El Hobbit - J. R. R. Tolkien
El Hobbit - J. R. R. Tolkien
El Hobbit - J. R. R. Tolkien
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Las dos últimas runas son las iniciales de Thror y Thrain. Las runas lunares leídas
por Elrond eran:
En el Mapa los puntos cardinales están señalados con runas, con el Este
arriba, como es común en los mapas de enanos y han de leerse en el sentido de
las manecillas de reloj: Este, Sur, Oeste, Norte.
1
Una tertulia inesperada
Bilbo se durmió con ese canto en los oídos, y tuvo unos sueños intranquilos.
Despertó mucho después de que naciera el día.
2
Carnero asado
Fue entonces cuando volvió Gandalf, pero nadie lo vio. Los trolls acababan de
decidir que meterían a los enanos en el asador y se los comerían más tarde;
había sido idea de Berto, y tras una larga discusión todos estuvieron de acuerdo.
—No es buena idea asarlos ahora, nos llevaría toda la noche —dijo una voz;
Berto crey ó que era la voz de Guille.
—No empecemos de nuevo la discusión, Guille —dijo el otro—, o sí que nos
llevaría toda la noche.
—¿Quién está discutiendo? —dijo Guille, crey endo que había sido Berto el
que había hablado.
—¡Tú! —dijo Berto.
—Eres un mentiroso —dijo Guille, y así empezó otra vez la discusión. Por fin
decidieron picarlos y cocerlos, así que trajeron una gran cacerola negra y
sacaron los cuchillos.
—¡No está bien cocerlos! No tenemos agua y hay todo un buen trecho hasta
el pozo —dijo una voz; Berto y Guille crey eron que era la de Tom.
—¡Calla o nunca acabaremos! Y tú mismo traerás el agua si dices una
palabra más.
—¡Cállate tú! —dijo Tom, quien crey ó que era la voz de Guille—. ¿Quién
discute, sino tú?
—Eres bobito —dijo Guille.
—¡Bobito tú! —respondió Tom.
Y así comenzó otra vez la discusión, y continuó más enconada que nunca,
hasta que por fin decidieron sentarse sobre los sacos uno a uno, aplastarlos y
cocerlos más tarde.
—¿Sobre cuál nos sentaremos primero? —dijo la voz.
—Mejor sentarnos primero sobre el último tipo —dijo Berto, cuy o ojo había
sido lastimado por Thorin, crey endo que era Tom el que hablaba.
—No hables solo —dijo Tom—, pero si quieres sentarte sobre el último, hazlo.
¿Cuál es?
—El de las medias amarillas —dijo Berto.
—Tonterías, el de las medias grises —dijo una voz que parecía la de Guille.
—Me aseguré de que eran amarillas —dijo Berto.
—Amarillas eran —corroboró Guille.
—Entonces ¿por qué dijiste que eran medias grises? —preguntó Berto.
—Nunca dije eso. Fue Tom.
—Yo no lo dije. Fuiste tú —dijo Tom.
—Apuesto dos contra uno, ¡así que cierra la boca! —dijo Berto.
—¿A quién le estás hablando? —preguntó Guille.
—¡Basta y a! —dijeron Tom y Berto al mismo tiempo—. La noche avanza y
amanece temprano. ¡Sigamos!
—¡Que el amanecer caiga sobre todos y que sea piedra para vosotros! —dijo
una voz que sonó como la de Guille. Pero no lo era. En ese preciso instante, la
aurora apareció sobre la colina y hubo un bullicioso gorjeo en la enramada.
Guille y a no dijo nada más, pues se convirtió en piedra mientras se encorvaba, y
Berto y Tom se quedaron inmóviles como rocas cuando lo miraron. Y allí están
hasta nuestros días, solos, a menos que los pájaros se posen sobre ellos; pues los
trolls, como seguramente sabéis, tienen que estar bajo tierra antes del alba, o
vuelven a la materia montañosa de la que están hechos, y nunca más se mueven.
Esto fue lo que les ocurrió a Berto, Tom y Guille.
—¡Excelente! —dijo Gandalf, mientras aparecía desde atrás de un árbol y
ay udaba a Bilbo a descender de un arbusto espinoso. Entonces Bilbo entendió.
Había sido la voz del brujo la que había tenido a los ogros discutiendo y peleando
por naderías hasta que la luz asomó y acabó con ellos.
Lo siguiente fue desatar los sacos y liberar a los enanos. Estaban casi
asfixiados y muy fastidiados; no les había divertido nada estar allí tendidos,
oy endo a los ogros que hacían planes para asarlos, picarlos y cocerlos. Tuvieron
que escuchar más de dos veces el relato de lo que le había ocurrido a Bilbo antes
de quedar satisfechos.
—¡Tiempo tonto para andar practicando el arte de birlar y desvalijar
bolsillos! —dijo Bombur—. Todo lo que queríamos era comida y lumbre.
—Y eso es justamente lo que no hubierais conseguido de esa gente sin lucha,
en cualquier caso —replicó Gandalf—. De todos modos, ahora estáis perdiendo
el tiempo. ¿No os dais cuenta de que los trolls han de tener alguna cueva o
agujero excavado aquí cerca para esconderse del sol? Tenemos que investigarlo.
Buscaron alrededor y pronto encontraron las marcas de las botas de piedra entre
los árboles. Siguieron las huellas colina arriba hasta que descubrieron una puerta
de piedra, escondida detrás de unos arbustos y que llevaba a una caverna. Pero
no pudieron abrirla, ni aun cuando todos empujaron mientras Gandalf probaba
varios encantamientos.
—¿Será esto de alguna utilidad? —preguntó Bilbo cuando y a se estaban
cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los trolls tuvieron la
discusión —y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la hubiese
considerado pequeña y secreta; por fortuna se le había caído del bolsillo antes de
quedar convertido en piedra.
—Pero, ¿por qué no lo dijiste antes? —le gritaron. Gandalf arrebató la llave y
la introdujo en la cerradura. Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo
empellón, y todos entraron. Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor
nauseabundo en el aire, pero había también una buena cantidad de comida
mezclada al descuido en estantes y sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas
tiradas en desorden, producto de muchos botines, desde botones de estaño a ollas
colmadas de monedas de oro apiladas en un rincón. Había también montones de
vestidos que colgaban de las paredes —demasiado pequeños para los trolls; me
temo que pertenecían a las víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa
factura, forma y tamaño. Dos les llamaron particularmente la atención, por las
hermosas vainas y las empuñaduras enjoy adas. Gandalf y Thorin tomaron una
cada uno, y Bilbo un cuchillo con vaina de cuero. Para un troll no hubiera sido
más que un pequeño cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.
—Las hojas parecen buenas —dijo el mago desenvainando una a medias y
observándola con curiosidad—. No han sido forjadas por ningún troll ni herrero
humano de estos lugares y días, pero cuando podamos leer las runas que hay en
ellas, sabremos más.
—Salgamos de este hedor horrible —dijo Fili. Y así sacaron las ollas de
monedas y todos los alimentos que parecían limpios y adecuados para comer, así
como un barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron ganas de desay unar, y
hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que habían sacado de las
despensas de los trolls. De las provisiones que habían traído quedaba y a poco,
pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza y panceta para asar a las
brasas.
Luego se durmieron, pues la noche no había sido tranquila, y no hicieron nada
hasta la tarde. Entonces trajeron los poney s y se llevaron las ollas del oro y las
enterraron con mucho secreto no lejos del sendero que bordea el río, echándoles
numerosos encantamientos, por si alguna vez tenían oportunidad de regresar y
recobrarlas. Enseguida, volvieron a montar, y trotaron otra vez por el camino
hacia el Este.
—¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo? —dijo Thorin a Gandalf mientras
cabalgaban.
—A mirar adelante —respondió Gandalf.
—¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?
—Mirar hacia atrás.
—De acuerdo, pero ¿no podrías ser más explícito?
—Me adelanté a explorar el camino. Pronto se hará peligroso y difícil.
Deseaba también acrecentar nuestras pequeñas reservas de alimentos. Sin
embargo no había ido muy lejos cuando me encontré con un par de amigos de
Rivendel.
—¿Dónde queda eso? —preguntó Bilbo.
—No interrumpas —dijo Gandalf—. Llegarás allí en pocos días, si tenemos
suerte, y lo sabrás todo. Como estaba diciendo, encontré dos de los hombres de
Elrond. Huían asustados de los trolls. Por ellos supe que tres trolls habían bajado
de las montañas y se habían asentado en el bosque, no lejos del camino. Habían
espantado a toda la gente del distrito y tendían celadas a los extraños. Enseguida
tuve el presentimiento de que y o hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y
me vine. Así que y a lo sabes ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez;
¡o no llegaremos a ninguna parte!
—¡Gracias! —dijo Thorin.
3
Un breve descanso
Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había señales de que alguien habitara en
ese y ermo silencioso. La inquietud de todos iba en aumento, pues veían ahora
que la casa podía estar oculta casi en cualquier lugar entre ellos y las montañas.
Se encontraban de pronto con valles inesperados, estrechos, de paredes
escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos miraban hacia abajo y se
sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos
desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy
profundos, y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que
no podían cruzarse sin trepar. Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de
aspecto agradable, donde crecían flores altas y luminosas; pero un poney que
caminase por allí llevando una carga nunca volvería a salir.
Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de
una vastedad que nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado.
Unas piedras blancas, algunas pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o
brezo, señalaban el único sendero. En verdad era una tarea muy lenta la de
seguir el rastro, aún guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante bien el
camino.
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba
las piedras, y ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían
haberse acercado mucho al término de la busca. La hora del té había pasado
hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto iría por el mismo camino. Había
mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era ahora muy débil,
pues aún no había salido la luna. El poney de Bilbo comenzó a tropezar en raíces
y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el
caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.
—¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y
miraron por encima del borde; vieron un valle allá abajo.
Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un
lecho de piedras; en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro
lado brillaba una luz.
Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo, bajando por
el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto de Rivendel.
El aire era más cálido a medida que descendían, y el olor de los pinos
amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando cabeceaba y casi se caía, o daba
con la nariz en el pescuezo del poney. Todos parecían cada vez más animados
mientras bajaban. Las hay as y los robles substituy eron a los pinos, y el
crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y bienestar. El último verde
casi había desaparecido de la hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado,
no muy por encima de las riberas del arroy o.
« ¡Hummm! ¡Huele como a elfos!» , pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las
estrellas. Ardían brillantes y azules. Justo entonces una canción brotó de pronto,
como una risa entre los árboles:
El dueño de casa era amigo de los elfos, una de esas gentes cuy os padres
aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio de la historia misma, las
guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los primeros hombres del Norte. En
los días de nuestro relato, había aún algunas gentes que descendían de los elfos y
los héroes del Norte; y Elrond, el dueño de la casa, era el jefe de todos ellos.
Era tan noble y de facciones tan hermosas como un señor de los elfos, fuerte
como un guerrero, sabio como un mago, venerable como un rey de los enanos, y
benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos, pero la parte que
desempeña en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque importante,
como veréis, si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era perfecta tanto para
comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente
sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no
tenía cabida en aquel valle.
Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de las historias o una o
dos de las canciones que se oy eron entonces en aquella casa. Todos los viajeros,
incluy endo los poney s, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí
unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el
humor y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones, de
poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les
aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio
de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros ray os del sol estival.
Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las
espadas que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó: —Esto no es
obra de los trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del
Oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos.
Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de
los trasgos, pues los dragones y los trasgos destruy eron esa ciudad hace muchos
siglos. En ésta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hendedora de trasgos, en la
ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja famosa. Ésta, Gandalf, fue
Glamdring, Martillo de enemigos, que una vez llevó el rey de Gondolin.
¡Guardadlas bien!
—¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin
mirando su espada con renovado interés.
—No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls
habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en
alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en
las cavernas desiertas de las Minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los
trasgos.
Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada con honor —dijo—.
¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!
—¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond
—. ¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!
Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del
todo a los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel
perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle
y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río
Rápido. La luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó
el mapa y la luz blanca lo atravesó. —¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares
aquí, junto a las runas que dicen « cinco pies de altura y tres pasan con holgura» .
—¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado; le
encantaban los mapas, como y a os he dicho antes; y también le gustaban las
runas y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras
delgadas y como patas de araña.
—Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo
Elrond—, no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por
detrás, y en los ejemplos más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen
que ser las mismas que en el día en que fueron escritas. Los enanos las
inventaron y las escribían con plumas de plata, como tus amigos te pueden
contar. Éstas tienen que haber sido escritas en una noche del solsticio de verano
con luna creciente, hace y a largo tiempo.
—¿Qué es lo que dicen? —preguntaron Gandalf y Thorin a la vez, un poco
fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto primero, aunque es cierto
que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y no volverían a tenerla quién
sabe por cuánto tiempo.
—Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal —ley ó Elrond— y el
sol poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de
Durin.
—¡Durin, Durin! —exclamó Thorin—. Era el padre de los padres de la más
antigua raza de Enanos, los Barbiluengos, y mi primer antepasado: y o soy el
heredero de Durin.
—Pero ¿cuándo es el Día de Durin? —preguntó Elrond.
—El primer día del Año Nuevo de los enanos —dijo Thorin— es, como todos
sabéis sin duda, el primer día de la última luna del otoño, en los umbrales del
invierno. Todavía llamamos Día de Durin a aquél en que el sol y la última luna de
otoño están juntos en el cielo. Pero me temo que esto no ay udará, pues nadie
sabe hoy cuándo este tiempo se presentará otra vez.
—Eso está por verse —dijo Gandalf—. ¿Hay algo más escrito?
—Nada que se revele con esta luna —dijo Elrond, y le devolvió el mapa a
Thorin; y luego bajaron al agua para ver a los elfos que bailaban y cantaban en
la noche del solsticio.
La mañana siguiente, la mañana del solsticio, fue tan hermosa y fresca como
hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes, y el sol que brillaba en el agua.
Partieron entonces entre cantos de despedida y buen viaje, con los corazones
dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por dónde tenían que ir para cruzar las
Montañas Nubladas hacia la tierra de más allá.
4
Sobre la colina y bajo la colina
Sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas se atrevía a desear que no
tuvieran alguna aventura horrible en aquellas grandes y altas montañas de picos
y valles solitarios, donde no gobernaba ningún rey. Nada ocurrió. Todo marchó
bien, hasta que un día se encontraron con una tormenta de truenos; más que una
tormenta era una batalla de truenos. Sabéis qué terrible puede llegar a ser una
verdadera tormenta de truenos allá abajo en el valle del río; sobre todo cuando
dos grandes tormentas se encuentran y se baten. Más terribles todavía son los
truenos y los relámpagos en las montañas por la noche, cuando las tormentas
vienen del este y del oeste y luchan entre ellas. El relámpago se hace trizas sobre
los picos, y las rocas tiemblan, y unos enormes estruendos parten el aire, y
entran rodando a los tumbos en todas las cuevas y agujeros, y un ruido
abrumador y una claridad súbita invaden la oscuridad.
Bilbo nunca había visto o imaginado nada semejante. Estaban muy arriba en
un lugar estrecho, y a un lado un precipicio espantoso caía sobre un valle
sombrío. Allí pasaron la noche, al abrigo de una roca; Bilbo, tendido bajo una
manta y temblando de pies a cabeza. Cuando miró fuera, vio a la luz de los
relámpagos los gigantes de piedra abajo en el valle; habían salido y ahora
estaban jugando, tirándose piedras unos a otros; las recogían y las arrojaban en la
oscuridad, y allá abajo se rompían o desmenuzaban entre los árboles. Luego
llegaron el viento y la lluvia, y el viento azotaba la lluvia y el granizo en todas
direcciones, por lo que el refugio de la roca no los protegía mucho. Al rato
estaban todos empapados hasta los huesos y los poney s se encogían, bajaban la
cabeza, y metían la cola entre las patas, y algunos relinchaban de miedo. Las
risotadas y los gritos de los gigantes podían oírse por encima de todas las laderas.
—¡Esto no irá bien! —dijo Thorin—. Si no salimos despedidos, o nos
ahogamos, o nos alcanza un ray o, nos atrapará alguno de esos gigantes y de una
patada nos mandará al cielo como una pelota de fútbol.
—Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos allí! —dijo Gandalf, quien se
sentía muy malhumorado, y no estaba nada contento con los gigantes.
El final de la discusión fue enviar a Fili y Kili en busca de un refugio mejor.
Tenían ojos muy penetrantes, y siendo los enanos más jóvenes (unos cincuenta
años menos que los otros), se ocupaban por lo común de este tipo de tareas
(cuando todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo). No hay nada como
mirar, si queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los enanos
jóvenes).
Cierto que casi siempre se encuentra algo, si se mira, pero no siempre es lo
que uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.
Fili y Kili pronto estuvieron de vuelta, arrastrándose, doblados por el viento,
aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado una cueva seca —dijeron—,
doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y caben poney s y todo.
—¿La habéis explorado a fondo? —dijo el mago, que sabía que las cuevas de
las montañas raras veces están sin ocupar.
—¡Sí, sí! —dijeron Fili y Kili, aunque todos sabían que no podían haber estado
allí mucho tiempo; habían regresado casi enseguida—. No es demasiado grande
y tampoco muy profunda.
Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas: a veces uno no sabe lo
profundas que son, o a dónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro.
Pero en aquel momento las noticias de Fili y Kili parecieron bastante buenas. Así
que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse. El viento aullaba y el
trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poney s. De todos modos, la
cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que
sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.
Había espacio suficiente para que pasaran los poney s apretujados, una vez
que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia
fuera y no cay endo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas.
Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el
comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis— y con la luz
exploraron la cueva de extremo a extremo.
Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía
el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los
poney s, y allí permanecieron las bestias, muy contentas del cambio, husmeando
y mascando en los morrales. Oin y Gloin querían encender una hoguera en la
entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las
cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas,
sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes
colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y
olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro
(cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron
quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los
poney s, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con
ellos.
No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen traído al pequeño Bilbo.
Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta muy tarde; y luego tuvo
unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared del fondo de la cueva se
agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él estaba muy asustado
pero no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado, mirando. Después
soñó que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que él empezaba a
caer, a caer, quién sabe a dónde.
En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró con que
parte del sueño era verdad. Una grieta se había abierto al fondo de la cueva y era
y a un pasadizo ancho. Apenas si tuvo tiempo de ver la última de las colas de los
poney s, que desaparecía en la sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente,
tanto como puede llegar a serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si
tenemos en cuenta el tamaño de estas criaturas.
Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes, trasgos enormes de cara fea,
montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir « peñas y breñas» . Había por
lo menos seis para cada enano, y dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y
los llevaron por la hendidura, antes que nadie pudiera decir « madera y
hoguera» . Pero no a Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había
despertado por completo en una décima de segundo, y cuando los trasgos iban a
ponerle las manos encima, hubo un destello terrorífico, como un relámpago en la
cueva, un olor como de pólvora, y varios cay eron muertos.
La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos estaban en el lado
equivocado! ¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos ni los trasgos tenían
la menor idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo. Tomaron a Bilbo y a los
enanos, y los hicieron andar a toda prisa. El sitio era profundo, profundo y
oscuro, tanto que sólo los trasgos que habían tenido la ocurrencia de vivir en el
corazón de las montañas podían distinguir algo. Los pasadizos se cruzaban y
confundían en todas direcciones, pero los trasgos conocían el camino tan bien
como vosotros el de la oficina de correo más próxima; y el camino descendía y
descendía y la atmósfera era cada vez más enrarecida y horrorosa. Los trasgos
eran muy brutos, pellizcaban sin compasión, y reían entre dientes o a carcajadas,
con voces horribles y pétreas; y Bilbo se sentía más desgraciado aún que cuando
el troll lo había levantado tirándole de los dedos de los pies. Una y otra vez se
encontraba añorando el agradable y reluciente agujero-hobbit. No sería ésta la
última ocasión.
De pronto apareció ante ellos el resplandor de una luz roja. Los trasgos
empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies planos sobre la piedra, y
sacudiendo también a los prisioneros.
El canto era realmente terrorífico, las paredes resonaban con el ¡azota volea!
y con el ¡estruja revienta! y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo,
muchacho! El significado de la canción era demasiado evidente; pues ahora los
trasgos sacaron los látigos y los azotaron con gritos de ¡lacera, apachurra!
haciéndolos correr delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los
enanos estaba y a desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron
todos a los trompicones en una enorme caverna.
Estaba iluminada por una gran hoguera roja en el centro y por antorchas a lo
largo de las paredes, y había allí muchos trasgos. Todos se reían, pateaban y
batían palmas, cuando los enanos (con el pobrecito Bilbo detrás y más al alcance
de los látigos) llegaron corriendo, mientras los trasgos que los arreaban daban
gritos y chasqueaban los látigos. Los poney s estaban y a agrupados en un rincón;
y allí tirados estaban todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por
trasgos, y olidos por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.
Me temo que fue lo último que vieron de aquellos excelentes poney s,
incluy endo un magnífico ejemplar blanco, pequeño y vigoroso, que Elrond había
prestado a Gandalf, y a que el caballo no era apropiado para los senderos de la
montaña. Porque los trasgos comen caballos y poney s y burros (y otras cosas
mucho más espantosas), y siempre tienen hambre. Sin embargo, los prisioneros
sólo pensaban ahora en sí mismos. Los trasgos les encadenaron las manos a la
espalda y los unieron a todos en línea, y los arrastraron hasta el rincón más
lejano de la caverna con el pequeño Bilbo remolcado al extremo de la hilera.
Allá, entre las sombras, sobre una gran piedra lisa, estaba sentado un trasgo
terrible de cabeza enorme, y unos trasgos armados permanecían de pie
alrededor blandiendo las hachas y las espadas curvas que ellos usan. Ahora bien,
los trasgos son crueles, malvados y de mal corazón. No hacen nada bonito, pero
sí muchas cosas ingeniosas. Pueden excavar, túneles y minas tan bien como
cualquier enano no demasiado diestro, cuando se toman la molestia, aunque
comúnmente son desaseados y sucios. Martillos, hachas, espadas, puñales, picos
y pinzas, y también instrumentos de tortura, los hacen muy bien, o consiguen que
otra gente los haga, prisioneros o esclavos obligados a trabajar hasta que mueren
por falta de aire y luz. Es probable que ellos hay an inventado algunas de las
máquinas que desde entonces preocupan al mundo, en especial ingeniosos
aparatos que matan enormes cantidades de gente de una vez, pues las ruedas y
los motores y las explosiones siempre les encantaron, como también no trabajar
con sus propias manos más de lo indispensable; pero en aquellos días, y en
aquellos parajes agrestes, no habían ido (como se dice) todavía tan lejos. No
odiaban especialmente a los enanos, no más de lo que odiaban a todos y todo, y
particularmente lo metódico y próspero; en ciertos lugares unos enanos malvados
han llegado a pactar con ellos. Pero tenían particular aversión por la gente de
Thorin a causa de la guerra que habéis oído mencionar, pero que no viene a
cuento en esta historia; y de todos modos a los trasgos no les preocupa a quién
capturan, en tanto puedan dar el golpe en secreto y de un modo ingenioso, y los
prisioneros no sean capaces de defenderse.
—¿Quiénes son esas miserables personas? —dijo el Gran Trasgo.
—¡Enanos, y esto! —dijo uno de los captores, tirando de la cadena de Bilbo
de tal modo que el hobbit cay ó delante de rodillas—. Los encontramos refugiados
en nuestro Porche Principal.
—¿Qué pretendíais? —dijo el Gran Trasgo volviéndose hacia Thorin—.
¡Nada bueno, podría asegurarlo! ¡Espiar los asuntos privados de mis gentes,
supongo! ¡Ladrones, no me sorprendería saber que lo sois! ¡Asesinos y amigos
de los elfos, sin duda alguna! ¡Ven! ¿Qué tienes que decir?
—¡Thorin el enano, a vuestro servicio! —replicó Thorin: una mera nadería
cortés—. De las cosas que sospechas e imaginas no tenemos la menor idea. Nos
resguardamos de una tormenta en lo que parecía una cueva cómoda y no usada;
nada más lejos de nuestro pensamiento que molestar de algún modo a los trasgos.
—¡Esto era bastante cierto!
—¡Hum! —gruñó el Gran Trasgo—. ¡Eso es lo que dices! ¿Podría
preguntarte qué hacíais allá arriba en las montañas, y de dónde venís y adónde
vais? En realidad me gustaría saber todo sobre vosotros. No digo que pueda
serviros de algo, Thorin Escudo de Roble, y a sé demasiado de tu gente; pero
conozcamos de una vez la verdad. ¡De lo contrario prepararé para vosotros algo
particularmente incómodo!
—Íbamos de viaje a visitar a nuestros parientes, nuestros sobrinos y sobrinas,
y primeros, segundos y terceros primos, y otros descendientes de nuestros
abuelos, que viven del lado oriental de estas realmente hospitalarias montañas —
respondió Thorin, no sabiendo muy bien qué decir así de repente, pues era obvio
que la verdad exacta no vendría a cuento.
—¡Es un mentiroso, oh tú en verdad el Terrible! —dijo uno de los captores—.
Varios de los nuestros fueron fulminados por un ray o en la cueva cuando
invitamos a estas criaturas a que bajaran, y están tan muertos como piedras.
¡Tampoco nos ha explicado esto! —sostuvo en alto la espada que Thorin había
llevado, la espada que procedía del cubil de los trolls.
El Gran Trasgo dio un aullido de rabia realmente horrible cuando vio la
espada, y todos los soldados crujieron los dientes, batieron los escudos, y
patearon. Reconocieron la espada al momento. En otro tiempo había dado
muerte a cientos de trasgos, cuando los elfos rubios de Gondolin los cazaron en
las colinas o combatieron al pie de las murallas. La habían denominado Orcrist,
Hendedora de trasgos, pero los trasgos la llamaban simplemente Mordedora. La
odiaban, y odiaban todavía más a cualquiera que la llevase.
—¡Asesinos y amigos de los elfos! —gritó el Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos!
¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los dientes! ¡Llevadlos a agujeros
oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan a ver la luz! —tenía tanta rabia
que saltó del asiento y se lanzó con la boca abierta hacia Thorin.
Justo en ese momento todas las luces de la caverna se apagaron, y la gran
hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre de resplandeciente humo azul que subía
hasta el techo, esparciendo penetrantes chispas blancas entre todos los trasgos.
Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y chapurreos, aullidos, alaridos y
maldiciones, chillidos y graznidos que siguieron entonces, eran indescriptibles.
Varios cientos de gatos salvajes y lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no
hubieran hecho tanto alboroto. Las chispas ardían abriendo agujeros en los
trasgos, y el humo que ahora caía del techo oscurecía tanto el aire, que ni
siquiera ellos mismos podían ver. Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a
rodar en montones por el suelo, mordiendo, pateando y peleando, como si todos
se hubieran vuelto locos.
De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de
lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cay ó muerto, y
los soldados trasgos, huy endo y gritando delante de la espada, desaparecieron en
la oscuridad.
La espada volvió a la vaina. —¡Seguidme aprisa! —dijo una voz fiera y
queda. Y antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba y a trotando
de nuevo, tan rápido como podía, al final de la columna, bajando por más
pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás,
cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.
—¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las
antorchas.
—¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y
era un excelente compañero. Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió
que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un
tintineo de cadenas y más de un tropezón, y a que no tenían manos para
sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando y a estaban sin duda en el
corazón mismo de la montaña.
Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese
momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado
allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la hoja destelló en la oscuridad;
ardía con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como
una llama azul por el deleite de haber matado al gran señor de la cueva. No le
costó nada cortar las cadenas de los trasgos y liberar lo más rápido posible a
todos los prisioneros. El nombre de esta espada, recordaréis, era Glamdring,
Martillo de enemigos. Los trasgos la llamaban simplemente Demoledora, y la
odiaban, si eso es posible, todavía más que a Mordedora. También Orcrist había
sido salvada, pues Gandalf se la había arrebatado a uno de los guardias
aterrorizados. Gandalf pensaba en todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa,
ay udaba siempre a los amigos en aprietos.
—¿Estamos todos aquí? —dijo, entregando la espada a Thorin con una
reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho,
nueve, diez, once. ¿Dónde están Fili y Kili? ¡Aquí! Doce, trece… y he ahí al
señor Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y sin embargo podría ser
mucho mejor. Sin poney s, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y
unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante!
Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oy eron ruidos de trasgos y
unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado.
Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el
paso —pues los enanos son capaces de correr más deprisa, os lo aseguro, cuando
tienen que hacerlo— se turnaron llevándolo a hombros.
Sin embargo los trasgos corren más que los enanos, y estos trasgos conocían
mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de
furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se
acercaban cada vez más. Muy pronto alcanzaron a oír el ruido de los pies de los
trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del último recodo. El
destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y y a
empezaban a sentirse muertos de cansancio.
—¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit! —decía el pobre
señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de
Bombur.
—¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit a buscar el tesoro!
—decía el desdichado Bombur, que era gordo, y se bamboleaba mientras el
sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror.
En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo
cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin!
No había más que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda
prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con Hendedora de
trasgos y Martillo de enemigos, que brillaban frías y luminosas. Los que iban
delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás
aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos
estuvieron envueltos en una completa confusión, y la may oría se apresuró a
regresar por donde había venido.
Pasó bastante tiempo antes que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel
recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un
largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando
los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con
cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos
como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos.
Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oy eron llegar,
ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues la vara de Gandalf
emitía una luz débil que ay udaba a los enanos a encontrar el camino.
De repente Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue
aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cay ó; y el hobbit rodó de los
hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no
recordó nada más.
5
Acertijos en las tinieblas
C uando Bilbo abrió los ojos, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues
todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él.
¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la
piedra del suelo.
Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared
del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en
absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera
podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cay ó de bruces. Trató
de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó
con la mano algo que parecía un anillo pequeño, frío y metálico, en el suelo del
túnel. Éste iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo
sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía
tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo
helado, abandonándose a un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos
y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él,
que era la hora de alguna comida—, pero esto sólo lo hacía más miserable.
No sabía a dónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o
por qué, si lo habían dejado atrás, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni
siquiera por qué tenía la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado
mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.
Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso
era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que y a era algo más, y
luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo.
Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las
cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante,
rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas,
topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los
trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían
descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.
Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo.
« Así que es una hoja de los elfos, también» , pensó, « y los trasgos no están muy
cerca, aunque tampoco bastante lejos» .
Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una
hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado
tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran
impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso.
« ¿Volver?» , pensó. « No sirve de nada. ¿Ir por algún camino lateral?
¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!» . Y se
incorporó y trotó llevando la Espada alzada frente a él, una mano en la pared y el
corazón palpitando.
Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho.
Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros
o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus
agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente
ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados
que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la
orientación bajo tierra, no cuando y a se han recobrado de un golpe en el cráneo.
También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se
recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo
de prudencia y unos dichos juiciosos que la may oría de los hombres no ha oído
nunca o ha olvidado hace tiempo.
De cualquier modo, no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el
señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía
bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos
vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber
por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó
atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras
imaginadas a medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y
adelante siguió, bajando y bajando; y todavía no se oía nada, excepto el zumbido
ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero
que luego se repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo
continuó así, odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y
adelante, hasta que estuvo más cansado que cansado. Parecía que el camino
continuaría así al día siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían
después.
De pronto, sin ningún motivo, se encontró trotando en un agua fría como
hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un
estanque en medio del camino, la orilla de un arroy o que cruzaba el túnel bajo
tierra, o el borde de un lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas
brillaba. Se detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían
desde un techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro
tipo de ruido.
« De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo» , pensó. Aun así
no se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba
en las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que
culebreaban sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos
en el corazón de los montes; pero cuy os antepasados llegaron nadando, sólo el
cielo sabe hace cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían,
crecían y crecían mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también
criaturas más viscosas que peces. Aún en los túneles y cuevas que los trasgos
habían excavado para sí mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen,
cosas que han venido arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad.
Además, los orígenes de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores
a los trasgos, quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros
propietarios están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo
alrededor.
Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y
viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum:
tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la
cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues
lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies
colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e
inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos
largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le
parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo
encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba
uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa.
Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable
acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando
excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron
que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa
dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los
enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el
trasgo ni el pescado volvían.
Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago.
Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no
podía verlo, mientras el otro lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un
trasgo. Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del
agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De
pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:
—¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto;
por lo menos nos daría para un sabroso bocado, ¡gollum! —y cuando dijo gollum
hizo con la garganta un ruido horrible como si engullera.
Y así fue como le dieron ese nombre, aunque él siempre se llamaba a sí
mismo « preciosso mío» .
El hobbit dio un brinco cuando oy ó el siseo, y de repente vio los ojos pálidos
clavados en él.
—¿Quién eres? —preguntó, adelantando la espada.
—¿Qué ess él, preciosso mío? —susurró Gollum (que siempre se hablaba a sí
mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar).
Eso era lo que quería descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo
curiosidad; de otro modo hubiese estrangulado primero y susurrado después.
—Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos y al mago y no sé
dónde estoy, y tampoco quiero saberlo, si pudiera salir.
—¿Qué tiene él en las manos? —dijo Gollum mirando la espada, que no le
gustaba mucho.
—¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!
—Sss —dijo Gollum, y en un tono más cortés—: Quizá se siente aquí y charle
conmigo un rato, preciosso mío. ¿Le gustan los acertijos? Quizá sí, ¿no? —estaba
ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta que supiese algo más
sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si era bueno para comer, y
si Gollum mismo tenía mucha hambre.
Acertijos era todo en lo que podía pensar. Proponerlos y alguna vez encontrar
la solución había sido el único entretenimiento que había compartido con otras
alegres criaturas, sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes de
quedarse sin amigos y de que lo echasen, solo, y se arrastrara descendiendo y
descendiendo, a la oscuridad bajo las montañas.
—Muy bien —dijo Bilbo, muy dispuesto a mostrarse de acuerdo hasta
descubrir algo más acerca de la criatura: si había venido sola, si estaba furiosa o
hambrienta, y si era amiga de los trasgos—. Tú preguntas primero —dijo, pues
no había tenido tiempo de pensar en un acertijo.
Así que Gollum siseó:
Eso era todo lo que se le ocurría preguntar; la idea de comer le daba vueltas
en la cabeza. Era además un acertijo bastante viejo, y Gollum conocía la
respuesta tan bien como vosotros.
—Chiste viejo, chiste viejo —susurró—. ¡Los dientes, los dientes, preciosso
mío! ¡Pero sólo tenemos seis!, preciosso.
Y enseguida propuso una segunda adivinanza.
—Ss, ss, ss —dijo Gollum; había estado bajo tierra mucho tiempo, y estaba
olvidando esa clase de cosas, pero cuando Bilbo y a esperaba que el desdichado
no podría responder, Gollum sacó a relucir recuerdos de tiempos y tiempos y
tiempos atrás, cuando vivía con su abuela en un agujero a orillas de un río—. Ss,
ss, ss, preciosso mío —dijo—. Quiere decir el sol sobre las margaritas, eso quiere
decir.
Pero estos acertijos sobre las cosas cotidianas al aire libre lo fatigaban. Le
recordaban también los días en que aún no era una criatura tan solitaria y furtiva
y repugnante, y lo sacaban de quicio. Más aún, le daban hambre, así que esta vez
pensó en algo un poco más desagradable y difícil.
Para desgracia de Gollum, Bilbo había oído algo parecido en otros tiempos, y
de cualquier modo la respuesta fue rotunda. —¡La oscuridad! —dijo, sin ni
siquiera rascarse la cabeza o ponerse la gorra de pensar.
Bilbo preguntó para ganar tiempo, hasta que pudiese pensar algo más difícil.
Crey ó que era un acertijo asombrosamente viejo y fácil, aunque no con estas
mismas palabras, pero resultó ser un horrible problema para Gollum. Siseaba
entre dientes, sin encontrar la respuesta, murmurando y farfullando.
Al cabo de un rato Bilbo empezó a impacientarse. —Bueno, ¿qué es? —
preguntó—. La respuesta no es una marmita hirviendo, como pareces creer, por
el ruido que haces.
—Una oportunidad, que nos dé una oportunidad, preciosso mío… ss… ss…
—¡Bien! —dijo Bilbo tras esperar largo rato—. ¿Qué hay de tu respuesta?
Pero de súbito Gollum se vio robando en los nidos, hacía mucho tiempo, y
sentado en el barranco del río enseñando a su abuela, enseñando a su abuela a
sorber…
—¡Huevoss! —siseó—. ¡Huevoss, eso es! —y enseguida preguntó:
No era realmente el momento apropiado para este acertijo pero Bilbo estaba
en un apuro. A Gollum le habría costado bastante acertar si Bilbo lo hubiera
preguntado en otra ocasión. Tal como ocurrió, hablando de peces, « sin piernas»
no parecía muy difícil, y el resto fue obvio. « Un pez sobre una mesa pequeña,
un hombre sentado a la mesa en un taburete, y el gato que consigue las espinas» .
Ésa era la respuesta, por supuesto, y Gollum la encontró pronto. Entonces pensó
que y a era momento de preguntar algo horrible y difícil. Esto fue lo que dijo:
—¡Tiempo! ¡Tiempo!
Bilbo se salvó por pura suerte. Pues naturalmente ésta era la respuesta.
Gollum quedó otra vez desilusionado; ahora estaba enojándose y cansándose
del juego. Le había dado mucha hambre en verdad, y no volvió al bote. Se sentó
en la oscuridad junto a Bilbo. Esto incomodó todavía más al hobbit y le nubló el
ingenio.
—Ahora él tiene que hacernos una pregunta, preciosso mío, sí, ssí, ssí. Una
pregunta máss para acertar, sí, ssí —dijo Gollum.
Pero Bilbo no podía pensar en ningún acertijo con aquella cosa
asquerosamente fría y húmeda al lado, sobándolo y empujándolo. Se rascaba, se
pellizcaba; y seguía sin poder pensar.
—¡Pregúntenos! ¡Pregúntenos! —decía Gollum.
Bilbo se pellizcaba y se palmoteaba; aferró la espada con una mano y tanteó
el bolsillo con la otra. Allí encontró el anillo que había recogido en el túnel, y que
había olvidado.
—¿Qué tengo en el bolsillo? —dijo, en voz alta; hablaba consigo mismo, pero
Gollum crey ó que era un acertijo y se sintió terriblemente desconcertado.
—¡No vale! ¡No vale! —siseó—. ¿No es cierto que no vale, preciosso mío,
preguntarnos qué tiene en los asquerosos bolsillitos?
Bilbo, viendo lo que había pasado y no teniendo nada mejor que decir, repitió
la pregunta en voz más alta:
—¿Qué hay en mis bolsillos?
—Sss —siseó Gollum—. Tiene que darnos tres oportunidades, preciosso mío,
tress oportunidadess.
—¡De acuerdo! ¡Adivina! —dijo Bilbo.
—¡Las manoss! —dijo Gollum.
—Falso —dijo Bilbo, quien por fortuna había retirado la mano otra vez—.
¡Prueba de nuevo!
—Sss —dijo Gollum más desconcertado que nunca.
Pensó en todas las cosas que él llevaba en los bolsillos: espinas de pescado,
dientes de trasgos, conchas mojadas, un trozo de ala de murciélago, una piedra
aguzada para afilarse los colmillos, y otras cosas repugnantes. Intentó pensar en
lo que otra gente podía llevar en los bolsillos.
—¡Un cuchillo! —dijo al fin.
—¡Falso! —dijo Bilbo, que había perdido el suy o hacía tiempo—. ¡Última
oportunidad!
Ahora Gollum se sentía mucho peor que cuando Bilbo le había planteado el
acertijo del huevo. Siseó, farfulló y se balanceó adelante y atrás, golpeteando el
suelo con los pies, y se meneó y retorció; sin embargo no se decidía, no quería
echar a perder esa última oportunidad.
—¡Vamos! —dijo Bilbo—. ¡Estoy esperando!
Trató de parecer valiente y jovial, pero no estaba muy seguro de cómo
terminaría el juego, y a Gollum acertase o no.
—¡Se acabó el tiempo! —dijo.
—¡Una cuerda o nada! —chilló Gollum, quien no respetaba del todo las
reglas, respondiendo dos cosas a la vez.
—¡Las dos mal! —gritó Bilbo, mucho más aliviado; e incorporándose de un
salto, se apoy ó de espaldas en la pared más próxima y desenvainó la pequeña
espada. Naturalmente, sabía que el torneo de las adivinanzas era sagrado y de
una antigüedad inmensa, y que aún las criaturas malvadas temían hacer trampas
mientras jugaban. Pero sentía también que no podía confiar en que aquella
criatura viscosa mantuviera una promesa. Cualquier excusa le parecería
apropiada para eludirla. Y al fin y al cabo la última pregunta no había sido un
acertijo genuino de acuerdo con las ley es ancestrales.
Pero sin embargo Gollum no lo atacó enseguida. Miraba la espada que Bilbo
tenía en la mano. Se quedó sentado, susurrando y estremeciéndose. Al fin, Bilbo
no pudo esperar más.
—Y bien —dijo—, ¿qué hay de tu promesa? Me quiero ir; tienes que
enseñarme el camino.
—¿Dijimos eso, preciosso? Mostrarle la salida al pequeño y asqueroso Bolsón,
sí, sí. Pero, ¿qué tiene él en los bolsillos? ¡Ni cuerda, preciosso, ni nada! ¡Oh, no!
¡Gollum!
—No te importa —dijo Bilbo—; una promesa es una promesa.
—Vay a, ¡qué prisa! ¡Impaciente, preciosso! —siseó Gollum—, pero tiene
que esperar, sí. No podemos subir por los pasadizos tan de prisa; primero tenemos
que recoger cosas, sí, cosas que nos ay uden.
—¡Bien, apresúrate! —dijo Bilbo, aliviado al pensar que Gollum se
marchaba. Creía que sólo se estaba excusando, y que no pensaba volver. ¿De qué
hablaba Gollum? ¿Qué cosa útil podía guardar en el lago oscuro? Pero se
equivocaba. Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento. Y era
una miserable y malvada criatura y y a tenía un plan.
No muy lejos estaba su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un
escondrijo, guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy
maravillosa. Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.
—¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en
los oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo
queremoss!
Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais
invisibles. Sólo a la plena luz del sol podrían veros, y sólo por la sombra,
temblorosa y tenue.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso
mío! —Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había
conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos
abundaban en el mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía
decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde
entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y
desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a
mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un
momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado.
Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se
aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían
parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy seguro. Nadie lo
veía, nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la garganta con las
manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado
un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por
roer, pero deseaba algo más tierno.
—Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la
asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!
Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba
bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad.
Bilbo crey ó que nunca lo volvería a oír; aun así, esperó un rato, pues no tenía idea
de cómo encontrar solo el camino de salida. De pronto, oy ó un chillido. Un
escalofrío le bajó por la espalda. Gollum maldecía y se lamentaba en las
tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y
rebuscando en vano.
—¿Dónde está? ¿Dónde está? —sollozaba—. Sse ha perdido, preciosso mío,
¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi preciosso, se ha perdido!
—¿Qué pasa? —preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdido?
—No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuy o, ¡no, gollum! —chilló
Gollum—, perdido, perdido, gollum, gollum, gollum.
—Bueno, y o también me he perdido y quiero saber dónde estoy. Gané la
pugna y tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme fuera, y
luego, sigue buscando! —aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo
compadecía demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería
tanto no podía ser nada bueno. —¡Vamos! —gritó.
—¡No, aún no, preciosso! —respondió Gollum—. Tenemos que buscarlo pues
se ha perdido, ¡gollum!
—Pero no acertaste mi última pregunta e hiciste una promesa —dijo Bilbo.
—¡Nunca lo imaginé! —dijo Gollum; de repente un agudo siseo brotó de la
oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo diga. Primero tiene que
decirlo.
Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna razón particular para no decírselo.
Más rápida que la suy a, la mente de Gollum había cazado en el aire un
presentimiento; pues durante siglos había estado preocupada por esa sola cosa,
temiendo siempre que se la quitaran.
Pero la demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo, había ganado el
juego, con bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible.
—Las preguntas eran para acertar, no para decirlas —dijo.
—Pero no fue juego limpio —dijo Gollum—. No era un acertijo, preciosso,
no.
—¡Oh, bien!, si se trata de preguntas corrientes y o he hecho una antes —
respondió Bilbo—. ¿Qué has perdido, quieres decirme?
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —el sonido llegó siseando más agudo y fuerte,
y como Gollum estaba mirándolo, Bilbo vio alarmado dos pequeños puntos de luz
que lo observaban; a medida que la sospecha crecía en la mente de Gollum, la
luz le ardía en los ojos con una llama descolorida.
—¿Qué has perdido? —insistió Bilbo.
Pero la luz en los ojos de Gollum era ahora un fuego verde y se acercaba con
rapidez. Gollum estaba de nuevo en el bote, remando como desesperado de
vuelta a la orilla; y tal era la rabia por la pérdida y la sospecha que tenía en el
corazón, que y a no le atemorizaba ninguna espada.
Bilbo no podía adivinar qué había maquinado la malvada criatura, pero vio
que todo estaba descubierto, y que Gollum pretendía terminar con él, sea como
fuere. Justo a tiempo se volvió y corrió a ciegas, subiendo el pasadizo que había
bajado antes, manteniéndose pegado a la pared y tocándola con la mano
izquierda.
—¿Qué tiene en los bolsilloss? —Bilbo oy ó el siseo fuerte detrás de él, y el
chapoteo cuando Gollum saltó del bote. « Qué tengo y o, me pregunto» , se dijo,
mientras avanzaba jadeando y tropezando. Se metió la mano izquierda en el
bolsillo. El anillo estaba muy frío cuando se le deslizó de pronto en el dedo índice,
con el que tanteaba buscando.
El siseo estaba detrás, muy cerca. Bilbo se volvió y vio los ojos de Gollum
como pequeñas lámparas verdes que subían la pendiente. Aterrorizado, intentó
correr más rápido y cay ó cuan largo era, con la pequeña espada debajo del
cuerpo.
En un momento Gollum estuvo sobre él. Pero antes de que Bilbo pudiese
hacer algo, recuperar el aliento, levantarse o esgrimir la espada, Gollum pasó de
largo sin prestarle atención, maldiciendo y murmurando mientras corría.
¿Qué podía significar esto? Gollum veía en la oscuridad. Bilbo alcanzaba a
distinguir la luz pálida de los ojos, aún desde atrás. Se levantó, dolorido, envainó la
espada, que ahora brillaba débilmente otra vez, y con mucha cautela siguió
andando. Parecía que no se podía hacer otra cosa. No convenía volver
arrastrándose a las aguas de Gollum. Quizá si lo seguía, Gollum lo conduciría sin
querer hasta alguna vía de escape.
—¡Maldito sea! ¡Maldito sea! ¡Maldito sea! —siseaba Gollum—. ¡Maldito
Bolsón! ¡Se ha ido! ¿Qué tiene en los bolsillos? ¡Oh, lo suponemos, lo adivinamos!
Preciosso mío. Lo ha encontrado, sí, tiene que tenerlo. Mi regalo de cumpleaños.
Bilbo aguzó el oído. Por fin estaba empezando a adivinar. Apresuró el paso,
acercándose a Gollum por detrás hasta donde se atrevió. Gollum corría aún
deprisa, sin mirar atrás, pero volviendo la cabeza a los lados, como Bilbo podía
ver por el pálido reflejo de luz en las paredes.
—¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, preciosso mío?
Sí, eso es. ¡Maldito sea! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando
estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos
cay ó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está, ¡gollum!
De pronto Gollum se sentó y se puso a sollozar, con un ruido silbante y
gorgoteante, horrible al oído. Bilbo se detuvo, pegándose a la pared de la galería.
Pasado un rato, Gollum dejó de lloriquear. Parecía tener una discusión consigo
mismo.
—No vale la pena volver a buscarlo, no. No recordamos todos los lugares que
hemos visitado. Y no serviría de nada. El Bolsón lo tiene en sus bolsilloss; el
asqueroso fisgón lo ha encontrado, lo decimos nosotros.
» Lo suponemos, preciosso, sólo lo suponemos. No podemos estar seguros
hasta encontrar a la asquerosa criatura y estrujarla. Pero no conoce las virtudes
que tiene, ¿verdad? Sólo lo guarda en los bolsillos. No lo sabe y no puede ir muy
lejos. Se ha perdido el puerco fissgón. No conoce la salida. Eso fue lo que dijo.
Así dijo, sí, pero es un tramposo. ¡No dice lo que piensa! No dirá lo que tiene en
los bolsillos. Lo sabe. Conoce el camino de entrada; tiene que conocer el de
salida. Está más allá de la puerta trasera. Hacia la puerta trasera, eso es.
» Los trasgos lo capturarán entonces. No puede salir por ahí, preciosso.
» Sss, sss, ¡gollum! ¡Trasgoss! Sí, pero si tiene el regalo, nuestro regalo de
cumpleaños, entonces los trasgos lo tomarán, ¡gollum! Descubrirán, descubrirán
sus propiedades. ¡Nunca más estaremos seguros, gollum! Uno de los trasgos se lo
pondrá y no lo verá nadie. Estará allí, pero nadie podrá verlo. Ni siquiera nuestros
más agudos ojoss, y se acercará escurriéndose y engañando y nos capturará,
¡gollum! ¡gollum!
» ¡Dejemos la charla, preciosso, y vay amos de prisa! Si el Bolsón se ha ido
por ahí, tenemos que apresurarnos y verlo. ¡Vamos! No puede estar muy lejos.
¡De prisa!
Gollum se levantó de un brinco y se alejó bamboleándose, a grandes
zancadas. Bilbo corrió tras él, todavía cauteloso, aunque ahora lo que más temía
era tropezar de nuevo y caer haciendo ruido. Tenía en la cabeza un torbellino de
asombro y esperanza. Parecía que el anillo que llevaba era un anillo mágico: ¡te
hacía invisible! Había oído de tales cosas, por supuesto, en antiguos relatos; pero
le costaba creer que en realidad él, por accidente, había encontrado uno. Sin
embargo, así era: Gollum había pasado de largo sólo a una y arda.
Siguieron adelante, Gollum avanzando a los trompicones, siseando y
maldiciendo; Bilbo detrás, tan silenciosamente como puede marchar un hobbit.
Pronto llegaron a unos lugares donde, como había notado Bilbo al bajar, se abrían
pasadizos a los lados, uno acá, otro allá. Gollum comenzó enseguida a contarlos.
—Uno a la izquierda, sí. Uno a la derecha, sí. Dos a la derecha, sí, sí; dos a la
izquierda, eso es —y así una vez y otra.
A medida que la cuenta crecía, aflojó el paso sollozando y temblando. Pues
cada vez se alejaba más del agua, y tenía miedo. Los trasgos acechaban quizá, y
él había perdido el anillo. Por fin se detuvo ante una abertura baja, a la izquierda.
—Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda, ¡bien! —susurró—. Éste es. Éste
es el camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el pasadizo!
Miró hacia adentro y se retiró, vacilando. —Pero no nos atreveremos a
entrar, preciosso, no nos atreveremos. Hay trasgos allá abajo. Montones de
trasgoss. Los olemos. ¡Sss!
» ¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y aplastados sean! Tenemos que esperar
aquí, preciosso, esperar un momento y observar.
Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum había traído a Bilbo hasta la
salida, ¡pero Bilbo no podía cruzarla! Allí estaba Gollum, acurrucado justamente
en la abertura, y los ojos le brillaban fríos mientras movía la cabeza a un lado y a
otro entre las rodillas.
Bilbo se arrastró, apartándose de la pared, más callado que un ratón; pero
Gollum se enderezó enseguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes.
Siseó, en un tono bajo aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora
estaba atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído.
Parecía que se había agachado, con las palmas de las manos extendidas sobre el
suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la nariz casi tocando la piedra. Aunque
era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo
o sentirlo: tenso como la cuerda de un arco, dispuesto a saltar.
Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado.
Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna
fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los
ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. Él era invisible
ahora. Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había
intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión,
una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de
interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío
pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron
como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago,
como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante.
No un gran salto para un hombre, pero un salto a ciegas. Saltó directamente
sobre la cabeza de Gollum, a una distancia de siete pies y tres de altura; por
cierto, y no lo sabía, apenas evitó que se le destrozara el cráneo contra el arco del
túnel.
Gollum se lanzó hacia atrás e intentó atrapar al hobbit cuando volaba sobre él,
pero demasiado tarde: las manos golpearon el aire tenue, y Bilbo, cay endo
limpiamente sobre los pies vigorosos, se precipitó a bajar por el nuevo pasadizo.
No se volvió a mirar qué hacía Gollum. Al principio oy ó siseos y maldiciones
detrás de él, muy cerca; luego cesaron. Casi enseguida sonó un aullido que
helaba la sangre, un grito de odio y desesperación. Gollum estaba derrotado. No
se atrevía a ir más lejos, había perdido: había perdido su presa, y había perdido
también la única cosa que había cuidado alguna vez, su preciosso. El aullido dejó
a Bilbo con el corazón en la boca. Ya débil como un eco, pero amenazadora, la
voz venía desde atrás.
—¡Ladrón, ladrón, ladrón! ¡Bolsón! ¡Lo odiamos, lo odiamos, lo odiamos, lo
odiamos para siempre!
No se oy ó nada más. Pero el silencio también le parecía amenazador a Bilbo.
« Si los trasgos están tan cerca que él puede olerlos» , pensó, « tienen que haber
oído las maldiciones y chillidos. Cuidado ahora, o esto te llevará a cosas peores» .
El pasadizo era bajo y de paredes toscas. No parecía muy difícil para el
hobbit, excepto cuando, a pesar de andar con mucho cuidado, tropezaba de
nuevo, y así muchas veces, golpeándose los dedos de los pies contra las piedras
del suelo, molestas y afiladas. « Un poco bajo para los trasgos, al menos para los
grandes» , pensaba Bilbo, no sabiendo que aún los más grandes, los orcos de las
montañas, avanzan encorvados a gran velocidad, con las manos casi en el suelo.
Pronto el pasadizo, que había estado bajando, comenzó a subir otra vez, y de
pronto ascendió abruptamente. Bilbo tuvo que aflojar la marcha, pero por fin la
cuesta acabó; luego de un recodo, el pasadizo descendió de nuevo, y allá, al pie
de una corta pendiente, vio que del costado de otro recodo venía un reflejo de luz.
No una luz roja, como de linterna o de fuego, sino una luz pálida de aire libre.
Bilbo echó a correr.
Corriendo tanto como le aguantaban las piernas, dobló el último recodo y se
encontró en medio de un espacio abierto, donde la luz, luego de todo aquel tiempo
a oscuras, parecía deslumbrante. En verdad, era sólo la luz del sol, que se filtraba
por el hueco de una puerta grande, una puerta de piedra que habían dejado
entornada.
Bilbo parpadeó, y de pronto vio a los trasgos: trasgos armados de pies a
cabeza, con las espadas desenvainadas, sentados a la vera de la puerta y
observándolo con los ojos abiertos, observando el pasadizo por donde había
aparecido. Estaban preparados, atentos, dispuestos a cualquier cosa.
Lo vieron antes que él pudiese verlos. Sí, lo vieron. Fuese un accidente o el
último truco del anillo antes de tomar nuevo amo, no lo tenía en el dedo. Con
aullidos de entusiasmo, los trasgos se abalanzaron sobre él.
Una punzada de miedo y pérdida, como un eco de la miseria de Gollum, hirió
a Bilbo, y olvidando desenvainar la espada, metió las manos en los bolsillos. Y allí
en el bolsillo izquierdo estaba el anillo, y él mismo se le deslizó en el dedo índice.
Los trasgos se detuvieron bruscamente. No podían ver nada del hobbit. Había
desaparecido. Chillaron dos veces, tan alto como antes, pero no con tanto
entusiasmo.
—¿Dónde está? —gritaron.
—¡Se volvió pasadizo arriba! —dijeron algunos.
—¡Fue por aquí! —aullaron unos—. ¡Fue por allá! —aullaron otros.
—¡Cuidad la puerta! —ordenó el capitán.
Sonaron silbatos, las armaduras se entrechocaron, las espadas golpetearon, los
trasgos maldijeron y juraron, corriendo acá y acullá, cay endo unos sobre otros y
enojándose mucho. Hubo un terrible clamoreo, una conmoción y un alboroto.
Bilbo estaba de veras aterrorizado, pero tenía aún bastante juicio para
entender qué había ocurrido, y para esconderse detrás de un barril que guardaba
la bebida de los trasgos centinelas, y salir así del apuro y evitar que lo golpearan
y patearan hasta darle muerte, o que lo capturasen por el tacto.
—¡He de alcanzar la puerta, he de alcanzar la puerta! —seguía diciéndose,
pero pasó largo rato antes de que se atreviera a intentarlo.
Lo que siguió entonces fue horrible, como si jugaran a una especie de gallina
ciega. El lugar estaba abarrotado de trasgos que corrían de un lado a otro, y el
pobrecito hobbit se escurrió aquí y allá, fue derribado por un trasgo que no pudo
entender con qué había tropezado, escapó a gatas, se deslizó entre las piernas del
capitán, se puso de pie, y salió corriendo hacia la puerta.
La puerta estaba abierta, pero un trasgo la había entornado todavía más. Bilbo
empujó, y no consiguió moverla. Trató de escurrirse por la abertura y quedó
atrapado. ¡Era horrible! Los botones se le habían encajado entre el canto y la
jamba de la puerta. Allí fuera alcanzaba a ver el aire libre: había unos pocos
escalones que descendían a un valle estrecho con montañas altas alrededor: el sol
apareció detrás de una nube y resplandeció más allá de la puerta; pero él no
podía cruzarla.
De pronto, uno de los trasgos que estaban dentro gritó: —¡Hay una sombra al
lado de la puerta! ¡Algo está ahí fuera!
A Bilbo el corazón se le subió a la boca. Se retorció, aterrorizado. Los botones
saltaron en todas direcciones. Atravesó la puerta, con la chaqueta y el chaleco
rasgados, y brincó escalones abajo como una cabra, mientras los trasgos
desconcertados recogían aún los preciosos botones de latón, caídos en el umbral.
Por supuesto, enseguida bajaron tras él, persiguiéndolo, gritando y ululando
por entre los árboles. Pero el sol no les gusta: les afloja las piernas, y la cabeza
les da vueltas. No consiguieron encontrar a Bilbo, que llevaba el anillo puesto, y
se escabullía entre las sombras de los árboles, corriendo rápido y en silencio y
manteniéndose apartado del sol; pronto volvieron gruñendo y maldiciendo a
guardar la puerta. Bilbo había escapado.
6
De la sartén al fuego
B ilbo había escapado de los trasgos, pero no sabía dónde estaba. Había perdido
el capuchón, la capa, la comida, el poney, sus botones y sus amigos. Siguió
adelante, hasta que el sol empezó a hundirse en el poniente, detrás de las
montañas. Las sombras cruzaban el sendero, y Bilbo miró hacia atrás. Luego
miró hacia adelante, y no pudo ver más que crestas y vertientes que descendían
hacia las tierras bajas, y llanuras que asomaban de vez en cuando entre los
árboles.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡Parece que estoy justo al otro lado de las Montañas
Nubladas, al borde de las Tierras de Más Allá! ¿Dónde y oh dónde habrán tenido
que ir los enanos y Gandalf? ¡Sólo espero que por ventura no estén todavía allá
atrás en poder de los trasgos!
Continuó caminando, fuera del pequeño y elevado valle, por el borde, y
bajando luego las pendientes; mas en todo este tiempo un pensamiento muy
incómodo iba creciendo dentro de él. Se preguntaba si no estaba obligado, ahora
que tenía el anillo mágico, a regresar a los horribles, horribles túneles y buscar a
sus amigos. Acababa de decidir que no podía escapar a ese deber, que tenía que
volver atrás —y esto hacía que se sintiera muy desdichado—, cuando oy ó voces.
Se detuvo y escuchó. No parecían trasgos; de modo que se arrastró con
mucho cuidado hacia adelante. Estaba en un sendero pedregoso que serpenteaba
hacia abajo, con una pared rocosa a la izquierda; al otro lado el terreno descendía
en pendiente, y bajo el nivel del sendero había unas cañadas donde crecían
matorrales y arbustos. En una de estas cañadas, bajo los arbustos, había gente
hablando.
Se arrastró todavía más cerca, y de súbito vio, asomado entre dos grandes
peñascos, una cabeza con capuchón rojo: era Balin, que oteaba alrededor. Bilbo
tenía ganas de palmotear y gritar de alegría, pero no lo hizo. Todavía llevaba
puesto el anillo, por miedo de encontrar algo inesperado y desagradable, y vio
que Balin estaba mirando directamente hacia él sin verlo.
« Les daré a todos una sorpresa» , pensó mientras se metía a gatas entre los
arbustos del borde de la cañada. Gandalf estaba deliberando con los enanos.
Hablaban de todo lo que había ocurrido en los túneles, preguntándose y
discutiendo qué irían a hacer ahora. Los enanos refunfuñaban, y Gandalf decía
que de ninguna manera podían continuar el viaje dejando al señor Bolsón en
manos de los trasgos, sin tratar de saber si estaba vivo o muerto, y sin tratar de
rescatarlo.
—Al fin y al cabo es mi amigo —dijo Gandalf—, y una buena persona. Me
siento responsable. Ojalá no lo hubieseis perdido.
Los enanos querían saber ante todo por qué razones lo habían traído con ellos,
por qué no había podido mantenerse cerca y venir también, y por qué el mago
no había elegido a alguien más sensato. —Hasta ahora ha sido una carga de poco
provecho —dijo uno—. Si tenemos que regresar a esos túneles abominables a
buscarlo, entonces maldito sea, digo y o.
Gandalf contestó enfadado: —Lo traje, y no traigo cosas que no sean de
provecho. O me ay udáis a buscarlo, o me voy y os dejo aquí para que salgáis de
este embrollo como mejor podáis. Si al menos lo encontráramos, me lo
agradeceríais antes de que hay a pasado todo. ¿Por qué tuviste que dejarlo caer,
Dori?
—¡Tú mismo lo habrías dejado caer —dijo Dori—, si de pronto un trasgo te
hubiese aferrado las piernas por detrás en la oscuridad, te hiciese tropezar, y te
patease la espalda!
—En ese caso, ¿por qué no lo recogiste de nuevo?
—¡Cielos! ¡Y aún me lo preguntas! ¡Los trasgos luchando y mordiendo en la
oscuridad, todos cay endo sobre otros cuerpos y golpeándose! Tú casi me
tronchas la cabeza con Glamdring, y Thorin daba tajos a diestra y siniestra con
Orcrist. De pronto echaste una de esas luces que enceguecen y vimos que los
trasgos retrocedían aullando. Gritaste: « ¡Seguidme todos!» , y todos tenían que
haberte seguido. Creímos que todos lo hacían. No hubo tiempo para contar, como
tú sabes muy bien, hasta que nos abrimos paso entre los centinelas, salimos por la
puerta más baja, y descendimos hasta aquí atropellándonos. Y aquí estamos, sin
el saqueador, ¡que el cielo lo confunda!
—¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre
ellos, y quitándose el anillo.
¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf
estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los
demás. Llamó a Balin y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía
que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo
creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las
palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no
lo dudaron más. Balin era el más desconcertado; pero todos decían que había sido
un trabajo muy bien hecho.
Bilbo estaba en verdad tan complacido con estos elogios, que se rió entre
dientes, pero nada dijo acerca del anillo; y cuando le preguntaron cómo se las
había arreglado, comentó: —Oh, simplemente me deslicé, y a sabéis… con
mucho cuidado y en silencio.
—Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado nunca con cuidado y en silencio
bajo mis mismísimas narices sin que y o lo descubriera —dijo Balin—, y me
saco el sombrero ante ti —cosa que hizo; y agregó—: Balin, a vuestro servicio.
—Vuestro servidor, el señor Bolsón —dijo Bilbo.
Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo desde el momento en que lo
habían perdido, y él se sentó y les contó todo, excepto lo que se refería al
hallazgo del anillo (« no por ahora» , pensó). Se interesaron en particular en la
pugna de las adivinanzas y se estremecieron como correspondía cuando les
describió el aspecto de Gollum.
—Y luego no se me ocurría ninguna otra pregunta con él sentado junto a mí
—concluy ó Bilbo—, de modo que dije: « ¿Qué hay en mi bolsillo?» . Y no pudo
adivinarlo por tres veces. De modo que dije: « ¿Qué hay de tu promesa?
¡Enséñame el camino de salida!» . Pero él saltó sobre mí para matarme, y y o
corrí, caí, y me perdí en la oscuridad. Luego lo seguí, pues oí que se hablaba a sí
mismo. Pensaba que y o conocía realmente el camino de salida, y estaba y endo
hacia él. Al fin se sentó en la entrada y y o no podía pasar. De modo que salté
sobre él y escapé corriendo hacia la puerta.
—¿Qué pasó con los centinelas? —preguntaron los enanos—. ¿No había
ninguno?
—¡Oh, sí! Muchísimos, pero los esquivé. Me quedé trabado en la puerta, que
sólo estaba abierta una rendija, y perdí muchos botones —dijo mirándose con
tristeza las ropas desgarradas—. Pero conseguí escabullirme… y aquí estoy.
Los enanos lo miraron con un respeto completamente nuevo, mientras
hablaba sobre burlar centinelas, saltar sobre Gollum y abrirse paso, como si no
fuese muy difícil o muy inquietante.
—¿Qué os dije? —exclamó Gandalf riendo—. El señor Bolsón esconde cosas
que no alcanzabais a imaginar. —Le echó una mirada rara a Bilbo por debajo de
las cejas pobladas mientras lo decía, y el hobbit se preguntó si el mago no estaría
pensando en el episodio que él había omitido.
Tenía sus propias preguntas que hacer ahora, pues si Gandalf y a había
explicado todo a los enanos, Bilbo no lo había oído aún. Quería saber cómo
Gandalf había vuelto a aparecer, y qué habían convenido hasta ese momento.
El mago, a decir verdad, nunca se molestaba por tener que explicar de nuevo
sus habilidades, de modo que ahora le dijo a Bilbo que tanto Elrond como él
estaban bien enterados de la presencia de trasgos malvados en esa parte de las
montañas. Pero la entrada principal miraba antes a un desfiladero distinto, más
fácil de cruzar, y a menudo apresaban a gente ignorante cerca de las puertas.
Era evidente que los viajeros y a no tomaban ese camino, y los trasgos habían
abierto hacía poco una nueva entrada en lo alto de la senda que habían tomado
los enanos, pues hasta entonces había sido un paso seguro.
—Tendría que salir a buscar un gigante más o menos decente para que
bloquee otra vez la puerta —dijo el mago—, o pronto no habrá modo de cruzar
las montañas.
Tan pronto como Gandalf había oído el aullido de Bilbo, comprendió lo que
había pasado. Luego del relámpago que había fulminado a los trasgos que se le
echaban encima, se había metido corriendo en la grieta, justo cuando iba a
cerrarse. Siguió detrás de los trasgos y prisioneros hasta el borde de la gran sala,
y allí se sentó, preparando la mejor magia posible entre las sombras.
—Fue un asunto muy delicado —dijo—. Francamente difícil.
Pero Gandalf, por supuesto, había hecho un estudio especial de los
encantamientos con fuego y luces (hasta el mismo hobbit, como recordaréis, no
había olvidado aquellos mágicos fuegos de artificio en las fiestas del Viejo Tuk,
las noches del solsticio de verano). El resto y a lo sabemos, excepto que Gandalf
conocía perfectamente la puerta trasera, como los trasgos denominaban a la
entrada inferior, donde Bilbo había perdido sus botones. En realidad, cualquiera
que conociese aquella parte de las montañas conocía también la entrada inferior,
pero había que ser un mago para no perder la cabeza en los túneles y seguir la
dirección correcta.
—Construy eron esa entrada hace siglos —dijo—, en parte como una vía de
escape, si necesitaban una, en parte como un camino de salida hacia las tierras
de más allá, donde todavía merodean en la noche y causan gran daño. La vigilan
siempre, y nadie jamás ha conseguido bloquearla. La vigilarán doblemente a
partir de ahora. —Gandalf se rió.
Los demás rieron con él. Al fin y al cabo, habían perdido bastantes cosas,
pero habían matado al Gran Trasgo y a otros muchos, y habían escapado todos,
y en verdad podía decirse que hasta ahora habían llevado la mejor parte.
Pero el mago hizo que volvieran a la realidad. —Tenemos que marchar
enseguida, ahora que hemos descansado un poco —dijo—. Saldrán a centenares
detrás de nosotros cuando caiga la noche; y y a las sombras se están alargando.
Pueden oler nuestras huellas horas después de que hay amos pasado por algún
sitio. Tenemos que estar a muchas millas de aquí antes del anochecer. Habrá algo
de luna, si el cielo se mantiene despejado, lo que es una suerte. No es que a ellos
les importe demasiado la luna, pero un poco de luz ay udará a que no nos
extraviemos.
» ¡Oh, sí! —dijo en respuesta a más preguntas del hobbit—. Perdiste la noción
del tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es jueves, y fuimos capturados la
noche del lunes o la mañana del martes. Hemos recorrido millas y millas,
bajamos atravesando el corazón mismo de las montañas, y ahora estamos al otro
lado; todo un atajo. Mas no estamos en el punto al que nos hubiese llevado el
desfiladero; estamos demasiado al norte, y tenemos por delante una región algo
desagradable. Y nos encontramos aún a bastante altura. ¡De modo que en
marcha!
—Estoy tan terriblemente hambriento —gimió Bilbo, quien de pronto advirtió
que no había probado bocado desde la noche anterior a la noche anterior a la
última noche. ¡Quién lo hubiera pensado de un hobbit! Sentía el estómago flojo y
vacío, y las piernas muy inseguras, ahora que la excitación había concluido.
—No puedo remediarlo —dijo Gandalf—, a menos que quieras volver y
pedir amablemente a los trasgos que te devuelvan el poney y los bultos.
—¡No, gracias! —respondió Bilbo.
—Muy bien entonces, no nos queda más que apretarnos los cinturones y
marchar sin descanso… o nos convertiremos en cena, y eso sería mucho peor
que no tenerla nosotros.
Mientras marchaban, Bilbo buscaba por todos lados algo para comer; pero las
moras estaban todavía en flor, y por supuesto no había nueces, ni tan siquiera
bay as de espino. Mordisqueó un poco de acedera, bebió de un pequeño arroy o de
la montaña que cruzaba el sendero, y comió tres fresas silvestres que encontró en
la orilla, pero no le sirvió de mucho.
Caminaron y caminaron. El accidentado sendero desapareció. Los arbustos y
las largas hierbas entre los cantos rodados, las briznas de hierba recortadas por los
conejos, el tomillo, la salvia, el orégano, y los heliantemos amarillos se
desvanecieron por completo, y los viajeros se encontraron en la cima de una
pendiente ancha y abrupta, de piedras desprendidas, restos de un deslizamiento
de tierras. Empezaron a bajar, y cada vez que apoy aban un pie en el suelo,
escorias y pequeños guijarros rodaban cuesta abajo; pronto trozos más grandes
de roca bajaron ruidosamente y provocaron que otras piedras de más abajo se
deslizaran y rodaran también; luego se desprendieron unos peñascos que
rebotaron, reventando con fragor en pedazos envueltos en polvo. Al rato, por
encima y por debajo de ellos, la pendiente entera pareció ponerse en
movimiento, y el grupo descendió en montón, en medio de una confusión
pavorosa de bloques y piedras que se deslizaban golpeando y rompiéndose.
Fueron los árboles del fondo los que los salvaron. Se deslizaron hacia el
bosque de pinos que trepaba desde el más oscuro e impenetrable de los bosques
del valle hasta la falda misma de la montaña. Algunos se aferraron a los troncos
y se balancearon en las ramas más bajas, otros (como el pequeño hobbit) se
escondieron detrás de un árbol para evitar las embestidas furiosas de las rocas.
Pronto, el peligro pasó; el deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los
últimos estruendos mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban
vueltas entre los helechos y las raíces de pino allá abajo.
—¡Bueno! Nos ha costado un poco —dijo Gandalf—, y aún a los trasgos que
nos rastreen les costará bastante descender hasta aquí en silencio.
—Quizá —gruñó Bombur—, pero no les será difícil tirarnos piedras a la
cabeza. —Los enanos (y Bilbo) estaban lejos de sentirse contentos, y se
restregaban las piernas y los pies lastimados y magullados.
—¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la pendiente. ¡Deprisa, tenemos
que apresurarnos! ¡Mirad la luz!
Hacía largo rato que el sol se había ocultado tras la montaña. Ya las sombras
eran más negras alrededor, aunque allá lejos, entre los árboles y sobre las copas
negras de los que crecían más abajo, podían ver todavía las luces de la tarde en
las llanuras distantes. Bajaban cojeando ahora, tan rápido como podían, por la
pendiente menos abrupta de un pinar, por un inclinado sendero que los conducía
directamente hacia el sur. En ocasiones se abrían paso entre un mar de helechos
de altas frondas que se levantaban por encima de la cabeza del hobbit; otras
veces marchaban con la quietud del silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y
durante todo ese tiempo la lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del
bosque más profunda. No había viento aquel atardecer que moviera al menos
con un susurro de mar las ramas de los árboles.
—¿Tenemos que seguir todavía más? —preguntó Bilbo cuando en la oscuridad del
bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba de Thorin que ondeaba junto a él y
la respiración de los enanos sonaba en el silencio como un fuerte ruido—. Tengo
los dedos de los pies torcidos y magullados, me duelen las piernas, y mi
estómago se balancea como una bolsa vacía.
—Un poco más —dijo Gandalf.
Luego de lo que pareció siglos más, salieron de pronto a un espacio abierto sin
árboles. La luna estaba alta y brillaba en el claro. De algún modo todos tuvieron
la impresión de que no era precisamente un lugar agradable, aunque no se veía
nada sospechoso.
De súbito oy eron un aullido, lejos, colina abajo, un aullido largo y
estremecedor. Le contestó otro, lejos, a la derecha, y muchos más, más cerca de
ellos; luego otro, no muy lejano, a la izquierda. ¡Eran lobos que aullaban a la
luna, lobos que llamaban a la manada!
No había lobos que vivieran cerca del agujero del señor Bolsón, pero conocía
el sonido. Se lo habían descrito a menudo en cuentos y relatos. Uno de sus primos
may ores (por la rama Tuk), que había sido un gran viajero, los imitaba a menudo
para aterrorizarlo. Oírlos ahora en el bosque bajo la luna era demasiado para
Bilbo. Ni siquiera los anillos mágicos son muy útiles contra los lobos, en especial
contra las manadas diabólicas que vivían a la sombra de las montañas infestadas
de trasgos, más allá de los límites de las tierras salvajes, en las fronteras de lo
desconocido. ¡Los lobos de esta clase tienen un olfato más fino que los trasgos!
¡Y no necesitan verte para atraparte!
—¡Qué haremos, qué haremos! —gritó—. ¡Salir de trasgos para caer en
lobos! —dijo, y esto llegó a ser un proverbio, aunque ahora decimos « de la
sartén al fuego» en las situaciones incómodas de este tipo.
—¡A los árboles, rápido! —gritó Gandalf; y corrieron hacia los árboles del
borde del claro, buscando aquellos de ramas bajas o bastante delgados para
escapar trepando por los troncos. Los encontraron con una rapidez insólita, como
podéis imaginar; y subieron muy alto confiando como nunca en la firmeza de las
ramas. Habríais reído (desde una distancia segura) si hubieseis visto a los enanos
sentados arriba, en los árboles, las barbas colgando, como viejos caballeros
chiflados que jugaban a ser niños. Fili y Kili habían subido a la copa de un alerce
alto que parecía un enorme árbol de Navidad. Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin
estaban más cómodos en un pino elevado con ramas regulares que crecían a
intervalos, como los ray os de una rueda. Bifur, Bofur, Bombur y Thorin estaban
en otro pino próximo. Dwalin y Balin habían trepado con rapidez a un abeto
delgado, escaso de ramas, y estaban intentando encontrar un lugar para sentarse
entre el follaje de la copa. Gandalf, que era bastante más alto que el resto, había
encontrado un árbol inaccesible para los otros, un pino grande que se levantaba
en el mismísimo borde del claro. Estaba bastante oculto entre las ramas pero,
cuando asomaba la luna, se le podía ver el brillo de los ojos.
¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y corría de un tronco a otro, como un
conejo que no encuentra su madriguera mientras un perro lo persigue
mordiéndole los talones.
—¡Otra vez has dejado atrás al saqueador! —dijo Nori a Dori mirando abajo.
—No me puedo pasar la vida cargando saqueadores —dijo Dori—, ¡túneles
abajo y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy ? ¿Un mozo de cuerda?
—Se lo comerán si no hacemos algo —dijo Thorin, pues ahora había aullidos
todo alrededor, acercándose más y más—. ¡Dori! —llamó, pues Dori era el que
estaba más abajo, en el árbol más fácil de escalar—. ¡Ve rápido, y dale una
mano al señor Bolsón!
Dori era en realidad un buen muchacho a pesar de que protestara gruñendo.
El pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le tendían aunque el enano
descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo que pudo. De modo que
Dori bajó realmente del árbol y ay udó a que Bilbo se le trepase a la espalda.
En ese preciso momento los lobos irrumpieron aullando en el claro. De pronto
hubo cientos de ojos observándolos desde las sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo.
Esperó a que trepara de los hombros a las ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo!
Un lobo le echó una dentellada a la capa cuando aún se columpiaba en la rama
de abajo y casi lo alcanzó. Un minuto después una manada entera gruñía
alrededor del árbol y saltaba hacia el tronco, los ojos encendidos y las lenguas
fuera.
Pero ni siquiera los salvajes wargos (pues así se llamaban los lobos malvados
de más allá del Yermo) pueden trepar a los árboles. Por el momento los
expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente hacía calor y no había viento.
Los árboles no son muy cómodos para estar sentados en ellos un largo rato,
cualquiera que sea la circunstancia, pero al frío y al viento, con lobos que te
esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios harto desagradables.
Este claro en el anillo de árboles era evidentemente un lugar de reunión de los
lobos. Más y más continuaban llegando. Unos pocos se quedaron al pie del árbol
en que estaban Dori y Bilbo, y los otros fueron venteando alrededor hasta
descubrir todos los árboles en los que había alguien. Vigilaron éstos también,
mientras el resto (parecían cientos y cientos) fue a sentarse en un gran círculo en
el claro; y en el centro del círculo había un enorme lobo gris. Les habló en la
espantosa lengua de los wargos. Gandalf la entendía. Bilbo no, pero el sonido era
terrible, y parecía que sólo hablara de cosas malvadas y crueles, como así era.
De vez en cuando todos los wargos del círculo respondían en coro al jefe gris, y
el espantoso clamor sacudía al hobbit, que casi se caía del pino.
Os diré lo que Gandalf oy ó, aunque Bilbo no lo comprendiese. Los wargos y
los trasgos colaboraban a menudo en acciones perversas. Por lo común, los
trasgos no se alejan de las montañas, a menos que se los persiga y estén
buscando nuevos lugares, o marchen a la guerra (y me alegra decir que esto no
ha sucedido desde hace largo tiempo). Pero en aquellos días, a veces hacían
incursiones, en especial para conseguir comida o esclavos que trabajasen para
ellos. En esos casos, conseguían a menudo que los wargos los ay udasen, y se
repartían el botín. A veces cabalgaban en lobos, así como los hombres montan en
caballos. Ahora parecía que una gran incursión de trasgos había sido planeada
para aquella misma noche. Los wargos habían acudido para reunirse con los
trasgos, y los trasgos llegaban tarde. La razón, sin duda, era la muerte del Gran
Trasgo y toda la agitación causada por los enanos, Bilbo y Gandalf, a quienes
quizá todavía buscaban.
A pesar de los peligros de estas tierras lejanas, unos hombres audaces habían
venido allí desde el Sur, derribando árboles, y levantando moradas entre los
bosques más placenteros de los valles y a lo largo de las riberas de los ríos. Eran
muchos, y bravos y bien armados, y ni siquiera los wargos se atrevían a
atacarlos cuando los veían juntos, o a la luz del día. Pero ahora habían planeado
caer de noche con la ay uda de los trasgos sobre algunas de las aldeas más
próximas a las montañas. Si este plan se hubiese llevado a cabo, no habría
quedado nadie allí al día siguiente; todos hubiesen sido asesinados, excepto los
pocos que los trasgos preservasen de los lobos y llevasen de vuelta a las cavernas,
como prisioneros.
Era espantoso escuchar esa conversación, no sólo por los bravos leñadores,
las mujeres y los niños, sino también por el peligro que ahora amenazaba a
Gandalf y a sus compañeros. Los wargos estaban furiosos y se preguntaban
desconcertados qué hacía esa gente en el mismísimo lugar de reunión. Pensaban
que eran amigos de los leñadores y habían venido a espiarlos, y advertirían a los
valles, con lo cual trasgos y lobos tendrían que librar una terrible batalla en vez de
capturar prisioneros y devorar gentes arrancadas bruscamente del sueño. De
modo que los wargos no tenían intención de alejarse y permitir que la gente de
los árboles escapase; de ninguna manera, no hasta la mañana. Y mucho antes,
dijeron, los soldados trasgos vendrán, bajando de las montañas; y los trasgos
pueden trepar a los árboles, o derribarlos.
Ahora podéis comprender por qué Gandalf, escuchando esos gruñidos y
aullidos, empezó a tener un miedo espantoso, mago como era, y a sentir que
estaban en un pésimo lugar y todavía no habían escapado del todo. Sin embargo,
no les dejaría el camino libre, aunque mucho no podía hacer aferrado a un gran
árbol con lobos por doquier allá en el suelo. Arrancó unas piñas enormes de las
ramas y enseguida prendió fuego a una de ellas con una brillante llama azul, y la
arrojó zumbando hacia el círculo de lobos. Alcanzó a uno en el lomo, y la piel
velluda empezó a arder, con lo cual la bestia saltó de un lado a otro aullando
horriblemente. Luego cay ó otra piña y otra, con llamas azules, rojas o verdes.
Estallaban en el suelo, en medio del círculo, y se esparcían alrededor en chispas
coloreadas y humo. Una especialmente grande golpeó el hocico del lobo jefe,
que saltó diez pies en el aire, y se lanzó dando vueltas y vueltas alrededor del
círculo, con tanta cólera y tanto miedo que mordía y lanzaba dentelladas aún a
los otros lobos.
Los enanos y Bilbo gritaron y vitorearon. Era terrible ver la rabia de los lobos,
y el tumulto que hacían llenaba toda la floresta. Los lobos tienen miedo del fuego
en cualquier circunstancia, pero éste era un fuego muy extraño y horroroso. Si
una chispa les tocaba la piel, se pegaba y les quemaba los pelos, y a menos que
se revolcasen rápido, pronto estaban envueltos en llamas. Muy pronto los lobos
estaban revolcándose por todo el claro una y otra vez para quitarse las chispas de
los lomos, mientras aquellos que y a ardían, corrían aullando y pegando fuego a
los demás, hasta que eran ahuy entados por sus propios compañeros, y huían
pendiente abajo, chillando y gimoteando y buscando agua.
—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? —dijo el Señor de las Águilas;
estaba posado, negro a la luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre
rocosa del borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los
trasgos de fechorías en los bosques?
Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo
siguieron saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el
cielo, y observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo.
Pero las águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una
gran distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenía ojos
capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá
abajo a una milla a la luz pálida de la luna. De modo que aunque no alcanzaba a
ver a la gente en los árboles, podía distinguir los movimientos de los lobos y los
minúsculos destellos de fuego, y oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues
desde allá abajo. También pudo ver el destello de la luna en las lanzas y y elmos
de los trasgos, cuando unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron
con cautela, bajando las laderas de la colina desde la entrada a los túneles, y
serpenteando en el bosque.
Las águilas no son aves bondadosas. Algunas son cobardes y crueles. Pero la
raza ancestral de las montañas del norte era la más grande entre todas. Altivas y
fuertes, y de noble corazón, no querían a los trasgos, ni los temían. Cuando les
prestaban alguna atención (lo que era raro, pues no se alimentaban de tales
criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban a retirarse chillando a las
cuevas, y detenían cualquier maldad en que estuviesen empeñados. Los trasgos
odiaban a las águilas y les tenían miedo, pero no podían alcanzar aquellos
encumbrados sitiales, ni sacarlas de las montañas.
Esa noche el Señor de las Águilas tenía mucha curiosidad por saber qué se
estaba tramando; de modo que convocó a otras águilas, y juntas volaron desde
las cimas, y trazando círculos lentamente, siempre girando y girando, bajaron y
bajaron y bajaron hacia el anillo de los lobos y el sitio en que se reunían los
trasgos.
¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas habían estado sucediendo allí
abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían huido al bosque, y habían
prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y en este lado oriental de las
montañas había llovido poco en los últimos tiempos. Helechos amarillentos,
ramas caídas, espesas capas de agujas de pino, y aquí y allá árboles secos,
pronto empezaron a arder. Todo alrededor del claro de los wargos el fuego se
elevaba en llamaradas. Pero los lobos guardianes no abandonaban los árboles.
Enloquecidos y coléricos saltaban y aullaban al pie de los troncos, y maldecían a
los enanos en aquel horrible lenguaje, con las lenguas fuera y los ojos brillantes
tan rojos y fieros como las llamas.
Entonces, de súbito, los trasgos llegaron corriendo y aullando. Pensaban que
se estaba librando una batalla contra los hombres de los bosques, pero pronto
advirtieron lo que ocurría. Unos pocos llegaron a sentarse y rieron. Otros
blandieron las lanzas y golpearon los mangos contra los escudos. Los trasgos no
temen al fuego, y pronto tuvieron un plan que les pareció de lo más divertido.
Algunos reunieron a todos los lobos en una manada. Otros apilaron helechos y
brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y
golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero
no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los
alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y
llamas rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba
cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El
humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de
la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un
círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del
verano. Fuera del círculo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas,
los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando.
Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción:
Y con ese ¡ea que va! las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un
momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas
crujieron.
Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su
vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las
lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente
hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un ray o. Pero no llegó
a saltar.
En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto,
abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.
Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de
las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. De vuelta se abalanzaron las
grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras.
Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el
suelo con rabia, y arrojaron sus pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las
águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el suelo o los
arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de
los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora trepaban a unas alturas a las que
nunca se habían atrevido a llegar. ¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de
que lo dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori
cuando y a se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el
tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le
romperían los brazos en cualquier momento.
Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos se habían dispersado en los
bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose
sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por
encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un
estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo! Pronto las
luces del incendio fueron tenues allá abajo; un parpadeo rojo en el suelo negro; y
las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y
majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori.
—¡Mis brazos, mis brazos! —gemía Bilbo, y mientras tanto Dori plañía:
—¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas!
En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que
mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca
le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había
tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba
vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de
los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá
por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroy o de los llanos.
Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas
por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy
frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho
más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.
El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las
manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cay ó sobre la tosca
plataforma de un aguilero. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con
pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y
de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados.
Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las
espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de
pronto se encontró diciendo en voz alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de
panceta cuando la sacan de pronto de la sartén con un tenedor y la ponen de
vuelta en la alacena!
—¡No, no lo sabes! —oy ó que Dori respondía—, pues la panceta sabe que
volverá, tarde o temprano, a la sartén; y es de esperar que nosotros no. ¡Además
las águilas no son tenedores!
—¡Oh, no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir
—contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba
posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el
águila lo consideraría ofensivo. ¡Uno no ha de ser grosero con un águila si sólo
tiene el tamaño de un hobbit y está de noche en el aguilero!
El águila se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestar
atención.
Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a
tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló y se fue. La otra tomó a Dori en sus
garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente
solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse
qué habría querido decir el águila con « prisioneros» , y y a empezaba a pensar
que lo abrirían en dos como un conejo para la cena, cuando le llegó el turno.
El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta
vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo,
en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender
hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un
precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared
montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.
Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila
parecían conocerse de alguna manera, y aún estar en buenas relaciones. En
realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ay udado una
vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como
veis, « prisioneros» quería decir « prisioneros rescatados de los trasgos»
solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de
Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de
aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para
transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que
cruzaba los llanos de abajo.
El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas
de los hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—,
pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo
cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de
gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.
—Muy bien —dijo Gandalf—. ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como
queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos
famélicos.
—Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que
nadie oy ó.
—Eso tal vez pueda tener remedio —dijo el Señor de las Águilas.
Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las
figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a
asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos,
liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos.
Bilbo se sentía demasiado débil para ay udar, y de cualquier modo no era muy
bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el
carnicero se la entregase lista y a para cocinar. Gandalf estaba echado también,
luego de haberse ocupado de encender el fuego, y a que Oin y Gloin habían
perdido sus y escas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni
siquiera entonces).
Así concluy eron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago
de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin
preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con
mantequilla que aquellos trozos de carne tostada en varas. Durmió hecho un
ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el
lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su
casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía
encontrar, y que no sabía qué era.
7
Extraños aposentos
A la mañana siguiente Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó
de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego… y descubrió que no
estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un
cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desay uno, sólo
cordero frío y conejo. Y enseguida tuvo que prepararse para la inminente
partida.
Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las
alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose
y prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas si alguna vez era posible,
mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol estaba
todavía cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los
valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo
y vio que las aves estaban y a muy arriba y el mundo muy lejos, y que las
montañas se empequeñecían atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más
fuerza.
—¡No pellizques! —le dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un
conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Hace una bonita mañana y el viento
sopla apenas. ¿Hay acaso algo más agradable que volar?
A Bilbo le hubiese gustado decir: « Un baño caliente y después, más tarde, un
desay uno sobre la hierba» ; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un
poquito las manos.
Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían,
aún desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en
amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los
ojos. La tierra estaba mucho más cercana, y debajo había árboles que parecían
olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero
sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una
gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas
distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún
gigante entre gigantes.
Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca,
y dejaban allí a los pasajeros.
—¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Dondequiera que vay áis, hasta que los nidos os
reciban al final de la jornada! —una fórmula de cortesía común entre estas aves.
—Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el sol navega y la luna
camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.
Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey
de Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes
llevaron collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió
a verlos, excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como
esto ocurre al final de la historia, por ahora no diremos más.
Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de
gastados escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y
chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña
(acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del
vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.
—Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las
montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena
suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que
y o deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros
antes que todo concluy a, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.
Los enanos gemían y parecían desolados, y Bilbo lloraba. Habían empezado
a creer que Gandalf los acompañaría durante todo el tray ecto y estaría siempre
allí para sacarlos de cualquier dificultad.
—No desapareceré en este mismo instante —dijo el mago—. Puedo daros un
día o dos más. Quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y y o también
necesito una pequeña ay uda. No tenemos comida, ni equipaje, ni poney s que
montar; y no sabéis dónde estáis ahora. Yo puedo decíroslo. Estáis todavía
algunas millas al norte del sendero que tendríamos que haber tomado, si no
hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos
parajes, a menos que hay an venido desde la última vez que estuve aquí abajo,
hace y a varios años. Pero conozco a alguien que vive no muy lejos. Ese Alguien
talló los escalones en la gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene a
menudo por aquí, desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A
decir verdad, sería muy peligroso hacerlo. Ahora tenemos que salir y
encontrarlo; y si todo va bien en dicho encuentro, creo que partiré y os desearé
como las águilas « buen viaje adondequiera que vay áis» .
Le pidieron que no los dejase. Le ofrecieron oro del dragón y plata y joy as,
pero el mago no se inmutó.
—¡Nos veremos, nos veremos! —dijo—, y creo que y a me he ganado algo
de ese oro del dragón, cuando le echéis mano.
Los enanos dejaron entonces de suplicar. Se sacaron la ropa y se bañaron en el
río, que en el vado era poco profundo, claro y pedregoso. Luego de secarse al
sol, que ahora caía con fuerza, se sintieron refrescados, aunque todavía doloridos
y un poco hambrientos. Pronto cruzaron el vado (cargando con el hobbit), y
luego marcharon entre la abundante hierba verde y bajo la hilera de robles
anchos de brazos y los olmos altos.
—¿Y por qué se le llama la Carroca? —preguntó Bilbo cuando caminaba
junto al mago.
—La llamó la Carroca, porque Carroca es la palabra para ella. Llama
carrocas a cosas así, y ésta es la Carroca, pues es la única cerca de su casa y la
conoce bien.
—¿Quién la llama? ¿Quién la conoce?
—Ese Alguien de quien hablé…, una gran persona. Tenéis que ser todos muy
corteses cuando os presente. Os presentaré muy poco a poco, de dos en dos,
creo; y cuidaréis de no molestarlo, o sólo los cielos saben lo que ocurriría.
Cuando se enfada puede resultar desagradable, aunque es muy amable si está de
buen humor. Sin embargo, os advierto que se enfada con bastante facilidad.
Todos los enanos se juntaron alrededor cuando oy eron que el mago hablaba
así con Bilbo. —¿Es a él a quien nos llevas ahora? —inquirieron—. ¿No podrías
encontrar a alguien de mejor carácter? ¿No sería mejor que lo explicases un
poco más? —y así una pregunta tras otra.
—¡Sí, sí, por supuesto! ¡No, no podría! Y lo he explicado muy bien —
respondió el mago, enojado—. Si necesitáis saber algo más, se llama Beorn. Es
muy fuerte, y un cambia pieles además.
—¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a los conejos roedores, cuando
no puede hacer pasar las pieles de conejo por pieles de ardilla? —preguntó Bilbo.
—¡Cielos, no, no, no, no! —dijo Gandalf—. No seas estúpido, señor Bolsón, si
puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla haz el favor de no mencionar la
palabra peletero mientras te encuentras en un área de cien millas a la redonda de
su casa, ¡ni alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan
funesta! Él es un cambia pieles, cambia de piel: unas veces es un enorme oso
negro, otras un hombre vigoroso y corpulento de pelo oscuro, con grandes brazos
y luenga barba. No puedo deciros mucho más, aunque eso tendría que bastaros.
Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos osos de las
montañas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros dicen que
desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los otros
dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del Norte
viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es la
verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.
» De todos modos no está bajo ningún encantamiento que no sea el propio.
Vive en un robledal y tiene una gran casa de madera, y como hombre cría
ganado y caballos casi tan maravillosos como él mismo. Trabajan para él y le
hablan. No se los come; no caza ni come animales salvajes. Cría también
colmenas, colmenas de abejas enormes y fieras, y se alimenta principalmente
de crema y miel. Como oso viaja a todo lo largo y ancho. Una vez, de noche, lo
vi sentado solo sobre la Carroca mirando cómo la luna se hundía detrás de las
Montañas Nubladas, y lo oí gruñir en la lengua de los osos: “¡Llegará el día en
que perecerán, y entonces volveré!”. Por eso se me ocurre que vino de las
montañas.
Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en qué pensar y no hicieron más
preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por delante. Ladera arriba, valle
abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más calor. Algunas veces
descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía tan hambriento que no
habría desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante maduras como para haber
caído al suelo.
Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas extensas zonas de flores, todas
de la misma especie, y que crecían juntas, como plantadas. Sobre todo abundaba
el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias
extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Había un
zumbido, y un murmullo y un runrún en el aire. Las abejas andaban atareadas de
un lado para otro. ¡Y vay a abejas! Bilbo nunca había visto nada parecido.
« Si una llegase a picarme —se dijo— me hincharía hasta el doble de mi
tamaño.»
Eran más corpulentas que avispones. Los zánganos, bastante más grandes que
vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en
el negro intenso de los cuerpos.
—Nos acercamos —dijo Gandalf—. Estamos en los lindes de los campos de
abejas.
Era y a avanzada la mañana cuando despertó. Uno de los enanos se había caído
encima de él en las sombras, y había rodado desde la plataforma al suelo con un
fuerte topetazo. Era Bofur, quien se quejaba cuando Bilbo abrió los ojos.
—Levántate, gandul —le dijo Bofur—, o no habrá ningún desay uno para ti.
Bilbo se puso en pie de un salto.
—¡Desay uno! —gritó—. ¿Dónde está el desay uno?
—La may or parte dentro de nosotros —respondieron los otros enanos que se
paseaban por la sala—, y el resto en la veranda. Hemos estado buscando a Beorn
desde que amaneció, pero no hay señales de él por ninguna parte, aunque
encontramos el desay uno servido tan pronto como salimos.
—¿Dónde está Gandalf? —preguntó Bilbo partiendo a toda prisa en busca de
algo que comer.
—Bien —le dijeron—, fuera quizá, por algún lado. —Pero Bilbo no vio rastro
del mago en todo el día hasta entrada la tarde. Poco antes de la puesta del sol,
Gandalf entró en la sala, donde el hobbit y los enanos, bien atendidos por los
magníficos animales de Beorn, se encontraban cenando, como habían estado
haciendo a lo largo del día. De Beorn no habían visto ni sabido nada desde la
noche anterior, y empezaban a inquietarse.
—¿Dónde está nuestro anfitrión, y dónde has pasado el día? —gritaron todos.
—¡Una pregunta por vez, y no hasta después de haber comido! No he
probado bocado desde el desay uno.
Al fin Gandalf apartó el plato y la jarra (se había comido dos hogazas de pan
enteras, con abundancia de mantequilla, miel y crema cuajada, y había bebido
por lo menos un cuarto de galón de hidromiel) y sacó la pipa.
—Primero responderé a la segunda pregunta —dijo—; pero ¡caramba! ¡Éste
es un sitio estupendo para echar anillos de humo!
Y durante un buen rato no pudieron sacarle nada más, ocupado como estaba
en lanzar anillos de humo, que desaparecían entre los pilares de la sala,
cambiando las formas y los colores, y haciéndolos salir por el agujero del tejado.
Desde fuera estos anillos tenían que parecer muy extraños, deslizándose en el
aire uno tras otro, verdes, azules, rojos, plateados, amarillos, blancos, grandes,
pequeños, los pequeños metiéndose entre los grandes y formando así figuras en
forma de ocho, y perdiéndose en la distancia como bandadas de pájaros.
—Estuve siguiendo huellas de oso —dijo por fin—. Una reunión regular de
osos tiene que haberse celebrado ahí fuera durante la noche. Pronto me di cuenta
de que las huellas no podían ser todas de Beorn; había demasiadas, y de
diferentes tamaños. Me atrevería a decir que eran osos pequeños, osos grandes,
osos normales y enormes osos gigantes, todos danzando fuera, desde el
anochecer hasta casi el amanecer. Vinieron de todas direcciones, excepto del
lado oeste, más allá del río, de las Montañas. Hacia allí sólo iba un rastro de
pisadas… ninguna venía, todas se alejaban desde aquí. Las seguí hasta la
Carroca. Luego desaparecieron en el río, que era demasiado profundo y
caudaloso para intentar cruzarlo. Es bastante fácil, como recordaréis, ir desde
esta orilla hasta la Carroca por el vado, pero al otro lado hay un precipicio donde
el agua desciende en remolinos. Tuve que andar millas antes de encontrar un
lugar donde el río fuese bastante ancho y poco profundo como para poder
vadearlo y nadar, y después millas atrás, otra vez buscando las huellas. Para
cuando llegué, era y a demasiado tarde para seguirlas. Iban directamente hacia
los pinares al este de las Montañas Nubladas, donde anteanoche tuvimos un grato
encuentro con los wargos. Y ahora creo que he respondido además a vuestra
primera pregunta —concluy ó Gandalf, y se sentó largo rato en silencio.
Bilbo pensó que sabía lo que el mago quería decir.
—¿Qué haremos —gritó— si atrae hasta aquí a todos los wargos y trasgos?
¡Nos atraparán a todos y nos matarán! Creí que habías dicho que no era amigo
de ellos.
—Sí, lo dije. ¡Y no seas estúpido! Sería mejor que te fueses a la cama. Se te
ha embotado el juicio.
El hobbit se quedó bastante aplastado, y como no parecía haber otra cosa que
hacer, se fue realmente a la cama; mientras los enanos seguían cantando se
durmió otra vez, devanándose todavía la cabecita a propósito de Beorn, hasta que
soñó con cientos de osos negros que danzaban en círculos lentos y graves, fuera
en el patio a la luz de la luna. Entonces despertó, cuando todo el mundo estaba
dormido, y oy ó los mismos rasguños, gangueos, pisadas y gruñidos de antes.
A la mañana siguiente, el propio Beorn los despertó a todos. —Así que todavía
seguís aquí —dijo; alzó al hobbit y se rió—. Por lo que veo aún no te han
devorado los wargos y los trasgos o los malvados osos —y apretó el dedo contra
el chaleco del señor Bolsón sin ninguna cortesía—. El conejito se está poniendo
otra vez de lo más relleno y saludable con la ay uda de pan y miel. —Rió entre
dientes—. ¡Ven y toma algo más!
Así que todos se fueron a desay unar. Beorn parecía cambiado y bien
dispuesto; y en verdad estaba de muy buen humor e hizo que todos se rieran con
sus divertidas historias; no tuvieron que preguntarse por mucho tiempo dónde
había estado o por qué era tan amable con ellos, pues él mismo lo explicó. Había
ido al otro lado del río adentrándose en las montañas —de lo cual podéis deducir
que podía trasladarse a gran velocidad, en forma de oso, desde luego—. Al fin
llegó al claro quemado de los lobos, y así descubrió que esa parte de la historia
era cierta; pero aún encontró algo más: había capturado a un wargo y a un trasgo
que vagaban por el bosque, y les había sacado algunas noticias: las patrullas de
los wargos buscaban aún a los enanos junto con los trasgos horriblemente
enfadados a causa de la muerte del Gran Trasgo, y porque le habían quemado la
nariz al jefe lobo y el fuego del mago había dado muerte a muchos de los
principales sirvientes. Todo esto se lo dijeron cuando los obligó a hablar, pero
adivinó que se tramaba algo todavía peor, y que el grueso del ejército de los
trasgos y los lobos podía irrumpir pronto en las tierras ensombrecidas por las
montañas, en busca de los enanos, o tomar venganza sobre los hombres y
criaturas que allí vivían y que quizá estaban encubriéndolos.
—Era una buena historia la vuestra —dijo Beorn—, pero ahora que sé que es
cierta, me gusta todavía más. Tenéis que perdonarme por no haberos creído. Si
vivieseis cerca de los lindes del Bosque Negro, no creeríais a nadie que no
conocieseis tan bien como a vuestro propio hermano, o mejor. Como veis,
únicamente puedo deciros que me he dado prisa en regresar para ver si estabais
a salvo y ofreceros mi ay uda. Tendré en mejor opinión a los enanos después de
este asunto. ¡Dieron muerte al Gran Trasgo, dieron muerte al Gran Trasgo! —se
rió ferozmente entre dientes.
—¿Qué habéis hecho con el trasgo y con el wargo? —preguntó Bilbo de
repente.
—¡Venid y lo veréis! —dijo Beorn y dieron la vuelta a la casa. Una cabeza
de trasgo asomaba empalada detrás de la cancela, y un poco más allá se veía
una piel de wargo clavada en un árbol. Beorn era un enemigo feroz. Pero ahora
era amigo de ellos, y Gandalf crey ó conveniente contarle la historia completa y
la razón del viaje, para obtener así toda la ay uda posible.
Esto fue lo que Beorn les prometió. Les conseguiría poney s, para cada uno, y
a Gandalf un caballo, para el viaje hasta el bosque, y les daría comida suficiente
para varias semanas si la administraban con cuidado; y luego puso todo en
paquetes fáciles de llevar: nueces, harina, tarros de frutos secos herméticamente
cerrados y potes de barro rojo llenos de miel, y bizcochos horneados dos veces
para que se conservasen bien mucho tiempo; un poco de estos bizcochos bastaba
para una larga jornada. La receta era uno de sus secretos, pero tenían miel,
como casi todas las comidas de Beorn, y un sabor agradable, aunque dejaban la
boca bastante seca. Dijo que no necesitarían llevar agua por aquel lado del
bosque, pues había arroy os y manantiales a todo lo largo del camino. —Pero el
camino que cruza el Bosque Negro es oscuro, peligroso y arduo —dijo—. No es
fácil encontrar agua allá, ni comida. No es todavía tiempo de nueces (aunque en
realidad quizá y a hay a pasado cuando lleguéis al otro extremo), y las nueces son
lo único que se puede comer en esos sitios; las cosas silvestres son allí oscuras,
extrañas y salvajes. Os daré odres para el agua, y algunos arcos y flechas. Pero
no creo que hay a nada en el Bosque Negro que sea bueno para comer o beber.
Sé que hay un arroy o, negro y caudaloso, que cruza el sendero. No bebáis ni os
bañéis en él, pues he oído decir que produce encantamientos, somnolencia y
pérdida de la memoria. Y entre las tenebrosas sombras del lugar no me parece
que podáis cazar algo que sea comestible o no comestible, sin extraviaros. Esto
tenéis que evitarlo en cualquier circunstancia.
» No tengo otro consejo para vosotros. Más allá del linde del bosque, no puedo
ay udaros mucho; tendréis que depender de la suerte, de vuestro valor y de la
comida que os doy. He de pediros que en la cancela del bosque me mandéis de
vuelta al caballo y los poney s. Pero os deseo que podáis marchar de prisa, y mi
casa estará abierta siempre para vosotros si alguna vez volvéis por este camino.
Le dieron las gracias, por supuesto, con muchas reverencias y movimientos
de los capuchones, y con muchos: —A vuestro servicio, ¡oh amo de los amplios
salones de madera! —Pero las graves palabras de Beorn los habían desanimado,
y todos sintieron que la aventura era mucho más peligrosa de lo que habían
pensado antes, y a que de cualquier modo, aunque pasasen todos los peligros del
camino, el dragón estaría esperando al final.
Toda la mañana estuvieron ocupados con los preparativos. Poco antes del
mediodía comieron con Beorn por última vez, y después del almuerzo montaron
en los caballos que él les prestó, y despidiéndose una y mil veces, cabalgaron a
buen trote dejando atrás la cancela.
Tan pronto como se alejaron de los setos altos al este de las tierras cercadas, se
encaminaron al norte y luego al noroeste. Siguiendo el consejo de Beorn no
marcharon hacia el camino principal del bosque, al sur de aquellas tierras. Si
hubiesen ido por el desfiladero, una senda los habría llevado hasta un arroy o que
bajaba de las montañas y se unía al Río Grande, algunas millas al sur de la
Carroca. En ese lugar había un vado profundo que podrían haber cruzado, si
hubiesen tenido los poney s, y más allá otra senda llevaba a los bordes del bosque
y a la entrada del antiguo camino de la floresta. Pero Beorn les había advertido
que aquel camino era ahora frecuentado por los trasgos, mientras que el
verdadero camino del bosque, según había oído decir, estaba cubierto de maleza,
y abandonado por el extremo oriental, y llevaba además a pantanos
impenetrables, donde los senderos se habían perdido hacía mucho tiempo. El
paso por el este siempre había quedado demasiado al sur de la Montaña Solitaria,
y desde allí, cuando alcanzaran al otro lado, les hubiera esperado aún una
marcha larga y dificultosa hacia el norte. Al norte de la Carroca, los lindes del
Bosque Negro estaban más cerca de las orillas del Río Grande, y aunque las
montañas se alzaban también no muy lejos, Beorn les aconsejó que tomaran este
camino, pues a unos pocos días de cabalgata al norte de la Carroca había un
sendero poco conocido que atravesaba el Bosque Negro y llevaba casi
directamente a la Montaña Solitaria.
—Los trasgos —había dicho Beorn— no se atreverán a cruzar el Río Grande
en unas cien millas al norte de la Carroca, ni tampoco a acercarse a mi casa;
¡está bien protegida por las noches! Pero y o cabalgaría deprisa, porque si ellos
emprenden esa aventura, pronto cruzarán el río por el sur y recorrerán todo el
linde del bosque con el fin de cortaros el paso, y los wargos corren más que los
poney s. En verdad estaríais a salvo y endo hacia el norte, aunque parezca que así
volvéis a las fortalezas; pues eso sería lo que ellos menos esperarían, y tendrían
que cabalgar mucho más para alcanzaros. ¡Partid ahora tan rápido como podáis!
Eso era por lo que cabalgaban en silencio, galopando por donde el terreno
estaba cubierto de hierba y era llano, con las tenebrosas montañas a la izquierda,
y a lo lejos la línea del río con árboles cada vez más próximos. El sol acababa de
girar hacia el oeste cuando partieron, y hasta el atardecer cay ó en ray os dorados
sobre la tierra de alrededor. Era difícil pensar que unos trasgos los perseguían, y
cuando hubo muchas millas entre ellos y la casa de Beorn, se pusieron a charlar
y a cantar otra vez, y así olvidaron el oscuro sendero del bosque que tenían
delante. Pero al atardecer, cuando cay eron las sombras y los picos de las
montañas resplandecieron a la luz del sol poniente, acamparon y montaron
guardia, y la may oría durmió inquieta, con sueños en los que se oían aullidos de
lobos que cazaban y alaridos de trasgos.
Con todo, la mañana siguiente amaneció otra vez clara y hermosa. Había una
neblina blanca y otoñal sobre el suelo, y el aire era helado, pero pronto el sol
rojizo se levantó por el este y las neblinas desaparecieron, y cuando las sombras
eran todavía largas, reemprendieron la marcha. Así que cabalgaron durante dos
días más, y en todo este tiempo no vieron nada excepto hierba, flores, pájaros y
árboles diseminados, y de vez en cuando pequeñas manadas de venados rojos
que pacían o estaban echados a la sombra. Alguna vez Bilbo vio cuernos de
ciervos que asomaban por entre la larga hierba, y al principio crey ó que eran
ramas de árboles muertos. En la tercera tarde estaban decididos a marchar
durante horas, pues Beorn les había dicho que tenían que alcanzar la entrada del
bosque temprano al cuarto día, y cabalgaron bastante tiempo después del
anochecer, bajo la luna. Cuando la luz iba desvaneciéndose, Bilbo pensó que a lo
lejos, a la derecha o a la izquierda, veía la ensombrecida figura de un gran oso
que marchaba en la misma dirección. Pero si se atrevía a mencionárselo a
Gandalf, el mago sólo decía: —¡Silencio! Haz como si no lo vieses.
Al día siguiente partieron antes del amanecer, aunque la noche había sido
corta. Tan pronto como se hizo de día pudieron ver el bosque, y parecía que
viniese a reunirse con ellos, o que los esperara como un muro negro y
amenazador. El terreno empezó a ascender, y el hobbit se dijo que un silencio
distinto pesaba ahora sobre ellos. Los pájaros apenas cantaban. No había
venados, ni siquiera los conejos se dejaban ver. Por la tarde habían alcanzado los
límites del Bosque Negro, y descansaron casi bajo las ramas enormes que
colgaban de los primeros árboles. Los troncos eran nudosos, las ramas retorcidas,
las hojas oscuras y largas. La hiedra crecía sobre ellos y se arrastraba por el
suelo.
—¡Bien, aquí tenemos el Bosque Negro! —dijo Gandalf—. El bosque más
grande del mundo septentrional. Espero que os agrade. Ahora tenéis que enviar
de vuelta estos poney s excelentes que os han prestado.
Los enanos quisieron quejarse, pero el mago les dijo que eran unos tontos. —
Beorn no está tan lejos como vosotros pensáis, y de cualquier modo será mucho
mejor que mantengáis vuestras promesas, pues él es un mal enemigo. Los ojos
del señor Bolsón son más penetrantes que los vuestros, si no habéis visto de noche
en la oscuridad un gran oso que caminaba a la par con nosotros, o se sentaba
lejos a la luz de la luna, observando nuestro campamento. No sólo para guiaros y
protegeros, sino también para vigilar los poney s. Beorn puede ser amigo vuestro,
pero ama a sus animales como si fueran sus propios hijos. No tenéis idea de la
amabilidad que ha demostrado permitiendo que unos enanos los monten, sobre
todo en un tray ecto tan largo y fatigoso, ni de lo que sucedería si intentaseis
meterlos en el bosque.
—¿Y qué hay del caballo? —dijo Thorin—. No dices nada sobre devolverlo.
—No digo nada porque no voy a devolverlo.
—¿Y qué pasa con tu promesa?
—Déjala de mi cuenta. No devolveré el caballo, cabalgaré en él. —Entonces
supieron que Gandalf iba a dejarlos en los mismísimos lindes del Bosque Negro,
y se sintieron desesperados. Pero nada de lo que dijesen lo haría cambiar de
idea.
—Todo esto lo hemos tratado y a antes, cuando hicimos un alto en la Carroca
—dijo—. No vale la pena discutir. Como y a he dicho, tengo un asunto que
resolver, lejos al sur; y no puedo perder tiempo con todos vosotros. Quizá
volvamos a encontrarnos antes de que esto se acabe, y puede que no. Eso sólo
depende de vuestra suerte, coraje, y buen juicio; envío al señor Bolsón con
vosotros, y a os he dicho que vale más de lo que creéis y pronto tendréis la
prueba. De modo que alegra esa cara, Bilbo, y no te muestres tan taciturno.
¡Alegraos, Thorin y Compañía! Al fin y al cabo, es vuestra expedición. ¡Pensad
en el tesoro que os espera al final, y olvidaos del bosque y del dragón, por lo
menos hasta mañana por la mañana!
Cuando el mañana por la mañana llegó, Gandalf seguía diciendo lo mismo.
Así que ahora nada quedaba por hacer excepto llenar los odres en un arroy o
claro que encontraron a la entrada del bosque, y descargar los poney s.
Distribuy eron los bultos con la may or equidad posible, aunque Bilbo pensó que su
lote era demasiado pesado, y no le hacía ninguna gracia la idea de recorrer a pie
millas y millas con todo aquello a sus espaldas.
—¡No te preocupes! —le dijo Thorin—. Todo se aligerará muy pronto. Antes
de que nos demos cuenta, estaremos deseando que nuestros fardos sean más
pesados, cuando la comida empiece a escasear.
Entonces por fin dijeron adiós a los poney s y les pusieron las cabezas
apuntando a la casa de Beorn. Los animales se marcharon trotando, y parecían
muy contentos de volver las colas hacia las sombras del Bosque Negro. Mientras
se alejaban, Bilbo hubiera jurado haber visto algo parecido a un oso que salía de
entre las sombras de los árboles e iba tras ellos arrastrando los pies.
Gandalf se despidió también. Bilbo se sentó en el suelo sintiéndose muy
desgraciado y deseando quedarse con el mago, montado a la grupa de la alta
cabalgadura. Acababa de adentrarse en el bosque justo después del desay uno
(por cierto bastante frugal), y todo estaba allí tan oscuro en plena mañana como
durante la noche, y muy en secreto se dijo a sí mismo: « Parece como si algo
esperara y vigilara» .
—Adiós —dijo Gandalf a Thorin—. ¡Y adiós a todos vosotros, adiós! Ahora
seguid todo recto a través del bosque. ¡No abandonéis el sendero! Si lo hacéis,
hay una posibilidad entre mil de que volváis a encontrarlo, y nunca saldréis del
Bosque Negro, y entonces os aseguro que ni y o ni nadie volveremos a veros
jamás.
—¿Pero es realmente necesario que lo atravesemos? —gimoteó el hobbit.
—¡Sí, así es! —dijo el mago—. Si queréis llegar al otro lado. Tenéis que
cruzarlo o abandonar toda búsqueda. Y no permitiré que retrocedas ahora, señor
Bolsón. Me avergüenza que se te hay a ocurrido. Eres tú quien desde ahora tendrá
que cuidar a estos enanos en mi lugar. —Gandalf rió.
—¡No! ¡No! —dijo Bilbo—. Yo no quería decir eso. Pregunto si no hay algún
otro camino bordeándolo.
—Hay, si lo que deseas es desviarte doscientas millas o más al norte, y
cuatrocientas al sur. Pero ni siquiera entonces encontrarías un sendero seguro. No
hay senderos seguros en esta parte del mundo. Recuerda que estás ahora en las
fronteras de las tierras salvajes, expuesto a todo, dondequiera que vay as. Antes
de que pudieras bordear el Bosque Negro por el norte, te encontrarías justo entre
las laderas de las Montañas Grises, plagadas de trasgos, hobotrasgos y orcos de la
peor especie. Antes de que pudieras bordearlo por el sur, te encontrarías en el
país del Nigromante; y ni siquiera tú, Bilbo, necesitas que te cuente historias del
hechicero negro. ¡No os aconsejo que os acerquéis a los lugares dominados por
esa torre sombría! Manteneos en el sendero del bosque, conservad vuestro
ánimo, esperad siempre lo mejor y con una tremenda porción de suerte puede
que un día salgáis y encontréis los Pantanos Largos justo debajo; y más allá,
elevándose en el este, la Montaña Solitaria donde habita el querido viejo Smaug,
aunque confío en que no os esté esperando.
—Muy consolador de tu parte, puedes estar seguro —gruñó Thorin—. ¡Adiós!
¡Si no vienes con nosotros es mejor que te largues sin una palabra más!
—¡Adiós entonces, esta vez de verdad adiós! —dijo Gandalf, y dando media
vuelta, cabalgó hacia el oeste; pero no pudo resistir la tentación de ser el último
en decir algo, y cuando aún podían oírlo, se volvió y llamó poniendo las manos a
los lados de la boca, oy eron la voz débilmente—: ¡Adiós! Sed buenos, cuidaos, ¡y
no abandonéis el sendero!
Luego se alejó al galope y pronto se perdió en la distancia. —¡Oh, adiós y
vete de una vez! —farfullaron los enanos, todos de lo más enfadados, realmente
abrumados de consternación. Ahora empezaba la parte más peligrosa del viaje.
Cada uno cabalgaba con un fardo pesado y el odre de agua que le correspondía,
y dejando detrás la luz que se extendía sobre los campos, penetraron en la
floresta.
8
Moscas y arañas
C aminaban en fila. La entrada del sendero era una suerte de arco que llevaba a
un túnel lóbrego formado por dos árboles inclinados, demasiado viejos y
ahogados por la hiedra y los líquenes colgantes para tener más que unas pocas
hojas ennegrecidas. El sendero mismo era estrecho y serpenteaba por entre los
troncos. Pronto la luz de la entrada fue un pequeño agujero brillante allá atrás, y
en el silencio profundo los pies parecían golpear pesadamente mientras todos los
árboles se doblaban sobre ellos y escuchaban.
Cuando se acostumbraron a la oscuridad, pudieron ver un poco, a los lados,
una trémula luz de color verde oscuro. En ocasiones, un ray o de sol que
alcanzaba a deslizarse por una abertura entre las hojas de allá arriba, y escapar a
los enmarañados arbustos y ramas entretejidas de abajo, caía tenue y brillante
ante ellos. Pero esto ocurría raras veces, y cesó pronto.
Había ardillas negras en el bosque. Los ojos penetrantes e inquisitivos de Bilbo
empezaron a vislumbrarlas fugazmente mientras cruzaban rápidas el sendero y
se escabullían escondiéndose detrás de los árboles. Había también extraños
ruidos, gruñidos, susurros, correteos en la maleza y entre las hojas que se
amontonaban en algunos sitios del bosque; pero no conseguían ver qué causaba
estos ruidos. Entre las cosas visibles lo más horrible eran las telarañas: espesas
telarañas oscuras, con hilos extraordinariamente gruesos; tendidas casi siempre
de árbol a árbol, o enmarañadas en las ramas más bajas, a los lados. No había
ninguna que cruzara el sendero, y no pudieron adivinar si esto era por
encantamiento o por alguna otra razón.
No transcurrió mucho tiempo antes que empezaran a odiar el bosque tanto
como habían odiado los túneles de los trasgos, e incluso tenían menos esperanza
de llegar a la salida. Pero no había otro remedio que seguir y seguir, aún después
de sentir que no podrían dar un paso más si no veían el sol y el cielo, y de desear
que el viento les soplara en las caras. El aire no se movía bajo el techo del
bosque, eternamente quieto, sofocante y oscuro. Hasta los mismos enanos lo
sentían así, ellos que estaban acostumbrados a excavar túneles y a pasar largas
temporadas apartados de la luz del sol; pero el hobbit, a quien le gustaban los
agujeros para hacer casas, y no para pasar los días de verano, sentía que se
asfixiaba poco a poco.
Las noches eran lo peor: entonces se ponía oscuro como el carbón, no lo que
vosotros llamáis negro carbón, sino realmente oscuro, tan negro que de verdad no
se podía ver nada. Bilbo movía la mano delante de la nariz, intentando en vano
distinguir algo. Bueno, quizá no es totalmente cierto decir que no veían nada:
veían ojos. Dormían todos muy juntos, y se turnaban en la vigilia; cuando le
tocaba a Bilbo, veía destellos alrededor, y a veces, pares de ojos verdes, rojos o
amarillos se clavaban en él desde muy cerca, y luego se desvanecían y
desaparecían lentamente, y empezaban a brillar en otra parte. De vez en cuando
destellaban en las ramas bajas que estaban justamente sobre él, y eso era lo más
terrorífico. Pero los ojos que menos le agradaban eran unos que parecían pálidos
y bulbosos. « Ojos de insecto» , pensaba, « no ojos de animales, pero demasiado
grandes» .
Aunque no hacía aún mucho frío, trataron de encender unos fuegos pero
desistieron pronto. Parecían atraer cientos y cientos de ojos alrededor; pero esas
criaturas, fuesen las que fueren, tenían cuidado de no mostrar su cuerpo a la luz
trémula de las brasas. Peor aún, atraían a miles y miles de falenas grises oscuras
y negras, algunas casi tan grandes como vuestras manos, que revoloteaban y les
zumbaban en los oídos. No fueron capaces de soportarlo, ni a los grandes
murciélagos, negros como sombreros de copa; así que pronto dejaron de
encender fuegos y dormitaban envueltos en una enorme y extraña oscuridad.
Todo esto duró lo que al hobbit le parecieron siglos y siglos; siempre tenía
hambre, pues cuidaban sobremanera las provisiones. Aun así, a medida que los
días seguían a los días y el bosque parecía siempre el mismo, empezaron a
sentirse ansiosos. La comida no duraría siempre: de hecho, empezaba a escasear.
Intentaron cazar alguna ardilla, y desperdiciaron muchas flechas antes de
derribar una en el sendero. Cuando la asaron, tenía un gusto horrible, y no
cazaron más.
Estaban sedientos también; ninguno llevaba mucha agua, y en todo el
tray ecto no habían visto manantiales ni arroy os. Así estaban cuando un día
descubrieron que una corriente de agua interrumpía el sendero. Rápida y
alborotada, pero no demasiado ancha, fluía cruzando el camino; y era negra, o
así parecía en la oscuridad. Fue bueno que Beorn les hubiese prevenido contra
ella, o hubieran bebido y llenado alguno de los odres vacíos en la orilla, sin
preocuparse por el color. Así que sólo pensaron en cómo atravesarla sin mojarse.
Allí había habido un puente de madera, pero se había podrido con el tiempo y
había caído al agua dejando sólo los postes quebrados cerca de la orilla.
Bilbo, arrodillándose en la ribera, miró adelante con atención y gritó: —¡Hay
un bote en la otra orilla! ¿Por qué no pudo haber estado aquí?
—¿A qué distancia crees que está? —preguntó Thorin, pues por entonces y a
sabían que entre todos ellos Bilbo tenía la vista más penetrante.
—No muy lejos. No me parece que mucho más de doce y ardas.
—¡Doce y ardas! Yo hubiera pensado que eran treinta por lo menos, pero mis
ojos y a no ven tan bien como hace cien años. Aun así, doce y ardas es tanto
como una milla. No podemos saltar por encima del río y no nos atrevemos a
vadearlo o nadar.
—¿Alguno de vosotros puede lanzar una cuerda?
—¿Y de qué serviría? Seguro que el bote está atado, aun contando con que
pudiéramos engancharlo, cosa que dudo.
—No creo que esté atado —dijo Bilbo—. Aunque, naturalmente, con esta luz
no puedo estar seguro; pero me parece como si sólo estuviese varado en la orilla,
que es bastante baja ahí donde el sendero se mete en el río.
—Dori es el más fuerte, pero Fili es el más joven y tiene mejor vista —dijo
Thorin—. Ven acá, Fili, y mira si puedes ver el bote de que habla el señor Bolsón.
Fili crey ó verlo; así que luego de mirar un largo rato para tener una idea de la
dirección, los otros le trajeron una cuerda. Llevaban muchas con ellos, y en el
extremo de la más larga ataron uno de los ganchos de hierro que usaban para
sujetar las mochilas a las correas de los hombros. Fili lo tomó, lo balanceó un
momento, y lo arrojó por encima de la corriente.
Cay ó salpicando en el agua. —¡No lo bastante lejos! —dijo Bilbo, que
observaba la otra orilla—. Un par de pies más y hubieras alcanzado el bote.
Inténtalo otra vez. No creo que el encantamiento sea tan poderoso para hacerte
daño si tocas un trozo de cuerda mojada.
Recogieron el gancho y Fili lo alzó en el aire, aunque dudando aún. Esta vez
tiró con más fuerza.
—¡Calma! —dijo Bilbo—. Lo has metido entre los árboles del otro lado.
Retíralo lentamente. —Fili retiró la cuerda poco a poco, y un momento después
Bilbo dijo—: ¡Cuidado!, ahora estás sobre el bote; esperemos que el hierro se
enganche.
Y se enganchó. La cuerda se puso tensa y Fili tiró en vano. Kili fue en su
ay uda, y después Oin y Gloin. Tiraron, y de pronto cay eron todos de espaldas.
Bilbo, que estaba atento, alcanzó a tomar la cuerda y con un trozo de palo retuvo
el pequeño bote negro que se acercaba arrastrado por la corriente. —¡Socorro!
—gritó, y Balin aferró el bote antes de que se deslizase aguas abajo.
—Estaba atado, después de todo —dijo, mirando la hamaca rota que aún
colgaba del bote—. Fue un buen tirón, muchachos; y suerte que nuestra cuerda
era la más resistente.
—¿Quién cruzará primero? —preguntó Bilbo.
—Yo —dijo Thorin—, y tú vendrás conmigo, y Fili y Balin. No cabemos más
en el bote. Luego, Kili, Oin, Gloin y Dori. Seguirán Ori y Nori, Bifur y Bofur, y
por último Dwalin y Bombur.
—Soy siempre el último, y no me gusta —dijo Bombur—. Hoy le toca a otro.
—No tendrías que estar tan gordo. Tal como eres, tienes que cruzar el último
y con la carga más ligera. No empieces a quejarte de las órdenes, o lo pasarás
mal.
—No hay remos. ¿Cómo impulsaremos el bote hasta la otra orilla? —
preguntó Bilbo.
—Dadme otro trozo de cuerda y otro gancho —dijo Fili, y cuando se los
trajeron, arrojó el gancho hacia la oscuridad, tan alto como pudo; como no cay ó,
supusieron que se había enganchado en las ramas—. Ahora subid —dijo Fili—.
Que uno de vosotros tire de la cuerda sujeta al árbol. Otro tendrá que sujetar el
gancho que utilizamos al principio, y cuando estemos seguros en la otra orilla,
puede engancharlo y traer el bote de vuelta.
De este modo pronto estuvieron todos a salvo en la orilla opuesta, al borde del
arroy o encantado. Dwalin acababa de salir aprisa, con la cuerda enrollada en el
brazo, y Bombur (refunfuñando aún) se aprestaba a seguirlo cuando algo malo
ocurrió. Sendero adelante hubo un ruido como de pezuñas raudas. De repente, de
la lobreguez, salió un ciervo volador. Cargó sobre los enanos y los derribó, y
enseguida se encogió para saltar. Pasó por encima del agua con un poderoso
brinco, pero no llegó indemne a la orilla. Thorin había sido el único que aún se
mantenía en pie y alerta. Tan pronto como llegaron a tierra había preparado el
arco y había puesto una flecha, por si de pronto aparecía el guardián del bote.
Disparó rápido contra la bestia, que se derrumbó al llegar a la otra orilla. Las
sombras la devoraron, pero oy eron un sonido entrecortado de pezuñas que al fin
se extinguió.
Antes que pudieran alabar este tiro certero, un horrible gemido de Bilbo hizo
que todos olvidaran la carne de venado. —¡Bombur ha caído! ¡Bombur se ahoga!
—gritó. No era más que la verdad. Bombur sólo tenía un pie en tierra cuando el
ciervo se adelantó y saltó sobre él. Había tropezado, impulsando el bote hacia
atrás y perdiendo el equilibrio, y las manos le resbalaron por las raíces limosas
de la orilla, mientras el bote desaparecía girando lentamente.
Aún alcanzaron a ver el capuchón de Bombur sobre el agua, cuando llegaron
corriendo a la orilla. Le echaron rápidamente una cuerda con un gancho. La
mano de Bombur aferró la cuerda y los otros tiraron. Por supuesto, el enano
estaba empapado de pies a cabeza, pero eso no era lo peor. Cuando lo depositaron
en tierra seca y a estaba profundamente dormido, la mano tan apretada a la
cuerda que no la pudieron soltar; y profundamente dormido quedó, a pesar de
todo lo que le hicieron.
Aquél fue uno de los momentos más tristes de la vida de Bilbo. Pero pronto
decidió que era inútil intentar nada hasta que el día trajese alguna luz y que de
nada servía andar a ciegas cansándose, sin esperanzas de desay uno que lo
reviviese. Así que se sentó con la espalda contra un árbol, y no por última vez se
encontró pensando en el distante agujero-hobbit y las hermosas despensas.
Estaba sumido en pensamientos de pancetas, huevos, tostadas y mantequilla,
cuando sintió que algo lo tocaba. Algo como una cuerda pegajosa y fuerte se le
había pegado a la mano izquierda; trató de moverse y descubrió que tenía las
piernas y a sujetas por aquella misma especie de cuerda, y cuando trató de
levantarse, cay ó al suelo.
Entonces la gran araña, que había estado ocupada en atarlo mientras
dormitaba, apareció por detrás y se precipitó sobre él. Bilbo sólo veía los ojos de
la criatura, pero podía sentir el contacto de las patas peludas mientras la araña
trataba de paralizarlo con vueltas y más vueltas de aquel hilo abominable. Fue
una suerte que volviese en sí a tiempo. Pronto no hubiera podido moverse. Pero
antes de liberarse, tuvo que sostener una lucha desesperada. Rechazó a la criatura
con las manos —estaba intentando envenenarlo para mantenerlo quieto, como las
arañas pequeñas hacen con las moscas— hasta que recordó la espada y la
desenvainó. La araña dio un salto atrás y Bilbo tuvo tiempo para cortar las
ataduras de las piernas. Ahora le tocaba a él atacar. Era evidente que la araña no
estaba acostumbrada a cosas que tuviesen a los lados tales aguijones, o hubiese
escapado mucho más aprisa. Bilbo se precipitó sobre ella antes que
desapareciese y blandiendo la espada la golpeo en los ojos. Entonces la araña
enloqueció y saltó y danzó y estiró las patas en horribles espasmos, hasta que
dándole otro golpe Bilbo acabó con ella. Luego se dejó caer, y durante largo rato
no recordó nada más.
Cuando volvió en sí, vio alrededor la habitual luz gris y mortecina de los días
del bosque. La araña y acía muerta a un lado y la espada estaba manchada de
negro. Por alguna razón, matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la
oscuridad, sin la ay uda del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue
muy importante para el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho
más audaz y fiera a pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la
hierba y la devolvía a la vaina.
—Te daré un nombre —le dijo a la espada—. ¡Te llamaré Aguijón!
Luego se dispuso a explorar. El bosque estaba oscuro y silencioso, pero antes
que nada tenía que buscar a sus amigos, como era obvio. Quizá no estuviesen
lejos, a menos que unos trasgos (o algo peor) los hubieran capturado. A Bilbo no
le parecía sensato ponerse a gritar, y durante un rato estuvo preguntándose de
qué lado correría el sendero; y en qué dirección tendría que ir a buscar a los
enanos.
—¡Oh!, ¿por qué no habremos tenido en cuenta los consejos de Beorn y
Gandalf? —se lamentaba—. ¡En qué enredo nos hemos metido todos nosotros!
¡Nosotros! Lo único que deseo es que fuésemos nosotros: es horrible estar
completamente solo.
Por último trató de recordar la dirección de donde habían venido los gritos de
auxilio la noche anterior, y por suerte (había nacido con una buena provisión de
suerte) lo recordó bastante bien, como veréis enseguida. Habiéndose decidido,
avanzó muy despacio, tan hábilmente como pudo. Los hobbits saben moverse en
silencio, especialmente en los bosques, como y a os he dicho; además Bilbo se
había puesto el anillo antes de ponerse en marcha, y fue por eso que las arañas
no lo vieron ni oy eron cómo se acercaba. Se abrió paso sigilosamente durante un
trecho, mirando vio delante una espesa sombra negra, negra aún para aquel
bosque, como la sombra de una medianoche inmutable. Cuando se acercó, vio
que la sombra era en realidad una confusión de telarañas superpuestas. Vio
también, de repente, que unas arañas grandes y horribles estaban sentadas por
encima de él en las ramas, y con anillo o sin anillo, tembló de miedo al pensar
que quizá lo descubrieran. Se quedó detrás de un árbol, observó a un grupo de
arañas durante un tiempo, y al fin comprendió que aquellas repugnantes criaturas
se hablaban unas a otras en la quietud y el silencio del bosque. Las voces eran
como leves crujidos y siseos, pero Bilbo pudo entender muchas de las palabras.
¡Estaban hablando de los enanos!
—Fue una lucha dura, pero valió la pena —dijo una—. Sí, en efecto, qué
pieles asquerosas y gruesas tienen, pero apuesto a que dentro hay buenos jugos.
—Sí, serán un buen bocado cuando hay an colgado un poco en la tela —dijo
otra.
—No los colguéis demasiado tiempo —dijo una tercera—, no están muy
gordos. Yo diría que no se alimentaron muy bien últimamente.
—Matadlos, os digo y o —siseó una cuarta—. Matadlos ahora y colgadlos
muertos durante un rato.
—Apostaría a que y a están muertos —dijo la primera.
—No, no lo están. Acabo de ver a uno forcejeando justo despertando de un
hermoso sueño, diría y o. Os lo mostraré.
Una de las arañas gordas corrió luego a lo largo de una cuerda, hasta llegar a
una docena de bultos que colgaban en hilera de las ramas altas. Bilbo los vio
entonces por primera vez suspendidos en las sombras, y descubrió horrorizado
que el pie de un enano sobresalía del fondo de algunos de los bultos, y aquí y allá
la punta de una nariz, o un tronco de barba o de capuchón.
La araña se acercó al más gordo de los bultos. « Es el pobre viejo Bombur,
apostaría» , pensó Bilbo; y la araña pellizcó la nariz que asomaba. Dentro sonó un
débil gañido, y un pie salió disparado y golpeó fuerte y directamente a la araña.
Aún quedaba vida en Bombur. Se oy ó un ruido, como si hubieran pateado una
pelota desinflada, y la araña enfurecida cay ó del árbol, aferrándose a su propia
cuerda en el último instante.
Las otras rieron. —Tenías bastante razón. ¡La carne aún está viva y coleando!
—¡Pronto acabaré con eso! —siseó la araña colérica, volviendo a trepar a la
rama.
Bilbo vio que había llegado el momento de hacer algo. No podía llegar hasta
donde estaban las bestias, ni tenía nada que tirarles; pero mirando alrededor vio
que en lo que parecía el lecho de un arroy o, seco ahora, había muchas piedras.
Bilbo era un tirador de piedras bastante bueno y no tardó mucho en encontrar una
lisa y de forma de huevo que le cabía perfectamente en la mano. De niño había
tirado piedras a todo, hasta que las ardillas, los conejos y aún los pájaros se
apartaban rápidos como el ray o en cuanto lo veían aparecer; y de may or se
había pasado también bastante tiempo arrojando tejos, dardos, bochas, boliches,
bolos y practicando otros juegos tranquilos de puntería y tiro; aunque también
podía hacer muchas otras cosas —aparte de anillos de humo, proponer acertijos
y cocinar— que no he tenido tiempo de contaros. Tampoco lo hay ahora.
Mientras recogía piedras, la araña había llegado hasta Bombur, que pronto estaría
muerto. En ese mismo momento Bilbo disparó. La piedra dio en la cabeza de la
araña con un golpe seco y la bestia se desprendió del árbol y cay ó pesadamente
al suelo con todas las patas encogidas.
La piedra siguiente atravesó zumbando una telaraña, y rompiendo las
cuerdas, derribó a la araña que estaba allí sentada. A esto siguió una gran
conmoción en la colonia, y por un momento olvidaron a los enanos, os lo
aseguro. No podían ver a Bilbo, pero no les costó mucho descubrir de qué
dirección venían las piedras. Rápidas como el ray o, se acercaron corriendo y
balanceándose hacia el hobbit, tendiendo largas cuerdas alrededor, hasta que el
aire pareció todo ocupado por trampas flotantes.
Bilbo, de cualquier modo, se deslizó pronto hasta otro sitio. Se le ocurrió la
idea de alejar más y más a las arañas de los enanos, si podía, y hacer que se
sintieran perplejas, excitadas y enojadas, todo a la vez. Cuando medio centenar
de arañas llegó al lugar donde él había estado antes, les tiró unas cuantas piedras
más, y también a las otras que habían quedado a retaguardia; luego, danzando
por entre los árboles, se puso a cantar una canción, para enfurecerlas y atraerlas,
y también para que lo oy eran los enanos.
Esto fue lo que cantó:
No muy buena quizá, pero no olvidéis que había tenido que componerla él
mismo, en el apuro de un dificilísimo momento. De todos modos tuvo el efecto
que él había esperado. Mientras cantaba, tiró algunas piedras más y pateó el
suelo. Prácticamente todas las arañas del lugar fueron tras él: unas saltaban, otras
corrían por las ramas, pasando de árbol en árbol o tendían nuevos hilos en sitios
oscuros. Estaban terriblemente enojadas. Aun olvidando las piedras, ninguna
araña había sido llamada Venenosa, y desde luego, Tontona es para cualquiera un
insulto inadmisible.
Bilbo se escabulló a otro sitio, pero por entonces muchas de las arañas habían
corrido a diferentes puntos del claro donde vivían, y estaban tejiendo telarañas
entre los troncos de todos los árboles. Muy pronto Bilbo estaría rodeado de una
espesa barrera de cuerdas, al menos ésa era la idea de las arañas. En medio de
todos aquellos insectos que cazaban y tejían, Bilbo hizo de tripas corazón y cantó
otra vez:
Con eso se volvió y descubrió que el último espacio entre dos grandes árboles
había sido cerrado con una telaraña, pero por fortuna no una verdadera telaraña,
sino grandes hebras de cuerdas de doble ancho, tendidas rápidamente de acá
para allá de tronco a tronco. Desenvainó la pequeña espada, hizo pedazos las
hebras, y se fue cantando.
Las arañas vieron la espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas
se pusieron a correr persiguiendo al hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando
las piernas peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas,
echando espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a
alejarse más. Luego se escabulló de vuelta, más callado que un ratón.
Tenía un tiempo corto y precioso, lo sabía, antes que las arañas perdieran la
paciencia y volviesen a los árboles, donde colgaban los enanos. Mientras tanto,
tenía que rescatarlos. Lo más difícil era subir hasta la rama larga donde pendían
los bultos. No me imagino cómo se las habría arreglado si, por fortuna, una araña
no hubiera dejado un cabo colgando; con ay uda de la cuerda, aunque se le
pegaba a las manos y le lastimaba la piel, trepó y allá arriba se encontró con una
araña malvada, vieja, lenta, y gruesa, que había quedado atrás y guardaba a los
prisioneros, y que había estado entretenida pinchándolos, para averiguar cuál era
el más jugoso. Había pensado comenzar el banquete mientras las otras estaban
fuera, pero el señor Bolsón tenía prisa, y antes que la araña supiera lo que estaba
sucediendo, sintió el aguijón de la espada y rodó muerta cay endo de la rama.
El siguiente trabajo de Bilbo era soltar un enano. ¿Cómo lo haría? Si cortaba la
cuerda, el enano maltrecho caería golpeándose contra el suelo, que estaba bien
abajo. Serpenteando rama adelante (lo que hizo que los pobres enanos se
balancearan y danzaran como fruta madura), llegó al primer bulto.
« Fili o Kili» , se dijo viendo la punta de un capuchón azul que sobresalía de un
extremo. « Más posiblemente Fili» , pensó al descubrir la punta de una nariz larga
que asomaba entre las cuerdas enmarañadas. Inclinándose, consiguió cortar la
may or parte de las cuerdas pegajosas y fuertes, y entonces, en efecto, con un
puntapié y algunas sacudidas apareció la may or parte de Fili. Me temo que Bilbo
se rió viendo cómo agitaba las piernas y los brazos rígidos mientras danzaba con
la cuerda de la telaraña en las axilas; como uno de esos juguetes divertidos que se
menean en un alambre.
De algún modo, Fili se encaramó en la rama, y ahí ay udó todo lo posible al
hobbit, aunque se sentía mareado y enfermo a causa del veneno de las arañas, y
por haber estado colgado la may or parte de la noche y el día siguiente, envuelto
y envuelto en cuerdas, sólo con la nariz fuera para respirar. Tardó mucho tiempo
en quitarse aquellas hebras bestiales de los ojos y las cejas, y en cuanto a la
barba, tuvo que cortarse la may or parte. Bien, Bilbo y Fili, juntos, alzaron
primero a un enano y luego a otro y cortaron las ataduras. Ninguno se
encontraba mejor que Fili y algunos bastante peor, pues apenas habían podido
respirar (y a veis, a veces las narices largas son útiles), y algunos parecían más
envenenados.
De este modo rescataron a Kili, Bifur, Bofur, Dori y Nori. El pobre viejo
Bombur estaba tan exhausto —era el más gordo— y lo habían pinchado y
pellizcado constantemente que rodó de la rama y, ¡plaf!, cay ó al suelo, por
fortuna sobre unas hojas, y quedó allí tendido. Pero aún había cinco enanos que
colgaban del extremo de la rama, cuando las arañas comenzaron a volver, más
rabiosas que nunca.
Bilbo fue inmediatamente hasta el sitio en que la rama nacía del tronco, y
mantuvo a ray a a las arañas que subían trepando. Se había quitado el anillo
cuando rescató a Fili y había olvidado ponérselo de nuevo, y ahora todas ellas
farfullaban y siseaban:
—¡Ya te vemos, asquerosa criatura! ¡Te comeremos y sólo te dejaremos la
piel y los huesos colgando de un árbol! ¡Ah! Tiene un aguijón, ¿verdad? Bueno,
de todas maneras lo atraparemos y colgaremos cabeza abajo durante un día o
dos.
Mientras, los enanos trabajaban en el resto de los cautivos y cortaban los
hilos. Pronto liberarían a todos, aunque no estaba claro qué ocurriría después. Las
arañas los habían capturado sin muchas dificultades la noche anterior, pero
sorprendiéndolos en la oscuridad. Esta vez, parecía que iba a librarse una terrible
batalla.
De repente Bilbo cay ó en la cuenta de que algunas arañas se habían reunido
alrededor del viejo Bombur, sobre el suelo, lo habían atado otra vez y se lo
estaban llevando a la rastra. Dio un grito y acuchilló a las bestias que tenía
delante. Las arañas retrocedieron enseguida, y Bilbo trepó y saltó desde el árbol,
justo en medio de las que estaban en el suelo. La pequeña espada era un tipo de
aguijón que no conocían. ¡Cómo se movía de acá para allá! La hoja brillaba
triunfante cuando traspasaba a las arañas. Seis de ellas murieron antes que el
resto huy ese y dejase a Bombur en manos de Bilbo.
—¡Bajad! ¡Bajad! —gritó a los enanos que estaban en la rama—. No os
quedéis ahí; os echarán las redes encima pues veía que unas pocas arañas
trepaban a los árboles vecinos, arrastrándose por las ramas sobre la cabeza de los
enanos.
Los enanos bajaron gateando, o saltaron o se dejaron caer, los once en
montón, la may oría muy temblorosos y torpes de piernas. Allí se encontraron al
fin los doce, contando al pobre Bombur, a quien sostenían por ambos lados el
primo Bifur y el hermano Bofur; y Bilbo se movía alrededor y blandía el
Aguijón; y cientos de arañas los miraban con los ojos desorbitados, desde arriba,
desde un lado, desde otro. La situación parecía bastante desesperada.
Entonces comenzó la batalla. Algunos enanos tenían cuchillos; otros, palos, y
había piedras para todos; y Bilbo blandía la daga élfica. Una y otra vez las arañas
fueron rechazadas, y muchas murieron. Pero esto no podía prolongarse. Bilbo
estaba casi exhausto; sólo cuatro de los enanos se mantenían aún en pie, y pronto
las arañas caerían sobre ellos como sobre moscas cansadas. Ya tejían de nuevo
alrededor, de árbol en árbol.
Bilbo al fin no pudo pensar en otro plan que comunicar a los enanos el secreto
del anillo. Lo lamentaba bastante, pero no había otro remedio.
—Voy a desaparecer —dijo—. Alejaré a las arañas de aquí, si puedo;
vosotros tenéis que manteneros juntos y escapar en la dirección opuesta. Por allí
a la izquierda quizá se podría llegar al sitio donde vimos por última vez el fuego
de los elfos.
Tardaron en entender lo que se les decía, pues las cabezas les daban vueltas
en medio de una confusión de gritos, palos y piedras que golpeaban, pero al fin
Bilbo sintió que no podía esperar más: las arañas estaban cerrando el círculo. De
súbito se deslizó el anillo en el dedo, y desapareció dejando estupefactos a los
enanos.
Pronto se oy eron gritos: —¡Perezosa Lob! ¡Venenosa! —entre los árboles de
la derecha. Esto enfureció mucho a las arañas. Dejaron de acercarse a los
enanos y unas cuantas se volvieron hacia la voz. « Venenosa» las enojó tanto que
perdieron el juicio. Entonces Balin, quien había entendido el plan de Bilbo mejor
que los demás, se lanzó al ataque. Los enanos se unieron en un pelotón y
descargando una lluvia de piedras corrieron hacia la izquierda y atravesaron el
círculo. Lejos, detrás de ellos, los cantos y gritos cesaron de pronto.
Esperando contra toda esperanza que no hubiesen capturado a Bilbo, los
enanos siguieron adelante. No bastante deprisa, sin embargo. Se sentían enfermos
y débiles y arrastraban las piernas y cojeaban, perseguidos por arañas que les
pisaban los talones. Una y otra vez tenían que volverse y enfrentar a las criaturas
que estaban casi encima de ellos; y y a algunas de las arañas corrían por los
árboles y dejaban caer unos largos hilos pegajosos.
Las cosas parecían haber empeorado otra vez, cuando de pronto Bilbo
reapareció e inesperadamente inició un ataque desde un lado, sobre las
asombradas arañas.
—¡Seguid! ¡Seguid! —gritó—. ¡Yo seré quien clave el aguijón!
Y así ocurrió. Se movía adelante y atrás, rasgando los hilos de las arañas,
cortándoles las patas y acuchillándoles los cuerpos gordos si se acercaban
demasiado. Las arañas se hinchaban de rabia y farfullaban y espumajeaban y
siseaban horribles maldiciones; pero ahora tenían un miedo mortal al Aguijón y
no se atrevían a acercarse. Así, mientras maldecían, la presa se les escapaba
lenta e inexorablemente. Era una situación horrible y parecía durar horas. Pero
al fin, cuando Bilbo sentía que y a no tenía fuerzas para levantar la mano y
asestar otro golpe, de pronto abandonaron la persecución, y no los siguieron más
y volvieron decepcionadas a la tenebrosa colonia.
Entonces los enanos se dieron cuenta de que habían llegado al círculo en que
habían ardido los fuegos de los elfos. No podían saber si era uno de los fuegos que
habían visto la noche anterior; pero parecía que algún encantamiento bienhechor
persistía en estos sitios, que a las arañas no les gustaban. De cualquier modo, la
luz era más verde, los arbustos menos espesos y amenazadores, y ahora podían
descansar y recobrar el aliento. Allí se quedaron un rato resollando y jadeando.
Pero muy pronto los enanos empezaron a hacer preguntas. Querían que Bilbo les
explicase bien el asunto de las desapariciones; tanto les interesó la historia del
anillo que por un momento olvidaron sus propios problemas. Balin en particular
insistió en oír otra vez la historia de Gollum con acertijos y todo lo demás, y con
el anillo en el lugar que correspondía. Pero al cabo de un tiempo la luz comenzó a
declinar, y se hicieron otras preguntas. ¿Dónde estaban y por dónde corría el
camino? ¿Dónde habría comida y qué harían ahora? Estas preguntas fueron
hechas una y otra vez, y esperaban que el pequeño Bilbo conociese las
respuestas. Por lo que podéis ver, habían cambiado mucho de opinión con
respecto al señor Bolsón, y ahora lo respetaban de veras (tal y como había dicho
Gandalf). Ya no refunfuñaban, y esperaban realmente que a Bilbo se le ocurriría
algún plan maravilloso. Sabían demasiado bien que si no hubiese sido por el
hobbit todos estarían y a muertos; y se lo agradecieron muchas veces. Algunos de
ellos incluso se pusieron en pie y lo saludaron inclinándose hasta el suelo, aunque
el esfuerzo los hizo caer, y durante un rato no pudieron incorporarse. Saber la
verdad sobre las desapariciones no disminuy ó de ningún modo la opinión que
Bilbo les merecía, pues entendieron que tenía ingenio, y también suerte y un
anillo mágico, y las tres cosas eran bienes muy útiles. En verdad lo elogiaron
tanto que Bilbo llegó a sentir que había algo en él de aventurero audaz, al fin y al
cabo, aunque se habría sentido aún mucho más audaz si hubiera tenido algo que
comer.
Pero no había nada, nada de nada, y ninguno estaba en disposición de ir a
buscar algo o encontrar el sendero perdido. ¡El sendero perdido! En la fatigada
cabeza de Bilbo no había otra cosa. Se sentó y clavó los ojos en los árboles que se
sucedían en interminables hileras, y al cabo de un rato todos callaron otra vez.
Todos excepto Balin. Mucho tiempo después que los otros hubieran dejado de
hablar y cuando y a habían cerrado los ojos, Balin seguía aún murmurando y
riendo entre dientes.
—¡Gollum! ¡Caramba! Así fue como llegó a escabullirse delante de mí, ¿no?
¡Ahora me lo explico! Arrastrándose en silencio, nada más, ¿no, señor Bolsón?
¡Los botones todos sobre el umbral! El bueno de Bilbo… Bilbo… Bilbo… bo…
bo… bo… —y poco después se quedó dormido, y durante un largo rato no se oy ó
nada.
El día que siguió a la batalla con las arañas, Bilbo y los enanos hicieron un
último y desesperado esfuerzo por encontrar un camino de salida antes de morir
de hambre y sed. Se incorporaron y fueron tambaleándose hacia el sitio en que
corría el sendero, según decían ocho de los trece; pero nunca descubrieron si
habían acertado. Un día como todos los del bosque se desvanecía una vez más en
una noche negra, cuando las luces de muchas antorchas aparecieron de súbito
todo alrededor, como cientos de estrellas rojas. Los Elfos del Bosque se
acercaron cantando, armados con arcos y lanzas, y dieron el alto a los enanos.
Nadie pensó en luchar. Aún si los enanos no se hubiesen encontrado en una
situación tal que les alegraba realmente ser capturados, los pequeños cuchillos,
las únicas armas que tenían, hubieran sido inútiles contra las flechas de los elfos,
que podían golpear el ojo de un pájaro en la oscuridad. De modo que se
contentaron con detenerse, y se sentaron, y aguardaron, todos excepto Bilbo, que
se puso rápido el anillo y se deslizó a un lado. Así se explica que cuando los elfos
ataron a los enanos en una larga hilera, uno tras otro, y los contaron, nunca
encontraron ni contaron al hobbit.
No lo oy eron ni lo sintieron mientras corría al trote bastante atrás de la luz de
las antorchas, mientras ellos llevaban a los prisioneros por el bosque. Les habían
vendado los ojos a todos, pero esto no cambiaba mucho las cosas, pues aún Bilbo,
que podía utilizar bien los ojos, no podía ver a dónde iban, y de todos modos ni él
ni los otros sabían de dónde habían partido.
Bilbo trataba por todos los medios de no quedarse demasiado atrás, pues los
elfos hacían marchar a los enanos con una rapidez que nunca habían conocido,
sobre todo enfermos y fatigados como estaban. El rey había ordenado que se
dieran prisa. De pronto, las antorchas se detuvieron, y el hobbit tuvo el tiempo
justo para alcanzarlos antes que comenzasen a cruzar el puente. Éste era el
puente que cruzaba el río y llevaba a las puertas del rey. El agua se precipitaba
oscura y violenta por debajo; y en el otro extremo había portones que cerraban
una enorme caverna en la ladera de una pendiente abrupta cubierta de árboles.
Allí las grandes hay as descendían hasta la misma ribera, y hundían los pies en el
río.
Los elfos empujaron a los prisioneros a través del puente, pero Bilbo vaciló en
la retaguardia. No le gustaba nada el aspecto de la caverna, y sólo a último
momento se decidió a no abandonar a sus amigos, y se deslizó casi pisándole los
talones al último de los elfos, antes de que los grandes portones del rey se
cerrasen detrás con un golpe sordo.
Dentro los pasadizos estaban iluminados con antorchas de luz roja, y los
guardias elfos cantaban marchando por los corredores retorcidos, entrecruzados
y resonantes. No se parecían a los túneles de los trasgos: eran más pequeños,
menos profundos, y de un aire más puro. En un gran salón con pilares tallados en
la roca viva, estaba sentado el rey elfo en una silla de madera labrada. Llevaba
en la cabeza una corona de bay as y hojas rojizas, pues el otoño había llegado de
nuevo. En la primavera se ceñía una corona de flores de los bosques. Sostenía en
la mano un cetro de roble tallado.
Los prisioneros fueron llevados al rey, y aunque él los miró con severidad,
ordenó que los desataran, pues estaban andrajosos y fatigados. —Además, no
necesitan cuerdas —dijo—. No hay escapatoria de mis puertas mágicas para
aquellos que alguna vez son traídos aquí.
Larga e inquisitivamente preguntó a los enanos sobre lo que hacían, y a dónde
iban, y de dónde venían; pero no consiguió sacarles más noticias que a Thorin. Se
sentían desanimados y enfadados, y ni siquiera intentaron parecer corteses.
—¿Qué hemos hecho, oh rey ? —dijo Balin, el más viejo de los que quedaban
—. ¿Es un crimen perderse en el bosque, tener hambre y sed, ser atrapado por
las arañas? ¿Son acaso las arañas vuestras bestias domesticadas o vuestros
animales falderos, y por eso os enojáis si las matamos?
Esta pregunta, desde luego, enojó aún más al rey, quien contestó: —Es un
crimen andar por mi país sin mi permiso. ¿Olvidas que estabas en mi reino,
utilizando el camino que mi pueblo abrió una vez? ¿Acaso por tres veces no
acosasteis e importunasteis a mi gente en el bosque, y despertasteis a las arañas
con vuestros gritos y tumultos? ¡Después de todo el disturbio que habéis
provocado tengo derecho a saber qué os trae por aquí, y si no me lo contáis
ahora, os encerraré a todos hasta que hay áis aprendido a ser sensatos y a tener
buenas maneras!
Luego ordenó que pusieran a cada uno de los enanos en celdas separadas y
les dieran comida y bebida, pero que no se les permitiese dejar el calabozo, hasta
que al menos uno de ellos se decidiera a decir todo lo que él quería saber. Pero no
les dijo que Thorin había sido hecho prisionero. Bilbo mismo lo descubrió.
¡Pobre señor Bolsón!… Fue una larga y aburrida temporada la que pasó en aquel
sitio, a solas, y siempre oculto, nunca atreviéndose a sacarse el anillo, y apenas
atreviéndose a dormir, aún escondido en los rincones más oscuros y remotos que
podía encontrar. Por hacer algo se dedicó a recorrer el palacio del rey elfo. Unas
puertas mágicas cerraban la entrada, pero a veces podía salir, si era rápido.
Compañías de los Elfos del Bosque, algunas veces con el rey a la cabeza, salían
de cuando en cuando de cacería, o a otros asuntos, a los bosques y a las tierras
del Este. Entonces, si Bilbo se apresuraba, podía deslizarse fuera detrás de ellos;
aunque era un riesgo muy peligroso. Más de una vez estuvo a punto de ser
alcanzado por las puertas, cuando batían juntas al pasar el último elfo; todavía no
se atrevía a marchar entre ellos a causa de la sombra que echaba (tenue y
vacilante a la luz de las antorchas), o por miedo a que tropezasen con él y lo
descubriesen. Y cuando salía, lo que no era muy frecuente, no servía de mucho.
No deseaba abandonar a los enanos, y en verdad sin ellos no hubiera sabido a
dónde ir. No podía marchar al paso de los elfos cazadores durante el tiempo que
estaban fuera, así que nunca descubría los caminos de salida del bosque y se
quedaba errando tristemente por la floresta, aterrorizado de perderse, hasta que
aparecía una oportunidad de regresar. Además pasaba hambre fuera, pues no era
cazador, mientras que en el interior de las cavernas podía ganarse la vida de
alguna forma, robando comida del almacén o la mesa cuando no había nadie a la
vista.
« Soy como un saqueador que no puede escapar, y ha de seguir saqueando
miserablemente la misma casa, día tras día» , pensaba. « ¡Ésta es la parte más
monótona y gris de una desdichada, fatigosa e incómoda aventura! ¡Desearía
estar de vuelta en mi agujero-hobbit junto a mi propio fuego, y a la luz de la
lámpara!» . A menudo deseaba también enviar un mensaje de socorro al mago,
pero aquello, desde luego, era del todo imposible; y pronto comprendió que si
algo podía hacerse, tendría que hacerlo él mismo, solo y sin ay uda.
Por fin, luego de una o dos semanas de esta vida furtiva, observando y
siguiendo a los guardias y aprovechando todas las oportunidades, se las arregló
para descubrir dónde estaban encerrados los enanos. Encontró las doce celdas en
sitios distintos del palacio, y al cabo de un tiempo consiguió conocer el camino
bastante bien. Cuál no sería su sorpresa cuando oy ó por casualidad una
conversación de los guardianes y se enteró que había otro enano en prisión, en un
lugar especialmente profundo y oscuro. Adivinó enseguida, por supuesto, que se
trataba de Thorin; y descubrió al poco tiempo que la suposición era correcta. Por
último, después de muchas dificultades consiguió encontrar el lugar cuando nadie
rondaba y tener unas pocas palabras con el jefe de los enanos.
Thorin se sentía demasiado desdichado para que sus propios infortunios
continuaran enfadándolo mucho tiempo, y y a estaba pensando en contarle al rey
todo lo del tesoro y la búsqueda (lo que prueba qué deprimido se sentía), cuando
oy ó la vocecita de Bilbo en el agujero de la cerradura. No podía creerlo. Pronto,
sin embargo, entendió que no podía estar equivocado y se acercó a la puerta; y
sostuvo una larga y susurrante charla con el hobbit al otro lado.
Así fue como Bilbo fue capaz de llevar en secreto un mensaje de Thorin a
cada uno de los otros enanos prisioneros, diciéndoles que Thorin, el jefe, estaba
también en prisión, muy cerca, y que nadie revelara al rey el objeto de la
misión, no todavía, no antes que Thorin lo ordenase. Pues Thorin se sintió otra vez
animado al oír cómo el hobbit había salvado a los enanos de las arañas, y resolvió
de nuevo no pagar un rescate (prometiéndole al rey una parte del tesoro) hasta
que toda otra esperanza de salir de allí se hubiese desvanecido; en realidad hasta
que el extraordinario señor Bolsón Invisible (de quien empezaba a tener en
verdad una opinión muy alta) hubiese fracasado por completo en encontrar una
solución más ingeniosa.
Los otros enanos estuvieron por completo de acuerdo cuando recibieron el
mensaje. Todos pensaron que las partes del tesoro que les tocaban (y de las que
se consideraban los verdaderos dueños, a pesar de la situación en que se
encontraban ahora y del todavía invicto dragón) se verían seriamente
disminuidas si los Elfos del Bosque reclamaban una porción; y todos confiaban en
Bilbo. Exactamente lo que Gandalf había anunciado, como veis. Tal vez ésa era
parte de la razón por la que se marchó y los dejó.
Bilbo, sin embargo, no se sentía tan optimista. No le gustaba que alguien
dependiera de él, y deseaba que el mago estuviese al alcance. Pero era inútil;
quizá estaban separados por toda la oscura extensión del Bosque Negro. Se sentó
y pensó y pensó, hasta que casi le estalló la cabeza, pero no se le ocurrió ninguna
idea brillante. Un anillo invisible era algo de veras valioso, aunque no de mucha
utilidad entre catorce. Pero desde luego, como habréis adivinado, al final rescató
a sus amigos, y así es como sucedió:
Un día, mientras curioseaba y deambulaba, Bilbo descubrió algo muy
interesante: los grandes portones no eran la única entrada a las cavernas. Un
arroy o corría por debajo del palacio, y se unía al Río del Bosque un poco al este,
más allá de la cuesta empinada en la que se abría la boca principal. En la ladera
de la colina donde nacía este curso subterráneo había una compuerta. La bóveda
rocosa descendía a la superficie del agua, y desde allí podía dejarse caer un
portalón hasta el mismo lecho del río, para impedir que alguien entrase o saliese.
Pero el portalón estaba abierto a menudo, pues mucha gente iba y venía por la
compuerta. Si alguien hubiese llegado por ese camino, se habría encontrado en
un túnel oscuro y tosco que se adentraba en el corazón de la colina; pero debajo
de las cavernas, en cierto sitio, el techo había sido horadado y tapado con grandes
escotillas de roble, que comunicaban con las bodegas del rey. Allí se
amontonaban barriles y barriles y barriles; pues los Elfos del Bosque, y sobre
todo el rey, eran muy aficionados al vino, aunque no había viñas en aquellos
parajes. El vino y otras mercancías eran traídos desde lejos, de las tierras que
habitaban los parientes del Sur, o de los viñedos de los Hombres en tierras
distantes.
Escondido detrás de uno de los barriles más grandes, Bilbo descubrió las
escotillas y para qué servían, y escuchando la charla de los sirvientes del rey, se
enteró de cómo el vino y otras mercancías remontaban los ríos, o cruzaban la
tierra, hasta el Lago Largo. Parecía que una ciudad de Hombres aún prosperaba
allí, construida sobre puentes, lejos, aguas adentro, como una protección contra
enemigos de toda suerte, y especialmente contra el dragón de la Montaña. Traían
los barriles desde la Ciudad del Lago, remontando el Río del Bosque. A menudo
los ataban juntos con grandes almadías y los empujaban aguas arriba con
pértigas o remos; algunas veces los cargaban en botes planos.
Cuando los barriles estaban vacíos, los elfos los arrojaban a través de las
escotillas, abrían la compuerta, y los barriles flotaban fuera en el arroy o,
bamboleándose, hasta que al fin eran arrastrados por la corriente a un sitio
distante, aguas abajo, donde la ribera sobresalía, de pronto, cerca de los lindes
orientales del Bosque Negro. Allí eran recogidos y atados juntos, y flotaban de
vuelta a la ciudad, que se alzaba cerca del punto donde el Río del Bosque
desembocaba en el Lago Largo.
Había concluido con el tiempo justo. Sólo uno o dos minutos después de encajar
la tapadera de Balin, llegó un sonido de voces y un parpadeo de luces. Algunos
elfos venían riendo y charlando y cantando a las bodegas. Habían dejado un
alegre festín en uno de los salones y estaban resueltos a retornar tan pronto como
les fuese posible.
—¿Dónde está el viejo Galion, el may ordomo? —dijo uno—. No le he visto a
la mesa esta noche. Tendría que encontrarse aquí ahora, para mostrarnos lo que
hay que hacer.
—Me enfadaré si el viejo perezoso se retrasa —dijo otro—. ¡No tengo ganas
de perder el tiempo aquí abajo mientras se canta allá arriba!
—¡Ja, ja! —llegó una carcajada—. ¡Aquí está el viejo tunante con la cabeza
metida en un jarro! Ha estado montando un pequeño banquete para él y su
amigo el capitán.
—¡Sacúdelo! ¡Despiértalo! —gritaron los otros, impacientes.
A Galion no le gustó nada que lo sacudieran y despertaran, y mucho menos
que se rieran de él. —Estáis retrasados —gruñó—. Aquí estoy y o; esperando y
esperando, mientras vosotros bebéis y festejáis y olvidáis vuestras tareas. ¡No os
maraville que caiga dormido de aburrimiento!
—No nos maravilla —dijeron ellos—, ¡cuando la explicación está tan cerca
en un jarro! ¡Vamos, déjanos probar tu soporífero antes de que comencemos la
tarea! No es necesario despertar al joven de las llaves. Por lo que parece, ha
tenido su ración.
Bebieron entonces una ronda, y de repente todos se pusieron muy contentos.
Pero no perdieron por completo la cabeza. —¡Sálvanos, Galion! —gritó de pronto
alguien—. ¡Empezaste la fiesta temprano y se te embotó el juicio! Has apilado
aquí algunos toneles llenos en lugar de los vacíos, a juzgar por lo que pesan.
—¡Continuad con el trabajo! —gruñó el may ordomo—. Los brazos ociosos
de un levantacopas nada saben de pesos. Éstos son los que hay que llevar y no
otros. ¡Haced lo que digo!
—¡Está bien, está bien! —le respondieron haciendo rodar, los barriles hasta la
abertura—. ¡Tú serás el responsable si las cubas de mantequilla del rey y el vino
mejor son empujados al río para que los hombres del lago se regalen gratis!
¡Rueda-rueda-rueda-rueda,
rueda-rueda-rueda bajando a la cueva!
¡Levantad, arriba, que caigan a plomo!
Allá abajo van, chocando en el fondo.
Así cantaban, mientras primero uno, y luego otro, los barriles bajaban
retumbando a la oscura abertura y eran empujados hacia las aguas frías que
corrían unos pies más abajo. Algunos eran barriles realmente vacíos; algunos
eran cubas bien cerradas con un enano dentro; todos cay eron, uno tras otro,
golpeando y entrechocándose, precipitándose en el agua, sacudiéndose contra las
paredes del túnel, y flotando lejos corriente abajo.
Fue entonces precisamente cuando Bilbo descubrió de pronto el punto débil
del plan. Seguro que y a os disteis cuenta hace tiempo, y os habéis reído de él;
pero no creo que hubierais conseguido ni la mitad de lo que él consiguió. ¡Por
supuesto, él no estaba en ningún barril, ni había nadie allí para empacarlo, aún si
se hubiera presentado la oportunidad! Parecía como si esta vez fuese a perder de
veras a sus amigos (y a habían desaparecido casi todos a través de la escotilla
oscura), que lo dejarían atrás para siempre, de modo que él tendría que quedarse
allí escondido, como un saqueador sempiterno de las cuevas de los elfos. Pues
aún si hubiera podido escapar enseguida por los portones superiores, no tenía
muchas posibilidades de reencontrarse con los enanos. No sabía cómo llegar al
sitio donde recogían los barriles. Se preguntó qué demonios les ocurriría sin él;
pues no había tenido tiempo de contar a los enanos todo lo que había averiguado,
o lo que se había propuesto hacer, una vez fuera del bosque.
Mientras todos estos pensamientos le cruzaban por la mente, los elfos, que
parecían ahora muy animados, comenzaron a entonar una canción junto a la
puerta del río. Algunos habían ido y a a tirar de las cuerdas que alzaban la
compuerta para dejar salir los barriles tan pronto como todos flotaran abajo.
¡Ya el último de los barriles iba rodando hacia las puertas! Desesperado, y no
sabiendo qué hacer, el pobre pequeño Bilbo se aferró al barril y fue empujado
con él sobre el borde. Cay ó abajo en el agua fría y oscura, con el barril encima,
y subió otra vez balbuceando y arañando la madera como una rata, pero a pesar
de todos sus esfuerzos no pudo trepar. Cada vez que lo intentaba, el barril daba
una media vuelta y lo sumergía otra vez. El barril estaba realmente vacío, y
flotaba como un corcho. Aunque Bilbo tenía las orejas llenas de agua, aún podía
oír a los elfos, cantando arriba en la bodega. Entonces, de súbito, las escotillas
cay eron y las voces se desvanecieron a lo lejos. Bilbo estaba ahora en un túnel
oscuro, flotando en el agua helada, completamente solo… pues no puedes contar
con amigos que flotan encerrados en barriles.
Muy pronto una mancha gris apareció delante, en la oscuridad. Oy ó el
chirrido de la compuerta que se levantaba, y se encontró en medio de una
fluctuante y entrechocante masa de toneles y cubas, todos empujando juntos
para pasar por debajo del arco y salir a las aguas del río. Trató por todos los
medios de impedir que lo golpearan y machacaran pero al fin, los barriles
apiñados comenzaron a dispersarse y a balancearse, uno por uno, bajo la arcada
de piedra y más allá. Entonces Bilbo vio que no le habría servido de mucho si
hubiese subido a horcajadas sobre el barril, pues apenas había espacio, ni siquiera
para un hobbit, entre el barril y el techo ahora inclinado de la compuerta.
Fuera salieron, bajo las ramas que colgaban desde las dos orillas. Bilbo se
preguntaba qué sentirían en ese momento los enanos, y si no estaría entrando
mucha agua en las cubas. Algunas de las que pasaban flotando en la oscuridad,
junto a él, parecían bastante hundidas en el agua, y supuso que llevarían enanos
dentro.
« ¡Espero haber ajustado bastante las tapas!» , pensó, pero enseguida estuvo
demasiado preocupado por sí mismo para acordarse de los enanos. Conseguía
mantener la cabeza sobre el agua de algún modo, pero temblaba de frío, y se
preguntó si moriría congelado antes que la suerte cambiase, cuánto tiempo sería
capaz de resistir, y si podía correr el riesgo de soltarse e intentar nadar hasta la
orilla.
La suerte cambió de pronto: la corriente arremolinada arrastró varios barriles
a un punto de la ribera, y allí se quedaron un rato, varados contra alguna raíz
oculta. Bilbo aprovechó entonces la ocasión para trepar por el costado del barril
apoy ado firmemente contra otro. Subió arrastrándose como una rata ahogada, y
se tendió arriba, tratando de mantener el equilibrio. La brisa era fría, pero mejor
que el agua, y esperaba no caer rodando de repente.
Los barriles pronto quedaron libres otra vez y giraron y dieron vueltas río
abajo, saliendo a la corriente principal. Bilbo descubrió entonces que era muy
difícil mantenerse sobre el barril, tal como había temido, y además se sentía
bastante incómodo. Por fortuna, Bilbo era muy liviano, y el barril grande, y
bastante deteriorado, de modo que había embarcado una pequeña cantidad de
agua. Aun así, era como cabalgar sin brida ni estribos un poney panzudo que no
pensara en otra cosa que en revolcarse sobre la hierba.
De este modo el señor Bolsón llegó por fin a un lugar donde los árboles
raleaban a ambos lados. Alcanzaba a ver el cielo pálido entre ellos. El río oscuro
se ensanchó de pronto, y se unió al curso principal del Río del Bosque, que fluía
precipitadamente desde los grandes portones del rey. En la móvil superficie de
una extensión de agua que las sombras y a no cubrían, se reflejaban las nubes y
las estrellas en luces danzantes y rotas. Las rápidas aguas del Río del Bosque
llevaron toda la compañía de toneles y cubas a la ribera norte, donde habían
abierto una ancha bahía. Ésta tenía una play a de guijarros al pie del barranco, y
estaba cerrada en el extremo oriental por un pequeño cabo sobresaliente de roca
dura. Muchos de los barriles encallaron en los bajíos arenosos, aunque unos pocos
fueron a golpear contra el dique de roca.
Había gente vigilando las riberas. Empujaron rápidamente y movieron con
pértigas todos los barriles hacia los bajíos, y los contaron y ataron juntos y los
dejaron allí hasta la mañana. ¡Pobres enanos! Bilbo no estaba tan mal ahora.
Bajó deslizándose del barril, y vadeó el río hasta la orilla, y luego se escurrió
hacia algunas cabañas que alcanzaba a ver cerca del río. Si tenía la oportunidad
de tomar una cena sin invitación, esta vez no lo pensaría mucho; se había visto
obligado a hacerlo durante mucho tiempo, y ahora sabía demasiado bien lo que
era tener verdadera hambre, y no sólo un amable interés por las delicadezas de
una despensa bien provista. Había llegado a ver la luz de un fuego entre los
árboles, y era una luz atractiva; las ropas caladas y andrajosas se le pegaban
frías y húmedas al cuerpo.
No es necesario contaros mucho de las aventuras de Bilbo aquella noche, pues
nos estamos acercando y a al término del viaje hacia el este, llegando a la última
y may or aventura, de modo que hemos de darnos prisa. Ay udado, como es
natural, por el anillo mágico, a Bilbo le fue muy bien al principio, pero al cabo
fue traicionado por sus pisadas húmedas y el rastro de gotas que iba dejando
dondequiera que fuese o se sentase; y luego se puso a lagrimear, y cuando
intentaba ocultarse era descubierto por las terribles explosiones de unos
estornudos contenidos. Muy pronto hubo una gran conmoción en la villa ribereña;
mas Bilbo escapó hacia los bosques llevando una hogaza y un pellejo de vino y
un pastel que no le pertenecían. El resto de la noche tuvo que pasarla mojado
como estaba y sin fuego, pero el pellejo de vino lo ay udó, y hasta alcanzó a
dormitar un rato sobre unas hojas secas, aunque el año estaba avanzado y el aire
era cortante.
Despertó de nuevo con un estornudo especialmente ruidoso. La mañana era
gris, y había un alegre alboroto río abajo. Estaban construy endo una almadía de
barriles, y los elfos de la almadía la llevarían pronto aguas abajo hacia la Ciudad
del Lago. Bilbo estornudó otra vez. Las ropas y a no le chorreaban, pero tenía el
cuerpo helado. Descendió gateando tan rápido como se lo permitían las piernas
entumecidas, y logró alcanzar justo a tiempo el grupo de toneles sin que nadie lo
advirtiera en la confusión general. Por suerte, no había sol entonces que
proy ectase una sombra reveladora, y por misericordia no estornudó otra vez
durante un buen rato. Hubo un poderoso movimiento de pértigas. Los elfos que
estaban en los bajíos impelían y empujaban. Los barriles, ahora amarrados entre
sí, se rozaban y crujían.
—¡Es una carga pesada! —gruñían algunos—. Flotan muy bajos…, algunos
no están del todo vacíos. Si hubiesen llegado a la luz del día podríamos haberles
echado una ojeada —dijeron.
—¡Ya no hay tiempo! —gritó el elfo de la almadía—. ¡Empujad!
Y allá fueron por fin, lentamente al principio, hasta que dejaron atrás el cabo
rocoso, donde otros elfos esperaban para apartarlos con pértigas, y luego más y
más rápido cuando entraron en la corriente principal, y navegaron y fueron
alejándose, aguas abajo, hacia el Lago.
Habían escapado de las mazmorras del rey y habían atravesado el bosque,
pero si vivos o muertos, todavía estaba por verse.
10
Una cálida bienvenida
E l día crecía más claro y caluroso a medida que avanzaban flotando. Luego de
un corto trecho, el río rodeaba a la izquierda un repecho de tierra escarpada. Al
pie de la pared rocosa que se alzaba como un risco en una llanura, la corriente
más profunda fluía lamiendo y borboteando. De repente el risco se estrechó. Las
orillas se hundieron. Los árboles desaparecieron. Bilbo miró.
Las tierras se abrían amplias alrededor, cubiertas por las aguas del río que se
perdía y se bifurcaba en un centenar de cursos zigzagueantes, o se estancaba en
remansos y pantanos con islotes a los lados; pero aun así, una fuerte corriente
seguía su curso regular.
¡Y allá, a lo lejos, mostrando la cima oscura entre retazos de nubes, allá
amenazadora, asomaba la Montaña! Los picos más próximos de la zona noroeste
y el hundido valle que los unía no alcanzaban a distinguirse. Sola y adusta, la
Montaña contemplaba el bosque por encima de los pantanos. ¡La Montaña
Solitaria! Bilbo había viajado mucho y había pasado muchas aventuras para
verla, y ahora no le gustaba nada.
Mientras escuchaba la conversación de los elfos en la almadía, e hilaba los
pedazos de información que dejaban caer, pronto comprendió que era muy
afortunado por haberla visto, aún desde lejos. Había sufrido mucho cuando cay ó
prisionero, y ahora no encontraba una postura cómoda (por no mencionar a los
pobres enanos debajo de él), y sin embargo no se había dado cuenta de la suerte
que había tenido. La conversación se refería sólo al comercio que iba y venía por
los canales y al incremento del tráfico en el río, pues las carreteras del este que
conducían al Bosque Negro habían desaparecido o dejaron de utilizarse; y
además los Hombres del Lago y los Elfos del Bosque se habían disputado el
dominio del Río del Bosque y el cuidado de las riberas. Estos territorios habían
cambiado mucho desde los días en que los enanos moraran en la Montaña, días
que para la may oría de la gente sólo eran ahora una vaga tradición. Habían
cambiado aún en años recientes y desde las últimas noticias que Gandalf tenía de
ellos. Inundaciones y lluvias habían aumentado el caudal de las aguas en el Este;
y había habido uno o dos terremotos (que algunos se inclinaron a atribuir al
dragón, mientras señalaban la Montaña con una maldición y un ominoso
movimiento de cabeza). Los pantanos y ciénagas se habían extendido más y más
a ambos lados. Los senderos habían desaparecido, y los jinetes o caminantes
hubieran tenido un destino similar si hubiesen intentado encontrar los viejos
caminos. El sendero elfo que cruzaba el bosque y que los enanos habían tomado
siguiendo el consejo de Beorn, ahora llegaba a un dudoso e insólito final en el
borde oriental del bosque; sólo el río era aún un tray ecto seguro desde el linde
norte del Bosque Negro hasta las lejanas planicies sombreadas por la Montaña; y
el río estaba vigilado por el rey de los Elfos del Bosque.
Así que, como veis, Bilbo había tomado al final el único camino que era en
realidad bueno. El señor Bolsón habría podido sentirse reconfortado, mientras
temblaba sobre los barriles, si hubiese sabido que noticias de todo esto habían
llegado a Gandalf allá lejos, preocupándolo de veras, y que estaba a punto de
acabar otro asunto (que no viene a cuento mencionar en este relato) y se disponía
a regresar en busca de la gente de Thorin. Pero Bilbo no lo sabía.
Todo cuanto sabía era que el río parecía seguir y seguir y seguir, y que él
tenía hambre, y un horroroso resfriado de nariz, y que no le gustaba cómo la
Montaña parecía fruncir el entrecejo y amenazarlo a medida que se acercaban.
Sin embargo, al cabo de un rato, el río tomó un curso más meridional y la
Montaña retrocedió de nuevo, y al fin, y a caída la tarde, entre orillas ahora de
rocas, el río reunió todas sus aguas errantes en un profundo y rápido flujo, y
descendió precipitadamente.
El sol y a se había puesto cuando luego de un recodo y de bajar otra vez hacia
el este, el Río del Bosque se precipitó en el Lago Largo. Las puertas del río se
alzaban como altos acantilados, a un lado y a otro, con guijarros apilados en las
orillas. ¡El Lago Largo! Bilbo nunca había imaginado que pudiera haber una
extensión de agua tan enorme, excepto el mar. Era tan ancho que las márgenes
opuestas asomaban apenas a lo lejos, y tan largo que no se veía el extremo norte,
que apuntaba a la Montaña. Sólo por el mapa supo Bilbo que allá arriba, donde las
estrellas del Carro y a titilaban, el Río Rápido descendía desde el valle
desembocando en el Lago, y junto con el Río del Bosque colmaba con aguas
profundas lo que una vez tenía que haber sido un valle de piedra grande y hondo.
En el extremo meridional las dobles aguas se vertían de nuevo en altas cascadas
y corrían deprisa hacia tierras desconocidas. En el aire tranquilo del anochecer el
ruido de las cascadas resonaba como un bramido distante.
No lejos de la boca del Río del Bosque se alzaba la extraña ciudad de la que
hablaran los elfos, en las bodegas del rey. No estaba emplazada en la orilla,
aunque había allí unas cuantas cabañas y construcciones, sino sobre la superficie
misma del Lago, en una apacible bahía protegida de los remolinos del río por un
promontorio de roca.
Un gran puente de madera se extendía hasta unos enormes troncos que
sostenían una bulliciosa ciudad también de madera, no una ciudad de Elfos sino
de Hombres, que aún se atrevían a vivir a la sombra de la distante Montaña del
dragón. Sacaban aún algún provecho del tráfico que venía desde el Sur, río
arriba, y que en el tray ecto de las cascadas era transportado por tierra hasta la
ciudad; pero en los grandes días de antaño, cuando el Valle Norte era rico y
próspero, ellos habían sido poderosos hombres de fortuna; vastas flotas de barcos
habían poblado aquellas aguas, y algunos llevaban oro y otros, guerreros con
armaduras, y allí se habían conocido guerras y hazañas que ahora eran sólo una
ley enda. A lo largo de las orillas podían verse aún los pilotes carcomidos de una
ciudad más grande, cuando bajaban las aguas, durante las sequías.
Pero los hombres poco recordaban de todo aquello, aunque algunos todavía
cantaban viejas canciones sobre los rey es enanos de la Montaña, Thror y Thrain
de la raza de Durin, y sobre la llegada del Dragón y la caída de los Señores de
Valle. Algunos cantaban también que Thror y Thorin volverían un día, y que el
oro correría en ríos por las compuertas de la Montaña, y que en todo aquel país
se oirían canciones nuevas y risas nuevas. Pero esta agradable ley enda no
afectaba mucho los asuntos cotidianos de los hombres.
Tan pronto como la almadía de barriles apareció a la vista, unos botes salieron
remando desde los pilotes de la ciudad, y unas voces saludaron a los timoneles.
Los elfos arrojaron cuerdas y retiraron los remos, y pronto la balsa fue
arrastrada fuera de la corriente del Río del Bosque, y luego remolcada, bajo el
alto repecho rocoso, hasta la pequeña bahía de la Ciudad del Lago. Allí la
amarraron no lejos de la cabecera del puente. Pronto vendrían hombres del Sur
y se llevarían algunos de los barriles, y otros los cargarían con mercancías que
habían traído consigo para devolverlas río arriba a la morada de los Elfos del
Bosque. Mientras tanto los barriles quedaron en el agua, y los elfos de la almadía
y los barqueros fueron a celebrarlo en la Ciudad del Lago.
Se habrían sorprendido si hubiesen visto lo que ocurrió allá abajo en la orilla
después de que se fueran, y a caída la noche. Bilbo soltó ante todo un barril y lo
empujó hasta la orilla, donde lo abrió. Se oy eron unos quejidos y un enano de
aspecto lastimoso salió arrastrándose. Unas pajas húmedas se le habían enredado
en la barba enmarañada; estaba tan dolorido y entumecido, con tantas
magulladuras y cardenales, que apenas pudo sostenerse en pie y atravesar a
tumbos el agua poco profunda; y siguió lamentándose tendido en la orilla. Tenía
una mirada famélica y salvaje, como la de un perro encadenado y olvidado en
la perrera toda una semana. Era Thorin, aunque sólo podríais reconocerlo por la
cadena de oro y por el color del capuchón celeste, ahora sucio y andrajoso, con
la borla de plata deslustrada. Tuvo que pasar algún tiempo antes de que volviese a
ser amable con el hobbit.
—Bien, ¿estás vivo o muerto? —preguntó Bilbo un tanto malhumorado; quizá
había olvidado que él por lo menos había tenido una buena comida más que los
enanos, y también los brazos y piernas libres, y no hablemos de la may or ración
de aire—. ¿Estás todavía preso, o libre? Si quieres comida, y si quieres continuar
con esta estúpida aventura (es tuy a al fin y al cabo, y no mía), mejor será que
sacudas los brazos, te frotes las piernas e intentes ay udarme a sacar a los demás,
mientras sea posible.
Por supuesto, Thorin entendió la sensatez de estas palabras, y luego de unos
cuantos quejidos más, se incorporó y ay udó al hobbit lo mejor que pudo. En la
oscuridad, chapoteando en el agua fría, tuvieron una difícil y muy desagradable
tarea tratando de dar con los barriles de los enanos. Dando golpes fuera y
llamándolos, sólo descubrieron a unos seis enanos capaces de contestar. A éstos
los desembalaron y ay udaron a alcanzar la orilla, y allí los dejaron, sentados o
tumbados, quejándose y gruñendo. Estaban tan doloridos, entumecidos y
empapados que apenas si alcanzaban a darse cuenta de que los habían liberado o
de que había razones para que se mostraran agradecidos.
Dwalin y Balin eran dos de los más desafortunados, y no valía la pena
pedirles ay uda. Bifur y Bofur estaban menos magullados y más secos, pero
permanecían tumbados y no hacían nada. Fili y Kili, sin embargo, que eran
jóvenes (para un enano) y que además habían sido mejor embalados, con paja
abundante y en toneles más pequeños, emergieron casi sonrientes, con alguna
que otra magulladura y un entumecimiento que pronto les desapareció.
—¡Espero no oler nunca más una manzana! —dijo Fili—. Mi cuba estaba
toda impregnada de ese aroma. No oler ninguna otra cosa que manzanas cuando
apenas puedes moverte y estás helado y enfermo de hambre, es enloquecedor.
Me comería hoy cualquier cosa de todo el ancho mundo durante horas y horas…
¡pero nunca una manzana!
Con la voluntariosa ay uda de Fili y Kili, Thorin y Bilbo descubrieron al fin al
resto de la compañía y los sacaron de los barriles. El pobre gordo Bombur
parecía dormido o inconsciente; Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin habían tragado
mucha agua y estaban medio muertos. Tuvieron que transportarlos uno a uno y
depositarlos en la orilla.
—¡Bien! ¡Aquí estamos! —dijo Thorin—. Y supongo que tenemos que
agradecerlo a nuestras estrellas y al señor Bolsón. Estoy seguro de que tiene
derecho a esperarlo, aunque desearía que hubiese organizado un viaje más
cómodo. No obstante… todos a vuestro servicio una vez más, señor Bolsón. Sin
duda alguna nos sentiremos debidamente agradecidos cuando hay amos comido
y nos recuperemos. ¿Qué hacemos mientras tanto?
—Yo propondría la Ciudad del Lago —dijo Bilbo—. ¿Qué otra cosa se puede
hacer?
Nadie, desde luego, pudo proponer algo distinto; así que dejando a los otros,
Thorin y Fili y Kili y el hobbit siguieron la orilla hasta el puente. A la cabecera
había guardias, aunque la vigilancia no parecía muy estricta, y no era realmente
necesaria desde hacía mucho tiempo. Excepto por ocasionales riñas a causa de
los peajes del río, eran amigos de los Elfos del Bosque. Otros pueblos estaban
muy lejos, y algunos de los más jóvenes de la ciudad ponían abiertamente en
duda la existencia de cualquier dragón en la Montaña, y se burlaban de los
barbigrises y vejetes que decían haberlo visto volar por el cielo en sus años
mozos. Por todo esto, no es de extrañar que los guardias estuviesen bebiendo y
riendo junto al fuego dentro de la cabaña, y no oy esen el ruido de los enanos que
eran desembalados, o los pasos de los cuatro exploradores. El asombro de los
guardias fue enorme cuando Thorin Escudo de Roble cruzó la puerta.
—¿Quién eres y qué quieres? —gritaron poniéndose en pie de un salto y
buscando a tientas las armas.
—¡Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! —dijo el enano
con voz recia, y realmente parecía un rey, aún con aquellas rasgadas vestiduras
y el mugriento capuchón; el oro le brillaba en el cuello y en la cintura; y tenía
ojos oscuros y profundos—. He regresado. ¡Deseo ver al gobernador de la
ciudad!
Hubo entonces un tremendo alboroto. Algunos de los más necios salieron
corriendo como si esperasen que la Montaña se convirtiese en oro por la noche y
todas las aguas del Lago se pusiesen amarillas de un momento a otro. El capitán
de la guardia se adelantó.
—¿Y quiénes son éstos? —preguntó señalando a Fili, Kili y Bilbo.
—Los hijos de la hija de mi padre —respondió Thorin—. Fili y Kili de la raza
de Durin, y el señor Bolsón, que ha viajado con nosotros desde el Oeste.
—¡Si venís en paz arrojad las armas! —dijo el capitán.
—No tenemos armas —dijo Thorin, y era bastante cierto: los cuchillos se los
habían sacado los Elfos del Bosque, y también la gran espada Orcrist. Bilbo tenía
su daga, oculta como siempre, pero no habló—. No necesitamos armas,
volvemos por fin a nuestros dominios, como se decía en otro tiempo. No
podríamos luchar contra tantos. ¡Llévanos al gobernador!
—Está en una fiesta —dijo el capitán.
—Más motivo entonces para que nos lleves a él —estalló Fili, y a impaciente
con tanta solemnidad—. Estamos agotados y hambrientos después de un largo
viaje y tenemos camaradas enfermos. Ahora date prisa y no charlemos más, o
tu señor tendrá algo que decirte.
—Seguidme entonces —dijo el capitán, y rodeándolos con seis de sus
hombres los condujo por el puente, a través de las puertas, hasta el mercado de la
ciudad. Éste era un amplio círculo de agua tranquila rodeada por altos pilotes
sobre los que se levantaban las casas más grandes, y por largos muelles de
madera con escalones y escalerillas que descendían a la superficie del lago. De
una de las casas llegaba el resplandor de muchas luces y el sonido de muchas
voces. Cruzaron las puertas y se quedaron parpadeando a la luz, mirando las
largas mesas en las que se apretaba la gente.
—¡Soy Thorin hijo de Thrain hijo de Thror, Rey bajo la Montaña! ¡He
regresado! —gritó Thorin con voz recia desde la puerta, antes de que el capitán
pudiese hablar.
Todos se pusieron en pie de un salto. El gobernador de la ciudad se movió
nervioso en la gran silla. Pero nadie se levantó con may or sorpresa que los elfos,
sentados al fondo de la sala. Precipitándose hacia la mesa del gobernador
gritaron juntos:
—¡Éstos son prisioneros de nuestro rey que han escapado, enanos errantes y
vagabundos que ni siquiera pudieron decir nada bueno de sí mismos y que
merodean por los bosques y molestan a nuestra gente!
—¿Es eso cierto? —preguntó el gobernador; en realidad esto le parecía más
probable que el regreso del Rey bajo la Montaña, si semejante persona había
existido alguna vez.
—Es cierto que el Rey Elfo nos hizo prisioneros por error y nos encarceló sin
causa alguna, cuando regresábamos a nuestro país —respondió Thorin—. Mas ni
candados ni barrotes pueden impedir el retorno anunciado antaño, y no estamos
en los dominios de los Elfos del Bosque. Hablo al gobernador de la ciudad de los
Hombres del Lago, no a los almadieros del rey.
El gobernador titubeó entonces, mirando a unos y a otros. El Rey Elfo era
muy poderoso en aquellas tierras y el gobernador no deseaba enemistarse con él;
además no prestaba mucha atención a canciones antiguas, entregado como
estaba al comercio y a los peajes, a los cargamentos y al oro, hábitos a los que
debía su posición. Otros, sin embargo, pensaban de un modo muy distinto, y el
asunto se solucionó rápidamente sin que el gobernador interviniera. Las noticias
se habían difundido desde las puertas del palacio por toda la ciudad, como si se
tratase de un incendio. La gente gritaba dentro y fuera de la sala. Unos pasos
apresurados recorrían los muelles. Alguien empezó a cantar trozos de viejas
canciones que hablaban del regreso del Rey bajo la Montaña; que fuese el nieto
de Thror y no Thror en persona quien estaba allí, no parecía molestarles. Otros
entonaron la canción que rodó alta y fuerte sobre el lago.
Así cantaban, o algo parecido, aunque la canción era mucho más larga, y fue
acompañada con gritos y música de arpas y violines. Y en verdad, ni el más
viejo de los abuelos recordaba semejante algarabía en la Ciudad del Lago. Los
propios Elfos del Bosque empezaron a titubear y aún a tener miedo. No sabían,
por supuesto, cómo Thorin había escapado, y se decían quizá que el Rey había
cometido un grave error. En cuanto al gobernador de la ciudad, comprendió que
no podía hacer otra cosa que sumarse a aquel clamor tumultuoso, al menos por el
momento, y fingir que aceptaba lo que Thorin decía que era. De modo que lo
invitó a sentarse en la silla grande, y puso a Fili y a Kili junto a él en sitios de
honor. Aún a Bilbo se le dio un lugar en la mesa alta, y nadie explicó de dónde
venía (ninguna canción se refería a él, ni siquiera de un modo oscuro), ni nadie lo
preguntó en el bullicio general.
Poco después trajeron a los demás enanos a la ciudad entre escenas de
asombroso entusiasmo. Todos fueron curados y alimentados, alojados y
agasajados del modo más amable y satisfactorio. Una casa enorme fue cedida a
Thorin y a los suy os; y luego les proporcionaron barcos y remeros, y una
multitud se sentó a las puertas de la casa y cantaba canciones durante todo el día,
o daba hurras si cualquier enano asomaba la punta de la nariz.
Algunas de las canciones eran antiguas; pero otras eran muy nuevas y
hablaban con confianza de la repentina muerte del dragón y de los cargamentos
de fastuosos presentes que bajaban por el río a la Ciudad del Lago. Estos últimos
cantos estaban inspirados en su may or parte por el gobernador, y no agradaban
mucho a los enanos; pero entre tanto los trataban muy bien, y pronto se pusieron
de nuevo fuertes y gordos. En una semana estaban y a casi repuestos, con ropa
fina de color apropiado, las barbas peinadas y recortadas, y el paso orgulloso.
Thorin caminaba y miraba a todo el mundo como si el reino estuviese y a
reconquistado y Smaug cortado en trozos pequeños.
Por entonces, como Thorin había dicho, los buenos sentimientos de los enanos
hacia el pequeño hobbit se acrecentaban día a día. No hubo más gruñidos o
lamentos. Bebían a la salud de Bilbo, le daban golpecitos en la espalda, y
alborotaban alrededor, lo que no estaba mal, pues el hobbit no se sentía
demasiado feliz. No había olvidado el aspecto de la Montaña; ni lo que pensaba
del dragón, y tenía además un fastidioso resfriado. Durante tres días estornudó y
tosió, y no pudo salir, y aún días después, cuando hablaba en los banquetes, se
limitaba a decir:
—Buchísimas bracias.
Mientras tanto los elfos habían regresado al Río del Bosque con los cargamentos,
y hubo gran excitación en el palacio del rey. Nunca he sabido qué les ocurrió al
jefe de la guardia y al may ordomo. Por supuesto, nada se dijo sobre llaves o
barriles mientras los enanos permanecieron en la Ciudad del Lago, y Bilbo cuidó
de no volverse nunca invisible. No obstante, me atrevería a decir que se suponía
más de lo que se sabía, y sin duda el señor Bolsón era uno de los puntos
misteriosos. De todos modos el rey conocía ahora la misión de los enanos o creía
conocerla, y se dijo a sí mismo:
« ¡Muy bien! ¡Ya veremos! Ningún tesoro saldrá por el Bosque Negro sin que
y o hay a dicho la última palabra. Pero espero que todos tengan un mal fin, ¡y les
estará bien empleado!» . De todos modos él no creía en enanos que lucharan y
mataran dragones como Smaug, y sospechaba un intento de saqueo o algo
parecido, lo que demuestra que era un elfo sabio y más sabio que los hombres de
la ciudad, aunque no acertaba del todo, como veremos más adelante. Envió
espías a las orillas del Lago y a la Montaña, lejos hacia el norte, hasta donde
pudieran llegar, y después aguardó.
A los quince días, Thorin empezó a pensar en la partida. Mientras durase el
entusiasmo en la ciudad, sería tiempo de pedir ay uda. No convenía dejar enfriar
las cosas con dilaciones. Así que habló con el gobernador y los consejeros de la
ciudad, y les dijo que pronto él y su compañía marcharían otra vez a la Montaña.
Entonces, por vez primera, el gobernador se sorprendió y aún llegó a
asustarse, y se preguntó si Thorin no sería en verdad descendiente de los rey es
antiguos. Nunca había pensado que los enanos se atreverían a acercarse a
Smaug, y para él no eran más que un fraude que tarde o temprano saldría a la
luz. Estaba equivocado. Thorin, por supuesto, era el verdadero nieto del Rey bajo
la Montaña, y nadie sabe de lo que es capaz un enano, por venganza o por
recobrar lo que le pertenece.
Pero el gobernador no sintió pena alguna cuando los dejó partir. La
manutención de los enanos estaba arruinándolo, y desde que habían llegado la
vida en la ciudad era como unas largas vacaciones, con los negocios en punto
muerto. « Dejemos que se vay an y que le den la lata a Smaug. ¡Ya veremos
cómo los recibe!» , pensó. —¡Ciertamente, oh Thorin hijo de Thrain hijo de
Thror! —fue lo que dijo—. Tenéis que reclamar lo que es vuestro. Ha llegado la
hora que se anunció tiempo atrás. Tendréis toda la ay uda que podamos daros, y
confiamos en vuestra gratitud cuando reconquistéis el reino.
De modo que un buen día, aunque el otoño estaba y a bastante avanzado, y los
vientos eran fríos y las hojas caían rápidas, tres grandes embarcaciones dejaron
la Ciudad del Lago, cargadas con remeros, enanos, el señor Bolsón, y muchas
provisiones. Habían enviado caballos y poney s que llegarían al apeadero
señalado dando un rodeo por senderos tortuosos. El gobernador y los consejeros
de la ciudad los despidieron desde los grandes escalones del ay untamiento, que
bajaban hasta el Lago. La gente cantaba en las ventanas y en los muelles. Los
remos blancos golpearon y se hundieron en el agua; y la compañía partió hacia
el norte, río arriba, en la última etapa de un largo viaje. La única persona
completamente desdichada era Bilbo.
11
En el umbral
D urante dos días enteros remaron aguas arriba, y se metieron en el Río Rápido,
y todos pudieron ver entonces la Montaña Solitaria, que se alzaba imponente y
amenazadora ante ellos. La corriente era turbulenta e iban despacio. Al término
del día tercero, unas millas río arriba, se acercaron a la orilla oeste o izquierda y
desembarcaron. Aquí se les unieron los caballos con otras provisiones y útiles, y
los poney s y el resto fue almacenado en una tienda, pero ninguno de los hombres
de la ciudad se quedaría con ellos tan cerca de la sombra de la Montaña, ni
siquiera por esa noche.
—No al menos hasta que las canciones sean ciertas —dijeron. Era más fácil
creer en el dragón y menos fácil creer en Thorin en marcha por esas tierras
salvajes. En verdad los almacenes no necesitaban guardias, pues aquellas tierras
eran desoladas y desiertas. Así, aunque y a caía la noche, la escolta los abandonó,
escapando rápidamente río abajo y por los caminos de la orilla.
Pasaron una noche fría y solitaria, y se sintieron desanimados. Al día
siguiente partieron de nuevo. Balin y Bilbo cabalgaban detrás, cada uno llevando
un poney con una carga pesada; los otros iban delante, marchando lentamente
pues no había ninguna senda. Fueron hacia el noroeste, desviándose del Río
Rápido y acercándose más y más a la gran estribación de la Montaña que
avanzaba sobre ellos desde el sur.
Fue una jornada agotadora, silenciosa y furtiva. No hubo risas, ni canciones,
ni sonidos de arpa, y el orgullo y las esperanzas que habían reavivado los
corazones mientras entonaban los viejos cantos junto al lago, murieron pronto en
un fatigado abatimiento. Sabían que estaban aproximándose al final del viaje, y
que podía ser un final muy espantoso. La tierra alrededor era pelada y árida,
aunque en otra época, decía Thorin, había sido hermosa y verde. Había poca
hierba, y al cabo de un rato desaparecieron los árboles y los arbustos, y de los
que habían muerto mucho tiempo atrás sólo quedaban unos tocones rotos y
ennegrecidos. Habían llegado a la Desolación del Dragón y a los últimos días del
año.
A pesar de todo, alcanzaron la falda de la Montaña sin tropezar con ningún peligro
ni con otro rastro del dragón que aquel desierto alrededor de la guarida. La
Montaña se alzaba oscura y silenciosa ante ellos, y siempre más alta.
Acamparon por primera vez en el lado oeste de la gran estribación sur, que
terminaba en la llamada Colina del Cuervo. La colina había sido un antiguo
puesto de observación; pero no se atrevieron a escalarla aún; estaba demasiado
expuesta.
Antes de partir hacia las estribaciones del oeste en busca de la puerta oculta,
en la que habían puesto todas sus esperanzas, Thorin envió una partida de
exploración para reconocer las tierras del sur, donde estaba la Puerta Principal.
Para este propósito escogió a Balin, Fili y Kili, y con ellos fue Bilbo. Marcharon
bajo los riscos grises y silenciosos hacia el pie de la Colina del Cuervo. El río,
luego de un amplio recodo sobre Valle, se apartaba de la Montaña e iba hacia el
Lago, fluy endo rápida y ruidosamente. Las orillas eran allí desnudas y rocosas,
altas y escarpadas sobre la corriente; y mirando con atención por encima del
estrecho curso de agua, que saltaba espumosa entre los peñascos, alcanzaron a
ver en el amplio valle, ensombrecidas por los brazos de la Montaña, las ruinas
grises de casas, torreones y muros antiguos.
—Ahí y ace todo lo que queda de Valle —dijo Balin—. Las laderas de la
montaña estaban verdes de bosques y los terrenos resguardados eran ricos y
agradables en el tiempo en que las campanas repicaban en la ciudad —parecía
triste y furioso a la vez cuando lo dijo; él mismo había sido compañero de Thorin
el día que llegó el dragón.
No se atrevieron a seguir el río mucho más lejos hacia la Puerta; pero
dejaron atrás el extremo de la estribación sur, y ocultándose detrás de una roca,
buscaron y vieron la sombría abertura cavernosa en la pared de un risco elevado,
entre los brazos de la Montaña. Las aguas del Río Rápido se precipitaban fuera,
junto con un vapor y un humo negro. Nada se movía en el y ermo aparte del
vapor y el agua, y de cuando en cuando un grajo negro y ominoso. El único
sonido era el del agua entre las rocas, y a veces el áspero graznido de un pájaro.
Balin se estremeció.
—¡Volvamos! —dijo—. ¡Aquí no hacemos nada bueno! Y no me gustan esos
pájaros negros, parecen espías del mal.
—El dragón vive todavía, y está ahora en los salones bajo la Montaña, o eso
supongo por el humo —dijo el hobbit.
—No es una prueba —dijo Balin—, aunque no dudo que estés en lo cierto.
Pero pudo haber salido por un rato, o encontrarse de guardia en la ladera de la
montaña, y aun así no me sorprendería que humos y vapores salieran por las
puertas; ese vaho fétido llena sin duda todas las salas interiores.
Con estos pensamientos tenebrosos, seguidos siempre por grajos que graznaban
encima de ellos, volvieron fatigados al campamento. En el mes de junio habían
sido huéspedes de la hermosa casa de Elrond, y aunque el otoño y a caminaba
hacia el invierno, parecía que habían pasado años desde aquellos días agradables.
Estaban solos en el y ermo peligroso, sin esperanza de más ay uda. Habían llegado
al término del viaje, pero se encontraban más lejos que nunca, o así parecía, del
final de la misión. A ninguno de ellos le quedaba mucho ánimo.
Quizá os sorprenda, pero el señor Bolsón parecía más animado que los otros.
Muy a menudo le pedía a Thorin el mapa y lo miraba con atención, meditando
sobre las runas y el mensaje de letras lunares que Elrond había leído. Fue Bilbo
quien incitó a los enanos a que buscaran la puerta secreta de la vertiente oeste.
Trasladaron entonces el campamento a un valle largo, más estrecho que el valle
del sur donde se levantaban las Puertas del Río, y protegido por las estribaciones
más bajas de la Montaña. Dos de las estribaciones se adelantaban aquí desde el
macizo principal hacia el oeste, en largas crestas de faldas abruptas, que sin
interrupción caían hacia el llano. En este lado se veían menos señales de los
merodeantes pies del dragón, y había alguna hierba para los poney s. Desde el
campamento oeste, siempre ensombrecido por el risco y el muro, hasta que el
sol empezaba a hundirse en el bosque, salieron día tras día a buscar unos senderos
que subiesen por la ladera de la montaña. Si el mapa decía la verdad, en alguna
parte de la cima del risco, en la cabeza del valle, tenía que estar la puerta secreta.
Día tras día volvían sin éxito al campamento.
Pero por fin, de modo inesperado, encontraron lo que buscaban. Fili, Kili y el
hobbit volvieron un día valle abajo y gatearon entre las rocas caídas del extremo
sur. Cerca del mediodía, arrastrándose detrás de una piedra solitaria que se alzaba
como un pilar, Bilbo descubrió unos toscos escalones. Él y los enanos treparon
excitados, y encontraron el rastro de una senda estrecha, a veces oculta, a veces
visible, que llevaba a la cresta sur, y luego hasta una saliente todavía más
estrecha, que bordeaba hacia el norte la cara de la Montaña. Mirando hacia
abajo, vieron que estaban en la punta del risco a la entrada del valle, y
contemplaron su propio campamento allá abajo. En silencio, pegándose a la
pared rocosa de la derecha, fueron en fila por el repecho hasta que la pared se
abrió, y entraron entonces en una pequeña nave de paredes abruptas y suelo
cubierto de hierbas, tranquila y callada. La entrada no podía ser vista desde abajo
pues el risco sobresalía, ni desde lejos, pues era tan pequeña que parecía sólo una
grieta oscura. No era una cueva y se abría hacia el cielo; pero en el extremo más
interior se elevaba una pared desnuda, y la parte inferior, cerca del suelo, era tan
lisa y vertical como obra de albañil, pero no se veían ensambladuras ni rendijas.
Ni rastros había allí de postes, dinteles o umbrales, ni seña alguna de tranca,
pestillo o cerradura; y sin embargo no dudaron de que al fin habían encontrado la
puerta.
La golpearon, la empujaron de mil modos, le imploraron que se moviese,
recitaron trozos de encantamientos que abrían entradas secretas, y nada se
movió. Por último, se tendieron exhaustos a descansar sobre la hierba, y luego,
por la tarde, emprendieron el largo descenso.
Las estrellas aparecían detrás de él en un cielo pálido cruzado por nubes negras,
cuando el hobbit se deslizó por el portón encantado y entró sigiloso en la Montaña.
Avanzaba con una facilidad que no había esperado. Ésta no era una entrada de
trasgos, ni una tosca cueva de elfos. Era un pasadizo construido por enanos, en el
tiempo en que habían sido muy ricos y hábiles: recto como una regla, de suelo y
paredes pulidos, descendía poco a poco y llevaba directamente a algún destino
distante en la oscuridad de abajo.
Al cabo de un rato Balin deseó: —¡Buena suerte! —y Bilbo se detuvo donde
todavía podía ver el tenue contorno de la puerta, y por alguna peculiaridad
acústica del túnel, oír el sonido de las voces que murmuraban afuera. Entonces el
hobbit se puso el anillo, y enterado por los ecos de que necesitaría ser más
precavido que un hobbit, si no quería hacer ruido, se arrastró en silencio hacia
abajo, abajo, abajo en la oscuridad. Iba temblando de miedo, pero con una
expresión firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del
que había escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No
tenía un pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se
apretó el cinturón y prosiguió.
« Ahora y a estás dentro y allá vas, Bilbo Bolsón» , se dijo. « Tú mismo metiste la
pata justo a tiempo aquella noche, ¡y ahora tienes que sacarla y pagar! ¡Cielos,
qué tonto fui y qué tonto soy !» , añadió la parte menos Tuk del hobbit. « ¡No
tengo ningún interés en tesoros guardados por dragones, y no me molestaría que
todo el montón se quedara aquí para siempre, si y o pudiese despertar y descubrir
que este túnel condenado es el zaguán de mi propia casa!» .
Desde luego no despertó, sino que continuó adelante, hasta que toda señal de
la puerta se hubo desvanecido detrás y a lo lejos. Estaba completamente solo.
Pronto pensó que empezaba a hacer calor. « ¿Es alguna especie de luz lo que creo
ver acercándose justo enfrente, allá abajo?» , se dijo.
Lo era. A medida que avanzaba crecía y crecía, hasta que no hubo ninguna
duda. Era una luz rojiza de color cada vez más vivo. Ahora era también
indudable que hacía calor en el túnel. Jirones de vapor flotaron y pasaron por
encima del hobbit, que empezó a sudar. Algo, además, comenzó a resonarle en
los oídos, una especie de burbujeo, como el ruido de una gran olla que galopa
sobre las llamas, mezclado con un retumbo como el ronroneo de un gato
gigantesco. El ruido creció hasta convertirse en el inconfundible gorgoteo de
algún animal enorme que roncaba en sueños allá abajo en la tenue luz rojiza
frente a él.
En ese mismo momento Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la may or de sus
hazañas. Las cosas tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele.
Libró la verdadera batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y
acechante peligro. De todos modos, luego de una breve pausa, se adelantó otra
vez; y podéis imaginaros cómo llegó al final del túnel, una abertura muy
parecida a la puerta de arriba, por la forma y el tamaño: el hobbit asoma la
cabecita. Ante él y ace el inmenso y más profundo sótano o mazmorra de los
antiguos enanos, en la raíz misma de la Montaña. La vastedad del sótano en
penumbras sólo puede ser una vaga suposición, pero un gran resplandor se alza
en la parte cercana del piso de piedra. ¡El resplandor de Smaug!
Allí y acía un enorme dragón aureorrojizo, que dormía profundamente; de las
fauces y narices le salía un ronquido, e hilachas de humo, pero los fuegos eran
apenas unas brasas llameantes. Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola
enroscada, y todo alrededor, extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había
incontables pilas de preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joy as, y
plata que la luz teñía de rojo.
Smaug y acía, con las alas plegadas como un inmenso murciélago, medio
vuelto de costado, de modo que el hobbit alcanzaba a verle la parte inferior, y el
vientre largo y pálido incrustado con gemas y fragmentos de oro de tanto estar
acostado en ese lecho valioso. Detrás, en las paredes más próximas, podían verse
confusamente cotas de malla, y hachas, espadas, lanzas y y elmos colgados; y
allí, en hileras, había grandes jarrones y vasijas, rebosantes de una riqueza
inestimable.
Decir que Bilbo se quedó sin aliento no es suficiente. No hay palabras que
alcancen a expresar ese asombro abrumador desde que los Hombres cambiaron
el lenguaje que aprendieran de los Elfos, en los días en que el mundo entero era
maravilloso. Bilbo había oído antes relatos y cantos sobre tesoros ocultos de
dragones, pero el esplendor, la magnificencia, la gloria de un tesoro semejante,
no había llegado nunca a imaginarlos. El encantamiento lo traspasó y le colmó el
corazón, y entendió el deseo de los enanos; y absorto e inmóvil, casi olvidando al
espantoso guardián, se quedó mirando el oro, que sobrepasaba toda cuenta y
medida.
Contempló el oro durante un largo tiempo, hasta que arrastrado casi contra su
voluntad avanzó sigiloso desde las sombras del umbral, cruzando el salón hasta el
borde más cercano de los montículos del tesoro. El dragón dormía encima, una
horrenda amenaza aún ahora. Bilbo tomó un copón de doble asa, de los más
pesados que podía cargar, y echó una temerosa mirada hacia arriba. Smaug
sacudió un ala, desplegó una garra, y el retumbo de los ronquidos cambió de
tono.
Entonces Bilbo escapó corriendo. Aunque el dragón no despertó —no todavía
—, pero tumbado allí, en el salón robado, tuvo sueños de avaricia y violencia,
mientras el pequeño hobbit regresaba penosamente por el largo túnel. El corazón
le saltaba en el pecho, y un temblor más febril que el del descenso le atacaba las
piernas, pero no soltaba el copón, y su principal pensamiento era: « ¡Lo hice!, y
esto les demostrará quién soy. ¡Un tendero más que un saqueador, que se creen
ellos eso! Bien, no volverán a mencionarlo» .
Y tampoco lo mencionó él. Balin estaba encantado de volver a ver al hobbit,
y sentía una alegría que era también asombro. Abrazó a Bilbo y lo llevó fuera, al
aire libre. Era medianoche y las nubes habían cubierto las estrellas, pero Bilbo
continuaba con los ojos cerrados, boqueando y reanimándose con el aire fresco,
casi sin darse cuenta de la excitación de los enanos, y de cómo lo alababan y le
palmeaban la espalda, y se ponían a su servicio, ellos y todas las familias de los
enanos y las generaciones venideras.
Bilbo empezaba ahora a sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo
errante de Smaug, que lo buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo,
se estremecía de pies a cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y
mostrarse tal cual era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el
grave peligro de caer bajo el hechizo del dragón. Pero juntó coraje, y habló otra
vez.
—No lo sabes todo, oh Smaug el Poderoso —dijo—. No sólo el oro nos trajo
aquí.
—¡Ja, ja! Admites el « nos» —rió Smaug—. ¿Por qué no dices « nos los
catorce» y asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que
tenías otros asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del
todo el tiempo.
» No sé si pensaste que aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos
cien años o algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha
utilidad en la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita
sea! ¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido,
fueron los términos, ¿eh? ¿Pero qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del
acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes? —y Smaug rió con fuerza.
Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no iban mal
encaminadas, aunque sospechaba que los Hombres del Lago estaban detrás de
todos los planes, y que la may or parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la
ribera, que cuando él era joven se había llamado Esgaroth.
Apenas me creeréis, pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado.
Hasta entonces todos sus pensamientos y energías se habían concentrado en
alcanzar la Montaña y encontrar la puerta. Nunca se había molestado en
preguntarse cómo trasladarían el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que
pudiera corresponderle por todo el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la
Colina.
Una fea sospecha se le apareció ahora en la mente: ¿habían olvidado los
enanos también este punto importante, o habían estado riéndose de él con
disimulo todo el tiempo? La charla de un dragón causa este efecto en la gente de
poca experiencia. Bilbo, desde luego, no tenía que haber bajado la guardia; pero
la personalidad de Smaug era en verdad irresistible.
—Puedo asegurarte —le dijo, tratando de mantenerse firme y leal a sus
amigos— que el oro fue sólo una ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y
bajo la colina, en la ola y en el viento, por venganza. Seguro que entiendes, oh
Smaug el acaudalado invalorable, que con tu éxito te has ganado encarnizados
enemigos.
Entonces sí que Smaug rió de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo
al suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y
se imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.
—¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta
el techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha
muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza?
Girion, Señor de Valle, ha muerto, y y o me he comido a su gente como un lobo
entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo
mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo derribé a los guerreros de
antaño y hoy no hay nadie en el mundo como y o. Entonces era joven y tierno.
¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó,
relamiéndose—. ¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son espadas,
mis garras lanzas, mi cola un ray o, mis alas un huracán, y mi aliento muerte!
—Siempre entendí —dijo Bilbo en un asustado chillido— que los dragones son
más blandos por debajo, especialmente en esa región del… pecho; pero sin duda
alguien tan fortificado y a lo habrá tenido en cuenta.
El dragón interrumpió bruscamente estas jactancias. —Tu información es
anticuada —espetó—. Estoy acorazado por arriba y por abajo con escamas de
hierro y gemas duras. Ninguna hoja puede penetrarme.
—Tendría que haberlo adivinado —dijo Bilbo—. En verdad no conozco a
nadie que pueda compararse con el Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué
magnificencia, un chaleco de diamantes!
—Sí, es realmente raro y maravilloso —dijo Smaug, complacido sin ninguna
razón; no sabía que el hobbit había llegado a verle brevemente la peculiar
cobertura del pecho, en la visita anterior, y esperaba impaciente la oportunidad
de mirar de más cerca, por razones particulares; el dragón se revolcó—. ¡Mira!
—dijo—. ¿Qué te parece?
—¡Deslumbrante y maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso! —
exclamó Bilbo en voz alta, pero lo que pensaba en su interior era: « ¡Viejo tonto!
¡Ahí, en el hueco del pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol
fuera de casa!» .
Habiendo visto lo que quería ver, la única idea del señor Bolsón era
marcharse. —Bien, no he de detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo —
dijo—, ni robarle un muy necesitado reposo. Capturar poney s da algún trabajo,
creo, si parten con ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores —añadió
como observación de despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía
subiendo por el túnel.
Fue un desafortunado comentario, pues el dragón escupió unas llamas
terribles detrás de Bilbo, y aunque él corría pendiente arriba, no se había alejado
tanto como para sentirse a salvo antes que Smaug lanzara el cráneo horroroso
contra la entrada del túnel. Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las
mandíbulas, pero las narices echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi
fue vencido, y avanzó a ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había
sentido bastante complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con
Smaug, pero el error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.
« ¡Nunca te rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!» , se dijo, y esto se
convertiría en uno de sus dichos favoritos en el futuro, y se transformaría en un
proverbio. « Todavía no terminaste esta aventura» , agregó, y esto fue bastante
cierto también.
Los enanos, claro está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el
escalón y con un fuerte topetazo entró de bruces en la sala, y se habían sentado
acurrucándose en la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.
—¡Chist! —sisearon como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban,
pasó bastante tiempo antes de que pudiese sacarles algo más; pero al fin, cuando
Bilbo se puso a patear el suelo y a vociferar:
—¡Luz! —con una voz aguda y penetrante, Thorin cedió, y Oin y Gloin
fueron enviados de vuelta a la entrada del túnel, donde estaban los fardos.
Al poco rato un resplandor parpadeante indicó que regresaban; Oin
sosteniendo una pequeña antorcha de pino, y Gloin con un montón bajo el brazo.
Bilbo trotó rápido hasta la puerta y tomó la antorcha, pero no consiguió que
encendieran las otras o se unieran a él. Como Thorin explicó, el señor Bolsón era
todavía oficialmente el experto saqueador e investigador al servicio de los
enanos. Si se arriesgaba a encender una luz, allá él. Los enanos lo esperarían en
el túnel. Así que se sentaron junto a la puerta y observaron.
Vieron la pequeña figura del hobbit que cruzaba el suelo alzando la antorcha
diminuta. De cuando en cuando, mientras aún estaba cerca, y cada vez que Bilbo
tropezaba, llegaban a ver un destello dorado y oían un tintineo. La luz
empequeñeció en el vasto salón, y luego subió danzando en el aire. Bilbo
escalaba ahora el montículo del tesoro. Pronto llegó a la cima, pero no se detuvo.
Luego vieron que se inclinaba, y no supieron por qué.
Era la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la
descripción de Thorin; no podía haber otra joy a semejante, ni en ese maravilloso
botín, ni en el mundo entero. Aún mientras subía, ese mismo resplandor blanco
había brillado atray éndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un
globo de luz pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un
centelleo de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la
antorcha. Al fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran
joy a brillaba con luz propia, y aun así, cortada y tallada por los enanos, que la
habían extraído del corazón de la montaña hacía y a bastante tiempo, recogía toda
la luz que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante
blancura irisada.
De repente el brazo de Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joy a. No
podía tenerla en la manita, era tan grande y pesada… pero la levantó, cerró los
ojos y se la metió en el bolsillo más profundo.
« ¡Ahora soy realmente un saqueador!» , pensó. « Pero supongo que tendré
que decírselo a los enanos… algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar
mi parte, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!» . De
cualquier modo, tenía la incómoda sospecha de que eso de « elegir y tomar» no
incluía esta maravillosa joy a, y que un día le traería dificultades.
Siguió adelante y emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo,
y el resplandor de la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto
volvieron a verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.
Avanzó así hasta encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y
allí una corriente de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó
tímidamente la cabeza, y atisbando desde la puerta vio unos pasillos enormes y el
sombrío comienzo de unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero
tampoco allí había rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media
vuelta y regresar, una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo
se sobresaltó, chilló; se tambaleó y cay ó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo
y se apagó!
—¡Sólo un murciélago, supongo y espero! —dijo con voz lastimosa—. Pero
ahora ¿qué haré? ¿Dónde está el norte, el sur, el este, o el oeste?
» ¡Thorin! ¡Balin! ¡Oin! ¡Gloin! ¡Fili y Kili! —llamó tan alto como pudo, y el
grito fue un ruido débil e imperceptible en aquella vasta negrura—. ¡Se apagó la
luz! ¡Que alguien venga a ay udarme! ¡Socorro! —por el momento, se sentía
bastante acobardado.
Débilmente los enanos oy eron estos gritos, pero la única palabra que pudieron
entender fue « ¡socorro!» .
—¿Pero qué demonios pasa dentro o fuera? —dijo Thorin—. No puede ser el
dragón, si no el hobbit no seguiría chillando.
Esperaron un rato, pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún
otro sonido que la distante voz de Bilbo.
—¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o dos antorchas! —ordenó Thorin
—. Parece que tendremos que ay udar a nuestro saqueador.
—Ahora nos toca a nosotros ay udar —dijo Balin—, y estoy dispuesto. Espero
sin embargo que por el momento no hay a peligro.
Gloin encendió varias antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose,
uno a uno, y fueron bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó
mucho tiempo antes de que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de
vuelta. Había recobrado todo su aplomo, tan pronto como viera el parpadeo de
luces.
—¡Sólo un murciélago y una antorcha que se cay ó, nada peor! —dijo en
respuesta a las preguntas de los enanos. Aunque se sentían muy aliviados, les
enfadaba que los hubiese asustado sin motivo; pero cómo hubieran reaccionado si
en ese momento él hubiese dicho algo de la Piedra del Arca, no lo sé. Los meros
destellos fugaces del tesoro que alcanzaron a ver mientras avanzaban, les había
reavivado el fuego de los corazones, y cuando un enano, aún el más respetable,
siente en el corazón el deseo de oro y joy as, puede transformarse de pronto en
una criatura audaz, y llegar a ser violenta.
Los enanos no necesitaban y a que los apremiasen. Todos estaban ahora
ansiosos por explorar el salón mientras fuera posible, y deseando creer que por
ahora Smaug estaba fuera de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y
mientras miraban a un lado y a otro olvidaron el miedo y aún la cautela.
Hablaban en voz alta, y se llamaban unos a otros a gritos a medida que sacaban
viejos tesoros del montículo o de la pared y los sostenían a la luz, tocándolos y
acariciándolos.
Fili y Kili estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía
muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear;
y como eran instrumentos mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el
dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el
salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero
los enanos eran en general más prácticos: recogían joy as y se atiborraban los
bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos,
suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando algo
que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo había dicho
a nadie.
En ese momento los enanos descolgaron de las paredes unas armas y unas
cotas de malla, y se armaron ellos mismos. Un rey en verdad parecía Thorin,
vestido con un abrigo de anillas doradas, y con un hacha de empuñadura de plata
en el cinturón tachonado con piedras rojas.
—¡Señor Bolsón! —dijo—. ¡Aquí tienes el primer pago de tu recompensa!
¡Tira tu viejo abrigo y toma éste!
Enseguida le puso a Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún
joven príncipe elfo tiempo atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril,
y con ella iba un cinturón de perlas y cristales. Un casco liviano que por fuera
parecía de cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas
blancas en el borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit.
« Me siento magnífico» , pensó, « pero supongo que he de parecer bastante
ridículo. ¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría tener
un espejo a mano!» .
Pero aun así el hechizo del tesoro no pesaba tanto sobre el señor Bolsón como
sobre los enanos. Bastante tiempo antes de que los enanos se cansaran de
examinar el botín, él y a estaba aburrido y se sentó en el suelo; y empezó a
preguntarse nervioso cómo terminaría todo. « Daría muchas de estas preciosas
copas» , pensó, « por un trago de algo reconfortante en un cuenco de madera de
Beorn» .
—¡Thorin! —gritó—. ¿Y ahora qué? Estamos armados, ¿pero de qué sirvieron
antes las armaduras contra Smaug el Terrible? El tesoro no ha sido recobrado
aún. No buscamos oro, sino una salida; ¡y hemos tentado demasiado la suerte!
—¡Estás en lo cierto! —respondió Thorin, saliendo de su aturdimiento—.
¡Vámonos! Yo os guiaré. Ni en mil años podría y o olvidar los laberintos de este
palacio. —Luego llamó a los otros, que empezaron a agruparse, y sosteniendo
altas las antorchas atravesaron las puertas, no sin echar atrás miradas ansiosas.
Habían vuelto a cubrir las mallas resplandecientes con las viejas capas, y los
cascos brillantes con los capuchones harapientos, y uno tras otro seguían a
Thorin, una hilera de lucecitas en la oscuridad que a menudo se detenían, cuando
los enanos escuchaban temerosos, atentos a cualquier ruido que anunciara la
llegada del dragón.
Aunque el tiempo había pulverizado o destruido los adornos antiguos y aunque
todo estaba sucio y desordenado con las idas y venidas del monstruo, Thorin
conocía cada pasadizo y cada recoveco. Subieron por largas escaleras, torcieron
y bajaron por pasillos anchos y resonantes, volvieron a torcer y subieron aún
más escaleras, y de nuevo aún más escaleras. Talladas en la roca viva, eran lisas,
amplias y regulares; y los enanos subieron y subieron, y no encontraron ninguna
señal de criatura viviente, sólo unas sombras furtivas que huían de la proximidad
de la antorcha, estremecidas por las corrientes de aire.
De cualquier manera, los escalones no estaban hechos para piernas de hobbit,
y Bilbo empezaba a sentir que no podría seguir así mucho más, cuando de pronto
el techo se elevó; las antorchas no alcanzaban ahora a iluminarlo. Lejos, allá
arriba, se podía distinguir un resplandor blanco que atravesaba una abertura, y el
aire tenía un olor más dulce. Delante de ellos una luz tenue asomaba por unas
grandes puertas, medio quemadas, y que aún colgaban torcidas de los goznes.
—Ésta es la gran cámara de Thror —dijo Thorin—, el salón de fiestas y de
reuniones. La Puerta Principal no queda muy lejos.
Cruzaron la cámara arruinada. Las mesas se estaban pudriendo allí; sillas y
bancos y acían patas arriba, carbonizados y carcomidos. Cráneos y huesos
estaban tirados por el suelo entre jarros, cuencos, cuernos de beber destrozados y
polvo. Luego de cruzar otras puertas en el fondo de la cámara, un rumor de agua
llegó hasta ellos, y la luz grisácea de repente se aclaró.
—Ahí está el nacimiento del Río Rápido —dijo Thorin—. Desde aquí corre
hacia la Puerta. ¡Sigámoslo!
De una abertura oscura en una pared de roca, manaba un agua hirviendo, y
fluía en remolinos por un estrecho canal que la habilidad de unas manos
ancestrales había excavado, enderezado y encauzado. A un lado se extendía una
calzada pavimentada, bastante ancha como para que varios hombres pudieran
marchar de frente. Fueron deprisa por la calzada, y he aquí que luego de un
recodo la clara luz del día apareció ante ellos. Allí delante se levantaba un arco
elevado, que aún guardaba los fragmentos de unas obras talladas, aunque
deterioradas, ennegrecidas y rotas. Un sol neblinoso enviaba una pálida luz entre
los brazos de la Montaña, y unos ray os de oro caían sobre el pavimento del
umbral.
Un torbellino de murciélagos arrancados de su letargo por las antorchas
humeantes, revoloteaba sobre ellos, que marchaban a saltos, deslizándose sobre
piedras que el dragón había alisado y desgastado. Ahora el agua se precipitaba
ruidosa, y descendía en espumas hasta el valle. Dejaron caer las antorchas
pálidas y miraron asombrados. Habían llegado a la Puerta Principal, y Valle
estaba ahí fuera.
—¡Bien! —dijo Bilbo—, nunca creí que llegaría a mirar desde esta puerta; y
nunca creí estar tan contento de ver el sol de nuevo, y sentir el viento en la cara.
Pero ¡uf!, este viento es frío.
Lo era. Una brisa helada soplaba del este con la amenaza del invierno
incipiente. Se arremolinaba sobre los brazos de la Montaña y alrededor bajando
hasta el valle, y suspiraba por entre las rocas. Después de haber estado tanto
tiempo en las sofocantes profundidades de aquellas cavernas encantadas, Bilbo y
los enanos tiritaban al sol.
De pronto Bilbo cay ó en la cuenta de que no sólo estaba cansado sino también
muy hambriento. —La mañana ha de estar y a bastante avanzada —dijo—, y
supongo que es la hora del desay uno… si hay algo para desay unar. Pero no creo
que las puertas de Smaug sean el lugar más apropiado para ponerse a comer.
¡Vay amos a un sitio donde estemos un rato tranquilos!
—De acuerdo —dijo Balin—, creo que sé a dónde tenemos que ir: al viejo
puesto de observación en el borde sudeste de la Montaña.
—¿Está muy lejos? —preguntó el hobbit.
—A unas cinco horas de marcha, y o diría. Será una marcha dura. La senda
de la Puerta en la ladera izquierda del arroy o parece estar toda cortada. ¡Pero
mira allá abajo! El río se tuerce de pronto al este de Valle, frente a la ciudad en
ruinas. En ese punto hubo una vez un puente que llevaba a unas escaleras
empinadas en la orilla derecha, y luego a un camino que corría hacia la Colina
del Cuervo. Allí hay (o había) un sendero que dejaba el camino y subía hasta el
puesto de observación. Una dura escalada también, aún si las viejas gradas están
todavía allí.
—¡Señor! —gruñó el hobbit—. ¡Más caminatas y escaladas sin desay uno!
Me pregunto cuántos desay unos y otras comidas habremos perdido dentro de ese
agujero inmundo, que no tiene relojes ni tiempo.
En realidad habían pasado dos noches y el día entre ellas (y no por completo
sin comida) desde que el dragón destrozara la puerta mágica, pero Bilbo había
perdido la cuenta del tiempo, y para él tanto podía haber pasado una noche como
una semana de noches.
—¡Vamos, vamos! —dijo Thorin riéndose; se sentía más animado y hacía
sonar las piedras preciosas que tenía en los bolsillos—. ¡No llames a mi palacio
un agujero inmundo! ¡Espera a que esté limpio y decorado!
—Eso no ocurrirá hasta que Smaug hay a muerto —dijo Bilbo, sombrío—.
Mientras tanto, ¿dónde está? Daría un buen desay uno por saberlo. ¡Espero que no
esté allá arriba en la Montaña, observándonos!
Esa idea inquietó mucho a los enanos, y decidieron enseguida que Bilbo y
Balin tenían razón.
—Tenemos que alejarnos de aquí —dijo Dori—, siento como si me
estuviesen clavando los ojos en la nuca.
—Es un lugar frío e inhóspito —dijo Bombur—. Puede que hay a algo de
beber pero no veo indicios de comida. En lugares así un dragón está siempre
hambriento.
—¡Adelante, adelante! —gritaron los otros—. Sigamos la senda de Balin.
A la derecha, bajo la muralla rocosa, no había ningún sendero, y marcharon
penosamente entre las piedras por la ribera izquierda del río, y en la desolación y
el vacío pronto se sintieron otra vez desanimados, aún el propio Thorin. Llegaron
al puente del que Balin había hablado y descubrieron que había caído hacía
tiempo, y muchas de las piedras eran ahora sólo unos cascajos en el arroy o
ruidoso y poco profundo; pero vadearon el agua sin dificultad, y encontraron los
antiguos escalones, y treparon por la alta ladera. Después de un corto trecho
dieron con el viejo camino, y no tardaron en llegar a una cañada profunda
resguardada entre las rocas; allí descansaron un rato y desay unaron como
pudieron, sobre todo cram y agua. (Si queréis saber lo que es un cram, sólo puedo
decir que no conozco la receta, pero parece un bizcocho, nunca se estropea,
dicen que tiene fuerza nutricia, y en verdad no es muy entretenido, y muy poco
interesante, excepto como ejercicio de las mandíbulas; los preparaban los
Hombres del Lago para los largos viajes).
Luego de esto siguieron caminando y ahora la senda iba hacia el oeste,
alejándose del río, y el lomo de la estribación montañosa que apuntaba al sur se
acercaba cada vez más. Por fin alcanzaron el sendero de la colina. Subía en una
pendiente abrupta, y avanzaron lentamente uno tras otro hasta que a la caída de
la tarde llegaron al fin a la cima de la sierra y vieron el sol invernal que
descendía en el oeste.
El sitio en que estaban ahora era llano y abierto, pero en la pared rocosa del
norte había una abertura que parecía una puerta. Desde esta puerta se veía un
extenso escenario, al sur, al este y al oeste.
—Aquí —dijo Balin— en los viejos tiempos teníamos casi siempre gente que
vigilaba, y esa puerta de atrás lleva a una cámara excavada en la roca: un cuarto
para el vigía. Había otros sitios semejantes alrededor de la Montaña. Pero en
aquellos días prósperos, la vigilancia no parecía muy necesaria, y los guardias
estaban quizá demasiado cómodos… En fin, si nos hubieran advertido a tiempo
de la llegada del dragón, todo habría sido diferente. No obstante, aquí podemos
quedarnos escondidos y al resguardo por un rato, y ver mucho sin que nos vean.
—De poco servirá si nos han visto venir aquí —dijo Dori, que siempre estaba
mirando hacia el pico de la Montaña, como si esperase ver allí a Smaug, posado
como un pájaro sobre un campanario.
—Tenemos que arriesgarnos —dijo Thorin—. Hoy no podemos ir más lejos.
—¡Bien, bien! —gritó Bilbo, y se echó al suelo.
En la cámara de roca habría lugar para cien, y más adentro había otra
cámara más pequeña, más protegida del frío de fuera. No había nada en el
interior, y parecía que ni siquiera los animales salvajes habían estado alguna vez
allí en los días del dominio de Smaug. Todos dejaron las cargas; algunos se
arrojaron al suelo y se quedaron dormidos, pero otros se sentaron cerca de la
puerta y discutieron los planes posibles. Durante toda la conversación volvían una
y otra vez a un mismo problema: ¿dónde estaba Smaug? Miraban al oeste y no
había nada, al este y no había nada, al sur y no había ningún rastro del dragón,
aunque allí revoloteaba una bandada de muchos pájaros. Se quedaron mirando,
perplejos; pero aún no habían llegado a entenderlo, cuando asomaron las
primeras estrellas frías.
14
Fuego y agua
S i ahora deseáis, como los enanos, saber algo de Smaug, tenéis que retroceder a
la noche en que destrozó la puerta y furioso se alejó volando, dos días antes.
Los hombres de Esgaroth, la Ciudad del Lago, estaban casi todos dentro de las
casas, pues la brisa soplaba del este negro y era desapacible; pero unos pocos
charlaban en los muelles y miraban, como de costumbre, las estrellas que
brillaban sobre la tranquila superficie del lago a medida que aparecían en el
cielo.
Allí donde el Río Rápido llegaba desde el norte por un desfiladero, las colinas
bajas del otro extremo del lago ocultaban a la ciudad la may or parte de la
Montaña. Sólo en los días claros alcanzaban a ver el pico más alto, y rara vez lo
miraban, pues era ominoso y atemorizante, aún a la luz matinal. Ahora parecía
perdido y desaparecido, borrado por la oscuridad.
De súbito, la Montaña apareció un momento; un brillo breve la tocó y se
desvaneció.
—¡Mirad! —dijo uno—. ¡Las luces! También ay er las vieron los centinelas:
se encendieron y apagaron desde la medianoche hasta el alba. Algo pasa allá
arriba.
—Quizá el Rey bajo la Montaña esté forjando oro —dijo otro—. Ya hace
tiempo que se fue hacia el norte. Es hora de que las canciones empiecen a ser
ciertas otra vez.
—¿Qué rey ? —dijo otro con voz severa—. Lo más posible es que sea el fuego
merodeador del dragón, el único Rey bajo la Montaña que hemos conocido.
—¡Siempre estás anunciando cosas horribles! —dijeron los otros—.
¡Cualquier cosa, desde inundaciones a pescado envenenado! Piensa en algo
alegre.
Entonces, de pronto, una gran luz apareció al pie de las colinas y doró el
extremo norte del lago. —¡El Rey bajo la Montaña! —gritaron los hombres—.
¡Tiene tantas riquezas como el sol manantiales de plata, y ríos de oro! ¡El río trae
oro de la Montaña! —exclamaron, y en todas partes las ventanas se abrían y los
pies se apresuraban.
Una vez más hubo un tremendo entusiasmo y excitación en la ciudad. Pero el
individuo de la voz severa corrió a toda prisa hasta el gobernador. —¡O y o soy
tonto, o el dragón se está acercando! —gritó—. ¡Cortad los puentes! ¡A las
armas! ¡A las armas!
Tocaron enseguida las trompetas de alarma, y los ecos resonaron en las
orillas rocosas. Los gritos de entusiasmo cesaron y la alegría se transformó en
miedo. Y así fue que el dragón no los encontró por completo desprevenidos.
Muy pronto, tan rápido venía, pudieron verlo como una chispa de fuego que
volaba hacia ellos, cada vez más grande y brillante, y hasta el más tonto supo
entonces que las profecías no habían sido muy certeras. Sin embargo, aún
disponían de un poco de tiempo. Llenaron con agua todas las vasijas de la ciudad,
todos los guerreros se armaron, prepararon los venablos y flechas, y el puente
fue derribado y destruido antes de que se oy era el rugido de la terrible llegada de
Smaug, y el lago se rizara rojo como el fuego bajo el tremendo batido de las
alas.
Entre los chillidos, lamentos y gritos de los hombres, Smaug llegó sobre ellos,
y se precipitó hacia los puentes. ¡Lo habían engañado! El puente había
desaparecido, y sus enemigos estaban en una isla en medio de un agua profunda,
demasiado profunda, oscura y fría. Si se echaba ahora al agua, los vahos y
vapores entenebrecerían la tierra durante mucho tiempo; pero el lago era más
poderoso, y acabaría con él antes de que consiguiese atravesarlo.
Rugiendo, voló de vuelta sobre la ciudad. Una granizada de flechas oscuras se
elevó y chasqueó y le golpeó las escamas y joy as, y el aliento de fuego
encendió las flechas, que cay eron de vuelta al agua ardiendo y silbando. Ningún
fuego de artificio que hubierais imaginado alguna vez, habría podido compararse
con el espectáculo de aquella noche. El tañido de los arcos y el toque de
trompetas enardeció aún más la cólera del dragón, hasta enceguecerlo y
enloquecerlo. Nadie se había atrevido a enfrentarlo desde mucho tiempo atrás, ni
se habrían atrevido entonces si el hombre de la voz severa (Bardo se llamaba) no
hubiera corrido de acá para allá, animando a los arqueros y pidiendo al
gobernador que les ordenase luchar hasta la última flecha.
Las fauces del dragón despedían fuego. Por un momento voló en círculos
sobre ellos, alto en el aire, alumbrando todo el lago; los árboles de las orillas
brillaban como sangre y cobre, con sombras muy negras que subían por los
troncos. Luego descendió de pronto atravesando la tormenta de flechas,
temerario de furia, sin tratar de esconder los flancos escamosos, buscando sólo
incendiar la ciudad. El fuego se elevaba de los tejados de paja y los extremos de
las vigas mientras Smaug bajaba y pasaba y daba la vuelta, aunque todo había
sido empapado en agua antes que él llegase. Siempre había cien manos que
arrojaban agua dondequiera que apareciese una chispa. Smaug giró en el aire.
La cola barrió el tejado de la Casa Grande, que se desmoronó y cay ó. Unas
llamas inextinguibles subían altas en la noche. La cola volvió a barrer, y otra casa
y otra cay eron envueltas en llamas; y aún ninguna flecha estorbaba a Smaug, ni
le hacía más daño que una mosca de los pantanos.
Ya los hombres saltaban al agua por todas partes. Las mujeres y los niños se
apretaban en botes de carga en la ensenada del mercado. Las armas caían al
suelo. Hubo luto y llanto donde hacía poco tiempo los enanos habían cantado las
alegrías del porvenir. Ahora los hombres maldecían a los enanos. El mismo
gobernador corría hacia una barca dorada, esperando alejarse remando en la
confusión y salvarse. Pronto no quedaría nadie en toda la ciudad, y sería
quemada y arrasada hasta la superficie del lago.
Eso era lo que el dragón quería. Poco le importaba que se metieran en los
botes. Tendría una excelente diversión cazándolos; o podría dejarlos en medio del
lago hasta que se murieran de hambre. Que intentasen llegar a la orilla y estaría
preparado. Pronto incendiaría todos los bosques de las orillas y marchitaría todos
los campos y hierbas. En ese momento disfrutaba del deporte del acoso a la
ciudad más de lo que había disfrutado cualquier otra cosa en muchos años.
Pero una compañía de arqueros se mantenía aún firme entre las casas en
llamas. Bardo era el capitán, el de la voz severa y cara ceñuda, a quien los
amigos habían acusado de profetizar inundaciones y pescado envenenado,
aunque sabían que era hombre de valía y coraje. Bardo descendía en línea
directa de Girion, Señor de Valle, cuy a esposa e hijo habían escapado aguas
abajo por el Río Rápido del desastre de otro tiempo. Ahora Bardo tiraba con un
gran arco de tejo, hasta que sólo le quedó una flecha. Las llamas se le acercaban.
Los compañeros lo abandonaban. Preparó el arco por última vez.
De repente, de la oscuridad, algo revoloteó hasta su hombro. Bardo se
sobresaltó, pero era sólo un viejo zorzal. Se le posó impertérrito junto a la oreja y
le comunicó las nuevas. Maravillado, Bardo se dio cuenta de que entendía la
lengua del zorzal, pues era de la raza de Valle.
—¡Espera! ¡Espera! —le dijo el pájaro—. La luna está asomando. ¡Busca el
hueco del pecho izquierdo cuando vuele, y si vuela por encima de ti! —y
mientras Bardo se detenía asombrado, le habló de lo que ocurría en la Montaña y
de lo que había oído.
Entonces Bardo llevó la cuerda del arco hasta la oreja. El dragón regresaba
volando en círculos bajos, y mientras iba acercándose, la luna se elevó sobre la
orilla este y le plateó las grandes alas.
—¡Flecha! —dijo el arquero—. ¡Flecha negra! Te he reservado hasta el final.
Nunca me fallaste y siempre te he recobrado. Te recibí de mi padre y él de otros
hace mucho tiempo. Si alguna vez saliste de la fragua del verdadero Rey bajo la
Montaña, ¡ve y vuela bien ahora!
El dragón descendía de nuevo, más bajo que nunca, y cuando volvió y se
precipitaba sobre Bardo, el vientre blanco resplandeció, con fuegos chispeantes
de gemas a la luz de la luna. Pero no en un punto. El gran arco chasqueó. La
flecha negra voló directa desde la cuerda al hueco del pecho izquierdo, donde
nacía la pata delantera extendida ahora. En ese hueco se hundió la flecha, y allí
desapareció, punta, astil y pluma, tan fiero había sido el tiro. Con un chillido que
ensordeció a hombres, derribó árboles y desmenuzó piedras, Smaug saltó
disparado en el aire, y se precipitó a tierra desde las alturas.
Cay ó estrellándose en medio de la ciudad. Los últimos movimientos de
agonía lo redujeron a chispas y resplandores. El lago rugió. Un vapor inmenso se
elevó, blanco en la repentina oscuridad bajo la luna. Hubo un siseo y un
borboteante remolino, y luego silencio. Y ése fue el fin de Smaug y de Esgaroth,
pero no de Bardo.
La luna creciente se elevó más y más y el viento creció ruidoso y frío.
Retorcía la niebla blanca en columnas inclinadas y en nubes rápidas, y la
empujaba hacia el oeste dispersándola en jirones deshilachados sobre las
ciénagas del Bosque Negro. Entonces pudieron verse muchos botes, como puntos
oscuros en la superficie del lago, y junto con el viento llegaron las voces de las
gentes de Esgaroth, que lloraban la ciudad y los bienes perdidos, y las casas
arruinadas. Pero, en verdad tenían mucho que agradecer, si lo hubieran pensado
entonces, aunque no era el momento más apropiado. Al menos tres cuartas
partes de las gentes de la ciudad habían escapado vivas; los bosques, pastos,
campos y ganado y la may oría de los botes seguían intactos, y el dragón estaba
muerto. De lo que todo esto significaba, aún no se habían dado mucha cuenta.
Se reunieron en tristes muchedumbres en las orillas occidentales, temblando
por el viento helado, y los primeros lamentos e iras fueron contra el gobernador,
que había abandonado la ciudad tan pronto, cuando aún algunos querían
defenderla.
—¡Puede tener buena maña para los negocios, en especial para sus propios
negocios —murmuraron algunos—, pero no sirve cuando pasa algo serio! —y
alababan el valor de Bardo y aquel último tiro poderoso—. Si no hubiese muerto
—decían todos—, le habríamos hecho rey. ¡Bardo el-que-mató-al-Dragón, de la
línea de Girion! ¡Ay, que se hay a perdido!
Y en medio de esta charla, una figura alta se adelantó de entre las sombras.
Estaba empapado en agua, el pelo negro le colgaba en mechones húmedos sobre
la cara y los hombros, y una luz fiera le brillaba en los ojos.
—¡Bardo no se ha perdido! —gritó—. Saltó al agua desde Esgaroth cuando el
enemigo fue derribado. ¡Soy Bardo de la línea de Girion; soy el matador del
dragón!
—¡Rey Bardo! ¡Rey Bardo! —gritaban todos, mientras el gobernador
apretaba los dientes castañeteantes.
—Girion fue el Señor de Valle, pero no rey de Esgaroth —dijo—. En la
Ciudad del Lago hemos elegido siempre los gobernadores entre los ancianos y los
sabios, y no hemos soportado nunca el gobierno de los meros hombres de armas.
Que el « Rey Bardo» vuelva a su propio reinado. Valle ha sido liberada por el
valor de este hombre, y nada impide que regrese. Y aquel que lo desee puede ir
con él, si prefiere las piedras frías bajo la sombra de la Montaña a las orillas
verdes del lago. Los sabios se quedarán aquí con la esperanza de reconstruir
Esgaroth y un día disfrutar otra vez de paz y riquezas.
—¡Tendremos un Rey Bardo! —replicó la gente cercana—. ¡Ya hemos
tenido bastantes hombres viejos y contadores de dinero! —y la gente que estaba
lejos se puso a gritar: —¡Viva el Arquero y mueran los Monederos! —hasta que
el clamor levantó ecos en la orilla.
—Soy el último hombre en negar valor a Bardo el Arquero —dijo el
gobernador débilmente, pues Bardo estaba pegado a él—. Esta noche ha ganado
un puesto eminente en el registro de benefactores de la ciudad; y es merecedor
de muchas canciones imperecederas. Pero: ¿por qué, oh Pueblo —y aquí el
gobernador se incorporó y habló alto y claro—, por qué merezco y o vuestras
maldiciones? ¿He de ser depuesto por mis faltas? ¿Quién, puedo preguntar,
despertó al dragón? ¿Quién recibió de nosotros ricos presentes y gran ay uda y
nos llevó a creer que las viejas canciones iban a ser ciertas? ¿Quién se entretuvo
jugando con nuestros dulces corazones y nuestras gratas fantasías? ¿Qué clase de
oro han enviado río abajo como recompensa? ¡La ruina y el fuego del dragón!
¿A quién hemos de reclamar la recompensa por nuestra desgracia, y ay uda para
nuestras viudas y huérfanos?
Como podéis ver, el gobernador no había ganado su posición sin ningún
motivo. Como resultado de estas palabras la gente casi olvidó la idea de un nuevo
rey y volvieron los enojados pensamientos hacia Thorin y su compañía. Duras y
amargas palabras se gritaron desde muchas partes; y algunos de los que antes
habían cantado en voz alta las viejas canciones gritaron entonces igual de alto que
los enanos habían azuzado al dragón contra ellos.
—¡Tontos! —dijo Bardo—, ¿por qué malgastáis palabras y descargáis vuestra
ira sobre esas infelices criaturas? Sin duda los mató el fuego antes que Smaug
llegase a nosotros —entonces, cuando aún estaba hablando, el recuerdo del
fabuloso tesoro de la Montaña, ahora sin dueño ni guardián, le entró en el
corazón; Bardo calló de pronto, y pensó en las palabras del gobernador, en Valle
reconstruida y coronada de campanas de oro, si pudiese encontrar a los hombres
necesarios.
Por fin habló otra vez: —No es tiempo para palabras coléricas, gobernador, o
para decidir grandes cambios. Hay trabajo que hacer. Os serviré por ahora,
aunque dentro de un tiempo quizá reconsidere de nuevo vuestras palabras y me
vay a al norte con todos los que quieran seguirme.
Bardo se alejó entonces a grandes pasos para ay udar a instalar los
campamentos y cuidar de los enfermos y heridos. Pero el gobernador frunció el
entrecejo cuando Bardo se retiró, y se quedó allí sentado. Mucho pensó y poco
dijo, aunque llamó a voces para que le trajesen lumbre y comida.
Así, dondequiera que Bardo fuese, los rumores sobre un enorme tesoro que
nadie guardaba corrían como un fuego entre la gente. Los hombres hablaban de
la recompensa que vendría a aliviar las desgracias presentes, de la riqueza que
abundaría y sobraría, y de las cosas que podrían comprar en el Sur. Estos
pensamientos los ay udaron a pasar la noche, amarga y triste. Para pocos se pudo
encontrar refugio (el gobernador tuvo uno) y hubo poca comida (aún para el
gobernador). Gentes que habían escapado ilesas de la destrucción de la ciudad,
enfermaron aquella noche por la humedad y el frío y la pena, y poco después
murieron; y en los días siguientes hubo mucha enfermedad y gran hambre.
Mientras, Bardo tomó el mando y disponía lo que creía conveniente, aunque
siempre en nombre del gobernador, y trabajó mucho conminando a las gentes de
la ciudad, y ordenando los preparativos para protegerlas y alojarlas.
Probablemente muchos habrían muerto en el invierno, que y a se precipitaba
detrás del otoño, si no hubiesen contado con ay uda. Pero el socorro llegó muy
pronto, pues Bardo envió enseguida unos rápidos mensajeros río arriba hacia el
Bosque para pedir ay uda al Rey de los Elfos, y estos mensajeros encontraron un
ejército y a en marcha, aunque sólo habían pasado tres días desde la caída de
Smaug.
El Rey Elfo se había enterado de las buenas nuevas por sus propios
mensajeros y por los pájaros que eran amigos de los elfos, y y a sabía mucho de
lo que había ocurrido. Muy grande, en verdad, fue la conmoción entre las
criaturas aladas que moraban en los límites de la Desolación del Dragón. Las
bandadas que volaban en círculos oscurecían el aire, y los mensajeros veloces
iban de aquí para allá cruzando el cielo. Sobre los límites del bosque hubo silbidos,
gritos y piares. Lejos y más allá del Bosque Negro se extendieron las noticias:
« ¡Ha muerto Smaug!» . Las hojas susurraron y unas orejas sorprendidas se
enderezaron atentas. Aún antes que el Rey Elfo empezara a cabalgar, las noticias
habían llegado al oeste, a los pinares de las Montañas Nubladas; Beorn las había
oído en la casa del bosque; y los trasgos se reunieron en conciliábulos dentro de
las cuevas.
—Eso será lo último que oigamos de Thorin Escudo de Roble, me temo —
dijo el rey —. Habría sido mejor que hubiese quedado aquí como invitado mío.
Sin embargo —añadió—, mal viento es el que a nadie lleva nuevas —porque
tampoco él había olvidado la ley enda de la riqueza de Thror. Así fue que los
mensajeros de Bardo lo encontraron en marcha, con muchos arqueros y
lanceros; y los grajos se apiñaban en bandadas sobre él, pues pensaban que la
guerra volvía a despertar, una guerra como no había habido otra en aquellos
parajes desde hacía mucho tiempo.
Pero el rey, cuando recibió el pedido de Bardo, sintió piedad, pues era señor
de gente amable y buena; de modo que dando media vuelta (hasta ahora había
marchado directamente hacia la Montaña), se apresuró río abajo hacia el Lago
Largo. No tenía botes o almadías suficientes para su ejército, y se vieron
obligados a ir a pie por el camino más lento; pero antes envió aguas abajo
grandes reservas de provisiones. Los elfos todavía mantenían los pies ligeros, y a
pesar de que no estaban acostumbrados a los pantanos y las tierras traidoras entre
el Lago y el Bosque, avanzaron deprisa. Sólo cinco días después de la muerte del
dragón, llegaron a orillas del lago y contemplaron las ruinas de la ciudad. Grande
fue la bienvenida, como podía esperarse, y los hombres y el gobernador estaban
dispuestos a convenir cualquier clase de pacto, como respuesta a la ay uda del
Rey Elfo.
Pronto se ultimaron los planes. Junto con las mujeres y los niños, los viejos y
los lisiados, quedó el gobernador, y también algunos artesanos y unos elfos
habilidosos; y esta gente trabajó talando árboles y recolectando la madera que
bajaba desde el Bosque. Luego levantaron muchas cabañas a orillas del lago,
contra el invierno inminente, y dirigidos también por el gobernador comenzaron
a trazar una nueva ciudad, aún más hermosa y grande que antes, aunque no en el
mismo sitio. Se mudaron al norte, a una costa elevada; pues siempre recelarían
del agua donde estaba el dragón. Nunca volvería otra vez al lecho dorado; ahora
y acía estirado, frío como la piedra, retorcido en el suelo de los bajíos. Allí,
durante largos años, pudieron verse en los días tranquilos los huesos enormes
entre los pilotes arruinados de la vieja ciudad. Pero pocos se atrevían a cruzar ese
sitio maldito, y menos aún a zambullirse en el agua escalofriante o a recuperar
las piedras preciosas que le caían de la carcasa putrefacta.
Pero todos los hombres de armas que aún podían tenerse en pie, y la may or
parte de la fuerza del Rey Elfo, se dispusieron a marchar al norte, a la Montaña.
Y así fue que en el undécimo día después de la destrucción de la ciudad, la
vanguardia de estos ejércitos cruzó las puertas de piedra en el extremo del lago y
entró en las tierras desoladas.
15
El encuentro de las nubes
V olvamos ahora con Bilbo y los enanos. Uno de ellos había vigilado toda la
noche, pero cuando llegó la mañana, no había visto ni oído ninguna señal de
peligro. Sin embargo, la congregación de los pájaros seguía creciendo. Las
bandadas se acercaban volando desde el Sur, y los grajos que todavía vivían en
los alrededores de la Montaña, revoloteaban y chillaban incesantemente allá
arriba.
—Algo extraño está ocurriendo —dijo Thorin—. Ya ha pasado el tiempo de
los revoloteos otoñales; y estos pájaros siempre moran en tierra; hay estorninos y
bandadas de pinzones, y a lo lejos carroñeros, como si se estuviese librando una
batalla.
De repente Bilbo apuntó con el dedo:
—¡Ahí está el viejo zorzal otra vez! —gritó—. Parece haber escapado cuando
Smaug aplastó la ladera, ¡aunque no creo que se hay an salvado también los
caracoles!
Era en verdad el viejo zorzal, y mientras Bilbo señalaba, voló hacia ellos y se
posó en una piedra próxima. Luego sacudió las alas y cantó; y torció la cabeza a
un lado, como escuchando; y otra vez cantó, y otra vez escuchó.
—Creo que trata de decirnos algo —dijo Balin—, pero no puedo seguir ésa
garrulería, es muy rápida y difícil. ¿Puedes entenderla, Bolsón?
—No muy bien —dijo Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy
excitado.
—¡Si al menos fuese un cuervo! —dijo Balin.
—¡Pensé que no te gustaban! Parecías recelar de ellos cuando vinimos por
aquí la última vez.
—¡Aquéllos eran grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso,
además de groseras. Tendrías que haber oído los horribles nombres con que nos
iban llamando. Pero los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre
ellos y la gente de Thror; a menudo nos traían noticias secretas y los
recompensábamos con cosas brillantes que ellos escondían en sus moradas.
» Vivían muchos años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba
de padres a hijos. Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era
muchacho. Esta misma altura se llamó una vez Colina del Cuervo, pues una
pareja sabia y famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto
del guardia. Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.
Aún no había terminado de hablar, cuando el viejo zorzal dio un grito, y
enseguida se fue volando.
—Quizá nosotros no lo entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a
nosotros, estoy seguro —dijo Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.
Pronto hubo un batir de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro
pájaro muy viejo y decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y
de cabeza desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante
ellos, sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.
—Oh Thorin hijo de Thrain, y Balin hijo de Fundin —graznó (y Bilbo lo
entendió, pues el cuervo hablaba la lengua ordinaria y no la de los pájaros)—. Yo
soy Roäc hijo de Carc. Carc ha muerto, pero en un tiempo lo conocías bien. Dejé
el cascarón hace ciento cincuenta y tres años, pero no olvido lo que mi padre me
dijo. Ahora soy el jefe de los grandes cuervos de la Montaña. Somos pocos, pero
aún recordamos al rey de antaño. La may or parte de mi gente está lejos, pues
hay grandes noticias en el Sur… algunas serán buenas nuevas para vosotros, y
algunas no os parecerán tan buenas. ¡Mirad! Los pájaros se reúnen otra vez en la
Montaña y en Valle desde el sur, el este y el oeste, ¡pues se ha corrido la voz de
que Smaug ha muerto!
—¡Muerto! ¡Muerto! —exclamaron los enanos—. ¡Muerto! Hemos estado
atemorizados sin motivo entonces, ¡y el tesoro es nuestro otra vez! —todos se
pusieron en pie de un salto y vitorearon con los gorros en la mano.
—Sí, muerto —dijo Roäc—. El zorzal, que nunca se le caigan las plumas, lo
vio morir, y podemos confiar en lo que dice. Lo vio caer mientras luchaba con
los hombres de Esgaroth, hará hoy tres noches, a la salida de la luna.
Pasó algún tiempo antes de que Thorin pudiese calmar a los enanos y
escuchar las nuevas del cuervo. Por fin, el pájaro acabó el relato de la batalla, y
prosiguió: —Hay mucho de que alegrarse, Thorin Escudo de Roble. Puedes
volver seguro a tus salones; todo el tesoro es tuy o, por el momento. Pero muchos
vendrán a reunirse aquí además de los pájaros. Las noticias de la muerte del
guardián han volado y a a lo largo y ancho del país, y la ley enda de la riqueza de
Thror no ha dejado de aparecer en cuentos, durante años y años; muchos están
ansiosos por compartir el botín. Ya una hueste de elfos está en camino, y los
pájaros carroñeros los acompañan, esperando la batalla y la carnicería. Junto al
Lago los hombres murmuran que los enanos son los verdaderos culpables de
tanta desgracia, pues se han quedado sin hogar, muchos han muerto, y Smaug ha
destruido Esgaroth. También ellos esperan que vuestro tesoro repare los daños,
estéis vivos o muertos.
» Vuestra sabiduría decidirá, pero trece es un pequeño resto del gran pueblo
de Durin que una vez habitó aquí, y que ahora está disperso y en tierras lejanas.
Si queréis mi consejo, no confiéis en el gobernador de los Hombres del Lago,
pero sí en aquel que mató al dragón con una flecha. Bardo se llama, y es de la
raza de Valle, de la línea de Girion; un hombre sombrío, pero sincero. Una vez
más buscará la paz entre los enanos, hombres y elfos, después de la gran
desolación; pero ello puede costarte caro en oro. He dicho.
Entonces Thorin estalló de rabia: —Nuestro agradecimiento, Roäc hijo de
Carc. Tú y tu pueblo no seréis olvidados. Pero ni los ladrones ni los violentos se
llevarán una pizca de nuestro oro, mientras sigamos con vida. Si quieres que te
estemos aún más agradecidos, tráenos noticias de cualquiera que se acerque.
También quisiera pedirte, si alguno de los tuy os es aún fuerte y joven de alas, que
envíes mensajeros a nuestros parientes en las montañas del Norte, tanto al este
como al oeste de aquí, y les hables de nuestra difícil situación. Pero ve
especialmente a mi primo Dain en las Colinas de Hierro, pues tiene mucha gente
bien armada y vive cerca. ¡Dile que se dé prisa!
—No diré si es bueno o malo ese consejo —graznó Roäc—, pero haré lo que
pueda —y se alejó volando lentamente.
—¡De vuelta ahora a la Montaña! —gritó Thorin—. Tenemos poco tiempo
que perder.
—¡Y también poco que comer! —chilló Bilbo, siempre práctico en tales
cuestiones. En cualquier caso, sentía que la aventura, hablando con propiedad,
había terminado con la muerte del dragón —en lo que estaba muy equivocado—
y hubiese dado buena parte de lo que a él le tocaba por la pacífica conclusión de
estos asuntos.
—¡De vuelta a la Montaña! —gritaron los enanos, como si no lo hubiesen
oído; así que tuvo que ir de vuelta con ellos.
Llegó una noche en la que de pronto aparecieron muchas luces, como de fuego y
antorchas, lejos hacia el sur en Valle.
—¡Han llegado! —anunció Balin—. Y el campamento es grande de veras.
Tienen que haber entrado en el valle a lo largo de las riberas del río, ocultándose
en el crepúsculo.
Poco durmieron esa noche los enanos. La mañana era pálida aun cuando
vieron que se aproximaba una compañía. Desde detrás del parapeto observaron
cómo subían hasta la cabeza del valle y trepaban lentamente. Pronto pudieron
ver que entre ellos venían hombres del lago armados como para la guerra y
arqueros elfos. Por fin, la vanguardia escaló las rocas caídas y apareció en lo alto
del torrente; mucho se sorprendieron cuando vieron la laguna y la Puerta
Principal obstruida por un parapeto de piedra recién tallada.
Mientras estaban allí señalando y hablando entre ellos, Thorin los increpó: —
¿Quiénes sois vosotros —dijo en voz muy alta— que venís como en guerra a las
puertas de Thorin, hijo de Thrain, Rey bajo la Montaña, y qué deseáis?
Pero no le respondieron. Algunos dieron una rápida media vuelta, y los otros,
luego de observar con detenimiento la Puerta, y cómo estaba defendida, pronto
fueron detrás de ellos. Ese mismo día el campamento se trasladó al este del río,
justo entre los brazos de la Montaña. Voces y canciones resonaron entonces entre
las rocas como no había ocurrido por muchísimo tiempo. Se oía también el
sonido de las arpas élficas y de una música dulce; y mientras los ecos subían,
parecía que el aire helado se entibiaba, y que la fragancia de las flores
primaverales del bosque llegaba débilmente hasta ellos.
Entonces Bilbo deseó escapar de la fortaleza oscura y bajar y unirse a la
alegría y las fiestas junto a las fogatas. Algunos de los enanos más jóvenes se
sentían también conmovidos, y murmuraron que habría sido mejor que las cosas
hubiesen ocurrido de otra manera y poder recibir a esas gentes como amigos. Sin
embargo, Thorin fruncía el entrecejo.
Entonces también los enanos sacaron arpas e instrumentos recobrados del
botín y tocaron para animar a Thorin; pero la canción no era una canción élfica
y se parecía bastante a la que habían cantado hacía mucho tiempo en el pequeño
agujero-hobbit de Bilbo:
A hora los días se sucedían lentos y aburridos. Muchos de los enanos pasaban el
tiempo apilando y clasificando el tesoro; y ahora Thorin hablaba de la Piedra del
Arca de Thrain, y mandaba ansiosamente que la buscasen por todos los rincones.
—Pues la Piedra del Arca de mi padre —decía— vale más que un río de oro,
y para mí no tiene precio. De todo el tesoro esa piedra la reclamo para mí, y me
vengaré de aquel que la encuentre y la retenga.
Bilbo oy ó estas palabras y se asustó, preguntándose qué ocurriría si
encontraban la piedra, envuelta en un viejo hatillo de trapos harapientos que le
servía de almohada. De todos modos nada dijo, pues mientras el cansancio de los
días se hacía cada vez may or, los principios de un plan se le iban ordenando en la
cabecita.
Las cosas siguieron así por algún tiempo hasta que los cuervos trajeron
nuevas de que Dain y más de quinientos enanos, apresurándose desde las Colinas
de Hierro, estaban a unos dos días de camino de Valle, viniendo del nordeste.
—Mas no alcanzarán indemnes la Montaña —dijo Roäc—, y mucho me
temo que habrá batalla en el valle. No creo que convenga esa decisión. Aunque
son gente ruda, no están preparados para vencer a la hueste que os acosa; y
aunque así fuera, ¿qué ganaríais? El invierno y las nieves se dan prisa tras ellos.
¿Cómo os alimentaréis sin la amistad y hospitalidad de las tierras de alrededor? El
tesoro puede ser vuestra perdición, ¡aunque el dragón y a no esté!
Pero Thorin no se inmutó. —La mordedura del invierno y las nieves la
sentirán tanto los hombres como los elfos —dijo—, y es posible que no soporten
quedarse en estas tierras baldías. Con mis amigos detrás y el invierno encima,
quizá tengan una disposición de ánimo más flexible para parlamentar.
Esa noche Bilbo tomó una decisión. El cielo estaba negro y sin luna. Tan
pronto como cay eron las tinieblas, fue hasta el rincón de una cámara interior
junto a la entrada, y sacó una cuerda del hatillo, y también la Piedra del Arca
envuelta en un harapo. Luego trepó al parapeto. Sólo Bombur estaba allí de
guardia, pues los enanos vigilaban turnándose de uno en uno.
—¡Qué frío horroroso! —dijo Bombur—. ¡Desearía tener una buena hoguera
aquí arriba como la que ellos tienen en el campamento!
—Dentro hace bastante calor —dijo Bilbo.
—Lo creo; pero no puedo moverme de aquí hasta la medianoche —gruñó el
enano gordo—. Un verdadero fastidio. No es que me atreva a disentir de Thorin,
cuy a barba crezca muchos años; aunque siempre fue un enano bastante tieso.
—No tan tieso como mis piernas —dijo Bilbo—. Estoy cansado de escaleras
y de pasadizos de piedra. Daría cualquier cosa por poner los pies en el pasto.
—Yo daría cualquier cosa por echarme un trago de algo fuerte a la garganta,
¡y por una cama blanda después de una buena cena!
—No puedo darte eso, mientras dure el sitio. Pero y a hace tiempo que fue mi
turno de guardia, de modo que si quieres, puedo reemplazarte. No tengo sueño
esta noche.
—Eres una buena persona, señor Bolsón, y aceptaré con gusto tu
ofrecimiento. Si ocurre algo grave, llámame primero, ¡acuérdate! Dormiré en la
cámara interior de la izquierda, no muy lejos.
—¡Lárgate! —dijo Bilbo—. Te despertaré a medianoche, para que puedas
despertar al siguiente vigía.
Tan pronto como Bombur se hubo ido, Bilbo se puso el anillo, se ató la cuerda,
se deslizó parapeto abajo, y desapareció. Tenía unas cinco horas por delante.
Bombur dormiría (podía dormirse en cualquier momento, y desde la aventura en
el bosque estaba siempre tratando de recuperar aquellos hermosos sueños); y
todos los demás estaban ocupados con Thorin. Era poco probable que uno de
ellos, aún Fili o Kili, se acercase al parapeto hasta que les llegase el turno.
Estaba muy oscuro, y al cabo de un rato, cuando abandonó la senda nueva y
descendió hacia el curso inferior del arroy o, y a no reconoció el camino. Al fin
llegó al recodo, y si quería alcanzar el campamento tenía que cruzar el agua. El
lecho del río era allí poco profundo pero bastante ancho, y vadearlo en la
oscuridad no fue tarea nada fácil para el pequeño hobbit. Cuando y a estaba casi a
punto de cruzarlo, perdió pie sobre una piedra redonda y cay ó chapoteando en el
agua fría. Apenas había alcanzado la orilla opuesta, tiritando y farfullando,
cuando en la oscuridad aparecieron unos elfos, llevando linternas
resplandecientes, en busca de la causa del ruido.
—¡Eso no fue un pez! —dijo uno—. Hay un espía por aquí. ¡Ocultad vuestras
luces! Le ay udarían más a él que a nosotros, si se trata de esa criatura pequeña y
extraña que según se dice es el criado de los enanos.
—¡Criado, de veras! —bufó Bilbo; y en medio del bufido estornudó con
fuerza, y los elfos se agruparon enseguida y fueron hacia el sonido.
—¡Encended una luz! —dijo Bilbo—. ¡Estoy aquí si me buscáis! —y se sacó
el anillo, y asomó detrás de una roca.
Pronto se le echaron encima, a pesar de que estaban muy sorprendidos. —
¿Quién eres? ¿Eres el hobbit de los enanos? ¿Qué haces? ¿Cómo pudiste llegar tan
lejos con nuestros centinelas? —preguntaron uno tras otro.
—Soy el señor Bilbo Bolsón —respondió el hobbit—, compañero de Thorin, si
deseáis saberlo. Conozco de vista a vuestro rey, aunque quizá él no me reconozca.
Pero Bardo me recordará y es a Bardo en especial a quien quisiera ver.
—¡No digas! —exclamaron—, ¿y qué asunto te trae por aquí?
—Lo que sea, sólo a mí me incumbe, mis buenos elfos. Pero si deseáis salir
de este lugar frío y sombrío y regresar a vuestros bosques —respondió
estremeciéndose—, llevadme enseguida a un buen fuego donde pueda secarme,
y luego dejadme hablar con vuestros jefes lo más pronto posible. Tengo sólo una
o dos horas.
Fue así como unas dos horas después de cruzar la Puerta, Bilbo estaba sentado al
calor de una hoguera delante de una tienda grande, y allí, también sentados,
observándolo con curiosidad, estaban el Rey Elfo y Bardo. Un hobbit en
armadura élfica, arropado en parte con una vieja manta, era algo nuevo para
ellos.
—Sabéis realmente —decía Bilbo con sus mejores modales de negociador—,
las cosas se están poniendo imposibles. Por mi parte estoy cansado de todo el
asunto. Desearía estar de vuelta allá en el Oeste, en mi casa, donde la gente es
más razonable. Pero tengo cierto interés en este asunto, un catorceavo del total,
para ser precisos, de acuerdo con una carta que por fortuna creo haber
conservado —sacó de un bolsillo de la vieja chaqueta (que llevaba aún sobre la
malla) un papel arrugado y plegado: ¡la carta de Thorin que había puesto en
may o debajo del reloj, sobre la repisa de la chimenea!
—Una parte de todos los beneficios, recordadlo —continuó—. Lo tengo muy
bien en cuenta. Personalmente estoy dispuesto a considerar con atención vuestras
proposiciones, y deducir del total lo que sea justo, antes de exponer la mía. Sin
embargo, no conocéis a Thorin Escudo de Roble tan bien como y o. Os aseguro
que está dispuesto a sentarse sobre un montón de oro y morirse de hambre,
mientras vosotros estéis aquí.
—¡Bien, que se quede! —dijo Bardo—. Un tonto como él merece morirse de
hambre.
—Tienes algo de razón —dijo Bilbo—. Entiendo tu punto de vista. A la vez y a
viene el invierno. Pronto habrá nieve, y otras cosas, y el abastecimiento será
difícil, aún para los elfos, creo. Habrá también otras dificultades. ¿No habéis oído
hablar de Dain y de los enanos de las Colinas de Hierro?
—Sí, hace mucho tiempo; ¿pero en qué nos atañe? —preguntó el rey.
—En mucho, me parece. Veo que no estáis enterados. Dain, no lo dudéis, está
ahora a menos de dos días de marcha, y trae consigo por lo menos unos
quinientos enanos, todos rudos, que en buena parte han participado en las
encarnizadas batallas entre enanos y trasgos, de las que sin duda habréis oído
hablar. Cuando lleguen, puede que hay a dificultades serias.
—¿Por qué nos lo cuentas? ¿Estás traicionando a tus amigos, o nos amenazas?
—preguntó Bardo seriamente.
—¡Mi querido Bardo! —chilló Bilbo—. ¡No te apresures! ¡Nunca me había
encontrado antes con gente tan suspicaz! Trato simplemente de evitar problemas
a todos los implicados. ¡Ahora os haré una oferta!
—¡Oigámosla! —exclamaron los otros.
—¡Podéis verla! —dijo Bilbo—. ¡Aquí está! —y puso ante ellos la Piedra del
Arca, y retiró la envoltura.
El propio Rey Elfo, cuy os ojos estaban acostumbrados a cosas bellas y
maravillosas, se puso en pie, asombrado. Hasta el mismo Bardo se quedó
mirándola maravillado y en silencio. Era como si hubiesen llenado un globo con
la luz de la luna, y colgase ante ellos en una red centelleante de estrellas
escarchadas.
—Ésta es la Piedra del Arca de Thrain —dijo Bilbo—, el Corazón de la
Montaña; y también el corazón de Thorin. Tiene, según él, más valor que un río
de oro. Yo os la entrego. Os ay udará en vuestra negociación —luego Bilbo, no sin
un estremecimiento, no sin una mirada ansiosa, entregó la maravillosa piedra a
Bardo, y éste la sostuvo en la mano, como deslumbrado.
—Pero, ¿es tuy a para que nos la des así? —preguntó al fin con un esfuerzo.
—¡Oh, bueno! —dijo el hobbit un poco incómodo—. No exactamente; pero
desearía dejarla como garantía de mi proposición, sabéis. Puede que sea un
saqueador (al menos eso es lo que dicen: aunque nunca me he sentido tal cosa),
pero soy honrado, espero, bastante honrado. De un modo o de otro regreso ahora,
y los enanos pueden hacer conmigo lo que quieran. Espero que os sirva.
El Rey Elfo miró a Bilbo con renovado asombro. —¡Bilbo Bolsón! —dijo—.
Eres más digno de llevar la armadura de los príncipes elfos que muchos que
parecían vestirla con más gallardía. Pero me pregunto si Thorin Escudo de Roble
lo verá así. En general conozco mejor que tú a los enanos. Te aconsejo que te
quedes con nosotros, y aquí serás recibido con todos los honores y agasajado tres
veces.
—Muchísimas gracias, no lo pongo en duda —dijo Bilbo con una reverencia
—. Pero no puedo abandonar a mis amigos de este modo, me parece, después de
lo que hemos pasado juntos. ¡Y además prometí despertar al viejo Bombur a
medianoche! ¡Realmente tengo que marcharme, y rápido!
Nada de lo que dijeran iba a detenerlo, de modo que se le proporcionó una
escolta, y cuando se pusieron en marcha, el rey y Bardo lo saludaron con
respeto. Cuando atravesaron el campamento, un anciano envuelto en una capa
oscura se levantó de la puerta de la tienda donde estaba sentado y se les acercó.
—¡Bien hecho, señor Bolsón! —dijo, dando a Bilbo una palmada en la
espalda—. ¡Hay siempre en ti más de lo que uno espera! —era Gandalf.
Por primera vez en muchos días Bilbo estaba de verdad encantado. Mas no
había tiempo para todas las preguntas que deseaba hacer enseguida.
—¡Todo a su hora! —dijo Gandalf—. Las cosas están llegando a feliz
término, a menos que me equivoque. Quedan todavía momentos difíciles por
delante, ¡pero no te desanimes! Tú puedes salir airoso. Pronto habrá nuevas que
ni siquiera los cuervos han oído. ¡Buenas noches!
Asombrado pero contento, Bilbo se dio prisa. Lo llevaron hasta un vado
seguro y lo dejaron seco en la orilla opuesta; luego se despidió de los elfos y
subió con cuidado de regreso hacia el parapeto. Empezó a sentir un tremendo
cansancio, pero era bastante antes de medianoche cuando trepó otra vez por la
cuerda; aún estaba donde la había dejado. La desató y la ocultó, y luego se sentó
en el parapeto preguntándose ansiosamente qué ocurriría ahora.
A medianoche despertó a Bombur; y después se encogió en un rincón, sin
escuchar las gracias del viejo enano (que apenas merecía, pensó). Pronto se
quedó dormido, olvidando toda preocupación hasta la mañana. En realidad se
pasó la noche soñando con huevos y panceta.
17
Las nubes estallan
Éste fue el plan que preparó junto con el Rey Elfo y Bardo; y con Dain, pues el
señor enano y a se les había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y
cualquier otra disputa fue enseguida olvidada. No tenían más esperanza que la de
atraer a los trasgos al valle entre los brazos de la Montaña, y ampararse en las
grandes estribaciones del sur y el este. Aún de este modo correrían peligro, si los
trasgos alcanzaban a invadir la Montaña, atacándolos entonces desde atrás y
arriba; pero no había tiempo para preparar otros planes o para pedir alguna
ay uda.
Pronto pasó el trueno, rodando hacia el sudeste; pero la nube de murciélagos
se acercó, volando bajo por encima de la Montaña, y se agitó sobre ellos,
tapándoles la luz y asustándolos.
—¡A la Montaña! —les gritó Bardo—. ¡Pronto, a la Montaña! ¡Tomemos
posiciones mientras todavía hay tiempo! En la estribación sur, en la parte más
baja de la falda y entre las rocas, se situaron los Elfos; en la del este, los
Hombres y los Enanos. Pero Bardo y algunos de los elfos y hombres más ágiles
escalaron la cima de la loma occidental para echar un vistazo al norte. Pronto
pudieron ver la tierra a los pies de la Montaña, oscurecida por una apresurada
multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el extremo de la estribación y
entró atropelladamente en Valle. Éstos eran los jinetes más rápidos, que
cabalgaban en lobos, y y a los gritos y aullidos hendían el aire a lo lejos. Unos
pocos valientes se les enfrentaron, con un amago de resistencia, y muchos
cay eron allí antes que el resto se retirara y huy ese a los lados. Como Gandalf
esperara, el ejército trasgo se había reunido detrás de la vanguardia, a la que se
habían resistido, y luego cay ó furioso sobre el valle, extendiéndose aquí y allá
entre los brazos de la Montaña, buscando al enemigo. Innumerables eran los
estandartes, negros y rojos, y llegaban como una marea furiosa y en desorden.
Fue una batalla terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan
espantosa, y que luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra
cosa se sintió tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo
un tema de charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En
verdad puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista,
aunque no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección
completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las lanzas
salvajes; pero ay uda a apartarse del camino, e impide que escojan tu cabeza
entre otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.
Los elfos fueron los primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio
amargo y frío. Las lanzas y espadas brillaban en la oscuridad con un helado
reflejo, tan mortal era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como
la horda de los enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas,
y todas resplandecían como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un
millar de lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores.
Las rocas se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.
Y cuando los trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la
carga de los elfos, todo el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de
« ¡Moria!» y « ¡Dain, Dain!» , los enanos de las Colinas de Hierro se
precipitaron sobre el otro flanco, empuñando los azadones, y junto con ellos
llegaron los hombres del Lago armados con largas espadas.
El pánico dominó a los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este
ataque, los elfos cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos
huían río abajo para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían
contra ellos mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía
inmediata cuando un griterío sonó en las alturas.
Unos trasgos habían escalado la Montaña por la otra parte, y muchos y a
estaban sobre la Puerta, en la ladera, y otros corrían temerariamente hacia
abajo, sin hacer caso de los que caían chillando al precipicio, para atacar las
estribaciones desde encima. A cada una de estas estribaciones se podía llegar por
caminos que descendían de la masa central de la Montaña; los defensores eran
pocos y no podrían cerrarles el paso durante mucho tiempo. La esperanza de
victoria se había desvanecido del todo. Sólo habían logrado contener la primera
embestida de la marea negra.
El día avanzó. Otra vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una
horda de wargos, brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia
personal de Bolgo, trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto
llegaría la verdadera oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los
murciélagos revoloteaban aún alrededor de las cabezas y los oídos de hombres y
elfos, o se precipitaban como vampiros sobre las gentes caídas. Bardo luchaba
aun defendiendo la estribación del este, y sin embargo retrocedía poco a poco;
los señores elfos estaban en la nave del brazo sur, alrededor del rey, cerca del
puesto de observación de la Colina del Cuervo.
De súbito se oy ó un clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta. ¡Habían
olvidado a Thorin! Parte del muro, movido por palancas, se desplomó hacia
afuera cay endo con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció en
el umbral, y sus compañeros lo siguieron. Las capas y capuchones habían
desaparecido; llevaban brillantes armaduras y una luz roja les brillaba en los
ojos. El gran enano centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino.
Los trasgos arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante,
saltaron hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían
o huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada
parecía lastimarlo.
—¡A mí! ¡A mí! ¡Elfos y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío! —gritaba, y la
voz resonaba como una trompa en el valle.
Hacia abajo, en desorden, los enanos de Dain corrieron a ay udarlo. Hacia
abajo fueron también muchos de los hombres del Lago, pues Bardo no pudo
contenerlos; y desde la ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez
más los trasgos fueron rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle
fue un sitio horrible y oscurecido por cadáveres. Los wargos se dispersaron y
Thorin se volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no
alcanzó a atravesar las primeras filas.
Ya tras él y acían muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos
elfos que aún tendrían que haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a
medida que el valle se abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los
enanos eran pocos, y nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron
atacados y se vieron encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por
trasgos y lobos que volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cay ó
aullando sobre ellos, introduciéndose entre los enanos como olas que golpean
acantilados de arena. Los otros enanos no podían ay udarlos, pues el asalto desde
la Montaña se renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos
lentamente a ambos lados. A todo esto, Bilbo miraba con aflicción. Se había
instalado en la Colina del Cuervo, entre los elfos, en parte porque quizá allí era
posible escapar, y en parte (el lado Tuk de la mente de Bilbo) porque si iban a
mantener una última posición desesperada, quería defender al Rey Elfo.
También Gandalf estaba allí de algún modo, sentado en el suelo, como
meditando, preparando quizá un último soplo de magia antes del fin.
Éste no parecía muy lejano. « No tardará mucho y a» , pensaba Bilbo.
« Antes que los trasgos ganen la Puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos
obliguen a descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar,
después de todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug
se hubiese quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles
criaturas, y el pobrecito Bombur y Balin y Fili y Kili y el resto tengan mal fin; y
también Bardo y los hombres del Lago y los alegres elfos. ¡Ay, mísero de mí! He
oído canciones sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota
puede ser gloriosa. Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría
de veras estar fuera de todo esto» .
Con el viento, se esparcieron las nubes, y una roja puesta del sol rasgó el
oeste. Advirtiendo el brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y
chilló. Había visto algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras,
pequeñas aunque majestuosas, en el resplandor distante.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —vociferó—. ¡Vienen las Águilas!
Los ojos de Bilbo rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento,
hilera tras hilera, en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte
parecían haberse reunido allí.
—¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los
brazos. Si los elfos no podían verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron
también, y los ecos corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron
arriba, aunque aún nada se podía ver, excepto desde las estribaciones
meridionales de la Montaña.
—¡Las Águilas! —gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cay ó
y le golpeó con fuerza el y elmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.
18
El viaje de vuelta
Todo lo que sucedió después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más
tarde; pero sintió entonces más pena que alegría, y y a estaba cansado de la
aventura. El deseo de viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se
retrasó un poco, de modo que entre tanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las
tropas de trasgos habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a
cuy a atención no podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que
ellas también se reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas
Nubladas; y al fin, olfateando el combate, habían venido deprisa, bajando con la
tormenta en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas
de la montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los
precipicios, o empujándolos hacia los enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo
antes de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de
ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ay udar en el combate.
Pero aun incluy endo a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En
aquella última hora el propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de
dónde. Había llegado solo, en forma de oso; y con la cólera parecía ahora más
grande de talla, casi un gigante.
El rugir de la voz de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso
echando a los lados lobos y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cay ó sobre la
retaguardia, y como un trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían
firmes en una colina baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a
Thorin, que había caído atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.
Retornó enseguida, con una cólera redoblada, de modo que nada podía
contenerlo y ningún arma parecía hacerle mella. Dispersó a la guardia, arrojó al
propio Bolgo al suelo, y lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos,
que se dispersaron en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los
otros, que los persiguieron de cerca, y evitaron que la may oría buscara cómo
escapar. Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huy esen al sur o al
oeste, fueron acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció
la may or parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de
los Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la
oscuridad impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel
día perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las
montañas tuvieron paz durante muchos años.
La victoria era segura y a antes de la caída de la noche, pero la persecución
continuaba aun cuando Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban
muchos, excepto los heridos más graves.
—¿Dónde están las Águilas? —preguntó Bilbo a Gandalf aquel anochecer,
mientras y acía abrigado con muchas mantas.
—Algunas están de cacería —dijo el mago—, pero la may oría ha partido de
vuelta a los aguileros. No quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras
luces del alba. Dain ha coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para
siempre.
—Lo lamento. Quiero decir, me hubiera gustado verlas otra vez —dijo Bilbo
adormilado—, quizá las vea en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?
—Tan pronto como quieras —dijo el mago.
En verdad pasaron algunos días antes de que Bilbo partiera realmente.
Enterraron a Thorin muy hondo bajo la Montaña, y Bardo le puso la Piedra del
Arca sobre el pecho.
—¡Que y azga aquí hasta que la Montaña se desmorone! —dijo—. ¡Que
traiga fortuna a todos los enanos que en adelante vivan aquí!
Sobre la tumba de Thorin, el Rey Elfo puso luego a Orcrist, la espada élfica
que le habían arrebatado al enano cuando lo apresaron. Se dice en las canciones
que brilla en la oscuridad, cada vez que se aproxima un enemigo, y la fortaleza
de los enanos no puede ser tomada por sorpresa. Allí Dain hijo de Nain vivió
desde entonces, y se convirtió en Rey bajo la Montaña; y con el tiempo muchos
otros enanos vinieron a reunirse alrededor del trono, en los antiguos salones. De
los doce compañeros de Thorin, quedaban diez. Fili y Kili habían caído
defendiéndolo con el cuerpo y los escudos, pues era el hermano may or de la
madre de ellos. Los otros permanecieron con Dain, que administró el tesoro con
justicia.
No hubo, desde luego, ninguna discusión sobre la división del tesoro en tantas
partes como había sido planeado, para Balin y Dwalin, y Dori y Nori y Ori, y
Oin y Gloin, y Bifur y Bofur y Bombur, o para Bilbo. Con todo, una catorceava
parte de toda la plata y oro, labrada y sin labrar, se entregó a Bardo pues Dain
comentó: —Haremos honor al acuerdo del muerto, y él custodia ahora la Piedra
del Arca.
Aún una catorceava parte era una riqueza excesiva, más grande que la de
muchos rey es mortales. De aquel tesoro, Bardo envió gran cantidad de oro al
gobernador de la Ciudad del Lago; y recompensó con largueza a seguidores y
amigos. Al Rey de los Elfos le dio las esmeraldas de Girion, las joy as que él más
amaba, y que Dain le había devuelto.
A Bilbo le dijo: —Este tesoro es tanto tuy o como mío, aunque antiguos
acuerdos no puedan mantenerse, y a que tantos intervinieron en ganarlo y en
defenderlo. Pero aun cuando dijiste que renunciarías a toda pretensión, desearía
que las palabras de Thorin, de las cuales se arrepintió, no resultasen ciertas: que
te daríamos poco. Te recompensaré más que a nadie.
—Muy bondadoso de tu parte —dijo Bilbo—. Pero realmente es un alivio
para mí. Cómo demonios podría llevar ese tesoro a casa sin que hubiera peleas y
crímenes todo a lo largo del camino, no lo sé. Y no sé qué haría con ese tesoro
una vez en casa. En tus manos estará mejor.
Por último accedió a tomar sólo dos pequeños cofres, uno lleno de plata y el
otro lleno de oro, que un poney fuerte podría cargar.
—Un poco más y no sabría qué hacer con él —dijo.
Por fin llegó el momento de despedirse. —¡Adiós, Balin! —exclamó—. ¡Y
adiós, Dwalin; y adiós, Dori, Nori, Ori, Oin, Gloin, Bifur, Bofur y Bombur! ¡Que
vuestras barbas nunca crezcan ralas! —Y volviéndose hacia la Montaña añadió
—: ¡Adiós, Thorin Escudo de Roble! ¡Y Fili y Kili! ¡Que nunca se pierda vuestra
memoria!
Entonces los enanos se inclinaron profundamente ante la Puerta, pero las
palabras se les trabaron en las gargantas. —¡Adiós y buena suerte, dondequiera
que vay as! —dijo Balin al fin—. Si alguna vez vuelves a visitarnos, cuando
nuestros salones estén de nuevo embellecidos, entonces ¡el festín será realmente
espléndido!
—¡Si alguna vez pasáis por mi camino —dijo Bilbo—, no dudéis en llamar! El
té es a las cuatro; ¡pero cualquiera de vosotros será bienvenido, a cualquier hora!
Luego dio media vuelta y se alejó.
E ra el primer día de may o cuando los dos regresaron por fin al borde del valle
de Rivendel, donde se alzaba la última (o la Primera) Morada. De nuevo caía la
tarde, los poney s se estaban cansando, en especial el que transportaba los bultos,
y todos necesitaban algún reposo. Mientras descendían el empinado sendero,
Bilbo oy ó a los elfos que cantaban todavía entre los árboles, como si no hubiesen
callado desde que él estuviera allí hacía tiempo, y tan pronto como los jinetes
bajaron a los claros inferiores del bosque, las voces entonaron una canción muy
parecida a la de aquel entonces. Era algo así:
Luego los elfos del valle salieron y les dieron la bienvenida, conduciéndolos a
través del agua hasta la casa de Elrond. Allí los recibieron con afecto, y esa
misma tarde hubo muchos oídos ansiosos que querían escuchar el relato de la
aventura. Gandalf fue quien habló, y a que Bilbo se sentía fatigado y somnoliento.
Bilbo conocía la may or parte del relato, pues había participado en él, y además
le había contado muchas cosas al mago en el camino, o en la casa de Beorn; pero
algunas veces abría un ojo y escuchaba, cuando Gandalf contaba una parte de la
historia de la que él aún no estaba enterado.
Fue así como supo dónde había estado Gandalf; pues alcanzó a oír las
palabras del mago a Elrond. Parecía que Gandalf había asistido a un gran
concilio de los magos blancos, señores del saber tradicional y la magia buena; y
que habían expulsado al fin al Nigromante de su oscuro dominio al sur del Bosque
Negro.
—Dentro de no mucho tiempo —decía Gandalf—, el Bosque medrará de
algún modo. El Norte estará a salvo de ese horror por muchos años, espero. ¡Aun
así, desearía que y a no estuviese en este mundo!
—Sería bueno, en verdad —dijo Elrond—, pero temo que eso no ocurrirá en
esta época del mundo, ni en muchas que vendrán después.
Cuando el relato de los viajes concluy ó, hubo otros cuentos, y todavía más,
cuentos de antaño, de hogaño y de ningún tiempo, hasta que Bilbo cabeceó y
roncó cómodamente en un rincón. Despertó en un lecho blanco, y la luna entraba
por una ventana abierta. Debajo muchos elfos cantaban en voz alta y clara a
orillas del arroy o.
Sin embargo, Bilbo había perdido más que cucharas; había perdido su reputación.
Es cierto que tuvo desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los
enanos, magos, y todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino.
Pero y a nunca fue del todo respetable. En realidad todos los hobbits próximos lo
consideraron « raro» , excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk, aunque los
padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.
Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la
marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes,
incluso en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada
la colgó sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una
plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los
gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica
hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó
muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas
desagradables.
Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos
meneaban la cabeza y se tocaban la frente, y decían: « ¡Pobre viejo Bolsón!» , y
pocos creían en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin
de sus días, que fueron extraordinariamente largos.
Una tarde otoñal, algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio
escribiendo sus memorias —pensaba llamarlas Historia de una ida y de una
vuelta: Las vacaciones de un hobbit— cuando sonó la campanilla.
Allí en la puerta estaban Gandalf y un enano; y el enano no era otro que
Balin.
—¡Entrad! ¡Entrad! —dijo Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto
al fuego.
Y si Balin advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía
botones de oro auténtico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias
pulgadas más larga, y que él llevaba un magnífico cinturón enjoy ado.
Se pusieron a hablar de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y
Bilbo preguntó cómo iban las cosas por las tierras de la Montaña. Parecía que
iban muy bien. Bardo había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres
se le habían unido, hombres del Lago, y del Sur y el Oeste, y cultivaban el valle,
que era próspero otra vez, y en la Desolación de Smaug había pájaros y flores en
primavera, y fruta y festejos en otoño. Y la Ciudad del Lago había sido fundada
de nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas riquezas subían y bajaban
por el Río Rápido; y había amistad en aquellas regiones entre elfos y enanos y
hombres.
El viejo gobernador había tenido un mal fin. Bardo le había dado mucho oro
para que ay udara a la gente del Lago, pero era un hombre propenso a
contagiarse de ciertas enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón,
y apoderándose de la may or parte del oro, había huido con él, y murió de
hambre en el Yermo, abandonado por sus compañeros.
—El nuevo gobernador es más sabio —dijo Balin—, y muy popular, pues a él
se atribuy e mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que
en estos días los ríos corren con oro.
—¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna
manera! —dijo Bilbo.
—¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No
dejarás de creer en las profecías sólo porque ay udaste a que se cumplieran? No
supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la
mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor
Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple
individuo en un mundo enorme!
—¡Gracias al cielo! —dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco.
Anexos
Las Runas de El Hobbit
Cuando Tolkien escribió este libro, aún no había ideado las Angerthas o Runas que
se usarían posteriormente en El señor de los anillos. Como y a se sabe, El Hobbit
era y es un libro ideado para unos lectores infantiles; por ellos creó Tolkien el
mapa que aparece al principio del libro, con el que pretendía entretener a los
niños ingleses, intentando descifrar las inscripciones rúnicas que en él aparecen.
Si se consigue descifrar obtenemos un alfabeto rúnico como el que sigue:
Los ejemplos
Los únicos ejemplos que dejó Tolkien de esta escritura son las dos inscripciones
que aparecen en el mapa y otra más con el título del libro. La primera
inscripción (la de debajo de la mano) es la siguiente:
Y ésta es su transcripción:
five
f[ee]t high
[th]e dor an
d [th]h[ee] may
wolk abre
ast
[th] [th]
En inglés correcto esto es:
Five feet high the door and three may walk abreast. Th. & Th.
Y su correspondiente traducción al castellano.
Cinco pies de altura y tres pasan con holgura. Th. y Th.
***
La segunda inscripción, hecha con Runas Lunares (sólo se pueden ver cuando la
luna está en la misma posición que el día (noche) en el que se escribió), es la
siguiente:
Su correspondiente transcripción:
stand by [th]e grey st
one when [th]e [th]rush kn
oks and [th]e setti[ng] s
un wi[th] [th] last light
of durins day will sh
ine upon [th]e keyhole
[th]
En inglés correcto:
Stand by the grey stone when the thrush knocks, and the setting sun with the last
light of Durin’s Day will shine upon the keyhole. Th.
Y su traducción al castellano:
Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal y el sol poniente brillará
sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de Durin. Th.
***
El tercer ejemplo es el título, que aparece en el mismo libro escrito con este
peculiar sistema de escritura:
Aquí pone:
[Th]e Hobbit or [th]ere and back again
Esto se traduce en la versión en castellano de El Hobbit como:
El Hobbit, o historia de una ida y una vuelta
pero una traducción más literal sería:
El Hobbit o allí y de vuelta otra vez.
En: http://lambenor.free.fr/runas/hobbit.html
JOHN RONALD REUEL TOLKIEN. Es conocido principalmente por su trilogía
de El señor de los anillos, obra de fantasía considerada como todo un clásico de la
literatura universal y que comparte escenario con otra de sus grandes novelas, El
Hobbit.
Nacido en Sudáfrica el 3 de enero de 1892, Tolkien creció en Inglaterra y estudió
en el Exeter College, destacando y a por su facilidad para las lenguas, algo que
corroboraría a nivel universitario con sus estudios en Oxford.
Tolkien luchó en la Primera Guerra Mundial donde pasó una larga convalecencia,
ocasión que aprovechó para comenzar su serie de relatos que se convertiría en El
libro de los cuentos perdidos.
De vuelta a Oxford con su esposa e hijos, Tolkien inició una carrera como
lingüista, siendo profesor en el Pembroke College, etapa en la que siguió
escribiendo en el mundo que y a había esbozado en sus anteriores relatos,
llegando a publicar El Hobbit (1937), obra que, si bien en principio iba dedicada a
un público más juvenil, consiguió la atención de un mercado más amplio.
Es en esta época de Oxford en la que Tolkien formaría parte del grupo literario
conocido como los Inklings, en el que entablaría una amistad con el escritor C.S.
Lewis, autor de Las crónicas de Narnia.
De 1945 a 1959, Tolkien pasó a ocupar un puesto como profesor en la
Universidad de Merton. Tras la publicación de El Hobbit, Tolkien había estado
trabajando en su continuación, orientado esta vez a un público adulto. El resultado
fue El señor de los anillos, obra que, por decisión editorial, acabó siendo
publicada en tres partes. El señor de los anillos resultó un grandísimo éxito de
crítica y público, convirtiéndose en un claro referente para toda la literatura
fantástica posterior, siendo traducido a numerosos idiomas y alcanzando unas
impresionantes cifras de ventas en todo el mundo.
De vuelta a Oxford, Tolkien recibió numerosos homenajes y reconocimientos
académicos a lo largo de su carrera, así como distinciones como la Cruz del
Imperio Británico o numerosos honoris causa. Durante esta última etapa Tolkien
siguió escribiendo relatos y ensay os que han sido recopilados, en su may or parte,
gracias a la labor de su hijo Christopher.
De entre la obra de Tolkien, además de los y a mencionados El Hobbit y El señor
de los anillos, habría que destacar títulos como Los cuentos inconclusos, El
Silmarillion, Los hijos de Hurin o, dentro de sus cuentos más infantiles,
Roverandom o El herrero de Wootton Mayor.
La adaptación de El señor de los anillos al cine en 2001 por Peter Jackson —
aunque Ralph Baski y a lo había intentado en los años 70 sin demasiada suerte—,
supuso un éxito mundial, consiguiendo el récord de Premios Oscar para una
trilogía y revitalizando el estudio de la obra de Tolkien.
Tolkien murió en Bournemoth (Inglaterra) el 2 de septiembre de 1973.