió a la moneda cuantos muebles, vajilla,
bandejas, etcétera, de oro y plata poseía, a fin de sufragar los cuantiosos gastos de su
cruzadas contra los infieles.
Los reyes búlgaros poseían dos enormes vasijas de oro puro, de ochocientas libras
de peso cada una, las cuales cayeron en manos de Constantino V, como botín de
guerra.
En 1392, los reyes de Inglaterra Ricardo II y su esposa Ana, para conmemorar su
entrada en Londres, fueron obsequiados por las entidades de la capital con soberbias
coronas de oro.
La del rey ostentaba el emblema de la Santísima Trinidad, y la de la reina, la
imagen de su patrona, Santa Ana.
En 1396 tuvo lugar en Calais la entrevista del rey Carlos VI de Francia con
Ricardo II, rey de Inglaterra. El francés regaló al inglés una gran copa de oro
guarnecida con pedrería y un aguamanil igualmente de oro, y el inglés le
correspondió con dos hermosas ánforas, igualmente de oro y pedrería, destinadas una
a «poner agua» y la otra para «beber cerveza».
Bertran du Guesclin trajo de sus correrías por España tal cantidad de muebles,
enseres, vajillas y utensilios de oro y plata que causó la admiración de propios y
extraños; destacando una gran palangana de oro, una de las más preciadas joyas del
tesoro de don Pedro y donada al Du Guesclin por el de Trastamara.
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Pero los muebles, vajillas, etc., más suntuosos, todo ello de oro y plata,
pertenecieron al duque de Borgoña, Felipe el Bueno, abuelo del emperador Carlos V
de Alemania y I de España.
Durante toda la Edad Media y el Renacimiento, el mueble de lujo por excelencia
fue el aparador, las personas pudientes tenían varios; en ellos se colocaba cuanta
vajilla y utensilios de plata y oro poseía la familia.
España, debido al descubrimiento del Nuevo Mundo, fue la que batió el record
tocante a plata labrada.
Luis XIV, en el apogeo de su reinado, hizo labrar todo el mobiliario de Versalles
en oro y plata: mesas, consolas, aparadores, taburetes, candelabros, todo de metal
precioso. Pero en el ocaso de su vida hubo de enviar todo a la moneda, a fin de
sufragar los cuantiosos gastos de sus eternas guerras.
Por cierto, que bien le pesó luego el haberlo hecho, pues escasamente obtuvo
unos cuatro millones de numerario, desperdiciando en cambio cuanto de valor
artístico suponía.
En España, como decíamos antes, era donde más plata labrada había, hasta los
braseros se fabricaban con dicho metal, y mis lectores podrán comprobar en el
transcurso del libro cuánto abundaba y la admiración que producía en los extranjeros
nuestras inmensas bandejas, su abundancia, así como la de los candelabros, velones,
etc.
No nos imaginamos que se pueda comer sin tenedor, y, sin embargo, este utensilio
es de invención reciente y de uso más reciente aún.
El utensilio de mesa más antiguo fue el cuchillo y luego la cuchara.
Ésta fue anterior al tenedor no solamente en siglos, sino en épocas, y se
comprende, pues lo creó la necesidad. Los alimentos sólidos se cogen con las manos
y los desgarran los dientes; los líquidos cabe sorberlos en cuencas naturales —tal una
calabaza— pero no las papillas ni las lentejas de Esaú, pongo por ejemplo.
El hombre, por tanto, hubo de ingeniarse. Suponemos que la primera cuchara
sería una torta de trigo, maíz o mijo; luego, impelido, como decimos, por la
necesidad, ahuecaría un trozo de madera o labraría toscamente un sílex.
Nosotros tan sólo podemos hablar sobre lo que se ha encontrado en tumbas o ha
salido a la luz con excavaciones: poseemos bastantes ejemplares de cucharas
individuales en colecciones y museos, y ningún tenedor; tan sólo algún tosco tridente,
propio de cocina.
Los romanos usaban cuchara, aun cuando no tenían la forma moderna. Se trataba
del pequeñas espátulas de madera o marfil, que llamaban cocheare.
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Después de los romanos, los primeros en hacer uso de cuchara fueron los suizos,
luego los españoles y a éstos siguieron todos los demás.
Sorprende cuánto tardó en imponerse la costumbre del tenedor, ya que tridentes
de hierro se han encontrado en las excavaciones de Pompeya, pero tan sólo en las
cocinas, junto a los fogones.
Los egipcios desconocían el tenedor; al menos no se ha encontrado ninguno en las
necrópolis, hallándose, en cambio, gran número de cucharas, algunas verdaderas
obras de arte.
En los libros de Homero se comprueba que los griegos comían con los dedos. En
los banquetes dados a los pretendientes de Penélope éstos cogen ansiosamente con las
manos cuantos manjares se hallan a su alcance (téngase en cuenta que esos ansiosos,
si creemos a Homero, eran todos reyes y príncipes). Las ánforas decoradas, así como
las descripciones de los autores de la antigüedad, demuestran que aun en el período
más álgido de la civilización grecorromana se comía con los dedos. Ovidio
recomienda a las damiselas que aprendan a comer con pulcritud y a llevarse los
alimentos a la boca sin mancharse la ropa, y esas mismas costumbres persistieron
durante la Edad Media y muy entrada la Moderna. Luis XIV y su madre, la
efinadísima, y pulcrísima Ana de Austria, comían con los dedos, y Tallemant des
Réaux (siglo XVII) cuenta que el canciller Seguier era un guarro, ya que su plato
ofrecía una repugnante mezcolanza que comía a manos llenas, metiéndolas en la salsa
hasta el puño.
Mientras persistió la costumbre de meter las manos en las fuentes, cogiendo cada
cual lo que le apetecía, para el bien de todos, se impuso el previo[10] lavado de las
manos, y no fiándose de que lo hicieran en privado, fue obligatorio hacerlo en común.
En un tratado de buenas costumbres publicado en 1544 por Della-Casa, obispo de
Benavente, y traducido al francés en 1668 por Duhamel, se dice lo siguiente: «Soy de
parecer que no debe uno lavarse las manos en público; son menesteres que conviene
hacer en privado. Sin embargo, es conveniente, antes de sentarse a la mesa, lavarse
las manos en presencia de todos, aun cuando no fuera necesario, para que no haya
duda de que están limpias al meterlas en los platos».
En tiempos de Homero, ese lavamanos era considerado de obligación para todos,
y otro tanto sucedía en Roma.
Los franceses del siglo XIII, en vez de decir que la comida estaba servida, decían
corner l’eau (cornear el agua), por ser una llamada que se hacía con un cuerno de
caza para que todos los que fueran a comer procedieran a lavarse las manos.
Esa costumbre explica la cantidad de jofainas y jarras de plata a nos legadas por
la Edad Media y del Renacimiento.
Los refinados volvían a lavarse por segunda vez antes de servir los postres.
Unos pajes con jofainas y jarras daban la vuelta a la mesa vertiendo agua de rosas
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para que se lavaran los comensales, mientras otros presentaban suntuosas toallas para
que se secaran.
Los romanos se lavaban a cada servicio, y las comidas de entonces, contándolas
por series, no dejaban de ser un engorro con tanto lavote. Según cuenta la Historia,
«los festines de Heliogábalo eran tan espléndidos que a veces se servían veintidós
servicios, integrando cada uno un número infinito de platos distintos».
Y si se lavaban a cada servicio, pues veintidós veces…
Los comensales menos refinados «se chupaban los dedos hasta el codo»; metáfora
que entonces era realidad.
También hay un proverbio que dice «hasta morderse los dedos»; esto les sucedía a
los voraces, y Montaigne confiesa que le sucedía a menudo por precipitado.
No se concibe por qué tardó tanto en generalizarse el tenedor, ya que era conocida
la cuchara y los tridentes que usaban para la cocina.
El Libro de los Reyes menciona un tridente, que se empleaba para echar la carne
de las víctimas en una caldera.
Y el museo del Louvre posee un tenedor de dos púas ricamente labrado que
proviene de las excavaciones de Khorsabad, y el British Museum posee otro de
Konioundjik. Homero menciona un tenedor que servía para asar las carnes. En las
excavaciones de Pompeya se han hallado muchos tenedores en forma de tridente de
varios tamaños, pero todos muy burdos y propios para la cocina. No hay un solo
autor antiguo que haga la menor referencia del tenedor como utensilio de mesa.
Fue Italia la que inventó todos los refinamientos de la mesa, pero no sabemos a
ciencia cierta quién inventó el tenedor.
Algunos historiadores atribuyen su invención y la idea de usarlo en la mesa a una
princesa de origen bizantino que se casó en Venecia, en 1095, con Pristo Agricola
Argila. El marido se sorprendió mucho durante la comida de bodas al ver que su
mujer se servía para comer de un pequeño tenedor de oro con dos dientes, cosa que
jamás se había visto en parte alguna. Desde ese día se comió en palacio con unos
tenedores de plata. Pero esta innovación no tuvo éxito alguno y en lugar de
extenderse rápidamente quedó de uso exclusivo de la corte. Sin embargo, pasado
algún tiempo, el tenedor empezó a aclimatarse en Italia y franqueó las fronteras, pero
sólo a título de objeto de lujo.
En España debió aclimatarse en seguida, ya que Montiño, cocinero mayor del rey
Felipe III, lo menciona repetidas veces en su libro Arte de Cocina, y como objeto de
uso corriente, ya que dice que los ayudantes de cocina «cojan siempre las viandas con
el tenedor».
En Francia no se hizo de uso corriente hasta el siglo XVIII, y en Inglaterra, aun en
1610, consideraban coma una extravagancia que el trotamundos Tomás Coryate
hubiese adquirido en Italia la costumbre de usar el tenedor, por considerado un objeto
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inútil.
Anteriormente al tenedor se usaron unas espátulas; pero no servían para comer,
sino para coger las viandas y trasladarlas de las fuentes al plato.
Enrique III de Francia (siglo XVI) fue el primero en usar a diario tenedores de
plata. El duque de Alba los introdujo en Flandes, causando la admiración de las
damas por la gracia y soltura con que manejaba sus tenedores de oro. Los tenedores
entonces tan sólo tenían tres púas.
Y fue por aquel entonces cuando se pusieron de moda las cucharas y tenedores de
largo mango. Moda impuesta por las golas, tan enormes que hicieron exclamar a un
palaciego que «todas las cabezas parecían cabezas de San Juan Bautista colocadas en
bandejas».
La gente adinerada tenía cucharas y tenedores de plata; el pueblo los imitó usando
cucharas y tenedores de madera; mas comprendiendo su fragilidad fueron
sustituyéndolos por otros hechos de hierro y estaño.
No se vayan a creer que los cubiertos abundaban como hoy día; los mismos reyes
sólo tenían un cubierto (tenedor, cuchara y cuchillo), que venía encerrado en un
cofrecito y cuya llave guardaba el mayordomo. En cambio las bandejas y vajillas de
plata abundaban.
No hay que creer que es fácil comer con tenedor no estando acostumbrado; su uso
y costumbre costó implantarlos, pues la gente consideraba más fácil comer con
cuchara; hoy día, en lugares apartados, tampoco el tenedor es de uso general.
Los moros siguen comiendo con los dedos, y de todos es sabido que los chinos
comen el arroz con unos palillos de madera o marfil; y habrá quien pregunte: ¿Cómo
es posible comer arroz con palillos? Muy fácilmente, si se considera que los chinos
no comen el arroz directamente (no sería posible), sino que sirviéndose de estos
palillos cual unas pinzas, cuyo eje fuese el índice, ayudado éste por los otros dedos,
cogen con las puntas una tajadita de carne o un trozo de pescado, y envolviéndole en
el arroz, cuya taza sostienen con la otra mano cerca de la barba, hacen saltar vianda y
arroz dentro de la boca. Después de unos cuantos ensayos, cualquier europeo hará
otro tanto.
Los platos individuales hicieron su aparición hacia el año 1650. Al final del
reinado de Luis XIV, este monarca, a fin de sufragar los cuantiosos gastos que le
ocasionaban sus continuas guerras, tuvo que enviar a fundir a la moneda sus vajillas
de plata, y la crónica dice que las reemplazó con loza.
España era el país donde había más plata; hasta los braseros se hacían de ese
metal. La condesa de Aulnoy, en su viaje por España, no dice nada tocante a los
cubiertos; en cambio, describe y se extasía ante los velones de plata y las enormes
bandejas del mismo metal que veía en casa de los grandes…
Dice también que los dulces venían todos envueltos en papeles dorados para no
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mancharse las manos al cogerlos.
Respecto al cuchillo nada tenemos que decir, pues es sabido que ha existido de
tiempo inmemorial. Sin embargo, en los óleos que reproducen banquetes (Primitivos
y Renacimiento) se ven algunos cuchillos encima de las mesas pero no individuales.
Nos figuramos que corrientemente los hombres usaban los que llevaban al cinto; en
cuanto a las mujeres, solían llevar también un cuchillito en el estuche donde iban su
dedal, tijeras, etcétera.
Manteles y servilletas
La manera de comer del hombre es hacerlo con las manos, y es tan congénito en
nosotros que nos encanta comer las patatas fritas a la inglesa con los dedos y engullir
un muslo de pollo a bocados… (Bien es verdad que comida con tenedor la mitad de
la carne queda adherida al hueso…).
A medida que el hombre fue civilizándose ganó terreno el aseo, y,
consecuentemente, lavarse las manos antes y después de las comidas, y hasta en el
transcurso de la comida, cuando las manos chorreaban grasa y salsa. Para sustituir los
engorrosos 1avatorios se recurrió a expedientes bastante primitivos.
Los griegos del tiempo de Aristófanes se limpiaban y frotaban las manos con
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miga de pan, que tranquilamente tiraban al suelo una vez bien impregnada de grasa y
salsa[11].
Los orientales hacían otro tanto con una masa hecha con agua y harina, y algunos
refinados usaban un procedimiento que hoy día nos repugnaría sobremanera:
limpiarse las manos restregándolas en las cabelleras de jóvenes esclavos que para el
objeto se sentaban a los pies de sus amos. (Suponemos que las damas harían otro
tanto con sus esclavas —tal vez preferirían esclavos, por llevar las cabelleras más
cortas y más fáciles de limpiar—; pero ¡qué incomodidad comer con un esclavo a los
pies!). Los caballeros y damas de la Edad Media hacían una cosa parecida,
sustituyendo las cabelleras de los esclavos con el pelaje de sus perros.
Los escitas usaban como servilletas las cabelleras escalpadas de sus enemigos;
cuantas más cabelleras podían presentar, tanto más arrojado y valiente era el
poseedor.
En Roma, bajo el reinado de Augusto, eran aún desconocidos manteles y
servilletas; la prueba de ello nos la da Ovidio al referimos lo que le acaeció a él;
sorprendió la declaración que un rival suyo hacía a su amada, escribiéndola encima
de la mesa, con el dedo mojado en vino, y la infiel le contestaba por el mismo
procedimiento. Ovidio se consoló de tamaña traición componiendo una elegía.
Posteriormente se introdujo la costumbre de cubrir las mesas con ricos manteles
de lino bordado, paños de lana fina y hasta de seda, denominados los motiles. Bien
pronto se usaron también servilletas. En un fresco de Pompeya se ve una servilleta
colgada junto a unos comestibles; la servilleta parece ser de lienzo y está adornada
con flecos.
Petronio, en su Satiricón, menciona la servilleta del grotesco Trimalcion; la
describe como hecho; de un hermoso lienzo adornado con bordados y tiras de
púrpura, y se mofa de que se la anudara al pescuezo cosa que tan sólo hacía la gente
grosera.
Todo esto prueba que la servilleta era de uso corriente entre los romanos. Los
clásicos nos dicen también que al principio cada invitado traía su correspondiente
servilleta como complemento de su atavío; pero pronto se percataron que los esclavos
las aprovechaban para llevarse sus latrocinios envueltos en ellas, y en vista de ello se
decidió que el anfitrión proveyera de ellas a sus invitados.
Las telas de lino que Roma adquiría en fábricas extranjeras eran de gran valor y
muy codiciadas; por tanto, los desaprensivos y los parásitos que, al decir de los
clásicos, pululaban en Roma hurtaban cuantas podían. Catulio se queja amargamente
de un tal Asimio, que le sustrajo una servilleta, y al que amenazó con difamarlo en
trescientos versos de once decasílabos cada uno si no le devolvía lo robado. Marcial
imputa igual latrocinio a un tal Hermógenes, asegurando que era su profesión favorita
dedicarse a robar lienzos tan apreciados, y añade que habiendo tenido los contertulios
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la precaución de no traer servilletas por temor a los ladrones, el tal Hermógenes, muy
ladino, sustrajo el mantel.
Estos robos y las censuras que ocasionaban prueban en cuánta estimación se
tenían en aquel entonces los manteles y servilletas.
Alejandro Severo, menos fastuoso, poseía servilletas de lienzo rayado, fabricadas
exclusivamente para él, y Heliogábalo las poseía de lienzo pintado. Tabello Pallión,
nos dice Gallia, no usaba más que manteles y servilletas de paño de oro.
Mientras tanto, otros pueblos primitivos, tales como los celtas, se secaban las
manos aprovechando los haces de heno que utilizaban como asientos. Los espartanos
colocaban al lado de cada comensal un montón de paja para el mismo uso…
Vino el derrumbamiento del Imperio romano y con él desaparecieron los manteles
y las servilletas, no volviendo a reaparecer hasta el siglo XIII, y esto solamente en las
mesas de príncipes y reyes.
Los cronistas mencionan como objeto de gran lujo seis servilletas que la ciudad
de Reims regaló al rey de Francia Carlos VII (contemporáneo de Juana de Arco)
cuando su coronación en dicha ciudad.
Las servilletas no eran desconocidas en la Edad Media; lo que no se usaban era
individuales, pues antes y después de las comidas los pajes pasaban palanganas con
agua perfumada para que se lavaran las manos los contertulios y acto seguido
presentaban una servilleta, más bien una toalla, para que se secaran.
El lujo de la mesa resurgió primeramente en Italia, cosa natural, pues corrió
parejas con el Renacimiento. Podemos comprobarlo en el célebre cuadro de Veronés
Las bodas de Caná, donde se despliega un lujo fiel reflejo de la época —los artistas
de la Edad Media y el Renacimiento no se preocupaban de arqueología—; vestían a
sus personajes bíblicos como próceres del siglo XV, y otro tanto hacían con las
estancias, muebles y enseres; por tanto nos han dejado abundantes datos sobre el vivir
de su época.
El boato italiano pasó los Alpes con Catalina de Médicis[12], mujer refinadísima.
El lujo de la mesa fue aumentando en los reinos sucesivos, hasta alcanzar su apogeo
en el siglo XVII y sobre todo en el siglo XVIII.
En el siglo XVII, los manteles en Francia, Inglaterra, Bélgica, y suponemos que en
España, aun cuando no tenemos datos sobre ello, eran de hermoso damasco; los
manteles llegaban hasta el suelo, y los pliegues del planchado quedaban marcados;
esto lo decimos por los cuadros de la época, que siempre que se trata de una mesa
cubierta con un mantel se ve que el pintor ha tenido buen cuidado en «marcar» los
pliegues.
En Italia, y sobre todo en Venecia, los manteles eran lujosísimos, con
incrustaciones de encaje de Venecia.
En la corte de Luis XIV los manteles eran de damasco, llegando hasta el suelo, y
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las servilletas, inmensas, se almidonaban y luego se planchaban dándoles formas
fantásticas: de mitra, de flor, de abanico, etc., etc., y referente a dichas servilletas
almidonadas y planchadas en formas distintas contaremos la siguiente anécdota:
San Vicente de Paúl, que entonces era sencillamente un sacerdote virtuosísimo,
un verdadero ángel de la caridad, muy protegido por la reina madre, monsieur
Vincent de Paul, como le llamaban entonces, estaba fundando la orden de las
Hermanas de la Caridad. Todas las damas de la corte le ayudaban con sus
aportaciones pecuniarias a la fundación y discutían acaloradamente sobre cómo
habrían de vestirse las hermanas. Quedaron conformes tocante al hábito, no
poniéndose de acuerdo respecto al tocado, cuando Luis XIV tuvo una inspiración (tal
vez harto de oírlas discutir). Acababa de sentarse a la mesa con mademoiselle de
Lavallière, su gran favorita, cuando, cogiendo su servilleta, sin desdoblarla, se la
plantó a Lavalliere en la cabeza, quedando en la forma que se ve hoy día, como dos
alas de golondrina desplegadas…
Todos los presentes pegaron gritos de admiración, y al momento quedó resuelto el
conflicto de la toca.
Algo así tuvo que ser; de lo contrario, no se concibe un artefacto tan incómodo y
engorroso.
El hábito es exacto a los trajes que llevaban las mujeres de clase modesta del siglo
XVII; es un verdadero documento; el cuerpo lleno de costadillos, el delantal con media
hilera de frunces, las mangas anchas y dobladas.
Las españolas han transformado bastante el hábito: lo han cambiado por negro, y
la cofia, en vez de desplegarse en alas, se recoge.
* * *
Los manteles y servilletas hoy día son de uso imprescindible aun para las clases
más modestas, siguiendo las fluctuaciones de la moda. Se fabrican más o menos
ricamente; se varía de color, se bordan, se incrustan, se deshilan, se adornan con
encajes, con lazos, pasacintas…
Ultimamente se pusieron de moda mantelillos individuales de lienzo bordado, de
encaje y hasta de esparto fino.
Todo eso está muy bien, pero lo que no pasa de moda y resulta más limpio y
confortable es un hermoso mantel adamascado, bien blanco y perfectamente
planchado; ésa es mi opinión, pero no pretendo imponérsela a nadie, y no se me
olvidará nunca una comida en casa de un prócer en que el mantel y las servilletas
eran de raso negro; resultaba bastante lúgubre, pero la marquesa había conseguido lo
que buscaba: dejarnos estupefactos (tal vez hubiera preferido admirados).
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Comidas de antaño
En Roma el lujo desenfrenado de la mesa fue en aumento hasta que se derrumbó
el Imperio y vino el eclipse.
Los bárbaros hicieron retroceder en muchos siglos el arte de la mesa, y en el siglo
V, en tiempo de San Crisóstomo, se apagó esa civilización que tanto había
enorgullecido a los romanos y, como dice Carême:
«Cuando ya no hubo cocina en el mundo, tampoco hubo literatura, inteligencia
elevada y rápida, ni inspiración, ni idea social».
Felizmente, los monasterios se encargaron de conservar algo de la cultura y
civilización romanas. Roma, ciudad privilegiada, tuvo dos civilizaciones: después de
los emperadores, los Papas.
Las demás naciones estaban muy atrasadas tocante a la comida, y durante muchos
siglos siguieron comiendo barbaramente en todos los sentidos.
Como lo hemos dicho antes, la cocina se había refugiado en los monasterios, con
la diferencia que la coquinería de pagana se había vuelto cristiana dividiéndose en
comida grasa y en la de vigilia.
Un viejo pergamino procedente de la antiquísima abadía de Saint-Corneilles
relata el banquete con el que fue obsequiado por el padre prior el rey de Francia Luis
VII de nombre, allá por el siglo XII. El monje cronista empieza por decirnos que el
banquete costó setenta y ocho sueldos y ocho ochavos (¿quién nos dice lo que esto
supone en moneda actual?), y «constó» de cincuenta y seis viandas distintas. El menú
se componía de catorce sopas distintas: dos al vino, una de cerveza (de la que
guardan los alemanes la tradición), dos de crema, dos de pescado, otra de coles, la
siguiente de calabaza y las restantes de caldo de carne y ave.
También fueron catorce los asados, y catorce las ensaladas, y catorce los «limones
espolvoreados de especias que adornaban los asados…»[13].
Perdices, conejos, liebres, venados, jabalí, capones, faisanes y pavos reales, estos
últimos reconstituidos y presentados con sus plumas; frutas frescas y de conservas,
nueces, almendras y avellanas, mazapanes y tartas abundantemente emborrachadas de
vino y bien embadurnadas de miel y provistas de especias. Como vinos, moscatel de
Arlés y «mettogrecjoya» (vino griego).
Debo advertir que entonces la comida se dividía en varios servicios, que de cada
manjar había varias piezas y que cada servicio, constara de los platos que constara, se
colocaba íntegro y a la vez en la mesa; que los manjares se servían en inmensas
bandejas de estaño o madera y que los tenedores eran desconocidos… Lo que no se
tomaba con cuchara se cogía con los dedos, y como se trataba de una mezcolanza de
ostentación y barbarie, cuando lo requerían las circunstancias se presentaban pajes
portadores de jofainas con agua de rosas para que se lavaran las manos los
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comensales, y, en cambio, no se ponían platos individuales. Éstos se reemplazaban
por tortas de pan, las cuales, una vez empapadas de salsa, se tiraban al suelo[14]. Los
perros se encargaban de comerlas, así como los huesos y espinas, que seguían igual
camino.
¿Qué diría hoy el anfitrión a quien le dejaran en tan lastimoso estado su bien
encerado piso?… Tampoco se ponían vasos en la mesa. Quien tuviera sed pedía de
beber al encargado de escanciar el vino y generalmente tan sólo había un vaso o copa
para todos. Bien es verdad que era de buen tamaño y siempre de oro o plata,
artísticamente labrado…
Durante estos festines era costumbre dar «entremeses». Entremés, mal traducido
del francés, quiere decir textualmente «entre alimentos». Nosotros designamos así los
aperitivos, o sea lo primero que se come, y los franceses del hoy día llaman
«entremets» al postre de cocina. Ellos y nosotros hemos alterado su sentido primitivo,
ya que en la Edad Media, época de festines pantagruélicos, denominaban así unos
espectáculos o mascaradas con que se obsequiaba a los invitados entre servicio y
servicio —cada servicio constaba de varios platos, y a veces había quince o veinte
servicios—; por tanto, nada es de extrañar que de vez en cuando necesitaran de un
reposo o «entreacto».
Froissard, que fue cronista del rey San Luis de Francia, cuenta que en el año
1237, en las bodas de Oroberto (hijo de San Luis) con la condesa de Artois, hubo
espectáculos muy variados durante el banquete: un caballero montado sobre un
soberbio caballo atravesó la sala a la maroma sobre un cable que pasaba por encima
de la mesa (¿y si se hubiese caído?). En las cuatro esquinas de la mesa instalaron
unos músicos montados sobre bueyes (?). Perros sabios disfrazados de bailarines
lucieron sus gracias, mientras monos montados sobre cabras hacían como que
tocaban el arpa…
Pero esto no es nada comparado con el «entremés» con que fue obsequiado el
emperador Carlos IV de Alemania por el rey Carlos V de Francia.
Una nave con todo su velamen desplegado entró en la sala. Ostentaba pendones
con las armas de Jerusalén, y en el puente iban unos cruzados con Godofredo de
Bouillon al frente, cubiertos todos con soberbias armaduras. La nao avanzaba sin que
se viera quién la movía. Detrás venía una carroza representando a Jerusalén, con sus
torreones y murallas cubiertas con sarracenos. Se juntaron ambas, y los cruzados,
descendiendo del navío, asaltaron a los infieles. Éstos se defendieron denodadamente,
tumbando escalas y caballeros; pero al fin éstos consiguieron clavar la cruz en el
torreón y los comensales se levantaron para saludarla.
En el año 1453 el duque de Borgoña Felipe el Bueno organizó un festín en Lille
para festejar la cruzada contra Mahomet II. La mesa, ¡y qué mesa!, soportaba varias
maquinarias representando una nave que se balanceaba sobre las olas; otro artefacto
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figuraba una iglesia. En el centro de la mesa un pastel enorme lleno de pequeños
autómatas tocando instrumento de música.
Delante de los príncipes había un estrado en el que se representó un misterio
primero y luego la conquista del Toisón de Oro. Al final del banquete hizo su
aparición un gigante guiando un elefante, el cual soportaba una torre, y dentro de ésta
iba una joven cubierta con un velo simbolizando la religión católica, cautiva de los
musulmanes. Al mismo tiempo entró otra joven llevando un faisán dorado, y todos
los comensales juraron sobre éste rescatar la Palestina.
En las bodas de Carlos IX, hijo de Catalina de Médicis, se representó como
«entremés» el sitio de Troya.
Claro está que los particulares no podían proporcionarse esos lujos; sin embargo,
en llegando la ocasión también hacían sus «pinitos».
Cuenta la crónica que este mismo Carlos IX se invitó un día a comer en el castillo
de un conde que residía en Carcasonne. El buen conde tuvo una ocurrencia que fue
muy celebrada —¡como que ha llegado a nosotros!—: Esto fue que al terminar el
regio festín se abrió el techo de la habitación y apareció una nube, y tras un trueno
terrible descargó sobre la concurrencia un terrible pedrisco de almendrucos y acto
seguido una lluvia de agua de rosas.
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En Francia, lo mismo que en España (véase Montiño), se colocaban en la mesa
una serie de platos que quedaban permanentes, y de los que se servía a discreción
durante toda la comida; éstos eran: jamones, cabezas del jabalí, carnes fiambres,
frutas variadas, etc.
En los grandes banquetes generalmente había dos mesas, una para las damas y
otra para los caballeros. En tiempo de Isabel la Católica las damas y caballeros de la
corte comían juntos. Su confesor la reconvino porque lo permitiera. Isabel se disculpó
diciendo que así lo había visto siempre en la corte de su padre y en la de Portugal,
pero que iba a enterarse bien y si ofrecía algún inconveniente esta promiscuidad, que
la prohibiría…
El puesto de honor era en la cabecera de la mesa, donde se colocaba a la persona
que se quería honrar. Ésta tenía ciertos privilegios: un lacayo permanente detrás de
ella y cambio frecuente de platos y servilletas durante el banquete.
Antes de empezar a comer se lavaban las manos en hermosas palanganas de plata
y se rezaba el Benedicite.
Las viandas eran pesadas y muy nutritivas. Primero, la sopa; después, huevos,
pichones rellenos, morros, salchichas, picadillos, que Montiño llama «jigote», pollos
en salsa; a continuación, carne cocida, vaca, gallina, cordero; después, los asados, que
nos dejan estupefactos por la variedad —ternera, carnero, cerdo, perdices, liebres,
conejos, capones, etc., etc.—, y como condimentos, aceitunas, pepinillos, alcaparras,
melones, naranjas y limones.
Después del asado se servían los pescados…, y poco o nada de hortalizas.
Los postres se componían de frutas del tiempo, conservas y pasteles…
Los vinos, muy abundantes; pero resultaba muy incómodo el beberlos, ya que
había que pedirlos cada vez al lacayo, el cual los presentaba ya servidos…
Una vez terminada la comida los maestresalas ofrecían mondadientes; la gente
educada los tiraba, pues no era «elegante el conservados en la boca, y menos
colocados detrás de la oreja».
Seguidamente volvían a traer las palanganas de plata con agua de rosas para que
se lavasen las manos…
Y ahora, para solaz de mis lectores, les diré lo que no se debía de hacer en la
mesa: rascarse la cabeza, sonarse con los dedos, comer a dos papos, sonarse con la
servilleta, pasársela por la cara, limpiar con ella el plato… Igualmente se recomienda
que se chupe los huesos con delicadeza, y cada vez que estén sucias las manos
«primero limpiárselas bien con miga de pan y luego con la servilleta». Está permitido
escupir en el suelo si lo que se tiene en la boca está duro o repugna. Si es sólido, se
echa en la mano y luego al suelo; pero si es líquido bastará con volverse de costado
(no nos sorprende que los comedores tuvieran baldosas…).
Entonces era costumbre que los hombres comieran con el sombrero puesto, y
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hubiera sido una inconveniencia el quitárselo, aun comiendo con el rey. Luis XIV,
que siempre estaba sofocado, se paseaba con la cabeza descubierta, pero se ponía el
sombrero para comer. Esta costumbre que nos choca tanto era entonces muy elegante.
El duque de Luynes (siglo XVIII), tan preocupado siempre de cuestiones de etiqueta,
observa que en su tiempo ya no se estilaba, pero no precisa desde cuándo.
* * *
Se queda uno estupefacto cuando lee las cantidades tan enormes de viandas que
era costumbre servir antiguamente, no solamente en banquetes, sino hasta en comidas
diarias.
Esto lo decimos en similitud de comidas, pues recordamos que aún no hace tantos
años que no se concebía una comida sin entremeses, sopa, cocido y dos o tres
principios, amén del fiambre, queso y varios postres…
Luis XIV ha dejado una fama de tragón que ha llegado hasta nosotros.
El duque de Saint-Simon, en sus célebres Memorias, que abarcan desde fines del
siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII, comenta y no para sobre el enorme apetito
de dicho rey: «Comía —dice— tan prodigiosa y sólidamente que jamás se
acostumbraba uno a verlo».
Cualquiera se asustaría ante la enumeración de platos que se servían en la mesa
de dicho rey (un centenar), si no se supiese que parte de ellos los consumía la
servidumbre de palacio, y las sobras eran vendidas a los versalleses en unas tiendas
destinadas al efecto, establecidas junto al cuartel de los guardias de corte.
Luis XIV, hasta sus últimos años —vivió hasta los setenta y ocho—, bebía casi
exclusivamente vino de champagne y agua helada, y esta última en todas las comidas,
así en verano como en invierno. Ya viejo bebía vino de Borgoña mezclado con agua,
mitad y mitad, y solía bromear sobre ello diciendo que algunos ilustres extranjeros
buen chasco se llevaban al querer compartir su bebida. No tomaba licor alguno, ni té,
ni café, ni chocolate. Se desayunaba con un vaso de agua y vino y una corteza de pan,
y ya viejo lo sustituyó con dos tazas de salvia. Entre las comidas y al acostarse bebía
algunos vasos de agua helada aromatizada con azahar, y de vez en cuando chupaba
alguna pastilla de canela.
En su senectud se volvió muy estreñido; Fagon, su médico de cámara, para
contrarrestarlo, le hacía comer antes de las comidas frutas heladas, tal como melón,
moras o higos, y éstos muy pasados, y como postre más fruta aún, siempre tomada
con exceso, amén de una enormidad de dulces y bombones —lo cual sorprendía
siempre a quien le viera comer (Luis XIV comía y cenaba siempre en público;
muchas veces él solo en una mesa, y rodeado de una multitud de cortesanos y
curiosos).
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Fagonn no estaba conforme con este régimen, y sigue diciendo Saint-Simoil: «era
de ver los visajes y muecas que hacía, sin atreverse a morigerarle, contentándose con
hacer alguna que otra observación a Livry y Benoist, sus maestresalas, los cuales le
contestaban que su encargo era darle de comer a gusto, y él, a purgarlo».
No probaba ni caza ni aves acuáticas, pero de todo lo demás en cantidades
fabulosas, aun en días de vigilia, que practicó rigurosamente hasta la vejez. En los
últimos años de su vida, solamente durante la Cuaresma y no todos los días de
precepto. Cuando le hicieron la autopsia dicen que, a pesar de sus setenta y ocho
años, conservaba todo el aparato digestivo en perfecto estado, con la particularidad de
que sus intestinos era el doble de la largura y anchura corriente.
Murió de gangrena senil.
* * *
Voltaire decía que una persona que hubiese comido coles y cerdo hasta saciarse
no podía tener el espíritu tan despejado como el que se contentase con una pechuga
de ave.
* * *
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sus anchoas, Sevilla sus ostras, Lisboa sus lenguados, Extremadura sus aceitunas,
Toledo sus mazapanes y Guadalupe cuantos guisos inventaba la fértil fantasía de sus
innumerables cocineros».
Describiendo el monasterio de Yuste otro insigne escritor, Pedro Antonio de
Alarcón, evoca el mismo tema: «Carlos V fue el más comilón de los emperadores
habidos y por haber. Maravilla leer el ingenio, verdaderamente propio de un gran jefe
de Estado Mayor militar, con que resolvía la gran cuestión de vituallas,
proporcionándose en aquella soledad de Yuste los más raros y exóticos manjares. Sus
cartas y las de sus servidores están llenas de instrucciones, quejas y demandas, en
virtud de las cuales nunca faltaban en la despensa y cueva de aquel modesto palacio
de Yuste los pescados de todos los mares, las aves más renombradas de Europa, las
carnes, frutas y conservas de todo el Universo. Con decir que comía ostras frescas en
el centro de España, cuando en España no había siquiera caminos carreteros, bastará
para comprender las artes de que se valdría a fin de hacer llegar en buen estado a la
sierra de Jaranda sus alimentos favoritos».
La cocina es digna del imperial glotón, propia de un convento de jerónimos y
adecuada a los grandes fríos que reinan en aquel país durante el rigor del invierno. En
torno del monumental fogón que ocupa casi la mitad de aquel vasto aposento podrían
calentarse simultáneamente con holgura los sesenta servidores de Su Majestad. En
cuanto a las hornillas, infundirían verdadera veneración cuando estaban en ejercicio.
Leyendo la correspondencia de la marquesa de Villars, esposa del embajador de
Francia acreditado en la Corte del rey Carlos II, se comprueba que las españolas de
entonces se sentaban sobre cojines de almohadones, que los braseros de plata se
alimentaban de huesos de aceitunas, que a las damas les entusiasmaban los marrons
glacés —de esta forma nos enteramos que en el siglo XVII los marrons glacés eran
una golosina gala muy conocida—; igualmente nos enteramos que los guantes, los
abanicos y las pastillas de ámbar españolas eran muy apreciados en París; que el
Delfín, hijo de Luis XIV, era muy aficionado al turrón, del que le proveía el
embajador; que era costumbre llevarse los dulces a casa; para ello se envolvían en
papel dorado para que no manchasen los bolsillos, y que la esposa de Carlos II comía
«a la francesa», mientras su esposo comía «a la española», y que ni una ni otra
querían probar la cocina extraña…
Saint-Simon, embajador extraordinario de Luis XV en la Corte del rey Felipe V,
dice que el besugo es un pescado divino, que llegaba fresquísimo (?) a Madrid, y
debemos darle crédito, pues la marquesa de Aulnoy dice otro tanto.
Esta señora, en cambio, critica la costumbre (a la que no puede acostumbrarse)
de sentarse en el suelo; habla de los dulces envueltos en papel dorado a fin de que
puedan llevárselos las invitadas, critica la costumbre que tenían las damas españolas
de masticar búcaros (barros) y describe unos festines fantásticos dados en el Buen
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Retiro, en que damas y caballeros, debidamente separados y servidos por pajes,
vieron desfilar las vituallas y las bebidas a millares…
Las comidas es un hecho que se retrasan una hora cada siglo. Yo lo relaciono con
los progresos de la luz artificial, que permite que se viva cada vez más de noche. Por
tanto, acostándose la gente más tarde, se levanta más tarde, desayúnase más tarde, y
así sucesivamente.
Los romanos se levantaban al alba y se acostaban con el sol. En la Edad Media
los candiles y velones no eran como para desvelar a nadie; más adelante, con el
descubrimiento de las bujías, se mejoró muchísimo, pero resultaban muy caras; la
mesas del tresillo tenían en las cuatro esquinas un sitio a propósito para un candelero:
total, cuatro velas…
La condesa de Aulnoy, en su libro Un viaje por España en 1670, se extasía ante el
alumbrado del palacio de los príncipes de Monteleón:
«Entraron veinticuatro pajes de dos en dos. Unos llevaban dos grandes
candelabros y otros dos velones, y cuando los hubieron dejado sobre las mesas y
sobre los escaparates se retiraron con mucha ceremonia… Sería conveniente decir
que los velones son lámparas sostenidas por una columna de plata bastante alta y que
tiene un pie muy ancho. Cada lámpara tiene diez o doce picos, en cada uno de los
cuales arde una mecha, de modo que un velón produce mucha claridad; y para que
ésta sea mayor cada luz lleva detrás una pantalla de plata que refleja… Esta moda me
agradó muchísimo».
Sí, pero esto sucedía en casa del príncipe de Monteleón, en la Corte de España, y
que debía ser cosa extraordinaria nos lo prueba la reseña que hace de ello; esta misma
condesa de Aulnoy cada vez que le hacen un obsequio no deja de consignar si le
regalan o no bujías (generalmente, una caja de seis). También dice que en Buitrago
no pudo conseguir ni una sola vela, ni tan siquiera en casa del cura…
En Versalles las crónicas no dejan nunca de mencionar la magnificencia de
luminaria en las fiestas: mil y más bujías…
En el siglo XVIII, siglo de los petits soupers (cenas íntimas), éstas tenían lugar
después de las diez, y 105 gastrónomos de entonces recomendaban mucha luminaria
en las mesas (ya serían dos o tres candelabros con cuatro bujías cada uno… En
cambio, nosotros queremos luz indirecta, por exceso de luz…). Ese derroche de
bujías tan sólo era asequible a los potentados, pues eran muy caras, así que el vulgo
seguía acostándose temprano. Luego vino el gas y después la electricidad, y con ella
se terminaron las tinieblas, empezando el reino de la luz, incrementándose cada vez
más la costumbre de trasnochar y hacer la vida de noche.
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Volvamos a nuestro tema, o sea la hora de las comidas al través de los siglos.
Veamos lo que nos dicen las viejas crónicas…
La pena es que para cuanto a gastronomía se refiere tengamos que beber en
fuentes francesas. Los franceses, siempre preocupados de la comida y muy
aficionados a consignar por escrito su vida y milagros, son los que más documentos
nos han dejado; sin embargo, volviendo una mirada atrás —remontándome a mi
niñez— compruebo que en España también hemos retrasado las horas de comer; por
tanto, suponemos que en los siglos pasados llevaríamos, poco más o menos, el mismo
ritmo de Italia y Francia.
El rey de Francia Carlos V se levantaba a las siete de la mañana, almorzaba a las
diez y comía a las cuatro de la tarde. No nos dicen si hacía una cena suplementaria,
pues resultan muchas horas sin tomar alimento. Suponemos que algo tomaría, ya que
las crónicas mencionan colations y en cas, que, traducido en lenguaje moderno,
resultan merienda y piscolabis.
El rey Luis XII comía a las ocho de la mañana y se acostaba a las seis de la tarde;
aun cuando no lo dicen, es de suponer que haría alguna otra comida…
Dice la Historia que mientras dicho rey siguió ese régimen de vida gozó de buena
salud; pero, habiendo fallecido su esposa, la reina Ana, y a pesar del gran amor que la
profesaba —«se pasó ocho días gimoteando»—, se vio obligado por la política a
contraer nuevas nupcias con María de Inglaterra, hermana de Enrique VIII (el de las
seis mujeres).
María de Inglaterra tenía escasamente dieciséis años, y su esposo, cincuenta. Éste,
por complacerla, alteró su ritmo de vida, retrasando la comida hasta las doce del
mediodía y acostándose a la medianoche, en vez de las seis de la tarde, como tenía
por costumbre. El resultado de tal desorden fue que a los dos meses se casado falleció
por agotamiento (lo creo), achacándose su muerte al cambio de horas…
(La autora no quería que la tildasen de maliciosa; pero ¿tan pernicioso resultó el
cambiar de horas? ¿No sería también el cambio de esposa?).
Bajo el reinado de Francisco I la vida se regularizó, y, según el precepto de
Rabelais:
Como decíamos antes, en el reinado de Luis XII la hora de la comida era a las
ocho de la mañana; su sucesor y yerno, Francisco I, la atrasó hasta las nueve. Enrique
IV la atrasó hasta las once, y Luis XIV la puso a las doce.
Sucesivamente fue atrasándose. Hasta las dos, después a las tres, y en vísperas de
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la revolución los aristócratas comían a las cuatro. El vulgo seguía comiendo a la una.
Correlativamente fue retrasándose la hora de la cena. Luis XIV cenaba a las siete
de la tarde; los días de ayuno hacía «medianoche», es decir, que volvía a cenar
después de las doce de la noche lo que no quería decir que no hubiese hecho colación
a las siete de la tarde; en tiempos de Luis XVI se cenaba de nueve a diez, y Melcier
escribe: «¿Quién se atrevería a presentarse a cenar antes de las diez de la noche?».
Los petits soupers (cenas íntimas), tan apreciados en la segunda mitad del siglo
XVIII, tenían lugar a las once de la noche. Los espectáculos en París terminaban a las
nueve de la noche, y no era posible congregarse antes.
Yo recuerdo que, de niña, en mi casa se almorzaba a las doce y se comía a las seis
y media…
Hoy día se almuerza muy tarde y se come muy tarde, y no es solamente, en
España, en el mundo entero. A nosotros los españoles nos encanta hacer del día la
noche y de la noche el día; verdad que nuestra hermosa temperatura incita a ello.
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y, según refieren testigos de vista, comía mucho, despacio y cambiaba apenas la
palabra con los que le rodeaban. Mas su nuera, María Antonieta, caprichosa e
inquieta, jamás pudo acostumbrarse; era de poco comer, y la comida regia, compuesta
de veinte o treinta platos, se le hacía insoportable.
Una de las etiquetas de Versalles era que la reina se presentase siempre en público
rodeada de un séquito exclusivamente femenino, llevándose esto con tanto rigor que
ni para el servicio de la mesa era tolerado el otro sexo. Hasta cuando el rey comía con
la reina el servicio directo estaba a cargo de mujeres —desde luego que platos,
soperas y fuentes eran traídos desde fuera por los lacayos y mayordomos—; pero el
servicio directo estaba encomendado a la dama de honor: ésta, para mayor comodidad
(¿para quién?, ¿para ella o para los reyes?, pues el permanecer por largo tiempo de
rodillas me pareció siempre el suplicio peor), decimos que la dama de honor se
arrodillaba en un taburete pegado a la mesa, con una servilleta doblada al brazo;
cuatro camareras de la reina[18], vestidas con trajes de corte, eran las encargadas de
quitar y poner los platos; la dama de honor servía de beber.
Visto lo anterior, no sorprenderá que a la infortunada reina María Antonieta se le
hiciera odiosa tanta ceremonia y pretendiese establecer la costumbre de comer en
familia y a puertas cerradas.
Esta innovación, que a nosotros nos parece tan natural, promovió una verdadera
«revolución» entre los palaciegos, sobre todo por parte de la «vieja» Corte, que
consideraban, con razón tal vez, que para que se sostenga la realeza ha de divinizarse;
las innovaciones de esta desdichada reina tuvieron tan funestas consecuencias que
cabe pensar si no labraron su desgracia.
Madame Campan, en sus Memorias (muy favorables a la reina), dice: «A María
Antonieta le fueron imputados como crímenes el circular sin séquito por las galerías
de Versalles, el pasearse con una amiga del brazo por los jardines de Versalles en
noches de luna, el representar comedias y el jugar a la granjera en el Trianón…»[19].
Tiene la disculpa de que se casó muy joven (quince años apenas); de que su
esposo, Luis XVI, no se preocupó nunca, ni mucho ni poco, de cuanto pudiera hacer;
así que ella, mal aconsejada, cometió algunas ligerezas, tal como acudir disfrazada a
los bailes de máscaras de la Opera (una de las veces con tan mala suerte que se le
rompió la carroza y llegó a la Opera en fiacre (simón); ella lo contó como una gracia
y fue comentado muy desfavorablemente; en otra ocasión encontró la puerta de
palacio cerrada…
Sus «amistades», tanto femeninas como masculinas, la perjudicaban mucho, por
la vida frívola y disipada que le hacían llevar.
Ella añoraba la sencillez de vida de la Corte de Viena y hubiera querido
imponerla en la ampulosa y etiquetera Corte de Versalles. Pero, como observa
madame Campan en sus Memorias, «estas innovaciones, que nos parecen tan
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naturales, debieron ser muy graves por las funestas consecuencias que tuvieron».
Y sigue diciendo: «La reina era muy sobria, casi se alimentaba exclusivamente de
pollo asado y gallina cocida, no probaba el vino y tan sólo manifestaba alguna afición
al café y a los panecillos de Viena».
En cambio, su esposo el rey Luis XVI padecía de un apetito insaciable. Nada ni
nadie le quitaba las ganas de comer; hasta en los momentos más álgidos de la
Revolución, cuando se jugaba la cabeza, comía, comía…
En Versalles, Corte de los Reyes de Francia, había unos usos y costumbres muy
curiosos.
La comida del rey se llamaba la viande (la carne) del rey, y era transportada desde
la cocina al comedor con gran etiqueta.
Dos guardias de corps abrían la marcha y la gente se levantaba cuando pasaba y
decíase: «Es la vianda del rey».
Todos los servicios de previsión se llamaban en cas (por si acaso). No nos
ocuparemos de la ropa, medicamentos, etc.; tan sólo mencionaremos el en cas que se
preparaba para la reina por si a la noche sentía apetito… He aquí la lista:
Una jarra de consomé, un pollo asado, una botella de vino, otra de horchata de
almendras, otra de limonada, pasteles y golosinas.
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como bizcochos, helados, agua y vino. El baile tan sólo duró dos horas…».
Aquí sí que se nota diferencia con nuestras costumbres actuales. No se nos
ocurriría nunca repartir canastos de fruta en un baile, en cambio, sí comida sólida:
fiambres, sandwichs, etcétera; como dulces: pastas, tartas, dulces, y como bebida…
Bueno, de eso es mejor no hablar.
Arturo Young, otro inglés, describe a su manera la ceremonia de la imposición de
la Orden del Saint Esprit al duque de Berry en Versalles en el año 1787. Después de
la ceremonia se verificó la comida del rey, que, según costumbre, tuvo lugar en
público.
«El rey —dice Young— estaba sentado; sus dos hermanos, a ambos lados, y por
su tiesura e indiferencia bien demostraba su descontento por no haber ido de caza…
»Después de la ceremonia, el rey y los caballeros del Saint Esprit se encaminaron
a una sala donde estaba preparada la comida del rey; al paso saludamos a la reina
(María Antonieta).
»…Su Majestad (que, entre paréntesis, es la mujer más bella que he conocido)
recibía los homenajes que le rendían de muy distintas maneras, según de quien
provenían; a unos saludaba, con otros hablaba, había a quien contestaba con frialdad
y había también a quien tenía a distancia…
»Esa comida del rey, presenciada por quien quería, pues en estando decentemente
vestido no se niega la entrada a nadie, es más singular que magnífica.
»La reina se sentó a la mesa, pero no probó bocado…
»Para mí hubiera sido una comida detestable. No concibo cómo los soberanos no
dan un escobazo a todas estas absurdas fórmulas. Pues si los reyes no pueden comer a
gusto, como sus súbditos se ven privados de muchos placeres, etc., etc.».
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modestos, principalmente mujeres, se ganaran la vida sin desertar del hogar.
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* * *
El menú que a continuación exponemos es del tiempo del Directorio, cuando aún
coleaba la Revolución; por tanto, es de las postrimerías del siglo XVIII. Como verán
mis lectores, a ese banquete acudió Josefina de Beauharnais, la que pasando el tiempo
fue la emperatriz Josefina, primera esposa de Napoleón I.
También llamo la atención de mis lectores sobre la profusión de platos de este
menú revolucionario y cuánto ha decaído desde entonces la cocina.
CARTA DE COMIDA
1 sopa
1 pescado
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6 entrantes
2 asados
6 entremeses
1 ensalada
24 platos de postre
La sopa de cebolla
Esturión asado
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CAPÍTULO III
Estudios sobre algunos alimentos
Los alimentos
¿Qué entendemos por alimentos? El vulgo contesta: todo lo que nutre.
Y el científico: Se entiende por alimento las sustancias que, sometidas al
estómago, son asimilables por la digestión y apropiadas a reparar las pérdidas del
cuerpo humano.
Lo principal es gozar de un buen tubo digestivo, que el resto vendrá después en
escala ascendente: apetito, golosina, ansiedad, voracidad y gastronomía.
El alimento escuetamente es cosa de poca monta; el hambre, la necesidad de
comer se sacia pronto, sobre todo si el alimento que se ingiere no apetece; de ahí
proviene la variación en la alimentación, para, además de acallar el hambre, excitar el
apetito y procurarse nuevas sensaciones: desde luego, que los que se soportan mejor
son las hortalizas y las frutas.
Y no me extiendo más, pues sobre estas materias y otras análogas hablé, y tal vez
hasta demasiado, en los primeros capítulos del libro.
Daremos un pequeño recorrido a las sustancias alimenticias más corrientes, pero
tan sólo a título documental y anecdótico[18].
El pan
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roían que comían, y que al final desgastaban las más resistentes dentaduras, dejando
al descubierto las encías, tal como sucede hoy día a los animales criados con granos.
Pero preguntamos: ¿Quién fue el primero que se percató que el trigo silvestre
fuese comestible? ¿A quién se debe la molturación del trigo? ¿Quién tuvo la intuición
de que se pudieran fabricar tortas o pan con dicha harina?
Preguntas todas que quedan sin contestar, pues lo ignoramos, y creo que todos
ignoran la procedencia del trigo y qué pueblo lo aprovecha primero como alimento.
Volvamos a interrogar al pueblo de Israel, ya que la Biblia nos proporciona
infinitas referencias sobre el trigo. Por ello, vemos que de tiempo inmemorial lo
adquirían en Egipto que debía ser entonces el granero del mundo conocido. Lo que
ignoramos es si el trigo fue o no importado a Egipto de otras regiones.
San Mateo, en su Evangelio, dice: «Hallándose un día Jesús con sus discípulos en
el campo, cogieron espigas de trigo y las comieron para alimentarse».
No hago esta citación porque crea que la tuvieran por costumbre, ya que entonces
estaba perfeccionada la elaboración del pan, sino por no encontrar extraño que lo
hicieran.
Dícese que los romanos primitivos se alimentaban de trigo cocido, tomándolo
siempre en papilla, por lo que sus enemigos los llamaban «papilleros». Tardaron
mucho en adoptar el sistema de panificación practicado por los griegos, sistema que
éstos aprendieron de los egipcios.
Fundadamente se cree que Egipto fue el país que más remotamente panificó la
harina de trigo.
Los antiguos vivían con demasiada simplicidad para que pusieran en la
elaboración del pan los modernos refinamientos. Así que no existía la profesión de
panadero; el pan se amasaba y se cocía en el hogar, y las mujeres eran las que
asumían este trabajo, y la Biblia nos dice en apoyo de esta costumbre que Abraham,
entrando en su tienda, dijo a Sara, su mujer: «Amasa tres medidas de harina, cuece
tres panes debajo de las cenizas».
No era precisamente el pan de lujo de hoy el que amasara Sara; los hebreos
desconocían la levadura y han conservado la fórmula de ese pan. También, según las
tradicionales fórmulas hebreas, a estos panes o tortas los añadían manteca de vaca,
unto de ganso, huevos, miel. No se horneaban, se cocían entre dos piedras planas o
sobre discos de bronce.
Lo que ofreció mayor dificultad fue convertir el trigo en harina y luego tamizarla.
La trituración, lenta y penosa, se hacía en morteros de piedra; luego se inventaron los
molinos movidos a brazo, trabajo muy penoso que se imponía a los prisioneros de
guerra y a los esclavos.
En cuanto al horno, su invención fue muy posterior, datándose desde entonces la
profesión de panadería.
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Los griegos fueron los primeros en utilizar los molinos a brazo y en construir
junto a éstos hornos, es decir, panaderías industria les; mas esta costumbre no cundió
en Roma; las primeras referencias que se tienen sobe ello datan del siglo VI de su
fundación.
Las primeras panaderías que hubo en Roma —todas distribuídas por barrios—
eran de griegos[19], que tenían la fama de saber hacer buen pan. Posteriormente
aprendieron a hacerlo los romanos y se constituyeron en gremio similar al de los
carniceros. Se les concedían sendos privilegios y toda clase de facilidades para que
no faltara nunca pan. En cambio, no se les concedía ninguna vacación y tenían que
casarse entre ellos y seguir en el oficio de padres a hijos.
La institución de la panadería pasó de Roma a las Galias y de éstas a España.
Pese a la facilidad de comunicaciones de que disfrutamos, aún perdura la
elaboración del pan casero. En el campo, en despoblado, a las mujeres les incumbe
amasar y cocer el pan familiar llamado pan moreno. Esta labor la suelen hacer una o
dos veces por semana…
Hoy día en Vizcaya todo el mundo come pan; pero recuerdo que, de niña no se
encontraba un trozo fuera de las poblaciones; en los «caseríos» hacían talos o borona
(tortas de maíz) y lo preferían…
* * *
El pan, aun cuando sea siempre hecho con harina de trigo, varía de sabor según
las regiones.
Nosotros tenemos el pan llamado español que no sabe lo mismo en Andalucía, en
Castilla o en Vizcaya; tenemos el pan catalán, parecido al francés, y el vienés, que
tampoco tiene igual sabor si se come en París o en Viena; el pan inglés, de miga
apretada, etc., etc. (Debe influir mucho la clase de harina y el agua).
* * *
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daba la gran vida leyendo novelas y nutriéndose del jamón, pollo, café, leche
condensada…; y no es que le faltaran recursos, sino que decía que no valía la pena de
cansarse, ya que estaban satisfechos; y lo estaban, me consta, pues había que oírles
exclamar: «¡Y que no falte!».
Los ingleses, belgas, alemanes, etc., ingieren poquísimo pan; generalmente en
rebanadas untadas con mantequilla, pero no sien ten la misma ansia de pan que
nosotros. Lo reemplazan casi siempre, y muy a satisfacción suya, con patatas cocidas,
siendo en tiempos normales éstas y la carne asada su principal alimento.
Alejandro Dumas narra donosamente una anécdota sobre el pan en la que resalta a
la perfección la petulancia gala, que cree que ellos no tienen que aprender nada de las
demás naciones, y, en cambio, éstas han de someterse a sus usos y costumbres.
«Un parisién, hallándose en Alemania, fue invitado a comer en una casa.
»A las seis se presentó, y vio una mesa lujosamente preparada para doce
comensales, llamándole la atención los diminutos pedazos de pan colocados en los
cubiertos[20].
»Pasado un cuarto de hora empezó a apretarle el hambre, y, viendo que no acudía
nadie, pensó: “Estoy en casa de un amigo, y no creo se moleste porque me coma un
pedacito de pan; así podré aguantar un rato, pues no puede tardar en llegar”.
»Al cabo de otro rato: “Voy a comer otro pedacito”, y luego otro, y así
sucesivamente hasta terminar con todo el que había en la mesa.
»Cuando llegaron los dueños de la masa les manifestó que era él quien se había
comido el pan.
»Se rieron todos muchísimo preguntándole cómo había podido ingerir tal
cantidad.
»Se sentaron a la mesa y, no echándolo de menos, se pasaron perfectamente sin el
pan; no así el parisién, que, a pesar de todo el que había comido, cenó opíparamente y
hubiese querido más.
»La llegada tardía de los contertulios quedó igualmente explicada. En Alemania
se comía a las ocho; en cambio, como el francés tenía costumbre de hacerlo a las seis,
había acudido a esa hora, sin pasársele por la imaginación que en Alemania pudiese
hacerse a hora diferente».
En el año 1683 los turcos, que habían conquistado Hungría y todas las naciones
que recorre el Danubio, pusieron cerco a Viena, último baluarte que la Cristiandad
oponía a las hordas turcas.
A pesar de sus repetidos asaltos, éstas no habían conseguido quebrantar la
resistencia de los vieneses. Los turcos decidieron entonces tomarlos por sorpresa;
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idearon socavar el terreno, a fin de que una trinchera o corredor pasara por debajo de
las murallas, hasta desembocar en el centro de la ciudad. Para no ser descubiertos
trabajaban sólo por la noche, pero no se habían percatado que los panaderos también
trabajaban a esas horas. Éstos oyeron el ruido que hacían los turcos con las palas y
picos, y dieron la voz de alarma. De manera que los defensores fueron los que
sorprendieron a los turcos, obligándoles a levantar el sitio, y Viena fue salvada
gracias a sus panaderos.
El emperador, en recompensa, les concedió honores y privilegios; el derecho de
usar espada al cinto fue el más apreciado.
Los panaderos, agradecidos, inventaron dos panes: uno al que le pusieron el
nombre de «emperador», y otro, al que llamaron «croissant», o sea «media luna»,
como mejor mofa del emblema de los turcos.
La española María de Escobar, esposa de Dio Chaves, fue la que llevó los
primeros granos de trigo a América. Estos granos, sembrados en el jardín de su casa
de Lima, dieron origen a la gran riqueza triguera de la Argentina, una de las mayores
cosecheras de trigo del mundo.
El maíz
Los sabios del mundo no se han puesto aún de acuerdo sobre el país originario del
maíz; Asia y América se lo disputan.
Los conquistadores de México presenciaron las solemnes pro cesiones de los
sacerdotes aztecas bendiciendo los campos de maíz y un cronista chino del siglo XV
lo describe como planta indígena. Los tártaros lo conocían de tiempo inmemorial y le
llamaban maise-mi. Es probable que los turcos lo trajeran de Anatolia cuando la
conquista, y se extendió por el imperio, resultando la famosa «maicena» o «grano
turco».
Los habitantes del África, Senegal, Egipto y antiguos estados berberiscos se
alimentaban en gran parte con maíz. Un arqueólogo halló granos de maíz en el
sarcófago de una momia en Tebas.
Pero de todo el mundo el país que más consume el maíz y que más aplicaciones
culinarias le da es México, con sus «tamales», «tortillas», etc.
Con harina de maíz hacemos «gachas»; los vascos, «borona» y «talas»; los
italianos, polenta, y cuentan que el Papa Pío IX hacía sus delicias de una papilla
hecha con harina de maíz y crema.
Recuerdo que en Turín me sirvieron unas codornices asadas sobre un lecho de
polenta, bien condimentada y fina. La codorniz hizo pasar la polenta… De todos
modos, a la polenta prefiero un buen risotto a la milanesa, y ¡bendito sea el trigo!
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La leche
Es un error creer que la leche puede ingerirse impunemente en sustitución de
cualquier otra bebida. La leche es un alimento completo, y tomándolo durante las
comidas, como lo hacen algunos, aumentan considerablemente la cantidad de
alimento ingerido. Tomada a tragos, no provoca secreción gástrica alguna, de manera
que en vez de favorecer la buena digestión de la comida la perjudica.
Recomendamos, por tanto, que, antes de añadirla a la comida se consulte con el
médico.
A continuación daremos algunos consejos sobre la manera de ingerir la leche; ésta
se ha de beber a buches espaciados y mejor aún, a cucharadas.
A nadie, supongo yo, se le ocurriría tragarse un bistec entero; la digestión, cuando
menos, resultaría difícil. Por tanto, ¿no sabemos hacer lo mismo con la leche, que
cayendo de golpe en el estómago formará un cuajo que difícilmente se disgregará con
los jugos gástricos, lo que no sucederá si la leche bebida despacio va cuajándose poco
a poco? Tomada como lo indico se impregnará de saliva, condición indispensable
para la buena digestión de cualquier alimento.
Y ahora examinemos el régimen lácteo para enfermos, o sea la leche tomada
excluyendo cualquier otro alimento. Estos enfermos —pues si no lo estuvieran no se
someterían al régimen lácteo— tienen dos tendencias: o absorber la leche en demasía
temiendo debilitarse, o no tomar bastante porque les cae pesada; ambos extremos son
igualmente perjudiciales.
Para poder soportar durante bastante tiempo dicho régimen, el tope de la cantidad
que puede ingerir es de tres litros en las veinticuatro horas; sobrepasando esta
cantidad pronto se llegará a la intolerancia e indigestión —se suele combatir la
indigestión echando un poco de bicarbonato a la leche, pero no a todos les gusta el
sabor que le comunica.
Si se restringe la cantidad de la leche indicada se provocará una debilidad que irá
en progresión, resultando más perjudicial aún que la indigestión.
Y para poder soportar la leche como alimento único, la persona sometida a dicho
régimen no podrá desempeñar trabajo alguno, ni manual ni mental. Los individuos
que tienen que llevar ese régimen son enfermos y, por tanto, necesitan un reposo
absoluto.
Los niños criados a leche sola (nos referimos a los mayores de seis meses) no
suelen ser tan fuertes como los que toman además algún otro alimento apropiado a su
edad.
Los niños criados exclusivamente con leche suelen criarse gor dos, pero menos
fuertes que los alimentados con alimentos mixtos.
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El queso
Uno de los alimentos más primitivos es el queso y una de las industrias más
antiguas su fabricación.
El queso debió ser por largos años casi la alimentación exclusiva de la mayoría de
la humanidad, como sucede hoy día con los pastores que suben a las cumbres con su
ganado, y nuestros antepasados seguramente que durante el invierno se alimentarían
de queso, pan casero y agua clara. Alimentación frugal, pero suficiente. Pero con lo
que no estoy conforme es que, sea por agradecimiento o por atavismo, no podamos
prescindir de él y que tenga que hacer su aparición en todas las comidas; sobre todo
los franceses creen que no han comido sin el remate del queso.
El queso es un alimento más en el orden de la alimentación, pero no un alimento
básico, y la importancia que muchos le dan siempre me ha parecido excesiva.
Examinándolo fríamente, fue una creación rural de previsión para dar una variación a
la comida de pan y leche, que seguramente sería lo que primitivamente ingerirían los
pueblos pastores. No creemos que nos equivocaremos al adelantar que el queso fue el
primer alimento de conserva que inventó el hombre y tal vez al mismo tiempo que la
carne curtida y el pescado seco…
Cada región perfeccionó su producción, pero ateniéndose a una fórmula y no
elaborando más que una clase de queso. Unos lo cocieron, otros lo enterraron en
ceniza, hubo quien lo conservó sumergido en aceite y también hubo quien por
observación o por casualidad comprobó que guardado en cuevas adquiría mejor
sabor.
Y no mencionamos a los quesos frescos, pues éstos se han improvisado siempre.
Cada región ha elaborado su queso con la leche de que disponía: vaca, oveja,
cabra, camello, jumento…
Sin remontamos a los tiempos primitivos se ve que el queso ha sido el viático del
viajero, lo mismo si lo llevaba en las alforjas como si se paraba en una venta, y
también, si no se había comido lo suficiente, se tapaba ese «hueco» con un
suplemento de queso.
A mi parecer, se debe comer queso cuando hay apetito; yo, personalmente, lo
aprecio como «entremés» o «aperitivo»; después de haber comido no me sabe bien;
pero esto no es un precepto ni tan siquiera un consejo…
Hay quien asegura que un poco de queso al finalizar la comida ayuda a digerir.
Contra eso me rebelo, pues generalmente el queso necesita pan; y creo no sea
recomendable su abuso ni para los obesos ni para los dispépsicos; ahora bien: en una
ocasión, una campesina que estaba amagada de congestión, me dijo que no le
importaba morir, pero que quería morir «harta».
En cambio un gañán, pastor de Reinosa por más señas, en una excursión que
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hicimos por esos andurriales, al extasiarnos ante la belleza deslumbrante de su
dentadura, se lamentó que a pesar de ella no había comido nunca hasta hartarse.
«¡Nunca!», nos decía desgarradamente.
Y ahora pasaremos revista a algunos quesos:
Los quesos cocidos son de buena conservación, generalmente se elaboran con
leche de vaca.
Los más conocidos son los de Gruyère o Emmental, los de Parma y Bresse. Los
quesos cocidos son de fácil digestión.
Los quesos crudos se dividen en dos categorías. Los primeros son compactos: los
de Holanda, llamados vulgarmente «bola»; los de la «Carretilla» o nata; el Cantal, el
Chester, etc., y también el Roquefort, el Cabrales, el manchego y otros; parte de éstos
se hacen con leche de cabra o de oveja.
Todos estos quesos están sometidos a preparaciones más o menos largas y a
manipulaciones varias, a veces hasta extrañas, como el Roquefort, al que se le
incrusta pan enmohecido a fin de proporcionarle ese veteado azul y verde que lo
caracteriza —hay quien me dijo que la adjudicación del pan era un recurso industrial
a fin de precipitar su fermentación, pues dejándolo en las grutas el tiempo necesario
se consigue igual resultado.
Los quesos franceses crudos o naturales son los de Brie, Coulomimer, Geradmer,
Pont l’Evêque, Camembert, Sivarol, Mont d’Or y otros.
Los españoles son el manchego, Burgos, Briviesca, Cabrales, Mahón, etc., y los
similares de otros países, fabricados en Santander.
Los quesos, por regla general, son alimentos concentrados en poco volumen; no
deben comerse en gran cantidad, por ser indigestos, siendo conveniente aminorarlos
con pan o fruta.
Los romanos siempre hay que nombrarlos en cuanto se relaciona con alimentos.
Apreciaban mucho los quesos que se fabricaban en Nimes y se los hacían llevar
donde estuviesen sin reparar en el coste.
Los cronistas franceses del siglo XI elogian en sus crónicas el queso de Brie y
mencionan también los quesos de Lyon, la Grande-Chartreuse y, sobre todo, el que se
elaboraba en Normandía en forma de corazón.
Hacia 1674, o sea durante el reinado de Luis XIV, se encuentran recetas culinarias
en que el queso se aplica a muchos guisos y se rellenaban pasteles y tortas.
Los italianos se puede decir que lo ponen a «todas las salsas»; todos sus guisos lo
llevan en mayor o menor cantidad.
En España la industria quesera ha adelantado muchísimo; aun cuando no lo
exportamos, tenemos infinidad de ellos, naturales e imitados.
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Durante el tan famoso Congreso de Viena, donde reyes, emperadores y
diplomáticos bailaban y se divertían a la vez que arreglaban la carta de Europa, el
príncipe de Talleyrand, representante de Francia, hubo de llamar la atención por su
fastuosidad y ostentación.
A diario tenía mesa puesta para quien quisiera compartir su comida[22]. Ésta era
siempre exquisita, y era además de precepto que en dichos banquetes la chispeante
conversación corriera parejas con la bondad de la comida[23], llegando ambas a una
perfección nunca vista.
En uno de esos banquetes (por cierto que coincidió con la presencia del gran
pintor Isabey, autor del celebre cuadro Los Ministros de Europa en sesión), después
de haber abordado algunos temas políticos en forma rápida y prudente, se entabló
entre los comensales una discusión, mucho más amena, sobre asuntos gastronómicos
y «como el amor propio nacional no abandona nunca sus derechos, cada cual iba
ensalzando la suculencia de sus alimentos patrios».
Cuando le tocó el turno al queso, lard Castlereagh, natural mente, ponderó el
stilton de Inglaterra; Alvim, el strachino de Milán; Zeltner, el sabroso queso de
Emmenthal; el barón de Falk, ministro de Holanda, exaltó las excelencias del
limburg, inmortalizado por Pedro el Grande, que antes de comerlo lo medía con su
compás.
Ninguno quería ceder a los demás…
El príncipe de Talleyrand mientras todos discutían, permanecía silencioso.
De pronto entró un lacayo anunciando que acababa de llegar el correo de Francia.
—¿Qué trae? —inquirió el príncipe.
—Despachos de la Corte y…
—¿Qué más?
—Una caja con quesos de Brie.
—Está bien. Que lleven el correo a la Cancillería y que nos sirvan al momento un
queso de los que acaban de llegar.
Y añade el cronista: «Puesto el queso en la mesa se pinchó en el centro con un
cuchillo y brotó una crema pura y estimulante. No hubo discusión, la prueba estaba
hecha. Todos los sufragios fueron para el queso francés».
Casi ha transcurrido desde entonces siglo y medio; el queso de Brie no ha
desmerecido de su fama. Tal vez su gran tamaño le impida ser servido entero,
resultando impropio para banquetes; pero en las mesas familiares un buen pedazo de
Brie siempre resultará un alimento delectable.
La mantequilla
La mantequilla, que muchos llaman manteca de vaca y cuando yo era niña
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manteca de Flandes, es mal llamada manteca de vaca, ya que puede fabricarse con la
leche de cualquier mamífero —la mujer y la ballena, inclusive—; así, pues, la
denominación menos comprometedora y más veraz es llamarla mantequilla, ya que
mucha que se vende como manteca exclusiva de vaca viene mezclada con otras
leches: la de oveja; paso por alto la que tiene margarina por no provenir de leche
alguna.
La mantequilla no tiene inventor, y si lo tuvo se pierde en la noche de los
tiempos; lo que sí nos consta es su antigüedad, y lo más probable es que su invención
se debiera a la casualidad, puesto que basta poner leche en un odre y sacudir éste para
que se forme el bloque de mantequilla; de modo que, sea por sacudidas dadas a este
líquido intencionadamente o bien por haberse colgado de una cabalgadura el
movimiento habrá bastado para obtener mantequilla —desde luego que no sería la
mantequilla centrífuga de hoy día—. Los cosacos y otras tribus nómadas suelen
obtener mantequilla colgando un odre de leche al arzón de la silla. Alejandro Dumas
lo puso en práctica durante sus correrías por co marcas rurales.
Para probar lo antiquísima que es la mantequilla diré:
En el Génesis, que es el libro donde se explican los principios del mundo, se dice
que Abraham, cuando recibió la visita de los ángeles anunciándole la concepción de
Isaac, les ofreció mantequilla y leche; he aquí, por tanto, un documento muy
importante tocante a la antigüedad de este alimento.
El Veda, libro sagrado de los indostanos, que data de más de quince siglos antes
de la Era cristiana, hace alusión a la mantequilla, que sólo se empleaba en las
ceremonias del culto (creo que quien lo dice no sabe lo que dice, ya que la cocina
indostana únicamente admite la mantequilla en sus guisos). Según dicho libro, las
tribus nómadas, que constituían los primeros habitantes del mundo, estaban en
perpetua emigración; los más débiles huían ante la acometida de los más fuertes,
abandonando terrenos y rebaños; una tribu que tuvo que huir en el preciso momento
en que las mujeres acababan de ordeñar las cabras, llenando con esa leche los odres
de pellejo cabrío se los llevaron precipitadamente, y al ser sacudidos en la carrera se
transforma aquélla en mantequilla; ésta resultó un alimento delicioso y nutritivo, por
lo cual los desgraciados fugitivos dieron gracias a sus dioses.
Sin embargo, algunas comarcas emplean poco o nada la mantequilla, prefiriendo
el aceite.
He conocido a muchos del siglo pasado que sentían horror por la mantequilla, y
es que son muchos los que ignoran que esta grasa, si no se clarifica, se quema en
seguida, y el sabor de la mantequilla quemada no hay quien lo soporte.
La mantequilla no se puede freir; para que pueda alcanzar un grado máximo de
calor sin quemarse los cocineros modernos le añaden alguna cucharada de aceite;
pero éste, para no estropear la mezcla, ha de ser del más fino, sin sabor alguno.
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Los españoles, los italianos, los griegos y en general los orientales prefieren el
aceite. Los bardos de la antigüedad, Homero, Teófilo y otros, mencionan a menudo la
leche y el queso; pero nunca la mantequilla.
Un libro de Delamaire, publicado en 1725, nos informó que la mantequilla fue a
menudo sujeta a ordenanzas, y no todos obtenían el permiso de venderla.
La pastelería la utilizaba muy poco, pues había poca variación en los pasteles;
casi todos a base de mazapán y frutas de sartén.
La Iglesia —durante el pontificado de Inocencio VIII— dio en 1491 permiso al
ducado de Bretaña para utilizar la mantequilla en días de vigilia como grasa para
guisar los alimentos, a condición de pagar a la Iglesia un pequeño tributo.
Pronto esta autorización se hizo extensiva a las demás provincias del reino, y el
producto de ese diezmo se destinó, principalmente, a construir campanarios. De ahí
viene que en muchos lugares de Francia los campanarios de las iglesias y catedrales
se designaran bajo el remoquete de «campanarios de la mantequilla»; el de Rouen,
pongo por ejemplo.
Hoy día la mantequilla se ha hecho hasta popular —me refiero a los países del
olivo— y figura en todas las mesas. Todo el mundo sabe que se hace con la flor de la
leche, trabajada mecánicamente, limpia de grasa, y que, gracias a las refrigeradoras y
neveras, se conserva buena por mucho espacio de tiempo.
Esta industria está muy desarrollada en casi todos los países del mundo.
El vino
El vino es tan antiquísimo que se desconoce su origen. La Biblia dice que Noé fue
el primero a quien se le ocurrió beber el zumo de la uva, y ya saben mis lectores las
consecuencias que siguieron a la prueba.
Los egipcios, según testimonio de Herodoto y Diodoro de Sicilia, aportaron un
cuidado especial en la elaboración del vino. Seguramente de ellos aprendieron los
hebreos, contagiándose de su refinamiento y sibaritismo, y asignaron al vino un nivel
tal que el Talmud lo elogia cual se merece: «El vino es el mejor de los medicamentos.
Donde haya vino no precisan los remedios farmacéuticos». La consideración de que
gozaba era tal que la vendimia se celebraba con festejos. Lo atestigua el Libro de los
Reyes, donde se lee lo siguiente: «Vendimiaron, pisaron la uva bailando y luego
fueron a casa del Señor, donde comieron y bailaron».
Todos los pueblos de la antigüedad dieron mucha importancia a la mesa, pero en
particular los griegos desplegaban en sus co midas un lujo asiático.
Los cocineros, considerándose grandes artistas, rehusaban servir a quienes no les
concedían sueldos fabulosos.
Homero, Aquiles, Hipócrates y otros enaltecieron el vino, recomendándolo como
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una panacea. El célebre Ateneo de Cos demostró las excelencias de los vinos griegos,
compitiendo con los de Chía y Lesbos.
A tanto llegó el sibaritismo de los griegos que crearon el primer centro de
investigación sobre el fraude de los vinos y su composición.
Alejandro el Grande, victorioso de Persépolis y Babilonia, vino al final a ser
tributario de ellas, pues fueron quienes le enseñaron a comer y a beber. Sus orgías
fueron tan grandiosas que el eco ha llegado hasta nosotros.
Una noche ofreció un premio al que bebiera más. Fueron tales los excesos que
treinta y seis de sus invitados fallecieron al siguiente día.
Los griegos no eran bebedores, se emborrachaban muy poco, pero sabían apreciar
el buen vino. Se cree que fueron los egipcios los que les enseñaron su fabricación, y
como siempre, los griegos los perfeccionaron.
Los vinos griegos más nombrados fueron los de Chía. Virgilio y Horacio los
ensalzaron, ponderando más particularmente los de Psara. Ateneo dice que los vinos
griegos ayudaban a la digestión, eran generosos y alimenticios.
Galianoi menciona los de Asia. Éstos, envasados en ánforas, eran colgados de las
chimeneas hasta que se secaban por la evaporación, quedando «más duros que la sal»,
y Aristóteles cuenta que los vinos de la Arcadia se dejaban secar en pellejos y que
para poderlos beber había que diluidos con agua, pero que tan sólo se podían secar
los vinos dulces y poco fermentados.
En tiempo de Aristóteles, cuatro siglos antes de Jesucristo, el vino se conservaba
en tinajas cuya capacidad era, sobre poco más o menos, de unos veintiocho litros, o
en pellejos, donde el vino, a la larga, se secaba y había que rascarlo y diluido con
agua para poder beberlo.
Nosotros hemos conservado el tradicional pellejo romano, y, aun cuando
Alejandro el Grande abominara del vino así conservado, la costumbre perduró, pues
en la misma Francia tardaron siglos para embotellarlo. La botella de cristal para
envasar vino se empieza a mencionar en el siglo XV.
Los romanos, imbuídos del espíritu de Epicuro, llevaron la ciencia de la comida
hasta el summum, y los discípulos de este sabio —tal Asclepiades— alabaron las
excelencias del vino, coincidiendo con los grandes hombres de entonces: Apuleyo,
Horacio, Virgilio, Plinio y Galiano.
Los romanos sacaban sus mejores vinos de la Campania, siendo los más
estimados los de Falerno y Massia.
Las vides de Albania gozaban de gran reputación, siendo sus vinos a la vez
ligeros y fuertes, y se conservaban bien, cosa extraña en vinos no fermentados.
Estrabón los comparan con los mejores vinos griegos, y, si hemos de dar creencia a lo
que dice Horacio, no eran inferiores a los vinos de Ténedos.
En tiempo de Hipócrates era costumbre adicionar agua de mar al vino, e
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Hipócrates dice que se hacía a fin de quitarle viscosidad, aclararlo y, sobre todo,
como medida preventiva, contra la alteración.
Plinio cuenta que este descubrimiento se debe al fraude de un esclavo borracho,
que reemplazaba con agua de mar el vino que hurtaba a su amo. Cuando la tinaja
quedó promediada el vino había mejorado tanto que el dueño prometió una
recompensa a quien le revelara el secreto y el autor de ello. El esclavo, después de
hacerle jurar por los dioses que no perseguiría al ladrón, se lo contó todo. Bien pronto
se divulgó el secreto, y Discorido describe los distintos procedimientos que se
empleaban a fin de mejorar el vino con agua de mar.
Para probar la importancia que daban los romanos a los vinos damos a
continuación la descripción somera de las bodegas de Escarus Escorus:
Al Norte están las cellae vinirice, donde se almacenan vinos de todas clases, que,
según los murmuradores, han visto más consulados que antepasados los de Escorus.
La bodega está construída de manera que la luz sea proyectada por el Norte o por
Levante, para que el sol no pueda nunca penetrar dentro y no perjudique el vino
almacenado, calentándolo, enturbiándolo y debilitándolo.
Próximos a la bodega no habrán ni estiércol ni raíces de árbol ni cosa alguna de
mal olor. Igualmente está alejado de las termas, cisternas o cocinas, por temor de que
su vecindad pudiera alterar el vino o comunicarle mal sabor. Escorus cuidaba más sus
vinos que su reputación —llevaba una vida licenciosa—; no permitía, y hasta se
enfurecía, si alguien que no estuviera perfectamente sano se arriesgaba a entrar en la
bodega. Hasta quiso divorciarse de su mujer por haber ésta infringido su orden.
Para que adquirieran mejor sabor hacía quemar incienso en su bodega.
La bodega de Escorus gozaba de gran fama, llegando a reunir en ella hasta
trescientas mil ánforas[24]; tenía seleccionados ciento noventa y nueve vinos distintos,
que cuidaba preferentemente, no habiendo omitido en ese cuidado nada, ni aun la
forma de las ánforas, que había sido cuidadosamente estudiada, rechazando las de
gran contorno.
* * *
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Bohemia. Este rey vino a Francia a fin de gestionar un tratado con Carlos VI, en el
año 1397. Por suerte o por desgracia se detuvo en Reims, probó el vino de
Champagne, y éste le agradó tanto que dedicaba tres horas diarias a saborearlo.
Llegó por fin el momento de rubricar el famoso tratado —tan temido por
Wenceslao—, pero consiguió le dejaran permanecer por otro año más en tan
hospitalaria ciudad. Total, tres años: uno para esperar el tratado, otro para discutirlo y
el tercero para des cansar de tan asiduo trabajo y, sobre todo, para beber a sus anchas
el rico y espumoso vino de Champagne. Al despedirse reveló al rey de Francia el
secreto de su larga permanencia; el rey galo lo probó a su vez, le agradó, y de ahí
proviene la fama de los vinos de Champagne.
Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra, en cambio, dedicó todos sus
cuidados a sus viñedos bordeleses, promulgando decretos muy severos a fin de
protegerlos.
Los vinos de Burdeos fueron patrocinados por el Papa Clemente V a principio del
siglo XIV. Había sido arzobispo de dicha diócesis y propietario del célebre viñedo de
Château Papa Clemente de Pessac, nombre que aún conserva.
Este pontífice, que fue un buen gastrónomo, introdujo en Roma los guisos
bordeleses, los cuales tuvieron gran aceptación por su sabor pronunciado y la
abundancia de trufas que integraban.
El obispo Jacobo d’Ense, que regentó la Sede pontificia bajo el nombre de Juan
XXII, se interesaba mucho por el vino y su cultivo; fue el verdadero creador de los
viñedos de Châteauneuf du Pape, y en su castillo de Avignon daba banquetes
suntuosos, donde los guisos y los vinos de esa feraz región eran justamente
apreciados.
Los duques de Borgoña, antepasados del emperador Carlos V, daban una
importancia suma a la comida y bebida, y se vanagloriaban de poseer los «mejores
viñedos de la Cristiandad», y cuando el rey Luis XI anexionó la Borgoña a la Corona
de Francia fue el primer conservador de las tradiciones de ese hermoso país.
Montaigne atestigua que bajo el reinado de Francisco I el renacimiento de las
artes hizo igualmente resurgir la cocina y, citando a uno de los grandes cocineros de
la época, nos dice: «Discurrió sobre la ciencia coquinaria con tanta gravedad y
prosopopeya como hubiera desplegado en una controversia teológica. Me descubrió
los diferentes apetitos: el que se siente en ayunas, el que se siente a medio comer, el
de después de haber comido y el de después de la cena, así como el procedimiento a
seguir para satisfacerlo, despertarlo y estimularlo…».
La gran afición que Francisco I tuvo al buen vino fue un bien, pues impulsó al
mejoramiento de los métodos e hizo nacer al «catador». Los cortesanos le imitaron y
celebraron las excelencias de los vinos de Turena y Anjou.
Pero el que puso de moda los vinos de Borgoña fue el rey Luis XIV, aconsejado
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por su médico de cabecera, Fagon, que era oriundo de Beaume (Borgoña).
El gremio de cocineros gozaba entonces de gran prestigio. La familia real, así
como los dignatarios de la Corte y de la Iglesia, rendían un verdadero culto al «buen
yantar y mejor beber…».
Y cuenta la historia que un señor obispo, al regresar a su casa con gran apetito, y
viendo que no había nada preparado, se expresó en estos términos: «Como obispo, te
perdono; pero si no me das al momento de cenar te trataré de hombre a hombre y te
proporcionaré una paliza[26]».
En el siglo XVIII se puso de moda la cena tardía, que llamaron petit souper, lo que
no quería decir que fuera corta en platos; todo lo contrario, pues eran abundantes y
selectos. Lo de petit (pequeño) se refería al número de comensales: «cena íntima»,
que diríamos ahora.
Estas cenas dieron motivo a una infinidad de guisos nuevos muchos de ellos
inventados por los anfitriones o por sus cocineros, que, por halagarles, les ponían sus
nombres.
Fue entonces cuando Clause, el célebre cocinero del mariscal de Contades,
inventó el famoso pastel de foie gras. La gastronomía jamás alcanzó tanto auge, y
justificó el célebre axioma de Rabelais: «¡Todo por la panza!».
En estas cenas, capitaneadas por el duque de Vendôme, el duque de Richelieu y el
marqués de Sillery, fue cuando se puso de moda el vino de Champagne. No es que
fuera desconocido, pues el rey Luis XIV lo tomaba casi exclusivamente, sino que
entonces eran preferidos para tomarlos con el postre los vins d’Espagne, o sea el
moscatel de Málaga y sobre todo el de Alicante.
El vino de Champagne se debió a la casualidad. El monje Dom Perignon,
encargado de la bodega del monasterio, se vio sorprendido al comprobar que le
saltaban los corchos y el vino salía con fuerza y todo espumoso de las botellas. Luego
se fue perfeccionando su elaboración, que al final se ha hecho bastante complicada.
El primero que menciona el vino de Champagne es el arzobispo San Remigio,
que vivió en el siglo VI.
El vino de Burdeos tardó mucho en imponerse, pues existían muchos prejuicios
en contra, fue, como siempre, el duque de Richelieu quien lo puso de moda,
influyendo en Luis XV para que lo probara. Que lo apadrinara Richelieu fue el todo,
ya que tenía fama bien asentada de ser el mejor gastrónomo de Francia.
A fin de convencer a Luis XV le hizo probar vino de Château Laffite; el rey lo
declaró pasable, y con esto quedó consagrado.
Pero los vinos de Borgoña siguieron siendo los preferidos. Los mejores viñedos
fueron y siguen siendo los de Aï. Los reyes de Francia, el Papa León X, el emperador
Carlos V tenían bodegas en Aï, a fin de almacenar en cantidad de este vino, que dicen
tiene sabor a pêche (melocotón).
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Los griegos y los romanos fueron los que introdujeron en las Galias el cultivo de
la vid. Italia tiene también vinos de mucha fama: el Lacryma Christi, el vino de Alba,
el moscatel de Toscana, el Monte-Frascone, el de Orvieto, llamado también Asti.
Grecia aporta igualmente un buen contingente de vinos a la gastronomía, los
mismos que en la antigüedad: vinos de Candía, Chía, Tenedos, Lesbos, Chipre,
Samos y Santoria.
Todos ellos quedan estropeados por la adición de piñas: es resultante de una
superstición que ha perdurado hasta nosotros, como homenaje a Baco, que ostentaba
como emblema un tirso rematado con una piña.
El vino de San Jorge, de Hungría, es el mismo que se exporta con el nombre de
Tokay; pero, aun cuando se parecen, los buenos catadores se llaman a engaño. En San
Jorge, como en Raterstoff, se cosechan dos calidades: una que se convierte en
vermouth, y la segunda, que se exporta.
Los viñedos que producen el verdadero vino de Tokay pertenecían al emperador
de Austria y al emperador de Rusia (mitad y mitad); por tanto, han sido necesarias
dos revoluciones —la rusa y la austríaca— para que el vulgo pudiera catar ese vino.
* * *
Los licores
Muchos autores gastronómicos adjudican la invención de los licores a Fagon,
químico distinguido. Éste, que era el médico de cámara de Luis XIV, dicen que los
inventó para fortalecer al rey en su senectud.
Gran error, pues los licores, que llamaban entonces elixires, eran conocidos en
Francia de mucho antes: los cronistas del siglo XIV los mencionan, y el elixir des
Carmes, o sea de los carmelitas, era antiquísimo, aunque no se bebía en cantidad
como hoy día.
El alcohol es de época muy remota: los chinos, de tiempo inmemorial han
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fabricado licores con alcohol de arroz, perfumándolo con distintos aromas.
El alcohol se extrae del vino, del arroz, del azúcar, del maíz, etc., etc.; creo que no
hay una nación que no lo consiga, en mayor o menor cantidad (según el clima, y… la
moda).
En los países fríos se consume más, y es hasta necesario; en cambio, en los países
cálidos, y sobre todo en los tropicales, es muy nocivo.
Los franceses beben mucho ajenjo (la «musa verde», como la llama Baudelaire),
y un médico de esa nación dijo que, sobre todo en las guerras coloniales, éste había
matado más franceses que las balas y flechas de sus enemigos.
Sobre el pescado
El pescado, hasta, la invención del ferrocarril, fue un alimento de gran lujo (claro
que en los centros alejados de las costas, pues en éstas no había lugar: sucedía todo lo
contrario).
Brillat-Savarin, en su Physiologie du Gôut y en el libro de los Festines de los
romanos, nos dice: «De los comestibles, el pescado era el alimento de más lujo. Se
establecieron preferencias a favor de especies determinadas, y tales preferencias
aumentaban según los lugares en que fueran pescados. El pescado de países remotos
transportábase en odres llenos de miel, y cuando la pieza excedía del tamaño
corriente alcanzaba precios astronómicos, por la competencia que se hacían los
consumidores, y algunos de éstos eran más ricos que reyes».
Según otro autor los mismos romanos tenían una ley que prohibía a los
vendedores de pescado sentarse mientras no hubiesen vendido toda su mercancía, a
fin de que la incomodidad de permanecer de pie les hiciese más dóciles y les obligara
a vender el pescado a precios más razonables.
Los egipcios no comían ningún pescado que no tuviese escama.
En el siglo XII se concertaron los pescadores de Francia para abastecer a París, y
entonces se estableció la diferencia entre las arenqueras, que eran las que vendían el
pescado del mar, y las pescaderas, que eran las que vendían el pescado de agua
dulce; hasta entonces no conocían en Francia el arte de salar el pescado, y desde
entonces diversas especies de pescados frescos surtieron la mesa de los parisienses;
pero los deliciosos pescados del Mediterráneo, que no podían soportar el transporte,
parecía que jamás podrían servirse en los banquetes de la capital de Francia, a pesar
de que Luis XV, por Real orden, concedió, para estimular la iniciativa, una
recompensa o gratificación de 9000 libras al que consiguiese que llegase fresca una
dorada a París; no hubo quien lo ganase, con gran desesperación de los Lúculos de
aquel tiempo.
El pescado fue un objeto de gran lujo hasta que se inventó el ferrocarril. En las
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memorias, crónicas y correspondencias francesas de los siglos XVII y XVIII nunca
mencionan las viandas de un banquete y, en cambio se extasían ante la abundancia de
pescado.
La ilustre epistolaria madame de Sevigné, en una carta dirigida a su hijo, le dice:
«La hija de la Mariscala De la Mothe retrasa su boda por haber enfermado el
novio. La mariscala pierde con ese retraso más de 15 000 escudos de pescado…».
La Grande Mademoiselle, prima del rey Luis XIV; dice, ha blando de un
banquete: «fue cosa admirable; casi todo fueron pescados».
El duque de Saint-Simon, embajador extraordinario del rey de Francia Luis XV
en la Corte de España (reinando Felipe V), una de las cosas que más ponderó es el
«besugo». Sí, han oído bien: el besugo, y ¡en Madrid! La verdad, no sé cómo se las
arreglaban para que llegase fresco, pero es un hecho que el gran memorialista duque
de Saint-Simon dedica al besugo uno de sus mejores recuerdos de Madrid.
Por cierto que también dice hablando del aceite: «es infame, pero el que se toma
en casa de los grandes es buenísimo, pues se lo elaboraban ellos mismos en sus
fincas».
Nos escandalizamos de los precios que hoy pagamos; para consuelo de los
propios y extraños, vaya dar a continuación los precios que alcanzaron algunos
pescados en la Edad Media, y así no podremos pensar que «tiempos pasados siempre
fueron mejores».
Y para probarlo expongo lo que el caballero Juan de Blois pagó por unas piezas,
según consta en su libro de cuentas.
Dicho señor, que vivió a mediados del siglo XIV, debió ser un potentado, como
pueden ver mis lectores: por una lamprea entregó 10 sueldos, que equivalen, en
nuestra moneda, a unas 86 pesetas, y por una carpa y cuatro anguilas, 74 sueldos:
alrededor de 532 pesetas.
Bonita suma, ¿verdad?
A Juan de Blois le sobraba el dinero…
* * *
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reproducción espontánea. Los chinos consumen cantidades fabulosas de pescados de
todas las clases: fresco, seco y hasta podrido.
Los romanos fomentaron la cría de peces, fundando infinidad de viveros, llevando
esa ciencia a una gran altura.
Es Jacobi, en Alemania, quien descubrió la fecundación artificial de los peces; fue
practicado primero en Inglaterra y más tarde en Francia.
La lamprea
Este pescado, parecido a una gruesa anguila, goza de mala fama, pues cuenta la
leyenda que los antiguos romanos las engordaban con carne de esclavos, que echaban
vivos en los viveros.
Hay quien lo niega; en cambio, otros lo aseguran, apoyados en lo siguiente:
habiéndose invitado Augusto a comer en casa de Vedio Pollion, un esclavo tuvo la
torpeza de romper una soberbia ánfora de cristal. Vedio Pollion, que pensaba
deslumbrar a Augusto con tamaña joya, ordenó que el esclavo fuera echado en el
vivero de las lampreas; el sentenciado, loco de terror, se arrojó a los pies del
emperador pidiendo clemencia. No sólo se la concedió Augusto, sino que ordenó se
rompieran cuantos enseres hubiera de cristal en la casa y secar todos los viveros.
El poeta latino Horacio hace un canto a la lamprea, servida con una salsa
preparada con aceite, vino, vinagre, sal y pimienta.
Plotino reprocha a los Papas y nobles romanos de obsequiar a sus amigos con
lampreas que pagaban a peso de oro, y que hacían morir ahogándolas en vino de
Chipre, colocándolas una nuez mascada en la boca y un clavillo en las agallas;
después las guisaban con almendras machacadas y muchas especias.
En Inglaterra escasea la lamprea y se paga muy cara.
El bacalao
El bacalao es uno de los peces de mayor importancia económica, por su valor
alimenticio y su gran producción, por lo que es objeto de una pesca muy activa en
ciertos países, que desde tiempos remotos se ha practicado intensamente.
España, que desde la antigüedad se dedicaba a la pesca de la ballena, se dedicó
también a la del bacalao. Desde el año 875 hasta el 1752 existieron diversos
documentos y reales cédulas extendidos a favor de las naves que los vascos enviaban
a la pesca de la ballena y del bacalao. Un documento del año 1527 dice que el capitán
de una nao inglesa apresada por los españoles se había tropezado con unos cincuenta
navíos castellanos, franceses y portugueses que estaban pescando bacalao. En los
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libros del archivo de Orio, puerto de la provincia de Guipúzcoa, existen registros de
expediciones de pesca de bacalao desde el año 1530. Igualmente se menciona que en
enero de 1625 se hallaban aparejados en el puerto de Pasajes 41 navíos, con 295
chalupas, dotadas con 1495 tripulantes, dispuestos a salir a la pesca del bacalao.
En un arancel expedido en 1463 por Enrique IV para la ciudad de San Sebastián
se cita el bacalao como un artículo que entraba en aquella fecha por Guipúzcoa; y el
geógrafo francés Eliseo Reclus dice que el nombre de «bacalao» se debe a los
pescadores españoles.
No obstante, es un hecho históricamente cierto que desde el año 1763 la pesca del
bacalao fue abandonada por los españoles…
Los franceses, en cambio, siguieron practicándola en gran escala, saliendo todos
los años numerosas flotillas a pescado en el banco de Terranova e Irlanda.
En Terranova es donde más abunda, pero es algo seco y con mucha fibra y es más
difícil de remojar. El más estimado es el de las costas de Noruega e islas Feroe —en
estas últimas se pesca relativamente poco; por eso es dificilísimo el conseguirlo.
En las costas de Noruega la pesca del bacalao es una de las mayores del mundo.
Esta pesca se lleva a cabo a lo largo de la costa occidental desde los 60 grados de
latitud Norte hasta adentrarse en el mar del Norte.
La pesca comienza en los meses de enero y febrero, que es cuando grandes
cardúmenes de bacalao se aproximan a la costa; debido a la formación geológica del
país se hace una concentración de pescado cerca de la costa, a desovar en agua de
poca profundidad —50 a 100 metros—, y esto da lugar a una pesca intensa, siendo
cuestión de pocas horas trasladar el pescado de las pesquerías a los sitios de
producción.
La pesca más densa tiene lugar en Lofoten. La pesca del bacalao, que viene a
desovar, termina en marzo o abril. En esta época, en que grandes cardúmenes de
bacalao joven se aproximan desde el mar del Norte a la costa norteña de Fumarken,
en busca de alimento, se hace una concentración de dicho pescado en la costa que
procura también grandes pescas, terminándose éstas en mayo o junio.
El bacalao seco, tal como lo conocemos, no lo consumen los escandinavos; éstos
lo comen fresco. Hoy día no hay problema, el pescado llega fresco a cualquier
villorrio, no así en los tiempos anteriores a los ferrocarriles. En aquellos tiempos el
bacalao, el arenque, los escabeches eran la salvación de los habitantes del interior;
sobre todo en los días de vigilia constituían la gran —a veces la única— solución de
los católicos.
El bacalao hoy día no se toma como solución, sino como plato de gusto y aprecio
entre muchísima gente. En España tenemos excelentes guisos que integran bacalao:
bacalao a la vizcaína, bacalao en salsa verde, bacalao al pil-pil, bacalao al Club
Ranero, bacalao a la navarra, bacalao al ajo arriero, revuelto de bacalao, bacalao con
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arroz, etc., etc., y el socorrido bacalao con patatas…
La cocina francesa tiene también platos exquisitos hechos con bacalao a la Maître
d’hôtel, a la benoition, a la sauce blanche, a la niçoise, a la florentine, y el rey de
ellos, la exquisita brandade.
Lo único que requiere el bacalao para ser bueno es eso, ser bueno.
Las ostras
El caracol
El caracol, guisado a la «española», era uno de los platos favoritos del príncipe de
Talleyrand. Carême solía decir «que el estómago de Talleyrand lo gobernaba su
cocinero…».
Y después de esta presentación tan principesca diremos:
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El caracol fósil se encuentra en las primitivas capas geológicas, es decir, que es
tan antiguo como el mundo…
Añadamos que en las grutas y cavernas habitadas por la primitiva humanidad se
encuentran montones de caparazones de estos moluscos. No se puede dudar, por
tanto, que los hombres de la edad de piedra consumían y apreciaban los caracoles,
aun cuando no hay referencia si sería o no a la «española».
Para decir algo interesante sobre cualquier alimento hemos de acudir a los
romanos y como los griegos fueron sus maestros tocante a la civilización, nos
enfrentamos también con los griegos. Dícese que éstos aprendieron de los egipcios;
una verdadera cadena.
Pero los romanos son, con los franceses, los que más documentos nos han legado
sobre la gastronomía de su época; por tanto, siempre hay que acudir a Roma para lo
antiguo, como para lo moderno a los franceses.
Plinio refiere que, anterior a la guerra civil entre César y Pompeyo, Fulvio
Hispino creó cerca de Tarquinies unas majadas para cría de caracoles.
Se clasificaban por variedades, mezclando los blancos de Reate con los de Hiria,
que son los más voluminosos; no con los de África, que son los más fecundos, ni
menos con los de Sicilia, que eran considerados los mejores. Inventó el
procedimiento de engordarlos con vino cocido, harina y otros alimentos, a fin de que,
así cebados, resultaran más sabrosos.
Este arte llegó a tal perfección que si hacemos caso a lo que dice Varrón había
caparazones de caracoles que podían contener hasta 10 libras de licor. ¿No serían
veinte gotas? ¿Confundirían el caracol con la tortuga?
Tal es el origen de las caracoleras o majadas de caracoles…
Ateneo asegura en su Banquete de los sofistas que los griegos gustaban de los
caracoles, pero que no los apreciaban tanto como los romanos y que no los criaban
como éstos.
Hoy día se comen en todas partes, menos en Londres; los mercados londinenses
están vedados para los caracoles y… las ranas.
En Vizcaya es el plato obligado en la cena de Navidad —los que guardan la
tradición—, y Brillat-Savarin decía: «Aunque el caracol es indigesto, muchos lo
comen por su buen sabor».
Se guisa de muchas maneras, pero seguramente que a la «española» debe de ser la
mejor. ¡Cuando un gastrónomo de la talla de Talleyrand lo dice! (Alguna vez nos han
de hacer justicia).
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referimos siempre al de gallina. Deberíamos decir de ave de corral, ya que entre los
huevos de gallina puede venir alguno de pava, gansa o pata. Pero no es lo corriente,
ya que esos volátiles no abundan tanto como las gallinas y sus huevos se recogen
cuidadosamente, guardándolos para la reproducción.
Pero cuán equivocados vivimos si creemos que en otras latitudes no acuden a
otros volátiles exigiéndoles igual tributo que nosotros a la gallina, y a probarlo voy.
Mencionaré primero el huevo de avestruz. Su contenido equivale a veinticuatro
huevos de los corrientes. ¡Vaya tortilla!
El huevo del epigoris de Madagascar —por desgracia, hoy día extinguido— era
mayor aún. Los que se conocen contenían varios litros de yema y clara.
Las zonas polares cobijan una inmensidad de pájaros, cuyos huevos fueron
muchas veces el único recurso de los exploradores y de los marinos que arribaban
más o menos forzosamente a tan inhóspitas tierras completamente a falta de otro
alimento.
El pingüino merece que se ponga el primero en lista: retozón, parlanchín y
confiado, deja que se acerquen a él y lo maten a palos, pues ignora el pobre animal
que el hombre es el enemigo de todo ser viviente que se tropiece en su camino.
Esa multitud de pájaros blancos y negros tan confiados no saben más que gritar
hasta ensordecer dando inofensivos picotazos mientras el hombre vacía sus nidos
recolectando a millares los huevos hasta hartarse de ellos.
Igualmente pululan el artega o ganga, la gaviota y tantos otros pájaros, todos
puestos por los hombres a contribución en igual sentido. En el hemisferio Sur nos
encontramos como proveedor de huevos el albatros o gaviota.
En las costas americanas hay una variedad de volátil que pone sus huevos en
nidos de rara construcción.
Incluido en las islas Sandwich hay un islote llamado Laysan, donde se recogen
millones de huevos de gaviota, tantos que a fin de transportarlos hasta los barcos que
aguardan en la bahía se ha construido un ferrocarril en miniatura que va siempre lleno
hasta los topes de esos huevos tan apreciados.
Pero siempre tenemos al final que acudir a la gallina, pues es la que mayor
contingente de huevos proporciona al globo. Su huevo, además, es, según las últimas
investigaciones, lo que hace siglos sabemos por la experiencia propia, que es un
alimento tan perfecto cuanto es posible. Su peso corriente es de 60 gramos y contiene
7 gramos de albúmina, 6 gramos de grasa y 13 gramos de materias directamente
útiles. Un huevo, según dice un químico, corresponde como alimento a 150 gramos
de leche y 50 gramos de carne. Los condimentos, salsas, etc., que se le adicionen
aumentarán su valor nutritivo, pero los huevos simplemente pasados por agua, si son
bien frescos, son los de más fácil digestión y muy gustosos —pero han de ser muy
frescos; a poder ser, puestos del día.
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Su potencial alimenticio y su fácil reproducción han despertado la codicia de
todos los habitantes del globo, y la explotación sistemática de la gallina ha adquirido
formidables proporciones y todos se ingenian inventando nuevos métodos para
conservarlos. Hoy día los huevos se exportan en cantidades fabulosas, pero es difícil
que sean recién puestos cuando se trata de una remesa procedente de Esmirna o del
Japón, pero no faltan procedimientos para conservarlos buenos durante un espacio de
tiempo más o menos largo.
Esto de la frescura de los huevos no creo sea problema para los chinos, puesto
que prefieren a todos unos huevos conservados que ellos llaman huevos centenarios.
La expresión es hiperbólica, desde luego, pero resulta altamente característica, pues
es un ejemplo de las preferencias de los chinos, tan contrarias a las nuestras. A
nosotros nunca nos parecen los huevos bastante frescos.
No váyase a creer por lo anteriormente dicho que los chinos comen huevos
podridos; los entierran en cal adicionada de hierbas aromáticas y los dejan así por
espacio de un mes y medio. No son sólo los huevos de gallina los que someten a esa
preparación; igual hacen con los de pato y los de ganso, siendo éstos los más
estimados. Los huevos así preparados adquieren un color verdoso muy estimado allí.
Se sirven como entremés y se encuentran hasta en las más modestas posadas. Los que
los han probado dicen que el olor es desagradable —lo creemos—; en cuanto al
sabor, coinciden todos en que se parece a la langosta.
Yo no preciso probados, así que me remito a los que han tenido el valor de
hacerlo y doy por bueno cuanto digan sobre ello.
El cordero
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Los corderos fueron considerados como patrimonio de la Corona y por un cordero
de pura raza se pagaba hasta 500 piastras.
Los hidalgos fueron adquiriendo corderos y se dedicaron a la cría en gran escala,
lo que les proporcionó pingües ganancias.
En el siglo XV el rey de Inglaterra Eduardo IV consiguió de la munificencia del
rey de España tres mil cabezas de esta hermosa raza. El traslado a Inglaterra y el
cambio de clima dio una lana más larga y menos fina; pero los cuidados extremosos
de que fue objeto, así como el exterminio de los lobos, permitió se criara y
prosperara. Las lanas inglesas fueron bien pronto apreciadas, y para recordar siempre
la importancia de esa industria se ordenó que en la Cámara de los Lores hubiera
siempre a la vista un saco lleno de lana, sobre el que había de sentarse el canciller de
Inglaterra. Ignoro si perdura esta costumbre, pero en tiempos de Napoleón I me
consta, ya que llamaba siempre al canciller el «señor del saco de lana».
También España proporcionó a Francia corderos; la cría de corderos en Francia es
muy importante, y en Normandía se ha creado una variedad llamada presale (prado
salado) que es magnífica, pues la proximidad del mar le proporciona salitre, lo que la
mejora notablemente.
En España tenemos corderos maravillosos; los que gozan de más fama son los de
Burgos y Navarra, pero los hay muy buenos en todas partes.
Capones
Fueron los nativos de la isla de Cos los que enseñaron a los romanos el arte de
cebar los capones.
Toda Roma se dedicaba a la cría de aves de corral: en jardines, patios y cercados.
Ese enjambre armaba un guirigay tal que no dejaba dormir al cónsul Cayo Canio, el
cual promulgó un decreto por el que prohibía la cría de aves de corral a domicilio.
Pero hecha la ley, hecha la trampa, y ¿qué dirán que imaginaron los romanos para
burlarla? Pues caparon los gallos para que no cantaran y los criaron como gallinas.
Debemos, pues, los capones de Navidad a la prohibición que el cónsul Cayo
Canio hizo a los romanos de tener gallineros a domicilio.
Pavos
Los pavos fueron introducidos en Grecia por el rey Meleagro.
Algunos historiadores dicen que no eran pavos, sino pintadas; mas Plinio, el
naturalista, describe tan exactamente las características del pavo que no deja lugar a
dudas, y Sófocles, en una de sus tragedias, pone un coro de pavos que lloran la
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muerte de Meleagro.
Los romanos les profesaban una estimación particular y criaban manadas de ellos
en sus granjas. ¿Cómo desaparecieron luego? ¿Qué epidemia las mató? La historia no
lo dice, pero llegaron a escasear tanto que los mostraban como bichos raros.
Yo no pretendo enmendar la plana de Plinio ni a otros historiadores… Pero ¿no
confundirán los pavos con los gansos? El pavo siempre se ha dicho que era oriundo
de América y que este continente era el único en que se criaba en estado salvaje. Por
otro lado los ingleses le llaman turkey, lo que indicaría que lo trajeron de Turquía…
Y hay un historiador que dice que en el año 1432 las naves de Jacques Coeur[28], que
de mercader llegó a tesorero y maestre de la Artillería de Carlos VII, trajeron de la
India los primeros pavos…
Hoy día, como hemos dicho antes, el pavo se encuentra en estado salvaje en
América, y Brillat-Savarin nos reseña una cacería en Illinois (América) donde resultó
el héroe del día por haber matado un pavo de cincuenta libras de peso. (No sé si es
mucho o poco, pero sé por experiencia que los cazadores siempre exageran sus
hazañas cinegéticas).
Las especias han existido siempre; lo que sucedía era que antiguamente cada
región tenía que contentarse con las suyas.
Más adelante se fueron importando las de otras regiones, pagándolas muy caras.
Las especias no se hicieron de uso corriente hasta el descubrimiento de América por
Colón, y el de la ruta de la India por El Cabo, que fue descubierto por Vasco de
Gama.
Mi opinión es la siguiente: que el abuso de las especias se debió primero a los
hebreos, luego a los romanos, y sobre todo a los españoles y portugueses, ya que
fueron ellos los primeros en usarlas e imponerlas, por poder importarlas libremente
de sus colonias.
La condesa de Aulnoy, en su libro Un viaje por España en 1679, se lamenta de la
cantidad tan tremenda de ajo, azafrán, pimienta y otras especias que echaban los
españoles en sus guisos.
En el siglo XIII las especias eran tan apreciadas y tan caras que el abate de Saint
Galles de Languedoc, para conseguir un favor del rey Luis el Joven, no se le ocurrió
cosa mejor que regalarle un cucurucho de especias.
Y, como siempre sucede al ser caras y escasas fueron tanto más apreciadas; como
un alarde de lujo se empezó a prodigarlas y los paladares a acostumbrarse a ellas;
exigieron cada vez mayor cantidad para notarlas, llegando ya a la locura de los
recetarios de Montino, Taillevent y otros.
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El empleo de la sal puede decirse que es tan antiguo como el mundo; no así la
pimienta.
Los romanos conocían y apreciaban la pimienta, pero debía constituir un
condimento carísimo, ya que Alarico exigió que entrara en el tributo que había
impuesto a Roma tres mil libras de pimienta.
En Francia, la pimienta lleva el nombre del que la importó desde la isla de
Francia y la Cochinchina; este señor se llamaba Poivre y era oriundo de Lyon.
Antes de esto se vendía a peso de oro, y los comerciantes que tenían la suerte de
conseguir unos gramos de tan apreciado producto lo vendían luego a lo que querían,
despachándola por adarmes. El poseer este condimento le autoriza para denominarse
«especiero» y «pimentero».
* * *
Las salsas fueron las que más padecieron de las dichosas especias. Cierto
cocinero griego llamado Lamparia, que vivía cuatro siglos antes de Jesucristo,
inventó la «salsa negra», preparada con sangre de liebre y especias.
Los griegos, en sus famosas fiestas «de la Copa», comían aves asadas
acompañadas de «salsas agridulces y grasas», confeccionadas con ralladuras de
elementos excitantes para provocar la sed y beber copiosamente.
Carlomagno comía con verdadero deleite pollo asado con salsa garafolata,
preparado cuyo principal ingrediente era el clavo de especia.
En el siglo XII se tomaba la salsa peverada, especie de caldo de pimienta que se
servía con todo.
En el siglo XIV, durante el reinado de Felipe IV de Valois, la gran moda era servir
muchos platos acompañados de la salsa formidable, que llevaba pimienta, clavo,
canela, ámbar, enebro, benjuí, ajo y cebolla.
Rabelais, en su obra Gargantúa y Pantagruel, nos cuenta cómo Panurgo, que
tenía prisionero al rey Anarche, para hacerle hombre de bien lo dedicó a «guisador de
salsa verde». Salsa, que en época de Rabelais, apasionaba a la gente y se componía de
miga de pan, vinagre, caña de trigo verde, bayas de enebro y pimiento.
Taillevent, jefe de cocina de Carlos VII de Francia (siglo XIV) y autor del Viandier
(el primer libro de cocina francés conocido), era un gran salsero, siendo su salsa más
célebre la galimafrée, cuya receta daremos a continuación. (Esta receta tan sólo
puede darse como curiosidad, pues confeccionada íntegramente creo que nos
decepcionaría. Confieso honradamente que no la he experimentado; pero pienso
hacerla algún día, cuando me sobre el dinero). La galimafrée: Trínchese un hermoso
pollo, como se acostumbra para guisarlo; hacerlo cocer con buen vino blanco,
mantequilla, agraz, sal, pimienta, nuez moscada, tomillo, laurel, clavillo y cebollas;
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cuando esté tierno, líguese el jugo con «carmeline». La carmeline era una salsa
estupenda, la que más apetecía y la que más cara vendían los salseros. Se componía
de mantequilla, canela, benjuí, bayas de enebro, vinagre, ajo, pimienta, etc., etc.
En España, además de todas estas especias, añadíamos a las salsas otras que nos
eran propias: el azafrán, azúcar, alcarabea, los cominos, la hierbabuena, el ajonjolí, el
jengibre, las almendras, nueces y piñones machacadas, zumo de limón, sidra y
naranja amarga, etc., etc.
Sobre todo, hacíamos un uso inmoderado de azúcar y canela, pues pueden
contarse con los dedos los guisos que no la llevaban. Montiño nos asombra por la
cantidad de azúcar que ponía a todo; el sabor agridulce se conoce que gustaba mucho,
pues la mezcla de azúcar y vinagre es frecuente en su recetario.
Advierte en su Libro de comer que es conveniente tener previamente mezcladas
las especias, conservándolas en un saquito, que se tendrá a mano.
Igualmente menciona a menudo la salsa llamada oruga; ésta se hacía con azúcar o
con miel, «panecillos de oruga» molidos, pan tostado, remojado en vinagre, azúcar
(«antes más que menos», advierte Montiño) y canela molida. Todo bien mojado, se
pasa por un cedacillo.
Y añade lo siguiente:
«Esta oruga se puede guardar ocho o diez días a lo más largo, y no ha de llegar al
fuego, y es la mejor de todas, y la que se sirve más ordinariamente a los grandes
señores; y si la hallases muy fuerte, que podría ser que lo estuviese, podrás añadir
más azúcar molido, y con eso se remediará».
Espanta tanto azúcar, pues la cantidad que indica es, cuando menos, la misma que
de pan.
Milagro que no le añada canela, pero advierte que siendo hecha con miel hay que
ponérsela.
Y esta salsa se comía con conejo, liebre, pollo, etc.
Alejandro Dumas, padre, que lo menos que se puede decir de él es que era un
«loco cuerdo», asegura que las facultades mentales se desarrollan al compás de las
especias, y que les debemos a Ariosto, Tasso, Boccaccio…, y si le hacemos caso,
también Tiziano, Leonardo de Vinci, Tintoretto, Bandelli y Rafael…
Pues ya lo saben mis lectores: si quieren que su hijo descuelle en algo, no tienen
más que atiborrado de especias: azafrán, clavillo, enebro, vainilla, canela, pimentón,
nuez moscada, cinamomo, etc., etc.; y tendrán un superhombre (si no se les muere
antes…).
Pero sí quiero hacer constar que todos esos literatos y artistas todos, todos, sin
excepción, fueron unos grandes gastrónomos. Ahora bien; lo que no sé es si fueron
artistas por ser gourmets o si fueron gourmets por ser artistas… (Que lo aclare
Dumas…).
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El ajo
El ajo es una leguminosa muy discutida. Unos la ensalzan, otros lo aborrecen; mi
opinión es que para que guste se ha de estar acostumbrado desde niños…
En España, generalmente, nos gusta, pero es un error el creer que es oriundo de
nuestro suelo.
Las noticias más antiguas que se tienen sobre el ajo se hallan en la Biblia. Al
igual que las cebollas, los israelitas lo conocieron durante su permanencia en Egipto.
Por eso dicen que el ajo proviene de Egipto; mas no hay seguridad que no lo
importaran de otras regiones.
El ajo, como tantos otros comestibles, siguió la consabida trayectoria: de Egipto
pasó a Grecia; de Grecia, a Roma, y de Roma, a España… Las huestes de Escipión
nos trajeron el ajo, así como las de Julio César le introdujeron en las Galias. Esta
leguminosa se adueñó mucho más de España que de Francia, salvo en el sur.
Los romanos adoraban el ajo; los griegos generalmente lo detestaban (tal vez por
refinamiento, ya que el ajo, da mal aliento), y Horacio nos dice que el mismo día de
su llegada a Roma tuvo una indigestión por haber comido una cabeza de cordero al
ajo.
Ateneo cuenta que los que habían comido ajo no eran admitidos en el templo de
Cibeles y, para mayor seguridad, se colocaba un sacerdote en la puerta con el encargo
exclusivo de controlar el aliento de los fieles (para admitidos o rechazarlos). ¡Qué
cosas dicen o hacen decir a los clásicos!
Virgilio habla del ajo como de un alimento tónico y le adjudica un sinfín de
cualidades: fortalecer a los vendimiadores, impedirles que se durmieran (?) y
preservarles de las picaduras de las víboras…
Yo no pretendo enmendar la plana a Virgilio, pero me parece que exagera.
Las cocinas ibera y gala fueron similares, mientras imperaron los romanos; con la
invasión de los moros la ibera se modificó; éstos impusieron el azafrán, los cominos,
la hierbabuena y otros condimentos; pero quien verdaderamente modificó nuestra
cocina fue el descubrimiento de América, dándonos a conocer el cacao, las patatas,
los tomates y los pimientos, que se han convertido en alimentos nacionales; hay
muchos que se asombran, y hasta lo ponen en duda, cuando les digo que el tomate, el
pimiento, y sobre todo el pimentón, no son de origen español y que no hace tantos
siglos eran desconocidos; sobre todo lo del pimentón les vuelve locos, ya que hoy día
no saben pasarse sin él.
Nosotros, como decía antes, usamos y tal vez abusamos algo del ajo; pero, aun
cuando no lo crean los franceses, éste fue el principal condimento de sus salsas hasta
el siglo XIX… Hasta mediados de este siglo se seguían vendiendo por las calles de
París la aillade, la aillie y la ailleusae, que eran distintas preparaciones del ajo
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mezclado con leche, con pan, con queso fresco, con almendras o con nueces.
La famosa epistolaria marquesa de Sevigné describe en una de sus cartas el traje
de salsero con que se disfrazó su nieto para un baile de trajes en Versalles y la poca
maña que se daba para empujar la carretilla de las salsas.
Hay varias regiones en Francia donde se consume mucho más ajo que en parte
alguna de España. A estas regiones las llaman los franceses el «país del ajo». Doy fe
que en Marsella es donde más bocanadas de ajo me han echado a la cara; también me
parece que tiene más sabor que el nuestro; el nuestro lo encuentro más suave y más
dulce.
Como hemos dicho antes, las ajadas se pregonaban por las calles de París, según
lo atestigua el Diccionario de los pregones de París, y hoy día el libro de Escoffier,
que hace autoridad en materia coquinaria, expone muchas recetas que integran ajo
(generalmente, medio diente machacado). Por tanto, es un error el creer que los
maestros de la cocina francesa rechacen sistemáticamente el ajo; lo admiten en
muchos guisos: cèpes à la bordelaise, cèpes à la provençale, el ali-oli, la
Bouilabaisse lo llevan en cantidad. Pero ésos son los menos; generalmente, como lo
he dicho antes, le ponen medio ajo, envuelto en el ramito de perejil, laurel, tomillo y
clavillo, que llaman bouquet, y que suelen echar a la mayoría de los guisos, a fin de
comunicar un sabor conjunto, sin que sobresalga ninguno.
Desde luego que un inglés, un alemán, un escandinavo, no soporta el ajo. Pero
¿qué más nos da, si a nosotros nos gusta?
La trufa
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cedros de pequeña altura de aspecto un poco anémico. En esas tierras donde el suelo
parece quemado y privado de vegetación es donde mejor se desarrolla el preciado
criptógamo.
Desde luego que ese desarrollo se hace por vías secretas. Se ha observado que
debajo de los álamos, de los castaños también se encuentran, pero siempre en más
abundancia en los cedros.
A fines de mayo se comienza a escudriñar la tierra, comparando el desarrollo
adquirido por las trufas.
La cosecha se opera con la colaboración de ciertos animales, principalmente el
cerdo, cuyo fino olfato percibe a distancia el suculento aroma.
En otras regiones truferas —la Borgoña y la Champaña— se utilizan perros para
este menester.
Pero en el Perigord, que es el mejor productor de trufas, con su compañero el
hígado de ganso, siempre se utilizan los cerdos, dando la preferencia a las hembras,
que son más inteligentes y gozan de mejor olfato y memoria.
La cerda husmea tenazmente, después de olfatear el aire que la rodea,
orientándose de esa manera hacia el criadero de esas trufas tan ansiadas. El cerdo
siente tal pasión por ese tubérculo que, una vez descubierto el nido, no hay más
remedio que dejarle comer alguno, pues, de lo contrario, se desanimaría y renunciaría
a la búsqueda (se han dado casos); el hombre que lo sigue lleva un pincho de hierro
para apresar la trufa antes de que se la coma el cerdo; pero, como lo he dicho antes,
siempre es recompensado con alguna…
La consumición de trufas es antiquísima, pero las de todos los países suelen ser
blancuzcas y poco sabrosas; las negras brillantes y aromáticas no se encuentran más
que en el Perigord y en algunos lugares de la Provenza.
Los romanos de la antigüedad sentían pasión por ellas y las importaban de África.
Los Borbones eran adeptos de la trufa, y Alejandro Dumas hace vibrar su lila en
honor de Mlle. Georges, por su afición a ella. Nos describe la ensalada de hermosas
trufas enteras, aderezada por ella misma, con que les obsequiaba todas las noches
después del teatro.
También siente emoción por las que comía en casa de mademoiselle Mars (otra
comedianta); pero no tanto, pues allí variaba el condumio según la inspiración del
cocinero.
Las trufas están proscritas por la facultad, pero también lo estuvieron el té, el
café, el chocolate y el tomate. Hoy día se les reconoce cualidades, en particular al
tomate, que, después de haberle achacado fechorías sin fin, hoy día se da hasta a los
recién nacidos, presentándonoslo como una panacea.
A las pobres trufas se les achaca cuanto de malo le sucede a la humanidad
doliente: la gota, el reuma, la tensión, la apoplejía y no sé cuántas cosas más.
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Pero pregunto: ¿se concibe un buen manjar sin trufa? ¿Podría haber foie gras,
galantinas, pavos, poulardas, faisanes sin el aditamento de su exquisito aroma?
Post-Thebussem, en su libro Guía del buen comer español, página 42, dice que el
monasterio de Alcántara tenía un «modo especial de preparar aves, similar para el
faisán, la perdiz, las becadas o chochas y otros voladores, siendo la prueba de que las
trufas se conocían y se utilizaban en Extremadura de tantos siglos atrás como en el
Languedoc y en Gascuña».
Conformes; pero lo que el españolísimo Post-Thebussem no nos explica es la
clase de trufas que utilizaban los frailes de Alcántara. Si se las enviaban de Perigord o
de otros monasterios de la misma Orden, me callo; si era la verdadera trufa, pues
tontos serían los extremeños si tuvieran esa mina sin explotarla.
Trufas las hay en muchas partes: en Italia, en Andalucía, etcétera. Los andaluces
las llamas «criadillas de la tierra»; las conozco: son lisas, blancas y apenas tienen
olor.
¡Post-Thebussem! ¡Post-Thebussem! Deje en paz a la trufa. La verdadera trufa es
la francesa, y, como es de generación espontánea, no tiene el menor mérito tenerla.
Ni ellos deben vanagloriarse de sus trufas, ya que no tienen la menor intervención
en ellas, ni nosotros jactarnos de lo que no tenemos.
Esto es tan tonto como si los franceses quisieran convencernos de que tienen
mejores naranjas que nosotros y que su uva es moscatel.
El espárrago
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paciencia: tarda tres años en dar fruto.
En cambio, tiene la ventaja que a partir de esa fecha seguirá dando excelentes
cosechas hasta por espacio de quince años —si la esparraguera está debidamente
cuidada y abonada.
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CAPÍTULO IV
Alimentos importados de América y Asia
Nota
No llegamos a convencernos de que alimentos tan populares como las patatas, los
pimientos, el tomate y bebidas tan corrientes como el chocolate, el té Y el café los
conozcamos y los aprovechemos tan sólo desde pocos siglos acá. Pues no hay que
creer que, porque se descubriera América a vuelta de carabela nos pusiéramos los
españoles a deglutir patatas pimientos y chocolate; nada de eso: primero fue importar
la semilla, luego convencer al labrador y más tarde al comprador…; y pasaron así
varios siglos, y si mis lectores tienen paciencia para leerme verán cuánta más
paciencia aún hubieron de desplegar los descubridores de los nuevos alimentos hasta
vulgarizarlos.
Las patatas, sin ir más lejos, para que las comieran los franceses fue necesario que
pasaran hambre (pérdida total de las cosechas de los años 1816 y 1817).
Y lo mismo ha sucedido con el plátano, que de fruto exótico y poco apreciado ha
pasado a alimento vital, sin el cual no pueden ya criarse nuestros niños. ¡Cada
indigestión que he visto proporcionar a mi alrededor a infelices criaturas, a las que les
ponen un plátano en la mano cuando apenas levantan cabeza!
Y si protesto las nuevas mamás me dicen que no entiendo de esas cosas. Sin
embargo, he tenido ocho hijos, y éstos viven. Bueno, será por casualidad.
No soy detractora del plátano, pero me parece que, al igual que el tomate y las
espinacas, las ponen un poco demasiado a «todas las salsas»; pero siempre fue así. Ya
surgirán otras sustancias alimenticias que derrocarán a éstas, transformándose en
panacea, y así sucesivamente… ¡Cuando leo que la famosa marquesa de Sevigné
(siglo XVIII) se curaba el reuma con essence d’urine!… Bien es verdad que asegura
que lo tomaba a gotas. ¡La creo!
El tomate y el pimiento
Estas dos leguminosas, que hoy día nos parecen imprescindibles y tan nacionales,
no son oriundas de nuestro suelo, sino importadas de América, y como el
descubrimiento tuvo lugar en el siglo XV, no hace tantos años que se incorporaron a
nuestra cocina, ya que tardaron, como todo lo exótico, bastante tiempo hasta
aclimatarse y darse a conocer.
Casi todos los extranjeros creen que el tomate y el pimiento son españoles y entre
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nosotros está arraigado este prejuicio y no son pocos los que se sonríen con burla
cuando les digo que esas hortalizas nos son tan extrañas como el té, cacao, café,
vainilla.
Que, al igual que las patatas, los tomates, el ají o pimiento nos los proporcionó
América, y que tardaron en incorporarse a nuestra cocina lo prueba Montiño, que
escribió su libro Arte de comer en el siglo XVII, y donde no se menciona ni una vez el
tomate, el pimiento ni su derivado el pimentón. Las recetas que da de los chorizos y
longanizas son parecidas a la butifarra catalana, bien provistas de especias, pero sin
asomo de pimentón.
El tomate se ha incorporado a la alimentación universal en tal forma que casi no
se concibe un guiso que no lo lleve, lo mismo crudo que cocido y fuimos nosotros
quienes enseñamos a los franceses a comerlo y sus cocineros lo divulgaron.
Los preceptistas galos confiesan que terminó el siglo XVIII sin que tuvieran más
que vagas referencias tocante al tomate; sin embargo, la duquesa de Abrantes, esposa
de Junot, dice de pasada en sus Memorias que uno de sus invitados, en París, tenía
delante de su cubierto «un ravier avec des piments» (una rabanera con pimientos);
pero como esa señora estuvo en España y Portugal, no sabemos si habría aprendido a
comerlos en dichos países, y fuera un exotismo en ella servirlos, o si ya se conocían
de antes en Francia —yo puedo asegurar que en París jamás me han servido como
entremés pimientos—. Tampoco indica si eran verdes o rojos, si crudos o cocidos. Yo
donde he comido pimientos verdes, que llaman poivron, es en Marsella —son muy
distintos de los nuestros: gordos, cortos y terminados en punta, aun siendo tempranos.
En el sur de Francia llaman al tomate «manzana de amor».
En España debió incorporarse un siglo antes que en Francia. En el Libro de
cocinación que usaban los cocineros de la Orden de los Capuchinos de la provincia
de Andalucía, una de cuyas copias manuscritas, fechada en 1740, fue encontrada en
la Biblioteca de la Facultad de Medicina de Cádiz por el laborioso archivero don
Rafael Picardo, prueba que dichos monjes consumían a diario el tomate.
Y una vez más veo que los monasterios fueron los precursores, y a la vez los
conservadores, de cuanto inventó el arte coquinario.
Como ese manuscrito es el que de más antiguo menciona el tomate, no voy
descaminada al asegurar que el tomate se empezó a comer en España en el siglo
XVIII…
Este leguminoso se ha incorporado en tal forma en todas las cocinas que hoy día
su conserva es mundial, y tanto de bueno han hallado en él que hasta a los niños
lactantes se les propinan sendos biberones de jugo de tomate y es maravillosa la
transformación que ha sufrido. Cuando yo era niña nos prohibían el tomate crudo,
pues daba «cólico», y ahora ya no lo da; en cambio, proporciona fuerza y vigor.
Broma aparte, es un fruto excelente y que generalmente gusta a todos.
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En cambio, el ají o pimiento no se ha extendido por fuera, es casi desconocido y
lo consideran «español», y en cuanto al pimentón, menos aún. En América le llaman
«la color», y aquí en ciertas provincias dicen también que un guiso no resulta si no
tiene «color».
Hasta ahora el tomate sigue su marcha triunfante, extendiéndose más y más y
reuniendo cada vez más adeptos.
El pimentón español no se ha europeizado; en cambio, el húngaro, llamado
paprika, ha tomado carta de naturaleza en la comida cosmopolita. Los preceptistas
franceses lo recomiendan y lo incluyen en los guisos llamados «a la húngara». Es de
poco sabor y no pica.
El chocolate
Los autores americanos dicen que los nativos de Méjico consumían y apreciaban
el chocolate de tiempo inmemorial. Pero si creemos a Herrera estaba reservado a los
jefes y guerreros, pues los granos de cacao servían para el intercambio de mercancías,
de anera que tan sólo los muy ricos podían proporcionarse el lujo de sorberlo puro
adicionado de miel y perfumado con una fruta parecida a la piña.
De esta bebida siempre había preparada gran cantidad en el palacio de
Moctezuma, donde se conservaba en ánforas de oro puro, y de la que hacía gran
consumición el emperador; Bernal Díaz del Castillo dice: «Moctezuma la bebía para
fortalecerse cuando iba de caza».
El pueblo tomaba el cacao mezclado con harina de maíz, y esta papilla, llamada
«atol», que se adquiría en el mercado, era tan necesaria para los nativos como para
nosotros el pan.
* * *
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Sin embargo, el que tomaban los jefes era más tolerable, pues le añadían miel y
magüey. Sin duda alguna esto les sugirió a los españoles añadir azúcar al cacao, que
habían trasplantado a las islas Canarias. El azúcar atenuó el amargor del cacao, y
pronto se aficionaron los españoles a esta bebida. El chocolate conquistó al Nuevo
Mundo, constituyendo el desayuno predilecto de los criollos. Al compás de la
demanda se fabricaron en grandes cantidades para la venta. Por las mañanas las calles
se llenaban de puestos donde se expendía chocolate a los transeúntes; algunos le
añadían achiote[29].
Viendo el incremento que tomaba al chocolate, algunos comerciantes abrieron
unos establecimientos llamados «chocolaterías», y en tiempos de Tomás Gaje (1785),
comandante del ejército de América del Norte, existían muchas chocolaterías,
establecidas a orillas del canal de la Jamaica, que estaban siempre concurridísimas.
Alegres orquestas metidas en barcas deleitaban con sus conciertos a los concurrentes
(esto lo hemos copiado, creyendo que lo inventábamos…).
Los frailes de la ciudad de Guajaca, muy hábiles en la confección de alimentos,
aportaron grandes perfeccionamientos a la fabricación del chocolate, aromatizándolo
con perfumes variados y exóticos: vainilla, flores de orejavala[30] y avellanas
tostadas. Las damas criollas adoraban el chocolate —tal vez fuera una necesidad, ya
que el cacao vigoriza los órganos debilitados por la acción del clima—. Dice Acosta
que no concebían la vida sin el cacao, y que las damas de la ciudad de Chiapas lo
bebían hasta en la iglesia, donde se lo hacían llevar por sus esclavos. Habiéndolas
reconvenido por ello el obispo de dicha diócesis, dejaron de acudir a sus sermones,
trasladándose a otra iglesia. Igualmente los hombres eran muy aficionados al
chocolate.
El médico español doctor Barrios cuenta que en México primitivamente el
chocolate se reservó para tomarlo en el desayuno, pero que se llegó a tomarlo hasta
tres veces al día: desayuno, merienda y a medianoche; y si llegaba una visita a
deshora, pues se volvía a servir el consabido chocolate.
En mi niñez para merendar se servía una jícara de chocolate con media docena de
bizcochos y un enorme vaso de agua con un azucarillo más enorme aún. Nunca he
sido aficionada al chocolate, y menos al de mi niñez, que me parecía muy amargo y
que, según vox populi, era superior exclusivamente confeccionado con cacao y
azúcar, sin mezcla alguna, una «tarea» especial para nosotros, como era costumbre
entonces (cuando había medios para ello, pues resultaba muy caro). Yo me admiraba
al ver los aspavientos de las amigas de mi madre cuando lo sorbían, pues a mí tan
sólo me gustaba el agua con azucarillo que se tomaba después; cuando fui mayor, mis
amigas, que todas rendían culto al buen chocolate (amargo) solían incriminarme
diciendo que «yo no sabía tomar chocolate».
En Bilbao, en la antiquísima calle Somera, frente a la iglesia de San Antón, vivió
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una excelsa dama: doña Dolores Gutiérrez de Muñiz de Tejada. Esta señora, que era
además una excelente amiga, recibía a diario, obsequiándonos siempre con una
agradable merienda; pero los lunes nos daba un «chocolate», donde nos reunía a más
de treinta señoras e hijas de las señoras, exclusivamente mujeres. Ese día, después de
varios fiambres ¡y qué fiambres!: platos montados a la gelatina, jamón en dulce,
pescados, galantinas de ave, etc., etc. —y de una serie de postres de cocina, fríos y
calientes: tartas, confituras, dulces, merengues, canutillos de medio metro, helados,
etc., etc.—, servían el chocolate; ¡y se lo tomaban, además, saboreándolo y
remojando en ello bizcochos! (no exagero; en Bilbao son muchas aún las que han
disftutado de los «chocolates de doña Dolores», y a ellas remito al lector); yo era la
única que pedía té, y a veces agua de Borines…
Mi marido me solía decir: «No me gusta que meriendes en casa de Dolores, pues
esos días no cenas». ¡Dios mío! Recordándolo, pienso: ¿Dónde metíamos tanto? ¡Y
con lo que habíamos comido al mediodía!
Después de esa pequeña digresión es hora de que volvamos a América.
Las clases bajas de México tenían en tan gran aprecio el chocolate que, según el
mismo doctor Barrios, se conseguía cuanto se quería de ellas a cambio de dicho
brebaje.
Bien pronto el cultivo del cacao se extendió por todas las Antillas y, según dice el
padre Labat, los habitantes de ese archipiélago lo cultivaban en gran escala y
alimentaban a sus hijos con papillas de cacao, maíz y azúcar, comprobándose la
excelencia de dicho alimento por lo sanos y fuertes que se criaban.
Según el inglés W. Hugues, el pueblo bajo de la Jamaica, antes de ponerse a
trabajar, absorbía siempre una o dos tazas de chocolate hecho con cacao, galleta
cazabe[31] y azúcar. Algunos lo perfumaban con canela, otros con clavillo y algunos
le añadían pimienta; se tomaba en calabazas vaciadas en forma de medias esfera o en
medias cáscaras de coco.
El chocolate en Europa
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que hacíamos de él era ya gula.
Un florentino llamado Ailtonio Carletti introdujo el chocolate en Italia, y en
Francia lo puso de moda Ana de Austria, hija de Felipe III y esposa de Luis XIII de
Francia. En Francia al principio no cuajó. Como siempre, fueron las Órdenes
religiosas las difundidoras de este comestible. Los monasterios españoles enviaron
chocolate a los monasterios franceses de su Orden, y esto hizo que se difundiera por
todas las capas sociales.
En sus Memorias, el mariscal de Belle-Isle cuenta lo siguiente: «El legente no
tenía petit lever[32], pues este príncipe, más discreto que decente, no quería exponer a
las miradas maliciosas de los cortesanos los encantos de las bailarinas de la Opera o
de “honestas” damas que habían compartido su lecho. Así que Su Alteza Real se
presentaba en el salón de audiencia ya vestido, y se contentaba con desayunarse con
chocolate mientras recibía a sus deudos y amigos. A esto se llamaba “ser admitido al
chocolate de Su Alteza Real”».
Hacia fines del siglo XVII las fábricas de chocolate se multiplicaron en Francia
pero la protección y casi el monopolio de los cacaos de las colonias españolas
perjudicó al perfeccionamiento de este producto. Las fábricas francesas no podían
trabajar más que con cmanera que con cacaos inferiores, de manera que durante el
siglo XVII los franceses daban la preferencia a los chocolates españoles e italianos, y
hasta el siglo XIX no se perfeccionó su fabricación en Francia.
Volvamos a España. Llegó a tal desenfreno el uso del chocolate que Molina, en
una de sus comedias, satirizó el abuso que se hacía de él.
En el año 1614 los alcaldes de casa y corte mandaron pregonar por toda la villa
que «nadie, ni en tienda ni en domicilio ni en parte alguna, podía vender chocolate
como bebida».
La prohibición de venderlo «en bebida» se mantuvo durante varios años contra
viento y marea.
En 1650 un procurador acudió a la sala de dichos alcaldes exponiendo que su
padre era «persona pobre y honrada, y para sustentarse ha tenido por trato y granjería
elaborar chocolate y venderlo en bollos, cajas y pastillas, y asimismo para bebida en
su casa, y porque esto siempre ha sido con muy gran pundonor y a toda satisfacción,
y a la postura que se diese para ello pedían el consiguiente permiso».
La sala respondió que lo hiciera y vendiera «siempre que no sea en bebida».
Cada cual acudía con algún nuevo pretexto para recabar la licencia para
chocolatear por sí o mediante criados, en casa o en las calles y los alcaldes,
concediendo unas veces y negando otras, fueron dando lugar a que en los últimos
años del siglo XVII Madrid presentase el aspecto que a continuación se describe,
según el inapreciable manuscrito de 1673 del Archivo Histórico Nacional:
«Hase introducido de manera el chocolate y su golosina, que apenas se hallará
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calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto
no hay confitería, ni tienda de la calle de las Postas, y de la calle Mayor y otras,
donde no se venda, y sólo falta lo haya también en las de aceite y vinagre. A más de
los hombres que se ocupan de molerlo y beneficiarlo, hay otros muchos y mujeres
que lo andan vendiendo por las casas, a más de lo que en casa una se labra. Con que
es grande el número de gente que en esto se ocupa, y en particular los mozos robustos
que podían servir en la guerra y en otros oficios de mecánico y útiles a la República.
»Las mujeres…, unas compran el chocolate para revenderlo; otras para venderlo,
dándoles tanto en libra.
»Este género está tan maleado que cada día buscan nuevos modos de defraudar en
él echando ingredientes que aumentando el peso disminuyen la bondad, y aún se
hacen muy dañosos a la salud, como algunas veces se ha conocido, y nunca se puede
dudar viendo el coste que tiene para ser de buena calidad y los precios a que lo
venden, y como está en masa no es fácil averiguar los ingredientes que le echan, y
con el achiote y una punta de canela y mucho picante de pimienta dan a entender es
muy bueno y disfrazan lo mucho malo que tiene y en lo que venden hecho se
reconoce, pues si se atendiese no sabe más que a lo dicho y al dulce que tiene con que
disimula el pan rallado, harina de maíz y cortezas de naranjas secas y molidas y otras
muchas porquerías que vienen a vender a ocho o a diez reales la libra, y hasta las
cajas contrahacen para que parezcan de las que vienen de las Indias, o compran
algunas para mezclar y las sacan el chocolate sin romperlas, y vuelven a henchirlas de
lo malo, y pestilencial que ellos hacen».
Verdaderamente que en cuanto a fraudes, adulteración Y «estraperlo» eran unos
maestros.
Lo de las cajas necesita una aclaración: primitivamente el chocolate era enviado
en cajas desde América, siendo el más apreciado el de Guajalca.
«Los frailes españoles obsequiaban con envío de chocolate a sus Monasterios de
allende las fronteras.
»A su vez, los embajadores de España lo repartían copiosamente».
* * *
En España nos gusta que el chocolate nos lo sirvan bien espumoso; para esto es
preciso que el chocolate sea muy bueno —si contiene harina, no espuma— y que esté
bien batido, para lo que empleamos el «molinillo», y un autor italiano dice que
dependerá de cómo se bata, fluyare, su suculencia.
En China se consume bastante chocolate, pero el país que más consume es
España. En Italia gusta mucho el chocolate helado, Holanda y Alemania prefieren los
chocolates amargos. En Inglaterra se consume poco y su fabricación es inferior a la
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española, francesa e italiana.
Los americanos, a quienes gusta muy caliente, suelen tener unos recipientes ad
hoc, hechos de cáscara de coco artísticamente labrados y colocados en pies de plata;
es cosa sabida que la madera conserva más calor que la porcelana o el cristal.
Según la mitología mejicana, Quetzalcoalt, jardinera del edén en que vivieron los
primitivos hijos del Sol, trajo a la tierra las semillas del quacalt (árbol del cacao), a
fin de proporcionar a los hombres un manjar que no desdeñaban los dioses; esta
leyenda dio origen al nombre botánico, del cacao: teobroma, vocablo compuesto de
Theo (Dios), broma (manjar).
Díaz del Castillo, entre los datos que da sobre el imperio mejicano, antes y
contemporáneo a la conquista, dice que Moctezuma, el monarca azteca, no tomaba
más brebaje que su adorado chocolatl, que era una cocción de cacao y miel
perfumada con vainilla y otras especias más, que se batía hasta darle consistencia;
que dicho brebaje se servía en copas de oro con cucharillas del mismo metal o de
carey.
Las semillas de cacao se utilizaban como moneda, siendo la base de uno de sus
sistemas monetarios. La ciudad de Tabasco pagaba anualmente al emperador
Moctezuma 200 xiquipiles de semillas de cacao (aproximadamente 16 millones).
* * *
Importado de España a Francia, no fue conocido hasta el siglo XVII. Pero antes de
1642 hubo ya una consulta hecha a Renato Moreau, célebre médico de París, por el
cardenal de Lyon sobre las propiedades terapéuticas del chocolate. Unos le
consideraban una panacea; otros, en cambio, como el peor de los venenos.
El chocolate fue muy calumniado. Madame de Sevigné, la célebre epistolaria,
dice en una de sus exquisitas cartas: «El chocolate, que a cambio de un efímero
placer mata al final con “fiebres continuas…”».
Ya que viene al caso quisiera saber lo que los franceses de los siglos XVII y XVIII
entendían por «fiebres continuas», pues tanto en crónicas como en las
correspondencias privadas se mencionan a cada paso las famosas fiebres continuas…
Ahora bien; la susodicha marquesa, tan conocida por su talento epistolario, en
otra de sus celebradas cartas dice que su tío había fallecido a consecuencia de unas
fiebres continuas; pero como también añade que tenía una «fluxión» en el pecho, nos
entra la sospecha si moriría de una pulmonía o congestión pulmonar, y en otra carta
dice que su yerno, M. de Grignan, tiene fiebres continuas y además un «flujo de
vientre». ¿No sería una colitis o disentería?
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En 1693 los chocolateros de más fama de París eran un tal Chalcon, que tenía su
comercio en la calle de l’Arbre Sec, y otro tal René, en la calle Dauphine.
A lo primero no se supo si el chocolate era o no de vigilia, hasta que en el año
1664 el muy reverendo padre Francisco María —con el tiempo llegó a cardenal—
demostró en un opúsculo que escribió sobre la materia lo siguiente: que si tocante al
chocolate crudo cabía discusión, con el chocolate líquido hecho con agua no había
lugar a dudas; no rompía el ayuno.
El chocolate, que tantos detractores tuvo, conoció igualmente sus panegiristas;
hubo una época que fue considerado como una panacea; lo mismo curaba una tisis
como una nefritis o la gota.
El padre Labat lo recomendaba como remedio infalible. En 1712, Flequet, decano
de la Facultad de Medicina de París, consultado sobre el chocolate, declaró lo
siguiente: «El chocolate es tan nutritivo y fortaleciente que no se sabe si clasificarlo
como bebida o alimento».
Y el médico Bligny decía a su vez: «Está demostrado que el chocolate bien
preparado es un alimento tan saludable como grato al paladar, siendo además de fácil
digestión y no tiene para la tez los graves inconvenientes que se reprocha al café;
todo lo contrario, siendo además un confortante para las personas que se dedican a
trabajos mentales, tal los predicadores, los curiales, los literatos y sobre todo para los
viajeros…».
* * *
La reina Ana, hija del rey de España Felipe III y esposa del rey Luis XIII de
Francia, era una entusiasta del hispano chocolate y quiso imponerlo en la Corte del
Louvre. Richelieu lo apreciaba; en cambio Luis XlV, hijo de Ana, lo aborrecía,
mientras su esposa María Teresa, hija de Felipe IV, lo ingería en cantidades tales que
le achacaban la podredumbre de sus dientes.
Madame de Morteville, autora de unas célebres Memorias y confidente de la reina
Ana, cuenta que habiéndose trasladado ella y otras damas a Fuenterrabía[33], con el
propósito de presenciar los desposorios de dicha infanta María Teresa con Luis XIV,
fueron obsequiadas en el domicilio de Pimentel con chocolate y bizcochos, «la gran
golosina de España».
La condesa de Aulnoy, en su viaje por España, 1679, nos describe una merienda
en casa de la princesa de Monteleón:
«En casa de la princesa nos sirvieron un agradable refrigerio. Se presentaron
dieciocho doncellas con grandes bandejas de plata rebosantes de confituras de
albaricoque, cerezas, ciruelas y otras varias frutas, envueltas de una en una en papeles
dorados y recortados por las puntas como un fleco. Esto me pareció, muy bien y
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extremadamente limpio, pues así los dulces que se comen se llevan a la boca
desenvolviéndolos con cuidado sin pringarse los dedos, y también es posible guardar
algunos, como se acostumbra, sin ensuciarse los bolsillos. Hay señoras que después
de atracarse hasta reventar sacan seis o siete pañuelos[34] que para esos casos llevan y
los llenan de dulces. Aunque parezca esto un abuso[35], a todas las demás, pasa como
inadvertido, y tanta es la cortesía que cuando han colmado sus provisiones aún se les
ofrece nuevamente que repitan. Las que así se portan anudan sus pañuelos y los dejan
atados al miriñaque con un cordón».
Supongo que este bonito escaparate se lo colgarían tan sólo por delante, pues con
la costumbre que teníamos entonces de sentarnos en el suelo[36] sobre cojines,
peligraría; bueno, aunque se hubieran sentado en butaca…
Y sigue describiéndonos el refrigerio la charlatana de madame de Aulnoy:
«Después de los dulces nos dieron buen chocolate, servido en elegantes jícaras de
porcelana. Había chocolate frío, caliente y hecho con leche y yemas de huevo. Lo
tomamos con bizcochos; hubo señora que sorbió seis jícaras, una después de otra, y
algunas hacen esto dos o tres veces al día. No extraña ya que las españolas estén
flacas, pues no hay cosa más ardiente que el chocolate, del que tanto abusan; además
cargan de pimienta y otras especias cuanto comen, de modo que debieran abrasarse».
Ya lo saben mis lectoras, para conservar la línea: atracarse de dulces, pimienta y
especias, y sorberse de doce a dieciocho jícaras de chocolate con bizcochos —mucho
más fácil que rabiar de hambre, como hacen muchas…
La marquesa de Sevigné, detractora luego del chocolate, pero a lo primero
entusiasta de él (siempre seguía la moda), dice en una de sus célebres epístolas:
«Antes de ayer, para digerir mejor la comida, tomé chocolate, y ayer lo tomé para
alimentarme, y así pude ayunar hasta la noche; esto sí que es admirable, que sus
efectos correspondan a la intención». (¿No nos tomará el pelo la marquesa…?).
Se ve que el chocolate se consideró por algún tiempo como un medicamento y
hace recordar el célebre dicho sobre una nueva droga:
«Dése prisa en tomarla mientras cura».
Hoy día, la muy elegante madame de Sevigné no se ocuparía de un alimento tan
vulgar, que se vende en la más modesta tienda.
* * *
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En Italia fue introducido en el año 1600 y en Inglaterra en 1667. Los alemanes lo
probaron por vez primera en 1671, extendiéndose luego por todo el mundo.
Hernán Cortés, en una carta dirigida al emperador Carlos V, ensalza las
excelencias del cacao y la resistencia que opone a las fatigas corporales.
Brillat-Savarin, en su libro Los Clásicos de la Mesa, recomienda el uso del
chocolate como una «sustancia tónica estomacal y digestiva», y añade que las
personas que lo consumen a diario gozan de una «salud siempre perfecta» y que el
«chocolate perfumado con ámbar es un producto excelente para las personas agotadas
por exceso de trabajo, mental o material».
Y ahora que juzguen mis lectores; pero antes de dictaminar sobre el chocolate
fíjense bien que éste ha de ser hecho exclusivamente con cacao y azúcar… Y no
quiero extenderme más.
Historia de la patata
La patata es oriunda de América. Tardó mucho en implantarse en Europa, pues,
pese a Post-Thebussem, que asegura que en España la patata en el siglo XVI era de
consumición corriente, yo aseguro lo contrario, pues ni Montiño, que escribía en el
siglo XVII, lo menciona, y menos el famoso Ruperto de Nola, que escribía
posteriormente al descubrimiento de América.
Que fuera a España donde llegó la primera patata que saliera de América,
conforme; que seguramente fue traída por un monje y que la conocieran casi en
seguida en los monasterios es lo más probable, pues éstos, por estar repartidos por
todo el orbe, siempre han sido los divulgadores de los nuevos alimentos, sobre todo
siendo frutas y hortalizas.
La primera referencia que tenemos de fuente española sobre las patatas es la
siguiente:
«Los españoles combatían en Flandes y se vieron faltos de alimentos. Los
gobernadores y virreyes de las Indias, habiéndose percatado que los indios se nutrían
magníficamente con un tubérculo llamado polle (patata) pensaron que podrían
remediar la penuria de las tropas españolas enviándolo en grandes cantidades; así lo
hicieron; los soldados lo apreciaron y los ejércitos españoles se vieron remediados».
Quisiera saber el nombre del que primero la trajo a España y me molesta más
ignorarlo cuando conocemos los nombres de quienes las divulgaron en Inglaterra y en
Francia.
El inglés fue Walter Raleigh, que ya en 1586 envió desde la Virginia, y como
curiosidad, unos cuantos de estos tubérculos a la famosa reina Isabel; entonces se
empezó a cultivar en Inglaterra, pero tan sólo como una rareza.
En Francia, hasta fines del siglo XVIII, era casi desconocida. Creían que era
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venenosa, y si no mataba, cuando menos provocaba la lepra, y fueron necesarias las
grandes penurias que asolaron a Francia durante el reinado de Luis XV para que se
pensara en aprovechar un alimento tan despreciado.
Parmentier, el célebre agrónomo, nacido en Montdidier en 1737, y que toda su
vida se había dedicado a estudiar la manera de mejorar la alimentación del pueblo,
acometió la magna empresa de su divulgación con un valor y una perseverancia digna
de todo encomio.
El Gobierno le cedió un vasto terreno de 25 hectáreas en la planicie de Sablons,
terreno inculto y arenoso, pero que escogió adrede para demostrar que la patata se
criaba perfectamente en terrenos pobres.
Bien pronto se cubrió todo el terreno de verdura y flores, y con éstas hizo
Parmentier un ramo que ofreció a Luis XVI. Este puso una de estas flores en el ojal
de la casaca y toda la Corte le imitó.
Se hicieron muchos experimentos con las patatas. Se fabricó un pan muy sabroso
con harina de patata y Parmentier enseñó a los pasteleros el secreto de hacer un
delicado bizcocho con fécula de patata: el biscuit de Savoie que ha llegado hasta
nosotros.
Desdeñada por la plebe, que se resistía a ingerirla considerándola nociva;
rechazada por el agro, que no quería sembrarla, y despreciada por la aristocracia por
creerla indigna de figurar en sus mesas, Parmentier, para hacerla apreciar, hubo de
acudir a dos subterfugios. Primeramente invitó un día a los más distinguidos sabios
de su tiempo y lo más granado de la buena sociedad de París a un banquete en que el
menú fue constituído a base de dicho tubérculo: la patata. De los comensales fueron
Franklin, inventor del pararrayos, y Lavoisier, el descubridor de la composición del
aire. El menú inventado y preparado por Parmentier, tuvo el éxito que ése apetecía…
Pero le quedaba aún por conquistar al pueblo; para ello, hizo guardar el campo
donde estaban sembradas las patatas durante el día, quitando la vigilancia de noche, y
sucedió lo que él pensaba: al ver tan bien guardadas las patatas las consideraron de
gran valor y se afanaron por robarlas, y al año la patata era cultivada, conocida y
apreciada en muchos lugares. Sin embargo, no se venció del todo la prevención hasta
los años de hambre de 1816 y 1817, en que se perdieron todas las cosechas de
cereales.
Parmentier es considerado como un bienhechor de la humanidad pues desde que
se generalizó el uso de la patata no son de temer las terribles hambres que asolaban
antaño a comarcas enteras. La patata se cultiva en cualquier terreno; es segura la
cosecha, los que no quiere decir que ciertos terrenos no den más rendimiento que
otros y que ciertas variedades no sean mejores que las demás.
Hoy día también los más poderosos, como los más pobres, consumen cantidades
enormes de patatas, y nos son tan necesarias como el pan, y en los países donde
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escasea el trigo la patata lo sustituye.
Parmentier, modesto farmacéutico, escarnecido por sus connacionales, protegido
luego por un rey, respetado por la Revolución, ensalzado por el Directorio, cargado
de honores por el Consulado, creado barón por Napoleón I, merece todo encomio
además nuestro agradecimiento por su constancia en vulgarizar la patata: alimento
bueno, barato, sano y que se presta a mil combinaciones diferentes.
* * *
El té
La leyenda del té, leyenda china, es muy bonita; la leí en una ocasión, mas hace
muchos años y no la recuerdo…
Hasta el siglo XVI no se introdujo en Europa, y donde tardó más en divulgarse fue
en España. Yo, que nací en el siglo pasado, recuerdo que entonces no se concebía el
tomar té como no fuera para contrarrestar los efectos de una indigestión; entonces
imperaba la jícara de chocolate. Poco a poco, por moda, se fue sustituyendo el
chocolate por el té. Hoy día nos hemos acostumbrado al té y sabemos apreciarlo,
diferenciando el té chino del té de Ceilán y el té verde del negro. Pero aún recuerdo, y
me causa risa el recordarlo, los sufrimientos de algunas personas rezagadas, que por
chic tomaban té, y los esfuerzos que hacían por ingerido que llamaban «tisana para
enfermos».
En Francia también encontró mucha oposición, tanta o más que el café.
Donde se implantó más rápidamente, constituyéndose en bebida nacional, fue en
Inglaterra. En Alemania, en cambio, no alcanzó éxito alguno, imperando el café.
En Rusia y Polonia es la bebida nacional, tomando sendas tazas durante el día. En
los hogares nunca falta el «samovar», lleno siempre de agua en ebullición a fin de
poder ingerir té casi constantemente.
Los rusos toman el té de una manera original; me refiero al pueblo, pues las
clases pudientes lo sorben como en todas partes, con la diferencia que las damas lo
* * *
Anécdota sobre el té
Hace muchos años, cuando ni en sueños el actual lord Limpton podía presumir la
fortuna que le reservaba el destino, acababa de abrir uno de sus establecimientos
El azúcar
Historia de la sopa
La sopa, es decir, el cocimiento de un alimento en agua o caldo, tiene que ser
antiquísimo.
El vocablo «sopa» deriva del sánscrito sopa, que quiere expresar líquido, caldo,
salsa; igualmente nos ha proporcionado la palabra supakura, literalmente
confeccionador de sopa.
Un filólogo alemán asegura que «sopa» deriva del antiquísimo supfen, que
expresa la acción de husmear. También los suecos poseen el vocablo sod, que señala
«un alimento líquido que se absorbe con cuchara». Sea lo que fuere, la sopa, bajo una
u otra forma, es conocida desde la más remota antigüedad.
* * *
* * *
Los germanos, los galos, los iberos sabían cocer la carne en marmitas. Es curioso
* * *
* * *
Tan sólo comentaré la «sopa» española y la francesa, pues ellos y nosotros somos
los únicos aficionados a ella y los que nos preocupamos de que esté sabrosa.
La sopa familiar generalmente es mala; con carne escasa no puede resultar buena
ya que el caldo es el resultante de los principios nutritivos de la carne y no es
necesario ser muy lince para comprender que cuanto más carne se eche al puchero
tanto más suculento resultará el caldo.
El caldo, el buen caldo a la española, integra carne, huesos, gallina, tocino, pelota
y, si gusta, chorizo. De esta forma resulta lo que llamamos en Vizcaya un caldo
sustancioso. En lo de sustancioso diferimos de los franceses que no admiten que el
caldo tenga «ojos», y a nosotros nos agrada. El sabor del caldo varía según las
regiones: en unas les gusta que lleve especias; en otras, en cambio, les gusta que sepa
a hierbabuena; en otras quieren que tenga azafrán pimentón, cominos, etcétera.
Los franceses, en cambio, no conciben más caldo que el del Pot au feu,
integrándolo, escuetamente, carne, huesos, ave, zanahorias, nabos, puerros y cebolla;
este caldo, muy cargado de vianda y muy concentrado, es el famoso consomé.
Post-Thebussern, en su Guía del buen comer español, reclama para nosotros la
primacía del consomé. Cita una vez más el recetario del monasterio de Alcántara y
hace constar que allí está su receta, bajo el nombre de «consumado o “consumo”.
Esto no tiene la menor importancia, ya que de tiempo inmemorial se ha sabido que
cociendo mucha carne en poco líquido éste toma más fuerza y mejor sabor; mucho
más interesante me parece su sopa burgalesa, por ser más del terruño».
De Burgos puede recordarse una vieja receta de sopa burgalesa en que entran por
partes iguales pedacitos de cordero desmenuzados como piñones y colas de cangrejo
de río en iguales cantidades. El viejo preceptista escribía: «Con esta sopa, que es muy
suculenta y de mucho alimento, conviene beber vino blanco de Rueda».
Parece increíble que una hortaliza tan corriente y barata hoy día haya constituído
un manjar principesco, asequible tan sólo a magnates y poderosos.
En el siglo XVII, en París, 1 kg. de guisantes desgranados costaba la friolera de 50
escudos; el escudo equivalía a tres o cuatro francos de entonces; calcúlese la
enormidad que esto supone hoy día.
El rey Luis XIV, viudo de la infanta María Teresa, volvió a contraer nuevas
nupcias (morganáticas) con la célebre madame de Maintenon.
La mostaza
Los griegos y los romanos conocían la mostaza, pero tan sólo en polvo; no sabían
prepararla y conservarla como nosotros. Tenían el mismo vocablo para designarla:
sinapis lo que prueba que pasó de la Grecia a Roma.
Nosotros hemos conservado la apelación «sinapismo», pero tan sólo como
medicamento. Aristófanes y Meandro han incluido en sus sátiras muchos guisotes
condimentados con harina sinapis.
El Antiguo y el Nuevo Testamento mencionan a menudo los granos de senave,
que es mostaza en hebreo.
En las imprecaciones que hacen los Profetas al pueblo de Judea e Israel el grano
de senave desempeña gran papel, como punto de comparación.
Los romanos primitivamente empleaban la mostaza al natural, es decir, que se
contentaban con molerla, mezclándola con la comida; pero más adelante, en los
comienzos del Imperio y sobre todo en la decadencia, tenían el gusto tan corrompido
y el paladar tan estragado, que inventaron mezclar mostaza con salmuera de atún,
obteniendo una salsa llamada muria.
No contentos con esto, imaginaron otra mezcolanza más aparatosa, que llamaron
garum, compuesta de polvos de mostaza, intestinos, cabezas y agallas de anchoas,
verdel y dorada, setas frescas, laurel y tomillo. Todo ello bien machacado se pasaba
por un tamiz y se vendía la medida (equivalente a un litro) a 1000 pesetas de nuestra
moneda. (Siempre ha habido snobs…).
La afición desordenada de los romanos por la carne de cerdo sería seguramente el
motivo por que ingirieron tanto sinapis.
Plauto, que vivió 940 años antes de Jesucristo y contemporáneo de Escipión el
Africano y de Aníbal, parece que aborrecía tanto la mostaza como Horacio el ajo. En
su Pseudolus llama al sinapis un horrible veneno que hace llorar a quien lo pulveriza,
y hace expresarse así a Astrofio en su Truculentos: «Si ese hombre se nutriera sólo de
sinapis no sería ni más desagradable ni más lunático».
Plinio, el Naturalista, aconseja ya que se mezcle la mostaza con vinagre; en
El Papa Juan XXII (Papa en Avignon) era muy dado a los placeres de la mesa,
teniendo una gran predilección por la mostaza, y también tenía un sobrino que era un
gran vanidoso y a la vez una perfecta nulidad.
Como no servía para nada no sabía qué cargo concederle, pues éste a la fuerza
quería desempeñar uno. Después de mucho cavilar se le ocurrió nombrarle premier
moutardier du Pape, o sea, «primer mostacero suyo».
Desde entonces, en Francia, quien presume de ser un gran personaje sin serlo, se
* * *
Escuchad esta anécdota que os va a contar Dumas, el célebre autor de Los tres
mosqueteros. «Un día recibí una carta del Ayuntamiento de Cavaillon (el país de los
melones) manifestándome que, habiendo decidido fundar una biblioteca compuesta
de las mejores obras de los mejores autores, me rogaba les enviara dos o tres de mis
novelas, las que a mí me pareciera eran mejores.
»Me pusieron en un aprieto. Yo tengo dos hijos, y, puesto a escoger, no sabría
cuál elegir; tengo escritos unos seiscientos libros, y me pasa igual que con mis
hijos… Por tanto, contesté que me negaba a elegir, que mis libros todos me parecían
buenos, pero que me parecían aún mejores los melones, así que me permitía hacerles
la proposición siguiente: yo les remitiría la colección completa de mis obras
(alrededor de unos quinientos tomos); pero que ellos, a su vez, se comprometerían a
pagármelas en melones, o razón de doce al año, mientras viviera, y que los melones
serían verdes (de color).
»El Ayuntamiento de Cavaillon me contestó a vuelta de correo que mi
proposición había sido aceptada por aclamación, votándome agradecidos esa renta
vitalicia (probablemente, la única que tendré jamás). Ya va para doce años que
hicimos el trato, y no sé si es por casualidad o porque el alcalde, asesorado de sus
concejales, los escoge entre los mejores para enviármelos, pero sí puedo atestiguar
que jamás los comí mejores, siendo mi anhelo que mis novelas gusten tanto a los de
Cavaillon como a mí sus melones».
La fresa y Francisco I
Este rey sentía pasión por esta fruta, y a su impulso tomó tanto auge su cultivo.
En sus jardines se cosechaba en grandes cantidades la variedad de fresa llamada por
los franceses la de «cuatro estaciones» y por nuestros fruteros la «generosa».
Francisco I, derrotado en Pavía en 1525, traído prisionero a Madrid, alojado en la
Torre de los Lujanes, tuvo un día el capricho de comer fresas. Esta fruta era
totalmente desconocida en Madrid; hubo, por tanto, que pedirla urgentemente a
Francia, a fin de satisfacer al prisionero.
Los primeros envíos produjeron tal admiración entre los palaciegos, que robaban
cuantas podían. No solamente para comerlas, sino principalmente a fin de recoger la
* * *
* * *
Este postre es tal vez el que más fama ha proporcionado al gran maestro de la
cocina Escoffier.
No doy su receta, pues la hallará quien quiera en mi libro de Confitería y
repostería; lo que sí, su historia, contada por el propio Escoffier:
«Cuando en junio de 1900 dediqué ese delicioso helado a madame Melba, hacía
tiempo la conocía. Durante sus dos temporadas de ópera en el Covent Garden, en los
años 1892-1893, se había hospedado en el Hotel Savoy de Londres[50]. Asistiendo
una noche a la representación de Lohengrin, la entrada del cisne, que aparecía
majestuoso en escena, me inspiró la idea de hacer una sorpresa a la gran cantante, a
fin de testimoniarle mi admiración y la satisfacción de la velada que había pasado
escuchando su maravillosa voz.
»Al día siguiente, habiendo invitado la señora Melba algunos amigos a comer,
aproveché la ocasión, y les serví en una gran fuente de plata un hermoso cisne tallado
en un gran bloque de hielo; entre las alas coloqué los melocotones pochados en
almíbar reposando sobre un lecho de helado de vainilla y cubrí los melocotones con
un velo de azúcar hilado… El efecto fue sorprendente, y la señora Melba se mostró
muy agradecida a mi gentileza. La artista, a quien no había vuelto a ver hasta
últimamente en París, en el Hotel Ritz, durante nuestra conversación me habló de mi
inspiración culinaria de aquel tiempo; por consiguiente, ella ha guardado siempre el
recuerdo.
»Durante este intervalo comprobé que los melocotones simplemente
acompañados de helado no me convencían; me parecía que les faltaba algo; ese algo
era el perfume tan fino de las frambuesas frescas. El conjunto del helado a la vainilla,
los melocotones y la frambuesa fue la solución del problema.
»Es así que en la apertura del Carlton Hotel, de Londres, dediqué a la célebre
cantante mi creación El melocotón Melba».
El «plum-pudding»
Según las viejas crónicas, el verdadero inventor de los macarrones fue un sabio
alquimista llamado Cicha, durante el reinado en Nápoles y Palermo de Federico de
Suabia.
Como suele suceder casi siempre, el inventor no supo aprovechar su invento y fue
una mujer, llamada Jovanella de Cancio, la que lo explotó y se llevó la fama.
Tanto éxito tuvo el nuevo manjar de macarrones a la italiana, a tanto llegó su
fama, que Federico de Suabia quiso probados; le gustaron, quedando encantado; otro
tanto hizo la familia real; tampoco los cortesanos quisieron ser menos, y los
* * *
El peyote
Esta planta (mejicana) se encuentra en el centro y septentrión y más
preferentemente en las zonas montañosas de Méjico, y son muy curiosas sus
propiedades.
Los pueblos precolombianos la conocían y la empleaban en ciertas ceremonias
del culto, tradición que aún conservan ciertas tribus indígenas. La rareza y
luminosidad de las visiones que provocan los alcaloides que contiene le han captado
y siguen captándoles frenéticos adoradores entre los indios mejicanos.
El culto del peyote consiste en evoluciones coreográficas hechas alrededor del
altar del Fuego. Por lo regular, solo los hombres, horriblemente desfigurados por
dolorosos tatuajes, danzan en torno del altar, cubierto de pinturas simbólicas. A veces
son admitidos durante la ceremonia mujeres y niños enfermos, entre los que reparte el
sacerdote tajadas de peyote, que éstos y éstas chupan ávidamente con la fe de curarse.
Los indios huichols, refractarios a toda civilización; se engalanan y pintan para
realizar la recolección del peyote, en la Sierra Madre, que a veces dista 400
kilómetros de la residencia de estos indígenas. Emplean más de un mes en realizar el
* * *
Comida de vigilia
Huevos de Abrantes.
Huevos Gransay.
Huevos Safo.
Huevos friands.
ENTRANTES
Koulibiak de salmón a la Imperial.
ASADOS
Sarcetas al vino de Malvasía[54]
Sábalo de la Chateleine.
PLATOS FRÍOS
Galantina de trucha Valois.
Demoiselle de Caen a la Normande.
LEGUMBRES
Espárragos salsa Vierge.
Gratinada de hongos a l’Eveché.
ENTREMESES[55]
Suflé a l’Infante.
Bombe Signorita.
Pastelería variada.
VINOS
Chablis Moutonne 1885.
Château Latour 1848.
Clos Vougeot 1862.
Champagne 1865.
Grande fine 1800.
Así, así se puede uno abstener de carne sin sacrificio alguno, ¿verdad?
En España, la vigilia no ofrece problema. Gozamos de la Bula, que nos coloca en
un plan de privilegio que nos envidia todo el orbe católico. Los que no han tenido la
suerte de nacer españoles tienen que hacer vigilia todos los viernes del año, lo que les
complica aún más la cuestión. Por eso se han preocupado tanto de dictaminar si
ciertas aves acuáticas eran o no eran grasas y se podían comer en días de precepto;
otro tanto han hecho tocante a los cangrejos de río y a las ranas, resultando éstos
aptos para vigilia.
En el año 1696 hubo una célebre consulta para que dictaminara la Santa Sede si
* * *
Madame Victoria, hija de Luis XV[56], era una princesa bondadosa, afable,
sencilla, y era querida de cuantos la rodeaban. Era, además, muy caritativa, muy
piadosa y escrupulosa, observando con rigor ayunos y abstinencias; pero como en
este mundo nadie es perfecto, la reprochaban su sibaritismo en la mesa, y sus
comidas de vigilia eran la envidia de toda la Corte por su especial suculencia.
Madame Victoria daba, como decimos, gran importancia a los goces de la mesa, pero
como era muy escrupulosa solía dudar en si se podía o no se podía comer ciertos
manjares en días de abstinencia. Cuentan que estuvo muy atormentada en si era o no
era de precepto cierto volátil acuático. Consultó con un prelado que presenciaba su
comida, y el prelado le manifestó en tono positivo que cuando hubiera la menor duda
bastaba, una vez asado el pájaro, pinchado con una aguja larga y echar el jugo
obtenido en un plato bien frío: si el jugo se cuajaba al cuarto de hora era señal que era
un animal graso y no se podía considerar de vigilia; en cambio, si el jugo se
conservaba líquido y aceitoso, se podía comer sin escrúpulo alguno. Madame Victoria
mandó se hiciera la prueba ante ella; el jugo extraído no se cuajó, con gran alegría de
la princesa, que era muy aficionada a este manjar.
A pesar de todo la comida de vigilia no gustaba a nuestra princesa, así que solía
esperar con impaciencia que dieran las doce de la noche del Viernes Santo para
sentarse a la mesa y saborear una hermosa pularda con arroz y otras cosillas más
suculentas aún.
Se le perdonaba su pequeño pecado de gula, así como su amor a las comodidades,
pues la compensaba ampliamente con sus excelentes cualidades.
* * *
Y fue un fraile el que introdujo el cultivo del melón en Francia, y fueron los
frailes los que dieron a conocer el chocolate al mundo entero, y un jesuíta el que trajo
el pavo a Europa. Podríamos seguir así indefinidamente y creo que ya hemos dicho
bastante para que todos se convenzan, en bien y en gracia de Dios, cuanto la
alimentación debe a las Ordenes religiosas.
Yo poseo los diez tomos de las Memorias de la duquesa de Abrantes; las he leído
concienzudamente y ni una sola vez hace mención del famoso recetario. Lo que
sabemos sobre ello nos lo dice Escoffier en la página 666 de su famoso libro Le
Guide Culinaire, «Faisan a la Mode d’Alcántara». Vaciar y deshuesar la parte
delantera de un faisán rellenarlo de hermosos hígados de ganso (foie gras),
agregándole buenos trozos de trufas previamente cocidas en vino de Oporto. Dejarlo
en maceración por espacio de tres días, bien bañado en vino de Oporto, cuidando de
que siempre lo cubra. Luego cocerlo en cacerola. Hacer hervir el resultante de la
maceración hasta concentrarlo; una vez en buen punto agregarle doce trufas enteras
de buen tamaño, poner el faisán sobre el lecho de trufas y calentarlo por espacio de
diez minutos. Servido.
A esta fórmula añade Escoffier lo siguiente:
«Notice: Esta fórmula proviene del famoso monasterio de Alcántara. Es sabido
que en 1807, durante la campaña de Junot en Portugal, la biblioteca de dicho
monasterio fue saqueada por la tropa de Junot, y que los apreciados manuscritos que
contenía sirvieron para hacer cartuchos.
»Un comisario de guerra que presenciaba esta operación[61] encontró entre dichos
manuscritos un recetario en el que se hallaba esta famosa receta, pero dedicada a la
perdiz. Dicho comisario le pareció interesante la receta, y habiéndola ensayado por su
cuenta a su vuelta a Francia se la entregó[62] a la duquesa de Abrantes que la insertó
en sus Memorias[63].
»Es probablemente la única cosa ventajosa que los franceses hayan conseguido de
Los cronistas de la Edad Media se han preocupado poco de registrar los casos de
longevidad de su tiempo. Para tropezar con un centenario que valga la pena de
ocuparse de él hay que llegar al italiano Luigi Cornaro, que nació en Venecia en el
año 1466 y falleció en Padua en el año 1566, del que ha quedado un magnífico retrato
pintado por Tiziano.
Luigi Cornaro había llevado una vida disipada hasta los cuarenta años, en que
estuvo en peligro de muerte. Según los médicos la temperancia tan sólo podía
salvarle. Aterrado Cornaro, pasó repentinamente de la disipación más absoluta al
régimen más estricto. Régimen que tan sólo le permitía tomar doce onzas de
alimentos sólidos y catorce onzas de vino al día; método que no alteró hasta el fin de
su vida. Dejo escrito Discorso della vita sobria, cuyos preceptos recogen muchos
higienistas modernos.
En la Historia se dan muchos ejemplares de centenarios abstemios: el abate
Hasech que nació en Lieja, en el año 1401 y que vivió ciento veinticinco años; dio el
secreto de su longevidad cuando contestó a un obispo que se lo preguntaba: «He
sabido evitar las tres enfermedades mortales al hombre: las mujeres, la embriaguez y
la cólera».
Las profesiones liberales cuentan también cierto número de longevos en los siglos
XIX y XX. Citemos entre ellos al arqueólogo normando Gabriel Dornay, que vivió
ciento cinco años; Francisco Fertiault, «decano de los hombres de letras francesas»,
bibliófilo y humanista que dejó de escribir y… de vivir a los ciento un años, en 1905;
el grabador belga Augusto Douse, nacido en 1829, que todavía en 1931 manejaba su
buril en su tranquila villa de Nalés, cerca de Bruselas.
* * *
Durante toda la Edad Media puede decirse que la base de alimentación consistió
* * *
La infanta María Teresa, hija de Felipe III, sobrina y nuera de Ana de Austria y
esposa de Luis XIV, se casó mayor de veinte años; por tanto, tenía sus gustos hechos
y aborreció siempre el guiso francés. Se hacía guisar a la española por la Molina, la
azafata que se había traído con ella.
Ana y María Teresa, más ésta que aquélla, tenían gran pasión por el chocolate,
con gran escándalo de las damas de la Corte, que achacaban a su abuso lo dañada que
tenía la dentadura. Véase lo que mademoiselle de Montpensier, prima del rey,
proclamaba en sus Memorias: «que el cacao era una basura buena tan sólo para los
indios y los españoles…». ¡Muchas gracias!
Y creyendo ser grata a mis lectores voy a insertar una parte de las Memorias de
mademoiselle de Montpensier, donde nos proporciona datos sobre una reina, hija de
Felipe IV, que a pesar de reinar en Francia, Meca de la cocina, siempre se mantuvo
muy española en sus gustos…
«… La reina tenía metida en la cabeza que la despreciaban, y esto hacía que
sintiera celos por todos y por todo. En la mesa no quería se comiera, diciendo
siempre: “Se lo comerán todo y no me quedará nada”. El rey se burlaba, tomándolo a
risa.
»En el viaje que hice con ella a Arras y durante nuestra larga estancia en Tournay
yo comía a menudo en casa, pues en cuanto se ausentaba el rey, la reina no quería
comer más que guisos españoles que le confeccionaba la Molina, su azafata, a quien
quería mucho y que tenía gran influencia sobre ella. Las damas de la Corte rendían
pleitesía a la Molina, y para halagarla reñían entre sí por coger algo de los alimentos a
la española que preparaba para la reina, que nos parecían, en verdad, detestables; era
el motivo por el cual, cuando el rey no estaba, yo no iba apenas a comer con la reina,
y me lo reprochaba: “¿Es que no le gusta nada de lo mío?”. Yo le contestaba:
“Señora, me gusta comer a la francesa”. Ella entonces reñía a su servidumbre,
reprochándole que no me cuidaban bien. Villacerf, su mayordomo, me preguntaba
cuándo pensaba ir, para que se cuidara de que las cosas estuvieran bien guisadas y
* * *
* * *
Y para probar que algunas veces los preceptistas y tratadistas galos nos hacen
justicia, expongo a continuación el testimonio de C. Turpin, incluido en su Extracto
du Vieux París, recogido y confirmado en Le gran cuisinier de toute cuisine y en el
Dictionnaire de la cuisine française, editado por Plon en 1860:
«Debemos a España no sólo las ollas podridas convertidas en pot au feu, sino
varios de los mejores platos de la cocina francesa, las anguilas a la real y las perdices
a la Medina Coeli, que hicieron su aparición en Francia con el séquito de la reina Ana
de Austria. Debemos también a España el “hipocrás al vino de Alicante” y las
“zanahorias a la andaluza”», cuya receta perdura en la cocina francesa y tiene en el
citado Diccionario el siguiente comentario: C’est un des meilleurs comestibles qu’on
puisse deguster[70]. Y esto en el siglo XVIII.
Y la famosa «tortilla a la francesa» es un plato conventual españolísimo, cuya
fórmula la detalla Montiño en su libro Arte de cocina bajo el epígrafe de «tortilla a la
Cartuja», y dice la crónica que quien la dio a conocer en la Corte de Luis XIV es la
Molina, azafata, doncella, confidente y cocinera (todo a la vez) de la reina María
Teresa de Austria.
* * *
* * *
* * *
En ocasión del casamiento de Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de
Felipe IV; las dos Cortes se trasladaron la de Francia a San Juan de Luz y el rey de
España a San Sebastián. Es curioso ver las impresiones de mademoiselle de
Montpensier sobre los españoles:
«Fui a Fuenterrabía, acompañada de varias damas de la Corte, a fin de asistir de
incógnito al casamiento por poder de nuestro rey con la infanta.
Para mejor comprensión de lo que sigue daremos unos breves datos sobre Luis
XVI y su familia.
El 10 de agosto de 1790 el palacio de las Tullerías, residencia entonces de los
reyes de Francia, fue invadido por las turbas armadas. Para no caer en sus manos,
Luis XVI se refugió en el seno de la Asamblea Nacional. Ésta, después de dos días de
deliberaciones, constantemente interrumpidas por los denuestos y amenazas de
insurrectos, decretaron su encarcelamiento, así como el de sus familiares.
Los encerraron en el torreón del Temple, local que no reunía condiciones, ya que
databa del tiempo de los Templarios, Orden Militar disuelta por Felipe IV (1307), a
fin de apropiarse sus inmensas riquezas. Pegado a la torre había un palacio propiedad
del príncipe de Conti (Barbón Conti), primo del rey.
Parece que la desdichada reina María Antonieta presentía su desgracia, pues más
de una vez dijo que la vista del Temple la desagradaba, e instaba para que dicha torre
fuera derruida.
La familia real prisionera componíase de Luis XVI; de su esposa, la reina María
Antonieta; del Delfín y de madame Royale[80], hijos de ambos, y de la hermana del
rey madame Elisabeth[81].
Mientras vivió Luis XVI no se les escatimó gran cosa ni para él ni para su
familia; no fue así después de guillotinado, pues inmediatamente la reina y las
princesas fueron tratadas con todo rigor, como a vulgares presas (y aún peor),
sometidas al régimen común, y en cuanto al Delfín, fue arrancado de brazos de su
madre y entregado al zapatero Simón, a la sazón conserje del Temple, a quien se
encomendó su custodia…
Los cafés[94] tal como son hoy día datan del siglo XVIII.
Anteriormente las tabernas —tavernes, cabarets— de París no tenían nada de
elegantes: unas toscas mesas de roble, unas sillas de paja, unos vasos de estaño de
forma cónica, las paredes desnudas, con algunos cuadros burdamente pintados —
algunos buenos, dejados en prenda por artistas miserables—; como dueño, un tunante
con un gorro de algodón blanco ladeado, un delantal y el cuchillo de trinchar al cinto.
Tal es la imagen de un cabaret en tiempos de Luis XIV. Escondido en un sórdido
y oscuro callejón, allí acudían, sin embargo, literatos como Racine, Molière y
Boileau, para discutir de literatura y política.
Los más célebres cafés de París que desempeñaron un papel en la Historia fueron
el café Procope, que dio a conocer a los parisinos los helados italianos, y el café
Tortoni, que fue similar; el de la Regencia, punto de reunión de Voltaire, Rousseau y
Diderot; el de Valois, centro de los monárquicos a principios del siglo XIX, y el de
Lemblin, local de los bonapartistas después de la caída del Imperio.
El café de Foy, establecido en las galerías del Palacio Royal, evoca la figura de
Camille Desmoulins. Se puede decir que en él germinó la revolución de 1789, y
durante el furor de ésta más de una vez en sus locales celebraron sus sesiones los
jacobinos, girondinos y robespierristas, sesiones que a menudo transformábanse en
tragedias.
El café Lemblin, establecido igualmente en el Palacio Royal, acaparó todas las
glorias del tiempo de la Restauración. Cuando los ejércitos coaliados contra
Napoleón I en 1815 invadieron a Francia todos estos ejércitos, representados por sus
oficiales rusos, prusianos, austríacos, etc., se enfrentaban con los oficiales de
Waterloo.
Glosa
Yo quisiera que surgieran antiguos preceptistas culinarios españoles como surgen
en Francia.
Pero nuestros tatarabuelos, y más aún ellas, eran poco dados a escribir sus
Memorias; así que poco o nada hemos hallado tocante a anécdotas culinarias, a pesar
de haber revuelto viejos libros y antiguos pergaminos. Nuestros antepasados eran
demasiado serios para consignar a diario datos culinarios o sus impresiones
gastronómicas de allende los Pirineos.
En los escritos de los siglos pasados hallo detalladísimas descripciones de trajes,
fiestas, bailes y torneos. En cuanto a los banquetes, tan sólo los mencionan de
corrido, consignando, a lo sumo, el número de platos que se sirvieron, pero sin detalle
alguno tocante a las viandas, y menos aún quién fue el cocinero que lo guisara.
Ahí tenemos al pesado de don Luis Cabrera de Córdoba, que consigna a diario las
calenturas, los corrimientos y casi los estornudas del rey Felipe I1I, de la reina Isabel
y de la Serenísima infanta, y en cambio no menciona nada tocante a cocina.
Sabemos que el jabalí que cazó el rey pesaba tantas arrobas, que se acaloró
mucho cazando y que no comió hasta las cuatro…
Describe viajes, peregrinaciones, jornadas, pero no menciona ni un solo detalle
tocante a gastronomía…
En cambio, Francia nos ha dejado una inagotable fuente de informaciones sobre,
ella.
Ana de Beaujeu, hermana del rey Carlos VIII y regente de Francia durante la
menoría de éste, tenía un cocinero, Cyrant de Barras a quien se le reconoció nobleza
por decisión del Gran Consejo de regencia, ya que «el oficio de cocinero no implica
villanía».
Montesquieu, el célebre autor del Esprit des lois, descendía de Robin, segundo
cocinero del condestable de Borbón; éste lo ennobleció, y lo curioso es que este
príncipe, degradado por traidor de todos sus títulos y privilegios, conservara la
facultad de conceder nobleza a su cocinero.
Enrique IV ennobleció igualmente a Nicolás Fouquet, señor de la Varennes, y
cocinero en jefe de su primera esposa, Margarita de Valois; este cocinero ahorró (?)
una fortuna que le proporcionaba más de setenta mil libras[96] de renta anual, y esa
mala lengua de Margot[97] lo dice en sus curiosas Memorias, «que no fue pinchando
El Arcipreste de Hita, que tanto y tan sabroso escribió sobre cocina; Baltasar de
Alcázar, autor de Una cena jocosa.
Por encima de todos brilla con luz propia el marqués de Villena, que en el año
1423 escribió su libro Arte Cisoria (o arte de trinchar), tan perfectamente pergeñado
que hoy día, al cabo de más de cinco siglos, todavía podríamos seguir sus enseñanzas.
Alfonso el Sabio nos dejó en sus famosísimas Partidas reglas y leyes para guisar y
comer…
Príncipes cocineros
Muchos reyes y príncipes no han desdeñado ponerse ante el fogón y hasta, en
ocasiones, han inventado guisos geniales.
El regente de Francia era un gourmet y un excelente cocinero. Inventó los «Pains
à la Orleans»; su hija, la descocada viuda del duque de Berry, los «filetes de liebre a
la Barry»; Richelieu, la excelente «salsa mayonesa». El marqués de Bechamel, la
salsa que lleva su nombre y el «bacalalo a la crema». A la marquesa de Pompadour,
querida declarada del rey Luis XV; debemos las «pechugas de ave a la Bellevue» y
los «paladares de buey»; sospecho que sería su cocinero el inventor…
En cuanto a las «tartaletas a la Mirepoix», la «cartuja a la Manconseil», las
«pechugas a la Villeroy», creemos firmemente que deben su nombre a la inventiva
genial y a la «coba» de sus cocineros. La sopa a lo Xavier fue inventada por el
hermano de Luis XVI, que reinó luego bajo el nombre de Luis XVIII. Dicen que éste
inventó también una chuleta… El otro hermano de Luis XVI, que andando el tiempo
ocupó el trono de Francia con el nombre de Carlos X, dicen que inventó las mollejas
a la royale, y Condé dio su nombre a la «sopa a la Condé», y Crecy a otra que lleva
su nombre.
A la marquesa de Maintenon, esposa morganática del rey Luis XIV de Francia, se
le atribuye el haber inventado las «chuletas a la papillote», en colaboración con su
padre, el barón Constant de Aubigné.
Al rey Luis XIII, esposo de la infanta Ana de Austria, se atribuye la invención de
la tortilla con torreznos; esta tortilla creo que no la inventó nadie, o, lo que es lo
«En los banquetes todo el toque está en saberlos servir, porque, aunque se gaste
mucho dinero en un banquete, si no se sirve bien, no luce, y se afrenta al señor mucho
habiendo desórdenes en él; y algunas veces les está mirando el señor desde su asiento
en la mesa.
»Hagamos cuenta que estas comidas son de seis platos[111] de cada cosa; hanse de
poner seis bufetes, y si ponen los bufetes ancho por largo, serán menester siete
bufetes; para seis servicios son menester seis maestresalas y seis personas que sirven
como veedores, para sólo llevar la vianda desde la cocina la mesa; y cada veedor ha
de llevar un servicio y entregarlo a su maestresala porque en tales días no ha de bajar
el maestresala a la cocina, y si bajare la primera vez no puede bajar las otras, porque
se ha de servir la vianda[112] en tres veces. Ha de bajar el mayordomo con sus
veedores[113]. Digo, pues, que el veedor tomará el primer servicio, llevará cinco pajes,
y estos llevarán diez platos[114], cada uno dos y detrás del postrer paje irá otro veedor
con otros cinco pajes y otros diez platos, y de esta manera irán los demás, porque
cada cinco pajes servirá a su veedor, sin que se mezclen unos con otros, y en llegando
a la mesa el primer veedor con sus diez platos, se arrimará al maestresala de la
cabecera de la mesa y los demás vayan cada uno a su maestresala y hagan alto sin
asentar plato ninguno en la mesa hasta que llegue el veedor postrero, y en viendo que
están todos los veedores[115] con toda la vianda junto a la mesa, arrimados a sus
maestresalas, alcen todos los principios, salvo algunos perniles o cabeza de jabalí,
que como son platos que van enramados parece bien en la mesa; además que entre la
comida gustan algunas personas, de comer un poco de pernil para beber. De esta
manera estará la mesa muy llena y no se perderá plato ninguno. En asentando la
vianda en la mesa, volverán los veedores por la segunda, y harán lo mismo que
hicieron en la primera, y levantarán la vianda del primer servicio salvo algunos platos
regalados que no hayan llegado a ellos y los perniles, y asentarán la segunda
vianda[116]; y de esta manera harán la tercera, y cuando alzaren la tercera levantarán
toda la vianda, sin dejar cosa ninguna, y asentarán los postres; y de esta manera no
puede faltar plato ninguno, que más presto se echa de ver la falta de un plato que de
* * *
A continuación incluímos dos menús y una merienda, copiados del libro Arte de
Cocina, del cocinero mayor Martínez Montiño, respetando la ortografía y
nomenclatura de los mismos, y los damos tal como están en el libro de dicho autor.
PRIMERA VIANDA[117]
Perniles con los principios[118].
Capones de leche asados.
Ollas de carnero, aves y jamones de tocino.
Pasteles ojaldrados.
Platillos de pollos con habas.
Truchas cocidas.
Gigotes de pierna de carnero.
Torreznos asados y criadillas de cordero.
Cazuelas de natas.
Platillos de arteletes de ternera y lechugas.
Empanadillas de torreznos con masa dulce.
Aves en afilete con huevos megidos.
Platos de alcachofas con jarretes de tocino.
SEGUNDA VIANDA
Gazapos asados.
Morcillas blancas de cámara sobre sopas de vizcochos y natas.
Pastelones de ternera, cañas, pichones y criadillas de la tierra.
Ternera asada y picada.
Empanadas de palominos.
Platillo de pichones con criadillas de carnero y cañas.
Empanadas inglesas de pechos de ternera y lenguas de vaca.
Ojaldres rellenos de masa de levadura.
Fruta de cañas.
Pollos rellenos sobre sopas doradas.
TERCERA VIANDA
Salmón fresco.
Pollos asados sobre arroz de grasa.
Pastelones de salsa negra.
Cabrito asado y mechado.
Tartas de dama.
Lechones en salchichones.
Empanadas frías.
Barbos fritos con tocino y picatostes de pan.
Manjar blanco.
Frutas de piña.
Bollos maymones.
Las frutas que han de servirse en esta vianda son: albaricoques, fresas, cerezas, y
podría ser que hubiese guindas si fuese el banquete al cabo del mes de mayo; natas,
limas, pasas, almendras, aceytunas, queso, conservas[120], confites y
suplicaciones[121]. En esto no hay qué decir, porque ha de servirse toda la fruta que
hubiere y requesones.
PRIMERA VIANDA
Perniles con los principios.
Pabillos nuevos asados con su salsa.
Ollas podridas en pastelones de masa negra.
Pasteles ojaldrados cubiletes.
Platillo de palominos con calabaza rellena.
Perdigones asados.
Bollos sombreros.
Ternera asada y picada.
Empanada de pichones en masa dulce con torreznos.
Tartas de ternera, cañas y almendras.
Pajarillos gordos con pan rallado sobre sopas doradas.
Truchas frescas cocidas.
Conejos gordos asados.
TERCERA VIANDA
Pollos asados.
Platillos de cañas con huevos encañutados.
Pollos asados con salsa de agraz.
Tortas de albérchigo en conserva[122].
Empanadas frías.
Cabrito asado y mechado.
Platillos de palominos con lechugas.
Manjar blanco.
Piernas de carnero en gigote.
Cazolillas de natas, cañas y manjar blanco.
Salchichones de lechones cortados en ruedas, mezclados con otros
salchichones y lenguas.
Fruta de piñas.
Las frutas de esta vianda han de ser ubas, melones, higos ciruelas, natas, pasas,
almendras, melocotones, confites, conservas, aceytunas, queso y suplicaciones.
Una merienda
Perniles cocidos.
Capones y pabos asados calientes.
Pastelones de ternera, pollos y cañas calientes.
Empanadas inglesas.
Pichones y torreznos asados.
«Si la merienda fuera un poco tarde, con servir pastelones de ollas podridas
pasará por cena». (¡Lo creo!).
* * *
* * *
Un lechón en salchichón
Y con el fin de que mis lectores tengan la receta completa y sepan a qué atenerse
a lo que Montiño llamaba unas sopas de natas, damos a continuación la receta:
Sopas de natas
Batirás una libra de natas con ocho yemas de huevos y un poquito de leche y
tendrás armado el plato con las rebanadas de pan tostado y untado el plato con un
poco de manteca fresca, y echarás azúcar molida encima de las rebanadas; luego
echarás las natas con las yemas de huevos y echarás azúcar molido encima de las
rebanadas; luego echarás las natas con las yemas de huevo y echarás más azúcar[124]
por encima, y pondrásla al fuego dentro de un horno con fuego manso; y si las natas
se metieran todas entre el pan, echarás más natas y echarás encima de todo unas
pocas natas sin huevo y sin azúcar, y con esto lo puedes quaxar en el horno. Esta
misma sopa de natas se hace muy buena echando viscochos en lugar de pan.
* * *
Bollos de vacía
Has de tomar dos libras de azúcar y clarificarlo; luego hacer en él veinte huevos
hilados y cuatro yemas doradas, que sean duras, y ponedo todo en una pieza. Luego
tomarás dos libras de almendras mondadas, majarás la una libra y cuarterón; y los tres
cuarterones harás unas rajitas muy menudas, de manera que salga de cada almendra
más de veinte rajitas; luego apartarás la mitad del almíbar; echarás las almendras
majadas en la otra mitad y cuécelo sobre el fuego, meneándolo con un cucharón hasta
que se haga un mazapán muy seco, que se desmorone todo como pan rallado; échale
allí un poco de canela molida y un poco de jengibre; y puesto todo de esta manera,
toma dos libras de manteca[126] fresca de vaca y cuécela, espúmala, y con esto tienes
aparejado todos los materiales; ahora harás un poco de masa con agua, sal, dos
huevos con claras, y la sobarás muy bien, hasta que haga ampollas y quede un poco
blanda, como para hojaldrado, y harás el bollo de esta manera: Tomarás una tortera
que sea un poco honda, y tiende una hoja de esta masa muy delgada que se extienda
con las manos como hojaldrado; ponlo en la tortera, untándola primero con manteca,
y ha de ser la hoja tan delgada que se trasluzca la tortera por la masa; luego úntala
con manteca, ponle otra y otra hasta tres; luego echarás un lecho del mazapán
desmoronado, que parezca pan rallado; luego toma un manojo de plumas, rocía este
lecho con manteca y tiende otra hoja delgada y échasela por encima, échale un lecho
Es imposible que en los siglos XVI y XVII los españoles no fueran algo
cosmopolitas en el comer; eran dueños de dos mundos; por razones políticas, por las
guerras, por el intercambio comercial, los españoles incesantemente pasaban de
España a Italia, de Italia a Flandes, de Flandes a Alemania, de Alemania a Francia;
naturalmente esos guerreros, esos políticos, esos comerciantes, probaban
constantemente alimentos y guisos distintos; por tanto, nada de extraño que algunos
les gustaran y los trajeran a España.
En Palacio era más natural aún que se comiera unas veces a la portuguesa, otras a
la alemana, otras a la francesa, ya que los reyes de la Casa de Austria enviudaban y se
volvían a casar con una facilidad asombrosa, y como siempre se casaban con
extranjeras, era de cajón que éstas impusieran sus gustos.
Y otro tanto digo de los que iban y venían de América. Es asombroso la facilidad
con que emprendían el viaje, siendo los navíos tan incómodos y los viajes tan largos.
Pues bien; esos viajeros de ultramar nos trajeron el tomate, los pimientos y las
patatas, todos ellos oriundos de América, y fueron imponiéndolos a los españoles,
para quienes eran desconocidos, y esos tomates, esos pimientos y ese pimentón que
hoy día nos parecen imprescindibles y que forman lo fundamental de nuestra cocina,
costará convencerse de que Montiño no los cite ni una vez, pues podían no haberse
vulgarizado, pero sí emplearse en lo que podríamos llamar la cocina de lujo, y no.
* * *
Cuenta la Historia que Su Majestad Don Felipe III era algo moroso para pagar sus
deudas, y dice también que muchas veces Montiño no tenía ni dinero ni crédito ni
provisiones donde echar mano para saciar el hambre del abúlico rey y de los cientos
de parásitos que tenían derecho a saciar también el hambre a expensas de la «cocina
de Estado» (la «cocina de boca» era la del rey).
Montiño tenía que soportar muchos requerimientos e impertinencias de los
proveedores de Palacio, que amenazaban con no dar su mercancía si no se les pagaba
las grandes sumas que se les debían.
Menos mal que, habiendo trascendido su fama culinaria por la villa y corte, no
eran pocos los requerimientos que le hacían los grandes señores para que les
preparase grandes banquetes en sus cocinas, con lo que Montiño sacaba buenos
rendimientos, con los que adquirió alguna hacienda allá en su pueblo y parece que
pudo además poner una buena hostería en uno de los lugares más concurridos de
Madrid.
Antonio Carême
Carême, gran maestro de la cocina francesa, nació en París el 7 de junio de 1782,
de padres míseros. Era el menor de los quince retoños del matrimonio y fue
abandonado por su padre cuando apenas tenía doce años.
Un buen día el padre se lo llevó de paseo y cuando pasaron la barrera del Maine,
después de explicar al pobre niño que no podían seguir alimentándole, por estar en la
mayor de las miserias, le aconsejó se separara de la familia, diciéndole:
—Anda, pequeño, búscate un porvenir, hay buenos oficios en el mundo, déjanos
vegetar en nuestra miseria, hemos nacido en ella y en ella debemos morir. Ahora es el
momento de hacer fortuna, basta con tener ingenio y tú lo tienes, procura hacer
fortuna, que con la que Dios te ha dado y con lo que yo te doy triunfarás.
El buen hombre le dio su bendición (nunca más Carême volvió a vede ni supo
nada de su familia).
Estas palabras de su progenitor resonaron siempre en los oídos de Carême y
cuarenta años después recordaba aún el semblante apenado de su padre.
* * *
Mientras Carême fue cocinero del príncipe regente de Inglaterra todos los días
cubría su mesa de delicados manjares.
—Carême —le dijo un día su alteza real— la cena de anoche estuvo suculenta;
cuanto me servís es siempre exquisito, pero temo me hagáis morir de indigestión.
—Alteza —contestó Carême— mi oficio es halagar vuestro apetito, no regularlo.
* * *
* * *
La Historia recordará siempre los tres banquetes de 300 cubiertos cada uno que
hubo de preparar el gran Carême para el zar Alejandro I[132] en los días 10, 11 y 12 de
septiembre de 1815, en la llanura de Vertus, país árido en el que no se encontraba
nada; fue necesario transportarlo todo de París.
Un carnicero de la capital, llevando tras sí un rebaño de bueyes, terneras y
corderos, estableció allí mismo un matadero y un despacho de carne.
Las cocinas se montaron en las granjas de los contornos. Los cocineros y extras
durmieron en los pajares y se sirvió tan bien como en el Palacio Real.
Fue Carême el que lo ordenó todo, y a desgana, pues a lo primero se negó, y tan
sólo accedió por complacer al príncipe de Talleyrand.
Talleyrand
El príncipe de Talleyrand es una de las personalidades que más han llenado su
época. Como este libro es esencialmente gastronómico no voy a juzgarlo ni como
obispo de Aurun, ni como revolucionario, ni como ministro de Asuntos Exteriores
* * *
El echar queso parmesano en la sopa y beber vino de Madera seco después fueron
dos innovaciones debidas a Talleyrand.
Cambacérès
Cambacérès, archicanciller del Imperio francés, con tratamiento de Alteza, había
sido, como tantos otros, revolucionario y convencional, con la agravante de que había
sido de los que votaron la decapitación de Luis XVI. Pero ¿quién se acordaba de esto
ahora, que tantos revolucionarios se habían transformado en duques, príncipes y hasta
en reyes?
Pero esto no es de nuestra incumbencia y tenemos que sujetarnos a juzgarlo tan
sólo desde el punto de vista gastronómico, y vamos a reproducir la opinión del ilustre
maestro Carême sobre la cocina y mesa de Cambacérès, tan enaltecida por propios y
extraños. Carême, en sus escritos, reprocha a Cambacérès su tacañería; a
continuación transcribimos lo siguiente:
«He escrito varias veces —dice Carême— que la cocina de Cambacérès no
merecía su reputación. A continuación expondré algunos detalles que darán a conocer
esa vilaine maison (fea casa). Monsieur Grand Manche, cocinero en jefe de
Cambacérès, era un profesional muy instruído en su oficio, personal muy honorable
que todos estimábamos mucho. Habiendo sido varias veces contratado por él para
ayudarle en fiestas dadas por el archicanciller he podido apreciar la calidad de su
trabajo; por tanto, estoy capacitado para exponer mi opinión. El príncipe, por la
mañana se ocupaba minuciosamente de la comida del día, pero tan sólo para discutir
y restringir el gasto, y siempre se revelaba en él hasta en el más alto grado esa
inquietúd de los detalles, propia de los avaros.
»Este príncipe tenía por costumbre, los días de banquete, fijarse y llevar la cuenta
de las viandas que quedaban intactas en fuentes y bandejas. Con dichos
fragmentos[137] arreglaba a su manera un menú que entregaba a su cocinero,
ordenándole que con esas sobras confeccionara otra comida en regla. Qué comida,
¡cielos! Yo —sigue diciendo Carême— no pretendo que lo sobrante no deba
El esturión de M. de Cambacérès
M. de Cambacérès recibió en el mismo día y para el mismo banquete dos
esturiones que pesaban, respectivamente, 162 y 187 libras.
Bouché, su cocinero, pensó que debía consultar el caso con Su Alteza,
exponiéndole que si se servían los dos a la vez el menor desmerecería, y si tan sólo se
servía uno el segundo no sería aprovechable, ya que no se podía servir dos días
consecutivos el mismo pescado en casa de Cambacérès.
Éste opinó lo mismo, y después de haber conferenciado con su amo el cocinero
salió radiante del despacho, pues Cambacérès había tenido una idea genial que
permitía servir los dos pescados sin detrimento el uno del otro.
A la hora del banquete, el esturión, cocido, fue asentado sobre un lecho de
lechuga picada, adornado con una guirnalda de flores, e hizo su presentación en el
comedor precedido por una orquesta de flautas y violines.
El flautista, vestido de cocinero, entró primero, seguido de dos violinistas
vestidos como él, y en seguida el esturión, precedido de dos lacayos con antorchas,
dos ayudantes de cocina con sus cuchillos al costado, y presidiendo el cortejo un
maestresala con gran librea y marcando el paso con su alabarda.
El esturión, colocado encima de unas parihuelas cuyas extremidades descansaban
* * *
* * *
El suicidio de Vatel
Es un error el creer que Vatel era de oficio cocinero. Seguramente sabría guisar;
mas él, tanto en casa de los príncipes de Condé como anteriormente en la del
superintendente de Hacienda Fouquet, ostentaba el cargo de controleur général,
equivalente a encargado, administrador, gerente, responsable. Cargo de mucha
importancia, pues sobre él descansaba todo el engranaje del castillo de Chantilly[146]:
cocinas, comestibles, conservación de muebles, cuadros, vajillas de oro y plata,
aderezo de la mesa, luminaria, proveedores; todo en cuanto a comida, limpieza,
servidumbre y bienestar de los moradores le atañaba; todo, vuelvo a decir, estaba bajo
su control; probaba los guisos, escogía los vinos, daba su visto bueno, pero ni guisaba
ni servía a la mesa. Como se ve, el cargo no era una sinecura. Vatel era con Gourville
—administrador— los dos ejes de la poderosa casa de los Condé; sobre ellos tenía el
príncipe depositada toda su confianza. Quedamos en que Vatel era un señor muy
encopetado que tenía ayuda de cámara (lo consigna la Historia), siempre
magníficamente vestido, con casaca bordada, gran peluca y espadín; lleno de cintajos,
encajes[147], relojes, dijes y sortijas —dicen que se le cayó una de brillantes en un
caldero, lleno de mermelada, al coger la cuchara para probarla; suponemos que la
recuperaría.
Luis XIV hacía tiempo que había prometido permanecer en Chantilly un día
entero y dormir en él —en plan familiar venía a menudo a pasar la tarde—; pero
Condé quería recibirlo como soberano, así que insistió en su visita. El rey no había
Brillat-Savarin
Brillat-Savarin, autor de la Phisiologie du Goût, nació en Bellay (Francia), el 1 de
abril de 1755[156]; procedía de una familia de magistrados[157]. Era lo que llamaban
entonces un «filósofo» (equivalente a «intelectual»), conociendo a fondo todos los
clásicos de la antigüedad.
Era muy aficionado a la caza, y no digamos al yantar y beber. Fue diputado de los
Etats-Généraux y luego de la Asamblea Constituyente, señalándose por su
moderación y mostrándose muy receloso tocante a las reformas que exigía el pueblo.
Combatió la institución del Jurado y votó contra la abolición de la pena de muerte. Su
Él a sus glosas las llama «Meditaciones»; yo no seré menos y vaya meditar sobre
sus preceptos más sabrosos, ya que siendo de Brillat-Savarin son siempre sabrosos:
1.o «Que el número de comensales de una comida no sobrepase de doce».
Tiene su explicación: se ha comprobado que siendo doce (o menos), un comensal
colocado en la punta opuesta de una mesa se le oía desde la otra punta sin que tuviera
que elevar la voz. Eso resulta muy agradable, pues facilita la conversación general y
poder enterarse de lo que dice el más interesante. Siendo muchos, se ha de resignar
cada uno con la conversación de los vecinos, por parva e insulsa que sea. Al
intervenir en la conversación no se debe acaparar la atención del auditorio si no es
por breves instantes. Es mucho más difícil «saber escuchar» que discursear, y se debe
pensar siempre que cada cual no es interesante nada más que para uno mismo. El
«ocurrente» suele ser un poco temible en comidas limitadas; en cambio, presenta
serias ventajas cuando el anfitrión teme que pueda languidecer la conversación, y más
aún si se producen esos «silencios» tan difíciles de cortar. Esos «silencios» se
producen cuando los comensales no se conocen, por lo cual se ha de tener mucho
cuidado para aparejar los invitados, cuidando de que tengan gustos similares,
aficiones idénticas y amigos comunes.
Otra ventaja el limitar a doce los comensales: se descarta así el fatídico número
trece. Pues aun cuando se invite con anticipación siempre fallará alguno al final, y
que no se diga, que el número trece es una superstición olvidada. Nada de eso. Las
supersticiones perduran. El inmortal Grimod de la Reynière no creía en el fatídico
trece y su aforismo era que «temía comer trece en una mesa cuando tan sólo había
comida para doce»; pero, así y todo, recomienda se proceda por todos los medios a no
sentar trece en la mesa, en consideración a los demás.
2.o «Que el comedor esté iluminado con lujo».
Téngase siempre presente que estos preceptos datan de hace siglo y medio. Que
en aquel entonces las bujías eran artículo de lujo y que él se refería a la
multiplicación de éstas. Una araña colgada en el techo y dos candelabros con cuatro
bujías cada uno era el colmo de la ostentación y despilfarro. Si Brillat-Savarin viviera
ahora recomendaría «luz tamizada» e «indirecta».
3.o «Que el cubierto sea de una irreprochable limpieza».
¡Nos deja bobos! Yo creo que aquí hay una equivocación de traducción. La
palabra propreté, que traducida al castellano es «limpieza», no es lo que quiere
indicar Brillat-Savarin. Debe querer decir «apropiado», es decir, elegante, lujoso,
pues nos cuesta creer que en Francia hubiera que indicar a las amas de casa que era
preciso que vasos, platos y cubiertos estuvieran limpios cuando invitaban a comer (y
sin invitar).
* * *
* * *
* * *
Alejandro Dumas a menudo estaba sobre ascuas (aunque en sentido figurado, esta
vez resulta cierto), pues durante su actuación coquinaria no solamente no se separaba
por nada ni por nadie de su fogón, sino que recababa la cooperación de ayudantes
benévolos. Tal fue el caso del cronista que sabía hacer filigranas con la mantequilla y
* * *
* * *
Un florón:
«Ningún vino español es natural; generalmente los fabrican los pasteleros, que
además de confiterías elaboran vinos extras y velas de cera.
»Los vinos de ]erez, Málaga, Alicante y pajarete los venden los industriales, y en
bodega tan sólo cuestan 2,50» (Si los bodegueros y los comerciantes venden los vinos
generosos, ¿qué les queda a los pasteleros? ¿Será que llama vinos extras a los
licores?).
«Hoy día —sigue diciendo Dumas—, gracias al ferrocarril, me aseguran que la
comida en general ha mejorado mucho en España; pero el aceite es infecto y tienen
una manera de freírlo horrible: se echa cierta cantidad de aceite en una sartén, se pone
ésta a la lumbre, se cierran herméticamente las puertas[185] y las ventanas de la
cocina; cuando el aceite está a cien grados de calor se echa en ella un pedazo de pan
que se deja bien requemar para quitar el mal sabor del aceite.
»Esta operación es para asfixiar a un esquimal. Bien requemado el pan, se abren
las ventanas para que se vaya el mal olor de la casa envenenada…».
Hasta ahora es normal lo que nos dice el ilustre novelista, pero ya no lo es tanto lo
que sigue:
«Los vecinos se asoman a sus respectivas puertas para no perder nada de tan
delicioso aroma».
Monsieur Dumas, usted exagera. «La sopa que goza de más estimación es la sopa
de ajo». Yo creía que había otras que gustaban más, pero después de los ditirambos
que le dirige, Post Thebussem, con los ojos puestos en blanco, creo que Dumas ha
dado en el quid… (Léase el Guía del buen comer español, de Thebussem si no me
creen).
* * *
«Uno de los grandes placeres de los españoles —que a pesar de la leyenda jamás
se mueren de hambre— es merendar en el campo, y no sería su placer completo sin la
«Francia condimenta con trufas, Castilla con aceitunas, Galicia con castañas y
Cataluña con ciruelas pasas.
»Así que los golosos se llevan chasco, pues al ver unas obleas negras que
transparentan al través de la piel de los pollos y pavos creen que son trufas, cuando
tan sólo son ciruelas».
* * *
* * *
Los más famosos y cuyos nombres han llegado a nosotros son pocos,
relativamente: Néstor Roqueplan, Veron, Roger de Beauvoir, Vieill-Castel, Rousseau
y… Alejandro Dumas.
Los que eran ricos o ganaban mucho se hicieron gastrónomos; los que no podían
ser gastrónomos, gourmets, y los que ganaban esporádicamente se volvieron
vividores.
Veron, a lo primero fue cliente asiduo del café de París; cuando acrecentó su
fortuna se dedicó a recibir en su mesa, cobrando fama de gran anfitrión.
Rousseau, Vieil-Castel y Roger de Beauvoir comían en el Café Inglés, en la
Maison d’Or, en casa de Vacheitte, en Grignon, etc., y los restantes donde podían,
siendo éstos más bebedores que comilones. En lo que coincidían todos era en la
simpatía, y en que fueron los fundadores de la sociedad parisina desde 1830 a 1850,
dejando curiosos recuerdos y algunas buenas anécdotas; reseñaremos las siguientes:
En una tertulia de aristócratas y artistas el vizconde Vieil-Castel, hermano del
conde Horacio de Vieil-Castel, tal vez uno de los mejores gourmets que Francia haya
conocido, y ¡Dios sabe si son legión!, apostó que «un hombre podía él solo comer
una comida que costara 500 francos».
Hoy día estos 500 francos habría que multiplicados por varios miles de francos, al
curso normal de la moneda, para que pudiéramos juzgar la cuantía de la apuesta y
transportarnos en mente a la época en que tuvo lugar; de todas maneras el total debió
parecerles exorbitante para que la anécdota haya llegado hasta nosotros y fuera tan
comentada.
Al escuchar al vizconde todos se admiraron y la exclamación unánime fue:
«¡Imposible!».
—Está entendido —dijo el vizconde— que al decir comida va incluída la bebida.
—¡Desde luego! —contestaron los contertulios.
Se entregó esta nota al que había aceptado la apuesta con el vizconde, que comía
en otra mesa.
Se apresuró a presentarse, y sacando seis billetes de mil pesetas se los entregó al
vizconde, diciendo:
—He aquí la posta.
—¡Oh!, querido, no corría prisa —pero siguió diciendo el vizconde—: ¿Tal vez
quiere su revancha?
—¿Me la daría?
—Sin duda alguna.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
El cronista, por desgracia, no nos dice si fue aceptada.
* * *
Los dos hermanos Goncourt —autores de Ana de Mauperin— eran entusiastas del
turbot à la sauce hollandaise —una holandesa mejorada con «mantequilla de
langosta»—, así como de la pintade poêlée à la strasburgwese —pintada rellena de
nouilles, trufas y foie gras—; en cambio León Daudet prefería la barbue à la Mornay
—barbo en salsa Mornay: bechamel, queso y tomate—; y Roland Dorgelés, la glacé à
la vainille —un helado de vainilla adornado con rodajas de piña flambeadas con
kirsch—. En cambio Huysman, protestante y ateo —pero siempre preocupado del
diablo—, que al final de su vida se convirtió al catolicismo y fue oblato en un
convento, era tan apasionado del pot au feu (puchero) que en una de sus obras, tal vez
la más horrible, le dedica casi un capítulo entero.
Napoleón I y la gastronomía
Napoleón I, personalmente, daba poca importancia a la comida; se nutría
sencillamente. Pero como su genio abarcaba mucho, bien pronto se percató de que el
dar de comer podía ser un factor importante para su política, y se volvió el propulsor
de la gastronomía en Francia. Para esto ordenó que los grandes personajes del
Imperio tuvieran a diario «mesa puesta», y que ésta fuera abundante, ostentosa,
selecta. Y, consecuente con su política, les dijo: «Tened buena mesa, gastad cuanto
sea necesario, no temáis contraer deudas, que yo las pagaré». Y Murat, su cuñado;
Junot, gobernador de París; Cambacérès, archicanciller del Imperio, y Talleyrand,
ministro de Asuntos Exteriores, emprendieron una carrera loca, contratando los
mejores cocineros y mayordomos del antiguo régimen, estableciendo entre ellos un
pugilato sobre quién lo haría mejor a fin de complacer al emperador.
En efecto, las deudas eran grandes, sobre todo las contraídas por Murat y Junot, y
él las pagaba.
Napoleón jamás fue un gourmet ni un ansioso, pero seguramente lo que más le
retuvo fue lo convencido que estaba de que a los treinta y cinco años se volvería
obeso.
—Mire —solía decirle a Bourrienne— cuán sobrio y esbelto soy; pues bien, nadie
En Francia existe una bonita leyenda sobre las crêpes. Cree el vulgo que para
tener suerte durante el año nada como comer crêpes el martes de Carnaval, y que se
puede consultar la suerte operando como sigue:
La crêpe, una vez hecha por un lado, hay que dade vuelta; la gracia es dársela sin
tocada, es decir, haciéndola saltar dentro de la sartén sosteniendo ésta sobre el fuego
por el mango. Si cae a la lumbre es mal presagio, y aclarado esto, entro en materia.
Como buen corso, Napoleón era supersticioso; así que todos los años el martes de
Carnaval comía crêpes, y a veces hechas por él mismo. Dicen que en esto de hacer
dar la vuelta a la crêpe, haciéndola saltar en la sartén, era digno de admiración: no le
fallaba una…
Pero… la leyenda cuenta que el martes de Carnaval del año 1812 el emperador
tuvo la ocurrencia de celebrado a base de las famosas crêpes, y para eso se trasladó
desde el palacio de las Tullerías al castillo de la Malmaison, donde Josefina, su
primera esposa, vivía recluida desde su divorcio.
—Josefina —dijo Napoleón—, vamos a hacer crêpes, como las hacíamos antes.
La emperatriz repudiada se apresuró a preparar la pasta, la sartén, las brasas…
Napoleón, después de verter una cucharada de pasta en la sartén, cogió ésta por el
mango, y en el momento preciso hizo saltar la crêpe. Pero Napoleón falló y la crêpe
* * *
* * *
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* * *
El duque de Luynes escribe en 1736 que la reina María Leckzinska, esposa del
rey de Francia Luis XV, cuando cenaba en Meudon se le servían 29 platos distintos;
de ellos, 8 sopas.
El gasto diario de coquinería de Luis XV era de trescientas noventa y nueve libras
con dieciocho sueldos y once deniers[206]. Las sobras eran adjudicadas a la
servidumbre y vendidas por ella a los versalleses.
* * *
María Antonieta era parca en el comer. «Su sobriedad era grande —nos dice
madame Campan, su camarera—; se desayunaba con café o chocolate, no comía más
que carnes blancas, y para cenar tomaba un caldo, una pechuga de pollo y unos
cuantos bizcochitos que empapaba en agua».
* * *
El señor presidente De Brosser tenía por precepto que «la cantidad de alimentos
* * *
* * *
La profusión de alimentos era tan general que hasta los presos de la Bastilla,
objeto de tantas calumnias tendenciosas, comían opíparamente. Marmontel, que
estuvo detenido doce días en ella (en 1761), cuenta que el primer día de su
encarcelamiento le dieron de comer: una sopa, crema de habas frescas y mantequilla,
otro plato de habas, bacalao al ajo, pan blanco a voluntad y una botella de vino
* * *
Nos sorprende hoy día la excesiva importancia que se daba entonces a los
placeres de la mesa, y esto en todas partes, pues si en España la comida era parca, en
cambio las golosinerías: dulces, confituras, bizcochos, helados, chocolate, ocupaban,
se puede decir, todo el día. Ya tengo dicho que recuerdo con asombro las inmensas
bandejas de dulces de Sevilla en mi niñez, los merengues del tamaño de meloncitos,
los bollos de leche del tamaño de una cabeza de niño de seis meses, los canutillos de
30 centímetros, las colinetas de siete pisos y los «ramilletes» (bizcocho, guirlache,
huevo hilado, dulces, bombones), que necesitaban de dos hombres para
transportarlos…
Tocante a lo que decía antes sobre la importancia de la mesa, téngase presente que
la vida se desenvolvía en un ritmo muy lento, muy monótono y que esas «comidas»
eran muy a menudo la única ocasión de reunirse que tenían amigos y familiares. En
comidas siempre había (se le invitaba ex profeso para ello) un ocurrente, un
animador, que las hacía gratas. Se brindaba se cantaba, se recitaban versos, y las
horas pasaban gratas. Un banquete proporcionaba distracción y placeres; el anfitrión
se afanaba por hacerlo mejor que el anfitrión rival e inventaba platos, rebuscaba
vinos, preparaba sus galas y, si se tildaba de poeta, escribía versos e improvisaba
romanzas. Un banquete era entonces una esperanza, un placer y un recuerdo luego.
* * *
Los escritores franceses del siglo XVII mencionan mucho «hacer medianoche» (así
en castellano).
Ésta se refería a una cena que tenía lugar después de las doce de la noche, cuando
el día que terminaba era de vigilia (se conoce que era superior a sus fuerzas el esperar
al día siguiente para comer carne).
Madame de Sevigné, en una carta fechada el 26 de abril de 1671, pone lo
siguiente: «El rey se trasladó a Liancourt, donde había encargado “medianoche”»; y
en su carta del 6 de abril de 1672 dice igualmente: «Después de las doce sirvieron un
“medianoche”, el mejor del mundo, con viandas exquisitas»; y dicha marquesa
escribió desde Bretaña que una señora provinciana, queriéndose hacer la elegante,
había dicho en una reunión que acababa de hacer «medianoche» a las cuatro de la
tarde. Lo que probaba que era una «bestia tonta que quería estar a la moda».
Enrique VIII, rey de Inglaterra, debido a su glotonería e intemperancia, había
engordado de tal forma que a fin de guardar el equilibrio tenía que fajarse el
abdomen, tal un tonel…
Sus mesas eran de sencillo pino, pero se cimbreaban ante el enorme peso de la
vajilla de plata y de los no menos enormes trozos de carne, caza y pescado que
contenían.
Entonces las bandejas y fuentes eran tan grandes que necesitaban de varios pajes
para transportarlas. Hay que tener en cuenta que se servían piezas de caza enteras, así
como corderos, terneras y lechones, y que se amontonaban en la misma fuente pollos,
pichones, perdices, liebres, etc.
Dicho rey Enrique, con su favorito el cardenal de Wolsey y sus cortesanos, se
pasaba la vida banqueteando, degenerando estos banquetes en verdaderas orgías,
cantando canciones obscenas y finalizando por rodar todos debajo de las mesas.
Sin embargo, este rey introdujo en su corte la costumbre de lavarse las manos,
antes y después de comer, con agua perfumada.
Oliverio Cromwell era muy sobrio en el comer y rara vez acudía a festines. Su
mesa no era delicada y bebía poco vino.
Carlos II de Inglaterra quería que su mesa fuera servida con ostentación y
delicadeza, pero él personalmente no apreciaba más que los grandes trozos de viandas
asadas.
Brillat-Savarin hace la semblanza gastronómica de la reina Ana de Inglaterra:
«Muy golosa, no desdeñaba de cambiar impresiones con su cocinero, y los
tratados de cocina ingleses integran muchos guisos denominados “a la manera de la
Suplicio de un «gourmet»
Un comandante del Ejército inglés acaba de publicar un libro en el que se relata la
siguiente anécdota:
Invitado a un banquete por lord Rothschild, sentóse a la derecha del anfitrión, el
cual, sometido a régimen, sólo podía comer unos bizcochos y beber vasos de leche.
Las deliciosas viandas que se servían eran contempladas con envidia por lord
Rothschild, el cual, al ser servido un pescado, su plato favorito, no pudo contenerse y
suplicó al comandante que le contara las sensaciones que experimentaba al saborear
el pescado.
El comandante, hombre de gran cultura y sentido artístico, hizo la exposición
acabadísima de aquellas sensaciones, que vistió con un ropaje retórico de gran
elegancia.
El pobrecito archimillonario lord Rothschild, con los ojos brillantes y la boca
hecha agua por el relato del comandante, tenía que contentarse con mascar bizcochos
y pedir más vasos de leche.
El brindis
Los ingleses fueron los inventores del brindis; hoy ha caído en desuso; los
últimos brindis creo que se cambiaron en los banquetes regios, entre soberanos:
brindis políticos, generalmente.
Los alemanes tienen un brindis especial: prosit, y es completamente distinto al
que conocemos: sin levantarse de la mesa, uno de los comensales se dirige a otro, y a
Robado y burlado
El gerente de un gran restaurante parisino acostumbraba a girar una visita de
inspección en sus locales cuando flojeaba el trabajo.
En una de esas inspecciones se tropezó con un muchacho como de catorce años
que, instalado confortablemente, engullía un montón de galletas que tenía en un plato
sobre las rodillas.
—¿Cómo te llamas? ¿Qué ganas a la semana? —rugió el gerente, indignado de
tanta frescura.
—Me llamo Martín y gano 60 francos, señor.
—¡Muy bien! Pásate por la Caja que te paguen, y te vas.
Y sacando su carnet borrajeó un vale que entregó al muchacho, que, al parecer,
quedó encantado y no protestó.
Al día siguiente el gerente recibió una nota del cajero notificándole que el vale
había sido pagado, pero que no había podido borrarlo de las listas porque ese
muchacho no formaba parte del personal de la casa.
Entremeses
Mantequilla, rábanos, cabeza de asno farcida, sardinas.
Sopas
Puré de judías encarnadas con costrones
Entrantes
Pescados del Sena fritos
Camello asado a la indiana
Cibet de canguro
Chuletas de oso en salsa picante
Asados
Pierna de lobo, salsa Chevreuil
Gato asado guarnecido de ratones
Ensalada de berros
Terrinas de antílope con trufas
Setas a la bordelesa
Guisantes con mantequilla
Dulces
Pastel de arroz con confituras
Postres
Queso de Gruyère
Vinos
PRIMER SERVICIO
Jerez, Latour-Blanche 1861
Ch. Palmer 1864
SEGUNDO SERVICIO
Mouton Rothschild 1846
Romanée Conti 1854
Bellenfer frappé
Grand Porto 1827
Café
Licores
La exactitud de estos precios ha sido confirmada por Genin. Estos precios, que
entonces parecían exagerados, nos parecen a nosotros reducidísimos, y cuando se
comparan éstos con los de Madrid durante el Movimiento resultan baratísimos. Mi
hijo ofreció, estando yo enferma, hasta veinticuatro duros por dos huevos —hubiera
dado más—, y no se los quisieron vender; tan sólo lo cambiaban por tabaco, el dinero
no les interesaba…
Unos amigos míos entraron en una taberna y vieron unos trocitos blancuzcos
nadando en una salsa.
Mis amigos —matrimonio y una hija de cinco años— estaban hambrientos, cosa
corriente entonces; se echaron y devoraron las «casitas blancuzcas», bebieron su
consabida copita de vino blanco y preguntaron, llenos de curiosidad, qué era lo que
habían comido. La tabernera les contestó «que no lo sabía».
Tal vez lo supiera de sobra…
SEGUNDA ANÉCDOTA
Una parienta mía, no tan hambrienta, pero lo suficiente, entró en un bar y comió
una cosa que estaba en una cazuelita de barro; claro que hubo de tomar la consabida
copa de vino blanco, sin la cual no había tapa; lo de la cazuelita no le supo mal, y a la
mañana siguiente envió a su doncella por cuatro raciones de «eso», y, claro está, por
cuatro chatos también.
La doncella fuése al bar indicado y se lo halló cerrado; pegó sendos puñetazos en
la puerta, y oyó lo siguiente: «Hoy no abrimos, estamos matando ratas».
¿Qué comió mi pariente? ¡Misterio!
Cosas de América
En Europa, el comer es un rito; en los Estados Unidos es cubrir una necesidad, y
el tiempo que le dedican casi lo consideran como robado al trabajo o a la diversión.
No hay, en realidad, horas fijas de comer ni hay apenas restaurantes propiamente
dichos. Se come en cualquier parte cuando apremia el hambre: en una botica, en un
estanco. ¿No lo veis muy a menudo en las películas? Porque desde que los
restaurantes se han dedicado a vender cigarros, los estancos no han querido ser menos
y se han puesto a servir comidas.
Bueno, a cualquier cosa le llaman comida. Salchichas, pasteles, leche…
¿Y en el hogar? Pues leche, emparedados, conservas, fruta.
No es que las americanas no sepan cocinar. Es que les parece más cómodo no
hacerlo. Desde luego que abrir unas cuantas latas, calentar agua, cocer unos huevos y
beberse un botellín de leche es mucho más descansado que cuidar el puchero y
confeccionar principio…
Una amiga mía residente en Nueva York me decía que a lo primero protestaba
contra la falta de cocina, pero luego eso mismo se la apareció como una liberación.
Decía que el estar pendiente del fogón es una tiranía, y que cuánto más cómodo era
comer en cualquier parte, en una cafetería, pongo por ejemplo. ¿Ustedes no saben lo
que es una cafetería? Procuraré explicárselo…
Una «cafetería» es un restaurante sin camareros, donde uno se sirve a sí mismo.
Al pronto, tal vez le parezca un absurdo; pero creo que con el tiempo a ello
llegaremos nosotros también, dado el ritmo de la vida moderna: trabajo de la mujer
que la aleje del hogar, distancias cada vez mayores, etc.
La «cafetería» es un establecimiento con dos puertas. Una vez dentro, una
barandilla de cobre le obliga a seguir un cierto itinerario. En un mostrador, ante el
cual obligatoriamente ha de pasar, hay pilas de bandejas y de servilletas en las que
están envueltos cuchillos, tenedor y cuchara. El cliente se apodera de una bandeja y
una servilleta, y tiene que pasar por delante de un larguísimo mostrador. Detrás de
éste hay varias camareras que colocan sobre la bandeja los platos que el consumidor
escoja. Según la importancia de la cafetería habrá más o menos platos donde escoger,
pero siempre numerosos. Los platos están siempre preparados y a temperatura
conveniente.
Una vez provista la bandeja, el cliente pasa al comedor, teniendo que pasar
Esta ley, derogada hoy día, imperó durante varios años en Norteamérica.
Consecuencia de ello fueron el «estraperlo» y los gangsters, y sobre todo los
miles de dólares que se embolsó Hollywood con nuestra bobería, pues no creo que se
hayan hecho películas menos interesantes que las de gangsters.
Nosotros, a quien el vino nos es tan necesario como el pan, éramos los menos
indicados para interesarnos en una película en que gangsters y policías se acribillaban
mutuamente a balazos por litro de alcohol más o menos, y yo no gastaría tinta para
cosa tan poco interesante si no encuadrara en el marco de mi libro.
De Beaufort, enclavada en el Estado de la Carolina del Sur, comunican que hace
unos años los policías encargados de la represión del alcoholismo, y fieles
cumplidores de la Ley, decomisaron unas 200 toneladas de whisky, y para que éste no
fuera a parar a manos profanas decidieron tirar el contenido de los barriles en un
pequeño río que pasa por Beaufort.
A la mañana siguiente, uno de los muchos pescadores de caña de la comarca, al
acudir al río, observó que los peces estaban tan excitados que en cuanto se echaba el
anzuelo picaban. Pocos minutos después había hecho una pesca considerable.
Como un reguero de pólvora se corrió la voz de que los peces estaban borrachos y
se dejaban pescar con extraordinaria facilidad.
Revolviendo viejos papeles doy con una carta que me fue escrita desde Cantón
por un joven diplomático en el año 1890 —hace, por tanto, medio siglo—. La incluyo
como documento de la época; ignoro cómo se come hoy día en Cantón.
El sasimi
¿Saben ustedes lo que es el sasimi? Pues, sencillamente, el manjar cumbre de la
cocina nipona: un pescado «crudo».
No sé por qué os sorprende tanto el que se ingiera pescado crudo cuando nosotros
lo hacemos con las ostras y las almejas.
A continuación os expondré la verdadera fórmula del sasimi; después, si queréis,
lo probáis, y podréis también asombrar con él a vuestros amigos, y si lo hacéis no
dejéis de darme vuestra opinión, que yo me reservo la mía.
Coged un pescado recién sacado del agua —ha de ser recién pescado—,
destripadlo, limpiadlo y enseguida, con un cuchillo afiladísimo, tal una hoja de
afeitar, proceded a cortarlo en láminas tan delgadas cual si fuera papel.
Estas láminas se lavan y se relavan en agua de la fuente por espacio de tres horas
La cocina rusa
La cocina rusa consta de muy pocos platos; en total, cinco o seis. Cierto es que
son muy característicos y su originalidad sorprenderá a más de uno.
En primer lugar hay que mencionar el borcht, caldo muy sustancioso, adicionado
de jugo de remolacha y «tropiezos», tal como trozos de carne o ave y berza. Bien
trabado con harina, tiene el aspecto de una papilla. El borcht ruso es distinto del
polaco, siendo este último muy superior al ruso, ofreciendo un bonito color rosado y
sin aditamento de harina.
En tiempo de los zares esos potajes eran plato obligado en todas las mesas,
sirviéndose a diario tanto en la Corte como en las familias. El último zar, Nicolás II,
además de su cocinero francés, tenía otro ruso para que le hiciera platos rusos, a los
que era muy aficionado; la emperatriz, en cambio, prefería la cocina inglesa —nada
de extraño, pues se había criado con su abuela, la reina Victoria de Inglaterra.
La ukka —hecha con esterlet— es una sopa de mucho prestigio y gran lujo. El
esterlet es un pescado parecido al sábalo, análogo al salmón, que se pesca en el Volga
y que siempre ha costado muy caro. En el año 1915 un esterlet de un kilo de peso
costaba hasta treinta rublos (según la época).
Se confecciona la ukka como sigue: se zambulle el esterlet en un caldo corto
confeccionado con pescados inferiores y previamente colado; luego se sirve el caldo
con el esterlet cortado en trozos.
Hay otras sopas o potajes confeccionados con pepinos, hígado de ciertas
pescados, ortigas, queso recién elaborado, etc.
Y algunos platos más: los esterlets estofados, las gelinotas a la crema agria, los
famosos kulibiacs —especie de empanadas o bollos rellenos de picadillos variados:
pescado, carne, huesos, coles, etc.—. Pero para que nesulte un «verdadero» kulibiac
requiere que integre vesiga, o sea nervios de esturión secados; éstos se pican menudo
y resultan transparentes como la gelatina. He aquí otros dos platos rusos: carpa con
berza y cochinillo relleno con patatas y coles. En la cocina rusa impera mucho la
berza o col.
Como pastelería tiene: unos a modo de bizcochos con pasas y los famosos blinis,
parecidos a las crêpes.
Los rusos son muy aficionados a los aperitivos, entremeses o tapas, llamados
* * *
Los rusos, hasta el siglo XVII —hasta que se fueron civilizando a la usanza
europea—, tenían costumbres muy singulares, y una de ellas era la etiqueta de los
banquetes.
Cuando un boyardo daba un banquete su esposa no se sentaba a la mesa con los
convidados, sino que durante el ágape se presentaba con sus mejores galas y
obsequiaba al convidado de más categoría con una copa de aguardiente, donde
previamente había mojado sus labios. En seguida se retiraba y volvía a presentarse
con nuevas galas y a ofrecer otra copa al invitado que seguía en categoría al primero,
y así sucesivamente hasta obsequiar a todos.
Cumplido este requisito se adosaba a la pared y permanecía inmóvil, con los ojos
bajos y los brazos caídos, recibiendo un beso de cada comensal.
(Lo leí en un viejo libro, y tal como lo leí lo cuento, pero conste que yo no lo
garantizo).
He aquí lo que leemos en la Ilustración del año 1850, página 211; trátase de unas
crónicas enviadas desde Rusia:
«Los magnates de San Petersburgo prefieren la cocina francesa. Cuando reciben
un nuevo cocinero, cuyo salario sube a cien rublos mensuales, suele haber una fiesta
completa; el amo de la casa acostumbra a convidar a sus amigos, cuya pluralidad de
votos decide del mérito culinario del francés».
Es curioso que este viajero, que envió varias crónicas a la Ilustración, no
mencionara ni una vez la cocina rusa. Parece que durante su viaje no comiera;
tampoco habla para nada de hospederías, hoteles, ni tabernas ni donde se alojara; en
cambio, describe extensamente los palacios, los comercios, los teatros, hasta cómo se
calientan por las noches los vigilantes del bazar, y cómo está construído cierto palacio
para que resulte incombustible: mármol y planchas de cobre.
La Rusia zarista fue Jauja para los cocineros franceses; los más conspicuos no
tenían a menos de regir las cocinas del soberano y sus magnates.
* * *
La cocina italiana
La cocina italiana es una cocina refinada. Italia, la primera en su Renacimiento,
dio la norma del buen comer, del lujo en la mesa; siendo la primera en hacer uso del
tenedor, del cristal, de los manteles y las servilletas.
De todo esto hemos ya hablado en los artículos que tratan de ello; en éste nos
limitaremos a hablar de su cocina.
Italia es un pueblo gastronómico de nacimiento, presidiendo en todas sus comidas
una preocupación tradicional que hace que el italiano no tolere que sus platos,
numerosos, por cierto, sean prostituídos con innovaciones lamentables.
Sus rissottos, sus stofatos, sus minestrones, unidos a los platos de pastas, son,
universalmente conocidos.
En todas las capitales del mundo nunca faltan restaurantes italianos; en Londres y
en Buenos Aires son los más apreciados.
La cocina regional es suficiente para escribir un grueso volumen. Cada región
tiene sus especialidades; pero en todas ellas hay una característica, y es que en todas
sus ministras donde entran arroz, legumbres, pastas y queso, y de las que se comen
grandes platos, amontonados de materias espesas y muy calientes, la cuchara se ha de
tener en pie, de forma que a lo largo de ella, como chimenea de fábrica, suba el humo
denunciando con sus vapores las delicias que el plato encierra.
Esta variedad de ministras permite a los italianos entre sí aplicarse apelativos que
determinan su inclinación culinaria; así, el napolitano es una mangiamaccaroni; el
veneciano es mangiapolenta; el lombardo, mangiariso; el toscano, mangiafaginoli; el
genovés, mangiaminestroni col pesto; el trevisano, pan e trippa, y el milanés,
busecon.
Milán se ha caracterizado siempre por ser de las regiones italianas donde más
abundantemente se come.
Así dice Stendhal: A Milano el principale affire è di ben pianzare á Firenza, di
far credere di aver pianzato.
En la Storie Milanesi, editada en 1503, se cita un banquete dado en honor de
Bianca di Savoia en el palacio del Arenga de Milán, en el cual los platos fueron
dieciocho, casi todos ellos de carne; otro banquete en el año 1451, de dieciséis platos,
y otro, el dado en honor de Bianca María Llorza en 1493, los platos fueron veintiséis.
Velando por los fueros de la cocina italiana quiero hacerle una restitución.
Los tratadistas culinarios galos adjudican la invención de las «chuletas a la
papillote» a la marquesa de Maintenon, esposa morganática de Luis XIV.
Pero después de ver lo que dice don Teodoro Bardají vengo a pensar que dicha
marquesa tan sólo las pondría de moda por gustarle mucho, y como entonces todos
seguían el impulso de Versalles…
Pero lo que más nos ha convencido de su antigüedad y procedencia italiana es lo
que reseña Fabre:
«La invención de este plato pertenece nada menos que al cocinero del Papa León
III. Como es sabido, este Papa proclamó emperador de Occidente a Carlomagno en el
año 800, y en el festín que se dio por tal motivo fue donde por primera vez se vieron
estas chuletas, siendo saboreadas por los dos hombres más poderosos de entonces.
»Como el papel no era conocido entonces se empleó para envolver las chuletas
unos pergaminos muy finos untados con aceite».
José Fabre a continuación da la fórmula de las «chuletas a la papillote», traducida,
según dice, de un antiguo pergamino; receta que poco se diferencia de la moderna.
La cocina de Tailandia
La cocina indígena varía muy poco. Los tailandeses son muy sobrios: unos
cuantos granos de arroz cocido con agua, sazonada con una salsa curcie y trozo de
pescado putrefacto; ya tienen ustedes su comida.
La serpiente boa es un bocado muy apreciado, pero, no tanto como el kapi: una
pasta de color morado, confeccionada con huevos de quisquillas en putrefacción.
Ambos sexos son golosísimos y engullen grandes cantidades de dulces y
confituras poco apetitosas.
Los tailandeses, en oposición con sus vecinos los chinos, son poco aficionados al
cerdo; de vez en cuando consumen pollo, pero el alimento cumbre es el pato
laqueado: el pato, abierto como un libro y bien aplastado, es secado al sol; tiene la
apariencia (y nos figuramos que el sabor) de una suela de zapato usado. Dicha ave
tiene, además, que haber sido muerta por un chino, pues los tailandeses, después de
los tibetanos, son los más fieles observadores de la ley de Buda, que prohibe
sacrificar ninguna vida. Para no pecar no matan los peces, los dejan morir.
Como bebida, los indígenas no consumen más que té y el agua helada. En cambio
son grandes fumadores de opio y tabaco e infatigables masticadores de betel.
En Tailandia no se consume apenas el alcohol ni otras bebidas fermentadas.
Los europeos, y al decir europeos incluímos a todos los de raza blanca, consumen
Quien lo hizo, como humorada, fue Monselet en una comida en que había varios
sabios, entre ellos un astrónomo. Así se explica; de lo contrario, no tiene razón de ser.
<<
sus quesos son tan institución como las trufas o el foie gras. Dan una importancia
enorme al buen punto del Camembert, del Brie, etc. Nosotros no lo concebimos así,
pues para nosotros el queso es un alimento más que se toma para calmar el hambre y
no para saborearlo poniendo los ojos en blanco. <<
<<
tenido la patente. Bandoleros había en Francia, en Italia, en Grecia; pero sucedía que
los nuestros eran más originales y tal vez duraron más que en otras partes, por
razones naturales cuya exposición no es de este lugar. <<
de sus admiradores: «Mire la blancura de mis manos, y eso que hace ocho días que
no me las he lavado» (Voyez la blancheur de mes mains, qu’il y a huit jours je les ai
decrassées). <<
de limpieza perduró hasta la Edad Media; fíjense en los cuadros de aquel tiempo,
nunca dejan de incluir perros los pintores cuando representan un banquete. En cuanto
a la costumbre de tirar las sobras al suelo duró hasta la época moderna motivo por el
cual el comedor era siempre enlosado. <<
baldosas. <<
<<
Antonieta con sus amigas, todas ellas vestidas de pastoras, daban de comer a las
gallinas, ordeñaban vacas, etc. Todo esto resultaba tonto, pero no criminal. <<
Corte de Francia pocos años antes de la Revolución. Los encantos de la reina María
Antonieta le deslumbraron. <<
nombres. <<
delante quería decir que lo fue y ya no lo es; en resumen, que no había ya San Pedro.
<<
por tanto, serían mencionadas ligeramente o las dejaría en el tintero. Una de éstas es
el estudio de nuestros vinos. De éstos sé muy poco en sentido anecdótico; pero, Dios
mediante, tengo propósito de hacerlos mejor más adelante.
El vino de Coca, ¿lo desconocéis? Pues era uno de los más nombrados en el siglo
XVII. Mereció ser alabado por el poeta Carlos Manrique.
favoritas y personajes admitían gente a su toilette. Claro que era público distinguido,
y para cuando entraban la primera toilette estaba hecha; sin embargo, era privilegio
de grandes el ofrecer al rey la camisa, sostener un candelero con una vela encendida,
etc., y lo mismo las damas con la reina. <<
familia real francesa, y las pocas damas y caballeros franceses que fueron no eran
«grandes señores», y los que asistieron fueron como particulares. Tampoco asistió
Felipe IV, padre de María Teresa, a la celebración que tuvo lugar en San Juan de
Luz… Todo esto por la «etiqueta», resultando tanto más ridículo cuando los padres
eran hermanos y los novios primos hermanos… <<
bajo el reinado de Carlos II, no lo dice precisamente así: «Ayer tuve una buena
reunión de damas de la Corte; aun cuando tengo chimenea, prefieren sentarse sobre
cojines alrededor del brasero donde se queman huesos de aceitunas. Hicieron los
honores a los marrons glacés que acababa de recibir de París, y como vi que les
gustaba les di (no dice cogieron) para que se llevaran, lo que aceptaron muy
agradecidas». También dice «os envío» pastillas a la rosa «que me han regalado mis
amigas españolas…» (tampoco dice que «cogió» las pastillas)… <<
demás», señal de que todas no lo hacían; siete pañuelos son muchos pañuelos, y las
dieciocho bandejas llenas de dulces nos parecen pocas a este tenor. También hoy día
hay quien mete dulces y pastas en el bolso cuando acude a bodas y convites, pero
porque lo haga alguna desaprensiva no vamos a decir que es «costumbre». <<
toda una flotilla, fletada por varios comerciantes; otras, el capitán, dueño de la nave,
hacía el viaje por su cuenta y riesgo y traían cargamento de una o de varias
mercancías, y como los barcos eran lentos y se veían a merced del viento, dichos
viejes duraban meses. <<
azúcar. <<
<<
restantes bajo nombres fantásticos que les ponen los cocineros: la de liebre lleva el
nombre inglés de hart-soup. <<
reyes de la Casa de Valois —los tres murieron sin sucesión—, fue una mujer
refinadísima y muy culta, criada en la Roma del Renacimiento; desgraciadamente, se
le imputa la matanza de protestantes de la noche de San Bartolomé (1572). Hoy día
reivindican su memoria, pues, como casi la mayoría de los historiadores fue
protestante, se pretende que la juzgaron con pasión y encono. <<
se habrá introducido alguna vianda en el pan. Lo que hizo lord Sandwich fue
refinarlo. <<
muy austeras, nadie hoy día se priva de beber en los días de precepto. <<
para celebrar el casamiento del rey Luis XIV con la infanta María Teresa, hija de
Felipe IV. Es curioso leer las impresiones de los franceses sobre los españoles y
viceversa. Mademoiselle de Montpensier nos comunica las suyas… <<
emperador, a diario, mesa puesta o, como decíamos aquí, «mesa de estado», y su jefe
de cocina era el gran Carême. El gasto diario era enorme y el déficit estaba a cargo
del Tesoro. Teniendo como jefe de cocina a Carême era seguro que todas las recetas a
la «Alcántara» fueran exquisitas, y no es que quiera desacreditar nuestro recetario,
pero entre ponerlo bien y ponerlo mejor… ahí está el genio. <<
hemos consultado nos han dicho ignorarlo, ya que tanto el «dinero como los
maravedíes», «adarme», etc., variaban a menudo de valor, además que los había de
oro, plata y vellón. En los recetarios antiguos de cocina Ruperto de Nola y otros
acostumbraban a indicar la cantidad de especias a echar a una vianda en su coste en
«dinero»: bien es verdad que las especias eran en aquel entonces muy caras. <<
mañana estuviese a la noche «negro» y supiera a «moho». Tan sólo se lo explica por
el mucho calor que dice mademoiselle hacía ese día. Pero la sorprende más que un
día de purga tomase la reina un caldo «negro», «mohoso», lleno de pimienta y
especias; Montiño, contemporáneo de la reina, nos ha dejado recetas de caldos para
enfermos y caldos de gallina más apropiados, y es chocante que la Molina los
desconociera, así como la reina… <<
dormitorio. <<
Francia no ostentaban más título que su nombre precedido de madame (las solían
llamar las «madames» cuando hablaban de ellas), como nosotros a las «infantas». <<
querido, hubiera huido, como lo habían hecho sus otros familiares. <<
«Lo que comía Luis XVI en la prisión del Temple», aun cuando estaba con él su
familia; pero es que he querido hacer constar que las pocas consideraciones las
guardaban para su persona. Al principio fueron mayores; pero, a pesar de todo,
mientras él vivió, su mesa fue convenientemente atendida. <<
<<
comisarios encargados de vigilarlos, y dichos comisarios, unos por fobia y otros por
miedo, no eran los que alegasen nada en su favor. <<
estaba allí no se sabía por qué. Los manteles de tela adamascada estaban marcados
con las letras G. P., o sea Grand Prieuré, que era el nombre del palacio del Temple.
<<
cuatro cucharas grandes para servir, un cucharón de sopa, ocho cucharillas de café,
otra ex profeso para el azúcar, etc. como lo mencionan los platos, suponemos serían
de loza. <<
agua de Avray y del hielo suministrados al Temple. Dicha agua era transportada
diariamente desde Versalles, y por fidedignos documentos sabemos que el conductor
del coche se llamaba Guerniet y que cada acarreo costaba 10 francos. <<
tenía la quinta parte, o tal vez menos, del valor que tiene hoy día. <<
de Luis XV, por sus discrepancias con la condesa Du Barry, última querida de Luis
XV. A dicho castillo acudía cuanto de distinguido había en Francia, tanto por su
abolengo como por sus méritos personales. <<
trincharlas, las cogen con las manos. Lo del tenedor es una prueba que en el siglo XVII
el tenedor era de uso corriente y hasta obligado en España. <<
llevando dos platos o fuentes; lo que totalizado resulta sesenta fuentes que se
colocaban a la vez en la mesa, amén de los perniles, cabeza de jabalí y otras
menudencias; lo que no nos explica es quién trinchaba y partía las dichas «viandas».
<<
primer servicio. ¿Cómo harían para poder comer tanto? (Han de tener en cuenta que
en los banquetes se colocaban los invitados sólo por un lado, dejando libre todo el
centro para el servicio y colocación de las fuentes). <<
en unas natillas; resulta, por tanto, lo que llamamos un postre de cocina, y fíjense que
están servidos después de unas empanadas de venado y antes que el salmón. <<
ignoraba). <<
maître d’hôtel. Además, aunque no ejerciera debía ser buen cocinero, pues la cocina
también estaba bajo su control. <<
Junot y Cambacérès; estos últimos, por orden del emperador, tenían siempre «mesa
puesta», y los gastos extraordinarios que esto ocasionaba corrían a cargo del Tesoro.
<<
esperar. Para solucionarlo, su cocinero imaginó servirle un pollo asado cada cuarto de
hora, a fin de que estuviese siempre caliente. <<
morir poco a poco por inanición, puesto que de lo que se trataba era de suprimirlo…
Bien es verdad que si lo hubieran matado no hubiéramos tenido al pintor Lorrain, y
que todo hombre ilustre ha de tener su leyenda más o menos verosímil… <<
<<
de la región de Toulouse, cuyos foie gras gozan de gran fama, pero no tanto como los
de Estrasburgo. <<
lo que inventó Close fue envolverlo en un picadillo, y éste en pasta; de esta manera se
concentra mucho más el aroma peculiar del hígado; la pasta no se suele comer. <<
guerra civil durante la menoría de Luis XIV, por lo cual Chantilly estuvo poco
cuidado por falta de recursos. Una vez agraciado fue recuperando sus bienes e hizo de
Chantilly la maravilla que fue luego. Anterior a esta fecha ya había improvisado otras
fiestas Vatel: la que dieron al rey de Polonia, a Monsieur y Madame, hermano y
cuñada de Luis XIV, y con tanto más mérito que Condé estaba acuciado por sus
acreedores. <<
que por divertirse se había hecho pasar por su propia doncella y le había enamorado;
pero es leyenda… <<
son precepto. Luis XIV, muy despreocupado tocante a su vida amorosa, cumplía y
hacía cumplir a rajatabla ayunos y vigilias. <<
Francia eran la «Nobleza de Espada» y la «Nobleza de Toga». Esta última tenía fama
de ser muy sibarita en el comer. <<
la guillotina. <<
chocante que el juicio crítico de sus contemporáneos fuese unánime y tan distinto a lo
que parece al leer su libro Physiologie du Goût, bien es verdad que éste apareció diez
años después de su muerte. Tal vez tuviera más facilidad para escribir que para
expresarse de palabra; pero que se ocuparan de él y lo discutieran ya es un tanto a su
favor; lo malo no se discute. <<
tenía los dedos palmados. Lo cierto es que siempre usaba guantes. <<
Gobierno algún «monopolio»: el del trigo, la harina, el café, tabaco, etc. <<
importante: tenían que saber guisar, a fin de controlar al jefe de cocina, llevar la
cuenta de la despensa, preocuparse de la iluminación del comedor y salones de recibo
y adorno de la mesa; saber organizar fiestas, etc. Estaba muy bien retribuído, y
conocemos los nombres de muchos maîtres d’hotel. <<
<<
Dumas. <<
que Alejandro Dumas, como buen francés, es petulante; que gozaba de una fantasía
desbordante y que sus «impresiones» se remontan al año 1840… <<
casa; pero ¿las ventanas? Éstas generalmente se abren de par en par… <<
Hoy día todos sabemos lo que es una charcutería. Tal vez podríamos decir chacinería,
pero no nos entenderían. <<
nada. <<
similar al inglés, alemán y… francés; se diferencia tan sólo en que se le rocía con un
poco de azúcar y se chamusca ésta. <<
entonces un viaje a la India era cosa seria; el barco de vela tenía que dar la vuelta por
el Cabo de Buena Esperanza: total, dos o tres meses de travesía. <<
que estableció por todo París. Primeramente fue dueño de varias grandes carnicerías,
y el exceso de carne inferior que le quedaba le sugirió la idea de los Bouillons… <<
<<
cantidad tan enorme que hacían de ello en cocina: chuletas con cañas, pollo con cañas
(véase el libro de Montiño El arte de comer). <<
<<
y dados los precios que regían entonces, nos dicen el despilfarro loco que suponían
quince mil francos de carne, cuando su precio era de cinco sueldos la libra (25
céntimos). <<
capítulo algo de algunas cocinas; así que no me pidan más, pues le aseguro al lector
que, a pesar de la escasez de algunas materias, he dado lo que tenía, y el que da lo
que tiene… <<