El Hombre Es Un Gran Faisan en El Mundo - Herta Muller
El Hombre Es Un Gran Faisan en El Mundo - Herta Muller
El Hombre Es Un Gran Faisan en El Mundo - Herta Muller
«Precisamente ahora, 20 años tras la caída del muro de Berlín, es una señal
maravillosa que se honre con el Nobel de Literatura a una escritora que ha
vivido esta experiencia en carne propia.» Angela Merkel
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Herta Müller
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Título original: Der Mensch ist ein großer Fasan auf der Welt
Herta Müller, 1986.
Traducción: Juan José del Solar
Ilustraciones: J. Siruela
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La hendidura palpebral entre Este y Oeste muestra el blanco del ojo. La pupila
no puede verse.
Ingeborg Bachmann
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El bache
En torno al monumento a los caídos han crecido rosas. Forman un matorral tan
espeso que asfixian la hierba. Son flores blancas y menudas, enrolladas como papel.
Y crujen. Está amaneciendo. Pronto será de día.
Cada mañana, cuando recorre en solitario la carretera que lleva al molino,
Windisch cuenta qué día es. Frente al monumento a los caídos cuenta los años. Detrás
de él, junto al primer álamo donde su bicicleta cae siempre en el mismo bache, cuenta
los días. Por la tarde, cuando cierra el molino, Windisch vuelve a contar los días y los
años.
Ve de lejos las pequeñas rosas blancas, el monumento a los caídos y el álamo. Y
los días de niebla tiene el blanco de las rosas y el blanco de la piedra muy pegados a
él cuando pasa pedaleando por en medio. La cara se le humedece y él pedalea hasta
llegar. Dos veces se quedó en pura espina el matorral de rosas, y la mala hierba,
debajo, parecía aherrumbrada. Dos veces se quedó el álamo tan pelado que su madera
estuvo a punto de resquebrajarse. Dos veces hubo nieve en los caminos.
Windisch cuenta dos años frente al monumento a los caídos, y doscientos veintiún
días en el bache, junto al álamo.
Cada día, al ser remecido por el bache, Windisch piensa: «El final está aquí».
Desde que se propuso emigrar ve el final en todos los rincones del pueblo. Y el
tiempo detenido para los que quieren quedarse. Y Windisch ve que el guardián
nocturno se quedará ahí hasta más allá del final.
Y tras haber contado doscientos veintiún días y ser remecido por el bache,
Windisch se apea por primera vez. Apoya la bicicleta contra el álamo. Sus pasos
resuenan. Del jardín de la iglesia alzan el vuelo unas palomas silvestres. Son grises
como la luz. Sólo el ruido permite diferenciarlas.
Windisch se santigua. El picaporte está húmedo. Se le pega en la mano. La puerta
de la iglesia está cerrada con llave. San Antonio está al otro lado de la pared. Tiene
un lirio blanco y un libro marrón en la mano. Lo han encerrado.
Windisch siente frío. Mira a lo lejos. Donde acaba la carretera, las olas de hierba
se quiebran sobre el pueblo. Allí al final camina un hombre. El hombre es un hilo
negro que se interna entre las plantas. Las olas de hierba lo levantan por encima del
suelo.
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La rana de tierra
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despertado», dice. «Tú no», dice el guardián nocturno, «mi mujer me ha despertado».
Y se sacude las migajas del chaleco. «Sabía que no podría dormirme», dice. «La luna
está enorme. Soñé con la rana seca. Estaba agotado. Y no podía irme a dormir. La
rana de tierra estaba en mi cama. Me puse a hablar con mi mujer y la rana me miró
con los ojos de mi mujer. Tenía la trenza de mi mujer. Llevaba puesto su camisón,
remangado hasta el vientre. Le dije: "Tápate, que tienes los muslos secos". Eso le dije
a mi mujer. La rana de tierra se cubrió los muslos con el camisón. Yo me senté en la
silla, junto a la cama. La rana de tierra sonrió con la boca de mi mujer. "Esa silla
rechina", dijo. La silla no rechinaba. La rana de tierra se soltó la trenza de mi mujer
sobre el hombro. Era tan larga como su camisón. Le dije: "Te ha crecido el pelo". Y la
rana de tierra alzó la cabeza y gritó: "Estás borracho, te vas a caer de la silla".»
La luna tiene una mancha de nubes rojas. Windisch está apoyado contra la pared
del molino. «El hombre es tonto», dice el guardián nocturno, «y siempre está
dispuesto a perdonar».
El perro devora una corteza de tocino. «Le he perdonado todo», dice el guardián
nocturno. «Le perdoné lo del panadero. Y el tratamiento que se hizo en la ciudad.»
Desliza la punta de su dedo por la hoja del cuchillo. «Y me convertí en el hazmerreír
de todo el pueblo.» Windisch suspira. «Ya no podía mirarla a los ojos», dice el
guardián nocturno. «Lo único que no le he perdonado es que se muriera tan rápido,
como si no hubiera tenido a nadie.»
«Sabe Dios para qué existirán las mujeres», dice Windisch. El guardián nocturno
se encoge de hombros: «No para nosotros», dice. «Ni para mí, ni para ti. No sé para
quién.» Y acaricia al perro. «Y nuestras hijas», dice Windisch, «sabe Dios, algún día
también serán mujeres».
Sobre la bicicleta hay una sombra, y otra sobre la hierba. «Mi hija», dice
Windisch, «mi Amalie ya tampoco es virgen». El guardián nocturno mira la mancha
de nubes rojas. «Mi hija tiene las pantorrillas como sandías», dice Windisch. «Tú lo
has dicho: ya no puedo mirarla a los ojos. Tiene una sombra en los ojos.» El perro
gira la cabeza. «Los ojos mienten», dice el guardián nocturno, «pero las pantorrillas
no». Y separa los pies. «Mira cómo camina tu hija», dice, «si separa las puntas de los
pies al caminar, es que ha pasado algo».
El guardián nocturno hace girar su sombrero en la mano. El perro lo mira,
tumbado apaciblemente. Windisch calla. «Hay rocío, la harina se humedecerá», dice
el guardián nocturno, «y al alcalde no le hará ninguna gracia».
Sobre el estanque vuela un pájaro. Lentamente y sin desviarse, como siguiendo
un cordel. Casi rozando el agua, como si fuera tierra. Windisch lo sigue con la
mirada. «Como un gato», dice. «Una lechuza», dice el guardián nocturno. Y se lleva
la mano a la boca. «Hace ya tres noches que veo luz en casa de la vieja Kroner.»
Windisch empuja su bicicleta. «No puede morirse», dice, «la lechuza aún no se ha
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posado en ningún techo».
Windisch camina entre la hierba y contempla la luna. «Te lo digo yo, Windisch»,
exclama el guardián nocturno, «las mujeres engañan».
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La aguja
Aún hay luz en casa del carpintero. Windisch se detiene. El cristal de la ventana
reluce. Refleja la calle.
Refleja los árboles. La imagen atraviesa la cortina. Penetra en la habitación por
entre los ramilletes de encaje. Junto a la estufa de azulejos hay una tapa de ataúd
apoyada en la pared. Aguarda la muerte de la vieja Kroner. Su nombre está escrito
sobre ella. Pese a los muebles, la habitación parece vacía entre tanta claridad.
El carpintero está sentado en una silla de espaldas a la mesa. Su mujer, de pie ante
él, se ha puesto un camisón de dormir a rayas. Tiene una aguja en la mano. De la
aguja cuelga un hilo gris. El carpintero tiene el dedo índice estirado hacia ella. Con la
punta de la aguja, su mujer le quita una astilla de la carne. El dedo sangra. El
carpintero lo contrae. La mujer deja caer la aguja. Baja los párpados y ríe. El
carpintero le mete la mano bajo el camisón. Se lo levanta. Las rayas se enroscan. El
carpintero recorre los senos de su mujer con el dedo sangrante. Los senos son
grandes. Tiemblan. El hilo gris cuelga en la pata de la silla. La aguja se balancea con
la punta hacia abajo.
Junto a la tapa del ataúd está la cama. La almohada es de damasco, con lunares
grandes y pequeños. La cama está tendida. La sábana es blanca, y el cubrecama
también.
La lechuza pasa volando ante la ventana. Con un largo aletazo recorre el cristal.
Su vuelo es crispado. Bajo la luz oblicua, la lechuza se duplica.
Inclinada, la mujer va de un lado a otro ante la mesa. El carpintero le mete la
mano entre las piernas. La mujer mira la aguja que cuelga. La coge. El hilo se
balancea. La mujer deja resbalar su mano por el cuerpo. Cierra los ojos. Abre la boca.
El carpintero la lleva a la cama cogida por la muñeca. Tira sus pantalones sobre la
silla. El calzoncillo parece un remiendo blanco entre las perneras. La mujer alza los
muslos y dobla las rodillas. Su vientre es de pasta. Sus piernas forman una especie de
bastidor blanco sobre la sábana.
Encima de la cabecera cuelga una foto en un marco negro. La madre del
carpintero apoya su pañuelo de cabeza contra el ala del sombrero de su esposo. En el
cristal hay una mancha. Sobre la barbilla de la madre, que sonríe desde la foto. Sonríe
ya próxima a la muerte. A un año escaso. Sonríe hacia una habitación situada pared
por medio.
La rueda del pozo gira porque la luna es enorme y bebe agua. Porque el viento se
enreda entre sus rayos. El saco está húmedo. Cuelga sobre la rueda trasera como un
cuerpo dormido. «Como un muerto cuelga detrás de mí este saco», piensa Windisch.
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Windisch siente su sexo tieso y contumaz pegado al muslo.
«La madre del carpintero se ha enfriado», piensa Windisch.
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La dalia blanca
En plena canícula de agosto, la madre del carpintero bajó una sandía al pozo con el
cubo. El pozo hacía olas en torno al cubo. El agua gorgoteaba en torno a la cáscara
verde. El agua enfrió la sandía.
La madre del carpintero salió al jardín con el cuchillo grande. El sendero del
jardín era una acequia. La lechuga había crecido. Tenía las hojas pegadas por la leche
blancuzca que se forma en los cogollos. La madre del carpintero bajó por la acequia
con el cuchillo. Allí donde empieza la valla y termina el jardín, florecía una dalia
blanca. La dalia le llegaba al hombro. La madre del carpintero se pasó un buen rato
oliendo los pétalos blancos. Inhalando el perfume de la dalia. Luego se frotó la frente
y miró el patio.
La madre del carpintero cortó la dalia blanca con el cuchillo grande.
«La sandía fue un simple pretexto», dijo el carpintero después del entierro. «La
dalia fue su hado fatal.» Y la vecina del carpintero dijo: «La dalia fue una visión».
«Como este verano ha sido tan seco», dijo la mujer del carpintero, «la dalia se
llenó de pétalos blancos y enrollados. Floreció hasta alcanzar un tamaño nada común
para una dalia. Y como no ha soplado viento este verano, no se deshojó. La dalia ya
llevaba tiempo muerta, pero no podía marchitarse».
«Eso no se aguanta», dijo el carpintero, «no hay quien aguante algo así».
Nadie sabe qué hizo la madre del carpintero con la dalia que había cortado. No se
la llevó a su casa. Ni la puso en su habitación. Ni la dejó en el jardín.
«Llegó del jardín con el cuchillo grande en la mano», dijo el carpintero. «Había
algo de la dalia en sus ojos. El blanco de los ojos se le había secado.»
«Puede ser», dijo el carpintero, «que mientras esperaba la sandía hubiese
deshojado la dalia. En su mano, sin dejar caer un solo pétalo a tierra. Como si el
jardín fuera una habitación».
«Creo», dijo el carpintero, «que cavó un hoyo en la tierra con el cuchillo grande y
enterró ahí la dalia».
La madre del carpintero sacó el cubo del pozo ya al caer la tarde. Llevó la sandía
a la mesa de la cocina. Con la punta del cuchillo perforó la cáscara verde. Luego giró
el brazo describiendo un círculo con el cuchillo grande y cortó la sandía por la mitad.
La sandía crujió. Fue un estertor. Había estado viva en el pozo y sobre la mesa de la
cocina, hasta que sus dos mitades se separaron.
La madre del carpintero abrió los ojos, pero como los tenía igual de secos que la
dalia, no se le abrieron mucho. El zumo goteaba de la hoja del cuchillo. Sus ojos
pequeños y llenos de odio miraron la pulpa roja. Las pepitas negras se encabalgaban
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unas sobre otras como los dientes de un peine.
La madre del carpintero no cortó la sandía en rodajas. Puso las dos mitades
delante de ella, y con la punta del cuchillo fue horadando la pulpa roja. «En mi vida
había visto tanta avidez en un par de ojos», dijo el carpintero.
El líquido rojo empezó a gotear en la mesa de la cocina. Le goteaba a ella por las
comisuras de los labios. Las gotas le chorreaban por los codos. El líquido rojo de la
sandía se fue pegando al suelo.
«Mi madre nunca había tenido los dientes tan blancos y fríos», dijo el carpintero.
«Mientras comía me dijo: "No me mires así, no me mires la boca". Y escupía las
pepitas negras sobre la mesa.»
«Yo desvié la mirada. No me fui de la cocina. La sandía me daba miedo», dijo el
carpintero. «Luego miré por la ventana. Por la calle pasó un desconocido. Caminaba
deprisa, hablando consigo mismo. Detrás de mí, oía a mi madre perforar la pulpa con
el cuchillo. La oía masticar. Y deglutir. "Mamá", le dije sin mirarla, "deja ya de
comer".»
La madre del carpintero levantó la mano. «Empezó a gritar y yo la miré porque
gritaba muy fuerte», dijo el carpintero. «Me amenazó con el cuchillo. "Esto no es un
verano y tú no eres un hombre", chilló. "Siento una presión en la frente. Me arden las
tripas. Este verano despide el fuego de todos los años. Sólo la sandía me refresca".»
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La máquina de coser
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Windisch oyó detrás de la puerta el jadeo obstinado y regular de su mujer. Como
una máquina de coser.
Windisch abrió bruscamente la puerta. Encendió la luz. Las piernas de su mujer
yacían sobre la sábana como los batientes de una ventana abierta. Temblaban bajo la
luz. La mujer de Windisch abrió mucho los ojos. Su mirada no estaba cegada por la
luz. Era simplemente fija.
Windisch se agachó. Se desató los zapatos. Por debajo del brazo miró los muslos
de su mujer. La vio sacarse un dedo viscoso del pelo. No sabía dónde poner la mano
con ese dedo. Y la puso sobre su vientre desnudo.
Windisch se miró los zapatos y dijo: «¿Conque ésas tenemos, eh? ¿Conque la
vejiga, eh, señora?». La mujer de Windisch se llevó a la cara la mano del dedo
viscoso. Estiró ambas piernas hacia los pies de la cama y las apretó una contra otra
hasta que Windisch sólo pudo ver una pierna y las plantas de ambos pies.
La mujer de Windisch volvió la cara a la pared y rompió a llorar ruidosamente.
Lloró largo rato con la voz de sus años mozos. Lloró breve y suavemente con la voz
de su edad. Gimió tres veces con la voz de otra mujer. Luego enmudeció.
Windisch apagó la luz. Se deslizó en la cama caliente. Sintió el flujo de su mujer,
como si ésta hubiera vaciado su vientre en la cama.
Windisch oyó cómo el sueño la iba hundiendo más y más bajo ese flujo. Sólo su
aliento ronroneaba. Una respiración cansina y vacía. Y alejada de todas las cosas. Su
aliento ronroneaba como si estuviera al final de todas las cosas, al borde de su propio
final.
Aquella noche durmió tan lejos que ningún sueño pudo encontrarla.
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Manchas negras
Detrás del manzano cuelgan las ventanas del peletero, totalmente iluminadas. «Ese
ya tiene su pasaporte», piensa Windisch. La luz relumbra en las ventanas, tras los
cristales desnudos. El peletero lo ha vendido todo. Las habitaciones están vacías.
«Han vendido hasta las cortinas», dice Windisch para sus adentros.
El peletero está apoyado contra la estufa de azulejos. En el suelo hay varios platos
blancos. Los cubiertos están en el alféizar de la ventana. Del pomo de la puerta
cuelga el abrigo negro del peletero. Su mujer se inclina sobre las maletas al pasar.
Windisch le ve las manos. Proyectan sombras sobre las paredes vacías. Se alargan y
se doblan. Sus brazos ondulan como ramas sobre el agua. El peletero está contando
dinero. Cuando acaba, mete el fajo de billetes en los tubos de la estufa de azulejos.
El armario es un rectángulo blanco, las camas son marcos blancos. Las paredes
son, en medio, manchas negras. El suelo está torcido. El suelo se levanta. Trepa hasta
lo alto de la pared. Se detiene ante la puerta. El peletero cuenta un segundo fajo de
billetes. El suelo va a taparlo. La mujer del peletero sopla el polvo de la gorra de piel
gris. El suelo va a levantarla hasta el techo. Junto a la estufa de azulejos, el reloj de
pared ha dejado una mancha blanca y alargada. Junto a la estufa de azulejos el tiempo
está suspendido. Windisch cierra los ojos. «El tiempo se ha acabado», piensa
Windisch. Oye un tictac en la mancha blanca del reloj y ve una esfera de manchas
negras. No tiene manecillas el tiempo. Sólo las manchas negras giran. Se persiguen.
Se empujan fuera de aquella mancha blanca. Caen a lo largo de la pared. Ellas son el
suelo. Las manchas negras son el suelo en la otra habitación.
Rudi está arrodillado en el suelo de la habitación vacía. Ante él hay largas filas y
círculos de objetos de vidrio policromado. Junto a Rudi está la maleta vacía. De la
pared cuelga un cuadro que no es tal. El marco es de cristal verde. En su interior hay
un vidrio opalino con ondas rojas.
La lechuza vuela sobre los jardines. Su grito es agudo. Su vuelo, rasante. Y lleno
de noche. «Un gato», piensa Windisch, «un gato que vuela».
Rudi sostiene una cuchara de vidrio azul ante uno de sus ojos. El blanco del ojo
aumenta. Su pupila es una esfera húmeda y brillante en la cuchara. El suelo anega de
colores los bordes de la habitación. El tiempo hace olas desde la habitación contigua.
Las manchas negras flotan a la deriva. La bombilla parpadea. La luz se ha
desgarrado. Las dos ventanas se aproximan nadando hasta fundirse. Los dos pisos
empujan las paredes ante ellos. Windisch se sostiene la cabeza con la mano. En su
cabeza late el pulso. En su muñeca late la sien. Los pisos se levantan. Se aproximan.
Se tocan. Vuelven a caer a lo largo de su fina hendidura. Se volverán pesados y la
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tierra se abrirá. El vidrio arderá, será una úlcera temblorosa en la maleta.
Windisch abre la boca. Las siente crecer por su cara, esas manchas negras.
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La caja
Rudi es ingeniero. Trabajó tres años en una fábrica de vidrio situada en las
montañas.
En el curso de esos tres años, el peletero visitó una sola vez a su hijo. «Voy a
pasarme una semana con Rudi en las montañas», le dijo a Windisch.
Regresó a los tres días. Con las mejillas encendidas por el aire de las montañas y
los ojos agotados por el insomnio. «No podía dormir allí arriba», dijo el peletero. «No
pegaba ojo. De noche sentía las montañas en la cabeza.»
«Dondequiera que mires», dijo, «ves montañas. En el camino a las montañas hay
túneles. Que también son montañas. Negras como la noche. El tren pasa por esos
túneles. La montaña entera retumba dentro del tren. Sientes un zumbido en los oídos
y una presión en la cabeza. A ratos es noche cerrada, a ratos, un día brillante», dijo el
peletero, «y eso en continua alternancia. Algo insoportable. Todos van sentados y ni
se molestan en mirar por la ventana. Cuando hay luz, leen libros. Y tratan de que los
libros no se les resbalen de las rodillas. Yo tenía que tratar de no rozarlos con el codo.
Cuando oscurece, dejan los libros abiertos. Yo era todo oídos; sí, en los túneles
prestaba oídos a ver si cerraban los libros. Y no oía nada. Cuando volvía la luz,
miraba primero los libros y después sus ojos. Los libros seguían abiertos, y sus ojos
estaban cerrados. La gente abría los ojos después que yo. Así como lo oyes,
Windisch», dijo el peletero, «me sentía orgulloso de abrir siempre los ojos antes que
ellos. Calculaba cuándo iba a acabar el túnel. Y eso lo aprendí en Rusia», añadió el
peletero apoyando la frente en su mano. «Nunca he vivido tantas noches retumbantes
ni tantos días resplandecientes. De noche, en mi cama, seguía oyendo los túneles.
Retumbaban. Sí, retumbaban como las vagonetas de carga en los Urales.»
El peletero meció la cabeza. La cara se le iluminó. Miró la mesa por encima del
hombro. Miró a ver si su mujer escuchaba. Luego dijo en un susurro: «Sólo mujeres,
Windisch, así como lo oyes, allí sólo hay mujeres. ¡Y cómo caminan! Y siegan más
aprisa que los hombres». El peletero se rió: «Lástima que sean valacas», dijo. «En la
cama son buenas, pero no saben cocinar como nuestras mujeres.»
Sobre la mesa había una escudilla de hojalata. La mujer del peletero se puso a
batir en ella una clara de huevo. «He lavado dos camisas», dijo. «Y el agua ha
quedado negra. Vaya mugre la que hay por ahí. No se la ve, gracias a los bosques.»
El peletero miró la escudilla. «Arriba en la montaña más alta», dijo, «hay un
sanatorio. Allí están los locos. Dan vueltas alrededor de una valla en calzoncillos
azules y abrigos gruesos. Uno de ellos se pasa todo el día buscando piñas en la hierba
y hablando solo. Rudi dice que es minero. Y que una vez organizó una huelga».
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La mujer del peletero metió la punta del dedo en la clara batida. «Y ahí está el
resultado», dijo lamiéndose la punta del dedo.
«Otro», dijo el peletero, «sólo estuvo una semana en el sanatorio. Regresó a la
mina. Y un coche lo atropelló».
La mujer del peletero levantó la escudilla. «Estos huevos son viejos», dijo, «la
clara amarga».
El peletero asintió con la cabeza. «Desde arriba se ven los cementerios
suspendidos en las laderas de los cerros», dijo.
Windisch apoyó sus manos en la mesa, junto a la escudilla. Y dijo: «No me
gustaría que me enterrasen allí arriba».
La mujer del peletero paseó una mirada ausente por las manos de Windisch. «Sí,
deben de ser muy bonitas las montañas», dijo. «Pero quedan tan lejos de aquí.
Nosotros no podemos ir, y Rudi nunca viene a vernos.»
«Hoy ha vuelto a hacer bollos», dijo el peletero, «y Rudi no podrá probarlos».
Windisch quitó las manos de la mesa.
«Las nubes rozan casi la ciudad», dijo el peletero. «La gente camina entre las
nubes. Todos los días hay tormentas. Los rayos matan gente en los campos.»
Windisch metió las manos en los bolsillos del pantalón. Se levantó y caminó hasta
la puerta.
«Te he traído algo», dijo el peletero. «Rudi me dio una cajita para Amalie.» Y
abrió un cajón. Volvió a cerrarlo. Miró en una maleta vacía. La mujer del peletero
hurgó en los bolsillos de la chaqueta de su marido. El peletero abrió el armario.
Agotada, la mujer levantó las manos. «Ya la encontraremos», dijo. El peletero
buscó en los bolsillos de su pantalón. «Esta mañana he tenido la caja en mis manos»,
dijo.
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La navaja
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La lágrima
Amalie salió del patio del peletero. Echó a andar por la hierba llevando la cajita en
su mano. La olió.
Windisch vio el ribete de la falda de Amalie proyectar su sombra sobre la hierba.
Sus pantorrillas eran blancas. Windisch vio que Amalie mecía las caderas.
La caja estaba atada con una cinta plateada. Amalie se paró ante el espejo. Se
miró en él. Buscó en el espejo la cinta plateada y tiró de ella. «La caja estaba en el
sombrero del peletero», dijo.
En el interior de la caja crujió un papel de seda blanco. Sobre el papel blanco
había una lágrima de vidrio. Tenía un agujero en la punta. Y una ranura en su interior.
Bajo la lágrima había una hojita de papel. Rudi había escrito en ella: «La lágrima está
vacía. Llénala de agua. Agua de lluvia, si es posible».
Amalie no podía llenar la lágrima. Era verano, y el pueblo se había quedado seco.
Y el agua de pozo no era agua de lluvia.
Amalie acercó la lágrima a la luz de la ventana. Por fuera era rígida. Pero por
dentro, a lo largo de la ranura, temblaba.
El cielo ardió siete días hasta vaciarse por completo. Se había desplazado hasta el
extremo del pueblo. Ya en el valle, miró hacia el río. Y el cielo bebió agua. Y volvió a
llover.
En el patio corría el agua sobre los adoquines. Amalie se paró con la lágrima
junto al canalón. Vio cómo el agua iba llenando el vientre de la lágrima.
En el agua de lluvia también había viento. Un viento que impulsaba campanas de
cristal por entre los árboles. Eran campanas opacas, en cuyo interior se agitaban
remolinos de hojas. La lluvia cantaba. También había arena en la voz de la lluvia. Y
cortezas de árbol.
La lágrima se llenó. Amalie la llevó a su habitación con las manos mojadas y los
pies descalzos y llenos de arena.
La mujer de Windisch cogió la lágrima en su mano. El agua refulgía en su
interior. Había una luz dentro del vidrio. El agua de la lágrima goteaba entre los
dedos de la mujer de Windisch.
Windisch estiró la mano. Cogió la lágrima. El agua le empezó a chorrear por el
codo. La mujer de Windisch se lamió los dedos húmedos con la punta de la lengua.
Windisch la vio lamerse el dedo viscoso que se había sacado del pelo aquella noche
tempestuosa. Miró la lluvia fuera. Sintió el flujo en la boca. El nudo del vómito le
oprimió la garganta.
Windisch puso la lágrima sobre la mano de Amalie. La lágrima goteaba. Y el
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nivel del agua en su interior no bajaba. «Es agua salada. Te quema en los labios», dijo
la mujer de Windisch.
Amalie se lamió la muñeca. «La lluvia es dulce», dijo. «La sal viene del llanto de
la lágrima.»
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El jadín de la carroña
«En casos así de nada sirven las escuelas», dijo la mujer de Windisch. Windisch
miró a Amalie y añadió: «Rudi es ingeniero, pero en casos así de nada sirven las
escuelas». Amalie se rió. «Rudi conoce el sanatorio, y no sólo por fuera. Estuvo
internado», dijo la mujer de Windisch. «Lo sé por la cartera.»
Windisch jugueteaba con un vaso, empujándolo de un lado a otro de la mesa. Por
último miró el vaso y dijo: «Eso les viene de familia. Los hijos también acaban
locos».
La bisabuela de Rudi era conocida en el pueblo como «la oruga». Tenía una
trenza muy fina que le colgaba siempre en la espalda. No podía soportar el peine. Su
marido murió joven y sin haberse enfermado.
Después del entierro, la oruga salió a buscar a su marido. Fue a la taberna y
empezó a mirar a cada hombre a la cara. «Tú no eres», iba diciendo de mesa en mesa.
El tabernero se le acercó y le dijo: «Pero si tu marido ha muerto». Ella cogió su fina
trenza en la mano. Luego rompió a llorar y salió corriendo a la calle.
Cada día la oruga salía a buscar a su marido. Entraba en las casas y preguntaba si
había estado por ahí.
Un día de invierno, mientras la niebla iba esparciendo anillos blancos por el
pueblo, la oruga se dirigió a los campos. Se había puesto un vestido de verano y no
llevaba medias. Sólo sus manos iban vestidas de invierno. Con un par de gruesos
guantes de lana. Caminó entre matorrales pelados. La tarde empezaba a declinar. El
guardabosque la vio y la mandó de vuelta al pueblo.
Al día siguiente, cuando se dirigía al pueblo, el guardabosque vio a la oruga
tumbada bajo una mata de endrinas. Se había congelado. El guardabosque la llevó a
hombros hasta el pueblo. La oruga estaba rígida como una tabla.
«Así de irresponsable era», dijo la mujer de Windisch. «Dejó solo en el mundo a
su hijito de tres años.»
El hijito de tres años era el abuelo de Rudi. Era carpintero. Y no le interesaban
para nada sus campos. «Y esa tierra tan buena se llenó de cadillos», dijo Windisch.
El abuelo de Rudi sólo pensaba en su madera. Invertía todo su dinero en ella.
«Con esa madera hacía figuras», dijo la mujer de Windisch. «En cada trozo de
madera tallaba unas caras monstruosas.»
«Luego llegó la expropiación», dijo Windisch. Amalie se estaba pintando las uñas
con esmalte rojo. «Todos los campesinos se echaron a temblar. De la ciudad llegaron
unos hombres a medir los campos. Anotaron los nombres de la gente y dijeron:
"Todos los que no firmen irán a la cárcel". Todas las puertas tenían echado el
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cerrojo», dijo Windisch. «Pero el viejo peletero no le puso cerrojo a la suya. La abrió
de par en par. Cuando llegaron los hombres, les dijo: "Me alegra que me quitéis mis
tierras. Llevaos también los caballos, así me libero de ellos".»
La mujer de Windisch le arrancó a Amalie el frasquito de esmalte de la mano.
«Nadie más lo dijo», exclamó. Y una venita azul se le hinchó detrás de la oreja
cuando gritó, furiosa: «¿Me estás oyendo?».
El viejo peletero talló una mujer desnuda con el tilo del jardín. La puso en el
patio, frente a la ventana. Su mujer se echó a llorar, cogió al niño y lo metió en una
cesta de mimbre. «Y se instaló con él y lo poco que pudo llevarse en una casa vacía a
la entrada del pueblo», dijo Windisch.
«De tanta madera el niño quedó ya un poquitín mal de la cabeza», dijo la mujer
de Windisch.
El niño era el peletero. En cuanto pudo caminar, empezó a ir cada día al campo.
Cazaba sapos y lagartijas. Cuando creció un poco más, se trepaba de noche al
campanario y sacaba del nido a las lechuzas que aún no podían volar. Se las llevaba a
su casa bajo la camisa. Y las alimentaba con sapos y lagartijas. Cuando acababan de
crecer, las mataba. Luego las vaciaba. Las metía en lechada de cal. Las secaba y las
rellenaba de paja.
«Antes de la guerra», dijo Windisch, «el peletero ganó un macho cabrío jugando a
los bolos en una verbena. Y despellejó vivo al animal en medio del pueblo. La gente
echó a correr. Las mujeres se sintieron mal».
«En el lugar donde se desangró el macho cabrío no ha vuelto a crecer la hierba
hasta ahora», dijo la mujer de Windisch.
Windisch se apoyó en el armario. «Nunca fue un héroe», suspiró, «sino un simple
carnicero. En la guerra no luchamos contra lechuzas ni sapos».
Amalie se empezó a peinar ante el espejo.
«Nunca estuvo en las SS», dijo la mujer de Windisch, «solamente en la
Wehrmacht. Después de la guerra volvió a cazar y a disecar lechuzas, cigüeñas y
mirlos. También sacrificó todas las ovejas y liebres enfermas de los alrededores. Y
curtió las pieles. Todo su desván es un jardín repleto de animales muertos», dijo la
mujer de Windisch.
Amalie cogió el frasquito de esmalte. Windisch sintió el grano de arena que iba
de una sien a otra detrás de su frente. Una gota roja cayó del frasquito al mantel.
«Y tú fuiste puta en Rusia», le dijo Amalie a su madre, mirándose la uña.
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La piedra en la cal
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El manzano
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linterna, con un lápiz y un cuaderno. Con un ojo miraba por un agujero del tamaño
del pulgar hecho en el saco. Y escribía el informe.
La noche era altísima. Empujaba al cielo fuera del pueblo. Era medianoche. La
«Comisión de una noche de verano» miraba aquel cielo expulsado a medias. Debajo
del saco, el maestro miró su reloj de bolsillo. Eran las doce pasadas. El reloj de la
iglesia no había dado la hora.
El cura había parado el reloj de la iglesia. Sus ruedas dentadas no debían medir el
tiempo del pecado. El silencio debería acusar al pueblo.
Nadie dormía en el pueblo. Los perros vagaban por las calles sin ladrar.
Encaramados en los árboles, los gatos miraban con sus fosforescentes ojos de farola.
La gente estaba en sus casas. Las madres iban con sus hijos de un lado a otro,
entre las velas encendidas. Los niños no lloraban.
Windisch se había instalado con Barbara debajo del puente.
Cuando el maestro vio la medianoche en su reloj de bolsillo, estiró la mano fuera
del saco y le hizo una señal a la «Comisión de una noche de verano».
El manzano no se movía. El juez carraspeó después del prolongado silencio. Un
acceso de tos de fumador sacudió a uno de los campesinos ricos, que arrancó
rápidamente un puñado de hierba. Se metió la hierba en la boca. Y enterró su tos.
Dos horas después de la medianoche el manzano empezó a temblar. Y en la parte
alta, donde sus ramas se separaban, se abrió una boca que empezó a comer manzanas.
La «Comisión de una noche de verano» pudo oír el ruido de la boca al comer.
Detrás de la pared, en la iglesia, cantaban los grillos.
Cuando la boca hubo devorado su sexta manzana, el juez municipal corrió hacia
el árbol y le dio un hachazo en plena boca. Los campesinos ricos agitaron sus bieldos
en el aire y se pararon detrás del juez municipal.
Un trozo de corteza —una madera húmeda y amarillenta— cayó entre la hierba.
El manzano cerró la boca.
Ningún miembro de la «Comisión de una noche de verano» logró ver cómo ni
cuándo el manzano cerró su boca.
El maestro salió del saco. Él, como maestro, hubiera debido verlo, dijo el juez
municipal.
A las cuatro de la madrugada, el cura se dirigió a la estación arrebujado en su
larga sotana negra, bajo su gran sombrero negro, llevando su cartera negra. Caminaba
a paso rápido, mirando sólo el empedrado. Ya estaba amaneciendo en las paredes de
las casas. La cal era clara.
Tres días después llegó al pueblo el obispo. La iglesia se llenó. La gente lo vio
avanzar entre los bancos hacia el altar. Y subir al púlpito.
El obispo no rezó. Dijo que había leído el informe del maestro. Y que había
consultado con Dios. «Dios lo sabía hace ya tiempo», exclamó, «Dios me recordó a
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Adán y Eva. Dios», añadió el obispo en voz más baja, «Dios me dijo: el demonio está
en ese manzano».
El obispo le había escrito una carta al cura. Y se la había escrito en latín. El cura
leyó la carta desde el púlpito. El púlpito parecía altísimo debido al latín.
El padre del guardián nocturno afirmó no haber oído la voz del cura.
Cuando el cura terminó de leer la carta, cerró los ojos. Juntó las manos y rezó en
latín. Luego bajó del púlpito. Parecía pequeño. Su cara se veía cansada. Se volvió
hacia el altar. «No debemos derribar ese árbol. Tenemos que quemarlo allí mismo»,
dijo.
Al viejo peletero le hubiera gustado comprarle el manzano al cura. Pero el cura le
dijo: «La palabra de Dios es sagrada. El obispo sabe lo que hace».
Esa tarde los hombres trajeron una carretada de paja. Los cuatro campesinos ricos
envolvieron el tronco con paja. Desde lo alto de la escalera, el alcalde echó paja en la
copa.
De pie detrás del árbol, el cura rezaba en voz alta. El coro de la iglesia entonaba
largos cánticos desde el seto de boj. Hacía frío, y el aliento de los cánticos subía hacia
el cielo. Las mujeres y los niños rezaban en voz baja.
El maestro prendió fuego a la paja con una tea encendida. Las llamas devoraron la
paja. Crecieron y engulleron la corteza del árbol. El fuego crepitaba en la madera. La
corona del árbol lamía el cielo. La luna se cubrió.
Las manzanas se hincharon y reventaron. El zumo silbaba y gimoteaba entre las
llamas como carne viva. El humo apestaba. Ardía en los ojos. Los cánticos eran
desgarrados por accesos de tos.
El pueblo quedó envuelto en humo hasta que llegó la primera lluvia. El maestro lo
anotó en su cuaderno. Y llamó a aquel humo: «niebla de manzana».
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El brazo de madera
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La canción
Los cerdos manchados del vecino gruñen ruidosamente. Forman una piara en las
nubes. Pasan por encima del patio. El mirador está envuelto en una maraña de hojas.
Cada hoja tiene una sombra.
Una voz de hombre canta en la calle de al lado. La canción nada entre las hojas.
«De noche, el pueblo es muy grande», piensa Windisch, «y su final está en todas
partes».
Windisch conoce la canción:
El mirador crece hacia lo alto cuando hay mucha oscuridad. Y las hojas tienen
sombra. Se eleva desde debajo del empedrado. Sobre un puntal. Cuando crece
demasiado, el puntal se rompe y el mirador se precipita a tierra. En el mismo lugar.
Cuando llega el día, nadie nota que el mirador ha crecido y vuelto a caer.
Windisch siente el estirón sobre las piedras. Ante él hay una mesa vacía. Sobre la
mesa, el terror. El terror está entre las costillas de Windisch. Lo siente colgar como
una piedra en el bolsillo de su chaqueta.
La canción nada a través del manzano:
Como la piara de cerdos es tan grande allí arriba, entre las nubes, éstas se
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arrastran por encima del pueblo. Los cerdos callan. La canción se queda sola en la
noche:
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La leche
Cuando Amalie tenía siete años, Rudi se la llevó por el maizal. Se la llevó hasta el
final del huerto. «El maizal es el bosque», le dijo. Y entró con Amalie en el granero.
«El granero es el castillo», le dijo.
En el granero había un tonel de vino vacío. Rudi y Amalie se metieron dentro. «El
tonel es tu cama», dijo Rudi. Y le puso a Amalie cadillos secos en el pelo. «Tienes
una corona de espinas», le dijo. «Estás hechizada. Te amo. Tienes que sufrir.»
Rudi tenía los bolsillos de su chaqueta llenos de trozos de vidrio policromados.
Los puso alrededor del tonel. Los vidrios centelleaban. Amalie se sentó en el fondo
del tonel. Rudi se arrodilló delante de ella. Le levantó el vestido. «Voy a beber tu
leche», dijo Rudi. Y le chupó los pezones. Amalie cerró los ojos. Rudi le mordisqueó
los botoncillos parduzcos.
A Amalie se le hincharon los pezones. Y rompió a llorar. Rudi salió al campo por
la parte trasera del huerto. Amalie volvió corriendo a casa.
Tenía el pelo lleno de cadillos. Todo enmarañado. La mujer de Windisch le cortó
las marañas con sus tijeras. Lavó los pezones de Amalie con infusión de manzanilla.
«No vuelvas a jugar con él», le dijo. «El hijo del peletero está loco. De tanto animal
disecado ha quedado mal de la cabeza.»
Windisch meneó la cabeza. «Amalie nos cubrirá de vergüenza», dijo.
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La oropéndola
Entre las persianas había ranuras grises. Amalie tenía fiebre. Windisch no podía
dormir. Pensaba en los pezones mordisqueados.
La mujer de Windisch se sentó al borde de la cama. «He tenido un sueño», dijo.
«Soñé que subía al desván con el cedazo en la mano. En la escalera había un pájaro
muerto. Era una oropéndola. Levanté al pájaro por las patas. Debajo de él había un
puñado de moscas negras y gordas. Las moscas echaron a volar todas juntas. Y se
instalaron en el cedazo. Yo sacudí el cedazo en el aire. Pero las moscas no se movían.
Entonces abrí bruscamente la puerta, salí corriendo al patio y tiré el cedazo con las
moscas sobre la nieve.»
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El reloj de pared
Las ventanas del peletero se han desvanecido en la noche. Rudi está tumbado sobre
su abrigo y duerme. El peletero está echado con su mujer sobre un abrigo y duerme.
Windisch ve la mancha blanca del reloj de pared sobre la mesa vacía. En el reloj
de pared vive un cuclillo. Siente las manecillas. Y canta. El peletero le ha regalado el
reloj de pared al policía.
Dos semanas antes, el peletero le mostró una carta a Windisch. La carta venía de
Munich. «Allí vive mi cuñado», dijo el peletero. Y puso la carta sobre la mesa. Con la
punta del dedo buscó las líneas que quería leer en voz alta. «Deberíais traer vuestra
vajilla y los cubiertos. Las gafas aquí son muy caras. Y los abrigos de piel,
impagables.» El peletero volvió la hoja.
Windisch oye cantar al cuclillo. Huele los pájaros disecados a través del techo. El
cuclillo es el único pájaro vivo en esa casa. Con su canto desgarra el tiempo. Los
pájaros disecados apestan.
El peletero se echó a reír poco después. Había deslizado el dedo hasta una frase
situada en el extremo inferior de la carta: «Las mujeres aquí no valen nada», leyó.
«No saben cocinar. Mi mujer tiene que matarle los pollos a la dueña de la casa. La
buena señora se niega a comer la sangre y el hígado. Tira el buche y el bazo. Y
encima fuma todo el santo día y se va con el primero que aparece.»
«La peor de nuestras suabas», dijo el peletero, «vale más que la mejor alemana de
por allí».
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El euforbio
La lechuza ya no ulula. Se ha posado sobre un techo. «La vieja Kroner debe haberse
muerto», piensa Windisch.
El verano anterior, la vieja Kroner había cortado flores del tilo del tonelero. El
árbol se yergue al lado izquierdo del cementerio. Donde crece la hierba y florecen
narcisos silvestres. Entre la hierba hay una charca. En torno a la charca se alinean las
tumbas de los rumanos. Son chatas. El agua las atrae hacia la tierra.
El tilo del tonelero huele bien. El cura dice que las tumbas de los rumanos no
forman parte del cementerio. Que las tumbas de los rumanos huelen distinto de las de
los alemanes.
El tonelero solía ir de casa en casa. Llevaba un saco lleno de martillos pequeñitos.
Con ellos fijaba los aros en los toneles. A cambio le daban de comer. Y le permitían
dormir en los graneros.
El otoño tocaba a su fin. Por entre las nubes se veía ya el frío del invierno. Una
mañana, el tonelero no se despertó. Nadie sabía quién era. Ni de dónde venía. «Un
tipo así está siempre en camino», decía la gente.
Las ramas del tilo cuelgan sobre la tumba. «No hace falta escalera», decía la vieja
Kroner. «No te mareas.» Y, sentada en la hierba, iba metiendo las flores en un cesto.
La vieja Kroner bebió todo un invierno infusión de tilo. Se vaciaba las tazas en la
boca. Se volvió adicta al tilo. En las tazas acechaba la muerte.
La cara de la vieja Kroner resplandecía. La gente decía: «Algo florece en la cara
de la vieja Kroner». Era una cara joven. Con una juventud que era debilidad. Con ese
rejuvenecer que precede a la muerte. Cuando uno rejuvenece más y más, hasta que el
cuerpo se derrumba. Más allá del nacimiento.
La vieja Kroner cantaba siempre la misma canción: «Junto al pozo, ante el portal,
se yergue un tilo». Y le añadía nuevas estrofas. Cantaba estrofas de flores de tilo.
Cuando la vieja Kroner tomaba su infusión sin azúcar, las estrofas sonaban tristes.
Al cantar se miraba en el espejo. Veía las flores de tilo en su cara. Y sentía sus heridas
en el vientre y en las piernas.
La vieja Kroner cogía euforbio en el campo. Lo hacía hervir y se frotaba las
heridas con el líquido pardusco. Sus heridas eran cada vez más grandes. Y despedían
un olor cada vez más dulce.
La vieja Kroner acabó cogiendo todo el euforbio que había en los campos. Y cada
vez hacía hervir más euforbio y hojas de tilo.
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Los gemelos
Rudi era el único alemán en la fábrica de vidrio. «Es el único alemán en toda la
zona», decía el peletero. «Al principio, los rumanos se asombraban de que aún
quedaran alemanes después de Hitler. ''Todavía hay alemanes", decía la secretaria del
director, "todavía hay alemanes. Incluso en Rumania".»
«Eso tiene sus ventajas», opinaba el peletero. «Rudi gana mucho dinero en la
fábrica. Y mantiene buenas relaciones con el tío de la policía secreta. Es un tipo alto y
rubio. Y tiene ojos azules. Un alemán pintiparado. Rudi dice que es muy culto.
Conoce todas las variedades de vidrios. Rudi le regaló un alfiler de corbata y unos
gemelos de vidrio. Y valió la pena», decía el peletero. «El hombre nos ayudó
muchísimo con el pasaporte.»
Rudi le regaló al hombre todos los objetos de vidrio que tenía en su habitación.
Floreros de vidrio. Peines. Una mecedora de vidrio azul. Tazas y platos de vidrio.
Cuadros de vidrio. Una lamparita de vidrio con una pantalla roja.
Las orejas, los labios, los ojos, los dedos de pies y manos, todos esos objetos de
vidrio se los trajo Rudi a casa en una maleta. Los ponía en el suelo. Los distribuía en
filas y en círculos. Y se sentaba a mirarlos.
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El jarrón
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Entre las tumbas
Windisch volvió al pueblo tras pasar una temporada como prisionero de guerra. El
pueblo aún mostraba las heridas de los numerosos muertos y desaparecidos.
Barbara había muerto en Rusia.
Katharina había vuelto de Rusia. Quería casarse con Josef. Josef había muerto en
la guerra. Katharina tenía el rostro pálido. Y los ojos hundidos.
Como Windisch, Katharina había visto la muerte. Como Windisch, Katharina
había traído consigo su vida. Y Windisch ató rápidamente la suya a la de ella.
Windisch la besó el primer sábado que pasó en el pueblo herido. La arrinconó
contra un árbol. Sintió su vientre joven y sus senos redondos. Luego anduvo con ella
bordeando los jardines.
Las lápidas formaban filas blancas. El portón de hierro rechinó. Katharina se
persignó. Y se echó a llorar. Windisch sabía que lloraba por Josef. Windisch cerró el
portón. Y se echó a llorar. Katharina sabía que lloraba por Barbara.
Katharina se sentó en la hierba, detrás de la capilla. Windisch se inclinó hacia
ella. Katharina le acarició el pelo, sonriendo. Él le levantó la falda y se desabrochó
los pantalones. Luego se echó sobre ella. Los dedos de Katharina se aferraron a la
hierba. Katharina empezó a jadear. Windisch miró por sobre sus cabellos. Las lápidas
refulgían. Ella temblaba.
Katharina se sentó. Se remangó la falda por encima de las rodillas. De pie ante
ella, Windisch volvió a abotonarse los pantalones. El cementerio era grande.
Windisch supo entonces que no había muerto. Que estaba en su casa. Que esos
pantalones lo habían esperado allí, en el pueblo, en el armario. Que durante la guerra
y el posterior cautiverio se le había olvidado dónde quedaba el pueblo y cuánto
tiempo seguiría existiendo.
Katharina tenía una brizna de hierba en la boca. Windisch la cogió de la mano.
«Vámonos de aquí», le dijo.
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Los gallos
Las campanas de la iglesia dan las cinco. Windisch siente unos nudos fríos en las
piernas. Entra en el patio. Por encima de la valla avanza el sombrero del guardián
nocturno.
Windisch se dirige al portón. El guardián nocturno está aferrado al poste del
telégrafo. Y habla solo. «¿Dónde estará, dónde se habrá ido la más bella entre las
rosas?», dice. El perro se sienta en el empedrado y devora una lombriz.
Windisch dice: «Konrad». El guardián nocturno lo mira. «La lechuza se ha parado
en el almiar de la dehesa», dice. «La Kroner ha muerto.» Bosteza. De su boca sale un
tufo aguardentoso.
En la aldea cantan los gallos. Su canto es ronco. Aún les queda noche en el pico.
El guardián nocturno se aferra a la valla. Tiene las manos mugrientas. Y los dedos
torcidos.
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La marca de la muerte
La mujer de Windisch aguarda con los pies descalzos sobre las piedras del pasillo.
Tiene el pelo revuelto, como si soplara viento en la casa. Windisch ve la piel de
gallina de sus pantorrillas. Y la piel áspera de sus tobillos.
Windisch huele el camisón de su mujer. Está caliente. Sus pómulos son duros. Y
tiemblan. La boca se le desgarra: «¡Qué horas son éstas de venir a casa!», grita ella.
«A las tres miré el reloj. Y ya han dado las cinco.» Agita las manos en el aire.
Windisch le mira el dedo. No se ve viscoso.
Windisch estruja una hoja de manzano seca entre sus dedos. Oye a su mujer
chillar en el vestíbulo. La oye dar portazos. Entrar chillando en la cocina. Una
cuchara rebota sobre la estufa.
Windisch se para en el umbral de la cocina. La mujer recoge la cuchara. «¡Cerdo
putañero!», chilla. «Le voy a contar a tu hija todas tus marranadas.»
Sobre la tetera hay una burbuja verde. Sobre la burbuja aparece la cara de su
mujer. Windisch se le acerca. Le da una bofetada en plena cara. Ella se calla. Agacha
la cabeza. Llorando, pone la tetera sobre la mesa.
Windisch se sienta ante su bol de té. El vaho le devora la cara. El vapor de la
menta invade la cocina. Windisch ve su ojo dentro del té. Un hilillo de azúcar se
desliza desde la cuchara a su ojo. La cuchara está dentro del té.
Windisch bebe un trago de té. «Ha muerto la vieja Kroner», dice. Su mujer sopla
el bol. Sus ojos son dos lunares rojos. «La campana dobla a muerto», dice.
Tiene una marca roja en la mejilla. La marca de la mano de Windisch. La marca
del vaho del té. La marca de la muerte de la vieja Kroner.
El repique de la campana atraviesa las paredes. La lámpara dobla a muerto. El
techo dobla a muerto.
Windisch respira profundamente. Encuentra su aliento en el fondo del bol.
«Quién sabe cuándo y dónde moriremos», dice la mujer de Windisch. Se lleva la
mano al pelo. Se revuelve un mechón. Una gota de té le resbala por la barbilla.
En la calle se abre paso una luz gris. Las ventanas del peletero están iluminadas.
«Esta tarde es el entierro», dice Windisch.
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Las cartas bebidas
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cuando el policía no tiene trabajo en el almacén, se sienta junto a la cartera detrás del
escritorio y bebe aguardiente. Pues la cartera le parece demasiado vieja para el
colchón.»
El guardián nocturno acarició a su perro. «La cartera se ha bebido ya cientos de
cartas», añadió. «Y le ha contado también cientos de cartas al policía.»
Windisch abre la puerta del molino con la llave grande. Cuenta dos años. Hace
girar la llave pequeña en el candado. Y cuenta los días. Windisch se encamina al
estanque del molino.
El estanque está revuelto. Hay olas en su superficie. Los sauces están embozados
en hojas y viento. El almiar proyecta su imagen ondulante e inmutable sobre el
estanque. En torno al almiar, las ranas arrastran sus vientres blancos entre la hierba.
El guardián nocturno está sentado al borde del estanque y tiene hipo. Su manzana
de Adán da brincos fuera de la chaqueta. «Son las cebollas azules», dice. «Los rusos
cortan la parte de arriba de las cebollas en rodajas muy finas y les echan sal. Y las
cebollas se abren como rosas. Y sueltan un agua clara, cristalina. Parecen nenúfares.
Los rusos las machacan luego con los puños. He visto rusos pararse con los talones
sobre las cebollas y girarlos. Y rusas que se remangaban la falda y se arrodillaban
sobre las cebollas. Luego giraban las rodillas. Nosotros, los soldados, cogíamos a las
rusas por las caderas y las hacíamos girar.»
El guardián nocturno tiene los ojos llorosos. «Yo he comido cebollas dulces y
tiernas como mantequilla machacadas por las rodillas de las rusas», dice. Sus mejillas
se ven marchitas. Y sus ojos rejuvenecen como el brillo de las cebollas.
Windisch carga dos sacos hasta la orilla. Los cubre con una lona. El guardián
nocturno se los llevará esa noche al policía.
Los juncos se mecen. En sus tallos hay una espuma blanca. «Así debe ser el
vestido de encajes de la bailarina», piensa Windisch. «Pero no quiero jarrones en mi
casa.»
«Por todos lados hay mujeres. En el estanque también hay mujeres», dice el
guardián nocturno. Windisch ve sus enaguas entre los juncales. Y se dirige al molino.
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La mosca
La vieja Kroner reposa en su ataúd vestida de negro. Le han atado las manos con
cordones blancos para que no se le resbalen del vientre. Para que recen cuando
lleguen allí arriba, a la puerta del cielo.
«¡Qué bonita está! ¡Si parece dormida!», dice la vecina, la flaca Wilma. Una
mosca se posa en su mano. La flaca Wilma mueve los dedos. La mosca se posa sobre
una mano pequeña a su lado.
La mujer de Windisch se sacude las gotas de lluvia del pañuelo. Sobre sus zapatos
caen unos hilillos transparentes. Junto a las mujeres que rezan hay varios paraguas
abiertos. Estrías de agua serpentean sin rumbo debajo de las sillas, centelleando entre
los zapatos.
La mujer de Windisch se sienta en la silla vacía que hay junto a la puerta. De cada
ojo le brota una gruesa lágrima. La mosca se posa en su mejilla. Una de las lágrimas
se desliza hacia la mosca, que echa a volar con el borde de las alas húmedo. Luego
regresa. Se posa sobre la mujer de Windisch. Sobre su índice marchito.
La mujer de Windisch reza y mira la mosca, siente un cosquilleo en torno a la
uña. «Es la misma mosca que estaba bajo la oropéndola. La misma que se metió en el
cedazo», piensa la mujer de Windisch.
La mujer de Windisch encuentra un pasaje conmovedor en su plegaria. Que la
hace suspirar. Y al suspirar mueve las manos. Y la mosca siente el suspiro en la uña
del dedo. Y echa a volar rozando casi su mejilla.
Bisbiseando suavemente con los labios, la mujer de Windisch murmura un
«Ruega por nosotros».
La mosca vuela muy cerca del techo. Zumba una larga canción para el velatorio.
Una canción sobre el agua de lluvia. Una canción sobre la tierra como tumba.
Mientras murmura su oración, la mujer de Windisch deja caer unas cuantas
lágrimas pequeñas y acongojadas. Las deja deslizar por sus mejillas. Las deja adquirir
un sabor salado en torno a su boca.
La flaca Wilma busca su pañuelo bajo las sillas. Busca entre los zapatos. Entre los
arroyitos que bajan de los paraguas negros.
La flaca Wilma encuentra un rosario entre los zapatos. Su cara es pequeña y
puntiaguda. «¿De quién es este rosario?», pregunta. Nadie la mira. Todos callan.
«¿De quién será?», suspira. «¡Ya ha venido tanta gente!» Y guarda el rosario en el
bolsillo de su larga falda negra.
La mosca se posa en la mejilla de la vieja Kroner. Es algo vivo sobre la piel
muerta. La mosca zumba en la rígida comisura de sus labios. La mosca baila sobre su
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barbilla endurecida.
Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas
pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las
pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya
al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.
La flaca Wilma contempla a la difunta. «Sólo en el Banato», dice. «El mal tiempo
nos viene de Austria, no de Bucarest.»
El agua reza en la calle. La mujer de Windisch aspira una última lagrimilla. «Los
viejos dicen que si llueve sobre el ataúd, el difunto era una buena persona», dice en
voz alta.
Sobre el ataúd de la vieja Kroner hay ramos de hortensias. Empiezan a
marchitarse, pesadas y violetas. La muerte de huesos y pellejo que yace en el ataúd se
las lleva. Y la plegaria de la lluvia se las lleva.
La mosca se pasea por los botones de hortensias sin perfume.
El cura aparece en el umbral. Camina pesadamente, como si tuviera el cuerpo
lleno de agua. Le da el paraguas negro al monaguillo y dice: «Alabado sea
Jesucristo». Las mujeres susurran, y la mosca zumba.
El carpintero trae la tapa del ataúd.
Un pétalo de hortensia tiembla. Medio violeta, medio muerto cae sobre las manos
que rezan sujetas por el cordón blanco. El carpintero coloca la tapa sobre el ataúd. La
fija con clavos negros y martillazos breves.
El coche fúnebre reluce. El caballo mira los árboles. El cochero extiende una
manta gris sobre el lomo del caballo. «Puede coger frío», le dice al carpintero.
El monaguillo sostiene el paraguas grande sobre la cabeza del cura. El cura no
tiene piernas. El dobladillo de su sotana negra repta sobre el lodo.
Windisch siente el agua gorgotear en sus zapatos. Conoce el clavo de la sacristía.
Conoce el largo clavo del que cuelga la sotana. El carpintero mete el pie en un
charco. Windisch ve cómo los cordones de sus zapatos se ahogan.
«Esa sotana negra ha visto muchas cosas», piensa Windisch. «Ha visto al cura
buscar las partidas de bautismo con las mujeres sobre la cama de hierro.» El
carpintero pregunta algo. Windisch oye su voz, pero no entiende lo que dice.
Windisch oye el clarinete y el bombo detrás de él.
En el ala del sombrero, el guardián nocturno lleva una flocadura de hilos de
lluvia. El paño mortuorio bate contra la carroza fúnebre. Los ramos de hortensias
tiemblan en los baches. Van esparciendo pétalos por el fango, que centellea bajo las
ruedas. La carroza fúnebre gira en el cristal de las charcas.
Los instrumentos de viento son fríos. El sonido del bombo es sordo y húmedo.
Por encima del pueblo, los tejados se inclinan en dirección al agua.
El cementerio brilla en sus cruces de mármol blanco. La campana descuelga sobre
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el pueblo su lengua balbuceante. Windisch ve su propio sombrero atravesar una
charca. «El estanque va a crecer», piensa. «Y la lluvia arrastrará al agua los sacos de
harina del policía.»
Hay agua en la tumba. Un agua amarillenta, como té. «Ahora podrá beber la vieja
Kroner», susurra la flaca Wilma.
La mujer que dirige los rezos pone el pie sobre una margarita en el sendero entre
las tumbas. El monaguillo ladea un poco el paraguas. El humo del incienso penetra en
la tierra.
El cura deja chorrear un puñado de barro sobre el ataúd. «Llévate, tierra, lo que es
tuyo. Y que Dios se lleve lo que es suyo», dice. El monaguillo entona un largo y
húmedo «amén». Windisch logra verle las muelas.
El agua del suelo devora los bordes del paño mortuorio. El guardián nocturno se
pega el sombrero al pecho. Con los dedos estruja el ala. El sombrero se arruga. El
sombrero se enrolla como una rosa negra.
El cura cierra su breviario. «Volveremos a encontrarnos en el más allá», dice.
El sepulturero es rumano. Apoya la pala contra su vientre. Se persigna. Escupe en
sus manos. Empieza a llenar la tumba.
Los instrumentos de viento entonan un frío canto fúnebre. Un canto sin lindes. El
aprendiz de sastre sopla su trompa. Tiene manchas blancas en sus dedos azulinos. Se
va deslizando en la canción. El gran pabellón amarillo está junto a su oreja. Refulge
como la bocina de un gramófono. El canto fúnebre se quiebra al caer del pabellón.
El bombo vibra. La manzana de Adán de la mujer que dirige los rezos cuelga
entre las puntas de su pañuelo. La tumba se llena de tierra.
Windisch cierra los ojos. Le duelen de ver tantas cruces de mármol blanco
mojadas. Le duelen de tanta lluvia.
La flaca Wilma se dirige hacia el portón del cementerio. Sobre la tumba de la
vieja Kroner han quedado unos macizos de hortensias deshechos. De pie junto a la
tumba de su madre, el carpintero llora.
La mujer de Windisch se ha parado sobre la margarita. «Ven, vámonos», dice.
Windisch echa a andar a su lado bajo el paraguas negro. El paraguas es un gran
sombrero negro. La mujer de Windisch lleva el sombrero atado a un asta.
El sepulturero se queda descalzo y solo en el cementerio. Con la pala limpia sus
botas de goma.
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El rey durmiente
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La gran casa
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humedecen. Cantan en voz alta.
Los chicos y las chicas son pequeños soldados. El himno tiene siete estrofas.
Amalie cuelga el mapa de Rumania en la pared.
«Todos los niños viven en bloques de viviendas o en casas», dice Amalie. «Cada
casa tiene habitaciones. Y todas las casas juntas forman una gran casa. Esta gran casa
es nuestro país. Nuestra patria.»
Amalie señala el mapa. «Esta es nuestra patria», dice. Y con la punta del dedo
busca los puntos negros en el mapa. «Estas son las ciudades de nuestra patria», dice
Amalie. «Las ciudades son las habitaciones de esta gran casa que es nuestro país. En
nuestras casas viven nuestro padre y nuestra madre. Ellos son nuestros padres. Cada
niño tiene sus padres. Y así como nuestro padre es el padre en la casa en que vivimos,
el camarada Nicolae Ceausescu es el padre de nuestro país. Y así como nuestra madre
es la madre en la casa en que vivimos, la camarada Elena Ceausescu es la madre de
nuestro país. El camarada Nicolae Ceausescu es el padre de todos los niños. Y la
camarada Elena Ceausescu es la madre de todos los niños. Todos los niños quieren al
camarada y a la camarada, porque son sus padres.»
La señora de la limpieza pone una papelera vacía junto a la puerta. «Nuestra
patria se llama la República Socialista de Rumania», dice Amalie. «El camarada
Nicolae Ceausescu es el secretario general de nuestro país, la República Socialista de
Rumania.»
Un niño se levanta. «Mi padre tiene un globo terráqueo en casa», dice. Y dibuja
una esfera con las manos. Y se lleva por delante el florero. Los claveles quedan en el
agua. La camisa de halcón se le moja.
Sobre la mesita que tiene delante hay trozos de vidrio. El chico se echa a llorar.
Amalie aleja de él la mesita. No puede enfadarse. El padre de Claudiu es el
administrador de la carnicería de la esquina.
Anca apoya la cara sobre la mesa. «¿A qué hora volvemos a casa?», pregunta en
rumano. El alemán la aburre y no acaba de entrarle. Udo construye un tejado. «Mi
padre es el secretario general de nuestra casa», dice.
Amalie mira las hojas amarillas de la acacia. Como todos los días, el viejo está
asomado a la ventana abierta. «Dietmar va a comprar entradas para el cine», piensa
Amalie.
Los indios marchan por el suelo. Anca toma sus pastillas.
Amalie se apoya en el marco de la ventana. «¿Quién quiere recitar una poesía?»,
pregunta.
«Yo conozco un país con una cordillera, / en cuyas cumbres la mañana reverbera,
/ y en cuyos bosques, cual mar proceloso, / resuena cálido el viento de primavera.»
Claudiu habla bien alemán. Claudiu alza la barbilla. Claudiu habla alemán con
voz de adulto reducido.
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Diez lei
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ríe. La mujer que está a su lado mordisquea una corteza de pan. Mastica y bebe. En el
interior de la botella flotan migas de pan blanco.
«Esos apestan a establo», dice el carpintero. De su dedo cuelga un largo cabello
castaño.
«Son los de la vaquería», dice Windisch.
Las mujeres cantan. El niño avanza tambaleándose ante ellas y tira de sus faldas.
«Hoy es día de pago», dice Windisch. «Se pasan tres días bebiendo. Y al final se
quedan otra vez sin nada.»
«La vaquera del pañuelo azul vive detrás del molino», dice Windisch. La gitanilla
se remanga la falda. De pie junto a su pala, el sepulturero hurga en su bolsillo. Le da
diez lei.
La vaquera del pañuelo azul canta y vomita contra la pared.
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El disparo
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Dietmar recuesta su cabeza en el hombro de Amalie. En la pantalla aparecen unas
letras rojas: «Piratas del siglo XX». Amalie pone su mano sobre la rodilla de Dietmar.
«Otra vez una película rusa», susurra. Dietmar levanta la cabeza. «Pero al menos en
colores», le dice al oído.
Agua verde y temblorosa. Bosques verdes que proyectan su imagen sobre la
orilla. La cubierta del barco es ancha. Una mujer hermosa apoya las manos sobre la
barandilla del barco. Como follaje flamea su cabello al viento.
Dietmar estruja los dedos de Amalie en su mano. Mira la pantalla. La mujer
hermosa está hablando.
«No volveremos a vernos», dice él. «Yo tengo que irme a la mili, y tú te vas del
país.» Amalie ve la mejilla de Dietmar. Que se mueve. Y habla. «He oído decir que
Rudi te está esperando», dice Dietmar.
En la pantalla se abre una mano. Saca algo del bolsillo de una americana. En la
pantalla aparecen un pulgar y un índice. Entre ambos hay un revólver.
Dietmar sigue hablando. Amalie oye el disparo detrás de su voz.
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El agua no descansa nunca
«La lechuza está paralizada», dice el guardián nocturno. «Un día de duelo con un
aguacero es demasiado incluso para ella. Si esta noche no ve la luna, no volverá a
volar nunca más. Y si se muere, el agua apestará.»
«Las lechuzas no descansan nunca, y el agua tampoco», dice Windisch. «Si ésta
se muere, vendrá otra lechuza al pueblo. Una lechuza joven y tonta, que no sabrá
adonde ir. Y se posará en todos los tejados.»
El guardián nocturno mira la luna. «Y volverá a morir gente joven», dice.
Windisch siente que el aire que tiene ante su cara pertenece al guardián nocturno.
Aún le queda voz para una frase cansada: «Y todo será otra vez como en la guerra»,
dice.
«Las ranas croan en el molino», dice el guardián nocturno.
Y vuelven loco al perro.
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El gallo ciego
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El coche rojo
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Windisch vuelve a pasar junto a la barbilla del hombre del casco amarillo.
El alambre de púas se acaba. El hombre del mono azul está sentado en la barraca.
Sigue a Windisch con la mirada.
Windisch da media vuelta. Se detiene ante el portón.
Windisch abre la boca. La cabeza del casco amarillo emerge del suelo. Windisch
tiene frío. Se ha quedado sin voz.
El tranvía pasa chirriando. Sus ventanillas están empañadas. El revisor sigue a
Windisch con la mirada.
En el marco del portón está el timbre. Tiene una yema de dedo blanca. Windisch
la aprieta. El timbre resuena en su dedo. Resuena en el patio. Resuena muy lejos
dentro de la casa. Detrás de las paredes el timbre resuena sordo, como enterrado.
Windisch aprieta quince veces la yema de dedo blanca. Windisch cuenta. Los
sonidos agudos en su dedo, los sonidos intensos en el patio, los sonidos enterrados en
la casa se entremezclan todos.
El jardinero está enterrado en los cristales, en la valla, en las paredes.
El hombre del mono azul enjuaga su escudilla de lata. Y observa. Windisch
vuelve a pasar junto a la barbilla del hombre del casco amarillo. Windisch sigue los
rieles con el dinero en su chaqueta.
El asfalto le hace doler los pies.
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La consigna secreta
Windisch vuelve del molino a su casa. El mediodía es más grande que el pueblo.
El sol lo abrasa todo a su paso. El bache está agrietado y reseco.
La mujer de Windisch está barriendo el patio. En torno a sus pies la arena parece
agua. Ondas inmóviles rodean la escoba. «Aún estamos en verano y las acacias ya
empiezan a amarillear», dice. Windisch se desabrocha la camisa. «Cuando los árboles
se secan en verano es que se viene un invierno crudo», dice.
Las gallinas giran la cabeza bajo sus alas. Con el pico buscan su propia sombra,
que no las refresca. Los cerdos manchados del vecino hozan entre las zanahorias
silvestres de flores blancas, detrás de la valla. Windisch mira por la alambrada. «No
les dan de comer nada a esos cerdos», dice. «Valacos tenían que ser. No saben ni
alimentar a sus cerdos.»
La mujer de Windisch sostiene la escoba ante su vientre. «Deberían ponerles
anillos en el hocico», dice. «De lo contrario arrasarán la casa antes de que llegue el
invierno.»
La mujer de Windisch lleva la escoba al cobertizo. «Vino la cartera», dice.
«Apestaba a aguardiente y eructó varias veces. Dijo que el policía te agradece la
harina, y que el domingo por la mañana pase Amalie por su despacho. Que lleve una
solicitud y sesenta lei para timbres fiscales.»
Windisch se muerde los labios. Su cavidad bucal aumenta de tamaño hasta llegar
a la frente. «¿A qué viene tanto agradecimiento?», dice.
La mujer de Windisch levanta la cabeza. «Ya sabía yo que no irías muy lejos con
tu harina», dice. «Lo suficiente para que mi hija acabe de colchón», grita Windisch
hacia el patio. Escupe sobre la arena: «¡Puah! ¡Qué vergüenza!». Una gota de saliva
le cuelga de la barbilla.
«Tampoco irás muy lejos con tus ¡puahs!», dice la mujer de Windisch. Sus
pómulos son dos piedras rojas. «Lo que importa ahora no es la vergüenza, sino el
pasaporte», dice.
Windisch cierra la puerta del cobertizo de un sonoro puñetazo. «¡Y tú muy bien
que lo sabes!», grita. «¡Después de lo de Rusia muy bien que lo sabes! ¡Allí tampoco
te importó mucho la vergüenza!»
«¡Cerdo asqueroso!», grita la mujer de Windisch. La puerta del cobertizo se abre
y se cierra como si el viento soplase en la madera. La mujer de Windisch busca su
boca con la punta del dedo. «Cuando el policía vea que nuestra Amalie aún es virgen,
se le irán las ganas», dice.
Windisch se ríe. «¡Virgen, virgen como lo eras tú aquella vez en el cementerio,
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después de la guerra», dice. «En Rusia la gente se moría de hambre y tú vivías de
prostituirte. Y lo habrías seguido haciendo después de la guerra si no me hubiera
casado contigo.»
La mujer de Windisch se queda con la boca semiabierta. Levanta la mano. Estira
el dedo índice. «Para ti todos son malos», grita, «porque tú mismo eres malo y no
estás bien de la cabeza». Y echa a andar por la arena con los talones desollados.
Windisch sigue los talones. Ella se detiene en el mirador, se levanta el delantal y
sacude con él la mesa vacía. «Algo habrás hecho mal donde el jardinero», dice.
«Cualquiera puede entrar. Todos se preocupan de sus pasaportes, salvo tú, porque
eres inteligente y honrado.»
Windisch entra en el vestíbulo. La nevera zumba. «No ha habido corriente toda la
mañana», dice la mujer de Windisch. «La nevera se ha descongelado. Si esto sigue
así, se pudrirá la carne.»
Sobre la nevera hay un sobre. «La cartera trajo una carta», dice la mujer de
Windisch. «Del peletero.»
Windisch lee la carta. «No menciona a Rudi para nada», dice. «Debe de estar de
nuevo en el sanatorio.»
La mujer de Windisch mira el patio. «Recuerdos para Amalie. ¿Por qué no le
escribe él mismo?»
«Esta es la única frase que le ha escrito», dice Windisch. «Esta que empieza con
P. S.» Y deja la carta sobre la nevera.
«¿Qué significa P. S.?», pregunta la mujer de Windisch.
Windisch se encoge de hombros. «Antes significaba pura sangre», dice. «Ahora
debe de ser alguna consigna secreta.»
La mujer de Windisch se para en el umbral. «Es lo que pasa cuando los niños van
al colegio», suspira.
Windisch sale al patio. El gato está tumbado sobre las piedras, durmiendo.
Totalmente cubierto por el sol. Tiene la cara muerta. Y su vientre respira débilmente
bajo la piel.
Windisch ve la casa del peletero envuelta en la luz del mediodía. El sol le da un
brillo dorado.
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El oratorio
«La casa del peletero acabará convirtiéndose en un oratorio para los baptistas
valacos», le dice el guardián nocturno a Windisch frente al molino. «Esos tipos de los
sombreritos son los baptistas. Aúllan cuando rezan. Y sus mujeres gimen cuando
entonan cánticos religiosos, como si estuvieran en la cama. Los ojos se les hinchan,
como a mi perro.»
El guardián nocturno habla en voz muy baja, aunque fuera de Windisch y el perro
no haya nadie en la orilla del estanque. Escruta la noche, por si viniera alguna sombra
a mirar y escucharlo. «Todos son hermanos y hermanas», dice. «Se aparean los días
de fiesta. Con el primero que encuentran en la oscuridad.»
El guardián nocturno se queda mirando una rata de agua. La rata chilla con voz de
niño y desaparece entre los juncos. El perro no oye el susurro del guardián nocturno.
Desde la orilla ladra a la rata. «Lo hacen sobre la alfombra del oratorio», dice el
guardián nocturno. «Por eso tienen tantos hijos.»
El agua del estanque y el bisbiseo del guardián nocturno producen en la nariz de
Windisch un romadizo acre y salado. El asombro y el silencio le abren un agujero en
la lengua.
«Esa religión viene de América», dice el guardián nocturno. Windisch respira a
través de su romadizo salado. «Del otro lado del charco.»
«El diablo también cruza el charco», añade el guardián nocturno. «Y ésos tienen
al diablo en el cuerpo. Mi perro tampoco los aguanta. Les ladra todo el tiempo. Los
perros huelen al diablo.»
El agujero en la lengua de Windisch se va llenando lentamente. «El peletero
siempre decía que en América los judíos llevan la voz cantante», dice Windisch.
«Sí», dice el guardián nocturno, «los judíos corrompen el mundo. Los judíos y las
mujeres».
Windisch asiente con la cabeza. Piensa en Amalie. «Cada sábado, cuando vuelve
a casa, la veo caminar con las puntas de los pies hacia fuera», piensa.
El guardián nocturno se come la tercera manzana verde. El bolsillo de su
chaqueta está lleno de manzanas verdes. «Eso de las mujeres en Alemania es
verdad», dice Windisch. «El peletero nos lo ha escrito. Lo peor de aquí sigue
valiendo mucho más que lo mejor de allí.»
Windisch mira las nubes. «Las mujeres siempre siguen la última moda», dice
Windisch. «Ya les gustaría ir desnudas por la calle. Hasta los niños leen revistas con
mujeres desnudas en el colegio, ha escrito el peletero.»
El guardián nocturno hurga entre las manzanas verdes de su bolsillo. Escupe un
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trozo de manzana. «Desde que cayó el diluvio aquel, la fruta se ha llenado de
gusanos», dice. El perro lame el trozo escupido. Y se come el gusano.
«Algo va mal desde que empezó el verano», dice Windisch. «Mi mujer tiene que
barrer el patio cada día. Las acacias se están secando. En nuestro patio ya no queda ni
una. En el de los valacos hay tres, y distan mucho de estar peladas. En nuestro patio,
en cambio, caen cada día hojas secas como para vestir diez árboles. Mi mujer no se
explica de dónde pueden salir tantas. Nunca hemos tenido tal cantidad de hojas secas
en el patio.» «Las trae el viento», dice el guardián nocturno. Windisch cierra la puerta
del molino con llave.
«Pero si no hace viento», dice. El guardián nocturno estira los dedos en el aire:
«Siempre hace viento, aunque no lo sintamos».
«En Alemania los bosques también se secan a mediados de año», dice Windisch.
«El peletero nos lo ha escrito», añade. Mira el cielo ancho y bajo. «Se han
instalado en Stuttgart. Rudi está en otra ciudad. El peletero no ha dicho dónde. Al
peletero y su mujer les han asignado una vivienda de protección social con tres
habitaciones. Tienen una cocina-comedor y un cuarto de baño con espejos en las
paredes.»
El guardián nocturno se ríe. «A su edad a la gente aún le apetece mirarse desnuda
en el espejo», dice.
«Unos vecinos ricos les regalaron los muebles», dice Windisch. «Y también un
televisor. Junto a ellos vive una señora sola. Es una dama muy remilgada que nunca
come carne, escribe el peletero. Se moriría si lo hiciera, le dijo.»
«A ésos les va demasiado bien», dice el guardián nocturno. «Que vengan aquí a
Rumania y verás como comen de todo.»
«El peletero tiene un buen sueldo», dice Windisch. «Su mujer hace faenas de
limpieza en un asilo de ancianos. La comida allí es buena. Cuando algún anciano
celebra su cumpleaños, organizan un baile.»
El guardián nocturno se ríe. «Sería lo ideal para mí», dice. «Buena comida y unas
cuantas jovenzuelas.» Muerde el corazón de una manzana. Las pepitas blancas
resbalan sobre su chaqueta. «No sé», dice, «no logro decidirme a presentar mi
solicitud».
Windisch ve el tiempo detenido en la cara del guardián nocturno. Windisch ve el
final en las mejillas del guardián nocturno, lo ve quedarse allí hasta más allá del final.
Windisch mira la hierba. Sus zapatos están blancos de harina. «Una vez dado el
primer paso», dice, «lo demás marcha solo».
El guardián nocturno suspira. «Es difícil cuando no se tiene a nadie», dice. «Dura
mucho tiempo, y uno envejece, no rejuvenece.»
Windisch pone la mano sobre su pernera. Tiene la mano fría y el muslo caliente.
«Aquí todo va de mal en peor», dice. «Nos quitan las gallinas, los huevos. Hasta el
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maíz nos lo quitan antes de que haya crecido. A ti acabarán quitándote la casa y el
corral.»
La luna está enorme. Windisch oye a las ratas zambullirse en el agua. «Siento el
viento», dice. «Las articulaciones de las piernas me duelen. Seguro que va a llover.»
El perro se para junto al almiar y ladra. «El viento del valle no trae lluvia», dice el
guardián nocturno, «tan sólo nubes y polvo». «Tal vez llegue otra tormenta que
arranque de nuevo la fruta de los árboles», dice Windisch.
La luna tiene un velo rojo.
«¿Y Rudi?», pregunta el guardián nocturno.
«Se ha tomado un descanso», dice Windisch. Siente cómo la mentira le arde en
las mejillas. «En Alemania lo del vidrio no funciona como aquí. El peletero escribe
que nos llevemos nuestra cristalería, nuestra porcelana y las plumas para los cojines.
Las cosas de damasco y la ropa interior no, que allí hay toda la que quieras. Las
pieles son muy caras. Las pieles y las gafas.»
Windisch mordisquea una brizna de hierba. «Empezar nunca es fácil», dice.
El guardián nocturno se escarba una muela con la punta del dedo. «En todas
partes hay que trabajar», dice.
Windisch se ata la brizna de hierba al índice: «Hay una cosa muy dura, nos ha
escrito el peletero. Una enfermedad que todos conocemos por la guerra: la nostalgia».
El guardián nocturno sostiene una manzana en la mano. «Yo no sentiría
nostalgia», dice. «Después de todo, allí sólo está uno entre alemanes.»
Windisch hace nudos con la brizna de hierba. «Allí hay más extranjeros que aquí,
nos ha escrito el peletero. Hay turcos y negros que se multiplican rápidamente», dice.
Windisch se pasa la brizna de hierba entre los dientes. La siente fría. Su encía
también es fría. Windisch tiene el cielo en la boca. El viento y el cielo nocturno. La
brizna de hierba se desgarra entre sus dientes.
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La mariposa de la col
Amalie está de pie ante el espejo. Sus enaguas son rosadas. Bajo el ombligo de
Amalie crecen encajes blancos. Windisch ve la piel de la rodilla de Amalie a través
de los encajes. La rodilla de Amalie está recubierta de un vello muy fino. Es blanca y
redonda. Windisch vuelve a mirar la rodilla de Amalie en el espejo. Ve los agujeros
de los encajes fundirse unos con otros.
En el espejo están los ojos de la mujer de Windisch. En los ojos de Windisch, un
parpadeo rápido desplaza los encajes hacia las sienes. En el rabillo de su ojo se
hincha una vena roja que desgarra los encajes. El ojo de Windisch hace girar el
desgarrón en la pupila.
La ventana está abierta. Las hojas del manzano se pegan a los cristales.
Los labios de Windisch arden. Dicen algo. Lo que dicen no es más que un
discurso consigo mismo, lanzado a la habitación. Detrás de su propia frente.
«Está hablando solo», dice la mujer de Windisch dirigiéndose al espejo.
Por la ventana de la habitación entra una mariposa de la col. Windisch la sigue
con la mirada. Harina y viento es su vuelo.
La mujer de Windisch coge el espejo. Con sus dedos marchitos acomoda los
tirantes de las enaguas sobre los hombros de Amalie.
La mariposa de la col revolotea sobre el peine de Amalie. Amalie se lo pasa por el
pelo estirando mucho el brazo. Y sopla la mariposa de la col para ahuyentarla con su
harina. La mariposa se para en el espejo. Zigzaguea en el cristal, sobre el vientre de
Amalie.
La mujer de Windisch pega la punta del dedo al espejo. Aplasta a la mariposa de
la col contra el cristal.
Amalie se rocía dos grandes nubes bajo las axilas. Las nubes resbalan por sus
brazos hasta las enaguas. Él tubo del spray es negro. En él se lee, escrito con letras de
un verde chillón: Primavera irlandesa.
La mujer de Windisch cuelga un vestido rojo en el respaldo de la silla. Bajo el
asiento pone unas sandalias blancas de tacón alto y correas delgadas. Amalie abre su
bolso. Con la punta del dedo se aplica sombreado de ojos sobre los párpados. «No
demasiado chillón», dice la mujer de Windisch, «que si no la gente empieza a
hablar». Su oreja está en el espejo. Es grande y gris. Los párpados de Amalie son de
un azul pálido. «Basta», dice la mujer de Windisch. El rímel de Amalie es de hollín.
Amalie acerca la cara al espejo hasta casi rozarlo. Sus ojos abiertos son de vidrio.
Del bolso de Amalie cae una tira de papel de estaño sobre la alfombra. Está llena
de verruguillas blancas y redondas. «¿Y eso qué es?», pregunta la mujer de Windisch.
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Amalie se agacha y guarda la tira en su bolso. «La píldora», dice. Y gira el lápiz de
labios hasta sacarlo de su envoltura negra.
La mujer de Windisch mete sus pómulos en el espejo. «¿Para qué necesitas
píldoras?», le pregunta, «si no estás enferma».
Amalie se mete el vestido rojo por la cabeza. Su frente ya asoma por el cuello
blanco. Con los ojos aún bajo el vestido, dice: «Las tomo por si acaso».
Windisch se lleva las manos a las sienes. Sale de la habitación. Se sienta en el
mirador, junto a la mesa vacía. La habitación está oscura. Hay un agujero de sombra
en la pared. El sol crepita en los árboles. Sólo el espejo reluce. En el espejo está la
boca roja de Amalie.
Frente a la casa del peletero pasan unas mujeres viejas y bajitas. La sombra de los
pañuelos negros sobre sus cabezas las precede. La sombra entrará en la iglesia antes
que las mujeres viejas y bajitas.
Amalie taconea sobre el empedrado con sus sandalias blancas. En la mano lleva
la solicitud, doblada en cuatro como una cartera blanca. El vestido rojo baila en sus
pantorrillas. La primavera irlandesa embalsama el patio. El vestido de Amalie es más
oscuro bajo el manzano que al sol.
Windisch ve cómo Amalie separa las puntas de los pies al caminar.
Un mechón del pelo de Amalie vuela sobre el portón de la calle, que se cierra de
golpe.
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La misa cantada
La mujer de Windisch está en el patio, de pie tras las uvas negras. «¿No vas a la
misa cantada?», pregunta. Las uvas le crecen de los ojos. Las hojas verdes, de la
barbilla.
«No saldré de casa», dice Windisch, «no quiero que la gente me diga: le ha
tocado el turno a tu hija».
Windisch apoya los codos sobre la mesa. Sus manos son pesadas. Windisch apoya
la cara sobre sus manos pesadas. El mirador no crece. Están en pleno día. Por un
instante, el mirador cae sobre un lugar donde nunca había estado. Windisch siente el
golpe. Entre sus costillas cuelga una piedra.
Windisch cierra los ojos. Siente sus ojos en las manos. Sus ojos sin rostro.
Con los ojos desnudos y la piedra entre las costillas, Windisch dice en voz alta:
«El hombre es un gran faisán en el mundo». Lo que Windisch oye no es su voz.
Siente su boca desnuda. Las paredes han hablado.
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Bola de fuego
Los cerdos manchados del vecino duermen entre las zanahorias silvestres. Las
mujeres negras salen de la iglesia. El sol resplandece. Las levanta sobre la acera en
sus pequeños zapatos negros. Tienen las manos desmadejadas de tanto desgranar
rosarios. Su mirada aún sigue transfigurada por la oración.
Por sobre el tejado del peletero, la campana de la iglesia anuncia la mitad del día.
El sol es el gran reloj sobre las campanadas del mediodía. La misa cantada ha
terminado. El cielo quema.
Detrás de las viejecillas la acera está vacía. Windisch contempla la hilera de
casas. Ve el extremo de la calle. «Amalie ya debería estar llegando», piensa. Entre la
hierba hay unos cuantos gansos. Son blancos como las sandalias de Amalie.
La lágrima está en el armario. «Amalie no la ha llenado», piensa Windisch.
«Amalie nunca está en casa cuando llueve. Siempre está en la ciudad.»
La acera se mueve bajo la luz. Los gansos despliegan velas. Tienen paños blancos
en las alas. Las sandalias color de nieve de Amalie no caminan por la aldea.
La puerta del armario cruje. La botella gorgotea. Windisch tiene una bola de
fuego húmeda en la lengua. La bola se desliza por su garganta. En las sienes de
Windisch flamea un fuego. La bola se deshace. Teje una red de hilos calientes en la
frente de Windisch. Traza entre sus cabellos crenchas zigzagueantes.
La gorra del policía gira al borde del espejo. Sus hombreras relucen. Los botones
de su chaqueta azul crecen en medio del espejo. Sobre la chaqueta del policía emerge
la cara de Windisch.
La cara de Windisch emerge una vez grande e imponente sobre la chaqueta. Dos
veces apoya Windisch su cara pequeña y temerosa sobre las hombreras. El sargento
se ríe entre las mejillas de la cara grande e imponente de Windisch. Con sus labios
húmedos le dice: «No irás muy lejos con tu harina».
Windisch alza los puños. La chaqueta del policía vuela en mil pedazos. La cara
grande e imponente de Windisch tiene una mancha de sangre. Windisch golpea las
dos caras pequeñas y temerosas por encima de las hombreras y las mata.
La mujer de Windisch barre en silencio los restos del espejo roto.
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El moretón
Amalie está en la puerta. Sobre los trozos de cristal hay manchas rojas. La sangre
de Windisch es más roja que el vestido de Amalie.
Un último resto de primavera irlandesa sube desde las pantorrillas de Amalie. El
moretón de su cuello es más rojo que su vestido. Amalie se quita las sandalias
blancas. «Ven a comer», le dice la mujer de Windisch.
La sopa humea. Amalie se sienta entre la niebla. Sostiene la cuchara con las
puntas rojas de sus dedos. Mira la sopa. El vaho le hace mover los labios. Sopla. La
mujer de Windisch se sienta suspirando en la nube gris que se eleva ante el plato.
Por la ventana llega un murmullo de hojas. «Vuelan hacia el patio», piensa
Windisch. «Hay hojas como para vestir diez árboles y todas vuelan hacia el patio.»
Windisch desliza su mirada por la oreja de Amalie. Es una parte de lo que ve.
Está rojiza y arrugada como un párpado.
Windisch deglute un tallarín blando y blanco. Se le pega en la garganta. Windisch
pone la cuchara sobre la mesa y tose. Los ojos se le llenan de agua.
Windisch vomita su sopa en la sopa. Tiene un gusto acre en la boca. Y se le sube
a la frente. La sopa del plato se enturbia con la sopa vomitada.
Windisch ve un patio muy ancho en la sopa del plato. Es una tarde de verano en
ese patio.
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La araña
La noche de aquel sábado, Windisch bailó con Barbara frente a la profunda bocina
del gramófono hasta muy entrado el domingo. Hablaban de la guerra a ritmo de vals.
Bajo el membrillero, una lámpara de petróleo oscilaba sobre una silla.
Barbara tenía un cuello grácil. Windisch bailó con su cuello grácil. Barbara tenía
una boca pálida. Windisch estaba pendiente de su aliento. Se bamboleaba. El
bamboleo era una danza.
Una araña le cayó en el pelo a Barbara bajo el membrillero. Windisch no la vio.
Se pegó a la oreja de Barbara. Oía la canción de la bocina a través de su gruesa trenza
negra. Sintió su peineta dura.
Ante la lámpara de petróleo brillaban las hojas de trébol verdes en los pendientes
de Barbara. Barbara daba vueltas y más vueltas. El girar era una danza.
Barbara sintió la araña en su oreja. Se asustó y gritó: «Voy a morir».
El peletero estaba bailando en la arena. Pasó junto a ellos. Se rió. Le quitó la
araña de la oreja a Barbara. La tiró a la arena y la aplastó con el zapato. El aplastarla
fue una danza.
Barbara se apoyó contra el membrillero. Windisch le sostenía la frente.
Barbara se llevó la mano a la oreja. La hoja de trébol verde había desaparecido.
Barbara no la buscó. Dejó de bailar. Y se echó a llorar. «No lloro por el pendiente»,
dijo.
Más tarde, muchos días más tarde estaba Windisch sentado con Barbara en un
banco del pueblo. Barbara tenía un cuello grácil. Una hoja de trébol verde brillaba. La
otra oreja se perdía en la noche.
Windisch le preguntó tímidamente por el otro pendiente. Barbara lo miró.
«¿Dónde hubiera podido buscarlo?», preguntó. «La araña se lo llevó a la guerra. Las
arañas comen oro.»
Barbara siguió los pasos de la araña después de la guerra. La nieve, en Rusia, se
la llevó al derretirse por segunda vez.
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La hoja de lechuga
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La sopa de hierbas
La mujer de Windisch estuvo cinco años en Rusia. Dormía en una barraca con
camas de hierro en cuyos bordes chasqueaban los piojos. La habían pelado al rape.
Tenía la cara gris. Y el cuero cabelludo rojo y carcomido.
Sobre las montañas se alzaba otra cadena montañosa de nubes y nieve a la deriva.
Sobre el camión ardía el hielo. No todos se apeaban a la entrada de la mina. Cada
mañana había hombres y mujeres que se quedaban sentados en los bancos. Con los
ojos abiertos. Dejaban pasar a todos los demás. Se habían congelado. Estaban
sentados en el más allá.
La mina era negra. La pala, fría. El carbón, pesado.
Cuando la nieve se fundió por primera vez, una hierba fina y puntiaguda empezó
a brotar entre la rocalla de las hondonadas. Katharina había vendido su abrigo de
invierno por diez rebanadas de pan. Su estómago era un erizo. Katharina recogía un
manojo de hierbas cada día. La sopa de hierbas calentaba y era buena. El erizo
ocultaba sus púas durante unas horas.
Luego llegó la segunda nevada. Katharina tenía una manta de lana. Era su abrigo
durante el día. El erizo pinchaba.
Cuando oscurecía, Katharina seguía la luminosidad de la nieve. Agachada, se
deslizaba junto a la sombra del guardián. Iba hasta la cama de hierro de un hombre.
Un cocinero. Que la llamaba Käthe, la abrigaba y le regalaba patatas calientes y
dulces. El erizo ocultaba sus púas durante unas horas.
Cuando la nieve se fundió por segunda vez, la sopa de hierbas empezó a brotar
bajo los zapatos. Katharina vendió su manta de lana por diez rodajas de pan. El erizo
volvió a ocultar sus púas durante unas horas.
Luego llegó la tercera nevada. La zamarra de piel de oveja era el abrigo de
Katharina.
Cuando murió el cocinero, la luz de la nieve pasó a brillar en otra barraca.
Katharina se deslizaba a la sombra de otro guardián. Hacia la cama de hierro de un
hombre. Un médico. Que la llamaba Katyusha, la abrigaba y un día le dio una hojita
de papel blanco. Debido a una enfermedad. Durante tres días, Katharina no tuvo
necesidad de ir a la mina.
Cuando la nieve se fundió por tercera vez, Katharina vendió su zamarra de piel de
oveja por un bol de azúcar. Katharina comió pan húmedo y espolvoreado con un poco
de azúcar. El erizo volvió a ocultar sus púas durante unos días.
Luego llegó la cuarta nevada. Las medias de lana gris eran el abrigo de Katharina.
Cuando murió el médico, la luz de la nieve pasó a brillar sobre el patio del
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campo. Katharina se deslizaba a rastras frente al perro dormido. Iba hasta la cama de
hierro de un hombre. Que era sepulturero. Y también enterraba a los rusos en el
pueblo. La llamaba Katia, la abrigaba y le daba carne traída de algún banquete
fúnebre en el pueblo.
Cuando la nieve se fundió por cuarta vez, Katharina vendió sus medias de lana
gris por una escudilla de harina de maíz. La papilla de maíz era caliente. Y se
hinchaba. El erizo ocultó sus púas durante unos días.
Luego llegó la quinta nevada. El vestido de tela marrón de Katharina fue su
abrigo.
Cuando murió el sepulturero, Katharina se puso su abrigo. Una noche se deslizó
por la nieve siguiendo la cerca. Hasta la casa de una anciana rusa que vivía sola en el
pueblo. El sepulturero había enterrado a su marido. La anciana rusa reconoció el
abrigo de Katharina. Había pertenecido a su esposo. Katharina se calentó en su casa.
Empezó a ordeñar su cabra. La rusa la llamaba diévochka. Y le daba leche.
Cuando la nieve se fundió por quinta vez, florecieron panojas amarillas entre la
hierba.
En la sopa de hierbas flotaba un polvo amarillento y dulce.
Una tarde entraron en el patio del campamento unos coches verdes. Aplastaron la
hierba. Katharina estaba sentada en una piedra frente a la barraca. Vio las huellas
fangosas de los neumáticos. Vio a los guardianes desconocidos.
Las mujeres subieron a los coches verdes. Las huellas fangosas no conducían a la
mina. Los coches verdes se detuvieron frente a la pequeña estación.
Katharina subió al tren. Estaba llorando de alegría.
Aún tenía un resto de sopa de hierbas pegado a las manos cuando le dijeron que el
tren la llevaría de vuelta a casa.
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La gaviota
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La lechuza joven
Hace ya una semana que la lechuza joven está en el valle. La gente la ve cada tarde
al volver de la ciudad. Un crepúsculo gris envuelve los rieles. Unos maizales negros,
extraños, ondean al paso del tren. La lechuza joven se instala entre los cardos
marchitos como si fueran nieve.
La gente se apea en la estación. Nadie habla. Hace una semana que el tren no pita.
Todos llevan sus bolsos pegados al cuerpo. Vuelven a sus casas. Si se encuentran con
alguien en el camino de vuelta, dicen: «Este es el último respiro. Mañana llegará la
lechuza joven, y con ella, la muerte».
El cura manda al monaguillo a lo alto del campanario. La campana repica. Al
cabo de un rato, el monaguillo vuelve a bajar a la iglesia totalmente pálido. «Yo no
tiraba de la campana, sino ella de mí»? dice. «Si no me hubiera agarrado de la viga,
hace rato que habría volado por los aires.»
El repique de las campanas confunde a la lechuza joven, que regresa al campo.
Hacia el sur. Siguiendo el Danubio. Vuela hasta la zona de las cascadas, donde están
los soldados.
En el sur, la llanura es caliente y no tiene árboles. La tierra quema. La lechuza
joven enciende sus ojos entre los escaramujos rojos. Con las alas por encima de la
alambrada va deseando alguna muerte.
Los soldados se han tumbado entre los matorrales, bajo el alba gris. Están de
maniobras. Con sus manos, sus ojos y sus frentes están en plena guerra.
El oficial grita una orden.
Un soldado ve a la lechuza joven entre la maleza. Apoya el fusil en la hierba. Se
levanta. La bala parte. Y da en el blanco.
El muerto es el hijo del sastre. El muerto es Dietmar.
El cura dice: «La lechuza joven ha visitado el Danubio y ha pensado en nuestro
pueblo».
Windisch mira su bicicleta. Ha traído la noticia de la bala desde el pueblo hasta el
patio de su casa. «Ya estamos otra vez como en la guerra», dice.
La mujer de Windisch arquea las cejas. «No es culpa de la lechuza», dice. «Ha
sido un accidente.» Y arranca una hoja seca del manzano. Mira a Windisch desde la
frente hasta los zapatos. Detiene largo rato su mirada en el bolsillo de la chaqueta que
está sobre el pecho, allí donde palpita el corazón.
Windisch siente fuego en su boca. «¡Qué corta eres!», le grita. «La inteligencia no
te llega ni siquiera de la frente a la boca.» La mujer de Windisch rompe a llorar y
estruja la hoja seca.
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Windisch siente que el grano de arena le presiona la frente. «Llora por ella»,
piensa. «No por el muerto. Las mujeres sólo lloran por ellas.»
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La cocina de verano
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La guardia de honor
El policía está en el patio del sastre. Les sirve aguardiente a los oficiales. Les sirve
aguardiente a los soldados que han cargado el ataúd hasta la casa. Windisch ve sus
hombreras con las estrellas.
El guardián nocturno inclina la cara hacia Windisch. «El policía está feliz de tener
compañía», dice.
De pie bajo el ciruelo amarillo, el alcalde suda y examina una hoja de papel.
Windisch dice: «No puede leer la letra, porque la maestra ha escrito el discurso
fúnebre». «Quiere dos sacos de harina para mañana por la tarde», dice el guardián
nocturno. Su voz huele a aguardiente.
El cura entra en el patio, arrastrando su sotana negra por el suelo. Los oficiales
cierran la boca al verlo. El policía deja la botella de aguardiente detrás del árbol.
El ataúd es de metal. Está soldado. Brilla en el patio como una gigantesca
tabaquera. La guardia de honor saca el ataúd al patio. Con las botas marca el paso al
ritmo de la marcha.
La carroza parte, cubierta por una bandera roja.
Los sombreros negros de los hombres avanzan deprisa. Los pañuelos negros de
las mujeres los siguen más lentamente. Todas caminan zigzagueando, aferradas a las
cuentas negras de sus rosarios. El cochero va a pie, hablando en voz alta.
La guardia de honor se zarandea sobre la carroza. En los baches se aferra a sus
fusiles. Está bastante por encima del suelo y del ataúd.
La tumba de la vieja Kroner aún sigue negra y alta. «La tierra no se ha asentado
porque no llueve», dice la flaca Wilma. Los macizos de hortensias se han deshojado.
La cartera se instala junto a Windisch. «Qué bonito hubiera sido ver jóvenes en el
entierro», dice. «Hace años que no aparece ningún joven cuando alguien se muere en
el pueblo.» Sobre su mano cae una lágrima. «Dígale a Amalie que no deje de
presentarse el domingo por la mañana», añade.
La mujer que dirige los rezos le canta al cura en la oreja. El incienso le
distorsiona la boca. Canta con tanto fervor y obstinación que el blanco de los ojos se
le agranda, cubriéndole indolentemente las pupilas.
La cartera solloza. Coge a Windisch por el codo. «Y dos sacos de harina», dice.
La campana repica hasta desollarse la lengua. Por encima de las tumbas se eleva
una salva de honor. Sobre el metal del ataúd van cayendo pesados terrones.
La mujer que dirige los rezos se detiene junto a la cruz de los héroes. Con el
rabillo de sus ojos busca un lugar donde instalarse. Mira a Windisch. Tose. Windisch
oye resquebrajarse la flema en su garganta, vacía de tanto cantar.
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«Dígale a Amalie que vaya donde el cura el sábado por la tarde», dice, «para que
le busque la partida de bautismo en los registros».
La mujer de Windisch termina la oración. Avanza dos pasos. Se planta junto a la
cara de la mujer que dirige los rezos. «Supongo que la partida de bautismo no será
muy urgente ¿verdad?», pregunta. «Urgentísima», dice la mujer. «El policía le ha
dicho al cura que vuestros pasaportes ya están listos en la oficina de pasaportes.»
La mujer de Windisch estruja su pañuelo. «Amalie tiene que traernos un jarrón
este sábado», dice. «Y es muy frágil.» «No podrá ir directamente de la estación a ver
al cura», añade Windisch.
La mujer que dirige los rezos remueve la arena con la punta del zapato. «En ese
caso que vuelva primero a su casa y vaya después donde el cura», dice. «Los días aún
son largos.»
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Los gitanos traen buena suerte
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Asoma la cara. Y oye el disparo.
Windisch habla con el guardián nocturno en el patio. «Ha llegado un nuevo
molinero al pueblo», dice el guardián nocturno. «Un valaco con un sombrerito que ha
trabajado en molinos de agua.» El guardián nocturno cuelga caminas, chaquetas y
pantalones en el portaequipajes de su bicicleta. Luego se mete la mano al bolsillo.
«He dicho que te los regalo», dice Windisch. La mujer de Windisch tira de su
delantal. «Llévatelos», dice. «Te los da con todo cariño. Aún queda un montón de
ropa vieja para los gitanos.» Se lleva la mano a la mejilla. «Los gitanos traen buena
suerte», dice.
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El redil
El nuevo molinero está en el mirador. «Me envía el alcalde», dice. «Voy a vivir
aquí.»
Lleva un sombrerito ladeado en la cabeza. Su zamarra es nueva. Examina la mesa
del mirador. «Me puede ser útil», dice. Recorre la casa seguido por Windisch. La
mujer de Windisch va detrás de su marido, descalza.
El nuevo molinero mira la puerta del vestíbulo. Acciona el picaporte. Examina las
paredes y el techo. Golpea la puerta. «Es vieja», dice. Se apoya contra el marco de la
puerta y mira la habitación vacía. «Me dijeron que la casa estaba amueblada», dice.
«¿Cómo que amueblada?», pregunta Windisch. «He vendido mis muebles.»
La mujer de Windisch sale del vestíbulo apoyando con fuerza los talones.
Windisch siente latir sus sienes.
El nuevo molinero repasa las paredes y el techo. Abre y cierra la ventana.
Presiona con la punta del pie las tablas del suelo. «En ese caso telefonearé a mi mujer
para que traiga los muebles», dice.
Luego sale al patio. Mira las vallas. Ve los cerdos manchados del vecino. «Tengo
diez cerdos y veintiséis ovejas», dice. «¿Dónde está el redil?»
Windisch ve las hojas amarillas sobre la arena. «Aquí nunca hemos tenido
ovejas», dice. La mujer de Windisch sale al patio con su escoba. «Los alemanes no
tienen ovejas», dice. La escoba cruje sobre la arena.
«El cobertizo puede servir de garaje», dice el molinero. «Me agenciaré unas
cuantas tablas y construiré un redil.»
Le estrecha la mano a Windisch. «El molino es bonito», dice.
Al barrer, la mujer de Windisch traza grandes ondas circulares en la arena.
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La cruz de plata
Amalie está sentada en el suelo. Las copas de vino se alinean una tras otra según su
tamaño. Las copitas de licor centellean. Las flores lechosas en las barrigas de los
fruteros se han atiesado. Pegados a la pared hay varios floreros. En una esquina está
el jarrón.
Amalie sostiene la cajita con la lágrima en su mano.
Amalie oye en sus sienes la voz del sastre: «Él nunca hizo nada malo». En la
frente de Amalie arde un rescoldo.
Amalie siente la boca del policía en su cuello. Huele su aliento aguardentoso. El
policía oprime con sus manos las rodillas de Amalie. Le levanta el vestido. «Ce dulce
esti»[1], dice. Su gorra está junto a sus zapatos. Los botones de su chaqueta relucen.
El policía se desabrocha la chaqueta. «Desvístete», dice. Bajo la chaqueta azul
hay una cruz de plata. El cura se quita la sotana negra. Levanta un mechón de la
mejilla de Amalie. «Límpiate el lápiz de labios», dice. El policía besa el hombro de
Amalie. La cruz de plata se le desliza ante la boca. El cura acaricia el muslo de
Amalie. «Quítate las enaguas», dice.
Amalie ve el altar a través de la puerta abierta. Entre las rosas hay un teléfono
negro. La cruz de plata cuelga entre los senos de Amalie. Las manos del policía le
oprimen los senos. «¡Qué manzanas tan bonitas tienes!», dice el cura con la boca
húmeda. El pelo de Amalie se derrama por el borde de la cama. Bajo la silla están sus
sandalias blancas. El policía susurra: «¡Qué bien hueles!». Las manos del cura son
blancas. El vestido rojo brilla a los pies de la cama de hierro. Entre las rosas suena el
teléfono negro. «Ahora no tengo tiempo», jadea el policía. Los muslos del cura pesan.
«Cruza las piernas sobre mi espalda», le susurra. La cruz de plata le aprieta el hombro
a Amalie. El policía tiene la frente húmeda. «Date la vuelta», dice. La sotana negra
cuelga de un clavo largo detrás de la puerta. La nariz del cura es fría. «Angelito mío»,
dice jadeante.
Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la
frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el
cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido.
La sombra es una tumba.
Windisch está en la puerta de la habitación. «¿Estás sorda?», pregunta. Le entrega
la maleta grande a Amalie, que vuelve la cara hacia la puerta. Tiene las mejillas
húmedas. «Ya sé que las despedidas son dolorosas», dice Windisch. Se ve muy alto
en la habitación vacía. «Es como estar otra vez en la guerra», dice. «Uno parte y no
sabe cómo ni cuándo ni si regresará.»
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Amalie vuelve a llenar la lágrima. «El agua del pozo no la humedece mucho»,
dice. La mujer de Windisch guarda los platos en la maleta. Coge la lágrima en su
mano. Tiene los pómulos blandos y los labios húmedos. «Cuesta creer que haya algo
semejante», dice.
Windisch siente su voz en la cabeza. Tira su abrigo en la maleta. «Estoy harto de
ella», grita, «no quiero verla más». Agacha la cabeza. Y añade en voz muy baja: «Lo
único que sabe es deprimir a la gente».
La mujer de Windisch acuña los cubiertos entre los platos. «Sí que lo sabe»,
dice. Windisch la ve sacarse del pelo un dedo viscoso. Luego mira su propia foto en
el pasaporte. Menea la cabeza. «Es un paso muy delicado», dice.
Las copas de Amalie relucen en la maleta. Las manchas blancas crecen en las
paredes. El piso es frío. La bombilla arroja rayos largos sobre las maletas.
Windisch se guarda los pasaportes en el bolsillo de su chaqueta. «¿Quién sabe qué
será de nosotros?», suspira la mujer de Windisch. Windisch mira los rayos punzantes
de la lámpara. Amalie y la mujer de Windisch cierran las maletas.
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A permanente
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total, para nada.»
A medida que el tren avanza, Windisch siente que la frente se le va llenando
lentamente de arena. La cabeza le pesa. Sus ojos se sumergen en el sueño. Sus manos
tiemblan. Sus piernas, débiles, se contraen en breves espasmos. Windisch ve una
llanura de matorrales herrumbrosos por la ventanilla. «Desde que la lechuza se llevó
al hijo del sastre, el hombre no da pie con bola», dice. La mujer de Windisch tiene la
barbilla apoyada en una mano.
La cabeza de Amalie le cuelga sobre el hombro. El pelo le tapa las mejillas. Se ha
dormido. «Hace bien en dormir», dice la mujer de Windisch.
«Desde que me corté la trenza, no sé cómo tener la cabeza.» Su nuevo vestido con
cuello de encaje blanco tiene reflejos verde agua.
El tren resuena como una matraca sobre el puente de hierro. El mar se balancea
en la pared del compartimiento, por encima del río. El río tiene poca agua y mucha
arena.
Windisch sigue el vuelo de los pajarillos con la mirada. Vuelan en bandadas
dispersas. Buscan bosques en la llanura, donde sólo hay matorrales, agua y arena.
El tren avanza ahora lentamente porque los rieles se confunden, porque empieza
la ciudad. A la entrada hay cerros de chatarra. Y casas pequeñas con jardines
cubiertos de malezas. Windisch ve muchos rieles que se van entrelazando. Entre el
caos de vías ve trenes desconocidos.
Sobre el vestido verde cuelga una cruz de oro en una cadenilla. Mucho verde hay
en torno a esa cruz.
La mujer de Windisch mueve el brazo. La cruz oscila en la cadenilla. El tren
rueda deprisa. Ha encontrado una vía libre entre los trenes desconocidos.
La mujer de Windisch se levanta. Su mirada es firme y segura. Ve la estación.
Bajo su permanente, en el interior de su cráneo, se ha organizado ya un nuevo mundo
al que se dirige cargando sus enormes maletas. Sus labios son como cenizas frías. «Si
Dios quiere, el verano próximo vendremos de visita», dice.
LA acera está agrietada. Los charcos se han bebido el agua. Windisch cierra el
coche con llave. Sobre el coche brilla un círculo plateado que encierra tres varillas
similares a tres dedos. Sobre el capó hay varias moscas muertas. Una cagarruta de
pájaro se ha pegado al parabrisas. Detrás, sobre el maletero, se lee la palabra: Diesel.
Un coche de caballos pasa traqueteando. Los caballos son huesudos. El coche es de
polvo. El cochero es desconocido. Sus orejas son grandes bajo el sombrerito.
Windisch y su mujer caminan en un mismo rollo de tela. El lleva un traje gris.
Ella, un vestido gris de la misma tela.
La mujer de Windisch luce zapatos negros de tacón alto.
Al llegar al bache, Windisch siente las grietas bajo su zapato. En las pantorrillas
pálidas de su mujer se diluyen venas azules.
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La mujer de Windisch mira los tejados rojos y oblicuos. «Es como si nunca
hubiéramos vivido aquí», dice. Lo dice como si esos tejados oblicuos fueran guijarros
rojos bajo sus zapatos. Un árbol le lanza su sombra a la cara. Los pómulos son de
piedra. La sombra regresa al árbol, dejándole unas cuantas arrugas en la barbilla. Su
cruz de oro relumbra. El sol la captura. El sol mantiene su llama sobre la cruz.
Junto al cerco de boj está la cartera. Su bolso de charol tiene una grieta. La cartera
acerca las mejillas para que la besen. La mujer de Windisch le da una tableta de
chocolate Ritter-Sport. El papel azul cielo es brillante. La cartera pone sus dedos
sobre el borde dorado.
La mujer de Windisch mueve las piedras de sus pómulos. El guardián nocturno se
acerca a Windisch. Se quita el sombrero negro. Windisch ve su camisa y su chaqueta.
El viento deja una mancha de sombra sobre la barbilla de la mujer de Windisch, que
gira la cabeza. La sombra se traslada a la chaquetilla del vestido. La mujer de
Windisch lleva esa mancha como un corazón muerto junto al cuello de su chaquetilla.
«Ya tengo mujer», dice el guardián nocturno. «Trabaja como vaquera en los
establos del valle.»
La mujer de Windisch ve a la vaquera del pañuelo azul de pie junto a la bicicleta
de Windisch, frente a la hostería. «La conozco», dice la mujer de Windisch, «nos
compró la cama».
La vaquera mira hacia la plaza de la iglesia, al otro lado de la calle. Está
comiendo una manzana y espera.
«Supongo que ahora no querrás emigrar», pregunta Windisch. El guardián
nocturno estruja su sombrero en la mano. Mira hacia la hostería. «De aquí no me
muevo», dice.
Windisch ve una raya de mugre en su camisa. En el cuello del guardián nocturno
palpita una vena sobre el tiempo detenido. «Mi mujer me está esperando», dice. Y
señala la hostería.
El sastre se quita el sombrero ante el monumento a los caídos. Al caminar se mira
la punta de los zapatos. Se detiene ante la puerta de la iglesia, junto a la flaca Wilma.
El guardián nocturno acerca su boca a la oreja de Windisch. «Hay una lechuza
joven en el pueblo», dice. «Ya sabe adonde ir. La flaca Wilma cayó enferma por culpa
de ella.» El guardián nocturno sonríe. «Pero la flaca Wilma es muy lista», añade. «Y
ahuyentó a la lechuza.» Mira hacia la hostería. «Me voy», dice.
Ante la frente del sastre revolotea una mariposa de la col. Las mejillas del sastre
son pálidas. Parecen una cortina bajo sus ojos.
La mariposa de la col vuela a través de una de las mejillas del sastre, que agacha
la cabeza. La mariposa de la col vuelve a salir por la nuca del sastre, blanca e intacta.
La flaca Wilma agita su pañuelo. La mariposa de la col penetra en su cabeza a través
de las sienes.
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El guardián nocturno camina bajo los árboles. Va empujando la bicicleta vieja de
Windisch. El círculo plateado del coche tintinea en el bolsillo de la chaqueta. La
vaquera camina descalza por la hierba, siguiendo la bicicleta. El pañuelo azul es una
mancha de agua sobre su cabeza. En ella flotan las hojas.
La mujer que dirige los rezos entra a paso lento en la iglesia llevando un grueso
misal en la mano. Es el libro de san Antonio.
La campana de la iglesia repica. La mujer de Windisch se detiene en el umbral de
la iglesia. En el aire oscuro, el sonido del órgano zumba a través del pelo de
Windisch, que avanza junto a su mujer por el pasillo vacío entre los bancos. Los
tacones de su mujer resuenan sobre la piedra. Windisch dobla sus manos juntas.
Queda colgado de la cruz de oro de su mujer. Sobre su mejilla cuelga una lágrima de
vidrio.
Los ojos de la flaca Wilma siguen a Windisch. La flaca Wilma inclina la cabeza.
«Se ha puesto un traje de la Wehrmacht», le dice al sastre. «Van a comulgar sin
haberse confesado.»
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HERTA MÜLLER (Nitzkydorf, 1953), descendiente de suabos emigrados a Rumanía,
es uno de los valores más sólidos de la literatura rumana en lengua alemana. Estudió
Filología Germánica y Románica en la Universidad de Timisoara y se vio obligada a
salir del país por su relevante papel en la defensa de los derechos de la minoría
alemana. Desde 1987 vive en Berlín. Herta Müller ha sido galardonada con los
premios Aspekte (1984), Ricarda Huch (1987), Roswitha von Gandersheim (1990),
Franz Kafka (1999), Würth (2006) y el Nobel de Literatura (2009), entre otros
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Notas
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[1]¡Qué dulce eres! En rumano en el original <<
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