El Monstruo Perfecto

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“El monstruo perfecto”

Franco Vaccarini

ÍNDICE

1. Viejo, antes de ser joven.


2. Yo soñé con esa casa.
3. Toqué algo que no era Mónica.
4. El colmo.
5. Partes mezcladas.
6. En la ventana.
7. Al otro lado del arroyo.
8. El nuevo trabajo.
9. La culebra dormida.
10. Familia de monstruos.
11. Como si alguien pudiera saber.
12. ¿Dónde está mamá?
13. El amigo de mi esqueleto.
14. La cabeza de los perros.
15. Lo que decían los sueños.
16. El misterioso señor Wilton.
17. Centrípetus.
18. Si ha de volver, volverá.
19. La casa del tío era otra casa.
20. Lo primero que sentí.
UNO
“VIEJO, ANTES DE SER JOVEN”

"Son mejores aquellas fantasías puras, que no buscan justificación o moralidad y que
parecen no tener otro fondo que un oscuro terror."
Otras inquisiciones. J.L. Borges.

Lo primero que sentí cuando el colectivo frenó en la estación fue miedo. Tía Olga es
una máquina trituradora de huesos, tiene la fuerza de un estibador y sus movimientos
son imprevisibles.
Tomé mi mochila e intenté bajar desde el piso alto. Me costó bastante. Los ómnibus
de dos pisos tienen algo de nave espacial: Argentina es el único país de América en que
existen, aunque de esta afirmación no estoy cien por ciento seguro. Y no lo estoy porque
ni siquiera conozco Uruguay, que queda tan cerca. Vi ómnibus de dos pisos en Londres,
nada más. Y por televisión. En las películas, no veo ómnibus de dos pisos en ningún
país. El asunto es que bajar por la escalera me llevo unos minutos, son muy estrechas
y los pasajeros se traban, más si llevan bolsos o si baja una señora con un bebe o un
anciano.
Superada la prueba, pisé el suelo de Los Diques, un pueblito serrano plantado en un
fértil valle cordobés, y me enfrente a mi destino, suspirando. Entonces of el grito de
guerra: ¡¡¡ Sobrinooo!!!
La voz me llegó desde atrás de un tumulto de personas que confusamente se
saludaban unas a otras, hasta que una de las figuras se desprendió del resto y avanzó
hacia mí.
Llevaba un saquito verde y los brazos abiertos, bien abiertos, como las pinzas de un
cangrejo. Retrocedí un paso, instintivamente, pero no estaba bien huir de mi tía, de mi
tía que solo quería abrazarme. Nada más.
Apenas recuerdo, después de eso, la constelación del Cangrejo cayendo sobre mí,
estrujándome como si fuera una manzana trozada dentro de una licuadora, allí estaba
mi tía Olga, con su amor rotundo,
--¿Cómo viajaste, Fer ? Fernandito, qué grande estás, qué precioso.
Y enseguida me encontré en un auto azul, con la tía al volante, rumbo a su casa en
un bosque alejado unos pocos kilómetros del pueblo.
Mi último viaje había ocurrido cinco años atrás, había ido con mamá y con papá, y tío
Wilton todavía era el bondadoso marido de tía Olga. Tenía una imagen feliz, aunque
muy imprecisa de la casa, el jardín, los árboles..; recuerdo también un paseo por el
campo de un vecino que cultivaba arándanos.
--Arándanos la fruta del siglo veintiuno --me informó el tío, mientras admirábamos el
sistema de riego artificial que mantenía las plantas en forma.
--Para paladares exigentes, es una superfruta , mata el colesterol malo-- insistía el tío,
mirando el campo fascinado, con una especie de orgullo, como si el campo y los
arándanos fueran suyos. O tal vez, porque ya tenía algún presentimiento.
--¡Me dijo tu mamá que no te llevaste ninguna a marzo! La tía me recordó lo único que
podría haberme impedido el viaje: tener algún pecado escolar, Mamá fue implacable
con eso: si no rendía bien matemáticas, no viajaba. Así de cruel es mamá; ¿con qué
derecho? Uf. El asunto es que acababa de empezar enero y yo estaba listo para disfrutar
unas vacaciones en las sierras, con la tía Olga y mi prima Mónica, en el corazón de un
bosque de quebrachos y de sauces, además de otros árboles que no conozco.
Mónica, dicen los parientes, es casi mi hermana gemela, nos parecemos mucho, solo
que ella es Mónica y yo Fernando, claro. Y ella tiene rulos y yo, nada. Nada de nada.
Atravesé a los saltos el patio atiborrado de piedras blancas y canteros. Mónica me
esperaba en la puerta, con una sonrisa increíble. Estaba un poco más alta que yo, lo
cual me desconcertó. Alta y con el pelo hasta la cintura, lleno de rulos negros. Si Mónica
viviera en Buenos Aires y no fuera mi prima, no me daría ni la hora, porque las chicas
lindas salen con los de cuarto o quinto.
Tía Olga insistió en sacudirme con un par de palmadas en la espalda, aunque con
menos bríos. Sus abrazos son impiadosos, durante un buen rato conservé la impresión
de su beso en la mejilla. Besa fuerte. Si, la tía besa con cariño, con ganas. Eso me gusta
de la tía. No se la notaba triste; seguro lo estaba todavía o lo había estado. Pero se veía
tan linda como siempre, casi un calco de Mónica, un poquito más ancha y apenas más
baja.
Sí, yo también me parezco a tía Olga, salvo por un detalle, claro: soy calvo. Es raro,
un caso único. Tengo catorce años y ya soy calvo. Al principio, me acomplejé. Y sigo un
poco mal, pero me alivió el hecho de que tres o cuatro amigos míos lo encontraron
regroso y uno hasta se rapó para imitarme. Pero a mí el pelo no me crece ni con riego
artificial. Nada. Se me cayó un poco antes de lo del tío Wilton, y el resto después. El
médico fue claro: problemas nerviosos. Me mandaron a un psicólogo, y por más que el
psicólogo le puso onda, el pelo no me creció más. Fue hace poco más de un año y ya
me acostumbré. Tengo la cabeza sin un pelo. ¿Y qué? Con tal de que no vuelvan los
sueños.
Me despertaba llorando para no ver, para no sentir. En los sueños, el corazón se cree
todo lo que está pasando. Y yo soñaba que al tío le pasaban cosas horribles, entonces
mi corazón latía tan rápido que el pecho me dolía y venía la Muerte o algo parecido y
me apretaba la nariz. Abría los ojos en guardia, un segundo antes de que mi corazón o
mis pulmones estallaran. Me calmaba enseguida, pero los sueños volvían cada noche
y el pelo se me cayó en cuatro o cinco semanas.
Una cosa es cierta: me río un poco menos que antes, adelgace y hablo más con los
varones, con las chicas me volví… no sé… como inseguro. No veo el momento de tener
veinte años, porque va a parecer que me rapé a propósito, que me afeito la cabeza
todos los días. Pero a los catorce años nadie se afeita y menos la cabeza. Fue un drama
quedarme pelado. Por lo menos pude comenzar a hablar, a reírme, a lamentarlo, a decir
la verdad: daría mucho por tener mi cabeza normal, como cualquiera de mis
compañeros en la escuela. Cuando todos están pensando en si se lo cortan o cómo se
lo peinan, yo solo siento que me puse viejo antes de ser joven. Qué bronca.
Lo peor fueron los tratamientos y los consuelos que escuchaba:--Este tratamiento,
joven, le devolverá pelo por pelo, cada uno de los cien mil pelos que perdió.
-- Sos tan lindo, tenés carita de pelado.--Te hace más interesante, mirá vos.
--No funcionan, joven, sus folículos, el asunto son sus folículos pilosos, ¿qué quiere
que le diga?
En la calle, en cambio, me gritaban otras cosas:--Che, mirá al soldado, lindo casco
tiene. -- ¡Cabeza de rodilla!
Siempre me gritaban y me gritan chicos de mi edad o un poco más grandes, y solo
si están en grupo. Para el resto de la sociedad mi calvicie es un accidente que provoca
indiferencia o un poco de lástima silenciosa. Me parece. A mí el tema me tiene harto.
Tía Olga había recibido mis fotos y por eso no se asombró al verme. No me quejo de
su afecto estrujahuesos, la adoro. Es como una maravilla medio salvaje mi tía, que se
ríe con toda la cara y con todo el cuerpo; y nada la hace tambalear. Salvo lo del tío,
claro. ¿Pero a quién no?

DOS
“YO SOÑÉ CON ESA CASA”

Después de viajar doce horas y comer las por querías que sirven en los ómnibus,
un desayuno con mermelada casera es reparador. La tía puso en la mesa varios panes
con semillas crujientes, deliciosos. Mónica comió junto conmigo hasta que le dio hipo.
El hipo empezó cuando ella me hizo una invitación y yo, de puro entusiasmo, le respondí
de un modo que la puso nerviosa:¿Querés que caminemos un rato?-me propuso. ¡Dale,
qué bueno! Espero que no nos encontremos con ningún bicharraco raro --¿Por qué…
¡hip!... bicharraco… ¡hip! raro?
A partir de ahí, Mónica estuvo hipando un rato hasta que las carcajadas nos doblaron
en dos. Me causó gracia cómo se tapaba la boca con la mano en cada hipo. Para vivir
en un bosque tenía modales muy elegantes. Luego, ya caminando, y mientras bajaba la
cabeza para esquivar las ramas de un pino, me comentó: -En cuanto me pongo un
poquito nerviosa, me da hipo. —¡Ah! …Y yo me quedo pelado.
Me pasó uno de sus brazos por el hombro: -- ¡Me encanta cómo te lo tomás! Además,
te juro, el pelo es lo más, te lo digo yo, que me encantan los rulos. Pero vos tenés cara
de pelado, en serio.
Los dos íbamos con un palo en la mano, para ir tanteando el terreno, como si
fuéramos ciegos. Me explicó que cada tanto hay desniveles, que una vez ella se fracturó
una pierna. De pronto, con la voz quebradiza, dijo algo del tío, de su papá.
--La primera vez que lo vi cuando empezó con sus crisis fue por acá. Temblaba y
lloraba. Abrazó a mamá y después a mí, miraba el bosque y la casa, sin parar de llorar.
Como si tuviera que elegir.
Nadie sabía bien la historia de la enfermedad del tío y todos los parientes parecían
estar de acuerdo en no intentar alguna explicación general, que de verdad justificara lo
que le pasó. El tema era demasiado complicado para conversarlo. Una vez, mamá me
dijo: --Basta, no quiero hablar más del tío. Me hace mal. "Me hace mal." Por eso nadie
podía, nadie quería hablar del caso que dejó a la familia en un estado de aturdimiento y
desolación.
A mí, me dejó calvo. Nadie quiere aceptarlo, pero yo, en los sueños, me comunicaba
con el tío, iba viendo lo que a él le pasaba. No es que el tío me hablara, no, yo tenía
sueños y estábamos los dos en el sueño: hasta que yo me despertaba casi sin aliento,
medio muerto de miedo.
Por eso quise viajar al bosque, a pasar las vacaciones allí, porque quería aclarar
algunas cosas, ya bastante furia tengo por ser el único chico pelado del barrio, de la
ciudad, del mundo y la constelación del Cangrejo.
Al otro lado de un arroyo cantarín, había una casa ruinosa. Sin voluntad, me
estremecí lo suficiente como para que mi prima se diera cuenta:--¿Qué te pasa? Mónica
me miró con sus ojos claros, verdes, tan lindos. --Yo soñé con esta casa -confesé. Me
costaba creer lo que veía. Mientras los sueños son sueños, no pasa nada: un sueño
hecho realidad es como ver un fantasma.
Un viento frío movió algunas ramas livianas y me hizo estremecer de nuevo:--No te
preocupes. No tengas miedo –intentó tranquilizarme mi prima.
--Yo soñé con esta casa. Sin conocerla. Por eso tengo miedo, Mónica.
--Es la casa de Julia, que ya está muerta. Vivió como cien años. Era famosa--me
explicó Mónica. -- ¿Era una bruja, no?-pregunté.--¿Julia? No, pobre vieja. Era
curandera. Ella conocía cómo curar con plantas, con raíces... Pero nadie le daba mucha
bolilla, imaginate, la gente prefiere la farmacia y listo, y ella tampoco era sociable.
Cruzamos el arroyo; su agua fresca y pura parecía tener una misión, una sola: ser
bebida, dejarse beber. Pero yo no tenía tanta sed, el arroyo venía de algún cerro y se
perdía quién sabe en qué valle, un valle una boca enorme, un valle ogro que se tomaría
el arroyo entero para que los campos siguieran siendo fértiles.
El jardín estaba desmantelado, los canteros habían sido invadidos por las plantas
salvajes y los aromos rastreros, y las únicas flores eran silvestres, de pétalos carnosos,
preparadas para una temporada sin lluvia, de ser necesario, como los cactus. --Hacía
mucho que no andaba por acá-- dijo Mónica, como si se hubiera contagiado de
inquietud.

TRES
“TOQUÉ ALGO QUE NO ERA MÓNICA”

Era muy absurdo, pero allí me encontraba mirando un lugar que solo había conocido
mientras dormía. Cada paso que daba para acercarme, aumentaba la sensación de
angustia en el pecho, las ganas de gritar sin saber por qué.
Llegamos a un corredor donde una silla de paja, con sus hebras rotas,
deshilachadas, se resignaba a que las moscas revolotearan en torno a ella con la
mansedumbre propia de las sillas. Una puerta muy alta, de doble hoja, permanecía
cerrada, pero Mónica tocó el picaporte y la puerta se abrió con un chirrido de grillo
disfónico).
La sala que se presentó ante nuestros ojos olía a insectos muertos, a ese olor de
arañas disecadas en la oscuridad, momias insignificantes, prontas a deshacerse ante
una brisa mínima. Casi sin darnos cuenta, nos tocábamos los brazos, buscando un
amarre, coraje. Ya estábamos dentro de la casa y ni siquiera nos habíamos propuesto,
solo lo hicimos. Entonces, por un instante, me di cuenta de que fácil era entenderme
con mi prima, y eso que nos habíamos visto una media docena de veces en toda la vida.
Pero la sangre es la sangre, y yo me mucho a ella, a la tía. No sé si me parecía al tío
Wilton, pero supongo que por algo soñaba con él y sufrí tanto por su enfermedad.
Ya más familiarizados con la penumbra de la casona y agradeciendo las múltiples
rajaduras en las paredes y de madera, por las que se colaban rayos de una luz
esplendorosa, que dejaba a la vista las diminutas criaturas que nadaban entre el polvo
y el aire casi invisibles, me animé a hablar : -- ¿Sabés qué…? Me callé. Un gran eco
provocó que mis palabras cobraran una dimensión inesperada, como si la casa fuera un
auditorio.
--Dale, seguí.. Mónica también quedó sorprendida por el eco. Pensé en la cúpula
de una iglesia, pensé en pájaros volando dentro de la cúpula, chocando contra las
imágenes sagradas que algún pintor inspirado había eternizado en las viejas paredes.
Pero mis ojos no podían ver tales cosas, fue como una corriente de algo que no estaba
ahí.
--Creo que... que... Por allá, detrás de esta sala, debería haber algo así como un
laboratorio. --¿Cómo sabés? --Los sueños, Mónica, ya te dije. Sé que suena raro, pero
conozco este lugar.
El chirrido de la puerta a nuestras espaldas nos sobresaltó. La habíamos dejado
abierta de par en par, pero acababa de cerrarse. Sentí que algo se había apagado, pero
enseguida me recuperé. Mónica dijo una palabrota, llena de rabia y de miedo. Yo
también.
Nos olvidamos de avanzar y volvimos sobre nuestros pasos; por un momento
perdimos el contacto, hasta que me aferré, sin pudor, al brazo de Mónica, no faltaría
mucho para llegar a la salida, nos guiaba el hilo de luz por debajo de la puerta y mi
corazón comenzaba a controlar sus latidos, cuando… esta se abrió, con un grito jubiloso
de Mónica:--¡Ya está! ¡Uf, qué susto!
El problema es que yo estaba a varios metros y tomado de un brazo... ¿de un brazo?
De algo... que no era Mónica. Porque mi prima había abierto la puerta, y yo podía verla,
sonriente, divertida, hasta que mi grito fulminante estalló.

CUATRO
“EL COLMO”
Si algo quedaba sano en ese jardín salvaje, si alguna planta cuidada por la mano del
hombre y no creciendo al amparo de la Madre Naturaleza brotaba por ahí, seguro que
la pisé, la destrocé, y Mónica a mi lado, copiando mis saltos, mi terror, mis gritos,
haciendo piruetas en la espesura cada vez más sombría... Solo pude detenerme varios
minutos después. Ya no se veía la casa ni nada conocido, habíamos escapado por el
lado opuesto al arroyo, alejándonos más y más hacia el interior del bosque.
--Basta, contame qué pasó--Mónica hablaba con una agitación solo superada por la
mía.--¿Lo viste? ¿Viste algo?--le pregunté, pero ella me miraba sin entender.
No tardé en explicarle.--Te agarré del brazo, creía que eras vos, pero no. Vos abriste
la puerta. ¡Había alguien más ahí adentro!
Mi prima bajó la vista. --¡Dios mío!
Un par de lágrimas le bajaron hasta los labios. Me di cuenta de que se puso a pensar
en el tío, en su padre. Alcé la mirada y vi que el bosque, a unos cincuenta metros, se
convierte en una muralla verde oscuro, que amenazaba con ser impenetrable. Me tentó.
Ella se dio cuenta, respiró hondo y se pasó varias veces los dedos largos sobre la cara.
--Perdoname , es que…
--Por favor, es ridículo. ¿Me vas a pedir perdón por llorar? A mí me encantaría llorar.
Pero no sé, no me sale llorar.
Un pájaro chilló, lúgubre, en las alturas. Y siguió chillando, mientras Mónica y yo
nos suspendimos, suspendimos el tiempo en un abrazo, como abrazando nuestra
tristeza y nuestro miedo. Y enseguida, después, no pude con mis ganas:-- Te iba a decir
que…
--Si ,ya sé, querés avanzar, ir más allá. Pero justamente ahí no podemos. Ya sabés ahí
empieza el bosque en serio. No se puede. Y te recuerdo que lo tengo prohibido por
mamá.
Ni hablar. Dimos media vuelta, esquivamos la casa de madera, cruzamos el arroyo y
enseguida llegamos a la hermosa casa de tía Olga. Paredes blancas y techo de tejas,
una galería alrededor, con aleros, el tanque de agua. No serían más de las once de la
mañana, pero ya salía un olor riquísimo de la cocina.
---Preparate, primo. Mamá no va a parar de agasajarte.
-Yo, encantado--dije olisqueando el aire sabroso, como un perro o un lobo. El aire olía
a cebollitas de verdeo puerro. Más que respirarlo, me lo comí .Y por un segundo , fui
feliz para siempre.
Tía Olga era directora en el gran colegio primario y secundario de Los Diques.
Mónica—al igual que yo ---había pasado a tercer año. Un auto azul último modelo era
única ostentación que se había permitido mi tía, a pesar de que había recibido mucho
dinero en el último tiempo. El tío Wilton tenía un negocio grande en la ciudad de
Córdoba, era el representante de una compañía láctea y distribuía sus productos en
todos los mercados y supermercados de la zona. Mis recuerdos del tío Wilton estaban
siempre unidos al dulce de leche de esa compañía, La Blanquísima, y a los postrecitos
y los yogures. El tío tenía la heladera llena de quesos, hablaba de La Blanquísima como
si él fuera el dueño, como si no hubiera otra empresa que fabricara productos con leche
en la Tierra, como si las vacas no tuvieran nada que ver con la leche. No, para tío Wilton
la leche se cultivaba en los laboratorios secretos de La Blanquísima, con máquinas
fabricadas por ellos mismos bajo estrictas normas y recetas magistrales. Era un
verdadero fanático, calvo como yo ahora, grandote, con la cara roja y saludable, y un
bigote enorme y blanco, que le daba ese aspecto de tío bueno como el pan.
--¡Vení, probá algo bueno, Fernandito, vení ! – me invitaba el tío, con una cucharadita
repleta de dulce de leche La blanquísima, algunas de sus variantes: el "Original", el
“Tiempos modernos", el repostero. Y era rico en serio el dulce de leche. ¡Qué lindas
vacaciones!
Apenas nos enteramos de que el tío y la tía se habían comprado una casa en el
bosque, hicimos un viaje relámpago con mamá y papá para conocerla. Ahí fue cuando
el tío me mostro fascinado el campo sembrado de arándanos
Después empezaron a llegar noticias raras, mientras yo crecía y terminaba la primaria
en Buenos Aires. Que el tío y la tía pasaban la mayor parte del tiempo en la casa del
bosque. Aunque eso no era raro, solo fantástico. Que habían vendido su casa en la
ciudad de Córdoba. Que el tío había comenzado a desinteresarse por su trabajo. Y eso
sí que sonaba extraño. Pero así fue. O quizá fue así porque La Blanquísima, de buenas
a primeras, por culpa de la última crisis catastrófica que sufrió el país, quebró. La compró
otra empresa más grande y el tío ya no tuvo lugar, aunque recibió una flor de
indemnización.
No era la plata el problema, claro; con el sueldo de la tía podían vivir sin problemas,
además ellos tenían ahorros hasta por las orejas; no, nunca fue un problema de plata.
El tío no sabía vivir sin fascinarse por algo. Cuando no tuvo más su empresa, era
demasiado joven para jubilarse y demasiado viejo para tener un empleo normal en otra
empresa. Lleno de energía todavía, se entusiasmó con el bosque.
Y ahí es donde todo se vuelve confuso, fue entonces cuando mamá comenzó a decir
"Me hace mal" y a quedarse callada.
Y para eso viajé a Los Diques, para entender. Aunque la verdad sea dura, será
verdad; y yo estoy desesperado por conocerla. La tía y Mónica de vacaciones, yo
también. El verano debería alcanzar.
El almuerzo fue una maravilla, puro arte también, porque la tía hacía de cada plato
un cuadro. Rodajitas de fiambres y vegetales, arroz primavera, un postre de cuatro
colores (pero sencillo e insuperable: flan casero con dulce de leche, crema chantillí y
una cereza).
¿Tendría que esperar a que la tía hablara del tío, sin hacer preguntas? Mientras
cavilaba estas cosas, decidí contar lo que pasó en la casa de madera, la casa de la
difunta Julia, la curandera. La tía respiró hondo y me dijo:
---Me imagino quién puede ser el que tocaste. Aunque se retiró al bosque profundo, allí
donde tienen prohibido avanzar, pero es posible que aún ronde cerca, de tanto en tanto.
Tuviste mala suerte...
Y dicho esto, se levantó para buscar unas obleas de chocolate y enseguida preparó
un té. Y Mónica me invito a escuchar música en el jardín de invierno, mientras el jardín
de afuera, el jardín de todas las estaciones, resplandecía prolijo, simétrico, como
entrada al bosque abierto, tan engañosamente inofensivo.
A Mónica le encantaban los Babasónicos , aunque la tía tenía decenas de discos
de música celta, música "confortable", decía Mónica, con un mohín gracioso. Y en un
momento nos pusimos a cantar El colmo, el tema preferido por ella y, desde ese instante,
por mí.
Por eso canción, llévame lejos
donde nadie se acuerde de mí
quiero ser el murmullo
de alguna ciudad que no sepa quién soy.
Entre almohadones, escuchando música, me dormí... profundamente.

CINCO
“PARTES MEZCLADAS”
Abrí los ojos con un coscorrón suave de la tía en la mejilla. La luz del atardecer bañaba
los vidrios con un resplandor ceniciento. Pensé que tenía los ojos algo cerrados, pero
no, solo anochecía.
--Fernandito, vamos, mi amor... ¡Dormilón!. Y los ojos casi violetas de tía Olga me
taladraron amistosamente. Qué tonto. Una noche arriba del colectivo, un paseo
misterioso por el bosque, un almuerzo demasiado abundante, la música...--- Tía, ni me
enteré de que tenía sueño. Por Dios... ¿cuántas horas dormí?
--Andá , date un baño y despabilate, que viniste para descansar. ¡Pobre! Esos viajes
en colectivo son terribles.
El agua fue una bendición, mis huesos comenzaron a conectarse otra vez entre sí.
Me reí solo de mi siesta. ¡ Qué siesta! . Cuando salí, la tía y Mónica me gritaron, pero
no las veía.---¡Por acá, Fer ! ¡En el arroyo!
Así supe que detrás de la casa corría otro arroyito serrano de esos que hacen cantar
a las piedras -- ¡Traé el bidón que está sobre la mesa, en la cocina! ---me indicó Mónica
Era un bidón de unos cinco litros. Entonces reparé en algo: los perros. No había
perros. Era insólito. En esa casa, a orillas de un bosque lleno de alimañas, un perro
siempre es bienvenido. Además, yo recordaba a Colo y a Manfredo, los dos ovejeros.
---¡ Vení que te mostramos de dónde sacamos el agua!
Con una dulzura sin par, en esa hora de la tarde en que se mezclaban el día y la
noche, las dos mujeres parecían hermanas más que madre e hija. Mónica tomó el bidón
y levantó una piedra que hacía de tapa al costado del arroyo.
---Esta agua no es del arroyo, es un manantial ,¿Entendés? un manantial
subterráneo. Es más pura que cualquiera, te aseguro.
Paseamos a la sombra ---un decir, porque el sol ya se había escondido entre los
cerros-- a la sombra de una avenida de sauces llorones, que acariciaban el arroyo con
sus hojas. Era un paisaje tan calmo, tan lindo que se me hizo un nudo en la garganta.
---Tía, ¿Y los perros?, ¿dónde está Manfredo y Colo? ¿Se murieron de viejos? Yo tuve
un perro desde chico que se murió hace poco.
---Sí..., no exactamente. Se fueron. Se fueron con el tío. Y la verdad, no quiero más
perros por ahora. ---Pero, tía, decime... ¿Dónde es que está el tío? ¿Me querés decir?
Una pregunta tan inevitable, sin embargo, sonó desubicada. Quién sabe por qué.
Pero yo había soñado, yo estaba calvo porque había soñado con el tío, con esa casa
de madera que no conocía. Yo tenía derecho a saberlo todo.
La tía abrió la boca, se aferró al hombro de Mónica, cuando un graznido tremendo
nos asustó. Un gran pájaro, de pico curvo, con alas blancas y negras, gigantescas, pasó
sobrevolando nuestras cabezas. Me produjo un efecto de irrealidad, de que era un
pájaro que no existía de verdad.
---Es un águila. Un águila mora. Mirá , las alas desplegadas miden dos metros de
punta a punta --me explicó la tía--. Es raro verlas, pero cada tanto aparece una. Tal vez
es la misma, no quedan muchas en los cerros.
Tía Olga se puso a hablar de la fauna del bosque y se olvidó, se hizo la que se
olvidó de mi pregunta. Me resigné, por el momento. ¿Qué podía hacer ? Paciencia.
Después de la cena, nos apoltronamos en los sillones de la sala para ver una
película por cable. Me opuse terminantemente a ver "Fantasmas de Martel, un bodrio.
Qué lástima: el título unía el tema de los fantasmas con el de la vida extraterrestre, se
podría haber hecho algo mejor con eso, dos mundos diferentes y ninguno humano, pero
a veces las partes no suman, y tienden a confundir las cosas, a mezclarse mal.
Al fin dimos con una película francesa, tranquila. Era sobre una chica que tenía un
restaurante, un lugar para comer y los clientes se enamoraban de ella.
---Con tal de que no sea de miedo, veo cualquiera --dijo Mónica.
---Yo también -- respondí. Me hubiera gustado que afuera hubiera un par de perros
custodiando la casa.
SEIS
“EN LA VENTANA”

Caminé hasta la cama cuando el sueño ya había ocupado gran parte de mi mente y
de mi cuerpo. La tía me guío con su mano firme. Me arrojé sobre el acolchado de
plumas, vestido.
---De ningún modo -me insistió la tía y me tiro sobre la cabeza un pijama -- Vamos,
cámbiate , que ya dormiste la siesta con zapatillas hoy.
Obedecí como pude y cuando estuve descalzo y con ropa de cama, me zambullí
entre las sábanas, qué belleza. No tenía miedo, no tendría sueños malos. Algún pájaro
trino o gorjeó no muy lejos de la ventana.
Dormí.--Sobrino!...Sobrino! ---¿Ummm? –j Aquí, en la ventana, sobrino!
Me levanté, lento, arrastrando los pies, con un esfuerzo fuera de toda proporción.
Estar dormido y tener que moverse es una actividad de titanes.
Tío Wilton no era tío Wilton, era solo un bigote blanco, una raya de niebla en las
sombras. A ver... sí, detrás de los bigotes estaba el tío. La cara confundida con la noche,
la cara terrosa, como trabajada por profundidades húmedas.
---Sobrino, gracias por venir. Te necesito.
Yo miraba con mis ojos de sueño la hondura de la noche, las estrellas arriba; la figura
del tío a unos diez, doce metros, con su voz cascada, amistosa.
"Te gustará sentir cómo crecen los árboles, como ahora mismo crecen; los sonidos
que no podemos oír, los oirás. Lo que hay antes de la raíz, lo verás, y antes de la flor y
después, lo verás. Verás como yo, sobrino, lo que no se ve".
Una estrella emitió un fogonazo y el cuerpo del tío quebró la noche, desafiante y
entonces sentí el horror grité.
Sudaba de los pies a la cabeza; toda mi brillante cabeza sudaba.

SIETE
“AL OTRO LADO DEL ARROYO”

Las impresiones de las primeras horas fueron claras, diferenciadas; pero en los días
siguientes todo fue parecido a sí mismo, cada día parecido al anterior y al siguiente. Yo
me reportaba periódicamente a mamá o papá, llamando por un celular tan chiquito que
era imposible de usar, pero igual lo hacía. Mamá, sobre todo, tenía una sugestión
distante, controlada. Sabía que no había peligros en el bosque, pero sabía, también,
que yo había viajado obsesionado por el tío Wilton; y eso no estaba bien. Porque del tío
Wilton ya no se debía hablar más, nunca más. No pertenecía a nuestro mundo--por así
decir--, se había convertido en otra cosa, un extranjero que hablaba otros idiomas, que
mantenía costumbres insensatas. Ya no era un familiar, sino lo extraño.
Un día comenzamos a jugar tenis. Mónica trajo unas raquetas y varias pelotitas.
Buscamos una franja libre de árboles, al costado del arroyo, una planicie de piedra
azulada: Tac-tac, tac-tac.
El sol me cegó los ojos por un momento, tropecé buscando una pelota imposible y
caí. -Si vas a disparar... ¡ dispará , porque no me voy a levantar! -dije, con los ojos
cerrados, cubriéndome la cara con las manos, imitando algún vaquero de una película
vieja.
Silencio. Pensé que Mónica iba a reírse, pero no oí nada. Nada. Entreabrí apenas los
dedos, mientras tanto el silencio en el bosque se había consumado absolutamente.
Definitivo. Y vi los ojos de Mónica, la impresión, mirando hacia el otro lado del arroyo.
Me bastó ver su miedo para hincarme de un salto.
Tío Wilton estaba allí, en la orilla opuesta, con la mirada dura, firme; parecía muy
ancho, casi obeso. Salvo la cara, el resto de su cuerpo estaba oculto debajo de una
capa negra.
--¡Tío! ¡Tío Wilton! No respondió a mi llamado. Fue un segundo después que tuve la
sensación de que esa criatura que estaba parada ahí ya no se llamaba tío, tío Wilton.
Esa criatura respondía a otro nombre. Cuando se fue, detrás de los árboles y las rocas,
pareció que nunca hubiera estado, pero unos ladridos de perro sacudieron a los pájaros.
Vi volar unos chingolos y un par de chimangos en el cielo azul.
Volví en mí y le dije a Mónica:--Voy a necesitar que me cuentes algunas cosas.
Mónica aceptó mi exigencia, con un gesto tímido. --Vamos a casa --propuso.
En ese momento tía Olga bajaba del auto, después de ir de compras al pueblo. Me
sorprendió la cantidad de alimentos que traía. Quise ayudarla con una de las bolsas,
pero ella se resistió, y en el confuso vaivén una manija de plástico se rompió y sobre la
gramilla quedaron tumbadas varias bolsas de comida para perro.
--Pero... ¿para qué? --pregunté. Los ojos de la tía me estudiaron hasta el alma y
luego, torpe, presurosa, me dijo que ella se encargaba, que nunca se sabía, que había
perros cimarrones por los cerros.

OCHO
“EL NUEVO TRABAJO”

--¿Entonces el tío no está ni muerto ni internado? Me asombré de la firmeza de mis


palabras. Los sueños me daban derecho, porque yo había pagado con sufrimiento.
---Internado, no, muerto, no sé.
Creí entender la sentencia de la tía, mientras Mónica me pasaba la mano por el
hombro. Me costaba asumir la medida de la tragedia. ¿Estábamos hablando de un
hombre que de pronto enloqueció y rondaba por los caminos, como un vagabundo
errático, o de otra cosa más... inexplicable? ¿Por qué no se decía, simplemente, que el
tío estaba demente y que se había convertido en un caminante?
--Sobrino, vení, vení con la tía, que la tía te cuenta tooodo. Y se rió con una mueca
resignada, pero enseguida se puso a llorar y de pronto yo también estaba derramando
lágrimas. ¡No lloraba desde los ocho años!
--¡Estoy llorando! --afirmé, casi feliz por la novedad.
--Ay, los hombres. Se sorprenden hasta de la respiración.-protestó con ternura la tía.
--Cuando conocí a Wilton, me impresionó su concentración en los detalles, en las
cosas que hacía, en lo que estaba bajo su responsabilidad. Era el trabajador perfecto,
el empleado que toda empresa soñaba. Por eso tuvo tanto éxito en La Blanquísima y
terminó siendo un distribuidor exclusivo en toda la provincia. No era que se "ponía la
camiseta de la empresa", como se dice. Él era la empresa.
Tal cual, así recordaba yo al tío; no era un ser individual, más bien una criatura llena
de gente y de máquinas y de productos lácteos; el tío era, sencillamente, alguien
maravilloso que creía en la bondad de las cosas que ocupaban su tiempo, en la utilidad
que su desempeño y aquellos productos que él represen taba, tenían para la sociedad.
Siempre pensé que tío Wilton era de esa clase de personas que representaban no solo
a La Blanquísima sino al modelo ideal de la civilización, que no necesitaban creer en
algo más allá, porque les bastaba todo lo que había en este mundo para ser felices y
sentirse plenos.
--Después, ya sabés en qué país vivimos... La economía cada tanto se derrumba y
mandó al fondo del río a un montón de empresas, de puestos de trabajo... Cuando una
compañía más grande compró La Blanquísima, una de las primeras decisiones que
tomaron fue eliminar de cuajo a los distribuidores más importantes. Wilton cobró mucho
dinero por ello, pero ya el dinero no era lo importante. Él se quedó sin... ¿cómo decirlo?
Me duele decirlo, pero casi todo lo que le interesaba se lo habían quitado. Para él,
querido sobrino, venir a cenar a casa era un premio que se ganaba luego de una dura
jornada de trabajo. No entendía la vida de otra manera.
Mónica interrumpió:--Mami, dejame seguir a mí, te hace mal.---Es que no hay
mucho más que contar --respondió tía Olga.
Resoplé, impaciente. Tía se dio cuenta y agregó: -Él ya lo sabe... lo ha soñado. Por
eso lo adoro, porque creía que no podía llorar y ha sido capaz de percibir todo lo que
nos pasaba, a mil kilómetros de distancia.
---Tía, lo que soñé es... muy espantoso. Ya sabés. --Y la realidad es más espantosa,
mi amor --me contestó la tía. --Empezó a obsesionarse con el bosque –dijo Mónica.
--Cambió de obsesión: de la empresa al bosque -completó Olga.--Y así conoció a la
vieja Julia ---agregó mi prima.
--¿La bruja? -No, bruja, no. Curandera --aclaró Mónica.
Y durante un buen rato, se dedicaron a sorprenderme con detalles de la nueva vida
del tío, más allá de su pasado en La Blanquísima. Dedicaba el grueso de sus horas a
deambular por el bosque y a maravillarse con descubrimientos para él inauditos: piedras
raras, flores silvestres, huevos de pajaritos. Como si en el mundo no hubieran existido
Darwin o miles de naturalistas y antropólogos, el tío comenzó a descubrir los eslabones
de la vida, no desde un punto de vista científico, sino como un testigo que, a su vez,
buscaba nuevos testigos. Por eso le traía a tía Olga los logros de sus exploraciones.
Primero, unas pocas plantas, hierbas, nidos secretos, pájaros vivos y muertos, alimanas,
mariposas. Jornada tras jornada, sus exploraciones se hacían más intensivas. En sus
bolsillos había bulbos, tubérculos; cierta vez, la tía le lavó una camisa y el entró en una
y crisis descomunal porque dentro del bolsillo guardaba unas hojitas de té de burro y
barba de piedra, como si fueran las únicas, como si de eso dependiera algún
descubrimiento para la humanidad o la supervivencia de una especie vegetal.
El caso es que el tío estaba conquistando un mundo, un mundo que nunca había
visto.
Desayunaba sobriamente y partía, con la ropa hecha jirones por la rudeza de los
espinillos y las agujetas de los pinos, flaco, levemente alucinado. Jamás regresaba
antes de la noche.
Dejaba su carga en un cuarto, en la despensa, en otro cuarto. Las plantas se
pudrían, se secaban, los bichos muertos se disecaban hasta ser osamentas
repugnantes y todo dentro de la casa.
Supe por qué sentía en los ojos de tía Olga y de Mónica un perpetuo ademán de
alivio. Vivir con el tío, que traía todo el tiempo cosas muertas a la casa, debía haber sido
una experiencia extrema.
--Pero todo crecía, todo el tiempo crecía su... obsesión. Así como en su momento
fue la empresa La Blanquísima, ahora el tío se había identificado con el bosque. Era el
bosque --aseveró la tía.
La casa olía a silo, a materia orgánica fermentada, a carne descompuesta, a huevo
podrido. Los tíos discutieron. Discutían siempre, pero un día fue peor. Por unos días, él
no volvió a la noche. La tía limpió la casa y se dedicó a enfrentarse a lo que de pronto
le proponía la vida. Si él volvía, ella lo esperaría con una escoba y bolsas de basura,
con lavandina y cera de pisos. Arrojaría todas sus extravagancias a la calle y, de ser
necesario, al tío mismo.
Cada casillero vacío se ocupa, de un modo o de otro. Julia, la curandera, nonagenaria
y todo, pasó a ocupar el lugar de tía Olga; no como esposa, claro, sino como la compañía
que él requería por las noches, una voz, la comida caliente.
Vino por última vez a llevarse algunas ropas. Ya por entonces se cubría parte del
cuerpo con una tela negra y se lo veía más corpulento. Dijo que estaba en la parte final
de su búsqueda, que la planta madre había sido encontrada. Al escuchar esto, la tía
apenas tuvo aliento para preguntarle:
--Querido, ¿te das cuenta de lo que estás haciendo? -Claro que sí, mujer.
El marido hablaba como un desconocido. "Mujer" le decía, con la misma familiaridad
con que uno diferenciaría a una pulga de otra pulga, aclaró tía Olga.
--Entonces... ¿Entendés que estás loco?-arremetió la tía.
El tío enrojeció, levantó sus manos hasta contener su hostilidad. Lanzó palabras,
colérico: --¡Pensé que me entendías, mujer! ¡Que entendías mi pasión, mis ambiciones,
mis ganas de progresar, de cumplir mis metas! ¡Todo hombre tiene sus objetivos! -¿Y
cuál es tu objetivo, si puede saberse?
--¡ El bosque, mujer, el bosque! ¿No entendés? Hay una.... riqueza, hay... el bosque
es más grande que el mismo universo, el universo es hijo del bosque. Esa fue la charla,
desconcertante, que precedió a la huida del tío. En ese punto, la tía quedó extenuada.
--Te hace mal, mamá. Basta por hoy-dijo Mónica, sin enojarse conmigo. Por eso me
aclaró: -Vamos despacio, Fer.
--Está bien. Gracias-contesté. Con los nuevos datos, mi cabeza era un escándalo de
asociaciones. Cuartos cerrados, pesadillas, bultos de la memoria que luchaban por
hacerse visibles.
En mis sueños había otros elementos, con los cuales la locura del tío quedaba en
un segundo plano. Y tal vez ni siquiera era locura. Pero debería esperar.
NUEVE
“LA CULEBRA DORMIDA”

Otra vez solo me dejé caer en la cama, después de almorzar. A pesar de todo, las
vacaciones --lo presentía- serían inolvidables. Me tiré sobre el colchón como un muerto
y allí me quedé. Toc-toc. No habrían pasado cinco minutos.
--¡Primo! --¡ Pasá, Moni!
--¡No, yo no paso! ¡Salí vos! Dale, mamá nos dio permiso para ir al pueblo caminando.
Era tal la alegría de Mónica por la excursión, que no pude menos que contagiarme.
Me puse unas zapas cómodas, un jean gastado y una remera fucsia. Tenía la cara y la
cabeza bronceadas por el efecto del sol. La vida al natural me hacía parecer más
saludable, al menos mi cabeza desnuda no era blanquecina.
-- Estás lindo --opinó Mónica.
A veces uno no necesita más que eso. "Estás lindo" "Me gusta hablar con vos ".
---Mónica, quería... te quiero... decir. Quiero decir que quiero decirte... eso... que me
gusta mucho estar aquí. Me siento rebién con ustedes.--¡Qué bueno, tonto! Lo
sospechaba.
Nunca me reí tanto como esa tarde, camino al pueblo, esquivando piedras y
espinillos, siendo feliz y nada más que eso. Mónica había heredado el carácter de tía
Olga y ninguna desgracia iba a privarla de una buena carcajada. El dolor seguía allí, y
las cosas lindas de la vida también.
Una culebra dormía entre dos piedras, dormía como si el sueño fuera eterno y no
hubiera peligros en el mundo... salvo yo con un palo. La culebra alzó la cabeza en un
movimiento impecable y seco. ¡El miedo me hizo saltar y tiré el palo por los aires! Casi
me muero de ver cómo se reía Mónica de mí, y yo me reía junto con ella, y no paramos
de correr y reír hasta quedar sin aliento, con lágrimas de risa en toda la cara. (¡Éramos
tan tontos! ¡Y qué lindo era!)
Mónica había arreglado una cita con varios amigos en una heladería. Las calles del
pueblo subían y bajaban con veredas finas y jardines ralos. -Son buenos mis amigos-
afirmó Mónica, cuando estábamos por llegar.

DIEZ
“FAMILIA DE MONSTRUOS”

Eran dos chicas y un chico que se parecía a un arándano, tenía la cabeza pequeña
y azulada. Ninguno me sacaba los ojos de encima, aunque me saludaron con un beso
y sin decirme más que un "hola". Una de las chicas me preguntó si la estaba pasando
bien. Era tan alta y flaca como Mónica, pero pelirroja, y parecían ser muy amigas.
Pedimos los helados y nos sentamos alrededor de una mesa de plástico, ante la
presencia indiferente del heladero, que hojeaba un diario en la caja. Solo cada tanto nos
echaba una mirada general y se detenía un momento en mí. Me había acostumbrado a
llamar la atención y casi no me molestaba.
--¿Y por qué sos pelado? La pregunta, hecha con voz nerviosa y con una sonrisa
estúpida, la hizo Arándano.
--¡Ay, ¿por qué le preguntás eso?-exclamó la más baja de las chicas, y eso me puso
muy, muy malo. -¿Y por qué no me puede preguntar? Soy pelado... porque se me cayó
el pelo.
Hubo algunas sonrisas. Tuve que dar algunas explicaciones más, muy generales,
porque si algo no quería era hablar con ellos de los sueños y del tío Wilton. Pero no fui
yo quien habló del tío, al final.
Salimos a caminar. "Así Fer conoce el pueblo", sugirió Mónica. Con sus amigos, la
sentí un poco más seria al principio, pero un rato después, tal vez al advertir que yo
había sido aceptado por el grupo, no paraba de hablar con la pelirroja y cada tanto
alguna de las dos o las dos a la vez daban un chillido o un grito en medio de la
conversación que mantenían.
Al final, el que menos hablaba era yo y la más bajita de las chicas, la que había dicho
que no me preguntaran por mi caída del pelo. Se llamaba Carla y era silenciosa, pero
su silencio era diferente del mío. Yo no hablaba porque no los conocía y no sabía qué
decir; ella mantenía un silencio alerta, como si estuviera a punto de saltar sobre los que
hablaban y morderlos. Mientras pensaba esto, la oí toser. Una tos seca, de vieja. --Tiene
tos convulsa, no te impresiones --me dijo la pelirroja.
--Está arruinada-comentó, divertida, Mónica. Cuando se le pasó la tos, Carla dijo que
si hablaba o, por ejemplo, bostezaba, no se podía contener y tosía, -Por eso no hablo,
porque la tos me viene --dijo, como si contestara a mis pensamientos.
Y así anduvimos un rato más hasta llegar a la escuela donde ellos estudiaban, un
edificio grande de dos pisos, con paredes anchas y techo de tejas rojas. Estaban
orgullosos de lo grande que era la escuela, aunque el pueblo era tan chiquito.
--Lo que pasa es que es la única escuela acá y tiene jardín de infantes, primaria y
secundaria --me informó la pelirroja.
Arándano saltó la reja y tomó unas flores del parque que rodeaba la escuela; con
una agilidad de mono volvió a saltar y le entregó las flores, previa reverencia, a la
pelirroja. – Largá eso, cara de loco --le dijo la pelirroja y agarró las flores y se las puso
en el pelo, con una gomita. La escena me fascinó, la naturalidad, la simpatía.
Entonces escuché a Carla, mientras todos festejábamos la actuación del chico
arándano y la pelirroja.
Carla, la silenciosa, le decía a Mónica: -Che, en tu familia son todos medio
monstruos, ¿no?

ONCE
“COMO SI ALGUIEN PUDIERA SABER”

No fue tan difícil superar la rabia que me produjo Carla. Porque yo sabía
perfectamente que no era un monstruo. A lo mejor, un siglo atrás sí, porque no había
millones de personas con la cabeza rasurada en el mundo. Pero me dolió.
Igual todo quedó en la nada. Mónica respondió algo y luego bajó la vista, por medio
minuto se quedó amargada y nada más, su carácter no es para quedarse llorando en
un rincón, aislada. No. A pesar de todos sus problemas, Mónica nunca se entregó a la
angustia.
La pelirroja se llamaba Agustina. -Vamos a casa, a tomar la leche.
Veinte minutos después estábamos en una sala enorme, con la mamá de Agustina,
que era igualmente pelirroja y también pecosa.
---Fijate lo que hay en heladera y si no, anda a la panadería a comprar facturas.
---Yo invito, ¿dónde hay una panadería? -pregunté.
--Vamos, te acompaño, yo sé -me dijo Mónica.
Me tomó del brazo y anduvimos tres o cuatro cuadras hasta que un olor a pan recién
horneado nos indicó que no estábamos lejos. El negocio era chico, pero el pan rebasaba
los canastos detrás del mostrador, y las facturas se apiñaban en grandes fuentes
cuadradas, con un plástico encima.
--Mónica, querida... ¿cómo estás? El panadero, un hombre de bigotes negros y
aspecto bonachón, parecía ser un amigo de los tíos... o de la tía, porque al tío ya nadie
lo puede contar. -¿Alguna novedad de tu... papá?
--Ninguna, por ahora. Deme una docena de facturas, muchas con crema --respondió
Mónica, sin preámbulos. La noté un tanto molesta.
--Y vos... ¿por qué te quedaste pelado?
Yo sé que la gente no es mala, pero es metida. Pregunta y pregunta cada vez que ve
algo que le parece raro. Además, entendí otra cosa: todos en el pueblo estaban al tanto
de lo que había sucedido con el tío Wilton o, al menos, sabían que ya no vivía en la
casa, que deambulaba por el bosque profundo, que había dejado de ser quien era.
--Todos quieren saber, todos preguntan... pero ¿qué sabemos mamá y yo? ¿Qué
podemos saber? ¿Saber por qué papá se fue de casa, a vivir como un ermitaño en el
bosque, que ya no parece reconocernos?
Mónica se pasó el brazo por la cara. Los ojos le brillaban como dos estrellas verdes.
Así eran las cosas. Nadie podía saber. Entonces vi unos arbustos con bayas azules, sí,
como los arándanos, pero más pequeñas. Arándanos. ¿Por qué esa palabra aparecía
otra vez en la tarde? -¿Se siguen sembrando arándanos en la zona?
Mónica me miró con una lágrima solitaria cayéndole por la mejilla --¿Arán... qué?
¡Nene, que se yo! ¡ Hacés cada pregunta, también!
--Es qué no sé... cuando dijiste que no sabías... Vi una luz en la oscuridad. Y dije, como
para mí solo:
---Son los sueños. En los sueños aparecían los arándanos.
Me quedé callado, para ver si la luz iluminaba más, pero no. No me quedó otra que
entrar a la casa con Mónica y escuchar las exclamaciones de alegría: --Bravo por el
pelado! ¡El pelado compró facturas! Eso dijo Cabeza de Arándano y no me molestó.
Sentí que, de algún modo, su presencia era beneficiosa para mí.
Después de comer, jugamos un rato con una pelota de fútbol en el jardín trasero de
la casa. Pero a Carla le dio tos convulsa a la primera corrida (estábamos jugando con
las manos, no con los pies, obvio), y me causó tanta impresión su tos de anciana
agonizante, que le palmeé la espalda.
--Está bien, no hace falta --afirmó ella, brusca. Tenía ojeras y rabia en los ojos, y las
muestras de afecto no le interesaban. O eso parecía. Porque enseguida agregó: --Bah,
no me des bolilla. Seguí palmeándome. No sé si me hace bien o mal, pero me gusta.
El tiempo pasó, la Tierra siguió girando y de pronto no hubo sol. El atardecer había
llegado a una velocidad inaudita o quizá habíamos estado muy entretenidos. --¡Mamá
nos mata! ¡Volvamos ya! – exclamó Mónica alarmada.

DOCE
“¿DÓNDE ESTÁ MAMÁ?”

Me despedí de Carla, la silenciosa, y Agustina, la pelirroja, a los besos; con Cabeza


de Arándano --"Amílcar, me llamo Amílcar", me había informado cuando Mónica nos
presentó, pero para mí será siempre Cabeza de Arándano -- nos dimos un apretón de
manos. Yo estaba entusiasmado por haberlos conocido, pero no tuve tiempo de
decírselo a mi prima. -¡Vamos, vamos! ¡Ay, qué tarde se nos hizo!
El cielo era de un azul oscuro, tan oscuro que ya servía para que se luciera Venus,
no muy lejos de la línea del horizonte.
--No creo que se enoje tanto tía Olga. No estás sola, vas conmigo.
Ella pensó un momento y respondió:--Es verdad. Lo que pasa es que tenemos
nuestras nuevas normas. Por las dudas, de noche no pisamos el bosque; lo hacemos
solo si es inevitable. Pero adonde nunca entramos, ni de día ni de noche es al... al
bosque profundo --completé. -Sí, digamos que sí. Así lo llamamos.
La noche ya era total. Pregunté. --¿Y qué hay en el bosque profundo? Una estrella
tembló.
--Es donde vive... papá. O ese desconocido que se le parece. Mamá me dijo que papá
está muerto, que solo vive su cuerpo. -¡No! ¡No es así! -mi propia seguridad me
sorprendió.
--Gracias. A veces pienso que algún día podrá volver y ser el de antes.
Mi cabeza era un alboroto. No pude avanzar más, la memoria de mis sueños
permanecía escondida, más negra que la noche. Comencé a cantar:
Por eso canción, llévame lejos
Y Mónica siguió:
Donde nadie se acuerde de mí
Y entonces yo:
Quiero ser el murmullo
Y los dos:
De alguna ciudad que no sepa quién soy.
Cantando, llegamos a la casa, una hora después. Pasamos una línea de árboles, en
un silencio que ni el canto de los pájaros interrumpió. Me acordé de la culebra dormida,
pensé que ahora podría vengarse de mí, porque yo no veía más que tierra oscura o
bultos blandos de pasto. En la casa no había nadie, pero la luz de la cocina estaba
encendida. La primera reacción fue de alivio: tal vez nos salvábamos de un reto; pero
enseguida nos preocupamos los dos: ¿dónde estará mamá, dónde estará la tía?
Mónica dio un brinco. Se tomó el pecho con la mano y en un estado de terror, dijo:
--¡Mamá! ¿Dónde está mamá?--¡Calmate, la luz está prendida, quiere decir que está
por aquí! -¡Mamáaa!

Pobre Mónica, lloraba de miedo, de angustia. Me dio tanta pena, quería calmarla,
pero ella solo podía llorar y clamar por su mamá. Salió al patio.
--¡Mamiii! Entonces se escucharon unos ladridos. Había perros cerca. Me puse
nervioso, contagiado. Pero entonces la tía gritó: --¡Estoy acá, Moní , no te asustes! -¡Ay,
mamá, mamá!
Mónica era un torrente de lágrimas. Tía Olga venía del bosque con unas cestas
que despedían un aroma extraño. Ella misma lo aclaró:--Les dije que había perros
salvajes. Les dejé comida, bien lejos, para que no se acostumbren a la casa. Volvimos
a paso lento, porque las dos mujeres iban abrazadas.
--No me hagas más esto, mamá. Perdoname , pero tuve un presentimiento horrible.
Es de noche y no estabas...
--Perdoname, momentito, que acá la que está en falta sos vos, que llegás bien tarde
por lo que veo. Vos y tu primo --la tía hablaba con un falso enojo.
Mientras estábamos en la cocina, volvimos a escuchar ladridos. Tuve un escalofrío
en la espalda y la piel de los brazos se me erizó. Me acordé de algunas noticias que
había leído en un diario, sobre jaurías de perros cimarrones que atacaban a las
personas. Ahora el bosque contaba con un peligro nuevo, inesperado.

TRECE
“EL AMIGO DE MI ESQUELETO”

Jugábamos a inventar hombres que se convirtieron en monstruos. Este es el cuento


que inventé para mi prima
--Había una vez un hombre llamado Esqueleto Viviente

Mónica me escuchaba atenta. ---Se dice que el pobre hombre tenía un problema:
todo se le convertía en hueso. Quiero decir su piel, sus músculos. Parecía fuerte, pero
pesaba solo treinta y dos kilos y medía un metro ochenta. Lo compró el empresario de
un circo, porque este hombre era de la época en que había esclavos en Estados Unidos
y donde los empresarios podían comprar personas. El Esqueleto Viviente consiguió
trabajo y vivió de su enfermedad. Dicen que cuando murió, se convirtió en una piedra
Mónica se mostró impresionada por la historia.
---Ahora dejame contarte la historia de un niño que...---...se quedó calvo---completé,
irónico. -¡Y dale con eso, nene! Basta, te queda bien la pelada, en serio. ¡ Mirá si vas a
ser un monstruo por eso! Tía Olga apareció otra vez en la sala. Todo olía a limpio, a
perfume de ambientes, pero a un perfume traído del bosque, no de un desodorante.
--¿No pueden hablar de otro tema que no sea de monstruos?
Lo dijo con seriedad; ella no quería decirlo así, pero sonó como una prohibición de
hablar de monstruos. --¡Yo tengo la historia de otro monstruo: El Hombre Azul!
--Bueno, a ver... -autorizó la tía, revoleando los ojos, resignada y tratando de parecer
divertida.
--Había una vez un hombre que nació como todos y tuvo una infancia común, pero
su carácter era un tanto... complicado. No compartía los gustos de sus amigos, no le
gustaban las fiestas ni los bailes. Pero sí le gustaba llamar la atención: solía mentir sobre
sus orígenes diciendo que era el hijo bastardo del zar de Rusia concebido en una de
sus incursiones a su país, un país del este de Europa. Claro que nadie le creía. "Ya
verán que soy hijo de un noble y que mi sangre es en verdad azul". Tiempo después, la
cara demacrada del joven tenía un tinte azulino y, más adelante, completamente azul.
Así nació su leyenda. El Hombre Azul logró llamar poderosamente la atención de
quienes lo veían, claro que sí. ¿Y a que no saben qué le pasó luego?
--Umm , ni idea -dije. --¡Lo compró el empresario del mismo circo que ya había
comprado al Esqueleto Viviente! Esqueleto Viviente y El Hombre Azul solían salir juntos,
a tomar ajenjo en los bares de las ciudades que recorrían con el circo. Cuando murió,
un médico forense descubrió que su cuerpo tenía enormes cantidades de nitrato de
plata. El hombre había descubierto que podía volverse azul de ese modo, y no le importó
demasiado su salud, porque comer nitrato de plata, por Dios, es comer radiactividad.
Tuve que aplaudir, porque la historia me había gustado en serio. Y me gustó que
mi Esqueleto tuviera un amigo.
Por entonces no me animaba a nada, confiaba en que algún resplandor iluminara lo
que no recordaba de mis sueños, dejaba que el tiempo simplemente transcurriera. ¿Qué
otra cosa se puede hacer con el tiempo, más que dejarlo pasar?
Y así, pasando, llegó la hora de dormir; la noche suave, un viento tranquilo afuera.
Me dormí escuchan do el graznido de un pájaro ronco, una catita serrana quizá, una
cotorra charlatana. Una hora o un siglo más tarde me despertó el ladrido de un perro.
De inmediato me senté en la cama, con el corazón acelerado. Me sentí lúcido,
fatalmente lúcido. Algo estaba pasando... Tenía el mismo estado de lucidez que adiviné
en los sueños y la atmósfera penumbrosa, la noche ciega que, acaso, quería abrirse,
mostrar algo. ¿Qué más necesitaba para salir del cuarto, después de vestirme con lo
primero que encontré?
Otro ladrido. Y un murmullo, como de reproches. Me pareció sentir una voz que
dijo "mujer". Las puertas de los cuartos estaban entreabiertas; sin saber bien por qué,
miré al interior. Mónica dormía, despatarrada en la cama. En el cuarto de la tía flotaba
un aroma a flores quemadas. Reconocí ese olor. Ya en el patio, era más penetrante, no
venía del cuarto de la tía, sino del bosque. Y era el olor de mis pesadillas, flores
quemadas por Julia. Julia echando en el caldero al fuego flores que morían en ese
infierno húmedo y ardiente.
Dejé atrás los árboles cercanos a la casa y avancé guiado por nada, solo por un
oscuro instinto. Pero estaba despierto y, esta vez, no se trataba de un sueño ni de una
pesadilla. La pura y fantástica realidad me permitía intervenir, al fin.
CATORCE
“LA CABEZA DE LOS PERROS”

Algunas espinas me lastimaron y no me importó, y las sombras deshicieron las


formas que de día eran tan inocentes, tan familiares. El mismo lugar era ahora un paraje
que olía a flores quemadas, y ese era el olor del peligro. Mi cuerpo lo expresaba con la
piel erizada, el corazón ansioso, los dedos rígidos.
Salté unos troncos, crucé el arroyo, anduve nomás, siguiendo el rastro, la corriente
y entonces... --¿Cómo es que ahora estás violando los límites?¿Y los perros? --¡Mujer,
solo dame esa comida! Ya no puedo... controlarlos.
Me lancé sobre el pasto, la gramilla mojada de rocío refrescaba mi cara. Y un perro
ladró. Y otro.
--¡Que no ladren, por Dios!
La tía estaba desesperada. La voz del tío resonaba, lenta, poderosa y grave.
Al fin, entre tantos bultos inmóviles, distinguí a mis tíos. En un mínimo claro del
bosque, parados uno frente al otro, a la luz de la luna. Tío Wilton era una especie de
gigante, pero un gigante tan ancho como alto. Todo su cuerpo estaba cubierto del cuello
a los pies por una capa; solo su cabeza permanecía al aire libre.
--Es el chico, es el... es Fernando.
--¡No quiero que lo involucres más en esto! ¡Ya ha sufrido demasiado por tus
locuras! ¡Todos hemos sufrido demasiado!
De pronto, sentí que los ojos del tío se enfocaban en la dirección donde yo estaba,
recostado en el suelo. --Allí... allí-dijo.
Me estremecí, pero no me levanté.--¿Quién? ¿Qué decís? -Allí está él.

Me puse de pie, en silencio. Los tíos me miraban. La tía, pequeña, el tío, un bulto
enorme, desproporcionado. Caminé hacia ellos, como se camina en los sueños: con
lentitud agobiante, dudando de poder acercarme. Tal vez la noche me inyectara antes
un veneno negro y yo quedaría tendido para siempre en la gramilla mojada.
El tío estiró un brazo hacia mí, y el escándalo se desató. Dos perros furiosos
ladraron, y tal era la furia que sus colmillos rasgaron la capa que cubría el cuerpo del tío
y... lo que vi me llevó directo a otro mundo, a un mundo alucinante, giratorio... Las
cabezas de Manfredo y Colo, reconocibles a pesar de la noche, salían del cuerpo de
tío Wilton, a la altura del estómago. Como si el resto de los dos animales hubiera sido
metabolizado por el tío. Era una escena tan demencial que solo pude aullar, aullé
lobunamente un rato; y muchas cosas inundaron mi mente; los sueños, de pronto, se
presentaron, juntos, con toda su información, con todas sus imágenes horrendas.
Me caí, me hice nada entre los grillos que, de pronto, me estremecían con sus
chicharras sin estar en ninguna parte.
QUINCE
“LO QUE DECÍAN LOS SUEÑOS”

--No, tía, ya sé que no fue un sueño.


--No fue un sueño, por cierto que no, mi amor. Ahora ya sabés más.
--Ahora ya sé todo, tía, todo.
--¿Estás seguro?
--Sí. Me acordé de los sueños. Me acordé de todo lo que vi. Y de lo que tengo que
hacer. -Vos no vas a hacer nada. No viniste aquí para.... para...
--Yo vine para. De eso, que no te quepa duda. La tía me tenía agarrado de la cintura
y uno de mis brazos se apoyaba en su hombro. Su voz era dulce, ante el hecho
consumado había decidido tratarme con una intimidad entre iguales.
--¿Hasta dónde sabe Mónica?
--Ella sabe, sí, que su padre ha muerto. Que lo que vive es una imagen de algo que
fue. Algo a lo que se le agregan otras criaturas, otras cosas. Lo que sea, ya no es el tío.
Pero nunca le dije lo de los perros, no.Ella cree que se fueron con el papá, no que se
unieron al papá.
--No está muerto, tía. Te lo aseguro. El tío no está muerto. Está enterrado, que es
otra cosa.
Tía Olga miró al cielo y suspiró. "No te entiendo", me dijo. "Hablá claro, Fer".
Sin embargo, yo recién ordenaba los datos. Me demoré en contestar. Mientras tanto,
íbamos acercándonos a la casa. Si Mónica se despertaba, se encontraría sola y se
llevaría otro susto.
--Tía, la historia es larga, pero creeme : tío Wilton está vivo. ¡Está vivo! Dentro de
ese enorme cuerpo, él está, su espíritu sigue respirando. ¿Y sabes por qué me animo a
jurártelo? –
-¿Por qué? —preguntó la tía con una nota de esperanza, sobresaltada.
--Porque en los sueños y mientras me recuperaba del desmayo, solo podía escuchar
una palabra, una palabra que él me decía...
--¿Y qué te decía? -preguntó la tía, con los ojos fijos en mí. --"Ayudame. Fernando
querido, ayudame ".
La tía no pudo contener un llanto desconsolado. La idea de que su marido aún sufría
--lo sé -- se le hizo insoportable. Tenía la ilusión de que tío Wilton se había extinguido,
como una estrella colapsada, sin energía. Pero él vibraba, aún emitía radiaciones y
podía pedir ayuda, aunque fuera a través del mundo de los sueños.
DIECISÉIS
“EL MISTERIOSO SEÑOR WILTON”

Ya en el cuarto, no podía parar de pensar. Ahora toda la zona oscura se había


iluminado y me sentía encandilado, por un momento ciego. Tomé una lapicera y mi
cuaderno rotoso, el que llevo siempre en mi bolso, por si se me ocurre la letra de una
canción. A veces escribo canciones, sí, pero necesito que algún amigo les ponga
música, uno no sabe si las letras son buenas hasta que las oye cantadas. Yo pienso eso
siempre, pero a ninguno de mis amigos le da por poner música a mis letras; sin embargo,
esa noche no pensaba en eso, claro que no. Esa noche estaba ciego de tanta luz y
necesitaba ordenarme.
Nota 1: 00 A.M.
Mónica: Espero poder leerte esto cuando lo peor haya pasado.
Siento que regreso de un país frío, donde nadie me conocía y nadie me hacía
favores. Siento que vuelvo a casa, que sirvo para algo, que soy útil. Viajé hasta el
bosque con la confianza de poder entender lo que me faltaba entender y recordar
aquello que, sabía, olvidaba. Creo que voy a responder al pedido de ayuda del tío, pero
aún necesito tiempo. Sin embargo, sé lo importante: que el tío está vivo, en algún lugar
remoto, dentro de su propio cuerpo... y los otros cuerpos que se le han ido sumando.
Nota 2: 02 A.M.
Querida prima: Me resulta más fácil escribir si pienso que alguien me escucha, si
creo que alguien me va a responder. Sé que la clave está en la casa abandonada, la
casa de la curandera, de Julia. Sé también que...
Nota 3: 02.30 A.M.
Dejé de escribir hace un rato, porque un perro ladró y la mano me tembló tanto que
no pude ni poner un acento más. Otra vez los ladridos. Me dan miedo.
Nota 4: 05 A.M.
¡Arándanos! ¡Palabra clave! Ahora entiendo por qué todo me llevaba hacia esa
palabra. La curandera usaba arándanos que se cultivaban en Traslasierra y en Capilla
del Monte, para sacarles el jugo. Los mezclaba con otras hierbas que ya averiguaré,
porque es la fórmula para... ¿para qué?
Cuando desperté, Mónica estaba leyendo el cuaderno rotoso, como lo llamo.
Le facilité mucho su decisión de leerlo porque yo lo dejé abierto de par en par sobre
la mesa de luz, con la lapicera encima de la hoja. Ni siquiera intentó disimular. Su mirada
era seria. Dura. No soltó una sola lágrima esta vez, me miró con un... ¿respeto?, con...
¿ganas de decirme gracias?
La verdad puede caer bien o mal, pero siempre es un alivio. Porque uno empieza a
ver la verdadera cara de las cosas; y con Mónica empezábamos a ver en qué macabro
embrollo estaba envuelto mi tío, su padre, el misterioso señor Wilton.
Con tía Olga sí se permitió el enojo, un rato más tarde:
--¿Por qué no me contaste que papá es... algo tan monstruoso? ¿Por qué, mamá?
--Por eso mismo no te conté. Tampoco creas que yo lo sé desde hace mucho: una
noche ladraron los perros y salí. "Dales de comer", me ordenó, corrió la capa y mostró
la cabeza de los dos animales. No sé cómo hice para no morirme. No sé, hijita querida,
cómo hice...
Yo las escuchaba en silencio desde mi cuarto y cuando se callaron, supe que estaban
abrazadas, más unidas que nunca.

DIECISIETE
“CENTRÍPETUS”

Antes del mediodía estábamos dentro de la casa de Julia. Abrimos la puerta y las
ventanas. La luz inundó la sala, los pisos de ladrillo, el aire se renovó. Solo había que
buscar el gabinete que yo había visto en los sueños, una habitación no más ancha que
un pasillo, de unos tres o cuatro metros de largo.
En la cocina, donde se apilaban platos y ollas en la mesada, las arañas habían
construido un mundo intercomunicado con mil redes, un mundo en el que se podía ir
desde cualquier lugar a todas las direcciones posibles. "Las arañas conocen un secreto",
razoné en medio de los nervios. "Saben cómo llegar a todas partes. Hacen sus propias
redes y, además, comen gracias a los animales que atrapan con sus telas, son muy
inteligentes".
--¡Aquí!-gritó Mónica, exaltada.
Me oriente por su voz, la busqué por galerías fétidas, que olían a millones de ácaros
muertos, a pelusas húmedas, a tablas roídas por los bichos devoradores de madera.
Polillas y larvas pululaban en esa casona miserable, agobiada y a punto de
derrumbarse.
Mónica tenía polvo en la cara, y el aire estaba lleno de partículas que la luz de una
claraboya alumbraba sin piedad.
En la pequeña sala había alambiques, baldes vacíos, frascos con líquidos lechosos
y una serie de botellas de vidrio incoloro, llenas de pociones, de preparados. Cada
botella tenía una etiqueta pegada:
Nombre: Jarabe desintegrador. Composición general: grasa de cerdo con barba de
piedra, pasionaria, doradilla. Utilidad: cálculos en los riñones, sangre espesa.
Con qué felicidad me arrojé a leer las etiquetas. Estaba en el centro mismo del
universo de mis sueños, el lugar que vi una y otra vez durante semanas enteras, el lugar
al que alguna misteriosa conjunción de tiempo y espacio me unía al tío Wilton, el
desesperado tío, enterrado vivo tras el desarrollo de un espantoso experimento que
Julia, la vieja curandera del bosque, había practicado en su propio cuerpo.
O quizá no, quizá el mismo tío rondó a la pobre curandera; quizá el mismo tío la
impulsó a superar los límites dentro de los que se sentía tan insignificante, luego de
quedarse sin su trabajo en La Blanquísima.
Llegué a una botella llena de un líquido rojo, espeso, como salsa de tomate. La
etiqueta decía:
Nombre: Centrípetus. Composición general: arándanos, carqueja, carquejilla , té de
burro, saliva de perro, zarzaparrilla y brotes de raíz madre. Utilidad: injertos de
diferentes especies en un cuerpo "conejillo de Indias".
Ese era el antídoto y no otro.
Aliviado, pero temblando por la responsabilidad que me esperaba, tomé la botella y
dije:--Ya está, Mónica.
Tía Olga recibió la noticia con una mezcla de ilusión y de "yo no creo en esas
pavadas". Un resentimiento profundo afloró contra la curandera. Julia pasó a ser, "la
vieja maldita" y nunca más mencionó su nombre. Yo intenté comentarle que en mis
sueños no quedaba claro si fue Julia la mala de la película: más bien todo indicaba que
el tío la convenció de buscar la fórmula que lo elevara de su condición simplemente
humana. El tío quería ser más que humano, quería ser un animal y también un árbol, la
hierba, las flores. Lo más horrendo de mis pesadillas, lo que hizo que mi pelo se perdiera
--ahora podía recordarlo perfectamente--eran los perros entrando en su cuerpo, la unión
antinatural y las raíces vegetales alimentándose de su sangre, su cuerpo convirtiéndose
en un campo de batalla de diferentes organismos que luchaban por ocupar más
territorio.

DIECIOCHO
“SI HA DE VOLVER, VOLVERÁ”

Esa misma noche, a la hora en que la tía llevaba comida para los perros, Mónica y
yo la acompañamos, en el límite del bosque profundo. Tía Olga nos contó que había
acordado con el tío ese límite para que nadie lo viera y, sobre todo, para que Mónica no
lo viera. "Pero él vivía violando nuestro acuerdo", comentó.
Y era cierto, claro que sí. Luego de un rato de andar, nos quedamos quietos, detrás
de un eucalipto. Eran las doce de la noche cuando los perros ladraron. La monumental
figura del tío se movía con dificultad ahora, daba pasos lentos y vacilantes.
--¿Con quién hablo?-preguntó la tía. Los perros ladraron, rabiosos.La tía se agachó y
dijo: --Tenemos un problema: no está al mando. Wilton no está al mando.
Los perros gruñían. -¿Qué querés decir, tía?
--Que la mayor parte de las veces, Wilton solo ladra o se queda callado, o levanta su
capa y deja que las hojas de sus ramas se muevan. Yo no sé si eso es un modo de
lenguaje, yo no sé cómo entender a un árbol.
Como si nos hubiera escuchado, el tío Wilton se quitó la capa y aunque la luna llena
estaba cubierta por las nubes, vi con claridad que de su espalda nacían arbustos
parecidos al espinillo, no muy grandes.
Yo sabía que el tío estaba clamando por ayuda dentro de ese enorme cuerpo de
carne y madera. Mónica me tomó de un brazo y comenzó a dar arcadas.
--Creo que me muero -dijo. --No, no te vas a morir. El día de hoy será recordado
como un gran día --afirmé, con una confianza que, en realidad, no sentía. --Bebe, tío,
por favor -le rogué, acercándole la botella.
Los perros elevaron la amenaza mortal de sus gruñidos. Si aún seguían siendo
Manfredo y Colo, estaban absolutamente locos.
Acerqué la botella a los labios del tío y comenzó a beber. Pero no hacía movimientos
con sus manos. Luego vi que estaban llenas de ramas y raíces, así que debí sostener
la botella, y varias veces los colmillos de Manfredo y Colo me lastimaron, aunque no
podían darme un mordisco a pleno, pues desde su posición fija en el cuerpo del tío, no
tenían posibilidad de alcanzar mi brazo.
El tío se tomó la botella hasta el final, sin respirar siquiera. En minutos, algo en su
cuerpo se retorció y los perros gimieron, doloridos. El tío se fue.
Quisimos hacerlo quedar, pero él simplemente dio media vuelta y se retiró. En
silencio, sin nada que decirnos, sin consuelo, con una esperanza débil, pero firme, nos
marchamos a la casa. La tía, sin darse vuelta, señaló: --Si ha de volver, volverá.

DIECINUEVE
“LA CASA DEL TÍO ERA OTRA CASA”

Cabeza de Arándano --o mejor, Amílcar--, sabe tocar la guitarra de un modo


espantoso y fue bárbaro, porque a él mis letras le parecieron espantosas y le gustó la
idea de unir los dos espantos.
Así que al fin alguien se inspiró con una de mis letras para hacer una canción. Es una
canción espantosa -¿qué otra cosa podía salir?-, pero todavía me parece increíble tener
mi canción.

Gracias a Carla, que por su tos convulsa interrumpió varias veces el estribillo que debía
interpretar la canción , se llama Cof Cof .
“Me gusta el viento que vive en el sauce
si tuviera tiempo , si tuviera dinero
me compraría un cauce para ser arroyo y cantar el día entero.
Entre las piedras cof cof , sobre la tierra cof cof
trepado como hiedra cof cof , y basta ya de guerras …y a cantar.”
Amílcar, Agustina y Carla nos visitaron varias veces, y las tardes se hicieron largas
en el bosque, charlando entre los troncos. Pasé las horas más lindas de mis vacaciones
en esas charlas a la sombra.
Entretanto, a veces nos descubríamos con Mónica, mirando hacia las hileras de verde
profundo, entre las avenidas de las ramas de los sauces y los quebrachos, husmeando
alguna presencia.

Cuando marzo llegó, el otoño comenzó a dejar huellas por aquí y por allí, señalando
que renovaba su reinado de tres meses.
Una tristeza serena me impulsaba a largas caminatas, sin pensar en nada, con el
único consuelo de que había hecho lo que debía hacer.
Faltaban apenas dos días para regresar a Buenos Aires, cuando una figura flaca,
lastimosa y, sin embargo, sonriente, apareció en el patio. Escuálido como un palo
deshojado, allí estaba el tío Wilton. Mi prima y mi tía, después de haberlo dado por
perdido, vivían el momento más milagroso de sus vidas. Tantas veces lo tocaron, lo
besaron, lo acariciaron que llegó la noche y el tío aún no había entrado a la casa. Se
sentó, fatigado, sobre una piedra en el jardín y dijo pocas palabras, pero eran sus
palabras, era el tío, y eso nos bastó:
--Solo me han quedado cicatrices-dijo. Nadie le pidió que las mostrara.
--Gracias, querido Fernando. Gracias por escucharme. Mientras vos perdías el pelo,
a mí se me agregaban cosas todo el tiempo. Me salvaste. Estoy aquí gracias a vos.
A tía Olga le brillaban los ojos y por un momento temí que fuera a estrujarme en un
abrazo de los suyos. Pero la distrajo el tío:
--No te resientas, Olga, con la muerta, con Julia, buena curandera y buena persona.
Fui yo quien la enloqueció para... para... Nadie le preguntó para qué hasta que el tío
pudo articular:
--... ser el bosque. Yo quería ser el bosque. Yo no sé vivir sin identificarme con...
aquello que necesito para vivir. No sé. Creo que no soy nada, que solo soy algo que se
pega, un parásito. Un clavel del aire.
Mónica le rogó: --No nos abandones más, papá.
El tío se dobló en dos. Se dobló de un dolor que no era físico. Y juró, en voz baja,
que ya no se iría.
Durante la noche, para matar un mosquito, me toqué la cabeza y descubrí que en
ella había algo. ¿Serían los famosos folículos pilosos? Sorprendido, me levanté para
comprobarlo en el espejo del baño. Era cierto: un ejército de pelos bebés inundaba la
superficie de mi cráneo. Era un hecho: ¡volvería a peinarme! Sonriendo en la oscuridad,
distinguí la presencia en la galería, la figura inmóvil, flaca, que miraba hacia el bosque.
--¿Tío? ¿Estás bien? El tío volvió la vista hacia mí. No podía ver su gesto, pero el
tono de voz era resignado y reverberaba en él algo parecido a un deseo contenido:
--Solo escucho, Fernando. Escucho cómo crecen las raíces, cómo se mueven las
ramas y los pájaros. Pero te repito: solo escucho.
Sentí algo muy extraño. Sentí que la casa del tío era otra casa y que estaba allí como
quien decide pasar una temporada en un lugar que ya no le pertenece.

VEINTE
“LO PRIMERO QUE SENTÍ”

Todos estaban en la estación terminal de Los Diques. El tío, tan delgado, no paraba
de saludar a la gente. El pueblo se convulsionó con la noticia de que se había curado
de la "enfermedad del bosque". Por cierto, nadie, salvo mi tía y mi prima, estaba al
tanto de los detalles. El tío, débil, como si le hubieran extraído la fuerza vital, pero firme
y bien plantado, soportó los saludos y las preguntas repetidas, que contestó con
respuestas cortas y generales, sin permitirse contar un solo detalle.
Mónica y sus amigos, pintaron una sábana blanca con un cartel ridículo:
¡Volvé, Fer! ¡Cof-Cof!
Y habían dibujado a un pelado, que era yo. Pobres de ellos, el pelo --no se habían
dado cuenta-- ya crecía, y en unos meses sería el melenudo de tercer año. Volvería al
verano siguiente solo para ver sus caras de asombro.
Tía Olga me dio un abrazo así me recompuso los huesos que me descompuso en el
primer abrazo, y tío me estrechó su mano callosa, dura, con su sonrisa gris, tan de
otoño.
Me fui de Los Diques sabiendo que me esperaba un viaje largo, de doce horas, pero
consciente de que mis vacaciones no habían sido en vano. Me había comprado un
enorme cuaderno de cien páginas, porque estaba ansioso por repasar todo los sucesos
desde el principio. Yo no sabía, aún, escribir buenas letras de canciones, pero nadie me
obligaba a ser un genio. Por eso decidí que la mejor manera de sacarme de encima toda
la locura que había vivido en el bosque, era escribir. Y para eso, comenzaría por el día
que llegué , ahora que me estaba yendo.
Lo primero que sentí cuando el colectivo frenó en la estación fue miedo. Tía Olga es
una máquina trituradora de huesos, tiene la fuerza de un estibador y movimientos son
imprevisibles.

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