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1 los lecto res
NEXO aspira a ser algo más que una revista. En ni
país, y en toda Hispanoamérica, existe una vasta y c
corriente de opinión, que no adopta la forma del parti
de la secta, que no ha encontrado aún los cauces por c.
expresarse orgánicamente, pero que cada día se halla
presente y vigorosa. No posee una ideología claramente <
cificada, aunque sí la animan algunos principios cardán
fáciles de identificar. NEXO aspira a ser uno de los órg¿
de expresión de esta corriente, y servirle de punto de zl
renda que la ayude a nuclearse de alguna manera y J
nocerse a sí misma.
Por ello nos dirigimos a todos aquellos que compal
las líneas generales de nuestra orientación, nuestros
dos, aunque puedan disentir con tal o cual párrafo de ¿fl
artículo (discrepancias parciales gue puede también soó*1
nuestro propio Consejo de Dirección con el articulista) 1
exhortamos a no reducirse al papel de meros suscripta
adoptando la posición activa del corresponsal, del colali
dor, del propagandista entregado al reclutamiento de míe
lectores y amigos. Solicitamos el envío de corresponde/
expresando opiniones, aportando datos y noticias, comunú
do adhesiones. Con aquellos que nos escriban confecciom
mos la nómina de los “Amigos de NEXO”, a quienes tem
mos en cuenta para las tareas de difusión y progreso de m
tra Revista. M uy especialmente necesitamos esa contribuí
de parte de los lectores radicados en el Interior y en los oí
países de nuestra América, adonde resulta difícil que lie
en forma directa la acción, de nuestro equipo directivo.
LA DIRECCION
F U N C IO N A M IE N T O A U T O M A T IC O
Ventas
?• en Mensualidades
C O M P A Ñ IA DEL GAS
25 DE MAYO 706
TA LLE R M E C A N IC O
R e p a ra c ió n d e A utom óviles .
S e rv ic io D ie s e l
C. G a r m e n d ia
BRECHA 586 Teléf. 9-42-40 MONTEVIDEO
A. L. D. U.
E D IT O R IA L — L IB R E R IA
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ADO LFO L IN A R D I
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---------------------------- ----- — — ---------------------------------
fondo de
cultura economice
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FRITZ STERNBERG I
Capitalismo o Socialismo 1
FRANCISCO CUEVAS CANCINO
Roosevelt y la Buena Vecindad
MAURICIO MAGDALENO
El A rd ie n te V e ra n o
PEDRO MUÑOZ AMATO J
Introducción a la Administración Pública
OCTAVIO PAZ |
S e m illa s p a ra un H im n o
JOSE CARDENAS PEÑA 1
R e ta m a del O lv id o
LUIS MONGUIÓ
La Poesía Postmodernista Peruana
THOMAS CARSON MAC CORMICK
Técnica de la Estadística Social
Oficina de Representación de Editoriales
i 18 DE JULIO 1333 — Teléf. 9.27.62
P R O F E S IO N A L E S
EDUARDO PEDOJA RIET CARLOS QUIJANO
ABOGADO ABOGADO
D O N A C IO N
R. A. í
revista hispanoam ericana
ñ o l __ MONTEVIDEO, ABRIL-M AYO 1955— N= 1
' -------------------------- -------- ----------------------------------------- ------------------- --
JJESTRO PROPOSITO 3
l?ARICIO SARAVIA EN EL PROCESO
W áshingion Reyes Abadie 5
13LITICO - SOCIAL URUGUAYO
L MARXISMO Y JORGE 24
BELARDO RAMOS Alberto Methol Ferré
N TORNO A LA TRADICION Sergio Benvenuto 43
"ORGES Y EL "MARTIN FIERRO" César Blas González 56
Tradición Y PROGRESO Jean Lacroi x 63
CRONICAS DE LA PATRIA GRANDE
CIENTO CINCUENTA MILLONES. 74
Y ESTAMOS SOLOS Horacio Asiaín Márquez
LA AGONIA DE GUATEMALA
Y SUS PROYECCIONES Roberto Ares Pons 82
LA GUAYANA BRITANICA 89
INTEGRA NUESTRA AMERICA Samuel Niszt
LA O.E.A. SALVA A COSTA RICA Pablo Serrano 95
INFORMATIVO HISPANOAMERICANO 101
DE LA ACTUALIDAD URUGUAYA
LA DELINCUENCIA 105
INFANTO - JUVENIL
EL INCENDIO DE 108
"TEATRO DEL PUEBLO"
BIBLIOGRAFICAS 112
MATERIALES ESCRITOS O TRADUCIDOS ESPECIALMENTE PARA
NEXO
Ilustraciones de JORGE BRITO. Esquemas de LEONARDO GALIANDRO
Publicación bimestral. Directores-redactores responsables:
ROBERTO ARES PONS — ALBERTO METHOL FERRE
WASHINGTON REYES ABADIE
Distribución: HECTOR D’ELIA, 18 de Julio 1333, Planta Baja
z Redacción, administración y correspondencia: Rondeau 1578, p. 2, ap. 4
im prim e: hispano uruguaya de arte» gráfica» - miguelete 1457
Nuestro Propósito
LA DIRECCION
4
APARICIO SARAVIA EN EL PROCESO
%
fPOLITICO - SOCIAL U R U G U A Y O
W a s h in g to n R eyes A b a d ie
Desde luego, que su condición de caudillos reconoce un
origen común que les hace integrar, de algún modo, una
misma estirpe, cuyas más remotas raíces están en el visi
godo y en los adalides de al Reconquista Española. Todos
son hijos de la campaña e interpretan en su personalidad y en
sus luchas el programa, más instintivo que consciente, de las
masas rurales que a ellos confían sus destinos. Pero cada uno
es hijo de su tiempo: sus caracteres, sus programas y sus lu
chas están en función de las realidades sociales y políticas del
período histórico en que les tocó vivir y de ahí su estricta
originalidad.
El tipo más representativo de caudillo de la revolución,
fué Artigas.
Su larga convivencia con la realidad geográfica, econó
mica y social de la Banda Oriental, durante el periodo his
pánico, le revelaron el secreto de su tierra nativa, en la triple;
condición de pradera, frontera y ribera del “río como mar’'.
Su experiencia en la arriesgada tarea del contrabando, le hizo
comprender la importancia de la riqueza pecuaria y la nece
sidad del libre comercio; la misión militar del blandengue, le
reveló la peligrosidad de la frontera abierta con el Brasil por
tugués; la absorción económica del puerto de Montevideo, le
indicó la necesaria unión de las fuerzas campesinas. El trato
con hacendados y peones, con gauchos y can indios, le dió
el conocimiento agudo de sus psicologías y la pauta de sus
conductas. En la hora de la revolución, nadie como él podía
interpretar el completó de fuerzas económico-sociales que mo
vían a los grandes hacendados y a las masas rurales de la
Banda Oriental; y frente al centralismo de la oligarquía mer
cantil de Buenos Aires, supo dar el camino de la federación
de las Provincias, sobre la doble base de la autonomía y de la |
unión política y económica, concitando así. alrededor de su
bandera, la adhesión de las poblaciones campesinas y de las ;
pequeñas burguesías industriosas y comerciantes de las ciu- |
dades de la cuenca platease, su auténtico escenario histórico.
Diverso es el estilo vital y la conducta de los caudillos de
la formación nacional. En primer lugar, por el ámhito en que
les cupo actuar y por la tarea que les tocó cumplir. Hijos de !
la revolución artiguista, la erección del Estado oriental por
6
imperio jurídico de la Paz de 1828 entre las Provincias del
(Plata y el Imperio del Brasil, por mediación y presión del
diplomático inglés Lord Ponsonby, les cerró el horizonte po-
¿litico en que habían madurado su experiencia de conductores
y les obligó a una readaptación, que no siempre pudieron com
prender o aceptar. Lavalleja y Rivera, primero, y Rivera y
Oribe, después, buscarán siempre un asidero para una mayor
y más amplia extensión de los destinos políticos de la “patria
chica”. Las leyes del 25 de agosto de 1825, concretando el
ideal lavallejista, procuraban restablecer la unión federativa
con las Provincias del Plata, rota por la usurpación luso-bra
sileña; la propia reconquista de las Misiones, implica el mismo
anhelo en Rivera. Sólo la gravitación inexorable de los pode
rosos intereses que sellaron la Paz de 1828 — bajo el signo
protector de Gran Bretaña — , redujo a los dos caudillos a
aceptar, en hora tan difícil, el cercenamiento territorial y la
frustración del anhelado destino político.
Estos caudillos, en el ámbito del nuevo Estado, vinieron
a polarizar el naciente caudal de opinión pública, dando base
a la formación de los partidos. Estos surgían por adhesión a
la persona del caudillo, sobre todo en las masas rurales, sus
mesnadas guerreras, que continuaban viendo en ellos, con aca
tamiento indiscutido y fuerte fervor emocional, a las repre
sentaciones tangibles de lo nativo, de “lo oriental”. La actitud
de la minoría ilustrada de la Ciudad — vinculada por sus in
tereses al capital franco-inglés — imbuida del espíritu de puer
to, atenta a todos los rumores y modas de la Europa liberal,
influida poderosamente, además, por el ejemplo de los emi
grados porteños, y desfigurada su óptica histórica por el pris
ma extranjerizante, que les hacía despreciar lo nativo como
bárbaro y atrasado, acentuó en los caudillos, por contraste, su
carácter de intérpretes del pueblo, de hombres representativos
del criollismo americano. Él desapego y hasta desprecio de los
“ doctores” — recuérdese la frase de Andrés Lamas, calificán
dolos de “buitres de los pueblos” — les arraigó más y mejor
en el corazón de las masas, con quienes convivían en simpá
tica y mutua comprensión. De todos ellos, Fructuoso Rivera,
es, sin duda, el que mejor representa ese rasgo de directa
comunión con el pueblo.
7
Con Venancio Flores — asesinado en la trágica jornada
del 19 de febrero de 1868 — desapareció el último caudillB
del ciclo de la formación nacional. Flores había vivido en el,
sector colorado la experiencia de la G uerra G rande; había pasB
ticipado en el proceso final de la unidad argentina p restan d l
su concurso a Mitre y, finalm ente, había sido el jefe del.
Ejército oriental de la T riple A lianza en la guerra del PaK
raguay. Es decir, que le tocó ser actor en los tres últimos acto®
de la disolución del gran cuerpo político-social del Río de b f l
Plata, iniciada en 1811, con el aislam iento del Paraguay; se n
guida en 1820, con la derrota del federalismo artiguista; yl
ratificada en 1828. con la segregación oriental. I!
Con todo Flores participó tam bién, aunque en menor gra-l
do, de la visión geopolítica de sus ilustres antecesores — La-B
valleja. Rivera, Oribe — que extendía más allá de las fron-j
teras de 1828 — definidas en 1851 — el ámbito natural de i
los destinos del U ruguay, en la com pleja conmixtión de fuer-1
zas e intereses políticos y económicos del Plata, de la que la I
ficción jurídica no podía desprenderlo. Flores no podía, por I
consiguiente, concebir como un acto “ antinacional” el valerse I
del apoyo de M itre o del Brasil, para consolidar su poder en I
el Estado uruguayo, sino como una n a tu ra l consecuencia del I
juego político del Plata. En todos estos caudillos, existía, des-1
de luego, un sentimiento personal, casi patrim onial, de la so-1
beranía, del Estado: pero, en ninguno de ellos se hizo carne I
lo que seria el ideal de la generación principista de 1872: la I
“nación” uruguaya. Podemos decir que en ellos y a través]
de ellos, y a pesar de sus contradicciones, tuvo su última rea-1
lidad como vivencia la idea regional am ericana del Plata.
En 1870, Timoteo Aparicio, y en 1897 y 1904. Apanctol
Saravia, representarán con otros personajes menores, el tercer]
tipo de caudillo: el de la organización republicana. Estos ac-|
tuarán ceñidos ya en su acción al destino político y económico
del Estado nacional uruguayo, que preludian los principistas
con el ideal romántico de la nación; forja Latorre con su tre
mendo realismo ejecutivo; y consolidará H errera y Obes, in
terpretando a la triunfante oligarquía burguesa de Montevi
deo. Todo este ciclo, en que la m irada y el objetivo políticJ
se vierten hacia las preocupaciones de la organización instil
8
tucional del país, tiene, por lo demás, su profunda razón de
ser en el nuevo estatuto regional del Plata, ya definitivamen
te escindido, después de la derrota del Paraguay, en piezas
equilibradas dentro del juego diplomático y financiero de la
“pax británica”.
9
7
“La frente es alta, amplia, de curva pronunciada; la na
riz, recta y fina, la boca pequeña coronada por un bigote de
mocito, que en estos últimos tiempos han invadido las canas;
las mejillas tostadas por el sol, son un tanto descarnadas. Pe
ro la característica de la faz del caudillo, la dan el mentón
y los ojos; aquél avanza delgado y fuerte, pregonando ener
gías; y los ojos, de color pardo, medio escondidos tras los
párpados que tienen un fruncimiento orgánico, son de una
movilidad y una vivacidad extraordinarias”.
“Habitualmente, aquella fisonomía es de placidez que
asombra; y para el observador superficial, Aparicio Saravia,
es un vecino buen mozo, presumido en el vestir, siempre ale
gre, siempre risueño, teniendo siempre a su disposición algu
na frase ingeniosa y picaresca, que él mismo festeja en se
guida con la estrepitosa carcajada que le es peculiar. El
caudillo, el águila, están más adentro. Están en el no se qué
magnético de aquella mirada dulce que fascina y cautiva y
que ayudada por una vocecita apagada y cantora, acarician
y dominan en un cuarto de hora a los más enconados y re
beldes. Y están en la terrible expresión dominadora que ad
quieren esos ojos y esos labios y ese mentón de ave de presa,
en las intensas y fugitivas cóleras del General”.
De regreso a la Patria después de la experiencia revolu
cionaria de Río Grande, revestido su prestigio con el rango
de General, Aparicio Saravia inicia su actuación en la polí
tica uruguaya en momentos en que las garantías de libertad
política y de autonomía departamental obtenidas por el Par
tido Blanco en la paz de Abril de 1872, estaban en grave
peligro.
La paz de Abril había establecido, al empuje de las lan
zas de Timoteo Aparicio y Anacleto Medina, un régimen de
garantías que consagraba, al margen de la Constitución de
1830, la autonomía departamental y la representación del
Partido minoritario en las Cámaras legislativas, mediante la
concesión de las jefaturas políticas en aquellos departamen
tos de mayoría electoral blanca. (2)
(2) E ra n los D epartam entos de San Jo sé (que entonces com prendía el actual
D epartam ento de F lo res); C anelones; F lorida y Cerro Lararo (que entonces
com prendía T re in ta y T re s ).
10
La solución alcanzada era feudal, pero dentro de las cir
cunstancias institucionales y políticas que vivía entonces el
país, consagraba la única posibilidad real de efectiva autono
mía local y de representación para la minoría.
Desde entonces a 1896, el proceso de organización del
Estado Nacional Uruguayo había pasado por tres etapas que
le habían dado al Poder Central, con sede en Montevideo,
una progresiva absorción sobre las fuerzas económico-sociales
de la campaña, anulando así la efectiva validez de las garan
tías del año 1872.
En la primera etapa, las orientaciones y la gestión de los
llamados “principistas” — entre los que cabe mencionar en
primer término a Agustín de Vedia, José Pedro Ramírez y
Carlos Ma. Ramírez — hijos de la ciudad, discípulos del cons
titucionalismo liberal francés y de la escuela clásica de Bas-
tiat en economía, imbuidos del espíritu de puerto del patri-
ciado burgués al que pertenecían por la sangre y la actividad
profesional de la abogacía, habían creado el ideal nacionalista
como base de la vida política uruguaya, en un intento de
reacción frente a la inestabilidad de las instituciones que atri
buían, erróneamente — en una ilusión de falsa experiencia —
a los vínculos y relaciones de los Partidos con las fuerzas
políticas y sociales de los restantes pueblos del Río de la Plata.
Buscaban “la nacionalización de nuestros destinos” — co
mo dijfera Bernardo Berro — convencidos de que reduciendo
el ámbito de las luchas cívicas y políticas al menguado terri
torio del país, se desglosaba su porvenir del destino común
del Río de la Plata. El abstraccionismo de aquella generación
que, en u n país sin bases materiales ni institucionales para la
vida republicana, gastaba su retórica en las Cámaras para
asegurar, frente al débil Presidente Ellauri, la intangibilidad
de los derechos individuales, cosechó el más rotundo fracaso
cuando, por imperativo de los hechos, la ruda realidad se im
puso a sus utopías. No constituyeron el Estado ideal que ha
bían soñado; pero dejaron abierto el camino para que una
voluntad enérgica realizara la efectiva vigencia del poder na
cional, aunque, esta vez, a expensas de aquellos derechos in
dividuales que eran su pasión.
11
Latorre encarnó la segunda etapa. Sus procedimientos
sumarios y hábito del mando cumplieron la tarea de restau
ración económica y de organización administrativa que el
país exigía; pero lo que es más importante, consolidaron el
poder del Estado como entidad central. Empero, las garantías
de 1872 fueron respetadas ya que el pacto de Florida, suscri
to el 19 de febrero de 1875 entre los delegados del Gobierno
y los de Timoteo Aparicio, consagró por escrito el derecho
del Partido Blanco a las cuatro jefaturas departamentales.
Con Santos, “gran Jefe Civil del Partido Colorado”, el
Gobierno revistió una vez más, su carácter de exclusivismo
político, y muerto Timoteo Aparicio en el año 1882, privado
el Partido Blanco de su caudillo popular, los hombres que asu
mieron su dirección, de orientación civilista como el patricio
Juan José de Herrera, desvinculados de las masas, no pudie
ron o no supieron, frente a la prepotencia del militarismo,
mantener íntegramente las condiciones de Abril; a ésto se
sumó, en el Ministerio de Gobierno con Tajes, y luego en
la Presidencia, la sagaz política de Julio Herrera y Obes, que
supo concentrar en manos del Gobierno la autoridad, si bien
despojada ahora de los excesos y exhibicionismos que habían
caracterizado la gestión del Capitán General Máximo Santos.
Julio Herrera y Obes consolidó la centralización del país
al hacer efectiva la autoridad del Presidente con la suma de
atribuciones que le confería la Constitución burguesa y uni
taria de 1830; pero, además, — y esto es lo más importante —,
representó el dominio político del patriciado mercantil de Mon
tevideo, creando el régimen de lo que él llamó “la influencia
directriz” del Presidente-Gran Elector, convencido honrada
mente de la práctica imposibilidad del ejercicio auténtico de
la democracia por las masas incultas. Su sucesor, Juan Idiarte
Borda, miembro de la “colectividad”, como gustaba llamarse
la oligarquía, interpretó en términos más crudos aún el ex
clusivismo de clase que había iniciado H errera y Obes.
Con Aparicio Saravia el Partido Nacional tomó de nuevo
contacto con las masas populares de la campaña; pero sin
que sus autoridades civiles, de estilo urbano, cedieran posi
ciones, instaurándose la dualidad del Directorio patricio y
del Caudillo popular.
Existía, además, una tercera fuerza constituida por el
numeroso núcleo de emigrados, residentes en la República Ar
gentina. Estos celebraron, el 19 de abril de 1895, una gran
reunión en el Teatro Politeama Argentino de Buenos Aires,
con el fin de organizarse de acuerdo con la Ley Orgánica
del Partido.
Asimismo, la juventud revitalizaba su gestión dentro del
Partido Blanco, desde la redacción de “El Nacional”, ahora
bajo la dirección de Eduardo Acevedo Díaz. El ardiente tri
buno imprimió a su prédica periodística y a sus discursos en
las Asambleas, un tono vehemente y acerado, fustigando im
placablemente al régimen bordista.
En abril de 1896. el Directorio del Partido Nacional pro
clamó la abstención, atacando en un manifiesto, el sistema
electoral vigente (3) que dejaba prácticamente en manos
de la oligarquía gobernante, el pronunciamiento electoral de
la ciudadanía. Y en setiembre del mismo año, se constituía
en Buenos Aires, la Junta de Guerra del Partido Nacional.
El 26 de noviembre, Aparicio Saravia, desobedeciendo ór
denes del Directorio — que no juzgaba el momento oportu
no — se alzó en armas, intentando impedir revolucionaria
mente el fraude cívico que suponían las elecciones de la oli
garquía, a las que tampoco concurría el sector popular del
Partido Colorado (Batlle) y el núcleo del llamado Partido
Constitucional. Pero Saravia fué derrotado en esta oportuni
dad y debió refugiarse en el Río Grande.
Sin embargo, todo hacía presentir la guerra civil y ésta
estalló definitivamente en marzo de 1897, bajo la conducción
de Saravia y del Coronel Diego Lamas.
La Revolución blanca era, en aquel momento, más que
una reivindicación de partido, un movimiento popular y so
bre todo campesino, con una doble significación política y
económica.
En lo político, agitaba la bandera de la libertad electo
ral. de la pureza del sufragio, de la representación de la mino
ría, de la autonomía departamental.
(3) Las J u n ta s Electorales establecidas por la ¿Ley de 24 de m arzo de 1893,
se integraban con el Presidente de la J u n ta Económ ico-A dm inistrativa, el
Director General de Impuestos Directos o A dm inistrador de R entas, el Jefe
Político, tre s delegados del Poder Legislativo y tre s ciudadanos sacados a
la suerte por I03 demás miembros.
13
En lo económico, era la expresión de la sociedad campe
sina que, moldeada aún en formas de explotación pre-capita-
lista, de estilo patriarcal, sufría el peso creciente de la especu
lación mercantil de la ciudad-puerto y de sus aventuras finan
cieras, (Banco Nacional, Emilio Reus), sin recibir estímulos
ni aportes materiales de progreso para su evolución.
El ya citado Javier de Viana, revolucionario, lo expresa
con claridad:
“La admiración por Saravia no existe solamente en los
hombres de su credo político. No son únicamente las naciona
listas quienes le admiran, le quieren y respetan: es toda la
masa viva del país, todos los trabajadores, todos los produc
tores de riqueza”.
“El no representa la fuerza política de su partido, sino
la fuerza política de una gran masa social que, largos años
aprisionada, rompe ahora los diques y se esparce buscando
su nivel”.
“Es la nación, en sus fuerzas vivas v creadoras, recla
mando un puesto en la acción dirigente, hasta ayer entregada
a especulaciones intelectuales, a un desatinado peloteo de con
ceptos abstractos, que han sido una tranca para el desenvol
vimiento del progreso del país, al mismo tiempo que distraía
riquezas en la alimentación de parásitos”.
“En nuestro país no hay caminos; en nuestro país no
hay puentes; en nuestro país no hay puertos; allá escasean
las escuelas primarias; allá las poblaciones del interior mueren
de anemia, extenuadas por el centralismo político; allá no
existe vida municipal, y hasta la propia metrópoli crece, se
estira, forcejea, sin lograr la vida amplia, la respiración rui
dosa de gran ciudad, conservándose aldeana”. (4)
El 25 de agosto de 1897, aniversario de la declaración
de la Independencia, el Presidente Idiarte Borda caía muerto
de un balazo, cuando volvía del Te Deum conque se solem
nizara la fecha.
Asumió entonces el Poder Ejecutivo, el Presidente del
Senado, Juan Lindolfo Cuestas. Si bien había pertenecido al
círculo de Idiarte Borda, comprendió, con fino tacto político,
(4) Ob. cit. pág. 156.
74
J
el clima de opinión y reinició las tratativas para la paz que,
finalmente se suscribió el 18 de Setiembre de 1897. (5)
La paz consagraba los tres principios fundamentales que
habían movilizado a la Revolución: la representación de las
minorías, — las garantías del sufragio, eliminando la “influen
cia directriz”, — y, con la cláusula verbal de las seis jefatu
ras blancas, la autonomía departamental de hecho, reiterando
y ampliando así las conquistas de Abril de 1872.
Pero, además, la Revolución había decidido con la crí
tica de sus tribunos y el empuje de sus guerrilleros la caída
del régimen oligárquico, abriendo el camino para la futura
instauración de la democracia política y la amplia y efec
tiva participación de las masas en la elección de los Poderes
Públicos.
Sin embargo, el Partido Nacional no sería el heredero po
lítico del régimen derrocado. Sus dirigentes, y particularmente
su caudillo, no concebían el Poder o el Estado como un ente
unitario, como un ordenamiento jerárquico descendente de
una misma cabeza, sino más bien como una coordinación de
centros de autoridad departamental y local.
Para los dirigentes del coloradismo y para los constitu-
cionalistas, el Estado debía realizarse dentro de los cuadros
institucionales como uno e indivisible, en la clásica relación
del liberalismo de Soberano y Ciudadano-Individuo; para los
blancos, en vez, el Estado debía integrarse en algo así como
una “federación de regiones”, con hondo sentido comunal y
la relación del Soberano con el súbdito se mediatizaba en la
15
agregación espontánea de los vecindarios y en el cuerpo vivo
del Partido. (6)
En realidad la Paz señalaba un punto de equilibrio en
tre dos concepciones políticas, que. en esencia, traducían a
través de sus intérpretes ocasionales de 1897, la vieja antino
mia de la tradición política de autonom ía vecinal del período
hispánico, acentuada por el artiguism o, y la teoría liberal
burguesa de ios constituyentes de 1830. hija de la Ilustración
y del constitucionalismo anglosajón.
De ahí que fuera precisam ente un caudillo, de estirpe
luso-hispánica, como Saravia, enraizado en la vida y en las
tradiciones de la cam paña, el campeón del autonom ism o, en
momentos en que la gravitación de la burguesía ciudadana
amenazaba con ahogar, en el cinturón de la estructura admi
nistrativa, el espíritu m unicipal de los vecindarios rurales.
Esta concepción federativa del principio de autoridad no
podía prosperar en aquella circunstancia histórica. La gravi
tación de la ciudad-puerto y de sus intereses económicos ha
bía determinado el surgim iento de una pequeña burguesía y
de un proletariado incipiente, que recogería a través de la
ideología de la II Internacional, y de las concepciones del
positivismo spenceriano, una teoría del Estado, acentuadam en
te orgánico e instrum ental, como medio y fin de alcanzar el
efectivo dominio político y económico del país.
José Batlle y Ordoñez, el nuevo conductor popular del
coloradismo, interpretaría esa corriente de opinión y de in
terés, a través del golpe de Estado del Presidente Ju an Lin-
dolfo Cuestas ,de 16 de febrero de 1898.
La disolución de la Asamblea Legislativa era el últim o
golpe contra el “colectivismo” que allí tenía sus hombres más
representativos. Estuvo directam ente inspirada por Batlle y
Ordoñez y el Consejfo Ejecutivo del Partido Colorado, con el
apoyo decidido de un núcleo im portante de Jefes y Oficiales
del Ejército y de la Policía. (7)
(6) La propia constitución sociológica del ejército revolucionario era fiel expre
sión de este espíritu eomunalista: en él, las divisiones como las huestes
de la conquista y como en tiempos de A rtigas — se integraban con lo»
“vecinos en arm as” de cada pago y de cada Departamento.
(7) ' El pretexto fué la obstinada posición de los legisladores resueltos a vo'ar
a Don Tomás Gomensoro para la Presidencia de la República, en ves le
Cuestas, sostenido por el sector colorado que respondía a Batlle y Ordoftez
y los blancos que veían en él, al garante de la pax de Setiembre
16
Cuestas instituyó un Consejo de Estado de 88 miembros,
para subrogar al disuelto Parlamento. El Consejo de Estado
votó dos leyes de gran significación: la ley de Registro Cívico
y la ley de Elecciones (abril y octubre de 1898, respectiva
mente).
La primera establecía el padrón electoral permanente y
reconocía la existencia de los partidos, al constituir las Ju n
tas electorales con delegados del partido de oposición.
La segunda consagraba la representación de la minoría,
que podría obtener el tercio de las bancas en cada Departa
mento, siempre que alcanzara al cuarto del número de vo
tantes. (8)
Los ideales de la Revolución en pro de la libertad polí
tica obtenían al fin sanción legal; pero, además, en la oposi /
ción de fuerzas entre el Presidente y el Caudillo se equilibra
ba también, por última vez en la historia uruguaya, la res
pectiva influencia política de la Ciudad y la Campaña.
En el proceso de crecimiento económico y social de la
ciudad-puerto, el territorio había sido progresivamente absor
bido por ella, imposibilitado en los hechos de contrabalancear,
con eficacia, la fuerte presión económica, política y adminis
trativa del centralismo montevideano. La tradición regional y
comunalista de la campaña había resistido el empuje crecien
te del centralismo mientras la frontera con el Río Grande y
con la Mesopotamia argentina permanecieron más o menos
abiertas para el intercambio económico o para el entendi
miento político, — en una superación del ámbito jurídica
mente consagrado del Estado uruguayo. Pero cuando, con
Latorre y después con Julio Herrera y Obes, el Estado hizo
efectivas, en grado sensible, las instituciones de policía y la
jurisdicción de sus Tribunales y aumentaron las vías de co
municación con el puerto único de Montevideo, la resistencia
de la campaña se hizo lucha armada; y de ahí la fórmula
— aparentemente secesionista — de abril de 1872, ampliada
en setiembre de 1897.
Desde luego que la situación creada era una tregua que
(8) E sta disposición no se aplicó, por un acuerdo u lte rio r de los partidos que
se distribuyeron las bancas en la siguiente proporción: colorados: 54;
blancos: 24; constitucionalistas: 6. Se hicieron listas comunes con lo» c an
didatos en la referid a proporción.
77
no podía durar, a poco que las fuerzas económico-sociales de
Montevideo y sus dirigentes políticos, estuvieran en condicio
nes de abatir al Caudillo blanco, garantía visible y motor emo
cional de aquella resistencia.
Esta fué la paciente obra de Batlle. En una primera eta
pa, al alcanzar la Presidencia de la República, en 1903, con
el voto, incluso, de once legisladores blancos, encabezados por
Eduardo Acevedo Díaz, respetó la política de coparticipación
del poder; pero procurando, hábilmente, desarticular al ad
versario, con el pacto de Nico Pérez (22 de marzo), en el
cual se estipulaba el desarme de las milicias urbanas y de
las policías de los Departamento blancos.
La lucha entre el Presidente y el Caudillo debía produ
cirse y ella estalló en enero de 1904. Batlle dirigió la guerra,
puede decirse, en persona; y capitalizó eficazmente, para el
ejército gubernista, además del ferro-carril — de líneas ra
diales a Montevideo — el fusil-máuser, la artillería ligera de
campaña y el teléfono. El triunfo gubernista de Masoller, el
1• de setiembre, dió término a la guerra civil, muriendo Apa
ricio Saravia, pocos días después, en tierra ríograndense, de
resultas de las heridas recibidas en el combate.
La paz de Aceguá, suscrita el 24 de setiembre, ponía fin
a la bipartición del poder y consagraba la definitiva unidad
constitucional del gobierno republicano, si bien establecia la
obligación de someter a estudio de las Cámaras Legislativas,
la reforma de la Carta de 1830.
Concluía así la etapa de la organización republicana y
con ella todo un estilo de convivencia política, basado en con
diciones económico-sociales que, en parte, la propia revolu
ción había contribuido a modificar.
18
éxitos significativos en las Exposiciones Internacionales de
Ixmdres (1862), Viena (1873) y París (1889). Pero estos
mercados exigían una nueva preparación de los ganados y un
nivel superior de calidad en las carnes para la industria fri
gorífica así como también planteaban la mejora de nuestras
lanas. El esfuerzo de los grandes pioneros de la ganadería, co
mo Jackson, Drabble, Stirling, Young, Ordoñana, Hil'l, Vai-
Uant y otros, había abierto el camino para futuras superacio
nes que ahora encontrarían su justo estímulo y aprovecha
miento en la producción de carnes para la exportación en frío
y congelado y la ulterior comercialización del vellón.
La instalación de plantas frigoríficas (9) y la nueva co
rriente de exportación pecuaria apresuraron la transforma
ción del agro, incrementándose la importación de reproducto
res seleccionados y valorizándose la tierra; se difundió el uso
del alambrado de los campos, consolidándose el sentido de la
propiedad; cobró nuevo desarrollo la especulación en base a
fincas y reses. Asimismo la vinculación del campo con el gran
mercado internacional se hizo tamo más estrecha cuanto que
la vía férrea inglesa acercaba los productos al gran puerto de
embarque ultramarino que era ya Montevideo, mientras la
agropecuaria enfrentaba una creciente demanda de su pro
ducción.
Como es natural esta nueva circunstancia económica
— a lo que se sumaban otros factores políticos y demográfi
cos que analizaremos a continuación — provocó un cambio
importante en la condición social de los pobladores del cam
po. Por una parte, la aparición de hombres nuevos como pro
pietarios de estancias organizadas ya con el sentido de empre
sas económicas capitalistas, venía a suplantar a los antiguos
hacendados criollos arruinados por la Revolución y la compe
tencia de la nueva producción pecuaria, para la cual no tenían
el apoyo del crédito ni vínculos eficaces en el juego de la co
mercialización. Estos nuevos estancieros encaran la explota
ción de sus estancias como un negocio y no como un modo
de vida, ya que la mayor parte de las veces no residen per-
<9> P recisam ente en 1904 se instaló “ La F rig o rífica U ru g u ay a’’, adquirido
posteriorm ente, en 1911, por la firm a a rg e n tin a S an sin en a y Cía., que
actuó h a sta 1929 en que arrendó sus instalaciones al recién creado Frigo
rífico Nacional,
manentemente en sus campos, sino en la ciudad donde operan
en estrecha relación con la banca, los círculos financieros y
diplomáticos y los ambientes de alta sociabilidad burguesa
como el Jockey Club (1888) y el Club Uruguay (1878) prin
cipalmente. Son en realidad apéndices del creciente capita
lismo industrial y financiero de la ciudad en el campo, que
queda, desde luego, condicionado a estos intereses.
En segundo término, la crisis de la estancia patriarcal
agobia al pequeño productor y al bracero rural. La nueva
estancia, con criterio de empresa, invierte capitales, fijo y
semoviente, de alto valor y busca, lógicamente, el máximo
provecho; por lo demás, recurre al peón asalariado y procura
desenvolverse con el menor número posible de trabajadores,
prefiriéndolos incluso solteros, o si casados, sin otorgar vi
vienda para la familia en el establecimiento, para librarse de
toda carga económica que no fuere la estrictamente indispen
sable para la producción. Los medianeros, aparceros, los
“agregados” con sus familias, todo el conjunto de los vasallos,
por así decirlo, del hacendado-señcr de la vieja estancia pa
triarcal, es desarraigado y comienza el éxodo hacia la ciudad
y hacia los pueblos, hacia los cuarteles, la policía, los oficios
urbanos; p;ero muchos se refugian en rancheríos, a los flan
cos de las estancias, en picadas o cruces estratégicos, a vivir
de las tareas de zafra o del contrabando, formando los trá
gicos “pueblos de ratas”.
Pero también incidían otros factores: la extensión de la
agricultura, con las chacras suburbanas y las colonias, hijas
de la inmigración. Desde 1860, italianos, vascos — principal
mente franceses — suizos y españoles, éstos en menor grado,
habían ido impulsando la explotación agrícola, en colonias o
en chacras. Con ellos se incorporaba un nuevo estilo vital a
la campaña. Les “gringos”, pacíficos, conservadores, ahorra
tivos, infatigables, sorprendían el altivo espíritu criollo, im
previsor y mano abierta, amigo del juego y de las actitudes
estéticas en las rudas tareas pecuarias y en las épicas “patria
das”. La incomunicación y el choque eran inevitables; y así
en la hora de la Revolución, la gran mayoría de los agri
cultores y sus hijos, — uruguayos de primera generación —
tomaron partido por la divisa colorada del Gobierno, protec-
20
tor de un orden y representante de una sociedad, que eran su
garantía y su mercado naturales.
Así al filo del año 1904, moría la sociedad tradicional
campesina y el viejo estilo criollo, mientras un nuevo orden
social pugnaba por abrirse cauce en la ciudad-capital.
Montevideo finisecular, roto desde tiempos de Latorre
el antiguo recinto amurallado, había extendido a lo largo del
antiguo Camino Real, entonces ya calle 18 de Julio, hasta el
Cordón y bordeando la bahía hasta Capurro y la Aguada, las
manzanas de sus barrios, en un desarticulado v nervioso mo-
vimiento al que no era ajeno, por cierto, el juego de la espe
culación. Rodeaban al “centro” — ahora cada vez más ten
dido sobre el eje de la “ciudad nueva” como se denominó al
trayecto de la Plaza Independencia a la calle Ejido, — los
suburbios de la costa, los arrabales del Sur, poniendo su toque
de abigarramiento social y étnico, desde el viejo “Guruyú”
al itálico “Palermo”. Allí nace un nuevo tipo social, hijlo del
inmigrante, que encuentra en la industria de los talleres grá
ficos, de la construcción, del transporte y en el comercio, su
ocupación primordial. Su formación intelectual reconoce su
origen en las férreas convicciones paternas anarquistas y so
cialistas de la II Internacional y difundidas entonces por la
popular “Editorial Sempere” de Barcelona. Muchos se incor
poran a los Clubes seccionales del sector popular del Partido
Colorado, atraídos por la prédica de Batlle y Ordoñez contra
el “colectivismo” de Julio Herrera y Obes, representante má
ximo del patriciado burgués y doctoral del “centro” de la ciu
dad; otros, cuyos padres hacen fortuna en el comercio, supe
rando resentimientos y agrandando ambiciones, buscarán el
camino de las aulas universitarias en pos del preciado espal
darazo social del doctorado y entroncarán, por el matrimonio
incluso, con familias de arraigo — de apellidos de lustre —
pero venidas a menos en la crisis de 1890, y se incorporarán,
repudiando sus antecedentes plebeyos, al ala conservadora
del partido de Gobierno.
Toda esta dinámica social, que había transformado tan
hondamente la estructura económica y la mentalidad política
uruguayas, tendería a otorgar, a través de la reforma consti
tucional y electoral, el sufragio universal como medio de ac-
21
b
ceso a la vida cívica de esos nuevos contingentes incorporados
al país por la inmigración y a quienes las revoluciones blan
cas habían dado oportunidad de participar activamente, en fi
las rebeldes o en las Guardias Nacionales gubemista, en el
pleito político de su tiempo.
Batlle tuvo la visión clara de las nuevas circunstancias
y se dió enteramente a im pulsar las nuevas corrientes popu
lares hacia la participación en la vida ciudadana, aunque co
mo experto estratega político, cuidando m antener el control
de la situación para el Partido Colorado del que ya era Jefe
y para la pequeña burguesía que constituía la base sencial
de su electorado. De ahí su concepción democrá tico-liberal y
el intervencionismo socialista del Estado, tendiente a encauzar
las corrientes económicas y las fuerzas sociales dentro del or
den republicano, anticipando soluciones legislativas para las
relaciones del Capital y el T rabajo que mitigaran, por vía
jurídica, el latente impulso revolucionario de las masas. Fren
te a la campaña, confía a la tesis georgista — de antiguo cuño
fisiocrático, — de impuesto progresivo a la tierra, la solución
del problema agrario, viéndola más que en su realidad econó
mico-social, a través de la expresión conservadora y aristo
crática de los grandes terratenientes, en su gran mayoría, de
filiación blanca y adversarios, por tem peram ento e interés,
a su política intervencionista y protectora de los incipientes
capitales ciudadanos. Aparicio Saravia, auténtico representan
te de la gran protesta rural de 1897 y 1904, no había alcan
zado a interpretar las nuevas exigencias que planteaban a la
campaña las cambiantes circunstancias que hemos analizado,
orientando su lucha en la defensa de los fueros municipales
y regionales, el reconocimiento como entidad legal del Par
tido Blanco y la autenticidad del sufragio, pero sobre la base
del ya caduco orden económico-social de estilo patriarcal. La
irrupción de nuevos elementos sociales y económicos a la cam
paña había planteado, como vimos, la crisis del régimen
paternalicio de la estancia-feudo, introduciendo el método
capitalista de explotación y el sistema de salarios para el tra
bajo rural. Batlle lo interpretaría en vez, desde un ángub
evolucionista, preocupado en fundar por medio de la absor-
22
ción fiscal de la mayor rentabilidad de la tierra, el nuevo
desarrollo económico del país.
La cuestión agraria, que la protesta revolucionaria de
Aparicio encarnaba en su forma tradicional, quedaba unila
teralmente interpretada por Batlle, sin que en lo que va del
siglo veinte, — a pesar del impulso de la colonización oficial
y de las primeras leyes sociales para el trabajador rural, —
obtuviera solución integral. La reestructuración del agro, por
medio de una Reforma Agraria integral, escapó así a la visión
del caudillo y del estadista; pero reconoce en ambos el ori
gen de su planteamiento: en el primero, con la reinvindica
ción del interés regional y campesino frente a la centraliza
ción capitalista de Montevideo; en el segundo, en la insisten
cia de socializar, extendiendo sus beneficios a toda la econo
mía nacional, la renta de los campos.
En la síntesis de ambos propósitos, radica, quizás, el ger
men de una fórmula económica de transformación del futuro
destino político y social de nuestro país; en este futuro será
ineludible recoger la lección del espíritu municipal y telúrico
del Caudillo y la visión ordenadora del político ciudadano.
Saravia y Batlle integran así una misma herencia histórica en
que cada uno aportó el espíritu de su tiempo: en nuestra hora,
una tarea ineludible a cumplir está señalada por ese problema
esencial que ambos sólo entrevieron en su histórico duelo.
t
t
I
23
EL M A R X I S M O
Y JORGE ABELARDO RAMOS
<
I
La imprevista y reciente presencia de un pensamiento
y un estilo como el del trotzkysta Jorge Abelardo Ramos,
dentro de la literatura política hispanoamericana y particu
larmente dentro de la corriente marxista, constituye un
nuevo índice de la progresiva toma de contacto, ya inaugu
rada desde otras perspectivas, con nuestra verdadera realidad
histórica. Es preciso confesar que poco esperábamos de la ma
chacona, obstinada, reiteración de los tópicos marxistas. La
lectura de escritores de tal filiación, que por lo general se li-
A lb e rto M e th o l F e rré
mitán a aplicar mecánicamente sus esquemas — bien provis
tos están al respecto — a la realidad hispanoamericana, con
virtiendo al marxismo, y frustrando así su vocación esencial,
en una ideología abstracta y desarraigada, no ha hecho más
que aumentar nuestra familiaridad con el hastío. Un marxis
mo rutinario parece ser una intolerable contradicción; y sin
embargo ésta se verifica cotidianamente. Pero es cierto tam
bién que éste no puede escapar al destino de toda ideología de
hondo arraigo histórico; la idea pasa a categoría de tópico a
medida que progresa su difusión social, síntoma de su capa
cidad de apuntar de algún modo a realidades efectivamente
vividas por el hombre. El tópico es la paradoja de la fecundi
dad de la idea, su éxito y su anemia. La miseria inevitable de
comunicación humana oscurece la luminosidad de la idea y a
la vez la preserva, exigiendo, implícitamente, que para res
catarla y poseerla se movilice la reflexión personal. El tópico
es la resistencia de la idea a mostrar lo que es en una mera
trasmisión social sin verdadero acto de apropiación personal
y, por consiguiente, posibilita de por sí la excepción, o mejor,
sólo admite la excepción: promueva al esfuerzo auténtico re
cordándonos que el pensar no es un don gratuito y transferi-
ble. Simultáneamente, dada su estructura compleja y ambi
gua, el tópico en cuanto tal es índice de parálisis intelectual
que se traduce en la facilidad de la repetición, en la evasión
a la responsabilidad de rectificarse que implica ver el cambio
constante de lo real. De ahí que excepciones, en relación a
la nueva escolástica marxista, tan notorias y pujantes como la
de Mariátegui o, más cerca de nosotros, la de Ramos, conciten
un especial interés y sean estímulo suficiente como para pro
mover el apetito de entender, en su unidad, a los más y los
menos, pues este fenómeno debe tener más profundas y gra
ves razones.
A diferencia de Mariátegui, sepultado en el más injusto
olvido por sus camaradas y sin tener más repercusión que la
del recuerdo nostálgico de algún amigo o militante de antaño
y el de los intelectuales de la época rosa que han coqueteado
con la revolución proletaria bajo la hipnosis del “milagro”
de Octubre (pero que, para su tranquilidad, saben o suponen
que éste es ya pura historia y no compromete demasiado),
25
Ramos aparece como la cabeza visible de toda una generación;
como un promotor y más lúcido representante (1). Pero lo que
importa no es que Mariátegui quede reducido a su soledad y
que Ramos emerja rodeado por una generación que sorpren
de por su homogeneidad, por su coherencia de intención y es
tilo. Lo fundamental es que Ramos y su generación (que po
dríamos fechar en el año crucial de 1945) han vivido una ex
periencia histórica en cierto modo privilegiada: la descompo
sición y liquidación del Estado liberal-burgués argentino. El
mero hecho de que tan radical acontecimiento se haya pro
ducido en un país de la importancia política y económica con
tinental como es la Argentina, que lógicamente pesa más en
la historia hispanoamericana que, por ejemplo, el Perú, pa
tria de Mariátegui, da una proyección inusitada a las nuevas
orientaciones teóricas y prácticas de la novel generación ar
gentina que nos obliga a prestarles atención puesto que ellas
afectan de modo esencial nuestro destino. Ignorarlas es renun
ciar de antemano al dominio futuro de nuestra propia reali
dad. Y más aún cuando nuestra excesiva proximidad geográ
fica y cronológica a la serie de transformaciones que se des
encadenan en la Argentina a partir del golpe militar del 4 de
junio de 1943 dificulta y enturbia la percepción de las líneas
generales del proceso entonces iniciado. Pero hoy, que el fe
nómeno peronista — rótulo de la dirección que ha canaliza
do la disgregación del Estado-liberal burgués — tiene una
década de antigüedad y que, por lo menos provisoriamente,
se ha estabilizado, se dan las condiciones necesarias como pa
ra que se ejercite la reflexión — que es cuestión de distancia —
para efectuar un nuevo balance de la situación, y es allí don
de nos encontramos con un hecho singular: que el primer mo
vimiento de orden intelectual que pretende reasumir la rea
lidad argentina y revisar su historia a la luz de las últimas
experiencias, se define como marxista, más específicamente.
(1) E sta generación se mueve rígidam ente en la prolongación de los planteo»
hechos por J . A. Ramos en su obra “A m érica L atina un P aís” . Publica en
la Editorial Indoam érica la ‘‘Biblioteca de la Nueva generación”. Lo»
títulos aparecidos son: “José H ernández y la Guerra del Paraguay” por
E. Rivera, que tiene un enfoque parcialm ente distinto al de Ramos: “Die
go Rivera y el arte de la revolución m ejicana” , por J . E. Spilimberijo:
“ Stalin y la burocracia contrarrevolucionaria” y “ Lisandro de la Torre
y la pampa g rin g a ” , por H . G arcía Ledesma: "A braham León y el pue
blo judío latinoam ericano” por C. E. Etkin. Se agrupa también alrededor
del órgano trotzkysta "F re n te O brero” ,
como trotzkysta. ¿Qué significa tan inesperado acontecimiento?
¿Cómo ha sido posibilitado? ¿Cuáles son las razones que ex
plican su aparición? Para ello tenemos que remitirnos no só
lo a la historia argentina, sino a la del marxismo, que es,
por otra parte, nuestro objeto principal.
II
Aún no se ha escrito, y la tarea es urgente, la historia
integral del pensamiento marxista en toda su amplitud (2),
con sus diferentes refracciones en los distintos ámbitos cul
turales y nacionales y sus consiguientes transformaciones; su
contaminación o reacción de aislamiento ante otras tendencias
sociales y filosóficas; sus sucesivas respuestas o perplejidades
ante la emergencia de nuevos acontecimientos no previstos o
apenas configurados que señalan la real o aparente caducidad
de determinados criterios de interpretación, que de algún mo
do afectan todo el sistema. Es así que, muchas veces, las mis
mas fórmulas no dicen lo mismo por su diferente contexto real
o por pertenecer a proyectos vitales divergentes. Por tanto,
para poder apreciar el valor de una doctrina no sólo debe con
siderársele en sí, sino también en sus concreciones históricas
que revelan mejor que un análisis lógico sus ambigüedades
y equívocos sistemáticos. Concretamente, pues, y como prime
ra aproximación, digamos que el marxismo es la renovada
pretensión de fidelidad a la auténtica proyección de Marx
en el mundo cambiante y en proceso de las relaciones huma
nas; que no es toda la historia de Marx entre los hombres,
sólo acota la de sus fieles y la más gris y numerosa de sus
adherentes. Adhesión y fidelidad son contrarias: la primera
posee como a una cosa exterior; la segunda asume, interioriza
y le interesa más el espíritu que la letra, aunque le sea inhe
rente la posibilidad — ya se ha dado en la historia — de una
tergiversación y traición mucho más substancial. Sólo a los
fieles les está permitido ser heterodoxos, a los adherentes nun
ca. No quiero decir tampoco que la heterodoxia sea valiosa
de por sí; en principio hay más razones para sostener lo con-
(2) E n tra nosotros, uno de los esfuerzos m ás vastos y honrados es e l de
Em ilio Frugoni en su “ Génesis, esencia y fundam entos del socialismo'*.
Carlos R am a ha escrito tam bién un ordenado tex to didáctico “Ideas So
cialistas en el siglo X IX ” .
27
-•▼
-
28
elementales; es la producción de la vida material. Este es
en verdad un hecho histórico y a la vez condición fundamen
tal de toda la historia, la cual debe cumplirse hoy lo mismo
que hace miles de años, y a todas las horas, simplemente pa
ra que los hombres puedan seguir viviendo (4 )”. La pura
exigencia del sobrevivir hace que el haber devore al ser, que
el hombre no sea lo que debe ser, que sea un extranjero de sí
mismo, en una palabra, que se enajene en “lo otro no huma
no”. Así pues, la angustia del sobrevivir, la indigencia que
clama seguridad, engendra el ansia de la posesión, o sea, la
lucha de clases. Es la dialéctica de la enajenación, la dia-
léstica del amo y el esclavo, la que se revela en la lucha de
clases, en la que unos hombres instrumentalizan a los otros,
los explotan, es decir, los reducen a “medios”, los “cosifican”.
Para Marx el dinero es el símbolo supremo de la categoría
del haber, es algo que se tiene y por el cual se puede “tener”
todo lo demás. El hombre deja simultáneamente de ser para
sí y para los otros, para “ser” su dinero. La dialéctica de los
poseedores y desposeídos provoca en ambos términos una de
gradación, un empobrecimiento de los múltiples modos de
relación humana. Y la opresión no sólo oprime a los explo
tados sino también a la humanidad de los opresores. De ahí
la necesidad de salvar al burgués y al proletario; a quien se
ha enajenado en la acumulación de propiedad como al que
ha sido reducido a mercadería, objeto eminentemente inter
cambiable (el trabajo que es la misma esencia del hombre
se hace cotizable en el mercado).
En suma: el marxismo quiere reintegrar al hombre a
su humanidad, salvarle de la asfixia del puro y simple po
seer, curarle de su ajenidad, que, en términos más conocidos,
equivale a construir la sociedad sin clases. Esta es, brevísi-
mamente expuesta, lo que consideramos la intencionalidad
radical del sistema marxista. Todo el resto es derivado. El
determinismo económico, su concepción del capital y el tra
bajo, la negación de Dios, el materialismo, la revolución re
dentora del proletariado, la crítica a la propiedad privada y
al matrimonio burgués, etc., son corolarios que Marx creyó,
con o sin razón, conclusiones lógicas (la expresión no es ri-
(4) Carlos M arx; "L a Ideología A lem ana".
29
gurosa y puede llevar a confusión), necesarias para formular
con plena coherencia y eficacia, y hasta sus últimas conse
cuencias, su propósito esencial: la comprensión y realización
de la libertad humana.
Esta primera determinación de la “ortodoxia” marxista
permitirá que nos internemos en el laberinto de la historia,
cumpliendo con los mínimos requisitos que puedan exigirse
para poder apreciar con cierta propiedad y hacer inteligible,
muy sintéticamente, su azaroso desarrollo, para desembocar,
en posesión de sus antecedentes, en lo que fué nuestro punto
de partida: la significación de Jorge Abelardo Ramos.
La evolución histórica del marxismo ,tanto en el orden
teórico como en el práctico, se puede descomponer en dos
grandes fases. La primera es la que va desde sus orígenes,
que podemos situar en el momento espectacular del Mani
fiesto Comunista (1848), hasta la guerra mundial del 14, o
sea la liquidación de la II Internacional; la segunda comien
za con la revolución roja de Octubre y está dominada por
el hecho trascendental de la gran potencia que es la Unión
soviética. Lo que reclama más atención en tal proceso es la
interacción continua de las situaciones concretas con las vici
situdes doctrinarias.
Localizado inicialmente en Europa, lo que va a ser el
explosivo itinerario del marxismo tiene su principio tras la
culminación de la metafísica moderna, su madurez y a la
vez más honda crisis: el hegelianismo. Lo más esencial del
pensamiento de Marx es hegeliano: la dialéctica y el tema
central de la alienación del hombre; sólo que, como se ha
repetido infinitas veces, se trata de un Hegel “con los pies en
la tierra”, invertido. Claro está que esta puesta al revés de la
metafísica idealista y su trasmutación en materialismo, no es
una operación que pueda llevarse a cabo sin introducir com
plicaciones que lleguen hasta la contradicción. Más aún cuan
do se le integra con ingredientes tan dispares como son el
pensamiento económico clásico de la burguesía mercantil in
glesa y el incipiente socialismo francés.
El marxismo nace bajo el signo del cosmopolitismo libe
ral, del desarrollo del mercado mundial y la euforia libre
cambista, el acrecentamiento de los medios de comunicación
30
y los conatos esporádicos, sangrientos, de rebeldía de un pro
letariado descalificado de los cuadros nacionales, residuo de
las viejas estructuras artesanales y campesinas en desintegra
ción ante la arrolladora presión producida por la expansión
de la industria y los modos de explotación capitalista. Des
pojado de su carácter nacional, con la inquietud profunda
de la experiencia de su degradación, el proletariado, que ha
llegado al ápice de la enajenación al ser pura “mano de
obra”, aparece a los ojos de Marx como el señalado para des
empeñar una misión de redención universal al amparo de la
formación del mercado mundial que rompe las fronteras y
que unifica su condición y por ende sus fines. ¿Que mejor
que el desposeído, que la víctima inmolada a la primacía del
haber, para emprender la lucha libertadora contra esa sub
versión de las verdaderas relaciones humanas? Marx no “se
limitó a profetizar un Mesías; indicó al Mesías” (5). Y esta
indicación tenía un doble fundamento a los efectos de demos
trar que no sólo era posible sino también necesaria: la dia
léctica y el determinismo económico (reflejo del mecanicismo
que dominaba en las ciencias físicas). Es el determinismo
económico fundido por la dialéctica lo que hace del proleta
riado el único sujeto redentor; éste es la inexorable negación,
la antítesis, del universo de la pura posesión por imperativo
de una causalidad histórica objetiva. De tal modo se evita
toda elección subjetiva arbitraria y se adquiere la certeza de
la fatalidad de la redención. No olvidemos que a mediados
del siglo pasado no era la “fé” la que brindaba seguridades,
era la “ciencia” y, por ello, el marxismo desde su principio
necesitó ser un “socialismo científico”. Esto explicará en gran
parte su vertiginosa difusión, ya que otorga a las masas, que
viven cotidianamente la magia de las proyecciones técnicas
de la ciencia que el capitalismo emplea, una férrea confianza
en el porvenir. Sus anhelos son su destino: la ciencia lo cer
tifica (6). El tránsito revolucionario y su triunfo estaban
(5) Ju liá n H uxley: “El hom bre está solo” . Ed. S udam ericana.
(6) Si bien en u n a línea reform ista, véase por ejem plo la d efinición de J u a n
B. Ju sto del socialismo: “es el m ovim iento en defensa y p or la elevación
del pueblo tra b a jad o r, Que guiado por la ciencia, tiende a re a liza r u n a
libre e inteligente sociedad hum ana b asada en la b asada en J a propiedad
colectiva de los medios de producción” .
31
salvados de antemano, pues está predeterminado que al reino
de la necesidad sigue el de la libertad. Así, esta doctrina “ca
tastrófica” de la revolución, que impregnaba por igual las
diferentes orientaciones socialistas y anárquicas, participa de
la creencia en el progreso que es el fondo común de las ideo
logías burguesas del siglo XIX. El desarrollo del capitalismo
acentuaría la miseria del proletariado y eliminaría la clase
media simplificando definitivamente los términos de la con
tradicción, que llevada a su máxima tensión se anularía a sí
misma, superándose en la síntesis de la sociedad sin clases.
Sin embargo la historia va a cuestionar pronto tal convicción.
Es recién entre los años 1875 y 1880 que comienza el
auge del marxismo, su vigencia como doctrina de la revolu
ción proletaria. Ya se había atravesado la sexta década que
señala la culminación y agonía del capitalismo liberal, la
guerra franco-prusiana y la liquidación de la I Internacional
(1864-1876) “brillante estado mayor sin ejército”. La difu
sión del marxismo coincide por un lado con el endurecimien
to de las políticas nacionales (el proteccionismo sustituye al
librecambio, la concurrencia cede su lugar a los monopolios,
las potencias europeas reparten sus zonas de influencia en
Africa y Asia. . . Sudamérica era una casi exclusividad in
glesa) ; por otro, con el crecimiento de las organizaciones sin
dicales, proliferación de gremios, hermandades, cooperativas,
y la estructuración política del socialismo en grandes partidos
populares. El movimiento obrero llega a su madurez. Sus
frutos más plenos son, en distintos planos, el clásico pro
grama de Erfurt (1881) y la II Internacional (1889). Pero
el avance tiene su reverso problemático. Los partidos socia
listas y los sindicatos al organizar institucionalmente a la
clase obrera la incorporan inevitablemente a la vida nacio
nal. El viejo cosmopolitismo proletario se ve obligado a con-
ciliarse con los intereses nacionales; el sufragio universal y el
incremento de la legislación obrera le hacen coparticipar acti
vamente en el mismo régimen que aspira a derrocar. Se plan
tea el problema del colaboracionismo ministerial y parlamen
tario, el de las tácticas y métodos revolucionarios en toda su
agudeza. Además, lógico resultado de esta circunstancia como
de las virtualidades doctrinarias del marxismo, éste acentúa
52
su mixtura con el fetichismo ciencista de la burguesía y se
impregna de sus más típicas coordenadas finiseculares: el
evolucionismo biologista, el positivismo, el neokantismo, dan
do lugar así a lo que Merlau-Ponty denomina la “leyenda de
un marxismo positivista”, que se traduce en un radical olvi
do de Hegel y la dialéctica. Un evolucionismo lineal, conser
vador, reemplaza a la dialéctica que es esencialmente discon
tinua, revolucionaria. Y el determinismo económico se con
vierte en la más espléndida justificación del conformismo pues,
desde siempre, toda ideología determinista ha favorecido a
las clases dominantes al no dejar fisuras para la acción de
un querer libre y al sancionar de algún modo las situaciones
de facto. El precio de la seguridad es para el marxismo muy
alto: le cuesta el sentido mismo del acto revolucionario, su
constitutiva moralidad.
El nuevo estado de cosas tiene su expresión en la co
m ente “revisionista” y particularmente en su representante
más extremo y rotundo: Eduardo Bemstein. Si las institucio
nes democráticas progresan y la clase obrera obtiene derechos
políticos, si la clase media no se proletariza y la prosperidad
aumenta, si las profecías no se cumplen ¿cómo no podía
afirmar Bernstein que “el movimiento era todo y que aquello
que se llama., el objetivo final del socialismo era nada?”. Con
los revisionistas la visión de una caída apocalíptica del capi
talismo se desvanece. Perdida su misión mesiánica ¿queda al
socialismo por lo menos su cientificidad? Pero el siglo XX se
inaugura con la crítica despiadada al racionalismo y a las
ingenuas mitologías ciencistas (Bergson, Boutroux, Poinca-
ré, etc.). La crisis parece no tener salida y Sorel escribe al
rededor de 1911 “La descomposición del marxismo” y “Las
ilusiones del progreso”. Finalmente, y a pesar de los congre
sos y las reiteradas declaraciones pacifistas y solidarias, los
partidos socialistas son arrastrados por la ola de nacionalismo
que suscita la primera guerra mundial. La II Internacional
se desmorona desgarrada por las contradicciones nacionales
y en las trincheras cae herido de muerte el cosmopolitismo
burgués y su réplica proletaria. Todo un ciclo de la historia
de Occidente se ha cerrado; quienes lo prolongan son tenaz
supervivencia sin horizonte de futuro. También el marxis
53
mo, acorralado por los hechos, clausura la era “europea” de
su vida.
Europa, escenario natural de la primera etapa histórica
del marxismo, inicia a partir de la guerra del 14 su decaden
cia como centro rector; los pueblos subyugados de Asia se
incorporan activamente a la dinámica política; advienen tiem
pos de insurgencia y represión. Es justamente un hombre de
fronteras, Lenin, quien recreará aquel movimiento urbano y
fabril en la vastedad de la estepa. Lenin acepta el reto de
la crisis, la afronta sin encubrimientos. Retoma la ley del
ritmo desigual del desarrollo capitalista y establece la fun
damental distinción de pueblos oprimidos y pueblos opreso
res, que le permitirá explicar la propia crisis del marxismo.
La prosperidad del proletariado europeo, de sus capas diri
gentes, y su compromiso con el régimen (raíz de su hibrida
ción ideológica con los diferentes tipos de positivismo e idea
lismo) reside en última instancia en el beneficio común de
la explotación colonial. Prominentes líderes de la II Interna
cional habían reconocido la utilidad de las colonias: es que
“el partido obrero-burgués es inevitable y típico en todos los
países imperialistas” (7). La guerra mundial, por otra parte,
revela en toda su crudeza las contradicciones del capitalismo
en su faz imperialista (monopolio, capital financiero). Las
profesías se cumplen. Y, más allá de su polémica mordaz
contra las contaminaciones ideológicas del marxismo, Lenin
es la vuelta a sus fuentes hegelianas, a la dialéctica, que en
contrará su verificación práctica en la revolución de octubre
y el gobierno de los soviets, la dictadura del proletariado. El
leninismo, con su tajante respuesta al problema de las nacio
nalidades y la ruptura de la caparazón europea, es la “mun-
dialización” del marxismo. La III Internacional y la Unión
soviética serán su concreción real. Con el leninismo la revo
lución marxista no sólo será proletaria; también se abre efec
tivamente a las silenciosas masas campesinas y a las reivin
dicaciones de los pueblos de “color”. La revolución mundial
se realizará a través de las revoluciones nacionales.
La prolongada guerra civil rusa, que obliga a la centra
lización y militarización del partido bolchevique y el poder
(7) L enin: "E l im perialism o y la escisión del socialismo” .
34
estatal, el fracaso de las inmediatas expectativas revoluciona
rias en Europa y China, la hostilidad del mundo capitalista
circundante que forma el célebre “cordón sanitario”, dan na
cimiento a una nueva fase: la stalinista, que concentra todo
su esfuerzo en la “construcción del estado socialista en un
solo país”. Defensa de la URSS y planes quinquenales para
la acelerada industrialización soviética, son los objetivos con
cretos del stalinismo. Sus ambiciones mundiales se retraen
provisoriamente. El potente surgimiento del fascismo le sitúa
a la defensiva y le conduce a la política de los Frentes Popu
lares, nuevo tipo de mixtura con las corrientes liberales y el
‘“capitalismo democrático”. El reflujo revolucionario no po
día dejar de tener consecuencias: engendra la oposición de
izquierda, encabezada por Trotzky, que culminará su proceso
con la fundación de la IV Internacional (1938), y que de
nuncia a Stalin como representante de una burocracia con
trarrevolucionaria. el “Thermidor soviético”. Obsedida por su
propia conservación, ésta reduce la misión de los partidos co
munistas al rol subordinado de instrumentos de defensa de
un país, así como abandona la lucha contra el imperialismo
sustituyéndola por la más restringida del anti-fascismo. Fren
te a la revolución congelada, Trotzky erige la revolución per
manente. Pero estamos ahora en el ámbito de los grandes
Estados mundiales. Y la gravitación geopolítica de Rusia, ase
gura la instauración de las “democracias populares” en Euro
pa Oriental y en los extremos del Asia (China, Vietman).
Terminado el ciclo del totalitarismo fascista en la última
guerra, se cierra también la “época rosa”, la colaboración
marxista-liberal. Los adversarios están nuevamente en la are
na. La disidencia trotzkysta ¿ha dejado de tener sentido? Por
otra parte cabe señalar que, muerto Lenin, es notoria la pos
tración intelectual en que han caído las elites marxistas, es
clavizadas por el imperativo de justificar “científicamente”
todas las vicisitudes empíricas y oportunistas de la política
rusa.
111
La anterior y sumaria historia del marxismo nos per
mite afrontar directamente y dentro de su propio orden la
problemática en que se mueve J. A. Ramos. Ante todo con
viene definir cual es el propósito práctico motor, pues es sabido
que la esencia de algo es su finalidad. Ramos lo enuncia cla
ramente: “Ha sonado la hora de restaurar una tradición trun
ca: la tradición de un nacionalismo democrático revoluciona
rio”. Se trata de un nacionalismo continental, hijo de la nación
inconclusa, irrealizada, de América Latina que nace, no de
una vocación sentimental, sino de las exigencias económicas
de los países del Sur de Río Bravo, que sólo podrán desarrollar
sus fuerzas productivas y superar sus contradicciones con la
constitución de un gran mercado interior latinoamericano,
fundado en la complementariedad de las economías y en la
unidad del lenguaje (8). La coyuntura actual favorable deri
va, no de nuestro desarrollo capitalista, sino de la crisis mun
dial del sistema capitalista que predetermina un amplio mar
gen para una auténtica revolución nacional, frustrada desde
su primer ensayo en 1810 en su más alta expresión bolivaria-
na y que sólo sirvió para apresurar la disgregación, la “bal-
canización” hispanoamericana bajo la presión de las poten
cias industriales que nos redujeron a factoría de reserva,
proveedores de materia prima. La irrupción decisiva de un
nuevo factor configura e imprime su ritmo a esa coyuntura:
en efecto, “la unificación política de América Latina, dejada
en pie por Bolívar, ha sido puesta hoy en el juego de la his
toria por una nueva clase, surgida de las convulsiones finan
cieras y militares del imperialismo: la burguesía industrial
latinoamericana y sobre todo argentina”.
La progresiva sustitución, como poder económico, de la
vieja burguesía mercantil por la industrial, hace tambalear
los supuestos sobre los cuales ha sido posible lograr nuestra
disgregación. La explicación es sencilla: la burguesía mercan
til, exportadora, encuentra su fuente de ganancias en el ex
terior, intrínsecamente ligada por su rol de intermediaria al
capital extranjero que la convierte en su agente principal, y,
(8) Ramos, p a ra esclarecer la relación e n tre lo económico y el lenguaje cita
este pasaje de L enin: “ El idioma es el medio esencial de trato entre los
hom bres; la unidad de idiom a y su libre desarrollo es una de las condi
ciones m ás im p o rtan tes de u n a circulación m ercantil realmente libre y
am plia, que responda al capitalism o actual; de una agrupación libre y
am plia de la población en todas las diversas clases; es, por último, lo que
condiciona la estrecha relación del m ercado con todo propietario o pequeño
propietario, vendedor o com prador” .
36
por otra parte, atada por su otro término de relación al gran
latifundio, es el freno político, recordemos que la política es
un quehacer urbano, a todo intento de reforma agraria, única
posibilidad de un gran mercado interior. Económicamente pa
rasitarias y políticamente antinacionales, sobre estas oligar
quías nativas, que dominan nuestra historia desde la Inde
pendencia, recae la enorme responsabilidad de haber sido el
instrumento de nuestra fragmentación. Consecuentemente,
“sobre una economía colonial se erigió una ideología refle
ja”. De ahí nuestro tradicional don imitativo, mimético: tam
bién las ideas son manufactura de importación. De tal modo,
el nacionalismo que postula Ramos es la respuesta a esa doble
enajenación material e intelectual; es un momento de transi
ción que, alcanzando su objetivo, se niega a sí mismo: “la
realización de la unidad política latinoamericana será el co
rolario natural de nuestra época y el nuevo punto de partida
para el desarrollo triunfal de la cultura americana, nutrida
en su suelo y, por eso mismo, universal”. Nacionalismo no
es localismo, es la búsqueda de lo universal en lo concreto
y no en lo abstracto, como lo hace su antítesis, el internacio
nalismo cosmopolita y vacuo de las oligarquías portuarias. No
es un azar que estas hayan encontrado su más perfecta ade
cuación con el racionalismo constitucionalista francés y el li-
brecambismo británico. Hoy reflejan su decadencia en un
desteñido eclecticismo universitario y en la inteligencia re
mendona de sus teóricos.
¿Cuál es la carnadura histórica de ese nacionalismo de
mocrático revolucionario? Nuestro drama tiene hondas raíces,
y es necesario tomar conciencia de su génesis. Ramos se apre
sura, con acierto, a señalar que se trata de una tradición trun
ca, y tenemos que hacer pie en nuestro pasado. ¿Qué otra
tradición cumple con los requisitos exigidos, en el Río de la
Plata (a él se limita Ramos), que la del federalismo? Fué el
federalismo la expresión política más pura de las masas popu
lares rioplatenses; esencialmente democrático (Artigas es su
más genuina expresión), fué por imperio de las circunstancias
caudillista, y hasta pudo llegar al cesarismo en su postrer mo
mento, cuando la intervención extranjera y el desorden inter
no lo llevaron a su máxima tensión, la dictadura de Rosas,
37
que señala su agonía y derrota histórica. El federalismo, que
como toda tradición encierra ambigüedades y tiene diversos
rostros, es tipificable, sin embargo, de un modo preciso. Fué
la reacción de las industrias regionales y domésticas, de las
masas campesinas del interior contra la desvastadora y ruinosa
competencia de la industria inglesa que, apoyada en el ejér
cito de línea y el espíritu “progresista” de los unitarios porte
ños, truncó todo posterior desenvolvimiento autónomo. La
economía precapitalista rioplatense fué arrasada sin dejar en
su reemplazo más que la miseria del gaucho, la desesperación
de la montonera y el enriquecimiento del comercio extran
jero. De esta desvastación hum ana surge la obra cumbre de
la literatura rioplatense: el M artín Fierro, signo y expresión
de nuestra tragedia original, la de un pueblo desfibrado, ya
que su sustrato sociológico radica en el gauchaje vencido y
errante. Por ello Ramos afirma que “la interpretación del
M artín Fierro parece establecer la prueba decisiva para si
tuar a un escritor adentro o afuera de la tradición nacional”,
cosa que le permite enjuiciar hasta la diatriba a Martínez
Estrada, que a pesar de todo “no deja de ver el revés de la
tram a”, y, su omisión sería inexcusable, a J. L. Borges, “bi
bliotecario de Alejandría”, como figuras simbólicas de una
herencia de capitulación económica y espiritual.
Ramos efectúa un verdadero trastrocamiento, casi una
inversión, de los cánones vigentes desde los tiempos de Mitre
y Sarmiento, los constructores del Estado liberal argentino
Su arma de demolición metodológica es el marxismo, que
a la vez le proporciona los principios y la dirección histó
rica de la revolución democrática nacional. Así, de algún
modo, una doctrina universal (a pesar de sus incongruencias)
da contenido a las tareas nacionales, amplía el horizonte. Pe
ro el marxismo se divide en tres vertientes perfectamente di
ferenciadas: la socialista, la stalinista y la trotzkvsta. Esta
última es cuantitativamente minúscula, no pasa de ser una
secta entusiasta que, vista en escala mundial, carece de en
vergadura práctica alguna. Sin embargo, Ramos es trotzkysta.
es decir que, aparentemente, elige la vía menos transitable.
Nada, empero, más razonable. Es en este punto que se hacen
patentes los problemas del marxismo hispanoamericano. Pre
38
guntamos acerca de los motivos de la elección de Ramos es
un modo de esclarecer aquellos. Para ello basta retomar la
historia del marxismo, tal como la hemos expuesto, en su re
fracción americana, rioplatense.
Históricamente el socialismo es el primero en llegar a
nuestras tierras, lo que no significa que haya arraigado. Tam
bién él fué manufactura de importación, aunque se alegue en
su descargo que de contrabando, por ser la otra cara de la
moneda. El partido fundado en 1895 por Juan B. Justo estaba
sustentado por sectores del naciente proletariado argentino,
compuesto fundamentalmente por inmigrantes arrojados al
puerto de Buenos Aires y, por ende, ligados íntimamente a
la mentalidad de la socialdemocracia europea. Kautsky, re
dactor del programa de Erfurt, define esa mentalidad, “el
proletario no tiene hogar fijo, patria fi,é. Como el mercader,
él adopta el principio: ubi bene, ibi patria. . . El deviene así
un verdadero ciudadano del mundo, el universo entero es su
patria”. Como se ve el nomadismo proletario tenía su versión
teórica, el internacionalismo de su enajenación. “Que signi
ficación, se pregunta Ramos refiriéndose a este tipo de socia
lista golondrina, tenía para él ese monstruo incoloro de Amé
rica Latina?”. Teóricamente fijado en la etapa anterior a
Lenin (Justo y Frugoni son nuestros Bernstein), sin una cohe
rente comprensión del fenómeno imperalista, el socialismo
quedó a espaldas de la realidad americana, encastillado en los
puertos, municipalizado. Sus mismos hermanos del viejo
mundo, Ferri y Jaurés, le negaron existencia, en la primera
década del siglo, pues percibieron su desarraigo en países ape
nas industriales y esencialmente agropecuarios, y considera
ron que el socialismo rioplatense venía a desempeñar la fun
ción de un partido radical a la europea. Fué quizás su naci
miento prematuro lo que hizo al socialismo rioplatense incapaz
luego, cuando tras la crisis del año 30 el desarrollo de las
industrias nacionales comienza a cobrar gran impulso, de
unificar y traducir fielmente las necesidades de una clase
obrera nacionalizada y numerosa. Poco a poco, por el con
trario, fué limitándose a ser lo que H. De Man califica de
“protesta de la cultura burguesa contra la civilización ca
pitalista”.
39
La revolución de octubre tuvo una fuerte repercusión en
Latinoamérica. El leninismo ofrecía una más adecuada expli
cación de nuestra realidad económica semicolonial; pero su
paso fue efímero, pronto la III Internacional era confiscada
por las exigencias de la política internacional rusa. La acción
concreta de los partidos comunistas, supeditados sus planteos
a situaciones que nos eran ajenas, convirtió sus objetivos re
volucionarios latinoamericanos en puro verbalismo. Si la lu
cha contra el fascismo, amenaza inminente contra el régimen
soviético, era primordial en Europa, en América, por el con
trario, implicaba marchar al compás de la única fuerza real:
el imperialismo yanqui. La “decada infame” con sus frentes
populares, es para Ramos el momento más lóbrego y asfixian
te de las izquierdas americanas; el antifascismo las uncía al
imperalismo, permitiendo a éste su afianzamiento y la expan
sión de sus monopolios. La respuesta del imperialismo fué la
“política de buena vecindad”. Bajo su signo rosado, todos los
conatos nacionalistas fueron sofocados. Se trata aquí de uno
de los equívocos más dramáticos de nuestra historia. Es cierto
que los nacionalismos hispanoamericanos adquirieron rápida
mente, y hasta por reacción, tintes fascistas; el fenómeno es
bien conocido. Nuestra casi congénita incapacidad para ir a
la realidad misma, el vivir de categorías intelectuales pres
tadas, víctimas de la “colonización pedagógica”, hizo que se
efectuara una trasposición de ideologías nacionalistas euro
peas. Pero la identidad de fórmulas ocultaba la abismal dife
rencia de situaciones. Lenin había distinguido naciones opri
midas de naciones opresoras, ¿podía significar lo mismo el
nacionalismo de las unas y de las otras? ¿el nacionalismo
de las factorías es igual al de las metrópolis? Así, por un re
cíproco extravío, originado en el común espejismo europeo,
las corrientes nacionalistas y socialistas se desencontraron,
cuando más se necesitaban mutuamente. La misión que se
propone Ramos es tender un puente entre ellas. De ahí que.
como antecedentes, no sólo invoque a Ugarte e Ingenieros, inte
lectuales socialistas disidentes que tuvieron una visión radi
calmente latinoamericana pero que fueron voces sin eco, su
midas en el olvido o el falso éxito, sino también a Manuel
Galvez y otros revisionistas “rosistas” :onio Scalabrini Ortiz
40
Lo que ha logrado en verdad, a pesar de las dificultades, no
es una incoherencia.
De lo expuesto, resulta ahora inteligible la filiación trotz
ky sta de Ramos. Es un modo de recuperar en su pureza al
leninismo, para aceptar y comprender libremente y según sus
exigencias propias a nuestra realidad; sin las interferencias
tácticas que corrompen la acción americana de los partidos
embretados por la burocracia soviética. Trotzky reflejaba esa
inquietud en su consigna: “Más cerca de los pueblos de color!”
y fué, en el período rosa, el único intelectual de las izquierdas
que repudió el entendimiento del stalinismo con el imperia
lismo democrático, que condujo, a mediados de la última gue
rra, a la disolución de la III Internacional.
La revolución nacionalista democrática debe constituirse
pues, ante todo y por sobre todo, desde y para Latinoamérica.
Tarea ambiciosa e irrenunciable. Sin embargo, por primera
vez en nuestra historia, con el progresivo ascenso de las bur
guesías industriales, las condiciones indispensables para la
concreción de la unidad están puestas. Pero Ramos se adelanta
a afirmar que esas burguesías, así como el pequeño burgués
asalariado, que forma un conglomerado en constante creci
miento, no son capaces de realizar la unificación. ¿Cuál será
pues el sujeto activo de tal aventura? Ramos responde: el pro
letariado y el campesinado, que es nuestra mayor masa de
población, serán los conductores históricos. Lo que sorprende
aquí es la imprecisión de sus fórmulas, pues queda en el mero
acto de postular. ¿Existe unidad de acción del proletariado
latinoamericano? ¿hay síntomas suficientes de ello? ¿es por
lo menos consciente de tal misión? Y ni que hablar del cam
pesinado. La inevitable negativa, el vacío de realidad, reduce
la afirmación de Ramos a artículo de fe. Además, parece apre
surado descartar tan rápidamente el papel de la burguesía
industrial y a los movimientos dirigidos por la pequeña bur
guesía. Ramos está demasiado impresionado por el fracaso de
la política internacional argentina de los acuerdos regionales.
El exceso de ilusiones lleva a la decepción. ¿No auguraba
también la incapacidad del M. N. R. boliviano? Hoy lo de
fiende de la “enfermedad infantil del izquierdismo” de sus
propios camaradas. Los hechos desmienten a menudo a quie-
41
nes se les adelantan demasiado, y más cuando se trata de un
proceso incipiente, que acentúa la gratuidad de los ejercicios
proféticos. Ramos, y esto es decisivo, no logra librarse de los
puntos de vista puramente argentinos, hecho que disminuye,
de toda evidencia, el nivel mismo de sus planteos. ¡Llega a
olvidar radicalmente a Brasil, medio continente sudamericano,
con su enorme desarrollo y potencial económico¡
El asunto da para mucho más. Se trata nada menos que
de nuestro problema esencial. Sólo me voy a conceder una
última observación. Algo que llama la atención es la despre
ocupación filosófica de Ramos y su generación, que se limitan
a enunciar el retorno a la dialéctica, a lo hegeliano del mar
xismo, y a descalificar al pensamiento contemporáneo con
una mera adjetivización de “oscuridad”, “evasión metafísica”,
“angustia del capitalismo en su decadencia”, etc. No existe el
más mínimo indicio de una voluntad de replantear, en el or
den intelectual, su problemática. Quizás, entre otras cosas,
porque el marxismo es también una máquina de guerra que
exige seguridad en el pulso y la cabeza. El peligro de esta
actitud es el de una degradada enajenación filosófica. Pero
¿no es el marxismo la filosofía de la enajenación del pro
letariado, su objetivización y no su superación? (La interpre
tación económica de la historia, por ejemplo, al elevar a prin
cipio la categoría del haber, contra la que justamente se suble
van, ¿no nos encierra desde su punto de partida y definiti
vamente en el círculo del haber?) De todos modos, son hondu
ras que corresponde más resolver a ellos que a mí. Y conste,
por la sencilla razón de ser un extraño, que no es esta una
incitación a “superar el marxismo”.
42
EN TORNO A LA TRADICION
S e r g i o B e n v e n u t o
HISTORIA Y TRADICION
44
la serie, por haber olvidado anteriormente que la individua
lidad no está solamente al comienzo de la investigación: de
algún modo es también su meta.
45
de semejante alquimia: la pretensión de resucitar algo con
su sola invocación nominal.
Si bien el pasado se borra y reduce a una abstracción,
su inexistencia no es en modo alguno absoluta: La inexisten
cia de la Atlántida difiere esencialmente de la no existencia
actual de la Antigüedad. Entre nosotros y la Antigüedad
no hay sino continuidad entre lo que existe y lo que no exis
te, el tiempo que de ella nos separa no es cualquier tiempo,
es aquél en que se estableció una continuidad entre lo que es,
lo que va dejando y lo que dejó de ser.
Acontece lo mismo a la cultura que al individuo, pero
éste, menos discutido como continuidad de sí mismo que lo
que pueda serlo la cultura, sirve como mejor ejemplo, pues
también resuelve el problema, de hecho y con su sola exis
tencia. Su individualidad, a pesar de la temporalidad donde
se inserta, nos hace pensarlo necesariamente como siendo si
multáneamente un pasado — que fué presente — y un pre
sente que a su vez será pasado. El individuo como la cultura
saben que son porque su conciencia está constituida por el
saberse uno mismo con su ser pasado; la memoria para el
individuo, como la tradición para la cultura, es el lugar y
el testimonio de- esa conciencia.
46
realidad como en las del presente, no es posible olvidar que
esa realidad es producto de un acto pasado que de algún
modo se comunica con el presente.
El problema de las relaciones del valor y la historia es
el de saber cómo es que no pierden sus notas esenciales el
uno o la otra. Si es necesaria una integración del valor en
la historia, habrá de ser absoluta en un sentido y no en otro,
ya que no podrá haberla hasta el extremo de disolver el valor
en lo histórico, que transcurre y se transforma, mientras
que el valor permanece — por lo menos tanto como la obra
valiosa. O sea que tampoco es posible la identificación, pues
to que si la historia cambia esencialmente sus formas sin
dejar por ello de ser historia, en cambio el valor es esencial
mente incapaz de hacer lo mismo. Habrá, pues, una histo
ricidad del valor que le permita una vida autónoma y para
lelamente desarrollada.
Así concebida la historia, con una zona de valor y otra
sin él, nos obliga a regresar a un concepto que él solo se
adecúa al nivel en que ahora nos encontramos: la tradición.
47
Al ser el móvil más profundo de la historia, la tradición
se identifica con ella. Lo que en cierto sentido no es tradi
ción lo es en otro. Veamos de explicar ésto: si la tradición
es el valor, es porque absorbe el polo positivo de los valores
que juegan en la historia; por lo tanto todo otro desplaza
miento que ocurra en la historia será negativo, apostasía o
indiferencia. Pero como no cabe pensar transformaciones que
no sean una búsqueda o realización de valores, las que no
coincidan con los presupuestos de la tradición en un grado
u otro, serán forzosamente su negación, más polarizada cuan
to más afanosa sea la búsqueda. De modo tal que, al ser el
intento equivocado de reivindicación de valores que sólo es
dado conocer por la tradición ,1a apostasía, en esa peculiar
dialéctica, es la verificación por el absurdo de la tradición.
A veces, todo se confunde inútilmente pues lo que se
llama tradición no lo es, porque con un mal uso de los tér
minos, se denomina revolución a lo que en el fondo no es
sino tradición, y tradición — o tradicional — a lo que no
es sino apostasía. Siempre puede haber un desprendimiento
redentor de la tradición que no conduzca a la apostasía, crean
do una nueva forma para sustituir la coagulación de lo que
anteriormente había creado; donde los mismos valores co
munes a la tradición en su nueva y vieja forma están escla
recidos por las contradicciones que sufrían, conviviendo con
pesadumbre entre esquemas que si otrora fueron su producto
ya no resisten su capacidad creadora.
Así se logra el más amplio ejercicio de una libertad en
riquecida por la m ultiplicidad de opciones, que ya no pueden
pensarse como m era elección arbitraria entre infinitas posi
bilidades — halagüeña originalidad personal o colectiva, tan
llevada y traída como imposible de fundamentar — sino
como la capacidad de desentenderse de algo preciso que la
libertad misma puede o no, pero debe siempre postular co
mo válido.
48
vocidad de la historia, sin saberlo, es un alegato involuntario
del auténtico conocimiento de la historia, al concebirla de
un modo forzado a fuer de quererla unitaria en su sentido.
Porque, además de aquellas supremas posibilidades pro
pias de la apostasía, existen otras menos ilustres que resultan
de la ausencia o fatiga de lo que debió ser afanosa búsqueda
permanentemente renovada. Entre los limites extremos de
la fidelidad y la apostasía se mueve, pues, una extraña inde
cisión: el descastamiento. Este no comporta ni una fidelidad
por lo menos intencional, ni tiene la utilidad exegética de
todo lo que, errando por quererse fiel, es un error bien con
sumado, pero soporta una fidelidad paradojal mucho más
remota e inmerecida, que sólo le corresponde en cuanto que
su sentido le está impuesto por la inercia, ya no de la tradi
ción, sino del peso muerto de sus coordenadas más o menos
desdibujadas.
Esa tercera posibilidad, el descastamiento, digámoslo ya,
es nuestro signo.
EL DESCASTAMIENTO
Si intentamos ahora situar nuestras formas culturales
en relación con lo que pudiera ser la tradición, encubierta
mente, nos estamos planteando el problema de elegirla, por
que sólo desde la tradición nos es posible concretar un juicio.
Si bien a partir de tales y cuales exigencias de la realidad
histórica nos fué posible definir muy provisoriamente la tra
dición, a menos de alcanzar su definición exhaustiva, no
podemos elegir entre las formas históricas posibles aquélla
que sea su encarnación más adecuada. En la práctica, o se
está envuelto en la tradición y el problema de elegirla ya no
se plantea, o se la alcanza mediante un salto inevitable, que
la fe, por ejemplo, puede producir. Sin embargo, la libertad
a que nos conduce esa fe, no es por cierto absoluta, ya que
disolvería aquella definición provisoria pero válida. Es más,
si la definición de tradición prescribe su localización en la
historia, a su vez, nuestra definición de la exigencia de tra
dición proscribe ciertas formas que la contradirían por la
naturaleza de los supuestos que las erigen.
9
49
Así, por ejemplo, todas aquellas formas históricas de
nuestra cultura que se construyen sobre fundamentos empi-
ristas, y que tan típicamente nos caracterizan, se prohíben
a sí mismas la pretensión de erigirse en tradición; y esto
constituye uno de los elementos fundamentales para estable
cer desde ya el desarraigo nuestro en la tradición.
Nuestro desarraigo consista en ser americanos sin ser
lo, sin ser tampoco europeos, siéndolo ya sólo por no poder
ser lo otro. No siendo españoles, ni franceses o italianos, so
mos todo eso cuando hubo perdido su realidad, reducido a
un deslucido esquema, como la lengua que hablamos y la
cultura que producimos, muy más o menos española, algo
más francesa, casi nada alemana, y nada más. Porque, ya
que dependíamos, no fuimos capaces del fervor suficiente que
pusieron otros pueblos en situación parecida, que los llevó
a asimilarse completamente a la madre cultural, así fuera
sólo por un tiempo largo, luego del cual, entonces sí, pudie
ron producir lo propio.
Si hay algo en nuestros orígenes culturales que está
vinculado con esta nuestra situación, es la circunstancia de
que nuestra masa de población sea totalmente inmigratoria.
Cuando en vez de un pueblo se encuentra en el origen de
una cultura, la suma de inmigrantes de diverso cuño, ésto
determina la tónica vital donde ocurre el advenimiento de
las generaciones autóctonas que inician lo nacional. El inmi
grante es un individuo que renuncia a lo propio con o sin
nostalgia, abandonándolo, y, por lo tanto, es un principio de
descastamiento, que sumado a la circunstancia de la diver
sidad de orígenes de la inmigración, hacen que una cultura
al fundarse sobre ese solo cimiento, rompiendo toda posible
continuidad de la tradición, sea esencialmente bastarda. So
bre todo si se tiene en cuenta que entre la propia y la nueva
tierra no se interpone el mestizaje, que resulta al fin y al
cabo del afecto alto o bajo de una raza (amor o erotismo,
que aún en este caso es la exaltación aunque incompleta de
la misma) que es sin duda, el exponente de la nueva tierra
que mejor puede imponer un ligamento profundo con la
misma. Por el contrario, ocurrió que el máximo representan
te de la inmigración, sable en mano, destruyó lo más desamo-
50
radamente que podía esperarse la raza autóctona que la pe
queña factoría no pudo ni quiso atender, dejando el campo
libre para una progresiva repoblación desde fuera. El gaucho,
único elemento más o menos mestizo y ajeno al espíritu in
migratorio. tuvo con la realidad un contacto mas profundo,
por su propia descolocación como advenido infeliz y nostál
gico, pero apeonado poco a poco y reducido a la civilización
o al pueblo de ratas, quebró el último hilo que nos ataba con
otra cosa que lo inmigratorio, quedando como una sombra
viviente y melancólica, museo y antepasado de lo que hubié
ramos podido seguir siendo sin serlo ya.
Como era previsible, una cultura nacida bajo ese signo,
desprendiéndose de otra y sin poderla continuar, había de
serle tributaria, reconociendo como suyas, como siempre lo
hizo, las profundas conmociones y los resultados culturales
de aquélla. Pero, a diferencia de lo que ocurre en Europa,
no existieron nunca las crisis que trastocaron las superes
tructuras culturales, dándole su sentido; lo que allá fue con
flicto aquí no precisó serlo; lo que allá fué resultado, epife
nómeno. aquí apareció como fundamento. Y así también,
en forma muy especial, la tradición cobró su tributo, pesando
como una inercia sin mayor sentido que domina, como a
nosotros, a todo aquel que sea y no sea parte y continuidad
de la tradición. _________
Antes de terminar nuestro artículo con una enumera
ción más concreta de algunas de nuestras manifestaciones
culturales, anotando el descastamiento y tributarismo que
las caracterizan, conviene hacer alguna aclaración. En pri
mer lugar debemos indicar que no intentaremos el estudio
de lo más valioso que nuestra cultura pueda presentar, sino
el de aquello que puede considerarse más vigente. Por eso
mismo hemos de elegir nuestros temas dentro de la vida na
cional considerada como tónica cultural que deteimma una
conciencia típicamente urbana hallando su mas completa
versión en lo montevideano.
La cursilería, que entre nosotros alcanzo una plenitud
que nunca había tenido, deambulando por todos los ámbitos
y enseñoreándose de casi todos ellos, debe merecer la atención
aún en un estudio sumario como el nuestro. El sobrante emo-
cional que la define, logrando los más imprevisibles excesos,
no es otra cosa que el desencuentro del pensar y sentir con
la realidad, o sea el desarraigo. Una malherida conciencia de
la tradición ausente, su memoria cuando ya no está presente,
dolor de su pérdida, donde se reconocen, desmesuradamente
agigantados, tambaleantes y artificiosamente angustiosos, los
mismos temas que otrora tocó la tradición. Pero con la dife
rencia de que entonces no había lo cursi, a pesar de que
tradición y cursilería pueden elaborar sus manifestaciones
casi con los mismos temas y formas, en ésta con esfuerzo
inútil y resultado vacuo, en aquella logrando lo valioso casi
sin proponérselo.
En una tradición quizás menor, el gaucho no pudo ser
cursi, ni lo fué tampoco una forma epilogal como el arrabal
de la “buena época”, cargados como estaban de realidad. Ocu
rrió también con otras tradiciones más prestigiosas (cuando
nuestros poetas sintieron la ausencia del suelo bajo sus pies
hubieron de ir a revolver, amalgamando las más inusitadas
metáforas de antiquísimas tradiciones indogermanas, un pa
sado y una vigencia que les resultó inalcanzable, convirtien
do lo que fué valioso en somnolienta irrealidad) lo mismo
que con el gaucho y el arrabal, que traducidos y reeditados
por nuestros poetas recaen casi irremisiblemente en lo cursi.
La cursilería es una de las creaciones más ingentes y acaba
das de la cultura uruguaya, traduciéndola con la máxima
fidelidad; sólo la inmersión en ella, por supuesto, y la obse-
cada batalla de los profesionales de la critica que la com
baten, impide verlo y oculta el desarraigo de ambos con
tendores.
52
y luego a la inversión de los sistemas de la misma, no fue
sino porque con ello se liquidaba definitivamente en el cam
po del mejor cubismo, la empobrecida tradición empirista
que en pos de un grueso sensualismo no atinaba a explicarse,
cerrándose todos los caminos, el por qué de su misma existen
cia y de su entonces inusitada pretensión estética, que excedía
los límites de su propia definición.
Cuando Juan Gris, erigiéndose en vocero del proceso,
dice que invirtió el camino de Cézanne; que él objetiva y rea
liza el objeto real en la geometría (cuando Cézanne sólo
geometrizaba el motivo real de su pintura, conservando su
visión usual) recuperándolo así mediante algo inteligente
mente elaborado, está afirmando que alcanza una realidad
(estética) de lo real (natural) si no únicamente, por lo me
nos mediante la inteligencia. Y nos formula así una estética
que, independientemente de su valor, es la única que justi
fica ese estilo de pintura, irreductible a los cánones empi-
ritistas que eran sus contemporáneos y siguen siendo los
nuestros, razón por la cual nuestros pintores no pueden, co
mo intentan vanamente, hacer una pintura contradictoria con
aquellos. Por esa razón ocurre una imposible y gruesa imi
tación de lo europeo, de lo más superficial y accesorio, que
magnetiza a la generalidad casi absoluta de nuestros plás
ticos (con la imprescindible y quizá solitaria excepción de
Joaquín Torres García) y los autoriza, ellos creen, a fundir
y alternar las formas más contradictorias de la pintura euro
pea. Sin sufrir ninguna violencia por la misma liviandad de
una tradición que no los toca a fondo y no los compromete
con ella ni con sus conflictos.
Los críticos de esa pintura, por su parte, exhibiendo su
propio desarraigo, creen en la posibilidad de hacer ingresar
una obra en el arte mediante la simple corrección de una
línea o un color, indicada desde cualquier periódico. Olvi
dando que la corrección de ciertas rugosidades exteriores pro
ducidas por una ausencia de otra cosa que ellas mismas, no
puede sino imposibilitar la conciencia de ésta.
53
alejam iento de las m ás ricas posibilidades de lo histórico y
de sus conflictos, del trágico conflicto de la libertad humana.
La factoría no es sino u n m argen colateral de la historia, un
paréntesis, o u n anfiteatro donde llega el eco remoto de una
historia que aparece como extraña. Si no fuera de ese modo,
¿cómo podría explicarse la infinita puerilidad que significa
juzgar, como solemos hacerlo, la cultura o el destino europeos
con tan pretensiosa como imposible autoridad? ¿Cómo, si no,
es que podemos consideram os el producto mejorado de la
Revolución Francesa, la Revolución sin el Terror; o pensar
nos mejores que A lem ania, a la que no comprendimos ni
siquiera en los extrem os de su locura, que permanecieron
velados para nosotros por u n a reacción esquemática tan con
denatoria como incom prensiva, con la que quisimos resolver
el problem a que se nos planteaba negándole existencia? ¿Aca
so no nos bastó declarar form al y reiteradam ente inhumano,
aquello que fué ta n atroz como demasiado humano?
¿Cómo no pudo entenderse la abism al diferencia entre
aquéllo y ésto? ¿Qué otra cosa que la ahistoricidad que nos
define puede hacernos confundir, proyectándose sobre el ner
vio vivo de la historia para im pedirnos verlo?; haciéndonos
creer que la ausencia de problem ática y su consiguiente pa
cifismo, son la p len itu d del civismo, la cultura o la huma
nidad, para podernos decir que aquello es horror y esto
m aravilla, sustituyendo con el prem aturo contentamiento el
logro del secreto instinto de perfección que como todo pueblo,
a pesar de todo, en lo m ás recóndito tenemos aún.
La novó sima generación, algunas cabezas de ella y mu
chas menos de la anterior, es la única que ha podido reconocer
las dim ensiones del desarreglo nacional, gracias a que es la
única poseedora de una experiencia histórica formativa con
tem poránea del fracaso de algunas prístinas ingenuidades,
producido por el arrebato histórico de los últimos veinte
años; sin poder perm anecer por ello en la mera admiración
— y esperanza — rodonianas hacia u n pasado mal conocido
porque no interesaba, o en la tan usual y desteñida visión
inform ativa de la historia, sobrecogidos en la contemplación
de una experiencia atroz como la de la guerra pasada, que
para ella no ocurrió prejuzgada desde categorías culturales
54
muy arraigadas, constitutivas, de otras generaciones a las
que impidieron la comprensión de buena parte del asunto.
Entroncándose de ese modo en la contemplación histórica
más apocalíptica que pudiera esperarse, la generación de que
hablamos estuvo madura para buscar en la historia, más que
nada sus significaciones profundas, y no el mero esquema
o la fluida admiración.
El futuro de esa nueva generación, potencialmente due
ña del destino nacional, está en saber, por sobre todas las
cosas, que no cabe otro progreso que el del acercamiento a
una tradición. Aquélla ingenua caricatura del progreso que
lo quería rectilíneo (con un inconfeso finalismo que habría
de justificarlo hacia un final de los tiempos que no se men
cionaba) resulta abusivamente insostenible.
Pero el desarraigo, que además de nuestro presente es
nuestro pasado inmediato, enrarece nuestras relaciones con
la tradición interponiéndose entre nosotros y ella. Por eso se
nos hace penoso descubrir el sentido que tienen las formas
cuyo proceso de degradación originó las nuestras. Los valores
que rigen nuestra sociedad casi solamente por inercia de las
instituciones, fantasmagóricamente, arriesgan peligrosamente
a ser antes arrastrados que revividos. Ninguna cultura puede
jactarse en vano de su perennidad, tanto menos cuanto menor
sea su esfuerzo por lograrla. Hay un gran pecado histórico
que no es otro que el menosprecio del precioso edificio que
la tradición nos lega, a pesar de un sinnúmero de fuerzas his
tóricas negativas, tan poderosas como para desintegrarla. La
plenitud de una cultura se mantiene por el permanente es
fuerzo destinado a llenar el vacío, la ausencia de valor. Queda
por ver si el redescubrimiento de aquello que está depositado
en la tradición, alejado y enrarecido para nosotros, nos es
aún asequible, o si está por encima de nuestro destino.
íf
BORGES
Y EL
MARTIN FIERRO
C ésar B la s G o n z á le z
de la cultura rioplatense desde la experiencia existencial de
ésta, de una búsqueda individual dirigida hacia una realidad
que se siente, en primera instancia, como novedosa. Se mues
tran como diversas e incomparables, la actitud critica de
alguien que ha sido en una realidad antes de problematizar-
la, frente a la actitud de aquel que la quiere asir por su
propia problematización, aquél en el que se dan simultánea
mente ambos procesos: la búsqueda y el hallazgo, el estudio
y la posesión. Este afán de incluirse en un ámbito que pro
pone como suyo, h#i llevado a Borges a investigar con mo
rosidad la vertiente creadora en que aquél se le aparece; la
selección de esas obras la realizará en el plano en que él, por
vocación y estructura, se mueve: el literario. La elección del
“Martín Fierro” resulta así obvia, se impone: la casi unani
midad de opinión de sus compatriotas probables lo ha eri
gido en libro máximo y representativo, un hálito de leyenda
lo rodea, la constante popularidad le permanece, aún hoy, fiel.
Las conclusiones, últimas y fundamentales, de Borges
sobre el poema de Hernández permanecen incambiadas des
de los artículos publicados en la revista “SUR” en 1931; todo
el traba yo posterior, comprendido el libro “El Martín Fierro”
(Editorial Columba - 1953), ha sido sólo de afinamiento, de
ampliación estilística. (Sería interesante — esto queda aquí
como sugerencia — que al estudiar de Borges algo tan im
portante como el lenguaje, se anotara el carácter lúdico que
caracteriza a éste cuando es utilizado en obras de crítica,
cosa que permite sospechar que las modificaciones concep
tuales tienen en él como base, muchas veces, meras exigen
cias estilísticas). Resultados de esos esfuerzos son: la distin
ción precisa que realiza entre la literatura gauchesca y la
literatura de los gauchos; el estudio exaustivo y cariñoso de
todos los autores inscriptos en aquella línea literaria hasta
llegar a José Hernández; afirmar la esencia novelística del
“Martín Fierro” y oponiéndose a la opinión más generali
zada, sostenida entre otros por Leopoldo Lugones, negarle,
con argumentos convincentes, todo carácter épico; además
tentar finísimas observaciones, aunque discutibles a veces,
a detalles del libro: sicología de sus personajes, característi
cas de su construcción, su estilo, el valor de algunas de sus
57
metáforas. Pero dejemos de lado esas aproximaciones, si se
quiere rotundam ente eficaces pero parciales, y vayamos a
la tom a de posición con que Borges, individuo escritor y ar
gentino, enfrenta el hecho orgánico y único del poema, ob
servemos la valoración que de él hace, como lo explica y
como lo entiende. M overse en ese plano de constataciones es
aproxim arse con bastante verosim ilitud a los frutos de aquel
afán prim ario y m otor del que hablábamos más arriba.
Sintéticam ente la concepción borgiana del Martín Fierro
se puede form ular así: 1) se basa en una desvalorización de
las motivaciones del poem a y en u n a prescindencia de la vi
gencia actual que ellas m antienen, 2) realizada por medio
de u n instrum ental intelectual lim itado por un exceso de
perspectivación histórica, y 3) desde un ámbito de libertad
irresponsable en el que aspira a moverse.
Estudiemos ahora los motivos que nos lleva a sacar tales
conclusiones.
A l atacar lo que considera errónea canonización del
M artín Fierro por algunos autores, Borges afirma: “£Z Martín
Fierro no tolera otro precursor que Lussich ni otro continua
dor que Gutiérrez. Nos propone un orbe limitadísimo, el orbe
rudimental de los gauchos" (1 ). A su vez, aunque acepta que
el poema tiene m ucho de alegato político, se preocupa en sos
tener que ciertas convicciones — de las que afirma, por otra
'parte, que sin ellas la obra no hubiera existido — no agotan
el valor del poema, del que dice: 11como todas las obras des
tinadas a la inmortalidad, tiene raíces hondas e inaccesibles
a las intenciones conscientes del hacedor" (2). Este conven
cimiento de la inactualidad de la ideología del Martín Fierro,
le perm ite, ante la noticia de que José H ernández era federal,
aclarar extensam ente, con exactitud y acopio de datos, que
aquél no era rosista, pero la perm ite tam bién despeocuparse
en afinar su observación del fenóm eno cultural que significa
el federalismo; se pierde entre vulgaridades y frivolidades
para definirlo como partido, postulando una polarización po-
58
lítica que confunde y trastroca los previos planteamientos
culturales de los que tal ordenación es sólo un epifenómeno,
muchas veces, por actos menudos y reacciones ocasiona
les, deformante. Las sequedades de esa polarización le hacen
olvidar el sustráctum esencial; se obstina en ver tras la es
tructura federal sólo el partido “de los federalotes y mazor-
queros”. un “partido que todos juzgaban moral e intelectual
mente inferior” (3) y por eso ignora que la lucha entre éstos
y los unitarios, ejerciéndose en un plano mucho más impor
tante que el de los accidentes bélicos, se da con la nitidez
y la permanencia de una corriente vivificadora en todos los
acaeceres y en todas las peripecias del Martín Fierro, en la
ética de vencedores que surge de los propios hechos y en la
ética de vencidos que proclama el Viejo Vizcacha. Encontra
mos así. ya no en el plano ideológico individual de Hernández
sino inmersa con fuerza indestructible en su obra, la hasta
hoy intensa oposición, más espiritual que económica o polí
tica, entre la ciudad, y sus actuantes de dispersión y desarrai
go cosmopolita, y el campo y su necesidad de tuétano y rai
gambre; la posición civilizadora y técnica enfrentada a la
cultural y telúrica.
Tan convencido está Borges que la motivación es mera
mente política, que la única vez que actualiza el poema es
para sacar de él conclusiones útiles y serviciales para atacar,
veladamente, el actual régimen argentino; en esa oportuni
dad para convencer aun más de su óptica desacomodada,
confiesa ingenuamente que ante lo que él considera nueva
irrupción de la barbarie en su patria “Zos poemas gauchescos
eran, entonces (es decir antes del. golpe militar), documen
tos de un pasado irrecuperable y, por lo mismo, grato, ya
que nadie soñaba que sus rigores pudieran regresar y alcan
zarnos” (4) y antes nos informó: “Tan manso, tan incorre
giblemente pacífico, nos parecía el mundo, que fugábamos
con feroces anécdotas y deplorábamos “el tiempo de lobos,
tiempo de espadas” que habían logrado otras generaciones
más venturosas” (5). Borges, el anti-épico, lo único que ac
tualiza del Martín Fierro son los fragores guerreros.
3) El “Martín Fierro”. Editorial Columba, 1953, pág. 68.
4) y o ) “Aspectos de la literatura gauchesca”. Editorial Núme
ro, 1950, pág. 33.
59
Ante toda esta motivación que previamente ha definido
como pequeña y lo que es más grave como no vigente, Borges
coloca su indiferencia. Para él Martin Fierro es una carac
terización dramática individual, el caso particular de un
cuchillero de 1870; la pequeña y posible tesis sustentadora
ha sido, decreta, deglutida por la historia.
Todo esto ocurre porque Borges está ejercitando perma
nentemente un salto que lo lleva, desde lo que él cree raíz
mínima del poema, hasta el plano, absoluto y universal, en
el que las obras literarias consiguen la validez que le otorgan
las pasiones y emociones que transportan; dice, por eso:
“Hernández escribió para denunciar injusticias locales y tem
porales, pero en su obra entraron el mal, el destino y la
desventura, que son eternos” (6). En la posibilidad ágil del
salto parece no darse cuenta que la tragedia cultural que el
Martín Fierro le ofrece está imperiosamente presente, y con
qué gravedad, en nuestros días; comunica que en la obra
“entraron el mal, el destino y la desventura que son eternos”,
pero se olvida de puntualizar que esa eternidad está concre
tada, que el mal, el destino y la desventura, con la misma
tónica de inmediatez que tenían en el Martín Fierro, son
problemas espirituales a resolver por la Argentina. Habla
desde esferas universales pero se desentiende del testimonio
de una crisis espiritual que el poema sigue siendo, del do
cumento perenne, de la viva ejemplificación. Borges hace re
cordar al fariseo que perora con insistencia sobre la solidaridad
y la humanidad, para contestar con la distracción al pedido
callejero de un vintén.
Es que Borges desenvuelve la facilidad de toda perspec
tiva histórica errónea y la ecuación de ella resultante: a ma
yor alejamiento más descarnamiento, por ende mayor como
didad en la formulación del juicio. Como todo falso histo-
ricista sucumbe constantemente ante la historia por el temor
que ella le provoca, temor a la apuesta necesaria que ésta
exige a cada paso; la perspectiva le permite suponer que la
apuesta está hecha, por lo tanto la equivocación no puede ya
60
producirse. Para él el Quijote y el Martín Fierro pueden ser
observados desde la misma óptica temporal; las causales que
arrastraron a Cervantes a la creación están tan periclitadas
como las que pudieron impeler a Hernández; la crítica y la
sátira de las novelas de caballería no tienen interés, tampoco
un estudio del desenvolvimiento cultural rioplatense lo tiene.
¿Un escritor argentino contemporáneo desde la realidad en
que vive y desde las limitaciones en que se mueve, tiene de
recho, puede lícitamente escoger esa perspectiva? ¿Puede ele
gir válidamente ser un erudito escandinavo del 2955 quien
tiene como obligación de hombre, y más de su condición, la
exigencia intelectual de reconocerse en cuanto individuo co
mo un ser en una comunidad? La contestación negativa es
obvia.
La finalidad última de esa proyección: un ámbito de
libertad fomentador de la gratuidad, un clima de irrespon
sabilidad donde moverse, un permiso extendido para decir,
por ejemplo: “Carecemos de tradición definida, carecemos de
un libro capaz de ser nuestro símbolo perdurable; entiendo
que esa privación aparente es más bien un alivio, una liber
tad, y que no debemos apresurarnos a corregirla.” (7); para
afirmar, en otra oportunidad, más concretamente: “¿Cuál es
la tradición argentina?. . . creo que nuestra tradición es toda
la cultura occidental, creo que nuestra tradición les Europa,
y creo también que tenemos derecho a esta tradición mayor
que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación
de Europa”. “Creo que los argentinos, los sudamericanos en
general, estamos en una situación análoga (ha puesto el
ejemplo del, pueblo judío en la cultura de Occidente); pode
mos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supers
ticiones, con una irreverencia que puede producir, y ha pro
ducido, consecuencias afortunadas.” (8) Tenemos aquí, y en
definitiva, revelado el logro de aquellas preocupaciones ini
ciales, de aquel primario y trabajoso afán de aprehensión:
Borges consigue sentirse argentino, pero un argentino espe-
7) “Sobre los clásicos”, pág. 12.
8) “El escritor argentino y la tradición”. Revista CURSOS Y
CONFERENCIAS, año XXI, vol. XLII, números 250-52, ene
ro-marzo 1953.
61
cial y confortable, que se inserta en la totalidad de lo europeo,
para allí, irresponsable y caprichoso, saltar sin ataduras, sin
frenos, sin norm as previas de u n a obra a otra, de un libro a
otro, soñar historias, recrear mitologías y metafísicas. Ha
inventado u n ám bito, al que se adscribe, y al no identificarse
en él con u n querer, que le sea trascendente en el plano cul
tu ra l y vital, goza de su p articu lar y conquistada inocencia;
es u n aprovechador, inteligente y lúcido, de las facilidades
que le da aquélla.
La introducción en u n a atm ósfera amplia, la cultura oc
cidental, abstracta por esa am plitud definitoria, le permite
una absoluta libertad de elección; capricho casi infantil del
desarraigado, agilidad de m ovim ientos, levedad, cree lograr
el m ilagro inverosím il de la últim a elección de la propia
cultura como la elección de u n libro dentro de una enorme
biblioteca.
A él m ás que a nadie se le pueden aplicar las palabras
con que K arl Jaspers define la falsa ilustración; “La falsa
ilustración cree poder fundar todo saber, querer y hacer sobre
el mero intento (en lugar de utilizar el intelecto simplemente
como el inesquivable camino de la iluminación de lo que
tiene que serle dado)”: . . . “tienta al individuo a pretender
poder saber por si solo y obrar sobre la base de su solo saber,
como si el individuo lo fuese todo (en lugar de fundarse en
el orden viviente del saber que pone en cuestión y fomenta
dentro de la com unidad)” . . . “En suma, quiere poner al
hombre sobre sus propios pies, de tal suerte que pueda alcan
zar por medio de la evidencia intelectual toda verdad r todo
lo esencial para él. Quiere sólo saber y no creer”
62
Tradición y Progreso
J e a n L a c r o i x
primera de liberación. Sería entonces un error — un error co
mún, pero un error tanto más grave — el distinguir, el oponer
tradición y progreso diciendo que la primera está vuelta hacia el
pasado y el segundo hacia el porvenir. En realidad la tradición
es esa toma de conciencia del pasado gracias a la cual el porve
nir se abre a una acción personal y libre, o más bien, liberada.
La tradición expresa pues muy exactamente lo que el P. Délos
ha podido llamar “La vocación del hombre a la historia”. Some
tido al devenir, el hombre es también dueño del tiempo, y do
blemente dueño, por la historia cuyo curso remonta su pensa
miento y por la facultad humana de engendrar y educar que
le da dominio sobre el porvenir. La tradición es la expresión de
este doble señorío. También la vocación del hombre a la historia
le destina a nacionalizarse ,es decir, volverse “un ser compro
metido desde siglos por sus antepasados e invitado a continuar
en la misma línea y hacia los mismos fines el trabajo que ellos
han emprendido para obedecer al espíritu que, siendo uno, ani
ma la marcha del mundo hacia la unidad”.
Importa entonces purificar la idea de tradición de todo apor
te adventicio, de toda contaminación, principalmente tradiciona-
lista, para descubrir en ella la definición misma del hombre, su
carácter esencialmente histórico. No es un azar que la revela
ción cristiana no sea sólo una verdad intemporal, sino un men
saje confiado a la Iglesia y a todo el pueblo cristiano que la
viven y por su vida misma permiten hacer progresar indefinida
mente en la humanidad el conocimiento que de ella se puede y
debe adquirir. De una manera general la tradición es en cada so
ciedad la expresión de esta vocación del hombre por la historia.
Sólo el hombre tiene una historia, en el sentido que nosotros lo
hemos dicho: sólo él, como lo muestra Raymond Aron en su
“Introducción a la filosofía de la historia”, se transforma a través
del tiempo .edifica obras que le sobreviven y recoge los monu
mentos del pasado. La historia existe desde el momento en que
los hombres se trasmiten sus conquistas comunes y progresan
por ese encaminamiento. La historia humana se caracteriza por
la conservación y sobre todo por la recuperación conciente del
pasado, y sólo ese reasumir conciente permite definir la histo
ricidad auténtica: la tradición no es sólo conservación, sino tam
bién reconocimiento del pasado. Lo que es decisivo es la con
ciencia del pasado y la voluntad de definirse en función de él.
“Sólo son verdaderamente históricas, decía Hegel, las comuni
dades que elaboran una ciencia de su devenir”. Y quizás el deseo
más profundo del individuo como de la humanidad sea el de que
rer salvar integralmente su pasado: todo olvido recae ante todo
sobre sí mismo. Se ha descubierto sin duda el sentido mismo de
la tradición cuando se ha comprendido que ese deseo puede ser
realizado, pero que no puede serlo más que por la construcción
incesante del porvenir.
64
Servando
Cuadro
65
que ese centro de perspectiva se modifica continuamente. La
historia está siempre rehaciéndose. Es en ese sentido que la
historia misma confirma la primacía del porvenir sobre el pasa
do. Si Hegel quería que las comunidades humanas elaboraran
una ciencia de su devenir, es que sólo esta ciencia permite abrir
el futuro y liberar al hombre. "La primera categoría de la con
ciencia histórica, decía magníficamente, no es el recuerdo, sino
el anuncio, la espera, la promesa”.
Es necesario salvar todo del pasado para recrearlo íntegra
mente. La tradición no consiste en hacer una elección en el pa
sado, en rechazar una parte, lo que seria renegar de sí mismo,
sino en asumirlo integralmente para espiritualizarlo siempre. Así
Péguy es el hombre que jamás ha tachado nada ni en sus obras
ni en su vida. Quizás esta concepción de la tradición social po
dría esclarecerse por un breve análisis del remordimiento y del
arrepentimiento en el individuo. El remordimiento está vuelto
hacia el pasado. Su tendencia es la desesperación. Encerrarse
en el pasado, en efecto, no considerar más que el saberlo malo
y no poder escaparle, es propiamente el estar desesperado. Entre
Judas y San Pedro la diferencia no está en el más o menos de
la falta — ambos han renegado de Cristo, y no hay grados en
la negación — sino en lo que va de la desesperación a la
esperanza. Es su mismo remordimiento lo que ha empujado a
Judas al suicidio; porque vuelto todo él hacia el pasado no ha
podido escaparle, ha sido aplastado por él y no ha encontrado
salida. El remordimiento es el pasado malo que pesa sobre mí
con todo su peso, que me asfixia y desespera, que me hace im
posible vivir en el presente mostrándome el porvenir enteramen
te cerrado y condenado. No se ha señalado bastante el vínculo
del remordimiento y la desesperación: el hombre de la desespe
ración no es otro que el prisionero de su pasado. Judas es pro
piamente el hombre del remordimiento y, al mismo tiempo, el
hombre de la desesperación: el remordimiento es verdaderamen
te el "Huís- clos” siguiendo la expresión de Sartre o, como dice
igualmente Lavelle, un estado de condenación. El arrepentimien
to por el contrario está vuelto hacia el porvenir. O más exacta
mente es un sentimiento metafísico que trasciende al tiempo por
que está referido a la eternidad: sólo la participación con lo
eterno permite modificar sin cesar el sentido de los actos cum
plidos en el tiempo. El error del remordimiento es tener al pa
sado por una realidad dada que no se puede más que soportar.
Lo que me enseña el arrepentimiento, lo que él experimenta, es
que el pasado no está hecho sino que él se hace, como el porve
nir. Existe sin duda en el pasado lo que es propiamente hecho y
no puede ser cambiado. Pero los hechos no son más que del
dominio físico, fisiológico o psicológico. Desde el momento que
se llega al estado humano no es más cuestión de "hechos sino
de actos”. Y el acto, si se quiere es el hecho humano, es decir la
significación espiritual del hecho propiamente dicho. Ahora bien,
66
esta significación es histórica, lo que quiere decir que no está
atada al hecho, sino que ella depende a cada momento del senti
do que el hombre le dé. Por el arrepentimiento los hechos no
pueden ser modificados, pero su significación puede ser transfi
gurada. Gracias a él, el pasado integral puede ser asumido, has
ta la falta misma, que deviene así una ‘‘feliz culpa”, una “falta
feliz”. Así en la vida de un hombre no hay nada definitivo, nada
decidido, nada sobre lo que él pueda trazar una línea, nada de
pasado. En todo momento lo que él ha hecho puede tomar un
nuevo sentido: el presente, que es como la presencia de la eter
nidad en el tiempo, es lo que da su sentido al pasado como al
futuro. El hombre no está sometido al pasado ni aplastado por
él, sino que el pasado mismo es para el hombre.
Este análisis esclarece la mentalidad del tradieionalista. No
es el pasado lo que él rechaza, es el presente: a diferencia del
hombre del remordimiento no considera lo que fué como malo,
sino como bueno. Sin embargo, como él lo encara en su letra y
no en su espíritu, imagina que se le puede conservar como tal
en lugar de tomar apoyo sobre él para recrearlo, lo considera
como un todo dado y no como algo a hacer. En otros términos,
el tradieionalista es el hombre de la Restauración en tanto la
tradición inclina a ser el hombre del Renacimiento (estos térmi
nos están tomados fuera de su contexto histórico). Hoy más que
nunca el tradicionalismo se manifiesta bajo la forma de una ne
gación: negación del maquinismo, del mundo moderno, del pro
greso. Sustituye al ídolo envejecido del progreso “el nuevo ídolo
de la maldición del progreso”. Es la actitud de Márcel de Corte;
sería — si no fuera un ser de diálogo y no supiera superarse per
petuamente — una de las pendientes de Gabriel Marcel. La crí
tica tradieionalista del progreso es puramente (o impuramente)
retrógrada; procede de un resentimiento. Sin darse cuenta, ella
terminaría por una especie de inversión dialéctica, en la nega
ción misma de la tradición, que lleva al contrario a liberarse
cada vez más de un tradicionalismo inconsciente por esa conti
nua apertura al porvenir que permite sólo el reconocimiento del
pasado. Los pueblos más tradicionalistas son los pueblos primi
tivos; sus tradiciones les determinan precisamente porque las
ignoran. Al contrario, a medida que las sociedades se hacen más
completas, más voluminosas, ellas se liberan del tradicionalismo
gracias al conocimiento de sus múltiples tradiciones. Discernir en
toda voluntad de transformar el mundo y la sociedad un orgullo
diabólico y un crimen prometeico, es desconocer el sentido pro
fundo del cristianismo según el cual el mundo es para el hombre,
el hombre para Cristo y Cristo para Dios. Debemos reconocer con
el P. Lubac que “el rechazo tradieionalista, bajo la forma absolu
ta que toma a veces, se inspira en una concepción del mundo y
en un ideal de sabiduría que son mucho más la herencia del
pensamiento antiguo en lo que éste tenía de caduco que un co
rolario de la fe cristiana”.
67
Así se precisa una auténtica concepción de la tradición. Es
cierto ante todo que hay en nosotros algo de recibido y pasivo.
No nos creamos a nosotros mismos: aquél que no recibiera nada
no sería nada. Es necesario partir de un dato, aunque sea para
criticarlo y es el más individualista de nuestros novelistas, An
dró Gide, quien ha podido escribir un parado jal y profundo Elo
gio de la Influencia. Es, si se quiere, la verdad parcial de la tesis
tradicionalista: está en la naturaleza del hombre ser enseñado.
Hay para nosotros en lo verdadero una parte de extrinsecismo
porque la hay en nuestro ser: las teorías más idealistas no llega
rán nunca a eliminarlo enteramente. Nacemos en estado salvaje,
la sociedad nos eleva al estadio humano trasmitiéndonos, impo
niéndonos una cultura. Pero el error tradicionalista consistiría en
concebir estas tradiciones- como un depósito que la humanidad
debería trasmitirse tal cual de siglo en siglo. No se podría redu
cir la tradición a la materia trasmitida, puesto que la trasmisión
es precisamente un llamado a un despertar interior, a una infor
mación nueva de esa materia. En su significación más profunda,
las tradiciones son las modalidades fijadas siguiendo las cuales
el Amor se expresa a mí para formarse y para despertar en el
fondo de mi ser la respuesta única que es en último análisis la
razón de ser de mi aparición sobre la escena de este mundo tran
sitorio. Tal es, en último análisis, la concepción exacta de Ga
briel Marcel: “Una familia, escribe, o mejor una estirpe, es la
sucesión de las modalidades históricas según las cuales el genio
humano se ha individualizado hasta llegar al ser singular que
yo soy”. La tradición consiste ante todo en una conservación del
pasado, y sin esta conservación ningún progreso de ningún pa
sado sería posible. Pero esta conservación tiene otra finalidad
muy distinta de una utilización del pasado considerado como to
talmente dado y hecho. Su función esencial — y necesaria —es
despertar al espíritu y permitir su expansión. Tomando apoyo
sobre un pasado que no es sólo conservado y utilizado, sino co
nocido y reconocido, la nueva generación puede y debe espiritua
lizar ese pasado, es decir, recrearlo. Y la recreación del pasado
es la creación del porvenir. Así cada generación no se contenta
con agregar al patrimonio recibido de la precedente ella lo
espiritualiza, lo acepta y lo transforma integralmente, lo trans
figura de alguna manera siguiendo el sentido mismo de su acto
presente. La historia de Francia no tiene significación más que
por y para la acción actual y si esta acción copra, es la historia
de Francia que desaparecería con la vida de la Francia, a menos
que ella retomara vida en otras culturas y civilizaciones.
Así la tradición es otra cosa muy distinta de la simple con
servación del pasado. La idea de una vuelta al pasado es la más
falsa y la más utópica. Aún, como lo señalaba Augusto Comte,
si ella fuera realizable por una especie de accidente de la histo
ria, no se ve cómo las fuerzas históricas que han destruido un
estado pasado una primera vez, no lo volverían a destruir nueva-
68
mente. La característica del pasado en tanto que hecho es el ser
terminado. Pero la tradición es una noción espiritual. De ella se
ha podido decir que es la memoria de cada sociedad, de la hu
manidad entera, y hoy se sabe que la memoria es la espirituali
dad misma. No se trata de decir que es necesario a cada momen
to distinguir las tradiciones vivientes y las tradiciones muertas,
o la sociedad tal cual tiende a ser y la sociedad tal cual es, y
hacer la selección para separar lo que merece sobrevivir y ser
integrado en el fondo tradicional de lo que debe ser eliminado
como peso muerto. Es sin duda verdadero de una verdad eviden
te y elemental. Pero son estas expresiones de tradiciones vivas
y tradiciones muertas las que son ambiguas. Lo que está muerto
en la tradición es el hecho pasado, lo que está vivo, es el acto
presente que lo recrea. Es vano, sin duda, referirse en Francia
a la tradición monárquica para restaurar la monarquía, sería
soberanamente útil hacer renacer los valores de fidelidad, de
lazo concreto, de lealtad personal que son necesarios en toda
sociedad. La tradición es la espiritualización continua del pasado.
Y por espiriualizacitón yo no entiendo una vaga idealización, una
especie de sublimación, sino una recreación verdadera que se
encarne en una obra. Es la historia presente la que da su sentido
— un sentido siempre nuevo — a la historia pasada y la cultura
de hoy que da su significación — una significación siempre nue
va — a la cultura de ayer. No hay la tradición y el progreso,
sino que el progreso es la única tradición viviente. Y esta tra
dición viviente es la continuación de la historia y la perpetuidad
del recuerdo. No se salva a la sociedad más primitiva desarrai
gándola de su pasado, levantando los modernos contra la memo
ria de los antepasados, reemplazando íntegramente una civiliza
ción por otra, sino permitiéndole asumir su pasado en un con
texto diferente, transformarlo sin renegarle, arrepintiéndose sin
remordimientos. El debate sobre las tradiciones que es necesario
conservar y las que es necesario rechazar parece vano. Toda
educación es una socialización de la joven generación, es decir
una adaptación a las costumbres, a la cultura, a todas las tradh
ciones, en una palabra a la mentalidad de la sociedad en que
tendrá que vivir. Pero por su obra misma, es decir por la his
toria que ella habrá escrito, la generación ya madura habrá in
serto esas tradiciones en un nuevo contexto, las habrá recibido
todas y a todas modificado, habrá transformado el recuerdo por
su acto asegurándole a la vez su perennidad. No se pide a la
humanidad — o al hombre — tachar su pasado, sino mejorar
sin cesar su significación, espiritualizar su sentido por su acción
presente. Y por eso es necesario ante todo que ellos le reciban
y lo conozcan.
El mal de hoy proviene de la disociación de las nociones de
tradición y progreso. Los unos, que se titulan “progresistas”,
quieren romper enteramente con el pasado en tanto que los tra-
dlcionalistas, no contentos con conservar el presente, se esfuer-
1 '-''i ■■ '' .¿i > //’•'
69
zan para restaurar lo que fue. Para nosotros no se trata sólo de
redescubrir la unión de esas dos nociones y su solidaridad ne
cesaria, sino de mostrar su indisoluble unidad. El marxismo mis
mo, que pretende definirse exclusivamente por la idea de pro
greso, está obligado a situarse en un movimiento y reclamarse
una ascendencia, bajo pena de no ser más que incultura y bar
barie; y los antepasados que reivindica, de una manera a veces
cómica, no son sino el signo del llamado de la noción de progre
so a la noción de tradición. Inversamente, los tradicionalistas,
por temor a un progreso desordenado que sería semejante
pronto a la causa errante, la causa vagabunda de Platón si no
estuviera unido al pasado, se retraen en una tradición fija que
sería la muerte de toda vida social; el cadáver de la tradición de
un parte y el cadáver del progreso de la otra, emponzoñan la
atmósfera. ¿Se quiere un ejemplo patente? El existencialismo
sartriano nos parece que desconoce el rol necesario del saber
objetivo en todo conocimiento auténtico. Su tentación propia es
sacrificar la previsión al proyecto, como la del marxismo es la
de sacrificar el proyecto a la previsión. El primer paso del pen
samiento de Sartre es hacer tomar conciencia a todo hombre
de que es enteramente responsable de su existencia, y que to
mándose así a su propio cargo llega a ser señor y posesor del
mundo entero. Puesto que el hombre se constituye como una
privación, es necesario que se colme. Su ser no puede ser más
que su hacer: él es su vida* el conjunto de sus actos. El mundo
es el lugar de su trabajo, el objeto de us esfuerzo: es un mundo
de- “quehaceres”. Pero su libertad está más allá de cada uno de
sus quehaceres: le es necesario sobrepasarlos siempre. El hom
bre se crea íntegramente en cada uno de sus actos. Su única na
turaleza, su sola esencia es su pasado. “Lo que yo soy, es lo
que yo fui, puesto que mi libertad presente vuelve a cuestionar
siempre a la naturaleza que yo he adquirido”. El pasado es lo
que hay muerto en nosotros; y Clos nos muestra intensa
mente que morir es no poderse hacer más, no ser más libre, vol
verse la presa de los otros. También es curioso señalar que, a
pesar de la oposición de las doctrinas, la libertad sartriana pro
cede de la misma intención que la libertad noumenal de Kant:
liberar al hombre de su pasado, permitirle asumirse a si mismo,
hacer posible una conversión que es un verdadero cambio de na
turaleza. Se podría aún decir, lo que es manifestó en su impor
tante estudio sobre la libertad de Descartes (reproducido al final
de Situaciones 1) que el hombre de Sartre es le Dios de Descar
tes: totalmente libre. Pero lo que para Kant, no es posible más
que por referencia a la eternidad, no lo es en el existencialismo
ateo más que por referencia a la Nada. No hay en él ninguna ob
jetividad de los valores: están todos ellos suspendidos en una
libertad que no está suspendida más que en ella misma. El hom
bre sartriano es el ser por el cual los valores existen y su liber
tad “se angustia de ser el fundamento sin fundamento de los
70
valores”. El pasado, a cada instante, amenaza con darnos una
naturaleza y absorbernos en el “en - sí”: pero el acto libre sabe re
crearlo sin cesar. La libertad, en que consiste toda moralidad, es
un invencible arrancarse de sí hacia el porvenir. Pero es claro
que es precisamente la negación de toda referencia a lo eterno
que lleva a Sartre a privilegiar tanto el porvenir a expensas del
pasado que pierde todo valor. Es cierto — y ya hemos insis
tido — que podemos a cada momento modificar el sentido de
nuestro pasado, pero esto no se puede hacer más que a partir
de él, y en la medida en que dominamos al tiempo. Desde que
se niega la eternidad es necesario sacrificar el pasado o el por
venir al pasado: lo eterno es lo que salva igualmente a todos los
momentos del tiempo. Sin la presencia de una trascendencia el
tiempo y la humanidad se dislocan en proyectos innumerables
que, incapaces de componerse, no hacen más que desarticular
al individuo. En su justa oposición al tradicionalismo, Sartre ter
mina desconociendo el rol irremplazable de la tradición. Somos
humanos porque llevamos en nosotros toda la historia de la hu
manidad, de lo contrario no seríamos más que brújulas enloque
cidas por el instante. Así toda la dialéctica de la tradición y el
progreso es inconcebible en la perspectiva sartriana. Si en cada
momento debo, por así decir, partir de cero y recrearme por en
tero, sin soporte y sin punto de apoyo, la historia individual no
es más que una serie de rupturas, la historia humana no tiene
sentido. A decir verdad, es la noción de historia la que desapa
rece en esta concepción de una pretendida “historia existencial”
en que el pasado no tendría más ninguna realidad, sino sólo
aquella que le dé el historiador en la perspectiva del presente.
Una vez más admitimos que el individuo y la sociedad recrean sin
cesar su pasado en el presente, pero a partir de comportamien
tos y hábitos que éste ha modificado. “Aquél que se vuelve hacia
su pasado merece no tener porvenir” decía Oscar Wilde. Nos
otros pensamos al contrario que es necesario en un sentido vol
verse hacia el pasado. Este no es en suma más que el espíritu
encamado, lo que es la más exacta definición de la tradición:
pero nos corresponde a cada momento darle vida.
La tradición expresa la naturaleza ambigua del hombre que es
presente, pero que no está dado entero a sí mismo. Lo que sig
nifica que ella tiene un aspecto social y otro personal. Ante tocto
hay en la naturaleza humana algo de recibido, de pasivo (y de
paciente). No es entonces falso que las tradiciones imponen cier
ta coacción: en el sentido más general de la palabra es necesario
transmitir al hombre costumbres y hábitos para que pueda ele
varse a la racionalidad y a la moralidad. Protestar en nom
bre de la autonomía de la razón contra la presión de las tra
diciones se origina en la pura utopía. El pasado es una especie de
espíritu objetivado que posee una cierta realidad: impulsar la
tristeza del historiador hasta declararlo incognoscible o procla
mar su reconstitución puramente arbitraria, es desencarnar al
71
hombre y rehusar todo basamento a su acción. El hombre, no
más que la humanidad, no tiene inmediatamente la total po
sesión de su espíritu, y, por otra parte, no la conquista nunca
plenamente: en sus primeros años su razón es sólo virtual, ella
está como en sus padres y en el medio social en que vive. De
ahí la necesidad de hábitos y tradiciones recibidas de fuera y
gracias a las cuales se afirmará poco a poco su personalidad
Pero lo que se llama tradición es mucho más que la mera im
posición o transmisión de ese pasado que lo informa lentamente.
La obra educadora realiza esa maravillosa paradoja de liberarlo
hasta de lo que ella le trasmite, de despertar su espíritu gracias
a comportamientos y a un contenido de representaciones que él
aprende a criticar precisamente sometiéndolo antes. Además, la
autonomía no es rechazo de lo dado ella consiste esencialmente
en integrarlo en su propia personalidad, en vivirlo, en interiori
zarlo. La tradición es entonces a la vez lo que reposa de alguna
manera en la conciencia social y lo que es continuamente modifi
cado y transfigurado por cada conciencia individual: el pasado
no está tanto en los libros y las máquinas como en el espíritu
y la conciencia de los hombres y sería suficiente en la sociedad,
que una generación rehusara transmitir o recibir la tradición,
para retornar a la barbarie. Es entonces por ese doble movi
miento de transmisión y recreación que se hace la historia, que
no es sino la vida de la tradición: el acontecer humano es esta
espiritualización continua del pasado por la obra del presente
en vista del porvenir. Lo que nos enseña la tradición es que,
por una dialéctica inevitable, el rechazo del pasado conduce ne
cesariamente al rechazo del porvenir, como a la inversa. La tra
dición es el lazo viviente del pasado y del porvenir en la acción
presente: ella hace al hombre, puesto que le permite dominar
el tiempo y como recrearlo sin cesar. La tradición es así la fuente
original de pensamiento y acción, que desborda siempre lo que
se puede nombrar: de tal suerte que, según señala Boussuet, en
lo que está anotado literalmente de las tradiciones subsiste un
elemento irreductible a la anotación misma. No se transmiten
sólo ideas, sino un comportamiento, una vida, un espíritu. Asi.
siguiendo el análisis blondeliano, la tradición nos dona “por una
especie de contacto fecundante eso de lo que se compenetrarán
las generaciones sucesivas y además que ellas deben legar como
una condición permanente de vivificación, de participación de
una realidad en que el esfuerzo individual y sucesivo puede in
definidamente beber sin agotar. Ella implica comunión espiri
tual de almas que sienten, piensan y quieren, bajo la unidad mis
ma de un mismo ideal patriótico o religioso, y es condición de
progreso en la medida que permite pasar de lo implícito vivido
a lo explícito conocido algunas parcelas del lingote de verdad que
no podría ser nunca completamente acuñado: puesto que, prin
cipio de la unidad, de continuidad, de fecundidad, la tradición,
simultáneamente inicial, anticipadora y final precede toda
72
síntesis reconstructiva y sobrevive a todo análisis reflexivo”. Ella
es sobre el plan del conocimiento la unidad de la reflexión re
trospectiva y de la reflexión prospectiva, sobre el plano social
menos la continuación de un pasado fijado en un futuro deter
minado que la perpetua recreación espiritual del pasado por un
porvenir totalmente nuevo y solidario. Ella no es en definitiva
más que el desarrollo de la historia, de una historia que no ten
dría sentido si no fuera precisamente la explicitación siempre
nueva de un germen de eternidad.
73
CRONICAS DE LA PATRIA GRANDE
DEL RÍO BRAVO A LA TIERRA DEL FUEGO
74
al escepticismo y a la comparación siempre desfavorable con
lo viejo. Este proceso es lo corriente en los ancianos; y sólo
los mejores lo superan en base a un esfuerzo puramente
cerebral.
De ahí que, desde los tiempos de Homero, escriba el
hombre con la absoluta certeza de que esa época en que escri
be, ese año y ese día, supone el tremendo momento crucial,
la hora de las definiciones. En realidad, ese mundo negro que
describe, no es casi nunca el exterior, sino el que sufre y
decae en sus tejidos gastados y en sus arterias endurecidas.
II. POR PRIMERA VEZ EN LA HISTORIA
Pero dicho lo que antecede, permítasenos que con toda
premeditación nos precipitemos derechamente en el mismo
lugar común. Y es que, ahora sí, creemos realmente que se
avecinan grandes transformaciones cuyas bondades o cuyos
inconvenientes no estamos capacitados para prever. Nos basta
para probarlo, el hecho de que esas grandes transformaciones
se hayan operado ya en un tercio del mundo. Por otra parte,
no es el comunismo el único fenómeno positivamente nuevo
aparecido en la tierra en el curso del presente siglo. Hay,
incluyéndolo, toda una serie de factores nunca conocidos (ni
sospechados) hasta ahora; y hay también signos evidentes
de una transformación que abarcará todo el planeta y que,
salvo la mejor opinión de la Divina Providencia, modificará
en todos los planos a la sociedad humana.
Tengamos en cuenta para orientarnos al respecto el si
guiente cuadro que SOLAMENTE ESTA VEZ SE HA DADO
EN LA HISTORIA CONOCIDA DE LA HUMANIDAD:
Las realidades técnicas y científicas y el volumen de los
conocimientos humanos en determinados sentidos han logra
do, en el último medio siglo:
a) Superar con los modernos medios de trans
porte los obstáculos que la distancia opuso a
la unificación de la humanidad. El hombre
vuela a increíbles alturas y se desplaza bajo
la superficie del mar; corre más que el soni
do y puede atravesar el mundo en menos
75
tiempo que el que empleaban nuestros ante
pasados para atravesar una provincia. Por
sabidos y corrientes que sean estos adelantos,
no es sensato subestimar lo que suponen. Los
vocablos “cercano” y “remoto”, “lejanía” y
“proximidad” han perdido su significado se
cular.
b) Superar con la televisión y la radio los mis
mos obstáculos que la distancia oponía al
desplazamiento de la voz y la visión.
c) Superar con el disco y la película cinemato
gráfica — sobre todo con esta última — los
obstáculos con que la muerte, el alejamiento,
la destrucción y el envejecimiento parecían
oponerse sin remedio a la perpetuación exac
ta de los hechos del hombre y del hombre
mismo.
d) Superar parte de los obstáculos que se opo
nían al alargamiento de la vida humana y
a un mejor disfrute de la misma en la edad
madura y senil, mediante la terapéutica y la
cirugía.
e) Superar la imposibilidad teórica de comuni
carnos con el resto del Universo mediante
los descubrimientos que permitirán al hom
bre — en un momento por cierto crucial y
definitivo — saltar a otros mundos del es
pacio e intentar la propagación de la estirpe
terrestre por el cosmos.
Estamos habituados a considerar e incluso a usar estas
maravillas con una familiaridad tal, que nos falta perspec
tiva para apreciarlas en su debido volumen. Pero todo esto
y mucho más que promete la ciencia, no debemos encararlo
con el criterio de una publicación de divulgación popular o
de una tira de aventuras siderales, sino con la seriedad que
tan serias adquisiciones se merecen. E incluso considerarlas
al margen del prodigio técnico que suponen; vale decir, por
las inmensas transformaciones históricas que serán su con
secuencia.
76
i»m«i
Ha sucedido que el hombre, por una extraña hipertrofia
de sus calidades científicas — que han dejado muy atrás a
sus otras calidades — está alcanzando en lo técnico adelantos
que no es digno de poseer en lo moral.
Inventa y produce esas maravillas, por otra parte, en
un caos total de fines y propósitos. En verdad, no sabe dónde
va. Pero en el mundo menos caótico, más unido, más centra
lizado y disciplinado que se avecina, esa serie de conquistas
maravillosas que hoy sirven en mayoría para mezquinas
realizaciones inmediatas, colocará a la especie frente a posi
bilidades de sobra “definitivas”.
77
ha derribado a muchos afanosos corredores en lo que va del
siglo. En realidad, ha habido una liquidación de grandes
potencias y de ideologías mundiales, sucesivamente derrota
das. En 1914 no se oteaban aún los aspirantes al total domi
nio del mundo. Después de la primer guerra mundial, y
conforme nos acercamos a la segunda, se vislumbraron tres
últimos competidores aparentes:
— las democracias capitalistas.
— el totalitarismo de derechas.
— el comunismo.
Coaligados dos de esos últimos competidores contra el
restante y aplastado el eje Roma-Berlín con todo lo que
suponía fuera de Italia y de Alemania, parecen quedar defi
nitivamente enfrentados el comunismo y el capitalismo de
mocrático. Son los dos últimos sobrevivientes de una batalla
de colosos que, desde antes de 1914, y cada vez en mayor
medida, era una batalla mundial.
V. LOS INASIMILADOS
Ambos últimos y definitivos competidores por la hege
monía mundial (en una época en que la técnica ha hecho esa
hegemonía posible) se tipifican geopolíticamente en dos na
ciones: Rusia y Estados Unidos; o, por mejores y más afines
denominaciones, la U.R.S.S. y la U.S.A. Pero como aún esa
partición no es total, sobreviven junto a los dos gigantes otras
fuerzas todavía respetables, aunque con frecuencia en des
composición. La tierra no está seccionada en dos mitades her
méticas y homogéneas. Aquí y allá, dispersos, inconexos y
casi siempre enfrentados entre sí, subsisten partidos y nacio
nalidades, tendencias y corrientes, que no se han visto hasta
ahora absorbidas por ninguno de los dos colosos ni integradas
en ellos.
La relación de esas fuerzas, más o menos independien
tes todavía de ambos bandos, es compleja v plagada de inter
ferencias, pero aún posible. Tenemos en lo político:
— el socialismo.
— los nacionalismos.
— el anarquismo y otros extremismos de izquierda
en liquidación.
78
— los filofascismos dispersos.
— grupos menores no plegados aún a ninguna de
las dos tendencias mundiales.
En lo religioso:
— El cristianismo, entendiendo por tal y como fuer
za mayor, a la Iglesia Católica en primer tér
mino, seguida por el protestantismo, la Iglesia
Ortodoxa y otros grupos minoritarios.
— El islamismo y casi todas sus sectas derivadas.
— El budismo, el brahmanismo, confucionismo, sin-
toísmo, etc.
En lo étnico-cultural:
— El mundo árabe.
— El mundo iberoamericano.
— El mundo indostánico.
Esta lista es incompleta y, desde luego, elude la nomi
nación de fuerzas pequeñas, subgrupos y cismas que la harían
interminable. Pero basta para dar una idea del conjunto
relativamente formidable de fuerzas con que podría contar
la Tercera Posición, si ésta tuviera, como la Primera y la
Segunda, unidad de propósitos y de dirección.
Pero no sólo carecen estas fuerzas de dirección y de uni
dad, sino que, haciendo más fácil el trabajo de los dos pode
res expansionistas, se deshacen entre sí, sin perjuicio de verse
infiltradas en mayor o menor medida por esos mismos dos
poderes.
79
fundamento — y por primera vez en la
historia humana — al poder mundial.
2) Paralelamente, se van perfilando con niti
dez dos tendencias — que sólo hasta cierto
punto son dos naciones — que tienen aspi
raciones de sobra fundadas y factibles para
alcanzar el poder mundial. El triunfo fi
nal de una de ellas — el dominio del mun
do — será la consecuencia inmediata del
aniquilamiento de la otra.
3) Pero entre los remanentes ideológicos y
raciales aún no integrados por completo
en ninguno de los dos grandes antagonis
mos de la hora, estamos nosotros.
Hasta aquí todo es claro. Pero de aquí en adelante esa
claridad esquemática concluye. Si bien no pertenecemos a la
URSS ni a la USA; si bien no existe en Latino América el
comunismo dominante ni — hasta cierto punto, desde lue
go — el pleno dominio de la plutocracia internacional, nos
vemos no sólo entre esos dos fuegos, sino quemados en parte
por ambos.
Hay partidos comunistas disciplinados, poderosos, enla
zados entre sí en todos nuestros países. Y, aunque más en
calidad de víctimas que de usufructuarios, permanecemos en
la órbita capitalista. Por otra parte, relativamente, forma
Iberoamérica en el llamado “mundo libre”. Y por último,
con menos relatividad, pero con sensibles lagunas, pertenece
mos también al mundo cristiano, a la cristiandad.
Como se ve, nuestra situación es bastante confusa en el
mundo de hoy. Empero, no es imposible intentar su califica
ción.
VI. MISERIAS Y POSIBILIDADES DE NUESTRA
AMERICA
Si extraemos de la situación actual las conclusiones per
tinentes, nos encontramos con que los países iberoamerica
nos parecen tener en la actualidad el siguiente y complejo
estatuto internacional:
80
T ransposición p lá stica del d ram a de G uatem ala
_____ Dor M anuel V ic en te Lityi q --------,
[
1. Unidad esencial. — Forman todos los países hispa
noamericanos o latinoamericanos una innegable comunidad,
aunque esa comunidad no esté establecida en el plano jurí
dico, oficial y legal. El idioma, la religión, la cultura, la raza,
la continuidad geográfica, superando un siglo y medio de
insensato separatismo, forman desde el Río Bravo a la An
tártida una Nación indivisible que, dicho sea sin propósito
de paradoja, existe sin existir.
2. Desunión forzada. — Quebrada la preeminencia
mundial de las potencias ibéricas, quisieron asegurarse, quie
nes la quebraron, la imposibilidad de una resurrección de esa
preeminencia en América. Para ello nos dividieron y subdi
vidieron hasta lograr que en este mundo de hoy (donde tan
tos pueblos de raza, creencias y culturas opuestas, se ven fir
memente unidos bajo una misma bandera) los “compatrio
tas latinoamericanos” vivan separados por veinte banderas
distintas.
3. Debilidad y humillación presentes. — Tenemos todo
lo necesario para ser fuertes y respetados . . . menos la uni
dad. Nuestra comunidad, fuerte de 150 millones de seres, con
parte de las tierras más feraces y de los materiales estraté
gicos más necesarios; con calidades morales y culturales más
que suficientes; sin problemas raciales ni religiosos; con una
continuidad geográfica que por su extensión sólo Rusia supera
y con una continuidad cultural e idiomática que no supera
país alguno en el mundo; nuestra comunidad, potencialmente
una de las más poderosas y dilatadas que se han dado en la
historia, vive temerosa, cohibida, “complejeada” — para usar
un término tan incorrecto como preciso — y dependiendo en
lo económico, en lo militar (y lo que es mucho más grave,
en lo cultural y en lo político) de otras comunidades que co
nocen, como ya hemos dicho, el valor de su unidad y de
nuestra desunión.
4. Consecuencias. — De todo ello se deriva —- dejando
de lado la exaltación patriótica y optimista vigente en los
festivales escolares — la tristísima realidad nacional de la
mayoría de nuestros países, por no decir de todos; realidad
deplorable en conjunto, lastimosa siempre y no pocas veces
ridicula. Esta “South America” que tratan, contratan y mal
tratan los yanquis; esa pintoresca América Latina de los “gi-
81
i
83
la hizo posible. Una vieja idea, un viejo proyecto, se mate
rializó al calor de la conflagración guatemalteca. Por ello (y
por todo lo demás) queremos desde este primer número de
NEXO enviar un ferviente saludo a los militantes de la demo
cracia guatemalteca que han llegado recientemente a nuestro
país, exilados de su tierra natal. No, el sacrificio del quetzal
no ha sido en vano. En toda América, muchos hombres an
cianos y maduros han recordado los días de Teodoro Roose-
velt y la epopeya de Sandino. Y seguramente han hablado
de ello a sus hijos y a sus nietos. Hay cosas que los pueblos
no olvidan. Es difícil saber hasta qué punto reina la paz en
el corazón de los latinoamericanos, después de los aconteci
mientos de Guatemala.
La Revolución Guatemalteca que se inició en 1944, po
niendo fin a una secuela de dictaduras que habían caracteri
zado la vida poética anterior, fué pacífica, moderada en sus
impulsos, generosa en sus perspectivas. Bajo la presidencia
del Dr. Arévalo se cumple la primera fase de este proceso.
Es un período de reformas políticas, jurídicas y culturales.
Adquiere Guatemala los módulos institucionales propios de
una sociedad democrática y civilizada, dentro del marco de
la más ortodoxa democracia liberal. Se fomenta vigorosamen
te la enseñanza pública, se crea un Banco Nacional, se reco
nocen los derechos de asociación, de libre expresión del pen
samiento, se instaura el respeto a las garantías individuales.
Más que reformas de avanzada, las que se ponen en vigor
durante este lapso pertenecen a los ideales de 1810. Se reco
noce la presencia del siglo XX en el establecimiento de la
primera legislación social que conoció el país, en la promul
gación de un Código del Trabajo que situó dentro de la especie
humana al trabajador guatemalteco, uno de los más explota
dos y de más bajo nivel de vida del Continente, y en la
creación de un instituto de seguridad social. La Constitución
bajo la cual se operan estos cambios es quizá la más democrá
tica de América, la más respetuosa de los derechos de las
minorías; establece un sistema de máxima descentralización
administrativa y gubernativa, poniendo al ejército bajo con
trol del Parlamento y confiriendo la más amplia autonomía
a los gobiernos municipales.
«
El gobierno del coronel Arbenz continuó las directrices
fundamentales de su predecesor. La oposición gozó, más que
de las libertades corrientes, de una casi total impunidad. Esto
resulta tanto más notable si se considera que desde 1944 se
sucedieron veintinueve insurrecciones. Nunca fué coartada
la libertad de expresión, hasta los mismos días de la invasión
de Castillo Armas, a pesar de que la mayoría de los perió
dicos y radios importantes eran opositores y que sectores del
clero politicamente reaccionarios, de filiación franquista, ha
cían desde el púlpito calumniosa prédica contra el gobierno.
Sin embargo, el régimen de Arbenz fué calificado de “comu
nista”, y se le acusó de intentar la creación de una “cabecera
de playa soviética” en América. La red de mentiras que se
tejió a este respecto no puede destruir el hecho incontrastable
de que los comunistas en Guatemala no contaban con más
de cinco representantes en el Parlamento y participaban muy
minoritariamente en la dirección del movimiento sindical. El
gobierno de Arbenz prosiguió los lineamientos democráticos
de la Revolución de 1944. Pero (y aquí está la raíz de los
encendidos ataques que motivó) en vez de continuar actuan
do en el plano de las estructuras políticas y jurídicas, se inter
nó en la fuente de los problemas sociales de Guatemala, en
su economía de país atrasado, condenado al monocultivo,
explotado por la todopoderosa United Fruit Company, ago
biado por el latifundio improductivo. Veintidós terratenientes
poseían 1.302.000 acres, mientras que 259.000 propietarios
reunían tan sólo 819.000 acres. La Reforma Agraria aprobada
durante la presidencia de Arbenz disponía meramente la ex
propiación de los terrenos incultos que rebasaran una super
ficie mínima no expropiable de 270 hás. y su entrega, en
parcelas individuales, a los campesinos pobres. Dentro de las
tierras que fueron expropiadas de acuerdo a esta ley se halla
ban 82.000 hás. pertenecientes al más grande latifundista
del país: la United Fruit C°
Para comprender el alcance de la hegemonía económica
ejercida por esta Compañía en Guatemala, pueden servirnos
los siguientes datos. Además de sus enormes plantaciones de
bananas y café es dueña de 749 kilómetros de vías férreas,
mientras el Estado posee sólo 71. Dos compañías subsidiarias
85
de la Frutera, la Electric Bond and Share y la Amanean
Power Company monopolizan los servicios de electricidad v
fuerza. Los tres principales puertos del país están así distri
buidos: Puerto Barrios pertenece a la United Fruit C’, San
José a su filial I. R. C. A., Champerico a otra compañía van
qui, la Grace Line.
En 1931, el dictador Ubico firmó con la Frutera un Con
venio que debía durar cincuenta años, por el cual se la eximia
del pago de derechos de tonelaje, pilotaje y faro (la Compa
ñía es propietaria de una gran flota mercante) y del pago
de impuestos de exportación e importación, se le entregaban
gratuitamente terrenos y materiales de construcción y se le
concedía plena autonomía para administrar y regir sus puer
tos, ferrocarriles y demás posesiones sin intervención estatal
Fácil es comprender que la Frutera debe hacer un buen ne
gocio. En el año 1950, sus ganancias declaradas en Guatemala
ascendieron a más de 66 millones de dólares.
El Gobierno de Guatemala fijó en 600.000 dólares la
indemnización que debía pagarse a la United Fruit C° por
las 82.000 hás. expropiadas según la ley de Reforma Agraria
Ese era el valor con que la Compañía las había registrado
a los efectos del pago del aforo. Pero cuando se trató de la
expropiación exigió 15 millones de dólares! Transgrediendo
todas las normas jurídicas y éticas aplicables al caso, el De
partamento de Estado interpuso una reclamación diplomática,
apoyando las pretensiones de la Compañía. Y organizó la
vasta campaña contra Guatemala, sindicándola como un pe
ligro para la seguridad del Hemisferio. ¿Podía Guatemala
constituir ese peligro, aunque se entregase efectivamente a los
designios del Kremlin? Nos viene a la memoria la hipérbole
humorística del Dr. Arévalo: . .hay en Nueva York un ras-
cacielo que tiene casi la mitad de los habitantes de Gua
témala”.
Demasiado presente se halla el recuerdo de los sucesos
posteriores para que insistamos sobre ellos. De como un ejér
cito compuesto por aventureros y mercenarios, en su mayor
parte no guatemaltecos, invadió el territorio de Guatemala
partiendo de bases situadas en Nicaragua y Honduras, la
prensa ha informado suficientemente. Este ejército, provisto
86
de dinero en abundancia, de buques armados en guerra, de
aviones de bombardeo y demás pertrechos bélicos modernos,
provocó la caída del régimen democrático, no por sus victo
rias en el frente, sino por las intrigas del embajador yanqui,
Mr. Peurifoy, quien promovió un golpe de estado en el inte
rior de Guatemala, abriendo algunos jefes las puertas del
país al invasor. Acerca de estos sucesos, todo aquel que quiso
entender, entendió, y poco de nuevo puede decirse ya. (1)
La invasión de Guatemala arroja luz sobre diversas rea
lidades que será muy difícil ignorar en el futuro. Una de
ellas es la fría, implacable ferocidad con que el imperialismo
es capaz de resolver los problemas que interfieren su ambi
ción y su codicia. Durante largo tiempo, legiones de juristas
infatuados elaboraron cuidadosamente, con meticulosidad de
maniáticos, el edificio solemne, pomposo, hueco, del Pan
americanismo, pretendiendo establecer un sistema de garan
tías que determinase la equivalencia jurídica de nuestras
pequeñas repúblicas y el Gran Vecino, permitiendo la con
vivencia del lobo con el cordero en un pie de igualdad. Cas
tillo Armas ha derrumbado ese castillo de naipes. Ya no
existe el Panamericanismo. La O. E. A. ha revelado su ver
dadero papel. Fantasma evocado por el imperialismo cuando
lo necesita para legalizar una agresión futura, es fácilmente
conjurado cuando su presencia se torna incómoda ante la
agresión consumada. No sólo el sistema de garantías pan
americano ha demostrado su falacia, sino también el de las
Naciones Unidas, ante cuyo Consejo de Seguridad Guatema
la reclamó infructuosamente. ¡
La caída de Guatemala reveló también nuestra absoluta
subordinación, la impotencia de cualquier país latinoamerica
no, actuando aisladamente, para decidir de su propio destino.
Hasta ahora sabíamos que ninguna de nuestras repúblicas
podía tomar senderos prohibidos por el gran capital que go
bierna en los EE. UU. sin exponerse a una severa presión
económica, capaz de determinar su completa ruina. Ahora
(1) Sobre los m anejos de M r. Peurifoy, la parte de estos acontecimientos
que ha sido menos publicitada, remitim os al lector a “ Los Ultimos Días de Gua
tem ala” , artículo de Oscar B ruschera publicado en “ M archa” del 1« de octubre
de 1954.
87
i
88
pueblos en una vasta y poderosa Confederación que haga
posibles la democracia, la prosperidad y la seguridad en estas
Repúblicas inermes y empobrecidas, tornándolas invulnera
bles a las intrigas de los embajadores, a los golpes de mano
de los aventureros y a la codicia de los capitalistas.
Noviembre 1954.
LA GUAYANA B R I T A N I C A
INTEGRA NUESTRA AMERICA
89
tizos, 38% de negros y el 4% restante, de indios y chinos
Sólo el 10% de ellos usan zapatos.
Esta factoría tiene dos ciudades de importancia: su capi
tal, Georgetown de 94.000 habitantes y New Amsterdam, de
14.500. Importan casi todo lo que consumen, menos el arroz,
y exportan azúcar, arroz, ron, bauxita, madera, oro y dia
mantes. Se cultiva solamente una pequeña parte de su terri
torio (84.000 hs.) en una franca de terreno aluvial de la costa.
La mayor parte del suelo permanece inexplotada. Sus
bosques pueden convertirse en una fuente enorme de riqueza
y de trabajo. Calculan los peritos que se puede obtener 100.000
toneladas anuales de papel, durante 100 años, sin necesidad
de reponer un solo árbol. No obstante hay 70.000 desocupa
dos, y sólo el 26% de la población se dedica a tareas agrícolas.
No existen instituciones de crédito para la agricultura y
la industria. Sus únicos dos bancos, “The Royal Bank of Ca
ñada” y “The Barclay’s Bank Colonial Dominion Overseas”
se ocupan nada más que de las transacciones de las compañías
británicas radicadas en la colonia.
Sus pobladores tienen costumbres inglesas, aunque se ali
mentan nada más que de arroz; aprenden en textos escolares
ingleses historia de Inglaterra, geografía de Inglaterra, mo
dos, ética, religiones de Inglaterra, aunque violan las reglas
de la buena crianza caminando descalzos. El idioma oficial,
por supuesto, es el inglés. Sólo viven un promedio de 35 años,
y para leer tienen tres periódicos editados por personeros de
las empresas inglesas, cuyos tirajes sumados no llegan a 7.000
ejemplares por edición.
Los agricultores tienen toda la libertad para retirarse,
adquirir tierras propias, trabajar con sus familias. Sólo que
no hay créditos para ellos. Agonizan en los ingenios azucare
ros, donde trabajan más de 15 horas diarias, caminando de
cuatro a diez kilómetros entre su rancho y el plantío, desde
el cual transportan los fardos de caña cortados hasta las bar
cazas, en haces de 60 kilos. El poco arroz que consumen y las
muchas energías que gastan y las pocas horas que descansan,
los han convertido en seres desnutridos y débiles, lo suficien
temente desagradables como para no ser ni siquiera pintores
cos. Sus ranchos son construidos con cuatro paredes y un techo
90
\
91
Por única vez en su historia, los guayaneses pudieron go
zar de un conjunto de gobernantes que se preocupaban de ellos.
Gobernantes que sólo podían abocarse a cuestiones internas, y
cuyas resoluciones podian ser vetadas por el Gobernador, dis
posiciones estas clásicas en estatutos coloniales.
Era imposible alterar el “status” jurídico de dependencia
con la sola acción legislativa y de gobierno. Pero en cambio
fué posible la limitación de los privilegios de los empresarios
ingleses, y fué posible el afianzamiento de un espíritu inde-
pendientista.
Un equipo de hombres capaces, elegidos por un pueblo
explotado demostraron que Guayana Británica estaba en con
diciones de autogobemarse y de integrar el conjunto de na
ciones americanas en un pie de igualdad jurídica con sus
vecinos. Este panorama, lógicamente, no era muy convenien
te para los intereses ingleses. Es muy útil recordar que Ingla
terra tiene un territorio más pequeño que el de la Guayana
Británica y necesita de sus materias primas. Y es muy conve
niente saber, aunque no es discreto, que el partido que go
bierna el Imperio está dirigido por hombres que tienen inte
reses cuantiosos en las colonias.
Las pocas medidas que pudo tomar el nuevo gobierno
colmaron inmediatamente la paciencia de los ingleses, y la
reivindicación del fuero de libre agremiación para los traba
jadores los ofendió hondamente.
La política nacionalista llevó a la colonia a un ‘impasse”
por la existencia del veto del Gobernador usado frente a la
terca oposición hecha a la política colonialista británica. Es
difícil establecer una causa eficiente, concreta, de la interven
ción. Se atribuye al hecho de que dirigentes del P.P.P. pro
pusieron al Secretario de Colonias la abolición del veto y el
retiro de los tres miembros oficiales del Gabinete Ejecutivo.
Otros han tenido en cuenta la declaración del que fuera Mi
nistro de Educación del Gobierno de Cheddie Jagan, L.F. Bum-
ham, quien manifestó: “creo que estoy hablando por el par
tido mayoritario cuando digo que cualquier intento de derogar
la Constitución encontrará tanta fuerza de oposición como sea
necesaria”.
Estos dos hechos explican por qué se invocó al comunisms
92
cuando Sir Alfred Savage, el Gobernador, solicitó a la Reina
poderes especiales para frenar un supuesto ataque a la Cons
titución que haría de la Guayana un Estado independiente.
Lo que no se explica es la campaña de prensa que invocó
la Doctrina Monroe para pedir el desembarco de fuerzas ingle
sas en territorio americano (Inglaterra está en Europa). Lo
que menos se explica es la diligencia del Brasil que envió pre
surosamente un contingente de tropas a la frontera para “pre
servar a América de una invasión comunista”, hechos éstos
que sólo servían para aferrar los últimos vestigios de lo que
fué la secular hegemonía inglesa en el continente.
De cualquier forma, no hay otros actos más “graves” de
la política del P.P.P. que puedan haber dado lugar a inventar
el manoseado peligro comunista.
El P.P.P. tenía un programa que es muy ilustrativo re
sumir:
—No tolerar más el control absoluto que venía ejerciendo
Gran Bretaña sobre la economía interna y externa del país.
—Hacer una campaña para industrializar el país.
—Reclamar las tierras fértiles inutilizadas que están ba
jo bosques y pantanos, para satisfacer el hambre de tierra que
sufre el pueblo guayanés y evitar así el desempleo.
—Establecer un Banco Agrícola para facilitar créditos
a quienes deseen cultivar sus propias tierras.
—Promover cooperativas de maquinaria agrícola.
—Proveer los puestos de gobierno con guayaneses.
—Promulgar leyes de trabajo para el mejor entendimien
to del patrono y del obrero.
—Oponerse al poder de veto del Gobernador.
—Rehusar las contribuciones en dinero para homenajes
a la Reina y al Gobierno de Gran Bretaña, mientras exista la
miseria en el país.
—Propiciar que los textos escolares enseñen la historia
y la geografía del país y no solamente las de Inglaterra.
—Oponerse a que el Gobierno esté integrado con cuatro
miembros nombrados por el Gobernador.
93
—Realizar el nombramiento de la Cámara Alta por el
pueblo. (1)
Para preservar los intereses ingleses, para mantener el
monopolio del comercio e inversiones financieras, para man
tener una base inglesa en el continente americano, en defini
tiva para mantener el “statu quo” e impedir el contagio del
independentismo a sus demás colonias en el Caribe había
que terminar con el P.P.P.
Guayana demostró, en poco tiempo, aptitud para ser libre.
América debe usar los medios de que dispone para ter
minar con el colonialismo vergonzoso que existe en el con
tinente.
Ya en las reuniones de Consulta de Ministros de Rela
ciones Exteriores de las Repúblicas Americanas (Panamá
1939, Habana 1940) se planteó el problema de las colonias
extranjeras en el Continente y se resolvió crear un Comité
encargado de la administración colonial, integrado por repre
sentantes americanos.
En la Novena Conferencia Interamericana de Bogotá, en
1948, se trató nuevamente este problema, y casi todas las de
legaciones se pronunciaron a favor de la independencia de las
colonias en el continente americano que estuvieran en condi
ciones de autogobemarse. (2)
Parece ocioso citar a hombres, grupos, instituciones y
gobiernos que han repudiado al colonialismo. Pero es impor
tante recordar que la Delegación Uruguaya manifestó en la
Asamblea General de las Naciones Unidas:
“La delegación del Uruguay, en los problemas colo-
(1) Este programa, que no es textual, ha sido tomado de la exposición
del ex Ministro Jai Narine Singh a los miembros de la Asamblea
de las Naciones Unidas.
(2) Jaime Torres Bodet (México), Héctor David Castro (El Salva
dor), Mario de Diego (Panamá), Ariosto González (Uruguay),
Xavier Paz Campero (Bolivia), Víctor Andrés Belaunde (Perú),
Antonio Parra Velasco (Ecuador), Antonio Batre (Honduras),
Luis Manuel Debayle (Nicaragua), Alejandro Aguilar Machado
Costa Rica), Arturo Despradel (Rep .Dominicana), George
Marshall (EE.UU.), todos defendieron el principio de autodeter
minación de los pueblos de las colonias que había en América,
y todos condenaron al caduco régimen colonial.
94
“ niales, apoyará las tendencias y resoluciones que con-
‘ tribuyan en forma práctica y por medio de arreglos
‘ pacíficos entre las partes, a solucionar los conflictos que
“ el anhelo del gobierno propio y de la independencia de
“ los pueblos, que aún no gozan de ese derecho natural,
“ plantean ante la opinión internacional”.
El Partido para el Progreso del Pueblo pide que se in
cluya en el Orden del Día de la Asamblea General de la U.N.
el problema de Guayana Británica.
No hay que ser muy perspicaz para adivinar que Ingla
terra sostendrá que se trata de un asunto de jurisdicción do
méstica. Asi pasó con el caso de Marruecos Francés, en que
los países americanos jugaron un muy triste papel, al consi
derar que los problemas marroquíes eran asuntos particulares
de los franceses. Así no puede volver a pasar con Guayana,
tierra de América.
El único camino que existe es admitir la realidad, la
verdadera realidad: Guayana no es un problema de Inglate
rra, sino fundamentalmente de Latinoamérica.
95
parte, no menos am pliam ente tratado en otro lugar de esta
publicación. Al referim os a los sucesos costarricenses, quisié
ramos aprovechar la inm ejorable ocasión que se nos presenta
para hacer un intento de penetración en la maraña selvática
de la política centroam ericana, m araña y selva éstas que, en
esas regiones, no se ven menos oscuras e impenetrables que
las propias de su suelo.
Empecemos por el final, que no deja a veces de ser una
manera adecuada de empezar.
Atravesando la tierra de nadie, esa franja creada en la
frontera de Costa Rica, los últimos insurgentes se internaron
en los feudos del Presidente en propiedad de la república
nicaragüense. Elabían triunfado Figueres, la OEA y la gene
rosa ayuda yanqui de aviones a 1 dólar la unidad. Los fun
cionarios de la Organización de Estados Americanos fiscaliza
ron eficientemente la retirada del derrotado ejército invasor,
ejército integrado por revolucionarios ccctarricenses adiestra
dos en Chiquim ula, civiles hondureños de Carias Andino dis
frazados de soldados y soldados nicaragüenses de Somoza dis
frazados de civiles; anticom unistas profesionales, aventureros;
revolucionarios de oficio infaltables en todos los disturbios de
Centro América y las A ntillas, etc., etc. Y el cable entera a
América y al m undo que se ha salvado la democracia y que
la OEA ha demostrado su capacidad para defender el derecho
de los débiles contra la prepotencia de los fuertes. Conmo
vedor ¿verdad?
II
Pero, ¿es que ha term inado lo de Costa Rica? (1). En
Centro América las situaciones de violencia y conmoción rara
vez term inan. Por lo com ún están comenzando o, a lo sumo,
cambiando de forma. Centro Am érica en conjunto no conoce
prácticamente la norm alidad y vive un estado permanente de
pre-revolución, revolución y post-revolución. Es que de anti
guo saben (quienes están interesados en saberlo) que ese es
un sistema perfecto para m antener a la región en una cró-
(1) Desde luego no terminó. Al nuevo intento de invasión, registrado
en la fecha que entregamos este artículo a la imprenta, puede su
marse más adelante cualquier otra convulsión. La paz en Costa Rica
es solamente una tregua.
96
nica debilidad y dependencia. Porque no basta, al parecer,
que se trate de sólo unos 10 millones de seres que mal pueden
enfrentarse a los 170 millones de empecinados buenos vecinos
del norte. No basta. Esos 10 millones se ven a su vez dividi
dos en media docenas de Estados independientes y dosifica-
damente antagónicos. Pero aun no es suficiente. Y sobre ser
tan pocos y tan divididos, es preciso mantenerlos en un esta
do permanente de inquietud, en un derroche lastimoso de
energías, recursos y sangre hasta que. de ser posible, la debili
dad se convierta en anemia. Sólo cuando la anemia se agu
diza hasta amenazar con el colapso total, se les permite un
respiro; el suficiente apenas para que esos viveros de rique
zas sigan trabajando y produciendo. Porque a la inferioridad
numérica y a la división que agrava esa inferioridad — y a
la agitación permanente que agrava esa división —. se suma
el drenaje económico, el saqueo protocolizado de las riquezas
y la asfixia permanente del trabajo y de la iniciativa autóctona.
Sólo en base a este cuidadoso escalonamiento de facto
res debilitantes se logra que, mientras media docena de Pre
sidentes — con varias docenas de ex Dictadores y ex Presi
dentes, Cámaras, Estados Mayores, Cortes de Justicia, Gene
rales y demás — se afanan y luchan por decidir los destinos
de Centro América, éstos, en sus lincamientos generales, se
decidan por la voluntad del Departamento de Estado de
Washington.
III
No nos hagamos ilusiones. La OEA no ha salvado a
Costa Rica. A lo sumo ha recibido el permiso correspondiente
para aparentar que lo hace. Si la aparatosa organización tu
viera esa capacidad y esa orientación, debió haber empezado
por usarlas en Guatemala. Precisamente porque no pudo o no
quiso hacerlo es que se la forzó a jugar en el caso de Costa
Rica un papel que no tenía poder ni ganas de jugar. Para
Wáshington lo urgente era sacar a flote* a la OEA y no a
Figueres. Por otra parte, el gobierno de Figueres, aunque no
tan del agrado de Wáshington como el de Somoza o el de
Castillo Armas, no le resultaba tan insufrible como el de
Arbenz.
97
A su tumo, Figueres es también más dúctil y posible
mente más realista. Sabe bien que los 4 aviones que decidie
ron aparentemente la cuestión, le resultarán a la larga algo
más caros que un dólar por pieza. Figueres no puede ignorar
a quien debe el cambio de timón que le permite permanecer
en el poder. Su triunfo es amargo; como que no es suyo y
debe pagarlo.
IV
Pero cabe otro enfoque. Esa debilidad crónica de los paí
ses centroamericanos — y de casi todos nuestros países — de
bilidad creada, sostenida y perpetuamente agravada desde el
exterior, permite a los poderes económicos jugar a dos chan
ces a sabiendas de que ganan cualquiera sea el resultado.
En el caso concreto de Costa Rica, el triunfo de los inva
sores hubiera significado, obviamente, un sólido afianzamiento
de la United Fruit y las fuerzas de su tipo. Esa era una carta.
La otra, la contraria, tampoco suponía pérdida alguna
para esas fuerzas. Y a la postre fué la que jugaron. En vez
de presentar a la invasión triunfante la cuenta de sus servi
cios, se la presentan al Gobierno triunfante. La factura debe
estar extendida a estas horas en algún despacho del Palacio
presidencial de San José. Y lo hubiera estado igualmente si
los vencedores hubieran sido los otros. A cara o cruz y salga
lo que salga, las revoluciones centroamericanas suelen ser a
pura pérdida.
V
La extrema división de la América Central resulta exage
rada incluso en esta América nuestra separatista y fraccio
nada. Méjico, pongamos por caso, es nada más que una de
las 20 repúblicas en que se descompone la nacionalidad ibero
americana. Pero al menos es Méjico; nada más, pero nada
menos que Méjico; buena parte de todo un antiguo virreinato
También es buena parte de un antiguo virreinato la actual
República Argentina (con Méjico los dos más grandes trozos
de la Hispano América atomizada). En una escala menor, pero
guardando una forma histórica lógicamente indivisible, Chile,
como República, reproduce los lincamientos geográficos de
98
Chile Capitanía General bajo la Colonia. Porque si fue funesto
separar los antiguos virreinatos y segregar incluso las antiguas
Capitanías Generales (que por serlo eran pequeñas) hubiera
resultado grotesco partir, a su vez, esa medida mínima.
Sin embargo, así pasó con la ex Capitanía General de
Guatemala que comprendía la actual Centro América excep
tuando Panamá. Al llegar la emancipación, la antigua depen
dencia colonial se convirtió en la República Federal de Gua
temala que incluía la actual república de ese nombre más El
Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Honduras. Esa República,
pese a reunir a tantos países actualmente separados, distaba
de ser poderosa. La América del Sur, alejada de Estados Uni
dos por una mayor distancia geográfica, y protegida en parte
por otros factores, así como Méjico, relativamente fuerte (al
menos para que no se le pudiera digerir entero de un solo
bocado) y España todavía afirmada en las Antillas, convertían
a la República Federal de Guatemala en la nación más débil,
menos poblada y más expuesta de la zona. Pero así y todo,
era una república en formación que podía llegar a más. Que
hubiera llegado.
Lo cierto es que no alcanzó a durar 20 años. En 1840 el
pequeño país se convirtió, por partenogénesis, en cinco países.
Si hoy, a 120 años, algunos de esos países no llegan al millón
de habitantes y presentan un cuadro económico, industrial y
militar tan minúsculo y desfalleciente, puede calcularse lo que
serían por aquel entonces cada uno de aquellos estados sobe
ranos.
La micronización de Centro América no conformó por
cierto a los centroamericanos cultos. A lo largo del resto de
aquella centuria intentaron por dos veces reconstruir la Fede
ración. De esos intentos surgieron con precaria vida la Confe
deración Centroamericana y la República Mayor de Centro
América, muy pronto malogradas.
VI
Ese ideal sobrevive. Si algo prueba su razón de ser, es el
vigor con que lo sostienen los mejores centroamericanos en las
más difíciles circunstancias porque pueda atravesar ideal al
guno. Los pueblos de Centro América han soportado y sopor-
99
tan la ofensiva más prolongada e implacable entre todos los de
Latino América. No han podido rechazarla y ni siquiera dete
nerla, porque la desproporción de fuerzas es abismal. Pero
resisten. Resisten contra el gigante vecino, contra las oligar
quías entregadoras de adentro; resisten pese a la orfandad
económica, a la indiferencia del resto de América, al divi-
sionismo, a la presión e incluso a la fuerza prepotente que lo^
acorrala. Resistirán siempre. Rejjetidamente derrotados en una
lucha de trágica desigualdad, capitulando aquí, transando allá,
replegándose siempre a lo íntimo de sus insobornables con
ciencias, los pueblos de Centro América no se han rendido
hasta ahora.
Quiera Dios que su calvario actual y pasado, sea la intro
ducción a su grandeza futura.
100
IN F O R M A T IV O
H ISPA N O AM ER IC A N O
101
tomo única solución para tratar en un pie de igualdad con la unión
de los sajones americanos.
L A A N T A R T ID A , DEPENDENCIA DEL HEMISFERIO
NORTE
102
paña uruguava y el suburbio montevideano harían cambiar de opinión
al redactor del New York Times que tanto nos honra con su optimismo.
NOS PRESTAN LO NUESTRO
A su retorno de Centro América y el Caribe, el vice presi
dente de los EE. UU., Mr. Nixon, ha sugerido, entre otras cosas,
la abolición de la “Foreing Operations Administration o sea la
“DAE", Dirección de Ayuda al Extranjero, y su reemplazo por
una mayor asistencia técnica a los países ‘'insuficientemente des
arrollados" de Latino América; vale decir, de acuerdo al concepto
yanqui, a todos los países latinoamericanos.
Cuando pasen los siglos, los experimentos de la “ayuda técnica” y
otras clases de ayuda a las que se ha mostrado tan propicia esta pos
guerra, llamarán la atención de los economistas como uno de los contra
sentidos más lastimosos del siglo XX.
La existencia de países insuficientemente desarrollados, al menos en
la América Latina, obedece a la presión más que centenaria de círculos
y poderes económicos que vienen a ser exactamente los mismos que hoy
auspician esas ayudas. ¿No sena mas sensato y mas digno no obstaculi
zar ni ahogar el desarrollo de nuestros países en vez de ofrecerles la
limosna de la ayuda después de haberlos empujado a la indigencia?
Durante el último régimen laborista inglés, el gobierno socialista
aumentó los impuestos que pesaban sobre las fortunas de los terrate
nientes nobles hasta “extremos confiscatorios”. Y cuando merced a ello
los nobles se enfrentaron a la miseria, el propio gobierno llegó a es
tudiar la conveniencia de paliar esa pobreza mediante pequeñas sub
venciones oficiales. A nadie escapó la razón del absurdo aparente. Si
en vez de devolverles una ínfima parte de lo que les arrebataba por la
vía fiscal, prefería el Gobierno “ayudar” a los nobles empobrecidos, era
porque con ello sumaban al empobrecimiento de los mismos la humillante
dependencia; vale decir, el aplastamiento total.
Pero lo que en el plano de una clase social parasitaria y una riqueza
no siempre bien adquirida puede tener justificación, no cabe que se
aplique ni se acepte en el plano de las riquezas latinoamericanas, asfi
xiadas y saqueadas por quienes se dignan ahora devolvérnoslas en mí
nima parte, en forma de limosna.
TRES CENTAVOS DE DIGNIFICACION
Se planea la rehabilitación y dignificación de seis millones de
andinos repartidos entre las repúblicas de Bclivia, Perú y Ecuador.
Aparte del auspicio de estos tres gobiernos, trabajan en dicha
dirección la AAT (Administración de Asistencia Técnica de la
UN); la OIT, (Organización Internacional del Trabajo); la OMS,
(Organización Mundial de la Salud) y la Organización de las
Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
No cabe sino felicitarnos de tan encomiables propósitos sostenidos
por tres gobiernos americanos y una tan brillante e impresionante se-
103
rie de poderosos organismos internacionales. Cabe empero no entusias
marse demasiado. Por lo pronto, y salvo error de información, dichos
gobiernos y organismos lian gastado en dicho plan la suma de 600.000
dólares a partir de 1952, lo que daría un promedio de 3 centavos de
dólar por indio y por año, cantidad insuficiente, se nos ocurre, para
rehabilitar y dignificar a ser viviente alguno.
Entre tanto, los gastos armamentistas de América, con sus derivados
y consecuencias, han insumido desde 1952 una cantidad aproximada
a los 150 mil millones de dólares como lo han revelado en conjunto
las estadísticas de la UN.
104
DE LA ACTUALIDAD
URUGUAYA
105
escuelas orientadas según planes que fueron novedad en Eu
ropa y en Estados Unidos hace más de treinta años y cuyos
resultados no se han confrontado con los de la escuela común.
Algo similar ocurre con la aplicación de las ideas del ilustre
pedagogo uruguayo, Estable, que por practicarse limitadamen
te quedan confinadas a las dimensiones de un experimento
perpetuo. Si vamos al aspecto económico, vemos que los ru
bros para Enseñanza Primaria y aún Secundaria, resultan
escasos frente a las imperiosas necesidades de locales y útiles.
Muchos edificios, a los pocos años de construidos, muestran
grietas en sus paredes, testimonios evidentes de una negligen
cia administrativa en el contralor de la edificación publica.
Desde la Declaración de Derechos del Niño (Ginebra
1923) se han sucedido, en esta parte de America,
menos ambiciosas. La del Dr. A báñese en Buenos_AiresJ
de los Congresos de Lima, en el Uruguay la de Rodríguez
Fabregat en 1927, culminando en nuestro, país no, ya con
una declaración, sino con un verdadero Código, vigenteid
do 1934 aue mereció loas en distintas partes de A ,P
í. é« " a .p » o . n . » — ~
valor que el de una utópica declaración. Pre en gi
vida del menor desde la etapa pre-natal has a
inclusive. . .,
Dependiendo del Consejo del Niño, institución centiah-
zadora y rectora de los diversos servicios, funcionan Hogares
v Albergues de Menores, donde el delincuente y A desanda-
yrado hM an cabida. El problema de la alta de discnmwa-
ción, la carencia de personal preparado, la escasez de recur
sos económicos, han sido motivos de constan es no a p
dísticas que no han vacilado en señalar dichos centros mas
como fábricas de delincuencia que como lugares de amparo
y reeducación. El breve tiempo de intemamiento, asi como
las fugas frecuentes contribuyen a impedir la eficacia del
sistema. Y no se vea en esto defecto de nuestro Código Penal,
ya que en su artículo 94 inciso 39 establece medidas de segu
ridad que se dictan respecto de los menores de dieciocho años
(no imputables, según dicho Código) y que, según inciso l9
del mismo artículo “serán sin mínimo con determinación de
máximo”, límite que a su vez está fijado en diez años por el
106
articulo 95. Este análisis demuestra que no es pues, comó
erróneamente se sostiene, reformando el Código Penal en un
sentido más severo, que se puede aminorar la delincuencia
juvenil. Cabe además señalar que en estos años de minoría
de edad poco afectará al presunto delincuente, la mayor gra
vedad de las medidas a posteriori, ya que la falta de expe
riencia le impedirá el sopesamiento de este factor.
Existen en el Uruguay, junto a esta ambiciosa y defi
ciente organización oficial de protección al niño, institucio
nes de carácter privado que tienden a su ayuda, algunas de
ellas de carácter religioso, otras, como A.U.P.I. y la Funda
ción de Ayuda al Niño del Campo, que no pueden ni preten
den abarcar todo el problema, ofreciendo soluciones parciales
inspiradas en un criterio de beneficencia.
Resumiendo, vemos que los problemas del niño y del
adolescente: abandono, vagancia, delincuencia, no es con le
tra muerta ni pomposos discursos que se resolverán, mientras
no se miren sinceramente las causas que los provocan: mi
seria, hogar irregular, incumplimiento de los deberes de la
paternidad, hacinamiento, contacto con adultos de vida equí
voca y finalmente, como corolario, el niño y el adolescente
en la calle, de la cual debe necesariamente sacársele.
Creemos llegado el momento de que el Estado revise
seriamente su organización protectora, que vigile el cumpli
miento de deberes de padres y tutores frente a sus hijos y
pupilos, que amplíe el número de visitadoras sociales dedica
das a la observación del menor, que cree centros recreativos
complementarios del horario escolar para sustraerlo a nocivas
influencias.
Estas medidas, como todo plan que se intente llevar a
cabo en ese terreno, no prosperarán o serán totalmente des
virtuadas, si no encuadran en una política general tendiente
a elevar el nivel de vida moral y material de nuestro pueblo,
cuya situación actual es la verdadera raíz de la proliferación
de delitos. Para ello, no bastará una filantropía mecánica y
deshumanizada, regida por criterios meramente jíurídicos y
burocráticos, como la que ha caracterizado hasta el presente
la atención del niño y del adolescente. Será preciso que el
Estado cumpla sus verdaderas funciones, actuando como ór-
107
gano de la comunidad, no como simple aparato administrativo
desprendido del cuerpo social.
108
del Ateneo, despliegan una actividad infatigable. En todo esto
hay algo que no es habitual en la esfera puramente artística,
por lo menos en nuestro país. Hay una actitud, un estilo
militante, y un sentido del trabajo en común, casi diríamos
un espíritu de cuerpo cuya tónica recuerda a las organiza
ciones de lucha político-social más que a los cenáculos artís
ticos. Sin embargo, si hay en nuestro medio una institución
que se halle lejos de servir fines sectarios de cualquier natu
raleza, ella es Teatro del Pueblo. Allí colaboran, consustan
ciados en un ejercicio del espíritu y en una concepción tras
cendente del servicio social, hombres y mujeres de las más
diversas ideologías. Ninguna infiltración, ninguna segunda
intención proselitista puede achacársele a este grupo.
También resulta en ciertos aspectos sorprendente la reac
ción solidaria del medio. Pocas veces, ante causas igualmente
legítimas, se han producido con tal fervor. La prensa, las
instituciones oficiales y privadas expresaron su apoyo y acu
dieron a él con una intensidad y prontitud insólitas. Cálida
fué también la respuesta de los particulares. Con su óbolo
y con su trabajo, el pueblo concurre a la reconstrucción del
Teatro que lleva su nombre. Hay algo extraño en el hecho
de que el estudiante y el obrero, el artista y el muchacho
de barrio se encuentren juntos, con herramientas en la mano,
en una tarea común. ¿Se explicará todo por el amor al arte
escénico? ¿Siquiera por la valoración del arte en general?
Estos móviles se hallan presentes, sin duda, y bastan para
determinar la acción del grupo estable de Teatro del Pueblo.
Pero debemos apelar a otros factores para comprender la
extensión de un movimiento solidario que afectó a sectores
y personas que habitualmente no se interesan por el teatro
ni por otras expresiones artísticas de jerarquía.
Para decirlo brevemente, lo que conmovió a nuestro
pueblo fué, antes que nada, la absoluta pureza de la empre
sa, su carácter totalmente desinteresado. Este es un indicio
alentador. Revela que, a pesar de la falta de vivencias espi
rituales y estéticas que define nuestra situación histórica,
nuestro pueblo guarda su capacidad de estim ar (siquiera sea
por una intuición de su subconciente colectivo) una obra del
espíritu, y que conserva también, bajo su ostensible atonía
moral, una apetencia de comunidad, de solidaridad que vaya
109
más allá del toma y daca del cooperativismo o del sindica
lismo economistas. En el caso que tratamos, la intensidad del
fenómeno expresa una respuesta ante el exceso de utilita
rismo y trivialidad, una rebelión ante las frías normas con
tractuales que rigen la superficie, la superestructura de nues
tra vida nacional.
La mezcla de aburguesamiento provinciano y corrup
ción de gran urbe que padecemos permite escasos refugios
al deseo de no dejarse aniquilar, a la persecución de una tras
cendencia, a la vigilia espiritual. Teatro del Pueblo es uno
de esos islotes. Otro, muy significativo, es el Taller Torres
García, donde un grupo de plásticos vive su aventura con
fanática abnegación y disciplina más afín a lo religioso que
a lo artístico. Ambos ejemplos forman parte de un vasto mo
vimiento de interés por el arte, en el que predominan los
elementos juveniles y que incluye los numerosos teatros in
dependientes, los cine-clubs, las prolíferas y amenudo efí
meras revistas literarias. Si se compara este cuadro con el
panorama de la década que corre entre los años 30 y 40,
puede observarse que mientras en esa etapa los problemas de
carácter político-social canalizaron la mayor parte de las
inquietudes intelectuales y espirituales, en el período poste
rior ha ocurrido algo así como un reflujo, que absorbió esas
energías en el campo de las preocupaciones artísticas. Por que
ha ocurrido esto, puede también explicarse. Es notoria la cri
sis que padece nuestro pueblo en materia de ideales tras
cendentes, el escepticismo que han generado factores y acon
tecimientos que no es del caso enumerar. En la esfera político-
social los caminos se hallan bloqueados para las inquietudes
generosas e idealistas, lo que estimula el desarrollo de actitu
des prescindentes, o cuando menos, retraídas. A la luz de
estas consideraciones puede resultar más comprensible el tono
“político” que adquiere la propaganda de una entidad pura
mente artística como Teatro del Pueblo, o el clima religioso
que preside las asambleas del Taller Torres García. Tenden
cias, aspiraciones y energías que, normalmente, en una socie
dad equilibrada, se manifestarían en el campo de la acción
política o de la búsqueda religiosa, se manifiestan hov. en
110
nuestro país, por otros canales, y les infunden su manera,
su estilo peculiar.
La existencia de esos islotes, donde todavía pueden los
jóvenes entregarse a una comunidad trascendida por un im
pulso espiritual, es altamente reconfortante. La presencia de
esas energías, su empeñosa búsqueda de las fisuras que nece
sitan para manifestarse, dentro de los cuadros de un medio
histórico ganado por un craso empirismo, por un sórdido pre-
sentismo sin grandeza y sin alegría, permite esperar, no sólo
su realización en el campo que actualmente han elegido, sino
también la apertura de nuevas vías en aquellos territorios
hoy cegados, temporariamente, para el fuego del espíritu.
R. A. P.
111
BIBLIOGRAFICAS
NO TAS Y C O M E N T A R IO S
Patrick Romanell: LA FORMACION DE LA MENTALTBAn
MEJICANA. Panorama actual de la filosofía en Méjico. Ed. Fondo
de Cultura Económica
Es un hecho notorio que, en estas últimas décadas, el
movimiento filosófico hispanoamericano se ha intensi
ficado. De ahí que se puedan comenzar a escribir los
primeros ensayos de historia de la filosofía americana,
superación de la etapa anterior, más genérica y difusa
de la historia de “ideas”, que era el síntoma más pre
ciso de la ausencia de un cultivo estricto de la filosofía.
Es claro, por otra parte, que “movimientos filósóficos”
no implican la existencia de grandes filósofos. Se trata
más bien de la constitución de un ámbito intelectual
que es condición y preludio de más altas realizaciones.
Y en ese orden es indudable que Méjico encabeza la
marcha.
P atrick Rom anell, un ítalo y an q u i, sig u e la ru ta abier
ta ya por Sam uel R am os. L a o b ra no es pretensiosa
ni muy analítica. E s m e ra m e n te p an o rám ic a, pero in
dispensable desde ya p a ra q u ien es se p re o cu p an de qué
hemos sido y hacia dónde vam os.
, T ras una introducción en la q u e esboza caractereo-
lógicam ente las diferencias e n tre las dos A m éricas (que
en su opinión se pueden c a ra c te riz a r: la hispano ame
ricana por el sentim iento trág ico de la vida y una aten
ción fundam entalm ente político - social, la norteam eri
cana por una actitud eticista y p ra g m á tic a ), Romanell
se aboca a discernir las etap a s su cesiv as y principales
por las que ha atravesado el p en sam ien to m ejicano que
corresponden aproxim adam ente a las m is m a i de" resto
de America Latina. E stas son 1) escolástico t í
trarreform a; 2) la Ilustración, del p e r i c o 5°"'
tista. 3) la "antirracionallsta", que correspondeT t e rta-
112
Foto Sichel
pa liberal impregnada por el utilitarismo inglés y el
romanticismo, 4) el Positivismo expresión de la bur
guesía en su afán de construcción político-económica.
5) El Anti-Positivismo, con que se inaugura el siglo
XX (1910) que tipifica la reacción contra la filosofía
oficial del régimen de Porfirio Díaz, o sea, el período
revolucionario.
Ya más cerca de nosotros, se detiene mas extensa
mente en el “dualismo cristiano” de A. Caso y en el
“monismo estético” del católico J. Vasconcelos, los dos
maestros e incitadores mejicanos de la actual genera
ción. La mayor repercusión académica corresponde a
A. Caso, tanto en lo que se refiere a los “perspectivis-
tas” (“neorteguianos”), a los existencialistas y a los
escolásticos, que son las tres tendencias dominantes en
el momento. Como se ve, los “neos” imperan en Méjico,
pero esto no lo consideramos, como la habitual frivo
lidad sostiene, un mal. El siglo XX mejicano está domi
nado primero por Bergson y Marx, luego por Ortega y
la fenomenología, Maritain y el existencialismo (Hei-
degger). Romanell, sin arriesgar demasiado, vaticina
que de acuerdo a la tradición mejicana, el porvenir qui
zás se oriente hacia un existencialismo teísta.
R. F.
113
tndo valor La técnica para ese logro en el
que emana 1 ™ d por tres "factores”: "sensibili
dad” " fe n ta X ”" d e a t i ó n ”, capaces de producir “la
obfet’ivacita de lo subjetivo”. Por otra parte una “.dea
=s s;» -
“í„ ■ £ £ ? S « S
”
Brest a una dislocada me qI con su desestima
lisis, superrealismo y ex‘s ,® t 'a '|¡f,¡onai colaboraría con
de la individualidad y de lo_ , ' c(ntura colecti-
los otros determinantes exlSie" Í 0 Jta *aber que opina-
va, “standard”, abstracta etc. (FaHa saber
rían los que son asi reunidos y 0 A> Bre-
mente: M. Heidegger, G. Ma Vnn'/iprno debe ser abs
ten, etc.). Opinando que el por una
tracto, no representativo, Por^ nacado Romero Brest
modalidad vital distinta de la d P ¡ ’ simplificadas
emplea y valoriza una serie de categorías snnp
con abuso. Su "objetivación de
dos términos opuestos sin que, o se _,pnns io exis-
de su posibilidad o se nos confiese, por lo menos 1. ex w
tencia de un problema. Tampoco se sabe com ' i
brecido adscrito a lo matemático se com ma . j
subjetivo, ni por qué ni donde desplaza lo irramonaL
; Por qué, además, la matematicidad, lo colectivo, etc
habrían de obligar al arte moderno a r ^n^ r la
representación? Acaso si ésta fuera un valor, suponga
mos que incompatible con lo matemático o lo coleen
del siglo, no habría menos sino más razones para otor
garle mayor importancia. Eso podría argüirlo quien gus
tara de lo figurativo; él regreso de los cubistas y la
permanencia de Matisse en lo figurativo, podría ser la
demostración de su verdad.
Romero Brest, para evitarse objeciones tan visibles,
le pone a la representación el sobrenombre de “apoyo”
o “pretexto”, meros adjetivos ruidosamente elevados al
rango de teoría. ¿Por qué apoyo, precisamente? Apoyo
es menos que representación, lo que a su vez es menos
que presentación. Si se piensa, por ejemplo, que en el
retrato aparece lo natural, podríamos hacer una teoría
opuesta a la mencionada sin que detrás del adjetivo
“pretexto” quede agazapada la importancia de una evi
dencia inmediata de realidad presentándose (pensemos
114
en un Holbein). Para negar un hecho que, como el
indicado, ha tenido tan enorme importancia en la his
toria del arte, por lo menos del más inmediatamente
nuestro, se precisa una sólida fundamentación: no bas
ta con decirlo. Romero Brest en vez de explicar el
arte abstracto con la historia, el estilo, o el ser, lo
explica todo con el arte abstracto y sus principios más
pregonados.
Muchas más cosas podemos preguntarnos aún. ¿Qué
relación hay, por ejemplo, entre la “espiritualidad” y
lo “objetivo”? El Espíritu que sin duda implica, aun
que el autor no lo mencione, la tan socorrida espiri
tualidad, no se sabe qué es. ¿Qué son la “adivinación me
tafísica” o lo absoluto, asomando en el texto tan sólo
como secretos apenas insinuados por un iniciado?
¿Qué son, tantos adjetivos, que no nos dicen cuál
subjetividad, o cuál objetividad o metafísica tienen o
no que ver con el arte? ¿Cómo se prueba que la “stan
dardización” de los objetos sea su plenitud y no su
decrepitud estética? ¿Por qué, finalmente, la objetiva
ción de tantas subjetividades como las que caben en
la historia y en la imaginación, produce el arte? ¿Aca
so todo es arte?
Para concluir, conviene recordar que nuestra caren
cia de críticos inteligentes, no autoriza a quien no lo
es a contentarse ofrendándonos una “lucecita de espe
ranza” para aclarar un caos al que contribuye oficial
mente; es necesario un respeto, mudo si es preciso,
capaz de sofrenar el autogoce de un libro que más
valiera no haber escrito.
r. m
115
4
FICHA DE SUSCRIPCION
anual
(Táchese la indicación que no corresponda)
semestral
NOMBRE......................................................................................
DOMICILIO
FECHA ........................................................................................
FIRMA
<-
■
h y i é r t r s w M f i t y a ifU tii fin í
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C r í n t í i . -I .
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