02.finley - El Legado de Grecia - Cap II

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M. I. F inley , R. I. W inton y P.

G arnsey
2. POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA

I. P o l ít i c a

En Atenas, explicaba el sofista Protágoras, «cuando el tema de


conversación afecta al saber político ... se escucha a todos, ya que
se piensa que todos deben tener esta virtud; pues de lo contrario,
no habría póleis» (Platón, Protágoras, 322 E • 323 A).1 Eurípides
hizo la misma observación en Las suplicantes (438-441), escrita
alrededor de 420: comentando las palabras del mensajero en una
reunión de la Asamblea, que había preguntado: «¿Quién tiene un
consejo útil que dar a la ciudad (pólis) y desea darlo a conocer?»,
dice Teseo: «Tal es la libertad. Cada cual puede salir a la luz pú­
blica o, si le place, callarse. ¿Hay algo mejor acaso para una ciudad?».
Los juicios de Protágoras y Eurípides sólo fueron posibles a
causa de una innovación radical de los griegos: la política. El gobier­
no es otra cuestión: toda sociedad de alguna complejidad necesita
un aparato que establezca leyes y las haga cumplir, que disponga los
servicios comunitarios, militares y civiles, y que resuelva las polémi­
cas. A toda sociedad le hace falta asimismo una autorización para

1. Versiones castellana de las citas: Jenofonte, Recuerdos Je Sócrates. Apología


o defensa ante el jurado, Salvat y A llan a , Estella, Navarra, 1971, trad. de Agustín
G arda Calvo; Platón, República, Eudeba, Buenos Altes, 19705, trad. de Antonio
Camarero; id., Corvas, Eudeba, Buenos Aires, 1967, trad. de Angel J. Cappelletti;
id.. Obras completas, ed. d t .; Aristóteles, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios
Políticos, Madrid, 1999, reimp. 1970, ed. bilingüe de María Araujo y Julián Marías;
id., Política, ibid., 1991, reimp. 1970, ed. bilingüe de los mismos; A A .W ., Biógrafos
griegos [Plutarco, Laercio, Filóstrato, Jenofonte], Aguilar, Madrid, 1973, reimp. Para
la cita de E pkuto, dadas las inconveniencias de la traducción antes citada, Carlos
G arda Gual y Eduardo Acosta, eds., Ética de Epicuro, Banal, Barcelona, 1974, p . 119.
La inicial «U.» que acompaña en d texto las citas epicúreas corresponde a la ed. de
1887 de los Epicúrea de H . Usenet. (N. del t.) 3

3. — m a n
34 E L LEGADO DE GRECIA

las normativas y el aparato y una idea de justicia. Pero los griegos


dieron un paso radical, un doble paso: situaron la fuente de la auto­
ridad en la pólis, en la comunidad misma, y solventaron los negocios
políticos con discusiones públicas, finalmente con votaciones, me­
diante el recuento de los individuos. Tal es la política, y el teatro
y la historiografía del siglo V ponen de manifiesto hasta qué punto
dominó la política a la cultura griega.
Por supuesto, hubo polémicas políticas en sociedades vecinas y
anteriores, en los círculos cortesanos de los reyes de Egijpto, Asiria
y Persia, y, a niveles más bajos, en la corte de los sátrapas persas y
los círculos de los «héroes» homéricos. Tales polémicas, sin embargo,
no constituían política, ya que no eran ni abiertas ni obligatorias.
El rey o el sátrapa recibían un consejo, pero no estaban obligados a
seguirlo, ni siquiera a solicitarlo. Los que tenían acceso a estos indi­
viduos planeaban, maniobraban y a veces conspiraban para manipular
sus decisiones, dentro de una sistemática que se ha dado en llamar
gobierno «de antecámaras» en vez de «de cámaras». Esto fue válido
para los tiranos griegos, cuya existencia era por tanto una negocia­
ción de la idea de pólis y en cuyos regímenes dejaba de existir la
política.
Hay que admitir que hubo también tempranas comunidades polí­
ticas no griegas, entre los fenicios y los etruscos. Sin embargo, sigue
siendo correcto decir que, en efecto, los griegos «inventaron» la
política. En la tradición occidental, la historia de la política ha
comenzado siempre con los griegos, hecho simbolizado por la misma
palabra «política», derivada de pólis. Además, en ninguna sociedad
del Cercano Oriente estuvo politizada la cultura como entre los
griegos.
Ni secularizó ninguna sociedad anterior el gobierno en todos los
sentidos, tanto el ideológico como el práctico, como los griegos. Por
ejemplo, nada podía cambiarse en el código de Hammurabi. Dice la
cláusula inicial de su largo prólogo: «Anu y Enlil, para la prospe­
ridad del pueblo, me llamaron Hammurabi, príncipe excelso y teme­
roso de dios, a fin de hacer justicia en la tierra, destruir al malo y al
inicuo, y que el fuerte no oprima al débil». A Solón de Atenas, por
el contrario, se le encargó la misión codificadora por acuerdo de las
facciones en litigio; no se arrogó ni asistencia divina, ni revelacio­
nes, ni «sangre real».
La insistencia en la cualidad civil de la vida pública parece pasar
por alto la omnipresente piedad griega. En todas partes había alta­
res; ningún acto público (y no muchos de los privados que tuvieran
cierta seriedad) se llevaba a cabo sin un sacrificio previo; el jura-
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mentó era la sanción normal de los acuerdos públicos; los dioses
se consultaban mediante oráculos y otros mecanismos; los triunfos
se compartían con los dioses; la administración de las festividades
religiosas más importantes era responsabilidad del estado, como tam­
bién el castigo de la impiedad y la blasfemia. Sin embargo, ni en el
período clásico ni en el helenístico afectó en serio o por norma esta
profusión de actividad ritual a las decisiones políticas. Podía dife­
rirse una batalla unos días, una acusación de impiedad podía perju­
dicar la vida profesional de un individuo, pero no hay ningún caso
conocido en que el oráculo de Delfos, por ejemplo, determinara la
línea de actuación de un estado (lo que es bien distinto de aportar
explicaciones retrospectivas de un fracaso). En el oriente helenístico,
después de Alejandro, y éste es un dato tal vez más significativo, los
reyes de Egipto y Siria se convertían en dioses, remachaban su divi­
nidad con el culto, con las monedas que acuñaban, de vez en cuando
con sus epítetos (Epifanes = manifestación de Dios), pero las leyes
y los edictos se hacían públicos invariablemente en nombre de los
hombres, no de los dioses, y la violación de los mismos nunca se
enfocaba como si se tratase de un sacrilegio.
Ocurría lo mismo en los tribunales: los testigos prestaban decla­
ración bajo juramento, pero el juramento se había convertido en una
ceremonia, no en una prueba formal como fuera anteriormente
(Homero, litada, X X III, 581-585). Era ya necesario convencer a los
jueces y jurados; la amenaza de que el perjurio provocaría la cólera
de los dioses ya no era persuasiva. ¿Cómo, pues, se determinaba y
definía la justicia y la injusticia? Tal es, claro, el problema que
recorre tanto la literatura arcaica como la clásica, y de una manera
más acuciante la de los filósofos, sobre todo los sofistas. Pero era
igualmente un problema al nivel de los asuntos prácticos, no en
sentido abstracto y general, sino en las decisiones cotidianas de las
asambleas, los magistrados y los tribunales. Puesto que la religión
griega, hasta donde podemos remontarnos, carecía del elemento de
la revelación —los oráculos y otras formas de comunicación de las
fuerzas sobrenaturales se referían a actos concretos, no a princi­
pios— , incluso de lo que podría llamarse «semirrevelación» de un
Hammurabi, los hombres tenían que volverse sobre si mismos y sus
antepasados (tradición o costumbre) en busca de soluciones. En los
momentos críticos, los griegos tal vez se remontaran a un «legislador»
que codificase las soluciones exactas, pero este paso no significaba
apartarse de la regla de la autoconfianza humana.
Para que funcionase una sociedad así, para que no se escindiese,
era necesario un amplio consenso, un sentido comunitario y una
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voluntariedad auténtica de vivir según ciertas normas tradicionales,


aceptar el dictamen de las autoridades legítimamente constituidas,
hacer cambios sólo tras debates abiertos y los consensos consiguien­
tes; en una palabra, aceptar las normas del juego legal, tan frecuen­
temente proclamado por los autores griegos. Este proceso originaba
nuevas normativas y su sanción de manera simultánea, y, como ya
se ha dicho, esto es política. Además, en un mundo en que la desigual­
dad era muy acusada incluso entre los miembros de la comunidad
(circunstancia que nada tiene que ver con aquellos que, como los
esclavos, estaban totalmente excluidos) y cuyas sociedades eran redu­
cidas lo mismo en territorio que en población, los problémas eran
relativamente claros y distintos, y los conflictos a menudo enconados.
La palabra griega que designaba el conflicto político era stásis, tér­
mino difícil con una serie de acepciones que iba del cotidiano «en­
frentamiento de partidos» (por utilizar una expresión tan moderna
como fuera de lugar) a la guerra civil declarada, que señalaba la
ruptura definitiva del consenso y el abandono de la política. Las
guerras civiles, con su secuela de muertes, exilios y violaciones de
la propiedad, eran frecuentes en las ciudades-estado clásicas, con no­
tables excepciones como Esparta y Atenas. Fueron motivo de gran
preocupación para los grandes autores políticos que han llegado hasta
nosotros —Tucídides, Platón y Aristóteles— y por tanto tendemos
a juzgar mal la situación. Sólo en Utopía puede haber una sociedad
sin conflictos a propósito de temas importantes; en una sociedad de
juego político, los «enfrentamientos de partidos» son básicos para
su existencia y bienestar, y es un error considerar peyorativamente
los ejemplos de las póleis griegas como lo sería denigrar la política
de partidos contemporánea de la misma forma.
Es comprensible que nuestras fuentes más importantes se cen­
tren en la stásis constitucional, en el conflicto entre oligarquía y de­
mocracia, la más relevante de las plataformas que conducían a la
guerra civil. Pero también nos ofrecen bastantes ejemplos de stásis
entre las facciones oligárquicas que nos recuerdan que la política no
se limitaba a las democracias. Las oligarquías también aceptaban el
juego legal y carecían asimismo de una autoridad o sanción externa;
de aquí que no fueran en menor medida sociedades con juego polí­
tico. El espectro de los participantes y de los instrumentos de la
actividad política diferían, pero no el papel subyacente de la política.
En la actualidad, se cree que el derecho al voto es el más esen­
cial de los privilegios (y un deber) de los ciudadanos, y que fue
éste también el caso, con ciertos límites, de la república romana.
En la pólis griega, sin embargo, aunque era un derecho importante,
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 37

era sólo uno de varios derechos igualmente exclusivos —el derecho


a la propiedad material de uno mismo, el derecho a contraer matri­
monio legal con otro ciudadano o ciudadana, el derecho a participar
en diversas actividades cultuales de importancia— , compartido por
todos los ciudadanos solamente en las democracias, mientras que los
demás derechos eran universales, normalmente incluso en las tiranías.
De aquí que pertenencia al cuerpo de los «ciudadanos activos» y per­
tenencia a la «comunidad (koinonia) de todos los ciudadanos» no
fueran, a menudo, sinónimos; de aquí también la frecuencia con
que la stásis por alcanzar derechos políticos desembocara en guerra
civil.
Los derechos por los que se pugnaba contemplaban el derecho
a elegir magistrados y corporaciones legislativas, aunque a la vez
lo superaban. En litigio estaba la participación directa, mediante voz
y voto, en los mecanismos ejecutivos y en el aparato judicial (enten­
didos con la amplitud necesaria para incluir juicios de conducta, y
en caso de necesidad el castigo, a propósito de los funcionarios civi­
les y militares). En otras palabras, el derecho al voto significaba sobre
todo el derecho de votar en una corporación legislativa o judicial
y no sólo en las elecciones. Por ello, los gobiernos griegos clásicos,
fueran oligárquicos o democráticos, se llaman «directos» por oposi­
ción a los «representativos».2 Cuando, como en Atenas y otras demo­
cracias, todos los ciudadanos eran miembros, salvada la minoría ex­
cluida por delitos privados concretos, la «democracia por el pueblo»
acababa adquiriendo una acepción literal que nunca había tenido ni
tendría parangón en la historia de Occidente.
Nadie, sin embargo, ni siquiera el demócrata más «radical», quería
derrocar a la «comunidad» tradicional de ciudadanos varones, grupo
cerrado de familias cuyos miembros se sucedían unos a otros en el
ordenado paso de las generaciones. En los usos del griego, eran los
atenienses (nunca «Atenas») quienes declaraban la guerra a los espar­
tanos (jamás a «Esparta»). Si uno no era ateniense de nación, sólo
un acto formal del estado soberano podía admitirlo en la comunidad.
No sólo estaban excluidas las mujeres, los niños y los esclavos, lo
2. Hay cierta confusión, respecto de este extremo, en algunas obras modernas
cuando llaman a la botdí (Consejo) ateniense, por ejemplo, cuerpo representativo.
Ninguna comunidad tan compleja como Atenas podía funcionar sin asignar gran parte
de los asuntos gubernamentales y administrativos cotidianos a individuos o pequeños
grupos. E l problema real es el del poder. En una democracia representativa, el «control»
popular se limita a la elección de funcionarios y corporaciones legislativas, que luego
pueden reprobarse en las elecciones siguientes; en una democracia directa no hay sólo
un control indirecto, sino también una soberanía popular inmediata. La diferencia se
pone totalmente de manifiesto cuando se trata de declarar una guerra.
38 E L LEGADO DE GRECIA

cual no es sorprendente, sino también los libertos (a diferencia de


la práctica romana) y los hombres libres que hubiesen emigrado
de otros estados griegos o del mundo «bárbaro», y hasta sus hijos
nacidos y educados en las ciudades que los tachaban de forasteros.
En el mundo clásico eran raras las concesiones de ciudadanía a los
de fuera y siempre como consecuencia de actos o circunstancias ex­
cepcionales. Aristóteles, que escribía a fines de la era clásica, obser­
vaba que una política más liberal era una medida temporal en mo­
mentos de escasez de mano de obra, que se abandonaba en cuanto
pasaba la crisis (Política, 1.278 a 26-34). Las democracias, es nece­
sario decirlo, parecen haber sido particularmente celosas de la ciu­
dadanía.
En términos políticos, el poder que tenía la comunidad era abso­
luto. Y esto quiere decir que, dentro de los límites impuestos por
el «juego legal», a despecho de la interpretación de éste, e impuestos
también por ciertos tabúes en el terreno del culto y las relaciones
sexuales, el estado soberano era totalmente libre a la hora de tomar
decisiones. Había zonas o facetas de la conducta humana en que,
por lo general, no intervenía, pero ello era sólo porque no quería
o porque no le interesaba. El individuo no tenía ningún derecho
natural a coartar los actos del estado, como tampoco poseía ningún
derecho inalienable concedido o garantizado por una autoridad supe­
rior. No había autoridades superiores.
En el plano ideal, claro, la participación plena en el mecanismo
ejecutivo significaba el pleno derecho a influir con voz y voto en
las decisiones del estado soberano, se tratase de una oligarquía o
de una democracia. Y, también desde el punto de vista ideal, este
pleno derecho significaba tanto igualdad respecto de todos los de­
más miembros en este sentido como derecho de hablar libremente.
Las asambleas de ciudadanos griegos no eran monopolio de las demo­
cracias: se encuentran ya en los poemas homéricos, aunque los ciuda­
danos corrientes son aquí meros oyentes; en Creta y en Esparta,
según Aristóteles (Política, 1.272 a 1 0-12), éstos se limitaban a
votar las propuestas planteadas previamente por los ancianos y los
funcionarios. En la forma final de la democracia ateniense, sin em­
bargo, y presumiblemente también en otras democracias griegas,
todos los ciudadanos presentes tenían en principio el derecho de
hacer o rectificar anteproyectos, de hablar en pro o en contra de las
mociones presentadas por otros. Esto estaba implícito en las palabras
del mensajero: «¿Quién tiene un consejo útil que dar a la ciudad
y desea darlo a conocer?».
En la práctica, las cosas eran distintas. La asamblea ateniense
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 39

se celebraba por lo general en un anfiteatro natural del monte lla­


mado Pnyx, y es increíble que en una congregación de miles de
hombres y al aire libre como aquélla, sin los medios modernos para
aumentar el volumen de la voz y con una agenda de trabajo a me­
nudo repleta y que tenía que resolverse en una sola sesión diaria,
los ciudadanos normales hubieran querido o se hubieran atrevido a
salir a la palestra, o hubieran creído, de decidirse, que se les iba
a escuchar. No tenemos que obligarnos a creer lo increíble: la lite­
ratura y los restos epigráficos no dejan la menor duda de que el
dircurseo y la formulación real de medidas políticas y anteproyectos
eran monopolio de lo que nosotros llamaríamos «camarilla política»,
de aquellos en que pensaba Tucídides cuando se quejó (V III, I, 1) de
que, una vez confirmadas las noticias del desastre siciliano, el pueblo
se volviera «contra los oradores [ rhétores] públicos que habían apo­
yado la expedición, como si aquél no hubiera votado en favor de
la misma».
Cualquier exposición de la política de la pólis precisa por tanto
un cuidadoso balance de lo real y lo ideal, de lo ideológico y la
práctica. Que esto sólo pueda afrontarse para el caso de Atenas,
dado el estado de nuestros conocimientos, no es un gran contra­
tiempo, pues Atenas era la quintaesencia política de la pólis. Lo que
sigue, pues, se refiere concretamente a Atenas sólo, aunque proba­
blemente sea aplicable con justicia a las demás democracias en los
aspectos más importantes, aunque no en todos.
El límite más palpable a la realización del ideal, con su hincapié
en la igualdad, parte de la enorme desigualdad de la población ciu­
dadana. Basta con fijarse en las diferencias económicas. Sin los me­
dios y tiempo para alcanzar una educación apropiada y estar al día
en punto a finanzas, asuntos extranjeros y demás temas de interés
público, a duras penas se esperaría que un ciudadano hablase y fuera
escuchado en las deliberaciones. Incluso encontraría demasiado cos­
toso y sufrido asistir a las reuniones de la Asamblea de manera regu­
lar, cuarenta días al año repartidos a lo largo de éste, sobre todo
si era un campesino que vivía en los más alejados pueblos de Atica.
Esto era tan evidente por sí mismo que se tomaron medidas, sobre
todo en las décadas intermedias del siglo v, para igualar artificial­
mente a los ciudadanos. Casi todos los cargos públicos, incluidos los
de los 500 miembros del Consejo, se asignaron echándolos a suer­
tes y fueron rotativos, haciéndolos asi accesibles a la población, que 3

3. La observación de Tucídides plantea también la cuestión de las responsabili­


dades, a la que volveremos.
40 E L LEGADO DE GRECIA

de otro modo habría tenido pocas o ninguna probabilidades de resul­


tar elegida, y asegurando al mismo tiempo que la experiencia directa
de los negocios diarios del estado se difundiera entre una propor­
ción anorm almente elevada de la ciudadanía. También se introdujo
la disposición de que los hombres que sirvieran en las corporaciones
administrativa y judicial fueran retribuidos con una modesta pensión
diaria.
Paradójicamente, la asistencia a las reuniones de la Asamblea
fue la última de las obligaciones que se retribuirían con una subven­
ción diaria, a comienzos del siglo iv, tras la expulsión de los Treinta
Tiranos. Cuál era exactamente la asistencia normal sigue siendo una
cuestión controvertida. Las excavaciones arqueológicas han puesto
de manifiesto que en el siglo v la Pnyx no podía acoger a más de
6.000 hombres, que se hicieron ampliaciones a comienzos del siglo iv
y que parece se duplicó la capacidad hacia 330 a. de C. Se ha suge­
rido, con visos de verosimilitud, que la introducción de la retribu­
ción por la asistencia impuso tales cambios y que en el siglo iv la
cifra de 6.000 era normal, aunque aumentaba en las reuniones dedi­
cadas a los principales asuntos de interés público.4 Que la asistencia
más o menos habitual del 15 o 20 por 100 de los posibles candi­
datos se considere elevada o escasa es una cuestión subjetiva no
susceptible de solución satisfactoria. La cuestión más objetiva de
la representatividad de este 15 o 20 por 100 tampoco puede resol­
verse, dados nuestros conocimientos, aunque se han aventurado suce­
sivas hipótesis a raíz de indicaciones aisladas de las fuentes. Lo
innegable es que había veces en que o el sector más rico o el sector
más pobre de la población estaba inevitablemente subrepresentado
por razones militares; el primero, por ejemplo, en 462 a. de C.,
cuando Cimón tomó 4.000 hoplitas para ayudar a Esparta o sofocar
la rebelión ilota de Mesenia, el segundo en 411, cuando la flota
ateniense estaba anclada en Samos. Es de creer que la ausencia de
los 4.000 hoplitas facilitó los progresos democráticos promovidos
por Efialtes; y es indudable que la ausencia de miles de thetes fue
vital para el golpe oligárquico de 411.
Es asimismo indudable que los políticos activos apreciaban el
significado de tales fluctuaciones de la asistencia y que las compren­
dían en sus previsiones tácticas. Este aspecto integral de la política
ateniense, la planificación, organización y manipulación, que se daban
4. Se trate de una cifra superior a Ja que aparece en los textos m is modernos;
sigo el detallado análisis de los testimonios de M. H . Hansen, «How many Athenians
attcnded the Ecdesia?», Greek, Román and Ryzanline Studies, X V II (1976), pp. 115-
134.
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 41
día tras día, falta con mucho en las fuentes de que disponemos, que
carecen de nada comparable a las cartas de Cicerón. La atención se
centraba en los debates de la Asamblea, resumidos por Tuddides,
caricaturizados por Aristófanes y Platón, y ejemplificados en los dis­
cursos supervivientes de Demóstenes y Esquines. A decir verdad,
eran importantes, mucho más que los debates parlamentarios de la
actualidad. Y no menos verdad es que los dirigentes políticos no
eran tan imprudentes que apostasen su línea y carrera políticas única­
mente a la habilidad oratoria.
El juego de la política era duro. Los discursos de Esquines y
Demóstenes, sin que importe lo que se corrigieran antes de publi­
carse, son una guía más segura para percibir aquella dureza que la
austera versión de Tucídides (reducida toda al lenguaje del historia­
dor). Ellos nos dicen cómo hablaban los políticos en público y de qué
argumentos se servían, aunque, por desgracia, hay poco más que
alusiones sobre la actividad política diaria al margen de las reunio­
nes de la Asamblea y el Consejo, y de las negodaciones diplomáticas.
El único caso concreto de solidtadón de votos, por ejemplo, nos ha
llegado por una serie de hallazgos arqueológicos casuales en el barrio
de los alfareros, más de 11.000 óstraka del siglo v a. de C., grabadas
con nombres. Tales eran las papeletas de voto que se utilizaban para
el ostracismo, un procedimiento por el que una figura política se
enviaba al exilio durante diez años si aprobaban tal medida 6.000
votos por lo menos. En el hallazgo aludido, hay unos cuantos nom­
bres en muchos óstraka, el de Temístodes en más de 300, grabado
evidentemente por una pequeña cantidad de manos. En otras pala­
bras, se preparaba y se distribuía por anticipado una considerable
cantidad de estas conchas como una forma elemental de preámbulo
electoral.
El aparato formal carecía de tanta actividad, de la que la distri­
bución de óstraka no es más que un pequeño ejemplo. En particu­
lar, no había partidos políticos por la sencilla razón de que no se
podía proporcionar una protección mínima. El sistema de gobierno
no proporcionaba trabajo, al igual que no había ni puestos suscep­
tibles de elección ni una burocracia administrativa; la economía
ofrecía pocas posibilidades para los contratos, los monopolios, los
privilegios y las concesiones públicos. Por el contrario, los políticos
tenían que confiar en los vínculos de familia y en pequeños grupos
informales o camarillas, indicados en el lenguaje de la época con
la expresión «los que están con fulano o con zutano», expresión
reiterada tanto en contextos privados como públicos, en las oligar­
42 E L LEGADO DE GRECIA

quías y en las democracias.1 La terminología refleja el carácter par­


ticular y fluido de los agrupamientos, que eran pese a todo eficaces
y ciertamente básicos, a pesar de su informalidad y su naturaleza
móvil.
Las dos palabras corrientes que en griego nominaban a tales
grupos son hetaireía y synomosta, a veces traducidas al inglés con
el pálido vocablo club [«asociación»], que por lo menos tiene el
mérito de subrayar su aspecto social, como en griego. Pues no eran
organizaciones políticas en esencia ni origen (excepción hecha de las
mancomunaciones conspiratorias que se formaron para preparar el
golpe oligárquico de 411). A menudo, si no siempre, eran clubes de
hombres que habían hecho el primer servicio militar juntos, a los
18 y 19 años, y que limitaban su participación, por definición, a la
mitad más rica de la población, los que llenaban las filas de la infan­
tería como hoplitas, el mismo sector social que monopolizó la crema
política y, más o menos, la actividad política profesional de toda la
historia de Atenas. El cambio de liderazgo que se dio durante la
guerra del Peloponeso se restringió a los límites de este círculo:
los «políticos nuevos» como Cleón, detestados y escarnecidos por
dramaturgos y filósofos, eran tan ricos como la aristocracia terrate­
niente tradicional con quien competían por el poder político, pero
a la que nunca desplazaron del todo. Apenas si se conoce a un solo
político importante que haya surgido de un medio pobre. Tampoco
hubo «clubes» de este jaez entre las clases inferiores.
No es fácil afirmar que hubiera una predisposición de la gran
masa de la población a dejar la política activa en manos de un pe­
queño número de ciudadanos ricos respaldados por los amigos y con­
géneres de la clase superior. Había que resistir, en particular, la ten­
tación de recurrir a la apatía política popular. Entonces, como ahora,
la política era, para la mayoría, un medio y no un beneficio o un fin
en sí mismo. Por un lado, los chismes y bromas políticos divertían
a todos, la política era un continuo tema de conversación; por otro,
la difícil y más o menos absorbente tarea de formular fines políticos
y de lograr su puesta en práctica a través del aparato gubernamental
se dejaba a irnos cuantos, que no sólo tenían tiempo y conocimiento
para ello, sino también la confianza de amplias capas de la ciudadanía.
Una prueba práctica del sistema es la medida en que hubo con­
tinuidad de una línea política a lo largo de un período de tiempo.
5. Un buen ejemplo, relativo a Tebas, lo proporciona la obra histórica anónima
conocida como HeUenica Oxyrbyacbta, cap. 12, en un pasaje en que el autor menciona
expresamente lo inseparable de la línea política y los intereses personales entre la
clase política.
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 43
Las consideraciones sobre la historia del imperio ateniense en el
siglo v, nuevamente sobre la segunda liga ateniense y la compleja
lucha contra Filipo de Macedonia en el iv, revelan que los logros
de Atenas, en la prueba citada más arriba, fueron más bien notables.
Hubo desacuerdos y fracasos — ¿qué sociedad no los ha tenido?— ,
pero se superaron gracias a la inteligente búsqueda de más impor­
tantes objetivos a largo plazo. Que los historiadores y moralistas
modernos aprueben esta política o que, siguiendo las pautas de los
antiguos críticos hostiles, la desaprueben, es irrelevante para el tema
que nos ocupa, como lo es la conocida condena de los «demagogos».
«En cuanto al sistema ateniense de gobierno — dice un foliculario
oligárquico de la segunda mitad del siglo v (Pseudo Jenofonte, Cons­
titución de Atenas, 3, 1)— , a mí no me gusta. Pero como los ate­
nienses quieren ser una democracia, a mí me parece que la defienden
bien.»
La continuidad política implica algo más que una jefatura capaz;
en el tipo de sociedad que tratamos, habría sido imposible sin una
responsabilidad política muy difundida entre los ciudadanos. La res­
ponsabilidad, concepto que no es fácil definir, consta de varios ele­
mentos en el contexto presente. Uno de ellos, evidentemente, es «la
obediencia de las leyes», no sólo en el normal sentido del respeto, sino
también en el de la admisión de todas las resoluciones concretas
tomadas por las instituciones soberanas mediante los procedimientos
legales, sin que importase lo doloroso u objetable que personalmente
pudieran ser. El Critón platónico lo expresa admirablemente. Otro
elemento de la responsabilidad se manifiesta en la relación entre la
«clase política activa», los dirigentes políticos, y el resto de la ciuda­
danía. Puede decirse por tanto que la responsabilidad cívica consiste
en la elección responsable de dirigentes que a su vez sepan responder
de sus actos y línea políticos.
Los «oradores» contra los que se volvieron los atenienses no
eran funcionarios, no lo que los romanos llamaron «magistrados»,
y es significativo que los funcionarios como tales jugaran un papel
muy pequeño en las discusiones griegas sobre política y responsa­
bilidad política. Cicerón sabía muy bien la diferencia cuando, en las
primeras páginas del tercer libro de sus Leyes, insistía en que el
imperium era esencial por naturaleza a la justicia y la vida ordenada,
ya se tratara de la casa o del estado. La primera acepción de imperium
es 'orden’, 'mando’, y, aunque los romanos hablaban del impe­
rium populi romani, soberanía del pueblo romano, normalmente pen­
saban en el poder oficial de los altos magistrados, y esto es lo que
Cicerón ensalzaba: «verdaderamente, puede decirse que el magistrado
44 E L LEGADO DE GRECIA

es ley expresa (lex loqueas) y la ley un magistrado tácito». De aquí


que la obediencia al magistrado sea una condición necesaria para
una sociedad justa. La frontera entre la obediencia a la ley y la
obediencia al magistrado (o monarca) puede parecer confusa, pero
el abismo entre lo que subrayan el griego clásico y el romano es
insalvable. Y fue el segundo, no el primero, el que aportó el princi­
pal legado político de la mayor parte de la historia europea subsi­
guiente.
La brusca crisis de la responsabilidad política puede llevar a la
anarquía, pero en la Grecia clásica solía desembocar en guerra civil.
Ya se ha dicho que la inmunidad ateniense fue excepcional, aunque
no única: Esparta constituyó otra excepción durante mucho tiempo,
pero por motivos diferentes. ¿Por qué? O, en palabras más concre­
tas: ¿por qué fracasaba tan a menudo la pólis griega a la hora de
resolver por medios políticos las diferencias internas? Cuestión que
hay que engarzar con otra: ¿por qué combatían continuamente entre
sí las póleis griegas? No tenemos a mano una respuesta sencilla. En
nuestro contexto, tal vez baste sugerir que las póleis carecían de
recursos humanos, territoriales y materiales con que facilitar a los
ciudadanos la «vida buena» que el estado prometía. Las carestías
endémicas sólo se superaban a costa de un segmento o de la propia
ciudadanía o de la ciudadanía ajena. Es inútil especular acerca de
la posibilidad de que la stásis interminable del siglo iv hubiera lle­
vado a los griegos a resolver de una vez la situación, ya que la
solución vino de fuera y de una fuerza superior, sin ir más lejos,
Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro.
Alejandro murió en 323 a. de C., Aristóteles al año siguiente.
El mundo helenístico que siguió fue de gobierno monárquico. Algu­
nas póleis independientes, como Rodas, sobrevivieron en tanto que
auténticas comunidades políticas hasta que la conquista romana dio
carpetazo al asunto. Fueron la excepción, sin embargo, y vivieron
bajo presiones continuas de los reyes. Aunque la palabra pólis siguió
utilizándose normalmente en todas partes, la realidad la aproximó
más al concepto de «ciudad» en sentido estricto que a la pólis en
sentido clásico. Las ciudades se hicieron mayores en el período hele­
nístico y aumentó su número, gracias a la fundación de nuevos encla­
ves en los territorios orientales conquistados por Alejandro: Alejan­
dría y Antioquía son los principales ejemplos. En estas ciudades
seguía habiendo en apariencia una actividad política continua: se
competía con dureza por los cargos públicos, había desacuerdos en
política y hubo disturbios entre facciones. Pero en la mayor parte
de las ciudades, en aquellas que se encontraban en territorios gober­
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 45
nados por monarcas, el tema concreto de la política quedó reducido
a pura fórmula. Los asuntos extranjeros y militares desaparecieron
por completo y los reyes intervenían en las cuestiones puramente
internas cuando les convenía. A fines del siglo iv, por ejemplo,
Antígono I de Macedonia decretó la fusión de dos ciudades de Asia
Menor, Teos y Lébedos, y estipuló detalladamente no sólo las condi­
ciones, sino también el sistema jurídico.6
No es sorprendente que en muchas ciudades los principales car­
gos públicos acabaran por ser los vinculados con el culto y los jue­
gos, substituyendo a los arcontes y strategoi, empleos políticos y
militares de la ciudad-estado clásica. Paradójicamente, la palabra
«democracia» adquirió un sentido radicalmente nuevo y un extraño
prestigio: entre los griegos helenísticos significaba 'república’, entre
los griegos sometidos a los emperadores romanos llegaba incluso a
aplicarse, en sentido elogioso, al emperador autocrítico: «una común
democracia de la tierra establecióse, bajo un hombre, el mejor, legis­
lador y guía, y todos fueron uno, como en un centro urbano común,
a la hora de recibir lo suyo» (Elio Arístides, Elogio de Roma, 60).
Los monarcas helenísticos, a diferencia de los anteriores tiranos
griegos, quisieron institucionalizar y legitimar su situación, aunque
no fueron monarcas «constitucionales». Institucionalmente, confiaban
en el aparato administrativo, un fenómeno nuevo en la historia grie­
ga; para la práctica política se apoyaban en el consejo de los «ami­
gos» y, en última instancia, en su propio e incontrolado derecho de
tomar decisiones. Eran gobiernos de antecámara y pasillo. La «opi­
nión pública» estaba claro que se manifestaba, pero nunca con las
abiertas polémicas del pasado, para las que ya no había foros. La
política había muerto; la dudad-estado, en tanto que organismo
político, no dejó legado alguno al mundo griego después de Alejandro.
Tampoco habría un legado semejante en ulteriores periodos de
la historia. En otras palabras, la larga y compleja historia del legado
cultural griego fue precisamente esto; no le acompañó un legado ins­
titucional. Esparta es un ejemplo muy dato: entre los muchos admi­
radores de Esparta a lo largo de los siglos, los más redentes en la
Alemania nazi, no se encuentra el menor indido de glosa o imita-
dón de las institudones espartanas como hecho diferenciado de los
«valores» o el «ethos» espartanos. Lo mismo vale para Atenas, con
una menor aunque interesante excepción, a la que volveremos en
seguida. La política como tal es una forma de conducta pública que

6. C. B. Welle», Royal correspottdence in the HclUnistic period, New Haven,


Coonecticut, 1934, n.w 3-4.
46 E L LEGADO DE GRECIA

puede darse eo el seno de una gama de sociedades radicalmente dis­


tintas. La idea de «legado» es significativa sólo respecto del marco
en que se da la política, no respecto de la política por sí sola. En
principio, se puede recibir en préstamo un aparato gubernamental
o un sistema jurídico, en conjunto o en parte, como en sentido lato
ocurrió en Iberoamérica. No es difícil entender que nada ni remo­
tamente comparable se intentara siquiera en las instituciones griegas,
atenienses o espartanas, democráticas u oligárquicas (aunque entre
ellas se recurría con toda libertad a dichos préstamos). Buena parte
de la explicación se sigue del hecho de que la política griega presu­
ponía unas comunidades pequeñas, face-to-face; todas las institucio­
nes importantes partían de esta base y no eran transferibles a unida­
des territoriales superiores. En éstas, era inevitable alguna forma
representativa si se quería que la toma de decisiones se basara en
la polémica y el consenso. La representación, a su vez, exigía meca­
nismos distintos de las formas de la pólis griega (aunque a veces se
conservaban las antiguas etiquetas), así como relaciones diferentes
entre la ciudadanía llana — independientemente de la manera en
que era definida— y la «clase política activa».
Nada de esto sirve para la Roma republicana, desde luego, que
fue una dudad-estado en sus orígenes y que mantuvo la ficción de
ser una dudad-estado mucho después de haberse transformado en
un poderoso estado territorial. Que la Roma republicana fue una
sociedad totalmente política está fuera de duda; sólo nos interesa
la presencia o ausencia de un legado griego tocante al aspecto insti­
tucional, que nada tiene que ver con la influencia de la filosofía
política griega. La cronología relativa lanza una advertencia inme­
diata: el interés romano en los autores y teóricos griegos no data
mucho más arriba de 200 a. de C., un siglo después, más o menos,
de la defunción de la pólis clásica, y mucho después, asimismo, de
que el sistema institucional romano se hubiera confeccionado. Esto,
por sí solo, no decide la posibilidad de una influencia griega en la
Roma temprana: los hombres no recurren a los libros para aprender
de sus vecinos. Aunque podemos desechar por ficticia la referencia
a Solón, por ejemplo, que el erudito Dionisio de Halicarnaso, que
escribía en tiempo de Augusto, atribuyó a un senador del siglo v
a. de C. (Antigüedades romanas, V, 65, 1), había comunidades grie­
gas al sur de Italia cuando Roma no era más que un poblacho some­
tido al gobierno etrusco. En consecuencia, había a mano un filón
plausible de aprendizaje y préstamo. Hay que juzgar por las institu­
ciones mismas; no hay otro hilo conductor. Pueden advertirse desa­
rrollos paralelos, pero ¿fueron acaso algo más que soluciones inde­
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 47
pendientes a problemas similares en comunidades pequeñas que vi­
vían y crecían en condiciones ecológicas y tecnológicas equiparables,
con raíces comunes en una época más lejana, prehistórica? Así, cuan­
do se derrocó la monarquía, otros tuvieron que hacerse cargo de la
comunidad, y fueron éstos, en realidad, los que tenían el poder,
esto es, los jefes de las familias aristocráticas que poseían la tierra,
el filón básico. Cuando buscamos los detalles, y también la estruc­
tura, del aparato gubernamental, el encuadre de la conducta política,
las diferencias son tan elementales que nos vemos obligados a con­
cluir en contra de que hubiera un legado griego importante en este
campo romano. Con la fundación augústea del imperio, se desvane­
cen todas las dudas.
En las épocas subsiguientes, hasta nuestros días, ha habido pocas
oportunidades para las influencias. Sólo los municipios de la Edad
Media tardía y el Renacimiento, sobre todo en Italia, fueron lo
bastante pequeños. Aunque también éstos se originaron en un con­
texto demasiado distinto, económica y políticamente, con una rela­
ción diferente entre la ciudad y el campo a todos los niveles, ya
fuera el del campesinado o el de la nobleza feudal, para que resul­
taran posibles los préstamos institucionales, aunque se hubiera cono­
cido con suficiencia la ciudad-estado de la Grecia clásica, que no fue
el caso. Un obstáculo posterior fue la larga hostilidad contra la
democracia, con que se relacionaba integralmente a la Atenas clásica.
Cuando Wordsworth escribió en una carta privada de 1794: «Per­
tenezco a esa detestable clase de hombres llamados demócratas»,78
desafiaba y no satirizaba. Basta con leer las primeras historias mo­
dernas de Grecia, escritas en esa época por Gillies, Mitford o Thirl-
wall. Cuando Grote replicó, por así decir, reflejaba la filosofía de
los utilitaristas: éstos fueron la excepción ya referida, y los valores
que encontraron en la experiencia política ateniense fueron pedagó­
gicos en sentido estricto. «Pese a los defectos — escribía John Stuart
Mili— del sistema social y las ideas morales de la Antigüedad, la
práctica del dicasterío y la ekklesia elevó el esquema intelectual del
ciudadano ateniense medio muy por encima de cualquier ejemplo
que encontrarse pueda en cualquier otra comunidad, antigua o mo­
derna.» * El eco de la oración fúnebre de Tucídides es evidente: es

7. G t. de R . R. Palmer, «Notes on the use of the word "Democracy" 1789-1799»,


Politiad Science Qaarterb, LXV1II (1997), pp. 203-226.
8. Cotisiderations on representativo tovemment, Everyman Library, p . 216.
48 E L LEGADO DE GRECIA

en el campo de la teoría política, no de las instituciones, donde hay


que buscar el posible legado.

M. I. Finley

II. T e o r ía p o l í t i c a

Los griegos inventaron la política; también crearon la teoría


política y entre estos dos elementos de su actividad hay una rela­
ción evidente. La pólis fue, idealmente, una comunidad de iguales,
los politai, que resolvían la política en discusiones abiertas y orga­
nizadas. Estos debates probablemente originarían comentarios y refle­
xiones a propósito de los presupuestos tratados: por ejemplo, las
observaciones sobre el carácter de la Asamblea ateniense que hicie­
ran Cleón y Diódoto en la «polémica mitilenea» (Tucídides, III, 36-
49). La teoría política griega puede considerarse una abstracción de
esta tendencia reflexiva inherente: la teoría política de los griegos
era, básicamente, reflexión sobre la naturaleza de la pólis, dirigida
como una aventura intelectual autoconsciente que hay que distinguir,
y a un nivel más general, de las polémicas sobre temas políticos
concretos. La teoría política fue pues una actividad de segundo
orden respecto del nivel en que se manejaban sus elementos; aunque
esto no equivale a sugerir que se careciese del compromiso político
característico de la actividad de primer orden de la que se desa­
rrollaba.
Si nos ceñimos a las obras supervivientes, la teoría política griega
es la de Platón y Aristóteles. Está dato, sin embargo, que la teoría
política, en el sentido ya esbozado, había apareado antes. Dada la
naturaleza de nuestros conocimientos, y también del tema, es impor­
tante dar fechas concretas, pero si se desestiman las dudosas pruebas
de una teoría política pitagórica, los primeros conatos de analizar la
pólis parece que se dieron en el siglo v.
Había antecedentes: los versos de Solón son un ejemplo claro.
Peto Solón estaba preocupado, sobre todo, por una crisis particular
en una pólis concreta y su poesía política representaba una aporta­
ción a un debate político específico. Un análisis de la pólis que reba­
sara di contacto de los debates políticos particulares aparece primero
como una forma distinta de actividad intelectual en el intervalo entre
las guerras contra el persa y del Peloponeso. Fue en este período
cuando la tragedia alcanzó su punto culminante; la reflexión sobre
el carácter del teatro superviviente de esta época puede ayudar a
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 49
definir la aparición contemporánea de la teoría política. Es un teatro
básicamente interesado en temas políticos tales como la naturaleza
de la justicia y la relación entre el polítes particular y los politai
que le rodean; pero sería absurdo caracterizar la Orestíada de Es­
quilo, por ejemplo, como obra de teoría política: Esquilo no estaba
interesado en ofrecer un sólido análisis del concepto de justicia de
la especie que aparece en La república de Platón. Las obras de los
trágicos pueden considerarse un estadio intermedio entre los dos
niveles de debate político que hemos diferenciado: elementos ambos
de la vida institucional formal de la pólis ateniense, se presentan al
auditorio (que, en otro plano, constituía la Asamblea ateniense) con
el espectáculo de unos hombres que quieren comprender su propia
experiencia. Su actitud origina reflexiones que llegan al nivel más
abstracto; aunque el foco de tales reflexiones sigue siendo los casos
concretos y los individuos. Hay una diferencia clara entre el modo
que tienen los trágicos de abordar los temas políticos y el enfoque,
más rigurosamente analítico, que se desarrolló a mediados del si­
glo v. La aparición de este último señala el comienzo de la teoría
política griega como tal.
Los primeros teóricos auténticos de la pólis fueron los sofistas
y Sócrates. Su dedicación simboliza la nueva relación con la pólis
que ellos mismos establecieron: mientras querían comprender la
pólis en lo abstracto, ni los sofistas ni Sócrates vivían como politai
corrientes. Los sofistas estuvieron mucho tiempo fuera de su res­
pectiva ciudad de origen, viajando por toda Grecia; Sócrates perma­
neció en Atenas, pero alejándose cuanto podía de la vida política
cotidiana. Este distanciamiento de la política de su ciudad respectiva
acaso fuera una condición necesaria para el respectivo análisis de
la pólis.
Todo intento de valorar el pensamiento político de estos hom­
bres debe contar, en principio, con una fuerte reserva ante los testi­
monios existentes. Los sofistas fueron autores prolíficos, pero con la
excepción de dos breves ejercicios retóricos de Gorgias, las obras que
nos han llegado directamente están fragmentadas, en su mayoría redu­
cidas a una sola frase, a veces a una sola palabra. Para reconstruir
aquel pensamiento hay que dirigirse a los testimonios, en primer
lugar al aportado por Platón, sobre todo en sus primeros diálogos.
Por desgracia, se trata de un testimonio muy poco sincero. Platón
atribuye perspectivas y argumentos diversos a los sofistas, individual
y colectivamente, y siempre cabe preguntarse si tales atribuciones
son exactas históricamente, ya que, otras consideraciones aparte,
Platón era enemigo declarado de ellos. En el caso de Sócrates, Platón
4 . — FINLBY
50 E L LEGADO DE GRECIA

es otra vez nuestra fuente más importante, seguido de Jenofonte y


Aristóteles. Sócrates, que no escribió nada, aparece en casi todos
los diálogos de Platón, de modo que la pregunta por la autenticidad
tiene, en este caso, más envergadura que respecto de los sofistas.
El caso también se complica aquí por la propia actitud platónica:
la hostilidad hacia los sofistas corre paralela a la admiración por
Sócrates.
Los sofistas fueron, en principio, pedagogos que daban instruc­
ción formal de un tipo totalmente nuevo. El hecho de que Protá-
goras, por ejemplo, se ofreciera a enseñar politiké téchne, el arte de
ser un polttes, sugiere por sí solo una actitud analítica de cara a la
pólis; y parece nítida la relación entre la actividad pedagógica de
los sofistas y sus esfuerzos por dar una versión teórica de la natu­
raleza de la pólis. Si bien tenían que hacerse con pupilos dispuestos
a pagar por recibir sus enseñanzas, ellos tenían que ofrecer a cambio
algo que no estuviese ya en oferta, un saber sistematizado y articu­
lado en los asuntos políticos. Hasta entonces, a los jóvenes les habían
bastado unas relaciones no conceptualizadas e informales con los
miembros más adultos de la pólis, por lo general parientes o ami­
gos de la familia. La educación sofística representó una innovación
doble: era una instrucción formal, basada en la teoría, y la impartía
un individuo que no era miembro de la pólis del educando. La hos­
tilidad con que tropezaban los sofistas puede enfocarse como una
reacción ante estos dos deslindes respecto de la tradición.
Un aspecto fundamental de la teorización sofistica fue la inven­
ción de la retórica — el análisis de las modalidades arguméntales
que había que utilizar en la Asamblea y los tribunales— y su ubica­
ción en el núcleo de la pedagogía.9 Además, les interesaba tratar los
conceptos comprendidos en la pólis y, en el caso de Protágoras por
lo menos, el entendimiento de la pólis en conjunto. No es sorpren­
dente que estos conatos manifestaran incoherencia o impropiedad
en las actitudes dominantes, por ejemplo en la conversación sobre
el concepto de ley entre Alcibíades y Pericles (Jenofonte, Memora-
bilia, I, 2, 40 ss.). Como tampoco sorprende que la empresa engen­
drase enconos: a duras penas verían con buenos ojos los miembros
de las comunidades, que operaban basándose en el debate razonado,
el alarde de argumentos ilógicos en el marco conceptual en que
actuaban. Protágoras, sin ir más lejos, parece que estaba muy al

9. La célebre afirmación de Protágoras de que «para rudo tema hay argumentas


en pro y en contra» tal vez perteneciera a un tratado de retórica; sin lugar a dudas
hay que enfocarla como una articulación de la práctica política y jurídica.
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 51
tanto de esta reacción hostil (Platón, Protágoras, 316 G D ), agravada
además por el factor financiero en la relación entre el sofista y el
discípulo, y, 'posiblemente, por la sensación de que dicha relación
tenía un no sé qué de prostitución homosexual. En las MemorabÜia
(I, 16, 13) de Jenofonte se ponen las siguientes palabras en boca
de Sócrates:

Entre nosotros es creencia que así con la flor de la hermosura


como con la sabiduría maneras hay decentes y maneras deshonro­
sas de disponer de ellas. Pues la hermosura propia, si uno la va
vendiendo por dinero al que la quiera, lo llaman prostituto ...
conque así también la sabiduría, a los que la van vendiendo por
dinero al que la quiera, los llaman sofistas, como quien dice pros­
titutos, y, en cambio, de uno que al que ha conocido como de buen
natural lo hace amigo suyo, enseñándole lo que puede tener de
bueno, de ése pensamos que está haciendo lo que corresponde a
un hombre de bien y honesto ciudadano.

Nada de esto implica que la reacción contra los sofistas fuera


de antipatía directa y de rechazo sin ambages: en realidad, eran
ampliamente aceptados y esto hace pensar que lo que ofrecían se
consideraba valioso, como señala Sócrates al refutar la condena que
de ellos hace Anito (Platón, Menón, 91 C -9 2 A). Por lo que hay
que convenir en que a los sofistas se les miraba con radical ambi­
valencia: si bien representaban una innovación amenazadora en
tanto que pedagogos, se reconocía su eficacia y se hacía uso de ella;
y si su análisis de los conceptos operativos de la pólis ponía de
manifiesto la improcedencia intelectual de los mismos entre los politai
corrientes, también esto — dado el carácter de la pólis— se aceptaba
como una dificultad estimuladora en vez de rechazarse por subversiva
o ignorarse.
Aunque el carácter exacto de la actividad de los sofistas como
teóricos políticos no puede determinarse, como tampoco el calibre
intelectual de la misma, sí se puede concretar el tema a cuyo alre­
dedor giraba. El punto central era la pólis en tanto que abstracción
de las muchas póleis particulares diseminadas por todo el mundo
griego. Estas póleis manifestaban una gran variedad en cuanto a
instituciones, dentro del marco básico que las catalogaba en una
clase distinta de la de otras sociedades. Se puede caracterizar la teori­
zación política de los sofistas como un intento de definir y analizar
lo que muchas póleis griegas tenían en común, así como de dar
cuenta de la notable diversidad entre ellas.
Una de estas diferencias se daba en relación con cuáles miembros
52 E L LEGADO DE GRECIA

de las distintas póleis gozaban de la ciudadanía en sentido pleno.


La aparición de la democracia puso en el tapete la naturaleza de la
ciudadanía, las cualidades y capacidad necesarias y el conducto por
d que adquirirlas. Cuando el dimos, en sentido estricto, se puso
a exigir el derecho a la ciudadanía plena, la ideología tradicional,
ditista, de la competencia política se volvió problemática: los presu­
puestos se convirtieron en tema de discusión. La cuestión de si la
arelé, (acuitad necesaria para la buena participación en d gobierno de
la pólis, podía enseñarse, en contra de la hipótesis de que era innata,
y, de ser así, cómo y en qué medida, estuvo en el eje de las polé­
micas políticas del siglo v. En su «gran discurso» del P/otágoras de
Platón (321 C -3 2 8 D ), el sofista arguye que es lógico que los ate­
nienses permitan que cualquier ciudadano participe en los debates
sobre cuestiones políticas, ya que todos los ciudadanos tienen la
capacidad necesaria; tal es el resultado de un proceso de adaptación
social que comienza en la más tierna infancia y continúa durante
toda la vida del ciudadano. Así como todos los ciudadanos practican
necesariamente la polttiké arelé, así son todos profesores de la mis­
ma; el sofista se limita pues a hacer mejor lo que el polítes normal
hace cotidianamente. Protágoras, por tanto, ofrece una base lógica
tanto de la democracia como de la pedagogía sofística, y las cuestio­
nes que planteaba se convirtieron en axiales para la teoría política
lo mismo de Platón que de Aristóteles.
Por más que las póleis se diferenciasen en cuanto a la proporción
de politai que tenían ciudadanía plena, compartían la creencia de
que la característica definitoria de la relación entre los que eran total­
mente politai era que se basaba en el ttómos: una norma que garan­
tizaba la participación igual para todos en la pólis. A esta forma de
relación entre los politai los griegos la llamaban isonomia: su opues­
to era la tiranía, la violación de la norma por un polítes particular
que conseguía situarse por encima de los demás politai. La actitud
griega ante la tiranía era ambivalente: el tirano era a la vez el más
afortunado y el más vil de los hombres. Se nos antoja claro que el
esfuerzo de los sofistas por analizar la pólis estructurase esta ambi­
valencia, planteando las cuestiones fundamentales de por qué debe­
rían observar el nómos los politai, en qué sentido era la tiranía ilícita
o injusta, cuál era la naturaleza del nómos. La ideología existente
no podía dar soluciones coherentes. La hipótesis de que el nómos
contaba con sanción divina encaraba el problema de que la religión
existiese institucionalmente como un elemento de la pólis misma
y que, en consecuencia, no pudiese utilizarse como base de una des­
cripción intelectualmente apropiada de aquélla. Dado el carácter de
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 53

la religión griega, la íe en los dioses tradicionales se volvió proble­


mática junto con la pólis y en tanto que aspecto de ésta.
Al comprometerse con estos planteamientos, algunos sofistas die­
ron lugar a una distinción conceptual que sería básica para la ulterior
teoría política: la distinción entre lo necesario y lo contingente en
las sociedades humanas. Una de las formas que adoptó esta dicoto­
mía fue la oposición entre nómos y physis, «convención» y «natura­
leza»: entre lo que los hombres podían hacer por sí mismos y la
circunstancia inevitable. Ambos conceptos se habían desarrollado
durante la época arcaica, pero su empleo conjunto como herramienta
analítica aparece por primera vez en el siglo v. Habría que aclarar,
sin embargo, que esta particular antinomia fue sólo una de las herra­
mientas con que se enfocó el análisis de lo necesario y lo contin­
gente: no consta en los argumentos de Protágoras que la pólis sea
un modo necesario de sociedad, que, por el contrario, se basa en
una teoría acerca de cómo se originó.
Es tradicional establecer una diferencia tajante entre los sofistas
y Sócrates. En el contexto presente, sin embargo, lo que nos afecta
es la estrecha relación entre ellos. Es cierto que Sócrates denigró el
papel de pedagogo y que, claro, no exigió ninguna retribución a
quienes charlaban con él. Pero compartía con los sofistas la preocu­
pación por dilucidar los conceptos en que se asentaba la función de
la pólis. A diferencia de los sofistas, parece que Sócrates no hizo
ningún análisis substantivo de aquéllos y que se limitó a llamar la
atención sobre la incapacidad de los atenienses normales para dar
cuenta lógica de los conceptos que empleaban en su actividad polí­
tica. Su contribución fundamental fue más bien una teoría a propó­
sito del análisis de los conceptos políticos. Creía que la comprensión
verdadera de un concepto sólo se obtenía con una línea argumental
que supiese justificarse en cada etapa. Y para asegurarlo, el análisis
debía adoptar la forma de discusión con los demás, no dando nada
por supuesto y afirmando la recíproca convicción en cada paso del
argumento. Las instancias que exigía en la exposición de un concepto
eran tales que consideraba improcedentes las teorías planteadas por
los sofistas; éstos carecían del rigor analítico esencial. De esta suerte,
se planteaba mayores interrogantes intelectuales a sí mismo y a los
demás que los sofistas. Con todo, el ateniense normal tenía razón
al considerar que Sócrates y los sofistas estaban empeñados en la
misma especie de actividad: estaban ciertamente empeñados en enfo­
car la pólis desde una nueva perspectiva.
La aparición de la teoría política se caracteriza a veces como un
movimiento «ilustrado» semejante al del siglo xvm . El paralelismo
54 EL LEGADO DE GRECIA

se nos antoja estéril a causa de la ausencia, en el siglo v griego, del


tipo de cuerpo doctrinal sistemático y articulado con que se enfren­
taron los pensadores de la Ilustración del xvm . La religión era
muy importante para los griegos, la pólis era una comunidad de
hombres y dioses, pero los asuntos relativos a los dioses se discutían
igual que los restantes. De aquí que también en este campo fueran
los sofistas «subversivos», no respecto de un sistema establecido de
ideas, sino en virtud de su esfuerzo por hacer lógicos, por sistema­
tizar los supuestos implícitos en la sociedad. Lo mismo puede decirse
de Sócrates.
Y la experiencia de Sócrates fue decisiva para el itinerario inte­
lectual de Platón. Éste presenta a aquél como modelo de hombre
bueno, antítesis del hombre malo arquetípico, el tirano, y el sentido
que ello tiene para Platón lo simboliza el papel que el primero tiene
como protagonista de todos los diálogos de la primera época y del
período medio. En realidad, Sócrates aparece en todos los escritos
de Platón, con la única excepción del último, Las leyes. Sócrates se
había interesado en el análisis de los conceptos morales y políticos,
destinados a suscitar el entendimiento que Sócrates estimaba esencial
para la vida virtuosa. Sócrates operaba a nivel individual; evitando,
hasta donde podía, las implicaciones políticas, buscaba la mejora
moral propia y de los interlocutores mediante la conversación directa.
Platón elaboró el compromiso socrático con la dilucidación moral
de dos maneras: en primer lugar, desarrolló la teoría de las Formas;
en segundo lugar, amplió el radio de acción del análisis del indi­
viduo a la pólis: y dio en creer que la virtud necesitaba un marco
institucional que pudiese resolverse en la teoría en caso de que no
se realizase en la práctica. Dicha ampliación tomó cuerpo en la
Academia, fundada por Platón probablemente en la década de 380-
370, y destinada —en parte por lo menos— a impartir una educa­
ción intelectualmente rigurosa para gobernar, más bien que una ense­
ñanza en el arte de gobernar.
En los diálogos primeros y medios, los temas políticos tienden
a mezclarse con una compleja serie de cuestiones; los últimos son
de clasificación más fácil en cuanto al tema y El político y Las leyes
son claramente «políticos». La evolución que caracteriza la obra
conjunta de Platón es muy clara en lo que toca a su pensamiento
político, pero hay un rasgo permanente que merece subrayarse desde
el comienzo. Salvo la Apología, la versión platónica de la autodefensa
de Sócrates en el juicio de éste, todos los escritos adoptan la forma de
diálogo en que el mismo Platón no figura nunca como interlocutor.
Es una notable paradoja que un pensador que se ha hecho célebre
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 55
por sus opiniones políticas autoritarias utilizara siempre una forma
literaria que, hablando con propiedad, no le comprometía ni siquiera
con una sola frase sobre política o sobre cualquier otro tema. Este
mecanismo autoexcluyente se puede interpretar de diversas maneras;
si se considera su pensamiento político, puede verse como una expre­
sión de las relaciones de Platón con la polis. La esencia de la pólis
en tanto que comunidad política se encuentra en su institucionali-
zación del debate público; Platón, que creía que la pólis —pletórica
de negociaciones políticas— tenía ejemplos de sobra de que estaba
radicalmente corrupta, de que los dirigentes políticos utilizaban la
retórica como medio inmediato de obtener beneficios particulares
(y para enmascarar las operaciones), pedía una reforma que substi­
tuyera el debate político por la desinteresada dialéctica filosófica
expuesta en sus diálogos. La relación entre estos dos tipos de dis­
cusión es un tema básico en todo el pensamiento político de Platón.
Dos magníficos diálogos primeros, el Protágoras y el Gorgias,
ponen de manifiesto la crítica platónica de la teoría y la práctica de
la política contemporánea. En el primero, a Protágoras se le da al
principio la oportunidad de exponer con notable extensión su teoría
de la pólis en tanto que comunidad cuyos miembros, en su totalidad,
poseen, cuando menos, una mínima competencia en la areté, así
como del papel del sofista como maestro de arelé particularmente
dotado; las preguntas socráticas que siguen revelan que Protágoras
no puede dar en realidad ninguna versión coherente de lo que real­
mente es la arelé. La antinomia de locuacidad retórica y dialéctica
socrática vuelve a ser básica en el Gorgias, mucho más extenso. Só­
crates, cogiéndole la palabra a Gorgias, que ha dicho al final de un
discurso magnífico que sabe responder a cualquier pregunta de cual­
quier tema, le enreda en una discusión sobre la naturaleza de su
propio tema, la retórica. Gorgias no tarda en escurrirse de sus pro­
fundidades intelectuales y se retira con prudencia de la charla. Toma
su puesto Polo, campeón de retórica, que al final se ve obligado a
admitir que, aunque la retórica es un medio del poder, la opinión
corriente de que el máximo poder acarrea la máxima felicidad es
radicalmente falsa: el tirano es en realidad el más desdichado de
los hombres.
En este punto, Calicles, el invitado ateniense, irrumpe con la
tesis, brillante y enérgica, de que el poder es bueno. Sufre luego el
interrogatorio de Sócrates y al final se ve forzado a admitir que su
posición es intelectualmente insostenible. A Calicles se le presenta
como un político ateniense en ciernes: Sócrates está enamorado de
la filosofía, Calicles del démos ateniense (481 D). La tesis de éste
56 EL LEGADO DE GRECIA

está lejos de ser la de un sincero demócrata; la intención de Platón,


cabría barruntar, es sugerir que la verdadera dinámica de la política
ateniense es la exaltada por Calicles: la ambición egoísta y despia­
dada (y es de notar que Sócrates elogia a Calicles por decir sin tapu­
jos lo que otros se guatdan de admitir). Además, Sócrates arguye
que la opinión calidea del político como señor de sus conciudadanos
es lo contrario de la verdad: como los hechos manifiestan, el político
sólo puede salirse con la suya cuando se convierte en siervo del
démos, cuando se somete a todos los caprichos de éste. El verdadero
arte de gobernar no consiste en condescender con los deseos del
démos, sino en mejorar a éste al máximo; el único estadista autén­
tico de Atenas es Sócrates, del que Calicles se ha burlado por dedi­
carse a la filosofía, «entre adolescentes, cuchicheando en un rincón
con tres o cuatro de ellos» (485 D).
La conclusión a que se llega en el Gorgias de que sólo el filósofo,
aparentemente inútil, está dotado para la actividad política, consti­
tuye la tesis básica de la primera gran obra platónica de teoría polí­
tica constructiva, La república, diálogo en que Platón reúne una
vasta gama de temas — política, moral, estética, educación, psicolo­
gía, gnoseología— ya tratados en obras anteriores. La tesis funda­
mental de La república de que
mientras los filósofos no reinen en las ciudades o en tanto que los
que ahora se llaman reyes y soberanos no sean verdadera y seria­
mente filósofos, en tanto que la autoridad política y la filosofía no
coincidan en el mismo sujeto ... no habrán de cesar, Glaucón, los
males de las ciudades, ni tampoco, a mi juicio, los del género
humano,

aparece hacia el final del libro V, en la mitad más o menos de la


obra. Sócrates propone esta opinión al replicar a la cuestión de
cómo hacer real la pólis ideal dilucidada en los libros II-V. La articu­
lación de la pólis ideal se había emprendido a tenor de la anterior
sugerencia socrática de que así se piodría facilitar la tarea de justi­
ficar la afirmación, también socrática, de que la dikaiosúne, conven­
cional pero incorrectamente traducido por «justicia», es un bien en
sí, y de que se podría entender mejor su naturaleza cuando se consi­
dera dicha dikaiosúne, no en el individuo, sino en la pólis, donde
tiene que ser, según parece, un imperativo mayor. Elabora entonces
una pólis ideal con tres estamentos: gobernantes, soldados y ti aba­
jadores. Pues que la pólis es hipotéticamente buena, poseerá las que
se está de acuerdo en considerar cuatro virtudes: prudencia, forta­
leza, templanza (sophrosúne, que se traduce impropiamente por
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 57
«moderación») y dikaiosútte. Las tres primeras se identifican como
propias, respectivamente, de los gobernantes, los soldados y los
trabajadores; la dikaiosútte queda en el aire. La reflexión sugiere
a Sócrates que la dikaiosútte consiste en hacer aquello para lo que
se está capacitado según la propia naturaleza: la pólis ideal mani­
fiesta la dikaiosútte en el hecho de que cada estamento realice la
función que le es propia.
¿Sirve este análisis para la dikaiosútte individual? Sócrates dice
que sí: el alma individual (psyché) comprende tres elementos seme­
jantes a los de la pólis, la razón, la cólera y el deseo; la dikaiosútte
vuelve a consistir en que cada elemento cumpla su función. Puesto
que la función de la razón está claro que es mandar, de esta defini­
ción se sigue que la dikaiosútte del alma existe sólo cuando la razón
domina a los otros dos elementos; en la pólis, del mismo modo, la
dikaiosútte existe sólo cuando la dase que posee la prudencia domina
a las otras dos clases. Pero, detalle importante, la reladón entre go­
bernantes y gobernados es armónica y benévola; al contrario de todas
las póleis existentes, en que en realidad hay por lo menos dos póleis,
la de los ricos y la de los pobres, con inclinaciones encontradas, la
pólis ideal se caracteriza por la subordinadón voluntaria de las dos
clases inferiores y la autoridad altruista de los dirigentes, cuyo objeto
es preocuparse por el bien, no de su propia dase, sino de la pólis
conjunta. Este compromiso lo subraya la abolición de los dos prin­
cipales alicientes del abuso de poder: a los gobernantes se les prohíbe
la propiedad privada y la tenencia de una familia particular.
La analogía de pólis y alma es básica en la tesis del diálogo en su
conjunto. Las dificultades que entraña no se pueden abordar aquí;
surgen ante todo del hecho de que uno de los miembros de la analo­
gía, el alma, es esencial para el otro, la pólis. Los problemas que
se plantean son quizá más arduos en el caso de la tercera clase; un
motivo por el que tal vez aquéllos no afectaran por fuerza a Platón
es que el interés de éste se centraba claramente en las dos dases
superiores y, de manera particular, en la más alta, definida ya como
la de los reyes filósofos. La polémica platónica al respecto se con­
centra en la cuestión de su educación. La república nada tiene que
decir acerca de instituciones políticas en sentido estricto; se habla
de pasada de las leyes que los gobernantes podrían considerar nece­
sario aplicar, pero está claro que a Platón no le interesaba la elabo-
radón de un cuadro constitucional. Y es comprensible, porque en
la pólis ideal, la política, en sentido corriente, no ha de existir: no
hay conflicto de intereses ni de opinión entre los elementos que la
componen. El conflicto de retórica y filosofía se resuelve por la
58 E L LEGADO DE GRECIA

creación de una sociedad cuya base es la filosofía y en que la retórica


no tiene ningún papel.
Como se señaló más arriba, los últimos diálogos de Platón se
caracterizan por una mayor especialización en cuanto al tema; los
dos que abordan temas políticos son El político y Las leyes. El pri­
mero es, de todas sus obras, la más dificultosa, aunque está animada
por un análisis sorprendentemente sarcástico de la política tal y
como se practicaba cotidianamente. Explotando una analogía que
aparece continuamente en sus escritos políticos, retrata una pólis
cuyos ciudadanos se niegan a admitir el conocimiento autorizado
de los que poseen dotes técnicas e insiste en someter a éstos a leyes
que no son sino encarnaciones de la ignorancia popular. Tal es el
destino del verdadero estadista en la pólis contemporánea; no se
menciona ninguna ciudad en concreto, pero no hay duda de que
Platón se refería a Atenas. Esta crítica aparece en la parte del diálogo
que arguye que el gobernante ideal puede prescindir de las leyes
escritas y el principal interés de El político en un estudio sobre el
pensamiento político de Platón se encuentra en que deja bien claro
que el autor sigue creyendo en el ideal de un rey filósofo absoluto.
Se estima que Platón puso especial cuidado en la frase primera
de La república. No puede contarse la misma anécdota respecto de
Las leyes, pero es seguro que no por casualidad figura en primer
término de esta maciza obra (la más extensa de todas las suyas, por
cierto) la palabra tbeós, 'dios’. Tres ancianos, un cretense, un espar­
tano y un ateniense van andando desde Cnossos hasta el templo
de Zeus en el monte Dicte y mientras lo hacen sostienen una prolija
charla. Al final del libro I I I se dice que el cretense es miembro de
una corporación encargada de establecer las leyes de una nueva ciu­
dad que ha de fundarse. Propone a sus compañeros que le ayuden
a perfilarlas mientras caminan. El resto de la obra está dedicado a
esta empresa.
La conversación la protagoniza el ateniense y hasta llega a olvi­
darse en ocasiones que el pretexto es un diálogo. El ateniense se
explaya en particular acerca del reparto de la tierra (que habrá de
dividirse en 5.040 lotes a perpetuidad), de la ciudadanía, la familia,
la educación, la política y las instituciones jurídicas, y, sobre todo,
el código jurídico de la nueva ciudad. El contraste con La república
es palpable. Mientras que en ésta se ignoraban los detalles consti­
tucionales, Las leyes se extienden en ellos con minuciosidad exhaus­
tiva (aunque callan extrañamente la cuestión crucial de si todos los
ciudadanos tendrán derecho a dirigirse a la Asamblea). Ante todo,
Platón renuncia aquí a la regla ideal de los reyes filósofos. Admite
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 59
que no hay ser humano al que pueda confiarse con absoluta segu­
ridad el poder absoluto; la ley materializada en la constitución y el
código jurídico de la pólis substituyen a la filosofía en tanto que base
de la sociedad; la retórica se reintroduce como elemento esencial
del código jurídico: cada ley irá precedida de un prólogo cuyo fin
es convencer a los ciudadanos de que han de obedecerla. La tesis
nuclear de Las leyes es que la ley encarna la razón; la ley es la mate­
rialización humana de la razón divina que gobierna el universo. La
religión griega tradicional no aporta ninguna legitimación intelectual­
mente apropiada a una tesis así; Platón lo hace en el libro X, argu­
yendo en contra de los que sostienen que las leyes humanas son
simplemente creaciones humanas. «Dios es la medida de todas las
cosas, y no, como suele decirse, el hombre» (716 C).
Las leyes es prima facie una obra muy pesimista; no sólo en el
sentido de que da cuenta de la renuncia de Platón al rey filósofo
por la falta de realismo de este ideal, sino también en la opinión
general sobre la vida humana que la impregna. Los hombres no son
más que marionetas de los dioses; los asuntos humanos son poco
menos que intrascendentes... aunque es necesario que los tratemos
como si no lo fueran (803 B). Sin embargo, sería un error consi­
derar la postura platónica de Las leyes como un rechazo de este
mundo. La conciencia de lo inadecuado de su anterior ideal político
no origina renuncia, sino una obra gigantesca con una alternativa
más viable. La filosofía ya no gobierna; pero la razón humana sigue
siendo necesaria y apta para los asuntos políticos; la labor del legis­
lador es ordenar «lo bueno y conveniente para la pólis toda en
medio de la corrupción del alma humana, saliendo al paso de los
más poderosos apetitos, y sin que ningún hombre dependa de la ayu­
da de nadie, antes bien permaneciendo solo y guiándose de la sola
razón» (835 C).
La filosofía política de Aristóteles está estrechamente vinculada
con la parte moral y natural de su pensamiento, de la que también
recibió fuerte influencia. No obstante, el mismo hecho de que com­
pusiera una Política, con su frecuente y muy detallado análisis espe­
cializado de los temas políticos, indica que pensaba que la filosofía
política bien valía un tratamiento exhaustivo por derecho propio.
La Política de Aristóteles es la única obra de filosofía política siste­
mática. Sin embargo, la preparación del filósofo conllevó la composi­
ción de no menos de 158 estudios de constituciones particulares.
Debería alentamos esto a no subestimar la importancia que adjudicó
el autor a la política y la filosofía política. Las «ciencias teóricas» fue­
ron uno de sus intereses capitales, aunque conviene advertir que
60 E L LEGADO DE GRECIA

caracterizó la política como architectoniké técbne, el arte, entre


las «ciencias prácticas» que preside y gobierna las demás, la ética
incluida.
La comparación entre la Política y las obras más políticas de
Platón, sobre todo La república, dominará de manera necesaria cuan­
to sigue. Aristóteles critica en la Política a menudo las opiniones
de Platón, al igual que lo hace en sus escritos éticos, lo que ya per­
mite hablar en principio de diferencias significativas entre los dos
filósofos tanto en doctrina como en enfoque. Pero Aristóteles, que
estuvo en la Academia veinte años, fue no menos tributario de Pla­
tón que crítico suyo. Por ejemplo, hay en él un continuo y resuelto
énfasis en la teleología: tanto la Ética a Nicómaco como la Política
comienzan con una afirmación de la doctrina de los fines. Pero la
hipótesis teleológica también era fundamental en la doctrina plató­
nica. El fin del hombre se .describe con expresiones diversas en los
escritos de ambos como el bien del hombre, el vivir la virtud y la
felicidad, la eudaimonia.10 Eudaimottía es término preferido de Aris­
tóteles y en la Ética expone el primer análisis sistemático de lo que
es ser eudaimon. El concepto es también esencial en Platón — la
eudaimonia es un ingrediente necesario del estado ideal de La repú­
blica— , y de la polémica de Aristóteles o de la final definición de
éste de dicho concepto, a saber, la actividad del alma de acuerdo
con la virtud, no le habría ofendido ni sorprendido nada.
La búsqueda humana del bien y de la felicidad se da necesaria­
mente en el contexto de la pólis. Se dice en la Ética y se reitera en
la Política que el individuo y la pólis tienen fines semejantes. En el
libro I de la Política se elabora esto en el marco de una discusión
sobre el desarrollo de la pólis, que concluye que el hombre es por
naturaleza un zóon politikón, un ser hecho para vivir en la pólis
y que necesita de ella. La frase es de Aristóteles, pero el contenido
era propiedad común de todos los griegos de la época clásica, como
lo era su corolario, la superioridad de la sociedad griega porque
tenía la pólis. Platón, para quien el hombre bueno y el buen ciuda­
dano eran lo mismo, estaba totalmente de acuerdo.
De la versión teleológica que da Aristóteles de la pólis se sigue
que la vida de éste es un objetivo más completo que la de cualquier
individuo. Esto aparece ya implícito en la Ética, en la caracterización
de la política como architectoniké téchne; lo que se glosa con la
siguiente afirmación: «Pues aunque el bien del individuo y el de la

10. Eudaimonia, a diferencia de «felicidad», entraña tanto «bienestar» como


«conducta recta».
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 61

ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más
perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad; porque, ciertamente,
ya es apetecible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y
divino para un pueblo y para ciudades» (1094 b ss.). En la Política
hay un mayor desarrollo de la tesis mediante la demostración, por
un argumento evolucionista, de que la pólis es la culminación de las
obras del hombre. La pólis brota del poblado, el poblado brota de la
hacienda, la hacienda tiene sus raíces en la vinculación de hombres
con mujeres y esclavos. El proceso evolutivo llega a su fin y objeto
con la pólis, que, a diferencia de las otras formas de asociación, es
autosufidente. La pólis es por tanto la forma suprema de asodadón
natural. Con la ayuda de la doctrina del todo y la parte, se saca la
inferencia de que el individuo está supeditado al estado. Esta doc­
trina, que cuenta con un modelo biológico, aparece a menudo en la
Política junto con una analogía explídta respecto del cuerpo, tal
como sigue:
La dudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de
nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte; en
efecto, destruido el todo, no habrá pie ni mano ... Todas las cosas
se definen por su función y sus facultades y cuando éstas dejan de
ser lo que eran no se debe decir que las cosas son las mismas, sino
del mismo nombre. Es evidente, pues, que la dudad es por natu­
raleza y anterior al individuo, porque si el individuo separado no
se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en rdadón
con el todo. (1253 a 19 y ss.)

La concepción orgánica de la pólis y la doctrina de la suprema­


cía del estado sobre el individuo están presentes en La república.
Una doctrina que, por sus ecos totalitarios, tal vez ofenda a la men­
talidad moderna, pero que los griegos habrían aceptado como muy
natural. La autoridad del estado griego clásico era en prindpio ilimi­
tada; abarcaba induso el terreno de la moral. Y esto lo admitían por
igual los demócratas y los oligarcas. Más aun, la doctrina se daba
invariablemente en la teoría política en reladón con ideas avanzadas
sobre el carácter y objetivos del estado.
Estas ideas se exponen con detalle en el contexto de la discusión
sobre el estado ideal, sus características definitorias y sus prindpios
subyacentes. Los libros V II y V III de la Política están totalmente
dedicados a este tema y hay una breve exposición antidpada en los
anteriores. A propósito de los prindpios básicos d d estado ideal,
Platón y Aristóteles estaban fundamentalmente de acuerdo. (Para
nuestros fines actuales importa poco que Aristóteles, en términos ge­
62 E L LEGADO DE GRECIA

nerales, deje que estos principios sean relativamente independientes


entre sí, mientras que la tendencia platónica sea la unificación.) Pri­
mero, en la pólis buena florecen los ciudadanos, llevan una vida vir­
tuosa. Tal era el objetivo real de la pólis para Aristóteles. En segundo
lugar, la pólis buena es una pólis «justa». La dikaiosúne era un con­
cepto axial para los dos filósofos, incluso cuando no coincidía el aná­
lisis respectivo. Por último, en una pólis buena las medidas políticas
son oportunas y provechosas, y sirven tanto al interés común como
al de los individuos o grupos.
La diferencia de enfoque respecto de la dikaiosúne (que aborda­
remos en breve) choca notablemente no sólo con su compartida hipó­
tesis sobre los fines, sino también con el muy parecido papel que
ambos adjudican al provecho, sympbéron, en las respectivas teorías,
donde figura en las condiciones de la estabilidad constitucional, en
la compartida preocupación (característica de toda la tradición del
pensamiento político griego) por las causas de la inestabilidad, y en
las consecuencias que esta preocupación tiene sobre las opiniones de
ambos acerca de quién debería gobernar. En La república, los únicos
mandatarios capaces de gobernar en pro del interés de todos los
sectores de la comunidad, capaces por tanto de mantener la estabi­
lidad del estado, son los filósofos. Cuando compuso Las leyes, Platón
había reconocido ya que las cualidades necesarias no se encontraban
en los que sólo eran hombres — «Hablamos ahora de hombres, no de
dioses» (732 F)— y se refugió en un grupúsculo de guardianes de
las leyes elegido por una lista de 5.040 ciudadanos. Aristóteles, al
final del libro III, dice que el estado mejor será el gobernado por una
sola persona de virtud suprema o por una corporación de hombres
así. Han sugerido algunos que pensaba en su joven discípulo Alejan­
dro Magno cuando habló del hombre que merecía gobernar «no par­
cial, sino absolutamente» (1288 a 28). Esto es improbable, no sólo
por su casi total silencio acerca de la monarquía macedonia — silen­
cio que revela una actitud tal vez desafiante—, sino también porque
Aristóteles parece que piensa en este «superhombre» como en una
posibilidad tan sólo teórica. Al filósofo no le gustaba mucho el
superhombre. En el libro I se le considera inepto para la pólis
(ápolis) y en el I I I el filósofo se muestra casi igual de reacio a admi­
tirle. Sospechamos que Aristóteles era un sincero creyente en el
gobierno constitucional y el imperio de la ley. Sea como fuere, dedica
mucho más espacio a la forma de gobierno, a su mejor constitución,
controlada por una «clase media» compuesta de hombres de mediana
hacienda y virtud descollante, que no favorecerá ni a los muy pobres
ni a los muy ricos.
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 63
El coqueteo de Aristóteles con la idea del superhombre es una
de tantas ocasiones en que un método argumental a priori y hasta
deductivo se deja que coexista, en la mismísima discusión, con un
enfoque más inductivo o de sentido común. A Aristóteles se le suele
oponer a Platón por su dedicación al método empírico científico y
por su alejamiento de un concepto de la realidad basado en Formas
eternas y absolutas, perceptibles sólo por el intelecto. Pero no fue
escéptico ni relativista en teoría del conocimiento ni en su teoriza­
ción sobre la sociedad y la política. Pensaba que había encontrado
una base objetiva para la teoría política en la naturaleza. Peto las
observaciones aristotélicas tocantes a la naturaleza y a lo que está de
acuerdo con ella no se limitan a la descripción: están tan empa­
padas de apriorismos como cualquiera de las opiniones platónicas
más palpablemente metafísicas. Ello se debe a que a menudo son
afirmaciones sobre los fines. Es crucial la definición de «natural»
como el estado final de algo en vez de su estado primero. Hablando
de la pólis, dice:
De modo que toda ciudad es por naturaleza, si lo son las co­
munidades primeras; porque la ciudad es el fin de ellas, y la na­
turaleza es fin. En efecto, llamamos naturaleza de cada cosa a lo
que cada una es, una vez acabada su generación, ya hablemos del
hombre, del caballo o de la casa. Además, aquello para lo cual
existe algo y el fin es lo mejor, y la suficiencia es un fin y lo me­
jor. (1252 b 31 ss.)

La naturaleza así definida se invoca para confirmar todas las


opiniones conservadoras de Aristóteles sobre la vida social, econó­
mica y política. Por ejemplo, en la sección sobre la casa del libro I
encontramos argumentos que apoyan la inferioridad de las mujeres,
que justifican el sometimiento de los esclavos y que se oponen a la
adquisición de propiedades más allá de lo justo para la autosuficien­
cia, y todos basados en apelaciones a la naturaleza. También se afir­
ma en el libro I la supremacía de la pólis sobre otras asociaciones
y sobre los individuos, y en el libro I II , el problema de obtener di-
kaiosúne entre hombres desiguales se resuelve con argumentos saca­
dos de la naturaleza. En este último caso se determina que el reparto
de bienes y honores debería hacerse según la virtud. Lo que con­
cuerda con el fin del estado, que existe para fomento de la vida
buena.
O tra norma decretada por la naturaleza que aparece con frecuen­
cia en la Política es «nada en exceso», la doctrina del justo medio.
Ésta se introduce para dar apoyo a la idea de la dikaiosúne distri­
64 E L LEGADO DE GRECIA

butiva (con resultados no enteramente felices) y para justificar la


preferencia aristotélica de una política moderada.
Dado que Aristóteles se aferra, al parecer, a los análisis políti­
cos fuertemente teóricos y apriorísticos, cabe preguntar cuánto espa­
cio se deja a un método argumental más empírico. Es muy critico
con Platón por no remitir sus doctrinas a la experiencia de los hom­
bres. Si el estado ideal fuera tan superior, dice Aristóteles (en el
libro II), ya se habría descubierto antes. Todo lo bueno se ha descu­
bierto ya, aun cuando no baya contado con una prueba sistemática
de necesidad. Por otro lado, la ciudad platónica es totalmente impo­
sible, punto donde Aristóteles saca a colación buena cantidad de
consideraciones, sobre todo de índole práctica. Parecidos argumentos
pragmáticos se esgrimen contra las medidas platónicas para asegu­
rar la unidad de la ciudad mediante la propiedad común, la aboli­
ción de la familia y el intercambio de niños entre las clases.
En su propio análisis de las constituciones, hace gran hincapié,
al comienzo, en las realidades concretas y prácticas de la política
griega: «Hay que decir un poco más ampliamente en qué consiste
cada uno de estos regímenes» (1279 b 11-12). Incluso la tiranía,
que generalmente se consideraba la negación del gobierno constitu­
cional, tiene su análisis, un análisis notablemente imparcial por cierto.
Con un espíritu más o menos parecido, insiste en una reducción de
la dicotomía oligarquía/democracia en términos de clase (1279 b
34 ss.).u El análisis de la oligarquía y la democracia ilustra vivamen­
te su afición por las clasificaciones y subclasificaciones, explicables
por su pasado e intereses científicos. Aristóteles no aceptaba la sim­
ple dicotomía: lejos de ello, encuentra cinco grandes tipos de demo­
cracia y cuatro de oligarquía. Precede a esta conclusión una obser­
vación general en el sentido de que hay pluralidad de constituciones.
Toda ciudad se compone de una pluralidad de «partes», esto es,
clases o grupos sociales, que se diferencian entre sí y también en su
composición según cuál sea el estado. «Por consiguiente, es forzoso
que existan tantos regímenes como ordenaciones según las superiori­
dades y las diferencias de las partes» (1290 a 12-13).
Aristóteles fue lo más cercano a un científico de la política1

11. «Este razonamiento parece poner de manifiesto que e l que sean pocos o uni­
dlos los que ejercen la soberanía es un accidente, en el primer caso de las oligarquías,
en el segundo de las democracias, porque en todas partes los ricos son pocos y los
pobres muchos ... lo que constituye la diferencia entre la democracia y la oligarquía
es la pobreza y la riqueza, y necesariamente, cuando el poder se ejerce en virtud de
la riqueza, ya sean pocos o muchos, se trata de una oligarquía; cuando mandan los
pobres, de una democracia.»
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 65
— donde ciencia política es la descripción de las funciones guberna­
mentales— que dio el mundo antiguo.12 Con todo, él habría preferido
considerarse «filósofo político»:
Hay que decir un poco más ampliamente en qué consiste cada
uno de estos regímenes. En efecto, la cuestión tiene algunas difi­
cultades, y es propio del que la estudia desde todos los puntos de
vista y no mira únicamente a la práctica el no pasar por alto ni
dar de lado ningún aspecto, sino poner en claro la verdad sobre
cada uno de ellos. (1279 b 11-16.)

Aristóteles da aquí una definición rudimentaria del método «aporé­


tico», consistente en el planteamiento de dificultades (aporíai) res­
pecto de los principales conceptos de la teoría política. El procedi­
miento se ve con claridad en el libro V II de la Etica. El primer paso
es exponer las apariencias o lo que el caso parece ser ( ti phainó-
mena), el segundo plantear las aporíai, el tercero resolverlas, de ser
posible corroborando todas las opiniones establecidas ( t i endóxa), o
por lo menos la mayor parte y las más autorizadas. «Pues si se resuel­
ven las dificultades y quedan en pie las opiniones generalmente
admitidas, la demostración será suficiente» (1145 b 1-7). El método
se emplea de forma inmediata para socavar la explicación socrática
(y platónica) de los defectos de la conducta humana, que apelaba
a la ignorancia intelectual y no a las flaquezas morales. Esto, alega
Aristóteles, está en desacuerdo con «lo que vemos claramente»
(1145 b 28).
El mismo método aparece en la descripción de la dikaiosúne que
se da en la Política. A Platón no lo critica directamente, pero su
radical redefinición de la dikaiosúne respecto de la pólis y el alma
como coordinación justa de las partes constituyentes se rechaza de
manera implícita, señalándose su función aleatoria en el uso lingüís­
tico y en las opiniones corrientes de los hombres. Aristóteles, por
el contrario, comienza por la idea dominante de dikaiosúne como
igualdad y justicia (1280 a 12). El problema básico es cómo ha de
juzgarse la igualdad. Aristóteles recoge las principales opiniones
dominantes, aunque no siempre con simpatía. La creencia democrá­
tica en la igualdad de participación de todos los ciudadanos libres
se desautoriza rápidamente porque choca con la firme convicción

12. Piénsese en este sentido en el estudio de 158 constituciones que llevó ■ cabo
con su escuela. La única obra superviviente de esta prolija e insólita investigación es
La constitución de Atenos [ed. bilingüe de Antonio Tovar, Instituto de Estudios Polí­
ticos, Madrid, 1948, teimp. 1970].

5. — FINLEY
66 E L LEGADO DE GRECIA

aristotélica de que los hombres son moralmente desiguales. El argu­


mento oligárquico de que aquellos que hacen una mayor aportación
deberían tener mayor participación en los beneficios se acepta, por
tanto. Pero cuando se aborda el problema del tipo de aportación,
Aristóteles rechaza la inversión financiera, la nobleza de nacimiento
y la cuna libre (base de las posturas oligárquicas, aristocráticas y
democráticas, respectivamente) para inclinarse por las buenas obras.
La «república» 13 de Aristóteles es más dtkaia que las alternativas
porque los que en ella se benefician del reparto de bienes y honores
son hombres de virtud superior cuya vida discurre en conformidad
con el justo objetivo del estado.
Aunque se ha invocado aquí el principio teleológico y también
la doctrina del justo medio para apoyar tanto la opción de la forma
de gobierno como la definición de la dikaiosúne, no es ésta ninguna
de esas ocasiones en que Aristóteles recurre a ellos de modo impe­
rioso. En caso de que no pueda encontrarse un individuo de bondad
descollante ni un grupo de hombres virtuosos, siempre tiene a mano
una solución situada un peldaño o dos más abajo. La forma puntual
de constitución debiera reflejar la forma en que la virtud, la riqueza,
la nobleza de cuna y la cuna libre — atributos necesarios de la pólis—
se reparten entre los miembros de la comunidad. No hay constitu­
ción que sea apropiada para todas las ciudades. Claro que la dikaio­
súne puede caracterizar a cualquier constitución, siempre que la auto­
ridad dominante gobierne en interés de todos. En cierto sentido,
pues, el método aporético concluye con una solución poco menos que
preparada de antemano, cuando no con una taxativa y total aporta
en el sentido socrático de callejón sin salida.
Lo que hay que subrayar es el pluralismo del método y las hipó­
tesis de que se sirve Aristóteles para abordar el tema justo y la
función de la teoría política. Por ejemplo, mezcla la preocupación
por el estado ideal con el interés por analizar los tipos contempo­
ráneos de constitución y por dar consejos políticos prácticos; su
teoría de la naturaleza está siempre presente, y sin embargo apela
a cada momento a la opinión generalmente aceptada; gusta de los
13. La «república» se introduce como una de las tres «constituciones justas»,
monarquía, aristocracia y república, de las que la tiranta, la oligarquía y la democracia
son formas degeneradas. Aristóteles no analiza en ninguna parte qué sea ni cómo
funciona una «república». Víase, por ejemplo, 1293 b 32-94 a 25 (mezcla de democra­
cia y oligarquía), 1295 a 25-96 a 22 (regidas por una «clase media»). [Advertencia:
el texto inglés dice polity; el término griego es politeíd; «república», que es d tér­
mino que dan los traductores del texto que aquí se maneja, debe entenderse pues en
sentido clásico castellano y no como la forma particular de gobierno que entendemos
actualmente. (N. del /.)]
POLÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 67

cuadros exegéticos refinadamente teóricos y sin embargo se apoya


en gran medida en el sentido común; admite de manera clara e
incondicional ciertos valores y presupuestos de la polis, y sin em­
bargo está más que dispuesto a dejar problemas sin resolver; por
último, señalaremos una distinción que ¿1 no habría admitido, y es
que utiliza criterios morales como dikaiosúne, virtud, vida justa,
mientras que acepta también el criterio más pragmático del provecho,
symphéron. Estos tipos de contraste ayudan a definir el carácter par­
ticular de la Política.
El comienzo de la época helenística 1415 fue un período de gran
actividad filosófica, sobre todo en Atenas, que mantuvo su papel de
lugar de reunión y centro institucional de los filósofos de todo el
mundo de lengua griega. Para la filosofía política, sin embargo, fue
un mal período. Nuestros conocimientos son muy limitados en virtud
del estado fragmentario de los testimonios; aunque parece que nin­
guno de los miles de tratados filosóficos compuestos en el período
que va de Aristóteles a Cicerón (sólo al estoico Cñsipo se le atribuye
la autoría de 750 obras) se puede considerar un análisis substancial
de la naturaleza de la pólis y de los conceptos a ella vinculados. La
República de Zenón y la obra de Crisipo del mismo nombre, que
por el título se habría dicho fueron tratados políticos serios y sis­
temáticos, no tuvieron nada que ver con esto (véase más adelante).
La Política de Aristóteles no tuvo sucesores. Y mientras tanto, fue
desapareciendo de la memoria y perdiéndose de vista, sin que jugara
prácticamente ningún papel en las polémicas filosóficas, hasta que
se redescubriera en la Italia y Francia del siglo x ra.
Por el contrario, la filosofía moral floreció. Pero lo que produ­
jeron los cínicos, los escépticos, los epicúreos y los estoicos, los movi­
mientos filosóficos más característicos del momento, se diferenció
con mucho de la tradición clásica en el sentido de que no se centró
en la pólis. Ya en vida de Platón y Aristóteles, Diógenes el Cínico
(de Sinope), «un Sócrates loco», según Platón,1B había predicado la
irrelevancia de la pólis y de todos los sistemas políticos, soste­
niendo que la virtud del sabio era suficiente. El cinismo influyó con­
siderablemente en el estoicismo temprano. Lo que aquí nos interesa
del escepticismo, que se implantó inesperadamente en la Academia

14. Lo que sobre todo nos interesa es el periodo que va desde la m uerte de Ale­
jandro Magno en 323 hasta mediados del siglo ll a. de C . A p artir de esta fecha, los
filósofos griegos trabajaron de manera creciente a la sombra de Roma, con la consi­
guiente pérdida de independencia y vitalidad.
15. M . I . Finley, Aspeets of Antiquity, Penguin, 1977*, p . 91 [hay trad . cast.:
Aspectos de le antigüedad, A riel, Barcelona, 1975, p . 1231.
68 E L LEGADO DE GRECIA

a partir de mediados del siglo m , es que su implacable critica nega­


tiva obligó a los estoicos a revisar y desarrollar sus doctrinas.
El estoicismo temprano o «clásico» es muy escurridizo. Esto se
explica bastante por los factores recién aludidos: la desdichada situa­
ción de los testimonios y la presumible inestabilidad doctrinal de la
teoría política de este movimiento. Parece lógico atribuir a Zenón
y a Crisipo una fase de inconoclastia juvenil. Esto está bastante
fuera de duda por lo que respecta a Zenón, que estudió con el cínico
Crates (entre otros) antes de pasar a la mayor respetabilidad de la
Academia, bajo la dirección de Polemón. La Politeía de Zenón es, sin
lugar a dudas, una obra juvenil. Su estado ideal es un paraíso cínico.
Es una pólis, pero desprovista de todos los rasgos característicos de
una pólis. Las instituciones sociales, económicas y políticas brillan
por su ausencia, no se reconocen las diferencias basadas en el sexo, el
nacimiento, la raza y la propiedad. La vida se vive según la natura­
leza, y las implicaciones de esta máxima se describen con una insensi­
bilidad a la opinión convencional que habría complacido a Diógenes.
En el estado de Crisipo, el canibalismo, vivir con una prostituta y a
costa de ella, y dejar a los muertos insepultos son prácticas aceptadas
(SVF, m , 746, 751, 755 ).16 No hay duda de que estas obras contenían
algún rasgo de doctrina positiva: la suficiencia del sabio, el valor
de la amistad, la armonía e igualdad de la comunidad: no, empero,
la fraternidad, pues el estado ideal se componía sólo de sabios. De
teoría política cabal parece que no había nada.
La concepción madura de Zenón respecto de la pólis fue proba­
blemente que ésta aportaba un marco adecuado a la vida humana.
Crisipo aceptaba explícitamente el dogma aristotélico de que el
hombre estaba hecho por naturaleza para vivir en la pólis (SVF, m ,
314). Pero nadie consideraba la pólis la culminación de las obras
humanas ni el cumplimiento de las potencias del hombre. Para los
estoicos, el objetivo final era la armonía del alma individual con el
universo: «La virtud del hombre feliz y la vida sosegada consisten
en obrar según el principio de armonía entre el alma de cada uno
y los designios del que rige el universo» (Diógenes Laercio, V II, 88 ).
La vida en la pólis se consideraba — junto con la riqueza, la buena
salud y otras cosas «que suelen desearse»— «indiferente» (ni buena
ni mala), sin importancia para el desarrollo de un espíritu virtuoso.
La participación política recibía de los estoicos una limitada valora­
ción positiva semejante. El pensamiento estoico tardío, de idénticas

16. SVP = Stoicorum Veterum Fragmente, ed. H . von Am im , 4 vols., reim p.


S tu ttfa rt, 1964.
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 69

tendencias, estimaba que los conciudadanos eran el objeto de una


natural oikeíosis —palabra intraducibie que viene a significar más
o menos «interés por», «buena disposición hacia»— del individuo,
pero sólo después de la familia propia, las amistades y, por encima
de todo, uno mismo.
Ningún concepto estoico, por lo que sabemos, tenía un dato
contenido político. Podría alegarse que la oikeíosis tenía que tener
implicaciones políticas, pero nada más, en el pensamiento estoico
dásico. En realidad, los estoicos tardíos derivaron la dikaiosúne de la
oikeíosis. No hay testimonios de que el estoicismo clásico enfocara
la dikaiosúne como algo más que un aspecto de la virtud privada
(cf. SVF, m , 264). Sus elementos integrantes, la piedad, la amabi­
lidad, d compañerismo y la franqueza gobernaban las relaciones
humanas (salvo en d caso de la piedad), pero no propia ni prima­
riamente en d contexto político. Conceptos como «justida natural»
y «ley natural» se insinúan en algunos fragmentos de Crisipo: en
uno se insiste en que «lo justo» (tó dikaion, sin duda indiferendable
aquí de la dikaiosúne), la ley y la justa razón existen por naturaleza,
no por convención (SVF, m , 308); en otro, todas las leyes y cons­
tituciones existentes se rechazan por haberse «alejado de la verdad»
(SVF, n i, 324). La idea de una «justida universal» y una «ley co­
mún» a todos los hombres tuvo, probablemente, muy poco influjo
hasta el período romano. Fue Gcerón quien la puso en boga, apoyán­
dose en filósofos del «período medio» de la Stoa y particularmente
en Panedo. De manera semejante, la concepdón puramente moral
de tó kathékon (que hay que tradudr por «el deber», no en d sen­
tido moderno, sino en el de «lo conveniente», «lo que es debido»)
no adquirió una coloración inequívocamente política hasta que la
adoptaron los aristócratas romanos, nuevamente por concurso de
Panecio. El efecto de kathékon (traduddo al latín por officium) y de
la idea aneja de constantia, que conjuntamente dan coherenda y cris­
talización a una etapa predeterminada de la vida del individuo y a
la conducta que aquélla exige, puede valorarse en el itinerario pro­
fesional de algunas figuras célebres de la vida política romana, como
Catón de Urica, Petro Trasea, Helvidio Prisco y Marco Aurelio.17
Las prindpales influencias formativas de Epicuro fueron la filo­
sofía natural jonia, que estudió con Nausífanes el democriteo, y el
escepticismo de Pirrón, amigo personal de Nausífanes. Del primero
aprendió que el hombre es producto de la combinadón accidental

17. Véase P . A . B runt, «Stoicism and the Principate», Papen «f tbe Britisb Scboot
at Roñe, X L III (1975), PP- 7-35.
70 E L LEGADO DE GRECIA

de átomos que se mueven en el vacío y del segundo la convenien­


cia de retirarse del mundo y la obtención de la ataraxia, o impertur­
babilidad." El resultado fue un sistema doctrinal que contrastó radi­
calmente con los presupuestos básicos de Platón, Aristóteles y los
estoicos por igual.
Respecto de la pólis, Epicuro adoptó una posición negativa.
A diferencia de los estoicos, rechazó el axioma aristotélico de que
el hombre está hecho naturalmente para vivir en la pólis (fr. 523 ti.).
La raison d’étre del estado es para él facilitar al filósofo la paz de
espíritu. La ley positiva, asimismo, tiene por función proteger al
sabio de todo perjuicio, no evitar que el sabio perjudique a los
demás (fr. 530 U.).
El enfoque epicúreo de la dikaiosáne se parece, sorprendente­
mente, al argumento de origen sofístico que esgrime Glaucón contra
Sócrates en el libro II de La república'.
Es opinión general que cometer la injusticia es de suyo un
bien y que es un mal padecerla, pero es mayor el mal del que la
padece que el bien del que la comete. Los hombres fueron mu­
tuamente injustos y padecieron la injusticia, y al cabo de conocer
la una y la otra ... convinieron en que era preferible no cometer
ni padecer injusticias. Esta decisión dio origen a las leyes y a las
convenciones, y se calificó de legítimo y justo lo que estaba orde­
nado por la ley. Tal es el origen y la esencia de la dikaiosáne (La
república, 358 e 3-359 a 5).

La versión epicúrea de esta teoría sociocontractua! se resume en la


siguiente máxima: «La dikaiosáne no fue desde el principio algo
por sí misma, sino un cierto pacto sobre el no hacer ni sufrir daño
surgido en las convenciones de unos y otros en repetidas ocasiones
y en ciertos lugares» (Diógenes Laercio, X, 150, n.° 33). La teoría
sufre un giro típicamente epicúreo en la máxima siguiente, que
afirma que aunque la adikia no es mala en sí misma (no más que
la dikaiosáne buena en sí misma), sí lo es el efecto de la misma a
causa del miedo de ser descubierto por las fuerzas de la ley y el
orden. Esto vale tanto como refutar lo que dijo Antifonte el sofista
(fr. 44 Diels-Kranz) de que no es necesario conducirse dikaíos cuando
nadie nos ve.
Sería un error, sin embargo, atribuir a Epicuro (o, para el caso,
a Antifonte) una exposición global de la dikaiosáne. En líneas gene­
rales, mientras que es justo caracterizar la filosofía epicúrea como una 18
18. D . L . Sedley se inclina por la influencia decisiva de P irrón; J . Bollack y
A . Laks, cds.. Eludes sur Vipicurisme antigüe (Cabiers de Pbilolotie, í , 1976).
PO LÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 71

reafirmación de los valores de la teoría filosófica del siglo v contra el


volumen impresionante de la doctrina platónica y aristotélica, esto
no debe hacer pensar que los epicúreos produjeran nada digno de
tenerse por una teoría política sistemática.
La pobreza de la teoría política del período helenístico es un
hecho innegable. La explicación debiera empezar por el contexto
político. La inclinación por filosofías egocéntricas que subrayan la
felicidad del individuo y la suficiencia de la virtud, independiente­
mente de las circunstancias externas, fue ante todo una reacción
ante la aparición del estado a gran escala y la desaparición de la
pólis libre. Una reacción distinta, pero igualmente previsible, ante
tales cambios fue la proliferación de tratados sobre la monatquía,
obras de adulación, que en ningún caso constituían un análisis serio:
no en el espíritu de Aristóteles, por tanto. La teoría monárquica
más accesible es la surgida de los neopitagóricos, siempre que sea
lícito suponer que el contenido básico de las obras de Diotógenes,
Ecfanto y Esténidas (que escribieron durante el imperio romano),
de las que tenemos importantes fragmentos, proceda de obras ante­
riores escritas en el período helenístico; es también de lo más extra­
vagante, llegando a formular la doctrina de que el rey es la ley en
persona {nomos émpsycbos o lex anímala) mediante una analogía
entre el cosmos y la sociedad política. Tres por lo menos de los pri­
meros estoicos, Oleantes, Perseo y Esfero, escribieron tratados sobre
la monarquía de los que nada nos ha llegado. Es improbable que el
tono de los mismos fuera negativo. Perseo y Esfero fueron conse­
jeros reales, el segundo en lugar de su maestro Cleanto y su condis­
cípulo Crisipo, que declinaron la invitación del rey de Egipto. Pero
Crisipo recomendaba que el sabio debía ser rey o aconsejar a un rey
(SVF, n i, 691), y en otro lugar habla de las decisiones reales como
inexplicables (Diógenes Laercio, V II, 122), tras haber abandonado al
parecer la distinción aristotélica entre los monarcas constitucionales
y los absolutos. Epicuro, que también escribió un tratado sobre la
monarquía (del que apenas se conoce nada), pudo haber adoptado
un talante un poco más crítico. En cualquier caso, se dice que acon­
sejó contra la procura de «simbiosis» con un monarca (fr. 6 U.). Por
otro lado pudo también recomendar el agasajo cuando la ocasión lo
exigía (fr. 577 U.). En el aspecto personal, según palabras de Mcmi-
gliano, «se condujo con astucia ante los reyes helenísticos».19
La decadencia de la teoría política clásica era además predecible.

19. A. Momigliano en una reseña aparecida en Journal of Román Studies, XX XI


(1941), p . 156.
72 E L LEGADO DE GRECIA

El análisis de la pólis acaso fuera una víctima de la reacción contra


el sistema moral deductivo de Platón y de la teleología aristotélica,
ya que para ambos filósofos era dogma de fe que la virtud era inse­
parable de la pólis. Una consideración más pragmática fue el carácter
anacrónico e impracticable de buena parte esencial de la doctrina
platónica y aristotélica. La pólis de Platón nunca quiso parecerse
a nada real, pero el ideal cívico de Aristóteles a duras penas tuvo
que parecer más práctico y sí igual de alejado del mundo contem­
poráneo. Lo que vale la pena comentar es la ausencia de todo intento
de interpretar la teoría política clásica en términos helenísticos. Los
propios herederos y discípulos de Aristóteles no tuvieron mayor
ambición que hinchar las teorías del maestro.
No hay rastros de que los reyes macedonios aceleraran de suyo
la decadencia de la teoría política clásica. Los problemas que ésta
había planteado —básicamente, en qué marco social o político puede
darse la dikaiosúne y alcanzarse la finalidad del hombre— y las
soluciones que había propuesto según la pólis no les afectaban.
Aunque esto no equivale a decir que las doctrinas clásicas se consi­
derasen políticamente subversivas. La doctrina aristotélica de que
la pólis es una condición necesaria para alcanzar la felicidad tal vez
se tomara como un ataque velado a las estructuras políticas alterna­
tivas. Aunque contra esto hay que argumentar la doctrina esencial­
mente quietista del libro X de la Ética de que el bien supremo
para el hombre es la contemplación filosófica. Si las élites de las
ciudades griegas se hubieran hecho eco de esta opinión, la monarquía
absoluta se hubiera asegurado una larga vida. Fuera como fuese, lo
que sí está bien documentada es la hostilidad de los demócratas
atenienses hacia Aristóteles. Después de su muerte, sus ideas fueron
abanderadas por su sucesor Teofrasto, tolerado por los macedonios
(que dejaron Atenas en principio a un discípulo del alumno de Aris­
tóteles, Demetrio de Faleto). Estrabón, que sucedió a Teofrasto en
c. 287 a. de C., no compartió sus intereses. Puede decirse que la
teoría política aristotélica falleció de muerte natural durante su
jefatura.
Los griegos habían creado una nueva disciplina, la filosofía polí­
tica, la habían pertrechado con un vocabulario adecuado, una serie
de conceptos y un objeto temático, y la engranaron sistemáticamente
mediante el debate, la enseñanza y la composición literaria. Además,
el formidable cuerpo literario que alumbraron contiene por lo menos
dos obras que se reconocen como clásicas, La república de Platón
y la Política de Aristóteles.
La influencia de estas obras y de la teoría política griega en con­
POLÍTICA Y TEORÍA POLÍTICA 73
junto a lo largo de los siglos se puede exagerar con facilidad. En la
historia del pensamiento filosófico y religioso europeo, el platonismo
vinculó prácticamente la metafísica platónica y los diversos sistemas
derivados e inspirados por el original. Después de la última fase de
la Antigüedad, los temas políticos de La república influyeron larga­
mente en pensadores políticos y filósofos de dos periodos, el Renaci­
miento — en que dejaron huella en los escritos de humanistas como
Erasmo, Bodino y Moro— y, ya en nuestra época, en el contexto
del conflicto actual entre ideologías y sistemas democráticos y tota­
litarios. La rara importancia adjudicada en esta controversia a las
actitudes personales de Platón, en la medida en que se pueden aislar
de una obra que es en última instancia de un carácter notablemente
utópico, testimonia por sí sola la autoridad del hombre y el lugar
básico atribuido a su obra en los anales universitarios.
El interés suscitado por la teoría política aristotélica en la fase
tardomedieval fue en conjunto más apropiado. La recién descubierta
Política fue un arma importante para las repúblicas del Norte de
Italia que luchaban por defender la autonomía de sus ciudades de la
usurpación eclesiástica. En términos más latos, la recuperación de
la Política de entre otras obras perdidas condujo al desarrollo de un
concepto civil de sociedad que chocó y acabó por erosionar la teoría
cristiana dominante. Después del Renacimiento, puede darse por
descontado que la Política, como La república, fue profusamente
leída por la gente cultivada, pero tuvo poca influencia directa en la
evolución de la filosofía política moderna: que Marx admirase a
Aristóteles (y Lutero lo injuriase) no pasa de ser una curiosidad
histórica. En cualquier caso, Aristóteles, tradicionalmente, ha venido
ganando respeto o atrayéndose críticas más por sus aportaciones a la
ciencia y a la lógica que por su filosofía política.
Mientras que temas tales como justicia, ley, naturaleza del hom­
bre, origen y objetivos del estado, o las constituciones y su deca­
dencia han formado parte siempre del objeto temático de la filosofía
política, otros que son de interés para los filósofos modernos no
fueron contemplados por los griegos. Por ejemplo, la idea de libertad
y los derechos activos de los individuos faltan en el pensamiento
griego. A su vez, las de obligaciones y deberes políticos están presen­
tes sólo de manera embrionaria. En líneas generales, el elemento
preceptivo de la filosofía política griega es muy escaso. La definición
platónica de la dikaiosúne como salud del espíritu hace ociosa toda
exhortación a esforzarse por ella; Aristóteles cree asimismo que
queremos satisfacer los fines dispuestos por la naturaleza porque dio
obra en interés nuestro; mientras que la filosofía estoica, mediante
74 E L LEGADO DE GRECIA

el concepto de katbckon, se limita a invitarnos a caminar al paso de


la naturaleza, a cumplir el papel que nos ha asignado la Providencia.
El relativo olvido de la teoría política griega a que nos hemos refe­
rido refleja la distancia a que estos últimos pensadores se situaron
de las preocupaciones (y métodos) de sus antiguos colegas, cosa que
a su vez refleja las diferencias entre la sociedad antigua y la moderna.

R. I. W inton y Peter Garnsey

L ecturas recomendadas

Traducciones de interés
Platón, Gorgias, ed. bilingüe de Julio Calonge, Instituto de Estudios Po­
líticos, Madrid, 1951. Cf. también la trad. de Ángel J. Cappelletti,
Eudeba, Buenos Aires, 1967.
—, La república, ed. bilingüe de J. M. Pabón y Manuel Fernández Ga-
liano, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 3 vols., 1949.
—, Protágoras, en Diálogos, Gredos, vol. I, Madrid, 1981. trad. varios.
—, El político, ed. bilingüe de A. González León, rev. por J. M. Pabón,
Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1955.
—, Las leyes, ed. bilingüe de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano, Ins­
tituto de Estudios Políticos, Madrid, 2 vols., 1950.
Aristóteles, Política, ed. bilingüe de Julián Marías y María Araujo, Ins­
tituto de Estudios Políticos, Madrid, 1951, reimp. 1970.
—, Ética a Nicómaco, ed. bilingüe de María Araujo y Julián Marías, Ins­
tituto de Estudios Políticos, Madrid, 1959, reimp. 1970.
Jenofonte, La república de los lacedemonios, ed. bilingüe de María Rico,
rev. por Manuel Fernández Galiano, Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1957, reimp. 1973.
E. Barker, From Alexander to Constantin. Passages and documents illus-
trating the bistory of social and political ideas 336 B. C.-A. D. 337,
Oxford, 1956, antología con detallados comentarios introductorios.

Política
V. Ehrenberg, The Greek State, Oxford, 1960, con excelentes bibliogra­
fías, viene siendo desde hace tiempo la introducción corriente del
tema. La última edición es la traducción francesa preparada por
Ed. Will, París, 1976.
Gustave Glotz, La ciudad antigua, trad. de J. Almoina, UTEHA, México,
1957, aunque se ha tachado de esquemática.
PO LÍTICA Y TEORÍA PO LÍTICA 75
Sobre temas particulares:
C. M. Bowra, La Atenas de Pericles, Alianza, Madrid, 1970.
W. R. Connor, The nevo politicians of the fiftb-century Athens, Prince-
ton, 1971.
M. I. Finley, Vieja y nueva democracia, Ariel, Barcelona, 1980.
—, Uso y abuso de la historia, Crítica, Barcelona, 1977.
—, «La ciudad-estado clásica», en Los griegos de la antigüedad, Labor,
Barcelona, 1975s, pp. 55 ss.
—, «The freedom of th e Citizen in the Greek world», Talante, VII (1976),
pp. 1-23.
Y. Garlan, War in Ancient World: A Social History, trad., Londres, 1975.
W. Jaeger, Alabanza de la ley. Los origines de la filosofía del derecho y
los griegos, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1953.
Robert A. Padgug, «Gases y sociedad en la Grecia clásica», en AA.W.,
El marxismo y los estudios clásicos, Akal, Madrid, 1981, pp. 73 ss.
E. S. Staveley, Greek and Román voting and elections, Londres, 1972.
R. Thomsen, The origin of ostracism, Copenhague, 1972.
AA.W., Gases y luchas de clases en la Grecia Antigua, Akal, Madrid,
1979.
Una síntesis fundamental de la historia política helenística es Ed. Will,
Histoire politique du monde bellénistique (323-30 av. J.-C.), Naney,
2 vols., I: 19793, II: 1967. Un resumen en W. W. Tam y G. T. Griffith,
Hellenistic civilization, Londres, 1952’, caps. 1-2 [trad. cast.: La civiliza­
ción helenística, FCE, México, 1969].

Teoría política
W. K. C. Gutbrie, A History of Greek Pbilosopby, vol. III, Cambridge,
1969, parte I, sobre los sofistas.
I. M. Crombie, Análisis de las doctrinas de Platón, Alianza, Madrid,
2 vols., 1979.
W. Jaeger, Aristóteles, FCE, México, 1945, 1957 y 1962.
A. Heller, Aristóteles y la ética antigua, Península, Barcelona, 1983.
A. A. Long, La filosofía helenística, Revista de Occidente, Madrid, 1977.
F. H. Sandbach, The Stoics, Londres, 1975.
B. Farrington, La rebelión de Epicuro, Ed. de Cultura Popular, Barce­
lona, 1968.
Los estudios más generales recién mencionados abordan todos la filo­
sofía política. Pueden consultarse asimismo los siguientes trabajos espe­
cializados: G. Vlastos, «The Theory of Social justice in the Polis in
Plato’s Republic», en Interpretations of Plato, ed. por H. F. North, Lei-
den, 1977, pp. 1-40; B. Williams, «The Analogy of City and Soul in Pla­
tos’ Republic», Pbronesis, sup. 1 (1973), pp. 196-206; M. Defoumy, Aris­
tate, Eludes sur la «Politique*, París, 1932; los relevantes caps, de J. Bar-
nes et al., eds., Articles on Aristotle, Londres, 1977, vol. II, con biblio­
grafía detallada; dos capítulos de A. A. Long, ed., Problems in Stoicism,
76 E L LEGADO DE GRECIA

Londres, 1971: cap. VI, «Oikeiosis», por S. G. Pembroke, y cap. X,


«The Natural Law and Stoicism», por G. Watson; G. J. D. Aalders,
Political thought in Hellenistic times, Amsterdam, 1975.
Sobre la influencia posterior, los títulos siguientes merecen mención
especial por su provechosa consulta: A. Maclntyre, A short history of
Ethics, Londres, 1967; M. Wilks, The problem of sovereignty in the
Inter middle ages, Cambridge, 1967; Q. Skinner, The foundations of
modern political thought, Cambridge, 2 vols., 1978; R. Tuck, Natural
rights tbeoríes: their origin and development, Cambridge, 1979;
K. R. Popper, The open society and its enemies, vol. I, Londres, 1966*
[1.* ed., Princeton, 1940; hay versión castellana]; R. Bambrough, ed.,
Plato, Popper and Politics, Cambridge, 1967; F. Novotny, The postbu-
mous life of Plato, Praga, 1977, es una compilación.

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