Audiencia General

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HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica de San Pedro


Miércoles, 2 de febrero de 2022

Los ancianos, Simeón y Ana, esperan en el templo el cumplimiento de la promesa que Dios ha hecho
a su pueblo: la llegada del Mesías. Pero no es una espera pasiva sino llena de movimiento. En este
contexto, sigamos pues los pasos de Simeón: él, en un primer momento, es conducido por el
Espíritu, luego, ve en el Niño la salvación y, finalmente, lo toma en sus brazos (cf. Lc 2,26-28).
Detengámonos en estas tres acciones y dejémonos interpelar por algunas cuestiones importantes
para nosotros, en particular para la vida consagrada.

La primera, ¿qué es lo que nos mueve? Simeón va al templo «conducido por el mismo Espíritu» (v.
27). El Espíritu Santo es el actor principal de la escena. Es Él quien inflama el corazón de Simeón con
el deseo de Dios, es Él quien aviva en su ánimo la espera, es Él quien lleva sus pasos hacia el templo
y permite que sus ojos sean capaces de reconocer al Mesías, aunque aparezca como un niño
pequeño y pobre. Así actúa el Espíritu Santo: nos hace capaces de percibir la presencia de Dios y su
obra no en las cosas grandes, tampoco en las apariencias llamativas ni en las demostraciones de
fuerza, sino en la pequeñez y en la fragilidad. Pensemos en la cruz, también ahí hay una pequeñez,
una fragilidad, incluso un dramatismo. Pero ahí está la fuerza de Dios. La expresión “conducido por el
Espíritu” nos recuerda lo que en la espiritualidad se denominan “mociones espirituales”, que son esas
inspiraciones del alma que sentimos dentro de nosotros y que estamos llamados a escuchar, para
discernir si provienen o no del Espíritu Santo. Estemos atentos a las mociones interiores del Espíritu.

Preguntémonos entonces, ¿de quién nos dejamos principalmente inspirar? ¿Del Espíritu Santo o del
espíritu del mundo? Esta es una pregunta con la que todos nos debemos confrontar, sobre todo
nosotros, los consagrados. Mientras el Espíritu lleva a reconocer a Dios en la pequeñez y en la
fragilidad de un niño, nosotros a veces corremos el riesgo de concebir nuestra consagración en
términos de resultados, de metas y de éxito. Nos movemos en busca de espacios, de notoriedad, de
números —es una tentación—. El Espíritu, en cambio, no nos pide esto. Desea que cultivemos la
fidelidad cotidiana, que seamos dóciles a las pequeñas cosas que nos han sido confiadas. Qué
hermosa es la fidelidad de Simeón y de Ana. Cada día van al templo, cada día esperan y rezan,
aunque el tiempo pase y parece que no sucede nada. Esperan toda la vida, sin desanimarse ni
quejarse, permaneciendo fieles cada día y alimentando la llama de la esperanza que el Espíritu
encendió en sus corazones.

Podemos preguntarnos, hermanos y hermanas, ¿qué es lo que anima nuestros días? ¿Qué amor nos
impulsa a seguir adelante? ¿El Espíritu Santo o la pasión del momento, o cualquier otra cosa? ¿Cómo
nos movemos en la Iglesia y en la sociedad? A veces, aun detrás de la apariencia de buenas obras,
puede esconderse el virus del narcisismo o la obsesión de protagonismo. En otros casos, incluso
cuando realizamos tantas actividades, nuestras comunidades religiosas parece que se mueven más
por una repetición mecánica —hacer las cosas por costumbre, sólo por hacerlas— que por el
entusiasmo de entrar en comunión con el Espíritu Santo. Nos hará bien a todos verificar hoy nuestras
motivaciones interiores, discernir las mociones espirituales, porque la renovación de la vida
consagrada pasa sobre todo por aquí. 

Una segunda cuestión es, ¿qué ven nuestros ojos? Simeón, movido por el Espíritu, ve y reconoce a
Cristo. Y reza diciendo: «mis ojos han visto tu salvación» (v. 30). Este es el gran milagro de la fe:
que abre los ojos, trasforma la mirada y cambia la perspectiva. Como comprobamos por los muchos
encuentros de Jesús en los evangelios, la fe nace de la mirada compasiva con la que Dios nos mira,
rompiendo la dureza de nuestro corazón, curando sus heridas y dándonos una mirada nueva para
vernos a nosotros mismos y al mundo. Una mirada nueva hacia nosotros mismos, hacia los demás,
hacia todas las situaciones que vivimos, incluso las más dolorosas. No se trata de una mirada
ingenua, no, sino sapiencial: la mirada ingenua huye de la realidad o finge no ver los problemas; se
trata, por el contrario, de una mirada que sabe “ver dentro” y “ver más allá”; que no se detiene en
las apariencias, sino que sabe entrar también en las fisuras de la fragilidad y de los fracasos para
descubrir en ellas la presencia de Dios.

La mirada cansada de Simeón, aunque debilitada por los años, ve al Señor, ve la salvación. ¿Y
nosotros? Cada uno de nosotros puede preguntarse: ¿qué ven nuestros ojos? ¿qué visión tenemos de
la vida consagrada? El mundo la ve muchas veces como un “despilfarro”: “Pero mira, aquel chico tan
bueno, hacerse fraile”, o “una chica tan competente, hacerse religiosa… Es un despilfarro. Si por lo
menos fuera feo o fea… Pero no, son buenos, y esto es un despilfarro”. Así pensamos nosotros. El
mundo lo ve como si fuera una realidad del pasado, inútil. Pero nosotros, comunidad cristiana,
religiosas y religiosos, ¿qué vemos? ¿tenemos puesta la mirada en el pasado, nostálgicos de lo que
ya no existe o somos capaces de una mirada de fe clarividente, proyectada hacia el interior y más
allá? Tener la sabiduría de mirar —esta la da el Espíritu—, mirar bien, medir bien las distancias,
comprender la realidad. A mí me hace mucho bien ver consagrados y consagradas mayores, que con
mirada radiante continúan a sonreír, dando esperanza a los jóvenes. Pensemos en las veces en las
que nos hemos encontrado con esas miradas y bendigamos a Dios por ello. Son miradas de
esperanza, abiertas al futuro. Y tal vez nos hará bien, en estos días, tener un encuentro, ir a visitar a
nuestros hermanos religiosos y religiosas mayores, para mirarlos, para conversar con ellos, para
preguntarles, para saber qué es lo que piensan. Creo que sería una buena medicina. 

Hermanos y hermanas, el Señor no deja de mandarnos señales para invitarnos a cultivar una visión
renovada de la vida consagrada. Esta es necesaria, pero bajo la luz y las mociones del Espíritu Santo.
No podemos fingir no ver estas señales y continuar como si nada, repitiendo las cosas de siempre,
arrastrándonos por inercia en las formas del pasado, paralizados por el miedo a cambiar. Lo he dicho
muchas veces, hoy, la tentación es ir hacia atrás, por seguridad, por miedo, para conservar la fe,
para conservar el carisma del fundador… Es una tentación. La tentación de ir hacia atrás y de
conservar las “tradiciones” con rigidez. Metámonoslo en la cabeza: la rigidez es una perversión, y
detrás de toda rigidez hay graves problemas. Ni Simeón ni Ana eran rígidos, no, eran libres y tenían
la alegría de hacer fiesta. Él, alabando al Señor y profetizando con valentía a la mamá; y ella, como
buena viejita, yendo de un lado para otro diciendo: “Miren a estos, miren esto”. Dieron el anuncio
con alegría, con ojos llenos de esperanza. Nada de inercias del pasado, nada de rigidez. Abramos los
ojos: a través de las crisis —sí, es verdad, hay crisis—, de los números que escasean y de las fuerzas
que disminuyen —“Padre, no hay vocaciones, ahora iremos hasta el fin del mundo para ver si
encontramos alguna”— el Espíritu Santo nos invita a renovar nuestra vida y nuestras comunidades.
¿Y cómo lo haremos? Él nos indicará el camino. Nosotros abramos el corazón, con valentía, sin
miedo. Abramos el corazón. Fijémonos en Simeón y Ana que, aun teniendo una edad avanzada, no
transcurrieron los días añorando un pasado que ya no volvería, sino que abrieron sus brazos al futuro
que les salía al encuentro. Hermanos y hermanas, no desaprovechemos el presente mirando al
pasado, o soñando un mañana que jamás llegará, sino que pongámonos ante el Señor, en adoración,
y pidámosle una mirada que sepa ver el bien y discernir los caminos de Dios. El Señor nos la dará, si
nosotros se la pedimos. Con alegría, con fortaleza, sin miedo.

Por último, una tercera cosa, ¿qué estrechamos en nuestros brazos? Simeón tomó a Jesús en sus
brazos (cf. v. 28). Esta es una escena tierna y densa de significado, única en los evangelios. Dios ha
puesto a su Hijo en nuestros brazos porque acoger a Jesús es lo esencial, es el centro de la fe. A
veces corremos el riesgo de perdernos y dispersarnos en mil cosas, de fijarnos en aspectos
secundarios o de concéntranos en nuestros asuntos, olvidando que el centro de todo es Cristo, a
quien debemos acoger como el Señor de nuestra vida.

Cuando Simeón toma en brazos a Jesús, sus labios pronuncian palabras de bendición, de alabanza y
de asombro. Y nosotros, después de tantos años de vida consagrada, ¿hemos perdido la capacidad
de asombrarnos? ¿O tenemos todavía esta capacidad? Hagamos un examen sobre esto, y si alguno
no la encuentra, pida la gracia del asombro, el asombro ante las maravillas que Dios está haciendo
en nosotros, ocultas como la del templo, cuando Simeón y Ana encontraron a Jesús. Si a los
consagrados nos faltan palabras que bendigan a Dios y a los otros, si nos falta la alegría, si
desaparece el entusiasmo, si la vida fraterna es sólo un peso, si nos falta el asombro, no es porque
seamos víctimas de alguien o de algo, el verdadero motivo es que ya no tenemos a Jesús en
nuestros brazos. Y cuando los brazos de un consagrado, de una consagrada no abrazan a Jesús,
abrazan el vacío, que buscan rellenar con otras cosas, pero el vacío queda. Tener a Jesús en
nuestros brazos, esta es la señal, este es el camino, esta es la “receta” de la renovación. Cuando no
abrazamos a Jesús, entonces el corazón se encierra en la amargura. Es triste ver consagrados
amargados, que viven encerrados en la queja por las cosas que no van bien, en un rigor que nos
vuelve inflexibles, con aires de aparente superioridad. Siempre se quejan de algo, del superior, de la
superiora, de los hermanos, de la comunidad, de la cocina… Si no se quejan no viven. Nosotros en
cambio debemos abrazar a Jesús en adoración y pedirle una mirada que sepa reconocer el bien y
distinguir los caminos de Dios. Si acogemos a Cristo con los brazos abiertos, acogeremos también a
los demás con confianza y humildad. De este modo, los conflictos no exasperan, las distancias no
dividen y desaparece la tentación de intimidar y de herir la dignidad de cualquier hermana o hermano
se apaga. Abramos, pues, los brazos a Cristo y a los hermanos. Ahí está Jesús.

Queridos amigos, queridas amigas, renovemos hoy con entusiasmo nuestra consagración.
Preguntémonos qué motivaciones impulsan nuestro corazón y nuestra acción, cuál es la visión
renovada que estamos llamados a cultivar y, sobre todo, tomemos en brazos a Jesús. Aun cuando
experimentemos dificultades y cansancios —esto sucede, incluso desilusiones, sucede—, hagamos
como Simeón y Ana, que esperan con paciencia la fidelidad del Señor y no se dejan robar la alegría
del encuentro. Caminemos hacia la alegría del encuentro, esto es muy hermoso. Pongámoslo de
nuevo a Él en el centro y sigamos adelante con alegría. Que así sea.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCESCO
Basílica de San Pedro
2 de febrero de 2021

Simeón —escribe san Lucas— «esperaba el consuelo de Israel» ( Lc 2,25). Subiendo al templo,
mientras María y José llevaban a Jesús, acogió al Mesías en sus brazos. Es un hombre ya anciano
quien reconoce en el Niño la luz que venía a iluminar a las naciones, que ha
esperado con paciencia el cumplimiento de las promesas del Señor. Esperó con paciencia.

La paciencia de Simeón. Observemos atentamente la paciencia de este anciano. Durante toda su vida
esperó y ejerció la paciencia del corazón. En la oración aprendió que Dios no viene en
acontecimientos extraordinarios, sino que realiza su obra en la aparente monotonía de nuestros días,
en el ritmo a veces fatigoso de las actividades, en lo pequeño e insignificante que realizamos con
tesón y humildad, tratando de hacer su voluntad. Caminando con paciencia, Simeón no se dejó
desgastar por el paso del tiempo. Era un hombre ya cargado de años, y sin embargo la llama de su
corazón seguía ardiendo; en su larga vida habrá sido a veces herido, decepcionado; sin embargo, no
perdió la esperanza. Con paciencia, conservó la promesa ―custodiar la promesa―, sin dejarse
consumir por la amargura del tiempo pasado o por esa resignada melancolía que surge cuando se
llega al ocaso de la vida. La esperanza de la espera se tradujo en él en la paciencia cotidiana de
quien, a pesar de todo, permaneció vigilante, hasta que por fin “sus ojos vieron la salvación”
(cf. Lc 2,30).

Y yo me pregunto: ¿De dónde aprendió Simeón esta paciencia? La recibió de la oración y de la vida
de su pueblo, que en el Señor había reconocido siempre al «Dios misericordioso y compasivo, que es
lento para enojarse y rico en amor y fidelidad» ( Ex 34,6); reconoció al Padre que incluso ante el
rechazo y la infidelidad no se cansa, sino que “soporta con paciencia muchos años” (cf.  Ne 9,30),
como dice Nehemías, para conceder una y otra vez la posibilidad de la conversión.

La paciencia de Simeón es, entonces, reflejo de la paciencia de Dios. De la oración y de la historia de


su pueblo, Simeón aprendió que Dios es paciente. Con su paciencia —dice san Pablo— «nos conduce
a la conversión» (Rm 2,4). Me gusta recordar a Romano Guardini, que decía: la paciencia es una
forma en que Dios responde a nuestra debilidad, para darnos tiempo a cambiar
(cf.  Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Y, sobre todo, el Mesías, Jesús, a quien Simeón tenía
en brazos, nos revela la paciencia de Dios, el Padre que tiene misericordia de nosotros y nos llama
hasta la última hora, que no exige la perfección sino el impulso del corazón, que abre nuevas
posibilidades donde todo parece perdido, que intenta abrirse paso en nuestro interior incluso cuando
cerramos nuestro corazón, que deja crecer el buen trigo sin arrancar la cizaña. Esta es la razón de
nuestra esperanza: Dios nos espera sin cansarse nunca. Dios nos espera sin cansarse jamás. Este es
el motivo de nuestra esperanza Cuando nos extraviamos, viene a buscarnos; cuando caemos por
tierra, nos levanta; cuando volvemos a Él después de habernos perdido, nos espera con los brazos
abiertos. Su amor no se mide en la balanza de nuestros cálculos humanos, sino que nos infunde
siempre el valor de volver a empezar. Nos enseña la resiliencia, el valor de volver a empezar.
Siempre, todos los días. Después de las caídas, volver a empezar siempre. Él es paciente.

Y miramos nuestra paciencia. Fijémonos en la paciencia de Dios y la de Simeón para nuestra vida


consagrada. Y preguntémonos: ¿qué es la paciencia? Indudablemente no es una mera tolerancia de
las dificultades o una resistencia fatalista a la adversidad. La paciencia no es un signo de debilidad:
es la fortaleza de espíritu que nos hace capaces de “llevar el peso”, de soportar:  soportar el peso de
los problemas personales y comunitarios, nos hace acoger la diversidad de los demás, nos hace
perseverar en el bien incluso cuando todo parece inútil, nos mantiene en movimiento aun cuando el
tedio y la pereza nos asaltan.

Quisiera indicar tres “lugares” en los que la paciencia toma forma concreta.

La primera es nuestra vida personal. Un día respondimos a la llamada del Señor y, con entusiasmo y
generosidad, nos entregamos a Él. En el camino, junto con las consolaciones, también hemos
recibido decepciones y frustraciones. A veces, el entusiasmo de nuestro trabajo no se corresponde
con los resultados que esperábamos, nuestra siembra no parece producir el fruto adecuado, el fervor
de la oración se debilita y no siempre somos inmunes a la sequedad espiritual. Puede ocurrir, en
nuestra vida de consagrados, que la esperanza se desgaste por las expectativas defraudadas.
Debemos ser pacientes con nosotros mismos y esperar con confianza los tiempos y los modos de
Dios: Él es fiel a sus promesas. Ésta es la piedra base: Él es fiel a sus promesas. Recordar esto nos
permite replantear nuestros caminos, revigorizar nuestros sueños, sin ceder a la tristeza interior y al
desencanto. Hermanos y hermanas: La tristeza interior en nosotros consagrados es un gusano, un
gusano que nos come por dentro. ¡Huyan de la tristeza interior!

El segundo lugar donde la paciencia se concreta es en la vida comunitaria. Las relaciones humanas,
especialmente cuando se trata de compartir un proyecto de vida y una actividad apostólica, no
siempre son pacíficas, todos lo sabemos. A veces surgen conflictos y no podemos exigir una solución
inmediata, ni debemos apresurarnos a juzgar a la persona o a la situación: hay que saber guardar las
distancias, intentar no perder la paz, esperar el mejor momento para aclarar con caridad y verdad.
No hay que dejarse confundir por la tempestad. En la lectura del breviario de mañana hay un pasaje
hermoso de Diadoco de Foticé sobre el discernimiento espiritual, que dice: “Cuando el mar está
agitado no se ven los peces, pero cuando el mar está en calma, se pueden ver”. Nunca podremos
tener un buen discernimiento, ver la verdad, si nuestro corazón está agitado e impaciente. Jamás. En
nuestras comunidades necesitamos esta paciencia mutua: soportar, es decir, llevar sobre nuestros
hombros la vida del hermano o de la hermana, incluso sus debilidades y defectos. Todos.
Recordemos esto: el Señor no nos llama a ser solistas ―en la Iglesia ya hay muchos, lo sabemos―,
no, no nos llama a ser solistas, sino a formar parte de un coro, que a veces desafina, pero que
siempre debe intentar cantar unido.

Por último, el tercer “lugar”, la paciencia ante el mundo. Simeón y Ana cultivaron en sus corazones la
esperanza anunciada por los profetas, aunque tarde en hacerse realidad y crezca lentamente en
medio de las infidelidades y las ruinas del mundo. No se lamentaron de todo aquello que no
funcionaba, sino que con paciencia esperaron la luz en la oscuridad de la historia. Esperar la luz en la
oscuridad de la historia. Esperar la luz en la oscuridad de la propia comunidad. Necesitamos esta
paciencia para no quedarnos prisioneros de la queja. Algunos son especialistas en quejas, son
doctores en quejas, muy buenos para quejarse. No, la queja encarcela. “El mundo ya no nos
escucha” ―oímos decir esto tantas veces―, “no tenemos más vocaciones”, “vamos a tener que
cerrar”, “vivimos tiempos difíciles” —“¡ah, ni me lo digas!”—. Así empieza el dúo de las quejas. A
veces sucede que oponemos a la paciencia con la que Dios trabaja el terreno de la historia, y trabaja
también el terreno de nuestros corazones, la impaciencia de quienes juzgan todo de modo inmediato:
ahora o nunca, ahora, ahora, ahora. Y así perdemos aquella virtud, la “pequeña” pero la más
hermosa: la esperanza. He visto a muchos consagrados y consagradas perder la esperanza.
Simplemente por impaciencia.
La paciencia nos ayuda a mirarnos a nosotros mismos, a nuestras comunidades y al mundo con
misericordia. Podemos preguntarnos: ¿acogemos la paciencia del Espíritu en nuestra vida? En
nuestras comunidades, ¿nos cargamos los unos a los otros sobre los hombros y mostramos la alegría
de la vida fraterna? Y hacia el mundo, ¿realizamos nuestro servicio con paciencia o juzgamos con
dureza? Son retos para nuestra vida consagrada: nosotros no podemos quedarnos en la nostalgia del
pasado ni limitarnos a repetir lo mismo de siempre, ni en las quejas de cada día. Necesitamos la
paciencia valiente de caminar, de explorar nuevos caminos, de buscar lo que el Espíritu Santo nos
sugiere. Y esto se hace con humildad, con simplicidad, sin mucha propaganda, sin gran publicidad.

Contemplemos la paciencia de Dios e imploremos la paciencia confiada de Simeón y también de Ana,


para que del mismo modo nuestros ojos vean la luz de la salvación y la lleven al mundo entero, como
la llevaron en la alabanza estos dos ancianos.

PALABRAS DEL SANTO PADRE AL FINAL DE LA MISA 

Por favor, sentaos.

Quiero agradecer al señor cardenal sus palabras que son expresión de todos, de todos los
concelebrantes y de todos los participantes. Somos pocos: esta Covid nos acorrala, pero lo llevamos
con paciencia. Necesitamos paciencia. Y seguir adelante, ofreciendo al Señor nuestras vidas.

Aquella joven religiosa que acababa de entrar en el noviciado estaba contenta... Encontró a una
religiosa anciana, buena, santa... “¿Cómo estás?” — “¡Esto es el paraíso, Madre!”, dijo la joven.
“Espera un poco: hay un purgatorio”. En la vida consagrada, en la vida comunitaria: hay un
purgatorio, pero se necesita paciencia para llevarlo.

Me gustaría señalar dos cosas que os podrían ayudar: Por favor, huid del chismorreo. Lo que mata la
vida comunitaria es el chismorreo. No cotilleéis de los demás. “¡No es fácil, padre, porque a veces te
sale de dentro!”. Sí, sale de dentro: de la envidia, de tantos pecados capitales que tenemos dentro.
Huid... “Pero, dígame, padre, ¿no habrá alguna medicina? ¿Oración, bondad...?”. Sí, hay una
medicina, que es muy “casera”: morderse la lengua. Antes de cotillear de los demás, muérdete la
lengua, así se hinchará, te llenará la boca y no podrás hablar mal. Por favor, huid del chismorreo que
destruye la comunidad.

Y luego, la otra cosa que os recomiendo en la vida comunitaria: Siempre hay tantas cosas que no nos
gustan. Del superior, de la superiora, del consultor, de ese otro... Siempre tenemos cosas que no nos
gustan, ¿no? No perdáis el sentido del humor, por favor: nos ayuda mucho. Es el anti-chismorreo:
saber reírse de uno mismo, de las situaciones, incluso de los demás —con buen corazón—, pero sin
perder el sentido del humor. Y huir del chismorreo. Esto que os recomiendo no es un consejo
demasiado clerical, digamos, pero es humano: es humano para ser pacientes. No chismorrees de los
demás: muérdete la lengua. Y luego, no pierdas el sentido del humor: nos ayudará mucho.

Gracias por lo que hacéis, gracias por vuestro testimonio. Gracias, muchas gracias por vuestras
dificultades, por cómo las lleváis y por el mucho dolor ante las vocaciones que no llegan. Adelante,
tened valor: el Señor es más grande, el Señor nos ama. ¡Vayamos tras el Señor!
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica
Sábado, 1 de febrero de 2020

«Mis ojos han visto a tu Salvador» ( Lc 2,30). Son las palabras de Simeón, que el Evangelio presenta
como un hombre sencillo: un «hombre justo y piadoso», dice el texto (v. 25). Pero entre todos los
hombres que aquel día estaban en el templo, sólo él vio en Jesús al Salvador. ¿Qué es lo que vio? Un
niño, simplemente un niño pequeño y frágil. Pero allí vio la salvación, porque el Espíritu Santo le hizo
reconocer en aquel tierno recién nacido «al Mesías del Señor» (v. 26). Tomándolo entre sus brazos
percibió, en la fe, que en Él Dios llevaba a cumplimiento sus promesas. Y entonces, Simeón podía
irse en paz: había visto la gracia que vale más que la vida (cf. Sal 63,4), y no esperaba nada más.

También vosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados, sois hombres y mujeres sencillos
que habéis visto el tesoro que vale más que todas las riquezas del mundo. Por eso habéis dejado
cosas preciosas, como los bienes, como formar una familia. ¿Por qué lo habéis hecho? Porque os
habéis enamorado de Jesús, habéis visto todo en Él y, cautivados por su mirada, habéis dejado lo
demás. La vida consagrada es esta visión. Es ver lo que es importante en la vida. Es acoger el don
del Señor con los brazos abiertos, como hizo Simeón. Eso es lo que ven los ojos de los consagrados:
la gracia de Dios que se derrama en sus manos. El consagrado es aquel que cada día se mira y dice:
“Todo es don, todo es gracia”. Queridos hermanos y hermanas: No hemos merecido la vida religiosa,
es un don de amor que hemos recibido.

Mis ojos han visto a tu Salvador . Son las palabras que repetimos cada noche en Completas. Con ellas
concluimos la jornada diciendo: “Señor, mi Salvador eres Tú, mis manos no están vacías, sino llenas
de tu gracia”. El punto de partida   es  saber ver la gracia . Mirar hacia atrás, releer la propia historia y
ver el don fiel de Dios: no sólo en los grandes momentos de la vida, sino también en las fragilidades,
en las debilidades, en las miserias. El tentador, el diablo insiste precisamente en nuestras miserias,
en nuestras manos vacías: “En tantos años no mejoraste, no hiciste lo que podías, no te dejaron
hacer aquello para lo que valías, no fuiste siempre fiel, no fuiste capaz…” y así sucesivamente. Cada
uno de nosotros conoce bien esta historia, estas palabras. Nosotros vemos que eso, en parte, es
verdad, y vamos detrás de pensamientos y sentimientos que nos desorientan. Y corremos el riesgo
de perder la brújula, que es la gratuidad de Dios. Porque Dios siempre nos ama y se nos da, incluso
en nuestras miserias. San Jerónimo daba tantas cosas al Señor y el Señor le pedía cada vez más. Él
le ha dicho: “Pero, Señor, ya te he dado todo, todo, ¿qué me falta?” —“tus pecados, tus miserias,
dame tus miserias”. Cuando tenemos la mirada fija en Él, nos abrimos al perdón que nos renueva y
somos confirmados por su fidelidad. Hoy podemos preguntarnos: “Yo, ¿hacia quién oriento mi
mirada: hacia el Señor o hacia mí mismo?”. Quien sabe ver ante todo la gracia de Dios descubre el
antídoto contra la desconfianza y la mirada mundana.

Porque sobre la vida religiosa se cierne esta tentación: tener una mirada mundana. Es la mirada que
no ve más la gracia de Dios como protagonista de la vida y va en busca de cualquier sucedáneo: un
poco de éxito, un consuelo afectivo, hacer finalmente lo que quiero. Pero la vida consagrada, cuando
no gira más en torno a la gracia de Dios, se repliega en el yo. Pierde impulso, se acomoda, se
estanca. Y sabemos qué sucede: se reclaman los propios espacios y los propios derechos, uno se
deja arrastrar por habladurías y malicias, se irrita por cada pequeña cosa que no funciona y se
entonan las letanías del lamento —las quejas, “el padre quejas”, “la hermana quejas”—: sobre los
hermanos, las hermanas, la comunidad, la Iglesia, la sociedad. No se ve más al Señor en cada cosa,
sino sólo al mundo con sus dinámicas, y el corazón se entumece. Así uno se vuelve rutinario y
pragmático, mientras dentro aumentan la tristeza y la desconfianza, que acaban en resignación. Esto
es a lo que lleva la mirada mundana. La gran Teresa decía a sus monjas: “ay de la monja que repite
‘me han hecho una injusticia’, ay”.

Para tener la mirada justa sobre la vida, pidamos saber ver la gracia que Dios nos da a nosotros,
como Simeón. El Evangelio repite tres veces que él tenía familiaridad con el Espíritu Santo, que
estaba con él, lo inspiraba, lo movía (cf. vv. 25-27). Tenía familiaridad con el Espíritu Santo, con el
amor de Dios. La vida consagrada, si se conserva en el amor del Señor, ve la belleza. Ve que la
pobreza no es un esfuerzo titánico, sino una libertad superior, que nos regala a Dios y a los demás
como las verdaderas riquezas. Ve que la castidad no es una esterilidad austera, sino el camino para
amar sin poseer. Ve que la obediencia no es disciplina, sino la victoria sobre nuestra anarquía, al
estilo de Jesús. En una de las zonas que sufrieron el terremoto en Italia —hablando de pobreza y de
vida comunitaria— un monasterio benedictino había quedado completamente destruido y otro
monasterio invitó a las monjas a trasladarse al suyo. Pero se quedaron poco tiempo allí: no eran
felices, pensaban en el lugar que habían dejado, en la gente de allí. Y al final decidieron< volverse y
hacer el monasterio en dos caravanas. En vez de estar en un gran monasterio, cómodas, estaban
como las pulgas, allí, todas juntas, pero felices en la pobreza. Esto sucedió este último año. Una cosa
hermosa.

Mis ojos han visto a tu Salvador . Simeón ve a Jesús pequeño, humilde, que ha venido para servir y
no para ser servido, y se define a sí mismo como siervo. Dice, en efecto: «Ahora, Señor, puedes
dejar a tu siervo  irse en paz» (v. 29). Quien tiene la mirada en Jesús aprende a vivir para servir. No
espera que comiencen los demás, sino que sale a buscar al prójimo, como Simeón que buscaba a
Jesús en el templo. En la vida consagrada, ¿dónde se encuentra al prójimo? Esta es la pregunta:
¿Dónde se encuentra el prójimo? En primer lugar, en la propia comunidad. Hay que pedir la gracia
de saber buscar a Jesús en los hermanos y en las hermanas  que hemos recibido. Es allí donde se
comienza a poner en práctica la caridad: en el lugar donde vives, acogiendo a los hermanos y
hermanas con sus propias pobrezas, como Simeón acogió a Jesús sencillo y pobre. Hoy, muchos ven
en los demás sólo obstáculos y complicaciones. Se necesitan miradas que busquen al prójimo, que
acerquen al que está lejos. Los religiosos y las religiosas, hombres y mujeres que viven para imitar a
Jesús, están llamados a introducir en el mundo su misma mirada, la mirada de la compasión, la
mirada que va en busca de los alejados; que no condena, sino que anima, libera, consuela, la mirada
de la compasión. Es ese estribillo del Evangelio, que hablando de Jesús repite frecuentemente: “se
compadeció”. Es Jesús que se inclina hacia cada uno de nosotros.

Mis ojos han visto a tu Salvador . Los ojos de Simeón han visto la salvación porque la aguardaban (cf.
v. 25). Eran ojos que aguardaban, que esperaban. Buscaban la luz y vieron la luz de las naciones (cf.
v. 32). Eran ojos envejecidos, pero encendidos de esperanza. La mirada de los consagrados no puede
ser más que una mirada de esperanza. Saber esperar. Mirando alrededor, es fácil perder la
esperanza: las cosas que no van, la disminución de las vocaciones… Otra vez se cierne la tentación
de la mirada mundana, que anula la esperanza. Pero miremos al Evangelio y veamos a Simeón y
Ana: eran ancianos, estaban solos y, sin embargo, no habían perdido la esperanza, porque estaban
en contacto con el Señor. Ana «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones
noche y día» (v. 37). Este es el secreto: no apartarse del Señor, fuente de la esperanza. Si no
miramos cada día al Señor, si no lo adoramos, nos volvemos ciegos. Adorar al Señor.
Queridos hermanos y hermanas: Demos gracias a Dios por el don de la vida consagrada y pidamos
una mirada nueva, que sabe ver la gracia, que sabe buscar al prójimo, que sabe esperar. Entonces,
también nuestros ojos verán al Salvador.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Basílica
sábado, 2 de febrero de 2019

La liturgia de hoy nos muestra a Jesús que va al encuentro de su pueblo . Es la fiesta del encuentro: la
novedad del Niño se encuentra con la tradición del templo; la promesa halla su cumplimiento; María y José,
jóvenes, encuentran a Simeón y Ana, ancianos. Todo se encuentra, en definitiva, cuando llega Jesús.

¿Qué nos enseña esto? En primer lugar, que también nosotros estamos llamados a recibir a Jesús que viene a
nuestro encuentro. Encontrarlo: al Dios de la vida hay que encontrarlo cada día de nuestra existencia; no de
vez en cuando, sino todos los días. Seguir a Jesús no es una decisión que se toma de una vez por todas, es
una elección cotidiana. Y al Señor no se le encuentra virtualmente, sino directamente, descubriéndolo en la
vida, en lo concreto de la vida. De lo contrario, Jesús se convierte en un hermoso recuerdo del pasado. Pero
cuando lo acogemos como el Señor de la vida, el centro de todo, el corazón palpitante de todas las cosas,
entonces él vive y revive en nosotros. Y nos sucede lo mismo que pasó en el templo: alrededor de él todo se
encuentra, la vida se vuelve armoniosa. Con Jesús hallamos el ánimo para seguir adelante y la fuerza para
estar firmes. El encuentro con el Señor es la fuente. Por tanto, es importante volver a las fuentes: retornar con
la memoria a los encuentros decisivos que hemos tenido con él, reavivar el primer amor, tal vez escribir
nuestra historia de amor con el Señor. Le hará bien a nuestra vida consagrada, para que no se convierta en
un tiempo que pasa, sino que sea tiempo de encuentro.

Si recordamos nuestro encuentro decisivo con el Señor, nos damos cuenta de que no surgió como un asunto
privado entre Dios y nosotros. No, germinó en el pueblo creyente, en medio de tantos hermanos y hermanas,
en tiempos y lugares precisos. El Evangelio nos lo dice, mostrando cómo el encuentro tiene lugar en el pueblo
de Dios, en su historia concreta, en sus tradiciones vivas: en el templo, según la Ley, en clima de profecía, con
los jóvenes y los ancianos juntos (cf. Lc 2,25-28.34). Lo mismo en la vida consagrada: germina y florece en la
Iglesia; si se aísla, se marchita. Madura cuando los jóvenes y los ancianos caminan juntos, cuando los jóvenes
encuentran las raíces y los ancianos reciben los frutos. En cambio, se estanca cuando se camina solo, cuando
se queda fijo en el pasado o se precipita hacia adelante para intentar sobrevivir. Hoy, fiesta del encuentro,
pidamos la gracia de redescubrir al Señor vivo en el pueblo creyente, y de hacer que el carisma recibido se
encuentre con la gracia de hoy.

El Evangelio también nos dice que el encuentro de Dios con su pueblo tiene un principio y una meta. Se parte
de la llamada al templo y se llega a la visión en el templo. La llamada es doble. Hay una primera llamada
«según la Ley» (v. 22). Es la de José y María, que van al templo para cumplir lo que la ley prescribe. El texto
lo subraya casi como un estribillo, cuatro veces (cf. vv. 22.23.24.27). No es una constricción: los padres de
Jesús no van a la fuerza o para realizar un mero cumplimiento externo; van para responder a la llamada de
Dios. Luego hay una segunda llamada, según el Espíritu. Es la de Simeón y Ana. También esta está resaltada
con insistencia: tres veces, refiriéndose a Simeón, se habla del Espíritu Santo (cf. vv. 25.26.27) y concluye con
la profetisa Ana que, inspirada, alaba a Dios (cf. v. 38). Dos jóvenes van presurosos al templo llamados por la
Ley; dos ancianos movidos por el Espíritu. Esta doble llamada, de la Ley y del Espíritu, ¿qué nos enseña para
nuestra vida espiritual y nuestra vida consagrada? Que todos estamos llamados a una doble obediencia: a la
ley —en el sentido de lo que da orden bueno a la vida—, y al Espíritu, que hace todo nuevo en la vida. Así es
como nace el encuentro con el Señor: el Espíritu revela al Señor, pero para recibirlo es necesaria la constancia
fiel de cada día. Sin una vida ordenada, incluso los carismas más grandes no dan fruto. Por otro lado, las
mejores reglas no son suficientes sin la novedad del Espíritu: la ley y el Espíritu van juntos.
Para comprender mejor esta llamada que vemos hoy en el templo, en los primeros días de la vida de Jesús,
podemos ir al comienzo de su ministerio público, a Caná, donde convierte el agua en vino. También hay allí
una llamada a la obediencia, cuando María dice: «Haced lo que él os diga» ( Jn 2,5). Lo que él diga. Y Jesús
pide una cosa particular; no hace una cosa nueva de inmediato, no saca de la nada el vino que falta —podía
haberlo hecho—, sino que pide algo concreto y exigente. Pide llenar seis grandes ánforas de piedra para la
purificación ritual, que recuerdan la Ley. Significaba verter unos seiscientos litros de agua del pozo: tiempo y
esfuerzo, que parecían inútiles, porque lo que faltaba no era agua, sino vino. Y, sin embargo, precisamente de
esas ánforas bien llenas, «hasta el borde» (v. 7), Jesús saca el vino nuevo. Lo mismo para nosotros, Dios nos
llama a que lo encontremos a través de la fidelidad en las cosas concretas —a Dios se le encuentra siempre en
lo concreto—: oración diaria, la misa, la confesión, una caridad verdadera, la Palabra de Dios de cada día, la
proximidad, sobre todo a los más necesitados, en el cuerpo o en el espíritu. Son cosas concretas, como en la
vida consagrada la obediencia al Superior y a las Reglas. Si esta ley se practica con amor —con amor—, el
Espíritu viene y trae la sorpresa de Dios, como en el templo y en Caná. El agua de la vida cotidiana se
transforma entonces en el vino de la novedad y la vida, que pareciendo más condicionada, en realidad se
vuelve más libre. En este momento viene a mi mente una monja, humilde, que tenía el carisma de estar cerca
de los sacerdotes y seminaristas. Anteayer, su causa de beatificación fue introducida aquí en la Diócesis [de
Roma]. Una monja sencilla: no tenía grandes luces, pero tenía la sabiduría de la obediencia, de la fidelidad y
no tenía miedo de las novedades. Pedimos que el Señor, a través de la hermana Bernardetta, nos conceda a
todos nosotros la gracia de seguir este camino.

El encuentro, que nace de la llamada, culmina en la visión. Simeón dice: «Mis ojos han visto a tu Salvador»
(Lc 2,30). Ve al Niño y ve la salvación. No ve al Mesías haciendo milagros, sino a un niño pequeño. No ve nada
de extraordinario, sino a Jesús con sus padres, que llevan al templo dos pichones o dos palomas, es decir, la
ofrenda más humilde (cf. v. 24). Simeón ve la sencillez de Dios y acoge su presencia. No busca nada más,
pide y no quiere nada más, le basta con ver al Niño y tomarlo en brazos: « Nunc dimittis, ahora puedes
dejarme ir» (cf. v. 29). Le basta Dios así como es. En él encuentra el sentido último de la vida. Es la visión de
la vida consagrada, una visión sencilla y profética en su humildad, donde al Señor se le tiene ante los ojos y
entre las manos, y no se necesita nada más. La vida es él, la esperanza es él, el futuro es él. La vida
consagrada es esta visión profética en la Iglesia: es mirada que ve a Dios presente en el mundo, aunque
muchos no se den cuenta; es voz que dice: «Dios basta, lo demás pasa»; es alabanza que brota a pesar de
todo, como lo muestra la profetisa Ana. Era una mujer muy anciana, que había vivido muchos años como
viuda, pero no era una persona sombría, nostálgica o encerrada en sí misma; al contrario, llega, alaba a Dios y
habla solo de él (cf. v. 38). Me gusta considerar que esta mujer “murmuraba bien”, y contra el mal de
murmurar, esta sería una buena patrona para convertirnos, porque fue de un lado para otro diciendo
solamente: “¡Es aquel! ¡Es aquel niño! ¡Id a verlo!”. Me gusta verla así, como una mujer de barrio.

Esto es la vida consagrada: alabanza que da alegría al pueblo de Dios, visión profética que revela lo que
importa. Cuando es así, florece y se convierte en un reclamo para todos contra la mediocridad: contra el
descenso de altitud en la vida espiritual, contra la tentación de jugar con Dios, contra la adaptación a una vida
cómoda y mundana, contra el lamento —las lamentaciones—, la insatisfacción y el llanto, contra la costumbre
del «se hace lo que se puede» y el «siempre se ha hecho así»: estas frases no se acomodan a Dios. La vida
consagrada no es supervivencia, no es prepararse para el “ ars bene moriendi”: esta es la tentación de hoy
ante la disminución de las vocaciones. No, no es supervivencia, es vida nueva. “Pero, somos pocos…”; es vida
nueva. Es un encuentro  vivo con el Señor en su pueblo. Es llamada a la obediencia fiel de cada día y a las
sorpresas inéditas del Espíritu. Es visión de lo que importa abrazar para tener la alegría: Jesús.
HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO
Basílica Vaticana
Viernes, 2 de febrero de 2018

Cuarenta días después de Navidad celebramos al Señor que, entrando en el templo, va al encuentro
de su pueblo. En el Oriente cristiano, a esta fiesta se la llama precisamente la «Fiesta del
encuentro»: es el encuentro entre el Niño Dios, que trae novedad, y la humanidad que espera,
representada por los ancianos en el templo.

En el templo sucede también otro encuentro, el de dos parejas: por una parte, los jóvenes María y
José, por otra, los ancianos Simeón y Ana. Los ancianos reciben de los jóvenes, y los jóvenes de los
ancianos. María y José encuentran en el templo las raíces del pueblo, y esto es importante, porque la
promesa de Dios no se realiza individualmente y de una sola vez, sino juntos y a lo largo de la
historia. Y encuentran también las raíces de la fe, porque la fe no es una noción que se aprende en
un libro, sino el arte de vivir con Dios, que se consigue por la experiencia de quien nos ha precedido
en el camino. Así los dos jóvenes, encontrándose con los ancianos, se encuentran a sí mismos. Y los
dos ancianos, hacia el final de sus días, reciben a Jesús, que es el sentido a sus vidas. En este
episodio se cumple así la profecía de Joel: «Vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos
tendrán sueños y visiones» (3,1). En ese encuentro los jóvenes descubren su misión y los ancianos
realizan sus sueños. Y todo esto porque en el centro del encuentro está Jesús.

Mirémonos a nosotros, queridos hermanos y hermanas consagrados. Todo comenzó gracias al


encuentro con el Señor. De un encuentro y de una llamada nació el camino de la consagración. Es
necesario hacer memoria de ello. Y si recordamos bien veremos que en ese encuentro no estábamos
solos con Jesús: estaba también el pueblo de Dios —la Iglesia—, jóvenes y ancianos, como en el
Evangelio. Allí hay un detalle interesante: mientras los jóvenes María y José observan fielmente las
prescripciones de la Ley —el Evangelio lo dice cuatro veces—, y no hablan nunca, los ancianos
Simeón y Ana acuden y profetizan. Parece que debería ser al contrario: en general, los jóvenes son
quienes hablan con ímpetu del futuro, mientras los ancianos custodian el pasado. En el Evangelio
sucede lo contrario, porque cuando uno se encuentra en el Señor no tardan en llegar las sorpresas
de Dios. Para dejar que sucedan en la vida consagrada es bueno recordar que no se puede renovar
el encuentro con el Señor sin el otro: nunca dejar atrás, nunca hacer descartes generacionales, sino
acompañarse cada día, con el Señor en el centro. Porque si los jóvenes están llamados a abrir nuevas
puertas, los ancianos tienen las llaves. Y la juventud de un instituto está en ir a las raíces,
escuchando a los ancianos. No hay futuro sin este encuentro entre ancianos y jóvenes; no hay
crecimiento sin raíces y no hay florecimiento sin brotes nuevos. Nunca profecía sin memoria, nunca
memoria sin profecía; y, siempre encontrarse.

La vida frenética de hoy lleva a cerrar muchas puertas al encuentro, a menudo por el miedo al otro
—las puertas de los centros comerciales y las conexiones de red permanecen siempre abiertas—. Que
no sea así en la vida consagrada: el hermano y la hermana que Dios me da son parte de mi historia,
son dones que hay que custodiar. No vaya a suceder que miremos más la pantalla del teléfono que
los ojos del hermano, o que nos fijemos más en nuestros programas que en el Señor. Porque cuando
se ponen en el centro los proyectos, las técnicas y las estructuras, la vida consagrada deja de atraer
y ya no comunica; no florece porque olvida «lo que tiene sepultado», es decir, las raíces.
La vida consagrada nace y renace del encuentro con Jesús tal como es: pobre, casto y obediente. Se
mueve por una doble vía: por un lado, la iniciativa amorosa de Dios, de la que todo comienza y a la
que siempre debemos regresar; por otro lado, nuestra respuesta, que es de amor verdadero cuando
se da sin peros ni excusas, y cuando imita a Jesús pobre, casto y obediente. Así, mientras la vida del
mundo trata de acumular, la vida consagrada deja las riquezas que son pasajeras para abrazar a
Aquel que permanece. La vida del mundo persigue los placeres y los deseos del yo, la vida
consagrada libera el afecto de toda posesión para amar completamente a Dios y a los demás. La vida
del mundo se empecina en hacer lo que quiere, la vida consagrada elige la obediencia humilde como
la libertad más grande. Y mientras la vida del mundo deja pronto con las manos y el corazón vacíos,
la vida según Jesús colma de paz hasta el final, como en el Evangelio, en el que los ancianos llegan
felices al ocaso de la vida, con el Señor en sus manos y la alegría en el corazón.

Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor «en brazos» ( Lc 2,28). No sólo en la cabeza y en
el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al
teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto
contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús
endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es
también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia.
Dejarse encontrar por Jesús, ayudar a encontrar a Jesús: este es el secreto para mantener viva la
llama de la vida espiritual. Es la manera de escapar a una vida asfixiada, dominada por los lamentos,
la amargura y las inevitables decepciones. Encontrarse en Jesús como hermanos y hermanas,
jóvenes y ancianos, para superar la retórica estéril de los «viejos tiempos pasados» —esa nostalgia
que mata el alma—, para acabar con el «aquí no hay nada bueno». Si Jesús y los hermanos se
encuentran todos los días, el corazón no se polariza en el pasado o el futuro, sino que vive el hoy de
Dios en paz con todos.

Al final de los Evangelios hay otro encuentro con Jesús que puede ayudar a la vida consagrada: el de
las mujeres en el sepulcro. Fueron a encontrar a un muerto, su viaje parecía inútil. También vosotros
vais por el mundo a contracorriente: la vida del mundo rechaza fácilmente la pobreza, la castidad y la
obediencia. Pero, al igual que aquellas mujeres, vais adelante, a pesar de la preocupación por las
piedras pesadas que hay que remover (cf. Mc 16,3). Y al igual que aquellas mujeres, las primeras
que encontraron al Señor resucitado y vivo, os abrazáis a Él (cf. Mt 28,9) y lo anunciáis
inmediatamente a los hermanos, con los ojos que brillan de alegría (cf. v. 8). Sois por tanto el
amanecer perenne de la Iglesia: vosotros, consagrados y consagradas, sois el alba perenne de la
Iglesia. Os deseo que reavivéis hoy mismo el encuentro con Jesús, caminando juntos hacia Él; y así
se iluminarán vuestros ojos y se fortalecerán vuestros pasos.
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica

Jueves 2 de febrero de 2017

Cuando los padres de Jesús llevaron al Niño para cumplir las prescripciones de la ley, Simeón
«conducido por el Espíritu» ( Lc 2,27) toma al Niño en brazos y comienza un canto de bendición y
alabanza: «Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos;
luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo Israel» ( Lc 2,30-32). Simeón no sólo pudo ver,
también tuvo el privilegio de abrazar la esperanza anhelada, y eso lo hace exultar de alegría. Su
corazón se alegra porque Dios habita en medio de su pueblo; lo siente carne de su carne.

La liturgia de hoy nos dice que con ese rito, a los 40 días de nacer, el Señor «fue presentado en el
templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente» ( Misal Romano,
2 de febrero, Monición a la procesión de entrada ). El encuentro de Dios con su pueblo despierta la
alegría y renueva la esperanza. 

El canto de Simeón es el canto del hombre creyente que, al final de sus días, es capaz de afirmar: Es
cierto, la esperanza en Dios nunca decepciona (cf. Rm 5,5), Él no defrauda. Simeón y Ana, en la
vejez, son capaces de una nueva fecundidad, y lo testimonian cantando: la vida vale la pena vivirla
con esperanza porque el Señor mantiene su promesa; y será, más tarde, el mismo Jesús quien
explicará esta promesa en la Sinagoga de Nazaret: los enfermos, los detenidos, los que están solos,
los pobres, los ancianos, los pecadores también son invitados a entonar el mismo canto de
esperanza. Jesús está con ellos, él está con nosotros (cf. Lc 4,18-19).

Este canto de esperanza lo hemos heredado de nuestros mayores. Ellos nos han introducido en esta
«dinámica». En sus rostros, en sus vidas, en su entrega cotidiana y constante pudimos ver como esta
alabanza se hizo carne. Somos herederos de los sueños de nuestros mayores, herederos de la
esperanza que no desilusionó a nuestras madres y padres fundadores, a nuestros hermanos
mayores. Somos herederos de nuestros ancianos que se animaron a soñar; y, al igual que ellos, hoy
queremos nosotros también cantar: Dios no defrauda, la esperanza en él no desilusiona. Dios viene
al encuentro de su Pueblo. Y queremos cantar adentrándonos en la profecía de Joel: «Derramaré mi
espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y
visiones» (3,1).

Nos hace bien recibir el sueño de nuestros mayores para poder profetizar hoy y volver a
encontrarnos con lo que un día encendió nuestro corazón. Sueño y profecía juntos. Memoria de cómo
soñaron nuestros ancianos, nuestros padres y madres y coraje para llevar adelante, proféticamente,
ese sueño.

Esta actitud nos hará fecundos a los consagrados, pero sobre todo nos protegerá de una tentación
que puede hacer estéril nuestra vida consagrada: la tentación de la supervivencia . Un mal que puede
instalarse poco a poco en nuestro interior, en el seno de nuestras comunidades. La actitud de
supervivencia nos vuelve reaccionarios, miedosos, nos va encerrando lenta y silenciosamente en
nuestras casas y en nuestros esquemas. Nos proyecta hacia atrás, hacia las gestas gloriosas —pero
pasadas— que, lejos de despertar la creatividad profética nacida de los sueños de nuestros
fundadores, busca atajos para evadir los desafíos que hoy golpean nuestras puertas. La psicología de
la supervivencia le roba fuerza a nuestros carismas porque nos lleva a domesticarlos, hacerlos
«accesibles a la mano» pero privándolos de aquella fuerza creativa que inauguraron; nos hace querer
proteger espacios, edificios o estructuras más que posibilitar nuevos procesos. La tentación de
supervivencia nos hace olvidar la gracia, nos convierte en profesionales de lo sagrado pero no
padres, madres o hermanos de la esperanza que hemos sido llamados a profetizar. Ese ambiente de
supervivencia seca el corazón de nuestros ancianos privándolos de la capacidad de soñar y, de esta
manera, esteriliza la profecía que los más jóvenes están llamados a anunciar y realizar. En pocas
palabras, la tentación de la supervivencia transforma en peligro, en amenaza, en tragedia, lo que el
Señor nos presenta como una oportunidad para la misión. Esta actitud no es exclusiva de la vida
consagrada, pero de forma particular somos invitados a cuidar de no caer en ella.

Volvamos al pasaje evangélico y contemplemos nuevamente la escena. Lo que despertó el canto en


Simeón y Ana no fue ciertamente mirarse a sí mismos, analizar y rever su situación personal. No fue
el quedarse encerrados por miedo a que les sucediese algo malo. Lo que despertó el canto fue la
esperanza, esa esperanza que los sostenía en la ancianidad. Esa esperanza se vio recompensada en
el encuentro con Jesús. Cuando María pone en brazos de Simeón al Hijo de la Promesa, el anciano
empieza a cantar, hace una verdadera “liturgia”, canta sus sueños. Cuando pone a Jesús en medio
de su pueblo, este encuentra la alegría. Y sí, sólo eso podrá devolvernos la alegría y la esperanza,
sólo eso nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Sólo eso hará fecunda nuestra vida y
mantendrá vivo nuestro corazón. Poniendo a Jesús en donde tiene que estar: en medio de su pueblo.

Todos somos conscientes de la transformación multicultural por la que atravesamos, ninguno lo pone
en duda. De ahí la importancia de que el consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la
vida, en el corazón de estas grandes transformaciones. La misión —de acuerdo a cada carisma
particular— es la que nos recuerda que fuimos invitados a ser levadura de esta masa concreta. Es
cierto podrán existir «harinas» mejores, pero el Señor nos invitó a leudar aquí y ahora, con los
desafíos que se nos presentan. No desde la defensiva, no desde nuestros miedos sino con las manos
en el arado ayudando a hacer crecer el trigo tantas veces sembrado en medio de la cizaña. Poner a
Jesús en medio de su pueblo es tener un corazón contemplativo capaz de discernir como Dios va
caminando por las calles de nuestras ciudades, de nuestros pueblos, en nuestros barrios. Poner a
Jesús en medio de su pueblo, es asumir y querer ayudar a cargar la cruz de nuestros hermanos. Es
querer tocar las llagas de Jesús en las llagas del mundo, que está herido y anhela, y pide resucitar.

¡Ponernos con Jesús en medio de su pueblo! No como voluntaristas de la fe, sino como hombres y
mujeres que somos continuamente perdonados, hombres y mujeres ungidos en el bautismo para
compartir esa unción y el consuelo de Dios con los demás.

Nos ponemos con Jesús en medio de su pueblo porque «sentimos el desafío de descubrir y transmitir
la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos,
de participar de esa marea algo caótica que [con el Señor], puede convertirse en una verdadera
experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. […] Si pudiéramos
seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan esperanzador! Salir de sí
mismo para unirse a otros» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87) no sólo hace bien, sino que
transforma nuestra vida y esperanza en un canto de alabanza. Pero esto sólo lo podemos hacer si
asumimos los sueños de nuestros ancianos y los transformamos en profecía.
Acompañemos a Jesús en el encuentro con su pueblo, a estar en medio de su pueblo, no en el
lamento o en la ansiedad de quien se olvidó de profetizar porque no se hace cargo de los sueños de
sus mayores, sino en la alabanza y la serenidad; no en la agitación sino en la paciencia de quien
confía en el Espíritu, Señor de los sueños y de la profecía. Y así compartamos lo que no nos
pertenece: el canto que nace de la esperanza.

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Basílica Martes 2 de febrero de 2016

Hoy ante nuestra mirada se presenta un hecho sencillo, humilde y grande: Jesús es llevado por María
y José al templo de Jerusalén. Es un niño como muchos, como todos, pero es único: es el Unigénito
venido para todos. Este Niño nos ha traído la misericordia y la ternura de Dios: Jesús es el rostro de
la Misericordia del Padre. Es éste el ícono que el Evangelio nos ofrece al final del Año de la vida
consagrada, un año vivido con mucho entusiasmo. Este, como un río, confluye ahora en el mar de la
misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo
extraordinario.

A la fiesta de hoy, sobre todo en Oriente, se la llama fiesta del encuentro. En efecto, en el Evangelio
que ha sido proclamado, vemos diversos encuentros (cf. Lc 2, 22-40). En el templo Jesús viene a
nuestro encuentro y nosotros vamos a su encuentro . Contemplamos el encuentro con el viejo
Simeón, que representa la espera fiel de Israel y el júbilo del corazón por el cumplimiento de las
antiguas promesas. Admiramos también el encuentro con la anciana profetisa Ana, que, al ver al
Niño, exulta de alegría y alaba a Dios. Simeón y Ana son la espera y la profecía, Jesús es la novedad
y el cumplimiento: Él se nos presenta como la perenne sorpresa de Dios; en este Niño nacido para
todos se encuentran el pasado, hecho de memoria y de promesa, y el futuro, lleno de esperanza.

En esto podemos ver el inicio de la vida consagrada. Los consagrados y las consagradas están
llamados sobre todo a ser hombres y mujeres del encuentro . De hecho, la vocación no está motivada
por un proyecto nuestro pensado «con cálculo», sino por una gracia del Señor que nos alcanza, a
través de un encuentro que cambia la vida. Quien encuentra verdaderamente a Jesús no puede
quedarse igual que antes. Él es la novedad que hace nuevas todas las cosas. Quien vive este
encuentro se convierte en testigo y hace posible el encuentro para los demás; y también se hace
promotor de la cultura del encuentro, evitando la autorreferencialidad que nos hace permanecer
encerrados en nosotros mismos.

El pasaje de la Carta a los Hebreos, que hemos escuchado, nos recuerda que el mismo Jesús, para
salir a nuestro encuentro, no dudó en compartir nuestra condición humana: «Lo mismo que los hijos
participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre» (v. 14).
Jesús no nos ha salvado «desde el exterior», no se ha quedado fuera de nuestro drama, sino que ha
querido compartir nuestra vida. Los consagrados y las consagradas están llamados a ser signo
concreto y profético de esta cercanía de Dios, de este compartir la condición de fragilidad, de pecado
y de heridas del hombre de nuestro tiempo. Todas las formas de vida consagrada, cada una según
sus características, están llamadas a estar en permanente estado de misión, compartiendo «Los
gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de
los pobres y de cuantos sufren» (Gaudium et spes, 1).
El Evangelio nos dice también que «Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del
niño» (v. 33). José y María custodian el estupor por este encuentro lleno de luz y de esperanza para
todos los pueblos. Y también nosotros, como cristianos y como personas consagradas,
somos custodios del estupor. Un estupor que pide ser renovado siempre; cuidado con la costumbre
en la vida espiritual; cuidado con cristalizar nuestros carismas en una doctrina abstracta: los carismas
de los fundadores —como he dicho otras veces— no son para sellar en una botella, no son piezas de
museo. Nuestros fundadores han sido movidos por el Espíritu y no han tenido miedo de ensuciarse
las manos con la vida cotidiana, con los problemas de la gente, recorriendo con coraje las periferias
geográficas y existenciales. No se detuvieron ante los obstáculos y las incomprensiones de los demás,
porque mantuvieron en el corazón el estupor por el encuentro con Cristo. No han domesticado la
gracia del Evangelio; han tenido siempre en el corazón una sana inquietud por el Señor, un deseo
vehemente de llevarlo a los demás, como han hecho María y José en el templo. También hoy
nosotros estamos llamados a realizar elecciones proféticas y valientes.

Finalmente, de la fiesta de hoy aprendemos a vivir   la gratitud por el encuentro con Jesús y por el don
de la vocación a la vida consagrada. Agradecer, acción de gracias: Eucaristía. Qué hermoso es
encontrarse el rostro feliz de personas consagradas, quizás ya de avanzada edad como Simeón o
Ana, felices y llenas de gratitud por la propia vocación. Esta es una palabra que puede sintetizar todo
lo que hemos vivido en este Año de la vida consagrada: gratitud por el don del Espíritu Santo, que
siempre anima a la Iglesia a través de los diversos carismas.

El Evangelio concluye con esta expresión: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose,
lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él» (v. 40). Que el Señor Jesús pueda, por la
maternal intercesión de María, crecer en nosotros, y aumentar en cada uno el deseo del encuentro, la
custodia del estupor y la alegría de la gratitud. Entonces los demás serán atraídos por su luz, y
podrán encontrar la misericordia del Padre.

Al concluir la eucaristía, el Papa salió a la plaza de San Pedro para dirigir unas palabras
de forma improvisada a los fieles que habían seguido desde allí la celebración.

Queridos hermanos y hermanas consagrados, ¡muchas gracias! Habéis participado en la Eucaristía


con un poco de fresco. ¡Pero el corazón arde!

Gracias por terminar así, todos juntos, este Año de la vida consagrada. ¡Sigan hacia adelante! Cada
uno de nosotros tiene un sitio, un trabajo en la Iglesia. Por favor, no os olvidéis de la primera
vocación, la primera llamada. ¡Haced memoria! Con ese amor con el que fuisteis llamados, hoy el
Señor os sigue llamando. Que no disminuya, que no disminuya esa belleza del estupor de la primera
llamada. Después, continuad trabajando. ¡Es bonito! Continuad. Siempre hay algo que hacer. Lo
principal es rezar. El «meollo» de la vida consagrada es la oración: ¡rezad! Y así envejeceréis,
envejeceréis como el buen vino.

Os digo una cosa. A mí me gusta mucho encontrar a los religiosos o religiosas ancianos, pero con los
ojos brillantes porque tienen el fuego de la vida espiritual encendido. No se apagó, no se apagó ese
fuego. Seguid hacia adelante hoy, cada día, y continuad trabajando y mirando el mañana con
esperanza, pidiendo siempre al Señor que nos envíe nuevas vocaciones, así nuestra obra de
consagración podrá seguir adelante. La memoria: ¡no os olvidéis de la primera llamada! El trabajo de
todos los días, y después la esperanza de ir hacia adelante y sembrar bien. Que los otros que vienen
detrás de nosotros puedan recibir la herencia que nosotros les dejaremos.
Ahora rezamos a la Virgen. Ave María... [Bendición]

Buena tarde y ¡rezad por mí!

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Basílica
Domingo 2 de febrero de 2015

Pongamos ante los ojos de la mente el icono de María Madre que va con el Niño Jesús en brazos. Lo
lleva al Templo, lo lleva al pueblo, lo lleva a encontrarse con su pueblo.

Los brazos de su Madre son como la «escalera» por la que el Hijo de Dios baja hasta nosotros,  la
escalera de la condescendencia de Dios.  Lo hemos oído en la primera Lectura, tomada de la Carta a
los Hebreos: Cristo «tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote
compasivo y fiel» (2,17). Es el doble camino de Jesús: bajó, se hizo uno de nosotros,
para subirnos con Él al Padre, haciéndonos semejantes a Él.

Este movimiento lo podemos contemplar en nuestro corazón imaginando la escena del Evangelio:
María que entra en el templo con el Niño en brazos. La Virgen es la que va caminando, pero su
Hijo va delante de ella.  Ella lo lleva, pero es Él quien la lleva a Ella por ese camino de Dios, que viene
a nosotros para que nosotros podamos ir a Él.

Jesús ha recorrido nuestro camino, y nos ha mostrado el «camino nuevo y vivo» (cf.  Hb  10,20) que
es Él mismo. Y para nosotros, los consagrados, este es el único camino que, de modo concreto y sin
alternativas, tenemos que recorrer con alegría y perseverancia . También para nosotros, los
consagrados, ha abierto un camino. ¿Qué camino es ése?

Hasta en cinco ocasiones insiste el Evangelio en la obediencia de María y José a la “Ley del
Señor”  (cf. Lc  2,22.23.24.27.39). Jesús no vino para hacer su voluntad, sino la voluntad del Padre; y
esto –dijo Él– era su «alimento» (cf. Jn  4,34). Así, quien sigue a Jesús se pone en el camino de la
obediencia, imitando de alguna manera la «condescendencia» del Señor, abajándose y haciendo suya
la voluntad del Padre, incluso hasta la negación y la humillación de sí mismo (cf. Flp  2,7-8). Para un
religioso, caminar significa abajarse en el servicio, es decir, recorrer el mismo camino de Jesús, que
«no retuvo ávidamente el ser igual a Dios» (Flp  2,6). Rebajarse haciéndose siervo para servir.

Y este camino adquiere la forma de la regla,  que recoge el carisma del fundador, sin olvidar que la
regla insustituible, para todos, es siempre el Evangelio. El Espíritu Santo, en su infinita creatividad, lo
traduce también en diversas reglas de vida consagrada que nacen todas de la sequela Christi, es
decir, de este camino de abajarse sirviendo.

Mediante esta «ley» que es la regla, los consagrados pueden alcanzar la sabiduría, que no es una
actitud abstracta sino obra y don del Espíritu Santo. Y signo evidente de esa sabiduría es la alegría.
Sí, la alegría evangélica del religioso es consecuencia del camino de abajamiento con Jesús… Y,
cuando estamos tristes, nos vendrá bien preguntarnos: «¿Cómo estoy viviendo esta
dimensión kenotica?».

En el relato de la Presentación de Jesús, la sabiduría está representada por los dos ancianos,  Simeón


y Ana: personas dóciles al Espíritu Santo  (se los nombra 3 veces), guiadas por Él, animadas por Él. El
Señor les concedió la sabiduría tras un largo camino de obediencia a su ley. Obediencia que, por una
parte, humilla y aniquila, pero que por otra parte levanta y custodia la esperanza, haciéndolos
creativos, porque estaban llenos de Espíritu Santo. Celebran incluso una especie de liturgia en torno
al Niño cuando entra en el templo: Simeón alaba al Señor y Ana «predica» la salvación (cf. Lc  2,28-
32.38). Como María, también el anciano lleva al Niño en sus brazos, pero, en realidad, es el Niño
quien toma y guía al anciano. La liturgia de las primeras Vísperas de la Fiesta de hoy lo expresa con
claridad y belleza: «Senex puerum portabat, puer autem senem regebat ». Tanto María, joven madre,
como Simeón, anciano «abuelo», llevan al Niño en brazos, pero es el mismo Niño quien los guía a
ellos.

Es curioso advertir que, en esta ocasión, los creativos no son los jóvenes sino los ancianos. Los
jóvenes, como María y José, siguen la ley del Señor a través de la obediencia; los ancianos, como
Simeón y Ana, ven en el Niño el cumplimiento de la Ley y las promesas de Dios. Y son capaces de
hacer fiesta: son creativos en la alegría, en la sabiduría.

Y el Señor transforma la obediencia en sabiduría  con la acción de su Espíritu Santo.

A veces, Dios puede dar el don de la sabiduría a un joven inexperto, pero a condición de que esté
dispuesto a recorrer el camino de la obediencia y de la docilidad al Espíritu. Esta obediencia y
docilidad no es algo teórico, sino que está bajo el régimen de la encarnación del Verbo: docilidad y
obediencia a un fundador, docilidad y obediencia a una regla concreta, docilidad y obediencia a un
superior, docilidad y obediencia a la Iglesia. Se trata de una docilidad y obediencia concreta.

Perseverando en el camino de la obediencia, madura la sabiduría personal y comunitaria, y así es


posible también adaptar las reglas a los tiempos:  de hecho, la verdadera «actualización» es obra de
la sabiduría, forjada en la docilidad y la obediencia.

El fortalecimiento y la renovación de la Vida Consagrada pasan por un gran amor a la regla, y


también por la capacidad de contemplar y escuchar a los mayores de la Congregación. Así, el
«depósito», el carisma de una familia religiosa queda custodiado tanto por la obediencia como por la
sabiduría. Y este camino nos salva de vivir nuestra consagración de manera “ light”, desencarnada,
como si fuera una gnosis, que reduce la vida religiosa a una “caricatura”, una caricatura en la que se
da un seguimiento sin renuncia, una oración sin encuentro, una vida fraterna sin comunión, una
obediencia sin confianza y una caridad sin trascendencia.

También nosotros, como María y Simeón, queremos llevar hoy en brazos a Jesús para que se
encuentre con su pueblo, y seguro que lo conseguiremos si nos dejamos poseer por el misterio de
Cristo. Guiemos el pueblo a Jesús dejándonos a su vez guiar por Él. Eso es lo que debemos ser: guías
guiados.

Que el Señor, por intercesión de nuestra Madre, de San José y de los santos Simeón y Ana, nos
conceda lo que le hemos pedido en la Oración colecta: «Ser presentados delante de ti con el alma
limpia». Así sea.
 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO


Basílica Domingo 2 de febrero de 2014

La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo es llamada también fiesta del encuentro: en la


liturgia, se dice al inicio que Jesús va al encuentro de su pueblo, es el encuentro entre Jesús y su
pueblo; cuando María y José llevaron a su niño al Templo de Jerusalén, tuvo lugar el primer
encuentro entre Jesús y su pueblo, representado por los dos ancianos Simeón y Ana.

Ese fue un encuentro en el seno de la historia del pueblo, un encuentro entre los jóvenes y los
ancianos: los jóvenes eran María y José, con su recién nacido; y los ancianos eran Simeón y Ana, dos
personajes que frecuentaban siempre el Templo.

Observemos lo que el evangelista Lucas nos dice de ellos, cómo les describe. De la Virgen y san José
repite cuatro veces que querían cumplir lo que estaba prescrito por la Ley del Señor  (cf. Lc 2,
22.23.24.27). Se entiende, casi se percibe, que los padres de Jesús tienen la alegría de observar los
preceptos de Dios, sí, la alegría de caminar en la Ley del Señor. Son dos recién casados, apenas han
tenido a su niño, y están totalmente animados por el deseo de realizar lo que está prescrito. Esto no
es un hecho exterior, no es para sentirse bien, ¡no! Es un deseo fuerte, profundo, lleno de alegría. Es
lo que dice el Salmo: «Mi alegría es el camino de tus preceptos... Tu ley será mi delicia (119, 14.77).

¿Y qué dice san Lucas de los ancianos? Destaca más de una vez que  eran conducidos por el Espíritu
Santo. De Simeón afirma que era un hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel, y
que «el Espíritu Santo estaba con él» (2, 25); dice que «el Espíritu Santo le había revelado» que
antes de morir vería al Cristo, al Mesías (v. 26); y por último que fue al Templo «impulsado por el
Espíritu» (v. 27). De Ana dice luego que era una «profetisa» (v. 36), es decir, inspirada por Dios; y
que estaba siempre en el Templo «sirviendo a Dios con ayunos y oraciones» (v. 37). En definitiva,
estos dos ancianos están llenos de vida. Están llenos de vida porque están animados por el Espíritu
Santo, dóciles a su acción, sensibles a sus peticiones...

He aquí el encuentro entre la Sagrada Familia y estos dos representantes del pueblo santo de Dios.
En el centro está Jesús. Es Él quien mueve a todos, quien atrae a unos y a otros al Templo, que es la
casa de su Padre.

Es un encuentro entre los jóvenes llenos de alegría al cumplir la Ley del Señor y los ancianos llenos
de alegría por la acción del Espíritu Santo. Es un singular encuentro entre observancia y profecía ,
donde los jóvenes son los observantes y los ancianos son los proféticos. En realidad, si reflexionamos
bien, la observancia de la Ley está animada por el Espíritu mismo, y la profecía se mueve por la
senda trazada por la Ley. ¿Quién está más lleno del Espíritu Santo que María? ¿Quién es más dócil
que ella a su acción?

A la luz de esta escena evangélica miremos a la vida consagrada como un encuentro con Cristo: es Él
quien viene a nosotros, traído por María y José, y somos nosotros quienes vamos hacia Él,
conducidos por el Espíritu Santo. Pero en el centro está Él. Él lo mueve todo, Él nos atrae al Templo,
a la Iglesia, donde podemos encontrarle, reconocerle, acogerle y abrazarle.

Jesús viene a nuestro encuentro en la Iglesia a través del carisma fundacional de un Instituto: ¡es
hermoso pensar así nuestra vocación! Nuestro encuentro con Cristo tomó su forma en la Iglesia
mediante el carisma de un testigo suyo, de una testigo suya. Esto siempre nos asombra y nos lleva a
dar gracias.

Y también en la vida consagrada se vive el encuentro entre los jóvenes y los ancianos, entre
observancia y profecía. No lo veamos como dos realidades contrarias. Dejemos más bien que el
Espíritu Santo anime a ambas, y el signo de ello es la alegría: la alegría de observar, de caminar en la
regla de vida; y la alegría de ser conducidos por el Espíritu, nunca rígidos, nunca cerrados, siempre
abiertos a la voz de Dios que habla, que abre, que conduce, que nos invita a ir hacia el horizonte.

Hace bien a los ancianos comunicar la sabiduría a los jóvenes; y hace bien a los jóvenes recoger este
patrimonio de experiencia y de sabiduría, y llevarlo adelante, no para custodiarlo en un museo, sino
para llevarlo adelante afrontando los desafíos que la vida nos presenta, llevarlo adelante por el bien
de las respectivas familias religiosas y de toda la Iglesia.

Que la gracia de este misterio, el misterio del encuentro nos ilumine y nos consuele en nuestro
camino. Amén.

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