Husserl y Gadamer Fenomenologia y Hermeneutica
Husserl y Gadamer Fenomenologia y Hermeneutica
Husserl y Gadamer Fenomenologia y Hermeneutica
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Miguel García-Baró
Husserl y Gadamer
Fenomenología y hermenéutica
Descubrir la Filosofía - 30
ePub r1.1
Titivillus 16.05.18
ebookelo.com - Página 3
Miguel García-Baró, 2015
Diseño de cubierta: Víctor Fernández y Natalia Sánchez
Ilustración de portada: Nacho García
Diseño y maquetación: Kira Riera
Imágenes: Las imágenes que aparecen en este libro son de dominio público
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Para Diana, lectora esencial, que ha mejorado mucho mi texto; para
Pedro, lector accidental que me lo dejaba intacto; y para Juan, lector
entusiasta.
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Prefacio
Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud.
JOSÉ ORTEGA Y GASSET, Meditaciones del Quijote
Cuando Husserl fue entendido, los filósofos reaccionaron con un entusiasmo que
el gremio no sentía desde las críticas kantianas, un siglo atrás. Era como si el mundo
y la vida humana se ofrecieran otra vez nuevos a la mirada del asombro. Era como si
en la filosofía se hubiera de pronto empezado a practicar una técnica de examen de lo
real paralela a la que el expresionismo desarrollaba en la pintura. Una segunda (o
quizá tercera) inocencia.
El interés mundial por la nueva filosofía alemana creció aún más cuando
Heidegger publicó Ser y tiempo. Inmediatamente empezó a hablarse de una
trasformación de la fenomenología en existencialismo. Hoy, una vez que los trabajos
de Gadamer se han recibido ampliamente, es muy frecuente oír hablar del giro que
dio la fenomenología hasta convertirse en hermenéutica.
La convicción del autor de este libro es que no hay tal giro: que una cosa es que
haya pensadores que se convenzan de la superioridad de las tesis de Heidegger
respecto de las de Husserl, y otra, que esta superioridad se dé realmente y sea tan
global y tan decisiva como para que ya nadie pueda legítimamente preferir seguir
trabajando más bien desde las bases puestas por Husserl antes que dentro del ámbito
de la hermenéutica.
La fenomenología intenta captar sin supuestos previos cómo vivimos todo lo que
de hecho vivimos; la hermenéutica renuncia a este programa, que no le parece
sensato, y trata la vida del individuo en analogía con la interpretación de un texto. Y
cuando leemos la vida y el mundo, nuestra comprensión está sostenida por un lecho
de supuestos y de creencias —la tradición— al que debemos hasta las preguntas que
hacemos a la vida y al mundo.
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Qué es la fenomenología
La abstención filosófica
Olvide quien se adentra en este libro todo lo que crea saber de filosofía. Aquí estamos
en la escuela de los viejos y auténticos cínicos (no de sus contrarios, que son a los
que llamamos cínicos ahora —época de cierta confusión—). Aquellos sabios mal y
poco vestidos pedían a quienes se les adherían que llegaran habiendo leído poco o,
mejor todavía, habiendo logrado desaprender lo que una persona absorbe, leyendo y
de mil otras maneras, en el período de su «formación», o sea, cuando más pasiva y
cándidamente recibe las pautas para vivir y las presuntas grandes verdades sobre todo
(el mundo, las otras personas, el bien y el mal, la divinidad. Todo). Si el lector se
olvida de todo lo que ya sabe —o cree saber; por favor ¡no se me ofenda!— de
filosofía, ha empezado a practicar la filosofía de Edmund Husserl: ha empezado a
abstenerse. Yo, que aún no he desaprendido lo bastante pese a mi edad, recuerdo a
este propósito lo que decía el joven Aristóteles: que para negarse a filosofar hay ya
que filosofar. Con la fenomenología de Husserl es peor: el mismo movimiento de
retirada es ya fenomenología.
Aprovecho para adelantar que Husserl no podía pensar sin escribir, solo que en un
sistema taquigráfico que apenas era de uso ni en su época. Imaginen millares y
millares de cuartillas, cartones y notas cubiertos de signos claros, aislados, pero tan
misteriosos como un bello ejercicio escolar de un niño chino. De todo esto está
formado hoy en día el Archivo Husserl: son los innumerables papeles de un filósofo
que pensaba horas cada día, muchas veces repasando con otros términos el mismo
problema del día anterior: Si venía un guardia nazi a comunicarle por escrito que
había dejado de ser ciudadano alemán a sus 74 años y después de haber dado a
Alemania un hijo en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, por supuesto
que Husserl, en cuanto el guardia se marchaba, daba la vuelta al amenazador
documento y lo aprovechaba para seguir con sus garabatos, que luego quizá
trascribiera su pobre ayudante —o quizá nadie nunca.
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¿Por qué la abstención es ya la filosofía fenomenológica o, sin más, la filosofía?
Porque el único requisito que se pide para entrar en la filosofía, además de conocer
alguna lengua natural, es la sospecha de saber siempre ya demasiado. Lo que
distingue a la actividad filosófica de la actividad no filosófica es nada más que la
radicalidad, la profundidad o la extensión de este abstenerse de creer que ya sabemos
la verdad.
No hacen falta muchos ejemplos, pero sí alguno. El médico primitivo, allá en los
tiempos de Hipócrates, suponía que el equilibrio de cuatro factores era la clave de la
salud, y que el cuerpo, si enfermaba, tenía que llenarse de uno faltante y vaciarse de
uno sobrante. Ponía en práctica su doctrina e iba enviando a la tumba a tantos o más
pacientes como ayudaba a sanar. Es difícil distinguir si la naturaleza misma mata o
cura, hagas tú lo que hagas para estimularla a curar; pero al fin llega a ser evidente
que el problema de la salud no se soluciona llenando y vaciando de cuatro cositas el
pobre cuerpo enfermo. ¿Y si son ocho o dieciséis o cuarenta mil los factores? ¿Y si el
cambio de unos por otros, que en griego se llama metabolismo, resulta ser un
mecanismo más complicado que el llenado y el vaciado? Y la Medicina va
avanzando. Mantiene su idea, su ideal, su finalidad: hay que curar, y hay que hacerlo
con buen método, o sea, sistemáticamente, de verdad, mejor dicho, basando la cura
en la verdad sobre la enfermedad y la salud; lo que cambia en la historia de la
Medicina es la conciencia de que el médico no obedece en realidad a esta idea. En
consecuencia, va desaprendiendo con trabajo y, sobre todo, con una virtud que, en
cuanto médico, no parece ir incluida en el currículum profesional: con humildad.
La filosofía sigue esta misma pauta, solo que respecto de la vida entera, o, mejor
dicho, de la vida casi entera. Es posible que el médico esté fracasando no solo como
internista sino también como marido, como padre, como amigo, como conductor de
coches, como jugador de golf y como miembro de un partido político. Para solucionar
un par de estos fracasos tiene a mano técnicas que debería aprender mejor.
Seguramente se hace por ello la ilusión de que, para toda necesidad y para toda
carencia, alguien de talento y buena voluntad haya creado o vaya a crear pronto una
técnica semejante a las que permiten mejorar el rendimiento en el golf o al volante. Si
su orgullo lo permite, o si se lo reclama la gravedad de su fracaso, irá al psicólogo,
estudiará a distancia politología y retórica o, ya en el despeñadero de las prisas,
dedicará una parte de sus tardes a alguna escuela esotérica de meditación o a alguna
secta. Pero ¿y si el psicólogo no contribuye a arreglar su vida mucho más allá que la
secta? Claro que es posible ir de terapeuta en terapeuta y de secta en secta, aunque
crezca a la vez el complejo de ser un desastre y vaya disminuyendo este fetiche del
presente, la autoestima, con malas consecuencias para el resto de los problemas. ¿Y si
descubrimos que el psicólogo tiene los mismos problemas que nosotros y el fundador
de la secta ha abusado de treinta menores?
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En realidad, no hace falta que uno emprenda una via crucis por divanes y círculos
de meditación superprofunda. Basta con que imaginemos esta posibilidad. Basta con
que, en cualquier terreno de la vida, de la acción cotidiana, se presente una dificultad,
para que seamos ya capaces de imaginar la posibilidad de una inmensa abstención
respecto no de una o dos clases de saberes y técnicas y rutinas en cuya posesión
creemos estar, sino de todas en absoluto. De todo aquello que creemos saber, salvo de
un elemento, que se corresponde con el papel de la idea en el ejemplo del médico.
Quiero decir algo como esto:
Yo siempre he dado por entendido que sabía lo suficiente sobre la vida misma como para irla viviendo más o
menos al estilo de mis padres, un poco corregido por lo que mi generación trae de nuevo. La historia avanza
siempre. Un hijo podrá ser casi como su padre, pero nunca vivirá del todo como él: nuevas tareas, nuevas
aspiraciones colectivas, nuevos descubrimientos técnicos. Pero ¿qué sé en realidad del conjunto de la vida?
¿He pensado alguna vez de veras y desde mí mismo, prescindiendo de lo que desde siempre se me ha dicho, e
incluso de la pequeña experiencia personal que creo haber acumulado a este respecto, cómo debo vivir y hacia
qué metas? Una verdad incuestionable es que dispongo de un tiempo limitado; otra, que la vida es irreversible,
que nada se repite, que lo que fue posible ayer ya no lo es hoy y no lo será mañana; otra, que no me siento en
el paraíso, aunque tampoco me siento directamente en el infierno; otra más, que estoy inquieto, que sé que está
en mis manos por lo menos una buena parte de lo que vaya a ser de mí. Hay todavía más verdades de las que
no puedo dudar, de la misma manera que no puedo dudar de que ahora mismo vivo y reflexiono y tengo
dudas, problemas, oscuridades y certezas, deseos y aversiones. Algunas de estas otras verdades de primer
orden son, ante todo, que me importan mucho otras personas —y, por tanto, también, de paso, los fracasos
posibles en mis relaciones con ellas— y que no veo con ninguna claridad qué me llenaría del todo de felicidad.
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La idea de la filosofía
Y ahora, la idea de la filosofía (y hasta nos abstenemos del respeto o quizá del
resquemor que el mero sonido de esta palabra, puro griego, nos suscita de entrada: ya
lo dije, olvidemos, por favor, cuanto sepamos de la filosofía —hasta su nombre y el
sabor de su nombre—). La vida no se puede vivir sin examen; no debo simplemente
ser el hijo de mi padre—, necesito antes que nada verdad y bien, verdad sobre el
bien; tendría que responsabilizarme con absoluta radicalidad de cada una de las
tesis que, por admitirlas, me hacen vivir como vivo. Pero es que además la sociedad
debería organizarse con ciudadanos que participen de estos mismos ideales, y no
como siempre parece que ha sido.
Un filósofo poco posterior a Husserl y que lo apreciaba, pero que además escribía
muy bien y era poeta, plasmó esta situación global del ser humano en unos términos
que resultan extraordinariamente útiles. Gabriel Marcel, en efecto, hacía explícita la
diferencia entre la filosofía y lo que aún no lo es —aunque se le parece—
proponiendo que mantengamos bien separados los problemas de los misterios. Un
problema es, como dice con precisión la palabra (puro griego también) un obstáculo.
La imagen casi inevitable de nuestra vida es la de un trayecto, lo más derecho
posible, pero que suele encontrarse con escollos, y tiene entonces que inventar algo
para sortear estos problemas: los rodea, salta por encima de ellos, los bombardea… Y
la vida pasa luego, solo que ahora almacena un saber nuevo en su repertorio: tal
problema se soluciona de tal o cual manera. Este seguir la vida adelante en su
trayectoria es encontrar en el campo del mundo o en el océano de la realidad una
facilidad, un hueco abierto (que en griego se dice poro).
Pero no se puede poner tampoco en duda —otra certeza básica, pues— que hay
ocasiones especialmente apuradas o angustiosas (nos pasamos al latín: «estrechas»), o
sea, como sin hueco para salir atravesándolas, rodeándolas o bombardeándolas. Estos
ya no son problemas, sino, literalmente, aportas. Como si fuéramos de cabeza contra
la pared y sin poder detener el ímpetu de la vida. Parece que vamos a morir
aplastados por este obstáculo gigantesco. A lo mejor nos ponemos a dar vueltas sobre
nosotros mismos a fin de retrasar en vano el choque. Por cierto, a este girar inútil y
asustado en torno a nosotros mismos, a este vértigo, le atribuyó Sócrates el origen
vital de la filosofía, no a ninguna curiosidad sana o malsana. ¡Naturalmente! Los
problemas no nos suscitan curiosidad, sino un amago de angustia, y en el intento de
solucionarlos está el principio de las ciencias y de las técnicas, primas de la filosofía.
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alrededor es inseguro— y proponía un enigma a quienes se atrevían a salir del
amparo de sus casas o no tenían otro remedio que hacerlo. Si el desdichado no sabía
resolverlo, la Esfinge lo mataba; y la Esfinge fue matando y matando, hasta que
apareció un héroe liberador (al que luego los dioses castigaron, también en parte por
el atentado contra la Esfinge, de la peor manera posible: terminó siendo asesino de su
padre, marido de su madre, hermano de sus hijos; y de toda esta desgracia se enteró
justo solo cuando se propuso en serio saber la verdad).
Por cierto que un sutil engaño de la ciencia, que precisamente Husserl no se cansó
de debelar, consiste en tratar de convencernos de que solo existen los problemas, y
nunca los misterios. Es una posición perfectamente antifilosófica, que técnicamente
se llama positivismo. Consiste aproximadamente en esto: Sé que, aunque yo mismo
aún no consigo acostumbrarme a esta verdad porque mi educación me deformó
demasiado, no hay ninguna pregunta que tenga sentido que no se pueda responder en
un laboratorio, o con una estadística, o con un modelo computacional. Por ejemplo,
espero que un día la pretendida cuestión del sentido de la vida me deje del todo de
importar y hasta ni la comprenda siquiera.
La filosofía nació a la vez que la ciencia y revuelta con ella, pero muy pronto,
apenas con cincuenta años de vida, estos siameses supieron por sí mismos separarse
(pero las personas no somos ni la ciencia ni la filosofía, e insistimos e insistiremos
quizá siempre en revolverlas de nuevo).
Con los misterios más bien se carga ya para siempre, y el trabajo, penoso y
delicioso a turnos, agobiante y embriagador a turnos, es más bien irles dando vueltas.
Es como si pasaran, justo cuando vamos a chocar mortalmente contra el muro, de
aporías a colosales nubes de tormenta, bellas y siniestras a partes iguales, por en
medio de las cuales se aventura el piloto del avión. La experiencia nos enseña que se
trata de algo semejante a un viaje por un paisaje de montaña. Curvas, ascensos,
descensos; balcones vertiginosos; valles sin luz; perspectiva infinita de pronto; un
páramo; la fuente de un río… Tomo, por cierto, la imagen del filósofo Franz
Rosenzweig: somos como convalecientes de la enfermedad problemática, aporética y
misteriosa de la vida, que buscan la salud en estos paisajes, o sea, que buscan una
vida nueva o renovada aprendiendo a ver todas las cosas después de una inmensa
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abstención respecto de las técnicas y las rutinas de la vida cotidiana y de la ciudad de
aire y agua contaminados, en la que enfermaron. Experiencia quiere justamente decir
viaje, y el viaje es aprendizaje. Cuando la facilidad de la trayectoria de la vida se ve
alterada, se da una especie de reduplicación de la vida: no puedo no seguir
viviéndola, pero ahora, además, la pienso.
Se puede decir también que hay alguna forma original de ciencia y filosofía allí
donde se forja la palabra todo. Porque precisamente el misterio es todo, mientras que
el problema es siempre parte. El problema reorienta la trayectoria derecha de la vida;
el misterio la convierte en algo doble: sigue siendo trayectoria más o menos
zigzagueante, pero ahora, como a otro nivel. Continuamos en mitad del mundo de la
vida cotidiana (estoy aquí introduciendo un muy peculiar y difícil término técnico del
Husserl anciano, que examinaremos), pero hemos añadido la vocación nueva, el
oficio nuevo que exige (y trascurre en) la abstención respecto de los saberes
heredados y las convenciones, y que empieza por pedirnos que, aunque estemos
profundamente seducidos por la eficacia, la precisión, la certeza y la verdad de las
ciencias y las técnicas, no confundamos la filosofía jamás con ninguna de ellas.
Quienes de verdad se atienen a los hechos no son los positivistas sino los que han
aprendido de la realidad misma de la vida todas estas distinciones básicas,
elementales, de importancia imposible de exagerar, difíciles por ello mismo, pero
también muy fáciles si la gran abstención filosófica logra que despertemos al
espectáculo exacto, o sea, al fenómeno de nuestra vida tal y como es; tal y como es el
suelo en que se apoyan y sobre el que trabajan los saberes tradicionales y luego,
también, los saberes nacidos de la pregunta, el diálogo y la silenciosa contemplación
solitaria del Todo misterioso (teoría, en puro griego).
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se atreve a abstenerse de Todo, como a salirse de Todo (¿a dónde?), porque Todo se le
ha vuelto pregunta y enigma. Hasta yo mismo, como san Agustín, me he convertido
en pura pregunta que se pregunta por Todo.
El misterio adopta formas varias, muy influidas por los «saberes» previos de la
persona ante la cual de improviso, como a destiempo, se presenta. Esta aparición des-
orienta literalmente la vida, en el sentido de este maravilloso duplicarla que he
tratado ya de empezar a describir (por una parte, como por debajo, a ras de tierra,
trayecto por el mundo, apoyado en ciencias y técnicas y rutinas; por la otra, como de
vuelo, teoría, monólogo y diálogo alrededor del Todo). Pero no se consigue realmente
el fruto de esta desorientación más que si, sugerida por la presencia de lo misterioso,
la persona afectada se decide radicalmente a dejarse realmente afectar y desorientar.
Mucho más allá y más arriba que el misterio de la muerte propia está, por
ejemplo, el misterio del daño que se puede inferir a otras personas y su reverso, el
amor que se concibe por ellas. Y antes incluso que el ser amado y el dejarse amar está
el misterio del amor que de repente nace hacia otro, hacia otros, ojalá que hacia
todos, y respecto de cada uno en forma individualizada.
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sobre todo por la experiencia del amor, la que de veras puede radicalizar mi
abstención.
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La actitud filosófica
Hemos dejado muy atrás la idea de que sea soberbia esta rebelión del individuo ante
la historia, ante los saberes heredados, ante Todo. Comprendemos que el timorato
saludo de la Tradición en el frontispicio del templo de Apolo Délfico fuera
justamente: Conócete a ti mismo, o sea, No caigas en la soberbia de creerte algo más
que una mera parte insignificante del Todo divino. Sócrates no murió por pensar; sino
por tratar amorosamente de hacer entender a los ignorantes que ignoramos el hecho
de nuestra ignorancia al cuadrado (o al cubo). Sócrates solo quería que todo el
mundo, empezando por él mismo, pensara más, o sea, fuera más libre, se llenara más
del significado de los misterios de la muerte y del amor, para que así la sociedad
cambiara su lastimosa mediocridad (en todos los sentidos). Casi no le importaba el
medio que había que emplear, con tal de que fuera una forma real del amor y
trascurriera en el terreno de las palabras. Puede que su manera de proceder tenga
insuficiencias, pero nunca se debe describir la filosofía retrocediendo de este punto de
arranque, que simplemente es su idea misma.
Hay, pues, una especie de actitud natural, en que uno se deja vivir a base de
soluciones que ya encuentra en el mundo de la vida de todos los días. A lo más, si se
encuentra con determinados problemas relativamente nuevos, forja técnicas y
soluciones relativamente nuevas para eludirlos. El misterio o los misterios se han
presentado como un instante tan solo en una vida que no los ha dejado entrar. Se ha
asustado de la desorientación que comportan y ha preferido la comodidad de lo malo
conocido al riesgo de lo inciertamente bueno por conocer.
Hay la actitud que se levanta de esta postración, de esta más que probable
comodidad, de estos miedos. En ella no hay costras de saberes sino, si realmente se
ha llegado al fondo libre de la apertura a la exposición plena a lo misterioso, habrá…
fenómenos, habrá… filosofía. Estas son palabras un tanto raras y fuera de moda, pero
usémoslas. ¿O es que haremos abstracción de todo menos de las modas?
Nuestra propia situación oscila de una a otra actitud. Con un esfuerzo que siempre
habrá que renovar, nos remontaremos a la actitud filosófica o fenomenológica. Según
han dicho Husserl y su antiguo antecedente. Sócrates, esta actitud —que es tan contra
corriente, tan poco «natural»— no podemos adoptarla del todo, como quien se muda
de casa y cambia el sótano por el principal. No termina de ser un hábito ni se estropea
en una rutina aburrida. Requiere a diario un empeño de orden moral e incluso de
orden afectivo. Un filósofo del XIX, Kierkegaard, llega a decir que para remontar
corriente arriba de la vida cotidiana se necesita una pasión absoluta. Husserl y otros
contemporáneos, discípulos de Kant, prefirieron hablar de una tarea infinita, que al
profano que no la intenta seriamente le parecerá el tormento de Sísifo (subir una roca
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a lo alto de un monte, despeñarla y volverla a subir, sin descansar jamás). Sócrates y
Husserl la encontraban absolutamente fascinante. De hecho, el primero dio la vida
tranquilamente con tal de no traicionarla y de lograr así que quizá otros la vieran
realizable y la continuaran en medio de la ciudad. Una vez que se asesina a Sócrates,
quizá surge un pálido remordimiento que impide nuevos asesinatos, y aunque la
actitud filosófica no conquiste a las grandes masas del público, termina por llamar
tanto la atención y hasta por crear un superficial respeto, que se fundan escuelas,
facultades, institutos, bibliotecas en que, por unos siglos, se ha permitido e incluso se
ha financiado la filosofía o, por lo menos, algo que se le parece a ratos. Hoy hay
signos abundantes de que esta tregua está acabando…
Husserl recibió apaciblemente por fuera —y luego veremos que con valentía— el
golpe terrible de la barbarie y la tiranía, que le cayó encima en el horror de los
comienzos de la cancillería de Hitler. El alumno al que Husserl prefirió sobre todos y
recomendó con éxito para que fuera su sucesor en la cátedra de filosofía de Friburgo,
Martin Heidegger, el nuevo Rector, se alineó en el bando nacionalsocialista. La
muerte alcanzó piadosamente a Husserl en 1938, a los 79 de su edad. Su anciana
mujer, de ascendencia judía como él y también convertida al cristianismo luterano en
la juventud, lo apartó de su vivienda acostumbrada, que todavía hoy se puede ver en
pleno barrio residencial del ensanche modernista de Friburgo. Lo llevó a lo alto de la
colina que preside la ciudad, fuera de la vista de la gente, a una calle nueva y
despoblada. Y allí la demencia acompañó los solitarios meses finales de la vida del
filósofo. La esposa y el archivo que contenía los millares de morosas anotaciones
taquigráficas fueron salvados mediante el recurso de la valija diplomática. La
aventura la llevó a cabo un joven fraile franciscano de la universidad de Lovaina.
Pero aunque sea una importante verdad moral y afectiva que no cabe instalarse
con comodidad en la actitud de la filosofía, también lo es que se puede hacer del
tránsito de la vida cotidiana —y su tan «natural» actitud pasiva— a la filosofía una
virtud en la que vivir: una casa prácticamente definitiva, al borde del precipicio y
expuesta al huracán. Sócrates, Husserl, otros —no demasiados— lo han demostrado
con su ejemplo. Forman una curiosa tradición: la de las personas sin tradición, la de
las personas que realmente se preguntan, o sea, que realmente se abstienen. Se
abstienen de las apariencias, de las opiniones, de las conductas de los muchos, como
decían los griegos de la época clásica (Solón, Heráclito, Sócrates). Esas vistosas
apariencias se llamaron en griego dóxai, es decir, glorias brillantes, prestigios; pero
glorias que seducen, que engañan y atrapan. Cuando uno consigue abstenerse de
ellas, hace un movimiento en el que obedece a un brillo mucho más poderoso, a una
luz cegadora, que se llama precisamente verdad. Debes abstenerte. No te apresures a
negar, sino, simplemente, considéralo mejor. Suspende el prestigio, la gloria con que
todo el mundo rodea a ciertas tesis y, por consiguiente, a ciertas maneras de vivir, y
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vive tú en la meditación, la pregunta, el diálogo; y cuando hayas visto positivamente
algo con una luz tan cegadora como la que ahora te hace dar este paso, acéptalo con
valentía, saca las consecuencias, adecua tu vida siempre a la verdad que se te
manifieste desnuda cuando la hayas buscado con pasión infinita.
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La intuición
Este ver una verdad como verdad, rodeada por la gloria de la verdad, no por la gloria
de que muchos o pocos la crean, se llama en latín filosófico intuición. (Ya sé que
ahora utilizamos la palabra prácticamente en el sentido opuesto, pero qué le vamos a
hacer.) Y una vez que hemos visto, quiero decir, intuido la necesidad de todo lo que
llevo dicho en nombre de Husserl (en realidad, en nombre simplemente de la
filosofía), pasemos a intentar intuir también los fenómenos puros que quedan como
residuo de la abstención filosófica.
Yo, el libre autor de este salto atrás al que me ha inducido tan intensamente la
llegada de lo misterioso, sigo siendo, evidentemente, el mismo que era antes. Soy el
mismo en la actitud filosófica y en la actitud «natural». Lo que me ha ocurrido es que
me he dejado exponer a la fuerza de cierta cosa en sí misma, no de cierta mera
opinión o mera apariencia, y esta fuerza ha como puesto entre paréntesis,
desconectado o desenchufado cierta interpretación de mí mismo y, al trasladarme al
campo de la filosofía, he comprendido que esta interpretación no era tan obligatoria
como antes creía. Antes, de hecho, ni siquiera creía que fuera una interpretación:
jamás había reflexionado directamente sobre ella. Era esta interpretación algo así
como el suelo básico, la tierra firme de todas mis presuntas verdades: lo que más va
de suyo o se da por supuesto; con lo que más se cuenta y en lo que menos se piensa.
Algo parecido a lo que se dice que ocurre con los habitantes de las casas edificadas al
lado de un estruendo continuo: que notan todo menos ese estruendo que les está más
cercano que todo. Esta tesis de la que no me daba cuenta es que el mundo es la
totalidad de lo que hay, y yo, una parte minúscula de él. Desde ella nos lo explicamos
en definitiva todo. Ella es como las gafas, mejor dicho, como las lentillas, mejor
dicho, como el ojo mismo, ojo intérprete, con el que todo lo vemos. Pero no: es como
las lentillas que alguien nos puso una noche en la infancia, y no como el ojo mismo.
Puesto que podemos abstenernos de usarlas, no son el ojo sino unas casi
transparencias adheridas casi sobre el ojo.
Husserl sostiene, al igual que los filósofos de la antigüedad, que si una persona no
toma sobre sí amorosamente el trabajo tremendo pero magnífico de la
responsabilidad radical e infinita por la verdad es porque prefiere (por miedo) una
cierta pasividad. Se queda en la inercia de la pasión (esto es lo que significa tal
pasividad) y no ejercita el diálogo, el pensamiento solitario, la meditación, la
intuición (en definitiva, la inteligencia). Le falta amor, dirá un filósofo fenomenólogo
de ahora; le sobra miedo, dirá un filósofo antiguo.
En realidad, las dos cosas son al menos parte de la verdad. Porque hay que saber
qué clase de brillo, de gloria y prestigio tienen las gafas de la opinión que determinan
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la actitud natural, sobre todo una vez que se reconoce la evidencia de la intuición que
lleva al campo de la actitud filosófica. Si aquella architesis desde la que interpretaba
yo antes todo no era la verdad misma, sino tan solo el suelo firme que yo me había
escogido sin saberlo, para soportar bien plantado en él cualquier seísmo, ¿con qué
prestigio me vino revestida para que la aceptara tan a pies juntillas? ¿No parece —al
menos, lo parece, sin duda— que no soy yo precisamente el único en el mundo que la
cree y que determina desde ella su vida, porque todo lo interpreto a su luz, mediante
ella?
Cambiar tan duramente la actitud da miedo, salvo que se esté lleno de amor por la
gente, o sea, por la verdad que no daña (la ignorancia daña seguro a la larga).
La consecuencia que sacó es que la ciencia, incluida la más exacta de las ciencias,
mientras proclama que se atiene a su ideal de cientificidad absoluta (tan parecido al
ideal filosófico de la responsabilidad absoluta), mientras que se jacta de no contener
más que demostraciones (y axiomas y reglas de inferencia, más un par quizá de
postulados…), tiende más a técnica que a auténtica ciencia. Casi como un secreto a
voces, trata de ser útil y de solventar problemas, tanto si ella misma se los va creando
en algo parecido a un juego grandioso, como si es la investigación de la naturaleza (la
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física, la química, la biología) la que se los va proponiendo. La técnica tiene fines
prácticos, pragmáticos, útiles o utilísimos; la ciencia como tal, no. Su único fin es la
teoría misma: la averiguación intuitiva primero y demostrativa después, de lo que
sencillamente es verdad en un orden de cosas, o, mejor, en todos los órdenes de todas
las cosas. Y aquí llega la gran cuestión en la que desemboca el proyecto de la
filosofía (de la fenomenología). Como la abstención tiene el propósito de considerarlo
Todo, puede ir a parar en una de dos cosas: o rápidamente se hará un boceto posible
del sentido de Todo (lo que se llama habitualmente una concepción del mundo) o
procurará proceder despacio, metódicamente, reteniendo el disparo casi
imprescindible de la concepción general del mundo. En este segundo caso, podría ya
hablarse de la Filosofía como ciencia rigurosa, que es el título de un ensayo largo y
resonante de Husserl, publicado en 1911. Pero falta un escollo peligrosísimo por
superar —tanto más peligroso cuanto que espera dentro del puerto y no en alta mar, o
sea, dentro del ámbito filosófico de lo que queda tras la abstención, y no todavía en la
actitud natural—. Este escollo consiste en trasladar sin más al terreno de la filosofía
los procedimientos metódicos de las ciencias pre-filosóficas o «naturales»: el método
de la ciencia exacta de la naturaleza, el método —si realmente lo tienen conquistado
ya— de las ciencias que hoy llamamos humanas y sociales, o bien el método de la
matemática. Lo que exige el ideal filosófico llega al punto de pedirnos que nos
abstengamos también de usar estos métodos en filosofía. Empleemos en principio y
largamente la intuición, en el sentido bastante preciso que he tratado antes de definir.
No demos por sentado que la filosofía, cuando es ciencia rigurosa y no mera rápida
cosmovisión, en vez de crearse desde los fenómenos mismos, desde las cosas mismas,
su propio estilo de rigor, tiene que aceptar los rigores metódicos de las ciencias que
conservan como telón de fondo la archiopinión de la tesis natural sobre el mundo
como realidad indudable y omniabarcante.
La filosofía no puede actuar como Robinson Crusoe, que llega a un lugar nuevo y
lo hace suyo y habitable gracias, sobre todo, a los enseres que trae en su barco
naufragado. La isla de Robinson es tan parte del mundo como otra isla cualquiera o
como los continentes y los mares. El resto o residuo de la abstención filosófica es, en
cambio, una especie de región de más acá del mundo natural y de más acá de la vida
en él (de la vida que se interpreta a sí misma a la luz del mundo natural y únicamente
de él). En esta región nueva no nos valen los recursos viejos. Solo conservamos dos
elementos que sí proceden de la vida y el mundo «naturales»: uno soy yo mismo, el
individuo libre y afectado por lo misterioso del Todo; el otro es la idea de la
exigencia «científica», o sea, de la responsabilidad absoluta por la verdad y hacia la
verdad.
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mundo natural, en las ciencias «naturales» y con los seres humanos que me fueron
quizá indiferentes en el egoísmo de la infancia, pero respecto de los cuales he llegado
a ser tan responsable como de la verdad misma. Y Husserl insiste en que estos
valores, estas prácticas y estos sentimientos se conservan en el paso a la filosofía, lo
preparan, lo garantizan, lo preservan.
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Teleología
Más adelante analizaremos con algún detenimiento en qué consisten estas formas
generales de primer contacto cognoscitivo con el mundo (o con los estratos
elementales de lo que, creciendo siempre en complejidad, llegará con el tiempo a
poder llamarse propiamente mundo). Pero ahora importa mucho identificar solo un
factor de la experiencia de las cosas inmediatas del mundo, que es clave en toda
fenomenología. Me refiero a lo que Husserl, muy tradicionalmente, ha llamado su
teleología. Esta es una palabra que deriva de telas (fin o meta, en griego clásico), que
vamos a intentar aclarar precisamente desde la perspectiva de quien menos supuestos
puede tener: un bebé. Para él, abierto sensiblemente al mundo, teleología referiría a
aquello en la realidad que despierta su interés y lo mantiene.
Un niño muy pequeño, boca arriba en su cuna, mira fijamente, casi con ansiedad,
los muñecos que bailan cerca de su cabeza mientras suena una canción reducida a la
línea de sus notas más relevantes. Los muñecos, que además van girando lentamente,
no quedan al alcance de las manos del niño. Pero una vez que la música, el
movimiento, el balanceo de los colores empieza, el niño no se limita a echar una
ojeada a este espectáculo, sino que queda absorto viviendo la experiencia con todo su
cuerpo y toda su alma. Los ojos se abren hasta adoptar el gesto del susto, que
desmiente la sonrisa al principio, pero que terminará por ser verdadero enfado. Los
brazos se levantan y los dedos imitan la presión. Las piernas se levantan también o
sirven de pronto como punto de apoyo para intentar que la espalda ayude al pecho a
erguirse. La experiencia de la maravilla de las cosas ha atrapado la atención y el
interés de todo el niño, que dedica el conjunto de sus fuerzas a intentar retener el
objeto de su asombro, a acercarse a él cuanto sea posible, incluso a tragárselo. Si el
padre se distrae y acerca demasiado uno de los muñecos, en cuanto la mano del niño
lo coge, todo el cuerpo tira violentamente del patito amarillo hasta el colchón de la
cuna, e inmediatamente la boca del crío se hace agua.
Si este apasionado interés por tocan oír, ver, saborear la cosa atractiva se prolonga
y se ve defraudado, empezará un llanto desgarrador, que a una persona poco
acostumbrada a estar al borde de una cuna tendrá que parecerle síntoma de un mal
gravísimo. ¿Es que se ha quemado el niño o se ha pinchado con un alfiler perdido
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entre las sábanas? ¿Es que le duele algo mucho? Casi lo mismo termina ocurriendo si
el muñeco acaba entre las encías y bien chupado. Ahora hasta tienen sabor a fruta
estos juguetes, pero cuando no lo tenían la prolongación de la experiencia en el
intento de masticar el patito era enseguida una decepción evidente, con el mismo
resultado de llanto furioso y alarmante. Encima de que el movimiento se ha
interrumpido, esta cosa que ya no veo no sabe a nada sino que está dura y asquerosa,
es el mensaje que el padre recibe. Y como él sabe que de estas expectativas
entusiasmantes y estas terribles decepciones tiene que irse formando la experiencia
del mundo real en el hijo, a los llantos con los que terminan todas las fases del
aprendizaje infantil los padres responden más bien con una sonrisa que con la alarma
que el niño está pidiendo a gritos.
Sentir la realidad de un objeto, de una parte próxima del gran mundo ancho y
ajeno, es, cuando este objeto contrasta fuertemente con los contiguos, la experiencia
de que nuestro interés se despierta. Se trata de un interés que está dirigido como a su
meta (teleológicamente) a la misma experiencia que estamos empezando a hacer, o
sea, a completarla o, como Husserl solía escribir, a llegarla a hacer adecuada, porque
ahora que se inicia sabemos que es incompleta y que apenas nos está adelantando una
primera prenda de ella misma. Estas primicias nos prometen mucho más.
Interpretamos desde el primer instante que se trata de una cosa real y, por tanto, si
nuestra experiencia —y los hábitos y costumbres que ella nos ha ido dando con el
tiempo— tiene cierta amplitud, este inicial sentir la cosa a distancia —que, desde
luego, suele ser verla nada más, u oírla nada más— nos llena enseguida de interés por
hacer de esta cosa una experiencia completa. Que todos los sentidos intervengan en
ella; que la distancia se reduzca y termine por desaparecer; que no quede forma de
sentirla que no entre en juego; que, en correspondencia como de entrega y hasta de
cierta afinidad o amistad, la cosa me revele todas sus partes y todos sus secretos. El
interés por sentir adecuadamente no sería tal si la cosa no llamara nuestra atención
poderosamente; y tampoco sería tanto el interés si a esta llamada no respondiéramos
atendiendo de veras. Solo que en este tipo de casos, atender de veras es desencadenar
y poner en acto toda una serie de poderes, de facultades, que parecen dormir en
nuestro cuerpo y nuestra vitalidad sensible (nuestra alma o los rudimentos de ella,
para decirlo con la palabra clásica, que a nadie de hoy tiene por qué asustar). Yo
puedo, si es que la cosa me interesa, atender a ella de verdad, es decir, moverme hacia
ella dispuesto a sentirla con todas mis capacidades —la más íntima, es decir, la más
interior de las cuales, sabe la vitalidad corporal que es esta forma de tocar que
consiste en morder y gustar el sabor.
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o quizá de ninguna logramos la experiencia adecuada, que era la meta a la que
instintivamente —o por lo menos sin pensarlo de entrada— se dirigía este cuerpo
vivo que es parte de mí mismo —o hasta lo rudimentario de mí mismo—. Lo que
sucede es que nosotros, los adultos, estamos ya muy habituados a que así es el mundo
y así son sus cosas; de modo que no nos ponemos normalmente a llorar a gritos,
como sí lo hace el niño que no ha acumulado experiencias suficientes y, por tanto,
todavía no se ha habituado a que aquí la decepción de la expectativa es la regla. Y por
otra parte, el adulto se interesa, desde luego, en las cosas de la experiencia inmediata
e incluso a algunas a veces les dedica al principio su atención con infantil intensidad;
pero el campo de sus intereses se ha ensanchado y, por decirlo de alguna forma, se ha
elevado ya mucho, a otras esferas, respecto a cuando estaba en la cuna chillando por
sus lamentables malas experiencias con la sensación de las cosas. Ahora, cuando
alguna nos atrae absorbentemente, lo normal es que estemos deseando de ella no
tanto sentirla adecuadamente como conocerla adecuadamente en otros modos del
conocimiento que esencialmente son posteriores al sentir y que esencialmente no se
desarrollan como poderes reales en una persona más que después de que haya esta
sentido ya muchas cosas. Por eso la constante decepción de la experiencia básica con
las cosas no es para un adulto la razón de una melancolía desesperada —como
necesariamente ocurriría si no surgieran con el tiempo y la maduración de la
subjetividad intereses que se sobreponen al fundamental por sentir a fondo y
plenamente las cosas del mundo más familiar.
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Fenomenología genética
Con estas consideraciones, casi sin darnos cuenta, estamos ahora desarrollando un
capítulo de lo que técnicamente denominó Husserl fenomenología genética. Por el
momento, lo único que de verdad me importa de este cúmulo de temas y problemas
que acabo de sugerir es la estructura teleológica misma del hecho radical y básico de
sentir las cosas del mundo. No hay duda de que de sus éxitos relativos —y casi
constantes— y en sus decepciones inevitables —y constantes— nacen, se engendran
con el tiempo y la habituación progresiva del sujeto, nuevos intereses, nuevas formas
de la atención y nuevos modos del conocimiento de las cosas, que irán acompañando
por fuerza la revelación progresiva —no menos genética— de nuevas capas de
realidad y de sentido en las cosas mismas que tan solo empezaron por ser para
nosotros, muy antiguamente, lo que el muñeco vistoso y ruidoso pero incomible es
ahora para mi nieto.
Dejemos anotadas al margen dos cuestiones. La primera es que parece haber una
cierta disonancia entre el método puramente intuitivo que reclama por necesidad para
sí la fenomenología y esto de decidirnos a hablar de fenomenología genética. Porque
a una génesis no se asiste del todo intuitivamente. Más bien lo que ocurre es que
inferimos de los cambios advertidos intuitivamente en las cosas y en nuestra
experiencia de ellas que, por ejemplo, esta experiencia ha ido sedimentándose en
nosotros y ha terminado por rendir (una palabra del trabajo fabril que gustaba mucho
a este desastre literario que fue nuestro Husserl) un hábito subjetivo y nuestro, al que
nunca habríamos llegado sin la repetición de lo genérico de las experiencias y sin
contar con una cierta secreta —y misteriosa— plasticidad en el sujeto de ellas, en mí
mismo. Por esta plasticidad del yo, los rendimientos de la experiencia se quedan
inconcientemente en mí y llevan a cabo, como «dentro de mí», un trabajo por cuya
virtud yo paso a sentir el mundo en modos de mayor madurez poco a poco. Yo no
participo activamente en este trabajo oscuro que se realiza en ciertas entrañas del yo.
Se trata de una obra mía pero pasiva, que no habría podido ni empezar siquiera si las
cosas —no yo, ellas— no me fueran explicando, también poco a poco, cómo son
reales y cuántas capas de sentido y de ser tienen. El niño de nuestro ejemplo no se ha
habituado al mundo porque no se ha habituado a sus cosas siquiera; el adulto que
considera este ejemplo tiene ya propiamente un mundo con cosas. Pero también,
sobre esta base antiquísima, por así decir pre-histórica en mí, tengo yo realidades que
quizá no deba llamar «cosas» ni deba decir que pertenecen al mundo, salvo que
declaremos ahora mismo que ambos conceptos, el de cosa y el de mundo, se han
ensanchado hasta volverse prácticamente irreconocibles. Pero baste con esto acerca
de la primera anotación, porque habrá ocasión pronto para desarrollar los temas que
aquí despuntan.
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La segunda anotación es que este aspecto genético y pasivo de la fenomenología,
al que vemos —y con una especie de auténtica intuición— que no podríamos
renunciar jamás, ha sido el punto de partida para muchos desarrollos filosóficos que,
más bien sin razón que con ella, no se suele ya llamar fenomenología. De hecho,
todas las presuntas superaciones de la fenomenología dicen escapar del campo de ella
por este flanco que imaginan que ella dejó abierto.
No solo es que vivamos primitivamente de las cosas (del aire, del agua, del pan,
gracias al auxilio del suelo y el cobijo de las paredes) y de las personas (la madre que
amamanta, el hermano que juega) sino que ya esta vida misma elemental, que vivo yo
porque mis pulmones respiran y mi hígado filtra y elabora y mis pies pisan, tiene una
parte esencial y básica que consiste sencillamente en sentir con interés, con atención,
con gusto, con expectativas no solo egoístas y utilitarias, las cosas reales, el mundo
mismo real. Digo sentir, pero sería más apropiado escribir conocer, ya que el sentir
comporta guardar y acostumbrarse, entender ya siempre algo más que desborda de lo
estrictamente sentido, empezar a esperar la dirección y hasta parte del contenido de
las nuevas experiencias (teleológicamente).
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que se metaboliza con estas zonas del yo esencialmente oscuras pero absolutamente
radicales—. La vida humana y el mundo ofrecen una admirabilísima armonía,
simplemente incoada, que jamás consiste en disolución de la una en el otro o de este
en aquella. En cuanto empezamos a vivir deseamos afirmarnos lo más tenaz y
rotundamente que nos sea posible en el ser. De aquí las conductas innatas
elementales.
El niño gusta de las cosas reales y las va explorando de muchas maneras, solo
alguna de las cuales he descrito. Cuando las prueba y sus expectativas se hacen
añicos, pero también cuando las prueba y sus expectativas se cumplen, aprende las
pautas de la exploración de la realidad con cualesquiera potencias que vayan luego
manifestándose genéticamente, con el paso del tiempo y la habituación, en él mismo.
El ideal de la verdad, el ideal de la belleza, el ideal del bien comienzan el esbozo de
su forma desde estas modestas conductas básicas. Yo y estas formas pasaremos de una
a otra actitud sosteniendo la posibilidad misma del paso.
Es cierto que la actitud filosófica debe ser conquistada, como todas las virtudes,
morales e intelectuales. No se nace con ella y no se llega a ella sin esfuerzo y sin
aprendizaje, resistiendo el empuje de la mera opinión y, luego, resistiendo la
tentación de trasladar desde las ciencias «naturales» a la «ciencia» filosófica no solo
la forma del ideal de la responsabilidad y la verdad, sino también los procedimientos
metódicos concretos.
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somos yo mismo y la realidad ajena (la que no tiene vida y la que sí la tiene, y
posiblemente lo Absoluto también). La cuestión es, por tanto, si hay en mí y solo en
mí, o si hay en la realidad ajena y solo en ella, o si se encuentra en ambos lados, eso
de verdadero, bueno, dulce y hermoso que no solo motiva el cambio radical de
actitud sino que se conserva y pasa a través de él.
Y, por cierto, a este cambio de actitud lo consideraba Husserl tan radical —hemos
visto que no le faltaba razón— como para poder decir que es algo mucho más tajante
y más poderoso que, por ejemplo, una conversión religiosa. A fin de cuentas, las
conversiones religiosas superficiales —lo cual es una brutal contradicción en los
términos— no lo hacen a uno filósofo…
La única respuesta posible a nuestra pregunta es que tiene que haber algo de
verdadero y bueno en el sujeto de la abstención, claro, porque esta es una decisión
perfectamente libre de él mismo y solo a él lo compromete, en principio; pero que
también lo hay en la irrupción de lo misterioso real en la vida, y que incluso lo hay
asimismo en las capas más humildes del mundo y hasta en las nada problemáticas. Es
verdad que esto bueno, verdadero y gozoso que llama la atención e interesa al ser
humano desde la cuna a la sepultura no puede por sí solo en sus modalidades más
básicas volverlo filósofo. Para esto se necesita que haya problemas y que haya
acontecimientos de lo que vengo llamando aporético y misterioso. Sin las
decepciones —que empiezan por casos como los del ejemplo del niño absorto en los
muñecos musicales—, o sea, sin tener que resolver problemas y sin tener además que
enfrentarse con misterios, el afán de verdad y bien no se purifica y no se agudiza.
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Una vida trágica y en paz
Ahora que hemos empezado a conocer quién fue el filósofo Husserl, quizá interese
también al lector saber algo más sobre su personalidad histórica y su alma.
Un amigo israelí y filósofo, poco inclinado a Husserl, me confió una vez que en él
solo veía de judío la pasión, aunque aquí dedicada no a la religión o la política sino al
conocimiento. Ignoraba hasta qué punto Husserl mismo vinculaba, en sus apuntes
privados y sus cartas, estas facetas de la existencia dignamente apasionada.
Por otra parte, quienes asistían a sus morosísimas lecciones sobre la percepción
de las cosas, el juicio, la empatía o la conciencia del tiempo, cambiaban con mucha
frecuencia sus posiciones confesionales. Husserl decía sorprenderse de ello, porque,
en su opinión, no tocaba ninguna materia que directamente pudiera relacionarse con
esas tormentas espirituales, pero los hechos eran que una judía se hacía cristiana, un
protestante se declaraba católico, un agnóstico dejaba de serlo y un religioso perdía la
ingenuidad de su creencia. Sin embargo ¿no era la abstención filosófica un
movimiento del alma más profundo que un mero cambio de grupo confesional?
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pruebas (el examen Rigorosum de sus tesis y su disertación doctoral, como máximo
ejemplo).
En los tres semestres pasados en Leipzig, el mayor fruto obtenido por Husserl fue
la amistad de Thomas Masaryk, que se convirtió en su mentor, puesto que le llevaba
casi diez años. Andando el tiempo, Masaryk fue el primer presidente de la República
Checoslovaca. En la época en que conoció a Husserl, la principal influencia que
ejerció sobre este estribó en darle a conocer el Nuevo Testamento y a Franz Brentano.
Pero en principio Husserl no quiso obedecer las indicaciones de su mentor y no fue a
Viena a encontrarse con Brentano, sino a Berlín, a la escuela del gran matemático
Karl Weierstrass. La filosofía no quedó abandonada del todo, pero su principal
profesor en Berlín, Paulsen, no podía aportarle gran cosa.
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hecho, en la misma carta de 1919 mencionaba «poderosísimas vivencias religiosas» e
íntimas revoluciones como transición entre la vocación matemática y la filosófica.
Husserl fue durante quince años muy duros profesor de Filosofía en Halle. Sus
cursos tenían horarios extraños y poco éxito; su sueldo era casi inexistente, como
corresponde a un Privatdozent; la compañía intelectual, también insuficiente, aunque
contara con personalidades tan extraordinarias, además del propio Stumpf, como
Georg Cantor y Hans von Arnim (el editor de los Fragmentos de los Estoicos
Antiguos).
El joven filósofo, que necesitaba ante todo encontrar su propia vía, estuvo en
aquel tiempo seriamente amenazado por la depresión. Enseguida veremos con algún
detalle por qué. Si Brentano había tenido que tomar como maestro a Aristóteles, por
desesperación ante sus contemporáneos, Husserl, que había intentado tomar
absolutamente como maestro a Brentano (de lo que da testimonio impresionante la
Filosofía de la aritmética, de la que solo pudo sacar a la luz el primer volumen, en
1891), fue viéndose poco a poco cada vez más lejos de él.
Empezaba así la que fue la historia de su influencia social: cuando por fin alguien
lo entendía y se le asociaba, el destino de la propia búsqueda lo llevaba una y otra vez
a continuar adelante por separado, aislándose muy a su pesar. También
equivocándose en importantes ocasiones respecto de las personas que tenía más
cercanas: logró, sobre todo, que se nombrara sucesor en su cátedra de Friburgo a
Martin Heidegger —para tener que reconocer, apenas ya en la lección inaugural de
este, que se había hecho reemplazar por un antípoda—. De hecho, Husserl terminó
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solo sus días. Su compañía constante fue durante los últimos años Eugen Fink,
asistente personal y hombre excelente en todos los sentidos, solo que ya ganado
desde el principio por el pensamiento de Heidegger, el antípoda…
Husserl combatía la depresión en Halle con toda clase de recursos. El médico, por
una parte; por otra, su estilo personal de devoción religiosa (tomó para sí como lema
el texto de Isaías 40:31 inscrito en la fachada del Hospicio, ante la que tenía que pasar
a diario camino a las clases: «Los que confían en el Señor reciben nuevas fuerzas
para poder remontar el vuelo como águilas»), Pero la liberación profunda la trajo por
fin la misma filosofía:
En el trabajo filosófico decidí renunciar a todos los grandes fines y ser feliz pudiendo conseguir aquí y allá, en
el pantano de la oscuridad sin suelo firme, algún trocito de él. Allí viví, de desesperación en desesperación y
recuperando los ánimos cada vez. Y conseguí un principio: las Investigaciones lógicas, que me dieron para en
adelante sostén y esperanza. Con ellas me curé a mí mismo.
Estos amigos habían puesto tanto empeño debido a que los Husserl tenían ya a
sus tres hijos (Elisabeth, Gerhart y Wolfgang, nacidos entre 1892 y 1895) y una
ayuda mínima en becas y, de otro lado, se enfrentaban al rechazo reiterado del
Ministerio en promocionar al Privatdozent a una categoría que le permitiera
realmente ganarse la vida como enseñante. Además, en estos rechazos tenía su parte
el desprecio de cierto número de colegas por el trabajo de Husserl.
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Todo cambió exteriormente en la vida de Husserl (e incluso la tendencia
depresiva lo abandonó para siempre) a partir de 1905, y exactamente a partir del
momento en que un tal Johannes Daubert, entusiasta estudiante de Filosofía, llegó
una tarde, bicicleta en ristre, después de un considerable viaje sobre ella, al hogar de
los Husserl, para tener la dicha de conocer personalmente al autor del libro que estaba
cambiando su vida: las Investigaciones lógicas. La pequeña fiesta familiar que siguió
a este acontecimiento fue el preludio de una peregrinación casi masiva a Gotinga de
estudiantes de Múnich, que enseguida constituyeron la Sociedad Filosófica. Eso sí,
precisamente el año en que esta Sociedad entusiasta y juvenil se fundó, Husserl
empezaba a profundizar consecuentemente su camino personal en una dirección por
la que los reunidos en aquel grupo en torno de sus cursos no pudieron luego seguirlo.
Incluso terminaron por pensar, unos años después, que Husserl había abandonado lo
mejor de su gesto inaugural en las Investigaciones y se iba plegando a una forma
renovada de la vieja filosofía de los neokantianos.
El año 1913, la nueva escuela filosófica, sin advertir aún la tensión de su riqueza
interna, inicia la publicación del Anuario de Filosofía e Investigaciones lógicas. No
es una revista al uso. Tiene cuatro editores: Alexander Pfander, Moritz Geiger y,
desde luego. Reinach y Husserl. Hasta los tipos de imprenta han sido creados
especialmente para ella. No contiene esta solemne majadería que llamamos hoy
artículos de impacto, sino libros enteros. En el primer volumen, Husserl pone al
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frente de toda la empresa sus Ideas relativas a la fenomenología pura y la filosofía
fenomenológica, que sí terminarán por desconcertar a muchos. Pero ahí mismo
aparecen la primera larga parte del Formalismo en la ética y la ética material de
valores, de Scheler y la obra maestra de Reinach, las bases aprióricas del Derecho
Civil. El número de las páginas de esta sorprendente publicación podía variar de año
en año, al ritmo en que cambiara la productividad de los fenomenólogos.
En los horrendos años siguientes, la Primera Guerra Mundial dejó asolado todo
esto y segó las vidas de muchos, entre los que se cuenta a Reinach y al hijo menor de
Husserl.
Los trece años de su trabajo en Friburgo tienen un matiz bien distinto. Martin
Heidegger, el discípulo de Rickert con el que se encuentra Husserl ahora, pasa a ser
casi un hijo más en casa, con el que compartir proyectos para la expansión de la
nueva filosofía y manuscritos de trabajo. Heidegger parece asentir al plan de Husserl
sobre él —que se convierta en el fenomenólogo de la esfera religiosa de la vida—,
pero irá marcando distancias en cuanto se traslada a Marburgo e inicia allí una carrera
de inmenso éxito. La Sociedad de Gotinga se ha disuelto y no quiere saber nada de la
tendencia trascendental de las Ideas de Husserl. Pero al mismo tiempo fluyen a
Friburgo para escuchar a Husserl alumnos de todas partes del mundo, el Anuario
continúa vivo, algunas series de manuscritos y de lecciones de Husserl se publican en
este (sobre todo, las dedicadas a la conciencia del tiempo, que redactó, a base de las
notas taquigráficas del maestro, Edith Stein). Las traducciones comienzan.
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quiere uno prosperar… Husserl vuelve a rechazar un traslado —que esta vez habría
sido un exilio— en California.
En 1914 fue por ello mismo Husserl el más famoso de los filósofos de Alemania
cuya firma estuvo ausente de ninguna adhesión oficial y cuasi religiosa a la empresa
de la guerra «alemana». En 1933 no perdió los estribos por la perversidad del trato
que recibía, junto a tantos seres humanos de su mismo origen. Solo la piedad de la
muerte (1938) lo libró de compartir el fuego del Holocausto.
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La evolución de la fenomenología
¿Cuáles son las cuestiones filosóficas susceptibles de captar por entero la atención de
quien por primera vez se acerca a la disciplina intelectual que practican los discípulos
de Sócrates?
Husserl prefirió en lo esencial no tanto este sino el segundo gran enigma del
misterio de la existencia humana: el de la verdad. ¿Fue debido a que la respuesta al
primero la encontraba dada ya de alguna manera, quizá en su convicción respecto del
trabajo intelectual como remedio soberano contra la barbarie? El hombre
profundamente libre, honrado y responsable que fue Husserl pospuso en sus obras
afrontar el tema mismo de la libertad, la honradez y la responsabilidad. No fueron
infrecuentes sus lecciones de ética (entre otras cosas, el deber de un profesor en
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aquellos tiempos en que aún existía la universidad pasaba por ir rotando en cierta
manera por todas las áreas de la filosofía); pero estas lecciones quedaron en gran
medida desconocidas hasta casi nuestro presente, y solo en ciertos aspectos se
aprovecharon en los textos que sí permitió Husserl que se publicaran mientras vivió.
Así, sin más remedio, el ser humano vive a base de verdad, en medio de la
verdad. Pero también en medio de ella en el sentido de que no la conoce toda ni ve
siquiera sus fronteras. La escasa verdad que se le da como viático desde el principio
puede no llevarlo a buscar más; pero para esto hay que hacer un duro esfuerzo
deliberado por no querer pensar, por no querer saber nada —aun sabiendo y aun
sabiendo que apenas se sabe nada.
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felicidad no llegará. Y así se nos multiplicarán los ejemplos: la tortura se compone
muy esencialmente de nuestra conciencia de ella; la muerte es casi por completo
nuestra angustia anticipándola, y esta angustia es un modo no solo del sentimiento
sino de la conciencia, del conocimiento. Un gran filósofo ha escrito que el amor al
prójimo consiste en servirlo, pero que el amor a Dios, como no puede expresarse en
actos de servicio directo a Él, estriba en conocerlo, en el afán de ampliar e iluminar
nuestro conocimiento tanto de que existe como acerca de su naturaleza.
Pero si conocer es plegarse a la realidad de lo que ya hay, sean cuales sean mis
deseos al respecto, ¿cómo entra en mí cognoscitivamente la realidad ajena? ¿Y cómo
se queda en mí marcando en adelante mi vida? ¿Es un proceso análogo al del cambio
o metabolismo que se realiza cuando comemos o cuando absorbemos el aire?
¿Nos hacemos realmente aquello que conocemos? Sin duda, sí, pero también, sin
duda, no. No me vuelvo el mar porque lo mire asombrado y enamorado, pero en
cierto modo sí que me vuelvo él mismo aprendiéndolo, o sea, aprehendiéndolo,
tomándomelo para mí, siendo desde ahora este que de alguna espiritual manera tragó
todo el mar porque lo contempló amorosamente.
¿Y si me equivoco? ¿Qué es lo falso? ¿Cómo cabe que haya algo que no hay, que
es irreal, pero que sin embargo puede muy bien, si yo lo creo, hacer que la dirección
de mi vida cambie, llenarme de tristeza o de confusión o de un entusiasmo vacío?
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Una filosofía primera de la que partir
Husserl había comenzado por un asunto tan acorde con su carrera y su vocación
como el análisis à la Brentano de lo que puedan ser los números, los conjuntos, las
series y la conciencia que tenemos de todo ello, junto con el origen de nuestros
prodigiosos métodos para manejar las entidades matemáticas, o sea, racionalmente
adquiribles y transmisibles.
Husserl, pues, adoptó para su propio trabajo el método y hasta las certezas
primordiales de la obra de su maestro, Brentano, y se incluyó a sí mismo entre la
generación de los alumnos que quería simplemente ponerse al trabajo constructivo en
paralelo, ante el convencimiento de que Brentano había dado con el método óptimo
en filosofía y con algunos de sus principios irrenunciables. Investigó
brentanianamente qué son radicalmente los números y cómo es la conciencia de
quien los tiene delante, los construye, los maneja.
Aclaro ante todo en qué consiste este estilo brentaniano. En primer lugar, en él el
rigor se identifica con el rigor de la ciencia de la naturaleza. Y los datos primeros,
inanalizables, son las certezas de la autoconciencia. Por ejemplo, yo no puedo saber
absolutamente si el color de este teclado es el negro, como me parece, y ni siquiera
puedo saber absolutamente si tiene algún color; pero sí sé absolutamente que me
parece negro. Ver el negro no es saber que existe; parecerme que veo el negro es
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saber con perfecta certeza que me parece que lo veo —y de ahí mis dudas sobre su
realidad y sus caracteres propios.
Debido a esta situación, que Brentano generalizaba por completo, los fenómenos,
o sea, los seres que están ya a plena luz antes de que necesitemos método ninguno
para iluminarlos, son los accidentes o sucesos ahora mismo presentes y contingentes
(es decir, no necesarios) de nuestra propia conciencia. Dicho de otra manera: los
modos en que nuestra vida consciente como tal se despliega, fundamentalmente al
albur de las realidades con las que nos tropezamos.
Es sorprendente que muchas personas tarden en descubrir el hecho por así decirlo
demasiado cercano, que es su propia conciencia. Piensan en las realidades y en ellos
mismos, pero no caen en la cuenta de que las realidades se les meten por los ojos del
cuerpo y de la inteligencia en modos de ser que les pertenecen a ellos y que, por eso
mismo, son susceptibles de falsedad (y no solo de verdad). No es únicamente que las
cosas en el espacio tengan perspectivas infinitas y las personas tengan caras
múltiples, sino que nuestra experiencia de todo posee una inmensa riqueza de matices
y de ángulos que son propios de ella, no de las cosas ni de las otras personas. Cada
ángulo de estos es, para seguir con la terminología de antes, un fenómeno mío propio,
por mucho que atrape quizá bien —o mal— lo real que ni es mío ni me es propio.
Las cosas otras son, precisamente, los objetos, lo que está ahí enfrentado a la
conciencia, pero que, a su vez, normalmente, no la mienta a ella, limitándose a estar
ahí. Los actos de la conciencia, con su doble dirección espiritual o su doble mención
(hacia lo otro y hacia sí mismos), son precisamente fenómenos del alma, fenómenos
psíquicos; los objetos como meros objetos mentados son fenómenos no psíquicos, que
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reciben en el texto de Brentano el calificativo bastante extraño y perturbador de
físicos, como signos que resultarán ser al final del mundo exterior, de la naturaleza.
Y hasta que el pensador no haya llegado a las causas últimas concebibles de todo
lo que se vea obligado a admitir como real (empezando por la propia conciencia de su
sustancial yo), no deberá llamarse filósofo. Porque Brentano exigía una filosofía
primera, o sea, una explicación unitaria de toda la realidad por su primera causa y su
último propósito. La filosofía primera de Brentano es metafísica porque es teología
justamente al estilo de Aristóteles: Brentano se veía a sí mismo en posesión de
argumentos que terminan probando que un Dios semejante en todo al de Aristóteles
(libro XII de los Metafísicos, libro X de la Ética Nicomáquea) es esta causa en la que
termina y descansa la ciencia del conjunto de la realidad.
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tener mayor rigor intelectual en las bases religiosas de su vida y en su acción que el
que poseía su práctica experta de la matemática.
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No naturalicemos las ideas
Una idea es en este caso primeramente una verdad o bien una parte de una
verdad.
Pero hay mucho más en este asunto de las «ideas». Los fenómenos físicos son
objetos y nada más que objetos. Son además muchas veces, si es que no siempre,
individuales, solo míos, solo de esta vez. El fenómeno que siento ahora es
posiblemente un objeto singular; pero —casi— todo lo que de él pueda yo decir es
real y verdaderamente comunicable a una cantidad indeterminada, potencialmente
infinita, de seres inteligentes, una misma verdad o una misma falsedad, extraída por
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mí de alguna manera de mi experiencia del fenómeno singular, se traslada desde mi
vida de persona dotada de sensación e inteligencia a las vidas de cualesquiera otras
personas semejantes a mí. Lo que era hace un momento un ingrediente de mi vida,
ahora lo es de la de todos mis lectores. El fenómeno singular mismo no puede sufrir
esta trasmutación: en vez de singular, sería universal (algo uno e idéntico que muchos
comparten sin alterar por ello su identidad, precisamente gracias a ella).
Naturalmente, aunque esta teoría fuera correcta, no aclara casi ninguno de los
asombrosos problemas que se nos han ido suscitando por poco que hemos pensado en
el conocimiento.
Aquí se supone, por ejemplo, que esté suficientemente claro qué es sentir la
realidad de lo singular, ya sea psíquico ya sea «físico», ya sea real, ya sea irreal. La
tendencia del ser humano siempre será a pensar (si es que alguna vez llega a pensar
en estas cosas tan próximas, tan maravillosas, pero que suelen misteriosa,
misteriosísimamente, no maravillarlo) que la abeja de la mente, a diferencia de la
abeja del rosal, se lleva con ella, adentro de ella, a su inmanencia, no la cosa misma
sino una como imagen de la cosa. De hecho es exactamente lo que hemos visto hacer
al propio Brentano, cuando nos enseña que los fenómenos físicos son meramente
intencionales (o sea, irreales), aunque de alguna manera signos de lo real extra
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mentem. Llamemos a este género de doctrina sobre el conocimiento
representacionismo, puesto que lo que siempre afirma —diferencias de escuela aparte
— es que el contacto inmediato, sensible, de una mente con lo singular tiene como
resultado que la mente se lleva dentro luego un representante de este singular, una
representación de él, mejor o peor. La mente queda guardándose, en su fantasía, un
signo no meramente lingüístico sino también sensible (con sus colores, sus formas,
sus tamaños…) de las realidades sensibles.
A estas imágenes es a las que luego una segunda operación mental o anímica de
volver a ocuparse temáticamente con las cosas (solo que ahora en cuanto conocidas
ya, en cuanto hechas inmanentes) extrae la esencia de estas. Claro que de alguna
manera se la ha aprendido en el primer contacto cognoscitivo, puesto que todo lo
demás va saliendo de ahí, como el hilo del ovillo; pero la representación del singular
y su esencia tienen que venir siempre después del acto de sentirlo. Y de hecho, la
esencia viene también después del acto de guardar la representación en la fantasía,
quizá de compararla luego dentro de la atmósfera de esta con otras representaciones.
Solo entonces se puede subir a la esencia comunicable y universal.
Pero aunque así fuera el camino que debe seguir —por lo menos
aproximadamente— la laboriosa mente humana para acceder tanto al conocimiento
como a la comunicación, el auténtico problema o, por mejor decir, misterio (Wunder
lo llama el mismo Husserl, poco dado a verter en taquigrafía sus emociones) sigue
intacto y hasta se ha enriquecido con más aspectos misteriosos. Porque lo que ahora
está suponiendo la teoría es que las realidades no son ni mucho menos tan singulares
como las solemos pensar (y como las sentimos), puesto que tienen esencia, algo
universal. Una realidad habrá ahora de estar estructurada en, por de pronto, esencia
(algo común a otras muchas realidades), existencia y toda esa enjundia sensible y
singular a través de cuyo contacto en el sentir y de cuya conservación en la fantasía
se abre paso la inteligencia humana y llega por fin a la esencia. Digo por de pronto,
ya que no hay manera de prohibir por este camino que la realidad también guarde su
lado oscuro e impenetrable (o de suyo impenetrable, o solo impenetrable para seres
dotados de una sensibilidad y una inteligencia como las nuestras).
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Husserl conoció en su tiempo una variante del pragmatismo, de apariencias más
prudentes y modestas, que llamó psicologismo. Pero la crítica de Husserl argumenta
que el psicologismo es necesariamente relativismo, y todo relativismo es
escepticismo. Solo que, como procuraré que se vea muy bien, Husserl mismo dejó a
sus espaldas una cierta psicologización de las ideas, una cierta muy oculta
naturalización de ellas, que terminó por conducirlo a la radicalización de la
abstención filosófica y a abandonar la escuela de Brentano.
Husserl llama en este contexto idea a una parte de un juicio, es decir, en el caso
más simple, a la representación del sujeto o a la representación del predicado. Las
cosas mismas se encuentran en ciertas situaciones, como comportándose por sí solas
de ciertas maneras. Las cosas mismas (la cosa a la que llamo inadvertidamente sujeto,
por ejemplo) no forman parte de nuestros juicios, sino que lo hacen sus
representaciones. Pero estas, como acabamos de ver, o bien son representaciones
sensibles o bien han pasado a ser o subido a ser representaciones de la inteligencia, a
las que tradicionalmente se llama conceptos. Los juicios que comunicamos y en que
nos comunicamos los seres humanos están formados por conceptos; son, como decía
Aristóteles, con metáfora textil, una determinada trama o una síntesis de conceptos.
La doctrina dice que, siendo el juicio un existente universal (evito así decir
realidad universal, porque hay que dejar abierta la posibilidad para algo del todo
ilusorio), también son existentes u objetos universales todas sus partes —que, sin
precisar ahora más, llamaremos, como hizo Husserl en esta ocasión, ideas.
Así pertrechados, veamos por fin cuál es el problema último al que se enfrenta el
centro de la crítica de Husserl a la naturalización de las ideas.
Este no es otro que la reducción de las verdades a hechos. Las verdades, o sea, las
tramas de pensamientos, los juicios no en sentido lingüístico ni psíquico, sino lógico,
como también podemos decir, no solamente están elaboradas sintetizando o
componiendo «ideas» sino que son del peculiar material de lo ideal en una acepción
de esta palabra que solo está sugerida por las anteriores discusiones, pero que ahora
toca exponer con cierta exigencia.
Una verdad como tal, y supremamente una verdad acerca de otras verdades, no
solo está constituida por «objetos universales» en el modo ya descrito, y no solo es
ella misma un tipo de objeto universal, sino que esta universalidad va de la mano de
algo que la descripción, por asombroso que pueda parecer (de nuevo, lo misterioso),
no tendrá más remedio que llamar eternidad, o, mejor y más misterioso aún,
intemporalidad. Si el singular ha de tomarse de uno en uno es porque no vuelve ni se
repite, o sea, porque su lugar en el tiempo es uno solo necesariamente. Tiene su
ocasión, su kairós, su momento; y luego este pasa, y se lleva con él la realidad del
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singular. Su ser es su presencia momentánea y, a lo más, una cierta perdurabilidad,
entre el instante del surgir y el instante del desaparecer. No cabe hablar de
singularidad sin hacer referencia expresa y esencial al tiempo. No cabe tampoco
hablar de universalidad sin hacer referencia expresa y esencial, solo que negativa, al
tiempo; incluso si nos viéramos obligados a distinguir universales del todo
intemporales y universales perdurables, eviternos, eternos, pero no intemporales (es
eviterna, decían los medievales, una realidad que empieza a ser pero ya no termina de
ser).
Entre los hechos del mundo podrán no estar las tramas de «fenómenos físicos»,
pero desde luego que están los fenómenos psíquicos y sus correspondientes tramas, ya
que, recuérdese, o se admite la certeza de la autoconciencia, o se confiesa uno,
contradictoriamente, escéptico por completo. Al menos, en la ortodoxia de Brentano,
los actos psíquicos percibidos a la vez que ocurren realmente están en el mundo tal y
como son percibidos.
Pues bien, una verdad sobre un hecho puede siempre formularse lingüísticamente
(y antes pensarse) de tal modo que informe acerca de ese hecho a todos siempre,
como un juicio invariable. Al parecer, el hecho, quizá fugaz, tiene una esencia
inmutable.
Pero si intentamos decir, también en ortodoxia brentaniana, que solo son juicios
de verdad evidentes los que recogen aquello que se da en la percepción interna, nos
vemos forzados a decir que la evidencia de, por ejemplo, el principio de
contradicción está también arraigada en la percepción interna.
Este principio no manda a nadie que no se contradiga (no es una orden de carácter
moral o estético) ni impide —qué más quisiéramos— que una conciencia admita
como verdaderas cuantas contradicciones le quepan (tanto advertidas, cuanto
advertidas a medias, cuanto inadvertidas). No es tampoco, pues, una ley de la
biología o de la física (suponiendo que nuestra mente esté en la incapacidad de hacer
algo por la razón de que el cerebro que «utiliza» no tenga recursos químicos o físicos
que sean condiciones indispensables de ese algo). Lo único que dice es que las
contradicciones son todas falsas (o sea, es un principio simplemente lógico). Dice que
son falsas aquí y en Pekín, en el origen y en el fin del mundo, e incluso cuando no
haya o no había aún mundo.
Pero ¿de dónde extrae su certeza quien juzga que el principio de contradicción es
evidente? ¿No será, pese a todo, del hecho de que él no logra creer en la verdad
simultánea de dos juicios contradictoriamente opuestos, cuando ensaya el
experimento de creerlos con toda la lucidez y el empeño posibles? Quizá repita esta
curiosa especie de experimento una serie de veces, habiendo antes hecho variar
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mucho las circunstancias. Quizá investigue cómo es posible que un ser humano
acepte con tan preocupante frecuencia la verdad de dos de estos juicios. En este
último caso, sin duda que hallará que casi siempre sucede que los dos juicios no se
presentan a la conciencia despierta a la vez, o que el que de ellos contradice
absurdamente la convicción habitual de esa persona casi se lo fuerzan a creer
determinadas circunstancias, por ejemplo a fin de que no enloquezca viendo al
desnudo la verdad.
Podemos ahora ya sacar la consecuencia de toda esta discusión: una ley sobre
verdades, o sea, una ley lógica, tiene una significación estrictamente necesaria,
absolutamente independiente de facticidad o contingencia alguna. Luego la
percepción interna en realidad no juega ningún papel de fundamentación respecto de
la verdad de tales leyes, aunque sea obviamente cierto que solo puede entender una
verdad alguien que perciba interiormente sus juicios sobre ella (o sea, que se dé
perfecta cuenta de que la está creyendo).
Hemos quebrado el suelo del pragmatismo, esa teoría tan plausible cuando se la
toma de lejos y globalmente. Será todo lo extraño que sea (Wunder, misterio, milagro
incluso, maravilla en todo caso), pero la débil cañita pensante que es el ser humano
(Pascal), esta mota de materia viva perdida en el torbellino de los mundos y atrapada
en una breve fase de la evolución de la vida, alcanza algunas modestas verdades
absolutas, intemporales, sin otra relación con los hechos que la de, en todo caso,
permitir que desde ellas se infieran reglas acerca de estos que no podrán en absoluto
desobedecerse. Esta misma descripción pintoresca de la cañita pensante y la mota de
materia viva aspira a ser una verdad perfecta, divina, completamente indiscutible,
plenamente evidente. ¿Y qué verdad no exige para sí lo mismo?
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ella es verdad, este dolor existe y es como es; luego puede, en el sentido más lato y a
la vez más potente de esta palabra, imponerse como verdad a todo sujeto susceptible
de verdades. Allá los demás si no me entienden o no me creen, pero este dolor es real
y deberían todos admitirlo como tal, aunque sea solo con la garantía de mi palabra.
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menos, un objeto, un ente en general (cuya índole y cuya realidad quizá haya luego
que investigar con más cuidado); donaciones directas, sin que medien signos. Las
intuiciones se dividen luego en percepciones e imaginaciones. Las imaginaciones re-
presentan lo que ya no se presenta (incluso lo que aún no se presenta); las
percepciones presentan, dan en el modo de la presencia misma. Sucede luego que las
percepciones pueden serlo de singulares o de ideas (en otras palabras: de hechos y
partes de hechos, por un lado, y de objetos de naturaleza universal e intemporal, por
otro). De la misma manera, podemos re-presentarnos objetos singulares y objetos
universales; o sea, que también deberemos hablar de imaginaciones de lo fáctico y de
lo ideal. A una intuición de algo fáctico, sea perceptiva o imaginativa, se la llamará
una intuición sensible, un acto cognoscitivo de la sensibilidad. A una intuición de
algo ideal, sea perceptiva o imaginativa, se la llamará un acto del entendimiento, y
Husserl prefiere regularmente hablar aquí de intuiciones categoriales (la palabra no
está bien elegida, pero tiene cierta justificación que trataré de mostrar enseguida).
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Un modo imposible de ser realista
Adentrémonos entonces en las cuestiones de orden superior que impulsó, solo que ya
por una multiplicidad de derroteros, el movimiento fenomenológico.
Este paso fatal, como toda equivocación de un gran pensador —y más cuando
este es un hombre humilde y concienzudo— tiene un motivo sumamente plausible.
Cualquiera empezará pensando que, desde luego, no hay ninguna parte del objeto que
lo sea también de la vivencia que se refiere a él, así como no hay ninguna parte de la
vivencia que lo sea al mismo tiempo del objeto. La cosa por un lado, con todo su
contenido; por el otro, con todo su bien distinto contenido, la vida, la vivencia de esa
cosa. Solo cuando la percepción lo es del acto mismo que estoy viviendo, tendré que
decir que este acto «vivido» es a la vez objeto y parte del hecho de vivirlo. Pero esta
es la única excepción, puesto que si lo que hago es recordar una vivencia mía, esta ya
no será parte de mi recuerdo sino mero objeto suyo (por más viva que estuviera en el
pasado).
Esta aparente obviedad (claro que no hay tecla de mi máquina que sea también
tecla de mi conciencia o tecla de la percepción de mi máquina) es sumamente
peligrosa si se combina con la idea que antes se desprende del cartesianismo de
Brentano, a saber: que todo lo singular es dudoso, menos el acto de representárselo,
juzgarlo o estimarlo; que un dios engañador podría hacernos ver absolutamente todos
los objetos como a él le diera la gana, sin que jamás ninguno fuera tal y como lo
vemos, pero que nosotros tendríamos que existir para poder ser engañados, y nuestro
ser engañados sería también un hecho absolutamente real, que simplemente
viviríamos nosotros con un sentido equivocado. ¡Pero con esto hemos vuelto a
separar tan solo dos tipos de «fenómenos» y a insistir en que los que no son psíquicos
y actuales, no son reales!
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oigo: estos sonidos característicos que me llevan a creer (lo que ya no es tan evidente)
que estoy escuchando el canto de la tórtola. Imposible saber que oigo sin saber a la
vez qué oigo. Igual que no cabe la certeza de un sonido ahora sin la certeza
concomitante de que lo estoy oyendo, tampoco cabe esta segunda sin la primera.
Ya tenemos todas las cartas de la baza en la mano para poder cometer nuestro
error: entonces es que el sonido tiene dentro de la vivencia misma su representante; o,
para poner las cosas más en su punto de dificultad: lo que ocurre es que la tórtola
cantando sí está fuera de mi conciencia, si existe, y lo que ella produce también lo
está (¿se trata de los «sonidos reales» pero inaudibles?), pero no así los sonidos
mismos, que son, en efecto, contenidos primarios de mi vida. Esta vida mía ahora,
esta vivencia mía, es este conjunto de sonidos más algo que permite que —cuando no
estoy reflexionando filosóficamente— yo los tome por el canto de una tórtola. Este
otro factor, que no es ya un contenido primario, tiene que encontrarse también de este
lado de la diferencia fenomenológica, dentro del contenido de la conciencia, en mi
vida —y no en la tórtola—. Es algo así como aquello en mi vida que reúne y recoge
los contenidos primarios y los proyecta fuera de mi vida, los interpreta como sonidos
que en realidad constituyen el canto de un pájaro. Cuando «interpreto», o, mejor,
cuando aprehendo los contenidos primarios objetivándolos, ellos me sirven para
mentar un objeto que tiene las cualidades sensibles que estos contenidos me
representan.
Y ¿cómo conjuntar, dado todo este fino análisis, la cosmovisión realista en la que
Husserl se movía, con el peligroso principio cartesiano sobre la certeza exclusiva de
la autoconciencia?
Solo hemos dejado una posibilidad, pero es falsa. Se trata de defender que cuando
el objeto intencional no forma parte real, inmanente, ingrediente, de la conciencia que
lo mienta, cabe la duda sobre su existencia y su índole (nueva versión del principio
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según el cual ningún fenómeno «físico» es real tal y como está siendo nuestro
objeto). Por eso, saber qué estoy mentando y exactamente cómo lo estoy mentando
solo puede lograrse en la percepción interna. La diferencia fenomenológica me dice
que no ha de haber, excepto en la percepción interna, ninguna parte del objeto dentro
de la vida y ninguna parte de la vida dentro del objeto, pero sí es perfectamente
posible que haya en la vida, y captables por tanto en la percepción interna (la única
cierta aquí) momentos que representen en la inmanencia de la vida la exterioridad y
lo ajeno de las cosas. Mirándolos, analizándolos, comparando los que se encuentran
en unas vivencias con los que se encuentran en otras, conseguiré saber qué objeto y
con qué propiedades lo estoy mentando, sin por ello haber introducido al objeto
mismo en mi conciencia ni haber soñado con el absurdo de situar a mi conciencia en
medio de las cosas, participando de sus propiedades.
Ante todo, los contenidos primarios han de ser, bien o mal, proyecciones
(Abschattungen) hacia la conciencia de las cualidades de las cosas, seguramente
análogos en su índole a estas cualidades (¿por qué nos iban ellas a proyectar dentro
de nuestra mente elementos que no les fueran en alguna manera análogos, cuando
toda causa da a su efecto solo lo que ella tiene?). En segundo lugar, las
interpretaciones, o sea, las materias intencionales, que son aquello en la vida que
explica como qué miento los objetos, deberían tener también alguna analogía con las
propiedades y la estructura de estos, o nuestro conocimiento no merecerá tal nombre.
Pero no hay ninguna posibilidad de explicar también como proyecciones y efectos
mentales de las cosas las materias intencionales, estas espontaneidades modestas pero
básicas, gracias a las cuales tenemos objetos, es decir, mentamos objetos.
¿Qué garantiza que el sentido en que miento un objeto —no ya sus cualidades
sensibles, sino su sentido, o sea, su índole, sus propiedades todas, su esencia, su
existencia—, procediendo de la asociación de contenidos primarios y siendo una
forma de unidad de un conjunto de estos, qué garantiza, repito, que acierte alguna
vez, que pueda siquiera acertar alguna vez cómo existe y es la cosa misma?
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Pero es que desde antes, en el terreno de los supuestos que no se analizan porque
no se ha logrado una abstención auténticamente radical (y porque los problemas y los
misterios no nos han forzado a ello —o no nos hemos dejado llevar nosotros tan lejos
—), hemos participado de la visión global del mundo propia del realismo que pone a
la ciencia en continuidad perfecta con la metafísica y corona esta con la teología al
modo de Aristóteles. Hemos dado por entendido que toda la realidad es una,
comandada en lo decisivo por Dios. Para que este realismo representacionista no
resulte escéptico, la divina providencia es sencillamente necesaria. Formamos las
materias intencionales que formamos porque eso es lo natural, o sea, lo providencial,
y de ahí su posible acuerdo con la índole de las cosas. Y también es providencial que
estas nos envíen sus proyecciones sensibles, las cuales, naturalmente, las han de
representar suficientemente bien en la conciencia humana.
Pero no otra cosa sucede, en el fondo, con el resto de lo que las cosas son, en la
medida en que este resto pueda ser conocido, o sea, percibido, o sea, realmente
vivido, realmente realizado en vidas de sujetos cognoscentes. Solo que aquí la
maravillosa armonía entre la espontaneidad del órgano vivo que somos y la pasividad
de que en él empiece tocando su melodía el mundo se nos manifiesta en todo su
literalmente increíble esplendor Porque la asociación es la responsable del origen de
las materias intencionales, cuyo correlato en la cosa ya no es azul cuadrada, lisa y
fría sino mesa o pradera cubierta de romero. La materia intencional es el qué, el
como qué vivido de las cosas mismas. Y este resultado de la asociación tiene
justamente que ser el correlato en la inmanencia de mi vida de la esencia y la
existencia (me acuerdo ahora de la otra parte del «carácter de acto»: la «cualidad
intencional») de las cosas, de las personas, de Dios mismo, y también de cuanto no
existe ni es nada.
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En la medida en que el teclado del órgano en cuestión reacciona
espontáneamente, me atrevo a suponer que la canción con la que responde es la
canción misma de la Tierra y el Cielo. Dios me asistirá en esta suposición, o, si no, la
divina Naturaleza, lo Absoluto del Todo de este mundo.
No, no es esto solo: es también nuestra visión del mundo, nuestro realismo. Y si
ahora que lees esto no te has vuelto pura pregunta —y no me he vuelto yo, el escritor,
pura pregunta— ya no sé qué nos podrá convertir a ti y a mí en filósofos: en gente
que por vergüenza, amor y sentido de lo inefablemente maravilloso de la vida se
decida a pensar, a hablar de veras, a escribir de verdad.
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Intentemos no naturalizar la vida
Husserl tardó una década al menos en hacerse cargo plenamente de estas y otras
dificultades de su doctrina —que aquí no puedo tratar por falta de espacio— o, por
mejor decir, pasó el resto de su laboriosa vida —unos treinta y cinco años—
intentándolo. Este intento es la forma madura que tomó en su enseñanza por primera
vez la filosofía fenomenológica.
Intentar una doctrina fenomenista del conocimiento en el buen sentido que quiero
dar aquí al término, o sea, intentar de veras una fenomenología, nos devuelve al punto
en el que trazamos la diferencia fenomenológica. Entonces vimos algo que ahora
debemos explotar corrigiendo, como lo hizo Husserl, las carencias de sus
Investigaciones: que sabemos a la perfección no solo qué acto estamos realizando
sino también a qué y bajo qué aspectos se refiere. En otras palabras: que conocemos
perfectamente la existencia y la índole de nuestra vivencia, pero también la índole de
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su objeto o correlato intencional. Podemos equivocarnos en creer que existe, pero no
respecto de la índole que está ante nosotros en auténtico fenómeno intuitivo,
perceptivo.
Antes tomamos la forzada decisión (la llamé una auténtica «torsión» del
movimiento normal de la mirada de la vida) de sostener que conocemos la naturaleza,
el ser-así, la esencia de los objetos, reflexionando sobre las materias intencionales de
nuestra vida. En la inmanencia de la vida encontrábamos los singulares que se
referían a esa identidad casi universal del objeto, y era considerando en comparación
aquellos singulares como nos elevábamos (abstracción «ideadora») al universal en
cuestión, es decir, al objeto, a la conciencia del objeto. La razón es que no queríamos
admitir en la inmanencia de la vida ninguna parte del objeto, ni en la trascendencia
del objeto ninguna parte de la vida. Pero ahora podemos y debemos dejar a un lado
esa torsión, si cambiamos el concepto de inmanencia, como hizo maravillosamente
Husserl en un curso de 1907 que cincuenta años después se publicó parcialmente con
el título La idea de la fenomenología. Llamemos inmanente a lo adecuadamente
intuido y, mejor aún, a lo absolutamente indudable (puesto que ya hemos reconocido
que hay fenómenos apodícticos pero de contornos difusos: no adecuadamente dados
por entero, ya que sus bordes son imprecisos).
Husserl intentó comprender que, puesto que son dos los fenómenos inmanentes,
es que constituyen los dos momentos de un mismo todo. La vivencia sigue sin tener
como ingredientes de ella misma las partes de su correlato, ni este tiene dentro de sí
partes de vida; pero ahora afirmo (así Husserl en sus geniales Ideas de 1913) que esta
vivencia y este correlato preciso suyo son, pese a su diferencia inmensa, los dos
momentos en correlación del mismo todo; de un todo, por cierto, que en absoluto es
ya un algo concreto, sino que realmente es a su vez un momento de un todo
inmensamente más rico. Tengo que pedir que esta frase se relea, porque en ella está
toda la sustancia de la llamada fenomenología trascendental.
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muy consecuentemente, el nombre: pasa a llamarlos —perdón, en su nombre, por la
confusión que produce este término de entrada— la materia, la hyle de la vida. Los
contenidos materiales de la vida, en la terminología nueva, se ven animados por lo
que ahora ya no llamaremos carácter de acto o esencia intencional, sino —otra
elección literaria por lo menos dudosa— nóesis (que quiere literalmente decir acto de
la inteligencia). Podrá ser esta nóesis de tipo teórico o meramente cognoscitivo, pero
también práctico y estimativo o afectivo. En principio, pues, la vivencia es tiempo,
hyle y nóesis, pero también es egoica (o sea, de un yo) y autoconsciente, por lo
menos en tanto que no deja de estar dentro del ámbito de la «conciencia de tiempo»;
y muestra siempre un nivel de atención del yo hacia las cosas a través de ella, de su
vivencia.
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propio del sector central de él, que es para lo que reservaré convencionalmente el
título de nóema.
Por mucho tiempo, Husserl consideró que no es solo posible que sectores enteros
del mundo sean anulados, borrados o corregidos por ciertas experiencias posteriores
que de ellos hacemos, sino que incluso cabe un cataclismo universal, una
aniquilación del mundo. Cuando una persona muy querida me defrauda, «se me cae
el mundo encima», «se me viene abajo todo». Aunque este sea un campo de
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decepción únicamente análogo al de las cosas, el ejemplo es orientativo. Con las
cosas es algo más complicado encontrar casos puros de decepción que puedan
inspirar la idea de la aniquilación del mundo.
La vivencia, con todo, presenta una certeza respecto de su índole noemática que
no está igualada en el nóema. Interpretamos la fenomenología como idealismo (lo
hizo el propio Husserl en sus Ideas) si llegamos a decir que esta situación exige de
nosotros creer absolutamente en el ser de la nóesis pero ver el ser del nóema como
del todo pendiente de ciertos acontecimientos noéticos. Es tanto como decir que el
nóema posee una realidad de grado inferior y hasta quizá, en última instancia, como
sistema y mundo, ninguna (aunque nóemas aislados, incompatibles e inarmonizables,
siempre existirán, al existir siempre diversidad de nóesis). No solo es eso: es también
afirmar que el presumible ser de lo noemático deriva del ser de lo noético. Ahora sí
que sería verdad que la nóesis presta sentido y, de paso, ser (como momento del
sentido) al nóema. Las cosas serían a costa de la subjetividad, desde ella, por ella.
Que las cosas mismas sean los nóemas, los fenómenos inmanentes correlatos de
mis vivencias, puede parecer inmediatamente plausible al metafísico idealista, que
solo admite que existan sujetos o espíritus. Por ejemplo, la palmera o la tórtola, como
ya había dicho George Berkeley, son exactamente el correlato de cuantos actos puede
vivir mi vida a su propósito: eso que vemos, que tocamos, que oímos, que pensamos
incluso… La materia o hyle de la vida no será ya más una proyección representativa
de las ignotas cualidades sensibles de las también ignotas cosas extra-conciencia.
Ahora, aunque no cambiemos (es una astucia bastante inocente de quien sabe que su
descripción no era malísima pero sí estaba bajo nociones que se debían «suspender» o
«desconectar») de palabra y sigamos hablando de proyecciones, podemos dar a estas
el sentido inverso: son, como elegantísimamente tradujo para Ideas José Gaos,
escorzos de las cosas en la vida. La cosa misma solo se puede sentir mediante
escorzos que, claro está, nunca la dan completa, siempre la dejan nebulosa y dudosa.
La cosa misma sería lo no susceptible de ser sentido, como decía luego Maurice
Merleau-Ponty. Los escorzos y perspectivas de las cosas serían en realidad las cosas
mismas. Y no tendría sentido preguntarse por el origen último de los escorzos-cosas:
no pueden venir de fuera…
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Así cobra aún más fuerza la interpretación idealista de la fenomenología. Las
cosas son solo una anticipación sin garantía de que ciertos sistemas de escorzos son
tan armónicos y constantes que se dejan reunir en el haz fijo que sería una cosa. Pero
este haz fijado por la desconocida X en que consistiría la cosa no pasa de ser el gran
supuesto excesivamente rápido que hace el realista para no torturarse con la
volatilidad del mundo y de todas sus cosas. Las tesis existenciales del estilo de la de
Brentano, que son las tesis existenciales de la actitud natural (vista ahora con más
hondura), son puros actos de fe, motivados, desde luego, por los fenómenos, pero
también por la muy pragmática necesidad de andar seguros los seres humanos por la
vida, o sea, por el mundo. Actos de fe perezosa, no necesarios, que la abstención
filosófica suprime.
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La fenomenología no es un idealismo
Una mónada, o sea, una unidad singularísima, no ya una sino casi más bien la
condición de cualquier unidad, alude a una soledad radical. Yo propiamente no hay
más que yo, y todo lo que mi vida termina siendo y todo el mundo que mi vida vive,
soy Yo, Yo Solo. Los demás, dentro de Mí. Una visión metafísica claramente
inclinada al solipsismo (¿qué o quién existe? Solus ipse ego, solo yo mismo).
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su pareja, la expectativa, esta multiplicación del yo no se produciría. La memoria me
hace caer en la cuenta de los infinitos yoes exfuturos que albergo, como dice la feliz
expresión de Unamuno. Así que es la experiencia del tiempo propio y sus derivados
la que me concede arribar a la parificación por la que veo cuerpos-carnes, cuerpos de
humana carne ante mí, y no meros cuerpos-cosas.
Nada tendría el sentido evidente que tiene si el solipsisimo tuviera razón, aunque
es verdad que no cabe que ni una sola de mis vivencias pase a la corriente de la vida
de otro yo. La empatía es justamente una experiencia de la cosa misma, de la persona
misma, gracias a la distancia no recorrible que siempre nos separa. La fusión de dos
vidas podrá ser un romántico anhelo, pero en el fondo es una barbaridad y un
imposible. (Yo vuelvo a apuntar que lo teológico aquí tiene algo más que decir, sin
quiebra de lo fenomenológico; pero Husserl solo alguna vez se lo pregunta de paso,
en sus inacabables series de interrogantes estenografiados.)
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(cognoscitivas, prácticas, estimativas) es el motivo fundamental por el que Husserl
habla de razón en todas ellas. Razón es realización progresiva del ideal de la
teleología en cada orden. Como si la razón quisiera y mandara ética y estética y
teóricamente ser realizada en lo futuro. Lo mancomunado de las mónadas (Husserl
emplea el oxímoron Monadenall, el todo-mónada, el todo de las mónadas) tiene el
sentido teleológico de que la razón se realice poco a poco, en aproximación asintótica
a su entelequia o plenitud definitiva, siempre con más futuro por delante. El Dios de
Husserl es más bien un ideal moral, una exigencia, un eterno futuro que no llega al
interior de la historia más que animándola (precariamente, libremente) hacia él.
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Qué es la filosofía hermenéutica
El tiempo y la muerte
Las entidades con las que se ocupa la ciencia heredera de la hazaña de Galileo no
se encuentran en el mundo-vida sino que se obtienen a partir de las que sí figuran en
este. El proceso es una idealización sobre lo que hay de cuantitativo en el mundo-
vida, a la vez que se deja al margen en él lo cualitativo, es decir, lo que no es
directamente matematizable (y cuya explicación termina por postularse desde lo que
sí lo es).
Hacer tal cosa facilita que la realidad pueda ser técnicamente modificada por
nosotros, pero también es un método de conocimiento teórico. Sorprender los
secretos pitagóricos de la naturaleza es introducirse en una especie de mágico
trasmundo para el que hay infinitas puertas en la realidad circundante del mundo-
vida. Solo gracias a que estas características de la ciencia galileana están a la vez
encarnadas en lo real inmediato cabe que luego la técnica trasforme el mundo con la
eficacia que demuestra tanto para el bien como para el mal.
Tomemos en cuenta esta zona de la obra de Husserl también. Vemos ahora, desde
la atalaya que hemos alcanzado, cómo esta obra extraordinaria ha renovado las raíces
mismas de la crítica de la razón pura, sobre todo en lo que respecta a las virtudes
intelectuales que Aristóteles llamó arte (técnica), ciencia e inteligencia. Pero por
mucho que todo ello contribuya a la virtud suprema de la sabiduría, queda quizá
indagar más en el terreno de la virtud de la prudencia o sabiduría práctica, e incluso
en ciertos campos de la episteme o ciencia, para que podamos decir que la
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fenomenología ha hecho cuanto estaba en su mano para fomentar entre los seres
humanos la sabiduría en el siglo, por antonomasia, de los bárbaros —y como medida
preventiva para los siglos futuros, que prometen por momentos más barbarie aún.
Revisemos ahora, ante todo, los principios más interesantes, las raíces de la
hermenéutica, la rara palabra derivada del griego hermeneía, que significa
interpretación.
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Es verdad que cotidianamente vivimos como sin muerte. Planeamos la agenda de
cada día sin una nota marginal que diga «todo esto, si es que no me muero antes».
Pero eso no demuestra de ninguna manera que ignoremos la muerte y su condición de
espada de Damocles suspendida sobre nuestras cabezas, sino que la procuramos
olvidar y sepultamos su memoria y su inminencia bajo una gruesa capa de trabajos,
de preocupaciones o cuidados. Nos cuidamos de infinitos asuntos con tal de no
cuidarnos de nuestra muerte. Hemos hecho ya la experiencia de su certeza y ahora
escapamos a donde parece que no hay huella siquiera de la muerte: el mundo y sus
tareas, que quedará estando ahí mismo y con todas ellas abiertas y pendientes
también cuando nos hayamos muerto.
Este asunto nos orienta hacia un modo hasta cierto punto nuevo de considerar la
actitud natural y la actitud filosófica. Existir en un tiempo que no se preocupa por la
muerte, que no se angustia por ella, porque precisamente está demasiado asustado
para tenerla a la vista, puede bien llamarse existencia impropia o inauténtica, entre
otras cosas, porque se comparte en muchedumbre. Así es no solo como existimos
habitualmente, sino como existimos todos en cuanto relajamos el estado de excepción
(el término es de Heidegger) en que nos atrevemos a salir al encuentro de nuestra
muerte propia Porque la muerte es aquello en que nadie nos reemplaza ni nos
acompaña: imposible no sentir en su cercanía la decisiva condición individual de la
existencia propia.
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las ocasiones de la vida como si no lo fueran, como pudiendo a lo mejor volver en
otro momento, siquiera sea dentro de un siglo o de un milenio: la certeza de no morir
directamente nos arrastraría a una especie monstruosa de pereza infinita, de
desinterés salvaje por todo, de des-preocupación y des-ocupación absolutas.
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La existencia
Pero entonces, ¿qué es vivir para el ser humano? ¿Es sencillamente tener vivencias en
las que se hace la experiencia de las cosas en el horizonte del mundo, se valora luego
la importancia de algunas de ellas (reales o posibles) y se emplean las fuerzas
después en perseguirlas o rehuirlas, hacerlas o deshacerlas? ¿No hay una tensión
diferente de todo ello, más profunda, que está inscrita en nuestras vidas ya siempre
por la seguridad ocultada de la muerte? Cuando la filosofía dedica un porcentaje
enorme de su tiempo (siempre breve, para el filósofo) a meditar en puros problemas
de razón teórica, ¿no estará consistiendo en la más potente droga contra el ansia y la
tensión que realmente son la clave del ser humano? ¿No es la filosofía, en este
sentido, por más que hable de abstenerse de la actitud natural, un estar bajo su férula
y la más escandalosamente falaz de las mentiras y los consuelos inadecuados para lo
que debería ser de veras la faena dramática de existir?
Las posibilidades en torno, que ya de alguna manera comprende quien existe (lo
que solo es no comprende nada), vienen habitual y vulgarmente dictadas por la masa
humana misma dentro de la cual me dejo llevar. Quizá insisto en distinguirme mucho
de los que me acompañan en este viaje a ciegas y que parece que todos nos tomamos
como si nunca se fuera a terminar: pero las marcas de diferencia, las señas de
identidad que así adopto o que creo tener por la mera originalidad de quien soy, en
realidad no son más que recursos para adaptarme con alguna comodidad dentro del
lecho exacto que esta masa común me tiene destinado. Nunca ella se enseñorea más
de mí mismo que cuando me preocupo por marcar el territorio propio. Para ser yo
mismo el que abriera mis posibilidades propias y decidiera entre ellas, la
comprensión de mi mundo en torno debería estar determinada por el afecto básico (la
angustia) de quien tiene de veras en cuenta la muerte individuadora y propia.
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resulta realmente posible), este querer ser sí mismo sin en realidad quererlo; lo cual
equivale, en el fondo, a un estúpido querer ser otro sin ser de veras nadie. Pero el
remedio —nada excepcional sino habitual— definitivo, incluso eterno, que
Kierkegaard proponía era una peculiar interpretación del concepto cristiano de fe.
Heidegger, en cambio, insiste en lo impersonal y mostrenco de la existencia impropia
y, sobre todo, en el hecho de que el mundo, tal y como es parte constitutiva de ella,
resulta ser el verdadero sistema de interpretación (las verdaderas gafas) de que el ser
humano se vale para comprenderlo todo. Cuando uno se eleva por un corto período
de tiempo a lo propio (tal es la visión que ahora cabe de la abstención
fenomenológica), comprende que el existente humano se encuentra en esta situación
que nunca abandona del todo: no es primero en sí mismo y luego en otras cosas, sino
que es-en-el-mundo, es abierto al mundo en un modo radical, conforme a esta
descripción breve que he hecho. El mundo-vida de Husserl, solo que en esta peculiar
perspectiva —de la que inmediatamente aprenderemos más— es el verdadero a
priori, y no ciertas estructuras del entendimiento, de la sensibilidad, de la
imaginación y de la razón.
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forma misma de la posibilidad lo que suscita el ansia, porque la posibilidad aun
realmente no es nada y no pasará a ser algo (yo mismo) si no salto hasta ella.
Heidegger expande y varía —justo por esta expansión— el Angest del texto
danés. La angustia la suscita la súbita conciencia de que el existente, aunque esté tan
de hoz y coz metido en el mundo y, sobre todo, en medio de la masa humana, es uno
solo y se muere; lo cual vuelve insignificantes los inmediatamente antes tan
significativos vínculos del existente con el mundo de las cosas y los demás. Esta
insignificancia de todo, incluido yo mismo, el afectado por la angustia (o por el
tedio…), es realmente invivible: es un no-lugar que solo podríamos describir como
una no-patria, una no-casa, lo inhóspito por antonomasia. Descubriría entonces que
mi auténtica casa es ninguna, por más amparos provisionales (que yo tomé por
definitivos, pero son insignificantes) que me hayan ofrecido las cosas y la sociedad
(hasta llegar al amparo más falaz y, por eso mismo, el más amparador de todos: la fe
kierkegaardiana, el Dios bíblico).
Esto sí: una vez que la angustia se apoderó de mí de veras un día, yo concibo algo
semejante al deber, derivado de la certeza de la muerte inminente (Heidegger
denomina a este fenómeno con el término tradicional alemán para la conciencia en
sentido moral); y es oír con toda la frecuencia posible, en adelante, la voz de este mí
mismo que sabe que morirá: una llamada del silencio que no dice nada, o, más bien,
que dice nada.
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La tradición
Por otra parte, ni los individuos ni las generaciones se orientan entre el bosque de
las posibilidades más que con la brújula de un proyecto. Gracias a él suceden las
decisiones que descartan posibilidades y que dejan que, desde las hechas nuestras, se
descubran otras que antes eran invisibles. Jugando con los vocablos (como supo hacer
José Gaos al traducir por primera vez la obra que está en la base de la filosofía
hermenéutica. Ser y tiempo de Heidegger) un existente, un Dasein, es ante todo un
proyecto yecto: un ente arrojado a la existencia en cierto momento de la historia, que
se preocupa por la faena de mantenerse en ella apoyado en sus proyectos. Comparte
con quienes convive (en su misma generación) tanto el lugar histórico heredado
como el dibujo general de su propio proyecto.
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Pero la tradición tiene un rasgo sumamente interesante: la imposibilidad de
terminar de ser advertida como tal. Los elementos que la constituyen en su centro
vivo no sabemos exactamente cuáles serán. No hay de ellos más que una suerte de
vago conocimiento global, casi limitado al hecho mismo de afirmar su existencia.
Pero en el momento en que adquiero la conciencia de la pura historicidad de algo, de
que algo me viene dado con la tradición, es señal inequívoca de que solo pertenece a
lo que en esta es superficial, accidental, añadido.
El siglo XIX fue el siglo de la victoria universal de las ciencias históricas, bajo la
influencia del colosal relato dialéctico de todas las realidades que osó trazar Hegel.
Naturalmente, el orden dominado por la dialéctica es siempre histórico, pero no es
verdad que, a la inversa, todo sedimentarse histórico obedezca a los principios de la
dialéctica. Tal fue la constatación cada vez más amplia y rotunda que llevaron a cabo
las ciencias del espíritu en las diversas regiones objeto de sus investigaciones (desde
la historia comparada de la religión a la etnología, la historia de las artes o las
historias nacionales minuciosamente registradas ahora por vez primera). Es cierto que
hay un estilo dialéctico general en los avances de toda tradición, puesto que estos
consisten últimamente en la asimilación de lo relativamente otro a la propia sustancia,
que queda así preparada para el encuentro fructífero con nuevas alteridades; pero
dista mucho esta verdad esquemática de ser una clave segura para afrontar todas las
ciencias del espíritu. Hay retrocesos; hay líneas de evolución cerradas y que jamás
llegan a ser fértiles; son muchas y muy contingentes las alteridades que salen al paso
de una identidad… Parece, por otra parte, haber una pluralidad desconcertante de
puntos de partida y, no menos, de aceleraciones y deceleraciones en los procesos
históricos. Cabe siempre combinar estos con factores de naturaleza biológica, tanto
por el lado de los seres humanos concernidos como por el de los hábitats en que se
encuentran. Hay, en resumen, una historicidad de estilo mucho más complejo que el
dialéctico en la misma constitución de los estudios en el campo de las «ciencias del
espíritu», porque eso es lo que pide la probidad de las observaciones. No se termina
de establecer verdadera continuidad entre los datos registrados en los protocolos de
los trabajos de campo, los archivos, los restos textuales y monumentales, los
laboratorios de psicología y cualesquiera principios que trate de fijar ahistóricamente
para este tipo de ciencias su cultivador con preocupaciones metodológicas. Tal viene
a ser el resultado de las pesquisas de, por ejemplo, Wilhelm Dilthey, quizá el más
interesante y el más influyente de los buscadores de una verdadera crítica de la razón
histórica en el siglo XIX avanzado y los comienzos del XX.
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adversarios estaban, en opinión de Dilthey, demasiado cargados de prejuicios
metodológicos y ontológicos, que era justamente aquello de que la fenomenología de
Husserl quería liberar a la filosofía.
Lo que hasta aquí ya he descrito del giro que la fenomenología experimenta en las
manos de la hermenéutica hará comprender inmediatamente que la situación respecto
del estilo de las investigaciones promovidas por la escuela de Dilthey se invirtió por
completo. Georg Misch, el más perspicaz miembro de este grupo, más bien pensaba
ya en 1930, apenas publicado con gran éxito Ser y tiempo (1927, en el Anuario
editado principalmente por Husserl), en el modo de evitar que los logros de su
escuela quedaran simplemente arrollados por la analítica de la existencia que
Heidegger presentaba. Con una noción capital del sistema orteguiano de la razón
histórica podemos describir compendiada y fielmente lo más grave que aporta la idea
hermenéutica (o hermenéutico-dialéctica) de la tradición. Me refiero a la noción de
creencia, o, mejor, de conjunto de las creencias. Sabemos de ellas que han de ser bien
reales, pero no las podemos objetivar: no podemos de ninguna manera tomar
distancia de ellas o suspenderlas libremente, porque ellas son la condición de
posibilidad de todas nuestras preguntas y, por lo mismo, de toda nuestra libertad de
reflexión y de cualquier diseño de proyectos existenciales. Somos fundamentalmente
nuestras creencias. No se trata únicamente de que el suelo firme en que estamos
plantados nos lo proporcionen ellas (las llamamos mundo o mundo-vida, pero no son
sino creencias); es que constituyen lo real y definitivamente a priori respecto de
todas nuestras formas de existencia (desde el conocimiento teórico a las empresas
morales o estéticas).
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tenían razón a su modo); está prometido en tus abuelos; pero lo que realmente
contenga no te está reservado a ti mismo descubrirlo. Seré yo, será la Historia
Universal quien lo revele al final de todo tiempo (es decir, no se revelará jamás,
porque no existe tal final, ni yo tengo otra voz que la que tú en este instante me
prestas al oírme, ni habrá en el lejano futuro nadie que piense en ti y en para qué
viviste).
Sientes, pues, lo que ya antes has sentido, y si no conoces en cierta forma lo que
buscas como nuevo cuando prolongas la experiencia y hasta notas en ti ansias de
nuevas experiencias, no podrás identificarlo si lo encuentras. La aspiración a lo nuevo
no es a la utopía, ni a la ucronía, ni a la quiebra (¡puramente imposible!) de lo
habitual, sino al cumplimiento perfecto (a la entelequia) de lo que en la historia se
halla contenido en germen o en potencia.
Se te ha dado mucho más de lo que tú por ti mismo podrías jamás haber logrado:
la herencia de los milenios como un conjunto fabuloso de potencias que, si quieres,
puedes actualizar. Así, además, manifestarás para una generación posterior otras
potencias de la misma tradición, que por el momento están acalladas. Lo nuevo es,
pues, el acto de la antiquísima potencia (y este lenguaje le es querido a Gadamer, que
siempre se jactó de ser, entre nuestros contemporáneos, el que mejor entendía a los
griegos de la época clásica).
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incluso vagamente esperable; lo compruebo una y otra vez porque a lo más inusual lo
recubro inmediata y como pasivamente de interpretaciones, o sea, le presto o le
encuentro sentido (se lo presto, pero quiero creer que se lo encuentro a él mismo en él
mismo). Sin una carga tradicional inagotable e insondable de pre-juicios, no cabe
encuentro con hecho alguno, con ninguna cosa y ninguna persona. Mi juicio actual
sobre estos objetos no tradicionales sino nuevos, o sobre mis compañeros de
existencia, no podrá a su vez ser sino una anticipación poco consciente de sí misma
de cuantas relativas sorpresas me depare el futuro. Querer escapar de todo prejuicio
en la interpretación de Algo y en la de Todo es, ciertamente, una especie de
mandamiento de naturaleza moral para la autenticidad de nuestras relaciones con el
mundo, pero en realidad lo que nos exige es más bien exactamente lo opuesto de lo
que parece decirnos a primera vista: como no cabe desarraigar las creencias ni
desprenderse de la tradición, una interpretación será tanto más completa y profunda
cuanto más pueda manifestar actualmente su indefinida antigüedad tradicional.
De aquí que una interpretación adecuada no solo pueda entender a aquel que está
interpretando mejor que como él se entendió a sí mismo (frase de Kant sobre la que
meditan, a favor y en contra, los partidarios de la hermenéutica), sino que esté
además en condiciones de llevar a cabo una destrucción o desconstrucción de la
tradición histórica en la que se inserta. Tal destrucción (la palabra la introdujo como
un latinismo Heidegger en las primeras páginas de Ser y tiempo) separa en el tejido
de la tradición la trama profunda de los aditamentos superfluos y más bien
confundentes. Lo que de veras hace es, si se me permite la palabra, re-pristinar la
vida de la tradición, reanudar y tensar su esencia, lograr que se piense mejor el
impulso que la trajo hasta nosotros.
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Hacia un nuevo pensamiento
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experiencia de que la guerra es el padre de todo (como ya pronunció Heráclito). Y
cuando no se hace desde ella filosofía sino drama, simplemente se verá al ser humano
bajo el poder incontrastable de divinidades múltiples, demasiado cercanas y
contradictorias.
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hombre sobre la Tierra y bajo el Cielo y cerca de los Olímpicos (Hölderlin solía
preferir esta denominación). Aunque hay que reconocer que solo el advenimiento de
un dios nuevo podrá salvar la precaria y mínima resistencia que aún oponemos al
final —que la técnica está a punto de llevar a cabo— de toda feliz diferencia. Pero la
desgracia es que no hay dioses nuevos desde hace dos milenios… Sin embargo, la
historia del arte esencialmente es tan independiente de la tradición de la metafísica
como lo son las lenguas naturales y las cosas mismas. He aquí un texto virgen, del
que quizá podría decirse que retrocede a la tradición última. En realidad, ni siquiera
la interpretación de las lenguas tiene el poder que posee el juego del arte. La
imaginación artística del ser humano remonta a fuentes infinitamente más originales,
raíces de todo sistema simbólico particular, incluidos los lingüísticos. En esto veo la
fuerza de lo que en Gadamer, quizá no pensado por él mismo hasta el final (la
radicalidad no era su fuerte), supone un avance un poco más allá del Heidegger
último.
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mundo. Porque ahora el historicismo radical del logos hermenéutico nos ha de haber
revelado como pre-juicios imprescindibles, insoslayables, los resultados del pensar e
incluso a este mismo. Más todavía: el mismo poetizar elemental de las lenguas
maternas no queda a salvo de esta circularidad, y, evidentísimamente, mucho menos
el poetizar buscado de los poetas.
¿Qué ocurre por fin con la verdad del arte? ¿No podría suceder que las palabras
de Píndaro mismo, el más arcaico de los grandes poetas cuya obra conocemos
ampliamente, fueran relativamente superfluas, pero que en cambio el gesto del poeta
al usarlas o, mejor, el ritmo de sus versos, nos trajera al fin la fiel noticia de aquello
en donde arraiga el tronco de la tradición? Si al menos el arte nos amarrara a este
tronco, sucumbir en la avenida de la historia atado a él sí podría ir acompañado de
una calma, de una flema enteramente semejante a aquella con la que afronta la muerte
el que cree saber que ella es la última visitante.
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Se impersonal, que se verá entonces interpretado como el manchón gris de lo Neutro
y Total, como el fondo del Duermevela sin vigilia ni sueño, terminará alterado por un
Acontecimiento que no será el del Ser, sino el de la inquietud de lo Infinito, es decir,
del Bien Perfecto; y el humilde otro humano, el prójimo modesto, pasará al rango
hiperbólico del Santo que es para mí Autoridad.
¿Puede el arte servir de puerta por la que terminen entrando en la filosofía todos
estos momentos de la existencia que ella rechazó en una mala hora, quizá aturdida
por el estruendo que se hacía dentro de esa historia a la que concedía tan excesivo
peso? Gadamer es posible que se inclinara al fin a admitirlo, aunque ¿es acaso la
imaginación la suprema capacidad del ser humano?
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Una vida larga en tiempos terribles
Hans-Georg Gadamer nació el 11 de febrero de 1900. Un biógrafo minucioso subraya
que hacía exactamente 250 años ese día de la muerte de Descartes, cuya propuesta,
fundadora de la Modernidad en filosofía, iba a terminar su fase de vitalidad a manos
de la crítica de este recién llegado al mundo.
Solo más adelante pudo Gadamer pensar medio en serio que su vaga
predisposición religiosa (que se sepa, nunca actualizada en fe alguna concreta o en
pertenencia real a una iglesia, pese a que fue bautizado y confirmado en el
cristianismo luterano) era herencia de la madre a la que no conoció.
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fulminantemente por el informe del Rector Heidegger, en junio del 33, al ostracismo
universitario).
Hay en esta formación más bien dispersa y no del todo seducida por nada un
elemento continuo de tensión respecto de la difícil casa paterna, que se expresó con
mucho poder en la amistad y el noviazgo con Frida Kratz, sobrina nieta de Ricarda
Huch, autora aún influyente en la época. Gadamer reconoció luego que su boda con
aquella mujer algo mayor que él, más abierta a las capas cultas de la sociedad de
Breslau, que lo introdujo en cosas tan básicas como la música, lúe toda una aventura
de inmadurez.
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La relación, decisiva para Gadamer, con Heidegger empezó antes incluso de la
llegada de este a Marburgo, propiciada por Natorp. El director de la tesis de Gadamer
había explorado la posibilidad de hacer llamar a Heidegger cuando supo que este, ya
rodeado en Friburgo por el éxito entre la juventud, preparaba para el Anuario de
Husserl las bases de una nueva interpretación de Aristóteles. Le pidió que se la diera
a conocer antes de publicarla. Así lo hizo Heidegger, que redactó para este fin en el
otoño del 22 el luego conocido como Informe Natorp. El receptor, que quedó
ciertamente encantado, pasó aquel texto a Gadamer, que estaba convaleciendo del
ataque de poliomielitis simultáneo a la presentación de su tesis. Gadamer quedó
mucho más que encantado con aquella lectura, y se apresuró a escribir a Heidegger,
lleno de entusiasmo.
Hartmann presionó para que la boda de Gadamer con Frida Kratz precediera al
viaje a Friburgo. De hecho, Hartmann envió a Gadamer allá con la pretensión de que
trabajara con Kroner, el excelente historiador filosófico del giro que llevó al
pensamiento desde Kant a Hegel. Naturalmente, la efervescencia de Friburgo —
donde los heideggerianos ya pasaban por alto abiertamente a Husserl— desbordó
absolutamente las prudentes previsiones de Hartmann.
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judíos, en la que dice literalmente que Gadamer no sabe nada de filosofía y que él
impedirá, si está en su mano, que lo nombren profesor en Marburgo…
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penas) se despidió de Marburgo para hacerse cargo de la cátedra que ponía el viejo
Husserl imprudentemente en sus manos.
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Universidad de Leipzig, en la zona de ocupación soviética (1946). Solo que, como es
natural, las asociaciones estudiantiles que allí surgieron al amparo del partido
comunista pusieron en entredicho la continuidad de muchos profesores, incluido el
Rector, pese a que tenían constancia de que no había llegado a pertenecer a ninguna
organización nazi. El ambiente se hizo hostil a Gadamer, pese a su espíritu
conciliador, y terminó por aceptar el traslado, en el 48, a Frankfurt. Hasta llegó a
sufrir una rocambolesca detención por una denuncia anónima, cuyo contenido
tampoco quedó en claro.
La estancia en el nuevo destino tampoco duró mucho: apenas dos años, durante
los cuales es posible que tuviera Gadamer alguna influencia en el resurgimiento del
Instituto de Investigaciones Sociales —centro de la llamada Escuela de Frankfurt—.
El nuevo lugar de residencia fue entonces Heidelberg, donde en 1949 ocupó el puesto
dejado por Jaspers y en 1953 fundó, en compañía de Helmut Kuhn, la Philosophische
Rundschau, una muy importante (hasta hoy) revista dedicada a la crítica bibliográñca.
Los años 50 fueron dedicados a la redacción del verdadero primer libro —de la
obra realmente—: Verdad y método (y no simplemente Hermenéutica porque la
palabra, pese a que la habían usado el teólogo Schleiermacher y Heidegger, fue
objetada por el editor, temeroso del escaso reclamo que pudiera ejercer sobre el gran
público, habida cuenta del muy considerable tamaño del manuscrito). El éxito
mundial fue rápido: las críticas radicales, también (Leo Strauss, Emilio Betti; a la
larga, el propio Heidegger, pese a que en 1969 había condescendido, en un gesto nada
habitual en él, a participar en los homenajes a su discípulo con ocasión de la
jubilación de este).
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De los años siguientes, apenas se puede hacer otra crónica que la de los viajes de
Gadamer, los homenajes, la continua edición de sus ensayos, la presidencia de la
Allgemeine Gesellschaft für Philosophie in Deutschland y la Heidelberger Akademie
der Wissenschaften. Humanamente, fue también de importancia el sostén que prestó a
Habermas desde los primeros 60 (en la crisis semi-revolucionaria de la universidad
europea en el 68, las relaciones entre la hermenéutica más conservadora de Gadamer
y la entonces extendidísima crítica de la ideología fueron muy tensas).
Entre 1970 y 1985, Gadamer tuvo una segunda juventud enseñando en varias
universidades de la costa Este de Estados Unidos. En 1986 publicó el segundo
volumen de Verdad y método. De ahí a su muerte, el 13 de marzo de 2002 —no se
recuerda otro filósofo famoso que haya vivido más de un siglo, como es su caso—,
quizá sea el encuentro crítico pero admirativo con Derrida el acontecimiento más
interesante. Gadamer entró en contacto, como era natural dada su posición general en
filosofía, con los principales actores de la postmodernidad y la doctrina radical de la
desconstrucción; pero yo recuerdo el entusiasmo con que prefería inducirnos a los
profesores jóvenes a que leyéramos a Derrida despacio…
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La hermenéutica como método
Como puro método, la hermenéutica es necesaria, no solo importante; pero esto no
pasa de una obviedad. Considerémosla en los fenómenos en que se hace patente.
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No hay diálogo si no cabe no tener razón, salvo en un caso muy particular, al que
atiende más la práctica hermenéutica de Levinas (inspirada en la enseñanza
talmúdica) que la práctica hermenéutica de Gadamer (inspirada en la interpretación
de textos). Me refiero al caso de la enseñanza. Supuesto un auténtico maestro, es
decir, alguien que quiere a sus discípulos aun sin haberlos escogido y que está seguro
de que por lo menos una parte de lo que tiene que exponerles les sería muy bueno
asimilarla, dialoga, pero no porque realmente adopte la actitud de poder no tener
razón, sino más bien porque está dispuesto —muy dispuesto— a variar sus
procedimientos didácticos, a cambiar el orden de presentación de los puntos de un
tema, a aumentar la claridad y la profundidad de aquello que enseña y, sobre todo, a
modificar su propia actitud afectiva respecto de sus oyentes y el conocimiento de
ellos que presume ya tener.
No hay imagen mejor de lo que debe ser un diálogo que la que usó el genial
anónimo que escribió en la Academia poco después de la muerte de Platón (hagamos
caso a la filología, porque yo atribuiría directamente a Platón mismo esta más que
metáfora) el diálogo que solemos denominar Alcibíades I. Allí se dice que el
conocimiento de nosotros mismos no llega nunca a ser tan hondo como cuando nos
miramos reflejados en la niña del ojo de nuestro amigo, o sea, en aquello vivo y que
nos mira del cuerpo y el gesto del otro.
En la medida en que lo dicho encierra términos que hoy solemos llamar índices
(deícticos, pronombres, adverbios de lugar y tiempo, nombres propios, descripciones
definidas, etc.; Husserl los llamaba todavía expresiones de sentido esencialmente
ocasional), su comprensión ya exige un cúmulo de conocimientos de hechos que han
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de ser actualizados de algún modo en la ocasión presente; por ejemplo, una lección
desconcierta a los oyentes cuando emplea nombres propios que para ellos no remiten
a nadie determinado. Sin la generosidad de ponerse manos a la obra de esta
actualización, quien recibe el mensaje solo se limitará a anotarlo, para esperar a mejor
ocasión de descifrarlo o para usarlo incomprendido en, por ejemplo, un examen. En
cualquier caso, el receptor tiene que cumplir una regla de conducta consistente en que
debe abrirse a la necesidad de contextualizar lo dicho tanto en sus aspectos objetivos
(¿qué lugar ocupa realmente en el conjunto de una ciencia este teorema?) como
subjetivos (el acervo de los índices). Y en este sentido, él, precisamente el receptor, se
adueña y se responsabiliza de lo dicho, tanto si realmente lo asimila, se lo apropia,
cuanto si se limita a guardarlo en la memoria con el sentido que él mismo le ha dado.
Es evidente que la contextualización de orden subjetivo, como acabo de denominarla,
pone en juego mis conocimientos previos y los resultados de mi experiencia general
de la vida con más intensidad, normalmente, que la contextualización que he llamado
objetiva.
Por otra parte, hay temas científicos que ya exigen un fuerte compromiso
existencial, por así decir, en quien pretende comprenderlos lo más objetivamente
posible. Un asunto de psiquiatría o de psicología solo puede ser objetivamente
entendido de manera suficiente por quien haya vivido una serie compleja de
experiencias que le permitan una complicada y siempre arriesgada analogía con lo
que intenta comprender. Quien no ha odiado de veras, no necesitará odiar para
entender las secuelas anímicas del odio o sus causas, pero si es un ángel, todo lo más
podrá examinarse de semejante tema sin haber llegado a comprender nada. Quien
aquí comprende —o mejor aún, quien entiende una psicosis grave cualquiera— debe
estar en la extraña situación de haber vivido algo pálidamente semejante, pero
encontrarse ahora del todo libre de esa vivencia. Proyectará un salto analógico hacia
alguna mínima simpatía con el paciente psicótico, pero garantiza su comprensión del
asunto cuanto menos se trasfiera él mismo al dominio de la enfermedad (y de hecho
su cuidado del enfermo dependerá en su buen éxito también de que haya habido aquí
solo un salto analógico y no una auténtica trasferencia, con la que a su vez el paciente
se sabría identificar enseguida, para obtener el resultado de un refuerzo perverso de la
enfermedad).
Pero lo más interesante del diálogo está seguramente en que es imposible cuanto
acabo de describir si no hay al mismo tiempo la conciencia, por tácita que sea, de que
el que habla es a su vez completamente dueño del sentido que trata de comunicarme.
Decir, como muchos hermeneutas ponen de relieve, es ya desdecirse de lo dicho. Te
digo esto y sé que lo comprenderás a tu manera, desde tus creencias y tus ideas,
desde tus propios proyectos y tus memorias personales; pero yo no tengo, sin duda,
exactamente los mismos proyectos y las mismas memorias —a lo sumo, las mismas
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creencias, sin las cuales quizá no entraría en diálogo contigo—. Yo entiendo lo que
digo a mi manera, y esta es la más auténtica comprensión de lo que dejo dicho.
Decirlo es siempre expresarlo inadecuadamente y estarlo retirando, estar como
defendiendo, pero sin demasiada convicción, que están bien dichas mis palabras. Yo
nunca puedo expresar enteramente lo que quiero decir y lo que sé; ni siquiera cuando
estoy explicando un tema de una ciencia exacta. Pero el significado de mis palabras
nos consta a ti y a mí que está en mi poder. Justo por esto sabes que me estás oyendo,
que yo no soy un magnetófono, que esta es una situación de diálogo real. A mi vez, sé
también que, una vez dicho lo dicho, el ser yo su dueño queda inmediatamente en tela
de juicio en quien me comprende, porque solo puede entenderlo a su manera. Y
ambos sabemos que lo comprendido por uno y por otro difiere y siempre diferirá.
Una vez que entramos en diálogo, quisiéramos ambos prolongarlo indefinidamente, a
base de desdecir casi con obsesión lo que dejamos antes dicho.
No era eso, por mi parte, lo que quería decir; no era eso, por mi parte, lo que
debía yo entender. Así se confrontan quienes participan en el diálogo, por tenue que
sea lo dialógico de la situación…
George Steiner ha descrito con mucha plasticidad algo que es común a todas las
situaciones hermenéuticas (o sea, prácticamente a todas las situaciones de la vida
humana), aunque aplicándolo al momento especial de la lectura de un texto relevante.
Cuando por fin nos distanciamos del ajetreo cotidiano para concentrarnos en un libro,
realizamos un acto de una intimidad y una solemnidad extraordinarias. Es absurdo
que si estamos comiendo y nos llaman al teléfono pongamos la excusa de nuestra
ocupación para no hacer caso a la llamada, pero, en cambio, si nos sorprenden
leyendo siempre dejamos el libro de la mano, como si estuviéramos justamente
desocupados, nada más que entreteniéndonos, y atendemos al teléfono. ¡Debería ser
absolutamente al revés! Al leer necesito actualizar de alguna manera toda la memoria
de mi vida y fundirla —tratar de fundirla— con el significado del texto. O él o yo
tenemos razón; o él o yo expresamos mejor o peor el temple del ánimo que una
verdad requiere. Es poco probable que un gran libro coincida hasta tal punto con el
sentido global de nuestra vida que no nos cuestione ninguna parte de él; y entonces
empieza un debate gravísimo, parecido al encuentro con Sócrates en la plaza de
Atenas. Aquí solo cabe que uno salga vencedor o que los dos salgamos derrotados (en
cuyo caso soy yo, pero no el texto —que no responde a una segunda pregunta mía—,
quien vislumbra una tercera posibilidad). No cabe más dramatismo que el de unas
horas de lectura (o, aún mejor, de diálogo vivo), puesto que el resultado
probablemente será la muerte de una zona de mí mismo y el nacimiento de otra.
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mero desiderátum, análogo a la sociedad ideal de comunicación a la que, en los
mismos años del auge de Gadamer, se ha referido Jürgen Habermas. Entender
adecuadamente un texto sería fundir mi inevitable horizonte de prejuicios y
expectativas con el que tuvo el autor y se insinúa en el resultado de su tarea literaria.
Pero lo que precisamente no puedo hacer, si realmente quiero entender algo, es forzar
a que el autor entre en mi horizonte de comprensión y hasta se sitúe dentro de él en
mi misma posición. El texto no lo he escrito yo, justamente. Si se encuentra muy
alejado de mi tiempo y mi cultura, notaré tanto más fácilmente que me obliga a
pertrecharme de conocimientos suplementarios, capaces de ampliar ese horizonte mío
previo, si quiero sacarle algún partido. En ningún caso podré trasladarme por entero a
la desconocida perspectiva de aquel a quien leo a siglos de distancia y con el prisma
distorsionador de una traducción. Pero es un deber intentarlo cuanto pueda. Ejemplo
trivial: si se trata de una profecía bíblica, todo cambia cuando el lector sabe si
procede del reino del Norte o del reino del Sur; y si viene de este, también cambia
todo si el texto es o no posterior a la destrucción del reino del Norte por los asirios.
Para no hablar del evidente problema de la exégesis neotestamentaria, que ha sido el
campo de batalla para el que principalmente se han forjado las mejores armas de la
hermenéutica, al menos desde el Tratado teológico-político de Espinosa.
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y la antítesis, si no son muy precavidas, quedan casi mortalmente dependiendo de
aquello mismo contra lo que se rebelan y que quieren negar.
Toda esta situación se puede describir como un gesto hacia una idea platónica que
finalmente no existe ni puede existir, o que sería únicamente la entelequia de toda
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una tradición interpretativa, cuya potencia inicial, casi materia primera de este
desarrollo, la habría depositado —la habría puesto en juego— en el seno de la
tradición la salida de las prensas en 1605 del primer tomo del Quijote.
Naturalmente, este esquema puede ser extendido —no ciertamente sin riesgo— a
cualquier aspecto de la existencia, hasta convertir a esta misma en un juego exegético
de principio a fin. Basta dar un paso en el que ha insistido mucho la llamada nueva
teoría de la ciencia, sobre todo a partir de los entusiasmos iniciales de Karl Popper y
sus discípulos por el trabajo de Gadamer. Y este paso es retroceder de Husserl a Kant
en el modo de comprender cómo se vive irreflexiva y directamente la experiencia,
incluso la más aparentemente pasiva de todas. Ya antes me demoré en la descripción
de este punto e insistí en los dos modos bien distintos en que cabe hablar de realismo
a propósito del trabajo efectivamente realizado por Husserl e incluso de la
autocomprensión por Husserl de este trabajo. Si en vez de dar primacía, como se hace
en el inicial realismo representacionista de Husserl, a los contenidos primarios en el
surgimiento de las «interpretaciones» (de las «materias intencionales»), y si en vez de
seguir concediendo al nóema una inteligibilidad propia y que exige mucho de la
nóesis (algo, por tanto .preconceptual), se cargan las tintas en lo ya conceptual
(prejuicio, proyecto, tradición) de estas «interpretaciones» y en la imposibilidad de
que la realidad nos llegara a destruir por completo nuestro horizonte hermenéutico, o
vuelven las formas a priori de la sensibilidad, el entendimiento y la razón al modo de
Kant, o regresan pero historizadas, convertidas en unos a posteriori que van
explicitando una trayectoria histórica cuya primera institución queda en la oscuridad
más impenetrable.
¿Cuál pudo ser el primer germen de toda tradición? ¿Con qué elementos se fue
alimentando luego, hasta fijarse provisionalmente, por ejemplo, en el gran esquema
formal en que Kant logra embutir la ciencia galileano-newtoniana de la naturaleza?
¿No es cada paradigma en epistemología un eslabón en la cadena de las evoluciones
históricas de los marcos conceptuales? ¿No son entonces estos mismos simples
conjeturas que nuestra atrevida imaginación, espoleada sin duda por el afán de la
adaptación óptima al medio, lanza sobre los cada vez más vacíos «contenidos
primarios», o sea, sobre el texto del mundo mismo?
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Aristóteles). Las cosas mismas son ya aquí apenas más que nudos de sentido
histórico, en mitad de tradiciones cada vez más convergentes. El juego exegético es
realmente el mismo —casi el mismo— cuando me enfrento a la lectura del mundo,
cuando me enfrento a la lectura de los demás hombres, cuando me enfrento a la
lectura de mí mismo; pero también se trata del mismo juego cuando la interpretación
se refiere a un texto, a una obra de arte cualquiera y en general, a Dios o a los deberes
morales y, por qué no, a las mismas verdades «eternas» de las que hablamos arriba.
Apenas cabría reconocer ningún espacio para las viejas (¿caducas, pese al
testimonio de un Husserl?) virtudes intelectuales de la ciencia, la inteligencia y la
sabiduría. No hay hueco más que para la técnica y la prudencia. La prudencia con
que aprovechamos la «tradición eterna» no será jamás utopismo ni ucronismo. Ya lo
observamos. La revolución, el mesianismo, la redención, la religión de aliento ético y
la moral que se rebela efectiva y no vanamente contra la tradición arraigada (con
suelo firme bajo las plantas, como gustaba de decir Heidegger: bodenständig) tienen
que quedar más bien del lado del fantasma devastador de la técnica. De él están el
liberalismo, el cosmopolitismo, la ciencia moderna, la democracia universalizada, el
monoteísmo ético y supranacional, el platonismo, el socratismo… En definitiva,
todos los huevos de todos los basiliscos.
Claro que no recuerdo este asunto —es difícil olvidarlo una vez conocido,
siquiera durante unas semanas…— para atacar en bloque la doctrina de Gadamer. Mi
intención es hacer evidente al lector que en puntos que parecen estar alejadísimos de
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las cuestiones políticas y morales inmediatas o graves, ya se juega con fuego, con
fuego real, tanto en filosofía como en la ideología de ella derivada y que
necesariamente impregna la peligrosa vulgarización de las ciencias humanas y
sociales. Esta vulgarización es una parte enorme de la conciencia colectiva cultural de
hoy. La filosofía lucha contra ella, o sea, contra sus orígenes acríticos y sus posibles
consecuencias terribles, más o menos como don Quijote contra los encantadores.
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APÉNDICES
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Obras principales
La recomendación del autor de este libro es que se acuda a leer a Husserl mismo. Por
ejemplo, empezando por La idea de la fenomenología o por el libro I de Ideas, o
quizá incluso por la primera sección de La crisis de las ciencias europeas.
1883. Trabaja como asistente privado 1883. Nietzsche empieza a publicar Así
de Weierstrass (Berlín). habló Zaratustra.
1929. Consigue su habilitación acadé- 1929. Gran Depresión. Plan Young so-
mica, y meses más tarde comienza a en- bre las reparaciones de la Primera Gue-
señar en Marburgo. rra Mundial.
Nace Habermas.