Rosalind Krauss

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Rosalind Krauss

La Originalidad de la Vanguardia:
Una Repetición Postmoderna

Durante el verano de 1981, la National Gallery de Washington organizó la que


llamaría con orgullo "la más grande exposición sobre Rodin realizada hasta la
fecha". No solamente no se habían visto enfrentadas jamás un número tan grande
de esculturas, sino que se descubrirían en ella muchas obras desconocidas: ya sea
porque se trataba de yesos almacenados en las reservas de Meudon desde la muerte
de Rodin (al resguardo de las curiosas miradas del público en general como de las
de los especialistas), ya sea porque dichas obras estaban apenas acabadas. Así, se
podía ver un vaciado absolutamente reciente de Las Puertas del Infierno, tan
reciente que los visitantes, sentados en un pequeño auditorio armado especialmente
para la ocasión, podían asistir a la proyección de un film recientemente terminado
acerca de la fundición y el patinado de esta nueva versión.
Es probable que buen número de esos espectadores haya tenido la impresión de
asistir a la fabricación de una falsificación. Después de todo, Rodin había muerto
en 1917: ¿cómo imaginar que una obra producida más de sesenta años después de
su muerte fuese auténtica, que fuese un original? La respuesta es más interesante
de lo que parece a primera vista. Porque esta respuesta no es ni afirmativa ni
negativa.
A su muerte, Rodin legó al estado francés la totalidad de su sucesión: no sólo
aquellas obras suyas que estaban entonces en su poder, sino también los derechos
de reproducción, o sea el derecho de fabricar bronces a partir de todos los yesos
existentes. Aceptado este legado, la Cámara de Diputados decidió limitar a doce el
número de copias posibles a partir de un molde donado. Así, estas Puertas del
Infierno producidas en 1978 son una obra legítima: podría decirse, un verdadero
original.
Pero una vez descartados el lenguaje jurídico y las últimas voluntades de Rodin,
nos hallamos inmediatamente frente a un verdadero embrollo. ¿En qué sentido este
nuevo vaciado es un original? A la muerte de Rodin, Las Puertas del Infierno
yacían en su taller como un gigantesco rompecabezas de yeso cuyas piezas
hubiesen sido desparramadas sobre el suelo. La disposición de las figuras de Las
Puertas tal como la conocemos hoy poco refleja la idea general que de su
composición se hizo el escultor: una disposición realizada a partir tanto de la
numeración de las figuras de yeso como de sus respectivos emplazamientos sobre
Las Puertas. Pero esta numeración fue constantemente modificada por Rodin en
función de reorganizaciones y recomposiciones de la obra, que estaba bien lejos de
ser acabada en el momento de su muerte.
De más está decir que no se había procedido aún al vaciado. Por otro lado, ya que
la obra había sido encomendada y financiada por el estado, no pertenecía a Rodin
el derecho de realizar un bronce, incluso si así lo hubiese querido. Ahora bien: el
proyecto del edificio al que estaba destinada fue abandonado: Las Puertas no
fueron, pues, reclamadas y, por esta razón, jamás acabadas ni vaciadas. El primer
bronce no fue realizado sino hasta 1921, o sea tres años después de la muerte del
artista. En cuanto a la finalización y al patinado del nuevo vaciado, no existe
ningún ejemplo acabado en vida de Rodin que permitiese conocer el aspecto
definitivo que pretendía dar a su obra. Precisamente porque jamás ha habido un
vaciado en vida de Rodin, y porque el modelo en yeso que dejó a su muerte estaba
aún en gestación, es que podemos decir que todos los vaciados de Las Puertas del
Infierno son copias sin original. Y si bien la cuestión de la autenticidad se hace más
evidente en el caso de la ediciones recientes, dicha cuestión concierne a la totalidad
de las copias existentes.
Pero si se recuerda lo que dijo Walter Benjamin en La Obra de Arte en la Era de su
Reproductibilidad Técnica, la noción de autenticidad se vacía de todo su sentido
cuando se la aplica a esos medios cuya esencia es la multiplicidad. "De la placa
fotográfica, por ejemplo -escribe Benjamin- se puede tirar un gran número de
copias; sería absurdo preguntar cuál es auténtica"1. La noción de "bronce
auténtico" parece haber tenido tan poco sentido para Rodin como la de "copia
auténtica" para numerosos fotógrafos. Al igual que respecto de algunos de los
innumerables negativos sobre vidrio de Atget no existe revelado alguno realizado
en vida del artista, numerosos yesos de Rodin jamás han sido realizados, en vida
suya, en un material perenne como el mármol o el bronce. Como en el caso de
Cartier-Bresson, quien jamás revelaba él mismo sus negativos, la relación que
mantuvo Rodin con respecto al vaciado de sus obras fue siempre extremadamente
distante. Este tenía lugar la mayor parte de las veces en las fundiciones donde el
escultor jamás se quedó para supervisar la ejecución; jamás trabajó ni retocó las
ceras a partir de las cuales los bronces debían ser colados; jamás controló el
acabado y el patinado de sus obras, que eran embaladas y enviadas al cliente sin
que él hubiese verificado el estado. Teniendo en cuenta este enraizamiento en el
ethos de la reproductibilidad técnica, el hecho de que Rodin haya legado a la
nación el derecho de reproducir sus obras parece poco impactante.
Bien entendido, este ethos de la reproductibilidad técnica no se aplica sólo a las
consideraciones técnicas ligadas al fundido de sus obras. Habita en el corazón
mismo del taller de Rodin y sus muros cubiertos de yeso (ese nevante polvo que
cegó a Rilke). Porque los yesos que forman el núcleo de su obra son ellos mismos
vaciados (múltiples potenciales). Y es de esta multiplicidad de donde nació la
proliferación estructural que está en el fundamento de la impresionante obra de
Rodin.
Por su frágil equilibrio, Las Tres Ninfas forman una imagen de la espontaneidad,
pero esta imagen se deshace poco después de que nos damos cuenta que las tres
figuras son vaciados idénticos, realizados a partir de una única matriz. De igual
forma, esta impresión de improvisación gestual que da la actitud de los Dos
Bailarines es singularmente inversa desde el momento en que se percibe que se
trata de gemelos no sólo espirituales sino igualmente mecánicos. En cuanto a las
Tres Sombras que coronan Las Puertas del Infierno, también se trata de la
producción de un múltiple, de un vaciado triple: tres figuras idénticas en presencia
de las cuales sería absurdo preguntar cuál es la original. Las Puertas mismas son
todas ellas por entero un ejemplo perfecto del trabajo modular de Rodin, donde
cada figura es muchas veces repetida, restituída, reasociada o recombinada de
manera obsesiva2. Si el vaciado de los bronces se halla en un extremo del abanico
ofrecido por la práctica escultórica (allí donde la multiplicación juega un rol
esencial), se podría entender que el otro extremo, la producción de originales, sea
el lugar de la unicidad. Ahora bien: Rodin, en su trabajo, privilegia a tal punto el
principio de la reproducción que ésta atraviesa de punta a punta todo el campo de
su escultura.
Sin embargo, nada en el mito de un Rodin demiurgo, prodigioso creador de formas,
nos prepara para la realidad: su uso múltiple y polivalente de la misma figura.
Porque lo propio del demiurgo es fabricar originales, en la embriaguez de su propia
originalidad. Recordemos el himno encantador de Rilke describiendo la profusión
de figuras concebidas para Las Puertas del Infierno:

(...) cuerpos que escuchaban como rostros y que tomaban impulso como brazos
para lanzar; cadenas de cuerpos, guirnaldas y sarmientos y pesados racimos de
formas humanas por las que subía la savia azucarada del pecado, excepto las
raíces del dolor (...) El ejército de esas figuras se hizo demasido numeroso para
hallar su lugar en el marco y las hojas de Las Puertas del Infierno. Rodín elegía y
elegía. Eliminaba todo lo que era demasiado solitario para someterse al gran
conjunto, todo lo que no era absolutamente necesario en ese acuerdo 3.

Ese enjambre evocado por Rilke nos parece compuesto de figuras diferentes. Y
somos alentados a esta creencia por el culto a la originalidad organizado alrededor
de Rodin y grandemente favorecido por él mismo. Desde su célebre ícono de la
mano de Dios, suerte de símbolo autobiográfico, hasta su propia publicidad, que
supo sabiamente orquestar (tanto que se piensa inmediatamente en su retrato por
Steichen, donde aparece como la figura misma del genio prometeico), Rodin no ha
cesado de querer dar de sí la imagen de un creador, de un inventor de formas, de un
prodigioso fermento de originalidad. Escuchemos a Rilke:

Se circula por medio de sus mil objetos, vencido por la profusión de hallazgos y
descubrimientos y se regresa involuntariamente hacia las dos manos de donde ha
salido ese mundo. Se recuerda cuán pequeñas son las manos de los hombres, cuán
rápido se fatigan y el poco tiempo que les es dado moverse. Se pregunta uno quién
es el que domina esas manos. ¿Cuál es ese hombre? Es un viejo4.

O incluso esas palabras de Henry James, en Les Ambassadeurs:

El genio en los ojos, la cortesía en los labios, detrás suyo su larga carrera, a su
alrededor su séquito de honores y de recompensas, el gran artista (...) deslumbró a
nuestro amigo, se le apareció como la encarnación conmovedora, prodigiosa, de
un tipo (...) brilló en el seno de una pléyade, con un brillo personal casi
insostenible.

¿Cómo debe tomarse este pequeño capítulo de la comedia humana? El artista del
siglo pasado, el más propenso a celebrar su propia originalidad, el creador más
atento a poner en evidencia el carácter autobiográfico de su impronta sobre la
materia, ese mismo artista, ese mismo creador ¿habría abandonado su obra a las
aventuras póstumas de la reproducción mecánica? ¿Podemos realmente pensar, al
leer este último testimonio, que Rodin supo medir hasta qué punto su arte era un
arte de la reproducción, un arte de múltiples sin originales?
Pero luego de esta reflexión, ¿cómo interpretar nuestra reticencia a la visión de esta
multiplicación póstuma de la obra de Rodin? ¿No nos encaminamos a adherir a un
culto del original que ya no tiene lugar en el seno de los medios de reproducción?
Este culto del original ha logrado imponerse en el mercado de la fotografía; la
copia "auténtica" es definida como "la más próxima al momento estético":
realizada no sólo por el fotógrafo mismo sino, además, inmediatamente luego de la
toma. Visión evidentemente esquemática de la paternidad artística: no da cuenta
del hecho de que ciertos fotógrafos son menos competentes para copiar que sus
asistentes; de que ciertos fotógrafos recopian y reencuadran ciertas fotografías
mucho tiempo después de haberlas tomado, a veces mejorándolas
considerablemente; o incluso de que es posible refabricar los materiales de copias
fotográficas del siglo XIX (antiguos papeles y compuestos químicos) y, por
consiguiente, resucitar el aspecto de una vieja fotografía: es decir, en una palabra,
de que la autenticidad es independiente de la historia de la tecnología.
Pero la fórmula que define una copia original como aquella "próxima al momento
estético" es evidentemente una fórmula que se enlaza con la noción de un "estilo
de una época", nacido de la historia del arte, y que sirve de criterio al conocedor. El
"estilo de una época" designa un tipo particular de coherencia de la cual uno no
podría escapar, incluso de forma fraudulenta. La autenticidad implícita en este
concepto de estilo es directamente inducida por la forma en que se concibe la
generación de un estilo como producción colectiva e inconsciente. Un individuo no
podría, por definición, divisar conscientemente un estilo. Las copias ulteriores se
traicionan precisamente porque no han sido producidas en la época: una
modificación de la sensibilidad, sobrevenida desde entonces, no podrá evitar que
las torpezas se deslicen en el claroscuro, que los contornos no sean demasiado
duros o demasiado suaves, que, en una palabra, la coherencia estructural del
antiguo orden no sea aniquilada. Y es precisamente a este concepto mismo de
"estilo de una época" al que violenta el vaciado reciente de Las Puertas del
Infierno. Poco importa que la reproducción de 1978 sea legitimada por un
certificado; son los derechos estéticos del estilo los que están en juego, fundados
sobre el culto a los originales. Así, asistiendo en el pequeño auditorio al último
vaciado de Las Puertas, espectadores de esta violación, tenemos ganas de gritar:
"¡Falsarios!"

Pero ¿por qué encabezar una discusión sobre el arte de vanguardia con estas
consideraciones sobre Rodin, las copias y los derechos de reproducción? Porque
Rodin parece el artista que nos puede introducir a ella, vista su popularidad en
vida, su gloria, y su rapidez para organizar la transformación de su obra en
producto de consumo, en kitsch.
El artista de vanguardia ha tomado muchos rostros durante el primer siglo de su
existencia: revolucionario, dandy, anarquista esteta, tecnologista, místico. Ha
entonado cantidad de credos muy diferentes. No ha habido más que una única
invariante, parece, en el discurso de la vanguardia: el tema de la originalidad. Por
originalidad entiendo más que esa suerte de revuelta contra la tradición que se
transparenta en el "Make it new"de Ezra Pound o en las exhortaciones de los
futuristas italianos para destruir los museos que cubrían Italia como "innumerables
cementerios". Más que un reniego o una disolución del pasado, la originalidad
vanguardista es concebida como un origen en sentido propio, un comienzo a partir
de nada, un nacimiento. Una noche de 1909, Marinetti, lanzado de su automóvil a
las alcantarillas de una usina, emerge de ellas como de un líquido amniótico para
nacer (sin progenitores) futurista. Esta parábola de la autocreación absoluta que
figura al comienzo del primer Manifiesto futurista funciona como modelo de lo
que la vanguardia, a comienzos del siglo XX, entiende por originalidad. Porque la
originalidad deviene una metáfora organicista, refiriéndose no tanto a la invención
formal como a las fuentes de la vida. El yo como origen es preservado de la
contaminación de la tradición por una suerte de ingenuidad originaria. De allí la
fórmula de Brancusi: "Desde que no somos más niños, ya estamos muertos". El yo
como origen tiene el poder de regenerarse continuamente, de renacer
perpetuamente de sí mismo. Para Malevitch: "Sólo está vivo quien reniega de sus
convicciones de ayer". El yo como origen permite una distinción absoluta entre un
presente experimentado de novo y un pasado cargado de tradición. Las
reivindicaciones de la vanguardia cubren exactamente esas reivindicaciones de
originalidad.
Pero si la noción misma de vanguardia puede ser considerada como dependiente
del discurso de la originalidad, la práctica efectiva del arte de vanguardia tiende a
revelar que esta "originalidad" es una hipótesis de trabajo emergente sobre un
fondo de repetición y de recurrencia. Una figura que dará el ejemplo, salida de la
práctica vanguardista en el dominio de las artes visuales, es la de la retícula5.
Más allá de su presencia recurrente en la obra de artistas que son considerados de
vanguardia (entre los cuales se halla tanto a Malevitch y Léger como a Mondrian y
Picasso, tanto a Schwitters, Cornell, Reinhardt y Johns como a Andre, LeWitt,
Hesse y Ryman), la retícula posee muchas propiedades estructurales que han
permitido fundamentalmente su apropiación por la vanguardia. Una de esa
propiedades es la impermeabilidad de la retícula al lenguaje. "Silencio, exilio y
astucia" eran la contarseña de Stephen Dedalus: orden que, según el crítico literario
Paul Goodman, expresa las reglas que se impone el artista de vanguardia. La
retícula promete el silencio, lo extiende hasta la negación de la palabra. El absoluto
estancamiento de la retícula, su ausencia de jerarquía, de centro, de inflexiones,
subrayan no solamente su carácter antirreferencial sino, más aún, su hostilidad a la
narración. Esa estructura impermeable tanto al tiempo como al accidente, prohibe
la proyección del lenguaje en el dominio de lo visual. Resultado: el silencio.
Ese silencio no se debe simplemente a la extrema eficacia de la retícula como
barricada contra el discurso, sino también a la protección que le asegura su red
contra toda intrusión. Ningún eco de pasos en las cámaras vacías, ningún grito de
pájaro al aire libre, ningún rumor de agua lejana, porque la retícula ha reducido la
espacialidad de la naturaleza a la superficie circunscripta de un objeto puramente
cultural. De ese borramiento de la naturaleza como del lenguaje nace un silencio
siempre más profundo. Y en esa nueva calma instaurada estaba el comienzo, el
origen mismo del Arte que numerosos artistas creyeron poder entender.
Para aquellos que imaginaron al arte comenzando en una suerte de pureza
originaria, la retícula era el emblema del puro desinterés de la obra de arte, de su
ausencia total de finalidad, promesa de su autonomía. Es ese sentido de la esencia
originaria del arte que nos conmueve en estas palabras de Schwitters: "El arte es
una noción fundamental, sublime como lo divino, inexplicable como la vida,
indefinible y sin fin"6. La retícula intensificaba ese sentimiento de haber nacido en
un espacio nuevo, desembarazado de todas las escorias, el de la pureza y de la
libertad estéticas.
Para los artistas que no ubican el origen del arte en la idea de un puro desinterés,
pero buscan alcanzarlo por una unidad empíricamente fundada, el poder de la
retícula reside en su capacidad para evidenciar el fundamento material del objeto
pictórico. Inscribiéndolo y describiéndolo simultáneamente, autoriza a concebir la
imagen de la superficie pictórica como naciendo de la organización de la materia
pictórica: para tales artistas, la superficie cuadriculada es la imagen de un
comienzo absoluto.
Quizá sea este sentimiento de un comienzo, de una nueva partida, de un grado
cero, el que condujo a todos esos artistas a trabajar con y a través de la retícula,
utilizándola a cada instante como si acabasen de descubrirla, como si el origen que
habían hallado (desnudando la representación, estrato por estrato, hasta llegar a esa
reducción esquematizada, a esa cuadrícula fundamental) fuese su propio origen, y
el hecho de descubrirla fuese un acto de originalidad. Por oleadas sucesivas, los
artistas abstractos han "descubierto" la retícula. Se podría decir que una de las
características de la retícula (en su función de reveladora) es la de ser siempre un
descubrimiento, un descubrimiento único.
Y como la retícula es un estereotipo que paradojalmente no deja de ser
redescubierta, es (otra paradoja) una prisión en la cual el artista encerrado se siente
libre. Porque lo que impacta de la retícula es que, por más eficaz que ella sea como
emblema de libertad, no autoriza, en realidad, más que a una libertad fuertemente
restringida. Si la retícula es, entre las construcciones posibles de una superficie
plana, sin ninguna duda la más convencional, es también, al mismo tiempo, la más
constrictora. Así como nadie pretendería haber inventado la retícula, de la misma
forma ha sido particularmente difícil, desde que se han explorado sus
posibilidades, ponerla al servicio de la invención. Si se examinan las carreras de
los artistas más interesados en la retícula, se podría decir que a partir del momento
en que se han sometido a esa estructura, su trabajo ha cesado virtualmente de
evolucionar para alistarse, por el contrario, en la vía de la repetición. Ejemplos:
Mondrian, Albers, Reinhardt, Agnes Martin.
Diciendo que la retícula condena a esos artistas a la repetición y no a la
originalidad, no pretendo de ninguna manera despreciar su trabajo; busco adelantar
un par de conceptos -originalidad y repetición- y analizar sus relaciones sin ideas
preconcebidas. Porque estos dos términos parecen aquí depender de una misma
economía estética (son interactivos), aunque uno de ellos -originalidad- sea
valorizado, mientras que el otro -repetición, copia o réplica- es desacreditado.
Acabamos de ver que el artista de vanguardia revindica por sobre todo su
originalidad como un derecho, un derecho de primogenitura por así decirlo.
Estando su yo en el origen de su obra, esa obra será tan única como él mismo; su
propia singularidad garantiza la originalidad de su producción. Esa garantía que se
da le permite invertir su originalidad en la creación, por ejemplo, de grillas. Ahora
bien: podemos ver no sólo a ese artista -sea quien fuere- no pudiendo decirse
inventor de la retícula, pues nadie puede reivindicarse esa paternidad. Los
derechos de autor se pierden en la noche de los tiempos y esa figura, luego de
muchos siglos, ha caído en el dominio público.
Desde un punto de vista estructural, lógico y axiomático, la retícula no puede ser
más que repetida. Y siendo ese acto de repetición o de reproducción para un artista
dado la ocasión "original" de utilizar la retícula, ese uso perpetuado en el
desarrollo de su trabajo será siempre más repetitivo, con lo que el artista mismo se
compromete en un proceso sin fin de autoimitación. Lo sorprendente es el hecho
de que tantas generaciones de artistas del siglo XX hayan debido imbricarse en una
situación tan paradójica que los condenaba a repetir, como compulsivamente, un
original lógicamente fraudulento.
Pero hay otra ficción -complementaria- cuya fuerza es no menos sorprendente: la
ilusión esta vez no de la originalidad del artista, sino del estado originario de la
superficie pictórica. Ese origen es el que el genio de la retícula está censurado a
revelarnos a nosotros, espectadores: un infranqueable grado cero detrás del cual ya
no hay ni modelo, ni texto, ni referente. Si ésta no es sino aquella experiencia de la
"originaridad" (originariness) forjada por generaciones de artistas, de críticos y de
espectadores, es ella misma una ficción. La superficie de la tela y la retícula que la
cuadricula no se fundan en esa unidad absoluta implícita por la noción de origen.
Porque la retícula sigue la superficie de la tela, la redobla. Incluso aunque sea
cierto que es una representación de la superficie reportada sobre esa misma
superficie, sin embargo sigue siendo una figura que representa diferentes aspectos
del objeto "originario". A través de su propia malla, crea una imagen del tejido
infraestructural de la tela; por su red de coordenadas, se organiza en metáfora de la
geometría plana del campo; por su repetición, configura la extensión de la
continuidad lateral. Así, la retícula no revela la superficie desnudándola; la vela, al
contrario, a través de una repetición.
Como hemos visto, el proceso repetitivo de la retícula debe seguir (o venir después
de) la superficie empírica, real, del cuadro. Sin embargo, también se puede decir
que el texto figurativo de la retícula precede a la superficie, viene antes que ella,
llegando hasta a prohibir a esa superficie concreta ser cualquier cosa como un
origen. Porque detrás de ella (behind it), lógicamente anteriores a ella, están todos
esos textos visuales que poco a poco han determinado el plano limitado como
campo pictórico. La retícula resume todos esos textos: la cuadrícula del
cuadriculado necesario para la transposición mecánica del dibujo al fresco; o el
dispositivo lineal de la perspectiva que sirve para operar la reducción conceptual
de las tres dimensiones del espacio a las dos dimensiones de la pintura; o incluso el
trazado regulador sobre el cual trasladar las relaciones armónicas, como las
proporciones; o finalmente los innumerables encuadres por los cuales la existencia
del cuadro como cuadrilátero regular ha sido reafirmado sin cesar. Todos ellos
textos que, por ejemplo, son repetidos por la superficie plana "original" de un
Mondrian y, por esa repetición, representa. De igual forma, el campo mismo que se
supone que la retícula revela es ya compartimento interno por la repetición y la
representación, siempre ya dividido y múltiple.
Lo que yo llamo el estado originario de la superficie pictórica es lo que la crítica de
arte denomina con orgullo la opacidad del plano pictórico moderno. Pero, en el
espíritu de esa crítica, una opacidad tal no tiene nada de ficticia. En el seno del
espacio discursivo del arte moderno, la opacidad putativa del campo pictórico debe
ser mantenida en tanto que concepto fundamental, porque es sobre ese fundamento
que reposa todo un complejo de términos interdependientes. Todos esos términos
-singularidad, autenticidad, unicidad, originalidad y original- están ligados al
momento originario en el que esta superficie es la instancia a la vez empírica y
semiológica. Si para la modernidad el placer reside en la autorreferencialidad, esa
cúpula de placer está erigida sobre la posibilidad semiológica de un signo pictórico
no representacional y no transparente, de tal suerte que el significado deviene la
condición redundante de un significante reificado. Pero si consideramos que el
significante no puede ser reificado, que su cualidad de objeto, su esencialidad
(quiddité) no es más que una ficción y que cada significante es él mismo el
significado transparente de un ya-allí, de una decisión siempre ya tomada de
hacerlo el vehículo de un signo, ya no hay más opacidad posible: no hay más que
una transparencia que se abre sobre una caída vertiginosa en un sistema de
duplicación sin fin.
En esta perspectiva, la retícula que significa la superficie pictórica,
representándola, no llega más que a aislar al significante de otro sistema de grillas,
anterior, él mismo precedido aún por otro sistema. En esta perspectiva, la retícula
moderna es, como los vaciados de Rodin, lógicamente múltiple: un sistema de
reproducciones sin original. En esta perspectiva, la nuestra, el estado real de uno de
los mayores vehículos de la práctica artística moderna deriva no del término
valorizado de la dupla más arriba evocada - la pareja originalidad-repetición- sino
del término desacreditado: el que opone lo múltiple a lo singular, lo reproducible a
lo único, lo fraudulento a lo auténtico, la copia al original. Es ese término - la parte
negativa de la dupla de conceptos- lo que la crítica moderna ha buscado reprimir,
ha reprimido.
Desde este punto de vista, constatamos que modernidad y vanguardia son
íntimamente dependientes de lo que podría llamarse el discurso de la originalidad y
que ese discurso no sirve solamente a los intereses de los artistas sino también a
los, bastante mayores, de instituciones tan numerosas como diversas. Recobrando
las nociones de autenticidad, de original y de origen, el discurso de la originalidad
es compartido tanto por los museos como por los historiadores y los practicantes
del arte. Y a todo lo largo del siglo XIX, esas instituciones se han concertado para
definir la marca, la garantía, el certificado de autenticidad del original7.

Sin embargo, la idea de que una copia ya siempre anida en el corazón mismo del
original era mucho más aceptable a comienzos del siglo XIX. Así, tenemos
discusiones concernientes a lo pintoresco: en Northanger Abbey, por ejemplo, se
ve salir de paseo a Catherine, la joven heroína lindamente provinciana de Jane
Austen, acompañada de sus dos nuevos amigos, más cultivados que ella, quienes
admiran el paisaje "con la mirada de gente habituada a dibujar y discutían con
pasión la manera en que se lo podría utilizar en un cuadro". Se ilumina entonces,
en el espíritu de Catherine, la idea de que su concepción provinciana del natural
-"cielo claro" igual "hermoso día"- es totalmente falsa: lo natural, o sea el paisaje,
va a ser construído ante sus ojos por su eruditos compañeros:

Se improvisó en el acto un curso acerca de lo pintoresco. Las explicaciones del Sr.


Tilney eran tan claras que ella comenzó rápidamente a percibir la belleza de todo
lo que él admiraba (...) Él le habló de primeros planos, de últimos planos, de
segundos planos, de puntos de vista y de perspectivas, de iluminación y de
sombras. Catherine se mostraba una alumna de la que podía esperarse mucho, al
punto que llegando a la cima de Beechen Cliff, rechazó por sí misma a toda la
ciudad de Bath como indigna de figurar en un paisaje8.

Leer un texto sobre lo pintoresco, es inmediatamente sucumbir a esa divertida


ironía con la que Jane Austen observa a su joven protegida descubriendo que la
naturaleza misma está constituída por "la manera en que se la podría utilizar en un
cuadro". Porque es perfectamente evidente que a través de la acción de lo
pintoresco la noción misma de paisaje es elaborada como un término segundo cuyo
antecedente es una representación. El paisaje deviene el redoblamiento de un
cuadro que lo ha precedido. Así, cuando nos sorprendemos con una conversación
entre el reverendo William Gilpin, uno de los principales teóricos de lo pintoresco,
y su hijo, que visita el Lake District, sabemos exactamente a qué atenernos. En una
carta a su padre, el joven escribe sobre su decepción cuando, en la primera jornada
de ascenso por las montanas, un clima absolutamente sereno impidió toda
aparición de lo que el viejo Gilpin nombraba constantemente en sus escritos como
el efecto. Pero el segundo día, asegura el muchacho, se produjo una tempestad
seguida por un desgarramiento en las nubes:

Entonces, ¡qué efectos de melancolía y de esplendor! Yo no (los) puedo describir, y


no tengo necesidad de ello, porque os es suficiente consultar vuestra propia
reserva (de esbozos) para tenerlos bajo vuestros ojos. He tenido, sin embargo, un
singular placer al ver vuestro sistema de efectos tan plenamente confirmado por
las observaciones hechas durante esa jornada: donde tornase mis ojos, percibia
uno de vuestros dibujos9.

En esta discusión, el dibujo es la instancia legitimante -con su conjunto de partidos


previos concernientes al efecto- y el que valida las pretenciones del paisaje de
representar la naturaleza.
El suplemento del Johnson's Dictionary fechado en 1801 da seis definiciones del
término pintoresco (picturesque): todos describen una especie de torzada alrededor
de la cuestión del paisaje en tanto que releva o no una experiencia originaria del
sujeto. Siguiendo este diccionario, lo pintoresco es 1) lo que place a los ojos; 2)
remarcable por su singularidad; 3) impactando la imaginación con la misma fuerza
que los cuadros; 4) expresable a través de la pintura; 5) ofreciendo un buen motivo
para el paisaje; y 6) propio a abrazar la forma del paisaje10. De más está subrayar
que el concepto de singularidad, empleado en la expresión "remarcable por su
singularidad", contradice semánticamente a otras acepciones autorizadas del
término, como "ofreciendo un buen motivo para el paisaje", donde paisaje significa
un cierto tipo de pintura. Porque ese género pictórico -tal como es tomado en la
convención de los "efectos" enunciados por Gilpin- no es único (o singular) sino
múltiple y recurrente: reposa sobre un conjunto de bosquejos: lo accidentado, el
claroscuro, las ruinas y las abadías. Así, cuando se hallan estos efectos en el
mundo real, su tratamiento natural no aparece sino como la repetición de otra obra,
de un "paisaje" que existe ya en otra parte.
Pero el empleo de la palabra singularidad por el Johnson's Dictionary merece un
examen más profundo. En sus Observations on Cumberland and Westmorland,
Gilpin hace de la singularidad una función del espectador: sería el conjunto de los
momentos singulares de su percepción. Para Gilpin, la singularidad no es cualquier
cosa que ofrecerá o no tal o cual zona topográfica; nacerá más bien de las
imágenes que surgirían en todo momento, y de su eco en la imaginación. El paisaje
no es, entonces, estático, sino que se recompone constantemente en diversos
cuadros, distintos y singulares. Para Gilpin:

El que contemplase una misma escena bajo dos luces diferentes, al poniente y a
pleno mediodía, vería sin duda dos paisajes bien diferentes. No solamente las
distancias le parecerían borradas o. por el contrario, espléndidamente puestas en
relieve, sino que podría percibir variaciones en los objetos mismos; y ello
simplemente por razón de las diferentes horas del día en las que esos objetos
hubiesen sido examinados11.

Con esta descripción de la singularidad como una unidad empírico-perceptiva de


un momento integrado a la experiencia de un sujeto, estamos en el umbral de la
problemática del paisaje tal como ha sido elaborada en el siglo XIX, fundada sobre
la creencia en el poder originario y fundamental de la naturaleza vista a través de la
lente aumentante de una subjetividad. En otros términos, en esos dos-paisajes-
diferentes-ya-que-vistos-en-dos-momentos del-día, Gilpin parece abandonar la
idea de que la condición primera y fundamental de un paisaje es ser siempre ya un
cuadro. Pero el agrega: "Si el sol brilla, las colinas púrpuras pueden destacarse
sobre el horizonte, recortadas en innumerables formas placenteras; por el contrario,
si el cielo es oscuro, un cambio total puede ocurrir (...) las montañas lejanas y toda
su magnífica agudeza pueden desaparecer para dar lugar a una superfiecie muerta".
El empleo mismo de esta oposición (formas agudas/superficie muerta) nos muestra
nuevamente que aquí la pintura es el único código de referencia.
Lo que nos revela la definición de pintoresco propuesta por Jane Austen, por
Gilpin o por el diccionario es que, incluso si lo singular y lo estereotipado (o lo
repetitivo) pueden ser opuestos desde el punto de vista semántico, forman sistema
desde el punto de vista lógico: forman las dos mitades del concepto de paisaje. En
los cuadros, la anterioridad y la repetición son la una y la otra necesarias a la
singularidad de lo pintoresco, porque para el espectador ésta no existe si no la
reconoce en tanto que tal, y este re-conocimiento no es posible sino por un ejemplo
anterior. La definición de lo pintoresco es maravillosamente circular: lo que hace
aparecer como singular un momento cualquiera de la percepción es precisamente
que se conforma en el tipo, en lo múltiple.
Se puede examinar fácilmente la economía de esta oposición -singular/múltiple- en
el interior de ese episodio estético que se ha llamado lo Pintoresco: episodio que
ha determinado el advenimiento de un publico artístico interesado ante todo por la
práctica del "gusto" como ejercico que permite el reconocimiento de la
singularidad o -en el lenguaje del romanticismo- de la originalidad. Pero mucho
antes del siglo XIX la interdependencia de estos términos deviene mucho menos
evidente, en la medida en que el discurso estético -tanto oficial como no oficial-
privilegia la originalidad y tiende incluso a evacuar la noción de repetición o de
copia.
Y sin embargo, evidente o no, esta noción es fundamental para la concepción
misma del original. El siglo XIX organiza su práctica artística alrededor de la copia
para suscitar esa posibilidad de reconocimiento que Jane Austen y William Gilpin
llamaban gusto. Thiers, aquel ministro de Louis-Philippe que veneraba la
originalidad de Delacroix al punto de procurarle importantes encargos oficiales,
creó un museo de copias en 1834. Cuarenta años más tarde, el año que precedió a
la primera exposición impresionista, un monumental museo de Copias era abierto
bajo la dirección de Charles Blanc, entonces director de Bellas Artes. Las nuevas
salas de este museo albergaban 157 pinturas al óleo: copias tamaño natural,
recientemente encargadas, de las más grandes obras maestras de los museos
extranjeros, así como algunos frescos de Rafael del Vaticano. La existencia de este
museo era, a los ojos de Blanc, de una necesidad y de una urgencia tales que,
durante los tres primeros años de la Tercera República, la totalidad del presupuesto
acordado al ministerio de Bellas Artes para "el estímulo a los artistas" servía para
financiar la realización de copias12. Hay que destacar que esta insistencia sobre la
importancia de las copias en la formación del gusto no impedía de ninguna manera
a Charles Blanc -como tampoco a Thiers- el admirar profundamente a Delacroix y
trabajar en hacer accesibles las investigaciones más avanzadas sobre el color. Su
Grammaire des arts du dessin (1867) permitió a los primeros impresionistas
familiarizarse con las nociones de contraste simultáneo, de complementariedad y
de acromatismo, así como con las teorías y los diagramas de Chevreul y de Goethe.
Este no es el lugar para desarrollar ese fascinante tema que es el rol de la copia en
la pintura del siglo XIX y su creciente necesidad para la formación del concepto de
originalidad, de espontaneidad y de novedad13. Me contentaría con observar que la
copia ha permitido el desarrollo de un signo o sema -el de la "espontaneidad"-
organizado y codificado de manera cada vez más compleja. A ese signo Gilpin lo
llama "efecto", Constable "claroscuro de la naturaleza" -alusión a su técnica de
pura convención: toques quebrados, realces blancos aplicados a espátula- y Monet
lo llamó "instantaneidad", refiriéndose al lenguaje pictórico igualmente
convencional del boceto o de la pochade. "Pochade" es el término técnico para un
croquis ejecutado muy rápidamente, una especie de anotación estenográfica,
codificable e identificable en tanto que tal. Fue la rapidez de la "pochade" así como
su lenguaje abreviador lo que un crítico como Ernest Chesneau vió en la obra de
Monet, calificándola de "indescifrable caos de roces de paleta"14.
Pero como lo han mostrado recientes estudios sobre el impresionismo de Monet, el
toque rápido, que en él funcionaba como signo de espontaneidad, dependía de
hecho de una elaboración de las más calculadas: ningún signo más falsificado que
el de esa espontaneidad. Trabajando las múltiples subcapas gracias a las cuales
constituye los gruesos plegamientos de lo que Robert Herbert denomina "toques
texturales", Monet forma pacientemente una red de brutas incrustaciones y de
regueros orientados considerados como significantes de la rapidez de ejecución y
por lo mismo de la singularidad del momento percibido y la unicidad del
despliegue empírico15. Pintadas a los último, por encima de ese "instante"
fabricado, débiles y precisas manchas de pigmento establecen las relaciones de
color. Inútil decir que esas operaciones, teniendo en cuenta el tiempo de secado,
tomaban cada vez más días. El resultado está allí: ilusión de espontaneidad,
sentimiento de ver acontecer instantáneo y originario. Remy de Gourmont es
víctima de esa ilusión ya que en 1901 describe las telas de Monet como "la obra de
un instante", un "relámpago" específico donde "el genio colabora con el ojo y la
mano" para forjar una "obra personal de una originalidad absoluta"16. Esta ilusión
del instante distinto, único, es el producto de un procedimiento enteramente
calculado desarrollado necesariamente por etapas, efectuado fragmento a
fragmento sobre muchas telas a la vez. Se trata de un trabajo en serie, de un trabajo
en cadena. Los que visitaron el taller de Monet a fines de su carrera fueron
sorprendidos por el hallazgo del maestro de la instantaneidad trabajando sobre una
docena de telas, o aún más. La producción de espontaneidad a través de constantes
retoques hechos sobre sus telas (Monet recobró de su marchand la serie de
Catedrales de Rouen para retrabajarlas durante tres años) revela esa misma
economía estética que hemos visto operar en Rodin, y que reposa sobre el
apareamiento de la singularidad y de la multiplicidad, de la unicidad y de la
reproducción. Esa economía implica, por otro lado, el fraccionamiento del origen
empírico que estará más tarde en el fundamento de la retícula moderna. Como en
el caso de Rodin, como para la retícula, el discurso de la originalidad del que
participa el impresionismo rechaza y desacredita el complementario de la copia. La
vanguardia como la modernidad reposan sobre ese rechazo.

Pero ¿qué será lo que no rechaza el concepto de copia? ¿ A qué se asemejaría un


trabajo que pusiese en obra el discurso de la reproducción sin original, ese discurso
que no podría operar en la obra de Mondrian sino como la inevitable subversión de
su proyecto, como ese resto de representación que no había podido purgar
totalmente de su obra? Una de las respuestas posibles es que un trabajo tal
parecería una especie de juego sobre la noción de reproduccion fotográfica, como
el que ha comenzado con las telas serigrafiadas (silkscreen canvas) de
Rauschenberg para extenderse más recientemente en la producción de un grupo de
jóvenes artistas, designada con el polémico término de imágenes (pictures)17. Me
detendré sobre el ejemplo de Sherrie Levine, que parece cuestionar de la manera
más radical el concepto de origen y, entonces, el de originalidad.
El medio de Levine es la foto-pirata, como testimonia la serie de fotografías de
Edward Weston sobre su hijo Neil que Levine, violando el derecho de autor, se ha
contentado con refotografiar. Pero, como se ha señalado recientemente, los
"originales" de Weston provenían ellos mismos de modelos forjados por otros, a
saber, el gran conjunto de Kouroï griegos de los que derivan la codificación y la
multiplicación del torso masculino en nuestra cultura18. El robo de Levine, quien se
sitúa, si se lo pudiese decir, en la misma superficie de las copias de Weston, hace
resonar detrás de ellas toda la teoría de modelos que el fotógrafo mismo había
plagiado, reproducido. El discurso de la copia al que debe remitirse el acto de
Levine ha sido analizado por numerosos escritores, entre ellos Roland Barthes.
Vuelvo a su definición del realista no como el que copia según la naturaleza sino
como "pasticheur", como cualquiera que hace copias de copias"

Pintar es descender al tapete de los códigos, es referir no de un lenguaje a un


referente sino de un código a otro código. Así, el realismo (...) consiste no en
copiar lo real sino en copiar una copia (pintada) de lo real (...) por una mímesis
segunda, (alguien) copia lo que ya es copia19.

Otra serie de Sherrie Levine reproduce los lujuriosos paisajes de Eliot Porter:
nuevamente atravesamos "la copia original" para regresar al origen natural y, como
en el caso de lo pintoresco, ingresamos por una puerta secreta al último plano de
esa "naturaleza", a la construcción puramente textual de lo sublime y a la historia
de sus degeneraciones en copias siempre más pálidas.
En la medida en que el trabajo de Sherrie Levine deconstruye explícitamente la
noción moderna de origen, no puede ser considerado como una prolongación de la
modernidad. Al igual que el discurso de la copia, es postmoderno. Lo que quiero
decir es que no puede ser tenido por vanguardista. A causa de su ataque crítico
contra la tradición que la precede, podríamos tentarnos de ver en el cambio
operado por la obra de Sherrie Levine una nueva etapa en el progreso de la
vanguardia. Sería un error. Deconstruyendo las nociones hermanas de origen y de
originalidad, el postmodernismo secesiona: se desprende del campo conceptual de
la vanguardia y considera al abismo que lo separa de ella como la marca de una
ruptura histórica. El período histórico que englobó vanguardia y modernidad está
cerrado, irremediablemente, y no se trata de un simple acontecimiento periodístico.
Toda una concepción del discurso lo ha conducido a su fin, al igual que todo un
complejo de prácticas culturales, en particular una crítica desmitificante y un arte
verdaderamente postmoderno. Estos dos últimos trabajarán en lo sucesivo en
desvitalizar las proposiciones fundamentales de la modernidad, en liquidarlas
definitivamente exponiendo su carácter ficticio. Así, es desde un nuevo punto de
vista, extraño, que nos volvemos hacia el origen moderno y miramos su estallido
en una repetición sin fin.

Sinceramente Suya
Rodin y el Problema de la Reproducción

"La Originalidad de la Vanguardia" produjo una respuesta inmediata por parte del
profesor Albert Elsen, organizador de la exposición Rodin Rediscovered de la
National Galley of Art de Washington. En una carta de cuatro páginas, enviada a la
redacción de October, donde había aparecido mi artículo, acosa a ese ensayo
porque yo examinaba en él el problema de los originales y de la originalidad en
Rodin, dos nociones que según Elsen, no presentaban absolutamente nada de
problemático. Luego de haber declarado que yo parecía ignorar en mi artículo el
catálogo de la exposición, "que comprende estudios sobre Un Original en
Escultura por el antiguo director del Louvre, sobre Las Obras Esculpidas de Rodin
por Dan Rosenfeld y sobre Las Puertas del Infierno por mí mismo", Elsen, una vez
más, se convirtió en la voz de la evidencia misma:

Jean Chatelain demuestra que en Francia las ediciones de bronces han sido
siempre consideradas como originales. Al igual que los grabados, las ediciones en
bronce hoy como antaño, son originales. Así como se habla de un grabado original
de Rembrandt, se puede hablar de un bronce original de Rodin.

Habiendo decretado que para mí originalidad "quiere decir único, solo en su


género", Elsen estaba impaciente por contradecir esta definición con la de Rodin
mismo:

Para Rodin, la originalidad está en la concepción, por ejemplo, en su


interpretación de la historia de los Burgueses de Calais, en la forma en que, con el
Balzac, expresa su idea del monumento público (...) No fue limitando sus
esculturas a un solo ejemplar la forma en que Rodin fue aclamado en su tiempo
como un artista original. Él mismo consideraba a los bronces y a las obras
esculpidas por otros con su autorización como obras "autógrafas" ya que la
concepción, así como las normas de ejecución, eran suyas. Si un cliente deseaba
un mármol que se distinguiese por su caracter único, debía expresamente
precisarlo a Rodin, de manera tal que la obra encomendada difiriese de manera
visible y definitiva de toda otra pieza tallada a continuación sobre el mismo tema.
El público de Rodin conocía muy bien el sistema de división del trabajo que el
artista había heredado y que usaba a fin de producir y crear.

Si la originalidad puede ser puesta al abrigo de todo cuestionamiento, debe hacerse


lo mismo con la autenticidad. Describiendo las relaciones entre Rodin y Jean
Limet, el "patinista preferido" del escultor, Elsen agrega: "Contrariamente a
Krauss, Rodin tenía una concepción bien resuelta de la autenticidad. No reconocía
como auténticos más que a los bronces fundidos con su autorización. Todos los
demás no eran para él sino falsificaciones".
En este contexto de reproducción, la repetición está igualmente desprovista de todo
carácter problemático:

Contrariamente a lo que pretende Krauss, los contemporáneos de Rodin eran


conscientes de su reutilización del mismo personaje, no solamente en Las Puertas
del Infierno, sino en sus obras de bulto exento. En 1900, un crítico llamado Jean
E. Schmitt, rindiendo cuentas de la retrospectiva de Rodin y de Las Puertas del
Infierno, escribía a propósito de éstas: "El mismo personaje, el mismo grupo,
invertidos, modificados, acentuados, simplificados, combinados con otros,
dispuestos en la sombra, ubicados a la luz, revelan a su autor los secretos de la
escultura, los misterios de la composición, las bellezas a las que aún no había sino
confusamente soñado". Krauss querría hacernos creer que fue ella -y no Rilke
quien, como secretario de Rodin, fue a su taller todos los días durante siete meses-
quien reconoció el mismo personaje en Las Tres Sombras.

Habiendo restablecido la verdad histórica por esa serie de inversiones


("contrariamente a Krauss"), Elsen se dirige entonces a dos puntos más recientes.
El primero era mi mención, en "La Originalidad de la Vanguardia", del film
documental sobre la fundición de Las Puertas del Infierno que había sido previsto
para acompañar a la exposición Rodin Rediscovered, pero que finalmente no fue
proyectado por no haber sido terminado a tiempo, lo que invalidaba todas las
remisiones que yo hubiese podido hacer a él.
El segundo punto concernía a la posición que yo había tomado en el ensayo sobre
Julio González: "Ese Arte Nuevo: Dibujar en el Espacio", interpretado por Elsen
como una negación a "condenar los bronces póstumos fundidos de las obras en
hechas metal soldado, y de ejemplar único, de Julio González". Viendo allí una
huída mía frente a las cuestiones que yo misma había promovido a propósito de
Rodin, Elsen presentó mi posición de la siguiente forma: "Ya que para González el
uso de los materiales hallados no era metafórico -al contrario de lo que pasaba con
Picasso- y que lo que hacía con el metal soldado era un proceso, una gran parte de
aquello que en el trabajo directo del metal prohíbe teóricamente su traducción en
bronce, pierde al mismo tiempo su pertinencia". Indignado por esta idea y en
general por todo el contenido de "La Originalidad de la Vanguardia", Elsen
pregunta: "¿Qué hacer cuando un crítico inventa problemas, fabrica
contradicciones, sostiene juicios diversos siguiendo sus intereses, y rinde cuentas
de un acontecimiento que aún no ha acontecido?"
Es, sin duda, semejante sentimiento de ultraje quien dictó las últimas líneas de su
carta. Según un post-scriptum destinado a los lectores de October, los encaminaba
hacia "la opinión de los expertos" expresada en los Standards for Sculptural
Reproduction and Preventive Measures Against Unethical Casting, opinión
"adoptada por la Art Museum Directors Association, Artist Equity, la Art Dealers
Association, y la College Art Association". A continuación, una advertencia a los
responsables de October: "Copia de esta carta ha sido enviada a Leo Steinberg,
Kirk Varnedoe, Henry Millon, Arthur Danto". Algo intrigados, los jefes de
redacción publicaron la carta en su totalidad, a excepción de esta frase final,
particularmente malévola por el perfume de censura que destila. Publicada en
October Nº 20 (primavera 1982), la carta de Elsen estaba seguida por mi texto
"Sinceramente Suya"20.

¿Por dónde comenzar? Quizás a contrario: por el final. Comencemos pues por el
parágrafo final del texto publicado por el profesor Elsen en el catálogo de la
exposición Rodin Rediscovered, e intitulado "Rodin's Perfect Collaborator, Henri
Lebossé":

¿Por qué Lebossé aceptó hacer, a pedido de Bénédite, la gigantesca versión


póstuma de La Défense? ¿La arrogancia arrastra consigo a la prudencia? (...) A
falta de ser excusable, la decisión de Lebossé deviene más comprensible cuando se
conocen todas las dificultades que tuvo justo después de la guerra, y a pesar de la
ayuda de su hijo, para poner en pie su empresa. Bénédite, finalmente, como
director del museo Rodin, encarna en este punto a la autoridad legal, si no moral, y
Lebossé pudo así tras la muerte de Rodin reflotar su asunto con otras obras
dejadas inconclusas21.

Estas cuestiones y estas conjeturas le sirvieron de respuestas que pusieron un punto


final al episodio al que refiere Elsen para cerrar su descripción de la carrera del
reproductor preferido de Rodin -un hombre cuyo encabezamiento de carta
precisaba "que se comprometía a reducir o agrandar todos los objetos de arte e
industriales según un proceso matemáticamente puesto a punto y empleaba una
máquina especial para hacer ediciones de estos duplicata"22. (El término que más a
menudo usa el profesor Elsen en su texto para designar a los mármoles de Lebossé
no es "duplicata" sino "reproducción", una palabra sobre la que regresaremos).
El episodio en cuestión es el "escándalo" en el que Lebossé estuvo implicado "de
manera trágica", aunque era beneficiario de la complicidad del primer director del
museo Rodin que, como heredero de Rodin, era detentor de "la autoridad legal, si
no moral". Luego de la muerte de Rodin, Lebossé comenzó a trabajar sobre un
agrandamiento de La Defensa -una versión cuatro veces más grande que la
original, es decir, bastante más grande que la que Rodin mismo había jamás
encargado. Lebossé obedecía a las instrucciones de Bénédite, para el encargo del
gobierno holandés: el monumento debía ser erigido en Verdún. Para el momento
del acabado hubo, nos enteramos, "una tempestad de críticas contra Bénédite por
haber encargado este agrandamiento póstumo" y, mientras, "de manera trágica para
el perfecto colaborador de Rodin, el agrandamiento de Verdún se encontró
mezclado en 1920 en un escándalo en el que era cuestionado de falso, los tallistas
de mármol continuaban ejecutando piezas firmadas con el nombre de Rodin, y
había bronces ilegalmente realizados por la fundición Barbedienne"23.
Parece que la principal diferencia entre Lebossé y los otros "tallistas de mármol
que continuaban ejecutando piezas firmadas con el nombre de Rodin" radica en
que sus "falsos" eran ilegales mientras que los suyos no lo eran. Y ello se debe
gracias a la autorización "del artista o de sus herederos" (Código general de los
impuestos, apéndice III, artículo 17) -en este caso el museo Rodin, que según la ley
es el único y verdadero "detentor de los derechos de autor del artista" y constituye
pues, en la materia, "la autoridad legal, si no moral24". Para el director del museo
Rodin, no menos que para Lebossé, se trataba de una cuestión de dinero. Porque
era el museo quien percibía (y quien percibe) los derechos de reproducción y era la
oleada continua de las obras originales la que aseguraba (y que asegura) sus
ganancias.
La "autoridad legal, si no moral" es absolutamente necesaria para la noción de
edición original, ya que tiene la salvaguarda de ésta no sólo por el Código penal
sino también por el Código general de los impuestos, porque la ley se interesa
atentamente por la manera que tiene la originalidad de influir sobre el mercado.
Tal como nos informa Elsen en su carta, Jean Chatelain es uno de los más
esclarecedores sobre el problema del original en escultura, especialmente en el
punto sobre el cual especialmente se detiene, las "ediciones originales". "El valor
particular de una edición original -escribe Chatelain- no posee el carácter objetivo
de su originalidad en el sentido etimológico de este término, ya que cada edición
consiste, en sí misma, en la reproducción de un modelo que es el verdadero
original (lo que no quiere decir que ella se haga fuera de toda definición legal o
tradicionalemnte admitida). Ella tiene el acuerdo intercambiado entre el autor de la
edición y los compradores"25. ¿Los compradores? ¿Qué tienen que ver con la
paternidad artística o la noción de original?
Relacionando "el sobrelevamiento revolucionario que conmovió el sistema
tradicional de taller y el advenimiento de una filosofía individualista, seguidos por
el ascenso del romanticismo así como por el desarrollo del mercado del arte y de la
especulación"26, Chatelain nos vuelve a trazar una historia de la noción de "edición
original" que no la considera sino como bien de consumo. El comprador del siglo
XIX, nos dice, estaba obsesionado por la noción de originalidad -porque esto
comprendía innovación, creatividad, inspiración. Confundiendo originalidad y
original en sentido material, deseaba poseer el objeto portante de los trazos más
directos del proceso creador, espontáneo e imposible de repetir. A causa de esta
nueva modalidad del deseo, "toda reproducción de la obra de un artista por otro,
cualquiera sea el método empleado, no tiene real valor artístico y casi no tiene
valor mercantil, pues no guarda la marca directa del impulso creador"27.
Para las artes compuestas28 (como la escultura en bronce), que son "artes de la
repetición", esta nueva economía del deseo hizo temer una total pérdida de valor y
exigió una respuesta inmediata. Esta fue la "edición original", una expresión que,
como Chatelain se apresura en decirnos, "es un desafío a las leyes de la lógica y de
la lingüística, ya que la originalidad implica la singularidad, mientras que una
edición supone la difusión, la multiplicación y la serie"29. Pero, como es
frecuentemente el caso en economía, la lógica tiene poco que ver con la semántica
o con el "sentido etimológico". Ella reposa sobre la oferta y la demanda, sobre lo
que Chatelain llama el "enrarecimiento sistemático". La "edición original",
Chatelain no cesa de repetirlo, es una ficción jurídica inventada para crear lo que
podría llamarse el efecto-originalidad: "Esta expresión es aún de gran eficacia ante
el público, que acaba de verla empleada en vistas de conferir valor a ediciones que,
a falta de ser originales, intentan al menos, siendo numeradas, tener la
apariencia”30.
A primera vista, leyendo las declaraciones de Chatelain, se diría que bromea, o que
juega al cínico. Se ve que no hace ni lo uno ni lo otro, si se lo relaciona con el
contexto del que están extraídas estas líneas, una laboriosa dialéctica que intenta
demostrar el carácter razonable de ese sistema y explicar, pues, el deslizamiento,
en su argumentación, del "sentido etimológico" a las exigencias de la economía de
mercado. Descartando la posibilidad "de una autoridad competente (...) capaz de
definir la noción de edición original para un arte dado y en un momento dado", y
considerando esta indecisión como un factor "que no hace más que reforzar el
sentimiento de relativismo general", este antiguo director de los museos de Francia
abandona la cuestión a las manos del comercio:

Una vez más, como es corriente en un sistema jurídico liberal, se vuelve a dejar
esto a la voluntad de las partes concernientes: está en ellas definir mutuamente un
acuerdo (...) En el dominio que nos interesa, es evidente que el vendedor, es decir
el detentor de los derechos de autor sobre cierta obra -o sea el creador o sus
herederos- es el único en condiciones de establecer las características de la
edición prevista. Está en él decidir cuántas copias deberán ser hechas, según qué
particularidades técnicas y con la ayuda de qué especialistas. El comprador no
tiene opinión sobre esas condiciones: no tiene otra elección que aceptarlas o
rechazarlas. A lo sumo puede intentar discutir el precio pedido, o quizás reclamar
una modificación de detalle (un cierto tipo de zócalo, por ejemplo, para una obra
en bronce)31.

Es en el heredero, entonces, en quien recae toda la responsabilidad artística, ya que


sólo él, una vez muerto el artista, "está en condiciones de establecer las
características de la edición prevista". ¿Y el comprador? Si desea un original, si ése
es el objeto de su deseo, no tiene más que "discutir el precio pedido".
Para Chatelain, la naturaleza totalmente comercial/convencional de la "edición
original" -que a veces llama, para subrayar el oxymoron, la "copia original"-
promueve tales problemas lógicos que la interpretación de los textos legales que se
relacionan con ella a menudo no funcionan sin alguna dificultad. Toma por ejemplo
un reciente decreto que trata de la supresión de los fraudes cuando se trata de
transacciones ocasionadas por obras de arte: este decreto estipula que todas las
reproducciones de una obra original deben llevar la mención indeleble
"reproducción"; los "vaciados de vaciados" están incluídos en esta categoría. El
problema, tal como Chatelain lo ve, está en el hecho de que el término "vaciados
de vaciados" parece limitarse a los vaciados que no han sido realizados según la
matriz original -es decir, en el caso de la escultura en bronce, los que no provienen
del yeso original. Lo que querría decir que todo vaciado realizado según el yeso
original, incluso más allá del límite de la "edición original" (doce vaciados, en lo
que concierne a Rodin), no sería una reproducción pero formaría siempre parte de
una "edición"; sería, en un cierto sentido -"legal, si no moral"- un original. Esta
eventualidad no parece compatible con el principio de "enrarecimiento
sistemático". De allí la nueva interpretación del término "vaciados de vaciados"
imaginado por Chatelain y, según él, "más rigurosa": una vez alcanzado el límite de
la "edición original", todos los vaciados, sean hechos o no del yeso original,
deberían ser considerados como "reproducciones" y portar, pues, esta mención. ¿A
cuál de estas interpretaciones se debe adherir?

Técnicamente, sólo la primera interpretación nos parece justificada, porque reposa


sobre un criterio técnico en sí. El vaciado proveniente del yeso original es una
prueba, una edición; el que no proviene del yeso original es una reproducción. Por
otro lado, es evidente que el decreto del 3 de marzo de 1981 ha sido concebido
para imponer al mercado del arte límites estrictos en cuanto a la denominación de
los objetos. Se puede pensar, pues, que la segunda interpretación, porque es
restrictiva, está más de acuerdo con este espíritu que la primera32.

El espíritu de este decreto es imponer límites al mercado del arte, dicho de otra
forma, reforzar, por el "enrarecimiento sistemático", el frágil mercado de las artes
compuestas ([compound]). Los códigos y decretos a los que se refiere Chatelain
pertenecen a la ley francesa y están concebidos para un mercado del arte francés
tomado, es lo menos que se puede decir, bastante en serio. Sobre este tema, a nadie
se le ocurriría pensar que Chatelain bromea. O que el gobierno francés bromea. En
octubre de 1981, un impuesto sobre la fortuna, votado por una Asamblea nacional
con mayoría socialista, consideraba incluir las obras de arte de colecciones
privadas. Pero a último momento, F. Mitterrand, aparentemente convencido del
golpe que esto hubiese conllevado para el mercado del arte francés, retiró las obras
de arte del conjunto de los bienes imponibles. Al día siguiente, Libération titulaba:
"¡Venda sus yates! ¡Compre Picassos!". Sólo la derecha más heterodoxa parece
tener ganas de bromear con el tema del enrarecimiento, sistemático o no, del
mercado.
Pero Elsen, que hace la distinción entre "autoridad legal" y "autoridad moral",
parece querer, en lo concerniente a las "ediciones originales", definiciones que
excedan la noción comercial/convencional de la autenticidad. En su introducción a
Rodin Rediscovered, ha recurrido a los Statements of Standards on the
Reproduction of Sculptures americanos (a los que cita igualmente al final de su
carta) para hallar un criterio que exceda la autenticidad: se trata de la
"deseabilidad".
Aunque, como escribe Elsen, "los vaciados póstumos realizados por el museo
Rodin sean sin discusión auténticos en cuanto a la intención del escultor y en lo
referente a su cesión de los derechos de reproducción al Estado", sin embargo son
considerados, según los mencionados Statements of Standards, "como menos
deseables que aquellos realizados en vida de Rodin"33.
Esta forma de ver es la de Elsen, con el bemol que ella pone al deseo, y yo no la
comparto. Contrariamente a lo que él piensa, yo no enfrento la cuestión de los
vaciados póstumos en términos de condena o rechazo. Eso no es, para mí, un
motivo de preocupación, sino la ocasión soñada de explorar el enigma planteado
por lo que se llama convencionalmente un "original" en el caso de las artes
compuestas. Y esto porque, contrariamente a lo que Elsen me hace decir, me
gustaría sugerir que esta convención juega también en lo que concierne a las artes
simples, y que ella remite pues, quizá, a todas las pretenciones de originalidad a un
mismo fondo convencional/jurídico. Contrariamente a Elsen, no veo en ello un
obstáculo, sino una oportunidad: la de hacer un poco de teoría.
Tanto "contrariamente a...", "contrariamente a...", proviene de la serie de
afirmaciones hechas por Elsen en su carta, generalmente bajo tal forma:
"Contrariamente a Krauss, Rodin tenía una concepción bien resuelta de la
autenticidad"34; "Contrariamente a lo que pretende Krauss, los contemporáneos de
Rodin eran conscientes de su reutilización del mismo personaje." Escandalizado
por mi espíritu de contradicción, Elsen me acusa de inventar problemas, de
sostener juicios diversos siguiendo mis intereses, etc. Dicho brevemente, de
trampear. ¿Pero cuáles son los contrarios de sus contrarios? ¿Cuáles son si, no
comprendiéndome, deforma mis dichos? ¿Es esto trampear? ¿Dónde estaría el
género de argumentos tan frecuentemente opuestos a la teoría por los guardianes de
la ortodoxia? Comencemos, pues, a contrario.
Contrariamente a lo que dice Elsen, jamás he considerado como un "falso" al
reciente vaciado de Las Puertas del Infierno. La he tratado expresamente de "obra
legítima" y de "verdadero original". Pero también he imaginado la confusión que
podía sugerir en el espíritu de ciertos espectadores y conducirlos a considerar la
obra como un falso o una imitación. Esta confusión, después de todo, encuentra su
fuente histórica en las propias prácticas de taller de Rodin. Elsen mismo cita
ejemplos de ello:

Bénédite (el primer director del museo Rodin), no solamente decidió proseguir el
agrandamiento (de La Defensa) luego de la muerte del artista, sino de acrecentar
la talla (...) Hubo una tempestad de críticas dirigidas contra Bénédite por haber
emprendido ese agrandamiento póstumo. Numerosas personas se equivocaron
sobre el proceso de agrandamiento, no comprendieron que para Rodin no debía
ser estrictamente mecánico. Ciertos críticos escribieron que Lebossé había
traicionado a Rodin al no agrandar el modelo original de una manera puramente
matemática. Para justificar sus libertades con el modelo y explicar por qué estaba
separado de la exactitud matemática, Lebossé desplegó delante de la presa una
carta de Rodin fechada en 1912 en la que el artista le pedía ajustar "la materia"
para dar más cuerpo al agrandamiento de La Defensa35.

Si tales confusiones han podido tener lugar en tiempos del escultor, y ya que, como
dice Elsen, "el público de Rodin conocía muy bien el sistema de división del
trabajo que el artista había heredado y que usaba para producir y crear", ¿cómo no
podría propagarse hoy aún más? Y así es, bien evidentemente, y Elsen, como sus
colaboradores, nos lo recuerdan sin cesar en el catálogo de Rodin Rediscovered.
Imposible, parece, capturar la duda en el espíritu del público "no informado". En su
texto sobre "La Escultura Tallada de Rodin", Dan Rosenfeld habla del equipo de
obreros que rodeaban al maestro en su taller -"entre 1900 y 1910 cerca de
cincuenta personas tomaron parte en la ejecución de las esculturas en mármol de
Rodin"-, y comienza su descripción con esta frase: "Los numerosos ejemplares de
la Eva en mármol (doce o más) afloran el problema de la originalidad y de la
autenticidad de la escultura tallada de Rodin36". Como Elsen, sabe bien que este
problema es anacrónico, que no era un problema para los contemporáneos de
Rodin. Pero es claro que lo es para nosotros hoy, cosa que atestiguan observaciones
como: "La cuestión de su autenticidad en tanto que productos de la mano del
artista, tan perturbadora para ciertos críticos modernos...37".

Imaginando una escena ocasionada por toda esta confusión y toda esta agitación,
una escena donde los calificativos más diversos -imitación... legítimo... auténtico...
deseable...- son aplicados a un mismo objeto y cuyos actores no son solamente
algunos miembros del público no informado, sino también expertos e historiadores
del arte (piensen en Jean Chatelain no llegando a encontrar un nombre para esas
pruebas que tienen la desgracia de exceder el límite legal de la "edición original":
¿son reproducciones? ¡No son verdaderamente reproducciones!), imaginando esta
escena con toda la intensidad de su incertidumbre, quisiera entablar una discusión
que no tendría lugar ni delante de un tribunal ni delante de un consejo de la College
Art Association o de los Art Dealers of America38.
En ella trataría de lo que podría llamarse una "pluralidad irreductible": una
multiplicidad implícita que habita en todo objeto, incluso único o singular. Las
artes compuestas están sumidas por su naturaleza a ese potencial de multiplicidad,
y el enrarecimiento sistemático no les cambiará nada: la transferencia de la idea
primera de un medio a otro desde la realización del "original" difiere
absolutamente de todo carácter de unicidad original.
Refirámonos, por ejemplo, al testimonio de George Bernard Shaw. Como todo el
mundo, estaba al corriente de los modos de producción de Rodin y de la paradoja
que quería que el escultor de "toque inimitable" fuese célebre por obras a las que
jamás les puso la mano encima (Elsen: "Ningún escultor, en toda la historia, tuvo
más reputación por su toque inimitable que Rodin. Sin embargo, grandes obras
públicas, como el Monumento a Balzac o El Pensador, salieron, de hecho, de las
manos de Henri Lebossé39." Shaw también sabía muy bien que para Rodin el
"original" de una obra era, sin equívocos, el modelo en arcilla: "La gente dice que
toda la escultura moderna está hecha por artistas italianos reproduciendo
mecánicamente en la piedra el modelo en yeso del escultor. Incluso Rodin dijo
esto." Pero Shaw se permitía diferir en este tema: "Las cualidades particulares a las
que llegó Rodin en sus mármoles no se hallan en sus modelos de arcilla", escribía
insistiendo en el hecho de que la cualidades mágicas de "Rodin" son inherentes al
mármol y no a los otros materiales: "Tengo tres bustos míos hechos por él: uno en
bronce, otro en yeso y otro en mármol. El bronce es bien yo... El yeso es bien yo.
Pero el mármol posee otra suerte de vida: irradia; y la luz fluye sobre él. No parece
sólido, sino luminoso. Esa irradiación y ese fluir extraños lo resguardan de los
dedos de los espectadores"40. La magia es lo que Shaw más estima. Sin embargo,
ésta no se debe a Rodin, ya que no estaba en el modelo de arcilla. Es, podríamos
decir, el producto de una colaboración entre el artista, el artesano, y las propiedades
físicas del material, aunque todavía es simplificar demasiado.
La naturaleza de las artes compuestas exige elección, en todo momento, al mismo
tiempo que exigencias técnicas muy diversas. ¿Cuántas personas han puesto la
mano en la obra? Poco importa. Porque incluso desde que una única persona
-digamos Rodin- asume de cabo a rabo la realización de una pieza, siempre queda
ese deslizamiento inevitable desde el pasaje de un medio a otro, y esa multiplicidad
de posibles entre los cuales debe elegir nuestro creador único. Habiendo optado por
un arte compuesto, Rodin tenía todas las elecciones -dimensiones, materiales- en lo
referente a las versiones finales de sus obras.
Luego de más de veinte años, la crítica ha advertido que, en lo que concierne a sus
mármoles, Rodin frecuentemente se traiciona a sí mismo. Leo Steinberg,
meditando sobre el eclipse casi total que conoció la popularidad del artista de 1930
a 1960, los ha calificado, en la introducción a su magnífico estudio sobre Rodin, de
"reproducciones edulcoradas hechas por asistentes"41. Incluso Elsen, en esta época,
pensaba que los mármoles conllevaban un problema. Escribiendo a Steinberg,
declaraba en 1969: "Es obligatorio, sin embargo, reconocer que los mármoles no
representan lo mejor que ha hecho. La talla de una buena parte de las obras en
piedra ha sido efectuada por trabajadores. Sabemos que no ha supervisado la
realización de sus mármoles visibles en París"42. ¿Sería exagerar ver dos artistas en
Rodin, y ver que uno, el que satisfacía al gusto menos exigente de su tiempo (¿el
de Shaw?) traicionó al otro? ¿No podría hablarse, no sólo de original compuesto o
dividido, sino de un sujeto, Rodin mismo, dividido entre dos intenciones: por un
lado la intención determinada de desligar la obra del acabado y de la producción, y
por el otro la intención de fabricar en serie, totalmente opuesta a la primera? Con lo
que, estando en el corazón mismo de la intención del artista, que Elsen considera
como irremediablemente unívoca, la multiplicidad está también en la obra.
("Contrariamente a Krauss, Rodin tenía una concepción bien resuelta de la
autenticidad. No reconocía como auténticos más que a los bronces fundidos con su
autorización. Todos los otros no eran para él más que imitaciones". Pero "las
intenciones de Rodin, al igual que las de González, no cuentan para Krauss".)43
¿Esas elecciones antagónicas no sugieren una suerte de infidelidad a sí mismo que
haría que un artista, por ciertos aspectos, podría traicionar su propia obra? ¿No es
lo que siente por ejemplo el público informado delante de las colosales esculturas
de hormigón que Picasso, en su declinar, hizo realizar según maquetas minúsculas?
Esta infidelidad a sí mismo del artista parece el efecto inevitable de que una idea
estética -unidad en sí misma ficticia- no saca a la luz todo pensamiento del artista.
Su actualización pasa por numerosos estadíos donde arriesga en cada momento el
ser traicionada. Por el artista mismo. Por sus intenciones. Por su concepción misma
de la autenticidad.
Es en este tipo de traición endógena en lo que pensaba desde que escribí que Rodin
había participado en la irrupción del kitsch en su obra personal. Contrariamente a
lo que dice Elsen, jamás he empleado este término para los vaciados del museo
Rodin. Tenía en mente no sólo la gran mayoría de los mármoles (¿"réplicas
edulcoradas"? ¿"obras con finalidad alimenticia"?) sino también el tipo de
producciones descriptas en Rodin Rediscovered en el capítulo consagrado a "Rodin
y sus fundidores". Las líneas que siguen conciernen a un busto en mármol, Suzon,
cuyo destino fue confiado, a partir de 1875, a la Compañía de bronces de Bruselas:

En 1927 aún podía encontrárselo entre las piezas ofertadas por la Compañía de
bronces en cinco tamaños diferentes: el tamaño original (30 centímetros), y cuatro
reducciones mecánicas de 26, 21, 16 y 12 centímetros. Estos bronces de formas
diversas, al igual que los múltiples ejemplares realizados en mármol, terracota o
biscuit, montados sobre relojes de péndulo o zócalos de fantasía, suscitaron
numerosas combinaciones decorativas que terminaron frecuentemente en
colecciones privadas belgas y holandesas44.

¿Rodin concibió también los relojes de péndulo?¿Y los zócalos de fantasía?


¿Autorizó esta edición ilimitada? ¿En 1875? ¿En 1927? ¿En qué momento esas
piezas devinieron "imitaciones"?
La autorización de Rodin, garantía de autenticidad y de sus intenciones no divisas,
adquiere en ciertos casos el aspecto de un laissez faire ilimitado: Elsen escribe que
"hizo contrato para la edición en número ilimitado de réplicas de bronce de algunas
de sus obras más populares, como El Beso, La Eterna Primavera y Victor-Hugo.
Al igual que los otros escultores, Rodin no tenía la costumbre de limitar sus
ediciones, práctica que parece haber sido introducida a fines de siglo por
marchands como Ambroise Vollard45". Rodin autorizó igualmente, como para
Suzon, la fabricación en serie de "objetos de arte", esculturas sobre relojes de
péndulo. Dicho de otra forma: favoreció la industrialización del trabajo artesanal,
la corrupción de la estética manual por la reproducción mecánica. El término en
uso para designar este tipo de corrupción es kitsch.
Incluso si dejamos de lado esos casos extremos de reproducciones mecánicas
legalmente estampilladas "Rodin"46, la sumisión del artista a la lógica interna de los
medios de reproducción (a la "división del trabajo", como dice Elsen) queda
evidenciada. Esta división -que condujo a un autor, Eugène Guillaume, a preguntar
en La Escultura en Bronce (1868): "¿El artista es un solo hombre o un conjunto de
personas?"- se aplica tanto a la talla como a la fundición. "Sin embargo -leemos en
Rodin Rediscovered- era difícil supervisar la fundición de bronces, que era hecha
lejos del taller47". Durante su carrera, Rodin recurrió, por lo menos, a veintiocho
fundiciones diferentes. Todo control devenía una apuesta.
De hecho, Rodin Rediscovered enriqueció nuestro conocimiento de la práctica
artística en el siglo XIX mostrándonos hasta qué punto el artista se entregaba a la
lógica de la división del trabajo, necesaria para la reproducción de su arte. Elsen:
"Por lo que se sabe, Rodin no participaba en la fundición ni en el acabado de sus
bronces. Confiaba esta tarea a especialistas al servicio de sus exigencias (...)
Durante más de quince años, fue Jean Limet quien patinó la mayor parte de los
bronces importantes e informó a Rodin de su estado final48". Esos informes de
Limet eran más que necesarios ya que, como sabemos, Rodin, particularmente
desde 1900, nunca iba a lo de los fundidores e ignoraba, pues, todo acerca del
estado de los vaciados: "Los vaciados eran enviados directamente por los
fundidores a Limet; Rodin, que entonces ya no los veía, pedía ser informado de su
calidad -como testimonia una carta escrita por Limet el 3 de septiembre de 1903:
"Espero que Autin me envie los bronces para examinar la cabeza de Mme. Rodin.
El vaciado no es malo, pero el cincelado deja, a mi criterio, mucho que desear. Se
ha debido maljuzgar a esta pieza por su simplicidad". Comentario de Elsen en su
estudio sobre los procedimientos de fundición de los bronces de Rodin: "Se debe,
pues, matizar la idea de un control riguroso de los vaciados y de las pátinas por
Rodin mismo, al menos desde 190049".
¿Qué sucedió con esta cabeza de Mme. Rodin cuyo cincelado, según el criterio de
Jean Limet, dejaba "mucho que desear"? ¿Conocía Limet "las exigencias" de
Rodin, sus "concepciones bien resueltas", sus "intenciones"?
Esos matices se imponen por el hecho de que Rodin participó en gran medida de lo
que he llamado, en "La originalidad de la vanguardia", "el ethos de la
reproductibilidad". Contrariamente a lo que pretende Elsen, jamás he escrito que
Rodin "no supervisó o no dirigió jamás las piezas antes de ser enviadas a los
clientes...". Yo escribí: "(el vaciado) tenía lugar la mayor parte del tiempo en las
fundiciones donde el escultor jamás iba para supervisar la ejecución; jamás...(etc.)"
-lo que es todo un hecho confirmado por Rodin Rediscovered y no deviene falso
más que si se omite la expresión "la mayor parte del tiempo". ¿Por qué razones
Elsen deforma lo que cita?

El espíritu de contradicción de Elsen se amplía a medida que más penetramos en el


dominio del ethos de la reproductibilidad. Desde un punto de vista estético, el
problema no tiene importancia si se lo refiere a la supervisión de los vaciados por
el maestro, pero deviene formalmente esencial si abordamos las "concepciones" de
Rodin, por ejemplo la que le hizo repensar "la manera de componer un personaje o
un grupo..." Es extremamnete interesante en este estadío inclinarse sobre el hábito
que tenía Rodin de componer por multiplicación, para retomar el término de Leo
Steinberg50. Los yesos, moldeados según los modelos de arcilla, y considerados
antes de Rodin como el vehículo formalmente neutro de la reproducción,
devinieron para él un medio de composición. Si puede y debe haber un yeso, ¿por
qué no tres? Y si tres... Es así, podríamos decir, como lo múltiple se convierte en el
medio.
Marcando el centro de las "concepciones" de Rodin, esta función del múltiple, esta
representación de los medios mismos de la reproducción, comenzamos a percibir lo
que al mismo tiempo une y separa al original material/legal/etimológico (el
ejemplar único de Elsen) y al original conceptual, dicho de otra forma, la
originalidad como resultante de los poderes de la imaginación. Distinguimos aún
entre los dos tipos de original, pero ya percibimos una transición de uno al otro, la
marca que el material imprime sobre el conceptual. No queda más, entonces, que
tomar esta confusión sublime y creadora engendrada por Rodin para reforzar la
representación del movimiento -la suspención de cada momento, fugaz y singular-
por la remultiplicación y el alineamiento de simples réplicas mecánicas.
Contrariamente a los alegatos de Elsen, jamás he pretendido haber sido la primera
en observar que Las Tres Sombras figuran un solo y mismo personaje. Me he
referido explícitamente a los desarrollos de Leo Steinberg sobre este fenómeno
presente en toda la obra de Rodin51. Pero reconocer el hecho -lo que el profesor
Elsen desea restituir a los contemporáneos de Rodin- no es interpretarlo. Y la
cuestión de qué significa una triplicación tal -con todas las variedades de
respuestas y de refutaciones que se querrían- queda dada.
Tal como es descripto en 1900 por "un crítico llamado Jean E. Schmitt" (¿merecía
la oscuridad o está caído?), el fenómeno resurge enteramente en esta concepción
muy decimonónica según la cual sólo una imaginación estática puede producir el
gran arte: "El mismo personaje, el mismo grupo, invertidos, modificados,
acentuados, simplificados, combinados con otros, dispuestos en la sombra,
ubicados a la luz, revelarán a su autor los secretos de la escultura, los misterios de
la composición, las bellezas a las que aún no había sino soñado confusamente".
Decidido a salvar el arte de Rodin de toda efusión sentimental y a someterlo a los
criterios mucho más rigurosos de la modernidad, Leo Steinberg interpretó esta
multiplicación via el proceso de producción de las obras. El develamiento de este
proceso nos informa sobre los medios de la representación; en términos
formalistas, equivale a una puesta al desnudo del procedimiento. Hace de la
superficie exhibida de las obras el testimonio, no de los "arcanos de la escultura",
sino de su fabricación en lo que más tiene de prosaica. No contento con multiplicar
la pieza misma, Rodin investiga y magnifica toda la gama de "defectos" de vaciado
y de fundición; deja que el bronce transcriba bajo su forma más bruta toda una
panoplia de astucias de vaciado, como los pequeños rollos de arcilla añadidos a
ciertos planos para reforzar la solidez de una forma52.
Esta puesta al desnudo de los procedimientos de fabricación no ha sido abordada
por Rilke ni por Jean E. Schmitt. Parecería que no les ha sido visible. ¿Revela esto,
sin embargo, una lectura abusiva porque sobrepasa en agudeza crítica a las
observaciones de los contemporáneos de Rodin? ¿Estamos obligados a decir que,
porque Rodin no ha podido o no ha querido explicarse a sí mismo este aspecto de
su arte, los "accidentes" de fabricación sobre los cuales se apoya la interpretación
de Steinberg no eran intencionales? Pero, por otro lado, ¿la profusión de estos
accidentes (como la sorprendente perversidad de su autor) no nos evita
considerarlos como no intencionales? Si hubiese que limitar la intención a lo que
nos enseñan los documentos contemporáneos a las obras, ¿qué nos quedaría frente
a ellos, frente a su evidencia? ¿No es increíblemente ingenuo pensar que todas las
intenciones no pueden ser más que conscientes?

Si "La Originalidad de la Vanguardia" no es una simple repetición de la


interpretación de Steinberg (al que no escucho, por cierto, refutar), es porque el
concepto de múltiple, tal como yo lo exploro, no es idéntico a la noción de
multiplicación. La multiplicación, en el sentido de Steinberg, participa de un
develamiento más general de los medios empleados por un artista, de su
particularidad. Es a esta particularidad a la que aprecia la sensiblidad moderna; ella
restablece el sentimiento de la singularidad de la obra, sentimiento en el cual la
sorpresa (la originalidad), causada por la manera en la que el vehículo material de
la obra es manifestado, se conjuga con la inmediatez sensual de esta materialidad
revelada. La idea de múltiple no se resuelve en esta nueva manera que tiene la
modernidad de hacer la experiencia de la singularidad absoluta del objeto. Ella
reposa sobre la percepción de esta pluralidad irreductible de la que he hablado más
arriba, que nos obliga a pensar lo múltiple sin lo original.
La multiplicación, tal como la desarrolla Steinberg, nos ayuda a percibir el proceso,
la producción. Lo múltiple tiene más que ver con la reproducción. La obra de
Rodin oscila constantemente entre la producción (los pequeños rollos de arcilla
añadidos al vaciado) y la reproducción (el "Rodin" oficial, autorizado por Rodin).
Si Rodin pudo (¿conscientemente? ¿inconscientemente?53) hacer sensible en su
obra el proceso de producción de ésta, ¿por qué no podría haberlo hecho también
en lo que concierne a la reproducción? Pero abordamos allí cuestiones muy
problemáticas para el historiador del arte, en su incapacidad de concebir la
posibilidad de una paradoja tal: lo múltiple sin lo original.
Es este fracaso de la imaginación lo que subleva a la historia de Las Puertas del
Infierno. Y es esta historia la que Elsen se empeña febrilmente en refutar en su
carta, aunque la haya contado él mismo en Rodin Rediscovered.
Para la colosal exposición Rodin del verano de 1900, Las Puertas del Infierno
fueron desmontadas para facilitar su transporte. El rearmado, que debía hacerse en
el momento de la instalación, no tuvo lugar. Judith Cladel narra que "el día de la
apertura llegó antes de que el maestro hubiese podido situar sobre el frontón y
sobre los paneles de su monumento las centenas de personajes, pequeños y
grandes, destinados a su ornamentación."54. ¿Y luego? Las puertas no fueron jamás
rearmadas bajo la dirección de Rodin, tanto para la exposición como luego para
Meudon. Judith Cladel piensa que la obra no fue rearmada en 1900 porque "la
había visto demasiado, luego de que estuvo veinte años bajo sus ojos. Lo tenía
fatigado, cansado."55. Pero que ese cansancio se haya prolongado durante dieciséis
años pide una explicación. Se ha pretendido que porque Rodin no consideraba la
obra como verdaderamente acabada, los visitantes de su taller no pudieron verla
jamás sino en piezas sueltas. Elsen propone una explicación diferente: "El rechazo
de Rodin a rearmar Las Puertas luego del 1º de junio de 1900 proviene quizás de
que pensaba que la obra, tal como estaba, ganaba en amplitud y en unidad
formal."56. Si tal es el caso, las "intenciones no divisas" de Rodin57 parecen apuntar
hacia, al menos, dos direcciones diferentes: por un lado, Las Puertas tal como las
conocemos ahora; por el otro, una unidad idealizada, arrancada de los
amontonamientos de un suelo casi estéril.
Rodin, antes de su muerte, dio "probablemente" su acuerdo para un nuevo vaciado
de Las Puertas del Infierno destinada al museo Rodin de Paris. "Este segundo
modelo, en yeso, no fue armado por Rodin antes de su muerte en noviembre de
1917; fue hecho bajo la dirección del primer y ambicioso director del museo,
Léonce Bénédite"58. Y Elsen continúa: "Sabemos que desde 1916 hasta su muerte,
Rodin estaba físicamente incapacitado de realizar la menor tarea con sus manos,
junto probablemente a una congestión cerebral." . Pero allí no está verdaderamente
la cuestión, ya que parece que el rearmado tampoco ha sido ejecutado en su
presencia: "Bénédite sostenía que el montaje había sido hecho bajo la dirección del
maestro, lo que parece poco probable dado que sabemos de su salud en esta época.
Esto deviene aún menos probable si el montaje ha sido efectuado en el Depósito de
los mármoles, ya que Rodin quedó prácticamente confinado en Meudon durante su
último año."59.
Elsen, como eminente especialista, concluye que Bénédite emprendió el armado
por sí mismo, violando incluso ciertas ideas de Rodin en el curso de la
reconstrucción. Habiendo afirmado Elsen en su carta60 que los vaciados póstumos
-todos ejecutados según moldes tomados sobre el nuevo yeso del museo Rodin
(1917)- provendrían en realidad "de Las Puertas del Infierno tal como fueron
realizadas por Rodin en 1900", no podemos sino deducir que, en su prisa por
legitimar un objeto original nacido de las "intenciones no divisas" de Rodin,
simplemente ha olvidado su propia descripción de las "libertades" tomadas desde la
ejecución de ese vaciado final "probablemente" autorizado. La presentación de esas
libertades por Elsen valen ser citadas por completo:

Es cierto que si Rodin había hecho emprender él mismo el armado final, su primer
director lo habría hecho saber en 1917 y no en 1921. Bénédite tomó numerosas
iniciativas sin pedir la opinión de Rodin, sin ponerlo al corriente, y, fuera de toda
cuestión moral, parece haber tenido, legalmente, todo el derecho de hacerlo.La
perturbante prueba de que Bénédite modificó la disposición prevista por Rodin
para Las Puertas del Infierno nos es dada por Judith Cladel, en 1933-1936,
cuando describe con amargura las últimas semanas de la vida de Rodin y la brutal
mudanza de su obra de Meudon a París:
"Los molderos de Rodin, escandalizados, me hicieron saber que, encargados de
armar de nuevo Las Puertas del Infierno, recibieron orden de situar ciertas figuras
en una disposición diferente de la querida por el artista, porque así estaba mejor, o
bien porque tal figura de mujer representando una fuente no debía tener la cabeza
baja (...) La razón cúbica es la maestría de las cosas y no la apariencia, decía
antaño Rodin; pero ¿un caprichoso funcionario tenía tiempo de meditar este
axioma? (CLADEL, Judith. Rodin, sa Vie Glorieuse, sa Vie Inconnue).
La acusación de Cladel es neta: Rodin no tenía más voz en el capítulo
concerniente a las puertas, y Bénédite se tomó libertades tan indeseables como
groseras a partir de su reconstrucción. "La razón cúbica" hace referencia a la
opinión de Rodin según la cual una escultura bien hecha debía poder ser pensada
en el interior de un cubo61.

Las "libertades tan indeseables como groseras" tomadas por ese "caprichoso
funcionario" (¿es esto lo que Elsen entiende por "ambicioso"?) hacen altamente
probable que el yeso de 1917, según el cual fueron ejecutados todos los bronces de
Las Puertas del Infierno, sea estéticamente muy diferente del yeso de 1900.
Además, después de 1900, tal como lo señala Elsen mismo, la relación de Rodin
con esta obra devino lo suficientemente compleja como para que no quisiera verla
rearmada (¿juzgando, quizás, que las puertas, dejadas desnudas, "ganaban en
amplitud y en unidad formal"?), por lo que autorizó, o también quizás no autorizó,
la empresa de Bénédite en 1917. Es esta prieta red de dudas y de posibilidades
engendrada por la historia de Las Puertas del Infierno lo que hace de la obra un
ejemplo tan perfecto, técnica y conceptualmente hablando, de múltiples sin
original. Si tratamos de remontarnos desde esta pluralidad de vaciados a la unidad
del modelo, al original único, lo vemos descomponerse y volar en pedazos.

¿Y cómo es esto en las artes simples, en tanto que distintas de las artes
compuestas62? Jean Chatelain revela el "sentimiento de relativismo" engendrado
por la noción de original en las artes compuestas. Un sentimiento que no ha tenido
razón de ser, parece sostener, en las artes simples, aquellas donde la relación entre
concepción y marca visual es la más directa y la más inmediata.
Pero, ¿no tendríamos razón alguna para preguntarnos si esta simplicidad, con las
nociones corolarias de inmediatez, de carácter directo, no es también un producto
de ese mismo desplazamiento del deseo que hace necesaria la "edición original"?
Porque, al igual que las artes compuestas -escultura, tapicería, marquetería,
porcelana, libros ilustrados, etc.- resultan de un trabajo de taller en el que
intervienen numerosas manos y numerosas competencias, la pintura es, también, el
producto de talleres -sin los cuales los grandes ciclos decorativos ejecutados en los
siglos XVI, XVII y XVIII jamás habrían podido ver la luz. Los encargos recibidos
por los grandes talleres -entre los que el de Rubens no es sino el más conocido-
necesitaban un modo de trabajo "compuesto".
La historia del arte es la partenaire intelectual de las nuevas fuerzas del deseo que
Jean Chatelain ve desarrollarse en el siglo XIX; y las remite por completo a las
marcas de la simplicidad: su trabajo es ante todo de atribución, su rol el de
establecer la obra autógrafa. Reconoce la existencia del taller en la medida en que
su producción, una vez finalizada, le permita distinguir los elementos constitutivos,
entre ellos el trabajo atribuíble sin discusión a la mano del maestro. El historiador
del arte deber, pues, proceder a la señalización de ese trabajo, así como a su
organización en una obra en la cual la unidad -tan empírica como consideada a
priori irreductiblemente singular- será la marca del maestro.
El análisis del políptico de Gante, por tomar un ejemplo, ha girado la mayor parte
del tiempo alrededor de problemas de atribución. Sabiendo que tanto Hubert como
Jan van Eyck habían participado en su realización, se trataba de establecer
precisamente la contribución de cada uno. Incluso Panofsky no se ahorró esta tarea,
pensando sin duda que allí estaba su rol en tanto que historiador del arte. Se pueden
distinguir dos presupuestos en una concepción tal del trabajo del especialista. El
primero es que la pintura constituye una suerte de cuerpo simple, de unidad
indivisible, y que de tal forma proviene idealmente de una sola y misma mano.
Desde que se sabe con certitud que una obra ha tenido más de un autor, es
conveniente, entonces, descomponerla en un conjunto de unidades discretas (de
donde provienen las tentativas por atribuir a cada uno lo que le corresponde).
El segundo presupuesto, ligado al precedente, quiere que una pintura, en tanto que
cuerpo simple, sea aquello en lo que, normalmente, la paternidad pueda ser
reivindicada. La paternidad de una pintura es constitutiva del protocolo de su
ejecución -lo que no es el caso, por ejemplo, de la marquetería. En su carácter de
objeto, donde se presta naturalmente, al menos en apariencia, a esta reivindicación
de paternidad (y poniendo allí el acento sobre la noción de autenticidad), es en lo
que la pintura debe ser considerada como un cuerpo simple. En tanto que tal, posee
límites claros y precisos: ella es todo lo que está en el interior del marco (el marco,
por otro lado, resulta de las artes decorativas, de las artes compuestas; es el que
asegura a la vez la relación y la separación entre la pintura y el sistema
arquitectónico/decorativo que constituye su contexto original. El historiador del
arte, por otra parte, no confunde jamás la pintura y el marco)63. Así, desde que
Lotte Brand Philip dio una nueva dirección a la investigación sosteniendo que
Hubert van Eyck era con seguridad uno de los autores del políptico de Gante, pero
de su marco y no de sus partes pintadas, se enfrentó a fuertes resistencias64.
En el hecho de que la instancia del autor llegue a deber ser desplazada sobre el
marco, he allí las miserias hechas en el positivismo fundamental del historiador del
arte. Porque nada separa, entonces, la imagen pintada y estrictamente delimitada
del conjunto de prácticas artesanales y anónimas que son las de los talleres. Y si las
pinturas han llegado a perder su absoluta prioridad en la jerarquía de las artes,
llegándose a considerar a sus marcos como algo más que simples auxiliares, esto
sería entonces la muerte del autor, de la autoridad del autor, y de todo el protocolo
que la acompaña. Sin embargo, es todo un hecho posible imaginarse casos donde el
marco vendrá primero por su importancia y su esplendor, no siendo el panel
pintado más que una suerte de complemento decorativo tallado a medida. Esos
casos, con el trastorno que implican en la jerarquía "natural" de las artes, son cada
vez más comprobados por los historiadores del arte: remito a lo que informa
Creighton Gilbert sobre la colaboración entre los pintores de paneles y los
artesanos escultores de marcos al comienzo del Renacimiento italiano65.

La idea de que la pintura pudiese estar subordinada al marco (y no a la inversa)


inflexiona nuestra sumisión exclusiva al campo interior del cuadro. Extiende
nuestra atención a elementos que permanecieron hasta entonces casi ignorados. A
medida que las fronteras se tocan y se borran entre interior (la pintura) y exterior
(el marco...), deviene posible comprender hasta qué punto la
pintura-en-tanto-que-cuerpo-simple es una categoría construída de varias piezas (y
construída sobre el deseo, tal como la "edición original"). Deviene también posible
comprender cómo podemos a veces nosostros mismos construir un cuadro
alrededor de una imagen para arrancarla fraudulentamente de su contexto (el
contexto complejo de las artes compuestas) y convertirla, así enmarcada, en
pictórica y unitaria.
Típico de esta actitud es el hábito que tienen ciertos museos de presentar los sellos
antiguos acompañados de agrandamientos fotográficos de sus improntas, lo que
permite ver sus motivos y el detalle del grabado. Pero el sello, transformado en
imagen por la fotografía (agrandado, enmarcado, reducido a dos dimensiones,
pictorizado), adquiere una presencia nueva que nos incita a considerarlo como un
objeto singular. Es cada vez más frecuente ver a los museos utilizar la fotografía
para transformar en imágenes objetos decorativos cuyo estatuto se ve al mismo
tiempo aumentado. Una de las piezas mayores de la exposición The Search for
Alexander, organizada por la National Gallery de Washington, era una cratera en
bronce de Derveni, un gran vaso de más de ochenta centímetros de alto,
enteramente decorado con relieves de una calidad extraordinaria. Ubicada en
medio de una vitrina, esta cratera era perfectamente visible en todos sus lados. Los
responsables de la exposición, sin embargo, creyeron bueno adjuntarle algunas
ampliaciones fotográficas de ciertos detalles narrativos: de allí la fragmentación y
la transformación de esta pieza de decoración en...¡una galería de imágenes! Como
si la única manera que nos quedase de aprehender un objeto en toda su rareza y en
toda su antigüedad fuese realizando un conjunto de imágenes enmarcadas, o dicho
de otra forma, sometiéndolo a la norma estética de la singularidad. En la
exposición, la cratera de Derveni llevaba una especie de doble vida, tanto como
objeto decorativo que como serie de imágenes más grandes que el natural,
enmarcadas y colgadas de un muro.
La institución del marco debería escribirse la Institución del Marco. Es un acta de
ablación que simultáneamente establece y reafirma unidades conceptuales dadas
-unidad de la coherencia formal, unidad del cuerpo simple enmarcado, unidad del
estilo personal del artista, de su obra, de sus intenciones- todas unidades de las que
depende hoy la institución del arte y su historia. La investigación pone al día sin
cesar informaciones sobre tales o cuales prácticas y estas nuevas prácticas dadas
sirven también a la consolidación de las viejas categorías. De forma tal que Elsen
puede declarar como introducción a Rodin Rediscovered: "Nuestra finalidad al
preparar este catálogo fue presentar el estado más reciente de la investigación sobre
Rodin."66, sin imaginar un segundo que esta investigación reciente forjaría las
armas contra las unidades constituídas que servían hasta hace poco para recortar el
saber. Porque tal es la paradoja: todas las informaciones necesarias para una lectura
de Las Puertas del Infierno según la lógica del múltiple sin original se hallan en
Rodin Rediscovered, forjadas por Elsen y por sus colegas.
Contrariamente a lo que piensa Elsen, no busco "inventar problemas" -en el sentido
en que yo sería el origen de los mismos- de la misma forma que no pretendo ser la
primera en observar el triplicado en Rodin. Esos problemas (ya que, no
haciéndolos el objeto de sus esfuerzos, es en estos términos en los que la historia y
la crítica enfrentan las cuestiones del original material y del acto original)
preocupan desde hace ya largo tiempo a un número de escritores y de intelectuales
de nacionalidad y disciplinas diversas. A fines de los años '60. Michel Foucault ha
expresado esta interrogación general:

Se ve desplegarse, entonces, todo un campo de cuestiones entre las cuales algunas


ya son familiares, y por las que esta nueva forma de historia intenta elaborar su
propia teoría: ¿cómo especificar los diferentes conceptos que permitan pensar la
discontinuidad (umbral, ruptura, corte, mutación, transformación)? ¿Por cuáles
criterios aislar las unidades por las cuales se ha pactado : qué es una ciencia?
¿qué es una obra? ¿qué es una teoría? ¿qué es un concepto? ¿qué es un texto?
¿Cómo diversificar los niveles en los cuales se puede emplazar y de los que cada
uno comporta cortes y su forma de análisis: cuál es el nivel legítimo de la
formalización? ¿Cuál es el de la interpretación? ¿Cuál es el del análisis
estructural? ¿Cuál es el de las asignaciones de causalidad?67.

Pero lo que pasa hoy en las artes visuales ofrece a los críticos una perspectiva
particular sobre la cuestión de lo que puede ser una obra, un original. Porque
asistimos a tentativas frenéticas para reconstituir esta unidad, dado que las
actividades de la modernidad tardía exacerban su disolución en tanto que modo de
experiencia68.
En el momento en que las obras de una modernidad exangüe se hacen más y más
permeables, dejando siempre invadir más el campo de la imagen por citas del arte
pasado, era urgente para todo este eclecticismo consolidarse y reunificarse de
alguna manera, aunque no fuese más que para continuar siendo el "arte" (y
conservar el valor de cambio). Dos estrategias en este sentido, al instante. Los
marcos, ante todo. Julian Schnabel ha resucitado en su trabajo los marcos en
madera pesados y ornamentados de los maestros de antaño, intentando con ello
reconstruir la interioridad de sus telas, asegurarse una identidad amenazada por su
recurso a la imitación y al pastiche. Segunda estrategia: la marca del autor en tanto
que portadora de emoción (expresionismo, profundidad psicológica, sinceridad). El
sentimiento (feeling) es, en pintura, la marca del original. Muchas pinturas
recientes son al mismo tiempo ejecutadas y recibidas como si todos esos
estereotipos del sentimiento y su reemplazo constante no presentasen
absolutamente nada de problemático. El término expresionismo, desde que se lo
aplica a esas cosas pintadas en cadena, está tan despojado de propósito como
determinados términos utilizados para ornar las fórmulas de cortesía corrientes.
Como aquellos con los que terminé mi respuesta al profesor Elsen: "Sinceramente
suya..."
1 BENJAMIN, Walter [1936]. “La Obra de Arte en la Era de su Reproductibilidad Técnica”, en BENJAMIN, Walter. Discursos Interrumpidos
I. Madrid: Taurus, 1981.
2 Al tema de la repetición de una misma figura en Rodin, cf. mi Passages in Modern Sculpture. New York: Viking Press, 1977, capítulo 1, así
como el texto sobre la escultura publicado por Leo Steinberg en Other Criteria (Oxford: Oxford University Press). 1972, p. 322-403.
3 RILKE, Rainer Maria [1903]. "Auguste Rodin", en RILKE, Rainer Maria. Oeuvres Complètes. Paris: Le Seuil, 1966, t. I, p. 411-412.
4 Ib., p. 391.
5 La autora retoma y desarrolla algunos temas abordados por lo menos dos años antes en "Grilles", supra, p. 93 et seqq. (N. del T. al francés
refieriéndose a otro artículo contenido en la recopilación francesa de la cual se extrajo éste).
6 SCHWITTERS, Kurt. "Merz". Der Ararat (Munich). 1921.
7 Sobre el discurso del origen y los originales, cf. FOUCAULT, Michel. Las Palabras y las Cosas: "Pero esa pobre superficie de lo originario
que bordea toda nuestra existencia (...) no es lo inmediato de un nacimiento; está totalmente poblada de esas mediaciones complejas que han
formado y depositado en su propia historia el trabajo, la vida y el lenguaje; de manera que (...) esos son todos intermediarios de un tiempo que lo
gobierna casi al infinito, que el hombre, sin saberlo, reanima" (FOUCAULT, Michel. Les Mots et les Choses. Paris: Gallimard, 1966, p.
341-342).
8 AUSTEN, Jane. Northanger Abbey. 1818 (se citan páginas de la edición en francés de la que fue tomada la cita).
9 Citado por BARBIER, Carl Paul. William Gilpin. Oxford: The Clarendon Press, 1963, p. 111.
10 Cf. BARBIER, Carl Paul. Op. cit., p. 98.
11 GILPIN, William [1772-1786]. Observations on Cumberland and Westmorland. Richmond: The Richmond Publishing Co., 1973, p. vii.
Escrito en 1772, el libro fue publicado por primera vez en 1786.
12 Para más precisiones, cf. BOIME, Albert. "Le Musée des Copies". Gazette des Beaux-Arts. Vol. LXIV, 1964, p. 237-247.
13 En lo que concierne a la institucionalización de la copia en la enseñanza artística en el siglo XIX, cf. BOIME, Albert. The Academy and
French Painting in the 19th. Century. London: Phaidon Press, 1971.
14 Citado por LEVINE, Steven Z. "The 'Instant' of Criticism and Monet's Critical Instant". Arts Magazine. Vol. LV, Nº 7, March 1981, p. 118.
He aquí la frase de Chesneau: "(...) jamás lo inaprehensible, lo fugaz, lo instantáneo del movimiento ha sido aprehendido y fijado en su prodigiosa
fluidez como lo es en este extraordinario, en este maravilloso esbozo que el Sr. Monet ha catalogado bajo el título de Boulevard des Capucines. A
distancia, en ese centelleo de vida, en ese estremecimiento de grandes sombras y de grandes luces más vivas, se saluda una obra maestra. Si os
aproximais, todo se desvanece; queda un caos de roces de paleta indescifrable". El texto de Chesneau (1874) figura en RIOUT, Denys. Les
Écrivains devant l'impressionisme. Paris: Macula, 1989, p. 62-66 (N. del T. al francés).
15 Cf. HERBERT, Robert. "Method and Meaning in Monet". Art in America. Vol. LXVII, Nº 5, September 1979, p. 90-108.
16 Citado por LEVINE, S.Z. Op. cit., p. 118.
17 Cf. CRIMP, Douglas. [Introduction], en ARTIST SPACE (New York). Pictures. 1977, y el texto con igual título en October. Nº 8, Spring
1979, p. 75-88. Sobre las Silkscreens, ver infra, p. 289, "Rauschenberg y la Imagen Materializada" (N. del T. al francés refiriéndose a otro artículo
de la recopilación de la que se extrajo éste).
18 Cf. CRIMP, Douglas. "The Photographic Activity of Postmodernism". October. Nº 15, Winter 1980, p. 98-99.
19 BARTHES, Roland. "Le modèle de la peinture", en BARTHES, Roland. S/Z. Paris: du Seuil, 1970 (“Points”), p. 61.
20 Luego de esta introducción agregada por la autora a la edición compilada de sus artículos, se reproduce el texto original del artículo
“Sinceramente Suya”.
21 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Rodin Rediscovered. Ed.: Albert E. Elsen. Washington, D.C.: The National Gallery
of Art, 1981, p. 256 (subrayados de la autora).
22 Ib., p. 249.
23 Ib., p. 256.
24 Jean Chatelain cita los textos de ley en THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 281.
25 Ib., p. 279.
26 Ib., p. 275.
27 Ib., p. 276.
28 La palabra empleada por Rosalind Krauss escompound, es decir "compuesta", "mixta", "componible" (compound se emplea en francés para
designar ciertas mezclas destinadas a los vaciados, o incluso para calificar, en electricidad, un hilo constituído por diversos metales). Las artes así
definidas hacen intervenir diferentes técnicas, diferentes especializaciones (son artes de colaboración). Exigen diferentes etapas, bien separadas,
desde la de producción. Este término será opuesto al inglés simple, que tradujimos por "simple", en el sentido de "unitario", "sin partes", "no
compuesto" (N. del T. al francés).
29 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 277.
30 Ib., p. 278.
31 Ib., p. 279.
32 Ib., p. 281-282 (subrayados de la autora).
33 Ib., p. 15.
34 Ver supra, nota 8.
35 Ib., p. 256.
36 Ib., p. 90.
37 Ib., p. 95.
38 Esta escena imaginaria, con la gran duda que ocasiona, puede pasar no importa dónde: en las salas de una exposición Rodin, en una sala
oscura donde se proyecta un film sobre la fundición de Las Puertas del Infierno, en la discusión con los los responsables del departamento de
educación de un museo sobre la manera de explicar los vaciados póstumos a un público con quizás un poco de sospechas. Este último caso
figurado (aunque he escuchado muchos otros) es el que me permitió conocer la existencia de un film sobre la fundición de Las Puertas del
Infierno. El profesor Elsen se hallaba en la National Gallery of Art a comienzos de la primavera de 1981 para presentar la próxima exposición a
los conservadores y responsables del museo. Él fue quien habló de ese film y del pequeño auditorio que debía construirse para su proyección (la
exposición estaba concebida como un conjunto de salas separadas, o de espacios imaginarios, en los que los diferentes aspectos de la cuestión -el
taller, el salón, la diseminación fotográfica de la obra, etc.- pudiesen ser agrupados y presentados).
"La Originalidad de la Vanguardia" fue escrito para The Theory of the Avant-Garde, un coloquio sostenido en la Universidad de Iowa del 9 al 11
de abril de 1981. Fue pues concebido y compuesto muchos meses antes de la apertura de Rodin Rediscovered. La mención en ese ensayo del film
y de su proyección -del que me serví para la puesta en escena imaginaria de dudas y desgarramientos evocados más arriba- reposa sobre la
presentación de la exposición hecha antes por el profesor Elsen mismo. El Nº 18 de October estaba en prensa antes de la apertura de la
exposición: evidentemente, la exposición no comportó ningún film. Habiendo sabido por otras fuentes de la existencia de un cierto metraje,
deduje que se había retrasado y que se lo mostraría algún tiempo después. Sea como fuere, reconozco que la inclusión de la escena del "film" en el
texto publicado fue, desde el punto de vista periodístico, un error.
Sin embargo..."el rol dado (por mí) al film" participa del rol dado a Las Puertas en tanto que entidad teórica como punto de partida de una
encuesta de orden general sobre la originalidad y sobre su lugar en el interior del marco conceptual delimitado por la modernidad. En tanto que
tal, "el rol dado al film" en la puesta en escena teórica de "La Originalidad de la Vanguardia" contraría al "rol dado al film" por la imaginación del
profesor Elsen cuando presentaba a un grupo de conservadores la serie de espacios imaginarios considerados para hacernos redescubrir a Rodin.
Esas proyecciones imaginarias, esas puestas en escena que nos ayudan a situar al objeto de nuesta investigación, son importantes, y son bien
reales. Su actualización es otro problema. Digamos simplemente que en marzo de 1981 el profesor Elsen, con tanta pasión como yo, pero por
razones sin ninguna duda diferentes, tenía en mente ese pequeño auditorio y la proyección en "technicolor" de la fundición de Las Puertas del
Infierno.
39 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 249.
40 Ib., p. 95.
41 STEINBERG, Leo. Le Retour de Rodin. Paris: Macula, 1991, p. 14. Lo esencial de este texto fue publicado inicialmente en un catálogo de la
Slatkin Gallery, New York, 1963.
42 Ib., p. 13.
43 Una palabra sobre el tratamiento pretendidamente superficial que habría infligido a González y a sus bronces en mi texto: "Ese Arte Nuevo:
Dibujar en el Espacio", texto escrito en 1980 para un catálogo de la Pace Gallery.
Acusándome en su carta de "ocultarme" y de "apelar a juicios diversos según mi conveniencia", Elsen se autoriza una curiosa libertad cuando
resume mi posición sobre ese punto. Me hace decir que lo que hizo González soldando el metal era "un proceso" y que así "una gran parte de lo
que en el trabajo directo del metal interdicta teóricamente su traducción en bronce pierde al mismo tiempo su pertinencia". Este pasaje de mi texto
concernía no simplemente a "un proceso" sino al proceso de realización de una copia (the process of copying) en tanto que éste condiciona al
vocabulario formal de González. Se trata de un procedimiento que parte de numerosos dibujos del natural, pasando por su traducción a una
versión más estilizada, y llegando a un "dibujo en el espacio", es decir a una copia literal, en tres dimensiones y en metal, de esa segunda
representación bidimensional. Yo mostraba que González estaba llegando a la "abstracción" por el proceso de la copia, traduciendo un material a
otro y el espacio bidimensional al espacio en tres dimensiones.
Sobre estas bases conceptuales, estimo que las obras de González permiten por sí mismas una traducción, una copia suplementaria, lo que no es el
caso de las esculturas que pertenecen a la categoría del objet trouvé (como aquella de Picasso que mencionaba en el ensayo en cuestión). No me
estoy pronunciando sobre la práctica efectiva que consiste en vaciar bronces de las obras de González, aunque me parece resultar de la misma
"autoridad legal, sino moral" que ciertas cosas hechas por Bénédite, dada la libertad que da la ley francesa sobre este punto a los herederos de un
artista.
44 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 286.
45 Ib., p. 15.
46 "El estudio grafológico de las firmas de Rodin no permite casi datar un molde, por la simple razón de que sus firmas son de los fundidores y
no del artista." (THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 292.).
47 Ib., p. 90.
48 Ib., p. 15.
49 Ib., p. 292.
50 STEINBERG, Leo. Le Retour de Rodin, p. 41.
51 Cf. "La Originalidad de la Vanguardia", nota 2.
52 "Las bolitas de arcilla, los abultamientos provisorios que un escultor agrega cuando tiene la intención de dar más relieve a una
superficie,permanecen en su lugar en Rodin (...) son incluso coladas en el bronce en una docena de retratos de madurez". STEINBERG, Leo. Le
Retour de Rodin, p. 82.
53 Pretender que las intenciones de un artista pueden no ser conscientes no equivale a decir inconscientes. Se trata de cuestionar una noción de
la causalidad que un recurso demasiado fácil al "inconsciente" no hace más que reforzar. Cf. CLAVELL, Stanley. Must We Mean What We Say?
New York: Scribners, 1969, p. 233.
54 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 72.
55 Ib., p. 73.
56 Ib., p. 76.
57 Acerca de esta noción, véase más arriba (N del T. al francés).
58 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 74.
59 Ib., p. 79.
60 Carta a October, ver más arriba (N.del T. al francés).
61 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit. (subrayados de la autora).
62 Sobre estas nociones, ver más arriba, nota 8.
63 Jacques Derrida contesta la posibilidad de esas distinciones sobre las cuales reposa la teoría del arte occidental, que pretende poder separar lo
que es propio de una obra de lo que le es impropio, extrínseco, exterior. Cf. DERRIDA, Jacques. "Le Parengon", en DERRIDA, Jacques. La
Verité en Peinture. Paris: Flammarion, 1978, p. 19-168.
64 PHILIP, Lotte Brand. The Ghent Altarpiece and the Art of Jan van Eyck. New Jersey: Princeton University Press, 1971.
65 GILBERT, Creighton. "Peintres et Menuisiers au Début de la Renaissance en Italie". Revue de l'Art, XXXVII, 1977, p. 9-28. Vuelvo a
agradecer a Andrée Hayum haber llamado mi atención sobre estos ejemplos concernientes a la problemática del marco.
66 THE NATIONAL GALLERY OF ART (Washington). Op. cit., p. 11.
67 FOUCAULT, Michel. L'Archeologie du Savoir. Paris: Gallimard, 1969, p. 12-13.
68 Sobre la modernidad y su evolución, ver la nota 2 del prefacio de KRAUSS, Rosalind. L'Originalité de l'Avant-garde et Autres Mythes
Modernistes. Paris: Macula, 1993.

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