LyC. Bajo Sospecha Libro Completo

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Bajo sospecha

Relatos policiales

LIBROS Y CASAS
Este libro pertenece a:

Bajo sospecha
Relatos policiales
Autoridades nacionales

Presidente de la Nación
Dr. Alberto Fernández

Vicepresidenta de la Nación
Dra. Cristina Fernández de Kirchner

Jefe de Gabinete de Ministros


Dr. Juan Manzur

Ministerio de Cultura de la Nación


Prof. Tristán Bauer

Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat de la Nación


Ing. Jorge Horacio Ferraresi

Ministerio de Educación de la Nación


Lic. Jaime Perczyk
LIBROS Y CASAS

Bajo sospecha
Relatos policiales
Coordinación editorial
Bárbara Talazac y Daniela Allerbon

Edición
Pilar Amoia

Asistencia editorial
Bárbara Talazac y Ariadna Castellarnau

Corrección
Gabriela Laster

Diseño de la colección
Bernardo + Celis / Trineo

Diagramación
Jimena Celis y Javier Bernardo

Imagen de tapa
Viviana Blanco / Nombre de la obra:
Crónica de un niño eterno

Gestión de derechos de autor


Natalia Silberleib y María Nochteff Avendaño

Digitalización
Biblioteca Nacional

El programa Libros y Casas está integrado por Bárbara Talazac,


Débora Ruiz, Victoria Sandri, Virginia Lauricella, Cecilia Ferreiroa,
Juan Fossati y Pilar Amoia.

Bajo sospecha : relatos policiales / Roberto Arlt... [et al.] ; adaptado por Bárbara
Talazac ; Ariadna Castellarnau ; Pilar Amoia ; coordinación general de
Bárbara Talazac ; Daniela Allerbon ; fotografías de Viviana Blanco. - 2a ed. -
Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Ministerio de Cultura de la Nación, 2021.
96 p. ; 20 x 14 cm. - (Libros y Casas)

ISBN 978-987-8915-05-0

1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. 3. Cuentos Policiales. I. Arlt, Roberto. II. Talazac,


Bárbara, adapt. III. Castellarnau, Ariadna, adapt. IV. Amoia, Pilar, adapt. V.
Allerbon, Daniela, coord. VI. Blanco, Viviana, fot.
CDD A863
Programa Libros y Casas

El programa Libros y Casas te acerca esta biblioteca en


la que vas a encontrar literatura para grandes y chicxs,
poesías, libros ilustrados, una guía sobre los derechos de
las mujeres y diversidades, y clásicos de la literatura ar-
gentina y universal, entre otros. La selección fue espe-
cialmente pensada para que cada integrante de la familia
pueda encontrar las historias que más le gusten. Hay
cuentos de amor, de fútbol, de terror, de enigma, poe-
mas de diferentes épocas y un libro de mitos y leyendas
de pueblos originarios. Esta colección está dirigida tan-
to a las familias beneficiarias de los Planes Federales de
Vivienda, como a lxs participantes y agentes de las acti-
vidades formativas que se brindan en espacios comuni-
tarios: bibliotecas, escuelas y centros de integración.
Desde 2007, Libros y Casas ha brindado más de mil
talleres de lectura, facilitado más de cien mil bibliotecas
y entregado un millón ochocientos mil libros a lo largo
de todo el país. La lectura nos hace más libres, nos ayuda
a expandir el pensamiento crítico y propio, y a construir
nuestra ciudadanía. Además estimula la imaginación,
potencia la creatividad, amplía nuestro mundo y nos
prepara para usar nuevas tecnologías. Esperamos que
Programa Libros y Casas

esta biblioteca habilite momentos (por más breves que


sean) de placer, nuevas ideas y entusiasmo.
Por todo esto, te invitamos a conocer y transitar es-
tos libros, a que los compartas con tus familiares, ami-
gxs y vecinxs, a que los lleves con vos y te acompañen
a donde vayas.

10 motivos para tener libros en casa

• Porque intercambiar opiniones sobre lecturas y ha-


blar de libros es un espacio ganado al vacío.
• Porque la lectura es una llave para formar un punto
de vista propio, un lugar de singularidad y resistencia.
• Porque en una biblioteca podemos encontrar res-
puestas a algo que nos pasa, conocer otras voces, otras
realidades y ampliar nuestra sensibilidad.
• Porque leer no es un lujo. Participar de la cultura es
un derecho y también lo es poder generar espacios para
la lectura.
• Porque leer nos interpela a pensar, sentir, experi-
mentar e imaginar.
• Porque cada texto hace eco en lugares que descono-
cemos de nuestra historia, que se puede enriquecer en el
encuentro con creaciones literarias de otrxs.
• Porque leer fortalece nuestras capacidades y habili-
dades para interactuar con el mundo.
Programa Libros y Casas

• Para habilitar lecturas en soledad y también colecti-


vas, junto a amigxs, familiares, pareja o vecinxs.
• Para apropiarnos de los libros, recorrerlos con liber-
tad, a nuestro tiempo, modo y antojo.
• En definitiva, porque leer implica reconocer que
algo nos falta y eso se parece mucho al deseo. La lectura
pone en movimiento nuestros deseos y, por extensión,
a la vida.
Índice

11. Introducción
14. El crimen casi perfecto / Roberto Arlt
“... la evidencia de que ella estaba distraída leyendo
un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba
en disparatada la prueba mecánica del suicidio”.

22. La muerta en su cama / Selva Almada


“Algo en la aparente armonía del cuerpo acostado boca
arriba, los brazos a los costados, el cubrecama doblado sobre
el pecho de la muchacha, el cabello prolijamente esparcido
sobre la almohada, algo llamó la atención de la mujer”.

28. Un día después / Vicente Battista


“También yo me iba a encontrar con una mujer joven, pero
no iba a disfrutar del fin de semana: iba a matarla”.

36. La puerta de bronce / Ana Victoria Cecchi


“Lucio no pudo desoír aquella orden como no se puede desoír
el llamado de la muerte. Escoltado por la luz de los faroles
regresó al coche y al jardín desierto en el que creyó ver a su
niña entre las flores”.

44. Blanca y radiante iba la novia /


Ricardo Ragendorfer
“Ocampo descargó sobre Felicitas una lluvia de reproches.
Y ella lo rechazó con frialdad. Finalmente se escucharon
dos detonaciones. Y, luego, el silencio”.
52. Turismo Carretera / María Inés Krimer
“Mientras él le cuenta los problemas para la importación
de repuestos, ella nota que se detiene en la foto de Vera.
Es otra mirada”.

66. El ciclista serial / Marcelo Guerrieri


“Qué me vienen con grupos de diez tipos que siguen la pista
de un vendedor de remeras falsificadas y terminan hablando
del partido del domingo por walkie talkie. Nada de eso; yo
soy un clásico, al estilo Sherlock Holmes: el sagaz detective
García y su inseparable ayudante Amadeo”.

86. Una cuestión de química, digamos /


Roberto Bardini
“El gordo no podía saberlo, pero yo no era el hombre
indicado para llevar el maletín porque desprecio a los
ricachones que envían divisas al exterior”.
Introducción

En diciembre de 1841, Edgar Allan Poe (Estados Unidos,


1809-1949) publicó en la revista Graham’s Magazine
“Los crímenes de la calle Morgue”, el relato en el que apa-
rece por primera vez Auguste Dupin, el abuelo de todos
los detectives, un tipo elegante, irónico y con un impe-
cable análisis deductivo, es decir, un tipo de razonamien-
to cuya conclusión es una consecuencia de la idea que se
plantea. De Dupin nacieron Sherlock Holmes, creado por
Arthur Conan Doyle (Reino Unido, 1859-1930), Hercule
Poirot, creado por Agatha Christie (Reino Unido, 1890-
1976), el padre Brown, de Gilbert K. Chesterton (Reino
Unido, 1890-1936), y también los detectives privados del
policial estadounidense, como Philip Marlowe, de Ray-
mond Chandler (Estados Unidos, 1888-1959) o Sam Spa-
de, de Dashiell Hammet (Estados Unidos, 1894-1961).
Pero Edgar Allan Poe no solo creó al detective, sino tam-
bién las normas del género policial, que podemos resumir
en: un hecho atroz, casi siempre un asesinato, cometido
en circunstancias extrañas por una persona culpable que
ha desaparecido y dejó solo algunos indicios.
12 Introducción

El enigma policial es una forma narrativa perfecta ence-


rrada en sí misma y que seduce a la persona que lo lee casi
de manera inmediata porque interpela nuestro deseo de
averiguar lo que está oculto y nuestro instinto de justicia.
Lo mejor de los misterios es la posibilidad de resolverlos. Y
ahí está el policial para hacernos creer que detrás de cada
incógnita, de cada enigma, está la llave que encaja en la ce-
rradura y resuelve el misterio. Pero no solo eso. El policial
es también la promesa de un orden: todos los elementos
dispersos que rodean un crimen se van ordenando en una
música cada vez más comprensible hasta el explosivo de-
senlace, es decir, hasta la apoteosis final. Quien resuelve y
la justicia vencen y la luz de la razón cierra la historia con
precisión geométrica (aquello que Borges llamaba “la ma-
ravilla en la solución”).
El policial nacional comenzó a fines del siglo xix con La
huella del crimen de Raúl Waleis, seudónimo de Luis Vi-
cente Varela (Uruguay, 1845-Argentina, 1911). Son muchas
las personas que han incursionado en este género, tal vez
porque es el que mejor permite medir las cualidades narra-
tivas de quien escribe porque al tener nomas tan estrictas,
se encuentra frente a la disyuntiva de ser fiel al género y a
la vez original, al mismo tiempo que se esfuerza por cons-
truir una trama perfecta.
Suele decirse que el policial argentino reúne las dos
grandes corrientes del género: el policial de enigma (en el
cual “quién lo hizo” y “cómo lo hizo” son el corazón del
relato) y el policial negro (en el que lo más importante es el
trasfondo de violencia e inmoralidad del que la persona que
investiga nunca sale limpia). El cuento de Roberto Arlt, “El
crimen casi perfecto”, recogido en esta antología responde
Introducción 13

a la tradición del relato de enigma; de hecho, es conside-


rado una pieza maestra del género. “El ciclista serial”, de
Marcelo Guerrieri, es otro policial de enigma, aunque con
un tono de burla, paródico y con una vuelta de tuerca in-
creíble al final. En cambio, los cuentos “Un día después”,
de Vicente Battista, y “Turismo Carretera”, de Marina Inés
Krimer, podrían asociarse con el policial negro. Muy inte-
resante es también el caso de dos escritoras no vinculadas
necesariamente con el policial, pero que abren nuevos ca-
minos para el género, como son los casos de Selva Alma-
da, “La muerta en su cama”, y de Ana Victoria Cecchi, “La
puerta de bronce”, cuyos relatos se acercan a la crónica
policial, pero sin olvidar jamás el misterio y la turbulencia
que envuelven el crimen.
Los relatos de esta antología asustan e intrigan, son el
dedo frío que nos recorre por sorpresa la espalda y nos
hace estremecer. El enigma nos mantiene en estado de
alerta hasta el final generando inquietud por lo que ven-
drá a continuación, por descubrir lo sucedido antes de que
empezáramos a leer, cuando la persona homicida todavía
no había abandonado la escena del crimen y el cuerpo es-
taba aún caliente
“Indudablemente, el oficio
del periodista es de lo más
singular que existe en lo de
aventuras extrañas. Y esta
ciudad tiene materiales
vivientes para confeccionar
todo género de locuras”.
Roberto Arlt

Roberto Arlt
Buenos Aires, 1900 - 1942

Escritor y periodista argentino, una de las figuras más singulares de la lite-


ratura rioplatense. Autodidacta, lector de Nietzsche y de la gran narrativa
rusa (Dostoievski, Gorki). Se lo considera el introductor de la novela mo-
derna en la Argentina. Para muchos, su obra más acabada es Los siete locos
(1929), una novela sobre la impotencia del hombre frente a la sociedad que
lo oprime y lo condena a traicionar sus ideales. La novelística de Arlt inclu-
ye también Los lanzallamas (1931) y El amor brujo (1932). Arlt retrató la
realidad de un modo descarnado; por ello, algunos de sus libros causaron
revuelo y escándalo.
El crimen casi perfecto

L
a coartada de los tres hermanos de la
suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El
mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde
hasta las doce de la noche (la señora Stevens se suicidó entre
siete y diez de la noche) detenido en una comisaría por su
participación imprudente en un accidente de tránsito. El
segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de
Lister desde las seis de la tarde de aquel día hasta las nueve
del siguiente, y en cuanto al tercero, el doctor Pablo, no se
había apartado ni un momento del laboratorio de análisis
de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección
de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres herma-
nos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños,
y ella, a su vez, en ningún momento dejó
Funesta
traslucir su intención funesta. Comieron to- Dañina, mala,
dos alegremente; luego, a las dos de la tarde, siniestra.
los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con las de la an-
tigua doméstica que servía hacía muchos años a la señora
16 Roberto Arlt

Stevens. Esta mujer que dormía afuera del departamento, a


las siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que
recibió de la señora Stevens fue que le enviara por el portero
un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el
portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido, y el
proceso de acción que esta siguió antes de matarse se presu-
me lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones en las
libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su
contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban
sobre la mesa del comedor con algunos gastos del día su-
brayados; luego se sirvió un vaso de agua con whisky, y en
esta mezcla arrojó aproximadamente medio
Cianuro gramo de cianuro de potasio. A continuación
de potasio
se puso a leer el diario, bebió el veneno y, al
Tipo de veneno
mortal. sentirse morir, trató de ponerse de pie y cayó
sobre la alfombra. El periódico fue hallado
entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera hipótesis que se desprendía del
conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el inte-
rior del departamento; pero, como se puede apreciar,
este proceso de suicidio está cargado de absurdos psi-
cológicos. Ninguno de los funcionarios que intervinimos
en la investigación podíamos aceptar congruentemente
que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embar-
go, únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro
en el vaso. El whisky no contenía veneno. El agua que se
agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que
el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes
de la copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido
retirado de un anaquel donde se hallaba una docena de
vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino
El crimen casi perfecto 17

no podía saber si la Stevens iba a utilizar este o aquel. La


oficina policial de química nos informó que ninguno de
los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas
mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar
que la viuda se había quitado la vida por su propia mano;
pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un
periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba
en disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la situación técnica del caso cuando yo fui de-
signado por mis superiores para continuar ocupándo-
me de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete
de análisis, no cabía dudar. Únicamente en el vaso donde
la señora Stevens había bebido se encontraba veneno. El
agua y el whisky de las botellas eran completamente ino-
fensivos. Por otra parte, la declaración del portero era ter-
minante: nadie había visitado a la señora Stevens después
de que él le alcanzó el periódico; de manera que si yo, des-
pués de algunas investigaciones superficiales, hubiese ce-
rrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin
embargo, para mí, cerrar el sumario significaba confesar-
me fracasado. La señora Stevens había sido asesinada, y
había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el
envase que contenía el veneno antes que ella lo arrojara en
su bebida?
Por más que nosotros revisamos el departamento, no
fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contu-
vo el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente
sugestivo. Además, había otro: los hermanos de la muerta
eran tres bribones.
18 Roberto Arlt

Los tres, en menos de diez años, habían despilfarrado


los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus
medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba como ayudante de un procurador es-
pecializado en divorcios. Su conducta resultó más de una
vez sospechosa y lindante con la presunción de un chanta-
je. Esteban era corredor de seguros, y había asegurado a su
hermana en una gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo,
trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado por la
justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de
haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó
en la industria lechera, donde se ocupaba de los análisis.
Tales eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto
a esta, había enviudado tres veces. El día de su “suicidio”
cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente
conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello total-
mente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y
manejaba su casa alegremente y con puño duro. Aficiona-
da a los placeres de la mesa, su despensa estaba excelen-
temente provista de vinos y comestibles, y no cabe duda
de que sin aquel “accidente” la viuda hubiera vivido cien
años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de
suicidarse es desconocer la naturaleza humana. Su muerte
beneficiaba a cada uno de los tres hermanos con doscientos
treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y
utilizada por aquella en las labores groseras de la casa. Aho-
ra estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en
un procedimiento judicial.
El cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a
las siete de la mañana, hora en que esta, no pudiendo abrir
El crimen casi perfecto 19

la puerta porque las hojas estaban aseguradas por dentro


con cadena de acero, llamó en su auxilio al encargado de
la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho
anteriormente, estaban en nuestro poder los informes del
laboratorio de análisis; a las tres de la tarde abandonaba yo
la habitación en que quedaba detenida la sir-
vienta, con una idea brincando en el magín: Magín
Imaginación.
¿y si alguien había entrado en el departa-
mento de la viuda rompiendo un vidrio de la
ventana, y colocando otro después que volcó el veneno en
el vaso? Era una fantasía de novela policial: pero convenía
verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi conjetura era
absolutamente disparatada: la masilla solidificada no reve-
laba mudanza alguna.
Eché a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Ste-
vens me preocupaba (diré una enormidad) no policial-
mente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un
asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos
que había utilizado un recurso simple y complicado, pero
imposible de presumir en la nitidez de aquel vacío.
Absorbido por mis cavilaciones, entré en un café, y tan
identificado estaba en mis conjeturas, que yo, que nunca
bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whis-
ky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a
mis ojos? No lo sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de
whisky, la garrafa de agua y un plato con trozos de hielo.
Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto, una
idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la
bebida que no había tomado, subí apresuradamente a un
automóvil y me dirigí a la casa de la sirvienta. Una hipótesis
20 Roberto Arlt

daba grande saltos en mi cerebro. Entré en la habitación


donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
—Míreme bien y fíjese en lo que va a contestar: la señora
Stevens ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
—Con hielo, señor.
—¿Dónde compraba el hielo?
—No lo compraba, señor. En casa había una heladera
pequeña que lo fabricaba en pancitos. —Y la criada, casi
iluminada, prosiguió, a pesar de su estupidez—: Ahora que
me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pa-
blo, estaba descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un
momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departa-
mento de la suicida, el químico de nuestra oficina de aná-
lisis, el técnico de la fábrica que había vendido la heladera
a la señora Stevens y el juez del crimen. El técnico retiró el
agua que se encontraba en el depósito congelador de la he-
ladera y varios pancitos de hielo. El químico inició la ope-
ración destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los
pocos minutos pudo manifestarnos:
—El agua está envenenada y los panes de este hielo es-
tán fabricados con agua envenenada.
Nos miramos jubilosamente. El misterio estaba desen-
trañado.
Ahora era un juego reconstruir el crimen.
El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (de-
fecto que localizó el técnico), arrojó en el depósito conge-
lador una cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante
de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un whis-
ky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual expli-
caba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la
El crimen casi perfecto 21

mesa), el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó pode-


rosamente debido a su alta concentración. Sin imaginarse
que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens
se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se
hicieron esperar.
No quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmen-
te lo aguardamos en su casa. Ignorábamos dónde se encon-
traba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron que
llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi superior y el juez nos presentamos
en el laboratorio de la Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos
vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera
anatemizar nuestras investigaciones, abrió Anatemizar
Condenar, reprobar.
la boca y se desplomó inerte junto a la mesa
de mármol. Lo había muerto un síncope. En
su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el ase-
sino más ingenioso que conocí.

Mundo Argentino, 29 de mayo de 1940

Este cuento se publicó en Cuentos completos.

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argentinos, antología de Rodolfo Walsh; La virgen en tus ojos, novela
de Florencia Etcheves; Los muertos de la arena, novela de Elvio
Gandolfo y Gabriel Sosa; La casa del mar, serie dirigida por Juan
Pablo Laplace; El aura, película dirigida por Fabián Bilinsky.
“La historia de este relato ocurrió cerca de mi
pueblo en Entre Ríos, en los años 80 cuando yo
tenía 13 años. Una adolescente asesinada, en su
propia casa, en su cama, mientras dormía, fue una
iniciación brutal al mundo de las mujeres. Aunque
forma parte de esta antología de relato policial, me
gustaría aclarar que los femicidios no son simples
casos policiales: no son equiparables a los asesinatos
que ocurren en situaciones de lo que llamamos
“inseguridad”. Son crímenes de odio y, por lo tanto,
están profundamente entramados con la sociedad
que somos y con la responsabilidad que tenemos
cada une en desmontar la cultura misógina”.
Selva Almada, septiembre 2021

Selva Almada
Entre Ríos, 1973

Escritora argentina. Es autora de varios libros de cuentos y de poesías. Su


primera novela, El viento que arrasa (2012) tuvo un excelente recibimien-
to y en 2019 recibió el First Book Award del Festival Internacional de Edim-
burgo. Es autora además de las novelas Ladrilleros (2013), No es un río
(2020) y de los libros de cuentos Chicas muertas (2014) y El desapego es
una forma de querernos (2015), entre otros. Sus obras han sido traducidas
al inglés, francés, alemán, holandés, portugués, turco y sueco.
La muerta en su cama

S
an José es un pueblo chico de la provincia
de Entre Ríos, en la costa del Uruguay. No se levanta
sobre el río, sino a unos pocos kilómetros: es el
pariente pobre de Colón. Fue una de las primeras colonias
agrícolas del país; sus primeros pobladores llegaron de
Piamonte (Italia), Saboya (Francia) y el Cantón de Valais
(Suiza). Tiene un museo histórico bastante importante y
completo, el primer Tiro Federal del país (no sé si esto
signifique algo, pero es un dato que aparece en las guías
de turismo de la región) y todos los años se realiza la Fiesta
de la Colonización con desfile de carrozas y vestidos
típicos, música y comida de las distintas colectividades.
Más allá de su pasado europeo, lo cierto es que la ciu-
dad terminó de construirse alrededor del frigorífico Vi-
zental. Terminó convirtiéndose en un pueblo de obreros.
En las épocas en que el frigorífico funcionaba a pleno,
el olor que envolvía a San José era espantoso. Cuando íba-
mos a visitar a mi tía que vive en Colón y pasábamos por
allí en el colectivo nos tapábamos la nariz y la boca para no
sentirlo. Pese a todo, había algo hermoso en esa enorme
24 Selva Amada

planta con chimeneas humeantes y playones de cemento


por donde entraban y salían camiones y, a un costado, se
estacionaban en hilera cientos de bicicletas. Si uno pasaba
a la tardecita o de madrugada, se cruzaba con grupos de
obreros completamente vestidos de blanco, con botas de
goma también blancas, que pedaleaban despacito por la
orilla de la ruta.
San José siempre fue para mí un pueblo de paso. No lo
conozco sino desde arriba de un micro, pero ya desde pe-
queña me parecía un sitio muy triste.
El 16 de noviembre de 1986, tenía 13 años bien cumpli-
dos. Habían pasado unos cinco o seis veranos desde que la
Romina me encerraba en la pieza del Luisango y hacía rato
que habíamos dejado de ser amigas. Había pasado un ve-
rano entero desde aquel en que Mara y yo veíamos tomar
sol a su tía en la terraza. Mara estaba pupila en el colegio
adventista. Con Dalia fuimos a visitarla una vez ese año y
nos mostró el dormitorio que compartía con otra chica, el
salón de actos, el parque y el comedor –le decían buffet–.
Todo muy nuevo, pulcro y ordenado: igual que en las pe-
lículas yanquis. Mara también estaba distinta, ya no usaba
vaqueros, sino polleras largas y guillerminas y hablaba más
pausado. Nos cruzamos con algunos compañeros suyos y
nos presentó, pero no hablamos mucho. Cuando nos des-
pedimos, nos dimos un largo abrazo y Mara prometió que
nos veríamos pronto. Aunque iba poco a su casa porque
después le costaba volver a acostumbrarse a estar lejos.
Dalia y yo cursábamos nuestro primer año, división
francés, en el Colegio Nacional. Teníamos nuevos com-
pañeros y un montón de materias y profesores, y nos iba
bastante bien.
La muerta en su cama 25

Pero mi relato va hacia la chica muerta en San José, tan


cerquita de mi pueblo. Una historia que nos conmocionó a
todos y que todavía sigue dando vueltas en mi cabeza.
Esa noche, la del 15 al 16 de noviembre, Andrea, una
hermosa estudiante del profesorado de psicología, no ha-
bía ido al baile del club Santa Rosa como el resto de las jo-
vencitas sanjosesinas.
Esos bailes eran famosos en la zona. Mi tía y sus amigas
iban siempre. Cuando mejor se ponían era cuando el ani-
mador y pasadiscos de la noche era el Pato Benítez, uno
que tenía un programa de radio en LT26. No sé si el Pato
Benítez era un muchacho apuesto, me parece recordarlo
más bien flacucho y narigón, pero como trabajaba en la
radio, todas las chicas, empezando por mi tía, le andaban
atrás. Igual no viene al caso. No sé si era quien animaba el
baile de esa noche, pero bien podría haber sido.
Entonces esa noche Andrea no estuvo en el baile con su
hermana y la barra de amigos. Salió un rato con su novio a
dar unas vueltas en moto por el centro y tomar un helado.
Luego, a eso de las doce de la noche, se despidieron: ella
tenía un examen importante y debía estudiar.
Cuando lo acompañó hasta la calle, vio que se venía la
tormenta, así que se apuró a entrar y meterse en la cama,
con los apuntes en la mano.
En el dormitorio de al lado, pegado al que ocupaba con
su hermana, dormían los padres y el hermano más chico.
Leyendo sus fotocopias, Andrea se quedó dormida.
Una hora después, tal vez la tormenta que chillaba y
refucilaba sobre el pueblo, tal vez un ruido dentro de la
casa, tal vez un mal presentimiento, despertó a su ma-
dre. La mujer fue directamente al dormitorio de las hijas,
26 Selva Amada

encendió la luz. La que había ido al baile aún no había


regresado, su cama seguía vacía, con las sábanas tensas
metidas debajo del colchón. La otra, Andrea, dormía,
parecía dormir. Algo en la aparente armonía del cuerpo
acostado boca arriba, los brazos a los costados, el cubre-
cama doblado sobre el pecho de la muchacha, el cabello
prolijamente esparcido sobre la almohada, algo llamó la
atención de la mujer. Medio abombada por el sueño, no
podía decir qué era lo que le hacía ruido en esa postal de
Bella Durmiente. Hasta que se dio cuenta: sangre, unas
gotitas de sangre en la nariz.
Sin atreverse a tocarla, llamó a su marido.
—¡Vení! ¡Vení te digo!
A Andrea la mataron de una puñalada en el corazón
mientras dormía en su propia cama. No intentó defen-
derse, pero su cuerpo quedándose sin aire y sangre habrá
sufrido espasmos, movimientos convulsos, durante dos o
tres minutos, el tiempo que lleva morirse con una herida
así. Sin embargo, su cuerpo estaba como tranquilamente
dormido. El o los asesinos, antes de salir de la habitación,
acomodaron amorosamente el cadáver de la chica.
A partir de que se supo la noticia, se dijeron muchas
cosas. Todo ese verano hablaríamos de la chica muerta,
su asesinato sería tema de conversación una y otra vez,
aun cuando se terminaron las novedades y el caso empe-
zó a estancarse.
Decían que para ir a dar aviso a la policía, el padre se
había vestido y se había puesto zapatos acordonados. Los
zapatos, sobre todo, eran un elemento de sospecha. Ante
algo así, aseguraba la gente, uno sale en pijama y en patas,
no se detiene a ponerse medias y atarse los cordones.
La muerta en su cama 27

Decían que cuando la policía llegó, la madre había lim-


piado los pisos del dormitorio, dado vuelta el colchón y
cambiado las sábanas. Además había lavado el cuerpo de
su hija y le había puesto un camisón.
Decían esto y muchas otras cosas. La gente decía, in-
ventaba porque no había, nunca hubo, novedades de la
justicia.
Los padres y el novio encabezaron la lista de sospecho-
sos, pero tampoco hubo pruebas concretas que los incri-
minaran. Ni ninguna razón de por qué alguien la quería
muerta. La gente tejió y destejió a gusto. Se habló de ma-
gia negra, secta satánica, narcotráfico, prostitución, un
amante celoso.
Pasaron veinte años y nunca se supo nada ni se resolvió
el crimen. Probablemente el asesino de Andrea siga res-
pirando el olor a tierra mojada que precede a las lluvias y
sintiendo el sol sobre su cara. Mientras ella mira crecer las
flores desde abajo.

La primera versión de este cuento se publicó en In fraganti. Los mejores


narradores de la nueva generación escriben sobre casos policiales.

Si te gustó...
Enroque al odio, cuento de María Angélica Bosco; La bolsa de huesos,
cuento de Eduardo Holmberg; Mala leche, novela de Alicia Plante;
Gutiérrez a secas, novela de Vicente Battista; ¿Quién mató al Bebe
Uriarte?, serie dirigida por Gastón del Porto, Juan Pablo Arroyo y
Alejandro Carreras; Carancho, película dirigida por Pablo Trapero.
“Fui leyendo, hasta que un día,
sin dejar de leer, comencé a
escribir y en eso sigo. Considero
que uno escribe siempre, aunque
no esté escribiendo. El placer por
la lectura y por la escritura. Leer
en principio tiene que causar
gozo. Y lo mismo cuando estás
escribiendo. Cuando escribís
estás en el mejor de los mundos”.
Vicente Batistta

Vicente Battista
Buenos Aires, 1940

Guionista y escritor argentino. Fue fundador y director de la revista de


ficción y pensamiento crítico Nuevos Aires. Su primer libro de cuen-
tos, Los muertos, fue premiado en 1967 por Casa de las Américas (Cuba)
y por el Fondo Nacional de las Artes. En 1995, con su novela Sucesos
Argentinos, ganó el Premio Planeta de la Argentina. Es autor, además,
de las novelas Ojos que no ven (2012), Cuadernos del ausente (2009) y
los cuentos El mundo de los otros (2006) y La huella del crimen (2007),
entre otras publicaciones.
Un día después

M
iré una vez más la foto: un rostro
juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y
pelo agresivamente negro. Era una belleza
insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la
perversidad.
—Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel
Los Faraones el sábado al mediodía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entrega-
ron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de
ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mí, que el resto
lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pre-
gunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de
ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar
adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla
hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era
hora de despedirse. En un par de días tendría que volar
a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero
de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el
miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas
30 Vicente Battista

Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé


un sueño reparador. No me interesaban las islas y ja-
más había estado en Lanzarote, solo tenía una vaga re-
ferencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en
donde un hombre se encontraba con una mujer joven
para disfrutar del fin de semana. También yo iba a en-
contrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar
del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel. Se paseaba
Lobby
de un lado a otro, indecisa; aunque no pa-
Vestíbulo, sala
próxima a la recía buscar a nadie. Finalmente se acer-
entrada. có a la barra y pidió un vaso de leche fría.

Azabache El azabache de su pelo resultaba más in-


Color negro quietante que en la fotografía.
brillante.
—No es el mejor modo de combatir la
ansiedad —dije.
Me miró; sonrió levemente.
—¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
—No hay más que verte.
—¿Psicólogo?
—Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Pa-
tricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cui-
darme. Dijo que era madrileña.
—Uruguayo —mentí.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la
tarde hablando tonterías.
—Si me prometes cambiar la leche por un rioja digno
de nosotros, esta noche cenamos juntos.
—¿Y si no? —preguntó.
—Nos encontraríamos para el café.
Un día después 31

—Ya no tengo ansiedad —dijo y volvió a sonreír—. A


las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de
la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé
que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo
bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustan-
do. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete.
Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y
ordené que me llamaran a las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóve-
nes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupa-
ción, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba
las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas des-
pués se lo iba a quitar.
—Magnífica —dije por todo saludo y llamé al bar-
man. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa;
agregó que solo bebería vino durante la comida. Parecía
una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada
con salsa de champiñones y acompañada de arroz blan-
co. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y
no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de
los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para
recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con
el propósito de recoger material para un futuro trabajo
acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me
inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso,
dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A
la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba
más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la no-
che, estaba diciendo la verdad.
32 Vicente Battista

Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de


pie, junto a la cama y solo nos iluminaba la luna; se oía
el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importa-
ron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico,
sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la
devoción que se pone en los grandes ritos. Me detu-
ve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé
lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo
vibrar de su piel me hicieron comprender que no ha-
bía errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y
al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez
me gustaba más y ella se ocupaba de fomentarlo: se
acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indes-
criptible, hasta que llegó el momento de las palabras
entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena
quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi
con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve
mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas
desarmonías, ajenas a uno, que lamen-
De Quincey tablemente no tienen arreglo. Recordé
(1785-1859)
Periodista, crítico y a De Quincey: “Si alguien empieza por
escritor británico. permitirse un asesinato pronto no le da
importancia a robar, del robo pasa a la
bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba
por faltar a la buena educación y por dejar las cosas
para el día siguiente”.
Un par de horas más tarde, ella abrió los ojos y me
dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pre-
gunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una
excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí; no sabía
que estaba firmando su sentencia de muerte.
Un día después 33

Un simple estuche de máquina fotográfica fue el


refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador in-
cluido. Tomé un café sin azúcar de camino a la Cueva
de los Verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí,
a las diez de la mañana. La descubrí mezclada en un
contingente turístico. Seguimos al guía y nos entera-
mos de que estábamos ingresando en una cueva que,
trescientos años atrás, había construido la lava volcá-
nica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y
kilómetros y del que apenas se habían explorado algu-
nos miles de metros.
—Alguna vez fue refugio de los guanches —dijo a
media voz.
—¿Los guanches?
—Los primeros habitantes de la isla —completó.
“Y ahora será tu tumba”, pensé, con dolor. Con-
seguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados
turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos
temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores,
astutamente distribuidas, le daban el toque fantas-
magórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de
mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver
podría permanecer ahí largo tiempo hasta que el mal
olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese ca-
dáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero males-
tar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas
y me detuve con la excusa de ver algo. El contingen-
te siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche
fotográfico.
—Aquí no se pueden sacar fotos —bromeó.
—No pienso sacar fotos —dije.
34 Vicente Battista

La Beretta en mi mano obvió cualquier otro co-


mentario.
—No entiendo —dijo y había sorpresa en su es-
panto.
—No es necesario que entiendas—dije.
—Hay un error —dijo, casi suplicante—. Tiene que
haber un error.
Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el
gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó
decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de do-
lor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altu-
ra de las cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un
paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para
siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escon-
dido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí
las manos y la ropa, comprobé que no había señales dela-
toras y caminé rápido hacia donde estaba el contingente.
Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en
su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una
de las maravillas de esa cueva de la muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía
desprenderme del arma y de la documentación fragua-
da. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba y
tirar a la basura los anteojos de falso aumento. Entré en
el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave
de mi cuarto cuando una voz femenina, sus palabras,
me enmudecieron.
—Me llamo Mercedes Gasset. —Oí—. Hay una reser-
va a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales
y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que
Un día después 35

llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en


Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ce-
niza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e
imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo
que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el
día siguiente. Me acerqué y le dije que ese no era el me-
jor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.

Este cuento se publicó en El final de la calle.

Si te gustó...
El beguén, cuento de Angélica Gorodischer; La cuestión de la dama
en el Max Lange, cuento de Abelardo Castillo; Catedrales, novela de
Claudia Piñeiro; La pregunta de sus ojos, novela de Eduardo Sacheri;
Tiempo final, serie dirigida por Diego Suárez y Sebastián Borensztein;
Cenizas del paraíso, película dirigida por Marcelo Piñeyro.
“Desde el principio hasta el
penúltimo párrafo está contado
con oficio […] al final desoye
sus propios consejos y concluye
abrupta pero previsiblemente,
con un párrafo corto en que se
descarga todo a través de un
discurso forzado, antinatural”.
Sebastián Lalaurette

Ana Victoria Cecchi


Buenos Aires, 1977

Socióloga y Doctora en Historia, docente e investigadora. Sus cuentos fue-


ron publicados en distintas antologías de jóvenes escritores como Uno a
uno e In fraganti. Ha sido premiada en el Concurso Interamericano de
Cuentos Fundación Avon 2006 y en el Concurso de Relatos de Mujeres Bi-
blioteca Esteban Adrogué en 2007.
La puerta de bronce

L
a niña de nombre triste no se quedaría
nunca a dormir con Lucio. Ella vivía con sus
padres y sus seis hermanos, y no se le permitía
pasar la noche fuera de casa. Sin el contacto de aquella
suave piel, Lucio, desvelado de abstinencia, pronto
debió interrumpir el sueño en mitad de la noche para
salir de la casa y encontrar en los bares del centro
primero, y en los locales de juego después, un modo
curioso de calmar su ansiedad: hablaba de ella, con
amigos y conocidos, de la belleza de sus curvas, de sus
senos redondeados, de su boca fresca, de la forma en
que ella pronunciaba cada palabra de amor.
Era bonita. Su lacio cabello oscuro copiaba, pen-
dular y rítmico, el movimiento de su pollera católica
apostólica romana. Desde la esquina del colegio San
Camilo, Lucio observaba el uniformado conjunto de
muslos, jauría de inocencia, pasearse hasta doblar y
perderse cuando una de todas aquellas adolescentes
anónimas y perfumadas había detenido, por primera
vez, sus oscuros ojos en los ojos de Lucio para reparar
38 Ana Victoria Cecchi

en él y brillar como solo en Catamarca puede brillar el


sol de otoño.
Aquel día, al llegar a su casa en el departamento de
Valle Viejo, la mujer de Lucio lo esperaba para, en la
cena, decirle que no creía poder sostener
Simulación mucho tiempo más aquella simulación de
Fingimien-
to, disimulo,
casas, camas y vidas separadas; que po-
encubrimiento. drían mudarse juntos de una vez y olvi-
darse de los comentarios del Valle entero
y de la mismísima Virgen si era necesario; que esa no
era vida, que le diera un beso, que lo había extrañado,
que si no tenía hambre podían ir a la cama y comer algo
después; que si le gustaba el color que había elegido,
ahora era rubia, rubia platinada: su rubia debilidad. Mi
rubia debilidad, repetía Lucio, pero imaginaba la oscu-
ra y lacia cabellera de niña entre sus dedos hasta dejar
al descubierto la nuca de porcelana, muñeca de porce-
lana, mi muñeca.
La mirada de Lucio se había cruzado con aquellos
ojos brillantes, al doblar la esquina, todas las tardes
de un mes entero hasta robarle una sonrisa, hasta lo-
grar que se separase del grupo después y escuchar, en
impostada voz de mujer, su nombre triste. Tenía una
pequeña cicatriz en el dedo índice. Lucio había aca-
riciado con cuidado la cicatriz para después llevarse
aquel pequeño, delicado dedo a la boca la primera tar-
de en que ella accedió a quedarse en casa de él luego
de haber dado un paseo en coche por el centro, lle-
gar hasta la Alameda, tomarse un helado y un par de
cervezas. Jugaban a la escondida: ella entraba a la casa
de él por la tarde, a la salida del colegio, y seguía el
La puerta de bronce 39

camino de eucaliptos, lapachos y jacarandás a escon-


didas de su mujer, de los vecinos y de los posibles co-
mentarios sobre aquel amor imposible.
Una madrugada de primavera, desvelado, la boca
llena de palabras calientes, Lucio se detuvo ante el re-
pentino silencio del bar en el que pensaba terminar la
noche, y una mano robusta y firme cayó amistosa so-
bre su espalda empapada. Era un antiguo compañero
del Colegio Nacional al que no veía desde hacía varios
meses: elegante y soberbio, la piel lisa y las cejas pro-
lijamente arqueadas sobre sus ojos y sobre sus lentes
importados. Había estado un tiempo de viaje por Eu-
ropa y luego vivió en Buenos Aires para, hacía algunos
días, instalarse en la residencia de su padre a la que to-
dos conocían como La Puerta de Bronce. La ciudad toda
era, para él, una enorme puerta de bronce, la entrada
a aquella jaula montañosa y seca que era la provincia,
donde nunca pasaba nada nuevo, donde las calles de-
soladas a la hora de la siesta repetían por las noches el
conocido desfile de las mismas caras de siempre que gi-
raban en torno a la plaza: una calesita avejentada por el
paso del tiempo.
Pidió dos vasos de aguardiente con la distancia y
formalidad propias de un superior. Pensaba ir y venir
de la Capital todas las semanas, pasar unos días en Bue-
nos Aires y volver en avión para que no se le hiciera tan
pesado, para cortar la rutina.
—Hoy a la tarde anduve por el centro, por la plaza
Veinticinco de Mayo, me paré frente a la catedral, y
podés creer que pasaron un grupo de pibas por ade-
lante y no se persignaron, ni una sola señal de la cruz,
40 Ana Victoria Cecchi

ni un ademán, ni una referencia. Pero eso no quedó


así, no señor, les grité que si eran unas chinas tan ma-
leducadas para no respetar a Nuestra Señora del Valle
por qué no se dejaban de gastar la plata de los padres
en colegios privados y se quedaban en la casa para lim-
piarse el culo.
Solo cuando al hombre le sirvieron su vaso y brin-
dó con Lucio por las chinas de su tierra, en el bar se
reanudaron, de a poco, otras conversaciones y nuevos
brindis posibles. Lucio escuchó a su compañero del
colegio: el sábado por la noche organizaría una fiesta
privada, con champagne y merca de la buena, con el
Hueso y el Gordo.
—Va a venir gente importante y a los catamarque-
ños les va a quedar bien clarito lo que es divertirse de
verdad. Eso sí, hay que traer pendejas, si están nuevi-
tas mucho mejor, nada de caer con tu mujer que esta
es cosa de jinetes. Vos andás con una morocha, ¿no?
¿Cuántos años tiene, diecisiete? Entonces te venís con
la nena que hay varios que la quieren probar.
Aquellas palabras se clavaron en la garganta de Lu-
cio como el primer trago de un whisky de mala calidad.
Pensó que esa noche era la fiesta de egresadas, que ella
ya tenía otra fiesta, que no iba a poder ser, que la moro-
cha, su morocha de porcelana, no iba a poder ir a nin-
guna fiesta privada, que ella no bebía y que nunca había
estado en una fiesta de hombres.
—Nunca estuvo en una fiesta de caballeros —dijo Lu-
cio y agregó que el sábado era la fiesta del colegio en un
boliche del centro: Le Feu Rouge. El hombre acercó la
pesada mano a la camisa de Lucio hasta tomarlo por el
La puerta de bronce 41

cuello y sonreír con la violencia de sus dientes blancos.


En el bar el silencio fue completo.
—El sábado la buscás por el boliche y se vienen los
dos a la fiesta privada, después te doy bien los datos y
quedás como un duque.
La semana pasó para Lucio como pa-
Anteceden
san los días que anteceden a una tormen- Preceden, son
ta de verano: con la penosa sensación de anteriores.
no terminar nunca. San Fernando del Va-
lle de Catamarca apenas intuyó a sus jóvenes caudillos
ocupados en algo grande, no escuchó el rechinar de las
picadas en el sueño de la noche, no los vio brindar en
bares ni casas de juego, no hubo golpizas ni malas pala-
bras: estaban guardados. Salían a hacer los mandados,
mandaban hacer los mandados como quien prepara la
fiesta de cumpleaños de toda una estirpe.
Estaba bonita. El cabello oscuro y lacio se le desor-
denó al salir del boliche, doblar en la esquina y subir al
coche de Lucio. No era la primera vez que ella encon-
traba sinceras palabras de amor para llevarlas al oído
de Lucio y repetirlas, pero sí era la primera vez en que
la muchacha de nombre triste lloraba frente a él como
lloran los niños pequeños.
—Para ir a una fiesta de caballeros hay que ser una
dama de sociedad y yo no soy ninguna dama, me sien-
to el último orejón del universo —dijo ella y se abrazó a
Lucio como si no fuera a volver a verlo.
Él condujo en el silencio de la noche hasta La Puer-
ta de Bronce, donde con sus amigos cambiarían de co-
ches para ir a la fiesta. Lucio dijo su nombre ante una
caja metálica de la que surgió un sonido estridente que
42 Ana Victoria Cecchi

obligó a la niña a dejar de llorar. Las puertas pronto se


abrieron como si estuviesen tiradas por un centenar de
fantasmas y un inmenso jardín cubierto de flores rodeó
la casa. Ella sonrió y habló del paraíso. Caminaron de la
mano hasta una pequeña puerta trasera en la que, al fin,
Lucio llamó para que un hombre uniformado los reci-
biera, los separara y le impidiese el paso para quedarse
con ella.
—Si hablás son boleta vos y tu mujer, ahora te das
media vuelta, te vas y la morocha se queda —dijo el
hombre sin mirarlo a los ojos.
Lucio no pudo desoír aquella orden como no se
puede desoír el llamado de la muerte. Escoltado por la
luz de los faroles regresó al coche y al jardín desierto
en el que creyó ver a su niña entre las flores. Volvió a
su casa del departamento de Valle Viejo siguiendo el
río, con intenciones de meterse en la cama de su mujer
dormida y hacerle el amor sin ganas, pero ni en la casa
ni en la cama había nadie. Una nota lo esperaba sobre
la mesada de la cocina como un perro faldero: “Tengo
guardia en el hospital, vuelvo mañana, te quiere, be-
sos: tu rubia debilidad”.
Se recostó en la cama vacía. Imaginó a su mujer
joven otra vez, con lacio y oscuro cabello sobre los
hombros, imaginó rubia a su muñeca de porcelana y
morocha a su mujer: morochas caras de porcelana.
Luego imaginó que su antiguo compañero del colegio
tomaba a sus morochas del pelo con la fuerza con la
que se aferra un cacique a su caballo al tratar de huir
de una guerra de caciques. Luego vio la pesada mano
La puerta de bronce 43

sobre su morocha de porcelana para golpearla contra


la pared hasta hacerla estallar.
Su mujer entró en la casa con el día. Le preguntó
si estaba despierto, pasó por el baño, se lavó las ma-
nos primero y tomó una ducha después. Con el pijama
puesto caminó hasta su cartera en busca de una peque-
ña bolsa de nylon que pronto acercó hasta Lucio que,
desnudo, la observaba desde la cama.
—Recién trajeron a la guardia a la morocha esa con la
que andás jugando a la escondida como un pelotudo, le
hicieron mierda la cara y ya no sirve para nada. Te traje
un pedacito de pelo de recuerdo para ver si te dejás de
romper las pelotas de una vez.

Este cuento se publicó en In fraganti. Los mejores narradores de la


nueva generación escriben sobre casos policiales.

Si te gustó...
Mata a tu Dios, cuento de Romina Doval; Julieta y el mago, cuento
de Manuel Peyrou; Los caimanes, novela de Inés Arteta; The Buenos
Aires affaire, novela de Manuel Puig; Epitafios, serie dirigida por
Alberto Lecchi y Jorge Nisco; Tesis sobre un homicidio, película
dirigida por Hernán Goldfrid.
“En la literatura policial hay
inspectores y periodistas que
tienen su propia saga. Ricardo
Patán Ragendorfer ya puede
compartir esa categoría con
personajes de ficción. Está
considerado como uno de los
mejores cronistas del género
policial de Argentina”.
Revista Anfibia

Ricardo Ragendorfer
La Paz, Bolivia, 1957

Periodista especializado en noticias policiales y escritor. Escribió para las


revistas El porteño, Página 30, Tres puntos, TXT, Cerdos & Peces, Rolling
Stone y Caras y Caretas, y en los diarios Miradas al Sur y Tiempo Argen-
tino. Fue columnista en noticieros y en programas de TV como El visitante
y El otro lado. Escribió Robo y falsificación de obras de arte en Argentina
(1992), La secta del gatillo (2002), La Bonaerense (1997), El otoño de los
genocidas (2016) y Los doblados (2017), entre otras.
Blanca y radiante iba la novia

L
a m u j e r p e r m a n e c i ó u n b u e n r ato
arrodillada a metros del altar que exhibía una
imagen de San Martín de Tours. Transcurría el
atardecer del 30 de enero de 1919, y en ese momento
no había nadie más que ella en el templo de la calle
Isabel la Católica al 500, en Barracas. Al parecer, En-
riqueta Rocafiguera, nacida en Murcia 35 años antes,
tenía razones secretas para rezar en soledad. Había
sido monja en la congregación de Jesús María y, como
tal, llegó a Buenos Aires en 1912 para impartir cate-
quesis. Lo hizo hasta que, por razones
Liturgia
desconocidas, dejó súbitamente los há- Conjunto de prácti-
bitos. Ese jueves, al concluir su liturgia cas de cada religión.
unipersonal, oyó el zumbido pertinaz
de una nube de moscas que sobrevolaba el órgano.
Apuró sus pasos y, al salir, una corriente de viento se
le estrellaría contra la cara. En la calle vio los pañue-
los que alguien había atado en el enrejado perimetral.
Se sobresaltó, fue como si hubiera visto un fantas-
ma. La percepción, tal vez, haya tenido que ver con
46 Ricardo Ragendorfer

una tragedia que había comenzado a gestarse unos 57


años antes.

Corazón espinado

En una tarde primaveral de 1892, en un campo bo-


naerense, una adolescente vestida de blanco jugaba
a huir de un joven. Cada tanto se dejaba atrapar para
besarlo con una arrebatadora pasión. Se llamaba Feli-
cia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto, pero la lla-
maban Felicitas. Y estaba muy enamorada de Enrique
Ocampo. No suponía, desde luego, que su padre tenía
otros planes para ella. A esa misma hora, don Carlos
José Guerrero, un próspero comerciante y hacendado
de origen vasco, cerraba en el casco de su estancia el
negocio más ambicioso de su vida. Al otro lado del es-
critorio, Martín de Álzaga –nieto del ca-
Beneplácito rayano ballero español fusilado en la Revolución
en la perplejidad
de Mayo y uno de los hombres más acau-
Aprobación que
está cerca del dalados del país– asimiló aquel asunto
desconcierto. con un beneplácito rayano en la perple-

jidad. Al respecto, preguntaría:


—¿Puedo entonces anunciar mi boda con su hija en
el diario El Nacional?
—Por supuesto. ¿Qué problema hay?
—El único problema es la edad del novio —dijo,
sonrojándose.
—Pero si usted, amigo, está hecho un muchacho.
Por entonces, De Álzaga tenía 60 años. Luego de que
se retirara, su futura suegra, doña Felicia Cueto y Montes
de Oca de Guerrero, le comunicó a Felicitas la novedad.
Blanca y radiante iba la novia 47

Ella rompió en llanto, e imploró a su padre que recon-


siderara la cuestión. Este se mostró irreductible. Felici-
tas insistía. Pero Guerrero daría por terminada la disputa
con esta frase: “Usted me pertenece, y se la doy a quien
yo quiero”. Doña Felicia, en cambio, se mostraba más
persuasiva: “Lo hacemos por tu futuro, niña”.
El casamiento se efectuó dos meses después. Esa
ceremonia, celebrada en la estancia La Postrera –el
campo insignia del novio–, fue el acontecimiento so-
cial más importante del año.
Entre los invitados estaba Ocampo, que descen-
día de una tradicional familia porteña. Alicaído por
la boda de su amada, se enrolaría en el Ejército para
combatir en la guerra de la Triple Alianza.
La pareja, por su parte, no sería muy feliz. El ma-
rido siguió dedicado a sus negocios y Felicitas repartía
su tiempo en los quehaceres de la casa y la escritura de
epístolas amorosas que Enrique jamás recibiría; tam-
bién cultivaba un hobby algo extravagante: criar sa-
pos. Al año nació el primer fruto del matrimonio, y fue
bautizado con el nombre de Félix Francisco.
En 1869, don Martín partió hacia Rio Grande do
Sul para liquidar unos campos. En paralelo, Ocam-
po regresó del Paraguay y se reencontró con Felicitas:
el amor entre ellos seguía intacto. Pero por aquellos
días una tragedia golpearía a la mujer: el pequeño Félix
Francisco enfermó de fiebre amarilla y moriría luego
de una atroz agonía. Para Felicitas ya nada volvió a ser
igual. Ello incidiría en su ruptura con Enrique.
—¡Tené el coraje de decirme que nunca me amaste!
—exclamaría él.
48 Ricardo Ragendorfer

—¡Tengo el coraje de decirte que te amo, y que nun-


ca te olvidaré! —fue la respuesta de ella.
Todo indica que Ocampo no se resignó a la nueva
situación.
Poco después, Felicitas volvió a quedar embaraza-
da. Su segundo hijo murió a los pocos días de nacer. De
Álzaga, que ya tenía problemas de salud, quedó muy
afectado por los fallecimientos de sus hijos y dejaría de
existir unos meses después.
La viuda, que tenía en ese momento 24 años, he-
redó setenta mil hectáreas, varias propiedades y una
nada desdeñable suma de dinero: era la mujer más rica
de Buenos Aires. Ello, claro, exacerbaría el carácter co-
dicioso de su padre, que –con el pretexto de asistir a
Felicitas en el manejo de sus bienes– intentó poner se-
mejante patrimonio bajo su control. Fue en vano; ella
era una mujer de gran personalidad y tomó parte activa
en la administración de sus bienes.
Por su parte, Enrique creía haber encontrado una
nueva oportunidad para unirse a Felicitas. Ella, inmen-
samente rica y no menos bella, se convirtió en la mujer
más requerida de la ciudad. Con la excusa de guardar
luto, trataba bien a todos, sin dar esperanzas a ninguno.
Durante uno de sus viajes a la estancia La Postrera,
una tormenta hizo perder el rumbo a su carruaje. En-
tonces se acercó un jinete.
—Esta es mi estancia, que es la suya —fue su carta de
presentación.
Esa noche, ella fue huésped de don Samuel Sáenz Va-
liente. El hombre del cual Felicitas se enamoraría y, po-
cos meses después, se comprometería en matrimonio.
Blanca y radiante iba la novia 49

El 30 de enero de 1872 Felicitas fue al centro para ul-


timar los detalles de la inauguración del primer puente
sobre el río Salado, un evento al que concurriría hasta
el gobernador de la provincia, Emilio Castro. En su au-
sencia llegó Ocampo a su quinta, situada en lo que hoy
es el barrio de Barracas. Minutos después llegaron dos
carruajes; en uno iba ella y, en el otro, su prometido.
En ese instante, se precipitaron los acontecimien-
tos. Ocampo pidió verla a solas. Felicitas, sospechando
que venía a quejarse por su inminente boda, aceptó por
temor a la escena que su antiguo amante podría desatar.
Por cierto, no se había equivocado: Ocampo des-
cargó sobre Felicitas una lluvia de reproches. Y ella lo
rechazó con frialdad. Finalmente, se escucharon dos
detonaciones. Y, luego, el silencio.
Felicitas yacía moribunda por un tiro que le ingre-
só por el hombro derecho para atravesarle un pulmón.
Enrique, ya sin vida por un disparo en la sien, la suje-
taba a ella entre los brazos; de su índice derecho aún
colgaba un viejo pistolón. Ella exhaló su último suspiro
unas horas después.
Al día siguiente, los cortejos fúnebres de ambos se
cruzarían en la entrada de La Recoleta.

El día del fantasma

La muerte de Felicitas horrorizó a la sociedad por-


teña. Don Carlos José Guerrero –en circunstancias,
desde luego, no deseadas– accedió a su máximo an-
helo: heredar todos los bienes de su hija, dado que
ella no tuvo descendencia. Y como homenaje a su
50 Ricardo Ragendorfer

memoria, no se le ocurrió mejor idea que la de cons-


truir un templo católico en el sitio de la tragedia. El
proyecto de la iglesia Santa Felicitas corrió por cuen-
ta del arquitecto Ernesto Bunge y fue inaugurado el
30 de enero de 1876.
Su diseño posee un estilo ecléctico alemán, con
elementos neorrománticos y góticos. Atrás de la nave
principal se instaló el oratorio personal de la familia
Guerrero. El púlpito, a su vez, tiene formas bizantinas,
mientras que desde el techo abovedado, unas arañas
con caireles de cristal irradiaban una luz algo morte-
cina. Y a la izquierda del vestíbulo aún resalta una es-
tatua de mármol con las figuras de Felicitas y su hijo
Félix, en tanto que, a la derecha, otra mole evoca al
desafortunado don Martín.
En el verano de 1907, cuando la iglesia fue restau-
rada por primera vez, los obreros descubrieron que los
ángeles de la fachada tenían el ala derecha caída –ya se
sabe que a Felicitas le dispararon en ese lado del hom-
bro–; para colmo, de modo inexplicable, las campa-
nas empezaron a sonar. En aquella ocasión, incluso, se
llegó a decir que la mismísima Felicitas se paseaba por
detrás del enrejado perimetral del templo, sin dejar de
llorar. Era nada menos que el aniversario de su muer-
te. Y para que se secara las lágrimas, cada 30 de enero
había quienes dejaban pañuelos atados en los barro-
tes. Lo cierto es que ella así se convirtió en el fantasma
más prestigioso de la ciudad.
Es posible que durante aquel jueves de 1919, Enri-
queta Rocafiguera se haya topado con su alma en pena.
Blanca y radiante iba la novia 51

Sin embargo, ello no es más que una suposición difí-


cil de probar: el cadáver de la ex monja fue hallado a
la mañana siguiente al costado del atrio. En su rostro
había una mueca de horror.

Esta crónica se publicó en la revista Caras y Caretas.

Si te gustó...
La valiente Irene, cuento de Patricia Suárez; Zugzwang, cuento
de Rodolfo Walsh; Cupo, novela de María Inés Krimer; Ni el tiro
del final, novela de José Pablo Feimann; Variaciones Walsh, serie
dirigida por Alejandro Maci; Crímenes de familia, película dirigida
por Sebastián Schindel.
“Despedirse de un personaje es
complicado. Me pasó con Ruth
Epelbaum, la detective de la
saga que escribí para la editorial
Negro Absoluto. Espero tener
otra oportunidad con Marcia
Meyer, una periodista separada,
con una hija adolescente y un
jefe que no le perdona una”.
María Inés Krimer

María Inés Krimer


Entre Ríos, 1951

Abogada y escritora de relatos policiales. Entre sus libros se destacan La


hija de Singer (2002), novela con la que ganó el primer premio del Fondo
Nacional de las Artes, El cuerpo de las chicas (2006), Lo que nosotras sa-
bíamos (2009), Cupo (2019) y Papeles de Ana (2021), entre otras.
Turismo Carretera

M
arcia sostiene el celular con una mano
mientras con la otra disminuye la velocidad
de la cinta. Mira el reloj. Está atrasada con
la nota que le encargó su jefe, aunque, como siempre,
sabe que es cuestión de aferrarse a la
silla. El número de chicas desaparecidas Trata
aumenta cada día, la mayoría víctimas Tráfico de
de la trata. Algunas, como Lourdes personas.
Martínez, no fueron olvi-dadas, pero a
las otras se las tragó la tierra: ya hay más de cincuenta
casos denunciados. De pronto siente un tirón en el
gemelo. Se inclina para masajearlo. Al incorporarse
ve que un hombre la mira. Pelo gris cortado a cepillo,
cejas pobladas, short y musculosa azules. Nuevo en el
gimnasio, piensa. Al bajar, Marcia tropieza, se le cae el
celular. El hombre se acerca y lo levanta.
Gracias, dice Marcia.
Se dirige a la zona de abdominales. Busca una col-
choneta, se acuesta. Hace tres series de veinte movi-
mientos cada una. Los músculos empiezan a quemar.
54 María Inés Krimer

Pese a que Vera ya tiene catorce, todavía le tira la ci-


catriz de la cesárea. Marcia se despide del profesor, le-
vanta la mano en dirección a la mesa de entradas y sale.
Camina por la avenida. Las copas verdes
Acre de los árboles. El ruido de los colectivos.
Áspero, amargo,
Una moto. Tiene el cuerpo empapado y
desagradable.
un olor acre le sube de los sobacos.
Marcia trabaja en policiales del diario La Mañana.
La redacción funciona en una sala grande con venta-
nales que dan a una terraza. Hay una puerta frente a los
ascensores. Un mapa de las comisarías. Un ventilador
apagado. El ruido del handy. La pantalla del televisor
fija en Crónica. Cada mediodía, no bien llega, Marcia
mira los papelitos pegados con scotch en el armario,
prende la computadora, se concentra en las noticias.
Ahora, una atrapa su atención: “Allanaron dos prostí-
bulos VIP en el centro porteño”.
¿Fuiste al gimnasio?
Camila hojea una Caras.
Sí, estoy destruida.
No vas a aflojar ahora.
Ni muerta, dice Marcia. ¿Novedades?
Un choque en Panamericana. Juan no tiene a
quién…
Marcia la interrumpe.
Conocí a alguien.
Camila cierra la Caras.
¿Dónde?
En el gimnasio.
Contame.
Turismo Carretera 55

El handy vuelve a sonar. Juan le hace una seña a


Camila para que se acerque. Marcia mira al editor. Ca-
pote, Walsh, insiste Juan, pero ella sabe que la nota se
juega en la calle. Hace años, cuando entró a policiales,
tenía su propio buche, un comisario que le tiraba los
galgos. Marcia se las ingenió para entretenerlo mien-
tras le sacaba data. Ahora la cana tiene un departa-
mento de prensa que funciona como filtro: ellos eligen
la información que pasan. Es como en el truco, pien-
sa, todo el tiempo orejeando la jugada. Una vez, cuan-
do Marcia publicó una nota criticando a un capo de la
cuarta le cerraron la canilla. Hasta que Camila llegó
para una pasantía y su minifalda hizo milagros.
Marcia desgraba: “Para ellos, la chica es una cosa,
es un medio de trabajo, de alguna manera la tienen
que ofrecer, nunca la van a tener guardada y entonces
es ahí donde pierden, están obligados a mostrarla”.
El hombre sostiene la barra a la altura de los mus-
los. Levanta los antebrazos hasta tocar los bíceps. Los
baja. Al repetir la serie, busca a Marcia con los ojos.
Cuando termina, se le acerca.
El aire no funciona, dice.
Marcia señala el aparato.
Con este calor.
Él asiente.
Fabián, se presenta.
Marcia.
¿Hace mucho que venís?
Un tiempo. ¿Y vos?
Recién arranco.
56 María Inés Krimer

Siguen parados, sin saber qué decir.


Nos vemos.
Claro.
Marcia revuelve el cajón de las mancuernas. Una se
desliza y cae cerca de su pie. Suficiente por hoy, pien-
sa. Desde que empezó la nota, le cuesta conciliar el
sueño. El único informante que consiguió hasta ahora
no le aportó gran cosa ni mencionó algo importante.
Al salir del gimnasio, ve a Fabián parado en la esquina.
Bermudas. Camisa suelta.
Vas para allá, dice.
Caminan unas cuadras uno cerca del otro buscando
la sombra de los árboles. Él tiene una expresión par-
ticular en la comisura de los labios, en la manera en
que mastica las palabras. Mueve los dedos, juega con
un llavero. En el extremo cuelga un Chevy negro, en
miniatura. Llegan a la avenida, doblan. Pasan un kios-
co, una confitería. Marcia se detiene en la puerta de un
edificio de ladrillo a la vista.
Vivo acá.
¿No es ruidoso?, pregunta él.
Te acostumbrás, dice Marcia.
Hace una pausa.
¿Querés un café?
No bien abre la boca, Marcia se da cuenta de que
es otra cosa la que la impulsó a hacer la invitación.
Por primera vez, desde que se separó, tiene el depar-
tamento disponible. Él hace un comentario sobre los
espejos del palier. El ascensor zumba. Marcia forcejea
con la Trabex. Cuando abre, Fabián se queda parado
Turismo Carretera 57

en el pasillo. La luz de la mañana, filtrada por las per-


sianas, rebota en la mesa de vidrio. Entran. Fabián se
detiene en la lámpara metalizada, en la computadora
que está sobre el escritorio. Mira una instantánea de
Marcia en blanco y negro. Después, la foto de Vera.
¿Tu hija?
Sí, está en la playa, con el papá.
Él asiente con la cabeza.
Marcia lo lleva al dormitorio. Baja la persiana.
Demasiada luz. Le pone una mano en la nuca y le da
un beso corto en los labios. Juega con el botón de la
bermuda. Aterrizan en la cama. Después, Fabián se
adormece.
El ruido del handy perfora policiales. La panta-
lla anuncia: “Último momento”. Camila, sentada en
medio de la redacción come un sándwich de jamón y
queso. Unas miguitas le caen sobre la musculosa. Las
junta con la yema del índice y se las mete en la boca.
Te imprimí esto, dice.
Extiende los pasajes.
Marcia guarda los comprobantes. Como la más ve-
terana en policiales, le tocó entrevistar a las pasan-
tes. Camila había trabajado en prensa, hablaba inglés
y manejaba como pocos las redes sociales. Una tarde,
mientras compartían un café, Marcia le habló de Vera,
de su dificultad para quedar embarazada. Pero a me-
dida que pasa el tiempo se pregunta si no se equivocó
con esas confidencias. Más de una vez la sorprendió
inclinada sobre el escritorio de Juan. Marcia intenta
escribir, pero algo le interrumpe cada frase, le nubla
58 María Inés Krimer

lo que está por contar. Repasa la información que dis-


pone sobre Lourdes Martínez. La chica era promotora,
desapareció después de una carrera. Ya tiene para em-
pezar, dónde hincar el diente: la madre acusó al go-
bernador, al hijo y al jefe de policía.
Cómo se llama tu candidato, dice Camila.
Fabián.
¿Y qué tal?
Marcia sonríe.
Me lo tenés que presentar.
Marcia le mira las piernas largas, interminables.
Camila no necesita matarse en el gimnasio, piensa.
Marcia se baja del subte. Los carteles de neón le
cambian la cara con el juego de luces y sombras. Un
pie se adelanta al otro, afiches, luces, gente. Mientras
camina, piensa en Fabián. Dos días atrás, al salir de
la cocina, lo sorprendió mirando unas hojas alinea-
das al costado de la computadora. “¿Esto es tuyo?”,
preguntó. “Sí”, dijo Marcia. “Una nota que estoy ha-
ciendo para el diario. Dentro de unos días viajo a una
audiencia”. Ya se encamaron varias veces, siempre de
la misma manera, él la espera a la salida del gimnasio
y después se esfuma en el aire. Cada vez que Marcia
intenta averiguar algo más sobre su vida, él mencio-
na unas materias de Económicas, una distribuidora de
accesorios de General Motors, un futuro local en War-
nes. Marcia entra al departamento. Abre la heladera
y saca un yogurt. Lo está comiendo cuando suena el
teléfono.
¿Sí?
Turismo Carretera 59

Silencio al otro lado de la línea.


Hola, hola.
Cuelga.
Desde la avenida sube el ruido del motor de un auto.
Marcia prepara la valija. Dos pantalones, cami-
sas, una remera. Almuerza y llama un taxi. Llega a
aeroparque. Camina entre los altavoces. Gente con la
mirada fija en los celulares. Puestos con diarios. Los
carteles de arribos y partidas. Antes de embarcar en-
tra al baño. Se lava las manos y las pone debajo del
secador automático. Se sienta en la sala de espera y
prende la computadora. Las evidencias contra el go-
bernador aumentan. Aunque ya tiene varios archivos
de la nota, ninguno la convence. Sabe que el encar-
go de Juan aumentará la tirada de La Mañana: el es-
cándalo promete. Ahora la azafata comprueba que los
cinturones estén ajustados. Durante el vuelo, Mar-
cia solo acepta un café y un vaso de agua. Al bajar,
el sol le quema la nuca, la aplasta como un rodillo al
asfalto. El hotel no tiene registrada la reserva. “Está
todo ocupado”, dice el conserje, aunque en el lobby
hay un silencio de muerte. Marcia peregrina hasta
encontrar una pensión. Se baña, se cambia la ropa.
La siesta vació las calles. Camina con la camisa pega-
da a la espalda hasta llegar a Tribunales, un edificio
amarillo, descascarado. Adentro, los jueces se mue-
ven en sepia. “Recorrimos hospitales, hablamos con
las amigas. En la comisaría decían que se había ido
con el novio. No tenían papel para tomar la denuncia
ni nafta para la camioneta”, dice la madre. Al salir,
60 María Inés Krimer

Marcia tiene la sensación de que la siguen. Se mete


en una boutique, busca el refugio de un perchero. El
patovica entra, da una vuelta, sale. Borcegos, remera
negra, un Chevy tatuado en el brazo.
El mismo, piensa Marcia, mientras nota que el pul-
so se acelera. Recuerda que Fabián le habló del duelo
entre las marcas. Ford. Chevrolet. Dodge. Torino. En
principio, las carreras se corrían en tierra, pero desde
los noventa se hacen en los autódromos. Al llegar, la
noche es una vidriera iluminada. Sombras. Luces. No
bien entra al departamento, mira el potus seco. Men-
saje de Vera: “Mami, me hice un tatoo en el tobillo”.
Otro de Camila: “Tengo novedades”. Se está metiendo
demasiado, piensa. La imagen de cómo le refregaba el
escote a Juan le taladra la cabeza. Y esa sugerencia de
husmear en el Facebook. Marcia se desabrocha la ca-
misa. Se la saca. Busca una remera vieja. Arranca dos
hojas del potus. Las estruja con la mano, las tritura.
Va a la cocina, llena una jarra con agua y humedece la
tierra. El teléfono suena.
No atiende.
El teléfono vuelve a sonar.
Levanta el tubo.
La voz es áspera.
Pará con esa nota.
Marcia se sienta frente a la ventana, las rodillas
contra el mentón. El edificio está rodeado de otros más
bajos y mira, a través del vidrio, los techos con claros y
sombras, pantallas de los televisores titilando, figuras
que se mueven, ropas olvidadas en un ténder.
Turismo Carretera 61

En ese momento, escucha el timbre. Tres veces en


diez segundos.
Soy Fabián.
Recién llegué.
Quiero verte.
Marcia mira el reloj. Por un momento piensa en no
abrir, pero pulsa el botón.
Fabián, con la mano apoyada en el marco de la
puerta, balancea el llavero con el Chevy.
Pensabas que te ibas a escapar.
No bien entra, él le dice que la extrañó. Aflojá, son-
ríe, estás muy tensa. Ella le pregunta cómo va lo de
Warnes. Mientras él le cuenta los problemas para la
importación de repuestos, ella nota que se detiene en
la foto de Vera. Es otra mirada. En el instante que dura
queda fija en el portarretrato.
Marcia escribe: “Fuertes evidencias vinculan al
gobernador, a su hijo y al jefe de policía con la oferta
sexual en Turismo Carretera. Se investiga la relación
con el caso de Lourdes Martínez”. A un costado hay
anotaciones. Juzgados. Fiscalías. Expedientes. Lour-
des tiene la edad de Vera, piensa. Recuerda cuando,
años atrás, perdió a la nena en Plaza de Mayo. La es-
taba observando juntar unas piedras. Por un momen-
to se entretuvo con una marcha que avanzaba hacia el
atrio de la catedral. Cuando se fijó, su hija no estaba.
La buscó de una punta a la otra de la plaza hasta que
la encontró detrás de la pirámide jugando con las pa-
lomas. Ahora Camila se acerca apantallándose con la
Caras. Se sienta sobre el escritorio, cruza las piernas.
62 María Inés Krimer

¿Terminaste?, pregunta.
En eso estoy, dice Marcia.
Estuve averiguando.
Extiende el índice, los otros tres dedos plegados
sobre la palma.
Marcia frunce el ceño.
Te dije que no te metás.
Con vos no se puede hablar.
Marcia mira el ventilador.
Disculpame, dice.
¿Querés contarme?
La noche mantiene el calor de las paredes. Mar-
cia camina cerca del cordón. Unos pasos retumban a
sus espaldas. Se apura, no quiere darse vuelta. Ve un
auto negro en la avenida. Está rígida cuando llega a su
casa. Cuando cierra la puerta, se siente a salvo. Va a
la cocina, abre la heladera y toma agua del pico de la
botella.
Suena el teléfono.
No atiende.
El teléfono vuelve a sonar.
Marcia le pidió a su ex que prolongara sus vacacio-
nes en la playa. Tiene miedo por su hija. Y por ese mail
que recibió cerca del cierre y que eliminó después de
verlo: “Si seguís con eso, la vas a pasar mal”. Marcia
se pone unas pantuflas. Busca la nota, se enrosca en el
sillón. Calcula una vez más las páginas, el tiempo que
le llevará revisarlas. No puede concentrarse. La mano
presiona la rodilla. La abre hasta que los dedos se esti-
ran al máximo y los vuelve a cerrar. Se para, entra a la
Turismo Carretera 63

cocina, corta un pedazo de queso. Esa madrugada cree


oír ruidos extraños. Le parece que es el ascensor. Y es
el ascensor. Subiendo. Se detiene en su piso.
El gimnasio nuevo tiene una sala de aparatos y ba-
rras de pared a pared. Se ve, a través del vidrio, el azul
de la pileta. Marcia hizo el cambio para no cruzarse a
Fabián. Esa mañana arranca con la prensa. Empuja la
plancha. Baja y se detiene cuando las piernas llegan al
mentón. Las estira, las mantiene así unos segundos.
Saca los discos y camina hacia el bar. Estuvo bien el
cambio, piensa y busca una Gatorade de la heladera. A
medida que transcurren los días, se convence de que
pronto terminará olvidándose de lo que pasó. Vuelve a
la sala de aparatos, se sube a la cinta. La prende y ca-
mina como si remontara un sueño. Ya entregó su tra-
bajo en el que señala al gobernador y a su hijo como
parte de una banda que captaba chicas en Turismo Ca-
rretera para prostituirlas en el extranjero. Juan le ase-
guró que saldrá el domingo como nota de tapa.
Marcia mira el reloj, para la cinta. Tiene que ir al
supermercado, preparar la cena para recibir a su hija.
Hace planes. Antes de entrar al diario, puede com-
prarle una remera. O preguntar el precio de la tablet
que Vera le pidió para los quince. Sale a la calle. Cami-
na unas cuadras hasta llegar a la avenida. Se detiene en
la vidriera de la confitería, entra y elige una torta de
chocolate. La está pagando cuando ve a Fabián para-
do en la entrada del kiosco. Marcia atraviesa la puerta
con la torta pegada al pecho. Evita unos perros que la
chumban, cruza la calle. Trastabilla dos veces, una al
64 María Inés Krimer

tropezar con el cordón y otra al rozar un macetero. Da


una vuelta a la manzana. El pecho le duele, la respira-
ción se le bloquea. Cuando llega a su edificio, no acier-
ta con la llave, la mano le tiembla. Atraviesa el palier.
El zumbido del ascensor. Entra al departamento. Tra-
ga un Alplax con un vaso de agua, casi sin respirar.
Trata se serenarse. Respirá despacio, piensa. Aflojá
los tobillos, las piernas, los brazos. Guarda la torta en
la heladera. Se mete en la ducha, deja correr el agua.
Se prepara una taza de té. Afuera está oscureciendo.
Los edificios adquieren una tonalidad ceniza. Marcia
se muerde una uña, prende la computadora. Ahora el
viento envuelve la ventana con las primeras ráfagas de
lluvia. Vuelve a leer la nota, se detiene en el nombre
del gobernador. Lo googlea una vez más, pone “buscar
imágenes”. En el acto de asunción, con la familia. En
la inauguración de una guardería. En el centro de ju-
bilados. En el festival de doma y folklore. En la llegada
de Turismo Carretera. Al costado del palco, debajo de
unos banderines de colores, una chica le llama la aten-
ción. Amplía la foto. No puede creer que sus ojos vean
lo que está viendo. La credencial se lee con claridad.
Dice: Jefa de Prensa. Marcia mira, como hipnotizada,
las piernas largas de Camila.
Afuera, la lluvia golpea con más fuerza. Las hojas se
amontonan en el balcón.
El celular suena.
¿Llegó Vera?, pregunta su ex.
No.
Turismo Carretera 65

La calle estaba imposible, no pude estacionar. Al


bajar se encontró con una amiga.
Marcia mira a través del vidrio. La terraza está ane-
gada y el agua moja la ropa del ténder.
Al rato el teléfono vuelve a sonar.
¿Sí?
Tu nena quiere hablarte, dice Camila.

Este cuento no se publicó previamente.

Si te gustó...
Sobre sus pasos, cuento de Marina Kogan; Boogie, el aceitoso,
historieta de Roberto Fontanarrosa; El petiso orejudo, novela de María
Moreno; Las extranjeras, novela de Sergio Olguín; Historia de un clan,
serie dirigida por Luis Ortega; El caso María Soledad, película dirigida
por Héctor Olivera.
“‘El ciclista serial’ es un
cuento policial, de enigma,
en tono paródico y con una
vuelta de tuerca por el lado
del absurdo. Lo escribí en la
época en que participaba del
taller de Laiseca a partir de
una de sus consignas”.
Marcelo Guerrieri

Marcelo Guerrieri
Buenos Aires, 1973

Es antropólogo, escritor y coordina talleres literarios. Publicó la blog-


novela Detective bonaerense (2006), Farmacia (2016) y Con esta luna
(2021), además de los cuentos publicados en Arboles de tronco rojo
(2012). Su cuento El ciclista serial obtuvo el premio Narrativa Sudaca
Bordes 2004, seleccionado por Ricardo Piglia y publicado por la editorial
Eloísa Cartonera.
El ciclista serial

Y
o, que de pibe miraba las películas de
detectives en el Gran Splendid y soñaba con ser
un gran investigador, hacer grandes deducciones,
estudiar el perfil psicológico del asesino… ¡Qué mierda
de perfil psicológico! Tuve que pasarme veinte mugrosos
años siguiendo pistas truchas. ¡Veinte años como jefe de
investigaciones de la Bonaerense Seccional Lomas de Za-
mora!; persiguiendo a cocainómanos de cuarta, pregun-
tando por bailanteros borrachos a putas y
Escrutando
travestis, escrutando los gestos de noctám-
Verificando,
bulos bebedores de cerveza y aspirando ese examinando.
olor a grasa de paty en las pancherías de
Yrigoyen. Averiguaciones en las remiserías con choferes
que se creen Fangio y si los apurás un poco no saben ni lo
que es un cigüeñal.
Toda esa vulgaridad me tuve que tragar yo, el jefe
de investigaciones Aristóbulo García. Un genio entre
mediocres.
Pero todo empezó a cambiar aquel maravilloso 21 de
octubre del año 1998, miércoles a la tarde, día en que me
68 Marcelo Guerrieri

asignaron la investigación que bauticé con el nombre de


“El caso del ciclista serial”.
Al estilo de los grandes detectives, mi escuadrón de
investigaciones es mínimo: un detective –o sea yo– y mi
ayudante; nada más. Qué me vienen con grupos de diez
tipos que siguen la pista de un vendedor de remeras fal-
sificadas y terminan hablando del partido del domingo
por walkie-talkie. Nada de eso; yo soy un clásico, al estilo
Sherlock Holmes: el sagaz detective García y su insepara-
ble ayudante Amadeo.
Amadeo es un tipo fiel y servicial, aunque un poco
raro. Es el ayudante ideal: cumple órdenes y jamás hace
preguntas. Nadie sabe bien de dónde vino. Un día lo vi ca-
minando como perdido por la comisaría y lo adopté como
a un perro. Me sigue a todos lados y más de una vez me
ayudó en asuntos que venían mal paridos. Pero en el caso
del ciclista serial, los dos tuvimos que esforzarnos al lími-
te: ¡Qué lindo caso, carajo!
Se trataba de unos cinco asesinatos perpetrados en la
vía pública en distintos lugares del partido de Lomas de
Zamora. En ninguno de los cinco casos había motivos ni
sospechosos evidentes. El móvil de robo había sido des-
cartado, lo cual me llevó a pensar en algún psicópata del
estilo de los asesinos seriales. Con las escasas pruebas que
tenía –pruebas recogidas por los peritos en los lugares del
crimen– me aboqué a elaborar una hipótesis que pudie-
ra vincular los asesinatos entre sí. Tras dos semanas de
arduas investigaciones, de crear y descartar hipótesis,
tras litros y litros de mate, una noche, en la soledad de
mi despacho, la mente se me iluminó y llegué a la ver-
dad. Entonces comencé a escribir mi informe. De manera
El ciclista serial 69

frenética escribí toda la noche: sin detenerme, sin dudar;


como los héroes realizan sus hazañas. La gloriosa imagen
del general San Martín pegada en una de las paredes de mi
despacho fue el único testigo de mi afiebrado ímpetu. A la
mañana siguiente, cuando Amadeo entró a la oficina, me
encontró dormido con la lapicera en la mano, exhausto,
sobre el escritorio. Mi informe estaba terminado.
Me despabilé y le pedí que preparara una carpeta para
presentarle el informe al comisario; entonces las cosas se
empezaron a complicar.
—Ciclista se escribe con ce, Amadeo. —Me acuerdo
que le dije cuando lo vi escribir el nombre del caso sobre
la carpeta de cartón marrón clarita (el color que usamos
en las investigaciones secretas). Pero las dificultades no
iban a ser solo de índole ortográfica. Algo difícil a nivel
“institucional” se nos estaba por presentar.
Rápidamente nos dirigimos al despacho del comisario
Garrido y entramos sin llamar, como es propio en quienes
llevan entre manos un asunto que no admite dilaciones.
Luego de leer mi informe sobre el caso, el comisario soltó
su apresurada y errónea conclusión.
—¿Qué es esta pavada del ciclista serial, García? —Yo
pensé: “esas palabras te las vas a tener que tragar una por
una, una por una”.
Acto seguido me dispuse a exponer con lujo de detalles
los pormenores de mi investigación:
—Señor comisario. Empezaré por los indicios más evi-
dentes e iré hilando las deducciones hasta culminar mi
exposición con la más sutil demostración que usted ja-
más haya visto en sus numerosos años de experiencia
como Amigo del Orden. Tome. Observe esta fotografía del
70 Marcelo Guerrieri

primer asesinato. —El comisario tomó la foto con sus ro-


llizos y peludos dedos, me apresuré a aclararle:
—Es una foto tomada por los peritos en el lugar del
hecho: la esquina de Dardo Rocha y Moldes, localidad de
Llavallol. En el centro se ve a la víctima echada en el piso
boca abajo. Una vecina que a las seis de la mañana salió
a baldear la vereda realizó el macabro hallazgo y llamó
de inmediato a la policía. En el vértice superior izquier-
do puede verse la rueda trasera de una bicicleta tirada en
el piso. En ningún lugar del informe, el perito hace re-
ferencia al mencionado rodado. —Con tono
Socarrón socarrón agregué—: Qué le vamos a hacer,
Burlón, irónico.
seguro un inexperto.
Hice una pequeña pausa. Me mojé los la-
bios con la lengua y volví a arrancar con renovados bríos:
—Segunda foto reveladora. Asesinato de Norberto Ga-
rrafa, esquina de Irala y Machado: misma localidad, mis-
mo asesino. —Amadeo le alcanzaba las fotos al comisario
mientras yo iba y venía por el cuarto sin detener mi ex-
posición—. Un joven remisero de la zona aseguró haber
visto por las inmediaciones a un individuo de sexo mas-
culino vestido con las ropas propias de los ciclistas: calza
azul brillante y remera fucsia pegada al cuerpo. La víc-
tima recibió una conmoción en la zona craneal derecha
mientras que en la zona dorsal se pueden ver dos sospe-
chosas rayas negras. Los peritos no aclaran con qué sus-
tancia fueron realizadas. Me permito conjeturar que eran
las llantas de la rueda del asesino, quien, luego de chocar a
la víctima, le pasó por encima con su rodado macabro: un
auténtico psicópata. Tercera foto; tercer asesinato: Sui-
pacha y San Rafael, Turdera. Nombre del occiso: Aldemar
El ciclista serial 71

Darragueira. Se puede ver a la desgraciada víctima echada


de costado sobre la acera. Le sangra la boca y tiene un bra-
zo extendido hacia la derecha.
En este punto hice una nueva pausa, me incliné sobre
el escritorio del comisario y le lancé mi pregunta. De pre-
po, como se debe hacer en estos casos:
—Comisario, dígame si ve algo sospechoso.
Ante la negativa, Amadeo le acercó una lupa.
—Mire con la lupa, señor comisario. Mire ese punto
gris al costado de la rodilla izquierda de la víctima.
—¿Qué es eso? ¡No veo una mierda, García! No se me
haga el misterioso que no estoy para perder el tiempo.
—Las palabras de un mediocre. Nunca entendí cómo ese
hombre había llegado a ocupar semejante cargo.
—Mi estimado señor comisario, ese minúsculo pun-
to marrón que a cualquier otro investigador del mon-
tón le hubiera pasado inadvertido: ¡es un gomín! Para
ser más específicos: el gomín de la rueda de una bicicleta
de competición. Las sucesivas ampliaciones que mi fiel
ayudante Amadeo ha realizado, con los escasos medios
de los que disponemos en el laboratorio fotográfico, son
más que elocuentes. Ese gomín pertenece a la bicicleta
del ciclista serial. Y si los peritos incompetentes que us-
ted tiene hubieran recogido aquella prueba, ya tendría-
mos en nuestras manos al asesino.
Solté mi conclusión con voz grave y decidida a la vez
que daba un fuerte puñetazo sobre el escri-
torio. El comisario seguía sin dar crédito a Soeces
Groseras.
mis observaciones y me insultaba con las
expresiones más soeces que se puedan ima-
ginar. Pero nada detuvo mi ímpetu por llegar a la verdad:
72 Marcelo Guerrieri

seguro que aquellos eran los mismos insultos que reci-


biera Galileo cuando le contaba al verdulero de la esquina
que era la tierra la que giraba y no el sol. Así de injusta es
la plebe con los talentos de avanzada.
El tono de los insultos del comisario fue subiendo hasta
que empezó a gritarme, descontrolado. Cuando vi que estaba
a punto de tirar mi informe por el aire decidí jugar mi última
carta: el as en la manga del inspector Aristóbulo García.
—Amadeo; el mapa de Lomas de Zamora, por favor.
Cuélguelo en la pared —dije con tono tranquilo y esta
novedad aplacó los ánimos del comisario, que me mi-
raba desde su sillón con los ojos abiertos como el dos
de oro.
Amadeo se apuró a desplegar el inmenso mapa y lo
pegó sobre la pared con unos pedazos de cinta adhesiva.
Luego, saqué de mi bolsillo un puñado con cinco chinches
negras y las fui clavando en el mapa una por una en el sitio
justo donde se había producido cada asesinato. Ante los
ojos incrédulos del comisario, coloqué la última e hice un
silencio para ver si se daba cuenta de algo.
—¿Qué carajo es esto, García?
—Señor comisario —le contesté, sin hacer caso a sus
insultos—. ¿Qué forma geométrica han formado las chin-
ches clavadas sobre el mapa?
—Ninguna, García.
Con la misma serenidad con la que un experimentado
jugador de bochas se arrima al bochín, extendí mi mano
hacia el mapa y coloqué la chinche roja en el punto justo:
—Esta chinche roja marca el lugar donde se producirá
el siguiente asesinato: con ella se completa la figura que
usted no ha podido distinguir. ¿Qué ve ahora?
El ciclista serial 73

—Bueno… ahora se ve algo parecido a un círculo —con-


testó el comisario, dubitativo.
Al fin parecía comprender mi hallazgo; aunque le fal-
taba dar el siguiente paso en el razonamiento.
—¿Y qué forma geométrica tienen las ruedas de las
bicicletas?
—¡Redondas, García!, ¡redondas! —contestó fastidiado.
Entonces, con la maestría de los grandes, me dispuse a
poner la cereza sobre el almendrado.
—Mire qué detalle curioso, señor comisario: ¿en
qué lugar se ubica la chinche roja? —Ahí nomás le sol-
té mi pregunta; me sentía envalentonado y seguro—.
¡Contésteme!
—¡Qué sé yo! ¡Déjese de hincharme las pelotas,
García!
—La chinche roja está ubicada en el velódromo del
Parque Municipal de Lomas de Zamora. ¡Allí será perpe-
trado el próximo asesinato!, ¡allí se completa el círculo de
la muerte!, ¡la rueda del crimen! ¡La circunferencia maca-
bra del ciclista serial!
Me acuerdo de las palabras del comisario tras mi bri-
llante exposición.
—¡Váyase a la reconcha de su madre, García! ¡Por qué
no se alquila una de detectives y se deja de joder por acá!
Al día siguiente me relevaron del caso.
Estoy acostumbrado a la incomprensión: es el precio
que se paga por ser un genio; pero obviamente, no me
quedé con los brazos cruzados. Después del laburo, junto
con mi inseparable ayudante, nos fuimos a la bicicletería
de don Cosme y nos aprovisionamos de todo lo necesa-
rio: para mí, una bicicleta de competición, casco, gafas,
74 Marcelo Guerrieri

botellita, inflador, gomines de repuesto y calza violeta


fosforescente; y para Amadeo, una elegantísima bicicleta
de paseo inglesa color azul: algo clásico, para no desper-
tar sospechas. Cargamos el bolso con unos sánguches de
miga, el termo, el mate y la cuarenta y cinco, y arranca-
mos con las bicis por Molina Arrotea.
No bien llegamos al velódromo, le pedí a Amadeo que
se pusiera a preparar unos mates mientras yo hacía un
breve reconocimiento del lugar: caminaba alrededor de la
pista de ciclismo mientras sacudía los brazos simulando
entrar en calor.
El carácter macabro de aquel sitio empezó a presen-
társeme de inmediato. Desde los carteles con indicaciones
autoritarias e intolerantes hasta lo hostil y adusto del ges-
to de los ciclistas que circulaban veloces por la pista. Un
chapón con letras negras pintadas sobre un fondo blanco
decía: “PROHIBIDO” –en rojo– “jugar al fútbol en las cer-
canías de la pista”. “NO” –en rojo otra vez– “circular con
bicicletas de paseo por el andarivel interior”. Otro cartel
pegado sobre un tacho de basura decía: “NOSOTROS los
ciclistas nos merecemos un lugar digno. Arroje aquí la ba-
sura”. Otro: “Sr. ciclista, ejemplifique: Deposite aquí su
basura”. Este tipo de carteles, claramente autoritarios y
elitistas, no se encontrarían, por ejemplo, en una pista de
atletismo o en una cancha de fútbol. El carácter mafioso
de este grupo empezó a perturbarme; a veces desearía no
ser tan agudo en las observaciones; pero qué le vamos a
hacer, así vine de fábrica.
Nunca pude entender qué es lo que le ven estos tipos
al hecho de estar dando vueltas y vueltas sobre esos ca-
ños con ruedas: ningún cristiano puede quedar bien de
El ciclista serial 75

la cabeza después de darle y darle a la pedaleada duran-


te horas. Hay algo de obsesivo y siniestro en esa relación
simbiótica del ciclista y su bicicleta; a veces parecen con-
fundirse el uno con el otro como el asesino con su arma.
Luego de dar una vuelta completa a la pista vuelvo al
lugar donde había dejado a Amadeo: ¡El muy fresco se ha
puesto a charlar con el cuidador del parque! Hacen todo
tipo de comentarios sobre el tiempo, la lluvia que no llega
y qué sé yo cuántas boludeces más. Lo llamo con voz fir-
me. Al escucharme pega un salto y se despide del cuida-
dor; viene corriendo con el termo en la mano y me ceba
un mate, apurado, para que no lo rete por su distracción.
—Tómese un amargo, jefe; tenga —me dice con tono
servicial mientras me acerca el mate.
—¡Amadeo! —le lanzo el grito severo—. No me llame
jefe. No se da cuenta de que estamos en una operación se-
creta. ¡No sea pelandrún!
—Tiene razón, no me di cuenta. Disculpe, jefe.
Es inútil, pienso mientras le doy una chupada al mate
y miro hacia la pista. Amadeo es así, un poco salame; pero
es leal y compañero. Todo no se puede en esta vida.
Nos sentamos en unas gradas bajo unos árboles fron-
dosos: son unos tablones de madera dispuestos para los
espectadores que se agolpan en los días de competencia
los fines de semana. Frente a nosotros desemboca la recta
final, donde unos cuadrados blancos pintados sobre el as-
falto marcan la llegada. Luego viene una curva pronuncia-
da y la pista se aleja unos doscientos metros. En ese punto,
la cinta asfáltica vuelve a girar y se pierde entre unos eu-
caliptos gigantes, para reaparecer a nuestra izquierda,
donde comienza la recta final que completa el trayecto.
76 Marcelo Guerrieri

—Estoy seguro de que el asesino se encuentra entre


nosotros —le comento a Amadeo y le devuelvo el mate—.
Ojo clínico, Amadeo; ojo clínico.
—Usted es un grande, un incomprendido —afirma
Amadeo y se queda mirándome como un perro que espera
una caricia o algo de comida.
Nos quedamos así un instante, sonriendo. Es un mo-
mento de infinita comprensión entre nosotros. Me dan
ganas de abrazarlo, de abrazarlo con fuerza, pero un jefe
no puede permitirse semejantes efusividades.
—Usted también es un grande, Amadeo. —Y Amadeo
se sonroja como si fuera un chico al que han retado. Mira
hacia el piso y se pone a juguetear con el pie removiendo
la tierra.
Los mates van y vienen en silencio mientras observo a
los ciclistas que pasan veloces como meteoritos: satélites
que describen una órbita estúpida girando alrededor de
un sol que no existe. No son más de diez. Ninguno parece
haber reparado en nosotros.
En la curva, a nuestra derecha, dos tipos se han dete-
nido a un costado de la pista y charlan sin bajarse de sus
bicicletas. Uno lleva un casco bordó que parece salido de
una película de guerras interplanetarias y unas ajustadas
calzas amarillas que le resaltan los músculos de las pan-
torrillas. Su compañero toma agua de una botellita de
plástico que luego ajusta al caño de la bicicleta y por un
momento los dos me miran en silencio. No quiero apre-
surarme... pero los rasgos del sujeto de calzas amarillas
son los propios de los asesinos seriales: pómulos salientes,
cráneo chico y la cabeza fina que termina con una man-
díbula en punta. No en vano he leído y releído el genial
El ciclista serial 77

trabajo de Cesare Lombroso, L’uomo de-


Estudio
linquente, en el cual este genial italiano, antropométrico
basándose en estudios antropométricos, Estudio de las di-
describe las facciones y fisonomías propias mensiones y me-
didas del cuerpo
de los asesinos seriales y malandras de todo humano.
tipo. Pero, como todos los talentos de avan-
zada, sus trabajos han sido falazmente atacados por me-
quetrefes y pelafustanes. Otro genio incomprendido.
Desvío la mirada rápidamente y un ciclista con una re-
mera llena de avisos publicitarios pasa veloz por la línea
de llegada, luego aminora la marcha y aprieta un botonci-
to en su reloj cronómetro.
—¿Cómo anduvo eso, Torito? —le pregunta el tipo de
casco bordó cuando pasa frente a ellos.
—Casi tres segundos bajo mi marca —contesta el ci-
clista y se aleja por la recta pedaleando despacio.
—¡Grande, Torito!, ¡grande nomás! —gritan los tipos
mientras aplauden y ovacionan a su compañero.
Un pelotón de cinco ciclistas pasa ahora frente a no-
sotros. Van todos juntos en fila, uno atrás del otro; cada
tanto alguno se adelanta, cambian posiciones y siguen
avanzando. El ruido de las llantas al rodar sobre el asfal-
to de la pista se parece al murmullo de un enjambre de
abejas enloquecidas.
—Como diría el General, “el movimiento se demues-
tra andando” —le digo a Amadeo y me pongo de pie—.
Sigamos con la búsqueda; mi plan es el siguiente: usted
me guarda todas las cosas y se me pone a dar vueltas con
su bicicleta, despacio, por los andariveles exteriores, pero
con la cuarenta y cinco dentro del bolso lista para entrar
en acción. Yo voy a entrar a dar vueltas con mi bicicleta
78 Marcelo Guerrieri

para confundirme con el pelotón y escuchar las conver-


saciones; seguro que el asesino va a pisar el palito, algún
indicio se le va a escapar. El subconsciente nunca miente,
Amadeo. Hay que saber escuchar nada más.
Terminé de soltar mi plan y me subí a la bicicleta con
la prestancia de un corredor experimentado. Mis calzas
violeta fosforescentes dejaban ver mis cuádriceps lar-
gamente trabajados en el gimnasio de la Bonaerense, en
interminables horas de ejercicio, durante más de treinta
años. No por casualidad soy el campeón de salto en largo
de los torneos interpoliciales Chapadmalal‘97. Daba gusto
verlos a esos pendejos recién salidos de la Vucetich mien-
tras un veterano les pintaba la cara. Qué le vas a hacer…,
derecho de piso que le llaman.
Mi excelente estado atlético me permitió acercarme al
pelotón de ciclistas sin problemas. Al rato ya me habían
adoptado como uno más de la colmena y empezaban a
darme charla. Me inventé un pasado de corredor campeón
que se había retirado por un viaje a Europa y que, ahora,
a mi vuelta a la querida patria, buscaba integrarme al glo-
rioso grupo de ciclistas bonaerenses. Mi historia cayó bien
entre la concurrencia y de a uno se me fueron acercando a
darme consejos y datos frescos sobre el ambiente ciclista.
Así me enteré de que el presidente de la Comisión Directi-
va era el Pelado Magaldi: tricampeón sudamericano en la
década del ochenta; ilustre ciclista que tuvo que retirarse
tras su desgraciado accidente cuando en plena competen-
cia se le cruzó un vendedor de panchos, una lluviosa tarde
en el velódromo de Lanús.
—Era la única forma de pararlo al Pelado Magaldi; la
única, te garanto —me confiesa un tipo canoso de torso
El ciclista serial 79

escuálido y piernas fibrosas. Algo en la camaradería cóm-


plice que se ha generado me hace sentir a gusto. Ninguno
parece ser el asesino.
Sin embargo, mi instinto de detective me lleva a acer-
carme a un tipo joven, de pelo largo y mirada torcida, que
hasta ese momento no me ha dirigido la palabra.
—¡Vos nunca corriste en tu puta vida!, ¡son todos ca-
melos! —me dice a modo de saludo cuando me pongo a su
lado con mi bicicleta.
Aquella afirmación me tomó de sorpresa pero el aplo-
mo que me caracteriza, y que me ha salvado en más de
una situación comprometida, me lleva a refutarle con
voz segura:
—Hace tiempo que no corro, es cierto…, estuve fue-
ra del circuito. El mango, siempre atrás del mango. Ha-
bía que parar la olla y me tuve que ir a España a laburar
de lavacopas. De la bronca no me subí a una bicicleta en
cinco años.
El tipo no me contestó. No lo vi muy convencido, pero
su silencio me dio pie para soltarle una pregunta:
—¿Siempre venís a correr acá?
El pibe me volvió a mirar. Me estudió de arriba abajo como
si tratara de descifrar algún enigma escrito en mi cara:
—¿Vos no serás un bufarrón, no? Esas calzas violeta
parecen más de travesti que de ciclista.
Acto seguido aceleró la marcha y se alejó del pelotón.
Aunque estoy acostumbrado al trato descortés de
los malandras, me reintegré al grupo un tanto confun-
dido. Sería una deducción de principiante sospechar
de este muchacho: por lo general, el asesino es el me-
nos sospechoso.
80 Marcelo Guerrieri

Por un rato me quedé pedaleando en último lugar, me-


ditando en silencio.
Si bien no tenía ninguna pista firme, me inclinaba por
el tipo canoso: demasiado condescendiente, siempre con
una sonrisa para todos. Estoy sumido en mis pensamien-
tos cuando lo veo a Amadeo que me saluda con la mano
desde el andarivel exterior.
—Es mi sobrino —le comento al resto del grupo como
para no despertar sospechas—. Lo quiero introducir en el
ambiente ciclista.
—Esto es así. De a poco le vas tomando el gustito a la
bicicleta y cuando te quisiste acordar ya estás entrenan-
do todos los días. Es un vicio, propiamente como un vicio
—comenta el canoso y cada vez me parece más sospecho-
sa su predisposición amigable.
Poco a poco, los integrantes del pelotón se van yendo
y cada uno me saluda con efusión al alejarse. Parece que le
he caído bien al grupo, aunque no descarto la posibilidad
de que todo sea una enorme farsa montada para encubrir
al asesino. El sol comienza a ocultarse tras los eucaliptos y
el cielo se cubre de un color mezcla de naranja y amarillo;
asoman las primeras estrellas y el ruido de los grillos con
su canto monótono contribuye como telón de fondo a un
atardecer que es propiamente para una foto, de esas que
ganan los concursos de las revistas.
De pronto descubro que estoy andando solo por la
pista; y hay algo que anda mal: ya di tres vueltas y ni ras-
tros de Amadeo. Se me ocurre que lo más prudente sería
ir hacia la casilla del cuidador y ver si Amadeo está char-
lando otra vez con él, pero hay algo que me impulsa a
seguir pedaleando.
El ciclista serial 81

Ya es noche cerrada y unos focos de neón dispuestos


cada tanto alumbran el circuito. El asfalto brilla con una
luminosidad grisácea y los cascarudos y polillas trazan
vuelos frenéticos alrededor de las luces. Hay algunos tra-
mos en los que faltan los focos y apenas puedo vislumbrar
las líneas blancas de los andariveles.
Una sensación extraña se ha apoderado de mí: sobre la
bicicleta, pedaleando a toda velocidad, me siento fuerte,
gigante y feliz; el aire que choca contra mi frente pare-
ce transformarse en energía como si se fundiera con mi
cuerpo a través de una inexplicable fusión atómica. Sien-
to que cada centímetro que recorro en lugar de quitarme
energía, me la agrega. Solo me interesa seguir pedaleando
y pedaleando hasta que algo suceda. Estoy unido a mi bi-
cicleta en una deliciosa comunión, fuera de toda lógica.
Un sonido me trae de vuelta al mundo; es un murmu-
llo que se va acercando desde atrás hasta que se instala
pegado a mis espaldas como un zumbido molesto. No dejo
de pedalear –el rostro contraído, la mirada fija en el anda-
rivel– hasta que de pronto una figura se dibuja a mi cos-
tado. Reconozco al pibe de pelo largo que se había alejado
del pelotón. Su pelo ensortijado se sacude en el aire mien-
tras se me adelanta.
Redoblo mi pedaleo y consigo quedar pegado a su rue-
da trasera. Su melena parece querer hipnotizarme y su olor
penetrante inunda el ínfimo espacio que nos separa; am-
bos llevamos la misma velocidad y parece que fuéramos un
solo cuerpo que avanza; casi pegados nos adentramos en la
recta final hasta que con un esfuerzo extraordinario acelero
aún más la marcha, le doy un leve toque a su rueda trasera y
la bicicleta del pelilargo vuela por el aire junto con él.
82 Marcelo Guerrieri

—¡Loco de mierda! ¡Sos un loco de mierda! —grita el


pibe y escucho sus alaridos que se van perdiendo detrás
de mí.
Avanzo y avanzo sin mirar atrás; me siento un grandí-
simo ser, un héroe mitológico que vuela sobre su caballo
presuroso: las ruedas son alas y el viento que choca contra
mi cara es el néctar del que me alimento para acelerar a
la velocidad de la luz en mi carrera justiciera. Paso por la
zona de los eucaliptos a toda velocidad y agarro la curva
con una leve inclinación de mi cuerpo. Ahora me encuen-
tro otra vez sobre la recta final y a lo lejos, pero cada vez
más cerca, veo al pelilargo que trata de incorporarse con
movimientos torpes. Un farol le da de lleno sobre la pe-
lambre enmarañada. Amadeo entra en escena con inten-
ciones de ayudarlo a levantarse.
Ya no puedo acelerar más. Todo mi cuerpo es un ma-
zacote de músculos tensos y la transpiración recorre toda
mi piel a la misma velocidad que la sangre se dispara por
mis venas. Avanzo hacia la llegada. Soy un bólido lanzado
desde el espacio directo hacia ese cuerpo que sacude sus
brazos suplicantes; cada vez más agitado, cada vez más
cerca, hasta que la figura del pibe se sacude frente a mí.
Después… un ruido de huesos que se rompen, un sabor
amargo en la boca y el rostro de Amadeo que se recorta
sobre un cielo negro con estrellas. Lo último que recuerdo
es un farol de neón que no deja de prenderse y apagarse
y el sonido de una rueda de bicicleta que gira en el aire.
Luego: la oscuridad total.
Cuando vuelvo a abrir los ojos me encuentro en mi
cama; está sonando la campanilla del teléfono. Trato de
incorporarme para atender pero un dolor en la espalda
El ciclista serial 83

me obliga a quedarme boca arriba. Escucho a Amadeo que


atiende desde la cocina:
—En este momento el inspector García no pue-
de atenderlo, pero si me deja su nombre lo llamará a la
brevedad.
—Acá estoy, Amadeo; ya estoy despierto. ¿Quién
llama?
Amadeo se disculpa en el teléfono y se acerca a mi lado.
—¿Ya está bien, jefe?, ¿le duele algo?
—Un poco la espalda, ¿quién es?
—Es el comisario en jefe de la departamental, dice que
es urgente.
—Páseme el teléfono, Amadeo… ¡Qué espera!, ¡no sea
salame!
—Buenos días, señor comisario en jefe. ¿A qué debo el
honor de su llamado? —digo tranquilo mientras me aco-
modo sobre los almohadones.
—Inspector Aristóbulo García, tengo el placer de in-
formarle que a partir del día de la fecha usted ha sido pro-
movido a comisario. Felicitaciones. Mañana mismo será la
ceremonia de promoción.
—Y… ¿a qué debo este inmenso honor, estimado comi-
sario en jefe? —pregunto, apenas con un hilo de voz.
—El destino siempre es justo con quienes se lo mere-
cen, comisario García. No me asombra que este nombra-
miento lo tome de sorpresa luego de lo injusto que ha sido
con usted el ex comisario Garrido. Resulta que por casua-
lidad, en una reunión de camaradería hace un par de días,
el ex comisario Garrido nos comentó, con tono burlón,
los pormenores de la teoría de uno de sus investigadores
acerca de los misteriosos asesinatos del mes último: teoría
84 Marcelo Guerrieri

que calificaba de absurda e incoherente y en la que usted


aseguraba que el próximo asesinato sería cometido por un
ciclista en el velódromo Municipal.
—Efectivamente, señor comisario en jefe. Se trata de
mi teoría sobre el ciclista serial por la cual ese mediocre
de pacotilla me relevó del caso.
—No se ofusque, comisario, no se ofusque: la verdad
siempre está del lado de los justos. Esta mañana, mien-
tras hojeaba el diario, me encontré con la triste noticia.
¿La leyó usted?
—No. Acabo de despertarme.
—Entonces paso a leerle. El titular del matutino policial
dice así: “Lomas de Zamora. Macabro hallazgo. Un indivi-
duo de sexo masculino de unos veinticinco años de edad
fue hallado muerto en el velódromo Municipal. El occiso
se hacía llamar ‘el Gringo’ y era un reconocido ciclista del
círculo bonaerense. El joven recibió un traumatismo de
cráneo que le produjo la muerte instantánea. El cuidador
del parque y sus compañeros hacen mención a un extraño
ciclista que apareció aquella tarde acompañado por su so-
brino. Junto al cuerpo de la desgraciada víctima, además
de su propia bicicleta destrozada, se encontró una bici-
cleta de competición partida al medio y otra de paseo, in-
glesa, color azul, en perfecto estado. Fuentes no oficiales
indican que la policía estaría tras la pista de lo que han
dado en llamar ‘El caso del ciclista serial’”. Eso es todo,
comisario. Y si el señor Garrido hubiera prestado atención
a sus geniales deducciones es probable que hoy no tuvié-
ramos que lamentar el deceso de este inocente muchacho.
Lo veo mañana en la ceremonia, comisario. Buenos días.
El ciclista serial 85

—Buenos días —contesté con un suspiro y le acerqué el


teléfono a Amadeo para que cortara.
—¿Qué pasa, jefe?, ¿se complicó el asunto?
—No, Amadeo, todo lo contrario. Al fin alguien ha va-
lorado mi genio. Yo sabía que esto iba a pasar alguna vez.
Póngase la pava para unos mates y ábrase el pan dulce que
quedó de la navidad pasada. Estamos de festejo.
—Como usted diga, jefe.
—Amadeo —le dije cuando lo vi que enfilaba para la
cocina—, de ahora en adelante no me llame más jefe, llá-
meme comisario: el comisario Aristóbulo García. Un ge-
nio entre mediocres.

Este cuento fue publicado por Eloísa Cartonera.

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cuentan historias que es necesario
leer en relación con el sistema
social en el que vivimos”.
Juan Mattio

Roberto Bardini
Buenos Aires, 1948

Periodista y escritor. Fue corresponsal de guerra en Costa Rica, Belice, El


Salvador, Nicaragua, Irak y el Líbano. Colaboró en agencias de noticias in-
ternacionales y sus notas periodísticas fueron publicadas en las revistas
Cambio y Humor, y en los diarios El Día y Página 12. Publicó los libros
Belice, la historia de una nación en movimiento (1978), Edén Pastora,
un cero en la historia (1984), y Rebeldes en penumbras. Vidas ilustres de
hombres olvidados, ignorados o condenados (2013), entre otras. Desde
2015 junto con Rolo Diez lleva adelante la colección Código Negro de la edi-
torial Punto de Encuentro, dedicada al género policial negro.
Una cuestión
de química, digamos

-L
o he investigado minuciosamente
y usted es el hombre —fanfarronea el
gordo de sonrisa torcida—. Y espero que
este primer trabajo que voy a encargarle sea el inicio
de una… digamos… fructífera relación de conveniencia
recíproca.
El gordo es ostentoso, desagradable. Hace veinte mi-
nutos que habla sin parar.
Está sentado frente a mi destartalado
Ostentoso
escritorio e intenta imitar los modales y el Que muestra
lenguaje de los hombres de negocios. Viste exageradamente
un traje de seiscientos dólares, la corbata lujos y riquezas.
es de seda y el anillo tiene casi el mismo
tamaño que un escudo medieval. Su reloj
debe costar el equivalente a seis meses de alquiler de mi
oficina en el barrio de Monserrat. Pero a pesar del deco-
rado y la utilería que lleva encima, el tipo es más ordina-
rio que un diente de madera.
Mientras habla, lo he fichado mentalmente.
88 Roberto Bardini

Es un operador free lance de cuarta ca-


Free lance
Persona que trabaja tegoría. Un alcahuete más de los tantos que
por su cuenta, sin merodean despachos políticos, reptan el
contrato laboral.
ambiente empresarial, zigzaguean la fa-
rándula y se fotografían con vedettes tan de
cuarta como ellos mismos. Pertenece a la fauna de los que
de la noche a la mañana pasaron del bofe frito al bife de
lomo y del vino común de mesa al Achaval Ferrer. Y como
ellos, es un tipejo detestable, utilizable, descartable.
—El trabajo es sencillo —me ha dicho luego de pregun-
tarme si mi pasaporte estaba en regla—. Una vez por mes,
o cada dos, deberá viajar a Panamá. Allí hará un trasbordo
hacia otro país centroamericano o caribeño sin pasar por el
control aduanero. Llevará como equipaje de mano un male-
tín… con cinco o seis kilos de dólares. Se dice fácil, pero son
millones, ya me entiende. También llevará en la solapa una
pequeña identificación que evitará la revisión del maletín al
llegar a destino. Es una operación segura, sin riesgos.
Hace una pausa para ver el efecto de sus palabras.
Seguramente espera que yo me desmaye de emoción,
me dé taquicardia o pierda el control de esfínteres. Con-
tinúo observándolo en silencio, con expresión de pescado
de aguas frías. Si espera alguna emoción de mi parte es
que no me ha investigado tan minuciosamente.
—Depositará los dólares cada vez en un banco diferente,
de tres o cuatro que le indicaré en su momento.Y su comi-
sión será… digamos… de medio kilo, además de viáticos y
todos los gastos de alojamiento en hoteles de cinco estrellas.
Dice que dentro de tres días él mismo me llevará al ae-
ropuerto. Mi avión saldrá a la una de la mañana con desti-
no a Panamá. Allí tomaré otro vuelo rumbo a Belice.
Una cuestión de química, digamos 89

—Ahora que finalmente lo conozco, confío en usted


—agrega—. Es una cuestión de química, digamos.
Y me entrega dos mil dólares como adelanto. Solo por
eso soporto otros veinte minutos de fanfarronadas. Cuan-
do se despide y me da la mano, siento que estrujo el híga-
do de una gallina con peste aviar.
Hace mucho tiempo que no veo esa cantidad de bille-
tes, uno sobre otro.
Abro la última gaveta de mi escritorio,
Faena
saco la botella de whisky barato y me zam- Tarea o trabajo que
po un trago doble. Miro el techo a punto requiere un esfuer-
de caerse, las paredes descascaradas, la al- zo físico o mental.
fombra raída y le doy vueltas en la cabeza
a mi próxima faena. Por fin se ha presentado mi prime-
ra buena oportunidad en todos los años que llevo en este
oficio inmundo.
Llamo por teléfono a mi amiga Candela. Le digo que
a la noche no vaya al puticlub donde trabaja porque fi-
nalmente tengo buenas noticias y un mejor plan. Desde
hace años los dos buscamos la salida del miserable pozo de
mierda donde transcurren nuestras vidas.
Salgo a la calle y disfruto el frío: me gusta el invierno
de Buenos Aires. Camino por Avenida de Mayo hasta la es-
quina y compro una botella de Glenlivet, el escocés single
malt que, según la publicidad, tiene “el auténtico sabor del
contrabando”. Hago tres cuadras hasta Esmeralda y Riva-
davia, entro a James Smart, recorro el salón, observo los
exhibidores. En quince minutos elijo un traje gris oscuro,
una camisa celeste y una corbata tejida azul. No me impor-
ta caminar seis cuadras más con todas mis compras hasta
el viejo edificio de departamentos donde vivo. De pasada,
90 Roberto Bardini

entro a una joyería, compro un par de aros Swaroski y


pido que lo envuelvan para regalo.
En casa, pongo a Guns N’Roses a todo volumen en el
viejo equipo de música y me doy una ducha bien calien-
te. Después, en calzoncillos, abro la botella de Glenlivet
y disfruto un trago doble de verdad, sin hielo ni agua.
Tengo el estómago vacío porque a mediodía solo comí
un raquítico sándwich de queso, pero no importa.
Y a la noche voy con Candela a cenar a Lalo.
Hace mucho tiempo que no compartimos una bue-
na comida con buen vino y buen postre en un buen res-
torán, y ella se lo merece. En los últimos meses, con tal
de que salgamos del hoyo, Candela participa en casi to-
dos mis asuntos. Le describo en voz baja la visita del gor-
do de sonrisa ladeada, la propuesta de viajar, el maletín.
Le cuento que el tipo me aseguró que era una operación
segura, sin riesgos. Cuando termino de contarle y le digo
que el único problema es que yo no tengo mi pasaporte
en regla, casi nos ahogamos de la risa. También hace mu-
cho tiempo que no nos reímos a las carcajadas.
Y al final, mientras tomamos café, le entrego el pe-
queño paquete.
Ella quita cuidadosamente el lujoso envoltorio, abre
el estuche y da un gritito. Se levanta de la silla y me
estampa un tremendo beso delante de todo el mundo,
la muy zorra. Detesto el exhibicionismo, las muestras
públicas de afecto, pero no digo nada. El mozo nos ob-
sequia dos copas de champán. Prefiero la sidra, pero
un gesto es un gesto y antes de irnos le dejo una buena
propina.
Una cuestión de química, digamos 91

A pesar del frío vamos caminando abrazados cinco


cuadras hasta Rivadavia y Talcahuano, donde ella vive.
Como es cerca, preferimos ir a pie. Tenemos un coche
viejo y abollado, que solo utilizamos en casos especiales:
no podemos gastar en estacionamiento. Y en su casa, ya
metidos en la cama y desnudos, hacemos como bestias lo
que mejor sabemos hacer. Es placentero, nos mantiene
unidos y resulta gratis.
Tres días después, el gordo me lleva al aeropuerto en
su Audi R8. En la autopista fanfarronea que es el mismo
modelo que usaba Leo Fariña, un tipo igual de ostentoso y
desagradable, aunque mucho más delgado.
—Pero digamos que espero no terminar igual que él,
detrás de las rejas —comenta con su sonrisa torcida.
“No”, pienso. “Digamos que vas a terminar mucho peor”.
Soporto sus bromas un par de kilómetros. Yo tengo
puestos un abrigo y guantes, y eso le parece divertido.
—Usted va al Ca-ri-be, amigo —dice—. Al tró-pi-­co.
Chévere, chévere, ¿entiende?
Cuando falta poco para llegar, me doy vuelta y miro
hacia atrás.
—Nos están siguiendo —le informo—. Hay un coche que
viene detrás de nosotros desde la primera caseta de peaje.
Observa por el espejo retrovisor.
—¿Le pidió a alguien que nos custodiara? —pregunto.
—No…
—Si empiezo a sospechar que está mintiendo, este
negocio se termina aquí mismo y pegamos la vuelta a
Buenos Aires. ¡Dígame la verdad, carajo! ¡Llevamos un
montón de plata y esto no es un jueguito!
92 Roberto Bardini

—Le estoy diciendo la verdad... Se lo juro...


—¿Quién más sabe que esta noche vamos al aeropuerto?
—El dueño del dinero y la persona que me lo entregó...
Pero ninguno de los dos conoce su nombre.
Eso seguramente es mentira, pero no me preocupa:
hace años que no utilizo mi verdadero nombre. Lo que
sí me inquieta un poco es que se haya filtrado el dato del
maletín con los dólares. Vivimos tiempos violentos: hoy
cualquiera te mata para robarte un reloj o una mochila.
—Bueno... —agrega el gordo—. También lo sabe una
novia que tengo.
—¿Una mina? ¡Puta madre! ¿Quién es? ¿Dónde la co-
noció? ¿Cuánto hace que la conoce?
—Le dicen Candela... pero no sé si se llama así —tarta-
mudea—. La conocí... en un cabaret. Hace tres meses que
estamos saliendo. Es una buena mina, se lo aseguro...Y
quiere cambiar de vida.
—Sí, sí. Todas quieren cambiar de vida. Y son capaces
de hacer cualquier cosa por salir del pozo, las muy putas.
Vuelvo a mirar hacia atrás. El automóvil sigue detrás
de nosotros.
—Fue ella quien lo recomendó a usted para este trabajo
—balbucea el fanfarrón, ahora menos fanfa—. Y le aseguro
que conoce gente, se entera de cosas, habla con policías,
con informantes...
—Sinceramente, creo que usted es un gordo pelotudo
—le digo con toda la amabilidad que me es posible.
Se queda callado. Parece a punto de hacer pucheritos
como un bebé.
—Bien —digo—. Vamos a comprobar si nos siguen. No
Una cuestión de química, digamos 93

acelere, siga a la misma velocidad. Cuando pueda, salga de


la autopista, estacione entre los árboles y apague las luces.
Obedece sin decir media palabra. En la primera salida,
toma un camino lateral que zigzaguea en un sendero de
tierra, se detiene entre unos arbustos y apaga las luces.
Pocos minutos después vemos los faros de un automóvil
que se desplaza a baja velocidad por el sendero buscándo-
nos en la oscuridad.
—Sí, nos están siguiendo —digo y desenfundo mi Glock
19 Compact—. ¿Usted está armado?
—No, no…
Transpira, a pesar de que es invierno. Me doy cuenta
de que dice la verdad: pertenece a esa manada de inútiles
incapaces de llevar siquiera la fotocopia de una pistola de
aire comprimido en el bolsillo trasero del pantalón.
—Bueno, quédese tranquilo. Creo que puedo con-
trolar esto.
Salgo del coche y tomo posición de tiro parapeta-
do en la parte delantera. Cuando el otro vehículo está a
menos de diez metros, apunto cuidadosamente y dis-
paro tres veces.
Sin moverme de mi posición, observo a través del pa-
rabrisas roto del Audi R8.
La cabeza del gordo parece una cacerola destrozada
llena de hamburguesas crudas.
Se fue de este mundo sin darse cuenta de que se iba y
no hubo dolor en su partida, pero no merecía tanta consi-
deración. Según él, me había investigado minuciosamen-
te. Tendría que haberse enterado que detesto viajar en
avión, nunca me alojo en hoteles de cinco estrellas, no me
94 Roberto Bardini

gusta la comida caribeña ni la gente de los países centroa-


mericanos y, sobre todo, no tolero el clima tropical. Y los
que me conocen saben que no soporto a los fanfarrones.
Es una cuestión de química, digamos.
Mañana, cuando encuentren el cadáver, los sagaces
sabuesos de homicidios descartarán el robo al ver que
el fiambre conserva el anillo, el reloj y la billetera. Pro-
bablemente pensarán en un crimen pasional, una ven-
ganza algo así, pero no tendrán ninguna pista. Y nadie
denunciará la desaparición de millones de dólares des-
tinados a salir ilegalmente del país. En un mes será un
crimen irresuelto más, un caso archivado, un dato para
las estadísticas.
El gordo no podía saberlo, pero yo no era el hombre
indicado para llevar el maletín porque desprecio a los ri-
cachones que envían divisas al exterior. Sacar dólares del
país me parece un asunto muy feo, ilegal y antipatrióti-
co. No todo tiene precio en esta vida y uno debe mante-
ner sus convicciones.
Es una noche agradable. Hay una luna llena enor-
me, brillante. Vuelvo a colocarme la pistola en el cin-
turón, recojo del suelo los casquillos vacíos y los meto
en un bolsillo. Saco del Audi el maletín con los dólares
y camino hacia los faros del coche que nos ha seguido.
Es un modelo viejo, tiene abolladuras y necesita varios
retoques de pintura, pero seguiremos usándolo bastante
tiempo más para no llamar la atención. Abro la destarta-
lada puerta del acompañante y subo. Me quito los guan-
tes y los arrojo al asiento trasero.
Una cuestión de química, digamos 95

—¿Cómo salimos de aquí? —pregunta Candela.


—No tengo la más pálida idea, pero no te preocupes
—digo y le doy unas palmaditas al maletín—. A partir de
ahora tenemos toda la vida para encontrar una salida.

Este cuento se publicó en Doce relatos oscuros.

Si te gustó...
La luz negra, novela de María Gainza; Cavar un foso, cuento de
Adolfo Bioy Casares; La reina, novela de Gabriela Saidón; Crímenes
imperceptibles, novela de Guillermo Martínez; Hermanos y
detectives, serie dirigida por Damián Szifrón; El bonaerense,
película dirigida por Pablo Trapero.
Se terminó de imprimir en los meses
de noviembre y diciembre de 2021
en los talleres gráficos de Arcángel Maggio,
calle Lafayette 1695, Ciudad Autónoma
de Buenos Aires, Argentina.
LIBROS Y CASAS

Bajo sospecha
Relatos policiales

Un crimen, una investigación, una persona culpable.


El enigma policial es una forma narrativa perfecta que
nos seduce inmediatamente porque enciende nuestro
deseo de averiguar lo que está oculto y nuestro instinto
de justicia. Lo mejor de los misterios es la posibilidad de
resolverlos. Y ahí está el policial para hacernos creer que
detrás de cada incógnita, de cada enigma, está la llave
que encaja en la cerradura y resuelve el misterio.

librosycasas.cultura.gob.ar

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