Lectura Viernes

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UNA TERTULIA INESPERADA

En un agujero en el suelo, vivía un duende. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con


restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada
en que sentarse o que comer: era un agujero de un duende, y eso significa comodidad.
Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla
de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico,
como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y
suelos enlosados y alfombrados, provisto de sillas barnizadas, y montones y montones de
perchas para sombreros y abrigos; el duende era aficionado a las visitas. El túnel se
extendía serpeando, y penetraba bastante, pero no directamente, en la ladera de la colina —
La Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—, y muchas
puertecitas redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al otro. Nada de subir
escaleras para el duende: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas),
armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas. Comedores, se encontraban en la
misma planta, y en verdad en el mismo pasillo. Las mejores habitaciones estaban todas a la
izquierda de la puerta principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas
redondas, profundamente excavadas, que miraban al jardín y los prados de más allá, camino
del río. Este duende era un duende acomodado, y se apellidaba Bolsón.

Los Bolsón habían vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la
gente los consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también
porque nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que
diría un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo. Esta es la
historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo haciendo y
diciendo cosas por completo inesperadas. Podría haber perdido el respeto de los vecinos,
pero ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo.

La madre de nuestro duende particular... pero, ¿qué es un duende? Supongo que los
duendes necesitan hoy que se los describa de algún modo, ya que se volvieron bastante
raros y tímidos con la Gente Grande, como nos llaman. Son (o fueron) gente menuda de la
mitad de nuestra talla, y más pequeños que los enanos barbados. Los duendes no tienen
barba. Hay poca o ninguna magia en ellos, excepto esa común y cotidiana que los ayuda a
desaparecer en silencio y rápidamente, cuando gente grande y estúpida como vosotros o yo
se acerca sin mirar por dónde va, con un ruido de elefantes que puede oírse a una milla de
distancia. Tienden a ser gruesos de vientre; visten de colores brillantes (sobre todo verde y
amarillo); no usan zapatos, porque en los pies tienen suelas naturales de piel y un pelo
espeso y tibio de color castaño, como el que les crece en las cabezas (que es rizado); los
dedos son largos, mañosos y morenos, los rostros afables, y se ríen con profundas y jugosas
risas (especialmente después de cenar, lo que hacen dos veces al día, cuando pueden).
Ahora sabéis lo suficiente como para continuar el relato. Como iba diciendo, la madre de
este duende—o sea, Bilbo Bolsón — era la famosa Belladonna Tuk, una de las tres
extraordinarias hijas del Viejo Tuk, patriarca de los duendes que vivían al otro lado de
Delagua, el riachuelo que corría al pie de La Colina. Se decía a menudo (en otras familias)
que tiempo atrás un antepasado de los Tuk se había casado sin duda con un hada. Eso era,
desde luego, absurdo, pero por cierto había todavía algo no del todo duende en ellos, y de
cuando en cuando miembros del clan Tuk salían a correr aventuras. Desaparecían con
discreción, y la familia echaba tierra sobre el asunto; pero los Tuk no eran tan respetables
como los Bolsón, aunque indudablemente más ricos.

Al menos Belladonna Tuk no había tenido ninguna aventura después de convertirse en la


señora de Bungo Bolsón. Bungo, el padre de Bilbo, le construyó el agujeró—duende más
lujoso (en parte con el dinero de ella), que pudiera encontrarse bajo La Colina o sobre La
Colina o al otro lado de Delagua, y allí se quedaron hasta el fin. No obstante, es probable
que Bilbo, hijo único, aunque se parecía y se comportaba exactamente como una segunda
edición de su padre, firme y comodón, tuviese alguna rareza de carácter del lado de los
Tuk, algo que sólo esperaba una ocasión para salir a la luz. La ocasión no llegó a
presentarse nunca, hasta que Bilbo Bolsón fue un adulto que rondaba los cincuenta años y
vivía en el hermoso agujero-duende que acabo de describiros, y cuando en verdad ya
parecía que se había asentado allí para siempre.

Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de hace tiempo en la quietud del mundo,
cuando había menos ruido y más verdor, y los duendes eran todavía numerosos y prósperos,
y Bilbo Bolsón estaba de pie en la puerta del agujero, después del desayuno, fumando una
enorme y larga pipa de madera que casi le llegaba a los dedos lanudos de los pies (bien
cepillados), Ganlf apareció de pronto. ¡Ganlf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo que yo
he oído de él, y he oído sólo muy poco de todo lo que hay que oír, estaríais preparados para
cualquier especie de cuento notable— Cuentos y aventuras brotaban por donde quiera que
pasara, de la forma más extraordinaria. No había bajado a aquel camina al pie de La Colina
desde hacía años y años, desde la muerte de su amigo el Viejo Tuk, y los duendes casi
habían olvidado cómo era. Había estado lejos, más allá de La Colina y del otro lado de
Delagua por asuntos particulares, desde el tiempo en que todos ellos eran pequeños niños
duendes y niñas duendes.

Todo lo que el confiado Bilbo vio aquella mañana fue un anciano con un bastón. Tenía un
sombrero azul, alto y puntiagudo, una larga capa gris, una bufanda de plata sobre la que
colgaba una barba larga y blanca hasta más abajo de la cintura, y botas negras. —¡Buenos
días! — dijo Bilbo, y esto era exactamente lo que quería decir. El sol brillaba y la hierba
estaba muy verde. Pero Ganlf lo miró desde debajo de las cejas largas y espesas, más
sobresalientes que el ala del sombrero, que le ensombrecía la cara. —¿Qué quieres decir?
— pregunto — ¿Me deseas un buen día, o quieres decir que es un buen día, lo quiera yo o
no; o que hoy te sientes bien; o que es un día en que conviene ser bueno?

—Todo eso a la vez —dijo Bilbo—. Y un día estupendo para una pipa de tabaco a la puerta
de casa, además. ¡Si lleváis una pipa encima, sentaos y tomad un poco de mi tabaco! ¡No
hay prisa, tenemos todo el día por delante! —entonces Bilbo se sentó en una silla junto a la
puerta, cruzo las piernas, y lanzó un hermoso anillo de humo gris que navegó en el aire sin
romperse, y se alejó flotando sobre La Colina.

—¡Muy bonito! —dijo Ganlf— Pero esta mañana no tengo tiempo para anillos de humo.
Busco a alguien con quien compartir una aventura que estoy planeando, y es difícil dar con
él.
—Pienso lo mismo... En estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no estamos
acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas desagradables, molestas e incómodas que retrasan la
cena! No me explico por qué atraen a la gente —dijo nuestro señor Bolsón, y metiendo un
pulgar detrás del tirante lanzó otro anillo de humo más grande aún. Luego sacó el correo
matutino y se puso a leer, fingiendo ignorar al viejo, Pero el viejo no se movió. Permaneció
apoyado en el bastón observando al duende sin decir nada, hasta que Bilbo se sintió
bastante incómodo y aun un poco enfadado.

—¡Buenos días! —dijo al fin—. ¡No queremos aventuras aquí, gracias! ¿Por qué no probáis
más allá de La Colina o al otro lado de Delagua? —Con esto daba a entender que la
conversación había terminado.

—¡Para cuántas cosas empleas el Buenas días!, —dijo Ganlf—. Ahora quieres decir que
intentas deshacerte de mí y que no serán buenos hasta que me vaya.

—¡De ningún modo, de ningún modo, mi querido señor! —. Veamos, no creo conocer
vuestro nombre...

—¡Sí, sí, mi querido señor, y yo sí que conozco tu nombre, señor Bilbo Bolsón! Y tú
también sabes el mío, aunque no me unas a él. ¡Yo soy Ganlf, y Ganlf soy yo! ¡Quién iba a
pensar que un hijo de Belladonna Tuk me daría los buenos días como si yo fuese vendiendo
botones de puerta en puerta!

—¡Ganlf Ganlf! ¡Válgame el cielo! ¿No sois vos el mago errante que dio al Viejo Tuk un
par de botones mágicos de diamante que se abrochaban solos y no se desabrochaban hasta
que les dabas una orden? ¿No sois vos quien contaba en las reuniones aquellas historias
maravillosas de dragones y trasgos y gigantes y rescates de princesas y la inesperada
fortuna de los hijos de madre viuda? ¿No el hombre que acostumbraba a fabricar aquellos
fuegos de artificio tan excelentes? ¡Los recuerdo! El Viejo Tuk los preparaba en los
solsticios de verano. ¡Espléndidos! Subían como grandes lirios, cabezas de dragón y árboles
de fuego que quedaban suspendidos en el aire durante todo el crepúsculo. —Ya os habréis
dado cuenta de que el señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía, y también de
que era muy aficionado a las flores. — ¡Diantre! —continuó—. ¿No sois vos el Ganlf
responsable de que tantos y tantos jóvenes apacibles partiesen hacia el Azul en busca de
locas aventuras? Cualquier cosa desde trepar árboles a visitar elfos... o zarpar en barcos, ¡y
navegar hacia otras costas! ¡Caramba!, la vida era bastante apacible entonces Quiero decir,
en un tiempo tuvisteis la costumbre de perturbarlo todo en estos sitios. Os pido perdón,
pero no tenía ni idea de que todavía estuvieseis en actividad.

—¿Dónde si no iba a estar? —dijo el mago—. De cualquier modo me complace descubrir


que aún recuerdas algo de mí. Al menos, parece que recuerdas con cariño mis fuegos
artificiales, y eso es reconfortante. Y en verdad, por la memoria de tu viejo abuelo Tuk y
por la memoria de la pobre Belladonna, te concederé lo que has pedido.

—Perdón, ¡yo no he pedido nada!


—¡Sí, sí, lo has hecho! Dos veces ya. Mi perdón. Te lo doy. De hecho iré tan lejos como
para embarcarte en esa aventura. Muy divertida para mi, muy buena para ti... y quizá
también muy provechosa, si sales de ella sano y salvo.

—¡Disculpad! No quiero ninguna aventura, gracias, Hoy no. ¡Buenos días! Pero venid a
tomar el té... ¡cuando gustéis! ¿Por qué no mañana? ¡Sí, venid mañana! ¡Adiós! —Con esto
el duende retrocedió escabulléndose por la redonda puerta verde, y la cerró lo más rápido
que pudo sin llega; a parecer grosero. Al fin y al cabo, un mago es un mago. "¡Para qué
diablos lo habré invitado al té!" se dijo Bilbo cuando iba hacia la despensa. Acababa de
desayunar hacía muy poco, pero pensó que un pastelillo o dos y un trago de algo le
sentarían bien después del sobresalto.
Ganlf, mientras tanto, seguía a la puerta, riéndose larga y apaciblemente. Al cabo de un rato
subió, y con la punta del bastón dibujó un signo extraño en la hermosa puerta verde del
duende. Luego se alejó a grandes zancadas, justo en el momento en que Bilbo ya estaba
terminando el segundo pastel y empezando a pensar que había conseguido librarse al fin de
cualquier posible aventura.

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