La Nueva Clase - Milovan Djilas

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Como él mismo lo dice en su sincero

prólogo, Milovan Djilas ha recorrido


como un intelectual “todo el camino
que está abierto a un comunista”.
Subió “del más bajo al más alto de
los tramos de la escala jerárquica”.
Cayó luego en desgracias y escribió
este libro en la prisión, en
circunstancias que eran, “en el mejor
de los casos, inciertas”. Se trata,
pues, de la confesión de un hombre
de temple, de un hombre que ha
sabido mantenerse fiel a si mismo
frente a todas las presiones. Porque
la crítica acerba que encierran las
páginas de este libro no se refiere
únicamente al régimen yugoslavo a
cuyo establecimiento el autor
contribuyó en tan importante
medida, sino al mundo comunista en
general. Djilas no nos presenta
ningún sistema filosófico o social;
nos ofrece un cuadro del mundo
comunista y unas conclusiones
acerca del mismo que fue
madurando en su espíritu “gradual y
conscientemente”. No estamos ante
la obra de alguien guiado por
prejuicios anticomunistas, sino ante
la obra de un comunista
decepcionado. Al referirse al cuadro
y las ideas que este libro expone, el
propio Djilas nos dice; “Son
simplemente el cuadro y las ideas
del mundo en que vivo. Soy producto
de ese mundo. He contribuido a él.
Ahora soy uno de sus críticos”. El
lector sabrá apreciar el valor de
esta confesión, de esta denuncia de
una “nueva clase explotadora”, de
esta abjuración de un “dogma
anticuado”, de este grito rebelde de
quien “sigue luchando por un mundo
mejor”.
Este es un libro sobre el comunismo,
escrito por un hombre que hasta
hace muy poco tiempo era uno de
sus héroes. Ejemplifica y expresa la
angustiada desilusión de los
intelectuales de la órbita soviética,
que —anhelando un verdadero
progreso social y económico—
sostienen la necesidad de “una
urgente y amplia democratización”.
Documento político, uno de los más
importantes de nuestra época, no
tiene ninguna semejanza con la
propaganda anticomunista corriente.
Es un manifiesto teórico, que expone
una serie de causas y efectos, y
trata de demostrar, con claridad y
sencillez, que el comunismo siguió el
único camino posible, y que no
puede, en ninguna circunstancia,
realizar sus fines socialistas. El
comunismo, afirma Djilas, es víctima
de sus propias contradicciones: una
teoría utópica, y una realidad cruel;
un paraíso teórico, y un Estado
donde impera la esclavitud; una
clase gobernante privilegiada que se
devora a sí misma, y un pueblo que
vive sumido en la pobreza moral y
material.
Milovan Djilas

La nueva clase
Un análisis del sistema
comunista

ePub r1.0
jandepora 15.07.14
Título original: The New Class. An
analysis of the Communist System
Milovan Djilas, 1957
Traducción: Luis Echávarri

Editor digital: jandepora


ePub base r1.1
PRÓLOGO

A todo esto se lo podría llamar de


una manera diferente: historia de una
revolución contemporánea, la expresión
de una serie de opiniones, o la confesión
de un revolucionario. Un poco de cada
una de esas cosas se puede encontrar en
este documento. Pero aunque se trate de
una síntesis inadecuada de historia,
opiniones y recuerdos, refleja mi
esfuerzo para ofrecer un cuadro, todo lo
completo y breve que es posible, del
comunismo contemporáneo. Quizá se
pierdan algunos aspectos especiales o
técnicos, pero confío en que eso
contribuirá a que el cuadro general sea
mucho más sencillo y completo.
He procurado apartarme de mis
problemas personales no sometiéndome
a ellos. Mis circunstancias son, en el
mejor caso, inciertas y en consecuencia
me veo obligado a exponer
apresuradamente mis observaciones y
experiencias; un examen más detallado
de mi situación personal podría
complementar algún día, y quizá
inclusive cambiar, algunas de mis
conclusiones.
No puedo describir todas las
dimensiones del conflicto por el que
atraviesa dolorosamente nuestro mundo
contemporáneo. Tampoco pretendo estar
enterado de lo que sucede fuera del
mundo comunista, en el que he tenido la
fortuna o la desgracia de vivir. Cuando
hablo de un mundo exterior al mío lo
único que hago es poner a mi propio
mundo en perspectiva para hacer más
clara su realidad.
Casi todo lo que contiene este libro
se ha dicho en otras partes y de un modo
distinto. Quizá se encuentren en él un
sabor, un color y un estado de ánimo
nuevos, y algunas ideas de igualdad y
fraternidad entre los hombres, que han
existido en diversas formas desde el
comienzo de la sociedad humana —y
que el comunismo contemporáneo acepta
verbalmente— son principios a los que
aspirarán siempre quienes luchan por el
progreso y la libertad. Criticar esas
ideas fundamentales sería tan erróneo
como inútil y tonto. El esfuerzo por
realizarlas forma parte de la sociedad
humana.
No me he dedicado a una crítica
minuciosa de la teoría comunista,
aunque esa crítica es necesaria y útil. He
concentrado mi trabajo en la descripción
del comunismo contemporáneo y tocado
la teoría sólo cuando era necesario.
Es imposible exponer todas mis
observaciones y experiencias en una
obra tan breve como ésta. He enunciado
sólo las más esenciales y apelado a las
generalizaciones sólo cuando eran
inevitables.
Este relato puede parecer extraño a
quienes viven en el mundo no comunista,
pero no puede parecer inusitado a
quienes viven en el comunista. No
pretendo un mérito o una distinción
exclusivos por el cuadro que presento
de ese mundo ni por las ideas que
expongo a su respecto. Son
sencillamente el cuadro y las ideas del
mundo en que vivo. Soy un producto de
ese mundo, he contribuido a crearlo y
ahora soy uno de sus críticos.
Sólo en la apariencia es esto
inconsecuente. He luchado en el pasado,
y sigo luchando, por un mundo mejor.
Esa lucha puede no producir los
resultados deseados. Sin embargo, la
lógica de mi acción está contenida en la
duración y la continuidad de esa lucha.
ORÍGENES
1

LAS raíces del comunismo


moderno se remontan a una época muy
anterior, aunque permanecían ocultas
antes del desarrollo de la industria
moderna en la Europa Occidental. Las
ideas básicas del comunismo son la
Primacía de la Materia y la Realidad del
Cambio, ideas tomadas de los
pensadores del período que precedió
inmediatamente a la iniciación del
comunismo. A medida que el comunismo
se desarrolla y adquiere fuerza esas
ideas básicas desempeñan un papel cada
vez menos importante. Esto es
comprensible: una vez en el poder, el
comunismo tiende a modelar de nuevo al
resto del mundo de acuerdo con sus
propias ideas y cada vez menos a
cambiar él mismo.
La dialéctica y el materialismo —la
evolución del mundo con independencia
de la voluntad humana— constituían la
base del viejo comunismo marxista
clásico. Esas ideas básicas no fueron
expuestas por primera vez por teóricos
comunistas como Marx y Engels. Éstos
las tomaron prestadas y las tejieron
luego en un todo, formando así,
inintencionadamente, la base para una
nueva concepción del mundo.
La idea de la Primacía de la Materia
fue tomada de los materialistas
franceses del siglo XVIII. Pensadores
anteriores, entre ellos Demócrito en la
Grecia antigua, la habían expuesto de
una manera diferente. La idea de la
realidad del cambio causada por la
lucha de los opuestos, llamada
Dialéctica, fue tomada de Hegel;
también había sido expuesta, de modo
distinto, por Heráclito en la Grecia
antigua.
Sin entrar en detalles con respecto a
las diferencias entre las ideas marxistas
y teorías semejantes anteriores, es
necesario señalar que Hegel, al exponer
la idea de la Realidad del Cambio,
conservó el concepto de una ley
suprema invariable, o sea la Idea de lo
Absoluto. Como él dijo, en último
análisis existen leyes invariables que,
con independencia de la voluntad
humana, gobiernan la naturaleza, la
sociedad y los seres humanos.
Aunque haciendo hincapié en la idea
de la Realidad del Cambio, Marx, y
sobre todo Engels, afirmaron que las
leyes del mundo objetivo o material eran
invariables e independientes de los
seres humanos. Marx estaba seguro de
que descubriría las leyes fundamentales
que rigen la vida y la sociedad como
Darwin había descubierto las leyes que
rigen a las criaturas vivientes. En todo
caso, Marx aclaró algunas leyes
sociales, particularmente el modo como
esas leyes operaban en el período del
primitivo capitalismo industrial.
Este hecho por sí solo, aunque sea
aceptado como exacto, no puede
justificar la pretensión de los comunistas
modernos de que Marx descubrió todas
las leyes de la sociedad. Todavía menos
puede justificar su intento de modelar la
sociedad de acuerdo con esas ideas del
mismo modo que se cría el ganado sobre
la base de los descubrimientos de
Lamarck y Darwin. No se puede
comparar a la sociedad humana con las
diversas especies de animales o con los
objetos inanimados; se compone de
individuos y grupos que están continua y
conscientemente activos en ella,
desarrollándose y cambiando.
En las pretensiones del comunismo
contemporáneo de ser, si no la única y
absoluta, en todo caso la ciencia
suprema, basada en el materialismo
dialéctico, se ocultan las semillas de su
despotismo. El origen de esas
pretensiones puede encontrarse en las
ideas de Marx, aunque Marx mismo no
las expuso.
Claro está que el comunismo
contemporáneo no niega la existencia de
un cuerpo de leyes objetivo e invariable.
Sin embargo, cuando está en el poder
actúa de una manera enteramente
diferente con respecto a la sociedad
humana y el individuo, y emplea para
establecer su poder métodos diferentes
de los que sugieren sus teorías.
Partiendo de la premisa de que sólo
ellos conocen las leyes que gobiernan la
sociedad, los comunistas llegan a la
conclusión demasiado simple y
anticientífica de que ese supuesto
conocimiento les da el poder y el
derecho exclusivo a modificar la
sociedad y dirigir sus actividades. Éste
es el error más importante de su sistema.
Hegel pretendía que la monarquía
absoluta de Prusia era la encarnación de
su idea de lo absoluto. Los comunistas,
por su parte, pretenden que representan
la encarnación de las aspiraciones
objetivas de la sociedad. Hay más de
una diferencia entre los comunistas y
Hegel y hay también una diferencia entre
los comunistas y la monarquía absoluta.
La monarquía no tenía una idea tan
elevada de sí misma como la que los
comunistas tienen de sí mismos, ni era
tan absoluta como ellos.
2

A HEGEL mismo le preocupaban


probablemente las conclusiones que se
podían sacar de sus descubrimientos.
Por ejemplo, si todo se transformaba
constantemente, ¿qué sucedería con sus
propias ideas y con la sociedad que
deseaba conservar? Como profesor de
nombramiento real no se habría
atrevido, en todo caso, a recomendar
públicamente el mejoramiento de la
sociedad sobre la base de su filosofía.
No sucedía lo mismo con Marx.
Cuando era joven intervino activamente
en la revolución de 1848. Sacó de las
ideas de Hegel conclusiones extremas.
¿Acaso la sangrienta lucha de clases que
se libraba en toda Europa no tendía
hacia algo nuevo y superior? Parecía no
sólo que Hegel estaba en lo cierto —es
decir Hegel tal como lo interpretaba
Marx—, sino también que los sistemas
filosóficos ya no tenían significado ni
justificación, puesto que la ciencia
estaba descubriendo con tanta rapidez
leyes objetivas, inclusive las aplicables
a la sociedad.
En la ciencia, el positivismo de
Comte había triunfado ya como método
de investigación; la escuela inglesa de
economía política (Smith, Ricardo y
otros) se hallaba en su culminación;
cada día se descubrían en las ciencias
naturales leyes que hacían época; la
industria moderna se abría camino sobre
la base de la tecnología científica; y las
heridas del capitalismo juvenil se
ponían de manifiesto en los sufrimientos
y la lucha incipiente del proletariado. Al
parecer ese era el comienzo del dominio
de la ciencia, inclusive sobre nuestra
sociedad, y la eliminación del concepto
capitalista de la propiedad como el
obstáculo final para la felicidad y la
libertad humanas.
El tiempo estaba maduro para una
gran conclusión. Marx tuvo la audacia y
la sagacidad necesarias para exponerla,
pero no contaba con fuerzas sociales en
las que pudiera confiar.
Marx era un científico y un ideólogo.
Como científico hizo descubrimientos
importantes, sobre todo en sociología.
Como ideólogo proporcionó las bases
ideológicas para los movimientos
políticos más grandes e importantes de
la historia moderna, los cuales se
produjeron primeramente en Europa y
ahora se están produciendo en el Asia.
Pero precisamente porque era
científico, economista y sociólogo, Marx
nunca pensó en construir un sistema
filosófico o ideológico que lo abarcase
todo. En una ocasión dijo: “Una cosa es
cierta: que yo no soy marxista”. Su gran
talento científico le dio la mayor ventaja
sobre todos sus predecesores
socialistas, tales como Owen y Fourier.
El hecho de que no insistiera en que su
sistema filosófico abarcaba todo le dio
una ventaja todavía mayor sobre sus
discípulos. La mayoría de éstos eran
ideólogos y sólo en un grado muy
limitado científicos, como lo demuestran
los ejemplos de Plekhanov, Labriola,
Lenin, Kautsky y Stalin. El deseo
principal de éstos era construir un
sistema con las ideas de Marx; lo que
sucedía especialmente a quienes poseían
pocos conocimientos filosóficos y
todavía menos talento para ellos. A
medida que pasaba el tiempo los
sucesores de Marx fueron manifestando
una tendencia a presentar las doctrinas
de aquél como un concepto del mundo
definitivo y que lo abarcaba todo, y a
considerarse a sí mismos responsables
por la continuación de toda la obra de
Marx, a la que juzgaban virtualmente
completa. La ciencia fue cediendo poco
a poco a la propaganda y, como
consecuencia, la propaganda tendió cada
vez más a hacerse pasar por ciencia.
Como era un producto de su época,
Marx negó la necesidad de cualquier
clase de filosofía. Su amigo más íntimo,
Engels, declaró que la filosofía había
muerto a causa del desarrollo de la
ciencia. La tesis de Marx no era en
modo alguno original. La llamada
filosofía científica, sobre todo después
del positivismo de Comte y el
materialismo de Feuerbach, se había
convertido en la moda general.
Es fácil comprender por qué Marx
negó tanto la necesidad como la
posibilidad de establecer cualquier
clase de filosofía. Es más difícil
comprender por qué sus sucesores
trataron de ordenar sus ideas en la forma
de un sistema que lo abarca todo, de una
doctrina filosófica exclusiva. Aunque
negaban la necesidad de una filosofía de
cualquier clase, en la práctica crearon
un dogma propio al que consideraban
como el sistema “más científico” o el
“único científico”. En un período de
entusiasmo científico general y de
grandes cambios producidos por la
ciencia en la vida cotidiana y la
industria, no podían menos de ser
materialistas y de considerarse a sí
mismos como los “únicos”
representantes del “único” método
científico, sobre todo porque
representaban a un estrato social que se
hallaba en conflicto con todas las ideas
aceptadas de la época.
Las ideas de Marx sufrieron la
influencia de la atmósfera científica de
su época, de su propia inclinación a la
ciencia y de su aspiración
revolucionaria a dar al movimiento de la
clase trabajadora una base más o menos
científica. Sus discípulos actuaron bajo
la influencia de un ambiente distinto y de
motivos diferentes cuando convirtieron
sus opiniones en dogma.
Si las necesidades políticas del
movimiento de la clase trabajadora en
Europa no hubiesen exigido una nueva
ideología completa en sí misma, la
filosofía que se llama marxista, el
materialismo dialéctico, habría sido
olvidado y dejado de lado como algo no
particularmente profundo o ni siquiera
original, aunque los estudios
económicos y sociales de Marx son de
la más alta categoría científica y
literaria.
La fuerza de la filosofía marxista no
reside en sus elementos científicos, sino
en su relación con un movimiento de
masas y sobre todo en su hincapié en el
objetivo de modificar la sociedad.
Afirma una y otra vez que el mundo
existente cambiará simplemente porque
tiene que cambiar, porque lleva las
semillas de su propia oposición y
destrucción; que la clase trabajadora
desea ese cambio y es capaz de
realizarlo. La influencia de esta filosofía
fue creciendo inevitablemente y creó en
el movimiento de la clase obrera
europea la ilusión de que era
omnipotente, por lo menos como
método. En los países donde no existían
las mismas condiciones, como en Gran
Bretaña y los Estados Unidos, la
influencia e importancia de esta filosofía
fueron insignificantes, a pesar del
poderío de la dase trabajadora y del
movimiento obrero.
Como ciencia, la filosofía marxista
no era importante, pues se fundaba
principalmente en las ideas hegelianas y
materialistas. Como ideología de las
nuevas clases oprimidas y
especialmente de los movimientos
políticos, marcó una época,
primeramente en Europa y más tarde en
Rusia y Asia, proporcionando la base
para un nuevo movimiento político y un
sistema social nuevo.
3

MARX opinaba que la sustitución


de la sociedad capitalista se produciría
mediante una lucha revolucionaria entre
sus dos clases fundamentales: la
burguesía y el proletariado. El choque le
parecía tanto más probable porque en el
sistema capitalista de esa época tanto la
pobreza como la riqueza seguían
creciendo inconteniblemente, en los
polos opuestos de una sociedad
conmovida por crisis económicas
periódicas.
En último análisis, la doctrina
marxista era el fruto de la revolución
industrial o de la lucha del proletariado
industrial por una vida mejor. No era
casual que la terrible pobreza y la
brutalización de las masas que
acompañaban al cambio industrial
ejercieran una influencia poderosa en
Marx. Su obra más importante, Das
Capital, contiene un número de páginas
importantes e irritantes sobre ese tema.
Las crisis recurrentes, características
del capitalismo en el siglo XIX
juntamente con la pobreza y el rápido
aumento de la población, llevaron
lógicamente a Marx a la creencia de que
la revolución era la única solución.
Marx no creía que la revolución era
inevitable en todos los países; sobre
todo no lo era en aquellos donde las
instituciones democráticas constituían ya
una tradición de la vida social. En una
de sus conversaciones citó como
ejemplos de esos países a Bélgica y
Holanda, Gran Bretaña y los Estados
Unidos. Sin embargo, uno puede deducir
de sus ideas, tomadas en conjunto, que
lo inevitable de la revolución era una de
sus creencias fundamentales. Creía en la
revolución y la predicaba; era un
revolucionario.
Las ideas revolucionarias de Marx,
que eran condicionales y no
universalmente aplicables, fueron
convertidas por Lenin en principios
absolutos y universales. En El desorden
infantil del comunismo de izquierda,
quizá su obra más dogmática, Lenin
desarrolló esos principios todavía más,
difiriendo de la opinión de Marx de que
la revolución era evitable en ciertos
países. Dijo que Gran Bretaña ya no
podía ser considerada como un país en
el que la revolución era evitable, porque
durante la primera guerra mundial se
había convertido en una potencia
militarista y, en consecuencia, la clase
obrera británica no tenía otra elección
que la revolución. Lenin se equivocó, no
sólo porque no comprendió que el
“militarismo británico” era solamente
una fase temporaria, de tiempo de
guerra, de su desarrollo, sino también
porque no previó el desarrollo de la
democracia y el progreso económico en
Gran Bretaña y otros países
occidentales. Tampoco comprendió la
naturaleza del movimiento sindicalista
inglés. Hizo demasiado hincapié en sus
ideas deterministas y científicas propias
o marxistas y prestó demasiado poca
atención al papel social objetivo y a las
potencialidades de la clase trabajadora
en países más desarrollados. Aunque lo
negaba, proclamó en realidad que sus
teorías y la experiencia revolucionaria
rusa eran aplicables en todas partes.
Según las hipótesis de Marx y sus
conclusiones al respecto, la revolución
se produciría primeramente en los
países capitalistas muy desarrollados.
Marx creía que los resultados de la
revolución —es decir la nueva sociedad
socialista— llevaría a un nivel de
libertad nuevo y más alto que el
prevaleciente en la sociedad actual, en
el llamado capitalismo liberal. Esto es
incomprensible. En el acto mismo de
rechazar los diversos tipos de
capitalismo Marx se mostraba como un
fruto de su época, de la época del
capitalismo liberal.
Al desarrollar la opinión de Marx de
que el capitalismo debe ser sustituido no
sólo por una forma económica y social
más elevada —es decir el socialismo—,
sino también por una forma más elevada
de libertad humana, los
socialdemócratas se consideraban
justificadamente a sí mismos como los
sucesores de Marx. Tenían a esa
pretensión no menos derecho que los
comunistas, quienes citaban a Marx,
como la fuente de su idea de que la
sustitución del capitalismo sólo se
puede realizar por medios
revolucionarios. Sin embargo, ambos
grupos de discípulos de Marx —los
socialdemócratas y los comunistas—
sólo tenían razón en parte al citarlo
como la base de sus ideas. Al citar las
ideas de Marx defendían sus propias
prácticas, que tenían su origen en una
sociedad diferente y ya modificada. Y,
aunque ambos citaban las ideas
marxistas y dependían de ellas, los
movimientos socialdemócrata y
comunista tomaron direcciones
diferentes. En los países donde el
progreso político y económico era
difícil y la clase obrera desempeñaba un
papel débil en la sociedad, fue
surgiendo lentamente la necesidad de
hacer con las doctrinas marxistas un
sistema y un dogma. Además, en los
países donde las fuerzas económicas y
las relaciones sociales no estaban
todavía maduras para el cambio
industrial, como en Rusia y más tarde en
China, la adopción y dogmatización de
los aspectos revolucionarios de las
doctrinas marxistas fueron más rápidas y
completas. Se hacía hincapié en la
revolución por medio de la clase
trabajadora. En esos países el marxismo
se fue haciendo cada vez más fuerte y
con la victoria del partido
revolucionario se convirtió en la
ideología dominante.
En países como Alemania, donde el
grado de progreso político y económico
hacía innecesaria la revolución, los
aspectos democrático y reformista de la
doctrina marxista prevalecieron sobre
los revolucionarios. Las tendencias
ideológicas y políticas antidogmáticas
hicieron que el movimiento obrero se
interesara ante todo por la reforma.
En el primer caso, los vínculos con
Marx se reforzaron, por lo menos en el
aspecto externo. En el segundo caso se
debilitaron.
El desarrollo social y el de las ideas
llevaron a un cisma grave en el
movimiento socialista europeo. De un
modo general, los cambios en las
condiciones políticas y económicas
coincidieron con los cambios en las
ideas de los teóricos socialistas, porque
interpretaban la realidad de una manera
relativa, es decir de una manera
incompleta y unilateral, desde su punto
de vista partidario.
Lenin en Rusia y Bernstein en
Alemania son los dos extremos por
medios de los cuales hallaron expresión
los diferentes cambios sociales y
económicos y las distintas “realidades”
de los movimientos de la clase
trabajadora.
Del marxismo original no quedó casi
nada. En el Occidente había muerto o
agonizaba; en el Oriente, como
consecuencia del establecimiento del
gobierno comunista, sólo quedaba de la
dialéctica y el materialismo de Marx un
residuo de formalismo y dogmatismo,
que era utilizado con el propósito de
cimentar el poder, justificar la tiranía y
violar la conciencia humana. Aunque de
hecho había sido abandonado también en
el Oriente, el marxismo operaba allí
como un dogma rígido con un poderío
creciente. Era más que una idea; era un
nuevo gobierno, una nueva economía, un
sistema social nuevo.
Aunque Marx había proporcionado a
sus discípulos el ímpetu para ese
desarrollo, apenas lo deseaba ni lo
esperaba. La historia traicionó a este
gran maestro como lo ha hecho con otros
que han tratado de interpretar sus leyes.
¿Cómo se han desarrollado los
acontecimientos desde la época de
Marx?
En la década de 1870 se había
iniciado la formación de corporaciones
y monopolios en los países donde se
había producido ya la revolución
industrial, como Alemania, Inglaterra y
los Estados Unidos. Esta evolución se
hallaba en su plenitud a comienzos del
siglo XX. Hicieron de ella análisis
científicos Hobson, Hilferding y otros.
Lenin, en El imperialismo, la etapa final
del capitalismo, realizó un análisis
político, basado en esos autores, que
contenía predicciones que en su mayoría
han resultado inexactas.
Las teorías de Marx sobre el
creciente empobrecimiento de la clase
trabajadora no quedaron confirmadas
por los acontecimientos ocurridos en los
países de los que se derivaban esas
teorías. Sin embargo, como dice Hugh
Seton-Watson en De Lenin a
Malenkov[1], parecían ser
razonablemente exactas en su mayoría en
el caso de los países agrarios de la
Europa oriental. Así, mientras en
Occidente se reducía su estatura hasta la
de un historiador y un erudito, Marx se
convirtió en Oriente en el profeta de una
nueva era. Sus doctrinas han ejercido un
efecto intoxicante, semejante al de una
religión nueva.
La situación de la Europa occidental
que influyó en las teorías de Engels y
Marx es descrita por André Maurois en
la edición yugoeslava de la Historia de
Inglaterra del siguiente modo:
“Cuando Engels visitó Manchester
en 1844 encontró a 350.000 obreros
aplastados y amontonados en edificios
húmedos, sucios y destartalados donde
respiraban una atmósfera parecida a una
mezcla de agua y carbón. En las minas
vio mujeres medio desnudas que eran
tratadas como los animales de tiro más
despreciables. Los niños pasaban el día
en túneles oscuros donde los empleaban
en abrir y cerrar las aberturas primitivas
para la ventilación y en otras tareas
difíciles. En la industria del encaje la
explotación llegaba a tal punto que niños
de cuatro años trabajaban virtualmente
de balde”.
Engels vivió lo suficiente para ver
un cuadro diferente de Gran Bretaña,
pero vio una pobreza todavía más
horrible y, lo que es más importante,
desesperada en Rusia, los Balcanes,
Asia y África.
Los adelantos técnicos trajeron
consigo cambios vastos y concretos en
el Occidente, cambios inmensos desde
todos los puntos de vista. Esos cambios
llevaron a la formación de monopolios y
al reparto del mundo en esferas de
interés para los países avanzados y para
los monopolios. Llevaron también a la
primera guerra mundial y a la
Revolución de Octubre.
En los países avanzados el rápido
aumento en la producción y la
adquisición de fuentes de materiales y
mercados coloniales modificaron
materialmente la situación de la clase
trabajadora. La lucha por la reforma,
por mejores condiciones materiales,
juntamente con la adopción de formas
parlamentarias de gobierno, se hizo más
real y valiosa que los ideales
revolucionarios. En esos lugares la
revolución se hizo absurda e irrealista.
Los países que todavía no estaban
industrializados, particularmente Rusia,
se hallaban en una situación enteramente
distinta. Se encontraron ante un dilema:
tenían o bien que industrializarse o bien
que interrumpir su participación activa
en el escenario de la historia,
convirtiéndose en cautivos de los países
avanzados y de sus monopolios, con lo
que quedaban condenados a la
degeneración. El capital local y la clase
y los partidos que lo representaban eran
demasiado débiles para resolver los
problemas de la industrialización
rápida. En esos países la revolución se
convirtió en una necesidad inevitable, en
una necesidad vital para la nación, y
sólo una clase podía realizarla: el
proletariado, o el partido revolucionario
que lo representaba.
La razón de esto es que existe una
ley inmutable: que cada sociedad
humana y todos los individuos que la
componen se esfuerzan por aumentar y
perfeccionar la producción. Al hacer
eso se ponen en conflicto con otras
sociedades y personas, de modo que
compiten entre ellas para sobrevivir.
Este aumento y expansión de la
producción hacen frente constantemente
a barreras naturales y sociales, como las
costumbres y relaciones individuales,
políticas, legales e internacionales.
Como tiene que vencer obstáculos, la
sociedad, es decir aquellos que en un
momento dado representan sus fuerzas
productivas, tiene que eliminar, cambiar
o destruir los obstáculos que se alzan
dentro o fuera de sus límites. Las clases,
los partidos, los sistemas políticos, las
ideas políticas, son una expresión de
esta norma constante de movimiento y
estancamiento.
Ninguna sociedad o nación permite
que la producción se estanque hasta el
punto de que su existencia se vea
amenazada. Estancarse significa morir.
Los pueblos nunca mueren
voluntariamente; están dispuestos a
hacer cualquier sacrificio para vencer
las dificultades que se interponen en el
camino de su producción económica y su
existencia.
El ambiente y el nivel material e
intelectual determinan el método, las
fuerzas y los medios que serán utilizados
para llevar a cabo el desarrollo y la
expansión de la producción y los
resultados sociales consiguientes. Sin
embargo, la necesidad del desarrollo y
la expansión de la producción —bajo
cualquier bandera ideológica o fuerza
social— no dependen de los individuos;
porque desean sobrevivir, las
sociedades y las naciones encuentran los
dirigentes y las ideas que, en un
momento determinado, se ajustan mejor
a lo que necesitan y desean conseguir.
El marxismo revolucionario fue
trasplantado, durante el período de
capitalismo monopolista, de los países
del Occidente industrialmente
desarrollado a los del Oriente
industrialmente poco desarrollado,
como Rusia y China. Esto sucedió más o
menos en el momento en que los
movimientos socialistas se
desarrollaban en el Oriente y el
Occidente. Esta etapa del movimiento
socialista comenzó con su unificación y
centralización en la Segunda
Internacional, y terminó con una división
en el ala social-demócrata (reformista) y
el ala comunista (revolucionaria), lo que
llevó a la revolución en Rusia y a la
creación de la Tercera Internacional.
En los países donde no había otro
medio de realizar la industrialización
existían razones nacionales especiales
para la revolución comunista. En la
Rusia semifeudal existieron
movimientos revolucionarios más de
medio siglo antes de la aparición de los
marxistas a fines del siglo XIX. Además,
había razones urgentes y concretas —
internacionales, económicas y políticas
— para la revolución. La razón
fundamental —la necesidad vital de un
cambio industrial— era común a todos
los países como Rusia, China y
Yugoeslavia, en los que se produjo la
revolución.
Era históricamente inevitable que la
mayoría de los movimientos socialistas
europeos posteriores a Marx fueran no
sólo materialistas y marxistas, sino
también en grado considerable
ideológicamente exclusivos. Contra
ellos se unieron todas las fuerzas de la
sociedad vieja: la iglesia, la escuela, la
propiedad privada, el gobierno y, lo que
es más importante, la gran maquinaria de
fuerza que los países europeos han
venido creando para hacer frente a las
constantes guerras continentales.
Quien desee cambiar al mundo
fundamentalmente lo primero que debe
hacer es interpretarlo fundamentalmente
y “sin error”. Cada nuevo movimiento
tiene que ser ideológicamente exclusivo,
sobre todo si la revolución es el único
modo como se puede alcanzar la
victoria. Y si este movimiento tiene buen
éxito, ese mismo éxito tiene que
fortalecer sus creencias e ideas. Aunque
los buenos éxitos conseguidos mediante
métodos parlamentarios “aventurados” y
huelgas fortalecieron la tendencia
reformista en el alemán y los otros
partidos socialdemócratas, los obreros
rusos, que no podían mejorar su
situación en un solo copeck sin
liquidaciones sangrientas, no podían
hacer otra cosa que emplear las armas
para evitar la desesperación y la muerte
por hambre.
Los otros países de la Europa
oriental, Polonia, Checoeslovaquia,
Hungría, Rumania y Bulgaria, no caen
dentro de esa regla, por lo menos los
tres primeros. No pasaron por la
experiencia de una revolución, pues el
sistema comunista les fue impuesto por
la fuerza del ejército soviético. Ni
siquiera reclamaban el cambio
industrial, al menos por el método
comunista, pues algunos de ellos ya lo
habían conseguido. En esos países la
revolución fue impuesta desde afuera y
desde arriba por las bayonetas
extranjeras y la maquinaria de la fuerza.
Los movimientos comunistas eran
débiles, excepto en el más avanzado de
esos países, Checoeslovaquia, donde el
movimiento comunista se parecía mucho
a los movimientos socialistas
izquierdistas y parlamentarios hasta el
momento de la intervención directa de la
Unión Soviética en la guerra y el coup
d’état de febrero de 1948.
Como los comunistas de esos países
eran débiles, la substancia y la forma de
su comunismo tenían que ser idénticas a
las de la Unión Soviética. Ésta les
impuso su sistema y los comunistas
locales lo adoptaron de buena gana.
Cuanto más débil era el comunismo
tanto más tenía que imitar inclusive en la
forma a su “gran hermano” el
comunismo totalitario ruso.
Países como Francia e Italia, que
contaban con partidos comunistas
relativamente fuertes, pasaron por
momentos difíciles para mantenerse a la
altura de los países industrialmente más
avanzados y en consecuencia incurrieron
en dificultades sociales. Puesto que ya
habían pasado por las revoluciones
democrática e industrial, sus
movimientos comunistas diferían mucho
de los de Rusia, Yugoeslavia y China.
En consecuencia, la revolución no tenía
verdadera posibilidad en Francia e
Italia. Puesto que vivían y actuaban en
un ambiente de democracia política, ni
siquiera los dirigentes de sus partidos
comunistas podían liberarse por
completo de las ilusiones
parlamentarias. En lo que se refería a la
revolución, tendían a confiar en el
movimiento comunista internacional y la
ayuda de la Unión Soviética más que en
su propia fuerza revolucionaria. Sus
seguidores, considerando que sus
dirigentes luchaban contra la pobreza y
la miseria, creían ingenuamente que el
partido luchaba por una democracia más
amplia y auténtica.
El comunismo moderno comenzó
siendo una idea al iniciarse la industria
moderna. Está muriendo o siendo
eliminado en los países donde el
progreso industrial ha alcanzado sus
fines fundamentales. Florece en los
países donde no ha sucedido eso.
El papel histórico del comunismo en
los países poco desarrollados ha
determinado el curso y el carácter de la
revolución que se ha visto obligado a
realizar.
CARÁCTER DE LA
REVOLUCIÓN
1

LA historia muestra que en los


países donde se han producido
revoluciones comunistas también otros
partidos estaban descontentos con las
condiciones existentes. El mejor
ejemplo es Rusia, donde el partido que
llevó a cabo la revolución comunista no
era el único partido revolucionario. Sin
embargo, sólo los partidos comunistas
eran revolucionarios en su oposición al
status quo y firmes y consecuentes en su
apoyo a la transformación industrial. En
la práctica eso significa una destrucción
radical de las relaciones de propiedad
establecidas. Ningún otro partido iba tan
lejos a este respecto. Ninguno era
“industrial” hasta ese punto.
Es menos claro por qué esos
partidos tenían que ser socialistas en su
programa. En las condiciones de atraso
existentes en la Rusia zarista la
propiedad privada capitalista no sólo se
mostraba incapaz de una rápida
transformación industrial, sino que en
realidad la obstruía. La clase
propietaria privada se había
desarrollado en un país en el que
existían todavía relaciones feudales
extremadamente poderosas, en tanto que
los monopolios de países más
avanzados hacían presa de su enorme
territorio abundante en materias primas
y mercados.
La Rusia zarista, de acuerdo con su
historia, tenía que ser el último recién
llegado con respecto a la revolución
industrial. Es el único país europeo que
no pasó por la Reforma y el
Renacimiento. No tuvo nada parecido a
las ciudades-estado europeas
medievales. Atrasada, semifeudal, con
una monarquía absolutista y un
centralismo burocrático y un rápido
aumento del proletariado en varios
centros, Rusia se encontró en el
remolino del moderno capitalismo
mundial y en las redes de los intereses
financieros de los gigantescos centros
banqueros.
En su obra El imperialismo, etapa
final del capitalismo Lenin afirma que
tres cuartas partes del capital de los
grandes bancos rusos se hallaban en
poder de capitalistas extranjeros.
Trotsky, en su historia de la revolución
rusa, hace hincapié en que los
extranjeros controlaban el cuarenta por
ciento de las acciones de capital
industrial en Rusia y que ese porcentaje
era todavía mayor en algunas de las
industrias más importantes. En cuanto a
Yugoeslavia, los extranjeros ejercían
una influencia decisiva en las ramas más
importantes de la economía del país.
Estos hechos nada prueban por sí solos,
pero muestran que los capitalistas
extranjeros utilizaban su poder de
refrenar el progreso de esos países para
convertirlos exclusivamente en sus
fuentes de materias primas y de mano de
obra barata, con el resultado de que esas
naciones dejaron de progresar y hasta
comenzaron a declinar.
El partido que tenía la misión
histórica de llevar a cabo la revolución
en esos países debía ser anticapitalista
en su política interna y antiimperialista
en su política exterior.
Internamente, el capital nacional era
débil y en gran parte un instrumento o un
socio del capital extranjero. No era la
clase capitalista sino otra clase, el
proletariado, que surgía de la pobreza
creciente de los campesinos, la que se
interesaba vitalmente por la revolución
industrial. Así como la eliminación de la
explotación afrentosa era una cuestión
de vida o muerte para quienes eran ya
proletarios, así también la
industrialización era una cuestión de
supervivencia para quienes, a su vez,
estaban a punto de convertirse en
proletarios. El movimiento que
representaba a esas dos clases tenía que
ser anticapitalista, es decir socialista en
sus ideas, lemas y promesas.
El partido revolucionario no podía
proyectar en serio la realización de una
revolución industrial si no concentraba
en sus propias manos todos los recursos
nacionales, sobre todo los de los
capitalistas nativos, contra quienes
sentían rencor las masas a causa de su
severa explotación y el empleo de
métodos inhumanos. El partido
revolucionario tenía que adoptar la
misma actitud con respecto al capital
extranjero.
Los otros partidos no podían seguir
un programa semejante. Todos ellos
aspiraban o bien a una vuelta al viejo
sistema, o bien al mantenimiento de los
intereses creados y estáticos, o, en el
mejor caso, a una evolución gradual y
pacífica. Inclusive los partidos
anticapitalistas, como por ejemplo el
Partido Socialista Revolucionario en
Rusia, aspiraban al retorno de la
sociedad a una vida campesina primitiva
e idílica. Los mismos partidos
socialistas, como el de los
mencheviques en Rusia, no iban más allá
de defender el derribo violento de las
barreras que impedían el desarrollo
capitalista. Adoptaban el punto de vista
de que era necesario que se desarrollase
plenamente el capitalismo para llegar
más tarde al socialismo. Sin embargo, el
problema era distinto en este caso, pues
tanto la vuelta al sistema viejo como el
libre desarrollo del capitalismo eran
imposibles para esos países. Ninguna de
esas soluciones era capaz, dadas las
condiciones internacionales e internas,
de resolver el problema urgente de
hacer progresar a esos países, es decir
de realizar en ellos la revolución
industrial.
Sólo el partido que estaba en favor
de la revolución anticapitalista y de la
industrialización rápida tenía
perspectivas de buen éxito. Era evidente
que ese partido tenía que ser, además,
socialista en sus convicciones. Pero
puesto que se veía obligado a actuar en
las condiciones que prevalecían en
general y dentro de los movimientos
obreros o socialistas, ese partido tenía
que depender ideológicamente de la
idea de lo inevitable y lo útil de la
industria moderna así como del dogma
de que la revolución era inevitable. Esa
idea existía ya y sólo se necesitaba
modificarla. Se trataba de marxismo en
su aspecto revolucionario. La
asociación con el marxismo
revolucionario o con el movimiento
socialista europeo, era natural para el
partido entonces. Más tarde, con el
desarrollo de la revolución y los
cambios de organización en los países
avanzados, se hizo igualmente esencial
para él separarse del reformismo del
socialismo europeo.
Lo inevitable de la revolución y de
la industrialización rápida, que exigía
enormes sacrificios e implicaba una
violencia despiadada, requería no sólo
promesas, sino también fe en la
posibilidad de alcanzar el reino del
cielo en la tierra. Avanzando, como
hacen también otros, a lo largo de la
línea de menor resistencia, los
defensores de la revolución y la
industrialización se apartaban con
frecuencia de la doctrina marxista y
socialista establecida. Sin embargo, les
era imposible abandonar por completo
esa doctrina.
El capitalismo y las relaciones
capitalistas eran las formas y las
técnicas adecuadas, y en el momento
dado inevitables, mediante las cuales la
sociedad expresaba sus necesidades y
aspiraciones de mejorar y aumentar la
producción. En Gran Bretaña, durante la
primera mitad del siglo XIX, el
capitalismo mejoró y aumentó la
producción. Y así como los industriales
de Gran Bretaña tenían que destruir a
los campesinos para alcanzar un grado
de producción más elevado, así también
los industriales o la burguesía de Rusia
tenían que convertirse en víctimas de la
revolución industrial. Los participantes
y las formas eran diferentes, pero la ley
era la misma en ambos casos.
En los dos casos el socialismo era
inevitable como un lema y una promesa,
como una fe y un ideal elevado y, en
realidad, como una forma particular de
gobierno y de propiedad que facilitaría
la revolución industrial y haría posible
el mejoramiento y el aumento de la
producción.
2

TODAS las revoluciones del


pasado se produjeron después de haber
comenzado a prevalecer nuevas
relaciones económicas o sociales y de
que el viejo sistema político se había
convertido en el único obstáculo para el
progreso.
Ninguna de esas revoluciones
aspiraba a otra cosa que a la destrucción
de las viejas formas políticas y a abrir
el camino a fuerzas sociales y relaciones
ya maduras existentes en la vieja
sociedad. Inclusive en los casos en que
los revolucionarios deseaban algo más,
como la creación de relaciones
económicas y sociales por medio de la
fuerza, como los jacobinos en la
Revolución Francesa, tuvieron que
aceptar el fracaso y fueron eliminados
rápidamente.
En todas las revoluciones anteriores
la fuerza y la violencia aparecieron
predominantemente como una
consecuencia, como un instrumento de
fuerzas y relaciones sociales nuevas
pero ya dominantes. Inclusive cuando la
fuerza y la violencia sobrepasaron los
límites convenientes durante el curso de
una revolución, al final hubo que dirigir
a las fuerzas revolucionarias hacia una
meta positiva y alcanzable. En esos
casos el terror y el despotismo quizá
fueron manifestaciones inevitables, pero
solamente temporarias.
Todas las llamadas revoluciones
burguesas, ya se realizaran desde abajo,
es decir con la participación de las
masas, como Francia, o desde arriba, es
decir mediante un coup d’état, como en
Alemania bajo Bismarck, tenían que
terminar en una democracia política.
Esto es comprensible. Su tarea consistía
principalmente en destruir el viejo
sistema político despótico y permitir el
establecimiento de relaciones políticas
adecuadas para las necesidades
económicas y de otras clases ya
existentes, sobre todo las concernientes
a la libre producción de bienes.
El caso de las revoluciones
comunistas contemporáneas es
enteramente distinto. Estas revoluciones
no se han producido porque existieran
ya en la economía relaciones nuevas,
digamos socialistas, o porque el
capitalismo se hubiera desarrollado
demasiado. Al contrario. Se produjeron
porque el capitalismo no se había
desarrollado plenamente y porque no era
capaz de realizar la transformación
industrial del país.
En Francia, el capitalismo
prevalecía ya en la economía, en las
relaciones sociales e inclusive en la
conciencia pública con anterioridad al
comienzo de la revolución. Este caso
difícilmente se puede comparar con el
del socialismo en Rusia, China o
Yugoeslavia.
Los mismos dirigentes de la
revolución rusa se daban cuenta de ello.
Hablando ante el Séptimo Congreso del
Partido Comunista Ruso el 7 de marzo
de 1918, mientras la revolución se
desarrollaba todavía, Lenin dijo:
“… Una de las diferencias
fundamentales entre la revolución
burguesa y la socialista es que en
una revolución burguesa, que nace
del feudalismo, nuevas
organizaciones económicas que
van cambiando poco a poco todos
los aspectos de la sociedad feudal
se van creando progresivamente
en medio del orden viejo. Al
cumplir esa tarea, toda revolución
burguesa cumple lo que se
requiere de ella: apresura el
desarrollo del capitalismo.
Una revolución socialista se
halla en una situación enteramente
distinta. En la medida en que un
país que tiene que iniciar una
revolución socialista, a causa de
los caprichos de la historia, está
atrasado, la transición de las
viejas relaciones capitalistas a las
relaciones socialistas es
crecientemente difícil.
La diferencia entre las
revoluciones socialistas y las
revoluciones burguesas reside
específicamente en el hecho de
que, en el último caso, existen
formas establecidas de relaciones
capitalistas, en tanto que el poder
soviético —el proletariado— no
cuenta con relaciones semejantes,
si excluimos las formas de
capitalismo más avanzadas que en
realidad abarcaban a un pequeño
número de grandes industrias y
sólo muy escasamente afectaban a
la agricultura”.

Cito a Lenin, pero podría citar a


cualquier dirigente de la revolución
comunista y a otros muchos autores
como confirmación del hecho de que no
existían relaciones establecidas que
sirvieran de base a la nueva sociedad, y
que, por lo tanto, tenía que crearlas
alguien, en este caso el “poder
soviético”. Si las nuevas relaciones
“socialistas” se hubieran desarrollado
plenamente en el país en que la
revolución comunista podía alcanzar la
victoria, no habría habido necesidad de
tantas seguridades, disertaciones y
esfuerzos con respecto a la
“construcción del socialismo”.
Esto lleva a una contradicción
aparente. Si las condiciones para una
sociedad nueva no predominaban lo
suficiente, ¿quién necesitaba la
revolución? Además, ¿cómo era posible
la revolución? ¿Cómo podía sobrevivir
en vista de que las nuevas relaciones
sociales no se hallaban todavía en
proceso de formación en la sociedad
vieja? Ninguna revolución ni partido
alguno se había impuesto hasta entonces
la tarea de crear relaciones sociales o
una sociedad nueva. Pero ese era el
objetivo principal de la revolución
comunista.
Los dirigentes comunistas, aunque no
conocían mejor que otros las leyes que
rigen a la sociedad, descubrieron que en
el país en que su revolución era posible,
la industrialización era también posible,
sobre todo cuando implicaba una
transformación de la sociedad de
acuerdo con sus hipótesis ideológicas.
La experiencia —el buen éxito de la
revolución en condiciones
“desfavorables”— lo confirmó para
ellos, y lo mismo hizo la “construcción
del socialismo”. Esto fortaleció su
ilusión de que conocían las leyes del
progreso social. En realidad se hallaban
en situación de hacer los planes de una
sociedad nueva y luego de comenzar a
construirla, haciendo correcciones en
una parte y dejando de lado algo en
otras, pero ateniéndose firmemente a
esos planes.
La industrialización, como una
necesidad inevitable y legítima de la
sociedad, y el método comunista de
realizarla unieron sus fuerzas en los
países donde se produjeron
revoluciones comunistas.
Sin embargo, ninguna de ambas
cosas, aunque avanzaron juntas y por
caminos paralelos, pudo alcanzar el
buen éxito de la noche a la mañana. Una
vez realizada la revolución, alguien
tenía que cargar con la responsabilidad
de la industrialización. En el Occidente,
se hicieron cargo de ese papel las
fuerzas económicas del capitalismo
liberado de las cadenas políticas
despóticas, en tanto que en los países
donde se habían producido las
revoluciones comunistas, como no
existían fuerzas semejantes, tuvieron que
encargarse de su función los órganos
revolucionarios mismos, la nueva
autoridad, es decir el partido
revolucionario.
En revoluciones anteriores la fuerza
y la violencia revolucionarias se
convirtieron en un obstáculo para la
economía tan pronto como fue derribado
el viejo orden. En las revoluciones
comunistas la fuerza y la violencia
constituyen una condición para el
desarrollo y el progreso. Según los
revolucionarios anteriores, la fuerza y la
violencia eran sólo un mal necesario y
un medio para un fin. Para los
comunistas la fuerza y la violencia se
elevan a la categoría de un culto y de un
fin esencial. En el pasado, las clases y
fuerzas que constituían una sociedad
nueva existían ya antes que estallase la
revolución. Las revoluciones comunistas
son las primeras que han creado una
sociedad nueva y nuevas fuerzas
sociales.
Así como las revoluciones de
Occidente tenían que terminar
inevitablemente en la democracia
después de todas las “aberraciones” y
“retiradas”, en el Oriente las
revoluciones tenían que terminar en el
despotismo. Los métodos de terror y
violencia en Occidente se hicieron
innecesarios y ridículos e inclusive se
convirtieron en un obstáculo para que
los revolucionarios y los partidos
revolucionarios realizasen la
revolución. En Oriente sucedió todo lo
contrario. No sólo continuó el
despotismo porque la transformación de
la industria requería mucho tiempo, sino
que, como veremos más tarde, duró
todavía mucho tiempo después de
haberse realizado la industrialización.
3

HAY otras diferencias


fundamentales entre la revolución
comunista y las anteriores. Las
anteriores, aunque habían llegado ya al
punto de preparación en el seno de una
economía y una sociedad, no podían
estallar sino en condiciones ventajosas.
Ahora sabemos cuáles son las
condiciones generales necesarias para la
erupción o el triunfo de una revolución.
Sin embargo, toda revolución cuenta,
además de con esas condiciones
generales, con peculiaridades que hacen
posible su preparación y ejecución.
La guerra, o más precisamente el
colapso nacional de la organización
estatal, era innecesario para las
revoluciones del pasado, por lo menos
para las más importantes. Sin embargo,
hasta ahora esa ha sido una condición
fundamental para la victoria de las
revoluciones comunistas. Esto se puede
aplicar inclusive a China. Es cierto que
allí la revolución comenzó con
anterioridad a la invasión japonesa,
pero continuó durante toda una década
para difundirse y por fin salir victoriosa
al final de la guerra. La revolución
española de 1936, que habría podido ser
una excepción, no tuvo tiempo para
transformarse en una revolución
puramente comunista y, por lo tanto, no
salió victoriosa.
La razón de que la guerra fuese
necesaria para la revolución comunista,
o para la caída de la maquinaria del
Estado, debe buscarse en la inmadurez
de la economía y la sociedad. Cuando se
produce el derrumbe de un sistema, y
sobre todo en una guerra que ha sido
desafortunada para los círculos
gobernantes y el sistema estatal
existentes, un grupo pequeño pero bien
organizado y disciplinado es
inevitablemente capaz de tomar la
autoridad en sus manos.
Así, cuando se produjo la
Revolución de Octubre el Partido
Comunista contaba con unos 80.000
miembros. El Partido Comunista
yugoeslavo inició la revolución de 1941
con unos 10.000 miembros. Para
apoderarse del poder son necesarios el
apoyo y la participación activa de por lo
menos una parte de la población, pero
en todos los casos el partido que dirige
la revolución y asume el poder es un
grupo minoritario que confía
exclusivamente en condiciones
excepcionalmente favorables. Además,
ese partido no puede ser un grupo
mayoritario hasta que se convierte en la
autoridad establecida permanentemente.
La realización de una tarea tan
grandiosa como la destrucción de un
orden social y la construcción de una
sociedad nueva cuando las condiciones
para semejante empresa no son
propicias en la economía o la sociedad,
es una tarea que sólo puede atraer a una
minoría, y aun así sólo a aquellos que
creen fanáticamente en sus
posibilidades.
Condiciones especiales y un partido
particular son las características
fundamentales de las revoluciones
comunistas.
El logro de toda revolución, así
como de toda victoria en la guerra, exige
la centralización de todas las fuerzas.
Según la teoría malthusiana, la
Revolución Francesa fue la primera en
que “todos los recursos de un pueblo en
guerra fueron puestos en manos de las
autoridades: la población, los alimentos
y los vestidos”. Esto tenía que suceder,
en un grado todavía mayor, en una
revolución comunista “inmatura”: no
sólo todos los medios materiales, sino
también todos los medios intelectuales
tenían que caer en manos del partido, y
el partido mismo tenía que centralizarse
al máximo políticamente y como
organización. Sólo los partidos
comunistas políticamente unidos,
firmemente agrupados alrededor del
centro y con idénticos puntos de vista
ideológicos pueden realizar semejante
revolución.
La centralización de todos los
medios y fuerzas, así como alguna clase
de unidad política de los partidos
revolucionarios son condiciones
esenciales para que triunfe una
revolución. Para la revolución
comunista esas condiciones son todavía
más importantes, pues desde el
comienzo mismo los comunistas
excluyen a todos los otros grupos o
partidos independientes como aliados
del suyo. Al mismo tiempo exigen la
uniformidad de todos los puntos de
vista, incluyendo las opiniones sobre la
política práctica tanto como las teóricas,
filosóficas e inclusive morales. El hecho
de que los socialistas revolucionarios
del centro izquierdo intervinieran en la
revolución de octubre e individuos y
grupos de otros partidos intervinieran en
las revoluciones de China y Yugoeslavia
no refuta, sino más bien confirma, esta
proposición: esos grupos eran sólo
colaboradores del Partido Comunista y
sólo intervinieron en la lucha en un
grado determinado. Después de la
revolución se dispersaron o se
disolvieron por propia voluntad y se
fundieron con el Partido Comunista. Los
bolcheviques destruyeron a los
socialistas revolucionarios tan pronto
como éstos quisieron hacerse
independientes, en tanto que los grupos
no comunistas de Yugoeslavia y China
que habían apoyado a la revolución
renunciaban a sus actividades políticas.
Las revoluciones anteriores no
fueron llevadas a cabo por un solo grupo
político. Seguramente, en el curso de
una revolución grupos individuales se
presionaban y destruían mutuamente,
pero, en conjunto, la revolución no era
obra de un solo grupo. En la Revolución
Francesa los jacobinos consiguieron
mantener su dictadura sólo durante un
período breve. La dictadura de
Napoleón, que surgió de la revolución,
significó tanto el final de la revolución
jacobina como el comienzo del gobierno
de la burguesía. En cada caso, aunque un
partido desempeñó un papel decisivo en
las revoluciones anteriores, los otros
partidos no perdieron su independencia.
Aunque la supresión y la dispersión
existían, sólo se podían poner en
ejecución durante un tiempo muy breve.
No se podía destruir a los partidos, que
surgían siempre de nuevo. Hasta la
Comuna de París, a la que los
comunistas consideran como la
precursora de su revolución y de su
Estado, fue una revolución
multipartidaria.
Un partido puede haber
desempeñado el papel principal, y hasta
un papel exclusivo, en una fase
particular de una revolución. Pero
ningún partido anterior estuvo
centralizado ideológicamente, o como
organización, en el grado en que lo
estaba el Partido Comunista. Ni los
puritanos en la revolución inglesa ni los
jacobinos en la francesa estaban unidos
por las mismas opiniones filosóficas e
ideológicas, aunque los primeros
pertenecían a una secta religiosa. Desde
el punto de vista de la organización los
jacobinos eran una federación de clubs,
y los puritanos no eran ni siquiera eso.
Sólo contemporáneamente las
revoluciones comunistas llevaron al
primer plano a partidos compulsivos
monolíticos en cuanto a sus ideas y su
organización.
En todos los casos es cierta una
cosa: en todas las revoluciones
anteriores la necesidad de métodos y
partidos revolucionarios desapareció
con la terminación de la guerra civil y
de la intervención extranjera, y hubo que
librarse de esos métodos y partidos.
Después de las revoluciones comunistas,
los comunistas siguen empleando los
métodos y las formas de la revolución y
su partido alcanza pronto el grado
máximo de centralismo y de
exclusividad ideológica.
Lenin lo destacó durante la
revolución misma al enumerar las
condiciones para la admisión en el
Comintern:[2]

“En la presente época de


aguda guerra civil un Partido
Comunista sólo podrá realizar su
deber si es organizado de la
manera más centralizada, sólo si
prevalece en él una disciplina de
hierro que linda con la disciplina
militar, y si su núcleo partidario
es un órgano poderoso y
autorizado que dispone de
poderes amplios y goza de la
confianza universal de los
miembros del partido”.

Y a eso agregó Stalin en


Fundamentos del Leninismo:[3]

“Esta es la posición con


respecto a la disciplina en el
partido en el período de lucha que
precede a la instalación de la
dictadura.
Lo mismo, pero en un grado
todavía mayor, debe decirse con
respecto a la disciplina en el
partido después de instalada la
dictadura”.

La atmósfera y la vigilancia
revolucionarias, la insistencia en la
unidad ideológica, la exclusividad
política e ideológica, el centralismo
político y de otras clases no cesan
después de la asunción del poder. Al
contrario, se intensifican todavía más.
La crueldad en los métodos, la
exclusividad en las ideas y el monopolio
en la autoridad de las revoluciones
anteriores duraron más o menos lo que
las revoluciones mismas. Puesto que en
la revolución comunista la revolución es
solamente el primer acto de la autoridad
despótica y totalitaria de un grupo, es
difícil prever la duración de esa
autoridad.
En las revoluciones anteriores,
incluyendo el Reinado del Terror en
Francia, se prestaba una atención
superficial a la eliminación de los
verdaderos opositores, y ninguna a la
eliminación de quienes podían llegar a
ser opositores. La única excepción fue
la extirpación y persecución de algunos
grupos sociales o ideológicos en las
guerras religiosas de la Edad Media.
Por la teoría y por la práctica, los
comunistas saben que están en conflicto
con todas las otras clases e ideologías, y
obran en consecuencia. Luchan no sólo
contra una oposición real, sino también
contra una potencial. En los países
bálticos fueron liquidadas de la noche a
la mañana millares de personas sobre la
base de documentos que indicaban sus
opiniones ideológicas y políticas
anteriores. La matanza de varios
millares de oficiales en el bosque de
Katyn tuvo un carácter semejante. En el
caso del comunismo, se siguen
empleando métodos terroristas y
opresivos mucho tiempo después de
haber terminado la revolución. A veces
se los perfecciona y se les da más
amplitud que durante la revolución,
como en el caso de la liquidación de los
kulaks. La exclusividad ideológica y la
intolerancia se intensifican después de
la revolución. Aun cuando pueda reducir
la opresión física, el partido gobernante
tiende a reforzar la ideología prescrita:
el marxismo-leninismo.
Las revoluciones anteriores, sobre
todo las llamadas burguesas, atribuían
una importancia considerable al
establecimiento de libertades
individuales inmediatamente después de
haber cesado el terror revolucionario.
Hasta los revolucionarios consideraban
importante asegurar el estado legal de
los ciudadanos. La administración de
justicia independiente era un resultado
final inevitable de todas esas
revoluciones. El régimen comunista de
la Unión Soviética está todavía lejos de
la administración de justicia
independiente tras cuarenta años de
ejercicio del poder. Los resultados
finales de las revoluciones anteriores
eran con frecuencia una mayor seguridad
legal y mayores derechos civiles. No
puede decirse lo mismo de la revolución
comunista.
Hay otra gran diferencia entre las
revoluciones anteriores y las comunistas
contemporáneas. Las revoluciones
anteriores, especialmente las más
importantes, eran una consecuencia de
las luchas de las clases trabajadoras,
pero sus resultados definitivos
beneficiaron a otra clase bajo cuya
dirección intelectual y con frecuencia
organizadora se realizaron esas
revoluciones. La burguesía, en cuyo
nombre se llevó a cabo la revolución,
cosechó en gran parte los frutos de las
luchas de los campesinos y los sans-
culottes. Las masas de una nación
intervienen también en una revolución
comunista, pero los frutos de ésta no les
benefician a ellas, sino a la burocracia.
Pues la burocracia no es otra cosa que el
partido que realiza la revolución. En las
revoluciones comunistas no son
liquidados los movimientos
revolucionarios que las realizan. Las
revoluciones comunistas pueden
“devorar a sus propios hijos”, pero no a
todos.
En realidad, cuando termina una
revolución comunista se producen
inevitablemente disputas crueles y
clandestinas entre los diversos grupos y
facciones que están en desacuerdo con
respecto al camino que se debe seguir.
Las acusaciones mutuas se resuelven
siempre alrededor de la prueba
dogmática de quién es “objetiva” o
“subjetivamente” un
contrarrevolucionario mayor o agente
del “capitalismo” interno y extranjero.
Con independencia de la manera como
se resuelven esos desacuerdos, el grupo
que sale victorioso es el que apoya con
más consecuencia y decisión la
industrialización según los principios
comunistas, es decir sobre la base del
monopolio total del partido, sobre todo
de los organismos oficiales que dirigen
la producción. La revolución comunista
no devora a aquellos hijos suyos que son
necesarios para su actividad futura: la
industrialización. Los revolucionarios
que aceptan literalmente las ideas y los
lemas de la revolución, que creen
ingenuamente en su realización, son
liquidados por lo general. El grupo que
comprende que la revolución debe
asegurar la autoridad, sobre una base
social y política comunista, como un
instrumento de la futura transformación
industrial, es el que sale victorioso.
La revolución comunista es la
primera en que los revolucionarios y sus
aliados, sobre todo el grupo que maneja
la autoridad, sobreviven a la revolución.
Grupos semejantes fracasaban
inevitablemente en las anteriores. La
revolución comunista es la primera que
se lleva a cabo para beneficio de los
revolucionarios. Ellos, y la burocracia
que se forma a su alrededor, cosechan
sus frutos. Esto crea en ellos, y en los
escalones más amplios del partido, la
ilusión de que la suya es la primera
revolución que sigue siendo fiel a sus
lemas.
4

LAS ilusiones que la revolución


comunista crea acerca de sus verdaderos
fines son más permanentes y extensas
que las de las revoluciones anteriores,
porque la revolución comunista resuelve
las relaciones de una manera nueva y
trae consigo una nueva forma de
propiedad. Las revoluciones anteriores
tenían también como consecuencia
inevitable cambios más o menos
importantes en las relaciones de la
propiedad, pero en esas revoluciones
una forma de propiedad privada
reemplazaba a las otras. No es eso lo
que sucede en la revolución comunista,
pues el cambio es radical y profundo y
la propiedad colectiva sustituye,
suprimiéndola, a la propiedad privada.
La revolución comunista, mientras se
halla todavía en proceso de desarrollo,
destruye al capitalista, al terrateniente,
la propiedad privada, es decir la
propiedad que utiliza fuerzas de trabajo
extrañas. Esto crea inmediatamente la
creencia de que se cumple la promesa
revolucionaria de un nuevo reinado de
la igualdad y la justicia. El partido, o la
autoridad gubernativa bajo su dirección,
toma simultáneamente grandes medidas
en favor de la industrialización. También
esto intensifica la creencia de que ha
llegado por fin el tiempo de la
liberación de la necesidad. El
despotismo y la opresión siguen
presentes, pero se los acepta como
manifestaciones temporarias que sólo
durarán hasta que sea sofocada la
oposición de las autoridades
expropiadas y los opositores y se
complete la transformación industrial.
Varios cambios esenciales se
producen en el proceso mismo de la
industrialización. La industrialización en
un país atrasado, sobre todo si no cuenta
con ayuda y le ponen obstáculos desde
el exterior, exige la concentración de
todos los recursos materiales. La
nacionalización de la propiedad
industrial y de la tierra es la primera
concentración de la propiedad en manos
del nuevo régimen. Sin embargo, no
termina, ni puede terminar, en eso.
La nueva propiedad se pone
inevitablemente en conflicto con las
otras formas de propiedad. La nueva
propiedad se impone por la fuerza a los
pequeños propietarios que no emplean
mano de obra ajena, o para quienes esa
mano de obra no es esencial, es decir
los artesanos, obreros, pequeños
comerciantes y campesinos. Esta
expropiación de los pequeños
propietarios se realiza aunque no sea
por motivos económicos, es decir para
conseguir una mayor productividad.
En el curso de la industrialización el
gobierno se apodera de la propiedad de
quienes no sólo no se han opuesto, sino
inclusive han ayudado a la revolución.
Como cuestión de forma, el Estado se
convierte también en propietario de esa
propiedad. La propiedad privada cesa o
disminuye hasta desempeñar un papel de
importancia secundaria, pero su
desaparición completa depende del
capricho de los hombres nuevos que
ejercen la autoridad.
A esto lo consideran los comunistas
y algunos miembros de las masas como
una liquidación completa de las clases y
la realización de una sociedad sin
clases. En realidad, las viejas clases
prerevolucionarias desaparecen al
terminar la industrialización y la
colectivización. Pero queda el disgusto
espontáneo y no organizado de la masa
del pueblo, disgusto que no cesa ni
disminuye. Los errores y el engaño
comunistas con respecto a los “restos” y
la “influencia” de la “clase enemiga”
subsisten, pero la ilusión de que la
durante largo tiempo soñada sociedad
sin surge gracias a esos medios es
completa, por lo menos para los
comunistas mismos.
Toda revolución, e inclusive toda
guerra, crea ilusiones y se la realiza en
nombre de ideales irrealizables. Durante
la lucha esos ideales les parecen
bastante reales a los combatientes; al
final dejan de existir con frecuencia. No
sucede lo mismo en el caso de la
revolución comunista. Quienes llevan a
cabo esa revolución, así como los que
ocupan los escalones inferiores,
conservan sus ilusiones mucho tiempo
después de haber terminado la lucha
armada. A pesar de la opresión, del
despotismo, de las confiscaciones
francas y de los privilegios de los
elementos gobernantes, parte de la
población, y sobre todo los comunistas,
conservan las ilusiones contenidas en
sus lemas.
Aunque la revolución comunista
puede iniciarse con los conceptos más
idealistas y poner en juego un heroísmo
admirable y un esfuerzo gigantesco,
siembra las ilusiones más grandes y
permanentes.
Las revoluciones son inevitables en
la vida de las naciones. Pueden terminar
en el despotismo, pero también lanzan a
las naciones por caminos que antes les
estaban cerrados.
La revolución comunista no puede
alcanzar uno solo de los ideales
mencionados como su fuerza motriz. Sin
embargo, la revolución comunista ha
llevado la civilización industrial a
grandes zonas de Europa y Asia. De este
modo se han creado las bases materiales
para una futura sociedad más libre. Por
lo tanto, aunque ha traído consigo el
despotismo más completo, la revolución
comunista ha creado también la base
para la abolición del despotismo. Así
como el siglo XIX introdujo la industria
moderna en Occidente, así también en el
siglo XX introducirá la industria
moderna en Oriente. La sombra de Lenin
se extiende sobre el inmenso territorio
de Eurasia de una manera u otra. En
forma despótica en China, en forma
democrática en la India y Birmania,
todas las demás naciones asiáticas y no
asiáticas están entrando inevitablemente
en una revolución industrial. La
revolución rusa inició ese proceso, que
sigue siendo el hecho incalculable e
históricamente importante de esa
revolución.
5

PODRÍA parecer que las


revoluciones comunistas son en su
mayor parte decepciones históricas y
ocurrencias casuales. En cierto sentido
es así: ninguna de las otras revoluciones
ha exigido tantas condiciones
excepcionales, ninguna otra ha
prometido tanto y cumplido tan poco. La
demagogia y la falsedad son inevitables
entre los dirigentes comunistas, puesto
que están obligados a prometer la
sociedad más ideal y “la abolición de
toda explotación”.
Sin embargo, no se puede decir que
los comunistas hayan engañado a la
gente, es decir que hayan hecho
deliberada y conscientemente algo
distinto de lo que habían prometido. La
realidad es sencillamente la siguiente:
no podían realizar aquello en que creían
tan fanáticamente. No les es posible
reconocer esto aunque se vean obligados
a ejecutar una política contraria a todo
lo que prometieron antes y durante la
revolución. Desde su punto de vista, ese
reconocimiento sería una admisión de
que la revolución era innecesaria. Sería
también una admisión de que ellos
mismos se han hecho superfluos. Esto es
imposible para ellos.
Los resultados decisivos de una
lucha social nunca pueden ser como los
previstos por quienes la libran. Algunas
de esas luchas dependen de una serie
infinita y compleja de circunstancias que
no pueden controlar la inteligencia ni la
acción humanas. Esto es más cierto con
respecto a las revoluciones que exigen
esfuerzos sobrehumanos y producen
cambios apresurados y radicales en la
sociedad. Engendran inevitablemente
una confianza absoluta en que después
de sus victorias se alcanzaría lo
fundamental en cuanto a la prosperidad y
la libertad humanas. La Revolución
Francesa se llevó a cabo en nombre del
sentido común, en la creencia de que al
final se lograrían la libertad, la igualdad
y la fraternidad. La revolución rusa se
llevó a cabo en nombre de “una visión
puramente científica del mundo”, con el
propósito de crear una sociedad sin
clases. Ninguna de esas revoluciones se
habría podido realizar si los
revolucionarios, juntamente con parte de
la población, no hubiesen creído en sus
fines idealistas.
Las ilusiones comunistas con
respecto a las posibilidades
posrevolucionarias preponderaban entre
los comunistas más que entre quienes los
siguieron. Los comunistas debían saber,
y en realidad sabían, que era inevitable
la industrialización, pero sólo podían
conjeturar cuáles serían sus
consecuencias y relaciones sociales.
Los historiadores comunistas
oficiales de la Unión Soviética y
Yugoeslavia describen la revolución
como si hubiera sido el fruto de actos
proyectados de antemano por sus
dirigentes. Pero sólo se prepararon
conscientemente el curso de la
revolución y la lucha armada, en tanto
que las formas que tomó la revolución
surgieron del curso inmediato de los
acontecimientos y de la acción directa
realizada. Es revelador que Lenin, sin
duda uno de los revolucionarios más
grandes de la historia, no previera
cuándo o en qué forma estallaría la
revolución hasta que la tuvo casi a la
vista. En enero de 1917, un mes antes de
la Revolución de Febrero, y sólo diez
antes de la Revolución de Octubre que
lo llevó al poder, dijo en un mitin de los
socialistas suizos:
“Nosotros, la vieja generación,
quizá no vivamos lo suficiente para ver
las batallas decisivas de la próxima
revolución. Pero me parece que puedo
expresar con extrema confianza la
esperanza en que los jóvenes que
trabajan en el admirable movimiento
socialista de Suiza y del mundo entero
tendrán la buena suerte no sólo de
luchar, sino también de lograr la victoria
en la próxima revolución del
proletariado”.
¿Cómo se puede decir, por lo tanto,
que Lenin, o cualquier otro, podía
prever las consecuencias sociales que
iban a surgir de la lucha larga y
compleja de la revolución?
Pero aunque los fines comunistas,
per se, eran irreales, los comunistas, a
diferencia de los revolucionarios
anteriores, se mostraron plenamente
realistas en la creación de las cosas
posibles. Las realizaron de la única
manera posible: imponiendo su
autoridad absoluta y totalitaria. La suya
fue la primera revolución de la historia
en la que los revolucionarios no sólo
permanecen en el escenario político
después de la victoria, sino que además,
en el sentido más práctico, crean
relaciones sociales completamente
contrarias a aquellas en las que creían y
que habían prometido. La revolución
comunista, en el curso de su duración y
transformación industrial posterior,
convierte a los revolucionarios mismos
en creadores y dueños de un nuevo
estado social.
Las predicciones concretas de Marx
resultaron inexactas. En un grado
todavía mayor se puede decir lo mismo
de las esperanzas de Lenin en que con
ayuda de la dictadura se crearía una
sociedad libre y sin clases. Pero se ha
satisfecho la necesidad que hizo
inevitable la revolución: la
transformación industrial sobre la base
de la técnica moderna.
6

LA lógica abstracta indicaría que la


revolución comunista, cuando consigue,
en condiciones diferentes y mediante la
compulsión estatal, las mismas cosas
conseguidas por las revoluciones
industriales y el capitalismo en el
Occidente, no es sino una forma de
revolución para implantar el capitalismo
de estado. Las relaciones que ha creado
su victoria son de capitalismo de estado.
Esto parece ser todavía más cierto
porque el nuevo régimen regula también
las relaciones políticas, obreras y de
otras clases y, lo que es más importante,
distribuye los ingresos y beneficios
nacionales y los bienes materiales todos
los cuales se han transformado en
propiedad del Estado.
La discusión acerca de si las
relaciones en la Unión Soviética y en
otros países comunistas son o no de
capitalismo de estado, socialistas o de
otra clase, es en gran medida dogmática.
Sin embargo, esa discusión tiene una
importancia fundamental.
Aunque se suponga que el
capitalismo de estado no es sino “La
antesala del socialismo”, como decía
Lenin, o la primera fase del socialismo,
no por ello le resulta más fácil
soportarlo a la gente que vive bajo el
despotismo comunista. Si el carácter de
la propiedad y de las relaciones
sociales creado por la revolución
comunista se fortalece y fija, las
perspectivas de que la gente se libere de
esas relaciones se hacen más realistas.
Pero si la gente no tiene conciencia de la
naturaleza de las relaciones sociales en
que vive, o si no ve una manera de
poder alterarlas, sus esfuerzos no
pueden tener perspectiva alguna de buen
éxito.
Si la revolución comunista, a pesar
de sus promesas e ilusiones, es
capitalista de estado en sus empresas
con relaciones capitalistas de estado,
los únicos actos legales y positivos que
pueden realizar sus funcionarios son los
que mejoran su trabajo y reducen la
presión y la irresponsabilidad de la
administración estatal. Los comunistas
no admiten en teoría que actúan en un
sistema de capitalismo de estado, pero
sus dirigentes se conducen de ese modo.
Se jactan continuamente de que mejoran
el trabajo de la administración y de que
libran una lucha “contra la burocracia”.
Además, las verdaderas relaciones
no son las del capitalismo de estado,
pues no proporcionan un método para
mejorar fundamentalmente el sistema de
la administración del Estado.
Para comprender la naturaleza de las
relaciones que surgen en el curso de la
revolución comunista y que luego
quedan establecidas en el proceso de la
industrialización y la colectivización, es
necesario ahondar más en el papel y las
maneras de operar del Estado bajo el
comunismo. Al presente bastará con
señalar que en el comunismo la
maquinaria estatal no es el instrumento
que determina realmente las relaciones
sociales y de propiedad; es sólo el
instrumento que protege esas relaciones.
En verdad, todo se hace en nombre del
Estado y por medio de sus
reglamentaciones. El Partido Comunista,
incluyendo su burocracia profesional,
está por encima de las reglamentaciones
y detrás de cada uno de los actos del
Estado.
Es la burocracia la que usa,
administra y controla oficialmente tanto
la propiedad nacionalizada y
socializada como la vida entera de la
sociedad. El papel de la burocracia en
la sociedad, es decir la administración
monopolista y el control de la renta y los
bienes nacionales, le da una posición
especial privilegiada. Las relaciones
sociales se parecen a las del capitalismo
de estado, tanto más por cuanto la
industrialización se realiza no con la
ayuda de capitalistas, sino con la ayuda
de la maquinaria estatal. En realidad esa
clase privilegiada realiza esa función
utilizando la maquinaria del Estado
como una cubierta y un instrumento.
La propiedad no es sino el derecho
al beneficio y la dirección. Si se definen
los beneficios de clase por ese derecho,
los estados comunistas, en último
análisis, han visto el origen de una
nueva forma de propiedad, o de una
nueva clase gobernante y explotadora.
En realidad, los comunistas no
pueden actuar de un modo distinto que
cualquiera de las clases gobernantes que
les han precedido. Creyendo que
construían una sociedad nueva e irreal,
han construido una para ellos mismos y
del único modo que podían. Su
revolución y su sociedad no parecen
accidentales o artificiales, sino algo
natural para un país particular y para
ciertos períodos de su desarrollo. Por
este motivo, por extensa e inhumana que
haya sido la tiranía comunista, la
sociedad, en el transcurso de cierto
período —tan largo como el que dure la
industrialización— tiene que soportar y
soporta la tiranía. Además, esta tiranía
ya no parece algo inevitable, sino
exclusivamente una seguridad para las
depredaciones y los privilegios de una
clase nueva.
En contraste con las revoluciones
anteriores, la revolución comunista,
realizada para terminar con las clases,
ha traído consigo la autoridad más
completa de una sola clase nueva. Todo
lo demás es falso y una ilusión.
LA NUEVA CLASE
1

EN la Unión Soviética y otros


países comunistas ha sucedido todo de
una manera distinta de como
pronosticaron sus dirigentes, inclusive
algunos tan prominentes como Lenin,
Stalin, Trotsky y Bukharin. Éstos
esperaban que el Estado desapareciera
rápidamente y se fortaleciera la
democracia. Ha sucedido lo contrario.
Esperaban un rápido mejoramiento del
nivel de vida, y a este respecto apenas
se ha producido cambio alguno, y en los
países subyugados de la Europa oriental
ese nivel inclusive ha empeorado. En
todos los casos, el nivel de vida no se
ha elevado en proporción con la
velocidad de la industrialización, que ha
sido mucho más rápida. Se creía que las
diferencias entre las ciudades y las
aldeas, entre el trabajo físico y el
intelectual, desaparecerían lentamente, y
en cambio han aumentado esas
diferencias. Las esperanzas comunistas
en otros aspectos, inclusive las
relacionadas con acontecimientos en el
mundo no comunista, no se han
materializado.
La mayor ilusión era la
industrialización y colectivización en la
Unión Soviética y la destrucción de la
propiedad capitalista que traería
consigo una sociedad sin clases. En
1936, cuando se promulgó la nueva
Constitución, Stalin anunció que la
“clase explotadora” había dejado de
existir. La clase capitalista y las otras de
antiguo origen habían sido destruidas
realmente, pero se había formado una
clase nueva hasta entonces desconocida
en la historia.
Es incomprensible que esta clase,
como las anteriores a ella, creyera a que
el establecimiento de su poder traería
consigo la felicidad y la libertad para
todos los hombres. La única diferencia
entre ésta y las otras clases consistía en
que ésta trataba más crudamente la
demora en la realización de sus
ilusiones. Afirmaba que su poder era
más completo que el de cualquier otra
clase anterior de la historia y sus
ilusiones y prejuicios de clase eran
proporcionalmente mayores.
Esta clase nueva, la burocracia, o
más exactamente la burocracia política,
posee todas las características de las
anteriores, así como algunas nuevas
propias. Su origen tiene también sus
características especiales, aunque en
esencia ha sido semejante a los
comienzos de otras clases.
También otras clases obtuvieron su
fuerza y su poder mediante el método
revolucionario, destruyendo los órdenes
político, social y los otros que
encontraron en su camino Sin embargo,
casi sin excepción, esas clases
consiguieron el poder después de haber
tomado forma en la sociedad vieja
nuevas normas económicas. Con la
nueva clase de los sistemas comunistas
sucedió lo contrario. No llegó al poder
para completar un nuevo orden
económico, sino para establecer el suyo
propio, y, al hacer eso, imponer su
poder a la sociedad.
En épocas anteriores la llegada al
poder de una clase, parte de una clase o
un partido era el acontecimiento final
resultante de su formación y de su
desarrollo. En la Unión Soviética
sucedió lo contrario. Allí la clase nueva
se formó definitivamente después de
alcanzar el poder. Tuvo que desarrollar
su conciencia en vista de sus poderes
económicos y físicos, porque no estaba
arraigada en la vida de la nación. Esta
clase contemplaba su papel en relación
con el mundo desde un punto de vista
idealista. Eso no disminuía sus
posibilidades prácticas. A pesar de sus
ilusiones, representaba una tendencia
objetiva hacia la industrialización. Su
inclinación práctica emanaba de esa
tendencia. La promesa de un mundo
ideal aumentaba la fe en las filas de la
nueva clase y sembraba ilusiones entre
las masas. Al mismo tiempo inspiraba
empresas físicas gigantescas.
Como esta clase nueva no había sido
formada como parte de la vida
económica y social antes de su llegada
al poder, sólo podía ser creada en una
organización de un tipo especial, que se
distinguía por una disciplina especial
basada en las opiniones filosóficas e
ideológicas idénticas de sus miembros.
Una unidad de doctrina y una disciplina
de hierro eran necesarias para superar
sus debilidades.
Las raíces de la clase nueva se
hallaban en un partido especial de tipo
bolchevique. Lenin tenía razón al opinar
que su partido era una excepción en la
historia de la sociedad humana, aunque
no sospechaba que sería el comienzo de
una clase nueva.
Para ser más precisos diremos que
los iniciadores de la nueva clase no se
encuentran en el partido de tipo
bolchevique en general, sino en el
estrato de los revolucionarios
profesionales que formaban su núcleo
antes de llegar al poder. Lenin no afirmó
por casualidad después del fracaso de la
revolución de 1905 que sólo los
revolucionarios profesionales —
hombres cuya única profesión era la
actividad revolucionaria— podían
organizar un partido nuevo de tipo
bolchevique. Era todavía menos casual
que Stalin, el futuro creador de la nueva
clase, fuese el ejemplo más destacado
de ese revolucionario profesional. La
nueva clase gobernante ha ido surgiendo
poco a poco de ese estrato muy reducido
de revolucionarios. Esos
revolucionarios constituyeron su núcleo
durante largo tiempo. Trotsky advirtió
que en los revolucionarios profesionales
anteriores a la revolución estaba el
origen del futuro burócrata estalinista.
Lo que no advirtió fue la creación de
una nueva clase de propietarios y
explotadores.
Esto no quiere decir que el nuevo
partido y la clase nueva sean idénticos.
Sin embargo, el partido es el núcleo de
esa clase y su base. Es muy difícil, quizá
imposible, definir los límites de la
nueva clase e identificar a sus
miembros. Puede decirse que la nueva
clase está formada por aquellos que
poseen privilegios especiales y
preferencias económicas a causa del
monopolio administrativo que ejercen.
Puesto que la administración es
inevitable en la sociedad, las funciones
administrativas necesarias pueden
coexistir con funciones parásitas en la
misma persona. No todos los miembros
del partido son miembros de la nueva
clase, como tampoco eran burgueses
todos los artesanos ni todos los
habitantes de una ciudad.
En términos generales, a medida que
la clase nueva se va haciendo más fuerte
y adquiere una fisonomía más
perceptible, el papel del partido
disminuye. El núcleo y la base de la
clase nueva se crean en el partido y en
su cima, así como en los órganos
políticos del Estado. El partido en otro
tiempo vivo, compacto y lleno de
iniciativa desaparece para transformarse
en la oligarquía tradicional de la nueva
clase, que atrae irresistiblemente a sus
filas a quienes aspiran a ingresar en la
clase nueva y reprimir a quienes tienen
ideales.
El partido hace la clase, pero la
clase se desarrolla como consecuencia y
utiliza al partido como base. La clase se
hace más fuerte, en tanto que el partido
se debilita. Tal es el destino inevitable
de todo partido comunista en el poder.
Si no se interesara materialmente
por la producción o si no tuviera dentro
de sí mismo las potencialidades para la
creación de una clase nueva, ningún
partido podría actuar de una manera tan
temeraria moral e ideológicamente, y
mucho menos permanecer en el poder
largo tiempo. Stalin declaró, después de
la terminación del primer Plan
Quinquenal: “Si no hubiéramos creado
el aparato habríamos fracasado”. Si
hubiera sustituido la palabra “aparato”
por “clase nueva” todo habría sido más
claro.
Parece extraordinario que un partido
político pueda ser el comienzo de una
clase nueva. Los partidos son
generalmente el producto de clases y
estratos que se han hecho fuertes
intelectual y económicamente. Sin
embargo, si se tienen en cuenta las
verdaderas condiciones en la Rusia
prerevolucionaria y en otros países en
los que el comunismo se impuso a las
fuerzas nacionales, resultará evidente
que un partido de este tipo es el
producto de oportunidades peculiares y
que no hay en ello nada extraordinario ni
accidental. Aunque las raíces del
bolcheviquismo penetran muy
profundamente en la historia rusa, el
partido es en parte el producto del único
sistema de relaciones internacionales en
que se encontró Rusia a fines del siglo
XIX y comienzos del XX. Rusia ya no
podía vivir en el mundo moderno como
una monarquía absoluta, y el capitalismo
ruso era demasiado débil y demasiado
dependiente de los intereses de las
potencias extranjeras para que le fuera
posible realizar una revolución
industrial. Esta revolución sólo podía
ser llevada a cabo por una clase nueva,
o por un cambio en el orden social.
Hasta entonces no existía semejante
clase.
En la historia lo único que importa
es, no quien realiza un proceso, sino que
se realice ese proceso. Tal era el caso
en Rusia y los otros países en los que se
produjeron revoluciones comunistas. La
revolución creó las fuerzas, los
dirigentes, las organizaciones y las ideas
que se necesitaban para ello. La nueva
clase nació por razones objetivas y por
el deseo, el talento y la acción de sus
dirigentes.
2

EL origen social de la nueva clase


se halla en el proletariado, así como la
aristocracia surgió en una sociedad
campesina y la burguesía en una
sociedad de comerciantes y artesanos.
Hay excepciones que dependen de las
condiciones nacionales, pero el
proletariado de los países
económicamente poco desarrollados,
por estar atrasado, constituye la materia
prima de la que sale la nueva clase.
Existen otras razones para que la
nueva clase actúe siempre como la
defensora de la clase trabajadora. Esa
nueva clase es anticapitalista y, por
consiguiente, depende lógicamente de
los estratos obreros. La apoyan la lucha
proletaria y la fe tradicional del
proletariado en una sociedad socialista
o comunista en la que no exista una
explotación brutal. Es vitalmente
importante para la nueva clase asegurar
una corriente de producción normal, y
de ahí que no pueda perder su conexión
con el proletariado. Y lo que es más
importante, la clase nueva no puede
conseguir la industrialización y
consolidar su poder sin la ayuda de la
clase trabajadora. Por otra parte, la
clase trabajadora ve en la industria
creciente la salvación de su pobreza y
desesperación. Durante un largo período
de tiempo coinciden y se unen los
intereses, las ideas, la fe y las
esperanzas de la nueva clase, partes de
la clase obrera y los campesinos pobres.
Esas combinaciones se han producido en
el pasado entre otras clases muy
diferentes. ¿Acaso la burguesía no
representó a los campesinos en la lucha
contra los señores feudales?
El avance de la nueva clase hacia el
poder se produce como consecuencia de
los esfuerzos del proletariado y de los
pobres. Es en las masas en la que tiene
que apoyarse el partido o la clase nueva
y es con sus intereses con los que está
más estrechamente aliada. Esto es cierto
hasta que la clase nueva establece por
fin su poder y su autoridad. Además, la
nueva clase se interesa por el
proletariado y los pobres sólo en la
medida necesaria para el desarrollo de
la producción y para mantener
subyugadas a las fuerzas sociales más
agresivas y rebeldes.
El monopolio que la nueva clase
establece en nombre de la clase
trabajadora sobre toda la sociedad es,
ante todo, un monopolio sobre la clase
trabajadora misma. Este monopolio es
en primer término intelectual, sobre el
llamado proletariado de avant-garde, y
luego sobre todo el proletariado. Esta es
la mayor decepción que puede causar la
nueva clase, pero pone de manifiesto
que su fuerza y su interés radican
principalmente en la industria. Sin
industria la nueva clase no puede
consolidar su posición o autoridad.
Los hijos de la clase obrera son los
miembros más resueltos de la nueva
clase. El destino de los esclavos ha
consistido siempre en proporcionar a
sus amos los representantes más
inteligentes y capaces. En este caso ha
nacido de la clase explotada una nueva
clase explotadora y gobernante.
3

CUANDO se analiza críticamente


los sistemas comunistas se considera
que su distinción fundamental reside en
el hecho de que gobierna al pueblo una
burocracia organizada en un estrato
especial. Esto es cierto en general. Sin
embargo, un análisis más minucioso
mostrará que sólo un estrato especial de
burócratas, los que no son funcionarios
administrativos, forman el núcleo de la
burocracia gobernante, o, según mi
terminología, de la clase nueva. Esta es
en realidad una burocracia partidaria o
política. Los otros funcionarios son sólo
el aparato que maneja la nueva clase.
Ese aparato puede ser tosco y lento,
pero como quiera que sea, tiene que
existir en toda sociedad socialista. Es
sociológicamente posible trazar la línea
divisoria entre los diferentes tipos de
funcionarios, pero en la práctica son
indistinguibles. Esto es cierto no sólo
porque el sistema comunista, por su
naturaleza misma, es burocrático, sino
también porque los comunistas manejan
las diversas funciones administrativas
importantes. Además, el estrato de
burócratas políticos no puede disfrutar
de sus privilegios si no arroja las
migajas de su mesa a las otras
categorías burocráticas.
Es importante que se tengan en
cuenta las diferencias fundamentales que
existen entre las burocracias políticas
mencionadas aquí y las que surgen con
cada centralización de la economía
moderna, especialmente las
centralizaciones que llevan a formas
colectivas de propiedad, como los
monopolios, las compañías y la
propiedad estatal. El número de
empleados aumenta constantemente en
los monopolios capitalistas y también en
las industrias nacionalizadas del
Occidente. En Human Relations in
Administration[4], R. Dubin dice que los
funcionarios oficiales relacionados con
la economía se están convirtiendo en un
estrato especial de la sociedad.

“… Los funcionarios poseen la


sensación de que todos los que
trabajan juntos tienen un destino
común. Comparten los mismos
intereses, sobre todo porque
existe una competencia
relativamente pequeña en la
medida en que los ascensos se
realizan de acuerdo con la
antigüedad. La agresión en grupo
queda así reducida al mínimo y en
consecuencia se considera que
este sistema es positivamente
beneficioso para la burocracia.
Sin embargo, el esprit de corps y
la organización social irregular
que se producen típicamente en
esas situaciones llevan con
frecuencia a que el personal
defienda sus intereses
atrincherados más bien que a que
ayude a su clientela y a los altos
funcionarios elegidos”.

Aunque esos funcionarios tienen


mucho en común con los burócratas
comunistas, especialmente en lo que
respecta al esprit de corps, no son
idénticos. Si bien los burócratas del
gobierno y de otras clases de los
sistemas no comunistas forman un
estrato especial, no ejercen la autoridad
como los comunistas. Los burócratas de
un Estado no comunista tienen amos
políticos, generalmente electos, o
propietarios que ejercen la autoridad
sobre ellos, en tanto que los comunistas
no tienen amos ni propietarios que los
manden. Los burócratas de un Estado no
comunista son funcionarios en una
economía capitalista moderna en tanto
que los comunistas son algo diferente y
nuevo: una clase nueva.
Como sucede con otras clases
poseedoras, la prueba de que se trata de
una clase especial se halla en su
propiedad y en sus relaciones especiales
con las otras clases. Del mismo modo,
la clase a que pertenece un miembro es
indicada por los privilegios materiales y
de otros géneros que le proporciona la
propiedad.
Tal como la define el derecho
romano, la propiedad constituye el uso,
el disfrute y la disposición de bienes
materiales. La burocracia política
comunista usa, disfruta y dispone de la
propiedad nacionalizada.
Si damos por supuesto que la
calidad de miembro de esta burocracia o
nueva clase propietaria, se basa en el
uso de privilegios inherentes en la
propiedad —en este caso de bienes
materiales nacionalizados—, entonces la
calidad de miembro de la nueva clase
partidaria o burocracia política, se
refleja en una obtención de bienes
materiales y de privilegios mayor que la
que la sociedad concedería normalmente
por esas funciones. En la práctica, el
privilegio de propiedad de la nueva
clase se manifiesta como un derecho
exclusivo a que la burocracia política
distribuya la renta nacional, fije los
salarios, dirija el desarrollo económico
y disponga de la propiedad
nacionalizada y la otra. Así es como se
presenta ante el hombre corriente, quien
considera al funcionario comunista
como un hombre muy rico y que no tiene
que trabajar.
La propiedad privada ha demostrado
ser, por numerosas razones,
desfavorables para el establecimiento
de la nueva autoridad de clase. Además,
la destrucción de la propiedad privada
era necesaria para la transformación
económica de las naciones. La nueva
clase obtiene su poder, sus privilegios,
su ideología y sus costumbres de una
forma de propiedad peculiar: la
propiedad colectiva, que la clase
administra y distribuye en nombre de la
nación y de la sociedad.
La nueva clase sostiene que la
propiedad se deriva de una relación
social designada. Es la relación entre
los monopolistas de la administración,
que constituyen un estrato estrecho y
cerrado, y la masa de productores
(labradores, obreros e intelectuales) que
carece de derechos. Pero esa relación
no es válida, puesto que la burocracia
comunista goza del monopolio en la
distribución de bienes materiales.
Todo cambio fundamental en la
relación social entre quienes
monopolizan la administración y quienes
trabajan se refleja inevitablemente en la
relación de propiedad. Las relaciones
sociales y políticas y la propiedad —el
totalitarismo del gobierno y el
monopolio de la autoridad— se ponen
más completamente de acuerdo en el
comunismo que en cualquier otro
sistema particular.
Despojar a los comunistas de sus
derechos de propiedad sería suprimirlos
como clase. Obligarles a renunciar a sus
otros poderes sociales, para que los
obreros puedan participar en los
beneficios de su trabajo —lo que los
capitalistas han tenido que permitir
como consecuencia de las huelgas y de
la acción parlamentaria— significaría
privarles de su monopolio sobre la
propiedad, la ideología y el gobierno.
Eso sería el comienzo de la democracia
y la libertad en el comunismo, el fin del
monopolismo y el totalitarismo
comunistas. Hasta que suceda eso no
puede haber indicios de que se producen
cambios importantes, fundamentales en
los sistemas comunistas, por lo menos a
los ojos de los hombres que piensan
seriamente en el progreso social.
Los privilegios de propiedad de la
nueva clase y el ingreso en esa clase son
los privilegios de la administración.
Esos privilegios se extienden desde la
administración del Estado y de las
empresas económicas hasta la de los
deportes y los organismos humanitarios.
La dirección política, partidaria o
“general” está a cargo del núcleo
central. Esa posición directiva trae
consigo privilegios. En su Stalin au
povouir, publicado en París en 1951,
Orlov afirma que el sueldo medio de un
obrero en la Unión Soviética en 1935
era de 1800 rublos anuales, en tanto que
el sueldo y las asignaciones del
secretario de una comisión de radio
ascendía a 45.000 rublos anuales. La
situación ha cambiado desde entonces
tanto para los obreros como para los
funcionarios del partido, pero la esencia
sigue siendo la misma. Otros autores han
llegado a las mismas conclusiones. Las
diferencias entre el sueldo de los
obreros y el de los funcionarios del
partido son extremas, lo que no podía
ocultarse a las personas que visitaban la
Unión Soviética o los otros países
comunistas durante los últimos años.
También otros sistemas cuentan con
sus políticos profesionales. Uno puede
pensar bien o mal de ellos, pero su
existencia es necesaria. La sociedad no
puede vivir sin un Estado o un gobierno,
y por lo tanto no puede vivir sin
aquellos que lo defienden.
Sin embargo, hay diferencias
fundamentales entre los políticos
profesionales de otros sistemas y los del
sistema comunista. En casos extremos,
los políticos de otros sistemas utilizan al
gobierno para asegurarse privilegios
para ellos mismos y sus partidarios, o
para favorecer los intereses económicos
de un estrato social u otro. La situación
es diferente en el sistema comunista, en
el que el poder y el gobierno se
identifican con el uso, el disfrute y la
disposición de casi todos los bienes
nacionales. Quien se apodera del poder
se apodera de los privilegios e
indirectamente de la propiedad. En
consecuencia, en el comunismo el poder
o la política como profesión constituye
el ideal de quienes desean o tienen la
probabilidad de vivir a expensas de los
demás.
El ingreso en el Partido Comunista
antes de la revolución significaba un
sacrificio. Ser un revolucionario
profesional era uno de los honores más
altos. Ahora que el Partido ha
consolidado su poder la afiliación al
mismo significa que uno pertenece a una
clase privilegiada. Y en el núcleo del
partido figuran los explotadores y amos
todopoderosos.
La revolución comunista y el sistema
comunista han estado ocultando durante
mucho tiempo su verdadera naturaleza.
La aparición de la nueva clase ha
quedado oculta bajo la fraseología
socialista y, lo que es más importante,
bajo las nuevas formas colectivas de la
propiedad. La llamada propiedad
socialista es un disfraz de la verdadera
propiedad por la burocracia política. Y
al comienzo esa burocracia se
apresuraba a realizar la
industrialización y ocultaba bajo ella su
composición de clase.
4

LA evolución del comunismo


moderno y la aparición de la nueva
clase se ponen de manifiesto en el
carácter de quienes lo inspiraron y el
papel que desempeñaron.
Los dirigentes y sus métodos, desde
Marx hasta Khrushchev, han variado y
cambiado. A Marx no se le ocurrió
impedir que otros expusieran sus ideas.
Lenin toleraba la libre discusión en su
partido y no creía que tribunales
partidarios, y todavía menos el jefe del
partido, pudiese reglamentar la
expresión de ideas “correctas” o
“incorrectas” Stalin suprimió toda clase
de discusión dentro del partido y
concedió el derecho a exponer la
ideología solamente al núcleo central, o
sea a él mismo. Otros movimientos
comunistas han sido diferentes. Por
ejemplo, la Unión Internacional de
Trabajadores (la llamada Primera
Internacional) de Marx no tenía una
ideología marxista, pues la formaban
diversos grupos que sólo aceptaban las
resoluciones con las que estaban de
acuerdo sus miembros. El partido de
Lenin era un grupo de avant-garde que
combinaba una moralidad
revolucionaria interna y una estructura
ideológica monolítica con cierta clase
de democracia. Bajo Stalin ese partido
se convirtió en una masa de hombres
ideológicamente desinteresados que
recibían sus ideas desde arriba, pero se
mostraban enérgicos y unánimes en la
defensa de un sistema que les aseguraba
privilegios indiscutibles. Marx nunca
creó realmente un partido. Lenin
destruyó todos los partidos con
excepción del suyo, incluyendo el
partido socialista. Stalin relegó a la
segunda fila inclusive al Partido
Bolchevique, transformando su núcleo
en el núcleo de una clase nueva y al
partido en un grupo privilegiado
impersonal e incoloro.
Marx creó un sistema de los papeles
de las clases y de la lucha de clases en
la sociedad, aunque no fue él quien las
descubrió, y veía a la humanidad como
formada principalmente por miembros
de clases discernibles si bien no hacía
más que repetir la filosofía estoica de
Terencio: “Humani nihil a me alienun
puto”. Lenin veía a los hombres como
seres que comparten ideas más bien que
como miembros de clases discernibles.
Stalin sólo veía en los hombres súbditos
obedientes o enemigos. Marx murió en
Londres como un emigrante pobre, pero
muy apreciado por los hombres cultos y
en el movimiento obrero; Lenin murió
como el dirigente de una de las
revoluciones más grandes, pero también
como un dictador a cuyo alrededor había
comenzado a formarse un culto; cuando
murió Stalin se había transformado ya en
un dios.
Estos cambios en las personalidades
son sólo el reflejo de los cambios que se
habían producido ya en el movimiento
comunista y constituían su alma misma.
Aunque no se dio cuenta de ello,
Lenin inició la organización de la clase
nueva. Hizo que el partido siguiera las
líneas bolcheviques y expuso la teoría
de que ese partido debía desempeñar un
papel único y dirigente en la
construcción de una sociedad nueva.
Este es sólo un aspecto de su obra
multilateral y gigantesca; es el aspecto
que nació de sus actos más bien que de
sus deseos. Es también el aspecto que
hizo que la clase nueva le venerara.
Sin embargo, el creador verdadero y
directo de la nueva clase fue Stalin. Era
un hombre de reflejos rápidos y
tendencia al mal humor, no muy educado
ni buen orador. Pero era
implacablemente dogmático y gran
administrador, un georgiano que sabía
mejor que nadie adónde le llevaban a
Rusia sus nuevas fuerzas. Creó la clase
nueva utilizando los medios más
bárbaros, sin perdonar ni siquiera a la
clase misma Era inevitable que ésta, que
le había colocado en la cima, se
sometiese luego a su manera de ser
desenfrenada y brutal. Era el verdadero
dirigente de esa clase mientras ésta se
iba formando y conseguía el poder.
La nueva clase nació en la lucha
revolucionaria del Partido Comunista,
pero se desarrolló durante la revolución
Industrial. Sin la revolución, sin la
industria, la situación de la clase no
habría sido segura y su poder limitado.
Mientras el país era industrializado,
Stalin comenzó a introducir variaciones
importantes en los sueldos, al mismo
tiempo que permitía que siguiera la
tendencia a obtener diversos privilegios.
Creía que la industrialización quedaría
en nada si la nueva clase no se
interesaba materialmente por el proceso
mediante la adquisición de alguna
propiedad. Sin la industrialización a la
nueva clase le habría sido difícil
mantener su posición, pues no habría
contado con justificación histórica ni
con recursos materiales para seguir
existiendo.
El aumento de los miembros del
partido, o sea de la burocracia, se
relacionaba estrechamente con esto. En
1927, en vísperas de la
industrialización, el Partido Comunista
Soviético contaba con 887.233
miembros. En 1934, al final del primer
Plan Quinquenal, su número había
aumentado a 1.874.488. Se trataba de un
fenómeno evidentemente relacionado
con la industrialización: mejoraban las
perspectivas para la nueva clase y
aumentaban los privilegios para sus
miembros. Lo que es más, los
privilegios y la clase crecían más
rápidamente que la industrialización
misma. Es difícil citar estadísticas a este
respecto, pero la conclusión es evidente
para quien tiene en cuenta que el nivel
de vida no ha marchado al paso de la
producción industrial, pues la nueva
clase se ha apoderado de la parte del
león del económico y de otros progresos
conquistados con los sacrificios y los
esfuerzos de las masas.
El establecimiento de la nueva clase
no se realizó suavemente. Encontró la
oposición enconada de las clases
existentes y de los revolucionarios que
no podían conciliar la realidad con los
ideales por los que luchaban. En la
Unión Soviética la oposición de los
revolucionarios se hizo más evidente en
el conflicto entre Trotsky y Stalin. El
conflicto entre Trotsky y Stalin, o entre
los opositores del partido y Stalin, así
como el conflicto entre el régimen y los
campesinos, se fueron intensificando a
medida que avanzaba la
industrialización y aumentaban el poder
y la autoridad de la nueva clase.
Trotsky, orador excelente, estilista
brillante, polemista hábil, hombre culto
y muy inteligente, sólo carecía de una
cualidad: el sentido de la realidad.
Quería ser un revolucionario en un
período en que la vida imponía la
normalidad. Deseaba revivificar a un
partido revolucionario que se estaba
transformando en algo completamente
distinto, en una clase nueva a la que no
le interesaban los grandes ideales, sino
únicamente los placeres cotidianos de la
vida. Esperaban acción de una masa ya
cansada por la guerra, el hambre y la
muerte, en un momento en que la nueva
clase retenía ya firmemente las riendas y
había comenzado a experimentar las
dulzuras del privilegio. Los fuegos
artificiales de Trotsky iluminaron los
cielos distantes, pero no podían
reanimar el entusiasmo en los hombres
cansados. Advirtió agudamente el
aspecto lamentable de los nuevos
fenómenos, pero no captó su significado.
Además, nunca había sido bolchevique.
Este era su defecto y su virtud. Al atacar
a la burocracia del partido en nombre de
la revolución atacaba el culto del
partido y, aunque no se daba cuenta de
ello, a la nueva clase.
Stalin no miraba ni muy adelante ni
muy atrás. Se había colocado al frente
de un nuevo poder que nacía en aquel
momento, de la clase nueva, de la
burocracia política, y se convirtió en su
dirigente y su organizador. No
predicaba; tomaba decisiones. Prometía
también un futuro brillante, pero era un
futuro que la burocracia podía
contemplar como algo real porque su
vida mejoraba de día en día y su
posición se fortalecía. Hablaba sin
ardor ni color, pero la nueva clase podía
comprender muy bien aquel lenguaje
realista. Trotsky deseaba extender la
revolución a Europa; Stalin no se oponía
a esa idea, pero esa empresa peligrosa
no le impedía preocuparse por la Madre
Rusia o, concretamente, por los medios
de fortalecer el nuevo sistema y de
aumentar el poderío y la reputación del
Estado ruso. Trotsky era un hombre de la
revolución del pasado; Stalin era un
hombre de la actualidad y, por lo tanto,
del futuro.
En la victoria de Stalin vio Trotsky
la reacción thermidoriana contra la
revolución, en realidad la corrupción
burocrática del gobierno soviético y de
la causa revolucionaria. En
consecuencia, comprendió y le hirió
profundamente la amoralidad de los
métodos de Stalin. Trotsky, aunque no se
daba cuenta de ello, fue el primero que,
en el intento de salvar al movimiento
comunista, descubrió la esencia del
comunismo contemporáneo. Pero no fue
capaz de ver toda su trayectoria hasta el
final. Suponía que se trataba únicamente
de un aumento momentáneo de la
burocracia que corrompía al partido y a
la revolución, y dedujo de ello que la
solución era un cambio en lo alto,
mediante una “revolución de palacio”.
Cuando se llevó a cabo realmente una
revolución de palacio después de la
muerte de Stalin, se pudo ver que lo
esencial no había cambiado, pues estaba
implicado algo más profundo y
duradero. El Thermidor soviético de
Stalin no sólo había llevado a la
instalación de un gobierno más
despótico que el anterior, sino también a
la instalación de una clase. Era la
continuación de la otra violenta
revolución exterior que inevitablemente
había creado y fortalecido a la clase
nueva.
Stalin podía, con igual si no con
mayor derecho que Trotsky, remitirse a
Lenin y a toda la revolución, pues era el
hijo legítimo aunque perverso de Lenin y
la revolución.
La historia no registra anteriormente
la existencia de una personalidad como
la de Lenin, quien, con su adaptabilidad
y su persistencia, llevó a cabo una de las
revoluciones más grandes que han
conocido los hombres. Tampoco registra
una personalidad como la de Stalin,
quien tomó a su cargo la enorme tarea de
fortalecer, con el poder y la propiedad,
a una clase nueva nacida de una de las
revoluciones más importantes producida
en uno de los mayores países del mundo.
Detrás de Lenin, que era todo pasión
y pensamiento, se alza la figura opaca y
gris de José Stalin, el símbolo de la
ascensión difícil, cruel e inescrupulosa
de la nueva clase a su poderío final.
Después de Lenin y Stalin vino lo
que tenía que venir, a saber la
mediocridad en la forma de dirección
colectiva. Y apareció también el
“hombre del pueblo” aparentemente
sincero, bondadoso y no intelectual:
Nikita Khrushchev. La nueva clase no
necesita ya a los revolucionarios o
dogmáticos que necesitaba en otro
tiempo; se satisface con personalidades
sencillas, como Khrushchev, Malenkov,
Bulganin y Shepilov, cada una de cuyas
palabras refleja al hombre común. La
nueva clase misma está cansada de
depuraciones dogmáticas y sesiones de
adiestramiento. Le gustaría vivir
tranquilamente. Tiene que protegerse
inclusive de su propio dirigente
autorizado ahora que ya está fortalecida
adecuadamente. Stalin siguió siendo tal
como era cuando la clase estaba débil,
cuando era necesario tomar medidas
crueles inclusive contra los miembros
de las propias filas que amenazaban con
desviarse. Ahora es innecesario todo
eso. Sin renunciar a nada de lo que creó
bajo la dirección de Stalin, la nueva
clase parece estar renunciando a su
autoridad en los últimos pocos años.
Pero no renuncia realmente a la
autoridad, sino sólo a los métodos de
Stalin que, según Khrushchev, ofenden a
“los buenos comunistas”.
La época revolucionaria de Lenin
fue sustituida por la época de Stalin, en
la que la autoridad, la propiedad y la
industrialización fueron fortalecidas de
tal modo que pudo comenzar la muy
deseada vida buena y pacífica de la
nueva clase. El comunismo
revolucionario de Lenin fue sustituido
por el comunismo dogmático de Stalin,
que, a su vez, ha sido sustituido por el
comunismo no dogmático y la llamada
dirección colectiva de un grupo de
oligarcas.
Estas son las tres fases de desarrollo
de la nueva clase en la Unión Soviética,
o del comunismo ruso, o de cualquier
otro tipo de comunismo de una manera u
otra.
El destino del comunismo
yugoeslavo consistía en unificar esas
tres fases en la personalidad particular
de Tito, juntamente con las
características nacionales y personales.
Tito es un gran revolucionario, pero sin
ideas originales; ha conseguido el poder
personal, pero sin la desconfianza y el
dogmatismo de Stalin. Como
Khrushchev, Tito es un representante del
pueblo, es decir de las capas medias del
partido. El camino que ha seguido el
comunismo yugoeslavo —haciendo una
revolución, copiando al estalinismo y
luego renunciando al estalinismo y
buscando su propia forma— se ve más
claramente en la personalidad de Tito.
El comunismo yugoeslavo ha sido más
consecuente que otros partidos en la
conservación de la esencia del
comunismo, pero sin renunciar a forma
alguna que pudiera serle útil.
Las tres fases en la evolución de la
nueva clase —Lenin, Stalin y la
“dirección colectiva”— no están
completamente divorciadas entre sí en
cuanto a la esencia o las ideas.
También Lenin era dogmático y
también Stalin era revolucionario, así
como la dirección colectiva recurrirá al
dogmatismo y a los métodos
revolucionarios cuando sea necesario.
Lo que es más, el no dogmatismo de la
dirección colectiva se aplica únicamente
a ella misma, a los jefes de la nueva
clase. Por otra parte, el pueblo debe ser
“educado” tanto más persistentemente en
el espíritu del dogma, es decir del
marxismo-leninismo. Al relajar su
severidad y su exclusividad dogmáticas,
la nueva clase, que se fortalece
económicamente, tiene probabilidades
de lograr una mayor flexibilidad.
La era heroica del comunismo
pertenece al pasado. La época de sus
grandes dirigentes ha terminado. La
época de los hombres prácticos
comienza. La nueva clase está creada.
Se halla en la cumbre de su poder y su
riqueza, pero carece de ideas nuevas.
No tiene nada más que decir al pueblo.
Lo único que le queda por hacer es
justificarse.
5

NO tendría importancia dejar


sentado el hecho de que en el
comunismo contemporáneo se halla
implicada una nueva clase propietaria y
explotadora y no sólo una dictadura
temporaria y su burocracia arbitraria si
algunos comunistas antiestalinistas,
incluyendo a Trotsky así como a los
socialdemócratas, no hubieran descrito a
la capa gobernante como un fenómeno
burocrático pasajero a causa del cual el
nuevo ideal, la sociedad sin clases,
todavía en pañales, debe sufrir como
tuvo que sufrir la sociedad burguesa
bajo el despotismo de Cromwell y
Napoleón.
Pero la nueva clase es realmente una
clase nueva, con una composición y un
poder especiales. De cualquier
definición científica de una clase,
inclusive de la definición marxista,
según la cual algunas clases son
inferiores a otras de acuerdo con su
posición particular en la producción,
sacamos la conclusión de que en la
Unión Soviética y los otros países
comunistas existe una clase nueva de
propietarios y explotadores. La
característica particular de esta nueva
clase es la propiedad colectiva. Los
teóricos comunistas afirman, y algunos
hasta lo creen, que el comunismo ha
llegado a la propiedad colectiva.
La propiedad colectiva ha existido,
en diversas formas, en todas las
sociedades anteriores. Todos los
despotismos del antiguo Oriente se
basaban en la preeminencia de la
propiedad del Estado o del Rey. En el
Egipto antiguo, después del Siglo XV
antes de Cristo, la tierra cultivable pasó
a ser de propiedad privada. Con
anterioridad a esa época sólo los
hogares y los edificios circundantes eran
de propiedad privada. La tierra
perteneciente al Estado era entregada
para el cultivo y los funcionarios del
gobierno la administraban y cobraban
los impuestos correspondientes. Los
canales y las instalaciones, así como las
obras más importantes, eran también de
propiedad del Estado. El Estado lo
poseía todo hasta que perdió su
independencia en el siglo 1 de nuestra
era.
Esto contribuye a explicar la
edificación de los Faraones de Egipto y
de los emperadores que uno encuentra
en todos los despotismos del antiguo
Oriente. Esa propiedad explica también
la realización de empresas gigantescas,
como la construcción de templos,
tumbas, castillos de emperadores,
canales, caminos y fortificaciones.
El Estado romano trató también a la
tierra conquistada como de propiedad
del Estado y poseía gran número de
esclavos. La Iglesia medieval contaba
asimismo con propiedad colectiva.
El capitalismo, por su naturaleza
misma, era enemigo de la propiedad
colectiva hasta la creación de las
sociedades por acciones. Siguió siendo
enemigo de la propiedad colectiva,
aunque nada podía hacer contra las
nuevas intrusiones de esa propiedad y la
ampliación de su zona de operaciones.
Los comunistas no inventaron la
propiedad colectiva como tal, pero sí
inventaron la manera de hacer que lo
abarque todo, de hacerla más extensa
que en épocas anteriores, inclusive más
que en el Egipto de los Faraones. Eso es
todo lo que hicieron los comunistas.
La propiedad de la nueva clase, así
como su carácter, se formaron durante un
período de tiempo y estuvieron sujetos a
un cambio constante durante el proceso.
Al principio, sólo una pequeña parte de
la nación sentía la necesidad de que
todas las facultades económicas fuesen
puestas en manos de un partido político
con el propósito de ayudar a la
transformación industrial. El partido,
actuando como la avant-garde del
proletariado y como “la fuerza más culta
del socialismo”, reclamaba
insistentemente esa centralización que
sólo se podía conseguir mediante un
cambio en la propiedad. Ese cambio se
hizo en realidad y formalmente mediante
la nacionalización en primer lugar de las
grandes empresas y luego de las
menores. La abolición de la propiedad
privada fue un requisito previo para la
industrialización y para el comienzo de
una clase nueva. Sin embargo, sin su
papel especial como administradores de
la sociedad y distribuidores de la
propiedad, los comunistas no podían
transformarse en una clase nueva, ni se
podía formar y establecer
permanentemente una clase nueva. Los
bienes materiales fueron nacionalizados
poco a poco, pero en realidad, mediante
su derecho a utilizarlos, disfrutarlos y
distribuirlos, esos bienes se convirtieron
en la propiedad de un estrato visible del
partido y de la burocracia reunida a su
alrededor. En vista de la importancia
que tiene la propiedad para su poder —
y también los frutos de la propiedad—,
la burocracia partidaria no puede
renunciar a extender su propiedad
inclusive a los medios de producción en
pequeña escala. A causa de su
totalitarismo y su monopolismo, la
nueva clase se encuentra
inevitablemente en guerra con todo lo
que no administra o maneja, y aspira de
la manera más deliberada a destruirlo o
conquistarlo.
En víspera de la colectivización
Stalin dijo que se había planteado la
cuestión de “quién hará qué a quién”,
aunque el gobierno soviético no
encontraba una oposición seria por parte
de un campesinado política y
económicamente desunido. La nueva
clase no se sentía segura mientras
hubiera otros propietarios además de
ella. No podía correr el riesgo del
sabotaje en la provisión de alimentos o
de materias primas agrícolas. Esa fue la
razón directa del ataque a los
campesinos. Sin embargo, había una
segunda razón, una razón de clase: los
campesinos podían ser peligrosos para
la nueva clase en una situación
inestable. Por lo tanto, la nueva clase
tenía que someter a los campesinos
económica y administrativamente. Eso
se hizo mediante los kolkhozes y las
estaciones de tractores, lo que requirió
un aumento proporcional de la nueva
clase en las aldeas mismas. Como
consecuencia, la burocracia creció como
los hongos también en las aldeas.
El hecho de que el apoderamiento de
la propiedad de otras clases,
especialmente de los pequeños
propietarios, trajese consigo
disminuciones en la producción y el
caos en la economía no tuvo
consecuencias para la nueva clase. Lo
más importante para la nueva clase,
como para todo propietario en la
historia, era el logro y la consolidación
de la propiedad, la clase se beneficiaba
con la nueva propiedad adquirida,
aunque la nación perdía con ello. La
colectivización de los bienes de los
agricultores, que no estaba justificada
económicamente, era inevitable si la
nueva clase tenía que asegurar su poder
y su propiedad.
No se dispone de estadísticas dignas
de confianza, pero todos los testimonios
confirman que la producción por acre en
la Unión Soviética no es superior a la de
la Rusia zarista, y que el número de
cabezas de ganado no se acerca todavía
al de antes de la revolución.
Las pérdidas en la producción
agrícola y ganadera pueden calcularse,
pero las pérdidas en potencial humano a
causa de los millones de campesinos
internados en los campamentos de
trabajo, son incalculables. La
colectivización fue una guerra terrible y
devastadora parecida a una empresa de
locos, salvo porque fue provechosa para
la nueva clase al asegurar su autoridad.
Mediante diversos métodos, como la
nacionalización, la cooperación
obligatoria, los impuestos altos y las
desigualdades en los precios, la
propiedad privada fue destruida y
convertida en propiedad colectiva. El
establecimiento de la propiedad de la
nueva clase se puso de manifiesto en los
cambios en la psicología, la manera de
vivir y la posición material de sus
miembros, lo que dependía de la
situación que ocupaban en la escala
jerárquica. Adquirieron casas de campo,
las mejores viviendas, muebles y cosas
semejantes, y se edificaron alojamientos
especiales y casas de descanso
exclusivos para la burocracia superior,
para la élite de la nueva clase. El
secretario del partido y el jefe de la
policía secreta en algunos lugares no
sólo se convirtieron en las autoridades
supremas, sino que además obtuvieron
las mejores viviendas, los automóviles
más modernos y otras muestras de
privilegio semejantes. Los que estaban
bajo ellos podían obtener privilegios
comparables, lo que dependía de su
posición en la jerarquía. Los
presupuestos oficiales, los “regalos” y
la construcción y reconstrucción
ejecutadas para las necesidades del
Estado y sus representantes se
convirtieron en fuentes permanentes e
inagotables de beneficios para la
burocracia política.
Sólo en los casos en que la nueva
clase no era capaz de conservar la
propiedad recurría a la usurpación, o, en
los casos en que esa propiedad era
exorbitantemente costosa o
políticamente peligrosa, la cedía a otros
estratos o ideaba nuevas formas de
propiedad. Por ejemplo, en Yugoeslavia
se abandonó la colectivización porque
los campesinos la resistían y porque la
constante disminución de la producción
que era su consecuencia constituía un
peligro latente para el régimen. Sin
embargo, la nueva clase no renunció en
esos casos al derecho a volver a
apoderarse de la propiedad o
colectivizarla. La nueva clase no puede
renunciar a ese derecho, pues si lo
hiciese ya no sería totalitaria y
monopolista.
Ninguna burocracia por sí sola
podría insistir tan empecinadamente en
sus propósitos y fines. Sólo quienes
están empeñados en nuevas formas de
propiedad, quienes siguen el camino que
conduce a nuevas formas de producción,
son capaces de mostrarse tan
persistentes.
Marx previó que después de su
victoria el proletariado estaría expuesto
al peligro procedente de las clases
desposeídas y de su propia burocracia.
Cuando los comunistas, especialmente
los de Yugoeslavia, critican la
administración y los métodos
burocráticos de Stalin se refieren
generalmente a lo que previó Marx. Sin
embargo, lo que está sucediendo en el
comunismo actual tiene poco que ver
con Marx y seguramente nada con su
pronóstico. Marx pensaba en el peligro
de un aumento en la burocracia
parasitaria, que se da también en el
comunismo contemporáneo. Per o no se
le ocurrió que los hombres fuertes del
comunismo actual, que manejan los
bienes materiales en beneficio de sus
intereses de casta más bien que de la
burocracia en general, constituirían la
burocracia en que pensaba. También en
este caso sirve Marx como una buena
excusa para los comunistas cuando son
criticados los gustos extravagantes de
diversas capas de la nueva clase o su
mala administración.
El comunismo contemporáneo no es
sólo un partido de cierto tipo, o una
burocracia nacida de la propiedad
monopolista y de la excesiva
intervención del Estado en la economía.
Más que nada, el aspecto esencial del
comunismo contemporáneo es la nueva
clase de propietarios y explotadores.
6

NINGUNA clase se establece por


su propia acción, aunque su ascensión
esté organizada y acompañada por un
esfuerzo consciente. Esto se aplica a la
nueva clase del comunismo.
Esa nueva clase, a causa de la
debilidad de su relación con la
economía y la estructura social y de la
necesidad de originarse en un partido
único, se vio obligada a establecer la
estructura orgánica más alta posible.
Finalmente se vio obligada a apartarse
deliberada y conscientemente de sus
dogmas anteriores. En consecuencia, la
nueva clase está mejor organizada y
tiene más conciencia de clase que
ninguna otra de las que registra la
historia.
Esta afirmación es cierta sólo si se
la toma relativamente, si se toma la
estructura orgánica y la conciencia en
relación con el mundo exterior y con las
otras clases, poderes y fuerzas sociales.
Ninguna otra clase de la historia se ha
mostrado tan coherente y sincera en la
defensa de sí misma y en el manejo de lo
que posee: la propiedad colectiva y
monopolista y la autoridad totalitaria.
Por otra parte, la nueva clase es
también la más engañada y la menos
consciente de sí misma. Todo capitalista
particular o señor feudal tenía
conciencia de que pertenecía a una
categoría social especial y discernible.
Habitualmente creía que su categoría
estaba destinada a hacer feliz a la raza
humana y que sin ella se producirían el
caos y la ruina general. Un miembro
comunista de la nueva clase cree
también que sin su partido la sociedad
retrocedería y se derrumbaría. Pero no
tiene conciencia de que pertenece a una
nueva clase propietaria, pues no se
considera a sí mismo como propietario y
no toma en cuenta los privilegios
especiales de que goza. Cree que
pertenece a un grupo con ideas, fines,
actitudes y papeles prescritos. Eso es
todo lo que ve. No puede ver que al
mismo tiempo pertenece a una categoría
social especial: la clase propietaria.
La propiedad colectiva, que actúa
para reducir la clase, al mismo tiempo
la hace inconsciente de su substancia de
clase y cada uno de los propietarios
colectivos se engaña al creer que lo
único que hace es pertenecer a un
movimiento que desea abolir las clases
en la sociedad.
Una comparación de otras
características de la nueva clase con las
de otras clases propietarias revela
muchas semejanzas y muchas
diferencias. La nueva clase es voraz e
insaciable, como lo era la burguesía.
Pero no posee las virtudes de la
frugalidad y la economía que poseía la
burguesía. La nueva clase es tan
exclusiva como la aristocracia, pero sin
el refinamiento y la caballerosidad
orgullosa de la aristocracia.
La nueva clase posee también
ventajas con respecto a otras clases. Por
ser más compacta está mejor preparada
para grandes sacrificios y hazañas
heroicas. El individuo se subordina
completa y totalmente al conjunto; por lo
menos el ideal prevaleciente exige esa
subordinación aun cuando el individuo
trata de beneficiarse a sí mismo. La
nueva clase es lo bastante fuerte para
llevar a cabo aventuras materiales y de
otros géneros que ninguna otra clase fue
nunca capaz de realizar. Puesto que
posee los bienes nacionales, está en
situación de consagrarse religiosamente
a los fines que se ha trazado y de dirigir
todas las fuerzas del pueblo hacia la
consecución de esos fines.
La nueva propiedad no es lo mismo
que el gobierno político, pero la crea y
la apoya ese gobierno. El uso, el frute y
la distribución de la propiedad
constituyen el privilegio del partido y de
los jefes del partido.
Los miembros del partido creen que
esa autoridad, ese dominio de la
propiedad, traen consigo los privilegios
de este mundo. En consecuencia tienen
que crecer inevitablemente la ambición
inescrupulosa, la duplicidad, la
adulación y los celos. El deseo de hacer
carrera y una burocracia en crecimiento
constante son las enfermedades
incurables del comunismo. Porque los
comunistas se han transformado en
propietarios y porque el camino que
conduce al poder y a los privilegios
materiales sólo se abre mediante la
“devoción” al partido —a la clase, al
“socialismo”— la ambición
inescrupulosa puede convertirse en uno
de los medios de vida principales y en
uno de los métodos más eficaces para el
desarrollo del comunismo.
En los sistemas no comunistas los
fenómenos del arribismo y de la
ambición inescrupulosa son una señal de
que es provechoso ser un burócrata, o de
que los propietarios se han hecho
parásitos, de modo que la
administración de la propiedad queda en
manos de los empleados. En el
comunismo el arribismo y la ambición
inescrupulosa testimonian que un
impulso irresistible hacia la propiedad y
los privilegios acompañan a la
administración de bienes materiales y de
hombres.
La calidad de miembro de otras
clases propietarias no se identifica con
la posesión de propiedad particular. Eso
sucede todavía menos en el sistema
comunista por cuanto la propiedad es
colectiva. Ser un propietario o un
copropietario en el sistema comunista
significa que uno ingresa en las filas de
la burocracia política gobernante y nada
más.
En la nueva clase, lo mismo que en
otras clases, algunos individuos caen
constantemente junto al camino, en tanto
que otros ascienden por la escala. En las
clases de propiedad privada un
individuo deja su propiedad a sus
descendientes. En la nueva clase nadie
hereda nada excepto la aspiración a
elevarse a un escalón más alto de la
escala. La nueva clase sale realmente de
los estratos más bajos y anchos de la
población y está en movimiento
constante. Aunque es sociológicamente
posible prescribir quién pertenece a la
nueva clase, es difícil hacerlo, pues la
nueva clase se derrama sobre la
población y se mezcla con ella, con las
otras clases inferiores, y cambia
constantemente.
El camino que lleva a la cima está
abierto para todos teóricamente, lo
mismo que cada uno de los soldados de
Napoleón llevaba un bastón de mariscal
en su mochila. Lo único que se requiere
para seguir ese camino es una lealtad
sincera y completa, al partido o a la
nueva clase. Ancha en la base, la nueva
clase se hace cada vez más estrecha a
medida que se acerca a la cima. Para
subir se necesita no sólo el deseo, sino
también capacidad para comprender y
exponer doctrinas, firmeza en las luchas
con antagonistas, destreza y maña
excepcionales en las contiendas dentro
del partido y talento para fortalecer a la
clase. Aunque más abierta que otras
clases en algunos aspectos, la nueva es
también más exclusiva que otras. Puesto
que una de sus características más
importantes es el monopolio de la
autoridad, ese exclusivismo se refuerza
con los prejuicios jerárquicos
burocráticos.
En ninguna parte y en ningún
momento ha estado el camino tan abierto
para los devotos y leales como en el
sistema comunista. Pero la ascensión a
las alturas no ha sido nunca tan difícil ni
requerido tanto sacrificio y tantas
víctimas. Por una parte, el comunismo es
accesible y bondadoso para todos; por
otra parte es exclusivo e intolerante
inclusive con sus propios adherentes.
7

EL hecho de que haya una nueva


clase propietaria en los países
comunistas no lo explica todo, pero
constituye la clave más importante para
comprender los cambios que se
producen periódicamente en esos países,
sobre todo en la Unión Soviética.
No es necesario decir que cada uno
de esos cambios en cada uno de los
países comunistas y en el sistema
comunista en general debe ser
examinado por separado para
determinar la amplitud y la importancia
del cambio en las circunstancias
particulares. Pero para hacer eso es
necesario comprender el sistema en
general de la manera más completa
posible.
En relación con los cambios
corrientes en la Unión Soviética será
conveniente señalar de paso lo que
ocurre en los kolkhozes. La creación de
los kolkhozes y la política del gobierno
soviético con respecto a ellos ilustran
claramente el carácter explotador de la
nueva clase.
Stalin no consideraba, ni considera
Khrushchev, a los kolkhozes como una
forma de propiedad “lógicamente
socialista”. En la práctica esto quiere
decir que la nueva clase no ha
conseguido apoderarse por completo de
la administración de las aldeas.
Mediante los kolkhozes y el sistema
obligatorio de compra de las cosechas,
la nueva clase ha conseguido convertir a
los campesinos en vasallos y quedarse
con la parte del león de los ingresos de
los agricultores, pero no ha llegado a ser
la única dueña de la tierra. Stalin se
daba cuenta de ello plenamente. Poco
antes de morir, en Problemas
económicos del socialismo en la Unión
Soviética, previó que los kolkhozes
llegarían a ser propiedad del Estado, es
decir que la burocracia sería la
verdadera propietaria. Al criticar a
Stalin por su uso excesivo de las
depuraciones, Khrushchev no renuncia,
sin embargo, a la opinión de Stalin con
respecto a la propiedad de los
kolkhozes. La designación por el nuevo
régimen de 30.000 obreros del partido,
en su mayoría como presidentes de
kolkhozes, fue sólo una de las medidas
tomadas de acuerdo con la política de
Stalin.
Lo mismo que en la época de Stalin,
el nuevo régimen, al llevar a cabo la
llamada política de liberalización, está
extendiendo la propiedad “socialista”
de la nueva clase. La descentralización
en la economía no significa un cambio
en la propiedad; lo único que hace es
conceder mayores derechos a las capas
inferiores de la burocracia, o sea de la
clase nueva. Si la llamada liberalización
y descentralización significase otra
cosa, ello se pondría de manifiesto en el
derecho político de por lo menos una
parte del pueblo a ejercer alguna
influencia en la administración de los
bienes materiales. El pueblo tendría por
lo menos el derecho a criticar la
arbitrariedad de la oligarquía. Eso
llevaría a la creación de un nuevo
movimiento político, aunque sólo fuera
una oposición leal. Pero nunca se habla
de eso, como no se habla de democracia
en el partido. La liberalización y la
descentralización sólo rigen para los
comunistas, en primer lugar para la
oligarquía, y en segundo lugar para los
que ocupan los escalones inferiores.
Este es el nuevo método, inevitable bajo
condiciones variables, que se sigue para
fortalecer y consolidar todavía más la
propiedad monopolista y la autoridad
totalitaria de la nueva clase.
El hecho de que exista una nueva
clase propietaria, monopolista y
totalitaria en los países comunistas lleva
a la siguiente conclusión; todos los
cambios iniciados por los jefes
comunistas son dictados ante todo por
los intereses y las aspiraciones de la
nueva clase, la que, como todos los
grupos sociales, vive y reacciona, se
defiende y avanza con el objetivo de
aumentar su poder. Esto no significa, sin
embargo, que esos cambios no puedan
tener también importancia para el resto
de la población. Aunque las
innovaciones introducidas por la nueva
clase no han modificado todavía
materialmente el sistema comunista, no
deben ser menospreciadas. Es necesario
examinar la esencia de esos cambios
para determinar su alcance e
importancia.
El régimen comunista, lo mismo que
los otros, debe tener en cuenta el estado
de ánimo y la actitud de las masas. A
causa del exclusivismo del Partido
Comunista y de la falta de opinión
pública libre en sus filas, el régimen no
puede discernir el verdad o estado de
las masas. Sin embargo, su descontento
penetra en la consciencia de los altos
dirigentes. A pesar de su administración
totalitaria, la nueva clase no es inmune a
todos los tipos de oposición.
Una vez en el poder, a los
comunistas no les es difícil arreglar sus
cuentas con la burguesía y con los
dueños de grandes propiedades. La
evolución histórica es hostil a ellos y su
propiedad y es fácil levantar a las masas
contra ellos. El apoderarse de la
propiedad de la burguesía y de los
dueños de grandes heredades no ofrece
dificultades; éstas surgen cuando se trata
de apoderarse de las pequeñas
propiedades. Pero después de adquirir
fuerza con las expropiaciones
anteriores, los comunistas pueden hacer
también eso. Las relaciones se aclaran
rápidamente: ya no existen las clases
viejas ni los propietarios anteriores, hay
una sociedad sin clases o en camino de
serlo y los hombres han comenzado a
vivir de una manera nueva.
En semejantes condiciones las
demandas para que se vuelva a las
relaciones prerrevolucionarias parecen
poco realistas, si no ridículas. Ya no
existen las bases materiales y sociales
necesarias para el mantenimiento de
esas relaciones. Los comunistas toman a
broma esas demandas.
La nueva clase es más sensible a las
demandas que hace el pueblo de una
clase especial de libertad, que no es la
libertad en general o la libertad política.
Es especialmente sensible a las
demandas en favor de la libertad de
pensamiento y de crítica, dentro de los
límites de las condiciones actuales y del
“socialismo”; pero no a las demandas en
favor de una vuelta a las anteriores
relaciones sociales y de propiedad. Esa
sensibilidad nace de la situación
especial de la clase.
La nueva clase cree instintivamente
que los bienes nacionales son, en
realidad, propiedad suya y que inclusive
las expresiones “propiedad socialista”,
“social” o “estatal” denotan una ficción
legal general. Cree también que
cualquier brecha en su autoridad
totalitaria puede poner en peligro su
propiedad. En consecuencia, se opone a
todo tipo de libertad, ostensiblemente
con el propósito de defender la
propiedad “socialista”. La crítica de la
administración monopolista de la
propiedad por la nueva clase engendra
el temor a una posible pérdida de poder.
La nueva clase es sensible a esas
críticas y sabe que las demandas
dependen de la medida en que expone la
manera como gobierna y retiene el
poder.
Se trata de una contradicción
importante. Legalmente se considera a la
propiedad como social y nacional, pero
en realidad un solo grupo la maneja en
su propio interés. La discrepancia entre
las condiciones legales y las reales trae
consigo continuamente relaciones
sociales y económicas oscuras y
anormales. Significa también que las
palabras del grupo dirigente no están de
acuerdo con sus actos, y que todos los
actos contribuyen a fortalecer su
posesión de la propiedad y su posición
política.
Esta contradicción no se puede
resolver sin comprometer la posición de
la clase. Tampoco otras clases
gobernantes y propietarias podían
resolver esa contradicción si no se las
privaba por la fuerza del monopolio del
poder y de la propiedad. Dondequiera
que la sociedad en general ha gozado de
un alto grado de libertad las clases
gobernantes se han visto obligadas, de
una manera u otra, a renunciar al
monopolio de la propiedad. También es
cierto lo contrario: dondequiera que ha
sido imposible el monopolio de la
propiedad se ha hecho inevitable la
libertad en algún grado.
En el comunismo el poder y la
propiedad se hallan casi siempre en las
mismas manos, pero este hecho se oculta
bajo una apariencia legal. En el
capitalismo clásico el obrero es igual al
capitalista ante la ley, aunque el obrero
sea explotado y el capitalista sea quien
lo explota. En el comunismo,
legalmente, todos son iguales con
respecto a los bienes materiales. Su
propietaria oficial es la nación. En
realidad, a causa de la administración
monopolista, sólo el grupo más pequeño
de administradores goza de los derechos
de propiedad.
Toda verdadera demanda de libertad
en el comunismo, es decir toda demanda
que afecta a la esencia del comunismo,
se reduce a una demanda de que se
pongan las relaciones materiales y de
propiedad de acuerdo con lo que
dispone la ley.
Un pedido de libertad basado en que
los bienes de capital producidos por la
nación pueden ser administrados más
eficientemente por la sociedad que por
el monopolio privado o un propietario
particular, y en consecuencia deberían
estar en manos o bajo la fiscalización de
la sociedad ejercida por medio de sus
representantes libremente elegidos,
obligaría a la nueva clase a hacer
concesiones a otras fuerzas o a quitarse
la máscara y confesar sus características
autoritarias y explotadoras. El tipo de
propiedad y de explotación que crea la
nueva clase utilizando su autoridad y sus
privilegios administrativos es tal que la
clase misma tiene que negarlo. ¿Acaso
la nueva clase no hace hincapié en que
utiliza su autoridad y sus funciones
administrativas en nombre de la nación
en conjunto para preservar la propiedad
nacional?
Esto hace insegura la posición legal
de la nueva clase y constituye también la
fuente de sus principales dificultades
internas. La contradicción descubre el
desacuerdo entre las palabras y los
hechos. Mientras promete abolir las
diferencias sociales, tiene que
aumentarlas constantemente adquiriendo
los productos de los talleres de la
nación y concediendo privilegios a sus
adherentes. Tiene que proclamar en voz
alta su dogma de que está cumpliendo su
misión histórica de liberar
“definitivamente” a la humanidad de
todas sus miserias y calamidades
mientras actúa de una manera
exactamente contraria.
La contradicción entre la verdadera
situación propietaria de la nueva clase y
su situación legal puede proporcionar el
motivo fundamental para la crítica. Esta
contradicción encierra en sí la
capacidad no sólo de incitar a otros,
sino también de corroer a los miembros
de la propia clase, pues sólo uno pocos
gozan en realidad de los privilegios.
Cuando se intensifica, esta contradicción
tiene posibilidades de originar
verdaderos cambios en el sistema
comunista, esté o no la clase gobernante
en favor de esos cambios. El hecho de
que esta contradicción sea tan evidente
ha sido la causa de los cambios
realizados por la nueva clase,
especialmente las llamadas
liberalización y descentralización.
Obligada a retractarse y a someterse
a los estratos individuales, la nueva
clase aspira a ocultar es contradicción y
fortalecer su posición. Puesto que la
propiedad y la autoridad siguen intactas,
todas las medidas que toma —inclusive
las de inspiración democrática—
muestran una tendencia hacia el
fortalecimiento de la administración de
la burocracia política. El sistema
convierte las medidas democráticas en
métodos positivos para consolidar la
posición de la clase gobernante. La
esclavitud de la antigüedad en el Oriente
afectaba inevitablemente a todas las
actividades y todos los componentes de
la sociedad, inclusive la familia. Del
mismo modo, el monopolismo y el
totalitarismo de la clase gobernante en
el sistema comunista se imponen en
todos los aspectos de la vida social,
aunque los jefes políticos no se lo
propongan.
La llamada administración y
autonomía de los trabajadores en
Yugoeslavia, concebida en la época de
la lucha contra el imperialismo
soviético como una medida democrática
de gran alcance destinada a privar al
partido del monopolio de la
administración, ha sido relegada cada
vez más a una de las zonas de la
actividad del partido. Por lo tanto,
apenas es posible cambiar el sistema
actual. El propósito de crear una nueva
democracia mediante este tipo de
administración no será conseguido.
Además, la libertad no se puede
extender al pedazo mayor del pastel. La
administración de los trabajadores no ha
traído consigo la participación en los
beneficios por quienes producen, tanto
en el nivel nacional como en las
empresas locales. Este tipo de
administración se ha convertido cada
vez más en una caja de caudales para el
régimen. Mediante diversos impuestos y
otros medios, el régimen se ha
apropiado inclusive de la participación
en los beneficios que los obreros creían
les iban a dar. Sólo les han quedado las
migajas de la mesa y las ilusiones. Sin
libertad general no puede ser libre ni
siquiera la administración por los
trabajadores. En una sociedad que no es
libre nadie puede decidir nada
libremente. Los donantes han obtenido la
parte más valiosa del donativo de
libertad que hicieron supuestamente a
los obreros.
Esto no significa que la nueva clase
no pueda hacer concesiones al pueblo,
aunque sólo tenga en cuenta sus propios
intereses. La administración por los
trabajadores, o descentralización, es una
concesión a las masas. Las
circunstancias pueden obligar a la nueva
clase, por monopolista y totalitaria que
sea, a retirarse ante las masas. En 1948,
cuando se produjo el conflicto entre
Yugoeslavia y la Unión Soviética, los
dirigentes yugoeslavos se vieron
obligados a realizar algunas reformas.
Aunque eso podía significar un paso
hacia atrás, apelaron a las reformas tan
pronto como se vieron en peligro. Algo
parecido está sucediendo actualmente en
los países de la Europa oriental.
En defensa de su autoridad, la clase
gobernante tiene que realizar reformas
cada vez que se hace evidente al pueblo
que esa clase trata a la propiedad
nacional como si fuera suya. No se dice
que esas reformas son lo que son en
realidad, sino más bien que forman parte
del “nuevo desarrollo del socialismo” y
de la “democracia socialista”. La base
para las reformas se establece cuando se
hace pública la discrepancia antes
mencionada. Desde el punto de vista
histórico, la nueva clase se ve obligada
a fortalecer su autoridad y su propiedad
constantemente, aunque se aleje de la
verdad. Debe demostrar constantemente
que está obteniendo buen éxito en la
creación de una sociedad de personas
felices, todas las cuales gozan de iguales
derechos y han sido liberadas de todo
tipo de explotación. La nueva clase no
puede menos de caer continuamente en
profundas contradicciones internas, pues
a pesar de su origen histórico no puede
hacer legal su propiedad, ni puede
renunciar a la propiedad sin destruirse a
sí misma. En consecuencia se ve
obligada a tratar de justificar su
autoridad creciente, invocando
propósitos abstractos e irreales.
Esta es una clase cuyo poder sobre
los hombres es el más completo que se
haya conocido en la historia. Por esta
razón es una clase con miras muy
limitadas, miras que son falsas y
peligrosas. Reducida en su número y
poseedora de una autoridad completa,
puede valorizar de manera nada realista
su propio papel y el de la gente que la
rodea.
Después de haber realizado la
industrialización, la nueva clase no
puede hacer ahora otra cosa que
aumentar su fuerza bruta y el saqueo del
pueblo. Deja de crear. Su herencia
espiritual se hunde en la oscuridad.
En tanto que la nueva clase realizó
una de sus hazañas más grandes durante
la revolución, su método de dominio
constituye una de las páginas más
vergonzosas de la historia humana. Los
hombres admirarán las empresas
grandiosas que llevó a cabo, pero se
avergonzarán de los medios que empleó
para realizarlas.
Cuando la nueva clase abandone el
escenario histórico —y eso tiene que
suceder— se lamentará su desaparición
menos que la de cualquier otra clase
anterior. Al sofocar todo menos lo que
convenía a su ego, se ha condenado a sí
misma al fracaso y a la ruina
vergonzosa.
EL ESTADO DE
PARTIDO
1

EL mecanismo del poder comunista


es quizá el más sencillo que puede
concebirse, aunque lleva a la tiranía más
refinada y la explotación más brutal. La
sencillez de ese mecanismo se debe a
que un solo partido, el Partido
Comunista, constituye el fundamento de
toda la actividad política, económica e
ideológica. La vida pública entera
queda detenida, avanza, retrocede o da
la vuelta de acuerdo con lo que sucede
en los centros del partido.
Bajo los sistemas comunistas la
gente se da cuenta enseguida de lo que
se le permite y no se le permite hacer.
Las leyes y los reglamentos no tienen
una importancia especial para ella. Pero
la tienen las reglas reales y no escritas
con respecto a las relaciones entre el
gobierno y sus súbditos. Con
independencia de las leyes, todos saben
que el gobierno está en manos de los
comités del partido y la policía secreta.
En ninguna parte se prescribe el “papel
director” del partido, pero su autoridad
se halla establecida en todos los
sectores y organizaciones. Ninguna ley
dispone que la policía secreta tenga
derecho a intervenir en las actividades
de los ciudadanos, pero la policía es
omnipotente. Ninguna ley prescribe que
los jueces y fiscales sean vigilados por
la policía secreta, pero lo son. La
mayoría de la gente sabe que es así.
Todos saben qué pueden y qué no
pueden hacer y qué depende de quién.
La gente se ajusta al ambiente y a las
condiciones reales y para las cuestiones
importantes apela a las autoridades del
partido o a sus organismos.
La dirección de las organizaciones
sociales y de los órganos sociales se
realiza sencillamente de esta manera:
los comunistas forman una unidad, que
apela en todas las cuestiones a los
organismos políticos autorizados. Esto
es teórico; en realidad se hace lo
siguiente: en los casos en que el órgano
o la organización social es dirigido por
una persona que tiene también poder en
el partido, ésta no recurre a nadie
cuando se trata de asuntos de menor
importancia. Los comunistas se
familiarizan con su sistema y con las
relaciones creadas por él; se
acostumbran a distinguir entre lo
importante y lo no importante y recurren
a los tribunales del partido sólo en
cuestiones especialmente importantes.
La unidad existe sólo potencialmente,
pues las decisiones importantes las toma
el partido. La opinión de quienes han
elegido el gobierno, la administración o
alguna organización importante carece
por completo de importancia.
El totalitarismo comunista y la nueva
clase arraigaron cuando el Partido
Comunista se preparaba para la
revolución; su método de administrar y
mantener la autoridad se remonta
también a esa época. El “papel director”
en los órganos del gobierno y las
organizaciones sociales no es sino la
anterior unidad comunista que desde
entonces se ha ramificado, desarrollado
y perfeccionado. El segundo “papel
director” del partido en la “construcción
del socialismo” no es sino la vieja
teoría con respecto al papel de avant-
garde del partido con relación a la clase
trabajadora, con la diferencia de que la
teoría tenía entonces un significado para
la sociedad diferente del que tiene
ahora. Antes que los comunistas
usurparan el poder esa teoría era
necesaria para reclutar revolucionarios
y órganos revolucionarios; ahora
justifica la dirección totalitaria de la
nueva clase. Una cosa nace de la otra,
pero es también diferente de la otra. La
revolución y sus formas eran inevitables
e inclusive necesarias para aquella parte
de la sociedad que aspiraba
irresistiblemente al progreso técnico y
económico.
La tiranía y la dirección totalitarias
de la nueva clase, que nacen durante la
revolución, se han convertido en el yugo
bajo el cual fluyen la sangre y el sudor
de todos los miembros de la sociedad.
Las formas revolucionarias particulares
se trasformaron en reaccionarias. Eso
sucedió también con las unidades
comunistas.
Son dos los métodos esenciales
mediante los cuales se realiza el manejo
comunista de la máquina social. El
primero es la unidad, el método
principal en principio y en teoría. El
segundo, más práctico en la realidad,
limita ciertos puestos del gobierno a
miembros del partido. Esos puestos, que
son esenciales en cualquier gobierno,
pero sobre todo en el comunista,
incluyen los policiales, sobre todo los
de la policía secreta, y los de los
cuerpos diplomáticos y de empleados
oficiales, especialmente los
relacionados con la información y los
servicios políticos. En el cuerpo
judicial sólo los puestos más altos han
estado hasta ahora en manos de los
comunistas. La administración de
justicia, subordinada al partido y la
policía, está en general mal pagada y no
atrae a los comunistas. Sin embargo, al
presente existe la tendencia a considerar
a los puestos judiciales como un
privilegio accesible únicamente a los
miembros del partido, y de los
miembros del cuerpo judicial a aumentar
sus privilegios. Por lo tanto, se puede
relajar, si no abolir por completo, el
control de la administración de justicia,
con la seguridad de que continuará
funcionando de acuerdo con las
intenciones del partido o “con el espíritu
del socialismo”.
Sólo en un Estado comunista hay
cierto número de puestos especificados
y no especificados reservados para los
miembros del partido. El gobierno
comunista, aunque sea una estructura de
clase, es un gobierno de partido; el
ejército comunista es un ejército de
partido, y el Estado es un Estado de
partido. Más precisamente, los
comunistas tienden a tratar al ejército y
el Estado como armas que les
pertenecen exclusivamente.
La ley exclusiva, aunque no escrita,
de que sólo los miembros del partido
pueden ser policías, funcionarios,
diplomáticos, o desempeñar otros
puestos semejantes, o de que sólo ellos
pueden ejercer la verdadera autoridad,
crea un grupo especial privilegiado de
burócratas y simplifica el mecanismo
del gobierno y la administración. De
este modo la unidad partidaria se
extiende y abarca más o menos todos
esos servicios. Como consecuencia, la
unidad desaparece y los servicios se
convierten en una zona esencial para la
actividad del partido.
En el sistema comunista no existe
una diferencia fundamental entre los
servicios gubernativos y los organismos
partidarios, como lo muestran las
relaciones entre el partido y la policía
secreta. El partido y la policía secreta
se mezclan muy estrechamente en su
funcionamiento cotidiano; lo único que
los diferencia es la distribución del
trabajo.
Toda la estructura gubernamental
está organizada de esa manera. Los
puestos políticos se reservan
exclusivamente a los miembros del
partido. Inclusive en organismos
oficiales no políticos los comunistas
retienen los puestos estratégicos o
inspeccionan la administración. La
convocatoria a una reunión pública en
un centro partidario o la publicación de
un artículo basta para que comience a
funcionar todo el mecanismo oficial y
social. Si en alguna parte se producen
dificultades, el partido y la policía se
apresuran a corregir el “error”.
2

YA nos hemos referido al carácter


particular del Partido Comunista.
Existen otras características especiales
que contribuyen a poner de manifiesto la
esencia de un Estado comunista.
El Partido Comunista no se
caracteriza únicamente porque es
revolucionario, está centralizado,
observa la disciplina militar y tiene
fines concretos. Existen otros partidos
que tienen características semejantes,
aunque éstas sean más fuertes en el
Partido Comunista.
Pero sólo el Partido Comunista
posee una “unidad ideológica”, o sea un
concepto del mundo y de la evolución de
la sociedad idéntico y obligatorio para
todos sus miembros. Esto se aplica
únicamente a las personas que actúan en
los puestos más altos del partido. Las
otras, las que ocupan puestos inferiores,
sólo están obligadas a defender de
labios afuera los mismos puntos de vista
ideológicos mientras ejecutan las
órdenes recibidas desde arriba. Existe,
no obstante, la tendencia a hacer que
quienes ocupan puestos inferiores
ajusten su nivel ideológico al de los
dirigentes.
Lenin no creía que todos los
miembros del partido estaban obligados
a mantener las mismas opiniones. Sin
embargo, en la práctica, refutaba y
rechazaba todas las opiniones que no le
parecían “marxistas” o “del partido”, es
decir todas las opiniones que no
fortalecían al partido de la manera como
él lo había concebido originalmente. Su
arreglo de cuentas con los diversos
grupos opositores del partido era
distinto del de Stalin, porque Lenin no
mataba a sus súbditos, sino que se
limitaba a reprimirlos. Mientras él
estuvo en el poder rigieron la libertad
de expresión y el privilegio del voto.
Todavía no se había establecido la
autoridad total sobre todo.
Stalin exigía la unidad ideológica
además de la unidad política para todos
los miembros del partido. Esta es en
realidad la contribución de Stalin a la
doctrina de Lenin con respecto al
partido. Stalin se formó la idea de la
unidad ideología obligatoria en su
temprana juventud; en esa época la
unanimidad se convirtió en el requisito
no escrito de todos los partidos
comunistas, y sigue siéndole hasta el
presente.
Los dirigentes yugoeslavos sostenían
y siguen sosteniendo los mismos puntos
de vista. Se hallan todavía bajo la
“dilección colectiva” soviética y los
dogmas de los otros partidos
comunistas. Esta insistencia en la unidad
ideológica obligatoria del partido es una
señal de que no se han producido
cambios esenciales y no hace sino
confirmar el hecho de que no es posible
la discusión libre, o es posible sólo de
una manera muy limitada, bajo la actual
“dirección colectiva”.
¿Qué significa la unidad obligatoria
del partido y a dónde lleva?
Sus consecuencias políticas son muy
serias. En todos los partidos, y
especialmente en el comunista, el poder
reside en sus dirigentes y sus órganos
más altos. La unidad ideológica como
una obligación, sobre todo en el Partido
Comunista centralizado y militarmente
disciplinado, trae consigo
inevitablemente la influencia del cuerpo
central en los pensamientos de sus
miembros. Aunque en la época de Lenin
se consiguió la unidad ideológica
mediante la discusión en las esferas más
altas, fue Stalin quien comenzó a
reglamentarla. Al presente, la “dirección
colectiva” posestalinista se contenta con
hacer imposible que aparezcan nuevas
ideas sociales. Así, el marxismo se ha
convertido en una teoría que sólo
pueden definir los dirigentes del partido.
Hoy día no existe otro tipo de marxismo
o comunismo y apenas es posible la
aparición de uno nuevo.
Las consecuencias sociales de la
unidad ideológica han sido trágicas: la
dictadura de Lenin era estricta, pero la
de Stalin se hizo totalitaria. La abolición
de toda lucha ideológica en el partido
significó la terminación de todas las
libertades en la sociedad, puesto que
sólo por medio del partido podían
expresarse las diversas capas sociales.
La intolerancia de otras ideas y la
insistencia en el carácter
presumiblemente exclusivo y científico
del marxismo fueron el comienzo del
monopolio ideológico por la dirección
del partido, el que más tarde se
convirtió en un monopolio completo de
la sociedad.
La unidad ideológica del partido
hace imposibles los movimientos
independientes dentro del sistema
comunista y de la sociedad misma. Toda
acción depende del partido, que ejerce
el control total sobre la sociedad; dentro
de ella no existe la menor libertad.
La unidad ideológica no surgió de
pronto, sino que, como todo en el
comunismo, se fue desarrollando poco a
poco y llegó a su mayor altura durante la
lucha por el poder entre las diversas
facciones partidarias. No es de modo
alguno casual que durante la ascensión
de Stalin al poder a mediados de la
década de 1920 se le exigiera
abiertamente a Trotsky por primera vez
que repudiara todas las ideas que no
eran las formuladas por el partido.
La unidad ideológica del partido es
la base espiritual de la dictadura
personal. Sin ella ni siquiera puede
imaginarse la dictadura personal.
Engendra y fortalece la dictadura, y
viceversa. Esto se comprende: un
monopolio sobre las ideas, o sea la
unidad ideológica obligatoria, es sólo un
complemento y una máscara teórica de
la dictadura personal. Aunque la
dictadura personal y la unidad
ideológica eran ya evidentes en los
comienzos del comunismo o
bolcheviquismo contemporáneo, ambas
han quedado firmemente establecidas al
alcanzar el comunismo su poderío pleno,
de modo que, como tendencias y con
frecuencia como formas prevalecientes,
no serán abandonadas hasta la caída del
comunismo.
La supresión de las diferencias
ideológicas entre los dirigentes ha
abolido también las fracciones y
corrientes, y así ha abolido totalmente la
democracia en los partidos comunistas.
Y ha comenzado el período del
principio del Führer en el comunismo:
los ideólogos son meramente personas
que tienen poder en el partido, con
independencia de su capacidad
intelectual.
La continuación de la unidad
ideológica en el partido es una señal
inconfundible del mantenimiento de una
dictadura personal, o de la dictadura de
un pequeño número de oligarcas que
momentáneamente trabajan juntos o
mantienen un equilibrio de poder, como
en el caso de la Unión Soviética en la
actualidad. Descubrimos una tendencia a
la unidad ideológica también en otros
partidos, sobre todo en los socialistas en
sus primeras etapas. Sin embargo, en
esos partidos se trata sólo de una
tendencia; en los partidos comunistas se
ha hecho obligatoria. Uno se ve
obligado no sólo a ser marxista, sino
también a adoptar el tipo de marxismo
prescrito por la dirección. El marxismo
se ha transformado de una ideología
revolucionaria libre en un dogma
prescrito. Como en el antiguo
despotismo oriental, la autoridad
suprema interpreta y prescribe el dogma,
y el Emperador es el Sumo Sacerdote.
La unidad ideológica obligatoria del
partido, que ha pasado por diversas
fases y formas, sigue siendo la
característica esencial de los partidos
bolcheviques o comunistas.
Si esos partidos no hubiesen creado
al mismo tiempo nuevas clases y si no
hubieran tenido que desempeñar un
papel histórico especial, la unidad
ideológica obligatoria no habría podido
existir en ellos. Con excepción de la
burocracia comunista, ningún partido o
clase ha alcanzado en la historia
moderna una unidad ideológica
completa. Ninguno se ha hecho cargo
hasta ahora de la tarea de transformar a
toda la sociedad, sobre todo por medios
políticos y administrativos. Para llevar a
cabo esa tarea es necesaria una
confianza completa y fanática en la
rectitud y la nobleza de sus opiniones.
Esa tarea exige medidas excepcionales y
brutales contra otras ideologías y otros
grupos sociales. Exige también el
monopolio ideológico sobre la sociedad
y la unión absoluta de la clase
gobernante. Los partidos comunistas
necesitaban por esa razón una
solidaridad ideológica especial.
Una vez establecida la unidad
ideológica, opera tan poderosamente
como un prejuicio. Los comunistas están
educados en la idea de que la unidad
ideológica, o la prescripción de las
ideas desde arriba, es el santo de los
santos y la división en el partido el
mayor de los crímenes.
El dominio completo de la sociedad
no se podía alcanzar sin llegar a un
acuerdo con otros grupos socialistas.
Tampoco la unidad ideológica es
posible sin una reconciliación dentro de
las filas del partido. Tanto lo uno como
lo otro se producen más o menos
simultáneamente; en la mente de los
partidarios del totalitarismo se
presentan como “objetivamente”
idénticos, aunque lo primero es una
reconciliación de la nueva clase con sus
opositores, y lo segundo una
reconciliación dentro de la clase
gobernante. En realidad Stalin sabía
que Trotsky, Bujarin, Zinoviev y los
otros no eran espías al servicio del
extranjero ni traidores a la “patria
socialista”. Sin embargo, como su
desacuerdo con él demoraba
evidentemente el establecimiento de la
dirección totalitaria, tuvo que
destruirlos. Sus crímenes dentro del
partido consisten en que transformó la
“hostilidad objetiva” —o sea las
diferencias ideológicas y políticas en el
partido— en la culpabilidad subjetiva
de grupos y personas, atribuyéndoles
delitos que no habían cometido.
3

PERO este es el camino inevitable


que sigue todo sistema comunista. El
método para establecer la dirección
totalitaria, o la unidad ideológica, puede
ser menos severo que el de Stalin, pero
la esencia es siempre la misma.
Inclusive cuando la industrialización no
es la forma o la condición para
establecer la dirección totalitaria, como
en Checoeslovaquia y Hungría, la
burocracia comunista se ve obligada
inevitablemente a establecer en los
países poco desarrollados las mismas
formas de autoridad que las establecidas
en la Unión Soviética. Esto no ocurre
simplemente porque la Unión Soviética
haya impuesto esas formas a esos países
como subordinados, sino porque el
hacerlo está dentro de la naturaleza
misma de los partidos comunistas y sus
ideologías. El dominio del partido sobre
la sociedad, la identificación del
gobierno y de la maquinaria
gubernamental con el partido, y el
derecho a exponer ideas dependientes
de la cantidad de poder y de la posición
que se ocupa en la jerarquía, son las
características esenciales e inevitables
de toda burocracia comunista tan pronto
como llega al gobierno.
El partido es la fuerza principal del
Estado y del gobierno comunista. Es la
fuerza motriz de todo. Une en sí mismo a
la nueva clase, el gobierno, la propiedad
y las ideas.
Por este motivo no han sido posibles
las dictaduras militares bajo el
comunismo, aunque, según parece, se
han producido conspiraciones militares
en la Unión Soviética. Las dictaduras
militares no podrían abarcar todas las
fases de la vida, ni siquiera convencer a
la nación momentáneamente de la
necesidad de esfuerzos excepcionales y
sacrificios. Eso sólo lo puede hacer el
partido, y sólo un partido que cree en
ideales tan grandes que su despotismo
les parece a sus miembros y adherentes
necesario, la forma más elevada del
Estado y la organización social.
Mirada desde el punto de vista de la
libertad, una dictadura militar en un
sistema comunista indicaría un gran
progreso. Significaría la terminación del
dominio del partido totalitario, o de una
oligarquía partidaria. Teóricamente, sin
embargo, una dictadura militar sólo
sería posible en el caso de una derrota
militar o de una crisis política
excepcional. Aun en semejante caso
sería inicialmente una forma de
dictadura de partido, o tendría que
ocultarse en el partido. Pero esto
llevaría inevitablemente a un cambio en
el sistema entero.
La dictadura totalitaria de la
oligarquía del Partido Comunista en el
sistema comunista no es el resultado de
relaciones políticas momentáneas, sino
de un proceso social largo y complejo.
Un cambio en ella no significaría un
cambio en la forma de gobierno en uno y
el mismo sistema, sino un cambio en el
sistema mismo, o el comienzo de un
cambio. Esa dictadura es ella misma el
sistema, su cuerpo y alma, su esencia.
El gobierno comunista se convierte
rápidamente en un pequeño círculo de
dirigentes del partido. La pretensión de
que es una dictadura del proletariado se
convierte en un lema vacío. El proceso
que lleva a esa evolución con la
inevitabilidad de los elementos, y la
teoría de que el partido es la avant-
garde del proletariado no hacen sino
ayudar a ese proceso.
Esto no significa que durante la
batalla por el poder el partido no sea el
dirigente de las masas trabajadoras o
que no trabaje en favor de sus intereses.
Pero ese papel y esos esfuerzos del
partido son etapas y formas de su avance
hacia el poder. Aunque su lucha ayuda a
la clase trabajadora, también fortalece
al partido, así como a los futuros
poseedores del poder y la clase nueva
en embrión. Tan pronto como obtiene el
poder, el partido dispone de toda la
fuerza y se apodera de todos los bienes,
declarando que es el representante de
los intereses de la clase trabajadora y
todos los que trabajan. Salvo en breves
períodos durante la batalla
revolucionaria, el proletariado no
interviene en ella ni desempeña un papel
más importante que cualquiera otra
clase.
Esto no significa que el proletariado,
o algunos de sus estratos, no se interese
momentáneamente por mantener al
partido en el poder. Los campesinos
apoyaban a quienes manifestaban la
intención de liberarlos de su miseria
desesperada por medio de la
industrialización.
Aunque estratos individuales de las
clases trabajadoras pueden apoyar
temporariamente al partido, el gobierno
no es suyo, ni su participación en él
tiene importancia para el curso del
progreso social y las relaciones
sociales. En el sistema comunista nada
se hace para ayudar a que quienes
trabajan, particularmente la clase
obrera, consigan poder y derechos. No
puede ser de otro modo.
Las clases y las masas no ejercen la
autoridad, pero el partido lo hace en su
nombre. En todos los partidos,
incluyendo los más democráticos, los
dirigentes desempeñan un papel tan
importante que la autoridad del partido
se convierte en la autoridad de los
dirigentes. La llamada “dictadura del
proletariado”, que en las mejores
circunstancias se convierte en autoridad
del partido, evoluciona inevitablemente
hasta convertirse en dictadura de los
dirigentes. En un gobierno totalitario de
este tipo la dictadura del proletariado es
la justificación teórica, o en el mejor
caso la máscara ideológica, de la
autoridad de algunos oligarcas.
Marx se imaginaba la dictadura del
proletariado como democracia dentro y
para beneficio del proletariado, es decir
como un gobierno en el que hay muchas
corrientes o partidos socialistas. La
única dictadura del proletariado, la
Comuna de París en 1871, en la que
Marx basaba sus conclusiones, se
componía de varios partidos, entre los
cuales el partido marxista no era ni el
más pequeño ni el más importante. Pero
una dictadura del proletariado ejercida
directamente por el proletariado es pura
utopía, pues ningún gobierno puede
funcionar sin organismos políticos.
Lenin delegó la dictadura del
proletariado en la autoridad de un
partido, el suyo Stalin delegó la
dictadura del proletariado en su propia
autoridad personal, en su dictadura
personal en el partido y el Estado.
Desde la muerte del emperador
comunista sus descendientes han tenido
la fortuna de que por medio de la
“dirección colectiva” pueden
distribuirse la autoridad entre ellos. En
todo caso, la dictadura del proletariado
comunista es o bien un ideal utópico o
bien una función reservada a un grupo
selecto de dirigentes del partido.
Lenin creía que los soviets rusos, el
“descubrimiento fundamental” de Marx,
eran la dictadura del proletariado. Al
comienzo, a causa de su iniciativa
revolucionaria y de la participación de
las masas, los soviets parecían ser algo
de eso. También Trotsky creía que los
soviets eran una forma política
contemporánea, como lo habían sido los
parlamentos en la lucha contra los
monarcas absolutos. Pero se trataba de
ilusiones. Los soviets se transformaron
de cuerpos revolucionarios en una forma
apropiada para la dictadura totalitaria
de la nueva clase, o sea el partido.
Lo mismo sucedió con el
centralismo democrático de Lenin, tanto
el del partido como el del gobierno.
Mientras las diferencias públicas son
toleradas en el partido se puede seguir
hablando de centralismo, aunque no sea
una forma de centralismo muy
democrática, pero cuando se crea la
autoridad totalitaria el centralismo
desaparece y lo sustituye el despotismo
abierto de la oligarquía.
De ello podemos sacar la conclusión
de que existe la tendencia constante a
transformar la dictadura oligárquica en
una dictadura personal. La unidad
ideológica, la lucha inevitable en las
altas esferas del partido y las
necesidades del sistema en general
tienden hacia la dictadura personal. El
dirigente que consigue llegar a la cima,
juntamente con sus ayudantes, es quien
consigue expresar más lógicamente y
proteger los intereses de la nueva clase
en un momento de terminado.
Hay una fuerte tendencia a la
dictadura personal en otras situaciones
históricas. Por ejemplo, todas las
fuerzas tienen que someterse a una idea
y una voluntad cuando urge la
industrialización o cuando una nación se
halla en guerra. Pero hay una razón
comunista pura y peculiar para la
dictadura personal: la autoridad
constituye el fin y el medio
fundamentales del comunismo y de todo
verdadero comunista. La sed de poder
es insaciable e irresistible entre los
comunistas. La victoria en la lucha por
el poder equivale a ser elevado a la
divinidad, y el fracaso significa la
mortificación y la deshonra mayores.
Los dirigentes comunistas tienden
también al desmedido lujo personal, al
que no pueden resistir a causa de la
debilidad humana y de la necesidad
inherente de quienes ocupan el poder de
que se los reconozca como prototipos de
esplendor y poderío.
El deseo de hacer carrera, el lujo y
el amor al poder son inevitables, así
como la corrupción. No se trata de la
corrupción de los funcionarios públicos,
pues esto puede ocurrir con menos
frecuencia que en la situación anterior.
Se trata de un tipo especial de
corrupción causada por el hecho de que
el gobierno se halla en manos de un solo
grupo político y es la fuente de todos los
privilegios. El “cuidado de sus
hombres” y su colocación en puestos
lucrativos, o la distribución de
privilegios de todas clases, se hacen
inevitables. El hecho de que el gobierno
y el partido se identifiquen con el
Estado, y prácticamente con la posesión
de toda la propiedad, hace que el Estado
comunista se corrompa a sí mismo, que
cree privilegios y funciones parásitas.
Un miembro del Partido Comunista
yugoeslavo describió muy
pintorescamente la atmósfera en que
vive un comunista corriente: “Estoy
realmente dividido en tres partes: veo a
aquellos que tienen un automóvil mejor
que el mío, pero me parece que no se
consagran al partido y el socialismo más
fervientemente que yo; desde las alturas
veo abajo a quienes no tienen automóvil
alguno, pues no lo han merecido
realmente. En consecuencia, me
considero afortunado al tener el que
tengo”.
Es evidente que no se trataba de un
verdadero comunista, pero era una de
esas personas que se hicieron
comunistas porque eran idealistas y
luego, desilusionadas, procuraban
contentarse con lo que les podía tocar en
una carrera burocrática normal. El
verdadero comunista es una mezcla de
fanático y de poseedor de poder
desenfrenado. Sólo este tipo constituye
un verdadero comunista. Los otros son
idealistas o ambiciosos.
Puesto que se basa en la
administración, el sistema comunista es
inevitablemente burocrático, con una
estricta organización jerárquica. En el
sistema comunista se establecen grupos
exclusivos alrededor de los dirigentes
políticos. Toda la actividad política se
reduce a contender dentro de esos
grupos exclusivos en los que florecen la
familiaridad y el espíritu de camarilla.
El grupo más alto es generalmente el
más íntimo. En comidas íntimas, en
conversaciones entre dos o tres hombres
se deciden las cuestiones oficiales de la
importancia más vital. Las reuniones de
los órganos del partido, las conferencias
del gobierno y las asambleas, no sirven
más que para hacer declaraciones y dar
una apariencia oficial a las decisiones.
Sólo se las convoca para que confirmen
lo que se ha cocinado ya en las cocinas
íntimas.
Los comunistas tienen una relación
fetichista con el Estado o el gobierno,
exactamente como si fueran propiedad
suya. Los mismos hombres, los mismos
grupos que se muestran íntimos y
familiares dentro del partido se
convierten en personas estiradas,
ceremoniosas y pomposas cuando actúan
como representantes del Estado.
Esta monarquía es todo menos
ilustrada. El monarca mismo, o sea el
dictador, no se cree monarca o dictador.
Cuando le llamaban dictador, Stalin
ridiculizaba la idea. Creía que era el
representante de la voluntad colectiva
del partido. Tenía razón hasta cierto
punto, puesto que, probablemente,
ninguna otra persona en la historia tuvo
nunca tanto poder personal. Él, como
todos los otros dictadores comunistas,
se daba cuenta de que un apartamiento
de las bases ideológicas del partido, del
monopolismo de la nueva clase, de la
propiedad de los bienes de la nación, o
del poder totalitario de la oligarquía,
traería como consecuencia su caída
inevitable. En realidad, Stalin nunca
pensó en semejante abandono, pues era
el representante principal y el creador
del sistema. Sin embargo, inclusive él
mismo dependía del sistema creado bajo
su administración, o de las opiniones de
la oligarquía del partido. Nada podía
hacer contra ellos ni le era posible pasar
sobre ellos.
De ello se sigue que en el sistema
comunista nadie es independiente, ni
siquiera los que están en la cima y el
jefe mismo Todos dependen unos de
otros y deben evitar que los separen de
quienes los rodean, de las ideas
prevalecientes y de los mandos e
intereses.
¿Tiene, por lo tanto, algún sentido
hablar de la dictadura del proletariado
bajo el comunismo?
4

LA teoría comunista del Estado,


teoría expuesta detalladamente por
Lenin y completada por Stalin y otros,
favorece la dictadura totalitaria de la
burocracia del partido. En esa teoría hay
dos elementos fundamentales: el del
Estado único y el de la desaparición del
Estado. Ambos elementos se relacionan
mutuamente y juntos representan toda la
teoría. La teoría del Estado de Lenin se
expone más completamente en su obra
El Estado y la Revolución, escrita
mientras se ocultaba al gobierno
provisional en vísperas de la
Revolución de Octubre. Como todas las
otras teorías de Lenin, ésta se inclina
hacia los aspectos revolucionarios de la
doctrina marxista. En su estudio del
Estado, Lenin desarrolló más este
aspecto y lo llevó al extremo, utilizando
particularmente la experiencia de la
revolución rusa de 1905. Considerado
históricamente, el documento de Lenin
tuvo mucha más importancia como arma
ideológica de la revolución que como
base para la creación de una nueva
autoridad construida de acuerdo con sus
ideas.
Lenin redujo el Estado a la fuerza, o
más precisamente al órgano de tiranía
que una clase emplea para oprimir a las
otras clases. Al tratar de formular la
naturaleza del Estado de la manera más
enérgica, dijo: “El Estado es un
garrote”.
Lenin advertía también otras
funciones del Estado. Pero en esas
funciones descubría asimismo el que era
para él el papel más indispensable del
Estado: el empleo de la fuerza bruta por
una clase contra las otras.
La teoría de Lenin favorable a la
destrucción del viejo aparato estatal
estaba, en realidad, lejos de ser
científica. Este documento de Lenin —
muy importante desde el punto de vista
histórico— hace valedero todo lo típico
de las teorías comunistas. Al partir de
las necesidades inmediatas, los partidos
crean generalidades que son
aparentemente conclusiones y teorías
científicas, y proclaman como verdades
a verdades a medias. El hecho de que la
fuerza y la violencia sean las
características básicas de toda autoridad
estatal, o el hecho de que las fuerzas
sociales y políticas empleen la
maquinaria del Estado, particularmente
en los choques armados, no pueden ser
negados. Sin embargo, la experiencia
demuestra que la maquinaria estatal es
necesaria para la sociedad o la nación
por otra razón: para el desarrollo y la
unificación de sus diversas funciones.
La teoría comunista, así como la de
Lenin, no tienen en cuenta ese aspecto.
Hace mucho tiempo existían
comunidades sin Estado ni autoridades.
No eran comunidades sociales, sino algo
transitorio entre las formas
semianimales y las humanas de la vida
social. Inclusive las comunidades más
primitivas tenían algunas formas de
autoridad. Dadas las formas cada vez
más complejas de la vida social, sería
ingenuo tratar de demostrar que la
necesidad del Estado desaparecerá en el
futuro. Lenin, en apoyo de Marx, quien a
este respecto estaba de acuerdo con los
anarquistas, proyectaba y trató de crear
precisamente esa sociedad sin Estado.
Sin entrar a discutir la medida en que
sus premisas estaban justificadas,
debemos recordar que pensaba en esa
sociedad como en su sociedad sin
clases. Según su teoría, no habrá clases
ni lucha de clases, no habrá nadie que
oprima y explote a otros, y no habrá
necesidad del Estado. Por lo tanto, hasta
entonces el Estado “más democrático”
es la “dictadura del proletariado”,
porque ella “abole” las clases y al hacer
eso se hace ostensiblemente cada vez
más innecesaria. En consecuencia, todo
lo que fortalece esa dictadura o lleva a
la “abolición” de las clases es justo,
progresista y liberal. En los lugares
donde no están en el poder los
comunistas defienden las medidas más
democráticas porque facilitan sus
esfuerzos; pero en los lugares donde
ejercen el poder se oponen a todas las
formas democráticas, tildándolas de
“burguesas”. Proclaman corrientemente
la absurda clasificación de la
democracia en “burguesa” y
“socialista”, aunque la distinción
adecuada y justa se debe hacer
únicamente sobre la base de la cantidad
de libertad o la generalidad de la
libertad.
En toda la teoría del Estado leninista
o comunista hay lagunas en los puntos de
vista tanto científicos como prácticos.
La experiencia ha demostrado que los
resultados son completamente los
contrarios a los previstos por Lenin. Las
clases no han desaparecido bajo la
“dictadura del proletariado” y la
“dictadura del proletariado” no ha
comenzado a desaparecer. En realidad, a
la creación de la autoridad total de los
comunistas y a la liquidación de las
clases de la vieja sociedad se las ha
querido hacer pasar por la liquidación
de las clases en general. Pero el
crecimiento del poder del Estado o, más
concretamente, de la burocracia
mediante la cual se ejerce su tiranía, no
terminó con la dictadura del
proletariado, sino que aumentó. Era
necesario remendar la teoría de algún
modo y Stalin concibió un papel
“educativo” todavía más elevado del
Estado soviético antes que
“desapareciese”. Si la teoría comunista
del Estado, y sobre todo su práctica, se
reduce a su esencia misma, es decir a la
fuerza y la coerción como la función
principal o única del Estado, podría
decirse que la teoría de Stalin consiste
en que el sistema policial tiene que
desempeñar ese alto papel “educativo”.
Sólo una interpretación maliciosa podría
llevar a semejante conclusión. Y en esa
teoría de Stalin se da una de esas
verdades a medias comunistas; él no
sabía cómo explicar el hecho evidente
de que el poderío de la maquinaria
estatal crece continuamente en la
“sociedad socialista” ya establecida.
Por lo tanto tomó una de las funciones
del Estado, la educativa, como la
función principal. No podía emplear la
tiranía puesto que ya no existían clases
opositoras.
Sucede lo mismo con las teorías de
los dirigentes yugoeslavos con respecto
a la “autonomía”. En el choque con
Stalin tenían que “rectificar” sus
“desviaciones” y hacer algo para que el
Estado comenzara enseguida a
“desaparecer”. No les importaba a
Stalin ni a ellos que estuvieran
promoviendo y reforzando todavía más
esa función del Estado, la fuerza, que
para ellos era la función más importante
y aquella en que fundaban su teoría del
Estado.
Las ideas de Stalin sobre cómo va
desapareciendo el Estado mientras se
hace más fuerte, es decir sobre la
manera romo las funciones del Estado se
amplían continuamente y atraen a un
número cada vez mayor de ciudadanos;
son sumamente interesantes. Dándose
cuenta del papel cada vez mayor y más
amplio de la maquinaria estatal, a pesar
de la ya “iniciada” transición a una
sociedad comunista “completamente sin
clases”, Stalin pensaba que el Estado
desaparecería haciendo que todos los
ciudadanos se elevaran al nivel del
Estado y se hicieran cargo de sus
asuntos. Lenin, además, hablaba de una
época en que “hasta las amas de casa
administrarían el gobierno”. Teorías
parecidas a la de Stalin circulan en
Yugoeslavia, como hemos visto. Ni éstas
ni la de Stalin pueden salvar la brecha
creciente entre las teorías del Estado
comunista, con la “desaparición” de las
clases y el “marchitamiento” del Estado,
por un lado, y las realidades de la
autoridad totalitaria de la burocracia del
partido por la otra.
5

EL problema más importante para


el comunismo, en la teoría y en la
práctica, es la cuestión del Estado, que
constituye una fuente constante de
dificultades por ser una contradicción
tan evidente dentro del comunismo.
Los regímenes comunistas son una
forma de guerra civil latente entre el
gobierno y el pueblo. El Estado no es
sólo un instrumento de la tiranía; la
sociedad, así como los cuerpos
ejecutivos de la maquinaria estatal, se
oponen continua y enérgicamente a la
oligarquía, que aspira a reducir esa
oposición por medio de la fuerza. En la
práctica los comunistas no pueden
alcanzar la meta de un Estado que se
base únicamente en la fuerza desnuda, ni
someter a la sociedad por completo.
Pero pueden manejar los órganos de la
fuerza, es decir la policía y el partido,
los que, a su vez, manejan toda la
máquina estatal y sus funciones. La
oposición de los órganos y las funciones
del Estado a las “irracionalidades” del
partido y la policía, o sea de los
funcionarios políticos individuales, es
realmente la oposición de la sociedad
realizada dentro de la maquinaria
estatal. Es una expresión de disgusto por
la opresión y la mutilación de las
aspiraciones y las necesidades objetivas
de la sociedad.
En los sistemas comunistas el Estado
y las funciones estatales no se limitan a
ser órganos de opresión, ni se
identifican con ellos. Como una
organización de la vida nacional y
social, el Estado se subordina a esos
órganos de opresión. El comunismo no
puede resolver esta incongruencia,
porque mediante su propio despotismo
totalitario se pone en conflicto con
tendencias de la sociedad diferentes y
opuestas, tendencias que se expresan
inclusive por medio de las funciones
sociales del Estado.
A causa de esta contradicción y de la
inevitable y constante necesidad que
tienen los comunistas de tratar al Estado
predominantemente como un instrumento
de fuerza, el Estado comunista no puede
llegar a ser un Estado legal, o un Estado
en el que la administración de la justicia
sea independiente del gobierno y en el
que las leyes se puedan poner realmente
en vigor. Todo el sistema comunista se
opone a semejante Estado. Aun si los
dirigentes comunistas deseasen crear un
Estado legal, no podrían hacerlo sin
poner en peligro su autoridad totalitaria.
Una administración de justicia
independiente y la vigencia del derecho
harían posible inevitablemente la
aparición de una oposición. Por
ejemplo, ninguna ley del sistema
comunista se opone a la libre expresión
de la opinión o al derecho de
organización. Las leyes del sistema
comunista garantizan a los ciudadanos
derechos de todas clases y se basan en
el principio de una administración de
justicia independiente. En la práctica no
existe tal cosa.
En los regímenes comunistas se
reconocen oficialmente las libertades,
pero una condición decisiva constituye
un requisito previo para ejercerlas: las
libertades deben ser utilizadas
únicamente te en interés del sistema
“socialista”, que representan los
dirigentes comunistas, o para fortalecer
su gobierno. Esta práctica, que
contradice las disposiciones legales,
tiene que traer consigo inevitablemente
el empleo de métodos excepcionalmente
severos e inescrupulosos por parte de la
policía y los órganos del partido. Por
una parte hay que proteger las formas
legales, mientras que al mismo tiempo
hay que asegurar el monopolio de la
autoridad.
En su mayor parte, dentro del
sistema comunista, la autoridad
legislativa no puede ser separada de la
autoridad ejecutiva. Lenin consideraba
que ésta era una solución perfecta. Los
dirigentes yugoeslavos opinan lo mismo.
En un sistema de un solo partido ésta es
una de las fuentes del despotismo y la
omnipotencia del gobierno.
Del mismo modo, en la práctica ha
sido imposible separar la autoridad
policial de la autoridad judicial.
Quienes detienen son también los que
juzgan y hacen cumplir los castigos. Es
un círculo cerrado: los cuerpos
ejecutivo, legislativo, judicial,
investigador y punitivo son uno y el
mismo.
¿Por qué la dictadura comunista
tiene que utilizar las leyes en la gran
medida en que lo hace? ¿Por qué tiene
que ocultarse tras la legalidad?
La propaganda política exterior es
una de las razones. Otra importante es el
hecho de que el régimen comunista tiene
que fijar y asegurar los derechos de
aquellos de quienes depende, es decir
de la nueva clase, para mantenerse. Las
leyes son redactadas siempre de acuerdo
con el punto de vista de las necesidades
o intereses de la nueva clase, o sea del
partido. Oficialmente las leyes deben
ser hechas para todos los ciudadanos,
pero los ciudadanos gozan de los
derechos de esas leyes
condicionalmente, sólo si no son
“enemigos del socialismo”. En
consecuencia los comunistas están
preocupados constantemente por la
posibilidad de que se vean obligados a
cumplir las leyes que han dictado, por lo
que dejan siempre una escapatoria o
excepción que les permita eludirlas.
Por ejemplo, las autoridades
legislativas yugoeslavas se adhieren al
principio de que nadie puede ser
condenado como no sea por un acto que
ha sido formulado exactamente por la
ley. Sin embargo, la mayoría de los
juicios políticos se realizan sobre la
base de la llamada “propaganda hostil”,
aunque este concepto no es definido
deliberadamente y se deja su
interpretación a los jueces y la policía
secreta.
Por estas razones la mayoría de los
juicios políticos que se realizan en los
regímenes comunistas están arreglados
de antemano. Los tribunales tienen la
tarea de demostrar lo que los que
ejercen el poder necesitan que
demuestren; o de investir con una capa
legal el juicio político sobre la
“actividad hostil” del acusado.
En los juicios realizados por este
método la confesión del acusado es lo
más importante. Él mismo debe
reconocer que es un enemigo. Así se
confirma la tesis. La prueba, por
pequeña que pueda ser, debe ser
reemplazada por la confesión de
culpabilidad.
Los juicios políticos de Yugoeslavia
son sólo ediciones de bolsillo de los de
Moscú. Los llamados juicios moscovitas
son los ejemplos más grotescos y
sangrientos de las comedias judiciales y
legales del sistema comunista. La
mayoría de los otros juicios se les
parecen en lo que se refiere a los
procedimientos y los castigos.
¿Cómo se manejan los juicios
políticos?
En primer lugar, por sugestión de los
funcionarios del partido, la policía
demuestra que alguien es un “enemigo”
de las condiciones existentes; que, si no
existe otra cosa, sus opiniones y
discusiones con los amigos íntimos
constituyen una molestia, por lo menos
para las autoridades locales. El
siguiente paso es la preparación de la
eliminación legal del enemigo. Esto se
hace ya sea mediante un provocateur,
quien induce a la víctima a hacer
“declaraciones perturbadoras”, a tomar
parte en actividades ilegales o a cometer
actos semejantes; o ya sea mediante un
“cimbel” que sencillamente testimonia
contra la víctima de acuerdo con los
deseos de la policía. La mayoría de las
organizaciones ilegales en los regímenes
comunistas son creadas por la policía
secreta para atraer a ellas a los
opositores y ponerlos en situación de
que la policía les arregle las cuentas. El
gobierno comunista no se opone a que
los ciudadanos “objetables” cometan
violaciones de la ley y delitos; en
realidad los impulsa a cometer esos
delitos y violaciones.
Stalin actuaba generalmente sin los
tribunales, utilizando extensivamente la
tortura. Sin embargo, aunque no se
utilice la tortura y sí, en cambio, los
tribunales, la esencia es la misma: los
comunistas arreglan cuentas con sus
opositores no porque hayan cometido
delitos, sino porque, son opositores. Se
puede decir que la mayoría de los
delincuentes políticos castigados son
inocentes desde el punto de vista legal,
aunque sean opositores al régimen.
Desde el punto de vista comunista, esos
opositores son castigados mediante “el
procedimiento legal debido”, aunque
puede no haber una base legal para que
se los condene.
Cuando los ciudadanos se vuelven
espontáneamente contra las medidas del
régimen las autoridades comunistas los
tratan sin tener en cuenta las
disposiciones constitucionales y legales.
La historia moderna no registra acciones
contra la oposición de las masas tan
brutales, inhumanas e ilegales como las
de los regímenes comunistas. La acción
llevada a cabo en Poznan es la más
conocida, pero no la más brutal. Las
potencias ocupantes y coloniales raras
veces toman medidas tan severas,
aunque sean conquistadoras y realicen
sus actos mediante el uso de leyes y
medidas extraordinarias. Los comunistas
que manejan el poder las ponen en
práctica en su propio país pisoteando
sus propias leyes.
Inclusive en cuestiones no políticas,
las autoridades judiciales y legislativas
no están a salvo de los déspotas. La
clase totalitaria y sus miembros no
pueden menos de inmiscuirse en los
asuntos de las autoridades judiciales y
legislativas. Eso ocurre todos los días.
Un artículo publicado en el número
del 23 de marzo de 1955 en el diario
Politika de Belgrado ofrece una
ilustración apropiada del verdadero
papel que desempeñan los u tribunales
yugoeslavos, aunque siempre ha habido
en Yugoeslavia un grado de legalidad
más alto que en otros países comunistas:
“En una discusión de los problemas
relacionados con los delincuentes que
actúan en el campo económico,
realizada en la conferencia anual de dos
días, y presidida por el fiscal Brana
Jevremovic, los fiscales de las
repúblicas, de la Vojvodina y de
Belgrado anunciaron que la cooperación
entre los órganos judiciales y los
órganos autónomos de los organismos
económicos y políticos es necesaria
para obtener el éxito completo en la
batalla contra los criminales que actúan
en todos los organismos económicos y
políticos”.
“Los fiscales creen que la sociedad
no ha reaccionado todavía con vigor
suficiente para librarse de esos
criminales…”
“Los fiscales se mostraron de
acuerdo en que la reacción de la
sociedad debe ser más eficaz. Según
opinan los fiscales, penas más severas y
métodos más severos para hacer cumplir
las penas son sólo algunas de las
medidas que se deben tomar”.
“Los ejemplos citados en las
discusiones confirman las opiniones de
que algunos elementos hostiles que han
perdido la batalla en el campo político
han entrado ahora en el campo
económico. En consecuencia, el
problema de la delincuencia en la
economía es no sólo un problema legal,
sino también político, que requiere la
cooperación de todos los órganos del
gobierno y las organizaciones
sociales…”
“Resumiendo la discusión, el fiscal
federal Brana Jevremovic destacó la
importancia de la legalidad en las
condiciones resultantes de la
descentralización que se ha realizado en
Yugoeslavia, y señaló lo justo de la
severidad con que nuestros más altos
dirigentes han condenado a personas
culpables de acción criminal contra la
economía”.
Es evidente que los fiscales deciden
que los tribunales juzguen y las penas
sean impuestas de acuerdo con los
propósitos de los “dirigentes
superiores”. ¿Qué queda entonces de los
tribunales y de la legalidad?
En el sistema comunista las teorías
legales cambian de acuerdo con las
circunstancias y las necesidades de la
oligarquía. El principio de Vishinsky
según el cual una sentencia se debe
basar en “lo que sea más digno de
confianza”, es decir en el análisis y la
necesidad políticos, ha sido
abandonado. Aunque se adopten
principios más humanos o más
científicos, la substancia seguirá siendo
la misma hasta que cambie la relación
entre el gobierno y el poder judicial y la
ley misma. Las campañas periódicas en
favor de la “legalidad” y la jactancia de
Khrushchev de que el partido ha
conseguido “ahora” poner bajo control a
la policía y la administración de
justicia, sólo revelan cambios en la
forma de la creciente necesidad que
tiene la clase gobernante de seguridad
legal. No revelan cambios en la actitud
de la clase gobernante con respecto a la
sociedad, el Estado, los tribunales y las
leyes.
6

EL sistema legal comunista no


puede liberarse del formalismo ni
suprimir la influencia decisiva de las
unidades del partido y la policía en los
juicios, las elecciones y otros
acontecimientos semejantes. Cuanto más
arriba se sube tanto más se convierte la
legalidad en un mero adorno y tanto más
importante es el papel del gobierno en
los juicios, las elecciones, etcétera.
La futilidad y la pomposidad de las
elecciones comunistas son muy
conocidas en general. Si recuerdo bien,
Attlee las llamó ingeniosamente “una
carrera con un solo caballo”. Me parece
que se podría preguntar: ¿por qué los
comunistas no pueden prescindir de las
elecciones aunque no influyen en las
relaciones políticas, ni tampoco de algo
tan costoso e inútil como una institución
parlamentaria?
Entre las razones vuelven a figurar
la propaganda y la política exterior.
Pero además hay esto: ningún gobierno,
ni siquiera el comunista, puede existir
sin algo que esté constituido legalmente.
En las condiciones contemporáneas eso
se hace por medio de representantes
elegidos. El pueblo debe confirmar
oficialmente todo lo que hacen los
comunistas.
Además hay otra razón más profunda
e importante para la existencia del
sistema parlamentario en los Estados
comunistas. Es necesario que la
burocracia superior del partido, o sea el
núcleo político de la nueva clase,
apruebe las medidas tomadas por el
gobierno, su cuerpo supremo. Un
gobierno comunista puede no tener en
cuenta la opinión pública general, pero
todo gobierno comunista está atado por
la opinión pública del partido y por la
opinión pública comunista. En
consecuencia, aunque las elecciones
tengan poca importancia para los
comunistas, la selección de quienes irán
al parlamento la hace muy
cuidadosamente el grupo superior del
partido. En esa selección se toman en
cuenta todas las circunstancias, como
los servicios prestados, el papel y la
función del interesado en el partido y la
sociedad, las profesiones representadas,
etcétera. Desde el punto de vista
intrapartidario las elecciones para la
dirección son muy importantes: los
dirigentes distribuyen en el parlamento
las facultades partidarias que consideran
más importantes. Así la dirección cuenta
con la legalidad que necesita para actuar
en nombre del partido, de la clase y del
pueblo.
Los intentos de permitir que dos o
más comunistas disputen la misma banca
en el parlamento no han dado resultados
constructivos. Hubo varios casos en que
se intentó eso en Yugoeslavia, pero la
dirección decidió que esos intentos eran
“destructores”. Recientemente se
recibieron noticias de que gran número
de candidatos comunistas competían por
los mismos puestos en los países de la
Europa oriental. Puede haber habido la
intención de presentar dos o más
candidatos para cada puesto, pero es
escasa la posibilidad de que eso se haga
sistemáticamente. Sería un paso hacia
adelante y quizá inclusive el comienzo
de una vuelta hacia la democracia por el
sistema comunista. Sin embargo, me
parece que habrá que recorrer un largo
camino antes de que semejantes medidas
se lleven a la práctica, y que la
evolución en la Europa oriental se hará
primeramente en la dirección del
sistema yugoeslavo de “administración
de los trabajadores” y no de una
democracia política con sus cambios
correspondientes. El núcleo despótico
sigue teniéndolo todo en sus manos,
consciente de que la renuncia a la
unidad tradicional del partido sería muy
peligrosa. Cada libertad dentro del
partido pone en peligro no sólo la
autoridad de los dirigentes, sino al
totalitarismo mismo.
Los parlamentos comunistas no están
en situación de tomar decisiones sobre
nada importante. Elegidos como están de
antemano, halagados por haberlo sido,
los representantes no tienen la facultad
ni el valor necesarios para discutir
aunque deseasen hacerlo. Además, como
su mandato no de pende de los votantes,
esos representantes no se consideran
responsables ante ellos. A los
parlamentos comunistas se los llama
justificadamente “mausoleos” de los
representantes que los componen. Su
derecho y su papel consiste en aprobar
por unanimidad de vez en cuando lo que
se ha decidido ya entre bastidores. Este
sistema de gobierno no requiere otro
tipo de parlamento; en realidad se
podría decir que cualquier otro tipo
sería superfluo y demasiado costoso.
7

FUNDADO por la fuerza y la


violencia, en constante conflicto con su
población, el Estado comunista, aunque
no haya motivos externos, tiene que ser
militarista. El culto de la fuerza,
especialmente de la fuerza militar, en
ninguna parte predomina tanto como en
los países comunistas. El militarismo es
la necesidad fundamental interna de la
nueva clase, es una de las fuerzas que
hacen posibles la existencia, la fuerza y
los privilegios de la nueva clase.
Bajo la urgencia constante de ser
ante todo y, cuando es necesario,
exclusivamente un órgano de violencia,
el Estado comunista ha sido burocrático
desde el comienzo. Mantenido por el
despotismo de un puñado de
manejadores del gobierno, el Estado
comunista tiene más poder que cualquier
otro organismo estatal con la ayuda de
diversas leyes y reglamentos. Poco
tiempo después de su creación el Estado
comunista se llena con tantas
reglamentaciones que hasta a los jueces
y abogados les es difícil abrirse camino
entre ellas. Todo tiene que ser
reglamentado y confirmado exactamente,
aunque se obtenga poco beneficio de
ello. Por razones ideológicas, los
legisladores comunistas dictan con
frecuencia leyes sin tener en
consideración la verdadera situación y
las posibilidades prácticas. Sumidos en
fórmulas “socialistas” legales y
abstractas, no sometidos a la crítica ni la
oposición, comprimen la vida en
párrafos que las asambleas ratifican
mecánicamente.
El gobierno comunista no es
burocrático, sin embargo, cuando se
trata de las necesidades de la oligarquía
y de los métodos de trabajo de sus
dirigentes. Ni siquiera en casos
excepcionales les agrada a los jefes del
Estado y el partido encadenarse con
reglamentos. Los planes de acción y las
decisiones políticas están en sus manos
y esas cosas no consienten demoras ni
un formulismo demasiado estricto. En
las decisiones que conciernen a la
economía en general y en todas las otras
cuestiones, salvo las que carecen de
importancia o son puramente formales,
los jefes actúan sin restricciones
excesivas. Los creadores de la
burocracia y el centralismo político más
rígidos no son personalmente burócratas
ni están atados por reglamentos legales.
Por ejemplo, Stalin no era un burócrata
en aspecto alguno. El desorden y la
demora prevalecen en las oficinas y
establecimientos de muchos dirigentes
comunistas.
Esto no impide que de vez en cuando
se declaren “contra la burocracia”, es
decir contra la inescrupulosidad y la
lentitud en la administración. En la
actualidad libran una batalla contra la
forma estalinista de administración
burocrática. Sin embargo, no tienen la
intención de eliminar la burocracia
fundamental desenfrenada en el manejo
del aparato político dentro de la
economía y el Estado.
En esta “batalla contra la
burocracia” los dirigentes comunistas se
refieren habitualmente a Lenin. Pero un
estudio muy atento de las obras de Lenin
revela que no previó que el nuevo
sistema se encaminara hacia la
burocracia política. En el conflicto con
la burocracia heredada en parte de la
administración zarista, Lenin atribuía la
mayoría de las dificultades al hecho de
que “no existen aparatos compuestos por
personas tomadas de una lista de
comunistas o de una lista de miembros
de escuelas del partido soviético”. Los
viejos funcionarios desaparecieron bajo
el régimen de Stalin y los comunistas de
la “lista” ocuparon sus puestos, a pesar
de lo cual siguió creciendo la
burocracia. Hasta en países como
Yugoeslavia, donde se debilitó
considerablemente la administración
burocrática, no desapareció su esencia,
el monopolio de la burocracia política y
las relaciones derivadas de él. Inclusive
cuando es abolida como método
administrativo la burocracia sigue
existiendo como relación político-
social.
El Estado o gobierno comunista
tiende a representar por completo al
individuo, la nación y hasta sus propios
representantes. Aspira a convertir a todo
el Estado en un Estado de funcionarios.
Aspira a reglamentar y manejar, directa
o indirectamente, los salarios, los
alojamientos e inclusive las actividades
intelectuales. Los comunistas no
distinguen a las personas en cuanto a si
son o no son funcionarios, sino por el
sueldo que reciben y el número de
privilegios de que gozan. Mediante la
colectivización, inclusive el agricultor
se convierte poco a poco en un miembro
de la sociedad burocrática general.
Sin embargo, este es el aspecto
externo. En el sistema comunista se
hallan rigurosamente divididos los
grupos sociales. Pero no obstante esas
diferencias y conflictos, la sociedad
comunista está en conjunto más
unificada que cualquiera otra. La
debilidad del conjunto se debe a las
actitudes y relaciones obligatorias y a
los elementos antagónicos que la
componen. Sin embargo, cada parte
depende de todas las demás partes,
como en un mecanismo único y
gigantesco.
En un gobierno o Estado comunista,
así como en una monarquía absoluta, el
desarrollo de la personalidad humana es
un ideal abstracto. En el período de la
monarquía absoluta, cuando los
mercantilistas impusieron la primacía
del Estado sobre la economía, la corona
misma, por ejemplo Catalina la Grande,
creyó que el gobierno estaba obligado a
reeducar al pueblo. Los dirigentes
comunistas piensan y actúan del mismo
modo. Pero en época de la monarquía
absoluta el gobierno hacía eso en un
intento de subordinar las ideas
existentes a las de él. Hoy día, en el
sistema comunista, el gobierno es
simultáneamente el propietario y el
ideólogo. Esto no significa que la
personalidad humana haya desaparecido
o que se haya convertido en una rueda
pasiva e impersonal que gira en un
mecanismo estatal grande y despiadado
de acuerdo con la voluntad de un
hechicero omnipotente. La personalidad,
tanto colectiva como individual, es
indestructible por su naturaleza misma,
inclusive en el sistema comunista. Claro
está que ese sistema la sofoca más que
otros y su individualidad tiene que
manifestarse de diferente modo.
Su mundo es un mundo de pequeñas
preocupaciones cotidianas. Cuando esas
preocupaciones y los deseos
consiguientes chocan con la fortaleza del
sistema, que ejerce el monopolio sobre
la vida material e intelectual de la
población, ni siquiera ese mundo
minúsculo es libre o seguro. En el
sistema comunista la inseguridad es el
sistema de vida del individuo. El Estado
le da la oportunidad de ganarse la vida,
pero con la condición de que se someta.
La personalidad se divide entre lo que
desea y lo que puede conseguir
realmente. Está en libertad para
reconocer los intereses colectivos y
someterse a ellos, lo mismo que en
todos los demás sistemas; pero también
puede rebelarse contra los usurpadores
representantes de lo colectivo. La
mayoría de las personas que viven
dentro de un sistema comunista no se
oponen al socialismo, sino a la manera
como se lo pone en práctica. Esto
confirma que los comunistas no
practican un verdadero socialismo. El
individuo se rebela contra las
limitaciones que benefician a la
oligarquía, no contra las que benefician
a la sociedad.
Quien no vive bajo esos sistemas no
puede explicarse cómo seres humanos,
sobre todo pueblos tan orgullosos y
valientes, han podido renunciar a la
libertad de pensamiento y trabajar tanto.
La explicación más exacta, aunque no la
más completa, de esa situación es la
severidad y totalidad de la tiranía. Pero
en la raíz de esa situación hay razones
más profundas.
Una de ellas es histórica. El pueblo
se vio obligado a soportar la pérdida de
la libertad a causa de la necesidad
irresistible del cambio económico. Otra
razón es de carácter intelectual y moral.
Puesto que la industrialización se había
convertido en una cuestión de vida o
muerte, el socialismo, o el comunismo,
como su expresión ideal, se convirtió
también en el ideal o la esperanza, casi
hasta el extremo de una obsesión
religiosa, tanto entre parte de la
población en general como entre los
comunistas. En opinión de quienes no
pertenecían a las viejas clases sociales,
una revuelta deliberada y organizada
contra el partido o contra el gobierno
habría equivalido a una traición contra
la patria y los ideales más elevados.
La razón más importante de que no
hubiera una resistencia organizada al
comunismo es el totalitarismo del
Estado comunista. Ha penetrado en
todos los poros de la sociedad y de la
personalidad, en la visión de los
científicos, la inspiración de los poetas
y los sueños de los amantes. Levantarse
contra él significaría no sólo morir con
la muerte de un individuo desesperado,
sino también ser infamado y expulsado
de la sociedad. No hay aire ni luz bajo
el puño de hierro del gobierno
comunista.
Ninguno de los dos tipos principales
de grupos opositores —el que surgió de
las clases más viejas y el que brotó del
comunismo original mismo— encontró
los medios de luchar contra esa intrusión
en su libertad. El primer grupo tiraba
hacia atrás, en tanto que el segundo
realizaba una actividad revolucionaria
obtusa y atolondrada y se dedicaba a
sutilizar acerca del dogma con el
régimen. Las condiciones no estaban
todavía maduras para el hallazgo de
caminos nuevos.
Entretanto, el pueblo recelaba
instintivamente del camino nuevo y se
oponía a cada paso y cada detalle
minúsculo. Al presente esa resistencia
constituye la amenaza mayor y más real
para los regímenes comunistas. Los
oligarcas comunistas ya no saben lo que
piensan o sienten las masas. Los
regímenes se sienten inseguros en un mar
de descontento profundo y oscuro.
Aunque la historia no registra otro
sistema que haya tenido tan buen éxito
como la dictadura comunista en la
represión de su oposición, ninguno ha
provocado un descontento tan profundo
y extenso. Parecería que cuanto más se
aplasta la conciencia y cuanto menos
oportunidades existen para establecer
una organización, tanto mayor es el
descontento.
El totalitarismo comunista lleva al
descontento total, en el que van
desapareciendo gradualmente todas las
diferencias de opinión, pero no el odio y
la desesperación. La resistencia
espontánea —el descontento de millones
de personas con los detalles cotidianos
de la vida— es la forma de resistencia
que los comunistas no han podido
sofocar. Esto se confirmó durante la
guerra germano-soviética. Cuando los
alemanes atacaron a la Unión Soviética,
los rusos mostraron al parecer pocos
deseos de resistir. Pero Hitler mostró
enseguida que sus intenciones eran la
destrucción del Estado ruso y la
conversión de los eslavos y los otros
pueblos soviéticos impersonales del
Herrenvolk. De lo profundo de la
población surgió el amor tradicional e
inextinguible a la patria. Durante toda la
guerra Stalin no mencionó ante el pueblo
al gobierno soviético ni su socialismo;
sólo mencionó una cosa: la patria. Y
merecía la pena morir por ella, a pesar
del socialismo de Stalin.
8

LOS regímenes comunistas han


conseguido resolver muchos problemas
insolubles para los sistemas anteriores.
También están consiguiendo resolver el
problema de la nacionalidad tal como
existía hasta el momento en que llegaron
al poder. Pero no han podido resolver
por completo el conflicto de la
burguesía nacional. Ese problema ha
reaparecido en los regímenes
comunistas en una forma nueva y más
grave.
El gobierno nacional se realiza en la
Unión Soviética mediante una
burocracia muy desarrollada. Pero en
Yugoeslavia se producen disputas a
causa de la fricción entre las
burocracias nacionales. Ni en el primero
ni en el segundo caso tienen nada que
ver las disputas nacionales en el viejo
sentido. Los comunistas no son
nacionalistas; para ellos la insistencia
en el nacionalismo es sólo una fórmula,
como cualquier otra fórmula, mediante
la cual fortalecen su poder. Con ese
propósito pueden actuar de vez en
cuando inclusive como patrióticos
vehementes. Stalin era georgiano, pero
en la práctica y en la propaganda,
siempre que era necesario, se mostraba
como un gran ruso rabioso. Khrushchev
admitió que entre los errores de Stalin
figuraba la exterminación de pueblos
enteros. Stalin y Compañía utilizaban
los prejuicios nacionales de la nación en
conjunto —la nación rusa— como si
ésta se hubiera compuesto de hotentotes.
Los dirigentes comunistas recurrirán
siempre a lo que consideren útil, como
la predicación de la igualdad de
derechos entre las burocracias
nacionales, que para ellos es
prácticamente lo mismo que la demanda
de igualdad de derechos entre las
nacionalidades.
Sin embargo, los sentimientos y los
intereses nacionales no se hallan en la
base del conflicto entre las burocracias
nacionales comunistas. El motivo es
enteramente distinto: es la supremacía
en la zona de uno, en la esfera que se
halla bajo la administración de uno. La
lucha por la reputación y los poderes de
la república de uno no va mucho más
allá del deseo de fortalecer el poder de
uno. Las unidades nacionales del Estado
comunista no tienen más importancia que
la de ser divisiones administrativas
sobre la base del idioma. Los burócratas
comunistas son patriotas locales
vehementes en defensa de sus propias
unidades administrativas, aunque no
hayan adquirido una preparación para
actuar en esa unidad sobre una base
lingüística o nacional. En algunas
unidades puramente administrativas de
Yugoeslavia (los consejos regionales) el
patrioterismo ha sido mayor que en los
gobiernos de las repúblicas nacionales.
Entre los comunistas se puede
encontrar tanto el patrioterismo
burocrático miope como una decadencia
de la conciencia nacional, inclusive en
las mismas personas, lo que depende de
las oportunidades y las necesidades.
El lenguaje que hablan los
comunistas es apenas el mismo que
habla la gente que gobiernan. Las
palabras son las mismas, pero las
expresiones, el significado, el sentido
interno son exclusivos de ellos.
Aunque sean autárquicos con
respecto a los otros sistemas y localistas
dentro de su propio sistema, los
comunistas pueden ser internacionalistas
fervientes cuando les interesa serlo. Las
diversas naciones, cada una de las
cuales tenía en otro tiempo su forma y su
color propios, su historia y sus
esperanzas propias, ahora se hallan
virtualmente detenidas, grises y
lánguidas, bajo las oligarquías
omnipotentes, omnisapientes y
esencialmente no nacionales. Los
comunistas no han conseguido excitar o
despertar a las naciones; en este sentido
tampoco han conseguido resolver las
cuestiones nacionalistas. ¿Quién sabe al
presente algo de los escritores y las
figuras políticas ucranios? ¿Qué ha sido
de esa nación, que tiene el mismo
tamaño que Francia y era en otro tiempo
la nación más avanzada de Rusia? Se
creería que bajo esa máquina
impersonal de opresión sólo puede
quedar una masa de población amorfa e
informe.
No es así, sin embargo.
Así como siguen viviendo la
personalidad, las diversas clases
sociales y las ideas, así también siguen
viviendo las naciones. Funcionan,
luchan contra el despotismo y conservan
intactas sus características distintivas.
Su conciencia y su alma pueden ser
sofocadas, pero no destruidas. Aunque
están subyugadas, no se han rendido. La
fuerza que las mueve al presente es algo
más que el viejo nacionalismo burgués;
es un deseo imperecedero de ser dueñas
de sí mismas, y de llegar, mediante su
propia voluntad libre, a una
confraternidad cada vez mayor con el
resto de la raza humana en su existencia
eterna.
DOGMATISMO EN
LA ECONOMÍA
1

LA evolución de la economía en el
comunismo no es la base sino el reflejo
de la evolución del régimen mismo de
una dictadura revolucionaria a un
despotismo reaccionario. Esa evolución,
a través de luchas y disputas, demuestra
cómo la intervención del gobierno en la
economía, necesaria al principio, se ha
ido convirtiendo poco a poco en un
interés vital y personal de los burócratas
gobernantes. Al principio el Estado se
apodera de todos los medios de
producción con objeto de dedicar todas
las inversiones al logro de una
industrialización rápida. Al final, el
desarrollo económico tiene como
objetivo principal satisfacer los
intereses de la clase gobernante.
Los otros tipos de propietarios no
actúan de una manera esencialmente
diferente; siempre les impulsa un interés
personal de alguna especie. Sin
embargo, lo que distingue a la nueva
clase de los otros tipos de propietarios
es que tiene en sus manos, más o menos,
todos los recursos nacionales y ejerce su
poder económico de una manera
deliberada y organizada. También otras
clases, así como organismos políticos y
económicos, emplean un sistema de
unificación deliberado. Porque hay un
número de propietarios y muchas formas
de propiedad, todos en conflicto mutuo,
se han mantenido la espontaneidad y la
competencia en todos los sistemas
económicos anteriores al comunista, por
lo menos en condiciones normales o
pacíficas.
Ni siquiera la economía comunista
ha conseguido reprimir la
espontaneidad, pero en contraste con
todas las otras, insiste constantemente en
que es necesaria la espontaneidad.
Esta práctica tiene su justificación
teórica. Los dirigentes comunistas creen
realmente que conocen las leyes
económicas y que pueden administrar la
producción con exactitud científica. La
verdad es que lo único que saben es
apoderarse de la dirección de la
economía. Su capacidad para hacerlo,
así como su victoria en la revolución,
han creado en su mente la ilusión de que
han logrado esas cosas gracias a su
capacidad científica excepcional.
Convencidos de la exactitud de sus
teorías, administran la economía en gran
parte de acuerdo con esas teorías. Es un
chiste corriente decir que los comunistas
primeramente identifican a una medida
económica con una idea marxista y luego
llevan a la práctica esa medida. En
Yugoeslavia se ha declarado
oficialmente que los planes se trazan de
acuerdo con las doctrinas de Marx, pero
Marx no era proyectista ni técnico en el
trazado de planes. En la práctica nada se
hace de acuerdo con las doctrinas de
Marx. Sin embargo, esas declaraciones
satisfacen la conciencia de la gente y
son utilizadas para justificar la tiranía y
la dominación económica con fines
“ideales” y de acuerdo con
descubrimientos “científicos”.
El dogmatismo en la economía
constituye una parte inseparable del
sistema comunista. Pero la adaptación
forzosa de la economía a los moldes
dogmáticos no es la característica
sobresaliente del sistema económico
comunista. En esta economía los
dirigentes son maestros en el arte de
“adaptar” la teoría, y se apartan de ella
cuando les interesa hacerlo.
Además de haber sido impulsada
por la necesidad histórica de una
industrialización rápida, la burocracia
comunista se ha visto obligada a
establecer un tipo de sistema económico
destinado a asegurar la perpetuación de
su propio poder. Alegando que lo hacía
en favor de una sociedad sin clases y de
la abolición de la explotación, ha creado
un sistema económico cerrado, con
formas de propiedad que facilitan el
dominio del partido y su monopolio. Al
principio, los comunistas tuvieron que
apelar a esa forma “colectivista” por
razones objetivas. Ahora siguen
fortaleciendo esa forma —sin tener en
cuenta si beneficia o no a la economía
nacional y la mayor industrialización—
por su propio interés, con un fin de clase
comunista exclusivo. Primeramente
administraban y manejaban toda la
economía con fines supuestamente
ideales; más tarde lo hicieron con el
propósito de mantener su dirección y
dominio absolutos. Esta es la verdadera
razón de las medidas políticas de gran
alcance e inflexibles que se toman en la
economía comunista.
En una entrevista realizada en 1956,
Tito admitió que hay “elementos
socialistas” en las economías
occidentales, pero que no han sido
introducidos “deliberadamente” como
tales en esas economías. Esto expresa
toda la idea comunista: sólo porque el
“socialismo” ha sido establecido
“deliberadamente” —mediante la
compulsión organizada— en las
economías de sus países los comunistas
tiene que mantener su método despótico
de gobernar y su monopolio de la
propiedad.
Esta atribución de una importancia
grande e inclusive decisiva a la
“deliberación” en el desarrollo de la
economía y la sociedad revela el
carácter obligatorio y egoísta de la
política económica comunista. De otro
modo, ¿sería necesaria semejante
insistencia en la deliberación?
La fuerte oposición de los
comunistas a todas las formas de
propiedad con excepción de las que
consideran socialistas indica, sobre
todo, su deseo irrefrenable de conquistar
y mantener el poder. Sin embargo, han
abandonado o modificado esa actitud
radical cuando su mantenimiento se
oponía a su interés. Por lo tanto han
tratado muy mal a su teoría. En
Yugoeslavia, por ejemplo, primeramente
crearon y luego disolvieron los
kolkhozes en nombre del “marxismo
libre de errores” y el “socialismo”.
Actualmente siguen una tercera línea
intermedia confusa en la misma cuestión.
Se dan los mismos ejemplos en todos
los países comunistas. Sin embargo, la
abolición de todas las formas de
propiedad privada, con excepción de la
de ellos, es su propósito invariable.
Todo sistema político sirve de
expresión a fuerzas económicas y trata
de administrarlas. Los comunistas no
pueden obtener el manejo completo de
la producción, pero han conseguido
manejarla hasta tal punto que la
subordinan continuamente a sus fines
ideológicos y políticos. En este aspecto
el comunismo se diferencia de todos los
otros sistemas políticos.
2

LOS comunistas interpretan el


papel especial de quienes producen en
función de su propiedad total, y, lo que
es más importante, con frecuencia en
función del papel predominante de la
ideología en la economía.
Inmediatamente después de la
revolución fue restringida en la Unión
Soviética la libertad de empleo. Pero la
necesidad que tenía el régimen de una
industrialización rápida hizo que no se
restringiera por completo esa libertad.
Ello sucedió sólo después de la victoria
de la revolución industrial y de haber
sido creada la nueva clase. En 1940 se
aprobó una ley que prohibía la libertad
de empleo y castigaba a la gente por
abandonar sus tareas. En ese período y
después de la segunda guerra mundial
surgió una forma de trabajo esclavo, a
saber los campamentos de trabajo.
Además, quedó casi completamente
eliminada la línea limítrofe entre el
trabajo en esos campamentos y el
trabajo en las fábricas.
Los campamentos de trabajo y varias
clases de actividades “voluntarias” son
sólo las formas peores y más extremadas
del trabajo obligatorio. En otros
sistemas pueden tener un carácter
temporario, pero bajo el comunismo el
trabajo obligatorio se ha convertido en
una característica permanente Aunque el
trabajo obligatorio no ha tomado la
misma forma en otros países comunistas,
ni ha alcanzado en ellos la amplitud que
en la Unión Soviética, ninguno de esos
países cuenta con una libertad de
empleo completa.
El trabajo obligatorio en el sistema
comunista es la consecuencia del
monopolio sobre toda, o casi toda, la
propiedad nacional. El obrero se
encuentra en la situación de tener no
sólo que vender su trabajo, sino de
venderlo en condiciones que no
dependen de él, pues no puede encontrar
otro patrón mejor. No hay más que un
patrón: el Estado. El obrero no tiene
más remedio que aceptar las
condiciones de ese patrón. El elemento
peor y más dañino del capitalismo
anterior desde el punto de vista del
trabajador: el mercado de trabajo, ha
sido reemplazado por el monopolio
sobre el trabajo que ejerce la propiedad
de la nueva clase. Esto no ha hecho más
libre al trabajador.
En el sistema comunista el obrero no
es como el esclavo de tipo antiguo, ni
siquiera cuando se halla en los
campamentos de trabajo obligatorio.
Hasta el hombre más inteligente de la
antigüedad, Aristóteles, creía que las
personas nacen libres o esclavas.
Aunque opinaba que se debía tratar con
humanidad a los esclavos y abogaba en
favor de la reforma del sistema de
esclavitud, no obstante consideraba a
los esclavos como instrumentos de la
producción. En el moderno sistema
tecnológico no es posible tratar así a un
obrero, porque sólo un obrero culto e
interesado puede hacer el trabajo
requerido. El trabajo obligatorio en el
sistema comunista es enteramente
distinto de la esclavitud en la antigüedad
o en la historia posterior. Es el resultado
de la propiedad y las relaciones
políticas, y no, o sólo en pequeña parte,
el resultado del nivel técnico de la
producción.
Puesto que la tecnología moderna
requiere un obrero que pueda disponer
de una cantidad de libertad
considerable, se halla en conflicto
latente con las formas de trabajo
obligatorias o con el monopolio de la
propiedad y el totalitarismo político del
comunismo. Bajo el comunismo el
obrero es técnicamente libre, pero sus
posibilidades de utilizar su libertad son
extremadamente limitadas. La limitación
formal de la libertad no es una
característica inherente del comunismo,
sino un fenómeno que se produce bajo el
comunismo. Es especialmente evidente
con respecto al trabajo y a la fuerza de
trabajo misma.
El trabajo no puede ser libre en una
sociedad en la que todos los bienes
materiales están monopolizados por un
grupo. La fuerza de trabajo es
indirectamente la propiedad de ese
grupo, aunque no completamente, pues el
obrero es un ser humano individual que
utiliza una parte de su trabajo. Hablando
abstractamente, la fuerza de trabajo,
tomada en conjunto, es un factor en la
producción social total. La nueva clase
gobernante, con su monopolio material y
político, utiliza ese factor casi en la
misma medida en que lo hace con otros
bienes y elementos de producción
nacionales y lo trata de la misma
manera, sin tener en cuenta el factor
humano.
Al considerar al trabajo como un
factor de la producción, a la burocracia
no le interesan las condiciones del
trabajo en las diversas empresas ni la
relación entre los salarios y los
beneficios. Los salarios y las
condiciones de trabajo son determinados
de acuerdo con un concepto abstracto
del trabajo, o de acuerdo con las
capacidades individuales, teniendo en
cuenta poco o nada los resultados reales
de la producción en las empresas o
ramas de la industria respectivas. Esto
es sólo una regla general; hay
excepciones que dependen de las
condiciones y las necesidades. Pero el
sistema lleva inevitablemente a la falta
de interés por parte de los verdaderos
productores, es decir de los obreros.
Lleva también a una baja calidad de la
producción, a una diminución en la
producción y el progreso técnico y al
deterioro de la fábrica. Los comunistas
se esfuerzan constantemente por
conseguir una mayor productividad por
parte de los obreros individuales, y
prestan poca o ninguna atención a la
productividad de la fuerza de trabajo en
general.
En un sistema como éste son
inevitables y frecuentes los esfuerzos
para estimular al obrero. La burocracia
ofrece toda clase de recompensa y gajes
para contrarrestar la falta de interés.
Pero mientras los comunistas no
cambien el sistema mismo, mientras
conserven su monopolio de toda la
propiedad y todo el gobierno, no podrán
estimular al obrero individual durante
mucho tiempo, y mucho menos estimular
la fuerza de trabajo en general.
Intentos muy estudiados para dar a
los obreros una participación en los
beneficios se han hecho en Yugoeslavia
y se proyectan ahora en los países de la
Europa oriental. Esos intentos tienen
como rápida consecuencia la retención
de “beneficios excesivos” en las manos
de la burocracia, que justifica esa
acción diciendo que está conteniendo la
inflación e invirtiendo el dinero
sensatamente. Todo lo que le queda al
obrero son pequeñas cantidades
nominales y el “derecho” a sugerir cómo
deben invertirse esos beneficios por
medio del partido y de la organización
gremial, es decir de la burocracia. Sin
derecho a la huelga y a decidir lo que
debe poseer cada cual, los obreros no
tienen muchas probabilidades de obtener
una verdadera participación en los
beneficios. Se ha hecho evidente que
todos esos derechos están entrelazados
con diversas formas de libertad política.
No se los puede obtener aislados los
unos de las otras.
En un sistema como éste son
imposibles las organizaciones gremiales
libres y las huelgas sólo se pueden
producir muy raras veces, como las
explosiones de descontento obrero en la
Alemania Oriental en 1954 y en Poznan
en 1956.
Los comunistas explican la
prohibición de las huelgas diciendo que
la “clase obrera” se halla en el poder y
posee los medios de producción por
medio del Estado, y que, en
consecuencia, si fuera a la huelga la
haría contra ella misma. Esta ingenua
explicación se basa en que en el sistema
comunista el dueño de la propiedad no
es una persona particular, sino que,
como sabemos, se oculta bajo el disfraz
de dueño colectivo y oficialmente
inidentificable.
Sobre todo, las huelgas bajo el
sistema comunista son imposibles
porque hay sólo un propietario a cargo
de todos los bienes y de toda la fuerza
de trabajo. Sería difícil realizar una
acción eficaz contra él sin la
participación de todos los trabajadores.
Una huelga en una o más empresas —
suponiendo que semejante cosa pudiera
ocurrir bajo una dictadura total— no
puede amenazar realmente a ese
propietario. Su propiedad no se
compone con esas empresas
particulares, sino que la forma la
máquina de producción en conjunto. Al
dueño no le perjudican las pérdidas en
empresas determinadas, porque los
productores, o sea la sociedad en
general, tienen que compensar esas
pérdidas. Por este motivo las huelgas
constituyen un problema más político
que económico para los comunistas.
Además de que las huelgas
individuales son casi imposibles y sin
esperanza en lo que respecta a sus
resultados potenciales, no existen las
condiciones políticas adecuadas para
las huelgas generales y sólo se pueden
producir en situaciones excepcionales.
Dondequiera que se han producido
huelgas individuales se han convertido
habitualmente en huelgas generales y han
tomado un carácter claramente político.
Además, los regímenes comunistas
dividen y desorganizan constantemente a
la clase trabajadora mediante
funcionarios pagados, salidos de sus
filas, que la “educan”, la “elevan
ideológicamente” y la dirigen en su vida
cotidiana.
Las organizaciones gremiales y otros
organismos profesionales, a causa de su
propósito y su función, sólo pueden ser
dependencias de un propietario y
potentado único: la oligarquía política.
Por lo tanto, su finalidad “principal”
consiste en la tarea de “construir el
socialismo” o aumentar la producción.
Sus otras funciones consisten en difundir
ilusiones y un estado de ánimo sumiso
entre los trabajadores. Esas
organizaciones sólo han desempeñado
un papel importante: el de elevar el
nivel cultural de las clases obreras.
Las organizaciones obreras bajo el
sistema comunista son en realidad
organizaciones de “compañía” o
“camarillas” de una clase especial.
Empleamos la expresión “de una clase
especial” porque el patrón es al mismo
tiempo el gobierno y el representante de
la ideología predominante. En otros
sistemas esos dos factores se hallan
generalmente separados, de modo que
los obreros, aun cuando no pueden
confiar en ninguno de ellos, al menos
pueden sacar ventaja de las diferencias
y conflictos entre ambos.
No es casual que la clase
trabajadora constituya la principal
preocupación del régimen, no por
razones idealistas o humanitarias, sino
sencillamente porque es la clase de la
que depende la producción y también el
medro y la existencia misma de la nueva
clase.
3

A pesar de que no hay libertad de


empleo ni organizaciones obreras libres,
existe un límite para la explotación
inclusive en el sistema comunista. El
examen de ese límite requeriría un
análisis más profundo y concreto. Aquí
nos referiremos únicamente a sus
aspectos más importantes.
Además de los límites políticos —el
temor al descontento entre los obreros y
otras consideraciones que están
sometidas al cambio— hay también
límites constantes para la explotación:
las formas y los grados de explotación
que se hacen demasiado costosos para el
sistema tienen que interrumpirse más
pronto o más tarde.
Así, por decreto del 25 de abril de
1956, se canceló en la Unión Soviética
la condena de los trabajadores por la
lentitud en su trabajo o por el abandono
de sus tareas. También se puso en
libertad a gran número de obreros
internados en los campamentos de
trabajo. Se trataba de casos en los que
era imposible distinguir entre los presos
políticos y aquellos a quienes el régimen
había arrojado a los campamentos
porque necesitaba fuerza de trabajo. El
decreto no tuvo como consecuencia una
fuerza de trabajo completamente
liberada, pues siguieron en vigor
importantes limitaciones, pero
representó el progreso más significativo
realizado después de la muerte de
Stalin.
El trabajo esclavo obligatorio
creaba dificultades políticas al régimen
y además se hizo demasiado costoso tan
pronto como se introdujo en la Unión
Soviética una técnica avanzada. Un
trabajador esclavo, por mal que se le
alimente, cuesta más que lo que puede
producir si se tiene en cuenta el aparato
administrativo necesario para poder
someterlo a coerción. Su trabajo se hace
absurdo y hay que suspenderlo. La
producción moderna limita la
explotación de otros modos. No se
puede hacer funcionar eficientemente la
maquinaria mediante obreros forzosos
agotados y la salud y las condiciones
culturales adecuadas se han convertido
en un requisito indispensable.
Los límites de la explotación en el
sistema comunista corren parejos con
los límites de las libertades de la fuerza
de trabajo. Esas libertades están
determinadas por la naturaleza de la
propiedad y del gobierno. Hasta que la
propiedad y el gobierno cambien, la
fuerza de trabajo no puede ser libre y
tiene que permanecer sometida a formas
moderadas o severas de coerción
económica y administrativa.
A causa de sus necesidades de
producción, un régimen comunista
reglamenta las condiciones de trabajo y
la situación legal de la fuerza de trabajo.
Toma medidas sociales que tienen
muchos aspectos y lo abarcan todo:
regula cosas como las horas de trabajo,
las vacaciones, el seguro, la educación y
las tareas de mujeres y niños. Muchas de
esas medidas son en gran parte
nominales; muchas tienen también un
carácter progresivamente perjudicial.
En un sistema comunista es constante
la tendencia a reglamentar las relaciones
del trabajo y mantener el orden y la paz
en la producción. El propietario único y
colectivo resuelve los problemas de la
fuerza de trabajo en una escala que lo
abarca todo. No puede soportar la
“anarquía” en nada, y menos en la fuerza
de trabajo. Tiene que reglamentarla tanto
como todos los demás aspectos de la
producción.
La gran jactancia de que existe la
ocupación plena en los sistemas
comunistas no puede ocultar las heridas,
que se hacen evidentes cuando uno
examina el asunto más de cerca. Tan
pronto como todos los bienes materiales
son manejados por un solo cuerpo, esos
bienes, como las necesidades de mano
de obra, tienen que ser objeto de planes.
Las necesidades políticas desempeñan
un papel importante en los planes y eso
trae como consecuencia inevitable la
retención de cierto número de ramas de
la industria que sobreviven a expensas
de las otras. Esos planes ocultan la
existencia de una verdadera
desocupación. Tan pronto como algunos
sectores de la economía pueden actuar
con mayor libertad, o tan pronto como se
hace innecesario para el régimen
mantener y reforzar una rama a expensas
de otras, se repite la desocupación.
Vínculos más extensos con el mercado
mundial pueden causar también esa
tendencia.
En consecuencia, la ocupación plena
no es el resultado del “socialismo”
comunista, sino de una política
económica realizada por orden, en
último análisis, la ocupación plena es el
resultado de la discordancia y la
ineficiencia en la producción. No pone
de manifiesto la fuerza, sino la debilidad
de la economía. En Yugoeslavia
escaseaban los obreros hasta que se
alcanzó un grado satisfactorio de
eficiencia en la producción. Tan pronto
como lo consiguió se produjo la
desocupación. Y esa desocupación sería
todavía mayor si Yugoeslavia alcanzase
el máximo de eficiencia en la
producción.
En las economías comunistas la
ocupación plena oculta la desocupación.
La pobreza de todos oculta la
desocupación de algunos, así como el
progreso fenomenal de algunos sectores
de la economía oculta el atraso de otros.
Por las mismas razones, este tipo de
propiedad y de gobierno monopolistas
puede evitar el colapso económico, pero
no puede evitar las crisis crónicas. Los
intereses egoístas de la nueva clase y el
carácter ideológico de la economía
hacen imposible el mantenimiento de un
sistema sano y armonioso.
4

MARX no fue el primero que se


imaginó la economía de la futura
sociedad basada en planes. Pero fue el
primero, o uno de los primeros que
reconoció que una economía moderna
tiende inevitablemente hacia los planes,
porque, aparte de las razones sociales,
se la establece sobre la base de la
tecnología científica. Los monopolios
fueron los primeros que trazaron planes
en una escala nacional o internacional
gigantesca. En la actualidad, los planes
constituyen un fenómeno general y un
elemento importante de la política
económica de la mayoría de los
gobiernos, aunque en los países
industrialmente avanzados tienen un
carácter distinto que en los
industrialmente poco desarrollados. Los
planes se hacen necesarios cuando la
producción llega a una etapa avanzada y
cuando las condiciones sociales,
internacionales y de otras clases están
sujetas a tendencias semejantes. Ello no
tiene mucho que ver con teoría alguna, y
menos con la de Marx, construida en un
nivel muy inferior de relaciones sociales
y económicas.
Cuando la Unión Soviética se
convirtió en el primer país que
emprendía planes nacionales, sus
dirigentes, que eran marxistas,
relacionaron esos planes con el
marxismo. La verdad es esta: aunque las
doctrinas marxistas constituían la base
idealista de la revolución en Rusia, esas
doctrinas se convirtieron también en el
pretexto para las medidas que tomaron
posteriormente los dirigentes soviéticos.
Todas las razones históricas y
específicas de los planes soviéticos
fueron atribuidas a teorías
correspondientes. La de Marx era la más
inmediata y aceptable a causa de la base
social y el pasado del movimiento
comunista.
Aunque al comienzo se apoyaban en
Marx, los planes comunistas tenían un
fondo idealista y material más profundo.
¿Cómo puede ser administrada una
economía de otro modo que como una
economía planificada cuando tiene o va
a tener un solo dueño? ¿Cómo se
podrían hacer tan tremendas inversiones
con el propósito de industrializar si no
se basaban en planes? Se debe necesitar
una cosa antes que pueda convertirse en
un ideal. Eso es lo que sucede con los
planes comunistas. Están dedicados a
desarrollar las ramas de la economía
que aseguran el fortalecimiento del
régimen. Esta es la regla general, aunque
en todos los países comunistas, sobre
todo en los que se han independizado de
Moscú, hay excepciones de esa regla.
Por supuesto, el desarrollo de la
economía nacional en conjunto es
importante para el fortalecimiento del
régimen, pues es imposible separar
permanentemente el progreso en una
rama de la producción del de las otras.
En todo sistema comunista la
importancia que se atribuye a los planes
se relaciona siempre con las ramas de la
economía consideradas como de
importancia decisiva para el
mantenimiento de la estabilidad política
del régimen. Esas ramas son las que
aumentan el papel, el poder y los
privilegios de la burocracia. Son
también las que fortalecen al régimen en
sus relaciones con otros países y hacen
posible que se industrialice en mayor
grado. Hasta ahora han sido las ramas
de las industrias pesada y bélica. Esto
no significa que la situación no pueda
cambiar en los distintos países.
Recientemente la energía atómica, sobre
todo en la Unión Soviética, ha
comenzado a ocupar el primer puesto en
el plan. Yo diría que eso sucede por
consideraciones militares, exteriores y
políticas más que por cualesquiera
otras.
Todo está subordinado a esos fines.
En consecuencia, muchas ramas de la
economía se rezagan y funcionan
ineficientemente. Las desproporciones y
dificultades son inevitables, y se
producen los costos de producción
excesivos y la inflación crónica. Según
André Philipe (en el New Leader del 1
de octubre de 1956), las inversiones en
la industria pesada de la Unión
Soviética aumentaron del 53,3 por
ciento del total de inversiones en 1954
al 60 por ciento en 1955. El 21 por
ciento de la renta nacional neta se
invierte en la industria, con una
concentración en la industria pesada,
aunque ésta sólo contribuye con el 7,4
por ciento al aumento de la renta per
cápita el 6,4 por ciento de la cual se
debe al aumento de la producción.
Se comprende que en esas
condiciones el nivel de vida sea lo que
menos interesa a los nuevos
propietarios, aunque, como dice Marx,
los hombres sean el factor más
importante en la producción. Según
Edward Cranwshaw, íntimamente
relacionado con el Partido Laborista
británico, en la Unión Soviética tienen
que librar una batalla desesperada por
la supervivencia quienes ganan menos
de 600 rublos mensuales. Harry
Schwartz, redactor del New York Times
especializado en la Unión Soviética, ha
calculado que aproximadamente ocho
millones de trabajadores ganan menos
de 300 rublos mensuales, y la Tribune,
que representa el punto de vista del ala
izquierda del Partido Laborista
británico, comenta que éste, y no la
igualdad de los sexos, es el motivo de
que se dedique a trabajos pesados un
número tan grande de mujeres. El
reciente aumento de un 30 por ciento en
los salarios de la Unión Soviética se ha
aplicado a esos salarios bajos.
Esto es lo que sucede en la Unión
Soviética, pero la situación no es muy
distinta en los otros países comunistas,
ni siquiera en los técnicamente muy
avanzados como Checoslovaquia.
Yugoeslavia, que en otro tiempo
exportaba productos agrícolas, ahora los
importa. Según las estadísticas oficiales,
el nivel de vida de los que trabajan en
oficinas y tareas intelectuales es inferior
al de antes de la segunda guerra
mundial, cuando Yugoeslavia era un país
capitalista atrasado.
Los planes comunistas dedicados a
los intereses de la clase política y la
dictadura totalitaria, se complementan
entre sí. Por razones ideológicas, los
comunistas hacen grandes inversiones en
ciertas ramas de la economía. Todos los
planes giran alrededor de esas ramas.
Eso lleva a profundos cambios en la
economía que no pueden ser pagados
con los ingresos procedentes de las
granjas nacionalizadas quitadas a los
capitalistas y los grandes terratenientes,
sino que tienen que serlo principalmente
mediante la imposición de salarios
bajos y el saqueo de los campesinos por
medio del sistema de venta obligatoria
de la cosecha.
Se podría decir que si la Unión
Soviética no hubiese trazado esos
planes, o si no hubiese concentrado sus
esfuerzos en el desarrollo de la industria
pesada, habría entrado en la segunda
guerra mundial desarmada y Hitler la
habría conquistado y esclavizado
fácilmente. Esto es exacto, pero sólo
hasta cierto punto, pues los cañones y
los tanques no constituyen la única
fuerza de un país. Si Stalin no hubiese
tenido fines imperialistas en su política
exterior y tiránicos en su política
interna, ningún grupo de potencias
habría dejado a su país que se las
arreglara solo ante el invasor.
Esto es evidente: el aspecto
ideológico de los planes y del
desarrollo de la economía no era
esencial para la creación de una
industria de guerra. Ésta fue creada
porque los gobernantes necesitaban ser
independientes interna y exteriormente.
Las necesidades defensivas eran sólo
necesidades asociadas, aunque
inevitables. Rusia habría podido obtener
la misma cantidad de armamentos, con
diferentes planes, vinculándose más
estrechamente con los mercados
exteriores. Una mayor dependencia de
los mercados exteriores habría exigido
una política exterior diferente. En las
condiciones actuales, en que los
intereses mundiales están entrelazados y
las guerras son totales, la manteca es
casi tan importante como los cañones
para librar la guerra. Esto se confirmó
inclusive en el caso de la Unión
Soviética. Los alimentos procedentes de
los Estados Unidos fueron casi tan
importantes para obtener la victoria
como el material bélico.
Lo mismo es cierto con respecto a la
agricultura. En las condiciones actuales,
la agricultura progresiva significa
también industrialización. La agricultura
progresiva no asegura que un régimen
comunista se independizará del exterior.
Internamente hace que el régimen
dependa de los campesinos, aunque los
campesinos sean miembros de
cooperativas libres. En consecuencia, en
el plan se ha dado prioridad al acero,
dejando de lado a los kolkhozes con
producción baja. La planificación del
poder político tiene que preceder al
progreso económico.
Los planes soviéticos o comunistas
son de una clase especial. No han
surgido como consecuencia del progreso
técnico de la producción, ni como el
resultado de la conciencia “socialista”
de sus iniciadores. En cambio, han
surgido como consecuencia de un tipo
especial de gobierno y de propiedad. Al
presente, el técnico y otros factores
influyen en este tipo de planes, pero
esos otros factores no han dejado de
ejercer su efecto en la evolución de los
planes de ese tipo. Es muy importante
tomar nota de esto, pues constituye la
clave para comprender el carácter de
los planes de este tipo y las capacidades
de una economía comunista.
Los resultados obtenidos por esa
economía y esos planes son variados. La
concentración de todos los medios para
conseguir un propósito determinado
hace posible para quienes manejan el
poder un progreso extraordinariamente
rápido en ciertas ramas de la economía.
El progreso que la Unión Soviética ha
alcanzado en algunas ramas nunca había
sido alcanzado anteriormente en parte
alguna del mundo. Sin embargo, cuando
se tiene en cuenta el atraso existente en
otras ramas ese progreso no se justifica
desde el punto de vista de la economía
en general.
Por supuesto, la Rusia en otro
tiempo atrasada ha conseguido el
segundo puesto en la producción
mundial en lo que respecta a las ramas
más importantes de la economía. Se ha
convertido en la potencia continental
más poderosa del mundo. Se han creado
una fuerte clase trabajadora, un amplio
estrato de población técnicamente culta
y los materiales para la producción de
bienes de consumo. Eso no ha debilitado
esencialmente a la dictadura, ni hay
razón alguna para creer que el nivel de
vida no pueda ser mejorado en
proporción con las capacidades
económicas del país.
Las propiedades y las
consideraciones políticas, de las que el
plan es sólo un instrumento, han hecho
imposible debilitar la dictadura o elevar
el nivel de vida. El monopolio exclusivo
de un solo grupo, tanto en la economía
como en la política; los planes dirigidos
a aumentar su poder y sus intereses en el
país y en el mundo entero, aplazan
continuamente el mejoramiento del nivel
de vida y el desarrollo armonioso de la
economía. La falta de libertad es
indudablemente la razón final y más
importante de ese aplazamiento. En los
sistemas comunistas la libertad se ha
convertido en el problema económico y
general más importante.
5

LA economía planificada comunista


oculta dentro de si misma una anarquía
de un género especial. A pesar de ser
planificada, es quizá la más
despilfarradora en la historia de la
sociedad humana. Esto puede parecer
extraño si se tiene en cuenta el
desarrollo relativamente rápido de
algunas ramas particulares de la
economía, y de la economía en conjunto,
pero tiene una base sólida.
El despilfarro en proporciones
fantásticas era inevitable si manejaba la
economía un grupo que lo veía todo,
inclusive la economía, desde el punto de
vista estrecho de su propiedad y su
ideología. ¿Cómo podía un grupo de este
género administrar eficaz y frugalmente
una compleja economía moderna, una
economía que, a pesar de los planes más
completos, mostraba de día en día
tendencias internas y externas variadas y
con frecuencia contradictorias? La
ausencia de toda clase de crítica, e
inclusive de toda clase de sugestión
importante, lleva inevitablemente al
derroche y el estancamiento.
A causa de esta omnipotencia
política y económica es imposible evitar
las empresas ruinosas aunque se tengan
las mejores intenciones. Se presta muy
poca atención a lo que significa el costo
de esas empresas para la economía en
general. ¿Cuánto le cuesta a una nación
una agricultura estancada a causa del
temor supersticioso que sienten los
comunistas con respecto al campesino y
de las inversiones irrazonables en la
industria pesada? ¿Cuál es el costo del
capital invertido en industrias
ineficientes? ¿Qué cuestan los obreros
mal pagados que, en consecuencia,
trabajan mal y lentamente? ¿Qué cuesta
la mala calidad de la producción? No se
tienen en cuenta estos costos, ni pueden
ser calculados.
Así como administran la economía,
los dirigentes comunistas lo manejan
todo de una manera contraria a sus
propias doctrinas, es decir desde su
punto de vista personal. Y la economía
es precisamente la ciencia que menos
tolera la arbitrariedad. Aunque deseasen
hacerlo, los dirigentes no podrían tomar
en consideración los intereses de la
economía en conjunto. Por razones
políticas, el grupo gobernante decide
qué es lo “vitalmente necesario”, “de
importancia esencial” o “decisivo” en
un momento determinado. Nada le
impide llevar a cabo lo que se propone,
pues no teme perder su poder o su
propiedad.
Los dirigentes admiten
periódicamente la crítica o la autocrítica
y citan las experiencias cuando es
evidente que algo no progresa o cuando
se ha puesto de manifiesto un derroche
tremendo. Khrushchev criticó a Stalin
por su política agrícola. Tito criticó a su
propio régimen por las inversiones de
capital excesivas y el derroche de miles
de millones. Ochab se criticó a sí mismo
por su descuido “condicional” del nivel
de vida. Pero la esencia sigue siendo la
misma. Los mismos hombres prolongan
el mismo sistema siguiendo
aproximadamente el mismo método,
hasta que se hacen evidentes las brechas
y las “irregularidades”. Las pérdidas ya
no pueden ser reparadas, por lo que el
régimen y el partido no cargan con la
responsabilidad de esas pérdidas. Han
“advertido” los errores y hay que
“corregirlos”. ¡Y todo tiene que
comenzar de nuevo!
No existen pruebas de que un solo
dirigente comunista haya sufrido por
haber derrochado improductiva o
fantásticamente los medios a su
disposición. Pero muchos han sido
depuestos por sus “desviaciones
ideológicas”.
En los sistemas comunistas son
inevitables los robos y las
malversaciones. No es sólo la pobreza
lo que hace que la gente robe la
“propiedad nacional”, sino también el
hecho de que la propiedad no parece
pertenecer a nadie. Todos los objetos de
valor lo pierden de algún modo, lo que
crea una atmósfera favorable para el
robo y el derroche. En 1954, solamente
en Yugoeslavia, se descubrieron más de
20.000 casos de robo de la “propiedad
socialista”. Los dirigentes comunistas
manejan la propiedad nacional como si
fuera suya, pero también la derrochan
como si fuera de otros. Tal es la
naturaleza de la propiedad y del
gobierno en ese sistema.
El mayor despilfarro no es ni
siquiera visible. Es el despilfarro del
potencial humano. El trabajo lento e
improductivo de millones de personas
desinteresadas, juntamente con la
prohibición de todo trabajo no
considerado “socialista”, constituyen el
despilfarro calculable, invisible y
gigantesco que ningún régimen
comunista ha podido evitar. Aunque se
adhieren a la teoría de Smith de que el
trabajo crea valor, teoría que adoptó
Marx, los que manejan el poder no
prestan la menor atención al trabajo y al
potencial humano, pues los consideran
como algo muy poco valioso que se
puede reemplazar fácilmente.
El temor que sienten los comunistas
a la “resurrección del capitalismo”, o a
las consecuencias económicas que se
derivarían de estrechos motivos
“ideológicos” de clase, ha costado a la
nación una gran pérdida de riqueza y
puesto freno a su desarrollo. Industrias
enteras son destruidas porque el Estado
no se halla en situación de mantenerlas o
desarrollarlas; sólo a lo que pertenece
al Estado se lo considera “socialista”.
¿Hasta dónde y durante cuánto
tiempo puede seguir así una nación? Se
acerca el momento en que la
industrialización, que al principio hizo
inevitable el comunismo, hará superflua,
al seguir desarrollándose, la forma
comunista del gobierno y de la
propiedad.
El derroche es tremendo a causa del
aislamiento de las economías
comunistas. Toda economía comunista es
esencialmente autárquica. Las razones
de esa autarquía residen en el carácter
de, su gobierno y su propiedad.
Ningún país comunista —ni siquiera
Yugoeslavia, que se vio obligada a
cooperar más extensamente con países
no comunistas a causa de su conflicto
con Moscú— ha conseguido desarrollar
el comercio exterior más allá del
tradicional intercambio de mercaderías.
No se ha llegado a una producción
planificada en escala mayor en
cooperación con otros países.
Los planes comunistas, entre otras
cosas, tienen muy poco en cuenta las
necesidades de los mercados mundiales
o la producción en otros países. En parte
como consecuencia de esto, y en parte
como resultado de motivos ideológicos
y de otras clases, los gobiernos
comunistas toman demasiado poco en
cuenta las condiciones naturales que
afectan a la producción. Construyen con
frecuencia plantas industriales sin contar
con las materias primas suficientes, y
casi nunca prestan atención al nivel
mundial de los precios y la producción.
Producen algunas mercaderías a un
costo varias veces mayor que el de otros
países. Simultáneamente, son
descuidadas otras ramas de la industria
que podrían superar en productividad al
promedio mundial, o que podrían
producir a precios inferiores al
promedio mundial. Se crean nuevas
industrias aunque los mercados
mundiales estén abarrotados con las
mercaderías que van a producir. La
población trabajadora tiene que pagar
todo eso para que los oligarcas sean
“independientes”.
Éste es uno de los aspectos del
problema común a todos los regímenes
comunistas. Otro es la carrera insensata
del “primer país socialista”, la Unión
Soviética, para alcanzar y sobrepasar a
los países más avanzados. ¿Qué cuesta
eso? ¿Y a dónde lleva?
Quizá la Unión Soviética pueda
alcanzar en algunas ramas de la
economía a los países más avanzados.
Mediante un derroche infinito del
potencial humano, los salarios bajos y el
descuido de otras ramas de la industria,
eso es posible. Es una cuestión
enteramente distinta si se lo puede
justificar económicamente.
Esos planes son agresivos en sí
mismos. ¿Qué puede hacer pensar al
mundo no comunista el hecho de que la
Unión Soviética esté decidida a
mantener el primer puesto en la
producción de acero y petróleo crudo a
costa de un bajo nivel de vida? ¿Qué
queda de la “coexistencia” y la
“cooperación de los amantes de la paz”
si consisten en la competencia en la
industria pesada y en un intercambio
comercial muy pequeño? ¿Qué queda de
la cooperación si la economía comunista
se desarrolla autárquicamente, pero
penetra en el mundo principalmente por
razones ideológicas?
Esos planes y relaciones malgastan
el potencial humano y la riqueza
nacionales y mundiales y están
injustificados desde todos los puntos de
vista salvo el de la oligarquía
comunista. El progreso técnico y las
necesidades vitales cambiantes hacen
que una rama de la economía tenga
importancia en un momento y otra en el
momento siguiente. Esto es cierto tanto
para las naciones como para el mundo
en general. ¿Qué sucederá si dentro de
cincuenta años el acero y el petróleo
pierden la importancia que tienen en la
actualidad? Los dirigentes comunistas
no tienen en cuenta ésta y otras muchas
cosas.
Los esfuerzos para vincular las
economías comunistas, la soviética en
primer término, al resto del mundo, y
para introducirse en el mundo por medio
de esas economías están lejos de
hallarse a la altura de la técnica y las
otras capacidades de esas economías.
En su etapa actual esas economías
podrían cooperar con el resto del mundo
en un grado mucho mayor que en el que
lo hacen. El fracaso en el uso de esas
capacidades para cooperar con el
mundo exterior y la prisa por
introducirse en ese mundo por razones
ideológicas y de otras clases se deben al
monopolio que ejercen los comunistas
sobre e la economía y a su necesidad de
mantenerse en el poder.
Lenin tenía en gran parte razón
cuando afirmó que la política es una
“economía concentrada”. Esto ha sido
invertido en el sistema comunista, en el
que la economía se ha convertido en
política concentrada. Es decir, la
política desempeña un papel casi
decisivo en la economía.
La separación del mercado mundial,
o la creación de un mercado “socialista
mundial” que inició Stalin y a la que
permanecen fieles los dirigentes
soviéticos, representa quizá el motivo
principal de la tensión mundial y el
despilfarro que se produce en todo el
mundo.
El monopolio de la propiedad y los
métodos de producción anticuados —
quienquiera que los emplee o cualquiera
que sea su clase— se hallan en conflicto
con las necesidades económicas
mundiales. La libertad contra la
propiedad se ha convertido en un
problema mundial.
La abolición de la propiedad
privada o capitalista en los Estados
comunistas atrasados ha hecho posible
su progreso económico rápido, si no
suave. Esos Estados se han convertido
en grandes potencias físicas, nuevas y
resistentes, con una clase rígida y
fanática que ha saboreado los frutos de
la autoridad y la propiedad. Este
acontecimiento no puede resolver
ninguna de las cuestiones que
interesaban al socialismo clásico del
siglo XIX, ni siquiera las que interesaban
a Lenin; y todavía menos puede asegurar
el progreso económico sin dificultades y
convulsiones internas.
A pesar de su poderosa
concentración de fuerzas en un par de
manos y de sus éxitos rápidos aunque
desequilibrados, el sistema económico
comunista ha venido mostrando
profundas grietas y debilidades desde
que alcanzó su victoria completa.
Aunque todavía no ha llegado a la cima
de su poderío, encuentra ya dificultades.
Su porvenir es cada vez menos seguro.
El sistema económico comunista tendrá
que luchar furiosamente, dentro y fuera,
para subsistir.
LA TIRANÍA SOBRE
LA MENTE
1

SÓLO se justifica parcialmente la


búsqueda en la filosofía comunista de
las fuentes de la tiranía sobre la mente,
tiranía que los comunistas ejercen con
refinamiento clínico cuando llegan al
poder. El materialismo comunista es
probablemente más exclusivo que
cualquier otra visión del mundo
contemporáneo. Coloca a sus adherentes
en una posición que les hace imposible
tomar ningún otro punto de vista. Si esa
visión no estuviese relacionada con
formas de gobierno y de propiedad
peculiares, los métodos monstruosos de
opresión y destrucción de la mente
humana no podrían ser explicados por la
visión misma.
Toda ideología, toda opinión, trata
de presentarse como la única verdadera
y completa. Esto es innato en el
pensamiento del hombre.
No era la idea misma, sino el
método mediante el cual se aplicaba la
idea, lo que distinguía a Marx y Engels.
Negaban todo valor socialista, científico
y progresista a las opiniones de sus
contemporáneos y habitualmente
calificaban esas ideas como “ciencia
burguesa”, con lo que descartaban de
antemano toda discusión y todo estudio
serios.
La idea que era especialmente
limitada y exclusiva en Marx y Engels,
la idea de la que el comunismo extrajo
más tarde la substancia de su
intolerancia ideológica, era la de la
inseparabilidad de las opiniones
políticas de un científico, pensador o
artista contemporáneo de su valor real o
científico como pensador o artista. Si
uno se encontraba en el campo
políticamente opuesto, todos sus otros
trabajos objetivos o de otras clases eran
rechazados o pasados por alto.
Esta actitud de Marx y Engels sólo
se puede explicar en parte como
consecuencia de la furiosa oposición de
los propietarios y gobernantes agitados
desde el comienzo por el espectro del
comunismo.
El exclusivismo de Marx y Engels
era engendrado e intensificado por otra
cosa que estaba en las raíces de lo que
habían aprendido: convencidos de que
habían sondeado las profundidades de
todas las doctrinas filosóficas, creían
que nadie podía hacer nada importante
sin tomar como base la visión que tenían
ellos del mundo. A causa de la
atmósfera científica de la época y de las
necesidades del movimiento socialista,
Marx y Engels llegaron a pensar que
todo lo que no tenía importancia para
ellos, o para el movimiento, carecía de
importancia inclusive objetivamente; es
decir que si era independiente del
movimiento no tenía importancia.
En consecuencia, actuaban
ignorando prácticamente a las
inteligencias más destacadas de su
época y desdeñaban las opiniones de los
opositores dentro de su propio
movimiento. Los escritos de Marx y
Engels no mencionan a un filósofo tan
conocido como Schopenhauer, ni a un
esteta como Taine. Tampoco mencionan
a los escritores y artistas más famosos
de su época. Ni siquiera hay una
referencia a los que seguían la corriente
ideológica y social a la que pertenecían
Marx y Engels. Arreglaban sus cuentas
con sus opositores dentro del
movimiento socialista de una manera
feroz e intolerante. Esto quizá no tenía
importancia para la sociología de
Proudhon, pero era muy importante para
el desarrollo del socialismo y las luchas
sociales, especialmente en Francia. Lo
mismo se puede decir de Bakunin. Al
destruir las ideas de Proudhon, Marx, en
su Miseria de la Filosofía, se dejó
llevar por el desprecio más allá de lo
que correspondía. Él y Engels hicieron
lo mismo con el socialista alemán
Lassalle, así como con otros opositores
dentro de su propio movimiento.
Por otra parte tomaban nota
cuidadosamente de los fenómenos
intelectuales importantes de su época.
Aceptaban a Darwin. Captaban
particularmente las corrientes del
pasado —las de la antigüedad y el
Renacimiento— de las que procedía la
cultura europea. En sociología tomaron
sus ideas de la economía política
inglesa (Smith y Ricardo); en filosofía,
de la filosofía alemana clásica (Kant y
Hegel); y en la teoría social, del
socialismo francés, o de las corrientes
que surgieron después de la Revolución
Francesa. Ésas eran las grandes
corrientes científicas, intelectuales y
sociales que crearon el clima
democrático y progresista de Europa y
del resto del mundo.
Hay lógica y consecuencia en la
evolución del comunismo. Marx era más
científico, más objetivo que Lenin, quien
era sobre todo un gran revolucionario,
formado en el ambiente del absolutismo
zarista, el capitalismo semicolonial ruso
y los conflictos mundiales provocados
por los monopolistas en busca de
esferas de influencia.
Apoyándose en Marx, Lenin enseñó
que el materialismo había sido un
elemento de progreso a lo largo de la
historia, en tanto que el idealismo era
reaccionario. Esto era no sólo injusto e
inexacto, sino que además intensificaba
el exclusivismo de Marx. Nacía también
del conocimiento insuficiente de la
filosofía histórica. En 1909, cuando
Lenin escribió su Materialismo y
crítica empírica, no estaba muy
familiarizado con ningún gran filósofo
clásico ni moderno. Impulsado por la
necesidad de sobreponerse a los
opositores cuyas opiniones
obstaculizaban el desarrollo de su
partido, rechazaba lo que no estaba de
acuerdo con las doctrinas marxistas.
Para él era erróneo y sin valor todo lo
que no estaba de acuerdo con el
marxismo original. Se debe reconocer
que a este respecto sus obras constituyen
ejemplos sobresalientes de dogmatismo
lógico y persuasivo.
Creyendo que el materialismo había
sido siempre la ideología de los
movimientos sociales revolucionarios y
subversivos, sacó la conclusión inexacta
de que el materialismo era generalmente
progresista —inclusive en los campos
de la investigación y en la evolución del
pensamiento humano—, en tanto que el
idealismo era reaccionario. Lenin
confundía la forma y el método con el
contenido y con el descubrimiento
científico. El hecho de que alguien fuese
idealista en su manera de pensar era
suficiente para que Lenin 110 tuviera en
cuenta su verdadero valor y el de sus
descubrimientos. Extendía su
intolerancia política a prácticamente la
historia entera del pensamiento humano.
En 1920, Bertrand Russell, el
filósofo británico que acogió con
entusiasmo la Revolución de Octubre,
había advertido ya exactamente la
esencia del dogmatismo leninista o
comunista:[5]
“Hay, no obstante, otro aspecto del
bolcheviquismo del que disiento más
fundamentalmente. El bolcheviquismo
no es sólo una doctrina política; es
también una religión, con dogmas
minuciosos y escrituras inspiradas.
Cuando Lenin desea demostrar alguna
proposición, lo hace, si es posible,
citando textos de Marx y Engels. Un
comunista completo no es meramente un
hombre que cree que la tierra y el
capital deberían ser poseídos en común
y su producto distribuido con la mayor
igualdad posible. Es un hombre que
mantiene un número de creencias
elaboradas y dogmáticas —como el
materialismo filosófico, por ejemplo—
que pueden ser ciertas, pero que para un
temperamento científico no pueden ser
conocidas con ninguna certeza. Este
hábito de certidumbre militante acerca
de cuestiones objetivamente dudosas es
uno de los que, desde el Renacimiento,
el mundo ha estado pasando poco a poco
al estado de ánimo de escepticismo
constructivo y fecundo que constituye el
modo científico de encarar las cosas.
Creo que este modo científico de
encarar las cosas es inmensamente
importante para la raza humana. Si un
sistema económico más justo se pudiera
conseguir únicamente cerrando las
mentes de los hombres a la investigación
libre y volviéndoles a encerrar en la
prisión intelectual de la Edad Media,
consideraría demasiado alto ese precio.
No se puede negar que, en un período
breve de tiempo, la creencia dogmática
constituye una ayuda en la lucha”.
Pero eso sucedía en el período de
Lenin.
Stalin fue más lejos; “desarrolló” las
teorías de Lenin, pero sin sus
conocimientos ni su profundidad. Una
investigación minuciosa llevaría a la
conclusión de que ese hombre al que
Khrushchev mismo sigue reconociendo
como el “mejor marxista” de su época,
ni siquiera había leído Das Kapital de
Marx, la obra marxista más importante.
Como era una persona práctica que se
apoyaba en su dogmatismo extremado, ni
siquiera necesitaba conocer los estudios
económicos de Marx para construir su
rama de “socialismo”. Stalin no estaba
familiarizado con ningún filósofo. Se
conducía con respecto a Hegel como si
se tratara de alguien sin importancia y le
atribuía “la reacción del absolutismo
prusiano ante la Revolución Francesa”.
Pero Stalin conocía demasiado bien
las obras de Lenin. Trataba siempre de
apoyarse en él todavía más que como lo
hacía Lenin en Marx. De lo único que
estaba muy bien informado era de la
historia política, sobre todo de la de
Rusia, y poseía una memoria
extraordinariamente buena.
Stalin no necesitaba realmente más
para desempeñar su papel. A todo lo que
no coincidía con sus necesidades y sus
opiniones lo declaraba sencillamente
“hostil” y lo prohibía.
Los tres hombres —Marx, Lenin y
Stalin— contrastan como hombres así
como en sus métodos de expresión.
Además de ser revolucionario, Marx era
un científico algo simple. Su estilo era
pintoresco, barroco, desembarazado e
ingenioso de una manera olímpica. Lenin
parecía la encarnación de la revolución
misma. Su estilo era rimbombante,
incisivo y lógico. Stalin pensaba que su
fuerza residía en la satisfacción de todos
los deseos humanos y creía que sus
opiniones eran la suprema expresión del
pensamiento humano. Su estilo era
incoloro y monótono, pero su lógica y su
dogmatismo excesivamente simples
resultaban convincentes para los
conformistas y la gente corriente.
Contenía las simplicidades de los
escritos de los Padres de la Iglesia, no
tanto como consecuencia de su juventud
religiosa como de que ese era el modo
de expresión en las condiciones
primitivas y el de los comunistas
dogmáticos.
Los discípulos de Stalin no poseen
su cruda coherencia interna ni sus
facultades y convicciones dogmáticas.
Hombres mediocres en todo, poseen un
sentido de la realidad
extraordinariamente fuerte. Incapaces de
crear nuevos sistemas o nuevas ideas a
causa de su entrega a las realidades
burocráticas vitales, sólo son capaces
de sofocar o de hacer imposible la
creación de algo nuevo.
La evolución del aspecto dogmático
y exclusivo de la ideología comunista se
ha producido de este modo: El llamado
“nuevo desarrollo del marxismo” ha
llevado al fortalecimiento de la nueva
clase y la soberanía no sólo de una
ideología particular, sino del
pensamiento de un hombre particular o
de un grupo de oligarcas. Esto ha traído
como consecuencia la decadencia
intelectual y el empobrecimiento de la
ideología misma. Al mismo tiempo ha
aumentado la intolerancia con las otras
ideas y hasta con el pensamiento humano
como tal. El progreso de la ideología,
sus elementos de verdad, han disminuido
en proporción con el aumento del poder
físico de sus discípulos.
Al hacerse cada vez más unilateral y
exclusivo, el comunismo contemporáneo
crea cada vez más verdades a medias y
trata de justificarlas. A primera vista
parece que sus opiniones,
individualmente, son ciertas. Pero está
incurablemente infestado con mentiras.
Sus verdades a medias son exageradas y
adulteradas hasta la perversión; cuanto
más rígido e inspirado se muestra con
las mentiras tanto más fortalece el
monopolio de sus dirigentes sobre la
sociedad y sobre la teoría comunista
misma.
2

LA proposición de que el marxismo


es un método universal, proposición que
los comunistas están obligados a
defender, tiene que llevar en la práctica
a la tiranía en todas las zonas de la
actividad intelectual.
¿Qué pueden hacer los físicos
infortunados si los átomos no se
comportan de acuerdo con la teoría
hegeliana-marxista de la lucha, o de la
uniformidad de los opuestos y su
transformación en formas superiores? ¿Y
los astrónomos, si el cosmos se muestra
indiferente a la dialéctica comunista? ¿Y
los biólogos, si las plantas no se
conducen de acuerdo con la teoría
lysenko-estalinista basada en la armonía
y la cooperación de las clases en una
sociedad “socialista”? Como a esos
científicos no les es posible mentir,
tienen que sufrir las consecuencias de
sus “herejías”. Para que se acepten sus
descubrimientos, éstos tienen que
“confirmar” las fórmulas del marxismo-
leninismo. Los científicos temen
constantemente que sus ideas y
descubrimientos perjudiquen al dogma
oficial. En consecuencia se ven
obligados a incurrir en oportunismos y
componendas con respecto a la ciencia.
Lo mismo se puede decir de otros
intelectuales. En muchos aspectos el
comunismo contemporáneo recuerda el
exclusivismo de las sectas religiosas de
la Edad Media. Las observaciones sobre
el calvinismo escritas por el poeta
Servio Jovan Ducic en su Tuge i vedrine
(Penas y calmas) parecen describir la
atmósfera intelectual en un país
comunista:
“…Y este Calvino, jurista y
dogmático, lo que no quemó en la pira
funeraria lo inculcó en el alma de los
habitantes de Ginebra. Introdujo la
tribulación religiosa y la renunciación
piadosa en esos hogares que aún hoy
están llenos con esa frialdad y
oscuridad; implantó el odio a todas las
alegrías y arrobamientos y condenó la
poesía y la música por decreto. Como
político y tirano al frente de la
república, impuso, como grilletes, sus
leyes de hierro a la vida del Estado y
hasta reglamentó los sentimientos
familiares. De todas las figuras que crió
la Reforma, Calvino es probablemente
la figura revolucionaria más endurecida
y su Biblia el libro de texto más
deprimente para la vida… Calvino no
era un nuevo apóstol cristiano que
deseaba devolver a la fe su pureza,
sencillez y dulzura primitivas, como era
cuando surgió de las parábolas del
Nazareno. Calvino era el asceta ario
que, al separarse del régimen, se
separaba también del amor, el principio
básico de su dogma. Creó un pueblo
sincero y lleno de virtudes, pero también
lleno de odio a la vida y de incredulidad
en la felicidad. No existe una religión
más dura ni un profeta más terrible.
Calvino convirtió a los habitantes de
Ginebra en paralíticos, para siempre
incapaces de alegría alguna. No hay en
el mundo gente a la que la religión haya
causado tantas tribulaciones y tristezas.
Calvino era un escritor religioso
eminente, tan importante para la pureza
del idioma francés como Lutero para la
pureza del idioma alemán, y tradujo la
Biblia. Pero fue también el creador de
una teocracia que no se parecía a una
dictadura menos que la monarquía
papal. Aunque anunciaba que estaba
liberando la personalidad espiritual del
hombre, degradó la personalidad civil
del hombre hasta convertirla en la peor
esclavitud. Llenó de confusión a la gente
y no consiguió mejorar la vida en modo
alguno. Cambió muchas cosas, pero no
terminó ninguna ni contribuyó con nada.
Casi 300 años después de Calvino,
Stendhal observó en Ginebra que los
hombres y las mujeres jóvenes sólo
conversaban acerca del ‘pastor’ y su
último sermón, y que se sabían de
memoria sus sermones”.
El comunismo contemporáneo
contiene también algunos elementos del
exclusivismo dogmático de los puritanos
bajo Cromwell y de la intolerancia
política de los jacobinos. Pero hay
diferencias esenciales. Los puritanos
creían rígidamente en la Biblia y los
comunistas creen en la ciencia. El poder
comunista es más completo que el de los
jacobinos. Además, las diferencias
emanan de las capacidades; ninguna
religión o dictadura ha podido aspirar a
un poder tan completo y amplio como el
de los sistemas comunistas.
La convicción de los dirigentes
comunistas de que se hallan en el
camino que conduce a la creación de la
felicidad absoluta y la sociedad ideal
crece en proporción con el crecimiento
de su poder. Se ha dicho en broma que
los dirigentes comunistas han creado una
sociedad comunista… para ellos
mismos. En realidad se identifican a sí
mismos con la sociedad y sus
aspiraciones. El despotismo absoluto se
iguala con la creencia en la felicidad
humana absoluta, aunque es una tiranía
universal y que lo abarca todo.
El progreso mismo ha transformado
a los detentadores del poder comunistas
en fomentadores de la “consciencia
humana”. Su interés por la conciencia
humana ha aumentado a medida que ha
ido aumentando su poder, juntamente con
la “construcción del socialismo”.
Yugoeslavia ha seguido esa misma
evolución. Algunos de los dirigentes
yugoeslavos hicieron también hincapié
en el “alto nivel de consciencia de
nuestro pueblo” durante el período
revolucionario, es decir mientras
“nuestro pueblo”, o parte de él, apoyaba
activamente a esos dirigentes. Ahora, no
obstante, la consciencia “socialista” de
ese mismo pueblo, según sus dirigentes,
es muy baja y, en consecuencia, hay que
esperar a que haya democracia para
elevarla. Los dirigentes yugoeslavos
dicen francamente que otorgarán la
democracia “cuando se haya
desarrollado la conciencia socialista”;
se trata de una conciencia que, según
confían, se logrará automáticamente por
medio de la industrialización. Hasta
entonces, esos teóricos de una
democracia que se distribuye en
pequeñas dosis, hombres que practican
algo enteramente contrario a la
democracia, sostienen que poseen el
derecho —en nombre de la felicidad y
la libertad futuras— de impedir
inclusive las más débiles
manifestaciones de ideas o de una
conciencia que no se parece a la de
ellos.
Quizá solamente al comienzo se
vieron obligados los dirigentes
comunistas a maniobrar con esas
promesas superficiales de una
democracia “en el futuro”. Ahora
sostienen sencillamente que esa libertad
ha sido creada ya en la Unión Soviética.
Por supuesto, inclusive ellos se dan
cuenta de que la libertad actúa bajo
ellos. Están constantemente “elevando”
la conciencia; instan a los hombres a
“producir”; rellenan las mentes con
áridas fórmulas marxistas y con las no
menos áridas opiniones políticas de los
dirigentes. Lo que es peor todavía,
obligan constantemente a los hombres a
reconocer su devoción al socialismo y
su creencia en la infalibilidad y la
realidad de las promesas de sus
dirigentes.
En el sistema comunista el
ciudadano vive oprimido por los
constantes tormentos de su conciencia y
el temor de haber cometido alguna
transgresión. Teme constantemente que
en algún momento tendrá que demostrar
que no es enemigo del socialismo, así
como en la Edad Media un hombre tenía
que mostrar constantemente su devoción
a la Iglesia.
El sistema escolar y toda la
actividad social e intelectual llevan a
este tipo de conducta. Desde el
nacimiento hasta la muerte un hombre
está rodeado por la solicitud del partido
gobernante, solicitud por su conciencia.
Los periodistas, los ideólogos, los
escritores a sueldo, las escuelas
especiales, aprueban las ideas
predominantes, y tremendos medios
materiales están consagrados a esta
“elevación del socialismo”. En último
análisis, todos los diarios son oficiales,
y lo mismo sucede con la radiotelefonía
y otros medios semejantes.
Los resultados no son grandes. En
ningún caso están en proporción con los
medios y las medidas empleados,
excepto en lo que se refiere a la nueva
clase, a la que convencen siempre. Sin
embargo, se consiguen resultados
importantes en cuanto hacen imposible
que se manifieste una conciencia distinta
de la oficial y se combate las opiniones
contrarias.
Los hombres piensan inclusive bajo
el comunismo, pues no pueden dejar de
pensar. Lo que es más, piensan de una
manera distinta de la prescrita. Su
pensamiento tiene dos caras: una para
ellos mismos, la propia; y otra para el
público, la oficial.
Ni siquiera bajo los sistemas
comunistas quedan los hombres tan
atolondrados por la propaganda
uniforme que les sea imposible llegar al
conocimiento de la verdad o de ideas
nuevas. Sin embargo, en el campo
intelectual el plan de los oligarcas
consigue una producción menor que el
estancamiento, la corrupción y la
decadencia.
Esos oligarcas y salvadores de
almas, esos protectores vigilantes que se
esfuerzan para que el pensamiento
humano no caiga en “ideas criminales” o
siga “líneas antisocialistas”, esos
alcahuetes inescrupulosos de bienes de
consumo baratos y en realidad los
únicos asequibles, esos poseedores de
ideas anticuadas, invariables e
inmutables, han demorado y congelado
los impulsos intelectuales de su pueblo.
Han inventado las palabras más
inhumanas —“arrancar de la conciencia
humana”— y actúan de acuerdo con esas
palabras, como si se tratara de raíces y
cizaña y no de ideas humanas. Al ahogar
la conciencia de los otros y castrar la
inteligencia humana para que no pueda
tener coraje y remontarse, se hacen ellos
mismos grises, estériles en ideas y
carentes por completo del entusiasmo
intelectual que produce la meditación
desinteresada. Es un teatro sin
espectadores en el que los actores
actúan y caen en éxtasis ante sí mismos.
Piensan tan automáticamente como
comen; sus cerebros cocinan los
pensamientos en respuesta a las
necesidades más elementales. Eso es lo
que sucede a esos sumos sacerdotes que
son simultáneamente policías y dueños
de todos los medios que la inteligencia
humana puede utilizar para comunicar
sus ideas —la prensa, el cinematógrafo,
la radio, la televisión, los libros,
etcétera—, así como de todo lo que
mantiene vivo a un ser humano, como
los alimentos y el alojamiento.
¿No hay razones, por lo tanto, para
comparar al comunismo contemporáneo
con las sectas religiosas?
3

SIN embargo, todos los países


comunistas alcanzan el progreso técnico,
si bien de una clase especial y en
períodos especiales.
La industrialización, rápida como es,
crea una clase técnicamente culta que,
aunque no sea de una calidad
especialmente alta, atrae a las personas
capaces y estimula la inteligencia
inventiva. Las razones que contribuyen a
conseguir la industrialización
rápidamente en ramas peculiares de la
economía actúan también como un
incentivo para la inventiva. La Unión
Soviética no se ha rezagado en modo
alguno en cuanto a la tecnología bélica
durante la segunda guerra mundial ni
desde entonces. No va muy a la zaga de
los Estados Unidos en el desarrollo de
la energía atómica. La tecnología ha
progresado a pesar de que un sistema
burocrático hace difícil la adopción de
innovaciones; los inventos permanecen a
veces durante años en los archivos de
los establecimientos del Estado. El
desinterés de los organismos
productores amortigua todavía más la
inventiva con frecuencia.
Como son hombres muy prácticos,
los dirigentes comunistas establecen
inmediatamente la cooperación con los
técnicos y científicos, sin prestar mucha
atención a sus opiniones “burguesas”.
Para esos dirigentes es evidente que la
industrialización no se puede llevar a
cabo sin los técnicos y que esos técnicos
no pueden ser por sí mismos peligrosos.
Como en todos los otros campos, los
comunistas tienen una teoría
simplificada y en general a medias
exacta con relación a los técnicos.
Algunas otras clases pagan a los
especialistas mientras éstos le sirven.
En consecuencia, ¿por qué no ha de
hacer lo mismo el “proletariado”, o sea
la nueva clase? De acuerdo con ello,
implantan inmediatamente un sistema de
salarios.
A pesar de su progreso técnico, es
un hecho que no se han realizado
grandes descubrimientos científicos bajo
el gobierno soviético. A este respecto la
Unión Soviética se halla probablemente
a la zaga de la Rusia zarista, en la que se
hicieron descubrimientos científicos
transcendentales a pesar de su atraso
técnico.
Aunque las razones científicas
dificultan el descubrimiento científico,
los motivos principales de esa dificultad
son sociales. A la nueva clase le
interesa mucho que su monopolismo
ideológico no se vea en peligro. Todo
gran descubrimiento científico es el
resultado de una nueva visión del mundo
por parte del descubridor. Una visión
nueva no se ajusta a la forma de la
filosofía oficial ya adoptada. En el
sistema comunista todo hombre de
ciencia tiene que detenerse bruscamente
ante ese hecho o correr el riesgo de que
lo declaren “hereje” si sus teorías no
coinciden con el dogma confirmado,
prescrito y deseable.
Los descubrimientos se hacen
todavía más difíciles por la imposición
de la opinión oficial de que el
marxismo, o el materialismo dialéctico,
es el método más eficaz en todos los
campos de la actividad científica,
intelectual y de otras clases. En la Unión
Soviética no ha habido un solo científico
destacado que no se haya visto en
dificultades políticas. Ha habido muchas
razones para ello, pero una de ellas es la
oposición a la línea oficial. Se han dado
pocos casos de esta clase en
Yugoeslavia, y, al contrario, hay
ejemplos de apoyo a científicos
“devotos” pero mediocres.
Los sistemas comunistas estimulan el
progreso técnico, pero también ponen
obstáculos a toda gran actividad
investigadora en la que es necesario el
funcionamiento sereno de la inteligencia.
Esto puede parecer contradictorio, pero
es así.
En tanto que los sistemas comunistas
sólo se oponen relativamente al
progreso científico, se oponen por
completo a todo progreso y
descubrimiento intelectual. Basados en
el exclusivismo de una filosofía única,
esos sistemas son expresamente
antifilosóficos. En esos sistemas no ha
nacido ni puede nacer un solo pensador,
sobre todo un pensador social, como no
se considere como tales a los
gobernantes mismos, quienes
generalmente son también los “filósofos
principales” y los maestros encargados
de “elevar” la conciencia humana. En el
comunismo una idea nueva, o una
filosofía o teoría social nueva, tiene que
abrirse paso por caminos muy
indirectos, generalmente por el camino
de la literatura o de alguna rama del
arte. La idea nueva tiene primeramente
que ocultarse para poder llegar a la luz y
comenzar a vivir.
De todas las ciencias y todas las
ideas, las que peor lo pasan son las
ciencias sociales y el estudio de los
problemas sociales, los que apenas se
las arreglan para vivir. Cuando se trata
de la sociedad o de un problema social,
todo se interpreta de acuerdo con Marx
y Lenin, o todo es monopolizado por los
dirigentes.
La historia, sobre todo la del
período comunista, no existe. La
imposición del silencio y la
falsificación no sólo están permitidas,
sino que constituyen los fenómenos
generales.
También es confiscada la herencia
intelectual del pueblo. Los monopolistas
actúan como si toda la historia se
hubiera producido sólo para que ellos
pudieran aparecer en el mundo. Miden
el pasado y todo lo sucedido en él de
acuerdo con su propia imagen y
semejanza y aplican una medida única,
dividiendo a todos los hombres y
fenómenos en “progresistas” y
“reaccionarios”. De este modo erigen
monumentos. Elevan a los pigmeos y
destruyen a los gigantes, sobre todo a
los gigantes de su época.
Su método “científico único” es
también sumamente conveniente para
ellos en cuanto protege y justifica su
dominio exclusivo de la ciencia y la
sociedad.
4

LO mismo sucede en el arte. En


este campo los favores se extienden, en
medida creciente, a las formas ya
establecidas y las opiniones vulgares.
Esto es incomprensible, pues no hay arte
sin ideas, o sin algún efecto en la
conciencia. El monopolio de las ideas y
la formación de las conciencias son los
requisitos previos de los gobernantes.
Los comunistas son tradicionalistas en
arte, sobre todo a causa de la necesidad
de mantener su monopolio sobre el
pensamiento de la gente, pero también a
causa de su ignorancia y parcialidad.
Algunos de ellos toleran una especie de
libertad democrática en el arte moderno,
pero esto es sólo un reconocimiento de
que no comprenden el arte moderno y en
consecuencia creen que deben
permitirlo. Lenin pensaba así con
respecto al futurismo de Mayakovsky.
A pesar de esto, los pueblos
atrasados que viven bajo los sistemas
comunistas experimentan un
renacimiento cultural juntamente con el
técnico. La cultura se hace más
accesible para ellos, aunque les llega
principalmente en forma de propaganda.
A la nueva clase le interesa la difusión
de la cultura porque la industrialización
trae consigo la necesidad de un trabajo
de calidad superior y de aumentar las
oportunidades intelectuales. La red de
escuelas y de ramas profesionales del
arte se ha extendido muy rápidamente, a
veces sobrepasando a las necesidades y
capacidades reales. El progreso en el
arte es innegable.
Después de una revolución y antes
que la clase gobernante haya establecido
un monopolio completo, se crean
generalmente importantes obras de arte.
Esto sucedió en la Unión Soviética con
anterioridad a la década de 1930; y eso
sucede actualmente en Yugoeslavia. Es
como si la revolución hubiese
despertado los talentos dormidos,
aunque el despotismo, que nace también
de la revolución, ahoga cada vez más el
arte.
Los dos métodos básicos para
ahogar las artes son la oposición a sus
aspectos intelectuales e idealistas y la
oposición a las innovaciones en la
forma.
En la época de Stalin llegaron las
cosas al extremo de que estaban
prohibidas todas las formas de
expresión artística excepto las que le
agradaban a Stalin. Éste no poseía un
gusto particularmente bueno; era duro de
oído y le agradaban los versos
octosílabos y alejandrinos. Deutscher ha
afirmado que el estilo de Stalin se
convirtió en el estilo nacional. La
aceptación de las opiniones oficiales
sobre las formas artísticas se hizo tan
obligatoria como la adopción de las
ideas oficiales.
No ha sucedido siempre esto en los
sistemas comunistas, ni es inevitable que
suceda. En 1925 se tomó en la Unión
Soviética una resolución declarando que
“el partido en conjunto no puede en
modo alguna adherirse a una causa en el
campo de la forma literaria”. Pero el
partido no renunciaba a la llamada
“ayuda ideológica”, es decir a su control
ideológico y político de los artistas. Ese
fue el máximo de democracia a que
llegó el comunismo en el campo del
arte. Los dirigentes yugoeslavos adoptan
la misma actitud al presente. Después de
1953, cuando comenzó el abandono de
las formas democráticas en favor de la
burocracia, fueron estimulados los
elementos más primitivos y
reaccionarios. Se inició una caza furiosa
de intelectuales petit bourgeois que
tenía abiertamente por objetivo el
control de las formas artísticas. De la
noche a la mañana todo el mundo
intelectual se volvió contra el régimen.
En consecuencia, el régimen tuvo que
dar marcha atrás y anunció, por medio
de un discurso de Kardelj, que el
partido no puede prescribir la forma
misma, pero no permitiría “el
contrabando ideológico antisocialista”,
es decir opiniones que el régimen
considerara antisocialistas. Los partidos
bolcheviques habían tomado esa misma
actitud en 1925. Éstos constituían los
límites “democráticos” del régimen
yugoeslavo con respecto al arte. Sin
embargo, eso no cambió, ni mucho
menos, las actitudes internas de la
mayoría de los dirigentes yugoeslavos.
Privadamente consideran a todo el
mundo intelectual y artístico como
“inseguro”, petit bourgeois o, para
decirlo más suavemente,
“ideológicamente confuso”. En el diario
más importante de Yugoeslavia
(Politika, 25 de mayo de 1954) se citan
las siguientes palabras “inolvidables”
de Tito: “Un buen libro de texto es más
valioso que cualquier novela”. Han
continuado los periódicos ataques
histéricos contra la “decadencia”, las
“ideas destructoras” y las “opiniones
hostiles” en arte.
La cultura yugoeslava, a diferencia
de la cultura soviética, ha conseguido
por lo menos ocultar, más bien que
destruir, los opiniones descontentas y
turbulentas con respecto a las formas
artísticas. Esto no ha podido hacerlo la
cultura soviética. Una espada cuelga
sobre la cultura yugoeslava, pero la
espada se ha clavado en el corazón de la
cultura soviética.
La relativa libertad de forma, que
los comunistas sólo pueden suprimir
periódicamente, no puede liberar por
completo a la persona creadora. El arte,
aunque sea indirectamente, tiene también
que expresar ideas nuevas por medio de
la forma misma. Hasta en los países
comunistas en los que se concede mayor
libertad al arte sigue sin resolverse la
contradicción entre la libertad de forma
prometida y la fiscalización obligatoria
de las ideas. Esta contradicción aflora
de vez en cuando, a veces en la forma de
ataques a las ideas “de contrabando” y
otras veces en la obra de los artistas que
se ven obligados a emplear formas
particulares. Aflora esencialmente a
causa del conflicto entre las
desenfrenadas aspiraciones
monopolistas del régimen y las
irresistibles aspiraciones creadoras de
los artistas. Se trata en realidad del
mismo conflicto que existe entre el
espíritu creador de la ciencia y el
dogmatismo comunista; no ha hecho sino
pasar al campo del arte.
Todo pensamiento o idea nuevo tiene
que ser primeramente examinado en su
esencia, aprobado o desaprobado, y
ajustado a un marco innocuo. Como les
sucede con otros conflictos, los
dirigentes comunistas no pueden
resolver éste. Pero pueden, como hemos
visto, sacarse a sí mismos de la
dificultad periódicamente, por lo
general a expensas de la verdadera
libertad de creación artística. En los
sistemas comunistas no ha sido posible,
a causa de esa contradicción,
desarrollar temas de arte genuinos o una
teoría del arte.
Una obra de arte, por su naturaleza
misma, es habitualmente una crítica de
una situación o de unas relaciones
determinadas. En los sistemas
comunistas, por lo tanto, no es posible la
creación artística basada en temas
reales. Sólo se permite el elogio de una
situación dada o la crítica de los
opositores al sistema. En esas
condiciones el arte no puede tener valor
alguno.
En Yugoeslavia los funcionarios y
algunos artistas se quejan de que no
existen obras de arte que muestren
“nuestra realidad socialista”. En la
Unión Soviética, por otra parte, se crean
toneladas de obras de arte basadas en
temas reales, pero puesto que no reflejan
la verdad, no tienen valor alguno, el
público se apresura a rechazarlas y más
tarde inclusive caen bajo la crítica
oficial.
El método es variado, pero el
resultado final es el mismo.
5

LA teoría del llamado “realismo


socialista” reina en todos los Estados
comunistas.
En Yugoeslavia ha sido aplastada
esa teoría y ahora sólo la defienden los
dogmatizadores más reaccionarios. En
esta zona, como en otras, el régimen ha
sido lo bastante fuerte para impedir el
desarrollo de teorías desagradables,
pero demasiado débil para imponer sus
opiniones. Puede decirse que lo mismo
sucede en los otros países de la Europa
oriental.
La teoría del “realismo socialista”
no es ni siquiera un sistema completo.
Gorky fue el primero que empleó esa
expresión, probablemente inspirado por
su método realista. Opinaba que en las
rudas condiciones “socialistas”
contemporáneas el arte se debe inspirar
en las ideas nuevas o socialistas y
reflejar la realidad lo más fielmente
posible.
Todas las demás cosas que defiende
esta teoría —la representación
figurativa o simbólica, el énfasis en la
ideología, la solidaridad partidaria,
etcétera— han sido tomadas de otras
teorías o incluidas en ella a causa de las
necesidades políticas del régimen.
No habiendo llegado a ser una teoría
completa, el “realismo socialista”
significa realmente el monopolismo
ideológico por los comunistas. Exige
esfuerzos revestir con formas de arte las
ideas estrechas y atrasadas de los
dirigentes y presentar sus obras de una
manera romántica y panegírica. Esto ha
llevado a una justificación farisaica del
control del régimen sobre las ideas y a
la censura burocrática de las
necesidades del arte mismo.
Las formas de ese control varían en
los distintos países comunistas desde la
censura de la burocracia del partido
hasta la influencia ideológica.
Yugoeslavia, por ejemplo, nunca ha
tenido una censura. El control se ejerce
indirectamente por este método: en las
empresas editoriales, las asociaciones
artísticas, las revistas, los diarios,
etcétera, los miembros del partido
someten todo lo que consideran
“sospechoso” a las autoridades
correspondientes. La censura, o en
realidad la autocensura, ha brotado de
esa atmósfera misma Aunque los
miembros del partido pueden hacer
pasar esto o aquello, la autocensura que
ellos y otros intelectuales tienen que
ejercer sobre sí mismos los obliga a
disimular todo y hacer insinuaciones
indignas. Pero esto se considera
progreso, y es “democracia socialista”
en vez de despotismo burocrático.
Ni en la Unión Soviética ni en otros
países comunistas la existencia de la
censura absuelve a los artistas creadores
de la autocensura. Los intelectuales se
ven obligados a censurarse a sí mismos
por su situación legal y la realidad de
las relaciones sociales. La autocensura
constituye en realidad la forma principal
del control ideológico del partido en el
sistema comunista. En la Edad Media lo
primero que tenían que hacer los
hombres era sondear lo que pensaba la
Iglesia con respecto a su trabajo; del
mismo modo, en los sistemas comunistas
lo primero que hay que hacer es
imaginarse qué clase de actividades se
espera de uno y, con frecuencia,
averiguar el gusto de los dirigentes.
La censura, o autocensura se
presenta como una “ayuda ideológica”.
Del mismo modo, en el comunismo se
presenta todo como dedicado a la
consecución de la felicidad absoluta. En
consecuencia, las expresiones “el
pueblo”, “el pueblo trabajador” y otras
semejantes —a pesar de su vaguedad—
son utilizadas con frecuencia en relación
con las artes.
Las persecuciones, las
prohibiciones, la imposición de formas
e ideas, las humillaciones y los insultos,
la autoridad doctrinaria de burócratas
semianalfabetos sobre los genios, todo
ello se hace en nombre del pueblo y
para el pueblo. El “realismo socialista”
comunista no se diferencia ni siquiera en
la terminología del nacionalsocialismo
de Hitler. Un autor yugoeslavo de origen
húngaro, Ervin Sinko, ha hecho una
interesante comparación de los teóricos
del arte en las dos dictaduras:
“Timofeyev, el teórico soviético,
escribió en su Teoría de la literatura:
“La literatura es una ideología que
ayuda al hombre a conocer la vida y a
darse cuenta de que participa en ella”.
En Fundamentos de la política
cultural nacionalsocialista se declara:
“Un artista no puede ser sólo un artista;
es también un educador”.
Baldur von Schirach, dirigente de la
Juventud Hitlerista, afirmó: “Toda
verdadera obra de arte está destinada al
pueblo entero”.
Zhdanov, miembro del Politburó del
Comité Central del Partido Comunista
de la Unión Soviética, declaró: “Todo lo
que es creador es accesible”.
En Fundamentos, Wolfgang Schuls
dice: “La política nacional-socialista,
inclusive la parte de ella llamada
política cultural, es determinada por el
Führer y aquellos en quienes ha
delegado su autoridad”.
Si deseamos saber qué es la política
cultural nacional-socialista debemos
mirar a esos hombres, lo que estaban
haciendo y las instrucciones que daban
para educar a sus compañeros
responsables.
En el XVIII Congreso del Partido
Comunista de la Unión Soviética,
Yaroslavsky dijo: “El camarada Stalin
inspira a los artistas, les da ideas
orientadoras… Las resoluciones del
Comité Central del Partido Comunista
soviético y el informe de A. A. Zhdanov
dan a los escritores soviéticos un
programa de trabajo completamente
preparado”.
Los despotismos, aunque se opongan
entre sí, se justifican de la misma
manera, y al hacerlo ni siquiera pueden
evitar el empleo de las mismas palabras.
6

ENEMIGA del pensamiento en


nombre de la ciencia, enemiga de la
libertad en nombre de la democracia, la
oligarquía comunista no puede menos de
corromper por completo la mente. Los
magnates capitalistas y los señores
feudales solían pagar a los artistas y los
hombres de ciencia en la medida en que
podían y deseaban hacerlo, con lo que al
mismo tiempo los ayudaban y los
corrompían. En los sistemas comunistas
la corrupción es parte integral de la
política estatal.
El sistema comunista, por regla
general, ahoga y reprime toda actividad
intelectual con la que no está de
acuerdo, es decir todo lo que es
profundo y original. Por otra parte
premia y estimula, y en realidad
corrompe, lo que en su opinión puede
beneficiar al “socialismo”, es decir al
sistema.
Aun pasando por alto medios de
corrupción tan disimulados y fuertes
como los “premios Stalin”, el empleo de
los vínculos personales con las
autoridades y las compras y encargos
caprichosos de los burócratas
superiores —todo lo cual representa los
recursos extremos a que apela el sistema
— sigue siendo cierto que el sistema
mismo corrompe a los intelectuales y
especialmente a los artistas. Pueden
suprimirse las recompensas directas del
régimen así como la censura, pero
subsiste el espíritu de corrupción y de
opresión.
Establece y estimula ese espíritu el
monopolio de los materiales y la mente
por la burocracia del partido. El
intelectual sólo puede apelar a ese
poder en busca de ideas o de provecho.
Aunque ese poder no siempre es
directamente el del gobierno, se
extiende a todos los establecimientos y
organizaciones. Él toma las decisiones
en último análisis.
Para el artista es muy importante que
la restricción y el centralismo sean
ejercidos lo menos posible, aunque ello
no cambie esencialmente su posición
social. Por eso le es mucho más fácil
vivir y trabajar en Yugoeslavia que en la
Unión Soviética.
Una mente humana oprimida se ve
obligada a someterse a la corrupción. Si
alguien desea saber por qué durante un
cuarto de siglo apenas se han producido
obras importantes en la Unión Soviética,
sobre todo en literatura, descubrirá que
la corrupción ha contribuido a esa
escasez en mayor grado todavía que la
opresión.
El sistema comunista persigue, tiene
por sospechosas e impulsa a la
autocrítica a todas las personas
realmente creadoras. Ofrece a sus
aduladores “condiciones de trabajo”
atrayentes, honorarios generosos,
recompensas, casas de campo, lugares
de descanso, descuentos, automóviles,
puestos en embajadas, protecciones e
“intervenciones magnánimas”. Y así
favorece por regla general a los carentes
de talento, sumisos y desprovistos de
inventiva. Se comprende que las
personas más inteligentes hayan perdido
la dirección, la fe y la energía. El
suicidio, la desesperación, el
alcoholismo, el libertinaje, la pérdida
de las facultades internas y de la
integridad a causa de que el artista se ve
obligado a mentirse a sí mismo y mentir
a los otros, constituyen los fenómenos
más frecuentes en el sistema comunista
entre quienes realmente desean crear y
podrían hacerlo.
7

SE cree generalmente que la


dictadura comunista practica una
distinción de clases brutal. Eso no es
completamente exacto. Históricamente,
la distinción de clases disminuye a
medida que afloja la revolución, pero
aumenta la distinción ideológica. La
ilusión de que el proletariado está en el
poder es inexacta, y por lo tanto también
la afirmación de que los comunistas
persiguen a alguien porque es un
burgués. Sus medidas apuntan más
severamente a los miembros de las
clases gobernantes anteriores,
especialmente a la burguesía. Pero los
burgueses que capitulan, o que cambian
de orientación, pueden asegurarse
puestos lucrativos y favores. Lo que es
más, la policía secreta encuentra con
frecuencia agentes capaces en sus filas,
en tanto que los nuevos gobernantes
encuentran en ellos servidores capaces.
Sólo los que no aprueban
ideológicamente las medidas y las
opiniones comunistas son castigados sin
tener en cuenta su clase ni su actitud con
respecto a la nacionalización de la
propiedad capitalista.
La persecución del pensamiento
democrático y socialista que discrepa
del de la oligarquía gobernante es más
feroz y completa que la de los
partidarios más reaccionarios del
régimen anterior. Esto es comprensible:
los últimos son menos peligrosos,
puesto que miran a un pasado que tiene
pocas probabilidades de volver y
reconquistar su situación.
Dondequiera que los comunistas
llegan al poder su ataque a la propiedad
privada crea la ilusión de que sus
medidas se dirigen principalmente
contra las clases poseedoras en
beneficio de la clase trabajadora. Los
acontecimientos subsiguientes
demuestran que sus medidas no tenían
ese propósito, sino el de crear la
propiedad de los dirigentes. Esto tiene
que manifestarse predominantemente en
la forma de distinción ideológica más
bien que de clase. Si esto no fuera
cierto, si realmente luchasen para que
obtengan la propiedad las masas
trabajadoras, prevalecería la distinción
de clases.
El hecho de que prevalezca la
distinción ideológica lleva a primera
vista a la conclusión de que ha surgido
una nueva secta religiosa, una secta que
se atiene rígidamente a sus
prescripciones materialistas y ateas y
las impone por la fuerza a los demás.
Los comunistas se conducen como una
secta religiosa aunque no lo sean
realmente.
Esta ideología totalitaria no es sólo
el resultado de ciertas formas de
gobierno y de propiedad, pues ella ha
contribuido a crear esas formas y las
apoya de todos los modos. La distinción
ideológica es una condición para la
continuación del sistema comunista.
Sería un error creer que otras formas
de distinción —la racial, la de castas, la
nacional— son peores que la
ideológica. Pueden parecer más brutales
en todos sus aspectos externos, pero no
son tan refinadas ni completas. Tienen
como objetivo las actividades de la
sociedad, en tanto que la distinción
ideológica tiene como objetivo la
sociedad en general y cada uno de sus
individuos. Otros tipos de distinción
pueden aplastar al ser humano
físicamente, en tanto que la ideológica
afecta a lo que es quizá más
peculiarmente propio en el ser humano.
La tiranía sobre la mente es el tipo de
tiranía más completo y brutal; todas las
otras tiranías comienzan y terminan con
ella.
La distinción ideológica en los
sistemas comunistas tiende por una parte
a prohibir las ideas ajenas, y por otra a
imponer exclusivamente las propias.
Estas son las dos formas más patentes de
una tiranía increíble y total.
El pensamiento es la fuerza más
creadora. Descubre lo nuevo. Los
hombres no pueden vivir ni producir si
no piensan o contemplan. Aunque
pueden negarlo, los comunistas se ven
obligados a aceptar ese hecho en la
práctica. En consecuencia, hacen
imposible que prevalezca cualquier
pensamiento fuera del suyo.
El hombre puede renunciar a muchas
cosas, pero tiene que pensar y siente una
profunda necesidad de expresar sus
pensamientos. Es muy molesto verse
obligado a permanecer callado cuando
uno necesita expresar sus ideas. Es la
peor clase de tiranía obligar a los
hombres a no pensar como lo hacen o a
expresar ideas que no son las suyas.
La limitación de la libertad de
pensamiento constituye no sólo un
ataque a derechos políticos y sociales
específicos, sino también un ataque al
ser humano como tal. Las imperecederas
aspiraciones del hombre a la libertad de
pensamiento se manifiestan siempre en
forma concreta. Si todavía no se han
hecho evidentes en los sistemas
comunistas ello no significa que no
existan. Al presente se ocultan en una
resistencia oscura y apática y en las
esperanzas disformes de la gente. Es
como si la totalidad de la opresión
estuviese borrando las diferencias en los
estratos nacionales y uniendo a todo el
pueblo en la demanda de libertad de
pensamiento y de libertad en general.
La historia perdonará a los
comunistas muchas cosas, dando por
sentado que se vieron obligados a
realizar muchos actos brutales a causa
de las circunstancias y de la necesidad
de defender su existencia. Pero la
supresión de todo pensamiento
divergente, el monopolio exclusivo del
pensamiento con el propósito de
defender sus intereses personales,
clavará a los comunistas a una cruz de
vergüenza en la historia.
EL FIN Y LOS
MEDIOS
1

TODAS las revoluciones y todos


los revolucionarios emplean en
abundancia medios opresivos e
inescrupulosos.
Sin embargo, los revolucionarios
anteriores no eran tan conscientes de sus
métodos como lo han sido los
comunistas. Eran incapaces de adaptar y
utilizar sus métodos en la medida en que
lo han hecho los comunistas.
“No necesitáis escoger los medios
que habéis de utilizar contra los
enemigos del movimiento… Debéis
castigar no sólo a los traidores, sino
también a los indiferentes; debéis
castigar a todos los que permanecen
inactivos en la república, a todos los
que no hacen nada por ella”.
Estas palabras de Saint-Just las
habría podido pronunciar cualquier
dirigente comunista de la actualidad.
Pero Saint-Just las pronunció en el calor
de la revolución, para defender su
destino. Los comunistas las pronuncian y
actúan de acuerdo con ellas
constantemente, desde el comienzo de su
revolución hasta que alcanzan el poder
completo, e inclusive en su decadencia.
Aunque los métodos comunistas
superan a los de otros revolucionarios
en alcance, duración y severidad, los
comunistas no han empleado como regla
general durante una revolución todos los
medios que emplearon sus antagonistas.
Sin embargo, aunque los métodos de los
comunistas pueden haber sido menos
sangrientos, se fueron haciendo cada vez
más inhumanos cuanto más se alejaban
de la revolución.
Como todos los movimientos
sociales y políticos, el comunismo tiene
que emplear métodos que convienen ante
todo a los intereses y las relaciones de
las autoridades. Las otras
consideraciones, incluyendo las morales
quedan subordinadas.
Aquí sólo nos interesan los métodos
empleados por el comunismo
contemporáneo, los cuales, según la
situación, pueden ser suaves o severos,
humanos o inhumanos, pero son distintos
de los utilizados por otros movimientos
políticos y sociales y distinguen al
comunismo de otros movimientos,
revolucionarios o no.
Esta distinción no se basa en el
hecho de que los métodos comunistas
son quizá los más brutales que registra
la historia. La brutalidad es su aspecto
más obvio, pero no el más intrínseco. Un
movimiento que tiene como fin la
transformación de la economía y de la
sociedad por medio de la tiranía tiene
que recurrir a métodos brutales. Todos
los otros movimientos revolucionarios
han utilizado y necesitado utilizar los
mismos métodos. Pero el hecho de que
su tiranía tuviese una duración más
breve fue la razón de que no pudieron
emplear todos esos métodos. Además,
su opresión no podía ser tan total como
la de los comunistas, porque se produjo
en circunstancias que no permitían que
lo fuese.
Sería todavía menos justificable
buscar las razones de los métodos
comunistas en el hecho de que los
comunistas carecen de principios éticos
o morales. Excepto por la circunstancia
de que son comunistas, son hombres
como todos los demás que en las
relaciones entre ellos mismos se atienen
a los principios morales habituales en
las sociedades humanas. La falta de
ética entre ellos no es la razón de sus
métodos, sino el resultado de ellos. En
los principios y las palabras los
comunistas se adhieren a los preceptos
morales y los métodos humanos. Creen
que se ven obligados “temporariamente”
a recurrir a algo contrario a sus ideas
éticas. También los comunistas creen
que sería mucho mejor que no tuvieran
que obrar en contra de sus doctrinas
morales. En esto no se diferencian
mucho de los participantes en otros
movimientos políticos, salvo en que se
han divorciado del humanitarismo en
una forma más permanente y monstruosa.
Pueden descubrirse numerosas
características que distinguen al
comunismo contemporáneo de otros
movimientos en el uso de los métodos.
Esas características son
predominantemente cuantitativas o están
animadas por distintas condiciones
históricas y por los fines de los
comunistas.
Sin embargo, hay una característica
integral del comunismo contemporáneo
que distingue sus métodos de los de
otros movimientos políticos. A primera
vista esta característica podría parecer
semejante a las de algunas iglesias en el
pasado. Nace de los fines idealistas
para conseguir los cuales los comunistas
emplean todos los medios. Esos medios
se han hecho cada vez más temerarios a
medida que los fines se hacían
irrealizables. Ningún principio moral
puede justificar el empleo de esos
métodos, ni siquiera para alcanzar fines
idealistas. Su empleo tacha a quienes los
utilizan como manejadores del poder
inescrupulosos y crueles. Las clases, los
partidos y las formas de propiedad
anteriores ya no existen o han sido
incapacitados, pero los métodos no han
cambiado esencialmente. En realidad,
alcanzan al presente su mayor
inhumanidad.
Cuando la nueva clase explotadora
asciende al poder trata de justificar sus
métodos no idealistas invocando sus
fines idealistas. La inhumanidad de los
métodos de Stalin llegó a su culminación
cuando trató de construir una “sociedad
socialista”. Porque debe mostrar que sus
intereses son exclusiva e idealmente la
finalidad de la sociedad y porque tiene
que mantener el intelectual y todos los
otros tipos de monopolio, la nueva clase
se ve obligada a proclamar que los
métodos que emplea no son importantes.
Sus representantes gritan que lo que
importa es el fin, y todo lo demás es
insignificante. Lo que importa es que
“tengamos” ahora el socialismo. Los
comunistas justifican así la tiranía, la
vileza y el crimen.
Claro está que el partido tiene que
asegurar el fin mediante instrumentos
especiales, lo que lo convierte en algo
dominante y supremo en sí mismo, como
la Iglesia en la Edad Media. He aquí lo
que decía en 1411 Dietrich von
Nieheim, obispo nominal de Verden:

“Cuando su existencia está


amenazada, la Iglesia se libera de
los edictos morales. La unidad
como fin santifica todos los
medios: la perfidia, la traición, la
tiranía, la simonía, las prisiones y
la muerte. Pues todas las órdenes
sacerdotales existen a causa de
los fines de la sociedad y la
personalidad debe ser sacrificada
al bien general”.

También estas palabras parecen


haber sido pronunciadas por algún
comunista contemporáneo.
Hay mucho de feudal y fanático en el
dogmatismo del comunismo
contemporáneo. Pero no vivimos en la
Edad Media ni el comunismo
contemporáneo es una iglesia. El
hincapié en el monopolismo ideológico
y de otras clases es lo único que hace
que el comunismo contemporáneo se
parezca a la Iglesia medieval; la esencia
de ambos es distinta. La Iglesia era sólo
en parte propietaria y gobernante; en los
casos más extremos aspiraba a perpetuar
un sistema social determinado por
medio del dominio absoluto de la mente.
Las iglesias perseguían a los herejes
inclusive por razones dogmáticas que no
exigían siempre las necesidades
prácticas directas. Según la propia
Iglesia, trataba de salvar a las almas
pecadoras y herejes destruyendo los
cuerpos. Consideraba permitidos todos
los medios terrenales con el propósito
de alcanzar el reino de los cielos.
Pero los comunistas desean ante
todo la autoridad física o estatal. La
persecución intelectual y la fiscalización
de las ideas, ejercidas por razones
dogmáticas, son sólo medios auxiliares
para fortalecer el poder del Estado. A
diferencia de la Iglesia, el comunismo
no es el sostén del sistema, sino su
encarnación.
La nueva clase no surgió de pronto,
sino que fue evolucionando y
transformándose de un grupo
revolucionario en uno propietario y
reaccionario. También sus métodos,
aunque parecían los mismos, se
transformaron esencialmente de
revolucionarios en tiránicos y de
protectores en despóticos.
Los métodos comunistas son en
esencia amorales e inescrupulosos
aunque en la forma sean especialmente
severos. Por ser completamente
totalitario, el régimen comunista no
puede permitirse mucha elección de
medios. Y los comunistas no pueden
renunciar a lo esencial —la
imposibilidad de elegir los medios—
porque desean conservar el poder
absoluto y sus intereses egoístas.
Aunque no lo desearan, los
comunistas tendrían que ser propietarios
y déspotas y que utilizar muchos medios
con ese propósito. A pesar de las teorías
de felicidad y de las buenas
inclinaciones que puedan tener, su
sistema mismo los lleva a la utilización
de todos los medios. En caso de
urgencia se encuentran en situación de
actuar como campeones morales e
intelectuales y verdaderos dueños de
todos los medios disponibles.
2

LOS comunistas hablan de “moral


comunista”, “el nuevo hombre
socialista” y cosas parecidas como si
hablaran de categorías éticas superiores.
Esos conceptos vagos sólo tienen un fin
práctico: la consolidación de las filas
comunistas y la oposición a la influencia
exterior. Pero no existen como
verdaderas categorías éticas.
Como no puede surgir una ética
comunista especial ni un “hombre
socialista”, el espíritu de casta de los
comunistas, y la moral especial y otros
conceptos que fomentan entre ellos
mismos, adquieren una intensidad tanto
mayor. No se trata de principios
absolutos, sino de normas morales
cambiantes. Están incrustadas en el
sistema jerárquico comunista, en el que
casi todo está permitido en los círculos
superiores, en tanto que las mismas
cosas son condenadas si se practican en
los círculos inferiores.
Este espíritu de casta y esta ética,
variables e incompletos, han sufrido una
evolución larga y variada y con
frecuencia han constituido el estímulo
para el mayor desarrollo de la nueva
clase. El resultado final de esta
evolución ha sido la creación de series
especiales de normas morales para las
diversas castas, siempre subordinadas a
las necesidades prácticas de la
oligarquía. La formación de esas éticas
de casta coincide aproximadamente con
la aparición de la nueva clase y se
identifica con su abandono de las
normas verdaderamente éticas y
humanas.
Estas proposiciones exigen una
exposición detallada.
Como todos los otros aspectos del
comunismo, la ética de casta se deriva
de la ética revolucionaria. Al principio,
a pesar de que formaba parte de un
movimiento aislado, se decía que esa
ética era más humana que la de
cualquier otra secta o casta. Pero un
movimiento comunista comienza
siempre como inspirado en el idealismo
más alto y en el sacrificio más
desinteresado y atrae a sus filas a las
inteligencias mejor dotadas, más
valientes e inclusive más nobles de la
nación.
Esta afirmación, como la mayoría de
las que se hacen en este libro, se refiere
a los países en los que el comunismo se
ha desarrollado principalmente a causa
de las condiciones nacionales y en los
que ha alcanzado el poder pleno, como
Rusia, Yugoeslavia y China. Sin
embargo, se aplica también, con algunas
modificaciones, al comunismo en otros
países.
El comunismo comienza en todas
partes como una aspiración a una
sociedad bella e ideal. Como tal, atrae e
inspira a hombres de elevado nivel
moral y que se distinguen por otras altas
cualidades. Pero como el comunismo es
también un movimiento internacional, se
vuelve, como el girasol hacia el sol,
hacia el movimiento más fuerte, hasta
ahora principalmente el de la Unión
Soviética. En consecuencia, hasta los
comunistas de otros países donde no se
hallan en el poder pierden rápidamente
las características que tenían al
comienzo y toman las de los que
manejan el poder. El resultado es que
los dirigentes comunistas del Occidente
y de otros lugares se han acostumbrado a
jugar con la verdad y los principios
éticos con la misma facilidad que los de
la Unión Soviética. Todo movimiento
comunista tiene también al principio
elevadas características morales que
personas aisladas pueden conservar más
tiempo y que provocan crisis cuando los
dirigentes inician procedimientos
amorales y cambios de actitud
arbitrarios.
En la historia no ha habido muchos
movimientos que, como el comunista,
hayan iniciado su ascensión con
principios morales tan elevados y con
luchadores tan devotos, entusiastas e
inteligentes, unidos entre sí no sólo por
las ideas y el sufrimiento, sino también
por el amor desinteresado, la
camaradería, la solidaridad y esa
sinceridad cálida y directa que sólo
pueden producir las batallas en las que
los hombres están destinados a vencer o
morir. Los esfuerzos, pensamientos y
deseos cooperativos; inclusive el
esfuerzo más intenso para lograr el
mismo método de pensar y sentir; el
hallazgo de la felicidad personal y la
formación de la individualidad mediante
la completa consagración al bien
colectivo del partido y los trabajadores;
el sacrificio entusiasta por los demás, el
cuidado y la protección de los jóvenes y
el tierno respeto a los ancianos: tales
son los ideales de los verdaderos
comunistas cuando el movimiento se
halla en su comienzo y es todavía
verdaderamente comunista.
También la mujer comunista es más
que una camarada o compañera de
lucha. No se puede olvidar que ella, al
intervenir en el movimiento, decidió
sacrificarlo todo: la felicidad tanto del
amor como de la maternidad. Entre los
hombres y las mujeres del movimiento
se crea una relación limpia, modesta y
cordial, una relación en la que la
solicitud por los camaradas se convierte
en una pasión ajena al sexo. La lealtad,
la ayuda mutua, la franqueza con
respecto a los pensamientos más íntimos
constituyen en general los ideales de los
verdaderos comunistas.
Esto es cierto solamente cuando el
movimiento es joven, antes que haya
probado los frutos del poder.
El camino que lleva a la realización
de esos ideales es muy largo y difícil.
Los movimientos comunistas están
formados por fuerzas y centros sociales
variados. La homogeneidad interna no se
alcanza de la mañana a la noche, sino
mediante las luchas feroces de los
diversos grupos y fracciones. Si las
condiciones son favorables, el grupo o
facción que gana la batalla es el que ha
tenido más consciencia del avance hacia
el comunismo y que, cuando se apodera
del poder, es también el más moral.
Mediante crisis morales, intrigas e
insinuaciones políticas, calumnias
mutuas, odios no razonados y choques
bárbaros; mediante la corrupción y la
decadencia intelectual, el movimiento
asciende lentamente, aplastando a
grupos e individuos, descartando a los
superfluos, forjando su núcleo y su
dogma, su ética, su psicología, su
atmósfera y su manera de trabajar.
Cuando se hace verdaderamente
revolucionario, el movimiento
comunista y sus seguidores alcanzan,
durante un momento, los altos niveles
morales aquí descritos. Es un momento
del comunismo en el que es difícil
separar las palabras de los hechos, o
más exactamente, en que los comunistas
más importantes, genuinos e idealistas
creen sinceramente en sus ideales y
aspiran a ponerlos en práctica en sus
métodos y su vida personal. Es el
momento en que se está en la víspera de
la batalla por el poder, momento que se
da solamente en los movimientos que
llegan a ese punto singular.
Es cierto que se trata de la ética de
una secta, pero de una ética en un plano
alto. El movimiento está aislado y con
frecuencia no ve la verdad, pero esto no
significa que no aspire a ella o que no la
ame.
La moral interna y la fusión
intelectual son el resultado de una larga
batalla por la unidad ideológica y en la
acción. Sin esa fusión ni siquiera se
puede imaginar un verdadero
movimiento comunista revolucionario.
La “unidad de pensamiento y de acción”
es imposible sin la unidad moral y
psíquica. Y viceversa. Pero esta misma
unidad psíquica y moral —para la que
no se han escrito estatutos ni leyes, sino
que se produce espontáneamente y se
convierte en costumbre y hábito
consciente— es lo que hace más que
nada de los comunistas esa familia
indestructible, incomprensible e
impenetrable para los demás, inflexible
en la solidaridad e identidad de sus
reacciones, ideas y sentimientos. Más
que ninguna otra cosa, la existencia de
esa unidad psíquico-moral —que no se
alcanza inmediatamente y que ni siquiera
se forma finalmente sino como algo a
que se aspira— es la señal más digna de
confianza de que el movimiento
comunista se ha consolidado y se ha
hecho irresistible para sus seguidores y
para otros muchos, poderoso porque se
ha fundido en una pieza, un alma y un
cuerpo. Esta es la prueba de que ha
surgido un movimiento nuevo y
homogéneo, un movimiento que encara
un futuro completamente diferente del
que preveía el movimiento al comienzo.
Sin embargo, todo esto se debilita,
desintegra y desaparece lentamente en el
curso de la ascensión al poder completo
y la propiedad por los comunistas. Sólo
subsisten las formas y ceremonias
desnudas que carecen de verdadera
substancia.
La monolítica cohesión interna que
se creó durante la lucha con los
opositores y los grupos semicomunistas
se transforma en una unidad de asesores
obedientes y burócratas mecánicos
dentro del movimiento. Durante la
ascensión al poder, la intolerancia, el
servilismo, el pensamiento incompleto,
el manejo de la vida personal —que en
otro tiempo era ayuda de camaradas
pero ahora es una forma de manejo
oligárquico—, la rigidez y la
introversión jerárquicas, el papel
nominal y descuidado de las mujeres, el
oportunismo, la concentración en sí
mismo y el atropello sofocan a los
principios elevados existentes en otro
tiempo. Las admirables características
humanas de un movimiento aislado se
convierten lentamente en la ética
intolerante y farisaica de una clase
privilegiada. Así, la politiquería y el
servilismo reemplazan a la rectitud
anterior de la revolución. Cuando los
héroes que estaban dispuestos a
sacrificarlo todo, inclusive la ida, por
los demás y por una idea, por el bien del
pueblo, no han sido asesinados o
puestos a un lado, se convierten en
cobardes concentrados en sí mismos, sin
ideas ni camaradas, dispuestos a
renunciar a todo —el honor, la fama, la
verdad y la ética— para mantener su
puesto en la clase gobernante y el
circulo jerárquico. El mundo ha visto
pocos héroes tan dispuestos a
sacrificarse y sufrir como los
comunistas en vísperas y durante la
revolución. Nunca se ha visto,
probablemente, unos infelices sin
carácter y defensores estúpidos de
fórmulas áridas como lo que han llegado
a ser después de alcanzar el poder.
Aquellas admirables características
humanas eran la condición para que el
movimiento creara y consiguiera el
poder; el espíritu de casta exclusivo y la
carencia completa de principios y
virtudes morales se han convertido en
las condiciones para el poder y la
subsistencia del movimiento. El honor,
la sinceridad, el sacrificio y el amor a la
verdad eran en otro tiempo cosas que
podían ser comprendidas por sí mismas;
ahora la mentira deliberada, la
adulación, la calumnia, la impostura y la
provocación se han ido convirtiendo
poco a poco en las acompañantes
inevitables del poder atroz, intolerante y
que lo abarca todo de la nueva clase, e
inclusive afectan a las relaciones entre
los miembros de la clase.
3

QUIEN no ha entendido esta


dialéctica de la evolución del
comunismo no ha podido comprender
los llamados juicios de Moscú. Ni
puede comprender por qué las crisis
morales periódicas de los comunistas,
causadas por el abandono de los
principios sagrados y consagrados del
día anterior, no pueden tener la gran
importancia que tienen crisis semejantes
para las personas corrientes o para otros
movimientos.
Khrushchev reconoció que los
garrotes desempeñaron el papel
principal en las “confesiones” y las
condenas de sí mismos de los acusados
en la época de las purgas de Stalin.
Sostuvo que no se empleaban drogas,
aunque hay pruebas de que se las
utilizaba. Pero la droga más poderosa
para provocar las “confesiones” era la
manera de ser del acusado mismo.
Los delincuentes comunes, es decir
los que no son comunistas, no caen en
arrobamientos, hacen confesiones
histéricas y piden la muerte como
castigo por sus “pecados”. Esto sólo
pueden hacerlo “hombres de un temple
especial”: los comunistas. En primer
lugar se los sacudía moralmente
mediante la violencia y la amoralidad de
los ataques y acusaciones hechos contra
ellos en secreto por los altos dirigentes
del partido, en cuya completa
amoralidad no podían creer ni siquiera
aunque anteriormente hubieran
descubierto a veces defectos en ellos.
De pronto se encontraban desarraigados;
su propia clase, en las personas de los
dirigentes comunistas, los abandonaba; a
pesar de ser inocente, la clase misma los
clavaba en la cruz como criminales y
traidores. Hacía mucho tiempo los
habían educado para que creyeran, y lo
habían proclamado, que estaban unidos
con cada fibra de su ser al partido y sus
ideales. Y de pronto se encontraban
desarraigados y completamente
despojados de todo. No conocían, o
habían olvidado o renunciado a todas
las personas que vivían fuera de la secta
comunista y sus ideas estrechas. Ya era
demasiado tarde para conocer a alguien
o algo que no fuera comunista. Se
hallaban enteramente solos.
El hombre no puede luchar ni vivir
fuera de la sociedad. Ésta es su
característica inmutable, que advirtió y
explicó Aristóteles, por lo que lo llamó
“ser político”.
¿Qué puede hacer un hombre
perteneciente a una secta como ésa, que
se encuentra aplastado y desarraigado,
expuesto a una tortura refinada y brutal,
sino ayudar a la clase y a sus
“camaradas” con sus “confesiones”?
Está convencido de que esas
confesiones son necesarias para que la
clase resista a la oposición
“antisocialista” y a los “imperialistas”.
Esas confesiones constituyen la única
contribución “grande” y
“revolucionaria” que puede hacer la
víctima, perdida y arruinada.
Todo verdadero comunista ha sido
educado, y se ha educado a sí mismo y a
los otros, en la creencia de que las
fracciones y las luchas entre las
fracciones figuran entre los delitos más
graves que se pueden cometer contra el
partido y sus fines. Es cierto que un
partido comunista dividido en
fracciones no habría podido vencer en la
revolución ni establecer su dominio. La
unidad a cualquier precio y sin
consideración para nada se convierte
también en una obligación mística tras la
cual se atrincheran las aspiraciones de
los oligarcas al poder completo. Aunque
haya sospechado eso, o lo sepa
positivamente, el opositor comunista
desmoralizado no se libera de la idea
mística de la unidad. Además, puede
creer que los dirigentes vienen y se van
y que también esos —los malos, los
estúpidos, los egoístas, los
inconsecuentes y amantes del poder—
desaparecerán, en tanto que la meta
subsistirá. La meta lo es todo. ¿No lo ha
sido siempre en el partido?
Trotsky mismo, que era el más
importante de todos los opositores, no
razonaba de un modo muy distinto. En un
momento de autocrítica, declaró que el
partido es infalible, pues es la
encarnación de la necesidad histórica de
una sociedad sin clases. Al tratar de
explicar en su destierro la monstruosa
amoralidad de los juicios de Moscú se
apoyó en analogías históricas: Roma
antes de la conquista del cristianismo, y
el Renacimiento al comienzo del
capitalismo, en ambos de los cuales se
dieron también los fenómenos
inevitables de los asesinatos pérfidos,
las calumnias, las mentiras y
monstruosos crímenes en gran escala.
De ello sacaba la conclusión de que lo
mismo tiene que suceder durante la
transición al socialismo, pues esos eran
los residuos de la vieja sociedad de
clases que todavía se ponían de
manifiesto en la nueva. Sin embargo, con
ello no consiguió explicar nada; lo único
que consiguió fue tranquilizar su
conciencia en el sentido de que no había
“traicionado” a la “dictadura del
proletariado”, o sea a los soviets, como
la única forma de transición a la nueva
sociedad sin clases. Si hubiera
penetrado en el problema más
profundamente habría visto que en el
comunismo, como en el Renacimiento y
en otros períodos de la historia, cuando
una clase propietaria se está abriendo
camino las consideraciones morales
desempeñan un papel cada vez más
pequeño a medida que aumentan sus
dificultades y que su dominio necesita
hacerse más completo.
Del mismo modo, quienes no
comprendían qué clase de
transformación social se hallaba
realmente en juego después de la
victoria de los comunistas tuvieron que
evaluar de nuevo las diversas crisis
morales producidas entre aquéllos. El
llamado proceso de “desestalinización”,
o sea los ataques sin conciencia y en
estilo estalinista contra Stalin por sus ex
cortesanos, tiene también que ser
considerado como una “crisis moral”.
Las crisis morales, grandes o
pequeñas, son inevitables en toda
dictadura, pues a sus partidarios,
acostumbrados a pensar que la
uniformidad del pensamiento político es
la mayor virtud patriótica y la
obligación civil más sagrada, tienen que
perturbarles los trastrocamientos y los
cambios inevitables.
Pero los comunistas sienten y saben
que su dominio totalitario no se debilita,
sino que más bien se fortalece, con esos
cambios, que ése es su camino
inevitable, y que las razones morales y
otras semejantes desempeñan sólo un
papel secundario, si no constituyen un
obstáculo. La práctica les enseña
rápidamente eso. En consecuencia, sus
crisis morales, por profundas que sean,
terminan con mucha rapidez. Claro está
que los comunistas no pueden elegir los
medios que emplean si desean alcanzar
el verdadero fin a que aspiran y que
ocultan bajo la cubierta del fin ideal.
4

ESE descenso moral a los ojos de


otros hombres no significa que el
comunismo se haya debilitado. Hasta
ahora, en general, ha significado lo
contrario. Las diversas purgas y los
“juicios de Moscú” fortalecieron al
sistema comunista y Stalin. En todos los
casos, ciertos estratos —los
intelectuales con Gide constituyen el
ejemplo más famoso— renunciaron al
comunismo por ese motivo y dudaron de
que, tal como es en la actualidad, pueda
realizar los ideales en los que ellos
creían. Sin embargo, el comunismo, tal
como es, no se ha debilitado; la nueva
clase se ha hecho más fuerte, más segura
al liberarse de las consideraciones
morales y chapotear en la sangre de
todos los adherentes al ideal comunista.
Aunque se ha degradado moralmente a
los ojos de los demás, el comunismo se
ha fortalecido realmente a los ojos de
los miembros de su propia clase y en su
dominio de la sociedad.
Serían necesarias otras condiciones
para que el comunismo contemporáneo
menguase en la estimación de los
miembros de su clase. Es necesario que
la revolución no sólo devore a sus
propios hijos, sino que además —se
podría decir— se devore a sí misma. Es
necesario que sus hombres más
inteligentes se den cuenta de que la suya
es una clase explotadora y su reinado no
se justifica. Para decirlo concretamente,
es necesario que la clase comprenda que
en el futuro cercano no se puede esperar
una desaparición paulatina del Estado ni
una sociedad comunista en la que todos
trabajen de acuerdo con sus capacidades
y reciban de acuerdo con sus
necesidades. La clase debe reconocer
que la posibilidad de una sociedad
como ésa puede ser refutada tanto como
demostrada. Así los medios que esa
clase ha empleado y sigue empleando
para conseguir sus fines y su dominio
parecerán absurdos, inhumados y
contrarios a su gran propósito, inclusive
a la clase misma. Eso significaría que
entre la clase gobernante habría
resquebraduras y vacilaciones que ya no
se podría reparar. En otras palabras, la
lucha por su propia existencia llevaría a
la clase gobernante misma, o a algunas
fracciones de ella, a renunciar a los
medios que emplea corrientemente o a la
idea de que sus metas son reales y están
a la vista.
Desde un punto de vista puramente
teórico no existe la probabilidad de que
ocurra eso en ninguno de los países
comunistas, y menos todavía en la Unión
Soviética posestalinista. Allí la clase
gobernante está todavía compacta; la
condenación de los métodos de Stalin se
ha convertido, inclusive en la teoría, en
la protección de la Unión Soviética del
despotismo de una dictadura personal.
En el XX Congreso del Partido,
Khrushchev defendió el “terrorismo
necesario” contra los “enemigos” en
contraste con el despotismo de Stalin
contra “los buenos comunistas”. No
condenó los métodos de Stalin como
tales, sino solamente su empleo en las
filas de la clase gobernante. Parece que
las relaciones dentro de la clase, que se
ha hecho lo bastante fuerte para no tener
que someterse al dominio absoluto de su
jefe y al aparato policial, han cambiado
desde la muerte de Stalin. La clase
misma y sus métodos no han cambiado
mucho en el sentido de que se hayan
producido brechas internas en la
cohesión moral. Sin embargo, se
manifiestan las primeras señales de
resquebradura; se ponen de manifiesto
en la crisis ideológica. A pesar de ello
hay que comprender que el proceso de
desintegración moral apenas ha
comenzado; no existen las condiciones
para que eso suceda.
Al arrogarse ciertos derechos, la
oligarquía gobernante no puede menos
de permitir que beneficien al pueblo las
migajas de esos derechos. A la
oligarquía le es imposible hablar de la
falta de derechos bajo el régimen de
Stalin inclusive entre los comunistas y
esperar que esas palabras no hallen eco
entre las masas, mucho más privadas
que ella de sus derechos. La burguesía
francesa se rebeló finalmente contra su
emperador, Napoleón, cuando se le
hicieron intolerables sus guerras y su
despotismo burocrático. Pero el pueblo
francés se benefició de algún modo con
ello. Los métodos de Stalin, en los que
desempeñaba un papel importante la
hipótesis dogmática de una sociedad
futura, no volverán. Pero esto no
significa que los oligarcas actuales
renunciarán al empleo de todos sus
medios, aunque no puedan utilizarlos, o
que la Unión Soviética se convertirá de
la noche a la mañana en un Estado legal
y democrático.
Sin embargo, algo ha cambiado. La
clase gobernante ya no podrá
convencerse ni siquiera a sí misma de
que el fin justifica los medios. Seguirá
hablando de la meta final —una
sociedad comunista— pues si no lo
hiciese tendría que renunciar a su
dominio absoluto. Eso la obligaría a
recurrir a todos los medios. Y cada vez
que recurriese a ellos tendría también
que censurar su empleo. Un poder más
fuerte —el temor a la opinión pública
mundial, el temor a que ello perjudicase
a ella misma y su dominio absoluto—
haría bambolear a la clase y paralizaría
su mano. Sintiéndose lo suficientemente
fuerte para destruir el culto de su
creador, o el creador del sistema, Stalin,
simultáneamente asestó el golpe mortal a
su propia base ideal. Ha comenzado a
dividirse en fracciones. En la cima todo
se halla tranquilo y pacífico, pero abajo,
en las profundidades, e inclusive en sus
filas, brotan nuevos pensamientos e
ideas y se incuban las tormentas futuras.
Porque ha tenido que renunciar a los
métodos de Stalin, la clase gobernante
no podrá mantener su dogma. Los
métodos eran en realidad únicamente la
expresión de ese dogma y de la práctica
en que se basaba el dogma.
No fue la buena voluntad, y todavía
menos la benevolencia, lo que impulsó a
los socios de Stalin a darse cuenta del
daño que causaban los métodos de
Stalin. Fue una necesidad urgente lo que
llevó a la clase gobernante a hacerse
más “comprensiva”. Pero al evitar el
uso de métodos muy brutales, los
oligarcas no pueden menos de sembrar
la semilla de la duda con respecto a sus
fines. El fin servía en otro tiempo como
cubierta moral para el empleo de
cualquier método. La renuncia al empleo
de esos medios suscitará dudas con
respecto al fin mismo. Tan pronto como
se pone de manifiesto que son malos los
medios para conseguir un fin, queda
también de manifiesto que el fin mismo
es irrealizable. Pues lo esencial de toda
política son ante todo los medios, ya que
se da por supuesto que todos los fines
parecen buenos. Hasta “el camino del
cielo está empedrado con buenas
intenciones”.
5

EN toda la historia no se ha dado


un caso de fines ideales alcanzados con
medios no ideales e inhumanos, así
como no ha habido una sociedad libre
creada por esclavos. Nada revela la
realidad y la grandeza de los fines tan
bien como los métodos empleados para
alcanzarlos.
Si el fin tiene que ser utilizado para
condonar los medios es porque en el fin
mismo, en su realidad, hay algo indigno.
Lo que santifica realmente el fin y
justifica los esfuerzos y sacrificios que
se hacen por él, son los medios, su
perfección constante, su humanitarismo,
su libertad creciente.
El comunismo contemporáneo ni
siquiera ha llegado al comienzo de
semejante situación. En cambio, se ha
detenido bruscamente, vacilando con
respecto a sus medios, pero seguro con
respecto a sus fines.
En la historia ningún régimen
democrático —o relativamente
democrático mientras duró— se
estableció predominantemente sobre la
base de sus aspiraciones a fines ideales,
sino más bien sobre la base de los
pequeños medios cotidianos que tenía a
la vista. Juntamente con éstos, cada uno
de esos regímenes alcanzó, más o menos
espontáneamente, grandes fines. Por otra
parte, todos los despotismos han tratado
de justificarse con sus fines ideales, y ni
uno solo de ellos ha conseguido grandes
fines.
La brutalidad absoluta, o sea el
empleo de cualquier medio, está de
acuerdo con la grandiosidad, e inclusive
con la irrealidad, de los fines
comunistas.
Con medios revolucionarios, el
comunismo contemporáneo ha
conseguido destruir una forma de
sociedad y construir despóticamente
otra. Al principio se guió por las ideas
humanas primordiales, sumamente
bellas, de la igualdad y la fraternidad;
sólo más tarde ocultó tras esas ideas el
establecimiento de su dominio por
cualquier medio.
Como hace decir Dostoyevsky a su
protagonista Shigaliev, citado por otro
personaje, en Los poseídos:

“… Ha escrito algo bueno en ese


manuscrito —añadió
Verkhovensky—. Cada miembro
de la sociedad espía a los otros, y
es su deber informar contra ellos.
Cada uno pertenece a todos y
todos a cada uno. Todos son
esclavos e iguales en su
esclavitud. En los casos extremos
defiende la calumnia y el
asesinato, pero lo grande a este
respecto es la igualdad… Los
esclavos están destinados a ser
iguales. Nunca ha habido libertad
o igualdad sin despotismo…”

Así, al justificar los medios con el


fin, el fin mismo se hace cada vez más
lejano e irreal, en tanto que la terrible
realidad de los medios se hace cada vez
más obvia e intolerable.
LA ESENCIA
1

NINGUNA de las teorías sobre la


esencia del comunismo contemporáneo
trata el tema exhaustivamente. Ni esta
teoría pretende hacerlo. El comunismo
contemporáneo es el fruto de una serie
de causas históricas, económicas,
políticas, ideológicas, nacionales e
internacionales. Una teoría categórica
sobre su esencia no puede ser
enteramente exacta.
La esencia del comunismo
contemporáneo ni siquiera podía ser
percibida hasta que, en el curso de su
evolución, se pusiera de manifiesto en
sus mismas entrañas. Ese momento
llegó, y sólo podía llegar, porque el
comunismo entró en una fase particular
de su evolución: la de su madurez.
Entonces se hizo posible descubrir la
naturaleza de su poder, su propiedad y
su ideología. En el tiempo en que el
comunismo se desarrollaba y era
predominantemente una ideología era
casi imposible ver a través de él
completamente.
Así como otras verdades son la obra
de muchos autores, países y
movimientos, así también lo es el
comunismo contemporáneo. Éste se ha
ido revelando poco a poco, más o menos
paralelamente con su evolución; no se lo
puede considerar como algo definitivo,
pues no ha terminado su evolución.
La mayoría de las teorías con
respecto al comunismo contienen, no
obstante, algo cierto. Cada una de ellas
ha captado uno de sus aspectos o un
aspecto de su esencia.
Dos son las tesis fundamentales con
respecto a la esencia del comunismo
contemporáneo.
La primera de ellas sostiene que es
una especie de religión nueva. Ya hemos
visto que no es una religión ni una
iglesia, a pesar de que contiene
elementos de ambas.
La segunda tesis considera al
comunismo como socialismo
revolucionario, es decir como algo
nacido de la industria moderna, o del
capitalismo, y del proletariado y sus
necesidades. Hemos visto que también
esta tesis es sólo parcialmente exacta: el
comunismo contemporáneo se inició en
países muy avanzados como una
ideología socialista y una reacción
contra los sufrimientos de las masas
trabajadoras en la revolución industrial.
Pero después de haber llegado al poder
en zonas poco desarrolladas se convirtió
en algo enteramente distinto: en un
sistema de explotación contrario a la
mayoría de los intereses del
proletariado mismo.
También se ha expuesto la tesis de
que el comunismo contemporáneo es
sólo una forma contemporánea de
despotismo que crean los hombres tan
pronto como se apoderan del poder. La
naturaleza de la economía moderna, que
en todos los casos requiere una
administración centralizada, ha hecho
que ese despotismo sea absoluto.
También esta tesis contiene algo de
verdad: el comunismo moderno es un
despotismo moderno que no puede
menos de aspirar al totalitarismo. Sin
embargo, no todos los tipos de
despotismo moderno son variantes del
comunismo, ni son totalitarios en el
grado en que lo es el comunismo.
Por lo tanto, cualquiera que sea la
tesis que examinemos, vemos que esa
tesis explica un aspecto del comunismo,
o sea una parte de la verdad, pero no
toda la verdad.
Tampoco puede ser aceptada como
completa mi teoría sobre la esencia del
comunismo. Esta es, de todos modos, la
debilidad de cualquier definición, sobre
todo cuando se quiere definir cosas tan
complejas y vivas como los fenómenos
sociales.
No obstante, es posible hablar de la
manera teórica más abstracta sobre la
esencia del comunismo contemporáneo,
sobre lo que es más esencial en él y lo
que impregna todas sus manifestaciones
e inspira toda su actividad. Es posible
penetrar más profundamente en su
esencia, elucidar sus aspectos; pero la
esencia misma ya ha quedado expuesta.
El comunismo, e igualmente su
esencia, cambia constantemente de una
forma a otra. Sin ese cambio no puede
existir. En consecuencia, esos cambios
exigen un examen continuo y un estudio
más profundo de la verdad ya evidente.
La esencia del comunismo
contemporáneo es el producto de
condiciones particulares, históricas y de
otras clases. Pero tan pronto como el
comunismo se hace fuerte la esencia
misma se convierte en un factor y crea
las condiciones para su existencia
continuada. Por lo tanto es evidente la
necesidad de examinar la esencia por
separado de acuerdo con la forma y las
condiciones en que aparece y opera en
un momento determinado.
2

LA teoría de que el comunismo


contemporáneo es un tipo de
totalitarismo moderno es no sólo la más
difundida, sino también la más exacta.
Sin embargo, la verdadera comprensión
de la expresión “totalitarismo moderno”
al referirse al comunismo no está tan
difundida.
El comunismo contemporáneo es ese
tipo de totalitarismo que se compone de
tres factores fundamentales para
dominar al pueblo. El primero es el
poder, el segundo la propiedad, y el
tercero la ideología. Están
monopolizados por un único partido
político, o, según mi explicación y mi
terminología anteriores, por una clase
nueva; y al presente por la oligarquía de
ese partido o esa clase. Ningún sistema
totalitario de la historia, ni siquiera uno
contemporáneo, con la excepción del
comunismo, ha conseguido incorporar
simultáneamente todos esos factores
para dominar al pueblo hasta ese grado.
Cuando uno examina y pesa esos tres
factores advierte que el poder es el que
ha desempeñado y sigue desempeñando
el papel más importante en la evolución
del comunismo. Uno de los otros
factores puede prevalecer
momentáneamente sobre el poder, pero
es imposible determinar eso sobre la
base de las condiciones actuales. Creo
que el poder seguirá siendo la
característica fundamental del
comunismo.
El comunismo nació como una
ideología que contenía la semilla de su
carácter totalitario y monopolista. Puede
decirse, ciertamente, que las ideas ya no
desempeñan el papel principal y
predominante en el dominio del pueblo
por el comunismo. El comunismo como
ideología ha terminado en gran parte su
carrera. No tiene muchas cosas nuevas
que revelar al mundo. Esto no se podría
decir de los otros dos factores: el poder
y la propiedad.
Puede decirse que el poder, sea
físico, intelectual o económico,
desempeña un papel en todas las luchas,
e inclusive en todos los actos humanos
sociales. Hay alguna verdad en ello.
Puede decirse también que en toda
acción política el poder, o la lucha para
adquirirlo y mantenerlo, constituye el
problema y el fin básicos. También en
esto hay algo de cierto. Pero el
comunismo contemporáneo no es
solamente ese poder; es algo más. Es un
poder de un tipo particular, un poder que
une en sí mismo la fiscalización de las
ideas, la autoridad y la propiedad, un
poder que se ha convertido en un fin en
sí mismo.
Hasta el presente el comunismo
soviético, que es el tipo que existe
desde hace más tiempo y el más
desarrollado, ha pasado por tres fases.
Lo mismo ha sucedido, más o menos,
con los otros tipos de comunismo que
han conseguido llegar al poder, con
excepción del tipo chino, que está
todavía predominantemente en la
segunda fase.
Esas tres fases son: la
revolucionaria, la dogmática y la no
dogmática. De un modo general, los
lemas, fines y personalidades
principales correspondientes a esas tres
fases son los siguientes: Revolución, o
la usurpación del poder: Lenin;
“socialismo”, o la creación del sistema:
Stalin; “legalidad”, o la estabilización
del sistema: “dirección colectiva”.
Es importante advertir que esas tres
fases no están claramente separadas
unas de otras, pues elementos de todas
ellas se encuentran en cada una. El
dogmatismo abundaba y la “construcción
del socialismo” se había iniciado ya en
el período leninista; Stalin no renunció a
la revolución ni rechazó los dogmas que
estorbaban la construcción del sistema.
Al presente, el comunismo no dogmático
es no dogmático sólo condicionalmente;
lo único que hace es no renunciar ni
siquiera a las ventajas prácticas más
insignificantes por razones dogmáticas.
Precisamente a causa de esas ventajas,
estará al mismo tiempo en situación de
perseguir inescrupulosamente la menor
duda con respecto a la verdad o la
pureza del dogma. Así, el comunismo,
teniendo en cuenta las necesidades y
posibilidades prácticas, ha aferrado las
velas de la revolución, o de su propia
expansión militar, pero no ha renunciado
a una ni a otra.
Esta división en tres fases es exacta
sólo si se la toma de una manera
aproximada y abstracta. No existe en
realidad una clara separación de las
fases, ni corresponden éstas a períodos
determinados en los distintos países.
Los limites entre las fases, que se
sobreponen, y las formas en que
aparecen esas fases varían en los
diferentes países comunistas. Por
ejemplo, Yugoeslavia ha pasado por las
tres fases en un período de tiempo
relativamente breve y con las mismas
personalidades en la cima. Esto es
evidente tanto en los preceptos como en
el método de acción.
La fuerza desempeña un papel
importante en las tres fases. En la
revolución era necesaria para
apoderarse del poder; en la construcción
del socialismo era necesaria para crear
un sistema nuevo por medio de ese
poder; hoy día la fuerza tiene que
proteger al sistema.
Durante la evolución de la primera a
la tercera fase, la quintaesencia del
comunismo —el poder— se convirtió de
un medio en un fin en sí mismo. En
realidad el poder fue siempre más o
menos el fin, pero los dirigentes
comunistas, creyendo que utilizando el
poder como un medio alcanzarían la
meta ideal, no lo consideraban como un
fin en sí mismo. Precisamente porque el
poder les sirvió como un medio para la
transformación utópica de la sociedad,
no pudo menos de convertirse en un fin
en sí mismo y en el objetivo más
importante del comunismo. El poder
aparece como un medio en la primera y
la segunda fases. Ya no se puede ocultar
que en la tercera fase es el fin principal
y la esencia del comunismo.
Porque el comunismo está
desapareciendo como ideología tiene
que conservar el poder como el medio
principal para manejar al pueblo.
En la revolución, como en la guerra
de cualquier tipo, era natural que los
esfuerzos se concentrasen ante todo en la
fuerza: había que ganar la guerra.
Durante el período de la
industrialización la concentración en la
fuerza todavía podía ser considerada
natural: era necesaria la construcción de
la industria, o de la “sociedad
socialista”, por la cual se habían hecho
tantos sacrificios. Pero a medida que se
va realizando todo esto se hace evidente
que en el comunismo la fuerza o el
poder no sólo ha sido un medio, sino
que además se ha convertido en el
principal si no en el único fin.
En la actualidad el poder es tanto el
medio como la meta de los comunistas,
para que puedan mantener sus
privilegios y su propiedad. Pero como
se trata de formas especiales de poder y
de propiedad, sólo mediante el poder
mismo se puede ejercer esa propiedad.
El poder es un fin en sí mismo y la
esencia del comunismo contemporáneo.
Otras clases pueden conservar la
propiedad sin el monopolio del poder, o
el poder sin el monopolio de la
propiedad. Hasta ahora eso no ha sido
posible para la nueva clase que ha
creado el comunismo, y es muy
improbable que sea posible en el futuro.
Durante las tres fases el poder se ha
ocultado bajo el disfraz de fin secreto,
invisible, tácito, natural y principal. Su
papel ha sido más firme o más débil
según el grado de dominio del pueblo
que se requería en el momento. En la
primera fase, las ideas eran la
inspiración y la fuerza motriz para
alcanzar el poder; en la segunda fase, el
poder actuaba como el látigo de la
sociedad y en favor de su propio
mantenimiento; actualmente la
“dirección colectiva” está subordinada a
los impulsos y las necesidades del
poder.
El poder es el alfa y el omega del
comunismo contemporáneo, inclusive
cuando el comunismo se esfuerza por
evitarlo.
Las ideas, los principios filosóficos
y las consideraciones morales, la nación
y el pueblo, su historia, en parte
inclusive la propiedad; todas esas cosas
pueden ser cambiadas y sacrificadas.
Pero no el poder, porque eso significaría
la renuncia del comunismo a sí mismo, a
su propia esencia. Los individuos
pueden hacer eso, pero no puede hacerlo
la clase, el partido, la oligarquía. Este
es el significado y el propósito de su
existencia.
Todo tipo de poder, además de ser
un medio, es al mismo tiempo un fin, al
menos para quienes aspiran a él. El
poder es casi exclusivamente un fin en el
comunismo, porque constituye tanto la
fuente como la garantía de sus
privilegios. Por medio del poder
consigue la clase gobernante los
privilegios materiales y la propiedad de
los bienes nacionales. El poder
determina el valor de las ideas y
reprime o permite su expresión.
En esto es en lo que el poder del
comunismo contemporáneo difiere de
todos los otros tipos de poder y en lo
que el comunismo mismo se distingue de
todos los demás sistemas.
El comunismo tiene que ser
totalitario, exclusivo y solitario
precisamente porque el poder es su
componente esencial. Si en realidad
pudiera tener otros fines tendría que
permitir que surgieran otras fuerzas
opositoras y que actuaran con
independencia.
La definición del comunismo
contemporáneo es una cuestión
secundaria. Todo el que emprende la
tarea de explicarlo se encuentra ante el
problema de definirlo, aunque la
situación le estimule a hacerlo, pues se
trata de una situación en la que los
comunistas ensalzan su sistema como
“socialismo”, “sociedad sin clases” y
“la realización de los sueños eternos del
hombre”, en tanto que los opositores lo
definen como una tiranía cruel, el triunfo
casual de un grupo terrorista y la
condenación de la raza humana.
La ciencia debe utilizar las
categorías ya establecidas para hacer
una exposición sencilla. ¿Hay en la
sociología alguna categoría en la que,
con un poco de fuerza, podamos
introducir al comunismo
contemporáneo?
Lo mismo que muchos autores que
partieron de otros puntos de vista, en los
arios recientes he equiparado al
comunismo con el capitalismo de
Estado, o, más precisamente, con el
capitalismo de Estado total.
Esta interpretación predominó entre
los dirigentes comunistas de
Yugoeslavia durante el antagonismo con
el gobierno de la Unión Soviética. Pero
así como los comunistas, de acuerdo con
las necesidades prácticas, cambian con
facilidad inclusive su análisis
“científico”, los dirigentes del partido
yugoeslavo modificaron su
interpretación después de su
“reconciliación” con el gobierno
soviético y una vez más proclamaron
que la Unión Soviética es un país
socialista. Al mismo tiempo declararon
que el ataque imperialista soviético a la
independencia de Yugoeslavia, según
palabras de Tito, había sido un
acontecimiento “trágico e
incomprensible” provocado por “la
arbitrariedad de individuos
particulares”.
En su mayor parte, el comunismo
contemporáneo se parece al capitalismo
de Estado total. Su origen histórico y los
problemas que tenía que resolver —a
saber una transformación industrial
semejante a la realizada por el
capitalismo, pero con la ayuda del
mecanismo estatal— le han llevado a
eso.
Si bajo el comunismo el Estado
fuera el propietario en nombre de la
sociedad y de la nación, las formas del
poder político sobre la sociedad
cambiarían inevitablemente de acuerdo
con las variables necesidades de la
sociedad y de la nación. El Estado, por
su naturaleza misma, es un órgano de
unidad y armonía en la sociedad y no
sólo una fuerza que se impone a ésta. El
Estado no puede ser en sí mismo tanto el
propietario como el gobernante. En el
comunismo sucede lo contrario: el
Estado es un instrumento y siempre se
subordina exclusivamente a los intereses
de uno y el mismo propietario exclusivo,
o a una y la misma dirección en la
economía y en los otros campos de la
vida social.
La propiedad del Estado en el
Occidente podría ser considerada como
capitalismo de Estado más que en los
países comunistas. La alegación de que
el comunismo contemporáneo es
capitalismo de Estado es provocada por
los “escrúpulos de conciencia” de
quienes se sienten desilusionados por el
sistema comunista, pero no consiguen
definirlo, por lo que equiparan sus
males con los del capitalismo. Puesto
que en el comunismo no existe realmente
propiedad privada, sino más bien una
propiedad del Estado oficial, nada
parece más lógico que atribuir todos los
males al Estado. Esta idea del
capitalismo de Estado la aceptan
también quienes ven “menos mal” en el
capitalismo privado, y, en consecuencia,
les agrada señalar que el comunismo es
un tipo de capitalismo peor.
Decir que el comunismo
contemporáneo es una transición a otra
cosa no lleva a ninguna parte ni explica
nada. ¿Qué no es una transición a otra
cosa?
Aunque se admita que tiene muchas
de las características de un capitalismo
de Estado que lo abarca todo, el
comunismo contemporáneo tiene
también tantas características propias
que es más justo considerarlo como un
nuevo sistema social de un tipo especial.
El comunismo contemporáneo posee
su propia esencia que no permite que se
lo confunda con ningún otro sistema.
Aunque absorbe en sí mismo otros
elementos de todas clases —el feudal, el
capitalista e inclusive la posesión de
esclavos—, sigue siendo singular e
independiente al mismo tiempo.
COMUNISMO
NACIONAL
1

EN esencia el comunismo es sólo


una cosa, pero en cada país se lo realiza
en diferentes grados y de distintas
maneras. Por lo tanto, es posible hablar
de diversos sistemas comunistas, es
decir de diversas formas de la misma
manifestación.
Las diferencias que existen entre los
Estados comunistas —diferencias que
Stalin trató inútilmente de suprimir por
la fuerza— son el resultado, sobre todo,
de los diversos antecedentes históricos.
Hasta la observación más superficial
revela, por ejemplo, que la burocracia
soviética contemporánea no deja de
tener cierta conexión con el sistema
zarista, en el que los funcionarios
formaban, como observó Engels, “una
clase diferente”. Lo mismo se puede
decir más o menos del sistema de
gobierno en Yugoeslavia. Cuando suben
al poder, los comunistas hacen frente en
los diversos países a diferentes niveles
culturales y técnicos y variables
relaciones sociales, así como a distintas
índoles nacionales e intelectuales. Esas
diferencias se desarrollan todavía más
de una manera especial. Porque las
causas generales que los han llevado al
poder son idénticas y porque tienen que
luchar contra opositores internos y
externos comunes, los comunistas de los
diversos países se ven inmediatamente
obligados a luchar juntos y sobre la base
de la misma ideología. El comunismo
internacional, que constituía en un
tiempo la tarea de los revolucionarios,
se transformó luego, como todo en el
comunismo, y se convirtió en el terreno
común de las burocracias comunistas
que luchan entre sí por consideraciones
nacionalistas. Del anterior proletariado
internacional sólo han quedado palabras
y dogmas vacíos. Tras ellos se alzan los
intereses nacionales e internacionales
desnudos, las aspiraciones y los planes
de las diversas oligarquías comunistas,
cómodamente atrincheradas.
La naturaleza de la autoridad y la
propiedad, la misma perspectiva
internacional y una ideología idéntica
hacen que parezcan iguales todos los
Estados comunistas. Pero no se debe
ignorar ni menospreciar la importancia
de las inevitables diferencias en grado y
manera existentes entre esos Estados. El
grado, la manera y la forma en que se
lleva a la práctica el comunismo, o su
propósito, dependen tanto de la
situación que se da en cada uno de los
países como de la esencia del
comunismo mismo. Ninguna forma
particular de comunismo, por semejante
que sea a las otras formas, existe de otro
modo que como comunismo nacional.
Para poder mantenerse, tiene que
hacerse nacional.
La forma de gobierno y de la
propiedad, así como la de las ideas,
difieren poco o nada en los Estados
comunistas. No pueden diferir
notablemente puesto que tienen una
naturaleza idéntica: la autoridad total.
Sin embargo, si desean vencer y seguir
existiendo, los comunistas tienen que
adaptar el grado y la manera de su
autoridad a las condiciones nacionales.
Las diferencias entre los países
comunistas son, por regla general, tan
grandes como la medida en que los
comunistas eran independientes al llegar
al poder. Concretamente, sólo los
comunistas de tres países —la Unión
Soviética, China y Yugoeslavia—
realizaron independientemente sus
revoluciones o llegaron al poder a su
modo y a su velocidad propios e
iniciaron la “construcción del
socialismo”. Esos tres países siguieron
siendo independientes como Estados
comunistas inclusive en el período en
que Yugoeslavia se hallaba, como China
en la actualidad, bajo la influencia más
extrema de la Unión Soviética, es decir
en “amor fraterno” y “amistad eterna”
con ella. En un informe leído en una
sesión secreta del XX Congreso del
Partido, Khrushchev reveló que apenas
se había podido evitar un choque entre
Stalin y el gobierno chino. El choque
con Yugoeslavia no era un caso aislado,
sino solamente el más fuerte y el
primero de los producidos. En los otros
países comunistas el gobierno soviético
impuso el comunismo mediante sus
“misioneros armados”, o sea su ejército.
La diversidad de maneras y grados en
esos países no ha llegado todavía a la
etapa alcanzada en Yugoeslavia y China.
Sin embargo, en la medida en que las
burocracias gobernantes de esos países
reúnen fuerza como cuerpos
independientes y en la medida en que
reconocen que la obediencia a la Unión
Soviética y su imitación las debilita, se
esfuerzan por tomar como modelo a
Yugoeslavia, es decir por actuar con
independencia. Los países comunistas
de la Europa oriental no se hicieron
satélites de la Unión Soviética porque se
beneficiaban con ello, sino porque eran
demasiado débiles para evitarlo. Tan
pronto como se hagan más fuertes, o tan
pronto como se creen las condiciones
favorables, surgirá entre ellos el anhelo
de la independencia y de la protección
de “su propio pueblo” contra la
hegemonía soviética.
Con la victoria de la revolución
comunista en un país adquiere el poder y
el dominio una clase nueva. Esta clase
no está dispuesta a renunciar a sus
privilegios duramente conseguidos,
aunque subordine sus intereses a los de
una clase semejante de otro país
solamente por la causa de la solidaridad
ideológica.
Donde una revolución comunista ha
conquistado la victoria
independientemente, es inevitable que se
siga un camino separado y distinto.
Luego sigue la fricción con otros países
comunistas, especialmente con la Unión
Soviética, que es el Estado más
importante y más imperialista. La
burocracia nacional gobernante del país
en que se ha realizado la revolución
victoriosa se ha hecho ya independiente
en el curso de la lucha armada y ha
probado las ventajas de la autoridad y la
“nacionalización” de la propiedad. En
términos filosóficos, ha captado su
esencia y tiene conciencia de ella, de su
situación legal, de su autoridad, sobre la
base de las cuales reclama la igualdad.
Esto no significa que se trate
solamente de un choque —cuando llega
a eso— entre dos burocracias. El
choque abarca también a los elementos
revolucionarios de un país subordinado,
porque generalmente no toleran el
dominio y consideran que las relaciones
entre los Estados comunistas deben ser
tan idealmente perfectas como las
predichas en el dogma. Las masas de la
nación, que aspiran espontáneamente a
la independencia, no pueden permanecer
tranquilas cuando se produce un choque
como ése. La nación se beneficia con él
en todos los casos: no tiene que pagar
tributo a un gobierno extranjero, y
disminuye también la presión sobre el
gobierno nacional, el que ya no desea, ni
se le permite, copiar los métodos
extranjeros. Además el choque pone en
acción a fuerzas externas y otros Estados
y movimientos. Sin embargo, subsisten
la naturaleza del choque y sus fuerzas
básicas. Ni los comunistas soviéticos ni
los yugoeslavos dejaron de ser lo que
son antes, durante ni después de sus
disputas. En verdad, los diversos grados
y maneras con que habían asegurado su
monopolio los llevaron a negar
mutuamente la existencia del socialismo
en el campo contrario. Cuando
arreglaron sus diferencias, volvieron a
reconocer la existencia del socialismo
en la otra parte, pues se daban cuenta de
que debían respetar las diferencias
mutuas si deseaban conservar lo que era
idéntico en esencia y lo más importante
para ellos.
Los gobiernos comunistas
subordinados de la Europa oriental
pueden, y en realidad deben, declarar su
independencia del gobierno soviético.
Nadie puede decir hasta qué punto
llegará esa aspiración a la
independencia y qué disensiones se
derivarán de ella. El resultado depende
de numerosas circunstancias internas y
externas imprevistas. Sin embargo, no
cabe duda de que una burocracia
comunista nacional aspira a una
autoridad más completa para ella
misma. Esto lo han demostrado los
procesos contra Tito realizados en la
época de Stalin en los países de la
Europa oriental; lo pone también de
manifiesto el franco hincapié en el
“camino propio para llegar al
socialismo” que se hace recientemente y
con vigor en Polonia y Hungría. El
gobierno soviético central se ha visto en
dificultades a causa del nacionalismo
existente inclusive en los gobiernos
instalados por él en las repúblicas
soviéticas (Ucrania y Caucasia), y
todavía más en los gobiernos instalados
en los países de la Europa oriental. En
todo esto desempeña un papel
importante el hecho de que la Unión
Soviética no haya podido, ni podrá en el
futuro, asimilarse las economías de los
países de la Europa oriental.
Las aspiraciones a la independencia
nacional tienen, por supuesto, que
adquirir un ímpetu mayor. Puede
retardar y hasta adormecer esas
aspiraciones la presión externa o el
temor de los comunistas al
“imperialismo” y la “burguesía”, pero
no se las puede suprimir. Al contrario,
irá aumentando su fuerza.
No es posible prever todas las
formas que asumirán las relaciones entre
los Estados comunistas. Aunque la
cooperación entre los gobiernos
comunistas de los distintos países traiga
dentro de breve tiempo fusiones y
federaciones, los choques entre los
Estados comunistas pueden traer consigo
la guerra. Un choque abierto y armado
entre la Unión Soviética y Yugoeslavia
se evitó no a causa del “socialismo” en
uno o el otro país, sino porque a Stalin
no le interesaba correr el riesgo de que
se produjera una contienda de
proporciones imprevisibles. Lo que
suceda entre los Estados comunistas
dependerá de todos los factores que
afectan ordinariamente a los
acontecimientos políticos. Los intereses
de las respectivas burocracias
comunistas, expresados variamente
como “nacionales” o como “unidos”,
juntamente con la tendencia incontenible
a una independencia creciente sobre una
base nacional, desempeñarán, por el
momento, un papel importante en las
relaciones entre los países comunistas.
2

LA idea de comunismo nacional


carecía de significado hasta el final de
la segunda guerra mundial, cuando se
manifestó el imperialismo soviético no
sólo con respecto a los Estados
capitalistas, sino también a los
comunistas. Esa idea nació sobre todo
del choque entre Yugoeslavia y la Unión
Soviética. La renunciación a los
métodos de Stalin por la “dirección
colectiva” de Khrushchev y Bulganin
quizá pueda modificar las relaciones
entre la Unión Soviética y los otros
países comunistas, pero no puede
resolverlas. Los actos de la Unión
Soviética no sólo afectan al comunismo,
sino también, simultáneamente, al
imperialismo del gran Estado soviético
ruso. Ese imperialismo puede cambiar
en la forma y el método, pero no puede
desaparecer, como tampoco pueden
desaparecer las aspiraciones a la
independencia de los comunistas de
otros países.
Una evolución semejante se
producirá en los otros Estados
comunistas. Según su fuerza y su
situación, también ellos tratarán de
hacerse imperialistas de una manera u
otra.
En la evolución de la política
exterior de la Unión Soviética ha habido
dos fases imperialistas. Al principio se
trataba casi exclusivamente de conseguir
la expansión en otros países mediante la
propaganda revolucionaria. En esa
época existían poderosas tendencias
imperialistas (con respecto al Cáucaso)
en la política de los dirigentes
supremos. Pero, en mi opinión, no hay
razones satisfactorias para que a la fase
revolucionaria se la pueda considerar
categóricamente como imperialista, pues
en ese tiempo era más defensiva que
agresiva.
Si no consideramos imperialista a la
fase revolucionaria, el imperialismo
comenzó, aproximadamente, con la
victoria de Stalin, o con la
industrialización y el establecimiento de
la autoridad de una nueva clase en la
década de 1930. Ese cambio se
manifestó claramente en vísperas de la
guerra, cuando el gobierno de Stalin
pudo entrar en acción y dejar atrás las
fases pacifista y antiimperialista.
También se manifestó en el cambio de la
política exterior; en el lugar del jovial y
hasta cierto punto probo Litvinov
apareció el inescrupuloso y reservado
Molotov.
La causa fundamental de la política
imperialista se oculta completamente en
la naturaleza explotadora y despótica de
la nueva clase. Para que esa clase se
pudiera manifestar como imperialista le
era necesario obtener la fuerza prescrita
y aparecer en circunstancias apropiadas.
Ya contaba con la fuerza cuando
comenzó la segunda guerra mundial. La
guerra misma abundaba en posibilidades
para las combinaciones imperialistas.
Los pequeños Estados bálticos no eran
necesarios para la seguridad de un país
tan grande como la Unión Soviética,
sobre todo en la guerra moderna. Esos
Estados no eran agresivos y sí, en
cambio, aliados; sin embargo,
constituían un bocado atrayente para el
apetito insaciable de la burocracia
comunista de la Gran Rusia.
En la segunda guerra mundial el
internacionalismo comunista, hasta
entonces parte integral de la política
exterior soviética, entró en conflicto con
los intereses de la burocracia soviética
gobernante. Con ello cesó la necesidad
de su organización. La idea de la
disolución de la Internacional Comunista
(Comintern) se concibió, según Georgi
Dimitrov, después de la subyugación de
los países bálticos y en el período de la
cooperación con Hitler, aunque no se
llevó a cabo hasta la segunda fase de la
guerra, durante el período de la alianza
con los Estados occidentales.
El Cominform, compuesto por los
partidos comunistas de la Europa
oriental y de Francia e Italia, fue creado
por iniciativa de Stalin para garantizar
la dominación soviética en los países
satélites y para intensificar su influencia
en la Europa occidental. El Cominform
era peor que la anterior Internacional
Comunista, la que, si bien estaba
completamente dominada por Moscú,
representaba, por lo menos oficialmente,
a todos los partidos. El Cominform se
desarrolló en el campo de la influencia
soviética real y aparente. El conflicto
con Yugoeslavia reveló que estaba
destinado a subordinar al gobierno
soviético los Estados y partidos
comunistas que habían comenzado a
debilitarse a causa del crecimiento
interno del comunismo nacional.
Después de la muerte de Stalin fue
disuelto finalmente el Cominform. Hasta
el gobierno soviético, deseando evitar
disputas más importantes y peligrosas,
aceptó el llamado camino separado para
llegar al socialismo, si no el comunismo
nacional mismo.
Estos cambios en la organización
tenían profundas causas económicas y
políticas. Como los partidos comunistas
de la Europa oriental eran débiles y la
Unión Soviética no era lo bastante fuerte
económicamente, el gobierno soviético
habría tenido que recurrir a métodos
administrativos para subyugar a los
países de la Europa oriental aunque no
hubiesen existido la arbitrariedad y el
despotismo estalinista. El imperialismo
soviético, mediante métodos políticos,
policiales y militares, tenía que
compensar su debilidad económica y de
otras clases. El imperialismo en la
forma militar, que era sólo una etapa
avanzada del viejo imperialismo militar
y feudal zarista, se adaptaba también a
la estructura interna de la Unión
Soviética, en la que el aparato policial y
administrativo, centralizado en una
personalidad, desempeñaba un papel
principal. El estalinismo era una mezcla
de dictadura comunista personal y de
imperialismo militarista.
Estas formas de imperialismo
consistían en compañías por acciones,
absorción de las exportaciones de los
países de la Europa oriental mediante la
presión política a precios inferiores a
los del mercado mundial, formación
artificial de un “mercado socialista
mundial”, dirección de todos los actos
políticos de los partidos y Estados
subordinados, transformación del amor
tradicional de los comunistas a la
“Patria socialista” en deificación del
Estado soviético, Stalin y las prácticas
soviéticas.
¿Pero qué sucedió?
En la Unión Soviética misma se
realizó tranquilamente un cambio dentro
de la clase gobernante. Cambios
semejantes, en otro sentido, se
produjeron también en los países de la
Europa oriental. Las nuevas burocracias
nacionales han anhelado siempre la
creciente consolidación del poder y de
las relaciones de propiedad, pero al
mismo tiempo encontraban dificultades a
causa de la presión hegemónica del
gobierno soviético. Si anteriormente
habían tenido que renunciar a las
características nacionales para llegar al
poder, eso se convertía ahora en un
obstáculo para aumentar ese poder.
Además, al gobierno soviético se le hizo
imposible adherirse a la exorbitante y
peligrosa política exterior estalinista de
presión militar y aislamiento y,
simultáneamente, durante el período de
los movimientos coloniales generales,
mantener a los países europeos en un
cautiverio infame.
Los dirigentes soviéticos tuvieron
que admitir, tras largas vacilaciones y
una argumentación indecisa, que a los
dirigentes yugoeslavos se les acusaba
falsamente de ser hitleristas y espías de
los norteamericanos sólo porque
defendían su derecho a consolidarse y a
construir un sistema comunista a su
modo. Tito se convirtió en la
personalidad más importante del
comunismo contemporáneo. El principio
del comunismo nacional fue reconocido
oficialmente. Pero con eso Yugoeslavia
dejó de ser la creadora exclusiva de
innovaciones en el comunismo. La
revolución yugoeslava se apaciguó
convirtiéndose en rutina y se inició un
gobierno pacífico y realista. Eso no hizo
que aumentara el afecto entre los
enemigos del día anterior, ni terminó con
los desacuerdos. Fue simplemente el
comienzo de una nueva fase.
La Unión Soviética ha entrado ahora
en la fase predominantemente económica
y política de su plan de acción
imperialista. O por lo menos así parece
si se juzga por los hechos actuales.
Al presente el comunismo nacional
es un fenómeno general en el
comunismo. En diversos grados, todos
los movimientos comunistas —con
excepción del de la Unión Soviética,
contra la cual están dirigidos— son
nacionalistas. En su época, en el período
del ascendiente de Stalin, lo era también
el comunismo soviético. En esa época el
comunismo ruso abandonó el
internacionalismo, excepto como un
instrumento de su política exterior. Hoy
día se ve obligado, aunque vagamente, a
reconocer una nueva realidad en el
comunismo.
Al cambiar internamente, el
imperialismo soviético se vio obligado
también a alterar sus puntos de vista con
respecto al mundo exterior.
Abandonando los métodos
predominantemente administrativos,
avanzó hacia la gradual integración
económica con los países de la Europa
oriental. Eso se realiza por medio de la
planificación mutua en importantes
ramas de la economía a la que
contribuyen voluntariamente los
gobiernos comunistas locales, pues
todavía se sienten más débiles externa e
internamente.
Esa situación no puede durar mucho
tiempo, porque oculta una contradicción
fundamental. Por una parte las formas
nacionales del comunismo se hacen más
fuertes, pero por otra el imperialismo
soviético no disminuye. Tanto el
gobierno soviético como los de los
países de la Europa oriental, incluyendo
a Yugoeslavia, buscan, mediante
acuerdos y la cooperación, soluciones,
para los problemas comunes que
influyen en su naturaleza misma: la
preservación de una forma determinada
de autoridad y de propiedad. Sin
embargo, aunque sea posible la
cooperación con respecto a la
propiedad, no lo es con respecto a la
autoridad. Aunque se están dando las
condiciones para una mayor integración
con la Unión Soviética, se dan también,
con más rapidez, las condiciones que
llevan a la independencia de los
gobiernos comunistas de la Europa
oriental. La Unión Soviética no ha
renunciado a la autoridad en esos
países, ni los gobiernos de esos países
han renunciado a su anhelo de conseguir
algo semejante a la independencia de
Yugoeslavia. El grado de independencia
que consigan dependerá de fuerzas
internacionales e internas.
El reconocimiento de formas
nacionales de comunismo, que el
gobierno soviético ha hecho a
regañadientes, tiene una importancia
inmensa y oculta en sí peligros muy
considerables para el imperialismo
soviético.
Implica libertad de discusión hasta
cierto punto, lo que significa también
independencia ideológica. Ahora el
destino de ciertas herejías dentro del
comunismo dependerá no sólo de la
tolerancia de Moscú, sino también de
sus potencialidades nacionales. La
desviación de Moscú, que se esfuerza
por mantener su influencia en el mundo
comunista sobre una base “voluntaria” e
“ideológica”, no podrá ser contenida,
probablemente.
Moscú misma ya no es lo que era.
Por sí sola ha perdido el monopolio de
las ideas nuevas y el derecho moral a
prescribir la única “línea” permisible.
Al renunciar a Stalin ha dejado de ser el
centro ideológico. En Moscú misma
llega a su fin la época de los grandes
monarcas comunistas y de las grandes
ideas y comienza el reinado de la
burocracia comunista mediocre.
La “dirección colectiva” no previó
las dificultades y los fracasos que le
esperaban dentro del comunismo mismo,
externa o interiormente. ¿Pero qué podía
hacer? El imperialismo de Stalin era
exorbitante y extremadamente peligroso,
y, lo que es peor, ineficaz. Bajo su
mando no sólo el pueblo en general, sino
también los comunistas mismos,
refunfuñaban, y lo hacían en un momento
en que la situación internacional era muy
tensa.
El centro mundial de la ideología
comunista ya no existe; se halla en
proceso de completa desintegración. La
unidad del movimiento comunista
mundial está incurablemente herida. No
se ven las posibilidades de que se la
pueda restablecer. Sin embargo, así
como el cambio del régimen de Stalin a
la “dirección colectiva” no alteró la
naturaleza del sistema mismo en la
Unión Soviética, así también el
comunismo nacional no ha podido, a
pesar de sus crecientes posibilidades de
liberarse de Moscú, alterar su naturaleza
interna, que consiste en el manejo y el
monopolio totales de las ideas y la
propiedad por la burocracia del partido.
En realidad ha aliviado
significativamente la presión y
disminuido la velocidad en el
establecimiento de su monopolio de la
propiedad, sobre todo en las zonas
rurales, pero el comunismo nacional no
puede ni desea transformarse en algo
distinto del comunismo, y algo lo
arrastra siempre espontáneamente hacia
su fuente, hacia la Unión Soviética. No
podrá separar su destino de lo que lo
vincula con los otros países y
movimientos comunistas.
Las modificaciones nacionales en el
comunismo ponen en peligro al
imperialismo soviético, sobre todo al
imperialismo de la época de Stalin, pero
no al comunismo en conjunto ni en su
esencia. Al contrario, donde el
comunismo ejerce la dirección esos
cambios pueden incluir en su orientación
e inclusive fortalecer y hacerlo
aceptable en el exterior. El comunismo
nacional armoniza con el no
dogmatismo, es decir con la fase
antiestalinista en la evolución del
comunismo. En realidad es una forma
fundamental de esa fase.
3

EL comunismo nacional no puede


alterar la naturaleza de las actuales
relaciones internacionales entre los
Estados o dentro de los movimientos
obreros. Pero su papel en esas
relaciones puede ser muy importante.
Así, por ejemplo, el comunismo
yugoeslavo, como una forma de
comunismo nacional, desempeñó un
papel muy importante en el
debilitamiento del imperialismo
soviético y en la decadencia del
estalinismo dentro del movimiento
comunista. Los motivos de los cambios
que se producen en la Unión Soviética y
en los países de la Europa oriental se
encuentran, sobre todo, en los países
mismos. Aparecieron por primera vez en
Yugoeslavia, a la manera yugoeslava. Y
allí fue también donde actuaron
primeramente. Así, el comunismo
yugoeslavo, como comunismo nacional,
en el antagonismo con Stalin, originó
una nueva fase posestalinista en la
evolución del comunismo. Influyó
significativamente en los cambios
producidos en el comunismo mismo,
pero no influyó fundamentalmente en las
relaciones internacionales ni en los
movimientos obreros no comunistas.
La esperanza en que el comunismo
yugoeslavo pudiera evolucionar hacia el
socialismo democrático o en que
pudiera servir como puente entre la
democracia social y el comunismo ha
demostrado que no tenía base. Los
dirigentes yugoeslavos mismos se
hallaban en desacuerdo con respecto a
esta cuestión. Durante la presión
soviética sobre Yugoeslavia mostraron
un deseo ferviente de llegar a un
rapprochement con los
socialdemócratas. Sin embargo, en
1956, durante el período de paz con
Moscú, Tito anunció que tanto el
Cominform como la Internacional
Socialista eran innecesarios, a pesar de
que la Internacional Socialista había
defendido desinteresadamente a
Yugoeslavia mientras el Comintern la
atacaba diligentemente. Preocupados
con una política llamada de coexistencia
activa, que en su mayor parte
correspondía a sus intereses del
momento, los dirigentes yugoeslavos
declararon que las dos organizaciones
—el Cominform y la Internacional
Socialista— eran “inmoderadas”, sólo
porque eran supuestamente el producto
de dos bloques.
Los dirigentes yugoeslavos
confundían sus deseos con la realidad y
sus intereses momentáneos con
diferencias profundamente históricas y
sociales.
En todo caso, el Cominform era el
producto de los esfuerzos de Stalin para
crear un bloque militar oriental. No es
posible negar que la Internacional
Socialista está ligada con el bloque
occidental, o con el Pacto del Atlántico,
puesto que actúa dentro del marco de los
países de la Europa occidental. Pero
existiría aunque no existiera ese bloque.
Es, sobre todo, una organización de los
socialistas de los países avanzados de
Europa en los que existen la democracia
política y relaciones semejantes.
Las alianzas y los bloques militares
son manifestaciones temporarias, en
tanto que el socialismo occidental y el
comunismo oriental reflejan tendencias
mucho más permanentes y
fundamentales.
Los contrastes entre el comunismo y
la socialdemocracia no son la
consecuencia de principios diferentes
únicamente —de éstos menos que de
cualquier otra cosa—, sino de las
direcciones opuestas de las fuerzas
económicas e intelectuales. El
antagonismo entre Martov y Lenin en el
Segundo Congreso de los
socialdemócratas rusos realizado en
Londres en 1903 con respecto a la
cuestión del centralismo y la disciplina
mayores o menores en el partido —a lo
que Deutscher llama correctamente el
comienzo del mayor cisma de la historia
— tuvo mucha más importancia que la
que podían prever inclusive sus
iniciadores. Con ello se inició no sólo la
formación de dos movimientos, sino
también de dos sistemas sociales.
El cisma entre los comunistas y los
socialdemócratas es imposible de salvar
hasta que cambien las naturalezas
mismas de esos movimientos o las
condiciones que han causado las
diferencias entre ellos. En el transcurso
de medio siglo, a pesar de
rapprochements periódicos y aislados,
esas diferencias han aumentado en
general y sus características se han
individualizado todavía más. Al
presente la socialdemocracia y el
comunismo son no sólo dos
movimientos, sino también dos mundos.
El comunismo nacional, al separarse
de Moscú, no ha podido salvar ese
abismo, aunque puede rodearlo. Esto
quedó demostrado con la cooperación
de los comunistas yugoeslavos con los
socialdemócratas, que era más aparente
que real y más cortés que sincera, y que
no obtuvo resultados tangibles de
importancia para ninguna de las dos
partes.
Por razones completamente distintas,
no se ha realizado la unidad entre los
socialdemócratas occidentales y los
asiáticos. Las diferencias entre ellos no
eran tan grandes en esencia, o en
principio, como lo eran en la práctica.
Por razones nacionales propias, los
socialistas asiáticos tienen que
permanecer separados de los socialistas
europeos occidentales. Aun cuando se
oponen al colonialismo, los socialistas
occidentales, si bien no desempeñan un
papel principal, son representantes de
países que, sólo porque están más
avanzados, explotan a los países menos
avanzados. El contraste entre los
socialdemócratas asiáticos y los
occidentales es una manifestación de los
contrastes que existen entre los países
atrasados y los adelantados trasladados
a las filas del movimiento socialista. A
pesar de que habría que definir
rigurosamente las formas concretas de
ese contraste, la semejanza esencial —
por lo que se puede deducir actualmente
— es evidente e inevitable.
4

UN comunismo nacional semejante


al de Yugoeslavia en los partidos
comunistas de los Estados no comunistas
tendría una inmensa importancia
internacional. Podría tener una
importancia todavía mayor que en los
partidos comunistas que están en el
poder. Esto se aplica sobre todo a los de
Francia e Italia, que comprenden a una
gran mayoría de la clase trabajadora y
que son, juntamente con varios partidos
de Asia, los únicos que tienen mucha
importancia en el mundo no comunista.
Hasta ahora las manifestaciones de
comunismo nacional en esos partidos
han carecido de trascendencia y de
ímpetu. Sin embargo, han sido
inevitables. En fin de cuentas podrían
llevar a cambios profundos y esenciales
en ellos.
Esos partidos tienen que competir
con los socialdemócratas, quienes
pueden atraer a las masas descontentas
por medio de sus lemas y sus
actividades socialistas. Esta no es la
única razón para que esos partidos
terminen apartándose de Moscú.
Razones menos importantes pueden
verse en los periódicos e imprevistos
cambios de actitud del soviético y de
otros partidos comunistas gobernantes.
Esos cambios de actitud llevan a esos y
otros partidos comunistas no
gobernantes a “crisis de conciencia”,
pues tienen que censurar lo que el día
anterior ensalzaban y que cambiar
súbitamente de orientación. Ni la
propaganda opositora ni la presión
administrativa desempeñará un papel
fundamental en la transformación de
esos partidos.
Las causas básicas de la desviación
de esos partidos de Moscú se puede
encontrar en la naturaleza del sistema
social de los países en que actúan. Si se
hace evidente —lo que parece probable
— que la clase trabajadora de esos
países puede conseguir, mediante formas
parlamentarias, alguna mejora en su
situación, y también cambiar el sistema
social mismo, los obreros abandonarán
a los comunistas sin tener en cuenta sus
tradiciones, inclusive la revolucionaria.
Sólo pequeños grupos de comunistas
dogmáticos pueden contemplar
desapasionadamente la disociación de
los trabajadores; los dirigentes políticos
serios de una nación determinada se
esforzarán por evitarlo aun a costa de
debilitar sus vínculos con Moscú.
Las elecciones parlamentarias que
dan gran número de votos a los
comunistas en esos países no expresan
exactamente la verdadera fuerza de los
partidos comunistas. En un grado
importante son una expresión de
descontento y desilusión. Aunque ahora
sigan tercamente a los dirigentes
comunistas, las masas los abandonarán
con la misma facilidad en el momento en
que se haga evidente que esos dirigentes
sacrifican las instituciones nacionales o
las perspectivas concretas de la clase
trabajadora a su naturaleza burocrática o
a la “dictadura del proletariado” y los
lazos con Moscú.
Claro está que todo esto es pura
hipótesis. Pero inclusive al presente
esos partidos se encuentran en situación
difícil. Si realmente desean apoyar el
parlamentarismo, sus dirigentes tendrán
que renunciar a su índole
antiparlamentaria o atenerse a su
comunismo nacional, lo que, como no
están en el poder, llevaría a la
desintegración de sus partidos.
Los dirigentes de los partidos
comunistas de esos países se ven
obligados a realizar experimentos con la
idea del comunismo nacional y de
formas nacionales a causa de todos estos
factores: el fortalecimiento de la
posibilidad de que la transformación de
la sociedad y el mejoramiento de la
situación de los obreros se pueda
conseguir por medios democráticos; los
cambios de actitud de Moscú, cuyo
abandono del culto de Stalin trajo
consigo últimamente la destrucción del
centro ideológico; la competencia con
los socialdemócratas, las tendencias
hacia la unificación del Occidente sobre
una base tanto social como militar
profunda y duradera; el fortalecimiento
militar del bloque occidental, que ofrece
cada vez menos posibilidades de “ayuda
fraterna” por parte del ejército
soviético; y la imposibilidad de que se
produzcan nuevas revoluciones
comunistas sin una guerra mundial. Al
mismo tiempo el temor a los resultados
inevitables de una transición al
parlamentarismo y de una ruptura con
Moscú impiden que esos dirigentes
hagan algo de verdadera importancia.
Las diferencias sociales, cada vez más
profundas, entre el Oriente y el
Occidente actúan con una fuerza
implacable. El inteligente Togliatti está
perplejo y el robusto Thorez vacila. La
vida externa e interna del partido
comienza a dejarlos de lado.
Haciendo hincapié en que
actualmente un parlamento puede servir
como “una forma de transición al
socialismo”, Khrushchev trató en el XX
Congreso del Partido de facilitar la
manipulación de los partidos comunistas
en los “países capitalistas” y de
estimular la cooperación de los
comunistas con los socialdemócratas y
la formación de “Frentes Populares”.
Algo como esto le parecía realista,
según dijo, a causa de los cambios que
han tenido como consecuencia el
fortalecimiento del comunismo y por el
bien de la paz mundial. Con ello
reconocía tácitamente la evidente
imposibilidad de que se produzcan
revoluciones comunistas en los países
avanzados, así como la imposibilidad de
una mayor expansión del comunismo en
las condiciones actuales sin el peligro
de una nueva guerra mundial. El plan de
acción del Estado soviético se ha
reducido a un status quo, en tanto que el
comunismo ha descendido a la
adquisición gradual de nuevas
posiciones de una manera nueva.
Se ha iniciado realmente una crisis
en los partidos comunistas de los
Estados no comunistas. Si se vuelven
hacia el comunismo nacional corren el
peligro de abandonar su propia
naturaleza, y si no hacen eso tienen que
hacer frente a una pérdida de adherentes.
Sus dirigentes, los que representan el
espíritu del comunismo en esos partidos,
se verán obligados a apelar a las
manipulaciones más astutas y a medidas
inescrupulosas si han de salir de esa
contradicción. Es improbable que
puedan contener la desorientación y la
desintegración. Han llegado a un estado
de conflicto con las verdaderas
tendencias de la evolución en el mundo
y en sus países, que llevan
evidentemente a nuevas relaciones.
El comunismo nacional fuera de los
Estados comunistas lleva
inevitablemente a la renunciación del
comunismo mismo, o a la desintegración
de los partidos comunistas. Sus
posibilidades son al presente mayores
en los Estados no comunistas, pero,
evidentemente, sólo a costa de la
separación del comunismo mismo. Por
lo tanto, el comunismo nacional sólo
podrá imponerse en esos partidos con
dificultad y lentitud, por medio de
estallidos sucesivos.
En los partidos comunistas que no
están en el poder es evidente que el
comunismo nacional —a pesar de su
propósito de estimular el comunismo y
fortalecer su naturaleza— es
simultáneamente la herejía que roe al
comunismo como tal. El comunismo
nacional es en sí mismo contradictorio.
Su naturaleza es la misma que la del
comunismo soviético, pero aspira a
diferenciarse por algo propio: la
nacionalidad. En realidad, el comunismo
nacional es el comunismo en
decadencia.
EL MUNDO
ACTUAL
1

PARA determinar más claramente


la situación internacional del comunismo
contemporáneo es necesario trazar
brevemente un cuadro del mundo actual.
Los resultados de la primera guerra
mundial llevaron a la transformación de
la Rusia zarista en un nuevo tipo de
Estado, o en un país con nuevos tipos de
relaciones sociales. Internacionalmente
aumentó la diferencia entre el nivel
técnico y el ritmo de los Estados Unidos
y los de los países de la Europa
occidental. La segunda guerra mundial
iba a transformar esto en un abismo
infranqueable, de modo que sólo los
Estados Unidos no sufrieron cambios
importantes en la estructura de su
economía.
Las guerras no fueron la única causa
de ese abismo entre los Estados Unidos
y el resto del mundo; lo único que
hicieron fue acelerar su apertura. Las
razones para el rápido progreso de los
Estados Unidos pueden encontrarse,
indudablemente, en sus potencialidades
internas, en las condiciones naturales y
sociales y en el carácter de la economía.
El capitalismo norteamericano se
desarrolló en circunstancias diferentes
que las del capitalismo europeo y se
hallaba en su plenitud en el momento en
que el europeo había comenzado ya a
declinar.
En la actualidad el abismo tiene esta
amplitud: el 6 por ciento de la población
mundial, o sea la de los Estados Unidos,
produce el 40 por ciento de las
mercaderías y los servicios mundiales.
Entre la primera y la segunda guerras
mundiales los Estados Unidos
contribuyeron con el 33 por ciento de la
producción mundial; después de la
segunda guerra mundial contribuyen con
el 50 por ciento. Lo contrario sucede en
Europa (con exclusión de la Unión
Soviética), pues su contribución a la
producción mundial descendió del 68
por ciento en 1870 al 42 por ciento en el
período de 192529, y luego al 34 por
ciento en 1937 y el 25 por ciento en
1948, según datos de las Naciones
Unidas.
El desarrollo de la industria
moderna en las economías coloniales
tuvo también una importancia especial e
iba a hacer posible que la mayoría de
ellas consiguieran la libertad después de
la segunda guerra mundial.
En el período entre la primera y la
segunda guerra mundiales el capitalismo
pasó por una crisis económica tan
profunda y de consecuencias tan grandes
que sólo cerebros comunistas
dogmáticos dejaron de reconocerla. En
contraste con las crisis del siglo XIX, la
gran crisis de 1929 puso de manifiesto
que semejantes cataclismos significan al
presente un peligro para el orden social
mismo y hasta para la vida de la nación
en general. Los países avanzados —en
primer lugar los Estados Unidos—
tuvieron que encontrar los medios de
salir de la crisis poco a poco. Mediante
diversos métodos, los Estados Unidos
recurrieron a una economía planificada
en escala nacional. Los cambios en
relación con esto tuvieron una
importancia transcendental para los
países avanzados y para el resto del
mundo, aunque no fueron reconocidos lo
suficiente desde un punto de vista
teórico.
En ese período surgieron diversas
formas de totalitarismo en la Unión
Soviética y en algunos países
capitalistas como la Alemania nazi.
Alemania, en contraste con los
Estados Unidos, no fue capaz de
resolver el problema de su expansión
interna y externa con los medios
económicos normales. La guerra y el
totalitarismo (el nacional-socialismo)
eran las únicas salidas para los
monopolistas alemanes y se sometieron
al partido bélico y racista.
Como hemos visto, la Unión
Soviética recurrió al totalitarismo por
otras razones. Era la condición para su
transformación industrial.
Sin embargo, había otro elemento,
quizá no muy evidente, realmente
revolucionario para el mundo moderno.
Ese elemento eran las guerras modernas.
Éstas llevan a cambios substanciales
aunque no lleven a verdaderas
revoluciones. Al dejar tras sí una
devastación espantosa, modifican tanto
las relaciones mundiales como las
relaciones dentro de cada país.
El carácter revolucionario de las
guerras modernas se pone de manifiesto
no sólo en el hecho de que impulsan los
descubrimientos técnicos, sino, sobre
todo, en que modifican la estructura
económica y social. En Gran Bretaña la
segunda guerra mundial expuso y afectó
las relaciones hasta tal punto que se hizo
inevitable una nacionalización
considerable. La India, Birmania e
Indonesia salieron de la guerra como
países independientes. La unificación de
la Europa occidental se inició como
consecuencia de la guerra. Elevó a los
Estados Unidos y la Unión Soviética
como las dos potencias económicas y
políticas principales.
La guerra moderna afecta a la vida
de las naciones y de la humanidad en
general mucho más profundamente que
las guerras de épocas anteriores. Hay
dos razones para ello: La primera es que
la guerra moderna tiene que ser
inevitablemente total. Ninguna fuente
económica, humana o de otra clase
puede permanecer inexplotada, porque
el nivel técnico de la producción es ya
tan alto que hace imposible que queden
a un lado partes de una nación ni rama
alguna de la economía. La segunda razón
es que por los mismos motivos técnicos,
económicos y de otras clases el mundo,
en una medida incomparablemente
mayor, se ha convertido en un todo, de
modo que los menores cambios en una
parte producen reacciones en las otras
partes. Toda guerra moderna tiende a
convertirse en guerra mundial.
Esas revoluciones militares y
económicas invisibles alcanzan una
extensión y una importancia enormes.
Son más espontáneas que las
revoluciones hechas por la fuerza; es
decir, no están cargadas en gran parte
con elementos ideológicos y de
organización. En consecuencia, esas
revoluciones hacen posible registrar de
un modo más ordenado las tendencias de
los movimientos del mundo moderno.
El mundo tal como es actualmente y
como salió de la segunda guerra mundial
no es, evidentemente, el mismo de antes.
La energía atómica, que el hombre
ha arrancado del corazón de la materia y
arrebatado al cosmos, es el signo más
espectacular, pero no el único, de la
nueva época.
Los pronósticos comunistas oficiales
sobre el futuro de la raza humana
declaran que la energía atómica es el
símbolo de la sociedad comunista, así
como el vapor era el símbolo y la fuerza
del capitalismo industrial. Como quiera
que interpretemos este razonamiento
ingenuo y tendencioso, una cosa es
cierta: la energía atómica está
produciendo ya cambios en los diversos
países y en el mundo en conjunto. Pero
ciertamente esos cambios no apuntan
hacia el comunismo y el socialismo que
esos “teóricos” desean.
La energía atómica, como
descubrimiento, no es el fruto de una
nación, sino de un siglo de trabajo de
centenares de las inteligencias más
brillantes de numerosas naciones. Su
aplicación es también el resultado de los
esfuerzos, no sólo científicos, sino
también económicos, de cierto número
de países. Si el mundo no hubiera estado
ya unificado no habrían sido posibles el
descubrimiento ni la aplicación de la
energía atómica.
El efecto de la energía atómica
tenderá, en primer lugar, a unificar
todavía más al mundo. Entretanto
derribará inexorablemente todos los
obstáculos heredados: las relaciones de
propiedad y las sociales, pero sobre
todo los sistemas e ideologías
exclusivos y aislados, como el
comunismo tanto anterior como
posterior a la muerte de Stalin.
2

LA tendencia a la unificación del


mundo es la característica fundamental
de nuestro tiempo. Esto no significa que
el mundo no tendiera anteriormente a la
unidad, aunque de una manera diferente.
La tendencia a unir al mundo por medio
del mercado mundial dominaba ya a
mediados del siglo XIX. También esa fue
una época de economías capitalistas y
guerras nacionales. Por medio de esas
economías y guerras nacionales se
consiguió entonces una especie de
unidad mundial.
Llevó a cabo una mayor unificación
del mundo la destrucción de las formas
de producción precapitalistas en las
regiones atrasadas y la división de éstas
entre los países avanzados y sus
monopolios. Ese fue el período del
monopolio capitalista, las conquistas
coloniales y guerras en las que las
relaciones internas y los intereses de los
monopolios desempeñaban con
frecuencia un papel más decisivo que la
defensa nacional misma. Las tendencias
de esa época a la unidad mundial se
realizaron sobre todo mediante los
conflictos y las asociaciones del capital
monopolista. Esa era una unidad
superior a la del mercado. El capital que
fluía de fuentes nacionales se
derramaba, penetraba, se apoderaba y
dominaba al mundo entero.
Las actuales tendencias a la unidad
son evidentes en otros campos. Se las
puede encontrar en el alto nivel de
producción, en la ciencia contemporánea
y en el pensamiento científico y de otras
clases. Un mayor progreso de la unidad
ya no es posible sobre bases
exclusivamente nacionales o mediante la
división del mundo en esferas de
influencia individuales y monopolistas.
Las tendencias hacia esta nueva
unidad —unidad de producción— se
asientan en las bases ya alcanzadas en
etapas anteriores, es decir en la unidad
del mercado y la unidad del capital.
Tropiezan, no obstante, con relaciones
nacionales, gubernamentales y sobre
todo sociales, ya gastadas e
inadecuadas. En tanto que las
unificaciones anteriores se lograron
mediante luchas nacionales o conflictos
y guerras por esferas de interés, la
unificación contemporánea se está
logrando, y sólo puede lograrse así,
mediante la destrucción de las
relaciones sociales de los períodos
anteriores.
Nadie puede decir de una manera
terminante cómo se realizará la
coordinación y unificación de la
producción mundial, si mediante la
guerra o con medios pacíficos. Pero no
puede caber duda de que esa tendencia
no puede ser contenida.
El primer método de unificación, la
guerra, apresuraría esa unificación por
la fuerza, es decir mediante el dominio
de uno u otro grupo. Pero dejaría
inevitablemente detrás las chispas de
nuevas conflagraciones, discordias e
injusticias. La unificación por medio de
la guerra se realizaría a expensas de los
débiles y vencidos. Aunque la guerra
impusiese el orden en relaciones
determinadas, dejaría tras de sí
conflictos no resueltos y desavenencias
más profundas.
Porque el actual conflicto mundial se
desarrolla principalmente sobre la base
de la oposición entre sistemas, tiene el
carácter de conflicto de clases más que
de oposición entre naciones y Estados.
Ese es el motivo de su severidad y su
violencia extraordinarias. Toda guerra
futura sería una guerra civil mundial
entre gobiernos y naciones. No sólo
sería espantoso el desarrollo de la
guerra misma, sino que serían también
terribles sus efectos.
La unificación del mundo por
medios pacíficos, aunque más lenta, es
el único procedimiento juicioso,
saludable y justo.
Parece que la unificación del mundo
contemporáneo se llevará a cabo
mediante la oposición de sistemas, en
contraste con los tipos de oposición
nacionales mediante los cuales se
consiguió la unificación en períodos
anteriores.
Esto no significa que todos los
conflictos contemporáneos sean
simplemente conflictos entre sistemas.
Hay otros conflictos, inclusive los de
épocas anteriores. Pero la tendencia a la
unidad de producción mundial se pone
de manifiesto más clara y activamente
por medio del conflicto de sistemas.
Sería ilusorio esperar que la unidad
de producción mundial se consiga en el
futuro próximo. El proceso llevará
mucho tiempo, pues será el fruto de los
esfuerzos organizados de la economía y
otras fuerzas dominantes de la
humanidad, y porque la unidad de
producción completa no se puede
conseguir realmente. Las unificaciones
anteriores no se consiguieron como algo
definitivo; también esta unificación se
está logrando sólo como una tendencia,
como algo a que aspira la producción
por lo menos la de los países más
avanzados.
3

LA terminación de la segunda
guerra mundial confirmó ya la tendencia
a la división de sistemas en escala
mundial. Todos los países que cayeron
bajo la influencia soviética, e inclusive
partes de países (Alemania y Corea)
adoptaron más o menos el mismo
sistema, e igual ocurrió en el lado
occidental.
Los dirigentes soviéticos se daban
plena cuenta de ese proceso. Recuerdo
que en una reunión íntima realizada en
1945 Stalin dijo: “En la guerra moderna
el vencedor impondrá su sistema, lo que
no sucedía en las guerras pasadas”. Dijo
eso antes que terminara la guerra, en un
momento en que la amistad, la esperanza
y la confianza llegaban al máximo entre
los aliados. En 1948 nos dijo a nosotros,
los yugoeslavos y los búlgaros: “Ellas,
las potencias occidentales, harán un país
propio de la Alemania Occidental y
nosotros haremos lo mismo con la
Alemania Oriental. Eso es inevitable”.
Hoy día está de moda, y se justifica
hasta cierto punto, juzgar la política
soviética haciendo la distinción entre lo
que era antes y lo que es después de la
muerte de Stalin. Sin embargo, Stalin no
inventó los sistemas, ni quienes le han
sucedido creen en ellos más que él. Lo
que ha cambiado desde su muerte es el
método mediante el cual los dirigentes
soviéticos manejan las relaciones entre
los sistemas, no los sistemas mismos.
¿Acaso Khrushchev, en el XX Congreso
del Partido, no mencionó su “mundo
socialista”, su “sistema socialista
mundial” como algo separado y
especial? En la práctica eso no significa
más que la insistencia en una división en
sistemas, en un mayor exclusivismo del
sistema y el dominio hegemónico del
comunismo.
Porque el conflicto entre el
Occidente y el Oriente es esencialmente
un conflicto de sistemas tiene que tomar
el aspecto de una lucha ideológica. La
guerra ideológica no disminuye aunque
se llegue a avenencias temporarias y
narcotiza hasta dejarlas inconscientes
las mentes en los campos opuestos.
Cuanto más se agudiza el conflicto en
los campos material, económico y
político tanto más parece que están en
juego únicamente ideas puras.
Además de los que representan al
comunismo y el capitalismo, hay países
de un tercer tipo; los que se han liberado
de la dependencia colonial, como la
India, Indonesia, Birmania, los países
árabes, etcétera. Estos países se
esfuerzan por crear economías
independientes para librarse de la
dependencia económica. En ellos se
sobreponen varias épocas y cierto
número de sistemas, y sobre todo los
dos contemporáneos.
Estas naciones nuevas son,
principalmente por razones nacionales,
las defensoras más sinceras de los lemas
de soberanía nacional, paz,
entendimiento mutuo e ideas semejantes.
Pero no pueden eliminar el conflicto
entre los dos sistemas. Lo único que
pueden hacer es aliviarlo. Además
constituyen los campos de batalla entre
los dos sistemas. Su papel puede ser
importante y noble, pero no es decisivo
por el momento.
Es importante observar que ambos
sistemas pretenden que se haga de
acuerdo con uno u otro la unificación del
mundo. Ambos declaran que la unidad
mundial es necesaria, pero sus
posiciones son diametralmente opuestas.
La tendencia del mundo moderno a la
unidad se manifiesta y realiza mediante
una lucha entre fuerzas opuestas, una
lucha de una severidad extraordinaria en
tiempos de paz.
Las expresiones ideológicas y
políticas de esa lucha son la democracia
occidental y el comunismo oriental.
Como las tendencias no organizadas
a la unificación se manifiestan con más
fuerza en el Occidente, a causa de la
democracia política y el mayor nivel
técnico y cultural, el Occidente parece
ser también el defensor de la libertad
política e intelectual.
En esos países uno de esos sistemas
de propiedad característicos puede
contener o estimular esa tendencia, lo
que depende de las circunstancias. Sin
embargo, la aspiración a la unidad se
extiende. Un obstáculo concreto para
ella lo constituyen los monopolios.
Éstos desean también la unidad, por su
propio interés, pero desean realizarla
mediante un método ya anticuado: en la
forma de esferas de influencia. Sin
embargo, sus opositores, por ejemplo
los laboristas ingleses, son también
partidarios de la unificación, pero de
una manera diferente. La tendencia a la
unidad es también fuerte en Gran
Bretaña, que ha realizado la
nacionalización. También los Estados
Unidos realizan la nacionalización, en
una escala todavía mayor, pero no
modificando la forma de la propiedad,
sino poniendo en manos del gobierno
una parte considerable de la renta
nacional. Si los Estados Unidos lograran
una economía completamente
nacionalizada, las tendencias a la
unificación del mundo contemporáneo
recibirían un impulso todavía mayor.
4

LA ley de la sociedad y del hombre


es aumentar y perfeccionar la
producción. Esta ley se pone de
manifiesto en el nivel contemporáneo de
la ciencia, la tecnología, el pensamiento,
etcétera, como una tendencia a la
unificación de la producción mundial.
Se trata de una tendencia que, por regla
general, es tanto más irresistible si
implica a personas de un alto nivel
cultural y material.
Las tendencias occidentales a la
unificación mundial son la expresión de
necesidades económicas, técnicas y de
otras clases y, tras ellas, de la propiedad
política y otras fuerzas. El cuadro es
distinto en el campo soviético. Aunque
no hubiera habido otros motivos, el
Oriente comunista, por hallarse más
atrasado, se habría visto obligado a
aislarse económica e ideológicamente y
a compensar con medidas políticas sus
debilidades económicas y de otras
clases.
Puede parecer extraño, pero es
cierto: la llamada propiedad socialista
del comunismo es el principal obstáculo
para la unificación mundial. El dominio
colectivo y total de la nueva clase crea
un sistema político y económico aislado
que impide la unificación del mundo.
Ese sistema sólo puede cambiar y
cambia muy lentamente y casi nunca en
lo que respecta a la mezcla y el
entrelazamiento con otros sistemas para
alcanzar una mayor consolidación. Sólo
cambia con el propósito de aumentar su
propia fuerza. Como lleva a un tipo
especial de propiedad, gobierno e ideas,
este sistema se aísla inevitablemente. E
inevitablemente se inclina hacia el
exclusivismo.
Un mundo unido que desean
inclusive los dirigentes soviéticos sólo
puede ser imaginado por ellos como más
o menos idéntico al de ellos y como de
ellos. La coexistencia pacífica de los
sistemas de que hablan no significa para
ellos el entrelazamiento de diversos
sistemas, sino la continuación estática
de un sistema al lado de otro, hasta que
el otro sistema —el capitalista— sea
vencido o corroído desde adentro.
La existencia del conflicto entre los
dos sistemas no significa que hayan
terminado los conflictos nacionales y
coloniales. Al contrario, son los
antagonismos de carácter nacional y
colonial los que ponen de manifiesto el
conflicto fundamental. La disputa por el
canal de Suez a duras penas dejó de
convertirse en una contienda entre los
dos sistemas, en vez de seguir siendo lo
que era: una disputa entre el
nacionalismo egipcio y el comercio
mundial, el que, por una coincidencia,
estaba representado por las viejas
potencias coloniales Gran Bretaña y
Francia.
Una tensión extrema en todos los
aspectos de la vida internacional ha sido
la consecuencia inevitable de
semejantes relaciones. La guerra fría se
ha convertido en el estado normal del
mundo moderno en tiempo de paz. Sus
formas han variado y siguen cambiando;
esa guerra se hace más suave o más
severa, pero ya no es posible eliminarla
en las condiciones actuales.
Primeramente sería necesario eliminar
algo mucho más profundo, algo que está
en la naturaleza del mundo
contemporáneo, de los sistemas
contemporáneos y especialmente del
comunismo. La guerra fría, al presente la
causa de una tensión creciente, es el
producto de otros factores más
profundos y cuyo antagonismo se daba
ya anteriormente.
El mundo en que vivimos es un
mundo inseguro, un mundo de horizontes
pasmosos e insondables que la ciencia
está revelando a la humanidad; es
también un mundo de terribles temores a
una catástrofe cósmica, amenazado por
los modernos métodos de guerra.
Este mundo cambiará de una manera
u otra. No puede seguir como está,
dividido y con una aspiración
irresistible a la unidad. Las relaciones
mundiales que surjan finalmente de este
embrollo no serán ideales ni dejarán de
provocar fricción, pero serán mejores
que las actuales.
Sin embargo, el actual conflicto de
sistemas no indica que la humanidad se
encamine hacia un sistema único. Los
conflictos de este tipo demuestran
únicamente que la mayor unificación del
mundo, o, más exactamente, la
unificación de la producción mundial, se
logrará mediante el conflicto entre los
sistemas.
La tendencia a la unificación de la
producción mundial no puede llevar al
mismo tipo de producción en todas
partes, es decir a las mismas formas de
propiedad, gobierno, etcétera. Esta
unidad de producción expresa la
aspiración a la eliminación de los
obstáculos heredados y artificiales que
se oponen al florecimiento y la mayor
eficiencia de la producción moderna.
Significa un ajuste más completo de la
producción a las condiciones locales,
naturales, nacionales y de otras clases.
La tendencia a la unificación lleva
realmente a una coordinación y un uso
mayores de la producción mundial
potencial.
Es una suerte que no prevalezca en
el mundo un solo sistema. Al contrario,
lo malo es que haya tan pocos sistemas
diferentes. Pero lo realmente malo es,
sobre todo, la naturaleza exclusiva y
aislada de los sistemas, cualquiera que
sea su clase.
Las diferencias cada vez mayores
entre las unidades sociales, los Estados
y los sistemas políticos, juntamente con
la eficiencia cada vez mayor de la
producción, constituyen una de las leyes
de la sociedad. Los pueblos se unen y el
hombre se ajusta cada vez más al mundo
que lo rodea, pero al mismo tiempo se
hace cada vez más personal.
El mundo futuro será probablemente
más variado y, no obstante, más
unificado. Su unificación inminente será
posible gracias a la variedad, y no a la
semejanza en el tipo y la personalidad.
Por lo menos así es como ha venido
sucediendo hasta ahora. La igualdad de
tipo y personalidad significarían la
esclavitud y el estancamiento y no un
grado de libertad para la producción
mayor que el actual.
Una nación que no se dé cuenta de
los verdaderos procesos y tendencias
mundiales tendrá que pagar caro por
ello. Quedará retrasada inevitablemente
y al final deberá ajustarse a la
unificación del mundo, cualquiera sea su
fuerza numérica y militar. Ninguna
evitará eso, así como en el pasado
ninguna nación podía resistir la
penetración del capital y la vinculación
con otras naciones por medio del
mercado mundial.
Esa es también la razón de que al
presente toda economía autárquica, o
sea exclusiva y nacional —cualquiera
que sea su forma de propiedad o de
orden político, o inclusive su nivel
técnico— cae necesariamente en
contradicciones irresolubles y en el
estancamiento. Eso es cierto también
con respecto a los sistemas sociales, las
ideas, etcétera. El sistema aislado sólo
puede ofrecer un modo de vivir muy
modesto; no puede progresar y resolver
los problemas que plantean las técnicas
y las ideas modernas.
Incidentalmente, la evolución
mundial ha destruido ya la teoría
comunista-estalinista de la posibilidad
de construir una sociedad socialista o
comunista en un solo país y traído
consigo el fortalecimiento del
despotismo totalitario, o sea del
dominio absoluto de una nueva clase
explotadora.
En estas circunstancias, la
construcción de una sociedad socialista,
comunista o de cualquier otra clase en
un país, o en un gran número de países
aislados del mundo en general, tiene
como consecuencia inevitable la
autarquía y la consolidación del
despotismo. Causa también el
debilitamiento de las potencialidades
nacionales para el progreso económico
y social de los países interesados. Es
posible obtener, en armonía con las
crecientes aspiraciones económicas y
democráticas del mundo, más pan y
libertad para la gente en general, una
distribución más justa de los bienes y un
ritmo normal en el desarrollo
económico. La condición para esto es la
modificación de las relaciones de
propiedad y políticas existentes, sobre
todo las del comunismo, pues
constituyen, a causa del monopolio de la
clase gobernante, el obstáculo más
serio, aunque no el único, para el
progreso nacional y mundial.
5

LA tendencia a la unificación ha
producido cambios en las relaciones de
propiedad también por otras razones.
El papel creciente, e inclusive
decisivo, de los órganos del gobierno en
la economía, y en gran parte también en
la propiedad es, asimismo, una
expresión de la tendencia a la
unificación mundial. Es cierto que se
manifiesta de diferentes modos en los
diversos sistemas y países, y hasta como
un obstáculo en los lugares donde, como
en los países comunistas, la propiedad
estatal misma oculta el monopolio y el
dominio total de una nueva clase.
En Gran Bretaña la propiedad
privada, o, más exactamente,
monopolista, ha perdido ya legalmente
su santidad y pureza mediante la
nacionalización laborista. Más del
veinte por ciento de la fuerza productora
británica ha sido nacionalizada. En los
países escandinavos se desarrolla,
además de la propiedad del Estado, un
tipo cooperativo de propiedad
colectiva.
El creciente papel del gobierno en la
economía es especialmente
característico de los países que hasta
hace poco tiempo eran colonias o
semidependientes, ya tengan un gobierno
socialista (Birmania), una democracia
parlamentaria (India) o una dictadura
militar (Egipto). El gobierno hace la
mayoría de las inversiones, maneja las
exportaciones, se queda con una gran
parte de los fondos de exportación,
etcétera. El gobierno aparece en todas
partes como un iniciador de la
transformación económica y la
nacionalización es la forma de
propiedad que se da con más frecuencia.
La situación no es distinta en los
Estados Unidos, el país donde se ha
desarrollado más el capitalismo. No
sólo pueden ver todos el papel cada vez
más importante que desempeña el
gobierno en la economía desde la gran
crisis (1929) hasta el presente, sino que
son muy pocas las personas que niegan
que ese papel es inevitable.
James Blaine Walker lo destaca en
The Epic of American Industry:[6] “La
creciente intimidad entre el gobierno y
la vida económica ha sido una de las
características más notables del siglo
XX”.
Walker dice que en 1938 estaba
socializado alrededor del 20 por ciento
de la renta nacional, en tanto que en
1940 la cifra subió a por lo menos el 25
por ciento. La planificación sistemática
de la economía nacional por el gobierno
comenzó con Roosevelt. Al mismo
tiempo han aumentado el número de los
trabajadores del Estado y las funciones
de éste, sobre todo las del gobierno
federal.
Johnson y Kross, en The Origins
and Development of the American
Economy[7], llegan a las mismas
conclusiones. Afirman que la
administración ha sido separada de la
propiedad y que el papel del gobierno
como acreedor se ha hecho mucho más
importante. “Una de las principales
características del siglo XX —dicen—
es el aumento constante de la influencia
del gobierno, sobre todo del gobierno
federal, en los asuntos económicos”.
En su obra The American Way[8],
Shepard B. Clough cita cifras que
ilustran esas afirmaciones. Los gastos y
las deudas públicas del gobierno
federal, según él, han ido aumentando
del siguiente modo:

Año Gastos del gobierno


federal (en millones de dólares)
Deudas públicas (Federales) (en
miles de dólares): 1870 309,6 /
2.436.453 - 1940 8998,1 /
42.967.531 - 1950 40.166,8 /
256.708.000

En esta obra habla Clough de la


“revolución administrativa”, como llama
él a la aparición de administradores
profesionales sin los cuales ya no
pueden actuar los propietarios. Su
número, papel y solidaridad crecen
continuamente en los Estados Unidos y
en ese país no surgen ya hombres de
gran genio comercial como John D.
Rockefeller, John Wanamaker, Charles
Schwab y otros.
Fainsod y Gordon, en Government
and the American Economy[9], observan
que el gobierno ha desempeñado ya un
papel en la economía y diversos grupos
sociales han tratado de utilizar ese papel
en la vida económica. Sin embargo,
ahora hay diferencias esenciales. Dicen
que el papel regulador del gobierno ha
aparecido no sólo en la esfera del
trabajo, sino también en la de la
producción, en ramas de la economía tan
importantes para la nación como los
transportes, el gas natural, el carbón y el
petróleo. “Cambios recientes y de gran
alcance eran también evidentes en la
forma de una expansión de la empresa
pública y de un interés mayor por la
conservación de los recursos naturales y
humanos. La empresa pública adquirió
una importancia particular en el campo
de la banca y el crédito, en la
electricidad y en la provisión de
viviendas baratas”. Comentan que el
gobierno ha comenzado a desempeñar un
papel mucho más importante que el que
desempeñaba hace medio siglo, e
inclusive hace diez años. “El resultado
de esos acontecimientos ha sido la
creación de una ‘economía mixta’’, una
economía en la que existen juntas la
empresa pública, la empresa privada
dirigida en parte por el gobierno y la
empresa privada relativamente no
dirigida”.
Estos y otros autores citan diversos
aspectos de ese proceso y del
crecimiento de las necesidades que
siente la sociedad de ayuda social,
educación y otros beneficios semejantes,
que proporcionan los órganos del
gobierno; así como el continuo aumento,
tanto relativo como absoluto, en el
número de personas empleadas por el
gobierno.
Se comprende que este proceso
recibiera un gran impulso y se
intensificara durante la segunda guerra
mundial a causa de las necesidades
militares. Sin embargo, después de la
guerra no se apaciguó, sino que continuó
a un ritmo más rápido que en el período
de la preguerra. Eso no se debía
únicamente a que estuviera en el poder
el Partido Demócrata. El gobierno
republicano de Eisenhower, elegido en
1952 con el lema de la vuelta a la
iniciativa privada, no pudo cambiar
esencialmente nada. Lo mismo le
sucedió al gobierno conservador en
Gran Bretaña: no consiguió llevar a
cabo la desnacionalización salvo en la
industria del acero. Su papel en la
economía, en comparación con el del
gobierno laborista, no ha disminuido
esencialmente, aunque tampoco ha
aumentado.
La intervención del gobierno en la
economía es evidentemente el resultado
de tendencias objetivas que penetraron
en la conciencia del pueblo desde hace
mucho tiempo. Todos los economistas
serios, comenzando con Keynes, han
defendido la intervención del Estado en
la economía. Ahora esto se halla más o
menos de actualidad en todo el mundo.
La intervención del Estado y la
propiedad estatal son al presente un
factor esencial y en algunos lugares
determinante de la economía.
De esto casi se podría sacar la
conclusión de que no existe diferencia ni
una fuente de conflicto en el hecho de
que en el sistema oriental el Estado
desempeña el papel principal, en tanto
que en el sistema occidental la que
desempeña el papel principal es la
propiedad privada, o la propiedad de
los monopolios y compañías. Esa
conclusión parece tanto más justificada
por cuanto el papel de la propiedad
privada está disminuyendo poco a poco
en el Occidente, en tanto que crece el
papel del Estado.
No es ese el caso, sin embargo.
Aparte de las otras diferencias entre los
sistemas, hay una esencial en la
propiedad estatal y en el papel del
Estado en la economía. Aunque la
propiedad estatal existe técnicamente en
cierta medida en ambos sistemas, se
trata de tipos de propiedad diferentes e
inclusive contradictorios. Esto se aplica
también al papel del Estado en la
economía.
Ni un solo gobierno occidental actúa
como propietario con relación a la
economía. En realidad, un gobierno
occidental no es el dueño de la
propiedad nacionalizada ni el de los
fondos que recauda mediante los
impuestos. No puede ser el dueño
porque está sujeto al cambio. Tiene que
administrar y distribuir esa propiedad
bajo la fiscalización del parlamento. En
el curso de la distribución de la
propiedad está sometido a diversas
influencias, pero no es el dueño. Lo
único que hace es administrar y
distribuir, bien o mal, una propiedad que
no le pertenece.
Eso no sucede en los países
comunistas. En ellos el gobierno
administra y distribuye la propiedad
nacional. La nueva clase, o su órgano
ejecutivo, la oligarquía del partido,
actúa como dueña y es la dueña. El
gobierno más reaccionario y burgués ni
sueña con semejante monopolio de la
economía.
Las semejanzas superficiales en la
propiedad en el Occidente y el Oriente
son en realidad diferencias reales y
profundas, e inclusive elementos
antagónicos.
6

DESPUÉS de la primera guerra


mundial, las formas de propiedad
fueron, probablemente, el motivo
esencial de los conflictos entre el
Occidente y la Unión Soviética. Los
monopolios desempeñaban entonces un
papel mucho más importante y no podían
aceptar la idea de que una parte del
mundo, específicamente la Unión
Soviética, escapase a su dominio. La
burocracia comunista acababa de
convertirse en la clase gobernante.
Las relaciones de propiedad han
sido siempre vitales para la Unión
Soviética en sus tratos con otros países.
Siempre que era posible imponía por la
fuerza su tipo peculiar de propiedad y
de relaciones políticas. Por mucho que
desarrollase así sus relaciones
comerciales con el resto del mundo, ello
no podía pasar del mero intercambio de
mercaderías que se había creado durante
el período de los Estados nacionales. Lo
mismo sucedió en Yugoeslavia en el
período de su antagonismo con Moscú.
Yugoeslavia no podía llevar a cabo
ninguna clase de cooperación económica
importante fuera del intercambio de
mercaderías, aunque tenía y sigue
teniendo esperanzas de conseguirlo. Su
economía también ha seguido aislada.
Hay otros elementos que complican
este cuadro y esas relaciones. Si el
fortalecimiento de las tendencias
occidentales a la unidad mundial de la
producción puede no significar una
ayuda a los países poco desarrollados,
en la práctica llevará al ascendiente de
una nación —los Estados Unidos—, o,
en el mejor caso, de un grupo de
naciones.
A causa del intercambio mismo, la
economía y la vida nacional de los
países poco desarrollados son
explotadas y obligadas a subordinarse a
los países avanzados. Esto significa que
los países poco desarrollados sólo
pueden defenderse por medios políticos
y encerrándose en su voluntad de
sobrevivir. Este es uno de los medios.
El otro es recibir ayuda del exterior, de
los países más avanzados. No hay un
tercer medio. Hasta ahora apenas se ha
iniciado el segundo procedimiento: la
ayuda en cantidades insignificantes.
Al presente la diferencia entre el
obrero norteamericano y el indonesio es
mayor que la que existe entre el obrero y
el accionista rico en los Estados Unidos.
En 1949 cada habitante de los Estados
Unidos ganaba un término medio de
1440 dólares mensuales; el obrero
indonesio ganaba solamente 27 dólares,
según los datos de las Naciones Unidas.
Y se conviene generalmente en que las
diferencias materiales y de otras clases
entre los países avanzados y los poco
desarrollados no disminuyen, sino que,
por lo contrario, crecen.
La desigualdad entre los países
occidentales desarrollados y los poco
desarrollados se manifiesta como
principalmente económica. La
tradicional dominación política por
parte de gobernadores y señores locales
está ya en camino de desaparecer.
Ahora, por regla general, la economía
de un gobierno nacional poco
desarrollado pero políticamente
independiente se subordina a la de algún
otro país.
Hoy día ningún pueblo particular
puede aceptar de buena gana esas
relaciones subordinadas, así como
tampoco puede ningún pueblo particular
renunciar voluntariamente a las ventajas
que hace posibles una mayor
productividad.
Pedir a los obreros norteamericanos
o de la Europa occidental —para no
mencionar a los propietarios— que
renuncien voluntariamente a los
beneficios que les ofrece el alto nivel
técnico y el trabajo más productivo es
tan inimaginable como sería convencer a
los asiáticos pobres de que deben
sentirse felices al recibir tan poco por
su trabajo.
La ayuda mutua entre los gobiernos y
la eliminación gradual de la desigualdad
económica y de otras clases entre los
pueblos deben nacer de la necesidad
para convertirse en hijos de la buena
voluntad.
En general, la ayuda económica sólo
se ha prestado hasta ahora en los casos
en que los países poco desarrollados
con bajo poder adquisitivo y escasa
producción se han convertido en una
carga para los países desarrollados. El
conflicto actual entre los dos sistemas es
el obstáculo principal para la extensión
de la verdadera ayuda económica. Esto
no se debe únicamente a que se invierten
grandes cantidades de dinero en las
necesidades militares y otras
semejantes, las relaciones
contemporáneas impiden también el
florecimiento de la producción y su
tendencia a la unificación,
obstaculizando así la ayuda a los países
poco desarrollados y el progreso de los
países desarrollados mismos.
Las diferencias materiales y de otras
clases entre los países avanzados y los
poco desarrollados se han registrado
también en su vida interna. Sería
completamente erróneo interpretar la
democracia en el Occidente sólo como
una expresión de la solidaridad de las
naciones ricas en el saqueo de las
pobres. Los países occidentales eran
democráticos mucho tiempo antes de la
época de los beneficios extraordinarios
coloniales, aunque en un nivel inferior al
actual. La única relación entre la
democracia actual de los países
occidentales y la del período en que
vivieron Marx y Lenin consiste en la
continuidad entre ambos períodos. La
semejanza entre la democracia del
pasado y la del presente no es mayor
que la que existe entre el capitalismo
liberal o monopolista y el estatismo
moderno.
En su obra In Place of Fear, el
socialista británico Ancurin Bevan
observa:

“Es necesario distinguir entre


la intención del liberalismo y sus
realizaciones. Su intención
consistía en conquistar el poder
para las nuevas formas de
propiedad creadas por la
revolución industrial. Lo que hizo
fue conquistar el poder político
para el pueblo con independencia
de la propiedad”.[10]
“La función de la democracia
parlamentaria, bajo el derecho
político universal, considerada
históricamente, es exponer el
privilegio de la riqueza al ataque
del pueblo. Es una espada que
apunta al corazón del derecho de
propiedad. El lugar donde se
plantean los problemas es el
Parlamento”.[11]

La observación de Bevan se aplica a


Gran Bretaña. Se la podría aplicar
también a otros países occidentales,
pero sólo a los occidentales.
En el Occidente se han hecho
dominantes los medios económicos que
llevan hacia la unificación mundial. En
el Oriente, en el lado comunista, han
predominado siempre los medios
políticos para llegar a esa unificación.
La Unión Soviética sólo es capaz de
“unir” lo que conquista. Desde este
punto de vista ni siquiera el nuevo
régimen puede cambiar nada
esencialmente. Según sus ideas, son
pueblos oprimidos únicamente aquellos
a los que impone su dominio_ algún otro
gobierno, no el soviético. El gobierno
soviético subordina su ayuda a otros,
inclusive los préstamos, a sus
necesidades políticas.
La economía soviética no ha llegado
todavía al punto en que podría llevar a
la unificación de la producción mundial.
Sus contradicciones y dificultades nacen
principalmente de fuentes internas. El
sistema mismo puede seguir
sobreviviendo a pesar de su aislamiento
del mundo exterior. Esto es
enormemente costoso, pero se consigue
mediante el uso amplio de la fuerza. Sin
embargo, esta situación no puede durar
mucho tiempo; hay que llegar al límite.
Y éste será el comienzo del fin de un
dominio ilimitado por la burocracia
política, o sea por la nueva clase.
El comunismo contemporáneo
podría contribuir a alcanzar la meta de
la unificación mundial principalmente
por medios políticos, mediante la
democratización interna y haciéndose
más accesible al mundo exterior. Pero
todavía está lejos de eso. ¿Es realmente
capaz de semejante cosa?
¿Qué idea se hace el comunismo de
sí mismo y del mundo exterior?
En un tiempo, durante el período de
los monopolios, el marxismo
modificado por Lenin concebía las
relaciones internas y externas en que
habían caído la Rusia zarista y otros
países semejantes con cierta exactitud.
Con el estímulo de ese cuadro luchó y
venció el movimiento encabezado por
Lenin. En la época de Stalin esa misma
ideología, modificada nuevamente, era
realista hasta el punto de que definía,
casi exactamente, la posición y el papel
del nuevo Estado en las relaciones
internacionales. El Estado soviético, o
la nueva clase, se hallaba en buena
posición exterior e interiormente, y
subordinaba a sí mismo todo lo que
podía adquirir.
Ahora a los dirigentes soviéticos se
les hace difícil orientarse. Ya no son
capaces de ver la realidad
contemporánea. El mundo que ven no es
el que existe realmente. Es el que existía
en otro tiempo o el que ellos desearían
que existiera.
Ateniéndose a dogmas anticuados,
los dirigentes comunistas creían que
todo el resto del mundo se estancaría y
destruiría gracias a los conflictos y las
luchas. No sucedió eso. El Occidente
progresó económica e intelectualmente.
Demostró que se hallaba unido siempre
que amenazaba el peligro de otro
sistema. Las colonias se liberaron, pero
no se hicieron comunistas, ni eso las
llevó a una ruptura con las madres
patrias respectivas.
No se produjo el derrumbe del
capitalismo occidental a causa de las
crisis y las guerras. En 1949 Vishinsky,
en las Naciones Unidas, en nombre de la
dirección soviética, predijo el comienzo
de otra gran crisis en los Estados Unidos
y en el capitalismo. Sucedió lo
contrario. Y eso no fue parque el
capitalismo sea bueno o malo, sino
porque el capitalismo denostado por los
dirigentes soviéticos ya no existe. Los
dirigentes soviéticos no podían ver que
la India, los Estados árabes y otros
países se habían hecho independientes
hasta que comenzaron a aprobar, por
razones propias, los puntos de vista
soviéticos en política exterior. Los
dirigentes soviéticos no comprendían ni
comprenden ahora la democracia social.
En cambio la miden con la vara con que
miden la suerte de los socialdemócratas
en su propia zona. Basando su
pensamiento en el hecho de que su país
no alcanzó el desarrollo que preveían
los socialdemócratas, los dirigentes
soviéticos concluyen que la
socialdemocracia en el Occidente es
también irreal y “traicionera”.
Esto es también cierto con respecto
a su evaluación del conflicto
fundamental, el conflicto entre los
sistemas, o la tendencia básica a la
unificación de la producción. También a
este respecto su evaluación está
desenfocada.
Declaran que este conflicto es una
lucha entre dos sistemas sociales
diferentes. En uno de ellos —el suyo,
por supuesto— no hay clases, según
afirman, o las clases están en proceso de
liquidación, y la suya es propiedad
estatal. En el otro sistema —el
extranjero— hay, según insisten en
decir, furiosas luchas de clases y crisis
económicas, todos los bienes materiales
se hallan en manos de individuos
particulares y el gobierno es sólo el
instrumento de un puñado de
monopolistas codiciosos. Con esta
visión del mundo, creen que los
conflictos actuales habrían sido evitados
si no hubieran predominado en el
Occidente esas relaciones.
En esto está la dificultad.
Aunque las relaciones en Occidente
fueran como les gustaría a los
comunistas que fuesen, el conflicto
continuaría. Quizá sería todavía más
severo en ese caso. Pues no sólo
diferirían las formas de la propiedad,
sino que se darían también aspiraciones
diferentes y opuestas, apoyadas por la
técnica moderna y los intereses vitales
de naciones enteras, en las que varios
grupos, partidos y clases se esfuerzan
por resolver el mismo problema de
acuerdo con sus necesidades.
Cuando los dirigentes soviéticos
consideran a los países occidentales
modernos como instrumentos ciegos de
los monopolios, se equivocan tanto
como cuando interpretan su propio
sistema como una sociedad sin clases en
la que la propiedad está en manos de la
sociedad. Ciertamente, los monopolios
desempeñan un papel importante en la
política de los países occidentales, pero
en ningún caso es ese papel tan grande
como lo era antes de la primera guerra
mundial, ni siquiera antes de la segunda.
Hay en el fondo algo nuevo y más
esencial: una aspiración irresistible a la
unificación del mundo. Esto se
manifiesta ahora más fuertemente
mediante el estatismo y la
nacionalización, o mediante el papel del
gobierno en la economía, que por medio
de la influencia y la acción de los
monopolios.
En la medida en que una clase o un
partido o un dirigente reprime
completamente la crítica, o ejerce el
poder absoluto, incurre inevitablemente
en un juicio de la realidad irrealista,
egoísta y pretencioso.
Esto está sucediendo al presente a
los dirigentes comunistas. No son
dueños de sus actos, sino que la realidad
los obliga a realizarlos. Esto tiene sus
ventajas; ahora son más prácticos que
antes. Sin embargo, tiene también sus
desventajas, porque esos dirigentes
carecen fundamentalmente de opiniones
realistas, o por lo menos
aproximadamente realistas. Pasan más
tiempo defendiéndose de la realidad
mundial y atacándola que
acostumbrándose a ella. Su adhesión a
un dogma anticuado los incita a actos
insensatos de los cuales, después de
pensarlo mejor, se arrepienten
constantemente, pero con la cabeza
ensangrentada. Esperemos que
prevalezca en ellos la sensatez.
Ciertamente, si los comunistas
interpretasen al mundo en forma real,
quizá saldrían perdiendo como tales,
pero ganarían como seres humanos,
como parte de la raza humana.
En todo caso, el mundo cambiará y
avanzará en la dirección en que se ha
estado moviendo y debe seguir
haciéndolo: hacia una unidad, un
progreso y una libertad mayores. La
fuerza de la realidad y la fuerza de la
vida han sido siempre mayores que
cualquier clase de fuerza bruta y más
reales que cualquier teoría.

FIN
MILOVAN ĐILAS o DJILAS (en serbio
cirílico: Милован Ђилас) (4 de junio
de 1911 – 20 de abril de 1995) Político,
revolucionario y escritor yugoslavo,
nacido en Mojkovac, Montenegro,
militante comunista, combatiente del
movimiento partisano contra la invasión
nazi-fascista, y luego importante líder
del gobierno comunista de Yugoslavia
tras la Segunda Guerra Mundial. Fue
posteriormente crítico del sistema
político yugoslavo aunque sin abjurar de
sus ideas marxistas.
Notas
[1]Nueva York, Frederick A. Praeger,
1953. <<
[2]Selected Works, Vol. X; Nueva York,
International Publishers, 1936. <<
[3]
Nueva York, International Publishers,
1939. <<
[4] Nueva York, Prentice-Hall, 1951. <<
[5] De Bolshevism: Practice and
Theory; Nueva York, Harcourt. Brare
and Howe. <<
[6] Nueva York, Harper, 1949. <<
[7] Nueva York, Prentice-Hall, 1953. <<
[8] Nueva York, T. Y. Crowell, 1953. <<
[9] Nueva York, W. W. Norton, 1941. <<
[10]
Página 9, edición de Nueva York,
Simon and Schuster, 1952. <<
[11] Página 6, ibid. <<

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