Carlos Martínez Rivas Vida y Obra

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Carlos Martínez Rivas vida y obra

Carlos Martínez Rivas (Ocoz, 12 de octubre de 1924 - Managua, 16 de junio de 1998) fue un poeta


nicaragüense, nacido en Guatemala por estar sus padres de viaje en el momento del nacimiento.

Desde muy temprana edad se reveló como gran poeta: a los dieciséis años ganó un concurso nacional con una
poesía novedosa y original, que a muchos pareció muy semejante a la de Rubén Darío.

A los dieciocho, estando aún estudiando bachillerato en el Colegio Centroamérica (de los jesuitas)
en Granada (Nicaragua), escribió su extenso poema El paraíso recobrado (publicado por los «Cuadernos del
Taller San Lucas» en 1944) que ha sido considerado uno de los eventos importantes en la historia de la poesía
nicaragüense y que ha influido mucho.

Después de su bachillerato residió varios años en Madrid, donde prosiguió sus estudios (asistió en junio y julio
de 1946, como invitado y estudiante de Filosofía y Letras y Periodismo, al XIX Congreso Mundial de Pax
Romana, celebrado en Salamanca y El Escorial). En España se aficionó al alcohol y a la noche.

Trayectoria literaria

En 1947 publicó en la revista Alférez, en la que coincidió con los también nicaragüenses Julio Ycaza
Tiberino y Pablo Antonio Cuadra, dos artículos: «Nuestra juventud» y «A propósito de un premio de
poesía» (José Hierro, Alegría, Premio Adonáis de Poesía 1947).

En 1953 publicó en México su libro de poemas más importante: La insurrección solitaria (reeditada en 1973 y
1982), resistiéndose a partir de este momento prácticamente a seguir publicando.

Trabajó para el servicio diplomático de Nicaragua, y vivió en París, Los Angeles, de nuevo en Madrid (hasta los
primeros años setenta), San José de Costa Rica y desde el triunfo sandinista de nuevo en Managua.

En 1985 ganó el premio «Rubén Darío». Tuvo a su cargo una «cátedra» en la Universidad Nacional Autónoma,
recinto de Managua. Su poesía completa fue editada en 1997 en Madrid, con un prólogo de Luis Antonio de
Villena, donde se presenta a Martínez Rivas cultísimo, noctámbulo y a menudo ebrio.

Poeta de obra breve, Martínez Rivas publica El paraíso recobrado, en 1943, y La insurrección solitaria, diez
años más tarde. En 1994 la editorial Vueltareúne estos dos trabajos e incluye una tercera parte con la obra
inédita, realizada en la súltimas cuatro décadas.

No toda su obra mantiene el mismo valor, la misma carga de intensidad poética, El paraíso recobrado sigue
siendo su mayor legado y se imponen cambios frecuentes de estilos y de tonos a lo largo de su segundo
trabajo.

Unos meses antes de morir, aislado y enfrentado con su familia, que nunca lo asistió en sus días de bohemia ni
en las sucesivas enfermedades que lo aquejaron, nombró al Gobierno de la República de Nicaragua albacea
de sus papeles literarios, y pidió ser enterrado en Granada (Nicaragua).

Muerte

Su fallecimiento en Managua, el 16 de junio de 1998, a los 74 años, supuso una gran conmoción en Nicaragua,
donde se le considera como uno de sus personajes más ilustres.

Murió acompañado de sus gatos y rodeado de una electiva soledad. Dejó más de dos mil poemas inéditos.

Obras

El paraíso recobrado, Granada, Nicaragua. Ediciones del Taller San Lucas,1943.


La insurrección solitaria, México D.F., Editorial Guarania. Colección Netzahualtcóyotl,1953.

La insurrección solitaria (incluye El Paraíso Recobrado), San José, Costa Rica. Editorial Universitaria


Centroamericana, EDUCA. Colección Séptimo día, 1973.

La insurrección solitaria, Managua, Editorial Nueva Nicaragua, Colección Letras de Nicaragua, 1982.

La Insurrección Solitaria seguida de Varia, México D.F., Editorial Vuelta, 1994.

La insurrección solitaria y Varia, Madrid, España. Colección Visor de Poesía, 1997.

Infierno de Cielo y antes y después. (Póstumo, fragmento de Allegro Irato), Managua, Nicaragua. Nuevo Signo.
Fondo Editorial INC, 1999.

Poesía Reunida, Managua, Ediciones Anama, 2007. (Póstumo/ Compilación, Reordenamiento, Introducción,
Notas y Bibliografía de Pablo Centeno Gómez; incluye casi toda su obra poética que, por voluntad de Carlos
Martínez Rivas, había permanecido inédita desde La insurrección solitaria).

iempre que intento reflexionar sobre la vida y la obra de Carlos Martínez Rivas (y en el primer caso, el de su
vida, me refiero a lo poco que conocí de ella), casi siempre llego a la conclusión de que fue una especie de
místico desencantado, un hombre formado sobre valores cristianos (más bien católicos) que poco a poco se
fue asqueando del orden o la forma en que el medio social o las personas que se sitúan en los diversos
estamentos de su jerarquía, acomodan esos valores, distorsionándolos y manipulándolos de tal forma que
acaban por herir, irrestañablemente, la profunda sensibilidad de un artista como él. De ahí, quizá, su actitud de
aislamiento, de rechazo al mundo; el tono de ironía y de profunda irritación en sus poemas. 
Todo esto se manifiesta en algunos aspectos fundamentales de su obra. Uno de ellos lo constituyen las
referencias bíblicas constantes, cotidianizadas y extrapoladas de manera que llega a ser evidente su contraste,
y a la vez su original o radical asociación con el engranaje ético-social del mundo moderno. Otro aspecto es el
reconocimiento íntimo de la autodestrucción como una especie de mandato divino o de ley inexorable de la
divinidad: en la medida en que envejecemos, en esa misma medida el alma y el cuerpo se nos van
corrompiendo. Nuestro crecimiento, tanto espiritual como biológico, es una degeneración inexorable. Basta
recordar este verso: “por más dulce que sea la llegada de los bebés, ¡por el amor de Dios!, si no han de
cambiar todo, no sé a qué vienen”. 
Pero este aspecto a su vez comprende diversas bifurcaciones temáticas: el matrimonio, las relaciones
amorosas, el adulterio, la individualidad irritada de quien reconoce al mundo con asco; la transitoriedad e
inutilidad de la inocencia; la música, la pintura, y la poesía misma como herramienta para elaborar un
planteamiento solitario, pero abiertamente rebelde. 
Personalmente no creo en el mito de poeta maldito que se le endilga a Carlos Martínez Rivas. Poetas malditos,
según entiendo, son aquellos que trastocan (no sólo con su obra sino con la promiscuidad y las irrestricciones
de su propio comportamiento) los valores sociales, éticos o religiosos con los que les toca vivir. Llegan a ser
bisexuales, proxenetas, y por lo general son fundamentalmente esnobistas, y en los mejores casos esnobistas
geniales. En Carlos Martínez más bien advierto la actitud de un monje rebelde, un hombre profundamente
religioso pero decepcionado de la misma religión; un hombre que hasta el final de su vida dudó si creer más en
Charles Baudelaire o en Jesucristo. Sentía, quizás, en su interior, el fuerte impulso de su formación cristiana
(recordemos la influencia de su tutor y amigo, el poeta y cura jesuita Ángel Martínez Baigoirri) empujándolo al
remordimiento; pero también el contradictorio impulso de rechazo y de asco frente a la hipocresía con que
habitualmente esa religión, tan cara para él, se manifiesta en la vida cotidiana. 
Si nos fijamos bien en algunos de sus poemas de juventud, quizá de las primeras secciones de “La
insurrección solitaria”, sobre todo en la edición de la Editorial Nueva Nicaragua en 1982 y la de Editorial Vuelta
de México en 1994, que incluyen en primera instancia su poema juvenil “El paraíso recobrado”, Carlos Martínez
manifiesta cierta armonía con el mundo, con las cosas y el ambiente que lo rodean. 
Sin embargo, sucesivamente, sus poemas luego se van oscureciendo, empieza a manifestarse el canto del
insurrecto solitario, del hombre auto-aislado rechazando a un mundo que lo ha defraudado y al que hace objeto
de su sarcasmo y su ironía. 
Por eso creo que su admiración por Baudelaire no decanta en imitación o en veneración. Martínez sabía que
los caminos que lo llevaron a desembocar en la rebeldía fueron distintos. No creo, por ejemplo, que hubiese
prodigado mucha admiración por las “Letanías a Satán”, del poeta francés. Probablemente los preceptos
teóricos sobre pintura, escritura y realidad urbana que escribió Baudelaire en alguno de sus ensayos, hallan
sido tomados en cuenta por Martínez al momento de proponerse la estructura poética de su obra. Su
identificación fue más estética que ética, aunque se debe reconocer que, en ambos aspectos, el influjo es
notable. 
Pero quiero insistir en que el caso de Martínez es el de un religioso rebelde, asqueado, decepcionado, aunque
en el fondo temeroso de Dios o de la Divinidad, como quiera llamársele. Recordemos, por ejemplo, el final del
poema “Pentecostés en el extranjero”: “Porque creemos en el Espíritu Santo hacemos fraude, porque aun a
costa del fraude y de los juegos de vocablos, continuamos para perpetuar la amenaza, inventar la necesidad,
mantener el peligro en pie, mientras retornan esos tiempos que el hombre ya ha conocido antes”. Un canto de
espera, como bien dijo Octavio Paz. 
Me atrevería a decir que la poesía de Carlos Martínez es casi incontaminada, al menos en cuanto a influencia
temática o “filosófica”, si así podría llamársele. La veta temática de Martínez Rivas es muy particular. Sin
embargo, respecto a ciertas influencias estéticas que se le adjudican, yo sólo incluiría a Darío y a Joaquín
Pasos. El resto de su influencia las encontramos fuera de nuestras fronteras. Se podría mencionar, quizás, a
John Milton, a algunos poetas del Siglo de Oro Español, a Paul Claudel (curiosamente un poeta católico
francés), a Baudelaire, Wordswoth, Novalis, Wiliam Blake, Lord Byron, entre otros. 
Por otra parte, la obra poética de Carlos Martínez, según subraya el mismo Ernesto Cardenal, está escrita en
un lenguaje claro, sencillo. Un lenguaje que, según el pronóstico acertado del propio Cardenal, se fue
oscureciendo poco a poco hasta lograr una de las mejores obras poéticas de Hispanoamérica. En realidad, los
poetas locales que más han influenciado a las generaciones nicaragüenses de mediados y finales del siglo XX
son Ernesto Cardenal y Carlos Martínez Rivas. En menor medida, también, Ernesto Mejía Sánchez y Pablo
Antonio Cuadra. Pero Carlos y Ernesto son, definitivamente, quienes marcan la pauta al final del siglo. 
Es claro que la poesía de Cardenal es más fácil de imitar o más proclive a la influencia sobre algunos poetas
nóveles preocupados por “cambiar la vida”. Sin embargo, pese al influjo cardenaliano preponderante en cierta
época, pese incluso al enorme esfuerzo desplegado en los 80 para propagar su poética a nivel nacional, no
llegó a ser más que otra tendencia. De visible influencia, pero sólo una más. La otra tendencia importante la
impuso Carlos Martínez. 
En efecto, la poesía de Martínez por lo general es clara, no exagera en el uso de metáforas ni las utiliza
innecesariamente. Sus constantes referencias intelectuales quizá confundan al lector poco avisado, pero eso
no lo hace surrealista. Sus códigos están sugeridos, mostrados como claves en muchas zonas de su obra, que
bien podría compararse a una especie de campo minado de enigmas personales. 
En cuanto a otras constantes temáticas, y aunque no soy un gran conocedor de las artes plásticas, es una
obviedad decir que la pintura es una constante evidente en la poesía de Carlos Martínez. En algunos arrebatos
descriptivos (que no son pocos) de “La insurrección solitaria”, me parece estar ante cuadros de Chagall o de
Van Gogh. Aunque podría ser más importante, o interesante, percibir --como acertadamente ha señalado
Steven White-- la descripción de la vida urbana moderna en “Dos murales USA”, a través de un proceso de
fusión descriptivo-imaginativo, formulado a partir de la observación exhaustiva del entorno, la erudición y/o
vocación pictórica y la capacidad creadora. 
Por otra parte, él mismo fue un buen dibujante. Las paredes de su casa en el reparto Altamira prácticamente
fueron sus murales. Allí, y en algunas tintas y dibujos que repartió entre sus amigos, está la obra del Carlos
pintor, o dibujante: un hombre de tosca apariencia rasgando una guitarra, dorsos desnudos de mujeres
misteriosas, casi siempre sin rostro; su gato Poe jugando entre sus libros o descansando en el sillón; hombres
tristes delante de sus mesas, de sus copas, en tabernas promiscuas... Casi todos los dibujos tienen
inscripciones singulares, casi poemas, escritas de puño y letra. Entre esos dibujos hay uno que me impresionó
enormemente: un rostro abominable, cubierto de pelos, con orejas puntiagudas, boca y cuencas oculares
oscuras, las pupilas dilatadas, finísimas, al fondo de una negrura espesa, con dos pezuñas posándose en una
superficie aparentemente blanda, donde se lee esta inscripción: “Así vi al Diablo anoche; posado sobre mi
pecho, como un juguete horrible”. 
Volviendo a la afirmación de Cardenal respecto a la claridad y sencillez del lenguaje poético de Martínez, y del
pronóstico de oscurecimiento posterior, creo que fue Beltrán Morales quien dijo que Carlos oscureció tanto su
poesía que casi cae en el peligro que el mismo Cardenal también señalaba para Ernesto Mejía Sánchez: el de
preocuparse excesivamente por lo exacto y meticuloso de la expresión. 
El propio Morales, en 1964, esperaba “con fe no exenta de cinismo”, reconocer en la poesía futura de Carlos
Martínez una mixtura del dulce y adolescente “Paraíso recobrado”, y el sabio, intelectual y preciso ejercicio
poético de “La insurrección”. 
Un colega me comentó alguna vez que, a pocos días de su muerte, una periodista de TV entrevistó al poeta,
quien prácticamente pidió perdón y se arrepintió de todo lo que en vida consideró incorrecto; inclusive, dijo que
después de su muerte lo que más quería era ser olvidado. Y ahora, sigo sin entender por qué se disculpó, si
acaso lo hizo. Reconocerse imperfecto es una de las cosas que rehuyen los cristianos empecinados, aquellos
que creen estar en el deber de imitar a Dios. Por eso es que insisto en esa recóndita religiosidad de CMR, esa
desazón por no encontrar en el ser humano (empezando por él mismo) la perfección de Dios. 

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