César Vidal El Pescador
César Vidal El Pescador
César Vidal El Pescador
Yo, Marco Junio Vitalis, conocido entre mis hombres como «Asiático»,
veterano soldado a las órdenes de Roma, fiel compañero del césar Claudio
y del césar Nerón, sé que he llegado a los últimos tramos de este sendero
tortuoso y cargado de amarguras que los hombres hemos dado en llamar
vida. Las de otros proseguirán, sin duda, por un tiempo más o menos
dilatado pero la mía se está extinguiendo y antes de que pueda darme
cuenta habrá concluido totalmente y yo me veré arrojado a las playas de
un mundo distinto.
Es ahora precisamente, en los momentos en que no albergo ninguna
duda de que la conclusión se halla próxima, cuando con más vigor que
nunca suben desde mi corazón los recuerdos relativos a un acontecimiento
que tuvo lugar hace unos años y que desde entonces ha pesado sobre mi
espíritu como una losa de mármol. No ignoro que muchos piensan que
puesto que nada hay más allá de esta existencia deberíamos comer y beber
y así deslizarnos más dulcemente hacia nuestra aniquilación. Sin embargo,
aun en el supuesto de que no pasáramos de ser un puñado de polvo que el
aire aventará en su momento, no por eso la conciencia deja de actuar como
juez implacable de nuestros actos. Siquiera de algunos. De las décadas que
he vivido no lamenté nunca la sangre derramada defendiendo el limes del
imperio. No se trataba de que no creyera que los barbari fueran hombres
como nosotros. Era más bien que estaba absolutamente convencido de que
eran ellos o éramos nosotros los que vencíamos en esta pugna secular en la
que ellos deseaban apoderarse de nuestro bienestar, de nuestras tierras y de
nuestros caudales y nosotros nos defendíamos para que no nos despojaran
de todo ello amén de la vida. No discutía yo entonces —como hacen
algunos compatriotas— su carácter humano; sí negaba que tuvieran el
menor derecho a intentar privarnos de lo nuestro. Matar en defensa del
imperio para nosotros y para las generaciones que nos seguirían me
parecía absolutamente lícito sin importarme si los muertos eran los moros
del norte de África, los partos de la lejana Persia o los agresivos hombres
rubios del norte. Los que ni podían ni debían morir eran los romanos. Sin
embargo, a pesar de tratarse de la muerte de un bárbaro, el episodio al que
me refiero resultó completamente distinto.
Todo comenzó en el año 817 desde la fundación de nuestra ciudad por
los hermanos Rómulo y Remo. Acababa yo de regresar de un prolongado
período de combate en el limes —precisamente de ese tipo de combate
que no llamaba la atención de las gentes de Roma pero que tanto
contribuía a mantenerla rica, estable y poderosa— cuando se me comunicó
que el propio césar Nerón requería mi presencia. Que así actuara constituía
ciertamente un honor, pero inmediatamente intenté saber más sobre las
razones de aquella extraña convocatoria.
—Has estado mucho tiempo en oriente y desea tu opinión sobre
algunos asuntos relacionados con la religión —se me dijo por toda
respuesta y yo, discretamente, decidí guardar silencio. Sin embargo, en las
horas que mediaron entre el anuncio de los deseos imperiales y mi
comparecencia ante Nerón no dejé de preguntarme sobre la posible causa
de su interés. Yo era un militar, con una notable formación jurídica, cierto,
pero militar a fin de cuentas. ¿En qué podía yo asesorar al príncipe sobre
un tema tan espinoso como el de las religiones orientales?
Mientras degustaba copa tras copa de vino itálico —un vino mucho
más grato a mi paladar que el que había saboreado en Oriente— repasé
con la memoria los lugares por los que había discurrido mi vida durante
los últimos años en un intento de descubrir dónde podía hundir sus raíces
el interés del emperador. En primer lugar, estaba Asia Menor. No faltaban
en esa parte del orbe escuelas de filosofía ni ritos mistéricos y ocultos. Sin
embargo, me constaba que el dueño de Roma debía contar con mejores
asesores que yo en lo que a esos extremos se refería. Los griegos que se
habían labrado fortuna en nuestra tierra valiéndose de sus conocimientos
supuestos o reales podrían haberle bastado para dilucidar los más sutiles
aspectos relativos a la unión del cuerpo y del alma, a los elementos que
dieron lugar al universo y a otras cuestiones no menos imposibles de
dilucidar y más fáciles de prestarse al verbo audaz de los charlatanes. No,
Asia Menor no podía ser el lugar del que emanaban las inquietudes del
emperador.
¿Y Judea? Aún más difícil me resultaba aceptar esa posibilidad. En ese
minúsculo pedazo de tierra situado al extremo del Mare Nostrum vivía un
pueblo antiguo —aunque no tanto como los egipcios— que adoraba a un
solo dios al que ni siquiera podía representar con imágenes so pena de
cometer un pecado de horribles características y consecuencias.
Semejantes rarezas ya provocaban que nos resultaran poco simpáticos,
pero es que, para remate, la ley dictada por tan extraño dios les impone
costumbres bárbaras como la de quitar a los varones recién nacidos el
prepucio o antisociales como la de tomarse un día de asueto de cada siete.
Si lo primero me parecía horrible, lo segundo sólo podía juzgarlo como
una vergonzosa forma de holganza. No, no, no, Nerón no podía estar
interesado en esa gente.
¿Y los egipcios? Apuré lo que restaba de copa y volví a llenarla en la
justa proporción —dos medidas de agua y una de vino— antes de
llevármela nuevamente a los labios. Recordé que mientras servía en Judea,
un legado se había explayado relatándome la aparente intención del
emperador de identificarse con alguno de los antiguos dioses de Egipto. Al
igual que Calígula había removido cielo y tierra para que la gente creyera
que era la encarnación del dios Apolo, Nerón parecía tener la intención de
que se le adorara como a la manifestación terrenal de una de aquellas
divinidades que aparecían bajo una forma medio animalesca, medio
humana. Sí, tuve que reconocer cuando ya me encontraba lo
suficientemente borracho como para no indignarme, seguramente el
emperador deseaba que le describiera aquellos inmensos templos de piedra
que había contemplado a orillas del Nilo, y los remedios médicos
fabricados con orines y excrementos que dispensaban sus sacerdotes, y a
las turbas que, a diferencia de lo sucedido en Roma, se agolpaban ante
altares de diosas de formas espantosas y terribles para recibir de ellas la
curación de sus males más dolorosos. Cerré los ojos y deseé que el sueño,
compasivo, se apiadara de mí y se posara sobre mis exhaustos párpados
cuanto antes. El día siguiente iba a resultar muy pesado.
II
Han pasado ya años pero aún me parece sentir sobre las sienes la misma
insoportable presión que sufría la mañana que tuve que comparecer ante el
césar Nerón. Me decía interiormente que había bebido en exceso a la vez
que lamentaba la deplorable impericia del esclavo que me masajeaba
torpemente el cráneo para librarlo de aquel dolor. Mientras me vestía,
intenté recapitular todo lo que mi memoria había ido almacenando en
relación con los egipcios y su repugnante religión. En trabajosa procesión
desfilaron por mi mente las repulsivas momias y las estatuas ciclópeas, los
gigantescos templos de gélido interior y los hieráticos sacerdotes de
vestiduras de lino, los extraños signos escritos con que llenan
interminables paredes y columnas y el desasosegante culto a animales
cuya simple visión revolvería el estómago de cualquier mortal. Sí, todo
eso lo recordaba bien pero no podía decir lo mismo de sus divinidades.
¿Anubis era el de la cabeza de chacal o, por el contrario, se trataba del dios
halcón?
¿Isis era la diosa que había buscado infructuosamente el pene de su
esposo o ésa era Sejmet? Por más vueltas que le daba no conseguía que
aquellos datos se esclarecieran y llegué a temer que aquel esfuerzo me
llevara a perder la cabeza. Bueno, no tenía sentido atormentarme de
aquella manera. Respiré hondo y salí a la calle, donde me esperaba una
silla gestatoria. Roma no ha mejorado en nada desde aquel entonces.
También en la época —que tantos recuerdan con afecto— del césar Nerón
la ciudad ya estaba llena de desocupados que no trabajaban
fundamentalmente porque les resultaba más grato vivir a costa del erario
público. Vagos y charlatanes, aquellos romanos estaban dispuestos a seguir
a cualquiera que no tuviera la osadía de señalarles que debían mantenerse
mediante el esfuerzo propio y no gracias a los impuestos que pagaban los
demás. No pude evitar el sentir una profunda sensación de asco al
contemplarlos. Yo había combatido y arriesgado mi vida durante años para
mantener las virtudes que habían convertido a Roma en el imperio más
importante del orbe pero, nos gustara o no, cada vez nos parecíamos
menos al pueblo que había derrotado a Pirro, a Aníbal y a Mitrídates.
Saberlo no sólo no me dejaba indiferente. En realidad, me provocaba una
insoportable mezcla de tristeza e ira.
Mientras me hallaba sumido en pensamientos tan poco halagüeños, la
silla bamboleante gestatoria se detuvo ante la morada del césar. Ni que
decir tiene que los esclavos estaban más que al tanto de mi llegada y que
me franquearon la entrada y me condujeron hacia mi destino con correcta
aunque fría soltura. Fui así a parar a una sala espaciosa y diáfana cuyo
suave frescor contrastaba con la calígine de las calles. Bien, resultaba
obvio que el césar Nerón no disfrutaba con el sofocante calor romano y
sabía además cómo acondicionar sus moradas para librarse de su áspero
abrazo.
—¿Vitalis?
La mención de mi nombre me hizo girar la cabeza para descubrir a mi
inesperado interlocutor. Respondí afirmativamente a la vez que realizaba
el obligado saludo marcial.
—Pensaba que serías más alto —dijo el recién llegado con un deje de
desilusión— y… y algo menos gordo.
Dio unos pasos hacia mí y, finalmente, se detuvo a una distancia
suficientemente corta como para que pudiera percibir un aroma dulzón
similar al de un campo de rosas o al de un ramo de lilas en sazón. Siempre
he soportado mal los perfumes, incluso cuando se derraman sobre la piel
de las mujeres, y el descubrirlo ahora en aquel hombre no hizo que
disminuyera mi habitual reacción de desagrado.
—Me han hablado muy bien de ti, Marco junio Vitalis —dijo mientras
se apartaba y me lanzaba una mirada de arriba abajo que me hizo sentirme
como una res llevada al mercado—. Al parecer tienes bastante experiencia
en Oriente. ¿Te llaman «Asiático» por eso, verdad?
—Así es —respondí mientras me preguntaba por la identidad de aquel
personaje oloroso, afeminado y pálido.
—Yo soy el césar —exclamó entonces mi acompañante a la vez que
me sumía en el más profundo de los estupores— y necesito tus servicios.
—Tus deseos son órdenes para mí, césar —respondí mientras reprimía
la impresión desagradable que aquella extraña figura me había provocado
en los instantes anteriores.
A su agobiante perfume unía el uso de unas vestimentas vaporosas de
un color peculiar que con aquella luz extraña lo mismo hubiera podido ser
púrpura que malva. Para colmo, estaba aquella barba extraña. Confieso
que soporto mal esa moda griega de no rasurarse el rostro. Es sucia y fea
aunque los helenos se empeñan en presentarla como algo varonil —
¡varoniles los griegos!— y hermoso. Al parecer, el césar había abrazado
esa costumbre, aunque justo era reconocer que, por lo menos, no la seguía
hasta el final y conservaba una barba limitada casi a una línea delgada de
pelos rizados que le bordeaba el rostro partiendo desde ambas sienes.
Horror por horror, mejor que fuera pequeño.
—Bien, bien, Vitalis —dijo el césar con gesto de aprobación a la vez
que se arrellanaba voluptuosamente en un mullido triclinio. Respiró
hondo, juntó las yemas de los dedos, me clavó la mirada y preguntó:
—¿Qué sabes de los judíos?
Por un instante guardé silencio. ¡Los judíos! ¿Por qué deseaba el césar
Nerón averiguar algo sobre aquel pueblo bárbaro y extraño? Lo sensato era
que hubiera querido ampliar sus conocimientos sobre los egipcios, pero
los judíos…
—Son un pueblo bárbaro… —comencé a decir.
—Sé que son un pueblo bárbaro —me interrumpió el césar mientras
sus ojos despedían una lucecilla brillante.
Tragué saliva y proseguí:
—Adoran a un solo dios que no puede ser representado —proseguí
intentando aparentar una calma que no sentía— y que, según afirman, les
ha dado diversas leyes. Por ejemplo, practican la circuncisión…
—Eso ya lo sé —dijo Nerón con un gesto de evidente desagrado—.
¿Qué sabes acerca de un personaje al que llaman en griego Jristós?
—¿Jristós? —repetí—. Jristós significa «ungido» en lengua griega.
—Sé de sobra lo que significa en lengua griega —exclamó Nerón con
voz cansina—. Pero ¿qué significa ese sujeto en la religión de los judíos?
Como si se tratara de un fogonazo me vino a la cabeza el recuerdo de
una conversación que había mantenido con un judío de Alejandría, un
personaje curioso que conocía sensiblemente bien la filosofía helénica y
podía hablar con enorme soltura, aunque con fuerte acento, la lengua de
Platón.
—El… ungido —comencé a decir— es un personaje… legendario. No
ha existido nunca ni existe en la actualidad, pero los judíos llevan ya
esperándolo siglos. Su llegada fue anunciada por algunos de sus hombres
del pasado, una especie de Sibilas con barba que hablaban en su lengua.
Había esperado que el comentario hiciera sonreír al césar, pero no pareció
captar el humor implícito en mis palabras.
—¿Qué se supone que debe hacer ese ungido cuando… llegue? —
preguntó Nerón con un tono glacial.
—Fundamentalmente su labor se centrará en acabar con los enemigos
de Israel e instaurar un reino de paz y justicia —respondí—. Los judíos
esperan incluso que los muertos volverán a la vida para disfrutar de su
gobierno.
—¿Que los muertos volverán a la vida? —indagó el césar súbitamente
sorprendido—. ¿Quieres decir que sus almas regresarán de algún… lugar?
—No —respondí satisfecho por haber conseguido atrapar la atención
del césar con mis comentarios—. Los judíos creen más bien que esas
almas se verán revestidas por los cuerpos que tenían al morir, en otras
palabras, que los cadáveres se levantarán de sus tumbas para vivir de
nuevo. Una mueca de profunda repulsión deformó el nítido trazado de la
recortada barbita de Nerón.
—Cuesta creer en que haya una vida después de ésta —comentó—, al
menos para los que sois mortales, pero que además se levanten los cuerpos
de los sepulcros… sí, definitivamente, esos judíos sostienen ideas
absurdas.
—Ciertamente, césar —corroboré con una sonrisa de complicidad.
—«Asiático», ¿tienes alguna idea de cómo ese Jristós va a llevar a
cabo sus propósitos? —preguntó.
—Noooo… realmente lo ignoro —respondí—, pero, césar, ¿qué
importancia puede tener? Se trata de un dudoso personaje que es sólo fruto
de una imaginación calenturienta. No ha llegado en siglos y no llegará en
el futuro.
Una sombra lúgubre cruzó el rostro del césar mientras escuchaba mis
palabras. Por segunda vez, sus ojos adquirieron un tono flamígero que
ahora parecía unido a una frialdad pétrea.
—Vitalis —dijo con una voz neutra—, me temo que ese Jristós podría
haber llegado ya y que ha comenzado a crearnos problemas.
III
Tomamos asiento al lado de una mesa sobre la que Roscio fue desplegando
los variopintos pergaminos que había traído ocultos en el interior de una
gastada bolsa de tela áspera. Nadie hubiera podido negar que había
aprovechado de la mejor manera cada minúsculo rincón de su material de
escribir valiéndose de una letra pequeña y apretada. Difícilmente hubiera
logrado otra persona dejar constancia de tanto en un espacio tan reducido.
—Como te dijo el propio césar Nerón —comenzó Roscio—, el
fundador de los nazarenos fue un judío ejecutado por orden de Poncio
Pilato durante el principado de Tiberio. Las razones de su crucifixión no
resultan del todo claras pero parece ser que fueron los miembros del
Sinedrio, una especie de senado de su nación, los que lo entregaron a
nuestro gobernador.
—Pero eso no terminó con sus seguidores…
—En absoluto —aceptó Roscio—. No sólo no acabaron con ellos sino
que a los pocos años se habían establecido en Roma. De hecho, el césar
Claudio ya tuvo algunos problemas con ellos.
—¿Claudio? —exclamé sorprendido—. Nunca se me hubiera ocurrido
que le interesaran estas cosas.
—Mucho más de lo que te puedas imaginar —dijo Roscio aumentando
mi curiosidad—. Hace una década, más o menos, decidió incluso
expulsarlos de Roma.
—¿Por qué? —interrogué confuso.
—No es fácil de saber —respondió Roscio—. Tanto ellos como los
judíos fueron arrojados de nuestras calles por una decisión personal suya.
Quizá a quienes no podía soportar Claudio era a los judíos, en general, o
quizá no aguantaba que discutieran los partidarios y los adversarios del
Jristós.
—¿Esa orden se revocó? —pregunté.
—Sin duda, la prueba es que se puede encontrar judíos y nazarenos por
las calles de Roma sin ninguna dificultad.
—¿Y en el resto del imperio? —indagué.
—Han desarrollado una notable actividad y por lo que he podido
averiguar no han sido pocas las veces en que han tenido que comparecer
ante la justicia —dijo Roscio mientras rebuscaba entre sus voluminosas
notas.
—¿Con qué resultados?
—En general, buenos —contestó Roscio—. Por regla general, han sido
otros judíos los que los han arrastrado ante nuestros tribunales por
disputas de carácter religioso. En esas ocasiones, nuestros magistrados
deciden que semejante conflicto no entra en el campo de sus competencias
y se inhiben. Existe un personaje… sí, aquí está… aquí lo tengo. Eché un
vistazo a las manos de Roscio y vi que apilaba un material abundante que
no era menos de la mitad del total.
—Se trata de un ciudadano romano —prosiguió Roscio— aunque de
origen judío llamado Paulo. Por lo visto, su padre sirvió como abastecedor
de tiendas de campaña para nuestras legiones acampadas en Asia Menor y
en señal de gratitud se le concedió la ciudadanía romana. Durante años,
ese Paulo perteneció a uno de los grupos religiosos en que se dividen los
judíos, pero ¡paf!, de repente un día se convirtió en un seguidor del Jristós.
—¿Se conocen las razones? —pregunté.
—Se conoce lo que este hombre dice —respondió Roscio—, pretende
que el Jristós se le apareció vivo después de ser ejecutado por Pilato.
—¿Su espíritu vino del mundo de los muertos? —exclamé más que
indagué.
—No estoy seguro —contestó Roscio—. Sea como sea, parece ser que
el tal Paulo es muy aficionado a relatar esa historia. Según él, esa
aparición es una especie de garantía de que en algún momento futuro
sucederá lo mismo con todo el género humano.
—Esa doctrina extraña y absurda me saca de quicio —comenté
irritado.
—Lo comprendo —asintió mi compañero—. Hasta cierto punto se
comprende que los otros judíos quisieran matarlo por ir diciendo esas
cosas. Semejante locura no se merece otra respuesta. Hace unos tres años
intentaron asesinarlo en Jerusalén y tuvieron que intervenir nuestros
soldados para evitarlo.
—¿Y?
—Nuestros funcionarios en la zona no constituyen un ejemplo de
probidad —comenzó a decir con cuidado Roscio.
—Lo sé de sobra pero preferiría que te centraras en nuestro tema.
—El caso es que Félix, nuestro hombre en la región, lo tuvo casi dos
años a la espera de juicio. Al parecer, esperaba que el tal Paulo le diera
dinero a cambio de que lo dejara libre…
—Pero Paulo no quiso o no pudo hacerlo… —intuí.
—Efectivamente y cuando Félix abandonó el cargo, Paulo seguía
detenido. Finalmente, en la época de Festo, el sucesor de Félix, se le
sometió a proceso. Seguramente, deberían haberlo puesto en libertad
porque no existía ningún cargo contra él pero, aprovechando su ciudadanía
romana, a Paulo se le ocurrió apelar al césar.
—Y lo enviaron a Roma, supongo.
—Efectivamente. Tras un viaje accidentado que incluyó hasta un
naufragio llegó aquí. No se le levantó la vigilancia, pero se le autorizó
para que recibiera a gente y se comunicara libremente con los que
desearan visitarlo. Ya sabes que nuestra ley es benévola para con los
ciudadanos antes de que se les encuentre culpables.
—¿Cuál fue el resultado del proceso? —pregunté pasando por alto el
comentario final de Roscio.
—Eso es lo mejor —dijo mi amigo con una sonrisa a medias divertida,
a medias desangelada—. No hubo tal proceso. Tras dos años a la espera de
juicio, se cumplió el plazo legal de detención preventiva, de manera que se
le puso en libertad… y voló. A decir verdad parece que le faltó tiempo
para abandonar Roma.
—¿Se sabe adónde ha ido?
Roscio se encogió de hombros.
—Nada seguro pero parece que, al menos por una temporada, recaló en
Hispania.
¡Hispania! Desde luego había que reconocer que aquel Paulo disponía
de un notable afán viajero. Él solito se había recorrido las tierras que baña
el Mare Nostrum de un extremo a otro. Lo más seguro era que a esas
alturas sus cansados huesos se estuvieran blanqueando en alguno de sus
innumerables rincones.
—¿Tienes noticia de que esos… nazarenos hayan estado involucrados
en alguna sedición, en algún conflicto contra Roma?
—No, Vitalis, no —respondió Roscio—. En general, tengo la sensación
de que son desequilibrados en los que ha hecho presa un conjunto de
enseñanzas extrañas pero que, en absoluto, resultan peligrosos. Si me
apuras, hasta creo que les sobran los motivos para mirar con simpatía a
nuestros magistrados. He encontrado al menos dos casos en que la
ausencia de funcionarios romanos fue aprovechada por sus enemigos
judíos para asesinar a pedradas a alguno de sus cabecillas. Sí, aquí está…
El primero fue un tal Esteban hace unos treinta años y el segundo, hace un
par de años, un personaje extraño llamado Jacobo que tenía la misma
sangre que su Jristós. Desde luego, yo no esperaría que se alzaran en
armas contra nosotros salvo que se vuelvan rematadamente locos y
decidan acabar con la única protección de que disfrutan en el imperio.
Roscio se entregó a detallarme a continuación alguno de los
abundantes episodios de los que había sido protagonista el citado Paulo,
pero a esas alturas mi interés por el extraño grupo había disminuido
considerablemente. Lejos de contar en su seno con algún filósofo o con
sacerdotes que practicaran complicados y mágicos ritos, todo indicaba que
los nazarenos eran en su aplastante mayoría judíos que profesaban
creencias raras sobre la existencia después de la muerte y que pertenecían
a los sectores más humildes de la población del imperio. Quizá hubiera
resultado excesivo esperar encontrar entre ellos a un Platón o a un
Aristóteles, incluso a un Séneca, pero es que, por lo que me había contado
Roscio, ninguno destacaba especialmente en nada que fuera interesante. El
mismo Paulo no pasaba de ser un oscuro fabricante de tiendas, que había
nacido ciudadano romano por la generosidad de nuestra patria y no a causa
de un linaje de alcurnia y al que sus antiguos correligionarios aborrecían a
causa de abstrusas doctrinas absurdas de la cabeza a los pies. ¡Y ése era el
más destacado!
Por muchas vueltas que quisiera darle, lo que se desprendía de aquella
documentación —ciertamente minuciosa y abundante— era que los
seguidores del Jristós no pasaban de constituir una de esas peculiares
supersticiones en que tan pródiga resulta Asia. Nada más. Para ocuparse de
ellos bastaba y sobraba con un magistrado medianamente decidido y
cuatro legionarios experimentados. Ahora bien, si ésa era la situación —y
de ello no me cabía la menor duda—, ¿a qué venía entonces el interés del
césar Nerón por ellos? ¿Qué le atraía de aquel grupo bárbaro e
insignificante?
Todavía más. ¿Por qué deseaba ocuparse personalmente de la
instrucción de la causa contra uno de los cabecillas del movimiento? No
tenía respuesta para ninguna de aquellas preguntas y mientras llegaba a
esa conclusión decidí que la mejor manera de esperar a que fueran
contestadas era recrearme en el plácido consumo del vino itálico.
V
—¿Qué te parece lo que ha contado hasta ahora ese hombre? —me dijo el
césar tras regalarse con un generoso trago de vino.
Reflexioné un instante antes de responder. De haber atendido tan sólo a
mi criterio, hubiera respondido que se trataba de un judío alucinado que
relataba extrañas fábulas con la insolente pretensión de haber sido un
testigo ocular de las mismas. Lo más sensato seria acabar ya con aquella
instrucción y ponerle en libertad una vez determinado que no alimentaba
ninguna animadversión hacia el césar. Sin embargo… sin embargo, no
estaba nada seguro de que eso fuera lo que deseaba escuchar Nerón. A fin
de cuentas, la idea de llevar personalmente aquel procedimiento había
partido de él y si de manera tan pronta quedaba de manifiesto su
equivocación, podía optar por descargar terribles represalias con quien se
lo indicara. Sabido es que no son raros los príncipes que matan al
mensajero cuyas nuevas les desagradan y yo no tenía la menor intención
de convertirme en esa clase de víctima.
—Creo, domine —comencé a responder—, que aún es pronto para
hacernos una idea cabal sobre ese individuo. Quiero decir que lleva un
buen rato hablando, pero salvo sus referencias a los poderes de ese Jesús
sobre los demonios no hemos sacado mucho en limpio. Deberíamos
intentar saber cómo se unieron al Jristós los demás seguidores y, sobre
todo, conocer el meollo de su enseñanza.
Hice una pausa y pude observar que Nerón me escuchaba con interés.
Bueno, quizá iba mejor encaminado de lo que yo pensaba.
—La instrucción de una causa así requiere un tiempo y una perspicacia
especiales para llegar al fondo del asunto. Sobre tu tiempo, notablemente
valioso, no puedo opinar sin caer en la insolencia pero sobre tu
perspicacia, oh césar, sólo puedo preguntarme si acaso existe alguien que
la posea en mayor medida que tú.
Por un instante, Nerón frunció el ceño pero luego su rostro se distendió
en una amplia sonrisa. ¿Habría dado con la respuesta oportuna?
—Creo que tienes razón, Vitalis. ¡Vaya si la tienes! Y ahora ¿te
apetecería un pichón relleno? Acepté el ofrecimiento de Nerón y durante
unos momentos el césar me permitió disfrutar de una cocina que
ciertamente resultaba excepcional. Llevaba así un buen rato cuando,
mientras se lavaba las manos en una jofaina de plata, dijo:
—Vitalis, estoy un tanto cansado. ¿Me concederías el favor de ser tú el
que conduzca el interrogatorio después de la comida?
—Domine, yo… —intenté eludir la responsabilidad.
—Te lo ruego, Vitalis —me interrumpió—, me parecieron muy
adecuadas las palabras que me dijiste sobre el origen del grupo y la
enseñanza de su maestro.
Por supuesto, yo permaneceré a tu lado e intervendré ocasionalmente,
pero te agradecería tanto que fueras el que formulara esas pesadas
preguntas…
Sofocó un bostezo mientras pronunciaba las últimas frases y yo me
resigné a aceptar aquella comisión erizada de riesgos que hubiera
preferido eludir. Por otro lado, ¿qué alternativa me quedaba?
—Bien, Petrós —dije apenas unos instantes después cuando tomé
asiento en el tribunal—. Nos quedamos en el momento en que ese tal Jesús
anunció que iba a recorrer Galilea enseñando ese mensaje que has llamado
Buena noticia. ¿Qué sucedió después?
Petrós esperó a que su intérprete le tradujera mis palabras e
inmediatamente comenzó a hablar:
—En aquellos mismos días —comenzó a decir el pescador— acudió a
Jesús un leproso y, tras arrodillarse ante él, le dijo: Si quieres, puedes
limpiarme…
—No, no… —le interrumpí—. Creo que ya hemos escuchado
suficientes historias maravillosas. Este tribunal no tiene especial interés
en ellas pero sí desea saber la manera en que ese Jristós reunió a sus
lugartenientes. Vamos a ver… hasta ahora hemos hablado de ti, Petrós, de
tu hermano… sí, aquí está, Andrés y de otra pareja de hermanos de
nombre Jacobo y Juan…
¿Quién vino después? Y sáltate esa historia del leproso. Percibí que el
intérprete se sentía incómodo mientras transmitía mis palabras al
pescador. Incluso abrigué la sospecha de que le pedía disculpas por aquella
inesperada circunstancia. Bueno, quizá además de sus funciones de
traductor formaba también parte del grupo de los nazarenos. Teniendo en
cuenta sus ocupaciones habituales, no era una mala recluta. En cualquier
caso, Petrós no daba la sensación de estar inquieto. Por el contrario, me
pareció que dirigía una mirada especial a su intérprete destinada a evitar la
zozobra que se había apoderado momentáneamente de él. Bien, me parecía
estupendo si se apreciaban pero no estaba dispuesto a que hicieran perder
su tiempo a un tribunal romano.
—Intérprete, ¿hay algún problema? —inquirí. ¿Acaso no he hablado
con la suficiente claridad?
El traductor se puso lívido al escuchar mis palabras e incluso
entreabrió los labios para contestarme, pero no llegó a hacerlo. El
pescador comenzó a hablar y le obligó a centrarse en sus palabras.
—Después de anunciarnos su propósito de llevar su enseñanza a toda
Galilea —comenzó a decir Petrós Jesús curó a un leproso y a un paralítico
y con ellos a muchos otros enfermos. Una tarde, se encontraba a la orilla
del mar porque era donde la gente acudía y él aprovechaba para
enseñarles. Entonces, mientras caminaba vio a Leví, el hijo de Alfeo, que
estaba sentado al banco de los tributos porque era un publicano…
¿Un publicano? ¿Un funcionario encargado de recaudar los tributos
debidos a Roma? Sin poderlo evitar me eché hacia delante dispuesto a
captar hasta la última palabra de lo que ese Jristós hubiera podido decir a
uno de nuestros hombres. Quizá estábamos llegando a algo más
sustancioso de lo que habíamos escuchado hasta ese momento.
—Entonces le dijo: Sígueme y aquel hombre se levantó de la mesa a la
que estaba sentado y, dejándolo todo, fue en pos de él.
¿Que había hecho qué?, me pregunté sorprendido. No… no podía ser
cierto lo que acababa de escuchar. Durante mis años de servicio en Asia
Menor, en Judea y en Egipto había conocido a los suficientes publicanos
como para poder dar fe de que eran la especie más corrompida del orbe.
Sin duda, nos resultaban prácticamente indispensables para cobrar
impuestos y nos ahorraban multitud de sinsabores como el de tener que
tratar con las poblaciones locales para obtener de ellas los recursos
necesarios. A pesar de eso, de no haberme visto obligado a emplearlos los
habría hecho crucificar a todos sin el más mínimo pesar. ¡Y ese Jesús
había logrado convencer a uno para que lo siguiera! Tenía que haber sido
porque había olido algún beneficio.
—Mateo Leví se puso tan contento porque Jesús le había invitado a
seguirle —continuó Petrós— que decidió dar una fiesta a la que invitó a
sus amigos. De esta manera, cuando Jesús estaba reclinado a la mesa en
casa de Mateo Leví, también se hallaban presentes muchos publicanos y
pecadores. También nosotros, sus primeros discípulos, nos encontrábamos
allí aunque no termináramos de entender el comportamiento de Jesús. De
hecho, los escribas y los fariseos, al ver que comía con los publicanos y
con los pecadores, nos dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto de que coma
y beba con los publicanos y pecadores? ¿Cómo puede hacerlo? Sin
embargo, cuando Jesús les oyó, dijo: Los sanos no necesitan al médico,
sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos sino a
los pecadores. Reconozco que al escuchar aquellas palabras no pude evitar
sentirme confuso. Que Jesús comiera con gente de mala nota no me
parecía especialmente adecuado pero tampoco me sorprendía. A fin de
cuentas, el césar disfrutaba juntándose con actores, invertidos y
prostitutas. Sin embargo, me parecía especialmente hiriente que se hubiera
permitido indicar que toda aquella gente estaba enferma y, para remate,
tuviera la pretensión de curarla. ¿Así que se consideraba un médico del
alma? Desde luego ya podía serlo para ocuparse de un espíritu tan
corrompido como sólo podía tenerlo un publicano. En cualquier caso, no
podía ni quería dejarme impresionar y mucho menos permitir que aquel
pescador, al que comenzaba a intuir más astuto de lo que aparentaba,
controlara el interrogatorio. Carraspeé y dije:
—¿Y el publicano fue el último del grupo más cercano al Jristós?
El intérprete tradujo mis palabras y Petrós escuchó atentamente para
negar con la cabeza a continuación. Luego abrió la boca y respondió a mi
pregunta.
—Durante aquel tiempo, Jesús no se tomaba apenas un momento de
descanso. En realidad, rara era la vez que podíamos quedamos en la misma
población donde habíamos pasado la noche anterior. Sin embargo, un día
se retiró a la orilla del mar en compañía de los que le éramos más
cercanos. Le seguía ya entonces una gran multitud de Galilea, y de Judea,
y de Jerusalén, y de Idumea, y del otro lado del Jordán, y de los
alrededores de Tiro y de Sidón. Casi todos ellos acudían a su lado porque
habían escuchado las cosas que hacía. Como las multitudes eran inmensas,
nos tenía avisados para que le tuviéramos siempre lista una barca en la que
pudiera refugiarse si se le echaban encima. La verdad es que había curado
a muchos con sólo tocarlos y los que estaban poseídos por espíritus
inmundos, al verle, se postraban delante de él, y daban voces, diciendo: Tú
eres el Hijo de Dios.
—Responde a la pregunta que te han formulado —le interrumpí nada
deseoso de que Nerón volviera a impacientarse con la inoportuna mención
de los demonios.
—Uno de esos días —prosiguió Petrós en nada alterado por mis
palabras—, Jesús subió al monte, y convocó a los que él quiso; y de entre
aquel pequeño grupo nos escogió a doce, para que estuviéramos con él, y
para enviarnos a predicar, y para otorgarnos autoridad para curar
enfermedades y para expulsar demonios.
Dirigí la vista hacia Nerón y comprobé que el césar había pensado lo
mismo que yo. Los seguidores del Jristós estaban gobernados por un grupo
de lugartenientes que pretendían disfrutar de los mismos poderes
taumatúrgicos que Jesús. Quizá incluso se presentaban como hijos de un
dios. En cualquier caso, eso resultaba ahora mismo secundario. Lo
importante era determinar de quién se trataba y localizarlos de manera
inmediata. Si el viejo hablaba por las buenas, bien, y si se negaba a
hacerlo, el hecho de que no fuera ciudadano romano nos dejaba el camino
abierto para aplicarle medidas que solían ser eficaces para desatar las
lenguas más reacias a expresarse.
—Sus nombres, rápido —dije imperativo mientras ordenaba con la
mirada al escribano que no perdiera un solo dato.
Confieso que en aquellos momentos hubiera esperado al menos cierta
resistencia por parte de Petrós. Sin embargo, éste, como si la información
que le había pedido fuera totalmente baladí, dijo en su tono suave:
—Primero me llamó a mí, Simón, poniéndome de sobrenombre el de
Kefas, una palabra que se traduce al griego como Petrós; luego llamó a
Jacobo, el hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, a Andrés, a Felipe, a
Bartolomé, a Mateo Leví, el publicano del que hablé antes, a Tomás, a
Jacobo, el hijo de Alfeo, a Tadeo, a Simón el celoso, y a judas Iscariote,
que más tarde… más tarde…
Por primera vez desde que habían dado inicio los interrogatorios,
Petrós vaciló. No sólo su labio inferior pareció temblar sino que incluso
tuve la impresión de que se le humedecían los ojos. ¿Qué estaba
sucediendo?
¿Qué parte delicada del alma del pescador acababa de tocar sin
pretenderlo? ¿Quién era aquel judas?
—¿Y todos recibisteis la orden de anunciar el reino de Dios?
Guardé silencio. Era el césar el que acababa de formular la pregunta y
resultaba impensable que le interrumpiera para plantear la cuestión que
acababa de pasarme por la cabeza.
—Sí —respondió Petrós—. Así fue.
—Bien —dijo el césar con una sonrisa de satisfacción—. Este tribunal
se tomará un descanso hasta mañana. El reo volverá mientras tanto a su
mazmorra.
VIII
—Bien, Petrós —dijo Nerón sonriendo—. No cabe duda de que nos has
entretenido hasta ahora con todas esas historias de magia oriental. No han
sido originales, eso hay que reconocerlo en honor a la verdad, pero no
narras mal. Realmente es una pena que en lugar de dedicarte al hermoso
arte de la comedia, que yo personalmente tanto admiro, hayas decidido
emplear tu vida en la sedición contra Roma…
Apenas había pronunciado aquellas palabras el césar, el intérprete dio
un respingo y abrió la boca como si fuera a formular alguna defensa. No
llegó a articular ni una palabra. Un rápido movimiento de la diestra de
Nerón dejó de manifiesto que no tenía la menor intención de permitir
interrupciones.
—Nuestro interés fundamental es conocer cómo se articuló esa
rebelión continuó Nerón con un tono de voz repentinamente endurecido —
y no voy a tolerar más desviaciones de esa línea fundamental. ¡Intérprete,
pregúntale a Petrós si me ha comprendido!
Las últimas palabras sonaron como el áspero restallido de un látigo en
medio de la estancia. El traductor se volvió hacia Petrós pero éste, antes de
que pudiera decir nada, asintió con la cabeza. Sí, ciertamente conocía el
latín lo suficiente como para entendemos.
—Bien, bien, bien… —dijo Nerón sonriendo—. ¿Cómo os dijo ese
Jesús que iba a implantar su reino? Y, te lo ruego, evita contarnos otra
historia de pájaros y espigas y todas esas estupideces campesinas. Petrós
cerró los ojos en señal de asentimiento. Desde luego, nada en él parecía
denotar que padeciera temor o desconcierto. O mucho me equivocaba o
sólo diría lo que considerara justo y no lo que el césar deseaba escuchar.
Precisamente al llegar a esa conclusión, sentí cómo las mejillas me ardían
y rápidamente me llevé la mano derecha hasta ellas como si así pudiera
evitar la vergüenza que, repentinamente, me había asaltado.
—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós— habíamos salido por
las cercanías de Cesarea de Filipo. Llevábamos ya un buen rato andando
cuando Jesús nos preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? En los
meses anteriores, habíamos escuchado opiniones de todo tipo sobre Jesús
y en ese momento le dijimos que había gente que pensaba que era Elías o
algún otro de los profetas de Israel. Nos escuchó con atención y entonces
preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? No me había preguntado a mí
en especial pero en ese momento sentí algo que me empujaba a responder
y me oí a mí mismo diciendo: Tú eres el Jristós. Pensé entonces que se
alegraría de que le hubiera identificado sin la menor duda. Sin embargo,
no fue eso lo que sucedió. Todo lo contrario. Comenzó a enseñarnos que
era necesario que padeciera mucho, y que le rechazaran los ancianos, los
principales sacerdotes y los escribas, y que lo mataran pero que al cabo de
tres días se levantaría de entre los muertos. Todo esto… todo esto lo dijo
tan claramente que…
Por primera vez desde que se había iniciado la instrucción, la voz de
Petrós se quebró. Era obvio que se encontraba bajo el efecto de una
profunda emoción y que su tranquila resolución de los días anteriores se
había desmoronado al llegar a este punto de la historia. Guardó silencio
por un instante y respiró hondo, como si le faltara el aire. El intérprete
también se hallaba conmovido. Hasta ese momento había traducido al
pescador sin acusar el cansancio, pero ahora parecía agradecer la
interrupción.
Desde luego, sus pupilas habían adquirido el brillo que únicamente
proporcionan las lágrimas.
—… era tan evidente lo que decía —prosiguió Petrós sin que su voz se
desprendiera de la pátina del pesar— que me asusté. De repente, me
pareció que podían prenderlo y juzgarlo y acabar matándolo. A él que sólo
había hecho bien… Entonces le tomé del brazo y le aparté del resto de mis
compañeros y comencé… comencé a reprenderle… era el maestro, el
Jristós, el que todo nos lo estaba enseñando y yo… yo me permití llevarle
la contraria y decirle que nunca debía sucederle nada semejante a lo que
acababa de anunciarnos.
—¿Y qué hizo entonces el Jristós? —preguntó Nerón súbitamente
interesado.
—Se volvió hacia mis compañeros —respondió Petrós apenas escuchó
la traducción de la pregunta del césar— y dijo: Apártate de mí. Tu forma
de ver las cosas no es la de Dios sino la de los hombres. Me sentí
abrumado al escuchar aquello y hubiera deseado preguntarle lo que quería
decir con esas palabras, pero antes de que pudiera hablar añadió: Si alguno
quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y que tome su cruz y que me
siga. Porque todo el que desee salvar su vida la perderá; y todo el que
pierda su vida por mi causa y por la de la Buena noticia la salvará porque
¿de qué le servirá al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué
podrá dar el hombre a cambio de su alma? Si alguno se avergüenza de mí
y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y pecadora
también yo, el Hijo del Hombre, me avergonzaré de él, cuando venga en la
gloria de mi Padre acompañado de los santos ángeles.
—¿Qué significa eso del Hijo del Hombre? —preguntó Nerón
interrumpiendo el relato de Petrós.
—Es uno de los nombres que se da al Jristós —respondió el intérprete.
—Ya… —musitó el césar—. Era de suponer.
Por unos instantes, Nerón se mantuvo callado. Desde luego, no era para
menos si se tenía en cuenta lo poco que se parecían las palabras de Petrós
a la historia de una sedición. A decir verdad y para ser totalmente sinceros,
si creíamos el testimonio del pescador, lo que resultaba manifiesto era que
Jesús no había prometido a sus seguidores un triunfo. Todo lo contrario.
Había anunciado que lo mataría la gente más relevante de su pueblo y que
sus discípulos no podían esperar otro final que la cruz. ¡La cruz! ¡El
destino de los proscritos! Y para colmo tampoco dejaba alternativa a ese
destino trágico: o se estaba dispuesto a arrostrar la muerte por causa suya
o se sufría la perdición del alma. De nuevo, había que aceptar que las
pretensiones del personaje no eran pequeñas.
—Este tribunal desea creer lo que acabas de relatar —dijo Nerón
arrancándome de mis pensamientos—, pero debes reconocer, Petrós, que
no es fácil aceptarlo. Dices que tu… jefe no sólo no os prometió el poder y
la gloria sino que además anunció que iba a morir de manera vergonzosa y
que vosotros, sus seguidores, podríais correr un riesgo similar. Tú mismo,
según propias palabras, tuviste problemas para aceptar esa visión y no se
te puede censurar por ello, la verdad sea dicha. Ahora bien, si realmente
ése fue el anuncio que os hizo, ¿por qué os empeñasteis en seguir con él?
¿Acaso disfrutabais con la idea de que os clavaran a una cruz?
La última pregunta fue pronunciada con tal ironía que una vez más
provocó un rumor risueño entre casi todos los presentes. Sin embargo, yo
no me sumé a aquel sarcasmo. En realidad, pensaba que todo tenía un cariz
demasiado serio como para permitirse aquellas humoradas. De todas
formas, no creo que Nerón se molestara. Seguramente, ni siquiera se
percató de mi falta de adhesión. Tampoco creo —pero esto no constituía
ninguna novedad— que le importara a Petrós. El pescador escuchó la
traducción de las palabras del césar con una atención redoblada y acto
seguido comenzó a hablar.
—Seis días después de aquella conversación, Jesús nos tomó a Jacobo,
a Juan y a mí, y nos llevó solos a un monte alto. Allí se transfiguró delante
de nosotros.
Sus vestidos se volvieron resplandecientes, de una blancura extrema,
como la nieve. Eran tan blancos que ningún lavador en la tierra podría
ponerlos así. Entonces Elías, el profeta que Dios se llevó consigo hace
cientos de años, y Moisés, el hombre al que Dios entregó la ley de Israel
hace más de milenio y medio, aparecieron y se pusieron a hablar con
Jesús. Yo… yo me sentía abrumado por lo que estaba sucediendo de
manera que le dije a Jesús: Maestro, es bueno que estemos aquí. Vamos a
hacer tres chozas de ramas. Una para ti, otra para Moisés, y otra para
Elías. Entonces apareció una nube que nos dio sombra, y desde la nube
resonó una voz que dijo: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. De repente,
cuando estábamos mirando, ya no vimos a nadie salvo a Jesús. Mientras
descendíamos del monte, nos dijo que no comentáramos con nadie lo que
habíamos visto salvo cuando el Hijo del Hombre se hubiera levantado de
entre los muertos. No comprendimos en aquellos momentos lo que nos
estaba diciendo e incluso yo comencé a discutir con Jacobo y Juan lo que
podría ser aquello de levantarse de entre los muertos. No fue la primera
vez. Por aquellos días, mientras caminábamos por Galilea nos enseñaba
que el Hijo del Hombre iba a ser entregado en manos de los hombres que
lo matarían aunque, después de muerto, se levantaría al tercer día. Pero lo
cierto es que no entendíamos aquellas palabras que decía y teníamos
miedo de preguntarle por su sentido.
Tenían miedo de preguntarle… sí, no era para menos. Seguramente,
ellos, al igual que nuestro brillante césar, habían esperado que ese Jesús se
convirtiera en un sedicioso que les permitiera salir de su humilde situación
e incluso les proporcionara la posibilidad de alcanzar algún puesto de
relevancia. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el personaje, un personaje
que les había ido sumiendo vez tras vez en el estupor, les había salido con
que lo iban a matar y que ellos podían esperar un destino semejante. Sí,
cierto, también les había dicho algo de levantarse de entre los muertos
pero eso, seguramente, debía resultar de poco consuelo para aquellos
pescadores y publicanos ávidos de bendiciones más tangibles.
—¿Miedo de preguntarle, Petrós? —dijo el césar con tono burlón—.
¿Y por qué? ¿Acaso no te dabas cuenta de que sólo te ponía a prueba, de
que sólo deseaba ver si le seguíais con fidelidad?
El pescador escuchó con atención al intérprete que le traducía las
palabras de Nerón y entonces… No, no podía haberlo visto bien. Tenía que
haberme equivocado. Me pareció… sí, Petrós había dejado que una leve
sonrisa apareciera fugazmente en la comisura de sus labios.
—Una vez —comenzó a decir— por aquellos mismos días llegamos a
Cafarnaum y cuando estábamos en mi casa nos preguntó a todos sobre la
razón de que hubiéramos discutido mientras íbamos de camino. Cuando
escuchamos aquellas palabras, nos quedamos callados porque era verdad
que habíamos ido disputando mientras viajábamos y la razón no había sido
otra que la de establecer quién iba a ser el más importante de entre
nosotros en el Reino. Entonces se sentó y nos dijo: Si alguno desea ser el
primero, debe ser el último, y el que sirva a todos. A continuación, tomó a
un niño, y lo puso en medio de nosotros; y tomándole en sus brazos, nos
dijo: El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí, y el
que me recibe a mí, no me recibe a mí sino al que me envió. Cualquiera
que haga tropezar a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, le sería
mejor que se atase una piedra de molino al cuello y se lanzase al mar. Y si
tu mano te llevara a caer, córtatela porque es mejor entrar en la vida
manco que ir al fuego que no se puede apagar con las dos manos, donde el
gusano no muere y el fuego nunca que se apaga. Y si tu pie te llevara a
caer, córtatelo porque es mejor entrar en la vida cojo que no ser arrojado al
fuego que no se puede apagar con los dos pies, donde el gusano no muere y
el fuego no se apaga. Y si tu ojo te llevara a caer, sácatelo porque es mejor
que en tres en el reino de Dios con un ojo que ser arrojado al fuego con los
dos, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
—¡Oh, vamos, vamos, Petrós! ¡Ya basta! —le interrumpió el césar—.
¿Pretendes que creamos que Jesús os dijo todo eso en serio? ¿De verdad
piensas que vamos a aceptar que no tenía interés por el poder, que no
ansiaba amasar riquezas, que creía en esas estupideces de los niños, que
esperaba morir y aun así no se apartó de su camino?
—En una ocasión —dijo Petrós— le presentaron a unos niños para que
los tocase. Nosotros reprendimos a los que traían a los niños porque nos
parecían molestos, pero Jesús, al ver que nos comportábamos así, se
indignó, y nos dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo
impidáis, porque el reino de Dios es de los que son como ellos. En verdad,
en verdad, os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño no
entrará en él.
Nerón se restregó la mano izquierda por la fina barbita. Petrós no sólo
no parecía dispuesto a darle la razón sino que persistía en su postura
mediante el expediente de sumar un relato tras otro de contenidos
semejantes. Desde luego, no daba la sensación de que fuera a callarse de
momento.
—Cuando salimos para continuar nuestro camino, llegó uno corriendo,
e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo
hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿por qué me llamas
bueno?
Nadie es bueno salvo Dios. Ya conoces los mandamientos: no cometas
adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes,
honra a tu padre y a tu madre. Entonces, le dijo: Maestro, todo esto lo he
guardado desde mi juventud. Al escuchar aquello, Jesús le miró y sintió
amor hacia él pero le dijo: te falta una cosa: anda, vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme,
tomando tu cruz. Sin embargo, el muchacho, profundamente apenado por
lo que acababa de decir Jesús, se marchó muy triste porque tenía muchas
posesiones. Entonces Jesús, mirando en torno suyo, nos dijo: ¡Qué
difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Nos
quedamos asombrados al escuchar aquellas palabras pero Jesús volvió a
decirnos: Hijos, ¡qué difícil les resulta entrar en el reino de Dios a
aquellos que ponen su confianza en las riquezas! Es más fácil para un
camello entrar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino
de Dios. No nos habíamos repuesto de la sorpresa que aquellas palabras
nos habían causado cuando Jesús añadió: Sabéis que los gobernantes de las
naciones se enseñorean de ellas y que sus grandes ejercen su potestad
sobre ellas. Sin embargo, entre vosotros no debe ser así, sino que el que
quiera ser grande entre vosotros deberá ser vuestro servidor y el que de
entre vosotros quiera ser el primero deberá ser el servidor de todos porque
el Hijo del Hombre no vino para que le sirvieran sino para servir y para
dar su vida en rescate por muchos.
Concluyó Petrós la última frase y quedó callado. Era como si hubiera
terminado una brillante pieza oratoria y el añadido de una sola palabra
hubiera podido estropear lastimosamente lo que acababa de decir. Nerón
podía empeñarse en que el viejo pescador dijera lo que él deseaba pero a
esas alturas debía haberse dado cuenta de que de los labios de aquel
hombre sólo saldrían las palabras que él considerara pertinentes. Su relato
no era una aburrida sucesión de conceptos e ideas y frases. Más bien
consistía en jirones de la vida misma, de su propia existencia, entretejidos
con la presencia de aquél al que consideraban Jristós o Hijo del Hombre o
Hijo del único Dios, un personaje que no estaba interesado en obtener
riquezas ni en mandar, que incluso se empeñaba en que el mejor no era el
que tenía a todos sometidos a su potestad sino el que a todos los servía. No
eran aquellas palabras para alegrar precisamente a Nerón. No me extraña
que decidiera suspender en ese mismo momento la instrucción hasta el día
siguiente.
XII
—¿Todo eso dijo ante la barba de Nerón? —preguntó Roscio abriendo los
ojos como fuentes.
—Seguramente incluso le dijo algo más que yo he olvidado contarte
respondí antes de llevarme a los labios otra copa de vino itálico.
—Puuuuuf —sopló Roscio—. Es verdaderamente un prodigio que no
lo haya hecho ejecutar ya. He visto a personas a las que flageló, castró o
asesinó por muchísimo menos.
—Seguramente —dije— le está salvando de todo eso la testarudez del
césar. Está empeñado en que Petrós es el cabecilla de un movimiento
sedicioso y, de momento, no tiene la menor intención de ceder hasta que
pueda probarlo. Mientras siga empeñado en que le den la razón, el
pescador conservará la vida. Cuando Nerón se percate, como me ha pasado
ya a mí, de que no conseguirá obligarle a decir lo que no desee, sus días,
no, sus horas estarán contadas.
—Bueno —dijo Roscio—. No es justo, sin duda, pero tampoco se trata
de una pérdida tan importante. A fin de cuentas es un bárbaro que se
dedica a transmitir peregrinas ideas. ¡Ser como un niño para entrar en el
reino de ese dios! ¡Servir a los gobernados en lugar de mandarlos! Es tan
absurdo todo eso que ni siquiera me parece hermoso como sucede con las
obras de algunos filósofos griegos. Pueden decir tonterías pero las dicen
tan bien…
—Seguramente tienes razón —comenté—, pero nosotros los romanos
nos hemos caracterizado siempre por ser tolerantes. Mientras paguen
impuestos y no nos creen problemas de orden, les dejamos creer lo que
quieran. Si ahora comenzamos a cambiar de opinión…
—Quizá tampoco sería tan grave, Vitalis —me interrumpió Roscio—.
A fin de cuentas no vamos a prohibir a nadie que tenga su religión. Son
todas tan parecidas… En todos los casos hay dioses a los que se puede
aplacar o convencer mediante sacrificios de los tipos más diversos que
realizan los sacerdotes más variados. Estos nazarenos resultan bien
diferentes. No es sólo que crean en un solo Dios, eso también les pasa a los
judíos, es que además enseñan cosas que… bueno, Vitalis, que nos
impedirían mantener en pie este imperio. La ambición, la codicia, la
violencia de los hombres pueden ser malas pero también apuntalan el
edificio del poder de Roma. Gracias a ellas tenemos militares valientes,
funcionarios sacrificados y banqueros prósperos pero ¿qué sería de
nosotros si comenzaran a preocuparnos los ancianos, si sufriéramos cada
vez que abandonamos a una niña recién nacida, si dedicáramos nuestros
esfuerzos a los enfermos en lugar de apartarlos de nosotros para evitar el
contagio? ¿Acaso te das cuenta del caos que surgiría de esa doctrina? No,
Vitalis, no. Quizá ese pescador sea inocente, quizá no desee el mal de
Roma, pero lo que enseña difícilmente puede tener consecuencias
positivas para nosotros. Guardé silencio. Roscio no había escuchado a
Petrós pero lo que decía sobre él distaba mucho de ser absurdo o carente
de sentido. En realidad, indicaba una perspicacia notable, justo la misma
que siempre había causado mi admiración.
—¿Sabes en qué va a terminar todo, Vitalis?
Me encogí de hombros mientras volvía a llevarme la copa a los labios
para comprobar con desagrado que estaba vacía de nuevo.
—Pues yo te lo voy a decir —comentó Roscio—. Nerón seguirá
apretando a ese hombre para que siga contando la historia de Jesús. Puede
que continúe mostrando la misma agudeza que ahora pero, más tarde o
más temprano, tendrá que contar algo sobre su crucifixión que —no lo
olvides— fue dictada por Poncio Pilato. Llegados a ese punto, al césar no
le costará encontrar vínculos más que sospechosos entre Petrós y su
difunto mentor, especialmente en lo que a su condena se refiere, y ahí
terminará todo. Lo más probable es que acabe también crucificado, aunque
será más afortunado que muchos reos. Es viejo y no aguantará mucho en el
patíbulo. La mención de la crucifixión hizo que sintiera sobre la boca del
estómago un peso desagradable, similar al de una bola metálica. No es
porque no estuviera acostumbrado a esa forma de ejecución. Yo mismo la
había ordenado docenas de veces en que así lo exigían los intereses de
Roma pero ahora… ahora la simple perspectiva de que Petrós pudiera
terminar colgando de un madero me ponía enfermo.
—Esto no es una guerra servil… —comenté mientras me echaba más
vino.
—No, claro que no —concedió Roscio—. No da la sensación de que
los nazarenos vayan a alzarse en armas como Espartaco y sus gladiadores.
No lo han hecho en más de treinta años y no existe grupo violento que
soporte tanto tiempo sin degollar a alguien. Sin embargo, creo que esa
circunstancia no los exime de peligrosidad. Para ser sinceros, no sé qué me
produce más sobresalto, si un grupo de esclavos que desea rebanarme el
cuello o un movimiento de bárbaros que no tiene el menor reparo en
considerar que merece la pena salvar cualquier vida humana sea de la
condición que sea.
Roscio hizo una pausa y me miró. También lo estaba pasando mal. Ni
siquiera el ser humano más endurecido disfruta con la perspectiva de
privar de la vida a un semejante. Para llegar a ese extremo debe
previamente reducirlo en su corazón a la condición de bestia, de parásito,
de alimaña. Es relativamente fácil matar cuando se cree que el otro es un
animal salvaje dispuesto a privarnos de lo nuestro o se le considera tan
despreciable que su muerte puede resultar tan beneficiosa como aplastar
una mosca incansable o machacar una pulga sedienta de nuestra sangre.
Pero de ahí a enfrentarse con otro hombre y ver que se parece tanto a
nosotros y arrancarle la vida…
—Mira —prosiguió Roscio—. Nuestro imperio es grande y poderoso
porque aplica la justicia, porque construye calzadas que facilitan el
comercio y el transporte de tropas, porque sabe cómo llevar el agua de un
lugar a otro. Ni siquiera Alejandro pudo soñar con civilizar de esta manera
a asiáticos, a africanos, a europeos. Sólo nosotros lo hemos conseguido y
eso al cabo de ochocientos años de combate encarnizado, primero, para
sobrevivir frente a los ataques de unos vecinos voraces y despiadados y
luego para asegurar nuestras fronteras. Sin embargo, esa fuerza que nos
permite beber el vino de Oriente y adornar nuestras casas con estatuas de
Grecia y vestirnos con el lino de Egipto nos obliga a no perder de vista
algunas cuestiones. Los débiles no pueden recibir el mismo trato que los
fuertes. Es por eso por lo que abandonamos a muchos niños al nacer, por
lo que procuramos que el número de mujeres no constituya una carga
excesiva para ninguna familia, por lo que los médicos son los primeros en
dejar la ciudad y ponerse a salvo cuando se produce una epidemia.
Debemos comportarnos así para continuar siendo fuertes. La mayoría de
los bárbaros lo saben y nos imitan salvo los especialmente degenerados
como los judíos o esos nazarenos que, a fin de cuentas, han nacido de su
seno.
Los argumentos de Roscio me parecieron tan sólidos que no se me
ocurrió discutirlos. De ellos, los hubiéramos razonado mucho o no,
estábamos convencidos todos los ciudadanos del imperio. Lo sensato no
podía ser sino aferrarnos a ese comportamiento que nos había convertido
en el pueblo más próspero y poderoso que el mundo había conocido.
—No vamos a discutir por algo en lo que estamos de acuerdo —dije y
recogí un silencioso asentimiento de Roscio—. Además necesito
encomendarte una misión adicional.
—Tú dirás, Vitalis.
—Nerón parece… no, no parece, está muy picado con la cuestión de la
filiación divina del Jristós.
—Ya me lo puedo imaginar —comentó Roscio ahogando una risita
divertida.
—Creo que en el fondo le saca de quicio ver a ese Petrós afirmando
totalmente convencido que Jesús era el hijo del único dios cuando no
pasaba de ser un artesano, mientras que no son pocos los romanos que no
están nada dispuestos a aceptar que él es la encarnación de una divinidad
egipcia.
El vientre de Roscio tembló antes de que su complacido dueño soltara
una carcajada.
—Vamos, sé prudente —le reprendí—. Hay delatores detrás de cada
muro y si alguien informara de que te tomas a risa estas cuestiones…
Roscio alzó las manos en ademán de pedir disculpas y por un instante
pareció que iba a controlarse. Impresión equivocada. Antes de que yo
hubiera podido contar hasta tres, estaba nuevamente lanzando una risotada
tras otra. Muy pronto, por sus mejillas comenzaron a caer unos gruesos
lagrimones que no supe ya si identificar con la diversión o con el pesar. Sí,
había existido una época en que ninguno de los gobernantes de Roma
hubiera pretendido jamás ser otra cosa que un hombre o incluso un hombre
lleno de virtudes. César sólo había sido aceptado como dios después de
morir y eso en provincias; Augusto era ya dios en vida pero no en Roma…
luego había venido Calígula empeñado en ser Apolo y ahora Nerón había
trasladado su locura hasta las orillas del Nilo. No era de extrañar que
Roscio riera y llorara a la vez.
—No hace falta que te diga que no espero que encuentres nada, pero
¿podrías rastrear en los archivos de nuestros astrónomos para saber si
cuando nació ese Jesús se produjo algún tipo de acontecimiento especial
en los cielos?
—¿Quieres decir si se vieron jinetes peleando entre ellos o llovió
sangre o los pájaros caían a puñados sobre las calles? —preguntó Roscio.
Asentí con la cabeza. Eso era justo en lo que estaba pensando.
—Bueno, creo que podré hacer algo pero necesitaría que me dieras
alguna pista. ¿Tienes por lo menos alguna idea del año en que vino al
mundo ese Jesús?
—Imagino que puedo averiguarlo —dije.
—Es indispensable que lo hagas.
—También el que tú disipes cualquier duda al respecto —dije—. Si lo
consigues, Nerón se sentirá muy contento al comprobar que no tuvo lugar
ninguna señal que anunciara el nacimiento del Jristós y, sin duda alguna,
recuperará toda la alegría que ha empañado este ataque indirecto contra su
clara superioridad sobre cualquier rey que en el mundo haya sido.
—Sí, claro, claro… —dijo Roscio antes de emitir la carcajada más
grande de aquella noche.
XIII
—No vas a poder creer lo que he hallado —me dijo Roscio apenas me
encontré a su altura.
—Me temo que hoy nada va a sorprenderme… —respondí con gesto
cansino.
—Esto sí lo hará —insistió indicándome con la mirada varios rollos
manuscritos que asomaban por el extremo de una bolsa que pendía de su
hombro.
No le dije nada e hice una seña al esclavo que me esperaba a la salida
para que avisara a los porteadores. Durante el camino de ida a mi casa, no
permití a Roscio que pronunciara una sola palabra mientras me frotaba el
lugar en que se une la nariz con la frente en un infructuoso intento de
aliviar la despiadada jaqueca que había comenzado a atormentarme. Una
grata sensación de frescor nos recibió al llegar al edificio donde vivía. La
solidez de los muros, el diseño de los tejados y la disposición de las
plantas permitía que la casa quedara aislada tanto del calor veraniego
como del frío invernal. Ahora, cuando la temperatura no dejaba de subir
prácticamente hasta que el sol desaparecía por completo del firmamento,
encontraba un placer especial en la configuración de la vivienda. Crucé el
aireado atrio seguido por Roscio y ordené a un esclavo que lo condujera a
una de las dependencias más cómodas y le sirviera algún refresco mientras
yo me cambiaba de ropa. A decir verdad, lo último que hubiera deseado en
aquel momento era mantener una conversación con mi erudito amigo.
Después de tantas horas de inacabable interrogatorio, hubiera querido
tumbarme en el lecho fresco y mullido y no levantarme hasta pasado un
par de días. Por supuesto, sabía que tal posibilidad no se podía ni plantear,
pero hubiera estado dispuesto a conformarme con dormir un rato antes de
acudir a mi cita nocturna con el césar. Vertí un poco de agua en una jofaina
y me lavé las manos y la cara. Luego dejé pasar unos instantes antes de
secarme para sentir la frescura del líquido sobre mi piel recalentada. Así
hubiera permanecido un buen rato, pero no me parecía correcto prolongar
la espera de alguien que, en puridad, me estaba haciendo un favor. Me
cambié con la mayor rapidez y saliendo de la habitación fui a su
encuentro.
—¿Y bien? —indagué mientras entraba en la estancia donde me
aguardaba mi erudito amigo.
—Pues verás —comenzó a decir Roscio mientras comenzaba a
desenrollar uno de los manuscritos que llevaba consigo—. El otro día me
preguntaste por el nacimiento de ese tal Jesús… No me diste muchos
datos, la verdad sea dicha. Que había nacido durante el reinado de Herodes
el grande, que si tal año del principado de Augusto, que si Quirino era
gobernador… Bueno, el caso es que me puse a buscar y a cruzar los datos
que me iban viniendo a las manos y… y creo que he encontrado lo que
buscabas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté mientras un peso metálico se me
asentaba en la boca del estómago.
—Es bastante fácil de entender —dijo Roscio con una sonrisa—.
Nuestro hombre nació hace ahora unos setenta años. ¿Sucedió algún
acontecimiento notable en los cielos en esa época?
—Te agradecería que fueras al grano y te evitarás estos recursos
retóricos —dije con aspereza—. No hace falta que te esfuerces en
despertar mi interés.
—Está bien —dijo Roscio como disculpándose—. La respuesta es que
sí. Hace ahora unos setenta años se produjo una conjunción de Júpiter y de
Saturno en la constelación de Piscis. Mira lo que me han dibujado mis
astrónomos.
Roscio desplegó ante mí una carta en la que se apiñaban líneas y
círculos en una confusión no del todo carente de armonía.
—Según me han explicado —prosiguió—, la conjunción debió
realizarse en tres ocasiones. La primera tuvo lugar en febrero. Entonces
Júpiter pasó de la constelación de Acuario para encontrarse con Saturno en
Piscis. No debió verse muy bien este fenómeno pero a mediados de abril
los dos planetas se encontraron en la constelación de Piscis. La conjunción
volvió a repetirse en mayo y a inicios de octubre y de diciembre. Luego,
en enero, Júpiter pasó de la constelación de Piscis a la de Capricornio. En
otras palabras…
—… en otras palabras —le interrumpí estupefacto—: El nacimiento
de ese Jesús pudo verse acompañado de una conjunción astral
especialmente vistosa.
—Espectacularmente vistosa, diría yo —respondió Roscio—, aunque
la gente que la viera pensaría que se trataba de una estrella, de un cometa o
de un astro cualquiera.
—¿Y pudo verla mucha gente? —indagué.
—Con toda seguridad eso fue lo que sucedió en oriente —respondió
Roscio—. Al menos hasta el territorio del reino de los persas. Guardé
silencio. Entregar aquella información al césar no resultaría prudente y
más si deseaba que Petrós no sufriera ningún daño. Sin embargo, debía
reconocer ante mí mismo que era tentador hacerlo y más después de
escuchar sus comentarios sobre la humildad del origen de Jesús.
—Tengo algo más —comentó Roscio con una sonrisa.
—¿De qué se trata?
—Anduve indagando en la historia de ese rey Herodes —respondió
Roscio. Ciertamente esos tiranos de oriente no son gente fiable pero
Herodes es de lo más repugnante que me ha sido dado conocer. De entrada,
ni siquiera era judío.
—Ah, ¿no? —dije sorprendido—. ¿Y cómo logró ceñirse su corona?
—No, no lo era —sonrió Roscio—. Procedía de Idumea, una zona
desértica situada al otro lado del Jordán, pero supo aprovechar los
problemas políticos de Israel y cuando los judíos quisieron darse cuenta se
había deshecho de la dinastía anterior y convertido en su rey.
—A eso se le llama saber elegir aliados… —comenté irónicamente.
—Ahí te equivocas, Vitalis —repuso Roscio—. Herodes se equivocaba
al elegir aliados pero siempre logró sobrevivir.
—No te entiendo —reconocí.
—Verás —dijo con una sonrisa burlona—, cuando César cayó
acribillado a puñaladas hace algo más de un siglo, Herodes pensó que la
persona que se alzaría con el poder en Roma sería Marco Antonio.
—¿Marco Antonio? —exclamé sorprendido.
—¡Ja, ja, ja! Sí, Marco Antonio. Incluso llegó a regalarle un palmeral a
Cleopatra, su amante egipcia, en el interior de su reino. Sí, tenía que
reconocer que Roscio tenía razón. En el enfrentamiento entre Octavio y
Marco Antonio, Herodes no podía haber podido escoger peor el bando.
—¿Y cómo salió del embrollo?
—Con la soltura que lo caracterizaba —respondió Roscio—. En cuanto
que supo que Octavio era el vencedor, acudió arrepentido a su lado y le
convenció de que el mejor aliado con que podía contar en la zona era él.
—Y lo convenció…
—Efectivamente. Lo convenció hasta el punto de que aumentó
considerablemente las dimensiones de su reino.
—Supongo que Octavio sabía de sobra con quién trataba… —dije—.
Disculpa mi falta de cortesía. ¿Deseas beber algo? Ya sabes que la bodega
de esta casa es muy buena.
Roscio rechazó el ofrecimiento con un movimiento de la diestra.
—Sólo bebo agua… fresca, si puede ser.
Di una palmada y al instante apareció un esclavo.
—Trae el agua más fresca que haya en la casa para mi amigo y para mí
una jarra de vino… de ese que he bebido últimamente. Apenas hubo el
fámulo abandonado la habitación, Roscio volvió a tomar la palabra:
—Lo sabía sobradamente. Solía decir que era más seguro ser el cerdo
de Herodes que su hijo.
—Creo que no entiendo bien la expresión —reconocí.
—Sí, claro —exclamó Roscio—. Las palabras «hijo» y «cerdo» son,
como tú sabes, casi similares en griego, pero es que además Herodes,
como practicante de la religión de los judíos, no hubiera matado jamás un
cerdo para comérselo. En cambio no tuvo ningún inconveniente en ir
eliminando a todos los miembros de su familia de los que sospechaba.
—Comprendo.
—Por orden suya fueron cayendo su mujer, sus hijos y, por supuesto,
centenares de judíos sobre cuya lealtad abrigaba dudas —explicó Roscio
—. En los últimos tiempos, tengo la impresión de que no pegaba ojo,
aterrado por la idea de que alguien le privara del trono.
—Ésa fue la época en que nació Jesús…
—Exactamente y ahora es cuando tengo que referirme a otra sorpresa
que te tenía reservada —repuso Roscio con un tono misterioso de voz.
—Te escucho.
—Resulta que más o menos en la fecha en que debió de nacer ese tal
Jesús, Herodes dio orden de asesinar a los niños que tuvieran menos de dos
años de edad —dijo Roscio.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando escuché las palabras
pronunciadas por mi amigo. Así que todo encajaba a la perfección…
—¿Se produjo alguna reacción durante la matanza? —pregunté.
—Al parecer ninguna —respondió Roscio—. Herodes expulsaba del
mundo de los vivos a docenas de personas cada mes que, por supuesto,
eran mucho más importantes que esas criaturas. Además el número no
debió de ser muy grande… veinticinco, treinta niños en medio de aquel
baño de sangre en que desaparecían familias enteras no debieron de llamar
mucho la atención.
El esclavo entró en la habitación y yo guardé silencio mientras nos
servía los refrescos. Además de las bebidas, dejó ante nosotros una
bandeja con golosinas dulces y saladas especialmente fabricadas para
darnos más sed e impulsamos a seguir bebiendo.
—¿Crees que esos asesinatos pudieron tener relación con el miedo de
Herodes a perder el trono? —pregunté tras apartarme la copa de los labios.
—Casi apostaría mi mano derecha —respondió Roscio—. Desde
luego, no puede decirse que asesinara por placer. Se equivocó más de una
vez al elegir sus víctimas, sin duda, pero lo que le guiaba siempre era el
deseo de apartar de su camino a alguien que, de manera real o supuesta,
pudiera amenazar su condición de rey.
Apuré la copa que tenía entre las manos y comencé a pasar el extremo
del índice por la embocadura.
—Debo agradecerte tus esfuerzos para dar con ese… astro que pudo
acompañar el nacimiento de Jesús y también por los datos que me has
proporcionado sobre Herodes… No se puede negar que se trata de cosas
verdaderamente sensacionales pero… pero lo que he tenido ocasión de
escuchar en la última sesión de interrogatorios…
—Es todavía más impresionante —concluyó Roscio la frase por mí.
—Así es —reconocí—, pero antes de contarte nada déjame que te sirva
más agua fresca.
Empleé un buen rato en resumirle el relato que Petrós había hecho de
la desaparición del cadáver de Jesús y de la manera en que luego le habían
vuelto a ver vivo.
—No tenemos razones para negar las apariciones —comentó pensativo
Roscio cuando concluí mi relato—. Existen docenas de testimonios que
aseveran que los espíritus se comunican con este mundo de vivos.
—Me temo —dije— que existen diferencias notables entre lo que tú y
yo conocemos y este caso. No se trató de un cuerpo que se pudrió en la
tumba y cuyo espíritu protagonizó apariciones fantasmales. No, en
absoluto. Ese cuerpo se levantó de entre los muertos y fue al encuentro no
sólo de los discípulos sino también de gente que antes no había creído en
él o incluso lo aborrecía. Le escucharon pero también pudieron tocarle.
¡Comió incluso con ellos! ¿Cuándo se ha sabido de un espíritu que tenga
carne y huesos y coma?
—También podría tratarse de un fraude —dijo Roscio—. Quizá ni la
tumba quedó nunca vacía o si fue así se debió simplemente a que robaron
el cadáver… los discípulos podrían mentir… las mujeres ser unas locas
febriles…
—¡Ya me gustaría que la explicación resultara tan fácil! —exclamé—.
Por un momento, piensa en la posibilidad de que el cuerpo lo hubiera
robado alguien. Está bien. Aceptemos esa hipótesis pero ¿quién pudo
hacerlo? A mi juicio sólo hay tres opciones. Opción primera: nuestros
hombres. Si ése fuera el caso, una vez que Petrós y sus amigos hubieran
comenzado a anunciar que el Jristós había vuelto de entre los muertos,
habría bastado con sacar el cadáver a la luz o con que los que se habían
apoderado de él hubieran dado testimonio de lo sucedido. ¿Fue eso lo que
pasó? No. Opción segunda: los sacerdotes que detuvieron a Jesús y que
lograron convencer a Pilato para que lo condenara a muerte. Se habrían
apoderado del cadáver para evitar que la gente fuera a honrar su tumba o
por cualquier otra causa. De haber sido así, hubieran tardado menos
tiempo todavía que Pilato en exponerlo en cuanto que los seguidores de
Jesús hubieran comenzado a proclamar que se había levantado de entre los
muertos. ¿Lo hicieron? ¡No! Pasemos, por lo tanto, a la opción tercera: los
discípulos robaron el cadáver. Para ser sinceros, me parece la más absurda.
Sólo unas horas antes todos ellos habían corrido como nuestros conejos
campestres a fin de que nadie pudiera ponerles la mano encima. ¡No!
¡Todavía más! Del grupo más cercano a Jesús, uno lo había vendido, otro
lo había negado tres veces y el resto… cualquiera sabe lo que sucedió con
el resto aparte de que lloriqueaban de miedo como si fueran mujerucas.
Entonces, de repente, cuando menos lo esperaba nadie, esa gente
experimenta un cambio inexplicable y comienzan a predicar que el muerto
está vivo, que el crucificado es el Hijo de Dios, que el fracaso es un
triunfo… Nunca hubieran podido hacer una cosa así y más arriesgándose a
que los detuvieran o Pilato o los sacerdotes si todo hubiera sido un fraude
perpetrado por ellos. En realidad, creo que la única explicación sensata del
cambio que experimentaron fue que, efectivamente, vieron a Jesús, al
crucificado, que había regresado de entre los muertos. Y no fueron uno ni
dos, sino centenares, sin excluir a indigentes e incluso adversarios
declarados.
Guardé silencio mientras en mi interior rugía una incómoda mezcla de
furor y desconcierto, de interrogación y certezas.
—Entonces… entonces… —comenzó a decir Roscio—, ¿tú crees de
verdad que lo… que lo vieron vivo de nuevo, regresado del mundo de los
muertos, que comieron y bebieron con él?
Asentí con la cabeza.
—Roscio —dije al fin—, a lo largo de mis años de servicio a Roma he
tenido ocasión de llevar a cabo docenas, quizá centenares de
interrogatorios. He visto a testigos mentirosos, a testigos equivocados, a
testigos sobornados, a testigos mudos por el miedo… Los he visto de todas
las clases y maneras. He aprendido a distinguir cuándo una historia es
verdadera, cuándo es falsa, cuándo le faltan elementos esenciales, cuándo
esconde algo. Hice una pausa y miré en silencio a Roscio.
—Amigo mío —dije al fin—, no tengo ninguna duda de que el relato
del pescador se ajusta a la realidad, de que es completamente cierto, de
que sobran los testigos fidedignos de que ese Jesús regresó de entre los
muertos.
Roscio guardó silencio. Sobre su mirada había descendido una nube de
pesadumbre, precisamente la que se siente al comprobar que un amigo se
encuentra en peligro.
XX
No me costó mucho dar con Petrós. Una simple pregunta al oficial a cargo
de su traslado bastó para que supiera la prisión a la que lo habían
conducido. Tardé poco en llegar y todavía menos en que me franquearan la
entrada. ¿Quién se la hubiera negado al hombre que había asesorado al
propio césar en la instrucción de una causa?
—Hoy parece que todo el mundo tiene interés en ver a ese bárbaro —
dijo el soldado que me acompañó hasta la celda.
—¿Ha venido alguien más? —pregunté sorprendido.
—Sí, claro —respondió mi acompañante—. Primero, fue ese hombre
que va con él a todas horas. Su in… inte…
—Su intérprete —ayudé al soldado.
—Sí… eso —reconoció—. Bueno, además llegaron otros dos hombres
trayéndole comida y ropa. Tenían permiso, de modo que les dejamos pasar.
Mientras me preguntaba por la gente que había acudido a ver a Petrós,
llegamos hasta la entrada de la celda. Sólo entonces me di cuenta de que a
las espesas tinieblas se sumaba un calor asfixiante y una peste acre
resultado de mezclar el sudor, el olor a podrido y los restos de la
inmundicia más diversa.
—Aquí está —dijo el hombre nada más abrir la puerta—. Esperaré
fuera.
—Bien —respondí mientras bajaba la cabeza para no golpeármela
contra el dintel.
Tardé unos instantes en que mis ojos se acostumbraran a aquella
oscuridad. Salvo un hilo de luz amarillenta que se desprendía de una tea
pequeña, el resto de la estancia estaba sumida en una negrura densa y, en
apariencia, impenetrable. Apenas podía distinguir una mano de hombre
que se movía de forma extraña cerca de la raquítica luminosidad.
—¿Marcos? —pregunté y apenas lo hube hecho la mano se apartó del
radio de acción de la tea.
—¡Vitalis! —escuché la voz del intérprete—. ¿Qué haces aquí? ¿Acaso
no ha terminado la instrucción?
—Sí… sí, claro —respondí—, pero no se trata de eso. Necesitaba
hablar con Petrós.
Apenas acababa de pronunciar el nombre cuando percibí a mi lado la
respiración de varias personas.
—No te preocupes, te lo ruego —dijo Marcos—. Son Alejandro y
Rufo, dos de los miembros de una de nuestras comunidades en Roma.
Guardé silencio. Aquéllos debían de ser los que habían venido a traer
comida al pescador.
—En realidad —continuó el intérprete— ya conoces a su padre.
—¿Ah, sí? —pregunté sorprendido.
—Sí —respondió Marcos—. Son hijos de Simón de Cirene, el hombre
que ayudó a Jesús a llevar la cruz hasta el Gólgota.
Al escuchar aquellas palabras, me precipité hacia la tea y la así con la
mano derecha. Luego apunté hacia el lugar de donde procedían las
respiraciones. Lo que encontré fueron las vulgares facciones de dos
hombres algo más jóvenes que yo, de cabellos oscuros y aspecto
campesino.
—¿Es cierto lo que acaba de decir este hombre? —pregunté mientras
les acercaba la luz a la cara.
Asintieron con la cabeza sin despegar los labios. Por un instante, seguí
iluminando aquellos rostros que servían de eslabones en la prolongada
cadena que conducía desde mi época a la de Jesús. Su padre había tenido
ocasión de ver al Jristós destrozado por los látigos del pretorio.
Seguramente, habría sentido una mezcla de ira y compasión al tener que
cargar gratuitamente con el madero de un condenado a muerte. De
cualquier forma, eso carecía de importancia. Lo verdaderamente relevante
era que sus hijos, aquéllos con los que con toda certeza habría hablado
docenas de veces, formaban ahora parte de los seguidores del Jristós y
cómo todos ellos estaban convencidos de que Jesús había vencido la
muerte y regresado del más allá.
—¿Qué deseas?
La pregunta, pronunciada en un latín áspero propio de alguien que no
lo tenía como lengua natal, me arrancó de mis pensamientos.
—¿Petrós? —indagué.
—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por ti?
Moví la tea hacia el lugar de donde procedía la voz y ante mí apareció
el rostro del pescador. Parecía tranquilo, pero bajo sus ojos se dibujaban
dos líneas negras que identifiqué con huellas del agotamiento.
—¿Has podido descansar algo? —pregunté. Petrós esbozó una sonrisa.
—No tengo ahora tiempo para descansar. He de terminar mi
testamento. Sentí un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Quizá Petrós
sentía que la muerte estaba cerca. Eso era precisamente lo que yo había
venido a evitar.
—Siempre hay tiempo para escribir un testamento —dije intentando
privar a mis palabras del menor tono solemne.
—Creo que tú sabes que no es así —respondió Petrós con acento
suave.
—Sí, quizás tengas razón —dije—. Precisamente por eso he venido a
sacarte de este lugar. Debes desaparecer de Roma.
Escuché un murmullo de voces a mi espalda pero no pude distinguir lo
que decían. Quizá se expresaban en alguna de aquellas extrañas lenguas de
Oriente que nunca había conseguido dominar.
—No, Vitalis —respondió Petrós—. Yo he de quedarme aquí.
—Pero… pero… —protesté. Deseaba convencer al pescador para que
se fugara, pero no me sentía inclinado a intentarlo ante gente en quien no
sabía si podía confiar.
—¿Quieres decirme que si no me marcho Nerón, el césar, ordenará que
me maten? —preguntó.
Sentí de repente unas ganas inmensas de romper a llorar. No hubiera
podido precisar de dónde derivaba aquel impulso extraño, pero la verdad
es que me vi obligado a respirar hondo para evitar que se me saltaran las
lágrimas.
—Temo… temo… —dije al fin— que Nerón desea tu muerte de
manera inevitable.
—Sí, lo sé —dijo el pescador—, pero por eso debo concluir mi
testamento, precisamente porque ya no me queda mucho tiempo.
—¿Un testamento? —dije mientras levantaba las manos desesperado
—. ¡Pero… pero puedes evitar la muerte! ¡Puedes salvarte! ¿Qué
testamento puede ser más importante que conservar la vida?
—Sus recuerdos —dijo Marcos con suavidad—. Lo que estamos
acabando es un libro donde aparecen recogidos lo que Petrós ha retenido
en la memoria acerca de Jesús, el Hijo de Dios, el Jristós. Por supuesto, no
aparecen todos ya que el relato sería demasiado largo, pero sí he recogido
los más importantes, los que todos deberían saber para que sabiendo, crean
y creyendo, se salven.
Dirigí la luz de la tea hacia el lugar donde la había visto al entrar. Allí,
sobre un humilde poyete, descansaba recado de escribir. ¡Los movimientos
extraños de la mano que yo había captado al entrar no eran sino los
propios de aquel que estaba escribiendo!
—Quizá podrías acabarlo y después venir conmigo —dije.
—No —respondió Petrós con una voz suave pero firme—. No voy a
abandonar a mis ovejas ahora.
—¿Qué… qué quieres decir con eso de las ovejas? —pregunté a mitad
de camino entre la ira y la confusión.
—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós—, después de que Jesús
rompiera las cadenas de la muerte y se nos manifestara a los once, nos
encontrábamos junto al mar de Tiberiades yo, Tomás al que llamaban el
Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos
más. Entonces comenté que me iba a pescar y los demás dijeron que
venían conmigo. Subimos a la barca y faenamos durante toda la noche,
pero no conseguimos capturar ni un solo pez. Cuando ya había comenzado
a amanecer, vimos una figura en la playa que nos gritó si teníamos algo de
comer. Le respondimos desde lejos que no y entonces nos dijo que
arrojáramos la red por la derecha de la barca porque, con toda seguridad,
encontraríamos algo. En otras circunstancias, no le hubiéramos hecho el
menor caso, pero la verdad es que teníamos que dar de comer a nuestras
familias y que la embarcación se hallaba totalmente vacía al cabo de toda
una noche de faena. Así que echamos la red y cuando tiramos de ella nos
dimos cuenta de que nos resultaba imposible sacarla por el número tan
grande peces que había entrado. Entonces Juan se me acercó y me dijo:
¡Ése es el Señor! Y yo, nada más oírlo, me ceñí la ropa y me lancé al
mar para llegar antes a la orilla. Los demás prefirieron seguir en la barca,
arrastrando la red de peces, porque no distaban de tierra más que unos
doscientos codos. Cuando llegaron a la playa, vimos unas brasas puestas, y
un pez encima de ellas, y pan. Entonces Jesús, porque se trataba de él, nos
dijo: Traed los peces que acabáis de pescar. Yo me puse inmediatamente
en pie y comencé a tirar de la red. En su interior iban ciento cincuenta y
tres peces, pero aun siendo tantos, la red no se rompió. Jesús dijo entonces
que fuéramos y que comiéramos, pero todos nosotros guardábamos
silencio porque nos hallábamos impresionados por su cercanía. Tan
parados estábamos que él mismo tomó el pan y el pescado y comenzó a
repartirlo.
Petrós hizo una pausa y, de repente, una sonrisa suave, plácida, serena
afloró a sus labios.
—Durante toda la comida me estuve preguntando acerca de lo que
Jesús pensaba de mí y, sobre todo, si me habría perdonado por haberle
negado tres veces precisamente en los momentos en que le escupían, le
insultaban y le golpeaban. Hubiera deseado postrarme ante él y pedirle
perdón por todo, pero la vergüenza me lo impedía. Temía que me
rechazara o simplemente que me recordara la manera en que había
profetizado lo que iba a suceder. También pensaba en mi orgullosa
presunción al no creerlo y entonces sentía como si la culpa fuera a
estrangularme. Por un instante, recordé el sufrimiento de Petrós al narrar
el episodio de las negaciones y me pareció revivir la angustia que había
experimentado ante el tribunal mientras lo relataba. Sí, no era nada difícil
comprender todo lo que estaba diciendo ahora.
—Cuando terminamos de comer, Jesús se dirigió a mí y me dijo:
Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Yo inmediatamente le
respondí: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Entonces él me dijo: Apacienta
mis corderos. Inmediatamente volvió a decirme: Simón, hijo de Jonás,
¿me amas? Y yo le respondí nuevamente: Sí, Señor; tú sabes que te amo, a
lo que él repuso: Pastorea mis ovejas. Apenas había pasado un instante
cuando por tercera vez me preguntó: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Al
escuchar que volvía a repetir aquella pregunta, me llené de tristeza y le
respondí: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús me dijo
entonces: Apacienta mis ovejas. Entonces comprendí que Jesús no dudaba
de mi amor sino que por tres veces había vuelto a encomendarme la
misión que me había dado cuando comencé a seguirle. Era yo el que había
dudado de su perdón. Era yo el que desconfiaba de que pudiera cubrir con
su misericordia mis tres negaciones. Sin embargo, en esos momentos, me
había restaurado una vez por cada vez que yo le había negado.
—Sí, lo entiendo —dije impaciente—, pero quizá la mejor forma de
pastorear a las ovejas de Jesús sea ponerse a salvo, esperar a que la
tempestad se calme… A fin de cuentas, tú eres uno de los últimos testigos
de lo que él hizo y enseñó.
—Cuando Jesús terminó de decirme las palabras que te he referido
respondió Petrós con suavidad —añadió: En verdad, en verdad te digo que
cuando eras más joven, eras tú el que te ceñías e ibas a donde deseabas.
Sin embargo, llegará un momento en que serás viejo y entonces te verás
obligado a extender las manos y será otro el que te ceñirá para llevarte a
donde no quieres. Vitalis, ese momento ha llegado ya.
—Pero… pero ¿quién transmitirá lo que tú viste, lo que tú escuchaste?
—pregunté angustiado.
—Marcos casi ha terminado de recoger lo necesario y cuando lo haya
hecho totalmente habrá llegado mi hora de ofrecerme como un sacrificio
respondió tranquilamente Petrós. Guardé silencio. Hubiera deseado gritar,
chillar, incluso empujar a aquel pescador testarudo que ya había tomado la
decisión de permitir que el césar lo asesinara sin que existiera ningún
motivo legal para ello. Sin embargo, me contuve porque carecía de
cualquier atisbo de autoridad para torcer la voluntad inquebrantable de
Petrós.
—Quizá desearías leer el texto…
El sonido de aquellas palabras de Marcos me arrancó de mis
pensamientos aunque no de la tristeza que me provocaban.
—Desearía más bien —contesté con amargura— saber qué será de
aquellos que no tuvieron inconveniente en asesinar a Jesús y de los que
ahora van a comenzar a perseguir a sus discípulos.
—Si es así —dijo Marcos— permíteme un momento la luz. Le devolví
la tea y el intérprete comenzó a rebuscar entre los textos que había debido
de escribir en los días, quizá en las semanas, anteriores. Finalmente, dio
con lo que buscaba y me lo tendió.
XXII