El Narco (PDFDrive)

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Ioan

Grillo

El Narco
En el corazón de la insurgencia criminal mexicana
Traducción de Antonio-Prometeo Moya

TENDENCIAS EDITORES
Argentina - Chile - Colombia - España - Estados Unidos - México -
Perú - Uruguay - Venezuela
Contenido
Portadilla

Mapa
1. Fantasmas
PRIMERA PARTE. Historia
2. Amapolas
3. Hippies
4. Cárteles
5. Magnates
6. Demócratas
7. Señores de la guerra
SEGUNDA PARTE. Anatomía
8. Tráfico
9. Asesinato
10. Cultura
11. Fe
12. Insurgencia
TERCERA PARTE. Futuro
13. Detenciones
14. Expansión
15. Diversificación
16. Paz
Agradecimientos
Bibliografía
Notas
Fotos
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
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13
14
15
16
Créditos
PRIMERA PARTE

HISTORIA

Cárteles

Cartel o cártel. (Del al. Kartell).


1. m. Organización ilícita vinculada al tráfico de drogas o de armas.
2. Econ. Convenio entre varias empresas similares para evitar la mutua
competencia y regular la producción, venta y precios en determinado
campo industrial.

Diccionario de la Real Academia Española,
22ª ed., 2001.

E n el terrible desierto de Colorado, empotrada entre cactos solitarios y ranchos


abandonados, se alza la prisión más segura del planeta. Llamada el Alcatraz de las
Rocosas, o simplemente Supermax, tiene un método infalible para impedir que
los 475 reclusos se maten entre sí o que se fuguen: están siempre encerrados y
pasan las veinticuatro horas del día en celdas individuales de tres metros y medio
por dos. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos se han quejado
en el sentido de que los años de aislamiento conducen a los reclusos a la locura.
Los funcionarios replican que tienen lo que se han buscado.
La lista de reclusos de Supermax se lee como un diccionario biográfico de los
peores terroristas y criminales del mundo. Los autores de los ataques del 11 de
septiembre en Nueva York y Washington; Theodore Kaczynski, alias
Unabomber; Barry Byron Mills, que fundó la sanguinaria banda carcelaria
Hermandad Aria; Salvatore Gravano, llamado Sammy el Toro, un jefecillo de la
mafia neoyorquina; Richard Reid, alias el Zapato-Bomba; Ramzi Yousef,
responsable, entre otros, de las bombas del World Trade Center en 1993; y otros
asesinos, violadores, pirómanos, extorsionistas y terroristas que llenan aquel
infierno del estéril desierto.
Entre esta colección de máximos granujas, hay un viejo latino de pelo rizado
gris y tez oscura al que llaman, no sin razón, el Negro. El Negro lleva más de
veinte años aislado, y sólo le faltan otros 128 para cumplir la condena de siglo y
medio que le impusieron en el primer juicio; entonces podrá empezar a cumplir
las diversas condenas que le cayeron en otro. Con una sentencia tan
exageradamente larga podría pensarse que los fiscales estaban personalmente
resentidos con él. Y lo estaban. Su imperdonable delito, alegan, fue conspirar
para secuestrar al agente de la DEA Enrique Camarena, alias Kiki, que fue
violado y asesinado en México en 1985. El asesinato, dijo la DEA, se ordenó para
proteger al primer cártel mexicano de la droga.
Curiosamente, el único cacique del primer cártel mexicano que se encuentra
en una prisión estadounidense no es mexicano, es hondureño y se llama Juan
Ramón Matta Ballesteros. Los agentes judiciales estadounidenses lo secuestraron
en su casa de Honduras en 1988, se lo llevaron del país en avión y lo entregaron a
los tribunales de Estados Unidos. La operación no sentó bien en Honduras. Los
secuaces del señor de la droga, para vengarse, incendiaron la embajada
estadounidense.
Matta estuvo en el centro del bum de la cocaína de los años setenta y ochenta,
lo que significa que también estuvo en el centro de un laberinto de teorías de la
conspiración, maniobras golpistas y revoluciones relacionadas con aquél. En
aquellos vertiginosos días, la cocaína corría por Estados Unidos como un reguero
de pólvora y llegaba a los suburbios en forma de crack. El excitante producto
químico dio pie a la famosa ola de crímenes de Miami, que inspiró la clásica
película Scarface [El precio del poder en España, Caracortada en
Hispanoamérica] de 1983; desató la guerra de bandas de Los Ángeles, que inspiró
la clásica Boyz N the Hood (Los chicos del barrio y Los dueños de la calle), de 1991;
y disparó una violencia mucho peor en Colombia, demasiado sangrienta para
que se hicieran películas. Además, financió a los guerrilleros nicaragüenses
apoyados por Estados Unidos, a los generales hondureños apoyados por Estados
Unidos, y al picoso dictador de Panamá, Manuel Noriega. En realidad, con tantas
conspiraciones, guerras, gánsteres e historias secundarias sobre la cocaína que
hubo en los años ochenta, es fácil perderse por una docena de desviaciones.
Pero la línea más decisiva en el desarrollo del narcotráfico mexicano es la
aparición de lo que la gente empezó a llamar cárteles de la cocaína. Estas
organizaciones eran maquinarias multimillonarias que revolucionaron el
negocio de la droga. Y Matta fue un elemento clave. Su papel básico fue vincular
a los principales traficantes de México con los mayores productores de cocaína
en Colombia, y le vino muy bien que su patria, Honduras, quedara
oportunamente entre los dos países.


Empecé a interesarme por Matta cuando llegué a Honduras, horas después del
golpe militar de 2009. El caluroso país centroamericano, que dio lugar a la
expresión «república bananera»,1 tiene una larga historia de golpes
protagonizados por bigotudos generales que fuman puros. Pero el golpe de 2009
llamó la atención de un modo especial porque, una vez acabada la Guerra Fría,
los políticos decían que vivíamos en una edad de oro de la democracia en la que
los militares ya no podían tomar el poder en América Latina al frente de dudosos
ejércitos. Al ver a los soldados disparar en la calle contra los manifestantes no
había más remedio que pensar lo contrario.
Mientras cubría esta desdichada historia conocí a una periodista local que
dijo que conocía a la familia del traficante más célebre de Honduras. Le pedí que
me concertara una cita con dicha familia, pero lo más que esperaba era que
mandasen a paseo a un entrometido reportero británico. Ante mi sorpresa,
Ramón Matta, hijo del gánster que agonizaba en el Alcatraz de las Rocosas, se
presentó en el salón de mi hotel.
Ramón era un personaje carismático y amable de 35 años, llevaba barbita de
chivo muy arreglada y vestía ropa de buen gusto. Respondió a mis preguntas con
entusiasmo y charlamos durante horas mientras tomábamos litros de fuerte café.
Ramón me contó las cosas buenas que se derivan de ser hijo de un señor latino
de la droga —de adolescente voló a España para ver los Mundiales de fútbol de
1982—, y también las cosas malas: era difícil conseguir un empleo, e incluso
contratar un seguro para el coche. Pero lo que más le preocupaba era la salud de
su padre y los problemas de la familia para visitarlo.
«Es inhumano que tengan allí a mi padre aislado durante tantos años. Los
seres humanos necesitan relacionarse entre sí. Es ya un anciano y no representa
ninguna amenaza para nadie. Pero siguen teniéndolo en aquel agujero del
desierto, sufriendo», me dijo.
Además de la entrevista con Ramón, conseguí polvorientos papeles judiciales,
informes confidenciales y periódicos antiguos. El nombre del gánster aparecía en
una infinita serie de lugares. Lo normal es que se refieran a él como miembro del
cártel de Guadalajara. Pero también se cree que tuvo estrechos lazos con los
máximos jefes del cártel de Medellín, y a veces hablan de él como si formara
parte de esta organización criminal. En su patria pasa por haber sido el más
importante patrón privado de todo el país. Su nombre aparece incluso en el
escándalo de la colaboración de la CIA con traficantes de droga para financiar a
la contra nicaragüense. Un hombre muy ocupado, sí señor.
Como en el caso de todos los señores de la droga, muchos detalles de la vida
de Matta están rodeados de oscuridad y contradicciones. Empezando por su
nombre. Aunque normalmente aparece citado con los apellidos Matta
Ballesteros, en la Supermax está registrado como Matta López. Aparece a veces
como Matta del Pozo y José Campo. En todos los informes figura la misma foto
en blanco y negro, que se tomó a fines de los ochenta. Aparece sentado ante una
mesa y levanta la mano derecha con energía. Tiene abundante pelo rizado y
rasgos toscos y fuertes: frente poderosa, ojos hundidos y nariz ancha.
Matta nació en 1945 en un barrio pobre de Tegucigalpa, una ciudad
caóticamente construida que se extiende por montañas, entre selvas y
plantaciones bananeras. No le hacía gracia trabajar recogiendo plátanos por un
dólar al día. Así que a los 16 años hizo lo que muchos jóvenes hondureños: viajar
al norte en pos del Sueño Americano. Trabajó en un supermercado de Nueva
York y se mezcló en un gueto cosmopolita con cubanos, mexicanos,
colombianos, nicaragüenses y muchos otros atraídos por las luces de la Gran
Manzana. Se casó con una colombiana, y cuando fue expulsado de Estados
Unidos, alegó curiosamente ser colombiano, de modo que fue deportado a la
nación andina, donde empezaba a florecer la industria de la coca.


Desde 1914, en que la Ley Harrison había prohibido la cocaína en Estados
Unidos, no habían faltado contrabandistas que pusieran el polvillo bajo la nariz
de los consumidores que esnifaban fuerte. Estos tempranos traficantes de cocaína
procedían de varios países, entre ellos Perú —que estaba en el centro de la región
donde se cultivaba la coca—, Cuba y Chile.2 Cuando llegó Matta, los
colombianos estaban construyendo sus laboratorios, sobre todo alrededor del
área de Medellín.
Matta volvió pronto a Estados Unidos, donde fue detenido por falsificación
de pasaporte y encerrado en un campo de prisioneros de la base aérea de Eglin.
Pero el «campo» no tenía las vallas suficientemente altas para impedir que el
joven granuja escapara en 1971 y se fuera a trabajar con los colombianos que
estaban organizando el mercado estadounidense de la cocaína. Uno de sus
primeros clientes, informa la DEA, fue el estadounidense de origen cubano
Alberto Sicilia Falcón, el gánster bisexual de Tijuana. Matta entregó a Sicilia
cocaína colombiana, prosigue la DEA, que Sicilia descargó en California. El
hondureño de pelo crespo se dio cuenta de que era más sensato quedarse él en
América Central o en América del Sur y que otros arriesgaran su libertad en los
puertos de Estados Unidos.
Una vez que la cocaína estaba en suelo estadounidense, eran los propios
ciudadanos de Estados Unidos quienes la distribuían entre el mayor número de
consumidores. Ni colombianos ni mexicanos tenían el menor acceso a los
estadounidenses blancos de las zonas residenciales de las periferias urbanas.
Entre los estadounidenses que se enriquecieron con el bum del polvo blanco hay
que señalar a Boston George Jung, a Max Mermelstein, a Jon Roberts y a Mickey
Munday.
La cocaína se vendía fácilmente. A diferencia de la heroína o el LSD, no
producía trances interiores, sino que incitaba a la fiesta, al sexo prolongado, y no
dejaba una resaca espantosa. En realidad, lo único que hacía era insensibilizar al
consumidor, que no sentía ningún cansancio durante un par de horas; luego,
esnifaba otra raya y proseguía. Ése es el truco de la cocaína, que no tiene nada de
especial. Pero esta droga de discoteca consiguió tener imagen de limpia,
prestigiosa, sexy y de moda. Y conquistó Estados Unidos. Como recuerda Boston
George:

Pensaba, como todo el mundo, que la cocaína era una droga fantástica.
Una droga fabulosa. Te daba chorros de energía. Podías estar despierto
durante días enteros, era sencillamente maravillosa y no pensaba que
fuera perjudicial, en absoluto. La ponía casi en la misma categoría que la
marihuana, sólo que era muchísimo mejor. Era una patada de energía
colosal.
Se volvió un producto aceptado, como la marihuana. Quiero decir que
la promovía Madison Avenue. La industria del cine. La industria
discográfica. Quiero decir que, si tenías dinero y eras de la jet set, estaba
bien esnifar cocaína. Quiero decir Studio 54 de Nueva York, todo el
mundo esnifaba cocaína, todo el mundo reía, se lo pasaba bien y esnifaba
cocaína.3

Las rayas de polvo blanco en espejitos de mano eran un producto de consumo
básico en los Estados Unidos de los años setenta, como las discotecas de Fiebre
del sábado noche y las superproducciones de Hollywood. El público de los cines
se tronchaba de risa cuando Woody Allen estornudaba sobre una raya de coca en
Annie Hall, de 1977. La plantilla de los Pittsburgh Steelers estuvieron de fiesta
toda la noche con el traficante Jon Roberts, se concentraron un par de días y
ganaron la Super Bowl de 1979. En 1981, la revista Time publicó una cubierta en
que se calificaba a la cocaína de «LA DROGA GENUINAMENTE AMERICANA».
El bombo publicitario ayudaba a los traficantes a vender la coca a unos
precios demencialmente elevados. Ésa es la sencilla belleza de la cocaína, que es
asquerosamente cara. Entre los años setenta y los primeros del siglo XXI, el precio
del gramo al por menor ha pasado de 50 dólares a 150. Los distribuidores y
camellos tienen mucho más margen de beneficio con la cocaína que con
cualquier otra sustancia psicoactiva, con lo que los traficantes consiguen unos
beneficios alucinantes. La dama blanca ha logrado más dinero del que habrían
soñado la heroína y la marihuana, miles y miles de millones de dólares.
Matta contribuyó a canalizar este dinero hacia los gánsteres de Medellín, que
no tardaron en ser los delincuentes más ricos del planeta. Nadie sabe cuánto
ganan los reyezuelos de la droga, probablemente ni los mismos gánsteres lo
saben. Pero los traficantes de Medellín fueron seguramente los primeros
contrabandistas de droga que se hicieron multimillonarios. La revista Forbes
calculó tiempo después que la fortuna personal del contrabandista medellinense
número uno, Pablo Escobar, llegaba a 9.000 millones de dólares, lo que lo
convertía en el delincuente más rico de todos los tiempos. Se calculaba que el
número dos era su colega Carlos Lehder, con 2.700 millones. Quién sabe en qué
datos se basó Forbes para hacer esas especulaciones. Pero si se equivocó tuvo que
ser por poco: los jinetes de la cocaína eran asquerosamente ricos.


A principios de los ochenta, los gánsteres de Medellín eran ya figuras visibles y
poderosas. Escobar construyó toda una urbanización para los sin techo y fue
elegido diputado del Parlamento de Colombia en 1982, aunque fue inhabilitado
poco después por sus actividades delictivas. Por esta época los gánsteres
empezaron a denominarse cártel de Medellín; era la primera vez que la palabra
«cártel» se utilizaba para describir el tráfico de drogas. Dicha palabra daba a
entender que los traficantes se habían convertido en un bloque político
omnipotente. Era una idea que asustaba. Pero ¿era verdad?
La expresión «cártel de la droga» ha merecido el desprecio de algunos
eruditos, que aducen que confunde a la gente porque les hace creer que los
traficantes se dedican a fijar precios. Pero a pesar de sus quejas, la expresión ha
arraigado con firmeza en los treinta últimos años, la utilizan los agentes de
Estados Unidos, los periodistas y, sobre todo, muchos traficantes. En
consecuencia, la idea de cártel ha tenido una gran influencia en cómo concibe el
tráfico en Latinoamérica tanto la población que participa en él como la que no.
No está claro quién acuñó la expresión. Pero es casi seguro que influyó el uso
de la palabra cártel para describir la estructura de la OPEP, la Organización de
Países Exportadores de Petróleo, que estuvo muy presente en los medios en los
años setenta. La OPEP representaba los intereses de los explotados países
tercermundistas que se unían para fijar los precios del crudo y ejercer su poder
sobre los países ricos. Del mismo modo, el cártel de Medellín proyectaba la
imagen de unos hombres de la forcejeante Latinoamérica que amenazaban al
adinerado norte. El mismo Escobar explotó esta idea, vistiéndose como el
revolucionario Pancho Villa4 y calificando la cocaína de bomba atómica que
arrojaba sobre Estados Unidos.
Para la DEA, la idea de cártel fue muy útil a la hora de perseguir
judicialmente a los gánsteres. Muchos casos tempranos que se incoaron contra
los contrabandistas latinoamericanos se basaron en la llamada ley RICO
(Racketeer Influenced and Corrupt Organizations [ley contra las organizaciones
corruptas e influidas por el crimen organizado], que se había ideado para
combatir a la mafia italoestadounidense. Para aplicar la ley RICO había que
demostrar que los sospechosos formaban parte de una organización criminal en
activo. Era mucho más cómodo dar a esa organización un nombre, sobre todo un
nombre que sonara tan amenazador como cártel de Medellín, que decir que era
sólo una red informal de contrabandistas.
Más tarde, los fiscales atacaron a los traficantes con la ley contra la
conspiración para distribuir sustancias oficialmente controladas. Una vez más,
que las conspiraciones tengan nombre facilita mucho las cosas, y las acusaciones
formales contra los traficantes mexicanos citan por lo general el nombre del
cártel. Por ejemplo, la sentencia que envió a Matta al Supermax dice: «Las
pruebas han demostrado que Matta Ballesteros era miembro del cártel de
Guadalajara y que participó en algunas reuniones con otros miembros del
cártel...»5
Un hombre que conocía bien a los gánsteres de Medellín era su abogado,
Gustavo Salazar. Probablemente el narcoabogado más famoso de todos los
tiempos, Salazar ha representado a veinte capos de primera magnitud, entre ellos
Pablo Escobar, y a unos cincuenta lugartenientes. Ha vivido para contarlo. En la
actualidad sigue trabajando con la última generación de contrabandistas
colombianos de cocaína.
En el curso de una visita que hice a Colombia, llamé al bufete de Salazar y dejé
un mensaje a la secretaria diciendo que quería hablar con él de los cárteles de la
droga. Dos días después me llevé una sorpresa, pues recibí una llamada de
Salazar, comunicándome que se reuniría conmigo en cierto café de Medellín.
Cuando le pregunté cómo lo reconocería, me dijo: «Me parezco a Elton John».
En efecto, cuando llegué me encontré con un auténtico doble del cantante inglés.
Tras tomar unos crepes colombianos, Salazar dijo que la idea de cártel era una
ficción ideada por los agentes estadounidenses: «Los cárteles no existen. Aquí no
hay más que una serie de traficantes de drogas. Unas veces trabajan juntos y otras
no. Los fiscales estadounidenses los llaman cárteles para facilitar sus
imputaciones. Todo es parte del juego».
Los medios también se apresuraron a utilizar la etiqueta de cártel. Es más fácil
dar un nombre a un grupo que una descripción pormenorizada. A los reporteros
también les gustó la aliteración: cárteles colombianos de la coca. Todo servía para
animar las noticias.
Treinta años después, la idea de cártel ha adquirido un significado concreto
en las ensangrentadas calles de México. Todos los días se encuentran cadáveres
cerca de tarjetas de visita de organizaciones como el cártel del Golfo, CDG en
lenguaje abreviado. Estas redes de sicarios y traficantes son mucho más que
simples bandas callejeras. Y evidentemente tratan de reducir la competencia,
como en la acepción económica de la palabra cártel. Además, son más bien
federaciones de gánsteres que organizaciones monolíticas. El Diccionario de la
Real Academia Española hace bien en dar una definición aparte del término,
porque así refleja mejor en qué ha degenerado.
A principios de los ochenta, el cártel de Medellín enviaba casi toda su cocaína
a las costas de Florida. Era un trayecto de casi 1.500 kilómetros desde la costa
septentrional de Colombia, y a cielo abierto. Los colombianos y sus socios
estadounidenses soltaban la carga aerotransportada en el mar, desde donde se
llevaba a tierra en lanchas motoras, aunque también se soltaba en zonas rurales
de la Florida continental.
Los traficantes de ahora sonríen al ver las despreocupadas historias de
aquellos tranquilos días. En el documental titulado Cocaine cowboys,6 el
contrabandista Mickey Munday —un agricultor reaccionario de Florida con un
feo tupé— recuerda haber pilotado una motora con 350 kilos de cocaína y
remolcado una lancha aduanera cuyo motor se había estropeado. En otra
ocasión, una carga de cocaína lanzada desde el aire atravesó el techo de una
iglesia de Florida mientras el predicador estaba pronunciando un sermón
antidroga. Fue mejor que la ficción.
El comercio de la coca también inundó de dólares la economía de Florida.
Nadie sabrá nunca con cuánto dinero blanqueado se construyeron los rascacielos
de Miami. En cualquier caso, la riada pecuniaria dejó rastros imborrables. En el
año 1980, la sucursal de Miami del Federal Reserve Bank de Atlanta era la única
del sistema de reserva estadounidense que evidenciaba un superávit de líquido: la
friolera de 4.750 millones de dólares.7 Las autoridades no estaban muy
preocupadas por aquellos billetes. Pero se pusieron chulas cuando silbaron las
balas.
Durante los primeros cinco años del bum de la cocaína el índice de
homicidios del condado de Miami-Dade casi se triplicó: si habían pasado de
doscientos en 1976, en 1981 llegaron a más de seiscientos.8 La violencia no se
debió sólo a la droga. La llegada de ciento veinte mil cubanos, muchos
procedentes de las cárceles de la isla, contribuyó a disparar el crimen. Además,
los asesinatos de los gánsteres tenían poco que ver con los jefazos de Medellín y
mucho con el personal local de los distribuidores colombianos, por ejemplo con
una vendedora psicótica llamada Griselda Blanco. Esta baja y fornida colombiana
había sido prostituta de niña y luego secuestradora de adolescentes en Medellín,
antes de trasladarse a Estados Unidos para vender coca. Se cargaba a todo el que
la cabreaba de un modo u otro, incluyendo a tres maridos, por lo que acabaron
llamándola la Viuda Negra. Era ciertamente un método más rápido que ir a los
juzgados a divorciarse. Pero allá en Medellín los jefazos la maldecían por poner al
rojo vivo sus operaciones multimillonarias.


Este intenso calor llegó hasta las paredes de la Casa Blanca de Ronald Reagan. Si
su antecesor Jimmy Carter, más interesado por cuidar las formas que por hacer
la guerra, había adoptado una política poco agresiva contra los narcóticos, el
bueno de Ronnie empuñó el timón y lo primero que hizo fue culpar a Carter del
bum de la coca. Las acusaciones trajeron cola y los guerreros antidroga
estuvieron décadas señalando a Carter y a los liberales años setenta como
grandes errores de la historia. Aquellos nefastos años de tolerancia habían
pasado, rugió el triunfante Reagan. Ya era hora de ponerse duros con los
malvados camellos. Y Miami era el epicentro.
En enero de 1982, Reagan dio luz verde a la creación del Grupo Operativo
Florida Sur para machacar a los barones de la cocaína. Dirigido por el
vicepresidente George Bush, el grupo incluía fuerzas del FBI, el ejército de tierra
y la armada. Era una guerra real, dijo Reagan, así que luchemos con soldados
reales. Aviones de vigilancia y helicópteros cañoneros nublaron de pronto el
cielo de Florida, mientras agentes del FBI atacaban los bancos corrompidos. El
estado quedó tan al descubierto que no tardó en haber resultados. En menos de
ocho meses la incautación de cocaína subió un 56 por ciento. Reagan y Bush se
felicitaron por su éxito y posaron sonrientes mientras los fotografiaban rodeados
de toneladas de nieve confiscada.
Allá en Colombia, los caciques sintieron el mordisco del grupo operativo. Las
confiscaciones representaban pérdidas de cientos de millones de dólares; el cártel
de Medellín necesitaba replantearse su estrategia. Y recurrió a Matta para que
solucionase el problema.
Matta había utilizado inicialmente el trampolín mexicano para introducir
drogas en Estados Unidos a principios de los setenta, cuando vendía cocaína al
estadounidense de origen cubano Alberto Sicilia Falcón. Después del
encarcelamiento de Sicilia, Matta había estrechado las relaciones con las estrellas
que sobresalían entre los gánsteres de Sinaloa. Estos mexicanos podían aportar
una gran solución a los reyes de la cocaína: ¿por qué arriesgarlo todo en Florida
cuando podían repartir la mercancía por otros 3.200 kilómetros de frontera
terrestre? Los mexicanos ya tenían rutas de contrabando, así que para Matta y los
colombianos sólo era cuestión de entregarles la cocaína y recogerla al norte del
río. El director de la región andina de la DEA, Jay Bergman, lo describe así:

La primera etapa de la negociación fue: «Somos los colombianos, el
producto es nuestro y nuestra la distribución de coca en Estados Unidos.
Los mexicanos tienen su hierba y su heroína alquitrán negro. La
distribución de coca desde las soleadas playas de Los Ángeles hasta las
miserables calles de Baltimore, eso es nuestro. En eso es en lo que
trabajamos. Vamos a hacer algo por ustedes y ese algo es negociar. Vamos
a darles cocaína y ustedes la transportarán desde cualquier lugar de
México a cualquier lugar de Estados Unidos, y luego nos la entregarán, la
entregarán a los emisarios del cártel». Así es como empezó.

Nunca se subrayará lo suficiente la importancia histórica de este acuerdo.
Una vez que miles de millones de dólares de cocaína entraron en México, el
tráfico de drogas se hizo más grande y más sangriento de lo que nadie había
imaginado. Los mexicanos empezaron siendo correos pagados. Pero en cuanto
pillaron un pellizco, quisieron quedárselo todo.


Los amigos mexicanos de Matta eran antiguos actores del narcoescenario
sinaloense, y muchos tenían vínculos consanguíneos con los primeros
contrabandistas. Entre ellos figuraba Rafael Caro Quintero, un vaquero
montañés, forajido desde la adolescencia. Tres tíos suyos y un primo habían sido
traficantes de heroína y marihuana. Caro Quintero los superó a todos.
Por encima de Caro y otros montañeses con grandes hebillas en el cinturón
había un sujeto de Culiacán que vestía pantalón blanco de calidad y camisas de
diseño. Miguel Ángel Félix Gallardo acabó siendo el contacto más importante
entre Matta y los señores colombianos de la droga. Muchos sinaloenses pensaban
que Félix Gallardo era el capo mexicano más grande de la historia, el indiscutible
rey del hampa mexicana de su época. También la DEA lo tenía fichado como uno
de los mayores traficantes del hemisferio occidental. En términos generales se
cree que la canción «Jefe de jefes», de los Tigres del Norte, quizá el narcocorrido
más célebre de todos los tiempos, se refiere a Félix Gallardo. Sin embargo, como
suele suceder en el turbio mundo de los gánsteres mexicanos, no queda claro si
su poder y riqueza reales eran tan grandes como su nombre.
Nacido en Culiacán en 1946, Félix Gallardo siguió el ejemplo de muchos
delincuentes sinaloenses con iniciativa y se unió a las fuerzas de seguridad. En
una antigua foto lo vemos pulcro y elegante con un ancho sombrero de agente.
En una foto posterior aparece recién salido del cuerpo, ya un gánster con aspecto
desenvuelto, con las típicas gafas de sol grandes de los años setenta, sentado en
una moto Honda recién salida de fábrica.9 Delgado, con rasgos angulosos y 1,88
metros de estatura, era un tipo alto para la media mexicana.
Cuando la Operación Cóndor machacó Sinaloa, Félix Gallardo y otros
granujas se instalaron en Guadalajara, la segunda ciudad más grande de México.
Adornada con una bonita serie de plazas coloniales atestadas de mariachis y
cantinas folclóricas, Guadalajara era un sitio ideal para que los narcos escaparan
del fuego y compraran algunas villas de lujo. Apagada la Operación Cóndor, no
tardaron en organizar envíos de droga más ambiciosos que antes.
Para maximizar los beneficios hicieron lo que hace cualquier empresario listo:
practicar la economía de escala. En vez de comprar la marihuana a los pequeños
cultivadores familiares, prepararon plantaciones gigantescas. La DEA tuvo
noticia de la existencia de una plantación en el desierto de Chihuahua y presionó
al ejército mexicano para que la desmantelase. La redada estableció un récord
mundial que no ha sido superado desde entonces. La plantación abarcaba
kilómetros de desierto y la hierba se secaba en más de veinticinco cobertizos, casi
todos mayores que un campo de fútbol. En total había más de 5.000 toneladas de
hierba. Miles de campesinos habían trabajado allí por seis dólares diarios.
Cuando llegó el ejército, todos los jefes habían volado, aunque los campesinos
seguían vagando por allí, sin agua ni comida.10
Cantidades tan colosales de droga representaban montañas de dólares. Pero
los beneficios de la cocaína eran aún mayores. La documentación sumarial señala
que Matta y su socio Félix Gallardo ingresaban personalmente unos cinco
millones de dólares semanales filtrando cocaína por los conductos mexicanos.
Cuando los gánsteres mexicanos entregaban la mercancía en Estados Unidos,
dicen los documentos, Matta, gracias a una red de distribuidores, la introducía
en Arizona, California y Nueva York. El capo siguió utilizando personal
anglosajón para vender la coca entre los clientes de las discotecas. El jefe de la red
de Arizona era John Drummond, que al final recurrió al programa de protección
de testigos para delatar al cerebro.11
Es probable que Matta, Félix Gallardo y otros nunca se considerasen un cártel
ni dieran a la estructura de su banda un nombre particular. En su diario
carcelario, escrito en fecha posterior, Félix Gallardo dice: «En 1989 no existían
los cárteles [...], fueron las autoridades encargadas de combatirlos quienes
empezaron a hablar de “cárteles”».12
Pero al margen de lo que dijeran los propios gánsteres, los agentes de la DEA
destacados en México empezaron a llamarlos cártel de Guadalajara en informes
enviados a Washington ya en el año 1984. Como ya se apuntó más arriba, es
mucho más fácil perseguir judicialmente a una organización si tiene nombre.
Además, los agentes de la DEA en México estaban deseosos de recuperar el
interés de sus superiores, que al parecer se habían olvidado del país para
concentrarse en Colombia y Florida. Los agentes gritaban que también había
cerebros en México. Decir que había un «cártel» era decir que había una
amenaza tan poderosa como en Medellín.
A pesar de las quejas de estos agentes, el trampolín mexicano tenía
confundido al Gobierno Reagan. Aunque el grupo operativo exhibía sus lanchas
cañoneras en los cayos de Florida, el precio de la cocaína en las calles de Estados
Unidos bajaba. Los agentes de la DEA se quejaban de que la guerra de Reagan
daba demasiado dinero a los militares y poco a los elementos experimentados
que podían realmente detener a los jinetes de la cocaína.


A mediados de los años ochenta, Matta y los gánsteres de Guadalajara parecían
invencibles. El mercado de la cocaína marchaba viento en popa, el trampolín
mexicano parecía una catapulta en un asedio, y el Gobierno Reagan estaba
comprometido en tres guerras centroamericanas. Parecía que las cosas no podían
ir peor. Pero entonces se confiaron: en febrero de 1985 los sicarios de
Guadalajara secuestraron al agente de la DEA Enrique Camarena, llamado Kiki;
lo torturaron, lo violaron y lo mataron a golpes.
Para los agentes de la DEA, el asesinato de Camarena es el episodio más
negro de la historia de sus operaciones en México. Su foto adorna las oficinas de
la DEA de todo el mundo como suele hacerse con un héroe caído, en este caso un
musculoso hispano de casi 40 años, con una cara sonriente que revela a un
hombre avispado, aunque quizás algo ingenuo y optimista.
Elaine Shannon ha contado detalladamente su vida en un libro de 1988
titulado Desperados. Nacido en Mexicali y educado en California, Camarena
había sido una estrella del fútbol estudiantil y marine antes de ingresar en la
DEA. Tras realizar algunas importantes detenciones en Estados Unidos, recibió
el sobrenombre de Dark Rooster [el Gallo Moreno] por su carisma y su
combatividad. Era una presa muy fácil en las calles mexicanas.
Al llegar a Guadalajara, en 1980, Camarena vio con frustración el crecimiento
de la fuerza y el poder de los traficantes. Para contraatacar, recorría las cantinas
más siniestras y las calles más peligrosas, organizando una red de informadores.
Investigó las operaciones industriales de las plantaciones de marihuana y no
dudó en participar personalmente en las redadas del ejército mexicano. Su cara
empezó a ser conocida. Pero no se dio por satisfecho. Él y sus colegas enviaban a
Washington mensajes en los que se quejaban de que los gánsteres de Guadalajara
contaban con protección policial. Estados Unidos no podía desentenderse ni
tolerar tamaña corrupción. Estaba muy enfadado. Y se arriesgaba
peligrosamente.
La gota que colmó el vaso cayó a fines de 1984, cuando las autoridades
mexicanas y estadounidenses llevaron a cabo varias operaciones contra la banda
de Guadalajara. Entre ellas, la ocupación de la plantación de hierba que superaba
todas las marcas. Pero también se dieron serios golpes a la ruta de la cocaína en el
lado estadounidense de la frontera. En Yucca, Arizona, un detective de
vacaciones localizó huellas recientes de avión en un aeródromo de los tiempos de
la Segunda Guerra Mundial. Cuando dio parte, la policía montó un control de
carretera en el desierto y no tardó en confiscar 700 kilos de cocaína en bonitos
ladrillos envueltos en papel de estaño de vivos colores navideños.13
La buena suerte del detective no tuvo nada que ver con Kiki Camarena, pero
los gánsteres no lo sabían. Para los contrariados caciques que perdían decenas de
millones de dólares, los agentes de la DEA se estaban pasando de listos. Y se
enfadaron mucho. Según se declaró en el juzgado, los principales actores, a saber,
Matta, el elegante Félix Gallardo y el contrabandista y pistolero Caro Quintero,
celebraron reuniones para decidir qué hacer. En los documentos del caso se
declara:

Los miembros de la organización, entre ellos Matta Ballesteros, se
reunieron y comentaron las confiscaciones de la DEA, así como un
informe policial sobre una de las confiscaciones de marihuana más
importantes, que había tenido lugar en Zacatecas, México. Se volvió a
hablar del agente de la DEA responsable de las confiscaciones. La
organización celebró otro encuentro [en el que] se sugirió que fuera
apresado el agente de la DEA cuando se conociera su identidad.14

Mientras Kiki Camarena iba andando por la calle tras haber estado en el
consulado estadounidense de Guadalajara, fue asaltado por cinco hombres que le
cubrieron la cabeza con una chaqueta y lo metieron en una furgoneta
Volkswagen. Un mes después dejaron su cadáver en una carretera, a cientos de
kilómetros de allí. El cadáver, ya en estado de descomposición, llevaba puesto un
calzoncillo tipo slip y tenía las manos y las piernas atadas. Lo habían molido a
golpes, de pies a cabeza, y tenía un palo metido en el recto. La causa de la muerte
había sido un golpe producido con un instrumento contundente que le había
hundido el cráneo.
Los agentes de Estados Unidos, encolerizados, exigieron justicia. Pero la
investigación se perdió en un laberinto de escenarios inutilizados y chivos
expiatorios. La policía mexicana asaltó un rancho de sospechosos y mató a tiros a
todos los presentes, y luego acusó de homicidio a los agentes de la redada.
Aparecieron cintas grabadas mientras torturaban e interrogaban a Camarena. Le
preguntaban por policías y políticos corruptos, así como por acuerdos sobre
drogas.
Los agentes estadounidenses siguieron la pista del jinete Rafael Caro Quintero
hasta Costa Rica, donde fue detenido por fuerzas especiales y deportado a
México. Desde entonces está en la cárcel. Los agentes de la DEA localizaron
entonces a Matta y pensaron que habían encontrado oro; lo encontraron por una
llamada realizada desde un teléfono intervenido a una casa de Ciudad de México.
«He pagado mis impuestos», oyeron decir a Matta, que al parecer se refería a
sobornos policiales. Pasaron la información a los investigadores mexicanos, pero
le pesquisa se estancó. Mientras los agentes de la DEA vigilaban la casa un
sábado por la noche, salieron cuatro hombres que se fueron en un coche.
Cuando la policía nacional mexicana derribó la puerta el domingo por la
mañana, sólo encontró a una mujer que dijo que Matta se había marchado la
noche anterior. Los agentes de la DEA estaban pálidos de ira.15
Matta reapareció en las playas de Cartagena de Indias, Colombia. La DEA
pasó la información a la policía nacional colombiana, y esta vez una unidad llegó
a tiempo y lo capturó. Pero ni siquiera la cárcel paró los pies al delincuente de
pelo rizado. Consiguió salir cruzando siete puertas cerradas, según se dijo,
después de repartir millones de dólares entre los guardianes. «Me abrieron las
puertas y yo las crucé», citó un periódico de Honduras. Matta volvió a su patria y
se instaló en una mansión palacial del centro de Tegucigalpa. Honduras no tenía
tratado de extradición con Estados Unidos.


Mientras el caso Camarena se prolongaba indefinidamente, la guerra de Estados
Unidos contra la droga pisó el acelerador. En 1986, dos estrellas del deporte, Len
Bias y Don Rogers, murieron por sobredosis de cocaína. ¡Dios mío!, exclamaron
los periódicos, parece que la cocaína mata, después de todo. Luego los medios
descubrieron el crack. No era una novedad. El uso de la pasta básica de la coca
había venido creciendo con una serie de nombres distintos desde que se había
inventado en las Bahamas, en los años setenta. Pero Time y Newsweek publicaron
artículos de portada, y CBS lanzó un reportaje especial, «48 horas en Crack
Street», que figuró entre los de mayor audiencia de la historia de la televisión.
Decididamente, el crack vendía.
Ronald Reagan hizo suyo el tema al acercarse las elecciones legislativas de
1986. «Mi generación recordará de qué modo entraron en acción los ciudadanos
de este país cuando fueron atacados en la Segunda Guerra Mundial —exclamó—.
Ahora estamos librando otra guerra por la libertad.»16 Su palabrería bélica se
convirtió en un arma de fuego en la Ley contra el Consumo de Drogas de aquel
año. Esta ley combatió a los traficantes en las playas y calas de desembarco
facilitando la confiscación de bienes y haberes mientras se dictaban sentencias
con un mínimo obligatorio, sobre todo contra los vendedores de crack. El
Gobierno también aumentó los recursos de la DEA y las aduanas. La guerra
contra los estupefacientes chorreaba hormonas.
A pesar de todo, la DEA aún tenía delante un gran obstáculo en América
Central: la Guerra Fría. Durante los años ochenta, la región fue un frente en la
lucha contra el comunismo, una palestra en la que los agentes secretos y los
conservadores creían luchar contra la amenaza soviética en las mismas puertas
del continente. La CIA invirtió más que nada en la red derechista de la contra
nicaragüense, que se armaba y entrenaba en la vecina Honduras. Tanto los
guerrilleros de la contra como los oficiales hondureños sacaban dinero de la
cocaína.
El apoyo de la CIA a la derecha centroamericana relacionada con el tráfico de
drogas se ha venido documentando sólidamente desde entonces, y sería
interesante pasar de la teoría de la conspiración a la comprobación de datos. A
algunos estadounidenses empapados de sentimiento patriótico todavía les cuesta
aceptarlo. Las conexiones son complicadas. Para confundir el debate, unos
autores lanzan acusaciones indemostradas contra la CIA, mientras otros
tergiversan las acusaciones.
Se pueden seguir varias pistas, pero la más infame y conocida fue denunciada
por el periodista Gary Webb en su serie de artículos Dark Alliance [Alianza
oscura], que apareció en 1996 en el San José Mercury News.17 Webb reveló que
un destacado vendedor de crack de Los Ángeles obtenía el producto a través de
dos nicaragüenses, que a su vez financiaban a la contra. La noticia desencadenó
una reacción atómica. Los afroestadounidenses de Los Ángeles convocaron una
manifestación en Watts y desfilaron gritando que la CIA estaba complicada en la
epidemia de crack.
Dark Alliance fue aplaudida al principio y calificada de notición de la década.
Pero luego empezó a recibir ataques de los principales periódicos. Webb había
cometido algunos errores. Había dicho que la cocaína de Nicaragua era la
principal fuente de droga de los barrios negros de Los Ángeles. En realidad, la
coca había estado entrando desde hacía decenios. Los críticos también
arremetieron contra Webb por cosas que no había dicho. Se le echaron encima
por acusar a la CIA de vender directamente el crack. Nunca había escrito una
cosa así. Pero como la conspiración ya era un poco confusa, era muy fácil alegar
que los artículos contaban que los agentes de la CIA estaban en las esquinas
vendiendo piedras y luego acusar al articulista de estar loco.
La presión de los medios acabó obligando a Webb a abandonar el periódico y,
en un triste capítulo final, se suicidó en 2004. Desde entonces son muchos los
que han reivindicado la labor de Webb y afirmado que su crucifixión mediática
fue un momento oscuro del periodismo estadounidense. Aunque Webb pudo
equivocarse en algunos detalles, nadie ha podido desmentir los hechos básicos:
que un importante vendedor de crack conseguía drogas de hombres que daban
dinero a un ejército organizado por la CIA. Los Angeles Times y el New York
Times deberían haber investigado estas pistas en vez de limitarse a buscar
agujeros.
Pero por muchos ataques que recibiera, Dark Alliance encendió dos potentes
reflectores. Primero, llamó la atención lo suficiente para que una subcomisión de
Relaciones Exteriores del Senado investigara en los años ochenta las conexiones
entre la contra y los traficantes de cocaína. Segundo, obligó a la CIA a llevar a
cabo su propia investigación interna, cuyos hallazgos se hicieron públicos en
1998. Así pues, para guiar nuestra historia contamos actualmente con hechos
establecidos por el Gobierno. Los dos informes confirman que los vendedores de
cocaína canalizaban dinero hacia la contra pagada por la CIA. Y hay un nombre
que destaca en los dos informes: el de Juan Ramón Matta Ballesteros, alias El
Negro.
Para entregar armas al ejército de la contra, la CIA contrató los servicios de la
compañía aérea hondureña SETCO, al parecer fundada ni más ni menos que por
el amigo Matta. El informe del Senado afirma: «Los pagos efectuados por el
Departamento de Estado [...] entre enero y agosto de 1986 fueron como sigue:
SETCO, por servicios de transporte aéreo, 186.924 dólares con 25 centavos».
Unas páginas después añade: «Los ficheros policiales de EE.UU. informan de que
SETCO fue fundada por el traficante de cocaína hondureño Juan Matta
Ballesteros».18
Puede que los agentes de la CIA no se enterasen de que estaban trabajando
con traficantes de drogas. El informe interno de la agencia aduce que no hay
pruebas concluyentes de que lo supieran, exonerándolos así de complicidad. No
obstante, afirma con frases largas y divagatorias que «el conocimiento por parte
de la CIA de imputaciones o de información que indicara que organizaciones o
individuos han estado complicados en tráfico de drogas no impide su empleo por
la CIA. En otros casos, la CIA no ha operado para verificar las imputaciones o
informaciones relativas al tráfico de drogas cuando tenía la oportunidad de
hacerlo».19
En otras palabras, no ver nada, no oír nada.


¿Qué conclusiones podemos sacar sobre los espías estadounidenses y la aparición
del tráfico de drogas mexicano? Decir que la CIA era el Dr. Frankenstein que
inventó el monstruo del narcotráfico parece exagerado. Las fuerzas del mercado
habrían creado el comercio latinoamericano de la coca con o sin la ayuda
de agentes secretos. Además, la geografía habría garantizado que este comercio
pasara por México, fueran cuales fuesen los traficantes que recibieran ayuda de
los sonrientes espías.
Sin embargo, el papel de la CIA es crucial para entender la historia de la
cocaína. Pone de manifiesto que el Gobierno estadounidense no ha sabido tener
una política unificada en su guerra contra la droga en el extranjero. Mientras que
la misión de la DEA era combatir el tráfico, la de la CIA era fortalecer a la contra,
y era inevitable que las dos agencias se estorbaran. Es de temer que la situación se
haya repetido en otros lugares de conflicto, como Afganistán, dado que se ha
acusado de traficar con drogas a miembros de la Alianza del Norte, que es aliada
de Estados Unidos. Además, el asunto demuestra que donde hay un tráfico ilegal
de drogas que mueve miles de millones, habrá grupos rebeldes que correrán a
explotarlo. En unos casos podrán ser aliados de Estados Unidos, como la contra
nicaragüense o la Alianza del Norte, pero en otros podrían ser enemigos, como
las FARC de Colombia o los talibanes. Y un día este dinero podría caer en manos
de adversarios aún más peligrosos.


Por desgracia para los jinetes de la coca (y por suerte para América Central), la
Guerra Fría no fue eterna. El 23 de marzo de 1988 la contra y el Gobierno
sandinista de Nicaragua firmaron un alto el fuego, con un balance final de
sesenta mil personas muertas en las hostilidades. Doce días después, agentes
estadounidenses llegaron a Honduras en busca de Matta. No pudieron detenerlo
legalmente porque no había tratado de extradición. Pero se lo llevaron de manera
ilegal. Las fuerzas especiales hondureñas y los agentes judiciales de Estados
Unidos habían hecho un pacto para apoderarse del señor de la droga.
Poco antes del amanecer del 5 de abril, los Cobras hondureños y cuatro
agentes judiciales (marshals) de Estados Unidos irrumpieron en el palacete de
Tegucigalpa en que vivía Matta. Se necesitaron seis Cobras para sujetar al fornido
señor de la droga, de 43 años por entonces, esposarlo, taparle la cabeza con una
capucha negra y tenderlo en el suelo del coche que aguardaba. Incluso dentro del
vehículo siguió Matta forcejeando; tuvieron que inmovilizarlo entre un agente
estadounidense y un agente hondureño mientras lo conducían a una cercana
base militar de Estados Unidos. Los agentes judiciales estadounidenses lo
llevaron a la República Dominicana y de aquí a Estados Unidos, donde fue
encerrado en Marion, Illinois. Durante la travesía aérea, los agentes judiciales le
dieron una paliza y le dispararon con pistolas eléctricas en los pies y los genitales,
según dijo Matta después. El rápido secuestro ahorraba evidentemente un largo
proceso de extradición. Matta pasó de su casa hondureña a una penitenciaría
estadounidense en menos de veinticuatro horas.
En Tegucigalpa, mientras tanto, la ira se extendió por los barrios donde el
querido Matta había construido escuelas y regalado bienestar. También los
estudiantes estaban irritados porque su Gobierno había infringido la
Constitución hondureña para ayudar a los gringos. Dos días después de la
detención se concentraron unas dos mil personas delante de la embajada de
Estados Unidos. Después de gritar «Queremos a Matta en Honduras» y «Arde,
arde», lanzaron piedras y cócteles Molotov. Los guardias privados de seguridad
dispararon contra la multitud desde el interior y mataron a cuatro estudiantes.
No pudieron impedir el incendio. La embajada se quemó hasta los cimientos; las
llamas prendieron en un coche y acabaron con la vida de otra persona. El
Gobierno hondureño decretó la ley marcial en grandes sectores del país.20
Una vez dentro de la maquinaria carcelaria de Estados Unidos, Matta recibió
un alud de acusaciones: por traficar con cocaína, por secuestrar a Camarena,
incluso por fugarse de la base aérea de Egin allá en 1971. Sin embargo, según su
hijo Ramón, los fiscales le ofrecieron un trato. Le dijeron que si testificaba contra
el presidente panameño Manuel Noriega, le garantizaban una condena llevadera.
Noriega, valioso peón de la CIA en otros tiempos, había estado ayudando
descaradamente a los traficantes de cocaína y era el objetivo de una operación de
primera magnitud. Matta se negó. Fuera lo que fuese, no era un soplón.
Los jueces admitieron que Matta había sido sacado ilegalmente de su patria.
«El Gobierno no discute que ha sido secuestrado por la fuerza en su casa de
Honduras», se dijo en la sala. Pero añadieron que aquello no afectaba al proceso.
El caso Matta se cita hoy como precedente de secuestro justificado de
sospechosos en países extranjeros. Las acusaciones contra Matta se basaron
además en dudosos testigos que se acogieron el programa de protección, entre
ellos varios vendedores de cocaína estadounidenses que tuvieron un trato
especial por declarar.
Matta recibió varias condenas por conspirar para traficar con cocaína y
conspirar para secuestrar a un agente nacional. Sin embargo, fue absuelto de la
imputación de haber matado personalmente a Camarena. Pudriéndose en la peor
cárcel de Estados Unidos, se ha convertido en una amenaza útil para los fiscales
estadounidenses que tratan con traficantes latinoamericanos. «Si no haces un
trato —parecen decir— acabarás como Matta.» El arquitecto del trampolín
mexicano desapareció en el tórrido desierto de Colorado. Pero allá en México
una nueva generación de traficantes heredó el trampolín de mil millones de
dólares y ha construido otros más grandes, más elásticos, más sangrientos.
6

Demócratas

Si la perra está amarrada,


aunque ladre todo el día,
no la deben de soltar;
mi abuelito me decía
que podrían arrepentirse
los que no la conocían.

Por el zorro lo supimos,
que llegó a romper los platos
y la cuerda de la perra
la mordió por un buen rato.
Y yo creo que se soltó
para armar un gran relajo.

Los Tigres del Norte, «La granja», 2009

E l mundo vio surgir algunos héroes intrépidos y representativos de la


democracia a fines del siglo XX. En Polonia tuvieron a Lech Walesa, el
endurecido sindicalista que resistió años de represión antes de dirigir a su pueblo
a la rebelión y a la derrota del comunismo autoritario. En Sudáfrica, Nelson
Mandela sobrevivió veinte años en una isla-prisión, y luego libró al mundo del
pestilente estigma de la segregación racista y evitó una venganza posiblemente
sangrienta que habría estremecido al país. Y México tuvo a... al señor Vicente
Fox.
El hombre que protagonizó el definitivo adiós al autoritario PRI y condujo a
México a la democracia multipartidista fue el personaje más inesperado. No
procedía ni de la izquierda socialista ni de la derecha católica, las dos facciones
que planteaban problemas a la hegemonía del PRI. Por el contrario, era un rico
hacendado y ejecutivo de la Coca-Cola que entró casualmente en política a los 46
años, y siete años más tarde fue gobernador de su estado natal de Guanajuato.
Aunque se integró en una formación conservadora, el Partido de Acción
Nacional, no fue nunca un correligionario auténtico. Más que una ideología,
defendía los valores patrios del trabajo duro y la honradez. Era conocido por sus
sinceros comentarios de hombre del campo que a veces meaba fuera del tiesto.
En cierta ocasión dijo: «Los mexicanos hacen en Estados Unidos el trabajo que ni
siquiera los negros querrían hacer»,1 y de las mujeres dijo que eran «lavadoras
con patas».
Fox tenía un talento político apto para aquel momento de la historia. Los
mexicanos estaban hartos de políticos maniobreros que habían saqueado el país.
Fox parecía ajeno a todo esto, un tipo de fiar que podía reparar la estropeada
maquinaria política como quien arregla un tractor. A diferencia de los tediosos
discursos de los presidentes del PRI, Fox hablaba con un lenguaje cotidiano que
la gente entendía. Cuando invocaba la democracia, era como si creyera en ella en
el fondo de su corazón. Durante todo el ciclo electoral, tanto para que su partido
lo nombrara candidato como para competir por la presidencia, estuvo en vena.
Decía las palabras justas en el momento oportuno. Pero cuando ganó, de pronto
perdió la onda. Parecía un zorro acorralado, desbordado y sin saber bien qué
hacer.
Abierto con la prensa, Fox transmitía una sensación cálida y familiar, como si
fuera el vecino con el que cambiamos impresiones de vez en cuando o un viejo
amigo de la universidad. Alto, desgarbado y con bigote, tenía un aire algo
cómico, parecido al del actor inglés John Cleese, aunque Fox calzaba botas de
vaquero y yo nunca lo vi con sombrero hongo. Su voz era profunda y potente, lo
cual lo convertía en un orador carismático.
«Me siento muy feliz de estar al frente de este movimiento que ha liberado a
México del yugo del autoritarismo», me dijo Fox en cierta ocasión, reflexionando
sobre su labor presidencial durante una entrevista que le hice en su patria chica.2
Lo realmente notable es que el PRI le permitiera ganar y no anunciara ningún
fallo del ordenador en medio del recuento de votos. El último presidente del PRI,
Ernesto Zedillo, era un personaje curioso, un hombre que venía de una familia
necesitada, que llegó a ser un tecnócrata educado en Yale y que accedió a la
presidencia del país porque el candidato anterior había sido asesinado. Zedillo,
que no quiso ceder a las presiones de su propio partido, estaba resuelto a
permitir la transición democrática. Si México hubiera sido la Unión Soviética,
Zedillo habría sido el dinámico reformista Mijaíl Gorbachov, y Fox el menos
chispeante Borís Yeltsin, que empuñó las riendas.
Zedillo tomó valientes medidas contra la corrupta clase dirigente: autorizó la
detención de Raúl Salinas por presunto homicidio; la detención del gobernador
del estado de Quintana Roo por tráfico de drogas; incluso la detención de su
propio zar antidroga, el general Jesús Gutiérrez Rebollo, por estar en connivencia
con los gánsteres. Zedillo convenció además al PRI para que aflojara la tenaza
con que se aferraba al poder antes de que cediera la presidencia. El colegio
electoral nacional consiguió la autonomía en 1996, y el PRI perdió la mayoría en
el Parlamento en 1997. Se había vuelto más difícil amañar unas elecciones, por
mucho que lo quisiera el PRI.
Estos movimientos reestructuraron totalmente el hampa de la droga y el
sistema de protección policial y política. Los gánsteres se reorganizaron con
cautela y se quedaron a la expectativa para ver qué hacía un presidente
democrático. Cuando Fox juró el cargo, las líneas de fuerza del poder mexicano
se movieron; el final de los setenta y un años de dominio del PRI supuso un
auténtico terremoto político.
Desde el inicio mismo de su mandato se puso de manifiesto que Fox no tenía
una dirección clara en muchos asuntos, entre ellos el tráfico de drogas. Proponía
planes una y otra vez, y cuando tropezaba con obstáculos, cambiaba de rumbo o
capitulaba. Juró encarcelar a los funcionarios del antiguo régimen que habían
sido responsables de la guerra sucia que había causado la «desaparición» de
quinientos izquierdistas. Pero como el PRI no quiso cooperar, dejó los sumarios
a medias y se limitó a publicar un informe. Prometió modernizar radicalmente la
economía y el sistema judicial. Pero como la oposición lo abucheó en el
Parlamento, evitó tratar con el cuerpo legislativo todo lo que pudo. Promovió los
derechos de los emigrantes, y fue el primer mexicano que habló ante una reunión
plenaria del Congreso de Estados Unidos y que pidió que se revisara el estatuto
de los trabajadores extranjeros. Pero cuando se produjeron los atentados del 11
de septiembre, los estadounidenses aparcaron el tema de la inmigración.
Fox, por lo visto, abandonó pronto los programas domésticos para dedicarse
a recorrer mundo y a agasajar a dignatarios de otros países. Naciones Unidas, la
Organización de Estados Americanos, la Organización Mundial del Comercio y
muchos otros grupos celebraron cumbres en las que los críticos hablaban de
«Foxilandia». Cuando Fox parecía más contento era cuando acogía y presidía
estos acontecimientos, cantando las maravillas del pluralismo y la difusión de la
democracia.
Había hablado poco de drogas durante su campaña electoral, ya que se había
concentrado en echar al PRI del poder. Los guerreros antidroga estadounidenses
esperaban que un presidente democrático inaugurase una nueva era de
cooperación. Los días de la policía corrupta que intrigaba para matar a agentes
de la DEA habían pasado. México podía ahora ayudar a los agentes a anotarse
detenciones y confiscaciones, tal como hacían los colombianos. Fox aceptó el
reto con entusiasmo e hizo una muy citada promesa en la primera entrevista que
concedió a la televisión estadounidense después de su triunfo electoral. Dijo en
Nightline de ABC: «Vamos a librar la madre de todas las batallas contra el crimen
organizado en México. No lo duden».3
Fox había prometido echar a los militares de la guerra contra las drogas. Pero
tras una reunión inicial con funcionarios estadounidenses, que pensaban que los
soldados eran los elementos más fiables en aquella guerra, cambió de idea. Los
estadounidenses quedaron contentos. Aquél era un tipo con el que se podía
trabajar.


El primer indicio de que la política antidroga de Fox tal vez no fuera tan eficaz
como esperaban los estadounidenses se vio dos meses después de formar
gobierno. El 21 de enero de 2001, el archimafioso Chapo Guzmán se fugó de una
cárcel de alta seguridad de Guadalajara. El padrino de Sinaloa había vuelto.
Según información conseguida por el periodista José Reveles, el Chapo
consolidó su poder dentro de la cárcel sobornando a funcionarios durante varios
años.4 A cambio de los sobornos adquirió el derecho de llevar mujeres a la celda;
de elegir a mujeres del personal de la limpieza para tener relaciones sexuales con
ellas; y de tener relaciones con una presa llamada Zulema Hernández, una rubia
treintañera y alta que estaba encerrada por atraco a mano armada. El Chapo,
además, introducía Viagra de contrabando en la penitenciaría. Más consecuente
con lo que hacía, aprovechó la red de corrupción para escapar. Zulema
Hernández entregó después al periodista Julio Scherer una carta de amor del
Chapo en la que el señor de la droga le decía que su fuga era inminente. El autor
de la carta, fuera el Chapo o alguien que la escribió por encargo, como algunos
han sugerido, decía:

Todo tiene su razón de ser, preciosa, el hecho de que no nos podamos ver
tan seguido como quisiéramos y de que ahora la trasladen y nos
separemos por un tiempecito quizáz [sic] es para que los dos valoremos lo
que somos el uno para el otro, cuánto es el amor que le tengo, cuánto la
necesito y cuánto debo hacer por pronto tenerla a mi lado viviendo ambos
la vida en libertad.5

Dos guardianes ayudaron al Chapo a salir de la cárcel. Para ganárselos, el
capo pagó una operación médica al hijo de uno, y al otro lo relacionó con una
guapa chica sinaloense. Este último sacó personalmente al preso en la camioneta
de la lavandería.
Cuando se hizo pública la noticia de la fuga, el avergonzado Fox puso
anuncios en los periódicos y carteles en las calles con un teléfono de línea directa
para que llamaran los ciudadanos que supieran algo. Se recibieron casi cien
llamadas cada hora. Pero todas daban información falsa o inútil, y en muchos
casos se oían risas al fondo. A niños y adultos les parecía ridículo que un
presidente pidiera ayuda. Los mexicanos no acababan de entender aquello de que
los ciudadanos podían contribuir a mantener el orden.6


Así pues, ¿qué nos dice realmente la fuga de Guzmán sobre la presidencia de
Fox? Los teóricos de la conspiración la citan como prueba de que el Gobierno
Fox estaba asociado con Guzmán y sus amigos del hampa sinaloense. Si le habían
abierto las puertas, decían, era porque se habían recibido órdenes de arriba. El
objetivo secreto de Fox era renovar el cártel de Sinaloa para convertirlo en el
grupo mafioso más fuerte, con Guzmán en el puesto de padrino nacional, tal
como lo había sido en los años ochenta el capo Miguel Ángel Félix Gallardo.
Después de liberar al Chapo, Fox eliminó a sus rivales, como los hermanos
Arellano Félix, y permitió que el Chapo se expandiera por el país. Esta política de
apoyo a Guzmán, alegaban estos teóricos, prosiguió cuando fue investido Felipe
Calderón.
Este mensaje conspirativo, presentado de diversas formas, ha perjudicado a
los dos presidentes de la era democrática. Los gánsteres lo han plasmado en
carteles y pancartas, los políticos lo han voceado, y ha llenado muchas columnas
periodísticas.7 Pero ¿hay algo de verdad en todo esto?
Desde luego, no hay ningún indicio que relacione directamente con el Chapo
Guzmán ni a Fox ni a Calderón. Más sólida que la teoría de la conspiración es
aquí la teoría de la chapuza. Es posible que Fox no tuviera nada que ver con la
fuga de Guzmán ni con su ulterior encumbramiento. Sencillamente, Guzmán y
sus socios mafiosos fueron muy eficaces y supieron construir una red de
funcionarios corruptos en todos los departamentos de la administración. Ni Fox
ni Calderón podrían controlar todo el Estado. Con la desaparición del PRI había
desaparecido también el sistema básico de poder. Y ésta ha sido la clave del
desmoronamiento de México.
Vista en perspectiva, la fuga del Chapo Guzmán parece un acontecimiento
histórico. Pero en 2001 fueron pocos los que lo vieron como un hecho con
consecuencias. Era sólo un gánster más y un ejemplo más de lo mal que
funcionan las prisiones latinoamericanas. Un tribunal de Arizona había acusado
al Chapo de extorsión en 1993, y otro de San Diego de conspiración para
importar cocaína en 1995. Pero allí no daban aún siete millones de dólares de
recompensa por él. Casi todos los observadores de México estaban concentrados
en acontecimientos totalmente distintos: la llegada a Ciudad de México de un
pacífico convoy de rebeldes zapatistas, y las investigaciones que se estaban
realizando sobre la antigua guerra sucia del PRI. Como dijo Fox en una
entrevista posterior cuando le pregunté por la fuga del Chapo: «Es importante,
pero no es la prioridad de mi Gobierno. Una golondrina no hace verano. Mis
oponentes y mis enemigos políticos lo esgrimen hoy como un asunto
enigmático».


En el curso de los tres años siguientes, Estados Unidos aplaudió la política
antidroga de Fox. En 2002, la policía municipal mató a tiros al psicópata de
Tijuana Ramón Arellano Félix, y el mes siguiente los soldados detuvieron a su
inteligente hermano Benjamín. Luego, en 2003, las fuerzas de seguridad
apresaron al jefe Armando Valencia, en el estado de Michoacán, y al capo Osiel
Cárdenas en el de Tamaulipas. Para los agentes antidroga de Estados Unidos, que
aplaudían las detenciones y confiscaciones, las cosas no podían ir mejor. A
principios de 2004 estuve hablando con tres agentes de la DEA en la embajada de
Ciudad de México. Estaban extasiados con el Gobierno Fox. Un agente me dijo:
«En comparación con los borrascosos tiempos de Kiki Camarena, es la diferencia
que va de la noche al día. México ha dado un giro copernicano en la lucha contra
los narcotraficantes. Este país tiene un gran futuro por delante».
Y entonces empezó la guerra.
Empezó por una bagatela en la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, en otoño
de 2004. Casi todos los informes mediáticos tergiversan este detalle y dicen que la
guerra de la droga empezó en diciembre de 2006, cuando Felipe Calderón fue
investido presidente. Esto viene muy bien. Aunque las simplificaciones ayudan a
entender el cuadro general, también pueden generar ideas falsas y peligrosas, por
ejemplo que esta guerra está totalmente relacionada con la presidencia de
Calderón, y que cuando la deje se acabará por arte de magia. La verdad es que el
conflicto empezó antes de Calderón y probablemente seguirá después de él.
Pocos entendieron el significado de las luchas internas que estallaron en
Nuevo Laredo. Pero el conflicto introdujo una serie de tácticas inéditas: el uso de
grupos paramilitares, los ataques generalizados contra la policía y los secuestros
en masa. Estas tácticas se difundieron por todo México a una escala espantosa y
definieron los métodos con que se libraría la guerra.
En el centro de la batalla de Nuevo Laredo estaba la banda más sanguinaria de
México, la de los Zetas. Los ex soldados de fuerzas especiales militarizaron el
conflicto, transformando la «guerra contra las drogas» en una «guerra de la
droga». De pronto, la gente empezó a ver criminales detenidos con uniforme de
campaña y armas pesadas. ¿De dónde habían salido aquellos militares? Para
entender cómo surgieron los Zetas, necesitamos saber cómo se produjo la radical
transformación del tráfico de drogas en la zona de Nuevo Laredo.


El noreste de México había sido un pasillo para el contrabando desde los tiempos
de la Prohibición [la ley seca] estadounidense, en que un criminal con iniciativa
llamado Juan Nepomuceno pasaba alcohol de contrabando.8 Conforme la
organización de Nepomuceno se transformaba en el cártel del Golfo, el área
conocida como «pequeña frontera» crecía en importancia estratégica gracias a la
rápida expansión de las ciudades estadounidenses de Dallas y Houston. En el
lado mexicano de la pequeña frontera no había grandes metrópolis, a diferencia
de la parte alta del río, donde estaba Juárez. Pero por allí pasaba más cargamento
real. En 2004, sólo por Nuevo Laredo —que no tenía más que 307.000 habitantes
— pasaban al año mercancías de circulación legal por valor de 90.000 millones de
dólares. Era más del doble de los 43.000 millones que circulaban por la creciente
Ciudad Juárez, y cuatro veces los 22.000 millones que cruzaban Tijuana.
Este volumen de negocios significaba que por la ciudad pasaban al día diez
mil camiones y dos mil vagones de ferrocarril. En el lado estadounidense, Laredo
(Texas) es la terminal de la autopista I-35, que conduce a Dallas. Las drogas
pasaban en medio de todo este tráfico de vehículos y se distribuían rápidamente
por Texas, de donde se enviaban al resto del sur y a la costa oriental. Laredo era
el sumidero del tráfico. Y era el único punto de la frontera que no controlaban
los sinaloenses.
En 1997, Osiel Cárdenas, antiguo ladrón de coches y ya medio calvo, había
llegado a la jefatura del cártel del Golfo matando a todo el que se cruzaba en su
camino. Le habían puesto el apodo de Mataamigos a causa de su maquiavelismo
para hacerse con el poder, ya que apuñalaba por la espalda a sus aliados. Para
asegurarse el puesto de gran jefe de la pequeña frontera, tuvo la idea de organizar
un cuerpo especial que fuese más temible que los sicarios que pudieran ir a
buscarlo. Había visto que los hermanos Arellano Félix importaban gánsteres
chicanos para proteger sus narconegocios. Él quería algo mejor. Y no se le
ocurrió otra cosa que dirigirse al propio ejército mexicano.
Cárdenas hizo amistad con un mando de las fuerzas especiales llamado
Arturo Guzmán Decena, que había sido enviado a Tamaulipas para tomar
medidas contra las bandas de traficantes. Según todos los testimonios, Guzmán
Decenas era un oficial con talento e iniciativa. Una foto suya de cuando era un
joven alistado lo muestra ancho de espaldas, recién afeitado y en buena forma,
con la mano derecha en el pecho, que es el saludo nacional mexicano. Sus ojos
miran al frente con fijeza, con determinación militar, y en su cara hay cierto aire
de joven inocente. Pero algo tuvo que suceder para convertir a este joven en un
frío narcosicario llamado en clave Z-1.


Arturo Guzmán procedía de una aldea del estado de Puebla, al sur de México, y
se alistó en el ejército para huir de la pobreza. Su historial es típico de los
militares mexicanos. La institución no está controlada por oficiales aventureros
de clase alta, como en el caso británico; ni es una reserva de la derecha ideológica,
como en el caso español; es más bien un ejército formado por ex campesinos que
han salido de las tierras pobres del sur.
Elemento destacado y brillante, Guzmán se alistó en el GAFE (Grupo
Aeromóvil de Fuerzas Especiales), el equivalente de los Boinas Verdes
estadounidenses. Es tradicional en las fuerzas especiales que los oficiales pongan
a los soldados en situaciones de resistencia límite y les inculquen una mentalidad
resuelta y fanática. El lema de la unidad es: «Ni la muerte nos detiene, y si la
muerte nos sorprende, bienvenida sea». El entrenamiento del GAFE corrió a
cargo de unidades de élite de todo el mundo. Los soldados aprendieron tácticas
de las Fuerzas de Defensa israelíes, cuyas experiencias en el Líbano y en la orilla
occidental del Jordán las hicieron acreedoras a figurar entre las mejores en lucha
urbana. Pero la principal influencia que recibió el GAFE llegó de más cerca, de
los militares estadounidenses.
Estados Unidos ha venido adiestrando a los soldados latinoamericanos en
tácticas de guerra y antiinsurrección, desde finales del siglo XX, en la tristemente
célebre Escuela de las Américas de Georgia y en Fort Bragg (Carolina del Norte).
Cuando los manuales que se daban a los alumnos se desclasificaron, en 1996,
despertaron la indignación. Impresos sólo en español, los manuales de
instrucción explicaban el uso de la guerra psicológica para contrarrestar las
rebeliones. Un manual especialmente polémico, titulado Manejo de fuente [sic],
instruye a los oficiales latinoamericanos sobre cómo utilizar a los informantes.
En términos fríos y clínicos, detalla la presión que debe ejercerse sobre los
informantes, con violencia contra ellos y sus familias. Según se dice literalmente
en la página 79:

El agente de CI [contrainsurgencia] podría causar el arresto o detención
de los parientes del empleado [informante], encarcelar al empleado o
darle una paliza como parte del plan de colocación de dicho empleado en
la organización de las guerrillas.9

Allá en México, Guzmán y sus compañeros pusieron en práctica lo que
habían aprendido cuando el levantamiento zapatista sorprendió al mundo en
1994. Encabezados por el subcomandante Marcos, revolucionario y fumador en
pipa, unos tres mil rebeldes zapatistas se apoderaron de los ayuntamientos del
empobrecido estado meridional de Chiapas. La insurrección fue básicamente una
protesta simbólica contra la pobreza y el Gobierno unipartidista; los rebeldes
eran pobres mayas autóctonos, armados con escopetas viejas y fusiles del calibre
0,22, y se batieron en rápida retirada hacia la jungla en cuanto llegó el ejército.
Sin embargo, y a pesar de la nula amenaza militar que representaban, el
Gobierno mexicano quiso replicar con dureza y lanzó al GAFE en persecución de
los zapatistas.
Las unidades de ataque los alcanzaron mientras los insurrectos se retiraban
por Ocosingo, una destartalada población que se alza en los límites de la jungla.
Al cabo de unas horas, treinta y cuatro rebeldes yacían muertos. El
subcomandante Marcos dijo en un comunicado que los muertos se habían
rendido y habían sido ejecutados en el acto, aunque los militares replicaron que
habían muerto combatiendo. Al día siguiente los soldados capturaron a otros
tres rebeldes en la vecina comunidad de Las Margaritas. Sus cadáveres fueron
arrojados en la orilla de un río; les habían cortado la nariz y las orejas. Aquella
carnicería estremeció al movimiento rebelde y Marcos se apresuró a firmar un
alto el fuego doce días después del inicio de la sublevación. Desde entonces, los
zapatistas han optado por las protestas no violentas, aunque siguen manteniendo
un pequeño ejército guerrillero en el interior de la jungla.10


Estrella en ascenso y soldado que contaba ya con un inmejorable entrenamiento
y un historial de sangre, Guzmán se trasladó a la pequeña frontera. Chabacanas
narcomansiones se alzaban en calles de tierra donde se celebraban ruidosas
fiestas que duraban toda la noche, y millares de prostitutas bailaban en crecientes
zonas de tolerancia. Fue un cambio tremendo para el joven oficial que había
pasado su juventud chapoteando en los barrizales de la selva.
Los investigadores dicen que los primeros trabajos que hizo Guzmán para
Cárdenas consistieron en aceptar sobornos a cambio de hacer la vista gorda ante
los cargamentos de droga del cártel del Golfo. Aquellas mordidas eran típicas.
Pero aunque hacía tiempo que los soldados esquilmaban a los traficantes, era
inconcebible que desertaran para asociarse con ellos. Los oficiales aún se
consideraban defensores de la república, y había tantas posibilidades de que se
asociaran con los narcos como de que un soldado de Estados Unidos se pasase a
las filas de los rebeldes en Irak. Los soldados consideraban los sobornos como
una especie de beneficio indirecto por su trabajo. Pero Guzmán hizo trizas este
modelo. Dejó el cuartel definitivamente y reapareció como narcomercenario.
¿Qué impulsó a Guzmán a dar un paso tan espectacular en su carrera
castrense? Se ha dicho, a modo de explicación, que se sintió tentado por el brillo
del oro, que veía que los ostentosos gánsteres ganaban más en un año que
muchos militares profesionales en toda su vida. Pero él también habría podido
vivir bien en el ejército como joven promesa. Al unirse al cártel se convertía en
un fugitivo que se arriesgaba a morir o a ir a la cárcel.
Un factor decisivo pudo ser el cambio radical que estaba descomponiendo el
orden anterior. La transición democrática puso muy nervioso al ejército, que no
sabía qué lugar iba a tener en el nuevo México. Los oficiales galardonados
estaban particularmente preocupados porque les exigían que eliminaran los
abusos propios del antiguo régimen. Las familias de los «desaparecidos» se
manifestaban diariamente en la capital y varios oficiales fueron juzgados por
violar los derechos humanos o ser cómplices del tráfico de drogas. Cuando un
juez condenó al general Gutiérrez Rebollo a cincuenta años de prisión por
aceptar sobornos de los narcos, todo el ejército quedó a la expectativa. En medio
de esta confusión, el oficial Guzmán decidió que era mejor salir del sistema.


Cuando Osiel Cárdenas contrató a Guzmán, no quería un pistolero más.
Cárdenas pidió a su nuevo empleado que organizara la compañía de sicarios más
feroz que encontrase. Cárdenas era un intrigante, y tenía imaginación de sobra
para concebir lo que podía ser una banda de matones con instrucción militar.
Pero gran parte de la iniciativa para organizar una fuerza paramilitar en toda
regla procedió probablemente del propio Guzmán. La policía nacional mexicana
hizo pública tiempo después una conversación conseguida al parecer por un
confidente y que se refería a la formación de la nueva unidad:

—Quiero los mejores hombres. Los mejores —decía Cárdenas.
—¿Qué clase de hombres necesita? —preguntaba Guzmán.
—Los que mejor sepan manejar armas.
—Ésos sólo se encuentran en el ejército.
—Quiero a ésos.11

De acuerdo con aquellas órdenes, Guzmán reclutó a docenas de soldados de
élite. Algunos medios han comentado que los Zetas se organizaron a raíz de una
deserción en masa de una sola unidad militar. Pero los archivos militares
contradicen esta versión. Los soldados dejaban los cuarteles para trabajar con
Guzmán durante unos meses y procedían de varias unidades, por ejemplo el 7º
Batallón de Infantería y el 15º Regimiento de Caballería Motorizada. Pero
también hubo mucho personal procedente del GAFE en la unidad en ciernes,
que se denominó «los Zetas» por una señal de radio utilizada por los boinas
verdes mexicanos. A todos los miembros se les daba un número con la clave Z,
empezando por Guzmán, que era Z-1. En unos meses Z-1 tenía bajo su mando a
38 ex soldados.


Apoyado por la nueva unidad, Osiel Cárdenas se sintió más poderoso que nunca.
La arrogancia lo empujó a cometer un error que le costó caro: amenazó a los
funcionarios estadounidenses. Los agentes en cuestión —uno de la DEA, otro del
FBI— iban en coche por Matamoros en noviembre de 1999 con un confidente
que iba a indicarles dónde se encontraba una propiedad de los narcotraficantes.
Al advertir que los seguían, pisaron el acelerador del coche, que llevaba matrícula
consular, pero fueron bloqueados por ocho vehículos entre turismos y camiones.
Se apearon unos quince hombres, entre ellos algunos Zetas, y rodearon el coche
consular, al que apuntaron con fusiles Kaláshnikov. Cárdenas en persona salió de
entre el grupo y exigió a los agentes que le entregaran al informador. Los
estadounidenses se negaron y recordaron a Cárdenas que si mataban a unos
agentes de Estados Unidos el crimen no quedaría impune. Según la declaración
de los agentes, Cárdenas replicó con furia: «Éste es mi territorio, gringos. No
pueden controlarlo. ¡Así que largo de aquí!»12
Los agentes se dirigieron directamente a la frontera y llegaron ilesos a Estados
Unidos. En marzo de 2000, un gran jurado con competencia nacional, reunido
en Brownsville, Texas, declaró que Cárdenas era culpable de agredir a los agentes
y de traficar con drogas, y la DEA puso precio a su cabeza: dos millones de
dólares. Cuando Vicente Fox fue investido presidente, Osiel Cárdenas estaba en
el primer puesto de la lista de gánsteres buscados por Estados Unidos.
Sin embargo, a diferencia de los capos de la vieja escuela, Osiel Cárdenas se
negó a negociar su rendición. Lejos de ello, llamó a su unidad de Zetas para que
lo defendiera con las armas en la mano. Cárdenas creyó que podía enfrentarse al
Gobierno para impedir su detención y se convirtió en el primer narcoinsurgente.
El modus operandi que había regulado el comercio de la droga durante décadas
había periclitado y el telón volvía a subir para la representación de la inminente
guerra.
Los Zetas, para engrosar su contingente, reclutaron a más soldados, así como
a ex policías y a otros gánsteres. Las calles de Tamaulipas presenciaron batallas
muy reñidas entre el ejército y los Zetas. Enfurecido por esta resistencia, el
ejército pidió refuerzos para atrapar a Cárdenas; la consigna era disparar primero
y preguntar después. Esta política de andarse sin miramientos redundó en la
eliminación de Z-1. Guzmán estaba comiendo en una marisquería de la playa
con algunos hombres de su séquito, en noviembre de 2002. En esto entraron
soldados con los fusiles vomitando plomo y Arturo Guzmán fue alcanzado antes
de poder responder. En total recibió cincuenta balazos, en la cabeza, el pecho, los
brazos y las piernas. El joven oficial prometedor y fundador del primer grupo
paramilitar de los cárteles mexicanos acabó acribillado en el suelo de un
restaurante.
Los soldados siguieron la pista de Osiel Cárdenas, que fue localizado en
marzo de 2003 en una casa franca. Esta vez los guardaespaldas Zeta tuvieron
ocasión de replicar al fuego, disparando miles de balas y lanzando granadas de
fragmentación contra los sitiadores. Pero los gánsteres eran muy inferiores en
número y estaban rodeados por todas partes. Al cabo de media hora, los soldados
irrumpieron por la puerta y detuvieron al cacique. Los Zetas, sin embargo, no se
rindieron y gracias a los refuerzos que llegaron siguieron lanzando ataques para
liberar a su jefe. Los soldados se abrieron paso a tiros hasta el aeropuerto y
volaron con Cárdenas a Ciudad de México. En otra época, la policía detenía a los
capos pacíficamente en los restaurantes; las cosas eran ya muy distintas y acabó
creándose una nueva tónica.
Osiel Cárdenas, con las manos esposadas, fue un magnífico trofeo para el
presidente Fox. Pero las consecuencias de la existencia de los Zetas no se
entendieron plenamente. Casi todos los periodistas los vieron como una extraña
banda armada, aunque con un historial curioso. Tampoco los traficantes rivales
supieron comprender la amenaza que representaba el grupo paramilitar. Antes
bien, con Z-1 muerto y Cárdenas en la cárcel, la banda sinaloense pensó que el
cártel del Golfo estaba acabado y se trasladó a su territorio.
La mafia sinaloense convocó una narcocumbre para planificar la expansión.
Los detalles de este encuentro histórico se saben por un traficante que se acogió
al programa de protección de testigos y que estuvo en la reunión.13 Según sus
declaraciones, los gánsteres de Sinaloa, entre ellos el fugado Chapo Guzmán y
Beltrán Leyva, el Barbas, se sentaron a comentar su plan de dominio. Los
sinaloenses ya controlaban la frontera desde Juárez hasta el Pacífico, dijeron. Y
ahora podían hacerse con las lucrativas rutas del este de Texas. ¿Quiénes eran los
paletos del noreste de México para impedirlo? Los gánsteres sinaloenses se
dirigieron al noreste para reclamar el territorio. La primera fase de la guerra
mexicana de la droga consistió en el enfrentamiento del poderoso cártel de
Sinaloa con los insurgentes Zetas.


En 2004, poco antes de que estallara la guerra interna, conseguí un empleo
consistente en informar sobre México para el Houston Chronicle. El director era
un texano generoso y no le importó trabajar con un reportero que tenía un tonto
acento británico. Claro que si no entendía mi media lengua, siempre podíamos
comunicarnos por correo electrónico. Lo único que yo tenía que hacer era saber
qué le gustaba y no le gustaba a Bubba, el típico texano. «A Bubba no le gusta la
palabra bourgeois [burgués]. Usa otra más breve», me decía. Me puse a escribir
sobre la transición democrática de México. Por entonces se amontonaban los
cadáveres en el lado mexicano de la frontera texana: no tardaría en haber veinte,
luego cincuenta, y luego un centenar de homicidios. Tuve que volar a Nuevo
Laredo. Bubba quería saber qué diantres pasaba allí.
Conforme aumentaba el número de muertos en 2005, los tres principales
rotativos texanos —el Houston Chronicle, el Dallas Morning y el San Antonio
Express— trataron de sacar jugo periodístico a la situación. Sin darnos cuenta
nos enzarzamos en una batalla por las primicias, al viejo estilo. «¡Vete allí e
informa como si fuera una guerra!», me gritó el director. Pensé que exageraba.
Pero al evocarlo ahora me doy cuenta de que estábamos en el comienzo de un
conflicto de muy serias consecuencias.
Tuve la suerte de trabajar con dos veteranos que figuraban entre los mejores
reporteros que había tenido el Chronicle en toda su historia: Dudley Althaus y
Jim Pinkerton. Pero aun así, mientras estuve en Nuevo Laredo me esforcé por
comprender la lógica de la guerra interna. Era frustrantemente difícil conseguir
información fidedigna: la policía, los fiscales, el alcalde, todos contaban la versión
prevista. Intenté otras formas de acercarme a los hechos. Había conocido a
multitud de drogadictos allá en Gran Bretaña; sin duda podría encontrar en la
frontera a más de uno que supiera algo de lo que se cocía. Busqué en los centros
de rehabilitación, en las calles, en las cantinas. Y no tardé en localizar a camellos
y contrabandistas al por menor que me describieron la batalla desde abajo.
Trabé amistad con un tipo de 28 años llamado Rolando. Era delgado, nervudo
y el benjamín de los diez hijos que había tenido un jefe de la policía local.
Rolando había pasado marihuana a Estados Unidos y había estado un tiempo en
una cárcel de Texas, donde había aprendido a hablar muy bien el inglés. Además
tenía dos nefastas drogadicciones: la heroína y el crack. Nos sentábamos en una
pequeña habitación de la casa de su novia, se inyectaba heroína y fumaba una
piedra de crack inmediatamente después. Nunca he entendido por qué la gente
emprende el vuelo y se tira al suelo al mismo tiempo. Pero a Rolando parecían
funcionarle bien las dos cosas y se ponía a divagar sobre la familia, sobre temas
filosóficos y cualquier otro tema que surgiese.
Se ganaba la vida en un barrio de Nuevo Laredo que los estadounidenses
llamaban Boy’s Town (Ciudad de los Muchachos), y los mexicanos la Zona (por
«zona de tolerancia»), cuatro manzanas amuralladas con anchas calles de tierra,
burdeles y bares de estriptis. Según cuenta la leyenda, Ciudad de los Muchachos
fue fundada por el general estadounidense John Pershing para que todos los
soldados puteros se concentrasen en un solo lugar. Un siglo después, los
camioneros estadounidenses y los adolescentes texanos que querían perder la
virginidad visitaban aquel antro de pecado. Rolando hacía valer su conocimiento
del inglés para conducir a los puteros a los mejores bares y presentarles a las
chicas más guapas a cambio de una propina. Se gastaba casi todo el dinero en
drogas. Además, tenía una novia que trabajaba de estríper. El día que supo que
su novia estaba embarazada lo celebramos bebiendo cerveza y escuchando
música en la máquina de discos de una mugrienta cantina de Ciudad de los
Muchachos. La siguiente vez que lo vi, me dijo que su novia había perdido el
niño. Para conmemorarlo vi que tomaba su dosis habitual de crack y heroína.
Yo lo acompañaba cuando iba a comprar las dosis, a los «conectes» (camellos)
de Ciudad de los Muchachos o a las «tienditas» de los barrios. Me contó que
cuando era pequeño la gente vendía drogas y se quedaba con el dinero. Pero
ahora todos los camellos tenían que pagar un impuesto a los Zetas. Con mucha
cautela me señaló a unos elementos de los Zetas que merodeaban por Ciudad de
los Muchachos. Eran sujetos fornidos apostados cerca de los clubes nocturnos,
charlando por teléfono móvil o vigilando la calle. Ciudad de los Muchachos,
como todo Nuevo Laredo, era territorio suyo.
Cuando llegaron los sinaloenses, me contó Rolando, también ellos quisieron
extorsionar a los camellos y contrabandistas. Algunos matones locales pensaron
que iba a ser ventajoso. Los Zetas eran un grupo de represión. Puede que les
fuera mejor con los nuevos amos. Así que ayudaron a los forasteros a organizar
casas francas y a meter las zarpas en la ciudad. Pero otros eran leales a los Zetas y
señalaban con el dedo a cualquiera que pasara información a los invasores. A
quien pillaban trabajando con la competencia lo secuestraban, torturaban y
dejaban muerto en la calle. La guerra entre empresas por una misma clientela es
un negocio feo.


Los sinaloenses subestimaron peligrosamente a sus rivales. Muchos reclutas de
los sinaloenses eran matones de la Mara Salvatrucha de El Salvador y Honduras.
Los gánsteres tenían una reputación terrible. Pero no estaban a la altura de los
Zetas, que estaban muy bien armados y organizados. En una casa franca de
Nuevo Laredo aparecieron cinco cadáveres de estos reclutas centroamericanos,
en cuyos hombros y brazos se veían los reveladores tatuajes de la MS. Junto a
ellos había una nota garabateada con la confusa caligrafía de los narcosicarios.
«Chapo Guzmán y Beltrán Leyva. Mandar más pendejos como éstos pa que los
chinguemos.» Los Zetas estaban aplicando su táctica militar: sembrar el terror en
las calles. Las bandas restantes no tardarían en hacer lo mismo.14
El presidente Fox envió a Nuevo Laredo setecientos soldados y policías
nacionales para acabar con la violencia. La ofensiva recibió el nombre de
Operación México Seguro, una campaña que Fox incorporó luego a sus planes
antidroga para todo el país. Nuevo Laredo fue un laboratorio para la estrategia
del Gobierno, así como una táctica contra el cártel.
Las tropas no tardaron en detener a las unidades de matones Zetas y pusieron
en fila a diecisiete elementos para que la prensa sacara fotos. La intención era
humillarlos, para demostrar que quien mandaba era el Gobierno. Pero produjo el
efecto contrario. Los matones aparecieron en todos los televisores de México, de
pie, con la espalda muy tiesa y mirando sin parpadear los fusiles que les
apuntaban, los chalecos antibalas y los walkie-talkies. Todo el mundo supo así
que los Zetas eran una banda a la que había que temer.
Al frente de los Zetas estaba Heriberto Lazcano, Z-3, llamado el Verdugo.
Natural del estado agrícola de Hidalgo,15 el musculoso Lazcano tenía los mismos
orígenes campesinos que su amigo y mentor Guzmán, Z-1. También él se alistó
en el ejército de adolescente y consiguió pasar a las fuerzas especiales. Cuando
Guzmán desertó, el leal Lazcano siguió pronto su ejemplo. Pero Lazcano, que se
puso al frente de los Zetas a los 28 años, resultó más sanguinario que su maestro.
Los guardianes de la penitenciaría de Matamoros se negaron a pasar artículos
de lujo ilegales a algunos presos Zetas. Lazcano recurrió a la presión. Una noche,
cuando seis trabajadores de la cárcel acabaron su turno, los Zetas que los
esperaban los secuestraron uno por uno. Horas después, un horrorizado
guardián de la puerta encontró los cadáveres de los seis empleados en un Ford
Explorer. Les habían vendado los ojos, esposado las manos y disparado en la
cabeza. Los Zetas tenían su propio método para negociar con las autoridades.
Hasta entonces la policía acosaba a los criminales hasta que éstos pagaban. Pero
las tornas habían cambiado.
El presidente de la Cámara de Comercio, Alejandro Domínguez, estaba
deseoso de manifestarse contra aquella ola de terrorismo. Hablé con él en su
despacho del centro, a unas calles de unas tiendas de recuerdos turísticos y de
bares de tequila muy frecuentados por los ciudadanos texanos. Era alto, con una
mata de pelo plateado y modales agradables. Adujo que la violencia estaba
oprimiendo a los vecinos, que necesitaban recuperar el dominio de la ciudad:
«Este baño de sangre se está llevando nuestra libertad. La gente está demasiado
asustada para pasear de noche por la calle. Pero la gente tiene que recuperar sus
calles. Tiene que recuperar sus parques. No podemos entregar tranquilamente la
ciudad a los criminales».
Seis semanas después, el alcalde nombró a Domínguez jefe de la policía de
Nuevo Laredo. Prestó el juramento del cargo en una ceremonia pública,
poniéndose la mano derecha en el pecho y prometiendo proteger y servir a la
ciudad. Un periodista local le preguntó si no tenía miedo de morir. El nuevo jefe
de policía le respondió con toda seriedad: «Creo que son los funcionarios
corruptos los que deben asustarse. Yo sólo trabajo para el pueblo».
Aquella tarde Domínguez fue a su despacho del centro, el mismo donde yo lo
había entrevistado. A eso de las siete cerró y se dirigió a su coche deportivo. Dos
pistoleros le dispararon y le metieron cuarenta balas en el cuerpo. Sólo había
durando seis horas en el cargo de jefe de la policía local. El atentado fue noticia
en muchos países y fue una de las primeras veces en que la naciente guerra de la
droga llamaba la atención.16


Los terroristas empezaron a tender emboscadas a los policías en todo Nuevo
Laredo. Luego la policía nacional y la local empezaron a tirotearse entre sí. La
podredumbre de México estaba saliendo a la superficie.
Recibí una llamada concerniente a un tiroteo un sábado por la mañana,
mientras desayunaba en mi hotel. Corrí al lugar de los hechos y me encontré a un
agente nacional sangrando en una camilla. Venía del aeropuerto en coche con
otros agentes cuando un policía local los paró y les dijo que quería registrar el
vehículo. Discutieron, luego se liaron a puñetazos y acabaron disparándose. El
agente nacional recibió varios disparos, pero sobrevivió.
Al día siguiente, agentes nacionales y soldados entraron en la jefatura de
policía y detuvieron a los setecientos agentes del cuerpo. Las tropas nacionales
irrumpieron en una casa franca y se encontraron con un espectáculo
espeluznante: cuarenta y cuatro prisioneros atados, amordazados y sangrando.
Los prisioneros dijeron que los habían detenido los policías locales y que los
habían entregado en calidad de cautivos a los temidos Zetas.
La comprobación de que la policía local trabajaba para los insurgentes Zetas
representó al principio un auténtico escándalo, pero no tardó en volverse
lúgubremente habitual en el país. Una y otra vez las tropas nacionales peinaban
las ciudades y acusaban a la policía local de estar en connivencia con los
gánsteres. Los funcionarios ya no se limitaban a hacer la vista gorda ante el
contrabando, sino que colaboraban como secuestradores y verdugos por derecho
propio, lo que suponía una seria desintegración del Estado. Para agravar el
problema se descubrió que muchos funcionarios nacionales trabajaban también
para los gánsteres, por lo general para distintas facciones del cártel de Sinaloa.
Así que cuando las tropas nacionales detenían a los Zetas, los observadores
preguntaban al servicio de quién estaban, del público o de los capos sinaloenses.
Estas revelaciones acentúan un problema central que se arrastra en la guerra
de la droga. Los años del PRI se caracterizaron por una delicada danza de la
corrupción; en los años de la democracia se ha vuelto una corrompida danza de
la muerte. En los viejos tiempos, los policías estaban corrompidos, pero al menos
trabajaban juntos. En la democracia, la policía trabaja para mafias rivales y se
enfrentan activamente entre sí. Los gánsteres eliminan tanto al buen policía que
se interpone en su camino como al mal policía que trabaja para la competencia.
Para los artífices de la política se ha vuelto un nudo gordiano.
A este espinoso tema de la corrupción hay que añadir otro más fundamental,
y es el de la represión del tráfico de drogas. Cada vez que se detiene a un
traficante se está ayudando a sus rivales. De este modo, cuando la policía
nacional asaltaba las casas francas de los Zetas, estaba concediendo victorias a los
sinaloenses, les gustara o no. Las detenciones no reducían la violencia, sólo la
acentuaban.
La guerra interna de Nuevo Laredo prosiguió durante el largo, cálido y
sangriento verano de 2005. En otoño la violencia se propaló a otras partes de
México. Aunque seguían combatiendo por su territorio, los Zetas se
expandieron, ocupando muchas áreas tradicionalmente controladas por la mafia
sinaloense. La mejor defensa es el ataque.
Para incrementar sus fuerzas reclutaron a más personal. La fama sanguinaria
que ya tenían les ayudó. Miles de jóvenes matones se dieron cuenta de que el
nombre «Zeta» significaba poder y estaban deseosos de enrolarse en el equipo de
los más malos. Y para estimularlos, el Verdugo tuvo la audacia de publicar
anuncios ofreciendo trabajo: sus hombres los escribían en mantas y colgaban
éstas de los puentes.
«El grupo operativo de los Zetas le llama, soldado o ex soldado —decía un
rótulo—. Ofrecemos buen salario, comida y atención a su familia. Nunca más
pasará hambre ni sufrirá malos tratos.» Otro decía: «Únanse a las filas del cártel
del Golfo. Ofrecemos beneficios, seguro de vida, casa para sus familias e hijos.
Dejen de vivir en barriadas y de viajar en autobús. Un coche o camión nuevos,
elijen ustedes».
Los Zetas también viajaron al extranjero en busca de sicarios inteligentes.
Encontraron a los mercenarios más dispuestos en Guatemala, antiguos
miembros de los comandos de élite kaibiles que arrasaban las aldeas rebeldes en
la guerra civil. Al lado de los curtidos kaibiles, las fuerzas especiales mexicanas
parecían boy scouts. Con su lema «Si retrocedo, máteme», fueron adiestrados
para sacarse ellos mismos las balas del cuerpo en pleno combate. El ejército
mexicano mató a cientos de insurgentes de izquierdas, pero los kaibiles
exterminaron a docenas de miles de rebeldes con sus familias.
El cártel del Golfo gastó millones de narcodólares en financiar el rápido
crecimiento de los Zetas. Pero para que la expansión fuera más rentable, las
unidades Zetas generaron sus propios ingresos. Matones con cantidades
industriales de armamento conocían una forma rápida de conseguir dinero: la
extorsión. Al principio exigieron impuestos a todo el que estaba metido en el
negocio de la droga, incluyendo a los cultivadores de marihuana y a los camellos
de la calle. Luego diversificaron las actividades y explotaron a todo bicho
viviente.
Efraín Bautista, que cultivó marihuana durante muchos años al sur de la
Sierra Madre, vio los cambios que se producían en su antigua comunidad.
Aunque se había trasladado a Ciudad de México a principios de los años
ochenta, volvía para visitar a la familia, y aún tenía primos y sobrinos que
plantaban marihuana en los campos próximos a Teloloapán, en el estado de
Guerrero. Cuenta así la llegada de los Zetas:

En Teloloapán no había habido nunca peleas por la marihuana. Si querías
cultivar mota, la plantabas y la vendías a los traficantes de la ciudad. Así
había sido siempre desde los años sesenta, cuando empezamos a cultivar
nosotros.
Pero entonces aparecieron esos Zetas y dijeron que todo el que
plantaba marihuana debía pagarles. Los de mi parte de las montañas
tienen malas pulgas y les dijeron a aquellos cabrones que se fueran a
chingar a su madre. Y entonces aparecieron cadáveres en las calles. Y la
gente empezó a pagar.

Cuando los policías detenían a soldados Zetas de la región, descubrían que
muchos eran hombres locales que se habían alistado en las bandas del noreste.
Los agentes mexicanos de inteligencia explican que las células Zetas son como las
franquicias. Como en el caso de las tiendas McDonald’s, los reclutas locales
reciben entrenamiento y las mejores marcas de la empresa. Luego, un jefe local,
al que los Zetas llamaban segundo comandante, puede dirigir su propio punto de
venta mientras paga las cuotas al cuartel general. Las unidades paramilitares que
surgieron en Colombia en los años noventa operaban con un parecido nivel de
autonomía local.
Las nuevas células Zetas se enfrentaron con los sinaloenses y sus socios de
todo México. La violencia llegó inesperadamente a la playa turística de Acapulco;
los cadáveres se amontonaron en el estado vecino de Michoacán; un convoy de
Zetas se desplazó cientos de kilómetros para llevar a cabo una matanza en el
estado de Sonora. Con la intensificación de la guerra se endureció la táctica. En el
México moderno apenas se había oído hablar de decapitaciones. En abril de 2006
se arrojaron delante del Ayuntamiento los cráneos de dos policías de Acapulco.
Los agentes habían matado a tiros a cuatro pistoleros en una larga refriega, y los
gánsteres quisieron darles una lección especial.
Sigue sin estar claro qué inspiró esta brutalidad. Muchos señalan la influencia
de los kaibiles guatemaltecos que trabajaban con los Zetas. En la guerra civil de
Guatemala los soldados le cortaban la cabeza a los rebeldes delante de sus
vecinos, para disuadirlos mediante el terror de unirse a la insurgencia
izquierdista. Convertidos en mercenarios en México, es posible que los kaibiles
reanudaran su infalible táctica para aterrorizar a los enemigos del cártel. Otros
sugieren la influencia de los vídeos de decapitaciones de Al Qaeda, que se
pasaban completos por algunos canales de la televisión mexicana. Y ciertos
antropólogos incluso remiten a la práctica precolombina de la decapitación,
utilizada por ejemplo por los mayas para demostrar su dominio absoluto sobre
sus enemigos.
Los Zetas no pensaban como gánsteres, sino como un grupo paramilitar que
controla un territorio. Su forma de combate se difundió rápidamente en todos
los frentes de la guerra de la droga. En septiembre del mismo año, personal de la
banda La Familia —que trabajaba con los Zetas en el estado de Michoacán—
lanzó cinco cabezas humanas a la pista de baile de una discoteca. A finales de
2006 había habido ya docenas de decapitaciones. En el curso de los años
siguientes hubo centenares.
Los gánsteres de todo México imitaron además la organización paramilitar de
los Zetas. Los sinaloenses crearon sus propias células de guerreros, con muchas
armas y uniformes de combate. Tenían que responder al fuego con el fuego.
Beltrán Leyva, el Barbas, dirigía pelotones de la muerte bien armados. Un
pelotón fue detenido tiempo después en una casa de vecinos de Ciudad de
México. Encontraron veinte fusiles automáticos, diez pistolas, doce
lanzagranadas M4 y chalecos antibalas con el logotipo de la empresa: FEDA,
siglas de Fuerzas Especiales De Arturo.


Mientras los montones de cadáveres pasaban de la frontera a las playas turísticas,
los reporteros corrían a los lugares donde se había cometido un asesinato al estilo
de una ejecución o habían arrojado un cadáver. El Gobierno mexicano hacía
tiempo que se guardaba de facilitar información sobre el número de homicidios.
Pero los periódicos llevaban la cuenta de los asesinatos y publicaban sus cálculos
en una especie de «ejecutómetros» no poco truculentos. Algunos tabloides
regionales adornaban estos cálculos con gráficas como las deportivas. Los
cálculos recibían críticas a causa de su carácter deshumanizado. Pero fueron
útiles en la medida en que fueron los primeros termómetros decisivos de la
violencia. En 2005 se atribuyeron al crimen organizado mil quinientos asesinatos
cometidos en todo el país. En 2006 hubo dos mil.
Aquella creciente ola de homicidios disparó la preocupación. Pero a nivel
internacional el conflicto interesó poco, ya que todavía se consideraba un
problema de criminalidad interior con algunas emocionantes anécdotas sobre
canallas que perdían la cabeza. La prensa extranjera se concentraba en las
primeras elecciones presidenciales desde la caída del PRI y en cómo cedería Fox
el testigo. Por ley, Fox no podía presentarse para otro mandato.
Se había dicho que iba a ser una competición muy reñida entre muchos
candidatos, pero resultó una carrera de dos caballos entre el conservador Felipe
Calderón, del Partido de Acción Nacional de Fox, y el canoso Andrés Manuel
López Obrador, del Partido de la Revolución Democrática, de ideología
izquierdista. Sin embargo, las calumnias y las intrigas echaron a perder las
elecciones y empañaron la joven democracia mexicana.
López Obrador era un carismático animal político con grandes dotes para
hablar en público, y enardecía a las multitudes con largas parrafadas contra el
injusto México en que los pobres trabajaban y los ricos robaban. La clase
dirigente le lanzó de todo, por ejemplo vídeos tomados con cámara oculta que
revelaban que sus asesores recibían sobornos. Pero no se arredró por eso. En un
último intento de cerrarle la boca la fiscalía le acusó de una oscura disputa por
unas tierras, lo que lo dejó fuera del sorteo. Fue claramente un acoso político. Sus
incansables seguidores celebraron una manifestación de protesta en la que
participaron cientos de miles de personas, y la prensa de Londres y Washington
acusó a Fox de sabotear la democracia. Al darse cuenta de que corría peligro su
propia herencia, Fox despidió al fiscal general y retiró las acusaciones.
El caso se había cerrado. Pero dejó una terrible cicatriz. Durante los años que
siguieron, todos los políticos acusados de algún delito replicaban que eran
víctimas de un acoso político. Este problema dificultó aún más la labor de
limpiarle la cara a la podrida clase dirigente de México. La izquierda hizo bien en
defender a López Obrador. Pero luego se puso a defender y a apoyar a políticos
sobre los que pesaban acusaciones más verosímiles de colaborar con la mafia.
Con la policía tenida por un instrumento político, la confianza pública en la
justicia se vino abajo.


Conforme se acercaban las elecciones presidenciales, las tensiones alcanzaron un
punto límite. López Obrador dijo que la clase dirigente era una banda de
capitalistas mafiosos. Calderón replicó describiendo a López Obrador como a un
populista loco y mesiánico que llevaría la crisis a México. Su pegadizo eslogan,
«López Obrador, un peligro para México», resultaba muy efectivo para asustar a
un país que iba de crisis en crisis.
En el recuento oficial, Calderón ganó por una diferencia del 0,6 por ciento de
los votos, lo que convirtió aquellas elecciones en las más reñidas de la historia del
país. López Obrador alegó que se había amañado la votación y organizó
campamentos de protesta en la capital. Mientras tanto, en el estado meridional
de Oaxaca, una huelga de maestros se transformó en una insurrección sin armas
contra el impopular gobernador del PRI. La crisis duró cinco meses, durante los
cuales los manifestantes quemaron autobuses y levantaron barricadas, y la
violencia política mató al menos a quince personas, la mayoría manifestantes
izquierdistas. Después del asesinato del periodista de American Indymedia Brad
Will,17 Fox envió a cuatro mil policías nacionales para tomar la ciudad de
Oaxaca. Según Calderón, México era el caos. Cuando juró el cargo, en diciembre,
el ex abogado estaba decidido a restaurar el orden.
Acabado su mandato, Fox se retiró a su rancho y siguió haciendo
comentarios sinceros a los periodistas. Su presidencia había sido testigo del inicio
de la guerra de la droga. Sin embargo, sería injusto acusar a Fox de esto (como
han hecho algunos). Vicente Fox, estimulado por Estados Unidos, emprendió
puntualmente la difícil lucha contra los cárteles de la droga. Pocos preveían en el
año 2006 que México estaba al borde del abismo.
Un interesante aspecto secundario del problema es que Fox se convirtió en
defensor de la legalización de las drogas. «Legalizar en este sentido no quiere
decir que las drogas sean buenas o no dañen a quien las consuma —escribió
desde su rancho en 2010—. Más bien tenemos que verlo como una estrategia
para golpear y romper la estructura económica que les permite a las mafias
generar enormes ganancias en su comercio, lo que a su vez les sirve para
corromper e incrementar sus cotos de poder.»18 El hombre, cuya «madre de
todas las batallas» fue aplaudida por los agentes de Estados Unidos, había llegado
a la conclusión de que luchar era inútil.
7

Señores de la guerra

Herimos a la serpiente, no la matamos. Curará y será la misma mientras


nuestra triste maldad sigue bajo el peligro de su prístino diente. [...] Antes
comeremos con miedo y dormiremos con la aflicción de estos sueños
terribles que nos agitan de noche. Mejor estar con el difunto a quien, por
ganar la paz, hemos dado la paz.

Shakespeare, Macbeth, acto III, esc. II

E l 1 de diciembre de 2006 los diputados de la nación discutían acaloradamente


en el Parlamento mexicano horas antes de que Felipe Calderón entrase en la
Cámara para ser investido presidente. Peleaban por el espacio. Los diputados de
izquierdas alegaban que su candidato, Andrés Manuel López Obrador, había
ganado las elecciones, pero había sido despojado de su legítima victoria. Querían
hacerse con la tribuna de oradores para impedir que Calderón pronunciara el
juramento y entrara en funciones. Los diputados conservadores defendían la
tribuna para que el futuro presidente jurase el cargo. Los conservadores ganaron
la trifulca. Eran más y parecían mejor alimentados.
Entre los asistentes a la ceremonia estaban el ex presidente de Estados Unidos
George Bush (Bush I) y el gobernador de California Arnold Schwarzenegger. Yo
cubría la entrada del Congreso y repartía preguntas conforme llegaban los
invitados. Bush el Viejo pasó cojeando con seis guardaespaldas de cabeza calva y
con micrófonos en la boca. Le pregunté qué pensaba del alboroto que había en la
Cámara.
—Bueno, espero que los mexicanos sepan resolver sus diferencias —
respondió con diplomacia.
Schwarzenegger también pasó por allí sin ningún guardaespaldas. Le
pregunté qué le parecían los guantazos que se habían dado. Terminator se volvió,
me miró con fijeza y murmuró:
—It’s good action! [¡Buena movida!]
Repetí sus declaraciones por teléfono a la oficina central y aparecieron en un
artículo de agencia. De pronto, la declaración de Schwarzenegger se oyó en todas
las cadenas de televisión de California. Luego la BBC empezó su noticiario con
ella: «Hace falta mucho para impresionar a Arnold Schwarzenegger, pero hoy,
mientras estaba en México...» Recibí telefonazos frenéticos de la oficina del
gobernador en Los Ángeles. ¿Se estaban citando sus palabras quizá fuera de
contexto? Bueno, repliqué, yo le pregunté a bocajarro y él me respondió a
bocajarro.
Para el presidente Calderón, la buena movida en su primer día de ejercicio fue
una auténtica prueba. Tuvo que colarse por la puerta trasera, jurar el cargo a toda
velocidad mientras sus diputados repelían a los izquierdistas, y luego salir por
piernas otra vez, defendido por policías con equipo antidisturbios. A pesar de
todo, lo consiguió. Y gracias a eso, insufló tranquilidad en una situación
complicada y acalló cualquier queja relativa a no haber jurado el cargo
debidamente. En un México caótico, parecía ser un hombre activo y decidido.
Diez días más tarde, declaró la guerra a los cárteles de la droga. Vaya, volvió a
pensar el público. Aquí tenemos un hombre activo y decidido.
Al cabo de cuatro años, sabiendo que la guerra de Calderón ha dado lugar a
35.000 asesinatos, a coches bomba, a ataques con granadas contra grupos de
juerguistas, a docenas de atentados políticos, a una matanza especial con 72
víctimas y a una interminable lista de atrocidades, la decisión presidencial de
atacar a los cárteles parece un momento revolucionario. Todo el mundo imagina
que debía de tener un plan maestro. Pero es muy fácil leer la historia hacia atrás.
En aquella época, Calderón probablemente no tenía la menor intención de seguir
adelante con su ofensiva cuatro años después, y desde luego no contaba con que
el país le estallase en la cara. Como abrirse paso hasta la tribuna del Congreso, su
declaración de guerra fue una reacción momentánea y una exhibición de fuerza y
decisión. Y al igual que con el juramento, esperaba resolver rápidamente una
situación confusa. En lo primero acertó. Pero en la guerra de la droga se
equivocó de medio a medio.


Calderón es del mismo grupo conservador, el Partido de Acción Nacional, que
Vicente Fox, pero tienen poco más en común. Fox entró en política ya
cuarentón, mientras que Calderón nació con ella. Su padre, Luis Calderón, era
un católico practicante que se unió a la rebelión de los Cristeros a fines de los
años veinte para defender a la Iglesia de la represión de los generales
revolucionarios. La Guerra de los Cristeros se cobró noventa mil vidas en tres
años y fue el último gran enfrentamiento bélico que hubo en México hasta la
guerra de la droga. Terminó en tregua: los católicos seguirían practicando su
religión libremente, pero el Gobierno sería laico. En 1939, Luis Calderón fundó
con otros el Partido de Acción Nacional como fuerza política para luchar por los
valores espirituales. El viejo Calderón creía en un catolicismo político que pedía
justicia social al mismo tiempo que fe, y era una tercera vía entre el socialismo
ateo y el capitalismo protestante de la época.
Como el PRI mantenía al margen de toda acción de gobierno a los políticos
de Acción Nacional, Luis Calderón educó a sus hijos en una casa de clase media
que contrastaba vivamente con las grandes haciendas de los incondicionales del
partido gobernante. El presidente la describía diciendo que era un entorno
fuertemente politizado, y cuatro hermanos de los cinco que eran entraron en
política y se integraron en las filas del creciente PAN. «Mi casa era con frecuencia
un “cuartel de campaña”. Doblábamos propaganda impresa en lo que entonces
se llamaba “papel ferrocarril”. En la cocina hervían constantemente grandes ollas
(“calderones”, para acabar pronto) de engrudo. Mis hermanos y yo salíamos por
las noches a pegar propaganda.»1
Felipe Calderón, que era el menor de los hermanos, obtuvo una beca para ir a
un colegio marista antes de estudiar derecho en una universidad privada; luego
hizo un máster en economía y finalmente otro en administración pública en
Harvard. Una educación de tan amplio espectro lo calificó para ser un buen
tecnócrata. Entró en política con plena dedicación a los 26 años, fue diputado
nacional, presidente del PAN, ministro de Energía, y finalmente fue elegido para
el cargo máximo a sus 43 maduros años.
La política de Felipe Calderón difería de forma notable de la de su padre en
que su catolicismo era básicamente privado. Conforme subían los peldaños del
poder, los políticos de Acción Nacional llegaron a la conclusión de que no
querían parecer fanáticos religiosos y se concentraron en promover políticas
económicas de libre mercado. Los izquierdistas acusan injustamente al PAN de
ser un partido fascista de extrema derecha. El PAN lo niega, alegando que es
centrista, y acusa a la izquierda de ser descaradamente populista. Calderón pasó
la campaña electoral tachando a López Obrador de lunático mesiánico que
hundiría al país en la crisis.
El público conocía poco a Calderón antes de ser elegido, de modo que carecía
de antecedentes susceptibles de ser atacados por la oposición. Los rivales se
concentraron entonces en lo más viejo y pedestre de toda campaña: el aspecto
físico del otro. Calderón es bajo, casi calvo y lleva gafas. En el primer debate
presidencial, Roberto Madrazo, candidato del PRI, se volvió hacia él y puso la
mano en el aire, a un metro del suelo:
—No está usted a mi altura —dijo con sonrisa de suficiencia—, no da la talla.2
El aspecto de enano del presidente no tardó en ser el motivo fundamental de
los chistes políticos. Se veía al pequeño Calderón forcejeando dentro de un
uniforme militar para parecer un tipo aguerrido; lo dibujaban sentado en un
tanque, esforzándose por ver por encima del volante; y en fecha posterior lo
dibujaron empequeñecido por el largo presidente gringo Barak Obama, que le
daba palmaditas en la cabeza. Cuanto más hablaba de guerra en tono agresivo,
más se burlaban de él los humoristas. Lo dibujaban como un enano que va a la
guerra... como otros belicistas paticortos que parecen repetirse en la historia.


La declaración de guerra fue hecha el 11 de diciembre por el nuevo gabinete de
seguridad de Calderón, compuesto por el ministro de Defensa, el fiscal general y
el secretario de Seguridad Pública. El primer golpe se daría en el estado natal de
Calderón, Michoacán, donde La Familia, banda asociada a los Zetas, había
dejado regueros de cadáveres decapitados. La Operación Michoacán, anunció el
gabinete, movilizaría a seis mil quinientos soldados de tierra, apoyados por
helicópteros y lanchas cañoneras de la Armada. Los ministros repitieron mucho
la expresión «reconquistar territorio». Fue un mensaje clave de la campaña de
Calderón que se oiría una y otra vez, una ofensiva para recuperar partes de
México donde los gánsteres se habían hecho demasiado fuertes. «Es para
recuperar la tranquila vida cotidiana de los mexicanos», dijo el presiente.3
Corrí con otros reporteros para seguir a los soldados a la batalla, dejando
atrás los magníficos lagos de Michoacán y subiendo hasta las peligrosas
comunidades montañesas que producían droga. La ofensiva, desde luego, tenía
buen aspecto. Largas columnas de vehículos militares y jeeps llenos de policías
nacionales con pasamontañas desfilaban por las carreteras. Las calles del pueblo
montañés de Aguililla, conocido desde hace tiempo como semillero de
traficantes, fueron tomadas por los soldados que registraban camionetas y abrían
puertas a patadas mientras los helicópteros zumbaban sin cesar en las alturas.
Estas imágenes recorrieron la nación en los noticiarios diarios. Ya tenían un
presidente que se tomaba las cosas en serio, observaba la gente. El Gobierno
demostraba su poder.
Calderón amplió la ofensiva a otros estados. Siete mil soldados cayeron sobre
la playa turística de Acapulco, tres mil trescientos policías nacionales y soldados
entraron en Tijuana, otros seis mil peinaron la Sierra Madre. Unos cincuenta mil
hombres —casi todo el contingente de la policía nacional y buena parte de los
efectivos militares— fueron movilizados en la guerra contra la droga en una
docena de estados.
Otro movimiento temprano fue la extradición masiva de jefes. Llevaba
Calderón poco más de un mes de presidente cuando un avión despegó de Ciudad
de México con destino a Houston, Texas, con quince traficantes encadenados y
vigilados por «federales» (policías nacionales) con pasamontañas. Entre ellos
estaban Osiel Cárdenas, jefe del cártel del Golfo, y Héctor Palma, alias el Güero,
del cártel de Sinaloa, dos de los delincuentes más buscados en Estados Unidos.
Fue otro movimiento clave que se vio en todas las pantallas de televisión y tuvo
importantes consecuencias.


Calderón se dirigió en avión a una base militar de Michoacán. En contra de la
tradición, pasó revista a las tropas con gorro de soldado y guerrera verde oliva
del ejército de tierra. Los presidentes mexicanos han eludido la indumentaria
militar desde los años cuarenta, cuando los políticos civiles del PRI ocuparon el
lugar de los generales revolucionarios. Las fotos de Calderón en la base se
hicieron políticamente simbólicas: el presidente con la mano derecha levantada y
con el gorro calado hasta las gafas, empequeñecido por su musculoso ministro de
Defensa. Para asegurarse de que el ejército estaba de su parte, Calderón defendió
en el Congreso que les subieran el sueldo, y cada vez que tenía ocasión los
elogiaba diciendo que eran héroes de la República. Como dijo a los soldados en la
base militar número uno a los dos meses de ser presidente:

Los instruyo a perseverar en el ataque hasta alcanzar la victoria, y al
hacerlo escribirán nuevas páginas de gloria. [...] No nos vamos a rendir, ni
ante provocaciones ni ante ataques contra la seguridad de los mexicanos.
No daremos tregua ni cuartel a los enemigos de México.4

Fue ciertamente un discurso enérgico. Pero ¿era diferente la ofensiva de
Calderón de las políticas del Gobierno Fox? Conforme proseguía la guerra,
Calderón seguía arguyendo que él había inaugurado un nuevo capítulo. Los
presidentes anteriores habían dejado que el narcotráfico creciera hasta
convertirse en un monstruo, mientras que él era el primero en hacerle frente. Si
había violencia, subrayaba, la culpa era de quienes lo habían precedido.
Pero en muchos aspectos, las diferencias entre la política antidroga de Fox y
la de Calderón afectaban más al estilo y a la escala que a la esencia. También Fox
mandó soldados a luchar contra las bandas, también él realizó importantes
detenciones y batió marcas en el tema de las extradiciones. Los actos más
novedosos de Calderón eran aumentar la presencia militar en las zonas urbanas y
dar mucha publicidad a todas sus medidas antidroga. Además, rodeaba los
golpes contra los cárteles de una retórica más agresiva: era una lucha del bien
contra el mal, decía; una lucha contra los enemigos de la nación; una batalla en la
que se está con nosotros o contra nosotros. Su estilo era en gran parte su guerra.
Estaba comprometido con la lucha.
Calderón había aprendido de los ejemplos de Nixon y Reagan que la guerra
contra la droga era buena política. Los dos presidentes estadounidenses, en
cuanto llegaron al poder, afinaron su retórica y llevaron a cabo movilizaciones
espectaculares, y los votantes se decantaron por ellos por ese motivo. Calderón
también tenía el precedente de la Operación Cóndor de los años setenta. En
aquella ofensiva, el Gobierno mexicano había hecho morder el polvo a los narcos
durante un año y los había metido en cintura. Calderón probablemente
imaginaba que la suya iba a ser una campaña breve y rápida, un error frecuente
en muchos conflictos que se vuelven interminables. A los soldados británicos que
cruzaron el Canal para participar en la Primera Guerra Mundial se les prometió
que estarían de vuelta para comer el pavo de Navidad.
Como en la Operación Cóndor, también Calderón podía servirse de su guerra
contra la droga para lanzar una advertencia a los militantes izquierdistas.
Durante los seis años anteriores, Calderón había visto que Fox se cruzaba de
brazos mientras los movimientos de inspiración izquierdista ponían en apuros al
Gobierno. En San Salvador Atenco, un grupo se manifestó contra los planes de
construcción de un aeropuerto secuestrando policías y amenazando con
matarlos, hasta que el Gobierno cedió y dio marcha atrás. En Oaxaca, los
manifestantes tomaron la capital del estado durante cinco meses. Y en Ciudad de
México, los partidarios de López Obrador bloquearon el centro durante dos
meses. Los izquierdistas argüían que estaban luchando contra un sistema injusto
que favorecía a los ricos y perjudicaba a los pobres. Calderón desdeñaba lo que él
consideraba vestigios de un México anárquico y atrasado. No iba a tolerar tales
barbaridades. Durante sus primeras semanas de mandato, la policía nacional
detuvo a un importante líder rebelde de Oaxaca, y un juez condenó a un
manifestante de Atenco a cincuenta años de cárcel. Calderón hablaba una y otra
vez de la necesidad de restaurar el orden y reafirmar la autoridad del Estado. Este
mensaje se refería tanto a las barricadas y disturbios callejeros como a las
decapitaciones de los narcos.
Como siempre, la zanahoria estadounidense estaba de oferta. A los tres meses
de jurar el cargo, Felipe Calderón se sentaba en Mérida con su homólogo George
W. Bush y juntos improvisaron las condiciones de la famosa Iniciativa Mérida,
que concedía ayuda estadounidense para la guerra. Se acordó que Estados
Unidos entregaría 1.600 millones de dólares en material y adiestramiento en el
curso de tres años.5 La ayuda incluía trece helicópteros Bell, ocho Black Hawk,
cuatro aviones de transporte, y los más recientes escáneres gamma y aparatos
para intervenir teléfonos.
La iniciativa se comparó inmediatamente con el Plan Colombia, que
fortaleció al país andino en su lucha contra los cárteles y los guerrilleros. No
obstante, hay algunas diferencias fundamentales. Con el Plan Colombia se dio
más dinero a un país más pequeño y se contribuyó a transformar las fuerzas de
seguridad, que estaban al nivel de los Keystone Kops, en una potencia regional.
La Iniciativa Mérida sólo dio unos 500 millones de dólares anuales a México,
cuyo presupuesto nacional total para la seguridad era ya de 15.000 millones.6 El
dinero aportado por los estadounidenses no podía cambiar gran cosa el
equilibrio de fuerzas. Sin embargo, los defensores de la Iniciativa arguyeron que
la ayuda demostraba al menos que Estados Unidos se estaba responsabilizando
de sus consumidores de drogas. Ahora bien, era una ofensiva con apoyo
estadounidense, y cualquier cosa que hicieran los soldados mexicanos en el
terreno pasaba a ser asunto estadounidense.
La ofensiva de Calderón no tardó en surtir efectos importantes con las
redadas. Los agentes nacionales irrumpieron en una mansión de Ciudad de
México y confiscaron 207 millones de dólares que al parecer procedían de la
venta de metanfetamina. Era la mayor cantidad que se había confiscado en todo
el mundo hasta la fecha. En octubre de 2007, los infantes de marina mexicanos
establecieron otro récord. Los soldados hicieron una redada sorpresa en el puerto
industrial de Manzanillo, que se encuentra aproximadamente en el centro del
litoral del Pacífico. Los militares cruzaron el puerto y asaltaron el navío llamado
La Esmeralda, un buque portacontenedores con bandera de Hong Kong que
había llegado del puerto colombiano de Buenaventura. Los soldados
inspeccionaron la cubierta y notaron algo sospechoso. La rompieron y... bingo.
Ladrillos de cocaína por todas partes. Tardaron tres días en contarlos. En total
encontraron 23.562 ladrillos de un kilo, es decir, más de 23,5 toneladas de dama
blanca, el mayor alijo de cocaína que se confiscaba en toda la historia. Ardió en la
mayor hoguera de cocaína que ha visto el mundo.
Cuesta imaginar una cantidad de cocaína tan grande. Para hacernos una idea,
se trata de veintitrés millones de papelinas de un gramo, unos doscientos
millones de rayas en doscientos millones de espejos. Vendida al precio que tiene
el gramo en las calles de Estados Unidos, valdría unos 1.500 millones de dólares,
y eso antes de cortarse con harina. Calderón se estaba ganando a pulso su
reputación de ser el Eliot Ness de México. Y los gánsteres empezaban a cabrearse
en serio.


Durante el primer año de presidencia de Calderón, la violencia siguió en las
calles de México como en el último año de Fox. Los Zetas combatían contra el
cártel de Sinaloa y sus socios en media docena de estados. Ambos bandos hacían
cada vez más vídeos snuff [con grabación de asesinatos reales] y dejaban
cadáveres decapitados en lugares públicos. Pero el número total de víctimas
superó por muy poco al de 2006.
De pronto llegaron noticias asombrosas en agosto: los Zetas y el cártel de
Sinaloa habían convenido en hacer un alto el fuego. Como muchos
acontecimientos que se producen en la guerra mexicana de la droga, el primer
indicio de la tregua fue un rumor procedente de una fuente sin nombre, en este
caso un agente de la DEA. Los funcionarios mexicanos, entre ellos el fiscal
general, no tardaron en confirmarlo. Y el narco Edgar Valdez, llamado la Barbie
por su pelo rubio, hizo una declaración grabada en vídeo en la que describía los
detalles del encuentro en que se había fraguado la tregua.7
La cumbre de la narcopaz tuvo lugar en Monterrey, ciudad industrial del
norte, entre las oficinas centrales de la tercera compañía de cemento más grande
del mundo y la fábrica de cerveza Sol. Asombra que unos capos que habían
estado cortándose la cabeza unos a otros pudieran sentarse para charlar
amistosamente. Pero los negocios calman el resentimiento. Las dos mafias
acordaron dejar de matarse y reorganizar el mapa de sus respectivos territorios,
contó la Barbie. El cártel del Golfo y sus Zetas seguirían controlando el noreste
de México, incluidos Nuevo Laredo y el estado oriental de Veracruz; el cártel de
Sinaloa conservaría sus antiguos territorios, incluido Acapulco, y además se
quedaría con San Pedro Garza, un municipio del área metropolitana de
Monterrey y el más rico de todo México. Beltrán Leyva, el Barbas, sería el
encargado sinaloense de mantener la paz con los Zetas.
A finales de 2007 hablé con el fiscal general Eduardo Medina Mora, un
hombre lleno de optimismo. En los meses posteriores a la tregua se habían
reducido los asesinatos; el año terminó con dos mil quinientos homicidios
relacionados con la droga. Más que en 2006, señaló Medina, pero la guerra se
había encauzado por fin en la buena dirección. El Gobierno había conseguido
decomisos históricos, había extraditado a jefes de importancia fundamental y
estaba recuperando el control. Los agentes antidroga de Estados Unidos decían
que ahora trabajaban con el mejor presidente de la historia mexicana, y los
helicópteros Black Hawk no tardarían en llegar de Estados Unidos. Después de
un año de presidencia de Calderón, la guerra contra el narcotráfico se estaba
ganando. El presidente decía que había que ponerse ya a pensar en otros asuntos,
como la reforma de la industria del petróleo.
Y entonces México explotó.


En 2008, la guerra de la droga se intensificó bruscamente y se convirtió en una
rebelión criminal declarada. En 2007, la media de homicidios relacionados con la
droga era de doscientos al mes. En 2008 subió a quinientos. Durante todo el año
se sucedieron agresiones contra policías y funcionarios, y el conflicto empezó a
afectar seriamente a la vida de los ciudadanos, como en el ataque con granadas
contra unos juerguistas en el curso de las celebraciones del Día de la
Independencia. Los tiroteos prolongados en zonas residenciales y matanzas con
quince o más víctimas a la vez se volvieron habituales. En el curso de aquel año,
las cadenas de televisión estadounidenses se hicieron eco de lo que sucedía y la
prensa empezó a decir que en México se estaba librando una guerra con todas las
de la ley (aunque seguían dudando sobre qué clase de guerra era).
La localización geográfica de los enfrentamientos de 2008 se puede identificar
con facilidad. Nuevo Laredo estuvo relativamente en paz, aunque bajo el puño de
hierro de los Zetas. El 80 por ciento de los asesinatos se produjo en tres estados
noroccidentales que forman un triángulo entre la Sierra Madre y la frontera con
Estados Unidos: Sinaloa, Chihuahua y Baja California. Era la región controlada
desde hacía mucho por la narcotribu sinaloense. Aunque los capos de este reino
siempre se habían llevado como el perro y el gato, era la primera vez que
se atacaban con tantos efectivos. Así, mientras que la primera fase de la guerra de
la droga había sido sinaloenses contra Zetas, la segunda fase era una guerra civil
dentro del imperio sinaloense.
En aquella guerra había tres puntos críticos: Ciudad Juárez, Tijuana y
Culiacán. Los jefes del cártel de Sinaloa, Joaquín Guzmán, el Chapo, e Ismael
Zambada, tenían intereses en los tres frentes. En Juárez se enfrentaban al
sinaloense Vicente Carrillo Fuentes; en Tijuana, apoyaban al sinaloense Teodoro
García contra los herederos del cártel (también sinaloense) de los Arellano Félix;
y en el centro de Sinaloa, luchaban contra su viejo amigo y aliado Beltrán Leyva,
el Barbas. Se comprendía que una guerra civil así pudiera causar tantas bajas.
Pero ¿por qué reventó el imperio en 2008?


Para explicarlo se suelen esgrimir dos argumentos fundamentales. El primero lo
expuso el Gobierno mexicano con apoyo de la DEA. Según esta tesis, la guerra
fue resultado de la continua presión de Calderón sobre los cárteles. Con las
históricas confiscaciones como la de las 23,5 toneladas de cocaína,8 dicen, los
gánsteres estaban perdiendo miles de millones de dólares. Esta situación los
empujó a pelearse entre sí por conseguir las cuotas de las plazas y para ver quién
reponía las toneladas de droga perdidas. Los sinaloenses siempre habían sido un
clan pendenciero, cuyas familias se peleaban entre sí en reyertas de montaña o se
tiroteaban en el gueto de Tierra Blanca. Gracias a las iniciativas de Calderón, las
tensiones estallaron en una guerra abierta entre ellos mismos, y en desesperados
intentos por replicar a la policía. La violencia fue, pues, un indicio de éxito,
argüía el Gobierno, e indicaba que los cárteles se estaban debilitando.
El otro argumento venía de los propios gánsteres y tenía el apoyo de muchos
periodistas e investigadores mexicanos. Según este enfoque, la guerra estaba
relacionada con la corrupción del Gobierno. El cártel sinaloense de Chapo
Guzmán y Zambada, alias el Mayo, decían, se envalentonó en virtud de una
alianza con funcionarios nacionales para apoderarse de todo el tráfico de México,
con ayuda de la policía y el ejército. Chapo Guzmán ayudó a detener a sus
rivales, uno de ellos fue el hermano del Barbas, Alfredo Beltrán Leyva, a quien los
soldados detuvieron en Culiacán el 21 de enero de 2008. Los dolidos capos
reaccionaron devolviendo el golpe contra la policía nacional por estar
colaborando con el Chapo. Esta acusación se formuló en centenares de mensajes
llamados «narcomantas» porque se escribían en mantas que se colgaban de
puentes. Una típica nota, colgada en Juárez, decía literalmente:

Esta carta es para la ciudadanía: para que se den cuenta y para los que ya
tienen conocimiento, el Gobierno federal protege al Chapo Guzmán y su
gente, que son los causantes de la masacre de gente inocente. Para el
Gobierno federal sólo hay [...] cárteles que son enemigos del Chapo
Guzmán, que es el protegido de los panistas [Partido de Acción Nacional]
desde que Vicente Fox entró al poder, y todavía sigue el compromiso
hasta la fecha a pesar de las masacres que hacen. ¿Qué es eso de matar
gente inocente en las discotecas? La pregunta es por qué lo hacen.
¿Porque no se pueden defender? ¿Por qué no pelean con nosotros frente a
frente? ¿Cuál es su mentalidad? Invitamos al Gobierno federal a que
ataque a todos los cárteles.9

El Gobierno menosprecia estas acusaciones y las califica de garabatos de
gánsteres ignorantes que ni siquiera firman con sus nombres. Calderón incita a
los medios a no reproducir la narcopropaganda. Y, como ya he dicho, no hay
ninguna prueba sólida que relacione a Calderón con el cártel de Sinaloa.
En cambio, sí hay pruebas de que algunos funcionarios nacionales apoyaron
la ofensiva del Chapo Guzmán. Hacia fines de 2008, una investigación
gubernamental llamada en clave Operación Limpieza puso al descubierto una
red de veinticinco funcionarios nacionales en la nómina del cártel de Sinaloa.
Entre ellos había militares, jefes de la policía nacional y agentes. Sin embargo,
para contradecir la teoría de la conspiración, los indicios sugieren que algunos de
estos funcionarios nacionales trabajaron con rivales del Chapo Guzmán. Como
parte de la misma operación, la policía detuvo a cincuenta agentes que al parecer
trabajaban para Beltrán Leyva, el Barbas.
Como ya he dicho, prefiero la teoría de la chapuza a la teoría de la
conspiración. Puede que Calderón sea sincero, pero declaró la guerra a los
cárteles de la droga con un aparato administrativo corrupto, un aparato que no
podía controlar plenamente. Gracias a su empuje, policía y soldados golpean a
los gánsteres con más fuerza que nunca, pero los cuerpos y fuerzas de seguridad
del Estado siguen siendo sensibles al soborno. En consecuencia, la ofensiva de
Calderón no hizo sino atizar el fuego. La violencia relacionada con la droga venía
creciendo desde 2004. Y como el agua que se pone a calentar, la violencia acabó
llegando al punto de ebullición.


Durante todo el año de 2008, mi teléfono no dejó de sonar con llamadas que me
hacían desde números desconocidos de todo el mundo. Cuando respondía, oía a
nerviosos productores de televisión, de Tokio o de Toronto, deseosos de ponerse
a filmar la guerra mexicana de la droga.
«Queremos subirnos a un tanque mexicano durante un mes para captar la
acción en primera línea —solicitaban—. Queremos una entrevista con el Chapo
Guzmán. —Pero también querían medidas de seguridad absoluta—. Tenemos
que estar seguros de que el equipo vuelve ileso. ¿Puede usted garantizarnos al
ciento por ciento que no serán tiroteados ni secuestrados?»
Las cadenas enviaron a sus curtidos corresponsales de guerra para aquella
misión. Los veteranos llegaron contando anécdotas de correrías con las milicias
bosnias, de haber escapado a las bombas en Chechenia, de haber cruzado Kuwait
mientras ardían los campos de petróleo. Muchos acababan de estar con el
ejército estadounidense en Irak y Afganistán. Querían llegar a un acuerdo
parecido con el ejército mexicano. Pero no tardaron en darse cuenta de que la
guerra mexicana era un conflicto completamente diferente. No había ninguna
unidad de élite mexicana como la Battle Company de Afganistán, a la que
pudieran seguir durante la acción, hablando con los experimentados soldados y
filmando con cámaras de visión nocturna los ataques con lanzacohetes. No
podían quedarse vigilando en los valles los puestos avanzados insurgentes.
El ejército y la policía de México se movían libremente por el campo; pero
también podían ser atacados desde cualquier punto. No los atacaban con bombas
ni cohetes desde el aire, sino con fusiles Kaláshnikov y algunas granadas. Un día
podían ser abatidos siete policías nacionales en Culiacán; al día siguiente, podían
encontrarse con cadáveres amontonados en Tijuana; al siguiente, un jefe militar
podía sufrir un atentado en su casa de Ciudad de México. Nadie podía adivinar
cuál era el lugar indicado para captar la acción.
Aproveché mis mejores contactos en Sinaloa y me concentré en cubrir la
guerra desde allí. Todos los meses iba a Culiacán con distintos equipos de
televisión para filmar la guerra entre los matones que trabajaban para Chapo
Guzmán y los que trabajaban para Beltrán Leyva, el Barbas. Sinaloa fue testigo de
1.162 homicidios en 2008, casi todos cometidos en Culiacán, así que los equipos
de filmación tenían asegurada la observación de una docena de cadáveres como
mínimo. Triste y sucio oficio informar sobre la muerte.


A un humorista de Culiacán le desconcertaba tanto ver a los altos y pálidos
gringos correteando con chalecos antibalas que ideó una tira cómica sobre ellos.
«Dada la imprevista aparición en nuestro estado de reporteros, cámaras,
periodistas y fotógrafos de todo el mundo y dadas sus dificultades para descifrar
la jerga tan peculiar de las crónicas de sucesos, hemos decidido echarles una
mano y presentar esta guía de culichi-inglés para corresponsales de guerra»,
escribió en el cómic sinaloense La Locha. Y a continuación hacía una divertida
traducción de la narcolengua de Culiacán, como la que sigue:

Sicario: forma elegante de llamar al asesino a sueldo.
Cártel: familia numerosa.
Ejecutado: resultado final de los juicios sumarísimos a que se somete a los
miembros del cártel rival.
Balacera o tiroteo: ensalada de tiros. ¡Corre, o no lo cuentas!10

Para estar más cerca de los acontecimientos de Culiacán, trabajaba con el curtido
fotógrafo de sucesos Fidel Durán. Cuarentón de tamaño osuno, Fidel tenía barba
poblada, esclava de oro de san Judas Tadeo y un marcado acento sinaloense que
lo hacía parecer un típico macho local. Había hecho fotos de víctimas de la mafia
durante decenios y conocía muy bien las entretelas del conflicto. Tras llenar las
páginas de sucesos de varios periódicos locales, creó con un colega un sitio web
llamado Culiacán AM, donde publicó multitud de fotos de asesinatos y
derramamiento de sangre. Algunos criticaron la página por su mal gusto. Pero
tuvo un amplio número de visitantes, no sólo de Sinaloa, sino de todo México y
de Estados Unidos. También consiguió una envidiable cantidad de anunciantes
que ofrecían de todo, desde teléfonos móviles hasta clubes de espectáculos porno.
Fidel parecía conocer a todos los habitantes de Culiacán y a los policías del
estado, a todos les daba abrazos y les estrechaba la mano cordialmente antes de
ponerse a charlar con ellos de la familia y los amigos. Los policías nacionales y los
soldados, en cambio, eran «extranjeros» que llegaban de otras partes de México.
Éstos trataban a los fotógrafos sinaloenses de sucesos con suspicacia; a cambio,
los fotógrafos los tenían por forasteros que querían saquear la ciudad. Cuando
los fotógrafos seguían las operaciones de los agentes nacionales, decían que
estaban vigilando para cerciorarse de que los soldados no robaran en las casas ni
hicieran daño a la gente.
Fidel también había cubierto las hazañas de los gánsteres locales. Incluso en
cierta ocasión había viajado con unos reporteros hasta la casa familiar del Chapo
Guzmán, en las montañas, para hacerle una entrevista a su madre. La señora
vivía en la destartalada aldea de La Tuna, en una casa muy sencilla, aunque tenía
una criada. Mamá Guzmán se quejaba de que a su hijo lo acusaran de tantas
fechorías; la fuga de la cárcel había sido para ella «irse de permiso sin
autorización». A continuación hizo la comida para los periodistas.
Cada vez que había un asesinato, un tiroteo o una redada, Fidel era de los
primeros en llegar al lugar de los hechos. Su walkie-talkie nunca dejaba de
zumbar. Policías, colegas o su inacabable colección de amigos lo llamaban por
teléfono para informarle de tiroteos, del hallazgo de cadáveres o de explosiones
de granadas. Siempre lo llamaban mientras estábamos comiendo; Fidel comía
como una lima, y yo me encargaba de que los equipos de televisión que llegaban
de fuera nos llevasen a las mejores marisquerías de Sinaloa o a los mejores antros
donde servían pollo a la brasa. Cuando llamaban avisando de algún tiroteo,
salíamos a toda velocidad, y Fidel no se olvidaba de recoger algunos langostinos y
trozos de algún pez mientras se llevaban los platos. Ya en camino, quemaba los
neumáticos como si fuera un corredor de NASCAR. Los fotógrafos mexicanos de
sucesos son los conductores más temerarios que he visto en mi vida, pues
moverse aprisa es clave para conseguir la foto. Nos saltábamos los semáforos, y
cuando llegábamos, veíamos otro corro de gente que miraba los casquillos del
suelo, otro ensangrentado montón de cadáveres, otra familia llorando.


Si había creído que la guerra interna de 2005 en Nuevo Laredo era trágica, la de
Culiacán en 2008 fue terrorífica. Los capos rivales se atacaban por toda el área
urbana como si jugaran con soldaditos de plomo. Los pistoleros del Chapo
Guzmán atacaban la casa franca de Beltrán Leyva con granadas y bombas
incendiarias. Beltrán Leyva devolvía el golpe al día siguiente, repartiendo en
camioneta cadáveres mutilados de empleados del Chapo. Los pistoleros del
Chapo ametrallaban entonces un bar donde bebían los hombres del Barbas. Los
sicarios de Beltrán Leyva entraban en un taller de desguace de coches robados
que pertenecía a algún socio del Chapo y acababan con todo el que había dentro.
¡El Chapo (chaparro) contra el Barbas! Los dos hombres habían crecido
juntos en las montañas, juntos habían pasado drogas de contrabando durante
años, y juntos habían hecho la guerra contra los Zetas. Y ahora se enfrentaban en
una guerra de exterminio. Mientras habían cooperado, habían atesorado
información crucial sobre el otro: sabían dónde estaban sus casas francas, a qué
policías tenían en nómina, qué compañías de tapadera eran suyas. Esto explicaba
la facilidad y rapidez con que las dos bandas se atacaban y contraatacaban, y
también por qué la lucha era tan sangrienta.
Los dos gánsteres eran físicamente opuestos. El Chapo era bajo y llevaba
bigote o la cara afeitada; Beltrán Leyva era un coloso y hacía honor a su apodo
llevando barba. El Chapo dirigía personalmente sus operaciones; Beltrán Leyva
trabajaba con sus cuatro hermanos, todos unos bribones de siete suelas. Era cosa
de familia.
El 9 de mayo, Beltrán hizo la guerra aún más personal: sus hombres mataron
al hijo del Chapo. Edgar Guzmán era un universitario de 22 años de quien decían
los lugareños que no tenía ningún papel activo en la organización de su padre.
Estaba con dos amigos en el estacionamiento de un centro comercial de
Culiacán, hablando delante de su Ford Lobo a prueba de balas. Quince pistoleros
se lanzaron al ataque y dispararon quinientos proyectiles contra los tres jóvenes.
Un cámara local llegó poco después y filmó el cadáver de Edgar Guzmán caído
en el asfalto; con la mano derecha empuñaba una pistola de fabricación belga,
conocida como matapolicías. Cuando los habitantes de Culiacán vieron la
filmación, supieron que aquello significaba catástrofe.
Dicen que el Chapo Guzmán compró todas las rosas del noroeste de México
para acompañar a su hijo al cementerio; puso cincuenta mil flores en su tumba.
Y se compuso un corrido sobre su muerte. A continuación, el Chapo fue a la
guerra. Hubo refriegas en todo el centro de Culiacán. Una noche estalló un
tiroteo a una manzana de un restaurante de la plaza central de Culiacán. Todos
los comensales se escondieron debajo de las mesas. Los ciudadanos declararon su
propio toque de queda y se quedaron en casa por la noche durante los meses de
mayo y junio, dejando las calles a merced de los pistoleros. Luego la gente
recuperó poco a poco sus costumbres de antes y asimiló el nuevo nivel de
violencia que había aparecido en su vida.


Horas antes de que los pistoleros mataran al joven Edgar, otro narcosicario llevó
a cabo otro atentado de consecuencias mortales a 1.000 kilómetros de allí, en
Ciudad de México. Edgar Millán, el director de la policía nacional, entraba en su
casa, sita en la colonia (barrio) Guerrero, cuando el sicario que lo aguardaba le
disparó a bocajarro. El guardaespaldas de Millán replicó e hirió al agresor. El
agonizante director de la policía empleó su último aliento para interrogarlo.
«¿Quién te ha enviado? ¿Quién te ha enviado?», preguntó. Millán falleció antes
de que el sicario respondiera.
La policía nacional detuvo a una serie de sospechosos, entre ellos un
funcionario corrupto que había dado al sicario las llaves de la casa. Acabados los
interrogatorios, los «federales» anunciaron que el cerebro del atentado había sido
Beltrán Leyva. La agresión había sido la revancha por la detención de su
hermano en enero. El Barbas se estaba volviendo un insurgente más osado aún
que los Zetas.
Para la clase dirigente mexicana, el asesinato del director de la policía
nacional fue una llamada de alerta. ¿Cómo era posible que mataran a un
funcionario de tal categoría, en su propia casa y en la capital? Ya no era un
problema del hampa; era un problema de seguridad nacional.
La policía nacional cayó sobre Culiacán en busca de los matones de Beltrán
Leyva. Una unidad acabó en un barrio de clase media mientras perseguía a un
sospechoso. Una banda de pistoleros emboscados acribilló a los agentes con
fuego de fusiles automáticos. Siete agentes fueron destrozados a balazos; los
asesinos huyeron en medio de la noche. La rebelión de Beltrán Leyva iba a toda
máquina.
Yo estuve en el lugar de la emboscada. Los pistoleros habían disparado a
través de la puerta metálica de un garaje, donde estaban escondidos. La puerta
estaba completamente agujereada y parecía un rallador de queso. Otros
pistoleros habían disparado por las ventanas, rociando de plomo a los policías
desde arriba. La casa estaba abandonada, así que entré y husmeé. Los sicarios
habían dejado su pequeña basura esparcida por el edificio: cajas de pizzas,
pasteles a medio comer y revistas pornográficas muy manoseadas. Era fácil
representarse la escena: una docena de matones escondidos en el edificio y
masticando pizza, hojeando revistas de señoras desnudas y esperando para matar
«federales».
En la casa contigua vivía un pescadero. Los hombres que se habían
introducido en el vacío garaje le habían parecido sospechosos, pero había sido
prudente y no había dicho nada. Cuando estalló el tiroteo, estaba en el suelo del
dormitorio, con su mujer y dos hijos, rezando para que no entraran balas
perdidas por la ventana.


Conforme proseguía la guerra interna en Culiacán aquel caluroso verano, los
vecinos se esforzaron por volver a su vida normal. Pero las balas alcanzaban cada
vez a más civiles. Quienes perdían a seres queridos se sentían destrozados,
asustados, aislados. No se atrevían a hablar con la policía o con la prensa por
miedo a las represalias. Pero algunas madres de niños asesinados empezaron a
reunirse y a compartir su dolor. Juntas se sentían más fuertes para denunciar las
muertes y exigir justicia.
Me reuní con estas familias y traté de convencerlas de que contaran su
historia a los equipos de televisión con los que trabajaba. Pero las madres temían
que las vieran hablando con periodistas extranjeros. Estaban preocupadas por si
las espiaban los gánsteres, la policía, los espías del Gobierno. ¿Molestaría a
alguien con poder la historia de sus hijos muertos? ¿Se atreverían a poner a sus
otros hijos en peligro? Les dije que había que documentar lo ocurrido para que el
Gobierno hiciera algo al respecto. Sólo el 5 por ciento de tales asesinatos se
resolvía, aduje, pero la presión de los medios obligará al Gobierno a resolver más.
No hablé con sinceridad absoluta. Yo quería que llorasen ante las cámaras; pero
no sabía si aquello iba a tener alguna influencia en las investigaciones del
Gobierno.
La madre más valiente y franca era Alma Herrera, empresaria de 50 años y
madre soltera. Estaba muy bien conservada para su edad, parecía tener quince
años menos, su piel morena clara carecía de arrugas y vestía con elegancia.
Hablaba con un acento sinaloense dulce y melodioso, y señalaba a los
responsables de la situación con tanta vehemencia que yo sentía miedo por ella.
Me recordaba a la valiente madre de Tijuana que escribió la carta a la revista
Zeta, acusando a Arellano Félix de haber matado a sus hijos. Como decía Alma:
«Han matado a nuestros hijos en la flor de la edad. Les han arrebatado la vida
muy pronto. Y no vemos que se haga justicia. ¿Tienen miedo las autoridades de
descubrir la verdad de lo ocurrido? ¿Tienen miedo porque hay muchos policías y
políticos de Sinaloa compinchados con la mafia?»
Alma había vivido con sus dos hijos, César, de 28 años, y Cristóbal, de 16.
César era un muchacho rechoncho y cordial, de manos carnosas y pelo negro y
abundante; Cristóbal era delgado y muy sociable.
Una noche se estropearon los frenos del coche familiar. César era un manitas
con los coches, pero no pudo arreglar el mecanismo del freno, en vista de lo cual
prometió llevar el coche al mecánico al día siguiente. Lo primero que él y
Cristóbal hicieron por la mañana fue llevar el coche a un taller, conduciendo con
cuidado. Era un miércoles muy caluroso, una mañana del todo normal. Había
cola en el taller y los dos hermanos esperaron, hablando y bromeando con otros
clientes. En total había diez personas.
De súbito, a las once, entró en el taller un pelotón de pistoleros. En el
momento en que entraron, César estaba debajo de su coche, mirando los frenos.
Cristóbal, los otros ocho clientes y los mecánicos estaban al descubierto. Bang,
bang, bang. Los sicarios dispararon contra todos, acribillándolos con centenares
de balas. En cuestión de segundos, nueve personas, entre ellas Cristóbal, habían
muerto.
Como César estaba debajo del coche, los asesinos no lo vieron. Aquello le
salvó la vida. No obstante, dos proyectiles le habían alcanzado la pierna. Ni
siquiera sentía las heridas. Lo único que podía pensar era: «Si me ven, soy
hombre muerto». Sentía en el bolsillo el bulto del teléfono móvil. Si sonaba, los
pistoleros lo oirían y sería hombre muerto. Y si intentaba apagarlo, podía emitir
un pitido y sería hombre muerto. A un sicario se le cayó un cargador al lado del
coche. «Si se agacha a recogerlo —pensó César—, seré hombre muerto.»
Los minutos parecían horas. Los pistoleros recorrieron el taller,
comprobando que no quedaban supervivientes que pudieran identificarlos. No
vieron a César de milagro. Y se marcharon.
El muchacho esperó una eternidad. Luego salió reptando de debajo del coche
y se quedó mirando los cadáveres. Eran nueve, dos más que en la matanza del día
de San Valentín en Chicago. Y no era más que un incidente perdido en la guerra
mexicana de la droga. Un cadáver era el de Cristóbal. No podía hacer nada por
su hermano menor, el muchacho al que había visto crecer desde que había
nacido hasta los 16 años.
César tenía dos balas en la pierna, pero también demasiada adrenalina en el
aparato circulatorio para sentirlas. Salió corriendo a la calle y se las arregló para
alejarse antes de que llegase la policía y precintara el escenario del crimen. Los
asesinos estaban causando más alboroto, disparando a un coche de la policía
local mientras cruzaban la población a toda velocidad.
El joven anduvo unas manzanas y se introdujo en el hervidero de gente que se
dirigía a su rutina diaria —comprar, recoger a los niños en la escuela, preparar la
comida—, ajena a la matanza. El nivel de adrenalina empezó a descender. César
se detuvo. Lo primero en que pensó no fue en ir a un hospital a curarse la pierna,
sino en su hermano y en su madre. Telefoneó a ésta.
—Mamá, hubo un tiroteo en el taller. Yo estoy bien. Pero no sé dónde está
Cristóbal. —Es difícil decirle a la propia madre que su hijo ha muerto.
Alma recogió a César y lo llevó al hospital. Un cirujano le extrajo los
proyectiles y el joven respondió bien. Podría andar, aunque nunca más podría
correr. Un periódico local se equivocó e informó de que había muerto en la
matanza. No quiso que rectificaran la noticia; no necesitaba llamar la atención
sobre su presencia en el taller. No había visto nada desde su escondite. Pero otros
podrían creer lo contrario. Sus amigos se mantuvieron a distancia. Temían que
fueran a rematarlo y no querían estar cerca para no recibir un balazo.
Alma había perdido a su hijo menor. Nadie debería enterrar a sus hijos y
menos cuando tienen 16 años y gozan de buena salud. Tengo otro amigo que
perdió a una hija pequeña y me lo explicó con estas palabras: «No hay nada peor
que perder a un hijo».
Filmé a Alma llorando junto a la tumba de Cristóbal, con una foto suya en la
mano, una imagen que titiló unos segundos en los televisores de tierras lejanas.
César y Alma supieron después que el taller de reparación de automóviles
formaba parte de la red económica de un traficante de drogas. Un equipo rival
había organizado la matanza en el marco de la guerra entre clanes. Acabas con el
enemigo destruyendo toda su infraestructura: su protección policial, sus soldados
y sus bienes. Pero ¿realmente necesitaba morir para eso un inocente de 16 años?
¿Hacía más victorioso a un capo?
Después de recibir muchas presiones por parte de Alma y otras familias, la
fiscalía general de la nación acabó haciéndose cargo del caso. Al cabo de dos años
seguían sin resultados. El Gobierno tiene ante sí 35.000 asesinatos relacionados
con la droga, entre ellos el de un destacado candidato a gobernador, y los de
docenas de alcaldes y jefes de policía. La matanza del taller de Culiacán ocupa un
lugar muy bajo en su lista de prioridades. Alma y otras madres se desplazaron a
Ciudad de México para protestar en la plaza central. Estuvieron en medio de un
mar de gente, una manifestación más en una metrópolis abarrotada de
manifestaciones diarias.


El Chapo y Beltrán Leyva estuvieron haciéndose la vida imposible durante todo
el año de 2008. En 2009, las fuerzas nacionales y los agentes estadounidenses
empezaron a estrechar el cerco alrededor del Barbas. Los «federales» hicieron
una redada en una narcofiesta en la que tocaban músicos famosos, pero el Barbas
escapó por los pelos. En diciembre de aquel año, agentes de inteligencia de
Estados Unidos siguieron la pista de Beltrán Leyva y lo localizaron en un bloque
de viviendas de Cuernavaca, una población turística a una hora en coche de
Ciudad de México y donde el conquistador Hernán Cortés había creado una
gran plantación en el siglo XVI. El Barbas utilizaba la verde hierba de la zona para
el aterrizaje de aviones con cocaína.
Los agentes estadounidenses pasaron la dirección de la casa franca de Beltrán
Leyva a los infantes de marina mexicanos, una fuerza de élite que había sido
adiestrada en el Northern Command de Estados Unidos. Doscientos hombres
rodearon el edificio y un helicóptero lo sobrevoló. Beltrán Leyva llamó por
teléfono a su antiguo amigo y protegido Edgar Valdez, la Barbie, para pedirle
pistoleros con que romper el cerco y huir. La Barbie replicó que la situación era
desesperada y aconsejó al Barbas que se entregase. Beltrán Leyva repuso que
nunca se entregaría por las buenas.
Los soldados intentaron entrar a tiro limpio. Beltrán Leyva y su banda de
forajidos replicaron disparando desde las ventanas y lanzando granadas. Dos
horas después los militares conseguían entrar en la casa y se llevaban por delante
todo lo que veían. Beltrán Leyva y cinco colaboradores quedaron hechos
picadillo. El Barbas acabó sus días como Al Pacino en Scarface [Caracortada/El
precio del poder], con más agujeros que un colador.11
Alguien decidió divertirse un poco con el cadáver. Puede que fueran los
victoriosos infantes de marina, puede que fuera el equipo forense. Le bajaron los
pantalones hasta los tobillos y lo decoraron con billetes de un dólar. Los
gánsteres jugaban con los cadáveres de los policías muertos, así que ¿por qué no
iban a hacer lo mismo los buenos para humillar a sus víctimas? Se invitó a los
fotógrafos para que tomaran instantáneas del mancillado cuerpo del Barbas.
Horas más tarde, todo estaba en Internet.
El Gobierno Calderón cometió el error de celebrar en público el entierro de
un militar muerto en la redada. Hombres de uniforme bajaron el ataúd al fondo
de la fosa y dispararon salvas de homenaje. Al día siguiente, la familia del
soldado celebró un velatorio en El Paraíso, población del estado meridional de
Guerrero. Los pistoleros irrumpieron en el lugar iluminado con velas y mataron
a la madre del militar, a su tía, su hermano y su hermana. Calderón llamó
«cobardes» a los asesinos. Pero le costó ahogar el claro mensaje: si vienes por
nosotros, liquidaremos a toda tu familia. Desde entonces se mantiene en secreto
la identidad de los infantes de marina.
Los miembros de la familia enterraron al Barbas en los Jardines del Humaya
de Culiacán, un camposanto abarrotado de tumbas grandiosas de generaciones
de narcos sinaloenses. La policía y los soldados se quedaron esperando que
aparecieran sus canallescos hermanos. Todos se mantuvieron alejados y sólo
asistieron al entierro las mujeres y los niños. Unas semanas después apareció una
cabeza cortada encima de la tumba del Barbas. Una truculenta foto la muestra
con detalles gráficos; la víctima es un hombre de unos treinta y tantos años, con
bigote; el cráneo yacía entre dos enormes ramos de flores. Ni siquiera con la
muerte terminaba del todo el conflicto.


El fin del Barbas, uno de los traficantes mexicanos más poderosos de todos los
tiempos, representó una gran victoria para Calderón. Pero no detuvo la
violencia. Antes bien, incitó a las mafias locales a apoderarse de los rentables
territorios de Beltrán, extendiendo la guerra desde el noroeste hasta el centro y el
sur del país. Los belicistas cambiaron de aliados, se traicionaron unos a otros y se
vengaron de un modo sangriento, exacerbando el ya enredado conflicto. La
guerra de la droga entró así en su tercera fase, más sangrienta que las anteriores:
ahora se libraba en una docena de estados entre una docena de señores de la
guerra.
Mientras tanto, la rivalidad entre los capos sinaloenses siguió causando
estragos en Ciudad Juárez y la guerra interna por una población alcanzó una
intensidad insólita. Miles de pandilleros de las crecientes zonas deterioradas se
vieron arrastrados al conflicto y unos barrios pelearon contra otros. En 2009,
Juárez se convirtió en la ciudad con más asesinatos del planeta, sobrepasando a
Mogadiscio, a Bagdad y a Ciudad del Cabo.12 Docenas de miles de personas
provistas de papeles cruzaron corriendo la frontera para vivir en El Paso. Este
éxodo sangró la economía, dejando a sus espaldas más jóvenes sin empleo que
acababan en las filas de los cárteles. Era un círculo vicioso. Juárez se convirtió en
un caso ejemplar de fracaso urbano.
A fines de 2009 parecía que las cosas no podían ir peor. Y, sin embargo,
empeoraron. Mientras el ejército y la policía eran arrastrados a la guerra
sinaloense del noroeste, los Zetas se habían multiplicado por todo el este del país,
hasta los estados meridionales de Oaxaca y Chiapas y hasta el otro lado de la
frontera con Guatemala. Muchos Zetas habían sido chicos pobres del campo y
ahora reclutaban a miles como ellos, organizando células en todas las
poblaciones pequeñas, aldeas y barrios por donde pasaban. En 2010 se calculaba
que los Zetas tenían más de diez mil soldados.13 Allí donde iban extorsionaban,
secuestraban y saqueaban sin piedad. Los antiguos jefes del cártel del Golfo no
podían contenerlos; eran un ejército dirigido por sicarios como Lazcano, el
Verdugo. La violencia ya no era una forma de control, sino un lenguaje básico de
comunicación. Cometían atrocidades que ponían enfermos incluso a los curtidos
jefes del cártel, como la matanza de setenta y dos emigrantes. Se habían pasado
de la raya.
Muchas personas, tanto de los servicios de seguridad como de los antiguos
cárteles, pensaban que los Zetas eran un movimiento psicótico y antisocial que
había que eliminar. Los gánsteres ponían mensajes en mantas y en páginas web
pidiendo un esfuerzo nacional para destruirlos. Esto dio lugar a algunas de las
peores batallas registradas hasta la fecha, sobre todo en el noreste, principal foco
de los Zetas. Éstos se enfrentaron a unidades del ejército y a pelotones de asalto
del cártel rival con ametralladoras de grueso calibre y lanzacohetes. Los combates
hicieron que la guerra de la droga empezara por fin a parecerse a una guerra
tradicional, con batallas que duraban seis horas y dejaban docenas de muertos.
En 2010, aumentaron vertiginosamente los asesinatos relacionados con la droga,
llegándose a fin de año a la espeluznante cantidad de quince mil muertos.
Desesperado, Calderón incrementó la ofensiva militar con más recursos y su
recurrente consigna: «No retrocederemos ante los enemigos de México». Pero
cuando sus tropas contraatacaban, le producían inevitablemente otros
quebraderos de cabeza, ya que acababan causando víctimas entre la población
civil. Cuando se lanza a los soldados a combatir contra bandas criminales,
siempre acaban cayendo civiles. Ha ocurrido en las llamadas misiones de paz en
Afganistán, en Irak, en Irlanda del Norte, por mencionar unos pocos casos. Es
verdad que los soldados mexicanos no eran extranjeros, como los
estadounidenses que arrasaron Faluya. Pero eran de diferentes estados, por lo
general del depauperado sur de la nación, y les encomendaban misiones en la
rica franja septentrional. Peleaban contra un enemigo integrado en
comunidades, como los insurgentes de Bagdad, Kandahar o Belfast. Los soldados
pasaban enseguida a desempeñar el papel de fuerzas de ocupación que miraban a
todos los lugareños como a narcosicarios en potencia. Y muchos lugareños, en
efecto, eran espías de las mafias de la droga.
Como los soldados destacados en Irak o Irlanda del Norte, las fuerzas de
seguridad mexicanas se enfrentaban a un enemigo que utilizaba tácticas
guerrilleras. Entre los peores ataques que sufrieron hay que destacar el secuestro
y asesinato de diez soldados en Monterrey; la emboscada y muerte de cinco
soldados en Michoacán; y un coche bomba en Ciudad Juárez que acabó con un
agente de la policía nacional y otras dos personas. Más agotadores eran los
secuestros y emboscadas diarios de agentes en pequeños grupos. Los soldados se
mostraban irritados, asustados y agresivos, y abrían fuego sobre los coches que se
acercaban demasiado despacio a los controles, como ocurrió en Sinaloa, donde
mataron a dos mujeres y a tres niños. En otras ocasiones, disparaban sin darse
cuenta contra civiles en medio de una refriega con pistoleros de los cárteles,
como sucedió en Monterrey, donde cayeron dos estudiantes. Peor aún, se
acusaba a los soldados de crueldades premeditadas, como torturas, violaciones y
asesinatos. Por ejemplo, cuatro chicas adolescentes de Michoacán declararon
haber sido conducidas a un cuartel militar y haber sido violadas varias veces.
Cuatro años después de iniciada la ofensiva de Calderón, las balas de la policía y
el ejército habían matado a más de cien civiles inocentes.14
Calderón estaba en una situación insostenible. La guerra que había
promovido triunfalmente durante su primer año de mandato se le había
escapado de las manos como un perro rabioso. Varias veces había tratado de dar
prioridad a otras cosas, incluso decía que se estaba concentrando en otros
asuntos. Pero siempre había matanzas o atrocidades que saltaban a los titulares
de la prensa y tenía que olvidarse de lo demás. Los soldados y la policía nacional
seguían deteniendo a peces gordos, pero la violencia no menguaba. Calderón se
alejó de la retórica belicista, aduciendo que al fin y al cabo sólo era un problema
de criminalidad. Culpaba a los medios de dedicar demasiado espacio al
derramamiento de sangre y de dar mala fama a México. Prometió, pero sin
convencer a nadie, que cuando hubiera un nuevo presidente, en 2012, ya habría
acabado él con el narcotráfico. La Constitución prohibía repetir mandato
presidencial, y los presidentes por lo general se volvían incompetentes hacia el
final de sus respectivos mandatos.
El Gobierno Obama estaba confuso en lo que respectaba a México. Los
funcionarios seguían aplaudiendo en público la campaña de Calderón. Pero en
WikiLeaks podía verse que los diplomáticos, en privado, tenían serias reservas
acerca del rumbo que había tomado la guerra. En enero de 2011, la secretaria de
Estado Hillary Clinton se desplazó a México para decir que Calderón estaba
ganando la guerra; era parte de una gira para reducir los perjuicios causados por
WikiLeaks. Pero en febrero el mandatario civil número dos del ejército de
Estados Unidos, Joseph Westphal, contradijo a Clinton alegando que los
insurgentes criminales podían acabar controlando México:

Existe la posibilidad de que el Gobierno quede en manos de individuos
corruptos y con proyectos diferentes. [...] No quisiera ver una situación en
la que tuviéramos que mandar soldados para sofocar una sublevación en
nuestra frontera.15

El Gobierno mexicano repitió que no se estaba luchando contra una
sublevación, y Westphal se retractó de sus declaraciones. Pero el giro del
Gobierno Obama envió un mensaje revelador: que cada vez las tenía menos
consigo en lo referente a México y que su apoyo a la estrategia del momento
titubeaba.
Los intereses de Estados Unidos en la guerra de la droga crecieron cuando en
febrero de 2011 fue asesinado en el estado de San Luis Potosí el agente Jaime
Zapata. Zapata, que trabajaba en el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE) de
Estados Unidos, fue atacado por presuntos Zetas, que rodearon su coche en la
carretera. Zapata señaló la matrícula diplomática de su vehículo y un pistolero
replicó: «Me vale madre» [Me importa un carajo]. Los Zetas dispararon contra
Zapata y además hirieron a su compañero, que recibió dos balazos. No estuvo
claro si se buscó deliberadamente a los dos agentes del ICE o si fue un incidente
casual por cruzar una zona Zeta. Fuera cual fuese el motivo, el primer asesinato
de un agente estadounidense desde el caso Camarena concentró la atención
pública en la misión de Estados Unidos al sur del río.
Mientras los candidatos presidenciales competían por el timón mexicano en
2012, los asesores políticos de ambos lados de la frontera se preguntaban qué
nueva estrategia podía aplicarse en la guerra contra la droga. ¿Por qué la
creciente cantidad de detenciones y confiscaciones aumentaba la violencia? ¿Por
qué las bandas de la droga parecían tener un inagotable ejército de sicarios? Para
responder a estas preguntas hay que observar el funcionamiento interno del
negocio de la droga y por qué su consecuencia es el asesinato sin fin. Hay que
ponerse en la piel de los narcotraficantes.
SEGUNDA PARTE

ANATOMÍA

Tráfico

Así terminó mi profesión de contrabandista; profesión que, aunque


calculada para compensar mi tenacidad y mi espíritu emprendedor y
poner en juego todas las latentes energías de mi alma, está plagada de
dificultades y peligros; y en cuya prosecución han sido muchos y variados
los expedientes a que he tenido que recurrir con objeto de evitar que me
descubrieran, burlar a mis perseguidores y eludir la vigilancia de los
infatigables pícaros que por todas partes infestan nuestras costas.

John Rattenbury, Memorias de un contrabandista, 1837

P ara un fanático de las drogas, la sala de pruebas de la base militar de Culiacán,


Sinaloa, sería como un fantástico sueño erótico; contiene suficientes cristales de
metanfetamina, cocaína, hierba, pastillas y heroína para que una persona se
coloque, viaje, flote, se arrastre, pierda el conocimiento y vea hadas volando
durante un millón de años. Y bastantes más.
Es una fortaleza dentro de otra fortaleza, protegida por alambradas y cámaras
de circuito cerrado que, según se nos avisó, estarían grabando la visita
periodística que hicimos aquella soleada tarde de diciembre. Aunque la llaman
«sala» de pruebas, en realidad tiene el tamaño de un almacén, se cierra con una
sólida puerta de acero y no tiene ventanas. Cada vez que se abre, agentes
nacionales cortan unos precintos especiales y, cuando se cierra, ponen otros
nuevos, para convencerse y convencernos de que ningún soldado roba manjares.
En las calles de las ciudades estadounidenses aquel oculto tesoro valdría cientos
de millones de dólares.
El general Eduardo Solórzano nos guía por la cámara de las sustancias
pecaminosas. Es un cincuentón chaparro, de quijada cuadrada, con gafas
apoyadas en la punta de la nariz y un chaleco negro que alberga buscapersonas,
walkie-talkies y teléfonos móviles por los que no cesa de hablar con un tono seco
y autoritario. Ameniza la visita con comentarios en comedido lenguaje militar,
aunque se entusiasma ocasionalmente, cuando ve muestras de estupefacientes
raros en medio de las bolsas, los ladrillos y los paquetes.
Al entrar nos recibe un combinado de olores místicos y tóxicos. A la
izquierda, las torres de marihuana envuelta en plástico adherente sobrepasan
nuestras cabezas. A la derecha, hay grandes sacos de cogollos de marihuana, muy
troceados, y semillas suficientes para plantar un bosque de cáñamo. Seguimos
andando y nos encontramos con un montón de pucheros de los que se utilizan
en los restaurantes mexicanos para preparar pozole y consomé. El general
Solórzano levanta la tapa de uno y esboza una sonrisa de sabiduría: «Cristales»,
dice. El barro blanco de la metanfetamina pura llena el puchero como un
maloliente guiso de helado y leche agria. En un rincón vemos un producto
sinaloense mucho más antiguo, la heroína llamada alquitrán negro, que parece
plastilina negra y rezuma de unas latas amarillas.
Un inventario lista limpiamente el nombre de cada droga al lado de una
cantidad expresada en kilos; en estos momentos suman en total más de siete
toneladas. De manera periódica, un burócrata en una oficina de alguna parte
firma una orden para que cierta cantidad de heroína, o marihuana, o cristales de
metanfetamina, sea trasladada y quemada en una hoguera. Pero las existencias se
reponen rápidamente gracias a la entrada regular de nuevas cantidades de
productos, obtenidas en redadas semanales en casas francas repartidas por todo
Culiacán, y en aldeas y ranchos de los alrededores.
La tarde de nuestra visita llega muy oportunamente uno de aquellos
cargamentos para que lo fotografiemos. El camión se acerca a la entrada y unos
soldados jóvenes se dedican a descargar con disciplina militar cientos de
paquetes marrones que se dejan en el almacén. El general Solórzano coge uno,
saca un cúter del chaleco y abre un triángulo en el paquete para que veamos que
contiene polvo blanco comprimido en forma de ladrillo. «¡Cocaína!», exclama
con voz de triunfo. Un técnico de laboratorio comprueba inmediatamente que es
así. El especialista, que viste bata blanca, hace la prueba con un equipo portátil
que parece una caja de herramientas para coche. Selecciona un tubo de solución
rosa, la mezcla con un pellizco del polvo confiscado y al instante se vuelve azul:
resultado afirmativo.
El general Solórzano, que mide 30 centímetros menos que yo, pero que tiene
las espaldas el doble de anchas, me mira a los ojos. «Pruébela —dice muy serio—.
Adelante.» Miro a los oficiales, agentes y técnicos que me rodean para ver si está
bromeando. Todos me miran impasibles y con mucha seriedad. Introduzco el
dedo en el ladrillo de cocaína y me lo llevo a la boca. La cocaína tiene un
inconfundible sabor agridulce, ni sabroso ni repugnante, como una medicina que
se traga con precaución y se comprueba con alivio que no sabe tan mal.
—Notará que la lengua se le duerme —dice el general, que ahora ha vuelto a
sonreír—. Es cocaína pura, sin cortar.
En efecto, noto que la lengua se me entumece. Y también siento cierto mareo.
Pero quizá se deba a que me ha dado mucho el sol. O quizá sea un efecto
retardado de algo que ha ocurrido antes: cuando mirábamos a unos soldados que
habían recogido toda la marihuana de un campo confiscado y la habían quemado
en una hoguera de llamas verdes y doradas que liberaba nubes de humo que
volaban hacia las áridas y escabrosas montañas del horizonte.


En cierta ocasión entrevisté al jefe del FBI de una importante ciudad del lado
estadounidense de la frontera con México. Antes de llegar yo, se había tomado la
molestia de leer algunos artículos míos. Con marcado acento neoyorquino me
contó que había pasado quince años cerca del Río Grande buscando pruebas
contra traficantes de drogas. Añadió:
—Me han gustado sus artículos. Cuando me manden más hombres, les diré
que así es como no hay que entender el negocio de la droga.
Aquello me picó y creo que se me notó en la cara. ¿En qué me había
equivocado?, pregunté. Replicó que no se trataba de que me hubiera equivocado.
Era que los aspectos en que yo me fijaba no servían para reunir pruebas. Con
nuestro enfoque periodístico vemos historias de jefes pintorescos y mapas
cambiantes del territorio del cártel. Pero al nivel del suelo el comercio de la droga
no se ve así. Se trata de estupefacientes en movimiento, nada más. Drogas que se
producen, se transportan, se venden y se consumen. Siga la droga y reunirá
pruebas, dijo. Olvide las leyendas populares sobre los jefes y los concienzudos
mapas de las fronteras del cártel.
No fue mal consejo. Reducido a sus rasgos básicos, el narcotráfico no es más
que una industria. Y como en cualquier industria, la mecánica de preparar y
vender productos es más decisiva que las empresas y los ejecutivos que salen en
las fotos. La sala de pruebas de la base militar de Culiacán es un fastuoso
escaparate de esta industria. Muestra los colosales resultados del tráfico de
drogas: toneladas de productos en cientos de envases. ¿Quién sabe cuántos
cárteles o jefes invierten en esas mercancías? ¿Y a quién le importa? Estas
sustancias psicoactivas han pasado por millares de manos en campos,
laboratorios, barcos, aviones y camiones. Y todas han acabado por coincidir en
una sala donde se enseñan a unos periodistas para demostrar que México lucha
contra el tráfico, pero que tienen el efecto contrario de ilustrar lo increíblemente
productiva que es la industria del país.
La narcoindustria de México nunca duerme. Veinticuatro horas al día, 365
días al año, crecen nuevas plantas en alguna parte, se aplican productos
químicos, los transportistas acarrean cargamentos, los muleros («burros» en
México) cruzan la frontera. Y todos los días, en muchos lugares de Estados
Unidos, los ciudadanos compran drogas que han llegado de México y la inhalan,
la esnifan o se la inyectan en las venas. Los jefes se encumbran y caen, los
adolescentes experimentan, y los viejos adictos toman sobredosis; y todo el
tiempo la maquinaria de la droga sigue marchando con el mismo ritmo
inmutable con que la Tierra da vueltas alrededor del Sol.


Todos sabemos que el comercio de la droga es tan lucrativo en México que es
una de las fuentes de riqueza más importantes del país. Rivaliza con las
exportaciones de crudo para ayudar a estabilizar el peso. Proporciona miles de
puestos de trabajo, muchos en las zonas rurales pobres que más los necesitan. Sus
beneficios se extienden a otros sectores, en particular la hostelería, la ganadería,
carreras de caballos, sellos discográficos, equipos de fútbol y compañías
cinematográficas.
Pero tenemos pocos datos fiables sobre él en tanto que industria. Casi todo se
basa en estimaciones. Hay que hacer estimaciones basadas en estimaciones,
factores X multiplicados por factores Y que generan números confusos y
dudosos que circulan como estadísticas. Tanto los medios como la
Administración contribuyen a alimentar la máquina de la desinformación. A
todos nos gusta adornar con cifras un reportaje o un comunicado de prensa. La
revista Forbes calcula que el Chapo Guzmán vale 1.000 millones de dólares, y qué
oportuno que se dé la cifra exacta con una ristra de ceros pelados. ¿Cuál es la
fórmula mágica para adivinar la cantidad? Pues en grandísima medida, lanzar
una conjetura al aire. Allá en los años setenta, una vez desmantelada la «conexión
francesa», la DEA decía que los mexicanos controlaban por el momento las tres
cuartas partes del mercado estadounidense de la heroína. Un año después, ya
desmantelada la infraestructura mexicana, decía que los traficantes colombianos
de marihuana controlaban las tres cuartas partes del mercado estadounidense de
la hierba. ¡Qué casualidad! ¡Cómo coinciden las estadísticas! ¿O es que las tres
cuartas partes son sólo una estimación típica que en realidad significa toda la
droga?
Sin embargo, la industria mexicana de la droga es tan importante que
tenemos que aceptar su magnitud. Las cifras más sólidas son las de las
confiscaciones llevadas a cabo en la frontera sur de Estados Unidos. Se trata de
cantidades tangibles de droga de una magnitud que podemos comparar año tras
año. Y son cantidades que vienen de México para proveer a usuarios
estadounidenses.
Las confiscaciones totales confirman, por si alguien lo duda, que hay
cantidades astronómicas de estupefacientes que se transportan al norte. En 2009,
los agentes de aduanas destacados en los pasos fronterizos y encargados de
inspeccionar coches y peatones se incautaron de un total de 298,6 toneladas de
marihuana, heroína, cocaína y cristales de metanfetamina. En ese mismo
período, las patrullas que vigilaban los tramos fluviales y desérticos de la frontera
confiscaron la enormidad de 1.159 toneladas de marihuana, más diez de cocaína
y tres de heroína. Drogas suficientes para colocar a cientos de millones de
personas y que habrían valido miles de millones de dólares en las calles. Pero
nadie sabría decir cuántas toneladas de drogas no se confiscaron. Esa cantidad, la
más importante, se ha convertido en otra incógnita.
Estas confiscaciones fronterizas se producen año tras año. En 2006 se
aprehendieron 211 toneladas de droga; en 2007 fueron 262; en 2008 se bajó a
242; en 2009 se experimentó otro aumento, 298.1 Los agentes aduaneros dicen
que el último aumento podría deberse a la presencia de más agentes, pero no
están seguros, ya que podría significar simplemente que los contrabandistas
están más atareados. Lo que está claro es que la guerra contra la droga del
presidente Calderón y los millares de tiroteos, detenciones y matanzas no
decrecen el flujo de estupefacientes hacia el norte.
En la frontera de Ciudad Juárez las confiscaciones cayeron mientras la
violencia crecía: de 90 toneladas en 2007 se pasó a 75 en 2008 y a 73 en 2009.
Pero siguen estando por encima de las 50 aprehendidas en 2006, cuando los
atentados eran muy inferiores. En los pasos entre San Diego y Tijuana, las
confiscaciones, que se fijaron en 103 toneladas en 2007, subieron a 108 en 2008,
año en que los enfrentamientos entre facciones rivales del cártel dejaron
montones de cadáveres sin precedentes.
Podría parecer que jugamos con números para consolarnos. Pero no es así.
Estas frías cantidades tienen espantosas consecuencias humanas: los cárteles de la
droga aún trabajan a pleno rendimiento mientras libran sangrientas batallas
entre sí y contra el Gobierno. Por lo que parece, la economía de guerra funciona
a la perfección en el negocio de la droga. Los gánsteres están en condiciones de
seguir con sus refriegas con los soldados en el centro de la ciudad, dejar
montones de cabezas cortadas y transportar la misma cantidad de droga. Mala
señal para la paz.


Costaría mucho superar la fórmula que tienen los mexicanos para ganar dinero
con la droga.
Pensemos en la cocaína. Un agricultor colombiano podría vender por 80
dólares un fardo de hojas de coca de un campo de una hectárea. Las hojas pasan
luego un sencillo proceso químico en laboratorios rurales que en Colombia
llaman «chagras», y el kilo de pasta de coca obtenida se puede vender por 800
dólares en las montañas colombianas. La pasta vuelve a procesarse para que
cristalice y se convierta en un ladrillo de cocaína pura de un kilo, como el que me
enseñó el general Solórzano. Según Naciones Unidas, uno de estos ladrillos, en
los puertos colombianos, valía 2.147 dólares en 2009, una cantidad que podría
alcanzar los 34.700 cuando llegara a la frontera de Estados Unidos, y los 120.000
cuando se vendiese en las calles de Nueva York.2 El tráfico y distribución de la
droga, la parte que corre a cargo de los gánsteres mexicanos, obtiene un beneficio
neto del 6.000 por ciento entre el vendedor y la nariz del consumidor. Si se
calcula el coste desde que sale del campo, el beneficio es del 150.000 por ciento.
Es uno de los negocios más rentables del planeta. ¿Quién más daría tanto por
cada dólar desembolsado?
Los cárteles mexicanos tienen en Colombia embajadores que hacen los
pedidos de cocaína. Pero aquéllos consiguen que sean los propios colombianos
los que les entreguen el polvo discotequero en México o en América Central,
sobre todo en Panamá y en Honduras. Tal como se ha desarrollado el negocio,
los traficantes mexicanos están por encima de los productores colombianos. El
director de la oficina andina de la DEA, Jay Bergman, me lo explicó recurriendo
nuevamente a las metáforas: «¿Quiénes tienen la última palabra en una economía
global donde impera la ley de la oferta y la demanda? ¿Los cárteles mexicanos o
los abastecedores colombianos de cocaína? ¿Los fabricantes o los distribuidores?
»En un modelo económico legítimo, ¿quién tiene la última palabra, Colgate
(producto) o Walmart (cadena de comercios)? En realidad, es Walmart quien
dice: “Quiero pagar tanto por esto, el precio por unidad será tanto, quiero que
me lo entreguen tal día, y así es como ha de ser”, y la postura de Colgate es:
“Mientras saquemos beneficio, mientras no perdamos dinero, trabajaremos en
esas condiciones. Y cuanto más muevan ustedes nuestro producto, mayor
descuento les haremos y tendrán realmente la última palabra. Dígannos dónde lo
quieren, dígannos cómo lo quieren, lo pondremos en las estanterías que ustedes
quieran, pero véndanlo” [...] Éste es el moderno mercado de la cocaína con el que
estamos tratando.»
Desde América Central, los gánsteres mexicanos transportan la cocaína en
barcos, submarinos o avionetas. El general Solórzano me enseña los aviones que
han capturado en Sinaloa. Son sobre todo Cessnas monomotores comprados en
Estados Unidos a unos 50.000 dólares la unidad. El ejército protege ahora estos
aparatos, porque cuando estaban en una base de la policía, los gánsteres se
colaron allí y los robaron. En los dos últimos años los soldados se han apoderado
de doscientas avionetas. El tamaño de la flota, vista desde un coche que rodea el
aeródromo, parece impresionante. Y éstos son sólo los capturados.
Mientras la droga se dirige a Estados Unidos, individuos de todos los pelajes
ganan dinero con ella. Se subcontrata a gente para que la embarque, la transporte
en camión, la almacene y finalmente la pase al otro lado de la frontera. Para
complicarlo aún más, la mercancía suele comprarse y venderse muchas veces por
el camino. Quienes la manejan no saben por lo general a qué jefe o cártel
pertenece y sólo conocen a los contactos con quienes tratan directamente.
Preguntad a un camello que vende coca en Nueva York quién la introdujo en el
país. Lo normal es que no tenga ni la menor idea.
Todo esto explica por qué el comercio de la droga es una red tan complicada
y por qué desorienta tanto a periodistas y policías por igual. Averiguar quién
exactamente tocó un cargamento a lo largo de su recorrido es muy difícil.
Pero esta dinámica industria tiene un sólido centro de gravedad: los
territorios o plazas. Las drogas, para entrar en Estados Unidos, han de pasar por
un territorio concreto en la frontera, y quien manda en la plaza en cuestión
recibe un impuesto por cada cosa que entra y sale. Las plazas fronterizas se han
convertido en cuellos de botella que no se ven en otros países productores de
drogas, como Colombia, Afganistán o Marruecos. Es una de las razones
fundamentales por las que las guerras internas de México son tan sangrientas.
Los enormes beneficios del comercio de la droga atraen a toda clase de
personal: campesinos, adolescentes de barrios depauperados, estudiantes,
profesores, empresarios, niñatos ricos que se aburren y muchos otros. A menudo
se ha señalado que la gente de los países pobres se dedica al comercio de la droga
por desesperación. Es verdad. Pero también prueban fortuna muchos elementos
de la clase media y de la clase pudiente. En el sur de Inglaterra, donde me crié,
conocí a docenas de personas que movían y vendían drogas y procedían tanto de
colegios privados como de urbanizaciones subvencionadas por el Ayuntamiento.
En Estados Unidos nunca ha habido escasez de ciudadanos deseosos de
transportar y vender drogas. Lo esencial es que las drogas son buen negocio
incluso para los ricos, y pocos tienen problemas morales para dedicarse a ellas.
Irán Escandón es uno de los miles de individuos que han transportado dama
blanca hacia el norte. Me lo encuentro en la prisión municipal de Ciudad Juárez,
tocando el teclado con la banda de la iglesia de la cárcel. Buscando la lógica del
comercio mexicano de la droga, he entrevistado a docenas de traficantes en
celdas, cantinas y centros de rehabilitación. Pero Irán destaca en mis recuerdos
porque da la impresión de ser inocente. Puede parecer gracioso que diga una
cosa así; Irán no niega haber traficado con cocaína. Pero parece inocente en el
sentido de que es inofensivo o ingenuo. Nunca perteneció a ninguna banda ni ha
consumido drogas, como tantísimos contrabandistas; tampoco ha sido policía ni
asesino, como tantísimos otros. Lo detuvieron con 40 kilos de cocaína cuando
sólo tenía 18 años. De la noche a la mañana desapareció su juventud y la cayeron
diez años de cárcel. Cuando lo conozco le faltan cuatro para salir.
Habla con una voz tan suave que tengo que estirar el cuello para oírlo. Una
cazadora acolchada beis cubre una magra complexión que contrasta con la de
otros reclusos, que exhiben pechos musculosos y tatuados que fortalecen
levantando bloques de hormigón bajo un sol que abrasa. Tiene ojos grandes y
cordiales. Mientras me cuenta su historia se mece suavemente en el extremo del
catre de una celda que comparte con otros seis.
—Los coches me trajeron aquí. Me gustaban los coches nomás. Me gustaba
arreglarlos, armarlos. Me gustaba correr con ellos. Los coches eran mi pasión.
Creció en Cuauhtémoc, una ciudad de cien mil habitantes que se alza entre
haciendas ganaderas y huertos de manzanos, a cinco horas al sur de Juárez.
Cuando tenía 17 años, dejó los estudios secundarios y se puso a trabajar en un
taller de reparación de automóviles que tenía un amigo cerca de la plaza del
mercado. Durante catorce horas al día desmontaba depósitos de gasolina,
reforzaba motores, pintaba capós con pistola.
—Recogíamos coches viejos y los arreglábamos para convertirlos en
máquinas que corrían como balas. Aprendí muy rápido a trabajarlo todo,
deportivos, camionetas, jeeps.
Sus ojos desbordan de felicidad cuando recuerda los buenos tiempos pasados;
tiempos anteriores a vivir encerrado en una cárcel de la ciudad más criminal del
planeta; tiempos que ahora le parecen a siglos de distancia, como un recuerdo
muy lejano, un sueño que espera recuperar algún día.
Su familia era comprensiva, pero humilde; el padre era un esforzado
trabajador manual y un predicador, se había convertido al protestantismo
evangélico, que se estaba difundiendo muy deprisa por el país. Al igual que su
padre, Irán dice que cree en una relación personal con Jesús. También cree en el
trabajo duro y se esfuerza por mejorar. Eso eran para él las competiciones
callejeras. Los sábados por la noche, Irán y sus amigos recogían los coches que
habían apañado en el taller y competían con automóviles de otros talleres. Estas
carreras ilegales que se hacen en las calles se llaman en México «arrancones».
Cuando le hablo de Rápido y furioso (en España A todo gas), se echa a reír.
—No se parecían a las carreras que se ven en el cine. No había bandas con
valijas de dinero ni Uzis [subfusiles israelíes]. Sólo éramos grupos de amigos a
quienes nos gustaba correr. Armábamos máquinas con todo lo que
encontrábamos. Era una forma de crear, de saber utilizar recursos. Y éramos
capaces de derrotar a los otros talleres, que tenían más dinero que nosotros. Era
una gran sensación.
Una tarde en que Irán estaba con la cabeza entre motores sucios se presentó
un cliente para que le reparasen el vehículo. Era un cuarentón de Guadalajara,
bien vestido, que hablaba con mucha educación. Cuando le repararon el coche
preguntó a los jóvenes si querían hacerle un servicio, conducir un coche hasta el
norte del estado, por 10.000 pesos (unos 900 dólares). Los neumáticos estarían
rellenos con cocaína colombiana pura.
—Pensamos: vaya suerte. Diez mil pesos sólo por ir en coche al norte del
estado. Con diez mil pesos podríamos armar un coche de lo más chingón y
podríamos ganar las carreras. No se nos ocurrió que fuéramos a hacer nada
malo. Sólo éramos unos recaderos.
Una vez realizado el servicio, Irán y sus compadres lo celebraron por todo lo
alto. Una semana después reapareció el hombre y les propuso hacer otra entrega.
Al cabo de unos días llegó un socio de Sinaloa con otro paquete. Cuando se
dieron cuenta, transportaban al norte varios paquetes a la semana. Lo que
transportaban en cada viaje eran alijos de 120 kilos de cocaína, por cada uno de
los cuales ganaban 50.000 pesos, unos 4.500 dólares. Aquel dinero era una
pequeña fortuna para aquellos chicos de 17 y 18 años. Pero era una diminuta
fracción de lo que el polvo blanco recaudaría en los clubes nocturnos de Estados
Unidos.
—En unos pocos meses cambié de no tener nada a tener más dinero del que
podía gastar. Armamos buenos coches para los arrancones. También ayudé a mi
familia. Tenía varios coches para mí: un Escort, un Jetta, un Mustang. Cuando
tenemos dinero, las chavas se interesan. Empecé a vivir con una novia.
Los días de gloria duraron poco. Al poco de cumplir Escandón los 18 años,
aceptó el encargo más ambicioso que le habían hecho hasta entonces: transportar
40 kilos desde Cuauhtémoc hasta Colorado, cruzando la frontera, por la
principesca suma de 15.000 dólares. Al entrar en Ciudad Juárez lo pararon los
soldados para registrarlo. Tragó una profunda bocanada de aire cuando los
soldados miraron debajo del capó y dentro de los neumáticos. Y encontraron el
cargamento.
—Era una pesadilla. Encontraron la cocaína y se me paró el corazón. Era
como un juego, como una fantasía. En seis meses hicimos todo, de nada a la
riqueza. Y ahí se terminó todo.
Los contrabandistas no volvieron a ponerse en contacto con él ni le
reprocharon haber perdido la droga. Puede que todo estuviera planeado, dice
suspirando, para que otro cargamento mayor pasara la frontera, era un viejo
truco de traficantes. Mientras su pandilla transportaba drogas al norte, otros
equipos a los que no conocían sin duda transportaban cocaína por la misma
carretera para los mismos gánsteres.
La cárcel de Juárez fue una experiencia aterradora y brutal para un esmirriado
chico de 18 años. En aquel ambiente se volcó de lleno en el evangelismo de su
padre. Entre rejas no podía trabajar con coches, así que dedicó todas sus energías
a aprender a tocar el teclado con la banda de la iglesia.
—Perdí a mi familia. Perdí muchas cosas. Tuve que adaptarme a un lugar
duro y violento. Aquí he tenido que crecer y hacerme hombre. Cuando salga,
quiero estudiar música. Quiero compartir la música de Dios. No puedo
arrepentirme más. Los años han pasado. Tengo que ver el futuro. Por lo menos
sigo vivo.


En las ciudades fronterizas mexicanas todo el mundo conoce a alguien que ha
estado involucrado en el comercio de la droga: un primo, un hermano, un
compañero de estudios, un vecino. Todo el mundo tiene historias que contar. Un
taxista recogió a un hombre que le enseñó diez kilos de cocaína que llevaba
debajo del jersey; la policía hizo una redada en la casa del vecino de un asistente
social y encontró un millón de dólares en billetes; el hermano y el padre de una
camarera están en sendas cárceles estadounidenses cumpliendo cadena perpetua
por tráfico; el primo de un empresario se puso a pasar droga y acabó disuelto en
una bañera llena de ácido.
Todo el mundo sabe también que las drogas son una forma rápida de ganar
dinero. Si hemos perdido un empleo y andamos a la caza de otro, tenemos
problemas para pagar la casa o necesitamos con urgencia otro coche, siempre
hay posibilidades de pasar las vacaciones trabajando de «burro» o de «mulero»,
es decir, pasando droga por la frontera. Mientras hacía una película sobre la
juventud de Ciudad Juárez, hablé con adolescentes y gente veinteañera de los
barrios que habían aceptado la oferta. El cártel ofrecía una tarifa plana: 1.000
dólares por pasar 30 kilos de marihuana a Estados Unidos; más si se trataba de
heroína, cocaína o metanfetamina. Se podía usar el propio coche u otro prestado.
El trabajo duraba unas tres horas y a continuación se cobraba en metálico; y se
ganaba tanto como si se estuviera un mes sudando en una planta de montaje de
Juárez. Se podía traficar una vez y dejarlo. O se podía repetir cuatro, cinco veces a
la semana, y empezar a ganar dinero en serio.
Los muleros más buscados son los ciudadanos de doble nacionalidad o los
mexicanos con permiso de residencia en Estados Unidos. Yo entrevisté a un
joven de 20 años que vivía en El Paso y que había hecho varios servicios de 1.000
dólares, un dinero que había empleado en ayudar a su madre a salir adelante y en
adquirir un equipo de estudio para grabar música. Pero lo habían pillado y
condenado a cinco años; estaba en libertad condicional y tenía que quedarse en
casa por la noche, llevar un dispositivo de seguridad y se le había prohibido
entrar en México. Le pregunté qué era lo que más le fastidiaba. Respondió que
morirse de aburrimiento en El Paso y no poder ir a Juárez a saludar a los amigos.
La televisión estadounidense ha dedicado muchos programas al inagotable
ingenio de los contrabandistas mexicanos. En México hay toda una industria
dedicada a fabricar los llamados coches trampa, que tienen compartimentos
secretos en los neumáticos, en el depósito de gasolina y debajo de los asientos.
Hay camiones con contenedores metálicos herméticamente cerrados, con
aspecto de cisternas para combustible, que los agentes de aduanas tienen que
abrir con soplete para inspeccionar por dentro. Desguazar un vehículo con fuego
es muy pesado en un lugar como Laredo, por donde pasan diariamente diez mil
camiones. Y para los agentes tiene que ser muy embarazoso quemar un coche
que a lo mejor no contiene nada.
Muchos traficantes evitan los puestos fronterizos y cruzan el desierto
andando. Las bandas incluso fabrican mochilas resistentes, especialmente hechas
para llevar el máximo de paquetes de marihuana o cocaína. Dado que hay cientos
de miles de emigrantes que cruzan la frontera a pie, para los contrabandistas es
fácil seguir las mismas rutas: práctica por la que los grupos de presión
estadounidenses que piden «militarizar la frontera» ponen el grito en el cielo.
Otros no pasan por las puertas ni las rodean, sino que se cuelan por debajo.
Los contrabandistas han construido una extensa red de túneles que rivaliza con
la de la Franja de Gaza. Para las patrullas fronterizas es como jugar a Invasores
del espacio: cada vez que tapan un pasadizo con cemento, se abre otro. No son
simples conejeras. Los cárteles contratan a ingenieros profesionales que
construyen túneles con puntales de madera, suelos de hormigón, luz eléctrica, e
incluso vagonetas y raíles para transportar la droga. Un pasadizo que llegaba
hasta Otay Mesa, California, tenía 700 metros de longitud.3 Otro medía 150 y
tenía la salida detrás de una chimenea de Tecate, México, de aspecto totalmente
inocente.
También está el arte del disfraz. Imaginemos todas las formas posibles de
camuflar un estupefaciente y descubriremos en la vida real formas más raras aún.
Los contrabandistas han escondido cocaína debajo de la capa de chocolate de los
dulces y dentro de melones, y han metido cocaína mezclada en muñecas
prefabricadas de fibra vítrea, incluso dentro de una imitación de la Copa de los
Mundiales de fútbol. Un contrabandista fue más lejos y metió heroína en dos
láminas de carne artificial que se pegó en los glúteos. La heroína se le filtró hasta
la sangre y le causó la muerte.


En un hotel de Culiacán una joven de 21 años llamada Guadalupe enseña un
nuevo método de esconder marihuana. Trabaja para unos gánsteres de Sinaloa,
que accedieron a que hablase con periodistas e incluso fuera filmada con la
droga, al parecer sin ninguna clase de indemnización. Puede que les gustara
demostrar que eran muy listos. Evidentemente, no temían revelar grandes
secretos.
Guadalupe incrusta una vela verde en una botella de vidrio y poco a poco
ahueca la cera de la punta con una cucharilla de metal. A la derecha tiene un
periódico con un montón de cogollos que inspecciona y mete en bolsas de
plástico transparente. Luego coge un carrete de película Fuji, saca la cinta y la
enrolla alrededor de una bolsita de cogollos. Introduce el pequeño cilindro en el
hueco de la vela y lo tapa con la cera. Y listo, ya tenemos una vela de aspecto
normal pero rellena de droga. Y todo se ha hecho con la rapidez de un chef
famoso que prepara una receta.
—Es una nueva técnica y está entre las más efectivas. El olor de la vela es
fuerte y la policía no quiere sacar toda la cera. Crearon esta técnica un grupo de
personas que tiene el trabajo sólo de pensar en nuevas maneras de transportar la
mercancía.
Ya he oído hablar de estos ingenios. Los llaman «cerebros», y son personas
que trabajan para los gánsteres inventando trucos para camuflar la droga. En el
mundo empresarial serían esos superdotados que se reúnen para tomar café con
leche mientras se devanan los sesos ideando nuevos envases para un dentífrico o
un eslogan pegadizo para la Big Mac.
—Al principio me dio miedo —prosigue Guadalupe—. Aprendí a controlar el
miedo para que no me traicionara y me detuvieran. Si me hubieran agarrado, no
estaría aquí.
Guadalupe tiene la voz sedosa y el pelo negro y reluciente. Muchas chicas de
Sinaloa llevan ropa ceñida y tacones altos, y se cubren de collares de oro y joyas.
Pero ella viste con modestia: tejanos negros y una camisa roja con círculos
blancos. Dice que lo mejor es vestirse informalmente para no llamar la atención.
Un amigo de la escuela secundaria la introdujo en el negocio de la droga cuando
tenía 17 años.
—Le platiqué que tenía ciertos problemas económicos. Él me comentó que
estaba involucrado en todo esto y me invitó a conocer a más amigos suyos. Me
mostró que se gana más dinero y más rápido. Al principio pensaba que todos
eran hombres en este negocio, pero ves que las mujeres también se involucran.
Probablemente es por la difícil situación económica que sufre el país.
Las mujeres jóvenes y guapas tienen un valor especial para la mafia. Son
buenas para establecer contactos, dice la joven, y saben espiar. Además de ir a
recoger drogas a un puerto de Sinaloa, Guadalupe ha sido enviada muchas veces
a recoger información: sobre rivales, sobre la policía, sobre políticos, sobre
cualquier cosa que al cártel le interese averiguar. En cierta ocasión fue enviada a
pasar unos días en Rusia, para que viese cómo trabajaban allí los delincuentes y
juzgar si era posible hacer negocios con ellos.
—Fui a observar todo su sistema de mafia, cómo se mueven los negocios con
ciertos mafiosos rusos. Fui a observar para saber si podíamos hacer tratos con
ellos, para saber si podíamos enviar droga allí. Pero fue imposible. Tienen sus
propios métodos y están muy organizados. No podíamos unir fuerzas.
En otra ocasión, en México, ordenaron a Guadalupe que sedujera y durmiese
con un hombre, para espiarlo y sondearlo en busca de información.
—Era como una obligación. Era como un compromiso que tú tienes que
cumplir por estar ahí. Fue lo más grave que hice en este negocio, para mí como
persona: seducir a alguien para sacarle información.


Los estadounidenses gastan más dinero en drogas ilegales que los restantes
habitantes del planeta. No es de extrañar. También gastan más en jeeps
Wrangler, en Big Macs, en videoconsolas Xbox. México no saca provecho de las
ventas de las Xbox, pero el macabro don del negocio de la droga va directamente
al otro lado del Río Grande.
El mejor indicador del consumo de drogas en Estados Unidos es un estudio
anual que hace el Departamento de Sanidad y Servicios Humanos, un organismo
de nivel ministerial.4 Los investigadores llaman a las puertas y preguntan a la
gente si ha fumado crack recientemente o si alguna vez ha fumado marihuana.
Van de acá para allá entre Alaska y Brownsville y encuestan a 67.500 personas de
más de 12 años. El método presenta un fallo evidente. No se sabe si la gente ha
mentido o no; tampoco se sabe si los depravados yonquis que encontrarán en
una casa mandarán a paseo a los encuestadores mientras los testigos de Jehová
que viven al lado estarán contentísimos de contarles su vida. Pero al menos
puede esperarse que el margen de error sea parecido año tras año.
Según este sondeo, el consumo total de drogas en Estados Unidos se ha
mantenido estable desde el año 2000, esto es, en el período en que estalló y creció
la guerra mexicana de la droga. Sin embargo, entre 2008 y 2009 la cantidad de
personas que admitió haber consumido drogas recientemente subió siete
décimas, del 8 al 8,7 por ciento. En total, según la encuesta, se calculaba que 21,8
millones de estadounidenses habían consumido alguna clase de sustancia
psicoactiva en 2009. Si más estadounidenses consumen, no parece probable que
el derramamiento de sangre en México esté restringiendo la oferta.
Pese a todo, la encuesta estima que el consumo de cocaína, que es el más
rentable, ha descendido: si en 2006 había 2,4 millones de esnifadores
estadounidenses, en 2009 había 1,6. Este dato ha permitido aducir a algunos
observadores que la reducción del mercado es una de las causas básicas de la
carnicería mexicana. Presionados por el descenso de los beneficios, prosigue esta
línea argumentativa, las bandas han multiplicado los asesinatos. Este argumento
juega con muchos factores desconocidos, pero la hipótesis podría ser correcta. Si
es así, la ecuación pone a México en un terrible dilema: cuando los beneficios de
la droga aumentan, los gánsteres se vuelven más poderosos; cuando disminuyen,
se vuelven más violentos. Es la lógica del diablo.


Así pues, en cuanto al dinero contante y sonante que cuesta el consumo
estadounidense, estamos condenados a las conjeturas. Las estimaciones más
aireadas figuran en los informes encargados por la oficina del zar antidroga.
Cuando se piensa en los problemas que han de afrontar los expertos para
compilar estos estudios, la pregunta inevitable es cómo diantres lo hacen. Se
desconocen muchísimos factores; la cantidad que se consume varía de un modo
asombroso (tenemos casos como el de Bill Clinton, que dio una chupada a un
«toque» (un porro), pero no se tragó el humo, y el del ex jugador de los Gigantes
de Nueva York Lawrence Taylor, que dijo haberse gastado casi millón y medio de
dólares en coca en un año); y los precios varían de ciudad en ciudad e incluso de
camello en camello. Pero las encuestas, que se titulan «Cuánto gastan en drogas
ilegales los consumidores de Estados Unidos», hacen valientes esfuerzos para
llegar a una plausible serie de estimaciones.
Los informes se acompañan de tablas que muestran toda clase de hechos
fascinantes sobre el consumo. Así, sabemos que en 1988 los consumidores de
marihuana fumaron una media de 16,9 «toques» por mes y que los canutos
pesaban una media de 0,416 gramos, mientras que en el año 2000 fumaron 18,7
porros, que pesaban una media de 0,423 gramos. Oooh, eso es hilar fino. Los
analistas también tratan de establecer un método preciso que contrarreste el
hecho de que los yonquis y consumidores de crack son unos zumbados que
incluso se mienten a sí mismos. Como dice el informe:

Dado que los consumidores niegan con frecuencia que consumen,
necesitamos medios para exagerar las declaraciones y eliminar las
minimizaciones. Hacía falta, pues, una estimación de las probabilidades
que había de que un consumidor crónico dijera la verdad cuando se le
preguntaba por su consumo. Para establecer esa estimación,
seleccionamos a todos los neoyorquinos que dieron positivo en el análisis
de cocaína y calculamos la proporción que admitía haber consumido
alguna droga ilegal en los treinta días previos a su detención. [...] Los
índices de veracidad diferían de año en año y de sitio en sitio, pero en
términos generales fueron considerados sinceros alrededor del 65 por
ciento de consumidores de cocaína. Lo llamamos índice provisional de
veracidad.

También podría denominarse brujería estadística. Ninguna ecuación
matemática puede compensar el imprevisible comportamiento de los
drogadictos. Aunque también es verdad que se trata sólo de estimaciones.
Las encuestas tienen datos sobre el mercado de la droga desde 1988, cuando
se calculaba que movía 154.300 millones de dólares, hasta 2000, en que se estima
que movió 63.700 millones. Este paulatino descenso se cree que no sólo refleja la
reducción del consumo estadounidense, sino también el hecho innegable de que
la cocaína y la heroína eran mucho más baratas en las calles de Estados Unidos;
en 2000, chutarse una dosis de heroína costaba menos de la mitad de lo que
habría costado en 1988.5
En la primera década del siglo XXI, las estimaciones más o menos aleatorias se
han incorporado al informe sobre drogas de Naciones Unidas, que calcula que el
mercado estadounidense de la droga se ha mantenido razonablemente estable
alrededor de los 60.000 millones de dólares. Los analistas pasan esta cantidad por
más cribas estadísticas y calculan que alrededor de la mitad, 30.000 millones, van
a parar a los bolsillos de los gánsteres mexicanos. Una vez más, hay que recordar
que no es una ciencia exacta. Pero todo el mundo está de acuerdo en que los
cárteles mexicanos pelean por una presa que arrastra diez ceros como mínimo.


Entonces, ¿adónde van a parar los otros 30.000 millones de narcodólares en
negro?
Los banqueros creen que el narcotráfico contribuyó, sin duda, a mantener el
peso a flote durante la crisis económica mundial de 2008 a 2009. En efecto, si
analizamos otras fuentes de divisas —en 2009, las exportaciones de petróleo
alcanzaron un valor de 36.100 millones de dólares;6 el dinero enviado a México
por los emigrantes ascendió a 21.000 millones;7 y el turismo extranjero aportó
11.300 millones—, vemos que el dinero de la droga estaría en el segundo lugar de
la lista.
Pero no habría que entusiasmarse demasiado con su influencia. México no es
Bangladés. En el país hay once multimillonarios, varias compañías
multinacionales y una economía total valorada en un billón de dólares. Si la cifra
de 30.000 millones de dólares es cierta, entonces el tráfico de drogas supone
alrededor del 3 por ciento del producto interior bruto.
El dinero, sin embargo, representa un porcentaje mucho mayor en
determinadas comunidades y grupos sociales. En los barrios depauperados del
oeste de Ciudad Juárez o en las montañas de Sinaloa, la mafia que controla el
tráfico es probablemente la principal creadora de empleo. Si nos fijamos sobre
todo en los sectores pobres, 30.000 millones de dólares tienen un efecto
particularmente potente.
Treinta mil millones de dólares también dan para corromper a las
instituciones del país. El secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna,
dijo en un discurso que los cárteles podrían emplear alrededor de 1.200 millones
de dólares al año para triplicar el salario de todas las fuerzas de la policía
municipal de la nación.8 Esto es cierto como posibilidad matemática. Pero es
asimismo otro factor X. Nadie sabe realmente cuántos agentes están en la
nómina del cártel, ni si el policía que nos para por exceso de velocidad se gana un
sobresueldo trabajando para la mafia o sólo quiere una mordida de los
conductores.
En un plano físico, gran parte del líquido entra y sale por la frontera en valijas
llenas o en los mismos compartimentos secretos que las drogas. Los policías y
soldados mexicanos que con tanta frecuencia derriban puertas a patadas
encuentran millones de dólares en billetes decorando salones y cocinas. En total,
las tropas de Calderón confiscaron más de 400 millones en los primeros cuatro
años de su ofensiva. Ese considerable pellizco hizo que el Gobierno mexicano
ganara millones en intereses. Pero es sólo una pequeña fracción del total de los
120.000 millones que se estima que los cárteles movieron en el mismo período.
Al norte del río, y en el mismo tiempo, la policía estadounidense confiscó otros
80 millones relacionados con los cárteles mexicanos, una meada en el océano aún
más corta.
Una vez en México, se cree que los miles de millones van directamente a las
cámaras de seguridad de los bancos. El profesor Guillermo Ibarra, de la
Universidad Autónoma de Sinaloa, calculó el dinero generado por la economía
normal del estado y lo comparó con el que había en los bancos. Encontró más de
680 millones de dólares en depósitos bancarios sin justificar. Y Sinaloa es un
páramo económico en comparación con los monstruos financieros de Ciudad de
México, Guadalajara y Monterrey.9
Los gustos ostentadores de los gánsteres también vierten mucho dinero en las
empresas locales. Culiacán alardea de haber vendido las mayores cantidades de
coches deportivos y jeeps del hemisferio, ayudando a sostener marcas como
Hummer. Al mismo tiempo, las chabacanas mansiones que bordean las colinas
contratan a arquitectos y constructores que puedan satisfacer los extravagantes
gustos de los capos y a quienes no les importe trabajar para clientes
superestresados.
Pero el dinero de verdad funda compañías de tapadera. El Departamento del
Tesoro de Estados Unidos tiene en la lista negra más de doscientas empresas
mexicanas que al parecer blanquean dinero de la droga. Las hay de todas clases,
desde una importante central lechera de Sinaloa hasta casas de lavacoches,
pasando por floristerías y tiendas de ropa.10


Fui a Ciudad de México para ver algunas de las empresas de la lista negra del
Tesoro estadounidense. Mi primera parada fue una clínica de salud situada en el
lujoso barrio de Las Lomas. Al cruzar la puerta me recibieron unas jóvenes muy
cordiales vestidas con holgados uniformes blancos, mientras señoras cuarentonas
y cincuentonas hojeaban revistas ilustradas en la sala de espera. La directora dijo
que allí no sabían nada de cárteles de la droga ni de las listas negras del
Departamento del Tesoro estadounidense, pero sí mucho de implantes de mama
y liposucciones. Señalándome el estómago, me preguntó si me interesaba un
masaje para reducir peso. Para aumentar mi gordura fui a otra empresa listada,
una taquería para gourmets que se encontraba entre las oficinas de unas
importantes empresas mexicanas y estadounidenses. El restaurante estaba
especializado en platos sazonados con chile habanero, el más picante de todos los
chiles. Después de zamparme tres tacos, noté el ardiente calor del chile..., pero no
averigüé nada sobre jefes mafiosos.
La lista negra del Tesoro prohíbe a los estadounidenses entablar relaciones
comerciales con estos lugares (yo no soy estadounidense, de modo que no cometí
ningún delito). Pero cerrarlos correspondería al Gobierno mexicano. Y
evidentemente no los cerraban. Y las supuestas blanqueadoras de dinero seguían
aumentando el volumen de los pechos y sirviendo platos superpicantes.
De aquí viene un reiterado reproche que se hacía a la potente guerra de
Calderón. Pudo haber machacado a los gánsteres con un buen martillo. Pero no
siguió «el rastro del dinero». Mientras el dinero líquido siga fluyendo, gritan los
críticos, los malos seguirán sacándole provecho.
Calderón ha tratado de remediarlo con más medidas para poner restricciones
a los depósitos de dólares en metálico y presentando una importante ley sobre el
blanqueo de dinero en 2010. El objeto de la ley es vigilar a los bancos, las
inversiones y los fondos; en pocas palabras, hacer todo lo que los críticos
estadounidenses estiman necesario. Es de esperar que si la ley se aprueba,
limitará la economía de los gánsteres mexicanos en el futuro.
Sin embargo, en un planeta globalizado, México no podrá impedir totalmente
que los barones de la droga muevan dinero líquido. Aunque salga de los bancos,
el dinero puede ir a otra parte, por ejemplo a Estados Unidos, o a los paraísos
fiscales, o a China. Ya hay grandes cantidades en estos sitios. Las reformas para
facilitar los movimientos de capital en todo el planeta han hecho más difícil
vigilar el dinero. En 1979 había unos setenta y cinco bancos en paraísos fiscales;
hoy hay más de tres mil. Cada día hay setenta mil transferencias internacionales
que mueven un billón de dólares. Antonio María Costa, director ejecutivo de la
Oficina para Drogas y Delito de Naciones Unidas, ha escrito:

El blanqueo de dinero se produce por doquier y prácticamente no conoce
impedimentos. [...] En una época de grandes quiebras bancarias, si el
dinero no huele, los banqueros parecen creerlo. Los ciudadanos honrados,
que se esfuerzan en una época de dificultades económicas, se preguntan
por qué no se confiscan los ingresos del delito, que se convierten en fincas
ostentosas, coches, yates y aviones.11

El dinero negro mexicano no es más que una rebanada del enorme pastel del
blanqueo de dinero en el mundo.


Los ríos que conectan los narcodólares mexicanos con los vastos mares
financieros tienen un buen ejemplo en tecnicolor en el extraño caso de Zhenli Ye
Gon. El señor Ye Gon nació en China en los años sesenta y se nacionalizó
mexicano en 2002. El mismo presidente Fox le entregó los papeles de ciudadanía
y estrechó la mano de aquel hombre que parecía ser un empresario farmacéutico
con iniciativa. Ye Gon habla español con marcado acento chino, pronunciando
las erres como eles, lo que ha generado multitud de chistes sobre él en México. Al
igual que a muchos empresarios, le gusta jugar al póquer apostando fuerte.
También le gusta decorar su casa con montañas de dólares en billetes. Montañas
altas, inmensas.
Los «federales» encontraron esta decoración en 2007 cuando registraron la
mansión que tenía en Lomas de Chapultepec, zona residencial de lujo de Ciudad
de México: 205,6 millones de dólares en billetes de cien. Había tanto dinero que
los montones de billetes se salían del salón y se podían encontrar en los pasillos e
incluso en la cocina. Los agentes de la DEA dieron una triple voltereta lateral y
dijeron que era el mayor alijo en metálico del mundo aprehendido hasta la fecha.
También había grandes montones de pesos. La policía mexicana informó de
que había 157.000 dólares en pesos, pero los periodistas analizaron las fotos y
adujeron que parecía haber mucho más. Ah, pues es verdad, replicó la policía,
que rectificó diciendo que los pesos sumaban millón y medio de dólares. El
mayor alijo en metálico del mundo resultó mayor de lo que se pensaba. Cuando
al final se contó, había más de 207 millones de dólares.
Zhenli Ye Gon estaba en Las Vegas en el momento de la redada, practicando
su deporte favorito: apostar. Los agentes nacionales mexicanos lo iban siguiendo,
y seguramente llamaron su atención cuando confiscaron toneladas de
seudoefedrina en un puerto mexicano del Pacífico en diciembre. El empresario
importaba este producto, alegaron los agentes, y lo vendía a los gánsteres, que lo
transformaban en cristales de metanfetamina. Zhenli Ye Gon compraba el
producto químico a una empresa farmacéutica de la República Popular China.
Zhenli Ye Gon concedió una entrevista a Associated Press en Nueva York.12
En medio de una perorata que se filmó con videocámara, se puso a hacer
acusaciones sin ton ni son para defenderse. Admitió que el dinero había estado
en su casa, pero dijo que un político mexicano le había obligado a guardarlo allí,
amenazándole con que, si no lo hacía, moriría. También dijo que tenía miedo de
volver a México porque seguramente lo matarían. No obstante lo dicho, sus
alegaciones más sorprendentes se refirieron a Estados Unidos. Afirmó que había
perdido 126 millones de dólares en Las Vegas, pero que le habían devuelto el 40
por ciento y que además le habían regalado coches de lujo. Lo que estaba
explicando era un sencillo método para introducir en el sistema maletas llenas de
dólares en papel moneda: adquiría fichas de casino por valor de varios millones
de dólares y recuperaba las pérdidas en cheques y coches.
La policía estadounidense detuvo a Zhenli Ye Gon en un restaurante de la
periferia de Washington y lo acusó de conspiración para importar cristales de
metanfetamina. Sin embargo, un testigo clave de Las Vegas se retractó, el
Gobierno chino se negó a entregar documentos, y los fiscales estadounidenses
acordaron retirar los cargos con la condición de que fuera extraditado a México y
juzgado allí. Ye Gon seguía oponiéndose a la extradición en 2011, alegando que
no tendría un juicio justo al sur de la frontera. Admitía que había importado
productos químicos de China, pero alegaba que no sabía que sirvieran para
preparar los cristales que el general Solórzano me enseñó.
El caso demuestra que, aunque el viaje de una raya de cocaína desde la
plantación hasta la nariz puede resultar extraño, el viaje de un narcodólar puede
serlo aún más. Imaginemos a un empleado de Walmart que trabaja en Nebraska,
es adicto a la metanfetamina y compra una dosis de cristales con cinco billetes de
diez dólares. Los arrugados billetes pasan de los camellos locales a los
distribuidores mexicanos, y luego viajan al sur cruzando la frontera en un coche
trampa. Uno termina en la mansión de un narco de las colinas de Sinaloa; otro,
en una mansión de Ciudad de México, cubriendo un suelo y esperando una
redada que hará historia; otro se va a China para pagar los ingredientes en bruto;
otro vuelve a cruzar la frontera y compra fichas en Las Vegas.
El libre comercio puede ser surrealismo puro en este siglo. Así es el
capitalismo mafioso en su faceta más espectacular. Todo es dinero. Es el motivo
por el que los matones cortan cabezas y las arrojan a las pistas de las discotecas. Y
en esto es en lo que se emplea el quinto billete de nuestro adicto de Nebraska: en
pagar el segundo producto que genera el narcotráfico después de la droga: el
asesinato.
TERCERA PARTE

FUTURO


14

Expansión

Se ha dicho que discutir la globalización es como discutir la ley de la


gravedad.

KOFI ANNAN, secretario general de la ONU, 2000

N o fue la pobreza lo que impulsó a Jacobo Guillén a vender crack y


metanfetamina en su barrio del este de Los Ángeles; no tenía problemas para
conseguir trabajo en restaurantes o concesionarias de vehículos, y ganaba dinero
suficiente para salir adelante. La causa tampoco fue una familia rota; sus padres
estaban juntos, trabajaban y le estimulaban. Simplemente, le gustaba la golfería.
—Me gustaba vivir a lo loco. Me gustaba colocarme. Me gustaba la idea de
conseguir diez mil dólares en un par de horas. Y me gustaba la adrenalina que
me producía saber que querían chingarme. No me preocupaba por nada.
»No hay nadie a quien echar la culpa, sólo a mí mismo. Mis hermanos y
hermanas se hicieron médicos, contables y todo eso. Yo soy el único que la
cagó.»
Jacobo está pagando caras sus equivocaciones. Nació en el estado de Jalisco,
aunque creció en California. Fue detenido en Los Ángeles con una bolsa de
metanfetamina, fue encarcelado y luego deportado. Los agentes de la frontera lo
echaron por la puerta de Tijuana y le dijeron que no volviese. Estaba en un país
desconocido, sin dinero, y hablaba el español macarrónico de Los Ángeles. Había
sido extranjero en California, pero aún se sentía más extranjero en México. Sin
embargo, tenía una habilidad rentable: pasar droga. No tardó en aparecer en una
esquina de Tijuana ofreciendo cristales de metanfetamina.
—En México necesitaba vender droga para sobrevivir. Pero era mucho más
jodido y peligroso que en Los Ángeles. Aquí hay una auténtica mafia con la que
debes tratar. Y hay gente que está muy loca. Nada más llegar aquí un tipo me
apuñaló. Seguí con vida, seguí vendiendo y fumando cristal. Luego otros tipos
me sacaron una pipa mientras les vendía y quisieron dispararme. Tampoco morí
esta vez de milagro, porque la pistola se encasquilló. Entonces me di cuenta de
que tenía que parar. Tenía que alejarme de la droga y de las pandillas.
Me cuenta esta historia dos meses después de que se encasquillara
milagrosamente la pistola. Nos encontramos en un centro de rehabilitación de
drogadictos de Tijuana, dirigido por cristianos evangélicos, donde Jacobo se está
desintoxicando. Tiene 25 años, cabeza rapada, cara redonda y mofletuda, manos
gordezuelas. De acuerdo con el espíritu de la rehabilitación cristiana, lleva una
camiseta negra con una inscripción que dice: «SOY DE LA PANDILLA DE JESÚS».
También escucha rap evangélico y me pone unas canciones que tiene en su
teléfono móvil. Algunas son en español, aunque él prefiere las que están en
inglés, hechas por raperos de Los Ángeles. Vivir en Tijuana le ha obligado a
mejorar su español de un modo espectacular, pero se sigue sintiendo más
cómodo cuando habla en inglés, ya que su corazón está en Los Ángeles.


Fruto de una cultura transfronteriza, Jacobo es uno de los muchos eslabones que
unen la cadena del narcotráfico en México y la cadena de la distribución en
Estados Unidos. Ha vendido metanfetamina en Tijuana y en Los Ángeles. Ha
pasado droga por la frontera, ha cruzado a pie el desierto de California con
mochilas llenas de marihuana. Para traficar ha hecho tratos con personajes del
crimen organizado de ambos lados de la línea divisoria.
Pero aunque la trayectoria vital de Jacobo ejemplifica la relación de los dos
mundos, muestra asimismo que dicha relación es tenue. Como descubrió
dolorosamente, las reglas son distintas en ambos países. El poder a uno y otro
lado de la frontera está en manos de jefes y organizaciones distintos. Y la actitud
de los gánsteres hacia la policía y el Gobierno cambia radicalmente en cuanto se
cruza el Río Grande.
Estos bruscos contrastes podrían ayudarnos a ver el aspecto que tendrá el
futuro del narcotráfico. Un tema central de las perspectivas de los gánsteres
mexicanos es su expansión hacia el otro lado de la frontera, pues los hampones
del cártel se están afincando en todo el hemisferio occidental y a orillas del
Atlántico. Algunos temen que el narcotráfico acabe siendo una potencia global.
Pero ¿qué forma adoptará en los demás países? La experiencia demuestra que los
cárteles saben adoptar formas distintas en los distintos lugares donde echan
raíces.
Los cárteles mexicanos han crecido, con la misma ampliación lógica que otras
entidades en el capitalismo. El pastel ha crecido, lo cual permite ganar más
dinero y que aquél siga creciendo. Los cárteles mexicanos, después de reemplazar
a los colombianos y convertirse en las organizaciones criminales más grandes de
América, se han introducido en otros países. No sólo se están abriendo paso en
los débiles estados centroamericanos, así como en Perú y Argentina. También
circulan informes sobre su poder adquisitivo en los frágiles estados africanos, sus
negociaciones con la mafia rusa, incluso sobre su papel en el abastecimiento de
droga a los traficantes de Inglaterra. Pero la expansión que más preocupación ha
despertado es la que se produce en Estados Unidos.
La capacidad del cártel para exportar a Estados Unidos es un tema candente.
Los análisis sobre el avance de los narcotraficantes mexicanos hacia el norte han
inflamado, por lo general sin razón alguna, el debate sobre la inmigración. El
frente xenófobo habla de los trabajadores mexicanos como si fueran un ejército
invasor; y todos ven a los obreros sin papeles como espías potenciales de los
cárteles, que utilizan a las comunidades de emigrantes para ocultar a sus agentes
secretos. La guerra mexicana contra la droga, aducen, es un motivo más para
militarizar la frontera. Los habitantes de los estados fronterizos se indignan por
la posibilidad de que el drama se desborde y los alcance. Si los hampones
decapitan en Juárez, dicen con inquietud, ¿cuánto tiempo transcurrirá hasta que
corten cabezas en El Paso? ¿Es contagiosa la enfermedad mexicana?
En México se argumenta invirtiendo los términos. Una queja frecuente en
boca de políticos y periodistas es que no se detiene a suficientes peces gordos en
el norte. ¿Por qué no sabemos nada de los capos en Estados Unidos?, preguntan.
¿Cómo es que ciertos perseguidos por la justicia mexicana viven tranquilamente
al norte de la frontera? ¿Por qué se ha incitado a México a declarar la guerra a la
droga mientras ésta circula libremente por los cincuenta estados de la Unión?


Los cárteles mexicanos operan sin duda en todo Estados Unidos. En suelo
estadounidense se han producido asesinatos claramente relacionados con ellos.
Pero la violencia de México no ha invadido el norte. En 2011, después de cinco
años de devastación gansteril al sur del Río Grande, la guerra en cuanto tal sigue
sin cruzar la frontera.
Las cifras apoyan este enfoque. Según el FBI, las cuatro grandes urbes con
menor índice de delitos violentos son precisamente San Diego, Phoenix, El Paso
y Austin, que son ciudades de estados fronterizos. Mientras en 2010 había más de
tres mil asesinatos en Juárez, que está a un tiro de piedra de El Paso, en esta
ciudad sólo hubo cinco homicidios, la cantidad más baja en los últimos veintitrés
años. Más al oeste tenemos Nogales (Arizona), una urbe que se alza en el límite
mismo del estado mexicano de Sonora, un territorio clave del cártel de Sinaloa,
en el que no ha dejado de haber tiroteos y montones de cadáveres decapitados.
Pues en 2008 y 2009 no hubo ni un solo homicidio allí. En general, el delito se
redujo en Arizona en un 35 por ciento entre 2004 y 2009, precisamente cuando
estalló la guerra de la droga.1
Los policías estadounidenses tienen una explicación para esta paradoja: ellos.
Mientras los cárteles atacan y sobornan a la policía mexicana, los delincuentes de
Estados Unidos evitan a la policía todo lo que pueden. Como dice el sargento
Tommy Thompson del departamento de policía de Phoenix:

Los cárteles quieren mover la droga por Estados Unidos y ganar dinero
aquí. La policía representa un obstáculo. La mejor táctica de los gánsteres
es llamar poco la atención y alejarse del radar de la policía. Si cometen un
homicidio, la policía caerá sobre ellos. Si atacan a los propios agentes, las
autoridades se subirán por las paredes. Y es dificilísimo sobornar a los
agentes en Estados Unidos.


Los policías estadounidenses tienen buenas razones para hablar así; nadie duda
que son mejores que sus colegas mexicanos en indicar a los maleantes cuál es su
sitio. Pero, por muy duros que sean, no deja de ser significativo que los cárteles
mexicanos no hayan librado guerras de territorio en suelo estadounidense. A fin
de cuentas es su tierra de promisión y el cielo de donde les llueve el maná de los
dólares en negro. Si los capos pelean por Ciudad Juárez, ¿por qué no pelean por
los miles de millones que se gasta en drogas en Nueva York?
Esto puede explicarse siguiendo el rastro de las drogas. El agente de la DEA
Daniel ha seguido cargamentos de cocaína, heroína, cristal y marihuana desde
Tijuana al interior de Estados Unidos. Engañaba a los contrabandistas, de modo
que podía seguir el rastro de la droga hasta los almacenes estadounidenses y
hasta los puntos de distribución. Gran parte del material se ramificaba en San
Diego e iba a parar a casas esparcidas por todo Los Ángeles. Estos escondrijos
son por lo general casas alquiladas en las que hay pocos muebles, montones de
droga y matones vigilándolas. Desde aquí, según averiguó Daniel, la mercancía
podía ir a cualquier parte del país.

A partir de Los Ángeles se fracciona y se dispersa. Puede ir al Medio
Oeste, a Minnesota o a Dakota del Sur. Pero también puede ir
directamente de L.A. a Nueva York, o a Boston, o a Chicago. ¿Por qué?
¿Por qué cree usted? Porque en Los Ángeles un kilo de cocaína podría
valer dieciocho de los grandes. Cuando llegue a Nueva York, valdrá
alrededor de veinticinco. Siete mil de beneficio.

En otras palabras, una vez que llega a Estados Unidos, la droga se mueve por
una complicada red de rutas que abarca todo el país. Nueva York recibe los kilos
de cocaína que han circulado por Tijuana, que han pasado por el cártel de
Arellano Félix, y también ladrillos de cocaína que han pasado por el territorio del
cártel de Juárez y de los Zetas. Los agentes trazan algunos mapas de estos pasillos,
pero parecen nudos de espaguetis y todos los caminos llegan a Nueva York.
Todas las bandas venden sus productos en la Gran Manzana y ninguna afirma
que es su territorio. No es territorio de nadie, aunque es de todos. Y la insaciable
sed de droga de los neoyorquinos convierte la zona en un mercado con extensión
suficiente para mantener esta situación.
Dentro de la red, Los Ángeles es un eje, un importante centro de
redistribución. Parece que los otros ejes fundamentales son Houston (Texas) y
Phoenix (Arizona). Estos centros tienden a recibir droga de los cárteles que
controlan las ciudades fronterizas más cercanas: en Los Ángeles habrá más droga
del cártel de Tijuana, y en Houston más mercancía de los Zetas. Pero no hay
ningún indicio que sugiera que estos cárteles hayan impuesto su monopolio en
estas ciudades. Ni en Los Ángeles ni en Houston se ha visto un nivel significativo
de violencia vinculado con la guerra de cárteles de México. Parece que, una vez
que llega la droga a Estados Unidos, los traficantes ya no se preocupan por quién
más la vende. El conflicto monopolista y toda la violencia se quedan en el lado
mexicano de la frontera.


Una excepción podría ser Phoenix, donde en los últimos años se han producido
secuestros relacionados con la droga. Ciertos comentaristas denuncian que esto
demuestra que la guerra de la droga está arraigando en Estados Unidos. En 2008
hubo 368 secuestros, cifra que convirtió a Phoenix en la ciudad del rapto del
país.2 En México corren rumores de que el cártel de Sinaloa ha reclamado
Phoenix como propiedad exclusiva. La ciudad está a 250 kilómetros de Sonora,
que es el estado fronterizo que controla la mafia sinaloense.
Recorrí la tórrida ciudad de Phoenix en busca de las casas donde habían
tenido lugar los secuestros. Casi todas son grandes bungalós situados en barrios
predominantemente mexicanos. No tardé en descubrir que pocos secuestros
estaban relacionados con la droga: estaban relacionados mayoritariamente con el
tráfico de personas. El pasillo Sonora-Arizona, con el vasto desierto por medio,
es la ruta más frecuentada por los emigrantes sin papeles que buscan el Sueño
Americano. Cuando llegan a Phoenix con la esperanza de hacer fortuna, los
contrabandistas que han contratado piden a las familias mil dólares más, o una
cantidad parecida, antes de dejar libres a los emigrantes.
La extorsión de los emigrantes es un deporte cruel. Las víctimas reciben a
menudo unas palizas tremendas hasta que pagan. Las jóvenes cuentan casos de
violación. Si es el primer contacto con Estados Unidos, la experiencia es
traumática. Pero no tiene nada que ver con el comercio de la droga. Más bien es
un síntoma más de un sistema de inmigración que no funciona y en el que se da
trabajo a los inmigrantes, pero no permisos.
Algunos secuestros, sin embargo, sí están relacionados con la droga. El
sargento Tommy Thompson, un jovial agente de la policía de Phoenix, dice que
tienden a sospechar que hay drogas por medio cuando los rescates son elevados,
cuando oscilan entre los 30.000 dólares y el millón.
—Una persona normal no puede reunir treinta mil dólares en metálico así
como así, y no digamos trescientos mil. Y los secuestradores, con mucha
frecuencia, piden también drogas como parte del rescate.
»A veces aplastan las manos de la víctima a golpes de ladrillo. Pero no vemos
la violencia que hay en México, donde cortan dedos o las manos enteras.
El sargento Thompson me enseña una casa donde ocurrió un secuestro de
esas características. Es una vivienda de ladrillo, de aspecto agradable, con garaje
doble y cancha de baloncesto. El propietario, de nacionalidad mexicana, salía de
la casa aquella noche cuando los gánsteres bloquearon el paso de su coche y le
pusieron una pistola en la cabeza. Los vecinos lo vieron y avisaron a la policía.
(Las autoridades se enteran de estos secuestros más por los vecinos que por la
familia.) La unidad antisecuestro de Phoenix llegó enseguida y los agentes
protegidos con pasamontañas rodearon la zona. Al verse atrapados, los
secuestradores liberaron a la víctima y huyeron. Aunque cabe la posibilidad de
que la víctima sea un traficante, dice el sargento Thompson, el esfuerzo por
salvarlo vale la pena.
—La víctima salió ilesa y eso es lo fundamental. No importa en qué anden
metidas las personas que sufren un secuestro; lo primero y principal es que las
vemos como a víctimas, como a seres humanos.
»Si los secuestradores abren fuego, las balas no distinguen entre víctimas
inocentes y víctimas no tan inocentes, y eso es lo que nos preocupa. Lo que nos
preocupa es que está ocurriendo en nuestras calles.»
La policía de Phoenix no escatima los recursos humanos a la hora de rescatar
a los traficantes de los secuestradores. A veces se han movilizado hasta cien
agentes para rescatar a un secuestrado de una casa. Hacen bien en replicar con
dureza; es mejor atajar un problema atacando inmediatamente que permitir que
empeore. El método de tolerancia cero parece que surte efecto en Phoenix. En
2009, los secuestros descendieron en un 14 por ciento. (Aunque hubo trescientos
dieciocho secuestros, lo cual siempre es preocupante.)3
Sin embargo, aunque reaccionan bien ante el problema, ni la policía de
Phoenix ni la DEA pueden explicar de manera satisfactoria por qué se producen
los secuestros relacionados con la droga. Una hipótesis es que hay pistoleros
independientes a los que les gusta apretar las clavijas a los traficantes. Esto sin
duda explica algunos casos, pero no parece muy probable que los maleantes
tengan el valor suficiente para ordeñar a traficantes vinculados con el cártel de
Sinaloa. Otra hipótesis es que, como la presión policial se traduce en un aumento
de las confiscaciones, los gánsteres secuestran gente para resarcirse de las
pérdidas. Esto último tiene más sentido, aunque las capturas no han aumentado
significativamente en la frontera Arizona-Sonora en los últimos años.
Es revelador que los secuestros se multiplicaran en 2008, cuando los cárteles
se enzarzaron en su guerra civil particular. Puede que signifique que el cártel de
Sinaloa está tratando de afincarse en el principal centro con que cuenta al norte
de la frontera para que los traficantes de allí paguen impuestos. Sea como fuere,
los acontecimientos, afortunadamente, todavía se producen a una escala más
pacífica que en México. La verdad es que la cantidad de asesinatos ha descendido
en Phoenix: en 2008 hubo 167; en 2009, 122.4


Los cárteles mexicanos son los principales abastecedores de drogas de Estados
Unidos. Se calcula que pasan de contrabando el 90 por ciento de la cocaína, la
mayor parte de la marihuana y la metanfetamina que importa el país, y una
cantidad importante de heroína. La DEA hace más de un decenio que lo
reconoce en informes que presenta al Congreso. Menos publicidad se ha dado al
hecho de que los gánsteres mexicanos están ocupando también los peldaños
inferiores de la escala de la distribución. En los últimos cinco años ha habido
cada vez más mexicanos vendiendo droga al por menor en ciudades y pueblos de
Estados Unidos. Se sabe por las detenciones de ciudadanos de nacionalidad
mexicana en posesión de cantidades elevadas de ladrillos de coca, heroína
marrón y cristales centelleantes, sobre todo en el sur. También se están
introduciendo en rincones del país en los que no se habían aventurado hasta
entonces, desde la región de los Grandes Lagos hasta el Medio Oeste. En los
tiempos de Matta Ballesteros, años ochenta, la cocaína al por mayor estaba por lo
general en manos de colombianos, angloamericanos y afroamericanos, pero
ahora lo habitual es que la manejen los mexicanos.
Este curso de los acontecimientos aumenta el dinero que fluye hasta el crimen
organizado mexicano, y es otro factor por el que la guerra de la droga ha llegado
al punto de ebullición al sur de la frontera. Las bandas mexicanas se han
extendido hacia los dos extremos de la cadena de abastecimiento, y ahora están
más cerca de la hoja de coca de Colombia y más cerca de la nariz consumidora de
Estados Unidos. Pero el lento avance del narcotráfico no parece haber tenido
efectos adversos en este último país. El tráfico de drogas sigue siendo el tráfico de
drogas; a nadie le importa si el traficante que vende el ladrillo de a kilo es un
blanco loco por las motos, un pandillero jamaicano o un mexicano. El ladrillo de
cocaína es el mismo.
El estudio más completo de la actividad de los cárteles mexicanos en Estados
Unidos se debe a un organismo gubernamental, el Centro Nacional de
Información sobre Drogas (National Drug Intelligence Center), y data de 2009.5
Recogieron datos suministrados por las policías nacional, estatales y locales de
todo el país, y con esa información trazaron un detallado mapa de las redes del
narcotráfico al norte de la frontera. En el mapa vemos las actividades de los
cárteles en doscientas treinta ciudades y en todos los estados, incluso en Alaska y
en Hawái. En las dos terceras partes del total de las ciudades con presencia de
narcotráfico, dice el informe, se han encontrado nexos con cárteles concretos.
Por ejemplo, el cártel de Sinalona se detectó en Nashville y en Cincinnati, entre
otros lugares, mientras que el cártel de Juárez se localizó en Colorado Springs y
Dodge City. En otras ciudades, en cambio, los agentes no estaban seguros de la
organización para la que trabajaban los gánsteres.
El informe disparó la alarma por la amplitud del radio de acción del hampa
mexicana, pero dejó muchas preguntas sin respuesta. No explica exactamente
qué clase de representación tienen los cárteles en estas ciudades. Y no aclara
cómo se detectaron los nexos con Sinaloa o Juárez. ¿Rastrearon los agentes
ciertas llamadas telefónicas? ¿Recibieron información veraz de determinados
delatores? ¿O se trata de especulaciones? Es preciso saber estas cosas para hacerse
una idea más clara del arraigo real del narcotráfico en Estados Unidos. Porque
una cosa es que el maleante que vende farlopa en Bismarck, Dakota del Norte,
haya comprado por casualidad una partida que perteneció anteriormente al
cártel de Sinaloa. Y otra muy distinta, que el sujeto en cuestión esté en la nómina
del Chapo Guzmán, porque en este caso podemos temer que las despiadadas
técnicas empleadas en México podrían emplearse allí.
Hay otros casos criminales en curso que permiten deducir mejor la conexión
estadounidense del narcotráfico. Uno de los más importantes tiene lugar en
Chicago, sede de un floreciente mercado de la droga y que cuenta con una
arraigada comunidad mexicana. En 2009, un tribunal de Chicago instruyó
diligencias contra altos dirigentes del cártel de Sinaloa, entre ellos el Chapo
Guzmán, acusándolos de estar involucrados, en palabras del fiscal del distrito, en
«la más importante conspiración para la importación de drogas que se ha
conocido en Chicago». Las cifras eran monstruosas. El acta de acusación decía
que el cártel de Sinaloa había pasado de contrabando dos toneladas de cocaína al
mes a Chicago, transportándola luego en camiones con remolque a diversos
almacenes de Illinois. Los gánsteres habían ganado al parecer 5.800 millones de
dólares introduciendo droga en la región durante casi veinte años. Fueron
imputadas cuarenta y seis personas. Entre ellas figuraban sinaloenses, como el
citado Chapo Guzmán, y bastantes estadounidenses, de todas las razas, acusados
de transportar la droga en Illinois.6
En el centro de la presunta conspiración estaban los estadounidenses de
origen mexicano Pedro y Margarito Flores, hermanos gemelos de 28 años en
2009, momento de su detención. Los agentes de Chicago dicen que los hermanos
Flores procedían de una familia numerosa con vínculos ya antiguos con el tráfico
en Little Village y Pilsen, barrios de Chicago. Tenían una barbería y un
restaurante, aunque según el sumario eran también las principales vías de
entrada de las drogas sinaloenses en Chicago.
Los problemas empezaron cuando el cártel de Sinaloa quedó dividido por la
guerra civil en 2008. Mientras el Chapo Guzmán y Beltrán Leyva, el Barbas,
cortaban cabezas en Culiacán, también competían en Chicago por los contactos.
Según las acusaciones, tanto el Chapo como el Barbas presionaron con violencia
a los gemelos para que comprasen la mercancía a uno y no al otro. En medio de
este conflicto, los agentes de la DEA se infiltraron en la red y detuvieron a los
gemelos y a otros que andaban metidos en la conspiración.
Lo interesante es la lucha de los capos sinaloenses por monopolizar a los
hermanos Flores en calidad de clientes. Los hermanos Flores compraban drogas
a los sinaloenses, pero no trabajaban para ellos; eran sus clientes, no empleados
suyos. Además, los hermanos Flores, siempre según los documentos del juzgado,
vendían las drogas, pero no pagaban a nadie para que las moviera. Como dice la
acusación:

La Banda Flores, a su vez, vendía la cocaína y la heroína por dinero en
efectivo a clientes mayoristas del área de Chicago, así como a otros
clientes de Detroit, Michigan; de Cincinnati, Ohio; de Filadelfia,
Pensilvania; de Washington, D.C.; de Nueva York; de Vancouver,
Columbia Británica; de Columbus, Ohio; y de otros lugares. Además, los
clientes mayoristas de estas ciudades distribuían la cocaína y la heroína a
otras ciudades, entre ellas Milwaukee, Wisconsin.

La conspiración pone de manifiesto más una cadena de venta que una
organización vertical. Puede que los gánsteres de Chicago trabajaran con el cártel
de Sinaloa, pero eran una entidad aparte. Actuaban según la táctica del crimen en
Estados Unidos, es decir, matar ocasionalmente y romper algunos huesos, pero
no según la táctica criminal mexicana, que gusta de eliminar a familias enteras y
de abrir fosas comunes. Por fortuna, no se han visto cerca de Chicago bandas de
cincuenta sicarios armados con lanzacohetes y Kaláshnikov. No todavía.


Al nivel de la calle —la venta al por menor de papelinas de coca y bolsitas de
hierba—, no hay ningún indicio de que los cárteles mexicanos acechen en las
esquinas de Estados Unidos. Esto podría parecer poco claro. Sin duda se detiene
a mexicanos vendiendo droga por todo el país, y es evidente que esa droga ha
pasado por México. Esto es exacto. Pero lo que interesa vender a los cárteles
mexicanos en Estados Unidos es mercancía al por mayor. Al Chapo Guzmán no
le interesa vender unos gramos a un yonqui en una calle de Baltimore; está
demasiado ocupado ganando miles de millones con el tráfico de drogas por
toneladas.
La venta al por menor está en manos de una serie variopinta de individuos,
desde universitarios que venden bolsitas de cogollos en los dormitorios de
Harvard hasta pandilleros que trapichean con crack en Nueva Orleans. Al igual
que casi todos los traficantes del peldaño más bajo, los camellos, profesionales o
improvisados, no tienen la menor idea de dónde viene el producto, más allá del
proveedor local que les vende las bolsas.
Sin duda hay mexicanos, y estadounidenses de origen mexicano, enrolados en
este ejército de camellos callejeros, y su número ha aumentado en los últimos
años. Se ha hablado mucho de los inmigrantes que venden metanfetamina a los
trabajadores que tienen que aguantar largos turnos en las fábricas de comida en
conserva. Y se ve a mexicanos vendiendo droga en las esquinas de las ciudades,
desde San Francisco hasta Queens. Pero todos los indicios sugieren que forman
parte de pandillas locales o que venden a título individual, no que estén
jugándosela a los cárteles o recibiendo dinero de ellos.
Jacobo Guillén, el mofletudo adicto a la metanfetamina, vendía cristal en el
este de Los Ángeles. Su experiencia confirma que el narcotráfico mexicano no ha
llegado al nivel de la calle. No tenía ningún contacto con los cárteles, dice. Por el
contrario, trabajaba para la banda estadounidense llamada Mafia Mexicana. A
pesar de su nombre, se encuentra al norte de la frontera, surgió en las cárceles
estadounidenses y allí tenía su base. Obviamente, está dirigida por personas de
ascendencia mexicana. Como dice Jacobo: «Yo vendía el cristal y todas las
semanas pagaba a la Mafia Mexicana. Si no lo hubiera hecho, habría estado en
serios problemas. Los jefes de la Mafia Mexicana están en prisión, pero su mano
llega a la calle y pueden matar a gente.
»Cuando fui a México, fue completamente distinto. Todos los vendedores de
Tijuana tenían que pagar una cuota al cártel. En México, el cártel controla el
tráfico y la venta callejera.»
Puede que algunos piensen que es una diferencia formalista. Mafia Mexicana
o cártel de Sinaloa, los dos son organizaciones criminales que venden
estupefacientes y cometen asesinatos. Pero la diferencia es muy real. El cártel de
Sinaloa es un complejo paramilitar delictivo que se ha transformado en medio de
la inestabilidad de México; la Mafia Mexicana es una banda carcelaria y callejera
que se ha nutrido de las realidades de Estados Unidos. El cártel de Sinaloa puede
eliminar a mandos veteranos de la policía y dejar veinte cadáveres amontonados;
la Mafia Mexicana sólo entiende de apuñalamientos en el patio de la cárcel y de
tiroteos de barrio con pistolas.
Casi toda la violencia de la droga en Estados Unidos es fruto de peleas
territoriales por controlar las esquinas de esas calles. Hay en esto una lógica que
salta a la vista: las esquinas son territorio físico, demasiado pequeño para dos
bandas. Los asesinatos que se cometen en Baltimore, en Chicago, Detroit, Nueva
Orleans, Los Ángeles y otras ciudades son resultado de las peleas por estos bienes
inmuebles. Y en ellos están implicadas muchísimas pandillas callejeras. Pero los
cárteles mexicanos propiamente dichos aún no se han rebajado a estas trifulcas.
¿Para qué? Sus drogas van a parar a quien venza. Si los cárteles mexicanos
intervinieran alguna vez en la política de las esquinas de Estados Unidos, el
resultado sería catastrófico, y eso es lo que se teme.


La pesadilla que sería que el narcotráfico interviniera en la guerra de pandillas de
Estados Unidos está empezando a materializarse en el estado de Texas, que limita
con media frontera mexicana. El desbordamiento tiene dos frentes: el pasillo
central de El Paso-Juárez, y 1.500 kilómetros al este, junto al golfo de México.
En El Paso, los vínculos entre las calles estadounidenses y los señores
mexicanos de la droga se han reforzado con el crecimiento de la banda Barrio
Azteca. A diferencia de otras bandas chicanas, ésta ha establecido una sólida
relación con los cárteles y se ha convertido en una auténtica organización
transfronteriza.
La banda Barrio Azteca fue fundada, en los años ochenta, por hampones de El
Paso encerrados en la prisión de Cornfield, una institución de alta seguridad de
Texas. Se juntaron para que los reclusos de El Paso, llamado afectuosamente
Chuco Town, pudieran defenderse de otras bandas carcelarias como la Mafia
Mexicana, que tiene raíces californianas. Golpeaban, apuñalaban y estrangulaban
a los bravucones que los trataban con desprecio, y también ellos acabaron
intimidando a los demás.
A semejanza de la Mafia Mexicana, la banda Barrio Azteca saltó a las calles.
Cobraban impuestos de los traficantes, y conforme los miembros encarcelados
eran puestos en libertad, adquirieron una fama terrible por la violencia que
ejercían en el exterior, por ejemplo poniendo precio a la cabeza del enemigo, un
procedimiento llamado luz verde. A fines de los años noventa tenían más de mil
miembros repartidos entre las penitenciarías y ciudades de Texas, y ganaban
millones de dólares con las drogas. Entonces se dieron dos pasos decisivos:
Barrio Azteca formó células al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez, y se
pusieron a negociar directamente con el cártel de Juárez.
El crecimiento del Barrio Azteca al sur del Río Grande está en estrecha
relación con la particular comunidad transfronteriza de la zona. El Paso y Ciudad
Juárez son en muchos aspectos una sola comunidad, con familias, amigos,
empresas —y pandillas— a horcajadas sobre la divisoria. Por si esto no bastara,
algunos mexicanos sin papeles se integraron en el Barrio Azteca cuando fueron a
dar con sus huesos en las cárceles texanas. Cuando cumplían la condena, eran
deportados a Juárez, donde proseguían la actividad de la banda. Estos conversos
reclutaban a nuevos miembros entre las crecientes pandillas callejeras y en las
cárceles municipales y del estado (donde el Barrio Azteca controla ya un ala
entera).
Los miembros del Barrio Azteca hacía tiempo que vendían droga movida por
el cártel de Juárez. Al tener más poder, establecieron con el cártel una alianza
más firme. Un miembro del Azteca llamado Diablo describió este pacto en la
televisión estadounidense: «El cártel vio que estábamos trabajando mucho allí. Y
entonces nos propusieron que fuéramos una especie de delegación».7
Luego contó que el Barrio Azteca empezó a comprar kilos de cocaína
directamente al cártel, a menos precio, y que a cambio pasó al sur alijos de fusiles
de asalto, comprados en armerías de Texas. Además, si el cártel de Juárez
necesitaba alguna operación intimidatoria o violenta en Estados Unidos, dijo
Diablo, avisaba al Barrio Azteca.
Cuando el cártel de Sinaloa irrumpió en Juárez, en 2008, se llamó al Barrio
Azteca para que acudiera a defender el fuerte. Se cree que han participado en
algunas de las matanzas más brutales producidas al sur de la frontera. Como las
investigaciones de la policía de Juárez están llenas de agujeros, es imposible saber
con exactitud cuántos asesinatos cometió el Barrio Azteca entre los seis mil que
se perpetraron en la ciudad, aunque el número es considerable.
Casi todo este derramamiento de sangre se ha producido al sur de la frontera.
Pero hay una creciente cantidad de víctimas de nacionalidad estadounidense. En
la entrevista que le hicieron en televisión, Diablo cuenta que la banda suele
secuestrar a gente en El Paso y la lleva al sur para matarla allí. Un asesinato
cometido en Texas recibe una investigación aparatosa, mientras que en Juárez no
pasa de ser uno más entre los diez diarios que se cometen. México ha pasado a
ser un campo de ejecuciones para los psicópatas de Estados Unidos. En Juárez,
según Diablo, el Barrio Azteca suele torturar y matar a sus víctimas delante de un
jaleante coro de miembros de la banda. Como explica Diablo: «Hacemos un hoyo
en tierra, echamos unas brazadas de arbustos y gasolina. Le damos al cabrón una
paliza de muerte, luego lo tiramos al hoyo y encendemos la hoguera. Unas veces
el cabrón muere, aunque no siempre se da el caso. Otras se queda ardiendo y se
le oye gritar, y encima huele mal el hijo de puta, como cuando se quema la carne
humana. La primera vez que vi una hoguera de ésas, no pude dormir durante un
tiempo».
Los robotizados funcionarios del Departamento de Estado tampoco pudieron
dormir cuando se enteraron de un feroz ataque del Barrio Azteca: en marzo de
2010 la banda mató a tres personas vinculadas con el consulado de Estados
Unidos en Juárez. Los infames asesinatos se cometieron con un intervalo de
varios minutos durante el ataque que sufrieron dos vehículos que abandonaban
una fiesta que se celebraba en casa de un miembro del personal del consulado. En
un coche iba el marido de una empleada mexicana del consulado; en el otro, una
empleada estadounidense y su marido, funcionario de prisiones de Texas; esta
segunda mujer estaba embarazada, y el primer hijo de la pareja, que tenía siete
meses, presenció el asesinato de sus padres desde el asiento trasero.8
Estos crímenes estremecieron al cuerpo diplomático de Estados Unidos
destacado en México y, debido a las presiones, los soldados mexicanos no
tardaron en detener a los presuntos agresores. Mientras tanto, los agentes del FBI
detenían a docenas de miembros del Barrio Azteca en El Paso. A pesar de todos
aquellos mazazos contra la organización, la policía no pudo dar una explicación
concluyente del triple crimen. ¿Se atentó contra la funcionaria porque tardaba en
conceder visados para personal del cártel? ¿O el objetivo era el marido porque
había molestado de alguna forma a los Aztecas encerrados en Texas? ¿Y si la
finalidad era advertir a los agentes antidroga de Estados Unidos? ¿Y si los
asesinos se equivocaron de personas?
Fuera como fuese, el mensaje habló muy claramente del peligro que
representaban el Barrio Azteca y su alianza con el cártel de Juárez. Ésta es otra
preocupación que puede enturbiar el futuro: la posibilidad de que haya más
bandas transfronterizas que vinculen a los cárteles con las calles de Estados
Unidos, y de que las bandas estadounidenses adopten más tácticas brutales,
propias de los narcotraficantes.


Ochocientos kilómetros más al este, en Laredo, otro cártel ha tenido la sangre
fría de cometer atentados de tipo ejecución en suelo estadounidense. Aunque los
gánsteres, por regla general, procuran no acercar el barco a la orilla norte del río,
los responsables de los asesinatos cometidos en el este de Texas pertenecen al
mismo ejército de psicópatas que ha infringido todas las normas en México: los
Zetas.
Estos cinco asesinatos de los Zetas llamaron la atención pública en mitad de
un sonado proceso que se celebraba en 2007. Durante la vista previa se
escucharon las grabaciones realizadas en un teléfono intervenido y en ellas se oyó
a los reclutas Zetas, de origen estadounidense, planear varios homicidios; los
mismos encausados confesaron luego en el banquillo la brutalidad de sus
técnicas. Entre los condenados estaba Rosalio Reta, pistolero de 17 años, natural
de Houston. Personaje descarado, repulsivo y con tatuajes en la cara, Rosalio
confesó haberse unido a los Zetas con 13 años y haber cometido su primer
homicidio por aquellas fechas. Alegó haber sido adiestrado por antiguos
elementos de las fuerzas especiales en un campamento de Zetas en México y
haber cometido un sinfín de asesinatos a ambos lados de la frontera. Los agentes
creen que estuvo implicado en unos treinta homicidios, aunque fue condenado
únicamente por dos y sentenciado a cuarenta años de prisión.9
Rosalio y otros declararon que los Zetas habían organizado células de tres
hombres en Laredo y Dallas. A los reclutas se les pagaba un sueldo base de 500
dólares semanales, y las células recibían entre 10.000 y 50.000 por cada atentado.
Desde luego se cobraba más que por matar en México, pero también es verdad
que el mercado laboral de Estados Unidos era más rentable. Los reclutas se
hospedaban en casas de 300.000 dólares y tenían coches nuevos. Rosalio hablaba
de aquellos extras como de un gran incentivo para un adolescente que había
salido del arroyo.
Los motivos de los asesinatos de Texas fueron confusos y no acabaron de
entenderse. Parece que se preparó la muerte de un hombre porque salía con una
chica que interesaba al jefe de los Zetas; los sicarios se equivocaron al principio y
mataron al hermano del objetivo, luego, unos meses después, mataron a éste.
Otra víctima era miembro de una banda local que había enfurecido a los Zetas.
Otro era un pistolero que por lo visto se había pasado a los sinaloenses.
Los homicidios se perpetraron más o menos al estilo de los cárteles en
México. Los sicarios siguieron a las víctimas, las esperaron emboscados y les
dispararon cuando salían de un restaurante de comida rápida o iban andando
desde el coche hasta su casa. Los homicidas fueron menos aparatosos de lo que
era normal al sur del río, les dispararon sólo unos cuantos tiros y directamente al
cuerpo, no regaron la calle con una lluvia de trescientos proyectiles. Pero
hicieron ruido más que de sobra para la policía de Estados Unidos. Los agentes
de Laredo trabajaron con la DEA y otros organismos nacionales para
desmantelar las células, además de detener a los Zetas, acusados por asuntos de
droga y dinero.
El resultado fue una serie de procesos, después de los cuales no ha habido en
Texas, oficialmente al menos, más atentados de los Zetas, y el índice de
asesinatos en general es bajo. Puede que los Zetas hayan aprendido la lección de
que amontonar cadáveres en Estados Unidos se paga caro. O quizá sea que no
nos hemos enterado todavía de la comisión de otros homicidios. Pero si ha
ocurrido una vez, podría repetirse. La proliferación de células de sicarios Zetas en
Estados Unidos sería realmente una pesadilla.


Otras naciones más pobres y más débiles no han podido contener la violencia de
los cárteles mexicanos. En Guatemala, los Zetas han organizado matanzas tan
terribles como las de la madre patria, sobre todo en la selva del otro lado de la
frontera sur de México. El Gobierno guatemalteco replicó declarando la ley
marcial en la zona en diciembre de 2010 y apoderándose de un campamento de
entrenamiento con un arsenal de quinientas granadas. En represalia, los Zetas
han librado batallas sangrientas con el ejército, y están entre los sospechosos de
haber colocado un autobús bomba que mató a siete personas en la capital en
enero de 2011.
Ejército de jóvenes pobres del campo, los Zetas están en su elemento en
Guatemala, y han conseguido que multitudes ingentes de guatemaltecos se unan
a sus filas y a su causa. Estas células Zetas no sólo protegen las rutas de la droga,
sino que también establecen sus propias franquicias para vender y extorsionar,
como en México. Mientras que la mayoría de las empresas legales mexicanas han
sido incapaces de explotar el mercado centroamericano, Industrias Narco tiene
sólidas aspiraciones internacionales.
Estos objetivos globales permiten llegar lejos a los cárteles mexicanos. Se ha
detectado la presencia de maleantes mexicanos en campos tan alejados como
Australia, África e incluso Azerbayán. A menudo, las excursiones son para
comprar ingredientes que necesitan los laboratorios de drogas, sobre todo
seudoefedrina y efedrina, para fabricar cristales de metanfetamina. En 2008, en
una operación patrocinada por la ONU, la Operación Ice Block, fueron
aprehendidos en todo el mundo cuarenta y seis cargamentos ilegales de las
referidas sustancias; la mitad se dirigía a México. Los países de origen eran, entre
otros, China, la India, Siria, Irán y Egipto. Un cargamento de efedrina confiscado
cuando salía de Bagdad iba destinado al hampa mexicana.10
En muchos casos, los cargamentos de productos químicos hacen escala en el
oeste de África antes de cruzar el Atlántico. Las empobrecidas naciones africanas
de esta antigua costa de los esclavos se vienen utilizando de manera creciente
como trampolín de los criminales internacionales de diferentes pelajes; los
colombianos también rebotan en ellos para colar cocaína en Europa. Guinea-
Bissau —el quinto país más pobre del mundo, donde no hay red eléctrica
nacional y el salario medio es de un dólar al día— es uno de los más lamentables
Estados capturados. Los gánsteres latinoamericanos podrían comprar el país por
cuatro cuartos. Los Gobiernos poderosos tienen que esforzarse más para
defender a estas naciones, y el crecimiento del narcotráfico en estos delicados
rincones despunta en el horizonte.


Empotrada entre Colombia y México, la tórrida y tropical Honduras ha sido
desde hace mucho una importante escala para los transportes de cocaína. Juan
Ramón Matta Ballesteros dirigía su imperio allí en los años ochenta, mientras la
contra nicaragüense, parcialmente financiada por la cocaína, se entrenaba en sus
tierras. Honduras fue llamada «república bananera» en 1904, en un libro del
norteamericano William Sydney Porter que hablaba del poder de las compañías
fruteras extranjeras. Los bananeros todavía dominan la economía local y el país
avanza a trancas y barrancas, con la mitad de la población sumida en la pobreza,
una inestabilidad política que dio lugar a un golpe de Estado en 2009, y con uno
de los peores niveles de violencia de todo el globo. Pan comido para los cárteles
mexicanos.
El general Julián Arístides González era el funcionario hondureño que más
sabía del crecimiento del narcotráfico en su país. Militar de mandíbula cuadrada,
González dejó el ejército en 1999 para integrarse en la Dirección Nacional para la
Lucha Contra el Narcotráfico, de la que luego fue titular, una especie de zar
antidroga. Hablé con él en diciembre de 2009, en su despacho, entre montones
de mapas y 140 kilos de cocaína decomisada descansando junto a su escritorio.
Tenía los modales rígidos de los militares, pero fue uno de los funcionarios
antidroga de Latinoamérica más francos y abiertos con quienes he tenido ocasión
de hablar. En los últimos diez años, según me dijo, la creciente presencia
mexicana en Honduras había sido espectacular.
—Es como si quisiéramos detener la subida de la marea. Arrestamos
criminales, decomisamos toneladas de cocaína, pero siguen llegando con mucho
dinero y mucha fuerza. Estamos librando una batalla cuesta arriba.
Los gánsteres mexicanos, prosiguió, han comprado muchas tierras en
Honduras, sobre todo en la selva, en las montañas y en la costa, donde apenas
hay habitantes. Las adquisiciones blanquean dinero al mismo tiempo que
proveen de lugares de almacenaje y tránsito para la cocaína. González me enseñó
fotos y mapas de una de estas narcopropiedades, incautada por la policía. Era
una antigua plantación bananera situada en el interior de la jungla, con edificios
coloniales y todo, y miles de hectáreas de terreno. Los hampones construyeron
una pista de hormigón en la plantación para que aterrizaran allí los aviones
cargados con oro blanco.
Los hombres de González detuvieron docenas de aviones. Se trataba sobre
todo de monomotores ligeros como los usados por el cártel de Sinaloa. Pero los
gánsteres tenían también aviones de más fuste para cargar muchas toneladas de
cocaína. Además de despegar de Colombia, muchos transportes de cocaína
despegaban igualmente de Venezuela, dijo González. Los guerrilleros de las
FARC cruzaban la selva y se adentraban en Venezuela para emprender vuelos
que evitaran las defensas aéreas de Colombia, que eran más modernas. Estas
acusaciones han contribuido a ensanchar el abismo político que separa a la
izquierda y la derecha en Sudamérica. Los conservadores utilizan el tema de la
droga para atacar al dirigente izquierdista Hugo Chávez. El agitador Chávez
replica que la CIA ha estado en connivencia con los traficantes de cocaína
durante décadas.
Pero al margen de quién saque la cocaína de Colombia, quienes reciben los
paquetes de miles de millones de dólares son los mexicanos. El cártel de Sinaloa
había estado especialmente activo en Honduras, dijo González, entre rumores de
que el Chapo González había pisado el país.
—Oímos de varias fuentes que estaba por acá. Tratamos de concentrarnos en
él, pero no pudimos localizarlo. Quizá nunca estuvo. Quizás esté ahora.
González sonríe. Otras bandas han querido establecer una cabeza de puente
en el lugar, incluso los Zetas, incluso los predicadores que cortan cabezas: La
Familia. Cuando las bandas mexicanas rivales tropiezan en Honduras, dijo
González, se lían a tiros.
Los gánsteres mexicanos subcontratan a maleantes locales para apoyar sus
operaciones, prosiguió el general. Para asegurarse el dominio de estos
empleados, «ejecutan» a todo el que se sale de la fila, inaugurando así otro
pretexto para derramar sangre. Los capos mexicanos también trabajan con las
bandas criminales propiamente hondureñas, a saber, la Mara Salvatrucha y
Barrio 18. Los maleantes hondureños distribuyen en el mercado local grandes
cantidades de droga de los cárteles, prosiguió González, aunque también hacen
de asesinos a sueldo. Se cree que algunas matanzas perpetradas en los últimos
años por la Mara y el 18 se han cometido por orden de los criminales mexicanos.
—Los de la Mara ya son violentos de por sí, son un auténtico problema social.
Pero cuando tienen detrás organizaciones internacionales como los mexicanos,
son mucho más peligrosos. Ésa es la amenaza que tenemos para el futuro: que los
criminales de aquí se organicen más, que estén mejor armados, y entonces serán
un verdadero problema.
Hablé con el general González un jueves. El martes siguiente, ya en México,
recibí un telefonazo mientras desayunaba. González había sido asesinado. Había
llevado a la escuela a su hija de 7 años, acababa de amanecer y unos sicarios
fueron por él. Iban en moto, se pusieron al lado de su coche y le dispararon once
veces; recibió siete proyectiles.11
Los fiscales no hicieron detenciones por aquel homicidio. Tenía la marca de
los sicarios colombianos, que siempre agredían en moto, pero ¿quién sabe?
González había celebrado el lunes una conferencia de prensa, reiterando la
acusación de que las FARC transportaban cocaína desde Venezuela. Pero había
resultado muy molesto para muchas personas durante los diez años que había
estado deteniendo traficantes; también dijo que en 2008 había recibido amenazas
de muerte y no sabía de quiénes.
A pesar del peligro que corría, nunca tuvo guardaespaldas. Preguntaron sobre
esto a su viuda, Leslie Portillo, durante el funeral.12 Con los ojos llenos de
lágrimas, la señora Portillo replicó que siempre le había pedido que se protegiera,
pero nunca le hizo caso.
—Yo le preguntaba: «¿Es que no vas a tener seguridad?» Él me respondía: «Mi
seguridad es Dios, que camina a mi lado».
15

Diversificación

La ruindad de los hombres malos también obliga a los buenos a tomar


medidas para su propia protección. [...] En estas condiciones no hay lugar
para el trabajo productivo porque el resultado es incierto, [...] ni para la
vida social; y lo que es peor de todo, el miedo continuo y el peligro de
morir violentamente; y la vida del hombre, solitaria, pobre, repugnante,
embrutecida y breve.

Thomas Hobbes, Leviatán, 1651

V eo el vídeo que ha filtrado a la prensa un jefe de policía. Me produce


pesadillas. Es la filmación más turbadora que he visto en mi vida. Es peor que ver
cadáveres acribillados a balazos en el asfalto; cabezas cortadas y amontonadas en
público; las imágenes de Zetas con pasamontañas disparando en la cabeza a sus
prisioneros. Es peor que escuchar a los matones cuando hablan de decapitar
víctimas, que oír los impactos de los disparos que resuenan en las calurosas
calles. Y en la película en cuestión no hay asesinatos ni tiroteos ni mutilaciones.
Pero hay crueldad pura.
La cámara enfoca a un chico sentado con las piernas cruzadas en una
alfombra gris, delante de una cortina blanca. Tiene unos 13 años y parece
raquítico, huesos y pellejo. Está desnudo, una venda blanca le cubre los ojos y la
nariz, y tiene las manos atadas con un cordón eléctrico. Ha abatido la cabeza y
tirita, evidenciando un grave sufrimiento. Una voz en off gruñe: «Empieza». El
chico habla. Su voz adolescente tiembla, revelando un dolor más allá del llanto.
—Mamá. Dales el dinero. Saben que tenemos aquí la consultora y tres
propiedades. Por favor, o me cortarán un dedo. Y saben dónde vive tía
Guadalupe. Por favor. Quiero irme, mamá.
La voz áspera vuelve a oírse en off:
—¿Sufres o estás a gusto?
—No —dice el chico con voz suplicante—. Sufro.
Entonces empieza la paliza. El torturador le da patadas en la cabeza. Luego lo
azota con un cinturón. Vuelve a darle patadas en la cabeza. Acto seguido, gira al
chico desnudo para que se vean las magulladuras que tiene en la espalda, y
golpea las heridas con el cinturón. Es insoportable. La paliza prosigue. El chico
pide misericordia, jadea, gime y dice: «No, no, no». Mientras golpea, el
torturador habla, dirigiéndose a la madre a la que enviará el vídeo.
—¿Esto es lo que quieres, puta? Te lo advierto, es el principio del fin. De ti
depende hasta dónde lleguemos. El siguiente paso será un dedo. ¿Es lo que
quieres? Todo depende de ti. Quiero seis millones de pesos.1


No me atrevo ni a imaginar el sufrimiento de la madre o el padre del muchacho
al ver este vídeo. No me atrevo ni a imaginar el daño físico y psicológico que
sentirá un inocente chico de 13 años.
México posee una fuerte cultura familiar. Los padres suelen mimar a sus hijos
hasta un punto que jamás he visto en la fría Inglaterra. Si sale de noche una chica
de 20 años, los padres esperarán despiertos hasta que vuelve a las cuatro de la
madrugada. Un tío va al hospital con un tobillo dislocado, y al cabo de unas
horas hay veinte parientes en la puerta para saber si está bien. Hay mucho amor
familiar. Cuesta entender que en esta misma cultura haya hombres tan crueles
como para explotar ese amor. Porque así es como funcionan los secuestros cuyo
objetivo es el rescate. Impulsa a la gente a dar todo lo que ha ganado para que
cese el dolor de la persona querida.
También los mexicanos encuentran difícil de entender esta crueldad. Cuando
se cuentan estas atrocidades, la gente suele responder con furia. Cuando se
detuvo a cierta banda de secuestradores, por ejemplo, la página web del periódico
El Universal, el más vendido de México, recibió comentarios como éstos:
«Un balazo en la cabeza. Son basura que no merece vivir.»
«Deseo que les alcance la divina providencia porque es el único castigo que
podemos esperar.»
«Escoria. Cuélguenlos de los árboles.»
«Córtenlos en pedazos y dénselos a los perros.»


Estas llamadas a la venganza violenta son comprensibles. La gente se siente
frustrada e impotente. El secuestro para pedir un rescate es el más cruel de los
delitos, y con el recrudecimiento de la guerra de la droga, la cantidad de raptos se
ha disparado. Un estudio del Gobierno mexicano revela que entre 2005 y 2010
los secuestros de que se tiene noticia han aumentado el 317 por ciento.2 En 2010
hubo una media de 3,7 secuestros diarios, unos 1.350 en todo el año. Los medios
policiales dicen que por cada secuestro denunciado hay por lo menos diez sin
denunciar, porque los secuestradores dicen que si la policía se entera, el rehén
sufrirá las consecuencias. Muchísimas familias han padecido secuestros. Por
muchas razones, México se ha convertido en el lugar del planeta donde más se
comete este delito.
La cronología de esta explosión de violencia no es casual. Muchos hampones
vinculados con los cárteles de la droga están implicados en secuestros. La más
infame banda de traficantes que practica el secuestro a cambio de rescate es la de
los Zetas. Mientras chocan violentamente con la policía y los militares para
proteger camiones llenos de cocaína, también sonsacan millones a familias
angustiadas. Cuando se tiene un ejército privado tan temible y con tantas armas,
el secuestro es una fácil actividad suplementaria.
Pero el secuestro es sólo una de las vertientes de la diversificación de los
Zetas. También se han dedicado a la extorsión de bares y discotecas; exigen
impuestos a los comercios; recaudan dinero de las redes de prostitución; roban
coches; roban petróleo crudo y gasolina; recaudan dinero del tráfico de
emigrantes; e incluso piratean con su propio sello los DVD de los últimos éxitos
de taquilla. Etiquetas como «organización narcotraficante» resulta insuficiente ya
para describir a los Zetas; ahora son un complejo delictivo paramilitar.
La diversificación del narcotráfico ha sido rápida y dolorosa para México.
Como me dijo un periodista en Juárez: «Hasta 2008 sólo habíamos oído hablar
de pagar por protección en las viejas películas de Al Capone. Y, de pronto, a
todos los establecimientos de la ciudad les piden una cuota». Al igual que
muchos otros rasgos de la guerra de la droga, los cárteles no tardan en copiarse
estas tácticas entre ellos mismos. Si un mes los Zetas extorsionan a los comercios,
al mes siguiente corre la noticia de que La Familia recibe dinero a cambio de
protección; y al mes siguiente la que extorsiona es la organización de los Beltrán
Leyva. Es una progresión lógica. Cuando unos gánsteres ven lo que sus rivales se
están llevando y cuánto consiguen, quieren una parte del botín. La
diversificación del delito se ha convertido en una nefasta tendencia de los cárteles
de la droga. Señala un siniestro futuro para las comunidades mexicanas.


El crimen organizado tiene dos funciones básicas: puede ofrecer un producto que
el comercio legal no puede proporcionar; y puede robar o extorsionar. La
primera categoría engloba la venta de drogas, la prostitución, los artículos pirata,
el juego, las armas, el tráfico de inmigrantes. La segunda comprende el secuestro,
el robo de cargamentos, el robo de vehículos, los atracos a los bancos.
La primera categoría es la menos perjudicial para la economía. Con las
drogas, las prostitutas y el juego, los mafiosos al menos están vendiendo un
producto y mueven dinero. Las extorsiones y los secuestros, en cambio,
aterrorizan a la comunidad, ahuyentan a los inversores y arruinan el negocio. La
asociación de comerciantes de Juárez nunca se quejó mucho por las toneladas de
estupefacientes que circulaban por la ciudad ni por los miles de millones de
narcodólares que entraban. Pero cuando los gánsteres empezaron a extorsionar a
los empresarios, pidieron a las Naciones Unidas que mandara a los cascos azules
para controlar la situación.3 La extorsión afecta a los bolsillos. A nivel personal, el
paso de la droga al secuestro y a la extorsión es aterrador para la comunidad y
siembra la tensión en las redes sociales de un país ya sobrecargado de problemas.
Todos empiezan a temer la posibilidad de que cualquiera —el vecino, el
mecánico, el compañero de trabajo— pase información a una banda de
secuestradores. Se crea un clima de miedo y paranoia.


María Elena Morera es una destacada activista antisecuestro que ha crecido en
medio de la ola delictiva que inunda México. Ella y otras personas como ella
dirigen un movimiento ciudadano que trata de acabar con esta plaga de raptos y
delitos antisociales. Hasta el momento han fracasado. Pero podrían ser la clave
para resolver el problema del delito en el futuro.
María dice que nunca ha querido ser una figura pública. Nacida en 1958 de
padres catalanes, es alta y rubia, estudió odontología y se ha pasado la vida
arrancando muelas alegremente y compartiéndolo todo con su marido y tres
hijos que gozan de buena salud. Pero en el año 2000 su vida dio un giro
copernicano. Un día su marido no volvió del trabajo. Lo llamaba al teléfono
móvil y no respondía. Llamó a la empresa donde trabajaba, pero nadie lo había
visto. Hasta que recibió la temida llamada, la voz ronca que le confirmaba sus
peores sospechas: habían secuestrado a su marido.
—No hay palabras para describir el dolor en un momento así. Es como
cuando ocurre algo y no puedes creer que sea verdad, no puedes creer que te esté
ocurriendo a ti. Pero ha ocurrido y has de hacer de tripas corazón.
Me está contando esta experiencia años después. La ha contado ya muchas
veces, pero aún sufre cuando la evoca. En su rostro se percibe la angustia, su voz
tiembla y consume media cajetilla de tabaco mientras habla. La pesadilla fue
interminable. Los secuestradores atemorizaron al marido, un empresario, para
que la familia pagase un rescate de millones de dólares que no tenía. Dijeron a la
mujer que recogiera un paquete en la cuneta de una carretera. Ella acudió al
lugar y encontró un sobre. Dentro había un dedo cortado desde el nudillo, el
dedo corazón del marido. Una semana más tarde recibió otro dedo; luego otro;
luego otro. ¿Cómo se puede afrontar una situación así?, le pregunto. ¿Cómo
puede recuperarse nadie?
—Nunca te recuperas de una cosa así —dice despacio—. Sigues recordándolo
toda la vida. Te cambia. Mata una parte de ti. Era incapaz de concebir lo que
estaría pasando mi marido. Te sientes culpable. Te quema por dentro.
María hizo lo que la mayoría teme hacer: acudió a la policía. Presionó a los
agentes para que se movilizaran, trabajó con ellos en la localización de llamadas y
de la banda. Cuando el marido llevaba ya veintisiete días secuestrado, la policía
nacional lo localizó y entró en la casa. Se detuvo a varios miembros de la banda,
incluido un médico contratado para cortar los dedos. Y liberaron al hombre.
Pero las secuelas eran imborrables y ha tenido que seguir viviendo con ellas.
Los padecimientos no acabaron aquí. El marido se mostraba retraído y
distante y no quiso someterse a terapia. María se dio cuenta de que tampoco ella
podía reanudar su vida normal. Lo único que veía sensato era luchar contra
aquella aflicción, impedir que otros pasaran por el mismo sufrimiento. Se integró
en el grupo México Unido Contra la Delincuencia y acabó siendo presidenta.
Recogió testimonios de personas que habían sido secuestradas, violadas y
violentadas y les proporcionó ayuda psicológica y legal. También elaboró
estadísticas para que se conociera la gravedad del problema. El marido de María
apareció en un anuncio para apoyar la campaña. Viste un polo blanco y está de
cara a la cámara.
—Cuando mis secuestradores me cortaron el primer dedo, sentí mucho
dolor. Cuando me cortaron el segundo, sentí miedo. Cuando me cortaron el
tercero, me dio rabia. Y cuando me cortaron el cuarto, me llené de fuerza para
exigirles a las autoridades que no mientan, que trabajen y salven a nuestra ciudad
del miedo. Si les tiemblan las manos, tengan, les presto las mías.
Levanta las manos y las acerca a la cámara. A la derecha le falta el meñique; a
la izquierda le falta el meñique, el anular y el corazón. Los muñones que quedan
son de tamaño desigual, son un retrato de la crueldad.
Otra activista, Isabel Miranda de Wallace, llevó la lucha un paso más allá.
Cuando los secuestradores mataron a su hijo, presionó hasta que los tribunales la
autorizaron a investigar oficialmente el caso. Cinco años después localizó a todos
los culpables y consiguió que los detuvieran. Fue un gran acontecimiento, pero
también puso de manifiesto la debilidad del aparato judicial mexicano.
El movimiento antidelincuencia se ha fortalecido hasta alcanzar cierta
prominencia nacional. Ha organizado dos manifestaciones para protestar contra
la inseguridad, y las dos veces un cuarto de millón de personas tomó las calles
para pedir al Gobierno que actuara. Sin embargo, se pueden señalar algunas
razones para explicar la falta de efectividad de todo esto. Primera, el movimiento
ha entrado en las discusiones de los políticos, y unos lo utilizan para atacar a
otros. Las profundas divisiones de clase que hay en México representan también
un obstáculo. Parte de la izquierda acusa a los activistas de ser burgueses ricos
que viven al margen de los problemas de los mexicanos pobres. Esta polarización
ha debilitado la resistencia de la sociedad ante la marea criminal.
El mayor problema que hay últimamente es la participación de los cárteles en
los secuestros. Cuando empezaron a ser habituales, a principios de los años
noventa, casi todos eran cometidos por criminales independientes que no tenían
nada que ver con la mafia. Uno de estos psicópatas era Daniel Arizmendi, alias el
Mochaorejas, antiguo agente de policía de la ciudad industrial de Toluca, al oeste
de la capital. Este sádico de pelo largo, que se parece un poco a Charles Manson,
consiguió sacar varios millones de dólares con los rescates hasta que la policía lo
encerró en un pabellón de seguridad.4
Luego algunos pistoleros vinculados con la mafia empezaron a participar en
secuestros en Sinaloa. A otra banda la llamaban «los mochadedos». Trabajaban
con cultivadores y contrabandistas de droga de la Sierra Madre, pero también
secuestraban a familiares de terratenientes ricos. Su víctima más famosa fue el
hijo del famoso cantante Vicente Fernández, que perdió dos dedos antes de ser
liberado, según se informó, a cambio de 2,5 millones de dólares.5 A raíz de un
contragolpe protagonizado por los empresarios locales, parece que el cártel de
Sinaloa prohibió los secuestros en la zona. El castigo por infringir esta
prohibición era la muerte.
Llego al escenario de un crimen cometido en Culiacán que parece ser
resultado de la justicia del cártel. Hay dos cadáveres a un lado de la carretera con
señales de tortura y balazos en la cabeza. Junto a ellos hay una nota: «MALDITOS
SECUESTRADORES. QUÉ PASÓ. PÓNGANSE A TRABAJAR». Esta ley de hierro ha sido
efectiva. Sinaloa, cuna de los cárteles de la droga, ha tenido uno de los índices de
secuestros más bajos del país. La mafia se presenta como protectora de la gente,
sin excluir a los ricos ni a la clase media.
Pero aunque el cártel de Sinaloa prohíbe los secuestros en su patria chica,
otros pistoleros vinculados con la mafia sinaloense secuestran en otras partes de
México. En 2007, la batalladora revista Zeta publicó un artículo sobre ciertos
secuestros cometidos en Tijuana por la mafia sinaloense. «Para el crimen
organizado, la vida de la gente de Baja California vale muy poco», empezaba el
artículo, que describía la ola de secuestros de empresarios tijuanenses por los
«mochadedos» de Sinaloa.6 Un jefe local del cártel sinaloense también fue
acusado de secuestrar a miembros de una colonia menonita de Chihuahua.
Estos contrastes en el comportamiento de la mafia mexicana son típicos. En
una zona se presentan como protectores de la gente y administradores de
justicia; en otra, sangran a la comunidad. La Familia afirma que ejecuta a
secuestradores en Michoacán, su estado base. Pero al otro lado de la frontera con
el Estado de México los pistoleros de La Familia están acusados de cometer
secuestros a destajo para financiar sus plazas.


El secuestro ha alcanzado niveles sin precedentes desde 2008, cuando se
intensificó la guerra contra la droga. Muchos dicen que los cárteles reaccionan a
las confiscaciones importantes y buscan otras fuentes de ingresos. El Gobierno
afirma que esto demuestra que los gánsteres están desesperados, contra las
cuerdas. Pero hay también indicios de que el secuestro ha aumentado
simplemente por el clima de anarquía que ha generado toda esta violencia.
Cuando se secuestra y mata incluso a los funcionarios de la Policía Federal
Preventiva, se reducen las esperanzas de que puedan salvarnos a nosotros o a
nuestras familias.
Los secuestros iniciales de los años noventa afectaban a los ricos, pero en
fechas posteriores las víctimas han sido de clase media o media baja. Los rescates
oscilan a menudo entre 5.000 y 50.000 dólares, suficientes para obligar a los
mexicanos de clase media a perder los ahorros de toda una vida o a vender sus
casas. Los médicos, que son muy visibles, han sido víctimas predilectas de la ola
de secuestros, al igual que los propietarios de casas de automóviles, los
ingenieros, y cualquiera que cobre una indemnización, una liquidación o un
finiquito. Las personas con parientes que ganan dinero en Estados Unidos
también son objetivos frecuentes.
Los traficantes de drogas a quienes más se acusa de cometer secuestros son los
habituales malísimos entre los malos, es decir, los Zetas. El secuestro es uno de
los métodos básicos que tienen las células Zetas para financiarse. Secuestran a
escala industrial. Se dice que elaboran detalladas listas de víctimas potenciales de
las ciudades del golfo de México y se llevan a cualquiera que crean que puede
pagar. Un empresario secuestrado en Tampico en 2010 alegó conocer cincuenta
casos de secuestrados en el año que había transcurrido desde que los Zetas se
apoderaron de la ciudad.
Los Zetas también se lanzan sobre víctimas de clase menos afortunada, como
los emigrantes de Centroamérica. El territorio que controlan, al este de México,
es uno de los pasillos más concurridos de emigrantes que quieren llegar a Estados
Unidos. La mayoría de ellos procede de Honduras, El Salvador y Guatemala,
viajan en trenes de mercancías y luego en autobuses, hasta que cruzan a nado el
Río Grande. Es un duro camino para llegar al Sueño Americano y a menudo
conduce al infierno por culpa de los Zetas.
No parece tener mucho sentido que se quiera secuestrar a los emigrantes
pobres. Es seguro que no tienen dinero. Por eso arriesgan su vida en la aventura
migratoria. Pero incluso los pobres tienen parientes con ahorros y los Zetas sacan
a menudo 2.000 dólares por emigrante secuestrado. Multiplicados por 10.000 son
20 millones; a eso se le llama secuestrar en masa.
Quien mejor ha detallado este genocidio es Óscar Martínez, un valiente
periodista salvadoreño que pasó un año siguiendo a sus paisanos por las
sombrías carreteras de México, abordando trenes con ellos, durmiendo en
albergues y oyéndoles contar sus miedos. Óscar remontaba el comienzo de los
secuestros masivos a mediados de 2007. Pero la información fue pasada por alto
durante años, cuenta Óscar, por dos razones: los periodistas locales estaban en
peligro de muerte si informaban; y a pocos les importaba lo que les ocurriera a
los más pobres entre los pobres.
Por fin la tragedia empezó a llamar la atención en 2009. La Comisión
Nacional de los Derechos Humanos de México publicó un informe basado en
testimonios de emigrantes que habían sido secuestrados. El informe calculaba
que en seis meses se había secuestrado a diez mil personas. La magnitud era
inconcebible.7 Para capturar a tantos emigrantes, los pistoleros Zetas se llevan a
numerosos grupos que viajan en tren o en autobús o que van a pie por el campo.
Su nutrida red de corrupción, sobre todo las policías municipales, les ayuda en la
tarea. Ejército de pobres, los Zetas son particularmente aficionados a utilizar a los
policías de base.
Los Zetas se llevan entonces a los grupos secuestrados a unos ranchos hasta
que reciben el dinero del rescate de los familiares que viven en Estados Unidos o
en Centroamérica. Por lo general, reciben el botín por giro telegráfico de
compañías como Western Union. Estos campos de detenidos se encuentran en la
costa oriental de México, sobre todo en el estado de Tamaulipas, a este lado de la
frontera de Texas, en Veracruz y en Tabasco.
Uno de estos campos se hallaba en el rancho Victoria, cerca de Tenosique, en
el pantanoso sur. Los asistentes de derechos humanos recogieron testimonios
detallados sobre los horrores que se representaban allí. En julio de 2009,
cincuenta hombres armados obligaron a bajar de un mercancías a cincuenta y
dos emigrantes. Al llegar al campo, los secuestradores anunciaron: «Somos los
Zetas. Si alguno se mueve, lo matamos». Eligieron a unos cautivos, los obligaron
a arrodillarse delante del grupo y les machacaron los riñones con una tabla. Los
Zetas practican con frecuencia este tormento que ellos llaman «tablear». Produce
un dolor intenso, pone en peligro órganos vitales y deja unos hematomas bien
visibles. Mataban de hambre a los prisioneros, los ahogaban con bolsas y los
golpeaban con bates de béisbol. A las prisioneras las violaban repetidas veces.
Dos emigrantes consiguieron escapar cierta noche. Un comando los persiguió
por los pantanos. Los emigrantes no conocían el terreno y los Zetas disponían de
lugareños que lo conocían como la palma de su mano. Los fugados fueron
capturados y devueltos a rastras. Los Zetas les pegaron un tiro en la cabeza
delante de los aterrados prisioneros.
Para entender mejor la experiencia, fui a un refugio de emigrantes sito al sur
del estado de Oaxaca. No tardé en oír anécdotas de labios de personas que habían
sobrevivido a los secuestros y que venían a confirmar lo que ya conocía. Entre
aquellos emigrantes estaba Edwin, un afable veinteañero hondureño de origen
africano, de ojos bondadosos y rastas bien cuidadas. Los Zetas lo habían
capturado con un grupo de 65 emigrantes en el estado de Veracruz y lo habían
llevado en un coche a lo largo de cientos de kilómetros hasta que lo escondieron
en una casa franca de Reynosa, en la frontera.
—Lo único que tienes en la cabeza en esos momentos —me dijo mientras
recordaba aquella ordalía— es que vas a morir. Piensas que te llevarán a un sitio
y que allí se acabará todo.
Edwin estuvo encerrado cuatro meses. Sus secuestradores sólo le daban de
comer una vez al día, alubias con un huevo duro, y el muchacho se quedó en los
huesos. Al final lo dejaron en libertad porque los familiares enviaron por giro un
rescate de 1.400 dólares, una pequeña fortuna para ellos. El chico añadió que le
daba miedo volver a cruzar México, pero que la pobreza lo empujaba.
—Las cosas están muy difíciles en mi país y no tengo más remedio que
arriesgarme a viajar. Dios quiera que todo salga bien.
Algunos grupos internacionales de defensa de los derechos humanos se
hicieron eco de los secuestros masivos que Amnistía Internacional describió
como «gravísima crisis de los derechos humanos».8 Los Gobiernos, sin embargo,
siguieron con su deprimente actitud pasiva ante estos fenómenos, que
desestimaban y consideraban temas sin importancia. Hasta el mes de agosto de
2010. Entonces se produjo la matanza que estremeció al mundo.
La matanza de San Fernando constituye un acontecimiento histórico en la guerra
de la droga. Sin duda despertó a todo el que todavía dudaba de la existencia de
un serio conflicto armado al sur de Río Grande. Pero para quienes estaban al
tanto de los ataques masivos contra los emigrantes fue una tragedia que tenía que
suceder tarde o temprano.
Lo de San Fernando empezó exactamente igual que los demás secuestros en
masa. Los pistoleros Zetas detuvieron a las víctimas en un puesto de control y los
hicieron bajar de dos autobuses. En el grupo había muchos centroamericanos,
como de costumbre, pero esta vez también había bastantes brasileños y
ecuatorianos. Los Zetas se llevaron a los detenidos al rancho de San Fernando,
que está en el estado de Tamaulipas, a unos 150 kilómetros de la frontera
estadounidense. Después de un largo y duro viaje, los emigrantes estaban más
cerca que nunca de su punto de destino. Pero algo falló y los Zetas decidieron
matarlos a todos.
La sola cantidad de los muertos escandalizó al mundo. Los setenta y dos
cadáveres fueron amontonados de cualquier manera junto a un granero de
hormigón, brazos y piernas entrelazados, cinturas y espaldas dobladas de manera
antinatural. Había adolescentes, cuarentones, niñas e incluso una mujer
embarazada. Aquel horror no podía pasarse por alto.
¿Cómo es posible —murmuraba la gente jadeando— que una matanza de las
dimensiones de un crimen de guerra tenga lugar en una de las regiones más
desarrolladas de México? San Fernando hizo que se tomara conciencia de la
erosión de la sociedad. En los comentarios que se produjeron a raíz de la tragedia
había una palabra reveladora que se repetía una y otra vez: vergüenza. ¿Cómo
verían las otras naciones lo que los mexicanos habían hecho a sus ciudadanos? ¿Y
con qué cara iban ahora los mexicanos a condenar el maltrato que daban a los
inmigrantes en Estados Unidos?
Las circunstancias concretas que motivaron aquella ejecución en masa siguen
sin estar claras. La mayor parte de los detalles que conocemos procede de un
ecuatoriano de 19 años que, contra todo pronóstico, se salvó de la matanza.
Cuando los asesinos dispararon, un proyectil le entró por la nuca y le salió por la
mandíbula. Se desplomó como si estuviera muerto, pero aún estaba consciente, y
después de esperar pacientemente durante horas se levantó y anduvo
trastabillando varios kilómetros. Se cruzó con otras personas, pero estaban
demasiado asustadas para auxiliarlo; el terror a los cárteles era tal que le gente
tenía miedo incluso de ayudar a un moribundo. Por último, llegó a un control
militar. Al día siguiente los infantes de marina irrumpieron en el rancho y
encontraron los cadáveres.9 No obstante, los periodistas no recibieron un
testimonio completo de labios del superviviente. Por su propia seguridad, el
ecuatoriano se quedó en la base militar hasta que lo devolvieron en avión a su
país. Aún teme por su vida.
Debería haberse hecho una investigación exhaustiva sobre la matanza, pero
pronto se convirtió en la típica chapuza. Primero, un fiscal encargado del caso
murió en un atentado. Luego un informador anónimo llamó a la policía para
decir que tres cadáveres que había en la cuneta eran de los responsables de la
matanza. Los Zetas, por lo visto, habían hecho su propia justicia.
Mientras las familias enterraban a los suyos en su lugar de origen, exigían
respuestas. ¿Qué ganaba nadie con una atrocidad así? ¿Era un mensaje para
indicar la inutilidad de toda resistencia? ¿O eran los capturados demasiado
pobres para pagar? ¿Se rebelaron los prisioneros? ¿O es que el jefe de los Zetas
allí presentes era un loco de atar? Puede que nunca lo sepamos.
Lo peor de todo es que la matanza no fue un hecho aislado. El periodista
salvadoreño Óscar Martínez ha conocido innumerables casos de emigrantes que
han desaparecido al pasar por México. Las autoridades tienen que excavar en los
ranchos utilizados como campos de detenidos, dice. Podría haber fosas comunes,
sospecha, con miles de cadáveres.


Los Zetas también saben hacer uso de la musculatura para ganar algún dinero sin
derramar sangre. Uno de estos procedimientos es la fabricación de DVD piratas.
El grupo publica sus propias versiones de las películas de éxito y las vende a las
tiendas. Tengo delante una copia de los Zetas de Resident Evil, una película de
acción con zombis. En la carátula hay fotos del film, y en el ángulo superior
izquierdo el logotipo «PRODUCCIONES ZETA» en letras azules. Los propietarios de
las tiendas dicen que se las compran al distribuidor de los Zetas a 10 pesos (80
centavos de dólar) la unidad. El cártel exige a los propietarios de las tiendas que
no compren a ningún otro proveedor. A cambio, promete protección frente a
cualquier problema que tengan con la policía.
En el caso de la piratería, el dinero al menos mueve la economía en vez de
abandonarla. Pero lo que en realidad hace el cártel es cobrar impuestos por una
industria de mercado negro que ya estaba allí. México ha soportado una enorme
economía informal durante años. El Gobierno mexicano calculaba en 2010 que
cerca del 30 por ciento de la mano de obra trabajaba en la economía sumergida,
sin pagar impuestos ni recibir beneficios.10 Millones de personas trabajan
vendiendo toda clase de artículos en puestos callejeros que se instalan en las
aceras o en las terminales de los autobuses. Estos vendedores ambulantes ofrecen
multitud de artículos de consumo que llegan de Estados Unidos sin pagar
aranceles aduaneros. También venden millones de copias piratas de cedés, DVD
y videojuegos. Mientras que una película original cuesta unos 20 dólares en
México, una copia pirata vale 2 dólares por término medio. Se puede encontrar
de todo, desde los últimos episodios de The Wire, del cablecanal HBO, hasta
películas que aún no han llegado a los cines. De cada diez películas que se venden
en México, calculan los estudios, nueve son copias pirata. Hay un mercado
gigantesco que los cárteles pueden exprimir.
La industria del sexo también ha prosperado en México durante siglos.
Prostitutas callejeras, puticlubes, señoritas de compañía al viejo estilo, burdeles y
salones de masaje se toleran a todo lo largo y ancho del país. Los cárteles pueden
añadir muy poco a la industria, salvo obligar a los propietarios a pagarles una
cuota. Para los propietarios es difícil decir que no. Estando una noche en Ciudad
Juárez, fui con unos periodistas a un burdel cuyo propietario, por lo visto, no
había pagado la cuota. Los gánsteres habían puesto en el local una bomba
incendiaria mientras el personal trabajaba a toda máquina; a una prostituta y a su
cliente tuvieron que llevárselos corriendo a un hospital con graves quemaduras.


El crecimiento de las extorsiones en Juárez ha sido rápido y dinámico. Paseé por
la ciudad con José Reyes Ferriz, que fue alcalde entre 2007 y 2010, cuando
llegaron las complicaciones. Este funcionario, que se educó en Estados Unidos y
habla un inglés perfecto, me explicó que las extorsiones proliferaron en 2008, en
el curso de pocos meses, precisamente en el momento en que estalló la guerra de
la droga.
—Los criminales empezaron cobrando impuesto de protección en los
establecimientos de coches usados, que desde siempre han tenido ciertos
contactos con el crimen organizado. Luego le tocó el turno a los bares, a las
farmacias y a las empresas de servicios fúnebres. Luego sacaron dinero a las
escuelas y a los médicos. Y desde entonces explotan todo lo que ven.
Los impuestos de los comercios suelen ser relativamente bajos: los bares, 400
dólares al mes; una tienda de comestibles con mucha clientela, 500. Pasamos por
delante de algunos edificios quemados y condenados con tablas, lugares que no
habían pagado la cuota. El alcalde Reyes suspira.
—Ha sido terrible para el comercio. Pero a nivel municipal estamos
desbordados. Yo no tenía ningún poder frente a la mafia. Por eso llamé al ejército
y dejé que los soldados cuidaran de la seguridad en las calles. Pero también ellos
están librando una dura batalla.
Le pregunté quiénes son los responsables de las extorsiones. Me da una
respuesta reveladora. Las extorsiones se dispararon cuando «depuró» a la policía
y expulsó a seiscientos agentes corruptos, dijo. Hacía tiempo que se sospechaba
que los policías despedidos trabajaban con el cártel de Juárez y cometían otros
delitos. Algunos fueron detenidos en fecha posterior por estar involucrados en
operaciones de extorsión. Fue un poco como la chapucera «desbaazificación» de
Irak. Cuando el Gobierno respaldado por Estados Unidos expulsó a funcionarios
del antiguo Gobierno de Saddam Hussein, estos individuos se unieron a la
insurgencia. Cuando Reyes despidió a los agentes corruptos de Juárez, los polis
malos dispararon contra todo lo que se movía.
Algunos extorsionistas de Juárez parecían ser independientes que
aprovechaban la coyuntura. En otras ocasiones parecían delincuentes con
contactos en los cárteles, por ejemplo pandilleros del Barrio Azteca. A los
aterrorizados comerciantes les resulta muy difícil saber quiénes les están
exigiendo el dinero. Pero con la abundancia de homicidios que hay, siempre es
más seguro pagar, o reaccionar como muchos ciudadanos de clase media, que
hacían las maletas y se iban a Estados Unidos.
En otras partes de México las extorsiones son monopolio de cárteles como los
Zetas y La Familia. Si granujas de tres al cuarto se atreven a meter cuchara, sus
cadáveres aparecen en un lugar público, a modo de escarmiento.
Aunque los impuestos de protección asustan a los ciudadanos, pueden
contribuir paradójicamente a que los cárteles arraiguen en la comunidad. Diego
Gambetta, un destacado experto en crimen organizado de la Universidad de
Oxford, ha realizado amplias investigaciones sobre los impuestos de protección
que han cambiado la idea que se tenía sobre ellos. Sus puntos de vista se
encuentran en su destacado libro La mafia siciliana. El negocio de la protección
privada.11 En él explica que la mafia no es sólo una industria de la violencia que
intimida. Los empresarios también pagan gustosamente por protección y
servicios activos para conseguir cosas que el Estado no les da. Esta integración
voluntaria es una de las razones por las que la mafia siciliana ha seguido con vida
tras un siglo de ataques gubernamentales; un sector de la comunidad está en
connivencia con ella.
Esta dinámica funciona ya en México. Los Zetas cobran impuestos de bares y
discotecas de toda el área de Monterrey. Pero los propietarios de las discos del
rico municipio de San Pedro Garza, que también está en el área metropolitana de
Monterrey, prefieren pagar a los pistoleros de la organización de los Beltrán
Leyva para mantener alejados a los Zetas. En muchos aspectos se trata de una
trampa: pagar a un grupo para no tener que pagar a otro. Pero estos empresarios
pensaron que los pistoleros de Beltrán Leyva eran el mal menor y acabaron
siendo cómplices de la red criminal. Las autoridades no pueden velar por ellos,
decían los empresarios, así que aceptaron lo que Gambetta llama «el negocio de
la protección privada». Este negocio desempeñará probablemente un papel
importante en el futuro del narcotráfico.


Las extorsiones vienen atormentando a la sociedad desde hace siglos. Las bandas
callejeras de las Cinco Esquinas (Five Points) de Nueva York las practicaban;
todo el mundo sabe que Al Capone extorsionaba a medio Chicago; los
pandilleros de Centroamérica las llevan a cabo. No hace falta organizar un cártel
paramilitar para obligar a una persona a pagar. A menudo basta con un matón
psicótico de cara tatuada. Puede que unas cuantas extorsiones en México no
signifiquen el fin de la civilización.
Sin embargo, hay dos factores que revelan que las extorsiones de los cárteles
en México podrían apuntar a un futuro más terrible. Primero, los cárteles
practican extorsiones que ya practicaba el propio Gobierno. Los funcionarios del
país son tristemente célebres por esperar y exigir sobornos de las empresas. Si los
empresarios no se avienen al cohecho, los burócratas siempre encuentran la
forma de cerrarles el negocio. «Vaya, vaya, de modo que no hay tirador en la
puerta del lavabo, pues lo sentimos, pero tendrán que cerrar ustedes
temporalmente»; «Vaya, vaya, de modo que en este restaurante no tienen carta
en braille, ¿discriminan ustedes a los ciegos?, pues a cerrar»; «Vaya, vaya, veo que
la puerta principal es un poco estrecha... ¡Clausurado!» Gracias a la autoridad
que tienen, los funcionarios siempre encuentran una excusa para llenarse los
bolsillos con regularidad, sobre todo en temporada navideña.
Pero como los cárteles extorsionan ahora a las empresas, los empresarios se
quejan de que no pueden pagar por partida doble. Así que los cárteles arreglan
las cosas para cobrar ellos y decir a los funcionarios que tengan las manos
quietas. En la mayoría de los casos, los gánsteres sobornan a los funcionarios. La
espantosa consecuencia es que el narcotráfico asume el papel extorsionador del
Gobierno, que es algo más que un Estado paralelo, que es el esqueleto y el
verdadero poder que hay detrás de la fachada de los políticos elegidos.
El segundo factor que afecta a las extorsiones de los cárteles es que los
criminales tienen ambición de sobra para ir detrás de la industria pesada. El
propietario de una mina de Michoacán al que entrevisté dijo que tenía que pagar
al cártel. A cambio, los gánsteres se ofrecían a castigar a cualquier extorsionista
que quisiera sacarle jugo a las obras en construcción que tuviera en Ciudad de
México. Los gánsteres también cobran impuestos a la industria maderera de
Michoacán y ayudan a los leñadores a no hacer caso de las restricciones a la
deforestación.
En el este, los Zetas cobran impuestos del recurso natural más importante de
México, el petróleo. El oro negro mexicano es propiedad del monopolio nacional
Pemex, Petróleos Mexicanos. Según investigaciones de la policía, los Zetas han
utilizado taladradoras de alta tecnología y mangueras de caucho para extraer el
crudo de los oleoductos y trasvasarlo a camiones cisterna robados. En algunos
casos, el petróleo robado se ha transportado a Estados Unidos y allí se ha
vendido barato a compradores texanos. En 2009, un ex presidente de una
compañía petrolera de Houston se declaró culpable de comprar petróleo
mexicano robado. Robar petróleo puede ser altamente peligroso. En diciembre
de 2010 unos ladrones perforaron un oleoducto en el estado de Puebla; el hecho
causó una explosión que lanzó bolas de fuego sobre las calles de una población
cercana y como consecuencia se incendiaron varios edificios y murieron treinta
personas.
Los Zetas han sido acusados asimismo de secuestrar y matar a varios enlaces
sindicales de Pemex. Un empleado de las oficinas centrales dice que la violencia
es parte de la injerencia del cártel en los negocios sucios del sindicato, como
aceptar sobornos a cambio de empleos bien remunerados.
El dinero del petróleo robado no es calderilla. Los robos practicados en los
oleoductos entre 2009 y 2010 costaron a Pemex mil millones de dólares.12 Pero
esto es sólo la punta del iceberg. Pemex es una de las mayores compañías
petroleras del mundo, con un volumen total de ventas de 104.000 millones de
dólares en 2010.13 El oro negro es aún más lucrativo que las drogas.
Todo esto tiene consecuencias mortales. Cuando los grupos delictivos pelean
por el botín de la industria pesada y la parte del león que se lleva el Gobierno,
México se juega su futuro. La guerra de la droga podría recrudecerse hasta
adquirir las dimensiones de una guerra civil por los recursos naturales y
económicos de la nación. Pensemos en la posibilidad de que diversas unidades
paramilitares se encuentren guardando instalaciones petrolíferas y explotaciones
mineras y ahuyentando a los enemigos que tratan de apoderarse de ellas. Un
conflicto de esta envergadura podría atraer a cientos de miles de personas y
tendría un coste humano devastador.
Las profecías que hablan de guerra civil tal vez parezcan alarmistas. Pero
pocos auguraban que fuese a haber treinta mil muertos en una guerra entre
narcotraficantes. Cuando los señores de la guerra lanzan a sus ejércitos privados
a campo abierto, hay que tomar en serio la posibilidad de que la guerra se
generalice. La insurgencia criminal podría hundir a México en un abismo aún
mayor. Nos estremece que haya mil quinientos asesinatos al año, pero
imaginemos las consecuencias si fueran cincuenta mil. Los que toman las
grandes decisiones políticas y los ciudadanos corrientes no deberían permitir que
el incendio de la guerra de la droga siga propagándose y aumentando su poder
destructivo: tenemos que encontrar la forma de apagarlo.
Agradecimientos

U n periodista extranjero no podría cubrir ni un centímetro de la guerra que se


libra en México contra el narcotráfico sin el trabajo y la ayuda de periodistas y
estudiosos mexicanos que trabajan día a día en condiciones extremadamente
difíciles. Nunca dejaré de sorprenderme por el profesionalismo y la generosidad
de mis colegas mexicanos. Gracias especialmente a los que cito a continuación.
También quiero dar las gracias de modo especial a todas las personas que
accedieron a ser entrevistadas para este libro y que me contaron sus historias de
crimen, tragedia y supervivencia, a menudo corriendo un riesgo personal.
Además de las personas mencionadas en el texto, hay otras docenas de
entrevistados que contribuyeron a dar forma a mi historia. Entre ellos, hay
muchos agentes de la ATF, la DEA, el FBI, la Procuraduría General de la
República, la Policía Federal Preventiva y el ejército de México, parlamentarios,
abogados y activistas, así como muchos gánsteres, contrabandistas, drogadictos,
y bastantes borrachines.

Ciudad de México: Diego Osorno, Alejandra Chombo, Daniel Hernández,
Alejandro Almazán, Luis Astorga, José Reveles, John Dickie, Marcela Turati,
Alfredo Corchado, Dudley Althaus, Guillermo Osorno, Gustavo Valcárcel, Mark
Stevenson, Eduardo Castillo, Wendy Pérez, Laurence Cuvilliert, Matthieu
Comín, Jonathan Roeder, Jason Lange, José Cohen, José Antonio Crespo,
Lorenzo Meyer, Federico Estévez, Ciro Gómez Leyva, Alejandro Sánchez,
Alberto Nájar, Enrique Martí, Jorge Barrera, Marco Ugarte, Olga Rodríguez,
Louis Loizides.
Sinaloa: Fernando Brito y El Debate de Sinaloa, Fidel Durán, Javier Valdez (y
el personal de El Guayabo), Ismael Bohórquez, Froylán Enciso, Vladimir
Ramírez, Raúl Quiroz, Bárbara Obeso, Cruz Serrano, Emma Quiroz, Bobadilla,
Arturo Vargas y todos los de La Locha, Elmer Mendoza, Lizette Fernández,
Francisco Cuamea, Manuel Insunza, Socorro Orozco, Mercedes Murillo.
Resto de México: Miguel Perea, Justino Mirando, Francisco Castellanos,
Magdiel Hernández, José María Álvarez, Vicente Calderón, Víctor Jaime, Víctor
Clark, Luis Pérez, Martha Cazares, Miguel Turriza, Jorge Machuca, Jorge Chárez.
Centroamérica y Sudamérica: Alfredo Rangel, Oliver Schmieg, John Otis,
Wenceslao Rodríguez, Juan Carlos Llorca, Lourdes Honduras, Mery Cárcamo,
Kenya Torres, Noé Leiva, Karla Ramos, Gustavo Duncan, Otilia Lux.
Estados Unidos: Michael Marizco, Mike Kirsch (Mad Dog), Elijah Wald,
Chris Shively, Darlene Stinston, Dane Schiller, Jim Pinkerton, Tracey Eaton, Tim
Padgett, Howard Chua, Tony Karon, Stephanie Garlow, Mark Scheffler, Tomás
Mucha, Charles Sennot, Jorge Mújica, George Grayson, Rob Winder.


Mi especial agradecimiento a mi agente Katherine Fausset y al responsable de la
edición Pete Beatty por creer en este libro y convertirlo en realidad. Sin ellos no
habría llegado a ninguna parte. Ni sin mis padres. Ni sin mi mujer, Myri, que ha
tenido que aguantar mis indagaciones sobre el narcotráfico durante los últimos
diez años. Gracias.
Bibliografía

L a literatura sobre el narcotráfico en Latinoamérica es casi tan compleja como


el propio narcotráfico. Abarca investigaciones excepcionales, estudios
académicos profundos, informes de agentes estadounidenses, anecdotarios de
gánsteres medio analfabetos y novelas fascinantes, que a menudo constituyen la
forma más segura de contar lo innombrable. He tratado de leer todo lo que se ha
publicado sobre el hampa mexicana, pero es difícil estar al día con todo el alud de
libros que han aparecido en los últimos años. Destaca El cártel de Sinaloa, de
Diego Osorno, que entre otras cosas pone a nuestra disposición los diarios del
padrino Miguel Ángel Félix Gallardo. Los libros de José Reveles, Julio Scherer,
Ricardo Reveles, Javier Valdez y Marcela Turati también son imprescindibles
para trazar un cuadro general de este complicado tema.
La veterana obra de Jesús Blancornelas todavía brilla, sobre todo su histórico
libro El cártel: los Arellano Félix, la mafia más poderosa en la historia de América
Latina. Entre los académicos mexicanos, o narcólogos, el campeón indiscutible
sigue siendo Luis Astorga. Sus libros El siglo de las drogas y Drogas sin fronteras
son particularmente útiles. La moda de la narcoficción ha producido grandes
novelas de Élmer Mendoza y Alejandro Almazán, aunque la más famosa es La
reina del sur, del español Arturo Pérez-Reverte.
Los libros en inglés sobre el narcotráfico mexicano han sido más esporádicos.
Desperados, de Elaine Shannon [traducción en castellano: Los señores de la droga:
la batalla que EE.UU. no podrá ganar, Madrid, 1989], es una joya para el
contexto histórico, ya que cuenta la odisea de los agentes de la DEA en los años
ochenta, mientras que Drug Lord, de Terrence Poppa, presenta una fascinante
historia protagonizada por los propios traficantes en la misma época. Charles
Bowden ha escrito una serie de títulos influyentes sobre el tema, y Down By the
River me permitió conocer todo el contexto de la época de Salinas. Entre los
estudiosos estadounidenses, y concretamente entre los mexicanólogos, destacan
John Bailey y George Grayson. También me ha sido muy útil Drug War Zone, del
antropólogo Howard Campbell, por sus entrevistas con traficantes del lado
estadounidense de la frontera. Para México en general, Distant Neighbors
[traducción en castellano: Vecinos distantes, Ciudad de México, 1986], de Alan
Riding, sigue vigente después de treinta años. Bordering on Chaos [traducción en
castellano: En la frontera del caos, Javier Vergara, Buenos Aires, 1996. México en
la frontera del caos, Barcelona, 1999] de Andrés Oppenheimer, y Opening Mexico
[traducción en castellano: El despertar de México, Ciudad de México, 2004], de
Julia Preston y Samuel Dillion, también me ayudaron a recomponer la turbulenta
transición de la democracia de los años noventa.
En otros países se han publicado libros sobre el crimen organizado que me
han sido útiles para descifrar el enigma mexicano. McMafia [McMafia, el crimen
sin fronteras, Destino, Barcelona, 2008], de Misha Glenny, permite entender los
entresijos de la mafia rusa y la expansión global del crimen organizado desde el
fin de la Guerra Fría. El clásico de Roberto Saviano, Gomorra [Gomorra: Un viaje
al imperio económico y al sueño de poder de la Camorra, Debate, Barcelona,
2007/2010], es útil para identificar sistemas criminales y no sólo familias del
crimen. Confesiones de un paraco [Bogotá, 2007], de José Gabriel Jaraba, me
ayudó a entender el crecimiento de las organizaciones paramilitares colombianas
y sus equivalencias mexicanas. Cocaine, de Dominic Streatfeild, es una historia
de la droga, muy bien escrita. Pero Goodfellas[*****] y Casino[******], dos libros
sobre la mafia neoyorquina de Nicholas Pileggi, uno de los mejores periodistas
de sucesos de todos los tiempos, nos demuestran que los libros sobre el crimen
organizado pueden ser muy exactos con los datos y a pesar de todo leerse como
si fueran novelas.

* ****Título original Wiseguy. Hay un vídeo en castellano: Goodfellas: Uno de los nuestros, RBA, Barcelona,
1999/2006.

******Casino, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996/1998.


Notas

Capítulo 1: Fantasmas 1. Comparación de las estadísticas del FBI sobre


homicidios con las estadísticas de la PGJDF [Procuraduría General de Justicia del
Distrito Federal] de Ciudad de México.
2. Informe titulado Joint Operating Environment 2008, del United States Joint
Forces Command con sede en Virginia.
3. La expresión «cortinas de humo y espejos» para describir la guerra contra la
droga procede del clásico de Dan Baum Smoke and Mirrors. The War on Drugs
and the Politics of Failure (Little, Brown, Nueva York, 1996).
4. Base de datos hecha pública en diciembre de 2010 por la Secretaría de
Seguridad Pública de México, sobre las muertes relacionadas con el crimen
organizado.
5. Según el censo de 2010, México tenía 112.332.757 habitantes.
6. La cuenta de los policías muertos fue hecha pública por el secretario de
Seguridad Pública Genaro García Luna el 7 de agosto de 2010, y fue actualizada
en diciembre del mismo año.
7. El Fondo Monetario Internacional valoraba en 2010 el producto interior bruto
de México en 1,004 billones de dólares, la decimocuarta economía más fuerte del
mundo.
8. Lista Forbes de los multimillonarios del mundo (2010).

Capítulo 2: Amapolas 1. El cruce descrito está en la aldea de Santiago de los
Caballeros, municipalidad de Badiraguato, Sinaloa.
2. La casa familiar de Joaquín Guzmán está en La Tuna, aldea de la
municipalidad de Badiraguato, Sinaloa.
3. Mi historia de Sinaloa está en deuda con Sergio Ortega, Breve historia de
Sinaloa (Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1999).
4. El Tratado de Guadalupe Hidalgo se firmó el 2 de febrero de 1848 en la
entonces villa de Guadalupe Hidalgo, hoy incorporada al Distrito Federal. Las
nuevas fronteras territoriales aparecen descritas en el artículo 5, que empieza:
«La línea divisoria entre las dos repúblicas comenzará en el golfo de México, tres
leguas fuera de tierra...»
5. El primer estudio detallado sobre los receptores del opio fue publicado por
Candace Pert y Solomon H. Snyder en marzo de 1973.
6. David Stuart, Dangerous Garden: The Quest for Plants to Change Our Lives
(Frances Lincoln Limited, Londres, 2004), p. 82. [Hay traducción en castellano:
El jardín de la tentación: plantas que curan, plantas que matan y plantas que
enamoran, Océano, Barcelona, 2006.]
7. Lo-shu Fu, A Documentary Chronicle of Sino-Western Relations, The
Association for Asian Studies, The University of Arizona Press, Tucson, 1966,
vol. I, p. 380.
8. La referencia figuraba en el estudio gubernamental Geografía y estadística de la
República Mexicana, citado por Luis Astorga en El siglo de las drogas: El
narcotráfico, del Porfiriato al nuevo milenio, Plaza y Janés, Ciudad de México,
2005, p. 18.
9. La fotografía descrita es de un fumadero de opio de Malinta Street, Manila,
Filipinas, y puede verse en la Biblioteca del Congreso de Washington, D.C.,
sección Prints and Photographs, LC-USZ62-103376.
10. Edward Marshall, «Uncle Sam is the worst drug fiend in the world», New
York Times, 12 de marzo de 1911.
11. Edward Huntington Williams, «Negro cocaine “fiends” new southern
menace», New York Times, 8 de febrero de 1914.
12. El documento fue enviado por F. E. Johnson, agente de servicio, 16 de
septiembre de 1916, citado por Luis Astorga en Drogas sin fronteras: Los
expedientes de una guerra permanente, Grijalbo, Ciudad de México, 2003, p. 17.
13. Informe entregado por G. S. Quate, interventor delegado del Departamento
del Tesoro, 15 de enero de 1918, citado por Astorga en Drogas sin fronteras, p.
20.
14. «Customs agents in gun battle with runners», El Paso Times, 16 de junio de
1924.
15. Manuel Lazcano, Una vida en la vida sinaloense, Talleres Gráficos de la
Universidad de Occidente, Los Mochis (Sinaloa), 1992, pp. 38-39. Edición de
Nery Córdova Solís.
16. Ibíd., p. 40.
17. «Todavía no han logrado aprehender a La Nacha», El Continental, 22 de
agosto de 1933.
18. Vargas Llosa pronunció esta muy citada frase en 1990, durante un debate con
Octavio Paz organizado por la revista Vuelta.
19. El periodista Alan Riding tiene un capítulo sobre esta metáfora en su clásico
Distant Neighbors: A Portrait of the Mexicans, Knopf, Nueva York, 1985. [Hay
traducción en castellano: Vecinos distantes: un retrato de los mexicanos, Joaquín
Mortiz/Planeta, Ciudad de México, 1985.]
20. Lazcano, Una vida, p. 207.
21. Ibíd., p. 202.
22. Carta de Anslinger al periodista Howard Lewis, citada en Astorga, Drogas sin
fronteras, pp. 138-139.
23. Lazcano, Una vida, p. 207.

Capítulo 3: Hippies 1. El consumo de marihuana por Diego Rivera y otros
pintores mexicanos se describe en el libro del muralista David Alfaro Siqueiros
Me llamaban el Coronelazo (Grijalbo, Ciudad de México, 1977).
2. Los detalles del caso de la Compañía Coronado pueden verse en el sumario
The United States vs. Donald Eddie Moody, 778F.2d 1380, 4 de septiembre de
1985.
3. Elaine Shannon, Desperados: Latin Drug Lords, U.S. Lawmen and the War
America Can’t Win (Viking, Nueva York, 1988), p. 33. [Hay traducción en
castellano: Los señores de la droga: la batalla que Estados Unidos no podrá ganar,
Madrid, 1989.]
4. Grabación del Despacho Oval, 13 de mayo de 1971, entre las 10.32 y las 24.20
horas.
5. G. Gordon Liddy, Will: The Autobiography of G. Gordon Liddy (St. Martin’s
Press, Nueva York, 1980), p. 134.
6. Discurso de Richard Nixon, 18 de septiembre de 1972.
7. Richard Nixon, Orden Ejecutiva 11727, Cumplimiento de la Ley sobre
Estupefacientes, 6 de julio de 1973.
8. Uno de los primeros informes generales sobre el caso de Sicilia Falcón fue un
artículo alemán, «Die gefährlichen Geschäfte des Alberto Sicilia», Der Spiegel, 9
de mayo de 1977. El caso aparece también descrito con detalle en la obra de
James Mills Underground Empire (Dell Publishing Company, Nueva York, 1985).
9. El libro que Sicilia Falcón escribió en la cárcel se titulaba El túnel de
Lecumberri (Compañía General de Ediciones, México, DF, hacia 1977 [2.ª ed.,
1979]).
10. José Egozi figura en los Cuban Information Archives como partícipe de la
invasión de la bahía de los Cochinos. Su número en clave era R-537.R-710.
11. Luis Astorga, El siglo de las drogas (Plaza y Janés, Ciudad de México, 2005), p.
115.
12. Shannon, Desperados, p. 63.
13. Fabio Castillo, Los jinetes de la cocaína (Editorial Documentos Periodísticos,
Bogotá, 1987), pp. 18-21.
14. Documentación desclasificada de la CIA, Mexico: Increases in Military
Antinarcotics Units (desclasificado en octubre de 1997).
15. Puede verse una descripción gráfica del sistema de plazas de los años setenta
en Terrence Poppa, Drug Lord: The Life and Death of a Mexican Kingpin (Pharos
Books, Nueva York, 1990).

Capítulo 4: Cárteles 1. La expresión «república bananera» fue acuñada por el
escritor estadounidense O. Henry en su libro Cabbages and Kings (1904).
2. El primer caso de tráfico de cocaína se encuentra bien documentado en
Andean Cocaine: The Making of a Global Drug (University of North Caroline
Press, Chapel Hill, 2003), de Paul Gootenberg, máxima autoridad en la materia.
3. Entrevista del programa de televisión Frontline con George Jung en la cárcel
(año 2000).
4. Pablo Escobar se disfrazó de Pancho Villa en una foto representativa en la que
aparece con sombrero charro y cananas. La foto puede verse en James Mollison,
The Memory of Pablo Escobar (Chris Boot, Nueva York, 2009).
5. Documentos del Tribunal de Casación del 9.º Distrito de Estados Unidos, USA
vs. Matta Ballesteros, N.º 91-50336.
6. Billy Corben, Cocaine Cowboys (Rakontur, Miami, 2006).
7. Michael Demarest, «Cocaine: Middle Class High», Time, 6 de julio de 1981.
8. Estadísticas oficiales sobre homicidios del Departamento de Policía de Miami-
Dade.
9. Las fotos de Félix Gallardo fueron publicadas por su hijo en el sitio de Internet
http://www.miguelfelixgallardo.com hasta que el sitio se suspendió.
10. La granja de marihuana estaba en el rancho El Búfalo, cerca de Jiménez y
Camargo, estado de Chihuahua, registrado en noviembre de 1984.
11. Documentos del Tribunal de Casación del 9.º Distrito de Estados Unidos,
USA vs. Matta Ballesteros, 91-50165 (causa vista el 4 de enero de 1993).
12. El diario de la cárcel fue entregado por Félix Gallardo a su hijo y publicado en
Diego Osorno, El cártel de Sinaloa (Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp. 207-
257.
13. La confiscación se produjo en Yucca, Arizona, el 27 de noviembre de 1984.
14. USA vs. Matta Ballesteros, N.º 91-50336.
15. El episodio se cuenta también en Elaine Shannon, Desperados (Viking, Nueva
York, 1988), pp. 213-214.
16. El discurso de Ronald Reagan fue transmitido en directo el 14 de septiembre
de 1986.
17. La versión completa de la serie Dark Alliance, más docenas de archivos de
audio y pruebas documentales, se ha colgado en la red, en el sitio
http://www.narconews.com/darka lliance/drugs/start.htm.
18. The Senate Commitee Report on Drugs, Law Enforcement and Foreign Policy
es también conocido como Informe Kerry, por el senador John F. Kerry, que
presidió la comisión que lo preparó.
19. CIA Report on Cocaine and the Contras, párrafo 35. El informe se publicó en
1998, durante el intento de acusación de Bill Clinton, ocultando la noticia de que
se reconocieron algunas verdades básicas de Dark Alliance.
20. La violencia se describe con detalle en B. Esteruelas, «Cinco muertos en una
manifestación frente a la embajada norteamericana en Honduras», El País, 23 de
febrero de 1988.

Capítulo 5: Magnates 1. Jesús Blancornelas, «Death of a Journalist», El Andar
(otoño de 1999).
2. Cifras oficiales procedentes de la Oficina del Representante Comercial de
Estados Unidos.
3. Diego Osorno, El cártel de Sinaloa (Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp.
184-185.
4. Jesús Blancornelas, El cártel: Los Arellano Félix, la mafia más poderosa en la
historia de América Latina (Plaza y Janés, Ciudad de México, 2002), p. 46.
5. Ibíd., pp. 46-48.
6. Informe titulado Amado Carrillo-Fuentes, de la Unidad de Inteligencia
Operacional del Centro de Inteligencia de El Paso, con el sello «DEA
confidencial».
7. La búsqueda de Pablo Escobar se cuenta con detalle en Mark Bowden, Killing
Pablo: The Hunt for the World’s Greatest Outlaw (Penguin, Nueva York, 2001).
[Hay traducción en castellano: Matar a Pablo Escobar: la cacería del criminal más
buscado del mundo, RBA, Barcelona, 2001/ 2007.]
8. La investigación de la policía suiza estuvo dirigida por Valentin Roschacher y
el informe se preparó en 1998. Se detalla en Tim Golden, «Questions Arise
About Swiss Report on Raúl Salinas’s Millions», New York Times, 12 de octubre
de 1998.
9. Tim Padgett y Elaine Shannon, «La Nueva Frontera: The Border monsters»,
Time, 11 de junio de 2001.
10. Blancornelas, El cártel, p. 237.
11. Ibíd., pp. 243-244.
12. Ibíd., p. 284.
13. Jesús Blancornelas en entrevista con Guillermo López Portillo para Telvisa,
2006.

Capítulo 6: Demócratas 1. Fox hizo este lamentable comentario en una
conferencia de prensa celebrada en Puerto Vallarta el 13 de mayo de 2005.
2. Entrevisté a Vicente Fox en San Francisco del Rincón el 25 de noviembre de
2010.
3. La cita procede de Nightline (ABC) de 3 de julio de 2000, transcrita de la
grabación original por gentileza de la oficina de ABC en Ciudad de México.
4. José Reveles, El cártel incómodo: El fin de los Beltrán Leyva y la hegemonía del
Chapo Guzmán (Random House Mondadori, Ciudad de México, 2010), pp. 57-
71.
5. Una serie de cartas de amor de Joaquín, el Chapo Guzmán, se publicó con
mucho aparato en Julio Scherer García, Máxima seguridad: Almoloya y Puente
Grande (Nuevo Siglo Aguilar, Ciudad de México, 2009), pp. 21-28.
6. La anécdota se comenta también en Diego Osorno, El cártel de Sinaloa
(Grijalbo, Ciudad de México, 2009), p. 193.
7. En la revista Proceso y otras publicaciones mexicanas han aparecido multitud
de artículos sobre los vínculos del Gobierno nacional y el cártel de Sinaloa.
8. Juan Nepomuceno, llamado también el Padrino de Matamoros, fue una
destacada figura durante más de medio siglo. En la vejez concedió una entrevista
a Sam Dillon, «Matamoros Journal: Canaries Sing in Mexico, but Uncle Juan
Will Not», New York Times, 9 de febrero de 1996.
9. Texto tomado de «Manual de SOA [School of Americas]: Manejo de Fuente,
capítulo V», disponible en
http://www.derechos.net/soaw/manuals/manejo5.html.
10. Detalles de estos ataques en el comunicado zapatista titulado Sobre el PFCRN,
La ofensiva militar del Gobierno, los actos terroristas y el nombramiento de
Camacho (11 de enero de 1994).
11. El texto de la conversación fue hecho público por un miembro de la Agencia
Federal de Investigación (AFI).
12. El agente de la DEA era Joe DuBois, y el agente del FBI, Daniel Fuentes.
13. De la reunión habló antes que nadie el periodista mexicano Alberto Nájar,
que obtuvo un documento informativo de la PGR. Posteriormente fue
corroborada por testimonios, recogidos por agentes nacionales, de testigos
protegidos.
14. La matanza tuvo lugar en Nuevo Laredo el 8 de octubre de 2004.
15. Las fuentes no se ponen de acuerdo sobre el lugar de nacimiento de Lazcano,
aunque los indicios señalan diversas ciudades del estado de Hidalgo cercanas a la
frontera con el estado de Veracruz, en las que ha financiado por lo menos dos
iglesias.
16. El asesinato del jefe de policía de Nuevo Laredo Alejandro Domínguez
ocurrió el 8 de junio de 2005.
17. Bradley Roland Will, de 36 años, fue muerto a tiros el 27 de octubre de 2006
en Oaxaca de Juárez. Por lo menos otras dos personas murieron en los tiroteos
que se produjeron en la misma ciudad el mismo día.
18. Los comentarios de Fox en su blog personal, 7 de agosto de 2010.

Capítulo 7: Señores de la guerra 1. Felipe Calderón, El hijo desobediente: Notas
en campaña (Aguilar, Ciudad de México, 2006), p. 16.
2. Primer debate presidencial, 25 de abril de 2006.
3. Cubrí esto para la agencia AP en artículos como Ioan Grillo, «Thousands of
mexicans troops ordered to arrest smugglers, burn marijuana and opium fields»,
Associated Press, 12 de diciembre de 2006.
4. Felipe Calderón hizo estos comentarios en una dependencia de la Secretaría de
Defensa en Ciudad de México, el 10 de febrero de 2007. Puede verse el texto
completo de su discurso en
http://www.lupaciudadana.com.mx/SACSCMS/XStatic/lupa/template/declaracion_detalle.asp
n=5925.
5. El acuerdo inicial de la Iniciativa Mérida fue de 1.600 millones de dólares
durante los años fiscales de 2008 a 2010. La ayuda ha ido más allá. El presidente
Obama solicitó 334 millones para financiar a México en 2011.
6. El presupuesto de la seguridad nacional aprobado para 2011 se repartía del
siguiente modo: 4.700 millones de dólares para la Secretaría de Defensa (Sedena),
1.460 millones para la Armada y la infantería de marina (Semar), 2.800 millones
para la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), y 5.760 millones para la
Procuraduría General de la República (PGR); total, 14.720 millones de dólares.
7. La declaración de Edgar Valdez fue tomada y filmada por agentes de la
Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y luego entregada a la prensa.
8. Una tonelada de cocaína equivale a mil ladrillos de 1 kilo y a un millón de
papelinas de 1 gramo.
9. El narcomensaje fue hecho público en mantas en diversas ciudades del país el
12 de febrero de 2000.
10. Paquiro, «Breve tumba-burros culichi-inglés para corresponsales (de guerra),
La Locha, septiembre de 2008.
11. Arturo Beltrán Leyva fue muerto el 16 de diciembre de 2009. La información
sobre el tiroteo se detalla en el informe clasificado del Departamento de Estado,
luego publicado por WikiLeaks y titulado «Mexico Navy Operation Nets Drug
Kingpin Arturo Beltrán Leyva» (con fecha de 17 de diciembre de 2009).
12. El cómputo de homicidios del propio Gobierno mexicano comparado con las
cifras del censo da 191 asesinados en Ciudad Juárez por cada 100.000 habitantes
en 2009, y 229 asesinados por cada 100.000 en 2010. Según estadísticas del FBI,
Nueva Orleans era la ciudad más violenta de Estados Unidos en 2009, con 52
homicidios por cada 100.000 habitantes.
13. La estimación de los diez mil Zetas procede de un miembro del CISEN, el
servicio de espionaje de México, que se reunió con periodistas extranjeros en
2010.
14. La Comisión Nacional de Derechos Humanos informó en una conferencia
celebrada en Ciudad de México el 22 de noviembre de 2010 de que había más de
cien expedientes sobre civiles muertos por policías y soldados.
15. El subsecretario del ejército de Estados Unidos, Joseph Westphal, hizo estos
comentarios en el Instituto Hinckley de Política de la Universidad de Utah el 8
de febrero de 2011.

Capítulo 8: Tráfico 1. Las estadísticas sobre decomisos proceden del
Departamento de Seguridad Interior, que abarca tanto el servicio de patrullas
fronterizas como el de vías de entrada.
2. Datos de 2010 World Drug Report, que publica la oficina de Naciones Unidas
para drogas y delincuencia (United Nations Office on Drugs and Crime).
3. Los agentes del servicio de patrullas fronterizas descubrieron en enero de 2006
un túnel de 730 metros en Otay Mesa. Sigue siendo el más largo descubierto
hasta la fecha.
4. El estudio se titula «National Survey on Drug Use & Health».
5. El estudio, titulado «What America’s Users Spend on Illegal Drugs, 1988-
2000», fue preparado por consultores privados para la Oficina de Política
Nacional para el Control de Estupefacientes (la oficina del zar antidroga).
6. Petróleos Mexicanos (Pemex), Informe Anual 2009.
7. Cifras del Banco de México basadas en transferencias y movimientos
bancarios de pequeñas cantidades.
8. El secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna, hizo la declaración
durante un discurso pronunciado en la Conferencia Nacional de Gobernadores,
Puerto Vallarta, 7 de agosto de 2010.
9. Jason Lange, «From Spas to Banks, Mexico’s Economy Rides on Drugs»,
Reuters, 22 de enero de 2010.
10. La lista negra se titula «List of specially designated nationals and blocked
persons», y la publica la Oficina de Control de Haberes Extranjeros del
Departamento del Tesoro.
11. En World Drug Report 2009, del United States Office on Drugs and Crime.
12. La entrevista fue concedida a la oficina de AP en Nueva York en mayo de
2007 y finalmente publicada en julio del mismo año, después de que la agencia de
noticias tratara de corroborar la información considerada confidencial. La
demora disparó hipótesis conspirativas en los medios mexicanos.

Capítulo 9: Asesinato 1. Un detallado capítulo sobre el Gitano en Diego Osorno,
El cártel de Sinaloa (Grijalbo, Ciudad de México, 2009), pp. 95-109.
2. José González, Lo negro del Negro Durazo: Biografía criminal de Durazo,
escrita por su Jefe de Ayudantes (Editorial Posada, Ciudad de México, 1983), p.
22.
3. Fabio Castillo, Los jinetes de la cocaína (Editorial Documentos Periodísticos,
Bogotá, 1987), p. 11.
4. Estadísticas de homicidios por el Instituto Nacional de Medicina Legal y
Ciencias Forenses de Colombia.
5. La policía mató a tiros a Pablo Escobar en Medellín el 2 de diciembre de 1993.
6. La tasa de desempleo juvenil en Colombia del 22 por ciento —
aproximadamente el doble de la tasa de desempleo general— se refiere a marzo
de 2010, cuando sostuve la entrevista.
7. Del Grupo Cartel, un conjunto norteño.
8. El escándalo de los presos que salían para cometer homicidios estalló el 25 de
julio de 2010, causando una tormenta política.
9. Según el censo de 2010, el municipio de Ciudad Juárez tenía 1.328.000
habitantes.
10. Del estudio (costeado por el Gobierno) Todos somos Juárez, reconstruyamos
la ciudad (Colegio de la Frontera Norte, Ciudad Juárez, marzo de 2010), p. 4.
11. Las penas máximas para menores varían según la edad y el estado, pero en
ninguno se permite una condena mayor de cinco años. En el estado de Morelos,
los menores de edad de 16 años sólo pueden ser condenados a tres años, hecho
que llamó la atención pública a raíz de la detención, en diciembre de 2010, del
presunto sicario Edgar Jiménez, alias el Ponchis, de 14 años.

Capítulo 10: Cultura 1. Del primer poema sobre Robin Hood que se conoce
(siglo XV).
2. La declaración de Edgar Valdez, alias la Barbie, fue tomada y filmada por
agentes de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) y cedida a la prensa.
3. Vicente T. Mendoza, El romance español y el corrido mexicano, estudio
comparativo (UNAM [Universidad Nacional Autónoma de México], Ciudad de
México, 1939), p. 219.
4. Américo Paredes, With His Pistol in His Hand (University of Texas Press,
Austin, 1958), p. 3. [Hay traducción en castellano: Persecución en Texas = The
Ballad of Gregorio Cortez (videograbación), IVS (Internacional Vídeo Sistemas),
Pamplona, 1987.]
5. Sam Quiñones, True Tales from Another Mexico: The Lynch Mob, the Popsicle
Kings, Chalino and the Bronx (University of New Mexico Press, Albuquerque,
2001).
6. El asesinato de Valentín Elizalde se produjo en Reynosa, el 15 de noviembre de
2006.
7. La tumba de Valentín Elizalde se encuentra en Guasave, estado de Sinaloa.

Capítulo 11: Fe 1. El cardenal de Ciudad de México, Norberto Rivera, escribió
una declaración en el periódico parroquial Desde la fe (31 de octubre de 2010),
reconociendo y condenando la extendida costumbre de dar narcolimosnas.
2. Del «Corrido de Malverde» de Julio Chaidez.
3. Antes de la conquista española de 1521, Ciudad de México se llamaba
Tenochtitlán y abarcaba el centro histórico actual, más Tepito y otros barrios
periféricos.
4. La actriz y bailarina Niurka Marcos, de origen cubano, se casó con el actor
Bobby Larios en febrero de 2004 en una ceremonia celebrada por David Romo.
5. La iglesia de Romo estuvo registrada en la Secretaría de la Gobernación con el
nombre de Iglesia Católica Tradicional México-EE.UU. La Secretaría anuló el
registro en abril de 2007.
6. La vida y la muerte de Jonathan Legaria se cuenta también con detalle en
Humberto Padgett, «Vida, obra y fin de Padrino Endoque, el ahijado de la Santa
Muerte», Emeequis, 1 de septiembre de 2008.
7. Los cadáveres fueron hallados en el estado de Yucatán el 28 de agosto de 2008.
Los tres supuestos asesinos fueron detenidos cerca de Cancún el 2 de septiembre
del mismo año.
8. Mictecacihuatl recibe también el nombre de Catrina y se representa asimismo
como un esqueleto, igual que la Santa Muerte.
9. Los gánsteres perpetraron esta atrocidad en Uruapán, estado de Michoacán, el
6 de septiembre de 2006.
10. John Eldredge, Wild at Heart: Discovering the Secret of a Man’s Soul (Thomas
Nelson, Nashville, 2003).
11. Armando Valencia Cornello, presunto cabecilla de Michoacán, fue detenido
el 15 de agosto de 2003.
12. Publicado en La Voz de Michoacán, 22 de noviembre de 2006.
13. Servando Gómez, alias la Tuta, llamó por teléfono en directo al presentador
del programa Voz y solución, Marcos Knapp, el 15 de julio de 2009.
14. Nazario Moreno, al parecer, fue muerto a tiros en Apatzingán el 9 de
diciembre de 2010. Tenía 40 años.

Capítulo 12: Insurgencia 1. Breaking Bad, producida por Vince Gilligan,
segunda serie, episodio 7, 19 de abril de 2009.
2. Alejandro Almazán, Entre perros (Grijalbo Mondadori, Ciudad de México),
2009.
3. John P. Sullivan y Adam Elkus, «Cartel v. cartel: Mexico’s Criminal
Insurgency», Small Wars Journal, 26 de enero de 2010.
4. Informe titulado Joint Operating Environment 2008, del United States Joint
Forces Command con sede en Virginia.
5. Clinton hizo este comentario en el Council for Foreign Relations, Washington,
8 de septiembre de 2010.
6. Real Academia Española, Diccionario de la lengua española, 22.ª edición, 2001.
7. Declaración de la Secretaría de Asuntos Exteriores de México, 9 de febrero de
2011.
8. Eric Hobsbawm, Primitive Rebels: Studies in Archaic Forms of Social
Movement in the 19th and 20th Centuries (Manchester University Press,
Manchester, 1959). [Hay traducción en castellano: Rebeldes primitivos, Ariel,
Barcelona, 1968.]
9. Stephen Metz, «The future of insurgency», Strategic Studies Institute, 10 de
diciembre de 1993.
10. El interrogatorio de Marco Vinicio Cobo corrió a cargo de la inteligencia
militar, a raíz de su detención el 3 de abril de 2008 en Salina Cruz, Oaxaca.
11. Servando Gómez, la Tuta, llamó por teléfono en directo al presentador del
programa Voz y solución, Marcos Knapp, el 15 de julio de 2009.
12. Rodolfo Torre, candidato del PRI, fue muerto por pistoleros el 28 de junio de
2010. Su hermano ocupó su lugar y fue elegido gobernador de Tamaulipas.
13. Editorial de primera plana de El Diario de Juárez, 19 de septiembre de 2010.
14. Miguel Ortiz fue interrogado por miembros de la Secretaría de Seguridad
Pública.
15. El atentado contra Minerva Bautista tuvo lugar en las afueras de Morelia, el
24 de abril de 2010.
16. El vídeo de entrenamiento de supuestos miembros de La Resistencia fue
hecho público en febrero de 2011.
17. Cifras publicadas por la Secretaría de Defensa mexicana (Sedena).
18. Informe titulado Combating Arms Trafficking, publicado por la embajada de
Estados Unidos en Ciudad de México, mayo de 2010.
19. La captura se produjo en Laredo, Texas, el 29 de mayo de 2010.
20. Nick Miroff y William Booth, «Mexican drug cartels’ newest weapon: Cold
War-era grenades made in U.S.», Washington Post, 17 de julio de 2010.
21. Los infantes de marina mataron a tiros a Ezequiel Cárdenas en Matamoros el
5 de noviembre de 2010.
22. Según el informe titulado Advisory: Explosives Theft by Armed Subjects,
publicado por el United States Bomb Data Center, 16 de febrero de 2009.
23. La confesión de Noé Fuentes fue publicada por la Secretaría de Seguridad
Pública a raíz de su detención, el 13 de agosto de 2010.
24. Los cadáveres fueron hallados en el estado de Yucatán, el 28 de agosto de
2008.

Capítulo 13: Detenciones 1. El primer escándalo estalló en 2005, con las
crónicas de Alfredo Corchado en el Dallas Morning News. El segundo en 2009,
con noticias procedentes de diversas organizaciones informativas.
2. Andrés López, El cártel de los sapos (Planeta, Bogotá, 2008).
3. Los detalles del caso Cárdenas fueron revelados en una serie de artículos
publicados por Dane Schiller en el Houston Chronicle en 2010.
4. Discurso de Richard Nixon, 18 de septiembre de 1972.

Capítulo 14: Expansión 1. De FBI Uniform Crime Reports, 2004-2010.
2. Cifra proporcionada por el Departamento de Policía de Phoenix.
3. Ibíd.
4. Ibíd.
5. National Drug Intelligence Center, Cities in Which Mexican DTO’s Operate
Within the United States, 13 de abril de 2008, actualizado en National Drug
Threat Assesment 2009, enero de 2009.
6. Acta de acusación del U.S. District Court, Northern District of Illinois, Eastern
Division, United States of America vs. Arturo Beltrán Leyva.
7. Del excelente documental Blood River: Barrio Azteca, quinta serie, episodio 4,
ciclo «Gangland», de History Channel, emitido el 18 de junio de 2009.
8. Las agresiones contra los empleados del consulado ocurrieron en Ciudad
Juárez el 13 de marzo de 2010.
9. Revelado en el juicio y reiterado en el recurso de apelación titulado Rosalio
Reta vs. State of Texas, presentado el 3 de marzo de 2010 en el 49.º distrito
judicial, Texas.
10. Del informe titulado Precursors and chemicals frequently used in the illicit
manufacture of narcotic drugs and psychotropic substances, realizado por el
International Narcotics Control Board, 19 de febrero de 2009.
11. El general Julián Arístides González fue muerto a tiros en Tegucigalpa el 8 de
diciembre de 2009.
12. El funeral tuvo lugar en Tegucigalpa el 9 de diciembre de 2009.

Capítulo 15: Diversificación 1. En 2011 seis millones de pesos equivalían
aproximadamente a medio millón de dólares.
2. Estudio publicado por la Cámara de Diputados del Parlamento de México,
basado en cifras oficiales, 7 de septiembre de 2010.
3. Los presidentes de la Cámara de Comercio y la Asociación de Maquiladoras de
Ciudad Juárez (Amac) pidieron públicamente la intervención de la ONU en
noviembre de 2009. Los funcionarios de la ONU dijeron que hacía falta una
petición directa del Gobierno nacional.
4. Daniel Arizmendi fue detenido en Naucalpán, Estado de México, el 17 de
agosto de 1998. Cumple una condena que no podrá exceder de cincuenta años.
5. Vicente Fernández dijo después que se ofreció a trasplantar sus propios dedos
a su hijo, pero un médico le aconsejó que no lo hiciera.
6. Rosario Mosso Castro, «Secuestradores vienen de Sinaloa», Zeta, edición de
2007, n.º 1721.
7. Comisión Nacional de Derechos Humanos, Informe especial sobre los casos de
secuestro contra migrantes, 15 de junio de 2009.
8. Amnistía Internacional, Mexico: Invisible victims. Migrants on the move in
Mexico, 28 de abril de 2010.
9. El superviviente contactó con los infantes de marina el 23 de agosto de 2010.
Se cree que la matanza tuvo lugar el 21 o el 22 de agosto.
10. Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), Encuesta nacional de
ocupación y empleo, informe publicado el 13 de agosto de 2010.
11. Diego Gambetta, The Sicilian Mafia: The Business of Private Protection,
Harvard United Press, Cambridge (Mass.), 1993. [Trad. cast.: La mafia siciliana.
El negocio de la protección privada, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
2007.]
12. Estimaciones de Pemex.
13. Informe anual de Pemex sobre 2010, 1 de marzo de 2011.

Capítulo 16: Paz 1. Zedillo, Gaviria y Cardoso expusieron sus argumentos en un
documento titulado Drogas y democracia. Hacia un cambio de paradigma, 11 de
febrero de 2009. Disponible en Internet, en
http://www.plataformademocratica.org/Publicacoes/declaracao_espanhol_site.pdf.
2. Estimación tomada de un estudio de Jeffrey Miron (Harvard) y Katherine
Waldock (Universidad de Nueva York), The Budgetary Impact of Ending Drug
Prohibition (Cato Institute, Washington, D.C., 2010).
3. Los tratados comprenden la Convención de N.U. contra el tráfico ilegal de
estupefacientes y sustancias psicotrópicas de 1988, la Convención sobre
sustancias psicotrópicas de 1971 y la Convención única sobre estupefacientes de
1961.
4. La ley que despenaliza en México la posesión de pequeñas cantidades de
estupefacientes fue aprobada el 20 de agosto de 2009.
5. Rand Corporation, Legalizing marijuana in California will not dramatically
reduce mexican drug trafficking revenues, 12 de octubre de 2010.
6. La marihuana fue aprehendida el 18 de octubre de 2010. Los adictos que se
rehabilitaban fueron asesinados el 24 de octubre.
7. Informe clasificado del Departamento de Estado, luego publicado por
WikiLeaks, «Mexico Navy Operation nets drug kingpin Arturo Beltrán Leyva»
(dado a conocer el 17 de diciembre de 2010).
8. Informe clasificado del Departamento de Estado, luego publicado por
WikiLeaks, «Scene-setter for the opening of the Defense Bilateral Working
Group» (dado a conocer el 29 de enero de 2009).
9. Entrevista del autor con Gaviria en Ciudad de México, 22 de febrero de 2010.
10. La cifra fue dada a la prensa por Mario Delgado, secretario de Educación de
Ciudad de México, el 6 de diciembre de 2010.
11. Leoluca Orlando fue alcalde de Palermo de 1985 a 1990 y de 1993 a 2000.
Fotos


La medicina de Dios. Adormideras de la Sierra Madre Occidental. (Fernando Brito)
Mezclando pasta de coca en un laboratorio clandestino de Putumayo, Colombia. (Oliver Schmieg)
El producto acabado. Un ladrillo de kilo de coca pura. Las marcas indican a qué cártel pertenece. (Oliver
Schmieg)
Economía de escala. Soldados arrancando una plantación de marihuana de tamaño industrial en
Sinaloa. (Fernando Brito)
Los intérpretes del Grupo Cártel, especializados en narcocorridos, posan delante del cementerio del
Humaya de Culiacán. Los mausoleos del fondo son de narcotraficantes muertos. (Fernando Brito)
La Santa Muerte. El devoto reza, baila y fuma delante de un altar
d e la Santa Muerte de Tepito, Ciudad de México. (Keith Dannemiller)
El Eliot Ness de México. El presidente Felipe Calderón explica su estrategia en la guerra contra la droga.
(Keith Dannemiller)
Sinaloa. Un soldado en el escenario de un crimen del cártel. (Fernando Brito)
Medellín. El sicario Gustavo en un piso franco del cártel. (Oliver Schmieg)
No te muevas o te mato. Fuerzas especiales colombianas detienen una furgoneta cargada de cocaína.
(Oliver Schmieg)
Guerra urbana. Soldados corriendo hacia el escenario de un crimen en Culiacán. (Fernando Brito)
Sinaloa. Una víctima del cártel. (Fernando Brito)
Duelo diurno. Miembros de la familia despiden a un policía asesinado en Sinaloa. (Fernando Brito)
El cuerpo es el mensaje. Cadáver arreglado por los gánsteres en Sinaloa. (Fernando Brito)
Terror. Una víctima del cártel sumergida en un canal de Sinaloa. (Fernando Brito)
¿Paz en el futuro? Colegialas de Culiacán en una manifestación contra la violencia. Llevan fotos de
víctimas inocentes. (Fernando Brito)
Título original: El Narco. The Bloody Rise of Mexican Drug Cartels Editor original: Bloomsbury, London,
Berlin, New York, Sidney Traducción: Antonio-Prometeo Moya ISBN EPUB: 978-84-9944-272-3

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