El Laberinto Prohibido
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Kendall Maison
El laberinto prohibido
Alex Craxell 1
ePub r1.1
Rob_Cole 20.04.2016
ebookelo.com - Página 3
Título original: El laberinto prohibido
Kendall Maison, 2007
Retoque de cubierta: Octopussy
ebookelo.com - Página 4
PRIMERA PARTE
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Capítulo 1
Un acceso al inframundo
E
l sonido del teléfono me sobresaltó. Me incorporé de un salto del sillón en el
que me había adormilado y lo cogí para ver quién me llamaba. Era Sandro.
Me enviaba un SMS para saber si seguía en activo o había decidido
retirarme. Hay profesiones que se eligen vocacionalmente, y la mía era una de esas.
No resistí demasiado tiempo inactivo. Necesitaba la subida de adrenalina que me
producía la búsqueda de objetos perdidos hacía siglos para algunos de mis
caprichosos y ricos clientes. Krastiva estaba en el Líbano, cubriendo la retirada
militar de Siria de la zona ocupada. Ella, como yo, se entusiasmaba rápidamente con
una nueva «misión». Había decidido seguir en la revista Danger para la que trabajaba
hacía tiempo y, aunque no la había acompañado en algunos trabajos, tenía mis
propias preocupaciones. La echaba de menos, pero sabía que ambos éramos
auténticos nómadas. Y no se puede pedir a un ave de paso que camine poco a poco
cuando posee alas para volar con entera libertad.
El mensaje de Sandro me trajo a la mente sucesos ya distantes. Habían pasado un
par de años, durante los cuales en realidad nos habíamos conocido ella y yo.
Aquélla resultaba una mañana espléndida. Como cada día que pasaba en Roma,
me había dirigido a la Piazza Navona para desayunar en una de sus tradicionales
terrazas, escoltado por las monumentales fuentes sobre las que el dios del mar,
Neptuno, reinaba refrescándose en unas aguas tan cristalinas que parecían eternas en
su fluir. El sol iluminaba el amplio espacio que era la gran plaza, y una suave brisa
matinal la recorría, acariciando con delicadeza sus viejas piedras.
—Buona mattina, signore —me saludó alguien con fuerte acento romano.
Literalmente absorto en mis pensamientos, no había advertido ni la llegada del
camarero. Era un joven como los demás en la Ciudad Eterna, el típico arquetipo
italiano de no más de veinte años de edad, de nariz afilada, cabello negro y lacio.
—Gracias —le respondí educadamente, mientras él depositaba en la mesa lo que
debía consumir. Debía dar buena cuenta de un zumo de naranja, tostadas y el tan
socorrido café capuccino sobre la mesa.
Aboné sin pestañear la cantidad que vi impresa en el tique y le añadí una generosa
propina. El muchacho sonrió agradecido, y luego se retiró presto, deseándome el
tópico buen provecho en el idioma italiano, todo ello mientras se le encendían sus
límpidos ojos pardos.
El desayuno en Piazza Navona era para mí lo más similar a un ritual diario tan
«sagrado» como el té de las cinco de la tarde para un británico tradicional. Siempre
acudía al mismo establecimiento, el Viccotti, aunque lo cierto es que cambiaba de
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camareros cada cierto tiempo, por lo que rara vez era reconocido por alguno de ellos;
lo cual no dejaba de tener sus ventajas para pasar más desapercibido entre seres
anónimos.
Sin embargo, aquel día me encontraba preso de un perceptible nerviosismo. Era
algo habitual en mí cada vez que daba comienzo a una nueva «operación».
Esperaba la llamada de Sandro, mi contacto en la Ciudad Eterna. El, con su cara
pequeña de facciones regulares, se encargaba de recabar la información necesaria
sobre las piezas que me interesaban, o sobre las personas que deseaba investigar antes
de realizar transacción alguna con ellas. Sandro conocía tan bien a la élite romana
como sus bajos fondos… Sus informantes eran siempre de confianza absoluta; claro
que resultaba un tanto caro, pero al final sí que merecía la pena esa inversión.
En esta ocasión, Sandro estaba tardando más del tiempo acostumbrado, algo harto
extraño en él, siempre tan eficaz, y mis nervios estaban tensándose como la cuerda de
un arco medieval a medida que pasaban los interminables minutos de la espera.
—Piit, piit, piit…
El teléfono móvil me avisaba de que un mensaje acababa de llegar. «Por fin»,
pensé, aliviado.
Le di a la tecla correspondiente y el SMS apareció ante mí. Metí la cabeza en él, y
debí de presentar el aspecto de un imbécil con los ojos desorbitados… Tragué saliva
con dificultad porque no podía dar crédito a lo que estaba leyendo y releyendo, una y
otra vez. Por un momento creí que toda la gente que había a mi alrededor estaba
pendiente de mí, con sus miradas clavadas en mi transfigurado semblante. Miré
alrededor y pude convencerme de que, como era lógico, absolutamente nadie había
advertido aquello que para mí resultaba tan evidente.
A esa hora, algunos ejecutivos, secretarias de buen ver, e incluso algún cura que
otro de semblante circunspecto, realizaban la misma operación que yo, desayunarse
sin prisas y con la prensa del día. A propósito, de la «canallesca», mi periódico yacía
sobre la silla de al lado, como abandonado…
Volví a leer el mensaje para cerciorarme de que realmente era de Sandro, y
también de que no había error posible.
Como era lo habitual, Sandro firmaba «S», y después una cantidad: 1000 euros.
Total, que acababa de tirar a la basura urbana esa cifra sin obtener nada a cambio.
Mi cara debió parecer un poema —una máscara de furia contenida— tras apretar la
tecla roja del móvil, pues a nadie le gusta perder dinero.
«Así pues, resulta que nadie conoce al tal “Lerön Wall”, presunto coleccionista de
arte», cavilé cariacontecido ante la frustrante novedad. Y la pieza, aun a riesgo de ser
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auténtica y, por lo tanto, extraída subrepticiamente de alguna excavación, era tan
desconocida como su anterior propietario. Haciendo un esfuerzo mental extra, decidí
dedicar toda mi atención a la bandeja del desayuno que tenía frente a mí, antes de
continuar estrujándome el cerebro, y luego disfrutar del agradable sol mientras me
alimentaba. Comí con deliberada lentitud, saboreando cada suave mordisco dado a las
gruesas y doradas tostadas generosamente cubiertas de mantequilla y mermelada de
melocotón, todo ello tras tomarme de un solo sorbo el zumo de naranja. Como era
costumbre en mí, reservé el capuccino para degustarlo mientras me informaba
leyendo la prensa del día.
La Repubblica publicaba, en primera página, el comienzo de la nueva guerra en el
Golfo Pérsico. Sadam Hussein se enfrentaba él solito contra unos Estados Unidos de
América eufóricos, y la ciega efervescencia bélica yanqui hacía que se exaltaran los
ánimos en una Europa casi por completo en contra de la política de garrote y
tentetieso de George W. Bush, digno hijo de su ínclito padre.
Esto venía a complicar sobremanera mis actividades en la región con las mayores
reservas petrolíferas. Para mí, sólo era uno de los lugares más ricos del mundo en
yacimientos arqueológicos. No en vano, toda la cultura tenía su origen cerca de allí,
en la antigua y legendaria Mesopotamia.
Miré todo el periódico con calma. Únicamente una noticia atrajo verdaderamente
mi atención; de hecho, me hizo palidecer en cuestión de décimas de segundo,
sumiéndome en la inercia de lo imprevisto. Después aspiré hondo el aire romano y leí
de nuevo el titular de la gacetilla.
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T
odo había comenzado veinte días atrás, en mi apartamento-oficina de
Londres, ubicado en Pimlico, un barrio caro, y casi pegado al de Chelsea. En
el lateral de la puerta, había una placa dorada con mi nombre y la actividad
que legalmente desarrollaba; decía así: «Alex Craxell. Experto en antigüedades».
Bajo ella, un timbre indicaba al visitante que sólo tocándolo se le abriría aquella
puerta de roble flanqueada por dos esbeltas columnas de piedra.
En la primera planta, a la que se accedía por una artística escalera de la época
victoriana, de madera oscura y brillante, estaba ese día sentado yo en mi cómodo
sillón tras la imponente mesa estilo Luis XVI, navegando por Internet en mi portátil.
Era una mañana como otra cualquiera. Solía recibir de cuatro a cinco clientes por
semana, siempre para contratar mis servicios a fin de conseguir alguna pieza rara. No
obstante, durante el trascurso de la jornada matinal nadie me había visitado aún.
Serían las 12.45 horas, aproximadamente, y como el tedio se estaba apoderando
de mí, decidí marcharme. Apenas comencé a incorporarme del sillón forrado de
cuero, con la intención de apagar las luces y salir a la calle, cuando el timbre de la
calle comenzó a sonar insistentemente, igual que si el dedo índice se le hubiera
pegado a él a mi inesperado y potencial cliente.
—¡Voy, voy! —exclamé, simulando indignación, como si él pudiese oírme desde
la vía pública y con el monótono sonido del tráfico rodado.
Pulsé la tecla de apertura y esperé a que, quien fuese, apareciera de una vez.
Después sonaron dos toques secos contra el cristal de la puerta, y la silueta que se
recortaba tras él me mostró que era un hombre.
—¡Adelante! —Con voz enérgica concedí permiso para que el desconocido
entrara en mi sancta sanctorum profesional.
Era un hombre con estilo, de unos cincuenta y tantos años de edad, y muy bien
conservado por cierto. Penetró resuelto en mi oficina, y luego se situó frente a mí.
Tenía las sienes salpicadas de hebras plateadas, e iba vestido con un traje de buen
corte, caro, sin duda de los hechos a medida en un sastre de postín. Llevaba un
maletín de piel ejecutivo, color negro, muy estilizado, bajo su brazo derecho.
—Buenos días, señor Craxell —saludó cortés, pero lo hizo casi sin despegar los
labios, como si hablara entre dientes, manteniendo su gesto, serio, adusto.
—Siéntese, por favor —le pedí al instante, desplegando de paso la mejor de mi
sonrisas—, y cuénteme en qué puedo ayudarle.
El recién llegado parecía inquieto, como si toda su concentración mental
estuviese dirigida a controlar sus nervios, a mantener una forzada serenidad que
seguramente estaba lejos de sentir por dentro. Finalmente me pareció que recuperaba
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su presencia de ánimo.
—Un colega de profesión me ha dado su nombre —comenzó su explicación—, y
asimismo me ha garantizado su absoluta discreción y también su gran eficacia; de
modo que me he decidido a venir a verle.
—Siempre es agradable saber que se goza de una buena reputación en este medio
tan delicado. Por otra parte… —Traté de ayudarle a abrirse, pero mi interlocutor me
interrumpió.
—Mi nombre es Lerön Wall… —Soltó un débil suspiro de alivio—. Soy
coleccionista de arte y anticuario. En estos últimos años he estado tratando de hallar
una pieza de extraordinaria rareza, aunque sin conseguir el resultado deseado. Hace
dos días, visitando en Roma a un amigo, y en ocasiones «competidor». —Remarcó
mucho esa palabra—, Pietro Casetti, vi algo que llamó poderosamente mi atención…
Naturalmente, no le dije nada al respecto, pero en un descuido… —Se cortó antes de
confesar su delito— le sustraje este pequeño trozo de un friso… —dijo, extrayendo a
continuación de su americana lo que parecía un diminuto trozo de yeso con dos raras
marcas, y que no mediría más de cuatro centímetros de largo por otros tres de ancho
—. Lo tenía sobre una mesilla, junto a una lupa. Supongo que aún no había concluido
su examen… En este portafolios. —Lo palmeó un par de veces. Su rostro adoptó
ahora una expresión de satisfacción altiva— le traigo las fotografías ampliadas que le
he hecho. —Tras extraerlas con sumo cuidado, el señor Wall dejó media docena de
ellas sobre mi mesa de trabajo.
Tomé las instantáneas entre mis manos y concentré toda mi atención en ellas.
Enseguida me di cuenta de que no me interesaban aquellas marcas. Eran dos,
concretamente dos símbolos egipcios que tan solo se suponía que indicaban el acceso
al inframundo. Ni tan siquiera se tenía la completa convicción de que realmente
existieran.
—Son el símbolo protector de Amón y el de su maldición —comenté en voz alta
para demostrarle que sabía lo que tenía frente a mí—. Luego están la cabeza del
carnero sobre la serpiente Apofis y la serpiente Set; ésta con una cabeza humana
entre sus anillos. —Después fruncí el entrecejo, pensativo.
Lerön Wall hizo un ademán de asentimiento.
—Veo que conoce la más secreta de la simbología del antiguo Egipto. —Mi
potencial cliente estaba muy impresionado ante la rapidez de mis reflejos
profesionales.
—Por supuesto que sí… —Tras una pausa de un par de segundos, luego, con tono
incisivo, añadí—: He tenido contacto con todo lo que atañe a la extinta Orden de
Amón, y algunas piezas del llamado Imperio Medio, con su sello, han pasado por mis
manos. Sin embargo, reconozco que nunca vi con anterioridad estos dos símbolos
juntos.
—Entonces ya supondrá lo importante que es esta pieza que, por otro lado, es
auténtica —aseguró él, acercándomela hasta casi rozar mis manos. Casi al instante,
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enarcó la ceja izquierda en gesto elocuente.
Dejé las fotografías sobre la mesa, y examiné con todo detenimiento el pequeño y
vetusto trozo de yeso coloreado. La escritura, sin ser perfecta, estaba grabada en el
yeso con suma precisión y claridad. Levanté la mirada y posé mis ojos en mi elegante
visitante, que esbozaba una vaga sonrisa. Daba así a entender que comprendía mi
reacción, que fue la suya con toda seguridad, cuando le echó el ojo encima en casa de
su «amigo».
—¿Se da cuenta ahora de por qué no pude sustraerme a la tentación de
llevármela? —Sonrió más abiertamente, señalando el valioso trozo de friso egipcio.
—Me doy cuenta, claro que me doy cuenta de cómo no pudo evitar el
«requisarla» —señalé en voz baja, asintiendo tres veces con la cabeza, a la vez que se
lo entregaba de nuevo y le presentaba una sonrisa maliciosa.
—¡Oh, no! ¡No! Deseo que lo guarde usted —respondió el señor Wall, poniendo
mucho énfasis en sus palabras.
Luego extendió la palma de su mano derecha, frenando mi intención. —Estará
más segura aquí… ¡Ah! —Vaciló por un instante—, las fotografías también son para
usted —continuó, poniendo en mis manos las copias—. Verá… Yo he de irme por un
tiempo; asuntos de la mayor importancia me reclaman en el continente. —No pudo
evitar que le temblara algo la voz—. Ahora, por favor, dígame a cuánto ascienden sus
honorarios, señor Craxell.
Durante unos veinte minutos concertamos cuáles serían las cláusulas de nuestro
«contrato». Cada cliente podía pagar un precio, y éste también dependía, por
supuesto, de la dificultad que entrañaba encontrar y conseguir el objeto tras el que iba
el interesado de turno. Con mirada escrutadora le pedí cincuenta mil libras de
adelanto, y él, sin rechistar lo más mínimo, sacó su talonario y me firmó un talón por
la cantidad exigida. Debería conseguir, no una pieza, sino la ubicación del resto del
friso, al cual le faltaba ahora aquel pequeño trozo.
La misión encomendada no era nada fácil si se tiene en cuenta que todo el mundo
cree que se trata de un lugar de leyenda y no real. El señor Wall se levantó, y extendió
su mano en un gesto cordial; incluso hubiera asegurado que su semblante era ahora
más agradable, como si realmente se hubiera quitado un peso de encima…
Mi nuevo cliente respiro hondo, y haciendo acopio de fuerzas me dijo en tono
firme:
—Espero noticias suyas, señor Craxell… Esta es mi tarjeta. —Me tendió una
color paja—. Ahí tiene mi número de apartado de correos, y también el número de mi
teléfono móvil, al que, naturalmente, puede llamar para contactar conmigo si le fuera
imprescindible. —Los ojos del señor Wall centellearon.
El apretó mi mano con fuerza. Se dio la vuelta y despareció de mi vista.
Solté un gruñido de satisfacción.
Me dirigí decidido a una estantería repleta de libros, cercana a mi elegante mesa,
y saqué varios de ellos, dejando al descubierto una pequeña caja fuerte. Ya sé que es
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poco original, pero como no suelo guardar en ella objetos demasiado valiosos, ni
tampoco grandes cantidades de dinero, era más que suficiente para mí.
«Aquí estará bien, hasta que decida dónde guardarlo definitivamente», pensé
complacido, cerrándola y colocando de nuevo en su lugar los libros extraídos.
Después me senté y estudié las fotografías una vez y otra con ojo de relojero.
Eran buenas. Su nitidez mostraba a las claras un buen trabajo.
Durante el resto del día recurrí a lo que tenía más a mano, comparando mis
conocimientos sobre egiptología. Los cotejé pacientemente con el contenido de
algunos viejos volúmenes, ya descatalogados, y entre suspiro y suspiro fui
rindiéndome ante la más descorazonadora evidencia. No existía nada, ni remotamente
parecido, que me pudiera servir como pista fiable, absolutamente nada con que
comenzar la búsqueda. Aquellas polvorientas hojas, que en más de una ocasión
habían resultado ser mi más firme apoyo, nada podían indicarme sobre el misterioso
lugar que tanto temiesen los antiguos sabios egipcios. Arrugué la nariz en un gesto de
preocupación; después sentí la boca seca.
Un poco hastiado del tema, decidí visitar a un colega, alguien cuyo privilegiado
cerebro contenía toda la sabiduría profunda del país del Nilo. Era mi última baza. De
no conseguir resultado positivo alguno, debería cambiar mis esquemas y reiniciar por
otro punto mis frustrantes averiguaciones. En aquel momento no podía saber lo cerca
que estaba de deslizarme por el túnel del tiempo de la manera más insólita que uno
pudiera imaginar.
Por lo demás, la tarde y la noche transcurrieron con nosotros dos, mi amigo
Brando Heistig y yo, «buceando» en sus más queridos y polvorientos libros. Su
vivienda, en Chelsea, no muy lejos de mi centro de operaciones, era más bien un
cubículo de paredes recubiertas de estanterías repletas de libros, pergaminos y
papiros, que sin duda lo hubieran hecho millonario de haberse decidido a venderlos a
un importante anticuario.
Pero he aquí que todo nuestro esfuerzo fue inútil y me marché bastante
desanimado, aunque, eso sí, dispuesto a reiniciar la lucha tras un buen desayuno y
algunas horas de sueño. Solté un rabioso juramento, y entré en un bar cercano a mi
oficina, donde pedí un café cargado mientras desplegaba la prensa de la barra ante
mis vencidos párpados.
Entonces me llevé una sorpresa mayúscula. Lo que vi me heló la sangre en las
venas. Allí estaba mi elegante y adinerado cliente del día anterior, en aquella
instantánea en la que aparecía boca arriba, con su cabeza sobre un charco de sangre.
Sacudí la cabeza, asombrado. No había pie de foto, no decía su nombre, sólo cómo se
le había encontrado… quién… esas cosas que siempre se dicen en estos casos; pero
sobre su personalidad, nada de nada. «¡Qué pena!», pensé ante esa rotunda evidencia.
Fruncí el entrecejo mientras leía con toda atención, y entonces el vello de la nuca
comenzó a erizárseme.
El forense aseguraba que había sido asesinado sobre las 13.30 horas, es decir,
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poco después de abandonar mi oficina. Tragué saliva con dificultad. Después una
mirada más detenida de la fotografía me indicó cuál había sido el motivo. El delgado
y negro maletín ejecutivo había desaparecido. Un flash vino a mi mente, y por eso
cavilé: «¿Sabrían que habló conmigo? ¿Le habían estado vigilando? ¿Y si yo era el
siguiente? Tranquilízate. ¿Qué harías tú en su lugar? Tranquilo, piensa», me ordené
mentalmente, para apartar los pensamientos erráticos.
Doblé el ejemplar de The Guardian, dejé unas monedas sobre la mesa y salí a
toda prisa hacia mi apartamento. Notaba un anhelo frenético ante las dudas que,
incansables, me aguijoneaban el cerebro. En unas pocas zancadas alcancé mi
objetivo, al subir las escaleras de dos en dos, y abrí la puerta, con el corazón
latiéndome como un loco. Tenía una incómoda sensación de vértigo e ingravidez,
igual que si me estuviera hundiendo sin remedio, con toda lentitud, en las oscuras
aguas del lago Ness.
Entré en tromba, abrí puertas y armarios, lo revisé todo. Pero no, no había entrado
nadie; no habían destripado mi apartamento como yo me temía en busca de…
Seguidamente, saqué los libros que ocultaban la caja fuerte, la abrí y… ¡Vacía! Se me
cayó el alma a los pies y contuve una maldición.
Alguien, metódico y cuidadoso, se había llevado aquella pieza extraordinaria, y
asimismo, las fotografías. Era como si éstas nunca hubieran existido, lo mismo que si
todo hubiera sido una fantasía, un sueño más…
Solté una exclamación ahogada.
Quizás era precisamente eso lo que deseaban que pensara, pero las cincuenta mil
libras eran reales, allí estaban. Extraje el cheque, lo desdoblé con sumo cuidado y él,
claro, me confirmó al instante que la entrevista había sucedido. Todo era tan real
como la vida misma.
Aquella noche la pasé en un discreto hotel, apenas tomé para ello mis útiles de
aseo, el portátil, algo de ropa, el pasaporte y dinero, y me trasladé de residencia por
un elemental sentido de la seguridad. A la mañana siguiente me presenté en una
sucursal del Banco de Inglaterra e hice efectivo el talón. Ningún problema con la
ventanilla de turno. Cincuenta mil machacantes fueron a parar al bolsillo interior de
mi cazadora.
Había elegido unos vaqueros y una cazadora de cuero negra, así como calzado
deportivo, para viajar más cómodo. Iba a investigar para el señor Lerön Wall, aunque
estuviese muerto. Más allá de la consabida ética profesional, me picaba como nunca
la curiosidad.
Mi primera visita prevista era al amigo del difunto, un «competidor» de Roma, así
que decidí ir a verlo. Dicho y hecho, tomé un taxi hasta el aeropuerto de Heathrow.
Una vez allí, compré un billete de avión con destino directo a Roma en el mostrador
de la compañía Air Italia.
Casi dos horas después me encontré a bordo, cómodamente instalado, y comencé
a ordenar mis ideas. Mis pensamientos se precipitaban a velocidad de auténtico
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vértigo. Me pareció excesivo que su amigo hubiera contratado a un matón para
matarlo como castigo por el robo de la pieza. No, algo más debía esconderse detrás
de aquel siniestro asunto. Junto a mí, una mujer gruesa y sonriente parloteaba sin
cesar, aun dándose cuenta de que no le prestaba la más mínima atención. A pesar de
todo, ella continuó con su insulso soliloquio sobre los eternos problemas familiares.
Había adquirido un billete de turista para no atraer la atención, por si era controlado
por los asesinos de mi cliente. No obstante, me arrepentí durante el tiempo que duró
el vuelo. Era insoportable aquel ruido monocorde y persistente en que resultaba la
voz chillona de aquella mujer de mediana edad, con dientes desiguales y un ojo
estrábico.
Cuando llegamos al aeropuerto de Fiumicino, en Roma, me apresuré a salir de él
tomando de nuevo un taxi. Según me habían comentado, los taxistas romanos eran
poco menos que suicidas, y un tanto pesados en cuanto a conversación se refiere,
extremo que cualquiera puede comprobar enseguida in situ.
Me hospedé en el hotel Madison, un lugar discreto, cuyo exterior poco o nada
tenía que ver con lo que eran sus amplias habitaciones, con sus paredes recubiertas de
telas verdes y mobiliario de buena madera, con baño todo él de mármol. Siempre que
necesitaba quedarme en un lugar discreto y cómodo, elegía el Madison.
Eran las tres de la tarde; pedí que me subieran algo de comer y me metí en el
baño. El agua tibia de la ducha me confortó, y por ello permanecí bajo el chorro del
agua varios minutos, disfrutando de aquel placer hídrico y relajante. Después me
enfundé el confortable albornoz blanco que colgaba tras la puerta, con las grandes
iniciales HM en hilo dorado, y me eché sobre la gran cama con las manos tras la
nuca.
Tras dos golpes suaves y la consabida frase de «servicio de habitaciones», y
siempre después de conceder mi permiso, una joven camarera de buen ver penetró en
mi habitación con una gran sonrisa en su rostro, a la que adornaban dos ojos negros
de increíble brillo.
—Le he traído un poco de todo, como no sabía qué podía apetecerle… —Fue
destapando varios platos conteniendo carne en salsa, salmón a la plancha con una
guarnición de ensalada, espaguetis a la boloñesa, y varios apetitosos postres lácteos,
todo junto a una botella de vino italiano y una jarra de agua, así como dos copas de
fino cristal de Bohemia.
—Es todo un banquete, y tiene buen aspecto —contesté complacido. Enseguida le
puse en la mano un billete de veinte euros, y la agradable camarera se retiró
satisfecha por mi «detalle».
No me dio las gracias, aunque se limitó a asentir con la cabeza. Eso sí, ella desvió
la mirada cuando la lujuria carnal me hizo imaginar cómo me sentiría al acariciar su
resbaladizo cuerpo desnudo. Sería si antes le daba un masaje con aceites perfumados
de la Hispania romana alrededor de la mata que debía tener entre las piernas…
Suspiré, apartando luego la lascivia de mis pensamientos, encadenados también a su
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portentosa boca rojo cereza. Había que prestar atención a la gastronomía local.
El salmón fue el plato elegido, regado con una buena cantidad del Soleggio de la
bodega del príncipe Pallavicini, un tinto de crianza tan intenso como potente en mi
boca. ¡Ah! Era como estar en casa, pero mejor… Y después vino una gran copa de
helado. Todo lo servido desapareció en mi interior. Rememorando tiempos pretéritos,
diré que me había puesto a cuerpo de senador vitalicio del Imperio Romano de
Occidente, y sin riesgo de que nadie me envenenara, o eso creo…
Tenía que empezar por algún sitio, así que decidí buscar en la guía telefónica el
número de Pietro Casetti. Era un anticuario muy conocido, así que lo encontré presto.
Marqué el número y esperé la respuesta, al tiempo que silbaba un insulsa cancioncilla
de moda. Una voz, suave y bien timbrada, sonó al otro lado.
En pocas palabras le puse al tanto de la situación. Su rostro debió contraerse en
un rictus de disgusto, ya que su desagrado era evidente incluso a través del hilo
telefónico. Tras un hosco silencio, durante el cual él trataba de contener su ira, se le
quebró la voz, carraspeó y por fin nos citamos en el Vicotti, en la Piazza Navona, a
las ocho en punto de la mañana. Yo llevaría un bolso negro con una gran tapa que lo
cubría por delante, en bandolera.
Colgué y me eché a dormir. Me dio por imaginar cómo sería el rostro lívido de
Casetti. Una sonrisa sarcástica me acompañó con el primer y reparador sueño.
M
e encontraba deleitándome con una copa de helado —adornado con sirope
de chocolate y algunos perifollos de colores que, enhiestos, se alzaban
sobre él por medio de largos y afilados palillos—, sentado junto a una de
las mesas metálicas circulares del Vicotti. Por el cantón de enfrente que comunica la
calle con la ciudad, confiriéndola ese aire de refugio tan seductor, entró un varón de
unos cuarenta y muchos, vestido de manera informal, aunque ciertamente elegante.
Es posible que incluso la cazadora de cuero marrón —y de seguro que muy cara
— así como los pantalones vaqueros unidos a una complexión atlética, contribuyeran
a restarle algunos años. Por otra parte, carecía de canas, y una espesa y bien cortada
cabellera negra larga, recogida en una coleta, le daba un inconfundible toque
postmoderno. Era el arquetipo del varón maduro latino que las féminas al uso
denominan como «interesante».
Él recorrió con la mirada la plaza, de lado a lado, y sin dudar, se acercó hasta mi
mesa con paso seguro y las manos en los bolsillos de la cazadora. Después me habló
en un más que correcto español.
Le brillaban los ojos, e ipso facto comprobé que su expresión se mostraba alerta.
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—Buenos días, supongo que usted es el señor Alex Craxell —casi afirmó con una
voz grave y profunda, mostrando un completo dominio de sí mismo.
—Así es —repliqué con frialdad en el idioma en que se expresaba, y que era el
original mío—. Y usted debe ser Pietro Casetti… ¿Verdad? —le pregunté, más para
concluir mi frase con un cliché clásico de educación estándar, y para que en realidad
me lo confirmase—. Pero siéntese, por favor —le pedí presto, pero, eso sí, sin sonreír
lo más mínimo.
Cuando el aludido lo hubo hecho, me llegó el aroma de un conocido y muy caro
perfume, algo que a mí, a nivel personal siempre me ha dicho mucho de la
personalidad de quien tengo enfrente. Resultaba harto evidente que el hombre que
tenía casi junto a mí, al otro lado de la mesa de la terraza del Vicotti, se resistía a
envejecer, y por ello luchaba tenazmente contra el implacable paso del tiempo.
El tal Casetti era un tipo de piel bronceada y aspecto saludable, que te miraba de
frente, sin intentar ocultar nada, seguro de sí mismo. Obviamente, fue directamente al
grano en su exposición.
—Me dijo usted por teléfono que se hallaba en poder de una información
importante relativa a la pieza que sustrajo de mi casa el señor Lerön Wall… Doy por
hecho que no se halla en su poder dicho objeto —aventuró de golpe y con algo de
aspereza, en un intento de sonsacarme hábilmente; algo que, por otra parte, ya estaba
esperando.
—No he querido engañarle en absoluto, signore Casetti… Conozco los símbolos
y grabados en la pieza por haberla tenido en mis manos, así como media docena de
fotografías que el señor Wall le hizo, a fin de facilitar mi examen de la misma, sin
que tuviera que manosearla cada vez que deseara verla. Dejó a mi cargo ambas cosas.
Lamento decirle. —Bajé la mirada, un tanto avergonzado, pero haciendo teatro— que
fueron robadas de mi propia caja fuerte… Los ladrones, o el ladrón, no se llevaron
nada más…
El pareció sobresaltado, pero en un instante recobró su semblante habitual.
—Y posteriormente, cuando supo del asesinato de Lerön Wall y de la
desaparición de la pieza y sus copias fotográficas, fue encajando piezas, supongo —
apuntó certeramente mi interlocutor en tono glacial, al tiempo que yo jugueteaba con
el azucarillo vacío de mi café entre mis dedos—. ¿En qué puedo ayudarle? —
preguntó haciendo una extraña mueca.
—No sé si usted, después del robo acaecido en su domicilio, deseará ayudarme a
aclarar este enigma, pero yo me propongo llegar hasta el final… Después de todo —
contesté con tono pausado—, el difunto señor Wall me abonó una generosa cantidad a
cuenta, y alguien más ha logrado picar mi curiosidad, hasta el…
En ese preciso momento llegó de nuevo hasta la mesa el solícito camarero para
interesarse en el recién llegado cliente.
—¿Tomará algo el signore? —inquirió sonriente, pero a la vez algo rígido.
—Un capuccino, por favor, gracias —añadió Pietro Casetti con consumado estilo,
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sin perder ya la compostura. Continuó hablando cuando se alejó el empleado de
hostelería—: Verá, si mi colega Wall hubiera decidido colaborar conmigo —aseguró,
malhumorado—, yo hubiese puesto a su disposición esa importante pieza que, por
otra parte, he tardado años en conseguir, sin necesidad de que la hurtara y quizás
estuviera vivo… —Hizo una breve pausa—. Me interesa en grado sumo hallar el
lugar del que procede. Es por esto, y también por la determinación y lealtad que veo
guían su investigación en todo momento, que apoyaré cuanto considere necesario
para llevar a buen fin esta búsqueda.
Sin esperar mi respuesta, Casetti extrajo del bolsillo interior de su cazadora un
papel rectangular, doblado cuidadosamente, y lo extendió con elegancia ante mi
atónita mirada. Literalmente hablando, puedo afirmar que me quedé con la boca muy
abierta. Era un cheque de la Banca Nazionale del Laboro por valor de ¡sesenta mil
euros! No supe qué decir. Le miré a la cara con curiosidad mientras tenía la mente
obnubilada por un inefable éxtasis. Esta vez él sonreía como lo hiciera aquel día el
señor Wall en mi apartamento-oficina londinense.
—Es sólo un adelanto… —Esbozó una tenue sonrisa de suficiencia—. Además,
me he tomado la libertad de abrir una cuenta a su nombre con una cantidad elevada
para gastos imprevistos. Créame si le aseguro que el dinero no supondrá jamás un
obstáculo —aseguró con firmeza en la voz.
—Estaba seguro de que yo iba a continuar la búsqueda… Me sorprende usted,
signore Casetti —le confesé abiertamente.
—Si tras la muerte de su cliente, y en lugar de embolsarse la cantidad que éste le
entregó, como yo estaba seguro que haría para abandonar el asunto, decide continuar
y venir a verme, eso quiere decir, al menos para mí, que se puede confiar en usted. —
Sonrió y después su expresión se hizo solemne en extremo al agregar—: Me ha
demostrado con creces que es una persona íntegra como pocas, además de, por
supuesto, como profesional.
—Me halaga usted con su confianza.
Mi interlocutor sacudió la cabeza a ambos lados, y luego dijo con actitud
enigmática:
—No lo crea, nunca lo hago si no es porque realmente lo merece a quien se lo
digo… Tampoco tengo muchas ocasiones para expresarme así. —Se encogió de
hombros—. Desgraciadamente, hoy día la palabra de un hombre suele valer poca
cosa… No es así en su caso particular —añadió en tono alentador.
Pietro Casetti alargó el cheque, de nuevo doblado, cogido entre sus dedos índice y
corazón. Yo lo tomé con decisión, no sin cierto desasosiego, he de reconocerlo así,
por la imprevista marcha de los acontecimientos.
—No se preocupe, le será muy necesario… —continuó, tajante, Casetti—. Va a
enfrentarse a dos poderosas instituciones, ricas además. Ambas son milenarias. —Su
rostro se ensombreció—. Puede estar seguro de que ha sido espiado, seguido y
controlado desde que habló por primera vez con el señor Wall. De hecho —masculló
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con voz entrecortada—, continuar hablando aquí podría resultar fatal para ambos. —
Miró a su alrededor, como para asegurarse de que mi advertencia no llegaba
demasiado tarde.
—Le tendré al corriente de cuanto suceda… —Callé un instante—. Dígame, por
favor, cómo puedo contactar con usted… ¿En el número que tengo de su domicilio?
—No, ése no es seguro… Yo le llamaré siempre a usted, señor Craxell, si tiene la
bondad de apuntarme su número de teléfono móvil —dijo después de respirar hondo,
acercándome a continuación una servilleta limpia.
Le escribí los nueve dígitos de mi móvil, y tras doblar la servilleta en cuatro, se la
di. El la introdujo en el mismo bolsillo del que extrajera su generoso talón. Después
hizo un elocuente gesto de asentimiento.
—Estaremos en contacto… —convino Casetti, pensativo, poniéndose en pie y
depositando un billete de diez euros sobre la mesa—. ¡Ah! Su cuenta está en el
mismo banco emisor del talón que tiene ya en su poder —me informó con gesto
impenetrable y sin pronunciar su nombre, supongo que para evitar ser oído por quien
no debiera, y luego añadió escueto—: Ciao. —Se despidió con rapidez,
desapareciendo por el cantón que había atravesado para dar a la plaza cuando llegó.
Alex Craxell, o sea, yo, se sentía encantado.
Me quedé allí un buen rato, preguntándome, una y otra vez, qué podía ser tan
importante como para despilfarrar el dinero de manera tan espléndida. Mentalmente
esquematicé los hechos acontecidos, tratando de encajarlos y darles algún sentido.
Era un elemental intento de arrojar algo de luz sobre aquel delicado y peligroso
asunto.
La luz declinaba encendiendo el cielo de tonos rojos y anaranjados, a semejanza
de un fuego que consumiera las últimas horas de luz sobre la Ciudad de las Siete
Colinas. Sus numerosas esculturas cobraban vida propia bajo sus encantadores
efectos, creando mil sombras que amenazaban con deambular por recónditos y añejos
rincones, los que conformaban la personalidad antigua y señorial de Roma.
Paseé sin rumbo fijo durante un par de horas para, más tarde, tomar un taxi que
me llevó hasta la entrada del Madison. Una vez en recepción, pedí mi llave y una
joven de pelo muy corto la depositó sobre el mostrador. Ella tenía una forzada
sonrisa, aunque me fijé más en su insinuante canalillo asomando en el escote en
forma de pico. Pero en esos momentos no tenía tiempo, ni tampoco predisposición
mental alguna, para pensar en el tacto de senos turgentes.
Subí a mi habitación, me desnudé, y me metí enseguida en la ducha. Soy de los
tipos que soportan mal el calor. Ahora tenía un plan y suficiente dinero para ponerlo
en marcha. Con un poco de suerte, todo marcharía bien.
Abstraído en la profundidad de mis pensamientos, dejé que el agua, además de
llevarse mi pegajoso sudor, tonificara mis músculos y me relajara bastante. Aquella
noche dormí de un tirón, como un bebé con el estómago bien lleno de leche materna.
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E
n primavera, la luz inunda la ciudad de Roma, llenándola por completo,
vivificando su monumental y abigarrada configuración, creando una estampa
única, imposible de ver en cualquier otra ciudad. Toda ella parece florecer en
la legendaria ciudad imperial de los césares, como un inmenso jardín cuyas pétreas
flores se alzan por doquier, apuntando con sus orgullosas cúpulas al cielo mismo.
Esta era otra de esas mañanas mágicas. Cuando salí a la calle, me embriagué del
aroma que reinaba en el ambiente, y decidí andar en lugar de tomar un taxi, como era
mi costumbre para desplazarme. Tras andar como unos doscientos metros, entré en
una sucursal de la Banca Nazionale del Laboro y me dispuse a ingresarle a Sandro
sus mil euros. Acto seguido le pedí al cajero que me abonara el cheque por valor de
sesenta mil euros para, a su vez, ingresarlo en la cuenta corriente que yo suelo usar en
la misma entidad bancaria.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando casi de forma retórica y sin esperar mi
respuesta, el empleado de la ventanilla con doble acristalamiento blindado me
preguntó con voz neutra desde su micrófono:
—¿Quiere entonces traspasar sesenta mil euros de la cuenta conjunta a la que
posee sólo a su nombre?
No hubo respuesta inmediata por mi parte, y sí un plúmbeo silencio. La sorpresa
me había paralizado las cuerdas vocales.
—Signore…, le he preguntado si desea traspasar sesenta mil euros de la cuenta
conjunta a la que tiene sólo a su nombre —insistió el cajero, aunque ahora en un tono
condescendiente, como aquel que explica a un niño algo tan elemental que se cae por
su propio peso.
—Perdone, es que estoy atento a tantas cosas… —respondí tras reflexionar por un
momento, forzando una sonrisa de circunstancias—. ¿Ha dicho usted de mi cuenta
conjunta? —Casi en el acto, recordé que Pietro Casetti había hecho mención de una
cuenta especial para gastos abierta a mi nombre, pero sin mencionar en ningún
momento que fuera precisamente eso, «conjunta».
—Sí, señor, está a su nombre… —El cajero, un cuarentón de profunda alopecia,
titubeó unos instantes antes de continuar con su maravillosa aclaración— y del señor
Pietro Casetti. Fue abierta ayer por la tarde. Es el único día que se abren las oficinas
al público fuera del horario habitual —puntualizó con evidente profesionalidad—.
Traspasó el dinero de una vieja cuenta. Lo traspasó todo… El total exacto…, déjeme
que lo compruebe ahora mismo —aseguró con voz firme, moviendo sus dedos
eficazmente en el teclado del ordenador que se erguía ante él—, asciende a tres
millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros —concluyó, mirándome
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expectante, y esperando nuevas órdenes del boquiabierto cliente extranjero que tenía
tras el mostrador. Así las cosas, mi voz sonó con una nota de incredulidad cuando di
el visto bueno a la operación.
—Sí, sí, hágalo, traspase la cantidad que le he pedido —repliqué tras un lapsus
mental, anonadado como me encontraba ante semejante sorpresa—. ¡Ah! Y quiero,
por favor, un extracto de la cuenta conjunta… Y una cosa más… ¿Puedo extraer el
dinero sin la firma del señor Casetti, o ello resulta del todo imprescindible? —
Mientras hablaba, fruncía el entrecejo con expresión dubitativa.
—Es usted persona autorizada —aseguró el cajero con calma tras sus gafas de
miope con montura negra—. El signore Casetti no ha impuesto límites para extraer
cantidades de ella.
Ahora, con los ojos desorbitados de un demente inmensamente feliz, observaba
aquellas escasas líneas que daban fe de la muerte de mi generoso cliente. Calculé que
entraba dentro de lo posible que se sintiera amenazado, y que quizás entonces pensó
en cambiar… Pero no, no era razonable dejarme al alcance de la mano una fortuna.
Casi no me conocía… No sé aún cuánto tiempo tardé en borrar de mi rostro la sonrisa
triunfal con que éste se iluminó.
Saqué del bolsillo derecho de mis vaqueros el papel del extracto, y luego lo
desdoblé con sumo cuidado, para cerciorarme de que no existía ningún error posible.
Sí, claro que sí, la asombrosa cantidad aparecía metida en el ángulo inferior derecho.
Eran tres millones doscientos cuarenta y tres mil doscientos dos euros que ahora eran
enteramente míos.
Pero al instante pensé que la policía no tardaría en atar cabos, al sospechar de un
posible chantaje, con posterior asesinato… Todo me acusaba a mí en este momento.
Además, sus parientes reclamarían con insistencia sus bienes, sobre todo si tenían
pleno conocimiento de la cuantía a la que ascendía su fortuna.
Ahora más que nunca necesitaba visitar su piso, cosa harto peligrosa, pero
absolutamente necesaria por otra parte.
Sin temor alguno a «arruinarme» por completo, deposité dos billetes de cinco
euros sobre la bandeja del desayuno, y luego crucé la plaza con paso muy enérgico, y
luego el cantón que la comunicaba con la calle paralela. Finalmente tomé el primer
taxi que vi, dándole al anónimo profesional del volante la dirección que venía citada
en el periódico.
«Al menos a éste le conocen en Roma, no así a Lerön Wall, cuyo apellido ya me
había sonado a falso desde un principio. ¿Cuál es la diferencia entre uno y otro? Y
sobre todo, ¿quién o quiénes actúan en la sombra?» —pensé con demoledora lógica.
Cada vez tenía más preguntas y menos respuestas, así que decidí dejar que el
tiempo fuese aclarando aquel embrollo. Iba tan absorto en mis pensamientos que el
entorno parecía no existir. Media hora más tarde, el taxista me sacó de mi profundo
ensimismamiento con una voz ronca y grave.
El conductor sacudió la cabeza.
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—Hemos llegado, signore… Son dieciséis euros —disparó su vozarrón. Le
pagué, y me apeé como si fuera un autómata.
El edificio de cinco plantas que tenía delante se hallaba ubicado en una zona cara,
residencial. Presentaba un aspecto sólido y señorial, construido con piedra de sillería,
blanca y cubierta por unos afrancesados desvanes de pizarra negra. La puerta de
acceso, de más de casi dos metros y medio de altura, de gruesos barrotes de hierro
negro, estaba abierta, y en el interior del portal una mujer de la limpieza, con
profundas ojeras y casi anoréxica, se encargaba de su cuidado.
Me acerqué a los buzones, que se hallaban en un recodo, a la derecha. Ascendí
luego los cinco anchos escalones de mármol rosa que separaban el suelo del portal
del inicio de la ancha escalera de madera de roble del edificio, y de este modo
localicé dónde se encontraba la vivienda de Casetti.
Subí por la escalera hasta la segunda planta, pero unas cintas cruzadas de color
blanco, con la palabra «Polizia» en negro, precintaban la puerta del apartamento a
todo intruso. La puerta de al lado se abrió. Recortándose en el umbral, vi la regordeta
figura de una mujer de unos cincuenta años de edad, de mejillas enrojecidas, ojos
vivarachos, boca un tanto grande de labios muy carnosos y de impresionante busto,
casi tan descomunal como la estanquera del genial Fellini en su filme Amarcord.
Me miró de arriba abajo con un escepticismo que enseguida dio paso a una
sonrisa burlona.
—¿Es usted de la policía? —preguntó inquisitiva—. Me dijo el teniente que le
entregase la llave del apartamento del señor Casetti.
—Sí, claro, gracias —respondí sin titubeos, simulando indiferencia—. He de
tomar más huellas… ¿Sabe? —le mentí con todo descaro.
Ella entornó los ojos con expresión de suspicacia; tenía hebras grises en el pelo
castaño. Después dejó escapar un leve suspiro y me entregó un llavín dorado,
observando a continuación cómo penetraba en el domicilio del difunto Casetti, tras lo
cual cerró de un portazo. Así que quité el precinto con la mayor naturalidad, como si
lo hiciera a menudo, metí la llave y la puerta cedió sin problemas.
Pocas veces en mi vida he visto un lugar tan lujoso, tan exquisito. Había una
consola de estilo Versalles, con sendas sillas de estilo Luis XV, una a cada lado, y
sobre ella, un espejo dorado que completaba el barroco conjunto. Era el mobiliario
que daba la bienvenida en el recibidor, cuyas paredes, delicadamente tapizadas en tela
de seda, en color crudo, lograban un aspecto muy acogedor.
Abrí después las puertas correderas que daban acceso al salón, y fue ya como si
me transportara en el tiempo a un salón del palacio de alguna corte europea del
siglo XVIII, aunque, naturalmente, de menores proporciones.
Cada objeto, espejo, reloj, cuadro o araña, era sin duda auténtico, en una
asombrosa ornamentación de estilo rococó y de origen chino. Allí había seguramente
más dinero invertido del que el finado tenía depositado en su cuenta de la Banca
Nazionale del Laboro, y que ahora yo controlaba. No hay palabras para resumir
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aquella impresionante colección de marquetería fina, de maderas pintadas y
enchapadas en colores suaves.
Me acomodé en un sofá de estilo Luis XV, tapizado en un elegante rojo
enmarcado en madera dorada con pan de oro. Estaba delicadamente tallado, y en esos
mismos instantes me sentí un miembro más de la fastuosa corte francesa de Versalles.
Supongo que ése en sí era el objetivo que perseguía el conjunto de aquella recargada
decoración.
Antes de tocar nada más, me enfundé unos guantes de vinilo, que siempre llevo
conmigo, y me serví una generosa dosis de coñac Larsen, el llamado «de los
vikingos», en una copa de cristal baccarat. Con ella en la mano, continué explorando
tranquilamente el despampanante apartamento de Casetti. En un cuarto, casi tan
grande como el salón, encontré al fin lo que buscaba. Sobre una mesa de trabajo de
madera de roble había una reproducción de un friso egipcio realizado en yeso, el cual
me informó ipso facto, como si el mismísimo Casetti me estuviese hablando en aquel
preciso momento.
—Así que esto es lo que buscabas… —dije en voz alta mientras acariciaba
suavemente dos jeroglíficos del friso, a la vez que traducía su significado.
Un pedazo había sido cortado, y correspondía exactamente con el pequeño trozo
de friso que pusiera en mis manos el señor Lerön en Londres.
«Veamos si aún sé darle significado a esto… —me dije a mí mismo, pensando
que hacía años que no traducía los símbolos del Antiguo Egipto a mi idioma materno
—. “DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER”, equivale a “Que sea dotado de vida
eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado”. El texto está completo, sólo
faltan los símbolos de Amón, el carnero sobre la serpiente Apofis y el de Set,
enroscado sobre un cuerpo humano; protección y maldición, según para quien ose
entrar; pero entrar… ¿adónde?».
No descubrí nada más que me sirviera, así que decidí marcharme; pero en un
instante, un murmullo de voces me sobresaltó. Alguien estaba entrando en la casa…
Me oculté tras una gran estatua, a cuyos lados se alzaban sendas plantas de gran
tamaño, y dejé que el que supuse sería el verdadero policía entrara en la habitación.
Tan pronto lo hizo, me deslicé con todo sigilo hacia la puerta, y ya no me contuve
más, pues bajé de dos en dos las escaleras y sin hacer demasiado ruido, gracias a mi
calzado deportivo.
Cuando estuve en el portal, comprobé que mis pulsaciones se habían disparado a
límites preocupantes.
No perdí más tiempo, ya que salí y me alejé a pie a buen paso, perdiéndome en el
dédalo de callejuelas que formaban varias barriadas de vetustas viviendas al otro lado
del edificio. Entré en una vieja taberna, con insufrible olor a lejía, y un largo y alto
mostrador de madera astillada, y me senté en una desportillada silla al fondo del
lúgubre local. Lo hice junto a una mesa de madera, muy gastada por el uso, pero que
aún se mantenía firme.
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Un camarero, bien cargado de kilos y años, con la camisa que parecía iba a
estallarle de un momento a otro por la presión de su descomunal panza sobre los
botones, oliendo además a sudor rancio, se aproximó para hacerse cargo de lo que
pudiera pedirle.
—¿Qué desea el signore? —me espetó con tono áspero, casi atragantándose con
lo que masticaba este maloliente y avinagrado tipejo.
—Un capuccino, por favor —le respondí, ensimismado como me encontraba tras
lo que acaba de descubrir, sin prestarle más atención visual.
El hombre se encogió de hombros y volvió a la barra.
«Un texto ciertamente extraño —rememoré mentalmente—. Los símbolos que no
encajan con los que son del Imperio Antiguo, ni el Nuevo, ni tampoco el Medio… Si
lo he leído de forma correcta…, y creo que sí, habla del inframundo, del Libro de los
Muertos. Pero ¿y esos símbolos de Amón y Set…?».
En aquel momento, sólo dos ancianos jugaban al dominó en un rincón. Tenían los
rostros surcados por demasiadas arrugas de preocupación, nacidas sin duda de las
amarguras vividas. De vez en cuando, acompañaban cada trago con ruidosos
regüeldos. También descubrí, más al fondo, junto al escusado, a un borracho
impenitente echándose al coleto el resto de una vaso de vino «peleón». Parecía que la
luz del día se negaba a entrar en tan deprimente lugar, lleno de mugre, con las
bombillas marcadas por infinidad de cagadas de moscas. Fue entonces cuando
comencé a sentir ganas de huir de él cual alma que lleva el diablo.
El adiposo camarero, cuyo aliento apestaba a ajo, dientes picados y vino de
ínfima calidad, cortó mi «fuga» mental al llegar hasta mi mesa con la consumición
pedida. Dejó con desgana el café sobre ella, y le aboné la cantidad que figuraba en el
tique. Fue entonces cuando me fijé en sus uñas, largas y negras a cuenta de su poca
afición al jabón. No obstante, y a pesar de mi repugnancia por aquel antro, todavía
esperé un rato. A pesar de todas sus miserias, era un lugar seguro, al menos de
momento…
Me hubiera venido bien sacar fotografías del friso, pero ya no iba a ser posible.
De todas formas, el texto estaba ya grabado para siempre en mi cerebro. Lo repetí
mentalmente: «“DI ANJ REMI DJET HEM JET DJESER”, “Que sea dotado de vida
eternamente como a Re, al servidor del Árbol sagrado”. ¿Dónde diablos se puede
encontrar un lugar así?», me pregunté varias veces.
Me levanté y salí dejando el café sobre la mesa, sin tocar, de puro asco que me
dio. El repelente camarero me miró entre incrédulo y enojado, mostrando luego sus
amarillentos dientes en una horrible mueca simiesca.
La cabeza me daba vueltas y mezclaba las ideas, sin que consiguiera ordenarlas,
mientras a grandes zancadas recorría, una tras otra, las calles sin rumbo concreto.
Sentía una irritación amarga.
Decidí ir a algún lugar público, donde los turistas, que en esa época del año
invaden Roma, abundasen. Calculé que siempre me resultaría más fácil perderme
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entre ellos, si era del todo necesario. Necesitaba libertad de acción para obrar a mi
antojo. Una cosa sí tenía claramente definida, y es que me debía a mis dos diferentes
clientes, a quienes no iba a decepcionar a pesar de estar muertos.
Me refugié en un local muchísimo más apropiado a mi nivel de vida, con la sana
intención de tomar una cerveza bien fría sin que sintiera ganas de vomitar. Estaba
lleno de japoneses y norteamericanos, y eso me complació. Además, había un
constante murmullo de conversaciones nerviosas sobre las maravillas de Roma. Era
el sitio ideal para huir de miradas escrutadoras…
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Capítulo 2
E
l astro rey apuntó el horizonte de la Ciudad Eterna.
De nuevo tumbado sobre la cama king de mi habitación del Madison, y
tras diez horas de relajante sueño, comencé a despertar al acariciar mi rostro
los primeros rayos de sol de la mañana a través de unos visillos semiabiertos. Volví a
dormirme, y luego, molesto, abrí los ojos, y me removí inquieto. Levanté un poco la
cabeza, apoyándome en los codos, y me desperecé con gusto, igual que el gato de
Angora de mi vecina londinense del apartamento de arriba.
Aún somnoliento me dirigí al baño.
El agua tibia de la ducha me terminó de despertar. Luego me enfundé el albornoz
y me senté al lado de la cama, paralelo al ventanal que daba al exterior. En ese
instante, una luz roja brilló intermitentemente, acompañada de un estridente sonido.
Llamaban desde recepción.
¡¡Riiiinnng!!
Descolgué el auricular pensando que quizás les había pedido que me despertaran
a determinada hora, aunque comprobé de un vistazo que ya era un tanto tarde para
ello.
—Signore Craxell, un chico tiene un mensaje para usted… —informó una voz
masculina con tono indiferente. Después de una pausa, me preguntó—: ¿Desea que
suba?
—Por favor… —le respondí, lacónico, al recepcionista. Lo hice mecánicamente,
sin pensar demasiado en las consecuencias que aquella inesperada visita podría tener.
No creí que fuera peligroso recibir allí mismo, en mi habitación, a un desconocido.
«Un día de éstos, la curiosidad me matará», cavilé, esbozando a continuación una
sonrisa tan fugaz como irónica.
Me puse un par de pantalones negros, de corte clásico, una camisa del mismo
color y me calcé a toda prisa. Nada más tocar la puerta, abrí, y enmarcada en el
umbral de la puerta, apareció la recia y alta figura del muchacho de una conocida
empresa de mensajería, vestido con un mono rojo y verde, que con mano enguantada
me tendió un grueso sobre amarillo, el estándar que dentro va acolchado con burbujas
de plástico.
El chico tenía expresión alegre y respiraba vitalidad. —Es para usted, señor
Craxell. Debe firmarme aquí— me indicó con estudiada educación, acercándome con
la otra mano un bolígrafo de lo más corriente y una libreta llena de firmas.
—Por supuesto que sí —contesté entre dientes, con gesto impenetrable.
Firmé obedientemente y el joven mensajero desapareció, tras dedicarme una
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sonrisa cortés. Abrí el sobre destrozándolo con evidente ansiedad. Veinte mil euros,
en billetes nuevos recién sacados del banco, y un folio bien plegado cayeron sobre el
cobertor de la cama.
—Pero…, pero… —farfullé, incrédulo. No sabía ni qué más decir al respecto.
Después, más estupefacto aún, abrí la carta y comencé a comprender de qué
demonios iba aquella historia.
Tome un avión para El Cairo, elija como hotel el Ankisira; allí le enviaré
más información, y si me es posible, le visitaré. Como ha visto, dos personas
relacionadas con Jet Djeser han sido asesinadas; de ahí mis medidas de
precaución.
Ayúdeme, señor Craxell. Sólo usted puede llegar hasta Jet Djeser.
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«Así que a alguien le sigue interesando este peligroso tema sobre “el servidor del
Árbol sagrado”. ¿El servidor del Árbol sagrado? Nunca oí nada al respecto», medité
unos segundos, bastante dubitativo.
Un viaje a Egipto, ese país tan fascinante —pero excesivamente poblado con sus
64 millones de habitantes, a cuenta del poco terreno que deja el desierto— que,
debido a mi profesión, suelo visitar a menudo, es siempre interesante. Cada vez que
voy allí me aporta cosas nuevas, pues no en vano es el más grande yacimiento
arqueológico del mundo. Pero había que ir a El Cairo por la brava, así, sin saber nada
más… Sin embargo, por otra parte, debía continuar mi investigación por algún sitio.
Guardé la llave y la carta en uno de los bolsillos interiores de la americana azul
que elegí, y en el otro metí los veinte mil euros. Más entero, bajé al hall del hotel,
equipaje en mano —una maleta hecha a toda prisa, como pocas veces en mi vida—,
para abonar mi cuenta en recepción, y salir pitando a la calle en busca de un taxi.
El sol, ese sol romano tan especial, que siempre consigue elevarme el ánimo,
brillaba un día más para mí, esplendoroso.
El taxista de turno, de modales toscos y rostro atezado, condujo con la habitual
pericia y temeridad propias de su gremio en la Ciudad Eterna y, tras la carrera,
llegamos al aeropuerto de Fiumicino. Sin mediar más palabras que las mínimamente
imprescindibles al caso, pagué lo que marcaba el taxímetro, y le añadí, sin dudar, una
generosa propina.
Aquí iba a comenzar mi particular odisea; claro que con tan abundantes
aportaciones económicas y una cuenta milionaria como respaldo, aquello más se
parecía a unas doradas vacaciones que a un arduo y peligroso trabajo…
Compré un billete de primera clase para El Cairo, facturé mi maleta, y luego me
fui directo a la cafetería, a esperar que nos llamasen por la megafonía del aeropuerto
para embarcar mientras degustaba un zumo hecho con tres naranjas rojizas, las
deliciosas sanguinas de Sicilia, todas de mediano tamaño.
La abigarrada capital de Egipto aparecía ante mis ojos una vez más, para
recordarme su desproporcionada inmensidad. Mis sentidos, habitualmente
embotados, despertaban para captar el olor, el calor, e incluso el ruido, diferentes a
los que emitían las capitales europeas. Su característico color arenoso, sus
interminables avenidas y los millones de seres humanos pululando por ella como
hormigas, me hacían sentir pequeño.
El Ankisira era un altísimo y cilíndrico edificio, uno de los primeros rascacielos
que tuvo la ciudad. Pertenecía a una famosa cadena de hoteles cuyo sello garantizaba
no sólo la comodidad, sino también el lujo de verdad. No obstante, yo nunca me
había hospedado en él.
Cuando la profesión que se ejerce, como la mía, exige discreción, este tipo de
hoteles tan ostentosos son precisamente los que se evitan siempre. Quienes
coleccionan valiosas obras de arte antiguo no desean ningún tipo de publicidad, sino
adquirir la pieza en cuestión con la menor trascendencia posible; sobre todo teniendo
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en cuenta la dudosa procedencia de algunas de ellas…
En el exquisito y gran mostrador de recepción —que simulaba la puerta de un
palacio de las mil y una noches— un empleado, vestido a la europea, con camisa
blanca, chaleco verde, pantalón negro y una pajarita que parecía querer asfixiar el
cuello de su dueño, desplegó la mejor de sus sonrisas para proceder a mi alojamiento.
En un correcto inglés, el recepcionista comenzó a interrogarme con las preguntas de
rigor para llenar mi ficha de nuevo cliente.
Tomé una habitación, la número 916. Un botones me acompañó hasta el ascensor,
llevando mi maleta en una mano, y pulsó el noveno piso. El habitáculo era amplio,
con vistas al Nilo, que aún hoy en día sigue siendo la arteria principal de Egipto y
cruza El Cairo, orgulloso, con pleno dominio sobre la ciudad.
Había transcurrido la mayor parte del día y el horizonte comenzaba a cubrirse de
bellos colores, escogidos por la magistral mano de un artista invisible que parecía ir
dando pinceladas, de rojos, naranjas y amarillos, a un cielo que, como era lo habitual,
poco antes aparecía intensamente azul.
La luz se iba retirando discretamente y la oscuridad de la noche, tímida, hacía su
aparición para adueñarse definitivamente de las milenarias tierras del Nilo. Desde los
minaretes de las mezquitas sonaba la voz grabada de los muecines, llamando a la
oración de los fieles sobre el insistente runrún de la gran urbe.
Tras lavarme las manos con un caro jabón de frutos rojos, subí a la planta 14,
donde se ubicaba uno de los restaurantes en los que servían un extenso y apetitoso
bufet. Elegí una mesa junto a uno de los grandes ventanales que, a modo de
transparente pared, permitían observar una amplia panorámica de la ciudad, con las
famosas pirámides de Gizah al fondo. Había ido cogiendo un poco de pollo, algo de
ensalada, una jarra de refresco de un indefinido color rojo anaranjado y varios
postres. La cena solía ser, junto con el desayuno, mis dos comidas rituales; disfrutaba
saboreando cada bocado, cada sorbo.
La ciudad ya se hallaba iluminada, y la noche le confería, si cabe, aún más
misterio. Ante mí se extendía la zona más seductora, la que le daba la imagen más
bella y estereotipada a El Cairo; de tarjeta postal, vamos. La otra cara es la que nos
ofrece una urbanización caótica, además de un tráfico realmente infernal.
Grandes palmerales se entremezclaban con las características y míseras chozas de
adobe —con sus ocupantes sufriendo las feroces mordeduras de los piojos, en zonas
donde se elevan vaharadas de pestilencia— que alternaban con los edificios lujosos y
ostentosamente iluminados. Éstos luchaban contra las viejas y grandiosas mezquitas,
en un postrero intento de arrebatarles un protagonismo conseguido a lo largo de
sangrientos episodios. Era una prominencia que las viejas culturas se negaban a pagar
como precio, a cambio de una época de modernidad tecnológica.
Los hoteles eran los nuevos templos de un tiempo hedonista, en el que el
acomodado turista disfrutaba observando la miserable vida que, como maldición seca
y amenazadora, se abatía, consumiendo sus días, sobre el habitante de una nación
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orgullosa de su ancestral herencia, y cuya aureola de perenne misterio cubría a través
de los siglos la vergonzante realidad del hoy.
En el ínterin, y sin darme cuenta, comenzaba a ponerme nervioso, pues los dedos
de mi mano derecha golpeteaban rítmicamente la mesa como exigiendo a un ausente
interlocutor su atención más inmediata. Había destrozado la armónica composición
del plato y comía con fruición, en un absurdo intento por acelerar el minutero.
Una extraña desazón me invadía por momentos.
Di por supuesto que el anónimo cliente, que aún suponía vivo y coleando, ya se
encontraba en la ciudad, quizás incluso en el mismo salón restaurante que yo…
Levanté la mirada, fruncí el entrecejo y finalmente observé a mi alrededor, reticente.
Hice un discreto reconocimiento sin, a mi juicio, localizar al personaje que guardaba
su identidad con tanto celo.
Una mujer gruesa, con un horrible vestido de colores chillones y grandes flores
estampadas, devoraba un plato de carne con una generosa guarnición de patatas. Lo
hacía frente al que supuse sería su esposo, un hombre también entrado en carnes, de
pelo abundante y blanco. Este individuo era la viva imagen del resentimiento.
Resultaba harto evidente la imposibilidad de que cualquiera de los dos pudiera ser un
experto en antigüedades, gente capaz de invertir cantidades de dinero tan generosas
para conseguir un fin tan loable como sencillamente fantástico. Les dirigí una mirada
glacial.
Detrás de mí, dos mesas más allá, cuatro jovencitas un poco horteras daban la
nota al reír intermitentemente. Su conversación, de alto voltaje erótico, giraba en
torno a los atractivos físicos del guía de su grupo. Así pues, las descarté en cuestión
de décimas de segundo. Cerca de ellas estaba situado un anciano de edad un tanto
indefinida. ¿Ochenta, ochenta y cinco años tal vez? Comía en silencio, en compañía
de un hombre maduro de refinados modales, pero ofrecía una mirada vacua, carente
de toda emoción. Eliminé de mi lista de espera mental a este serio aspirante a entrar
pronto, como cliente, en una funeraria, y he aquí que su acompañante tenía el
inequívoco bastón blanco apoyado en una silla, sobre la moqueta. Así que me armé
de paciencia. Seguí paseando mi escrutadora mirada, ahora sin ningún disimulo.
Sólo cuatro personas más cenaban en aquel amplio comedor, que aparentaba ser
más espacioso por lo vacío que se encontraba. Dos resultaron ser un típico
matrimonio japonés, que, de pie frente al inmenso ventanal, grababan en sus
sofisticadas cámaras de vídeo el espectáculo que se ofrecía a sus rasgados ojos. Los
otros eran dos camareros que, en una mesa apartada, comían de pie, disimulando en
lo posible su acción, mientras cuatro de sus compañeros se paseaban con su brazo
izquierdo doblado delante de su chaleco de fieltro.
El cielo, estrellado, mostraba un mar de titilantes estrellas que, a modo de luces,
semejaban diminutos brillantes encendidos para alumbrar a la nación más vieja del
continente africano, frontera natural entre África y Asia. Los pináculos de las
pirámides, como centinelas eternos, guardaban los límites entre los dos mundos. Para
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decepción mía, no veía nada fuera de lo común a cualquier noche en la gran capital
cairota.
Aburrido, me retiré un tanto cabizbajo a la 916, pensando en que quizás iba a
necesitar más paciencia de la que solía hacer gala por costumbre.
Entré en mi habitación, y sobre el cobertor de la cama, casi camuflado entre sus
dibujos geométricos, jugando a perderse entre ellos, vi un sobre bastante abultado que
de inmediato llamó mi atención. Palpé su contenido antes de abrirlo, y llamé a
recepción. Una agradable voz femenina me respondió en un correcto inglés,
aclarándome que nadie había dejado recado alguno para mí, ni había siquiera hecho
mención de mi nombre. Le agradecí la información y colgué el auricular.
Así pues, mi misterioso cliente había penetrado en mi habitación
subrepticiamente, para dejar aquel sobre encima de mi cama. Dentro del mismo
encontré un trozo de yeso toscamente tallado que me recordó vagamente el que me
enseñara Lerön Wall en Londres. Era un grabado en tinta china sobre un amarillento
papel, y con el dibujo de un árbol, exquisitamente dibujado por cierto, y un pequeño
trozo de papel garabateado con una prisa evidente; el cual mostraba a las claras que
había sido escrito con gran nerviosismo por parte del autor.
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blandas de esas personas que siempre dan cuenta de una buena mesa y nunca hacen
ejercicio físico.
Por fin tenía enfrente a mi enigmático cliente. Se me ocurrían varias preguntas
que flotaban en mi cerebro sin respuesta lógica, pero preferí dejar que él tomara aire.
Era más que evidente que estaba muy angustiado, y necesitaba regular su respiración.
—Se preguntará… quién soy yo… por qué estoy tan alterado… y algunas cosas
más… —Rompió a hablar de una manera entrecortada, desplegando una forzada
sonrisa para relajar la tensión del momento—. Me llamo Klug…, Klug Isengard. Soy
anticuario. Tengo una afamada tienda en el centro de Viena y colecciono piezas de
arte antiguo; de ahí mi interés inicial en este asunto que ha cobrado tintes sangrientos.
—¿Inicial? —Me oí decir, extrañado, mientras arqueaba una ceja en señal de
sorpresa. El detectó en mí una nota de escepticismo.
—Inicial, puesto que… Bueno, será mejor que empiece por el principio… —
aseguró el austríaco con voz queda, aunque enseguida recuperó su nerviosa vivacidad
al seguir hablando—: Como usted supondrá, los anticuarios de las ciudades más
importantes de Europa nos conocemos más o menos bien, y aunque de cuando en
cuando nos hacemos algunos favores, también nos hacemos algunas faenas… —Rió
levemente, para marcar con esta ironía lo imperfecto de su «amistad» profesional—.
Ya ve que le soy sincero del todo… Hoy día, gracias a Internet, es mucho más fácil
acceder a colecciones privadas y conocer piezas que incluso ya se daban por
perdidas. Así fue como contacté con tres de mis colegas, en Madrid, Londres y
Roma. Teníamos un nexo en común. Los tres íbamos tras una leyenda… —Le
acerqué un vaso de agua y una pequeña toalla, pero sin interrumpir su relato. Yo lo
miraba sentado en una silla, con mi cabeza apoyada sobre mis manos que abrazaban
un respaldo, totalmente embebido por la atmósfera de excitante misterio que él
creaba, igual que si de un cuentacuentos se tratara. Se sentó en la cama, y luego tragó
el agua con avidez, para continuar su historia sin inmutarse—: Al principio era como
un juego, supongo que estas cosas siempre comienzan a modo de una inocente
distracción, pero poco a poco, uniendo nuestras pesquisas y las piezas conseguidas,
como cuando se van encajando los trozos de un rompecabezas, se fue presentando
ante nosotros la posibilidad de que lo que parecía una leyenda resultara ser una
realidad, un secreto milenario que podía irritar a poderosos estamentos sociales
sólidamente establecidos desde hace muchos siglos… Así que decidimos juntarnos en
Roma; pero dos días antes, Lerön Wall fue asesinado en Londres, como bien sabe, y
dos días más tarde, le sucedió otro tanto a Pietro Casetti. —Isengard perdió la
compostura y la pena contrajo su rostro—. Puestas así las cosas, me abstuve de viajar
y me refugié en una casita que poseo junto al lago de San Wolfang, en previsión de
un posible ataque contra mi persona. De momento y tras contactar con usted, he
conseguido no ser detectado. Eso creo… —deseó por un momento, soltando después
un suspiro de alivio.
Aquello despertó mi curiosidad.
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—¿Cómo supo de mi existencia? ¿Debo suponer que se lo comunicó previamente
el señor Wall? —inquirí, preocupado.
—Me avisó de que iba a ir a verle —respondió al cabo de un instante— y le
entregaría el trozo de friso y las fotografías que le había hecho. Tenía inmejorables
referencias suyas, señor Craxell… —Me miró matizando de esta manera su halago,
que al instante agradecí con una leve inclinación de cabeza—. Di por hecho que sus
primeras averiguaciones las realizaría en Roma, y por eso seguí a Casetti desde su
domicilio. No me atreví a contactar con él por miedo a ser descubierto. Después hice
otro tanto con usted. Por cierto, debo decirle que me hizo caminar más de lo que yo
hubiera deseado, señor Craxell. Lo demás ya lo sabe.
El veterano anticuario interrumpió su explicación y fijó su mirada en mí,
expectante, a la espera de mis preguntas. Comprendí que se sentía desvalido. Por su
cara, mofletuda y brillante ahora a causa del copioso sudor —mezcla del miedo y la
tensión acumulados—, resbalaban chorrillos de agua procedentes de su cabellera.
Humedecido su rostro como el de un niño asustado, veía en mi persona su salvación,
la solución a todos sus acuciantes problemas.
Esbozó una sonrisa que en realidad enmascaraba su miedo.
Isengard hablaba atropelladamente, condensando cuanta información disponía a
fin de presentármela lo más detalladamente posible. No se daba cuenta de que así,
resultaba imposible «digerirla». No obstante, de aquel nuevo asunto en que me estaba
metiendo saqué una idea bastante clara.
Llegado este momento, el anticuario retomó su perorata, y más entrecortadamente
aún, siguió con su interminable discurso.
—Además… —balbuceó con voz temblorosa—, además, sin ser nuestra
intención, fuimos desvelando algo que nos hizo estremecer, un… pero no, no, no me
creería… —Interrumpió su explicación, bajando la cabeza y gesticulando con sus
manos aparatosamente, dando a entender la impotencia que sentía para hacer valer
sus argumentos.
—Créame, señor Isengard… He tenido ocasión de conocer asuntos aparentemente
inexplicables, peticiones que más se asemejaban a locuras fermentadas en una mente
enferma. Incluso he debido escuchar los desvaríos de más de un megalómano que
pretendió ser un antiguo faraón, y encima con la disparatada pretensión de recuperar
el trono de Egipto, para así devolverle su gloria pasada… Fíjese al extremo donde
llegan algunos paranoicos… No, no me escandalizará usted. Hable, hable sin
ambages. Le escucho con toda atención —le apremié con energía, insuflándole la
necesaria confianza.
—No, esto no…; esto es increíble… Hasta yo, a veces pienso… Bueno, verá…
—Klug no se decidía a hablar, parecía aterrado, por lo que aún tuve que ayudarle
usando de mi gran paciencia.
—Inténtelo al menos, que yo estoy de su parte. Aquí estamos a salvo —dije en
tono relajado, abriendo mis brazos e intentando abarcar el espacio en el que nos
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hallábamos—. Créame, estamos seguros; al menos, de momento.
Tras dejar escapar un profundo suspiro, él extrajo entonces una pequeña
fotografía, y me la acercó con mano ciertamente temblorosa. Resultó ser de una
estatua de Amón-Ra, el carnero con el dios solar de Ra entre su enroscada
cornamenta.
—¿Amón-Ra…? ¿Qué tiene que ver? —pregunté con ansiedad—. De verdad que
no entiendo nada, oiga. —Mi sorpresa era más que evidente.
Isengard sacó de nuevo, de un bolsillo, lo que parecía ser una estampa religiosa
más, y luego la puso en mis manos.
—¿Sabe quién es? —me preguntó con tono apremiante.
—Por lo que deduzco, parece una imagen católica, pero ignoro de qué santo…
Cada vez me hallo más perdido. Le aseguro que mi confusión va en aumento —
reconocí ante él.
—Mire ambas fotografías. Compárelas… —insistió él, algo malhumorado—. ¿Ve
algún nexo entre ellas?
Observé las dos impresiones a todo color que tenía entre mis manos, y después
levanté la cabeza para mirarle, torciendo el gesto para indicarle mi total ignorancia.
—No, no veo qué relación han de tener. Como no me lo explique usted… por
favor… —le pedí en tono lastimero, entregándole a continuación ambas imágenes.
Mi interlocutor se incorporó cobrando una seguridad que ahora era plena. Si no le
hubiese visto temblar, habría creído que era otro, y nunca el gordo y sudoroso Klug
que apareciera en la puerta de mi habitación tan alterado.
—Observe el disco solar de Ra y compare con… —Apuntó con el índice derecho
el círculo dorado que aparecía tras la cabeza del supuesto santo católico—. Es el
mismo símbolo… ¿Qué le parece?
—Vamos, vamos, señor mío. —Reaccioné incrédulo—. Esa es una similitud muy
forzada.
—¿No me cree…? Vea ahora estas dos fotografías —dijo raudo, sacando otras
dos de un bolsillo de su arrugado pantalón—. Dígame… ¿Quiénes son?
Miré con atención, y enseguida ofrecí mi opinión.
—Aquí aparece Isis con Horus niño, y aquí, María con Jesús niño… No me diga
que… —Dejé mi objeción inconclusa.
—Sí, las dos son Isis… Una, tal cual fue creada en y para Egipto; la otra, es una
Isis camuflada para ser adorada; pero sin que resulte evidente su identidad. —Aún
extrajo de su pantalón otra instantánea más—. Mire, mire, es la Trinidad egipcia…
¿Sabe cuál es el dogma más importante de la Iglesia Católica?
—Bueno, sí, la Trinidad, claro, pero…
—Pero nada. —Klug Isengard me interrumpió tajante. No me gustó su tono
perentorio—, sólo es la continuación de la poderosa Orden de Amón. Antes lo fueron
otras.
Resoplé con fuerza antes de expresar mi opinión con firmeza, sin cortapisas.
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—Todo esto comienza a parecerme una locura, la elucubración de alguna mente
visionaria —dije con voz solemne.
Klug sonrió condescendiente, y luego comentó en voz baja:
—Ya le advertí que no me creería… Sin embargo, dos personas han muerto y
nosotros somos las próximas víctimas… Casetti lo sabía, y por eso decidió abrir una
cuenta con prácticamente todo el efectivo que tenía para que usted pudiera hacer
frente a su potente enemigo… Ni se lo imagina, señor Craxell… Este enemigo es ni
más ni menos que la mismísima Iglesia Católica Apostólica Romana, o debiera decir
mejor la Iglesia de Amón, para ser más preciso.
Yo, literalmente atónito ante lo que acababa de escuchar, miraba boquiabierto al
experto anticuario vienés.
—Discúlpeme, pero es que esto me supera realmente… No esperaba encontrarme
ante algo tan… tan… No sé ya ni cómo definirlo… Tendría que ampliar su
explicación, matizarla más para que pueda comprenderla en toda su magnitud. —Le
pedí con estoicismo. Noté que me empezaban a sudar las palmas de las manos.
La pesada humanidad que soportaba no parecía obstáculo ahora para mi
enigmático benefactor. Cuando parecía que nada podía sorprenderme ya tras sus
explosivas declaraciones, metió sus dedos, cortos y gruesos —que apenas dejaban
espacio entre sí—, en la parte interna de su camisa, que ahora mostraba grandes
manchas de humedad que desprendían un olor a sudor ácido, y extrajo un
reblandecido grabado que sin duda había conocido tiempos mejores. Me lo enseñó
con aire triunfal, esta vez sosteniéndolo entre sus regordetas manos.
—¿Qué ve ahora, señor Craxell? Piénselo bien antes de responder. Las
apariencias engañan —aseguró con marcada ironía.
Ante mis ojos, arrugado y mojado, tenía un exquisito trabajo realizado por algún
hábil artesano altomedieval. Calculé que su precio podría poner los pelos de punta de
cualquier experto en costosas adquisiciones; de esas que se ven en una subasta de, por
ejemplo, la galería Sotheby’s.
—Es una representación de Amón tal como lo veían los griegos y los egipcios de
la era ptolemaica, con patas de cabra —solté sin pensarlo. Cualquier entendido se
hubiera sentido ofendido por aquel absurdo grabado de negros y seguros trazos.
—Échele otra ojeada. Préstele mayor atención, y seguro que enseguida encuentra
otra época posterior en que esta imagen resultó ser adorada por alguna orden de gran
relevancia… ¡Vamos, vamos! —Me apremió—. Se lo he puesto fácil… Créame. —
Sonrió satisfecho por haberme logrado pillar por sorpresa.
Repasé mentalmente largas etapas de la Historia: Roma, los druidas celtas…
Desde luego, en la Iglesia Católica no encontré absolutamente nada que se le
pareciera ni de lejos. Me hallaba perdido, pero mi orgullo profesional me impedía
reconocerlo.
—Veo que habré de decirle abiertamente de quién se trata… —Mi inefable
visitante jugaba como un niño travieso que ha encontrado por fin algo desconocido
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para un padre, y disfruta con el juego de las adivinanzas—. Es Baphomet. —
Pronunció su nombre con estudiada solemnidad, marcando mucho cada sílaba.
Fue entonces cuando en mi mente se abrió paso la razón, como si un velado
conocimiento rasgara la niebla mental que lo ocultaba a mi entendimiento. ¡Claro!
¿Cómo no me había dado cuenta? ¡Baphomet! Era el ídolo de los templarios… ¿Y
qué tenía que ver con Amón?
—Sí, como usted sin duda está deduciendo. —Me halagó una vez más—,
Baphomet, el ídolo de los templarios que dominaba a la serpiente, no era sino Amón
dominando a la serpiente Apofis. La Iglesia Católica, o más bien el gran sacerdote de
Amón-Ra del momento, decidió retomar su adoración tal y como se desarrollaron en
sus antiguos templos de Egipto. … Bajo su sombra creó la orden templaría.
—Pero más tarde la propia institución católica los ordenó destruir… —dije
después de respirar hondo—. No comprendo aún adonde diablos quiere llegar…
—Se volvieron peligrosos, ya que el sacerdote de Amón-Ra compitió con el Papa,
que hasta el momento sólo era un hombre de paja que gobernaba cara a la galería, y
puso en peligro toda su mastodóntica estructura. Pero volvieron a aparecer los
símbolos, si bien ahora perfectamente camufladas. —Klug, como un moderno
«cicerone» que me guiara a naves de la turbulenta epopeya humana, cobraba
importancia, elevando el tono de su voz, y puesto en pie. Lo miré aún más
sorprendido—. San Jorge y el dragón cumplieron con su papel… —Hizo una pausa
—. Un hombre con un disco solar Iras su testa dominaba a un Apofis que, con varias
cabezas, seguía siendo el símbolo del mal, del ultramundo.
Me encontraba literalmente atónito por las elucubraciones de aquel hombre que,
sin embargo, tan razonables parecían por él expuestas con tanto énfasis. Cuando
conseguí retomar el control de mí mismo y poner en funcionamiento mis aletargadas
neuronas, tan solo acerté a preguntar con voz queda:
—¿Me está usted diciendo que lucha contra nosotros nada menos que la
mismísima Iglesia Católica, con todo el poder político-económico que ésta posee?
Su rostro permaneció impasible, como una respuesta positiva que le aterraba
formular conjugando las palabras. Ante su silencio, le miré de nuevo y reflexioné en
alto con una exclamación que me abrasaba la garganta.
—¡La iglesia más poderosa del hemisferio occidental!
Percibí de pronto, como nunca antes en mi vida, el olor acre del miedo.
—Si usted se echa atrás, el mundo seguirá perteneciéndoles, y aun así, nos
perseguirán a ambos hasta eliminarnos. … No pueden permitir que se revele al
mundo su, a todas luces, maquiavélico juego. —El rostro de Klug Isengard se
contrajo con una sonrisa cruel.
—¿Y qué salida tenemos? —pregunté con voz hueca—. Nos matarán de todos
modos —admití a regañadientes.
—No —dijo con voz ahogada—. Hay un medio de salvación, se lo aseguro, y por
ello murieron mis dos colegas… Nuestra investigación estaba muy avanzada.
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El anticuario nacido en la República de Austria había vuelto a andar, y ahora, tras
acercarse a los ventanales, para echar las pesadas cortinas verde oscuro, se volvió y
me habló en un susurro casi inaudible, como si alguien pudiese oírnos.
—Mire, si hallamos la entrada al inframundo —sentenció sin vacilar—, donde se
encuentra el friso al que pertenecen los símbolos que le mostro Wall en Londres,
entonces penetraremos en él y superaremos todas las pruebas, tal como hacían en
secreto los antiguos Peraás[1] de Egipto, e incluso le diría que seremos parte de su
orden… No podrán entonces tocarnos ni un pelo. —Advertí en sus ojos una maligna
expresión de triunfo—. Eso siempre que cumplamos, claro está, con el juramento de
no dar a conocer su secreto.
—Habla usted de superar pruebas como si de un juego de la búsqueda del tesoro
se tratase, pero no creo que sean tan sencillas como para que cualquier hombre las
pueda pasar sin ninguna dificultad —inquirí con escepticismo—. ¿Cree que somos
como Indiana Jones en sus películas? —pregunté con tono de protesta.
—De hecho —añadió Klug—, algunos aspirantes a faraón y a Papa, no pudieron
hacerlo, y hubieron de ser reemplazados por otros; en ocasiones, por otras…
¿Recuerda a Hatshepsut?
—Creo que, antes de nada, debería usted ponerme al día en cuanto a sus
conocimientos sobre el tema se refiere. ¿No le parece? —repliqué con cierta
brusquedad.
El asintió con gesto de aprobación.
D
urante las dos horas siguientes, Klug Isengard me puso en antecedentes
mostrándome cómo la cruz católica había sido hábilmente introducida en el
culto pseudocristiano, proveniente primero de la llave ansada del poderoso
país del Nilo y anteriormente originario de la Tai de Tamuz, el dios amante de Istar, la
diosa madre de la fecundidad babilónica.
Siempre según el anticuario, de ella se había derivado la diosa Isis, con Horus
niño en brazos, y de ésta, a su vez, la más famosa Virgen María con el niño Jesús en
brazos. Son las tres, por cierto, vírgenes según el dogma, a pesar de haber parido las
dos primeras a un solo hijo, y la tercera a hijos e hijas, cuyos nombres aparecían en la
Biblia, y que los dignatarios católicos habían ocultado a la vista de sus fieles con
taimada astucia, para asemejarla a las anteriores.
Explicar que un primogénito había sido concebido por Dios —sea éste Bel, Osiris
o Yahvé—, ya resultaba complicado; pero que después esto se hubiese repetido en
varias ocasiones ya era del todo imposible de encajar si se la quería mantener a la
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Virgen María a la altura de Isis o Ishtar.
Aquello parecía más bien una empanada mental y, además, de las gordas.
Ante mi imaginación pasaron, en rápida sucesión, las estampas y fotografías de
numerosos santos y dioses olvidados, conocidos o no, que mantenían una relación
con Amón, Apofis y Ra. Las palabras retumbaban en mi cerebro y mis venas,
hinchadas como nunca en mis sienes, trabajaban a un ritmo desmesurado para regar
mi masa encefálica y permitir a mi materia gris el asimilar la condensada información
que llegaba hasta mí a borbotones.
Un subyugante halo de misterio rodeaba aquella inaudita historia, aparentemente
incongruente, en la que, sin embargo, las piezas parecían encajar cada una en el lugar
en que Klug las colocaba. Quizás era sólo una sensación, pero el aire resultaba ahora
más húmedo y pegajoso. Como si del mismo histrión se tratara, el austríaco que tenía
frente a mí movía sin parar sus brazos y manos, gesticulando, escupiendo las palabras
como si las disparase. Quería librarse de un peso que lo agobiaba.
Me dirigió una mirada reprobatoria y con gesto ceñudo se dirigió a mí,
aumentando el volumen de su voz para llamar más mi atención.
—¿Comprende algo de lo que le estoy explicando, señor Craxell? —preguntó con
tono quejumbroso. Parecía enfadado y preocupado, al mismo tiempo que se echaba
hacia delante.
Rememoré a marchas forzadas que, cuando yo era apenas un adolescente, mi
padre solía decir que era un soñador, ¡y encima de los peores! Debo admitir que era
cierto. Al menos en parte, y es que si algo acaparaba mi atención, sólo tenía ojos y
oídos para ello, dejando atrás todo lo demás por importante que fuera.
No obstante, en esta ocasión no era así. Trataba de reemplazar en mi mente, a
velocidad casi supersónica, los típicos tópicos y los dogmas que se dan por
verdaderos cuando nos los enseñan de pequeños y sustituirlos por los datos que el
cerebro del gordo anticuario me «disparaba» como si fuera una ametralladora.
Así las cosas, la composición resultante me llevaba a conclusiones que antes
pudieran parecer absolutamente disparatadas y que ahora, sin embargo, se me
revelaban completamente lógicas y razonables.
—Discúlpeme, señor Klug —le respondí, tras una pausa y en medio de un hosco
silencio, haciéndole ver que, muy al contrario, mi mente se hallaba receptiva y
abierta. Estaba totalmente dispuesto a asimilar unos datos tan relevantes como
sorprendentes—. Comprenda mi estupor inicial… Es que intento hacerme una
composición de lugar. Sé que es difícil, pero todo lo que estoy oyendo me parece muy
interesante.
Isengard reflexionó un instante y luego asintió.
—Ya, ya… —rezongó él, escéptico, creyendo que tan solo estaba desplegando
mis mejores modales por pura y simple cortesía—. Que no me cree, vamos… Todo
esto le parece un asunto inverosímil, o una locura en el mejor de los casos… Le
aseguro que todo lo que le digo es cierto —enfatizó, para convencerme de la bondad
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de sus argumentos.
—Se equivoca de plano. Le creo, y no es lo que me produce una sensación de
preocupación, sino de auténtico miedo, señor Klug. Si como usted dice, y yo le creo
—le confirmé para tranquilizarlo—, la Iglesia Católica es la defensora de la Orden de
Amón. —Se me erizó el vello de todo el cuerpo sólo con aquellas frases, igual que
una sentencia mortal dictada por un sátrapa de tiempos pretéritos—, no cejarán en su
empeño hasta destruirnos…
—Veo que comprende perfectamente por qué han muerto Wall y Casetti —me
recordó mi adiposo interlocutor, rematando así su alegato.
—Creo que no nos queda más que una opción, algo así como la última puerta…
¿Verdad? —le pregunté a bocajarro, sin esperar respuesta, temiendo que su
conclusión y la mía fueran una misma.
—Así es, ha dado usted en el clavo. —Isengard cabeceó con una expresión
resignada de muda y sumisa aceptación ante un planteamiento irrevocable—, pero
contamos con dinero, datos y nuestro innato sentido de la supervivencia. —Señaló
con su índice en mi sien derecha.
—El paso siguiente ha de ser conocer el terreno en que nos hemos de mover —le
expuse en una tácita y positiva respuesta antes de continuar—: ¿Tiene contactos o
conocidos aquí, en El Cairo? —Le sondeé a propósito, para saber qué medios
«humanos» contábamos en tan peligrosa como insólita empresa.
—Sólo un par de nombres y una calle… ¿Y usted? —preguntó en tono dubitativo,
como temiendo escuchar una desoladora réplica.
—¿Dos nombres y una calle? —Evadí con suma habilidad la respuesta que él
anhelaba. En mi «profesión» se aprende pronto que la información es poder, y que
hay que protegerla tanto como a las fuentes de la que proviene.
—Verá, yo soy judío, de religión… ¿Entiende? —preguntó con brusquedad—.
Ante de venir, me puse en contacto con un rabino que conoce la Torá a fondo,
además de la Misná y el Talmud. Él y su hijo serán nuestros guías hacia ese tiempo
remoto en que se construyó el inframundo egipcio —comentó con un suspiro—. En
cuanto a la calle, es un lugar donde me dejará la información que necesito. No puedo
arriesgar sus vidas en esta empresa.
Klug Isengard se acomodó en el borde de la cama, ahondando con sus nalgas el
hueco que su cuerpo, con las piernas abiertas —entre las cuales resbalaba su
protuberante estómago—, había realizado tan solo por la acción de su peso.
—¿Y la calle es? —insistí, tras meditar en el lío en que ya estaba metido. Me di
cuenta de que, a pesar de todo, todavía no contaba con su confianza.
Por toda respuesta, mi presunto «socio» me acercó a la cara un papel arrugado y
descolorido que abrió ante mí. Zuqaq El Azuani. Las letras brotaban medio borradas
a causa del sudor de sus muslos, que las habían impregnado a través del tejido de sus
pantalones, en cuyo bolsillo debía de haber pasado demasiado tiempo.
—Creo recordar esta calle… —comenté, casi en un susurro, tomando de sus
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regordetas manos el sucio papelucho.
Isengard negó con la cabeza.
—¡Chiss! —Miró con desconfianza alrededor de mi habitación, colocando luego
un dedo ante mis labios, para pedirme silencio. Acto seguido observó con creciente
excitación—: Es mejor que no digamos nombres, pueden oírnos, incluidas las
paredes. ¿No sabe usted lo insignificantes que son hoy en día los micrófonos de las
escuchas?
Claro que lo sabía, pero me pareció harto exagerado su comportamiento. Hoy, tras
la alucinante experiencia vivida, yo también hubiera obrado igual de conocer lo que
iba a desarrollarse a partir de aquel momento.
Miré mi reloj suizo de marca, y pude comprobar que el tiempo había pasado
como si viajásemos a través de él hacia un forzoso futuro. Mi enigmático cliente se
removió inquieto, moviendo de nuevo la cabeza a uno y otro lado, nervioso. Era
evidente que el miedo había vuelto a apoderarse de él, pues de nuevo temblaba
perceptiblemente, y comenzó a sudar. Yo, por mi parte, me encontraba conmocionado
hasta el tuétano con aquella asombrosa historia, lo nunca oído por un cristiano.
—Propongo que vayamos a esta dirección juntos. De camino, adquiriremos un
mapa detallado del país. No sabemos aún en qué lugar específico buscar; es como
rastrear una tumba real… Las dificultades son muchas, y las posibilidades de hallarla,
escasas —hablé con voz queda, intentando situarle a Klug en el plano real, para evitar
así que se hiciera ilusiones al respecto.
El afirmó con la cabeza, y se incorporó pesadamente.
Saqué del armario mi bolsa, me la colgué en bandolera, y le indiqué con la mano
que me siguiera. Tras abrir la puerta y comprobar que el pasillo se hallaba desierto,
salimos de la habitación 916.
En la puerta acristalada del lujoso hotel, que dos botones rígidamente
encorsetados en sus llamativos uniformes rojos con botonadura dorada vigilaban, seis
taxis de distintos modelos y colores aguardaban la llegada de posibles clientes.
Nos introdujimos en el vehículo más cercano a la puerta, tras regatear el precio,
como es ancestral costumbre por estos sitios, con su conductor, un egipcio de piel
cetrina, pelo negro y rizado y rasgos toscos. Tenía marcadas arrugas que reflejaban el
paso del tiempo, igual que surcos arados por las parcas.
Su incansable parloteo, una especie de pseudomarketing local, era el mismo que
ponían en práctica todos los naturales del país de los faraones cuando deseaban
vender bien sus servicios, bien sus productos, a los confiados turistas repletos de
dinero, y deseosos de adquirir el mejor y más exótico souvenir para presumir ante sus
amistades.
Una vez más, el calor resultaba asfixiante, de zona desértica. La tapicería de
cuero abrasaba literalmente nuestras posaderas, y a pesar de llevar bajadas todas las
ventanillas del vehículo, el aire se negaba a circular en condiciones por su abrasado
interior.
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—Me llamo Salah. —Se presentó el taxista, que deseaba agradar a la clientela,
volviendo la cabeza mientras se introducía en el caótico tráfico de la capital egipcia
—. ¿Adónde quieren ir, señores? —Tenía una sonrisa impostada en el rostro—.
Puedo llevarles al barrio copto, y después también a la ciudadela de Saladino, si ya
han visto las pirámides… ¿Acaban de llegar? —quiso saber el taxista, arrastrando un
poco las palabras en esta ocasión.
—¿Tan obvio resulta? —repliqué con un deje desdeñoso.
Isengard y yo nos miramos como cómplices de algo inconfesable, y de ese modo
sonreímos al unísono por primera vez. Aquel árabe nos había tomado por dos
vulgares turistas, quizás al ver mi bolsa pensó que llevaba allí mi cámara, la
consabida guía del país, mapas… ¡Mapas! Con tanta cháchara se me había olvidado
que lo más elemental era comprar uno a la voz de ¡ya!
Miré a Salah con gesto imperioso.
—Llévenos al Jan-Al-Jalili —indiqué en tono firme—; pero, por favor, dé antes
un buen rodeo. Cuando pase por otro hotel, pare antes de continuar… ¿De acuerdo?
El taxista asintió, ceñudo. Por la mirada de connivencia que compartió conmigo
Klug supe que éste había captado mis intenciones. No deseaba, si éramos seguidos,
que supieran adonde nos dirigíamos, y sin duda en un hotel de lujo encontraríamos el
mejor mapa de la zona.
Una «piadosa» brisa penetró suavemente, aliviando nuestros padecimientos. El
conductor preguntó qué hotel era al que íbamos antes de iniciar nuestro periplo, y tras
pedirle que pasara frente al primero que encontrase, me quedé cavilando qué
haríamos al llegar a la calle en la que, como yo sabía, se alzaba el edificio de un
antiguo harén, junto a la mezquita azul. Era una construcción desconchada y
deteriorada en todos los aspectos, usada para el culto por los pobladores del entorno
del gran bazar al aire libre de El Cairo. Sus calles, habitualmente embarradas, con
montículos de basura acumuladas y patios descuidados y oscuros que conocieron
mejores tiempos —donde ratas de larga cola y duras cerdas hociquean sin descanso
en los desperdicios—, desanimaban a unos turistas que no se solían adentrar por sus
meandros salpicados de pequeños talleres, explotados por familias que se dedicaban a
fabricar toda clase de objetos que luego vendían en sus puestos callejeros del bazar.
Salah pasó a prudente distancia del impresionante hall de la Cadena Hilton, con
sus 36 pisos de altura, para no molestar a los taxistas que allí se apiñaban, ya que
éstos, como los que se emplazaban a la puerta del resto de establecimientos hoteleros
cairotas, tenían un acuerdo para poder efectuar frente a ellos su trabajo cotidiano.
Los dos nos apeamos y, con paso rápido, entramos en el vestíbulo, donde una
gran vitrina abierta mostraba todo tipo de postales, mapas y guías, algunas con sus
cubiertas rozadas por el uso. No todos compraban esos souvenirs al uso, razón por la
que algunos aparecían excesivamente manoseados.
Nadie se percató de nuestra presencia en el vestíbulo que era un gran espacio
coronado por una grandiosa lámpara con cristales que brillaban como diamantes, y
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rodeado de grandes columnas que imitaban el milenario estilo egipcio. Al fondo del
grandioso hall se desplegaba un gran mostrador, flanqueado por dos fuentes de las
que se elevaban discretos chorrillos de agua, a ras de superficie. Aquello era un
mundo aparte, una especie de cápsula aislada y con potente aire acondicionado, un
lugar de lujos sin fin donde aislarse de las zonas más desfavorecidas de El Cairo.
La gran vitrina, frente a la que nos encontrábamos, se hallaba a la izquierda del
vestíbulo, junto a los ascensores de puertas doradas, casi a la entrada. Ojeé una tras
otra las guías y mapas expuestos, y elegí uno que llamó mi atención especialmente.
Al desplegarlo, vi que Egipto aparecía dividido en cuatro secciones rectangulares y
bien detalladas.
—Creo que éste nos servirá. Digo que… —Elevé la voz a propósito, al ver que
Klug sólo se preocupaba de vigilar el enlomo como un perro guardián jadeante— éste
nos servirá.
—¡Oh! ¡Sí! ¡Claro! Lo siento… —farfulló él disculpándose—. Mis nervios saltan
a la menor señal de alarma. ¿Ha encontrado entonces lo que buscaba? —me preguntó
a continuación, en un esforzado intento de integrarse en la conversación.
—Sí; nos será útil —le informé con impaciencia, a la vez que me acercaba al
mostrador de recepción para pagarlo.
El anticuario me seguía igual que un niño asustado al que se le ha pillado en falta.
Su privilegiado cerebro era, sin embargo, nuestra mejor arma en aquella complicada
situación en que los dos estábamos metidos quién sabe por cuánto tiempo.
Numerosos turistas bajaban y subían por la alfombrada escalinata de color sangre
que desembocaba en la primera planta, ocupada por entero por tiendas de chucherías
para ellos. Sus caras, enrojecidas por el sol, y sus ropas, informales y veraniegas, con
chillones estampados en sus camisas, denotaban su condición de extranjeros en
período de vacaciones. Pantalones cortos, sandalias, cámara, resultaban del todo
inconfundibles. Obviamente, no podían faltar los japoneses. Una joven de rostro
ovalado y piel aceitunada, plana de pecho, de largos cabellos negros que apenas
asomaban por el resquicio que su pañuelo, de color verde claro, dejaba abierto sobre
su frente, me sonrió calculadamente desde sus labios afrutados, y después retiró el
desgastado billete de cinco libras esterlinas que le di.
Pocas eran las mujeres árabes cuyas familias les permitían trabajar fuera del
hogar, por esto deduje que no estaría muy lejos el varón perteneciente a su familia
que, elegido como «cancerbero» de aquella belleza nativa, la controlara de cerca con
acerada determinación en sus ojos. «Quizás es otro empleado del hotel. Bueno, ¿y a
mí qué me importa ahora?», pensé con toda lógica.
Con total naturalidad nos dirigimos a la salida, y sin intercambiar más palabras.
Salah nos esperaba pacientemente. Tenía cerrados los ojos en improvisada
duermevela, pero siempre atento a cualquier ruido procedente del exterior.
Nos dirigió una mirada perspicaz.
—Mmm, me imagino que ya han comprado lo que buscaban —comentó en voz
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baja, casi confidencial.
—Por supuesto que sí —respondí entre dientes.
Después le pedí que nos llevase a las inmediaciones de Jan-Al-Jalili; ya
llegaríamos más tarde, a pie, hasta Zuqaq El Azuani. La prudencia debería ser nuestra
compañera habitual a partir de ese momento. Si la todopoderosa y omnipresente
Iglesia Católica Apostólica Romana había dictado que se nos suprimiese, como en los
casos concretos de Wall y Casetti, cada individuo que tuviéramos cerca sería un
posible «ejecutor» de la mafia con sotana, de los intermediarios del Cielo.
Sin embargo, ellos también debían ser cautos. Aquello no era Roma… En Egipto,
los musulmanes, y más concretamente los sunníes, eran aplastante mayoría, y a los
extranjeros sólo se los veía con buenos ojos como imprescindible fuente de divisas.
Atravesamos gran parte de la ciudad, inmersos en el flujo metálico y
desordenado, a modo de aguas embravecidas, que es el infernal tráfico rodado de El
Cairo. Cerca del gran bazar, un nudo viario y una burda imitación de parada de
autobuses recibían a sus miles de incontrolados usuarios que eran puntualmente
tragados por los vetustos y desportillados vehículos pesados de transporte público que
se atiborraban al trescientos por ciento por el módico precio de un cuarto de libra
egipcia. Para subir a un vehículo de transporte público era preciso luchar a brazo
partido con demasiados individuos vocingleros y ordinarios. Aquello sí que era el
auténtico runrún humano de la capital egipcia.
Le puse a Salah en las manos el dinero previamente convenido, y le añadí una
generosa propina, que él agradeció con una sonrisa de oreja a oreja.
El lugar donde estábamos, un espacio abierto de grandes dimensiones,
empequeñecía al estar repleto con aquel gentío que deambulaba de un lado a otro
como habitantes de un colosal hormiguero que se movían con prisa. Nosotros éramos
dos diminutas manchas blancas en aquella achocolatada marabunta que, como mar
revuelto, empujaba en distintas direcciones, arrancándonos de un lugar para
arrastrarnos a otro, todo ello sin necesidad de efectuar movimiento alguno,
simplemente dejándote llevar por la impresionante «marea» de personas. A la límpida
luz de un sol inclemente formábamos parte de una multitud de seres anónimos, gente
con la expresión plana y vacía si no hablaba o gesticulaba por algo.
Yo había visitado el lugar en anteriores ocasiones, por lo que sólo me guié por un
par de referencias, como si fuera una estrella fija en el firmamento. No existía otra
forma de orientarse.
Las voces, estridentes y nerviosas de unos y otros, se entremezclaban sin pausa
con los ruidos de los cascados motores de autobuses dignos de figuras en un mundo
de antigüedades. Había que soportar el olor a gasóleo de automoción quemado que
hería las fosas nasales, llegando a penetrar hasta en lo más recóndito de los pulmones;
y eso sin olvidar el olor ácido del sudor producido por un calor asfixiante en aquella
abigarrada multitud que se cocía, aparentemente impávida, bajo el duro sol del
mediodía. Todos los que formábamos parte de aquélla éramos igual que cangrejos
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intentando huir del caldero en que el agua les hierve sin remedio.
Agarrado a mis ropas, ya empapadas por la intensa transpiración, con sus
húmedas manos de dedos cortos y gruesos, Klug me seguía a duras penas, entre
continuos resoplidos. Se encontraba desorientado, igual que un niño perdido en mitad
de la noche, en un bosque frío y oscuro en el que sólo la mano de su padre le da la
seguridad que en todo instante necesita.
Por fin, creyendo que nos desvanecíamos ante el sofocante calor y la proximidad
física de tanto cuerpo sudoroso, abandonamos, a trompicones y codazos, el núcleo del
gentío, aquel engorroso maremágnum, y comenzamos a andar por una zona que
discurría a la derecha de una amplia calle, bajo el puente de una autopista que la
cruzaba. Numerosos escaparates tenían sus persianas bajadas y los cierres echados, y
apenas media docena de tiendas, dedicadas en exclusiva a los turistas occidentales,
habían abierto ese día. Era la zona en que las mujeres hacían sus compras cotidianas,
cuando el sol se ocultaba entre las arenas y edificios de aquel barrio famoso en el
mundo, y que al anochecer mostraba otra faz.
Cuando Selene aparecía, expandiendo su luz plateada y adornando de mil luces
que titilaban en el manto oscuro de la noche, comenzaba «el día» para otra parte de la
sociedad. Los hombres salían a las desconchadas tabernas en las que la mugre era
compañera natural para, sentados en sillas de plástico, fuera de aquéllas tomar en paz
al fresco y su narguile con otros amigos. En tanto, sus mujeres, ataviadas con bellas
telas de colores que ocultaban sus posibles encantos, aparecían como flores nocturnas
para aprovisionarse de fruta fresca, agua, carne y verduras. Si debajo de aquellas
vistosas túnicas se ocultaban algunos cuerpos voluptuosos, con senos capaces de
dejarte como hipnotizado al primer vistazo, estaba claro que sus dueñas no deseaban
que nadie lo supiera.
Un estallido de color inundaba entonces las calles aledañas, y las risas de
hombres y los juegos de los niños animaban las castigadas calles, en las que se
amontonaba la arena traída por el viento del desierto cercano, que en sí se quejaba del
terreno robado por los hombres para alzar allí sus hogares, una masa asombrosa de
interminables colmenas.
Pero a la hora que nosotros habíamos elegido el panorama resultaba
diametralmente opuesto. Miles de turistas, ordenados en pequeños grupos y guiados
como niños por un nativo la mayoría de las veces, recorrían las gastadas aceras del
gran bazar paseándose para regatear en la adquisición de algún típico recuerdo de
Egipto. Su desmedido afán se centraba en conseguir un precio mejor; en ocasiones,
tan bajo que resultaba ridícula aquella obstinada resistencia a pagar lo exigido por un
vendedor con más paciencia que el santo Job de la Biblia.
Yo, de vez en cuando, volvía la cabeza —tengo esa costumbre, para verificar si
alguien me sigue; es como un acto reflejo—, controlando el entorno cercano,
esperando no haber sido localizados tan pronto.
En una de estas ocasiones… ¡bingo! Vi por segunda vez, avanzando en paralelo a
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nosotros, a un presunto turista aparentemente despistado. Su atuendo, idéntico en
todo al de cualquier otro —con pantalón corto, camiseta azul de mangas cortas,
sandalias un sombrero de tela, cámara fotográfica y gafas de sol—, hizo que pasase
inadvertido la primera vez que mi vista se posó en él; no así la segunda. No
conversaba con nadie y no entraba en ninguno de aquellos cuchitriles llenos de
baratijas, por lo que deduje que no era lo que su apariencia indicaba. Además, me
percaté de que iba solo, según comprobé fehacientemente, y no se molestaba lo más
mínimo en buscar su grupo de compañeros de viaje; así que era mi mejor
sospechoso…
El desconocido notó la inquisitoria mirada que le dirigí, y torpemente intentó
interesarse por un feo pañuelo de nailon en tonos morados y negros.
—Klug, no te muevas… —susurré casi al oído del orondo vienés—. He
comprobado que nos están siguiendo. Vamos a parar aquí, y haremos ver como que
nos interesa una de estas figuras que se ven en esta tienda que hay aquí, a nuestra
izquierda. —Le había tratado de tú por primera vez. Al fin y al cabo, los dos
estábamos metidos hasta la médula en la misma aventura y, además, con idénticos
riesgos…
El aludido no respondió, tragó saliva con cierta dificultad, y luego tomó entre sus
manos una figurilla con la máscara de Tutankamón tallada en piedra jabonera.
Preguntó el precio a un viejo vendedor de tez apergaminada. El posterior regateo
sirvió para mantenerlo ocupado mientras yo, discretamente, miraba por el rabillo del
ojo, hondamente preocupado para comprobar si seguía allí «el turista». Éste me
observaba ahora desde detrás de la cristalera de una de las tiendas de camisetas,
cuyos colores solían servir para atraer a los extranjeros como los de las flores a las
abejas que las fecundan en una soleada mañana de primavera.
Me volví bruscamente y crucé la calle en su dirección, decidido a espantarlo y
librarnos de él como fuera. Al acercarme, pude ver cómo su rostro primero enrojeció,
para ir palideciendo después. No había previsto una reacción como la que yo estaba
teniendo.
Le grité en inglés un par de palabras fuertes, en tono muy desafiante, y enseguida
un nutrido grupo de desocupados —que, por cierto, olían bastante mal, con señales de
pulgas en brazos y piernas— se arremolinó en torno a nosotros. Yo me había quedado
plantado en medio de la carretera, indicándole que aún podía irse si era su deseo.
Creo que «el turista» captó al instante mi mensaje, porque salió con la cabeza baja
y a paso rápido, después de farfullar un juramento. De hecho, se escurrió por entre las
callejuelas que, como un laberíntico dédalo, se perdían entre las sombras de sus
pegados muros.
Tan pronto como inicié la maniobra de regreso, el grupo de curiosos que se había
congregado se dispersó como un azucarillo en un vaso de agua caliente. Cada cual
retornó a su quehacer habitual, que no era otro que la «caza» de algún turista como
quien busca desesperadamente una fuente de agua en el desierto.
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Cualquiera que se hubiera fijado podría haber advertido en mis ojos una maligna
expresión de triunfo.
Isengard, que había adoptado una actitud estática frente a la tienducha repleta de
polvorientas figuras toscamente talladas, comenzó a recuperar el resuello sudando a
chorros como estaba. Permanecía de pie, lanzando miradas de soslayo, indeciso,
ansioso y falto de voluntad. Unos grandes cercos se iban expandiendo bajo sus axilas
que, pegadas a sus gruesos brazos, intentaban en vano mantener a raya su poderosa
traspiración. Sus ojos, muy fijos en mí, contemplaban aquella escena surrealista que
se había desarrollado ante él como el acto de una obra de teatro perfectamente
representada, pues esto había sido y no otra cosa.
—Ya estoy aquí —le dije con total naturalidad, guiñándole un ojo en señal de
simpática complicidad, como si nada hubiera sucedido. Y es que ahora me encontraba
mucho más relajado, como cuando una tormenta de arena pasa de largo sin causar
daño alguno y entonces la calma es aún más placentera—, podemos continuar… —
Tras una pausa, conduciendo la situación por otro derrotero, y a fin de transmitirle un
poco de tranquilidad, le pregunté con escepticismo—: ¿Crees realmente que daremos
con la información de tus amigos?
El anticuario de centro-Europa hizo un gesto de asentimiento.
Continuamos nuestra andadura, conscientes de que algunas miradas seguían
nuestros pasos a causa del suceso acaecido. Fingimos interesarnos por un par de
frascos de perfumes de cristal decorados con oro al agua, y también por una colosal
escultura que trataba de ser una copia, por cierto muy mala, de uno de los guardianes
de ébano y oro que flanqueaban la puerta de la tumba de Tutankamón.
El sol arrancaba destellos a los objetos de latón decorados con versículos del
Corán, tales como platos, teteras… y ambos nos preguntábamos, sin atrevernos a
confesárselo al otro, cómo localizar la información dada por un sabio judío en un
barrio como aquel, que estaba habitado exclusivamente por musulmanes y por
incontables garrapatas, roedores, cucarachas y otros seres vivos tanto o más
repelentes.
—Señor, tengo papiros. Son auténticos… ¡Mire, mire! —Se nos acercó un
egipcio ofreciendo sus mercancías, quien, como es costumbre en ellos, insistía en
colocarnos unos cuantos de aquellos papiros, copias de copias de copias de un
original que nunca había visto sino en las ilustraciones de una guía turística.
—No nos interesa, ya tenemos muchos. ¡No! ¡No! —remarqué enérgicamente y
en tono muy áspero, aunque a sabiendas de que era un intento inútil de librarme de él.
Aquel vendedor era como una garrapata en su insistencia en pegarse a mi piel, y en
chapurrear inglés con horrorosa pronunciación.
—Estos son buenos, señor, papiro bueno… —alegó el vendedor con terca
insistencia. Era un tipo feo y con una leve corcova en la espalda—. Tengo también
especias para vender. Vengan a mi tienda; sólo ver; sólo ver, señor.
—¡Ja! —exclamé airado—. ¿Acaso me has visto cara de ingenuo? ¿No sabes que
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soy experto en arte? Ya le he dicho que no. No queremos nada de su maldita tienda.
Nosotros vamos al Jan-Al-Jalili; sólo a ver; le aseguro que no compramos… ¡No!
¡No! —añadí, cada vez más hastiado de su presencia.
Comenzaba a desesperarme viendo que su pesada insistencia no parecía tener
final. Pero entonces, de entre aquellos papiros enfundados en plásticos transparentes
el egipcio extrajo un dibujo a carboncillo de Moisés abriendo el Mar Rojo. Era
apenas un pedazo de papel amarillento de unos 20 por 10 centímetros, y luego, como
quien abre en abanico los naipes de una baraja, dejó en medio de sus souvenirs
aquellos delicados trazos que para nada encajaban con sus papiros egipcios ni con
quien nos los ofrecía.
—Sólo ver; sólo ver, señor. —El tenaz vendedor, capaz de perforar, con su
abrumadora labia, la más blindada de las paciencias, bajó de pronto misteriosamente
el tono de su voz, convirtiéndolo casi en una confidencia, en un susurro cuando
indicó—: Venir a mi tienda y yo enseñar más.
Miré a Klug, y, ante su sudorosa y expectante cara, tomé uno de sus repetidos
papiros para hacerle ver a quien pudiera observar la escena que, al menos
aparentemente, aquel pesadísimo egipcio me estaba venciendo al fin con su terrible
insistencia.
—Está bien… —Solté presión con un largo suspiro—. Te seguimos… Llévanos
donde te dé la real gana, tío. —No consideraba que algún otro posible seguidor
confirmara mi presencia allí por oírme hablar otra lengua que no fuera la anglosajona,
con la que cada turista, como cumpliendo con una secreta liturgia no escrita, cumplía
con el precepto máximo de usar el idioma más internacional.
Por entre calles estrechas y frescas, cuya sombra fue para nosotros un inesperado
alivio —aunque eso sí, en compañía de un muy molesto zumbido de moscas y
tábanos—, el obstinado vendedor nos guió hasta un local cuyos cristales acumulaban
la suciedad de años, y en cuyo interior, al traspasar el umbral, un mostrador, que en
otros tiempos muy distantes del nuestro debió lucir orgulloso su lustrosa madera de
teca protegía tras él una inmensa cantidad de anaqueles llenos de especias, la mayoría
de las cuales, no conocíamos ni de nombre. La estantería que cubría por entero el
paño de la pared, del suelo al techo, y de lado a lado, era de unas dimensiones
realmente impresionantes.
Vimos unas mesas de madera, en torno a las cuales había tres sillas astilladas y
llenas de rayones, con restos de barniz que un día, ya muy lejano, les dieran brillo.
Estaban arrinconadas contra la desconchada y sucia pared, y nos sirvieron para
acomodarnos a la espera de acontecimientos.
Nuestro anónimo y gesticulante guía «cultural» se perdió al fondo de la tienda,
tras una cortina de largas hileras de abalorios de plástico de colores que tintinearon
con su característico ruido. Isengard y yo, un tanto perplejos, nos miramos con cara
de interrogación. No comprendíamos qué demonios quería obtener de nosotros aquel
insistente tipo, salvo, claro, vendernos su «valiosa» mercancía.
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Recorrimos el mugriento establecimiento comercial con la mirada. El polvo
cubría el largo mostrador y los anaqueles, en los que pequeños y alargados cajones
guardaban en su interior, como un tesoro escondido en el tiempo, las distintas
especias. Otro tanto ocurría con el reborde de madera de la pared que se hallaba
recubierta de finas láminas de teca hasta la mitad. Las telarañas abundaban en los
ángulos que formaban las paredes con el techo que, a su vez, aparecía con numerosos
trozos de pintura a medio despegar, y en áreas en las que éstas ya se habían
desprendido desde hacía mucho tiempo.
La cortina volvió a tabletear sus abalorios, y su plástico, al entrechocar, nos
devolvió a la incómoda realidad de nuestra alocada «misión». El egipcio en cuestión
se acercó con una voluminosa caja entre sus brazos, que depositó en la redonda mesa
de formica, a cuyos lados nos hallábamos sentados Klug y yo.
El anticuario vienés me miró entre inquieto e incómodo.
—Me llamo Mustafá. —Se presentó el vendedor, ahora en un inglés tan perfecto
que nada tenía que ver con el torpe chapurreo con que se dirigiera a nosotros la
primera vez. Hablaba circunspecto, sin levantar la voz—. Soy copto… Digamos que
aquí no somos lo que se dice «populares», por lo que debemos vivir adaptados lo más
que nos es posible al uso y costumbres de nuestros vecinos musulmanes, mucho más
numerosos y radicales, como ya saben…
Klug, con los ojos desmesuradamente abiertos, contemplaba la sorprendente
metamorfosis lingüística sufrida por nuestro anfitrión. Incluso había dejado de
transpirar, algo difícil para su pesada humanidad.
—El rabino Rijah me envió este paquete hace dos días, por medio de un
mensajero de total confianza —dijo Mustafá, frunciendo mucho el entrecejo,
mientras acariciaba el exterior de la nívea caja, como si de algo muy valioso se tratara
—. Lo hizo con un sobre que me fue entregado para Klug Isengard, con intenciones
de entregárselo en persona —añadió, sacando a continuación de detrás de la caja, a la
que al parecer lo había adherido con cinta adhesiva, un abultado sobre.
—Yo soy Klug Isengard. —Se apresuró a responder mi nuevo compañero de
andanzas, alargando, ansioso, la gruesa mano derecha—. Es para mí —afirmó con
tono de profunda satisfacción.
Pero Mustafá —que ahora mascaba perejil, para camuflar algo su halitosis—
retiró el sobre, pegándolo a continuación a su pecho para sorpresa del anticuario
austríaco, que lo miró sorprendido.
—Antes necesito estar completamente seguro y comprobar si es quien dice su
amigo… ¿Puede identificarse? —le preguntó con cierto recelo—. Lo siento…, pero
debo tomar precauciones —se disculpó con una exagerada inclinación de cabeza.
Klug hizo un ademán quitándole hierro al asunto. Después buscó en el interior de
sus pantalones —de los que podía sacar cualquier cosa, como yo mismo había podido
comprobar anteriormente— con sus manos de dedos gordezuelos y cortos, que ahora
se movían torpemente a causa de su evidente nerviosismo. Por fin extrajo un
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pasaporte medio doblado, en cuya portada se podía ver el escudo de la República de
Austria.
—Tome… Usted mismo puede ver que no le miento. —Le entregó el documento
oficial que tembló en el aire antes de que Mustafá, con total frialdad, lo tomase para
abrirlo y cerciorarse de la identidad del hombre que aseguraba ser el destinatario de
aquel preciado envío.
Aquellos escasos treinta segundos nos parecieron a ambos una eternidad, pero
cuando Mustafá le devolvió a Isengard su pasaporte, una amplia y sincera sonrisa se
dibujaba en el rostro de este copto.
—Veo que es así en realidad. Créame si le digo que me quita un peso de encima.
Si alguien en estos tiempos descubriese este tipo de «material» —remarcó la última
palabra con tono irónico—, podría costarme un serio disgusto… Hago esto en
contadas ocasiones, y admito, justo es hacerlo así, que Rijah paga con generosidad
esta clase de servicios, pero ello no implica que el realizarlos esté exento de peligro.
Por un momento, el anticuario de Viena me miró dubitativo, y sin pensárselo dos
veces, procedió a ir quitando el apretado precinto de la caja. Después abrió el sobre
con tanto nerviosismo que lo redujo a trozos de papel rasgado.
En el interior de la misteriosa caja aparecieron mapas detallados de Egipto e
Israel, y también una carta propiamente dicha que Klug extendió con perceptible
temblor de manos. La leyó con avidez, pasándomela luego con los ojos muy abiertos.
Le envío, por un medio seguro, tal y como quedamos, cuanto creo que
necesitará para su búsqueda. Si considero que algo que yo posea o que llegue
hasta mis manos le pueda ser útil, se lo remitiré por este medio.
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valiosísimo— adujo con voz entrecortada. Como experto anticuario que era,
apreciaba en lo que valía aquellos libros que en sus páginas contenían el camino que
millones de personas seguían fielmente.
Mustafá mostraba su semblante circunspecto. En cuarto lugar, estaba una Biblia
en inglés, en idéntica encuadernación, y con evidentes signos de ser muy antigua. Su
cubierta, de piel rugosa y negra, con letras hebreas en pan de oro y adornada con
palmeras y querubines medio borrados por el inexorable paso del tiempo, hablaba por
sí misma de su edad. Sin lugar a dudas, era una joya de gran valor.
Mientras Isengard iba extrayendo los libros de entre la espuma que formaban las
tiritas de corcho blanco que los protegían, todo su cuerpo temblaba perceptiblemente
a causa de la intensa emoción que lo embargaba. Yo también me encontraba
alucinado por el inesperado giro que tomaba nuestra búsqueda. Parecía que
acabábamos de descubrir la tumba de un milenario faraón. Nos mirábamos de hito en
hito, y mi «socio» tomaba cada obra entre sus manos, de dedos cortos y regordetes,
como cuando se alza a un tierno bebé al que se tiene miedo de dañar, acariciando
primorosamente sus rancias cubiertas.
Ansioso por descubrir más cosas, el anticuario rebuscó en el fondo, sacando el
cartón del fondo de la caja, revolviendo de lado a lado la masa de corchos blancos
para asegurarse de que nada quedaba sin encontrar.
Mustafá se mantenía discretamente en un segundo plano, con su penetrante
mirada fija en la caja de la que Klug iba sacando cada libro, sin permitir a nadie
interferir en su «sacra» tarea. Era como cuando un tigre come la carne que ha cazado,
con sus sentidos alerta, en tensión por si algún rival se atreviera a disputarle su presa
fresca.
—Espera, espera —me dijo Klug, a modo de disculpa cuando se me ocurrió
alargar una mano e intentando justificar sus acciones, y eso que tenía todo el derecho
del mundo al tratarse de un envío a su nombre—, que aquí hay algo más. —Continuó
sacando a la luz dos fotografías que habían permanecido literalmente pegadas al
fondo de la caja hasta el momento.
—¿Qué es eso? —le pregunté, sobresaltado, cuando le vi contemplarlas con los
ojos tan abiertos que su sorpresa resultaba evidente.
Klug Isengard alzó la ceja derecha inquisitoriamente.
—¡Nunca vi nada igual! —exclamó, triunfante, pasándome el par de instantáneas
mientras Mustafá, que asistía como genuino convidado de piedra a aquella
improvisada reunión, nos miraba ahora, a uno y otro, con aire atónito.
Cuando las tuve frente a mí, observé el objeto que había impreso en ellas, y por
unos instantes quedé absolutamente desconcertado.
Era en todo semejante a un papiro, aunque en negro, igual que una noche sin luna.
Intenté relacionarlo con algo que yo hubiera visto con anterioridad, pero mi memoria
negó cualquier otro precedente que pudiera existir. Nada, nada se parecía a aquello.
Sobre él, en letras que debían ser de oro, alguien había escrito un conjuro. Porque
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tenía que ser eso, un encantamiento para poder sobrevivir a los peligros del increíble
submundo egipcio. Los tres permanecimos, no sé cuánto tiempo, en un silencio harto
significativo.
Afuera, a través de una pequeña ventana abierta casi a la altura del techo, se oía el
incesante y pesado revoloteo de unos abejorros ebrios de calor. Un poco más lejos,
alguien había empezado a tocar un tambor de piel de dromedario. Me fijé en el
aspecto del copto. Tenía la cara contraída, gris. ¿En qué estaría pensando?
Después Mustafá se apresuró a cerrar la puerta de la tienda y también la referida
ventana. Acto seguido dejó caer una polvorienta persiana, hecha de maderas estrechas
que permanecían enrolladas sobre ella hasta entonces. Con unos chasquidos
producidos por el entrechocar de sus láminas, de las que se soltó el polvo acumulado
desde tiempos inmemoriales, la vieja persiana quedó vibrando, ocultándonos de
posibles miradas indiscretas. El temor y la tensión iban subiendo de tono en nuestro
obligado anfitrión, que se desentendió de nuestra conversación, quedándose junto a la
puerta. Por uno de sus extremos miraba de vez en cuando, nervioso, temiéndose sin
duda lo peor…
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Capítulo 3
Krastiva Iganov
E
n las afueras de El Cairo, una bella mujer corría asustada por el arcén de la
autovía que penetraba en la ciudad con sus largos y retorcidos tentáculos por
la que discurría el fluido tráfico. Todo en ella evidenciaba que huía de una
amenaza inminente. Su vestido aparecía desgarrado, y se tapaba sus turgentes pechos
y los pezones rosados como podía con una mano, apenas cubiertos por un sujetador
negro desgarrado, mientras con la otra aferraba una bolsa del mismo color que
contenía, en apariencia, material fotográfico. Largos mechones de pelo, ya
apelmazado y sucio, caían por sus enrojecidos hombros, cuya piel, blanca como la
nieve eterna de los Alpes, había sido castigada con saña por el astro solar que reinaba
sobre Egipto, retando al tiempo y a la historia de los hombres.
Unos llamativos ojos almendrados, de pupilas vedes como los oasis del Nilo,
giraban en sus órbitas, mirando atrás como si las mismísimas llamas del averno
fueran a alcanzarla de un momento a otro… Se encontraba lívida por el terror que
sentía a flor de piel. Había perdido el tacón de su zapato derecho, y de ahí que
avanzara a trompicones como una preciosa gata de Angora, coja y muy asustada, en
busca de un refugio seguro.
El tráfico era ágil a esa hora por el cuádruple carril que se internaba en la
populosa urbe de color arena, la cual daba cobijo a más de 17 millones de seres
humanos que robaban así al desierto su lugar, para arracimarse en colmenas que el sol
castigaba inmisericorde.
La mujer trató de parar a algunos de los numerosos automóviles que circulaban a
gran velocidad, frente a ella, sin dejar de correr, y en un patético intento de huir de
alguien o de algo que ya había quedado lejos. Pero ante la absoluta imposibilidad de
conseguir su propósito, so riesgo de morir atropellada en un 99 por ciento de
posibilidades, se dejó caer en el arcén y se cubrió la cara con las manos, sollozando
demudada. Apoyó su valiosa bolsa entre unos prietos muslos que ahora enseñaban su
marfileña piel. Estaba débil, vencida y triste. Tenía la mirada extraviada.
De repente, sin darse cuenta de nada de lo que sucedía a su alrededor desde hacía
unos minutos, una mano oscura, con dedos largos se posó suavemente en su
enrojecido hombro, que mostraba la marca de la ancha correa de la que pendía, antes
de romperse, su bolsa negra.
Todavía apoyada en el áspero asfalto, lanzó un largo y desesperado grito:
—¡Nooooo!
El desconocido sufrió un sobresalto. Se apartó tan rápido como si hubiera
recibido una descarga eléctrica en sus genitales durante un duro interrogatorio
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policial.
Tras su último desahogo vital de miedo y desesperación, ella se sintió sin fuerzas
para oponer resistencia. Levantó la cabeza bruscamente y, por un momento, le
pareció como si en su cerebro cesase toda actividad. La sangre dejó de correr por sus
venas, y un frío gélido le subió por las piernas hasta la cabeza, en forma de un
escalofrío que le congelaba todo el cuerpo. Las lágrimas dejaron de fluir por sus
asustados ojos, que ahora brillaban como esmeraldas bajo el agua, y miró al hombre
que, enfrente de ella, le sonreía mostrando sus buenas intenciones.
A lo largo de los años que había pasado en Oriente Medio, Krastiva, una mujer
agresivamente independiente, había aprendido a diferenciar a la perfección los
distintos rasgos raciales de cada país. Conocía numerosas tribus semitas y camitas de
Palestina, Jordania, Siria y de los desiertos de Arabia Saudi, Egipto y Sudán. Quizás
por esto, cuando levantó su mirada y contempló el rostro de tez oscura, anguloso, de
ojos grandes color miel, su pánico se trocó en relajación y todos sus músculos
abandonaron la tensión para permitirle recobrar el ánimo. Además, el desconocido
vestía a la usanza europea con un pantalón negro de pinzas y una camisa color
vainilla de manga larga, recogida en ambos antebrazos con desigual fortuna.
El bigote de él, espeso y negro como cola de caballo azabache, se arqueó al
desplegar sus labios en una abierta sonrisa que tranquilizó un tanto a Krastiva.
Después le tendió su mano, que ella aceptó sin más para incorporarse
dificultosamente mientras le empezaba a hablar en un aceptable inglés.
—Señorita… Dígame, ¿qué le ha ocurrido? ¿Cómo es posible que se encuentre en
un estado tan lamentable? —Se mostraba dubitativo mientras se acercaba de nuevo a
ella, aunque manteniendo una educada distancia—. ¿Puedo llevarla a su hotel…? —
Él tomó aire con los dientes apretados—. Tranquilícese, soy taxista, un honrado
profesional del volante… ¿Ve? —Le indicó con la mano derecha el lugar donde se
hallaba aparcado su automóvil, de un color azul oscuro. El motor rugía en silencio al
ralentí, como un león del desierto al acecho, expulsando un humo marrón oscuro por
su tubo de escape, y silbando igual que un «animal» urbano dotado de vida propia.
Krastiva no supo por qué se dejó llevar tan fácilmente después de las dramáticas
experiencias vividas; quizás porque necesitaba tanto aquella providencial ayuda, que
en sí parecía surgida de ninguna parte. Así que se decidió a confiar en aquel nativo
que, al menos, le brindaba la oportunidad de huir más rápido. En Egipto, pocos son
los taxis que llevan sobre su techo indicativo alguno que así lo demuestre, y el coche
de aquel amable egipcio carecía desde luego de él. No obstante, la joven decidió
dejarse ayudar, dando por bueno aquel auxilio en carretera. Una vez en pie, él la
condujo de un brazo, con todo cuidado, con mimo, como se hace con una cervatilla
herida que camina a duras penas cojeando, totalmente desvalida.
Cuando se halló en el interior del automóvil, y a pesar del calor reconcentrado y
el aire cargado que apenas le permitían respirar, Krastiva se notó muy reconfortada,
sin sentir apenas cómo penetraba hasta sus pulmones aquel desagradable olor a
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gasóleo recalentado. Se veía a salvo por primera vez desde que huyera desde la zona
del Canal de Suez cinco días atrás, con el pánico oprimiéndole la garganta.
Se rebulló en el asiento trasero, y luego colocó su bolsa negra sobre su regazo,
abrazándola, no tanto para protegerla como para cubrirse, avergonzada, ante el varón
egipcio que, acomodado en el asiento del conductor, no podía evitar echarle alguna
mirada por el rabillo del ojo de un modo discreto; pero eso sí, sin dejar nunca de
sonreír.
—¿Dónde quiere que la lleve, señorita? —preguntó él con su prudencia habitual,
aunque mirándola, apenas un segundo y en un irrefrenable impulso, tras girar la
cabeza unos sesenta grados.
—Lléveme al hotel Ankisira, por favor —acertó a pronunciar ella con voz
entrecortada y con su mirada fija al frente, sin atreverse a mirarle directamente.
Salah comprobó que tenía sus preciosos ojos humedecidos por la gratitud.
Todo el cuerpo de la rusa comenzó a temblar a medida que la tensión iba dejando
poco a poco a una flacidez muscular, acompañada, a su vez, de pequeñas
convulsiones. Poco después notó un frío intenso y las lágrimas de nuevo afloraron,
resbalando por sus mejillas entre incontrolables hipidos. Más tarde cubrió su rostro
con las manos y dejó que salieran de dentro de su atormentado espíritu, como aguas
amargas que saben a hiel, el miedo y la indefensión que había sufrido durante los días
pasados.
El conductor, que cada veinte o treinta segundos miraba a través del espejo
retrovisor, procuró no correr. Según su opinión, era mejor que cuando llegara al hotel
ya estuviese lo suficientemente repuesta de su particular drama como para no llamar
demasiado la atención al pasar por el inmenso hall.
En el ínterin, el solícito taxista se mantuvo callado para permitirle desahogarse,
haciéndose preguntas mentales mientras, impotente, escuchaba sus sollozos; pero sin
conseguir ninguna conclusión lógica satisfactoria ante aquella dramática situación. El
ruido del bullicioso El Cairo, el olor a especias y el calor sofocantes que abrasaban
las fosas nasales, penetrando a través de ellas al respirar, se entremezclaban con el
tufo que desprendía el cuero recalentado y el sudor ácido que iba dejando su marca
indeleble en las ligeras prendas que ambos vestían.
Krastiva tiró de una cremallera y extrajo de un pequeño bolsillo exterior de su
bolsa negra un paquete de pañuelos de papel. Con uno de ellos se sonó ruidosamente,
tras limpiarse los surcos que las lágrimas habían dejado sobre sus mejillas como
senderos trazados para abandonar su cuerpo.
Sus pómulos eslavos sobresalían bajo sus ojos, orgullosos y brillantes. Sus largos
dedos, con algunas uñas rotas, revolvieron el cabello apelmazado y lo peinaron para
ahuecarlo en lo posible, echando parte de él por delante de su hombro
pudorosamente.
El conductor egipcio sonrió como lo hace quien conoce bien la coquetería de las
mujeres. Ella se preocupaba por su aspecto, y eso decía muy a las claras que su
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autoestima empezaba a resurgir de dentro de su alma de mujer, y también que el
espíritu de supervivencia, a pesar del sufrimiento pasado, no habría sido aún
quebrado del todo.
—¿Se encuentra mejor, señorita? —le preguntó con suavidad, al verla
parcialmente recuperada.
Ella miraba a través del automóvil, intentando escrutar a través de él, para
asegurarse de que nadie los seguía. Sin embargo, todos los conductores que podía
divisar desde su cómoda atalaya eran nativos, detalle éste que la tranquilizó en grado
sumo.
Se sentía profundamente conmovida por aquella inesperada ayuda.
—Lo siento. —Se dirigió a él con gesto sonriente, para mirarle de un modo
directo a los ojos por primera vez desde que la encontrara acurrucada en el arcén—.
Creo que he sido una desagradecida… —Se excusó con un gracioso mohín—. No le
he dado las gracias por recogerme, y ni tan siquiera me he presentado; y eso es
sencillamente imperdonable… Soy Krastiva Iganov, fotógrafa rusa. Trabajo para la
revista Danger… No sé qué me habría pasado si usted no se hubiera brindado a
recogerme tan gentilmente… Me hallaba desesperada.
El taxista del país de los faraones sintió cómo aquellos ojos verdes, inteligentes y
hermosos, le atravesaban el alma con una intensísima emoción, e incluso llenaban su
cuerpo y su mente, sin que ya pudiera pensar en otra cosa que en volver a mirarla. Era
sencillamente maravilloso ese ir dejándose embriagar por su voz, suave y dulce como
un trino. La intensa ternura que le envolvía le hizo suspirar en dos ocasiones
seguidas.
—No tiene importancia —respondió tras una breve pausa, avergonzado como un
colegial que se enamora por primera vez. Después con voz más firme, aseguró—:
Cualquiera lo hubiera hecho lo mismo que yo.
A Krastiva Iganov se le llenaron los ojos de lágrimas.
—No crea, llevaba tiempo ya cuando me encontró… intentando que alguien se
apiadase de mi situación e hiciese esto por mí… Pero no lo conseguí hasta que llegó
usted. —Sonrió más ampliamente, con un gran esfuerzo de voluntad, dejando ver más
sus dientes, blancos y perfectamente alineados—. Nunca se lo podré agradecer lo
suficiente.
—Bueno, bueno, no ha sido nada. Me alegra haberla podido ayudar… Verá cómo
pronto olvida los malos ratos pasados y recupera el ritmo de su vida normal.
—Habla el inglés muy bien. —Le halagó—. No lo chapurrea como la mayoría de
sus compatriotas. Estudió usted en Inglaterra… ¿Verdad que sí?
Salah intentó esbozar una sonrisa de complicidad.
—¿Cómo lo ha sabido? —le respondió el taxista, componiendo de paso su gesto
afectado y fingiendo sorpresa—. ¿No será, además, de la KGB?
Los dos estallaron en grandes carcajadas ante la fina ironía, como si acabaran de
escuchar el mejor chiste del mundo.
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—Se ha reído. —Le señaló él, hondamente satisfecho por haberlo logrado—, lo
cual demuestra que está mejor de ánimo. Así me gusta verla… Sí, estudié en Oxford,
aunque sólo un par de años; luego hube de regresar, pues mi familia no podía
pagarme ya los estudios. Mi padre había muerto y mi madre y hermanos necesitaban
ingresos, así que… —Dejó la frase inconclusa, ya que resultaba obvio el resto de una
historia personal mil veces oída en cualquier rincón del mundo.
Krastiva le dirigió una melancólica sonrisa.
—Algún día regresará… Ya verá, aún es joven… —manifestó ella con fervor—.
No se resigne a su suerte. —Le animó porque estaba agradecida por la ayuda que le
había prestado. Acto seguido le comentó, a modo de disculpa, con un tono tan dulce
como embriagador—: Por cierto, no me ha dicho aún su nombre…
—Salah, me llamo Salah-ben-Ibah —respondió él con indisimulado orgullo,
sacando pecho y recalcando bien cada sílaba.
—Salah… —Ella pronunció su nombre con respeto, lentamente, como temiendo
contaminarlo con otra palabra que pudiera enturbiar su rotunda fonética—. Espero
que volvamos a encontrarnos, que nuestras vidas se crucen de nuevo… Se lo digo de
todo corazón… Es usted mi ángel de la guarda particular. —Esbozó una sonrisa
encantadora.
Salah se mostró sorprendido.
—Comprendo el sentido de lo que dice… Yo, señorita, espero también que no se
lleve mal recuerdo de Egipto… —repuso el taxista, nervioso—. Vuelva dentro de un
tiempo y verá cómo lo que vea malo que le haya acaecido hoy se difuminará por
completo en su mente y da paso a vivencias mejores…, Este es el país del Nilo, el
país de los cambios profundos. —Dejó que fluyeran libres sus palabras, apenas sin
control y desde lo más interno de su ser, que ya era un amasijo de músculos
temblorosos.
—Volveremos a vernos —respondió la bella rusa con decisión. Después puso una
mano afectuosa sobre el hombro derecho del profesional del volante.
El taxista sintió un alivio inmenso.
En ese intervalo, el veterano automóvil de servicio público se deslizaba entre el
agobiante tráfico que fluía caótico como la sabia ácida y densa de un árbol milenario
que mantenía la vida de cada gruesa rama, regando con generosidad sus extremos.
Salah torció a la derecha, y se situó bajo un gran dosel de piedras, sostenido por
cuatro columnas de estilo egipcio que eran el portal externo del hotel Ankisira. Un
gran estanque, con nenúfares flotando sobre la delgada capa de agua que lo llenaba,
ocupaba un lugar preferente ante a la entrada, obligando al recién llegado a bordearlo.
Salah bajó primero, y luego se encaminó hasta donde un emperifollado portero,
vestido a la europea, hacía paciente guardia en espera de clientes, y le susurró algo al
oído. Inmediatamente, el empleado hizo un gesto con sus manos y un joven botones,
de tez oscura que evidenciaba ser también nativo, corrió hasta él para recibir sus
instrucciones. El muchacho se perdió en el interior de nuevo, para aparecer, minutos
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más tarde, llevando una prenda de un suave color azul entre sus manos, que
rápidamente pasó a las del portero, y de las de éste, a las de Salah que, como si
portara las vestiduras de una reina, se apresuró a entregársela a Krastiva. Abrió la
portezuela y la miró tiernamente, con una sonrisa de satisfacción que iluminaba su
cara y le confería a sus ojos oscuros una luz especial, igual que cuando el sol penetra
en un brillante y éste, a su vez, relumbra con tal poderoso fulgor que fascina a
quienes lo observan.
—Por favor, póngase esto antes de salir. Es un regalo «de la casa». Si vuelve a
Egipto, pregunte por mí a cualquier taxista… Todos me conocen de sobra —le rogó,
ofreciéndole a continuación su mano para salir.
Cuando Krastiva depositó su pequeña diestra, de largos y finos dedos blancos —
como plata refinada por el mejor orfebre judío— sobre la de él, Salah, sintió que el
gélido frío de las estepas rusas le congelaba la sangre en las venas, produciéndole un
intenso placer, algo impensable a lo largo de su existencia. Por un momento onírico,
hasta creyó que su piel iba a contagiarse del hermoso color blanco de la de ella; y
cuando la retiró, una profunda tristeza le invadió, como si alguien le hubiese
arrancado su mejor sentimiento.
Cuando estuvo ya fuera del automóvil, en pie, frente a la entrada del
impresionante establecimiento hotelero, Krastiva apareció embutida en una vistosa
túnica, de hechura egipcia, con doradas filigranas en su pecho y mangas, que le
llegaba hasta los pies, donde un ribete dorado la remataba con indudable estilo.
—Gracias, Salah, sin tu ayuda. —Le tuteó por primera vez, y a él se le iluminaron
los ojos—, aún estaría intentando llegar… Estaba desesperada, sin saber qué podía
hacer.
—Ha sido un placer, señorita… ¿Estará bien? —le preguntó movido por un
impulso. No deseaba alejarse de su lado, porque un sorprendente dolor le oprimía el
pecho y, a su vez, la congoja le impedía hablar con la soltura de la que hacía gala
habitualmente con toda la clientela del día—. Sea lo que sea lo que le haya pasado,
intente olvidarlo cuanto antes, si es que puede… Se lo pido por favor.
Ella asintió tristemente.
—Está bien, aquí me conocen… ¿Sabes? Vengo a menudo a tu país. Siempre que
vengo a El Cairo, en realidad. Y esto es cada dos meses… Oriente Medio es ya casi
mi segundo hogar —sonrió ella con dulzura, pensando en las agradables experiencias
vividas en la abigarrada y vieja capital egipcia.
—Entonces la dejo a salvo… He de seguir trabajando —le respondió Salah con
una nota de queja en sus palabras, un lamento que iba implícito en el apesadumbrado
tono de su voz. Seguidamente, mientras le entregaba una tarjeta y acercándose un
poco más, le dijo casi al oído izquierdo—: Tenga, por si me necesita de verdad…
Llámeme, por favor… Para usted estoy de guardia las veinticuatro horas del día,
fiestas inclusive, por supuesto que sí.
Ella asintió. De repente, adoptó una actitud solemne.
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—Lo haré, amigo mío, vaya que si lo haré; puedes estar tan seguro de ello como
que mañana va a lucir el sol con fuerza. —Y entonces Krastiva se acercó a él y le dio
un cálido beso en cada mejilla—. Gracias por todo.
El taxista creyó desmayarse.
Si no hubiese sido por el atezado color de su piel, ella le hubiese podido ver cómo
enrojecía por completo, como si de un adolescente se tratara. La bella rusa se alejó,
no sin girar la cabeza y levantar las manos a modo de saludo para despedirse antes de
penetrar por la puerta del hotel.
Salah suspiró muy hondo, se introdujo en su taxi, arrancó y, tras devolverle
rápidamente el saludo, se perdió entre el denso tráfico, como un elemento vivo más
de las arterias de aquella macrociudad. Eufórico, se permitió dar rienda suelta a la
íntima satisfacción que sentía. Es más, mentalmente hizo una promesa: «Por Alá que
soy capaz de dar un año de mi vida si puedo verla de nuevo y estar con ella».
V
estida como iba, gracias a la extraordinaria amabilidad de Salah, Krastiva
Iganov se sentía mucho mejor. Se encontraba ahora en el despacho del gerente
del hotel, Abdel Hassan Ben Adel «el Diplomático», un hombre fornido, alto,
que ya sobrepasaba la cincuentena. Su pelo, espeso y negro, mostraba unas pequeñas
hebras blancas en las sienes. Vestía a la europea, con un traje gris oscuro, camisa
blanca y corbata crema, con dibujos de pequeños jeroglíficos egipcios, en una mezcla
que resultaba interesante por lo bien pensada. Su apariencia, en general, denotaba una
dignidad que hacía confiar en él. Incluso su voz, profunda y bien modulada, inspiraba
tranquilidad a cualquier cliente. Era un hombre de gestos untuosos y seguros a la vez.
Krastiva se había sentado en un amplio butacón, cuyos brazos eran esfinges
egipcias que imitaban a la de Gizah, en madera dorada y laca negra. Enfrente tenía
una mesa de madera de palo santo con incrustaciones de bronce dorado, cuyas
hechuras evidenciaban su origen francés, con sus patas artísticamente talladas y
arqueadas, que le separaba de Abdel Hassan. Este se hallaba instalado en su silla,
idéntica a la suya, salvo por tener un respaldo más alto, en el que un relieve dorado
mostraba una escena de Tutankamón sentado en el trono, y junto a él, su esposa
Nefertari.
Las paredes del espacioso despacho eran en realidad grandes anaqueles de cedro,
repletos de libros, los cuales desprendían un agradable olor —característico de esta
madera cuando se ha cortado recientemente—, por lo que la joven rusa dedujo que al
menos las estanterías acababan de ser instaladas no hacía mucho tiempo.
—Me alegra volver a tenerla entre nosotros, señorita Iganov. —El gerente se
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dirigió a ella desplegando una amplia y sincera sonrisa, y siempre con perfecto
dominio del idioma inglés concretó—: Dígame, por favor, en qué puedo ayudarla.
Abdel Hassan Ben Adel disfrutaba cada vez que tenía la oportunidad de pasar
unos minutos con aquella belleza originaria del inmenso país que fuera de los zares.
El aire parecía impregnarse de su olor, llenarse con sus palabras cuando hablaba. Sin
embargo, eran pocas las ocasiones en que esto sucedía, y quizás por esa razón, en
estos momentos se deleitaba con su espléndida presencia, alargando el tiempo,
conversando con ella, degustando su inesperado encuentro.
—Verá… —habló ahora Krastiva, segura de que recibiría inmediata ayuda por
parte de él—. Acabo de sufrir una experiencia muy desagradable; en mi trabajo
pueden ocurrir estas cosas… He perdido mi teléfono móvil, mi dinero y mis
maletas… Lo he perdido absolutamente todo… —El gerente estaba perplejo—. Si
fuera tan amable de permitir que me comunique con mi jefe, él se encargaría de
suministrarme todas estas cosas, a lo sumo en un par de días.
Su rostro —un óvalo perfecto, de piel suave y tersa—, a pesar del cansancio y la
tensión que aún acumulaba, aparecía, no obstante, tan sereno como siempre lo había
visto; y sus ojos, levemente rasgados, y de pupilas verdes, lo miraban con intensidad,
interrogándole a la vez que suplicaban.
—Por supuesto que sí, use ahora mismo este teléfono —le indicó el gerente del
hotel sin más preámbulos, acercándole el que tenía a su alcance sobre la hermosa
mesa escritorio—, y no se preocupe por nada más. Yo mismo me encargaré de que le
entreguen la llave de la habitación que usted usa cuando se queda en nuestro hotel.
Ella agradeció la discreción por su parte. Era por esa razón que le denominaban
El Diplomático. Sacudió la cabeza con una sonrisa de satisfacción cuando vio que
Abdel Hassan se incorporó para abandonar su escritorio, sin dejar de sonreírle, y la
dejó sola en la estancia.
Afortunadamente, la mente de Krastiva era como un gran archivo; no necesitaba
agenda alguna. Aprenderse un número de teléfono era algo sencillo, y si éste era el de
su «base de operaciones» con Viena, entonces no presentaba ninguna dificultad.
Tenía por lo menos medio centenar de números telefónicos en su privilegiado
cerebro.
Marcó los números y esperó a oír el tono adecuado. Al otro lado del hilo, una
recia voz masculina respondió:
—¿Diga?
—¡Bradner! —exclamó la bella rusa con una sonrisa de oreja a oreja—. Por fin
doy contigo… Bueno, es la primera vez que te puedo llamar en días.
—Krastiva… ¿Eres tú? ¿Cómo va tu reportaje?
—Bien, tengo el reportaje. Es como tú decías. Bueno, algo mucho más
importante… —Le habló sin concretar más, por si alguien escuchaba su conversación
—. Pero casi me cuesta la vida.
—¿Estás bien? ¿No estarás en un hospital? —quiso saber su jefe.
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—No, tranquilo. Estoy bien… —replicó y dejó escapar un suspiro de alivio—.
Sólo es que necesito algunas cosas. Estoy con lo puesto. No tengo ropa, dinero ni
teléfono móvil… ¿Puedes enviarme esas cosas? —le inquirió, ansiosa.
—Desde luego que te lo mando ya. Mañana, antes del mediodía, lo tendrás ahí.
Por cierto… ¿dónde estás? —preguntó él con tono apremiante.
—En mi «cuartel general», ya sabes… —Gerard Bradner, que ya conocía de
sobra su peculiar modo de llamar a cada hotel, dedujo inmediatamente dónde se
encontraba.
—Vete enseguida de ese sitio. No permanezcas ahí más tiempo del
imprescindible… ¿Me oyes? —insistió con voz enronquecida por un excesivo
consumo de tabaco.
—Estate tranquilo. Regresaré en un par de días.
El ceño de ella desapareció.
—Eso espero —repuso él con cautela.
—Y yo también —contestó en un susurro casi inaudible—. Nos vemos en la
oficina.
Krastiva que, con la mano izquierda, sujetaba la correa de su bolsa negra, que
ahora reposaba en el suelo, junto a la butaca que ocupaba, la miraba pensativa. Por
primera vez se preguntaba si lo que había dentro era tan valioso como para jugarse la
vida por ello. A fin de cuentas, una primera portada en su revista no sería sino otra
más en su exitoso recorrido profesional… Sonaron dos golpes suaves en la puerta del
espacioso despacho, y ésta se abrió dejando paso a la elegante figura de Abdel
Hassan Ben Adel.
—¿Puedo entrar, señorita Iganov? ¿Ha terminado ya? —preguntó en tono
afectuoso.
—Adelante, no sabe cómo se lo agradezco… Sí, por favor, ya he concluido.
—Aquí tiene —le dijo el gerente, alargando luego su mano, la que, con dos
dedos, sostenía un sobre—. Es la llave de la 917, su habitación de siempre.
Permanezca el tiempo que necesite. He dado instrucciones para que le lleven ya una
cesta de frutas, champagne y un carrito con la cena… Así no tendrá que salir de su
habitación —señaló con tacto—. ¿Qué le parece? ¿O tal vez prefiere ir al comedor
para distraerse más? Usted verá…
—Es usted muy amable. Creo que me mima demasiado… No se preocupe por lo
de la cena. Seguro que iré al comedor —le respondió, mucho más animada y
haciendo un gracioso mohín.
—Como usted puede ver, nos gusta tenerla entre nosotros, señorita Iganov…
Deseo que se encuentre lo más cómoda posible.
—Gracias de nuevo —contestó ella, levantándose a continuación para
desaparecer camino del ascensor.
Una vez arriba, Krastiva preparó un relajante baño de espuma en aquella bañera
importada de Italia. Se desnudó frente al gran espejo, que ocupaba casi toda una
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pared, y entonces se vio por primera vez a sí misma desde hacía casi seis días.
Su aspecto resultaba lamentable. Tenía varios moretones en los muslos y
pantorrillas, así como arañazos, y su pelo, apelmazado y sucio, aparecía pegado a la
cara como si le hubieran echado alquitrán. Además de eso, sus manos tenían cuatro
uñas rotas y le dolía todo el cuerpo; pero estaba viva. Eso era lo único importante.
Podía contarlo… Y no tenía nada roto; lo cual ya era mucho después de la angustiosa
persecución que había afrontado.
Al pensarlo, sintió un escalofrío que le puso la piel de gallina. Después abandonó
sus meditaciones y la detallada «exploración física» a que se había sometido. Se
metió en la bañera con deliberada lentitud. Una sensación de calor y tibieza relajó por
fin todos sus miembros. Se sumergió por completo en la hermosa bañera, y luego
emergió con un suspiro de profundo alivio.
No supo cuánto tiempo pasó, porque cuando apoyó su cabeza en el borde y cerró
los ojos, se quedó profundamente dormida. Cuando despertó, a causa de la baja
temperatura del agua que se había ido enfriando, salió de la bañera, se enfundó en una
gran toalla de agradable tacto y se secó el pelo frente al empañado espejo.
Alguien había dejado en la habitación una cesta de frutas, la cual adornaba la
cómoda de la entrada, y junto a aquélla vio una champanera con una botella de
champagne envuelta en un paño blanco, entre cubitos de hielo. Sabía que su precio en
el mercado era de no menos de 110 euros. Todo le indicó, fehacientemente, que el
servicio de habitaciones había cumplido el encargo de su gerente.
Al acercarse, vio que una copa, de fino tallo y cristal labrado de Bohemia,
acompañaba a todo el conjunto. La descorchó hábilmente y un taponazo sonó, para
permitir que un chorro de espuma blanca desbordase el gollete de la botella. Se sirvió
un generoso caudal de Dom Pérignon —cosecha de 1996— con calma estudiada,
tomando asiento después en el borde de la cama. Había llegado el momento de
meditar sobre su situación y los nuevos peligros a afrontar…
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Capítulo 4
J
amás había tenido ante mí algo como aquello que veía en aquellas fotografías.
Por mis manos habían pasado piezas realmente extrañas, muchas de ellas
desconocidas y fuera de los catálogos existentes; pero todas, absolutamente
todas, guardaban una directa relación con la civilización a la que pertenecían, por lo
que resultaba relativamente fácil encasillarlas.
Pero esta pieza era diferente. Nadie había hecho referencia a ella en el mundo de
la egiptología y, además, no se la podía encuadrar en ningún sitio concreto. Aunque
debo de admitir que comenzaba a sentir un cosquilleo en el pecho, una sensación de
emoción contenida que me invitaba a ir más allá, a indagar en aquel asunto, no sólo
por la compensación económica, sino ya por el afán de aventura.
Recordé que, cuando era pequeño, viviendo en Bilbao, mi padre —un cántabro
que se había afincado allí hacía años y que se había casado con una vasca—
preparaba por sorpresa búsquedas de tesoros con pistas para mí y mis amigos.
Teníamos ocho o diez años de edad, y aquello nos entusiasmaba de verdad.
Mi viejo solía comprar un cofrecito de madera que imitaba a los de los piratas del
Caribe de los siglos XVII y XVIII, y luego metía en su interior un par de monedas de
plata y algo de dinero, y lo enterraba todo a los pies de algún árbol centenario, en
algún muro medio derruido o incluso en el interior de alguna iglesia, tras uno de los
ídolos, como hizo una vez. Sonreí al recordar el barullo que montamos en el templo,
los requiebros de las viejas beatas y las carreras, con el papel, que hacía las veces de
mapa apergaminado, el cual iba arrugado entre mis manos. Todos estábamos
imbuidos por ese espíritu aventurero que condimentaba nuestras jóvenes vidas. Era la
pasión por la sorpresa continua. En aquella ocasión, tras el ídolo de la Virgen de los
Dolores y oculto bajo su manto negro, apareció el tesoro. Nos había costado cuatro
días hallarlo.
Ahora, tras ese nostálgico flash-back, sentía la misma sensación que entonces, y
cuando esto sucedía no podía parar hasta encontrar el tesoro de turno. Claro que en
esta ocasión era adulto y me jugaba la vida, la mía y la de Klug Isengard, pues
aquella gente había demostrado con creces carecer de escrúpulos.
Ya más tranquilos los dos en mi habitación del hotel, había desparramado sobre la
cama el contenido de la caja que nos entregara Mustafá. En ella se extendían, de
manera ordenada, la Torá, la Misná, el Talmud y la Biblia. Y bajo esos libros
religiosos, desplegado, estaba el mapa de El Cairo, igual que una diminuta ciudad que
estuviera protegida por prístinas fuerzas espirituales.
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Nos habíamos sentado, cada uno en un extremo de la cama. Mi mente, absorta por
completo, deambulaba por los meandros de la enmarañada capital egipcia,
recorriendo cada avenida, cada calle. Trataba de descubrir algún lugar que me diese
una pista, algo que seguir. Le di la vuelta al mapa para observar el plano general de
Egipto, cruzado por el Nilo. Es un ardiente y legendario país que depende por
completo de ese gran río, porque lo mantiene vivo, nutrido. Él lo cuida con mimo
desde tiempos inmemoriales, regándolo con generosidad, igual que una madre que
acaricia y alimenta a un hijo con su propia leche.
Localicé el punto en el que están situadas las pirámides de Gizah, las de Sakkara,
las de Abusir y la pirámide romboidal —la primera que edificó el faraón Snefru—,
así como la llamada «pirámide roja», algo más pequeña, pero la primera pirámide
perfecta que se alzó sobre suelo egipcio como un pináculo que anhelaba tocar el cielo
mismo, al modo de la torre de Babel, desafiando a todo, al tiempo y a los dioses. Esta
también había sido alzada por el faraón Snefru.
Después situé con varios asteriscos los templos de Karnak, Luxor, Edfu, Dendera,
Komombo y Wadi Seboua, e hice lo mismo con los de Abu Simbel.
Klug, en completo silencio, observaba mis manipulaciones sobre el mapa e iba
siguiendo cada asterisco que yo colocaba. Su expresión aprobatoria me indicaba que,
al igual que yo, estaba intentando situar cada cosa y a nosotros mismos. Por un
momento, creí notar en él un estremecimiento al señalar con mi bolígrafo de tinta roja
la vieja pirámide de Abusir, ahora convertida en un montón de piedras y arena que se
confundirían entre las dunas del desierto de no ser por su desmesurado volumen y
altura, que la hace destacar desde kilómetros de distancia.
—Siento que falla algo, pero no acierto a comprender qué es —le comenté al
anticuario vienés solicitando su ayuda—. ¿Ves algo anormal en el mapa? ¿Crees que
falta algo?
Mi nuevo compañero de investigación arqueológica levantó la cabeza y clavó su
mirada inquisitoria en mí.
—No, no… —respondió, pero un tanto dubitativo, mientras escrutaba la
superficie desdoblada del gran mapa que ocupaba un tercio de la cama misma—.
Están los puntos más significativos situados en su lugar correcto… No sé, si falta
algo… En realidad, ignoro qué puede ser… —Se encogió de hombros, adoptando a
continuación una actitud pasiva—. ¿Qué quieres que te diga?
Lo miré con furia contenida, y en ese mismo instante él esbozó una estúpida
sonrisa.
Durante un buen rato examinamos en silencio el mapa sin saber qué era lo que
nuestro instinto profesional, y no otra cosa, nos decía que no habíamos tenido en
cuenta. Al cabo de un indeterminado espacio de tiempo, desistimos y nos pusimos a
mirar y ojear los libros sagrados que habían llegado a nuestras manos gracias al
rabino Rijah.
Entre los cuatro contenían una información densa y complicada de la que ahora
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deberíamos extraer tan solo los datos útiles para nuestra presunta «expedición a lo
desconocido»; aunque mejor debería decir «expedición al asombroso ultramundo
egipcio». Entonces, incauto de mí, ignoraba lo peligrosa que iba a ser aquella
búsqueda, indudablemente impuesta por las circunstancias. Suponía un viaje de
retorno en el tiempo, a un mundo perdido y también a un lugar ignoto, donde no
sabíamos qué diablos íbamos a hallar. En medio de mis profundas cavilaciones, le oí
comentar a Isengard con aire de suficiencia:
—Comparemos el Pentateuco de esta Biblia con el de la Torá. Creo que puede ser
un buen principio.
El hilo del que comenzar a desenrollar aquel ovillo acababa de aparecer. Como la
sugerencia de Klug, así he de reconocerlo, me pareció buena, cada uno tomamos uno
de aquellos valiosísimos libros y buscamos en sus primeras páginas.
Ambos habíamos usado copias de aquellos libros para muchas de nuestras
búsquedas de objetos antiguos. Huelga decir que nos habían resultado muy útiles y
que las manejamos con toda soltura.
—En la reconstrucción del friso al que pertenecía la pieza que me dejó Lerön
Wall decía algo del Árbol de la Vida —rememoré con toda cautela, extrayendo a
continuación del archivo de mi memoria las imágenes de aquel hermoso friso de
escayola pintada que viera sobre la mesa de trabajo de Pietro Casetti.
De nuevo percibí un ligero temblor en Klug, como si el nombre del anticuario
romano le trajese recuerdos desagradables y, por ende, peligrosos. Parecía incómodo.
—Lo único que encontraremos en estos libros sobre esos temas son unas breves
referencias al Árbol de la Vida como el proveedor de vida eterna para el que comiera
de su fruto —explicó de nuevo el austríaco haciendo gala de sus aptitudes como
docto conocedor de aquellas obras. Después esclareció, señalando los volúmenes
abiertos que teníamos entre nuestros dedos—: Me pregunto qué tiene que ver con el
inframundo egipcio, que ya existía en el denominado Libro de los Muertos, mucho
antes de que esto se pusiera por escrito…
Dirigí a Isengard una mirada calculadora.
—Existen muy pocas referencias en el mundo egipcio sobre ese supuesto Árbol
de la Vida, pero hay algunas… —admití en tono mesurado—. Necesitaré mi
ordenador para rastrearlas como es debido.
—Por otra parte… —comenzó a añadir él entrecortadamente— está la vida en el
más allá, el Árbol de la Vida…, todo esto se reduce a una palabra en común: la vida,
la vida eterna.
Klug me miró buscando una respuesta, satisfecho con su brillante deducción,
clavando sus ojillos en mí como lo haría un ratón sabio tras recorrer un complicado
laberinto en un laboratorio. Yo no sabía qué más era posible añadir. Resultaba obvio
el nexo común, pero éste no nos aclaraba absolutamente nada. Es más, seguía
pensando que, por alguna razón que no alcanzaba aún a comprender, íbamos tras dos
asuntos diferentes; paralelos, como mucho.
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—¡Claro! —exclamé de pronto sorprendiendo, más bien asustando, al anticuario
vienés, que se hallaba concentrado en sus elucubraciones, escudriñando las zonas más
recónditas de su mente—. Ya sé qué falta en el mapa… ¡Cómo no lo pensé antes! —
Hice un ademán de golpearme la cabeza con mi puño derecho—. El Nilo se ha ido
desplazando a lo largo de estos últimos milenios, y eso quiere decir… —No acabé la
frase porque me concentré en el mapa—. Ahora, que si en verdad el Nilo, como se
cree, representa a la Vía Láctea, y las pirámides de Gizah reflejan a las estrellas de la
constelación de Orión… eso quiere decir —argumenté con gran seguridad, aplicando
un lapicero al papel para redibujar el Nilo, colocándolo en la situación aproximada en
la que debía de hallarse en aquel tiempo tan lejano— que su cauce debía ir… por
aquí.
—Entonces puede ser que la puerta de acceso se encuentre entre lo construido y
lo que falta por construir —contestó Isengard, cauteloso, mirándome un tanto
extrañado.
—¡Exacto! —exclamé excitado—. Pero, además, es más que posible que todo
esté edificado, que no falte nada en esa reproducción de las estrellas junto a la Vía
Láctea, sólo que no estaría a la vista, dada su importancia.
—¿Estás diciendo que bajo las arenas del desierto puede ocultarse el inframundo
egipcio de Osiris, entre el Nilo y las pirámides? —Hizo una pausa retórica, como si
esperara una respuesta afirmativa—. ¿Y también piensas que esas pirámides serían
pistas para hallarlo? —Su tono era de admiración y envidia a la vez—. Eso sería un
descubrimiento mayor que el del Lord Carnavon… ¡Qué digo! ¡El mayor de todos!
Klug estaba muy eufórico, ya que se veía como el mayor descubridor de secretos
sobre el Antiguo Egipto, como parte de la Historia con mayúscula, y por eso se
desbordaba exclamando y gesticulando. Semejaba ser un histrión en la clásica
comedia griega.
—¡Chiss! —le recriminé con energía, colocando mi índice sobre la boca en un
intento de hacerle bajar la voz—. ¿Olvidas con quién nos las tenemos que ver?
Podrían estar escuchándonos… —Mascullé un juramento—. No hables tan claro ni
tan alto. ¿No ves que nos jugamos el éxito en esta búsqueda y, lo que es más
importante, la propia vida? —Lo miré reprobatoriamente.
Aquello impresionó a Klug lo suficiente para quedarse callado, serio. Es más, el
color se le fue de su rostro. Por un instante, creí que iba a comenzar a sudar como
cuando llegó a mi habitación por primera vez. Pero no, sólo se quedó quieto, como
una estatua de Buda, inexpresivo, abstraído del todo.
Pareció que el aire se tornaba más pesado, se densificaba a nuestro alrededor. Era
como si el mismo tiempo se hubiera parado y la imagen se congelara por completo.
Resultó ser algo realmente contagioso, pues yo mismo me sentí aprensivo y volví la
cabeza a uno y otro lado para cerciorarme de que nadie extraño se encontraba al
acecho en mi amplia habitación del Ankisira, la cual ofrecía privilegiadas vistas al río
más largo de África.
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U
n mensajero le había hecho entrega de un enorme paquete proveniente de
Viena. Había llegado por avión, tal y como le prometiese Gerard Bradner, su
jefe.
«Espero que haya sabido seleccionar bien lo que me manda… Cuando de ropa y
complementos se trata, no puede una confiar mucho en los hombres», pensó mientras
esbozaba una sonrisa irónica. Se imaginaba a Bradner en su coqueto apartamento del
centro de Viena y frente a su armario, intentando decidir qué extraer de él para
enviárselo.
El paquete era pesado y un tanto voluminoso. Era una caja de cartón envuelta en
papel de color ocre y casi totalmente sellada por el celofán. Con un cuchillo de postre
del hotel, de esos que apenas cortan, lo fue rasgando. Al abrir la caja contempló el
perfecto orden de la ropa, doblada con sumo cuidado. Asimismo, contenía varios
pares de zapatos, bien envueltos en sus correspondientes fundas, y un par de bolsos.
No faltaba su lencería fina. En un abultado sobre, que abrió con rapidez, halló su
nuevo pasaporte y dinero abundante. También encontró, entre la ropa, un paquete
conteniendo un móvil con cargador. Se veía que era nuevo.
«¡Vaya! Después de todo, lo ha resuelto de un modo eficaz, sí señor, y muy
práctico —reconoció, sorprendida, mientras extraía un elegante vestido de noche, su
túnica en punto de seda—. Ha pensado en todo… ¿Pensará que me voy a ir de fiesta?
¡Mmm! Muy bueno por Gerard». —Hizo un mohín depositándolo de nuevo en la caja
con todo cuidado.
Los cosméticos necesarios para una mujer hermosa y precavida venían dentro de
una de las bolsas. Allí estaban la crema hidratante de día, nutritiva para la noche,
exfoliante y una completa cajita de maquillaje con sombras de ojo, rimel, lápiz de
labios, perfilador, así como todos los desmaquillantes precisos. Incluso había
algodones, champú limpiador y una mascarilla para el pelo.
«Estoy realmente atónita. —Abrió los ojos más aún, en un gesto de
incomprensión—. Seguro que le ha aconsejado alguna mujer. No es posible tanto
detalle en un hombre. ¿O tiene mi jefe una faceta oculta que yo desconozco?».
Relajada y feliz por unos instantes, con fugaz expresión malévola, se echó a reír ante
la marcada ironía que encerraban sus pensamientos.
El espejo le devolvió una imagen muy distinta. Vestida con el delicado vestido
color chocolate, maquillada y peinada, con el pequeño bolso de fiesta graciosamente
cogido por el dedo corazón de su mano izquierda, por la cadenilla, y calzada con el
par de zapatos negros de tacón de aguja. Era y se sentía ya otra mujer.
«He tenido que ponerme maquillaje en tantos sitios para ocultar los morados, pero
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creo que lo he hecho bien. No se nota nada», se dijo con autocomplacencia, dándose
la vuelta para comprobar el resultado de su concienzuda restauración física.
Krastiva Iganov abrió la puerta, dirigiéndose al ascensor con paso firme. Se sentía
de nuevo segura, más tranquila. Parecía que los días malos y la amenaza de un
peligro inminente habían quedado atrás… De la habitación de enfrente salían, a su
vez, dos hombres. Uno era mayor, grueso, y su rostro reflejaba… ¿quizás temor? El
otro era mucho más interesante, de unos treinta años de edad. Alto y de buen porte,
presentaba una nariz recta y arrogante. Por lo demás, exhibía una expresión
desdeñosa que parecía permanente. El tipo le miró a la cara con sus ojos grises,
penetrantes y escrutadores como pocas veces había detectado, y luego recorrió su
cuerpo sin ocultar lo más mínimo una mirada de profunda admiración. No le hizo
sentirse molesta; es más, le agradó sobremanera que un caballero de muy buen ver
pensara en qué había debajo de aquella seda que la envolvía, que no era más que un
muy sensual sujetador negro Wonderbra, de la talla 95 y de escote profundo, de dar
auténtico vértigo. Necesitaba subir algunos enteros su propia autoestima.
Ellos también entraron en el ascensor, tras ella, cediendo ambos gentilmente el
paso. Era un espacio amplio, cubierto de espejos, con marcos dorados que iban del
suelo hasta el techo, y a uno de sus lados —el derecho, según se entraba— se
hallaban los bruñidos botones de las distintas plantas del gran hotel.
Un educado botones les pidió el piso al que se dirigían, y enseguida pulsó el que
ella le indicaba, y al que se sumaron los dos varones asintiendo levemente con la
cabeza. Todos iban al mismo piso, a la planta 14 del fastuoso Ankisira.
La bella rusa se dirigió al restaurante, y Alex y Klug entraron tras ella, siguiendo
el compás de sus bien formadas caderas.
Ella se sentó en una mesa, junto a los grandes ventanales, desde donde la ciudad
semejaba una maqueta dominada por las pirámides de la impresionante explanada de
Gizah, que se alzaban desafiantes, orgullosas de su poder intemporal, tocando el cielo
como si realmente llamasen a su puerta.
K
lug y yo nos acomodamos a cierta distancia de aquella impresionante belleza
que uno se llevaría sin duda a una isla desierta para lo que todos pensamos…
Calculé que, año arriba o abajo, ella y yo teníamos una edad similar.
Ubicados por el jefe de planta en el centro del comedor, esperamos a que se
acercase un solícito camarero; pero eso sí, sin poder quitar el ojo de encima a aquella
espléndida mujer de inequívoca etnia eslava y que ahora parecía formar parte del
bello paisaje nocturno que se ofrecía a nuestros ojos.
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Dos grandes lámparas de cristales, estilo Imperio, de 1890, iluminaban el lugar,
apoyadas por luces indirectas que ofrecían su luz desde los barrocos apliques que
adornaban las paredes.
Isengard tenía alquilada otra habitación para él. En realidad había llegado mucho
antes que yo, y luego había seguido cada uno de mis movimientos. Ahora pasaba la
mayor parte del tiempo en la mía, planificando y materializando en todo lo posible
nuestros próximos y decisivos pasos a seguir.
Se había hecho de noche y antes de retirarnos, habíamos decidido comer algo ante
la primera llamada del estómago. Ahora nos alegrábamos de que así fuera, pues de
otro modo nos hubiéramos perdido aquel bello espectáculo, y no me refiero
precisamente a las pirámides más célebres de todos los tiempos, que siempre están
ahí, esperando al turista de turno.
Yo, pues eso, aún estaba soltero; a pesar de lo cual siempre conseguía
acompañante ocasional para acudir a las fiestas donde debía estar. Por esta misma
razón me preguntaba cómo una mujer como aquella, con un cuello grácil como el de
un cisne, con una belleza que inducía taquicardias, podía encontrarse cenando sola.
Cualquier respuesta mental que obtenía al instante me parecía totalmente absurda.
Resultaba harto evidente que la bella desconocida no esperaba a nadie, pues en
aquel mismo momento entregaba la carta al camarero tras pedir algo ligero para
cenar. Además de tan completa en todo lo que estaba al alcance de la vista —y lo que
se intuía—, la imaginé como en realidad debía ser: apasionada, audaz, romántica,
sensual… Ésa podía ser una cara de la moneda, ya que el reverso igual presentaba un
carácter dominante e irreflexivo a partes iguales.
L
os ojos vivarachos de la joven reportera se movían inquietos y controlaban
discretamente a los dos varones de distinta edad que no parecían tener una
conversación lo suficientemente interesante, pues toda su atención estaba
obstinadamente centrada en su llamativa persona.
El pulso se le aceleró a Krastiva cuando el más alto y joven se levantó con
decisión para dirigirse en línea recta hacia su mesa. No supo entonces si echar a
correr, o bien tratar de disimular contemplando la magnífica vista nocturna de El
Cairo. Hasta entonces, no había pensado que podían ser ellos los que la seguían. Su
rostro se demudó, y el terror le paralizó los músculos como pocas veces en su vida.
En aquel momento el salón se hallaba profusamente iluminado, con unas doce
personas que se disponían a cenar. «Quizás esto sea una protección. Estoy en un
hotel», se dijo a sí misma para darse ánimos, e intentando mantener la compostura en
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un lugar público con un acopio de valor extra.
—Perdone la intromisión, señorita… —Me fijé que una arruga de preocupación
surcaba su entrecejo—. He observado que cena usted sola, y me he permitido
acercarme para invitarla a que se siente con nosotros. —Le hablé en inglés con voz
suave y profunda. Lo hice matizando cada palabra con sumo cuidado. Ya más crecido
por mi iniciativa, continué hablando con mucha calma—: Si a usted le agrada, por
supuesto… Egipto es un país tradicionalmente hospitalario, pero creo que siempre se
disfruta mejor en compañía. —Le sonreí cautivadoramente. Uno es muy consciente
de su carisma en momentos así.
Los hermosos ojos de aquella tía buena aletearon como las alas de una mariposa a
la que se interrumpe cuando está libando. Me miró a la cara y supo que no podría
negarse. Hubiera sido difícil para ella alegar un pretexto plausible para no
incorporarse.
Asintió levemente, mucho más relajada ya, pero lo hizo con aire ausente. Yo creo
que se sintió débil y rendida. Así que le tendí mi mano izquierda, haciéndolo con la
innata elegancia de un consumado gentleman londinense en las carreras de Royal
Ascot, y ella la tomó dócilmente y se levantó, dispuesta a acompañarme.
La eslava me siguió con una mezcla de complacencia y aprensión, mientras Klug
me observaba boquiabierto.
Hendido de orgullo varonil, siendo ahora el centro de todas las miradas, le hice
una discreta seña al camarero que nos servía con la otra mano, y éste, muy diligente,
se dispuso a trasladar su cubierto a la mesa en la que nos encontrábamos instalados el
anticuario vienés y yo.
Después, tópicos al margen, hubo las presentaciones de rigor, empezando yo por
las nuestras, y ella hizo lo esperado sobre su persona entre gente con educación.
Lejos de ser trivial, la conversación pudo fluir con total naturalidad al tomar el hilo
de nuestras respectivas actividades profesionales, anécdotas incluidas para romper el
hielo. Digamos que, al fin, se la veía relajada a tan increíble mujer del Este de
Europa.
—¡Qué interesante es lo que cuenta! Su trabajo tiene algunos aspectos comunes
con el mío. Yo busco piezas antiguas, y usted, claro, secretos que revelar a la opinión
pública. No hay duda de que en ambas profesiones el secreto nos motiva —dije
acercando el rostro al de Krastiva y bajando la voz en tono marcadamente
confidencial.
—Nunca he podido retraerme cuando un enigma aflora. Es algo que logra captar
mi atención de inmediato… —me respondió ella, sonriendo luego seductoramente.
Mi cliente y yo estábamos descubriendo los matices de su voz, que era
inusitadamente agradable y suave. Tras una breve pausa ella añadió—: Estoy segura
de que puedo ayudaros. —Ya empezaba a tutearnos. Intentaba que nos relajáramos y
confiáramos más en ella.
La Iganov debió calcular que nos traíamos algo gordo entre manos. No sabía aún,
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claro, que aquello era como un pálpito, algo consustancial en ella, lo que se repetía
siempre que un misterio rondaba cerca de su vida. Conocer los entresijos de aquel
poderoso jeque del petróleo, que había ordenado perseguirla y quizás asesinarla, casi
le cuesta la vida; y ahora, cuando su mente apenas se había repuesto mínimamente,
ya deseaba sonsacar información a sus compañeros de mesa. ¿Deformación
profesional? ¿Insaciable curiosidad femenina? Dominar estos rasgos de su singular
personalidad le resultaba del todo imposible.
—Verás… —la tuteé por primera vez, tomándome esa confianza para sentirme
más cómodo ante su turbadora presencia, que, lógicamente, ya me había provocado
dos punzadas de lascivia al asomarme a su escote—. Esto es un asunto privado entre
mis clientes y yo, además de ser delicado y peligroso…
Ella asintió.
—Todo eso surge cada día en mi vida cotidiana. Os doy mi palabra de que el
secreto profesional es imprescindible para mis colegas y, por supuesto, para mí. —
Oírla expresarse en esos términos de firmeza y ética me tranquilizó bastante.
Isengard se mostraba escéptico.
Nos hallábamos sentados ante una mesa ubicada en el centro del salón, y
afortunadamente nadie se había situado cerca de nosotros.
A Krastiva le extrañaba que sólo respondiera aquel hombre joven, seguro de sí, y
de modales perfectamente calculados. Era agradable, incluso atento, tanto como frío
y distante resultaba su maduro acompañante, prácticamente convertido en un
convidado de piedra.
Su gran instinto de periodista experimentada se hallaba ya en alerta roja. Allí
había sin duda un buen reportaje. ¿O tal vez algo más asombroso todavía? Tenía que
averiguarlo. Para ello, si hacía falta, era muy capaz de usar sus armas de mujer de
infarto.
Klug y yo nos mirábamos en silencio unos instantes, interrogándonos sin saber
qué demonios hacer con ella. En el ínterin, comenzaba a reprocharse haber cedido a
mi incontrolable deseo de conocer a una beldad que emanaba un halo de seducción en
torno de sí. Era como una princesa rusa de cuento, surgida de las estepas para
alegrarme la vista en medio del lío en que me encontraba.
Ahora bien, ante su mirada inquisitiva, en medio de aquel pesado silencio de los
tres, se imponía una respuesta clara, contundente, realmente definitiva; pero he aquí
que yo babeaba por la eslava. Me faltaba voluntad para alejarla para siempre de mi
vida…
El anticuario parecía sorprendido e intrigado, pero sus dientes postizos, bien
apretados, no auguraban precisamente nada bueno.
Krastiva notó la tensión que había creado al presionarnos, y observó cómo
nosotros no nos decidíamos. Llegado este punto, podía salir discreta y educadamente,
por supuesto que sí; pero no iba a hacerlo por nada del mundo. No quería rendirse
justo ahora, cuando sabía con certeza que estábamos a punto de ceder ante su
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increíble seducción. Aguantaría hasta el final nuestra presencia en la planta 14,
aunque el hombre de más edad le tiró un cubo de agua helada sobre sus nuevas
ilusiones periodísticas.
—Lo siento —intervino al fin Klug con voz seca, en vista de la indecisión en la
que me veía al estar totalmente embobado ante la belleza rusa—, señorita Iganov…
—La observó con todo detenimiento desde sus ojos azules, algo saltones, antes de
seguir hablando—: Créame si le digo que nos gustaría poder informarla de todo el
asunto; pero no, no nos es posible.
—Si usted lo dice… —replicó ella con un leve deje sarcástico.
—Ya ha habido demasiados muertos —se limitó a decir mi compañero de
búsqueda.
Sin embargo, antes de concluir su respuesta el vienés ya se había arrepentido de
ello. Al acabar, se mordió los labios a la vez que me miraba, implorando mi perdón.
Había pretendido ayudar, y sólo lo había empeorado.
Ella lo miró desafiante. Su estudiada réplica nos dejó desarmados, sin más
argumentos que oponer a su colaboración, ante su aplastante confesión.
—Mi vida ya está amenazada… —Hizo una pausa, y en ese instante su cara se
contrajo penosamente mientras, al menos aparentemente, se esforzaba en continuar
—: Me enviaron a investigar a un grupo saudí de finanzas que, además de especular
con el petróleo, adquiría esclavos traídos del África negra; y eso sucede en pleno
siglo XXI… —Sonrió con tristeza—. Hice el reportaje, pero fuimos descubiertos…
Mataron a mis dos compañeros —relataba mientras sendas lágrimas brotaban de sus
ojos al recordar a sus colegas muertos— y me han perseguido durante cinco días de
infarto… La cinta está camino de Viena, pero yo sigo estando aún en peligro.
¿Era sincera? ¿Tal vez estábamos ante una consumada actriz? El caso es que la
presunta sinceridad de Krastiva Iganov nos impresionó a los dos, dado que en ningún
momento habíamos supuesto que alguien más tuviera sobre sí la amenaza de la parca
como la teníamos nosotros, y mucho menos la espléndida mujer que se hallaba
delante de nosotros. Miré a Klug, y éste comprendió al instante que le iba a hacer
partícipe de nuestra particular odisea. No podía evitarlo ya.
Le relaté a ella los acontecimientos acaecidos hasta aquel momento sin omitir
nada, prestando atención a la expresión de su cara, que iba cambiando
inconscientemente, según avanzaba en mi relato. ¿Nos tomaría por locos?
—Como ves. —La volví a tutear—, nos hallamos en medio de una complicada
situación, en una huida siempre hacia adelante.
—Ya veo… Conozco bien Egipto, pero ignoro todo lo que se refiere a las
dinastías de los faraones, sus obras, épocas y todo eso —admitió con voz queda, y
mientras se encogía de hombros.
—Si unimos nuestros esfuerzos, quizás podremos protegernos mejor unos a otros
—señaló Klug en tono neutro, aunque haciendo acopio de valor.
Complacido como pocas veces en mi vida, bebí un sorbo de la copa de vino
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griego, un tinto Retsina, con la que, nerviosamente, había estado jugueteando a lo
largo de toda la conversación. Pero luego, muy serio, me encaré directamente a
Krastiva con voz grave.
—Esto no es un juego, ni podrás escribir probablemente nunca un reportaje sobre
esta historia, a pesar de que pueda ser un gran descubrimiento… —le pedí con tono
apremiante—. Además, no sabemos cómo acabará… ¿Crees que podrías someterte a
estas duras condiciones? —pregunté a la rusa, mirándola fijamente a la cara.
Por unos momentos, la guapísima profesional de la información, ahora con el
semblante muy serio, sopesó lo que yo mismo acababa de exponerle con toda
frialdad. En unos segundos se habían acabado las sonrisas. No resultaba fácil para su
instinto de trabajo renunciar a escribir sobre lo que podría ser el mejor artículo del
siglo, ¡qué digo!, del tercer milenio después de Cristo. Así las cosas, fiel a su estilo,
siempre con suma habilidad, ella decidió no comprometerse de un modo decisivo.
—Prometo solemnemente no revelar información ni escribir sobre nada siempre
que estemos de acuerdo los tres —prometió Krastiva con fervor—. Pero si cuando
concluya esta aventura es posible hacerlo, sin riesgo para nosotros, entonces es
posible que sí lo haga… Me gusta ser sincera… Ésas son mis cartas.
—Pero… —repliqué, lacónico, tras un breve silencio, casi en un susurro de
súplica.
—Lo siento, pero no puedo hacer otra cosa —dijo con voz displicente.
Klug Isengard asintió.
—Al menos para mí, es suficiente con eso —repuso con un mínimo de
satisfacción.
Respiré aliviado.
La conversación derivó más tarde a temas más convencionales, triviales en
realidad. Habíamos dado por hecho que ésas serían las condiciones de nuestro
particular pacto. Poco sospechábamos entonces que las circunstancias iban a jugar en
contra, y tampoco que el resultado de aquella asociación iba a ser muy otro…
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Capítulo 5
La ciudad-templo de Amón-Ra
S
eñor! ¡Señor! Los soldados del emperador han invadido el templo de
—¡ Isis. ¡Ha sido una masacre! Las paredes están salpicadas de la sangre
de los sacerdotes, y el tesoro del templo ha sido saqueado. Han
destruido la imagen de la diosa… ¡Es horrible!
El sacerdote de Amón-Ra, ataviado con la túnica blanca de su orden, ceñida por
un ancho cinturón dorado, sudoroso y agitado, penetraba en tromba en la cámara del
gran sumo sacerdote. Las gruesas suelas de las cáligas de los legionarios romanos —
guarnecidas con clavos puntiagudos, a los que se cosían una serie de tiras, también de
cuero— habían profanado el sagrado recinto.
Con los ojos bañados en lágrimas, Nebej llegó jadeante. Era un joven poseído por
un terror mortal.
—Cálmate. Toma aire y cuéntame lo ocurrido. —La voz de Imhab sonó suave y
tranquilizadora. Deseaba conocer los detalles del sacrílego ataque, pero no
conseguiría enterarse de nada si Nebej no recobraba el aliento—. Comprendo tu
excitación, pero no podré analizar la situación si no me informas debidamente.
El aludido respiró hondo, y luego volvió a dirigir su mirada a quien creía lo podía
todo, el gran sumo sacerdote de la Orden de Amón. Su rostro, demudado, y sus
manos, que se movían nerviosas, denotaban el supremo esfuerzo que estaba
realizando para autocontrolarse.
—Yo… yo estaba con la gran sacerdotisa Assara… Iba a dar comienzo la ofrenda
a la diosa Isis. Todos los sacerdotes habían ocupado sus puestos a ambos lados del
pasillo que lleva al santuario… Assara portaba, entre sus manos, la imagen de oro de
Isis con sus alas majestuosamente extendidas, y ya se habían iniciado los cánticos de
adoración, cuando se oyó un ruido de armas proveniente del patio, junto a la gran
columnata que guarda la entrada al templo.
»El rumor fue creciendo y se interrumpieron los cánticos. Una turba de soldados
romanos irrumpió con sus cortas espadas desenvainadas, tintas ya en la sangre de los
guardianes del templo, y dando estentóreos gritos de guerra… —Se le quebró la voz
—. Cundió el pánico y cada uno intentó escapar por donde creía que podía hallar la
salvación, pero los soldados de Justiniano los persiguieron con saña y los asesinaron.
A unos, los acorralaron contra las puertas, y allí los atravesaron con sus armas; a
otros, los decapitaron sin piedad. … Yo caí desmayado a causa del terror que sentía, y
antes de cerrar los ojos, entre las neblinas de la inconsciencia, pude ver cómo el
centurión que los conducía atravesaba el pecho de la gran sacerdotisa Assara. Ese
romano tenía los ojos inyectados en sangre, y yo… yo sentí un odio amargo como la
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bilis.
»Desperté bajo el peso de los tres sacerdotes asesinados. A uno de ellos le faltaba
la cabeza y sangraba abundantemente. Todo estaba rojo, rojo de la sangre de los
sacerdotes, rojo de muerte. —Sollozaba con la cabeza baja Nebej, incapaz de
continuar relatando el horror vivido.
Imhab le permitió un respiro, pues llorar le haría bien, y cuanto pudiera contar ya
no tenía demasiada importancia ante la gravísima situación planteada. El culto del
pueblo egipcio —al menos oficialmente— acababa de ser proscrito. Egipto
desaparecería bajo las protectoras arenas del desierto, y lo iba a hacer para siempre…
Una vez más, Nebej sintió que le flaqueaban sus delgadas piernas. Abrumado por
el horror vivido, cayó de rodillas. Las atroces imágenes se cruzaban raudas en su
mente, sin descanso. Recordó la atmósfera del templo de Isis, impregnada de olor a
sangre y sudor por culpa de unos legionarios impelidos de una locura asesina, y de
nuevo sintió vértigo. Nunca podría olvidar los nauseabundos sonidos producidos por
unas espadas hundiéndose sin remisión, una y otra vez, en la blanca carne de los
servidores del recinto religioso.
Cuando se hubo recobrado, Nebej le contó al gran sumo sacerdote de Amón-Ra el
modo en que se arrastró por entre los cadáveres —igual que una peligrosísima cobra
negra del desierto—, resbalando en el líquido viscoso, para ver cómo los soldados
enemigos cargaban en carros las arquetas doradas y negras, incrustadas de ónice y
turquesas, del tesoro de Isis. Ése, y no otro, era el objetivo del sacrílego emperador
del Imperio Romano de Oriente.
Imhab —cuyo rostro tenía una expresión firme y decidida— escuchó
pacientemente el resto del relato, más por consideración a Nebej que por sentido
práctico.
—… y así pasé varias horas escondido —concluía el joven sacerdote—. Cuando
estuve seguro de que ya se habían ido, recorrí el templo… Pensé que quizás alguien
hubiese conseguido sobrevivir, pero fue en vano. El templo estaba literalmente
cubierto de cadáveres y las paredes enrojecidas con tanta sangre derramada… Nada
quedaba en la cámara del tesoro y Assara, tendida en el suelo, aún sostenía sobre su
vientre la cabeza de Isis.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón palmeó dos veces sus manos y
entraron dos servidores, con la cabeza afeitada como él. Vestían tan solo el faldellín
dorado que indicaba que no eran sacerdotes, y ambos juntaron sus manos delante de
su pecho. Después se inclinaron en una reverencia.
La lujosa cámara de Imhab, revestida de oro, con bajorrelieves tallados y pintados
con vistosos colores y cubiertos de jeroglíficos —que no eran sino conjuros para el
definitivo viaje al inframundo— le parecía ahora a Nebej el único refugio posible tras
la devastación del templo de Philae, provocada por la razia de unos legionarios que lo
habían asaltado igual que una nube de saltamontes sobre las cosechas regadas por el
Nilo.
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—Ve con estos servidores, come algo y luego descansa… Has cumplido con tu
deber al informarme de lo sucedido —le tranquilizó Imhab—. Yo decidiré qué se
hace. ¡Ve! —La ira endureció de nuevo su voz.
Nebej salió de la cámara del gran sumo sacerdote siguiendo dócilmente a los
servidores del templo. Iba resignado, rumiando por dentro su profundo dolor, notando
sobre él todo el peso de lo que sentía como su derrota particular al no haber podido
evitar la tragedia, aquel baño de sangre.
Imhab, una vez solo, se acercó a un rico mueble de madera de cedro, adornado
con incrustaciones de ébano y oro, y después extrajo del mismo unas placas de oro de
cuyo interior sacó un papiro negro. Ante él aparecieron varios jeroglíficos hechos de
oro, de micras de espesor, todo impreso en el papiro.
Se cogió la barbilla con la mano derecha en un gesto que mostraba que su mente
estaba mucho más preocupada de lo que creía Nebej; bullía buscando qué podía
hacer, qué decidir, si en sus manos estaba ahora el futuro de Egipto. Una y otra vez,
leyó cada letra, y sintió que la desesperanza y la impotencia amenazaban con
apoderarse de él.
El gran sumo sacerdote sacudió la cabeza. Su expresión era de profunda tristeza.
Después, sólo por unos instantes, palideció de miedo. Tras una amplia inspiración,
recuperó su habitual compostura. La suprema decisión estaba ya tomada. Nada ni
nadie se lo podría impedir…
Pasó su mano en la que brillaba el anillo del carnero —representante de Amón—
por la superficie oscura del papiro, como si pudiera trasfundirle un poder que le
permitiera obrar como deseaba, pero nada sucedió.
Unos instantes después se acercó a uno de los muros y pulsó la cabeza de Amón,
que reinaba sobre Apofis —la serpiente señora del inframundo—, y ésta se incrustó
en la pared. En la superficie, donde las arenas camuflaban la entrada al secreto
templo de Amón-Ra, varias lajas de piedra se deslizaron con el característico sonido
de la piedra al rascar otra piedra, y la arena comenzó a inundar cada hueco, cada
cámara externa.
Miles y miles de toneladas de arena, como un río furioso e incontenible, fueron
invadiendo el exterior del templo de Amón, del inframundo que tan celosamente
habían guardado a lo largo de los milenios sus fieles sacerdotes, para desaparecer a
los codiciosos ojos de la nueva potencia militar.
«Si algunos lográramos encontrar el medio de regresar, de vivir para siempre… Si
Amón permitiese que encontráramos una salida ante esta tragedia…», pensó mientras
se mordía el labio inferior.
Imhab, encerrado en su cárcel dorada junto a noventa y nueve sacerdotes,
veinticinco guardias y dos centenares de seguidores, procuraba mentalizarse,
prepararse para combatir al enemigo, y para encontrar lo perdido desde tiempos
inmemoriales.
Cuando la arena hubo concluido su trabajo, nada indicaba ya dónde se había
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hallado el inmenso templo de Amón bajo la superficie del desierto, oculto a ojos de
los infieles desde hacía mil años. De lo que fuera Egipto, sólo quedaban sus secretos,
sus monumentos funerarios y un resto de vida que pervivía bajo el desierto árido y
calcinado que ahora se tornaba protector. En la superficie de éste, un sol implacable,
de justicia, hacía reverberar la línea del horizonte igual que un espejismo.
Los dos grandes pebeteros de hierro negro aportaban la luz que daba vida a los
relieves de la gran cámara de Imhab, que semejaban resucitar, al crear ésta juegos de
luces y sombras que le conferían al conjunto un impresionante aspecto sobrenatural.
De las brasas ardientes que contenían los pebeteros se alzaban altas lenguas de fuego
que jugueteaban con el humo y las sombras, creando peculiares fuegos de artificio.
—Estamos encerrados para siempre, mi fiel Amhaij. —Se dirigía, con afecto en el
tono de voz, al jefe de su guardia personal, un hombre de anchas espaldas, mentón
partido y pecho poderoso—. Hemos de guardar los secretos más preciados de
nuestros dioses y de nuestra nación de las codiciosas manos de los impíos —añadió
con el corazón henchido de amargura.
A Amhaij se le acabó la paciencia.
—¡La Orden de Amón debe sobrevivir! —tronó la recia voz del castrense, la cual
reverberó contra las paredes. Incluso las llamas se inclinaron ante la potencia de
aquella sentencia—. ¿Crees, mi señor, que todos acatarán tu decisión? —preguntó a
fin de disimular su turbación—. Me preocupa que pueda haber disidentes…
—Los habrá… No lo dudes.
—Tendré que mantener a raya a todos los traidores. No me llevará mucho tiempo,
señor —dijo el jefe militar con desdén. «No me temblará la mano al empuñar mi
espada y liquidarlos», calculó mentalmente con brutal regocijo y una sonrisa siniestra
en su duro semblante.
Imhab se acercó a Amhaij y puso su mano sobre el hombro izquierdo de éste, que
casi podía oler su aliento. A pesar de ser el jefe de su guarida, su más leal
colaborador, siempre se había sentido intimidado por la poderosa personalidad de
gran sumo sacerdote. Éste emanaba un poder absoluto, más allá de la vida, y Amhaij,
el más enérgico del templo, le tenía afecto y respeto, pero también le temía…
Cada vez que la alta figura de Imhab se acercaba a él, le parecía que su corazón
iba a salírsele del pecho, el pulso se le aceleraba. Incluso en alguna ocasión el sudor,
el traicionero sudor, había hecho aparición sobre la piel de su frente denotando su
temor, su debilidad para con él. ¿Lo sabía? ¿Lo había notado? Creía que sí.
—No habrá disidentes… —repuso con frialdad—. Cada sacerdote, cada guardia,
habéis sido seleccionados cuidadosamente. Todos habéis pasado las pruebas de
Osiris, y conocíais los riesgos cuando os dedicasteis a Amón en cuerpo y alma…
Aquí tenemos de todo, agua abundante que nos proporciona Isis por medio del Nilo,
cultivos que hemos adaptado a estas oscuras profundidades… Viviremos como hasta
ahora, pero sin ningún contacto con el exterior.
Imhab trataba de tranquilizar a su más fiel servidor. Era plenamente consciente de
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que iba a haber traidores, de que los nervios acabarían por aflorar a la superficie de
las debilidades humanas, y por eso lo iba a necesitar más que nunca…
Afuera, muchos sacerdotes de Amón se distribuían por las naciones más
poderosas del entorno. Pero ellos no podían contactar ahora con él, y no sabía cómo
iban a reaccionar al sentirse aislados, seccionados para la eternidad de lo que había
sido el núcleo principal de la Orden de Amón.
El gran sumo sacerdote se sentó en su silla sacerdotal de caoba, recubierta de
láminas de oro, frente a la mesa en la que extendía un papiro negro, sobre el que
resaltaban, como estrellas en una noche clara, los jeroglíficos de oro que hablaban al
Ka de Imhab. Acarició amorosamente su superficie, pasando las yemas de sus dedos
por cada símbolo, con especial reverencia, y lo fue releyendo una vez más, intentando
comprender el enigma que contenía y que guardaba celosamente su secreto.
E
l templo de Amón se había levantado cuando el poder de la última dinastía
egipcia, la XXX, declinaba. Por puro accidente, toda una caravana se hundió
en las arenas del desierto, y entre el pánico y el nerviosismo que precede a la
muerte, sus componentes descubrieron que se hallaban en una inmensa oquedad bajo
las arenas del Sahara.
Los fardos, totalmente desperdigados, aparecían semienterrados a lo largo y
ancho de aquella cueva natural de descomunales dimensiones en la que habían caído.
Algunos dromedarios habían huido despavoridos por los túneles que se ramificaban a
partir de aquel gran espacio oscuro y húmedo; otros, gemían lastimeramente con sus
patas rotas, o aparecían simplemente reventados tras la brutal caída.
Otro tanto ocurría con los asustados caravaneros que aún permanecían con vida.
Muchos habían muerto o estaban heridos; algunos se habían roto piernas o brazos, y
sólo unos pocos continuaban ilesos.
Cuando hubieron consumido los víveres de que disponían y el hambre fue
haciendo mella en su espíritu, comenzaron a pensar en cómo abandonar aquel lugar
de pesadilla, antes de que les resultase imposible obtener luz para poder guiarse y
explorar en busca de una posible salida.
Fueron pasando los días, invariablemente lentos y tediosos, sin que pareciera
posible escapar de aquel lugar que ya comenzaban a creer era el inframundo, por el
que las almas de los difuntos pasaban en su devenir al más allá. Pero cuando ya se
encontraban resignados a su suerte, vencidos, algo sucedió. Fue algo que cambiaría
definitivamente la forma de adorar de los egipcios y, con ello, su manera de vivir para
siempre.
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Una gran cantidad de arena cayó del techo, como una cascada de agua que naciera
para permanecer allí por tiempo indefinido, y con ella, los restos, ya medio
descompuestos, de un dromedario cuyo peso, unido al de los buitres al devorarlo, lo
habían empujado abriendo aquella brecha. Por ella también entró Ra con sus rayos
poderosos, iluminando el lugar donde se encontraban y las entrañas del animal de
carga, cuyo olor era repulsivo.
Cuando la arena cesó por fin de caer ante los atónitos ojos de los tres caravaneros
que exploraban aquel sector del subterráneo, se apilaba una curiosa mezcla de huesos
descarnados, plumas negras de buitres carroñeros —que, asustados, habían
emprendido el vuelo al ver cómo su festín desaparecía bajo las insaciables y
calcinadas arenas del desierto—, y arena, además de una pirámide dorada por la luz
procedente de la superficie.
Tardaron en reaccionar, pero tras los primeros instantes de lógico estupor, y tras
volver la vista a lo alto, comprobando así que una esperanza se abría ante ellos, se
postraron y adoraron a Ra por enviar sus rayos en su ayuda en momentos tan
difíciles.
Los tres corrieron tanto como les dieron de sí sus piernas, y con voz entrecortada
y gestos exagerados contaron, como les fue posible, la increíble experiencia vivida.
Los supervivientes de la caravana salieron a la superficie con sus harapos infectos, de
olor fétido, no sin antes marcar el lugar para regresar, porque allí se levantaría la
ciudad-templo de Amón-Ra.
El faraón Taharqá, con la ayuda del gran sumo sacerdote de Amón-Ra y de los
tesoros del templo de Karnak, alzó después, en el interior de la descomunal cueva, el
conjunto de templos que daría cabida a lo más selecto de entre los miembros de la
Orden de Amón, que ahora vivirían en el subsuelo para su mejor supervivencia. La
fuerza militar de Egipto decaía a ojos vistas y la poderosa Persia amenazaba con
invadirles. Allí guardarían sus tesoros, sus secretos y al sucesor del Peraá[2], en la
gran morada, el hijo de Ra, protegido de Horus, hijo de Osiris, señor de los muertos.
Imhab repasaba mentalmente, con dolorosa nostalgia de tiempos pretéritos que en
sí fueron gloriosos, la historia de sus antepasados, de los anteriores grandes sumos
sacerdotes que, como él mismo, habían perdido su nombre para llamarse Imhab;
como el primero de los que inauguró el templo-ciudad de Amón. Había habido tantos
Imhabs… que ya apenas recordaba el nombre que su padre le puso de niño.
—Amenés —pronunció en voz baja, temeroso incluso de oírse a sí mismo—.
Amenés… —murmuró ahora Imhab casi para sí.
En su rostro surgió la sombra de una artera sonrisa.
Los persas dominaron Egipto, pero nunca domeñaron a los egipcios, y no, claro
que no, jamás descubrieron el enclave en el que estaba ubicado el secreto mejor
guardado de la milenaria nación del Nilo. Todavía podrían mantener el contacto con
el exterior, y por mucho tiempo.
En Karnak y Waddi Sebova aún se adoraba a Amón. El templo de Isis, en Philae,
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no había interrumpido sus ritos de adoración a la diosa consorte de Osiris. Ellos
guardaban el secreto de Amón-Ra en sus manos.
Una profecía de Amón —grabada en la piedra de sus muros— decía que un
hombre protegido por un dios enemigo de Amón libertaría Egipto de sus opresores y
luego retomaría el esplendor de Amón. A él se le proclamaría libertador de Egipto e
hijo de Amón-Ra.
Pero hasta entonces, hasta el amanecer de ese día tan señalado, la nación del Nilo
habría de sufrir el implacable yugo de sus opresores.
I
mhab, apoyado en la balaustrada de piedra de la azotea del templo de Amón,
observaba, meditabundo, el continuo ir y venir de los sacerdotes en sus
quehaceres cotidianos. Se preguntaba cuánto tiempo duraría aquel orden,
establecido con todo rigor, cuando se les diera a conocer que Amón-Ra había
quedado aislada con el exterior…
Muchos tenían familia y amigos fuera, y aunque el riesgo de quedar
incomunicados había estado latente durante las centurias anteriores, se habían llegado
a olvidar que alguna vez podía ocurrir algo así.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón se había cubierto con una capa
blanca como su túnica. Hacía horas que el sol se había puesto y el calor de las arenas
que los cubrían se trocaba en un frío que calaba hasta los huesos. En aquel lugar,
apartado de ojos extraños, corría siempre una brisa que llegaba de la superficie
arrastrando el olor del limo del Nilo, impregnando el aire. Se podía percibir como un
perfume familiar que traía la nostalgia de cuanto se abandonó, allá arriba, con la
melancolía de otros tiempos pasados…
—Señor… —A sus espaldas sonó una voz respetuosa, como un susurro suplicante
en la noche eterna que envolvía a la ciudad-templo de Amón-Ra—. ¿Me has
mandado llamar? —Se mostraba cariacontecido.
Imhab volvió la cabeza y asintió con una languidez extraña en él. Era Nebej, que
ahora se inclinaba reverentemente ante él.
—Sí, mi fiel Nebej, te he mandado llamar… —manifestó tras reflexionar por un
instante—. Tengo una misión importante que encargarte. De ti dependerá la suerte de
la ciudad de Amón-Ra para siempre. —Posó paternalmente sus manos sobre los
hombros del joven sacerdote, dejando ver sus anchas muñequeras, exquisitamente
talladas, en las que un hábil orfebre había labrado a Amón derrotando a Apofis—. He
abierto las compuertas que contenían la arena. —Anunció su suprema decisión con
toda la solemnidad que le fue posible, aunque aquello sonó más bien como una
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lúgubre sentencia—. Pero no temas… —dejó escapar un largo suspiro antes de
agregar—: Tú podrás salir por el túnel secreto que conduce a Isis.
»Necesitarás algunas cosas… Esta espada es mi regalo para ti… —Se la desciñó
de su cintura, presentándola sobre las palmas de las manos, como si de una ofrenda
póstuma se tratara, señalándole luego una urna de piedra cuya tapa emitió un quejido
al ser deslizada—. Aquí está el objeto de tu misión. Debes guardarlo donde creas que
estará seguro; y tus descendientes deben hacer igual. Un día, alguno de ellos sabrá
leerlo y devolverá la vida a Amón-Ra. —Extrajo dos placas de oro lisas, entre las
cuales se hallaba el papiro negro con símbolos de oro.
»Es el relato del tercer gran sumo sacerdote de Amón-Ra… Él encontró algo que
podía dar vida eterna a los miembros de la orden, pero desapareció. Y nadie supo leer
el enigma que escribió. Son símbolos egipcios antiguos mezclados con letras de otra
lengua desconocida. Nadie ha podido descifrarlo jamás; pero cuando se haga, la vida
volverá a Amón-Ra.
—Señor… ¿por qué hablas así? Amón-Ra no puede morir… —suplicó Nebej,
aterrado.
—Piensa en que sólo es cuestión de tiempo… Cuando tú abandones la ciudad,
nadie más recorrerá el camino de Isis. Yo moriré y su ubicación se perderá hasta el
final de los tiempos.
—Hablas como quien ha sido vencido, como quien se despide, mi señor —
respondió el joven sacerdote con candidez y voz entrecortada. Literalmente, no
comprendía lo que estaba ocurriendo en su ciudad, Amón-Ra. Y luego, notándose
repentinamente audaz ante el pánico que sentía, añadió con cierta desenvoltura—: Es
una despedida… ¿Verdad?
—Así es… Por eso mismo debes apresurarte. ¡Ah! Toma. —Le entregó una
bolsita de piel negra—. Son rubíes. Tendrás que establecerte en algún lugar, y habrás
de pagar servicios a quien te ayude. —Afirmó Imhab, tajante—. Sé prudente y sabio,
hijo de Amón.
Imhab apenas podía contener la emoción. Envidiaba al joven sacerdote que iba a
ser depositario del mayor tesoro del templo y que, además, viviría mucho aún en un
mundo que se le abriría como un capullo al florecer en primavera, ofreciéndole su
néctar, dulce y amargo a un tiempo.
Nebej le miró con expresión vacua.
—Sabré ser digno de tu confianza, mi señor y maestro. —Bajó la cabeza para
ocultar las traicioneras lágrimas que asomaban por sus ojos oscuros, delatando su
intensa emoción sin que él pudiera evitarlo.
El gran sumo sacerdote, en un gesto impropio de su alto rango, abrazó a su acólito
y lo hizo con fuerza, tratando de insuflarle el afecto que le tenía desde que llegara al
templo, cuando de niño le fue entregado para su educación sacerdotal. Había sido
como el hijo que nunca tuvo. Y un poco de él viviría mientras lo hiciese el todavía
joven sacerdote.
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—Ahora vete, vete, no te detengas. —Le espetó Imhab—. Ve a la cámara donde
se adora a Amón-Ra y toca la mano de Isis… Ella te abrirá, y después cerrará tras de
ti… ¡Vete! —casi le gritó, pero con un gallo de desazón en la voz. Después tragó
saliva con dificultad.
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Capítulo 6
Osiris e Isis
—S i mis datos son correctos, y creo que lo son —afirmé con suprema
convicción ante la visión del mapa de Egipto que se extendía sobre la
mesa de mi habitación, en torno a la cual, expectantes como alumnos
aplicados, se hallaban el grasiento Klug y la escultural Krastiva—, el Nilo sería la
representación en la Tierra de la Vía Láctea. Y las tres pirámides de Gizah reflejan a
otras tantas estrellas, dos en línea y otra algo desviada de la misma, como las estrellas
de Orión. Pero para completar la representación debería de hallarse… aquí… y aquí
otras… —Señalé con decisión con mi índice derecho en el mapa—. Son al menos
cuatro, de las que dos nunca fueron construidas.
—O bien lo hicieron bajo la superficie —añadió Klug con voz hueca.
—¿Qué objeto podía tener una tumba monumental como es una pirámide si no se
hace para ostentar el poder del dios que duerme en ella? —inquirió Krastiva,
sorprendida.
—¿Quién dice que son pirámides? —preguntó Isengard con marcado tono de
ironía, haciendo gala a un tiempo de su muy peculiar capacidad de deducción.
—¿Templos? ¿Crees que pueden ser templos? —inquirí al instante, entusiasmado
con mis propias palabras.
Eso sería un descubrimiento aún mayor. No existe ningún templo íntegramente
conservado, y las arenas lo podían haber protegido de la destrucción a lo largo de
miles de años.
Klug miró el lugar indicado por mí, y en sus acuosos ojos azules brilló al instante
una luz que no supe identificar.
La periodista rusa frunció el entrecejo mientras reflexionaba como si hablara
consigo misma.
—¡Qué reportaje! ¡Nadie ha tenido nunca en sus manos una historia así! Sería
como regresar al pasado y ver un mundo que sólo adivinamos —comentó, totalmente
cautivada por lo que imaginaba como la exclusiva del nuevo siglo.
—Krastiva, hemos quedado en que no puedes usar esta valiosísima información
—repuse, intranquilo, casi con tono de súplica.
—Tranquilos, tranquilos, que yo cumplo siempre mi palabra… —respondió
pensando bien sus palabras—. Pero no puedo por menos que imaginármelo, y ello me
produce tal sensación en el estómago que no se puede explicar ahora con palabras…
¿Cómo decíroslo? Es como un hormigueo muy especial.
Klug continuaba en lo suyo, inmerso en su estudio del lugar. Estaba como
hipnotizado, tan absorto que no parecía oír nada de lo que hablábamos la eslava y yo.
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Creo que fue entonces, justo en ese momento, cuando comencé a prestarle mayor
atención al anticuario de Viena, y algo dentro de mí empezó a inquietarme. Me
reafirmé en la idea de que este experto sabía mucho más de lo que decía y, además,
que sin duda era más importante lo que ocultaba que lo que ahora compartía con
nosotros. Era como si se desdoblara su personalidad por imperativo del guión que
sólo él conocía…
A veces, Isengard dejaba traslucir una ansiedad que ciertamente contrastaba
bastante con la calma de la que hacía gala en otras.
—Las tres estrellas más brillantes. —Señalé en el mapa— son las que forman el
cinturón de Orión, Delta. —Fui nombrándolas una a una—, Epsilon y Cero Orionis.
De estas tres, la más brillante sin duda es Delta Orionis. Corresponden a la cintura de
Osiris. —Dibujé un esbozo de cómo se verían unidas a las otras, con la diestra de
Osiris sosteniendo su báculo, al que también se aferraba su consorte Isis, y que
coincidía, a su vez, con el Nilo—. Todas las pirámides que ahora nos ocupan fueron
edificadas por la IV dinastía y, sin embargo, faltan dos, como ya os dije antes.
Krastiva me miró con mucha atención, esbozando a continuación una breve y
deliciosa sonrisa.
—Interesante teoría… Nunca pensé que los egipcios dispusieran de unas
matemáticas tan avanzadas como para reproducir en la Tierra parte del firmamento —
reconoció, entusiasmada, mientras me observaba de nuevo, ahora con reticente
admiración.
El anticuario vienés lanzó un leve bufido de desdén.
—Pero que en sí no es precisamente nada nuevo. —Su farisaica forma de
mirarme reveló cómo eran sus sarcásticos pensamientos—. Lo que dices es una teoría
que han difundido dos grandes aficionados a la egiptología, Bauval y Gilbert, y debo
decir que yo creo en ella. No has descubierto tú solo el Mediterráneo. —Klug trató de
restarme mérito ante nuestra bellísima «socia», aunque creo que en esta ocasión lo
consiguió—. También descubrieron que la constelación Orión desciende un grado por
siglo… En fin, amigos, que debemos tener en muy en cuenta cada dato a fin de
señalar el punto al que nos dirigimos con la máxima precisión. Una vez en el desierto,
será difícil, por no decir imposible, efectuar cambios en la ruta que debemos…
Levanté la vista del mapa, irritado.
—Pero te olvidas que hay algo más —añadí con tono firme, cortando
bruscamente su hilo de razonamiento—. La Tierra realiza un movimiento de
precesión cada 26 000 años.
—De veras que me he perdido… ¿Prece… qué? —preguntó Krastiva, que se veía
de pronto inmersa en un mundo de datos cosmológicos, dinastías y movimientos
estelares a los que en modo alguno estaba acostumbrada por su profesión.
—Precesión, se denomina pre-ce-sión. —Recalqué la dichosa palabra, parándome
en cada sílaba—, y consiste en que el eje polar gira una vuelta completa en torno a
sus polos, 360 grados en círculo. —Para que ella lo comprendiera mejor, tracé un
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círculo representando la Tierra, y luego lo atravesé con un imaginario eje de norte a
sur, con la inclinación que suele tener. Después tracé otros dos ovalados, uno sobre
nuestro planeta y otro bajo ellas, y con mi dedo índice derecho inicié el movimiento
de forma que comprendiera lo especial de éste en el eje polar.
Los ojos de la rusa brillaban ahora de un modo nuevo, pues, con inteligencia,
absorbían información como si de esponjas color esmeralda se tratara.
—Supongo que todo esto nos servirá para conocer qué es lo que ellos veían, con
exactitud, y así deducir lo que decidieron hacer y cómo —concluyó hábilmente,
demostrando percepción y sutileza.
—Así es… Verás… —La verdad es que me explayé a gusto con mi inesperada
«alumna», en otro intento por deslumbrarla con mi notable erudición en el tema que
nos ocupaba; así que decidí hacer continuos alardes de mis conocimientos para
dejarla con la boca abierta—. Los egipcios sabían que la estrella Sirio aparecía cada
setenta días, coincidiendo con las crecidas del Nilo. También setenta eran los días que
tardaban en efectuarse los ritos de embalsamamiento, pues al día setenta se le abría la
boca al faraón y su Ka salía rumbo a Sirio, tras fecundar a Isis; para lo cual se le
colocaba, según se cree, un órgano sexual tallado, y luego se le incrustaba mirando en
dirección a la estrella que relacionaban con Isis.
—¿Cómo podían conocer todo esto tan solo observando las estrellas? —Krastiva,
cada vez más admirada por el increíble mundo que se abría de par en par ante ella,
comenzaba a comprender el por qué de nuestra rendida fascinación por la milenaria
cultura egipcia.
Aspiré con más fuerza el refrigerado aire cairota de mi habitación antes de
contestar. Y lo hice en un tono más bien didáctico, como si delante de mí tuviera un
auditorio formado por estudiantes.
—Hay estrellas que les ayudaban en sus mediciones, ya que las podían ver en el
firmamento regularmente. Las dos más importantes eran la Osa Mayor y la Osa
Menor.
Mientras yo argumentaba, sin vacilar una sola décima de segundo, había
observado a Klug por el rabillo del ojo, y vi cómo se frotaba las manos, nervioso, sin
poder disimular su estado anímico. Deduje, acertadamente, como más tarde pude
comprobar, que estábamos por el buen camino. Algo de lo que había dicho le era
desconocido hasta entonces, o le había ayudado a llegar a la conclusión correcta. Esa
era mi íntima sensación, y me incomodaba sentirme utilizado, mucho… sí… mucho,
claro que sí.
Divagaciones aparte, con una regla y un lápiz fui trazando líneas entre las
pirámides construidas, sin unir las que debían estar y, sin embargo, no se hallaban en
su lugar.
Nada… No apareció absolutamente nada. Observé mi rostro en el gran espejo que
daba, en perpendicular, a la cama. Era la viva imagen de la frustración, y eso no me
gustó.
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Incansable —¿qué otra opción tenía?—, tracé ahora líneas hasta donde no había
esas dos pirámides y sí…, ahora sí…; algo comenzaba a definirse sobre el papel.
—Fijaos en esto —les anuncié, con tono rimbombante, al trazar unas líneas que
convergían en la pirámide de Kefrén—. Yo diría que es de forma algo parecida a una
estrella…
Muy a su pesar, Klug asintió a regañadientes.
—De seis puntas, que pueden resultar ser, a su vez, seis direcciones —apuntó al
instante Krastiva con una amplia sonrisa, deseosa como estaba de aportar su granito
de arena.
—Hay algo más… —avisó Klug con voz queda—. Mirad con atención… Si
dibujamos la constelación de Orión, incluyendo las dos pirámides que no están… —
Mientras hablaba, iba trazando líneas paralelas, teniendo en cuenta siempre los ejes
imaginarios de las pirámides. Después señaló, algo dubitativo, entre la pirámide más
cercana al Nilo y la de Keops, añadiendo—: Aquí aparece una pirámide que apunta
con su vértice al Nilo. —Mostró un rictus de sorpresa al hacer aquel inesperado
descubrimiento.
—Quizás… sí… —admití, reacio—. Vamos a traspasar esa «pirámide» al dibujo
que tenemos de Osiris e Isis —sugerí, un tanto emocionado, al ver que al fin teníamos
algo entre manos.
La pirámide, al formar las líneas correspondientes, encajó a la perfección.
Nuestro ánimo subió varios enteros, como cuando el sol se alzaba por el este y va
concediendo, a medida que su luz se hace poderosa, el color a cada ser vivo y,
objetivamente, poniéndolo al descubierto, disipando los jirones de oscuridad con que
la noche atenaza al mundo al que cubre.
—Allí está de nuevo —señaló el anticuario de Viena con aire triunfal—. ¿Qué
crees que puede ser? —Me interrogó con la misma ansiedad de quien se encuentra
cerca de su objetivo.
—Es un área muy extensa la que cubren estas líneas. No creo que toda ella pueda
ser nada en concreto, pero estoy convencido de que quiere decir algo y, además, algo
importante…
—¿Puede ser una parte tan solo? —preguntó Isengard como si se le ocurriera de
pronto—. ¿Quizá el piramidión…? —En sus facciones se pintaba ahora la decepción.
Me encogí de hombros.
—Es posible… —susurré con expresión adusta—. El piramidión corresponde a
un área más razonable, aunque aún sería grande, muy grande, demasiado extensa.
—Sé que os va a parecer una tontería —comentó la periodista, penetrándome
hasta el alma con sus bellos ojos—, pero cuando has dibujado las dos líneas más
pequeñas, las que le dan la base al piramidón ése, me ha recordado a una joya enorme
que hay incrustada en la base del cetro de Osiris.
Miré el dibujo, una vez más, e intenté verlo desde ese punto de vista tan
particular. Krastiva había visto algo, eso era cierto, y ese algo no se había hecho
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evidente para nosotros dos hasta que lo dijo ella. Le presté una atención más
concentrada al dibujo. Me recordó el rombo con el que se representa en los naipes a
los diamantes. Con todo y aun así, no iba a ser precisamente fácil localizar aquella
área cercana al cauce del Nilo, a varios kilómetros de Gizah, entre las arenas y los
campos de maíz y caña de azúcar situados en sus orillas. Era donde el gran río, igual
que un dios rezumante de vida y poder, fertiliza las tierras que permanecen, desde
hace milenios, en un combate sordo contra unas arenas del desierto que todo lo
quieren invadir.
Por unos instantes, el silencio dominó la improvisada reunión en mi habitación.
Los tres nos quedamos absortos, literalmente maravillados. ¿Qué podía encontrarse
bajo las arenas? ¿Una pirámide mayor que la de Keops, o quizás que la más grande
de las edificadas por la IV dinastía? ¿Tal vez un templo? De momento, sólo teníamos
preguntas, unas pocas especulaciones y dos piezas que no parecían tener relación
entre sí, pero que sabíamos estaban conectadas.
El veterano anticuario y yo nos encontrábamos ansiosos, y Krastiva tan tensa
como la cuerda de un arco de competición olímpica. Tenía la mirada vivaz y alerta.
La rusa se retiró el pelo por detrás de las orejas, en un gesto instintivo, pero lo
hizo sin levantar la mirada del papel en el que Osiris e Isis nos enseñaban el camino a
no se sabía qué o dónde. Comprobé complacido que se mostraba maravillada.
Klug, por su parte, tenía unos ojos desmesuradamente abiertos, y un repelente
hilillo de baba le resbalaba por la boca, ahora entreabierta por la profunda emoción
que vivía, todavía más llena de incertidumbres. No dejaba de sorprenderme su
actitud. ¿Tan importante era para él encontrar aquello?
No obstante, ninguno de los tres habíamos considerado que una auténtica espada
de Damocles se cernía sobre nosotros, y en cualquier momento podía caer encima de
alguno, cercenándonos el cuello de un solo y letal tajo… Ahora poseíamos una
valiosa información y eso, obviamente, aumentaba el peligro a límites insospechados.
Nuestros perseguidores tratarían de arrebatárnosla a cualquier precio. Entonces,
aunque yo lo ignoraba, un silencioso ejército de hombres, todos bien preparados, nos
vigilaba atentamente de cerca, esperando el momento oportuno de actuar…
Doblé el folio y me lo guardé en el bolsillo del pantalón, no sin cierta aprehensión
y ante la mirada aprobatoria de mis dos socios de odisea.
—A partir de ahora, es nuestra guía —musité, esperanzado—. Tenemos un mapa
para empezar a hacer algo más que hablar… —Me justifiqué—. Deberíamos comer
algo y relajar la tensión de nuestras mentes. ¡Ah! Creo que no deberíamos separarnos,
ya que será más fácil defendernos si permanecemos los tres juntos —añadí,
preocupado.
Vi cómo la cara de Klug bajaba de tonalidad, y en su palidez mortuoria llegaba
hasta casi la transparencia. Otro tanto le sucedió a la hermosa ciudadana del país de
las estepas. Me arrepentí de haberla asustado. Creo que en un momento rememoró su
propia huida a través de la península del Sinai, y entonces pensé que iba a perder el
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conocimiento; pero no, a pesar de todo se mantuvo en pie. Era, sin duda, una mujer
de carácter, a pesar de sus delicados rasgos.
En una repentina punzada de lubricidad me la imaginé corriendo sobre el desierto
asiático de Egipto, y con sus adorables senos subiendo y bajando al jadear de pánico.
Volví rápidamente al tiempo real cuando empezamos a trocear cada papel, y Klug
dejó que escaparan volando por el amplio ventanal del hotel. Formaron una diminuta
nube de copos blancos que revolotearon hasta perderse, desperdigados por la brisa,
como si Osiris los quisiera hacer llegar hasta él.
Hacía un día hermoso, de pleno sol, como casi siempre en El Cairo. Únicamente
entonces nos dimos cuenta de que no habíamos dormido nada. Tras la cena en la
planta 14, habíamos decidido continuar nuestra conversación en un lugar más
privado. Así que discretamente habíamos abandonado el restaurante, dirigiéndonos a
mi habitación.
Pero tanto el cansancio como el hambre llamaban ahora a la puerta con
insistencia, y nuestros cuerpos parecían iniciar una rebelión por medio de una
llamada imperativa a sus dueños.
Sonreí para relajar la tensión de los increíbles momentos que vivíamos.
—Unas horas de sueño nos vendrían bien, pero después de ingerir algo sólido —
señalé con voz grave.
—Sí, yo lo necesito de verdad; desde luego que sí… —remarcó Klug Isengard
frunciendo mucho la frente.
Krastiva apoyó mi propuesta después de soltar un ligero bostezo.
—Me vendría bien, ha sido un día largo y lleno de emociones… —convino
nuestra nueva amiga, y luego me dijo—: Oye, Alex…
—Sí, dime lo que se te ocurra —repliqué con voz débil, pero con el corazón
desbordado al calcular los días en que podría disfrutar de su compañía.
—No, nada —contestó, lacónica, para añadir a continuación—: Era una tontería
—susurró casi inaudiblemente.
—Mmm. Eso espero —contesté con media sonrisa de por medio—. Anda, vete a
descansar, que tú estás peor que nosotros.
Ella asintió en silencio, y después se dirigió a la puerta de la habitación con un
suave contoneo de caderas, sugerente por lo natural, dejando tras de sí un rastro de
perfume. Era como el vaho del alba, cuando las nubes se incendian tras su
nacimiento. Me quedé totalmente embriagado. Nunca había tenido la oportunidad de
charlar con una mujer tan fascinante en todos los sentidos, y sí, por supuesto, con
demasiadas criaturas vacuas y aburridas.
Nos quedamos solos los hombres, así que pasé a la ofensiva dialéctica sin ningún
circunloquio.
—Klug —comenté a mi «cliente», que no se había incorporado tras volver a
sentarse—. ¿Hay algo más, y que yo deba saber, sobre esta historia en la que estoy
metido hasta el cuello? —Debía hablar de ese modo, un poco enfadado, al sentirme
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manipulado por él—. Tengo la sensación de que se me escapa algo, y también de que
tú lo sabes… No sería ético que te guardaras para ti parte de la información cuando
aquí nos jugamos la vida en ello —añadí en tono reprobador.
Su pálido rostro era ya todo un poema. Un sudor frío le recorría el cuerpo,
formando hilillos de agua que le surcaban las sienes.
Respiré muy hondo porque, a pesar de haber dado un palo de ciego, había
acertado de lleno. No sabía dónde exactamente, pero había hecho diana en el blanco
de su titubeante ánimo con mi incisivo dardo verbal.
—Tienes algo que explicarme… ¿Verdad que sí? —insistí con la misma tozudez
de una mula.
—Bueno, yo… es que… ¿Qué quieres saber más? No sé si comprenderás… —
respondió con voz asustada.
—Ahora vete a dormir. Come algo antes y cuando nos reunamos en la piscina
hablaremos con todo detalle de ello… ¿De acuerdo? —Me sentí algo estúpido tras
aconsejarle que dilatara más su ya de por sí voluminoso estómago.
—Lo que tú digas —dijo Klug, alelado.
Después compuso un evidente gesto de alivio. Sus temblores cesaron como por
arte de magia de las mil y una noches. Si en aquel momento hubiera sabido lo
importante que resultaba su información y las consecuencias que de ella se iban a
derivar, lo hubiera obligado a hablar allí mismo sin más dilación y, por supuesto, sin
tanta consideración.
Él me miró, dio media vuelta y salió como un autómata al que sólo le funcionaran
las piernas. ¿Qué tenía en su cabeza aquel hombre?
Me aproximé al teléfono de la mesilla de noche y pedí un desayuno abundante.
No me apetecía salir de mi habitación. Debía reflexionar con estudiada calma. Pero
no pude…
La culpa directa la tuvo Krastiva. Ella fue quien ocupó mi mente. Mi imaginación
voló libre mientras entornaba los ojos al lado del ventanal con magníficas vistas
cairotas. La veía acercándose mucho a mi persona, sonriendo con descarada picardía.
Estaba enaltecida y feliz, segura de su abrasador atractivo erótico. Además, se le
empezaron a inflamar los rosados pezones debajo del sugerente vestido de noche, y
justo entonces noté el inicio de una rápida erección en un miembro laxo y sin
vitalidad las últimas cuarenta y ocho horas, ¿o eran en realidad setenta y dos? Más
tarde podría acariciar con lascivia aquellos senos turgentes. Tenía la urgencia de
calmar mi lujuria con esta maravillosa hembra venida de las nieves rusas que…
Llamaron a la puerta. Se me había olvidado por completo el desayuno que debía venir
en unos minutos.
Era un camarero ataviado a la europea el que había tocado con los nudillos en la
puerta, y lanzado luego su archiconocido aviso en un inglés aceptable:
—Servicio de habitaciones, señor… ¿Puedo pasar?
—¡Adelante! —repliqué en tono imperioso, a la vez que me giraba hacia una
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esquina de la habitación para no ver la entrada. Trataba de disimular mi
comprometida situación subiéndome los pantalones.
Entró un tipo tímido y desmañado, con ojos saltones.
—Le traigo su desayuno, señor… Disculpe las molestias.
Me limité a mirarlo glacial, irritado por haber invadido mi intimidad…
El empleado venía con un carrito cubierto por un níveo mantel, en cuyas dos
bandejas se acomodaban numerosos platillos con diferentes mermeladas, tostadas, un
zumo de naranja, el humeante café —en una cafetera artísticamente tallada— y una
gran variedad de dulces. Era un conjunto de lo más apetitoso, tanto que hizo que
empezara de inmediato a segregar saliva en mis abandonadas glándulas.
Unos veinte minutos después, con el estómago lleno, me eché medio desnudo
sobre la cama y me quedé dormido como una marmota, sin pensar más en la rusa. Me
sentía bien reconfortado después de tantas emociones. Pero me debatía inquieto.
Sudaba copiosamente y mi pecho se alzaba y bajaba con fuerza. Estaba soñando, y
por mis movimientos, convulsos y torturados, podría adivinarse que sufría como si lo
estuviese viviendo.
Cuando el velo negro que cubre los sueños pasó sobre mi mente y me abandonó,
abrí los ojos y contemplé unos instantes el techo de escayola blanco y amarillo,
intentando discernir dónde me hallaba. En esos segundos que median entre los sueños
y la consciencia, y que preceden a lo que concedemos el rango de realidad, me sentí
indefenso, perdido. Y los nombres, los rostros, incluso las palabras pronunciadas con
solemnidad se fueron borrando de mi ocupado cerebro.
«Estoy empapado. Debo de haber descendido al averno, y haber escapado de
horrores inimaginables», pensé, y seguidamente me pasé el dorso de la mano por la
frente cubierta de sudor.
Haciendo un gran esfuerzo de voluntad decidí incorporarme e ir al baño. Me
desnudé con desgana, y me metí bajo el chorro de agua tibia que la ducha me ofrecía.
Allí me quedé unos minutos, intentando desprenderme del olor a limo que aún sentía
en mis fosas nasales, y asimismo de la sensación de miedo, que ignoraba por qué
demonios me invadía y me producía una incontrolable flojedad en las piernas.
Al cabo de un rato, en un estado mental de total ingravidez, con retazos inconexos
vagando de acá para allá por mi agobiado cerebro, me sequé y me puse un bañador
bajo los tejanos. Después me embutí una camiseta blanca de manga corta, aunque con
el celebérrimo logotipo de los Rolling Stones, ese icono de la cultura pop que alguien
llegó a atribuir en su día a Andy Warhol. Luego me calcé unas chanclas para bajar a
la planta quinta, la cual ofrecía un refrescante servicio a los huéspedes del lujoso
hotel.
Sentado en el borde de una piscina que, como un círculo mágico rodeado de
columnas neoegipcias, semejaba protegerme de un mundo desconocido para mí, con
la mirada fija al frente, en las aguas límpidas —las cuales reflejaban el azul de los
mosaicos que recubrían sus paredes—, me removí, un tanto inquieto, para
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acomodarme sobre la mullida tumbona con ruedas en la parte trasera, deseando que
Krastiva y Klug no se demorasen mucho.
Algunos clientes comenzaban a llegar ocupando tumbonas cercanas. La luz
penetraba por las grandes cristaleras que rodeaban toda la planta completamente
ocupada por la piscina. Ello creaba una sensación sobrenatural, al confluir los rayos
solares en el centro mismo de las azuladas aguas. Elevé un poco el respaldo de mi
tumbona, para poder observar mi entorno. Pensando en mi seguridad, había escogido
una situada en el extremo opuesto al que se accedía al peristilo que rodeaba la
piscina.
Un hombre, de unos sesenta años bien llevados, penetró llevando de la mano a un
joven de unos quince o dieciséis. La expresión de los ojos de este último era aviesa y
altanera. El primer desconocido, cuyas hebras blancas en sus sienes delataban su
edad, llevaba un bañador tan largo que casi le llegaba a las rodillas. Mostraba un
rostro impenetrable. No obstante, a cuenta de su físico y nariz rota, guardaba un
extraordinario parecido con un viejo boxeador que aún conservara su buena forma. El
muchacho, por el contrario, había elegido un bañador de slip y escuchaba a su
¿padre?, ¿abuelo?, con suma atención. Éste, lo que fuera en realidad, colocó sus
manos sobre los hombros del chico, y luego le habló en francés con un tono suave,
casi en un susurro, mientras llegaban a mi altura.
Sin nada que hacer más que observar al prójimo, metido ya en una relajante
lasitud, me dejé llevar dócilmente por una ensoñación.
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Capítulo 7
Delirio megalómano
N
ebej había metido el tesoro que le encomendara su maestro —las dos tablas
lisas de oro que contenían en su interior el más preciado tesoro de la Orden de
Amón, el papiro negro— en una bolsa hecha de suave piel de dromedario,
que ahora colgaba en bandolera de su hombro derecho. Esto le permitía mantener en
alto, con su diestra, una gran antorcha que iluminaba el cavernoso túnel excavado
bajo el Nilo. El gran sumo sacerdote le había indicado cómo salir por él, evitando el
inframundo que ahora quedaba en paralelo a él. Lo había abierto el propio Imhab, por
lo que nadie conocía su existencia aparte de él, y ahora, Nebej.
No había imágenes grabadas, ni pinturas, nada. Tan solo aparecía en las paredes,
cada veinte khets[3], el Ank, la llave de la vida de Isis.
Así era como Nebej sabía que avanzaba por el buen camino. Mientras tanto, la
oscuridad y el desaliento alternaban en él a medida que iba recorriendo lo que el gran
sumo sacerdote había llamado el «Túnel de la Vida Eterna que conduce a Isis».
Llevaba recorridos casi cuarenta khets y su sentido de la dirección y del equilibrio
le decían que el túnel daba un gran giro, como intentando rodear algo…
Probablemente se trataba del inframundo, por el que los faraones y los grandes sumos
sacerdotes habían de pasar, ineludiblemente, antes de acceder a su elevado rango. Un
repentino escalofrío recorrió su cuerpo, sintiéndolo a lo largo de toda la columna
vertebral, al pensar en algunas de las pruebas a las que los dioses los sometían a fin
de probar su fidelidad, su total sumisión.
No había llevado consigo ninguna provisión de agua y ahora lo lamentaba, ya que
su garganta estaba reseca y la boca la tenía ya acartonada, a causa del pavor y la
tensión generada por éste. Sus labios no ofrecían mejor estado, pues un sudor frío le
afloraba sobre la piel, perlando su frente y dejando delatoras manchas sobre su pecho.
El joven sacerdote de Amón-Ra titubeó de nuevo.
«¿Cuándo acabará esto? ¿Qué haré ahí afuera sin mis hermanos y mi maestro? Si
al menos Imhab hubiese decidido acompañarme», pensaba Nebej, quien veía cómo
los nervios se apoderaban de él. Estaba metido en el epicentro de una angustiosa
nostalgia, por lo perdido y el temor a un futuro que se le aparecía muy incierto…
Imhab, entretanto, ataviado con sus mejores galas, y apoyado en el pretil de
piedra del templo central, observaba, desde su privilegiada atalaya, la actividad que,
como siempre, era intensa en su interior. Amhaij, invariablemente fiel a sus severas
instrucciones, había sabido callar y de ahí que los guardias, como todos los días,
continuaban apostados en los lugares que previamente se les había asignado. Los
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sacerdotes, por su parte, cumplían con sus sagrados deberes sin abandonar su trabajo.
Cuando la situación degenerase —si es que lo hacía, pues eran totalmente
autosuficientes para su subsistencia desde hacía varias centurias— él mismo, en
persona, les informaría con detalle, y esperaba, en lo más hondo de su mente, que las
cosas no se desbordaran como el gran río con sus temibles crecidas.
El gran sumo sacerdote de la Orden de Amón era consciente de que la
desesperación es mala consejera, y aunque habían permanecido apartados del mundo
exterior, cuando supieran que ahora el contacto había sido cortado para siempre y que
se encontraban aislados… Para ese crítico momento esperaba contar con el poder de
Amhaij y sus hombres de armas, para controlar los posibles disturbios que pudieran
surgir, aunque le repugnaba usar la fuerza contra sus amados hermanos.
Desde que el emperador Justiniano emprendió la reconquista de las antiguas
provincias del Imperio Romano —partiendo de Constantinopla—, la Orden de Amón
comenzó sus tribulaciones. Una parte significativa de ella —reconvertida en la Iglesia
cristiana, en tiempos de Constantino el Grande, senador de Majencio, la que
componían los que vivían en el exterior—, decidió escindirse en dos. Unos adorarían
a los nuevos dioses cristianos, mezclando sus ritos con los de Amón-Ra. Otros, bajo
secreto, seguían adorando únicamente a Amón-Ra, como sus antepasados hicieron en
sus milenarios templos del país del Nilo.
Y el gran sumo sacerdote Imhab y sus escogidos mantendrían el secreto de la
ubicación, del lugar exacto del desierto en el que todo permanecería inalterable, de la
ciudad-templo de Amón-Ra, que era la guardiana del inframundo de los dioses. La
gran oquedad cavernosa, horadada por incalculables codos cúbicos[4] de agua
subterránea —que sin duda la desbastaron miles de años antes para desaparecer luego
en lo más profundo de la tierra—, se hallaba ahora iluminada permanentemente por
miles de antorchas estratégicamente situadas.
Amón-Ra semejaba una ciudad amparada por el manto tierno y suave de la noche,
iluminado éste por millares de brillantes estrellas que parecían en una celebración
permanente.
Justiniano, sabedor de las inmensas riquezas que los templos egipcios atesoraban
en sus cámaras secretas, anhelaba saquearlos en su desmedido afán por obtener el
dinero necesario para llevar a cabo su propósito, que no era otro que devolver al
Imperio Romano la gloria de tiempos pretéritos, recuperar su antiguo esplendor y
pasar a la Historia como el más notable de entre los gobernantes, superando incluso la
fama de Constantino El Grande.
En su ambicioso delirio megalómano, Justiniano se veía como el nuevo Salomón
de la Antigüedad, para lo cual había ordenado la construcción de un gran templo
dedicado a la sabiduría divina: Santa Sofía. Era su intención superar al gran Salomón
construyendo un templo aún más rico e impresionante. Para lograr esto, ordenó traer
de sus territorios los más exquisitos mármoles, así como maderas nobles, y por eso
concentró en su capital —con las principales calles siempre perfumadas de especias e
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incienso— a los mejores artesanos y artistas de Oriente. Recubrió de oro puro las
paredes interiores de Santa Sofía, y también ordenó pintar a su esposa, la exmeretriz
Teodora y a él mismo, con los dioses cristianos que conformaban la Santísima
Trinidad en que, literalmente, se habían convertido Isis, Osiris y Horus.
Demasiadas «necesidades» y unas arcas casi permanentemente vacías, le llevarían
hasta la diosa Isis. Así, sus legionarios llegaron a su templo, en Philae, para
profanarlo y devastarlo, para saquear su inmenso tesoro y acabar con la adoración de
la diosa madre.
Imhab rememoraba todo esto, ya que las ideas bullían en su mente. De haber
conservado su cabello, éste se le hubiese vuelto blanco en pocas lunas, y también se
hubiera podido observar cuánto era su pesar, cuán intensa su preocupación. Veía el
principio del fin. La decadencia del Egipto ultrapoderoso que ya hacía centurias, más
bien eras, se acercaba a su final de forma tan irremisible como precipitada.
Sólo había podido salvar el papiro negro y la memoria sagrada de Amón…
N
ebej llegaba al final de su trayecto. Una larga y empinada escalera de piedra
—labrada en la roca misma, de manera tosca— le anunciaba su ascenso,
temido y deseado a un tiempo, a la superficie. Allí le esperaba un mundo del
que no conocía absolutamente nada.
Él iba a ser ahora el gran sumo sacerdote de Amón-Ra; así se lo había confirmado
Imhab antes de despedirse. Él era ahora la memoria viva de Amón y su fiel guardián.
Apoyándose en las paredes del estrecho túnel, fue ascendiendo con rapidez, uno a
uno, los veintinueve escalones. Lo hizo hasta llegar a un repecho sobre el que una
losa —con el Ank tallado en grandes y profundos trazos— aparecía como la llave a
una nueva vida sobre su cabeza.
El moho y los líquenes habían ido cediendo su lugar a pequeños
amontonamientos de arena roja del desierto que inexorablemente se colaba por entre
las rocas. La sequedad le había ido indicando que el túnel no sólo rodeaba algo y se
estrechaba, sino que ascendía en una suave pendiente hasta aquel punto. Se trataba,
sin ninguna duda, del punto exacto en el que Imhab había querido que concluyera su
solitario recorrido.
Alzó sus dos manos hasta que sus palmas sostuvieron virtualmente la pesada losa
en la que se hallaba grabado el Ank. Tras aspirar con fuerza el viciado aire, maniobró
intentando girarla, subirla, bajarla… Nada, no se movía ni tan siquiera la décima
parte de un dedo[5].
Contrariado, retiró las manos y las sacudió para librarse del polvo. Unas briznas
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de éste cayeron sobre sus ojos, y se vio obligado a pasarse el dorso de la mano para
librarse de él.
—¡Uf! —exclamó con hondo pesar—. No sé cómo se puede abrir esto. Creo que
Imhab me lo tenía que haber dicho.
Menos mal que al segundo intento, de un modo inconsciente, apoyó una de las
manos sobre la parte ovalada del Ank, y entonces un resorte hizo que ésta se hundiera.
Inmediatamente se oyeron varios chasquidos y el rozar de una losa de piedra contra
otra, una vez, dos veces, hasta en tres ocasiones… El joven corazón del sacerdote se
desbocó y su pulso amenazó, al aumentar, con hacer estallar su órgano.
Nebej vaciló, jadeante.
Sabía que aquellos sonidos sólo podían significar dos cosas: o había acertado con
la clave para abrir la puerta de acceso a la superficie… o tal vez había activado una
trampa mortal.
Afortunadamente para él, fue lo primero y una sucesión de losas superpuestas se
fueron retirando para dejar al descubierto la salida, por la que ahora Ra, con sus rayos
cálidos y poderosos, penetraba llegando hasta él, iluminando toda su faz. Tuvo que
cerrar sus ojos un buen rato, poco acostumbrados como estaban a la intensa luz solar,
y cubrirse a modo de visera con sus manos.
Un trozo de cielo azul turquesa se veía ahora aparecer, como una gran promesa
sobre el sol, al tiempo que la arena caía en chorrillos por entre las losas. Al abrirse
éstas, habían quedado de tal forma que componían un par de cómodas escaleras de
piedra que llevaban hasta la boca de la entrada. Necesitó saltar varias veces para
agarrarse al borde de la primera con los dedos de sus manos, las cuales enrojecieron a
causa del esfuerzo muscular que se vio obligado a realizar para izar su cuerpo hasta la
primera de las losas. Se sentó sobre ella cuando lo hubo conseguido, y luego miró
hacia abajo.
Allí quedaba una vida anterior, toda ella consagrada a Amón-Ra. Tenía sus ropas
rasgadas en varios puntos, pero su tesoro —oculto en la bolsa de piel de dromedario
— continuaba pendido de su hombro. Recuperó el aliento, y comenzó a escalar
apoyando un pie en las losas cómodamente.
Al llegar arriba, el sol brillaba estático en su cénit dominando la escena tantas
veces soñada por el joven sacerdote, y tantas otra veces pospuesta. La arena se
acumulaba, rojiza como la sangre de Ra, sobre la superficie calcinada del desierto
egipcio, mostrándose en caprichosas dunas que el viento cambiaba de lugar cuando,
misericordioso, se apiadaba del sufrimiento al que Ra sometía a aquellas tierras,
atormentándolas ahora, premiándolas otrora con sus favores. Él hacía crecer el trigo,
regenerando el limo, alimentando a Egipto, en suma, desde tiempos inmemorables.
Tras esas cavilaciones mentales, el joven sacerdote recordó que Imhab le había
ordenado que cuando se hallara fuera a salvo, en la superficie, golpeara fuerte la llave
de la vida que había grabada en el exterior. Aquel túnel debía desaparecer para
siempre, hundiéndose en el recuerdo para sellar el acceso a la ciudad sagrada de
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Amón-Ra.
Atrás quedaba para siempre el amargo recuerdo de la matanza provocada por los
legionarios de Justiniano, cuando percibió el olor dulzón de la sangre derramada de
sus acólitos.
Miró por última vez el negro agujero del que había salido, allá donde se perdía el
verdadero Nebej. Le pareció un pozo en el que todo lo que cayera sería sin duda
devorado por el olvido eterno… Se perdonó a sí mismo por lo que iba a hacer, y tras
ello, con toda la potencia que puede ofrecer el límite mismo del dolor, dio un pisotón
sobre la llave de Isis.
Un sonido ronco, como el estertor final de un dragón que, viejo y herido
mortalmente muriera, ascendió quebrando el silencio sepulcral del desierto,
hendiendo el aire como si la voz del Peraá sonara de nuevo, guiando sus carros de
guerra contra el enemigo en su momento álgido de gloria.
El suelo retembló igual que si toda la arena del Sahara estuviese mantenida sobre
una delgada tabla de barro que acababa de quebrarse. Nebej, muy sobresaltado, corrió
cuanto pudo manteniendo sus pies en la arena que amenazaba con tragárselo,
arrastrándolo sin remedio a las entrañas más insoldables de la Tierra.
Su torpe caminar, a modo de un pato que sale del agua en la que nada libremente,
se le antojó totalmente grotesco. Lo suyo era también como el baile de una hormiga
que escapa del seguro hormiguero, abandonando toda protección ante incontables
enemigos al acecho.
Se arrastró con manos y pies, cayó y se levantó varias veces, dejando tras de sí —
cada vez más débil— el rumor de las arenas que, inexorables, se hundían cegando el
precario túnel excavado por orden del gran sumo sacerdote Imhab en cuanto llegó al
supremo cargo.
Cuando Nebej estuvo del todo seguro de que se encontraba lo suficientemente
lejos, se volvió y, en pie desde una pequeña duna —de no más de treinta khets de
altura—, miró compungido hacia atrás. Ya no se escuchaba nada. Ya no temblaban las
arenas. Aquello era de nuevo encontrarse ante la inmensidad de la nada…
Estaba al borde del llanto, y un rictus nervioso movía continuamente los finos
labios de su boca.
Ni tan siquiera él sería capaz de encontrar, en aquel uniforme y abrasado paisaje,
la boca de entrada al largo túnel, las losas por las que trepó hasta la superficie. Así las
cosas, y por primera vez en toda su existencia, la abrumadora sensación de soledad le
encogió el ánimo.
Cayó de rodillas sobre la ardiente arena, y después se aovilló adoptando una
posición fetal por un espacio de tiempo indeterminado. Sólo se oía el silbido del
viento. Por lo demás, el silencio era total, penoso. Se hallaba en un desamparo
absoluto. Un nudo se le formó en el pecho, y entonces la boca se le secó aún más.
Tragó saliva con mucha dificultad, y le dolió al hacerlo.
¿Qué era él en esos momentos? Sólo una figura humana quieta, totalmente
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estática y, además, en medio de la nada. En ese preciso instante se dio cuenta de la
dimensión de un universo terrestre desconocido, al que ahora debería enfrentarse en
solitario con todas sus consecuencias.
Se quedó unos instantes absorto en inconexos pensamientos, plantado en medio
de la nada, observando alrededor con ojos erráticos y vidriosos, intentando decidir
qué dirección debía tomar.
Sacó de un pliegue de su túnica una botellita y un trozo de metal con forma de
punta de flecha, muy pequeña, y vertió en su mano derecha el líquido rojizo del
recipiente para dejar después —sobre ese mismo vino tinto— la punta de metal que
flotó sobre el sanguíneo fluido indicando con exactitud el norte.
Nunca creyó que aquel truco que le enseñara muchos años atrás un caravanero
anónimo, pudiera resultarle tan práctico un día; aquel decisivo día…
Ahora se sentía agradecido a sí mismo por haber prestado atención al
experimentado comerciante y a éste por compartir sus conocimientos con el que
entonces era un imberbe aspirante a sacerdote. Desde ese día, siempre había llevado
consigo la botellita y la pieza metálica que le diera el caravanero. Había sido su
talismán, el recuerdo de un momento agradable. Ahora podía salvarle la vida,
conduciéndole directo a una civilización en la que por fuerza debía integrarse.
Comenzó su lento peregrinar caminando sin prisas, siempre en línea recta,
escalando dunas, bajándolas, obstinado en delinear una recta perfecta tras de sí, con
unas huellas que enseguida eran borradas por las incansables arenas en el perpetuo
rodar de sus incontables granos. Su mente, concentrada ahora en la supervivencia,
relegaba a un segundo plano sus sentimientos, sus recuerdos, parte de una vida
enterrada bajo las calcinadas arenas que sellaban su mundo.
Siempre caminando en dirección noroeste, Nebej, absorto en la profundidad de
sus pensamientos, fue consumiendo sus energías, esforzándose por no apartarse del
camino elegido, esperando dejar atrás el desierto. Tenía que encontrar a alguien que
le pudiera informar, quizá en una olvidada aldea; si no lo hallaba pronto,
enloquecería. Sus pies, calzados tan solo con unas livianas sandalias de cuero que
apenas si separaban las plantas de sus pies del horno en que durante el día el sol
convertía la arena, casi no lo protegían, y de hecho resultaban más un obstáculo, una
molestia añadida que otra cosa.
Colgada en bandolera, su bolsa de piel de dromedario, tazada por varios puntos
por usos anteriores, gastada, se pegaba a su cuerpo golpeándolo al avanzar y le
ayudaba a hundirse aún más.
Nebej agarraba su exiguo equipaje con la mano izquierda, como si una garra de
acero, con uñas engarfiadas a su presa fresca, se clavase en la bolsa. Su andar, torpe y
decidido a un tiempo, era lento, paciente… En más de una ocasión estuvo a punto de
caer, pero en el último instante logró mantener el equilibrio.
A lo lejos, al fin, una línea de puntos se movía despacio sobre la cresta de una
gran duna. Apenas eran unos puntos negros que avanzaban en hilera, y Nebej cobró
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ánimo. Era, sin lugar a dudas, una caravana. Posiblemente la componían
comerciantes en ruta al Mar Rojo. Al pensar en esto se estremeció. Sí, lo era, claro
que sí… ¿pero acaso le convenía ir con ellos, tan lejos de su amada tierra? Aún no
había decidido adonde dirigir sus vacilantes pasos, en qué lugar establecerse. Tan
solo ansiaba salir de aquella trampa de arena y fuego que amenazaba con abrasarlo, y
entregar sus entrañas a la insaciable voracidad de las hienas del desierto, de olor
siempre fétido, y también de los carroñeros voladores por excelencia, los buitres.
Los puntos se fueron agrandando y cobrando forma humana y animal. Fue
contando el número de dromedarios. Dieciséis…, no, había dos más. Eran dieciocho
animales de carga y al menos… entre cuarenta y cuarenta y cinco hombres, sumados
infantes y jinetes. Se trataba de una caravana muy rica para llevar tantas mercancías y
hombres a través de muchos iterus[6], quizás a una nación extranjera. Delante de sus
ojos, las imágenes se difuminaban como si viese a través de un velo transparente,
como cuando un sueño amenaza disiparse.
Su piel ardía y, por un momento al menos, le asaltó el temor a perder el
conocimiento. Entonces era probable que no lo viesen y pasaran de largo,
abandonándolo a su suerte. No, no podía rendirse ahora. ¡Tenía que llamar su
atención! En realidad, desde la caravana ya lo habían detectado, y se dirigían
presurosos hacia él para socorrerlo si era necesario.
El dueño de la caravana, Amhai, mayordomo de un rico mercader poseedor de
grandes latifundios a lo largo de las orillas del Nilo, y con muy buenas relaciones con
el Imperio Romano de Oriente, viajaba a Persia, a cuyas costas arribaría, tras
embarcar en el Mar Rojo, bordeando la agreste península arábiga con cuatro navíos
de gran calado que transportarían oro, objetos de arte, hierro y pinturas para
intercambiar por sedas, tejidos y maderas nobles, además de piedras preciosas.
Cuando Nebej estuvo a la altura de la caravana, sus ojos, cegados por la potente luz
del sol, apenas pudieron distinguir los rasgos de unos salvadores que se apresuraron a
sostenerlo antes de que se desmayara.
N
ebej despertó en el interior de una tienda lujosamente decorada. Lo habían
acomodado sobre un diván cubierto por telas de color rojo y negro. Hizo un
leve ademán de incorporarse, pero una mano de dedos gruesos y fuertes se lo
impidió al apoyarse con fuerza sobre su pecho.
El caritativo hombre de rasgos negroides, que ahora veía nítidamente ante él,
negaba con la cabeza en un gesto evidente. Se volvió y gritó en su lengua, lo que le
pareció un nombre corto y sonoro. Un hombre de facciones similares apartó la cortina
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que separaba la tienda del exterior, introduciendo la cabeza. Era de hombros anchos y
rostro agresivo. Al ver que Nebej había vuelto en sí, desapareció, probablemente para
llamar a alguien de rango superior. Nebej no intentó incorporarse otra vez. Había
notado que se mareaba, y su equilibrio le traicionaba. No creía que el esfuerzo
hubiera sido tan intenso como para agitarlo de aquel modo.
Un varón de edad indefinida y ojos penetrantes, vestido a la usanza romana, se
acercó al diván en el que yacía Nebej, y enseguida desplegó una amplia sonrisa que
tranquilizó un tanto al debilitado y joven sacerdote de Amón-Ra.
—Bienvenido al mundo de los vivos y a mi tienda. Has estado inconsciente dos
días —le saludó con voz suave y bien temperada.
—¿Dos días? —Nebej frunció el entrecejo, extrañado.
—Así es. Sufriste una insolación. Probablemente anduviste demasiados iterus sin
la protección adecuada, y eso terminó por afectarte —afirmó el desconocido con
determinación.
—¿Dónde estoy? —preguntó, ansioso, Nebej. Después compuso un rictus al notar
que aún le dolían las sienes.
—Estamos en una aldea cercana a la costa del Mar Rojo, a las afueras de ella.
Acampamos aquí siempre que nos dirigimos a Persia.
—¿A Persia…? Eso está muy lejos… ¿no? ¿Por qué no vais por tierra?
—Mi señor posee barcos de gran calado que comercian a lo largo y ancho de la
costa arábiga… —le informó con una sonrisa—. Por cierto, mi nombre es Amhai. —
Se inclinó reverentemente ante su huésped.
—Yo soy Nebej… Sólo soy un sacerdote de Amón-Ra… Es la verdad. —Su voz
sonó extrañamente exangüe e inexpresiva, carente de toda persuasión.
Se produjo un silencio inquieto.
—Así que un sacerdote de… Amón. Humm, creí que ya no quedaba ninguno
vivo… —replicó él esbozando otra sonrisa—. El culto fue proscrito por el emperador
Justiniano hace años.
Nebej creyó que no debía haberse identificado tan claramente, y a partir de ese
funesto pensamiento el miedo asomó a sus ojos. Fue algo que Amhai captó de
inmediato.
—¡Oh! Pero no temas… Soy egipcio, adorador de Isis, nunca te delataría —lo
tranquilizó Amhai.
El joven sacerdote de Amón-Ra estaba asombrado.
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Capítulo 8
En el barrio copto
J
usto como si una lámpara de gran potencia se encendiese de improviso en mi
mente, me incorporé igual que impulsado por un resorte. Estaba recordando el
sueño que me había producido aquella agitación, aquellos sudores fríos.
Veía ahora y con total nitidez encima, en el fondo de mi mente, al gran sumo
sacerdote Imhab con sus largas manos sobre los hombros de Nebej, el joven
sacerdote de Amón-Ra que él educara y criara con especial atención. ¡Todo estaba
ahí! Regresaba, volvía a mí como si de un sueño premonitorio, o algo parecido, se
tratara.
Yo nunca había sido dado a dar crédito a los videntes, sueños paranormales ni
cosas por el estilo, pero aquello resultaba tan vivido que no pude menos que
considerar que algo que se escapaba a mi control estaba sucediendo realmente.
Abrí los ojos todo lo que mis párpados daban de sí. Sin embargo, no veía nada,
miraba pero no contemplaba nada. Estaba totalmente absorto, mirando dentro de mí,
escrutando el templo, la descomunal cueva en la que se alzaba la ciudad-templo de
Amón-Ra. También veía las vestiduras, de un blanco impoluto, del gran sumo
sacerdote y de su acólito, las esfinges que guardaban el camino al templo,
representando, con cuerpo de león y cabeza de carnero coronadas por el disco solar, a
Amón-Ra.
Aquellos rostros de piel cetrina y ojos almendrados, de cabeza rapada, cubierta
por un gorro que se pegaba a su cuero cabelludo como si de una segunda piel se
tratara, a modo de casco, emanaban un poder que penetraba en mi cerebro. Cada
palabra, pronunciada siempre con solemne lentitud, parecía poseer una importancia
que el tono de voz de Imhab aumentaba.
Podía escuchar, como si realmente estuviera allí, cada sílaba por él pronunciada.
Casi podía tocar las lágrimas que Nebej derramaba ante su maestro. Ahora, no
obstante, no sentía agitación alguna dentro de mí. Me notaba tranquilo, muy relajado,
dado que una gran paz inundaba mi cuerpo. Era como cuando una obra de teatro,
magistralmente interpretada, se desarrolla frente a un experto espectador. Sólo que yo
sabía, sin que nadie me lo dijera, que aquello no era una farsa, un teatro. Era real,
había sucedido. Me lo decía mi instinto, no la razón. Habría pagado mil libras
esterlinas por repetir una sesión más y encontrar esa increíble paz espiritual.
Vi la forma en que Nebej abandonaba la terraza dejando a solas, con sus
pensamientos, al hombre que para él había sido su padre y maestro, toda la familia
que había conocido hasta entonces…
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N
o los vi llegar hasta la altura de mi cómoda tumbona. Era como estar
virtualmente ciego. Hubiera podido ocurrir cualquier cosa, una emergencia,
incendio incluido, y no me hubiera enterado.
—Alex… —me llamó Krastiva con suavidad, tocando luego mi hombro con su
delicada mano al comprobar que no reaccionaba.
—¿Te ocurre algo, Alex? —me interpeló Klug en tono brusco, con su voz
cavernosa y grave.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —Bruscamente volví a la realidad, apartando de mi mente
aquellos tiempos pretéritos tan lejanos… Como un velo negro y espeso que se cierra
ante mis ojos, las imágenes del pasado se fueron oscureciendo, y entonces
paulatinamente mis ojos volvieron a ver el mundo real en que vivía.
Allí estaban Krastiva y Klug, de pie, a mi lado. Ella, tan guapa como siempre,
llevaba unos tejanos y una camiseta azul de manga corta, con una hoja de gran
tamaño y de color plata estampada sobre su sensual pecho. Volví a tan grata realidad
cuando otra vez sentí el aguijón del deseo. Por lo demás, unas deportivas rojas
completaban su informal atuendo.
Isengard vestía unos pantalones de pinzas y una camisa blanca de manga corta,
abierta hasta la mitad de su pecho. Completaba su atuendo con unos zapatos de
cordón. Me pregunté si alguna vez variaría su estilo de ropa o, por el contrario, era
ésa su manera habitual de vestir.
—No, no me ocurre nada… —dije entre dientes. Creo que no me entendieron
ninguno de los dos. Después, más metido ya en la vida cotidiana, elevé el tono para
reconocer—: Bueno, sí, me ha ocurrido algo, pero estoy bien.
Ambos se miraron interrogativamente, preguntándose uno a otro con los ojos qué
diablos quería decirles, sin comprender absolutamente nada. En el ínterin, de un
rápido vistazo comprobé que el sesentón y su presunto hijo o nieto nadaban ahora
apaciblemente en la piscina. «Dos a uno a que llevan un buen rato en el agua», pensé,
distraído.
Consulté mi reloj acuático de pulsera. Habían sido casi dos horas de imágenes
vividas.
—Acabo de recordar un sueño que he tenido… ¡Era tan real! Era como…
como…
—¿Como si estuvieses allí mismo? —Me ayudó a concluir la frase Krastiva.
—Sí, eso es —repliqué al instante.
—Nosotros también hemos tenido uno, y me temo que es el mismo… Veníamos
comentándolo cuando te hemos encontrado como en estado de trance.
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Isengard asintió.
—¿En trance? —pregunté, confuso.
—Sí, y no sabría cómo calificarlo de otra manera.
—¿Tú también lo has tenido? —Me dirigí ahora al adiposo anticuario mientras,
inquisitivo, escrutaba su rostro con toda la atención que en ese momento era capaz de
poner.
Hubo un incómodo y significativo silencio.
—Sí… sí, claro —farfulló al fin, reacio. Su entrecortada voz me daba a entender
que, o se quería solidarizar con nosotros, cosa que no era necesaria, o en realidad
mentía como un bellaco.
—Bien… ¿y se puede saber qué viste? —le pregunté a ella, ahora en tono
apremiante.
—Lo que vi en sueños fue un templo inmenso; bueno, digamos que era un
conjunto de ellos y luego había dos hombres, el gran sumo sacerdote y…
—Y otro sacerdote, mucho más joven, hablando con él en la terraza, bajo la
cúpula natural y húmeda de una colosal cueva. —Completé su relato, sin dejarla
acabar su exposición, y ante su mayor estupor.
—Sí, como tú lo dices… Exactamente así era… De modo que hemos soñado lo
mismo los tres… ¡Esto es increíble! —exclamó, asombrada.
—Eso parece —me limité a comentar.
«Pero más bien los dos, tú y yo, preciosa», pensé al instante. Lo cierto también es
que Klug cada vez me «mosqueaba» más con su extraño comportamiento.
Mientras hablábamos de lo onírico de apariencia tan real, me enfundé con nervios
mis vaqueros y la camiseta, y luego metí los pies en las chanclas, deseoso como me
encontraba de salir al aire, no muy puro —todo hay que decirlo— de la populosa y
caótica ciudad de El Cairo, a un espacio más abierto, en suma. Me estaba asfixiando
dentro de aquel gran edificio.
—Cojamos nuestras cosas y salgamos pitando de aquí, amigos… Hay que
moverse ya. Debemos investigar esa teoría que hemos pergeñado en nuestras mentes
—ordené, más que indiqué, a mis compañeros de fatigas que no habían hecho más
que comenzar…
Salimos de la quinta planta, dejando atrás la piscina, y ya en la novena, metí la
tarjeta en la puerta de la habitación y ésta se abrió tras dos intentos infructuosos.
—He dejado preparada una bolsa con todo lo necesario para salir con la máxima
rapidez —expliqué mientras penetraba con decisión en el cuarto.
Me acerqué a la bolsa negra en la que llevaba mi cámara digital, linterna y algún
dinero, así como la documentación y alguna otra cosa que podía serme de alguna
utilidad, como mi pequeño ordenador portátil, y entonces sí que me sobresalté. La
había dejado a los pies de la cama, sí, pero en paralelo a ella, una manía mía como
otra cualquiera de poner a escuadra las cosas. Ahora se encontraba casi pegada a la
mesilla de noche… Una luz roja de alarma saltó instantáneamente en mi tenso
El Árbol de la Vida
M
ojtar, tumbado sobre su viejo sofá que antaño fue de un color crema y que
ahora parecía de un amarillo intenso, con la cabeza apoyada en su mullido
cojín verde, sobre el reposabrazos, repasaba los faxes que les habían
enviado. El ambiente era denso a causa de la nube de humo que, a modo de niebla
espesa, flotaba como un hongo maloliente en el aire.
Mojtar El Kadem fumaba de manera compulsiva, apurando los cigarros uno tras
otro con la ansiedad propia de un adicto a la nicotina. Era su único vicio.
Hacía ya dieciocho años que le habían nombrado jefe de policía en aquel
complicado distrito en el que judíos, coptos, católicos y, sobre todo, musulmanes,
convivían formando un cóctel realmente explosivo. Disponía de medios escasos,
gente poco preparada y unas pobres instalaciones que pedían a gritos una reforma
total, siendo lo más urgente una buena mano de pintura. Eso sí, tras muchas
solicitudes y un sinfín de papeleo oficial, había conseguido un par de ordenadores de
segunda mano, pero más lentos que un dromedario viejo. Era todo cuanto tenía para
desarrollar su trabajo.
Mojtar trabajaba un mínimo de nueve horas diarias, a veces más. No se había
casado y su apartamento, en la Avenida de las Pirámides, era todo cuanto necesitaba.
Era su guarida, la madriguera del «viejo león». Así le gustaba llamar a su caótica
morada, ubicada en el número 96, al quinto piso de aquel vetusto edificio, mil veces
pintado. Ahora tenía ante sí un dossier, el del asesinato, por degollación, de Mustafá,
un copto de Jan-Al-Jalili.
Una llamada anónima le había comunicado lo sucedido. Inmediatamente, él, al
mando de dos unidades de policía, se había presentado en la tienda que regentaba la
víctima.
El cuadro que contemplaron fue de los que no se olvidan fácilmente. En medio de
un charco de sangre, espesa ya, de un rojo oscuro y mezclada con el polvo del
lúgubre local, yacía sin vida, degollado de derecha a izquierda, el dueño de la tienda
«El Copto». Así la conocían a ésta en aquel barrio, musulmán por excelencia.
Mojtar echó sobre el cuerpo de aquel desgraciado una manta andrajosa y
despeluchada que encontró en la trastienda, cubriéndolo por completo, para después
pasar a inspeccionar el escenario del crimen.
—¡Abbai! ¡Ali! —llamó con fuerza a dos de sus ayudantes.
—Sí, jefe… —replicó el primero de los aludidos con voz cansina. Era un hombre
gordo, de rostro congestionado.
—Cerrad la tienda y bajad las persianas. Vosotros. —Se dirigió a dos policías
E
l sol se precipitaba por la gran cristalera de su apartamento, disipando las
sombras que huían con su simple contacto. Un resplandor anaranjado iba
sustituyendo a la suave penumbra ambarina, inundando el salón.
Mojtar El Kadem, somnoliento, todavía en calzoncillos a rayas verticales, se
incorporó pesadamente y echó las espesas cortinas que lo protegían del poderoso e
insoportable resplandor que se iba adueñando de su morada. Sus ojos, aún legañosos,
brillaban con reflejos esmaltados, poseedores de una luz que sólo aparecía en ellos
A
vanzamos produciendo un sonido estridente con unas deportivas que
resbalaban a veces sobre el lustroso mármol. Fuimos recorriendo repechos,
subimos y bajamos al menos en tres ocasiones para ir a dar ante una sobria
puerta de madera que se adivinaba gruesa y fuerte. Me acerqué a ella y golpeé siete
veces, para después pronunciar el nombre de Jesús en árabe. La puerta, sin hacer
ruido alguno, giró sobre sus goznes y franqueó el umbral. En medio de éste
aparecieron cuatro figuras menudas y delgadas de piel oscura y pelo negro como el
azabache, acaracolado y denso.
—Abul. —En tono afectivo me dirigí en inglés a uno de los chicos, de modales
tranquilos, y algo tragaldabas—, veo que te ha tocado a ti hacer la guardia. Vengo con
unos amigos… —Noté en él algo de nerviosismo, así que le que comenté enseguida
—: Descuida, que son de toda confianza. Llévanos hasta Mehmet, pues hemos de
hablar con él.
El muchacho egipcio sonrió y se frotó las manos en su túnica impecablemente
blanca, sobre la que lucía un crucifijo de madera que yo sabía le había dado en
herencia su abuelo al morir.
—Os está esperando, sidi Crael. —Pronunció así mi apellido, ya que se le trababa
en la lengua cada vez que intentaba pronunciarlo bien—. Los nuestros os vieron
llegar con un árabe a las afueras de la ciudad, y Mehmet supuso que emplearíais este
túnel —añadió en actitud reflexiva.
Una luz de inteligencia, mezclada con la alegría de volver a ver a un viejo amigo,
afloraba a los ojos de Abul, dándole un brillo de diamante. Era un joven de
diecinueve años, vivaracho y listo que había venido huyendo de las estrictas normas
de un padre duro, para buscarse la vida en el bullicioso y mundano El Cairo.
Yo había financiado sus estudios en la escuela copta, y también le había
prometido llevarle conmigo cuando me fuera posible, siempre que Mehmet, su tutor,
me diera el correspondiente consentimiento. Abul no insistía, no presionaba,
únicamente miraba de una forma inquisitiva como él sólo sabía, esperando una
respuesta cada vez que yo me acercaba por el barrio copto a causa de alguna de mis
búsquedas de piezas raras, siempre para algún cliente forrado de millones que no
sabía en qué gastar su dinero.
Abul nos condujo a través de un patio protegido por hermosas arcadas —en cuyo
centro una fuente expulsaba alegre sus gorgojeantes chorrillos de agua—, hasta una
sala en la que por todo mobiliario pudimos observar una mesa de madera maciza de
roble y sendas sillas de la misma madera. En una de ellas, sentado con el porte de un
L
as huellas que dejaban los tres animales, profundas y regulares, iban siendo
borradas por la incansable brisa que barría las arenas rojizas del Sahara,
confiriéndole una graciosa forma de seco oleaje. Volví la cabeza y ya no vi el
roquedal. Entonces me desembaracé de las largas estacas y el paquete que formaba la
red, doblada bajo ellas, tirándolo todo duna abajo desde el dromedario.
Al verlo, mi dos compañeros comprendieron al fin cuál era mi propósito.
La arena, dueña y señora de cuanto las más antiguas civilizaciones han creado, se
adueñaría ahora del conjunto abandonado, envolviéndolo para siempre gracias a su
protector manto. Con tan pobres «mercancías» como las que le ofrecían ahora, sus
incontables granos borrarían en menos de una hora todo rastro de nuestro paso por
aquel desolado lugar.
Hinqué los talones en la panza del dromedario, y resuelto a seguir aquella
apasionante experiencia hasta el fin, me situé en el centro, entre Krastiva y Klug,
acomodándome enseguida a su ritmo de marcha.
—¿Cómo sabremos dónde nos encontramos? —preguntó la rusa con tono
inquieto—. Aquí no hay caminos; todo parece igual.
—Hemos de viajar siempre al norte, hasta dar con el Nilo. Nuestro punto de
destino está cerca del gran río —aclaré con total seguridad.
—Es allí donde está la «cúspide» de la pirámide imaginaria, bajo la cual debe
hallarse lo que buscamos —dedujo el anticuario como si pensara en voz alta, sin ser
plenamente consciente de que era escuchado.
—¿Qué buscamos realmente, Klug? —Le sorprendí con la pregunta, hecha a
bocajarro.
El rostro del austríaco se demudó. Sólo el turbante azul, hecho con un pañuelo
largo que le cubría casi por completo la cabeza, impidió que pudiésemos ver su
expresión, la cual era harto significativa.
Por un instante al menos, Krastiva lo miró con curiosidad.
Los tres, envueltos en ropas beduinas, inclinados sobre las sillas, a las que íbamos
fuertemente agarrados, vencidos por el cansancio y el calor, avanzábamos
penosamente bamboleándonos sobre las monturas, mecidos por el vaivén, igual que
juguetes rotos.
El espíritu de Egipto
E
l viento susurraba a través de las dunas, acallando con su ruido las voces
temerosas de los egipcios que, disfrazados con ropajes romanos, apenas se
atrevían a hablar, preguntándose adonde iban, o si había realmente un sitio al
que llegar, un lugar donde refugiarse de la despiadada persecución de los legionarios
de Justiniano, cuyo objetivo final era el exterminio puro y duro. Fueron siguiendo a
sus líderes, serpenteando a través de dunas y hamadas, por roquedales y llanuras
arenosas que se extendían hasta donde el negro cielo nocturno tocaba el suelo de la
tierra en el horizonte; era donde Nut, diosa del cielo, burlaba a Shu para unirse a Geb,
que la fecundaba para trasmitirle su vida, su energía. Las horas se sucedieron largas y
tediosas, inacabables, como si el señor del tiempo hubiere decidido ralentizarlo y así
aumentar su sufrimiento.
L
a puerta se abrió sin emitir un solo ruido, señal inequívoca de que sus bisagras
estaban bien engrasadas. En el umbral se recortó la silueta, alta y todavía
esbelta, de un hombre ya entrado en años, de frente ancha y despejada. Mojtar
calculó que sobrepasaría los setenta y, sin embargo, su porte y su dignidad aparecían
intactos.
—¿En qué puedo ayudarle? —Se dirigió en árabe a su inesperado visitante y con
semblante serio, a pesar del tono de su voz, suave y bien timbrado.
—Disculpe la intromisión. Soy el comisario Mojtar El Kadem, jefe del quinto
distrito policial de El Cairo. Necesito hacerle algunas preguntas referentes a un caso
que estoy investigando porque en él ha aparecido su nombre.
—Pase, por favor. Pase y hablaremos dentro, comisario.
—Es usted muy amable —contestó el funcionario egipcio al tiempo que esbozaba
su mejor sonrisa de compromiso.
Rijah guió al policía hasta una estancia, moviéndose con total sigilo, de tal
manera que parecía que sus pies no tocaban el suelo. Un pequeño saloncito, decorado
con evidente gusto judío, el cual le servía de biblioteca a su dueño, apareció al cruzar
la puerta, en la que el rabino se había parado para cederle el paso cortésmente. Mojtar
vio un gran candelabro de plata de siete brazos que presidía la estancia sobre un
mueble de caoba con incrustaciones de naranjo en forma de estrella de seis puntas.
Un gran paño rojo colgaba bajo el enorme candelabro, sobre el mueble, y en él se leía
parte del Semah en letras hebreas, todas cosidas con hilo de plata.
Había varios bancos de madera, todos exquisitamente labrados, y una estantería
que cubría por entero una de las paredes. Esta estaba repleta de libros que
seguramente eran joyas, dada su antigüedad. Asimismo, Mojtar vio un atril, frente a
la ventana, con una Torá de grandes proporciones abierta. Eran los elementos que
completaban el mobiliario.
—Siéntese, por favor… ¿Quiere tomar algo? —le propuso con energía—. No
tengo bebidas alcohólicas, pero puedo ofrecerle zumos o refrescos… Le diré que
acabo de beber un antiguo remedio hecho con raíces asiáticas diluidas en miel. Es
muy efectivo contra el reumatismo.
—No, gracias, no se moleste —dijo El Kadem con una mueca.
El rabino parecía incómodo ante una entrevista que en modo alguno entraba en
sus cálculos más pesimistas.
—Entonces… —dijo sentándose frente a él y mirándole directamente a los ojos,
aunque lo hizo con desconfianza atávica— usted dirá en qué puedo serle útil,
A
lo lejos, ante nuestros nublados ojos, una línea azulada comenzaba a
ensancharse venciendo el sempiterno color rojizo de las arenas del desierto.
Era una línea horizontal, cortada por otras verticales, verdes, y que
anunciaba el final de un largo y penoso viaje desde El Cairo hasta un punto perdido a
lo largo del Nilo. Aquella línea azul, que ribeteaba el horizonte, nos prometía a los
fatigados viajeros un trozo de paraíso donde recobrar las fuerzas perdidas.
Cada una de nuestras tres figuras yacía pegada a la joroba de su dromedario.
Como muñecos rotos de un gigantesco guiñol, apenas podíamos mirar al frente.
Abrir los ojos para poder entrever lo que el Nilo nos ofrecía, generoso y lleno de
compasión, suponía un esfuerzo considerable. Tan solo el inestimable instinto de
nuestras monturas, capaces de resistir con sus propias reservas de agua el largo
peregrinaje al que les habíamos sometido sus nuevos amos, les servía ahora de guía.
Las arenas fueron dejando paso a la tierra, húmeda y enlodada, en la que crecían,
de forma desordenada, arbustos y maleza que se entremezclaban con las altas siluetas
de las palmeras. Estas aún se erguían orgullosas como guerreros que han vencido al
más poderoso señor del orbe.
El limo que regularmente regala el Nilo y que alimenta a bestias y hombres,
enriqueciendo sus cultivos de caña de azúcar y maíz, coloreando sus campos que
viven anexos a sus aguas, rechazaba el avance inexorable del desierto, cubriendo con
su manto negruzco las tierras aledañas.
—Creo… creo que hemos llegado a alguna parte —pronuncié, ignorante por
completo de que mis compañeros de aventura hacía varios minutos que habían
perdido el conocimiento.
Afortunadamente, fui muy consciente de lo que nos podía ocurrir, y no allí
precisamente, sino en pleno desierto. Por eso había sujetado los cuerpos de mis dos
compañeros, y el mío propio, con cuerdas a los de los dromedarios, asegurándome así
de que ninguno caeríamos de las monturas y quedando luego abandonados entre las
dunas a nuestra trágico destino. Yo mismo no tardé en desvanecerme a cuenta del
agotamiento físico y mental.
Cuando entramos, atravesando los campos labrados, y sin dirección concreta, los
campesinos que labraban la tierra, para extraer de ella su alimento diario y el de sus
familias, comprendieron en el acto que aquellos forasteros necesitaban ayuda. Sin
lugar a dudas, habíamos salido del desierto, de ninguna parte en sí, y no en muy
buenas condiciones.
Sin dirección humana que los controlase, los desconcertados animales, ansiosos
N
os encontrábamos juntos los tres, pero solos, en una tienda de campaña
militar de tamaño medio. Estábamos perdidos en medio de ninguna parte, y
en manos de no se sabe quién. Krastiva, Klug y yo empezamos a
preguntarnos, en voz baja, quién pagaba a aquellos hombres, auténticos profesionales
del combate.
Eso sí, nos consolaba el estar aún vivos. Si hubiesen querido matarnos, habían
tenido tiempo y oportunidades de sobra para hacerlo. Razón por la cual
comenzábamos a creer que aquel encuentro más bien era para extraer alguna
información de nosotros.
Sólo teníamos un problema insalvable; estábamos esposados. No podíamos
morder el acero; no serviría de nada. Habíamos ido desatándonos los pies dejando las
cuerdas alrededor de nuestros tobillos, a fin de aparentar que seguían sujetando
nuestras piernas.
—¿Cómo nos libraremos de estas esposas? —preguntó Klug, un tanto
sobresaltado.
L
os cuatro navíos navegaban a buena velocidad, con sus afiladas proas
rasgando las aguas verdeazuladas del Mar Rojo —allá donde deja tras de sí la
península del Sinai—, para enfilar sus espolones a las costas de la también
árida península arábiga. Cuatro estelas blancas, que el poderoso mar iba borrando
para protegerlos de su terrible enemigo, marcaban su rumbo como flechas dirigidas
con total precisión.
Algunos de los pasajeros y varios miembros de las dotaciones habían muerto a
causa de la asfixia o las enfermedades, surgidas como de la nada, para diezmar al
atribulado resto del pueblo egipcio. El agua potable se racionaba desde hacía dos días
y el viento, que no siempre soplaba de popa, favoreciendo su avance, les obligaba a
remar en aquella masa acuosa que inspiraba temor en los corazones, derritiéndolos
como lava empujada por los poderes de la tierra sobre una superficie donde aquélla
iba a morir.
Pero a pesar de las espinas del destino, la mayoría de los exiliados mostraba una
entereza admirable.
El faraón Kemoh, situado ahora en la proa de su birreme de diseño romano, como
si del mascarón de un dios se tratara, seguía con una voluntad indomable y férrea,
dando ejemplo a sus gentes en el duro trance que todos vivían. A su lado, Amhai, el
fiel visir, permanecía atento a la menor señal de debilidad de su señor, para apoyarlo
antes de que los ocupantes de su navío, e incluso de los otros tres, pudieran observar
nada anómalo y descorazonador en su idolatrado soberano, la persona que era su guía
para afrontar un futuro incierto.
De él, de un muchacho con responsabilidades de hombre maduro, dependía en
estos días el porvenir de la que fue la nación más grande y poderosa, la que levantó
las pirámides de Gizah y abrió al mundo el entendimiento de las estrellas y las
constelaciones. Era el legítimo heredero de una tradición dinástica que había dirigido
con mano muy firme un imperio durante tres mil años.
Kemoh, a veces con el ánimo encogido ante su suprema responsabilidad, se
preguntaba cuántos lograrían sobrevivir a aquella larga y dura travesía, y si él sería tal
vez uno de ellos… Su confianza en los dioses se había visto bastante defraudada
porque no habían protegido debidamente a su pueblo; ni tan siquiera a sus propios
sacerdotes. Estos se exiliaban junto a él y su corte, huyendo todos de los infieles que
arrasaban sus templos y lucían su corona roja y blanca autoproclamándose «faraones»
en una ignominiosa y blasfema ceremonia.
Tan solo confiaba plenamente en su visir, su maestro de toda la vida, en unos
E
l visir hubo de darles muchas explicaciones, para convencer con sus
argumentos a los oficiales de la birreme donde navegaba. Le habían
planteado de forma muy directa, sin circunloquios, la gravedad de la
situación, y le suplicaban que les permitiera atracar cuanto antes.
—Hemos de considerar la seguridad como lo más importante a bordo. Lo siento
por los que se hallan enfermos, pero habrán de aguantar hasta mañana. Entonces
divisaremos las costas de Saba, donde repostaremos. Os prometo que nos
reaprovisionaremos de todo cuanto necesitamos y, además, lo haremos en abundancia
—les dijo en voz suave, dominándose a sí mismo por la inquietud que ya sentía. Lo
hizo mientras con sus manos anilladas abarcaba el infinito horizonte marino que
aparecía por la proa.
Los cuatro oficiales se miraron unos a otros, un tanto indecisos con la actitud que
debían adoptar, y después se encogieron de hombros, resignándose así a recibir las
severas críticas de quienes sentían que la vida se escapaba por momentos de sus
cuerpos.
El cielo se fue oscureciendo, perdiendo el color azul turquesa intenso que cubría
el manto de Ra.
El sol incendiaba las nubes creando fantásticos universos de luz y color,
mezclándolos en una descomunal e imaginaria paleta de pintor. Allí había rojos y
malvas, naranjas y amarillos marfileños, fascinando —como lo hace la serpiente a su
presa— a los cansados pasajeros de los cuatro navíos egipcios cuyo exilio apenas
acababa de comenzar.
Osiris moría una vez más y su dolor, como babas de sangre transparente, cubría el
cielo del atardecer. Atrás quedaba Egipto con la memoria vacía de una lejana época
que se sumergía en las arenas protectoras del desierto, en el olvido intemporal, para
sobrevivir a un imperio más fuerte; pero hasta que el tiempo cabal de éste concluyera.
Todas las mentes de los viajeros, ansiosas, doloridas, vencidas por un fatigoso
Al sur de Dashur
E
l comisario, sentado sobre la alfombra persa de su salón, en calzoncillos a
rayas, con la espalda apoyada en la parte baja del sofá y rodeado de folios en
franco revoltijo, iba conformando en su mente una imagen bastante cercana a
la realidad. Sólo una pieza parecía escabullirse tras analizar, una y otra vez, los
hechos adornados con buena dosis de hábiles deducciones y «sazonados» también
con un poco de imaginación que, en todo caso, le hacían sentirse importante.
No confiaba en los ordenadores, pues él era un producto de la vieja escuela. Creía
mucho más en el instinto potencial que se ve aguzado con la experiencia, en las
corazonadas, y muy especialmente en la abundancia de confidentes y expertos que
aportaran sus conocimientos. Aquello era como si de un rompecabezas se tratara, en
el que él y sólo él, pudiera ir encajando pieza tras pieza para ver cómo va formándose
ante él el recortado paisaje que le mostraba la solución sin ambages.
Fue apilando metódicamente, en montoncillos claramente separados, los folios
que contenían una información importante seleccionando con paciencia datos y
nombres.
Escribió en un post-it «Conexiones», y luego lo pegó sobre el primer montón de
folios blancos.
«Creo que por fin he dado con un hilo del que tirar», se reafirmó con
complacencia mental, tanta que se relajó hasta el extremo de soltar una fuerte
ventosidad para aliviar la incómoda opresión que sentía en las tripas. El «aroma», que
tan familiar le era, quedó flotando en la estancia más tiempo de lo normal.
Riéndose todavía entre dientes de esa escatológica «salida», le dio unos
simbólicos golpecitos al taco de folios y lo dejó sobre el asiento del sofá, para desviar
su atención al grupo de los que estaban amontonados en completo desorden. Mientras
daba una fuerte calada a su sempiterno cigarrillo negro, sus ojos brillantes
traspasaban la nube de humo, la cual flotaba como un banco de niebla espesa y
amarillenta. Se sentía ansioso por momentos, embargado por una seguridad nueva en
sí mismo.
«Voy a conseguir atraparos. Dadlo por seguro. No sé aún quiénes sois, pero os
seguiré la pista», se vanaglorió apretando el cigarrillo entre sus labios.
Cerca de él, en un plato, un sándwich vegetal mordisqueado y una cerveza —con
dos dedos de espuma en una jarra de cristal— semejaban ser la ofrenda obligada al
dios del conocimiento. Agarró el sándwich —del que se desprendió una rodaja de
tomate que fue a caer muy cerca del taco de folios— y lo mordió con fuerza, como en
un intento de demostrar su poder físico a un imaginario enemigo cuyo espíritu flotaba
SOMBRAS VATICANAS
E
l otro mercenario con uniforme de camuflaje desértico rodeaba las dunas,
disparando algunas ráfagas con su fusil de asalto. Descargaba así su rabia,
pues era el que había tenido a su cargo la custodia de los tres prisioneros, y
ya se veía enfrentándose a su jefe, un mal bicho que nunca tenía compasión con los
fracasados y los ineptos. Ellos formaban parte de un grupo de élite, mercenarios a
sueldo de quien mejor les pagara. Eran cincuenta, y la fama de eficaces profesionales
les precedía.
Enterrados en la gran duna junto al campamento, tensos los músculos y
conteniendo cuanto podíamos la respiración, nosotros oíamos los agrios gritos de
alarma mezclándose con los juramentos, las amenazas y los golpes que los
mercenarios, lívidos de cólera, efectuaban al registrar todo palmo a palmo. Pero lo
peor fue cuando un par de ráfagas de fusil de asalto llegaron a impactar a un metro de
donde nos encontrábamos. Yo solo esperaba que mis dos compañeros de huida fueran
lo suficientemente juiciosos como para aguantar sin salir. El rabioso guardián se fue
alejando hecho una furia. Lo supe al oír cada vez más lejos sus estentóreos gritos, al
tiempo que conversaba con, al menos, otro individuo más. Ahora deberían esperar
una horas más antes de salir a campo abierto; si no, no serviría de nada todo aquel
esfuerzo que hacíamos.
El tiempo parecía haberse detenido. Era como si el sol quisiera excavar en las
dunas y se hubiese cansado, decidiéndose a esperar a que, agotados, nos
entregásemos a él en una rendición sin condiciones. La arena se me metía por la
nariz, las orejas y la boca, y sentía cómo se introducía entre mis dientes. Nunca creí
que la arena pudiera tener sabor alguno, pero aquello era algo realmente
desagradable. Sentía lo mismo que si el desierto me engullera lentamente, micra a
micra.
Empecé a notar que el calor penetraba la fina capa de arena que nos cubría, y
entonces comprendí el modus vivendi de escorpiones, serpientes y escarabajos. Y me
pregunté qué habían visto los antiguos egipcios en ellos para adorarlos, para
venerarlos como a dioses.
En mi interior deseé que no hubiese bichos de aquellas especies merodeando
cerca de nuestros escondites. A continuación rogué por que las horas transcurriesen
rápidas, que la noche con el helado manto con que cubría las arenas cada día, nos
amparase y permitiese avanzar; pero… ¿hasta dónde hacerlo?
Estuvimos a punto de dormirnos en varias ocasiones, pero creo que no nos
atrevimos. Klug y Krastiva pensaron, cada uno por su parte, que hasta que yo, que
Un rito inmemorial
N
ebej, literalmente seducido por una intensa emoción que apenas podía
contener, comenzó a situar velones en triángulo, uniendo con cera roja sus
tres puntos. Así, trazó signos secretos de antiguos grandes sumos sacerdotes
de Amón-Ra, uno en cada ángulo interior, con la sangre que brotaba de su muñeca
izquierda. Con el mismo puñal de oro que había usado para rasgarse la piel y cortar la
vena de su muñeca izquierda, dibujó sobre su pecho el signo de Amón-Ra. La sangre
brotó caliente, resbalando por su piel, emborronando el legendario emblema, y
dándole ahora una siniestra apariencia.
Cerró sus ojos, alzó la cabeza —cubierta por un velo blanco— y pronunció el
encantamiento previsto para la liturgia de aquel ritual. Su voz sonó diferente, ronca,
rota, como si dos hombres hablasen a la vez invocando a poderes situados más allá de
lo normal.
Amhai, en pie, frente a él, fascinado por un profundo y respetuoso temor
reverencial, observaba la lenta transformación que Nebej experimentaba. El joven
inexperto y temeroso mutaba para siempre en un hombre fuerte, pleno de sabiduría y
poder.
Una extraordinaria luz rojiza, totalmente sanguínea, invadió la amplia estancia,
bañando con su resplandor a los dos hombres. Todo pareció cobrar un tinte rojo. Era
idéntico a como el de un rubí sangre de pichón cuando la luz del sol penetra en él,
descubriendo todo su esplendor.
Un sonido, estruendoso como el susurro de muchas voces, pareció silbar dentro
de la cámara de la birreme. Lo mismo que si alguien quisiera tocar sus cuerpos. A
continuación, una brisa, espesa y fría, los rozó a ambos, y poco después desapareció,
junto con la extraña luz roja, para devolver su apariencia habitual al habitáculo de
Amhai. Los signos secretos habían sido borrados, y también las líneas de cera roja. A
su vez, los velones se habían consumido por completo. No quedaba rastro alguno de
que allí se hubiese celebrado el asombroso ritual de Amón-Ra.
Afuera, los tripulantes del navío almirante y su pasaje, con Kemoh a la cabeza, se
habían congregado alrededor de la cámara central ocupada por el visir, atraídos por el
suave resplandor rojizo que escapaba a través de las rendijas de la puerta. Temían un
suceso infrecuente, incontrolable en sí, pero no se atrevieron a actuar en ningún
momento. Apenas medio contenido de su reloj de arena había durado aquel rito que
se le había antojado al faraón no coronado una centuria.
Nebej, acompañado de Amhai, salió al exterior, a la cubierta principal del buque,
donde se habían reunido, en apretado montón, marineros, oficiales, soldados, remeros
L
a capital de Saba, con sus altas torres vivienda de ventanas pintadas en blanco
impoluto y con terrazas almenadas, se recortaba contra el amanecer
anaranjado que abría paso tímidamente entre los riscos del horizonte,
alumbrándola con su luz dorada. Las murallas, fortificadas con numerosas torreones,
se dejaban ver como un mundo protegido de las arenas del desierto. Éstas eran
siempre su más persistente enemigo, sobre todo cuando soplaba el viento con fuerza,
de mayo a septiembre, en la temporada de las tormentas de arena.
Una gran puerta —compuesta de dos enormes hojas de madera reforzada con
colosales clavos de bronce bajo una gran arcada de piedra— indicaba a los viajeros
dónde se ubicaba la entrada principal de la ciudad, en la que se decía que era
imposible entrar subrepticiamente. Sobre sus almenas, los centinelas —dotados con
cascos de cuero provistos de bandas de hierro, además de armaduras ligeras—
anunciaban su llegada corriendo de un lado a otro del fortificado muro, gritando a los
que se hallaban en lo alto de los cubos de adobe que eran los grandes torreones.
Un chirrido como el quejido de un torturado recorrió estridente el aire del
amanecer, cuando las dos hojas de madera se separaron franqueando el paso a los
recién llegados. Los estandartes de los hombres de armas que les daban escolta, a
modo de salvoconducto, habían abierto las puertas de la gran ciudad sin ninguna
dilación.
Amhai y Nebej, que conocían ciudades grandiosas, extensas e impresionantes,
M
ojtar, al mejor estilo del legendario detective Hércules Poirot, se dedicó a
entablar conversaciones superficiales para, posteriormente, dejar caer
alguna de sus hábiles preguntas. Había llegado hasta un punto donde el
retorno ya no era posible. Con los datos que le fueron aportando unos y otros, en
aquella perdida aldea de chozas de adobe, fue configurando una idea de qué era lo
que podía estar sucediendo.
Resultaba harto evidente su error inicial al considerar de alguna importancia la
muerte de Mustafá El Zarwi —exceptuando el valor propio que cada vida posee,
claro está—. Pero en aquel caso, que se iba enmarañando a medida que avanzaba en
su hipotético esclarecimiento como la más pura de las contradicciones, carecía de
auténtico peso específico.
Los «fugitivos» —tal como él mismo los clasificaba, o «ellos», para
simplificarlos aún más— eran la clave, o la poseían; de eso ya no tenía la menor
duda. Ahora debía localizarlos para interrogarlos en firme, cuestión ésta que no iba a
resultar nada sencilla dado el preocupante cariz que estaban tomando los
acontecimientos.
Uno de los jóvenes de la aldea, sin duda más locuaz que el resto de sus amigos y
convecinos, le había descrito con abundantes detalles, aunque de manera un tanto
histriónica, cómo se los habían llevado los paramilitares. Sabía por su boca que eran
dos hombres, uno alto y otro grueso. Además, había una mujer blanca, muy bella y
alta, muy alta.
Asimismo, el joven y harto expresivo fellah le había descrito a toda una tropa en
lugar de los nueve captores que se habían lanzado en persecución de «ellos». El
comisario dedujo enseguida que no eran miembros del Ejército regular egipcio
quienes los perseguían, sino simples mercenarios vendidos a la mejor oferta
económica, por lo que debían de haber sido un número reducido y sumamente eficaz,
gente capaz de pasar desapercibida la mayor parte del tiempo.
Cuando acabó los interrogatorios de aquellas humildes gentes, marcó con su
móvil el número de la oficina del quinto distrito policial del El Cairo y habló con uno
de sus subordinados. Le dio a éste instrucciones muy precisas en cuanto a cómo
actuar. A su vez, comprendió que en modo alguno podía continuar en solitario con
aquella misión. La situación se iba haciendo más y más peligrosa, e iba a necesitar
ayuda de la «caballería» en cualquier momento.
Sintiendo prisa y un irrefrenable impulso, echó a correr ante la mirada de los
perplejos aldeanos, que lo observaban en todo momento con gran curiosidad. Entró
La tormenta de arena
En la corte de Saba
U
n nutrido grupo de jinetes, al mando de su emperifollado oficial —cuya
armadura recordaba la de inspiración griega que lucían los tribunos romanos
—, relevó a los lanceros que los acompañaban desde su desembarco en la
playa.
—Me llamo Ijmeí. —Se presentó respetuosamente—. Soy el jefe de la Guardia
Real de su majestad Soram V. Seguidme, y os llevaré ante su augusta presencia.
Nebej y Amhai le correspondieron al unísono con una reverente inclinación, y
siguieron obedientemente al bello alazán que el militar sabeo montaba con mucho
estilo.
En su recorrido por las calles principales de la ciudad observaron pequeños
palacetes adornados de altas palmeras y coquetos jardines extraordinariamente
cuidados; sin duda costosos de mantener. En Balkis abundaba el marfil, que aparecía
en haces de colmillos a las puertas de muchas de las tiendas como reclamo para
posibles acaudalados compradores.
—Nuestra ciudad, es una ciudad de comerciantes, y mercaderes. No somos una
potencia militar, aunque tenemos nuestro ejército bien preparado, y tampoco nos
encontramos ubicados en una posición estratégica. —El oficial se enorgullecía al
hablar de las excelencias de Balkis—. Por nuestra propia seguridad, tenemos un pacto
con los romanos —admitió con voz fría y altanera—. Nosotros les pagamos un
tributo, bastante alto por cierto, y ellos no se inmiscuyen en nuestros asuntos —
añadió en tono de marcado desprecio.
Un repentino escalofrío recorrió de repente la columna vertebral de Amhai y
también la de Nebej. No les agradaba nada la compañía de aquel hombre de rostro
arrogante. ¿Estarían siendo conducidos a una trampa? Quizás quisieran congraciarse
con Justiniano, vendiéndolos vilmente al emperador romano de Oriente.
Los dos se miraron con el temor reflejado en sus ojos. Ellos eran egipcios, los
últimos de su raza. Si eran exterminados, Egipto yacería en el olvido para siempre.
El sol comenzaba a calentar las fachadas de los edificios de adobe y basalto,
salpicados de pequeñas ventanas, y las gentes de la ciudad iban perdiéndose en el
interior de los abigarrados bloques de casas, tan altos que sobresalían por encima de
las torres de la muralla, orgullosos de unas dimensiones que parecían rozar el cielo
mismo, como míticas torres de Babel. En el centro neurálgico de la ciudad había un
espacio enorme y cuadrangular, bordeado de pequeños arcos, y en cuyo centro se
abría un gran estanque de agua en el que flotaban los nenúfares. Aparecía rodeado de
macizos de flores de llamativos colores.
D
e improviso, el anticuario austríaco me miró con extraordinaria fijeza,
blanco como una pared recién encalada, los ojos desorbitados y mostrando
un temor mórbido. Pero he aquí que sus cuerdas vocales se negaban a
vibrar, entumecidas por el miedo que sentía. No era capaz aún de articular ni una sola
palabra.
—Vamos, Klug —le indiqué con voz dura—. Krastiva y yo estamos siendo dos
auténticos títeres en tus manos. Si realmente te interesa que sigamos adelante, dinos
lo que sabes… ¡Lo que sea! —bramé airado—. Debes decirlo absolutamente todo.
Mis ojos taladraron la cara de Isengard igual que brocas con punta de carburo de
tungsteno, presionándole sin piedad, al límite, en un desesperado intento por
conseguir echar abajo su reticencia, tan firme como un muro de hormigón armado.
Me dolía su desconfianza, y me desconcertaba bastante el hecho de que no confiase
en mí, que no depositase en mis manos todos los datos que, sin lugar a dudas, él
poseía, máxime siendo todavía mi cliente.
—No nos moveremos de aquí. —Le hice un elocuente gesto a la rusa para
indicarle que frenara el jeep, cosa que ella hizo ipso facto—, si no satisfaces nuestra
demanda de información. —Me crucé de brazos y volví la cabeza hacia la parte
trasera, en la que viajaba el natural de Viena—. Te estoy esperando. ¡Sigo esperando,
tío! —exclamé furioso.
—De acuerdo… de acuerdo… —tartamudeó Klug, dándose al fin por vencido—.
Pero os advierto que es una historia larga y… ¿Cómo comenzarla? —Tragó saliva
con mucha dificultad.
—Empieza por el principio, que esta noche no nos esperan a cenar en nuestro
hotel. Creo que llegaremos algo tarde… —repliqué con toda la sorna que pude
echarle a la cara.
—Es que te juro que no daréis crédito a lo que os voy a referir —nos advirtió con
voz queda.
Hastiado, arrojé una bocanada de aire cálido al techo del todoterreno.
—Prueba a hacerlo —respondí, exasperado—. Quiero un relato minucioso… ¿Me
has oído? —le espeté agriamente.
El bajó la cabeza y, con ademanes rudos y torpes, inició de una vez su relato.
—Veréis… En tiempos de Tutmosis III y tras su victoria sobre el Imperio
Mitanni, cuyos derrotados ejércitos fueron perseguidos por él y sus tropas hasta su
capital, atravesando el Eufrates con navíos desmontados que había ordenado preparar
en Biblos a tal efecto, en su persecución, se mandó construir una gran ciudad bajo las
A
mhai cabalgaba junto a Nebej, erguido sobre su montura. Emanaba un aura
de dignidad que causaba respeto y admiración en Ijmeí y sus hombres de
armas, así como entre los suyos.
Por el rabillo del ojo, Amhai miraba a Nebej y se preguntaba si aquel joven gran
sumo sacerdote de Amón-Ra poseía el poder que sus antecesores habían usado en el
pasado para colocar a Egipto sobre las demás naciones, elevándola al rango de
potencia dominante.
Nebej, embargado por una sensación de poder que no había experimentado hasta
entonces, esperaba el momento oportuno para demostrar su control sobre aquella
fuerza que, como la energía de un rayo, ocupaba ahora todo su cuerpo, llenándolo de
tal modo que amenazaba con desbordarse por los poros de su piel.
Una alargada cinta azul y plata separaba el celeste cielo de la arena calcinada por
un sol despiadado, ensanchándose a medida que avanzaban en dirección a ella.
El mar estaba cerca.
Las fuerzas se renovaron en los cansados jinetes, que se irguieron sobre sus
corceles en un esfuerzo renovado por mantener un aire marcial.
Llegaron a un suave terreno escarpado que descendía en una ligera pendiente para
desembocar en la playa. Una nube de aliento cálido salía de los ollares de sus
caballos. Sobre la arena, un nutrido grupo de jaimas de vivos colores formaban un
amplio círculo.
El faraón Kemoh había acampado. En el centro, junto a su gran tienda de color
carmesí, un estandarte de oro alzaba, majestuoso, el disco solar de Ra sobre los
cuernos de Amón.
—Sois bienvenidos a nuestro humilde campamento —explicó Amhai extendiendo
un brazo.
—Será un placer conocer a vuestro soberano —replicó con educada frialdad el
jefe de la Guardia Real de Saba.
—Te aseguro que a él, como a mí, le agradará estrechar relaciones con tu rey y su
pueblo. —El emir emitió luego un suspiro contenido que desmentía la veracidad de
sus cálidas palabras.
Kemoh, pensando en ofrecer una imagen que mostrara fuerza, una presencia
armada capaz de disuadir a un potencial enemigo, había desembarcado con dos
centenares de soldados, dispuesto a esperar a sus enviados y a la más que posible
numerosa escolta que los acompañaría para recibir el pago establecido por las
numerosas mercancías y provisiones adquiridas a un desorbitado precio.
M
etidos en las últimas tres barcas, Kemoh, acompañado de Amhai, de Nebej
y con dos docenas de soldados a los remos, surcaron las aguas rumbo a la
protectora sombra de unos navíos que, a modo de cetáceos dormidos, se
dejaban mecer balanceando sus quillas como ventrudas panzas repletas de historia en
forma de tesoros.
Las voces de los capitanes y sus oficiales, ordenando desplegar la vela, y los
marineros aprestándose a la tarea, llenaron de vida las cubiertas de unos buques que
despertaban de su breve letargo, prestos para continuar el viaje. Como cuatro bellos
cisnes, se fueron alejando majestuosos de la costa gracias sobre todo a la fuerza de
los remeros, perdiéndose en la inmensidad azul de un mar que devolvía, en reflejos
metálicos, la luz que recibía del todopoderoso sol.
Los viejos dioses de Egipto se acordaron de los exiliados, dado que una brisa
creciente hinchó las velas, impulsando unas naves de afiladas proas que estaban
apoyadas por el batir de los pesados remos contra el agua. Espumas blancas dibujaron
caprichosamente figuras imposibles a su paso, produciendo un ruido de música
acuática muy familiar para los oídos de los poderosos galeotes. Atrás quedaba para
siempre el Reino de Saba.
Reunidos en la cámara de Kemoh, éste, Amhai y Nebej, todos en pie alrededor de
una mesa sobre la que permanecía abierta una carta marina hecha de papiro y sujeta
por cuatro pesados escarabeos de oro, analizaban su posición y el rumbo a seguir.
—Persia aún queda lejos. Nos enfrentaremos a peligros mayores que el de Saba,
que en tierra no se llegó a concretar —habló Kemoh con tono pomposo.
Amhai se puso rígido.
—Aún estamos en sus aguas, mi señor —aseguró, intranquilo.
—¿Temes que posean navíos de guerra, y que nos ataquen con ellos? —le
preguntó su visir con toda franqueza.
—No me extrañaría, señor. No olvidemos que son comerciantes. Tienen recursos
suficientes, y podrían haber transformado fácilmente sus barcos de carga en naves de
U
nas horas más tarde, Amhai y Nebej apoyados en la borda del lado de
estribor de la birreme insignia de la flotilla, veían la puesta del sol. Según la
milenaria tradición egipcia, Ra se sumergía entre llamaradas que
incendiaban el cielo del atardecer por el horizonte, cediendo su trono a la paulatina
oscuridad que todo lo envolvía con su inquietante manto.
Largos lienzos de color malva, anaranjado y amarillo, mezclados con rojos
intensos, anunciaban el diario aletargamiento del poderoso dios de Egipto.
—Estás preocupado… ¿Verdad? Lo noto en tu expresión tan concentrada —
señaló el visir.
—Sí, no puedo negarlo… —afirmó Nebej como en un susurro casi inaudible,
para elevar luego su tono con cierta solemnidad—. Ahora, como gran sumo sacerdote
de Amón-Ra que soy, tengo la responsabilidad de cuidar de todos los que componen
esta expedición.
—Supongo que sí; pero no es eso sólo lo que bulle en tu mente —insistió Amhai
—. ¿Detecto un matiz de preocupación en tu voz? —afirmó, más que preguntó.
Nebej suspiró largamente.
—Creo que estamos en peligro… Tengo una congoja, una extraña sensación que
N
os permitirá llegar a Philae? —le pregunté a la rusa con tono
—¿ apremiante, señalándola con el índice derecho, tras ver cómo el
depósito del jeep engullía el contenido de la única lata de cinco litros
que había disponible.
—Sí, claro que sí; no estamos lejos de la presa de Assuan. Luego creo que será
mejor abandonarlo y alquilar otro medio de transporte —repuso ella con firmeza.
Me pareció muy coherente. Krastiva se manejaba bien y parecía haberse
integrado en el grupo a la perfección. Comenzaba a pensar que la curiosidad había
hecho mella en su corazón de reportera.
—¿Por qué a Philae? —inquirió de pronto ella, extrañada, tras subir de nuevo al
vehículo.
—Allí hallaremos la primera clave para descubrir la entrada, si es que la hay —le
respondió Klug—. Es el lugar donde concluyó la persecución de los legionarios del
emperador Justiniano. Nebej estuvo presente y huyó, pero dejó una señal. Si la
seguimos, daremos al fin con la ciudad-templo de Amón-Ra —afirmó, impaciente.
Dubitativo, me rasqué la nuca distraídamente.
—¿Por qué desearía Nebej que se conociera la ubicación de ese fabuloso
complejo religioso? —le pregunté en voz baja, como si temiese que alguien pudiera
oírnos. Estaba cada vez más intrigado por la aparatosa trama en la que nos veíamos
envueltos.
Mi interlocutor esbozó una enigmática sonrisa.
—Su temor era que la ciudad quedase enterrada, olvidada, y su recuerdo se
perdiera para siempre en el devenir de los tiempos —prosiguió Isengard, que parecía
haberse recobrado de un momento de debilidad—. Lo hizo de una manera discreta,
con la estrecha colaboración de la gran sacerdotisa de Isis que gobernaba el templo de
Philae, así como el de Tintyris[15]. —¿Una conspiración, quizás?— sugerí
ansiosamente.
—Es posible —respondió Klug con calma—. Pero siempre que hablaba del gran
sumo sacerdote Imhab se referiría a él en términos elogiosos.
—Podría haber deseado su cargo…
—Sí, todo es posible, pero no lo creo —insistió en su opinión.
El jeep había vuelto a rodar hacía un rato a buena marcha y la conversación
seguía un curso fluido, a pesar del molesto traqueteo al que nos veíamos sometidos a
causa del pésimo estado del terreno. Sobrepasamos la gran presa construida en la
E
l largo periplo que habían iniciado para huir de los ejércitos de la Roma de
Oriente concluía ahora ante la imposibilidad de salir a mar abierto sin estar
fuera del alcance de la flota sabea. Se imponía, pues, un cambio drástico en
la ruta definitiva a seguir. Persia quedaba ahora lejos, perdida más allá de las brumas
que apenas se acertaba a presentir.
El antiguo Imperio Axumita, dividido ahora en pequeños reinos tribales, se había
retirado hacía más de centuria y media de la antaño rica y próspera Meroe. Era un
imperio venido a menos tras sufrir una larga decadencia. En otros tiempos, los reyes
de Meroe habían llegado a dominar Egipto. De hecho, la XXV dinastía de faraones, de
los faraones negros, había salido de Meroe para reinar sobre Egipto, Meroe y Etiopía.
Fue el imperio más poderoso y extenso del continente africano. Faraones como
Tanutamón o Taharqá habían dejado su impronta en la Historia, para mayor gloria del
Imperio Meroíta.
Ahora se abría ante los exiliados egipcios como una puerta a la libertad. Sus
restos se alzarían, una vez más, para cobijar a sus parientes más cercanos, caídos en
desgracia, debilitados por el tiempo que corroe sin remedio a los imperios más
potentes.
El telón final caía sobre la altanera nación egipcia, cerrando así un capítulo
dorado de la historia de la humanidad.
—Si nos persiguen… —dijo Amhai con voz queda.
Nebej enarcó mucho las cejas.
—Lo sé —musitó, pensativo—. Soy consciente de que hemos tenido mucha
suerte en este enfrentamiento.
—No será siempre así. —El visir lo miró entristecido—. Si nos atacan de nuevo,
no podremos salir ilesos —dijo con amargura—. Me preocupa toda la gente que
confía en nosotros y que viaja confiada en el vientre de estas naves.
—Se lo pensarán antes de intentar darnos caza —afirmó Nebej apretando los
dientes—. En dos días habremos llegado al punto de la costa que buscamos.
Amhai sacudió la cabeza perplejo.
—¿Conoces el lugar al que nos dirigimos? —le preguntó, Amhai, asombrado—.
¿Lo has visto? ¿Has estado allí? —repitió, incrédulo.
Nebej tragó saliva.
—No, claro que no. Nunca he estado antes. —Hizo un expresivo gesto—. Pero
algunos sacerdotes de Amón se refugiaron en la ciudad-templo de Amón-Ra cuando
L
a flota sabea, dañada considerablemente por la tenaz defensa de los barcos
egipcios, los había seguido durante horas para retornar a su base con las
manos vacías. El tesoro que creían tener ya cerca, se alejaba de ellos. Pero el
ambicioso monarca no se rindió tan fácil.
Dos días más tarde, ocho navíos sábeos se lanzaban tras las birremes egipcias,
conocedores como eran de que no encontrarían un lugar donde esconderse en todo el
litoral africano. Abiertos en abanico peinaron iteru tras iteru el Mar Rojo,
desembarcando en los puntos de la costa que creían podían haberles servido para huir
de ellos, quizás hundiendo sus propios barcos; pero nada encontraron.
U
n paisaje rocoso, de color gris, se recortaba en el horizonte contrastando con
el azul turquesa de un cielo límpido. Las olas golpeaban con suavidad los
arrecifes cercanos al acantilado, elevando en el aire pequeñas crestas de
espumas blancas.
—Nuestro objetivo está a la vista —anunció el nuevo gran sumo sacerdote de
Amón-Ra en voz baja.
El rostro de Amhai reflejaba cansancio y dolor, un dolor por su pueblo, por su
incierto destino, que no ya por él.
—Espero que al fin podamos descansar en un trozo de tierra, en paz. —Indicó
vagamente la zona.
Nebej lo observó con los párpados entrecerrados.
—Lo conseguiremos. Amón-Ra nos llevará en su aliento y las alas de Isis nos
protegerán siempre. Allí. —Señaló al punto más alto y escarpado del acantilado,
oculto a la vista desde el mar al interior por un canal por el que cabrían juntos hasta
siete navíos— vi, en un papiro antiguo que dibujó un sacerdote de Amón-Ra que
vivió en la necrópolis meroíta, un perfil y cómo es su interior. Entraremos en él por el
lado norte, el único que es en realidad accesible a la navegación.
—Habrá arrecifes. Desde aquí se ven muchos. Podrían rasgar la quilla. —Se
preocupó el visir—. ¿Cómo lo haremos? —quiso saber.
El sacerdote esbozó una ancha sonrisa.
—En el lado norte no hay arrecifes. Pararemos en fila uno tras otro. Lo haremos
igual que una hilera de patos que siguieran obedientemente a su madre.
Amhai asintió con lentitud.
D
os horas más tarde, Amhai, Nebej y dos soldados reaparecieron en el
interior de la caverna.
—Haced señales con las antorchas al otro grupo para que desciendan
hacia la playa —ordenó el visir a la pareja de militares que había aguardado
pacientemente dentro de la caverna—. Hemos hallado la salida hacia la superficie. Ya
no es necesario seguir buscando más.
Los soldados cruzaron tres veces las antorchas de un lado a otro, y luego
comenzaron el descenso tras Amhai y Nebej. Las níveas túnicas de éstos aparecían
sucias y parcialmente rasgadas. Pero sus caras evidenciaban alegría por haber
encontrado el acceso a la superficie. Bajaban tan aprisa que en un par de ocasiones
estuvieron a punto de caer rodando.
—Mi señor —se dirigió, respetuoso, Amhai a Kemoh en cuanto subió a la
birreme almirante—, ya hemos encontrado la salida al exterior. Hay que organizar la
salida y posterior marcha hacia las ciudades de Meroe.
El faraón asintió meditabundo.
—Tardaremos al menos una semana en salir todos —respondió tras un largo
silencio—. Habrá que levantar un campamento allá afuera que reciba a los que vayan
llegando de esta gruta.
El visir le dedicó una reconfortante sonrisa a su jovencísimo soberano, pero Nebej
frunció el ceño, preocupado.
—Las mercancías que llevamos a bordo no podrán pasar por un paso tan estrecho,
al menos no los cofres —admitió con franqueza.
—No te preocupes. Abriremos un acceso nuevo o agrandaremos el ya existente.
Dejaré aquí —señaló a los barcos— un retén de guarnición —le tranquilizó Kemoh.
Los ojos de Nebej se iluminaron.
Ocho barcas fueron trasladando a los viajeros hasta la playa de pequeñas piedras
y, una vez allí, fueron ascendiendo en fila de a uno por entre las rocas para ir
desapareciendo en el interior de la hendidura.
Durante gran parte del día el proceso se fue repitiendo vez tras vez, de forma
E
l automóvil circulaba a una buena velocidad, cruzando el desierto en paralelo
al Nilo como un animal metálico que huyera de un temible depredador.
Las ventanillas permanecían abiertas y el aire golpeaba nuestros rostros a
la vez que llevaba a nuestros oídos el único sonido existente. Era el producido por el
roce de los neumáticos contra el pétreo y arenoso suelo del Sahara, haciendo saltar las
piedras más pequeñas como diminutos insectos arrollados por el poder humano.
En el aire flotaba, a medida que reducíamos distancias con el gran río, el delicado
aroma que desprendía la tierra limosa y húmeda de sus orillas y, a lo lejos,
comenzaban a aparecer los cuadrados de tierra labrada donde la brisa ondulaba los
campos de índigo entre sicómoros y bananos de lujuriante follaje.
Era la orilla oriental, donde la verde esmeralda vegetación desafiaba la sequedad
y la muerte amparándose en su poderoso aliado acuático. El trecho del Nilo, junto al
que rodábamos en ese momento, era más estrecho que el resto. Permitía observar
mucho mejor la otra orilla, la occidental, que aparecía como una parcela de vida.
Hice una mueca furtiva.
Miré a Krastiva y luego a Klug. Parecían dos niños que hubieran hecho algo malo
y esperasen su correspondiente castigo. Ambos permanecían mudos, muy
ensimismados en la profundidad de sus propios pensamientos.
—¿Estáis bien? —pregunté retóricamente para romper aquel ansioso silencio—.
Debemos reponernos y proseguir. Ahora, lo más importante es sobrevivir. —Después
me pasé el revés de la mano izquierda por la barbilla, a contrapelo.
Krastiva esbozó una forzada sonrisa. Después suspiró elevando y bajando el
pecho, y dejó que unas lágrimas resbalaran dócilmente por sus mejillas.
El austríaco asintió de mala gana. Observé que parpadeaba nerviosamente y sus
manos luchaban una con otra, intentando entrelazarse y desentrelazarse.
—¿Nos volverán a localizar? —me preguntó, temeroso y mirando hacia el fondo
de la pista.
—Sí, seguro que sí —repuse con voz queda, volviendo la cabeza de nuevo—. Y
habremos de estar mejor preparados. Si podemos… —insistí al ver su huidiza mirada
—. Ahora tenemos armas. —Krastiva bajó los ojos y meneó la cabeza—. Bueno, las
pistolas —arguyó con un tono de voz que dejaba traslucir su renacida ira.
—O ellos o nosotros —dije. Y luego—: Esto parece que va en serio —pronuncié
con expresión adusta—. ¿No lo veis así? —Reconozco que la pregunta era
desganada, mecánica.
—Por supuesto que sí —repuso la periodista asintiendo enérgicamente.
N
o supimos qué ocurría hasta que despertamos. Nos habían sorprendido por la
espalda, narcotizándonos con una simple aplicación de triclorometano en un
abrir y cerrar de ojos.
Ignoro cómo nos sacaron del barco, pero supongo que ya tenían planificado el
modo de hacerlo. Meternos en una lancha neumática con motor fuera borda era muy
fácil si tenemos en cuenta que a popa, donde descansa la tripulación en esos grandes
buques turísticos que, incansables, surcan todos los días del año el Nilo, no suele
haber turistas curiosos. Miré medio aturdido, con la vista aún borrosa, intentando
adivinar dónde me hallaba.
El aire olía a humedad, a tierra mojada, mezclada con especias. ¡Recordaba aquel
olor penetrante que relajaba mis fosas nasales! Era una choza de adobe, pero ¿dónde
C
omo hormigas eficientes, los guardias helvéticos, sin que mediara orden
alguna, ocuparon las sillas dispuestas ante los ordenadores. Dos grandes
antenas parabólicas fueron instaladas orientadas hacia el exterior.
Centelleantes lucecitas de colores hicieron su mágica aparición en las pantallas
que se llenaron de líneas y gráficos diversos, entre pitidos y expresiones concentradas
de sus operadores. Enseguida comprendí el significado de las palabras que el cardenal
Scarelli nos había dedicado. Su amenaza conllevaba un evidente trasfondo. Les
resultaba imprescindible concentrar el cien por cien de su atención en aquellos
sofisticados programas con los que barrían el desierto, tanto por su superficie como
por su misterioso subsuelo, en busca de la mítica ciudad-templo de Amón-Ra.
Aquella obstinada búsqueda nos beneficiaba. Sus conocimientos nos iban a ayudar.
Más tarde, ya veríamos cómo escabullimos a su férreo control.
Estaba situado en el centro de uno de los sectores en que habían dividido el
interior, atado a una estaca y alejado de mis dos compañeros que, a su vez, también se
encontraban lejos uno de otro.
Klug seguía casi tan pálido como un cadáver sin maquillar, y es que por la
expresión aterrada de su cara daba la impresión de que ya conocía bien de antes a
Scarelli, por lo que no esperaba gran cosa de él. Krastiva, con su cabeza baja y su
larga melena cubriéndole la cara, parecía abatida, y eso era algo que yo no podía ver
en una mujer tan valerosa, tan adorable, como ella.
En la estrambótica «sala» sahariana nadie se apercibió de que movía mis tobillos
como un péndulo. Estaba tratando de llamar la atención de mis camaradas de
aventura. La fotógrafa rusa percibió el movimiento, pienso que por el ruido seco,
sordo, que hacían mis pies al golpear la mullida alfombra de lana rojo oscuro.
En un gesto brusco, pero no por ello menos femenino, ella se echó hacia atrás el
pelo a fin de poder ver con claridad. Tras comprobar con mirada de gacela que no
estaba vigilada, clavó sus ojos verde esmeralda en mí. Intuía que tramaba algo.
Y así era.
Abrí y cerré los ojos una, dos, tres veces. Krastiva me observó realmente perpleja.
Fueron unos segundos que se me hicieron interminables, hasta que una luz iluminó
sus maravillosos ojos.
Ella asintió y ladeó la cabeza. Había comprendido mi secreta intención.
Me comunicaba en morse.
Isengard nos miraba atónito, pasando sus asustados ojos de ella a mí y viceversa.
Tardó algo más que la eslava en captar las señales, pero también lo hizo. Como no
E
l tiempo transcurría lentamente y los detectores, como si se hubieran
averiado, permanecían silenciosos. No captaban la menor señal de metales en
la amplia zona por la que se iban desplazando, cubriéndola en círculos
concéntricos.
—Y dígame, señor Craxell —se dirigió ahora a mí el capitán Olaza—. ¿Dónde
cree que se halla el acceso al túnel que comunica con esa maldita ciudad-templo?
—Carezco de información para poder ubicarlo con cierta seguridad.
El corpulento guardia suizo me tomó por las axilas y me puso bruscamente en pie.
Tras lo cual, ordenó a un par de sus «muchachos» que me liberasen de las cuerdas de
los pies. Andar de nuevo, tras estirar las piernas a placer, supuso un gran alivio físico.
Pero, eso sí, al tener la circulación de la sangre un tanto atascada, hube de apoyarme
en su duro brazo, a pesar del profundo desprecio que dicho sujeto me inspiraba, hasta
poder llegar a una de las sillas para sentarme ante la pantalla de un ordenador.
—¿Creyó que no había visto sus manos libres de ataduras? —Olaza sonrió con
cinismo.
El cardenal me puso al día.
—Le informaremos de los progresos que hemos obtenido —aseguró ufano—. Se
lo dirá el capitán.
Olaza, como una temible sombra añadida a la mía propia, permanecía en todo
La candace Amanikende
E
l jefe militar de Axum calculó que, al menos por ahora, sería mejor
conducirlos a su ciudad. No eran demasiados y allí los controlarían mucho
mejor, aunque si llegaban a luchar… Los egipcios que veía parecían hombres
de armas dispuestos a todo.
—Está bien, os conduciré a Axum. La Candace dirá qué hacer con vosotros.
Seguidme —indicó con energía, señalando en dirección a la ciudad.
Los jinetes se dividieron en dos y mientras unos marchaban en cabeza, guiando a
Nebej y a su unidad de infantería, otros ocupaban la retaguardia. Los egipcios no
abandonaron su formación en cuadro en previsión de una posible traición por parte de
aquellos hombres de aspecto fiero, poderosos músculos y piel negra, tan brillante
como si estuviera aceitada.
—No me has dicho adonde os dirigís, señor —le intentó sonsacar Kushai desde
su corcel.
Nebej suspiró hondo.
—Ni tan siquiera yo lo sé —respondió ensimismado—. Es el faraón Kemoh
quien, lógicamente, lo decide todo, y todavía no ha comunicado a nadie su objetivo.
—Se evadió como pudo de la incisiva pregunta.
Kushai asintió lentamente.
—Si os enfrentáis a los romanos, perderéis. Tienen la protección de dioses más
fuertes y su número es diez veces superior. —Frunció amenazadoramente el entrecejo
—. Nosotros hemos logrado evitarlos comerciando con ellos, y pagando un tributo
cuando se han acercado demasiado a nuestras tierras. Son tiempos difíciles. El mundo
les pertenece. —Resopló sonoramente.
Las manos del gran sumo sacerdote de Amón-Ra dibujaron en el aire un gesto de
rechazo.
—No pretendemos irritar al emperador de Constantinopla… —Hizo una breve
pausa—. Sólo deseamos instalarnos en algún lugar; no sabemos aún en cuál —musitó
con sus ojos fijos en la silueta de las altas torres que se alzaban todo en derredor de la
ciudad, protegiéndola de incursiones enemigas.
—Quizás podamos ser amigos, incluso aliados, ya que la candace Amanikende es
una gran gobernante —repuso Kushai en tono tranquilizador. Esbozó luego su poco
habitual sonrisa.
—Claro, por qué no —replicó para quedar bien.
«Así que es la Candace, sin duda una descendiente de las dinastías meroítas,
quien reina sobre ellos. ¿Gobernará aún sobre Meroe?», pensó con calma.
Trampa mortal
T
ras varias horas de arduo trabajo, los guardias suizos del capitán Olaza se
apoyaron sobre las asas de sus palas y se secaron el sudor que corría por sus
desnudos torsos, así como por sus rostros. A pesar de los relevos mantenidos
cada media hora, éstos evidenciaban ya la fatiga sufrida bajo aquel tórrido sol del
desierto.
—Nada, monseñor, nada. O nos han engañado, o hay un error de localización —
señaló el oficial mientras se acercaba al cardenal con sus facciones desencajadas y el
pelo chorreando sobre su frente. Había ayudado, como uno más, en ahondar aquellos
cinco agujeros que ahora se mostraban inservibles, inútiles, y que el viento se
encargaría de hacer desaparecer en cuestión de horas.
—Pero éste es el punto señalado por el ordenador, por el satélite… ¿Está seguro
de que es así? —le respondió preocupado el enjuto cardenal, haciendo de paso gestos
histriónicos.
El capitán de la Guardia Suiza se encogió de hombros.
—El satélite señalaba este punto exacto, monseñor. No lo entiendo. De verdad
que no lo puedo entender —insistió, desalentado. Se metió las manos en los bolsillos
de su pantalón de camuflaje—. Deberíamos estar ya dentro —susurró. Después bajó
la cabeza, avergonzado como estaba por el fracaso sufrido.
—¡Deberíamos! ¡Deberíamos! —Scarelli giró sobre sí mismo, furioso, apretando
los puños hasta que emblanquecieron sus nudillos—. Lo único cierto es que aún
estamos como al principio. La muerte de la Iglesia depende de esto… ¿Comprende
eso, capitán? —Se enfrentó al oficial con ojos desorbitados, a unos escasos cinco
centímetros de su cara sudada.
Olaza vaciló, y tuvo que respirar hondo para conservar la serenidad que el caso
requería. Tragó saliva con mucha dificultad. Agotado, y sin embargo, aún con la
mente muy abierta, ofreció la única alternativa posible.
—Hay que cambiar de sitio, monseñor. Debemos buscar alguna pista nueva. De
nada nos ha servido hasta ahora la sofisticada tecnología de la que hemos dispuesto.
—No me diga… —contestó el cardenal exasperado—. ¿Es acaso usted
arqueólogo? Si es así, adelante. —Abrió los brazos ante el castrense con teatral
sarcasmo—. Yo no sé nada, absolutamente nada, de excavaciones… ¿Y usted,
capitán? Dígame… ¿Sabe algo usted…? ¡Dígalo de una vez, hombre!
—Algo sé, eminencia. —Olaza le sorprendió con su respuesta—. Si me permite
seguir… —El cardenal sonrió indulgente—. La empatía es imprescindible cuando se
busca algo que otro, siglos antes, ocultó bien. ¿Puedo seguir con mi idea?
El dios león
L
a muy arrugada cara de Amanikende se iluminó con la alegría del que ha
triunfado tras largos años de trabajo. Levantó ceremoniosamente la cabeza,
apoyó sus huesudas manos sobre los brazos del pequeño trono que ocupaba y
se enderezó con dificultad, concentrándose en el rostro del joven gran sumo sacerdote
que tenía delante.
—Has devuelto la vida de Axum. Pide lo que desees, y te lo proporcionaré con
gusto.
Nebej alzó la vista sorprendido.
—No, mi reina, no abusaré de mi posición, ni tampoco de mi rango. Tan solo he
cumplido con mi deber de sacerdote que se encargará de mantener viva la eterna
llama de Amón-Ra. Pagaré cuanto adquiera para mi señor, el faraón Kemoh.
—¿Qué es lo que tu amo necesita de mí y de mi pueblo, hijo de Amón?
—Necesitamos tres centenares de caballos, y también otros tantos dromedarios
para transportar el utillaje y al pueblo de Egipto hasta Meroe. —Descubrió su
verdadera intención.
—Puedo facilitarte doscientos caballos y cien dromedarios —le corrigió ella—.
No poseo más para entregarte… —confesó, turbada—. Lamento que así sea, pero…
—Movió la cabeza bajándola apesadumbrada, sin concluir la frase.
—Será suficiente, señora —convino Nebej, encogiéndose de hombros—. Pon el
precio y se te dará sin dilación ni objeciones.
—Oh, no, hijo de Amón, de ninguna manera. Tú has de decidir cuánto valen.
Sería por mi parte ofensivo exigir nada de ti. Sólo te pido que tu pueblo nunca se
vuelva contra el mío —musitó nostálgica—. Debemos coexistir en estos tiempos tan
críticos… ¿Estás de acuerdo?
—Por su puesto que sí, señora. Entonces te daré seiscientas monedas de oro por
los caballos y trescientas por los dromedarios. Añadiré también una docena de rubíes
para el templo y sus gastos… ¿Es de tu entera satisfacción? —preguntó con anhelo.
Amanikende pensó que en verdad aquello que le ofrecía Nebej compensaba con
creces no sólo el precio de los animales que vendía, sino que recompensaba a la vez
su extraordinaria hospitalidad.
—Lo tendrás todo esta misma tarde —repuso la soberana con una sonrisa—.
Además, añadiré un presente de mi parte y de mi pueblo para tu faraón Kemoh.
La candace Amanikende tosió para aclarar su voz, quebrada por el tiempo, al
tiempo que sus ojos se tornaban vidriosos. Las atentas cuidadoras indicaron con las
manos a Nebej, en un muy expresivo ademán, que la entrevista acababa de concluir.
E
l campamento egipcio fue desmontado con suma meticulosidad. Los
soldados formaron en ordenados cuadros, como hicieron para llegar ante las
murallas de Axum, y esperaron las órdenes de sus superiores con total
estoicidad.
El gigantesco jefe de la guardia palaciega de la Candace llegó seguido de un
numeroso contingente montado a caballo, el cual desmontó en perfecto orden y en
silencio, para ceder a los hombres de armas de Nebej sus monturas. Allí estaban los
doscientos caballos y cien dromedarios prometidos, todos perfectamente ensillados y
listos para partir en cuanto lo ordenase el hijo de Amón.
—¡Soldados del Peraál! —gritó Nebej con el corazón henchido de orgullo—.
¡Tomad posesión de vuestras monturas en nombre de Kemoh y de Amón y de Ra! —
añadió alzando más su voz, y ahora también sus brazos.
El repiqueteo de las armas y los arneses llenó el aire de un inconfundible sonido
castrense. Una poderosa unidad montada del resucitado Ejército egipcio quedó
definitivamente conformada. Nebej hizo un elocuente gesto afirmativo con la cabeza
y entonces cuatro hombres portando un arca de madera, el precio por la adquisición
de los animales, se adelantaron depositándolo ante el mando militar del palacio de la
soberana.
—Esto es lo convenido con tu Candace. —Con el brazo extendido señaló la
artística caja.
Los cuatro hombres abrieron la tapa y el resplandor de mil monedas de oro,
entremezcladas con una docena de grandes rubíes, cegó la visión del poderoso
guerrero negro al ser heridas por los rayos del sol. Sus codiciosos ojos brillaban como
fuego incandescente en el interior de su formidable prisión de ébano.
La trinidad egipcia
L
a sangre salió a borbotones de los lacerados cuerpos de aquellos guardias
suizos, resbalando hasta el suelo, colándose lentamente en las rendijas por las
que salían las hojas de metal afilado y mortal.
Los miramos horrorizados, paralizados por el miedo, con los ojos abiertos como
platos. Sentí que el vello de la nuca se me erizaba admonitoriamente.
Sólo el cardenal dijo algo.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó, angustiado.
Nunca olvidaré aquellas caras de facciones contraídas por el intensísimo dolor
que sufrían. Era aquél un sufrimiento atroz que, por momentos, les robaba la vida.
Sus cuerpos, descuartizados como si fueran muñecos de cera, inertes y en posiciones
imposibles, quedaron tendidos sobre el ensangrentado suelo.
Nada podíamos hacer ya por esos pobres diablos (Y que el Vaticano disculpe la
expresión al uso).
Monseñor Scarelli, que tenía el rostro desencajado, tuvo un «detalle» cristiano, y
eso que no estaba de servicio, sino atento a sus propias ambiciones. Se persignó con
mano temblorosa y los bendijo trazando una cruz en el aire. Los cuatro guardias
suizos que quedaban en aquel pasadizo de la muerte le imitaron y luego se quedaron
en silencio.
Quizás se preguntaban quién sería el próximo…
Fue Klug Isengard quien luego rompió el impresionante mutismo en que nos
hallábamos.
—El túnel continúa, pero hemos de seguir aún sobre las barras si no queremos
correr el riesgo de acabar como ellos —aseguró con voz hueca.
Miré hacia delante y «barrí» la penumbra con mi linterna. Efectivamente, las
barras habían salido de una pared, ensamblándose en la opuesta a lo largo de muchos
metros.
Calculé que las alas de Isis «nos llevaban en el aire» para salvarnos de Geb, el
cruel dios de la tierra.
Igual que chimpancés, a dos patas, pero doblados al máximo, encorvados de
espalda y temerosos, avanzamos torpemente con cuidado de no caer. Menos mal que
cada barra se distanciaba de la siguiente sólo unos quince centímetros. Si teníamos
cuidado, no caeríamos para resbalar en el líquido rojo viscoso de los dos desgraciados
que nunca más volverían a ver la luz solar.
Krastiva me seguía a mi derecha. Podía oír el ritmo de su agitada respiración. Su
corazón latía acelerado y su aliento brotaba como una nube de vapor lleno de vida,
E
l suelo de la sabana trepidaba bajo el galope de las grandes manadas de
animales salvajes que se desplazaban en grupos, atravesándola. Levantaban
polvaredas tan altas que resultaban visibles a casi dos iterus de distancia.
Además, el poderoso rugido de los leones y las escenas de caza de éstos tras
hermosos ejemplares de cebras rayadas blancas y negras, captaban toda la atención de
los egipcios, poco o nada acostumbrados a este tipo de espectaculares visiones de la
naturaleza en estado puro, totalmente libre de intromisiones humanas.
La heterogénea caravana avanzaba despacio, retando el poder de un sol que,
poderoso, se alzaba en su punto más álgido.
Los expedicionarios deseaban disfrutar de aquel verdor de las copas de los
árboles, los cuales extendían sus ramas como brazos protectores, ofreciendo su
sombra, a modo de refugio, a los pobladores de las llanuras africanas. Estas aparecían
salpicadas de grandes charcas de agua de lluvia donde los animales saciaban su sed, y
que ahora se presentaban entre ellos como oasis en medio de la desolación natural de
tan bello paisaje.
Aquel día, al caer las tinieblas de la noche —cuando el Ka de los muertos sale de
las tumbas para vagar por entre los vivos y lleva la sustancia espiritual de las ofrendas
—, entre risas y estentóreas voces que anunciaban cosas nuevas, pero también entre
bufidos de cansancio y quejidos de brazos fatigados, los viajeros levantaron un
campamento en dos grandes círculos concéntricos. Así, intercalaron las fogatas que,
como luces fatuas, desprendían chispas de sus crujientes maderas, las que los
antiguos creían que eran las almas de amigos muertos que se acercaban a los vivos
para protegerlos de las bestias en medio de la noche.
Corrió generosamente el vino para calmar el dolor de sus agarrotadas piernas. No
tardó en estimular la imaginación de los contadores de fantasías que transportaban a
los demás a otros mundos. Al tiempo, las notas musicales de diversos instrumentos de
viento y cuerda flotaban en el aire, llenando con sus melodías los oídos de quien
quisiera escucharlas.
Las danzas de «los caras quemadas» —tal como los antiguos griegos llamaban a
los etíopes— amenizaron las horas frías de la oscuridad nocturna y elevaron al aire
sus privilegiadas voces. Ellos y ellas bailaron desinhibidos alrededor de las altas
fogatas, conjurando a los cielos abiertos que eran suavemente bañados por el
resplandor de la luna.
Nebej cerró los ojos, tendido sobre su esterilla cubierta de piel de cebra y viajó
hasta su amada ciudad-templo de Amón-Ra para rememorar con nostalgia otros
L
a fiesta fue grande en el campamento, pues los nubios se mezclaban con los
egipcios con absoluta espontaneidad, para interrogarse, primero con la mirada
y luego con interminables diálogos, para unirse pronto en una comunión que
les convertiría en un solo pueblo.
—Infórmame, por favor, hijo de Amón —solicitó de él Amhai—. ¿Es la candace
R
odeados de los ídolos de sus legendarios dioses, sentados sobre sillas doradas
con incrustaciones de turquesas y lapislázuli —traído éste de las lejanísimas
tierras del Indo—, los tres líderes del pueblo egipcio exiliado trazaban la ruta
final hacia un nuevo hogar, en lugar de la calculada Persia, como eran las ahora
muertas ciudades de Meroe y Napata. Era allí donde los espíritus de los reyes y
candaces de otrora esperaban su llegada para infundirles ánimo, para investirlos de su
antiguo poder.
Gruesos trazos, igual que venas hinchadas, unieron el Mar Rojo con esas dos
poblaciones hoy olvidadas por los vivos. Eran la etapa final a cubrir.
De una mesilla auxiliar de caoba —con cuatro Isis de estilizadas siluetas como
patas—. Kemoh tomó una artística figurilla de lapislázuli que representaba a un
faraón ataviado como Osiris, con su tocado imperial y con forma de momia, y la situó
sobre Meroe. Luego hizo otro tanto con una estatuilla de turquesa y la asentó sobre
Napata. Las definitivas residencias del pueblo egipcio acababan de ser decididas por
el hijo de Ra con esos simbólicos movimientos.
El calor reinante apenas podía ser mitigado por los cuatro servidores que
balanceaban los grandes abanicos de plumas blancas, que estaban sostenidos por
espléndidas varas de oro. El suelo, cubierto de pieles de leopardo, absorbía el calor y
lo devolvía al aire seco, muerto.
La guardia rodeaba la tienda, casi ocultándola en la práctica con sus propios
cuerpos. Un estandarte metálico, con los dioses de sus antepasados, uno sobre el otro,
según su importancia y coronados por el propio Amón-Ra, se alzaba, enhiesto como
una lanza, sobre la superficie cuadrangular de la tienda. Estaba clavado en la arena
misma, sujeto por la abrasadora tierra que los acogía a todos.
Mientras tanto, los poderosos y afables nubios y nubias se habían ido
entremezclando con sus anfitriones egipcios, y pronto bebieron y cantaron juntos,
fundiéndose en una sola voluntad.
Los colores de las túnicas nubias, como los de un vibrante arco iris, se movieron
por entre los varones egipcios. Las muchachas de Axum revoloteaban con sus
Monseñor Scarelli
E
ra un espacio circular, abierto a golpe de pico por brazos fuertes empeñados
en señalar el lugar donde una etapa finalizaba y otra daba comienzo. A pesar
de lo tosco de las paredes, lo que veíamos impresionaba por su tamaño.
Scarelli dio instrucciones muy concretas a Olaza, quien distribuyó a dos de sus tres
hombres; uno quedó a la salida del túnel que acabábamos de abandonar y otro, en la
entrada, el más cercano.
Lo primero me pareció innecesario, realmente pueril, cuando no existía
posibilidad alguna de retroceder con éxito. Si alguien no volvía a penetrar por el lugar
exacto por el que nos habíamos introducido, los mecanismos, bien pensados y mejor
ejecutados desde tiempos inmemoriales, no funcionarían. De lo contrario…
Comprendí que aquello era un billete de ida, sí, pero un billete de ida al
infierno… Sólo de pensarlo, se me encogió aún más el ánimo.
Klug, en pie, observaba cada pedazo de roca, cada piedra, con mirada
escrutadora, «barriendo» con su mirada cada palmo de terreno, suspirando impaciente
y con sus brazos en jarras.
—¿Preocupado, señor Isengard? —preguntó, no sin cierto sarcasmo, monseñor
Scarelli—. De nada le servirá concluir el circuito del inframundo… —Tras una pausa
para tragar saliva, descubrió su suprema ambición en tono grave—: Yo heredaré el
poder que nos espera tras este dédalo de galerías y trampas mortales.
El aludido se volvió iracundo. Sus ojos echaban llamas.
—Eso lo veremos —replicó impulsivamente—. Amón-Ra decidirá quién… Pero
no es el momento, ni el lugar apropiado, para hablar de estas cosas. —Nos miró a
todos con desconfianza.
Una sonrisa irónica se dibujó en la faz del cardenal, cuyo cuerpo parecía
alargarse, compitiendo con su sombra, en un juego que se me antojaba sumamente
peligroso. Por lo demás, tan solo Olaza parecía estar al tanto de la conversación entre
su ambicioso superior eclesiástico y el malhumorado anticuario vienés; aunque yo,
claro, comenzaba a hacerme una idea bastante aproximada de lo que estaba
sucediendo.
Roytrand y Delan, por su parte, como perros guardianes bien entrenados,
cumplían su función asignada de bloquear la entrada y la salida respectivamente,
totalmente ajenos a todo lo que no fuese estricta disciplina marcial de la Guardia
Suiza. Jean Pierre, junto a Olaza, nos controlaban en todo momento.
Cada uno de los ocho habíamos cargado, a nuestras espaldas, con un petate
conteniendo lo necesario para enfrentarnos a la extraordinaria exploración que
E
l comisario Mojtar se hallaba reunido, tras cruzar Egipto —siguiendo el
curso del Nilo— en la fallida persecución de unos fugitivos, con sus dos
mejores amigos, Mohkajá y Assai. Pero esta vez el cenáculo era en su
despacho de la comisaría del quinto distrito policial de El Cairo, no en el pequeño
cuchitril de Hassan y menos aún ante un plato de sabroso kebab.
Su rostro reflejaba frustración y preocupación a partes iguales. Su superior había
aprovechado su nada ortodoxa persecución, falta de toda lógica en un proceso
policíaco al uso, para ponerlo en la picota.
Estaba consternado. Había sido una larga y sonora bronca telefónica, seguida de
las consabidas amenazas de perder el empleo, de ser expulsado del Cuerpo de la
Policía; todo ello entre otras cosas poco agradables, a cuenta de los duros adjetivos
oídos, tragándose, como una bilis, su orgullo, su dignidad…
—Ahora más que nunca, necesito vuestra ayuda… —suplicó con ojos tristes—.
Puedo aportaros más información… ¿Lo haríais por mí? —sugirió, desesperado.
Esperó anhelante una respuesta que se le antojaba casi imposible.
Mohkajá miró a su compañero. Este lo observó a él. Poco después una sonrisa de
complicidad apareció en unas caras que parecían cobrar nuevas energías,
reconstituirse, borrando así las arrugas de la inactividad como el viento aliado del
desierto cuando erosiona una vieja roca devolviéndole una perfecta juventud.
Asintieron vehementemente al unísono.
—Sí, lo haremos, querido amigo… —anunció Mohkajá con cierta solemnidad—.
Además, cazaremos a los cazadores. Ya lo verás —apostilló con firmeza.
Assai sonrió divertido.
—Y lo haremos desde aquí, sin movernos —matizó dando una sonora palmada.
Mojtar El Kadem los miró asombrado, todavía sin comprender absolutamente
nada.
—¿Desde aquí? ¿Y sin movernos? ¡Ay, madre! —dijo entre excitado e histérico
—. Estoy perdido con vosotros si…
—¡Eh! ¡Eh! —le atajó bruscamente Assai—. Por favor, que aún no te hemos
dicho cómo lo haremos. Confía en nosotros —dijo, tajante—. ¡Vamos, hombre! Y
eleva esa decaída moral… ¿Vale?
El comisario, cada vez más preocupado, asustado ante la dudosa oferta realizada
por sus viejos camaradas, se quedó boquiabierto. Meditabundo, guardó silencio, lo
que aprovechó Assai para continuar hablando:
—Primero, antes de nada, hemos de organizar los datos que poseemos. Nos
D
urante la siguiente hora el comisario no dejó de usar el teléfono de su
despacho, tratando de convencer a los policías locales de Assuan y Luxor.
Lo hizo empleando la jerga propia de la profesión y sin dar nunca detalles
de relevancia sobre el caso, de la necesidad de averiguar lo que deseaba en sendos
templos. A los compañeros del Cuerpo les pareció sumamente extraño que de un dato
tan simple pudiera depender la resolución de un caso de asesinato.
No obstante, en el segundo caso, al jefe de policía de Luxor le entusiasmó poder
participar en tan misteriosa persecución de sospechosos. Pistas en el templo…,
identidad secreta de los presuntos criminales, así como de sus perseguidores,
¿mercenarios tal vez implicados en el asunto? Esto sí que rompía la cotidiana
monotonía de aquel lugar perdido en medio del desierto egipcio.
Mojtar El Kadern pidió unos tés con pastas a uno de sus ayudantes y luego se
relajó mientras aguardaban las respuestas. Para que fuera distendida la espera, se
dedicó a interrogar a los dos amigos acerca de sus conocimientos sobre la historia del
Árbol de la Vida. Ese dato bailaba solo, en medio de toda aquella enmarañada
situación; y con él, surgía la persona, digna y aparente, del rabino Rijah.
El jefe del quinto distrito policial de El Cairo contuvo la respiración ante el
aluvión de información que, como un torrente desbordado, dejaban salir de sus
privilegiadas mentes Mohkajá y Assai. Cada dato era comparado, analizado y
encajado en su respectivo lugar por ambos. Eran geniales en sus deducciones. Así, un
complejo puzzle se formaba ante él como a cámara rápida.
Ahora lo veía todo con nitidez pasmosa. Comprendía el por qué de las grandes
lagunas de los egiptólogos más afamados que, no por esforzados, nunca daban con las
claves. Sin embargo, todo encajaba a la perfección. Veía ante sí cómo el velo, opaco y
oscuro, que le impedía escrutar más allá de su nariz se iba volviendo transparente,
poco a poco, dato a dato, irremediablemente.
Un poco más de esfuerzo, tiempo e información, y podría asomar la cabeza para
E
l «viejo león» había transportado al comisario y a sus dos íntimos amigos
hasta las cercanías del campamento de monseñor Scarelli y sus guardias
suizos. Mejor dicho, donde estuviera anteriormente dicha instalación
provisional, porque en este momento tan solo quedaban allí cinco grandes cráteres
abiertos a pico, en un amplio sector.
—Una vez más, se nos han adelantado… —se lamentó Mojtar, arrojando luego su
colilla sobre la arena con rabia mal contenida.
Mientras, Assai «barría» con sus prismáticos el área cercana en busca de un
rastro, de una simple señal… A su alrededor, pequeños remolinos de aire levantaban
nubes de arena que se desplazaban a capricho. El suelo rocoso aparecía ante ellos
quebrado, desgajado por la fuerza de poderosos brazos que habían dejado allí su
impronta a modo de grandes socavones.
Mascullando algo ininteligible entre dientes, El Kadern quiso consolarse.
—De todas formas, creo que sí estamos sobre la pista correcta. Los indicadores
que mis compañeros encontraron a medio borrar en Philae y Dendera han resultado
de utilidad —comentó, ensimismado.
—Lo que sea que buscan está bajo nuestros pies; de eso no me cabe duda alguna
—aseguró Assai, golpeando después con su pie derecho el duro y rocoso suelo sobre
el que había saltado la fina arena como polvo acumulado—. Si no hubieran cavado
con tanto empeño…
—Pero debieron de darse cuenta de su error, pues se fueron —dedujo Mohkajá.
El comisario abrió mucho los ojos.
—Continúa, por favor —lo animó—. ¿Qué crees que ha sucedido? —Se acercó a
L
as largas y frías horas nocturnas habían ido dando paso a la luz y el calor
creciente de un alba en el que el sol ya despertaba, desafiante, incendiando el
cielo con su ígneo poder.
La ruta era larga, penosa. Avanzar entre las calcinadas arenas, en medio de aquel
monótono y árido paisaje, ponía a prueba el temple de aquellos hombres y mujeres
castigados por la Historia, desplazándose de su tierra natal por el miedo a un poder
romano que amenazaba con dominar el mundo.
A Kemoh se le hacía especialmente duro cabalgar ataviado con el ropaje real,
cuyo peso lo aplastaba. Nebej, cuando los ojos de sus súbditos bajaban mirando el
suelo, lo refrescaba con paños de lino humedecidos. Había preparado una fórmula
magistral que inhibía las glándulas sudoríparas del faraón no coronado a la vez que lo
perfumaban.
Amhai, por el contrario, como si su carne fuera de piedra, fría, inalterable,
cabalgaba erguido, con el rostro surcado de mil arrugas que labraban en su espíritu la
historia de mil hombres que pasaron por su vida, transmitiéndole sus valiosos
conocimientos para formarlo como sabio inigualable.
Hasta los fibrosos jamelgos, jóvenes y nerviosos, se sentían castigados por el
implacable sol y el pico de los jinetes o de las cargas, en su defecto.
Tan solo una cosa mantenía en pie, como borrachos que se tambaleaban en busca
de refugio, a aquellos expedicionarios. Eran conscientes de que el final de su largo
viaje se acercaba y entonces ya no andarían errantes por tierras extrañas. Iban a
habitar las de sus parientes de piel oscura, las de los descendientes de una dinastía,
la XXV, que dominó Etiopía y Egipto, y que incluso se atrevió a retar al entonces
todopoderoso Nabucodonosor, el rey más importante de Babilonia.
Ellos serían ahora su naciente esplendor, recogiendo la más gloriosa herencia de
sus ancestros.
Como una línea oblicua, sinuosa y delgada, tanto que se les antojó un cabello
perdido de Isis, apareció un wadi azul en la lejanía, igual que el reflejo del cielo,
como si Ra deseara insuflarles vida nueva y acudiera en su ayuda para reparar sus
agotados cuerpos.
Un hombre alzó pesadamente el brazo y con la mano colgando, como si fuera de
hierro, estiró el índice en un esfuerzo ímprobo. Después, con voz entrecortada,
anunció su presencia en el horizonte.
—Un… un… un wadi —acertó a alzar la voz desde su reseca garganta.
Y
llegaron. Lo hicieron un día de madrugada. Fue cuando el resplandor de la
luna bañaba con su luz blanca, de perla fría, las piedras malditas de la
necrópolis de Meroe.
Habían alcanzado la ciudad de los muertos.
Docenas de afilados picos de piedras de las pequeñas pirámides meroítas —en
comparación con las colosales egipcias— se alzaban como pináculos que desearan
rasgar el oscuro manto nocturno. Parecían poderosos guardianes pétreos que
custodiaran el descanso de un ilustre huésped. Ante las más importantes se alzaban
dos o hasta cuatro pilonos con escenas coloreadas de quienes en vida las mandaron
construir.
Los viajeros estaban parados ante aquel imponente espectáculo de silencio y
muerte. Se ofrecía ante ellos igual que una máquina de vida eterna que, no obstante,
nunca funcionó.
Nebej avanzó lentamente, distanciándose del grueso de la caravana. Como una
figura de ultratumba pasó las primeras pirámides, rodeándolas paso a paso. Lo hizo
con toda solemnidad, con profundo respeto, con la reverencia de quien rinde su
respetuoso homenaje a un gran rey; o se debería decir mejor a una gran Candance,
porque las dos pirámides con sendos pilonos, cada cual al frente que bordeaba Nebej,
eran nada menos que la tumba de la candace más famosa y poderosa de todos los
tiempos.
Allí reposaban los momificados restos mortales de la candace Amanitore y su
esposo, el rey Natakamani.
Kemoh, venciendo a su supersticioso corazón, azuzó con los talones a su montura
hasta internarse tras Nebej en el sagrado campo de la muerte, con su inseparable e
imperturbable visir Amhai a su lado.
El gran sumo sacerdote de Amón-Ra le fue explicando la historia.
—Ella reinó cuando ya no había en Egipto ninguna dinastía reinante. Buscó un
descendiente de la gran Cleopatra, pero no lo pudo hallar… —Miró fijamente a
Kemoh—. Deseaba entronizarlo en Egipto.
El faraón mostró su extrañeza.
—Pero había un descendiente —afirmó de inmediato, ceñudo.
S
entía que los párpados me pesaban como el hierro y por ello me esforzaba por
alzar la cabeza, pero mi cuello se doblaba vencido por el cansancio.
Miré a Krastiva. Su pecho se alzaba y descendía de forma regular.
Además, su respiración, apenas perceptible, le confería una dulce imagen. Era
sencillamente adorable. Klug sonaba como un elefante, lo que en más de una ocasión,
en que estuve a punto de irme por el camino onírico, me ayudó a no caer en el pesado
sueño que luchaba contra mí.
Miré alrededor y comprobé que todos los del Vaticano se habían entregado a los
brazos de Morfeo, lo mismo que soldados derrotados tras sostener una ardua lucha.
Era el momento tan esperado, el idóneo para escapar del férreo control de los
«gorilas» de Scarelli y avanzar por nuestra cuenta.
Me relamí de gusto, como un gato doméstico, sólo de cavilar cómo seguirían
ellos, dejados a su aire, sin conocer las trampas, sin poder leer los jeroglíficos e
interpretar los enigmas. Froté mis ojos con energía y me incliné entre Klug y
Krastiva.
Para evitar posibles exclamaciones de alarma, les cubrí la boca con una mano a
cada uno y apreté suavemente para poder despertarlos. Ambos abrieron los ojos,
sorprendidos y asustados.
—¡Chiss! No digáis nada —les pedí silencio absoluto. Para hacerlo más elocuente
le coloqué un índice a cada uno sobre la boca—. Todos duermen como «angelitos»…
Debemos huir ahora mismo, o ya no podremos hacerlo… —susurré excitado por el
plan—. Levantaos poco a poco, sin hacer ruido, y dirigíos hacia la muralla de piedra
agujereada.
La eslava bostezó primero y el germano lo hizo también.
Después, con todo sigilo, cada uno cogió su bolsa y, como gatos negros que se
mezclaran con las sombras de la noche, nos perdimos saltando entre los cuerpos de
los guardias suizos, de su jefe y del cardenal, para quedarnos pegados a la rocosa
pared, que estaba reseca y afilada.
Yo palpé los cintos de Roytrand y de Delan, y de ese modo, subrepticiamente,
extraje sus pistolas y su correspondiente munición de reserva, formada ésta por un
par de cargadores. Estaba seguro de que no dispondríamos de otra ocasión tan
inmejorable como aquella para armarnos y poder ofrecerles resistencia si, llegado el
caso, ésta era necesaria.
Exhibiendo una sonrisa diabólica, me llevé el ordenador portátil de Scarelli. Éste
se removió inquieto, quizás por un cargo de su conciencia, nada limpia por cierto. Me
T
an solo dos símbolos para una maldición? Creí que ocuparía una
—¿ pared entera de jeroglíficos o algo así —opinó Mojtar, bastante
desilusionado.
—No es precisamente para neófitos la advertencia, sino para alguien que conoce
su significado y le produciría terror —aclaró Assai—. Te diré que no todas las
maldiciones tienen el mismo carácter, ni tampoco idéntico objetivo. Ésta es concisa,
pero clara; y eso me alarma aún más. Son dioses del inframundo… Quizás estemos
entrando en él. Y lo digo porque creo que esto es algo así. Ra y Apofis luchaban el
uno contra el otro y Ra conquistaba a Apofis, tras lo cual salía a la superficie como
vencedor de las tinieblas.
—Y amanecía… —concluyó el comisario, un tanto irónico.
—Espero que no lo averigüemos demasiado tarde, amigo. Esta gente tan antigua,
que no hacían las cosas al albur, si señalan algo, tendrá sus consecuencias, un
porqué… —Assai se interrumpió para meditar sus próximas frases—. Apofis
simbolizaba la muerte eterna, ya que devoraba a quien no iba con la lección bien
aprendida. Era necesario conocer los conjuros que la anulaban; de lo contrario… —
Se llevó la palma de la mano zurda al cuello.
Mojtar lo miró con incredulidad.
—Ya, bueno, supersticiones aparte, entonces Ra sería un protector o algo
similar… Digo yo… ¿No crees? —le preguntó, echando en falta un pitillo.
—Puede ser, pero sobre un carnero… No sé… Todo esto me desconcierta… —
admitió Assai—. Por cierto… ¿percibís ese olor nauseabundo? Huele a muerte.
—No nos asustes más —se quejó Mojtar—. Ya estamos bastante preocupados con
hallarnos aquí abajo. Me da escalofríos este lugar. Tiene que ser el miedo a lo
desconocido, a lo imprevisto… ¿No os parece?
Mohkajá asintió sin añadir palabra alguna.
Los tres amigos, muy juntos, se internaron en el túnel enfocando ahora con sus
linternas las paredes. Todo él estaba iluminado con antorchas, a derecha e izquierda.
De ahí provenía la luz que, temblorosa, escapaba por la boca del pasadizo.
El olor fue aumentando en intensidad y hubieron de taparse boca y nariz con
pañuelos para evitar náuseas y vomitar en cualquier lado, todo ello sin necesidad de
tomar nada emético. Ya no les cabía duda alguna de que el cadáver de algún otro
profanador, como ellos, yacía cerca, descomponiéndose rápidamente.
Casi entre dientes, Mohkajá hizo un fúnebre comentario.
—Las paredes están recubiertas de conjuros en jeroglíficos. Tardaríamos mucho
Un alarde de poder
L
as paredes, únicas supervivientes de otro tiempo, parecían reverdecer a pesar
de todo, y se llenaron de sus marronáceos y dulces dátiles en poco tiempo. El
gran palacio de las candaces y reyes meroítas se alzaba ahora colorido y
resplandeciente, listo para recibir a un nuevo dueño.
Kemoh paseó en su artístico palanquín, que iba sobre los hombros de ocho recios
servidores, por entre las calzadas que se distribuían caprichosamente.
Cada egipcio había tomado posesión de la casa que más le había agradado y aún
así, habían sobrado algunos cientos de ellas. Ahora se asomaban a los alféizares de
las ventanas para ver pasar a su soberano que, sin escolta, se perdía por entre las
callejuelas explorando su pequeño nuevo reino. El sol se reflejaba en su aparatoso y
dorado armamento, convirtiéndolo en un dios mítico a ojos de su enfervorizado
pueblo.
Nebej, en el interior de su templo, realizaba las libaciones y ofrendas prescritas
para sus predecesores y augurar así, ante los dioses, el futuro de la colonia.
Amhai, por su parte, organizaba con celo el aparato del diminuto Estado egipcio,
con su imprescindible maquinaria burocrática. Además, se encargaba del reparto del
trabajo, diversificándolo. Era sin duda el alma de la nueva administración en marcha.
La actividad apenas cesaba unas horas, por las noches, cuando refrescaba.
Sonrisas de satisfacción se pintaban entonces en los rostros de los flamantes
moradores de Meroe, que ahora se sentían en su casa tras mucho vagar. Era su nuevo
hogar.
Como una ciudad nueva que nace bajo el sol, para dar bienestar y orden a sus
moradores, Meroe se alzaba sobre sus restos cual ave fénix que renace de sus propias
cenizas, para brillar de esta forma con un esplendor aún mayor.
Las risas de mujeres, las voces de los niños, los golpes de las herramientas, los
animales domésticos circulando por las calzadas empedradas, los muros recién
edificados, daban otro aspecto a lo que antes sólo era una ciudad fantasma. Eran
sonidos que llenaban el aire, atravesando el cielo turquesa que cada día cubría la
renacida Meroe.
La actividad de una ciudad de la XV dinastía se reproducía en ella. Era como
traída a la memoria de un tiempo en que los poderosos Peraás y los visires y grandes
sumos sacerdotes gobernaban la que fuera primera potencia mundial. Parecía
transportada en el tiempo y el espacio.
—Hemos de realizar los preparativos para la entronización, señor. Debes ser el
E
l día era como cualquier otro. El cielo se veía raso, azul intenso, y la
temperatura era tan alta como de costumbre. Hacía crujir las fachadas de los
edificios bajo su ígneo poder, disputando el espacio en el que se alzaban.
Pero no era un día más; ni mucho menos. Era el día señalado para la fastuosa
coronación del Peraá Kemoh, último descendiente de la dinastía ptolemaica. La
sangre de la legendaria Cleopatra VII corría por sus venas.
El templo de Amón-Ra aparecía engalanado con estandartes de color sangre y
blanco, como las dos coronas que iba a ostentar el poderoso faraón de Meroe. Frente
al edificio, había dos hileras de sacerdotes ataviados con sus túnicas blancas de lino y
ceñidos por cinturones de seda y oro, con sus cabezas rasuradas, y sobre ellas, un
capacete rojo. Todos flanqueaban la rampa que conducía a la puerta principal, sobre
cuyo dintel aparecían las dos plumas de Amón y, entre ellas, el disco solar de Ra.
Otro tanto sucedía en el palacio del faraón, donde una nutrida guardia, combinada
de egipcios y nubios, formaba un largo pasillo desde sus puertas, por donde debía
aparecer Kemoh para dirigirse al templo. Las armaduras, las picas de sus lanzas y sus
escudos bruñidos, todos brillaban al sol como joyas heridas por la intensa luz
ambiental.
Tras ellos, intercalándose con los miembros de la guardia, los músicos llevaban
instrumentos donde se combinaban los de percusión con los de cuerda y los de viento,
tal como tambores, panderetas, liras, cítaras, arpas y flautas. Otros, como clarines y
timbales, también permanecían silenciosos en espera de que llegase su momento
álgido para elevar al aire unos roncos sonidos anunciando la salida del gran rey.
La pequeña multitud que habitaba la ciudad, en pie tras el cordón de seguridad,
esperaba, nerviosa, la aparición del hijo de Ra.
Por razones obvias, se había prescindido del viaje en barco del faraón por el Nilo,
siendo sustituido por un símbolo que era el palanquín que lo iba a transportar al
templo y que tendría adrede esa forma. De este modo, Ra, en su barco, iría de nuevo a
la casa de Amón para fundirse en uno y, al salir, reinar bajo la suprema protección de
E
l suelo era de granito rojo. Sólo tenía una débil altura que lo atravesaba de
lado a lado. Era el «raíl» por el que se había deslizado el sarcófago hasta
encajar en un hueco hecho ex profeso para él en la pared opuesta.
La voz de Klug Isengard sonó más poderosa que nunca.
—Son los Peraás preferidos de Ra, los más grandes.
—¿Los conoces? ¿Quiénes son? —inquirí interesado.
El anticuario me miró sólo un instante, pero como si se sintiese ofendido por la
duda.
—Por supuesto que sí. Ese es Menes. —Señaló al que ocupaba un ángulo—.
Aquél es Sebmenjet, el grande —dijo en tono de reconocimiento, y también con
cierta solemnidad—. Este… éste es Ptolomeo II. El quinto, por la derecha, es
Ahmosis, vencedor de los hicsos. El que está a tu espalda —le dijo ahora a Krastiva
—, ése es Akenatón, y el que está tras de ti —me explicó con sequedad— es Jufu o
Keops, como se le conoce más.
—Y ¿todos éstos por qué han sido seleccionados o reconocidos con un honor tan
especial? Hubo muchos más de los que hay aquí —señalé incisivo.
—Pero sólo éstos pasaron las pruebas de Amón-Ra. De entre todos ellos, uno
solo, que estará en una sala más adelante, es el preferido —respondió alzando la vista
y a continuación añadió—: Es Tutmosis III.
—Y los que no las pasaban… —dejé inconclusa la frase a propósito.
Me dirigió una mirada escrutadora.
—Morían sin más… —susurró Klug. Después se encogió levemente de hombros
—. En su lugar, eran coronados sus hermanos, que los esperaban al final. Eran los
Peraás menores. No tenían el favor de Amón-Ra para su reinado. Duraban poco… —
añadió con evidente desprecio.
Krastiva se acercó a una de las estatuas, que eran un poco más grandes que el
tamaño natural de un hombre alto —yo, por ejemplo— y pasó las yemas de sus finos
dedos por el rostro de oro puro de Keops, el que descansara tras mandar edificar la
gran pirámide.
—Es tan perfecta… —musitó con profunda admiración—. El escultor le dio casi
vida. Talló incluso las pestañas… —Desde abajo, acercó la cara a los ojos cuanto
pudo—. Es seria, pero no produce rechazo. Es como si deseara que se acercaran a
ella.
No pudimos menos que aproximarnos y contemplar el objeto de su devoción.
La estatua era realmente hermosa, realista.
Sensación de ahogo
E
n el submundo oscuro y tenebroso por el que deambulaban, manejados como
simples marionetas, al capricho de unos hombres que murieron muchos
siglos antes, quizás milenios, Mojtar seguía caminando; pero ya no sabía
muy bien si hacia la salida o hacia la muerte, más probable sin duda esto último.
Miró atrás, volviendo la cabeza levemente para observar a sus excelentes amigos.
«Si algo les ocurriera, no me lo perdonaría nunca», caviló en un momento de
debilidad mental.
Ellos se esforzaban en descifrar los jeroglíficos que veían en los paneles, de crear
paralelismo entre lo que conocían y lo que descubrían en aquel mundo surrealista en
el que se veían obligados a estar por voluntad propia, empujados a continuar hacia
delante en un avance que empezaba a ser desesperado.
Mojtar no se atrevía a imaginar que Mohkajá o Assai pudieran morir víctimas de
una trampa letal, algo creado por una mente, de ingenio mortal, que yacía
descompuesta desde hacía varios miles de años. Pero allá abajo, en el asombroso
inframundo egipcio, el tiempo se disolvía; parecía dejar de existir… Ya no recordaba
cuándo había comido o bebido la última vez; ni siquiera cuándo había sentido hambre
o sed. Era…, era… ¡como estar todos muertos! Un escalofrío le recorrió entonces, de
los pies a la cabeza, igual que una repentina descarga de electricidad, al curtido jefe
del quinto distrito policial de El Cairo.
La oscuridad pesaba como un manto negro que apenas se resquebrajaba,
únicamente herida por la luz de las antorchas que otros habían dejado tras su paso,
encendidas, como un indicador. Se cernía sobre sus abatidas figuras, amenazando con
aplastar un ánimo que comenzaba a notar el efecto nocivo de su prolongada
permanencia allí, en el lúgubre mundo de los muertos.
Habían tenido suerte o habían gozado de la protección de los dioses, lo mismo
daba a fin de cuentas. A veces, Mojtar sentía un frío que le llegaba hasta los huesos;
entonces acampaban juntos, como uno solo y encendían un fuego con lo que iban
encontrando en su ruta. Los tres querían pensar que disponían de un «día» y una
«noche», mientras les mantenía la idea de que aún permanecían en el mundo de los
vivos…
A la luz anaranjada y cálida de la lumbre, con sus manos cerca de las llamas,
intercambiaban opiniones, conocimientos y, a veces, se perdían en rancios recuerdos
que olían a moho y polvo al traerlos a la mente tras un largo tiempo olvidado. Para
aliviar tensiones, reían fingiendo una alegría que estaban bastante lejos de sentir.
Una atmósfera especial, mezcla de terror, amistad y afecto, les envolvía como un
Retornar a la vida
A
lgo más adelante que el comisario Mojtar y sus dos grandes amigos, Scarelli
y su escolta de guardias suizos, nerviosos e irritados a partes iguales por la
pérdida de sus rehenes —los únicos capaces de guiarlos con cierto grado de
seguridad por aquel angustioso averno egipcio—, avanzaban sobre la piedra pulida
con el miedo dibujado en sus tensos rostros.
—Corremos el peligro de morir en cualquier momento —admitió, muy a su pesar,
el cardenal.
—Ya no podemos retroceder, eminencia. Es proseguir o morir —sentenció el
capitán Olaza con voz lúgubre.
Roytrand sacudió la cabeza, entristecido.
—Lo que casi es lo mismo, señor, porque aquí las posibilidades de morir son
muchas más que las que tenemos de sobrevivir —anunció, muy pesimista, mientras
seguía sudando copiosamente.
—Míralo desde otro punto de vista —le respondió Delan con amarga ironía—.
Aquí, si mueres, ya estás en el infierno. Lo peor que puede sucederte es que vayas al
cielo… ¡Ja, ja, ja! —rió estentóreamente; pero estaba hecho un manojo de nervios.
Scarelli le lanzó una mirada reprobatoria que decía, bien a las claras, cuánto le
desagradaba aquella irreverente declaración. Delan puso cara de póquer.
Estaba claro que en una situación normal ninguno de ellos reaccionaría de aquella
manera tan imprudente e impulsiva, pero aquel ambiente, oscuro, pesado y de un olor
intenso que se apoderaba de los cuerpos, penetrando por sus fosas nasales, convertía a
los habitualmente fríos y eficaces guardias suizos en vulgares estibadores portuarios.
El propio prelado se daba cuenta de que el temor y los nervios se apoderaban de
él mucho más de lo acostumbrado. Se sintió desdichado y colérico. Por eso se
interrogaba a sí mismo preguntándose si había seguido el camino correcto en su vida,
si no le había dado prioridad a una vanidad sobre la verdad doctrinal misma. Al
tiempo, su respiración se agitaba. Tenía que limpiarse el sudor que caía por su frente
y sienes, producto más del desasosiego que sentía que del calor reinante en aquella
enrarecida atmósfera subterránea.
L
a losa se cerró sobre mi cabeza y la oscuridad más densa que se pudiera
imaginar me envolvió con un frío abrazo. Aquello era algo capaz de
estremecer a cualquier mortal. Sin embargo, aquella viscosa y desagradable
sensación no duró mucho; apenas unos segundos que, al menos a mí, lograron
aterrorizarme.
Otra baldosa se abrió bajo el último escalón de piedra mohosa y entonces un haz
de luz penetró instantáneo para guiarme, conduciéndome a una estrecha y lóbrega
cámara donde me aguardaban impacientes Krastiva y Klug. Las paredes aparecían
desnudas, sin adornos ni pinturas de ninguna clase. Sólo una luz reverberaba de sus
piedras. Eso era lo que yo había visto antes en el conducto por el que descendieron.
Pero era una luz verdosa y fría, desacogedora.
Comprobé de facto hasta qué punto la rusa añoraba mi presencia en carne y
hueso, sano y salvo.
—¡Por fin estás aquí! —exclamó, abrazándome. Literalmente se colgó de mi
cuello. Pensé de inmediato que ese gesto compensaba con creces cualquier penalidad
pasada y las venideras—. Esto es tan estrecho, parece que estemos emparedados en
vida. —Las lágrimas afloraban incontrolables por sus ojos rasgados de eslava pura—.
Sólo deseo salir cuanto antes de aquí. —El encierro, ya tan prolongado y sin saber
por dónde escapar de él, comenzaba a hacer mella en su ánimo; esta vez más que
nunca.
Con mayor grado de confianza en la química que había nacido entre nosotros,
metí los dedos de mi mano entre los mechones de pelo que le caían por la cara. Eso
sí, los coloqué con mucha delicadeza, tras sus orejas. Después, le alcé con dos dedos
la barbilla e instintivamente no me pudo frenar por más tiempo, pues la besé con
ternura. Fue un ósculo breve, pero cargado de maravillosa intimidad. Sus ojos
parecieron agrandarse, iluminando el óvalo de su bellísimo rostro.
—Tranquila, disfruta de esta «estancia» en el mundo de los muertos —le susurré
al oído izquierdo con un deje de alegre ironía—. Cuando regreses al mundo de los
vivos, valorarás más sus placeres y los saborearás con intensidad para sentirte más
viva que nunca.
Mis palabras parecieron reconfortarla, aunque se apartó como si estuviese
avergonzada.
Una vez más, la voz del austríaco que teníamos al lado mismo rompió aquel
hechizo que surgía entre la exquisita profesional de la información y yo.
—Oídme bien, si es que podéis dejar las carantoñas para El Cairo… —Lo dijo en
V
i a papá llegando a nuestra casa, con una bolsa en su mano. Leí el nombre de
unos grandes almacenes en ella y presentí que me traía un regalo. Siempre que
regresaba de un viaje lo hacía. La sonrisa provocadora aumentaba mi intriga y
confirmaba así mis sospechas.
El me abrazó con la fuerza de un oso y me revolvió el pelo.
—¿Me has echado de menos, pillo? —preguntó risueño.
—Mucho, mucho —le respondí con énfasis frunciendo el ceño, fingiendo enfado.
—Esto es para ti. —Me entregó la bolsa.
Con muchos nervios y movimientos torpes, mis manos de niño de diez años
desgarraron literalmente el envoltorio de papel rojo. Estaba adornado con cinta
dorada que descansaba en el fondo de la bolsa.
Un cofre de madera envejecida, con herrajes de hierro fundido, con mi nombre
impreso en letras de fuego en la tapa, apareció sobre mis manos. Lo abrí rápido,
ansioso como me encontraba por tener cuanto antes su contenido, jadeando, con la
respiración acelerada, ante la mirada satisfecha de mi padre, quien gozaba en estos
casos tanto como yo. En su interior había un rollito de papel viejo atado con un trozo
de cuerda. Era lo único que contenía.
—Ábrelo y te enterarás de qué es —me animó mi progenitor sin perder la sonrisa.
Lo hice con el cuidado de quien tiene en sus manos un pergamino milenario y en
él pude ver, en letras griegas, un mensaje.
—No lo entiendo —me quejé, ceñudo.
—Un buen aventurero encuentra por sí mismo las pistas; no se las dan… ¡Ah! Y
te aseguro que, si lo encuentras, tendrás un tesoro valioso de verdad —aseguró él.
Me prometí a mí mismo que el día siguiente lo pasaría en la biblioteca más
grande que conocía.
Aquella noche fui incapaz de dormir. Creí que alguien había añadido horas extra
A
brí los ojos y entonces me di cuenta de que había estado andando, llevado
por Pietro, sin notarlo en absoluto, hasta llegar a una cueva húmeda cuya
bóveda natural goteaba abundantemente.
—Ya lo sabes… ¿Verdad? —preguntó, seguro, el italiano.
—Sí, ahora lo comprendo todo, pero sigo sin saber qué hallaremos ahí.
—Si te lo dijese, no me creerías —reconoció levantando las palmas de las manos
—. Es mejor que lo veas por ti mismo.
Me acerqué con seguridad a un punto de la gruta que parecía ser el fondo. Allí
justo acababa la colosal oquedad.
—¿Tenéis algo duro con que golpear? —pregunté ensimismado.
—¿Te vale una piedra? —me dijo Klug.
—Sí es dura y grande, sí. —Hacía tiempo que no hablaba; casi me sorprendió.
Cogí la piedra que me ofrecía el ciudadano de la República de Austria, la calibré
entre mis manos con calma y aprobé su peso moviendo afirmativamente la testa.
—Sí, valdrá —musité, lacónico.
Me puse a golpear con rabia, como un loco de atar con camisa de fuerza, la pared
rocosa hasta que mis energías comenzaron a ceder. Entonces, como yeso reseco y
agrietado, trozos de piedra cayeron uno tras otro amontonándose frente a mi persona.
Ante nosotros apareció un muro liso, pulido en extremo, sin símbolos, fabricado
con un mineral moteado, totalmente desconocido para mí. Seguidamente calculé el
punto que mi padre había denominado «el centro de mi dolor» y repetí lo que hice
cuando era niño, cuando soñaba…
Allí donde estaba ubicado, en un cuerpo humano, el estómago que tanto me dolía
a veces, apreté como si hubiese un botón imaginario. Lo hice con la llave que me
diera Klug. Encajó a la perfección.
El muro pareció volverse transparente, disolverse en el aire. Y entonces vimos…
vimos algo hermoso, terrorífico, imponente. No sabía cómo describirlo en realidad
con meras palabras, aunque viviese tres milenios.
Era una cámara cuadrada de grandes proporciones. Medía unos treinta metros de
lado. Lo más sorprendente con todo era su altura, de idéntica longitud. Era un
habitáculo en forma cúbica.
Pero eso no era todo…
Allí se encontraban las raíces de un árbol, sin duda milenario, que ocupaba toda la
estancia. Tenía un grosor que en algunos tramos doblaba el del tronco de un hombre
robusto y ocupaba la estancia. Era una intrincada «selva» formada por las raíces de
M
onseñor Scarelli avanzaba cabizbajo, abatido. Era la viva imagen de la
derrota. Tenía el rostro descompuesto. A él poco le importaba Alejandro el
Grande ni el Árbol en sí, ni tan siquiera las vidas de los tres guardias suizos
que lo habían protegido con las suyas propias. Tan solo le interesaba conseguir la
inmortalidad. Su suprema ambición era ser el Papa eterno. «Solo» eso… Nada menos
que eso.
Pero no había contado con la opinión de Dios.
Junto a la gran piscina rectangular, ubicada a un lado del templo de Amón-Ra, en
el interior del recinto sagrado donde se purifican los sacerdotes, los tres grupos,
sentados en círculo, tensos, pero intrigados por la serie de enigmas que flotaban a su
alrededor, como un mundo fantástico que los envolviese, se miraron con fijeza unos a
otros.
Con sus maneras corteses y sus nervios bien templados, Ameneb había
conseguido convencer a los recién llegados de que ninguno, absolutamente ninguno
de ellos, estaba allí por las razones que creía, sino por haber sido atraído al corazón
M
e habían observado descender por el tortuoso camino de tierra y piedras
hasta llegar a la gruta inundada, de cuyos techos se filtraba el agua en
gruesos goterones; de tal manera que al andar nuestros pies chapoteaban en
los dos centímetros de agua que cubrían el suelo; pero todos ignoraban qué escenas se
iban sucediendo en mi mente mientras procuraban que no cayese al tropezar con algo.
Después pasé a relatarles aquel juego inocente que mi padre me propuso hasta
llegar a aquel viejo y desportillado muro situado a las afueras de la ciudad:
—Entonces estaba de pie, ante él. Lo rodeé un par de veces y comprobé su grosor,
de unos treinta centímetros. Saqué el arrugado papel de mi bolsillo delantero y releí:
«Golpea con furia allí donde no hay nada y calcula el centro de tu dolor. Aprieta
fuerte y verás el resplandor». Miré alrededor y descubrí que cerca, apenas cubierta
por una tela sucia, asomaba un mango. Levanté los harapos y una hermosa porra
apareció. Golpear con aquel objeto tan pesado, más que furia, me supuso un esfuerzo
titánico. Finalmente el empedrado cayó a trozos, dejando al descubierto el
enladrillado.
»Pensé en el punto que más me solía doler, el estómago. Calculé dónde se
hallaría, poniéndome de espaldas al muro y marcando el lugar con un trozo de yeso
tras de mí. Resultó ser un ladrillo cuyos bordes sólo tenían la apariencia de estar
unidos a los otros. Presioné y lo extraje fácilmente. En el interior, un cofrecillo de
madera oscura, ahora cubierto de polvo y residuos del yeso, se mostró a mi alcance.
»Cuando lo tuve entre mis manos, corrí a ocultarme mirando a todos los lados. En
un rincón de la obra abandonada lo abrí ansioso. Tres monedas de plata de 1898, dos
topacios amarillos, tres amatistas y un hermoso topacio azul brillaron ante mis ojos
con el resplandor de un auténtico tesoro. La satisfacción que sentí al poseerlo fue algo
inconmensurable.
Ninguno de aquellos nueve hombres, aparte de la mujer, pudo sustraerse a la
fascinación de aquel vivido recuerdo que me había proporcionado la clave para hallar
la cámara del mítico Árbol de la Vida. Ni una sola de aquellas personas se podía
explicar cómo conectaban mi experiencia infantil y la ingeniosa obra de
enmascaramiento que algún hábil arquitecto fabricó para ocultarlo.
Pasados los primeros minutos de estupor, la atención fue dirigiéndose a Ameneb,
pues él no había aclarado todavía cuál era su papel en aquella prodigiosa historia.
Creo que fue cuando todos se apercibieron de que vestía a la usanza del antiguo
Egipto.
¿Quién era aquel hombre, ahora poderoso?
U
n par de días después del solemne acto, igual que una hilera de sumisos
esclavos que avanzaran con pena al abandonar su hogar, partimos rumbo al
exterior para no regresar jamás.
La figura de Ameneb se fue empequeñeciendo a medida que nos alejábamos de
él. Sus níveas vestiduras parecían ahora estar talladas en puro mármol blanco y
pesado.
Otros vendrían a unirse a él, a fin de renovar, hasta la eternidad, la vida de aquel
submundo tan antiguo y remoto.
S
entí la luz natural sobre mi rostro. Tenía los ojos cerrados y a duras penas
conseguía entreabrirlos. Lo logré frunciendo mucho el ceño. Hasta mis oídos
llegaba el familiar sonido del repiqueteo del agua al salir con fuerza. Krastiva,
aquella maravillosa mujer de la estepa rusa, se estaba duchando. Apoyé el peso de mi
cuerpo sobre los antebrazos y me incorporé para echar una ojeada alrededor.
Camino del baño, ella había ido dejando un sofisticado rastro de moda. El vestido
púrpura de la Colección Yoox de Christian Dior, de media pierna, caía
despreocupadamente por el respaldo de una silla estilo Luis XV. Los zapatos de
aguja… bueno, uno estaba a los pies de la cama, el otro… el otro no conseguí verlo.
Levanté la sábana y comprobé mi total desnudez. El final de la noche había
transcurrido entre copas de champán Bollinger Grande Année, de 1996, tras saborear
una copiosa cena en un restaurante tan famoso como el Maxim’s, que todavía tiene
una aureola de pintoresquismo contradictorio.
El cómo llegamos hasta el Ritz no era difícil de imaginar. Recordaba vagamente
un elegante taxi que nos «depositó» a las puertas de tan lujoso establecimiento
hotelero. Eso sí, como era obligado, tomamos la última consumición en el bar
Hemingway, donde a la señorita Iganov le ofrecieron una preciosa rosa roja.
Mi ropa descansaba en un desordenado montón, en el suelo de la habitación, y
por lo que parecía, ella se había quedado dormida con el costoso vestido puesto. Lo
deduje al comprobar lo arrugado que se encontraba. Lamenté mi estado físico de la
noche anterior soltando un largo suspiro.
—¿Te has despertado? —preguntó ella con voz aterciopelada desde el interior de
la toilette, cuya puerta había dejado entreabierta a propósito.
—Sí, creo… que sí —farfullé medio atontado. Después me froté los ojos y miré a
los amplios ventanales que se abrían a la Plaza de la Concordia. La luminosidad hirió
mis retinas y por eso apreté los párpados, haciendo de paso una mueca.
Me senté al borde de la cama, dejando que la luz del día me bañara con su dulce
abrazo. Era tan agradable volver a vivir bajo el cielo azul de París…
Desnudo como me encontraba, caminé como un sonámbulo hasta el baño para
quitarme las legañas. Penetré en la exquisitamente decorada estancia que era la
toilette. Una gran bañera victoriana, con doradas patas de bronce, reinaba entre
sendas y regordetas columnas de mármol negro. Aquel exquisito recipiente contenía
el esbelto cuerpo de Krastiva, quien en ese preciso instante se sumergía feliz en un
relajante baño de espuma y de sales. Sonreía, quizás porque me había quedado tan
absorto contemplando una escena por la que algunos hombres serían capaces de hacer
C
on la pequeña fortuna que gentilmente nos había legado Pietro Casetti, alias
«Ameneb», viajamos por Europa con la misma soltura que los nuevos ricos.
Fue una experiencia única antes de instalarnos definitivamente los dos en la
vieja y cosmopolita ciudad de Londres.
Krastiva no tardaría en sentir la llamada de la aventura. Cámara en mano marchó
con rumbo ignoto a alguna guerra perdida. Y yo, claro que no, no estaba dispuesto a
separarme de ella ni un solo minuto.
FIN