César Vidal El Pescador

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Marco Junio Vitalis, apodado el «Asiático», es un militar que ha llegado

ya a la edad en la que el ejército y los viajes sobran, y en el que su cuerpo,


curtido en cientos de batallas en las que su dedicación al Imperio queda
patente tanto en sus gestos como en sus actitudes, le pide dejar paso a las
nuevas generaciones de guerreros cuya vitalidad podrá mantener sin duda
(al menos esa es su esperanza) la cohesión de las actuales fronteras. Vitalis
se encuentra descansando en su casa romana tras haber vuelto de un
prolongado periodo de combates en los limes fronterizos, donde se
mantienen ahora luchas contra los barbari. La otrora potencia imperial,
tan temida antaño por los enemigos de «la civilización», a duras penas
contiene ahora los embates de tantos insurgentes que intentan socavar y
destruir la expansión y la supremacía romana en el mundo conocido. Sin
embargo se mantiene firme. Transcurre el año 817 desde la fundación de
la ciudad de Roma por los hermanos Rómulo y Remo. El césar gobernante
es Nerón.
Un día recibe una visita con un mensaje que, a la postre, cambiará su vida
de manera inesperada. César lo llama a palacio, porque quiere aprovechar
su experiencia en asuntos de Oriente para que le ayude en la instrucción de
un juicio. Se trata de instruir un sumario contra un tal Petrós, pescador
Galileo perteneciente a un movimiento extraño, una especie de «secta»
denominada «de los Nazarenos», también conocidos como «cristianos». Su
misión, al principio, es encontrar información referente a ellos (qué son,
quiénes la componen, por dónde se extienden, a qué se dedican…), y
entregársela a Nerón. Después, alegando su inestimable ayuda, el césar lo
invitará a formar parte del proceso también de forma activa. El evento es
sumamente inhabitual. Algo no le cuadra a Marco Junio Vitalis. Por regla
general un emperador no pierde su tiempo con un litigio en apariencia
absurdo: ¿por qué preocupa al todopoderoso emperador de Roma un
simple pescador de Galilea? ¿Qué tiene de especial ese hombre?
¿Y qué pintan en esto esos llamados seguidores de Jristós? ¿Qué tienen
que ver uno con los otros aquí? Y sobre todo… ¿qué oculta Nerón tras ese
interés por esta aparente «falsa»?
Vitalis no tardará en descubrirlo. Nerón está frustrado contra ellos y planea
acusarlos de intento de secesión de Roma, de sublevación… pero ¿por
qué?
César Vidal

El testamento del pescador


ePub r1.1
Titivillus 29.09.2018
Título original: El Testamento del Pescador
César Vidal, 2004

Editor digital: Titivillus


Primer editor: Titivillus (r1.0)
Segundo editor: rednij (r1.1)
ePub base r2.0
A todos los que buscan la verdad
con la firme voluntad de que ni los
prejuicios, ni los apetitos, ni los
intereses les impidan abrazarla.
El Testamento del Pescador, obra galardonada con el Premio
Espiritualidad 2004, es un libro realmente impactante. Resulta curioso
comprobar la fuerza con la que César Vidal nos introduce en el juicio
contra Pedro, discípulo de Jesús, y la forma en la que como lectores
llegamos a vivir el mismo. Vidal nos permite ser espectadores de una
pantomima judicial elaborada y orquestada por Nerón, ante un individuo
cuyo único pecado es pertenecer y ser cabeza visible de una
«organización» en la que el césar se empeña en adjudicar un delito (no le
importa cual), que no cesará en buscar de una u otra forma. Su propósito
aparente es la eliminación de los seguidores del Jristós, aunque el
verdadero propósito es el de expiar sus culpas ante su pueblo por sus aires
de grandeza, que llevarán a Roma ante un suplicio injusto parido de la
mente enferma de un ególatra criminal.

Adentrarse en esta novela supone encontrarse con una serie de elementos


que le dan fuerza a la trama. Por una parte vamos a hallar personajes
reales (todos salvo dos) que se mueven en un entorno concreto y
localizado, en una época y en un momento en el que lo acontecido en la
novela bien pudo ser lo que ocurrió ciertamente. ¿Quién puede decir que
no? Por otra, nos vamos a hallar con la perspectiva que a la historia le da
el personaje como Vitalis, narrador dela misma que desde un punto de
vista contemporáneo nos va a dar pinceladas del modo de pensar que se
tenía en la Roma de aquella época, y que hará verdaderos esfuerzos por
sopesar lo que para él son costumbres bárbaras que pueden decantar del
lado de la mentira la sentencia de esta epopeya legal.
Al mismo tiempo, se nos muestran unos personajes desde una perspectiva
desconocida. Así, por ejemplo, la figura de Jesús de Nazaret se nos
representa mucho más humana y cercana de lo que estamos
acostumbrados. El propio Pedro se nos presenta como un hombre curtido
por las circunstancias, que acata los designios de un destino que él ya
entiende como escrito y sentenciado, y que aparece aquí como un sufridor
en vida que ha sabido llegar con dignidad hasta el final, pese a los amargos
tragos que hasta allí ha tenido que pasar. Marcos, Nerón, el propio Pilatos,
Herodes… muchos son los que se asoman a la narración, y siempre la
perspectiva desde los que se los ve es diferente a la habitual. Quizá por eso
El Testamento Del Pescador sea tan especial.
I

Yo, Marco Junio Vitalis, conocido entre mis hombres como «Asiático»,
veterano soldado a las órdenes de Roma, fiel compañero del césar Claudio
y del césar Nerón, sé que he llegado a los últimos tramos de este sendero
tortuoso y cargado de amarguras que los hombres hemos dado en llamar
vida. Las de otros proseguirán, sin duda, por un tiempo más o menos
dilatado pero la mía se está extinguiendo y antes de que pueda darme
cuenta habrá concluido totalmente y yo me veré arrojado a las playas de
un mundo distinto.
Es ahora precisamente, en los momentos en que no albergo ninguna
duda de que la conclusión se halla próxima, cuando con más vigor que
nunca suben desde mi corazón los recuerdos relativos a un acontecimiento
que tuvo lugar hace unos años y que desde entonces ha pesado sobre mi
espíritu como una losa de mármol. No ignoro que muchos piensan que
puesto que nada hay más allá de esta existencia deberíamos comer y beber
y así deslizarnos más dulcemente hacia nuestra aniquilación. Sin embargo,
aun en el supuesto de que no pasáramos de ser un puñado de polvo que el
aire aventará en su momento, no por eso la conciencia deja de actuar como
juez implacable de nuestros actos. Siquiera de algunos. De las décadas que
he vivido no lamenté nunca la sangre derramada defendiendo el limes del
imperio. No se trataba de que no creyera que los barbari fueran hombres
como nosotros. Era más bien que estaba absolutamente convencido de que
eran ellos o éramos nosotros los que vencíamos en esta pugna secular en la
que ellos deseaban apoderarse de nuestro bienestar, de nuestras tierras y de
nuestros caudales y nosotros nos defendíamos para que no nos despojaran
de todo ello amén de la vida. No discutía yo entonces —como hacen
algunos compatriotas— su carácter humano; sí negaba que tuvieran el
menor derecho a intentar privarnos de lo nuestro. Matar en defensa del
imperio para nosotros y para las generaciones que nos seguirían me
parecía absolutamente lícito sin importarme si los muertos eran los moros
del norte de África, los partos de la lejana Persia o los agresivos hombres
rubios del norte. Los que ni podían ni debían morir eran los romanos. Sin
embargo, a pesar de tratarse de la muerte de un bárbaro, el episodio al que
me refiero resultó completamente distinto.
Todo comenzó en el año 817 desde la fundación de nuestra ciudad por
los hermanos Rómulo y Remo. Acababa yo de regresar de un prolongado
período de combate en el limes —precisamente de ese tipo de combate
que no llamaba la atención de las gentes de Roma pero que tanto
contribuía a mantenerla rica, estable y poderosa— cuando se me comunicó
que el propio césar Nerón requería mi presencia. Que así actuara constituía
ciertamente un honor, pero inmediatamente intenté saber más sobre las
razones de aquella extraña convocatoria.
—Has estado mucho tiempo en oriente y desea tu opinión sobre
algunos asuntos relacionados con la religión —se me dijo por toda
respuesta y yo, discretamente, decidí guardar silencio. Sin embargo, en las
horas que mediaron entre el anuncio de los deseos imperiales y mi
comparecencia ante Nerón no dejé de preguntarme sobre la posible causa
de su interés. Yo era un militar, con una notable formación jurídica, cierto,
pero militar a fin de cuentas. ¿En qué podía yo asesorar al príncipe sobre
un tema tan espinoso como el de las religiones orientales?
Mientras degustaba copa tras copa de vino itálico —un vino mucho
más grato a mi paladar que el que había saboreado en Oriente— repasé
con la memoria los lugares por los que había discurrido mi vida durante
los últimos años en un intento de descubrir dónde podía hundir sus raíces
el interés del emperador. En primer lugar, estaba Asia Menor. No faltaban
en esa parte del orbe escuelas de filosofía ni ritos mistéricos y ocultos. Sin
embargo, me constaba que el dueño de Roma debía contar con mejores
asesores que yo en lo que a esos extremos se refería. Los griegos que se
habían labrado fortuna en nuestra tierra valiéndose de sus conocimientos
supuestos o reales podrían haberle bastado para dilucidar los más sutiles
aspectos relativos a la unión del cuerpo y del alma, a los elementos que
dieron lugar al universo y a otras cuestiones no menos imposibles de
dilucidar y más fáciles de prestarse al verbo audaz de los charlatanes. No,
Asia Menor no podía ser el lugar del que emanaban las inquietudes del
emperador.
¿Y Judea? Aún más difícil me resultaba aceptar esa posibilidad. En ese
minúsculo pedazo de tierra situado al extremo del Mare Nostrum vivía un
pueblo antiguo —aunque no tanto como los egipcios— que adoraba a un
solo dios al que ni siquiera podía representar con imágenes so pena de
cometer un pecado de horribles características y consecuencias.
Semejantes rarezas ya provocaban que nos resultaran poco simpáticos,
pero es que, para remate, la ley dictada por tan extraño dios les impone
costumbres bárbaras como la de quitar a los varones recién nacidos el
prepucio o antisociales como la de tomarse un día de asueto de cada siete.
Si lo primero me parecía horrible, lo segundo sólo podía juzgarlo como
una vergonzosa forma de holganza. No, no, no, Nerón no podía estar
interesado en esa gente.
¿Y los egipcios? Apuré lo que restaba de copa y volví a llenarla en la
justa proporción —dos medidas de agua y una de vino— antes de
llevármela nuevamente a los labios. Recordé que mientras servía en Judea,
un legado se había explayado relatándome la aparente intención del
emperador de identificarse con alguno de los antiguos dioses de Egipto. Al
igual que Calígula había removido cielo y tierra para que la gente creyera
que era la encarnación del dios Apolo, Nerón parecía tener la intención de
que se le adorara como a la manifestación terrenal de una de aquellas
divinidades que aparecían bajo una forma medio animalesca, medio
humana. Sí, tuve que reconocer cuando ya me encontraba lo
suficientemente borracho como para no indignarme, seguramente el
emperador deseaba que le describiera aquellos inmensos templos de piedra
que había contemplado a orillas del Nilo, y los remedios médicos
fabricados con orines y excrementos que dispensaban sus sacerdotes, y a
las turbas que, a diferencia de lo sucedido en Roma, se agolpaban ante
altares de diosas de formas espantosas y terribles para recibir de ellas la
curación de sus males más dolorosos. Cerré los ojos y deseé que el sueño,
compasivo, se apiadara de mí y se posara sobre mis exhaustos párpados
cuanto antes. El día siguiente iba a resultar muy pesado.
II

Han pasado ya años pero aún me parece sentir sobre las sienes la misma
insoportable presión que sufría la mañana que tuve que comparecer ante el
césar Nerón. Me decía interiormente que había bebido en exceso a la vez
que lamentaba la deplorable impericia del esclavo que me masajeaba
torpemente el cráneo para librarlo de aquel dolor. Mientras me vestía,
intenté recapitular todo lo que mi memoria había ido almacenando en
relación con los egipcios y su repugnante religión. En trabajosa procesión
desfilaron por mi mente las repulsivas momias y las estatuas ciclópeas, los
gigantescos templos de gélido interior y los hieráticos sacerdotes de
vestiduras de lino, los extraños signos escritos con que llenan
interminables paredes y columnas y el desasosegante culto a animales
cuya simple visión revolvería el estómago de cualquier mortal. Sí, todo
eso lo recordaba bien pero no podía decir lo mismo de sus divinidades.
¿Anubis era el de la cabeza de chacal o, por el contrario, se trataba del dios
halcón?
¿Isis era la diosa que había buscado infructuosamente el pene de su
esposo o ésa era Sejmet? Por más vueltas que le daba no conseguía que
aquellos datos se esclarecieran y llegué a temer que aquel esfuerzo me
llevara a perder la cabeza. Bueno, no tenía sentido atormentarme de
aquella manera. Respiré hondo y salí a la calle, donde me esperaba una
silla gestatoria. Roma no ha mejorado en nada desde aquel entonces.
También en la época —que tantos recuerdan con afecto— del césar Nerón
la ciudad ya estaba llena de desocupados que no trabajaban
fundamentalmente porque les resultaba más grato vivir a costa del erario
público. Vagos y charlatanes, aquellos romanos estaban dispuestos a seguir
a cualquiera que no tuviera la osadía de señalarles que debían mantenerse
mediante el esfuerzo propio y no gracias a los impuestos que pagaban los
demás. No pude evitar el sentir una profunda sensación de asco al
contemplarlos. Yo había combatido y arriesgado mi vida durante años para
mantener las virtudes que habían convertido a Roma en el imperio más
importante del orbe pero, nos gustara o no, cada vez nos parecíamos
menos al pueblo que había derrotado a Pirro, a Aníbal y a Mitrídates.
Saberlo no sólo no me dejaba indiferente. En realidad, me provocaba una
insoportable mezcla de tristeza e ira.
Mientras me hallaba sumido en pensamientos tan poco halagüeños, la
silla bamboleante gestatoria se detuvo ante la morada del césar. Ni que
decir tiene que los esclavos estaban más que al tanto de mi llegada y que
me franquearon la entrada y me condujeron hacia mi destino con correcta
aunque fría soltura. Fui así a parar a una sala espaciosa y diáfana cuyo
suave frescor contrastaba con la calígine de las calles. Bien, resultaba
obvio que el césar Nerón no disfrutaba con el sofocante calor romano y
sabía además cómo acondicionar sus moradas para librarse de su áspero
abrazo.
—¿Vitalis?
La mención de mi nombre me hizo girar la cabeza para descubrir a mi
inesperado interlocutor. Respondí afirmativamente a la vez que realizaba
el obligado saludo marcial.
—Pensaba que serías más alto —dijo el recién llegado con un deje de
desilusión— y… y algo menos gordo.
Dio unos pasos hacia mí y, finalmente, se detuvo a una distancia
suficientemente corta como para que pudiera percibir un aroma dulzón
similar al de un campo de rosas o al de un ramo de lilas en sazón. Siempre
he soportado mal los perfumes, incluso cuando se derraman sobre la piel
de las mujeres, y el descubrirlo ahora en aquel hombre no hizo que
disminuyera mi habitual reacción de desagrado.
—Me han hablado muy bien de ti, Marco junio Vitalis —dijo mientras
se apartaba y me lanzaba una mirada de arriba abajo que me hizo sentirme
como una res llevada al mercado—. Al parecer tienes bastante experiencia
en Oriente. ¿Te llaman «Asiático» por eso, verdad?
—Así es —respondí mientras me preguntaba por la identidad de aquel
personaje oloroso, afeminado y pálido.
—Yo soy el césar —exclamó entonces mi acompañante a la vez que
me sumía en el más profundo de los estupores— y necesito tus servicios.
—Tus deseos son órdenes para mí, césar —respondí mientras reprimía
la impresión desagradable que aquella extraña figura me había provocado
en los instantes anteriores.
A su agobiante perfume unía el uso de unas vestimentas vaporosas de
un color peculiar que con aquella luz extraña lo mismo hubiera podido ser
púrpura que malva. Para colmo, estaba aquella barba extraña. Confieso
que soporto mal esa moda griega de no rasurarse el rostro. Es sucia y fea
aunque los helenos se empeñan en presentarla como algo varonil —
¡varoniles los griegos!— y hermoso. Al parecer, el césar había abrazado
esa costumbre, aunque justo era reconocer que, por lo menos, no la seguía
hasta el final y conservaba una barba limitada casi a una línea delgada de
pelos rizados que le bordeaba el rostro partiendo desde ambas sienes.
Horror por horror, mejor que fuera pequeño.
—Bien, bien, Vitalis —dijo el césar con gesto de aprobación a la vez
que se arrellanaba voluptuosamente en un mullido triclinio. Respiró
hondo, juntó las yemas de los dedos, me clavó la mirada y preguntó:
—¿Qué sabes de los judíos?
Por un instante guardé silencio. ¡Los judíos! ¿Por qué deseaba el césar
Nerón averiguar algo sobre aquel pueblo bárbaro y extraño? Lo sensato era
que hubiera querido ampliar sus conocimientos sobre los egipcios, pero
los judíos…
—Son un pueblo bárbaro… —comencé a decir.
—Sé que son un pueblo bárbaro —me interrumpió el césar mientras
sus ojos despedían una lucecilla brillante.
Tragué saliva y proseguí:
—Adoran a un solo dios que no puede ser representado —proseguí
intentando aparentar una calma que no sentía— y que, según afirman, les
ha dado diversas leyes. Por ejemplo, practican la circuncisión…
—Eso ya lo sé —dijo Nerón con un gesto de evidente desagrado—.
¿Qué sabes acerca de un personaje al que llaman en griego Jristós?
—¿Jristós? —repetí—. Jristós significa «ungido» en lengua griega.
—Sé de sobra lo que significa en lengua griega —exclamó Nerón con
voz cansina—. Pero ¿qué significa ese sujeto en la religión de los judíos?
Como si se tratara de un fogonazo me vino a la cabeza el recuerdo de
una conversación que había mantenido con un judío de Alejandría, un
personaje curioso que conocía sensiblemente bien la filosofía helénica y
podía hablar con enorme soltura, aunque con fuerte acento, la lengua de
Platón.
—El… ungido —comencé a decir— es un personaje… legendario. No
ha existido nunca ni existe en la actualidad, pero los judíos llevan ya
esperándolo siglos. Su llegada fue anunciada por algunos de sus hombres
del pasado, una especie de Sibilas con barba que hablaban en su lengua.
Había esperado que el comentario hiciera sonreír al césar, pero no pareció
captar el humor implícito en mis palabras.
—¿Qué se supone que debe hacer ese ungido cuando… llegue? —
preguntó Nerón con un tono glacial.
—Fundamentalmente su labor se centrará en acabar con los enemigos
de Israel e instaurar un reino de paz y justicia —respondí—. Los judíos
esperan incluso que los muertos volverán a la vida para disfrutar de su
gobierno.
—¿Que los muertos volverán a la vida? —indagó el césar súbitamente
sorprendido—. ¿Quieres decir que sus almas regresarán de algún… lugar?
—No —respondí satisfecho por haber conseguido atrapar la atención
del césar con mis comentarios—. Los judíos creen más bien que esas
almas se verán revestidas por los cuerpos que tenían al morir, en otras
palabras, que los cadáveres se levantarán de sus tumbas para vivir de
nuevo. Una mueca de profunda repulsión deformó el nítido trazado de la
recortada barbita de Nerón.
—Cuesta creer en que haya una vida después de ésta —comentó—, al
menos para los que sois mortales, pero que además se levanten los cuerpos
de los sepulcros… sí, definitivamente, esos judíos sostienen ideas
absurdas.
—Ciertamente, césar —corroboré con una sonrisa de complicidad.
—«Asiático», ¿tienes alguna idea de cómo ese Jristós va a llevar a
cabo sus propósitos? —preguntó.
—Noooo… realmente lo ignoro —respondí—, pero, césar, ¿qué
importancia puede tener? Se trata de un dudoso personaje que es sólo fruto
de una imaginación calenturienta. No ha llegado en siglos y no llegará en
el futuro.
Una sombra lúgubre cruzó el rostro del césar mientras escuchaba mis
palabras. Por segunda vez, sus ojos adquirieron un tono flamígero que
ahora parecía unido a una frialdad pétrea.
—Vitalis —dijo con una voz neutra—, me temo que ese Jristós podría
haber llegado ya y que ha comenzado a crearnos problemas.
III

Por un instante, fui incapaz de reaccionar frente a las inesperadas palabras


que acababa de pronunciar Nerón. ¡El Jristós judío, el personaje anunciado
siglo tras siglo por sus escritos sagrados, podía haber llegado! En realidad,
esa poco verosímil circunstancia no me preocupaba especialmente, pero la
referencia del césar a los problemas que pudiera causar no me resultaba
tan baladí. Bien estaba que tuviéramos que soportar a los judíos entre
nosotros, que contuviéramos nuestro justificado asco ante sus prácticas
absurdas o que no comentáramos en voz alta lo que nos parecían sus locas
creencias, pero que, por añadidura, tuviéramos que enfrentarnos con algún
disturbio cruento a causa de aquel personaje… No, eso me parecía
excesivo.
—Soy un leal servidor de Roma —respondí imprimiendo a mis
palabras la mayor resolución.
—No me cabe duda, Vitalis —dijo el césar—, por eso te he llamado. El
tal Jristós nació hace ya varias décadas y por lo que he podido averiguar
fue debidamente ejecutado por el gobernador Poncio Pilato… Pilato… sí,
había oído hablar de él cuando había estado en Judea. Los judíos
conservaban en general un pésimo recuerdo de su gobierno, pero la
sensación que yo tenía era la de que había logrado mantener
inquebrantable el orden en medio de unas condiciones nada fáciles. No me
extrañaba un ápice que se hubiera desembarazado del Jristós.
—Todo indicaba que el final era la cruz —prosiguió el césar—, pero,
de manera incomprensible, los seguidores del Jristós no se desbandaron.
Por alguna razón que desconozco, en lugar de desaparecer crecieron y
crecieron, se expandieron y se expandieron hasta llegar aquí, a la misma
urbe de Roma.
Guardé silencio. Conocía suficientemente la historia como para saber
que los rumores que afirmaban que Espartaco, el gladiador rebelde, no
había muerto no habían dejado de crear problemas a Roma durante un
tiempo. Pero la persistencia de los seguidores del Jristós era otra cuestión.
Si era Pilato el que lo había crucificado significaba que ya podían haber
pasado treinta años desde su muerte. Parecían demasiados para que aún
contara con partidarios.
—De cualquier forma —prosiguió el césar— creo que el problema está
a punto de resolverse. Hace apenas unos días cayó en nuestras manos uno
de los caudillos del movimiento.
—¿Romano? —pregunté sorprendido e inmediatamente me arrepentí
de la falta de respeto que significaba interrumpir al césar y, sobre todo,
formularte una cuestión.
—No —respondió Nerón sin advertir en apariencia la incorrección de
mi comportamiento—. Es, como cabía esperar, un judío. Al parecer,
durante años llevó a cabo sus fechorías en Asia y sólo llegó a Roma
recientemente. Sin embargo, conoció personalmente al crucificado y eso le
proporciona un prestigio especial que no me resulta difícil comprender. Si
estuvieras en mi lugar, ¿qué harías con ese hombre?
—Si se tratara de un sedicioso no dudaría ni un instante en proceder a
su ejecución —respondí prontamente—. No podemos permitir que el
imperio se vea sometido al menor peligro por culpa de unos fanáticos.
—Tienes razón —reconoció el césar—, pero por lo que llevo visto
hasta ahora los seguidores del Jristós no constituyen un grupo normal. He
decidido ocuparme personalmente de la instrucción de la causa de ese
hombre, obtener el máximo de información posible y sólo entonces actuar
en consecuencia.
Asentí perplejo tras escuchar aquellas palabras. Sin duda, la acción del
césar no era habitual ya que, por lo común, bastaba la justicia ordinaria
para acabar con cualquier amenaza que se presentara contra el imperio.
Con todo, en aquel comportamiento inesperado me pareció percibir una
buena señal. El aspecto externo de Nerón podría no ser el que yo
consideraba más apropiado para un romano pero sus frases dejaban de
manifiesto que era mucho más agudo de lo que hubiera podido parecer a
primera vista y que, desde luego, ningún protocolo iba a impedirle cumplir
con lo que consideraba que era su deber.
—Ahí es precisamente donde entras tú, Vitalis —dijo el césar saltando
con agilidad desde el mullido triclinio—. Quiero que seas un asistente de
la instrucción, que me busques todos los datos que puedan resultar
pertinentes para acabar con ese hombre y, sobre todo, que tomes nota de
todo a fin de que no pueda quedar lugar a dudas sobre la justicia de la
condena, caso de pronunciarse.
En ese momento, de buena gana le hubiera dicho que nada de aquello
me parecía necesario ya que incluso opinaba que resultaba excesivo que el
príncipe en persona se ocupara de semejante causa. Sin embargo, la
oportunidad que se me brindaba de trabajar a su lado y de mostrarle mi
celo y competencia me parecía demasiado atractiva como para
desaprovecharla.
—César —dije con el tono más firme que pude—, estoy totalmente a
tus órdenes.
—Lo sé, Vitalis, lo sé —comentó Nerón mientras se apartaba del
triclinio y se acercaba hasta mí—. Va a tratarse de un trabajo arduo pero
no me cabe duda de que lo realizarás a la perfección. De momento, y antes
de que se inicie la investigación con los interrogatorios obligados, necesito
que recojas toda la información necesaria sobre el movimiento y me la
entregues.
—Así se hará, césar —respondí—. ¿Qué plazo tengo para llevar a cabo
ese informe preliminar?
—Dos días —dijo Nerón con la misma tranquilidad con que respiraba.
Luego cubrió la escasa distancia que mediaba entre nosotros y posó su
diestra en mi hombro.
—No me cabe ninguna duda de que no me defraudarás.
¿Defraudarle? Maldecirle fue lo que hice un millar de veces antes de
llegar a mi casa después de nuestra entrevista. ¿Cómo podía yo reunir
información sobre el movimiento de los seguidores del Jristós en un
espacio tan breve de tiempo? De buena gana me hubiera encerrado entre
cuatro paredes y hubiera comenzado a trasegar jarra tras jarra de vino
hasta que hubiera desaparecido la indignación que se había apoderado de
mí. No podía hacerlo. En realidad, necesitaba tener la mente más clara que
nunca.
¿Quién podía ayudarme a salir de aquel atolladero?
Me hallaba a punto de traspasar el umbral cuando el nombre de Livio
Marcio Roscio me vino a la cabeza con la misma claridad que el rayo
luminoso que rasga el firmamento negro en medio de la silenciosa noche.
Sí, claro, ciertamente si existía alguien que pudiera sumergirse en medio
de los atestados archivos imperiales y arrancarles la información que
pudiera abrigar sobre aquellos seres extraños sin duda se trataba de
Roscio. El problema fundamental residía en el hecho de que ya era un
hombre de cierta edad cuando yo había abandonado la ciudad unos años
atrás y no tenía ninguna razón para esperar que estuviera vivo. ¡Tenía que
estarlo!
Durante el breve tiempo que restaba de luz solar mis esclavos y
asistentes se entregaron a la nada fácil tarea de dar con Roscio. Les
informé de que sería absurdo que lo buscaran en tabernas, lupanares o
mercados de esclavos. Ésos eran lugares donde cabía la posibilidad de
hallar a senadores, caballeros o legionarios pero no a mi extraño conocido.
No. Si deseaban dar con la pista que les condujera ante su presencia lo más
seguro sería que se dirigieran a los vendedores de libros. Aún recuerdo el
gesto de extrañeza absolutamente total con que mis laboriosos fámulos
escucharon aquellas palabras antes de salir de mi casa. Sin embargo, yo
estaba convencido de no equivocarme y, efectivamente, no erré en mis
apreciaciones. Dieron con él precisamente cuando regateaba con un tozudo
campesino por el precio de unos añosos y amarillentos manuscritos
redactados en etrusco, un lenguaje ya muerto que muy pocos de nuestros
eruditos conocían aún.
—Sí, sé a quiénes te refieres —me dijo pensativo una vez que le hube
explicado la misión que me había encomendado el césar—. Los seguidores
del Jristós son conocidos como los nazarenos y también como cristianos,
aunque ellos prefieren referirse a sí mismos como la gente del Camino.
—¿Nazarenos? ¿Cristianos? ¿La gente del Camino? ¿Estás seguro de
que hablamos del mismo grupo? —indagué un tanto suspicaz.
—Sin ningún género de dudas —respondió Roscio—. El nombre de
nazarenos deriva de Nazaret, un poblachón de Galilea donde vivió su
fundador, un tal Jesús; cristianos no es sino una adaptación a nuestra
lengua de un término griego, el de seguidores del Jristós o ungido…
—¿Y lo del Camino?
—Eso es lo más fácil de explicar —respondió Roscio—. Pretenden que
su religión no es un conjunto de ritos o creencias sino una forma de vida,
una manera de comportarse en esta existencia para agradecer que Dios les
ha regalado ya la futura.
—Sin duda, son gente extraña —dije un tanto sobrecogido por las raras
palabras que acababa de escuchar.
—¡No lo dudes! —reconoció Roscio—. ¿Sabes cómo llaman a los
lugares dónde colocan a sus muertos?
Negué con la cabeza. Lo ignoraba pero además tampoco me hubiera
importado que así fuera de no tener que acumular para el césar
información sobre aquel extraño movimiento.
—Nada más y nada menos que cementerios —respondió Roscio
conteniendo a duras penas una carcajada.
—¿Cementerios? —pregunté dubitativo—. ¿Utilizan la palabra griega
para los dormitorios?
—Exactamente —dijo Roscio—. ¡Creen que los cuerpos de los
muertos están dormidos a la espera de ser levantados a la vida por su
Jristós!
Ya conocía lo que los judíos pensaban sobre los muertos y de ello le
había hablado a Nerón, pero que los nazarenos además consideraran que
los cadáveres sólo dormían… Bueno, sin duda, aquello era añadir el mal
gusto a lo absurdo.
—¿Crees que podrás reunirme toda la información posible sobre ellos?
—indagué.
—Sí, si consigo sobornar a los funcionarios debidos —respondió con
la misma tranquilidad con que podría haber descrito el estado del tiempo.
Me aparté de él unos pasos hasta llegar al diminuto templete de los lares
que descansaba en uno de los rincones más tranquilos de la estancia. No
hubiera podido decir sin lugar a dudas si creía en aquellas divinidades
familiares que custodiaban mi hogar, pero sí sabía que el dinero que
colocara a su lado disfrutaba del carácter de lo sacrosanto y que,
difícilmente, un ladrón se habría atrevido a caer, a la vez, en el hurto y la
profanación. Abrí una de las portezuelas del mueble consagrado y extraje
un saquete de sobado cuero. Lo sopesé por un instante y luego se lo lancé
con gesto rápido a Roscio. Lo atrapó al vuelo y con un simple movimiento
de muñeca calculó su contenido.
—Creo que con esto habrá bastante —respondió—, pero no puedo
asegurarlo. Si necesito más dinero, no dudaré en pedirlo. No rechisté.
Conocía a Roscio desde hacía el suficiente tiempo como para saber que, a
diferencia de la mayoría de los romanos, era honrado, no se dejaba
corromper y no malgastaba el dinero.
Pasé el resto del día intentando controlar la impaciencia que me
provocaba aquella ansiosa búsqueda en la que no podía colaborar ni poco
ni mucho, viéndome obligado a adoptar el cometido de mero financiador.
Así llegó la noche —en la que apenas pude conciliar el sueño— y
amaneció un nuevo día y Roscio no hizo acto de presencia.
Soporté la inacabable espera con un talante que iba empeorando a
medida que pasaban las horas. Cuando el rojizo sol comenzó a ocultarse
tras la sinuosa línea del horizonte, apenas podía controlar una impaciencia
sorda que me mordía como si fuera un perro hambriento y, a la vez,
insaciable. Comencé entonces a vaciar copa tras copa de vino itálico
mientras me preguntaba sobre lo que me depararían los Hados si durante
la jornada siguiente no disponía de la suficiente información como para
contentar al césar Nerón.
No menos de tres jarros habían desaparecido ya en mi gaznate cuando
sobre Roma descendió un espeso silencio que sólo ocasionalmente se veía
roto por los cantos desafinados de algún grupo de borrachos desorientados.
Roscio, por supuesto, seguía sin aparecer y en medio de los suaves vapores
de mi dormilona embriaguez comencé a sentir un pesar profundo
mezclado con una melancolía áspera que me oprimía despiadadamente el
corazón extrayendo de su interior los recuerdos más diversos. Me
encontraba sumido en una curiosa remembranza infantil cuando unos
pasos apresurados me devolvieron al mundo solitario en que el miedo y la
desesperanza picoteaban mi corazón como hacen los buitres con la
carroña.
Contemplé, primero, la negra silueta de un enjuto esclavo que se
iluminaba con una tea negriamarilla pero antes de que pudiera abrir la
boca, un fuerte manotazo lo apartó a un lado y ante mí quedó, recortada
contra el trasluz, la blanda figura de Roscio. Sus vestimentas estaban tan
sucias que hubiérase dicho que había caído en una zanja de camino para
mi casa.
—Estimado Vitalis —dijo con una sonrisa—, he encontrado lo que me
pediste.
IV

Tomamos asiento al lado de una mesa sobre la que Roscio fue desplegando
los variopintos pergaminos que había traído ocultos en el interior de una
gastada bolsa de tela áspera. Nadie hubiera podido negar que había
aprovechado de la mejor manera cada minúsculo rincón de su material de
escribir valiéndose de una letra pequeña y apretada. Difícilmente hubiera
logrado otra persona dejar constancia de tanto en un espacio tan reducido.
—Como te dijo el propio césar Nerón —comenzó Roscio—, el
fundador de los nazarenos fue un judío ejecutado por orden de Poncio
Pilato durante el principado de Tiberio. Las razones de su crucifixión no
resultan del todo claras pero parece ser que fueron los miembros del
Sinedrio, una especie de senado de su nación, los que lo entregaron a
nuestro gobernador.
—Pero eso no terminó con sus seguidores…
—En absoluto —aceptó Roscio—. No sólo no acabaron con ellos sino
que a los pocos años se habían establecido en Roma. De hecho, el césar
Claudio ya tuvo algunos problemas con ellos.
—¿Claudio? —exclamé sorprendido—. Nunca se me hubiera ocurrido
que le interesaran estas cosas.
—Mucho más de lo que te puedas imaginar —dijo Roscio aumentando
mi curiosidad—. Hace una década, más o menos, decidió incluso
expulsarlos de Roma.
—¿Por qué? —interrogué confuso.
—No es fácil de saber —respondió Roscio—. Tanto ellos como los
judíos fueron arrojados de nuestras calles por una decisión personal suya.
Quizá a quienes no podía soportar Claudio era a los judíos, en general, o
quizá no aguantaba que discutieran los partidarios y los adversarios del
Jristós.
—¿Esa orden se revocó? —pregunté.
—Sin duda, la prueba es que se puede encontrar judíos y nazarenos por
las calles de Roma sin ninguna dificultad.
—¿Y en el resto del imperio? —indagué.
—Han desarrollado una notable actividad y por lo que he podido
averiguar no han sido pocas las veces en que han tenido que comparecer
ante la justicia —dijo Roscio mientras rebuscaba entre sus voluminosas
notas.
—¿Con qué resultados?
—En general, buenos —contestó Roscio—. Por regla general, han sido
otros judíos los que los han arrastrado ante nuestros tribunales por
disputas de carácter religioso. En esas ocasiones, nuestros magistrados
deciden que semejante conflicto no entra en el campo de sus competencias
y se inhiben. Existe un personaje… sí, aquí está… aquí lo tengo. Eché un
vistazo a las manos de Roscio y vi que apilaba un material abundante que
no era menos de la mitad del total.
—Se trata de un ciudadano romano —prosiguió Roscio— aunque de
origen judío llamado Paulo. Por lo visto, su padre sirvió como abastecedor
de tiendas de campaña para nuestras legiones acampadas en Asia Menor y
en señal de gratitud se le concedió la ciudadanía romana. Durante años,
ese Paulo perteneció a uno de los grupos religiosos en que se dividen los
judíos, pero ¡paf!, de repente un día se convirtió en un seguidor del Jristós.
—¿Se conocen las razones? —pregunté.
—Se conoce lo que este hombre dice —respondió Roscio—, pretende
que el Jristós se le apareció vivo después de ser ejecutado por Pilato.
—¿Su espíritu vino del mundo de los muertos? —exclamé más que
indagué.
—No estoy seguro —contestó Roscio—. Sea como sea, parece ser que
el tal Paulo es muy aficionado a relatar esa historia. Según él, esa
aparición es una especie de garantía de que en algún momento futuro
sucederá lo mismo con todo el género humano.
—Esa doctrina extraña y absurda me saca de quicio —comenté
irritado.
—Lo comprendo —asintió mi compañero—. Hasta cierto punto se
comprende que los otros judíos quisieran matarlo por ir diciendo esas
cosas. Semejante locura no se merece otra respuesta. Hace unos tres años
intentaron asesinarlo en Jerusalén y tuvieron que intervenir nuestros
soldados para evitarlo.
—¿Y?
—Nuestros funcionarios en la zona no constituyen un ejemplo de
probidad —comenzó a decir con cuidado Roscio.
—Lo sé de sobra pero preferiría que te centraras en nuestro tema.
—El caso es que Félix, nuestro hombre en la región, lo tuvo casi dos
años a la espera de juicio. Al parecer, esperaba que el tal Paulo le diera
dinero a cambio de que lo dejara libre…
—Pero Paulo no quiso o no pudo hacerlo… —intuí.
—Efectivamente y cuando Félix abandonó el cargo, Paulo seguía
detenido. Finalmente, en la época de Festo, el sucesor de Félix, se le
sometió a proceso. Seguramente, deberían haberlo puesto en libertad
porque no existía ningún cargo contra él pero, aprovechando su ciudadanía
romana, a Paulo se le ocurrió apelar al césar.
—Y lo enviaron a Roma, supongo.
—Efectivamente. Tras un viaje accidentado que incluyó hasta un
naufragio llegó aquí. No se le levantó la vigilancia, pero se le autorizó
para que recibiera a gente y se comunicara libremente con los que
desearan visitarlo. Ya sabes que nuestra ley es benévola para con los
ciudadanos antes de que se les encuentre culpables.
—¿Cuál fue el resultado del proceso? —pregunté pasando por alto el
comentario final de Roscio.
—Eso es lo mejor —dijo mi amigo con una sonrisa a medias divertida,
a medias desangelada—. No hubo tal proceso. Tras dos años a la espera de
juicio, se cumplió el plazo legal de detención preventiva, de manera que se
le puso en libertad… y voló. A decir verdad parece que le faltó tiempo
para abandonar Roma.
—¿Se sabe adónde ha ido?
Roscio se encogió de hombros.
—Nada seguro pero parece que, al menos por una temporada, recaló en
Hispania.
¡Hispania! Desde luego había que reconocer que aquel Paulo disponía
de un notable afán viajero. Él solito se había recorrido las tierras que baña
el Mare Nostrum de un extremo a otro. Lo más seguro era que a esas
alturas sus cansados huesos se estuvieran blanqueando en alguno de sus
innumerables rincones.
—¿Tienes noticia de que esos… nazarenos hayan estado involucrados
en alguna sedición, en algún conflicto contra Roma?
—No, Vitalis, no —respondió Roscio—. En general, tengo la sensación
de que son desequilibrados en los que ha hecho presa un conjunto de
enseñanzas extrañas pero que, en absoluto, resultan peligrosos. Si me
apuras, hasta creo que les sobran los motivos para mirar con simpatía a
nuestros magistrados. He encontrado al menos dos casos en que la
ausencia de funcionarios romanos fue aprovechada por sus enemigos
judíos para asesinar a pedradas a alguno de sus cabecillas. Sí, aquí está…
El primero fue un tal Esteban hace unos treinta años y el segundo, hace un
par de años, un personaje extraño llamado Jacobo que tenía la misma
sangre que su Jristós. Desde luego, yo no esperaría que se alzaran en
armas contra nosotros salvo que se vuelvan rematadamente locos y
decidan acabar con la única protección de que disfrutan en el imperio.
Roscio se entregó a detallarme a continuación alguno de los
abundantes episodios de los que había sido protagonista el citado Paulo,
pero a esas alturas mi interés por el extraño grupo había disminuido
considerablemente. Lejos de contar en su seno con algún filósofo o con
sacerdotes que practicaran complicados y mágicos ritos, todo indicaba que
los nazarenos eran en su aplastante mayoría judíos que profesaban
creencias raras sobre la existencia después de la muerte y que pertenecían
a los sectores más humildes de la población del imperio. Quizá hubiera
resultado excesivo esperar encontrar entre ellos a un Platón o a un
Aristóteles, incluso a un Séneca, pero es que, por lo que me había contado
Roscio, ninguno destacaba especialmente en nada que fuera interesante. El
mismo Paulo no pasaba de ser un oscuro fabricante de tiendas, que había
nacido ciudadano romano por la generosidad de nuestra patria y no a causa
de un linaje de alcurnia y al que sus antiguos correligionarios aborrecían a
causa de abstrusas doctrinas absurdas de la cabeza a los pies. ¡Y ése era el
más destacado!
Por muchas vueltas que quisiera darle, lo que se desprendía de aquella
documentación —ciertamente minuciosa y abundante— era que los
seguidores del Jristós no pasaban de constituir una de esas peculiares
supersticiones en que tan pródiga resulta Asia. Nada más. Para ocuparse de
ellos bastaba y sobraba con un magistrado medianamente decidido y
cuatro legionarios experimentados. Ahora bien, si ésa era la situación —y
de ello no me cabía la menor duda—, ¿a qué venía entonces el interés del
césar Nerón por ellos? ¿Qué le atraía de aquel grupo bárbaro e
insignificante?
Todavía más. ¿Por qué deseaba ocuparse personalmente de la
instrucción de la causa contra uno de los cabecillas del movimiento? No
tenía respuesta para ninguna de aquellas preguntas y mientras llegaba a
esa conclusión decidí que la mejor manera de esperar a que fueran
contestadas era recrearme en el plácido consumo del vino itálico.
V

Dormí muy mal aquella noche. En los abundantes momentos de vigilia me


preguntaba cómo se tomaría el césar Nerón los datos que había logrado
reunir acerca de los seguidores del Jristós. Desde luego, leídos y releídos,
no parecían justificar el enorme interés que habían despertado en él. El
desasosegante temor a que esas obligadas conclusiones le irritaran y yo me
convirtiera en la víctima de su pésimo humor —acerca del cual había
recibido confidencias ciertamente inquietantes— no contribuía a
ayudarme a conciliar el sueño. No obstante, la mezcla creciente de vino y
de cansancio acabó operando en mí una modorra invencible. Mejor me
hubiera resultado seguir insomne porque mi corazón se vio poblado de
oníricas imágenes de repulsivos cadáveres que abandonaban las tumbas
más diversas para, descarnados y purulentos, caminar en dirección a un
lugar común cuya ubicación exacta no me era dado saber. Aunque no
recuerdo haber percibido un solo sonido en medio de aquella pesadilla
angustiosa y repugnante, sí estoy seguro de que en el curso de la misma
sabía que todos aquellos despojos vueltos a la vida se dirigían hacia un
enclave concreto obedeciendo a una voz que yo podía no escuchar pero
que, desde luego, tampoco me veía en condiciones de negar.
Ahogados verdosos y cubiertos de algas, quemados negruzcos,
degollados con las rasgadas vestimentas teñidas de sangre, cuerpos
famélicos atacados por una consunción inimaginable iban llegando en
oleadas sucesivas, con la mirada fija en algún lugar perdido. Intentaba yo
hablarles y formularles alguna pregunta que aliviara siquiera en parte la
insoportable angustia que se había apoderado de mí, pero ni me
escuchaban ni se detenían en su inexorable caminar. Entonces, de repente,
uno de ellos, con las cuencas totalmente vacías, me agarró del brazo con
fuerza irresistible como si pretendiera arrastrarme por en medio de aquel
horripilante ejército de muertos redivivos. Un asco indescriptible me
poseyó e intenté desasirme inmediatamente de aquella descarnada garra,
pero, para sorpresa mía, aquel difunto regresado de una tumba ignota
demostró tener una fuerza que en absoluto se correspondía con su aspecto.
Quise gritar entonces pidiendo ayuda pero mi garganta, como si hubiera
sido seccionada, no pudo emitir el menor sonido. Fue entonces cuando la
angustia y el asco dejaron lugar a un pánico cerval ya que ni lograba
liberarme ni tampoco reclamar auxilio.
Desperté de mi sueño empapado de sudor mientras uno de mis
esclavos me preguntaba asustado acerca de lo que me ocurría. Presa de una
insoportable ansiedad, lo aparté de mi lado de un manotazo mientras me
decía que las odiosas enseñanzas de los nazarenos eran las causantes
directas de aquella espantosa pesadilla de la que acababa de emerger. Mi
estómago totalmente invadido por agrias bascas, mi cabeza que parecía
salida de un torno de metal y mis, miembros doloridos no se hallaban,
desde luego, en la mejor disposición para colaborar en la instrucción del
proceso de uno de sus cabecillas.
Poco después, mientras uno de mis esclavos pasaba su afilada navaja
de barbero por mi rostro cuidando de causarme la menor molestia, me
repetí que aquella investigación carecía de sentido salvo que existiera una
razón oculta en la mente del césar. Si se trataba de un extranjero, era el
pretor peregrino y no Nerón quien debía ocuparse de aquel caso y, por
añadidura, contaba para hacerlo con una forma de procedimiento
especialmente expeditiva y rápida. ¡Qué miserable manera de perder el
tiempo era ocuparnos de aquel patán sustentador de inmundas
supersticiones!
Cuando, concluido el afeitado, me contemplé el rostro en un espejo no
pude reprimir otra oleada de cólera. Estaba pálido y ojeroso precisamente
como si hubiera pasado la noche sumido en una francachela inapropiada.
Me constaba que el césar no era precisamente un hombre que destacara
por tener la virtud de Catón el censor, pero aun así la idea de comparecer
ante él con ese aspecto me desagradaba profundamente. Seguí, por lo
tanto, maldiciéndome mientras me vestía, salía a la calle y era conducido
por mis esclavos en una silla gestatoria al encuentro de Nerón. Lo encontré
de un humor tan bueno que resultaba incluso ofensivo. Desde luego, si
había pasado la noche bebiendo justo era reconocer que su aguante frente
al vino era de manera considerable superior al mío.
—¡Ah, Vitalis, qué alegría verte! —dijo mientras se dirigía a mi
encuentro dando grandes zancadas—. ¿Encontraste lo que te ordené?
—Naturalmente, césar —respondí forzando una sonrisa—. No existe
mayor satisfacción para mí que el obedecer tus deseos.
Escuchó mis palabras y fue él ahora el que sonrió.
—Bien, muy bien —exclamó satisfecho—. Ahora debemos comenzar
con la instrucción pero luego tendremos tiempo de comentar lo que has
averiguado. Ven conmigo.
Pronunció las últimas palabras mientras me tomaba de la mano y me
arrastraba en pos de sí. Reconozco que aquel contacto me resultó
sumamente desagradable. Su piel era blanda y fofa como la de una
matrona no muy esforzada en cumplir con sus funciones y desprendía una
humedad semejante a la de una persona que, tras lavarse, no ha terminado
de secarse bien. Me limité empero a desear que la distancia no fuera muy
larga. La verdad es que apenas nos hallábamos a unos pasos de la estancia
a la que nos dirigíamos, pero el tránsito se me hizo eterno.
Entramos al mismo tiempo que un funcionario avisado nos anunciaba
y que dos líctores portadores de las fasces, símbolo de su autoridad,
realizaban el saludo reglamentario. Los presentes seguramente no
llegábamos a la docena, pero ante ellos no pude evitar que me invadiera
una sensación de profundo orgullo. En aquella habitación, se concentraba
Roma de una manera casi mágica: el poder del césar, la autoridad
impuesta por las varas de los líctores y, sobre todo, la reciedumbre de su
derecho que se administraba en todo el orbe otorgando a los bárbaros la
posibilidad de civilizarse. Pensando en ello, no me cabía la menor duda de
que existían pueblos que habían recibido una misión especial de los dioses
y de que en el caso de Roma se trataba fundamentalmente de imponer la
ley, el orden y la paz.
Me había sumergido placenteramente en esas reflexiones cuando
reparé en dos figuras que se hallaban en el extremo de la sala, justo frente
a la mesa que debía servir de tribunal del césar. Su torpe aliño y, sobre
todo, la manera en que llevaban dispuestos los cabellos y los pliegues de la
ropa los señalaban como provincianos. No obstante, no parecían
pertenecer a ninguno de los territorios de la antigua Hélade, ni por el color
de su piel los hubiera yo imaginado originarios del África. No,
seguramente eran judíos como cabría esperar —y además no acomodados
—. El más joven, que debía de rondar los cincuenta años, era delgado y
algo más alto de lo normal. Parecía limpio y correcto aunque cubierto con
una especie de grisura que, por un instante, me recordó a alguno de
nuestros funcionarios. Quizá fuera un abogado de origen oriental que había
estado dispuesto a desplazarse hasta Roma para ocuparse de la defensa del
mayor. Éste, que se hallaba encadenado a dos soldados, podía haber
alcanzado holgadamente la condición de septuagenario. Era de estatura
algo inferior a la media y de una notable delgadez, pero su complexión
hacía pensar que en aquel cuerpo no debía albergarse una sola onza de
grasa. El tamaño de sus manos, la configuración de sus brazos y un ligero
encorvamiento parecían apuntar a alguien que había desempeñado durante
buena parte de su vida algún oficio manual, nada extraño por otra parte en
un nazareno. De modo que aquél iba a ser el cabecilla de la extraña
superstición… Bueno, tampoco era para sorprenderse. Lo extraño hubiera
sido que se tratara de un ser excepcional. Por un instante, me detuve en sus
vestimentas. Naturalmente, no podía saber si aquellas ropas —a un punto
de convertirse en harapos— poseían algún significado religioso, pero de
ser así no tenían punto de comparación con las vestiduras albas de
nuestros sacerdotes o de los egipcios. Aunque, bien pensado, a aquel
palurdo no le hubiera sentado nada bien un atuendo blanco confeccionado
con telas delicadas… y pensar que con él teníamos que perder el tiempo.
—Que se identifique el acusado —dijo el césar y yo me percaté de que
aún permanecía en pie sin haber ocupado el lugar que me correspondía.
—Domine —indicó un funcionario—, existe una cierta confusión con
su nombre…
Nerón reprimió un gesto de malestar. Bien empezábamos si de entrada
surgían problemas de identificación. Me dirigió de reojo una mirada
preñada de fastidio y le respondí con un cómplice arqueamiento de cejas.
Nervioso, tamborileó en la mesa con las yemas de los dedos y dijo:
—¿De qué se trata?
—Domine —respondió el funcionario—, según nuestros datos, este
hombre se llama Petrós, un nombre griego, pero ha afirmado
repetidamente que su nombre es Kefas…
—Esa confusión —intervino inesperadamente el cuarentón que
acompañaba al detenido— puede explicarse con facilidad. Tanto el césar
como yo nos volvimos sorprendidos en dirección a aquel personaje que se
permitía tomar la palabra sin que se le hubiera autorizado previamente.
—¿Eres su abogado? —preguntó Nerón.
—No, no… tan sólo su intérprete —respondió el hombre en un latín
correcto pero marcado por un acento fuerte—. Petrós habla correctamente
el griego y también su lengua natal, pero su conocimiento del latín es muy
rudimentario y tampoco lo entiende del todo bien.
—Puedes servirle de intérprete —dijo el césar con acento magnánimo
—, Roma no desea que nadie, ni siquiera un bárbaro, se vea privado del
derecho procesal de defensa, y ahora que ha quedado establecido ese
término ¿podrías explicar la confusión de nombres?
—Sí —respondió con una sonrisa tímida el intérprete—. En realidad,
su nombre es Simón, un nombre judío muy común, pero desde hace años
se le conoce por el apodo de Kefas, que significa piedra, exactamente igual
que Petrós en griego… Es común entre nosotros tener un nombre judío y
un nombre griego…
Nerón me dirigió la mirada como si buscara confirmación de aquellas
palabras. Carraspeé levemente y dije:
—Ese extremo es cierto, césar. Los judíos suelen tener un nombre
propio de su pueblo, pero a la vez utilizan otro de carácter helénico. Lo
cierto es que en general todos ellos hablan con mayor o menor fluidez el
griego aunque no suelan ser duchos en el dominio de nuestra lengua latina.
—Bien, escribe —dijo Nerón dirigiéndose al secretario del tribunal—.
Ante nos, césar, sumo pontífice y etcétera, etcétera, etcétera, comparece el
judío que en su lengua natal dice llamarse Simón apodado Kefas y en
griego es conocido como Petrós…
VI

—Tengo entendido que eres seguidor de un tal Jristós… —comenzó a


decir Nerón mientras un suave murmullo indicaba que el intérprete
traducía sus palabras a Petrós y a continuación escuchaba la respuesta.
—Sí —respondió—. Se reconoce como siervo de Jesús Jristós, el Hijo
de Dios.
No me resultó preciso mirar para percibir el inesperado respingo que
había dado Nerón al escuchar las últimas palabras. Había sido tan acusado
que se había transmitido a través de la superficie de la mesa hasta llegar al
lugar en el que me encontraba.
—Hijo de Dios… —masculló por lo bajo aunque sin formular ninguna
pregunta.
Guardé silencio pero no se me escapaba lo espinoso de aquella
situación. Desagradable resultaba que el fundador de aquella extraña
superstición hubiera sido ajusticiado por un gobernador romano;
repugnante me parecía el conjunto de las doctrinas que había llegado a
conocer, pero que ahora salieran con que su jefe, un delincuente común,
era el —y no sólo un— Hijo de Dios… Bueno, aquello era a todas luces
excesivo.
—Bien —comentó Nerón sonriendo—, creo que podemos ahorrarnos
los detalles de la vida de ese Jristós que estará en el cielo en compañía de
su padre…
La risa de todos los romanos que estábamos presentes coreó la
humorada del césar. Sin embargo, Petrós miró al intérprete como
indagando sobre las razones de nuestra diversión aunque sin obtener
respuesta.
—Centrémonos en los hechos —cortó el césar—. ¿Qué sabe acerca del
origen de la… enseñanza de ese Jristós?
El intérprete transmitió la pregunta a Petrós y éste comenzó a
responder. Lo hizo utilizando un tono cadencioso y sereno, casi monótono,
como si no sintiera ni premura ni temor por el resultado de sus palabras.
Aún no había terminado de contestar cuando el traductor empezó a hablar
de nuevo.
Asistí así a un fenómeno que nunca había contemplado antes. De
manera simultánea, el hombre iba vertiendo al latín las palabras de Petrós
sin necesidad de esperar a que concluyera. Pensé que debía tener un
dominio excepcional de ambas lenguas y que, especialmente, contaba con
un enorme práctica en este tipo de tareas. ¡Una traducción simultánea!
Jamás había visto cosa igual y, sin embargo, no me hubiera atrevido a
decir que perdiera una frase o tan sólo una palabra de lo que escuchaba.
—Tal y como está escrito en Isaías, el profeta de Israel, se cumplieron
las palabras que desde hacía siglos anunciaban: Envío a mi mensajero
delante de tu rostro y preparará tu camino delante de mí. Será una voz
clamando en el desierto: Preparad el camino del Señor; haced rectas sus
sendas. Antes de que Jesús el Jristós se manifestara al pueblo, sumergía
Juan a la gente en el agua del río Jordán, y les predicaba que este acto era
una señal de que se habían arrepentido de sus faltas para obtener el perdón
de Dios. Salían a su encuentro gentes de toda la provincia de Judea, y de la
misma ciudad de Jerusalén; y eran sumergidos por él en las aguas del río
Jordán tras haber reconocido sus pecados. Juan estaba vestido de pelo de
camello, y llevaba un cinto de cuero y comía langostas y miel silvestre. Y
predicaba: detrás de mí viene uno que es más poderoso que yo, a quien no
soy digno de desatar la correa del calzado. Yo a la verdad os he sumergido
en el agua; pero él os sumergirá en el Espíritu Santo.
—Bien, bien… —interrumpió Nerón con un tono de voz que dejaba
traslucir su incomodidad—. No nos perdamos en prolegómenos y vayamos
al grano. Por lo que veo ese Juan era otro de esos… maestros en que tan
pródigos sois los judíos. Seguramente tendrá su interés pero desearía que
respondieras a mi pregunta: ¿cuándo comenzó a actuar ese tal Jesús?
El intérprete tradujo las palabras del césar, pero Petrós no pareció
sentirse ni incomodado ni nervioso por la interrupción. Con un rostro
tranquilamente impasible reanudó el relato.
—En los días a los que estaba haciendo referencia, Jesús vino de
Nazaret de Galilea, y fue sumergido por Juan en el Jordán.
Miré de reojo al césar. Aquellas palabras dichas con un tono
medianamente altivo hubieran ocasionado la desdicha del reo. Sin
embargo, la manera en que las había formulado excluía de manera
automática cualquier posibilidad de ironía o sarcasmo. En realidad,
parecía que se había limitado a continuar su relato justo en el punto donde
se había visto obligado a interrumpirlo.
—… Y en el momento en que salía del agua, vio que se abrían los
cielos, y que el Espíritu, en forma de paloma, descendía sobre él. Y
entonces se escuchó una voz procedente de los cielos que decía: Tú eres
mi Hijo amado; en ti me complazco.
Volví a mirar de reojo a Nerón. Esta vez se había controlado algo
mejor al escuchar la referencia a Jesús como Hijo de Dios, pero no me
cabía duda de que le había molestado profundamente.
—Y a continuación —prosiguió Petrós— el Espíritu empujó a Jesús
para que marchara al desierto y permaneció allí, en el desierto, cuarenta
días, y fue tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le
servían.
—¿Satanás? —interrumpió Nerón—. ¿Quién es Satanás?
—Es el nombre que los judíos damos al príncipe de los demonios —
respondió el intérprete—. La palabra significa en hebreo el adversario y es
justo que así sea porque constituye nuestro principal enemigo para impedir
que escuchemos a Dios y le obedezcamos.
—Príncipe de los demonios… —comentó Nerón mientras se
acariciaba la recortada barbita con un gesto meditativo—. ¿Quieres decir
que se trata de un dios… malvado?
—No —respondió el intérprete—. Sólo existe un Dios. Satanás es
únicamente el caudillo de los ángeles que se rebelaron contra ese Dios y
que fueron arrojados del cielo por su desobediencia. Nerón guardó silencio
por un instante pero luego se inclinó hacia mí y dijo:
—Por lo que cuenta debe de tratarse de una especie de jefe de los
titanes… No estaba yo en absoluto seguro de que así fuera pero no se me
ocurrió expresarle mis dudas al césar.
Se suponía que mi deber era asesorarlo y no aumentar el creciente
desconcierto que le estaba provocando aquel relato por demás extraño.
—Bien —dijo mirando fijamente al reo—, Jesús es sumergido en el
agua de acuerdo con ese rito que realizaba Juan, es llevado al desierto…
¿qué sucedió después?
Tras un nuevo intercambio de palabras, Petrós comenzó a hablar y el
intérprete a traducirlo.
—Juan no tardó en ser encarcelado y entonces Jesús vino a Galilea
predicando la Buena noticia acerca del reino de Dios y decía: El tiempo se
ha cumplido y el reino de Dios se acerca; cambiad vuestra mente y creed
en la Buena noticia. Una tarde estaba paseando junto al mar de Galilea,
cuando nos vio a mi hermano Andrés y a mí cuando estábamos echando la
red en el mar porque éramos pescadores. Jesús nos dijo entonces:
Seguidme y os convertiré en pescadores de hombres. Entonces dejamos las
redes y le seguimos.
Pescador… Sí, aquel sujeto tenía aspecto de haber sido pescador. Otra
diferencia más con los sacerdotes egipcios. No sólo no vestía de blanco, es
que además aceptaba el pescado como alimento.
—Apenas habíamos comenzado a seguirlo cuando a pocos pasos nos
encontramos con Jacobo, el hijo de Zebedeo, y con Juan su hermano, que
se encontraban en una barca, remendando redes porque también ellos eran
pescadores como nosotros. Los llamó inmediatamente y ellos, dejando a
su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, le siguieron como
habíamos hecho nosotros. Así nos reunimos los primeros cuatro
seguidores de Jesús el Jristós.
—El que venció las tentaciones del príncipe de los demonios… —
musitó en tono burlón el césar.
Las palabras que acababa de pronunciar habían sido más susurradas
que dichas, pero Petrós calló al instante y estoy seguro de que sus
imperfectos conocimientos de nuestra lengua latina le bastaron para
comprenderlas. No pareció, sin embargo, molesto aunque sí me atrevería a
decir que una nube de tristeza cruzó fugazmente su mirada. Luego volvió a
abrir los labios y reanudó su relato.
—Por aquella época vivíamos en Cafarnaum y los sábados que es
como llamamos los judíos a los días de descanso, Jesús tenía la costumbre
de acudir a la sinagoga y enseñaba. Cuando lo hacía, la gente se admiraba
de su doctrina porque la transmitía como quien tiene autoridad, y no como
los letrados. Un día, cuando estábamos en la sinagoga, nos encontramos
con un hombre poseído por un espíritu inmundo, que comenzó a dar voces,
diciendo: ¡Ah! ¿Por qué vienes hasta aquí, Jesús? ¿Acaso has venido para
destruirnos? Sé quién eres. Tú eres el consagrado por Dios. Sin embargo,
Jesús le reprendió diciéndole: ¡Cállate y sal de él! Al escuchar aquellas
palabras, aquel espíritu inmundo sacudió al hombre con violencia, y tras
lanzar un gran alarido, salió de él. Entonces todos se asombraron y
comenzaron a discutir entre ellos diciendo: Pero ¿esto qué es? ¿Qué nueva
doctrina es ésta, para que con autoridad mande incluso a los espíritus
inmundos y le obedezcan? Y de esta manera muy pronto se difundió la
fama de Jesús por toda la provincia alrededor de Galilea. Discretamente,
dirigí la mirada hacia el rostro de Nerón. Me pareció obvio que se sentía
incómodo tras escuchar aquel relato. La verdad es que a nadie le puede
gustar la referencia a seres demoníacos y más si causan en los hombres
enfermedades o trastornos, pero el hecho de que ese Jesús pudiera mandar
sobre ellos… Bueno, cuando menos resultaba inquietante. Por un
momento me pareció que iba a ordenar callar a Petrós, pero se contuvo y
el judío siguió hablando con su mismo tono tranquilo y monocorde.
—Aquel mismo día, al salir de la sinagoga, Jesús vino a mi casa, la
casa que compartía con mi hermano Andrés. Nos acompañaban también
Jacobo y Juan. En circunstancias normales, hubieran sido bien atendidos.
Sin embargo, mi esposa sólo podía ocuparse en esos momentos de mi
suegra, que estaba acostada con fiebre. Nada más vernos entrar, mi mujer
se refirió a ella y entonces Jesús se acercó, la tomó de la mano y la
levantó. En aquel mismo instante, la fiebre abandonó a mi suegra y
comenzó a servirnos. Su caso no fue el único. Cuando llegó la noche, una
vez que se puso el sol, la gente del lugar le trajo a todos los que tenían
enfermedades, y a los endemoniados. De hecho, toda la ciudad se agolpó a
la puerta y Jesús curó a muchos que estaban enfermos de diversas
enfermedades, y expulsó muchos demonios sin dejarlos hablar porque le
conocían. Así pasó buena parte de la noche y Jesús sólo pudo acostarse
muy tarde. Pero de madrugada, cuando aún era muy oscuro, salió de mi
casa y se fue a un lugar desierto, y allí estuvo orando. Sólo cuando nos
levantamos, pudimos percatarnos de que no estaba con nosotros y tanto yo
como Andrés, Jacobo y Juan comenzamos a buscarlo. No tardamos en dar
con él y entonces le dijimos que todos lo buscaban, pero él nos respondió
que debíamos encaminarnos hacia otros lugares porque había venido
precisamente para predicar a todos. Así fue como empezamos a recorrer
las sinagogas que había en toda Galilea y todos pudieron ver con sus
propios ojos cómo expulsaba a los demonios.
—¡Basta! —exclamó Nerón al escuchar la nueva referencia a los
demonios. ¡Basta!
Que no le agradaba lo que estaba escuchando lo sabíamos todos los
presentes pero aquella reacción nos sobresaltó. El mismo Nerón, como si
estuviera sorprendido de la manera en que había interrumpido el relato de
Petrós, respiró hondo y dijo:
—Este tribunal se tomará un descanso.
VII

—¿Qué te parece lo que ha contado hasta ahora ese hombre? —me dijo el
césar tras regalarse con un generoso trago de vino.
Reflexioné un instante antes de responder. De haber atendido tan sólo a
mi criterio, hubiera respondido que se trataba de un judío alucinado que
relataba extrañas fábulas con la insolente pretensión de haber sido un
testigo ocular de las mismas. Lo más sensato seria acabar ya con aquella
instrucción y ponerle en libertad una vez determinado que no alimentaba
ninguna animadversión hacia el césar. Sin embargo… sin embargo, no
estaba nada seguro de que eso fuera lo que deseaba escuchar Nerón. A fin
de cuentas, la idea de llevar personalmente aquel procedimiento había
partido de él y si de manera tan pronta quedaba de manifiesto su
equivocación, podía optar por descargar terribles represalias con quien se
lo indicara. Sabido es que no son raros los príncipes que matan al
mensajero cuyas nuevas les desagradan y yo no tenía la menor intención
de convertirme en esa clase de víctima.
—Creo, domine —comencé a responder—, que aún es pronto para
hacernos una idea cabal sobre ese individuo. Quiero decir que lleva un
buen rato hablando, pero salvo sus referencias a los poderes de ese Jesús
sobre los demonios no hemos sacado mucho en limpio. Deberíamos
intentar saber cómo se unieron al Jristós los demás seguidores y, sobre
todo, conocer el meollo de su enseñanza.
Hice una pausa y pude observar que Nerón me escuchaba con interés.
Bueno, quizá iba mejor encaminado de lo que yo pensaba.
—La instrucción de una causa así requiere un tiempo y una perspicacia
especiales para llegar al fondo del asunto. Sobre tu tiempo, notablemente
valioso, no puedo opinar sin caer en la insolencia pero sobre tu
perspicacia, oh césar, sólo puedo preguntarme si acaso existe alguien que
la posea en mayor medida que tú.
Por un instante, Nerón frunció el ceño pero luego su rostro se distendió
en una amplia sonrisa. ¿Habría dado con la respuesta oportuna?
—Creo que tienes razón, Vitalis. ¡Vaya si la tienes! Y ahora ¿te
apetecería un pichón relleno? Acepté el ofrecimiento de Nerón y durante
unos momentos el césar me permitió disfrutar de una cocina que
ciertamente resultaba excepcional. Llevaba así un buen rato cuando,
mientras se lavaba las manos en una jofaina de plata, dijo:
—Vitalis, estoy un tanto cansado. ¿Me concederías el favor de ser tú el
que conduzca el interrogatorio después de la comida?
—Domine, yo… —intenté eludir la responsabilidad.
—Te lo ruego, Vitalis —me interrumpió—, me parecieron muy
adecuadas las palabras que me dijiste sobre el origen del grupo y la
enseñanza de su maestro.
Por supuesto, yo permaneceré a tu lado e intervendré ocasionalmente,
pero te agradecería tanto que fueras el que formulara esas pesadas
preguntas…
Sofocó un bostezo mientras pronunciaba las últimas frases y yo me
resigné a aceptar aquella comisión erizada de riesgos que hubiera
preferido eludir. Por otro lado, ¿qué alternativa me quedaba?
—Bien, Petrós —dije apenas unos instantes después cuando tomé
asiento en el tribunal—. Nos quedamos en el momento en que ese tal Jesús
anunció que iba a recorrer Galilea enseñando ese mensaje que has llamado
Buena noticia. ¿Qué sucedió después?
Petrós esperó a que su intérprete le tradujera mis palabras e
inmediatamente comenzó a hablar:
—En aquellos mismos días —comenzó a decir el pescador— acudió a
Jesús un leproso y, tras arrodillarse ante él, le dijo: Si quieres, puedes
limpiarme…
—No, no… —le interrumpí—. Creo que ya hemos escuchado
suficientes historias maravillosas. Este tribunal no tiene especial interés
en ellas pero sí desea saber la manera en que ese Jristós reunió a sus
lugartenientes. Vamos a ver… hasta ahora hemos hablado de ti, Petrós, de
tu hermano… sí, aquí está, Andrés y de otra pareja de hermanos de
nombre Jacobo y Juan…
¿Quién vino después? Y sáltate esa historia del leproso. Percibí que el
intérprete se sentía incómodo mientras transmitía mis palabras al
pescador. Incluso abrigué la sospecha de que le pedía disculpas por aquella
inesperada circunstancia. Bueno, quizá además de sus funciones de
traductor formaba también parte del grupo de los nazarenos. Teniendo en
cuenta sus ocupaciones habituales, no era una mala recluta. En cualquier
caso, Petrós no daba la sensación de estar inquieto. Por el contrario, me
pareció que dirigía una mirada especial a su intérprete destinada a evitar la
zozobra que se había apoderado momentáneamente de él. Bien, me parecía
estupendo si se apreciaban pero no estaba dispuesto a que hicieran perder
su tiempo a un tribunal romano.
—Intérprete, ¿hay algún problema? —inquirí. ¿Acaso no he hablado
con la suficiente claridad?
El traductor se puso lívido al escuchar mis palabras e incluso
entreabrió los labios para contestarme, pero no llegó a hacerlo. El
pescador comenzó a hablar y le obligó a centrarse en sus palabras.
—Después de anunciarnos su propósito de llevar su enseñanza a toda
Galilea —comenzó a decir Petrós Jesús curó a un leproso y a un paralítico
y con ellos a muchos otros enfermos. Una tarde, se encontraba a la orilla
del mar porque era donde la gente acudía y él aprovechaba para
enseñarles. Entonces, mientras caminaba vio a Leví, el hijo de Alfeo, que
estaba sentado al banco de los tributos porque era un publicano…
¿Un publicano? ¿Un funcionario encargado de recaudar los tributos
debidos a Roma? Sin poderlo evitar me eché hacia delante dispuesto a
captar hasta la última palabra de lo que ese Jristós hubiera podido decir a
uno de nuestros hombres. Quizá estábamos llegando a algo más
sustancioso de lo que habíamos escuchado hasta ese momento.
—Entonces le dijo: Sígueme y aquel hombre se levantó de la mesa a la
que estaba sentado y, dejándolo todo, fue en pos de él.
¿Que había hecho qué?, me pregunté sorprendido. No… no podía ser
cierto lo que acababa de escuchar. Durante mis años de servicio en Asia
Menor, en Judea y en Egipto había conocido a los suficientes publicanos
como para poder dar fe de que eran la especie más corrompida del orbe.
Sin duda, nos resultaban prácticamente indispensables para cobrar
impuestos y nos ahorraban multitud de sinsabores como el de tener que
tratar con las poblaciones locales para obtener de ellas los recursos
necesarios. A pesar de eso, de no haberme visto obligado a emplearlos los
habría hecho crucificar a todos sin el más mínimo pesar. ¡Y ese Jesús
había logrado convencer a uno para que lo siguiera! Tenía que haber sido
porque había olido algún beneficio.
—Mateo Leví se puso tan contento porque Jesús le había invitado a
seguirle —continuó Petrós— que decidió dar una fiesta a la que invitó a
sus amigos. De esta manera, cuando Jesús estaba reclinado a la mesa en
casa de Mateo Leví, también se hallaban presentes muchos publicanos y
pecadores. También nosotros, sus primeros discípulos, nos encontrábamos
allí aunque no termináramos de entender el comportamiento de Jesús. De
hecho, los escribas y los fariseos, al ver que comía con los publicanos y
con los pecadores, nos dijeron a los discípulos: ¿Qué es esto de que coma
y beba con los publicanos y pecadores? ¿Cómo puede hacerlo? Sin
embargo, cuando Jesús les oyó, dijo: Los sanos no necesitan al médico,
sino los que están enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos sino a
los pecadores. Reconozco que al escuchar aquellas palabras no pude evitar
sentirme confuso. Que Jesús comiera con gente de mala nota no me
parecía especialmente adecuado pero tampoco me sorprendía. A fin de
cuentas, el césar disfrutaba juntándose con actores, invertidos y
prostitutas. Sin embargo, me parecía especialmente hiriente que se hubiera
permitido indicar que toda aquella gente estaba enferma y, para remate,
tuviera la pretensión de curarla. ¿Así que se consideraba un médico del
alma? Desde luego ya podía serlo para ocuparse de un espíritu tan
corrompido como sólo podía tenerlo un publicano. En cualquier caso, no
podía ni quería dejarme impresionar y mucho menos permitir que aquel
pescador, al que comenzaba a intuir más astuto de lo que aparentaba,
controlara el interrogatorio. Carraspeé y dije:
—¿Y el publicano fue el último del grupo más cercano al Jristós?
El intérprete tradujo mis palabras y Petrós escuchó atentamente para
negar con la cabeza a continuación. Luego abrió la boca y respondió a mi
pregunta.
—Durante aquel tiempo, Jesús no se tomaba apenas un momento de
descanso. En realidad, rara era la vez que podíamos quedamos en la misma
población donde habíamos pasado la noche anterior. Sin embargo, un día
se retiró a la orilla del mar en compañía de los que le éramos más
cercanos. Le seguía ya entonces una gran multitud de Galilea, y de Judea,
y de Jerusalén, y de Idumea, y del otro lado del Jordán, y de los
alrededores de Tiro y de Sidón. Casi todos ellos acudían a su lado porque
habían escuchado las cosas que hacía. Como las multitudes eran inmensas,
nos tenía avisados para que le tuviéramos siempre lista una barca en la que
pudiera refugiarse si se le echaban encima. La verdad es que había curado
a muchos con sólo tocarlos y los que estaban poseídos por espíritus
inmundos, al verle, se postraban delante de él, y daban voces, diciendo: Tú
eres el Hijo de Dios.
—Responde a la pregunta que te han formulado —le interrumpí nada
deseoso de que Nerón volviera a impacientarse con la inoportuna mención
de los demonios.
—Uno de esos días —prosiguió Petrós en nada alterado por mis
palabras—, Jesús subió al monte, y convocó a los que él quiso; y de entre
aquel pequeño grupo nos escogió a doce, para que estuviéramos con él, y
para enviarnos a predicar, y para otorgarnos autoridad para curar
enfermedades y para expulsar demonios.
Dirigí la vista hacia Nerón y comprobé que el césar había pensado lo
mismo que yo. Los seguidores del Jristós estaban gobernados por un grupo
de lugartenientes que pretendían disfrutar de los mismos poderes
taumatúrgicos que Jesús. Quizá incluso se presentaban como hijos de un
dios. En cualquier caso, eso resultaba ahora mismo secundario. Lo
importante era determinar de quién se trataba y localizarlos de manera
inmediata. Si el viejo hablaba por las buenas, bien, y si se negaba a
hacerlo, el hecho de que no fuera ciudadano romano nos dejaba el camino
abierto para aplicarle medidas que solían ser eficaces para desatar las
lenguas más reacias a expresarse.
—Sus nombres, rápido —dije imperativo mientras ordenaba con la
mirada al escribano que no perdiera un solo dato.
Confieso que en aquellos momentos hubiera esperado al menos cierta
resistencia por parte de Petrós. Sin embargo, éste, como si la información
que le había pedido fuera totalmente baladí, dijo en su tono suave:
—Primero me llamó a mí, Simón, poniéndome de sobrenombre el de
Kefas, una palabra que se traduce al griego como Petrós; luego llamó a
Jacobo, el hijo de Zebedeo, y a Juan, su hermano, a Andrés, a Felipe, a
Bartolomé, a Mateo Leví, el publicano del que hablé antes, a Tomás, a
Jacobo, el hijo de Alfeo, a Tadeo, a Simón el celoso, y a judas Iscariote,
que más tarde… más tarde…
Por primera vez desde que habían dado inicio los interrogatorios,
Petrós vaciló. No sólo su labio inferior pareció temblar sino que incluso
tuve la impresión de que se le humedecían los ojos. ¿Qué estaba
sucediendo?
¿Qué parte delicada del alma del pescador acababa de tocar sin
pretenderlo? ¿Quién era aquel judas?
—¿Y todos recibisteis la orden de anunciar el reino de Dios?
Guardé silencio. Era el césar el que acababa de formular la pregunta y
resultaba impensable que le interrumpiera para plantear la cuestión que
acababa de pasarme por la cabeza.
—Sí —respondió Petrós—. Así fue.
—Bien —dijo el césar con una sonrisa de satisfacción—. Este tribunal
se tomará un descanso hasta mañana. El reo volverá mientras tanto a su
mazmorra.
VIII

—La clave de lo que enseñan estos seguidores del Jristós se halla en su


proclama sobre otro reino —dijo Nerón mientras extraía un caracol de su
caparazón valiéndose de un afiligranado ganchito de plata—. En realidad,
ese Jesús no pretendía más que proclamarse rey. Comenzó su conspiración
en una zona especialmente levantisca donde había gente dispuesta a
escucharlo… No es extraño, me dije, que lo hicieran si los curaba de sus
enfermedades y los libraba de los ataques de fuerzas malignas.
Naturalmente, me guardé mucho de expresar con palabras lo que se me
movía en el interior del corazón.
—… como era de esperar, le escucharon. Todos sabemos lo que es el
populacho. Tú, Vitalis, conoces de sobra lo fácil que es contentarlo o
ponerlo en contra de la autoridad. Seguramente, ese Jristós también lo
sabía. Sin duda. Entonces, en cuanto que ese Jesús se vio provisto de un
cierto eco, comenzó a crear una administración. Doce lugartenientes de los
que por lo menos uno sabía cómo recaudar impuestos, algo esencial para
que un reino subsista…
Quizá el césar tenga razón, pensé, pero ¿cuál era la utilidad de tanto
pescador? ¿Pensaba destinarlos al abastecimiento de palacio? ¿Quería
extender su dominio sobre los habitantes del mar? No, las cosas no
resultaban tan claras. Había piezas que distaban mucho de encajar.
—… naturalmente, Poncio Pilato decidió quitarlo de en medio e hizo
muy bien, pero sus seguidores se empeñaron en mantener viva la llama del
reino y llegaron hasta aquí, hasta el corazón del imperio.
Nerón extrajo otro cuerpecillo sazonado de caracol y se lo introdujo en
la boca. Chasqueó la lengua con placer y tendió la mano hacia una copa
dorada rebosante de vino. Lo bebió golosamente, casi sin paladearlo. Se le
veía contento. Lamentablemente, yo no me sentía tan satisfecho, de
manera que volví a dormir mal aquella noche. Eso sí, en esta ocasión por
mis sueños no se arrastraron cadáveres nauseabundos surgidos de la
tumba. Sólo aparecían leprosos que gemían por el dolor que salía de sus
muñones carcomidos, endemoniados que se convulsionaban bajo el efecto
de los espíritus inmundos que los dominaban e inválidos de todo tipo que
pedían alivio para su desgracia. Cuando me desperté por la mañana, sentí
la boca insoportablemente pastosa y un peso semejante a una piedra de
buen tamaño sobre la boca del estómago. Ordené a uno de mis esclavos
que me recorriera el cuerpo con friegas para reanimar mi más que decaído
espíritu. Tan sólo lo consiguió a medias.
Cuando llegué al lugar donde debía continuar la instrucción de la causa
contra Petrós me encontraba decididamente mareado. Seguía sintiendo un
dolor ahora casi insoportable en el vientre y de vez en cuando me subía
por la garganta una náusea. Hubiera podido atribuir aquel malestar a la
cena de la noche anterior pero no tenía ningún deseo de engañarme. Mi
desasosiego se debía a otras causas en las que, al menos de momento, no
quena detenerme mucho. Bastante tenía ya con lograr que Nerón no me
causara algún disgusto.
Desde luego, el césar no compartía mi sombrío estado de ánimo. A
decir verdad parecía radiante. A todos nos agrada comprobar que nuestras
suposiciones son correctas y más cuando parecen indicar que somos
especialmente perspicaces. A Nerón no le pasaba nada diferente. Su
vanidad estaba más que satisfecha y esa circunstancia le proporcionaba
una innegable dicha. Cuando me miró, sobre su barbita recortada se
dibujaba una sonrisa de engreída satisfacción.
—Salve, Vitalis, ¿dispuesto a ayudar a Roma a imponer la justicia? —
me preguntó rozando el entusiasmo.
—Sí, césar, totalmente dispuesto —respondí intentando aparentar una
fortaleza que distaba mucho de poseer.
—Pues vamos allá…
Carraspeó con impaciencia y bastó aquel gesto para que el silencio
más absoluto se apoderara de la estancia. Eché un vistazo al pescador.
Parecía tranquilo y despejado, lo que me provocó un desagradable pujo de
envidia. Su intérprete, sin embargo, era presa de una notable palidez. Se le
notaba cansado, incluso tenso, como si en él se hubiera acumulado la
obligada zozobra que debía padecer la persona cuyas palabras traducía.
Razones para la preocupación no le faltaban. Si era también un seguidor
del Jristós y Nerón condenaba a Petrós su futuro adquiriría negros tonos.
—Bien, Petrós —comenzó a decir Nerón—. Ayer este tribunal escuchó
cómo Jesús comenzó a propagar su enseñanza y la manera en que reunió a
sus primeros seguidores…
Realizó una breve pausa y comenzó a hojear algunas notas
garrapateadas que tenía ante sí. Al parecer, había decidido no dejar nada a
la improvisación.
—Su enseñanza giraba en torno a… el reino de Dios —dijo al fin—.
Sin duda, una nueva forma de reino que este tribunal desearía conocer con
más claridad porque lo estima esencial para el desarrollo de la presente
causa. Petrós, ¿podrías explicar qué es exactamente ese reino de Dios del
que hablaba tu jefe?
El intérprete tradujo pronunciando las palabras con lo que me pareció
un ligero temblor de voz. Sí, estaba inquieto. Quizá incluso comenzaba a
percatarse del camino que había comenzado a transitar Nerón. Por lo que
se refería a Petrós… bueno, parecía condenadamente indiferente, como si
no apreciara ningún riesgo adicional en la manera en que se había iniciado
aquella sesión judicial. Terminó de escuchar la traducción, dirigió la
mirada hacia Nerón y comenzó a hablar.
—En cierta ocasión comenzó Jesús a enseñar junto al mar, y se reunió
alrededor de él mucha gente. Había tanta que tuvo que subir a una barca.
Se sentó en ella y mientras toda la muchedumbre permanecía en tierra
junto al mar comenzó a hablarles sobre el reino de Dios y les dijo: Un
sembrador salió a sembrar y al hacerlo, una parte de la semilla cayó a la
vera del camino, y vinieron las aves del cielo y se la comieron. Otra parte
cayó entre pedregales, donde no había mucha tierra y brotó pronto porque
la tierra no era profunda. Cuando salió el sol, se quemó y como carecía de
raíz, se secó. Otra parte cayó entre espinos y los espinos crecieron y la
ahogaron de tal manera que no llegó a dar fruto. Sin embargo, hubo otra
parte que cayó en buena tierra, y dio fruto, porque brotó y creció, y
produjo a treinta, a sesenta, y a ciento por uno. Entonces al terminar el
relato les dijo: El que tenga oídos para oír, que oiga.
Miré de reojo a Nerón. Se le había abierto la boca y su quijada inferior
colgaba suelta confiriéndole una innegable expresión de estupor. Sin duda,
no era aquello lo que esperaba escuchar. Por lo que a Petrós se refería, si
había reparado en el aspecto del rostro del césar no parecía que se sintiera
muy afectado. En realidad, se encontraba inmerso en el relato como si
estuviera verdaderamente contemplando lo que narraba.
—Cuando Jesús se quedó solo —prosiguió—, los que estábamos cerca
de él le preguntamos por el sentido de aquellas palabras… Nerón respiró
hondo y se pasó la diestra por el rostro. Era posible que las últimas
palabras del pescador le hubieran infundido algo de ánimo.
—Entonces Jesús nos dijo: A vosotros os es dado conocer el misterio
del reino de Dios pero a los que están fuera les enseño todo recurriendo a
historias…
—Claro, claro… —pude escuchar que susurraba Nerón como si
aquellas últimas palabras confirmaran sus sospechas.
—… para que aunque vean, no perciban y aunque oigan, no
comprendan a menos que cambien de mente y así se les perdonen los
pecados —continuó Petrós—. Debéis entender esta historia para que
podáis comprender las otras. El sembrador es el que siembra la palabra de
Dios. Los que están junto al camino son aquéllos en quienes se siembra la
palabra, pero apenas la han escuchado viene Satanás y les arranca la
palabra que se sembró en sus corazones. Los que fueron sembrados en
pedregales son los que escuchan la palabra e incluso la reciben con alegría,
pero carecen de raíz y por eso perseveran poco. Apenas llegan las
dificultades o sobreviene la persecución por causa de la palabra, tropiezan.
Los que recibieron la semilla entre espinos son aquellos que oyen la
palabra, pero la ansiedad del mundo en que vivimos, y el engaño de las
riquezas, y el deseo de otras cosas penetran en ellos y ahogan la palabra de
tal manera que no da ningún fruto. Por último, están aquellos que
recibieron la semilla en buena tierra. Ésos son los que escuchan la palabra
y la aceptan y dan fruto a treinta, a sesenta y a ciento por uno.
Volví a dirigir la mirada hacia Nerón. Desde luego, estaba incómodo.
Las referencias al príncipe de los demonios le inquietaban pero el mensaje
de aquella historia de siembras y campos resultaba escandalosamente
claro. Ese tal Jesús estaba predicando una doctrina que,
fundamentalmente, pretendía cambiar los corazones de los hombres. En
realidad, comenzaba a sospechar que sus curaciones y sus expulsiones de
espíritus inmundos casi resultaban algo secundario en comparación con
esa enseñanza. No hubiera podido decir en qué consistía, pero lo que sí
resultaba innegable es que Jesús había señalado con claridad la manera en
que las distintas personas podían reaccionar frente a ella. Sólo los que la
escuchaban y no se dejaban acobardar por las dificultades o enredar por las
riquezas y la vanidad tenían posibilidad de salvación; en cuanto a los
otros… sólo les esperaba el dominio de Satanás o una vida sin fruto o
quizá ambas situaciones sumadas. Pero… pero ¿quién era aquel judío para
enseñar cosas semejantes?
—Aquel mismo día en que nos contó la historia del sembrador —
prosiguió Petrós—, cuando llegó la noche, nos dijo que debíamos pasar al
otro lado del mar de Galilea. Así que nos despedimos de la muchedumbre,
subimos a una barca y comenzamos la travesía. Al principio todo iba bien
pero de repente se levantó una gran tempestad de viento, y las olas
comenzaron a entrar en la barca, de tal manera que comenzó a anegarse.
Jesús no se enteraba de lo que sucedía. Recuerdo perfectamente cómo
estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal. Se hubiera creído que no
sucedía nada pero la realidad era muy distinta. Estábamos aterrados, de
manera que nos acercamos a él, le despertamos y le dijimos: Maestro, ¿no
te preocupa que perezcamos? Entonces Jesús se puso en pie y reprendió al
viento y dijo al mar: ¡Cállate! ¡Quédate mudo!
Por primera vez desde que había comenzado aquel interrogatorio la
expresión de Petrós cambió totalmente. Ya no era el pescador sereno que
hablaba con tono monocorde. Ahora tenía las manos extendidas, como
quizá las puso Jesús al gritar a las olas, y alzaba la voz con un timbre de
fuerza que me provocó un escalofrío.
—Y entonces… ¡oh!, entonces el viento se detuvo y una inmensa
calma se apoderó de todo. En ese momento se volvió hacia nosotros y
mirándonos nos preguntó: ¿Por qué estáis así de asustados? ¿Cómo es que
no tenéis fe?
Yo le miré y a continuación fijé la vista en aquellas ondas que hubieran
podido hundimos pero que ahora se encontraban tranquilas y calmadas y vi
el cielo sin nubarrones y sentí… sentí un enorme miedo porque jamás
había contemplado un poder semejante, porque ningún hombre podía ser
capaz de ejercer ese dominio y me pregunté: ¿Quién es éste, al que aun el
viento y el mar le obedecen?
Sí, eso mismo me preguntaba yo en aquel momento, ¿quién era aquel
hombre que daba tanta importancia a su mensaje, que pretendía ser el
médico de las enfermedades del alma, que gritaba con esa fuerza al viento
y al mar? ¿Quién había sido ese Jesús llamado Jristós?
IX

Un silencio agobiante se apoderó de la estancia cuando Petrós concluyó su


exposición. Hasta ese momento, el relato del pescador había sido
tranquilo, sereno, monocorde. Pero todo había cambiado en los instantes
inmediatamente anteriores. De aquel cuerpo anciano parecía haber brotado
el recuerdo vivo de hechos extraordinarios, incomprensibles, situados más
allá de lo humano y con aquella remembranza fuerte nos había alcanzado
la presencia indeseada de un judío crucificado que parecía negarse a
permanecer en su tumba y que ostentaba pretensiones sobrecogedoras
sobre el conjunto del género humano.
Estaba sumido en esos pensamientos cuando escuché, primero, que el
anciano pescador reanudaba su inquietante relato y, de manera casi
inmediata, que el intérprete comenzaba a traducirlo.
—Cuando llegamos a la otra orilla, no tardó en reunirse alrededor de
Jesús una gran multitud por lo que decidió que nos quedáramos junto al
mar. Entonces llegó uno de los responsables de la sinagoga, que se llamaba
Jairo. Nada más ver a Jesús, se postró a sus pies y comenzó a suplicarle.
Mi hija está agonizando, le decía, pero ven y pon las manos sobre ella para
que se cure y viva. Jesús fue entonces con él y le seguía una gran multitud,
y la gente le apretaba. En esos momentos una mujer que desde hacía doce
años padecía de flujo de sangre, y había sufrido enormemente de muchos
médicos, y gastado todo lo que tenía sin que le sirviera de nada, más bien
se había puesto peor, cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás
pasando por entre la multitud, y tocó su manto. Se había dicho que bastaría
con que lo rozara para curarse, y, efectivamente, cuando lo hizo, la fuente
de su sangre se secó; y sintió en el cuerpo que estaba curada de aquel
azote. También Jesús notó en ese instante que había salido poder de él, de
manera que se volvió hacia la multitud y dijo: ¿Quién ha tocado mis
vestidos? Aquellas palabras nos sorprendieron y los que estábamos con él
le dijimos que la muchedumbre le apretaba y que, por lo tanto, no tenía
nada de extraño que alguien le hubiera tocado. Sin embargo, él miraba en
tomo suyo para descubrir quién lo había hecho. Entonces la mujer,
temblorosa y con aspecto de encontrarse atemorizada, salió de entre la
gente y se postró ante él, y le dijo toda la verdad. Cuando concluyó su
relato, Jesús le dijo: Hija, tu fe te ha salvado, vete en paz y permanece
curada de tu azote. Todavía se encontraba Jesús hablando cuando llegaron
algunas personas que venían de la casa de Jairo y le dijeron: Tu hija ha
muerto; ¿para qué molestas más al Maestro?
—Vaya, le quitaron al Jristós la posibilidad de llevar a cabo uno de sus
prodigios… —musitó con ironía Nerón.
Quizá, pensé yo, aunque por la fuerza con que Petrós estaba narrando
la historia cualquier desenlace me parecía posible. Desde luego, el
pescador no parecía albergar ninguna sensación de fracaso. En realidad,
seguía su relato con una especie de emoción a duras penas contenida.
—Cuando Jesús escuchó aquellas palabras, le dijo a Jairo: No tengas
miedo, tan sólo cree. Continuó entonces su camino pero sólo permitió que
le siguiésemos Jacobo, Juan el hermano de Jacobo y yo. Así llegamos a
casa de Jairo.
Nos encontramos entonces un alboroto formado por la gente que
lloraba y que no dejaba de lamentarse. Jesús entró en la casa y les dijo:
¿Por qué armáis este alboroto? Esa niña no está muerta sino dormida. Al
escuchar aquellas palabras comenzaron a burlarse de él. Entonces Jesús los
echó a todos, menos a los padres y a nosotros tres, y entró en la habitación
donde estaba la niña.
—¿Y se puso a hablar con ella? —preguntó irónicamente el césar—.
¿Le dijo algo?
Me volví hacia Nerón. Hubiera asegurado que se encontraba de un
pésimo humor a pesar de que le colgaba de los labios una sonrisa burlona.
Sus cejas, levemente enarcadas, parecían subrayar su desprecio.
—Talita cumi —dijo el pescador.
—Ta… ¿qué? —dijo irritado Nerón, que hasta ese momento no había
intervenido para pedir aclaraciones acerca de los términos utilizados por
Petrós.
—Talita cumi —repitió el intérprete—. Son dos palabras que
significan: Niña, levántate.
Petrós asintió con la cabeza. Como yo había supuesto desde el
principio, era obvio que conocía nuestra lengua latina aunque,
seguramente, no con la soltura necesaria como para poder desarrollar un
relato coherente. Sin embargo, apenas hubo dado aquella explicación su
intérprete, continuó la narración:
—Entonces la niña se levantó y comenzó a andar ya que tenía doce
años. En ese momento todos nos sentimos aterrados por lo que estábamos
viendo con nuestros ojos. Y Jesús nos mandó que nadie lo supiese, y
ordenó que dieran de comer a la niña.
—Ya está bien… —exclamó Nerón y, tras ponerse en pie de un salto,
abandonó apresuradamente la sala.
La acción resultó tan súbita que tardamos unos instantes en reponernos
de la sorpresa. ¿Qué le había sucedido al césar como para abandonar el
tribunal de manera tan rápida? ¿Qué parte de la historia del pescador le
había provocado aquella reacción? Mientras me acribillaban aquellas
preguntas, reflexioné si debía continuar el interrogatorio o, por el
contrario, si resultaba más prudente que suspendiera la instrucción de la
causa e intentara localizar a Nerón. Finalmente, opté por la segunda
alternativa. Ordené al intérprete que guardara silencio y anuncié que
íbamos a tener un descanso.
Encontré al césar en la sala donde solíamos tomar algún tentempié en
los reposos. Estaba al lado de una mesa y con gesto nervioso se llevaba
una copa dorada a los labios. Apuró el contenido del recipiente y luego
echó mano de una jarra para volver a llenarlo. Se percibía con facilidad
que estaba molesto, muy molesto, lo suficiente como para dudar si sería
prudente dirigirle la palabra. Afortunadamente, fue él quien zanjó la
cuestión:
—No me cabe la menor duda de que los judíos son un pueblo bárbaro
—me dijo mientras me lanzaba una mirada rebosante de ira—. ¿Sabes que
no abandonan a ninguno de sus hijos al nacer? ¡A ninguno! ¡Ni siquiera a
las niñas! Aceptan lo mismo a los hijos deseados que a los no queridos.
Eso… eso lo sabía y ya me repugnaba bastante pero todo ese episodio de
la niña vuelta a la vida… ¡oooooh, dioses! ¿Quién perdería el tiempo
devolviendo a la existencia a una niña? Un niño… un niño puede ser un
soldado, un comerciante, un labrador pero… pero una niña… ¿Para qué?
Guardé silencio. No me cabía ninguna duda de que el césar tenía razón.
Nosotros, que estábamos civilizados a diferencia de los judíos, jamás
hubiéramos aceptado quedarnos con un recién nacido no deseado. De la
manera más indolora posible, le dábamos la muerte o lo abandonábamos al
menos donde no pudiera encontrarlo alguien que comerciara con él y,
sobre todo, jamás se nos hubiera ocurrido evitar esa manera de actuar por
una hembra… A lo largo de toda mi vida, no había tenido ocasión jamás
de ver a una sola familia que tuviera más de una hija. No es que la matrona
no las hubiera parido, es que, sencillamente, la segunda hija o la tercera o
la cuarta era abandonada sin ningún reparo. Todos sabían que eran una
carga y absurdo habría resultado comportarse de otra manera.
—Ciertamente, estos asiáticos son unos indeseables —continuó Nerón
mientras volvía a llenarse la copa—. ¡Salvar niñas!
—Afortunadamente, no todos son así, césar —me sentí obligado a
decir—. Cuando estaba destacado en Asia Menor, la población de una de
las ciudades se dirigió a mí quejándose de que el alcantarillado estaba
atascado y no funcionaba…
El césar, interesado, me clavó la mirada mientras continuaba con mi
historia.
—… naturalmente, nos ocupamos de que todo volviera a rendir el
servicio debido. Ordenamos que los esclavos bucearan en los pozos negros
para conseguir dar con la causa de aquel trastorno…
Percibí con satisfacción que Nerón parecía interesado en el relato.
Bien, quizá se tranquilizaría y todo volvería a su plácido y debido cauce.
—… las atarjeas estaban repletas de cadáveres de niños abandonados
—proseguí—. Con el paso del tiempo, se habían ido acumulando e
impedían el buen funcionamiento de los canales. Naturalmente, hubo que
sacarlos para despejar las vías y entonces pudimos ver que en su mayoría
correspondían a hembras. Los asiáticos, amado césar, eran tan civilizados
como nosotros. Se comportaban como nosotros llevamos haciéndolo
siglos. Su único problema era que no contaban con la técnica adecuada
para deshacerse de aquellos cuerpos, pero gracias a nosotros ese
inconveniente va resolviéndose.
—Quizá tengas razón, Vitalis —dijo Nerón—, quizá tengas razón…
Permaneció pensativo un instante y, finalmente, dijo: —¿Deseas tomar una
copa antes de regresar al tribunal?
—No, gracias, césar —denegué con una sonrisa.
Apenas unos instantes después, habíamos vuelto a tomar asiento en la
sala. Tuve entonces la sensación de que los presentes no habían logrado
aún reponerse de la sorpresa que les había ocasionado la súbita marcha de
Nerón. La única excepción era Petrós, cuyos ojos parecían sonreír de una
manera plácidamente extraña.
—Veamos, pescador —dijo el césar—. Nos has contado ya varias
historias sobre ese supuesto taumaturgo. ¿No fallaba nunca? ¿Siempre le
daba resultado su magia? Por ejemplo, últimamente padezco algunas
noches en las que el dolor de estómago se convierte en un auténtico
tormento, ¿crees que Jesús me hubiera curado si se lo hubiera pedido?
Nerón subrayó la última pregunta con tal ironía que todos los presentes
en la sala lanzamos una risotada burlona para corearla. Bueno, no todos. El
intérprete había bajado la mirada hacia el suelo, como si se sintiera
avergonzado y Petrós… Petrós había adoptado una expresión de tristeza
que se había concentrado en su frente y ensombrecía el resto de su rostro.
Sin embargo, no permaneció en silencio. Comenzó a hablar y su
acompañante, que no levantaba la vista, tradujo con una voz preñada de
pesar:
—Después de devolver la vida a la hija de Jairo, Jesús salió de allí y
vino a su tierra con nosotros. Llegó el sábado, el día de descanso y acudió
a enseñar en la sinagoga. Entonces muchos de los que le oían manifestaban
su sorpresa y decían: ¿De dónde ha sacado todo esto? ¿Y de dónde procede
su sabiduría y los milagros que realiza? ¿Acaso no es el artesano, hijo de
María y hermano de Jacobo, de José, de judas y de Simón? ¿No se
encuentran también entre nosotros sus hermanas? Realmente, todo les
resultaba escandaloso. Sin embargo, Jesús les dijo: A ningún profeta se le
niega la honra debida salvo en su propia tierra, entre sus familiares y en su
casa. Y no pudo hacer allí ningún milagro por su falta de fe. De hecho,
estaba asombrado de su incredulidad.
Decididamente, el pescador no dejaba de sorprenderme. Nada en sus
palabras podía ser acusado de resultar directamente ofensivo pero no me
cabía duda alguna de que había contestado con enorme dureza a la
pregunta burlona de Nerón. No, Jesús, el Jristós al que seguía y
proclamaba, no hubiera hecho nunca caso al césar porque era un incrédulo,
un hombre carente de fe que se negaba por añadidura a creer. Si hubiera
visto a Jesús, seguramente lo hubiera identificado con un mísero artesano
y de esa forma habría desaprovechado lo esencial. En otras palabras,
hubiera podido conservar el orgullo de considerarse sabio pero a cambio
habría perdido la posibilidad de curarse esos ardores de estómago que lo
atormentaban. Exactamente igual que un enfermo que decidiera no
reconocer que lo estaba…
Mientras reflexionaba en las palabras del pescador, sobre mi pecho se
posó una incómoda sensación de malestar que intenté ahuyentar
respirando hondo. Aquella historia de Jesús era mucho más sofisticada de
lo que hubiera podido imaginar en un principio. No se trataba de un simple
maestro oriental dado a proferir máximas. Era más bien un extraño
personaje que pretendía contar con la capacidad de curar cualquier
enfermedad del cuerpo y del alma, que se enfrentaba con el príncipe de los
demonios obligándolo a retroceder y que fundamentaba sus inmensas
pretensiones en un poder inmenso que lo mismo se manifestaba acallando
el mar que arrancando a una niña de las garras de la muerte. La única
condición para poder ser objeto de su fuerza curativa era creer, creer en él
como había hecho aquella mujer que antes había perdido todo su dinero
con médicos incompetentes. Los que no eran capaces de hacerlo —tanto si
se trataba de testarudos campesinos judíos como del casi todopoderoso
césar— se colocaban fuera de la posibilidad de que su vida cambiara. Se
pensara lo que se pensara, había que reconocer que el pescador tenía
agallas para decir todo aquello sin que le temblara la voz.
—Este relato me ha abierto el apetito —dijo Nerón a la vez que
bostezaba sin ningún disimulo—. Mi estómago está ansioso por llenarse
de cosas más sustanciosas que las fábulas de este viejo bárbaro.
Un nuevo coro de risas aduladoras acogió las palabras del césar. Con
todo, no me dio la sensación de que nadie se sintiera verdaderamente
divertido. En realidad, tuve la impresión de que reían para aliviar la
tensión que les provocaba el viejo pescador. Sin embargo, éste no parecía
en absoluto alterado por los sarcasmos de Nerón. Como si no se hubiera
percatado de la actitud de los presentes continuó hablando:
—En aquellos días comenzamos a recorrer los pueblos anunciando la
Buena nueva. Visitábamos los lugares de dos en dos y luego volvíamos a
reunimos con Jesús y a contarle todo lo que habíamos hecho y enseñado.
Una de esas veces nos dijo: Vámonos a un lugar aislado y podréis
descansar un poco. La verdad es que por aquel entonces eran muchos los
que acudían hasta nosotros y apenas teníamos tiempo ni siquiera para
comer…
Sentí un escalofrío al escuchar la palabra «comer». Iba conociendo a
Petrós y su extraordinaria capacidad para responder sutilmente a las
palabras de Nerón. Lo más seguro era que ahora relatara algo que
ridiculizara su comentario sobre la comida y si lo hacía… bueno, por nada
en el mundo habría deseado encontrarme en su enjuto pellejo. Quizá
estaba en mis manos la posibilidad de impedir aquello. Dejé el cálamo que
utilizaba para tomar notas sobre la mesa e inicié el movimiento de
levantarme. No era muy cortés para con el césar hacerlo antes que él pero
por esta vez estaba dispuesto a asumir ese riesgo. Al fin y a la postre,
siempre podía argumentar que le había entendido mal.
—Nos fuimos entonces solos en una barca a un lugar desierto —
prosiguió Petrós, que ahora miraba directamente a Nerón sin atender a mis
movimientos—. Sin embargo, nos vieron muchos y reconocieron a Jesús y
nos siguieron a pie desde las ciudades. De esta manera, yendo por tierra
mientras cruzábamos el mar, llegaron antes que nosotros y pudieron
esperar a que atracáramos. Jesús, al ver que eran tantos, sintió compasión
de ellos, porque eran como ovejas que no tenían pastor; y entonces
comenzó a enseñarles muchas cosas. Así fue pasando el tiempo y cuando
ya era muy tarde, nos acercamos a él y le dijimos: El lugar es desierto, y la
hora ya muy avanzada. Despídete de ellos para que se vayan a los campos
y aldeas de alrededor, y compren pan porque no tienen qué comer.
Entonces Jesús nos respondió: dadles vosotros de comer. Aquellas palabras
nos llenaron de estupor. ¿Cómo íbamos nosotros a ir a los pueblos de
alrededor y comprar pan para ellos? Nos habría costado no menos de
doscientos denarios. ¡El salario de más de medio año de trabajo! ¡Nunca
habíamos tenido tanto dinero junto! Jesús escuchó nuestros comentarios
desalentados y nos dijo: Mirad a ver cuántos panes tenéis. No tardamos
mucho en hacer el arqueo de nuestras provisiones. No pasaban de cinco
panes y dos peces. Entonces nos mandó que dijéramos a la gente que se
recostara por grupos. Recuerdo que la hierba estaba verde y que parecía
invitarnos a tumbarnos en ella. Aquella multitud se acomodó en grupos de
cien y de cincuenta. Cuando ya estuvieron todos situados, Jesús tomó los
cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció una
bendición sobre los alimentos, partió los panes y nos los dio para que los
repartiéramos. Con los dos peces hizo lo mismo. De esa manera, comieron
todos, y se saciaron. Incluso recogimos doce cestas repletas de los pedazos
que sobraron. No había menos de cinco mil hombres.
Apenas dijo cinco mil hombres, Petrós guardó silencio y yo me di
cuenta de que aún seguía en mi postura intermedia entre permanecer
sentado y levantarme.
—Bien, muy bien —dijo Nerón con voz sarcástica—. Ya sabemos que
el Jristós daba de comer a la gente pan de cebada y pescado. Vitalis, puedo
prometerte que mi mesa resultará mucho más abundante. Se suspende la
sesión hasta la tarde.
X

Cuando entré en la habitación descubrí que Nerón ya se había acomodado


en su mullido triclinio. En otro momento, seguramente me hubiera
esperado pero la irritación que lo había poseído durante aquel día lo había
catapultado a la sala. Quizá tenía la intención de calmar con la comida un
estado de ánimo extraordinariamente nervioso. En honor a la verdad, había
que decir que, si ésos eran sus deseos, no carecía de medios para
realizarlos. Los conocedores de la buena cocina siempre han afirmado en
Roma que la comida debe ir ab ovo usque ad mala[1]. Por lo que yo podía
ver, el césar había dado órdenes para que nos sirvieran tres platos. El
primero —la gustatio o promulsis— debía ser, de acuerdo con el canon,
ligero y por lo que podía contemplar consistía en una selección de huevos,
verduras, pescado y mariscos preparados de manera muy sencilla. En la
segunda mesa, algo más ancha y larga que la anterior, se sumaban fuentes
que contenían el plato principal, la prima mensa. Rehogadas, rebozadas,
cocidas o en salsa, las verduras se veían acompañadas de codornices,
pichones, costillas de cerdo, tajadas de buey adobado y pedazos de jamón
envueltos en harina o miel. Los platos de la secunda mensa no eran
inferiores en calidad a los colocados sobre el mueble anterior. Las
aceitunas de los colores y los tonos más diversos, las frutas de formas más
apetitosas, los pasteles y dulces de aromas más tentadores rivalizaban en
poder de atracción. Entonces me percaté de que junto a aquellas delicias
descansaba una cubeta de aspecto cilíndrico. ¿Podría tratarse de lo que yo
estaba pensando?
No tardé mucho en obtener una respuesta. Uno de los esclavos que nos
servía se acercó al recipiente y retiró la servilleta inmaculadamente limpia
que lo tapaba. Entonces, una vaharada blanca y fría se escapó de entre sus
paredes y ascendió causándome con su visión una gratísima sensación de
frescor. Sí, no me había equivocado en mi suposición. A unos pasos de mí
reposaba la última moda en la cocina romana. En el interior de aquel
cacharro se habían fundido en deliciosa mezcla los copos de una nieve que
quizá había cuajado a varias jornadas de viaje con la pulpa machacada de
maduros melocotones. O mucho me equivocaba o aquel sorbete de frutas
marcaría la conclusión de una comida que se prometía apetitosa.
—Bien, Vitalis —preguntó con impaciencia el césar—. ¿Te parece esta
comida peor que la del jefe del pescador?
Por primera vez en todo el día sonreí. No, ciertamente no existía punto
de comparación entre aquel festín y los ásperos panes de cebada
acompañados de los miserables peces judíos. No podía ser de otra manera.
Tampoco había punto de contacto entre el tal Jristós y el césar. El hombre
al que seguía Petrós era un simple artesano que un día había abandonado
todo para anunciar a la gente que estaba enferma y que sólo podía
encontrar curación en él. No parecía, por otro lado, que hiciera
distinciones entre adultos y niños, entre hombres y mujeres, entre ricos y
pobres. Se dirigía hacia todos y no sólo podía curarlos. También los había
alimentado, protegido de los elementos, liberado de los espíritus
inmundos. Nerón, por el contrario, era el dueño de Roma y siéndolo, podía
considerarse señor del mundo.
—A medida que vamos avanzando en esta investigación más
convencido quedo de lo que he pensado desde el principio —comenzó a
decir el césar mientras comenzaba a consumir caracoles con su gusto
habitual—. Ese judío tan sólo pretendía soliviantar al pueblo contra
nosotros. Primero, les habla de un reino que pretende legitimar
relacionándolo con un dios, ese dios único en el que creen los judíos;
luego, va creando una red de partidarios que difundan ese mensaje
sedicioso por esa tierra y a continuación, se presenta como un taumaturgo,
como un mago capaz de aquietar las olas, calmar el viento o arrancar a un
difunto del mundo de los muertos.
¡Menudo farsante! Y si sólo se hubiera tratado de eso… Guardé
silencio cuando el césar concluyó con su exposición. Quizá no le faltara
razón pero ¿qué sucedería si aquellos actos habían sucedido, si
efectivamente lo que el pescador había relatado se correspondía con la
realidad, si de verdad había curado enfermos y expulsado espíritus
inmundos y levantado de la muerte cadáveres, si había dado de comer a
miles de hombres?
—… lo peor —prosiguió Nerón— es que les ha dado de comer. ¡Pan!
¡Pan!
¡Pan! No hay maldad que la plebe no sea capaz de hacer para
asegurarse el pan. Matarán a sus hijos y venderán a sus esposas para
asegurarse el pan. Ese Jristós lo entendió y decidió dárselo. El cómo lo
consiguió es secundario y no nos importa. El caso es que les llenó la
andorga y los miserables a los que se garantiza pitanza obedecen
ciegamente. Cada vez estoy más convencido de que una de las mejores
cosas que hizo Pilato fue crucificarlo.
—Sí —reconocí—. Sus pretensiones de ser hijo de Dios resultaban
excesivas…
—¿Excesivas? —dijo Nerón abriendo las manos como si de un abanico
se tratara—. ¿Excesivas? ¡Son una verdadera locura! Pero… pero si era un
simple artesano… Si… si hasta ese pescador lo ha reconocido… Si ni
siquiera los judíos que le conocían de su pueblo creían en él… ¡Hijo de
Dios! ¿Qué te parecen los pichones, Vitalis?
Por un instante no supe qué responder. ¿Cómo podía el césar saltar de
una cuestión a otra con esa facilidad? Debía reconocer que me costaba
mucho poder seguirle en algunos momentos.
—Fíjate en su linaje —regresó el césar a su argumento a la vez que
repelaba un muslito de ave—. No sabemos cómo se llamaba su padre. Da
la sensación de que sólo tenía madre. A lo mejor es que se trataba de un
simple huérfano, pero también podría significar cosas peores. Y no se trata
sólo de su ascendencia, Vitalis. Cuando nace el hijo de un dios, su
alumbramiento viene acompañado de acontecimientos admirables, de
muestras indubitables de su categoría. ¿Qué pasó cuando nació el Jristós?
¡Nada!
¡Absolutamente nada! Todo lo contrario que conmigo… No pude evitar
dar un respingo cuando escuché aquella última frase.
¿Realmente el césar se estaba comparando con aquel judío crucificado
por uno de nuestros hombres? Si no era ésa su intención, lo que sucedió
después habría resultado incomprensible. Mientras engullía aceitunas,
frutas y pastelillos en rápida sucesión, comenzó a explicarme cómo él no
era sino una divinidad egipcia que se había encarnado para mayor
prosperidad de Roma. En realidad, actuando así nos hacía un enorme favor
a los romanos porque si se hubiera manifestado en toda su gloria no
hubiéramos podido soportar su fulgor.
—¿No lo crees así, Vitalis?
Había seguido con desgana la última parte de la conversación y ahora
aquella inesperada pregunta ejerció sobre mí el mismo efecto que si me
hubieran golpeado la frente con un martillo. El césar, el hombre más
poderoso del orbe, el señor de Roma, me preguntaba a mí, humilde y fiel
funcionario del imperio, si creía que era la encarnación de un dios adorado
desde hacía siglos en un lejano país de África.
De buena gana hubiera respondido que carecía de elementos de juicio
para analizar semejante cuestión, que mi especialidad eran el combate y la
administración de justicia, incluso la gerencia de asuntos prácticos, pero
que no era perito en dioses. Todo eso hubiera ansiado explicarlo a ser
posible con las mismas palabras sencillas que había utilizado a lo largo de
toda mi existencia. Finalmente, miré a Nerón, tragué saliva y dije:
—Por supuesto que sí, domine, por supuesto que sí.
XI

—Bien, Petrós —dijo Nerón sonriendo—. No cabe duda de que nos has
entretenido hasta ahora con todas esas historias de magia oriental. No han
sido originales, eso hay que reconocerlo en honor a la verdad, pero no
narras mal. Realmente es una pena que en lugar de dedicarte al hermoso
arte de la comedia, que yo personalmente tanto admiro, hayas decidido
emplear tu vida en la sedición contra Roma…
Apenas había pronunciado aquellas palabras el césar, el intérprete dio
un respingo y abrió la boca como si fuera a formular alguna defensa. No
llegó a articular ni una palabra. Un rápido movimiento de la diestra de
Nerón dejó de manifiesto que no tenía la menor intención de permitir
interrupciones.
—Nuestro interés fundamental es conocer cómo se articuló esa
rebelión continuó Nerón con un tono de voz repentinamente endurecido —
y no voy a tolerar más desviaciones de esa línea fundamental. ¡Intérprete,
pregúntale a Petrós si me ha comprendido!
Las últimas palabras sonaron como el áspero restallido de un látigo en
medio de la estancia. El traductor se volvió hacia Petrós pero éste, antes de
que pudiera decir nada, asintió con la cabeza. Sí, ciertamente conocía el
latín lo suficiente como para entendemos.
—Bien, bien, bien… —dijo Nerón sonriendo—. ¿Cómo os dijo ese
Jesús que iba a implantar su reino? Y, te lo ruego, evita contarnos otra
historia de pájaros y espigas y todas esas estupideces campesinas. Petrós
cerró los ojos en señal de asentimiento. Desde luego, nada en él parecía
denotar que padeciera temor o desconcierto. O mucho me equivocaba o
sólo diría lo que considerara justo y no lo que el césar deseaba escuchar.
Precisamente al llegar a esa conclusión, sentí cómo las mejillas me ardían
y rápidamente me llevé la mano derecha hasta ellas como si así pudiera
evitar la vergüenza que, repentinamente, me había asaltado.
—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós— habíamos salido por
las cercanías de Cesarea de Filipo. Llevábamos ya un buen rato andando
cuando Jesús nos preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? En los
meses anteriores, habíamos escuchado opiniones de todo tipo sobre Jesús
y en ese momento le dijimos que había gente que pensaba que era Elías o
algún otro de los profetas de Israel. Nos escuchó con atención y entonces
preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? No me había preguntado a mí
en especial pero en ese momento sentí algo que me empujaba a responder
y me oí a mí mismo diciendo: Tú eres el Jristós. Pensé entonces que se
alegraría de que le hubiera identificado sin la menor duda. Sin embargo,
no fue eso lo que sucedió. Todo lo contrario. Comenzó a enseñarnos que
era necesario que padeciera mucho, y que le rechazaran los ancianos, los
principales sacerdotes y los escribas, y que lo mataran pero que al cabo de
tres días se levantaría de entre los muertos. Todo esto… todo esto lo dijo
tan claramente que…
Por primera vez desde que se había iniciado la instrucción, la voz de
Petrós se quebró. Era obvio que se encontraba bajo el efecto de una
profunda emoción y que su tranquila resolución de los días anteriores se
había desmoronado al llegar a este punto de la historia. Guardó silencio
por un instante y respiró hondo, como si le faltara el aire. El intérprete
también se hallaba conmovido. Hasta ese momento había traducido al
pescador sin acusar el cansancio, pero ahora parecía agradecer la
interrupción.
Desde luego, sus pupilas habían adquirido el brillo que únicamente
proporcionan las lágrimas.
—… era tan evidente lo que decía —prosiguió Petrós sin que su voz se
desprendiera de la pátina del pesar— que me asusté. De repente, me
pareció que podían prenderlo y juzgarlo y acabar matándolo. A él que sólo
había hecho bien… Entonces le tomé del brazo y le aparté del resto de mis
compañeros y comencé… comencé a reprenderle… era el maestro, el
Jristós, el que todo nos lo estaba enseñando y yo… yo me permití llevarle
la contraria y decirle que nunca debía sucederle nada semejante a lo que
acababa de anunciarnos.
—¿Y qué hizo entonces el Jristós? —preguntó Nerón súbitamente
interesado.
—Se volvió hacia mis compañeros —respondió Petrós apenas escuchó
la traducción de la pregunta del césar— y dijo: Apártate de mí. Tu forma
de ver las cosas no es la de Dios sino la de los hombres. Me sentí
abrumado al escuchar aquello y hubiera deseado preguntarle lo que quería
decir con esas palabras, pero antes de que pudiera hablar añadió: Si alguno
quiere seguirme, que se niegue a sí mismo y que tome su cruz y que me
siga. Porque todo el que desee salvar su vida la perderá; y todo el que
pierda su vida por mi causa y por la de la Buena noticia la salvará porque
¿de qué le servirá al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? ¿Qué
podrá dar el hombre a cambio de su alma? Si alguno se avergüenza de mí
y de mis palabras en medio de esta generación adúltera y pecadora
también yo, el Hijo del Hombre, me avergonzaré de él, cuando venga en la
gloria de mi Padre acompañado de los santos ángeles.
—¿Qué significa eso del Hijo del Hombre? —preguntó Nerón
interrumpiendo el relato de Petrós.
—Es uno de los nombres que se da al Jristós —respondió el intérprete.
—Ya… —musitó el césar—. Era de suponer.
Por unos instantes, Nerón se mantuvo callado. Desde luego, no era para
menos si se tenía en cuenta lo poco que se parecían las palabras de Petrós
a la historia de una sedición. A decir verdad y para ser totalmente sinceros,
si creíamos el testimonio del pescador, lo que resultaba manifiesto era que
Jesús no había prometido a sus seguidores un triunfo. Todo lo contrario.
Había anunciado que lo mataría la gente más relevante de su pueblo y que
sus discípulos no podían esperar otro final que la cruz. ¡La cruz! ¡El
destino de los proscritos! Y para colmo tampoco dejaba alternativa a ese
destino trágico: o se estaba dispuesto a arrostrar la muerte por causa suya
o se sufría la perdición del alma. De nuevo, había que aceptar que las
pretensiones del personaje no eran pequeñas.
—Este tribunal desea creer lo que acabas de relatar —dijo Nerón
arrancándome de mis pensamientos—, pero debes reconocer, Petrós, que
no es fácil aceptarlo. Dices que tu… jefe no sólo no os prometió el poder y
la gloria sino que además anunció que iba a morir de manera vergonzosa y
que vosotros, sus seguidores, podríais correr un riesgo similar. Tú mismo,
según propias palabras, tuviste problemas para aceptar esa visión y no se
te puede censurar por ello, la verdad sea dicha. Ahora bien, si realmente
ése fue el anuncio que os hizo, ¿por qué os empeñasteis en seguir con él?
¿Acaso disfrutabais con la idea de que os clavaran a una cruz?
La última pregunta fue pronunciada con tal ironía que una vez más
provocó un rumor risueño entre casi todos los presentes. Sin embargo, yo
no me sumé a aquel sarcasmo. En realidad, pensaba que todo tenía un cariz
demasiado serio como para permitirse aquellas humoradas. De todas
formas, no creo que Nerón se molestara. Seguramente, ni siquiera se
percató de mi falta de adhesión. Tampoco creo —pero esto no constituía
ninguna novedad— que le importara a Petrós. El pescador escuchó la
traducción de las palabras del césar con una atención redoblada y acto
seguido comenzó a hablar.
—Seis días después de aquella conversación, Jesús nos tomó a Jacobo,
a Juan y a mí, y nos llevó solos a un monte alto. Allí se transfiguró delante
de nosotros.
Sus vestidos se volvieron resplandecientes, de una blancura extrema,
como la nieve. Eran tan blancos que ningún lavador en la tierra podría
ponerlos así. Entonces Elías, el profeta que Dios se llevó consigo hace
cientos de años, y Moisés, el hombre al que Dios entregó la ley de Israel
hace más de milenio y medio, aparecieron y se pusieron a hablar con
Jesús. Yo… yo me sentía abrumado por lo que estaba sucediendo de
manera que le dije a Jesús: Maestro, es bueno que estemos aquí. Vamos a
hacer tres chozas de ramas. Una para ti, otra para Moisés, y otra para
Elías. Entonces apareció una nube que nos dio sombra, y desde la nube
resonó una voz que dijo: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. De repente,
cuando estábamos mirando, ya no vimos a nadie salvo a Jesús. Mientras
descendíamos del monte, nos dijo que no comentáramos con nadie lo que
habíamos visto salvo cuando el Hijo del Hombre se hubiera levantado de
entre los muertos. No comprendimos en aquellos momentos lo que nos
estaba diciendo e incluso yo comencé a discutir con Jacobo y Juan lo que
podría ser aquello de levantarse de entre los muertos. No fue la primera
vez. Por aquellos días, mientras caminábamos por Galilea nos enseñaba
que el Hijo del Hombre iba a ser entregado en manos de los hombres que
lo matarían aunque, después de muerto, se levantaría al tercer día. Pero lo
cierto es que no entendíamos aquellas palabras que decía y teníamos
miedo de preguntarle por su sentido.
Tenían miedo de preguntarle… sí, no era para menos. Seguramente,
ellos, al igual que nuestro brillante césar, habían esperado que ese Jesús se
convirtiera en un sedicioso que les permitiera salir de su humilde situación
e incluso les proporcionara la posibilidad de alcanzar algún puesto de
relevancia. Sin embargo, al cabo de un tiempo, el personaje, un personaje
que les había ido sumiendo vez tras vez en el estupor, les había salido con
que lo iban a matar y que ellos podían esperar un destino semejante. Sí,
cierto, también les había dicho algo de levantarse de entre los muertos
pero eso, seguramente, debía resultar de poco consuelo para aquellos
pescadores y publicanos ávidos de bendiciones más tangibles.
—¿Miedo de preguntarle, Petrós? —dijo el césar con tono burlón—.
¿Y por qué? ¿Acaso no te dabas cuenta de que sólo te ponía a prueba, de
que sólo deseaba ver si le seguíais con fidelidad?
El pescador escuchó con atención al intérprete que le traducía las
palabras de Nerón y entonces… No, no podía haberlo visto bien. Tenía que
haberme equivocado. Me pareció… sí, Petrós había dejado que una leve
sonrisa apareciera fugazmente en la comisura de sus labios.
—Una vez —comenzó a decir— por aquellos mismos días llegamos a
Cafarnaum y cuando estábamos en mi casa nos preguntó a todos sobre la
razón de que hubiéramos discutido mientras íbamos de camino. Cuando
escuchamos aquellas palabras, nos quedamos callados porque era verdad
que habíamos ido disputando mientras viajábamos y la razón no había sido
otra que la de establecer quién iba a ser el más importante de entre
nosotros en el Reino. Entonces se sentó y nos dijo: Si alguno desea ser el
primero, debe ser el último, y el que sirva a todos. A continuación, tomó a
un niño, y lo puso en medio de nosotros; y tomándole en sus brazos, nos
dijo: El que recibe a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí, y el
que me recibe a mí, no me recibe a mí sino al que me envió. Cualquiera
que haga tropezar a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, le sería
mejor que se atase una piedra de molino al cuello y se lanzase al mar. Y si
tu mano te llevara a caer, córtatela porque es mejor entrar en la vida
manco que ir al fuego que no se puede apagar con las dos manos, donde el
gusano no muere y el fuego nunca que se apaga. Y si tu pie te llevara a
caer, córtatelo porque es mejor entrar en la vida cojo que no ser arrojado al
fuego que no se puede apagar con los dos pies, donde el gusano no muere y
el fuego no se apaga. Y si tu ojo te llevara a caer, sácatelo porque es mejor
que en tres en el reino de Dios con un ojo que ser arrojado al fuego con los
dos, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga.
—¡Oh, vamos, vamos, Petrós! ¡Ya basta! —le interrumpió el césar—.
¿Pretendes que creamos que Jesús os dijo todo eso en serio? ¿De verdad
piensas que vamos a aceptar que no tenía interés por el poder, que no
ansiaba amasar riquezas, que creía en esas estupideces de los niños, que
esperaba morir y aun así no se apartó de su camino?
—En una ocasión —dijo Petrós— le presentaron a unos niños para que
los tocase. Nosotros reprendimos a los que traían a los niños porque nos
parecían molestos, pero Jesús, al ver que nos comportábamos así, se
indignó, y nos dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo
impidáis, porque el reino de Dios es de los que son como ellos. En verdad,
en verdad, os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño no
entrará en él.
Nerón se restregó la mano izquierda por la fina barbita. Petrós no sólo
no parecía dispuesto a darle la razón sino que persistía en su postura
mediante el expediente de sumar un relato tras otro de contenidos
semejantes. Desde luego, no daba la sensación de que fuera a callarse de
momento.
—Cuando salimos para continuar nuestro camino, llegó uno corriendo,
e hincando la rodilla delante de él, le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo
hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: ¿por qué me llamas
bueno?
Nadie es bueno salvo Dios. Ya conoces los mandamientos: no cometas
adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, no defraudes,
honra a tu padre y a tu madre. Entonces, le dijo: Maestro, todo esto lo he
guardado desde mi juventud. Al escuchar aquello, Jesús le miró y sintió
amor hacia él pero le dijo: te falta una cosa: anda, vende todo lo que
tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven, sígueme,
tomando tu cruz. Sin embargo, el muchacho, profundamente apenado por
lo que acababa de decir Jesús, se marchó muy triste porque tenía muchas
posesiones. Entonces Jesús, mirando en torno suyo, nos dijo: ¡Qué
difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas! Nos
quedamos asombrados al escuchar aquellas palabras pero Jesús volvió a
decirnos: Hijos, ¡qué difícil les resulta entrar en el reino de Dios a
aquellos que ponen su confianza en las riquezas! Es más fácil para un
camello entrar por el ojo de una aguja que para un rico entrar en el reino
de Dios. No nos habíamos repuesto de la sorpresa que aquellas palabras
nos habían causado cuando Jesús añadió: Sabéis que los gobernantes de las
naciones se enseñorean de ellas y que sus grandes ejercen su potestad
sobre ellas. Sin embargo, entre vosotros no debe ser así, sino que el que
quiera ser grande entre vosotros deberá ser vuestro servidor y el que de
entre vosotros quiera ser el primero deberá ser el servidor de todos porque
el Hijo del Hombre no vino para que le sirvieran sino para servir y para
dar su vida en rescate por muchos.
Concluyó Petrós la última frase y quedó callado. Era como si hubiera
terminado una brillante pieza oratoria y el añadido de una sola palabra
hubiera podido estropear lastimosamente lo que acababa de decir. Nerón
podía empeñarse en que el viejo pescador dijera lo que él deseaba pero a
esas alturas debía haberse dado cuenta de que de los labios de aquel
hombre sólo saldrían las palabras que él considerara pertinentes. Su relato
no era una aburrida sucesión de conceptos e ideas y frases. Más bien
consistía en jirones de la vida misma, de su propia existencia, entretejidos
con la presencia de aquél al que consideraban Jristós o Hijo del Hombre o
Hijo del único Dios, un personaje que no estaba interesado en obtener
riquezas ni en mandar, que incluso se empeñaba en que el mejor no era el
que tenía a todos sometidos a su potestad sino el que a todos los servía. No
eran aquellas palabras para alegrar precisamente a Nerón. No me extraña
que decidiera suspender en ese mismo momento la instrucción hasta el día
siguiente.
XII

—¿Todo eso dijo ante la barba de Nerón? —preguntó Roscio abriendo los
ojos como fuentes.
—Seguramente incluso le dijo algo más que yo he olvidado contarte
respondí antes de llevarme a los labios otra copa de vino itálico.
—Puuuuuf —sopló Roscio—. Es verdaderamente un prodigio que no
lo haya hecho ejecutar ya. He visto a personas a las que flageló, castró o
asesinó por muchísimo menos.
—Seguramente —dije— le está salvando de todo eso la testarudez del
césar. Está empeñado en que Petrós es el cabecilla de un movimiento
sedicioso y, de momento, no tiene la menor intención de ceder hasta que
pueda probarlo. Mientras siga empeñado en que le den la razón, el
pescador conservará la vida. Cuando Nerón se percate, como me ha pasado
ya a mí, de que no conseguirá obligarle a decir lo que no desee, sus días,
no, sus horas estarán contadas.
—Bueno —dijo Roscio—. No es justo, sin duda, pero tampoco se trata
de una pérdida tan importante. A fin de cuentas es un bárbaro que se
dedica a transmitir peregrinas ideas. ¡Ser como un niño para entrar en el
reino de ese dios! ¡Servir a los gobernados en lugar de mandarlos! Es tan
absurdo todo eso que ni siquiera me parece hermoso como sucede con las
obras de algunos filósofos griegos. Pueden decir tonterías pero las dicen
tan bien…
—Seguramente tienes razón —comenté—, pero nosotros los romanos
nos hemos caracterizado siempre por ser tolerantes. Mientras paguen
impuestos y no nos creen problemas de orden, les dejamos creer lo que
quieran. Si ahora comenzamos a cambiar de opinión…
—Quizá tampoco sería tan grave, Vitalis —me interrumpió Roscio—.
A fin de cuentas no vamos a prohibir a nadie que tenga su religión. Son
todas tan parecidas… En todos los casos hay dioses a los que se puede
aplacar o convencer mediante sacrificios de los tipos más diversos que
realizan los sacerdotes más variados. Estos nazarenos resultan bien
diferentes. No es sólo que crean en un solo Dios, eso también les pasa a los
judíos, es que además enseñan cosas que… bueno, Vitalis, que nos
impedirían mantener en pie este imperio. La ambición, la codicia, la
violencia de los hombres pueden ser malas pero también apuntalan el
edificio del poder de Roma. Gracias a ellas tenemos militares valientes,
funcionarios sacrificados y banqueros prósperos pero ¿qué sería de
nosotros si comenzaran a preocuparnos los ancianos, si sufriéramos cada
vez que abandonamos a una niña recién nacida, si dedicáramos nuestros
esfuerzos a los enfermos en lugar de apartarlos de nosotros para evitar el
contagio? ¿Acaso te das cuenta del caos que surgiría de esa doctrina? No,
Vitalis, no. Quizá ese pescador sea inocente, quizá no desee el mal de
Roma, pero lo que enseña difícilmente puede tener consecuencias
positivas para nosotros. Guardé silencio. Roscio no había escuchado a
Petrós pero lo que decía sobre él distaba mucho de ser absurdo o carente
de sentido. En realidad, indicaba una perspicacia notable, justo la misma
que siempre había causado mi admiración.
—¿Sabes en qué va a terminar todo, Vitalis?
Me encogí de hombros mientras volvía a llevarme la copa a los labios
para comprobar con desagrado que estaba vacía de nuevo.
—Pues yo te lo voy a decir —comentó Roscio—. Nerón seguirá
apretando a ese hombre para que siga contando la historia de Jesús. Puede
que continúe mostrando la misma agudeza que ahora pero, más tarde o
más temprano, tendrá que contar algo sobre su crucifixión que —no lo
olvides— fue dictada por Poncio Pilato. Llegados a ese punto, al césar no
le costará encontrar vínculos más que sospechosos entre Petrós y su
difunto mentor, especialmente en lo que a su condena se refiere, y ahí
terminará todo. Lo más probable es que acabe también crucificado, aunque
será más afortunado que muchos reos. Es viejo y no aguantará mucho en el
patíbulo. La mención de la crucifixión hizo que sintiera sobre la boca del
estómago un peso desagradable, similar al de una bola metálica. No es
porque no estuviera acostumbrado a esa forma de ejecución. Yo mismo la
había ordenado docenas de veces en que así lo exigían los intereses de
Roma pero ahora… ahora la simple perspectiva de que Petrós pudiera
terminar colgando de un madero me ponía enfermo.
—Esto no es una guerra servil… —comenté mientras me echaba más
vino.
—No, claro que no —concedió Roscio—. No da la sensación de que
los nazarenos vayan a alzarse en armas como Espartaco y sus gladiadores.
No lo han hecho en más de treinta años y no existe grupo violento que
soporte tanto tiempo sin degollar a alguien. Sin embargo, creo que esa
circunstancia no los exime de peligrosidad. Para ser sinceros, no sé qué me
produce más sobresalto, si un grupo de esclavos que desea rebanarme el
cuello o un movimiento de bárbaros que no tiene el menor reparo en
considerar que merece la pena salvar cualquier vida humana sea de la
condición que sea.
Roscio hizo una pausa y me miró. También lo estaba pasando mal. Ni
siquiera el ser humano más endurecido disfruta con la perspectiva de
privar de la vida a un semejante. Para llegar a ese extremo debe
previamente reducirlo en su corazón a la condición de bestia, de parásito,
de alimaña. Es relativamente fácil matar cuando se cree que el otro es un
animal salvaje dispuesto a privarnos de lo nuestro o se le considera tan
despreciable que su muerte puede resultar tan beneficiosa como aplastar
una mosca incansable o machacar una pulga sedienta de nuestra sangre.
Pero de ahí a enfrentarse con otro hombre y ver que se parece tanto a
nosotros y arrancarle la vida…
—Mira —prosiguió Roscio—. Nuestro imperio es grande y poderoso
porque aplica la justicia, porque construye calzadas que facilitan el
comercio y el transporte de tropas, porque sabe cómo llevar el agua de un
lugar a otro. Ni siquiera Alejandro pudo soñar con civilizar de esta manera
a asiáticos, a africanos, a europeos. Sólo nosotros lo hemos conseguido y
eso al cabo de ochocientos años de combate encarnizado, primero, para
sobrevivir frente a los ataques de unos vecinos voraces y despiadados y
luego para asegurar nuestras fronteras. Sin embargo, esa fuerza que nos
permite beber el vino de Oriente y adornar nuestras casas con estatuas de
Grecia y vestirnos con el lino de Egipto nos obliga a no perder de vista
algunas cuestiones. Los débiles no pueden recibir el mismo trato que los
fuertes. Es por eso por lo que abandonamos a muchos niños al nacer, por
lo que procuramos que el número de mujeres no constituya una carga
excesiva para ninguna familia, por lo que los médicos son los primeros en
dejar la ciudad y ponerse a salvo cuando se produce una epidemia.
Debemos comportarnos así para continuar siendo fuertes. La mayoría de
los bárbaros lo saben y nos imitan salvo los especialmente degenerados
como los judíos o esos nazarenos que, a fin de cuentas, han nacido de su
seno.
Los argumentos de Roscio me parecieron tan sólidos que no se me
ocurrió discutirlos. De ellos, los hubiéramos razonado mucho o no,
estábamos convencidos todos los ciudadanos del imperio. Lo sensato no
podía ser sino aferrarnos a ese comportamiento que nos había convertido
en el pueblo más próspero y poderoso que el mundo había conocido.
—No vamos a discutir por algo en lo que estamos de acuerdo —dije y
recogí un silencioso asentimiento de Roscio—. Además necesito
encomendarte una misión adicional.
—Tú dirás, Vitalis.
—Nerón parece… no, no parece, está muy picado con la cuestión de la
filiación divina del Jristós.
—Ya me lo puedo imaginar —comentó Roscio ahogando una risita
divertida.
—Creo que en el fondo le saca de quicio ver a ese Petrós afirmando
totalmente convencido que Jesús era el hijo del único dios cuando no
pasaba de ser un artesano, mientras que no son pocos los romanos que no
están nada dispuestos a aceptar que él es la encarnación de una divinidad
egipcia.
El vientre de Roscio tembló antes de que su complacido dueño soltara
una carcajada.
—Vamos, sé prudente —le reprendí—. Hay delatores detrás de cada
muro y si alguien informara de que te tomas a risa estas cuestiones…
Roscio alzó las manos en ademán de pedir disculpas y por un instante
pareció que iba a controlarse. Impresión equivocada. Antes de que yo
hubiera podido contar hasta tres, estaba nuevamente lanzando una risotada
tras otra. Muy pronto, por sus mejillas comenzaron a caer unos gruesos
lagrimones que no supe ya si identificar con la diversión o con el pesar. Sí,
había existido una época en que ninguno de los gobernantes de Roma
hubiera pretendido jamás ser otra cosa que un hombre o incluso un hombre
lleno de virtudes. César sólo había sido aceptado como dios después de
morir y eso en provincias; Augusto era ya dios en vida pero no en Roma…
luego había venido Calígula empeñado en ser Apolo y ahora Nerón había
trasladado su locura hasta las orillas del Nilo. No era de extrañar que
Roscio riera y llorara a la vez.
—No hace falta que te diga que no espero que encuentres nada, pero
¿podrías rastrear en los archivos de nuestros astrónomos para saber si
cuando nació ese Jesús se produjo algún tipo de acontecimiento especial
en los cielos?
—¿Quieres decir si se vieron jinetes peleando entre ellos o llovió
sangre o los pájaros caían a puñados sobre las calles? —preguntó Roscio.
Asentí con la cabeza. Eso era justo en lo que estaba pensando.
—Bueno, creo que podré hacer algo pero necesitaría que me dieras
alguna pista. ¿Tienes por lo menos alguna idea del año en que vino al
mundo ese Jesús?
—Imagino que puedo averiguarlo —dije.
—Es indispensable que lo hagas.
—También el que tú disipes cualquier duda al respecto —dije—. Si lo
consigues, Nerón se sentirá muy contento al comprobar que no tuvo lugar
ninguna señal que anunciara el nacimiento del Jristós y, sin duda alguna,
recuperará toda la alegría que ha empañado este ataque indirecto contra su
clara superioridad sobre cualquier rey que en el mundo haya sido.
—Sí, claro, claro… —dijo Roscio antes de emitir la carcajada más
grande de aquella noche.
XIII

Aquella mañana adelanté mi hora de llegada al tribunal. Sabía que, dado


que Nerón destacaba por su puntualidad, el reo era conducido siempre con
bastante antelación precisamente para evitar que el césar tuviera que
esperar. El margen de tiempo existente entre la llegada de ambos pensaba
yo aprovecharlo para realizar algunas averiguaciones. No me equivoqué.
Cuando entré en la sala, ya se encontraban en ella los funcionarios, los
líctores y, por supuesto, Petrós, correctamente encadenado, y su intérprete.
No había tiempo que perder. Apreté el paso y me coloqué al lado del
traductor.
—Deseo hablar contigo —le dije en un tono que no admitía excusa
alguna y a continuación me aparté unos pasos.
La sorpresa se pintó en el rostro del intérprete, que no vaciló en
seguirme.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté con el rigor propio de un juez
instructor.
—Mar… Marcos… —balbució.
—Marcos… —repetí—. Bien… ¿llevas mucho tiempo sirviendo de
intérprete a Petrós?
—Más de veinte años —respondió sin que la inquietud se borrara de su
voz.
—¿Y le habrás escuchado contar la historia de su maestro muchas
veces, verdad?
—Así es —reconoció Marcos.
—Magnífico —dije—, entonces es posible que puedas ayudarme.
—Lo haré si está en mi mano —se apresuró a decir Marcos.
—No me cabe duda —concedí—. Vamos a ver… ¿conoces el año en
que nació Jesús?
Marcos sonrió. Creo que se sintió aliviado al comprobar que mi
pregunta no era complicada sino que entraba dentro de sus posibilidades.
—En Judea reinaba todavía Herodes el grande… —dijo.
—Herodes el grande —repetí yo un tanto decepcionado porque no
creía que esa referencia bárbara pudiera ser de mucha utilidad a Roscio.
—En aquel entonces era césar Augusto…
Augusto… Eso no me aclaraba mucho. Octavio Augusto había
gobernado a lo largo de más de cincuenta años. Teniendo en cuenta la edad
aproximada de Petrós, Jesús debía de haber nacido en la última parte de su
principado pero ¿cuándo?
—¿Estás seguro de que no posees algún dato más? —pregunté
desilusionado.
Marcos se acarició la barba y por un instante pareció sumirse en
profundos pensamientos. De repente, su rostro se iluminó y dijo:
—En Siria era gobernador Quirino.
¡Vaya, vaya, Quirino! Aquello reducía considerablemente el tiempo.
Los gobernadores en Siria, como yo sabía, no duraban en el ejercicio de su
cargo un número excesivo de años. Tres, cuatro, cinco como mucho…
Roscio bien podía tomarse la molestia de investigarlos.
—Está bien —dije y me dispuse a sentarme en el tribunal.
—Hay otro dato importante —exclamó Marcos—. A los pocos meses
de nacer Jesús, Herodes llevó a cabo una matanza de niños de menos de
dos años para asegurarse de que el Jristós no sobreviviría… Que Herodes
había hecho ¿qué? Abrí la boca para pedirle una aclaración pero en ese
momento pude escuchar que se anunciaba la llegada del césar. Me bastó
contemplarle para captar en su rostro una extraña satisfacción. Tenía el
aspecto del niño que va a perpetrar una travesura y ya se divierte por
adelantado con el resultado. Si yo hubiera sido Petrós no me hubiera
sentido tranquilo.
—Bien —comenzó diciendo Nerón—, ayer tuvimos un día lleno de
revelaciones acerca de ese Jesús y de las enseñanzas que daba a sus
seguidores…
Apenas acababa de decir la frase cuando comenzó a revolver algunos
documentos que un esclavo había depositado sobre su mesa.
—Veamos… —dijo con gesto de concentración—. Sí, sí, aquí está…
en el año decimoctavo del césar Tiberio, en la época de la Pascua judía,
Jesús entró en Jerusalén…
Levantó la mirada del texto, apoyó las palmas de las manos sobre la
mesa, se inclinó hacia delante y entornando los ojos con dureza felina
preguntó a Petrós.
—Es así, ¿verdad?
El pescador respondió afirmativamente.
—Lo sabía —dijo Nerón mientras paseaba su mirada por la sala igual
que si fuera un actor que se considera acreedor a un aplauso. Sin embargo,
ninguno de los presentes teníamos la menor idea del lugar al que pensaba
dirigirse y tan sólo dio con rostros teñidos por los interrogantes o incluso
el estupor.
El césar carraspeó como si pretendiera dotar de una mayor solemnidad
a lo que estaba sucediendo y a continuación dijo:
—Escúchame bien, Petrós. Este tribunal desea que le hagas un relato
detallado de lo que pasó en ese viaje de Jesús a Jerusalén. No te es lícito
bajo ningún concepto omitir ningún dato y te lo advierto, dispone de
documentos suficientes para corroborar todos y cada uno de los extremos
que puedas señalar. Bajo ningún concepto contemplará con benevolencia
que calles o falsees nada considerado relevante para esta causa. ¿Me has
entendido?
Petrós volvió a responder afirmativamente.
—Así lo espero —dijo Nerón con acento severo— y no dudes de que
este tribunal se esforzará por comprobarlo. Ahora está dispuesto a
escuchar cómo fue la llegada a Jerusalén en la fecha antedicha. Marcos
tradujo de una manera que me pareció aún más cuidadosa de lo habitual
las frases de Nerón. Desde luego, a juzgar por la apariencia externa nada
parecía indicar que Petrós se sintiera intimidado por las palabras que le
acababan de dirigir. Terminó de escuchar la traducción y, por un instante,
guardó silencio. Incluso entornó los ojos como si pretendiera concentrarse
mejor. Dirigí la mirada a Nerón y me percaté de que aquella pausa le
estaba ocasionando un leve desconcierto, como si hubiera esperado que el
pescador actuara igual que un esclavo azuzado por el látigo y ahora
comprobara que el efecto podía ser exactamente el contrario. Porque si
Petrós sentía algo en su interior en aquel momento —y su rostro, su
mirada, su manera de mantener quietas las encadenadas manos así me lo
decían— desde luego no era miedo.
XIV

—Llevábamos ya varias semanas descendiendo hacia Jerusalén —


comenzó a decir Petrós— cuando, estando ya muy cerca, junto a Betfagé y
a Betania, frente al monte de los Olivos, Jesús nos llamó a dos de nosotros
y nos dijo: Id a esa aldea que está enfrente y cuando entréis en ella os
encontraréis con un pollino atado, que no ha montado antes nadie.
Desatadlo y traedlo y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, respondedle
que el Señor lo necesita y que lo devolverá más tarde. Nos pusimos en
camino y efectivamente encontramos el pollino atado afuera a la puerta,
en el recodo del camino, y lo desatamos, y algunos de los que estaban allí
nos preguntaron qué hacíamos, pero cuando les respondimos lo que Jesús
nos había mandado, nos dejaron. Así que trajimos el burrito hasta el lugar
donde se encontraba Jesús y colocamos sobre el animal nuestros mantos
para que se sentara. Entonces muchos comenzaron a tender sus mantos por
el camino, y otros a cortar ramas de los árboles, y a disponerlas también a
su paso y los que iban por delante y también los que nos seguían daban
voces, diciendo:
¡Sálvanos! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el
reino de nuestro padre David que viene! ¡Dios nuestro, sálvanos! Así fue
como entró Jesús en Jerusalén, y en el templo. Entonces miró en torno
suyo todo lo que había por allí y, como ya anochecía, regresó con nosotros
a Betania. Petrós hizo una pausa y por un instante me pareció que se
encontraba cansado, que a pesar de que sólo estaba comenzando su relato
una fatiga muy especial se había apoderado de él oprimiéndole el pecho y
la garganta. Miré entonces a Nerón. Tenía la boca torcida en un gesto de
contrariedad y en cuanto reparó en que Petrós se detenía comenzó a
tamborilear en la mesa con las yemas de la diestra. Estaba a punto de decir
algo cuando el pescador reanudó su declaración.
—Al día siguiente, cuando salimos de Betania, Jesús tuvo hambre y
como distinguió de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó a ver si
encontraba en ella algo. Sin embargo, cuando llegó a su altura, nada halló
sino hojas. Entonces Jesús dijo a la higuera: Que nunca más coma nadie
fruto de ti. Lo dijo tan alto que todos los que estábamos con él lo oímos.
La mano de Nerón se estrelló contra la mesa provocando que las miradas
de todos los presentes se fijaran en él. En cierto sentido, constituía un
espectáculo digno de verse. Sus mandíbulas estaban apretadas, sus pupilas
arrojaban una luz maligna y sus manos se habían crispado sobre la mesa
hasta el punto de que parecía estar arañándola.
—¡No pretendas burlarte de este tribunal! —dijo con una voz casi
susurrante pero enfurecida—. ¡No se te ocurra escamotear la verdad! A
esta sala no le importa en absoluto esa fábula de la higuera que tu Jesús
encontró sin fruto. Refiere ahora mismo lo que sucedió en el templo.
Sabes de sobra a lo que me refiero. Cuéntalo ya o tendré que adoptar
medidas más enérgicas contigo.
—Domine —dijo el intérprete—, Petrós no ha tenido en ningún
momento la intención de ocultar la verdad…
—¿También tú deseas probar las varas? —exclamó Nerón mientras
clavaba los ojos en Marcos.
—Domine —insistió el intérprete—, tan sólo te estaba poniendo en
antecedentes de lo que sucedió en el templo. Ahora mismo iba a relatar
todo.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Nerón mostrando las palmas—. ¿Y tú cómo lo
sabes? ¿Eres adivino?
—Lleva años a su servicio —dije.
Mi intervención redujo al césar a un silencio tan espeso que me
arrepentí inmediatamente de haber abierto la boca. No había sido mi
intención pero poca duda podía caber de que mis palabras habían sonado
como una defensa del traductor y, siquiera indirectamente, del reo.
—El césar tuvo a bien encomendarme tareas de asesoramiento y no he
echado en saco rato esa misión —dije inmediatamente—. Incluso me
atrevería a decir que la manera tan peculiar en que traduce las palabras del
reo se debe a que lleva haciéndolo años. Seguramente, le ha debido de
escuchar contar las mismas historias docenas de veces.
Al instante me arrepentí de haber pronunciado la última frase.
Nuevamente sonaba a una defensa de Marcos y lo último que yo deseaba
en aquellos momentos era interponerme entre la irritación del césar y
aquellos seguidores de un judío crucificado hacía ya varias décadas.
—Domine, tiene razón —intervino Marcos mientras yo maldecía el
que se le ocurriera confirmar mis palabras—. Precisamente porque llevo
muchos años acompañándolo sé que después de la historia de la higuera va
el relato de la entrada de Jesús en el templo.
Nerón guardó silencio. Desde luego, no podía decirse que se encontrara
en una situación fácil. Aceptar lo que había dicho el intérprete —y yo
había corroborado— podía equivaler a una confesión de ignorancia, a la
aceptación de que había cometido un acto ridículo y a la conclusión de que
un miserable bárbaro le había burlado. Por otro lado…
—César —dije bajando la voz e inclinándome hacia él—, tengo la
sensación de que ya lo habéis llevado a donde queríais.
Nerón dio un respingo y, enarcando las cejas, me miró con gesto de
sorpresa.
—Ha sido una magnífica jugada, oh césar —dije a la vez que guiñaba
un ojo y esbozaba una sonrisa.
Nerón siguió mirándome de hito en hito mientras entornaba los ojos.
No había que ser especialmente agudo para darse cuenta de que la cólera
estaba comenzando a ceder espacio a la confusión. Respiró hondo,
carraspeó y dirigiendo la vista hacia el reo dijo con voz cargada de
autoridad:
—Continúa pero recuerda que no debes desviarte un ápice de lo que
interesa a este tribunal.
Marcos respiro aliviado y a continuación tradujo a Petrós las palabras
del césar. El anciano le escuchó con calma y tomó inmediatamente la
palabra.
—Vinimos a Jerusalén; y cuando entró Jesús en el templo, comenzó a
echar fuera a los que vendían y compraban en su interior; y volcó las
mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y no
consintió que nadie atravesase el templo llevando utensilio alguno. Y les
enseñaba, diciendo: ¿Acaso no está escrito: mi casa será llamada casa de
oración para todas las naciones? Pues vosotros la habéis convertido en una
cueva de ladrones. Cuando escucharon aquellas palabras los escribas y los
principales sacerdotes buscaron la manera de matarle porque le tenían
miedo ya que todo el pueblo estaba admirado de su doctrina. Sin embargo,
Jesús no se quedó en Jerusalén y, al llegar la noche, salió de la ciudad.
Ahora fue Nerón el que se inclinó hacia mi lado y susurró:
—¿Qué te parece, Vitalis? Asalto a un lugar sagrado, agresión contra
unos vendedores, justa cólera de los sacerdotes… ¿Acaso puede estar más
claro?
Guardé silencio. Hasta hacía unos instantes tenía la sensación de que
iba comprendiendo a Petrós y a su maestro. Sin embargo, ahora no podía
afirmarlo con tanta seguridad. Aquel Jesús que tanto interés mostraba por
los débiles, por los pecadores, por los niños, por todos los necesitados en
general, había irrumpido en un lugar especialmente sagrado de la misma
manera que una banda de criminales en una aldea. Había volcado mesas,
arrojado a la gente fuera del recinto del templo e incluso impedido que
vendieran o que transitaran por su interior llevando alguna mercancía.
Quizá, como pretendía Nerón, era un sedicioso que sólo deseaba sublevar a
los judíos en contra del imperio pero… pero si ése era el caso ¿cómo
explicar sus enseñanzas, sus acciones, sus repetidos anuncios de que iba a
ser asesinado?
Miré al césar. Ciertamente, estaba satisfecho, pero yo me sentía más
confuso, si cabe, que en ningún otro momento desde que había dado inicio
aquella investigación.
—¿Qué pasó después de… ese episodio en el templo? —preguntó
Nerón.
—A la mañana siguiente —respondió Petrós—, mientras íbamos de
camino, vimos que la higuera se había secado hasta las raíces. Entonces
yo, acordándome, le dije: Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha
secado. Jesús nos miró entonces a todos y dijo: Tened fe en Dios porque de
cierto os digo que cualquiera que diga a este monte: apártate y arrójate al
mar y no dude en su corazón, sino que crea que sucederá lo que ha dicho,
lo que diga acontecerá. Por eso os digo que todo lo que pidáis orando,
creed en que lo recibiréis y os vendrá y cuando estéis orando, perdonad, si
tenéis algo contra cualquiera para que también vuestro Padre que está en
los cielos os perdone a vosotros vuestras ofensas porque si vosotros no
perdonáis, tampoco vuestro Padre que está en los cielos os perdonará
vuestras ofensas.
—¿Perdonar las ofensas? —exclamó Nerón—. ¡Qué enseñanza más
extravagante! ¿Eso era lo que Jesús enseñaba en esa época? ¡Ridículo!
No, desde luego, aquélla no era una doctrina fácil. Perdonar a todos sin
excepción para poder recibir el perdón de ese extraño dios. A decir verdad
jamás había escuchado cosa semejante.
—Aquel día —dijo Petrós— se acercó a Jesús uno de los escribas, que
había oído las discusiones que tenía con otra gente y sabía que había
respondido bien, y le preguntó: ¿Cuál es el primer mandamiento de todos?
Jesús le respondió: El primer mandamiento de todos es: Escucha, oh
Israel, el Señor nuestro Dios, el Señor uno es y amarás al Señor tu Dios
con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus
fuerzas. Éste es el mandamiento principal, pero existe un segundo
mandamiento semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe
mandamiento mayor que éstos. Entonces el escriba le dijo: Bien, Maestro,
has dicho la verdad porque uno es Dios, y no hay otro fuera de él; y el
amarle con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y
con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es más que
todos los holocaustos y sacrificios. Jesús entonces, viendo que había
respondido sabiamente, le dijo: No estás lejos del reino de Dios.
—Sí —le interrumpió Nerón con voz burlona—. Ya nos vamos
percatando de que ese Jristós no dejaba de hablar de un reino de Dios
donde todo debía ser compasión y perdón y… ¡y amor! Sea lo que sea lo
que quisiera dar a entender con esa palabra.
Un rumor risueño recorrió la sala al concluir la última frase. Creo que
los presentes compartían el malestar que sentía Nerón cada vez que Petrós
hacía referencia a las enseñanzas de su maestro. Ninguno de ellos y en eso
no se diferenciaban de mí —había sido educado para mostrar compasión,
perdonar a los que les habían causado alguna ofensa y mucho menos para
amar al prójimo como a uno mismo—. El fácil equívoco que sobre el amor
había urdido el césar les sirvió para dar salida a una tensión que debían
sentir en algunos momentos como insoportable.
—Estamos llegando al final —dijo Nerón—, de modo que no nos
desviemos. Vamos a ver, Petrós, ¿no es acaso cierto que tu maestro se
manifestó en contra de pagar el tributo debido a Roma? ¿No es acaso
verdad que enseñó a sus compatriotas a negarnos lo que en toda justicia
nos es debido?
Marcos tradujo las preguntas a Petrós. Me dio la sensación de que
junto con las palabras pronunciadas por Nerón añadía algunas
explicaciones seguramente encaminadas a que mostrara sumo cuidado en
la respuesta. Ciertamente, de ésta podía depender un final inmediato y
trágico del proceso o bien una última posibilidad de que el pescador se
salvara.
—Durante aquellos días —comenzó a decir Petrós— vinieron a ver a
Jesús algunos de los fariseos y de los partidarios de Herodes. A diferencia
del escriba del que hablé antes, éstos lo que buscaban eran poder
sorprenderle en alguna palabra y así perjudicarlo. De manera que llegaron
hasta donde estaba y le dijeron: Maestro, sabemos que eres un hombre
veraz, y que nadie te da cuidado porque no miras la apariencia de los
hombres, sino que con verdad enseñas el camino de Dios.
No pude evitar que se me escapara una sonrisa al escuchar aquellas
palabras. Al parecer, la hipocresía y la adulación con las peores
intenciones no quedaban relegadas al terreno de la gente civilizada.
También los bárbaros sabían hacer un uso cabal de ambas cuando así les
convenía para lograr sus fines. La cuestión era cómo habían asestado el
golpe a Jesús después de arrojarle aquellas melosas palabras en los oídos.
—Y entonces le preguntaron: ¿Es lícito dar tributo a César, o no?
¿Debemos darlo o no debemos darlo?
Observé a Nerón. Hubiera podido asegurar que contenía la respiración
para que la salida y la entrada del aliento no le impidiera escuchar con
absoluta claridad la respuesta de Jesús. No menos suspensos de la historia
se encontraban los demás servidores del imperio.
—Jesús —continuó Petrós— percibió la hipocresía de aquellos
hombres y les dijo: ¿Por qué me ponéis a prueba? Traedme un denario
para que lo vea.
Entonces ellos se lo trajeron y Jesús les preguntó: ¿De quién es esta
imagen y esta inscripción? Al momento le dijeron que era del césar.
—Naturalmente —interrumpió Nerón a la vez que desplegaba una
sonrisa felina—, naturalmente que le dijeron eso, pero ¿qué respondió tu
maestro a la pregunta que ellos le habían formulado? ¡Rápido! ¿Qué
contestó?
El pescador miró fijamente a Nerón y, por un instante, me pareció
percibir en sus pupilas algo extraño que distaba mucho de asemejarse al
rencor, al odio o al desprecio y que recordaba enormemente la tristeza que
sentimos cuando no podemos ayudar a alguien a quien amamos a salir de
su desdicha.
—Jesús los miró —dijo Petrós— y les respondió: Dad al césar lo que
es del césar y a Dios lo que es de Dios.
XV

La mandíbula inferior de Nerón colgaba desangelada como si alguien le


hubiera asestado un golpe brutal y estuviera ahora totalmente aturdido. De
repente, comenzó a abrir y cerrar los labios como si intentara articular
palabra y le resultara imposible. Se llevó entonces la diestra a la boca y se
la apretó quizá intentando que reaccionara de la manera deseada, quizá
procurando evitar que se manifestara en su contra.
En realidad, no me extrañaba su estado de ánimo. Llevaba varios días
persiguiendo a aquel anciano de la misma manera que el perro de caza se
afana por alcanzar a su presa y cada vez que pensaba que lo había
acorralado, el pescador se zafaba y lo hacía de una manera sencilla,
natural, suave. Todo lo contrario de aquellos jugueteos verbales a que nos
tenían acostumbrados los arteros abogados romanos. No se trataba de que
utilizara en su favor los resquicios que le permitía la ley —que con total
certeza desconocía— ni tampoco de que se sirviera de la adulación para
granjearse la voluntad del césar ni tampoco de que mintiera con mayor o
menor habilidad. No, se trataba simplemente de que decía la verdad y esa
verdad era a todas luces insuficiente para condenar por sedición a aquel
viejo incansable a la vez que molesto. Para ser sinceros, a la luz de lo
actuado hasta ese momento, yo comenzaba a albergar serias dudas acerca
de la justicia del veredicto que había condenado a muerte a Jesús. Era
cierto que enseñaba sobre un reino, pero era el reino de Dios, algo tan
diferente de los reinos humanos —donde los gobernantes se enseñorean de
sus súbditos— que cualquiera que escuchara con una mínima atención de
qué se trataba tenía que captar la diferencia. A juzgar por el aspecto
deplorable que presentaba el césar, también él debía de estar dándose
cuenta de que ahí era donde estábamos llegando.
—Al césar lo que es del césar… —dijo de pronto Nerón y su aspecto
desmayado quedó sustituido por otro de mera sorpresa.
—Todo eso sucedió… ¿el día antes de la detención? —preguntó
inesperadamente como si hubiera recuperado el control de la instrucción.
—La semana antes —contestó Petrós.
—Ya… —musitó Nerón— en los días anteriores a su proceso…
Bien…
¿Estuviste presente en su detención?
Apenas hubo terminado de formular la pregunta, Petrós dio un
respingo.
Fue breve y rápido, tanto que estoy seguro de que pasó inadvertido a la
mayoría de los presentes. Sin embargo, no pude dejar de percibirlo. Algo
debía de haber sucedido en relación con las últimas horas de vida del
Jristós que a tantos años de distancia aún provocaba un súbito malestar en
el pescador.
—Sí —respondió al fin.
—¿Y durante las horas anteriores?
—También —fue su lacónica respuesta.
La mirada de Nerón se cruzó con la mía totalmente envuelta en
suspicacia. También él se había percatado de que aquel hombre tan
inclinado a contar detalle tras detalle de su vida al lado de Jesús ahora no
parecía en absoluto dispuesto a adentrarse en aquellos momentos que
habían precedido a su crucifixión. ¿Qué era lo que había pasado? ¿Quizá el
tal Jristós había cambiado totalmente de rumbo? ¿Acaso había optado por
empuñar las armas para defender su vida? ¿Se había manifestado
finalmente como un enemigo del poder de Roma obligando a Poncio Pilato
a imponer el orden de manera expeditiva? Me formulaba esas y otras
preguntas similares cuando Nerón dijo:
—Petrós, este tribunal tiene un deseo muy especial de saber lo que
sucedió en las horas que precedieron a la… muerte de Jesús. Debes narrar
todo, absolutamente todo lo que recuerdes y ten presente que no cuentas
con la menor posibilidad de mentir ni de que un acto semejante quede sin
castigo.
El pescador bajó la mirada hacia el suelo mientras Marcos le traducía
las palabras del césar. Debo reconocer que aquel gesto, completamente
ajeno a su comportamiento hasta ese momento, contribuyó a aumentar mi
estado de confusión. Durante varios días, aquel anciano había dado
muestras de un aplomo y de una entereza que suelen ser raras incluso en
gente joven y valiente, y ahora, ahora parecía tocado de la misma manera
que el desdichado púgil al que los golpes de su feroz adversario han
llevado hasta un peligroso aturdimiento. Finalmente, Petrós alzó la mirada
y comenzó a hablar en un tono apagado, triste, monocorde.
—Faltaban dos días para la pascua, y la fiesta de los panes sin
levadura; y buscaban los principales sacerdotes y los escribas cómo
prender a Jesús valiéndose del engaño para luego matarle. La única
precaución que adoptaron consistió en que la detención no tuviera lugar
durante la fiesta para que no se produjera ningún alboroto entre el pueblo.
Jesús estaba alojado entonces en Betania, en casa de Simón el leproso, y
mientras se hallaba sentado a la mesa, llegó una mujer con un vaso de
alabastro de perfume. Era de nardo puro y precisamente por eso debía
haberle costado mucho dinero. Sin embargo, no parece que eso le
preocupara. De hecho, quebró el vaso y derramó su contenido sobre la
cabeza de Jesús. Lo que acababa de hacer no gustó a todo el mundo.
Algunos, por ejemplo, se enojaron y comenzaron a murmurar en contra de
que se hubiera llevado a cabo ese desperdicio con el perfume ya que podía
haberse vendido por más de trescientos denarios, y haberse dado a los
pobres. Naturalmente, las acusaciones recaían casi todas en la mujer.
Entonces Jesús dijo: Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha llevado a cabo una
buena obra. A los pobres siempre los tendréis con vosotros y podréis
hacerles bien siempre que queráis, pero a mí no siempre me tendréis. Ella
ha hecho todo lo que podía y en verdad se ha adelantado a ungir mi cuerpo
para la sepultura. En verdad os digo que en cualquier lugar del mundo
donde se predique esta Buena noticia, también se contará lo que ella ha
hecho, para memoria de ella.
Petrós guardó silencio y comprendí el estado de turbación en que había
entrado poco antes. Apenas a unas horas de su detención, ninguno de los
seres cercanos a Jesús, incluyendo al propio pescador, parecía haberse
dado cuenta de lo que estaba a punto de suceder. Habían discutido eso sí
por el lugar de preeminencia en el reino e incluso se habían permitido
criticar la acción de aquella pobre mujer, pero no se habían percatado de
los momentos que estaban viviendo. No sería, desde luego, porque Jesús
no se lo hubiera dicho con harta claridad. Se ha adelantado a ungir mi
cuerpo para la sepultura… Difícilmente hubiera podido resultar más
explícito. Iban a matarlo e iban a hacerlo en el plazo de unas horas y todo
lo que tenía cerca era aquella banda de bárbaros preocupados en acusar a
esa mujer, la única persona sensible de los alrededores, y en calcular el
bien que se podría hacer a los pobres con aquel gasto. ¡Valiente pandilla de
demagogos! ¡Defendiendo a los pobres! Sabía yo de sobra que los pobres
no interesan a nadie salvo cuando se ambicionan sus votos. Entonces los
políticos les prometían todo sin excluir la posibilidad de vengarse de
aquéllos a quienes envidian o de vivir sin trabajar, ofertas ambas sin duda
atractivas pero absolutamente dañinas. ¡Los pobres! En realidad, de todos
los que debían estar reunidos en aquel lugar sólo Jesús había sabido
atenderlos, curarlos, darles de comer…
—Entonces —prosiguió Petrós—, Judas Iscariote, uno de nosotros, del
grupo de los doce, fue a ver a los principales sacerdotes para entregar a
Jesús. Ellos, al oírlo, se alegraron, y prometieron darle dinero y judas
buscaba la oportunidad para llevar a cabo sus propósitos.
¡Judas! ¿De qué me sonaba ese nombre? ¡Ah, claro, Judas! Petrós lo
había mencionado al referirse al grupo de los doce. Ahora comprendía por
qué se había sentido mal en el momento de referirse a él. Decididamente,
Jesús no había sido muy afortunado en su elección de lugartenientes.
Además de la ceguera y la ambición generalizadas en su seno, uno de
ellos se había convertido en un traidor de la especie más abyecta, la que se
mueve únicamente a impulsos del dinero.
—El primer día de la fiesta de los panes sin levadura —continuó el
pescador—, cuando se sacrifica el cordero para la pascua, una de las
fiestas principales de los judíos, dijimos a Jesús: ¿Dónde quieres que
vayamos a hacer los preparativos para que comas la pascua? Entonces
envió a dos de nosotros diciéndonos: Id a la ciudad, y os saldrá al
encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle y en el lugar
donde entre hacedlo también vosotros y decid al señor de la casa que el
Maestro quiere saber dónde está el aposento en el que va a comer la
pascua con sus discípulos. Os mostrará un aposento alto ya dispuesto
donde podáis llevar a cabo los preparativos. Siguiendo sus órdenes, los dos
fueron y entraron en la ciudad, y se encontraron con todo tal y como Jesús
les había dicho; y realizaron los preparativos indispensables. Cuando llegó
la noche, nos hallábamos ya los doce reunidos con él en aquel lugar. Al
principio, nada parecía diferenciar aquella cena de otras en las que
habíamos participado en años anteriores para celebrar la fiesta de la
pascua pero, de repente, mientras estábamos reclinados comiendo, Jesús
dijo: En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros que ahora come
conmigo me va a entregar.
Petrós interrumpió el relato. En apariencia conservaba la calma de los
días anteriores, pero bastaba fijar la vista con atención en su pecho para
percatarse de que la agitación previa al inicio del relato no había hecho
más que crecer. El pescador estaba sufriendo aunque se esforzara en
ocultarlo. En una situación así un juez piadoso hubiera ordenado un
descanso y uno empeñado en atrapar al reo hubiera descargado una lluvia
de preguntas que lo desconcertara. Sin embargo, Nerón parecía haber
regresado a su táctica habitual, la de perseguirlo incansablemente a la
espera de que cometiera el error que resultara fatal. Si tal circunstancia iba
a producirse parecía ahora más cercana que nunca.
—Cuando… cuando escuchamos aquellas palabras suyas, la tristeza se
apoderó de nosotros —continuó Petrós— y uno a uno comenzamos a
preguntarle: ¿Seré yo? ¿Seré yo? Jesús, en respuesta, nos dijo: Es uno de
los doce, el que moja conmigo en la fuente.
Petrós hizo una nueva pausa y respiró hondo.
—Intérprete —dijo el césar—, informa a ese hombre de que no
podemos estar perdiendo tiempo continuamente. Que prosiga su relato sin
nuevas interrupciones.
Por primera vez desde el inicio de la instrucción sentí que una ola de
ira me subía ardiendo por el pecho para posarse sobre mi rostro. En
aquellos momentos de buena gana hubiera abofeteado a Nerón. Sin
embargo, Petrós no pareció sentirse ofendido. En realidad, hubiérase dicho
que estaba situado en otro mundo del que nosotros sólo podíamos tener
atisbos lejanos a través de sus palabras.
—Mientras estábamos comiendo, Jesús tomó pan y lo bendijo, y lo
partió y nos lo dio, diciendo: Tomad, esto es mi cuerpo. Luego, cuando
concluyó la cena, tomó la copa, la tercera que ha de beberse de acuerdo al
ritual de la pascua, y después de haber dado gracias, nos la pasó y de ella
bebimos todos. Entonces nos dijo: Esto es mi sangre del nuevo pacto que
es derramada por muchos. En verdad, en verdad os digo que no volveré a
beber del fruto de la vida hasta que lo beba nuevo en el reino de Dios. A
continuación cantamos los himnos habituales del final de la cena de
pascua y salimos del aposento para dirigimos al monte de los Olivos. En
otras ocasiones el final de la cena había estado acompañado por la alegría,
pero aquella noche lo que Jesús había compartido con nosotros no había
servido precisamente para llenarnos de gozo. En realidad, caminábamos
apesadumbrados y en silencio. Fue en esos momentos cuando Jesús nos
dijo: Esta noche todos os escandalizaréis de mí tal y como dicen las
Escrituras: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Sin embargo,
después de que me haya levantado, os precederé a Galilea. El anuncio de
que uno de nosotros lo iba a traicionar ya había sido muy doloroso, pero
que además ahora nos dijera que todos nos apartaríamos de él
escandalizados… No, aquello no podía ser verdad. Era demasiado horrible
como para creerlo y, sobre todo… sobre todo, yo no podía, no quería
aceptarlo. Quizá los otros, Jacobo, Juan, Mateo el antiguo publicano,
incluso mi hermano Andrés, podían comportarse así pero yo nunca. Me
acerqué a Jesús y le dije: Aunque todos se escandalicen de ti, yo no lo
haré. Bien, pensé satisfecho, al final había dado con la clave de todo.
Petrós, el antiguo pescador, era el único que se había mantenido firme en
medio de aquella locura de miedos y deslealtades. Judas había vendido a
Jesús por dinero; los demás se habían llenado de temor y seguramente
habían emprendido la huida. Sin embargo, Petrós había actuado de una
manera bien diferente. Había resistido a pie firme la situación, se había
mostrado fiel a pesar de todas las dificultades. Así se explicaba ahora que
aunque hubieran pasado tantos años siguiera teniendo un puesto de
relevancia entre los nazarenos, el mismo que había llamado la atención del
césar. Era lógico. A fin de cuentas se trataba ni más ni menos que de una
parte de su recompensa por el aguante demostrado a lo largo de la noche
más oscura de su vida.
—¿Qué dijo el Jristós cuando escuchó aquellas palabras? —
interrumpió Nerón, al que tampoco se le escapaba la importancia del
momento. Petrós escuchó la traducción realizada por Marcos y a
continuación bajó la cabeza. Permaneció así unos instantes que ni siquiera
el césar se atrevió a acortar. Finalmente, levantó la mirada y pude ver que
en sus pupilas se traslucía una tempestad interna de una inmensa
violencia. Con un tono de voz semejante al que uno atribuiría a un espíritu
que regresara del mundo de los muertos desgranó algunas palabras en su
lengua desagradablemente gutural. Entonces Marcos, sensiblemente
conmovido, dirigió la mirada hacia Nerón y dijo con emoción mal
contenida:
Jesús me dijo: En verdad, en verdad te digo que tú, hoy, en esta misma
noche, antes de que el gallo haya cantado dos veces, me habrás negado
tres.
XVI

De manera natural el estupor que todos sentimos al escuchar aquellas


palabras podía haberse convertido en un silencio espeso como la leche
cuajada. Sin embargo, no fue así. Al igual que el soldado que pierde el
miedo una vez que ha intercambiado los primeros golpes con el enemigo,
el pescador no interrumpió ahora su relato sino que lo continuó con la
misma suave cadencia que ya conocíamos tan bien.
—Cuando mis compañeros me oyeron aquellas palabras también
comenzaron a decir lo mismo. Así, entre afirmaciones acaloradas de
lealtad hasta la muerte, llegamos a un lugar llamado Getsemaní. Entonces
Jesús nos dijo que nos sentáramos allí mientras él oraba pero hizo una
excepción con Jacobo, con Juan y conmigo y nos pidió que le
acompañáramos. Apenas habíamos entrado en el lugar, un huerto lleno de
olivos donde acampaban muchos peregrinos de los que habían bajado a
Jerusalén para celebrar la pascua, pudimos ver que Jesús comenzaba a
llenarse de pena y de angustia. Debió de reparar en que nos dábamos
cuenta de ello porque inmediatamente nos dijo: Mi alma está muy triste,
hasta la muerte. Quedaos aquí y velad. Entonces se apartó un poco, se
postró en tierra y comenzó a orar para que si fuera posible no tuviera que
atravesar aquel trance. Recuerdo haber oído que decía: Padre, todo te es
posible. Aparta de mí esta copa, pero que no se haga lo que yo deseo sino
lo que tú quieres. Sin embargo, ni Jacobo ni Juan ni yo teníamos fuerzas
para mantenernos en vela. Sin apenas darme cuenta, me dejé vencer por el
sueño. En él estaba sumido cuando sentí que Jesús me decía: Simón, ¿estás
dormido? ¿Ni siquiera has podido mantenerte en vela una hora? Velad y
orad para que no caigáis en la tentación. El espíritu está dispuesto a
resistirla pero la carne es débil. Escuché aquellas palabras entre la
somnolencia que se había apoderado de mí y el sobresalto que me había
provocado el que Jesús me despertara. Luego vi cómo volvía a separarse
de nosotros unos pasos y comenzaba a orar de nuevo. Sé que había vuelto a
dormirme cuando notamos que nos hablaba. Nos frotamos los ojos
cargados de sueño y pudimos escuchar que decía: Ya ha llegado la hora. El
Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos,
vamos. Ya está aquí el que me entrega.
—¿Se refería a ese tal judas? —preguntó Nerón.
—Sí —respondió Petrós—. Era de judas de quien hablaba y aún lo
estaba haciendo, aún no nos habíamos desperezado del todo cuando llegó y
con él mucha gente, armada con espadas y garrotes y enviada por los
principales sacerdotes, los escribas y los ancianos. Luego llegamos a saber
que, para evitar cualquier confusión con los peregrinos que había en la
zona, judas les había dicho que podrían identificarlo con seguridad porque
él le besaría. Ciertamente, así fue. En cuanto que llegó a nuestra altura, se
acercó a Jesús y le dijo: Maestro, Maestro, y le besó. Entonces los que le
acompañaban le echaron mano y le prendieron.
—Qué fácil… —dijo Nerón con tono irónico—. ¿Y nadie presentó
resistencia? ¿No hubo nadie que defendiera al hijo de Dios, al Jristós?
Sentí un pujo de malestar al escuchar las preguntas que acababa de
formular el césar. Sus intervenciones habían sido escasas en el curso de la
instrucción, pero sabía sobradamente que en ningún caso habían carecido
de un objetivo preciso. ¿Hacia dónde estaba apuntando ahora Nerón?
—Uno de los que estaban allí —dijo Pedro— sacó la espada que
llevaba encima e hirió al siervo del sumo sacerdote, cortándole la oreja.
Sin embargo, Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su vaina porque el que
recurre a la espada por la espada morirá, y luego dirigiéndose a la multitud
añadió:
¿Habéis acudido a prenderme armados con espadas y garrotes como si
fuera un ladrón? He estado entre vosotros todos los días enseñando en el
templo y no me habéis detenido. Así ha sido para que se cumpla lo que
está contenido en las Escrituras.
—Ya —interrumpió Nerón, al que sospeché que no le interesaba en
demasía la referencia a las Escrituras sagradas de los judíos. Volvamos a
atrás por un instante. Has dicho que uno de los que estaban acompañando a
Jesús en el momento de su detención echó mano de la espada que llevaba
encima y se lanzó sobre un siervo del sumo sacerdote ocasionándole una
herida, ¿no es así?
Petrós respondió afirmativamente.
—Excelente —dijo Nerón—. Han pasado muchos años desde aquella
noche, no cabe duda, pero… pero ¿acaso serías capaz de señalar quién fue
el hombre que llevó a cabo ese acto de resistencia armada contra la
autoridad?
Petrós guardó silencio por un instante. Sin embargo, ahora no tenía
baja la mirada. Por el contrario, contemplaba de hito en hito al césar.
Luego musitó unas palabras que el intérprete se apresuró a responder.
—Dice que fue él —señaló Marcos.
—¡Ah! ¡Vaya! —exclamó Nerón fingiendo sorpresa mientras yo
comprobaba que mis sospechas sobre la reacción de Petrós en aquella
noche se veían confirmadas.
El césar se inclinó a continuación sobre sus notas y comenzó a
revolverlas de una manera que me llevó a pensar que simplemente
actuaba.
—Ajajá —dijo al fin como si hubiera realizado un descubrimiento
decisivo. De modo que nuestro pescador, Petrós por nombre, fue el que
sacó la espada e hirió a un infeliz que formaba parte de la partida enviada
para detener a Jesús… ¿Sólo sucedió eso, Petrós? ¿No hubo más lucha ni
combate? ¿No comenzaron todos a echar mano de sus armas y dieron
inicio a una sedición, a una rebelión, a una sublevación contra el poder
respaldado por Roma? ¿Acaso no fue así, Petrós, acaso no fue así?
—¡No! ¡No lo fue!
Sorprendidos, Nerón y yo dirigimos la mirada hacia el lugar de donde
había procedido la voz. No era Petrós el que había gritado aquella negativa
desesperada. Se trataba de Marcos.
—Cuando Jesús terminó de hablar, cuando mencionó las Escrituras —
dijo el intérprete—, todos los discípulos le dejaron y huyeron. Nadie
combatió, ni se resistió.
Nerón miró sorprendido a Marcos. Era obvio que aquellas palabras, tan
distantes de su punto de vista, no le habían complacido. Sin embargo,
también resultaba indudable que la manera en que habían sido
pronunciadas había llamado su atención.
—¿Cómo puedes saberlo, intérprete? —preguntó finalmente el césar.
—Cuando prendieron a Jesús —dijo Marcos— comenzó a seguirles un
joven que había tenido tiempo de ver todo y que sólo iba cubierto con una
sábana. No pudo hacerlo durante mucho tiempo porque se percataron de su
presencia e intentaron prenderlo. Entonces el muchacho, dejando la sábana
a la que se habían agarrado, huyó desnudo. Yo era ese joven y puedo dar
testimonio de que nadie echó mano de las armas para defender al Maestro,
nadie se enfrentó con los sacerdotes que habían ordenado su detención,
tampoco nadie gritó palabra alguna contra Roma.
No había concluido sus palabras el intérprete cuando Petrós tomó
nuevamente la palabra. Marcos, como si nada hubiera sucedido, le tradujo.
—Nadie movió un dedo para salvar al Maestro —dijo el pescador—.
Trajeron, por lo tanto, a Jesús ante el sumo sacerdote; y se reunieron todos
los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas. Yo los había ido
siguiendo de lejos para evitar que pudieran prenderme y así, oculto entre
las sombras y procurando que no me vieran, llegué hasta el interior del
patio de la residencia del sumo sacerdote. Hacía frío aquella noche, mucho
frío, y los sirvientes habían encendido un fuego en el que se estaban
calentando los hombres que habían detenido a Jesús. Por un momento,
dudé en acercarme o no hasta la fogata. Existía, desde luego, alguna
posibilidad de que me reconocieran pero, al final, la gelidez que se iba
apoderando de mis miembros y la convicción de que nadie podía haberse
fijado en mi rostro en medio de la enorme oscuridad de Getsemaní me
llevaron a calentarme junto al fuego. Allí, podía escuchar lo que decía la
gente que no paraba de entrar y salir de la casa y de esa manera enterarme
de lo que estaba sucediendo con Jesús.
Petrós hizo una pausa. De nuevo, percibí que la agitación que tanto le
había atormentado al final de su relato sobre la cena había vuelto a
apoderarse de él. Su voz adquirió un tono enronquecido y sus ojos
volvieron a adoptar un aspecto penosamente acuoso.
—Mientras yo me calentaba las manos, los principales sacerdotes y, en
realidad, todo el sinedrio andaban a la busca de algún testimonio contrario
a Jesús, para poder entregarle a la muerte —dijo Petrós con la voz transida
de dolor—. Su problema era que no lo hallaban. No es que faltaran los
dispuestos a levantar uno falso, es que sus declaraciones no concordaban.
Ni siquiera los que lo acusaban de haber anunciado que derribaría el
templo lograban presentar un testimonio coherente. Entonces el sumo
sacerdote se puso en pie y le preguntó: ¿No respondes nada? ¿Qué tienes
que decir de los testimonios que éstos presentan contra ti? Sin embargo,
Jesús se mantenía en silencio y no respondía nada. Entonces el sumo
sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el Jristós, el Hijo del
Bendito? Jesús podía haber eludido la respuesta como había hecho hasta
entonces. Podía haberlo hecho pero no lo hizo. Por el contrario, dijo: Yo
soy y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios y
viniendo en las nubes del cielo. Al escuchar aquellas palabras, el sumo
sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: ¿Qué más necesidad tenemos
de testigos? Todos vosotros habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Y
entonces todos comenzaron a decir que era digno de que se le diera
muerte. A mí el escuchar a la gente que contaba todo aquello me produjo
un enorme pesar pero aún me sentí peor cuando supe que algunos de los
que estaban en la misma habitación que Jesús habían comenzado a
escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, mientras le gritaban
que profetizara quién le estaba golpeando.
Una sensación de asco se agarró a mi estómago mientras escuchaba las
palabras del pescador. Había servido el tiempo suficiente en el ejército
como para saber la cólera inmensa que se experimentaba al saber que un
compañero capturado por los enemigos era sometido a tortura. En cierta
ocasión, en Asia Menor, mientras restablecíamos el orden que una tribu de
bárbaros había trastornado, media docena de mis legionarios cayeron en
manos de las fuerzas que nos hostigaban. Los dimos por muertos porque
deseábamos creer que ya no estaban en este mundo sujetos al pesado
tributo que puede significar la esclavitud y los maltratos, pero en una
ocasión en que patrullábamos el territorio, vimos a lo lejos, en lo alto de
unos picachos, a nuestros compañeros que habían sido atados a unos
troncos de árbol. Guardando las debidas precauciones para evitar el caer
en una emboscada, comenzamos a subir por aquella elevación para
rescatar a nuestros hombres. Corrimos, nos afanamos, sudamos y
jadeamos pero lo único que conseguimos en medio de aquella brega fue
escuchar los alaridos de aquellos legionarios a los que los bárbaros
golpeaban y cortaban y atormentaban. Cuando, finalmente, logramos
alcanzar el lugar donde estaban, los salvajes que los habían atormentado se
habían dado a la fuga y los cuerpos de sus cautivos ya llevaban un buen
rato consumiéndose entre las llamas. Quizá Petrós no había escuchado los
puños y los salivazos estrellándose contra el rostro de Jesús, pero no
estaba seguro de que hubiera sido mejor. Seguramente, cada vez que uno
de los esbirros del sumo sacerdote salía de la casa e informaba de lo que
estaba sucediendo, el pescador habría imaginado lo que estaba atravesando
su Maestro y esos pensamientos habrían resultado más crueles que la
simple contemplación de lo que estaba sucediendo.
—Yo estaba mientras tanto abajo, en el patio, calentándome, cuando
apareció una de las criadas del sumo sacerdote. Al principio, no reparó en
mi presencia pero, de repente, clavó en mí los ojos y dijo: Tú también
estabas con Jesús. Se trataba de una mujer pequeña, delgada, con un
aspecto incluso enfermizo, pero apenas escuché aquellas palabras dije con
toda la fuerza que pude: No conozco a ese Jesús ni sé lo que dices. Me
dirigí inmediatamente hacia la entrada y, apenas la había alcanzado,
cuando cantó el gallo. Fue en ese momento cuando la criada volvió a
mirarme, pero ya no me habló sino que comenzó a decir a todos los
presentes que yo era uno de los seguidores de Jesús. Nuevamente negué
que fuera así pero no me sirvió de nada. Ahora eran ya varios los que me
observaban y comenzaron a decir: Por supuesto que eres uno de ellos. No
hay más que escucharte para darse cuenta de que eres galileo. Tu manera
de hablar es como la suya. Cuando oí aquellas palabras, tuve miedo, miedo
y angustia. Ya no se trataba sólo de una mujer sino de varios soldados que
podían reducirme. Asustado ante tal posibilidad, comencé a gritar
maldiciones y a jurar que no conocía al Jesús del que hablaban. Aún estaba
negando cualquier relación con él cuando el gallo cantó por segunda vez.
Entonces me acordé de las palabras que Jesús me había dicho… Antes que
el gallo cante dos veces, me negarás tres veces. Las recordé, las recordé,
las recordé…
Petrós detuvo su relato y, reclinando la cabeza sobre el pecho, rompió a
llorar.
XVII

Contemplé el cuerpo envejecido del pescador. Parecía como si de repente


se hubiera reducido en el interior de aquellas ropas extremadamente
humildes, como si se hubiera empequeñecido igual que el fruto que, al
cabo del tiempo, se seca y abulta un tercio de su tamaño en sazón. Sin
embargo, lo que más impresión causaba al contemplar a Petrós no era
aquella prodigiosa disminución de su ser sino, sobre todo, el llanto
callado, contenido, profundo que nacía de lo más hondo y estaba
empapando sus mejillas.
Aquel anciano no había destacado en aquella noche sombría por haber
resultado el único que había defendido a Jesús. Más bien había sido todo
lo contrario. Mientras todos huían —incluido el joven Marcos—, mientras
todos buscaban un escondrijo en el que esperar el paso de aquel vendaval
cruel que había deshecho sus esperanzas más queridas, Pedro había
decidido seguir al Maestro pero con peor resultado que nadie. Al fin y a la
postre, la simple fámula de un sacerdote judío le había llevado a renegar
de aquél a quien había reconocido antes que nadie como el Jristós. Sí,
razones no le faltaban para llorar. Precisamente mientras golpeaban a
Jesús, mientras lo escupían e insultaban, él había repetido una y otra vez
que no lo conocía, que su manera de expresarse y su acento nada tenían
que ver con Galilea, que ni siquiera había oído hablar de él.
Dirigí la mirada hacia Nerón. El rostro del césar se hallaba cubierto
por un velo de desprecio. Seguramente, no sentía la menor compasión por
aquel judío al que los principales sacerdotes de su pueblo habían decidido
someter a un interrogatorio encaminado a condenarlo. En todo caso, puede
que experimentara alguna envidia por la manera tan expeditiva en que se
habían comportado. Por añadidura, la imagen de un hombre que lamentaba
un acto de deslealtad cometido décadas antes no debía inspirarle una
sensación agradable. ¿Cuántos hombres que habían servido al césar con
dedicación hacía tiempo que habían muerto? Ése había sido el caso de
Burro, el de Séneca, al que había obligado a suicidarse, el de… Estaba
convencido de que Nerón no sentía ningún pesar por el final de aquellas
amistades y, desde luego, si no las había llorado en su momento,
difícilmente iba a hacerlo ahora. Ciertamente, era bien distinto de Petrós y
en su diferencia sentía hacia él únicamente desdén.
—Muy de mañana —dijo Petrós mientras se secaba las lágrimas que le
desbordaban los ojos—, tras haber celebrado consejo los principales
sacerdotes con los ancianos, con los escribas y con todo el concilio, se
llevaron a Jesús atado y le entregaron a Pilato, el gobernador que
representaba a Roma.
Respiré hondo. En esta vida todo tiene un final y no me cabía duda de
que ya habíamos alcanzado el punto adonde Nerón deseaba llegar desde un
principio.
—Pilato le preguntó si era el Rey de los judíos y Jesús le contestó: Tú
lo dices. Los principales sacerdotes temieron que aquella respuesta no
fuera suficiente para convencer a Pilato de la necesidad de condenarlo y
repetían una y otra vez acusaciones en contra suya. Sin embargo, Pilato
seguía sin ver la situación con claridad y le dijo a Jesús: ¿No respondes
nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús ni aun así le respondió,
de manera que Pilato no salía de su asombro. Ahora bien, era costumbre
del gobernador romano que en el día de la fiesta se soltara a un preso sólo
con la condición de que así se lo pidieran. A esas alturas Pilato tenía ya
pocas dudas de que Jesús no era peligroso y de que los principales
sacerdotes lo habían entregado tan sólo por envidia, de manera que pensó
que había alguna posibilidad de ponerlo en libertad. Entre los hombres que
entonces estaban confinados en prisión había uno que se llamaba Barrabás,
al que se había detenido por cometer un homicidio en el curso de una
revuelta. Cuando llegó la multitud y comenzó a pedir que se hiciese como
siempre y se pusiera a un preso en libertad, Pilato les preguntó si deseaban
que soltara al Rey de los judíos. Quizá en condiciones normales aquella
gente hubiera pedido que se liberara a Jesús siquiera porque un hombre
inocente siempre es más justo acreedor a salir del calabozo que otro que
ha arrancado la vida a un semejante. Sin embargo, los principales
sacerdotes incitaron a la multitud a fin de que gritara que soltara a
Barrabás. Cuando llegaron a ese punto, Pilato les preguntó qué debía hacer
entonces con el que llamaban Rey de los judíos y aquella masa impulsada
por los sacerdotes comenzó a vociferar que lo crucificara. Pilato intentó
entonces hacerles razonar y mostrarles que no había hecho mal alguno,
pero lo único que consiguió fue que gritaran todavía con más fuerza que lo
crucificara. Petrós realizó una nueva pausa. Se le veía agobiado, cansado, a
punto de desplomarse. De buena gana, hubiera ordenado un descanso pero
la sola visión de Nerón me disuadió de tal atrevimiento. El pescador había
comenzado a beber una copa amarga que tendría que apurar hasta las
heces.
—Creo que Pilato no dejó en ningún momento de ver las cosas con
claridad. Sin embargo, deseaba por encima de todo satisfacer al pueblo y a
los que lo incitaban, de manera que les soltó a Barrabás, y entregó a Jesús,
después de azotarle, para que fuese crucificado. Entonces los soldados le
llevaron dentro del atrio, esto es, al pretorio, y convocaron a toda la
compañía; y le vistieron de púrpura, y poniéndole una corona tejida de
espinas, comenzaron luego a saludarle gritando: ¡Salve, Rey de los judíos!
Y le golpearon en la cabeza con una caña, y le escupieron y le hicieron
reverencias puestos de rodillas. Luego, cuando se hartaron de burlarse de
él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus propios vestidos, y le sacaron
para crucificarle.
A lo largo de mi vida había visto docenas de crucifixiones pero
ninguna había sido como la que acababa de narrar el pescador. No es que
no se hubiera sacrificado a inocentes en la cruz. Cuando se combate en
tierra extraña, cuando la población local decide albergar a asesinos,
cuando hay que defender por encima de todo las vidas de los propios
hombres, las represalias recaen no pocas veces sobre personas que nada
tuvieron que ver con las atrocidades que se desea castigar. Sin embargo,
sabía de sobra que jamás se flagelaba a los condenados a la pena de
crucifixión. La flagelación siempre había sido de por sí un castigo más que
suficiente. Los trozos de metal y hueso que iban unidos a las tiras de cuero
o metal de los azotes desgarraban de tal manera la piel del que padecía ese
suplicio que raro resultaba que no quedara dañado algún órgano o incluso,
según el número de latigazos, terminara perdiendo la vida.
Aquel Jesús podía haber muerto fácilmente durante la administración
de la pena de azotes. De hecho, se me ocurría pensar que, seguramente,
Pilato la había ordenado con la intención de contentar a los resueltos
enemigos del reo sin necesidad de quitarle la vida. Sin embargo, si ésas
habían sido sus intenciones justo era reconocer que no se había salido con
la suya. Al fin y a la postre, había preferido complacer a unos sacerdotes
corrompidos y a una masa fácil de manipular y el resultado había sido que
un hombre inocente e indefenso había terminado en una cruz. Desde luego,
había conocido gobernadores más dignos…
—Jesús estaba destrozado por los azotes y carecía de la fuerza
suficiente para llevar la cruz —continuó Petrós— de manera que obligaron
a uno que venía del campo y que pasaba por allí a que cargase con ella. Se
llamaba Simón y era natural de Cirene y, por supuesto, no pudo negarse.
De esta manera, los soldados llevaron a Jesús a un lugar llamado Gólgota,
que significa el Lugar de la calavera. Entonces le ofrecieron vino
mezclado con mirra pero Jesús no quiso tomarlo. Así, sin ninguna
anestesia, lo crucificaron sobre la hora tercera. Cuando terminaron de
clavarle las manos y los pies, repartieron entre sí sus vestidos, echando
suertes. Crucificaron también con él a dos ladrones, uno a su derecha, y el
otro a su izquierda. Así, se cumplió el pasaje de las Sagradas Escrituras
que dice: Y fue contado junto con los malhechores. Y los que pasaban por
delante de aquel lugar, injuriaban a Jesús, meneando la cabeza y diciendo:
¡Bah!, tú que decías que eras capaz de derribar el templo de Dios, y de
volverlo a levantar en tres días, sálvate a ti mismo, y baja de la cruz.
Incluso los que estaban crucificados con él le injuriaban. Así fueron
pasando las horas y cuando llegó la sexta, hubo tinieblas sobre toda la
tierra que duraron hasta la hora novena; y a la hora novena Jesús clamó a
gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lamá sabactaní? Que significa: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Luego, tras lanzar un grito
grande, Jesús expiró. Entonces el velo del templo se rasgó en dos, de
arriba abajo; y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de
clamar había expirado de aquella manera, dijo: Verdaderamente este
hombre era Hijo de Dios.
—¡Oh, vamos, Petrós! —exclamó Nerón—. Tú habías huido, tu
intérprete debía de andar por algún lugar de Jerusalén buscando dónde
encontrar otra sábana con la que cubrirse, el resto de los discípulos habían
echado a correr… ¿Cómo sabes lo que sucedió al lado de la cruz? ¿Quién
escuchó a uno de nuestros centuriones —que suelen ser gente sensata—
decir que ese criminal ejecutado por la justicia de Roma era el hijo de
Dios? ¿A quién pretendes engañar?
—Jesús no estaba solo —dijo el pescador—. Es verdad que los doce lo
abandonamos, que nos escondimos, que sólo pensábamos en la mejor
manera de salvar nuestro pellejo, pero nosotros no éramos los únicos que
lo habíamos seguido. También había algunas mujeres que llegaron hasta el
Gólgota para acompañarle en sus últimos momentos. Entre ellas se
encontraban María Magdalena, María la madre de Jacobo el menor y de
José, y Salomé. Todas ellas habían comenzado a acompañarle mientras aún
se encontraba en Galilea y le habían servido desde entonces. No eran las
únicas. En realidad, eran muchas las que habían subido con él a Jerusalén.
Ellas lo vieron todo.
Nerón guardó silencio al escuchar la respuesta de Petrós. Si de algo no
se podía acusar a aquella doctrina era de falta de testigos. No sólo se
trataba del pescador y de su intérprete, personajes ambos que en su
apabullante sinceridad no osaban ocultar su tan poco airoso papel durante
los últimos momentos de la vida de Jesús. Además estaban las docenas de
personas que lo habían visto, escuchado, palpado. Jairo y su familia, de la
que una hija había regresado de entre los muertos; la suegra del pescador a
la que había liberado de la fiebre; Simón, el que le había ayudado a llevar
la cruz hasta el lugar de la ejecución; aquellas mujeres que durante años lo
habían seguido.
—También fueron las mujeres —dijo Petrós— las que acompañaron a
Jesús hasta la sepultura. Cuando llegó la noche, como era la víspera del día
de descanso, un hombre llamado José de Arimatea, que era un miembro
noble del sinedrio pero también discípulo en secreto de Jesús, fue a ver a
Pilato, y le pidió el cadáver. Pilato ordenó que compareciera ante su
presencia el centurión que había estado de servicio en el Gólgota y le
preguntó si Jesús ya estaba muerto. El soldado se lo confirmó y entonces
Pilato concedió a José que se llevara el cuerpo. José compró una sábana, lo
envolvió en ella, lo depositó en un sepulcro que había sido excavado en la
roca y, finalmente, corrió la piedra que cerraba la entrada del sepulcro.
María Magdalena y María, la madre de José, fueron testigos de todo esto y
observaron dónde quedaba situado el cadáver.
—Bien —dijo Nerón apenas Marcos tradujo la última frase
pronunciada por el pescador—. Entonces hemos llegado a la conclusión.
Este tribunal ha conocido ya lo suficiente para dictar sentencia.
—No, no es así —dijo osadamente Petrós en un latín incorrecto y
teñido con un pesado acento—. Este tribunal precisamente desconoce lo
más importante.
XVIII

—No —dijo Petrós—. No terminó todo en la cruz. Si así hubiera sido


seguramente yo no me encontraría ante ti, oh césar. Sin embargo, sí es
cierto que así lo pensábamos entonces. Cuando pasó el día de descanso,
María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé compraron
especias aromáticas para ir a ungir el cadáver de Jesús. Muy de mañana, el
primer día de la semana, llegaron al sepulcro donde habían visto que lo
depositaban cuando ya había salido el sol. Iban preocupadas pensando en
quién podría ayudarles a retirar la piedra que cubría la boca del sepulcro,
pero se encontraron con que ya había sido movida a pesar de ser muy
grande. Entraron entonces en la tumba en cuyo interior se encontraba un
hombre joven sentado al lado derecho y cubierto de una larga ropa blanca.
Al verlo, se asustaron pero él les dijo: No temáis. Sé que buscáis a Jesús,
el que fue crucificado. Se ha levantado. No está aquí; mirad el lugar en
donde le pusieron. Debéis ir a decir a sus discípulos y a Petrós que Jesús
los precederá en el camino hacia Galilea. Allí le veréis, como os dijo. Las
mujeres abandonaron el sepulcro temblorosas y despavoridas. El pánico se
había apoderado de ellas y, de momento, no dijeron nada a nadie.
—Muy bien —dijo Nerón con acento sarcástico—, o sea, que tenemos
un sepulcro vacío y un joven que, seguramente, pertenecía a la banda de
los ladrones de tumbas y que al verse sorprendido por un grupito de
mujeres de sesera tan inestable como es habitual en su género salió de tan
comprometida situación diciendo que el muerto se había levantado por su
propio pie.
Guardé silencio mientras me preguntaba por qué iban a asaltar unos
bandoleros un sepulcro donde lo único que podían encontrar era un
cadáver destrozado, pero no pude reflexionar apenas en la cuestión. Petrós
había vuelto a tomar la palabra.
—Jesús se levantó de entre los muertos por la mañana, el primer día de
la semana. Primero, se apareció a María Magdalena y ella inmediatamente
fue a nuestro encuentro para decimos que estaba vivo. Es verdad que la
tristeza nos aplastaba y que no pocos de nosotros no habíamos dejado de
llorar desde el momento en que habíamos sabido de su muerte. Sin
embargo, al escuchar de los labios de la mujer que Jesús había regresado a
la vida no sentimos ninguna alegría. En realidad, puedo decir que no la
creímos ninguno.
—¿Y quién, que estuviera en su sano juicio, creería a un grupo de
mujeres trastornadas? —me susurró Nerón mientras se inclinaba hacia mi
lado.
—No se trató, sin embargo, de María Magdalena tan sólo —dijo Petrós
como si hubiera podido adivinar los comentarios del césar—. Poco
después Jesús se apareció a dos de nuestros compañeros que iban de
camino, hacia el campo. También éstos acudieron a vemos y nos contaron
cómo Jesús había estado con ellos y les había hablado e incluso se había
sentado a comer en su compañía, pero tampoco pudimos creerlos. Sin
embargo, a esas alturas del día, eran ya demasiados testimonios como para
poder dejarlos de lado tranquilamente. A pesar del riesgo que significaba
salir a la calle después de la muerte de Jesús, Juan y yo decidimos
acercarnos hasta la tumba para comprobar lo que nos habían contado las
mujeres. Al principio caminábamos con prudencia, despacio, casi sin
hacer ruido, pero a medida que nos íbamos acercando el corazón nos
empezó a latir como si fuera un tambor. Así, apenas llegamos a la cercanía
del sepulcro, los dos echamos a correr pero Juan, que era más joven, me
adelantó con facilidad y llegó hasta la entrada que se encontraba abierta.
Entonces se detuvo en el umbral y no se atrevió a entrar. Yo, aunque llegué
más tarde, sí lo hice y contemplé con mis ojos cómo lo único que había en
su interior eran las vendas con que lo habían envuelto y el sudario que
rodeaba su cabeza no al lado de las vendas sino plegado y colocado aparte,
y ambos creímos que en verdad Jesús se había levantado de entre los
muertos. Nerón volvió a inclinarse hacia mí y dijo con tono de burla:
—Al parecer media ciudad debió de pasarse aquel día por la tumba
para ver si estaba vacía.
—Regresamos con los otros discípulos después de ver el sepulcro, pero
a pesar de todo lo que les dijimos tampoco nos creyeron a Juan y a mí
pero… pero entonces sucedió algo que nunca hubiéramos podido imaginar.
Jesús apareció en medio de nosotros, de los que quedábamos del grupo de
los doce tras la traición de Judas, cuando nos hallábamos reunidos para
comer. Contemplé el rostro de Petrós. Su mirada parecía hallarse perdida
en un punto distante que a ninguno de nosotros se nos había dado ver y
allí, en ese lugar, daba la sensación de que lograba contemplar algo que le
otorgaba una luminosidad inexplicable. A diferencia de lo que había
sucedido muy poco antes, cuando relataba la manera en que había negado
a Jesús, ahora el pescador tenía el aspecto de ser un hombre más fuerte,
más vigoroso, más lleno de vida que cualquiera de los presentes.
—Mientras compartía la comida con nosotros, nos reprochó nuestra
incredulidad y nuestra dureza de corazón y que no hubiéramos aceptado el
testimonio de aquellos que le habían visto tras levantarse de entre los
muertos. Sin embargo, no nos dejó abandonados. Por el contrario, nos dijo
que debíamos ir por todo el mundo y enseñar la Buena noticia a toda
criatura porque los que la creyeran se salvarían pero los que no la creyeran
serían condenados.
—¿Fue ésa la última vez que visteis a Jesús? —intervine. El césar me
lanzó una mirada de reprobación. Efectivamente, mi pregunta daba por
aceptable la versión de Petrós. Me apresuré, por lo tanto, a reformularla:
—Quiero decir que si ésa fue la última vez de las que pretendes que
viste a Jesús…
—No —respondió Petrós—. Jesús permaneció con nosotros durante
cuarenta días y en el curso de ellos se nos apareció muchas veces. No sólo
nosotros, los del grupo de los doce, lo vimos. En una ocasión incluso se
hizo manifiesto a un grupo de más de quinientos hermanos de los que
algunos ya han muerto pero muchos siguen vivos todavía.
—Todos seguidores suyos, ¿no es así? —intervino Nerón.
—No, césar —respondió el pescador—. También hubo gente que lo vio
después de su muerte y que nunca había creído en él. Su hermano Jacobo,
que no lo había seguido antes de la crucifixión, lo vio y creyó y hasta su
muerte hace poco fue uno de los pastores de nuestra comunidad en
Jerusalén. También pasó lo mismo con Saulo, al que quizá conozcáis como
Paulo. Saulo incluso llegó a perseguirnos, pero se transformó totalmente y
se convirtió en un fiel discípulo tras verlo de regreso de entre los muertos.
Todos ellos cambiaron de vida a partir de ese momento. En realidad,
también sucedió así con nosotros porque de ser un grupo de hombres
asustados y llorosos, que habían huido e incluso lo habían negado nos
transformamos en gente que deseaba comunicar a todo el mundo la Buena
noticia de que la salvación viene por creer en Jesús ya que no existe otro
nombre bajo el cielo dado a los hombres por medio del cual podamos
salvarnos.
—¿Qué sucedió después de aquellos cuarenta días en que decís que
visteis a Jesús levantado de entre los muertos? —pregunté.
—Un día nos condujo hasta el monte de los olivos, en Jerusalén —
respondió Petrós—, y después de habernos hablado y de recordarnos que
recibiríamos la fuerza del Espíritu Santo para ser sus testigos hasta los
últimos confines de la tierra, comenzó a elevarse hasta que fue recibido
arriba en el cielo. Allí está sentado a la diestra de Dios, allí nos escucha e
intercede por nosotros ante el Padre, de allí ha de volver un día para
levantar a los muertos, para juzgarlos al igual que a los vivos y para
implantar su reino. Ése es el reino que yo anuncio. Un reino que no es de
este mundo porque si así fuera hubiéramos intentado imponerlo por la
espada; un reino al que todos tienen acceso siempre que deseen entrar en
él con la humildad de un niño; un reino gobernado por Dios en el que no
habrá lugar para la injusticia, la mentira, el dolor, la enfermedad o la
muerte; un reino que, a diferencia de cualquier otro reino que haya podido
existir, no tendrá fin.
Indicó Petrós la ausencia de final para el reino que anunciaba y así
consumó su declaración. Con seguridad, tanto Nerón como yo podríamos
haber continuado el interrogatorio, pero la sensación que flotaba en
aquella sala era la de que todo había llegado a su conclusión, que poco o
nada se podía ya contar que alterara las impresiones que nos habían
causado las palabras del pescador, que lo único que restaba era dictar
sentencia.
—¿Quieres añadir algo más? —preguntó Nerón de manera formularia.
Petrós negó con la cabeza y Marcos dijo que no lo deseaba.
—Este tribunal declara concluida la instrucción —anunció Nerón con
voz más cansina que solemne—. Se levanta la sesión.
Nos pusimos todos en pie mientras el césar abandonaba la sala. Los
soldados dieron un leve tirón de las cadenas de Petrós para indicarle que
debía ponerse en movimiento de regreso a su calabozo. Hubiera deseado
despedirme de él o siquiera de Marcos. No pude. Debía llegar cuanto antes
a donde estaba Nerón y ponerme a su disposición.
Salí casi corriendo de la sala y lo alcancé a unos pasos de la salida. No
me dio tiempo a dirigirle la palabra. Alzó la palma de la mano como si me
detuviera y dijo:
—Te espero esta noche para cenar. Discutiremos todos los pormenores
con más tranquilidad. Vale.
Le despedí de la manera más respetuosa posible aunque estoy seguro
de que ni siquiera se percató de ello. Daba lo mismo. Ahora me dirigiría a
casa, reposaría un poco y procuraría estar fresco para la sesión de la noche.
Entonces, cuando me encaminaba hacia la salida, vi a Roscio.
XIX

—No vas a poder creer lo que he hallado —me dijo Roscio apenas me
encontré a su altura.
—Me temo que hoy nada va a sorprenderme… —respondí con gesto
cansino.
—Esto sí lo hará —insistió indicándome con la mirada varios rollos
manuscritos que asomaban por el extremo de una bolsa que pendía de su
hombro.
No le dije nada e hice una seña al esclavo que me esperaba a la salida
para que avisara a los porteadores. Durante el camino de ida a mi casa, no
permití a Roscio que pronunciara una sola palabra mientras me frotaba el
lugar en que se une la nariz con la frente en un infructuoso intento de
aliviar la despiadada jaqueca que había comenzado a atormentarme. Una
grata sensación de frescor nos recibió al llegar al edificio donde vivía. La
solidez de los muros, el diseño de los tejados y la disposición de las
plantas permitía que la casa quedara aislada tanto del calor veraniego
como del frío invernal. Ahora, cuando la temperatura no dejaba de subir
prácticamente hasta que el sol desaparecía por completo del firmamento,
encontraba un placer especial en la configuración de la vivienda. Crucé el
aireado atrio seguido por Roscio y ordené a un esclavo que lo condujera a
una de las dependencias más cómodas y le sirviera algún refresco mientras
yo me cambiaba de ropa. A decir verdad, lo último que hubiera deseado en
aquel momento era mantener una conversación con mi erudito amigo.
Después de tantas horas de inacabable interrogatorio, hubiera querido
tumbarme en el lecho fresco y mullido y no levantarme hasta pasado un
par de días. Por supuesto, sabía que tal posibilidad no se podía ni plantear,
pero hubiera estado dispuesto a conformarme con dormir un rato antes de
acudir a mi cita nocturna con el césar. Vertí un poco de agua en una jofaina
y me lavé las manos y la cara. Luego dejé pasar unos instantes antes de
secarme para sentir la frescura del líquido sobre mi piel recalentada. Así
hubiera permanecido un buen rato, pero no me parecía correcto prolongar
la espera de alguien que, en puridad, me estaba haciendo un favor. Me
cambié con la mayor rapidez y saliendo de la habitación fui a su
encuentro.
—¿Y bien? —indagué mientras entraba en la estancia donde me
aguardaba mi erudito amigo.
—Pues verás —comenzó a decir Roscio mientras comenzaba a
desenrollar uno de los manuscritos que llevaba consigo—. El otro día me
preguntaste por el nacimiento de ese tal Jesús… No me diste muchos
datos, la verdad sea dicha. Que había nacido durante el reinado de Herodes
el grande, que si tal año del principado de Augusto, que si Quirino era
gobernador… Bueno, el caso es que me puse a buscar y a cruzar los datos
que me iban viniendo a las manos y… y creo que he encontrado lo que
buscabas.
—¿Qué quieres decir? —pregunté mientras un peso metálico se me
asentaba en la boca del estómago.
—Es bastante fácil de entender —dijo Roscio con una sonrisa—.
Nuestro hombre nació hace ahora unos setenta años. ¿Sucedió algún
acontecimiento notable en los cielos en esa época?
—Te agradecería que fueras al grano y te evitarás estos recursos
retóricos —dije con aspereza—. No hace falta que te esfuerces en
despertar mi interés.
—Está bien —dijo Roscio como disculpándose—. La respuesta es que
sí. Hace ahora unos setenta años se produjo una conjunción de Júpiter y de
Saturno en la constelación de Piscis. Mira lo que me han dibujado mis
astrónomos.
Roscio desplegó ante mí una carta en la que se apiñaban líneas y
círculos en una confusión no del todo carente de armonía.
—Según me han explicado —prosiguió—, la conjunción debió
realizarse en tres ocasiones. La primera tuvo lugar en febrero. Entonces
Júpiter pasó de la constelación de Acuario para encontrarse con Saturno en
Piscis. No debió verse muy bien este fenómeno pero a mediados de abril
los dos planetas se encontraron en la constelación de Piscis. La conjunción
volvió a repetirse en mayo y a inicios de octubre y de diciembre. Luego,
en enero, Júpiter pasó de la constelación de Piscis a la de Capricornio. En
otras palabras…
—… en otras palabras —le interrumpí estupefacto—: El nacimiento
de ese Jesús pudo verse acompañado de una conjunción astral
especialmente vistosa.
—Espectacularmente vistosa, diría yo —respondió Roscio—, aunque
la gente que la viera pensaría que se trataba de una estrella, de un cometa o
de un astro cualquiera.
—¿Y pudo verla mucha gente? —indagué.
—Con toda seguridad eso fue lo que sucedió en oriente —respondió
Roscio—. Al menos hasta el territorio del reino de los persas. Guardé
silencio. Entregar aquella información al césar no resultaría prudente y
más si deseaba que Petrós no sufriera ningún daño. Sin embargo, debía
reconocer ante mí mismo que era tentador hacerlo y más después de
escuchar sus comentarios sobre la humildad del origen de Jesús.
—Tengo algo más —comentó Roscio con una sonrisa.
—¿De qué se trata?
—Anduve indagando en la historia de ese rey Herodes —respondió
Roscio. Ciertamente esos tiranos de oriente no son gente fiable pero
Herodes es de lo más repugnante que me ha sido dado conocer. De entrada,
ni siquiera era judío.
—Ah, ¿no? —dije sorprendido—. ¿Y cómo logró ceñirse su corona?
—No, no lo era —sonrió Roscio—. Procedía de Idumea, una zona
desértica situada al otro lado del Jordán, pero supo aprovechar los
problemas políticos de Israel y cuando los judíos quisieron darse cuenta se
había deshecho de la dinastía anterior y convertido en su rey.
—A eso se le llama saber elegir aliados… —comenté irónicamente.
—Ahí te equivocas, Vitalis —repuso Roscio—. Herodes se equivocaba
al elegir aliados pero siempre logró sobrevivir.
—No te entiendo —reconocí.
—Verás —dijo con una sonrisa burlona—, cuando César cayó
acribillado a puñaladas hace algo más de un siglo, Herodes pensó que la
persona que se alzaría con el poder en Roma sería Marco Antonio.
—¿Marco Antonio? —exclamé sorprendido.
—¡Ja, ja, ja! Sí, Marco Antonio. Incluso llegó a regalarle un palmeral a
Cleopatra, su amante egipcia, en el interior de su reino. Sí, tenía que
reconocer que Roscio tenía razón. En el enfrentamiento entre Octavio y
Marco Antonio, Herodes no podía haber podido escoger peor el bando.
—¿Y cómo salió del embrollo?
—Con la soltura que lo caracterizaba —respondió Roscio—. En cuanto
que supo que Octavio era el vencedor, acudió arrepentido a su lado y le
convenció de que el mejor aliado con que podía contar en la zona era él.
—Y lo convenció…
—Efectivamente. Lo convenció hasta el punto de que aumentó
considerablemente las dimensiones de su reino.
—Supongo que Octavio sabía de sobra con quién trataba… —dije—.
Disculpa mi falta de cortesía. ¿Deseas beber algo? Ya sabes que la bodega
de esta casa es muy buena.
Roscio rechazó el ofrecimiento con un movimiento de la diestra.
—Sólo bebo agua… fresca, si puede ser.
Di una palmada y al instante apareció un esclavo.
—Trae el agua más fresca que haya en la casa para mi amigo y para mí
una jarra de vino… de ese que he bebido últimamente. Apenas hubo el
fámulo abandonado la habitación, Roscio volvió a tomar la palabra:
—Lo sabía sobradamente. Solía decir que era más seguro ser el cerdo
de Herodes que su hijo.
—Creo que no entiendo bien la expresión —reconocí.
—Sí, claro —exclamó Roscio—. Las palabras «hijo» y «cerdo» son,
como tú sabes, casi similares en griego, pero es que además Herodes,
como practicante de la religión de los judíos, no hubiera matado jamás un
cerdo para comérselo. En cambio no tuvo ningún inconveniente en ir
eliminando a todos los miembros de su familia de los que sospechaba.
—Comprendo.
—Por orden suya fueron cayendo su mujer, sus hijos y, por supuesto,
centenares de judíos sobre cuya lealtad abrigaba dudas —explicó Roscio
—. En los últimos tiempos, tengo la impresión de que no pegaba ojo,
aterrado por la idea de que alguien le privara del trono.
—Ésa fue la época en que nació Jesús…
—Exactamente y ahora es cuando tengo que referirme a otra sorpresa
que te tenía reservada —repuso Roscio con un tono misterioso de voz.
—Te escucho.
—Resulta que más o menos en la fecha en que debió de nacer ese tal
Jesús, Herodes dio orden de asesinar a los niños que tuvieran menos de dos
años de edad —dijo Roscio.
Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando escuché las palabras
pronunciadas por mi amigo. Así que todo encajaba a la perfección…
—¿Se produjo alguna reacción durante la matanza? —pregunté.
—Al parecer ninguna —respondió Roscio—. Herodes expulsaba del
mundo de los vivos a docenas de personas cada mes que, por supuesto,
eran mucho más importantes que esas criaturas. Además el número no
debió de ser muy grande… veinticinco, treinta niños en medio de aquel
baño de sangre en que desaparecían familias enteras no debieron de llamar
mucho la atención.
El esclavo entró en la habitación y yo guardé silencio mientras nos
servía los refrescos. Además de las bebidas, dejó ante nosotros una
bandeja con golosinas dulces y saladas especialmente fabricadas para
darnos más sed e impulsamos a seguir bebiendo.
—¿Crees que esos asesinatos pudieron tener relación con el miedo de
Herodes a perder el trono? —pregunté tras apartarme la copa de los labios.
—Casi apostaría mi mano derecha —respondió Roscio—. Desde
luego, no puede decirse que asesinara por placer. Se equivocó más de una
vez al elegir sus víctimas, sin duda, pero lo que le guiaba siempre era el
deseo de apartar de su camino a alguien que, de manera real o supuesta,
pudiera amenazar su condición de rey.
Apuré la copa que tenía entre las manos y comencé a pasar el extremo
del índice por la embocadura.
—Debo agradecerte tus esfuerzos para dar con ese… astro que pudo
acompañar el nacimiento de Jesús y también por los datos que me has
proporcionado sobre Herodes… No se puede negar que se trata de cosas
verdaderamente sensacionales pero… pero lo que he tenido ocasión de
escuchar en la última sesión de interrogatorios…
—Es todavía más impresionante —concluyó Roscio la frase por mí.
—Así es —reconocí—, pero antes de contarte nada déjame que te sirva
más agua fresca.
Empleé un buen rato en resumirle el relato que Petrós había hecho de
la desaparición del cadáver de Jesús y de la manera en que luego le habían
vuelto a ver vivo.
—No tenemos razones para negar las apariciones —comentó pensativo
Roscio cuando concluí mi relato—. Existen docenas de testimonios que
aseveran que los espíritus se comunican con este mundo de vivos.
—Me temo —dije— que existen diferencias notables entre lo que tú y
yo conocemos y este caso. No se trató de un cuerpo que se pudrió en la
tumba y cuyo espíritu protagonizó apariciones fantasmales. No, en
absoluto. Ese cuerpo se levantó de entre los muertos y fue al encuentro no
sólo de los discípulos sino también de gente que antes no había creído en
él o incluso lo aborrecía. Le escucharon pero también pudieron tocarle.
¡Comió incluso con ellos! ¿Cuándo se ha sabido de un espíritu que tenga
carne y huesos y coma?
—También podría tratarse de un fraude —dijo Roscio—. Quizá ni la
tumba quedó nunca vacía o si fue así se debió simplemente a que robaron
el cadáver… los discípulos podrían mentir… las mujeres ser unas locas
febriles…
—¡Ya me gustaría que la explicación resultara tan fácil! —exclamé—.
Por un momento, piensa en la posibilidad de que el cuerpo lo hubiera
robado alguien. Está bien. Aceptemos esa hipótesis pero ¿quién pudo
hacerlo? A mi juicio sólo hay tres opciones. Opción primera: nuestros
hombres. Si ése fuera el caso, una vez que Petrós y sus amigos hubieran
comenzado a anunciar que el Jristós había vuelto de entre los muertos,
habría bastado con sacar el cadáver a la luz o con que los que se habían
apoderado de él hubieran dado testimonio de lo sucedido. ¿Fue eso lo que
pasó? No. Opción segunda: los sacerdotes que detuvieron a Jesús y que
lograron convencer a Pilato para que lo condenara a muerte. Se habrían
apoderado del cadáver para evitar que la gente fuera a honrar su tumba o
por cualquier otra causa. De haber sido así, hubieran tardado menos
tiempo todavía que Pilato en exponerlo en cuanto que los seguidores de
Jesús hubieran comenzado a proclamar que se había levantado de entre los
muertos. ¿Lo hicieron? ¡No! Pasemos, por lo tanto, a la opción tercera: los
discípulos robaron el cadáver. Para ser sinceros, me parece la más absurda.
Sólo unas horas antes todos ellos habían corrido como nuestros conejos
campestres a fin de que nadie pudiera ponerles la mano encima. ¡No!
¡Todavía más! Del grupo más cercano a Jesús, uno lo había vendido, otro
lo había negado tres veces y el resto… cualquiera sabe lo que sucedió con
el resto aparte de que lloriqueaban de miedo como si fueran mujerucas.
Entonces, de repente, cuando menos lo esperaba nadie, esa gente
experimenta un cambio inexplicable y comienzan a predicar que el muerto
está vivo, que el crucificado es el Hijo de Dios, que el fracaso es un
triunfo… Nunca hubieran podido hacer una cosa así y más arriesgándose a
que los detuvieran o Pilato o los sacerdotes si todo hubiera sido un fraude
perpetrado por ellos. En realidad, creo que la única explicación sensata del
cambio que experimentaron fue que, efectivamente, vieron a Jesús, al
crucificado, que había regresado de entre los muertos. Y no fueron uno ni
dos, sino centenares, sin excluir a indigentes e incluso adversarios
declarados.
Guardé silencio mientras en mi interior rugía una incómoda mezcla de
furor y desconcierto, de interrogación y certezas.
—Entonces… entonces… —comenzó a decir Roscio—, ¿tú crees de
verdad que lo… que lo vieron vivo de nuevo, regresado del mundo de los
muertos, que comieron y bebieron con él?
Asentí con la cabeza.
—Roscio —dije al fin—, a lo largo de mis años de servicio a Roma he
tenido ocasión de llevar a cabo docenas, quizá centenares de
interrogatorios. He visto a testigos mentirosos, a testigos equivocados, a
testigos sobornados, a testigos mudos por el miedo… Los he visto de todas
las clases y maneras. He aprendido a distinguir cuándo una historia es
verdadera, cuándo es falsa, cuándo le faltan elementos esenciales, cuándo
esconde algo. Hice una pausa y miré en silencio a Roscio.
—Amigo mío —dije al fin—, no tengo ninguna duda de que el relato
del pescador se ajusta a la realidad, de que es completamente cierto, de
que sobran los testigos fidedignos de que ese Jesús regresó de entre los
muertos.
Roscio guardó silencio. Sobre su mirada había descendido una nube de
pesadumbre, precisamente la que se siente al comprobar que un amigo se
encuentra en peligro.
XX

—¡Adelante, Vitalis! ¡Adelante!


Distinguí la figura de Nerón que se acercaba dando zancadas al lugar
donde me encontraba. No había llegado a mi altura cuando me sentí ya
invadido por un aroma dulzón y espeso que identifiqué con alguno de los
peculiares perfumes que tanto gustaban al césar y que a mí me revolvían el
estómago con mágica rapidez.
—Eres puntual como siempre —dijo mientras me prodigaba un abrazo
que me dejó impregnado de su repulsivo olor—. Ésa es una virtud que
aprecio y especialmente en los servidores del imperio. Pero entra, entra y
descansa. Contemplé los dos triclinios que había preparados y me dirigí
hacia aquel que no presentaba señal de haber sido utilizado todavía.
Apenas me había recostado, pude captar que la abundancia de las atestadas
mesas era todavía mayor que la última vez que había compartido una
comida con el césar. La verdad era que, a juzgar por su aspecto, nadie
hubiera dudado de que se sentía considerablemente feliz.
—Va a tratarse de una colación modesta —dijo Nerón mientras hacía
una seña a los esclavos para que llenaran nuestras copas—. Me consta que
sabrás entender que, en realidad, no estamos aquí para divertirnos sino
para trabajar.
—Por supuesto, césar, por supuesto.
—Bien, bien, bien… —dijo Nerón—. Debo reconocer entre nosotros
que me he cansado un tanto durante la encuesta. Ese Petrós era un anciano
estúpido empeñado en sumar una fábula oriental a otra… Tuve que hacer
verdaderos esfuerzos para no bostezar en más de una ocasión. Guardé
silencio pero no pude evitar sentirme incómodo al escuchar aquellas
palabras.
—A ti puedo decirte que los judíos me resultan odiosos —prosiguió el
césar—. Aborrezco esa doctrina suya que afirma que sólo existe un dios y
que además no puede ser representado en imágenes, y luego esas prácticas
bárbaras a las que se entregan como la circuncisión y quedarse con todos
los hijos que les nacen los deseen o no… En fin… ahora bien, debo
reconocer que de entre ellos los más repulsivos son los que siguen a Jesús.
La sensación de incomodidad se convirtió, al escuchar la última frase,
en un malestar sordo que se aferraba a las paredes de mi estómago. Por un
momento, temí marearme ante la mezcla de aquellas palabras con las
vaharadas de perfume que desprendía el cuerpo del césar cada vez que se
movía.
—A fin de cuentas —prosiguió Nerón—, los judíos se limitan a
esperar la llegada de su Jristós pero llevan haciéndolo siglos y
seguramente así continuarán sin crear demasiados problemas. Sin
embargo… sin embargo, estos nazarenos son algo distinto. Insisten en que
el Jristós vino hace ya varias décadas y, a pesar de que fue crucificado, se
permiten insistir en que regresó de entre los muertos e incluso en que
descenderá del cielo para implantar un reino. Son verdaderamente
peligrosos.
Tragué saliva. Lo que estaba diciendo el césar era bastante peor de lo
que yo había temido. Su aborrecimiento no se dirigía hacia Petrós sino que
se irradiaba hacia todos sus correligionarios.
—César —comencé a decir—, tu juicio es preclaro como siempre. Sin
duda, esos… nazarenos son peores que los judíos. Sin embargo, su
repugnante superstición no es realmente dañina para la fuerza de nuestro
imperio. En realidad, el mismo Jesús podía haber salvado la vida. Pilato
intentó salvarlo…
Hice una pausa y comprobé preocupado que Nerón había cambiado de
expresión y me dirigía una mirada torva.
—Al final optó por condenarlo —proseguí— porque el orden público
está encima de cualquier consideración y, por supuesto, eso no excluye la
vida de un bárbaro. Sin embargo, ha quedado probado que era un hombre
inocente cuya doctrina apuntaba no a establecer un reino terrenal sino a
llamar a un cambio de vida que permitiera a todos entrar en uno celestial.
Nerón permaneció en silencio, pero bastaba ver el temblor que se había
apoderado de su recortada barbita para comprender que no estaba en
absoluto contento con mis palabras.
—Incluso él mismo contaba con morir y lo anunció varias veces —
continué—. Y por lo que se refiere a sus seguidores… ¡Vamos, son
insignificantes! Uno le traicionó, otro le negó, todos corrieron… ¡Valiente
banda de miserables!
Callé y Nerón no dijo nada. Había comenzado a devorar caracoles
sacándolos nerviosamente de sus conchas diminutas y llevándoselos a la
boca con un palillo de plata. No había despachado menos de una docena de
aquellos animalillos antes de dirigirme la palabra.
—Dime una cosa, Vitalis. ¿Crees de verdad que son tan insignificantes
como has dicho?
—Sin duda, césar, sin duda —respondí sonriendo—. No merecen ni un
instante de tu tiempo. Sería… sería como abandonar el esfuerzo que
dedicas al teatro para dedicarte a cazar moscas. Por un momento, Nerón
me miró confuso. Luego, las arrugas que salían de sus lagrimales se
acentuaron y rompió a reír a carcajadas. Lanzaba las risotadas divertido e
incluso llegó un momento en que comenzó a toser atragantado.
Salté del triclinio y me abalancé para darle palmadas en la espalda. Sin
embargo, no lo conseguí. Se me adelantó un esclavo que, al parecer, era
ducho en ayudar al césar a salir de tan desagradables situaciones.
—Sí, Vitalis, sí —exclamó Nerón entusiasmado una vez que se vio
libre de la tos que había estado a punto de ahogarlo—. Compruebo que no
me mintieron los que me hablaron de tu agudeza.
—Eres muy generoso, césar —dije mientras me preguntaba por el
nuevo camino que estaba comenzando a transitar Nerón.
—Sin duda, lo soy —respondió—, pero no en tu caso… ¡no en tu caso!
En realidad, has superado mis mejores expectativas que, ahora puedo
decirlo, no eran muy elevadas.
—Me abrumas, oh césar.
—Como tú —continuó Nerón— también creo que los nazarenos no son
tan peligrosos, a fin de cuentas…
—Así es, césar —me apresuré a corroborar.
—… su doctrina es perniciosa y absurda y bárbara —continuó— pero
no son tan nocivos. No, como tú muy bien has dicho, son como las moscas.
No son leones, ni jabalíes, ni siquiera gatitos. Tan sólo moscas.
—Sí, césar —dije forzando una sonrisa—. Moscas sin importancia.
—¡Sin importancia! ¡Sin importancia! —repitió Nerón haciendo
verdaderos esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas—. Precisamente
por eso, se les puede eliminar de un manotazo. ¡Paf, paf, y fuera!
El césar guardó silencio mientras su mirada adquiría el aspecto felino
que yo ya había tenido ocasión de ver e intentaba con ella taladrar la sólida
coraza de firme hipocresía con que me estaba defendiendo. Me esforcé por
mantener la sonrisa aunque algo en mi interior me avisaba de que
habíamos llegado a un punto delicado de nuestro camino.
—Precisamente eso es lo que he decidido, Vitalis —dijo Nerón con una
sonrisa untuosa—. Voy a eliminarlos a todos y, como sucede con las
moscas, nadie lamentará su desaparición. Todo lo contrario. Hasta es
posible que la gente, que el pueblo que tanto me ama, me lo agradezca.
XXI

No me costó mucho dar con Petrós. Una simple pregunta al oficial a cargo
de su traslado bastó para que supiera la prisión a la que lo habían
conducido. Tardé poco en llegar y todavía menos en que me franquearan la
entrada. ¿Quién se la hubiera negado al hombre que había asesorado al
propio césar en la instrucción de una causa?
—Hoy parece que todo el mundo tiene interés en ver a ese bárbaro —
dijo el soldado que me acompañó hasta la celda.
—¿Ha venido alguien más? —pregunté sorprendido.
—Sí, claro —respondió mi acompañante—. Primero, fue ese hombre
que va con él a todas horas. Su in… inte…
—Su intérprete —ayudé al soldado.
—Sí… eso —reconoció—. Bueno, además llegaron otros dos hombres
trayéndole comida y ropa. Tenían permiso, de modo que les dejamos pasar.
Mientras me preguntaba por la gente que había acudido a ver a Petrós,
llegamos hasta la entrada de la celda. Sólo entonces me di cuenta de que a
las espesas tinieblas se sumaba un calor asfixiante y una peste acre
resultado de mezclar el sudor, el olor a podrido y los restos de la
inmundicia más diversa.
—Aquí está —dijo el hombre nada más abrir la puerta—. Esperaré
fuera.
—Bien —respondí mientras bajaba la cabeza para no golpeármela
contra el dintel.
Tardé unos instantes en que mis ojos se acostumbraran a aquella
oscuridad. Salvo un hilo de luz amarillenta que se desprendía de una tea
pequeña, el resto de la estancia estaba sumida en una negrura densa y, en
apariencia, impenetrable. Apenas podía distinguir una mano de hombre
que se movía de forma extraña cerca de la raquítica luminosidad.
—¿Marcos? —pregunté y apenas lo hube hecho la mano se apartó del
radio de acción de la tea.
—¡Vitalis! —escuché la voz del intérprete—. ¿Qué haces aquí? ¿Acaso
no ha terminado la instrucción?
—Sí… sí, claro —respondí—, pero no se trata de eso. Necesitaba
hablar con Petrós.
Apenas acababa de pronunciar el nombre cuando percibí a mi lado la
respiración de varias personas.
—No te preocupes, te lo ruego —dijo Marcos—. Son Alejandro y
Rufo, dos de los miembros de una de nuestras comunidades en Roma.
Guardé silencio. Aquéllos debían de ser los que habían venido a traer
comida al pescador.
—En realidad —continuó el intérprete— ya conoces a su padre.
—¿Ah, sí? —pregunté sorprendido.
—Sí —respondió Marcos—. Son hijos de Simón de Cirene, el hombre
que ayudó a Jesús a llevar la cruz hasta el Gólgota.
Al escuchar aquellas palabras, me precipité hacia la tea y la así con la
mano derecha. Luego apunté hacia el lugar de donde procedían las
respiraciones. Lo que encontré fueron las vulgares facciones de dos
hombres algo más jóvenes que yo, de cabellos oscuros y aspecto
campesino.
—¿Es cierto lo que acaba de decir este hombre? —pregunté mientras
les acercaba la luz a la cara.
Asintieron con la cabeza sin despegar los labios. Por un instante, seguí
iluminando aquellos rostros que servían de eslabones en la prolongada
cadena que conducía desde mi época a la de Jesús. Su padre había tenido
ocasión de ver al Jristós destrozado por los látigos del pretorio.
Seguramente, habría sentido una mezcla de ira y compasión al tener que
cargar gratuitamente con el madero de un condenado a muerte. De
cualquier forma, eso carecía de importancia. Lo verdaderamente relevante
era que sus hijos, aquéllos con los que con toda certeza habría hablado
docenas de veces, formaban ahora parte de los seguidores del Jristós y
cómo todos ellos estaban convencidos de que Jesús había vencido la
muerte y regresado del más allá.
—¿Qué deseas?
La pregunta, pronunciada en un latín áspero propio de alguien que no
lo tenía como lengua natal, me arrancó de mis pensamientos.
—¿Petrós? —indagué.
—Sí, soy yo. ¿Qué puedo hacer por ti?
Moví la tea hacia el lugar de donde procedía la voz y ante mí apareció
el rostro del pescador. Parecía tranquilo, pero bajo sus ojos se dibujaban
dos líneas negras que identifiqué con huellas del agotamiento.
—¿Has podido descansar algo? —pregunté. Petrós esbozó una sonrisa.
—No tengo ahora tiempo para descansar. He de terminar mi
testamento. Sentí un escalofrío al escuchar aquellas palabras. Quizá Petrós
sentía que la muerte estaba cerca. Eso era precisamente lo que yo había
venido a evitar.
—Siempre hay tiempo para escribir un testamento —dije intentando
privar a mis palabras del menor tono solemne.
—Creo que tú sabes que no es así —respondió Petrós con acento
suave.
—Sí, quizás tengas razón —dije—. Precisamente por eso he venido a
sacarte de este lugar. Debes desaparecer de Roma.
Escuché un murmullo de voces a mi espalda pero no pude distinguir lo
que decían. Quizá se expresaban en alguna de aquellas extrañas lenguas de
Oriente que nunca había conseguido dominar.
—No, Vitalis —respondió Petrós—. Yo he de quedarme aquí.
—Pero… pero… —protesté. Deseaba convencer al pescador para que
se fugara, pero no me sentía inclinado a intentarlo ante gente en quien no
sabía si podía confiar.
—¿Quieres decirme que si no me marcho Nerón, el césar, ordenará que
me maten? —preguntó.
Sentí de repente unas ganas inmensas de romper a llorar. No hubiera
podido precisar de dónde derivaba aquel impulso extraño, pero la verdad
es que me vi obligado a respirar hondo para evitar que se me saltaran las
lágrimas.
—Temo… temo… —dije al fin— que Nerón desea tu muerte de
manera inevitable.
—Sí, lo sé —dijo el pescador—, pero por eso debo concluir mi
testamento, precisamente porque ya no me queda mucho tiempo.
—¿Un testamento? —dije mientras levantaba las manos desesperado
—. ¡Pero… pero puedes evitar la muerte! ¡Puedes salvarte! ¿Qué
testamento puede ser más importante que conservar la vida?
—Sus recuerdos —dijo Marcos con suavidad—. Lo que estamos
acabando es un libro donde aparecen recogidos lo que Petrós ha retenido
en la memoria acerca de Jesús, el Hijo de Dios, el Jristós. Por supuesto, no
aparecen todos ya que el relato sería demasiado largo, pero sí he recogido
los más importantes, los que todos deberían saber para que sabiendo, crean
y creyendo, se salven.
Dirigí la luz de la tea hacia el lugar donde la había visto al entrar. Allí,
sobre un humilde poyete, descansaba recado de escribir. ¡Los movimientos
extraños de la mano que yo había captado al entrar no eran sino los
propios de aquel que estaba escribiendo!
—Quizá podrías acabarlo y después venir conmigo —dije.
—No —respondió Petrós con una voz suave pero firme—. No voy a
abandonar a mis ovejas ahora.
—¿Qué… qué quieres decir con eso de las ovejas? —pregunté a mitad
de camino entre la ira y la confusión.
—En cierta ocasión —comenzó a decir Petrós—, después de que Jesús
rompiera las cadenas de la muerte y se nos manifestara a los once, nos
encontrábamos junto al mar de Tiberiades yo, Tomás al que llamaban el
Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo, y otros dos
más. Entonces comenté que me iba a pescar y los demás dijeron que
venían conmigo. Subimos a la barca y faenamos durante toda la noche,
pero no conseguimos capturar ni un solo pez. Cuando ya había comenzado
a amanecer, vimos una figura en la playa que nos gritó si teníamos algo de
comer. Le respondimos desde lejos que no y entonces nos dijo que
arrojáramos la red por la derecha de la barca porque, con toda seguridad,
encontraríamos algo. En otras circunstancias, no le hubiéramos hecho el
menor caso, pero la verdad es que teníamos que dar de comer a nuestras
familias y que la embarcación se hallaba totalmente vacía al cabo de toda
una noche de faena. Así que echamos la red y cuando tiramos de ella nos
dimos cuenta de que nos resultaba imposible sacarla por el número tan
grande peces que había entrado. Entonces Juan se me acercó y me dijo:
¡Ése es el Señor! Y yo, nada más oírlo, me ceñí la ropa y me lancé al
mar para llegar antes a la orilla. Los demás prefirieron seguir en la barca,
arrastrando la red de peces, porque no distaban de tierra más que unos
doscientos codos. Cuando llegaron a la playa, vimos unas brasas puestas, y
un pez encima de ellas, y pan. Entonces Jesús, porque se trataba de él, nos
dijo: Traed los peces que acabáis de pescar. Yo me puse inmediatamente
en pie y comencé a tirar de la red. En su interior iban ciento cincuenta y
tres peces, pero aun siendo tantos, la red no se rompió. Jesús dijo entonces
que fuéramos y que comiéramos, pero todos nosotros guardábamos
silencio porque nos hallábamos impresionados por su cercanía. Tan
parados estábamos que él mismo tomó el pan y el pescado y comenzó a
repartirlo.
Petrós hizo una pausa y, de repente, una sonrisa suave, plácida, serena
afloró a sus labios.
—Durante toda la comida me estuve preguntando acerca de lo que
Jesús pensaba de mí y, sobre todo, si me habría perdonado por haberle
negado tres veces precisamente en los momentos en que le escupían, le
insultaban y le golpeaban. Hubiera deseado postrarme ante él y pedirle
perdón por todo, pero la vergüenza me lo impedía. Temía que me
rechazara o simplemente que me recordara la manera en que había
profetizado lo que iba a suceder. También pensaba en mi orgullosa
presunción al no creerlo y entonces sentía como si la culpa fuera a
estrangularme. Por un instante, recordé el sufrimiento de Petrós al narrar
el episodio de las negaciones y me pareció revivir la angustia que había
experimentado ante el tribunal mientras lo relataba. Sí, no era nada difícil
comprender todo lo que estaba diciendo ahora.
—Cuando terminamos de comer, Jesús se dirigió a mí y me dijo:
Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos? Yo inmediatamente le
respondí: Sí, Señor; tú sabes que te amo. Entonces él me dijo: Apacienta
mis corderos. Inmediatamente volvió a decirme: Simón, hijo de Jonás,
¿me amas? Y yo le respondí nuevamente: Sí, Señor; tú sabes que te amo, a
lo que él repuso: Pastorea mis ovejas. Apenas había pasado un instante
cuando por tercera vez me preguntó: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Al
escuchar que volvía a repetir aquella pregunta, me llené de tristeza y le
respondí: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús me dijo
entonces: Apacienta mis ovejas. Entonces comprendí que Jesús no dudaba
de mi amor sino que por tres veces había vuelto a encomendarme la
misión que me había dado cuando comencé a seguirle. Era yo el que había
dudado de su perdón. Era yo el que desconfiaba de que pudiera cubrir con
su misericordia mis tres negaciones. Sin embargo, en esos momentos, me
había restaurado una vez por cada vez que yo le había negado.
—Sí, lo entiendo —dije impaciente—, pero quizá la mejor forma de
pastorear a las ovejas de Jesús sea ponerse a salvo, esperar a que la
tempestad se calme… A fin de cuentas, tú eres uno de los últimos testigos
de lo que él hizo y enseñó.
—Cuando Jesús terminó de decirme las palabras que te he referido
respondió Petrós con suavidad —añadió: En verdad, en verdad te digo que
cuando eras más joven, eras tú el que te ceñías e ibas a donde deseabas.
Sin embargo, llegará un momento en que serás viejo y entonces te verás
obligado a extender las manos y será otro el que te ceñirá para llevarte a
donde no quieres. Vitalis, ese momento ha llegado ya.
—Pero… pero ¿quién transmitirá lo que tú viste, lo que tú escuchaste?
—pregunté angustiado.
—Marcos casi ha terminado de recoger lo necesario y cuando lo haya
hecho totalmente habrá llegado mi hora de ofrecerme como un sacrificio
respondió tranquilamente Petrós. Guardé silencio. Hubiera deseado gritar,
chillar, incluso empujar a aquel pescador testarudo que ya había tomado la
decisión de permitir que el césar lo asesinara sin que existiera ningún
motivo legal para ello. Sin embargo, me contuve porque carecía de
cualquier atisbo de autoridad para torcer la voluntad inquebrantable de
Petrós.
—Quizá desearías leer el texto…
El sonido de aquellas palabras de Marcos me arrancó de mis
pensamientos aunque no de la tristeza que me provocaban.
—Desearía más bien —contesté con amargura— saber qué será de
aquellos que no tuvieron inconveniente en asesinar a Jesús y de los que
ahora van a comenzar a perseguir a sus discípulos.
—Si es así —dijo Marcos— permíteme un momento la luz. Le devolví
la tea y el intérprete comenzó a rebuscar entre los textos que había debido
de escribir en los días, quizá en las semanas, anteriores. Finalmente, dio
con lo que buscaba y me lo tendió.
XXII

—Puedes comenzar tu lectura ahí —dijo señalándome un lugar del texto.


—Sí, claro… pero antes…
Me acerqué a la puerta y ordené al soldado que trajeran una
iluminación adecuada para leer. Cuando, finalmente, las esperadas
antorchas arrojaron su luz sobre las paredes de la lóbrega celda no sólo me
percaté de la inmensa miseria que se daba cita en su interior sino también
de la considerable dificultad que tenía que haber implicado el redactar allí
el escrito más breve.
—¿Dónde dices? —pregunté.
Marcos volvió a señalarme un punto del texto pero inmediatamente
añadió:
—Quizá desees comenzar la lectura por el principio y llegar
tranquilamente a ese punto…
Fue lo que hice. Algunos de los episodios como el de la predicación de
Juan, o la inmersión de Jesús en el Jordán, o la curación de la suegra de
Petrós, me resultaban familiares. Sin embargo, otros me eran totalmente
desconocidos. Supe así, entre otras muchas cosas, cómo Jesús había
curado a un paralítico que fue llevado hasta su presencia por cuatro
amigos y descolgado desde lo alto de un tejado; cómo había sanado de su
mano seca a un pobre desdichado; cómo había liberado a un hombre
poseído por tantos demonios que se daban a sí mismos el nombre de
Legión; cómo había caminado sobre las aguas y cómo había devuelto la
vista a un ciego con el que se encontró en las cercanías de Jericó, el lugar
donde Herodes había regalado a Cleopatra un palmeral.
A medida que iba avanzando en el relato, me percataba de que cada
episodio, por muy sencillamente que pudiera estar narrado, no hacía sino
recoger los recuerdos de un testigo ocular, de alguien que recordaba cómo
estaba la hierba el día en que Jesús había multiplicado los panes y los
peces o dónde exactamente apoyaba la cabeza cuando estalló la tormenta
que estuvo a punto de hundir la embarcación en la que navegaba con sus
discípulos. Así, leyendo el sencillo testimonio de un anciano pescador,
llegué al lugar que me había señalado Marcos.
Aprendí entonces que Jerusalén sería sitiada, que cuando estuviera
rodeada por las águilas sería imperativo escapar de ella y que, finalmente,
los no judíos arrasarían la ciudad sin excluir el templo del único Dios. Sin
embargo, aquello no debía llevar a nadie a caer en el desánimo. El Hijo del
Hombre volvería con gran poder y gloria y entonces enviaría a sus ángeles
para juntar a sus escogidos desde un extremo de la tierra hasta el otro.
Nadie podía saber cuándo sucedería todo aquello pero, precisamente por
eso, la persona sensata sería la que velara y orara para no ser sorprendida
al producirse la consumación de los tiempos.
—¿Es aquí dónde termina el testamento de Petrós? —pregunté.
—No —respondió Marcos—. Aún queda por escribir parte de lo que le
sucedió a Jesús la última semana que estuvo en Jerusalén y los detalles de
su detención y juicio y, por supuesto, cómo fue su crucifixión, su sepultura
y su regreso de entre los muertos. Sin embargo, tú ya le has oído hablar de
todo eso. De todas formas, no disponemos de mucho tiempo y debemos
acabar. Lo comprendes, ¿verdad, Vitalis?
—Sí —respondí mientras hacía ademán de marcharme—. Lo
comprendo.
—Espera, Vitalis.
La voz del pescador había sonado tan dulce como en los últimos
momentos, pero impregnada ahora de un tinte de perentoriedad.
—Debo agradecerte todo lo que has hecho por nosotros —dijo en latín,
en ese latín que hubiera causado el espanto más profundo de cualquier
regular maestro de retórica.
—No… no… —balbucí.
—Tú has recibido una bendición especial —continuó Petrós—. Has
escuchado la Buena noticia y sabes que es verdad…
—Yo… —intenté protestar.
—No desperdicies la luz que has recibido —concluyó el pescador y
antes de que pudiera darme cuenta me dio un fuerte abrazo.
XXIII

No conseguí salir de aquel calabozo inmundo antes de recibir los abrazos


también emotivos de Marcos, de Alejandro y de Rufo. Llegué hasta la
salida seguido por un soldado que jadeaba intentando mantenerse a mi
altura y cuyo saludo se perdió en el aire mientras yo subía a mi vehículo.
Cuando crucé el umbral de mi casa, me encontraba firmemente decidido a
no seguir colaborando con el césar. De hecho, ya había concebido el
propósito de retirarme al campo, a una hacienda familiar, e intentar
serenarme en medio de aquel aislamiento. Desde luego, falta me hacía. En
cuanto a la excusa no iba a serme difícil de encontrar. ¿Acaso no acababa
de llegar de Asia? ¿Acaso, nada más venir a la ciudad, en lugar de aceptar
un merecido reposo no había aceptado una comisión directa del césar?
¿Acaso no había reconocido él mismo lo gravoso de aquella prolija
investigación? Sí, claro que sí. Enviaría una carta a Nerón informándole de
que estaba enfermo y necesitaba respirar el aire del campo para
recuperarme. Una misiva de ese tipo acompañada de las dosis suficientes
de adulación tendría el efecto deseado. Redacté la carta aquella misma
tarde y, tras sellarla pertinentemente, ordené que no se le hiciera llegar a
Nerón antes de que hubieran pasado unas horas de mi salida hacia el
campo. No deseaba que un correo inoportuno me impidiera abandonar
Roma.
Durante algunas semanas llegué a pensar que me vería libre de todo lo
que temía que iba a suceder. El sabor de la leche recién ordeñada, de la
miel fresca, del pan bien horneado me distrajo de toda la hiel que se había
ido acumulando en mi interior durante la instrucción del caso del pescador.
Por el día, observaba las labores de la tierra y, por primera vez, comencé a
preguntarme si no había desperdiciado mi existencia combatiendo en lugar
de haciendo que creciera algo que pudiera servir de alimento a los demás.
Por la noche, paseaba y al elevar la mirada al cielo tachonado de estrellas
me decía que algo tan hermoso no podía haber sido creado por aquellos
dioses con forma humana a los que había rendido culto desde mi infancia.
En realidad, ¿qué eran sino una versión más poderosa de nosotros
mismos?
En ellos, a diferencia del Padre de Jesús, podía contemplar la ira y el
adulterio, el rencor y la mentira, el robo y el fraude. ¿Cómo podía haber
surgido de semejantes seres lo sublime, lo bello, lo noble? ¿Cómo si ellos
no tenían ninguna de esas virtudes? De esa manera, la creencia en aquellas
divinidades se fue desprendiendo de mí y comencé cada noche a dirigirme
a Jesús, aquel Hijo de Dios que había sido crucificado pero al que el
sepulcro no había podido retener en su seno.
Sin embargo, aquella plácida tranquilidad no iba a durar mucho. Una
tarde me encontraba descansando cuando un Roscio cansado, envejecido y
lleno de miedo me trajo las primeras noticias acerca de un terrible
incendio que había asolado Roma. Según me refirió, había salido de la
parte del circo que se encuentra pegada a los montes Palatino y Celi y muy
pronto había prendido en las tiendas de alimentos que se hallaban en las
cercanías. Como por la zona no había casas con cortafuegos, ni templos
cercados de murallas ni espacios a cielo abierto, el fuego se había
extendido con enorme rapidez e incontenible vigor. Pronto, las calles
angostas y estrechas de Roma se convirtieron en inesperados tiros por los
que las llamas devoradoras corrían a mayor velocidad que las mujeres, los
niños y los ancianos. Pregunté qué había hecho Nerón al saber de aquella
desgracia y me respondió que el césar se encontraba en Ancio y que no
había querido regresar a la ciudad hasta que le informaron de que el fuego
se había acercado a sus casas por la parte que se juntaban con palacio y
con los huertos de Mecenas. Al parecer, había ordenado que se abriera el
campo Marcio, las memorias de Agripa y sus propios huertos para que en
ellos encontrase refugio la pobre gente que había quedado sin techo. Sin
embargo, nada de aquello había servido para aumentar su popularidad ya
que se había corrido la voz de que mientras ardía Roma, había subido a un
tablado que tenía en su casa y cantado la destrucción de Troya en una
comparación de los desastres pasados con los presentes. Al cabo de seis
días, el fuego había concluido en la parte más baja del monte Esquilino,
una vez que se había adoptado la medida de derribar las casas suficientes
como para impedir su avance. Sin embargo, aquello no había significado
el final de la tragedia. Por el contrario, en las zonas más deshabitadas de la
urbe se había iniciado un nuevo incendio que vino unido al rumor de que
Nerón deseaba construir una ciudad nueva y para lograrlo estaba
procediendo a incendiar la antigua. Al final, cuando todo terminó, de los
catorce distritos de Roma sólo cuatro se habían visto libres de daños. Por
supuesto, se emprendieron entonces todo tipo de ceremonias y ritos para
propiciar a los dioses, pero la plebe no dejaba de señalar a Nerón como
responsable de todo.
Lo que sucedió después —y de lo que Roscio me habló con lágrimas
en los ojos— fue, sin ningún género de dudas, espantoso, aunque las
causas últimas permanecieran en la sombra. Nerón había apuntado a los
seguidores de Jesús como los responsables del incendio. ¿Había planeado
desde el principio el incendio y con él también a los que cargarían con la
culpa? ¿Fue todo un hecho fortuito pero consideró que aquellos inocentes
eran un blanco ideal para la cólera popular? No lo supe entonces y sigo sin
saberlo ahora. Sin embargo, de lo que no cabe la menor duda es de que el
césar se comportó con ellos como no lo hubiera hecho siquiera una bestia
monstruosa. En medio de aquella sangrienta e injustificada persecución, a
algunos de los nazarenos los vistieron con pieles de animales para que los
despedazaran los perros; a otros los crucificaron; a otros los situaron en
medio de montones de leña a los que se prendió fuego para que sirvieran
de antorchas y mientras morían Nerón aprovechaba para pasear por en
medio de la turba disfrazado de auriga para atizar aún más la cólera
popular. Fue en el curso de aquel río de sangre cuando perecieron Petrós y
también Paulo, aquel judío que contaba con la ciudadanía romana y del
que, por primera vez, me había hablado Roscio.
—Fueron centenares, quizá miles —me dijo mi amigo— los que
hallaron la muerte de esas y de otras maneras espantosas. Al principio, los
detuvieron acusándoles únicamente de una absurda participación en el
incendio, pero al cabo de unas horas se les perseguía simplemente porque
se había concebido contra ellos un profundo aborrecimiento.
Reflexioné al escuchar aquellas palabras en la razón que habían tenido
Petrós y Marcos al insistir en concluir una obra para la que apenas les
quedaba tiempo. ¿Habría logrado el pescador terminar su testamento y, en
caso de que así hubiera sido, quién sería su albacea?
—Tengo la impresión de que esto sólo ha sido el principio de mayores
desastres —dije a Roscio al concluir su relato—. Lo más seguro es que
Nerón piense que la sangre de esos inocentes le ha lavado de cualquier
infamia, pero me temo que no tendrá esa fortuna. ¿Por qué no te quedas
conmigo?
Roscio aceptó y yo no me equivoqué. En realidad, a lo largo de los
siguientes años todos los acontecimientos se fueron encadenando de una
forma tras la que yo veía la acción de un Dios muy diferente de los de
Roma o las naciones bárbaras. Primero, Nerón tuvo que enfrentarse con
una revuelta militar e incapaz de sofocarla, optó por suicidarse. Luego, los
judíos, que se habían sublevado contra una Roma a la que creían fácil de
vencer, asistieron a la destrucción de Jerusalén —la ciudad donde había
sido crucificado Jesús— y de su templo. Tan sólo se salvaron aquellos
seguidores del Jristós que, recordando sus profecías, se apresuraron a
abandonar la ciudad.
Al fin y a la postre, ninguno de los enemigos del Jristós y de sus
seguidores ha sobrevivido más de unos años. De Nerón, el césar que
pretendió ser un dios de Egipto, nadie desea acordarse actualmente; de los
antiguos sacerdotes que condenaron a Jesús ninguno sigue vivo y en no
pocos casos fueron sus propios correligionarios los que les dieron muerte.
Sin embargo, los llamados nazarenos persisten hasta el día de hoy. Como
bien señaló el Jristós, los últimos años han demostrado hasta la saciedad
que de nada le sirve a un hombre ganar el mundo si pierde su alma. Por mi
parte, estoy convencido de que, al final, no será la fe en la Buena noticia la
que desaparezca en medio de las guerras y desastres que con seguridad se
sucederán a lo largo de la Historia del género humano. Incluso aunque en
el curso de alguna generación pueda parecer que su causa está perdida,
como sucedió durante la persecución desatada por el césar Nerón, al fin y
a la postre no será así. Jesús, aquel que murió por nosotros en la cruz y se
levantó de entre los muertos, regresará como sabían Petrós y tantos otros
que lo habían acompañado durante años. Cuando eso suceda, los muertos
volverán a la vida para ser juzgados por el Jristós; el dolor, la enfermedad
y la muerte desaparecerán para siempre, y el reino de Dios quedará
establecido por los siglos de los siglos. Entonces los que lo hayan
proclamado públicamente, aquellos que acudieron a él en busca del perdón
que sólo él puede dispensar, ocuparán un lugar al lado suyo. Ese día, yo
mismo, que sé que la muerte está cerca y muy pronto me arrojará en las
playas de otro mundo, yo, Marco junio Vitalis, pecador arrepentido de la
codicia, del expolio, del derramamiento de sangre, de todos mis torpes
apetitos, contemplaré cara a cara a Aquel que murió en una cruz para
salvarme y que me habló por primera vez a través de los labios de un viejo
pescador.
Nota del Autor

A pesar de la profusión de literatura amarillista que continuamente


pretende presentar disparatadas versiones de la vida y de la enseñanza de
Jesús, lo cierto es que su perfil histórico puede ser reconstruido con
relativa facilidad a partir de los datos contenidos en múltiples fuentes
históricas. Quizá resulte una desilusión para algunos, pero Jesús nada tuvo
que ver con los documentos del mar Muerto, ni con las guerrillas de los
denominados movimientos de liberación, ni con el ocultismo y todavía
menos si cabe con los extraterrestres o con las filosofías orientales. Nunca
defendió la violencia armada, nunca estuvo en el Tíbet o en Cachemira, y
nunca fue iniciado en doctrinas esotéricas. Los datos que aparecen en
fuentes clásicas como Tácito, Suetonio, Flavio Josefo y Plinio el joven; en
docenas de referencias —generalmente no citadas por desconocidas— de
la literatura rabínica y, por supuesto, en los escritos del cristianismo
primitivo nos permiten trazar su perfil con tanta o más seguridad de la que
disfrutaríamos para hacer lo mismo con Sócrates, Platón, Aristóteles y
otros personajes célebres de la Antigüedad. En esta novela, de hecho, sólo
Vitalis y su amigo Roscio son personajes imaginarios, mientras que el
resto tuvo una indudable existencia histórica. Tanto Nerón como Petrós y
Paulo —a los que nosotros conocemos como Pedro y Pablo— o Marcos,
Alejandro y Rufo contaron con una existencia corroborada por distintos, y
en ocasiones numerosos, documentos.
También son históricos los datos referidos al incendio de Roma; la
ciudadanía romana de Pablo y su proceso; el parentesco de Alejandro y
Rufo con Simón de Cirene, el hombre que ayudó a llevar la cruz a Jesús; el
incendio de Roma; las características de la persecución neroniana; la vida
de Pedro; el papel de Marcos como intérprete suyo; las referencias al
proceso de Jesús y las apariciones que siguieron a su crucifixión, incluida
la contemplada por varios centenares de personas de las que la mayoría
estaba viva todavía en la década de los años cincuenta del siglo primero.
Por lo que se refiere a las menciones sobre la consideración que los
romanos tenían de los judíos, su opinión sobre el abandono de niños
especialmente hembras e incluso la referencia a las alcantarillas atascadas
por los cadáveres de las criaturas abandonadas se sustentan rigurosamente
en las fuentes históricas. Mi intención ha sido escribir una novela pero, al
mismo tiempo, que el relato se atuviera a lo que conocemos fundadamente
sobre la época.
En ese sentido, he procurado a través de la figura de Vitalis pero
también del vocabulario de la obra mostrar lo que significó la predicación
del cristianismo para un romano. Al escuchar palabras como bautizar, un
romano promedio sólo entendía la utilización de un verbo —baptizoo—
que en griego significa «sumergir» y la referencia a Cristo no pasaba de
ser el uso del término helénico para «ungido». De la misma manera, la
resurrección no era sino levantarse (se entiende de entre los muertos) y los
nombres tan familiares para nosotros al cabo de los siglos de Santiago,
Pedro o Pablo sonaban a algo similar a Jacob, Petrós y Paulo. Todas esas
peculiaridades las he mantenido precisamente por esas razones en el curso
de la novela. Sin embargo, a pesar de esas circunstancias, también los
romanos pudieron captar lo esencial del mensaje evangélico, el que todos
los seres humanos son enfermos espirituales necesitados de la curación
que sólo puede dispensar Jesús el mesías; que la entrada en su reino nunca
es el fruto de nuestros merecimientos sino una consecuencia del amor de
Dios por nosotros y que la vía para con sumar ese proceso es creer en
Jesús, que murió en una cruz por nuestros pecados y resucitó demostrando
la veracidad de sus pretensiones. Ante ese mensaje, el género humano ha
respondido históricamente de maneras muy similares a las mencionadas
en la parábola del sembrador pero, sea cual sea la elección particular,
persiste la tremenda pregunta de Jesús: ¿de qué le sirve a alguien ganar el
mundo si pierde su alma?
La necesidad de que ese mensaje pudiera ser entendido por todos los
pueblos sin excluir a la potencia romana se encontró muy relacionada con
la presuposición sobre la que gira la acción de esta novela, es decir, que el
Evangelio de Marcos fue sustancialmente una recopilación de
predicaciones de Simón Pedro que su intérprete había escuchado vez tras
vez a lo largo de los años de actividad misionera y pastoral del apóstol.
Esa circunstancia, que aparece señalada en varias fuentes históricas muy
antiguas, explicaría, entre otras cosas, la modestia con que es tratada la
figura de Pedro —en relación, por ejemplo, con la manera en que lo
presenta el Evangelio de Mateo o el de Juan—; la multitud de detalles
propios del recuerdo de un testigo ocular; la referencia a miembros de la
comunidad romana como Alejandro y Rufo, los hijos de Simón de Cirene;
la simplificación de los datos relacionados con el contexto judío de Jesús;
o la abundancia de notas explicativas para gente que procediera de un
trasfondo romano. La misma figura de Jesús fue presentada acentuando su
lado más humilde —como el Siervo sufriente de Dios profetizado en el
capítulo 53 del profeta Isaías precisamente porque el cristianismo no sólo
no se dejaba influir en sus planteamientos por el paganismo (como tan
papanatescamente se repite a menudo), sino que incluso se oponía a ellos
frontalmente. Jesús era el Hijo de Dios que se había hecho hombre y no el
hombre que soberbiamente como Nerón o Calígula pretendía ser un dios.
También a diferencia de ellos y de los que se enseñorean de los
gobernados, había venido no a servirse de los demás sino a servir y a dar
su vida en rescate por muchos.
A diferencia, por lo tanto, de lo que buena parte de la crítica viene
afirmando durante las últimas décadas, posiblemente Marcos no fue el
primer Evangelio sino uno de los últimos, quizá incluso el postrero. Su
redacción habría tenido lugar en un momento cercano a la persecución
neroniana y hubiera pretendido conservar para la posteridad el testimonio
directo de un personaje tan relevante como Pedro, con cuyas epístolas
presenta notables paralelos. De sus páginas se podría desprender toda una
cadena de testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, precisamente
aquellos que le habían visto curar enfermos, expulsar demonios, anunciar
su muerte, morir en la cruz y que, desmoralizados por esta catástrofe, sólo
se habían podido recuperar al verlo después de muerto e incluso comer en
su compañía. Estos acontecimientos cambiaron su vida de manera radical
y tuvieron como consecuencia directa el que no temieran proclamar que un
día Jesús el mesías regresaría para implantar definitivamente su reino. De
entre todos estos testigos, el más cualificado —pero de ninguna manera el
único— sería Pedro, cuyas palabras habría recogido su intérprete Marcos.
En ese sentido, este Evangelio, el segundo de los canónicos, merecería
más que sobradamente el sobrenombre de Testamento del pescador.

Madrid-Jerusalén-Madrid, primavera-verano de 2002


Contraportada

«El pescador miró fijamente a Nerón y, por un instante, me pareció


percibir en sus pupilas algo extraño que distaba mucho de asemejarse al
rencor, al odio o al desprecio y que recordaba enormemente a la tristeza
que sentimos cuando no podemos ayudar a alguien a quien amamos a salir
de su desdicha».
Año 62 d. de C. El emperador Nerón ordena a Marco Junio Vitalis, un
aguerrido militar con experiencia de años en Asia, que le asesore en el
curso de un extraño y peculiar proceso. El acusado es un anciano pescador
judío que fue, varias décadas atrás, amigo de un tal Jesús, ajusticiado en
Jerusalén por el gobernador Poncio Pilato. Marco Junio Vitalis intentará
que se haga justicia y, a la vez, que se establezca la verdad. Así, a lo largo
de los sucesivos interrogatorios del pescador y con la ayuda del erudito
Roscio, el veterano soldado irá descubriendo los perfiles de una historia
capaz de trastornar no sólo las bases del imperio sino las de todo corazón
humano.
Sólidamente apoyada en fuentes históricas de la más diversa
extracción, El testamento del pescador es una novela que nos acerca al
verdadero Jesús que tantos han querido silenciar a lo largo de los
siglos.
CÉSAR VIDAL (1958) es doctor en Historia (premio extraordinario de fin
de carrera), en Teología y en Filosofía, y licenciado en Derecho. Ha
ejercido la docencia en distintas universidades de Europa y América. En la
actualidad, dirige los programas La Linterna de la Cope —por el que ha
recibido entre otros los premios Antena de oro 2005, Micrófono de plata
2005 y Hazte oír 2005— y Camino del Sur de Cadena-100, y colabora en
medios como La Razón, Libertad Digital, Antena 3 o Muy interesante.
Defensor infatigable de los derechos humanos, ha sido distinguido con el
Premio Humanismo de la Fundación Hebraica (1996) y ha recibido el
reconocimiento de organizaciones como Yad-Vashem, Supervivientes del
Holocausto (Venezuela), ORT (México) o Jóvenes Contra la Intolerancia.
Entre otros premios literarios ha recibido el de la Crítica a la mejor novela
histórica (2000) por La mandrágora de las doce lunas, el Premio Las
Luces de Biografía (2002) por Lincoln, el Premio de Espiritualidad 2004
por El testamento del pescador, el Premio Jaén de Literatura Juvenil 2004
y el del CCEI 2004 por El último tren a Zúrich y el Premio de Novela
Ciudad de Torrevieja 2005 por Los hijos de la luz. Entre sus últimas obras
destacan España frente al islam (2004), Paracuellos-Katyn (2005), Los
masones (2005), El médico del sultán (2005), Bienvenidos a la Linterna
(2005) y Jesús y los documentos del mar Muerto (2006).
Notas
[1] Del huevo a las manzanas. (N. del A.) <<

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