Amada Por El Duque - Christi Caldwell (THoaD)
Amada Por El Duque - Christi Caldwell (THoaD)
Amada Por El Duque - Christi Caldwell (THoaD)
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Christi Caldwell
Traducción: Manatí
Lectura Final: Bicanya
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Atentamente
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Prólogo
Leeds, Inglaterra
1805
Con apenas once años de edad, Lady Daisy Laurel Meadows, con toda
su sabiduría infinita, se dio cuenta de la tontería inherente de su
nombre. Todos lo sabían. Frunció el ceño ante los adultos dispersos por la
mesa, desayunando, y luego fijó su mirada en las dos personas responsables
del más tonto de los nombres. Sus padres, por lo demás absortos en una
conversación con el Duque y la Duquesa de Crawford, no notaron su
disgusto.
Es decir, todos lo sabían... excepto su madre y su padre, el Marqués y la
Marquesa de Roxbury. Ellos parecían estar pensando que no había nada
malo en nombrar a la hija de uno, Daisy. Mientras que su apellido era
Meadows 1.
Ella apoyó los codos en la mesa. Qué nombre más tonto. Desde el otro
lado de la mesa, el grupo de tres chicas miró a Daisy, riéndose detrás de sus
manos. Ella tomó el bollo de mantequilla de su plato y lo rasgó con los
dientes.
Por supuesto, su madre eligió ese preciso momento para levantar la
vista. Le dirigió a Daisy una mirada mordaz. Daisy masticó el pan caliente y
escamoso y tragó. Dejó caer el resto del bollo en su plato.
Alguien le puso las manos sobre los hombros y ella se sobresaltó. Una
sonrisa se dibujó en sus labios mientras miraba a su hermano mayor. —
¡Lionel!
Él susurró cerca de su oído. —Solo están celosas, Daisy.
—Viniste.— Ella arrugó la nariz. —Y no, no lo están—. Ellas tenían
rizos dorados y una piel blanca de porcelana perfecta, mientras que ella
tenía el cabello castaño liso y demasiadas pecas.
—¿Te imaginas que Madre y Padre me hubieran permitido no asistir a
su fiesta anual de verano?
Ella resopló. —Ciertamente no.
1
Refiere a que su nombre Daisy en inglés es —margarita— mientras que Meadows significa —prados—.
En suma, su nombre parecería ser —Prado de margaritas—.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
barbilla sobre la mano. Con la mano libre buscó su vaso de agua. Sus dedos
rozaron la fría plata.
Se oyeron gritos en la mesa y el candelabro de plata se inclinó hacia un
lado. La marquesa retiró la mano, mientras varios lacayos se apresuraban a
apagar las pequeñas llamas que ahora lamían el mantel blanco de encaje
italiano.
Lord Auric le dio la vuelta a la mano en la suya, mucho más grande, en
busca de marcas. —No hay quemaduras—, murmuró.
—¡Daisy Meadows!
Su madre la tomó por el antebrazo y condujo a Daisy a ponerse de pie.
Ella se dejó arrastrar del mantel ligeramente carbonizado. Otra ronda de
risitas del trío de chicas malas la siguió. Mientras su madre la regañaba en
silencio, Daisy lanzó una última mirada por encima del hombro al joven
marqués, ahora totalmente absorto en la conversación con Lionel.
Suspiró. Realmente no necesitaba al futuro Duque de Crawford. Sólo
Auric sería suficiente.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Capítulo 1
Londres, Inglaterra
21 de abril de 1816
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
un ligero doblez en el medio. Pasó la aguja una vez más con demasiado
enojo y volvió a meter el dedo. —Doble condenación.
Renunciando a la esperanza de distracción, arrojó el bastidor a un lado
donde aterrizó en la página condenatoria con un golpe. Se puso de pie de
un salto y luego se dirigió al hogar. Un pequeño fuego brindaba calidez en
la habitación fría. Se frotó las palmas de las manos y contempló las llamas
parpadeantes.
No debería importar lo que las hojas de escándalo informaran sobre
cierto duque en el mercado por una esposa. Sabía que era inevitable que él
se casara y hacía tiempo que se había acostumbrado a la triste y lamentable
verdad de que no sería ella, sino una impecable belleza inglesa como Lady
Anne. Se había hablado de un legendario colgante de corazón regalado por
una gitana y llevado por la dama para conquistar el corazón de un duque.
Nada más que susurros de damas románticas que creían en esos tontos
talismanes. No hubiera importado que Lady Anne tuviera un armario lleno
de colgantes mágicos. Con sus rizos rubios y dorados y una figura
notablemente curvada, podría haber tenido cualquier duque, marqués o, en
el caso de la dama, el conde que quisiera. A diferencia de la regordeta y
desgraciadamente curvilínea Daisy. Para Auric, el 8º Duque de Crawford,
era tan invisible como para todo el mundo.
Ella levantó la mirada y observó su reflejo en el enorme espejo dorado.
Una sonrisa irónica se formó en sus labios demasiado grandes. Resulta
extraño que una dama maldita con el pelo castaño oscuro y una cantidad
chocante de pecas, y de forma tan regordeta, lograra la hazaña de la
invisibilidad, y sin embargo lo había conseguido. —Ahora, yo—, le dijo a la
criatura de enormes ojos marrones. —Necesito algún objeto encantado—.
Nada menos que el encanto de una gitana la ayudaría a ganarse el
obstinado y ciego corazón de Auric.
Unos pasos arrastrados sonaron en el vestíbulo, llamando su atención.
Su madre estaba enmarcada en el umbral de la puerta mirando con una
mirada vacía el salón, como si hubiera entrado en un mundo extraño y no
supiera cómo escapar de él. Era la misma mirada vacía y la misma expresión
de desgana que llevaba desde que se enteraron de lo que sucedió con
Lionel.
Su hermano. Su protector. Defensor. Y campeón. Sonriendo y
pellizcando su nariz un día. Al siguiente, perdido de la manera más brutal
imaginable. Con su muerte sin sentido, se había llevado la única felicidad
de sus padres, y con su dolorosa ausencia, la había dejado invisible.
—Madre—. Había un dolor que nunca desaparecería al saber que, como
hija viva, Daisy nunca podría devolver la felicidad al mundo de su madre.
La marquesa parpadeó varias veces. —¿Daisy?
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por encima del hombro, donde cayó al suelo con un ruidoso crujido. —Los
duques no leen hojas de escándalo.
—Y tú tienes mucha experiencia con duques, ¿verdad?— La diversión
subrayó su pregunta.
Ella no tenía mucha experiencia con ningún caballero. —Tú eres mi
único duque—, confió ella. No podía simplemente mencionar su notable
falta de experiencia con los caballeros.
Sus labios volvieron a crisparse.
Una criada se apresuró a entrar en la habitación llevando una bandeja
de plata con galletas y te, interrumpiendo lo que tenía pensado decir. La
joven depositó su carga en la mesa ante ellos, hizo una reverencia y salió de
la habitación. La criada de Daisy, Agnes, volvió a entrar y tomó asiento en
un rincón, con su propio bordado. La sirvienta era mucho más
impresionante con la aguja de lo que Daisy podría llegar a ser.
—¿Cómo está tu madre?
Ah, por supuesto. El motivo de su visita. Auric, el Duque de Crawford,
era el siempre respetuoso e infalible caballero.
—Está indispuesta—, dijo con deliberada vaguedad. Sólo Auric
comprendía realmente la profundidad de la miseria de su madre y, aun así,
no comprendía todo el alcance del dolor de la mujer. Daisy no lo atraería a
su pequeño y triste mundo. Alcanzó la tetera de porcelana y preparó una
delicada taza llena, añadiendo leche y tres terrones de azúcar. Aventuró
que él ya tenía suficiente con su pequeño y triste mundo.
Auric aceptó la frágil taza de porcelana. —Gracias—, murmuró,
tomando un sorbo.
—Bueno, adelante—. Daisy sirvió otra, también con leche y tres
terrones de azúcar. —Tras tu ausencia, debe haber una razón para tu visita.
—¿No se me permite venir?
Ella resopló. —Eres un duque. Me atrevo a decir que se te permite hacer
lo que quieras—. Para que la nueva versión de su yo más joven supiera que
estaba bromeando, Daisy siguió sus palabras con un guiño.
~*~
Daisy lo miró expectante.
Auric consideró su pregunta. ¿Por qué vengo de visita? Repetidamente. Una
y otra vez. Semana tras semana. Año tras año.
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Capítulo 2
Sentada en el borde del salón de baile de Lady Harrison, Daisy
jugueteaba con sus faldas. Las parejas pasaban en una explosión de
coloridos vestidos de raso. Miraba a los bailarines con anhelo y golpeaba
sus zapatillas sin hacer ruido al ritmo del uno-dos-tres del vals.
...no importa que seas una horrible bailarina. Cuando amas algo lo suficiente como tú
lo haces, resultará. Ahora concéntrate. Uno-dos-tres. Uno-dos-tres...
Las suaves palabras de reprimenda pronunciadas hace tiempo
susurraron en su memoria con tanta fuerza que miró a su alrededor, casi
esperando que su hermano estuviera allí, firme, apoyándola, y a su lado
como siempre había estado. Por desgracia, las delicadas sillas junto a la
suya permanecían convenientemente vacías. El doloroso agujero que
quedaría para siempre en su corazón palpitaba y se frotaba el pecho. Buscó
a un caballero en particular cuya presencia tranquilizadora siempre hacía
retroceder la agonía de echar de menos a Lionel. Desgraciadamente, todas
las demás jóvenes no casadas esperaban sin aliento la rumoreada llegada
del Duque de Crawford. Sin embargo, con la rapidez con la que había
emprendido la huida aquella tarde, como si su casa estuviera en llamas y él
estuviera empeñado en sobrevivir, Daisy estaba segura de que ella era, de
hecho, la última persona a la que él quería ver.
Se recostó en su asiento y suspiró. A pesar de lo molesto que resultaba
ser invisible, había ciertas ventajas. Se tocó el cuello desnudo con los dedos
enguantados, ya que la tonta idea que había arraigado a primera hora de la
tarde había crecido. El colgante. Necesitaba un collar. No, no cualquier
collar, sino aquel que se susurraba que llevaban la Condesa de Stanhope y
la mujer que tenía delante: la hermana gemela de la condesa.
Ambas desconocidas para Daisy. Ella se puso de pie lentamente,
cambiando su mirada hacia su madre enfrascada en la conversación. Con
los ojos en blanco, moviendo los labios, la marquesa era su habitual cáscara
vacía y ciertamente no notaría si su hija invisible hiciera algo tan
escandaloso como escabullirse del salón de baile. Sola. Sin compañía.
Tampoco le importaría si notara una aberración tan chocante con respecto a
la personalidad predecible de Daisy.
Desde el otro lado de la sala, un destello de faldas de color naranja
intenso resaltó en medio del mar de blanco y marfil. El corazón de Daisy se
aceleró cuando la encantadora mujer rubia dorada echó una mirada casi
escrutadora a su alrededor y luego abandonó el salón de baile.
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sí—. Daisy apretó los labios, mirando la puerta de cristal que daba al jardín
cerrado del Marqués de Harrison y contempló momentáneamente la
posibilidad de escapar. —No en sí. Más bien...— Porque, la verdad era que
ella no quería el corazón de cualquier duque.
Ella quería el corazón de Auric. Lo quería, aunque él aún la viera como
nada más que la hermana de Lionel. Lo deseaba incluso cuando se había
abierto paso a trompicones en no sólo una, sino casi tres temporadas
londinenses, con el siempre cortés Auric visitándola o acompañándola en
los bailes de rigor, pero nunca en un vals.
—¿Daisy?
La suave insistencia la sacó de sus lamentables cavilaciones. —
Perdóname—, murmuró. —Estaba distraída—. Había sido lo
suficientemente valiente como para humillarse hasta ahora orquestando
esta reunión. Daisy cuadró los hombros y siguió adelante. —Necesito el
colgante, milady—. El legendario collar representaba el último resquicio de
inocencia y esperanza: la esperanza de Auric, y más aún, la esperanza de
Daisy para ellos.
—Oh, Daisy—. La expresión de la condesa se llenó de compasión. —Lo
siento mucho.
¡No! Ella no quería las palabras que sabía que vendrían. Ella quería su
esperanza y su trozo de magia y sabiduría gitana. Su vida estaba llena de
suficientes verdades tristes.
—Después de casarme con Lord Stanhope, no necesité más el colgante.
Reclamé el corazón del único hombre que había deseado y le di el collar a
otra joven—. La esperanza volvió a brotar en su pecho. La condesa sabía
quién poseía el colgante del corazón: —Lady Imogen se ha casado—. La
mente de Daisy se aceleró. Tenía un nombre. Un brillo iluminó los ojos de
Lady Stanhope. —No con un duque, pero encontró el amor, que es lo que
más importa—. Todo lo que Daisy debía hacer era acercarse a Lady Imogen
y humillarse ante otra desconocida. Auric valía el sacrificio. —Desde
entonces la hemos devuelto al cuidado de su legítimo dueño.
El corazón de Daisy se hundió. Por supuesto, Lady Stanhope, recién
casada, y su hermana gemela, la Duquesa de Bainbridge, poseían lo que
todas las jóvenes se atrevían a soñar: un matrimonio feliz y amoroso; trozos
de cuentos de hadas en los que Daisy había dejado de creer.
Sólo que ahora, con la verdad de lo cerca que había estado de poseer ese
colgante, se enfrentaba de nuevo a la burlona verdad de su propia estupidez
por esperar y creer en cuentos de hadas y perseguir el arco iris cuando la
vida ya le había mostrado la penumbra de la lluvia. Tragó saliva.
Desapareció. Había perdido su única esperanza. Su única oportunidad.
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Capítulo 3
Cristo. Ella le había guiñado un ojo dos veces.
Habían pasado... la mente de Auric se aceleró... unos siete años desde
que ninguno de los dos se había guiñado el ojo. Tanto tiempo, de hecho,
que casi había olvidado ese código secreto que sólo ellos dos conocían.
—Debes guiñar el ojo una vez si lo estás pasando de maravilla.
Daisy, de doce años, había resoplado. —¿Y qué pasa si lo estoy pasando
horriblemente mal?—
Él le pellizcó la nariz. —Dos guiños.
No lo recordaba, hasta este mismo momento.
Auric recuperó una copa de champán de un sirviente con librea y la
llevó a la esquina más alejada del salón de baile. O, para ser más precisos, al
rincón más alejado de la joven pecosa y regordeta que todavía lo miraba
abiertamente. Él fulminó con la mirada el contenido de su vaso. No mires. No
mires. No mires.
Había tenido mucho cuidado en relegar a Lady Daisy Meadows y su
nombre floral al papel de niña que no crecía y, sin embargo, en cada baile,
cena o velada que asistía donde ella estaba presente, recibía la burla de la
verdad de que ya no era una niña. Toda la inocencia que una vez habían
conocido, la facilidad en la compañía del otro se había hecho añicos. No.
Verla sólo le recordaba sus mayores fallos hacia un amigo al que había
querido como a un hermano.
Verla nunca dejaba de acribillarlo de culpa y pesar por todos sus
pecados, por todo lo que no había hecho. Con demasiada frecuencia, ella
permanecía olvidada al margen del pasillo y él tenía que abrirse paso entre
la multitud y ofrecerle su brazo, en un intento por borrar la tristeza
frecuente que cubría su rostro.
Auric gruñó y dio un largo trago a su champán, y dejó de lado los
pensamientos sobre Daisy. En su lugar, se centró en el propósito de su
asistencia esta noche. Práctico y largamente guiado por la lógica, había
llegado el momento de cumplir con su deber requerido por el título.
Necesitaba una esposa, un heredero y un repuesto. Esa lección le había sido
inculcada desde muy temprano por sus padres, tutores y la Sociedad. Con
ese propósito en mente, observo a la multitud, evitando deliberadamente la
vista de una cierta señorita traviesa con sus labios en forma de arco. La
única dama en todo el abarrotado salón que se atrevió a fruncirle el ceño. El
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una florero. Qué extraño que ni un solo caballero inglés tuviera el sentido
común de apreciar a la dama. Tontos, todos ellos.
Lo que le recordó su propio propósito de estar aquí esta noche. Con no
poca reticencia, dejó de lado el fácil intercambio con ella y volvió a dirigir
su atención a la pista de baile, renovando su búsqueda de una duquesa.
Daisy se aclaró la garganta.
Seguramente no era una tarea tan difícil encontrar una duquesa
adecuada.
Ella tosió.
Ciertamente, no había escasez de mujeres clamando por el venerado
papel.
Daisy volvió a toser.
Con la excepción de Lady Stanhope, que lo había rechazado por el
Conde de...
—Dije, 'ejem'.
Por el amor de todo lo sagrado. —¿Tiene algo en la garganta,
madame?— Por el rabillo del ojo detectó la ligera inclinación de su cabeza.
—Tal vez debería tomar ponche, o champán, o un poco de vino para aclarar
cualquier aflicción que le moleste.
—No me estaba disculpando.
Él la miró sin pestañear.
—Antes—, continuó explicando. —Por la falta de reverencia. Eso no era
una disculpa. Sólo pensé que debía saberlo, Su Gracia.
Ah, ella lo estaba tratando de —Su Gracia—. Ella siempre hacía eso
cuando estaba disgustada con él. Incluso cuando era un simple marqués.
¿Siempre había sido tan molesta? Los acordes del vals llegaron a su fin y la
colección de bailarines en la pista aplaudió cortésmente. Luego, tomados
del brazo, las parejas abandonaron la pista de baile. Sí, sí, ahora recordaba
que ella había sido eso. Y traviesa. Y propensa a la cháchara, que desde
entonces había conseguido dejar de lado. Auric bebió un sorbo de
champán.
—Deduzco que está buscando a su duquesa.
Él se atragantó.
Las motas doradas de los ojos de Daisy bailaron divertidas y se dispuso a
darle una palmadita en la espalda.
—No lo haga—, le espetó.
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Ella suspiró. —Oh, solía ser mucho más divertido que este frío, brusco y
malhumorado duque—. Daisy movió las cejas. —¿Y bien?
No la complazcas. —¿Y bien, qué?—, espetó él, porque nunca había sido
capaz de no complacerla. No desde que era una niña pequeña con
demasiadas pecas y no desde que se había convertido en esta mujer con...
bueno, todavía demasiadas pecas.
—¿Quién es ella?
Auric echó una mirada a su alrededor para averiguar si alguna señorita
esperanzada había oído aquellas peligrosas palabras pronunciadas por la
bruja a su lado. —Acuérdate de dónde estás, Daisy—. Le dirigió una mirada
tranquilizadora. Se trataba de un juego peligroso que en realidad no era tal,
dado que ella jugaba en público. Su interés por la ahora casada Lady
Stanhope no había hecho más que alentar a las mamás casamenteras y a las
confabuladoras cazadoras de títulos.
Daisy apuntó sus ojos al techo. —Bah, suena como mi madre.
Y debido a que conocía a la marquesa desde que él había sido un niño
chillón en la guardería, sabía exactamente a qué se refería con eso, y de
ninguna manera era un cumplido.
Sólo que la dama olvidó que él la conocía tan bien como ella a él. —Y
deduzco que tú estás buscando un esposo—. Sus mejillas se sonrosaron e
inmediatamente apretó sus labios carnosos. Hmm. Así que esto es todo lo
que habría necesitado para silenciarla. Excepto que ahora, él la miraba con
un interés renovado. Esto era interesante. La Daisy que él conocía, sin
embargo, nunca hacía algo tan revelador como sonrojarse. —Ah, vamos,
Daisy, ¿eres tímida de repente? Apostaría a que hay cierto caballero que ha
captado tu atención—. Su color se tornó rojo maduro, tragándose sus
pecas.
—Er, si me disculpa. Mi madre me está haciendo señas.
Auric se interpuso en su camino, impidiéndole escapar. —No puedes
saber eso.
—Por supuesto que puedo saberlo—. Ella erizó los hombros de
indignación. —Después de todo, es mi madre.
—Sí—, se inclinó y murmuró cerca de su oído. —Pero también resulta
que está colocada detrás de ti.
Daisy se dio la vuelta y encontró a la marquesa y luego volvió a centrar
su atención en él. —Oh.— Si sus mejillas se pusieran más rojas, se
incendiarían.
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—Sí. Oh—. A pesar de sí mismo, Auric sonrió. Había olvidado lo que era
burlarse y que se burlen de él. Era mucho más agradable cuando era él el
que provocaba y no el que era provocado.
Ella hizo una reverencia apresurada. —Si me disculpa, debo permitirle
volver a su cacería de duquesa y yo...
—No me digas—. Levantó una sola ceja. —¿Tu madre te está haciendo
señas?
Daisy señaló sus ojos al techo una vez más. —Eres insufrible—,
murmuró. Con eso, giró sobre sus talones y lo dejó riendo a su paso.
~*~
Oh, el gran tonto.
Daisy se alejó con paso firme y buscó la hilera precisa de siete sillas que
se encontraban al fondo, en la parte central del salón de baile de Lord y
Lady Harrison.
O bien carecían por completo de lógica o eran deliberadamente crueles
al colocar a las damas sin pareja en el centro del salón, en el lugar exacto al
que inevitablemente se dirigían los ojos de todos los lores y damas
aburridos, aunque sólo fuera por su evidente ubicación.
Ella ocupó un asiento vacío y echó un vistazo a la fila vacía. Era una
noche solitaria para las floreros.
Golpeó con su zapatilla amarilla sobre el suelo de mármol. Y eso era otra
cosa completamente distinta. En realidad, nunca debería existir una clase
tan poco gloriosa como la de las floreros. Mientras existieran los caballeros,
todas las jóvenes deberían tener al menos una pareja. Entonces, teniendo en
cuenta el rechazo más bien burlón del Duque de Crawford, tal vez el sueño
de la caballerosidad había sido sentenciado a muerte.
Daisy miró la tarjeta vacía que colgaba de su muñeca. Eso no quería
decir que deseara cualquier pareja. No quería a cualquier caballero. Todo lo
contrario. Quería a uno en concreto. El gran idiota que realmente no
merecía su respeto y que, sin embargo, lo tenía de todos modos, por el
hombre que una vez fue, y por el hombre que ella sabía que podía ser.
El hombre que ahora registraba el abarrotado salón de baile.
—Probablemente buscando a su próxima duquesa—, murmuró en voz
baja. Él no había confirmado su suposición, pero no había tenido que
hacerlo. Ella sabía que Auric, un hombre que valoraba tanto la
responsabilidad y el honor como para visitar casi semanalmente a la familia
de su difunto amigo, se ocuparía, por supuesto, de sus obligaciones ducales.
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Se casaría con una señorita rubia como Dios manda, tendría un heredero y
otro más, y viviría su aburrida vida ducal.
Con otra mujer.
Distraídamente, se tocó con un dedo el cuello desnudo. Eso hablaba de
su desesperación por haber colgado su esperanza de Auric, Duque de
Crawford, en el amuleto repartido por una gitana. Probablemente, la gitana
tenía un gran número de colgantes de corazón que regalaba a las jóvenes
tontas y románticas que buscaban un esposo y que también soñaban con el
amor. Sospechaba que la locura de fijar su felicidad en esa chuchería, todo
para ganar el corazón de Auric, provenía de un deseo de volver a una época
en la que había conocido la felicidad. Desde que el cuerpo inerte de Lionel
les fue devuelto, silenciado para siempre, una nube perpetua había seguido
a su familia. El tipo de tristeza espesa que ninguna sonrisa o broma tonta
podía atravesar.
Recorrió la multitud y encontró a su madre precisamente donde Auric
le había indicado que estaba por última vez. La marquesa estaba de pie a la
derecha de la sala con la mirada perdida mientras Lady Marlborough
parloteaba a su lado. No recordaba la última vez que su madre había
sonreído. Daisy suspiró, sin ceder a la ola de autocompasión que
amenazaba con consumirla. Lo mejor era centrar su atención en el lugar al
que pertenecía.
En Auric.
...que ahora estaba conversando con Lady Windermere y su bonita hija
rubia de ojos azules, Lady Leticia.
Daisy arrugó la nariz. Realmente, ¿todas las jóvenes inglesas poseían
rizos dorados y esos ojos azul pálido? Auric se inclinó sobre la mano de
Lady Leticia y estampó su nombre en su tarjeta. —Humph—, murmuró
ella.
Y eso era otra cosa. Él sabía muy bien que a Daisy le gustaba bailar el
vals. De hecho, le había servido de tutor de facto cuando el miserable
francés contratado por sus padres había atormentado sus oídos por no
poseer ni una pizca de talento. Auric y Lionel se habían convertido en sus
instructores de baile y se habían turnado para hacerla bailar el vals por la
habitación hasta que dejó de pisarles los pies. Sin embargo, él reservaba los
aburridos minués y los reels para Daisy y uno de esos valses
escandalosamente maravillosos para esas otras damas.
¿No le importaba que todas las demás jóvenes se conformaran con el
miserable Duque de Crawford por la única razón de que estaba a un paso
de la realeza? Mientras que Daisy lo quería por el hombre que era. No, a
esas jóvenes probablemente no les importaba que Auric fuera serio y que
apenas se riera... Echó la cabeza hacia atrás y se rió de algo que dijeron Lady
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él, mamá—. Y ella se burló de él y fue burlada por él. Su corazón revoloteó
salvajemente en su pecho. Contrólate, Daisy Laurel Meadows. Desde entonces
había cambiado su enfoque hacia Lady Leticia y las otras criaturas de pelo
dorado que prefería.
Su madre ignoró sus protestas y siguió arrastrándola. —Seguro que no.
Daisy asintió con un movimiento de cabeza que desprendió un rizo
errante. Se le cayó sobre la frente. —Seguro.
Lo que aparentemente no importaba en absoluto. Con un único
propósito, su madre casi arrastró a Daisy entre la multitud de invitados.
Agitó su mano libre. —¿Hola, Su Excelencia?
—Madre, por favor—, dijo ella con los labios apretados.
—¿Auric?—, continuó su madre, ignorando a Daisy como era su
costumbre. Oh, maldita sea. El calor le quemaba todo el cuerpo mientras la
gente miraba por encima del hombro la audaz persecución de la Marquesa
de Roxbury al codiciado duque. La gente no se daba cuenta de que ese
empeño por el Duque de Crawford no era fruto de una madre casamentera,
sino de una madre que anhelaba cualquier rastro que pudiera robar de un
hijo amado y fallecido hace tiempo.
Varios centímetros más allá del metro ochenta, el imponente cuerpo de
Auric se alzaba sobre las personas de menor rango dispersas a su alrededor.
El duque se puso rígido. Se concentró en su madre.
—¡Auric!— Su madre volvió a gritar.
Y por un momento horrible y dolorosamente agonizante pensó que
Auric se voltearía y les daría a ambas el corte directo. Ella podía perdonar el
carácter miserable con el que él se había revestido. Pero no podía perdonar
ninguna crueldad hacia su afligida madre. Su madre se tambaleó hasta
detenerse ante él. Entonces sonrió y la tensión abandonó el cuerpo de Daisy
en una lenta exhalación. Puede que fuera la misma sonrisa vacía y fría que
ofrecía a los miembros de la Sociedad, pero el esfuerzo estaba ahí para
evitarle a la mujer el dolor y la vergüenza, y por esa bondad, él siempre
poseería un trozo de su corazón. De todos modos, el resto siempre había
sido suyo. ¿Cuál era el trozo restante?
—Lady Roxbury, un placer—, inclinó la cabeza, siempre cortés y
amable con su madre. —Perdóneme por no haberle hecho una visita
recientemente—. También podría haber rematado eso con —he estado
ocupado en la caza de una duquesa.
Su madre soltó las manos de Daisy y se llevó los dedos temblorosos a los
labios. —Oh, Auric, es tan, tan maravilloso verte. No te vemos lo suficiente.
Siempre lo digo—. Atendió brevemente a Daisy. —¿Verdad, Daisy?
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baile. Lo que la otra mujer no comprendía era que Auric sólo se había visto
obligada a asociarse con ella. Nada más que la insistencia de su madre y su
maldito sentido de la obligación habían motivado su oferta.
De forma ausente, Daisy miró su tarjeta y su corazón se detuvo. Un vals.
Levantó la mirada y la pasó por la sala abarrotada de gente, y entonces lo
localizó conversando con otra señorita de pelo dorado y vocación
matrimonial y con la madre de la dama. Miró más allá de la joven. Si Auric
hubiera querido evitar el contacto con ella, seguramente habría reclamado
una cuadrilla o un reel campestre disponible. Pero no lo hizo. Había
reclamado su vals. Un vals, cuando nunca antes se había atrevido a
asociarse con ella en ese set tan íntimo y aún ligeramente escandaloso.
Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios mientras buscaba su
anterior asiento. Si él había reclamado su vals sin ni siquiera el beneficio del
pendiente en forma de corazón, el Duque de Crawford tenía pocas
posibilidades cuando ella tuviera esa chuchería sujeta al cuello. Animada,
Daisy se sentó y golpeó con los pies el animado reel campestre de la
orquesta. Aunque detestaba las multitudes de Londres y las diversiones sin
sentido de los bailes y las veladas, realmente disfrutaba bailando.
Era una pena que no tuviera más oportunidades de practicar los
intrincados pasos de la cuadrilla o los movimientos prohibidos o el vals.
Cielos, ella se conformaría incluso con el minué fuera de moda. Y, ni
siquiera sería exigente con su pareja de baile. Frunció el ceño y volvió a
localizar a Auric entre el mar de bailarines. Eso, suponiendo que el
caballero no hubiera sido obligado a participar en dicho set por la inflexible
mamá de Daisy.
Su ceño se frunció. Auric se movía con elegante precisión a través de los
movimientos de la danza. Su compañera no era otra que Lady Leticia, de
pelo dorado y corazón negro y totalmente vil: todos los criterios necesarios
para ser una duquesa elevada. Daisy enroscó los dedos en el borde de su
asiento. Se merecía algo más que un enredo vacío y sin emoción.
¿Y si no es sin emoción? ¿Y si él lleva el mismo deseo anhelante por Lady Leticia que
yo llevo por...?
—Daisy Meadows, la chica de las flores.
Un pequeño chillido se le escapó, ganándose las miradas curiosas de
quienes la rodeaban. Se sonrojó y, con una mano en su acelerado corazón,
se puso en pie. Una sonrisa involuntaria se dibujó en sus labios. —
Marcus—, saludó cordialmente. Lord Wessex y Auric habían sido amigos
rápidamente y leales de su hermano y, por lo tanto, siempre ocuparían un
lugar especial en su corazón roto. Ignoró el grito de indignación de la
florero solitaria que estaba sentada un puñado de asientos más atrás.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Daisy, Marcus y Auric, los tres compartían un vínculo que desafiaba las
normas sociales y las cuestiones de decoro. Su relación se había cimentado
para siempre por el desafortunado vínculo que compartían en la gran
pérdida de su amigo, su hermano.
Marcus, el Vizconde de Wessex se inclinó sobre su mano. —Hola,
Daisy—. Mientras que Auric había sido una especie de elemento fijo a
través de los años en su casa, el vizconde se había hecho escaso. Entonces,
según los periódicos, Marcus había sido durante mucho tiempo el pícaro
impenitente, viviendo para sus propios placeres, y ciertamente sin tiempo
para la antigua chica que había encontrado bajo sus pies. —Buenas noches,
milord.
—Vaya, qué formal eres—. Movió una ceja rubia. —¿Debo esperar que
empieces a parlotear sobre el buen tiempo que hemos disfrutado?
Ella inclinó la cabeza y adoptó su expresión de anfitriona más correcta.
—Espléndido tiempo primaveral el que tenemos, ¿no le parece, milord?—
Un trueno retumbó y sacudió los cimientos de la elegante casa, como si
agradeciera su irónico intento de humor.
Él se rió. —Efectivamente—. Entonces Marcus hizo un rápido y
desapegado repaso de su persona. —Estás encantadora, como siempre.
Ella resopló. —Parece que te has convertido en uno de esos caballeros
educados que sueltan cumplidos.
Su sonrisa se amplió, y luego una máscara de seriedad reemplazó su
anterior alegría. —¿Cómo estás, Daisy?— Buscó su rostro con su mirada
azul.
Ella pegó una sonrisa en sus labios. —Estoy bien.
Marcus se aclaró la garganta. —Debería haber hecho una visita.
Ella agitó una mano. —Está bien—. No lo había estado durante muchos
años. Con el tiempo, había aprendido a respirar de nuevo, y a reír de nuevo,
por sí misma sin el apoyo de los que le habían importado a Lionel.
Él negó con la cabeza. —No lo está.
Parecieron darse cuenta como un solo de que él aún sostenía su mano.
Daisy retiró sus dedos. Aunque no era una persona que llamara la atención
con frecuencia, no le convenía que la vieran sosteniendo la mano de un
caballero durante demasiado tiempo, aunque sólo fuera Marcus. A la alta
sociedad no le importaba el tiempo que una dama conociera a un caballero
respetable o las conexiones familiares que compartieran, sino el jugoso
bocado de chismes que pudieran representar para la nobleza. Ella alisó las
palmas de las manos sobre sus faldas y volvió a prestar atención al suelo del
salón de baile.
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Y cuando parecía que él iba a gritar sus sospechas ante una sala llena de
testigos, ella dijo con la boca: —No te atrevas.
Marcus parpadeó con fingida inocencia. —Pero tú indicaste que no
podías oír...
Ella le dio un golpe con su tarjeta de baile. —Oh, cállate. Sabes que
estaba siendo deliberadamente difícil para igualar tu deliberada actitud
difícil.
Compartieron una sonrisa. Se hizo un silencio agradable mientras
miraban el suelo del salón de baile. —Así que no me lo vas a contar—. Por
el rabillo del ojo, ella detectó la dura y decidida postura de la mandíbula de
él. —Muy bien. Me veré obligado a adivinar—, dijo él, con su repentina
preocupación en desacuerdo con el joven indiferente, y luego hombre, que
ella había conocido a lo largo de los años. Incluso como amigo de su difunto
hermano, la relación entre ella y Marcus nunca había sido estrecha. A
diferencia de su relación con el duque, quien, si la consideraba molesta, él
nunca había manifestado tales sentimientos. Si lo hubiera hecho, tal vez
ella no hubiera pensado en él con tanto cariño a lo largo de los años —¿Está
presente esta noche?
A pesar de sí misma, localizó a Auric con la mirada. Con su gran mano
entrelazada con la de Lady Leticia, hacían una pareja bastante llamativa. —
¿Hmm?— Apretó los dientes con fastidio, detestando la imagen que se
presentaba a la Sociedad. Lady Leticia no tenía nada de regordeta ni de
pecosa.
—¿Daisy?
Se sobresaltó ante la suave insistencia de Marcus y sacudió la cabeza. —
No. No te lo diré.
Él suspiró. —Me obligarás a adivinar la identidad del indigno canalla.
Daisy mordió una sonrisa. —Preferiría que no gastaras esfuerzos en
adivinar la identidad del er... caballero.
Marcus capturó su barbilla entre el pulgar y el índice y se frotó. —
Hmm, entonces contéstame esto. ¿Es un buen hombre? Porque no voy a
permitir que atraigas la atención de un pícaro como yo.
Ella no se había ganado la atención de nadie, y desde luego no del
caballero al que esperaba, como dijo Marcus, atraer. —Él es, honorable—,
dijo ella en voz baja.
—Bien, entonces. Me quedaré con las ganas de adivinar.
—Sí, creo que ya lo hemos conjeturado—, dijo ella secamente.
—Humph—, murmuró él.
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Capítulo 4
Durante la mayor parte de la velada, Daisy había estado sentada en ese
innoble lugar del fondo, en la parte central del vasto salón de baile, relegada
al destino de las floreros. ¿Qué anfitriona colocaba una pequeña fila de
sillas en esa zona para que todos vieran, embobados y boquiabiertos, a las
pobres criaturas sin pareja? De las cuales, sólo hubo una durante la mayor
parte de la velada. Una que le importaba mucho. Se había pasado la noche
estudiándola, echando humo al darse cuenta de que Daisy era, de hecho,
una de esas pobres criaturas sin pareja. ¿Cómo no se había dado cuenta? Tal
vez porque no la veía como una joven en busca de un esposo, sino como una
niña pequeña que correteaba por los terrenos de la finca de su familia.
Ahora, la estudiaba por razones totalmente diferentes.
Contempló sus pasos gráciles y elegantes mientras el Vizconde Wessex,
su único amigo en el mundo, la guiaba por los movimientos de la cuadrilla.
En ese momento, Wessex tocó con su mano la curva de la espalda baja de
Daisy y le dijo algo cerca del oído. Un rubor carmesí tiñó sus mejillas y ella
titubeó. Auric entrecerró los ojos. Una oscura niebla roja descendió sobre
su visión. Parpadeó para retirarla. Wessex no se atrevería a traicionar la
memoria de Lionel volcando su pícaro encanto sobre Daisy. No es que su
molestia con Marcus importara por otra razón que no fuera la de honrar la
memoria de Lionel. Esta furia hirviente no tenía absolutamente nada que
ver con la dama misma. Nada, en absoluto.
Auric continuó estudiando a ella y a Wessex mientras daban un círculo
deliberado alrededor del otro. ¿Tenía el otro hombre que sujetar su cintura
de esa manera? Ella no era una de las muchas damas ligeras de faldas del
vizconde. Sus dedos se crisparon con el repentino impulso de plantarle un
golpe en la cara al otro hombre, y para no hacerlo, Auric tamborileó con las
yemas de los dedos en el borde de su muslo mientras la observaba
objetivamente, viéndola como la veían los jóvenes petimetres tontos que la
habían relegado al papel de florero. Allí estaban sus rizos castaños y el
conjunto de pecas. Entonces, era difícil ver a la dama y no ver esos rasgos
tan singulares que la diferenciaban de las demás damas. Ahora, sin
embargo, se obligó a mirar más allá de los rizos y las pecas, y entonces abrió
los ojos, tragando una maldición.
Daisy Meadows había pasado de ser una niña problemática a una mujer
voluptuosa. Muy diferente de las criaturas delgadas, delicadas y doradas
que él solía preferir, poseía una rica cabellera castaña que brillaba a la luz
de las velas. Su rostro en forma de corazón nunca se consideraría
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Wessex extendió los brazos y se inclinó. —Le doy las buenas noches,
dama de las flores—. Ese apelativo apretó los dientes de Auric. Con un
guiño, el vizconde se fue.
Sin volver a mirar al otro hombre, Auric guió a Daisy a la pista de baile.
Amistad o no, no estaría bien que Wessex estuviera guiñando el ojo a la
joven en público.
—Oh, Auric, es simplemente Marcus—, dijo ella como si regañara
suavemente a un niño pequeño.
—Yo no he dicho nada.
La sonrisa de la dama volvió a estar en su sitio. —No tenías que
hacerlo—. Le dio un guiño. Un solo guiño.
Debes guiñar el ojo una vez si lo estás pasando de maravilla... Su corazón aceleró
el ritmo. En el borde de la maldita ligereza en su pecho había una oleada de
molestia consigo mismo.
—¿Quieres ir más despacio?— murmuró Daisy a su lado.
Arrepintiéndose de inmediato, ajustó su paso y los guió hasta el borde
del piso del salón de baile. Ocuparon su lugar junto a las demás parejas. —
Wessex, ¿es así?—, preguntó él, colocando la mano de ella sobre su hombro
y la suya a lo largo de su cintura. La orquesta tocó los acordes de la atrevida
y aún mal vista danza.
Otro rubor manchó sus mejillas pecosas. —¿Wessex es qué?
Un músculo le marcó la comisura de la boca. ¿Era el rubor porque había
comprobado su interés por Lord Wessex? —¿No me digas que las
románticas esperanzas que tienes de una unión amorosa residen en
Wessex?
Una risa escapo de sus labios llenos y con forma de arco. —Imagino que
eso no es asunto tuyo, Auric.
Levantó una sola ceja. —Todo lo que haces es asunto mío, Daisy—.
Había hecho esa promesa sobre el cuerpo sin vida de Lionel.
Una carcajada resoplante brotó de ella. —Cielos, creo que en toda tu
arrogancia ducal realmente crees eso—. Entonces, ella era Daisy y nunca se
había impresionado por su título de marqués y la promesa de que se
convertiría en un futuro duque. Le dio una palmadita en el brazo. —Te
aseguro, como le aseguré a Lord Wessex, que no necesito más cuidados
maternales—. Se dijo a sí mismo que la ráfaga de alivio tenía más que ver
con el hecho de que Wessex tenía las honorables intenciones de verla
protegida, y sin embargo, ¿por qué eso se sentía como una mentira?
—¿Y si te dijera que es porque me importa, Daisy?
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¿Y si te dijera que es porque me importa...?
El corazón de Daisy se aceleró con esa pregunta, una admisión más que
cualquier otra cosa. Si ella respondiera con sinceridad, su respuesta sería:
—He estado esperando que me notaras, desde siempre...
Excepto que sus palabras no nacieron de un hombre que amaba a una
mujer. Él no la amaba. No en la forma en que ella quería desesperadamente
que lo hiciera. Ella sabía que a él le importaba. Probablemente daría su vida
para protegerla debido a la conexión compartida entre sus familias. Pero
ella quería más de él que eso.
Él aplicó una suave presión sobre su cintura y el calor irradió en el
punto de su toque. Emociones de conciencia la recorrieron. Su caricia firme
invocaba una familiaridad que desafiaba los simples lazos familiares y
hablaba de su conciencia de él como hombre.
Daisy se humedeció los labios y sacó una respuesta adecuada. —
Gracias—, dijo simplemente. Porque aunque él no se preocupaba por ella
como ella deseaba, importaba que él todavía recordara su existencia
cuando su propia madre la había olvidado.
Auric observó su rostro. —Me importa, Daisy. He sido deplorablemente
negligente estas últimas cuatro semanas—. Tres semanas y seis días.
La calidez anterior se desvaneció. Ella nunca había sido más que una
responsabilidad. Con su equivocado sentido de la obligación hacia ella y su
familia, se había insertado en su vida como un hermano más, sin darse
cuenta de que su constancia nunca sustituiría a Lionel. Ella levantó la
barbilla. —Te agradezco que visites a mi madre—, dijo, porque así era. Su
presencia, aunque obligada, alegraba mucho a la afligida marquesa. —Pero
tienes deberes que van más allá de mi familia—. Los músculos de su
garganta apretaron. —En tu esfuerzo por ser leal y devoto a la memoria de
Lionel, no te das cuenta de que tienes que vivir tu vida para ti, primero—. Y
ese es el único crimen del que había sido culpable en las semanas que había
cortejado a Lady Anne y se había comprometido a encontrar una duquesa.
Bueno, eso y el crimen de romperle el corazón.
Los fuertes músculos de su brazo se agitaron bajo los dedos de ella,
insinuando la tensión en su cuerpo. Sin embargo, no le pasó desapercibido
el hecho de que él no emitiera ninguna protesta falsa a sus palabras.
Desvió su mirada hacia los bailarines que giraban a su alrededor. Sus
ojos chocaron con la sonriente Lady Stanhope y su esposo. El alto y rubio
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caballero susurró algo que hizo que las mejillas de la dama se sonrojaran.
Incluso por encima del estruendo de la orquesta y el zumbido de las
conversaciones en el salón de baile, detectó la risa ronca de la mujer
mezclada con la risa del conde. La envidia le tiraba del pecho. Eso era lo
que anhelaba para sí misma, y sin embargo, al estudiar a la otra mujer en su
gloria dorada, que era tan perfectamente agradable y amable y cálida,
¿acaso era de extrañar que Auric la hubiera querido como duquesa?
Auric siguió su mirada.
—Es encantadora—, murmuró ella.
Él no fingió haber entendido mal. —Está casada.
—¿Todavía estás dolido por el rechazo de tu oferta por parte de ella?—
Ella inmediatamente quiso devolver las palabras. —No es que sea asunto
mío—. Luego le dedicó una sonrisa seca. —Después de todo, no soy un
duque y no tengo derecho a hacer preguntas tan íntimas—, añadió en un
intento de desviarlo de esa pregunta inmediata que la exponía ante él.
Una media sonrisa torció sus labios en la comisura y a ella se le cortó la
respiración. —Lo que es y lo que no es, nunca te ha detenido antes—. Sus
sonrisas, que antes se daban con tanta facilidad, eran ahora meros destellos
fugaces de alegría que luego enterraba bajo su practicada expresión ducal y
su distanciamiento. Esto la devolvió al joven que había maquinado de
buena gana con ella cuando era una niña.
Ella se encontró sonriendo. —No, esto es verdad—. Daisy quería que su
vals se prolongara eternamente y robarle más tiempo a Auric, y sin embargo
los últimos hilos de la orquesta indicaban el final del set. Los bailarines se
detuvieron, aplaudiendo cortésmente a su alrededor mientras se retiraban
de la pista.
Ambos se quedaron un momento estudiándose el uno al otro y luego se
recompusieron al mismo tiempo. Ella hizo una apresurada reverencia y
permitió que él la guiara desde la pista de baile hasta el lado de su madre.
Cuando se detuvieron junto a su melancólica madre, los ojos de la mujer
se iluminaron con entusiasmo. —Auric.
Él sonrió. —Lady Roxbury.
El corazón le dio un tirón. Él era siempre tan paciente con las humildes
muestras de emoción de su madre. Por un momento, se recuperó un atisbo
de la anfitriona burlona y vivaz de su juventud. Tomó la mano de Daisy y le
dio un apretón. —Le dije a mi Daisy que no te limitabas a sentirte obligado
con ella, ¿no es así Auric?
Oh, Dios.
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Se quedó quieta, mirando con los ojos muy abiertos a las parejas que
ejecutaban los intrincados pasos de un reel campestre. Por un momento se
imaginó que sólo había pensado esas palabras en su cabeza, o peor aún, que
había expresado sus pensamientos privados en voz alta, como hacía con
demasiada frecuencia.
Su madre le puso una mano en la cintura y le dio un suave apretón. —Lo
hará—, repitió, en voz baja, sólo para sus oídos.
Quería recordarle a su madre que ése no era el lugar, ni mucho menos el
momento, para hablar de sus esperanzas, sus sueños y su amor por Auric, el
Duque de Crawford. Y sin embargo... retiró su mirada del perfecto cuadro
presentado por la pareja de bailarines y la dirigió a su madre. ¿Cómo lo
sabía? ¿Cómo, si había dejado de ver a Daisy en los últimos siete años?
La mujer mayor le dirigió una mirada cómplice. —Las madres lo saben
todo, Daisy—. Le hizo un guiño lento y deliberado. —Algún día lo
descubrirás por ti misma. Lady Harrison me hace un gesto—. La tensión se
instaló en las líneas de su boca. En un momento dado, hace una vida, su
mamá habría salido corriendo a charlar y a reírse como muchas de las otras
matronas presentes. Ahora, se movía con dolor y torpeza en la mayoría de
los intercambios. —¿Te importa si voy a hablar con ella?— Por un
momento, Daisy sospechó que su madre deseaba secretamente que su hija
emitiera algún tipo de protesta.
—En absoluto—, dijo en voz baja. Sin embargo, no estaría ayudando
realmente si permitía que su madre permaneciera dentro de la cáscara de
persona en la que se había convertido. La marquesa vaciló y luego, con un
suspiro, se alejó en un mar de faldas azul zafiro, el color más cercano y
apropiado al atuendo negro de luto que adoptó en casa. Daisy se quedó
mirando tras ella. Cuánto había visto su madre a lo largo de los años y qué
poco crédito le había dado Daisy. Había algo dolorosamente revelador en
descubrir ante un salón de baile abarrotado que no era tan invisible como
había creído todos estos años.
Volvió a mirar a los bailarines, escudriñando a la multitud, pero sólo se
preocupaba por uno: un caballero alto y poderoso y su indigna pareja de
baile. Daisy lo encontró con la mirada, mientras pensaba en el puñado de
palabras de su madre que, en efecto, habían hecho tambalear todo lo que
Daisy había creído durante siete años. Se había creído invisible. Se había
convencido de que su madre y su padre no la veían a ella ni a las esperanzas
que albergaba en su alma tan viva. Se había equivocado en que su madre no
la veía. Si se había equivocado en eso, quizás también se había equivocado
en lo que respecta a Auric. Tal vez él, de hecho, veía más de ella de lo que
ella creía.
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Capítulo 5
A la mañana siguiente, Daisy miró por la ventanilla del carruaje el paso
de las calles de Londres. Las calles de moda daban paso al abarrotado
distrito comercial de North Bond Street y continuaban rodando junto a los
lores y damas elegantes hacia Gipsy Hill. Auric, como la noche anterior,
sonriendo y guiñando un ojo y tan amable con su madre, era el único foco
de sus pensamientos.
Soltó la cortina. Desde el fallecimiento de Lionel, que era la única forma
en la que se permitía pensar en su muerte, el Auric sonriente y reflexivo de
su juventud había sido sustituido por un duque… más sombrío. Tamborileó
con las yemas de los dedos sobre los cómodos sillones de cuero del carruaje.
Él se había metido en el papel de duque y le sentaba de maravilla.
No en el buen sentido.
A veces se permitía creer que el hombre al que amaba no era más que un
recuerdo, pero entonces, cuando la visitaba y le guiñaba el ojo dos veces,
como había hecho la noche anterior, vislumbraba al verdadero hombre
enterrado bajo el decoro y las obligaciones ducales. Ella no amaba a Auric
por el título que poseía. Lo amaba por un millón de razones diferentes, la
menor de las cuales tenía que ver con el estúpido y maldito título.
Buscaba el colgante, que le haría ganar el corazón de Auric. Los
pequeños pitidos de la lluvia golpeaban las ventanas del carruaje y se
burlaban de sus esfuerzos en este día. No permitiría que el cielo gris la
disuadiera en este día.
—Milady, tal vez este no sea el mejor día para ir de compras.
—Oh, no es cierto—. Daisy descorrió la cortina y miró el cielo oscuro.
Gruesas nubes de lluvia gris y blanca rodaban por encima. —Vaya, es un
día perfectamente espléndido para ir de compras—, le aseguró a la nerviosa
criada. Las calles lluviosas significaban calles vacías. La bendita soledad era
justo lo que ella necesitaba. Soledad y falta de atención de la sociedad
educada. No es que Daisy frecuentara las tiendas de moda de North Bond
Street, donde es más probable que la vean los miembros de la sociedad.
El carruaje se detuvo bruscamente. En un intento de frenar las reservas
en los labios separados de su criada, Daisy abrió la puerta del carruaje de un
empujón y luego saltó al suelo. Sus pies resbaladizos se hundieron en un
profundo charco. Con un suspiro, Daisy sacó el pie de las aguas turbias y lo
sacudió. Las zapatillas habían sido una pésima idea. Sin esperar a ver si
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Agnes la seguía, Daisy se apresuró a recorrer las calles llenas de gitanos que
vendían sus productos.
A pesar de haber descartado la lluvia, el frío la sacudió y se acercó la
capa para protegerse del frío primaveral. Se abrió paso entre los
transeúntes mientras recorría las calles empedradas y llenas de basura y se
tocó la nariz con un pañuelo perfumado, ya que el olor de las verduras
podridas y las golosinas azucaradas se fundían en una mezcla nauseabunda.
Las cosas que una dama hace por amor. Se apartó del camino justo cuando un
comerciante lanzaba un cubo de agua desde la puerta de su tienda. El agua
marrón roció los adoquines y estropeó sus faldas.
Con un grito ahogado, Daisy retiró su dobladillo, ya irremediablemente
manchado. Por desgracia, su capa de muselina verde ya había sufrido un
daño irreparable. Se ciñó la prenda y continuó, cada paso alimentado por el
recuerdo de aquellos dos guiños de la noche anterior y del baile de Auric y
ella. Oh, él le había pedido que bailara cualquier cantidad de cuadrillas y
reels educados y campestres, pero nunca un vals... hasta la última noche. Es
cierto que, con la insistencia de su madre, Auric no podía dejar de invitarla
a bailar. Sin embargo, él podría haber elegido un baile más educado y
menos íntimo. Y aun así, había elegido un vals. Seguramente, eso
significaba algo para el duque. Las esporádicas gotas de lluvia tocaron su
piel. Se quitó una gota de humedad de la punta de la nariz.
—Milady—, la llamó su criada, con un tono bastante suplicante.
Se detuvo y volvió a girar. El viento tiraba de las faldas de Daisy. —
Agnes, tenemos un buen número de tiendas y carros que registrar. No me
perderé de vista, pero si quiero tener alguna esperanza de encontrar este
collar en particular, necesito tu ayuda.
Agnes suspiró. —Milady, la marquesa me despedirá si descubre que me
he ido de su lado—. Pasó su mirada preocupada por los caminos
empedrados de Gipsy Hill. —En estas calles de Londres, nada menos—.
Daisy dio una palmadita reconfortante en el hombro de la chica. —Oh,
Agnes, no lo haría. Te lo prometo—, añadió, en un intento de calmar las
preocupaciones de la joven.
Cuando su madre estaba en uno de sus arrebatos, que era lo más
frecuente, no se daba cuenta de que Daisy se levantaba las faldas por
encima de las rodillas y saltaba en un pie por los pasillos gritando su
nombre. Tras el baile de Lady Harrison de la noche anterior, la marquesa se
había retirado a sus aposentos y se había excusado con una de sus
familiares migrañas. Aunque Daisy hacía tiempo que sospechaba que en
realidad no eran dolores de cabeza, sino más bien un deseo de soledad para
poder estar a solas con el recuerdo del hijo que había perdido. No,
indispuesta como estaba, su madre no sabría, ni probablemente le
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Un —quizzing glass—, traducido como monóculo en este caso, era una lente de aumento en un mango
que se sostenía ante el ojo para permitir un escrutinio más cercano del objeto a la vista.
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de tierra, destrozando sus finos guantes. Hizo una mueca de dolor que le
subía por la espalda. El viento la azotó y le soltó varios mechones de pelo y
los largos rizos le golpearon las mejillas. Con la boca llena de pelo, se sacó
varios mechones húmedos y se los colocó detrás de la oreja, con una mueca
de asco por el mal olor de sus dedos. Echó una mirada a su alrededor y se le
escapó un suspiro de alivio al encontrar a su criada al otro lado de la calle,
totalmente absorta en su búsqueda. Daisy se quitó los guantes con cuidado
e inspeccionó los daños causados en las palmas de las manos. La pobre
chica sufriría una apoplejía si descubriera a su ama en ese momento, ya que
estaba tirada en el suelo. Daisy se puso en pie y se quitó el polvo de las
piedras y la suciedad que le escamaban las manos.
Esperaba que ésta no fuera la opinión del destino sobre su búsqueda del
colgante Corazón de un Duque.
Entonces empezó a llover a cántaros.
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A pesar del aire frío y de sus manos enguantadas, las palmas de sus
manos se humedecieron al recordar los horrores de su pasado. En un
momento dado, Auric había sido un bastardo ensimismado que había
buscado la emoción de bailar al borde de la respetabilidad. Había obligado
a Lionel a entrar en los bajos fondos de Londres y, por el egoísmo de Auric,
esa decisión errónea le había costado la vida a Lionel, muerto en la cama de
una puta con la navaja de un despreciable ladrón callejero enterrada en su
vientre.
También le había costado a Daisy su único hermano. Todas las
implicaciones de que ella saliera sola se deslizaron en su mente, enfriándolo
con la perspectiva de una Daisy sonriente y pecosa asesinada de forma
igualmente cruel. Las náuseas se agitaron en sus entrañas. Si le ocurría algo,
no se lo perdonaría. Sería la traición definitiva, que nunca podría ser
expiada.
Los recuerdos llegaron ahora con fuerza y rapidez: Lionel, tendido en un
charco de sangre, mirando sin ver el techo manchado de agua. Pero la
imagen cambiaba y era Daisy la que estaba sola en esa habitación con un
desconocido sin rostro. Un gemido agónico le subió por la garganta, casi
ahogándolo. Golpeó con fuerza el techo. —Más rápido, hombre—, tronó.
El carruaje aumentó su ritmo, avanzando a toda velocidad por las calles
empedradas. Hacia adelante.
Miró fijamente a los jinetes que pasaban de vez en cuando y a los carros
y carretas que bordeaban el camino empedrado de Gipsy Hill mientras
buscaba a Daisy.
El agudo relincho de un caballo llamó su atención al otro lado de la calle.
Mientras su carruaje avanzaba, se asomó al exterior, entrecerrando los ojos
en la distancia, justo cuando el viento le levantó la capucha a una joven.
Auric estrechó los ojos al ver el alboroto de cabellos castaños y una serie de
pecas. Apretó la frente contra el cristal de la ventana y golpeó una vez el
techo. El vehículo se detuvo de inmediato con una fuerte sacudida. Apoyó
los pies en el suelo, abrió la puerta de un empujón y saltó del carruaje. Un
fuerte chirrido rompió el ruido de las calles concurridas y el viento aullante.
Un espeluznante escalofrío le recorrió la columna vertebral, absorbiéndole
la vida. El tiempo se congeló en un momento agonizante, su mundo se
paralizó cuando Daisy se salvó por poco de ser pisoteada por las enormes
pezuñas de la yegua negra de algún tonto.
El pulso le latía con fuerza en los oídos, y Auric corrió por el camino
empedrado. Esquivó entre carros y carruajes mientras la sangre bombeaba
furiosamente por su cuerpo. A lo lejos, registró el frío gélido de los gruesos
charcos que penetraban en los tacones de sus botas y el empuje ahora
cegador de la lluvia. —Daisy—, ladró, la palabra se perdió por el furioso
viento que golpeaba su capa. La joven parpadeó varias veces como si
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Capítulo 6
Sentada en el sofá azul huevo de petirrojo del Salón Azul, Daisy
trabajaba rápidamente en su bordado. Pasó el hilo carmesí por la tela.
Bueno, en cualquier caso, intentaba trabajar en él. Con un suspiro, se detuvo
para evaluar su sexto intento de corazón de la semana. Había mejorado un
poco. Este parecía más bien una lágrima unida, lo que era mucho mejor que
un círculo con una caída en el centro.
Ella bajó el bastidor y se puso en pie. Los rayos del sol se filtraban a
través de las cortinas abiertas e iluminaban la habitación con un brillo
suave y etéreo. Atraída por el calor, se acercó a la ventana y descorrió aún
más la cortina, agradeciendo la relajante caricia del sol en sus mejillas.
Después de varios días de lluvia, las densas nubes se disiparon y
permitieron que se viera un rastro de sol. Daisy estudió las bulliciosas
calles de abajo. No había encontrado el colgante con forma de corazón. Por
supuesto, no había sido tan ingenua como para creer que lograría encontrar
a la vieja gitana, en medio de un mar de gitanos, después de una tarde poco
productiva.
No del todo improductiva. Una sonrisa se dibujó en sus labios, mientras
su corazón latía con fuerza. Porque ayer, en la fría y lúgubre mañana
londinense, había llegado a una asombrosa revelación. Por mucho que
creyera que Auric no la había visto todos estos años, tampoco era invisible
para él. Si su relación con ella era estrictamente una obligación, en el
momento en que la visitó y encontró a su madre indispuesta y a Daisy
fuera, podría haber dado media vuelta y haber buscado sus clubes o haber
hecho lo que fuera que hicieran los caballeros. En lugar de eso, salió a
buscarla.
No, él presionó a Frederick para que le diera detalles sobre su paradero
y luego salió tras ella. Si era sincera, después de años sin que nadie la viera,
oyera o notara, había algo vivificante en el descubrimiento de que, para los
que importaban, ella no había dejado de existir, como había creído durante
tanto tiempo. Era cierto que había sido brusco y grosero y ducal, pero
también había habido rastros de gentileza. Sus manos, aún doloridas,
palpitaban con el recuerdo de sus dedos sobre la suave piel de su palma. Su
rostro sonriente se reflejó en el cristal.
Se giró para mirar a su criada Agnes en la esquina. —Volvemos a Gipsy
Hill.
La joven dudó. —¿Está segura, milady? Su Gracia...
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la manera que ella esperaba. Pero según Lady Stanhope, todo lo que Daisy
necesitaba era ese colgante. Sus labios volvieron a sonreír. Qué maravilloso
se sentía entregarse a la esperanza. Había lamentado el perpetuo estado de
seriedad de su madre y de Auric todos estos años, pero ¿había sido Daisy
realmente diferente? Con sus pensamientos tristes y sus arrepentimientos
agonizantes, realmente no se diferenciaba de ninguna de las dos personas
que le quedaban.
Bueno, ya no. El tiempo de la tristeza, los ceños fruncidos y los
arrepentimientos había llegado a su fin. Lionel no habría querido que
ninguno de ellos se moviera por la vida en una tristeza constante. Miró las
calles que pasaban. El sol se asomaba a través de los cielos oscuros y grises,
y luego era tragado por las nubes de tormenta que se movían rápidamente.
No, Lionel se habría dedicado a provocar sonrisas y risas, porque ése había
sido el tipo de hombre que había sido.
Era hora de honrar su memoria viviendo.
El trueno retumbó en lo alto... y liberó sus miedos.
...Bah, ¿miedo a los truenos? Pues imagínate a todos los invitados de mamá y papá
jugando una estridente partida de bolos...
—Milady, ¿tal vez deberíamos volver?— Agnes preguntó desde el banco
de enfrente. —El clima es incierto.
Se inclinó al otro lado del banco y palmeó las manos de la otra mujer. —
Bah, son sólo algunos truenos—. Su sonrisa se intensificó. No tenía
intención de abandonar su búsqueda por un poco de lluvia. No, libre de la
austera presencia de Auric este día, haría buen uso de su búsqueda. Con
truenos o sin ellos.
~*~
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Y sabía que debía parecer el mayor de los imbéciles, pero allí, de pie, con
la sangre brotando de su nariz, Auric sonrió.
~*~
¡Oh, condenación!
Daisy se tapó la boca con la mano. Su corazón aún martillaba por la
sorpresa de la repentina e inesperada aparición de Auric. —Te golpeé—,
espetó ella. Y luego registró las gotas carmesí manchando sus dedos.
Auric buscó alrededor del interior de su capa y sacó un pañuelo. Lo
presionó contra su nariz y se estremeció. —Así es—, dijo arrastrando las
palabras, sonando mucho más animado de lo que la situación justificaba.
La vieja vendedora le tendió un pequeño trozo de tela. Daisy recogió la
tela de la anciana. Se atrapó el labio inferior entre los dientes cuando una
ola de culpa la inundó. —Lo siento mucho—, dijo a toda prisa. Y ella lo
sentía. Pero aun así... —Me sorprendiste—. Un hombre tampoco debía
acercarse sigilosamente a una dama.
Él siguió sosteniendo su pañuelo bordado sobre su herida. —Usted da
un buen golpe, milady. El mismísimo Gentleman Jackson estaría
impresionado por sus esfuerzos.
Daisy le arrancó el pañuelo manchado de sangre de los dedos y lo metió
en su retícula. Le entregó el que le había dado la gitana. —Lionel—, dijo
Daisy. Rebuscó en su retícula y entregó varias monedas a la anciana, que
tomó la pequeña fortuna con los ojos muy abiertos. Cuando Auric enarcó
las cejas, aclaró: —Lionel me enseñó. Dijo que todas las damas debían saber
defenderse correctamente—. Como si de alguna manera hubiera sabido que
él mismo no estaría allí para ocuparse de ese papel.
—No creo que Lionel se imaginara que necesitarías esas habilidades
mientras estabas de compras—. Él acercó su cabeza a la de ella. —Sin un
acompañante. Otra vez—. Su aliento le hizo sentir un delicioso aroma a
brandy y menta. La sensualidad de él la bañó y la calentó por completo.
Sus párpados se agitaron cuando, por un lapso de tiempo, imaginó que
él pretendía besarla, aquí, en las calles embarradas de Londres, para que
todos lo vieran. Lo cual era realmente una tontería, porque el correcto y
poderoso Duque de Crawford nunca haría algo tan escandalosamente
maravilloso como besarla a ella, Daisy Meadows, en las calles de Londres,
para que todos... —¿Daisy?
—¿Hmm?
—¿Tienes algo en el ojo?
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que se quedaría allí hasta que el cielo nocturno se deslizara por el horizonte
dentro de muchas horas.
—Muy bien—. Daisy se balanceó sobre sus talones. —Es un colgante
con forma de corazón—. Juntó los dedos. —Así de grande, y de oro con
ligeros grabados en él.
Auric miró hacia arriba y hacia abajo de la calle las interminables filas de
carros y carretas llenas de mercancías de los vendedores ambulantes. —¿Y
esperas encontrar este corazón?
—Sí—, dijo ella en voz baja. Tenía que encontrar ese corazón. Porque,
según Lady Anne y las hermanas de la dama, encontrarlo significaría
encontrar el corazón de Auric. No se le escapaba la estupidez de tales
pensamientos, y sin embargo... aún necesitaba creer, en algo: un colgante,
Auric, el sueño de ellos. De no tener esta pequeña esperanza se encontraría
vacía, sin nada. Se preparó para su sonrisa fría y sus palabras burlonas. Él
no dijo nada durante un largo rato y ella se revolvió de un lado a otro sobre
sus pies. Realmente deseaba que él dijera algo, aunque fuera una respuesta
fríamente burlona sobre la inutilidad de su búsqueda. Cualquier cosa ante
este silencio. Echó una mirada a su alrededor y localizó a su criada. Agnes
se movía rápidamente entre una fila de carros, obediente en su búsqueda.
Daisy miró una vez más a Auric.
Él le tendió el codo.
Daisy apretó la mandíbula. Cruzó los brazos sobre el pecho. —No me
iré, Auric. No voy a permitir que me metas en el carruaje como si fuera una
niña recalcitrante. Soy una mujer adulta y...
—¿Daisy?
—¿Sí?
—Toma mi brazo—. Su tono suave y refinado no dio ninguna indicación
sobre sus pensamientos.
Ella lo miró con recelo. Porque seguramente él estaba tan perturbado
con ella este día como lo estaba tan a menudo. —¿Por qué?— Ella no sería
arrojada sin ceremonias a su carruaje como él había hecho ayer.
El fantasma de una sonrisa jugó en sus labios. —Necesitarás ayuda para
buscar este collar.
Su corazón se detuvo. —¿Qué?— Ella odiaba la falta de aliento en su
voz.
Auric señaló los carros que estaban al borde del camino empedrado. —
No me lo perdonaría si te dejara por tu cuenta buscando un colgante de
flores entre el sinfín de carros.
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Él levantó el codo una vez más. —Ahora, a buscar el collar a juego con
tus peinetas.
Daisy abrió su retícula y los dejó caer dentro. Cuando le agarró el brazo
una vez más, el cielo se abrió, lloviendo a cántaros. Maldición y doble
maldición. Ella echó una mirada a las biliosas nubes que había sobre su
cabeza.
Auric se inclinó hacia abajo. Su corazón se aceleró cuando él le puso la
capucha de la capa en su sitio. —Me temo que el tiempo no tiene intención
de cooperar con tus esfuerzos por encontrar este collar en particular—.
Miró al otro lado de la calle, donde su criada se dirigía a toda prisa hacia
ellos. Con un suspiro, dejó que Auric la guiara de vuelta a su carruaje.
Avanzaron rápidamente por la calle.
Su cochero esperaba con la puerta abierta. Agnes se apresuró a entrar en
el carruaje.
Daisy se demoró, reacia a que el momento terminara. —Gracias,
Auric—, ronroneó.
Él inclinó la cabeza. La lluvia constante le empapaba el pelo castaño y
procedía a correr en riachuelos por sus ojos, sus mejillas aguileñas y su dura
boca. Y sin embargo, a pesar de eso, seguía siendo totalmente elegante,
fríamente hermoso. Así se vería Poseidón, ese gran y poderoso dios griego
del mar, cuando emergiera de las profundidades submarinas. Ella suspiró.
—¿Daisy?
Realmente era magnífico. —¿Sí, Auric?— Más de lo que cualquier
hombre tenía derecho a ser.
—A menos que quiera morir de frío, le sugiero que entre al carruaje,
milady—. Con eso, casi la arrojó adentro.
Cuando el cochero cerró la puerta tras ella, ella miró su figura que se
retiraba mientras él se dirigía a su propio caballo. Daisy apoyó la barbilla en
la mano y sonrió.
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Capítulo 7
Daisy pasó los dedos por el borde del arrugado pañuelo manchado de
rojo que había metido en su retícula ese mismo día. Estudió las iniciales
cosidas en oro sobre la tela. En su primera búsqueda para localizar el
colgante del Corazón de un Duque, se encontró con palmas heridas, una
nariz roja y un pañuelo perteneciente a Auric, pero sin collar. Sentada al
borde de la cama, miró con nostalgia el trozo de tela en sus manos. Aunque
no era la legendaria chuchería, la tela bordada pertenecía a Auric y, por eso,
importaba. Daisy se llevó el pañuelo a la nariz y se congeló a medio
movimiento. Ella gimió y dejó caer la cabeza hacia atrás. —Soy una señorita
patética—. Ella se había convertido en una de esas del tipo soñadoras.
Un golpe sonó en la puerta. Ella levantó la cabeza rápidamente. —¿Si?
Su doncella asomó la cabeza dentro de la habitación. —La marquesa la
está esperando en el vestíbulo, milady.
Con un suspiro, metió la tela debajo de la almohada. —Gracias, Agnes.
La criada asintió y salió de la habitación.
Daisy se levantó del borde de su cama con un revuelo de faldas de raso
verde. Llevaba temiendo la cena informal de Lord y Lady Windermere
desde la cena del año pasado y el anterior. Ahora que lo pensaba, siempre
había odiado esas reuniones íntimas con los estirados amigos de sus padres.
Sin embargo, por la forma en que la marquesa se había retirado de los
vivos, de alguna manera se animaba a su pequeño e íntimo círculo de
distinguidos amigos. ¿Quizás se sentía así más cerca de su pasado? Esos
amigos, sin embargo, no veían o no les importaba que la sonrisa que lucía la
marquesa fuera, en realidad, falsa.
Daisy avanzó en silencio por el pasillo, con sus pasos amortiguados por
la fina alfombra malva. Poco después de la muerte de Lionel, cuando ya no
podía derramar una lágrima más, se había preguntado cuántos días
tendrían que pasar antes de sentir que podía volver a respirar. Se
preguntaba si alguna vez podría reír o sonreír, o moverse de nuevo sin
sentir que iba a astillarse en mil millones de fragmentos de dolor roto.
Daisy se detuvo junto a una puerta siempre cerrada. Tocó con la mano el
panel de madera.
—Golpea tres veces cuando me necesites...
Ella rodeó con sus brazos la cintura de su hermano. —Pero, ¿qué pasa si no estás
aquí?
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El vizconde abrió la boca para decir algo, pero entonces miró hacia un
punto más allá del hombro de ella.
—Wessex—, dijo una voz aburrida y familiar.
Un estremecimiento de conciencia la recorrió y Daisy se enderezó,
volviéndose para saludar a Auric. Dios mío, con su paso de piernas largas se
movía rápidamente.
Marcus se inclinó, devolviendo el saludo, y luego se congeló. —¿Qué
demonios le ha pasado a tu ojo, Crawford?
Un rubor moteado manchó las mejillas de Auric. —Nada—, dijo.
En los ojos de Marcus se reflejaba una diversión que sólo podía provenir
de una familiaridad compartida durante tantos años que desafiaba el
elevado título de Auric. —Desde luego, no parece que no...
—Lárgate—, le espetó Auric de una manera totalmente poco ducal. No
por primera vez, una ola de remordimiento la abofeteó por su rostro herido.
La intensidad acalorada de su mirada no la abandonó y ella tragó saliva. —
Su Excelencia—. Hizo una reverencia. —Espero que se encuentre bien.
~*~
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Capítulo 8
La noche siguiente, sentado en la mesa privada en la parte trasera de su
club, Auric miró el contenido de su brandy. Tomó un sorbo lento y
reconoció el gran cambio que había ocurrido en él, con Daisy, con ellos. En
algún momento había visto el mundo en esos tonos rojizos y ya no podía
dejar de notarlos. Giró el vaso en un pequeño círculo y luego tomó un largo
sorbo. Más específicamente, no podía ignorar que Daisy había crecido. Y
más, la joven con intenciones románticas que se fue sola a Gipsy Hill, sin
acompañante, la hermana de su mejor amigo necesitaba ser cuidada. Sus
labios hicieron una mueca y dio otro trago a su bebida. Aquello más bien
hacía que la dama sonara como un perro de caza preferido. Pero, con su
boca generosa, su figura exuberante y su risa ronca, no era un perro de caza.
Con una maldición silenciosa, bebió el contenido restante de su bebida.
No tenía por qué pensar en la gloriosa figura de Daisy. Levantó la vista de
su vaso vacío. Desde la entrada de White's, el Vizconde de Wessex
atravesaba el sagrado club. Se movía con un propósito único. El caballero,
habitualmente afable, ignoró los saludos que se le dirigían. Se detuvo ante
la mesa de Auric y parecía más serio de lo que había estado hace siete.... Él
empujó hacia atrás el recuerdo de Lionel.
—Wessex—, saludó. Ambos compartían un vínculo que ningún hombre
querría, habiendo descubierto juntos el cuerpo sin vida de Lionel.
El vizconde no perdió el tiempo con galanterías. Sacó un asiento. Un
sirviente se apresuró a acercarse con una copa vacía. Sin palabras, el otro
hombre lo aceptó y rechazó la oferta de ayuda. Procedió a servirse una copa
alta de brandy y luego dejó la botella con fuerza. La botella cayó
estrepitosamente sobre la mesa. El otro hombre recogió su copa y se la
bebió de un largo y lento trago. Hizo una mueca y volvió a tomar la botella.
Vertió varios dedos en el vaso.
Auric frunció el ceño. Hacía tiempo que Wessex se había ganado la
reputación de pícaro indolente y réprobo. Sin embargo, la alta sociedad no
se fijaba lo suficiente en la verdadera imagen que tenían delante para
reconocer que el vizconde no había tocado ni una gota más después de la
muerte de Lionel.
Hasta ahora. Este agitado caballero que tenía ante sí no era alguien a
quien reconociera. Wessex se llevó la copa a los labios y esta vez dio un
sorbo más pausado. Rompió el silencio. —Daisy Meadows.
El ceño de Auric se frunció. —¿Daisy?
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—La hermana de Lionel—, dijo, como si hubiera otra Daisy que les
importara a los dos. Wessex agitó la mano y varias gotas salpicaron la
inmaculada mesa de Auric. Miró a su alrededor, asegurándose de que no
había fisgones cerca, y luego volvió a centrar su atención en Auric. —Hay
un caballero.
¿De qué hablaba el otro hombre? Miró a su alrededor en busca del
caballero al que se refería su amigo.
—No lo entiendes—, siseó Wessex. Se esforzó por inclinarse sobre la
mesa. —Un caballero ha captado el afecto de Daisy.
Auric abrió la boca, pero no salió ninguna palabra. Una niebla descendió
sobre su visión. Una cosa había sido cuando esas mismas preocupaciones le
pertenecían sólo a él. Entonces, habían sido temores infundados sobre
Daisy. Otra cosa era cuando el vizconde les daba vida y los volvía
verdaderos.
El otro hombre se recostó en su asiento. —No debería ser una sorpresa.
Ya no es una niña, aunque así la verás siempre.
El sentimiento de culpabilidad se agolpó en su vientre. Porque a pesar
de que Wessex lo tomaba como el honorable caballero y leal amigo, Auric
se había fijado en su boca. Y en sus pechos. Y en su... —¿Crawford?
Sacudió la cabeza para aclararse. —¿En qué has basado tu...?— Daisy,
como había estado en Gipsy Hill, moviéndose entre carros de gitanos,
revoloteó por su mente. —...tu...— El aire lo abandonó en una lenta
exhalación. Había dejado de lado la idea de que Daisy estuviera con otro
caballero cuando la descubrió por primera vez en el extremo menos
elegante de Londres. Sólo que ahora, sus escandalosas acciones unidas a las
palabras de Wessex pintaban la posibilidad bajo una luz mayor.
—¿Qué?
Se frotó una mano sobre la boca. —La descubrí en Gipsy Hill—. Dos
veces. —Sin acompañante—. Ella había afirmado estar en busca de un
collar. Pero, por supuesto, una mujer con el sentido común y el espíritu
romántico de Daisy no se aventuraría en ese extremo de Londres sólo para
buscar una baratija barata. No, ¿qué otra cosa podría llevar a una dama a
hacer algo tan insensible, aparte de un encuentro clandestino entre dos
amantes? La rodilla de Auric saltó por reflejo, golpeando la mesa. Por Dios,
mataría a ese hombre.
—¿Gipsy Hill?
Auric asintió escuetamente con la cabeza.
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Capítulo 9
Querido Lionel,
Dios me perdone. Besé a tu hermana...
Con un gemido, Auric tiró la pluma a un lado y miró las páginas
condenatorias de su diario, sin sentirse mejor por haber puesto la verdad en
la hoja vacía. Había besado a Daisy Laurel Meadows. Ese beso no había sido
un gesto cortés y vacuo sobre sus dedos enguantados, ni siquiera un suave
encuentro de meros labios. Más bien, el suyo había sido una exploración
explosiva y apasionada de dos personas que se aprendían mutuamente, con
hambre de más.
Ella sabía a primavera, a vida y a inocencia, y él había querido ahogarse
en su dulzura. Las nueve palabras grabadas en negro le devolvieron la
mirada en una silenciosa recriminación. —Sé que fue imperdonable—,
reconoció.
Desde que se había despedido precipitadamente de Daisy, había sido
incapaz de borrar de sus pensamientos el recuerdo de sus labios o la curva
de su cadera. Con un gemido, Auric dejó caer la cabeza sobre esas palabras
condenatorias. Golpeó su frente contra el diario abierto, arrugando sin
remedio la página.
¿Qué clase de locura lo había poseído para besarla? Por el amor de Dios,
no tenía derecho a desearla como lo hacía. Era la hermana de un hombre al
que había hecho que muriera y una chica a la que nunca había visto más
que como una niña irritante y animosa, y luego como una joven igualmente
irritante y enérgica.
Sólo que ahora sabía que ella sabía a chocolate caliente y a miel con un
toque de agua de lavanda en su persona y, que Dios lo perdonara, había
querido buscar el lugar donde ella había rociado esa fragancia
embriagadora. —Me voy a ir al infierno—, murmuró en el volumen de
cuero. Abrió los ojos y se quedó mirando las páginas de marfil. —Sólo fue
un beso—, dijo y con determinación se sentó de nuevo en su asiento. Sólo
un beso. Respirando hondo y calmado, alisó las manos sobre la página
arrugada intentando poner un poco de orden en sus turbulentos
pensamientos. Por supuesto que reaccionaría como lo había hecho con
Daisy. Como Wessex había señalado tan poco útilmente, ella ya no era una
niña pequeña que perseguía sus pasos y le guiñaba el ojo una vez cuando
las cosas iban espléndidamente o dos veces cuando necesitaba ser
rescatada. No, en cambio, era la zorra problemática que vagaba por las
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calles de Londres sin acompañante y le guiñaba el ojo una vez cuando las
cosas iban espléndidamente y dos veces cuando necesitaba ser rescatada.
Con una respiración lenta y deliberada más, evaluó el puñado de palabras
que había escrito momentos antes de ser consumido por el recuerdo de lo
bien que se había sentido al tener a Daisy en sus brazos.
Hojeó las páginas de su libro, deteniéndose en la entrada de ayer por la
noche.
Querido Lionel,
Es mi intención encontrar un caballero devoto y atento para tu hermana...
Él tamborileó con los dedos sobre la tinta ahora seca. Había sabido por
mucho tiempo que Daisy poseía un corazón romántico. Ahora sabía que
ella buscaba un marido que fuera devoto, ya que ella ciertamente no
merecía nada menos. Auric apretó los labios en una línea dura y furiosa y
continuó pasando las páginas a la entrada completada más recientemente.
Querido Lionel,
He compilado una lista de los siguientes caballeros que podrían ser buenas parejas
para Daisy...
Por el rey y todos sus hombres, arruinaría al hombre que no le diera su
fidelidad. Sin embargo, con la cantidad de pícaros, canallas y bastardos que
había en Londres, que tomaban sus placeres donde querían y seguían con
putas, amantes y viudas, ¿qué caballero había demostrado ser digno de ella?
Auric buscó en su mente a todos los caballeros que había conocido a lo
largo de los años.
Estaba el Marqués de Fenworth. Con dos hermanas menores ya en
Londres, el joven marqués había demostrado ser un hermano devoto,
estando a su lado en cualquier número de veladas y bailes. Auric mojó su
pluma en tinta y añadió el nombre del hombre a la lista de Daisy.
—Algún día te convertirás en duquesa cuando todas esas otras chicas poco amables
se conformarán con meros futuros marqueses como yo...— Las palabras de Lionel a
su hermana, todos esos años atrás, en la fiesta de verano de la Marquesa de
Roxbury, resonaron muy claramente en su mente. Un escalofrío recorrió la
columna vertebral de Auric.
Dibujó una marca oscura y dura a través de ese nombre. Nada de
marqueses. Un marqués le recordaría para siempre el papel que Lionel
estaba destinado a desempeñar y ella no merecía esa tristeza. Con un
pequeño ceño contemplativo, Auric tamborileó la punta de su pluma de un
lado a otro.
El Conde de Coventry. Anotó el nombre del hombre. El caballero de
pelo oscuro y alto, bastante impresionante con Gentleman Jackson era
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Ella hizo un gesto con la mano. —Oh, no necesita disculparse por mí—.
Daisy bajó la voz a un susurro no demasiado silencioso. —Soy realmente
terrible. Mi madre se desesperaba por mis inexistentes habilidades a lo
largo de los años.
La primera sonrisa de verdad hizo que los duros labios del caballero se
volvieran hacia arriba y se alivió parte de la rigidez de sus hombros. Apoyó
las manos en las rodillas y se inclinó hacia delante, reduciendo el espacio
entre ellos. —Su secreto está a salvo conmigo—, le susurró.
Auric tosió con bastante ruido.
Daisy apartó la mirada del conde. —¿Se encuentra mal?
El conde sacudió la cabeza de forma brusca. —Estoy bien—, dijo entre
los labios apretados.
—Me atrevo a decir que una mujer de su gracia no es deplorable en
nada—, dijo Lord Astor en tono sombrío. Todas las palabras correctas que
deberían despertar un sentimiento de romance en su pecho, y sin
embargo... Ella prefirió su anterior reacción honesta a cualquier respuesta
fingida. —Todo lo contrario—, dijo él con seguridad.
—Es...
—Astor se estaba por despedir—, espetó Auric, levantándose
repentinamente.
El hombre inclinó la cabeza. —¿En serio?— La mirada negra que le
dirigió el poderoso duque le hizo ponerse rápidamente en pie. —Eh, claro,
eh, sí—. Se agachó por la cintura. —Milady, si me permite el atrevimiento
de solicitar la oportunidad de visitarla en el futuro.
Ella inclinó la cabeza y le dedicó una sonrisa. —Por supuesto—, dijo,
mientras se ponía de pie.
Abrió la boca para decir algo más, pero Auric lo fulminó con la mirada.
Con eso, Lord Astor giró sobre sus talones y se retiró apresuradamente.
¿A qué venía eso? —¿Por qué huyó Lord Astor?— ¿El caballero que había
traído? Daisy dio un paso hacia Auric y le clavó un dedo antes de que
pudiera hablar. —Y en primer lugar, ¿por qué estaba Lord Astor aquí?
¿Contigo?.
Un rubor moteado manchó sus robustas mejillas. —Astor es un
caballero perfectamente agradable.
No es que ella haya tenido tiempo de darse cuenta en la breve, muy
breve, visita del conde. —¿Así que amistosamente lo echaste?— Sus
palabras lo hicieron callar al instante. Era una hazaña impresionante,
teniendo en cuenta que ningún sirviente, par o el propio Príncipe podía
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terrible y una posible sugerencia de que soy agraciada, dijo solo dos
comentarios—. Excluyendo su saludo y su apresurada despedida.
Auric asintió con un gesto seco. —Estoy bastante de acuerdo. Sería un
marido deplorable.
A pesar de la indignación por su prepotencia, los labios de Daisy se
crisparon y las palabras que levantaban ampollas en sus labios murieron.
¿Él había determinado todo eso con sólo un puñado de intercambios?
Incluso de niño había poseído la misma arrogancia. Entonces, cuando uno
nacía heredero de uno de los ducados más antiguos y respetados, esa
prepotencia era inevitable.
Dio un paso hacia ella, y luego otro, y otro, hasta que sólo los separó un
pelo. El calor se desprendía de la musculatura de él y el pulso de ella se
aceleró ante la proximidad de su cuerpo. Luchando por frenar el fastidio y
la diversión casi dolorosa que la atravesaban, inclinó la cabeza hacia atrás y
le sostuvo la mirada.
Un rizo apretado se desprendió de su peinado y, casi en un movimiento
reflejo, Auric capturó el mechón entre el pulgar y el índice. Estudió el
mechón oscuro como si nunca hubiera visto un solo mechón de pelo antes
de éste. —¿Qué más necesitas en un esposo, Daisy?— Su voz, un susurro
profundo y ronco, la inundó y su cerebro tuvo que recordar a sus pulmones
que tomaran aire y lo soltaran una vez más. —Dime y lo encontraré para ti.
Ella ya lo había encontrado. Sólo que él estaba demasiado ciego para
verla. Ella se humedeció los labios y su mirada bajó más, siguiendo ese sutil
movimiento. —Confianza—, logró forzar la única palabra.
Sus gruesas pestañas bajaron.
—Querría que fuera decidido—. De modo que una simple mirada de
otro hombre, incluso si ese otro hombre resultaba ser un duque, no le
hiciera huir con las mejillas marchitas. Auric el niño y ahora Auric el
hombre era intrépido y audaz en todos los asuntos.
Él soltó su mechón de pelo, como si le quemara y luego se alejó un paso.
Luego otro. —Decidido—, repitió, como para sí mismo.
—En todos los asuntos—. En los del corazón, en sus creencias, en sus
esperanzas y sueños. Tal como sería Auric.
Con otra reverencia, giró sobre sus talones y se despidió sin palabras.
Sus hombros se hundieron y se acercó a la ventana. Descorrió la cortina
y miró hacia la calle. La puerta principal se abrió y Auric salió. Se detuvo en
el último escalón y observó la calle. Luego, como si sintiera su mirada sobre
él, levantó la vista. Con un jadeo, soltó la cortina y la dejó caer en su sitio.
—¿Daisy?
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Había más probabilidades de que el sol cayera del cielo, como su madre
había comentado antes, que de que Auric estuviera celoso de ella. Daisy
emitió un sonido de impaciencia y se puso en pie de un salto. —¿Ponerlo
celoso?— Una risa sin humor se le escapó. —Te quiero, madre, pero no
ves...— Dejó escapar las palabras. Porque la misma mujer que había dejado
de recordar la existencia de su hija estos años, ahora la miraba a través de la
lente de una madre orgullosa, con el juicio sesgado.
—¿Ver qué, Daisy?—, dijo su madre desde su asiento. —Tienes un
cabello precioso.
—Es castaño—, se quejó ella. Lady Stanhope y Lady Leticia y todos sus
gloriosos rizos dorados y sueltos se deslizaron en su mente. —Y muy
rizado—. Cuando todas las demás damas codiciadas tenían esos rizos
sueltos y fluidos.
—Es único. Igual que tus pecas.
Único, que en realidad era sólo una forma educada de decir —muy
extraño—. Daisy se acercó al espejo ornamentado con marco de oro. Se
estudió a sí misma con ojo crítico. Veía esos rizos castaños y esas pecas e
intentaba, desesperadamente, ver una pizca de verdad en las orgullosas
palabras de su madre. Con un movimiento de cabeza de disgusto, cambió
su atención a su forma. —Y estoy regordeta—, señaló, sin apartar la mirada
de la figura nada esbelta y ágil que apreciaban los caballeros. O mejor
dicho, apreciada por el único caballero que importaba.
Su madre se puso en pie y se acercó. —Sí que estás regordeta.
Los labios de Daisy se levantaron en una esquina en una sonrisa irónica.
—Gracias—. No se sintió insultada. Apreció esa sinceridad.
Su madre la golpeó en los nudillos. —Calla, no había terminado—.
Agarró los hombros de Daisy y forzó su mirada a la mujer regordeta y
pecosa que se reflejaba en ellas. —Tienes una figura que cualquier caballero
sensato admiraría—. La marquesa ignoró el bufido de Daisy. La tomó de las
manos.
—¿Qué estás haciendo?— preguntó Daisy, moviéndose torpemente
sobre sus pies, mientras su madre la hacía girar, mirándola como un
cocinero podría evaluar un corvejón de carne.
—Shh—, le instó su madre. Ella la soltó de repente y se llevó una mano
a la barbilla. —Hmm—. Se golpeó el labio inferior con la punta del dedo y,
salvo por el brillo meditativo de sus ojos, no dijo nada. Durante un largo
rato.
Daisy se movió sobre sus pies, y en ese momento descubrió que prefería
la falta de atención a este estudio contemplativo. Se había acostumbrado
~ 118 ~
Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
tanto a ser invisible ante su madre que no sabía qué hacer con este
escrutinio.
Entonces su madre dio un paso atrás, sacudiendo la cabeza. —Oh,
Daisy, qué negligente he sido—. Miró las faldas malva de Daisy, con la
vergüenza desbordando sus ojos.
Alisando las palmas de las manos sobre la parte delantera de su vestido,
miró hacia abajo y trató de ver lo que le había valido la mirada de pesar de
su madre.
—He dejado de verte durante demasiado tiempo, querida.
Una oleada de emoción se agolpó en la garganta de Daisy. —Está bien—
, logró, deseando que sus palabras salieran claras y llenas de convicción.
—No. No está bien.
Sin embargo, egoístamente, una parte de ella había deseado tener alguna
orientación sobre esos asuntos tontos que, bueno, importaban a otras damas.
Un hermoso vestido. Un peinado adecuado. Sólo que ella había sabido, en
el esquema de lo que su familia había perdido, cuán triviales, cuán
disparatados habían sido esos deseos.
Entonces, los labios de su madre se perfilaron en la primera sonrisa real
que recordaba desde la muerte de Lionel. Tomó a Daisy de la mano y, sin
mediar palabra, empezó a tirar de ella hacia la puerta.
—¿Adónde vamos?
Su madre echó una mirada por encima del hombro, con un brillo en los
ojos. —Vamos a visitar a la modista, querida. Es hora de capturar el
corazón de un duque.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Capítulo 10
Auric no había oído ni una pista ni un susurro de Daisy en tres días. No
desde que se despidió de ella, lo cual no fue por falta de esfuerzo. Había
intentado visitar a la dama tres veces.
Sacudió la cabeza. Las damas. Él había intentado visitar a la marquesa y a
su hija. Cada vez se habían encontrado indispuestas. Al principio le había
invadido el pánico. Desde que conoció a Daisy, ella había sido vivaz y
saludable y poseía una constitución fuerte. Al segundo día, había empezado
a creer que la había ofendido inadvertidamente con el caballero que le
había puesto delante. Después de todo, Astor no era decidido y... Bueno, no
era decidido, y Auric estaba seguro de que había un montón de otros
agravios que podía presentar contra el otro hombre si se sentía inclinado a
hacerlo.
Al tercer día, se vio obligado a aceptar que Lady Daisy Laurel Meadows,
que había perseguido sus pasos, ni una sola vez aduló su título y se burlaba
de él sin piedad, lo estaba evitando y él la echaba de menos. Se había
convencido a sí mismo estos últimos años de que ella no era más que una
obligación, una deuda que tenía con Lionel pagada con visitas semanales.
Sin embargo, se había producido algún cambio en él, entre ellos, y la
necesidad de verla era un dolor físico.
Pasó una mirada deliberada por el abarrotado salón de baile de Lord y
Lady Ellis, y buscó a Daisy. ¿Dónde diablos estaba? Sabía por su
mayordomo, que a su vez sabía por el mayordomo de la Marquesa de
Roxbury, que la dama era, de hecho, un modelo de salud y que planeaba
asistir al baile anual de Lady Ellis. Eran días lamentables en los que el
Duque de Crawford se veía obligado a pedir ayuda a sus sirvientes y a
confiar en la discreción y en las investigaciones de los sirvientes de otro
hombre.
Seguramente, Daisy reconocía que él tenía la intención de ayudarla a
conseguir una pareja. No, no cualquier pareja, sino un caballero devoto,
atento y, ahora, decidido. Auric hizo una bola con las manos a los lados,
reconociendo ahora que no podía identificar a ningún hombre presente que
se ajustara a los requisitos de la dama, porque ningún caballero la merecía.
Y más, lo destrozaría si eligiera a cualquiera que no fuera él...
El aire salió de sus pulmones en un siseo. Que Dios lo ayude. Él...
—¿Buscas a alguien en particular, Crawford?—, dijo el Vizconde de
Wessex al detenerse junto a su hombro.
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Capítulo 11
El tic tac del reloj de caja larga llenó el silencio, puntuado por la rapidez
de la mano de Auric mientras escribía frenéticamente en la página vacía de
su diario.
Querido Lionel,
He visto a tu hermana como una obligación y nada más que como una hermana
durante toda mi vida. Mi deuda contigo es grande y por haber sido la razón por la que
perdiste tu vida. Prometo verla casada.
Esas palabras catárticas siguieron llenando las páginas y encontró una
sensación de libertad al dar esto, su disculpa por haber descuidado a Daisy
durante mucho tiempo, y más, por haberla deseado como lo hizo.
Auric terminó su anotación y dejó la pluma. Sopló sobre la página,
secando la tinta, y un momento después cerró el libro con un golpe firme.
Con un suspiro, se sentó de nuevo en su asiento. Desde que se había
despedido de Daisy, no había podido librarse de los pensamientos sobre
ella, tal y como había sido, y sobre todos aquellos bastardos que la habían
mirado, viendo a la mujer transformada. Debía sentir una abrumadora
sensación de alivio al saber que ella no tardaría en recibir una oferta de
matrimonio de algún caballero. Se pasó la mano por la cara.
Sin embargo, no la habían apreciado como siempre había sido. No
habían visto su sonrisa y su espíritu audaz ni su descaro exasperante, no de
la forma en que él lo había hecho. Pero, ¿tú la has visto de verdad? ¿O la había
relegado a Lady Daisy Laurel Meadows, su chica de las flores sin edad? En
eso, realmente no era diferente de todos los demás tontos que no habían
visto el alma complejamente única que constituía Daisy. Con un gruñido,
rechazó tales reflexiones sin sentido, sin gustarle que hubiera caído en una
categoría con todos los demás lores. —No seas ridículo—, murmuró en voz
baja. Además, no estaba del todo seguro de por qué debería importar que
los lores en busca de una esposa hubieran finalmente prestado atención,
sólo que lo habían hecho.
Auric tamborileó con las yemas de los dedos sobre su diario. Sería más
importante que nunca prestar cuidadosa atención a los hombres que la
cortejaban y, sobre todo, a los hombres que ella consideraba como posibles
novios. Esta responsabilidad de ver a Daisy feliz y cuidada era una deuda
con Lionel. No tenía nada, absolutamente nada que ver con la propia Daisy
Meadows.
Seguramente no era así.
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Durante una de las fiestas anuales de verano de sus padres, Daisy se
había encontrado con Auric, solo a la orilla del lago de su padre. Víctima de
un plato de arenques rancios, su rostro estaba gris y una capa de sudor
salpicaba su frente. En ese momento, tenía un gran parecido con aquel
joven de antaño.
—¿Estás bien?—, le preguntó tímidamente.
Él asintió con una sacudida, pero permaneció en silencio.
Daisy se acercó unos pasos, esperando que él retrocediera como lo había
hecho hace unos momentos, pero su mirada permaneció fija en un punto
más allá de su hombro. Durante el lapso de un latido, cuando él le había
acariciado la mejilla y la había estudiado a través de sus gruesas pestañas
castañas, ella se había atrevido a creer que él estaba aquí porque había
mirado dentro de su propio corazón y había encontrado su amor por ella.
El dolor la atravesó. Ella nunca tendría su amor. —¿Has comido un
plato de arenques?— Pero siempre tendría su amistad. ¿Alguna vez creyó
realmente que eso sería suficiente? Ella quería todo de él, en todas las
formas y maneras en que una mujer podía realmente poseer a un hombre.
—¿Si he...?— Sus palabras se interrumpieron, y luego una lenta media
sonrisa hizo que sus labios se levantaran. Ah, Dios, cómo quería más de él.
—No, no he comido arenques en diez años.
Nueve años. Este verano se cumplirían diez. Sin embargo, señalar los
detalles de la fecha sólo la humillaría ante él, como la patética criatura que
lo había anhelado al margen de la vida desde que era sólo una niña. —¿Por
qué estás aquí, Auric?—, preguntó con una audacia nacida de su conexión
de toda la vida.
Un músculo saltó en el rabillo del ojo, pero aun así no dijo nada.
—Vienes aquí día tras día...
—Apenas un día sí y otro no—, dijo él con sequedad. Sí, tenía razón.
—Muy bien, entonces, vienes aquí cada semana—. Todos los miércoles
para ser precisos, como había sido el caso durante casi siete años. Excepto
por los días en los que había cortejado a Lady Anne, se había convertido en
un elemento fijo en esta casa. Ella se había cansado de ello. —Agnes—,
llamó a la criada que estaba en la esquina trasera del salón.
La joven conocía tan bien a Daisy que se levantó de un salto y salió
corriendo de la habitación, cerrando parcialmente la puerta tras ella. Ni
siquiera los sirvientes temían que los dos estuvieran solos. La verdad obvia
sólo alimentó su creciente fastidio.
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suspicaz del joven conde que alternaba entre ella y Auric. —Milady—,
saludó él. —Crawford—, dijo, las palabras de mala gana surgieron más
bien como una ocurrencia tardía.
—Milord—, murmuró ella.
Auric guardó un frío silencio, mirando por la longitud de su aguileña
nariz al conde, el caballero que había traído por primera vez cuatro días
antes.
Lord Astor se movió, como si se sintiera desconcertado por el
imponente duque. Hizo un rápido examen de la habitación, notando
claramente la ausencia de la doncella.
La piel de Daisy se calentó a medida que aumentaba la sospecha en su
mirada. Dio las gracias en silencio cuando Agnes entró corriendo en la
habitación con una bandeja de té. O, mejor dicho, otra bandeja de té.
—Como ha pedido, milady—, aseguró Agnes, dejando su carga sobre la
mesa entre Daisy y Auric. Echó una mirada hacia arriba y lanzó un guiño
conspirador.
Auric esbozó una rígida y cortés reverencia. —La dejo con su visita—,
dijo, con una voz sin emoción.
Una protesta surgió en sus labios, pero se la tragó y siguió sus
movimientos mientras él salía de la habitación. De mala gana, Daisy volvió a
prestar atención al caballero que, por sus visitas, daba todos los indicios de
que la tendría por esposa. Esperó que su corazón se acelerara, o que se
produjera un estremecimiento de excitación ante la perspectiva de ello.
Sin embargo, cuando se sentó frente al joven y apuesto conde, se dio
cuenta de lo mucho que anhelaba a otro hombre que, de no ser por ese
inesperado beso, nunca la vería como algo más que la chica que una vez
conoció. Con una sonrisa forzada, Daisy dejó de lado los pensamientos
sobre Auric y se entretuvo con su pretendiente.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Capítulo 12
A la mañana siguiente, sentado en su sala de desayunos, el plato de
jamón frío y galletas de Auric estaba ante él sin tocar. Ojeó las páginas de
The Times, y él, un hombre que nunca había confiado en los chismes, leyó
las hojas de escándalo. Esto es a lo que se había reducido. Mejor dicho, a
esto lo había reducido ella. Pasó por alto los otros chismes sobre lores y
damas que no significaban nada para él, en lugar de centrarse en una dama
en particular.
La Dama DM ha tomado a la alta sociedad por sorpresa... siendo cortejada por el
Conde de D.
Con una maldición, tiró la página a un lado y alcanzó su café negro.
Sopló sobre la taza humeante y tomó un sorbo tentativo, haciendo una
mueca de disgusto por la amargura de la infusión, con la mente revuelta por
su encuentro con Daisy. Durante algún tiempo, había relegado a Daisy al
papel de niña sin edad, viéndola como nada más que la misma chica de la
que Lionel y él se habían burlado y defendido con igual intensidad. Ya no.
La niña había sido sustituida por una tentadora sirena. Aun así, a pesar de
la ausencia de rizos dorados y ojos azules, Daisy Laurel Meadows, su chica
de las flores, era cautivadora, y ahora todos los malditos dandis lo sabían
también.
Auric repasó a todos los caballeros que habían contemplado a Daisy.
Astor y Danport, incluso Rutland en el maldito baile de hace dos noches.
Cada uno de esos hombres tenía lujuria en sus ojos. Auric apretó su taza
por reflejo, casi rompiendo la porcelana.
Sonaron pasos en el vestíbulo y levantó la vista cuando su mayordomo le
presentó a Wessex. El rostro del otro hombre tenía una máscara seria. —
Crawford—, saludó, y su mirada se fijó en las hojas de escándalo esparcidas
por la mesa. Cuando volvió a prestar atención a Auric, había astucia en sus
ojos demasiado perspicaces.
Un rubor sordo subió por el cuello de Auric. Le hizo un gesto al otro
hombre para que se acercara.
Wessex pasó por alto el aparador. —Veo que te has vuelto un
aficionado a leer las columnas de chismes—, dijo con algo más que una
pizca de conocimiento mientras se deslizaba en la silla a la derecha de
Auric.
—Vete al infierno—, espetó él, dando otro sorbo a su café.
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que había visto como hermana. No, la mujer que una vez vio como hermana.
Excepto que, desde el momento en que la tomó en sus brazos y exploró los
exuberantes contornos de sus labios carnosos, todo lo que una vez había
creído había dejado de ser, arrojándolo a un mundo que ya no entendía.
—Cásate con ella.
¿Esas palabras le pertenecían a él? ¿O eran de Wessex en su
implacabilidad?
Auric bajó la mirada a la hoja y luego levantó el ojo, sin comprender. —
Estás loco.
Una risa retumbó en la garganta del otro hombre. —Sí, hay algo de
verdad en eso—. Inclinó la barbilla hacia la nota apretada en el puño de
Auric. —Sin embargo, también hay algo de cierto en mis palabras.
Miró fijamente la familiar letra de su amigo. El nombre cuidadosamente
grabado en la página. El suyo propio. —No puedo—. Su voz llegó como por
un largo pasillo. Las palmas de sus manos se humedecieron, la habitación
giró como siempre lo hacía cuando el remordimiento lo lamía.
—Sí puedes—. Wessex se inclinó hacia delante y la silla de madera
crujió en señal de protesta. —Y deberías—. Sostuvo la mirada de Auric. —
La dama te ama.
A Auric se le secó la boca. —No seas tonto. Ella...
—Te ama—, repitió él.
Y que Dios lo ayude por ser el peor tipo de bastardo. Quería aprovechar
la sugerencia de Wessex y hacer suya a Daisy, por razones que no tenían
nada que ver con el honor y la lealtad y sí con un nuevo deseo por la
enérgica descarada. —Yo...— la deseo. Aunque no tenga derecho a ella. Cualquier
cosa que se interpusiera entre Daisy y yo, el hombre responsable del asesinato de su
hermano, era el tipo de historia trágica que captaba el propio Bardo. Auric estudió la
lista que se le había entregado hace unos momentos. —Aunque deseara
más de la dama, que no es así—, dijo cuándo su amigo arqueó una ceja. —
Esta...— Lionel. Siempre habría Lionel entre ellos. Había un vínculo sellado
por su pérdida.
—No fue tu culpa.
El mismo vínculo que impedía cualquier posible unión entre ellos.
Porque a pesar de la insistencia de Wessex, la verdad era que Auric había
tenido la culpa.
—¿Me has oído?— Wessex insistió con la misma temeridad mostrada
por una madre casamentera.
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Capítulo 13
El carruaje de Daisy se detuvo en las bulliciosas calles de Gipsy Hill. El
cochero abrió la puerta. Ella le dedicó una sonrisa y permitió que la ayudara
a bajar. Daisy se detuvo y volvió la cara hacia el cielo. Saboreó el resplandor
de los rayos del sol que bañaban su rostro con calidez. —Es una señal.
—¿Qué es una señal, milady?—, preguntó su criada, mientras se detenía
a su lado.
Daisy se estremeció. Sonrió a la joven. —El tiempo, por supuesto.
Agnes arrugó el ceño y echó una mirada al cielo azul y despejado, como
si buscara alguna señal literal entre las nubes blancas que pasaban.
Sin permitir que el escepticismo de la joven le quitara el ánimo, Daisy
comenzó a recorrer la calle en dirección a las coloridas tiendas y caravanas
que bordeaban el camino.
—Milady, por favor, no debe irse...— gritó Agnes, casi corriendo tras
ella.
Daisy se detuvo y se enfrentó a la mujer. —Agnes, el sol está brillando,
estamos en Gipsy Hill. Disfruta del día.
La joven miró a su alrededor. —Pero, milady, Su Gracia fue muy claro en
su última reunión...
—¿Agnes?
—¿Sí?
Se dirigió a ella como si le hablara a una yegua díscola. —Sólo he venido
en busca de un colgante de corazón vendido por una vieja gitana—. La
criada puso la mandíbula en un ángulo amotinado, pero Daisy se lanzó al
argumento más convincente que podía exponer a la criada. —Cuanto antes
encontremos el collar, antes podremos irnos y no volver jamás—. Agnes
pareció considerar las palabras. —Empieza por ahí—. Daisy señaló una
tienda de color rojo carmesí con un gitano vendiendo sus productos. —Y
yo estaré justo allí—. Señaló el carro cubierto de zafiro.
—Muy bien, milady—, dijo la doncella con un suspiro atribulado. Se
dispuso a cumplir las órdenes de su señora.
Una pizca de culpabilidad la invadió por haber afligido a su doncella al
obligarla a abandonar su puesto de acompañante, y sin embargo... Observó
la bulliciosa actividad de la calle. El olor aromático del macis permanecía en
el aire. Se mezclaba con el olor de las castañas que vendía un viejo gitano.
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vivía. —Pero dime que no hay algo vigorizante en ver lugares que
normalmente no ves y explorar un lado del mundo que no conocerías de
otra manera.
—Harías del mundo al que no perteneces algo que no es—, espetó. La
gitana levantó la vista de los objetos que rebuscaba, con los ojos llenos de
curiosidad. Auric bajó la voz. —Crees que es romántico y...— Un hombre
de aspecto tosco, con la piel picada de viruelas y vestido con ropa
harapienta, chocó con Daisy. Auric maldijo y la atrajo hacia sí,
enderezándola. Miró al hombre con su mirada negra. El desconocido tragó
saliva y luego giró y se dirigió en dirección contraria.
¿Cuándo se había convertido en este caballero rígido y desaprobador?
Ella puso los brazos en alto. —No tienes que ser tan grosero y
condescendiente, Auric.
—¿Habrías querido que lo invitara a tomar el té?
—Bueno, té no—, dijo ella, arrugando la nariz, y entonces registró su
tono ligeramente burlón.
Auric cerró los ojos y sus labios se movieron como en una oración
silenciosa. Cuando los abrió, eran los ojos duros y dominantes de un
hombre acostumbrado a que se cumplan todos sus deseos. —Esto no es un
juego, Daisy.
—Nunca dije que lo fuera—, espetó ella.
—Ah, aquí está—, dijo la vieja gitana con un gesto de satisfacción.
Auric miró a la mujer como si fuera una loca que se hubiera librado del
hospital Bedlam y hubiera instalado su carro aquí, en Gipsy Hill. Con otra
maldición, tomó a Daisy por la muñeca.
Mientras Auric la arrastraba, Daisy lanzó una mirada de disculpa al
viejo gitano. —¿Qué estás haciendo?
—Me voy. Nos vamos—, corrigió él. —No te quiero aquí—. Sus palabras
fueron una orden audaz que despertó la molestia en su vientre. —No te
quiero cerca de nadie en esta parte de Londres.
Un jadeo escapó de ella y soltó la mano, obligándolo a detenerse. —
¿Qué te ha pasado? ¿Eres desagradable con los hombres y las mujeres sólo
por la posición de su nacimiento?— Ella sacudió la cabeza con tristeza. —
El Auric que yo conocí nunca sería tan fríamente arrogante—. Tampoco le
gustaban los atisbos de este lado oscuro y desconocido de él.
—¿Y me conoces tan bien?—, se burló.
Tal vez no, porque ella tampoco había conocido a este hombre
condescendiente. —Sí, lo conozco—, inclinó la cabeza hacia atrás,
manteniéndole la mirada fija.
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parecía el peor de los errores. No podía ser para Daisy el hombre que ella
merecía.
Que Dios lo ayude, la quería de todos modos.
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Capítulo 14
El primer encuentro había sido el más fácil.
Auric había hecho la debida visita al primer tutor de Daisy, el hermano
de la Marquesa de Roxbury. El caballero, de edad avanzada y ojos
bondadosos, había hecho todas las preguntas apropiadas y había mostrado
una genuina preocupación por la felicidad de su sobrina.
El segundo encuentro era el que había estado temiendo desde que le
había pedido a Daisy que se casara con él. Un encuentro ya inminente.
Auric se encontró siguiendo al actual mayordomo del Marqués de
Roxbury por pasillos familiares en una casa conocida. Sus pasos iban al
mismo ritmo. El hombre con peluca, de edad indeterminada, mantenía la
mirada fija en el frente, con el rostro en una máscara adecuada.
Pasaron por delante de un retrato tras otro de antiguos marqueses que
cubrían las paredes de yeso, los hombres que habían precedido al actual
intruso. Las miradas de aquellos que se habían ido para siempre
conmemoraban la ascendencia de Roxbury, con una naturaleza ligeramente
acusadora. Las figuras inanimadas incluso reconocían al responsable de la
pérdida del legítimo heredero de Roxbury que estaba aquí hoy. El
sentimiento de culpa le erizó la piel al pasar junto al padre de Lionel y
Daisy, y dio las gracias en silencio cuando llegaron al final del maldito
pasillo bordeado por los retratos. El paso de sus botas era silencioso en los
pasillos extraños mientras pasaba por delante de otros retratos familiares
de otros antepasados con pelucas y talcos.
Un cuadro en particular detuvo su avance. La figura solitaria de un
hombre plasmada en el lienzo siempre sonriente, siempre joven, pero nunca
marqués. El mayordomo le devolvió la mirada interrogante y Auric levantó
la mano en un movimiento para indicar que se detenía. Se acercó y se
detuvo junto al cuadro, encajado entre una dama con una cofia y una madre
con dos niños a sus pies. Se le apretó el pecho al contemplar el último
cuadro realizado a Lionel. No debería haber sido el último. Su imagen
pertenecía a la sala anterior, junto a los demás herederos y marqueses
legítimos.
La emoción amenazó con ahogarlo y cerró momentáneamente los ojos.
Cielos, hombre. Mis padres me harán sentarme para otro maldito cuadro. Pienso sonreír
durante toda la sesión. Eso debería alegrar a mi querida mamá... Las paredes
resonaban aún con la risa bramante de Lionel.
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Daisy se sentó en el asiento de la ventana y, a través del ligero hueco en
las cortinas de raso marfil, contempló las calles de Londres. Acercó las
rodillas a su pecho y se le escapó un pequeño suspiro. Él le había pedido
matrimonio. Una excitación casi vertiginosa le subió al pecho y se derramó
por sus labios. Metió la cabeza en la falda y se rió. El sonido fue
desenfrenado, libre y real.
Había pasado la mayor parte de los últimos años creyendo que él no la
veía, no de la forma en que ella deseaba que se fijara en ella. Sin embargo, su
presencia en Gipsy Hill, no una, ni dos, sino una tercera vez, no eran las
acciones de un caballero desinteresado que no registraba su existencia.
Tampoco eran simplemente las acciones de un hombre con una obligación
hacia su hermano, como se evidenció en su propuesta. Y su beso. Y la
manera acalorada en la que la había estudiado a través de los párpados
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sus brazos, todos los secretos íntimos compartidos entre un hombre y una
mujer. Auric sacudió la cabeza y tiró de sus solapas. El tic-tac del reloj
ormolu y el sonido de su propia respiración llenaron sus oídos mientras él
permanecía fijo en su sitio en la calle. Luego, con una expresión de dolor
estampada en su rostro, se dirigió hacia la puerta principal. Su corazón se
aceleró. Su mirada no era la de un hombre ansioso por ver a su prometida.
—¿Qué estás mirando, Daisy?
Ella jadeó y la cortina se le escapó de los dedos. —Madre—, saludó,
poniéndose en pie.
Su madre llevaba el ceño perpetuamente fruncido y las faldas negras de
satén. —No está bien que te vean mirando por la ventana—. Ah, esta dama
reprensiva, impulsada por el decoro, tenía indicios de la persona que solía
ser. Parte de la mirada ausente que había afectado a estos siete años se
había disipado, aunque Daisy sospechaba que parte de ese gran dolor de
corazón siempre permanecería. Entonces, ¿cómo podría una mujer
recuperarse de la pérdida que su madre había conocido?
—Es Auric—, dijo Daisy al fin, sabiendo que si algo podía disipar el
disgusto o la decepción de su madre, era la mención del duque.
—¡Qué bonito! Ha venido de visita—. Se dispuso a llamar a un sirviente.
Daisy la llamó, deteniéndola. —No creo que esté aquí por una visita
social—. Juntó las manos y estudió sus dígitos entrelazados.
—¿Qué estás...?
Levantó la cabeza. —Creo que viene de hablar con mis tutores.
Levantó la cabeza. —Creo que viene de hablar con mis tutores.
—¿Hablar con tus tutores?—, repitió su madre. —¿Sobre qué?
Ella vaciló. La tensión en la boca de Auric y su tez pálida no la habían
hecho pensar en un novio ansioso, que se apresuraba a venir después de
obtener el permiso correspondiente de sus tutores. —Yo...— vaciló. Dejó de
lado sus recelos. —Me pidió que me casara con él—. Nada podía obligar a
Auric a hacer algo que no deseaba. Él quería casarse con ella. Si no, no se lo
habría pedido.
El silencio respondió a su pronunciamiento. Entonces, un grito escapó
de los labios de su madre y enterró la expresión de alegría en sus dedos.
Incluso en su felicidad, adscribiéndose a los dictados de la sociedad para un
comportamiento apropiado. —Oh, Daisy, ¿cómo no has dicho nada?— Se
acercó en un revuelo de faldas negras y tomó las manos de su hija. Había un
suave reproche en sus ojos.
—Yo...— No estaba completamente segura de no haber soñado todo el
intercambio. Tampoco podía estar segura de que entre su encuentro de
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Capítulo 15
Eso es todo.
Ella bien podría haber pedido la luna y las estrellas, y si bien él hubiera
buscado subir al cielo y recogerle un puñado de ellas, ¿podría amarla, como
ella merecía? Porque con sus aparentemente inocentes palabras de niños
entre ellos, despertó imágenes de los cuerpos de él y de Daisy moviéndose
como uno solo en un hermoso y sincronizado ritmo. Y él la deseaba a ella y
a esos niños que le pertenecían. Le dolía el cuerpo por el deseo de
explorarla y marcar la sedosa suavidad de su piel en sus palmas, ahuecar
sus generosos pechos y... Un gemido ahogado se alojó en su garganta.
Daisy jugueteó con ese tonto bastidor. Sin mediar palabra, lo llevó hasta
la ventana y se quedó mirando las calles de abajo. Luego inclinó su cuerpo
hacia atrás para mirarlo. —Se me ocurre que, a pesar de todo lo que
sabemos el uno del otro, no nos conocemos realmente, ¿o sí?
—Por supuesto que sí—, dijo él, frunciendo el ceño ante sus palabras.
Él, la conocía mejor que nadie. —Tu color favorito es el azul.
Ella abrió los ojos con sorpresa. —¿Te acuerdas de eso?
Su silencioso y cobarde yo, aún temeroso de las implicaciones de su
propia admisión hace unos momentos, le instó a mentir. —Por supuesto
que lo recuerdo, Daisy—, dijo él con brusquedad. No había un solo detalle
que no recordara en lo que a ella se refería. La sociedad la habría
considerado una pintora horrible.
—Mi madre decía que era simplemente pintura salpicada sobre el
lienzo—, dijo más para sí misma.
Auric, sin embargo, sólo había visto la impresionante maestría del color.
Las obras maestras que había realizado para su inspección y la de Lionel
habían capturado más matices de azul de los que él jamás había sabido que
existían. —Admiraba que no te limitaras a los dictados de la sociedad—.
Con los recuerdos de su pasado desentrañándose entre ellos, se adentró en
un camino cada vez más irreversible, cimentando esta nueva relación en la
que eran más extraños que no.
—Pero eso no es conocer de verdad a alguien—, dijo suavemente. —El
color que me gusta o los colores que odio...
—Naranja y púrpura—, suministró él automáticamente.
—...no hablan de los sueños que llevo en mi corazón.
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dijo una vez más, con voz ronca. Le tomó la muñeca con la mano, con la
intención de quitársela de encima para poder decirle por fin la verdad.
Se oyeron pasos en el vestíbulo. Sus miradas se dirigieron al mismo
tiempo hacia la puerta, donde la Marquesa de Roxbury se encontraba
enmarcada en la entrada; una sonrisa más amplia que la que él recordaba de
la dama en estos años adornaba su envejecido rostro. Ella dio una palmada.
—Oh, Auric, he oído las espléndidas noticias.
Él dejó caer una reverencia. El entusiasmo de la mujer lo apuñaló con
más culpa agónica. Había metido la pata en todo esto. Daisy debería haber
recibido la verdad antes de que él se apresurara a ofrecer su mano. —Lady
Roxbury, es un placer—. Sólo que, en lo más profundo de la verdad,
reconoció que era la única manera de tenerla. El pánico subió por su
garganta, amenazando con ahogarlo. —¿Si me disculpas? Aunque me guste
venir de visita, hay asuntos que atender.
—Por supuesto, por supuesto que los hay—, exclamó ella. Tomó la
mano de Daisy y entrelazó sus dedos. —No recuerdo cuándo fue la última
vez que conocí esta felicidad—, dijo suavemente.
¿Se sentiría así la mujer si supiera que él no era el hombre honorable y
devoto que ella había considerado que era a lo largo de los años? Giró sobre
sus talones y huyó como si los sabuesos del infierno le mordieran los
talones.
Y si alguna vez había habido una duda en estos años, su precipitada
retirada sólo demostraba algo que sabía desde hacía tiempo: que era un
maldito cobarde.
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Capítulo 16
Cuando era niña, Lionel se había burlado de Daisy por su extraordinaria
capacidad para dormir durante todo, desde las volátiles tormentas de
verano hasta los fuertes golpes de su madre en las puertas de la habitación
de Daisy. La única vez en la vida de Daisy que le costó dormir fue la noche
de la muerte de Lionel. Se había quedado en su cama mirando el techo. Se
había puesto de lado, de un lado a otro, durante toda la noche, hasta que al
final volvió a ponerse de espaldas para mirar el techo sobre su cabeza. La
ansiedad se le había revuelto en el vientre y le había recorrido la espalda, y
no había sabido dar sentido a ese inexplicable recelo.
De la misma manera que había tenido una sensación innata de oscuridad
que se cernía sobre ella, también la tuvo después de que Auric se retirara
rápidamente tres días antes. No lo había visto desde aquella precipitada
huida. Sus acciones no son las de un caballero enamorado. Además, él nunca había
hablado de amor, ni siquiera de afecto. Sin embargo, nadie podría o haría
que Auric hiciera algo que no quisiera. Su vida era una prueba de ello.
Seguramente, no se casaría con ella si no la amara al menos con una parte
de su corazón. No, un hombre que recordaba detalles como su color
favorito y sus colores menos favoritos y las comidas que le gustaban
demostraba que al menos sentía algo por ella.
Una sombra cayó sobre ella y se estremeció. —Estás callada, Daisy.
Ella lanzó una mirada hacia arriba. —Madre—, respondió. —No te he
oído entrar—. Porque de alguna manera, con la oferta de matrimonio de
Auric, Madre se había convertido en la invisible y Daisy en la perdida en su
propio mundo, un mundo que tenía muy poco sentido.
Su madre se sentó junto a ella en el sofá tapizado de satén azul. —Me
atrevería a decir que tendrías más bien una sonrisa. Al fin y al cabo, éste va
a ser el día de tu boda.
Daisy forzó una sonrisa.
Si la marquesa detectó la falta de sinceridad en esa expresión de
felicidad, no dio ninguna indicación. —Siempre soñé con una unión entre
tú y Auric—, habló en esos tonos profundamente introspectivos.
Como lo había hecho ella. Desde que estuvo a punto de quemar la mesa
de sus padres durante un picnic de verano. Sólo que no se había permitido
la esperanza real de eso en estos últimos años, ya que con la madurez
hastiada de una mujer veía su interés reservado para otra. Seguro que sabes que
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Silencio llenaba el Salón Azul: espeso, incómodo y tenso. Salvo por el
susurro del vestido de satén azul de Daisy, que de vez en cuando se movía
de un lado a otro sobre sus pies, y por la respiración del puñado de
invitados presentes, la sala estaba en silencio. Como lo había estado desde
que el mayordomo había hecho pasar a Auric al interior hace un rato.
Los tutores de la dama estaban callados. La marquesa estaba radiante. Y
Daisy estaba, bueno, maldito infierno, él no podía decir con precisión cómo
estaba la dama. La zorra sonriente que saludaba audazmente desde su lugar
en la ventana se había convertido en esta desconocida apagada en el
momento en que él había entrado en el salón.
¿Sentía que se había ligado al más vil de los bastardos? ¿Un vil monstruo
que, en su silencio, le quitaría la elección de las manos? Los músculos de su
estómago se apretaron. Te amo... Que Dios le ayude por ser egoísta e
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interesado, pero la quería incluso con las mentiras que había entre ellos.
Extraño, debió vivir la mayor parte de sus vidas sin verla como nada más
que Daisy, su pequeña niña de las flores; una obligación con la que tenía
una responsabilidad. Ahora, era una mujer a la que ansiaba poseer en todos
y cada uno de los sentidos: cuerpo, mente y alma. Se merecía algo más que
un matrimonio construido con mentiras. Apartó los gruesos dedos de la
culpa que lo atenazaban. Él sería bueno con ella. La protegería y la haría
sonreír. Con el tiempo se lo diría y entonces, tal vez, ella podría perdonarlo,
aunque él nunca podría perdonarse a sí mismo.
—Le debes a la dama al menos unas palabras. Al fin y al cabo, es el día
de su boda—, susurró a su lado el Vizconde de Wessex, amigo, testigo y
partícipe de esta triste colección de personas con un pasado oscuro.
Lo fulminó con la mirada. Pero Daisy eligió ese inoportuno momento
para levantar la vista de su posición en la ventana del piso. Lo miró con el
ceño fruncido y luego cambió su atención a las calles de abajo.
—Lo menos que puedes hacer es dejar de fulminar a la pobre dama—,
insistió Wessex.
El corazón le latía con fuerza en los oídos, y Auric la contempló,
enmarcada como estaba por la cortina de damasco blanco. Que Dios lo
ayude. —No puedo hacer esto—, susurró. No con las mentiras entre ellos.
Dio un paso hacia ella.
Wessex sacó una mano, agarrando a Auric por el antebrazo, deteniendo
su movimiento. Miró sin comprender los duros dedos enguantados. —Ya
has superado eso—, espetó con la comisura de la boca, y su tono grave
apenas llegó a los oídos de Auric. —Si no haces esto, la arruinarás.
No si la propia Daisy lo cancelaba en ese momento. El escándalo
atraería, por supuesto, las habladurías, pero su reputación no quedaría
devastada. Encontraría un caballero digno de ella. Un hombre que Auric
odiaría con cada fibra de su ser hasta el momento en que exhalara su último
aliento. Pero entonces, cuando uno amaba a alguien, lo ponía en primer
lugar. Empezó a mirar la graciosa curva de su cuello, las sencillas peinetas
de mariposa que le había regalado hace seis días... ¿Hace toda una vida?
Cómo no se había dado cuenta hasta ese momento, cuando la perdería, de
que ella le pertenecía en todos los sentidos y de que su corazón latía por
ella y sólo por ella.
—No lo hagas—. Había algo ligeramente suplicante en la súplica de
Wessex. —No lo hagas por los dos.
Se encogió de hombros y comenzó a avanzar. Justo entonces, un destello
de plata le llamó la atención. Auric se volvió, observando a la Marquesa de
Roxbury, de aspecto débil y a menudo indispuesta. Hoy, sin embargo, una
sonrisa atípica delineaba los labios de la mujer. Sin embargo, a pesar de esa
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Capítulo 17
A lo largo de los años, Daisy casi había olvidado lo que era cenar en una
mesa animada y llena de energía. Hubo un tiempo en el que el comedor se
llenaba de risas, las suyas y las de Lionel, mientras su madre se quejaba y se
lamentaba de sus hijos irremediablemente mal educados. Desde la muerte
de su padre, desayunar y todas las demás comidas había sido una
experiencia solitaria. Cuando su madre no estaba indispuesta, se mostraba
lacónica y, egoístamente, el peso de la miseria de su madre había llegado a
ser tan grande que Daisy había evitado deliberadamente participar en esas
comidas.
Esta comida debía ser diferente. Se suponía que un banquete de bodas
era un asunto de celebración y, sin embargo, no lo era. A pesar de toda la
alegría de este día, el día de su boda con Auric, su confesión de amor y la
promesa de su futuro juntos, había algo bastante sombrío y doloroso en
este desayuno con Auric, Marcus y estos otros observadores externos del
dolor privado de su familia.
Al sentir una mirada fija sobre su persona, levantó la vista de su plato y
encontró a su tío Charles y al actual Marqués de Roxbury estudiándola con
expresiones de pesar. Rápidamente devolvió su atención a su plato sin
tocar. Hacía tiempo que había aceptado que las miradas curiosas y los
susurros formarían parte de su vida para siempre. Daisy y su madre y,
cuando vivía, su padre, se habían convertido en algo extraño. Al fin y al
cabo, no todos los días un noble moría acuchillado por un desconocido en
la calle. O, al menos, eso era lo que había deducido de los susurros que
había escuchado entre sus padres.
Esos crímenes no les ocurrían a los miembros de la sociedad educada. O
eso era lo que la alta sociedad creía erróneamente. Daisy, sin embargo,
había aprendido la verdad. A toda la gente le ocurren cosas oscuras y feas.
Nacer con riqueza y estatus no lo hacía a uno inmune al dolor.
Independientemente de la posición o la suerte en la vida, uno sentía dolor,
sangraba y lloraba. En resumen, uno sufría.
Daisy tomó su tenedor y empujó los huevos sin tocar en su plato.
Cometió el error de mirar a tiempo para captar la mirada preocupada de
Marcus. El tenedor se le resbaló de los dedos y cayó estrepitosamente sobre
el plato. Había llegado a detestar esas miradas de compasión y las palabras
de arrepentimiento susurradas sobre ella y su destrozada familia. Escondió
las manos bajo la mesa, doblándolas en el regazo, y volvió a centrar su
atención en los huevos, el jamón frío y el salmón que había en el plato. ¿No
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podía ser este día diferente? ¿No podía esta pequeña colección de invitados
sonreír y celebrar como ella deseaba? Tal vez eso hablaba del egoísmo de
Daisy, ya que en este día, el día en que se había unido a Auric, enterraría los
recuerdos de Lionel y de la pérdida y de aquella noche oscura de hace
mucho tiempo.
Cuando era una niña, anhelaba tener unos rizos dorados y gloriosos, una
cintura esbelta y algo que la distinguiera, más que las pecas que tenía en las
mejillas. Ahora, anhelaba no ser diferente de cualquier otra mujer. Cuando
tuvo su debut, no aspiraba al estatus de diamante de la primera agua. Más
bien, sólo quería ser ordinaria y normal. La simple Daisy con su aspecto
anodino y su madre perfectamente correcta y educada.
Una mano grande y cálida se posó sobre la suya y se estremeció. Levantó
la mirada hacia Auric, quien, bajo las protecciones de la mesa, acarició sus
pesados y tranquilizadores dedos sobre los de ella. Le sostuvo la mirada un
largo momento y luego, demasiado rápido, el contacto desapareció y él
retiró la mano. Sin embargo, sólo metió la mano en la parte delantera de su
chaqueta y sacó el pequeño monóculo grabado con margaritas. —Toma—,
le susurró al oído. Por debajo de la mesa, le puso la delicada pieza en la
palma de la mano. La piel de ella se calentó con el calor de su tacto. —
Parece que tu matrimonio con un viejo duque anticuado te ha convertido
en una duquesa anticuada—. Le pellizcó la nariz. —Tu nuevo rango parece
haber afectado tu visión y necesitas ayuda para ver el contenido de tu
plato—, dijo con un suave humor burlón, y con ello se le escapó una
pequeña risa. La ligereza le animó el corazón al recordar que la persona que
había sido, un hombre que bromeaba y sonreía, seguía existiendo. No había
muerto aquella noche junto a Lionel. Como si percibiera sus pensamientos,
le dio un suave apretón en la mano.
Desde el otro lado de Auric, su madre dijo algo que exigía su atención.
Le dio un apretón más a la mano de Daisy y luego cambió su atención a la
marquesa.
—No es el mismo joven burlón y encantador que recuerdas de tu
pasado—, murmuró Marcus.
Daisy frunció el ceño y miró al joven vizconde, sentado a su izquierda,
sin saber cómo dar sentido a sus crípticas palabras. —Tal vez—, dijo ella
sin comprometerse a responder. Aunque en realidad, al igual que veía
rastros del nuevo hombre en el que se había convertido y que su madre no
veía, también veía destellos del niño sonriente que había sido, una figura
que Marcus ya no veía. Jugó distraídamente con el delicado lente con
incrustaciones de margaritas que Auric le había puesto en la mano. —Creo
que es importante encontrar la felicidad que todos llevamos dentro, la
sencillez de lo que una vez fuimos—, dijo para sus oídos.
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Marcus posó las manos ante el mantel. —Me temo que si sigues
creyendo en la simplicidad de ese pensamiento, entrarás en tu matrimonio
con Auric idolatrando al niño que ha sido y no te darás cuenta del hombre
honorable y entregado en el que se ha convertido.
La misma inquietud de hace tres días, cuando Auric subió los escalones
de su casa, con una expresión curiosamente inexpresiva, la invadió. —
¿Crees que me equivoco porque elijo ver la luz y la felicidad?—, preguntó
ella, incapaz de mantener el hilo de la defensiva en su tono.
Él bajó la voz. —Creo que te equivocas porque nunca amarás de verdad
al hombre en el que se ha convertido si sigues viéndolo con los ojos de tu
pasado—. Marcus tomó su copa de champán y bebió un largo y lento trago.
El ceño de Daisy se frunció mientras trataba de ordenar aquella críptica
advertencia. —¿Hay algo que quieras decirme?— Nunca le habían gustado
los comentarios velados y las insinuaciones que le gustaban a la alta
sociedad, sino que prefería la más absoluta sinceridad.
El joven y apuesto vizconde inclinó la cabeza. —No me corresponde a
mi decirlo—. Miró el contenido de su copa casi vacía, como si estuviera
perdido en sus pensamientos. —Sin embargo, sí me corresponde
disculparme contigo.
Ella frunció el ceño. —¿Disculparte?— Marcus había estado tan
interesado en ella de joven como un pecador muestra interés en asistir al
sermón del domingo. Ese desinterés se había prolongado hasta su edad
adulta. Pero por eso nunca la había agraviado. —No has cometido ningún
agravio—, dijo en voz baja.
Un músculo saltó en el rabillo del ojo y él pareció dispuesto a decir algo,
pero entonces la sonrisa raquítica y encantadora que había agitado
demasiados corazones torció las comisuras de sus labios. —Quizá me
conozcas mucho menos de lo que imaginas—. La suya era una táctica
deliberada para cambiar la conversación a algo más seguro que la
advertencia velada que había lanzado momentos atrás.
Como nunca había participado en su conversación coqueta, sólo le
dedicó una pequeña sonrisa. Un inexplicable alivio la llenó cuando él volvió
su atención a cortar limpiamente su salmón frío. Sus palabras y
advertencias sobre Auric y ese tono ligeramente acusador que había
adoptado al mencionar su ingenuidad nublaron sus pensamientos,
robándole por completo su capacidad de comer.
Ella pasó la yema del dedo por el monóculo de Auric, recorriendo la
lente redondeada y el mango frío, firme y grabado con margaritas. Había
pasado muchos años creyéndose hastiada, cínica y desconfiada del mundo.
La pérdida de un hermano le hacía todo eso a una persona. Así que era algo
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Nunca antes Auric había agradecido tanto el final de una comida, como
su desayuno de boda. Él y Daisy estaban de pie en el vestíbulo, en medio de
la multitud de invitados. Los sirvientes iban de un lado a otro con los
objetos restantes que le pertenecían a ella.
Frederick se apresuró a traer la capa verde de Daisy y la ayudó mientras
ella se ajustaba a ella con un murmullo de agradecimiento.
Las lágrimas inundaron los ojos del viejo sirviente y a Auric se le ocurrió
que, desde el fallecimiento de Lionel, el mayordomo se había convertido en
un miembro más devoto de la familia que quizá la propia madre de Daisy.
La marquesa se acercó y tomó las mejillas de Daisy entre sus palmas.
Logró esbozar una sonrisa acuosa, pero no dijo nada. En su lugar, dio unas
suaves palmaditas a su hija en la mejilla antes de volverse hacia Auric.
Tomó sus manos entre las suyas.
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Capítulo 18
Daisy se sentó al borde de la cama. No su cama. Su nueva cama, enmendó
una vez más. Mirando fijamente, como lo había hecho durante la mayor
parte de la noche, el panel de madera de la puerta. No estaba del todo
segura de todo este asunto de la cama nupcial. Su madre no había hablado
mucho con ella a lo largo de los años y, desde luego, no había hablado de
asuntos tan personales. Pero Daisy sospechaba que, en la noche de bodas de
una dama, el novio no haría algo tan grosero como hacer esperar a su dama
nerviosamente desde que se había retirado a dormir.
En cuanto llegaron, un sirviente se apresuró a mostrarle a Daisy las
escaleras de su habitación. Sin embargo, Auric no había subido la gran
escalera de mármol italiano que conducía a la sala de estar. En su lugar, se
había quedado un momento al pie de la escalera, con esa expresión
inquietantemente distante en los ojos, antes de girar rápidamente sobre sus
talones y continuar por el pasillo hacia... hacia... dondequiera que fueran los
novios el día de su boda.
Se cruzó de brazos y un molesto rizo cayó sobre su ojo. Daisy lo echó
hacia atrás. Como mínimo, habría esperado que se llevara la cena con ella.
Sobre todo porque le habían enviado una bandeja a sus aposentos. No es
que tuviera muchas ganas de comer. Su estómago seguía revuelto por el
nerviosismo y todas las preguntas que tenía, preguntas que serían
respondidas esta noche.
—O preguntas que deberían ser respondidas esta noche—, murmuró en
voz baja. Con un gruñido de fastidio, se puso en pie y comenzó a caminar
por el frío suelo de madera. Seguramente, él tenía la intención de... de...
bueno, de visitarla. Por su beso en el carruaje, ella esperaba que él, con su
piel calentada, al menos estuviera ansioso por ocuparse del asunto del novio.
Daisy se acercó al bastidor de bordado que había abandonado a la
primera hora de estar tan olvidada por Auric. Lo sacó del tocador y estudió
el décimo intento de esta pieza en particular. Los hilos rojos bien podrían
haber sido una mancha carmesí indescifrable. Había trabajado en esa
maldita cosa y ella apenas podía discernir qué era el maldito diseño.
Con otro gruñido, se dirigió a la puerta y la abrió de un tirón.
Necesitaba liberarse de su nueva habitación, porque si se quedaba aquí
esperando en silencio a Auric, sólo con ella como compañía, se volvería
loca. Daisy caminó por los pasillos, inquietantemente silenciosos. Los
candelabros dorados de las paredes proyectaban un brillo inquietante
sobre la alfombra malva. Un escalofrío la recorrió y sacudió la cabeza.
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escondía de ella con una facilidad que habría impresionado a sus jóvenes
versiones hace tantos años. Siguió trabajando su aguja a través de la tela del
bordado con una velocidad nacida de la necesidad de distracción. Había un
aspecto sombrío en él y lo había sido durante los últimos siete años. Se
detuvo y estudió un momento el corazón rojo y distorsionado mientras
reflexionaba sobre las palabras de Marcus en el desayuno de bodas. En
aquel momento, se sintió insultada por el hecho de que él sugiriera que ella
era inocente e ingenua respecto a todo lo que había sucedido en la vida de
Auric, convirtiéndolo en ese hombre sombrío.
Ella sabía mejor que nadie cómo la vida y sus tragedias cambian a una
persona. Sin embargo, ahora, en la tranquilidad de la biblioteca, sin más
compañía que la de sus propios pensamientos, reconocía la verdad
evidente: no había considerado realmente cómo había cambiado Auric para
siempre aquella noche oscura. Daisy pasó la yema del pulgar por la tela.
Tanto Auric como Marcus habían estado con Lionel aquella última noche, y
cuando era una niña de trece años, escuchando fuera del despacho de su
padre, con el oído pegado al panel de madera de la puerta, había oído lo
suficiente de las palabras amortiguadas como para saber que ellos habían
descubierto el cuerpo de Lionel. Su corazón se desgarró. Cómo eso puede
moldear a una persona para siempre. ¿Era de extrañar que Auric se hubiera
convertido en el hombre severo, distante y a menudo amargado que veía la
sociedad?
Daisy volvió a tirar lentamente de su aguja a través de la tela. Sólo que se
había permitido aferrarse a los destellos del chico burlón, devoto y cariñoso
que había conocido. Hasta las palabras de Marcus, no se había dado cuenta
de la inmadurez que suponía relegarlo a un hombre sin cambios.
Independientemente de lo que la vida hubiera hecho de él, ella lo amaría.
Él siempre había tenido su corazón. Y siempre lo tendría.
~*~
Sentado en el borde del sillón de cuero con respaldo alado de su
despacho, Auric miró el reloj de caja larga a través de la habitación poco
iluminada. Era la medianoche. Dejó caer la cabeza entre las manos y se
presionó los ojos con los talones de las palmas.
Ella debería estar durmiendo ahora. Ella, o sea Daisy. Su esposa y
duquesa. No es que él prefiriera que estuviera durmiendo. No era así. La
prefería despierta. En sus brazos, bajo él, a su lado. Se preparó para la
familiar oleada de terror que tal admisión había provocado hace apenas
unos días, cuando reconoció que se había enamorado de Daisy. Pero el
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—Es decir, lo que pretendía decir es que no puedo imaginar una sola
cosa que deba hacer que no sea dormir. No dormir contigo—, añadió ella,
parloteando.
Él se mordió con fuerza el interior de la mejilla para no reírse, sabiendo
que ella creería que se estaba riendo de ella.
Por desgracia, Daisy a menudo lo conocía mejor que él mismo. Ella
entrecerró los ojos. —¿Te estás riendo de mí?
Auric endureció sus facciones y extendió las manos. —Te conozco lo
suficiente como para no hacer nunca algo tan escandaloso—, dijo con
pulcritud.
Daisy le arrancó el bastidor de los dedos. —¿Algo escandaloso?— Puso
una mano en la cadera. —Como por ejemplo, evitar a la propia esposa.
Nada menos que en su noche de bodas—. Entonces, un destello muy
decidido y enfadado parpadeó en sus ojos e hizo sonar las campanas de
alarma.
Sólo Daisy se atrevería a hablar con tanta franqueza sobre su falta de
atenciones esta noche. Y una vez más, deseó ser uno de esos encantadores
pícaros con un millón de palabras preparadas. —¿Supongo que estás
enfadada conmigo?—, preguntó en tono apaciguador.
Eso sólo sirvió para que su mujer bajara las cejas del todo. —¿Sabes,
Auric?— Oh, Dios, el tono apaciguador nunca había sido el más adecuado
con ella. —Estoy bastante enfadada contigo—. Ella dio un paso furioso
hacia él y él retrocedió. —He estado sola. En mis aposentos. Por mi
cuenta—. Sí, ese era más bien el significado de la palabra solo. Sin embargo,
no sería conveniente señalar tal cosa. Más precisamente, no en este
momento en particular.
Ella realmente merecía una explicación. Su cuello se calentó de
vergüenza. —Daisy—, dijo. Buscó las palabras a tientas, pero se quedó con
la vergonzosa verdad. A pesar de todas las mujeres que ella imaginaba que
él había llevado a su cama, salvo una mujer sin nombre en su juventud,
nunca había habido otra.
—¿Sí?—, susurró ella.
Tampoco habría nunca otra, sino ella. Él tiró de sus solapas. —Yo...—
Ciertamente no pudo decir —oh, verás que sólo he estado con otra mujer
en mi vida y había sido una mujer ligera de faldas, y no tú, la mujer que
capturó mi corazón entre una excursión sin acompañante a Gipsy Hill y
una visita vespertina en ese Salón Azul.
—Eso no es todo, esposo—. Esa palabra lo envolvió, rodeándolo con la
absoluta rectitud de la misma. Ella golpeó su bastidor de bordado en su
pecho. —¿Me estás escuchando?
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Capítulo 19
Mientras Daisy besaba a Auric, una ligereza etérea llenaba su pecho.
Sólo había habido otra mujer antes que ella. Y aunque aborrecía a la
desconocida sin rostro y sin nombre, se deleitaba al saber que, de no ser por
esa otra, él le pertenecería de esta forma tan íntima.
Él la rodeó con sus brazos y, mientras la acercaba a su pecho, deslizó su
lengua en el interior y se acopló a la de ella en un ritmo dulcemente erótico.
Daisy siguió con audacia sus movimientos. Un gemido le subió a la
garganta y él se llevó a la boca ese sonido desesperado de deseo.
Daisy buscó entre ellos la mano de él y, al encontrar sus dedos, se los
llevó a los pechos como había deseado que la tocara desde la biblioteca
hacía unos momentos. Con un pequeño gemido, ella dejó caer la cabeza
hacia atrás cuando el fuerte calor de la palma de la mano de él irradió a
través de la fina tela.
Él se agitó. Sus ojos azules se nublaron y la miró con una expresión
inescrutable.
Daisy se puso roja de vergüenza por su atrevimiento. —¿No debería?
¿No debería...?
Auric le puso un dedo en los labios, silenciando sus palabras. —
Deberías—. Luego, con movimientos rápidos y seguros, la despojó de su
bata nocturna. La arrojó a un lado, donde aterrizó en una ondulación
blanca sobre su pila de ropa. —Cualquier cosa entre nosotros está bien,
Daisy—. Su barítono profundo y melifluo cayó en cascada sobre ella y
todos los vestigios anteriores de vergüenza fugaz desaparecieron.
Lentamente, él le quitó el camisón, pero la hilera de botones a lo largo de la
espalda de la modesta prenda se enganchó en su pelo.
El jadeo de Daisy fue tragado por la maldición de Auric. Una sonrisa le
hizo cosquillas en los labios cuando él se puso a trabajar para desenredar
sus rizos sueltos de los botones. Hizo un gesto de dolor cuando él tiró con
demasiada fuerza. —Permíteme—, dijo ella y alargó la mano. Sus dedos se
rozaron.
—Lo tengo—, murmuró él, y un momento después la presión disminuyó
al liberar los mechones. Con movimientos más precisos, desabrochó
cuidadosamente la interminable hilera de botones. Sus largos dedos
temblaban a lo largo de la piel de ella insinuando su nerviosismo, y todo su
corazón cayó en sus manos. —Estoy haciendo un espectáculo bastante
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movió contra su mano, desesperada por estar más cerca, lo que le llevó más
adentro.
—Detente—, le ordenó él con brusquedad. Una sola gota de sudor
corrió por su mejilla.
Sin embargo, su cuerpo sufría con la conciencia palpitante de su dureza,
dentro de su apretado calor, y continuó ondulando contra él. Ella se elevó
más y más, acercándose a una peligrosa cresta que temía y a la vez ansiaba...
Auric flexionó sus caderas.
Un grito salió de sus labios ante la repentina e inesperada sensación de
que él la llenaba por completo. Ella cerró los ojos con fuerza, fijándose en
los restos persistentes de esa casi gloria de la que había estado tan cerca.
—Lo siento mucho, Daisy—. Aquella disculpa ronca salió como
arrancada de algún lugar profundo.
—Está bien—, le aseguró ella, mintiendo a través de sus dientes
apretados. Él era duro y palpitante y demasiado enorme para ella. Ella sabía
que el Sr. Fenerson se había equivocado. Ninguno de esos instrumentos de
los que había escrito podía encajar de la manera que él había sugerido.
Ahora lo sabía.
Auric capturó sus labios bajo los suyos y ella le devolvió el beso. Él
deslizó su lengua y los zarcillos de calor se desplegaron en su vientre una
vez más. Mientras tanto, él seguía trabajando con su mano como lo había
hecho antes, cuando ella había estado tan cerca de una especie de explosión
magistral que no había entendido. Entonces él empezó a moverse. Ella se
preparó, pero parte de la incomodidad desapareció y un creciente dolor de
deseo se extendió, llenándola de nuevo. Daisy arqueó las caderas, pero esta
vez no sintió dolor, sino una pizca de incomodidad que fue rápidamente
sustituida por la sensación de placer que le producía el movimiento en su
interior. Lo miró. Sus ojos estaban fuertemente apretados, como si
estuvieran concentrados. El sudor le cubría la frente. Ante la evidencia de
su férreo control, una sonrisa temblorosa le hizo subir los labios. Auric, con
su título, su poder y su riqueza, podría haber elegido a cualquier dama de
todo el reino y, sin embargo, la había elegido a ella. Él le pertenecía a ella. Y
ella a él. Por fin. En todos los sentidos, en todas las formas, para siempre. Su
corazón se hinchó de amor y le acarició la mandíbula tensa.
Su suave caricia le hizo abrir los ojos. —Te amo—, dijo él con voz ronca.
Le dijo las palabras que ella había anhelado oír de él durante los últimos
diez años. Por un momento, una ola de emoción la recorrió, consumiendo
su intensidad. —Yo también te amo—, susurró ella, y luego correspondió a
sus lentas y profundas embestidas, y todo desapareció excepto la sensación
de que se unían como una sola cosa, de una manera que ella nunca había
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
imaginado que pudieran unirse dos almas. Él cerró la boca sobre el pico de
su pecho y un grito quejumbroso se escapó de sus labios.
Estaba cerca. Tan cerca. Y entonces se rompió en un millón de pequeños
fragmentos y el éxtasis la invadió mientras cabalgaba cresta tras cresta de
una explosión de sensaciones y sentimientos que adormecían la mente.
Auric se puso rígido sobre ella y luego, con una última flexión de sus
caderas, se derramó, llenándola con su semilla.
Con un gemido, se desplomó sobre ella. Ella lo rodeó con los brazos y
acarició con los dedos la amplia extensión de su espalda. Una pequeña
sonrisa de satisfacción se dibujó en sus labios. Auric se apartó de ella y se
puso de lado. Ella lamentó la pérdida de la cercanía de su cuerpo, pero él la
atrajo hacia la curva de su brazo. Pasó una mirada preocupada por su
rostro. —¿Te he hecho daño?
—Sólo un poco, y ya no—, se apresuró a asegurarle.
Él dudó, y ella lo miró escudriñando, conociendo los sutiles matices de
su cuerpo lo suficiente como para saber que había algo más que él deseaba
decir. —¿Estabas... Tú lo...?— Un apagado rubor marcó sus mejillas.
Su corazón se hinchó aún más de amor al darse cuenta de su pregunta.
—¿Cómo puedes dudar de que no lo disfruté?—, murmuró ella contra sus
labios. —¿Y sabes qué, Auric?
—¿Qué?
—Eso no se aprende en un manual—. Ella le guiñó un ojo.
Una carcajada retumbó en el pecho de él y luego se fundió con sus
propias risas sin aliento. Con un suspiro de contención, se acurrucó contra
él y, por primera vez en siete años, conoció la paz. Durante tantos años lo
había amado con el corazón de una niña. Ahora lo amaba de todas las
formas en que una mujer podía amar a un hombre. Nunca había necesitado
una baratija de gitano para capturar lo que había anhelado durante los
últimos diez años... el corazón de Auric.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Capítulo 20
La tarde siguiente, Auric se sentó detrás de su inmaculado escritorio de
caoba. Tamborileaba con la punta de su pluma hacia adelante y hacia atrás
sobre su diario abierto, tal y como había hecho durante la mayor parte de la
mañana y ahora a primera hora de la tarde.
Había sido inevitable. Por fin, la culpa amenazaba con consumirlo. Dejó
la pluma y hojeó las páginas del leal volumen de cuero. Auric hojeó las
páginas que contenían sus listas de pretendientes para Daisy, todos
hombres a los que odiaba sólo por haber sido hipotéticamente señalados
como esposos para ella. Siguió pasando las páginas y luego se congeló. Se le
apretaron las tripas y metió el dedo en medio de la página.
Maté a su hermano. Aquellas cuatro palabras tintadas en negro lo miraron
fijamente y se concentró en ellas tan intensamente que las marcas de la
página se desdibujaron ante él.
Había un millón de razones por las que no debería haberse casado con
ella, pero la hoja no necesitaba tener más razones que esa. Pasó la página y
estudió las otras cartas que había escrito.
Querido Lionel,
Te prometo que me casaré con ella. Porque ella ha sido descuidada y desatendida
durante mucho tiempo. Sé que necesita protección. Y también, que su vida es muy
solitaria y triste.
Es extraño, cuando anotó todas las razones para casarse con Daisy, en
su altivez ducal, pensó en ella en términos de responsabilidad, negando la
verdad muy real y muy obvia: la amaba. Esas palabras pertenecían a esa
hoja inútil que había confeccionado apresuradamente ante la insistencia de
Wessex.
Con una maldición, Auric pasó rápidamente las páginas una y otra vez,
leyendo frenéticamente, y finalmente se detuvo en las palabras acusadoras
escritas con su propia mano: —Maté a su hermano—. ¿Acaso las razones para
casarse con Daisy superaban el papel que había desempeñado en la muerte
de Lionel?
El sentimiento de culpa se agolpó y se retorció en su estómago y se
quedó con la mirada perdida ante la maldita confesión. Le debía la verdad.
No después de su matrimonio, sino antes, cuando ella habría decidido si
podía dejar de lado los crímenes de su juventud, perdonarlo y amarlo,
aunque no mereciera ese amor. Se había aferrado al fugaz momento de
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locura en el que había asumido que lo que había sucedido en los Siete
Diales podía permanecer enterrado.
Cuando llegó la mañana, debió levantarse y compartir con ella cada
oscuro y sórdido detalle de aquella noche. Porque aunque era una dama,
como hermana de Lionel, y más, esposa y amiga de Auric, le debía la verdad.
En lugar de eso, salió corriendo de su cama, dejándola roncando,
acurrucada en un ovillo de satisfacción, y trató de poner cierta distancia
entre ellos.
Dejó el diario en la esquina de su escritorio y se pasó una mano por los
ojos. Wessex había sostenido que Auric no había tenido la culpa. Sin
embargo, él sabía la verdad. Sin embargo, cuando ella había sido
simplemente Daisy, la hermana menor de Lionel, compartir detalles que
acabarían destrozando su corazón nunca había sido algo que él
pretendiera. Durante todos estos años, la había visto como una
responsabilidad, una deuda que había que pagar, una obligación contraída
con su amigo más cercano. La verdad no era apta para los oídos de una
joven. Empujó su silla hacia atrás con tanta fuerza que raspó el suelo de
madera. Inquieto, se puso en pie y se acercó a la chimenea vacía. Se quedó
mirando la fría y oscura rejilla.
Todo había cambiado tan rápidamente que no se había permitido
considerar las ramificaciones de amarla o, peor aún, de casarse con ella.
Había demostrado el mismo egocentrismo que lo había llevado a él, un
entonces aburrido y joven estudiante universitario, a un infierno sórdido al
que no pertenecía ninguna persona decente o indecente. Auric metió la
mano en la parte delantera de su chaqueta y sacó el monóculo que llevaba
cerca de su corazón. Sostuvo la delicada pieza en la palma de la mano, el
frío metal grabado en margaritas desde aquel día en que había dejado de ver
el mundo en tonos dorados y sólo veía a Daisy, para siempre Daisy.
—Aquí estás.
Su suave contralto lo congeló en su lugar. Había una timidez, una
vacilación, en su tono que él nunca había conocido de ella, pero entonces,
¿no había tantas partes de cada uno que ambos no conocían?
Auric controló sus rasgos y se dio la vuelta. —Daisy—, saludó,
guardando el monóculo en su lugar familiar junto a su corazón. Ella se
quedó en la puerta, sosteniendo su bastidor de bordado cerca del pecho.
Esbozó una reverencia.
Un pequeño ceño fruncido marcó sus labios carnosos. Unos labios que
le trajeron todo tipo de recuerdos perversos de cómo se había sentido en
sus brazos, y de cómo anhelaba enterrarse en ella una vez más y... —
¿Acabas de hacer una reverencia?
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Paz. Esta era la paz que no se había permitido creer posible. No para él.
Sólo que, en el momento en que ella lo supiera todo, todo esto se
desvanecería.
Ella se levantó de su trabajo y lo miró interrogativamente, sacándolo de
su ensueño. Él volvió a su escritorio, el diario que contenía todos sus
pecados lo miraba con desprecio. Auric tomó una pluma y la sumergió en el
tintero de cristal, y procedió a ocuparse de sus cuentas.
Excepto que ahora, con ella aquí, las ordenadas filas de columnas le
resultaban aún menos atractivas que desde el momento en que había
entrado en su despacho esa misma mañana. ¿Cómo iba a pensar con Daisy
tan cerca, con su aroma a lavanda flotando hacia él, impregnando sus
sentidos y consumiendo sus pensamientos? Levantó la vista hacia ella.
Estaba sentada con las rodillas pegadas al pecho, con los tobillos al
descubierto mientras trabajaba intensamente en aquel bastidor de
bordado.
Al sentir su mirada sobre su persona, Daisy levantó la cabeza. Sonrió al
captar su mirada, pero luego su sonrisa se desvaneció. —¿Qué pasa?
Auric forzó una sonrisa. —Simplemente me pregunto a qué has
dedicado tus esfuerzos ahora—. Apretó la pluma que tenía en la mano,
aborreciendo la facilidad con la que se le escapaba la mentira. La pluma
crujió en sus dedos y la soltó rápidamente.
Daisy levantó las piernas por el lado de su asiento con un ruidoso
crujido de muselina. Levantó el bastidor de madera para que él lo
inspeccionara.
Auric dejó la pluma y se recostó en su asiento. —Hmm—. Hizo un
ademán de estudiar las puntadas rojas y doradas. —¿Una flor?—, aventuró.
No había nada que no le gustara de ella. Incluso su horrible habilidad para
bordar y la alegría que ella parecía encontrar en ello.
Señaló con los ojos el techo. —¿Esto parece ser una flor, Auric?—,
preguntó, con un tono lleno de exasperación. Se levantó de un salto y se
dirigió a su escritorio.
Bueno, para ser justos, la deforme... forma, no parecía ser gran cosa. Él
rodó los hombros, con la atención puesta no en ese maldito bordado sino
en ella. El modesto vestido de muselina se ceñía a todas las curvas de su
voluptuoso cuerpo, la tela besaba su piel cuando ella se movía. Nunca
tendría suficiente de ella.
Daisy se detuvo en el borde de su escritorio y apoyó la cadera en el
borde. Le puso el bastidor delante de la nariz.
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...Sí. Un corazón. Me han dicho que es así de grande. Y dorado con débiles grabados...
Por fin, tenía sentido. Era un corazón.
~*~
Daisy aprovechó la preocupación de su marido para estudiarlo. Había
una gran tristeza en él. La llevaba en los planos ásperos y angulosos de su
rostro y en el conjunto sombrío de su boca. Odiaba la tristeza que había
perdurado todos estos años.
—Sabes que en los primeros días de la muerte de Lionel—, dijo ella
suavemente, —a veces me encontraba sonriendo o riendo por algo, a veces
por nada. Y entonces me sentía inmediatamente culpable—. Él no dio
ninguna reacción externa que escuchara. La ligera tensión de sus hombros,
sin embargo, indicaba que se concentraba intensamente en sus palabras. —
Una vez, sin embargo, entré en sus habitaciones—. Había sido la primera y
última vez desde su fallecimiento que ella había entrado en aquellas
tranquilas habitaciones. —Hablé con él y me disculpé por seguir
encontrando la felicidad cuando él no estaba. Pero cuando me tumbé en su
cama y miré al techo, me di cuenta de que él no quería que fuera infeliz o
estuviera triste. Habría querido que me riera, como también habría querido
que fueras feliz.
Un músculo saltó en el rabillo del ojo de él. Tragó saliva varias veces,
como si lo asediara una ola de emoción. —Te equivocas.
Ella tenía una necesidad física de tomarlo en sus brazos y alejar toda la
tristeza que quedaba, para que lo único que conocieran fuera la felicidad el
uno con el otro, en el otro. —Por supuesto que sí, Auric. Él te amaba—. Ella
se puso de pie y se paseó por la habitación.
Él habló, sus palabras la hicieron detenerse en el borde de la enorme
pieza de caoba.
—Hay algo que me gustaría decirte, Daisy—. Las palabras de Auric,
apenas un susurro, llegaron a sus oídos.
Apoyó la mano en el borde de su escritorio. Sus dedos rozaron un trozo
de papel. —¿Qué es?—, preguntó ella, mientras los primeros frisones de
inquietud recorrían su columna vertebral. Aquellos mismos sentimientos
peligrosos, volátiles y sabios que había conocido una vez en su vida y que
hablaban de una fatalidad inevitable. Se apartó a la fuerza de ese pánico
absurdo.
—Te he ocultado la verdad—. Él soltó su bastidor de bordado. La
delicada pieza de madera cayó con estrépito sobre el escritorio.
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Fue la razón por la que Daisy miró hacia abajo y por la que notó la
página bajo sus manos y por la que captó el puñado de palabras rayadas en
la hoja, de puño y letra de su esposo. Y fue la razón por la que vio esas
cuatro palabras encadenadas.
Maté a su hermano.
Un zumbido sordo llenó sus oídos y sacudió la cabeza en un intento de
dar sentido a las palabras de aquella página. Con dedos temblorosos,
levantó el libro.
—Daisy—, dijo Auric con voz ronca y se puso en pie de un salto. Él
alcanzó la página.
Ella la mantuvo fuera de su alcance y se apartó de él. Con el corazón
palpitando con fuerza en sus oídos, Daisy hojeó la página y pasó a la
siguiente. Sacudió la cabeza para aclararse. No. Esto era un error. Una
mentira, volcada en una página. Daisy levantó la mirada del libro abierto.
Su esposo estaba de pie, estoico e inmóvil, culpable en su silencio. Ella
volvió a mirar la página.
Siento haberte matado. Cumpliré el papel de hermano y prometo tratarla como a mi
propia hermana.
Pero, no importaba cuántas veces las leyera, ni cuántas veces quisiera
que desaparecieran, la tinta oscura seguía siendo la misma. El silencio
amenazaba con volverla loca. —¿Qué es esto?—, susurró ella, levantando la
cabeza una vez más.
El rostro de él era una máscara devastada de dolor.
—¿Qué es esto?—, gritó, agitando la página, y entonces vislumbró las
palabras en el lado opuesto. Le dio la vuelta a la maldita hoja y el aire la
abandonó en una rápida exhalación.
Prometo casarme con ella. Porque hace tiempo que está abandonada y desatendida.
Sé que necesita protección. Y también, que su vida es muy solitaria y triste.
Oh, Dios mío. Ella retrocedió. Se había casado con ella por un sentido de
responsabilidad por su papel en la muerte de Lionel. La habitación se
hundió y se balanceó bajo sus pies y ella buscó apoyo y lo encontró contra
la pared. Se apoyó en el duro yeso, y su respiración entrecortada se aceleró.
—Puedo explicarlo—, dijo, con el tono apagado. —Te debía la verdad
antes de casarnos.
¿La verdad? Sus palabras se mezclaron y confundieron. —¿Qué
verdad?— Apenas reconoció aquel grito agudo y de pánico como propio.
Él reanudó la marcha y se detuvo a varios metros de ella. Daisy movió la
cabeza de un lado a otro, buscando una salida. Dios, él había matado a su
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hermano. Los detalles de aquella noche que nadie conocía salvo Auric. Ella
había creído que Wessex había permanecido envuelto en secretos y
misterios y...
—No me mires así—, le suplicó, con la voz ronca. —Como si fuera un
monstruo.
—¿Qué verdad?—, volvió a preguntar ella, orgullosa de la firmeza e
indecisión de la pregunta esta vez.
Él le tendió una mano y ella retrocedió. Se había pasado la vida
amándolo, deseándolo, queriéndolo, y todo el tiempo él había sido un
extraño.
—Te merecías la verdad antes de esto—. Aspiró una lenta bocanada de
aire y permaneció en silencio durante tanto tiempo, que la inquietud llenó
cada rincón de su ser hasta que quiso huir de él, y de esta habitación, y
volver a la noche anterior, cuando él había sido simplemente Auric y ella
había sido Daisy, y ambos habían estado enamorados.
Mentiras. Mentiras. Mentiras. Todo aquello.
—Fuimos a un...— Auric se sonrojó. —Un lugar no apto para ningún
hombre o caballero y, desde luego, ningún lugar que deba conocer una
dama—. Ladeó la cabeza, tratando de seguir este intercambio inconexo. —
Lionel no quería ir. Quería quedarse en el extremo elegante de Londres
con...— Cerró los ojos. —...las mujeres ligeras de faldas más finas.— Oh,
Dios. —Insistí en que visitáramos un... un... lugar—, tropezó con sus
palabras. —Incluso pagué las monedas de la mujer con la que él se fue a
acostar, y en algún momento durante ese—, se atragantó con sus palabras.
—intercambio, fue apuñalado—. Un sonido estrangulado, mitad sollozo,
mitad risa, se le escapó. —Todo por una bolsa de monedas y su reloj de oro.
Daisy gimió. El sonido salió de su garganta, doloroso. —No. No. No—,
gimió, moviendo la cabeza de un lado a otro. Soltó el diario y se tapó los
oídos con las manos para tapar su voz.
Un fuerte brillo de lágrimas llenó los ojos de él, esas expresiones
inútiles, vacías, sin sentido. Más mentiras. —Yo no lo maté—. Se pasó una
mano por la cara. —Pero estaba allí por mi culpa... y, ah, Dios mío, la culpa
de eso siempre estará conmigo.
Las lágrimas inundaron sus propios ojos y parpadeó para alejarlas. Una
gota recorrió un camino por su mejilla, seguida de otra, y otra, hasta que los
torrentes se abrieron, y ella sollozó abiertamente. Cruzó los brazos en
torno a su cintura y se abrazó con fuerza, pero no sirvió de mucho para
alejar la dolorosa agonía que amenazaba con desgarrarla. No había
escuchado más que débiles susurros sobre aquella oscura noche. Lo que
había sucedido era demasiado oscuro y vil para que incluso los chismosos
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—¿Por favor qué?— Ella arqueó una única y cínica ceja. —¿Perdonarte?
¿Por mentirme? ¿Por Lionel?— Con una risa rota y oxidada, sacudió la
cabeza. —No te perdonaré nada de eso, Auric, y sospecho que eso no te
importará mucho, de todos modos. El único que puede darte la absolución
que necesitas eres tú... y nunca la encontrarás.
Con eso, ella salió de la habitación, dejándolo con los restos de su
corazón roto por única compañía.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Capítulo 21
Daisy estaba sentada a la orilla del río Serpentine. El rojo carmesí y las
tonalidades anaranjadas pintaban el cielo del amanecer en un resplandor de
colores a la vez majestuosos y tristes. Miró el bastidor de bordado, la
imagen de un corazón por fin perfectamente plasmada. Tras siete años de
lucha con la aguja demasiado pequeña y sus torpes dedos, había conseguido
lo que consideraba una hazaña imposible. Durante mucho tiempo había
encontrado consuelo y comodidad en esta habilidad que en realidad no lo
era; ni para ella, ni como lo era para otras damas. Cuando vivía, una sombra
invisible en la casa de sus padres y echaba de menos a Lionel, sus bordados
habían representado un reto. Algo tan difícil que requería toda su atención
y, al hacerlo, la obligaba a prestar atención a lo insustancial.
Dejó a un lado el bastidor de madera y acercó las rodillas al pecho.
Apoyó la barbilla sobre sus faldas y contempló los vastos y vacíos terrenos
de Hyde Park. Una brisa primaveral agitaba el haya, removiendo las hojas
en lo alto. Ahora, la tarea estaba terminada, y cuando sus pensamientos
debían estar en Lionel y en el doloroso agujero que siempre habitaría en su
corazón, ella pensaba en otro.
Un hombre que, según admitió, había matado a Lionel. Su corazón
sufrió un espasmo. Desde que leyó esas palabras condenatorias en las
páginas del diario de Auric y escuchó sus afirmaciones de culpabilidad,
alternó entre una conmoción que la aturdía y, que Dios la ayudara, el odio
hacia el hombre que debería haber sido un amigo de Lionel y que, en
cambio, lo había llevado a la muerte. Su vida, y los años posteriores de dolor
y soledad que había conocido, que él había escrito tan
despreocupadamente en las páginas de ese libro, eran secundarios para
Lionel. Ella habría cambiado hasta la última de sus sonrisas con tal de
poder tener a su hermano de vuelta en su vida aunque fuera por un día.
Después de una noche de demasiadas lágrimas, había huido de su nuevo
hogar y de Auric, necesitando poner espacio entre ellos para poder ordenar
las palabras condenatorias de su esposo. Se había quedado en la cama, con
la mirada perdida en el mural del centro del techo. ¿Cómo podía mirarlo y
ver algo más que la oscuridad de aquella noche? Un escalofrío la recorrió
ante las verdades que él había pronunciado. Y sin embargo, a la luz del día,
aunque quisiera culparlo por la pérdida de Lionel, no podía. Desde que
conoció a su hermano, éste nunca había ido a ningún sitio ni había hecho
nada que no deseara. Se había ido por su propia voluntad y su muerte fue el
resultado de sus propias acciones.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Oh, había poco consuelo que encontrar en eso. Porque siempre habría
una necesidad de dar sentido a un acto desmedido cometido contra un
hombre que sólo tenía veintidós años. El viento tiró de su peinado y soltó
un solo rizo. Le cayó sobre la frente. Cerró los ojos pensando en Auric y en
todas las veces que había capturado un mechón en su mano, estudiando el
bucle como si fuera el más raro de los artefactos expuestos en el Salón
Egipcio. Daisy abrió los ojos. Un pelícano rosa se deslizaba por la suave
superficie del río. Sumergió su enorme cabeza bajo la superficie y emergió
un momento después con un pez dentro de su enorme y anaranjado pico.
No podía odiar a Auric, ni culparlo, ni despreciarlo por aquella noche de
juerga y desenfreno. Ellos habían sido jóvenes y no eran diferentes de la
mayoría de los jóvenes caballeros que acababan de salir de la universidad.
Simplemente habían participado en actividades de las que ella nunca había
oído hablar por su carácter escandaloso.
Daisy recogió su tela terminada y pasó los dedos por el corazón
impecable. Sin embargo, no podía perdonar ni aceptar este matrimonio por
obligación que él le había impuesto. Una unión en la que él la veía como
una responsabilidad, una deuda con Lionel, que ahora él pasaría el resto de
su vida pagando en forma de matrimonio con la solitaria y desprotegida
mujer. Mentiras. Mentiras. Todo aquello.
Te amo, Daisy. Ella hizo una mueca. ¿Había sido algo real?
Se detuvo con la punta del dedo en el hueco del corazón rojo. Se había
convencido a sí misma de que Auric se había casado con ella por amor, y
porque él sentía las mismas emociones desesperadas que ella llevaba desde
hacía tiempo en su propio corazón. Sólo que la verdad era que su
matrimonio había sido cuidadosamente construido sobre mentiras y
engaños y un pasado trágico. ¿Dónde podría haber felicidad en una unión
así? Una presión visceral le apretó el corazón. Ella merecía más de un
matrimonio. Al igual que Auric merecía más. La belleza de cabello dorado
que había capturado su afecto revoloteó por su mente. Lady Stanhope. La
amable, encantadora e impecable belleza inglesa era la mujer que él habría
tenido en su vida. Oh, en su noche de bodas había hablado de su amor por
Daisy y emitido protestas de cualquier consideración emocional real por la
condesa.
Pero ella había sido la mujer a la que había cortejado... y no había habido
ni Lionel ni culpa ni obligación que impulsara su oferta de matrimonio. La
presión se hizo más fuerte, cortando su flujo de aire. Mientras que Daisy
siempre fue y ahora, como su esposa, siempre sería, una responsabilidad
eterna.
Un pequeño bostezo cortó sus tristes cavilaciones y miró a su criada
sentada a cierta distancia. La pobre mujer se apoyaba en la base de uno de
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Capítulo 22
Auric estaba sentado en la biblioteca, con la cabeza enterrada entre las
manos. La botella de brandy medio vacía en la que se había perdido durante
la mayor parte del día yacía olvidada a sus pies junto al diario abierto que lo
había salvado estos años y que ahora lo había destruido ante la mujer que
amaba.
Las acusaciones y las palabras de Daisy resonaban en su mente, igual
que lo habían hecho desde que se despidió de él ayer por la tarde, con el
odio que desprendían sus ojos marrones, antes tan cariñosos.
Se pasó las manos por el pelo y buscó su copa de brandy. Se bebió el
contenido restante de un trago largo y lento, haciendo una mueca mientras
se abría un camino de fuego en su garganta. ¿Había esperado una reacción
diferente de ella? Y más aún, ¿se merecía él una reacción totalmente
distinta?
Y lo peor de todo era que las acusaciones que ella le había lanzado
tenían una horrible verdad. Todos estos años, él había pensado que había
algo honorable en su dedicación a la familia de Lionel. En realidad, esas
cosas no habían sido por Daisy, ni por el Marqués y la Marquesa de
Roxbury: habían sido por él. Levantó el libro y miró fijamente aquellas
palabras que habían matado para siempre el amor que Daisy llevaba en su
corazón.
Maté a su hermano...
Auric aplastó el libro de cuero en su mano. Sin embargo, Daisy tenía
razón. No había absolución. No había perdón. Pero ahora había una verdad
entre ellos. Sin embargo, él no había sido liberado por esas verdades como
contaban todos esos grandes cuentos. En cambio, lo había encadenado a un
matrimonio sin amor, con el pecado aún más negro por su papel en la
muerte de Lionel y en su engaño.
Deseó que las mentiras permanecieran entre ellos. Porque así, al menos,
esas falsedades seguirían carcomiéndolo, pero Daisy permanecería intacta
por la vileza de aquella noche. Ahora ella sabía cosas que ninguna joven
tenía derecho a saber, y lo veía como el bastardo egocéntrico que era, y que
siempre había sido. Auric abanicó las páginas de su diario y su dedo se
detuvo al azar en una página.
Lionel,
Daisy necesita un esposo... Me encargaré de que se case con un caballero honorable,
respetable y decidido como ella desea y merece...
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Sólo una mentira más. Porque sabiendo que Astor u otro habrían sido
una mejor pareja, liberándola del dolor de su pasado, Auric había ido y se
había casado con ella de todos modos. Su matrimonio le recordaría para
siempre a Daisy lo que había perdido y lo que él le había costado. Cerró las
páginas de golpe. Thwack. El eco de eso le dio poca satisfacción. Auric se
puso en pie con las páginas malditas en las manos y cruzó la habitación
hasta el hogar. Un suave fuego crepitaba y chasqueaba en la rejilla metálica,
desprendiendo calor de las llamas bajas y anaranjadas. Era extraño que
pudiera estar tan caliente por fuera y, sin embargo, congelado por dentro.
Se fijó en una llama que sobresalía por encima de las demás. Todos estos
años había luchado por una apariencia de paz y normalidad en su vida.
Desde el momento de aquel gran error, había dedicado su vida a ser un
hombre que pudiera ser respetado por la vida moral y correcta que llevaba.
Cada parte de su vida después de Lionel había sido una fachada
cuidadosamente orquestada, destinada a engañar a la sociedad, a Daisy, a
su familia y a sí mismo. Siempre lo había sabido y la culpa de ese engaño lo
corroía. Auric dio la vuelta al diario en sus manos y estudió las cálidas y
familiares páginas de un libro que había sido más amigo y confidente para
él. Cuando su vida había estado hecha de mentiras, estas páginas habían
conocido verdades. Cuando las pesadillas habían amenazado con
consumirlo y destruirlo, este libro había evitado que cayera por el
precipicio de la locura.
Extraño, el libro que le había traído consuelo y solaz estos años lo había
destruido inevitablemente. Vio su rostro en el reflejo del espejo dorado.
Una sonrisa dura y amarga torció sus labios. Este diario no lo había
destruido. Él se había destruido a sí mismo, porque eso era lo que siempre
hacía. La vida de Lionel, la suya, la de Daisy, la de sus padres.
Auric acercó el borde del libro al fuego. La llama carmesí lamía la
esquina, haciendo que el borde se volviera negro. Se fijó en esa marca
carbonizada que crecía rápidamente, expandiéndose, hasta que echó
chispas anaranjadas. Con una maldición, lo tiró al suelo y apagó la pequeña
llama con el tacón de la bota. Miró fijamente su diario. Quemar el libro
nunca conseguiría deshacer todo lo que se había hecho.
Sonó un golpe en la puerta y su cabeza se levantó, con el corazón
suspendido en la esperanza. Entonces, su mayordomo atravesó la puerta y
el órgano se cayó.
El viejo sirviente abrió los ojos al vislumbrar a su empleador. —El
Vizconde Wessex—, murmuró, evitando cuidadosamente la mirada de su
desaliñado patrón. Admitió al vizconde y salió corriendo de la habitación,
cerrando apresuradamente la puerta tras de sí.
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
Sus labios se torcieron en una sonrisa irónica y sin gracia. Ah, sí, los
sirvientes, al igual que toda la sociedad educada, seguían viendo al pulido y
refinado Duque de Crawford. No veían a este hombre borracho, desaliñado,
descuidado y patético.
Donde el sirviente había desviado la mirada con horror, Wessex le echó
un vistazo superficial. Dio varios pasos hacia Auric y luego se detuvo de
golpe. —Por Dios, hombre—. Arrugó la nariz. —Hueles como si te
hubieras bañado en alcohol.
Brandy y whisky para ser precisos.
—¿Qué es lo que...?— Sus palabras se interrumpieron cuando la mirada
de Wessex se dirigió al suelo y al diario quemado a los pies de Auric.
Cuando volvió a mirar a Auric, su expresión era cuidadosamente
inexpresiva.
El vizconde se dirigió al aparador y rebuscó entre las jarras de cristal.
Las levantó, una por una, como si estudiara su color y calidad, y luego se
decidió por el más antiguo y mejor brandy francés de Auric. Wessex tomó
una copa y entonces sonó el tintineo del cristal tocando el cristal mientras
servía una copa hasta el borde. Se volvió para mirar a Auric y apoyó la
cadera en el borde del aparador Chippendale. —Tienes un aspecto
infernal—, dijo sin preámbulos, sus palabras eran una observación más que
una acusación.
Bueno, tener un aspecto infernal era apropiado para un hombre que
vivía en el infierno y, como no había duda, se agachó y recuperó el libro. Lo
llevó a su escritorio y lo arrojó sobre la superficie, por lo demás inmaculada.
Todo el tiempo su piel ardía bajo el escrutinio del otro hombre. Auric se
sentó.
—Ella lo sabe—, murmuró Wessex sin preámbulos.
Asintió escuetamente con la cabeza.
—¿Cómo...?
—Descubrió mi diario—. Él había sido descuidado. No es que ese
detalle deba importar. Lo que contenían las páginas del diario importaba
menos que el hecho de que hubiera mantenido en secreto los detalles de
esas páginas.
Wessex no dijo nada por un momento, simplemente se sentó allí tan
despreocupadamente, dando un sorbo a su brandy, cuando todo el mundo
de Auric se había derrumbado a su alrededor. —Ella te ama—, dijo por fin.
La aversión que se reflejaba en la mirada de la mujer y la mueca de sus
labios carnosos revelaban la verdad: una vez lo había amado, pero ya no.
Volvió a negar con la cabeza. —Todo lo contrario—, consiguió decir. —Me
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Amada por el Duque – Corazón del Duque #4
odia—. Te amo... Lo odiaba, cuando antes había habido amor en sus ojos y en
su corazón y en su boca con esas dos palabras que le habían devuelto la
vida y le habían hecho creer que podía ser feliz. Que ellos podían ser felices.
Tonto. Tonto. Tonto.
Su amigo se apartó del aparador. —Vamos—, se burló. —Seguramente,
sabes que la dama te ama desde hace años. Aquella noche, en el baile de
Lady Harrison, buscó entre la multitud a cierto caballero.
Auric apretó dolorosamente los dedos sobre los brazos de la silla. Ella
habría estado mejor con cualquiera de los caballeros de las malditas listas
armadas tanto por él como por su amigo. Se le apretó el estómago y levantó
los ojos para encontrarse con la mirada curiosamente inexpresiva del otro
hombre. —Creía que su boda con otro me destruiría—. Pasó la palma de la
mano por el libro de cuero negro. —¿Cómo no me di cuenta de que casarse
con ella nos destruiría a los dos?.
Un sonido de impaciencia se le escapó a su amigo y, con la mano libre,
sacó la silla de cuero con respaldo de ala y se sentó en el borde. —Ella
estaba molesta, Auric.
La esperanza se agitó en su pecho. Quizás Wessex tenía razón. Intentó
imaginar la conmoción que supondría enterarse de todo lo que había
escuchado Daisy en cuestión de momentos. Por supuesto que ella se
llenaría de conmoción, de asco, de repugnancia, pero quizás, con el tiempo,
podría llegar a ver... a darse cuenta... Auric cerró los ojos un momento y
sacudió la cabeza. Cuando los abrió, se encontró con la sombría mirada
azul del vizconde clavada en él. —No hay perdón para lo que he hecho—,
dijo con la voz hueca.
—¿Lo que has hecho?— siseó Wessex, inclinándose hacia delante en su
asiento con tanta rapidez que el cuero envejecido crujió en señal de
protesta. Apoyó las palmas de las manos en el borde del escritorio. —No
tienes la exclusividad de la culpa de esa noche, Auric. No eras el único que
deseaba visitar ese infierno aquella noche, ni obligaste a Lionel a ir. Él fue.
Todos lo hicimos.
Los recuerdos se inmiscuyeron, como lo hacían a menudo. Esporádicos e
inconsistentes. Auric se restregó las manos por la cara, tratando de enfocar
aquella maldita noche. —Lo obligué...
La risa de Wessex cortó su admisión de culpa. —Vamos, hombre. Sé
que probablemente sea producto de tu elevado título de duque, pero no
pudiste obligarme a mí a hacer nada, y ciertamente nunca pudiste obligar a
Lionel.
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~*~
Daisy se quedó mirando la figura de su marido, que se retiraba
rápidamente y desaparecía por el pasillo. Su corazón retumbaba, golpeando
dolorosamente las paredes de su pecho. Se apoyó en el marco de la puerta,
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Capítulo 23
Auric se encontraba en el borde de la calle empedrada. Los gritos de los
gitanos que vendían sus productos se confundían en su mente en una
cacofonía. Miró el monóculo que tenía en la mano, dándole vueltas en la
palma. Los rayos del sol de la mañana se reflejaban en la lente lisa, brillaban
en el metal y lo cegaban momentáneamente.
Es un monóculo. Te ayuda a ver...
Sólo que muy poco había visto realmente en estos años. Todo lo que
siempre había querido, todo lo que nunca había sabido que necesitaba,
siempre había estado ahí, justo delante de él. Ella había estado allí. Y sin
embargo, la había perdido. La había perdido, hace mucho, mucho tiempo.
—¿Puedo ayudarlo a encontrar algo, buen señor?— La voz de la mujer,
envejecida y tranquila, cortó sus silenciosas cavilaciones.
Auric volvió a meter el monóculo en el bolsillo delantero de su chaqueta.
—No—, murmuró. Ni siquiera estaba seguro de qué lo había atraído a este
preciso lugar. No, eso era otra mentira. Sabía lo que lo había traído aquí.
Éste había sido el lugar en el que había dejado de ver a Daisy como una niña
pequeña que necesitaba protección y había descubierto a Lady Daisy
Laurel Meadows, la mujer que le había abierto el corazón y le había
recordado lo que se sentía al volver a sentir.
Y maldita sea si no detestaba todo lo que conllevaba volver a vivir.
—¿Quizás un regalo para su dama?
Se puso rígido y volvió a prestar atención a la insistente mujer de pelo
negro y gris. Abrió la boca, pero ella blandió una larga cinta amarilla,
terminando las palabras en sus labios. —¿Tal vez una cinta para el pelo de
la dama?
Él negó con la cabeza. —Yo...
Ella levantó un pequeño espejo de mano chapado en marfil. —¿Un
espejo entonces para capturar su belleza?— Ella no le permitió hablar, pero
continuó. —O un par de peinetas para el pelo.
Una imagen de ella el día de su boda, resplandeciente y sonriente con las
peinetas de mariposa acomodadas en sus rizos castaños oscuros revoloteó
por su mente y una presión se instaló en su pecho. Consiguió sacudir la
cabeza y ella volvió a prestar atención a su colorida colección de artículos.
Auric metió la mano en su abrigo y sacó una pequeña bolsa de monedas.
—Tome—, dijo bruscamente, deteniendo los movimientos de la anciana.
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Epílogo
17 de enero de 1817
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El fin.
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