Historia de Potosi La Plata

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En el extremo suroccidental de Bolivia existe una ciudad que fue la perla de la

Corona española, cuna de riquezas legendarias y de un rey loco. Su nombre es, en el


léxico castellano, sinónimo de una cantidad excesiva para la cual los números no
alcanzan a describir: Potosí.

En tiempos prehispánicos, esta región estaba habitada por los aborígenes Charcas y
Chullpas, así como por grupos mas pequeños de Quechuas y Aymaras. Estos pueblos
eran pacíficos, hábiles artesanos en cerámica y platería, que como las demás etnias
del occidente boliviano, sufrieron la colonización Inca. Conscientes de que los
cerros de la zona poseían minerales valiosos, los quechuas establecieron la
explotación de las minas de plata en Porco, para lo cual crearon el sistema de
trabajo llamado “mita”, es decir, trabajo obligatorio en las minas para los pueblos
vasallos. De esta manera se proveían de los metales que los enriquecieron y, a la
larga, también contribuyó a pagar el rescate del último emperador del Tawantinsuyo,
Atahualpa, cuando fue apresado por los castellanos.

Estas minas ya tenían amplia fama a la llegada de los españoles, quienes al


terminar de desbaratar el Imperio Inca, no tardaron en llegar a Potosí en busca de
oro y plata. Las de Porco fueron las primeras en caer en sus manos, puesto que las
riquezas del Sumaj Orco (el célebre Cerro Rico) aun no habían sido extraídas; no
por falta de intentos, puesto que la leyenda afirma que el Inca Huayna Kapac,
descendiente de Pachacutec, el que primero sometió a la región andina, tenia
intenciones de explotar la plata del cerro, y para ello envió a sus mineros. Al
empezar a abrir los hoyos, se asegura que escucharon una voz sobrenatural desde las
entrañas de la montaña, que les ordenó dejarla intacta. La plata del cerro, cuentan
que les advirtió la voz, no seria para ellos, sino para otra gente.

Esa “otra gente”, peluda y de piel clara para asombro de los lampiños y morenos
nativos, arribó ocho décadas más tarde, en 1539. Para entonces, a la región ya le
habían endilgado el nombre que aun conserva, unos afirman que a causa de las nuevas
que sobre la voz que brotaba de la montaña le llevaron a su Inca los espantados
aspirantes a mineros, otros que por los manantiales que abundan a las faldas de los
cerros.

Independiente de cual de las versiones se crea, la palabra “Ptojsí” o “Ptoj”


significa reventar o brotar; los españoles, con su característica dicción fatal
para las palabras indígenas, lo castellanizaron a Potosí.

El honor de ser el fundador le habría correspondido a Gonzalo Pizarro, el ambicioso


hermano pequeño de Francisco Pizarro, el porquerizo que llegó a marqués y
conquistador de un imperio, si no le hubiera fallado la intuición. El Pizarro
menor, aburrido en su cargo de Corregidor de Charcas, se largó a explorar el Sumaj
Orco allá por el año 1541, pero como no tenia mucha paciencia para hacerlo en
detalle, y si muchas prisas por forrarse de plata, decidió que allá no había nada.
No hallo ni la más mísera veta argentífera, sólo montones de altares de piedra para
ofrendas, que él, español católico al fin, declaró paganos, y se marchó.

Seria el indio Diego Huallpa quien daría con el metal, tres años después. Y acá es
donde la leyenda se vuelve a partir en dos versiones: la primera afirma que
Huallpa, buscando unas llamas extraviadas de su rebaño en la cima del cerro,
encontró una veta al arrancar haces de paja brava. La segunda versión afirma que el
descubrimiento se dio cuando Diego, helado de frío, encendió una fogata para
calentarse, derritiendo de paso una veta de plata. Al ver correr en liquido el
precioso mineral, Huallpa decidió explotar esa riqueza en secreto, haciendo
participe del hallazgo solamente a un compadre suyo, de nombre Chalco, quien, como
es de suponer, le fue con el cuento a un conquistador.

https://youtu.be/XHZS74Z9qlM
El español, Juan de Villarroel, era uno de los que explotaban las minas de Porco.
Al oír del Sumaj Orco, decidió mandarse mudar para allí, pese a ser una ciénaga
insalubre, muy elevada y con vientos de los mil demonios. Se juntó con otros
compañeros de aventura, Diego de Centeno, Juan de Cotamito y los hombres que éstos
arrastraron consigo, llegando a Potosí en abril de 1545 y reclamándola como suya en
nombre del emperador Carlos I de España y V de Alemania. Las riquezas del cerro no
los defraudaron: parecían inagotables; a la primera mina que abrieron le dieron el
nombre de La Descubridora. Era tanta la cantidad de lingotes de plata que aportaba
a la Corona, que en 1553, Carlos V le concedió a la ciudad un escudo de armas con
un lema que alababa su riqueza, y el titulo de Villa Imperial. Su nombre pasó a la
inmortalidad de la pluma de Miguel de Cervantes, quien hizo que su Don Quijote de
la Mancha pronunciara la frase “vale un Potosí”, para significar que algo es
costosísimo.

Más interesados en la minería que en fundar pueblos, los pioneros se asentaron como
pudieron en las casas de los nativos y en chozas improvisadas en las partes más
secas de la ciénaga potosina. Tuvieron que pasar años de despelote urbanístico para
que por fin el Virrey del Perú, Francisco de Toledo, se diera a la tarea de
organizar la colonia. Declaró oficialmente la fundación de la Villa Imperial de
Potosí en 1572, porque en el entusiasmo de hallar plata a los primeros pobladores
se les olvidó el ritual fundacional de rigor. Ordenó lo mejor que pudo el
caprichoso diseño de la ciudad, que por una vez no seguía la tradición castellana
de diseños de cuadrantes en damero.

Emprendió obras para drenar la ciénaga y hacerla habitable, e instituyó el sistema


de la “mita”, copiado de los Incas, introduciendo el uso del azogue (mercurio, un
elemento tóxico) para purificar el mineral en bruto, lo que costó la vida a miles
de “mitayos”, los infortunados indígenas usados como trabajadores forzados.

Fue también el Virrey de Toledo quien mando construir en 1575, las lagunas
artificiales que proveían de agua a la ciudad. Potosí necesitaba mucha agua tanto
para consumo de su siempre creciente población, como para el trabajo en los
ingenios mineros, pero el líquido no abundaba. Entonces, se concibió aprovechar los
manantiales originados por el deshielo de las cumbres de la serranía de Qari-Qari,
que rodea la ciudad, construyéndose enormes embalses que derivaban las vertientes y
el agua de lluvia hacia cinco lagunas artificiales. Estas sumaron treinta y dos con
el tiempo, y algunas aun existen y son conocidas con el nombre colectivo de Las
Lagunas de Qari-Qari. En ese tiempo, la ciudad era ya enorme para los parámetros de
la época, mayor que muchas capitales europeas. La poblaban una mescolanza de gentes
de todo pelaje: aventureros, soldados, fugitivos, hidalgos, frailes, artistas,
letrados, tahúres, espadachines, artesanos, mineros, comerciantes, mujeres de vida
honesta y de la otra. El que no se dedicaba a buscar fortuna en las minas, lo hacia
en proveer de servicios y bienes de consumo a los que si lo hacían. También la
Iglesia recibió su parte correspondiente de la bonanza, pues a un par de años de
asentarse los españoles, ya se habían empezado a levantar dos iglesias, La
Anunciación y Santa Bárbara, a las que siguieron muchas otras, llegando a haber
alrededor de treinta y seis templos suntuosamente adornados con retablos y altares
de plata pura y oro, de sencillo estilo Neoclásico, o del más ornado estilo Barroco
Mestizo. Es curioso que la división de clases también se diera a la hora del culto
religioso, pues las iglesias se dividían en “de indios” y “de españoles y
criollos”, muchas de ambas categorías están aun de pie o tienen una porción de la
fachada derruida como testimonio residual de su esplendor.

También se crearon conventos y seminarios, así como casonas señoriales para los
nobles, casas de juego y de baile, para diversión de españoles y criollos, pues el
resto estaba vedado de pasar de la periferia.

https://youtu.be/3Z-QYQ_ygpE
La construcción más notable de aquel periodo es la Casa de la Moneda, de las apenas
tres que había hasta entonces en América. Francisco de Toledo la ordenó construir
en 1572, por la necesidad de acuñar moneda allí donde se tenia los metales al
alcance, en vez de mandarlo fundido en lingotes para que fuesen acuñadas en la
Península, si es que antes no eran pescados por los corsarios ingleses y
holandeses, aficionados a dejarse caer sobre los galeones hispanos. Esta obra
estuvo a cargo del arquitecto Salvador de Vila, el mismo que construyó la Casa de
la Moneda de Lima y la Casa de la Moneda de México. Con el aumento de la producción
de plata, les quedó pequeña y pobretona, por lo que el rey de España mandó que se
erigiese una nueva con los impuestos que aportaban los mineros para ese fin.

La Nueva Casa de la Moneda se construyó a partir de 1751 y acabó en 1773, bajo


supervisión de los arquitectos José de Rivero y Tomás Camberos, quienes diseñaron
un enorme complejo de estilo Barroco Mestizo, con doscientos ambientes repartidos
en quince mil metros cuadrados de terreno. El edificio si que costó un Potosí, pues
se invirtió en él una suma que en moneda actual pasaría de los diez millones de
dólares. En esta casa se acuñó moneda durante siglos, hasta 1953, pasando luego a
ser un museo.

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