Lyn Stone - Serie Trouville 01 - La Novia Del Caballero

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Prólogo

Cerca de Stirling, Escocia

Junio de 1314

Alan de Strode hizo una mueca de desagrado ante el olor dulce y enfermizo de
la muerte inminente. Olor a putrefacción. La fiebre era increíblemente alta ahora.
Tavish tendría mucha suerte si lograba ver un nuevo amanecer. La herida de Alan,
superficial en comparación con la de su amigo, le dolía por empatía.

Haciendo caso omiso de los gemidos que Tavish luchaba por reprimir, Alan se
ocupó de hurgar en uno de los muchos paquetes ingleses que había capturado
como botín. Desplegó una sobrevesta 1 de seda carmesí embellecida con un grifo
amarillo. Cosas ricas, pensó, frotando la tela entre sus dedos.

La incursión en el botín hizo aparecer una copa de plata adornada, que él llenó
de su propio frasco de “buenos espíritus escoceses”.

‒Bebe un poco de esto, Tav. Te aliviará el dolor.

Tavish la alejó.

‒Sólo hace que se me entumezca el cerebro. ¿Tienes una pluma? ‒preguntó,


con la voz ahogada por el dolor.

Alan hurgó más profundo en la bolsa.


1
Es una túnica sin mangas cubierta por delante en su mitad inferior y forrada toda de armiños o de una tela de color vistoso. La
sobrevesta era colocada sobre la cota de malla que cubría al caballero medieval. se sujetaba a la cintura con un cordón o correa
poniéndose encima el talabarte o tahalí para la espada. (N.R.)
‒Sí ─respondió tan alegremente como pudo, ‒papel secante y tinta también.
¿Quieres escribir algo?

Tavish asintió levemente diciendo:

‒A Honor. Ayúdame a sentarme.

Media hora más tarde, Tavish Ellerby hizo un último y más fuerte garabato y
soltó la pluma.

‒Ya está ‒sus cansados ojos se cerraron un momento y desaparecieron bajo


sus párpados cubiertos de mugre antes de encontrarse con la mirada fija de Alan.
‒Léelo y dime si... estás de acuerdo.

‒¿Esto? ‒preguntó Alan, mordiéndose el labio inferior. Tocó la página de


marcas oblicuas que no significaban nada para él.

‒Son indicaciones para mi esposa ‒explicó Tavish con los dientes apretados.
Sus manos tenían los nudillos blancos de apretar la manta roída por la polilla
mientras su respiración se hacía más trabajosa e irregular. ‒Buen plan, ¿eh?

Alan leyó las vacilantes líneas de tinta negra como el humo y se detuvo sobre
los adornos más grandes en la parte inferior.

‒Bien escrito, Tav ‒golpeó el pergamino con el dorso de sus dedos y sonrió. ‒Es
un buen consejo. Ella lo cumplirá ‒la tranquilidad de su amigo justificó la pequeña
simulación de Alan, que no había leído nada en absoluto. Y Lady Honor se
consolaría cumpliendo los últimos pensamientos y deseos de su marido, sin
importar cuáles fuesen.

Aunque sólo podía ver el techo de Saint Ninian desde allí, Alan sabía que mover
a Tavish solo aceleraría su muerte. Odiaba decirle a Lady Honor que su marido
había muerto bajo un viejo roble retorcido al borde del campo de batalla. Pero
ninguna mentira haría que la noticia fuera menos dolorosa. La muerte era la
muerte. Y si alguna vez el cielo recibió un alma que no merecía ser enviada tan
pronto, sería la de Tavish Ellerby.

Todo al sur de Stirling yacía en cenizas. Rezó para que la fortaleza de Tavish,
enclavada en las colinas de Cheviot, se extendiera fuera de los caminos de ambos
ejércitos. Lo que los ingleses no habían desperdiciado en las últimas semanas, lo
que aún tenía Robert Bruce, para mantener a sus enemigos desamparados y
hambrientos, muchos escoceses lo sufrirían ahora, a pesar de su victoria.

Tavish extendió la mano, con dedos débiles y temblorosos agarrando el


antebrazo de Alan.

‒¿Me llevarás a casa? ¿Me enterrarás junto al río Tweed? No... no dejes que
Honor me vea así. Por favor. ¿Me lo prometes?

‒Sí, lo prometo.

Tav emitió una débil risa.

‒Nos pondrás de nuevo juntos, ¿verdad? ‒los ojos se le cerraron de nuevo y


Tavish se estremeció. ‒Alan, díselo a ella. Dile a mi Honor... que es lo mejor, mi
muerte. Dile cuánto me importa...

‒Ella lo sabrá, Tav. Lo cantaré como un bardo, lo juro. Cosas dulces que la
harán llorar después de que haya envejecido y... ¿Tav? ¿Tavish?

Alan respiró profundamente. Las lágrimas luchaban por escapar de sus ojos.

‒Ah, Tav, muchacho. Ojalá Honor hubiera podido verte sonreír.

Miró largamente esos ojos azules y vacíos antes de cerrarle los párpados.
Capítulo 1

Byelough Keep

28 de junio de 1314

‒Vi deseos asesinos en sus ojos, Milady. Lord Hume nunca permitirá que ese
matrimonio se celebre si la encuentra. Sólo Dios podrá ayudarla si el Conde de
Trouville se involucra.

Lady Honor Ellerby luchó contra una oleada de inquietud ante las palabras del
mensajero. Tenía que calmarse y, pensar qué hacer después.

¿Podría su padre encontrarla aquí en esta pequeña fortaleza fronteriza?


¿Recordaría su simpatía hacia Tavish Ellerby cuando se encontraron en la Corte
francesa? De ser así, no le costaría mucho adivinar dónde estaba. Como había
pasado casi un año, Honor confiaba en que habría abandonado la búsqueda.

Podría obligarla a regresar a casa con él a menos que Tavish pudiera resistirse a
Hume. Su matrimonio, con toda probabilidad, no era válido. Después de todo,
había robado y falsificado los documentos que su padre había preparado, donde
figuraba el Conde de Trouville como su futuro esposo. La sola idea de ese hombre
la hacía temblar, incluso ahora.

Trouville había llegado a la casa de su padre en París, ni tan siquiera tres días
después de la muerte de su segunda esposa y exigió la mano de Honor en
matrimonio. Después de pasar casi una semana encerrada sin comida y sin apenas
agua, Honor firmó a regañadientes los contratos que su padre le puso delante. En
su opinión, eso ciertamente constituía una coacción ilegal. Pero ¿desde cuándo
deben los parientes del Rey cumplir con la ley? Si el Conde se había salido con la
suya con un asesinato, ¿qué pena debía temer por un simple matrimonio por la
fuerza? Como el ingenio era su única arma de defensa, Honor había ideado una
forma de librarse de ello.

Tavish nunca se casaría con ella a menos que creyera que su padre había dado
su aprobación, por lo que había traído consigo las copias de los contratos firmados
por su padre. Un raspado cuidadoso del pergamino había eliminado el nombre del
Conde de Trouville, así como la propiedad listada que su padre recibiría del Conde
como “intercambio” por ella. Honor había insertado algunas tonterías acerca de
que su propia felicidad era suficiente para satisfacer a su padre. Luego ella había
vendido sus joyas para proporcionarse la dote.

Bien hecho, se dijo; pero no dejaba de ser una artimaña peligrosa. Las
consecuencias podrían ser mortales si su padre y el poderoso Conde recuperaban
el control de su vida.

Debería haber confesado su “fechoría” a Tavish una vez casados, para que
cuidara de ella, pero había tenido que esperar hasta estar absolutamente segura
de que lucharía por mantenerla junto a él. Luego se fue repentinamente para
unirse a las fuerzas de Bruce cerca de Stirling. Con suerte, habría tiempo para
enmendar su engaño y calmar la ira de Tavish a su regreso. Ella debería hacerlo
antes de que llegara su padre. Y probablemente llegaría, tarde o temprano, si
Melior estaba en lo cierto.

‒Su Señoría está realmente furioso, Lady Honor. Al principio dicen que pensó
que la habían secuestrado. Su Señora Madre trató de alimentar esa creencia y por
un tiempo, tuvo éxito. Luego, finalmente descubrió que el compromiso y los
contratos matrimoniales habían desaparecido, lo mismo que sus joyas y su ropa
‒Melior continuó: ‒Poco después de que volviera de mostraros el camino hasta
aquí, comenzó a cuestionar la prolongada ausencia del Padre Dennis. Cuando
descubrió que se había fugado, su furia no tenía límites ‒el mensajero continuó:
‒Incluso si no hubiera prometido venir y advertirle, si hubiera adivinado lo que
sucedió, no podría haber permanecido allí un momento más. ¡Ataca a todo y a
todos a su paso; incluso después de todo este tiempo! ‒declaró Melior con un
estremecimiento.

‒¿Y cuándo no? ‒preguntó Honor con ironía, aunque recordaba esa época
cuando era muy joven. Su padre había sido una vez un padre justo, aunque no
cariñoso. Una locura irresponsable y violenta lo había alcanzado una vez que su
hija tuvo edad para casarse.

Durante siete largos años Honor había cumplido la voluntad de su padre.


Quería tener un esposo amable y afectuoso y solo había recibido ofertas de
fastidiosos cortesanos. Una buena docena de pretendientes que Honor había
rechazado, empleando todos los medios a su alcance, desde insultos escandalosos
hasta fingir locura. Pero el Conde de Trouville no se iba a dejar intimidar por ella. Y
su padre la había obligado a someterse. Temporalmente.

‒¿Cuánto tiempo crees que pasará antes de que mi padre me encuentre? ‒le
preguntó a Melior.

‒Su padre sospecha con quien se ha casado, pero no se atreve a abandonar su


lugar en la Corte hasta que haya completado sus negocios allí. Una vez que lo
haga, ¿quién puede decir cuánto tiempo le llevará su búsqueda? No mucho, creo
yo. Ya conoce sus recursos; incluso mucho mejor que yo.

‒¿Piensas que ha informado ya al Conde de Trouville?

‒Todavía no, a menos que lo haya hecho después de que yo me fuera. Él ha


entretenido al Conde contándole una historia de una enfermedad prolongada que
usted ha contraído. Dijo que la había enviado al campo para su recuperación.
Después, le prometió que estaría preparada para la celebración de la boda en
otoño; y eso está a punto de llegar, Milady.

Honor suspiró y se encogió de hombros.

‒No hay muchas personas que conozcan dónde se encuentra Byelough Keep.
Por favor, Dios, mi padre no puede encontrar a alguien que lo sepa hasta que mi
esposo regrese de la guerra.

‒Al menos, eso debería suceder pronto ‒le aseguró Melior, haciéndole
escuchar las primeras buenas noticias que había escuchado en muchos días. ‒Al
llegar a la costa, oí que hubo una gran victoria para los escoceses en un lugar
llamado Bannockburn, cerca de Stirling. Los ingleses huyeron como conejos
asustados. La mayoría de los escoceses continúan hacia Inglaterra,
persiguiéndolos. Pero no todos, sin embargo. Coincidí con muchos en el camino;
se dirigían a sus hogares.

‒Doy gracias a Dios por eso. Sin duda, mi esposo se apresurará a regresar a
toda velocidad; parecía muy reacio a alejarse ‒Honor sintió que se había ocupado
de eso con sus besos de despedida. Tavish juró que no la dejaría sola ni una hora
más de lo debido.

‒Sólo espero que su marido sea lo suficientemente valiente como para


soportar la ira de Lord Hume ‒agregó Melior con una mueca.

‒¡Yo también! ‒Honor se estremeció de temor ante la sola idea de que su


dulce Tavish se enfrentara a su tiránico padre o al vicioso bruto que había sido su
prometido, el Conde.

‒Ve y ponte cómodo, Melior. ¿Te quedarás aquí?

‒¿Le importaría, Milady? Mi viaje no fue un baile alrededor del Maypole. Pasé
muchos años cantando para quedarme aquí antes de cruzar a Francia, sin
embargo y me gusta Escocia. ¿Necesita un trovador?

Ella sonrió y tomó su mano esbelta.

‒Necesito un amigo, que ciertamente es lo que has demostrado ser. Te debo


mucho y este será tu hogar el tiempo que quieras, Melior. He extrañado mucho tu
música.

El alivio inundó sus facciones de zorro cuando se inclinó sobre sus dedos. Sus
delgados labios rozaron los nudillos de Honor de una manera que parecía
demasiado familiar, pero ella sabía que era solo gratitud mezclada con un poco de
adulación. El experimentado trovador poseía una naturaleza astuta y estaba
atento a todas las oportunidades que se le presentaban, pero sabía cuál era su
lugar. Los artistas que trataban de sobrepasarse por encima de sus posibilidades,
especialmente con una dama, no sobrevivían ni dos años, como lo llevaba
haciendo él.

Honor entendió las necesidades de Melior lo suficientemente bien como para


mantenerlo fiel a su causa. Mientras le pagara generosamente, tanto en moneda
como en alabanzas por su música, la serviría sin dudar. Si tan solo pudiera juzgar a
cada hombre tan limpiamente como lo hizo con éste, no tendría nada que temer.

Su marido no suponía ningún desafío en absoluto, aunque se creía más sagaz


que la mayoría. Tavish deseaba su cuerpo y la riqueza que ella le había
proporcionado. Honor pensó que era un intercambio justo por su nombre y
protección.

Juró que la amaba y ella estaba dispuesta a creerlo. Intentó devolverle ese
sentimiento lo mejor que pudo. Incluso una vez llegó a decírselo tratando de que
sonara real. Aunque Tavish se había sentido muy feliz, Honor se sintió un poco
culpable. Ella nunca había simulado amar a ningún hombre. Parecía injusto que
tuviera que fingirlo ahora. Ella quería amarlo de verdad.

La devoción de Tavish, real o no, ciertamente endulzaba el hecho de que ella lo


hubiera seguido desde Francia y se hubiera puesto a merced de sus propósitos.

Ella había elegido a Tavish Ellerby porque era exactamente lo contrario a su


padre y, no menos importante, por el hecho de que era dueño de una fortaleza
apartada en la salvaje región fronteriza de Escocia. Para alivio de Honor, había
llegado a apreciar a su marido en los dos cortos meses que habían compartido,
pero no tanto como ella hubiera querido. Esperaba su regreso de la guerra para
que pudieran conocerse mejor. Aunque era nueva en asuntos matrimoniales,
Honor sentía que podría convertirse en una excelente esposa; con el tiempo. Sus
palabras de amor hacia él serían ciertas muy pronto. Tavish era un tipo adorable.

Por primera vez, un hombre con el poder de alterar su vida, voluntariamente le


dio algo de opinión sobre su futuro. Él la consideraba una persona real con deseos
propios. Sin embargo, la plácida naturaleza de Tavish tal vez no le sirviera de nada
una vez que su padre los encontrara.

¿Se daría por vencido su marido sin pelear una vez que se diera cuenta de que
ella lo había engañado sobre el consentimiento de su padre para la celebración del
matrimonio? ¿Tendría, acaso, alguna opción? De repente, Honor experimentó otra
puñalada de culpa que intentó hacer desaparecer. Si se lo hubiera dicho desde el
principio, si hubiera sido sincera, ¿Tavish se habría casado con ella de todos
modos? De algún modo, ella creía que no hubiera sido así.
‒Ah, bueno, pensar en eso ahora ya no sirve para nada ‒murmuró para sí
misma. Bajo ninguna circunstancia se rendiría a la custodia de su padre. Para
escapar de él y de sus onerosos planes para ella, ella había mentido, robado y se
había casado falseando documentos. No se sentía orgullosa de ello, pero sí
aliviada; pero ese alivio era temporal, teniendo en cuenta las noticias de Melior.
Sin embargo, Honor estaba segura de que haría cualquier cosa que fuera necesaria
para mantener su santuario aquí; y lo haría sin vacilar.

Ahora había en riesgo más cosas que incluso su propia vida.

*****

Alan había llevado a Tavish a casa. Aquella enorme mole de piedra estaba tan
asentada en el lugar que parecía como si se hubiera formado allí. Alan soltó las
riendas de su caballo y lo ató a un árbol cercano.

La sangre goteaba desde su hombro derecho. ¡Maldita sea! La herida se había


abierto de nuevo. Maldijo el problema que se había originado a pesar de que se
daba cuenta de que la nueva hemorragia probablemente lo salvaría del destino de
Tavish. Con suerte, cualquier veneno se “evaporaría” con la sangre y el sudor. Se
limpió el brazo con la cola de su tartán y deseó no haber perdido la aguja.

Después de una mirada anhelante hacia el agua fresca, se sentó junto a una
roca lisa y redondeada y comenzó a cincelar. Con una roca del tamaño de un puño
y una fuerte sacudida en su vieja espada rota, Alan comenzó a esbozar el diseño.

Pobre Tav, pensó mientras trabajaba; tenía todo en la vida que un hombre
podía desear. Salud, una bonita esposa algo de dinero... Alan suponía que nunca
llegaría a saber por sí mismo lo que sería tener una familia. Considerando eso, tal
vez Tavish había tenido suerte después de todo. Durante dos meses, al menos, Tav
había vivido el sueño de todos los hombres.

‒Al menos la mayoría de los hombres sueñan con eso. Yo no, por supuesto
‒murmuró Alan, dando forma a la piedra. ‒Sí, lo tenías todo, viejo amigo ‒gruñó.
‒Y lo siento; lo perdiste demasiado pronto.
Cuando Alan terminó, el contorno de un escudo aparecía ligeramente a un lado
y la cabeza de lobo que pretendía tallar se parecía a una manzana mordida con
dos hojas. Bueno, Lady Honor podría reemplazarlo si lo deseaba. Por ahora,
serviría para marcar el lugar. Frunciendo el ceño ante su torpe esfuerzo,
amontonó un grupo de pequeñas piedras al frente. Luego se levantó y se acomodó
su fangoso tartán sacudiéndose los pliegues de las piernas.

Colocándose erguido cuán alto era, Alan sostuvo la empuñadura de la espada


rota por encima del marcador que había hecho para proyectar la sombra de la cruz
sobre ella.

‒Dios te guarde, Tavish Mac Ellerby.

Pensó en decir algo más como despedida, pero el repentino ruido de unos
cascos sacudió el suelo bajo sus pies descalzos. Enfrentándose a los jinetes que se
aproximaban, Alan sacó la espada intacta de Tavish de su funda y adoptó posición
de batalla. En ese momento, el viento desplegó los colores que tenía el hombre
que iba en primer lugar.

Un León de Oro en un campo rojo. Bruce.

El grupo de jinetes lo rodeaba con una ráfaga de arneses tintineantes y cascos.


Alan se dejó caer sobre una rodilla y sonrió al jinete sobre el caballo gris que se
pavoneaba.

‒Podríamos haber sido los hombres de Edward, Strode. ¿No se te ocurrió


correr y esconderte? ‒preguntó Bruce.

Alan echó la cabeza hacia atrás y se rió.

‒¡Si queda un sólo inglés por aquí, besaré el culo de tu caballo y lo llamaré
cariño!

Bruce desmontó y extendió su brazo para saludarlo. Hizo una mueca cuando
vio la herida de Alan.

‒Estamos reuniendo a los hombres de Douglas justo al sur de aquí y luego


iremos a York. ¡Mi hermano me dijo que te dio permiso para regresar después de
nuestra victoria y ahora entiendo por qué! ‒Bruce arrugó la nariz ante el reguero
rojo que seguía bajando por el brazo desnudo de Alan. ‒Puedes perder ese brazo.
Debes curarlo.

Alan asintió una vez y miró hacia otro lado, sobre las colinas que lo separaban
del Castillo de Rowicsburg.

‒Sanará. Tal vez me una a ti más tarde.

‒¿Entonces vas a ver a tu padre primero? ‒preguntó Bruce, con un ligero toque
de advertencia en su voz.

‒Nunca iré a Rowicsburg ‒respondió Alan levantando la barbilla. ‒Tampoco iré


al norte. He terminado con el tío Angus también. Neil Broglan es su heredero
ahora y será un buen terrateniente. No quiero ninguna relación con ninguna de las
dos partes de mi familia ‒inclinando la cabeza hacia la tumba, dijo: ‒He venido
porque Tavish Ellerby me envió con instrucciones para su viuda. Y para darle la
noticia de su muerte.

No tenía adónde ir después de completar esta misión para Tavish. Su padre


inglés lo había enviado a las Highlands, con los parientes de su madre cuando él
era solo un muchacho. El tío que lo crió en las Highlands había elegido a otro
sobrino, un escocés completo, como el siguiente jefe de MacGill. Así era como
debería ser, supuso Alan.

La vida como soldado era lo suficientemente buena para él. Sin embargo, su
terquedad y un brazo fuerte eran todo lo que tenía que ofrecer para cualquier
causa en este momento. Y su Rey, claramente, no necesitaba ninguna de esas dos
cosas.

‒Te creo. Todos conocen tu amor por la verdad ‒Bruce miró a sus hombres.
‒Incluso hay quien dice que la llevas hasta el extremo ‒varios miembros del
séquito de Bruce asintieron sabiamente e intercambiaron miradas irónicas.

Alan sabía por qué. Nunca dijo lo que creía que un hombre, o una mujer
quisieran oír a menos que fuera cierto. Ni siquiera cuando una mentira pudiera
beneficiarlo. Era algo común a todos los hombres de su familia. Incluido su tío.
Alan se enorgullecía enormemente del único atributo indiscutible que poseía y
apreciaba. Él era un hombre honesto.
Solo Alan conocía la razón existente detrás de su única virtud constante e
inquebrantable y el motivo de por qué se aferraba a ella obsesivamente a lo largo
de los años. Su padre le había mentido, diciendo que traería a Alan a casa pronto.
Su madre le había mentido, prometiéndole que le escribiría con frecuencia y que
acudiría a buscarlo cuando los problemas fronterizos se calmaran. Su tío le había
mentido, prometiéndole a la madre que su hijo sería el próximo terrateniente.
Nada de eso había sucedido. Disgustado y desilusionado con todos ellos, Alan se
juró a sí mismo que nunca visitaría a ninguno de ellos, bajo ningún concepto.
Desde entonces, era conocido como Alan el Verdadero. Su reputación le había
seguido como un fiel sabueso cuando abandonó las Highlands. A veces sentía
dolor por esa situación, pero en la mayor parte de las ocasiones, le era útil. Como
ahora.

Bruce miró el dispositivo toscamente tallado en el marcador de piedra de la


tumba y se volvió hacia Alan.

‒Dale a la Señora Ellerby mis condolencias. Me dijeron que luchó con honor.
Hizo planes para la dama y para sus posesiones, ¿verdad?

‒Escrito y sellado, Señor.

‒Quiero verlo, Alan.

‒No. Es algo privado escrito desde su lecho de muerte a su amada.

Bruce se dio vuelta y se paseó por un momento, luego se encontró cara a cara
con Alan, mirando hacia arriba, por la diferencia de altura de ambos.

‒Dame la carta, Strode. Te lo ordeno.

Alan se tensó, con su mano izquierda cerrándose sobre la empuñadura de su


espada.

‒¡Dame la maldita carta, o te la quitaremos por la fuerza! ‒tronó Bruce.

‒¡Oh, pero tiene menos de una veintena de muchachos, Señor! ‒dijo Alan.

Bruce apretó los labios. Sus ojos se interrumpieron por un segundo antes de
que emitiera una carcajada que destrozó el tenso silencio.
Alan esperó, luciendo una sonrisa beatífica. Conocía bien la imagen que tenían
de él, incluso la mejoraba cada vez que podía. El bufón irreverente, cubierto de
picardía. Los oponentes usualmente lo subestimaban por su comportamiento,
pero no Robert Bruce. El Rey sabía bien lo que había debajo de ese manto de
chanzas. Y no toleraría ninguna insubordinación oculta por ellas. Por mucho que
odiara hacerlo, Alan se preparó para rendirse.

Bruce, inmediatamente se puso serio y levantó un brazo, colocándolo como


por casualidad sobre los hombros de Alan.

‒Ahora escúchame, Strode y escúchame bien. Byelough Keep es muy


importante debido a su ubicación estratégica. Las cuevas escondidas cerca de él
podrían esconder un ejército. O una gran cantidad de suministros para
mantenerlos victoriosos. No dejaré que caiga en manos inadecuadas por el
capricho de un hombre muerto. Eso significa ‒continuó Bruce, ‒que podríamos
matarte y llevarnos la carta. Sospecho que deberíamos hacerlo. Incluso aunque
vencieras a mi pequeña tropa y escaparas, simplemente te seguiría hasta Byelough
y se la pediría a la viuda. Tú eliges.

Alan lo consideró. La viuda de Tavish ya estaría bastante mal. Devastada,


posiblemente. Una visita de Bruce difícilmente le proporcionaría ningún consuelo,
especialmente dado el estado de ánimo actual del Rey.

‒Sea ‒Alan metió la mano debajo de su ancho cinturón de cuero y sacó el


paquete doblado, dejándolo con un golpe seco sobre la mano extendida de Bruce.
‒Pero no me gusta hacerlo.

Bruce frunció el ceño cuando sus largos dedos rompieron la mancha ámbar de
cera de vela que sellaba la carta.

‒Tú tampoco me gustas a veces, Strode. Debería matarte por tu insolencia,


¿sabes? Podría hacerlo todavía.

El silencio reinó cuando Bruce leyó las palabras que Tavish había escrito a la
hora de su muerte. Una sonrisa calculadora estiró su noble rostro mientras
terminaba y volvía a doblar el pergamino. Entonces la sonrisa murió rápidamente
en su cara.
‒¡Arrodíllate! ‒ordenó con voz aguda.

Alan se arrodilló, preparándose mientras Bruce elevaba su acero al nivel del


cuello de Alan. Se cernía justo encima de su hombro izquierdo. No quería creer
que Bruce tenía la intención de matarlo, pero tampoco podía ignorar el hecho de
que estaba arrodillado con la espada de aquel hombre en la garganta. Dadas las
circunstancias, suplicar era algo cobarde, además de inútil, si Bruce hablaba en
serio.

‒¿Podría hablar con un sacerdote? ‒preguntó Alan, sosteniendo la mirada de


Bruce.

‒Te sorprenderías si reconocieras a alguien con esa vestimenta ‒declaró Bruce.

‒Oh, entonces, proceda con lo que estaba a punto de hacer ‒esperaba que
Robert solo pretendiera asustarlo un poco. Dios sabía que ese bribón tenía una
mente perversa. Entonces Alan recordó el golpe que Rob le había infligido al inglés
de Bohun justo antes de la batalla, cuando cabalgaban. La cabeza del hombre
rebotó en el suelo como una vejiga de oveja convertida en una pelota mientras el
resto de él recorría un trecho del campo. Podría reírse, pero Bruce nunca perdía el
tiempo con amenazas ociosas.

Alan cerró los ojos y apretó los dientes, tratando de recordar la oración de
arrepentimiento, la primera cuenta del rosario, el rostro de su madre. No
consiguió que nada acudiera a su mente.

La muerte no tenía atractivo para él en las mejores circunstancias, pero


siempre la había enfrentado sin miedo. Decidido a rebelarse hasta el final, miró al
Rey y sonrió.

‒Espero que lo lamentes.

‒Sin duda ‒Bruce se rió entre dientes.

El filo del acero presionó contra la yugular de Alan durante un largo y


angustioso momento. Entonces la voz de Bruce sonó:

‒Yo te nombro Sir Alan de Strode ‒la parte plana de la hoja rebotó en su
hombro izquierdo y tocó suavemente la parte derecha, que tenía dañada. ‒Sirve a
Dios, a tu Rey, protege a los débiles y lucha por lo que es correcto ‒giró la espada,
sosteniendo la empuñadura enjoyada para que Alan la besara.

Alan probó la superficie de metal y esmeralda contra sus labios y la fría y


ligeramente salada del sudor de la mano de Bruce. Le dio la bienvenida como los
labios de un amante. El beso de la vida, reflexionó, apenas reprimiendo un
escalofrío de alivio. Incluso prolongó el gesto, pidiendo tiempo, ya que sus piernas
se sentían demasiado débiles para sujetarlo en este momento.

No era que temiera morir, se dijo a sí mismo, ya que había enfrentado la


muerte con la suficiente frecuencia en la batalla. Pero morir así, de rodillas y sin
una buena razón, le habría preocupado un poco.

‒¿Listo para el golpe? ‒preguntó Bruce, apretando y soltando su mano derecha


enguantada, sonriendo con alegría. Alan podía imaginar la fuerza que esperaba
detrás de ese golpe. El manguito que se suponía que lo ayudaría a recordar su
nuevo cargo de caballero bien podría hacerlo incapaz de recordar su propio
nombre.

‒Sí, estoy listo ‒cerró los ojos e hinchó sus mejillas. El puño del Rey describió
un ruido sordo que hizo que Alan cayera hacia atrás con una cómica expresión
desgarbada.

‒¡Levántese, Señor y alabada sea la gloria de Escocia! ‒Bruce soltó una


carcajada.

Alan se puso en pie e hizo una reverencia superficial. ¡Era un Señor! Deseaba
que Tav hubiera podido ser testigo de esta farsa. Echó un vistazo al montículo de
piedras bajo el cual había posado a su amigo y luego a las nubes. Una inesperada
brisa revoloteó entre las hojas de un serbal. Quizás lo había sido.

‒¿Tengo que hacerle un homenaje? ‒le preguntó a Bruce, sin saber en qué
consistía el protocolo. El evento no tenía ni estructura ni una maldita pequeña
ceremonia. Había sido testigo del nombramiento de un caballero sólo una vez.
Había mucho más que lo que había ocurrido hasta entonces, si lo recordaba
correctamente.
‒Tomé tu juramento el año pasado, si lo recuerdas. Conociendo tu inclinación
por la verdad, no dudo de que durará toda tu vida. Además, has matado un
número nada despreciable de ingleses en la última quincena.

Bruce recogió un fajo de hierba del codo fangoso de Alan.

‒Límpiate un poco antes de ir a ver a la dama, ¿eh? Parece que te hubieras


estado arrastrando a través de un pantano. ¿Tienes jabón? ¿Y la ropa adecuada?

Alan se irguió, ignorando la ruidosa alegría de los hombres de Bruce.

‒Sí, Señor. No tiene que preocuparse, no lo deshonraré, Señor ‒siguió la


mirada del Rey mientras bajaba hacia las piernas y los pies desnudos de Alan.

‒Pues hazlo ‒Bruce lo golpeó sobre su hombro bueno y se giró para levantarse.
‒Por cierto, dile a Lady Ellerby que secundo el mandato de su marido. No, espera.
Diga que le ordeno que siga sus instrucciones al pie de la letra. Inmediatamente,
como él indicó.

Con una carcajada, el Rey espoleó su caballo y se alejó al galope.

Alan se encogió de hombros y sonrió. El Rey Rob era un tonto. Siempre lo había
sido.
Capítulo 2

Byelough Keep se mezclaba bien con el paisaje, quedando casi invisible. Si


Tavish no le hubiera dado indicaciones tan claras sobre cómo llegar, Alan sabía
que tal vez nunca lo habría encontrado. Las cabañas tenían el mismo color gris
verdoso que las colinas circundantes de piedra moteada y helechos. Era
exactamente como Tavish lo había descrito cien veces en las horas que había
pasado anhelando el lugar. Si no fuera por las volutas de humo de los fuegos
nocturnos en las casas, Alan podría haber pasado de largo por completo.

Espoleó su caballo hacia las puertas de Byelough, cargado con el botín de la


batalla.

‒¿Quién vive? ‒preguntó una gruesa voz desde la atalaya cubierta de líquenes.
Esa torre no parecía nada más que un enorme árbol desde la distancia, surgiendo
de una pared que parecía un acantilado formado naturalmente. Ingenioso. Y difícil
de asaltar, pensó, a pesar de la falta de puente levadizo y foso.

‒Sir Alan de Strode ‒anunció gravemente. ‒Traigo noticias de Lord Tavish


Ellerby para su esposa. Ábreme y déjame entrar ‒Alan señaló a los dos arqueros
que se encontraban en las almenas.

Se hizo un largo silencio antes de que las pesadas puertas se abrieran. Alan las
atravesó. Notó inmediatamente la limpieza del pequeño patio. Había
dependencias bien cuidadas y hierba cuidadosamente cortada, al menos la poca
que quedaba. Incluso el suelo desnudo parecía rastrillado y sin agujeros de barro.

Las pocas personas que podía ver parecían limpias y bien alimentadas. Un
muchacho del establo, en silencio, tomó las riendas cuando Alan desmontó y un
joven sacerdote de pelo oscuro se encontró con él en los escalones que conducían
a la fortaleza.
‒Bienvenido, hijo mío. Soy el Padre Dennis ‒entonó con una voz que sonaba
tres veces más vieja que su dueño. Alan reprimió su risa. Lo había llamado hijo, ese
joven sacerdote al que al menos sacaba cinco años. El desgarbado muchacho
santo sonrió serenamente como si adivinara los pensamientos de Alan. ‒La Señora
está esperando dentro.

Alan asintió y siguió al clérigo dentro, sin saber si debería haber besado su
anillo. Los sacerdotes eran tan poco comunes como la ropa limpia en el lugar
había pasado sus últimos diecinueve años. Caminaron entre los frescos y fragantes
juncos hacia una puerta al fondo del pasillo.

Varios sirvientes que arreglaban mesas de caballete se detuvieron para


mirarlo. Les lanzó una sonrisa de aprobación por el aspecto del lugar. Los coloridos
tapices suavizaban las paredes de piedra y las pocas mesas ya dispuestas tenían
telas inmaculadas sin ningún agujero o mancha. Un escudo pintado con los colores
brillantes del dispositivo Ellerby coronaba una gran chimenea construida en la
pared cerca de la mesa principal. Éste era el lugar más agradable en el que había
estado alguna vez. No es de extrañar que a Tav le hubiera encantado.

Alan agradeció en silencio a Bruce su sugerencia del baño y el cambio de ropa.


Por supuesto, tarde o temprano, seguramente lo habría pensado él mismo.
Después de restregarse con el jabón granulado y secarse al sol, había preparado
sus galas caballerescas con cuidado. Él había rasgado el dragón amarillo del
sobrevesta de seda roja y se puso la prenda sobre la cota de malla de correo inglés
confiscado.

Hubiera necesitado un gambesón acolchado y un taparrabos pesado, también,


pensó. Despreciaba aquellas prendas. Incluso notaba su cabello demasiado
apretado con su melena castaña oscura atada a la parte posterior de su cuello por
un resto de la seda amarilla rasgada. Éste atuendo completamente caballeresco
era absolutamente incómodo. Pero necesario.

Tan pronto como convenciera a toda la gente de Byelough Keep de que era un
Caballero, cambiaría de nuevo su atuendo, aún a riesgo de ser condenado.
Ser el hijo de un Barón nunca había sido muy importante en su vida, pero sí se
sentía orgulloso de su recién ganado título de Caballero. Lo mínimo que podía
hacer era dar una buena primera impresión.

‒Por aquí ‒dijo el sacerdote, haciendo señas a Alan hacia el robusto portal de
roble en la parte posterior del pasillo.

‒Sir Alan de Strode, Lady Honor ‒anunció el Padre Dennis con su voz grave.
‒Viene de parte de su esposo, Milady.

El estómago de Alan se apretó con aprensión cuando la dama levantó su


mirada de su costura. Aquellos ojos del color del pecho de una paloma lo miraban
con brillante curiosidad. Sus cejas oscuras se elevaron como alas elegantes. La
nariz pequeña y recta se estremeció ligeramente cuando su boca de pétalo de rosa
se extendió en una cegadora sonrisa blanca. Se quedó en trance, justo como creía
que iba a suceder. Tavish siempre fue un maestro describiendo y Lady Honor no
fue una excepción. Alan pensó que era la mujer más bella que había visto en su
vida. Perfecta.

‒Sea bienvenido, Señor. Dígame ¿qué noticias tiene de mi marido? ‒se levantó
de detrás del gran bastidor de bordado y fue a su encuentro, tendiéndole las
manos.

Su pesada y voluminosa bata ocultaba su silueta. Le hacía parecer un poco


robusta a pesar de la delicadeza de su rostro, cuello y manos. Sin embargo, sus
movimientos demostraron la delicadeza que tenía como mujer. Alan lanzó un
suspiro de puro placer al solo verla.

‒¿Mi Señor esposo ha sido detenido? ‒preguntó ella, con una suavidad tan
acogedora como su sonrisa. Supuso que el hecho de hablar francés la mayor parte
de su vida lo había suavizado, aunque hablaba inglés sin apenas acento. Recordó
que su padre era escocés, Barón y un hombre muy educado. Vivir en la Corte
francesa una buena parte de su vida le había proporcionado la oportunidad de
aprender muchos idiomas. Tavish se jactaba de lo que había logrado y con razón.
Una mujer de gran encanto y gran ingenio, le había dicho.

Alan acunó sus suaves palmas, llevándose los dedos a los labios. Cerró los ojos
e inspiró profundamente, reacio a soltarla. Olía a cielo, a agua de rosas y a
limpieza absoluta. Esa mujer irradiaba dulzura y felicidad; una felicidad que ahora
debía destruir. Dios, cómo odiaba hacer aquello.

Colocando sus palmas juntas, las envolvió en las suyas y sacudió su cabeza
tristemente.

‒Tavish, mi amigo y camarada de armas, me pidió que le trajera todo su amor,


Lady Honor. Sus últimos pensamientos fueron para usted.

‒¡No! ‒gritó, apartando sus manos. Un vehemente improperio flotó en el aire


entre ellos. Era una palabra en francés, si la memoria no le fallaba y una que no
debería ser pronunciada en presencia de un sacerdote. Seguramente la había
entendido mal; al fin y al cabo, no estaba muy familiarizado con el francés y
conocía pocas palabras.

Él la miró, asombrado por el cambio que había experimentado. Caminó


frenéticamente, pateando sus pesadas faldas hacia adelante. Sus palmas se
estrellaron contra el marco del bastidor de costura, esparciendo madejas de hilo
de seda a lo largo de la habitación. Luego se dio elegantemente la vuelta hacia
donde Alan estaba de pie y le propino una bofetada.

Alan se mantuvo firme, sintiendo lástima por ella cuando vio que su furia se
convertía en pena.

El joven sacerdote se movió inseguro cuando Alan tomó a la dama en sus


brazos, acunándola ligeramente contra él, murmurando suavemente algo en
gaélico. Él la abrazó sin apretarla mientras Lady Honor golpeaba repetidamente
con su pequeño puño contra su pecho cubierto de seda. Alan temía que pudiera
ocurrir lo que, finalmente había ocurrido.

Le lanzó al sacerdote una mirada de impotencia por encima de su cabeza.

‒¿Padre Dennis, tendría alguna bebida para calmarla? ‒sugirió, con la


esperanza de que el joven idiota aturdido hiciera algo. ‒Está muy nerviosa.
Hablaremos más tarde.

‒¡No! ¡No quiero bebidas calmantes! ‒dijo, alejándose. ‒Voy a escucharlo todo
ahora. Todo ‒salvajemente, se secó la cara con el borde de la manga de lino y
sorbió por la nariz ruidosamente. En cuestión de segundos, se había recompuesto
y había levantado su valiente mentón. Los ojos grandes y luminosos brillaban aún
más con lágrimas que se negaban a caer. Su valor casi le partió el corazón en dos.

‒Vamos ‒ordenó enérgicamente. Agarró la muñeca de Alan con ambas manos,


lo guió hasta el asiento acolchado de la ventana y lo empujó hacia él. Ella
permaneció de pie así que estaban cerca, cara a cara. ‒Ahora me lo contará todo.
Padre Dennis, ¿podría ver...?‒hizo una pausa para respirar profundamente. ‒¿Ver
los restos de Milord?

Alan negó con la cabeza, pasando su mirada de ella al sacerdote.

‒Lo enterré. Él yace a un poco más de una legua de distancia, cerca del Tweed.
Eso es lo que él deseaba.

Las cejas aladas de Lady Honor se fruncieron.

‒¿No quiso venir a casa, a Byelough? ¿Por qué?

‒No quería que lo viera tal y como estaba. Se lo prometí.

Ella tragó saliva, tocando su barbilla contra su pecho.

‒¿Cómo... cómo estaba, entonces?

‒Murió en el campo de batalla ‒se levantó y se inclinó hacia delante. ‒Es todo
lo que necesita saber.

‒¡Es usted un maldito demonio, Señor! Yo tengo que saberlo todo. ¡Todo!.
¡Debo saberlo! ‒exigió, mordiéndose los labios y retorciéndose las manos. Se
estremeció visiblemente, pero inmediatamente después se recompuso; igual que
un soldado.

Alan la llevó al amplio asiento y la sentó hacia abajo a su lado. Mirando


directamente a sus ojos llenos de lágrimas, le dio exactamente lo que ella había
pedido.

‒Se acercaba el final de la pelea. Entones, una espada inglesa cortó la pierna de
Tav entre la rodilla y la cadera. Le hice un torniquete y sellé la herida con fuego
para intentar que no se desangrara. Después inicié el viaje para traerlo a casa. Él
murió hace cuatro días. Le di todo el consuelo que pude, Milady. Usted le hubiera
dado más, estoy seguro, si es que hubiera habido algún consuelo posible. Él la
amaba a usted y estaba preocupado por su bienestar.

Ella absorbió las palabras en silencio, con sus uñas clavándose en sus palmas,
sus ojos buscando los suyos. De repente, ella asintió, soltó las manos y se levantó,
despidiéndolo.

‒Puede quedarse a cenar y dormir. Mañana me llevará con él.

‒Sí y estaré feliz de hacerlo ‒estuvo de acuerdo Alan. Luego buscó en el forro
de la sobrevesta inglesa y sacó el mensaje doblado de Tavish. ‒Él le envió esto.

Se fijó en el sello roto y frunció el ceño.

‒¿Lo ha leído?

‒No, le juro que no. Lo hizo Bruce en contra de mi voluntad. Y me ordenó que
cumpliera lo que dice ahí. Inmediatamente, dijo.

La dama parecía no escuchar mientras su mirada volaba sobre el mensaje. Un


gesto de incredulidad apareció en su rostro, luego contorsionó las facciones en
una expresión que se acercaba al horror.

Sus asombrados ojos grises volaron hacia él y se estrecharon con sospecha.

‒¡Usted escribió esto! Oh, lleva el nombre de Tavish y está firmado por su
mano, pero usted escribió el resto. ¿Y se hace llamar su amigo? ¡Qué vergüenza
que use a un moribundo en beneficio propio!

‒Señora, yo no... Yo no podría ‒ protestó Alan, mirando al sacerdote en busca


de ayuda. ‒¡Lo juro!

‒¡Lo hizo! ¡Mire cómo tiemblan las líneas; no son sus finas y constantes letras!
‒dijo Lady Honor con su índice golpeando brutalmente el pergamino arrugado.

‒El dolor y la fiebre lo atormentaban mientras escribía ‒explicó Alan. ‒Le juro
por mi alma y por lo más sagrado que yo no escribí eso. ¡Ni siquiera lo había leído!
No hubiera podido. Por el amor de Dios, no le miento. ¡Nunca miento!

Lady Honor se alejó de él, dejando caer la carta como si fuera basura. El
sacerdote la recogió y la leyó. Alan lo escuchó jadear.
‒¡Se tiene que casar! ‒exclamó el padre Dennis.

Entonces, de eso se trataba... Ah, bueno, Alan lo entendía todo ahora. La pobre
chica no quería ser repartida como un regalo para quienquiera que Tavish quisiera
obtener sus tierras. No podía culparla en lo más mínimo. Además, necesitaba
tiempo para aceptar la muerte de Tav. Y lo tendría. Al infierno con Bruce.

Él le puso una mano en la espalda y le dio unas suaves palmaditas.

‒Espere el tiempo que sea necesario y yo la protegeré, Milady. Estoy seguro de


que Tav solo quería...

Ella se volvió hacia él con las manos en las caderas, inclinándose hacia adelante
con la barbilla hacia arriba.

‒¿Y qué pasa con lo que yo quiero? No deseo casarme con nadie.
¡Especialmente no con usted!

‒¿Conmigo? ‒Alan escuchó la palabra que acababa de pronunciar como el


sonido del croar de una rana, dejándole un amargo sabor. Luego, otro sonido
siguió, como un gemido.

‒¿Casarme? ‒retrocedió y se dejó caer en el asiento que había cerca de la


ventana; sentía las rodillas demasiado débiles para sostenerlo. ‒¡Oh, mierda!

‒¡Exactamente! ‒Lady Honor le arrebató la carta de la mano al sacerdote y,


arrugándola bajo la nariz de Alan, lo insultó en un rápido francés. Todavía
sorprendido por las órdenes de Tav e incapaz de captar algo más que una palabra
ocasional, simplemente la miró hasta que ella comenzó de nuevo a hablar en
inglés.

‒¡Por todos los Santos! ¡Él nos ha ordenado que nos casemos hoy! ¡Hoy
mismo! Juró que me amaba y ahora exige que me case con un...

‒¿Un qué?

‒Un salvaje de las Highlands ‒replicó ella, sacudiendo un dedo bajo su nariz.
‒¡Mais oui; eso es lo que es usted, a pesar del “disfraz” que lleva! ¡Y también
ignorante, por lo que ha demostrado!
‒Sin estudios, Señora. No es lo mismo que ser ignorante. ¡Y a pesar de todos
tus aciagos aires franceses, todavía tiene sangre escocesa!

‒¡Alabado sea Dios, solo la mitad! ‒gritó.

‒¡Entonces pido a Dios que sea la mitad que incluya su boca!

Ella se quedó boquiabierta. Su pecho subía y bajaba como un fuelle. Alan luchó
contra su enojo hasta que lo tuvo firmemente. Seguramente solo era su dolor lo
que la obligaba a hablar así. Estaba en shock por todo lo ocurrido y lo miraba
como si Alan fuera el culpable de todo.

‒¿Por qué mi marido me haría esto?‒preguntó, volviéndose hacia el sacerdote.

‒Bueno, ¿y cómo cree que me siento yo, eh? ‒replicó Alan. ‒¡Atrapado contra
mi voluntad en esta situación! ¡Demonios, preferiría morir antes que entregar mi
libertad, pero le di mi palabra, por Dios! ‒se golpeó la frente y gimió hacia el cielo.
‒Oh, Tav, ¿qué nos has hecho?

Alan estaba enojado. Lady Honor no dejaba de pasear. Podía oír el roce de sus
pies, el crujido de las faldas alrededor de sus piernas. Los sonidos eran casi tan
fuertes como el ruido sordo de su corazón.

Alan se dio cuenta de que Tavish no podía saber que las palabras que le había
escrito a su esposa no habían sido leídas esa noche por primera vez. ¿Y quién tenía
la culpa de ese malentendido? El mismo Alan, nadie más. Tav había preguntado si
Alan estaba de acuerdo con entregar la carta y cumplir sus últimas voluntades. Y el
muy estúpido le había dicho que sí. ¡Estupendo!

Eso había sido lo más cerca que Alan había estado alguna vez de una mentira y
eso le dolía mucho. Quien conocía a Alan sabía de su amor por la verdad y de
cómo podía confiar en él para que no dijera nada más que la verdad acerca de
cualquier asunto, sin importar las consecuencias que tuviera sufrir por ello. Eso lo
llenaba de gran orgullo; apenas tenía nada más en el mundo para ofrecer. Pero en
esta ocasión, su honestidad había provocado un desastre.

Lady Honor le dijo abiertamente lo que pensaba. Había actuado de forma tan
ignorante como el idiota de la aldea más bárbara. Qué estúpido había sido al
aceptar algo sin tener ni idea de lo que era. Solo estaba comprobando lo que
siempre había sabido. Que una mentira, incluso una pequeña, siempre traía
problemas. En ésta ocasión, a él le había costado su libertad. Y a la pobre dama, su
tranquilidad.

Oh, admitió que podría imaginarse a sí mismo holgazaneando en un castillo


con una mujer de alta cuna de vez en cuando, especialmente cuando recordaba a
Tavish hablando sobre su propia experiencia, pero Alan sabía muy bien que esa
vida no le convenía. Había sido expulsado de ese tipo de vida. Pero no tanto como
para no saber lo que se había perdido. Para ser honesto, cosa que siempre trataba
de ser, Alan no estaba preparado para lidiar con el matrimonio y la vida familiar.
Incluso aunque hubiera querido, no hubiera sabido cómo hacerlo. Ahora, debido a
esta “casi” mentira suya, sabía que debía hacerlo.

El Padre Dennis se aclaró la garganta.

‒Perdón, Señor, Milady, pero se hace tarde. Si va a haber una boda...

‒¡No! ‒gritó Lady Honor, levantando las manos.

‒¡Sí! ‒dijo Alan, sintiéndose fuerte nuevamente y poniéndose de pie. ‒Vaya,


Padre y reúna a todas las personas que acudirán a la capilla.

‒No tenemos capilla, Señor. Tendrá que ser en la sala.

‒¡No habrá boda! ‒dijo la dama acaloradamente, con los brazos cruzados
sobre el pecho.

‒Déjenos, Padre y prepárese ‒repitió Alan. Cuando la puerta se cerró, se giró


hacia su “prometida”. Lady Honor parecía a punto de sacarle los ojos y no podía
culparla por ello.

Se obligó a hablar con calma, razonablemente.

‒Si amara a su esposo, Lady Honor, debería tener en cuenta sus últimos
deseos.

‒¡Esa fiebre que dice usted que tuvo le nubló el raciocinio! Tavish nunca me
hubiera obligado a algo así. O a usted ‒agregó tardíamente, obviamente con la
esperanza de ponerlo de su parte.
Alan se preguntó si ella tenía derecho a negarse. ¿La fiebre había afectado la
mente de Tav? No importaba.

‒Incluso aunque hubiera sido así, Milady, Bruce convirtió el deseo de Tav en
una orden. No podemos ir en contra de la voluntad del Rey.

Ella rió; era un sonido sin alegría, como de resignación.

‒¡Claro! ¡Por supuesto, el Rey!

‒Sí, el Rey y es el dueño de Escocia. Usted podría irse a Francia con su padre
huyendo de la ira real. Pero ¿y yo?

En realidad, no le tenía miedo a Robert Bruce. Podría matarlo, o no. Todos


morían tarde o temprano. Solo trataba de provocar un poco de culpa en la
muchacha. Ella había herido sus sentimientos, llamándolo ignorante. Lady Honor
no tenía ningún derecho para tratarlo como si fuera basura.

Su furia pareció desaparecer al instante y la dejó triste. Comenzó a llorar, con


las lágrimas cayendo, suaves como pétalos.

‒Usted no quiere que esto suceda más que yo.

‒Tiene todo el derecho a pensarlo. Pero ahora es una obligación para los dos.
Tavish nos lo pidió.

El arqueó una ceja y le dio una media sonrisa por su triste asentimiento de
acuerdo.

‒Sé que lloráis por él, dulce dama, al igual que yo. Pero ahora debemos cumplir
sus últimos deseos. Es todo lo que podemos hacer por él.

‒¡Espere! ‒gritó mientras Lady Honor agarraba su mano firmemente y se


dirigía hacia la puerta. ‒Espere un momento, Señor. Debemos hablar más antes de
continuar con esto.

Alan lanzó un suspiro de cansancio.

‒Mire, Lady Honor. Nos conocemos desde hace muchos años. Como dijo su
sacerdote, ya es tarde y yo estoy deseando descansar.
La cara de la dama se tiñó de un color rosa brillante y miró con culpabilidad
hacia la cama con cortinas que había en la esquina.

‒Bueno, ese es el problema, en realidad. Yo no puedo... es decir, no debemos...

‒¿Dormir juntos? ‒dijo y se rió ante la idea. ‒Señora, he cabalgado durante


cuatro largos días sin descanso ni nada para comer excepto avena seca; he
excavado la tumba de Tav con una sola mano con la sola ayuda de una espada
rota; me he enfrentado al Rey y casi perdí la cabeza por ello. Todo eso, después de
conseguir un mísero botín de las Tierras Bajas a través de la batalla más sangrienta
del siglo. No es lo que está en mi cabeza tener juegos de cama esta noche; así que
no debe preocuparse por ello.

Ella negó con la cabeza y se retorció las manos.

‒Debo informarle de que estoy encinta ‒dijo.

Alan frunció el ceño. ¿Encinta? ¿Qué demonios significaba eso?

‒Muy bien ‒dijo amablemente, esperando que ella no se diera cuenta de que
no sabía de qué estaba hablando, para no tener que admitir que era un ignorante.

Ella se vio inmensamente aliviada.

‒Dios lo bendiga por su comprensión, Señor. Este bebé es todo lo que me


queda de Tavish.

‒¿Bebé? ‒las noticias lo golpearon más fuerte de lo que el puño de Bruce lo


había hecho antes. ‒¿De verdad llevas en tus entrañas al hijo de Tav?

Alan no se había dado cuenta hasta ese momento de cómo la idea de acostarse
con ella se había abierto camino en su mente. No tenía la intención de hacerlo esa
noche por las razones que acababa de darle, pero sin duda tenía la intención de
hacerlo pronto. La culpa lo inundó como una ola de frío. Poseer a la mujer de
Tavish no es algo que debería habérsele ocurrido en absoluto. Incluso con la
bendición de Tav y las órdenes del Rey, parecía diabólicamente absurdo incluso
considerarlo y mucho menos hacerlo.

‒¿Esperarás hasta después del nacimiento? ‒sus dedos cubrieron sus labios,
como si temiera cambiar de opinión.
‒Sí, por supuesto; esperaré ‒dijo suavemente, asintiendo con la cabeza. Había
estado célibe durante casi un año, desde antes de unirse al ejército de Bruce.
Ahora debía esperar hasta que Lady Honor tuviera a su hijo y se hubiera
recuperado del parto.

Acostarse con otra mujer después de la boda con Lady Honor sería impensable.
Incluso si ella no se estuviera embarazada, Alan se preguntaba si realmente podría
permitirse acostarse con la viuda de su mejor amigo. Pero, finalmente, tendría que
hacerlo.

Ah, bueno, su propia incomodidad no era culpa de la muchacha y parecía a


punto de colapsar por preocuparse por ella. Él sonrió y tomó sus manos. Cuando
ella permitió que él las cogiera, Alan apretó sus dedos para tranquilizarla.

‒No debe preocuparse, Milady. Compartiremos su habitación para que nadie


murmure, pero no pondré en peligro la vida del heredero de Tav. También es algo
precioso y muy valioso para mí.

Una sola lágrima rompió sobre sus pestañas y se arrastró por una mejilla. Con
un pulgar calloso, lo sacudió.

‒Nada de lágrimas ahora. Le daremos a su hijo un buen hogar.

Honor asintió.

‒Necesitaremos protección.

‒Exacto ‒dijo, estando de acuerdo y colocando una de sus manos en su brazo y


conduciéndola hacia el pasillo.

Tres mujeres la rodearon cuando entraron; la flaca charlaba animadamente en


francés y le lanzaba miradas cautelosas. No quitaba la vista de Lady Honor
mientras la alejaban de él, notando la tranquila reserva en sus modales ahora que
ella había aceptado su suerte.

Una punzada de deseo lo atravesó como una pelea de ballestas. ¿Cómo debe
ser ganar el corazón de una mujer como ella? Más bella que el amanecer, era tan
fresca y limpia y tan dulce... hasta que pensó que algo podía amenazar a su bebé.
Él no la culpaba en absoluto. Ella no lo conocía y solo había tratado de proteger
al niño. Honorable como su nombre, ella era una mujer valiente.

Tavish la conoció y la había amado mucho, a pesar de su breve unión. Dos


meses en el cielo; Alan no lo dudaba. Tav había hablado tanto de lo orgulloso que
estaba de la valentía de su esposa y de los hijos que fueran a tener.

Alan sabía que Honor había estado muy protegida hasta ahora; nació y se crió
en el castillo de su madre en el Valle del Loira en Francia. Sin duda, chocaba
descaradamente con su padre, un Barón escocés enredado en la maraña de la
política francesa. Venir a Escocia con nada más que sus acompañantes mujeres y
un único sacerdote debía haber sido un shock para alguien nacido en medio de
tanto esplendor cultural.

Ella lo había aceptado bien, se dijo Tav. La sala en la que se encontraba Alan
brillaba como prueba de sus palabras. Ella había hecho que aquello pareciera un
hogar, un refugio cómodo y un placer para la vista. Tavish a menudo se había
jactado de ello y con razón.

Ahora, recién enviudada y embarazada, sin ser apenas más que una niña,
Honor se arriesgó a recibir la ira de un rudo futuro marido guerrero al negarle a
Alan sus derechos matrimoniales incluso antes de pronunciar los votos. Y todo
para proteger al niño de Tav. Su lealtad y coraje despertaron algo dentro de Alan
que hizo dejar a un lado su temor a una unión sin amor. Después de todo, tal vez
podría llegar a amarla. Por todo lo que sabía de esa mujer ahora, él creía que lo
que sentía podría ser algo más parecido a la adoración.

‒Ah, Tav, ya veo. Entiendo por qué me enviaste aquí. Ella necesitará un brazo
fuerte que la proteja y yo trataré de hacer que te sientas orgulloso ‒susurró Alan.
‒Lady Honor tendrá protección; y también tu hijo. Yo me ocuparé de eso.
Capítulo 3

Honor solo escuchó a medias lo que Alan susurraba mientras las mujeres se
compadecían ante la noticia de la muerte de Tavish y las nupcias apresuradas que
tenían que celebrarse. Apenas notó sus comentarios sobre el guerrero musculoso
que estaba solo en medio del pasillo. Ella solo lo miraba.

Esperó tranquilo, como si no tuviera nada mejor que hacer. Ella supuso que
era así. Se quedó parado allí, con el peso apoyado en un pie, los brazos cruzados y
los ojos verdes animados mientras contemplaban la reunión de la gente del
castillo.

‒Debería decirle que se marchara, Señora ‒dijo Nanette, su sirvienta de


confianza. La mujer hablaba en francés para que los demás no entendieran.
‒Incluso sonriendo, se ve más feroz de lo que su Señor padre era en el peor de sus
días. No es bueno en absoluto. ¿Cómo puede casarse como él, especialmente
ahora?

Las delicadas manos de Nanette revoloteaban como mariposas enloquecidas


cuando se emocionaba y este Caballero escocés ciertamente le proporcionaba
emoción, nada más.

Honor ignoró a Nan entonces y le lanzó otra larga mirada a Sir Alan. De una
manera extraña, él apeló a sus sentidos. No podía decirse que fuera guapo,
atendiendo a los estándares de la Corte. Sin duda, muchas mujeres se desmayaron
por él con una combinación de terror y salvaje fantasía. O por simple lujuria.
Mujeres insensatas, por supuesto. Mujeres que no eran como ella.

Su pelo, de un castaño salvaje oscuro y con toda probabilidad peinado con los
dedos, escapó poco a poco de su tenue atadura en la nuca. Un mechón ondulante
se movió sobre su frente alta y ancha y cubrió un ojo de pestañas oscuras. Las
cejas gruesas, de un castaño más oscuro que su cabello, se alzaron y cayeron de
nuevo, cambiando su expresión de curiosidad a satisfacción cuando el Padre
Dennis se acercó a él, con su Libro de Oraciones en la mano. Le gustaba el hecho
de que no hiciera el menor intento de ocultar sus sentimientos.

Los labios llenos y móviles del Caballero se abrieron mostrando una sonrisa
asombrosamente seductora y revelando dos hileras de dientes iguales e
inmaculados. Y Lady Honor se fijó en eso, muy a su pesar. Después de todo, uno
no juzgaba a los hombres como a los caballos. Si hubiera sido así, Tavish podría
haber sido un árabe fino y elegante, mientras que este tipo parecía un infierno en
la batalla. Pero los dientes estaban bien, sin embargo.

¿Por qué Dios se había llevado a su dulce Tavish y había dejado con vida a este
espécimen guerrero? No pudo evitar preguntárselo, aunque sabía lo impía que era
la pregunta. Bueno, la piedad no la había llevado a ninguna parte hasta ahora.

Nanette tiró de su brazo.

‒¡Escúcheme! Este hombre será su perdición, Señora. ¡Lo será! Sáquelo de


aquí y olvide estas tonterías.

Honor apartó la mirada del caballero y se dirigió a la vieja doncella.

‒¿Y luego qué, Nan? Sabes tan bien como yo que alguien ocuparía su lugar. Si
no es mañana, al día siguiente o al siguiente, vendrá otro. No puedo esperar
mantener sola este lugar. Al menos este Caballero conocía a mi esposo y se
preocupó lo suficiente como para traer su cuerpo a casa. Él ha prometido criar a
mi hijo y protegernos. Tavish sabía que necesitaría a alguien y él me envió este
hombre El Rey ha ordenado que nos casemos, por lo que seguramente confía en
él. ¿Qué quieres que haga? ¿Perder todo lo que tengo para entregárselo a Bruce y
huir a Francia?

‒¡Oui! ‒dijo Nanette con un asentimiento enfático. ‒¡Exacto! Volvamos a


casa.

‒¡Nunca! ‒dijo Honor. ‒Me casaría con el mismísimo diablo antes de hacerlo
con el Conde de Trouville.

‒Que Dios la ayude, Señora ‒gimió Nanette. ‒¡Este hombre podría...! Mire
esos brazos y esos puños. Él bien podría matarla si lo llegara a enojar. Y con su
temperamento ‒dijo ella con un movimiento de cabeza, ‒no dudo que lo hará.
Honor dejó escapar un fuerte suspiro y se sacudió las manos de Nan. Su
doncella podría estar en lo cierto, pero no tenía ninguna intención de vivir con su
padre de nuevo. Honor se sentía razonablemente segura de poder manejar a este
caballero. Él respondió amablemente a sus lágrimas. Ella sintió una compasión
subyacente, oculta por el exterior de ese guerrero rudo. Y seguramente obtendría
beneficios de toda esa fuerza.

Había muchas posibilidades de que ella pudiera controlar a ese hombre y


obligarlo a cumplir sus órdenes. Había encontrado una forma con Tavish Ellerby y
encontraría la forma de hacerlo con Alan, aunque los dos eran diferentes como
una paloma y un halcón. ¡Ja! Primero comparándolos con caballos, luego con
pájaros. La idea de igualar a los hombres con animales despertó en la mujer una
sonrisa amarga. No era tan descabellado después de todo.

‒Continúa, Nan y ordena a las mujeres que preparen el solar. Busque una
bañera para adecentarlo. El Padre Dennis me requiere, así que debe haber llegado
el momento.

Ella abandonó el grupo de mujeres y se acercó al sacerdote y al Caballero.


Esto podría ser el mayor error de su vida, pero hasta ahora, había confiado en su
instinto. Sintió que Alan de Strode se volvería lo suficientemente dócil como para
que ella pudiera controlarlo.

El padre de su hijo yacía muerto ahora, incapaz de mantener su pasado a raya,


incapaz de asegurar el futuro de su pequeño. Pero tal vez, en sus últimos
momentos, se había preocupado de que alguien más lo hiciera. Agradeció a Tavish
por eso, por pensar en ella y por amarla como lo hizo. Su esposo había sido un
hombre noble y admirable y ella lo extrañaría mucho.

A pesar de su primera reacción aturdida y de su dolor al enterarse de que


Tavish había muerto, Honor se dio cuenta ahora que Alan de Strode le ofreció la
única oportunidad de que mantuviera lo que pertenecía a ella y al hijo de Tavish.

A diferencia del primero, este matrimonio sería real y vinculante a todos los
efectos. Correctamente documentado y atestiguado. Tavish había organizado esta
unión para ella y le deseó felicidad. Honor cumpliría con sus planes, por su bien y
especialmente el de su hijo.
‒Sir Alan, Padre Dennis, ¿procedemos? ‒preguntó ella, con la barbilla
levantada y los ojos brillantes. Si el hombre se mostraba valiente, ella fingiría
serlo. Ciertamente sabía cómo hacerlo.

‒Bueno, mmm, hay ciertos procedimientos ‒dijo el sacerdote. ‒Deben


confesarse. Lady Honor, usted lo hizo esta mañana, pero... ‒miró al Caballero
cautelosamente. ‒Sir Alan, si usted entrara en la alcoba de allí, oiría la suya.

Strode negó con la cabeza, con sus manos descansando sobre sus estrechas
caderas.

‒No, no se me ocurre ninguna razón para ocultar lo que tengo que decir. La
muchacha debería saber con quién va a casarse.

Honor se animó con esa revelación. ¿Una confesión pública? Inaudito.

‒P-pero, Señor, ¡siempre se hace en privado! ‒el Padre Dennis se mordió los
delgados labios, mirando de uno a otro varias veces. Una risa nerviosa se oyó
entre los presentes.

El Caballero los miró con una mirada arrogante. Cuando se callaron


nuevamente, miró directamente a los ojos del sacerdote.

‒Deje que ella lo escuche. No voy a mentir.

Sus cejas se fruncieron, esta vez en un ceño pensativo, como buscando en su


mente. Luego chasqueó los dedos y sonrió.

‒¡Ah, ahora lo recuerdo! ¡Perdóneme, Padre, porque he pecado!

El Padre Dennis se aclaró la garganta y cruzó las manos frente a él,


sosteniendo el rosario y el Libro de Oraciones entre ellos.

‒¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última confesión, hijo mío?

Strode frunció el ceño nuevamente; la punta de su lengua tocó la comisura de


su boca mientras se movía de un lado a otro. Calculó mentalmente.

‒Diecinueve años y seis meses, más o menos. Sí, eso ‒dijo con un firme
asentimiento.
¡Diecinueve años! Hubo murmullos de horror y algunas risitas, rápidamente
sofocadas con otra mirada penetrante de Alan.

‒¿Y qué has hecho en este tiempo que requiera perdón?

Honor se preguntó cuánto tiempo estarían allí si él decidiera hacer una lista
de todo.

Strode parecía perdido. Empezó a hablar, cerró la boca y luego comenzó de


nuevo.

‒Bueno, ¿qué se supone que debo decir?

‒¿Crees en el Dios único, santificas el día de reposo, honras a tu padre y a tu


madre?

‒Sí, la mayoría de las veces, aunque no me agradan demasiado. Mi padre y mi


madre, quiero decir. Pero les profeso el debido respeto. Es lo justo ‒parecía
triunfante. ‒¿Entonces esto es todo?

‒No, sólo el comienzo ‒dijo el sacerdote, mirando de reojo al penitente.


‒¿Has matado a alguien?

‒¡Ah, sí a eso también! Unos veinte más o menos, todos ingleses, en su


mayoría. Puede que hubiera también algún galés. Antes de eso, recuerdo solo
tres. Un ladrón y dos saqueadores anónimos que intentaron robar mi caballo.
Todas ellas fueron muertes buenas, limpias y justas. ¡Quiero que quede claro ese
aspecto! ‒su orgullosa sonrisa era cegadora y totalmente libre de culpa.

Se produjo un silencio de asombro mientras, el sacerdote respiraba y


exhalaba el aire lentamente.

‒¿Y has robado? ‒preguntó.

‒Sí, todo el ganado que pude para mi tío Angus. ¡Algunas ovejas aquí y allá!
‒hizo una pausa pensativa. ‒Cumplí con mi parte, pero estoy pensando que podría
haber hecho un poco más si me hubiera planteado hacerlo. Así pues, admito un
pequeño pecado de pereza hace unos años. ¿Hay alguna penitencia por la pereza,
Padre?
Honor se mordió los labios. No es de extrañar que a Tavish le hubiera gustado.
El hombre era divertido, tenía que admitirlo, aunque Alan parecía no darse
cuenta.

Podía oír los dientes del Padre Dennis rechinar antes de hablar. Cuando lo
hizo por fin, adoptó una lenta cadencia.

‒Estas cosas, la muerte, el robo, son pecados, Sir Alan. ¡Pecados! No cosas
que deberías hacer, sino cosas que no deberías hacer. Sigamos, ¿has mentido?

Strode juntó las manos detrás de él y bajó la cabeza, mirando debajo de


pestañas gruesas y oscuras como un niño culpable. Había algo entrañable en eso,
pensó Honor. Como si siempre pudieras disculpar cualquier pecado con esa
mirada.

‒Dejé que Tavish Ellerby creyera que había leído su carta, cuando no lo hice
‒luego se puso a la defensiva. ‒Pero, nunca más dije una mentira.

‒Una mentira de omisión, es una mentira igualmente ‒declaró el clérigo con


voz severa. ‒¿Has cometido adulterio?

La respuesta acompañó una sacudida vehemente de la cabeza.

‒¡No, nunca lo haría! Nunca estuve con la esposa de otro hombre ni tampoco
con su prometida ‒una sombra de preocupación oscureció sus facciones abiertas.
‒A menos que... a menos que alguna de las chicas mintiera. Entonces eso sería un
pecado suyo y no mío, ¿eh?

‒¡Fornicación! ‒jadeó el Sacerdote. ‒¡Has fornicado con muchas mujeres! ‒el


Padre Dennis no dijo eso como una pregunta.

Sir Alan sonrió y pasó una mano por las largas ondas de su cabello,
deshaciéndose de la cinta de seda raída. Honor nunca creyó que vería tal mezcla
de vergüenza y orgullo a partes iguales.

‒Espero que no me pida que diga una cantidad, Padre. ¡Soy culpable, con un
poco de remordimiento!

El salón estalló en una estridente carcajada. Incluso Honor no pudo mantener


su cara tranquila. Ella escondió su boca detrás de una mano y se alejó. Estaba
horrorizada, pero, que Dios la ayude, quería reírse. Qué canalla tan escandaloso
era ese hombre. Entonces su risa silenciosa se desvaneció en la nada. Tavish
quería que ella se casara con este sinvergüenza. Un asesino, un ladrón y un
mujeriego. ¡Un mujeriego impenitente!

El Sacerdote esperó hasta que se hizo el silencio y luego continuó.

‒¿Alguna vez has codiciado la esposa o las posesiones de otro hombre?


‒preguntó en un tono monótono.

Alan de Strode respondió de la misma manera, mirando directamente a Honor


con una expresión preocupada.

‒Sí.

La admisión y la angustia del hombre preocuparon a Honor. Parecía querer


decir que la había codiciado. Pero el Caballero nunca la había visto o, por lo que
ella sabía, había visto las tierras o posesiones de Tavish.

El Padre Dennis carraspeó de nuevo y rompió el hechizo.

‒Bueno. ¿Te arrepentirás por tus pecados?

‒Sí, por supuesto ‒respondió Strode. ‒¿Podría arrepentirme más tarde?

El Padre Dennis dejó escapar un suspiro de exasperación y negó con la cabeza.

‒Está bien. Considérate absuelto por el momento. Ve y no peques más ‒luego


lanzó una mirada furtiva a las mesas que esperaban. ‒¿Continuamos con la
ceremonia?

Honor dio un paso adelante. No le parecía conveniente posponer lo inevitable


y lo que ahora creía necesario. Cuanto más pensaba en eso, más apreciaba la idea
de Tavish. Él no podría prever los problemas, pero de alguna manera había
logrado enviarle una solución para ellos. O, al menos, eso esperaba ella.

Mientras las palabras del Sacerdote seguían zumbando en sus oídos, dejó que
su mirada descansara en la mano de sir Alan, que se apoyaba la suya. Durezas
callosas y ampollas rotas cubrían su palma ancha y cuadrada. Sus uñas parecían
recién cortadas y las puntas de sus dedos estaban casi limpias. Honor notó que él
no temblaba como ella. Se mantenía fuerte y firme.
Las manos dicen mucho acerca de una persona. Pensó en las manos de Tavish,
esbeltas, bien arregladas, ágiles, como era él. En comparación, este caballero que
estaba a su lado parecía un trabajador rudo; el tipo de hombre al que ella temía.

‒Sí quiero ‒respondió cuando el Padre Dennis le repitió la pregunta.

‒Yo les declaro marido y mujer. Tate, las actas matrimoniales, por favor ‒el
sacerdote llamó al alto y joven campesino que había seleccionado para ayudarlo.
Extendió el breve documento sobre la mesa más cercana, le hizo un gesto a Sir
Alan y señaló con un delgado dedo en el pergamino. ‒Ponga su firma aquí, Señor.

Alan mojó la pluma que Tate le proporcionó y garabateó laboriosamente su


nombre. Honor notó el orgullo con que lo hizo a pesar de los resultados
incómodos, casi ilegibles. Luego le entregó la pluma y ella firmó con un brillo
áspero.

‒Entonces, sea. Felicidades, Señor, Milady. Que Dios los bendiga y los
mantenga unidos. Pueden darse el beso de la paz.

Honor volvió la cara hacia el Caballero, que se sonrojó. Alan lo miraba todo
con los ojos muy abiertos; todo, excepto a ella. Honor sonrió. Dios mío, ¿el
hombre era tímido? ¿Después de todas esas mujeres de las que alardeaba haber
conquistado? Eso era prácticamente increíble.

Honor alcanzó su cara y Alan se acercó, besándola, como era costumbre. Justo
cuando relajó su abrazo, lo escuchó; un sonido suave, casi inaudible, de anhelo
mezclado con negación.

Sus ojos se cerraron y ella se sintió atrapada en un mar verde de angustia.


Lentamente, las pestañas cayeron sobre sus ojos color esmeralda y sus labios
descendieron nuevamente, esta vez abiertos. Este fue un beso, no de paz, sino de
necesidad furiosa y promesa oscura. Su interior se derritió como la mantequilla en
un bollo caliente.

Honor retrocedió, sin aliento, cuando él la soltó. Al menos no estaba


regodeándose. De hecho, parecía tan asombrado como ella. Le dolía la boca,
hormigueaba con el sabor de la menta y algo salvaje y único para él. No era capaz
de describir sus sentimientos.
Completamente desconcertada, Honor giró la cabeza hacia otro lado, incapaz
de mirarlo por más tiempo. La multitud que los rodeaba parecía aturdida.

Ella estaba asustada. ¿Qué demonios había hecho, casarse con este salvaje
escocés?

Honor se echó hacia atrás instintivamente mientras Alan bajaba su boca cerca
de su oreja. Solo tenía la intención de hablar, se reprendió a sí misma, acumulando
una falsa calma como una capa a su alrededor.

‒¿Qué ocurre, Señor? ‒susurró.

‒¿Crees que podríamos comer? Estoy muerto de hambre.

Ella se rió un poco, tanto por alivio como por su sincera pregunta. Su beso la
había escandalizado, pero seguramente no quería hacerle daño.

Después de reflexionar, se dio cuenta de que Alan de Strode no había hecho


nada malicioso desde el momento en que había llegado. Dijo lo que pensaba, dejó
claras sus necesidades e hizo lo que consideró correcto, incluso cuando iba en
contra de sus propios deseos. ¿Cuántos hombres podían ser así de honestos, se
preguntó Honor?

Solo el tiempo revelaría su verdadera naturaleza. Al menos tenía la


oportunidad de luchar para conservar lo que Tavish le había dejado.

Dejando a un lado sus preocupaciones, Honor asintió con la cabeza hacia el


estrado.

‒Nuestra fiesta nos espera. Debes entender que las raciones se acortan con la
llegada del invierno y no esperábamos una boda. La liebre asada es lo mejor que
podemos ofrecer esta noche.

‒Mañana saldré a cazar ‒dijo con una sonrisa. ‒¿Hay nabos?

Ella apoyó su mano sobre la suya mientras subían al estrado y tomaban


asiento en las sillas talladas.

‒¿Nabos? Por supuesto y en gran cantidad. También cordero para hacer la


matanza cuando el clima sea más frío. Estamos protegidos de los ejércitos, gracias
a Dios ‒pero no de los vecinos, pensó. Ya habrá tiempo de que se dé cuenta de
eso. Rogaba a Dios que demostrara ser tan feroz con sus enemigos como le había
parecido la primera vez.

La comida reveló que las pocas virtudes caballerescas que ella le había
atribuido a Sir Alan de Strode no se extendían a sus hábitos en la mesa. Honor
perdió el apetito al verlo devorar todo lo que había a su alcance.

Su placer por la comida parecía casi perverso por su intensidad. Pequeños


gemidos de placer escapaban de su garganta mientras tragaba los nabos cocidos al
vapor. Ella apartó la mirada para ocultar su repulsión.

Honor lo escuchó beber cerveza como si no tuviera la intención de parar. La


jarra cayó sobre la mesa acompañada de un tremendo eructo.

‒¡Dios, qué bueno! ‒exclamó Alan.

Ella lo miró de reojo y lo vio frotándose su vientre plano con ambas manos.

‒¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que comió, Señor?

Él sonrió y se apartó de la mesa.

‒¿En condiciones? Oh, casi un año. No desde que dejé Malaig. Antes de eso,
no sabría decirlo. Durante la marcha, preparamos la avena, la mayoría de las veces
seca cuando no podíamos encender fuego para calentar el agua. Algunos peces,
cuando podíamos pescarlos. Ahh ‒canturreó, estirando un brazo por encima de su
cabeza. ‒¡No hay nada como una barriga llena! Ahora me gustaría irme a la cama.
Estoy muy cansado.

Se levantó y tendió a Honor una mano llena de grasa.

Honor la tomó con cuidado.

‒Tu baño te espera, esposo.

Él echó la cabeza hacia atrás, ofendido.

‒¡Ya me bañé hoy!

‒¡Necesitas otro! ‒replicó Honor, arriesgándose a despertar su ira. ‒Apestas


como un...
‒¿Soldado? ‒dijo con un torcido gesto en sus labios. Él tiró de la sobrevesta.
‒Sí, es este atuendo. Inglés.

Honor cerró la boca y evaluó lo que llevaba con cuidado.

‒¿Inglés?

Él asintió, arrugando la nariz.

‒Llegué a Bannockburn. Era esto ‒pasó una mano por su pecho, ‒o mi tartán.
Y todavía está mojado desde que lo lavé antes de venir.

‒Ven ‒ordenó, sintiéndose como una madre con un niño al que hubiera que
arrastrar.

Nanette estaba esperando y Honor le dio instrucciones:

‒Descargue sus paquetes y haga que se lave toda su ropa ‒luego llamó a Tate,
el asistente del Sacerdote. ‒Tú, ven y ayuda a Sir Alan con su cota de malla. Sécala
con arena para que no se oxide ‒se despidió del Padre Dennis y tiró de su nuevo
marido otra vez.

Hasta ahora, todo bien, Honor pensó con satisfacción. Él siguió sus
sugerencias como un cordero descuidado. ¿Sería siempre tan dócil? ¿Se atrevería
a seguir un poco más? Decidió que por esa noche ya había sido suficiente. Mañana
sería la prueba definitiva. Cuando hubiera descansado y se diera cuenta de dónde
estaba refugiado ella estaría segura.

Por razones de seguridad, Honor permitió que Tate completara el desvestido


del Caballero y lo metiera en la bañera de agua humeante. Mientras tanto, se
retiró detrás de su biombo de vestir para prepararse para ir a la cama. Cuando el
chapoteo se detuvo, ella reapareció vistiendo su larga túnica de lana. Estaba
dormido en la bañera, con las rodillas dobladas hasta la barbilla y la cabeza
mojada hacia adelante.

Le dio un suave pellizco en su hombro musculoso.

‒¿Señor? ¿Sir Alan? Despierta. No puedes dormirte en el baño. El agua se


enfría. ¡Sal! ‒ella volvió a pellizcarle, esta vez más fuerte.
‒Hmmph ‒gruñó, sentándose de golpe y derramando agua sobre el borde.
‒Och, lo siento! ‒levantándose, buscó la toalla que cubría el taburete.

El aliento se le quedó atascado en la garganta. Trató de apartar la mirada de


aquel enorme cuerpo desnudo. La suave piel bronceada llegaba hasta justo debajo
de su cintura, reanudándose abajo a la altura de la rodilla para incluir sus pies
enormes y bien formados. Sus muslos musculados estaban cubiertos de lo que
parecía polvo dorado.

Honor dio gracias a Dios por haberlo apartado de su vista. ¡Si estaba tan
generosamente proporcionado al frente,..., no estaba preparada para echar un
vistazo a eso! Un escalofrío recorrió el mismo centro de su cuerpo.

Con una maestría que enorgullecería a cualquier ama de casa, Honor se ocupó
de apartar la colcha y dar forma a las almohadas. Cualquier cosa para evitar que
sus ojos se desviaran hacia la bañera.

‒Dormiré en el suelo ‒dijo, tan cerca de su hombro, que ella saltó de miedo.

‒¡No, no lo hagas! ‒gritó antes de poder contenerse. Las palabras estaban


destinadas a detener su avance, pero obviamente podían haber sido
malinterpretadas.

‒Está bien ‒dijo. ‒Si insistes... Solo pensé que te haría sentir incómoda dormir
a mi lado.

Todavía sin atreverse a mirarlo, Honor oyó el crujido del colchón mientras se
metía en la cama. Finalmente se atrevió a echar un vistazo y vio aproximadamente
un tercio de la amplia cama vacía y esperando. Su fuerte espalda brillaba con
gotitas de agua del baño.

¿Qué debería hacer ella? ¿Dormir en el suelo? Si no estuviera embarazada


podría haberlo hecho. Pero no había nada sobre lo que dormir, salvo las duras
tablas de madera. El asiento de la ventana fría solo contaba con unos pocos
cojines delgados. ¿Dónde descansaría ella?

Ronquidos suaves e intermitentes surgieron de la almohada, atrayendo su


atención hacia el hombre que había en su cama. Honor arqueó una ceja. Parecía
inofensivo por ahora. Todo lo que tenía que hacer era acostarse y luego
despertarse antes que él. Él nunca sabría que ella había estado allí. Con cuidado,
Honor se estiró a su lado, cuidadosamente, sin tocarlo.

Después de unos momentos tensos, ella se relajó. Qué día tan agotador. Pero
el sueño se le escapaba mientras revisaba los acontecimientos. Primero, Ian Gray
había subido a sus muros y ofrecido, insistido, más bien, en darle su protección. Su
revoltijo ingobernable de reptiles asustó a la mitad de los ocupantes de la
fortaleza que corrieron a esconderse y a la otra mitad a improvisar armas con las
que defenderse.

A Honor no le había importado cuando Gray expresó en voz alta su deseo de


casarse con ella. Ella ya tenía un marido. Sus hombres lanzaron una lluvia de
flechas sobre los visitantes y acortaron su avance. No había hábiles tiradores entre
su pequeña tropa de defensores, pero su lluvia de flechas consiguió alcanzar a
algunos. Tratado de esta manera y probablemente dada la hora de la tarde, Gray
cabalgó, riendo y prometiendo regresar. Su fortaleza, Dunniegray, estaba cerca.
Ella lo sabía cuándo interrogó a sus hombres.

Honor se preguntaba ahora si Ian Gray había venido porque sabía que ya era
viuda. Era lógico que él lo supiera; de lo contrario, ¿por qué habría venido a
ofrecerle matrimonio?

Honor apenas había visto desaparecer al último de sus hombres en el bosque


cuando este Caballero corpulento entró con las impactantes órdenes de Tavish y el
Rey.

La boda había dejado mucho que desear. Pero podría haber sido peor,
admitió. Ian Gray probablemente no hubiera sido tan amable como Alan de Strode
al anunciarle la muerte de Tavish. Ni lo hubiera sido tampoco esperando la
consumación del matrimonio.

A Honor se le revolvía el estómago ante la sola idea de un matrimonio con el


trastornado Ian Gray. Sir Alan podría no ser el más profundo de los pensadores,
dada su confesión pública y divertida de esta noche. Pero al menos, parecía capaz
de razonar seriamente en alguna ocasión.

Honor echó un vistazo a la ancha espalda que se encontraba a menos de un


brazo de distancia de su rostro. La luz de la vela de noche arrojaba sombras
danzantes sobre la extensión bronceada que la sábana no cubría. Sus músculos,
incluso en reposo, parecían formidables. Su piel, todavía húmeda, brillaba como
una estatua después de una lluvia suave.

Un deseo absurdo de tocarlo le resultó casi irresistible. Ella cerró los ojos para
alejar ese impulso. Qué tonto pensamiento, tocar a un gigante dormido. Aun así,
en contra de su voluntad, su mano pareció moverse sola y las yemas de sus dedos
presionaron ligeramente su omóplato.

El calor la inundó cuando permitió que su palma descansara plana contra la


hendidura de su espina dorsal. Qué diferente era de Tavish, el único hombre cuyo
cuerpo había tocado antes de ese momento. Alan tenía la piel suave, finamente
granulada, tersa y tenía pecas dispersas aquí y allá, tan distinto a Tavish. Los
músculos que cubrían sus huesos parecían sólidos, fuertes. Honor flexionó su
mano.

Los enormes músculos temblaron, se tensaron y luego se movieron como


relámpagos.
Capítulo 4

Honor chilló y apartó la mano cuando el enorme caballero se giró, casi rodando
sobre ella. Sus ojos verdes y oscuros, cargados de cansancio, la miraban como una
pregunta somnolienta y silenciosa.

‒Perdón ‒murmuró, tan cerca de él que sus narices casi podían tocarse. ‒No
quise despertarte. Estás mojado. Podrías ponerte enfermo.

Él soltó un pequeño gruñido.

‒Señora, he dormido en el suelo durante casi un año. Esta es mi primera noche


en una cama de verdad desde que cumplí siete años. Si he de enfermar, será por
exceso de cuidados, no por falta de ellos.

‒¡Bromeas! ‒exclamó, alejándose sutilmente de él hasta el borde de la cama.

‒Sí, a veces, pero no sobre esto. Recuerdo mi promesa y el niño que llevas en
tu interior y estoy agradecido de que me permitas compartir contigo todo esto.

Él arqueó la espalda y suspiró, haciendo un hueco cómodo en el suave colchón


de plumas.

Honor inhaló bruscamente; su inquietud aumentaba con cada cambio de su


cuerpo excesivamente grande. Su pecho le llamaba bastante la atención. Parecía
que no podía apartar la mirada de él. Montículos de músculos, coronados por
pezones pequeños y planos, se agitaban con cada respiración sensual que tomaba.
Una intrincada alfombra de rizos parecía hacerle señas desde el centro de su
pecho. Tavish tenía el pecho pálido, plano y prácticamente sin pelo. Honor apretó
sus manos, clavándose las uñas en las palmas.

Él se movió de nuevo. Entonces Honor vio algo que la dejó estupefacta. Lo que
parecía una mancha que se hubiera olvidado de limpiar, era un gran moretón que
rodeaba un corte feo y mal cosido en el hombro.
‒¡Señor! ¡Estás herido! ¿Por qué no me dijiste nada de eso? ¡Déjame ver!
‒Honor se puso de rodillas y se inclinó sobre él, tocando la piel cerca de la herida
para comprobar si estaba infectada.

Sir Alan lo miró e hizo una mueca.

‒La cosí de nuevo hoy. Tal vez mi costura no sea muy delicada, pero esta vez
aguantará. Está vez se curará.

‒Tengo hierbas para ayudar a que la herida cure antes ‒ofreció, comprobando
suavemente la zona que rodeaba aquella costura. ¿Cómo podría un hombre coser
su propia carne? No podía ni imaginarlo. ‒Está rojo.

El arqueó una ceja, sonrió y miró directamente a sus pezones, prominentes a


través de su camisón.

‒Tu cara también se pondrá roja si no te alejas.

Honor se dio la vuelta hacia su lado de la cama y gimió de vergüenza.

‒¿Estás enferma, muchacha? ‒preguntó con verdadera preocupación. Alan se


apoyó sobre un codo y la miró. ‒Tienes mal aspecto. ¿Es por el niño?

‒No ‒respondió ella rápidamente, forzando una sonrisa. ‒Aquello ya se pasó.

‒Ah, bueno, yo no sé nada de esas cosas ‒admitió en tono coloquial, girándose


hacia un lado y apoyando la cabeza en su mano izquierda. ‒Pero debería aprender
ahora, ¿no es así?

Honor le lanzó una mirada cautelosa e intentó escabullirse más. La sola idea de
que él la tocara la hizo temblar de deseo. Él seguramente la malinterpretaría si ella
permitía su cercanía. Una súplica se contuvo en su garganta; tenía miedo de lo que
pudiera decir si daba rienda suelta a sus ideas.

Alan parecía bastante dispuesto. ¡Por todos los santos, se sentía ridícula!
También parecía ridículo pensar en ello estando embarazada.

‒¿Cuándo nacerá el bebé? ‒preguntó como si leyera sus pensamientos.

Honor dejó escapar el aliento que estaba conteniendo.

‒El próximo mes.


‒Apenas se te nota, para estar el embarazo tan avanzado ‒comentó,
frunciendo el ceño.

Era cierto. Nan le había dicho que el bebé sería pequeño, teniendo en cuenta el
pequeño tamaño de Honor y la esbelta contextura de Tavish y su falta de estatura.

‒He tenido mucha suerte. Algunas mujeres tienen problemas para sobrellevar
los últimos meses de embarazo, pero no ha sido mi caso. Es bastante activo.

‒¿Quién? ‒preguntó Strode, arrugando el ceño como si se hubiera perdido una


parte de la conversación.

‒El bebé ‒dijo Honor, riéndose. Aquel hombre nunca debió haber conocido a
una mujer embarazada. ‒El bebé da vueltas y patalea en el útero. ¿No sabías eso?

La mirada de sorpresa en su rostro casi la hizo morir de risa. Él mordió su labio


inferior y sus ojos se abrieron de par en par. Luego se rió.

‒¿De verdad?¿Me tomas el pelo?

‒¡No, es verdad! ‒dijo Honor, sintiéndose experta en el tema. Un gentil


gigante, pensó ella, confirmando su primera impresión. Inofensivo.

Él se rió de nuevo, suavemente esta vez.

‒Me pregunto cómo debes sentirte cuando ocurre eso. A mí me parecería muy
extraño.

Sin previo aviso ni premeditación, Honor tomó su mano derecha, recordando


su cómoda fortaleza de la ceremonia nupcial e incluso antes, cuando le había
comunicado la horrible noticia sobre Tavish.

‒¿Te gustaría saberlo?

‒¿Saber qué? ‒preguntó, una vez más con el ceño fruncido.

‒Lo que se siente ‒explicó mientras arrastraba las sábanas y colocaba la palma
de su mano sobre su abdomen.

Pronunció una exclamación de asombro absoluto cuando una pequeña


extremidad rodó contra su mano. Él movió su mano.
‒¡Ahí! ¡De nuevo! ¡Esto es maravilloso! ‒su risa resonó alrededor de la
habitación y él rodó más cerca de ella, como si fuera un juego fascinante.

Los vigorosos dedos de Alan presionaban con suavidad contra la tela que los
separaba del abdomen de Honor.

‒Ah, Honor, ¿cómo soportas tanta dulzura todo el día y la noche? ¿Cómo
puedes esperar para sostenerlo entre tus brazos?

Su excitación era como la de un niño pequeño; de repente, las facciones del


gran caballero se animaron.

‒¡Acuné a un bebé una vez! La madre tenía un caso pendiente con la justicia
por un cerdo robado o algo así y me dio al niño para que lo sostuviera cuando la
llamaran ‒una expresión melancólica suavizó aún más sus facciones. ‒Nunca me
olvidé de esas pequeñas lucecitas que eran sus ojos. Su sonrisa. Sin miedo ni
preocupaciones ‒dijo, recordando el incidente con una mirada distante. Luego
volvió al presente y le suplicó: ‒¿Podría abrazarlo y acunarlo cuando sea pequeño?
¿Te importaría?

Honor sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos ante su pregunta. ¿Cómo
podía haber temido nunca a un hombre que mostraba sus sentimientos tan
abiertamente, que se sentía tan maravillado de atender al bebé de un campesino?
Ella tocó su rostro con las yemas de sus dedos.

‒Creo que Tavish fue muy sabio al confiar en ti.

Sorprendentemente, él retiró su mano y su sonrisa murió mientras se


recostaba con un suspiro.

‒Tal vez no fue tan sabio.

‒Tenías otros planes para ti, ¿no es así? ‒adivinó Honor.

Él sonrió.

‒Oh sí, los tenía. Planeaba perseguir a los ingleses hasta el mar, tan pronto
como terminamos de echarlos de Escocia. Un plan ambicioso, ¿eh?

Honor jugó con el borde de la colcha, sintiéndose aún más a gusto ahora que la
conversación se volvió política.
‒¿Tanto odias a los ingleses?

‒No, no a todos ellos. Mi padre es inglés. No lo odio, aunque tampoco siento


gran aprecio por él.

¡Qué! ¿Es medio inglés? Nada de lo que podría haber dicho la hubiera
sorprendido más. Habría jurado que Strode era un escocés puro.

‒Cuando mi padre era un hombre joven, un Barón menor con una hacienda
próspera en Gloucester, le juró lealtad al Rey Edward. Cabalgó bajo la bandera de
Gloucester en la guerra contra De Montfort. Longshanks lo recompensó con el
cargo de sheriff en Rowicsburg y lo obligó a casarse con una mujer MacGill para
obtener sus tierras como dote. Un propietario inglés en Escocia está más
dispuesto a luchar para proteger sus dominios. Entonces ahí estaba él, con un pie
en cada campo.

‒¿Tu madre lo dejó y te llevó al norte? ‒adivinó Honor, ya que Alan


obviamente se crió en las Highlands y Rowicsburg en un castillo fronterizo. ¿Qué
otra explicación podía haber?

‒Padre la envió a su antiguo hogar y a mí con ella. Con Wallace y el viejo


Edward luchando por el poder, mi padre dijo que estaríamos más seguros lejos de
la frontera. El Rey Eduardo no estaba dispuesto a tomar rehenes para asegurar la
lealtad.

Honor sintió su ira.

‒¿Qué edad tenías entonces?

‒Siete años ‒respondió Alan.

‒Odiabas dejarlo, ¿no es cierto? ‒Honor sabía que debería dejarlo ya, pero
parecía necesitar hablar de eso.

Alan sonrió tristemente; su perfil se veía claro, incluso casi en la oscuridad de la


habitación.

‒Sí, lo extrañé, extrañé a la familia que creía que tenía; extrañé a mis amigos.
Especialmente a Tav.
‒¿Ya conocías a Tavish? Supuse que acababas de conocerlo en esta última
campaña.

‒Él me acogió un tiempo en Rowicsburg antes de irme. ¿No te lo dijo? Su


madre se casó con un caballero inglés cuando quedó viuda del padre de Tav. El
viejo Beauchamp envió a Tav a mi padre para entrenarlo al estilo inglés. Éramos
como hermanos, aunque Tav era cuatro años mayor que yo ‒hubo un momento
de silencio entre ellos. ‒Cuando tuve que irme, Tav se quedó. Lo odié por eso en
ese momento, sin saber que él también se fue poco después. Nos acabábamos de
reencontrar otra vez cuando vino a luchar para Bruce.

Honor quería consolar a ese joven desarraigado, expulsado de su casa y alejado


de sus amigos.

‒Al menos tuviste a tu madre contigo cuando te fuiste.

Se pasó los dedos por el cabello y suspiró.

‒Sí, durante toda una quincena. Luego ella regresó con mi padre.

‒¡Mon Dieu! ¿Te dejó allí? ‒Honor no podía imaginar a una madre
abandonando a su hijo. ‒¡Cómo pudo hacerlo!

Alan le sonrió, aparentemente divertido.

‒Yo tenía siete años, después de todo. Es la edad habitual para enviar lejos a
un hijo. Mamá me dijo que su hermano Angus me trataría como el hijo que nunca
tuvo.

‒¿Y lo hizo? ‒Honor se vio atrapada en su historia, preocupada por saberlo


todo acerca del niño que había sido.

‒Sí, por supuesto que lo hizo. ¡Me golpeó todos los días a partir de entonces!

Honor se acercó sin pensarlo, para ofrecerle su consuelo. Ella ahuecó su rostro
con una mano.

‒¿Golpearte? Oh... ‒las lágrimas corrieron por sus mejillas, pero no hizo ningún
esfuerzo por detenerlas.

Un brazo enorme la rodeó y la atrajo hacia sí.


‒¡Bien, se acabaron las penas! ‒sintió su risa tanto como la escuchó ya que su
cabeza descansaba sobre su pecho desnudo. ‒Ah, Honor, tienes un corazón
demasiado tierno. Nunca te hubiera contado estas cosas si hubiera sabido que te
harían llorar ‒se alejó un poco y atrapó sus lágrimas con un dedo áspero. ‒No fue
tan malo, después de todo.

Honor sabía lo malo que había sido. Le resultaba casi imposible dejar de llorar
el tiempo suficiente para hablar. Alan trató de suavizar y aligerar lo que había
sucedido; era su única defensa contra eso. Su orgullo no le permitía admitir el
verdadero horror que Honor sabía que había vivido.

─¡Sólo un cobarde cruel levanta la mano hacia su hijo! ¡Espero que lo mataras
cuando fueras mayor!

‒¿Matarlo? ¡Qué cosas tienes! Él es mi tío, Honor.

‒¡Él te golpeó! ¡Te insultó! ¡Te encerró! ‒dijo Honor. ‒¡Deberías matarlo!

‒No, dulzura ‒la calmó. ‒No fue tan horrible, lo juro. Sólo me ató y encerró
cuando lo maldije e intenté escaparme. Mi propia testarudez provocó lo que
sucedió. Me merecí cada golpe y más, créeme.

Honor lo agarró del brazo y lo atrajo hacia sí, frenética por hacerle saber que
ella lo entendía a pesar de su negativa. Mejor que nadie en el mundo, ella lo
entendía.

‒Mientes para calmarme, esposo, pero sé lo que sientes por dentro. Todavía te
duele, pero se acabó. Él no puede hacerte daño ahora. ¡Yo no dejaré que te golpee
nunca más!

‒¡Basta! ‒ordenó, con voz enérgica. ‒Te digo que lo que a mi tío le importaba
era que me comportara como un hombre y no como un debilucho mocoso. Vas a
enfermar con tanto llanto. ¡Para ya, por favor! ‒dijo Alan, acunándola
suavemente.

Honor se sorprendió a sí misma, horrorizada por su error. Su cuerpo yacía


contra él, su corazón tronaba de dolor por un niño maltratado. Pero Alan de
Strode no era el niño por la que lloraba.
‒Ahora me gustaría dormir ‒susurró, terriblemente avergonzada y sin saber
cómo explicar su necedad. Seguramente él adivinaría el porqué de su
comportamiento.

‒Sí ‒asintió Alan; la ternura suavizó su voz hasta hacerla casi de terciopelo
mientras alisaba su cabello con su mano. ‒Duerme, mi corazón.

El agotamiento se apoderó de ella mientras yacía entre sus brazos. Temía que
ya había revelado demasiado de sí misma, mucho más de lo que alguna vez le
había permitido ver a Tavish. El gran peligro reside en admitir el miedo y la
vulnerabilidad. No, por todo lo que sabía que era cierto de los hombres, Honor no
se atrevió a aceptar su palabra. No podría confiar plenamente en este Caballero
sin apenas conocerlo.

Este nuevo esposo suyo parecía demasiado bueno para ser verdad. Y si hubiera
aprendido algo en sus veintiún años, Honor hubiera sabido que lo que parecía
demasiado bueno para ser cierto, lo era. Siempre.

*****

Alan fingió dormir hasta que escuchó la respiración lenta y constante que
marcaba el sueño de Honor. Pobre ángel, pensó con un suspiro de frustración. Su
defensa de él contra su tío revelaba una historia bastante clara de su propia vida.
¿Cuánto tiempo la había atormentado su padre?

La sangre de Alan hervía con la ansiedad de matar a ese hombre. Despacio.


Penosamente. Los músculos se tensaron y temblaron por la necesidad. Ráfagas
rojas de furia nublaron su razón. Luchó contra la tremenda necesidad de saltar de
la cama y dirigirse a Francia. Muy tentador, pero imposible, por supuesto. Alan
inspiró profundamente.

El odio le enseñó a Alan una emoción desconocida e inquietante. Incluso las


fuerzas opuestas en Bannockburn no habían engendrado este sentimiento. Eso era
la guerra, un conflicto impersonal en el que entendía los motivos del enemigo. La
codicia y la lujuria por el poder; eso podía entenderlo. No podía odiar a su tío
Angus solo por ser lo que era, o a sus padres por su negligencia. Eran su sangre y
los amaba a pesar de lo que habían hecho. ¿Pero, un padre que ataque a una niña
indefensa? El odio podría ser nuevo para Alan, pero ahora tenía un nombre. Lord
Dairmid Hume.

Tavish le había hablado del hombre, preguntándose por qué Hume se rió en su
cara y le negó la mano de Honor aquel verano en París. Luego, antes de que
llegara el invierno, Honor había llegado a Escocia con el contrato de matrimonio
en la mano y su sacerdote a cuestas. Quizás Hume se había vuelto loco.

Aun así, eso no justificaba tal crueldad. Ese hombre tenía que morir. Que Dios
ayude a ese miserable si alguna vez ponía un pie en tierra escocesa otra vez y Alan
tenía conocimiento de ello.

Volvió la cabeza y examinó el perfil de Honor mientras dormía. Una corriente


de aire a la luz de las velas hizo que las sombras danzaran sobre sus facciones
perfectas. Parecía una broma propia del mismísimo Dios; esta dama perfecta era
su esposa.

Ella tenía razón sobre una cosa. Tav debió haber estado atrapado por la fiebre
del diablo al desearle tal destino. Alan sabía que aunque viviera hasta los cien
años, realizara toda clase de obras de caridad, abandonara todos sus caminos
pecaminosos y orara cada hora, nunca la merecería. Tampoco era probable que
hiciera todo eso. Él era lo que era. Pero incluso Tavish no había sido lo
suficientemente bueno para Honor.

Tristemente, Alan cerró los ojos y se negó a sí mismo el placer de ver su belleza
tranquila. Él no le impondría nada, decidió firmemente. Jamás. Una dama tan
gentil como ella no debía ser mancillada por alguien tan áspero.

Él sería su marido a su manera, entonces. La protegería con su vida. Intentaría


divertirla con todo su ingenio y guiaría a su hijo para que fuera un hombre
honorable. Y lo haría muy a gusto, se juró fervientemente a sí mismo.

‒Pero no quebrantaré su deseo de no ser tocada ‒susurró con vehemencia.


‒¡No lo haré!
Lo siguiente que supo, fue por la mañana. Alan se despertó sin la necesidad
habitual de evaluar dónde estaba. Largos meses de estar en un lugar diferente
cada noche engendraron eso en un hombre. Este día abrió los ojos en un lugar que
ya era su casa. Alan sintió a través de su cuerpo una increíble paz desde el primer
momento en que puso los pies en Byelough Keep. Así es como Tavish debía
haberse sentido, pensó con una punzada de culpabilidad que se había hecho parte
de él en el momento en que vio a Honor.

Su corazón se abrió y envolvió a la mujer y a este lugar de inmediato, antes de


que escuchara las palabras que Tavish le había escrito a Honor. Incluso si su amigo
no le hubiera encargado el derecho de reclamar a ambos, Alan sabía que se habría
quedado con cualquier excusa. Como mayordomo, guardia o arrendatario.
Cualquier cosa. Dudaba seriamente que se hubiera podido ir si ese hubiera sido el
deseo de Honor.

Durante un largo momento, yació allí, con los ojos cerrados, saboreando el
calor del pequeño cuerpo acurrucado junto al suyo. En su cabeza, las imágenes de
la mujer se sucedían; Honor enojada, Honor sorprendida, Honor sonriendo
mientras colocaba su mano sobre su cintura, ofreciéndole generosamente
compartir su alegría por el niño...

Su dulce aroma se adhirió a las almohadas, consolando su alma cansada. La


cadencia de su respiración suave apenas rompió el silencio del amanecer. Un
hombre no debería pedir más que esto, pensó. Este momento dorado perfecto lo
recordaría para siempre.

Ella se movió y se estiró, emitiendo un pequeño gemido. Alan se quedó quieto,


mirándola debajo de sus pestañas. En la débil luz de la ventana, él podía ver poco
más que el contorno de su forma. Aun así él no se movió cuando ella
cuidadosamente rodó hasta su borde de la cama y se levantó con un poco de
esfuerzo. Sin su gracia habitual, con una mano presionada contra su espalda, se
movió detrás del biombo que bloqueaba parcialmente su vista de la bañera.

Contó los sonidos, la mayoría de los cuales identificó. Sonidos íntimos a los que
todavía no sentía que tenía derecho. Sonidos que un marido escucharía mientras
su esposa se preparaba para su día. El suave chorro de agua se derramó de la jarra
al barreño. El sonido que se producía al apretar un paño empapado en él. Un
aliento más fuerte, apenas un suspiro. El susurro de su ropa mientras se vestía.
Alan sonrió. Aquí estaba en casa.

Esperó pacientemente, fingiendo dormir para no delatar su fascinación, hasta


que Honor apareció para buscar su peine. Estaba sobre la mesa cerca de la cama.
Sólo cuando ella lo cogió y comenzó a deslizarlo a través de sus largas y oscuras
trenzas, deshaciéndolas, fingió despertarse.

‒Buenos días ‒murmuró. Honor se sobresaltó un poco. ‒Te levantas muy


temprano ‒dijo mientras se sentaba y se pasaba la mano por la cara, deteniéndose
en su boca para ahogar un bostezo.

‒Hay mucho por hacer ‒dijo un poco sin aliento. Cuando ella comenzó a luchar
contra un nudo rebelde en su cabello, él extendió la mano y la detuvo.

‒Permíteme ‒dijo, quitándole el peine. ‒Acércate, un poco ‒le pidió Alan.


Cuando la dama lo hizo, su marido comenzó a desenredar aquella masa sedosa,
admirando el modo en que se deslizaba entre sus dedos y caía por sus muñecas.
‒Tienes un cabello muy hermoso.

‒Gracias ‒murmuró, alejándose. Honor retorció la larga melena y la sujetó con


peinetas. Para su decepción, ella cubrió la mayor parte con un simple paño de lino
y lo fijó con un anillo de plata.

‒¿Me llevarás a la tumba de Tavish ahora? ‒preguntó Honor, con la voz


quebrada.

‒Cuando haya luz suficiente ‒acordó Alan. ‒No está lejos.

Ella evitó su mirada.

‒Te esperaré abajo. Primero desayunaremos. Cuando hayamos terminado, ya


será de día.

‒Por supuesto ‒dijo Alan, sonriéndole. ‒Que alguien vaya enganchando un


carruaje.

‒Voy a ir cabalgando ‒dijo mientras se dirigía hacia la puerta.

‒¿Crees que eso es apropiado, Milady?‒preguntó, preocupado porque Honor


parecía moverse más torpemente que el día anterior.
Ella asintió.

‒Si nos atacan en el camino, prefiero estar a lomos de un caballo que ser
arrastrada en un carruaje mientras nos persiguen.

‒Nadie se atrevería ‒le aseguró Alan. ‒Iré bien armado.

‒¡Eso es estupendo, pero de todos modos, Señor, cabalgaré! ‒declaró con


firmeza. Acto seguido, se marchó, sin darle oportunidad de discutir sobre el
asunto.

A pesar de su dulzura, Alan sospechaba que la mujer con la que se había


casado tenía un gran temperamento y no estaba seguro de poder pasar por
encima de ella.

Su comportamiento al enterarse de la muerte de Tavish demostró que no era


una mujer débil. Todavía podía sentir la bofetada en su mejilla y recordarla
gritando enojada. Pero ¿no fue eso para bien? Ella tenía espíritu, su honor. Su...
Bueno, lo tenía, discutió con su conciencia. Por ley, ella era suya ahora, aunque su
corazón todavía fuera de Tavish.

Incluso eso hablaba bien de ella; esa lealtad, esa capacidad de amar incluso
más allá de la muerte. A Alan le gustaría que alguien lo amara de esa manera.
Incluso se atrevió a esperar que Honor pudiera hacerlo, si de alguna manera se
volvía digno de ella. Esa mujer era un verdadero tesoro.

La mayoría de las mujeres que enfrentaban a la noticia de la muerte de su


marido se quedaban en cama durante días, inconsolables. Si no lloraban la muerte
de su amado, lloraban la falta de protección que les hubiera proporcionado. Eso
podría suceder una vez que Honor asumiera totalmente la muerte de Tavish. Tal
vez ocurriera este mismo día.

Pero gracias a Dios, ella había soportado su dolor con mucha fuerza hasta ese
momento. Al menos su valiente indulgencia, por temporal que fuera, les había
permitido continuar con el asunto que tenían entre manos; su matrimonio y la
administración de Byelough.

Cuando el shock desapareciera y Honor finalmente se permitiera sufrir el luto,


Alan podría consolarla. Él ya no sería ese hombre extraño que le había llevado la
noticia de la muerte de su marido, de su verdadero amor. Él sería su amigo y el
padre adoptivo de su hijo.

Eso aliviaba un poco su culpa por desear que Honor le entregara su corazón.
Capítulo 5

‒Un clima muy apropiado para esto ‒murmuró Honor mientras Alan la
levantaba hacia la silla mojada por la lluvia. Ella centró su peso lo mejor que pudo
y reprimió un cansado suspiro. Compartir su cama con este extraño anoche no la
había dejado descansar en condiciones. Ahora debía ir a ver la tumba de su marido
y rezar unas oraciones por su alma. Por el esposo que la había amado. Honor se
movió hacia adelante; le dolía la espalda.

Sir Alan le entregó las riendas, mirándola con preocupación.

‒No tenemos por qué ir hoy ‒dijo Alan. ‒Aunque el clima fuera bueno, montar
a caballo no es cómodo en tu estado. Incluso has disculpado a tu sacerdote por no
acompañarte.

Ella forzó una sonrisa.

‒El Padre Dennis está de rodillas en este mismo momento.

‒Bueno, al menos está rezando. Ya es algo.

Honor negó con la cabeza.

‒Él está herrando a su mula. Ofrecerá una misa por el alma de Tavish más
tarde hoy. Esto es algo que debo hacer sola y te agradezco que me acompañes.
Eres muy amable al soportar mis gemidos, a pesar de que no encontraré consuelo
en ningún sitio. Aun así, quiero ir.

‒Pronto terminará ‒comentó mientras se balanceaba sobre su montura.

‒¿Esta llovizna fina? No lo creo.

‒No, no eso. Quise decir tu... uh... ‒él hizo un gesto vago hacia su parte inferior
del cuerpo. ‒Embarazo ‒terminó por él. ‒Sí, supongo que terminará, aunque
algunos días me pregunto cuánto tardará.
Salieron hacia las puertas a lo largo del camino a través del pueblo. El enorme
ruano de Sir Alan cacheó y tiró un poco cuando llegaron a la extensión abierta del
valle. Honor pudo ver que caballo y jinete temblaban de ganas de correr
salvajemente por el páramo. Su energía apenas reprimida despertó su envidia; la
irritó. El largo silencio hizo que se pusiera nerviosa. Deseó poder alejarse
galopando de la terrible inquietud que sofocaba su respiración. Sentía la columna
rígida, aprisionada por músculos tensos como cuerdas de arco ajustadas.

Este Caballero que la acompañaba, no parecía tan caballero en absoluto esa


mañana. Se había puesto la prenda que le había ordenado a su mujer que secara
la noche anterior. Un ancho cinturón de cuero con una hebilla deslustrada lo
mantenía en su lugar sobre su gastada camisa color azafrán. Su mirada vagó hacia
los musculosos muslos, que lucían medio desnudos, mientras se sentaba a
horcajadas sobre su montura. Botas de cuero marrón cubrían sus pies y piernas
hasta la rodilla. Se las había ajustado con tiras de tendones gruesos. Parecía
extraño. Casi salvaje.

Honor se fijó en una bolsa sujeta al ancho cinturón con unas cadenas de cobre.
Ahora colgaba hacia un lado, pero al levantarse, se apoyaba directamente sobre
sus partes inferiores. Representaba una imagen primitiva. Un salvaje de las
Highlands, como lo habría llamado su padre, un animal aterrador y temido por
todo el mundo.

Honor pedía a Dios que su marido pudiera estar a la altura de esa imagen.
Ambos podrían necesitarlo algún día. El sable colgado de su silla de montar le
proporcionó consuelo.

Honor siguió cabalgando, soportando la incomodidad que ello suponía; estaba


impaciente por terminar con esta necesaria despedida. Atravesaron un camino
casi inexistente entre las colinas yermas que conducían hacia los valles.

‒Estás enojada ‒dijo finalmente Alan en voz baja.

Aturdida, Honor emitió un breve bufido de negación.

‒Sí, lo estás. Y yo sé por qué. Fue porque Tav te ha dejado, ¿verdad? Te dejó
sola cuando lo necesitabas. Es natural que sientas eso. También yo lo sentí justo
después de su muerte.
Honor no respondió y Alan se giró para mirarla con esos hechizantes ojos
verdes.

‒Pasará ‒volvió su mirada hacia su destino y señaló. ‒Él yace allí.

Honor observó a Alan desmontar cuando se acercaban al arroyo y le permitió


ayudarla a bajar. Ella tropezó y sintió la fuerza de su brazo al agarrar sus hombros
para enderezarla y evitar que cayera. Ninguno de los dos dijo ni una palabra;
simplemente se quedaron mirando la piedra pobremente grabada que marcaba la
tumba de Tav.

Entonces Alan se alejó varios pasos, se inclinó y recogió dos piedras. Él caminó
hacia atrás y le entregó una de ellos. Ella lo vio cerrar los ojos y arrodillarse para
colocar la piedra junto a la grande, la que estaba tallada.

La cruda representación de la cabeza del lobo la conmovió de alguna manera.


Sir Alan no pudo hacer las letras para identificar a su amigo. Al menos lo había
intentado.

‒Tavish se reiría ‒susurró, expresando la idea. ‒Él... se hubiera reído...


¡Maldito! ¡Maldito seas! ‒ella se atragantó con lágrimas repentinas y arrojó la
piedra a la tumba. Sobre Tavish.

‒Lo sé ‒Alan respiró contra su oreja. ‒Ah, Honor, tu dolor me hiere. Y lo siento
por él. Y por el niño que nunca conocerá a su padre. Traté de salvarlo. ¡Lo intenté!

Golpeó su pecho con sus puños como lo había hecho antes. Grandes sollozos
sacudieron su cuerpo cuando la acercó más y la abrazó. Las frases gaélicas suaves
la tranquilizaban.

Si este hombre conociera en realidad su corazón, pensó con un profundo


estremecimiento... la repudiaría. La culpa la atormentaba de nuevo por la forma
en que había usado al pobre Tavish. Ese hombre la había amado; realmente la
amaba y ella lo había engañado descaradamente para que se casara con ella en un
matrimonio que probablemente ni siquiera era legal si alguien se hubiera
molestado en examinarlo. Y su padre lo haría si la encontrara alguna vez. El hijo de
Tavish tendría que soportar la vergüenza de ser un bastardo por culpa de su
maldito miedo.
Honor se apartó y cayó de rodillas junto al montón de piedras.

‒Perdóname ‒susurró en repetidas ocasiones, una letanía tan inútil como lo


eran las oraciones por su alma. Su abdomen se contrajo tan dolorosamente como
si el niño supiera dónde yacía su padre. Ella jadeó y se apoyó contra la piedra
grande, agarrándola, sintiendo la humedad fría y áspera contra su mejilla.

Las fuertes manos de Alan trataron de levantarla pero ella gimió que la dejara
sola. Se lo merecía. El agarre en sus hombros disminuyó, pero continuaba
sintiendo la calidez de sus palmas a través de su capa de lana. Ella lloró las
lágrimas de los condenados y sintió que también merecía la terrible sensación de
una cuchilla afilada en su abdomen. Su deuda. Su suerte.

Un líquido cálido brotó de ella, devolviéndola a la realidad y sacándola del


ensimismamiento de culpa en el que estaba absorta.

‒Nooo ‒gimió. Honor se acurrucó y se rodeó el vientre con las manos. Alan
puso sus manos junto a las de la futura madre, explorando la rigidez de su vientre.

‒¡No!¡Es demasiado pronto! ‒chilló Alan.

‒Demasiado tarde ‒gimió entre dientes. ‒Oh, Dios, ayúdame.

Alan la tomó en sus brazos, haciendo una mueca ante el dolor que sentía en su
hombro dañado mientras la llevaba a las monturas que esperaban. Él la levantó y
se colocó detrás de ella antes de que pudiera caer de la silla. Señor, ¿qué iba a
hacer ahora? ¿Podría regresar a la fortaleza? Tardarían al menos una hora si
mantenía un ritmo que no la hiciera caer del caballo.

Recordaba haber pasado por una cabaña quemada a media legua de vuelta; no
era gran cosa, pero al menos les proporcionaría un techo y protección. Una
vivienda de pastor construida burdamente no era lugar para que una dama diera a
luz a su hijo.

Jesús, sus manos temblaban. Alan no sabía nada de parturientas. Él había visto
nacer corderos de las ovejas, potros. ¿Era lo mismo?

‒No, nada de eso ‒murmuró para sí mismo. Él sabía que no era lo mismo en
absoluto. Las mujeres necesitaban más ayuda; mucho más de lo que él podía
darle.
Ella se puso rígida en sus brazos y gimió de nuevo. El sonido le arrancó el
corazón. No se atrevió a decirle lo inútil que iba a resultar su torpe ayuda o la
asustaría. Respiró profundamente para aparentar coraje y para dárselo a sí mismo.

‒Respira suave, Honor. No temas, dulzura, yo te ayudaré.

Alan condujo al caballo hacia la cabaña. Pidió al cielo que Honor aguantara
durante el recorrido de esa media legua más de lo que nunca hubiera suplicado
nada a Dios en toda su vida.

Las enredaderas rodeaban la tosca cabaña, haciéndola casi invisible. Alan


agradeció a Dios haber encontrado el lugar, a pesar de estar tan escondido. Las
bajas paredes habían sido quemadas, pero alguien había amontonado ramas
frondosas sobre la porción de techo quemada para protegerse de la lluvia.

Bajó de la montura y tendió la mano hacia Honor. Ella había aguantado todo el
camino valientemente. Aparte de algún sobrealiento ocasional, apenas había
expresado su dolor. Lo aguantó con bravura, pensó con orgullo. Una mujer de
coraje, su Honor. Su cuerpo se sintió rígido en sus brazos mientras la llevaba a la
humilde cabaña.

Inclinó la cabeza y los hombros para pasar por esa puerta tan baja. Fijó su
atención en la esquina más alejada de la casucha mientras se enderezaba. Sus ojos
se ajustaron rápidamente a la oscuridad. Una delgada forma descansaba sobre el
suelo de tierra compacta en una esquina; sus escuálidos brazos sostenían en alto
lo que parecía ser una espada corta.

‒Baja esa espada y ayúdame ‒ordenó Alan, ‒de lo contrario te mataré.

El cuerpo no se movió.

Alan habló en gaélico.

‒Mi mujer necesita ayuda. Debes ir a Byelough Keep y traer a una mujer para
que la ayude.

‒No ‒fue la respuesta. ‒No lo haré.

‒Hazlo o morirás ‒ordenó Alan en voz baja.


‒Tengo una pierna rota ‒declaró el desconocido con voz áspera. ‒Ponla allí
abajo ‒la punta de la espada señaló hacia un nido de pieles que había al lado de
una mancha de fuego extinto. Por el aspecto de la ropa de cama, parecía que
alguien acabara de levantarse. Esperaba que las pulgas también se hubieran ido.

Alan se arrodilló y colocó a Honor de su lado.

‒Aquí estarás bien, cariño. Voy a encender un fuego para que estés más
cómoda.

‒¡No encienda fuego! ‒chilló la voz desconocida. ‒¡Los soldados!

‒Ya terminó la guerra ‒dijo Alan en voz baja mientras acomodaba la ropa de
cama y buscaba pedernal en su bolsa. Hizo una búsqueda rápida y localizó una pila
de turba. Mientras se preparaba para hacer un fuego, continuó tranquilizando a su
anfitrión o anfitriona. ‒Rob Bruce ha expulsado a los ingleses hacia el sur. No hay
nada que temer. Soy Sir Alan de Strode, Señor de Byelough. Me sería muy útil si
supieras algo acerca de partos.

El tintineo del metal contra la piedra le indicó que había dejado la espada, al
menos de momento.

‒Sé mucho de eso pero no puedo mover mi pierna para ayudarte. Esta mañana
me caí del techo y me la rompí.

Alan creó una pequeña antorcha con la pata de una banqueta rota y la colocó
en posición vertical en el suelo de tierra. Honor yacía en silencio, jadeando y
agarrándose la cintura. En su rostro se reflejaba el dolor que sentía. Él le pasó una
mano por el hombro y le dio una suave palmada, mientras se ponía de pie.

La figura alcanzó el arma y Alan se burló.

‒Déjalo ya, ¿quieres?

Más cerca, pudo ver que la figura era una mujer mayor, con el pelo gris rizado y
ojos astutos como la criatura de un bosque. Él sonrió para tranquilizarla.

‒¿Tienes nombre, muchacha?

La bruja se rió a carcajadas.


‒Sí. Soy la vieja May.

‒Tan buena como un día de mayo ‒cantó Alan en voz baja y sugestiva mientras
examinaba la extremidad delgada que había descubierto. Una simple fractura sin
herida abierta, pensó con alivio. Sus manos se ajustaron completamente alrededor
de la pierna, agarrándose a cada lado de la fractura y ajustando cuidadosamente
el hueso nuevamente. La vieja dama chilló una vez y luego respiró y gruñó.

‒Ya está. No te muevas hasta que lo tenga sujeto ‒encontró algunos trapos
viejos para hacerlo y usó el asiento roto del taburete como soporte. ‒Ahora, me
debes una Señora May. ¿Qué podemos hacer por mi esposa?

‒Necesitamos dos cuchillos ‒dijo May. ‒Esto será uno ‒ofreció la espada
oxidada. ‒Ponlo debajo de las pieles.

Alan lo miró y retrocedió ante aquella arma cochambrosa.

‒¡Es para cortar el dolor! ‒dijo May. ‒¿Tienes otro?

Alan sacó uno de su bota y lo levantó. La luz se refleja en su hoja perfecta. Él


miró a la mujer.

‒Perfecto, muchacho. Debes cortar el cordón.

‒¿Cómo? ‒chilló Alan, con la voz quebrada, como cuando era un chiquillo.

‒Aún no, cerebro de corcho; cuando nazca el bebé. Debemos esperar. Hay un
poco de agua en el balde, pero debes hervirla. Hazlo.

‒No puedo dejarla ‒dijo Alan, manteniendo firme su voz ahora. Sonaba firme y
decidido. ‒No lo haré.

La anciana suspiró y agitó una mano.

‒Arrástrame hasta ella y yo la vigilaré.

Alan hizo lo que la Vieja May le dijo. Cuando regresó, el sonido que emanaba
del jergón de pieles lo hizo caer de rodillas y acercarse.

‒¿Honor? Honor, no te mueras, cariño ‒ordenó bruscamente, como si


dependiera de ella.
‒¡No se está muriendo, enorme sapo! Pon un poco de agua en esa olla y
caliéntala para preparar su bebida.

Alan saltó para obedecer; estaba asombrado al ver que asumir órdenes en una
situación aterradora era mucho más fácil que darlas. Por primera vez, comprendió
la obediencia ciega de los hombres que él había llevado a la batalla. Esto era una
especie de batalla, pensó; una para la que no tenía entrenamiento. Mejor deja que
la vieja se haga cargo.

‒¿Y ahora? ‒preguntó, esperando su siguiente tarea.

‒Siéntate junto a tu muchacha y espera a que llegue el bebé. No debería tardar


mucho según mis cálculos. Tendrás que tirar de él tú mismo, muchacho, porque
no tengo la suficiente fuerza.

‒¿Tirar de él? ‒graznó Alan.

La mujer tuvo el descaro de reír.

‒Atraparlo, entonces. Debería salir solo, por pequeño que sea.

Soltó un profundo suspiro de alivio.

‒Sí, lo sé.

Después de lo que parecieron horas, Honor se incorporó un poco.

‒Te ruego que traigas al Padre Dennis.

‒¡No! ‒Alan la negó con un ceño fruncido y palabras más duras. ‒No vas a
tener ningún rito hoy, mujer. No vas a morir. ¿Me oyes? Si mueres te quemarás en
el infierno.

Él notó su chispa de ira. Agarró su mano con fuerza. Bien, la ira la había hecho
más fuerte. Temía que ella se estuviera rindiendo.

‒Tú puedes hacer esto, Honor ‒alentó en voz baja, ‒sé que puedes. No
necesitas ningún sacerdote.

‒Para el bebé ‒susurró, debilitando su agarre de nuevo. ‒Necesita ser


bautizado. No sobrevivirá.
‒¡Sí, lo hará! ‒tronó. ‒¡Vivirá y crecerá fuerte!

Ella se tensó de nuevo y el dolor lo envolvió también a él. Su bajo gemido


rompió el silencio y ese sonido le hizo cosquillas en la parte posterior de su cuello.

La anciana gruñó y acarició el abdomen de Honor con una mano retorcida.


Luego levantó la ropa de la parturienta debajo de sus pechos y comenzó a ladrar
órdenes como el comandante más feroz. Alan se apresuró a obedecer como el
soldado más humilde en el campo.

En cuestión de segundos, sostuvo un puñado de vida llorosa y retorcida.

‒Ahh, Honor, mira lo que has conseguido. ¡Mira! ‒él colocó al bebé sobre sus
pechos. ‒Una niña. ¡Una maravillosa chiquitina! ‒sintió las lágrimas correr por su
rostro y una plenitud en su corazón que amenazaba con deshacerlo por completo.

‒Déjala allí ‒le indicó May. ‒Prepárate para el resto.

‒¿Para descansar? ‒Alan esperaba, por Dios, que eso significara que todo
había terminado y no algo más con lo que él debiera lidiar.

‒La placenta ‒dijo May sucintamente.

Resignado, Alan abandonó su admiración por la hija pequeña de Honor y siguió


las instrucciones de la vieja. Esperó a que saliera lo que todavía quedaba dentro
del vientre de la mujer y luego ató cuidadosamente y cortó el cordón donde la
anciana le dijo que lo hiciera.

La Vieja May se había burlado del hombre cuando había lavado sus manos y el
cuchillo en el agua caliente que quedaba en el barreño. Una pérdida de tiempo,
pensó, pero Alan necesitaba urgentemente algo que hacer mientras esperaba el
nacimiento. Tal como demostraba su entorno en Byelough, sabía que a Honor le
gustaba todo limpio. Si podía complacerla de esa pequeña manera, tenía la
intención de hacerlo. Siguiendo con ese pensamiento, ahora cortó una sección
intachable de su camisa, la mojó y limpió al bebé.

Alan deslizó a la niña en la parte delantera de su camisa para que descansara


contra el calor de su estómago, acunándola. Podía sentir ese pequeño cuerpecito
contra su carne, que le decía que iba a salir adelante.
Luego volvió a mirar a Honor. Sus largas pestañas ocultaban el dolor de sus
ojos grises. Unos hermosos ojos que llegó a amar en tan poco tiempo...

‒Qué orgulloso estoy de ti, Milady. Lo has hecho muy bien ‒le apartó el
enredado cabello de la frente y depositó un suave beso allí.

La había besado en lugar de Tav, se dijo Alan. Su pobre amigo muerto lo habría
querido así; habría deseado que Honor fuera consolada y elogiada por el
nacimiento de una hija tan hermosa. Pero en su corazón lo sabía. El dulce sabor de
Honor en sus labios no tenía nada que ver con Tavish ni con lo que su dama
acababa de soportar. La razón radicaba en quién era, qué era ella. La mujer a la
que adoraba más allá de toda razón.

Su aliento calentó su cuello cuando pronunció unas dulces palabras.

‒Llévala al Padre Dennis. Debe ser bautizada y bendecida.

‒Ella ya ha sido bendecida por tenerte a ti como madre; créeme, es fuerte. No


creas que no vaya a sobrevivir. No lo permitiría jamás.

Honor abrió los ojos mientras susurraba:

‒El Padre Dennis se sorprendería, Señor. Eso es una blasfemia ‒Alan creyó
haber vislumbrado una sonrisa en sus palabras.

Sonrió entonces y vio la esperanza en los ojos de Honor, esa esperanza que
tanto había deseado poner allí.

‒Descansa ahora, cariño. Has tenido un trabajo muy duro hoy. La niña respira
tranquila y se mueve como un gusanito. Escúchala ‒acarició el pequeño bulto que
se enroscaba entre su camisa y su vientre.

‒Christiana ‒murmuró Honor en voz baja. ‒Su nombre.

‒¡Ajá, así será, entonces! ‒tranquilizó al bebé con suaves caricias en su


pequeña espalda mientras veía como el sueño vencía a Honor.

Alan tenía una familia. Nunca había pensado en ello. Tener una esposa, un hijo
o un hogar. Su hermano mayor, a quien apenas podía recordar, se ocupaba de la
propiedad familiar en Gloucester. Su padre había enviado a Nigel allí cuando tenía
quince años para aprender a manejarlo todo. Entonces su madre había llevado a
su hijo menor, Alan, para que lo cuidara su hermano, Angus, en las Highlands. En
lugar de convertir a Alan en el heredero como su padre había esperado, el tío
Angus había atormentado a su sobrino medio inglés y lo había maltratado durante
todos los días que pasó con él.

La dura tarea de sobrevivir había sido su trabajo, supuso Alan. Había llegado
lejos desde que dejó a su tío. Había servido como rastreador con Alexander Bruce
en dos campañas. Cuando todas las bandas se reunieron cerca de Stirling para
luchar contra los ingleses, Robert Bruce había elegido a varios soldados para
entrenar a la chusma local para pelear.

A Alan le había gustado el comando. Sus “pequeños hombres” marcaron una


gran diferencia en Bannockburn. Él los entrenó bien y lo sabía. También sabía que
aquello había impulsado a Bruce a nombrarlo Caballero. Eso y el hecho de que iba
a casarse con Lady Honor.

Ya no era un soldado rudo y listo, un luchador al que nada le importaba, que no


tenía nada más en mente que la siguiente batalla y otra cerveza. Él debía ser digno
de su título ahora. Tenía que aferrarse al código caballeresco y todo lo que eso
conllevaba. Deslumbrante por una dama tan espléndida como Honor, se burlaba
de la confianza que Bruce había depositado en él.

Dulce, gentil Honor. Parecía un ángel tirado allí, tan agotado después de su
trabajo. Él siempre debía tratarla como el modelo virtuoso que era, decidió Alan.
No merecía menos.
Capítulo 6

A pesar de que en las tres semanas después de que la niña naciera Sir Alan
siguió siendo el mismo paciente Caballero, amable y de buen humor con todos,
eso no era suficiente para probar que Sir Alan era tan bueno como parecía.

Honor lo miró con los ojos entrecerrados, fingiendo dormir, mientras


admiraba la escena iluminada por el sol junto a la ventana. Su esposo acunaba a su
hija apoyándola en su regazo, con una de sus enormes manos protegiendo su
cabecita y la otra en su parte trasera. El bebé emitió pequeños ruidos de succión,
lo que provocó una sonrisa tierna de su “padre”. Los sonidos tontos que hizo en
respuesta fueron apenas balbuceos de palabras reales.

Y en cuanto a las palabras reales, su esposo había comenzado a hablar más


correctamente cuando se dirigía a Honor. Aunque todavía no se había librado del
acento de las Highlands en su voz, sonaba tan... bueno, formal ahora... Intentaba
ser cortés, sin duda, pero no parecía él. Aunque ella se había burlado de él por la
rudeza de sus modales, era eso lo que la había fascinado de Alan. Ella quería su
fiereza; dependía de eso. Y también le encantaba su sentido del humor, tan
travieso.

Honor echaba de menos sus fanfarronadas, sus bromas y cómo arrastraba las
“r” al hablar. Esta transformación le recordó los cambios en su padre cuando ella
era muy joven. Cuando estaba disgustado con ella, también había adoptado ese
tipo de discurso preciso y forzado. Y a Honor le asustaba que Alan hablara así,
cualesquiera que fueran sus razones.

Durante tres largas semanas se había comportado así. ¿Habría hecho algo que
justificara este cambio? Alan no la ignoraba, pero tampoco buscaba su compañía.

Sin embargo, Christiana lo atraía como un imán. ¿Por qué le fascinaba tanto
una niña que ni siquiera era suya? Suponía que podría sentir que lo fuera un poco,
ya que estuvo presente en su nacimiento. Por otra parte, estaba su larga amistad
con Tavish. Pero aún así, ningún hombre que ella conociera pasaría tantas horas
de su tiempo de este modo, dedicándolas a un bebé que no hubiera sido
engendrado por él.

Honor volvió la cabeza hacia el lado opuesto de la habitación para evitar


verlos a los dos juntos. Sintió una pequeña punzada de celos. El problema era que
no podía decir con certeza si le molestaba que su hija estuviera tan a gusto con
aquel hombre o al revés.

A Honor le había gustado cuando Alan se volcó en ella los primeros días
después del nacimiento de Christiana, arreglando las sábanas, ordenando a las
mujeres que la atendieran y alabando su coraje. Luego, cuando comenzó a pasar
más tiempo fuera de la cama que en la habitación, Alan se había ausentado
sutilmente. Solo acudía a su habitación durante una hora, mientras ella
descansaba y él estaba con la niña.

Ni una sola vez había insistido en compartir la cama de Honor desde que ella
había dado a luz al bebé. Llamaba al bebé “Mi chiquitina”. O “nuestra chiquitina”.
A Honor, esa fascinación por el bebé le parecía antinatural, basándose en su
propia experiencia con los hombres.

‒Tráemela ‒ordenó Honor. Pretendía haberlo dicho en un tono más bajo que
como había sonado realmente. Al instante, tenía a la niña a su lado. Cuando volvió
la cabeza hacia ellos, Sir Alan estaba junto a la cama esperando a que ella se
levantara para poner a la niña en sus brazos.

‒Aquí tienes. Me marcharé mientras le das de comer a la chiquitina.

‒¡Quédate! ‒dijo Honor sin pensarlo. Confundida por su propia petición,


buscó una razón que justificara lo que acababa de decir. ‒Aún no es su hora de
comer. Podríamos hablar...

Alan levantó una ceja espesa y frunció el ceño hacia ella.

‒¿Ocurre algo, Milady?

‒¡No! En absoluto. ¿Podrías... traerme una taza de leche? Hay una allí.

‒Esa es de esta mañana. Enviaré a la señora Nan para que la tomes fresca.
‒¡No! ‒Honor cambió al bebé de brazo y suspiró. ‒Sir... Alan, ¿he hecho o he
dicho algo que te haya enojado?

‒¡Por supuesto que no! ¿Por qué me preguntas eso? ‒se sentó en el borde de
la cama y cruzó las manos sobre una de sus rodillas. ‒¿Te parezco enojado?

‒En realidad no ‒admitió, ‒pero rara vez te sientas junto a mí y hablamos.


¿Hay tantas tareas que te lo impidan?

Giró los hombros e inclinó la cabeza hacia atrás, mostrando su musculoso


cuello en todo su esplendor.

‒Bueno, he salido con los hombres a cazar esta mañana. Tenemos carne
suficiente para los meses de invierno. La Señora Nan debe habértelo dicho. He
reforzado un punto débil en la pared norte, y...

‒Tienes tiempo para Christiana ‒dijo Honor, tratando de sonar agradecida en


lugar de petulante. Se preguntó qué haría falta para que volviera a ser como antes.
‒Te gusta el bebé, ¿no es así?

‒Oh, sí ‒respondió con una sonrisa. ‒¡Ella es muy buena! Así pienso que
debías ser tú cuando eras pequeña, aunque tiene el mentón de Tav. Y apostaría
algo a que tiene su carácter también.

‒¿Carácter? ¿Tavish? ‒Honor casi soltó una carcajada cuando pensó en ello.
‒¡Nunca vi nada en él que me hiciera pensar que era un hombre de carácter!

Alan rió abiertamente, con ganas. Cuando se calmó, soltó una risita final y
dijo:

‒Dudo que tuviera motivos para mostrarte ese lado de sí mismo. Apostaría
hasta mi última moneda a que no lo hizo ‒entonces la ternura con la que siempre
miraba a la niña volvió a su rostro, pero esta vez dirigida a ella. ‒¿Y por qué
debería haberlo hecho? Tav te amaba más allá de toda razón, más que a nada en
el mundo.

Ella agachó la cabeza y se mordió el labio. La culpa hizo que estuviera en


silencio durante un largo tiempo. ¿Por qué no podría amar a Tavish y sin embargo
le había dicho que sí lo amaba? ¿Qué ocurría dentro de ella para que eso hubiera
sucedido? Él había sido un buen hombre, el mejor. ¿Acaso no pensaba eso de él
cuando se conocieron? Si ella no lo hubiera pensado de corazón no podría haberse
casado con él en lugar de aceptar la malvada unión que su padre había planeado
para ella.

Honor había deseado tanto que eso sucediera que había hecho cosas
terribles. Ella había jugado con la inocencia del Padre Dennis y luego mintió a
Tavish solo para salvar su miserable vida. Ahora se sentía culpable, manipuladora y
pecaminosa por haber hecho todas aquellas cosas.

En el fondo de su corazón, Honor sabía que nunca habría sobrevivido al


matrimonio con el hombre que su padre había elegido para ella. Una vida así
habría sido, en el mejor de los casos, una continuación de lo que había soportado
en la casa de su padre. También hubiera tenido que compartir la cama con ese
hombre, ese asesino y no creía que hubiera podido hacerlo. Y Trouville la habría
matado. Entonces, ¿por qué se sentía tan culpable?

‒¿Honor? ‒dijo Alan, trayéndola de vuelta al presente. ‒Debes intentar


olvidar el dolor ahora. Tavish no querría que sufrieras así ‒le tocó la barbilla con
un dedo y la levantó. ‒¿Ves cómo te necesitamos? Ella quiere una madre feliz. Por
favor, sonríe, ¿por nosotros?

Antes de que ella pudiera negarse o cumplir, un fuerte golpe en la puerta


interrumpió. Nan gritó:

‒¡Sir Alan! ¡Sir Alan, venga rápido! ¡Hay problemas en las puertas! ¡Dese
prisa!

Honor dejó al bebé en el medio de la cama e intentó levantarse. Alan la


detuvo con una mano en su hombro.

‒Quédate aquí y cuida de la niña. Yo me ocuparé de todo.

‒¡Yo también voy! ‒dijo Honor apartando su mano y gritando, ‒¿Nan? Ven
aquí y ocúpate del bebé ‒y dicho eso, Honor deslizó sus piernas fuera de la cama y
se puso las zapatillas.

‒¡Honor, para! ‒se puso enfrente de su mujer, con la voz áspera,


advirtiéndola. ‒¡Vuelve a la cama! No dejaré que mueras vagando por el patio.

‒¡Esta es mi casa, Señor y vagaré por donde me plazca! ¡Apártate!


Su boca se tensó. Luego negó con la cabeza y levantó una mano en señal de
derrota.

‒Está bien. Pero tápate un poco ‒dijo, tirando de su túnica hasta que la cubrió
casi por completo.

¡Sí!, pensó. Al menos era el viejo Alan otra vez y no el amable extranjero que
pretendía ser. Pasó junto a él por la puerta y entró en la concurrida sala. El Padre
Dennis se apresuró a impedir su salida.

‒¡Milady, ha venido!

‒¿Mi padre? ‒gimió Honor.

‒No, Señora, es...

‒¿Trouville? ¡Oh, que Dios nos ayude!

‒No él, tampoco. Es su vecino, el mismo hombre que vino el mes pasado. ¡Él
exige hablar con usted! ‒los ojos del sacerdote buscaron la confianza de Sir Alan.
‒Él quiere a nuestra Señora para él, Señor. La última vez que vino, tenía la
intención de llevársela a Byelough. Debía saber que Lord Tavish había muerto,
incluso antes de que lo supiéramos nosotros. ¿Cómo sería posible?

Honor miró a Alan en busca de una respuesta.

‒¿Pudo haber visto a Tavish herido? ‒preguntó Honor. ‒¿Estaría en


Bannockburn?

‒Podría ser ‒dijo Alan. ‒Iré a preguntarle ‒y dicho esto, caminando por el
pasillo, bajó los escalones y cruzó el patio hacia las puertas.

Cuando Alan llegó a la muralla, Honor lo miraba desde los ásperos escalones
de madera. Su marido estaba de pie entre las almenas de piedra, con los puños
apoyados en la tronera, luciendo cada centímetro de su cuerpo como un
verdadero amo y defensor de todo lo que podía ver. En ese momento, Honor supo
que Tavish Ellerby le había hecho un gran favor al elegir este protector para ella y
su hijo. Ella se apresuró a unirse al hombre del que estaba segura que los
mantendría a salvo.

‒Alan, debes...
‒Shhhh, quédate atrás, muchacha ‒murmuró y lo enfatizó colocando una
pesada mano sobre su hombro.

Gracias a Dios, su duro escocés de las Highlands había regresado sin sus
maneras nuevas y corteses. Especialmente ahora necesitaba un marido rudo y
feroz. Ella retrocedió contra una de las almenas, junto a él y miró con cautela a su
alrededor.

‒¡Es él! Debes matarlo, Señor. ¡Tienes que hacerlo!

Él la ignoró, gritando una orden:

‒Quítate ese yelmo. Quiero saber con quién hablo. ¿Cuáles son tus colores?

‒¡Da la orden! ‒exigió Honor. ‒¡Que los arqueros disparen!

Alan extendió su brazo, con la palma de la mano hacia abajo, hacia los
hombres apostados y preparados para lanzar flechas. Habló con el hombre
desconocido.

‒¿Quién es usted y qué quiere?

Una voz baja llena de risas resonó en el parapeto.

‒Ian McAfee de Shorn de Nichols de Gray. ¿No me conoces, Alan?

‒¡Ian! ‒gritó Alan con auténtica alegría. ‒¿Primo? ‒levantó una mano y
golpeó la piedra. ‒Por Dios, ¿qué estáis haciendo aquí, bribones?

‒¡Vengo buscando una esposa!

‒Pues llegas tarde ‒dijo Alan, todavía riendo. ‒Pero puedes entrar a beber a
nuestra salud.

‒¿Te has vuelto loco? ‒dijo Honor, horrorizada de que invitara a la guarnición
a pasar adentro. ‒¡Mátalo!

Alan la miró y le dio unas palmaditas en la cabeza.

‒Calla ahora, dulzura. Ian es casi pariente por parte de mi madre. No es una
amenaza para ti.

Ella agarró la mano de su marido y se la apretó.


‒Alan, si me respetas un poco, al menos haz que se vaya. Vino aquí con la
intención de tomar Byelough y no era la primera vez. ¡Escúchame! ‒trató de
detenerlo cuando se volvió para hablar con el hombre otra vez. ‒¡Por favor!

Con un suspiro de exasperación, Alan negó con la cabeza.

‒Estás agotada y nerviosa y no puedes pensar bien. Ian Gray solo pretendía
hacer por ti lo que hice yo. Luchó con nosotros y vio a tu esposo caer en la batalla.
¿Qué tipo de vecino sería para dejar que te defendieras tú sola, a tu suerte? No te
preocupes, tranquilízate y baja a la sala. Vamos a recibir a nuestro primer invitado.

Honor apartó la mano de su marido. Bajó corriendo los escalones, atravesó el


patio y subió las escaleras hasta el pasillo. Pasando rápidamente por delante de
Nan, corrió a su habitación y echó el cerrojo a la pesada puerta.

Arrastró la cuna de Christiana a una esquina y se puso frente a ella. Ella la


protegería con la única arma que había podido encontrar; la espada rota que Alan
le dijo que había utilizado para tallar la piedra de Tavish.

Y esperó, furiosa, decidida a defenderse a sí misma y al bebé, ya que nadie


más parecía dispuesto a hacerlo. Después de lo que le parecieron horas, llegaron.

‒¿Milady? ‒llamó la fuerte voz de Alan al otro lado de la puerta de roble.


‒¿Puedes venir y prepararnos algo para comer?¡Todo el mundo está paralizado
por el miedo!

Honor escuchó unas risitas ahogadas procedentes de su crédulo esposo y del


saqueador Ian Gray.

Honor agarró la espada con ambas manos y se preparó. En cualquier


momento, Gray se aprovecharía de la confianza de Alan y lo sometería. Sólo Dios
sabía qué traición tendría planeada. Había escuchado durante toda su vida
historias acerca de esos rufianes fronterizos y sus viles actos. Su padre solía decir
que eran peores que los montañeses.

‒Vamos, Honor ‒intentó engatusarla Alan. ‒Ten compasión, tenemos hambre.

‒¡Y sed! ‒añadió Gray, todavía riendo.


‒Fuera de aquí los dos ‒gritó Honor. ‒Bebed hasta hartaros, pero fuera de
aquí.

‒¡Och, qué lengua tan afilada! ‒dijo Gray. ‒Deberías estar contento, Alan de
que mi intento de casarme con ella haya fallado.

Honor estaba furiosa. ¡Lengua afilada, había dicho! Le mostraría a ese perro
cómo de afilada era si tuviese una espada decente.

Se esforzó por escuchar la respuesta de Alan, pero las voces se alejaron de la


puerta y se perdieron por el pasillo.

El tiempo pasaba lentamente. Le dolían los hombros y los brazos por sostener
la espada rota en alto. Poco a poco, se obligó a relajarse. Seguramente no
volverían a molestarla, ya que no había abierto la puerta. Cuando el bebé se puso
a llorar por el hambre, Honor abandonó a regañadientes su arma y comenzó a
darle de comer.

Fuera como fuera, tenía que conseguir controlar a ese Caballero de cabeza de
mula con el que se había casado. Ella podría hacerlo. Ella sabía cómo hacerlo.
Doblegarlo y hacer que cumpliera su voluntad era seguramente la única solución
que tenía. Honor tenía que utilizar todas las armas de que dispusiera para
conseguirlo. “La próxima vez que le diga que haga algo, debe obedecer sin
preguntar”, se dijo. Supongamos que hubiera sido el Conde de Trouville quien
hubiera llamado a su puerta. Alan estaría muerto ahora y ella, camino a Francia si
no la hubieran matado también.

Mientras Christiana mamaba de su pecho, Honor elaboró un plan de


seducción. Era demasiado pronto para eso, ya lo sabía, pero su recién estrenado
marido no iba a tener opción. Ella tenía que someterlo para que no volviera a
suceder un incidente como el que acababa de ocurrir. Debía obligar a Alan a
prestarle atención cuando ella le decía que atacara a un enemigo.

Su seguridad dependía de su fuerte brazo, de su espada y de su habilidad para


formar soldados. Él podría entrenarlos para pelear si ella era lo bastante hábil
como para persuadirlo de que lo hiciera. Sí, necesitaría mucha persuasión.
Más tarde, después de que Ian Gray se hubiera marchado y hubieran cerrado
sus puertas tras él, Honor continuaría con su plan.

Su “vela de la hora” quemó dos marcas mientras se bañaba y se vestía.


Esperaría a Alan para poder continuar con sus planes.

Justo entonces Honor escuchó pasos acercándose a la puerta.

‒¿Honor? ‒llamó Alan con urgencia. ‒Abre, por favor. Quiero hablar contigo.

‒¿Estás solo? ‒preguntó ella.

‒Sí y debemos hablar. Es importante ‒Alan sacudió el pestillo de la puerta.

Honor salió de la cama y fue a abrir la puerta. Alan entró y fue directo a la
cuna de Christiana. Se giró hacia Honor.

‒Ven conmigo. ¡Vamos a bautizarla! ‒dijo su marido.

‒¿Ahora? ¿Por qué? ‒sorprendida por la firmeza de su tono, Honor se movió


para impedirle el paso. ‒¡Íbamos a celebrarlo el próximo domingo!

‒Cambio de planes. Ven ahora y no hables. Yo sé lo que hago.

‒¡Un momento! O me dices qué ha pasado o no me moveré de aquí, ni dejaré


que se la lleven.

Alan cogió al bebé con un brazo y cogió el codo de Honor con el otro brazo.

‒El Padre Dennis bautizará a esta preciosidad, e Ian Gray será su padrino. No
debes preocuparte por vuestra seguridad. Sus hombres están afuera de las
puertas e Ian está desarmado ‒se apresuró a decirle todo eso, sin darle
oportunidad a Honor de objetar. ‒Le pedí a la Señora Nanette que hiciera de
madrina ya que ella ocupa el lugar más importante en esta casa después de ti.
Ambos han aprobado la elección. Date prisa, querida.

Honor estaba estupefacta.

‒¿A... aprobado la elección? ¡Y yo, ¿no tengo nada que decir?! Ese hombre
nunca podría...
‒Sí, lo hará. Si está ligado a la familia de la niña con este acto, nos deberá su
lealtad. Y en caso de sufrir un ataque u otros problemas, Ian se verá obligado a
venir en nuestra ayuda.

Alan inclinó su cabeza y la miró con una media sonrisa.

‒Además, no puede pretender esperar casarse con la madre de la pequeña y


hacerse cargo de estas tierras, incluso si algún día me matan en una batalla o algo
parecido.

‒¡No quiera Dios que eso suceda! ‒exclamo Honor, persignándose


rápidamente ante esa idea.

‒Lealtad. Él tendrá que defenderos a partir de que se celebre el bautizo si yo


no estoy aquí para hacerlo. Estará emparentado contigo de por vida.

‒¡Pensé que ya estaba emparentado contigo! ‒dijo Honor enojada. Ella no


tenía ningún deseo de volver a ver a ese idiota y mucho menos convertirse en
pariente suyo, por afinidad o por cualquier otro motivo.

‒El primo de mi madre se casó con uno de los suyos, creo. Será un buen
padrino y os protegerá si yo falto.

‒¿Y qué te hace pensar que honrará esta ceremonia? ‒preguntó


razonablemente Honor, todavía incrédula ante esa idea.

‒Lo sé. Puede que Ian no se estremezca ante un asesinato, pero nunca
cometería incesto. Como el padrino de tu hija, es pariente tuyo y si intentara
casarse contigo lo cometería. La pena por eso es demasiado grande. Bruce tomaría
sus tierras. Es la ley ¿Entiendes ahora?

Honor suspiró y asintió, sin encontrar ningún motivo para discutir más. Ella le
permitió llevarla al pasillo. Como él había indicado, se habían hecho los
preparativos. El Padre Dennis estaba listo y un borracho Ian Gray se balanceaba
tambaleante a su lado.

Notó la apariencia del hombre con más cuidado de lo que había podido la
primera vez que acudió a Byelough. Gray era casi tan alto como Alan, aunque no
tan ancho de hombros. No presumía de ninguna armadura, salvo el chaleco de
cuero manchado de sudor de un soldado común. Lo llevaba puesto sobre una
túnica de lana roja bien ajustada adornada con flores azules bordadas. Honor
supuso que esa prenda era su único intento de mirar algo mejor que uno de su
chusma. Sus pantalones parecían desgarrados y enlodados y sus botas estaban
raspadas.

Las características de Ian Gray eran tan ásperas como su ropa, a excepción de
una nariz absolutamente clásica. La bebida le había soltado la lengua y había
nublado su razón. Tenía el pelo largo y oscuro cayéndole sobre los hombros, con
pequeñas trenzas cubriendo sus orejas. No era un hombre feo. Al contrario.
Muchas mujeres lo encontrarían atractivo. En cuanto a Honor, esperaba no volver
a verlo nunca más después de esto.

Se había improvisado una pila bautismal con una pequeña fuente de metal
colocada sobre una mesa.

Alan fue directamente hacia Gray y depositó a Christiana en sus brazos. Honor
contuvo la respiración, aterrorizada de que la dejara caer. Mientras tanto, Alan le
habló al hombre sobre algún encuentro con los ingleses, obviamente continuando
una conversación anterior como si nunca hubiera sido interrumpida.

Su visitante se aferró al bulto que se retorcía y se volvió hacia Alan y el bebé.


Parecía bastante confundido.

Siguiendo una señal de Alan, el padre Dennis comenzó la ceremonia en latín,


suavemente y sin pausa entre palabras. En el momento apropiado, se volvió y
tomó a Christiana de brazos del padrino y le echó agua sobre su cabeza. Le dijo
algunas cosas a Nanette, luego se volvió y le hizo una pregunta a Gray en latín.

‒Di “sí” ‒sugirió Alan con indiferencia. ‒Solo dilo, Ian y nos beberemos otra
jarra. Es buena cerveza, ¿verdad?

Un fuerte ``Sí´´ y un eructo saludaron a la fascinada asamblea.

‒¡Oremos! ‒entonó el Padre Dennis.

Honor luchó por contener su risa. Sabía que no había nada de gracioso en que
este hombre fuera responsable de la educación religiosa de su hija, pero sabía en
su corazón que Alan nunca le permitiría decidir nada al respecto. Tenía que
admitir que el truco de Alan funcionaría si Ian Gray no lloraba cuando estuviera
sobrio.

Gray garabateó su X en los papeles cuando Alan se lo dijo. Luego,


rápidamente se dejó caer sobre los juncos como si lo hubieran derribado.

Honor tomó a Christiana de los brazos de Nanette y se retiró a su habitación,


deseando perder de vista a ese hombre. Tenía la incómoda sensación de que Ian
Gray les deparaba alguna otra sorpresa.
Capítulo 7

Algo más tarde, Nanette llamó a la puerta del dormitorio que Honor había
mantenido cerrada.

‒¿Milady? El invitado se ha ido. Sir Alan desea que se reúna con él.

‒¡Un gran día para ti, Milady! ‒dijo Alan, alzando su jarra. ‒He llevado a Ian con
sus hombres. Ya está fuera de casa. Le hice un buen regalo en reconocimiento de
su servicio a nosotros y nuestro nuevo parentesco. Una jarra de plata que
perteneció a un inglés muerto. Estaba muy contento ‒rió Alan.

‒Probablemente convenciste al tipo de que estaría mejor muerto y


probablemente él te dio las gracias por ello al final ‒dijo Honor secamente.

Él se rió de nuevo, tomó un sorbo de cerveza y levantó su jarra en señal de


saludo.

‒Ahora que lo pienso, se veía un poco afectado por el final de la guerra. No


puede ser fácil, siendo inglés.

¿Cómo, en nombre del cielo, podría ella manejar a un hombre cuyo único
objetivo era complacer a todos, incluso a los enemigos?

Una sonrisa se dibujó en su rostro. Seguramente ella podría convertir eso en su


ventaja, hacerla agradable a su objetivo final. Podría aprovecharse de su ingenio
ralentizado. Honor quería que actuara como el arma que podría usar cuando
llegara su amenaza más peligrosa. Él debía responder con fuerza letal y
rápidamente cuando ella se lo exigiera.

Con una palmadita final en sus trenzas, Honor acarició la suave y azul tela
sobre su vientre plano. El cinturón de plata labrada colgaba en una Y perfecta
sobre sus caderas; su extensión se balanceaba suavemente cuando se movía.
Haber recuperado su figura la complacía. Con suerte, también complacería a Sir
Alan.

Honor inspiró profundamente y se unió a él en la mesa para lo que esperaba


fuera una agradable velada.

‒Ve y lleva al bebé a dormir contigo, Nan ‒ordenó. Con toda la emoción, Honor
había perdido la noción de cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez
que comió, pero la bebé parecía disfrutar de su sueño. ‒Tráemela más tarde, pero
solo si tiene hambre. Tal vez duerma toda la noche.

Su marido estaba recostado en su silla de respaldo alto, relajado; eso le hizo


calcular que había tomado numerosas jarras de cerveza. Honor se sentó a su lado.

‒Milord, ¿exigió mi presencia? Aquí estoy ‒la dulce sonrisa que había
practicado en su espejo se sintió tensa, pero la mantuvo firme.

‒¿Exigido? ‒preguntó Alan arqueando las cejas. ‒No, yo nunca te exigiría nada,
dulzura. Solo deseaba que salieras y vieras que mi primo no destrozó nuestro
hogar antes de marcharse.

‒¿Sir Ian nos ha dejado en paz por ahora? ‒preguntó, manteniendo su tono
ligero.

‒Sí y lo seguirá haciendo en el futuro. Él no es realmente un mal tipo, pero vale


la pena ser precavido. Luchó en Bannockburn, fue testigo de las heridas de Tav y
supuso que estaba muerto. Pocos sobreviven a tales lesiones. Tenía la intención
de brindarte su protección, pero también había un poco de codicia en su corazón.
Sin embargo, no hay razón para matar a un hombre por eso ‒Alan sonrió ante su
generosa evaluación de la situación.

Honor decidió que no estaba ebrio, o incluso cerca de estarlo; sólo estaba
relajado.

Ella alisó cuidadosamente el ceño fruncido que notaba que se empezaba a


formar en su cara.

‒Ese diablo me ordenó que me presentara ante él cuando llegó la última vez.
Dijo que había venido a buscar a Byelough y una esposa. Esa no es manera de
enamorar a una dama, te lo aseguro.
‒Sí, pero se fue cuando le arrojaron flechas, ¿no? ‒preguntó Alan y luego
continuó sin esperar una respuesta. ‒Admito que Ian no es la persona más hábil
del mundo cortejando a una mujer, pero sus intenciones eran buenas. Él solo
intentó lo que yo logré, Honor. Mi única ventaja fue la recomendación de Tav. Y la
confirmación de Bruce, por supuesto ‒añadió con un torcido giro de sus labios.
‒Pero no dudo que Ian ocuparía mi lugar si pudiera. Después de lo ocurrido hoy, él
servirá a tu causa lo suficiente si fuera necesario, pero solo como amigo y
pariente.

Honor presionó sus palmas juntas y suspiró profundamente mientras levantaba


los ojos para encontrarse con los suyos.

‒Entonces, te doy las gracias, Señor, por tu inteligente plan para protegerme.

Ella se acercó y puso su mano sobre la de Ian, que descansaba sobre la mesa.
Un repentino calor en su cuello y sus mejillas le dijeron que estaba sonrojada. Eso
no estaba planeado, pero le serviría.

‒Me asustó ‒dijo Honor en voz baja, intentando parecer débil. A los hombres
les gustan las mujeres débiles, ¿verdad?

Él cubrió su mano y apretó.

‒Ah, dulzura, ahora no tienes nada que temer, te lo prometo ‒sus ojos verdes
brillantes buscaron los de ella y luego su mirada viajó por su cuello hasta su pecho.
Se demoró allí durante lo que pareció una eternidad antes de regresar a su rostro.
Honor respiró hondo para mostrarse a sí misma en todo su esplendor si miraba de
nuevo. Y lo hizo.

Se movió en su silla; aparentemente ya no se sentía cómodo. Honor imaginó el


efecto que producía en su cuerpo y lo mejoró rápidamente mojándose los labios
con la punta de la lengua. Había practicado ese gesto y era muy agradable.

Alan se movió de nuevo y se inclinó más cerca de modo que su boca se detuvo
a apenas un palmo de la suya. ¿La besaría aquí delante de todos?

‒Mejor ve a darle de comer a Kit.


Honor miró hacia abajo y jadeó, mortificada. Círculos de humedad perfilaban
sus pezones, estropeando la costosa tela de su segundo mejor corpiño. Leche. Con
un gemido de vergüenza, ella apartó la mano y huyó de su presencia.

Las lágrimas corrían por su rostro mientras Honor se dirigía hacia la habitación
de Nan. Enojada, tomó a la niña de su criada y se fue a su habitación sin decir una
palabra.

Demasiado pronto para seducir a nadie. Se dejó caer en el taburete ante la


chimenea, aflojando su corpiño y tirando de los lazos de su bata.

‒Da gracias de que no contrate una nodriza, lechoncito.

Sus redondos ojos azules parpadearon hacia ella, haciendo que se sintiera
culpable por su pequeño arrebato de ira. Honor quería llorar nuevamente; se
sentía profundamente frustrada.

‒Está bien, pequeña, lo siento. Pero, cómo voy a cautivar al hombre cuando
goteo como un cubo defectuoso, ¿eh? ¿Tienes alguna idea?

El bebé gruñó en respuesta.

Honor rió, tanto por el bebé como por su plan que salió mal.

‒Lo dejaremos para más adelante. Por ahora, come todo lo que quieras y
vuelve a dormir. No me gusta tenerte despierta hasta la madrugada solo por
entretenimiento.

El bebé comió durante mucho rato y Honor deseó haberse colocado en la cama
para hacerlo. Justo cuando colocó al bebé sobre sus rodillas para sacar sus gases,
Alan entró.

‒¿Puedo? ‒preguntó, mientras cogía a Christiana del regazo de Honor y la


ponía sobre su hombro. Una fuerte burbuja estalló casi de inmediato. ‒¡Ajá, Kit
habla gaélico! Es encantadora ‒dijo Alan, riendo alegremente. Sus labios rozaron
la cabeza del bebé y respiró profundamente. ‒Y muy dulce, ¿eh?

Honor lo vio acunar a la niña hasta que se quedó dormida. Luego suspiró con
satisfacción y colocó al bebé en la cuna como si no quisiera renunciar al placer de
abrazarla. Honor pensaba que era antinatural. Seguramente los padres no se
comportaban así.

‒Ella ni siquiera es hija tuya ‒dijo Honor sin pensarlo.

La cabeza de Alan se sacudió y su mirada se sorprendió.

‒¡Por supuesto que es mía! ¿De quién sería si no fuera mía? Tav te ha querido
y ella es parte de ti. ¿Me niegas el derecho de amarla, sólo porque no la engendré
con mi cuerpo? ‒había decepción en sus palabras y tristeza en su rostro, lo que
arañó el corazón de Honor.

‒Yo no le negaría nada, Señor ‒susurró con fervor. ‒Nada en este mundo.

Honor se dio cuenta de que acababa de declararse espontáneamente; no había


sido una seducción calculada; había salido de lo más profundo de ella, justo donde
había enterrado sus esperanzas de amar para siempre.

Ese peligroso error la asustó. No podía permitirse suavizar el carácter de su


marido. El Señor había sido amable con todos desde que llegó. Incluso con Ian
Gray. La bondad puede ser buena para algunos, pero no para un Caballero que
tenía que protegerla de sus enemigos. Ella se alejó de él y miró por la ventana
hacia la noche sin estrellas.

Sintió que se acercaba como si el calor palpitara en ondas en su enorme


cuerpo. Fuertes manos ahuecaron sus hombros y la hicieron temblar al contacto.

‒¿Qué te preocupa ahora, Honor? ‒preguntó amablemente. ‒¿Qué debo hacer


para tranquilizar tu mente?

Honor se apoyó contra él, reiniciando su plan. Parecía receptivo. Era obra suya
y pensó que bien podría aprovecharlo.

‒Me siento sola.

‒Ah, gracias; no soy tan buena compañía ‒quitó las manos de sus hombros y se
alejó.

‒No, no, eso no es lo que quise decir ‒dijo, girando rápidamente. Ella no había
tenido la intención de tocarlo todavía, pero su mano salió volando para agarrar su
manga antes de que pudiera pensar qué más hacer. ‒¡Espera!‒
Sin darse tiempo para pensar, se puso de puntillas para besarlo. Sus labios
aterrizaron en su barbilla. Alan se sacudió con sorpresa y sus indicios de barba le
rasparon los labios.

‒¿Qué...? ‒comenzó a decir Alan.

Los tacones de Honor golpearon el suelo con un ruido sordo. Sus manos se
apretaron en su pecho.

‒¡Maldito seas por ser tan alto!

‒Entonces maldíceme por esto también ‒retumbó la última palabra en su boca


cuando la cubrió con la suya.

Honor se tambaleó con el puro placer del beso de Alan. No se le pasó por la
cabeza ni por un instante la idea de resistirse. Sus oídos se endulzaron con los
alentadores sonidos de su garganta. La suave y densa lana de su bata enredada en
sus dedos, atrapada entre sus cuerpos. Los olores del cuero, la menta salvaje y
Alan mismo nublaron su mente hasta que ella no supo nada más que su esencia,...

Él se detuvo.

Honor se tambaleó, desequilibrada y confundida. Sus manos se aferraron a sus


brazos para estabilizarla y tal vez para mantenerla alejada, pero ella deseaba
desesperadamente seguir con esto. Toda clase de razones vinieron a su mente y la
menos importante era su plan original de seducirlo a su voluntad. Por todos los
santos, ella quería a este hombre. Quería que la besara de nuevo, más
profundamente, más bruscamente. Ella quería que él la abrazara, la aplastara
contra él. Ella quería que él la poseyera. Ahora. Un poderoso escalofrío de
necesidad recorrió su cuerpo.

‒Acuéstate ‒dijo Alan con la voz ligeramente áspera. ‒Tiemblas de frío.

¿Frío? ¿Era tonto? Su cabeza comenzó a temblar de un lado a otro, sus ojos
suplicaban por lo que no se atrevía a preguntar en voz alta. De repente, él la
levantó y caminó a través de la habitación hacia la cama. ¡Ahora! pensó. Ahora lo
hará.

Alan la depositó sobre el colchón y rápidamente se alejó. Hizo un indefenso


gesto con la palma de la mano y la boca abierta para hablar. Pero no pudo emitir
ni un sonido. Sus largas piernas lo hicieron desaparecer antes de que Honor
pudiera protestar.

Honor se acurrucó contra las almohadas y se mordió una uña. Este esquema
suyo no había salido según lo planeado. ¡Domarlo! Sería más fácil domar un
caballo salvaje. Al menos por ahora, Honor tenía que aceptar que Alan se
comportaría exactamente como él deseara. Y él no deseaba acostarse con ella.

Los hombres eran criaturas rebeldes, pensó. Todavía no había encontrado a


alguien tan resistente a sus modos persuasivos como lo había sido su padre, pero
temía que este marido suyo lo superara. Los hombres eran todos diferentes y
requerían diferentes medios para ser gobernados, por supuesto.

Ella había manejado mal a su propio padre al recurrir a argumentos. Honor


había evitado cualquier tipo de reunión con el Conde de Trouville, a menos que
fuera en compañía de alguien y durante breves momentos. No había hablado a
solas con él y no quería hacerlo. Temía a ese hombre por encima de todas las
cosas y no tenía ningún deseo de conocerlo más de cerca por ningún motivo.

Con el Padre Dennis era diferente. Con un hombre de Dios, nunca había usado
ninguna artimaña femenina. Pero ella lo había manejado con continuos elogios
por su buen corazón y sus buenas obras. Él respondió inmediatamente a sus
súplicas desesperadas cuando tuvo que huir de Francia.

En cuanto a Melior, el músico, le gustaba bastante, incluso sin palabras suaves


y sonrisas. Aunque Honor había contado con su codicia, sabía que le importaba lo
que le sucediera a la joven. De lo contrario, le habría vendido información a su
padre sobre su paradero.

Y Tavish habría hecho cualquier cosa que ella le pidiera. La había adorado, la
había amado, la había deseado. Solo con ese ejemplo, sabía que fomentar estos
sentimientos en un hombre proporcionaba una manera excelente de obtener
control total sobre él. ¿Podría hacer lo mismo con Alan una vez que encontrara la
clave de sus necesidades?

Tenía la horrible sensación de que sus propias necesidades pesaban mucho


más que las de Alan y ¿en qué lugar la colocaba eso? No tenía control sobre nada,
incluidas sus propias emociones indisciplinadas.
Pese a la locura de Alan, a los modales y al lenguaje rudo que trabajó tan duro
para suavizar, a la dulzura de su gran corazón, e incluso a la necedad de negarse a
acostarse con ella esta noche, Honor sintió algo que temía que fuera amor.

Mientras yacía allí tratando de calmar su cuerpo tembloroso y su ingenio


disperso, su preocupación floreció. Alan no la quería. Eso era todo. Por eso había
dado media vuelta, probablemente disgustado por su desenfreno. Una nueva
viuda, una nueva madre, arrojándose a su cabeza como un mendigo que necesita
monedas. Por todos los santos, ¿qué debe pensar de ella ahora? Enterrando su
cara en el lino, lloró de vergüenza y frustración.

Seguramente no tenía ninguna esperanza. Su padre llegaría. Peor aún, vendría


el temido Conde de Trouville. El buen corazón de Alan los recibiría con los brazos
abiertos y jarras de cerveza. No importaba quién la salvaría de la amenaza de esos
dos. Honor tenía ahora todavía más miedo. ¿Quién salvaría a Alan?
Capítulo 8

Las cosas no progresaban como Alan deseaba. Habían pasado quince días
desde que le había robado ese beso. Una larga quincena de cumplidos forzados y
cuidadosa negación de lo que había pasado entre ellos. El Gran Error, llamaba en
su mente a esa ocasión, porque lo atormentaba constantemente. ¿Cómo podría
algo que sabía que estaba mal en su mente, sentirse tan diabólico en su corazón?

Sin embargo, su estado de ánimo mejoró algo esa noche y ya estaba tan
deprimido como antes. Por primera vez en semanas, sintió la esperanza de que
ella podría terminar su triste luto pronto.

‒Estás muy hermosa esta noche ‒comentó amablemente Alan, ofreciendo a


Honor una rebanada de sabroso cordero en la punta de su cuchillo. Hizo un
esfuerzo concertado para hacerle cumplidos cada vez que surgía la oportunidad. Y
por hacerlo con una voz suave. A ella no le gustaban los Highlanders. Luchaba
valientemente por no parecer uno y creía que lo había logrado. ¿Es que nunca se
daría cuenta?

Alan la deseaba tanto que le dolía. Pero él no merecía su perfección y era


reacio a entrometerse en su dolor continuo por Tavish.

Había evitado quedarse a solas con ella tanto como le había sido posible,
aunque había pocas cosas que lo sacaran de casa por más de medio día a la vez.
Entrenó a sus hombres, trabajó con sus caballos y juzgó las disputas de los
inquilinos. Después de la misa, acudía a la celda del Padre Dennis para que le
enseñara a leer.

Practicaba constantemente y, con las correcciones del buen sacerdote, logró


mejorar para que, con suerte, Honor estuviera satisfecha. Aun así, tenía
demasiado tiempo libre para pensar.
Cada vez que se encontraba junto a su esposa, Alan luchaba por mantener una
actitud caballerosa y comportarse de forma tranquila y seria. ¡Qué tarea tan
desgastante! Una batalla resultaba menos desalentadora y una vista más
divertida.

Que el diablo se lo llevara, le había dicho a Honor que estaba hermosa.


Seguramente él debería ser más elocuente que eso. ¿Dónde estaba su mente?
Debería haberla llamado encantadora, bella o elegante. Si expresaba lo que
realmente pensaba, que era deliciosa, cautivadora, excitante, lo tomaría por el
tonto lascivo que era.

Alan sabía muy bien que Honor acabaría llevándolo a su cama, pero no quería
que lo hiciera simplemente para cumplir con lo que consideraba un deber. O para
comprar su protección. Estaba claro que temía por su seguridad ahora que Tav se
había ido.

Ella había demostrado su voluntad más de una vez, pero esos enfoques habían
sido casi desesperados. No había esquivado a nadie con tanta gracia y
probablemente había herido su orgullo, pero no podía tomarla así.

Él la adoraba por encima de todo. Cuando se unieran, él necesitaba que ese


sentimiento se compartiera en igual medida.

Alan quería que ella lo quisiera, que lo amara a él mismo, no porque él fuera lo
único que tenía para defenderla de todos los peligros que la pudieran acechar.
Desafortunadamente, ella no estaba lista para amar de nuevo y quizás nunca lo
estaría. Alan debía estar preparado para afrontar esa posibilidad.

Curiosamente, el hecho de que Honor pudiera amar a Tav tan profundamente


que su amor llegara más allá de la muerte misma, tranquilizó a Alan
inconmensurablemente. Nunca había creído posible que una persona pudiera
amar tanto a otra. Ciertamente, él a nadie le había importado tanto. Pero todavía
mantenía la esperanza de que ella algún día pudiera amarlo así.

El problema era mantenerse a raya hasta que Honor sintiera amor por él.

Nada más verla hacía que su sangre se encendiera. Como ahora, pensó. Su
vestido de color ámbar suave se inclinó hacia adelante, burlándose de él
ofreciendo una escasa visión de sus pechos cremosos. Ese regalo se hizo mayor
cuando ella se inclinó hacia delante para aceptar el trozo de la carne que le
ofrecía.

A Honor siempre le olía el pelo a flores. Él no sabía el nombre de las flores,


pero esa dulce y embriagadora fragancia, combinada con su cercanía, lo volvía
loco de deseo. Las puntas de sus suaves dedos tocaron el dorso de su mano. Y ella
sonrió. Se esforzó por mantener su semblante tranquilo mientras sus entrañas se
arremolinaban como hojas en un viento de fuerza de vendaval.

Tomó la carne entre sus dedos índice y pulgar, le lanzó una mirada por debajo
de los párpados medio cerrados y se la llevó casi a la boca. Incapaz de apartar su
mirada, él vio que sus labios se separaban. Tentador. Alan tragó saliva. Casi podía
saborear...

‒Las noches ya son frías ‒susurró; pero las palabras no podían empañar las
ideas de su cerebro empañado de lujuria. Una sacudida rápida de su cabeza casi lo
borra. Hasta que ella se metió la carne en la boca y se entretuvo ligeramente antes
de cerrar sus labios por completo.

Alan se aclaró la garganta para cubrir un gemido. Que Jesús le ayude, ¿qué
trataba de hacer esa mujer? Él no debería responder a esta provocación, porque
sabía exactamente por qué lo hizo. Sin embargo, era una mujer muy tentadora.
Honor, era una dama que recientemente había perdido a su marido y había dado a
luz a la hija de su amado, se recordó con firmeza. Debía retroceder. Pero se inclinó
hacia adelante.

Alan imaginó pasión real, verdadera necesidad en su mirada lánguida. Eso no


podría ser para él. La pobre muchacha no podía estar pensando en el presente en
absoluto. Probablemente sus actos los regían recuerdos de un pasado agradable y
feliz. Sin duda, ella pensaba en Tavish cuando su mirada se suavizaba y sus labios
temblaban de esa manera.

Apresuradamente bajó el cuchillo y atravesó con un cuchillo un trozo de


manzana cocida.

‒Será mejor que comas más. Te estás quedando demasiado delgada.


Ella miró la fruta y luego se dio vuelta con un gesto brusco. Alan se comió el
bocado y fijó su mirada en su perfil.

‒¿Estás bien, mi amorcito? ‒le preguntó amablemente.

Honor lo fulminó con la mirada como lo había hecho con la manzana.

‒¿Eres tonto, amorcito? ‒se burló.

¿Qué había hecho él? Alan miró alrededor del pasillo, a cualquier parte menos
a ella. Él no podía soportar su enojo. Y ella parecía estar furiosa por alguna razón
desconocida. Qué rompecabezas, esta esposa suya. Justo cuando creía que la
entendía bien, cambiaba instantáneamente como el clima primaveral. Las
tormentas eléctricas parecían probables en este momento y languidecía al aire
libre sin ningún refugio.

‒¿He dicho algo raro? ‒preguntó, sabiendo que las palabras salieron de su
boca y se había equivocado una vez más.

Sus oscuras cejas casi se encontraron y los deliciosos labios se tensaron. Estaba
furiosa, pero ¿por qué?

‒He hecho algo ‒sugirió.

‒¡Mejor di que no has hecho nada! ‒murmuró, tan bajo que apenas escuchó
las palabras. Luego habló más fuerte sin reprimir su enojo. ‒¿No soy de tu agrado,
Alan? ¡Dijiste que soy hermosa! ‒sus manos se cerraron con fuerza en el borde
suelto del mantel y su voz se hizo más enfática cuando dijo: ‒¡Luego dices que
estoy muy delgada! ¿Hay alguien más?

‒¿Cómo? ‒murmuró Alan, realmente confundido en cuanto a qué era lo que


podía haber sembrado esa idea en su cabeza. Su fuerte respiración lo alertó. Ira
renovada. Al menos el doble que antes.

‒¡No! ¡No, no hay nadie más! ‒le aseguró apurado. ‒Te prometí respeto y
cumplo mi promesa. ¡Siempre! No importa cuál sea ‒¿Cómo podría parecerle mal
eso?

Las lágrimas cayeron sobre sus pestañas y rodaron por sus enrojecidas mejillas.
‒¿No importa qué? Que te engañaron con unos votos, que estás atrapado en
una boda que no deseabas ‒susurró. ‒Eso debería importar.

‒¡No pienses eso! ‒exclamó. ‒¡Te juro por lo más sagrado, estoy contento!

Ella se puso de pie y arrojó la copa de vino al suelo con el dorso de su mano.

‒¿Contento? Contento, ¿verdad? ¡Que el diablo se te lleve por mentiroso, Alan


de Strode! ¡Por mentiroso! ¡No estás contento de ninguna manera, ni de ninguna
manera estás dispuesto a consumar este matrimonio! ¡Entonces que así sea! ¡Ten
a todas las doncellas en la cristiandad si así lo deseas! ¡Pero entonces no tendrás
nada de mí, Highlander grosero!

Con esa declaración, Honor salió corriendo del pasillo, entró en su habitación y
cerró la puerta.

Bueno, al menos él había pasado de “ignorante” a simplemente “grosero”.


Honor tenía derecho a pensar lo que quisiera.

Luego Alan miró alrededor, notando la repentina quietud del pasillo. El Padre
Dennis hizo una mueca de lo que parecía ser miedo. ¿El sacerdote se preocupaba
de que su dama hubiera podido sufrir algún daño? Nanette se mordió los labios,
encontrando su mirada con una de terror con los ojos abiertos. Todos los demás
tenían expresiones similares; asustados, sin excepción. Después de todo este
tiempo, ¿lo conocían tan poco como para pensar que castigaría a Honor utilizando
la violencia? Antes se cortaría el brazo.

Entonces recordó la noche de bodas; aquella revelación involuntaria de lo que


había sufrido a manos de su padre. Golpes repetidos, confinamiento, miedo
constante. Alan se estremeció de ira. Aun así, el anciano no había destruido su
espíritu. Incluso ahora desafiaba la ira de un marido con sus palabras.

O tal vez su reciente pérdida y el dolor del nacimiento habían afligido su


mente. Pobre Honor. No era de extrañar que estuviera abrumada. Por la mañana,
él le aseguraría que no tenía nada que temer. Por ahora, sería mejor que la dejara
descansar tranquila.

Se puso de pie y salió lentamente del pasillo, yendo al patio donde la oscuridad
lo envolvió. Los que quedaban respirarían más tranquilos, sabiendo que no se
enfrentaría a su dama esta noche. Honor le agradecería que se hubiera ido.
Debería descansar más tranquila cuando Nan le dijera que no había ido tras ella.

O ella podría pensar que se había ido a buscar a otra mujer. ¿Era eso lo que
quería? No, a pesar de lo que Honor le había dicho, no lo creía.

Si ella hubiera sido otra mujer, podría haber interpretado su acto en la cena
como una honesta invitación a acostarse con su esposa. Sus acciones nuevamente
fueron probablemente deliberadas. Eran tiempos peligrosos. Honor necesitaba su
fuerza y protección y sin duda pensó que debía pagar por ello, sin importar cuán
aborrecible fuera el precio. Alan nunca se aprovecharía de ella de esa manera.

Él no exigiría sus derechos de marido, sin importar lo mucho que la deseara.


Sería un deber oneroso de su parte, un sacrificio. Alan nunca se acostaría con ella
bajo tales circunstancias aún a riesgo de permanecer célibe el resto de su vida.
Pensar eso no lo consolaba en absoluto. La noche era fría y él anhelaba su calor y
su amor.

Nunca más podría dormir junto a ella como la noche antes de que naciera Kit
después de haberla besado con tanta pasión. No lo haría, ahora que el bebé
estaba en una cuna y no dentro de ella para recordarle que su corazón pertenecía
a Tavish Ellerby.

Con una triste sacudida de su cabeza, Alan se dirigió hacia el establo y se


acostó en el heno.

*****

‒Señora, permítame que me lleve a la niña ‒rogó Nanette. ‒Está muy cansada.
Veo las profundas ojeras en su cara. No ha dormido más de una hora en toda la
noche.

‒No te preocupes, Nan. Pon a las otras mujeres a coser si no tienen nada más
que hacer ‒Honor colocó a Christiana junto a ella y cerró los ojos.
Había estado en su habitación toda la mañana y hasta parte de la tarde para
evitar reunirse con Alan. Él no le había dado ninguna razón para creer que alguna
vez la golpearía. Sabía que no había azotado a nadie desde que llegó. Pero podría
considerar apropiado ponerle límites por su impertinencia. Era mejor que ella
tomara la decisión por sí misma y se quitara de en medio. Al menos así, le daba la
sensación de que tenía algo de control sobre su vida.

Nan tenía razón acerca de su falta de sueño. ¿Cómo podía descansar sabiendo
que ella y su hijo estaban a merced de los caprichos de un hombre? Incluso un
hombre como Alan. No le ayudó saber que ella probablemente lo amaba. Pero él
no la quería a ella.

Alan parecía un buen hombre, demasiado bueno para lastimar a alguien. No


había mostrado ninguna inclinación hacia la violencia en el asunto de su primo, Ian
Gray. Ahora incluso confiaba en que él acudiría en su ayuda si era necesario.
Confiaba en su pariente. Y era una idea ridícula. No deseaba ningún tipo de
violencia contra sí misma o contra su pueblo aquí en Byelough, pero Honor sabía
que pronto necesitaría un hombre capaz de imponer orden del modo que fuera.

Los días se acortaban, el clima era más frío a medida que se acercaba el
invierno. Honor temía que su padre llegara en algún momento dentro del próximo
mes. Incluso ahora podría estar en Escocia, buscándola. Oh sí, Melior tenía razón
al pensar que Hume vendría por ella. Y debía estar preparada para eso. O peor
aún, para el Conde de Trouville.

A menos que convenciera a Alan de que se enfrentara por la fuerza a ellos, solo
Dios sabía lo que podría ser de ella o de Christiana. Y Alan quedaría malherido o
muerto.

Su padre probablemente abandonaría a Christiana con la familia de algunos


granjeros para que creciera en la pobreza. Eso, si le perdonaba la vida. La
consideraría ilegítima por los documentos que Honor había falsificado. Pasó una
mano por la pequeña cabeza de su hija y suspiró.

‒¿Perdida en pensamientos sombríos, paloma? ‒preguntó Alan en voz baja.


Honor saltó y lanzó un grito, sorprendida por el sigilo de su marido, que la había
tomado por sorpresa.
‒¿Qué quieres? ‒preguntó sobresaltada.

‒Quiero pasar un ratito con Kit ‒Y procedió a levantar el pequeño bulto de la


cuna al lado de Honor. ‒Y contigo, si me hablas todavía. Confieso que no sé qué te
ocurre últimamente. Pareces enfadada todo el tiempo.

‒¿Enfadada? ¡Gracias por un bonito resumen de mis miradas! ‒dijo frunciendo


el ceño. ‒Primero demasiado delgada. Y ahora, enfadada. Me siento mucho mejor,
gracias ‒ella se arrepintió de haberse dejado llevar por esa absurda ira, pero lo
había pedido a gritos.

Él no sonrió ni a Christiana ni a ella. Si bien el hecho de que no dejó de


sorprenderla, su sensación de pérdida al respecto sí lo hizo.
El ligero ceño fruncido que lucía se hizo más profundo mientras hablaba.

‒Probé a hablar con palabras más suaves y bonitas, si recuerdas. Sabes muy
bien cuán hermosa eres, nunca te mentiría. ¿No dormiste?

‒No ‒admitió, acercándose la colcha al cuello. Ella vio su mirada seria viajar
por el contorno de su cuerpo. El calor se elevó en ella como una fiebre. ¿Por qué la
miraba así, si no la quería?

‒No comes lo suficiente. El bebé te quita fuerzas hace que estés delgada, te
guste escucharlo o no. ¿Quieres que busque una nodriza para Kit?

‒¡No! Ella es mía, Alan. Y yo la mantendré y alimentaré. No pienses ni por un


momento en traer a ninguna mujer para que ocupe mi lugar. ¡No lo hagas! ‒la
vehemencia de sus palabras la conmocionó incluso a ella. Se cubrió la cara con una
mano y negó con la cabeza. ‒Por favor, perdóname. No quise ser tan brusca.

La cama se hundió cuando se sentó y dejó el bebé para que descansara sobre
la almohada extra. Las grandes manos de Alan tomaron las suyas y las
mantuvieron presionadas juntas.

‒Me gustaría que me dijeras qué pasa, Honor. ¿Me tienes miedo? ¿Es eso lo
que te pasa?

‒No ‒susurró con sinceridad. Ya no le temía en el sentido estricto de la


palabra; solo temía su poder sobre su vida y la de su hijo. Su ternura la confundió.
¿Por qué era amable con una mujer que no había hecho nada por él, más que
ponerle malas caras? Si solo permitiera que ella fuera su esposa, sabría cuánto
poder podría ejercer. Ella lo había sabido de inmediato con Tavish. Él había hecho
todo lo que ella le había pedido en los dos meses que habían pasado juntos. Pero
Alan parecía bastante resistente a sus ahora cuestionables encantos.

¿Podría ser que necesitara algo más que una sutil insinuación? La había besado
con bastante facilidad. Y le había gustado, también. Ella había sentido crecer su
deseo. ¿Qué lo había desalentado tan de repente? Tenía que hacer algo. Y rápido.
Necesitaba a Alan completamente dominado antes de que su padre o el Conde
vinieran a destruir su vida y muy posiblemente la suya también.

Honor renovó sus esfuerzos. Le había prestado a Alan su más sincera atención.

‒Dime la verdad, esposo. ¿Por qué no te agrado?


Él se reclinó y la miró con incredulidad en sus ojos.

‒No, por favor, muchacha. ¿Por qué piensas que no me agradas?

Ah, el suave escocés vuelve, pensó, sonriéndole. Atacado o no, Honor sabía
que ya había olvidado por qué estaba aquí. Ella inclinó su cabeza para que su
cabello cubriera un ojo y luego levantó la vista tímidamente.

‒Me llamaste corazón una vez. “Mo cridhe” significa algo así, ¿no?

‒Sí, pero... no pensé lo que decía. No tenía derecho a hacerlo...

Honor apoyó su mano en su antebrazo, sintiendo el extraordinario calor de su


músculo calentado por el sol. O tal vez el sol no tenía nada que ver con eso, pensó
con una sonrisa.

‒Tienes todo el derecho, Alan. Eres mi esposo.

Por un momento, dejó de respirar y simplemente se quedó mirando. Luego se


levantó de la cama y se apartó.

‒Sobre el papel. Y en todos los sentidos alguna vez realmente me necesitarás,


Honor, soy tu esposo. Tu protector. Nadie te hará daño mientras viva. ¡Te lo he
prometido una y otra vez! ‒levantó un brazo en un gesto de frustración. ‒No es
necesario que te ofrezcas a mí para ganar mi lealtad, porque es tuya sin pedirlo.
¡Sabes que nunca miento! ‒sus labios dibujaron una línea firme, borrando toda la
ternura anterior. Y su autoconfianza

Su discurso había cambiado nuevamente. Formal, dictatorial, casi reprimido.


Apenas había una señal de escocés en su pronunciación, sonaba notablemente
como Hume. Como su padre cuando se enojaba.

‒¿Ofrecerme? ‒preguntó quedamente, bajando la mirada hacia la colcha que


sostenía entre sus puños. ‒¿A cambio de tu fuerza? ¿Eso es lo que crees que
trataba de hacer?

‒¿Por qué otro motivo más te ofrecerías para complacer a un “Highlander


grosero”? ‒replicó.

‒Lamento esas palabras, Alan ‒dijo ella. ─Lo siento.

‒¿Por qué? ‒no era más que la pura verdad. ‒Yo sé lo que soy.

‒Lo que tu padre te hizo ‒respondió en voz baja. ‒Si no hubiera sido por él,
hubieras tenido lo que te merecías, viviendo con tu familia en el Castillo de
Rowicsburg. Serías el Caballero para el que naciste. No tendría que culparte de
algo que no dependió de ti. Pero hablé enfadada y sin pensar.

Alan se rió, pero sonaba amargo y sus ojos mostraban dureza. Apoyó las manos
en las caderas justo debajo del ancho cuero que sujetaba su tartán.

‒Podría haberme cobrado mi deuda, como tú lo llamas. Ahora podría estar en


el castillo de mi padre. O podría haber sido persuadido para seguir al Rey Edward y
sus hermosos caballeros para luchar en Bannockburn.

Él resopló sin elegancia y comenzó a caminar.

‒Doy gracias a mi padre a diario por su negligencia. No lo dudes, Señora, soy


escocés y siempre lo seré, te guste o no.

Él detuvo su inquieto caminar delante de la ventana y se puso a mirar por ella,


dándole la espalda.

‒Nunca seré el tipo de hombre que mereces, Honor. Hasta yo sé eso. Pero te
prometo que intentaré no avergonzarte. Ya lo estoy intentando.
Honor decidió no mencionar su intento de hablar con más dulzura, su hazaña
más notable hasta el momento. Tal vez dejaría de hacerlo si Honor no se daba
cuenta y no servía para nada. Al fin y al cabo, le gustaba más su acento.

‒Como seguramente también te ofende, no volveré a usar mi tartán nunca más


‒dijo, a la defensiva. Golpeó enojado los pliegues oscilantes. ‒No he podido
cambiarme todavía después de estar entrenando con los hombres.

‒Pero me gusta... ‒dijo, esperando que las aguas se calmaran o simplemente


para tranquilizar su mente. ‒Es... hermoso ‒su mirada se posó en sus fuertes y
musculosas pantorrillas. La palabra encaja a la perfección.

Se dio la vuelta, con el rostro airado y los ojos brillantes de ira.

‒¡No te burles de mí, esposa!

‒¡No me burlo de ti, esposo! ¿Lo ves? No hay nada que te agrade, ¿verdad? Te
molesta todo lo que hago o digo. ¡Sospechas que tengo intenciones que nunca se
han pasado por mi cabeza! Entonces, márchate. ¡No me importa lo que pienses,
idiota! ¡Solo déjame y vete!

Salió corriendo, murmurando por lo bajo en gaélico gutural.

Honor suspiró con exasperación y se recostó contra la almohada. Dios, ten


piedad, ¿qué podía hacer con este hombre?

El olor a heno mohoso ahogaba su nariz, mientras el aroma a estiércol flotaba a


su alrededor y agregaba su peculiar encanto. Alan gruñó y se dio la vuelta,
tratando de acomodarse en su improvisado lecho.

Su enojo aumentaba con cada momento de vigilia. Había recorrido los límites
de Byelough esa tarde, agotándose él mismo y a su caballo más allá de lo
imaginable. No había cenado para evitar coincidir de nuevo con su esposa. El
hambre le comía por dentro. Pero lo que más deseaba no era comida.

Maldita fuera esa mujer, lo atractiva que era, su coraje, su olor a flores...

No, no podía dejar que Honor le ganara esa batalla. Él quería conquistar el
corazón de esa mujer desde el principio, quizás incluso antes de llegar allí.
Las mayores riquezas de Tav no eran abundantes. La riqueza real, la gente de
Byelough y el amor de Honor, eran los tesoros que Alan anhelaba.

¿Qué podría ser más preciado que el oro? Tenía suficiente dinero y no sabía en
qué gastarlo. Los ingleses que huían habían dejado tras de sí una gran cantidad de
ropa y maletas. Un buen botín. La mayoría de los escoceses, decididos a perseguir
al ejército de Edward hacia el sur, evitaron el botín. Y Alan se aprovechó de ello,
para llevárselo y tener una vida cómoda. Para tener todo lo que necesitaba,
excepto lo que anhelaba en realidad. Amor.

Y no podía obligar a Honor a que lo amara.

Pero su pequeña Kit lo haría. No importaba lo que dijera su madre, el bebé era
suyo, hija suya, de su corazón. La había visto nacer y se esforzaría con todo su ser
para hacer que la vida fuera buena para ella. Alan mantuvo esa promesa tan
sagrada como los votos que tomó con Honor.

La gente estaba empezando a solicitar su aprobación y eso era un buen


presagio. Algunos todavía insistían en que Lady Honor diera su permiso, pero cada
vez lo hacían menos a menudo a medida que pasaban las semanas y ella siempre
estaba de acuerdo con sus evaluaciones. Pronto, sería el gran Señor de la casa.
Pero ¿de qué servía eso si no podía ganarse el respeto de su dama? Era su dama,
pero sólo sobre el papel.

Alan no dejaba de moverse y el heno le rozaba la pierna. Había prometido no


volver a usar su tartán. No es que tuviera ningún apego real a la prenda de la
montaña, aparte de su comodidad, pero simbolizaba lo que realmente era.
¿Podría convertirse en alguien diferente solo para agradar a Honor? Sí, sabía
podría hacerlo para ganar su corazón.

¿No había comenzado ya a perfeccionar la forma en que hablaba? Apenas


recordaba cómo sonaba su padre inglés. Aunque su madre rara vez había hablado
la verdadera lengua escocesa en sus primeros años, ella le había transmitido la
pasión que le resultaba tan difícil de disimular. La vida en las Highlands y hablar
principalmente en gaélico la había reforzado. Alan debía esforzarse más. Tal vez si
no la avergonzaba al ser tan vulgar, ella lo tendría más en cuenta.
Con esos pensamientos todavía resonando en su mente a la mañana siguiente,
Alan se levantó y estiró sus doloridos músculos. Su ropa inglesa estaba
almacenada en su habitación.

Ya despierta, Honor se sentó junto al fuego mientras Nan trenzaba su cabello.


Ella lo saludó frunciendo el ceño.

‒¡Estás cubierto de paja!

Alan le sonrió, decididamente decidido a evitar palabras más duras.

‒Perdona mi intrusión. He ido temprano a los establos y he venido a


cambiarme de ropa.

‒¿Te gustaría darte un baño? ‒preguntó ella, olfateando sutilmente.

Él se giró para irse.

‒Lo olvidé ‒maldición, ¿nunca aprendería? Y el agua del río estaría helada.
Simplemente no había pensado en eso.

‒Alan ‒lo llamó su esposa, deteniéndolo en la entrada. ‒¿A dónde vas? Sabes
que la bañera está aquí ‒señaló el biombo pintado en la esquina.

‒Mmmmm... al río. Voy a bañarme al río ‒dijo.

‒¿Pretendes enfermarte y morir? Debes ser tonto. Ven aquí y espera ‒hizo un
gesto hacia el asiento de la ventana. ─Nan, ve a decirle a Nial y Tofty que cojan
agua de la cocina. Trae el jabón de Tav. Está en el cofre de allí ─meneó la cuna con
un dedo del pie para tranquilizar a Kit mientras lo miraba. ‒Nunca te bañas aquí.
¿Has estado nadando en el río todos los días?

Si no lo supiera, juraría que estaba preocupado por su salud. Era fingido, por
supuesto, pero lo apreciaba de todos modos.

‒Sí, la mayoría de los días. Es más cálido por aquí que de dónde vengo. No está
tan mal.

‒¡Bueno, no debes volver a hacer eso! ‒ordenó. ‒Vendrás aquí para bañarte.
No quiero que te congeles, ¿lo oyes?
Alan no pudo evitar disfrutar de su atención maternal, fingida o no. Apenas
podía recordarlo desde su juventud y le hacía sentir bien por dentro disfrutarlo
ahora.

‒Sí, por supuesto. Lo que tú digas.

Ella parecía triunfante, apaciguada e infinitamente complacida con su


respuesta. Por fin había dicho algo correcto para que se obrara un cambio. Ahora,
¿debería callarse o arriesgarse y seguir hablando?

‒Tiene mucho mejor aspecto, Milady ‒bien dicho, pensó Alan.

Honor levantó una ceja perfectamente formada y casi sonrió.

‒Un poco más gruesa, ¿quizás?

¿Ahora qué? ¿Qué podría decir a eso? Sí, más gorda y ella se enojaría de
nuevo. No, más delgado y ella probablemente se enojaría también.

‒Siempre me pareces hermosa, Honor.

‒¿Falsos halagos, esposo? ‒ah, se puso tímida ahora, buscando más elogios.
Bien, tenía un montón reservados para ella.

‒Lo juro por Dios, esposa ‒y le ofreció su más brillante sonrisa. ‒Tu cabello
parece el reflejo del sol brillante en una cascada oscura. Y tu piel es suave como
crema fresca. Apostaría a que si la probara, sería igual de dulce ‒och, ¿por qué
había dicho eso? Demonios. La bestia ingobernable que habitaba en él sería su
perdición. Alan maldijo en voz baja.

La tos de Honor sonaba sospechosamente como una risa. Pero Alan sabía que
no era así. No encontraría nada entretenido en volverlo loco. Sin embargo, cuando
la miró, ella había presionado sus labios firmemente y sus ojos se agrandaron.
Probablemente el susto de haberse quedado a solas con él después de lo ocurrido
la noche anterior.

‒¿Quieres... vas a seguir con tus tareas, entonces? No quiero entretenerte


‒dijo esperanzado.
‒Oh, no ‒respondió, con voz maternal. ‒Me quedaré y te ayudaré. Nan se
ocupará de las tareas domésticas. Verdaderamente, no tengo nada mejor que
hacer.

Podía sentir cómo se había ruborizado.

‒Y Kit. ¿Se la lleva?

‒Está dormida. ¿Ves? ‒Honor volvió a balancear la cuna con su pie. ‒Ah, aquí
está tu agua. Venid muchachos; tened cuidado, no la derraméis ‒le agregó hierbas
aromáticas y apiló lienzos para el secado en el banco cerca de la bañera.

Desde el asiento de la ventana, Alan podía ver detrás del biombo


independiente que Honor había cambiado a un lado. Alan se imaginó sumergido
en la fragante y humeante calidez. Honor dejó caer su vestido para unirse a él.

‒¿Estás listo, esposo?

‒¿Eh? ‒jadeó. ¿Listo? Demonios, ¡cualquiera lo estaría! ¿Cómo diablos podría


sacarla de aquí? Nan se había ido. Los muchachos se marchaban con sus cubos.
Excepto por la niña, que dormía profundamente, estaba solo con Honor. Y
desafortunadamente, listo.

‒Dame tu tartán para lavarlo ‒y le tendió su mano para ayudarlo a desvestirse.

‒¡No! ‒casi gritó. ‒¡Me gustaría que te fueras!

‒Oh, no puedo dejar a Christiana desatendida ‒dijo con calma. ‒Si no deseas
mi ayuda, sólo tienes que decirlo. Me sentaré aquí y te dejaré solo.

La idea de que ella se sentara junto a la ventana a plena vista de su desnudez lo


hizo estremecerse de puro calor. Sus ojos en su cuerpo, como dedos invisibles,
tocando en todas partes. Él respiró profundamente.

‒¡Allí! ‒dijo Alan señalando hacia la cama. ‒Siéntate allí.

Ella sonrió con aquiescencia y se dirigió hacia la cama. Girándose para mirarlo,
apoyó las manos en el colchón y dio un pequeño salto para levantar su trasero lo
suficientemente alto como para sentarse.

‒¡Ahí! ‒dijo con un pequeño movimiento de ambas cejas. ‒¿Contento?


No, no estaba contento, pensó con una sacudida de la cabeza.

No sabía qué podía hacer. Se movió hacia la bañera, trasladando el biombo


para que se interpusiera entre ellos. Incluso entonces, mientras le quitaba el
cinturón a su tartán y lo dejaba caer, se imaginó que ella podía ver.

Con su espalda cuidadosamente vuelta hacia su lado de la habitación, Alan


entró en la bañera y se hundió bajo el agua. El calor envolvente de eso solo
aumentó su ardor.

Por el amor de Dios, no era de extrañar que la gente se bañara tan pocas veces.
Un baño como este todos los días podría matar a un hombre.

Oculto finalmente por el agua hasta el pecho, Alan se frotó diligentemente y


luego apoyó la cabeza contra el borde acolchado de la bañera. Cerró los ojos, con
la intención de disfrutar del calor por un momento.

Cuando despertó, el agua se había enfriado. Él se levantó, el agua se deslizó


por su cuerpo y alcanzó la toalla.

La tela de secado era del tamaño justo para secar a un bebé. Y fue entonces
cuando se dio cuenta. Su tartán había desaparecido.
Capítulo 9

Cuando Alan murmuró una maldición entre dientes, Honor tuvo que reprimir
su risa. Cuando Honor llegó al biombo que los separaba, eran irremediablemente
el uno del otro.

Él la quería. Permanecía en su retina desde el mismo momento en que entró


en aquella habitación. Ella ya lo había visto antes, por supuesto. Por qué se había
negado a actuar ya no importaba. Hoy era el día adecuado. A Honor ya no le
importaba lo que él pensara de sus motivos, o de su desenfreno. Había llegado el
momento de consumar este matrimonio y tenía la intención de hacerlo. Anoche,
su desconfianza y su temperamento habían reducido sus intenciones, pero ella ya
había tenido tiempo suficiente de llorar a su marido muerto.

Su cuerpo onduló de anticipación. Lo deseaba. Lo encendió con demasiada


facilidad, pero Honor sabía que eso era bueno. Si lo que sentía por Alan de Strode
era realmente amor, ella quería que él sintiera lo mismo.

Se colocó en lo que consideraba una pose provocativa, la ropa de cama apenas


cubría sus pechos y dejaba a la vista una buena parte de una pierna. Alan no podía
malinterpretar esa invitación.

Mientras se bañaba, Nan se había llevado al bebé a su habitación. Estaban


solos, desnudos; la puerta firmemente cerrada...

El plan carecía de cualquier apariencia de sutileza, pero hasta ese momento


eso no le había servido de nada con Alan. Ella sería tan directa como siempre.

Honor iba a convencerlo de que había actuado como lo había hecho sólo por
amor. Podía hacerlo. Ya lo hizo una vez cuando ni siquiera era cierto. Esta vez lo
haría de nuevo, pero sin mentir. Alan tenía que quererla, o no lucharía por
defenderla cuando sucediera lo peor.

Honor humedeció sus labios, sonrió y se preparó.


Dio un paso alrededor del biombo e inmediatamente fijó su mirada en ella.
Honor no pudo sofocar su suspiro. Lo había visto desnudo antes, pero no en esta
situación, con esa mirada...

Su expresión no revelaba nada, ni ira, ni lujuria, ni humor. Un escalofrío de


aprensión recorrió su espina dorsal. Ella dejó que la sábana se deslizara más abajo,
pero sus ojos no siguieron el movimiento. Estaban encerrados con los de Honor.

‒Has terminado tu baño ‒comentó, casi sin aliento al verlo. Su cabello,


oscurecido por su humedad, brillaba como cobre bruñido. La piel bronceada por el
viento tenía un brillo húmedo y los músculos parecían dorados por la luz de la
mañana que entraba por la ventana.

No se había molestado en secarse ni en cubrirse con la pequeña tela que


parecía salida del juego de ropa de la pequeña Kit. Tampoco mostraba ningún
signo de vergüenza por su desenfrenada reacción hacia ella. Se limitó a dar un
paso hacia adelante, de modo que se quedó en el centro de la habitación. Ella
contuvo la respiración.

‒El agua se ha enfriado ‒dijo, pronunciando cada palabra con cuidado. ‒Pediré
más para ti.

Honor tragó saliva.

‒No, yo ya he...

Un fuerte traqueteo de pasos apresurados seguido de un golpe frenético en la


puerta los interrumpió.

‒Milady, Milady, está aquí. ¡Esta junto a la puerta y exige que se le deje entrar!

Alan corrió hacia la puerta, sin hacer caso de su estado natural, levantó el
cerrojo y lo abrió. El Padre Dennis estuvo a punto de desmayarse, con los ojos al
mismo nivel al ver la evidente disposición de Alan.

‒¡Dios nos asista! ‒jadeó, con los ojos y la boca muy abiertos. ‒Usted está...

‒Efectivamente. ¿Quién ha venido? ‒preguntó Alan con calma, sin hacer caso
de la sorpresa del sacerdote.
‒¡El Señor Hume! ‒exclamó el Padre Dennis, que ahora estaba mirando al
techo. ‒¡El padre de la Señora! ¡La ha encontrado!

Alan se dio la vuelta y fue a buscar el cofre de la esquina. En cuestión de


segundos, se había vestido.

La pesadilla se hizo realidad. El padre de Honor estaba aquí. ¿Por qué habría
dado a Nan la ropa escocesa de Alan? Parecía mucho más feroz que con estas
ropas inglesas. Honor rápidamente desterró su sorpresa. Se maldijo a sí misma por
molestarse con esos pensamientos estúpidos cuando el desastre amenazaba.

Saltando de la cama, agarró la espada de Alan de su soporte de pared. Honor


se la entregaba cuando la cabeza de su marido salió por el cuello de la túnica.

Alan barrió su cuerpo con una aguda mirada verde, que luego voló
directamente a la puerta. Rápidamente se interpuso entre ella y el Padre Dennis,
protegiéndola de su vista.

‒¡Vaya a la puerta! ‒le ladró al sacerdote. ‒Iré allí para tratar personalmente
con Su Señoría.

Honor lo agarró del brazo.

‒Alan, ¡espera!

‒¡Vaya! ‒ordenó Alan al sacerdote y la puerta se cerró de golpe. Sus sandalias


repiqueteaban en el suelo. ‒Vístete, Honor, pero quédate aquí hasta que te
mande llamar.

Ella le dio un puñetazo en la parte superior del brazo.

‒Escúchame, Alan. ¡Préstame atención, porque lo que tengo que decirte es


importante!

Hizo una pausa, se abrochó el cinturón y la fulminó con la mirada.

‒Sí, ¿y qué es?

‒Mi padre no ha venido aquí de visita. Él ha venido para enviarme de vuelta a


Francia. Y no habrá venido solo.

Los ojos verdes se estrecharon.


‒No puede saber que Tavish está muerto. Una vez que le expliquemos...

‒Me escapé ‒se apresuró a explicar Honor. Ahora no era momento para
mentiras. Ella solo podía esperar que Alan mantuviera su decisión y perdonara el
engaño a su familia. Y a Tavish. ‒Huí para no tener que casarme con quien mi
padre había elegido para mí. Tavish se casó conmigo sin el consentimiento de mi
padre.

Alan frunció el ceño.

‒¿Desafiaste a tu padre?

‒¡Sí! Quería casarme con un hombre dos veces viudo. ¡Un hombre cruel!
¡Ambos son crueles! Por favor, te lo ruego, no me devuelvas a él. Haré lo que me
pidas, cualquier cosa, solo...

Alan colocó las puntas de sus dedos sobre sus labios.

‒No es necesario que digas nada. Eres mía y lo que es mío, lo protejo con mi
vida.

Un sollozo de alivio la sacudió cuando ella agarró su espada entre sus pechos.
Honor se inclinó hacia delante, apoyando la parte superior de su cabeza en su
pecho. El acero frío de la empuñadura contra su piel se sintió reconfortante.

‒Y tú siempre dices la verdad, siempre. Gracias a Dios que estás aquí ‒susurró.
‒Tendrás que matarlo.

‒No, no lo haré ‒Alan la mantuvo alejada con ambas manos sobre sus
hombros. ‒Ponte el vestido color ámbar. Estás muy hermosa con él ‒la soltó, cogió
la espada y rápidamente salió de la habitación.

Tenía el corazón a punto de explotar. Se quedó desnuda, sola y aterrorizada


pensando en su vida y la de su hija. Y el hombre al que había llegado a amar
seguramente moriría si no actuaba rápidamente.

El creciente terror la hizo reaccionar. Murmurando maldiciones en voz baja,


Honor se puso el vestido ámbar, se abrocho un cinturón dorado alrededor de las
caderas y retorció su mata de pelo en una malla dorada.
Si ella se enfrentara a su padre, nunca le daría la satisfacción de saber que su
presencia la trastornaba. Nunca dejaría que se notara que le temía. Alan la
salvaría. Él debía hacerlo. Pero ¿podría? ¿Podría incluso salvarse a sí mismo?

*****

Alan observó al hombre que se hacía llamar Lord Hume. El corcel blanco que
cabalgaba bailaba de lado a lado, tan impaciente como su jinete. El hombre dio
órdenes en francés a su corpulento segundo al mando.

Cuando terminó, Alan hizo notar su presencia en la pared.

‒Soy Sir Alan de Strode y defiendo esta fortaleza. ¿Para qué habéis venido?

Hume miró hacia las almenas. La ira y la frustración se dejaban ver en su


rostro; por lo demás, era un hombre guapo. El parecido entre padre e hija no era
demasiado notable, pensó Alan, pero de todos modos era aparente. Había algunas
características en común, determinación evidente, porte orgulloso, pero nada
más. Alan podía ver malicia en estos ojos, una malicia inexistente en los ojos de
Honor.

Hume había traído hombres con él para hacer cumplir su voluntad. Muchos
hombres que parecían bien entrenados. Iba bien vestido y su montura era
impresionante. Tenían buenas armas. No se veían lanzas caseras. Los cascos
brillaban incluso a la débil luz del sol de otoño. Hume miró hacia arriba.

Finalmente, el hombre se dignó a hablar.

‒¿Dónde está Ellerby?

‒Muerto.

‒¿Lo has matado tú?

‒Lo mató una espada inglesa.

‒¿Dónde está mi hija? ‒preguntó Hume. ‒¿Qué has hecho con ella?
‒Es mi esposa ahora ‒declaró Alan rotundamente. Trató por todos los medios
que no se le notara el odio hacia ese hombre. No serviría de nada permitir que su
conocimiento de la crueldad del hombre hacia Honor nublara su razón.

‒Quiero hablar con ella ‒exigió Hume.

‒Muy bien. Desmonta, deja las armas y entra solo ‒respondió Alan.

Hume se rió. Sus hombres también lo hicieron. Entonces el hombre se puso


serio e inclinó la cabeza. La sonrisa que ofreció habría congelado el lago hasta la
tierra, pensó Alan.

‒¿Acaso crees que estoy loco, Strode?

Alan le devolvió la sonrisa.

‒Eres el padre de mi esposa y supongo que vienes a desearle lo mejor. A


menos que tengas otro motivo para estar aquí.

‒He venido a buscar a una mujer que huyó y avergonzó a su padre. Ella está
comprometida con otro hombre.

‒Ella está casada conmigo. ¿Dónde está ese hombre del que hablas si tan
enamorado está de ella? Yo no lo veo.

‒Vengo en su nombre para recuperar a Honor ─Hume se movió en su silla de


montar, miró hacia otro lado y luego hacia atrás otra vez. ‒Tú eres el amo aquí y
todo lo que pertenezca a Ellerby te pertenece ahora. Envíame a mi chica y me iré.

Alan negó con la cabeza.

‒Ah, pero ella es mi chica ahora.

‒Nos la llevaremos por la fuerza, si es necesario ‒advirtió Hume, diluyendo


cualquier rastro de buen humor.

‒Podéis intentarlo ‒replicó Alan. Y posiblemente tengan éxito, pensó para sí


mismo. Incluso si armaba a todos los adultos dentro de la fortaleza, seguían siendo
inferiores en número y habilidad. Los hombres que acompañaban a Hume eran
soldados profesionales, probablemente había mercenarios y caballeros
independientes, además de jurados que usaban sus colores.
Hume se inclinó hacia adelante, apoyando sus antebrazos en el pomo de su
silla.

‒Acamparemos. Tienes hasta mañana al mediodía para entregarla.

‒¿Y si me niego? ‒qué pregunta más tonta, pero la falta de una respuesta
inmediata les daría un poco de tiempo.

‒La llevaremos por la fuerza, por supuesto ‒declaró Hume. ‒Y arrasaremos


este lugar. Te dejaremos sin nada. Piénsalo.

Cuando la fuerza se giró al unísono y se dirigió hacia el borde del bosque, Alan
bajó los escalones al patio interior. Encontró a Honor, inmóvil como si se hubiera
congelado en el último escalón.

‒Bueno, esposa, parece que tus galas no han sido necesarias. Tu padre ha
rechazado nuestra invitación a entrar.

Honor no se movió hasta que Alan la cogió del brazo para volver al pasillo. Su
palidez y quietud daban testimonio de su terror, pero su porte lo desmentía. Qué
coraje tenía, pensó con orgullo. Qué temple frente a su miedo.

La visión de ella, desnuda tal como vino al mundo y sosteniendo su espada


para él, llenaba su mente. Tenía la fuerte voluntad de su padre. Y el arrebato
necesario para rechazar la elección del marido de su padre. Y luego de elegir uno
para ella.

Tal vez Tavish había iniciado la aventura de enamoramiento, pero Honor


obviamente había seguido adelante con ella. Alan deseaba que Tav le hubiera
contado toda su historia.

Cuando llegaron al dormitorio, la hizo sentarse en un taburete junto al fuego y


se sentó en otro frente a ella. Tenía las manos heladas cuando las tomó entre las
suyas. Suavemente, rompió el silencio.

‒Será mejor que me lo cuentes todo, cariño. Dime cómo te convertiste en la


esposa de Tav sin que tu padre lo supiera.

Alan vio cómo se derrumbaba. Honor se encogió y su pequeño mentón empezó


a temblar un poco.
‒¡Oh, Alan, por favor no seas amable conmigo! Por favor no lo hagas ‒dijo ella.
Su voz se rompió. ‒Necesito que seas feroz por mí. Por nosotros y por nuestra
gente de aquí. ¡Mi padre lo destruirá todo si lo dejas!

Le dolía el corazón por ella, tanto, que no podía pensar en nada más que en
tranquilizar su mente.

‒¿Amable? ¿Yo? Ah, cariño, no lo soy. ¡Y tu padre está loco si cree que puede
arrebatarle la vida a un hombre de las Highlands! Puede que no sea un hombre
muy sutil, pero tengo algunos trucos que hago bien. ¡Luchar por lo que es mío; es
lo que mejor hago! ‒él le levantó la cara y la besó en la nariz. Luego miró
profundamente a sus ojos llenos de lágrimas. ‒Y tú eres mía, amor. Nunca, nunca
lo dudes.

‒Alan ‒dijo ella, titubeando, como si se le acabara de ocurrir algo, ‒no puedo
esperar que tú detengas a mi padre. Debo hacerlo yo misma. ¿Qué pasa si no
puedes vencer sin importar lo bien que pelees? Él lo va a arruinar todo.

‒No mientras yo viva ‒prometió Alan.

‒¡Ya lo sé! ¡Pero después de que él te haya matado, entonces lo hará!

Sus palabras fueron sinceras. Su mirada era limpia, angustiada.

‒Escúchame bien, esposo. Si sabe que Christiana existe, se deshará de ella de


alguna manera cuando me lleve con él. Si te compadeces algo de mí y sientes
algún amor por la niña, no permitirás que lo haga.

‒Él nunca te llevará ‒prometió Alan. ‒Y tampoco le hará daño a nuestra


pequeña.

Ella respiró hondo y se cuadró como un soldado para la batalla.

‒He decidido que es mejor que vaya con él voluntariamente. De esa forma, tú y
todos los que estáis aquí os salvaréis. Te pido que lleves a mi hija con alguien que
pueda cuidar de ella.

Ella giró sus manos para agarrar la suya, palma con palma. Sus dedos se
entrelazaron con los de él y lo apretaron.
‒No trates de calmarme con promesas. Estoy segura de que mi padre tiene un
pequeño ejército con él y no soy tonta. Byelough es fuerte, pero no invencible.
Nuestra gente no está entrenada para una guerra y no resistirá el asedio. Mañana
debes dejarme ir.

‒No lo haré, aunque deba atarte ‒dijo Alan sonriendo.

‒¡Tienes que dejarme hacerlo! ‒gritó. ‒¡Quiero que mi hija viva! ¡Quiero que tú
vivas!

‒Ella vivirá y yo también. Aquí, contigo ‒Alan sintió que su temperamento


aflojaba sus ataduras y la voz un poco más para prolongar ese efecto. ‒¿Me
escuchas ahora, esposa? Desde que cumplí siete años, no he tenido nada. Ni
familia. Ni posesiones que defender. Ahora mi hermano de corazón me
encomendó la tarea de cuidar de todo lo que poseía. ¿Crees que un ex escocés
mugriento puede atravesar estas colinas y arrebatármelo con amenazas? ‒él
apartó las manos. ‒Ahora ve con la niña. Tengo cosas que hacer.

Se alejó, enojado con ella por dudar de sus habilidades. Y aún más furioso al
pensar en sacrificarse a sí misma, ya fuera ofreciendo lujuria a cambio de
protección, o entregándose a su padre para salvarlos a él y a Christiana.

De repente, se detuvo y giró, sacudiendo un dedo.

‒¡Y ni se te ocurra abandonar esta habitación! Si sales, te haré encerrar en la


mazmorra.

El rostro de Honor estaba horrorizado. Solo entonces recordó Alan que su


padre la había encerrado durante un tiempo. Sin embargo, el impulso de
retractarse de su amenaza y darle palabras de consuelo no anuló su prudencia. Si
temía tanto estar encerrada, seguramente no se atrevería a tratar de abandonar la
habitación.

Salió del pasillo y corrió al patio de armas para buscar al Padre Dennis. Tenía un
plan. Pero tenía que tragarse su orgullo.

Si había albergado dudas de que amaba a esta mujer con la que se había
casado, esto las destruía por completo. Cuando por primera vez juró en su alma
hacer cualquier cosa por retenerla, nunca imaginó que Dios lo pondría a prueba de
esta manera. Levantó la vista hacia las pesadas nubes que se movían e imaginó
que alguien ahí arriba se reía de él.

‒Bueno, entonces, si me vas a obligar a arrastrarme como un perro apaleado,


Señor, ¡lo menos que puedes hacer es darme un respiro de Hume!

Empezó a llover.

*****

En la mañana del tercer día, Alan paseaba por las almenas donde había pasado
la mayor parte del tiempo. Hume y sus hombres parecían instalados en un asedio.
Las tiendas se alineaban en el borde de la pequeña área de bosque que estaba
justo fuera del alcance de los arqueros. El humo de los fuegos de sus cocinas
ascendía en espiral hacia arriba a través de la ligera neblina.

Los sonidos de martillos y hachas resonaban a través de las colinas. Pronto


Hume tendría terminadas las escaleras que estaban construyendo y ordenaría que
las colocaran sobre las paredes. Con toda seguridad tendría un ariete que pondría
a prueba la fuerza de las puertas de roble de Byelough.

Hume había enviado dos caballeros para escoltar a su hija hasta él al día
siguiente al mediodía. Alan les dio la negativa que esperaban. Las amenazas
formales continuaron, pero hasta ahora solo habían dañado la aldea. Hume había
quemado dos cabañas y prometió quemar más hoy a menos que Honor se
presentara. Los aldeanos sabiamente habían abandonado sus hogares y
probablemente buscaron refugio en las cuevas que se desperdigaban en las
colinas cercanas.

Alan buscó en el sendero que serpenteaba fuera del valle, esperando contra
toda esperanza ver el alivio que había pedido humildemente.

‒¿Va a venir, Señor? ‒preguntó el Padre Dennis en voz baja mientras se reunía
con Alan.
‒No lo sé. ¿Estás seguro de que Melior puede encontrar a Rowicsburg? ‒Alan
recordó la seguridad que mostró el músico justo antes de meterse en el agujero.

‒Oh sí, Melior lo encontrará. Él lo comunicará. La pregunta es, ¿lo escuchará tu


padre?

Alan se preguntaba eso, también. Nunca le había pedido nada a su padre. No


habían hablado ni se habían comunicado desde que Alan había sido enviado a su
tío a las Highlands a la tierna edad de siete años.

El hombre vivía, Alan lo sabía y todavía servía como sheriff y guardián de la


frontera antes de la batalla decisiva en Bannockburn. Creía que el Castillo de
Rowicsburg permanecía en manos inglesas por el momento, pero el buen Barón
pudo haberse trasladado a Inglaterra cuando se enteró de la victoria de Bruce.
Solo el tiempo lo diría; tiempo del que Alan no disponía.

Si el músico hubiera podido comprar una montura con la que cabalgar, habría
llegado a Rowicsburg en poco más de un día. Contando con que volviera ese
mismo día, sería lo más temprano que Alan podría conseguir ayuda.

A Alan no le gustaba tener que pedirle favores a su padre, Pero ¿a quién más
podía recurrir? A pesar de su trato de camaradería con su primo, Ian Gray, Alan
realmente no confiaba en él. Como Ian no podía pretender a Honor como esposa,
podría estar dispuesto a unir fuerzas con su padre. Y Gray no podía ganar una
batalla directa con los hombres de Hume contando sólo con Alan y su puñado de
improvisados soldados.

No podía contar con la ayuda del Rey. Bruce estaba ocupado persiguiendo a
Edward y devastando Inglaterra.

Su padre era la mejor oportunidad para proteger Byelough de Hume. No tenía


dudas de que podría contratar a todos los mercenarios de Rowicsburg y
alrededores si fuera necesario. Para una batalla personal como esta, las lealtades
políticas podrían dejarse de lado. Era una práctica habitual.

La familia era la familia Si a Adam de Strode le quedara algún rastro de honor,


acudiría en ayuda de su hijo.
Parecía extraño rezar para que Rowicsburg se hubiera rebelado contra las
fuerzas escocesas. Alan no tenía esperanzas allí, ya que la mayor parte de ese
ejército estaba arrasando el norte de Inglaterra. Sin embargo, le hizo sentir desleal
a Escocia desear no haber ocupado un lugar tan importante, solo para que su
padre viniera y le prestara su ayuda.

Se colocó su ropa escocesa, como Honor le había pedido.

‒Te hace parecer invencible ‒había dicho cuando fue al dormitorio a buscar
ropa limpia esa misma mañana. Alan sonrió. Después de todo, le gustaba un
montañés. Al menos cuando se trataba de enfrentarse a su padre.

La mañana dio paso a la tarde y la tarde a la noche. Los golpes constantes de


los constructores marcaron los momentos. Alan vigilaba.

Mucho después de haber estado completamente a oscuras, dejó su vigilia, dio


órdenes a los guardias y regresó al salón.

‒Dígale a la Señora si desea unirse a mí ‒le dijo a Nanette, que estaba sentada
cerca del fogón con su costura.

La francesa asintió y se alejó corriendo. Momentos después apareció Honor.

‒¿Se ha ido mi padre?

Alan se rió entre dientes, sin que esa pregunta le hiciera gracia.

‒Eso hubiera sido una gran suerte. No, él está agazapado y se prepara para
nuestra pequeña guerra. ¿Estás bien?

‒Bueno, todo lo bien que puede estar un prisionero, supongo ‒se dejó caer en
la silla junto a la suya y se retorció las manos. ‒Debes dejarme ir, Alan. Alguien
morirá si no lo hago.

‒Entonces alguien morirá ‒afirmó. ‒¿Ya comiste?

‒No puedo pensar en la comida ‒los ojos de Honor suplicaban libertad, pero
Alan nunca se lo concedería. Ella no saldría por estas puertas y desaparecería de
su vida para siempre. Aunque él supiera que iba a ser bien tratada por su familia,
él no lo permitiría. No podía enviarla a casa con un hombre así.
Que Honor estuviera dispuesta a sacrificarse por la gente de Byelough, por él y
por su hija, demostraba su bondad de corazón. Pero el hecho de que lo hiciera tan
voluntariamente también fomentó una ira contra ella que no pudo reprimir.

Justo cuando se volvía hacia ella, un gran ruido en la puerta del pasillo atrapó
su atención.

El Padre Dennis y uno de los guardias corrieron hacia él desde la escalera que
conducía desde las cocinas de abajo. Sandalias y botas chocaban contra las losas y
los dos hombres jadearon como si hubieran corrido todo el camino.

‒¡Señor! Melior ha regresado. ¡Él y otros están saliendo del agujero ahora
mismo!

Alan se puso de pie y fue hacia las escaleras. Honor se agarró el vestido para
seguirlo.

‒¡Quédate aquí! ‒ordenó sin detenerse. Ella lo soltó, pero él sintió que ella lo
seguía.

Una vez que llegaron a las cocinas, entraron al almacén justo cuando Melior
entraba por la puerta baja: sonrió tristemente.

‒Sir Alan, lo he traído conmigo, pero...

‒¿Mi padre está aquí? ‒Alan arrojó a un lado al flaco músico. Entre los sacos de
granos y los cofres llenos de especias y provisiones, Alan vio una figura corpulenta
que ayudaba a alguien desde la pequeña abertura en la pared trasera. Un bebé
gimió.

Alan no podía moverse cuando vio a una mujer salir de la abertura. El hombre
la tomó de los brazos para sostenerla y una cara pequeña y muy enojada se asomó
sobre su hombro. Cuando ella se enderezó, él vio que el niño estaba amarrado a la
espalda de la mujer en un cabestrillo. Dio un paso adelante para ayudar al trío a
atravesar el laberinto de tiendas apiladas alrededor de la abertura del túnel.

Su padre se volvió y lo miró desde una altura casi igual. El cabello castaño se
había vuelto grisáceo con la edad. Después de todo, Adam Strode tenía ya más de
cincuenta años.
‒¿Alan? ¿Mi Alan?‒susurró. ‒¡Eres tú!

‒¿Papá? ‒dijo, con familiaridad, sin buscar las características del hombre que
una vez había conocido. Cambiado, sin duda, pero no irreconocible. ‒Has venido.

El hombre mayor miró hacia otro lado y bufó.

‒Bueno, por supuesto que he venido. ¡Ni siquiera años de tu enojado silencio
han podido alterar el hecho de que yo soy tu padre! ¿Pensabas que no vendría?

‒¿Mi silencio? ¿Qué quieres decir? ¿Fuiste tú quién...?

‒¡Chistt! ‒se entrometió una voz de mujer. ‒¿Podríais discutir eso más tarde?
Esta pequeña bestia pesa terriblemente y está hambrienta.

Alan desvió su atención de su padre hacia la mujer. Aparentaba tener su edad


e iba cubierta de pies a cabeza con una rica capa de lana gris adornada con lo que
parecía ser piel de marta.

Su rostro suave y hermoso se contorsionó con una mueca de dolor cuando el


niño se soltó con un chillido y tiró con ambos puños sobre su despeinado cabello.

‒Suéltame el pelo.

Tanto Alan como su padre corrieron hacia su espalda. Alan desató el cabestrillo
y Adam levantó al niño.

‒Soy Janet ‒declaró la mujer y le tendió la mano a Alan. Con un movimiento de


cabeza hacia la niña ruidosa, continuó, ‒y este es tu rebelde hermano, Richard.

Alan miró al bebé que se retorcía.

‒¿D… dónde está mi madre? ‒nadie le respondía, así que miró a su padre.
‒¿Papá?

‒Tu madre murió hace seis años, Alan. ¿No lo sabías? ¿Angus no te lo dijo?

Un puño de dolor golpeó el pecho de Alan y retrocedió. Se dejó caer


pesadamente sobre un saco de grano y enterró su cara entre las manos.

‒No ‒susurró. ‒No ‒su madre, muerta.


‒Enfermó por unas fiebres. Murió rápidamente ‒dijo su padre, pero Alan
apenas escuchó las palabras a través de su bruma de dolor.

A decir verdad, apenas podía recordar el rostro de la mujer que le había dado a
luz, pero la sensación de sus manos suaves sobre su frente, la voz musical con su
dulce tono, permanecía firme en su mente. Se había aferrado a la sensación y al
sonido de ella casi todas las noches desde la última vez que la había visto, hacía ya
casi veinte años.

Sintió las manos de Honor sobre él ahora. Sus suaves y pequeños dedos le
amasaron los hombros y rozaron su cabello. Él escuchó sus órdenes tranquilas.

‒Llévelos arriba, Padre Dennis, Melior. Acomódelos para un tiempo. Luego nos
reuniremos con ustedes de nuevo.

Los pies se arrastraron entre los juncos. El llanto del bebé se atenuó cuando
todos subieron la escalera hacia el pasillo.

Alan se volvió y enterró su rostro en el medio de Honor. Las lágrimas se


abrieron paso a través de sus párpados cerrados mientras contenía la respiración.
Él se agarró a sus caderas, con las manos formando puños. Sin palabras, ella le dio
todo el consuelo que pudo. Él la abrazó casi desesperado.

Su madre. Muerta. Suaves brazos acunaron su cabeza mientras lloraba en


silencio por esos brazos que nunca volvería a sentir. Ni para despedirse. Cuando
finalmente la soltó, Honor se arrodilló ante él y le besó las lágrimas.

‒Lo siento mucho, Alan ‒susurró su esposa.

Él asintió y suavemente la apartó de él para que pudiera ponerse de pie.

‒Sí. Pero no tenemos tiempo para esto ahora. Debo hablar con mi padre. Sus
hombres deben acampar cerca y tenemos que planificar nuestra estrategia.

Honor asintió y salió del almacén. Para cuando cruzaron las cocinas y subieron
las escaleras hasta el vestíbulo, Alan se había recuperado. Apartó los
pensamientos de su madre.

Honor debía ser su primera preocupación.


Capítulo 10

El padre de Alan, su nueva esposa y el niño y el Padre Dennis estaban sentados


agrupados alrededor de la mesa con dos sillas vacías para Honor y para él. Alan se
sentó e inmediatamente tomó una jarra llena de cerveza sin mirar ni saludar a sus
invitados.

Cuando terminó, se volvió hacia su padre.

‒¿Dónde están tus hombres?

Adam Strode bajó la mirada.

‒No hay hombres; sólo quedo yo. David Bruce tenía el castillo rodeado. Janet,
Richard y yo estábamos en la ciudad cuando llegaron los escoceses. Lord
Witherington ya habrá entregado Rowicsburg a los escoceses.

‒¿Cómo te encontró Melior? ‒preguntó Alan, con resignación.

‒Por casualidad. Se detuvo en la taberna y preguntó cómo podría enviarme un


mensaje de mi hijo. El tabernero es un buen amigo de Janet y sabía dónde
estábamos escondidos.

Alan miró a la nueva esposa de su padre. Ella movió al bebé dormido en su


regazo y él devolvió la mirada.

‒Entonces no puedes ayudarme ‒dijo Alan.

Su padre gruñó.

‒Sólo puedo ofrecerte mi ingenio.

‒Ingenio inglés. Bueno, sabemos lo listos que son, ¿verdad?


‒¡Han mantenido tu cuerpo y tu alma juntos! ‒dijo su padre. ‒Si no te hubiese
escogido como escocés, caminarías hacia el sur ahora con ese Rey que me atacó o
te pudrirías en ese pantano sangriento cerca de Stirling.

Alan sonrió.

‒Te aprovechaste, ¿verdad? Admítelo, papá, lo hiciste para estar en la


frontera. Para gobernar tierras en ambos países a través de Nigel y a través de mí.

Entonces Adam suspiró con derrota.

‒Sí.Mira, hijo, le ofrecí mi lealtad a Longshanks, al igual que tu hermano Nigel.


Edward era mi verdadero rey. Soy inglés y no me disculpo por ello. Eso es lo que
nací para ser. Pero no hubiera tenido dos hijos ligados a Edward II cuando llegó al
poder. Como el mayor, tu hermano tuvo que ir a Gloucester. Me alegro de no
haber tenido que sacrificarte también.

‒¿Sacrificarme? ‒preguntó Alan. ‒¿Qué quieres decir?

Su padre lo miró, con los tristes ojos arrugados llenos de lágrimas.

‒Nigel está muerto.

‒No ‒susurró Alan, pasándose una mano por el pelo y sacudiendo la cabeza.
‒¿Mamá y Nigel?

‒Sí. Tu hermano fue herido por una flecha en el corazón en una de las
expediciones a Gales el año pasado ‒después de un largo silencio, empujó hacia
atrás su silla. ‒Ya basta de hablar de muerte. ¿Qué hay que hacer aquí? El músico
dice que es Lord Dairmid Hume, el padre de tu esposa, quien te acosa. ¿Puedo
preguntar el motivo?

‒Él quiere llevársela a Francia de vuelta ‒dijo Alan sucintamente, ‒para casarla
con otro.

‒Ah, ya veo ‒Adam frunció el ceño y se mordió la barba con los dedos.
‒¿Entonces no estáis casados?

‒Sí ‒interrumpió Honor. ‒¡Nos casó mi sacerdote!

Adam le sonrió a su hija política.


‒Hume no puede simplemente anular una unión que ha sido bendecida y
debidamente consumada, ¿no? ¿Dónde está el problema?

Alan y Honor intercambiaron miradas cautelosas.

Adam puso los ojos en blanco y golpeó sus palmas contra la mesa.

‒Bueno, has dicho que el sacerdote lo bendijo, por lo que deduzco que no
habéis consumado, ¿eh? Jesús, Alan, ¿no te enseñó algo nada ese tío ovejero
peludo? ¿No sabes que un matrimonio no es legal hasta...? ¡Oh, buen señor!

Alan se levantó y echó la silla hacia atrás.

‒Este no es un tema que debamos discutir, papá.

Adam se rió amargamente.

‒¡Por supuesto que no! Es una cuestión de acción, diría yo. De acción
inmediata.

‒Por el amor de Dios, papá, Honor acaba de dar a luz a un niño ‒dijo Alan en
voz baja.

‒No es tuyo, ¿verdad? ‒preguntó Adam. Él bufó. ‒No, supongo que no. ¿De
quién es?

‒¿Adopté al bebé de Tavish Ellerby hace... seis semanas? ‒miró a Honor para
confirmar la fecha y ella asintió.

Su padre asintió una vez y tomó al niño dormido de su esposa.

‒Dirígeme a nuestra habitación, Alan y ve a la tuya. Me parece que tienes


asuntos que atender y Janet y yo necesitamos descansar un poco.

Honor guió a la pareja hacia las escaleras que conducían a las habitaciones
superiores. Alan no podía ver su cara, pero sabía que debía ser del color rojo
brillante de los suyos. Maldito fuera el viejo.

Consumar. No había considerado que eso pudiera poner en peligro su derecho


a proteger a Honor. Él y Honor no habían estado juntos como marido y mujer. Él
solo había dormido una vez en su cama y ella estaba embarazada entonces.
Después del nacimiento de Kit, se había acostado en el pasillo, o a veces en el
establo.

Alan sintió que no tenía derecho a pedirle a Honor que se acostara con él. No
es que él no la quisiera. Por el amor de Dios, no pensaba en otra cosa. Pero él
sabía que todavía amaba a Tavish. Alan no quería que ella compartiera su cama
solo para obtener su protección, pero debía protegerla a toda costa. Y debe ser un
verdadero esposo para poder hacer eso. Él debía poseerla legalmente.

Entonces todo de lo que tendría que preocuparse sería evitar su viudedad.

Honor corrió delante del padre de Alan y de Lady Janet, queriendo terminar
con la tarea de dejarlos pasar la noche. Abrió la puerta de la habitación de
invitados y se hizo a un lado para que entraran.

Lamentó no poderles ofrecer un colchón cómodo, pero los invitados


generalmente traían los suyos. Gesticulando hacia los jergones gruesos y lanosos
que sus sirvientas habían colocado apresuradamente, les aseguró:

‒Tendremos una cama construida para ustedes por la mañana. ¿Debo hacer
que una de las mujeres la atienda, Señora? ¿O que lleven a su hijo a dormir con
ellas?

‒No ‒respondió el padre de Alan por su esposa. ‒Nos ocuparemos de nosotros


mismos por esta noche. Estamos tan cansados, creo que podríamos dormir de pie.

Él se volvió y tomó una de las manos que estaba retorciendo contra su cintura.

‒Tranquilízate, niña. ¿Acaso mi hijo te asusta?

‒¡Oh, no! ‒contestó Honor, sorprendida de que él pensara eso. ‒Es a mi padre
a quien temo. Debe estar preparando sus planes sin involucrar al Conde de
Trouville. Gracias a Dios.

‒Dairmid Hume ‒reflexionó Lord Adam. ‒Conocí a tu padre una vez, sabes.
Viajó a Londres con Balliol durante las conversaciones de paz. Apenas éramos más
que muchachos, pero él tenía olfato para la política incluso entonces.

‒Eso recuerdo ‒explicó Honor. ‒Vendió sus tierras cerca de Edimburgo y ha


vivido en Francia desde su matrimonio con mi madre. Está de alguna manera
relacionado con Robert Bruce en asuntos de la corte francesa ‒Honor deslizó su
mano de la suya y comenzó a retroceder hacia la puerta.

Sólo quería ir a su habitación y consolar a Alan en su dolor. Las muertes de su


madre y su hermano le habían afectado mucho. Recordó sus lágrimas silenciosas
en el almacén y cuán firmemente las guardó para más adelante, volviendo su
preocupación hacia ella.

‒¿Hombres de Bruce? Hmm, eso podría complicar las cosas aquí. O podría
ayudar ‒se encogió de hombros. ‒¿Así que nuestro Tavish te encontró allí en
Francia? ‒preguntó el Barón.

Honor agachó la cabeza para evitar sus ojos.

‒Me casé con él aquí, Milord. Estuvimos casados durante dos meses antes de
que se uniera a Bruce.

‒Y murió, dejándote a cuidado de Alan ‒terminó por ella. ‒Comienzo a ver


cómo va esto. ¿Este matrimonio no es de tu agrado, pequeña?

‒Sir Alan es todo lo amable y honorable que se puede ser, Milord.

El Barón sonrió y Honor pudo ver el semblante futuro de Alan en el padre, no


menos guapo a pesar de los años.

‒¿Lo amas? ‒le preguntó.

‒Siento un gran respeto por su hijo, Milord ‒respondió, evitando una


respuesta directa a su pregunta. ‒Él es muy leal. Alan me dijo que Tavish deseaba
cuidarme. A nosotras ‒corrigió Honor. ‒A mi hija, Christiana y a mí. Aunque Tavish
no sabía nada del bebé.

‒¿Pero mi hijo acepta a tu niña como suya?

Honor asintió enfáticamente.

‒Lo hace, Lord Adam. Él piensa en ella, más de lo que es mentalmente sano,
creo.

‒Y en ti también, creo ‒dijo, rascándose la cabeza y sacudiéndola. ‒Pero él no


interferiría en la memoria de tu marido, es así ¿verdad?
‒Tavish era su amigo ‒explicó. ‒Creo que él tiene eso más en cuenta que sus
propios deseos. Él es un buen hombre, Señor.

Lady Janet se mofó mientras envolvía pieles alrededor de su hijo.

‒Señor, líbranos de los hombres buenos, ¿eh? Casi tuve que drogarle para que
se quitase la ropa. Que fiel era a su esposa. ¡Incluso con ella muerta durante esos
tres años!

‒¡Silencio, Janet!

Ella rió y saltó del jergón para deslizar sus brazos alrededor de su cintura.

‒¡Escúchalo gruñir! Un oso tan temible. Y él sabe que no quiero faltarle el


respeto. Amaba a su dama más que a sí mismo, así que debo cuidarlo bien por ella
‒le tintineó la barba mientras cantaba, ‒mientras se hace viejo y sin dientes
‒Janet se rió de nuevo cuando él la tomó de la mano y le mordió los dedos.

‒Bueno, ah, debería... ‒comenzó Honor, completamente fuera de escena a


efectos de la pareja.

‒Sí, realmente deberías ‒Adam estuvo de acuerdo con una significativa


elevación de sus cejas pobladas.

Honor corrió hacia la puerta, ruborizándose hasta las raíces de su cabello. Justo
antes de llegar a ella; ella sintió sus manos sobre sus hombros.

‒¿Hija? ‒dijo suavemente contra la parte superior de su cabeza. ‒No vayas


asustada. El corazón de Alan está en sus ojos cuando te mira.

Honor asintió rápidamente y salió de la habitación como si el diablo la


persiguiera. ¿Qué quiso decir el hombre? ¿El corazón de Alan estaba en sus ojos?
¿El Barón creía que Alan la amaba? Ella ciertamente había trabajado para ese fin.

Si la amaba y a la luz de lo que sentía por él, Honor sabía que debería
confesarle a Alan la verdad. Que ella nunca había amado a su mejor amigo. Que
utilizó a Tavish. Por supuesto, él la odiaría entonces. Pero ¿cómo podría un
hombre tan fiel a la verdad vivir con alguien que sabía que no lo era? ¿Cómo
podría amarla?
Pero los amantes deben serlo, al menos en cuerpo, si ella planeaba quería
asegurar que este matrimonio fuera legal. Lord Adam tenía razón en eso. Su padre
podría haber deshecho su matrimonio con Tavish porque ella había alterado los
documentos e hizo que se casara bajo falsedades, pero esta unión con Alan no
podría romperla nadie.

Tenía documentos genuinos para demostrarlo y las bendiciones no solo del


sacerdote, sino del propio Robert Bruce. Su padre trabajó para Bruce,
manteniéndose al tanto de las cosas en la corte francesa. Invocar el nombre del
Rey escocés podría disuadir a su padre de matar a Alan. Ella no había pensado en
eso hasta que Lord Adam se lo recordó en este momento. Robert Bruce le había
ordenado que se casara con Alan. Ahora debe sellarlo y honrar esos votos esta
noche. Pero... ¿Alan estará de acuerdo con eso?

A pesar de los motivos, Honor lo deseaba. Ella nunca había visto una figura más
fina de un hombre o una con una disposición más dulce. Teniendo en cuenta todo
lo que había vivido, podría haberse convertido en un hombre amargado.

Pero no, había sobrevivido a todo: abandono, abuso, los rigores de la batalla y
aún sonreía al mundo con un destello de humor en esos maravillosos ojos verdes.
¿Cómo podría no admirarlo?

No necesitaba pedirle que la amara, Honor lo sabía. Lo haría o no. Alan la


mantendría tan segura como pudiera en cualquier caso. Ella lo amaba. Eso sería
suficiente, se dijo Honor a sí misma. Más que suficiente y agregarían el placer
físico de la cama matrimonial. Incluso si realmente no la amaba, la deseaba. Ella lo
sabía. Y Honor quería hacerlo feliz.

El Barón tenía razón. Ella tenía que hacerlo.

*****

Alan recorría la habitación mientras esperaba el regreso de Honor. Trató de


llevar los pensamientos de su madre y su hermano al fondo de su mente. Eran casi
extraños, después de todo. Nigel, apenas podía recordarlo. Un tipo alto y feroz a
los quince años; era ocho años mayor que Alan. Su padre lo había enviado a
Inglaterra poco antes de enviar a Alan a las Highlands.

Su madre lo recordaba y lloraba. Ni tres meses después, había derramado más


lágrimas mientras dejaba a su hijo menor al cuidado de su hermano. Alan estaba
aterrorizado ante su tío Angus.

¿Podría él perdonarla, ahora que ella estaba muerta? Más tarde, lo intentaría.
Más tarde, cuando el problema actual estuviera solucionado y pudiera pensar con
claridad. Él también se afligiría por la madre a la que amaba y a la que consideraba
culpable. Y por el hermano que apenas había conocido.

Esta noche él debía hacer lo que anhelaba y también temía. Parte de él


disfrutaba la idea de poseer a Honor. Había soñado con eso, dormir y despertarse
junto a ella desde su primer encuentro. Ella se sometería, probablemente fingiría
que le gustaban sus atenciones, pero más tarde, la oiría llorar por todo lo que
había perdido. Llorando con arrepentimiento por Tavish, su amigo, el esposo de su
corazón. ¿Cómo podría hacerle eso a Honor?

¿Cómo no podría?

De un lado a otro, caminaba sobre los tablones de roble, que no tenían la más
mínima huella de polvo o suciedad. La inclinación de Honor por la limpieza lo
atraía casi tanto como su gracia y belleza. Quizás la vida que él había conocido,
dormir en una sala inmunda entre hombres del clan a los que no les importaban
las pulgas y la suciedad, o afuera en la tierra con guerreros de la misma especie, lo
hacían anhelar los dulces aromas de su temprana juventud. Las comodidades de
un hogar.

Aunque se había bañado escrupulosamente desde que llegó aquí, se preguntó


si algún jabón podría eliminar por completo el olor a vida de oveja con Angus
MacGill, o el olor de la carnicería en el campo de batalla.

No merecía mentir con una mujer como Honor. Pero debía hacerlo y lo haría.
Incluso sabiendo cómo se acobardaría interiormente; probablemente odiaría a
ambos por la necesidad de hacerlo, pero Alan no pudo reprimir por completo su
alegría ante la oportunidad de tenerla.
‒¿Alan? ‒dijo Honor en voz baja. ‒¿Estás bien?

Él se giró y le ofreció una sonrisa rígida.

‒Sí. Estoy lo suficientemente bien ¿Todos listos para pasar la noche?

‒Están demasiado cansados para notar la falta de comodidades ‒admitió,


aparentemente distraída. ‒Pasé por la habitación de Nan y alimenté a Christiana.
Ahora está dormida ‒Honor se dirigió hacia la cama y quitó las sábanas. Vacilante,
ella lo miró, con una pregunta en sus ojos. Él notó que su mano sobre las pieles
temblaba ligeramente.

‒Ah, dulce Honor, no tengas miedo ‒susurró, sin atreverse a acercársele


todavía. ‒No necesitamos... ‒no pudo terminar eso. No, no podía negarse a sí
mismo esto, a pesar de sus escrúpulos. Y de los de Honor.

Dejó caer la colcha.

‒¿Por qué todos piensan que te temo? Ya es hora, Alan. Ambos lo sabemos.
Todos deben saber con certeza que esto no es un matrimonio hecho solo de
palabras. No estoy dispuesta a dejar que eso suceda, como ya habrás adivinado.

Él se encogió de hombros, inseguro de que incluso pudiera lograr un


apareamiento decente sabiendo cómo debía sentirse por dentro.

‒Sé que estabas dispuesta el día en que tu padre vino aquí, e incluso antes de
eso. No soy tan tonto como para no darme cuenta. Pero también sabía tus razones
y no me gustaban. Y todavía no me gustan.

‒¿No podríamos dejar de hablar de eso? ‒preguntó ella, alejándose.

La indecisión se apoderó de él otra vez y también era un enemigo desconocido.


Alan lo odiaba. ¿Debería acostarse con ella o no? Probablemente no, ya que
podría soportar un cuerpo frustrado más que un corazón lleno de culpa.

Él sabía lo que ella quería oír, así que lo dejó salir.

‒Después de lo que dijo mi padre en la mesa, todos creerán que hemos


consumado el matrimonio esta noche y que ya no eres una novia virgen. No
pueden probar que no hicimos nada. Nadie lo sabrá con certeza.
‒Tú y yo lo sabremos ‒lo reprendió. ‒¿Podrías mentirle a mi padre si él
pregunta directamente? ¿Tú, que eres conocido por tu honestidad?

Podría. Podría hacer cualquier cosa que le impidiera sentir que debe traicionar
sus votos de amor por Tavish. Cualquier cosa para salvar sus lágrimas. Aunque
significara faltar a la verdad, prácticamente la única virtud que le quedaba, Alan lo
consideró.

Honor suspiró y sacudió su cabeza.

‒No, Alan, no creo que pudieras y no te lo pediría ‒ella comenzó a desatar su


bata. ‒¿Nos metemos en la cama?

Él rió.

‒Loca. Sabía que debía fallar en algún lado. ¿Cómo podría alguien no querer?
Lo hago, con todo mí ser, Honor, pero sé...

‒¿Vamos? ‒ella levantó sus cejas, le lanzó una mirada de soslayo y dejó caer la
ropa. Su camisa suavemente plisada brillaba a la luz de las velas, cubriendo las
curvas y los huecos de su cuerpo como un velo que hacía señas.

Sus labios se separaron mientras pasaba su pequeña lengua rosa por el labio
superior. Fascinado, lo vio desaparecer. Quería seguir con la suya.
Desesperadamente quería hacerlo.

¿Cómo había llegado a su lado sin cruzar la habitación? Cerró los ojos y sacudió
la cabeza para despejarla. Cuando volvió a mirar, ella se quitó la malla tejida que
mantenía sujeto su cabello. La brillante cascada bajó por sus hombros y sobre sus
pechos.

Incapaz de resistirse, extendió la mano y se llevó un puñado de esa seda hilada


a los labios.

‒Es tan hermoso ‒movió los mechones contra su boca, inhalando su aroma
floral, probando su textura.

Ella se acercó para que la tela de su camisa se rozara contra él. Sus dedos se
enredaron en el cordón del cuello de su camisa y lo soltaron.
‒No necesitas esto ‒susurró en voz baja. Su aliento agitó el cabello en su
pecho, deteniendo su respiración.

‒Ni esto ‒continuó, quitando el alfiler de plata redondo y deslizando la tela


escocesa que cubría su hombro. Sus pulmones se llenaron de anhelo, su mano se
apretó en su cabello cuando ella comenzó a desabrocharle el cinturón. El pesado
cuero cayó al suelo con un ruido sordo.

Ella le sonrió; una sonrisa de complicidad casi perversa. Los dedos de su mano
derecha tiraron del hombro de su camisa desatada.

‒¿Te la quitas? ‒preguntó ella.

Él no podía hablar. En vez de eso, se giró levemente y tiró torpemente de ella


por encima de su cabeza. Lo vio tocar el suelo junto al vestido de su esposa. Su
camisa estaba ahora en un charco encima de la lana de color ámbar. Alan se quitó
las botas y levantó lentamente los ojos.

‒Su tartán ‒dijo, su leve entonación francesa le dio a la palabra un sonido más
suave. Ella sonrió más y alisó los frunces sueltos sobre sus pechos. ‒¿Recuerdas
cuando dijiste que no te lo volverías a poner? Pensé en robarlo para mí incluso
entonces. Te hace parecer invencible.

Alan pensó que debía haber perdido el coraje y trató de cubrirse a sí mismo y
cambiar el tema. Demasiado tarde para eso ahora. Ella había ido demasiado lejos.
Aquí estaba de pie, desnudo, gracias a ella. Y aunque no estaba mirando hacia
abajo en ese momento, seguramente debía sentir que había pasado el tiempo de
la negación de sí mismo. Entonces, deseas ser el invencible ahora, ¿verdad?

‒Ah y bajo tu tartán, esto es lo que hay ‒murmuró Honor en voz baja.
‒Intrépido. Indestructible. Lo siento. Nada puede dañarme aquí.

Alan asintió lentamente y apoyó las manos en sus hombros.

‒Sí, me alegro de que lo sepas.

Solo pedía a Dios que fuera cierto. Ambos sabían que no era así. Había tenido
razón en dudar de su habilidad para mantenerla a salvo de su padre. El anciano
bien podría conquistar la fortaleza y todo lo que está dentro. Pero esta noche no.
Por ahora ella podía fingir y él con ella.
‒Hay magia aquí, ¿sabes?

‒Muéstramela ‒susurró ella, con sus ojos grises lánguidos, plateados por la luz
de las velas.

Durante un largo momento permaneció allí, cautivado por la visión de su


perfección. Los pechos redondos y llenos se levantaban y caían suavemente con
cada respiración, sus picos de color rosa oscuro hacían señas. Su cintura esbelta se
extendía hacia las caderas dulcemente curvadas y de nuevo a los muslos y las
piernas bien formadas. Sus tobillos y pies parecían pequeños incluso para su
pequeña estatura. Un hada, un duende pagano, rodeado por los colores de los
bosques de las Highlands. Encantada como una reina druida en Samhain Eve.

‒Te quiero así ‒dejó salir las palabras en una oleada de necesidad tan grande
que casi lo hizo caer de rodillas. Se rindió con gusto, hundiéndose lentamente en
el suelo, alargando los brazos y llevándola hacia él. Puso su mejilla contra ella,
girando ligeramente para probar la curva de su cadera, la suavidad de su vientre,
la dulzura de su piel. ‒Un sueño ‒susurró, tocando su lengua en el lugar suave y
tierno sobre su monte de los cielos.

Ella hizo un sonido en su garganta, de deseo o negación, él no sabía. No le


importaba, porque lentamente se hundió ante él para que se pusiera de rodillas.
Levantó los ojos hacia él; deseaba desesperadamente lo que había allí. Con un
gemido de puro placer animal, Alan reclamó su boca. La devastó, tratando de
borrar todo vestigio de cualquier otro que la hubiera admirado desde lejos. Ella
era suya. Toda suya y sólo suya.

Aun colmando de besos calientes su cara y cuello, Alan se puso de pie, la tomó
en sus brazos y la llevó a la cama.

Cuando ella hizo intención de hablar, él le tapó la boca con la suya y se arrastró
a su lado, tan ferozmente, que no se atrevería a decirle que no. Ella no había
empujado contra él en señal de protesta, pero Alan tampoco se había parado a
pensar si le gustaba lo que hacía. Ella podría fingir, o solo podría soportarlo. No le
importaba, en cualquier caso. Honor había olvidado su oportunidad de escapar.
Parte de su mente enfebrecida le dijo que frenara su avance, cortejándola con
toques y palabras suaves. Otra parte, más insistente, le advirtió que era mejor
hacerlo ahora o que no se haría nunca.

La hizo rodar debajo de él y le separó las piernas con la rodilla. El sabor dulce y
embriagador del vino de su beso desterró todo pensamiento cuando él se estiró
entre ellos y la tocó. Para su sorpresa, ella se arqueó en su mano como ansiosa.
Lista para él.

Se apartó y la miró, esperando ver dientes apretados y ojos fuertemente


cerrados. En cambio, su rostro estaba lleno de algo como asombro, abierto y
confiado, deseoso. Esa vista lo deshizo y él la penetró como con dulzura.

Ella gritó, pero no de dolor. Su sonrisa boquiabierta le robó los sentidos que le
quedaban, junto con su corazón. Su cuerpo se elevó al suyo como si lo hubiera
entrenado todas las noches durante años. El placer de su ajuste alrededor del suyo
le hizo prepararse para la siguiente acometida; esperó. Ningún poder dentro de él
forzaría el final de esto todavía. No hasta que hubiera saboreado la plenitud del
milagro que era su esposa.

Aminoró el paso e intentó recuperar su control habitual. Pero Alan no había


contado con el deseo de Honor. Sus pequeñas manos agarraron sus caderas, se
deslizaron hacia abajo para atraerlo hacia ella, apretando, rascando su piel con sus
uñas. La sensación, combinada con su control tentativo de la realidad, lo empujó
dentro del abismo. Acometió interminablemente contra ella como olas del mar del
Norte golpeando las cuevas de Wykshead.

Cada sentimiento existente en el mundo se acumuló en el lugar de su unión...


la sensación de abrazo húmedo mientras entraba, la fricción sensual, las
contracciones de su mágica cueva...

Ah, por todos los santos, no podría más. Se estremeció, su cuerpo se onduló a
su alrededor, lo abrazó durante lo que pareció un destello de un momento. O de
siglos. El tiempo no importaba, ya que irrumpió con toda su fuerza vital y sintió
que había muerto por ello. Esperaba que ella también lo hubiera sentido así,
porque él no quería desprenderse jamás de esa mujer.

Honor.
Respirar su nombre fue su último pensamiento antes de dormir.

*****

Honor salió de debajo de Alan y luego se acurrucó junto a él, tirando de la cola
de su tartán y echándolo sobre ambos. Si ella tenía alguna reserva sobre la
consumación de este matrimonio, ya podía desterrarla. Nunca había imaginado
una experiencia como la que acababa de tener.

Hacer el amor con Tavish había sido lo suficientemente agradable como para
haberlo echado de menos cuando se fue, pero hacerlo con Alan fue
extraordinario. Magia, había dicho y así era. Debería haber sabido que nunca
mentía, pero esa era la verdad más grande que jamás había pronunciado.

Sus labios se estiraron en una amplia sonrisa y ella suspiró contra su hombro.
Pensamientos de noches como ésta, que se extendía hacia un futuro sin límites la
hicieron estremecer de esperanza. Sí, amor o no, este sentimiento entre ellos
definitivamente sería suficiente para lograrlo.

‒¿Honor? ‒el ronco susurro interrumpió sus reflexiones. Ella movió la cabeza
para poder ver su rostro. Él parecía preocupado.

‒Te dormiste ‒dijo su esposa, recurriendo a una observación tonta para evitar
expresar las cosas íntimas que realmente quería decir. ¿Me besaría de nuevo?
¿Me abrazaría, me haría suya, haría que mi cuerpo llorara de nuevo de placer?

No, probablemente era demasiado pronto para él y si se lo pidiera, pensaría


que está loca más allá de todo remedio. Tal vez lo estaba, después de todo.

Alan se movió para apoyarse sobre un codo, con la cabeza en una mano
mientras la miraba.

‒¿Estás bien?

‒¡Ahora estamos bien casados, ciertamente! ‒dijo Honor, riendo en voz baja.
Podía notar el rubor en su cara; sus mejillas ardían.
Alan suspiró y se sacudió el pelo que tenía enredado de la cara, con la mano
libre.

‒Me temo que tal vez haya sido demasiado brusco contigo.

‒No tengo moratones. Te dije que nada podía dañarme estando contigo
‒levantó la esquina de su tartán. ‒Invencible. Magia.

La sonrisa de Alan calentó el corazón de Honor. La mujer sentía que decir algo
serio, pero se contenía. Alan no dijo nada, simplemente se quedó mirando la tela,
pensativo.

Luego, cuando finalmente habló, lo que dijo no tenía en absoluto relación con
lo sucedido entre ellos. Sabía que no era un descuido, sino una evasión deliberada
para encubrir el arrepentimiento o la vergüenza. Honor sospechaba que rara vez
dejaba que la lujuria lo cogiera por sorpresa como lo había hecho esta noche.

‒¿Ves este pequeño hilo que cruza? ‒señaló una línea de color gris que
cruzaba el marrón y el verde. ‒Esto hace que mi tartán sea diferente de todas los
otros que Moriag tejió para el clan.

‒¿Porque eres en parte inglés? ‒preguntó ella.

‒No. Sí. No lo sé ‒rodó sobre su espalda y entrelazó las manos bajo su cabeza,
mirando la cortina que cubría la cama. ‒Cuando mi madre dejó las Highlands, me
quedé mirándola alejarse, demasiado asustada para llorar. Mi tío me llevó a ver a
Moriag, la tejedora principal y le ordenó que me trajera un tartán que expulsara
mi parte inglesa. Ella me cogió de la mano y luego fuimos a su cabaña. Era poco
más que una cabaña; algo más grande que el resto para cobijar sus telares ‒sonrió
ante un recuerdo y estuvo callado por otro tiempo.

‒¿Te hizo esto? ‒Honor toqueteó el borde raído del tartán.

‒Sí, pero esa no fue la primera vez. Me senté durante horas viéndola tejer ese
día. Ella me alimentó, por supuesto, me hizo una cama en la esquina. Durante toda
la noche, escuché el ruido de su telar. Cuando terminó, ella me quitó toda la ropa,
excepto la camisa y me enseñó cómo se colocaba.

‒¿Es difícil?
Él rió suavemente.

‒Sí, hay un truco para hacerlo si no tienes alguien que te ayude. Pero entendí
el truco muy rápido ‒luego tomó la tela de sus dedos y de nuevo señaló la
pequeña franja gris. ‒Moriag me señaló esto. Dijo que era algo que había añadido,
una profecía. Ella podía predecir el futuro, según me dijo.

‒¿Qué predijo ella? ‒preguntó Honor.

‒Que el hilo azul que corría sería del color de los ojos de mi amante.

‒¿Era qué?

‒¡Ach! Yo tenía siete años, estaba enfadado por las mujeres por la partida de
mi madre y no estaba de humor para escuchar tales tonterías de una vieja loca
‒entonces él le sonrió y levantó una ceja ardiente. ‒Pero más tarde, cuando tuve
el doble de esa edad, perseguí a todas las mujeres de ojos azules en la cañada,
hermosas o no.

‒¿Y las atrapaste? ‒preguntó Honor con una sonrisa.

‒No a todas. Y no siempre ‒parecía pensativo. ‒En este último tartán que me
tejió, justo antes de dejar al tío Angus para seguir mi propio camino, me hizo notar
el hilo de nuevo. No era azul como antes; esta vez era gris. Cuando le pregunté por
qué, Moriag dijo que este era el color de los ojos de mi verdadero amor.

Alan tiró de la esquina de la tela escocesa, colocándola al lado de su mejilla.

‒Gris como el ala de una paloma ‒susurró.

‒Sí. Ciertamente tenía el don de predecir el futuro, la vieja Moriag ‒su mano
sostuvo la tela contra su rostro mientras sus bocas se unían de nuevo.

Honor se mantuvo quieta; las palabras de Alan se grabaron en su mente


incluso mientras saboreaba los besos de su esposo. Los ojos del verdadero amor.
Gris. Como los míos, pensó ella. Su corazón saltó y ella lo atribuyó firmemente al
deseo acelerado de ese hombre que podía hacer estremecer su cuerpo.

Ella no era una niña que necesitaba palabras de amor para engatusarla y que
estuviera dispuesta para su marido. Alan probablemente amaba a la mujer que él
pensaba que era. Ella podría arreglar eso con una conversación; una conversación
que nunca esperó tener con Alan.

¿Cómo podría amarlo y aun así engañarlo? ¿Eso significaba que ella no lo
amaba tanto, después de todo?

Ella debía confiar en su marido. Apreciaba su fuerza, su ingenio, su belleza y su


pasión. Oh Señor, ¡su pasión!

Ella sentía esta abrumadora necesidad de confesárselo todo a él, pero temía
que haciéndolo sucediera un desastre.
Capítulo 11

Alan despertó a las sirvientas de Honor antes del amanecer y les exigió que
calentaran y acarrearan agua para su baño matutino.

‒Daos prisa ‒instó a las doncellas. ‒No hagáis esperar a vuestra Señora.

Los dejó a su cargo y salió a ver si podía adivinar qué acontecimientos podría
haber planeado el padre de su esposa para ese día.

Honor aún yacía en la cama, enterrada en la enmarañada colcha. Quería que


sus mujeres vieran su semblante rosado, antes de vestirse. No debería quedar
ninguna duda acerca de lo que había sucedido entre ellos la noche anterior.

Tenía sentimientos encontrados. Luchaba contra el deseo renovado. Ella lo


había recibido dulcemente. Era necesario, en lo que a él concernía, pero ella
podría haberlo rechazado simulando ante todos que había ocurrido. ¿Por qué no
estaba arrepentida? Lo más probable es que aún estuviera adormilada.

¿Cambiaría de opinión cuando se hubiera despertado por completo? ¿Se


sentiría culpable? Si eso llegara a suceder, sus sentimientos de culpabilidad nunca
llegarían a ser iguales. La sombra de Tavish invocó sus pensamientos de
culpabilidad. ¿Perseguiría esa misma culpa a Honor?

‒Era mi deber, Tav. Suyo y mío. Tú nos pusiste en esta situación ‒murmuró
sombríamente mientras cruzaba el patio. Pero Alan sabía en su corazón que él lo
deseaba con un fervor desconocido hasta ahora.

‒Alan, muchacho ‒lo llamó su padre desde el camino de la muralla. ‒¡Ven a ver
esto!

Alan subió corriendo las escaleras y se unió a Adam.

‒Dios, misericordioso, ¡toda la aldea ha desaparecido!


Adam se inclinó hacia adelante entre los almenas y entrecerró los ojos.

‒Mira, se han agrupado en ese montículo ‒señaló a través de la niebla que se


elevaba.

Alan asintió.

‒Sí, asentarán allí sus máquinas. Hume espera entrar pronto con el ariete y las
escaleras.

‒¿Podemos resistir? ‒preguntó su padre, volviéndose hacia él con las manos


en las caderas.

‒Por el momento, sí. Nos superan en número y Hume tiene un buen ejército.
Unos cuarenta de ellos parecen tener experiencia. Muchos de ellos son
mercenarios.

‒¿Por qué se toma tanto trabajo? No es una tarea fácil arrastrar un séquito tan
grande solo para reclamar a una hija huida. Avituallamiento, monturas... Es muy
costoso. La mayoría de los hombres simplemente se resignaría a darla por perdida.

‒Ella le hirió en su orgullo ‒dijo Alan.

‒Podría ser eso. O podría ser que él creyera que todavía puede intercambiarla
por más riqueza de la que va a gastar con todo esto.

‒Hume no hará más tratos con mi esposa. Lo juro.

Adam se rió entre dientes, pensativo se toqueteó la barba y luego miró hacia el
otro lado del campo.

‒Hablando de juramentos, ¿cómo fue la noche?

‒Primera defensa en su lugar ‒respondió Alan evitando la pregunta y


negándose a permitir que el anciano le revolviera las plumas esta mañana. Su
padre parecía deleitarse en avergonzarlo. Pero a ese juego podían jugar los dos.

‒¿Cómo fue la tuya? ‒respondió Alan. ‒¿O solo te contentas animando a los
demás a que hagan lo que tú ya no puedes hacer?
Para disgusto de Alan, el viejo echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír a
carcajadas. Cuando recuperó el aliento, le propinó una dura palmada en el
hombro a Alan y dijo:

‒¡Ah, tu lengua es tan afilada como una daga, muchacho! ¡Sabía que lo harías!
Tu madre me advirtió temprano que algún día sufriría mis propias punzadas de la
boca. ¡Por Dios, ella te conocía bien!

‒No lo suficiente ‒comentó Alan, ‒de otro modo ella hubiera sabido que me
ganaría la ira de su hermano al dejarme con él ‒no pudo evitar sentirse un poco
culpable por el abandono de sus padres.

Con satisfacción, vio el rostro de su padre oscurecerse con rabia contenida.

‒¿Angus te pegaba a menudo?

‒Tan a menudo como comía avena.

Adam se aclaró la garganta y tragó saliva antes de volver a hablar. Cuando lo


hizo, su voz sonó ronca, forzada.

‒Creo que lo hizo por tu bien. Yo no habría tenido el coraje para hacerlo yo
mismo.

‒No respondiste mi pregunta ‒dijo Alan, apoyando un hombro contra la


almena. ‒¿Te consuelas en esta... mujer?

Su padre inclinó su canosa cabeza y lo miró con una mirada entrecerrada.

‒Sí, lo hago. Desgraciadamente, como debe ser por tu educación bajo el brazo
de Angus, seguramente sabrás que no encontramos a tu hermanito debajo de un
arbusto de helechos.

Alan se enderezó y cruzó sus brazos sobre su pecho.

‒Ella sí pudo haberlo encontrado allí por lo que sé.

Adam le propinó tal golpe que su cabeza se ladeó.

El zumbido en sus oídos casi borró el bajo y ominoso gruñido de las palabras de
su padre.
‒Yo no difamaré a tu esposa. ¡No insultes a los míos!

Alan miró largamente el destello verde de los ojos que reflejaba los suyos. No
vio culpa ni disculpa. Su instinto se revolvió de furia y vergüenza. Rabia, por
defender a su madre y por la defensa de su padre hacia otra mujer. Fue
vergonzoso su pequeño ataque a una mujer que ni siquiera conocía. La vergüenza
le ganó la batalla.

‒Disculpa. Y mis disculpas para ella...también.

‒Bien. Olvidado entonces ‒la gran mano que una vez había guiado sus
primeros pasos y que acababa de revolver sus sesos, se extendió hacia él.
Vacilante, Alan se la estrechó.

‒Angus no tiene comparación contigo dando reveses, papá ‒Alan se frotó un


lado de la cara, que se sentía entumecido.

Todavía agarrándose la mano, Adam lo inmovilizó con una mirada fija.

‒No justificaré mis actos ante ti, Alan. Yo amaba a tu madre mientras vivía y la
amo todavía. Pero ahora estoy casado con Janet. El amor por una no le quita nada
a la otra. Si no entiendes esto, por lo menos, respétalo.

‒Sí, lo haré ‒prometió Alan.

Su padre soltó su mano y se desvió, poniendo los ojos en blanco.

‒Por el dulce amor de Dios, chico, ¿por qué insistes en parecer un sanguinario
ladrón de ovejas de las Highlands?

‒Eso es lo que querías que fuera ‒dijo Alan con una sonrisa malvada,
intensificando su acento. ‒Esto es lo que soy. ¿Sabes algo de ovejas, papá? Me
gustaría que siguieras hablando de esos pequeños bichos.

‒Haces eso adrede, sonando exactamente como ese maldito Angus ‒acusó
Adam. ‒¡Y puedes hablar civilizadamente conmigo cuando lo desees! ¡He oído que
lo haces!

Alan se apartó de su padre y apoyó sus manos en la tronera más cercana,


mirando hacia afuera.
‒Déjalo, papá. Tenemos problemas más grandes de qué preocuparnos que mi
manera de hablar.

‒Quiero saber por qué nunca respondiste a nuestras cartas. Ni una vez. Ni una
palabra, ¡y eso rompió el corazón de tu madre!

‒No me enviaste ninguna carta ‒dijo Alan en voz baja. Continuó mirando el
cielo lleno de humo.

Su padre se quedó sin aliento.

‒¡Por supuesto que lo hicimos! ¡Muchas! ‒luego gimió. ‒Angus. Lo mataré ‒se
hizo el silencio entre ellos durante largo rato. ‒No puedo creer que ni siquiera
preguntaras por la supuesta falta de cartas, Alan. Cuando creciste, ¿por qué no
nos escribiste para preguntar por qué?

‒No pude ‒susurró Alan, su voz casi se perdió en el viento. ‒Simplemente no


pude ‒luego se volvió hacia su padre y sonrió. ‒Olvídalo, papá. Ya está hecho.

‒¡Por Dios, no! ¡No está hecho! ‒nuevamente un tenso silencio. ‒Pero tienes
razón, debemos dejar este tema de lado por el momento. Tienes suficientes cosas
en mente ‒puso su mano sobre el antebrazo de Alan y lo apretó. ‒Déjame vigilar,
hijo ‒ofreció en un tono brusco pero conciliador. ‒Ve abajo.

‒Está bien ‒Alan lo dejó allí. Tenía cosas más urgentes que hacer que lanzar
acusaciones contra su padre. Y además, no era ni la mitad de satisfactorio de lo
que había pensado que sería. Si había habido cartas o no, poco importaba ahora.
Su padre podría haber acudido a él o haberlo traído a su casa si realmente le
hubiera importado. El daño ya estaba hecho. Nada había cambiado entre ellos
este día; ni lo haría en el futuro.

Entró en el pasillo todavía con el ceño fruncido. Primero, vio a Janet


desayunando. Curioso a pesar de sí mismo, se acercó al fogón donde estaba
sentada comiendo un bollo.

Su desordenado cabello caía sobre un hombro, la otra mitad metida al azar


bajo un pañuelo arrugado. Alan tuvo que admitir que el viejo tenía buen ojo para
las mujeres. Su madre había sido una belleza. Todos lo habían dicho así. Aunque
ya no la recordaba, sabía que era verdad.
Esta Janet se comportaba como si absolutamente toda la belleza de la tierra
hubiera recaído sobre ella. Sus rasgos eran descarados, su cuerpo perfecto. Aquí
había una mujer que podría haber elegido él mismo antes de conocer a Honor. Al
menos para pasar una hora más o menos. Dios sabía que ella tenía la edad
correcta. Demasiado joven para un viejo armiño como su padre.

El pequeño niño al que llamaba Richard estaba de pie entre sus piernas, con
hoyuelos en las rodillas, la cabeza levantada y la boca abierta. Alan vio como ella
pellizcaba una miga de buen tamaño del bollo y se lo metía en la boca. El niño
tenía ojos verdes y rizos de color rojizo oscuro. No había arbusto de helechos
posible. Definitivamente era un Strode.

Su madrastra levantó la vista y sonrió maliciosamente a Alan.

‒¡Buenos días! Tienes una mirada feliz. ¿Todo fue bien, entonces?

Alan se pellizcó el puente de la nariz y suspiró, sacudiendo la cabeza.

‒Por Dios, ¿es que nadie piensa en otra cosa? Sí, estaba hecho. ¿Estás contenta
ya?

Su risa pertenecía a la taberna donde probablemente la había encontrado ella.

‒La pregunta es, hijo, ¿está contenta tu mujer con eso?

‒¡No me llames hijo, mujer! ¡Eso ya es demasiado!

‒Guarda todas esas fanfarronadas para alguien que tema, muchacho


‒aconsejó la mujer con voz estridente. Ella arrancó otro trozo de bollo para su
bebé. ‒No eres más que un molde de tu padre. Siéntate y desayuna conmigo ‒ella
señaló con la cabeza hacia un taburete vacío.

Alan se sentó. ¿Por qué? No lo sabía. Él no quería tener nada que ver con esta
mujer. Era el niño quien hizo que se quedara, decidió. Su hermano.

‒¿Cuántos años tiene?

‒Cerca de dos ‒respondió en un tono más agradable. ‒¡Pequeña bestia


avariciosa! ‒dijo la mujer cuando el niño le mordió un dedo y soltó una risita. Ella
se levantó y colocó al niño frente a Alan. ‒Cuídalo mientras voy al retrete,
¿quieres?
Antes de que Alan pudiera responder, ella se fue y lo dejó solo con el bebé.

‒Richard, ¿eh?

Una pequeña y gordezuela mano tiró de la manga de Alan. Una cadena de


ruidosos balbuceos tan ininteligibles como un francés salió del pequeño diablillo y
terminó con un resonante.

‒¡Papá!

‒No, yo no soy tu papá ‒Alan levantó al niño y lo abrazó para que estuvieran
cara a cara. ‒Soy tu hermano, muchacho. Alan ‒repitió su nombre varias veces
mientras los grandes ojos verdes buscaban los suyos.

‒¡Awan! ‒dijo, precedido de otra serie de sonidos curiosos. Y acabó con un...
¡leche!

‒Entendido ‒dijo Alan y se levantó, con la intención de llevar al niño a la cocina


donde tenían leche de cabra en abundancia.

Por un momento, recordó un acontecimiento temprano en su propia vida,


tirando de una mano mucho más grande, pidiendo algo parecido ¿Había sido la
mano de Nigel?

Miró a la cara a su hermano y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos.

‒Tú y yo nos conoceremos, Dickon. Te lo juro. No necesitarás hacerte la


pregunta, ¿fue la mano de mi hermano la que sostuve?

Supuso que, para cumplir esa promesa, debía tratar de llevarse bien con la
llamada esposa de su padre. Pero no tenía que gustarle.

En general, la mañana no había empezado como él hubiera querido, pero no


estaba muy lejos de lo que había esperado.

‒¿Esposo? ‒preguntó alguien casi en un susurro. ‒El Padre Dennis desea hablar
contigo antes de reunir a los arqueros.

Alan de repente recordó la práctica diaria que había instituido y debería


supervisar incluso ahora. Entregó a Richard a Honor con una advertencia.

‒Ten cuidado. Muerde.


Ella rió alegremente mientras levantaba al niño en una cadera. Alan no la veía
molesta por lo que había sucedido la noche anterior. ¿Discutirían sobre ello alguna
vez? Tal vez nunca. ¿Por qué no seguir como estaban? Las mujeres tienden a
hablar cosas hasta la muerte de todos modos.

A pesar de la sensación de culpa, tenía toda la intención de emplear sus


derechos marginales a menos que ella se opusiera enérgicamente. No pudo evitar
quedarse asombrado por su compostura. Ella no hizo preguntas ni acusaciones. Y
tampoco mostró ningún remordimiento por lo que habían hecho, ya fuera de
palabra o acto.

‒Honor ‒dijo sin pensar, ‒te pusieron el nombre adecuado. Eres todo lo que
una dama honorable debería ser y te tengo en mayor estima que cualquier otra
persona que conozco.

Avergonzada por su inesperada declaración, temiendo que las lágrimas


brotaran de sus ojos, Alan huyó como un niño sorprendido robando dulces con las
manos en la masa.

¿Lo había poseído de tal modo como para que le dijera eso? Se preguntó,
mientras caminaba hacia el patio para buscar al sacerdote. Lo había dicho en serio,
por supuesto. Él nunca mentía. Pero debía haberle dolido de algún modo
escucharlo.

Sin duda, Tavish había ofrecido elogios en un momento u otro. Eso fue lo que
le hizo llorar. Los recuerdos.

Se encogió por dentro al pensar en lo inepto que debía sonar, lanzando sus
duros cumplidos, cuando Tavish la había acostumbrado a las palabras suaves y
experimentadas de un noble educado. Alan sintió que su corazón casi se rompía
en ese momento, sabiendo que nunca podría competir con los preciados
recuerdos que Honor tenía de Tavish.

¿Y a quién podía culpar por esa falta de modales y sensibilidad? A nadie más
que a sus padres, que lo relegaron al cuidado de un tío sin escrúpulos cuya idea de
palabras corteses consistía en, “inclínate, muchacha y tengo una moneda para ti.”

Malditos sean todos.


El Padre Dennis se acercó con menos gracia de lo que era habitual en él. Melior
lo seguía como una curiosa sombra.

‒Sir Alan, estamos tristemente cortos de flechas, creo. Los arqueros se


preguntan si habrá suficiente para una segunda descarga.

Alan lo consideró por un momento y puso una mano sobre el hombro del buen
Padre.

‒Debemos decirles que hagan que cada flecha haga blanco.

Melior se abrió paso entre ellos. Su voz suave y musical se entrometió.

‒Podría escabullirme, tal vez reunir materiales para hacer más. ¿O ir a otro
lado en busca de ayuda?

‒No ‒dijo Alan, apreciando la oferta. ‒No sabemos dónde Hume tiene
hombres apostados. Si uno de ellos descubriera la boca del túnel, nos podrían
atacar desde el interior.

El juglar hizo una mueca y golpeó su pequeño puño en la palma de su mano.

‒¿No hay nada que podamos hacer, entonces? ¿Debemos simplemente


esperar hasta que nos invadan?

Alan puso un brazo sobre sus delgados hombros.

‒Puedes mantener nuestros espíritus con tus cuentos y canciones. Y mientras


tanto yo les enseñare a estos bribones a apuntar correctamente. No dejaré que
Hume se lleve a nuestra Señora. Lucharemos contra él hasta que no quede un
hombre en pie.

‒Como ordene, Señor ‒dijo Melior en voz baja. ─¿Voy a ver a su padre?

Alan asintió y le dio una palmada en la espalda.

‒Sí. Hazle compañía si lo desea. Solo procura que no te enseñe ninguna


canción inglesa, ¿eh?

‒¿Y si inventamos una melodía totalmente escocesa, Señor, con un toque de


astucia francesa? ‒preguntó Melior enigmáticamente: ‒Algo para hinchar el
corazón y prepararlo para la victoria? ¿Qué tal?
‒Perfecto ‒respondió Alan.

En ese momento, los hombres, incluso el bardo y el sacerdote, se irritaron por


la inactividad. Alan acompañó al Padre Dennis a la zona de entrenamiento con los
blancos llenos de paja. Observó a los veintitantos villanos reunidos con sus arcos
toscamente labrados.

Me recuerda a Bannockburn, se dijo a sí mismo con un decidido asentimiento


de cabeza. Superados en número, medio entrenados, bien dirigidos y victoriosos.
Luego se volvió hacia el Padre Dennis.

‒¿Rezará una oración por nosotros, Padre?

*****

Por la noche, Honor presidió la mesa e indicó a las sirvientas que colocaran en
la mesa los escasos tres platos que ella había ordenado para cenar. Una comida
escasa para los invitados, pero con un asedio inminente, la prudencia prevalecía
sobre la necesidad de impresionar.

El semblante de Alan no auguraba una agradable velada. Parecía dispuesto a


matar a alguien. Ningún engatusamiento podría hacer que se sintiera mejor, así
que ella abandonó cualquier idea sobre ello.

Janet le lanzó varias simpáticas medias sonrisas. A Honor le gustaba bastante la


mujer. Habían tenido una conversación lo suficientemente agradable esa tarde y
habían comenzado una amistad tentativa a pesar de su evidente diferencia en la
educación. En lo que se refiere a la maternidad, Honor sabía que a ella le había
sentado peor que a Janet Strode.

Cuando terminaron sus compotas de manzana y queso, todos se dieron las


buenas noches y se retiraron a sus respectivas habitaciones. Nadie sugirió ningún
entretenimiento, para su alivio. No estaba de humor para distracciones, al menos
no del tipo que ellos dos solos podían disfrutar.
La habitación estaba fría, a pesar del hermoso fuego que ardía en la chimenea.
Se preguntó si Alan sugeriría que se acostaran esta noche. Probablemente no,
dado que todos fruncían el ceño al mirarse. Suponía que él y su padre se habían
peleado.

Alan había dicho que la protegería y ella tenía que creerlo. Esa era su única
esperanza. “Oremos para que Dios los hombres de su padre no puedan atravesar
la puerta o las paredes de Byelough”, pensó Honor.

Seguramente las fuerzas del asedio se quedarían sin comida mucho antes de
que las tiendas del castillo se agotaran. Entonces tendrían que irse. En ese
momento, no podían hacer más.

Una vez que alimentó a Christiana, Honor le indicó a Nan que se llevara al bebé
para que durmiera con ella. Ella vio como Alan se inclinaba hacia adelante en el
taburete junto al fuego, afilando cuidadosamente su espada. Ella se preparó para
meterse en la cama, dejándolo a él con su tarea.

Cuando ella yacía cubierta hasta la barbilla, finalmente Alan guardó la espada y
se despojó de sus ropas. Ni una sola vez se encontró con la mirada anhelante de su
esposa. Tampoco dijo nada. Se metió en la cama junto a ella como si ella no
existiera.

‒¿Cansado, Alan? ‒preguntó ella mientras extendía la mano y rozaba su brazo


para mostrar preocupación.

‒Sí ‒respondió, alejándose de ella.

Entonces, iba a ser así, ¿verdad? Puede que no les queden muchas noches para
abrazarse y Honor necesitaba desesperadamente tenerlo esa noche. Ella
sospechaba que Alan también lo necesitaba. Algo no funcionaba bien.

¿Había adivinado por sus acciones que nunca había amado a Tavish? Tal vez él
pensó que era desleal disfrutar de su amor así. ¿Había sido demasiado atrevida en
su forma de seducirla la noche anterior? ¿La odiaba por eso ahora que lo había
pensado?

Nunca confiaría en ella, si descubría que ella había engañado a Tavish. Sorbió y
se enjugó la mejilla, sin darse cuenta hasta entonces de que lloraba.
Ante ese sonido, él rápidamente se dio vuelta y la miró a la luz de las velas.

‒¿Qué pasa? ‒su voz sonaba ronca por la irritación.

‒Nada ‒dijo con una brusquedad que contradecía sus palabras. ‒No quería
hacerte enfadar, eso es todo.

‒¡No estoy enfadado!

‒¡Lo estás! ‒insistió ella y se maldijo por comenzar lo que sabía que se
convertiría en una discusión que no deseaba tener.

‒No, Honor. Al menos, no contigo ‒susurró; su voz sonaba a algo parecido al


arrepentimiento. ‒Esta espera por el ataque me atormenta.

‒¿Es eso realmente lo que te preocupa?

‒Bueno, eso y más cosas. Me enfurece que no tengo nada que ofrecer a
cambio de todo lo que me das. Si yo fuera muy rico, tuviera buenos contactos o
una familia noble, tu padre podría dejarnos en paz. Eres tan perfecta y yo... sé que
no soy el tipo de hombre...

‒¿Y qué tipo de hombre eres? Ganaste muchas riquezas con tu espada y un
Rey te nombró Caballero. Mejor aún; eres el alma de la bondad ‒argumentó,
apartando un largo mechón de cabello que le caía sobre la frente. ‒¿Te das cuenta
de cómo tratas a Christiana? Piensa cómo tratas con nuestra gente. ¿Qué quieres
decir, con que no eres mi tipo de hombre? No hay nadie mejor que tú, que yo
sepa.

Él miró la parte superior de la ropa de cama, evitando sus ojos.

‒Hablo de otras cosas, Honor. Cosas que debería haber aprendido de mi


madre, al lado de mi padre ‒dijo, cerrando los ojos y suspirando tristemente.
‒Pero no por la mano de un tutor. Deberías tener algo más que un ignorante...

‒Sin estudios ‒corrigió ella. ‒Hay una gran diferencia como me dijiste una vez.
¿Puedes sentir lástima por ese joven que fuiste una vez, después de que me
prohibiste incondicionalmente que lo hiciera?

Eso le valió una sonrisa torcida que se convirtió en una breve risa.
‒Sí, tienes derecho a eso, me temo. Me he estado revolcando en la
autocompasión, ¿no es así? Es una experiencia nueva y no puedo decir que me
guste.

Honor se inclinó y le besó la mejilla. Su barba de varios días le rascó los labios y
los hizo estremecerse. Giró su cabeza ligeramente y rozó su boca con la de ella.

‒Eres un tesoro.

La calidez de sus palabras impregnaba su cuerpo. Ella lo quería. ¿Se atrevió a


convertirse en su seductora otra vez? Sin pensarlo más, ella colocó su boca sobre
la suya y profundizó el beso. Él se apartó y la miró a los ojos durante lo que
parecieron horas.

Cuando habló, su sinceridad la asustó.

‒Honor, mi corazón, te necesito. Sé que no puedes amarme, pero te necesito


más que al aire que respiro.

‒Soy tuya ‒susurró Honor. En ese momento, la mujer sabía que nunca había
dicho palabras más ciertas que aquellas. Su cuerpo le pertenecía por ley y él podía
hacer lo que quisiera. Pero sabía que no necesitaba utilizar la ley.

El pavor se mezcló con júbilo cuando él la atrajo hacia sí y comenzó a trabajar


la magia que ella anhelaba.

Ella amaba a Alan de Strode. Allí estaba. En contra de su voluntad y en contra


de su mejor juicio, sin embargo, ella lo amaba. E incluso aunque su padre no
lograba apartarla de Alan, su propia perfidia con respecto a Tavish seguramente
destruiría cualquier rasgo de cariño que Alan hubiera desarrollado hacia ella.

Más engaños era la única respuesta.

Incluso cuando Honor devolvió las caricias de Alan y se entregó al placer que le
ofrecía, el remordimiento por su deliberada y continua deshonestidad pesaba
sobre su corazón.

Finalmente, se durmieron, se abrazaron como vides entrelazadas, saciadas y


contentas. Al menos por la noche.
Fuertes golpes en la puerta despertaron a Honor. Alan ya se había despertado
y estaba ocupado encendiendo la vela que se había apagado.

Rápidamente abrió la puerta, de pie en la abertura para protegerla de la vista.

Oyó que David el Joven, a quien Alan había elegido para guiar a su guardia,
hablaba sin aliento como si hubiera estado corriendo.

‒El ataque ha comenzado. Ram está en su lugar, Señor. Lo escabulleron al


amparo de la oscuridad. Acabamos de escucharlos.

‒¿Están los arqueros en el parapeto?

‒Sí, Señor.

‒¿Las cubas de aceite están preparadas?

‒Caliente como el infierno, Señor.

‒Ocupa tu puesto. Yo voy justo detrás de ti ‒Alan se envolvió el tartán en la


cintura, se abrochó el cinturón y se colgó el exceso de tela sobre el hombro
desnudo. Agarrando su espada, corrió descalzo detrás de David, gritando órdenes
mientras cruzaba el pasillo.

Honor se puso la bata, cogió las botas de Alan y corrió tras él.
Capítulo 12

Honor ignoró los guijarros y los talones de hierba pinchando sus propios pies
mientras llevaba las botas de Alan por el patio. Él no podía luchar descalzo.

A la luz de las antorchas blandidas por los recién llegados que corrían para
subir por la pared, divisó la gran forma de Alan subiendo los escalones cerca de las
puertas de entrada. Sin pensarlo, Honor se precipitó tras él.

El primer golpe del ariete sonó como un trueno. Se detuvo en seco y miró hacia
los portales a tiempo para ver vibrar la gruesa madera. Los gritos de batalla
resonaron en las colinas cercanas.

Agachó la cabeza y corrió hacia los escalones de la pared.

Alan gritó por encima del choque del ariete y los bramidos de ambos lados de
la pared.

‒Elegid objetivos. ¡No disparéis al azar!

Una flecha de ballesta pasó volando sobre su cabeza, se arqueó hacia abajo y
se clavó en la tierra. Honor se congeló, sorprendida por su roce con la muerte. ¡Los
hombres de su padre le dispararían!

‒¡Alan! ‒gritó. ‒¡Alan, baja!

Él se volvió. Honor supo el momento en que la vio. Los ojos verdes se


estrecharon con ira, gritó:

‒¡Regresa a la fortaleza, muchacha! ¡Prepárate para recibir a los heridos!

Cuando ella abrió la boca, Alan ahogó sus palabras con su orden.

‒¡Ve ahora o abriré las puertas a los malditos y dejaré que te lleven!
Ella dejó caer sus botas y corrió. ¡Nunca había visto a un hombre tan irritado!
¿Lo haría? ¿Sería capaz de entregarla? Nunca. No era más que la furia de la batalla
lo que lo hacía amenazarla.

Otra flecha de una ballesta aterrizó a unos centímetros de su pie. Ella saltó y
gritó. Con toda la prisa que pudo, subió los escalones de la entrada del pasillo y
cerró las puertas tras ella.

‒¡Dios mío, están locos, todos ellos! ‒dijo mientras Nan corría hacia ella.
‒Nunca pensé que llegaríamos a esto.

‒Por eso querías que tu esposo lo matara ‒le recordó Nan. ‒Venga, alimente al
niño y beba un poco de vino. Está muy nerviosa.

‒¡Muy bien! ‒acordó acaloradamente. ‒Nerviosa, asustada y estúpida. Reúne


sábanas. Tenemos que cuidar a los heridos. ¡Rápido!

Honor empujó a Nan hacia la cocina y se dirigió a la alcoba donde estaba


Christiana.

Por lo que pareció la mitad del día, los gritos y los golpes del ariete llenaron el
aire en Byelough. Incluso las robustas puertas de la fortaleza en sí eran una
barrera inadecuada para los sonidos horribles.

Abrieron las puertas para dejar entrar a los heridos, aunque después de todo
solo había cuatro. Cada vez que llamaban a la puerta, Honor se encogía de miedo
porque Alan podría estar entre los hombres derribados por flechas o pernos.

Cuando se hizo el silencio, todos detuvieron lo que estaban haciendo y se


miraron temerosos. En unos momentos, escuchó la voz de Alan.

‒Ya está, por ahora. Déjanos entrar.

Honor se apresuró a quitar la pesada barra y cayó en sus brazos cuando entró.
Alan la apretó una vez, luego rápidamente la hizo a un lado. Se dirigió hacia las
mesas donde yacían los heridos.

‒¿Cómo están? ‒le preguntó.


‒Dos con heridas en el hombro. Uno perdió una oreja. El viejo Hamish se llevó
la peor parte. Tiene una herida en el pecho. Creo que vivirá ‒dijo Honor. ‒¿Qué...
qué hay de los otros, los hombres de mi padre?

‒Peor que nosotros. Se llevaron lejos nueve o diez. Unos pocos quemados, tres
disparos, la mayoría heridos cuando las escaleras cayeron ‒él sonrió, todavía sin
mirarla.

‒¿Volverán? ‒preguntó ella, odiando lo débil que se había vuelto su voz.

‒Tan seguro como que el sol sale cada mañana. Pero creo que hoy no ‒se giró
rápidamente y salió al pasillo para volver con sus hombres.

Honor se frotó las mejillas, húmedas de sudor o lágrimas. El agotamiento hizo


que se sentara en el taburete más cercano y se sentó con los codos sobre las
rodillas.

‒¿Estás enferma? ‒preguntó Adam de Strode suavemente.

‒Sí ‒respondió, sin molestarse en mirar a su suegro. ‒Estoy harta de todo esto.
Nunca antes había presenciado una batalla.

‒¿Batalla? Diablos, hija, esto ha sido sólo un pequeño adelanto de que


sucederá mañana. Creo que solo los hemos enfurecido.

‒Tomarán Byelough, ¿verdad? ‒preguntó Honor, poniéndose de pie y


mirándolo directamente. ‒Debo ir a ver a mi padre y detener esta locura.

Él la tomó por los hombros y la sacudió suavemente.

‒Espera, mi niña. No será necesario hacer eso. Le dejas las cosas al viejo papá,
¿eh?

Ella se burló.

‒¿Y qué puedes hacer tú?

El viejo le sonrió. Se parecía tanto a la sonrisa de Alan que estuvo a punto de


llorar otra vez.

‒Lo que debería haber hecho ya. ¿Por qué no vas a descansar?
‒Buena idea ‒estuvo de acuerdo Janet mientras aparecía a su lado. ‒Ven,
vamos a ver a los pequeños. Si no les damos pronto de comer armaran el mayor
escándalo que habremos oído hoy.

Ella cogió el brazo de Adam contra sus pechos y le guiñó un ojo.

‒Espero que te hayas lavado antes de volver a verte, ¿eh?

Él se rió y se tocó la nariz.

‒Esa boca será tu perdición algún día, muchacha astuta.

‒Tal vez esta noche ‒arrulló sugestivamente.

Honor los dejó bromeando y fue a refrescarse y alimentar al bebé.

A pesar de su amor la noche anterior, Alan se había distanciado. ¿Le molestaba


ella por haber causado tantos problemas?

No hubo más ataques esa tarde. Alan se quedó afuera con los hombres,
preparando a Byelough para el asalto de mañana, suponía Honor.

La cena consistió en carne y pan seco, manzanas secas y trozos de queso. La


mayoría comía de pie alrededor del pasillo, escogiendo los platos que cubrían la
única mesa que no se utilizaba como cama para los heridos.

Los hombres se reunieron en grupos para discutir los planes de la mañana


siguiente y las mujeres permanecieron sumisas. Todos se retiraron temprano con
la expectativa de otro amanecer exactamente igual o peor que el que acababan de
soportar.

Alguien había comentado que el suministro de flechas y aceite hirviendo había


disminuido peligrosamente. Había sido rápidamente silenciado, pero no antes de
que Honor escuchara y adivinara exactamente lo que eso significaba. Mañana Lord
Hume tomaría Byelough Keep. Mañana, probablemente se convertiría en viuda a
menos que se rindiera.

Una vez que Alan y Honor estuvieron en la cama, ella dijo lo mismo.

‒No irás ‒dijo Alan, con la voz baja y ronca por gritar órdenes. ‒No te dejaré ir.
‒Debo hacerlo ‒insistió ella, suplicando a sus ojos permiso para detener la
pelea. ‒Para salvaros a ti y Christiana.

‒No ‒dijo Alan simplemente. ‒Si toman la fortaleza, tu sacerdote tiene órdenes
de esconderos a ti y a Kit en el pasadizo. Desviaré a Hume y sus hombres mientras
el Padre Dennis te lleva a las cuevas donde se esconden los aldeanos. Una vez que
regrese y sepa que Byelough ha sido tomado, Bruce vendrá. Debes permanecer
escondida hasta entonces. El rey te protegerá si yo... no puedo hacerlo.

Honor negó con la cabeza y agarró sus manos, desesperada por convencerlo de
que la dejara ir.

‒Mi padre te matará.

‒Todo el ejército de Edward intentó matarme, dulzura. Sin embargo, aquí


estoy.

Él dejó caer una de sus manos y pellizcó la vela junto a la cama. Llevó su otra
mano a sus labios.

‒Ve a dormir, Honor. No me atrevo a amarte esta noche, porque sería


demasiado feroz.

Honor apoyó la palma de su mano en su corazón hasta que sintió como se iba
quedando dormido. Se preguntó si alguna vez volvería a hacerlo.

Un golpe la despertó. ¡Si todavía no había amanecido! Alan saltó de la cama y


abrió la puerta. David el Joven estaba allí, su rostro brillaba de emoción.

‒¡Señor, han regresado!

‒¿Hume? ‒Alan se giró, casi derribando el candelabro al suelo en su rapidez


por vestirse.

‒No, Señor.

‒¿Entonces quién? ¿De vuelta de dónde?

‒El pasadizo, Señor. ¡Melior dijo que le llamara a toda prisa! ¡Lo han hecho!
‒David colocó la linterna en el soporte junto a la puerta y corrió hacia el pasillo.

Alan se puso una camisa y su tartán.


‒Quédate aquí hasta que vea qué sucede ‒ordenó a Honor.

Para cuando se había puesto la bata y había llegado al vestíbulo, Alan se había
detenido junto al grupo reunido alrededor de un bulto que había en el suelo. Su
suegro puso la punta de su bota bajo el cuerpo que había en el suelo y le dio la
vuelta.

‒Tu cumpleaños es la próxima semana ‒le dijo a Alan con voz satisfecha. ‒¡Te
he traído un regalo por adelantado!

‒Dios misericordioso, ¡Papá! ¡Es el mismo Hume! ‒Alan soltó una carcajada de
incredulidad. ‒¿Cómo...?

‒Bueno, fue idea de Melior. Nos vestimos así ‒dijo, pasando una mano por la
ropa de lana oscura que llevaba, ‒y nos dirigimos al bosque detrás de su
campamento. Simplemente esperamos hasta que la naturaleza hiciera su llamada.

‒Lo has matado ‒susurró Honor, sin afligimiento.

‒No, no, no ‒le aseguró Adam. ‒Solo le di un golpe en la cabeza. Pronto


recuperará el sentido, espero. Entonces, si podría morirse, pero de vergüenza.

Alan se rió de nuevo, esta vez con puro deleite.

‒Esto es demasiado bueno para ser verdad. ¡Dime que estoy despierto!

‒Estás despierto, o todos estamos soñando ‒dijo Honor. ‒¿Ahora qué vas a
hacer? ¿Matarlo?

Alan no le respondió; habló con David, el guardia.

‒Atadlo de forma segura y tiradlo en el pequeño almacén. Cierra la puerta y


guárdala con tu vida.

‒¿Por qué no en la mazmorra? ‒preguntó Honor. Dejar a su padre en un


profundo agujero oscuro excavado bajo el piso de la fortaleza parecía lo
suficientemente justo después de todo lo que había hecho.

‒Ya lo había pensado, pero quiero tenerlo cerca ‒dijo Alan.

‒¿Lo matarás entonces? ‒preguntó Honor, sin dejar de mirar a su padre


fascinada.
Alan la miró con curiosidad.

‒¿Te gustaría que lo hiciera?

Honor cubrió su boca con su mano para contener las palabras. Que Dios la
ayude, ella quería que lo derrotaran. Ella quería que lo golpearan profundamente.

Su mirada voló hacia la de Alan, luego hacia la de su padre. Ella le había


preguntado si lo matarían y ellos pensaron que ella quería que lo hicieran. ¿Qué
debían pensar de una hija que desearía tales cosas a su propio padre?

Sin decir una palabra más, se volvió y corrió hacia el dormitorio para enterrarse
en la cama. No diría nada más. Ni una sola palabra que pudiera condenarla ante
sus ojos. Ella había visto la censura, sintió su reproche.

Eran buenos hombres y amables. No entenderían cómo se sentía. Cómo la


había hecho sentir su padre una vez, el miedo que le tenía incluso ahora, mientras
yacía sin sentido en el suelo.

Ella había traído todo esto sobre la gente de Byelough, sobre Alan y su familia,
sobre Christiana y sobre ella misma.

Honor sabía que no podía echarle toda la culpa a su padre por lo que había
sucedido. Si ella hubiera jugado a la niña obediente, nadie habría sido herido este
día. Nadie estaría en peligro ahora, excepto ella misma.

Si tan solo ella hubiera hecho lo que debería...

Alan no fue tras ella. Honor necesitaba tiempo a solas esta noche, pensó. Ver a
su padre la había trastornado terriblemente y no sabía qué decir para cambiar eso
o tranquilizarla.

Hume la había golpeado y abusado de ella a lo largo de los años. Solo por eso,
Alan quería matarlo. Él podría hacerlo todavía.

‒Tener a Hume aquí es como tener al lobo sujeto por la garganta ‒le dijo a su
padre.

‒Mejor aquí que afuera, ¿no crees?


‒Sí, pero fue una locura lo que tú y Melior habéis hecho, papá. Podrías haber
sido capturado. Y si me negara a cambiar a su hija por mi padre, podría haberte
matado.

Su padre se rió y negó con la cabeza.

‒Nunca la hubieras cambiado por mí, ni lo habría esperado.

Alan se acostó junto al fuego y enrolló su manta a su alrededor.

‒Vete a la cama, papá. Nos ocuparemos de Hume por la mañana.

‒¿Dormirás aquí en el pasillo? ¿Qué hay de Honor? ¿La dejarás sola después de
lo que acaba de pasar? ─señaló hacia la puerta del dormitorio. ‒¿Qué va a pensar?

‒Ocúpate de tu esposa, viejo. Y yo me ocuparé de la mía ‒cerró los ojos y


despidió a su padre.

Antes de dormirse, se le ocurrió que Honor todavía podría intentar alguna


tontería. ¿Qué pasaría si ella intentara ver a su padre? Supongamos que tiene
alguna idea de ir a ver a los hombres de Hume para evitar otro ataque por la
mañana. Él no pensó que ella lo haría. Pero de todos modos, se levantó y se puso
atravesando el umbral de la puerta del dormitorio.

Justo antes del amanecer, Alan se levantó y fue a buscar a Hume al almacén. Lo
colocó en posición vertical y lo arrastró por las cocinas, subió las escaleras y
regresó al pasillo. Allí lo depositó en una de las dos sillas.

Alan se sentó en la esquina de la mesa más cercana, balanceando una pierna y


observando mientras su prisionero recobraba el sentido. Aquí había un escocés
que se había vuelto blando, pensó Alan. No podía consentir eso.

‒¿Dónde está mi hija? ‒preguntó Hume.

‒Diría que tienes mayores preocupaciones en este momento.

Hume lo miró y permaneció en silencio.

‒Vamos a hablar con tus hombres al amanecer ‒dijo Alan


conversacionalmente. ‒Y los mandarás de vuelta a Francia.

‒¿Y no me dejas ninguna posibilidad de rescate? ¡No estoy loco!


‒Eso es cuestión de opiniones y ciertamente, yo no opino así ‒dijo Alan. ‒Tus
acciones hasta ahora me hacen pensar que eres bastante tonto. ¿Quién sino un
mulo gastaría tanto esfuerzo para llevarse de vuelta a una hija que no quiere irse,
una bien casada, a una casa de la que huyó aterrorizada?

‒¡La muy ingrata me traicionó! ‒gritó Hume.

Alan lo golpeó en la cara, partiéndose el labio.

‒Ten cuidado con lo que dices, Hume. Tengo tu vida en mis manos.

‒No te atreverás a matarme. Mis hombres derribarán este lugar piedra por
piedra, quemarán lo que quede y te arrojarán sobre las brasas.

‒No puedo saber cómo podrían hacer eso, Hume. Nadie les recompensaría por
ello ‒respondió Alan. ‒Y te cortaré la garganta si el ariete de vuestros hombres
hace otra abolladura en mis puertas. En lugar de echar aceite hirviendo, la sangre
de tu propia vida se derramará sobre sus cabezas mientras te sostengo por los
talones. Lo haré, Hume, créeme. Nunca miento.

Hume gruñó con disgusto.

‒Entonces, ¿por qué estás con una muchacha que engaña cada vez que
respira? Me mintió, fingiendo aceptar mi acuerdo de matrimonio, ¡y también al
hombre al que la prometí! Probablemente también le mintió a Tavish Ellerby. De
lo contrario, no se habría casado con ella sin mi consentimiento. ¿Confías en una
mujer con una lengua tan falsa? ¿Por qué demonios la querrías?

Alan ladeó una ceja y fingió pensarlo.

‒¿Por qué demonios la quieres?

‒¡Te lo dije! Tengo planes para ella. El Conde de Trouville todavía espera
casarse con ella y yo...

‒No puede hacer eso. Está casada conmigo.

‒¡Necio! ¡Será viuda antes de marcharse de este lugar!

Alan sonrió.

‒Ah, tal vez, pero será huérfana primero.


Hume no dijo nada más y apartó su mirada de Alan. Se movió en su silla como
para sentirse más cómodo.

Un hormigueo en la nuca de Alan le dijo que alguien se acercaba por detrás.


Cuando se volvió, vio la cara pálida de Honor. Él extendió la mano y tomó la de su
esposa.

‒Vuelve a la cama, Honor.

Ella negó con la cabeza, sus ojos se centraron en su padre.

‒Aquí está la gata engañosa que viene a regodearse, ¿verdad? ‒Hume gruñó.
La sangre goteaba de su labio partido. ‒¿Eres feliz ahora?

Honor lo miró y luego a Alan.

‒¿Lo golpeaste?

‒Sí, lo hice ‒admitió Alan. ‒Aparentemente no lo suficientemente fuerte,


puesto que todavía puede hablar ‒él le sonrió y le acarició el dorso de la mano con
el pulgar. ‒¿Por qué no vas a ver al bebé?

Su mano se sacudió de la suya y voló a su boca mientras gemía.

‒¡Oh no!

‒¿Bebé? ‒graznó Hume. ‒¿Tienes un bebé? ¿De quién es?

‒Mío ‒respondió Alan suavemente. ‒Tenemos una hija ‒creyó ver un breve
destello de melancolía en los ojos del anciano. Sin duda un truco de la luz del
fuego, pero tal vez... No estaría de más saber lo suave que era Hume bajo esa
coraza.

Alan continuó:

‒Es una niña preciosa, muy parecida a su madre. Tienes una hermosa nieta,
Hume. ¿Te gustaría verla?

‒¡No! ¡Nunca! ‒gritó Honor y salió corriendo del pasillo hacia la alcoba donde
Kit dormía con Nan.
Los ojos de Hume la siguieron, con una mirada en su rostro que Alan encontró
ilegible.

‒Es el momento. Saldremos y esperaremos a tus hombres ‒dijo Alan. ‒Te


aconsejo que hagas exactamente lo que te diga; de lo contrario este será el último
amanecer que veas.

Honor observó desde detrás de la cortina cómo Alan y su padre salían del
pasillo. Unos momentos más tarde, Adam bajó la escalera y lo siguió. Los hombres
que pasaron la noche convalecientes en la sala debían haber salido antes. El único
hombre seriamente herido todavía dormía.

Su miedo dio paso a la curiosidad. ¿Qué haría Alan una vez que llegaran los
hombres de su padre? Pero había una pregunta más importante, ¿qué haría su
padre? ¿Exigiría que atacaran a pesar de poner en riesgo su vida? Honor tenía que
saberlo.

Cruzando el pasillo con determinación, Honor salió, bajó corriendo los


escalones y cruzó el patio. Se detuvo al pie de los peldaños y esperó.

El crujido de las ruedas sobre las que cabalgaba el ariete rompió el silencio
justo cuando el sol proyectaba sus primeros rayos en el amanecer gris-rosado.

‒¡Alto ahí! ‒gritó Alan en voz alta en francés. El crujido se detuvo. Alguien
abajo rugió el nombre de su padre.

‒Tenemos a tu Señor. Tiene órdenes para ti ‒estalló la voz de Alan en el


silencio.

Honor dio un paso atrás para poder ver lo que sucedía en el parapeto. Alan
sostenía a su padre con un largo cuchillo contra su garganta. El Padre Dennis
estaba cerca, aparentemente listo para recibir el cadáver.

Nuevamente Alan habló, esta vez en inglés.

‒¡Da la orden, Hume, o te mataré aquí y ahora!

Honor nunca había escuchado un tono tan escalofriante. Ni en el peor de los


casos, su padre había sonado tan amenazante como su marido. Aquí había un
hombre que ella no conocía en absoluto. Vicioso, frío y mortal. Aterrador.
¿Realmente ella había deseado a alguien así?

Su repentino cambio de idioma hizo que Honor supiera algo. Las palabras que
había hablado con los hombres de su padre no eran las frases rotas de un hombre
que habla una lengua extraña. Alan le había mentido. Su francés era perfecto.

‒¡Volved... volved a casa! ‒dijo el padre de Honor.

‒No sin nuestro pago, Señor. No tenemos oro para comprar nuestro pasaje de
vuelta.

El Padre Dennis se acercó a la pared y dejó caer un saco que tintineó cuando
golpeó el suelo.

‒Tomad ‒exigió Alan, nuevamente en su idioma.

Honor escuchó el zumbido de acaloradas conversaciones fuera de las paredes.


Entonces una voz profunda preguntó:

‒¿Y nuestro Señor Hume? ¿Permitirás que venga con nosotros?

Después de una conversación susurrada con el sacerdote, él respondió:

‒¡Se queda!

‒¿Tenemos tu palabra de que no le harás daño? ‒resonó la voz.

Un momento de vacilación dio paso a una breve consulta y luego, a su


respuesta.

‒Tienes mi palabra de que morirá si no se van antes del mediodía. Cuando esté
muerto, te lo puedes llevar.

La voz exigió algo.

‒Si nos vamos, ¿lo liberarás más tarde?

Alan permaneció en silencio, con su cuchillo firmemente debajo del mentón de


su padre. Honor deseaba poder ver más allá de la pared. ¿Se estaban yendo como
Alan había dicho?
El padre de Alan primero dejó el paseo de la pared. Cuando la vio de pie allí, la
tomó del brazo y la condujo por el patio hacia el pasillo.

‒Están huyendo ‒murmuró mientras caminaban.

Honor dijo lo primero que tenía en su mente.

‒Él habla francés.

Adam se volvió hacia ella, sorprendido.

‒¿Quién, Alan? Por supuesto que habla francés. Y latín y gaélico, también.
Incluso aprendió un poco de italiano de nuestro trovador. A mí siempre me gustó
el inglés, sin embargo. Nuestra sangre sajona, supongo ‒su pecho se hinchó de
orgullo.

Honor apretó los labios para contener una maldición. Lord Adam le abrió la
puerta y entraron al salón. Honor siguió caminando, con la cabeza gacha, sumida
en sus pensamientos. Cuando ella habló, trató de parecer despreocupada.

‒¿Todo eso lo logró a los siete años? Notable. Apostaría a que tampoco tenía
ningún problema con la lectura.

‒¡Ninguno en absoluto! Podía escribir y leer, aunque no teníamos muchos


libros para practicar. Yo mismo le enseñé.

‒Ya veo ‒dijo ella. ‒¿Me disculpas, Milord?

‒Papá. ¿Por qué no me llamas papá, como Alan? A menos que llames a tu
propio padre que... oh, lo siento. Por un momento lo olvidé... bueno, no importa.

‒Puedes hablar de él, por el amor de Dios. Él sigue siendo mi padre. Y con los
nombres que le he llamado yo le arderían las orejas ‒y dicho eso, lo dejó, entró en
su habitación y cerró la puerta detrás de ella.

Su enojo no conocía límites en ese momento. ¡Alan le había hecho picar el


anzuelo! ¡Sus propias mentiras no tenían importancia para él! Ahora sabía quién
había escrito esa carta para ordenarle que se casaran.

Ese mendigo diabólico probablemente nunca conoció a Tavish en absoluto.


Probablemente engañó a Tavish para que firmara ese papel y luego rellenó el
resto con mano temblorosa para disfrazar su propia escritura. Señor, ¿no podría
confiar en ningún hombre en este mundo?

¡Todo su parloteo sobre que nunca mentía y cómo la honestidad lo significaba


todo para él! Eso fue solo humo para cubrir sus propios trucos. Y pensar cómo él la
había embaucado con su simpatía. ¡Cómo su propia culpabilidad la había devorado
porque era tan condenadamente honesto!

Bueno, al menos no se atrevía a criticarla por las cosas que ella había hecho
cuando sus propias mentiras eran mucho peores. Ella solo había mentido para
escapar de un matrimonio no deseado. Él había mentido en aras de la codicia.
Quería Byelough Keep y lo había tomado con engaños.

Y ahora él la tenía en el bote. Pronto desearía haber encontrado a alguien más


que a Tavish Ellerby para estafar, se juró a sí misma. Aún no había adivinado hasta
donde podía llegar para defender sus propios intereses.
Capítulo 13

Alan acompañó a Hume a la torre del homenaje. Nadie habló cuando entraron
al salón.

Lady Janet estaba sentada frente al fuego sosteniendo al joven Richard, que
estaba envuelto en una manta. Hume aflojó el paso para mirar a la mujer y al niño
con abierta curiosidad. Debió calcular la edad del niño y decidió que era
demasiado mayor para ser de Honor, porque parecía decepcionado.

Alan le dio un empujón que lo mandó a la cocina y al depósito de su prisión.

‒No volveré a atarte, pero te quedarás aquí ‒dijo Alan, haciéndole entrar.
Retiró su daga del cuello y cortó las cuerdas de las muñecas de Hume.

El hombre se erizó cuando se frotó los verdugones rojos en sus brazos.

‒No soportaré esto, Strode. Seguramente, incluso tú sabes que a los nobles se
les permite la libertad dentro de las murallas, siempre y cuando aseguren que no
intentarán escapar. ¿No aceptarás mi palabra?

‒No aceptaría ni una costra de pan que me ofrecieras aunque me estuviera


muriendo de hambre ‒respondió Alan. ‒Piensa en cómo debió haberse sentido tu
hija cuando la encerraste. Con las ratas por toda compañía ‒miró fijamente al
hombre y levantó una ceja. ‒Y el miedo que debió pasar con cada paliza con que la
amenazaste.

Hume se irguió y arrojó su cofre.

‒¡No te atreverías a azotarme!

Alan esbozó su sonrisa más malvada.

‒¡P... pero eso es inconcebible! ‒balbuceó, ‒Azotar a un hombre indefenso


es...
‒No es tan malo como golpear a una chica indefensa, ¿verdad? Medita en tu
crueldad hacia ella, Hume. Lamentarás el último día que le pusiste la mano
encima.

Con esa advertencia, Alan cerró la puerta y la atornilló. Sonrió ante la corriente
de maldiciones que sonaba claramente a través del robusto panel de roble.

Por el momento, había hablado con Hume. Le había dado deliberadamente al


hombre una idea equivocada sobre su destino solo para que se preocupara. No
había mentido, exactamente, pero había estado lo suficientemente cerca. Alan no
sintió culpa por eso, sorprendentemente.

Él se preguntó que hacer realmente con ese hombre. Si lo rechazaba, Hume


solo reuniría sus fuerzas y atacaría de nuevo, esta vez más duro y con pleno
conocimiento de la entrada secreta y la escasez de hombres de combate en
Byelough.

Si matara o incluso venciera a Hume, podría haber repercusiones. Según tenía


entendido, Hume proporcionó información sobre el funcionamiento de la corte
francesa a Bruce. Alan dudaba que el rey Rob apreciara la pérdida de los servicios
de Hume.

Lo único que Alan podía hacer era detenerlo hasta que Bruce regresara de
Inglaterra y pudiera resolver las cosas. Después de todo, Alan y Honor se habían
casado bajo las directrices de Bruce. Seguramente por órdenes del Rey de Escocia,
Hume volvería a Francia y los dejaría en paz. Seguía siendo escocés, después de
todo y estaba sujeto a obedecer a su soberano.

Durante el resto del día, Alan entrenó a sus tropas triunfantes, se ocupó de las
tiendas restantes y planificó cómo iba a reconstruir la aldea.

Retrasó la confrontación con Honor porque temía oír lo que ella podría pedirle
que hiciera a Hume. ¿Querría que lo ejecutara? Lamentablemente, ninguna ley
que él conociera aplicaba tal castigo. Aunque debería, el maltrato a una hija no
tenía consecuencias nefastas.
La idea de que Honor realmente deseara la muerte de Hume hizo que Alan se
detuviera. ¿Cómo podía una alma tan dulce como ella, en todos los demás
aspectos, desear la muerte de su propio padre?

Una vez había odiado a su propio padre por destruir la confianza de un niño de
siete años, pero lo amaba, no obstante, simplemente porque le había dado la vida.

Honor quería una retribución por sus heridas, pero Alan dudaba de poder
soportar la culpa que le sobrevino una vez que lo hubiera llevado a cabo. Lo que
sea que Hume le hiciera, él era el único padre que ella tenía.

Alan se consideraba más decisivo que la mayoría, pero no se le ocurría una


solución inmediata a sus propios deseos contrarios a los de Honor.

*****

La esposa de Alan permaneció en su habitación todo el día, paseándose con


rabia y ensayando la diatriba que planeaba infligir a su marido por su venalidad:
intentó y descartó numerosas alternativas.

Su primer pensamiento, un ataque directo a su persona con un arma


contundente, ciertamente no funcionaría. Tampoco las verjas y el crujir de
dientes. Él probablemente se reiría de cualquiera de las tácticas. Llorar y hacerle
sentir culpable tenía posibilidades. Las lágrimas lo deshicieron otras veces. A
menos que esa reacción fuera simplemente un pretexto de compasión.

Lo único que le preocupaba de Alan de Strode era su deseo por ella. Los
hombres no pueden fingir sobre eso. Pero negarle su cuerpo probaría ser un
esfuerzo menos que inútil. Simplemente podría tomarla por la fuerza.

De repente, Honor supo lo que haría. Su respuesta a los encantos de su marido


y su afecto aumentaban el placer del hombre. De eso no tenía duda. Pues no los
tendría. Alan encontraría una cama fría esta noche y todas las demás, una amante
rígida e inflexible que solo ofrecería desprecio por sus esfuerzos. Su ira
seguramente apagaría cualquier sentimiento de deseo de su parte.
La decisión aumentó su ánimo y le dio al menos una pequeña sensación de
control sobre su vida. Si había algo que odiaba, era la idea de que un hombre,
cualquier hombre, pudiera asumir todo el poder sobre ella. ¿Cómo podría haberlo
olvidado, incluso por un momento?

Ella le haría saber que sabía que la había engañado. Si él entendía el francés
tan bien, entonces ella le daría algo para entender. Nada podría detenerla. No
podría reprenderla por sus acusaciones e insultos sin admitir que conocía el
idioma. Y eso solo demostraría la verdad de su perfidia. El mentiroso. Deseaba
saber cómo maldecir en latín, porque eso le daría el doble de placer.

¿Qué tenía que perder? Alan ya había hecho lo que ella quería. Había
entrenado a sus hombres para defender la fortaleza, aunque eran pocos. Gracias a
que hizo padrino de su hija a Ian Gray, Honor ya no estaba en peligro de ser
secuestrada por su primo. Y Alan había vuelto a su padre inofensivo.

Su única otra preocupación, el Conde de Trouville, ni siquiera sabía dónde


estaba. Honor estaba segura de que su padre no lo había involucrado de ninguna
manera o el Conde estaría aquí ahora, exigiendo su venganza.

Cuando pensaba en las cosas en ese sentido, sus maquinaciones habían


demostrado ser bastante exitosas hasta el momento. Ella tenía lo que quería.
Seguridad y control.

Podía lidiar con el pequeño problema de engañar a un marido que la había


engañado primero. Al menos no recurriría a la crueldad. Incluso mientras pensaba
eso, la imagen de Alan sosteniendo un cuchillo en la garganta de su padre, su voz
llena de amenazas mortales venenosas, la hizo temblar. Y Alan también lo había
golpeado, recordó. Mientras estaba atado.

Ella se liberó de los reparos y tomó aliento. Alan nunca la golpearía. Él nunca la
encerraría. Su corazón latió más rápido. Pero ¿no había amenazado con hacer
exactamente eso cuando pensó que ella podría abandonar la fortaleza y rendirse?

Bueno, ya se preocuparía de eso si él volviera su mezquindad hacia ella. Ella


encontraría una manera. Si hubiera burlado a lord Hume, el rey de los golpes y el
maestro de la intimidación, ciertamente podría manejar a un ignorante; ahora
sabía que no era analfabeto, pero sí ignorante.
Alan esperó hasta que todos estuvieran acostados para acercarse al
dormitorio. Había retrasado esto el mayor tiempo posible. Su esposa no había
aparecido en el salón para la cena. Tampoco había tomado ni un bocado de la
comida que Nan le había llevado. Solo entonces realmente comenzó a
preocuparse.

Obviamente, se sentía más traicionada por los acontecimientos de la mañana


de lo que había pensado. ¿Temía por la vida de su padre? ¿O estaba allí planeando
cómo celebrar su muerte?

Alan descubrió que sabía poco de la mente de la mujer cuando creía conocerla
tan bien como la suya. Una mujer era un acertijo que ningún hombre debería
intentar averiguar.

Estaba tumbada, cubierta hasta las orejas, con el cabello recogido sobre la
almohada como un satén retorcido. La subida y caída desiguales de la colcha le
dijeron que no había dormido.

‒Honor, ¿estás bien?

‒No ‒respondió y siguió con una ráfaga de francés demasiado rápido para que
él lo comprendiera. Su voz sonaba ronca como si estuviera enferma. O como si
acabara de haber estado llorando. Pobrecilla.

No le pidió que repitiera lo que ella había dicho, ya que no parecía una
pregunta. Él rápidamente se desnudó y se deslizó en la cama junto a ella.
Rodeándola con un brazo, la atrajo hacia sí y respiró su gloriosa fragancia. Se
mantuvo rígida y su cuerpo tembló cuando deslizó una mano por su cintura.

‒Duerme, dulzura ‒dijo. ‒Estoy demasiado cansado para amarte esta noche.

Otra exposición ininteligible, casi enojada, precedió a un fuerte suspiro. Luego


ella apartó su mano, se giró sobre su estómago, todavía mirando hacia otro lado y
se quedó en silencio.

Era una lástima que no pueda tener al Padre Dennis cerca para interpretar y
responder. Pobre Honor, debía estar tan sobrecargada que no podía pensar sino
en su lengua materna. Bueno, simplemente debería dejarla descansar esta noche
y no molestarla más.
‒Bonne nuit ‒murmuró, pensando en calmarla con una de las pocas frases en
francés que sabía. Ignoró su gemido exasperado, atribuyéndolo a su continuo
deseo de soledad. Sin embargo, volver a dormir en el suelo una vez más no le
atraía, así que simplemente cerró los ojos, se escurrió de un lugar cómodo y se
durmió.

Mientras despertaba, el amanecer ofrecía un débil resplandor a través de las


ventanas con visillos de hule y se dio cuenta de que Honor no estaba. Alan se
levantó sin prisa y se puso una camisa limpia y su tartán. Pasó una cantidad
desorbitada de tiempo trabajando sus botas de cuero para suavizar la rigidez
causada por la niebla de ayer. Se puso un grueso manguito de lana en cada pierna,
las botas ligeramente húmedas y se ajustó los cordones alrededor de las
pantorrillas.

Tras tomarse todo ese tiempo y tardar más del doble de lo habitual en vestirse,
se preguntó dónde estaría Honor. ¿Una buena noche de descanso había traído de
vuelta su dulzura? ¿O su humor se había vuelto más oscuro, incluso más
preocupado? ¿Qué debía hacer él para tranquilizarla si era así?

Lleno de preguntas para las cuales no tenía respuestas, Alan entró al salón para
desayunar.

Honor estaba sentada a la mesa conversando con el Padre Dennis. Él se sentó,


notando que su esposa ni siquiera lo saludaba. No quería tratar el asunto mientras
estuviera el sacerdote ni tampoco interrumpirlos, así que se bebió una taza llena
de cerveza y cogió una porción de pan y queso.

Cuando terminó y su esposa todavía no le prestaba atención, se volvió hacia


ella mientras se levantaba de la silla. Le hizo una reverencia superficial y habló tan
formalmente como sabía.

‒Te deseo una buena mañana, entonces; me voy.

Ella le lanzó una mirada, con los ojos entrecerrados y algo helada. Obtuvo su
asentimiento, pero nada más que eso.
Alan le indicó al sacerdote que lo siguiera. Él llegaría al fondo de esto. Tan
pronto como llegaron a los escalones que conducían al patio, se detuvo y se volvió
para poner una mano sobre el brazo del Padre Dennis.

‒¿Qué le ocurre a Milady?

Las cejas del Sacerdote volaron con una expresión de inocencia.

‒¿Lady Honor? Por lo que yo sé, nada, Señor. Ella parecía estar bien ahora. Un
poco excitable, lo admito. Gritaba más de lo habitual, ahora que lo pienso.

‒¿Sobre qué? ‒preguntó Alan ansiosamente.

Ella está preocupada por los aldeanos y el próximo invierno. Por reconstruir la
aldea. Justo como debería.

‒Sí ‒aceptó Alan, ‒pero hay algo más. Actúa como si estuviera enojada.

‒¿Y no tiene motivos? ‒preguntó el Padre Dennis razonablemente. ─Nuestra


gente enfrenta un momento difícil si no podemos reemplazar las tiendas que
perdieron y poner un techo sobre cada cabeza antes de que el clima cambie.

Alan asintió y suspiró, mirando hacia las colinas. Dio una palmada en la espalda
al buen Padre y fue a reunir a los hombres. No tenía sentido perder el día
preguntándose por los gritos de una mujer cuando tenía trabajo que hacer.
Probablemente el sacerdote tenía razón de todos modos. ¿Qué Dama no estaría
molesta en tal circunstancia?

El día siguiente y el siguiente no cambiaron la actitud de Honor. Alan compartió


ambas noches con ella una habitación silenciosa. Cada vez que tocaba a Honor,
ella se alejaba y pronunciaba una breve ráfaga de francés.

Cuando despertaba en una cama vacía y se unía a su compañía, Honor


inmediatamente se marchaba, aparentemente para atender al bebé o hablar con
el personal de la cocina. Ninguna vez se encontró con su mirada inquisitiva o su
respuesta en otra cosa que no fuera su lengua materna.

Sabía que debería dejarla en paz. Acercarse a una mujer en un estado de ánimo
como ese significaba una catástrofe para cualquier hombre con buen criterio. Pero
maldita sea, él era su esposo. Lo que había sucedido en Byelough debería unir a un
hombre y a su esposa, no separarlos. Alan la necesitaba y sospechaba que ella
también necesitaba su consuelo.

Ella estaba tan diferente... Esta noche, se prometió a sí mismo, llegaría a la raíz
del asunto, tomaría sus derechos y recuperaría a su dulce y gentil Honor.

*****

Honor oyó sus botas de suela pesada fuera del dormitorio y fingió que estaba
dormida. No sabía cuánto tiempo podría mantener esta farsa. Hasta el momento,
él había mostrado más paciencia de lo que ella esperaba. ¿Simplemente seguiría
evitándola? Él había permanecido en silencio, fingiendo que no la entendía, sin
darle ninguna respuesta a sus reproches acerca de su engaño. Honor decidió que
Alan no tenía intención de explicarle nada. Debía pensar que los hombres estaban
por encima de todas las reglas del comportamiento justo.

¿Aún no se había dado cuenta de que ella lo estaba castigando por sus
fechorías? Honor quería que él lo supiera, por todos los santos. Ella quería que él
sufriera con la pérdida de su afecto, no que actuara como si eso no significara
nada.

Ella casi habría preferido que la golpeara antes de ignorarla de ese modo. Casi.
Su fuerte y frustrado suspiro la delató.

‒No duermes ‒le dijo. ‒¿Por qué finges?

‒No deseo hablar contigo ‒respondió en francés.

‒Bueno, di algo que pueda entender, por dios. En inglés, escocés, ¡por favor!
‒dijo. ‒¡Ya es suficiente!

‒¡Oh, no, no es suficiente! ‒dijo, dejando de hablar en francés y poniéndose de


rodillas en la cama para enfrentarse a él. Honor quería que todo estuviera claro
entre ellos, ocurriera lo que ocurriera.

¿Quería entender qué ocurría? Ella se lo diría.


‒Eres una mentira, despreciable. Patán, ¡Strode! ¡Vienes aquí diciendo que
debo cumplir el último deseo de Tavish antes de morir! ‒ella torció los labios en
un gruñido. ‒¡Un truco sucio es lo que era eso! Lo escribiste tú mismo. Me
engañaste para casarte conmigo. ¡Me engañaste para quedarte con todo lo que he
ganado con mi trabajo!

Alan parecía aturdido.

‒Has perdido la razón ‒susurró, sacudiendo la cabeza con la sorpresa. ‒¿Qué


demonios te hace decir eso?

‒Ah, olvídate de tu acento, ¿quieres? Se lo que eres, estúpido salvaje! ¡Maldito


asesino! Mataste a Tavish, ¿verdad? ¡Lo mataste para quedarte con todo lo que él
tenía!

Respiró aterrorizada cuando él se acercó a la cama, la agarró del brazo y la


sacudió. ¡Alan iba a pegarle! Qué barbaridad había sido provocarlo así. ¿En qué
estaba pensando? En el fondo de su alma sabía que no había matado a Tavish. Lo
engañó y le robó la carta, seguramente, pero nunca asesinó a su difunto marido.
¿Por qué, en el nombre de Dios había dicho algo tan tonto?

Su voz sonó baja y chirriante.

‒Si pensara que realmente crees todo eso, esposa, me gustaría salir de este
lugar esta noche, con lo que traía cuando vine y no mirar hacia atrás ‒él la miró
directamente a los ojos, sin pestañear. ‒Y lo haré.

‒Vete, entonces ‒murmuró, temiendo volver a alzar la voz y que él pudiera


romperle el brazo con su enorme mano.

‒No puedo. Bruce desea que viva aquí, incluso si a ti no te gusta. Incluso si a
ambos no nos gusta. ¿Qué demonios se te ha metido en la cabeza, Honor, para
acusarme de tales cosas? Yo no maté a tu esposo. Él era un amigo de mi juventud
y yo lo quería. No le deseaba ningún mal. Como caballero y hombre, lo admiré más
que nadie.

‒¡Querías lo que era suyo! ‒se atrevió a decir en voz baja.

‒Sí, Tav fue bendecido y admito que envidié lo que tenía. Pero nunca pensé
tenerlo hasta que él me lo impuso ‒su agarre se redujo. Giró su cabeza a un lado y
exhaló un largo suspiro. ‒Maldita sea. Fue Tavish quien nos puso en esta situación,
no yo.

‒¡Mentiroso! ‒dijo Honor, furiosa, sin importarle que eso lo enfadase más.
Deja que él haga lo peor, pensó imprudentemente. ‒¡Escribiste esa carta con la
misma seguridad con la que yo modifiqué mis documentos de matrimonio! ¡No te
lo niegues, Alan, no te atrevas!

Él la miró como si a Honor le hubieran crecido cuernos.

‒¿Es cierto que hiciste eso, entonces? ¿Falsificaste el acuerdo?

‒Sí, lo hice por el bien de todos ‒admitió con vehemencia. ‒Pero tú... lo hiciste
por avaricia, simple y llanamente. ¡Avaricia y lujuria por lo que Tavish poseía y tú
no!

‒Tanto lo amabas... ‒afirmó Alan.

‒¡Tenía miedo de mi padre! ‒gritó. ‒¡Tavish significaba protección! ¡Escapar!


Temí por mi vida y corrí tan rápido como pude hacia el único hombre que me trató
con bondad.

‒¿Nunca amaste a Tav? ‒preguntó Alan. Se mantuvo muy quieto mientras


hablaba, con su mano flotando cerca de su brazo. ‒¿Nunca?

Honor se echó hacia atrás contra la cabecera, mirando a todos lados menos a
esos acusadores ojos verdes que se cernían sobre ella.

‒Me... me importó mucho.

‒¿Pero lo amaste?

‒¡Engendró a mi hija! ¡Se preocupó por mí! ¡Y yo cuidé de él!

Él la agarró de los dos brazos y la sacudió con firmeza.

‒Respóndeme, Honor. Con Dios por testigo. ¿Alguna vez lo amaste de verdad?

Ella bajó la barbilla hacia su pecho, abrumada por el dolor y la culpa.

‒No ‒admitió en un susurro roto. ‒Yo quería amarlo y hubiera... con tiempo, lo
hubiera hecho.
Alan la soltó con un empujón, giró sobre sus talones y abandonó el dormitorio
sin decir una palabra más. Honor se acurrucó contra las almohadas, tiró de las
sábanas y lloró.

¿Cómo se había descontrolado todo de esa manera? Él era el villano y la hacía


parecer peor que él. Ella enterró su cara, en la ropa. Pero ella era una villana,
tanto como Alan de Strode. Toda la ira de Honor, era solo un medio de distribuir la
culpa que ella sola no podía soportar. La vergüenza corrió a través de ella, un río
feo en sus venas que llevaba oleadas de dolor a su corazón.

Ella nunca podría perdonarse a sí misma. Pero tampoco perdonaría a Alan. Ese
bribón odioso Al menos ella no había alardeado de verdad y honestidad en cada
momento mientras se burlaba de él. Al menos, ella no era hipócrita. Alan sí lo era.

En su dolor, Alan buscó la soledad. En Byelough era imposible de encontrar, así


que ensilló su caballo, ordenó al guardia que abriera la puerta y salió.

El aire fresco de la noche intensificó sus sentidos, bombardeándolo con el


aroma del brezo húmedo y el silencio solitario de las colinas dormidas.

El sabor amargo de la decepción yacía espeso en su lengua. No reconocía a esa


mujer engañosa y cáustica del dormitorio con la dulce y perfecta Dama con la que
se había casado. ¿Cómo pudo haberle juzgado tan mal? Ella había herido
gravemente su orgullo y le había roto el corazón.

Todo este tiempo, él había imaginado su pureza de corazón, su rara habilidad


para amar sin reservas. Lo que era aún peor, Tavish lo había imaginado también. El
pobre hombre había muerto creyéndose un esposo querido. Alan casi lo envidiaba
por eso. Por el momento, deseó no haber descubierto la negrura en su alma, esa
negrura que hubiera defendido hasta la muerte con tal de que permaneciera
oculta.

Con una dureza que rara vez empleaba, Alan pateó a su caballo a la carrera y
corrió por el valle. A través del estrecho paso tronaron y entraron en el siguiente
valle abierto hacia el lugar de descanso de Tavish. Resoplando, la montura redujo
la marcha obedientemente hasta convertir el trote en un paseo entre aguas
apresuradas y la tumba. Alan se soltó de sus estribos, giró su pierna derecha y se
deslizó al suelo.
Enojado, recogió una roca del tamaño de un puño y la colocó sobre la creciente
pila de piedras y murmuró una oración mecánica como era costumbre.

Hecho eso, se paseó de un lado a otro delante del montón de piedras.

‒Eres un diablo afortunado ‒murmuró. ‒¡Quiero que lo sepas! ‒Alan pateó una
roca suelta, enviándola hasta la pila colocada allí por otros que habían pasado por
el lugar o habían venido allí con ese propósito.

La ira aumentó con cada paso.

‒Pensaste que ella te amaba, te quería, te echaba de menos, ¿verdad?.


Criaturas frágiles, intrigantes y entrometidas, esas mujeres.

Alan se puso a arrojar piedras al agua. De repente, toda la energía que tenía lo
abandonó y se dejó caer en la orilla.

Entonces se levantó, arrojó una última roca a las aguas revueltas y se volvió
hacia su caballo. Su ira y desilusión no habían disminuido en lo más mínimo, pero
ahora ardían en su pecho, probablemente estallando en una furiosa conflagración.

Hubiera sido mejor que esa mujer no le hubiera dado la razón. Engañó a Tav,
siendo dulce con él. Tal vez su padre no tuvo más remedio que golpearla para
tratar de curar su deshonestidad.

Entonces Alan se encogió por dentro al pensarlo. En su imaginación, imaginó a


Hume con una vara y a Honor encogida contra la pared y sus suaves ojos grises
abiertos de miedo.

‒No, eso nunca.

Pero él no la perdonaría. No por la mentira que había vivido con Tavish, decidió
Alan firmemente. Y allí estaba ella acusándolo de mentiras. Ella solo había fingido
creerle la primera vez que vino aquí. Ahora ella lo llamaba mentiroso. Y eso, para
Alan, era el peor de los insultos.

La mujer se burló del honor como el nombre con el que había sido bautizada y
no excusaría eso bajo ninguna circunstancia.
Su corazón se llenó de ira y desesperación mientras regresaba lentamente a
Byelough. Imaginó el futuro extendido ante él, largos años llenos de la amargura
de la duda y la sospecha.

Cuando pasó frente a la cabaña de la anciana, donde había ayudado a nacer


con Kit, su hija de corazón, Alan suspiró. Ese era otro asunto del que preocuparse.
No podía permitir que Honor manchara a la niña. Ella podría enseñar a Kit a
mentir. Pero ¿cómo podría arrebatar un bebé de su madre, especialmente esta
niña a quien Honor tenía cariño?

No tenía por qué resolver ese tema hoy mismo. Pero ¿por qué no decirle a
Honor sus pensamientos al respecto? Sí, habría un castigo para pagar su fechoría.
Sería su justo castigo por su perversa maldad.

*****

‒¡No! ‒gritó Honor, cubriendo su rostro con manos temblorosas. ‒Oh, no, por
favor, Alan. ¡Por favor, te ruego que no lo hagas! ‒se dejó caer en el suelo,
llorando.

‒La tendrás hasta que ella no te necesite más ‒le aseguró con los dientes
apretados. ‒Solo espero que Kit no necesite tu leche durante mucho tiempo.
Considera el privilegio de que no contrate una nodriza. Y, afortunadamente, no
tendrás más hijos y yo tampoco.

‒¡Bestia! ‒gritó, golpeando el suelo con los puños hasta que Alan creyó que iba
a romperse algún hueso. Pero se mantuvo erguido, mirándola con todo el desdén
que pudo reunir. ‒¡Eres una bestia! ‒repitió con un gemido lleno de lágrimas. ‒¡Y
te odio!

‒Sí ‒admitió. ‒Ahora estás diciendo la verdad, esposa. ¿Cómo sabe eso en tu
boca, eh? Apostaría a que tiene un sabor que no conoces. Lo mejor es
acostumbrarse a él, porque si te atrapo en otra falsedad, por pequeña que sea,
puedes estar segura de que no habrá nadie a tu alrededor para escucharte. Ni tu
hija, ni tus doncellas... nadie.
La dejó acurrucada en medio de la habitación, con esos violentos temblores de
su sollozo desgarrando su cordura. Que Dios lo ayude; no debe ceder en esto. Era
su único recurso para hacerle entender lo incorrecto de lo que había hecho. Su
única esperanza de redimirse a sí misma al aferrarse a la verdad en el más allá. Las
lágrimas empañaron su visión cuando reprimió firmemente un deseo de regresar y
ofrecer consuelo. No debía hacerlo.

Honor se levantó después de un rato con las piernas pesándole como si fueran
de plomo. Se lavó la cara, se arregló el vestido y repuso sus trenzas. Con la cabeza
en alto, caminó lentamente hacia el pasillo y hacia la chimenea donde Nan estaba
sentada balanceando a Christiana de un lado a otro.

‒Dámela ‒dijo en voz baja.

‒Está dormida, Milady. Todavía no es hora de comer ‒respondió Nan con una
sonrisa.

Honor se inclinó y tomó a su hija de la criada sin decir una palabra más. Luego
paseo sin rumbo fijo por unos momentos antes de tomar un camino sinuoso hacia
las escaleras de la cocina.

El guardia, David, estaba sentado en un taburete de tres patas entre el almacén


donde su padre estaba encarcelado y el túnel. Una rápida mirada alrededor reveló
que no había nadie más que el chico, que ociosamente giraba un trozo de carne
sobre el fuego.

‒David ‒dijo ella, ‒¿podrías ir y mostrarle a ese muchacho la manera correcta


de hacerlo? Quemará nuestra cena si continúa así.

El guardia asintió y sonrió mientras se levantaba para cumplir sus órdenes.


Honor se deslizó rápidamente por la puerta cuando él no estaba mirando y colocó
al bebé dormido sobre un saco de grano. Sacó otra bolsa de la abertura hacia el
túnel de escape y luego recuperó a Christiana.

La niña se despertó y parpadeó cuando Honor la abrazó con demasiada fiereza.

‒Encontraré un hogar, cariño, no tengas miedo. Ningún Highlander ladrón de


ovejas te alejará de mí, mi corderito. ¡Nunca, mientras viva!
Una vez en el túnel, Honor corrió a través de la oscuridad absoluta, arrastrando
su mano libre a lo largo de las húmedas paredes de piedra, sintiendo crujidos de
cascotes sueltos bajo sus pies. No sentía miedo ni por la oscuridad ni por lo que le
esperaba. No podía presagiar nada peor que lo que había dejado atrás.
Capítulo 14

Alan luchó con su conciencia todo el día. Ladró órdenes más bruscamente de lo
que su tío Angus alguna vez había hecho con él. Observó a sus tropas, aldeanos y
campesinos, que no estaban acostumbrados a una severa lucha de señores, para
mantener el coraje frente a su furia mientras los ponía a prueba. Los llamaba
debiluchos.

Lo avergonzaron con su alegre aceptación de sus burlas y sus dobles esfuerzos


por complacerlo. Pero esa vergüenza no reflejaba el auto reproche al que ya
estaba sometido.

Una y otra vez se aseguró a sí mismo que no tenía otra opción en el asunto de
Honor. Ella merecía llorar. Ella merecía preocuparse. ¿Por qué, entonces, dudaba
de lo que había hecho?

Había prometido llevarse a su hija, su pequeña Kit, a quien amaba más que a su
propia vida. Amarga justicia, concluyó. Honor debería haberlo tenido en cuenta las
consecuencias de sus actos. ¿Acaso Tavish no habría hecho lo mismo si le hubiera
confesado sus mentiras?

No, ni en diez mil años, respondió su voz interior.

‒Diablos ‒maldijo Alan en voz baja. Miró hacia arriba y se dio cuenta de que los
hombres se tambaleaban de cansancio porque había olvidado por completo
detener la práctica de la espada. Arrastraban sus armas de madera en la tierra,
luego las levantaban con embestidas lentas. El sudor corría por sus caras.

‒¡Descansad! ‒gritó. Y contritamente agregó, ‒¡Bien hecho, muchachos!


‒esperó hasta que se dispersaron y luego se dirigió lentamente hacia la fortaleza.

Honor no había aparecido para la comida del mediodía. Nada extraño, pensó.
Ella seguramente sentía gran vergüenza ahora que sabía que era una mentirosa. Y
probablemente temía, también, que le quitara al bebé demasiado pronto.
Quizás debería decirle ahora que esperaría un año para hacerlo. O dos. Kit la
necesitaría todo ese tiempo, seguramente. Quizás tres años. Los bebés
prosperaron mejor con sus propias mamás; estaba seguro de eso. Tres años no era
una edad tan avanzada, cuatro podría ser mejor. Quién sabe, para ese momento,
Honor bien podría haber aprendido el valor de la verdad.

La gente podía cambiar. Él lo había hecho y bien rápido. Honor podría ser
diferente si lo intentara. Seguramente ella lo haría, dada la alternativa.

Iría y le diría a Honor eso ahora mismo, para que no estuviera llorando todo el
día. Él le daría un objetivo para trabajar y ella sería más feliz, sabiendo la
recompensa que le esperaba.

Alan odiaba pensar lo mucho que deseaba verla sonreír otra vez. Dirigiéndose a
él sería una sonrisa falsa. Se maldijo a sí mismo por desearlo de todos modos. Tal
vez con el tiempo, podría ser verdadera.

‒Sir Alan ‒gritó Nanette al otro lado del pasillo cuando él entró. ‒Debo hablar
con usted! ¡Ahora!

‒Espera, muchacha ‒Alan continuó caminando hacia el dormitorio. ‒Tengo


asuntos urgentes que tratar con su Señora.

‒¡Oh, pero ella no está aquí! ¡Eso es lo que iba a decirle!

‒¿Qué quieres decir con que no está aquí? ‒preguntó Alan, con su mirada
corriendo de aquí para allá. Todos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y lo
miraron con recelo. Nan miró hacia las escaleras que conducían a las cocinas y
hacia las celdas de abajo.

‒¿Dónde está? ‒luego suspiró fuerte y largo con los labios apretados por la
frustración. ‒Apuesto a que se ha encerrado en una celda, como la de Hume.
Escogiendo su propio castigo para que ceda y no tome...

‒¡No, no lo ha hecho! ‒se quejó Nan mientras tiraba de su manga. ‒¡Se llevó a
Christiana y se fue!

Miró fijamente a la escuálida mujer. Sus ojos oscuros eran como calderos de
brea, turbulentos por la preocupación.
‒¿Se ha ido? ¿Dónde, mujer? ¿A dónde fue? ‒exigió Alan.

Nanette soltó su manga y se retorció las manos. Sus ojos se fijaron en sus
suaves garras blancas, asombrado de que ella se hubiera atrevido a tocarlo.
¿Había conspirado para esconder a Honor y Kit lejos, en algún lugar fuera de su
alcance? Él la estudió con su mirada más temible. ¿Todas las mujeres francesas
eran tan retorcidas como su esposa?

La voz nasal de Nanette interrumpió sus perturbados pensamientos.

‒¡No sé dónde está ahora! Ella salió poco después de que abandonara el
dormitorio. Justo después del amanecer. Ella tomó al bebé de mis brazos ‒Nan
hizo una pausa, sacudiendo la cabeza con tristeza. ‒Actuó de forma extraña, así
que quise dejarla en paz con sus pensamientos. Todo el día pensé que ella se
había retirado a sus aposentos. Cuando fui a llevarle la cena y a llevarme al bebé
para que descansara, ninguna de ellas estaba por ningún lado. ¡Estoy tan
preocupada! ¿Por qué ella haría esto?

Alan sabía muy bien por qué. Él la cogió por los hombros y la sacudió.

‒¿Has buscado por toda la fortaleza?

Nanette contuvo el aliento y lo sostuvo por un tiempo; luego lo soltó de golpe.

‒Y por el patio. David cree que debe haber escapado por el pasadizo. La puerta
estaba entreabierta y las provisiones habían sido apartadas.

‒¡Qué! ‒tronó Alan, furioso como el infierno. ¡Sólo Dios sabía qué peligros la
asaltarían fuera de aquí! ‒¡David!

El guardia vino corriendo.

‒¿Por qué no me dijiste inmediatamente que ella se había ido, eh? ‒Alan cogió
al tipo por la pechera de su camisa y lo sacudió.

‒¡Nosotros... solo sabemos que no está! ‒tartamudeó David. ‒Ella debió... no,
tuvo que irse cuando vino a las cocinas esta mañana. ¡Ella me engañó y luego...!

‒¡Olvida eso! ¿Has enviado a alguien tras ella?


‒No, no ha habido tiempo ‒dijo David, balanceándose sobre los dedos de los
pies y tratando de no asfixiarse.

Alan lo soltó murmurando un juramento.

‒Reúne a los hombres.

‒Morgan, Neil ‒ladró, señalando a dos de los hombres con heridas leves que
aún estaban por el pasillo, recuperándose, ‒coged antorchas y pasad por el túnel.
Si ella está escondida allí, que uno la traiga de vuelta. El otro, que me espere en el
extremo exterior para avisarme. Si ella no está allí, continúa y únete a mí.
Buscaremos pistas y cogeremos antorchas. ¡Muévete! Pronto anochecerá.

Alan salió de la fortaleza y corrió a toda velocidad hacia los establos, gritando
para que se abrieran las puertas a medida que avanzaba. Tenía que encontrarla
antes de que alguien más lo hiciera.

Dios, ¿qué había hecho? La asustó sin sentido, por supuesto y la empujó a
escapar. Debería haber esperado hasta que fuera necesario alejar a Kit de ella para
decírselo. Con un poco de paciencia de su parte, tal vez nunca hubiera tenido que
decirle eso. Maldita sea él por haberla puesto en ese riesgo. Y con un bebé. Y
maldita ella por hacerlo.

Para cuando ensilló su caballo, cinco de los hombres estaban preparando sus
propias monturas para unirse a la búsqueda.

‒Trae dos caballos para Neil y Morgan. Sólo Dios sabe dónde se habrá metido.

‒¿Cree que los hombres de Hume todavía podrían estar cerca, Señor?
‒preguntó uno de los hombres mientras despejaban la puerta.

‒Están camino de la costa ‒declaró Alan con firmeza. Luego agregó en voz baja:
‒Eso espero.

Alan localizó el rastro de Honor inmediatamente a la salida del túnel. Otro par
de pies pequeños la acompañaba. Supuso que se había llevado a una de las
mujeres. En el momento en que Morgan y Neil aparecieron, el grupo de búsqueda
comenzó a seguir su rastro hacia el sur.
‒¡Señor! Señor, ¡espere! ‒gritó el Padre Dennis. Los tacones de sus sandalias
instaban a su pequeña montura a unirse al grupo.

El Padre Dennis tomó el control, se aclaró la garganta y enderezó los hombros


como preparándose para un golpe.

‒Melior se ha ido, también.

‒¿Ese juglar ha robado a mi esposa? ‒Alan apenas podía creer que el pomposo
pájaro cantante deseara la muerte con tantas ganas.

‒Más bien le ha hecho de guía, supongo ‒dijo el sacerdote. ‒Melior estuvo


antes fuera, cuando Hume estaba viniendo de Francia. Él la trajo a Byelough, un
lugar muy difícil de encontrar sin indicaciones. Si lo recuerda, por eso que le
aconsejé que lo enviara a Rowicsburg a buscar a su padre. Él conoce bien el
campo.

‒Se dirige hacia el sur. Si no cambiaba de dirección, podría haber ido a


Dunniegray. En esa dirección sólo se encuentra Inglaterra ‒dijo Morgan,
suponiendo. Intercambió una mirada de preocupación con el sacerdote.

Alan negó con la cabeza con incredulidad.

‒¿Ha podido ir a ver a Ian Gray? Una vez me suplicó que lo matara. Pero si lo
ha hecho, ¿Melior sabría dónde es?

‒Lo haría ‒afirmó el Padre Dennis. ‒Su sustento una vez dependió de conocer
la ubicación de cada torreón con toda seguridad.

‒¡Maldito sea su escondite! ‒maldijo Alan. Mataría a ese juglar cuando lo


atrapara estrangulándolo con la cuerda del laúd.

Empezó a llover y entonces perdieron todo rastro de sus huellas.

‒Dios me maldijo; no quiere que la encuentre ‒dijo Alan, suspirando.

‒Eso es una blasfemia ‒dijo el Padre Dennis distraídamente, como si fuera un


comentario automático.

Alan bajó la mirada hacia el traicionero tramo, tomando un cuidadoso camino


más allá de las turberas donde cualquier hombre o animal podía desaparecer bajo
el lodo en unos instantes. Se negó a pensar qué podría estar enterrado en esa
porquería ahora; en todo caso, algo que nunca se podría encontrar.

Si Honor y Kit hubieran resultado heridas, solo podría culparse a sí mismo por
ello. Había usado su ira y orgullo como armas contra ella y contra la verdad que
debió haber conocido en lo más profundo de su ser. La honestidad había sido la
única constante en su vida. ¿Por qué entonces había amenazado a Honor con
hacer algo que nunca hubiera hecho?

No podía separar Honor de su hija; antes se cortaría un brazo. Él la amaba, las


amaba a ambas; demasiado como para herirlas de esa manera. Y sin embargo,
ambas podrían estar muertas debajo de esta misma turbera sólo porque él tenía
necesidad de castigarla por su mentira. Porque en un ataque de furia él había
ocultado la verdad de sí mismo y de la mujer que amaba.

Entonces cayó en la cuenta de que las mentiras de Honor por sí solas no le


habían causado una gran decepción. El gran y perdurable amor que él había
imaginado que ella sentía por Tavish no existía, después de todo. El amor que
esperaba que ella sintiera por él algún día. Desilusión. Ese fue el problema que
Alan tenía con todo esto. Su esposa no alcanzó la perfección. Ella era meramente
humana y él había esperado tontamente algo más.

De repente, Alan sintió un poco de alivio al darse cuenta de que Honor tenía
fallos. Solo deseaba que uno de ellos no fuera esta maldita necesidad de
independencia. A pesar de que lo había conseguido una vez, escabullirse por su
cuenta de esta manera podría ser extremadamente peligroso.

Invocó una oración silenciosa por la seguridad de Honor y para que la


encontraran pronto.

*****

‒¡Ah, aquí viene, Milady! ‒cantó Ian Gray, frotándose las manos. ‒¡El noble
Strode! Está más lleno de sí mismo que nadie que haya visto antes. Esto nos
entretendrá mucho mejor que ese pequeño gusano que has traído.
Honor se acercó al borde de la almena. Abrazó a Christiana, que dormía,
mientras miraba a los jinetes que se abrían paso a través del terreno pantanoso.

Tenía el fuerte presentimiento de que el entretenimiento de esta noche


consistiría en la flagelación pública que Alan le daría por dejar Byelough. Sin duda,
Ian Gray le abriría sus puertas. Más allá de eso, Gray no tenía ninguna oportunidad
de nada.

Dunniegray consistía en solo dos torres unidas por muros derruidos en la parte
delantera y trasera. Un mantenimiento pobre, para estar seguro, apenas lo
suficientemente fuerte como para soportar cualquier ataque determinado por
mucho tiempo. Su única esperanza era que Alan no la encontrara allí, que
descartara la posibilidad de buscar refugio con un hombre al que una vez había
temido. Si Melior no la hubiera seguido y hubiera sugerido que fueran a
Dunniegray, nunca se le habría ocurrido.

Poco sabía él que temía a Alan de Strode por encima del mismo demonio.

‒Por favor ‒le susurró a Dios.

‒Oh, no necesitas declararte, Lady Honor ‒dijo Gray con una sonrisa jovial. ‒Sé
lo que hay que hacer. Ve abajo a tus habitaciones, donde estarás más caliente y
cuida a la niña. Tráela y únete a nosotros para cenar en media hora. Y estarás
calladita. Esto se hará a mi manera, ¿de acuerdo?

‒Dime por dónde se sale, Ian Gray ‒exigió.

Él le sonrió y le dio un apretón tranquilizador en el hombro.

‒Eso no es necesario, créeme.

Honor puso los ojos en blanco y expulsó un aliento exasperado.

‒Supongo que no tengo otra opción.

‒Ninguna ‒afirmó alegremente. ‒Ahora, vete.

A Honor no le importaba montar alborotos que enojaran a Gray. Alegando su


nuevo parentesco, ella había solicitado refugio y él se lo había proporcionado.
Alan podría tomar Dunniegray Keep cuando quisiera, pero su anfitrión debía
tener algún tipo de plan para evitar eso. ¿Por qué si no estaría sonriendo como un
gato alimentado con crema?

Lo mejor sería pasar la siguiente media hora escondiendo a Melior de la ira de


Alan, e inventando un plan para escapar de ella.

La cena llegó y Honor no había pensado en nada que pudiera sacarla de este
aprieto. Perder a Christiana la destruiría. Ella supuso que debía implorar
misericordia.

Su marido estaba de pie frente a Gray; una humilde mesa se interponía entre
ellos. Cuando Honor llegó, mantuvo la mirada baja y evitó mirarlo directamente.

‒Siéntate aquí, Milady ‒ordenó Ian cuando Honor llegó. Indicó la silla
toscamente tallada junto a la suya.

Honor se sentó, sosteniendo a Christiana en el hueco de un brazo. Sintió la


mirada ardiente de Alan, pero no pudo mirarlo a los ojos por miedo a caer en la
mendicidad como a una condenada, o perder los estribos y empeorar su destino.

‒Entonces, Strode, ¿dices que me pagarás por la dama aquí presente? ‒Honor
sabía que Gray hizo la pregunta para ponerla al corriente de la discusión que
acababan de tener.

‒Si es necesario, sí ‒dijo Alan. Ella casi podía escuchar el sonido de sus dientes
rechinando. ‒Pero si pides rescate por un pariente, te pones en vergüenza, Ian
Gray. Creía que eras de otro modo. Pensaba mejor de ti.

Gray rió alegremente mientras jugaba con su cuchillo para comer, pasando el
pulgar por la hoja.

‒Sí, bueno, muchos han cometido ese error. Pero yo no he dicho que pediría
nada por su liberación. Tú lo ofreciste.

Honor se atrevió a mirar a Alan. Había hablado deliberadamente con Ian,


mordiendo cada palabra. Aunque a primera vista parecía mortalmente calmado,
notó un tic muscular cerca de la comisura de su boca. Su mirada generalmente
abierta y amistosa se había estrechado. Y eso la asustaba.
Afortunadamente, se quedó solo frente a la ancha mesa de caballetes, para
que ella permaneciera fuera de su alcance. Y, gracias a Dios, ninguno de los
hombres que cabalgaban con él estaba presente en la sala, de lo contrario podrían
haber ocupado el lugar allí mismo.

Los hombres de Gray estaban tan humildemente vestidos y equipados como


Dunniegray, lo que no era bueno para ellos. No era de extrañar que codiciara a
Byelough.

Siglos de fuegos habían humeado esta sala, sus muros de piedra estaban sin cal
ni otro tipo de cobertura. Montones de huesos de innumerables comidas yacían
sobre sus pies, demasiados para que sus perezosos sabuesos los enterraran. Los
juncos estaban pisoteados cerca del polvo. Ningún insecto que se respete
esperaría allí, pensó.

La cámara que Gray le había mostrado parecía algo mejor. La fortaleza de un


guerrero sin el toque del calor de una mujer, era Dunniegray.

¿Podría ella realmente quedarse aquí? ¿Quería que Alan lo permitiera? Casi
preferiría una paliza. Pero si quería quitarle el bebé a ella, ella se quedaría y lo
haría de buena gana.

‒Te negaste a enviármela ‒dijo Alan con calma, interrumpiendo los


pensamientos de Honor. ‒Supuse que me trajiste aquí para hacer un trato.

‒No hay rescate, primo. Yo la mantendré ‒dijo Ian con un destello de dientes
blancos.

Honor se encogió. Ian Gray podría estar tan bien formado como Alan, pero su
tosquedad hizo que su esposo pareciera un distinguido cortesano en comparación
con él. Aun así, si ella debe quedarse aquí para mantener a Christiana a su lado,
entonces ella lo haría. Gray no la dañaría. No podía hacerla su esposa, aunque
fuera libre, ya que él era padrino de su hija.

Su enojo por la crueldad de Alan no había disminuido ni un ápice. Podría llegar


a amarlo, pero no lo suficiente como para aceptar el sufrimiento que le produciría
el castigo al que la quería someter.
Abrió la boca para decírselo y sintió los fuertes dedos de Ian apretar su muslo.
¿Una advertencia? Él había dicho que guardara silencio. Ella cerró los labios y
esperó a ver qué pasaba.

Alan respiraba profundamente y su mirada recorría el pasillo. No tienes


ninguna posibilidad sin tus hombres, pensó Honor. No podía escapar y llevarse a
su familia de allí él sólo. Y lo sabía.

Si Ian le permitiera marcharse, Alan podría preparar un ataque para reclamar la


liberación de Honor y de su hija. Pero no tenía manera de saber si este lugar
también tenía un pasadizo. De hecho, si se fuera, Honor podría estar en Francia
antes de que Alan volviera a entrar. Francia era el último lugar al que intentaría ir,
pero Alan no podía saberlo con certeza.

Honor confiaba en que Alan mantuviera lúcido su ingenio y no obligara a Ian


Gray a matarlo.

Ella notó un parpadeo de desesperación cuando Alan exhaló lentamente y


adoptó una máscara de indiferencia.

‒No puedes casarte con ella, Ian, ¿cuál es tu plan?

‒¡Och, ya lo sé! De todos modos, quería casarme por su riqueza y todo lo que
ella posee ya es tuyo. Bruce quiere que Byelough sea tuyo y debes tenerlo ‒dijo
razonablemente. ‒Es solo lo correcto. Sin embargo, ya que no quieres a la Dama,
la retendré aquí. Se ocupará de la casa y la mantendrá limpia y en buen estado
‒dijo Ian, moviendo las cejas y mirándola. ‒Estoy seguro de que no tienes nada
que objetar a ese respecto ‒arrancó una astilla de cordero grasiento y se lo ofreció
a Honor. Ella educadamente lo rechazó.

Alan hizo una pausa como si considerara el plan de Ian. Cuando respondió,
parecía totalmente a gusto, casi aburrido. Pero Honor se fijaba en la forma en que
su dedo índice golpeaba contra su muslo.

‒No, debo llevarla de regreso. También debemos tener en cuenta a la hija de


Tavish, que es mía ahora ‒y señalo con la cabeza hacia Christiana.
Ian se levantó de inmediato, arrancó a la niña de brazos de su madre sin
dejarla reaccionar y dejó el bulto retorciéndose en un cajón vacío que deslizó
sobre la mesa, colocándolo frente a Alan.

‒Sea, primo. Tómala. ¡Disfruta!

Alan se enderezó y miró a Christiana.

‒Pero no puedes...

‒¡Sí, puedo! ‒exclamó Ian. ‒Puedes llevártela ahora, ya que parece que no
tiene hambre.

Alan golpeó con un puño la mesa junto a Christiana.

‒No me iré sin mi esposa, Ian. ¡Maldito seas!

‒Mira lo que has hecho ─se burló Ian cuando Christiana empezó a llorar. ─Och,
¡que pulmones! Tómala y vete.

Alan recogió a Christiana y la apoyó sobre su hombro, acariciando su trasero


hasta que la calmó. Cuando habló, su voz era tensa, contenida.

‒Ian, piensa. Un niño necesita ser alimentado por su madre.

‒Busca una nodriza ‒sugirió Gray, metiéndose un trozo de carne en la boca y


masticando con ganas.

‒No puedo hacer eso ‒argumentó Alan en voz baja, sacudiendo un poco a
Christiana. ‒Mira, el bebé no está muy bien. Ella debe tener su propia madre para
cuidarla. ¿No tienes piedad?

‒No más que tú, al parecer ‒replicó Ian, apretando la pierna de Honor de
nuevo. ¿Otro mensaje silencioso?

Bueno, al menos él no estaba tocándola por placer.

Su esposo la quería de vuelta. Y no solo por el amor a Christiana. Sería


demasiado fácil contratar una nodriza que amamantara al bebé. Varias mujeres en
Byelough tenían bebés y fácilmente podía buscar una. Incluso su propia madrastra
podría y lo haría con gusto. No, Alan la quería a ella. Posiblemente lo hacía solo
para poder castigarla por haberse escapado, pero esperaba que tuviera otra razón.
Si era así, si la deseaba, algún día podría perdonarla.

El truco de Ian podría obligar a Alan a prometerle que podría mantener a


Christiana con ella. Ella se lo había contado todo para explicar su inesperada
llegada. ¿Gray la ayudaría tanto? Él nunca pareció tomarse las cosas en serio. Para
él, esto probablemente era solo el entretenimiento de un rato. Honor sabía que
humillarse ante su primo estaba matando a Alan.

‒Ian, quiero a mi esposa. No me obligues a matarte.

‒Una gran fanfarronada para un hombre con seis muchachos fuera de las
paredes y sin armas. Además, ella no está dispuesta a irse y yo no voy a obligarla.

Alan se inclinó hacia adelante.

‒Honor, dile que deseas ir a casa.

Ella permaneció en silencio.

‒¡Maldita mujer! ¡Díselo!

Honor miró a Ian y a Alan y se mordió el labio inferior. Luego inclinó la cabeza y
estudió a su marido por un momento.

‒Iré con usted, Señor, si promete no separarme de mi hija.

Él asintió brevemente.

‒De acuerdo. La niña permanecerá contigo hasta que tenga edad para dejar de
ser amamantada.

‒Hasta que se case ‒negoció Honor. ‒Y tendré que aprobar su unión.

‒¡No, no lo harás!

‒Entonces, aceptaré la hospitalidad de Dunniegray ‒afirmó rotundamente.

Alan se giró y bajó la cabeza. No quería pensar en las maldiciones que


Christiana podría estar escuchando en voz baja.

‒Está bien ‒murmuró.


‒Más alto por favor. ¡Júralo!

‒¡Sí, juro! ‒casi gritó. ‒¡Puedes conservarla! Y disponer como desees. ¿Estás
satisfecha?

Christiana gorgoteó, como para agregar su propia demanda.

‒Y no castigarás a Melior por ayudarme a escapar de ti. Prométemelo ‒ordenó


Honor.

Alan la fulminó con la mirada, temblando con rabia contenida.

Honor miraba de un hombre a otro. Ian se sentó con los brazos cruzados, la
lengua en la mejilla, las cejas levantadas, cuestionando la situación. Alan parecía a
punto de estallar.

No se atrevió a provocarlo más, pero un demonio la obligó a hacerlo de todos


modos.

‒¿Tengo su juramento, Señor?

‒No lo mataré. Esa es mi palabra a ese respecto.

‒No es suficiente, Señor ‒dijo en voz baja. ‒Melior sólo me siguió para
mantenerme a salvo.

Alan respiró profunda y rápidamente y soltó el aire lentamente antes de


responder bruscamente.

‒Haz lo que te dé la gana. ¡No castigaré al tonto!

Ian se rió y aplaudió.

‒¡Dios mío, me encanta esto!

‒Tú ‒prometió Alan: ‒Te mataré.

‒¡Pero no esta noche! ‒dijo Ian, riendo aún más fuerte.

‒Vamos, Honor, vámonos de aquí ‒dijo Alan, volviéndose hacia la puerta del
pasillo, seguramente sabiendo que ella lo seguiría, ya que todavía tenía a
Christiana.
‒Está completamente oscuro ahora ‒mencionó Ian. ‒Los dos sois bienvenidos
a pasar la noche.

‒Ni por todo el oro del mundo me quedaría en este infierno ‒dijo Alan sobre su
hombro.

‒Como quieras, entonces ‒dijo Gray con la mayor cortesía.

Honor lanzó una sonrisa a Ian a espaldas de Alan. Ella había hecho un amigo al
venir aquí, pensó. Ian Gray era un bribón del peor tipo, un bribón astuto al que
obviamente le encantaban las bromas. Por lo que pudo apreciar, Ian Gray hacía
una broma de cualquier cosa. Sin atreverse a hablar en voz alta, ella le dio las
gracias.

Él asintió y le guiñó un ojo, todavía jugando con su cuchillo para comer. Justo
cuando Alan llegaba a la puerta, la hoja se incrustó en la madera a solo medio
brazo de distancia de su cabeza.

Alan se dio la vuelta, mirando a Ian con ojos asesinos. Desarmado y


sosteniendo un bebé, Honor sabía que no podía hacer nada. Antes de que él
pudiera hablar, Ian ordenó:

‒No la maltrates nuevamente, Strode.

‒¡Vete al infierno, Gray! ‒dijo Alan, tirando del cuchillo de la puerta con su
mano izquierda. Con una mirada penetrante alrededor del pasillo lleno de basura,
agregó: ‒Aunque no puedo pensar que el alojamiento allí sería mucho peor.

Le devolvió el cuchillo. La punta se incrustó en el borde frontal del brazo de la


silla, entre los dedos segundo y medio de Ian.

Los gritos de júbilo de Ian los siguieron por la puerta y bajaron por los
escalones exteriores de madera hasta el nivel del suelo. Incluso después de que las
sólidas puertas se cerraran detrás de ellos, ella podía escuchar como continuaba
riéndose.

Ella no puso objeciones cuando Alan entregó Christiana al Padre Dennis. Luego
subió a Honor a la silla de su caballo de guerra y montó detrás de ella.
‒Acércame a Kit ‒instruyó al sacerdote. Alan colocó a su bebé en su regazo y
las envolvió a ambas entre sus brazos que los sentía como tallados en roble.

De camino a casa, Honor se preguntó si Alan alguna vez se ablandaría otra vez.
¿Alguna vez la abrazaría como lo había hecho antes y sería el amante tierno que
ella había llegado a conocer? Tal vez no, pero sabía que podía confiar en su
promesa de no quitarle a Christiana ni dañar a Melior.

Ojalá hubiera conseguido la promesa de Alan de que no la golpearía. Sin


embargo, una paliza no era la mayor de sus preocupaciones. Simplemente había
perdido todo el control sobre su vida, si es que alguna vez lo había tenido.

Si hubiera mantenido el autocontrol y no hubiera contado a Alan la verdad


sobre su engaño a Tavish, podría haberle respetado. Todo lo que hubiera tenido
que hacer era decir que sí, que había amado a su marido. Desafortunadamente,
ella había descubierto que no podía mentir abiertamente a Alan sobre eso.

Ahora él, tal como su padre lo había hecho una vez, dirigía su vida, controlaba
la disposición de su cuerpo, sus posesiones y su futuro. Nunca más se sentiría
dueña de su propio destino.

Pero al menos Honor había ganado algo que nunca pensó tener. Podía decidir
con quien se casaría Christiana cuando tuviera edad para hacerlo. Su hija nunca
tendría que mentir, robar y seducir a un rescatador para evitar un matrimonio
temido como lo había hecho Honor.

Ella consideró que era una gran victoria para una mujer.
Capítulo 15

La indignación de Alan se redujo considerablemente mientras se alejaban de


Dunniegray. Atravesar el peligroso pantano después del anochecer requirió toda
su concentración por un tiempo. Hasta este momento, apenas había sufrido por
mantener a Honor cerca. Una vez que estuvieron en un terreno más seguro, se
encontró con otro problema.

Qué suave era, qué delicado y perfecto el cuerpo que descansaba tan
confiadamente contra el suyo. Alan deseó poder enterrar su nariz en su pelo y
respirar su dulce aroma, pero el orgullo se lo impidió. Así pues, su propio sudor, el
del caballo y el olor de la tela negra de Kit, llenaron completamente su agudo
sentido del olfato.

Honor no había pronunciado una palabra desde que salieron de casa de Ian.
Alan sabía que su esposa temía lo que haría cuando llegaran a casa. Era extraño
que ella no hubiera pensado en protegerse haciendo que jurara que no la iba a
castigar. ¿Creía que se lo merecía?

Alan creía que ella necesitaba un castigo. Nada realmente hiriente, por
supuesto, pero sí algo para evitar que volviera a hacer otra tontería. Decidió que
era bueno que se preocupara algo más. Eso en sí mismo debería servir como un
castigo apropiado. Su brazo se apretó alrededor de su cintura. Ella aún no
necesitaba saber que era el deseo lo que lo impulsaba. Era eso, sumado al alivio de
que su esposa no hubiera muerto en el pantano.

Atravesaron las puertas de Byelough, donde casi todos los habitantes del
castillo y un buen número de personas del pueblo los saludaron con vítores y
aclamaciones. Una de las sirvientas de Honor se acercó a la niña en el momento
en que Alan detuvo su montura.

Él bajó primero y tan pronto como puso a Honor en el suelo, una multitud la
rodeó. La llevaron lejos de Alan tan rápido que no tuvo oportunidad de protestar.
Proteger a su Dama hablaba bien de su gente, aunque su propósito fuera
protegerla de él. Alan sonrió con ironía y negó con la cabeza. Honor era astuta y
calculadora pero despertaba el amor de todos a su alrededor.

Incluso Ian Gray había sido golpeado por su encanto. Eso produjo una punzada
de celos en Alan. Pero también alivió algo de su angustia porque lo había
engañado tan rotundamente con sus inocentes sonrisas a la perfección. Honor
podría considerar a Alan como un tonto, pero al menos, no era el único.

Pensar en tontos hizo que recordara a Melior. Debería clavar la cabeza de ese
juglar en una pica. Melior, sabiamente, se había quedado en Dunniegray por el
momento. Probablemente, volvería cuando Ian le asegurara que Alan había jurado
no matarlo. Honor había engañado a ese tonto en particular para que hiciera su
voluntad por segunda vez.

Honor, por las buenas o por las malas, había arrastrado a Melior y al Padre
Dennis fuera de la comodidad de la casa de su padre. Luego había seducido a
Tavish con palabras de amor y falsos contratos matrimoniales. Encandilar a un tipo
poco mundano como él no debió suponer un desafío, pensó Alan. Después, Ian
había aparecido como un dulce para ella. Un montón de paletos y él, el mayor de
todos ellos. La ira que le quedaba se fue disipando cuando Honor empezó a estar
de mejor humor.

‒Debería ordenar que todos usemos traje de bufón ‒murmuró Alan, riendo
para sí mismo.

‒¿Perdón? ‒preguntó el Padre Dennis mientras se ponía a su lado.

‒Cascabeles ‒explicó Alan con una sonrisa. ‒Deberíamos llevar gorros con
cascabeles.

‒Ah ‒dijo el sacerdote, juntando las manos detrás de él, con la cabeza inclinada
en sus pensamientos. ‒¿Cree que tenemos que entretener a nuestra Señora,
Milord?

Alan se rió.
‒No dudo que estuvo bien entretenida esta noche, con o sin cascabeles. Ha
sido una buena comedia. Deberías haber escuchado a Gray cacareando mientras
nos marchábamos.

‒¿Todo fue bien dentro de Dunniegray, entonces? ‒preguntó el Padre Dennis,


incapaz de ocultar su curiosidad acerca del encuentro dentro del salón de Gray.
‒Parecía tan preocupado en el camino a casa que no quise preguntar.

‒Hubo palabras duras. Podría decírselo en confesión, por la mañana ‒bromeó


Alan con una mirada de soslayo.

‒Y discutir conmigo sobre cualquier penitencia, como siempre ‒gruñó el


Sacerdote, frunciendo el ceño con irritación.

‒En eso voy a tener ventaja ‒dijo Alan con una sonrisa irónica. ‒Lady Honor ya
me ha puesto de rodillas.

Estaba humillado. Y cansado, también. Era sorprendente lo aliviado que se


sentía teniendo a Honor fuera de peligro, en el hogar al que pertenecía. O tal vez
solo eran imaginaciones suyas. Demonios, debería estar furioso.

Nanette los recibió en la puerta del pasillo.

‒No puede usar una vara más gruesa que esta contra ella ‒anunció cuando él y
el sacerdote entraron. Ella le acercó una vara de cedro. ‒¡Hazlo y le denunciaré
por crueldad! ¡Conozco la ley!

Alan flexionó la vara, midiendo su ancho contra el de su pulgar. Él frunció los


labios, luchando una sonrisa. Entonces, Nan creía que él se regía por las leyes
inglesas, ¿verdad?

Golpeó el lado de su pierna derecha suavemente con la rama nudosa.

‒Demasiado delgada ‒juzgó. ‒Será mejor que me traigas otra más adecuada.

Ignorando su mirada, él le puso la extremidad bajo el brazo y caminó alrededor


de ella, dirigiéndose a la mesa que había sido preparada con carnes frías y pan.
Cogió una rebanada de carne de venado en una costra de pan y la devoró,
mientras lo regaba con media jarra de cerveza que le había arrebatado a Morgan
de la mano.
Mientras lo hacía, sus ojos recorrieron la habitación.

‒¿Dónde está Milady? Si se ha vuelto a ir la voy a matar.

Morgan saltó.

‒En el dormitorio, Señor. David está de guardia.

‒Oh, bueno, ahora podemos estar tranquilos ‒comentó Alan con sarcasmo.
Dejó la jarra y tomó la vara que Nan le había devuelto a sus manos otra vez.
Lentamente, caminó hacia la habitación donde se había encontrado por primera
vez con Honor.

Los recuerdos de aquel día lo asaltaron, renovando sus sentimientos de


decepción y oscureciendo su estado de ánimo. Él la había creído impecable
entonces, tal como Tavish la había descrito.

Lo único bueno que había obtenido de todo eso era que ya no necesitaba
mantener los aburridos intentos de parecer un perfecto caballero. Ella podría
soportarlo tal y como era. Un suspiro de desánimo se le escapó cuando empujó la
puerta.

Honor estaba lista para lo que iba a ocurrir, ya fuera un sermón o unos azotes.
Su barbilla se alzó cuando notó la gruesa vara que había doblado entre sus manos.
Sus dedos la apretaban con fuerza poniendo blancos sus nudillos.

‒Señor ‒lo saludó.

‒¿Dónde está Kit? ‒preguntó. Alan no había pensado que ella se separaría del
bebé por ninguna razón, al menos por un tiempo.

‒Con Lady Janet ‒explicó Honor. ‒No quería que ella presenciara... ninguna
escena desagradable.

Alan notó el pequeño caldero colgado sobre el fuego, lleno de agua caliente.
Otro cubo frío esperaba su turno. La bañera ya estaba lista. Honor ya había
tomado uno. Estaba todo preparado para él.

Sin decir una palabra, dejó la vara a un lado y comenzó a quitarse la ropa.

‒¿Q... qué estás haciendo? ‒preguntó sin aliento.


‒Voy a tomar un baño ‒respondió. ‒Dudo que pudiera descansar mientras
apesto a sudor, al olor de los pantanos y al montón de estiércol en la sala de Gray.
Puedo tener mi propio jabón, ¿verdad? No me gusta el olor de flores que dura
toda la noche ‒a menos que el olor proviniera de otra persona.

Bueno, eso era poco probable a menos que él forzara la situación. Alan sabía
que podría hacerlo y que Honor no pondría ninguna pega. Su esposa no se
atrevería a rechazarlo después de todo lo que ella le había hecho pasar esta
noche. Pero todavía sentía un poco de ira contra ella como para comportarse
como un amante tierno.

Alan la miró gatear a través de su baúl de suministros lleno del botín inglés. Le
gustaba el hecho de que ella reaccionara tan rápido. Trataba de hacer las paces. Sí,
él podría lidiar con eso.

‒Trae un trozo más grande de lino para secarme, por favor ‒agregó. Arrancó
una de la pila en el taburete cercano y la dejó caer lo más cerca posible de la
mano.

Se hundió en el agua tibia e inclinó la cabeza hacia adelante.

‒Cúbreme la espalda, ¿quieres? ‒Honor lo hizo casi salvajemente, pero Alan se


sintió satisfecho de ser obedecido.

‒Ahora lávame el pelo ‒exigió, animándose ante este dominio de su orden.


Disfrutó el furioso rasguño de sus cortas y redondeadas uñas contra su cuero
cabelludo. Era estimulante.

La espuma goteaba por su frente y caía sobre su rostro. Lo frotó con una mano
húmeda, empeorando las cosas. Ella había cumplido hasta el momento con todo
lo que él le había dicho que hiciera. Alan podría acostumbrarse a esto.

Por fin lo entendió. Un hombre necesitaba tener una mano firme, pero amable.
Honor sólo había necesitado que la encaminasen. El problema era que había
estado demasiado asombrado por ella para hacerlo. Sin embargo, eso se acabó. Ya
no había motivos para que la adorara. Él podía ser malo; ella también.

Perversamente, Alan pensó en decirle que lo lavara todo, pero sabía


exactamente a dónde conduciría eso teniendo en cuenta los sucesos del día y el
hecho de que ya se sentía dolorosamente excitado solo por este toque casual. Si le
hacía el amor ahora mismo, sabía que olvidaría cualquier disputa que hubiera
tenido con ella. Y aún no estaba listo para hacer eso.

‒¿Y bien? Tengo jabón en los ojos ‒dijo él.

De repente, el agua helada se deslizó por su cabeza y espalda.

‒¡Aarrgh! ‒aulló y ladeó la cabeza. Todavía cegado por el jabón, se giró y


agarró el cubo. Otro golpe helado cubrió su pecho, enfriando el calor que envolvía
sus partes inferiores. ‒¡Maldición! ‒gritó, ‒¿Estás tratando de congelarme?

Un pesado trozo de lino lo golpeó en la cara.

‒¿Debo secarlo, Señor? ‒preguntó ella inocentemente, sin una pizca de


remordimiento.

‒¡Creo que no! ‒respondió secamente mientras examinaba la toalla,


esperando ortigas o alguna otra sorpresa. Su repentino acto de rebelión lo
confundió. Parecía tan dócil, mansa como un cordero, ansiosa por hacer cualquier
cosa que le pidiera. ¡ Y ahora esto!

Pensó con nostalgia en la vara que Nan le había dado, aun sabiendo que nunca
podría usarlo.

‒¡Vete a la cama! ‒ladró, no queriendo que ella lo viera aún erguido y listo a
pesar del chorro de agua fría. Ella pensaría que tenía una voluntad débil si se
levantaba de la bañera, feliz como una cabra y no actuaba en consecuencia. Y él
no actuaría en consecuencia, se dijo a sí mismo con firmeza. No esta noche.

¿Quién está castigando a quién aquí? Se preguntó Alan.

Sin embargo, Alan sabía que no debía seguir sus instintos. Su corazón se
ablandaría hacia ella una vez que la tomara entre sus brazos. Le daría todo lo que
ella le pidiera, haría lo que quisiera, perdonaría sus peores pecados. Tentador,
pero no era algo que debiera hacer en este momento. Honor necesitaba disciplina,
para que supiera quién mandaba allí.

Alan se secó, de espaldas a la cama y luego envolvió su mitad inferior con la


sábana del baño. Él no tenía que haberse preocupado por si ella miraba. Cuando
miró por encima del hombro, Alan vio que Honor se había alejado y estaba
prácticamente enroscada en el otro extremo de la cama.

Tiró la toalla y se metió en la cama junto a ella. Esto no iba a ser fácil, dormir
aquí sin exigir sus derechos... pero se las arreglaría.

‒Buenas noches ‒deseó Alan bruscamente.

Alguien podría pasar una buena noche, pensó Alan con un gemido interno
mientras apagaba las velas junto a la cama. Pero tan seguro como el infierno que
no sería él.

*****

Honor deslizó con cuidado las piernas sobre el borde de la cama y se sentó. El
colchón crujió suavemente y contuvo el aliento. Ella había pensado que nunca se
dormiría.

Durante lo que parecieron horas, ella yació allí, sin apenas atreverse a respirar.
Le dolían los pechos por no darle de comer a la niña. Le dolían las piernas de
caminar hasta Dunniegray y luego volver a casa en el caballo de Alan. Los
músculos de sus brazos estaban doloridos por llevar a Christiana. Y su corazón le
dolía por todo lo que podría haber sido y nunca sería.

Afortunadamente, no tenía moretones para aumentar sus dolores. A pesar de


que había traído un palo fuerte con él esta noche, Alan debía estar demasiado
cansado como para usarlo. Mañana, lo haría, probablemente en presencia de
todos para avergonzarla aún más.

Honor no pensaba protestar, porque merecía el castigo, al escaparse, burlarse


de él delante de Ian Gray y luego congelándolo en el baño.

¿Por qué tenía un temperamento tan salvaje? Podía imaginar cómo hubiera
reaccionado el Conde de Trouville si fuera su marido. Ella ya estaría muerta y
enterrada.
De momento, iría a ver a Christiana y le daría de comer. Eso le proporcionaría
algo de alivio.

Honor no intentaría escapar otra vez. Se sintió justificada cuando planeó su


huida la vez anterior para no casarse con el Conde de Trouville. No tuvo otra
opción. Ayer, se había escapado nuevamente por miedo a perder a su hija.
Tampoco en esa ocasión encontró otra salida. Pero ahora que Alan le había
prometido que no le quitaría a la niña, no volvería a escaparse.

Ella daría por bueno cualquier castigo que Alan quisiera ponerle, ya que no
tenía otro lugar adonde ir. No podía volver a casa de su padre. A pesar de que
Hume estaba aquí ahora, Alan tendría que liberarlo en algún momento y ella
estaría de nuevo en el punto de partida, igual que hacía un año. No podía huir de
nuevo a casa de Ian Gray. Alan ya había amenazado con matarlo por darle refugio.
No quería que recayera sobre su conciencia la muerte de ese hombre que,
después de todo, la había tratado con mucha amabilidad.

Además de todo eso, Honor sentía que ese era su hogar y quería estar aquí.
Alan de Strode nunca podría amarla de nuevo. Incluso tal vez, Alan no le pondría
ningún castigo, pero la trataría con indiferencia. No era lo que quería, pero era
más de lo que hubiera podido esperar de cualquier otro hombre.

Honor estaba casi en la puerta cuando la cansada voz de Alan la detuvo.

‒¿A dónde vas a ir ahora, esposa?

‒A dar de comer a Christiana ‒respondió en voz baja, esperando que Alan se


diera la vuelta y volviera a dormirse.

‒Vuelve a traer a Kit al dormitorio. No es una sugerencia.

Honor asintió.

‒¿Honor? Vuelve directamente o iré a buscarte. ¡Te quiero aquí!

Aunque sus palabras parecían rotundas, Honor detectó un destello de


debilidad en ellas. Tan de repente como se dio cuenta de eso, vio que su
abandono había lastimado profundamente a Alan.
No importaba que él hubiera sido responsable de su huida con sus amenazas;
obviamente se sintió perjudicado por su partida. Su madre lo había abandonado y
eso le dejó cicatrices. Honor no deseaba lastimarlo más. Sólo deseaba vivir en paz.

‒No lo entiendes, esposo ‒dijo en voz baja. ‒Descubrí tus juegos justo cuando
había empezado a confiar en ti; admito que eso me enfadó. Sin embargo...

‒¿Juegos, Honor?

‒Pero quiero que sepas que el hecho de que me fuera no tuvo nada que ver
con eso, ni siquiera con el odio que sentiste por mí. He vivido con odio antes y
puedo volver a hacerlo. Solo me fui para evitar que Christiana sufriera
exactamente lo que una vez sufriste tú, la separación de un niño de su madre.
Haría cualquier cosa... cualquier cosa para mantenerla a mi lado.

Él no dijo nada, pero ella podía escuchar su respiración inestable perturbar la


casi oscuridad de la habitación.

Ella continuó.

‒Ahora que tengo tu promesa de no alejarla de mí, Alan, no volveré a


marcharme.

‒¿Cómo podría creer eso? Has mentido antes, Honor. Mi madre me mintió
cuando dijo que volvería por mí. Mi padre mintió cuando prometió que podría
quedarse conmigo en las Highlands. Y tú no fuiste honesta con tu padre, ni con
Tavish, ni conmigo.

‒El precio de la honestidad era demasiado alto ‒dijo con tristeza. ‒Vigílame, si
quieres. No confíes en mí y despréciame, ya que no soy perfecta para ti. Pero
quiero que sepas que dadas las circunstancias y pese al castigo que me espera,
volvería a hacer lo mismo si eso hiciera que no perdiera a Christiana.

Salió de la habitación y silenciosamente cerró la puerta detrás de ella, sabiendo


que también al mismo tiempo había levantado un muro entre ambos.

Cuando Honor regresó, Alan había colocado las almohadas para ella y sostenía
al bebé mientras ella se acomodaba para alimentarla. Observó el procedimiento
sin hacer ningún comentario, con una expresión suave en su rostro.
Cuando Honor terminó, Alan cogió a la niña y la colocó contra su hombro
desnudo mientras Honor se acomodaba la ropa.

‒Gracias ‒murmuró una vez que puso a la niña dormida en su cuna, cerca de la
chimenea.

‒Es un placer ‒respondió. ‒Se parece mucho a ti.

‒Confío en que se convertirá en una persona mejor que yo ‒dijo Honor con
ironía. ‒Y rezaré para que nunca tenga motivos para hacer lo que hice yo.

‒Desearía poder entender por qué hiciste lo que hiciste ‒admitió Alan con un
suspiro. Tapó a Christiana y le dio unas suaves palmaditas. Luego volvió a la cama,
se recostó contra el grueso almohadón, con las manos enlazadas detrás de la
cabeza.

Honor vio a Alan receptivo, así que se sintió lo suficientemente cómoda como
para intentar explicárselo.

‒Mi padre creó una situación insostenible que intenté evitar. Evité el
matrimonio tanto como pude. Cuando llegó el momento, pensé en Tavish, recordé
su propuesta e hice mis planes. Casarse con el Conde de Trouville podría haber
significado mi muerte y tuve miedo. Ese hombre ha enterrado a dos jóvenes
esposas. No tenía ningún deseo de ser la tercera.

‒Eso no me dice por qué engañaste a Tavish ‒dijo Alan.

Honor se preguntó qué más podría decirle. Seguramente él sabía por qué lo
había hecho.

‒Si le hubieras contado a Tav tus razones, sin duda habría movido cielo y tierra
para salvarte ese destino. Él te amaba.

‒Sí ‒dijo Honor asintiendo, ‒lo supe desde el primer momento.

Se volvió hacia Alan y se apoyó en un brazo para poder mirarlo directamente,


deseando que no pensara que era mala persona.

‒Verás, quise hacerlo realidad. Quería amarlo completamente y lo hubiera


hecho, si hubiéramos tenido más tiempo. Solo fueron dos cortos meses, Alan. Sólo
dos. Nunca le dije que no, ni una vez. Le di a Tavish todo lo que tenía para dar.
‒Gratitud ‒murmuró Alan. ‒Una pequeña compensación.

‒Fue algo más que gratitud. Me preocupaba mi esposo, quería que él fuera
feliz, esperaba su regreso ‒dijo Honor con sinceridad, sintiendo las lágrimas en su
rostro. ‒Y lloré mucho por él, Alan. Era mi amigo.

‒Pero no lo amabas.

‒No como amo...

La mirada de Alan se volvió hacia la de ella; una advertencia. Honor mordió la


palabra que habría dicho, horrorizada por su estupidez. Durante largos segundos,
ninguno habló. Luego le dio la espalda y se colocó como si fuera a dormir.

Honor sintió el rechazo tan profundamente como un golpe de espada. Nada de


lo que ella pudiera decir haría que la creyera. Y la horrible verdad era que no podía
esperar que lo hiciera.

Más tarde, cuando el sueño la venció, las palabras de Alan la despertaron.

‒Honor, te pido que me prometas que no volverás a mentirme por ningún


motivo nunca más.

Ella pensó mucho sobre su petición. ¿Se atrevería a hacerlo, sabiendo que
podría necesitar mentir de nuevo? Pero de alguna manera, sabía que no podría
mentirle a Alan de nuevo, fuera cual fuera el motivo.

‒Lo prometo ‒dijo ella, con verdadera sinceridad.

‒Júralo por Kit ‒exigió en voz baja, girándose para mirar a la niña a la débil luz
arrojada por el fuego.

‒Lo juro por su alma ‒respondió Honor con convicción.

Dudó un momento y luego preguntó:

‒Cuando hablamos de Tavish, ¿estuviste a punto de decir que me amabas,


Honor?

Ella se mordió los labios. Aquí estaba la primera prueba de su promesa.

‒Sí ‒admitió.
‒¿Estás diciendo la verdad? Recuerda que lo has jurado por el alma de tu hija.

‒Sí ‒repitió Honor.

‒Entonces dilo ‒instó.

‒¿Por qué?

‒Porque deseo escucharlo.

Honor cerró los ojos, deseando que Dios lo hiciera creerla.

‒Te amo. Con todo mi corazón.

‒¿Has hablado así a Tavish? ¿Con estas mismas palabras?

Honor respiró hondo, su promesa resonaba en su cabeza.

‒Sí.

Soltó el aliento que estaba conteniendo sin darse cuenta entre los dientes
apretados.

‒No tienes ningún motivo para amarme o incluso para decir que lo haces ‒dijo
con un resto de acusación en sus palabras.

‒Pero tenía todas las razones para amar a Tavish y decírselo ‒respondió ella.
‒Hay una diferencia, Alan.

Su lengua chocó contra sus dientes y se cubrió los ojos con una mano.

‒Ve a dormir ahora ‒le aconsejó, ‒es tarde.

Honor se rió amargamente.

‒¡Si crees que podría dormir después de esta conversación, es que debes estar
enojado!

‒Sí ‒dijo. ‒Realmente lo estoy.

Ella lo miró con cuidado, preguntándose si se atrevía a decir exactamente lo


que pensaba. Todavía no la había golpeado y estaba harta de no saber cuándo
vendrían los golpes. Bien podría haberlo hecho ahora, porque tenía la intención de
tener una respuesta.
‒Nunca te preocupaste por explicar por qué me engañaste así. ¿Puedo
preguntarte por qué me tienes tanto desprecio por mentir cuando tú lo has hecho
desde el principio?

‒¿Yo? ‒preguntó, claramente sorprendido por su acusación. ‒¡Nunca miento!


La verdad fue todo lo que he tenido durante años; la valoro sobre todas las cosas.
¡Y te lo dije!

‒¡Oh, lo hiciste! Una y otra vez ‒dijo, ganando valor. ‒No he recibido
educación en absoluto, dijiste. Entonces, ¿cómo es que tu francés es tan perfecto?

Golpeó la rodilla que había levantado debajo de la sábana.

‒Dios Bendito, el buen Padre ha corregido mi pronunciación.

‒¿El Padre Dennis te enseñó? ‒bufó Honor poniendo los ojos en blanco. ‒¿En
menos de tres meses? ¡Me tomas por tonta si piensas que voy a creer eso, Alan el
Verdadero!

‒No, no aprendí muchas cosas. Algunas frases solamente. Pero repetía en voz
alta lo que me susurraba en la almena. Ahí fue donde lo oíste, ¿eh?

‒Tu propio padre me dijo que podías hablar francés, Alan. Sin mencionar el
latín e incluso un poco de italiano. Explícalo, si puedes ‒exigió, cruzándose de
brazos.

La boca de Alan se abrió y sus ojos se movieron de un lado a otro como si


buscara una respuesta a su alrededor. Cuando habló, parecía tan confundido
como lo estaba.

‒¿Por qué papá mentiría sobre esto?

‒¡Eso mismo me pregunto yo! ‒dijo ella. ‒¿Ves por qué me resulta tan difícil
disculparme? Adam dijo que también podías leer. Y escribir. Sé que es verdad. ¡Te
vi escribir en nuestro matrimonio!

‒Solamente mi nombre. Aprendí eso siendo muy niño, antes de irme de casa.
Lo escribía en la tierra muy a menudo, para no olvidarlo.

‒¡Oh, claro!
‒¡Es verdad, Honor! ‒suspiró y se pasó una mano por el pelo. ‒He aprendido a
leer un poco con el Padre Dennis desde que llegué a Byelough. No lo hago tan bien
como me gustaría ni tan bien como lo haré.

Honor buscó en su rostro algún signo de mentira. Sería bastante fácil


preguntarle al sacerdote. Aun así, ella no quería creer a Alan. Por otra parte, ¿qué
razón tenía Adam de Strode para elogiar a su hijo por habilidades que nunca había
dominado?

‒Preguntaremos a tu padre.

Alan se sentó y deslizó sus piernas fuera de la cama.

‒¡Ahora no! ‒exclamó, agarrándolo del brazo.

‒¿Por qué no? Ese hombre te hizo creer que traicioné a Tavish, a ti misma y a
toda tu gente. ¿No debería despertarlo y hacerle responder? ‒sus cejas se
arrugaron aún más. ‒¿O tal vez no deseas que se retracte? Si yo soy culpable, esto
disminuye tu propia culpa. ¿No es así?

‒Sí ‒admitió, determinada a mantener su nuevo voto de verdad. ‒Así es.

Él se volvió y ahuecó sus hombros con sus manos.

‒Escúchame, Honor. Te juro por todo lo más sagrado que no podía leer cuando
llegué aquí. Ni escribir. Sólo mi nombre. Francés, salvo algunas frases que no son
aptas para los oídos de una mujer, no podía hablar ni entender. En cuanto al latín
o ¿qué era, italiano? No sé nada de eso. ¿Dónde habría aprendido? ¿Para qué?

Honor lo sabía. En su corazón, ella lo sabía, pero aún no quería admitir que
Alan era una persona mucho mejor que ella. Pero ese juramento que ella acaba de
hacer, no volver a mentirle jamás, impidió cualquier otra pretensión de
culpabilidad. Ella lo había juzgado mal.

Honor suspiró y jugó con el borde de la sábana mientras hablaba.

‒Cuando eras un niño, antes de irte a las Highlands, ¿estudiaste con tu padre?

‒Sí, supongo. Recuerdo muy poco, aparte de cómo escribir mi nombre.


‒No me sorprende ‒dijo Honor. ‒Apenas eras un mocoso entonces. Lo más
probable es que imitaras algunas palabras y Adam espoleó su orgullo paternal.
Sospecho que su memoria lo ha embellecido con los años. ¿Fueron fáciles de leer
sus cartas cuando asistió a clases con el Padre Dennis?

‒Sí, no es tan difícil ‒sonrió mientras pasaba un dedo por sus labios. ‒Veo lo
que estás diciendo. Y creí que era muy astuto al comprender todo tan
rápidamente.

Se pellizcó el puente de la nariz y parpadeó con fuerza. Le dolía la cabeza


abominablemente.

‒Entonces no mentiste, después de todo.

Alan se recostó y levantó la sábana hasta su pecho. Con su mirada en el fuego,


no dijo nada por un momento. Cuando él habló, fue un susurro.

‒Lo hice. Una vez.

Aquello sorprendió a Honor.

‒¿Cuándo?

‒Cuando permití que Tavish creyera que podía leer lo que te había escrito ‒dijo
en voz baja. ‒Lo confesé en nuestra boda, si lo recuerdas. Una mentira de omisión.

Honor sabía ahora que la confesión le había costado mucho en ese momento.
Alan probablemente estaba preocupado por eso desde que sucedió.

Continuó:

‒Tav estaba muriendo, Honor. Se encontraba muy débil, casi no podía hablar.
No podía leer lo que había puesto en el pergamino, pero necesitaba mi opinión.
Dije que era un consejo valiente y que me gustaría que lo siguieras.

‒Ahora lo lamentas ‒dijo en voz baja.

‒No, no es así ‒declaró. ‒Haber podido leer cada palabra, Honor, no habría
cambiado nada. ¿Te arrepientes? ¿De nuestro matrimonio?

‒Creo que sí.


Él dijo con una pequeña e irónica sonrisa.

‒Bueno, te pedí la verdad.

‒Así lo hiciste. Y así lo tendrás, siempre ‒prometió.

‒Supongo que soy culpable de engañar de vez en cuando. Tu padre pensó que
quería golpearlo y le dejé que se angustiara con esa idea.

‒¡Ja, peor! Sostuviste un cuchillo en su garganta y amenazaste con matarlo en


las almenas.

‒Oh, eso lo dije en serio. ¡Lo habría hecho si sus hombres no hubieran huido!
‒declaró Alan.

‒¿Nada te haría mentir, Alan? ¿A decir una mentira descarada?

‒Absolutamente no.

Honor asintió. Él había respondido exactamente como ella esperaba que lo


hiciera.

‒Entonces nunca entenderás por qué lo hice.

‒Fue por miedo ‒reconoció. ‒Lo sé. Pero debemos enfrentar nuestros miedos,
Honor. Debemos enfrentarlos armados con la verdad. Esa es la única manera.

‒Ah ‒dijo, suspirando. ‒Debería haberme casado con el Conde, entonces. Deja
que haga lo que quiera, tal vez me mate como lo había hecho con sus otras
esposas. Debería haberlo enfrentado sin otra defensa que el hecho honesto de
que temía por mi vida.

Alan no dijo nada, lo que para Honor significaba que estaba de acuerdo.

‒Eres un idiota, Alan de Strode ‒dijo en voz baja. ‒Ahí tienes una verdad. Que
duermas bien.

Honor se alejó de él y cerró los ojos. Ella había dicho lo que tenía que decir,
ahora podía dormir.
Capítulo 16

Adam de Strode no tenía reparos en matar a un enemigo. Lo había hecho otras


veces. También había ordenado la muerte de traidores y otros criminales en su
calidad de juez local del condado y guardián de la frontera. Algunos merecían la
muerte y él había hecho cumplir la justicia por la que la gente lo elogiaba.

Pero no creía que Dairmid Hume mereciera morir. No por hacer exactamente
lo que el hombre creía que tenía que hacer. Adam temía que Alan permitiera que
el amor por su esposa lo inclinara a matarlo y más tarde lamentara la acción.
Adam sabía que tenía que evitar que eso sucediera.

¿Debería abordar el tema ahora? Alan probablemente no escucharía ningún


consejo. Adam pensó que había arreglado las cosas entre Alan y Honor, ahora que
les había explicado la confusión. Esa sabia y joven nuera lo habría descubierto sola
de todos modos.

¡Imagínense, el zorrero haciendo semejante cosa con la jactancia de su padre


sobre él! ¿Cómo iba a saber un hombre que su hijo olvidaría todo lo aprendido de
manos de su padre? Maldito fuera el viejo Angus por descuidar las lecciones del
muchacho.

Maldito fuera el pícaro, también, por esconder todas las cartas que Adam le
había enviado a su hijo y por responder que el enojado joven Alan no quería saber
nada más de sus padres. Adam también se culpaba a sí mismo. En lugar de
respetar los supuestos deseos del joven; debería haberse arriesgado a un viaje a
las Highlands para ver qué era lo que estaba sucediendo. El pobre muchacho debía
haberse sentido abandonado después de meses sin noticias de su hogar. Entonces
los meses se transformaron en años.

Adam se sacudió su enojo con Angus y su propio orgullo. Debía dejar todo de
lado de momento hasta que resolviera este problema con Hume.
Alan dijo que el sacerdote le estaba enseñando lo que necesitaba saber. Aun
así, había otras cosas además de la lectura, la escritura y el francés que debía
aprender. Como la prudencia, por ejemplo.

Nadie podría haber esperado que Angus le enseñara eso a Alan, por supuesto.
El tonto ni siquiera conocía el significado de esa palabra y mucho menos entendía
el concepto. Alan probablemente le cortaría la cabeza a Hume por capricho. Eso es
ciertamente lo que el viejo Angus hubiera hecho.

Él habló del tema cuidadosamente.

‒Alan, no has dicho lo que piensas hacer con Hume.

‒No, no lo he hecho. Todavía no lo sé ‒Alan comió una rebanada de pan, con


los codos apoyados en la mesa.

Adam pensó que el chico ya había superado su ataque de ira. Al menos había
dejado de pronunciar sus palabras.

─¿Por qué no hablas con el hombre otra vez? Averigua qué hará si lo liberas.
Sin duda, su soledad lo habrá suavizado un poco, ¿no crees? ‒sugirió Adam.

‒Oh, sé muy bien lo que hará. Irá directamente a casa y formará otro ejército
para unirlo al que enviamos de vuelta. Probablemente convenza a su amigo, ese
Conde, para que lo acompañe. Tendríamos un ejército en las puertas o en el túnel
dentro de un mes. No estarás sugiriendo que lo deje libre, ¿verdad?

‒No, pero tal vez puedas hacer las paces; de alguna manera razonar con él para
que tu matrimonio no se resienta y explicarle el asunto al Conde de Trouville.

Alan resopló y tiró la corteza de pan.

‒¡Razonar con él! Probablemente lo estrangularía ‒él se reclinó en su silla


mientras miraban a Honor salir del dormitorio, llevando a su hija a la sirvienta que
estaba sentada junto al fuego. ‒Honor quiere que lo mate.

‒¿Todavía?

‒Bueno, ella no ha vuelto a mencionarlo, pero sus deseos fueron lo


suficientemente claros cuando vimos a Hume por primera vez ‒ dijo Alan. ‒No me
gusta la idea, papá.
‒¡Gracias a Dios! Bruce pediría tu cabeza por ello.

Alan se rió.

‒Sí, lo sé. Esperaré al menos hasta que Hume le informe lo que está
sucediendo en la corte francesa. Entonces veremos.

‒Mira, hijo ‒dijo Adam tentativamente, ‒Hume solo ha hecho lo que le


enseñaron a hacer.

‒¿Lastimar a su hija? ¿Empujarla a un matrimonio concertado? ‒se burló Alan.

Adam negó con la cabeza tristemente.

‒Cada hombre aprende del ejemplo de su propio padre, Alan. Gracias a Dios no
tengo hijas, ni tuve padre. Aunque escapé de esa lección por casualidad, he visto
lo suficiente a mí alrededor para saber que es la forma habitual de hacer las cosas.
Los padres organizan casamientos para sus hijas y los hacen cumplir. Tú sólo
estabas muy alejado de tu familia normal, no te das cuenta...

‒¿Y de quién es la culpa, papá? ‒espetó Alan.

‒Me he disculpado, hijo. ¿Cómo iba a saber que Angus abusaría del honor de
criarte? Tu madre pensó...

‒Mi madre me abandonó. Sabiendo cómo era su hermano, ella me dejó allí,
papá. Igual que tú.

‒Lo sé ‒Adam se pasó una mano por la barba y luego tomó su cerveza.
‒Desearía poder compensártelo, todo lo que sufriste. Es mi culpa. Y de tu madre
también. La guerra era inminente, las escaramuzas fronterizas eran constantes.
Ella sabía que estarías a salvo en el norte; temía que me mataran.

Alan negó con la cabeza y dejó escapar un suspiro entre dientes.

‒Ella amaba más a su esposo. Supongo que no puedo culparla por eso.

‒No, no deberías. Sé que amas a la hija de Honor como si fuera tuya. ¿No
pondrías a Christiana en un lugar fuera de peligro y te apresurarías a unirte a tu
esposa si estuviera en peligro de muerte?

‒Sí, lo haría ‒respondió Alan con voz entrecortada.


‒Y no te habríamos dejado allí tanto tiempo si Angus no nos hubiese dicho que
tú lo deseabas así. Él escribió diciendo que estabas muy contento y, por lo tanto,
ni querías volver ni responderías a nuestras cartas.

‒Entonces, si digo que os perdono a los dos, ¿podemos dejar este tema? Estoy
cansado de esto.

‒Discúlpame si no me siento perdonado ‒dijo Adam sarcásticamente, ‒pero sí,


no hablemos de ello. Hablemos mejor de Hume y su destino. ¿Debo hablar con él?

‒Como quieras ‒dijo Alan, levantándose de la mesa; ‒sólo comprueba que él


esté bien sujeto cuando lo hagas. No debe escapar. Asegúrate de que está bien
maniatado si lo sacas del almacén.

Alan se alejó unos pocos pasos y luego se volvió.

‒Y no debe ver ni hablar con Honor bajo ninguna circunstancia. No dejaré que
la moleste ese viejo.

Adam asintió. Pensó largo y tendido sobre lo que le diría a Hume. ¿Cómo sería
posible cambiar una actitud tan arraigada hacia las mujeres? Lo mejor era ver
primero si su reclusión lo había convertido en un hombre más dócil.

*****

Honor vio a Alan salir de la sala. Los hombres que holgazaneaban alrededor de
las mesas lo siguieron, gimiendo el uno al otro de buena manera. Es hora de
practicar armas, pensó, agradecida de que Alan no hubiera elegido ejercitarse de
otra manera.

Ella se fijó cómo mantuvo esa vara de cedro a mano en el cuarto la noche
anterior. Era extraño que no la hubiera usado, dada su conducta. Ella lo había
provocado más allá de lo que cualquier persona con la mente en su sitio debería
haber hecho.

Honor vio a su suegro bajar las escaleras hacia las cocinas. ¿Qué estaba
pasando? Momentos después, el guardia que generalmente se ocupaba de la
celda improvisada de su padre se acercó, estirando los brazos por encima de su
cabeza y bostezando. Seguramente Alan no había encargado la labor de guardián
a su padre. El hombre era un invitado, por el amor de Dios. Honor bajó para
disculparse hasta que Alan pudiera arreglar las cosas y asignarle a alguien más.

No había nadie en el área abierta en ningún lugar de las cocinas; Honor


recordó que la mayoría de la gente estaba ocupada preparando los fuegos afuera
para la fabricación de velas. Este día no habría nada más que carnes frías para la
comida del mediodía.

Justo entonces notó que la puerta de la celda de su padre estaba abierta. ¿Lo
había liberado el padre de Alan? Seguramente no. Cuando Honor se acercó
cautelosamente, escuchó voces y se detuvo justo fuera, cuidando de que no la
vieran. ¿Qué estaba haciendo Lord Adam?

‒No, no puedo permitirte marchar, Hume. Mi hijo lo prohíbe ‒dijo Adam.

‒Lo prohíbe ‒imitó su padre y luego resopló sin elegancia. ‒Y te importa tu


cachorro, ¿verdad?

‒Eres su prisionero.

‒¡Y tú no tienes nada que decir al respecto! ¡Patético!

Adam se rió.

‒Tampoco tú, por lo que parece.

La voz de su padre sonó letal cuando respondió:

‒No, pero lo haré. Pagará por esta parodia, ¡recuerda mis palabras!

Honor se dejó caer en el taburete donde el guardia usualmente se sentaba y


enterraba su cara en sus manos. Ella no debería escuchar esto, pero no podía
marcharse ahora.

‒Planeas algo de nuevo, ¿no? ‒preguntó Adam

‒¡Debería! ¡La pequeña desgraciada no me ha dado más que dolores de cabeza


desde que nació! ¡Por la bondad de mi corazón de padre, no la forcé a casarse
hasta que ella tuvo más de la edad indicada para hacerlo! Desde que tenía doce
años, he intentado lidiar con esa terquedad suya, para hacerla dócil.

Honor escuchó a Adam gruñir. No podía decir si estaba de acuerdo con su


padre o no.

‒Ah, pero luego organizaste una unión muy rentable para ella, ¿no es así?

‒Sí ‒dijo su padre, sonando herido. ‒El amigo del hombre del Rey, un primo
lejano, de hecho. Viudo, rico... Debería haber sido una buena unión. Siendo un
favorito real, no debería haberse negado. Pero lo hizo. La ladrona tomó los
mismos documentos que la comprometían, probablemente sobornó a mi
sacerdote para que la siguiera y se escabulló en la noche. ¡Me llevó un año
encontrarla!

‒Hmm, ¡una chica ingeniosa! ‒exclamó Adam.

‒No es nada de lo que enorgullecerse, te lo aseguro. ¡Muchacha rencorosa!

Adam se rió entre dientes.

‒Ah, pero ¿cuántas mujeres conoces con tanto coraje, Hume? Dime, ¿su madre
también es así?

‒Su madre es una esposa obediente, una buena mujer que conocía su lugar. La
pobre Therese está muy impresionada por todo esto. Si ella no me hubiera
necesitado tanto, habría encontrado a nuestra malvada descendencia antes.

Honor sonrió tapándose la boca con la mano. Ella conocía bien el propósito del
apego de su madre. Nadie podía fingir impotencia mejor que Lady Therese.

Durante años, Honor había odiado la actitud servil de su madre, el


adormecimiento, los ojos llorosos y la sonrisa temblorosa. Incluso más que eso,
Honor odiaba el hecho de que su madre recibiera todo lo que ella había pedido y
no hubiera sufrido ni una bofetada.

Entonces, poco antes de su partida, la verdad había salido a la luz y Honor


entendía por qué. Su madre usó sus artimañas para influir en su padre.
Desafortunadamente, ese despertar había llegado demasiado tarde para ayudar a
Honor. No importaba cómo engatusó y suplicó, o el bien que hubiera logrado; la
mente de su padre permaneció firme en su matrimonio con Trouville.

‒¡Ella lo heredó de ti, entonces! ‒dijo Adam de Strode.

‒¿Qué? ‒preguntó su padre, obviamente aun pensando en la naturaleza dócil


de su madre.

‒¡Su arrojo, por supuesto! ¡Esa fortaleza audaz! ‒dijo Adam. ‒Hume, qué
afortunado me siento de que compartamos una hija así. Por Dios, qué cuerpo
tiene esa chica, ¿eh? ¡Te dará buenos nietos!

Su padre murmuró algo que Honor no pudo entender.

‒Ahora, ahora, es solo tu orgullo el que está sufriendo hombre ‒dijo Adam. ‒La
semilla de ese francés pudo haber debilitado tu descendencia si Honor se hubiera
conformado con él. ¿No lo ves, Hume? ¡El destino hizo el resto! Envió a mi hijo
aquí, con Honor. ¡Para que juntos, hagan que todo esté lleno de muchachos
valientes y muchachas lindas!

‒¡No hay posibilidad de eso! El Conde de Trouville vendrá por ella, te lo


prometo. No le habrá gustado que Honor haya tirado su oferta por tierra. Intenté
salvarla de su ira alcanzándola primero. Apuesto a que no tardará en llegar una
vez que sepa dónde estoy y por qué ‒dijo Hume. ‒No quiero pensar qué podría
hacer si el castigo estuviera en sus manos. Él no es famoso por su indulgencia.

‒¿Y tú sí lo eres? ‒preguntó Adam con calma.

Un largo silencio transcurrió; entonces dijo:

‒Una vez lo fui. Fue un error que cometí entonces, Strode. Un gran error en el
juicio. Cuando era niña, Honor se salió con la suya y yo la dejé. Ella se convirtió en
una mujer voluntariosa, una que necesitaba mano firme. Honor me ha desafiado
en este asunto de su matrimonio y eso no debe quedar impune.

‒En este mismo momento. Se lo diré a mi hijo. Él es su esposo y debería ser


quien la castigue. Puedes ser testigo de los golpes.

‒¡No! ‒, exclamó su padre. ‒¡No puede golpearla! ¡No lo permitiré!

‒¿Y por qué no? ‒preguntó Adam. ‒¿Prefieres tener ese placer tú mismo?
‒¿Placer? ¡No es un placer pegar con una vara a tu propio hijo! ¡Seguramente
tú ya lo sabes!

‒No, nunca pegué al mío ‒dijo Adam.

Su padre se rió amargamente.

‒Por eso siembra el terror allá donde va, ese hijo tuyo. Mal educado como un
campesino bicéfalo. ¡Y suena igual, también!

Adam gruñó.

‒¡Si vas a insultar a mi hijo, ahí te quedas y que tengas un buen día!

‒¡Espera! ‒le ordenó su padre a Adam. ‒¿Podría... podría ver al bebé? ‒cuando
Adam no dijo nada, su padre agregó: ‒¿Solo una vez?

Honor no pudo escuchar la respuesta, pero pudo haber imaginado el gesto de


Adam, porque su padre parecía infinitamente triste cuando volvió a hablar.

‒¿Tiene ella el aspecto de mi Honor? ¿Es bella?

‒Oh, sí, parece un hada ‒declaró Adam con una sonrisa en su voz. ─¡Hará girar
más de una cabeza!

‒¿Cómo se llama? ‒susurró Hume.

‒Christiana ‒dijo Adam. ‒Alan la llama Kit.

Honor escuchó un sonido. Después de un pequeño silencio, su padre le


preguntó:

‒¿Tu hijo es amable con ella?

‒En su corazón, ella es su hija.

‒¡Eso no responde mi pregunta! ‒dijo Hume.

‒Él es mucho más amable con Kit de lo que tú fuiste con los tuyos ‒dijo Adam.
‒Piensa en eso, Hume.

‒Un momento más... ─dijo el padre, con una súplica reacia. ‒Cuando venga el
Conde...
‒¿Sí?

‒Esconde a Honor. Y esconde a la niña ‒Hume aclaró su garganta. ‒Diles que


han muerto.

‒¿Él representa una gran amenaza? ‒preguntó Adam con voz preocupada.

‒Es un bastardo vengativo que no se detendrá ante nada para obtener lo que
quiere. A menos que se doblegue a su voluntad, cosa que seguramente no hará,
me temo que la matará. O bien, matará a lo que ella más quiera.

Strode se burló.

‒¿Y hubieras casado a tu única hija con un hombre así, Hume? ¿Cómo
demonios podrías siquiera considerar tal cosa?

‒No tuve elección ‒su padre casi susurró las palabras. ‒Si no hubiera ido de
buena gana, convenciéndola, habría ido obligada. Eso podría haber significado su
muerte.

‒Sin embargo, ¿la entregarías a él incluso en contra de su voluntad, poniendo


en peligro su vida?

‒No, claro que no. Conozco un convento donde nunca la habría encontrado.
Quise dejarla allí antes de llegar a casa y decirle al hombre que ella había muerto.

‒No es que hubiera alterado el resultado, pero ¿por qué no lo dijiste tanto
cuando viniste? ‒preguntó Sir Adam.

‒Porque alguno de mis hombres más tarde podría haber comunicado mis
planes a Trouville. Mira, solo soy un escocés, sin poder en Francia, salvo mi ingenio
y riqueza. Él tiene la confianza y el parentesco del Rey. Dile a ese hijo tuyo, que
tenga cuidado con este hombre, porque él vendrá por ella con todo lo que tiene.

‒Nos consideramos advertidos ‒dijo Adam sucintamente.

Honor se levantó y rápidamente se metió en el hueco de otro almacén cuando


Adam salió de la celda de su padre, cerró la puerta y gritó por la escalera para que
el guardia volviera.
Los recuerdos de sus años de niñez vinieron a su mente. Ella había adorado a
su padre una vez. Tal vez si nunca lo hubiera amado y confiado en él de la forma
en que lo hizo, el castigo que le propinó más tarde no le habría parecido una
traición tan grande.

Ahora sabía por qué se había convertido en un ogro, exigiéndole su


conformidad de repente cuando había sido tan permisivo antes. Las mismas cosas
que una vez admiró en ella, engendraron bruscamente el miedo por su hija y por
lo tanto, su furia, una vez que alcanzó la edad adulta.

Incluso entonces admitió para sí misma que él no había desatado toda su ira
sobre ella. Si lo hubiera hecho, los golpes podrían haber sido terribles. Honor
había supuesto en ese momento que no la quería demasiado dañada para
venderla en matrimonio.

Muchas veces cuando ella se había rebelado contra él, su padre no la golpeaba,
sino que simplemente la encerraba, al igual que Alan le había hecho a él ahora.
Solo que en un lugar más pequeño e incómodo. Y sin comida; qué hombre cruel,
no debería estar así, incluso si creyera que tenía razones para tenerlo sin alimento.
Incluso aunque pensara que podía salvarla de este modo.

Las palabras de su padre hacia Adam explicaron su comportamiento, pero


Honor no podía perdonarlo aún por todo lo que había sufrido por su mano. Pensar
que la habría entregado al Conde si no hubiera huido... Si hubiera sido un hombre
más valiente, un mejor padre, la habría llevado a Escocia para salvarla. Su plan
para salvarla había llegado demasiado tarde.

Alan trataría a Christiana más amablemente una vez que se convirtiera en


mujer. Ella creía realmente que sería así. Pero no estaría de más enseñar a la niña
cómo aplacar a un hombre, en lugar de avivar su temperamento. Ella sonrió ante
sus pensamientos. ¿Cómo podría enseñar eso a su hija cuando ni ella sabía cómo
hacerlo?

Si Honor no hubiera dependido únicamente de su propia madre para recibir


lecciones, las cosas hubieran sido de otra manera.

El camino correcto era decirle a un hombre lo que quería escuchar. Alabarlo,


exaltarlo, halagarlo y aplaudirlo. Aunque ella ya nunca podría usar esos trucos con
Alan. Honor lo sabía. Nada sino la honestidad absoluta de su obra y de sus actos
servirían para ese marido suyo. Así lo había prometido.

Ella notó que Alan había dejado atrás sus esfuerzos anteriores para
complacerla. Había renunciado a su cuidadosa pronunciación en favor de su forma
natural de hablar. Se volvió a vestir como a él le gustaba, generalmente luciendo el
atuendo de las Highlands. Ya no le decía bonitos cumplidos en la mesa. ¿Creyó por
un momento que le gustaba más ese tipo correcto y cortesano? La idea hizo que
Honor sacudiera la cabeza.

Aunque sus intentos de cambiar la habían halagado, Honor no deseaba eso en


absoluto. Sin embargo, a pesar de que Alan abandonó todos esos cambios, no
volvió a ser él mismo.

Honor deseaba más que nada en el mundo que apareciera de nuevo siendo el
Alan que ella conoció por primera vez. Echaba de menos las cálidas sonrisas y la
risa siempre dispuesta, su ternura y su bulliciosa sensación de diversión. ¿Lo había
convertido ella en este caballero rudo que era ahora? Y si era así, ¿podría reparar
su error?

*****

Una semana más tarde, Alan ya estaba harto; nunca se había sentido tan
incómodo como con el tema de la honestidad con Honor. Aunque estaba aliviado
de que ella se sintiera lo suficientemente segura con él como para intentar una
suave broma, no quería que se tomara a la ligera algo tan serio.

‒Ya es suficiente ‒le advirtió, esforzándose por sonar brusco.

‒Pero estoy haciendo lo que tú querías ‒dijo, poniendo carita inocente.

Como si Alan no hubiera entendido lo que ella estaba haciendo, burlándose


tanto de él. Ella le martilleaba la cabeza con cualquier hecho tonto que pudiera
ponerlo en evidencia y, cuanto más ridículo, mejor. El fruncido ceño de Alan no
parecía disuadirla de nada.
‒Bueno, tienes los pies feos, Alan. Me sentí en la obligación de decírtelo,
porque en verdad, eres un hombre vanidoso con tu apariencia.

‒Ni siquiera puedes ver mis pies ahora, Honor. Llevo botas.

‒Pero yo los he visto. Y son feos ‒declaró con un gesto. ‒Quitarían el apetito
de la gente, esos pies tuyos.

‒¡Chist! ¡Cierra la boca y cómete la cena! ‒Alan luchó contra la risa que
amenazaba con arruinar su reprimenda. Esa pícara. Debía saber muy bien que él
se lo había perdonado todo. De lo contrario, Honor no se estaría comportando así.

Aunque no hablaron más sobre el viaje de Honor a Dunniegray, Alan


comprendió que había sido la causa de su huida. Él le perdonó eso. También
admitió que Honor había hecho lo único que podía hacer para evitar un
matrimonio con el Conde. Había sido muy valiente al poner ambos planes en
práctica.

Una mujer no podría luchar contra la injusticia de la misma manera que un


hombre. Honor empuñó las armas que tenía con delicadeza. En los últimos días,
utilizó el sentido del humor como una espada, golpeándolo suavemente con la
parte plana de la espada y pinchándolo una y otra vez con la punta afilada. Ella
quería que él se riera, con ella y consigo mismo.

Todo lo que realmente quería hacer era ceder ante eso, luego arrojarla sobre
su hombro, darle una palmada en el trasero y llevarla a su cama.

Pero él no se había acercado a ella como esposo en todo ese tiempo. Eso sería
señal de perdón total por su parte, una admisión de que había reaccionado de
forma exagerada y había llevado el castigo demasiado lejos. Alan no podía decir
por qué se había resistido. Orgullo, supuso. Tal vez un poquito de ira.

‒Sólo come ‒repitió, atravesando un trozo de carne con su cuchillo.

‒Imposible. ¿Cómo debo comer con la boca cerrada? ‒preguntó Honor con su
sonrisa más dulce.

Alan ignoró lo que Honor acababa de decir. Ella le dio un momento de respiro
mientras lavaba sus dedos, los enjugaba con un trapo y luego probaba su comida.
Luego ella frunció el ceño.

‒Ah, esta carne de venado está poco hecha. Y la remolacha tiene un sabor
bastante terroso, ¿no es así? Se lo diré al cocinero ‒dijo y comenzó a levantarse.

Alan la agarró del codo y la empujó hacia atrás en su silla.

‒Por el amor de Dios, mujer, ya has alterado a casi todos en la fortaleza


diciendo lo que piensas. ¡Todo lo que piensas! Si dices algo al cocinero nos servirá
ratas medio cocidas para cenar.

‒Pero...

‒¡Ningún pero! ¡Mantén la boca cerrada, o te la cerraré yo! ‒dijo Alan.

Su repentino retroceso le representó la imagen que acababa de recordar.


¡Seguramente ella sabía lo que quería decir! Pero permaneció sentada con los ojos
abiertos, mirando su mano. Alan miró hacia abajo, con los puños en la mesa.
Rápidamente, él la abrió, la agarró por el cuello y la atrajo hacia él para darle un
beso apresurado.

Bueno, comenzó como apresurado. Sus labios, todavía abiertos por la sorpresa,
se derritieron bajo su mirada como el azúcar. Y sabía igual. Qué dulce, pensó; su
mente cambiaba de leve placer a oscuras imaginaciones. Se besaron
incesantemente, hurgando profundamente en esa calidez y dulzura de seda.

Solo cuando las risas de satisfacción de Janet le acariciaron los oídos, Alan
recordó que él y Honor estaban sentados a la mesa, compartiendo una comida con
un salón lleno de gente. De mala gana, él se alejó de Honor.

El rostro de Honor se había puesto de un color similar al de las remolachas.


Alan se rió y se inclinó nuevamente.

‒Muy terrosas ‒susurró, asintiendo. ‒Pero no le digamos nada al cocinero.

‒¡Eres una bestia! ‒murmuró.

‒Culpable ‒admitió, cortando un pequeño trozo del asado y llevándolo a la


boca. Preparó otro bocado y se lo ofreció con una sonrisa. Ella arrugó la nariz y se
alejó.
Cuando ella se volvió, parecía preparada para hablar de nuevo.

‒Ah, ah, ¡ah! ‒dijo, con las cejas levantadas en señal de advertencia.

‒Solo iba a decir que tu disciplina tiene unos métodos muy extraños, Señor. No
es una gran disuasión, tu amenaza ‒sus labios se crisparon como si sofocara una
sonrisa real. El impulso de cubrirlos con los suyos otra vez casi superó su buen
sentido.

Él sabía muy bien que la había excitado. Ese brillo plateado en sus ojos se lo
decía claramente. Además de hacer bromas sobre sus métodos, Alan todavía no
estaba seguro de qué final tenía en mente. Tal vez debería terminar él mismo.

‒Estás coqueteando conmigo, ¿verdad? ‒preguntó Alan.

‒Sí ‒dijo con una sonrisa. ‒Lo estoy haciendo. ¿Está funcionando?

‒Lo suficiente como para interrumpir la cena y aún faltan dos platos ─admitió
audazmente, con la intención de ruborizar a su mujer. Diablos, o a él. ‒¿Deseas ir a
la cama? Solo dilo.

‒Sí ‒respondió ella, mirándolo directamente a los ojos con aire satisfecho

¿Era eso verdad? Si era así, había pensado en hacer que se sentara a la mesa y
que sufriera durante la comida.

‒Muy bien ‒dijo, levantándose y poniéndola de pie junto a su brazo. Soltó un


pequeño grito cuando su voz se elevó sobre los murmullos y las risas a lo largo de
las mesas. ‒Disculpadnos.

La conversación se detuvo. Todos los miraron boquiabiertos. Cuarenta pares de


ojos siguieron mirando mientras Alan conducía rápidamente Honor hacia el
dormitorio.

‒Por favor, continuad comiendo.


Capítulo 17

‒¡Cómo te atreves a avergonzarme! ‒siseó Honor en el momento en que cerró


la puerta del cuarto. ‒Yo sólo quería...

‒¡Burlarte de mí, ya lo sé! Burlarte de mí y tentarme ‒dijo, abandonando su


buen humor. Ahora Alan creyó que entendía el juego. ‒No pienses que vas a
llevarme por donde tú quieras gracias a tus encantos, Honor. No vas a poder.
Créeme, mujeres más experimentadas que tú lo han intentado, así que ten
cuidado.

‒¡Gordas, seguro! ‒casi gritó Honor. ‒¡Mujeres gordas y desaliñadas! ¡Putas


pecaminosas, sin duda!

‒Sin duda ‒estuvo de acuerdo. ‒Pero encantadoras, sin duda. ¡Yo hago lo que
quiero! Así que ya ves, ni los pestañeos ni los besos con lengua influyen en mi
voluntad ni siquiera un poco.

Honor lo observó con una mirada azul grisácea que de ninguna manera
coincidía con sus labios en los que ella dibujó una sonrisa.

‒Bueno, estás aquí, ¿verdad?

Alan no tenía respuesta para eso. Definitivamente estaba allí, después de


haber dejado una cena perfectamente buena para retirarse con Honor al
dormitorio.

‒¿Por qué te burlas de mí así, Honor? ‒preguntó en serio. ‒¿Para qué?

Suspiró y caminó hacia el asiento de la ventana, mirando hacia la oscuridad.

‒Me avergüenzas ‒dijo en voz baja.

‒¿Qué dices? Tú pediste venir...


‒No, no eso ‒dijo ella, moviendo su mano hacia la puerta del dormitorio
cerrada. ‒Te dije que era verdad; quería ir a la cama ‒respondió ella, ‒contigo.

Hizo un sonido de incredulidad.

Ella se enfrentó a Alan, con sus ojos grises llenos de preguntas.

‒Te lo preguntaré directamente. ¿Por qué te mantienes alejado de mí, Alan?


Me deseas, lo sé. Sin embargo, nunca me buscas por la noche. Luchas contra tus
sentimientos como si fueran demonios. ¿Crees que mi deshonra te manchará?
¿Acaso no prometí sobre el alma de mi hija que no volvería a mentir?

‒Y estás enojada porque te lo pedí, ¿no? Esa es la razón de que no dejes de


arrojar verdades estúpidas que no sirven para nada en los últimos días. Estás
haciendo una broma de la promesa que me hiciste.

‒Lo hice solo para mostrarte lo rígido de tu pensamiento. Lo implacable que


eres. Mentí. Lo admití, te di mis razones y me comprometí a no volver a hacerlo.
Sin embargo, cada palabra que sale de tu boca desafía mi honestidad, cuestiona
mi compromiso y transmite tu desconfianza. Ahora dime la verdad, Alan. ¿Podrás
perdonarme? ¿Me amas?

‒¿Amor? ‒preguntó, tentado de despreciarla; pero no quería ver más dolor en


sus ojos. Y, a menos que le mintiera, no podía negar lo que sentía. ‒Te amo,
Honor. Creo que te amaba incluso antes de conocernos. Gracias a los elogios de
Tav, llegué a conocerte, o al menos eso pensé y te creí sin defectos. Luego ‒dijo,
suspirando y haciendo una pausa para sentarse en los cojines junto a ella,
‒descubrí que todo era falso. Es diabólicamente difícil confiar en cualquier cosa
que digas.

‒O hagas en la cama ‒añadió, sonando un poco petulante.

Él se movió para no mirarla, no fuera que la arrastrara a sus brazos y


sucumbiera allí mismo.

‒Cómo si no, podrías hacer que girara con sólo mover un dedo y cómo si no,
podría dejarme dominar por tu cuerpo. Podrías hacerme jurar que la oscuridad es
luz, que el acero es oro... Podrías persuadirme para hacer cualquier cosa que
desees.
‒¿Podría hacer todo eso? ‒preguntó con una pequeña risa.

‒Sí y más ‒le aseguró enojado. ‒A ningún hombre le gusta que lo usen de esa
manera, Honor. Me gustaría que me amaras por mí mismo, no que intercambiaras
favores a cambio de todo lo que podría hacer yo por ti.

‒Ah, ya veo ‒dijo. ‒¿Y nunca aceptarás que te ame, sin importar lo que haga o
diga?

Alan negó con la cabeza, todavía sin atreverse a mirarla. Sin atreverse a
creerlo.

‒Entonces puedes salir de esta habitación con tu orgullo intacto, esposo


‒anunció con firmeza mientras ponía tanta distancia entre ellos como le
permitieron los confines de la habitación. Ella cruzó sus delgados brazos sobre sus
pechos. ‒Vete y no te preocupes; ya no volveré a tratar de seducirte ni de
someterte a mi voluntad. Haz lo que quieras, ya sea por mí o en mi contra. Nunca
más te pediré nada mientras viva.

‒Ah. Supongo que ahora debo rendirme y ofrecerte algo grandioso por esa
declaración tan generosa. ¿Qué es lo que deseas que haga ahora? ‒preguntó Alan,
cansado.

Ella permaneció en silencio.

‒Vamos, este juego ya lo conozco. Prometiste decir la verdad ‒le recordó.

‒Te pido que te vayas antes de que te pegue ‒dijo en voz baja, dándole la
espalda.

Él caminó hacia ella, arrastrando un dedo por el costado de su brazo.

‒Aquí estoy, comiendo directamente en tu mano, Honor. Dime lo que más


quieres.

Ella se giró.

‒¡Quiero un matrimonio real! ¡Quiero paz entre nosotros! ¡Quiero que dejes
de tratarme como algo sucio que no puedes soportar tocar!
‒Oh, creo que podría soportar tocarte ‒dijo y puso su mano sobre su pecho
izquierdo.

Ella abofeteó su mano.

‒¡Pero no esta noche!

‒¡Bien, demonios! ‒dio un paso atrás, furioso. ‒¿Cómo puedes decir todo eso y
luego...?

‒¡Honestidad! ‒escupió la palabra. ‒¡Lo digo con honestidad! ¡Sal de aquí y


déjame en paz!

‒¡Tú mandas! ‒gritó y se dirigió hacia la puerta. ‒Te ruego me avises cuando
decidas que haya paz entre nosotros ‒cerró la puerta con fuerza, deleitándose con
la explosión satisfactoria.

A continuación sonó un estruendo. ¿El barreño del agua?

Luego levantó la vista. Toda la gente del castillo estaba sentada, tal y como los
habían dejado, con las bocas abiertas y los ojos puestos con atención en el
dormitorio.

Alan volvió a su asiento y metódicamente comió cada pedazo que se le sirvió.


Enfrentó cada mirada inquisitiva con una mirada de advertencia y desvió cada
intento de conversación.

Cuando terminó, limpió su cuchillo de comida y lo deslizó dentro de su funda.

‒Os deseo buenas noches ‒gruñó al dejar su silla. Nadie dijo una palabra.

Mientras se dirigía a los establos, gruñó por lo bajo.

‒Mujer tonta. Piensas en burlarte de mí, ¿verdad? Ya lo has hecho ‒se dijo a sí
mismo. Superaría la vergüenza. No es que le importara demasiado lo que otros
pensaban de él de todos modos.

¿No había hecho el tonto más veces de las que podía contar? A veces para
aligerar una situación mortal o para poner a un adversario fuera de guardia. En
otras ocasiones, hacía una broma de sí mismo simplemente por afán de diversión.
Lo había hecho la noche de su boda para alejar la mente de Honor de su dolor por
la muerte de Tav.

Odiaba no poder confiar en ella, pero esa confianza, tenía que ganársela, ¿no
es así? Honor no había hecho nada para conseguirlo. ¿Por qué debería dar fe
libremente a algo tan inmerecido hasta ahora?

Honor lo había seducido, lo había molestado sin piedad y luego lo había


rechazado. Pero durante esos momentos allí ella misma parecía una mujer
excitada. Que ella disfrute de sus juegos, entonces. Que se preocupe de dónde se
había ido esta noche y con quien.

Y estaba muy tentado de encontrar a alguien que hiciera realidad sus


preocupaciones.

A Alan no le importaba que los establos estuvieran fríos. Le convendría


enfermar y tener fiebre y así ella tendría que cuidarlo. Pateó el heno en una pila
más profunda y se tiró al suelo. Por Dios, ¡él no se merecía esto! Ella era una
musaraña con una lengua de víbora. Él revoloteó tratando de encontrar un poco
de consuelo. Durmiendo con los animales otra vez. Y allí estaba Honor,
cómodamente, en su suave cama. No, ella no se iba a preocupar de que hubiera
buscado otra mujer. Ambos sabían que ninguna mujer de Byelough traicionaría a
la Dama y se llevaría a su marido a la cama. Probablemente yacía allí en ese suave
y cálido nido, todavía sonriendo.

Amor, dijo. ¿Paz? Sería una broma ¿Cómo había llegado a todo esto?

‒¡Todo es tu culpa, Tavish Mac Ellerby! ‒murmuró hacia la parte superior de la


sala. ‒¡Deberías haber sabido que no estoy hecho para ser un buen marido!
‒gruñó su frustración. ‒¡Y ella no es el ángel que pensaste que era! ¡Maldito seas
si te estás riendo de todo esto en el más allá!

¿Creyó oír su risa? ¡Por los huesos de Dios! Él se levantó de golpe.

‒¡Ah, muchacho, me recuerdas a mí mismo!

Su padre.

‒Jesús, pensé que Tav me había respondido ‒murmuró Alan.


La carcajada de Adam resonó en las paredes. Los caballos relincharon y se
revolvieron en sus puestos.

‒Te he sobresaltado, ¿verdad?

‒Sí.

‒Te hemos oído. ¡Las mujeres tienen el oído fino! Ella está allí, tan cómoda en
su cama. Pero mañana por la mañana todo será diferente. Con una muchacha
como la tuya tu vida no va a ser aburrida jamás.

Alan gimió.

‒Podría soportar un momento o dos de aburrimiento. Ella quiere que haya paz
entre nosotros, ¡y luego me grita! Ella quiere amor, dice y luego me ordena que la
deje sola. ¡Y tira cosas! Dime, ¿puedo confiar en ella? Esa mujer es un saco de
contradicciones.

‒Puedes remediarlo fácilmente ‒dijo su padre. ‒Devuélvela a su padre y


deshazte de ella.

‒No quiero deshacerme de ella. La amo, por el amor de Dios. Tú lo sabes.


¡Demonios, ella también lo sabe!

Adam asintió y se dejó caer en el heno junto a Alan. Se colocó en una postura
reclinada, como si fuera a quedarse un rato.

‒Honor no es tu enemiga, hijo. Ella no es más que una mujer con miedo; y
tiene razones para tenerlo.

‒¿A qué te refieres?

‒Esperas la perfección de ella, Alan y nadie es perfecto. Ella no puede


complacerte en eso. Por lo que pude deducir de mi conversación con Hume,
tampoco pudo complacer a su padre. Supongo que se cansó del esfuerzo y trató
de complacerse a sí misma. No es nada extraño ‒Adam suspiró. ‒Aun así, debes
saber que Dairmid Hume no es tu verdadero enemigo. Ni ella. Él ama a su hija.

‒Por supuesto que sí ‒dijo Alan con sarcasmo. ‒Supongo que por eso la golpeó
e intentó vendérsela a ese amigo libidinoso suyo.
Adam negó con la cabeza.

‒Simplemente no supo qué hacer con una mujer que decía lo que pensaba y
exigía que se tuvieran en cuenta sus deseos. Lo que le parecía divertido e
inteligente en la niña ya no le pareció bien en la mujer. Hume, por su temprana
indulgencia hacia ella, creó un ser que no estaba en sintonía con sus compañeros,
una hija prohibida.

Alan se rió con desprecio.

‒¡Y ahora, una esposa prohibida!

‒Un tesoro. Uno que perderás, si no tiene cuidado. Tal como le ocurrió a
Hume. Aunque su estrategia fue odiosa, su padre solo trató de hacer que Honor
fuera más sumisa para que sobreviviera a su matrimonio.

‒¡Con un hombre que ha enterrado a dos jóvenes esposas! ¿Creía que estaría
mejor muerta? Juro que no puedo entender a un padre como él ‒dijo Alan.

‒Repito, él no es el enemigo del que debes preocuparte. Hume me advirtió que


el Conde iba a venir a buscarla. Creo que lo teme más que a ti, tanto por Honor
como por él mismo. Él se da cuenta de que su vida podría estar en peligro. La
elección de Trouville como marido para Honor no fue idea suya. Creo que se vio
obligado a aceptarlo. Necesitamos prepararnos para otro ataque.

‒Honor es mía. Y la protegeré ‒juró Alan.

‒Y yo te ayudaré si puedo. Pero Byelough no es el más fuerte de los castillos.


Su mejor defensa es que no es fácil de localizar, pero no dudo de que la
encontrará tarde o temprano. Después de todo, Hume lo hizo. Lo que funcionó
con los hombres de Hume no funcionará con este francés. A él no le importará si
le cortas la garganta a su padre en las almenas. Es más, eso le beneficiaría, ya que
Honor es la heredera de Hume. ¿Qué harás?

‒Prepararme lo mejor que pueda con lo que tenemos. El clima se vuelve más
frío y pronto nevará. Dudo que intente nada hasta la primavera.

Su padre agarró su brazo y miró a Alan, su mirada constante implorando.


‒Hijo, no puedes depender de eso. Deja que Honor venga con Janet, Richard y
conmigo a Gloucester. Ella estará a salvo allí y tú también.

‒¿A Inglaterra? ‒Alan echó la cabeza hacia atrás y se rió con verdadera alegría
esta vez. ‒No sabes lo que estás diciendo, ¿verdad? ¡Me has hecho un escocés y
un escocés no huye nunca!

‒Oh, ya vale, deja de torturarme con eso, ¿quieres? Molestarme no resolverá


tu problema ‒murmuró Adam con su ceño fruncido. ‒¡Creo que Dairmid Hume no
es el único padre sin mano para criar un hijo!

Se levantó del heno y se sacudió la ropa.

‒Si no te importa nada de lo que digo, muchacho, al menos arregla las cosas
entre tú y tu esposa. Déjalo demasiado tiempo y lo lamentarás. Ninguno de
nosotros sabemos cuánto tiempo nos queda en este mundo y el orgullo es un
compañera de cama fría.

Alan no respondió. Ya lamentaba cada palabra dura que había escuchado y


todas las razones por las que tenía que desconfiar de Honor. Pero él todavía
desconfiaba de ella y eso era un hecho que no podía negar.

Dejando eso de lado, pasara lo que pasara, la protegería de todas las amenazas
hasta que exhalara su aliento final. Él nunca la abandonaría.

*****

A medida que pasaban los días, Honor se dio cuenta de que su hombre no se
sentía inclinado a perdonarla. Ese último intento de seducción había disminuido
mucho su autoestima. Él la quería, ella lo sabía. Pero renunció a actuar en
consecuencia y no pensaba ser ella quien se acercara a él.

Seguiría durmiendo en el establo como si ella lo hubiera desterrado hasta allí.


Ni siquiera pondría un colchón en el pasillo. Vivió como un invitado temporal en
Byelough y no muy bienvenido. Ese pensamiento la detuvo. ¿Alan se veía a sí
mismo de esa manera?
Miró hacia el fuego mientras acunaba a Christiana en sus brazos. La niña
estaba gordita y sonrosada, un querubín encantador con hoyuelos en sus mejillas.
Al menos el bebé se había hecho un lugar en el corazón de Alan. No podía
resistirse a ella, jugaba todas las tardes con ella. Los recuerdos de esas horas le
arrancaron una sonrisa a Honor. Ella siempre los miraba, agachándose,
hambrienta de un poco de lo que compartían. Alan le lanzaba miradas inquisitivas
a veces, casi como si se preguntara por qué no se unía a ellos. Pero ella no se
entrometía. ¿Cómo podría arriesgarse a su rechazo en caso de que hubiera
malinterpretado esa mirada?

La sala estaba casi desierta ahora, salvo por algunas de las mujeres que
preparaban las mesas para la cena. Alan ya casi había terminado con la práctica de
tiro con arco ahora. Su padre estaría allí también, dando sugerencias, ofreciendo
consejos.

Ese viejo tenía buenas ideas. Adam simplemente ignoró las frecuentes
muestras de mal humor de Alan e interpretaba al padre amoroso, como si no
pasara nada. Como resultado, Alan ocasionalmente preguntaba a su padre su
opinión. Y hasta los había visto reír juntos de vez en cuando. ¿Eso funcionaría con
ella también? ¿Debería ofrecerle sonrisas y dulzura para contrarrestar las quejas
de su marido?, pensó.

Ese gruñido empeoraba cada día. Honor ansiaba al caballero feliz e inocente
que llegó por primera vez a Byelough. Temía que lo hubiera desilusionado por
completo en lo que se refería a las mujeres, ya que ni siquiera buscó otra para
sustituirla. Pensó que la había amado, pero solo había amado el falso modelo que
le había presentado Tavish. La culpabilidad la consumía y la ira autodirigida
también le hacía mucho daño. Solo el temor a un mayor desprecio mantuvo a
Honor en silencio sobre el asunto de su matrimonio.

‒Bueno, tampoco tú eres perfecto, mi buen compañero honesto ‒murmuró.


‒Pero todavía te amo ‒nada haría que Alan creyera eso, por supuesto, así que
bien podría no decirlo, incluso a sí misma.

Entregó a Christiana a Nan cuando se lo indicó y se levantó para tomar su lugar


en la mesa.
‒Bien, Milady ‒dijo Alan bruscamente cuando se unió a ella en la mesa. Su pelo
brillaba húmedo por su reciente baño y olía a jabón fuerte y aire fresco. ‒¿Cómo
fue tu día?

‒Como cualquier otro, Señor ‒respondió ella, decidida a establecer una


conversación agradable. ‒¿Los hombres progresan bien?

‒Sí, lo hacen ‒respondió, todavía sin mirarla a los ojos. Rara vez lo hacía en
estos días. ‒Honor ‒comenzó, sonando reacio a continuar. Después de una
pequeña pausa, lo hizo. ‒Es hora de que tengamos un encuentro privado. Quiero
resolver esta inquietud entre nosotros, si lo deseas.

Se aclaró la garganta y fijó su mirada en algo al otro lado del pasillo. Honor
sabía que la oferta le había costado mucho en términos de orgullo. Lo menos que
ella podía hacer era abandonar algo del suyo.

‒Me gustaría. Acompáñame al dormitorio después de cenar.

Él no dijo nada más, pero se entretuvo con la comida, ofreciéndole las


porciones más selectas por rutina.

‒¿Sir Alan? ¿Milady? Hay juglares en la entrada ‒dijo David el Joven desde la
entrada.

‒¿Melior? ‒gritó Honor alegremente. ‒¿Ha regresado?

‒No, Señora, son extraños. Músicos de fuera de Edimburgo, dicen.

‒Pídales que se vayan ‒ordenó Alan, cortando una porción de liebre llena de
jugos. ‒No necesitamos extraños en esta fortaleza.

‒¿Qué puede pasar, Alan? ‒preguntó ella, rechazando su petición con un


pequeño movimiento de cabeza. ‒Mira a tu alrededor.

Echó un vistazo a las caras de la mesa con expresión de decepción.

‒Oh, muy bien. Deja entrar a los juglares, David, pero solo los tres. Si hay más
escondidos en algún lugar con la esperanza de llenar sus estómagos, hazlos
esperar fuera. Les enviaremos comida con sus compañeros cuando hayan
terminado aquí.
Se levantó una ovación y todos comenzaron a hablar a la vez. Honor no se
había dado cuenta antes de lo triste que se había vuelto Byelough en los últimos
días. ¡No, semanas!

‒¡Gracias, esposo! ‒dijo felizmente y le devolvió su sonrisa a regañadientes con


una de placer.

‒¿Todavía quieres que estemos a solas más tarde? ‒preguntó con impaciencia.

‒¡Por supuesto! Inmediatamente después de que estos tres músicos aligeren


nuestros corazones con sus cantos. La he echado de menos desde que Melior se
quedó con Ian Gray.

La expresión de Alan se oscureció ante la mención de los dos hombres. Honor


sabía que sentía que lo habían traicionado al ayudarla a escapar, pero que ya
debería haberlo superado.

‒No frunzas el ceño, por el amor de Dios ‒advirtió juguetonamente. ‒¿Dónde


está ese feliz caballero que una vez me hizo reír?

‒Eso mismo me pregunto yo ‒admitió irónicamente; al fin la miró a los ojos.


Ella vio el deseo parpadear allí por un instante y le dio coraje.

Honor colocó su mano sobre la de Alan y le dio un apretón.

‒Sé ese hombre esta noche, Alan. Juro que no te arrepentirás.

Su sonrisa reapareció, se amplió y se hizo muy real.

‒Hecho.

Justo en ese momento, un abigarrado trío cruzó el pasillo y aterrizó al unísono


doblando la rodilla ante el estrado. Los aplausos ahogaron sus palabras de saludo.

David se adelantó y le dio al más bajo de los tres el instrumento que les había
estado cuidando. El juglar lo tocó de manera entusiasta y los otros dos estallaron
en una entusiasta canción familiar para todos. Honor aplaudió de alegría cuando
Alan comenzó a cantar. Tenía una voz profunda y melodiosa que se fusionaba bien
con la de los demás.
Nunca podría recordar una noche más fina. Hasta altas horas de la noche
tocaron canciones nuevas y antiguas, realizaron acrobacias e incluso una obra de
teatro ridiculizando al recientemente derrotado Rey inglés. El más alto de los tres
empuñó una espada imaginaria y derrotó a los otros, proclamándose Alan el
Verdadero, héroe de Bannockburn, en un intento bastante descarado de halagar a
su anfitrión. Alan lo tomó muy en serio, disfrutando plenamente de la farsa.

A continuación, los recién llegados se sentaron con las piernas cruzadas en el


suelo frente a Honor y mezclaron sus voces en una canción de tanta dulzura que le
arrancó lágrimas de los ojos. La canción alababa a un caballero que había movido
el cielo y la tierra para ganarse a su amada. Un homenaje a Honor seguido de
elogios por su belleza. Ni siquiera Melior podría haberlo hecho mejor. Honor se
sintió encantada y pensó que Alan parecía conmovido también.

Cuando terminó su canción, los recompensó generosamente con monedas y


una buena medida de los alimentos que quedaban de la comida.

‒Se lo suplicamos, Milord, déjenos espacio en sus establos para dormir; la


noche está muy fría ‒el hombre más pequeño se estremeció por la idea. Los otros
dos también suplicaron con esperanzados asentimientos y sonrisas. ‒Mañana los
entretendremos de nuevo y luego nos marcharemos ─agregó: ‒¿Qué dice usted,
Señor?

‒No ‒dijo Alan.

Honor pensó que su negativa podría tener que ver con el hecho de que él
mismo había dormido en los establos y no deseaba su compañía. Ella sonrió,
tratando de parecer provocativa cuando preguntó:

‒¿Qué daño pueden hacer? El establo estará vacío esta noche, excepto por los
animales, ¿no es así?

Alan podía ver el repentino calor inundar sus ojos ante su invitación.

‒Se está nublando, Señor ‒anunció David. ‒Lo más probable es que llueva.

Todo el mundo parloteó a la vez, añadiendo sus ruegos a los de los recién
llegados. Alan dejó escapar un suspiro y con una mirada bastante prometedora a
Honor, cedió.
‒Muy bien. Una noche.

Una algarabía estalló de nuevo; todos estaban jubilosos por la idea de que los
actores permanecieran un rato más.

Cuando la excitación desapareció y todos comenzaron a buscar sus camas,


Honor paseó con Alan por el pasillo hacia el dormitorio. Aunque sabía lo que iba a
suceder en breve, su corazón se agitó con temor. Y afán, tenía que admitir. Él vería
su sugestión como un movimiento hacia delante, tal vez incluso insensible, pero
quería que Alan volviera a su cama. ¿De qué otra forma podría ella convencerlo de
que lo amaba?

Ella podía sentir la tensión en su brazo directamente a través de su manga y


trató de calmarlo con una pequeña charla.

‒Gracias por extender nuestra hospitalidad a esos tres, Alan. Fueron muy
entretenidos, ¿verdad?

‒Conocen a una bella Dama cuando la ven. Te describí bastante bien


‒comentó. ‒Aunque me pregunto dónde oyeron hablar de mis hazañas. ¿Un
soldado rudo, el único entre miles? Ni siquiera era un Caballero en ese momento.

Ella inclinó la cabeza, mirándolo desde debajo de sus pestañas mientras pasaba
la palma de su mano por su antebrazo.

‒¡Pero tú eres una leyenda, estoy segura! Todos desde aquí a Stirling deben
cantar tus hazañas, Alan el Verdadero.

Él colocó una mano grande sobre la suya como para aquietar su movimiento y
miró hacia otro lado.

‒No nos detengamos en eso. La mayoría de nuestras malas palabras se centran


en mi apego a esa distinción.

‒Como tú digas ‒respondió en voz baja, resentida por el desaire. Ella suspiró
pesadamente. ‒¿Por qué quieres hablar conmigo, entonces?

Se giró cuando entraron a la habitación y cuidadosamente cerró la puerta.


Cuando volvió a mirarla, se acercó rápidamente y la tomó por los hombros.
‒Las palabras nos han traído hasta aquí y se han terminado ya ‒y dicho esto,
Alan bajó su boca a la de su esposa y la tomó sin remordimiento.

Honor luchó bajo su asedio por un momento hasta que la suavidad de sus
labios se registró en su mente. Sin enojo. Sin castigo. Solo su dulzura. Ella se
derritió contra él, ofreciendo todo lo que deseaba tomar, tal vez más de lo que
pretendía. Se abrió bajo su gentil asalto, dio la bienvenida a la invasión; salió a
saludar al vencedor con aterciopeladas promesas de tesoro y consuelo dentro de
la fortaleza de su cuerpo.

Cuando finalmente abandonó su boca y se movió hacia su cuello, Honor


experimentó una necesidad más fuerte de decirle cómo lo había echado de
menos.

‒Oh Alan, yo...

‒Silencio ‒ordenó, e hizo cumplir eso con otro beso desgarrador que no le dejó
otra opción. Ni una sola vez cedió y pronto Honor no pudo pensar de forma
coherente y mucho menos articular una palabra. El puro placer llenó sus sentidos
al estallar la aspereza de su aliento contra su rostro, el aroma recién lavado de su
piel, la urgencia con que la atrapó.

Su gruñido de necesidad resonó contra su pecho, más potente que cualquier


súplica, más persuasivo que cualquier cosa que pudiera haber expresado. Honor
deslizó sus dedos por su pelo y lo sostuvo contra ella mientras sus propias manos
parecían decididas a memorizar su cuerpo de una sola vez. Sintió que los
eslabones de su cinturón plateado se deslizaban sobre sus caderas y los oyó
chasquear en el suelo. Antes de que ella pudiera siquiera pensar en ayudarlo a
desvestirse, él tenía su sobrevesta desatada y recogida hasta la cintura junto con
el flexible vestido que llevaba debajo. Sus labios abandonaron los de ella solo el
tiempo suficiente para que él sacara ambas prendas sobre su cabeza.

Una vez más, la ahogó en un beso tan profundo y sincero que casi hizo que se
desmayara. Vagamente consciente de la cama que tenía a su espalda, Honor se
aferró a sus hombros mientras la acostaba y la seguía, cubriéndola por completo.

Por lo que le pareció una eternidad, se besaron, separándose solo para jadear y
liberarlo de su ropa. Impaciente, Honor deseaba que se hubiera vestido con su
tartán, lo que requeriría menos tiempo para desnudarlo. Por fin sintió el peso de
su cuerpo desnudo presionarla hacia abajo. Ella abrió la boca para hablar pero solo
encontró sus labios sellados de nuevo con los suyos.

‒En francés ‒dijo con voz ronca mientras rompía el beso y sus labios se
arrastraban por su cuello. ‒Si vas a hablar, hazlo en francés.

‒Tout à fait? ‒jadeó Honor.

‒¡Sí, por completo! ‒gruñó, obviamente con la intención de volverla loca.

‒Pourquoi?

‒Porque no quiero palabras que pueda entender ‒dijo en un susurro inestable.


Él acarició la parte inferior de su pecho izquierdo.

‒¡Pero de todos modos me entiendes! ‒gritó Honor, alejándolo.

Alan sacudió la cabeza un poco y luego suspiró mientras la miraba.

‒No. Ha sido casualidad; reconozco las pocas cosas que dijiste, pero nunca te
entenderé.

Si no hubiera parecido tan triste sobre el asunto, Honor lo hubiera empujado


fuera de la cama.

‒Aún me odias ‒dijo.

‒Nunca lo hice. ¡Nunca! Es solo que no quiero oírte decir... y no significa...


‒lentamente él rodó sobre ella y se recostó. Él lanzó un brazo sobre su cara. ‒Ah
demonios, estamos con eso otra vez.

‒No importa ‒dijo Honor en voz baja. ‒Podría probar en latín.

Él se levantó, apoyándose en un codo y mirándola.

‒¿Honor? ‒susurró, acariciando su rostro con su mano. ‒¿Lo ves? Cada vez que
hablamos, ensucias cosas de una manera feroz. Todo lo que quiero hacer es
abrazarte, amarte ‒él se inclinó sobre ella y rozó sus labios sobre su mejilla. ‒Si te
he lastimado, no era mi intención.
‒Entonces cállate ‒le aconsejó secamente. ‒No digas nada más ni uses tu
gaélico.

‒Debería haber preguntado, antes de venir a tu cama otra vez ‒dijo, haciendo
caso omiso de sus sugerencias, ‒pero temía que me dijeras que no.

Honor ladeó una ceja y le sonrió.

‒Hace frío en el establo, ¿verdad?

Él no le devolvió la sonrisa, pero se mordió los labios por un momento antes de


hablar.

‒No podía mantenerme lejos de ti por más tiempo.

‒Ni tampoco quería que lo hicieras ‒admitió, calentándose ante esa abyecta
honestidad suya, sosteniendo su cara entre sus manos. Ella notó que debía
haberse afeitado justo después de la práctica. Ella acarició la fría y tersa suavidad
de su piel. Cómo había hecho de menos tocarlo. ‒Ahora, ¿dejarás de hablar, o
debo emplear tu propio método para garantizar el silencio?

‒Por supuesto ‒dijo, bajando su boca a la de ella. ‒Cállame.

Ella obedeció. Por el momento, a Honor no le importaba que todavía


desconfiara de ella. A ella no le importaba si había sido el frío de los establos o su
amor lo que lo había traído aquí. Todo lo que sabía era que el cuerpo de Alan
descansaba firmemente contra el suyo y pronto le pertenecería a ella otra vez.

Sus manos rodearon sus pechos, con delicadeza, casi reverentemente, como si
pertenecieran a otra persona que no fuera la que tenía la parte inferior del cuerpo
pareciendo ansiosa. Ella movió las caderas y se abrió a él con una súplica sin
palabras.

Con una precisión infalible, entró, midiendo el placer tan lentamente que quiso
gritar de impaciencia. Una vez dentro de ella, se quedó quieto y suspiró con tanta
satisfacción que se estremeció al compartirla. Todo el camino hasta su alma la
poseía con ese empuje inexorable. Su cuerpo ondulaba por sí mismo, animándolo
a buscar una profundidad aún mayor, una unidad mayor. La cabeza de Honor
nadó, su corazón dio un salto y todo su ser parecía envuelto en tanta euforia, que
no podía soportarlo.
De repente, se sumergió de nuevo, mucho más rápido y ella no tuvo motivos
para suplicarle un descanso. Un suave gemido escapó de ella mientras se movía
sin ningún intento de ritmo; solo un frenético alcance le hizo eco sin pensarlo.
Abruptamente y sin previo aviso, su mundo se fracturó en destellos de luz y color
como nunca antes había visto. Su rugido reverberó en su propia garganta como si
hubiera salido de ella. Una vez más, él avanzó profundamente y ella sintió la dulce
oleada líquida de su calor llenarla por completo.

¿Cómo podría ella no amarlo? ¿Cómo podría no decírselo? Pero no se atrevió a


oscurecer este momento maravilloso recordándole sus dudas. Así que ella lo
abrazó rápidamente, sus brazos se cerraron alrededor de él, sus dedos se clavaron
en los músculos de su espalda, mientras ambos luchaban por capturar un aliento
constante.

Demasiado pronto, él alivió su peso lejos de ella y se movió a su lado. Le dio un


beso en el pecho, en el cuello y luego sus labios tocaron los de ella, suavemente
como el movimiento del ala de una mariposa. La vela se había reducido a nada,
por lo que solo sintió la sonrisa que no podía ver.

Alan apoyó la cabeza en su hombro, su brazo la rodeó y su mano libre asió una
de las suyas.

‒Duerme ahora, dulzura ‒susurró. ‒Todo está bien.

Ciertamente, no estaba bien y ella lo sabía, pero ojalá el tiempo lo hiciera así.
Ella lo convencería, con hechos en vez de palabras, muy probablemente. Pero
pronto sabría sin lugar a dudas que lo amaba más allá de toda razón. De algún
modo. Por esta noche, esta noche maravillosa y anhelada, Honor le daría todo lo
que pidiera y más. Seguramente al menos comenzaría a creer un poco en ella.

Con ese pensamiento en mente, Honor esperó hasta que su pecho se elevó y
cayó con los alientos de un sueño tranquilo y feliz.
Capítulo 18

Horas más tarde, un golpe atronador en la puerta despertó a Honor. Alan ya


estaba buscando su espada.

‒¿Qué? ¿Qué ocurre? ‒preguntó ella, todavía adormilada y cansada por la


noche de amor.

‒No lo sé ‒respondió distraídamente, arrojándole la bata. ‒Ponte esto ‒se


dirigió hacia la puerta, gritando, ‒¡Que pare ese maldito alboroto!

Honor se levantó y acababa de abrocharse la bata cuando Alan levantó el


cerrojo. La puerta se abrió hacia dentro tan rápidamente que él retrocedió
tambaleándose hacia la cama y cayó contra ella. Antes de que pudiera
enderezarse, se produjo una escaramuza. Su espada resonó en el suelo y los
rodearon hombres con camisas de malla y yelmos.

El intruso más alto agarró a Honor, sujetándole los brazos a su espalda,


colocando un cuchillo en su garganta. Alan se sacudió a su captor y comenzó a
correr hacia adelante cuando otro lo golpeó en la cabeza con la empuñadura de
una espada. Cayó al suelo a sus pies.

Luchando, ignorando el cuchillo, Honor gritó:

‒¡No! ¡No le hagas daño!

Sin hacer caso de sus súplicas, los hombres agarraron a Alan bajo sus brazos y
lo arrastraron al pasillo. Honor los siguió; lo habría hecho incluso si el bruto que la
sostenía no la hubiera obligado a hacerlo.

Habían sido invadidos. Alguna fuerza había tomado Byelough en la oscuridad


de la noche. ¿Quiénes eran estas personas y qué querían?

No podía apartar su mirada preocupada de Alan, que se dejaba caer sin vida
entre los dos hombres que lo habían sacado a rastras del dormitorio. Nunca antes
lo había visto vulnerable y eso la asustaba. No llevaba camisa ni zapatos, solo el
taparrabos y las calzas que se había puesto para abrir la puerta. La sangre goteaba
de la herida en su cabeza, dejando un rastro carmesí sobre las losas. Honor sintió
la cálida pegajosidad que mojaba las plantas de sus pies descalzos. Un gemido
horrorizado salió de su garganta.

Los hombres dejaron a Alan en el suelo directamente delante del estrado.

Honor se quedó sin aliento cuando levantó la vista y vio al hombre responsable
de este ultraje. Se sentaba en la silla del Señor, esa repugnante bestia, firmemente
instalada allí por medio de la traición.

Él sonrió.

‒¡Ah, así que aquí está mi prometida por fin! ¿Cómo te encuentras, Milady?

Honor no podía ni responder. Miró nuevamente a Alan, que yacía inconsciente


a sus pies. Su pecho se elevó y cayó suavemente y se dio cuenta de que estaba
vivo. La herida en su cabeza sangraba todavía, pero no parecía fatal, como había
temido.

‒¡Tráelo! ‒ordenó el Conde, hablando en francés. Uno de los hombres agarró


la jarra que estaba delante de su amo y tiró el contenido sobre la cara de Alan.

Alan se despejó por la sorpresa, luego levantó una mano para aclarar sus ojos.
Cuando se incorporó sobre sus codos, el soldado que esperaba puso un pie sobre
su pecho. Alan se rindió y se quedó quieto, pero su mirada se dirigió
inmediatamente hacia el que había emitido la orden. Honor sospechaba entonces
que Alan no había estado sin sentido todo el tiempo, sino que simplemente
simulaba estar inconsciente y evaluaba la situación.

‒El Conde de Trouville, supongo ‒dijo con calma, como si estuviera orgulloso y
conociera a un héroe. Honor no pudo evitar admirar su aplomo, aunque parecía
bastante inútil.

‒Sí, el mismo. Te sorprendí, ¿verdad? ‒preguntó Trouville, cambiando de


idioma al instante.

‒Bueno, los invitados suelen anunciar su llegada de una manera más agradable
‒Alan miró por el pasillo, desierto, ocupado por los hombres del Conde. ‒Y a una
hora más razonable. Tu entrada requirió la asistencia de los juglares que
empleaste, por supuesto.

‒Por supuesto ‒confirmó el Conde con una sonrisa diabólica dibujándose en


sus labios. Honor admitió que esa expresión desdeñosa hacía poco para ocultar su
aspecto. Trouville no era mal parecido. Su cabello liso y oscuro, impecablemente
cortado y peinado, realzaba la cara fuerte y cuadrada con su nariz esbelta y ojos
ligeramente inclinados. Ojos penetrantes que de repente se fijaron en una
persona con intención mortal.

La mayoría de las mujeres en la corte lo habían considerado guapo y se habrían


alegrado de casarse con él. Dos mujeres habían muerto a sus manos, aunque
Honor suponía que no muchas lo sabían. Si Honor no se hubiera hecho amiga de
una de las mujeres que había asistido a su última esposa, nunca lo habría sabido
tampoco.

‒¿Dónde está Hume? ‒preguntó el Conde, jugueteando con una de las copas
de plata de Honor que alguien le había dado. ‒Tengo entendido que él disfruta de
tu hospitalidad aquí.

‒Sí ‒admitió Alan con una sonrisa cortés. ‒¿Interrumpimos su descanso para
que te atienda?

‒¡Oh, pero, por supuesto! Hagamos una fiesta ─dijo alegremente el Conde
hablando de nuevo en francés.

Su tono cambió abruptamente mientras se dirigía a sus hombres, ordenándoles


que localizaran a Hume y trajeran a todos a la sala.

Luego volvió al inglés, su voz nuevamente suave como la crema.

‒He encontrado a mi amada y es hora de compartir mi alegría.

Alan se rió.

‒Si la única forma en que puedes conseguir a una mujer es con un cuchillo en
el cuello, te digo que tienes muy poco de qué regocijarte.

El Conde asintió con la cabeza y el soldado cuyo pie descansaba sobre el pecho
de Alan le dio una dura patada en el mentón. Alan gruñó.
Honor ahogó un grito. Instintivamente, sabía que cualquier defensa posterior
de él sería mucho peor. Tal vez podría aplacar al hombre y al menos darle tiempo
a Alan para que se recuperara.

‒Milord, permítame avisar a los cocineros para prepararle una comida. Debe
estar cansado y hambriento. Podríamos resolver todo esto después de haber
comido y descansado.

Mostró una sonrisa sin alegría e inclinó su oscura cabeza en señal de


advertencia.

‒Ah, dulce Señora, ¿buscas ganar mi favor? Hay formas mejores que la comida,
aunque la idea de una cama en la que acostarme despierta mi... imaginación.
¿Más tarde, tal vez? ‒él se apartó de ella para mirar a la gente que sus hombres
estaban llevando a la sala.

‒¡No tengo que preguntar quién eres! ‒dijo Adam de Strode, sacudiéndose las
manos que lo empujaban hacia adelante.

‒¡Bueno, bueno, el buen Barón! ‒dijo Trouville a modo de saludo. ‒El Barón
inglés. ¡He aquí hay un hallazgo de verdad!

A Honor no le pasó desapercibido el hecho de que Trouville sólo fingió sorpresa


ante la presencia de Lord Adam. Sabía muy bien que el padre de Alan estaba aquí
mucho antes de que lo viera. Con el corazón hundido, se dio cuenta de que alguien
de su gente ya había respondido todas las preguntas del Conde, probablemente
bajo coacción.

Trouville continuó burlándose.

‒A Bruce le gustará verte, creo. ¡Qué lindo regalo para el buen Rey Robert,
para promover las relaciones entre Francia y Escocia! Encantado de conocerte,
Lord Adam. Tu hijo comparte tu apariencia, aunque no tu lealtad.

‒Mi hijo es escocés, un hombre de Bruce y se casó con esta Dama por orden de
su Rey. No creas que mi compromiso con la Corona inglesa lo afectará de ninguna
manera.

El Conde se tocó el mentón como si lo considerara. Luego se encogió de


hombros y miró alrededor de la habitación.
‒¿Y Hume?

‒Aquí, Milord.

Honor vio a su padre entonces. Ella había esperado que se viera perdido y
maltrecho después de sus semanas de encierro. Parecía más pálido de lo normal,
pero por lo demás bastante bien.

‒¡Papá! ‒exclamó. ‒Por favor...

‒¡Sujeta tu lengua, niña! ‒ordenó. Pero sus ojos escondían una advertencia, no
una reprimenda. Honor, por una vez, obedeció.

El Conde de Trouville se levantó, mirando a cada persona por turno antes de


fijar su mirada en Honor.

‒Sabía todo lo que había sucedido, Milady. El Capitán de Hume vino a mí de


inmediato a su regreso a Francia. Él deseaba que efectuara la liberación de su
Señor de este lugar. Hasta ese momento, creí que padecías una enfermedad que
retrasó nuestra boda. Debo decir que pareces estar muy sana para alguien tan
terriblemente afligido.

Miró a su padre y luego le devolvió su malvada mirada.

‒Una mentira, obviamente. Fue solo cuando ese hombre me informó, cuando
supe de su matrimonio no autorizado con Lord Tavish. Esa era una unión falsa,
como cualquier corte te dirá.

El padre de Alan dio un paso adelante, moviendo con impaciencia la espada


que lo protegía.

‒El propio Bruce ordenó éste, sin embargo. Si todavía te sientes mal, fija la
multa y mi hijo la pagará.

El Conde rió sin humor.

‒Oh, puedes estar seguro; él pagará.

Honor saltó cuando un fuerte gemido interrumpió el discurso. ¡Christiana! ¿El


Conde sabía de su existencia?

‒¡Cállate! ‒ordenó Trouville cortantemente.


Honor se mordió los labios, deseando desesperadamente correr hacia su hija.
En cambio, permaneció indefensa con el cuchillo del soldado descansando contra
su piel.

Vio a Nan y Janet intercambiar susurros y luego hijos. Janet abrió su pesada
bata y gentilmente colocó a Christiana debajo de los pliegues para que comiera.

Honor cerró los ojos y suspiró de alivio. ¿Qué haría el Conde cuando
descubriera que no solo se había casado, sino que también tenía una hija? ¿El
Capitán de la guardia de su padre también se lo había contado? No, él no podría
saberlo. Pero cualquiera aquí podría habérselo dicho después de su llegada.

‒Milord ‒dijo Alan, con su voz tranquila como siempre, ‒¿Podríamos posponer
todo esto hasta la mañana? Me siento algo en desventaja aquí.

Trouville se rió en voz alta mientras miraba a Alan tirado en el suelo, medio
desnudo y manchado de sangre.

‒Me atrevería a decir que sí ‒pasó una mano sobre su propia cara y borró todo
rastro de alegría. ‒Sin embargo, deseo resolver esto ahora, esta noche.

Dio un paseo alrededor de la mesa y se colocó frente a Alan, mirándolo.

‒Nunca entro en una situación completamente desinformado. Se dice que eres


un hombre valiente y honorable. Los cuentos de tus hazañas en la batalla se están
convirtiendo en leyenda. Incluso en tu estado actual, no me muestras miedo. Y yo
me pregunto, ¿podrías estar tan engañado por todo esto como lo he estado yo? La
gente te llama Alan el Verdadero, ¿verdad?

‒Sí, así lo hacen ‒admitió Alan sin humildad.

‒Eras solo un mercenario, cuando luchaste por última vez. Bruce debe haberte
nombrado Caballero poco después de Bannockbum.

‒Sí, lo hizo.

El Conde volvió a hablar en francés otra vez.

‒Llévalo a la habitación ‒le ordenó al hombre que había pateado a Alan con
tanta brutalidad, ‒y permite que se vista apropiadamente. Sin armas, por
supuesto. Al menos su muerte será digna. Es lo menos que un Caballero merece.
Los hombres permitieron a Alan levantarse cuando Trouville regresó a su silla
detrás de la mesa alta.

Honor cerró los ojos y rezó. Una vez que el Conde supiera la verdad completa
de lo que había hecho, la castigaría severamente. Tenía que aceptar lo que quiera
que fuera a suceder ahora. Pero si él la escuchaba, debía convencer a Trouville de
que Alan no tuvo nada que ver en el engaño. Solo la verdad podría salvar tanto a
Alan como a su padre.

Sólo el cielo sabía lo que podría salvar a Christiana, porque el castigo de


Trouville probablemente se extendería también a su hija.

“Que Dios me guíe”, rezó Honor.

El Padre Dennis apareció a su lado como convocado por su oración.

‒Ten valor, mi Señora ‒dijo en su voz más resonante.

Él era el único de su gente en la sala que quedó sin vigilancia para vagar a
voluntad. Como su captor había bajado el cuchillo de su garganta, Honor se
aventuró a hablarle al sacerdote.

‒Buen padre, ¿sería tan amable de ir al almacén? ¿Ver si tenemos suficientes


víveres disponibles para brindar a nuestros invitados la bienvenida que se
merecen?

Él la miró como si ella hubiera perdido la razón, requiriendo tal tarea de él.

‒Esos sacos de grano gris, Padre Dennis. Haga que los lleven a las cocinas.

Ella vio amanecer la luz. Finalmente. Honor observó al sacerdote pasear


despacio e incuestionable hacia la escalera que conducía a las cocinas. Ella solo
esperaba que aumentara su velocidad una vez que alcanzara el túnel. Había un
largo camino hasta la fortaleza de Ian Gray. La ayuda podía tardar demasiado en
llegar, no importa cuánto se apresure.

Se atrevió a echar un vistazo a Alan, que caminaba un poco inseguro entre dos
fornidos guardias hacia el cuarto. Qué valiente Caballero y buen hombre, su Alan.
Y pensar que ella lo había colocado en esa situación...
Por cada alma que había trabajado tan duro para entrenar en armamento allí,
el Conde de Trouville había traído varios guerreros bien armados y
experimentados. Incluso aunque las mujeres y los niños lucharan, la gente de
Byelough todavía estaría en inferioridad numérica. Si Ian Gray no acudiera en su
ayuda como ella esperaba, muchos hombres podrían ser asesinados. Lástima que
no hubiera pensado en eso antes.

Trouville parecía contento mientras esperaba que Alan se vistiera


apropiadamente. Bebió su cerveza como si no tuviera nada mejor que hacer. De
vez en cuando, la miraba con ligera diversión. Finalmente, habló.

‒Es posible que haya solucionado el problema del Padre, Milady.

Sus ojos volaron hacia la escalera donde el Padre Dennis reapareció,


moviéndose con un poco más de prisa ahora desde que fue empujado por otro de
los hombres del Conde. Honor suspiró con derrota.

‒Nadie entra, nadie se va ‒declaró Trouville en voz baja, ‒hasta que se


resuelva este asunto.

El corazón de Honor latía con fuerza en su pecho. Ella podía verlo en sus ojos
oscuros e inmisericordes. Alguien moriría esta noche.

‒Misericordia, Milord ‒susurró.

‒¿Para quién? ‒preguntó el Conde ociosamente. ‒¿Para ti o para él? ‒hizo un


gesto hacia la puerta del dormitorio.

Alan se mantuvo firme e inclinado, vestido con ropa inglesa capturada en la


batalla. Llevaba una camisa marrón y polainas debajo de una túnica de lana verde
bosque. Aunque las prendas eran sencillas y sin relieve, ceñidas solo con un simple
cinturón de eslabones de oro, su esposo parecía un noble príncipe.

Aunque parecía solemne, digno y por encima de la derrota, una parte de Honor
deseaba que hubiera elegido su ropa escocesa. Una vez más, antes de ser llevada
o algo peor, Honor hubiera querido a su marido como un feroz montañés.

‒Traed a los acusados hacia adelante ‒exigió el Conde. ‒Sir Alan de Strode,
Lord Dairmid Hume y la Dama Honor.
Cada uno estaba flanqueado por dos de los guardias de Trouville y los
condujeron separados en un semicírculo delante del estrado.

‒Entended esto. Si considero que Lord Hume me ha hecho esta mala jugada y
me ha privado de la persona y las propiedades que se me deben como esposo de
Lady Honor, responderá por ello con su vida.

Continuó:

‒En caso de que Alan de Strode insistiera en la legalidad de este matrimonio


clandestino, me veré obligado a convertir a la Dama en viuda para poder casarme
con ella.

El Conde barrió a la gente de Byelough con una mirada amenazadora.

‒Y si la Dama sola me ha engañado, entonces ambos hombres se salvarán


‒hizo una pausa y luego continuó en voz baja: ‒Sin embargo, ella morirá.

Honor escuchó un grito ahogado colectivo y luego se hizo el silencio.

El mismo Conde lo rompió.

‒Lord Hume hablará primero. Cuéntanos cómo comenzó esta traición.

Honor observó los labios de su padre tensarse con lo que parecía ser
desesperación. Sus ojos buscaron los de ella y ella detectó una disculpa en ellos.

‒Milord, mi hija no tuvo nada que ver con esta ofensa para usted. Supe que
temía casarse con una persona tan alta como vos. Los documentos de matrimonio
fueron alterados. Reemplacé vuestro nombre por otro, Lord Tavish Ellerby, un
joven que una vez visitó nuestro tribunal. Parecía amable y sin pretensiones. Yo...
sentí que Honor sería más feliz aquí. Así que la obligué a venir.

El Conde asintió, con la lengua en la mejilla.

‒Y la regañaste profundamente por su renuencia a hacerlo, supongo.

‒Sí, Milord ‒admitió Hume en voz baja. ‒Pero ella no tuvo opción. La obligué a
hacerlo. Todo esto es obra mía. Todo culpa mía.

‒Bueno, ahora ‒dijo Trouville, volviéndose hacia Alan. ‒¿Qué tienes que decir a
todo esto, Alan el Verdadero?
Honor observó a Alan respirar hondo, inclinar la cabeza por un segundo y luego
mirar al Conde directamente a los ojos.

‒Yo exigí el matrimonio, Trouville. Su padre la envió aquí para casarse con
Ellerby, quien era mi amigo. Cuando su esposo murió por las heridas sufridas
después de la batalla cerca de Stirling, pensé en ganar esta fortaleza desprotegida
y la dama para mí.

La barbilla de Alan, oscurecida por la patada del guardia se levantó un poco


mientras continuaba sin pausa:

‒Con la bendición de Bruce, entré en este lugar completamente armado y


obligué a la Dama a rendirlo todo. Ella no tuvo más remedio ‒dijo en una voz que
no concuerda. ‒Todos los que estuvieron presentes pueden jurarlo.

Alan barrió el pasillo con una mirada fulminante, deteniéndose en cada cara,
desafiándolos a negarlo.

‒La Dama es intachable.

‒¿Renunciarás a tu matrimonio?

‒No lo haré.

‒¿Ni siquiera para salvar tu vida?

Alan negó con la cabeza.

‒Todos saben que hemos vivido como marido y mujer. Dejar de lado nuestro
matrimonio como falso ensuciaría su buen nombre, Milord. Sé que no te casarías
con ella entonces; deberás tenerla como tu amante. Mátame si es necesario, pero
sé que Honor solo ha cumplido con su deber como hija de Lord Hume, como fiel
esposa de Tavish Ellerby y luego como mi esposa. Repito, ella es intachable.

Trouville inclinó la cabeza como si aceptara las palabras de Alan como un


hecho.

Honor no podría permitir que esto continuara. Quería gritarle a Alan que
renunciara a sus mentiras, que hablara con la verdad como lo había hecho
siempre. El Conde lo mataría, seguramente y a su padre también. Ella se adelantó
para aclarar las cosas.
‒¡Aguanta la lengua, mujer, no estoy listo para tu versión de esto!

Luego colocó sus largos dedos bajo su barbilla y reanudó su interrogatorio a


Alan.

‒Como nunca mientes, cuéntame sobre este niño que ella tuvo ‒ordenó el
Conde.

‒Lady Honor dio a luz a una niña enfermiza ‒respondió Alan con voz firme.
‒Seguramente eso no tiene importancia para ti ‒extendió sus manos, con las
palmas hacia arriba y se encogió de hombros. ‒Es una pena, pero rara vez los
pequeños sobreviven en sus primeros meses por aquí. La Dama actualmente no
está comprometida.

‒Excepto con un marido ‒comentó el Conde secamente. ‒Pero no por mucho


tiempo ‒se volvió hacia su padre. ‒Y tú, Hume, ¿qué dices de este niño que he
oído mencionar?

‒En todo el tiempo que he estado aquí, no he visto a ningún hijo de mi hija,
Milord ‒dijo con sinceridad. ‒Lo juro.

Honor sabía que su turno había llegado. El Conde giró su cuerpo en la silla y se
inclinó para mirarla con sus ojos penetrantes y estrechos.

‒Muy bien, Milady, ahora usted puede hablar.

‒Milord ‒dijo Honor en voz baja. ‒Le ruego perdone a estos hombres. Dicen
esas mentiras por su amor hacia mí y me siento honrada por su fuerte defensa.
Pero debo contarlo todo para que los perdone.

‒Cuidado, Señora ‒advirtió el Conde, ‒porque tengo poca paciencia y aún


menos misericordia con una mujer astuta.

‒Entonces sabrá que no miento ‒dijo Honor, con la voz más fuerte que antes.
‒No tengo ninguna razón para decir esto aparte de lo que debo confesar. Fui yo
quien cambió los documentos y escribí el nombre de Tavish Ellerby. Mi padre me
golpeó muchas veces para que deseara casarme con vos, pero me negué. Le
prometí que si me obligaba a hacerlo, haría tal escena como la Corte francesa no
había visto jamás. Eso ocasionó el retraso de sus planes para casarme con vos.
Luego robé los contratos, los alteré y mentí a mi primer marido, diciendo que mi
padre había cedido ante su demanda.

El Conde levantó una mano para detener sus palabras.

‒¿Puedo preguntarte por qué te negabas tan vehementemente a casarte


conmigo?

‒Puede Milord ‒dijo con franqueza. ¿Qué tenía ella que perder aquí? ‒Tenía la
certeza de que mató a sus dos primeras esposas y decidí no sufrir su mismo
destino.

Duros gritos se extendieron entre la multitud, pero el Conde los silenció.

‒Continúa.

‒Me casé con Lord Tavish Ellerby. Él fue a la guerra con los ingleses y no
sobrevivió. Cuando sir Alan de Strode trajo a casa el cadáver de mi esposo, llevaba
órdenes de Milord Ellerby y de Robert Bruce para que me casara con él. Lo hice y
con mucho gusto, porque temía por mi futuro, el de Byelough y su gente.

‒¿Él no te obligó, entonces? ‒preguntó Trouville.

Honor vaciló por un momento.

‒En cierto sentido. Hizo un llamamiento a mi deber con mi marido y con el Rey
Robert de Escocia, pero él no sabía nada de mis antiguos esponsales en ese
momento. Una vez que confesé todo, él... me amenazó con castigarme.

‒¿Y lo ha hecho así? ‒preguntó el Conde.

Honor se encontró con su mirada curiosa.

‒Aún no.

‒Sabes lo que tu confesión de estas acciones me obliga a considerar. He dicho


que morirás ahí mismo.

Alan corrió hacia ella, pero los guardias lo inmovilizaron. Honor vio que se
necesitaron cuatro para sostenerlo y rezó para que dejara de luchar antes de que
lo derribaran.
‒Lo he entendido desde el primer momento, Milord ‒dijo Honor con valentía.
‒Termine con esto si así lo desea, porque no deseo sobrevivir a mi marido. Y, que
Dios me ayude, ¡no me casaría con usted aunque matara a todos los demás
hombres disponibles!

El Conde se levantó y saltó sobre la mesa para aterrizar frente a ella. Los
guardias la agarraron de los brazos. El rugido de Alan sacudió las mismas piedras
de Byelough mientras los guardias lo tiraban al suelo.

‒¡Silencio! ‒tronó Trouville. Todos se callaron.

Honor sabía que el fin había llegado. Ella se preparó para enfrentarlo tan
valientemente como sabía que Alan hubiera hecho. Al menos, Christiana viviría.
Gracias a Dios que Trouville no le había preguntado sobre su bebé. Honor no
sentía que ella podría haber mentido en eso tan bien como Alan, a pesar de toda
su experiencia. Con la barbilla levantada y las lágrimas bajo control, se enderezó y
esperó.

El Conde la miró fijamente a los ojos.

‒Entonces que Dios te ayude.

‒¡Trouville! ‒tronó Alan. ‒¡Si estás tan seguro de que Dios te escucha y piensa
que estás haciendo lo correcto, entonces exijo un juicio por batalla! Yo represento
a la Dama.

‒¿Desarmado? ‒preguntó el Conde, divertido.

Alan frunció los labios como para pensar en ello y luego sonrió amenazante al
Conde.

‒Bueno, sí, si esa es la única forma en que crees que puedes ganar.

‒Trae su espada ‒ordenó el Conde abruptamente.

Miró hacia abajo, más allá de los hombres que estaban sentados encima de
Alan y los que sujetaban sus miembros a las losas.

‒Los hombres ya no te llamarán Alan el Verdadero después de este día, Strode.


Has olvidado tu reputación con estas mentiras tuyas. ¿Perderías ahora tu vida por
esta mujer?
‒Perdería mi alma por esta mujer ‒declaró Alan.

Trouville levantó las cejas, asintió, hinchó las mejillas y dejó escapar un suspiro.

‒Así que la amas.

Alan simplemente lo miró y no respondió, probablemente porque no había


sido una pregunta.

‒Como yo, por desgracia ‒declaró el Conde con una mueca repentina.
Capítulo 19

Honor tenía ganas de reír por lo absurdo que acababa de escuchar. Oh, por
supuesto, Trouville la amaba. Del mismo modo que debía haber amado a las otras
dos mujeres que le ofrecieron como dulces en un plato. Ahora él planeaba lo
mismo para ella.

Trouville les indicó a los hombres que dejaran que Alan se levantara y luego se
volvió hacia Honor.

‒Si me enfrento en una batalla justa con este tipo, Lady Honor ‒dijo, señalando
con la cabeza a Alan, ‒y le gano, ¿me desposarás como deberías haber hecho?

‒Te lo dije, no lo haré ‒dijo Honor con calma y resolución.

‒Si él gana, mis hombres te dejarán en paz para vivir tu vida aquí en este
montón de rocas. Tienes mi palabra, que vale mucho más que la tuya o la suya. Si
yo gano, entonces debes prometerme que te casarás conmigo voluntariamente
dentro de una hora y regresarás conmigo a Francia.

Alan interrumpió su próximo rechazo.

‒Sí, lo hará.

Honor lo miró, repentinamente furiosa de que aceptara cualquier cosa


propuesta por Trouville. No permitiría que Alan arriesgara su vida cuando acabara
de hacer todo lo que estuviera a su alcance para salvarla. La reputación del Conde
con una espada lo convertía en uno de los hombres más temidos de Francia.

‒¡No lo haré!

‒¡No seas tonta, mujer! ‒él frunció los labios y alzó las cejas hacia el Conde.

‒Perdónala, Milord, ella está un poquito...

‒¿Sobreexcitada? ‒terminó el Conde por él.


‒Sí. No siempre es así, sin embargo. No debes pensar eso de ella ‒dijo Alan
secamente. ‒Ella puede que tenga la lengua afilada, pero el espíritu de una
muchacha es digno de admiración, ¿no crees?

‒Un exceso de carácter no es algo tan bueno algunas veces ‒argumentó el


Conde.

‒Pero lo tendrás en cuenta, ¿sí? ¿Tengo tu palabra?

Trouville extendió su brazo y se dieron la mano. Como viejos amigos.

La vista dejó a Honor sin palabras y supo que era mejor que se quedara así. Si
expresaba lo que estaba pensando en ese momento, ninguno de los dos desearía
que ella viviera. Bajó la mirada hacia la hoja que descansaba junto a la pierna
izquierda del Conde, la imaginó cortando la carne de Alan y su enojo rápidamente
cambió al miedo.

‒¿Honor? ‒dijo Alan suavemente. ‒Hazlo por mí. ¿De acuerdo?

Ella miró profundamente a los ojos que tenían tanto amor por ella y supo que
no tenía otra opción. Después de lo que Trouville acababa de decir, Honor no creía
que fuera a matarla. Más tarde, tal vez, pero al menos no allí mismo, como había
amenazado con hacer. Pero él mataría a Alan solo para despejar su camino y
conseguir tenerla a ella y las tierras que su padre le había prometido.

‒Muy bien ‒murmuró, casi ahogándose con las palabras. ‒Lo haré.

Trouville asintió y se volvió hacia el hombre que sostenía la espada de Alan.

‒Dale al hombre su espada.

‒Sí, hasta la muerte ‒Alan estiró los brazos por encima de la cabeza, hacia un
lado y hacia atrás, descongestionando los músculos flexionados bajo la rica lana
verde. Honor vio que Alan aceptaba su espada, besaba la empuñadura y se
mantenía preparado.

Los guardias despejaron un espacio alrededor de los dos combatientes.

‒Si caigo ‒gritó Trouville, ‒cada hombre a mi servicio dejará esta fortaleza al
instante. Mi hermano se ocupará de vosotros cuando regrese. Y, escuchadme bien
‒dijo, mirando a cada uno de los soldados endurecidos. ‒Si alguno de vosotros
interviene, lo mataré yo mismo. ¿Alguna última palabra, Strode?

Alan parecía extrañamente relajado mientras hablaba.

‒Sí, para ti, Milord. Si por alguna casualidad ganas, tratarás bien a la Dama.
¿Tengo tu palabra?

‒Tienes mi solemne juramento. Le irá mejor en mi cama que en la tuya, amigo


mío.

Ninguno de los dos pronunció nada más excepto gruñidos y maldiciones


mientras balanceaban las pesadas espadas. El sonido del acero resonó en las
piedras de la sala cavernosa, salpicado de gritos y suspiros de aliento por parte de
los que lo miraban. Honor no pudo hacer ningún ruido. Con los ojos rodeados de
miedo y la garganta cerrada de terror, ella siguió cada movimiento, incapaz de
mirar hacia otro lado.

Trouville hizo brotar la primera sangre cuando la punta de su espada le cortó la


parte superior de la muñeca. Con un esfuerzo redoblado, Alan atacó empujando al
Conde contra la mesa del estrado.

Trouville tenía las venas del cuello distendidas y el rostro enrojecido. Alan no
pareció afectado, excepto por el adelgazamiento de sus labios y el fuego verde en
sus ojos. Se apartó de un salto y sostuvo su espada ante él con ambas manos hasta
que el Conde recuperó el equilibrio.

Una vez más se enfrentaron; volaron chispas de las cuchillas. Una y otra vez
lucharon. El sudor les empapaba el pelo, resbalando por la cara y por sus ojos.

De repente, Trouville estornudó.

‒Dios te bendiga ‒murmuró Alan.

‒Merci ‒dijo el Conde con un fuerte sonido. Él parpadeó.

¡Clang! Honor se sobresaltó.

Como si Alan hubiera estado descansando para ello, de repente se empujó


hacia adelante, balanceándose frenéticamente. La defensa de Trouville se volvió
salvaje. Honor colocó sus manos debajo de su barbilla y rezó.
Con un poderoso impulso y un giro, Alan lanzó la espada de Trouville por los
aires. Cayó en el círculo de Caballeros, casi cortando el pie de un hombre.

Una ovación se elevó por encima de los gritos de indignación cuando Alan
inmovilizó al Conde en el suelo, con el acero afilado en el cuello justo encima del
gorgojo plateado.

‒¡Ríndete! ‒exigió Alan.

‒Hasta la muerte. Así lo acordamos ‒se burló Trouville.

‒No me gustaría matar a un hombre por un estornudo a destiempo ‒dijo Alan,


sonriendo. ‒Pero si dices que no puedes vivir sin la Dama, entonces creo que debo
hacerlo. ¿Podrías encontrar a otra para amar? ¿No crees?

‒Posiblemente ‒admitió el Conde, mirando la espada de Alan con ojos


cautelosos. Tragó saliva cuando la punta dibujó unas gotas de sangre y
rápidamente agregó: ‒Probablemente.

Aun así, Alan no apartó su espada de su posición.

‒Honor es mía. Conservaré a la Dama. Dame tu promesa como un hermano


Caballero, de que nos dejarás en paz ‒exigió Alan. ‒No es una desgracia para ti,
Trouville. Te pido tu palabra solemne como rescate por tu vida. Una petición justa.

El Conde yacía allí considerándolo; frunció el ceño. Después de un largo y tenso


momento, él respondió:

‒Bueno, si debes rogar, Strode, entonces supongo que tendré que estar de
acuerdo. Déjame levantarme.

‒Dilo ‒ordenó Alan y levantó la cabeza para asegurarse la atención de todos.


‒¡Sed testigos todos de este voto!

‒¡Ella es tuya! ¡Prometo dejarte en paz!

Alan lo liberó y le ofreció su brazo. Cuando los dos estuvieron en pie, Trouville
se volvió hacia sus hombres.

‒Formación y en marcha. Hume, ven conmigo.


Alan se movió al lado de Honor y deslizó su brazo alrededor de ella. Ella lo
abrazó, saboreando la sensación de su calor contra ella. Dios sea alabado, nadie
había muerto.

‒Milord ‒dijo su padre a Trouville, ‒deseo quedarme y hacer las paces con mi
hija.

Trouville se acercó y furiosamente lo agarró por la parte delantera de su peto


acolchado.

‒¡No creas que no estoy enterado de cómo la trataste, Hume! Y sé que no fue
solo por mi causa. No tolero el maltrato del sexo débil. Lo que hiciste no tiene
enmienda posible.

‒¡Mataste a dos mujeres! ¿Eso es mejor a tus ojos? ‒gritó su padre. Él se


acobardó y se encogió, dándose cuenta tardíamente de lo que había dicho.

Trouville, obviamente todavía conmocionado por su pelea con Alan, abandonó


su tranquila reserva y respondió acaloradamente:

‒¡Mi primera mujer murió dando a luz a mi hijo y la otra mientras estaba con
su amante! ¡Ese bastardo al que maté y con razón!

‒Mis disculpas, Milord. Pero los rumores...

Trouville maldijo rotundamente y apartó a su padre. Miró a Alan.

‒¿Qué dices, Strode? ¿Lo tendrías aquí?

‒Creo que Honor desea venganza ‒dijo Alan, arqueando una ceja mientras la
miraba.

Honor se inclinó hacia Alan cuando su padre se acercó y se dejó caer sobre una
rodilla.

‒Hija, te he ofendido.

Ella lo entendía mejor ahora. Tal vez él había tratado de salvarla de sí misma
forzando su obediencia, pero había mejores formas de hacerlo que con la vara.

‒Regresa a Francia, papá ‒dijo en un susurro.


‒Honor, realmente lamento...‒enterró la cara entre las manos y lloró; sus
últimas palabras fueron ininteligibles. La visión de tan poderoso hombre deshecho
despertó su compasión. Y él le había mentido esta noche para tratar de salvarle la
vida. Miró a Alan, sin saber qué hacer.

Él la abrazó, asegurándole sin palabras que ella estaría siempre a salvo ahora.
Luego él asintió con la cabeza hacia su padre como si ella debería hacer algo.
Honor cayó de rodillas junto a su padre y lo abrazó. El anciano lloró todavía más
fuerte.

‒Está hecho, papá. Nada puede deshacerlo, pero te perdonaré.

Él se giró y la abrazó, asustándola un poco.

‒¿Nunca te volveré a ver? Tu madre...

‒Vete a casa, papá. Con mamá. Tal vez podamos visitaros nuevamente algún
día. Es demasiado pronto para saberlo.

Se levantó, moviéndose cansadamente como lo haría un anciano. Las palabras


parecían resonar lejos en sus oídos mientras se tocaba un lado del rostro con un
dedo. Entonces él asintió con la cabeza una vez y la dejó ir, pasando rápidamente
junto al Conde y dirigiéndose a la puerta del pasillo.

‒Un momento, Hume ‒llamó Trouville. ‒Ven aquí.

Su padre obedeció de mala gana, las lágrimas corrían por su rostro sin prestarle
atención.

Honor respiró horrorizada cuando el Conde se acercó a Janet, que estaba


sosteniendo a Christiana con mucha fuerza. La mano de Alan agarró su espada y la
mantuvo lista.

‒Veamos este bebé suyo, Señora ‒le dijo Trouville a Janet. ‒Descúbralo. Ven,
Hume y ve cuán flacos estos escoceses crían a sus niños. Mira éste.

Ambos hombres miraron la manta que Janet había apartado.

‒Encantador para una cosa muerta, ¿eh? ‒le disparó a Alan una sonrisa.
‒¿Strode? Si no puedes encontrar a un hombre que se atreva a casarse con este
pobre fantasma, ven a verme cuando crezca. Mi hijo muerto tiene diez años y
probablemente quiera casarse con algo del otro mundo.

Alan se encogió de hombros y deslizó su mano libre sobre la boca de Honor.


Observó cómo Trouville arrastraba a su padre lloroso lejos de la nieta que acababa
de ver por primera vez.

El Conde lo supo todo el tiempo, pensó Honor. O alguien se lo había dicho o él


lo había adivinado por su mirada asustada en dirección a Janet.

Las espuelas de Trouville resonaron en las piedras mientras él sacaba a Hume y


cerraba la puerta detrás de ellos.

Honor sintió que sus piernas cedían. Alan la cogió para evitar que se cayera.
Débil de alivio y cansancio, presionó su rostro en la parte delantera de su túnica.

‒Ya está, dulzura ‒había inclinado la cabeza hacia abajo, cerca de su oreja
mientras susurraba las palabras. ‒Nuestra gente necesita tu fuerza ahora; yo
tengo que asegurarme de que Trouville se vaya.

Honor inhaló profundamente y levantó su barbilla. Sus dedos tocaron su


manga. El corte de espada que el Conde le había dado a Alan parecía malvada,
pero el sangrado casi había cesado.

‒Date prisa y despídelos. Hay que coser esa herida.

‒¿Honor? ‒dijo en voz baja, mirándola con mucha atención mientras le


apartaba el enredado cabello de la mejilla.

‒¿Sí? ‒respondió, repentinamente sin aliento otra vez por diferentes razones.

‒Quiero que sepas esto, muchacha. Te enfrentaste a la muerte con la verdad.


Es la cosa más valiente que he visto hacer a una mujer ‒él le sonrió y levantó una
ceja rubicunda. ‒Sin embargo, fue un poco exagerado. La honestidad puede
conducirte a los extremos y eso algunas veces no es bueno, ¿sabes?

Honor le dio un puñetazo en el estómago.

‒¡Mentiroso! ¿En qué demonios estabas pensando al decir todas esas


falsedades a Trouville? ¿Querías morir? ‒ella se alejó airadamente y luego volvió a
acechar, levantando las manos. ‒¡Señor, líbrame de los mártires! Si alguna vez...
El la besó. La agarró de los brazos y la sostuvo mientras su boca destrozaba la
de ella. Toda la ira, junto con todos sus otros pensamientos se derritieron como la
nieve del verano cuando sus labios se unieron, tentándola a devolver lo que él le
dio. De repente, Alan la soltó y la giró bruscamente. Él le dio un pequeño empujón
en la espalda.

‒Ve y busca tu aguja. Cuando vuelva, tendrás tu castigo.

Su feliz risa al salir del pasillo esbozó una sonrisa en su corazón.

¿Qué más podría desear por ahora? Todos los enemigos fueron vencidos,
todos sus temores fueron descartados. ¿Pero a qué costo a Alan? Oh, parecía lo
suficientemente alegre en este momento. Acababa de derrotar a uno de los
Caballeros más temidos de Francia. Sin embargo, ¿qué sentiría él cuando
terminaran de hablar sobre eso y se diera cuenta completamente de lo que había
hecho esta noche? ¿Alan podría perdonarse a sí mismo por lo que había
sacrificado tratando de salvarle la vida?

Trouville tenía razón. Los testigos de esta noche fueron numerosos y


seguramente divulgarían la noticia de estos hechos. Ningún hombre volvería a
hablar sobre la honestidad de Alan de Strode cuando hablaran de sus hazañas. La
única cosa que él había puesto por encima de todo durante toda su vida había
desaparecido al intentar defenderla. ¿Cómo podría vivir él con eso?

Honor maldijo su lengua fuera de control. Ella nunca debería haberlo criticado
por las mentiras. El miedo por lo que había pasado simplemente le había robado el
juicio.

Con un suspiro desanimado, Honor dejó de lado esa preocupación y se dispuso


a calmar a las mujeres y los niños de Byelough que permanecían en el pasillo. Los
hombres habían seguido a Alan para ver salir a los invasores. Debía estar cerca del
amanecer y todos estarían listos para comenzar el nuevo día cuando regresaran.
En cualquier caso, no podía imaginar a nadie volviendo a la cama y durmiendo
después de lo ocurrido esta noche.
Capítulo 20

Alan tuvo una última palabra en las puertas con Trouville y el padre de Honor.
Como esperaba, se separó de Byelough en términos más o menos amistosos.

A pesar de todas las alarmas de Trouville sobre su amor por Honor, parecía
notablemente optimista sobre su incapacidad para casarse con ella. O tal vez
simplemente se sintió aliviado de estar vivo. Alan sonrió ante eso. Él casi había
matado a ese hombre. Y lo hubiera hecho si no hubiera prometido dejar a Honor
en paz. Ahora Alan se alegraba de que no hubiera sido necesario hacerlo.

Hume suplicó nuevamente que se le permitiera quedarse. Ni Alan ni el conde


vacilaron en negarle ese derecho. En eso estuvieron de acuerdo. Hume debería
irse a casa y ese hogar no estaba en Escocia. En unos pocos años, es posible que
Honor dejara tras de ella toda esa amargura. Si eso sucedía y ella quería, Alan la
llevaría a visitar a sus padres.

Por ahora, sin embargo, Honor necesitaba un largo período de paz y


satisfacción. Pasó una mano por su cabello sudoroso y luego se la secó en su
túnica. A decir verdad, él también necesitaba lo mismo. El año pasado le había
pasado factura.

Había ahuyentado a todos los dragones de Honor, Ian, su padre y Trouville, sin
matar a ninguno. La mayoría de los caballeros se sentirían poco orgullosos de ese
hecho, pero Alan sintió un inmenso alivio de que nadie hubiera muerto a sus
manos. Toda la vida parecía infinitamente preciosa en este momento.

Alan tenía ahora más de lo que nunca hubiera soñado y se sentía honrado y
enormemente agradecido por ello.

Los primeros rayos pálidos del sol de la mañana se deslizaron sobre Byelough
cuando Alan caminó solo de regreso a la fortaleza, exhausto más por el profundo
miedo que había soportado que por la lucha a espada.
Honestamente podía decir que nunca había experimentado el terror que había
experimentado desde que conoció a su esposa. Incluso ahora su mente
reconstruyó esas imaginaciones. Honor en la agonía del parto, desangrando su
vida. Honor enterrada en un pantano, agarrando a Kit, exhalando su último
aliento. Honor yaciendo decapitada en el suelo junto a él esta noche. Se
estremeció y se sacudió de los horrores que lo habían aterrorizado.

‒Todo está ya bien. Todo ha terminado ‒sus pasos se aceleraron con la urgente
necesidad de verla, abrazarla y asegurarle que la mantendría a salvo.

Todos se habían reunido en el salón cuando él llegó. Honor se movía aquí y


allá, dando órdenes. Varios de los hombres ocupados reunieron las mesas como
para una comida y las camareras esperaban para poner los manteles. Podrían
pensar que era un nuevo día, pero aún no había terminado con el asunto de la
noche anterior.

A menos que la arrastraran a su cama e ignoraran la luz del día, Alan se


preguntó cómo lograría estar a solas con su esposa. El Señor de esta fortaleza
podría ordenarlo así, supuso. Y ella cumpliría, como era su deber. Pero ¿dónde
estaba la diversión en eso? Él escondió una sonrisa detrás de su mano.

Se acercó a ella, se tambaleó y agarró su muñeca herida. El lastimoso gemido


que emitió atrajo su atención inmediata. Honor giró y lo abrazó como si pudiera
soportar todo su peso.

‒¡Alan! ‒gritó. ‒¡Oh, eres peor de lo que pensaba! ¡Ven a sentarte!

‒No ‒gimió. ‒Necesito tumbarme. La cabeza me da vueltas.

Ella lo guió hacia el dormitorio, teniendo mucho cuidado de ir despacio. Alan


arrastraba un pie delante del otro. A un lado, vio a su padre fruncir el ceño con
preocupación. Alan se giró y le guiñó un ojo ampliamente antes de que Honor
cerrara la puerta. Allí, tal vez su padre los dejara a solas, pensó Alan.

Honor lo guió a la cama y lo ayudó a sentarse. Luego ella levantó sus piernas
hacia el colchón y le quitó las botas. Alan gimió de nuevo, solo por si acaso.

‒Descansa. Lo prepararé todo ‒se mordió el labio inferior y se retorció las


manos. ‒Debería servirte primero vino para mitigar el dolor.
‒No ‒dijo Alan, moviendo inquietamente la cabeza de un lado a otro. ‒Lo
soportaré. Haz lo que debas hacer.

Él la miró desde debajo de sus pestañas mientras ella diligentemente limpiaba


y cosía la pequeña herida en la parte superior de su muñeca. Con cada pinchazo
de la aguja, soltó un gruñido de dolor. Alan no fingía. Debía dolerle como el
infierno.

Cuando ella hizo el último nudo, se volvió hacia el lado que tenía enfrente.

‒Ahora, mi pierna ‒jadeó. ‒¿Podrías ayudarme?

‒¿Tienes más heridas? ¡Oh, déjame ver! Desató su ropa y le quitó las calzas a
toda prisa, examinando sus extremidades mientras lo hacía. ‒No veo nada que...

Él se sentó tan abruptamente que ella jadeó.

‒¡He aquí! ‒dijo con una gran sonrisa. ‒¡Estoy curado! ¡Ah, señora, bendito soy
entre todos los hombres!

‒¡Y maldito entre todas las mujeres! ‒exclamó, con las manos en las caderas,
furiosa con él por su engaño. ‒No estás herido en absoluto, mentiroso...

‒Bribón. Lo sé ‒Alan se rió, la agarró por la cintura y la llevó a la cama. ‒Pero


me encanta cuando me regañas. Me encanta cuando te importo ¡Te amo!

Honor puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

‒¿Qué voy a hacer contigo?

‒¡Qué pregunta! ‒dijo con una mirada exagerada. ‒Me creas o no, ¡tengo una
respuesta!

Una risa escapó de ella.

‒¡Apuesto a que sí!

Después de un beso largo y desgarrador, ella se apartó de él y lo miró


profundamente a los ojos.

‒Alan, te agradezco por todo lo que hiciste hoy. Sé lo que te ha costado y lo


siento mucho.
Se apoyó en un codo y jugueteó con sus dedos sobre su cara pequeña y seria.

‒Las mentiras, quieres decir ‒dijo, sin siquiera fingir que malinterpretaba.

‒Sí ‒afirmó, atrapando su mano en la suya y besando su palma. ‒Alan, desearía


poder deshacer muchas cosas que he hecho. Algunas no las cambiaría, porque
eran males necesarios. Pero no puedo soportar que abandonaras tu creencia más
fuerte por mi culpa.

‒Oh, pero le dije al Conde que te amaba más que a nada. Tu propia y audaz
verdad que siguió lo convenció de que también te preocupabas por mí. Por eso
nos dio una oportunidad de luchar, creo. Sabía entonces que él nunca podría
ganar tu corazón.

Honor sonrió tristemente.

‒¿Ganar mi corazón? Él me habría matado.

‒No ‒Alan respondió con una sonrisa. ‒No es tan fiero bajo toda esa imagen de
crueldad ‒él giró su hombro derecho para aliviar el dolor. ‒Aunque tengo un
maldito buen corte de espada.

‒Tenía razón en una cosa ‒dijo Honor con un suspiro de cansancio. ‒Nunca
serás conocido como Alan El Verdadero de ahora en adelante. Lo lamento por ti.

Suspiró y sacudió la cabeza.

‒No te preocupes por eso ‒¿Podría decirle todo lo que había imaginado en
esos pocos momentos en que su vida pendía de un hilo? Debería intentarlo,
decidió. De lo contrario, ella probablemente siempre se haría responsable de su
repentina pérdida de honestidad.

‒Todos estos años ‒comenzó, hablando en voz baja y seria, ‒solo dije la
verdad. Pero lo hice por la razón equivocada, Honor. Ya ves, no fue por lo correcto
o incorrecto de todo, sino por pura vanagloria. Lo hice solo por el orgullo que me
gustaba lo que otros decían de mí.

‒Entonces esto ha destruido ese orgullo ‒dijo, todavía desolada.

Él rió suavemente.
‒Bueno, sí me siento orgulloso de otras cosas ‒dijo. ‒La honestidad es algo
bueno, algo muy importante ‒Alan buscó las palabras para hacérselo entender.
‒Pero escucharme alabado como Alan el Verdadero por todos en el mundo
conocido no significaría nada para mí si te hubiera perdido a ti, Honor.

‒Aun así, lo lamento ‒dijo, bajando su mirada llena de lágrimas.

Alan temió que ella pudiera llorar y hubiera hecho cualquier cosa para evitar
eso. Él golpeó su labio inferior con su dedo.

‒¿Por qué no pensamos en un nuevo apodo, eh? Algo que me merezca.

Fingió pensar en ello mientras pasaba la mano por su brazo y hombro.

‒Bueno, entonces, ¿qué piensas de Alan el Ansioso? ‒sonriendo


maliciosamente, deslizó un dedo en la parte delantera de su vestido y tiró de ella
más cerca. ‒¿O Alan el Dispuesto?

Honor se colocó una mano sobre su corazón y comenzó a sonreír. Levantando


su brillante mirada gris a la suya, ella dijo a su marido:

‒Bien, hombre de las Highlands, ¿qué piensas de Alan el Amado? Porque lo


eres, te guste o no.

‒Oh, muchacha ‒susurró, con los ojos tan llenos como su corazón. ‒Eso suena
muy bonito.
Epílogo

Solsticio de verano 1318

Honor observó contenta desde una pequeña distancia mientras Alan hablaba
con Christiana.

‒Tómala ‒le dijo, señalando una pequeña piedra cercana. Sus dedos
rechonchos se cerraron alrededor de la roca. La niña de cuatro años miraba a Alan
mientras buscaba otra piedra para él y trataba de imitarlo.

‒Ponla así, dulzura ‒instruyó mientras dejaba su ofrenda en la pila que cubría
la tumba de Tavish. ‒Ahora, cierra tus ojos y reza una pequeña oración por tu
padre.

‒¿Rezar por ti? ‒preguntó Kit con seriedad.

Alan se puso en cuclillas hasta su nivel, su brazo rodeando los hombros


pequeños.

‒No es por mí, bollito. Sabes muy bien que soy tu papá. Pero tu padre yace
aquí, bajo este montón de piedras ‒suspiró y Honor pudo ver que se lo explicaba
con paciencia. ‒Reza tu oración por él.

Christiana cruzó las manos, cerró los ojos y murmuró las mismas palabras
apresuradas que siempre decía en la mesa, al bendecirla.

Luego miró a Alan, con el índice apoyado en la cabeza de lobo que una vez
había tallado en la roca.

‒Padre no puede, así que dije gracias por él ‒explicó y se alejó corriendo para
jugar.

Honor se acercó, riendo.


‒Tavish la habría amado, ¿no es así?

‒Sí, lo hubiera hecho‒ Alan estuvo de acuerdo. ‒¿Crees que Kit lo entenderá?

Honor unió su brazo al de Alan mientras caminaban junto a la corriente.

‒Por supuesto que lo hará. Cuando crezca.

‒Tenemos mucho que enseñarle, Honor. ¿Dónde encontraremos todas las


palabras?

Aunque ahora podía leer y escribir bien, Alan continuó con sus estudios. Honor
sabía que todavía sentía mucho su falta de educación adecuada.

‒La mayoría de las cosas las aprenderá de nuestros actos. Gracias a Dios que
me has enseñado a buscar lo bueno en las personas. Me gustaría que ella lo
aprendiera antes que nada. Y a buscar la verdad en su corazón, por supuesto.

Alan se rió entre dientes.

‒¿Debería también enseñarle el uso de una mentira piadosa?

‒Espero que también lo aprenda. Le has dado un buen ejemplo felicitando a


esta madre por su aspecto. ¡Encantador, de hecho! Ojeras por falta de sueño, un
vientre del tamaño de un día de fiesta... ‒Honor acarició con cariño el pequeño
montículo.

La mano de Alan se unió a la de ella.

‒Siempre eres hermosa para mí. Y hoy más que nunca.

‒Bien hecho, lengua de plata ‒bromeó Honor. ‒A ver qué dices dentro de
cuatro meses, cuando crezca como una vaca. ¡Entonces, tus bonitas palabras
pueden saltar de juiciosas falsedades a mentiras rotundas! ‒ella echó una furtiva
mirada de soslayo. ‒Pero no dejes de decirlas.

Él rió en voz alta.

‒Esta noche te mostraré lo hermosa que te encuentro.

‒Es viernes. Me temo que tendremos un invitado.

Alan gimió dramáticamente.


‒¡No, Gray otra vez! Ese pícaro está aquí una vez cada quince días. Se toma
muy en serio su tarea de padrino. Traer tantos regalos a Kit la estropeará,
recuerda mis palabras.

‒¿Estás celoso, Alan? Debes saber que ella te ama más que a nada en el
mundo.

‒Exceptuando a su gato ‒refunfuñó con un creciente buen humor.

‒Bueno, sí, está el gato ‒Honor estuvo de acuerdo con una sonrisa.

Por un momento, reinó la tranquilidad en la orilla iluminada por el sol; sólo el


sonido de la risa infantil y el agua perturbaban el silencio. Honor quería congelar
ese momento y conservarlo para siempre.

‒Tus padres deberían venir pronto. ¿Lo harán por el nacimiento, no crees?
‒preguntó Alan. Él la atrajo hacia sí y la rodeó con sus brazos.

‒Eso espero ‒respondió Honor. ‒Ojalá toda nuestra familia pudiera estar con
nosotros entonces. Debemos enviar a papá Adam y Janet la noticia del nuevo bebé
cuando llegue la oportunidad ‒al asentir con la cabeza contra el pelo de Alan, ella
continuó: ‒Hiciste bien perdonando a tu padre antes de su partida. Dado el estado
de las cosas entre nuestros países, puede que no haya más visitas.

‒Sí y más que nada extrañaré al pequeño Dickon ‒admitió Alan. ‒Una vez le
prometí que, a diferencia de Nigel y yo, nos conoceríamos en los años venideros.

Honor echó la cabeza hacia atrás y lo miró.

‒Tu hermano tiene dos personas que lo quieren mucho y encontrarán otro
cuando crezca, tal como le dijiste. Y siempre puedes escribirle. Richard te
conocerá.

Alan se sentó, atrayéndola con él. Se tumbó en la hierba, con la cabeza vuelta
hacia un lado para poder ver a Christiana perseguir a una mariposa. Cuando habló,
su voz estaba llena de sentimientos.

‒Le debo mucho a Tavish por confiar en mí.

Honor se inclinó para besar su mejilla calentada por el sol. Juntos, dieron la
bienvenida a su hija mientras saltaba.
‒Lo amo muchísimo por enviarte a mí. Ojalá pudiera decírselo, Alan. Ojalá
pudiera ver a Christiana y saber qué legado tan maravilloso nos dejó.

Una brisa repentina alborotó las graciosas hojas del serbal bajo el cual yacían.

‒Él lo sabe ‒susurró Alan. ‒Lo sabe.

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