Que Norma Ensenar

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¿Qué norma enseñar?

César Hernández Alonso


Catedrático de Lengua Española de la Universidad de Valladolid.
Valladolid (España).

<http://congresosdelalengua.es/valladolid/ponencias/unidad_diversidad_del_espanol/1_la_norma_hispa
nica/hernandez_c.htm [Acceso: 9 de Agosto de 2011]

Si difícil es que nos pongamos de acuerdo en cualquier opinión, criterio o pareceres,


mucho más lo es, lógicamente, lograrlo en conceptos abstractos que mediatizan y
condicionan cuestiones de tal envergadura como la lengua en que nos comunicamos y
vivimos. Una de esas cuestiones vidriosas y sumamente delicadas es la de la norma, que
es una abstracción conformada a partir de un amplio conjunto de variedades
lingüísticas, diatópicas, diastráticas y diafásicas1.

Y si además queremos responder, tras fijar los conceptos oportunos, a preguntas tan
complicadas como ¿para qué sirven las normas? o ¿qué norma —y en qué norma—
debe utilizarse para enseñar la lengua materna o alguna segunda lengua?, la dificultad
llega a límites realmente extremos.

Mas ése es el complejo objetivo que nos proponemos hoy: precisar qué norma o normas
lingüísticas deben aplicarse en la enseñanza de la lengua, como primera o segunda, y
precisar sus límites.

Anticiparé que, en mi opinión, debe utilizarse la norma general estándar, mas esto
exige realizar un buen número de precisiones y fijar no pocos conceptos.

Tan compleja tarea no puede eximirnos de abordar tales cuestiones, pues su incidencia
en el ámbito cultural y docente es sumamente importante.

1.

El primer concepto que hemos de fijar —y que será fundamental para lo que sigue— es
el concepto de norma.

Veamos, pues, brevísimamente, las diversas concepciones existentes de «norma


lingüística» —al menos las más notables— para poder acordar de qué hablamos al tratar
estas cuestiones. Los criterios sobre este asunto en los últimos decenios son abundantes
y diversos, y atienden a muy diferentes puntos de vista.

Para unos2 la norma lingüística coincide con el uso de la lengua estadísticamente


dominante o con el uso prestigiado de unos grupos de hablantes. Para Coseriu3, uno de
los que mejor ha estudiado este asunto, la norma está constituida por las estructuras
fijadas social o tradicionalmente en la técnica del habla y que son de uso general dentro
de una comunidad lingüística. Es norma —dice este autor— «todo aquello fijado social
o tradicionalmente en la técnica del habla», es el lenguaje en su institución social, que
coincide con el «conjunto formalizado de las realizaciones tradicionales del sistema»,
que abarca todo lo ya existente, lo ya realizado en la comunidad lingüística.

La norma, como él la concibe, representa el primer nivel de abstracción de la lengua,


una convención interindividual en la realización del sistema; pues así entendida, viene a
ser el conjunto de realizaciones posibles de una lengua en un determinado proceso
histórico. Ello no impide que el citado lingüista entienda que existe, además, una norma
individual.

En este sentido, Martinet4 distingue entre norma personal activa, que regula el uso que
de su propia lengua hace el hablante, y norma pasiva, que le permite aceptar los
diversos usos que descubre en los otros hablantes.

Otras acepciones de norma son las de prototipo lingüístico, literario o de la lengua


ideal escrita. En esta línea apunta una de las definiciones que da Dubois5, según la cual
se llama norma al sistema de instrucciones que definen lo que debe elegirse entre los
usos de una lengua, si se quiere acomodar a un determinado ideal estético o
sociocultural.

Entiéndese también por norma el sistema de reglas de una lengua, obtenible a partir de
las expresiones de que disponen los miembros de una comunidad lingüística, y, por
extensión, «el uso general de los medios lingüísticos, el conjunto de reglas /
reglamentaciones / prescripciones / modelos supraindividuales que organizan de forma
obligatoria el uso lingüístico individual, y de los que disponen los miembros de una
comunidad lingüística»6.

Todas estas acepciones de norma vistas tienen un carácter más o menos descriptivo y
objetivo, y están relacionadas con el conjunto de variedades lingüísticas realizadas
diatópica, diastrática o diafásicamente.

Pero existen, por otra parte, acepciones de larga tradición que interpretan la norma
como modelo ejemplar, que propugnan la imposición de unos modelos de corrección,
de un uso como el más adecuado y de prestigio. Son las que llamamos normas
prescriptivas.

Los que mantienen estas actitudes normativas prescriptivas adoptan una norma como
modelo y tratan de imponerla a toda la comunidad lingüística, rechazando y aun
despreciando las otras variedades. Con frecuencia la norma impuesta coincide con un
«dialecto literario», denominador común de una supuesta lengua culta, que trata de
imponerse como único uso correcto a partir de unos preceptos, reforzados por una
valoración del tipo correcto / incorrecto, bueno / malo.

Estas normas se manifiestan en distintos niveles: así hay normas ortoépicas o de


pronunciación, ortográficas, gramaticales, léxicas, pragmáticas, retóricas y estilísticas.
Y no se puede negar cierta utilidad de algunas de ellas en la enseñanza de la lengua, al
menos en unos niveles iniciales de conocimientos; pero estas normas deben adaptarse y
reformularse debidamente.

Este tipo de normas han sido rechazadas por los lingüistas, por considerarlas ajenas a la
objetividad exigida en el estudio científico. En todo caso, las normas se imponen a la
comunidad hablante. El uso de unas u otras responde no sólo a factores esencialmente
lingüísticos, sino también a otros situacionales, circunstanciales, de ámbito en que se
utilizan y aun de las diferentes funciones sociocomunicativas que desempeñan.

Por toda esa variedad de criterios, opiniones y condicionamientos diversos, es preferible


hablar de normas lingüísticas, en plural, mejor que de una sola norma. Las normas
lingüísticas se consideran como conjuntos de realizaciones regulares de la lengua, que
no pueden ser incorrectas si son generales, si no rompen el sistema ni se desvían
fundamentalmente de él.

Y precisamente, la pluralidad de normas diatópicas y diastráticas en una lengua es


muestra de su gran vitalidad7.

Aún más, anticipamos que sobre todas ellas se superpone una que llega a ser la
dominante, porque es la aceptada colectivamente como instrumento comunicativo de
prestigio lingüístico o extralingüístico y es la que recibe una valoración positiva de sus
hablantes.

Por encima de las variedades y de las normas diversas está la norma general, la
supernorma que denominó Müller8, un hecho sociolingüístico que afecta a la vida de
toda la comunidad que habla una lengua. Ella es la que sirve de koiné a todos los
hablantes y coincide con lo que hoy se llama lengua o norma estándar, de la que
hablaremos enseguida.

Así, por ejemplo, sobre las variedades lingüísticas que dependen del nivel sociocultural
de los hablantes, del lugar, de la ocasión comunicativa, o del momento de la
interlocución; existe la norma general común, con mínimas variaciones superficiales
(fonéticas y léxicas), que nos permite entendernos y que, a fin de cuentas, garantiza la
unidad y existencia de una lengua.

2.

2.1. Una vez establecido sintéticamente el concepto de norma, podemos pasar a precisar
qué entendemos por lengua o norma estándar, pues ella es el centro de nuestra
propuesta.
Superados ciertos prejuicios de tiempos pasados sobre los términos estándar y
estandarización, es indudable que se han impuesto sobre los de lengua común, normal y
normalización9.

Dado que no hay acuerdo total sobre el concepto de lengua estándar, nos detendremos
en fijarlo de la mejor manera posible, atendiendo a los principales estudios sobre el
tema. La aportación más sólida y fructífera sobre este punto nos la han legado los
lingüistas de la Escuela de Praga10, en especial Havránek y Mathesius. Para ellos, la
norma de la lengua estándar debe basarse en el uso de los buenos escritores
contemporáneos, incluyéndose entre tales a los de los últimos cincuenta años. Es decir,
que la lengua estándar coincidiría, según ellos, con la lengua literaria; y eso es
preocupante. Porque las diferencias entre los estilos de unos y otros escritores son
manifiestas y, a veces, abismales; porque el hispanohablante mal podría conocer cuál es
el modelo estándar si no llega a conocer a los grandes maestros de la literatura
contemporánea; y porque, a nuestro entender, la lengua poética literaria sobrepasa con
creces y depura la llamada lengua estándar.

La concepción de los lingüistas praguenses, que supera con mucho la tradicional, estaba
indudablemente condicionada por el pie forzado de la situación del checo en los años de
entreguerras; por ello su postura debe ser interpretada a la luz de esas circunstancias, sin
tratar de trasladarla literalmente a todos los demás casos. Por no ir más allá, nos parece
que hay notables diferencias entre la lengua literaria española y la norma estándar
coloquial de unas y otras zonas.

Pero la concepción de la Escuela de Praga supera el criterio más tradicional, según el


cual la lengua estándar es uniforme y la estandarización o normalización un mero
proceso de uniformación.

Los caracteres o propiedades distintivas de la lengua estándar son, por un lado, la


intelectualización o capacidad de adaptarse a todo tipo de enunciados precisos,
abstractos, técnicos y rigurosos, capaces de expresar la gran complejidad del
pensamiento; y, por otro, la estabilidad flexible11, mediante la cual la lengua estándar es
capaz de adaptarse a las necesidades comunicativas más diversas. Esta flexibilidad ha
de ser «controlada, estabilizada por una codificación apropiada».

A estas dos propiedades comentadas, propuestas por Mathesius y Havránek, podemos


añadir, con Gallardo, otras dos características específicas de la lengua estándar: la de
arraigo o inserción en una tradición cultural viva en uno o varios entornos sociales por
voluntad de los hablantes, y la urbanización o disponibilidad, que tiene que ver con la
calidad y extensión de la lengua estándar en la comunidad que la habla12. Ésta no se
limita a la lengua hablada por las élites culturales o de cualquier otro tipo, como
veremos, lo que supondría de algún modo una cierta uniformidad y se opondría a la
flexibilidad ya comentada; por el contrario, presenta una total disponibilidad para
cualquier oyente en cualquier situación comunicativa. De hecho, ninguna lengua
estándar favorece las diferencias sociales o de grupo, sino que son los dialectos o las
variantes sub-estándares, de ámbito restringido, los que tienden a perpetuar
estratificaciones sociales discriminadoras, de las que se quejaba Sledd13.

Entre otras misiones que posee la lengua estándar, importantísimas son la de ser marco
de referencia o eje en el que confluyen o del que emanan todas las variedades del
idioma, y la de ejercer una función unificadora a la par que separadora; es decir, que
por ella los hablantes de una lengua mantienen y potencian su identidad como grupo y
se distinguen de otros. De ahí que con frecuencia estas funciones de la lengua
provoquen una actitud de lealtad lingüística, de solidaridad social entre sus hablantes,
que llegan a adquirir la identidad de grupo unido, diferenciado de los demás por su
lengua.

La lengua estándar se caracteriza asimismo por el rasgo de prestigio sobre las restantes
variedades14 entre los que la hablan, lo que queda manifiesto al ser la norma que se
impone en la escuela, en la prensa, en los tribunales, en la investigación, en la
administración, en las transacciones comerciales, en la liturgia, en la prosa científica, en
los manuales de estudio y libros de alta divulgación, etc.

Esta norma se respalda con la confianza que la sociedad le otorga y en su concepción


como patrimonio cultural de todos. En palabras de Alvar, esta norma podría definirse
como la representante de la «corrección democráticamente conseguida y aceptada»,
mientras que las normas particulares son aquellas «realizaciones minoritarias del
sistema reducidas a grupos limitados»15.

Por el gran prestigio que tiene y su rentabilidad comunicativa, se difunde con gran
fuerza y es igualmente el soporte de la difusión de la cultura y de la transmisión de
conocimientos.

Una lengua estándar llega a ser, de alguna manera, lengua internacional y de


intercambio. Muy especialmente eso ocurrió en el caso del español que pasó de dialecto
marginal a ser el principal de la península, para convertirse pronto en lengua nacional y
después en una lengua internacional de las más habladas en el mundo.

No debe interpretarse que esa norma es algo fijo y cerrado, pues esto se opondría a la
esencia del lenguaje, que es el dinamismo permanente a través de unos procesos
creadores de signos e innovadores de las relaciones entre ellos. En la lengua estándar
hay, sí, una parcela fijada, codificada y realizada, que es patrimonio de todos los
hablantes, pero también todo un mundo de posibilidades de crear nuevos mensajes,
apoyándose para ello en las más variadas combinaciones de unidades en los distintos
niveles en que se estructura la lengua.

2.2. Peculiares son las relaciones entre la lengua estándar y el conjunto de variedades
que componen la totalidad de una lengua.

Hay una serie de factores, ajenos a la propia lengua, que condicionan esas relaciones y
que cooperan con el fin de potenciar la estandarización de una norma común, válida
para un gran número de situaciones comunicativas: por un lado, la industrialización,
poderoso factor creador de la ciudad moderna, de estructura social y sociocultural muy
peculiar y diferente a la de tiempo atrás; por otro, las diversas actividades urbanas y
cuanto contribuye a lo que M. Alvar16 ha llamado certeramente «el proceso integrador
lingüístico de la ciudad».
Todo este proceso, unido a la fuerte migración del campo a la ciudad, ha provocado un
desajuste sociolingüístico en casi todas las ciudades, que se han convertido, desde un
punto de vista lingüístico, en un mosaico de hablas diversas, donde se cruzan, se
superponen y se neutralizan variedades y registros muy distintos.

Consecuencias directas de este fenómeno son la acusada neutralización de la diferencia


entre habla urbana y habla rural, y la uniformidad progresiva de la norma media
popular, aun cuando en ella se perciban particularidades y variantes.

Añadamos a todo esto la gran labor que desempeñan en este proceso los medios de
comunicación de masas, la progresiva, aunque lenta, nivelación sociocultural de ciertos
grupos de población y la creciente movilidad social de unos y otros sectores, e iremos
comprendiendo el porqué de esa notable tendencia a la homogeneidad relativa de las
variedades lingüísticas.

Asimismo, se ha producido una indiferenciación entre el habla de mujeres y de hombres


y, excepto en el léxico y en algunas formas estereotipadas de moda, creemos que existe
también un creciente acercamiento entre los usos lingüísticos de diferentes
generaciones.

Consecuentemente, vemos que en la comunidad hispanohablante existe una tendencia a


adoptar y potenciar lo que llamamos lengua estándar o español estándar, con relativa
uniformidad pero sin rigidez ni unidad forzada.

Se hace inevitable para las relaciones de la sociedad actual; ofrece una codificación
aceptada por todos sus hablantes, una extraordinaria capacidad expresiva y un uso
prestigioso; y además se basa en una larga tradición e historia.

Pero la norma estándar ni se crea de repente ni se improvisa, no se puede imponer a los


hablantes, sino que se conforma e implanta lentamente, y el pueblo hablante la va
adoptando y aceptando cuando la juzga útil, rentable, rica y beneficiosa.

La lengua estándar se diferencia nítidamente de los dialectos, en el sentido geográfico


del término. Difiere en rasgos lingüísticos y en factores extralingüísticos. En esencia la
diferencia es de grado, pues tanto la lengua estándar como el dialecto son variedades
lingüísticas dentro de un continuum, como defiende Labov17. Algunos dialectos tienen
un notable prestigio y son aglutinantes de una identidad social; pero otros, por el
contrario, conllevan una marca negativa. Aquéllos tienen fuerza y arraigo suficientes
para plasmar ciertos rasgos propios en la lengua estándar de la zona en que se hablan,
tal y como es el caso de las variedades andaluzas; y aun en algunos dialectos de
prestigio se percibe una progresiva tendencia a acentuar las variedades propias respecto
a la lengua estándar y a adquirir una mayor independencia. En todo caso, esas
variedades lingüísticas suelen ceñirse a determinados ámbitos de comunicación aun
cuando tienden a extenderse a todos, mientras que la lengua estándar a todos los abarca
con suficiente intensidad. Así, ésta es la utilizada en la enseñanza, en las relaciones con
la administración, en los contactos oficiales, en las exposiciones, públicas, salvo
excepciones, en la casi totalidad de los medios de comunicación, en las transacciones
comerciales, industriales, publicitarias, en la liturgia y actos religiosos, en la prosa
científica, en los discursos políticos, forenses, religiosos, en la docencia y aun en la
literatura; en la comunicación oral cotidiana cuidada y familiar, en los manuales de
estudio, etc.

Venimos hablando con total tranquilidad de dialectos y de lengua como si pudiese


establecerse unos límites tajantes entre ellos; mas nos parece conveniente formular
algunas precisiones mínimas sobre estos conceptos.

Hablar de dialectos y de lengua como de dos realidades lingüísticas diferentes es


bastante comprometido. En realidad, unos y otra son sistemas de comunicación
lingüística. Entiende G. de Granda por dialecto aquel «sistema lingüístico de ámbito
geográfico o cultural limitado, que no ha alcanzado, o ha perdido, autonomía y prestigio
frente a otro sistema lingüístico con el que constituye genéticamente un grupo y está
dominado por él cultural (o políticamente), aceptándolo como lengua suprarregional».

Por poner un ejemplo, ésa fue la situación en que quedaron el leonés y el aragonés en la
Edad Media, a partir de la época en que el castellano se hizo dialecto predominante y,
sobre todo, desde que se convirtió en lengua nacional. Y se impuso a los otros sistemas
comunicativos por su utilidad como lengua de intercambio, por su importancia social y
sociopolítica, por su valor cultural.

Si aceptamos que la lengua es una abstracción que reúne multiplicidad de sistemas


parciales de variantes lingüísticas18, podremos aceptar que la lengua es un conjunto de
dialectos.

Como bien dijo Alvar, adscribir un dialecto a una concreta limitación geográfica no es
tan importante, pues puede comprobarse que un dialecto no deja de serlo por una
abundante migración de sus hablantes.

El mundo de los dialectos tiene notable complejidad, mas no es el momento de


detenernos en ella.

Nos parece preferible distinguir entre los auténticos dialectos y las variantes
sociolingüísticas de un tipo u otro. Mas conviene precisar que los rasgos de variante y
de subordinación respecto a la lengua eje no nos parecen suficientes para definirlos
como dialectos. Habría que contar además con la diferente riqueza de expresión y
capacidad comunicativa que tienen en los diversos ámbitos, con el grado de aceptación
por los hablantes, con el tiempo, espacio y situaciones en que se utilizan, con el número
y grado de desviaciones respecto al sistema de la lengua matriz, etc.

Grupo aparte forman las variedades sociales o diastráticas, que manifiestan unas escasas
desviaciones respecto a la lengua común y raramente quiebran las estructuras del
sistema. Proliferan en ellas las estructuras sintéticas, las truncadas, los anacolutos, los
comodines, frases hechas, tópicos, imprecisiones, ambigüedades, muletillas y otros
soportes que propician la economía en la comunicación lingüística y reflejan los
movimientos de moda.

Mas conviene insistir en que generalmente no se habla de manera continuada en una


variante diastrática, en un registro puro; lo habitual es que se entreveren más o menos
elementos de aquélla en estructuras básicas y sencillas de la norma estándar.

La norma estándar es el soporte común, al que se añaden las peculiaridades de los


diversos registros y variedades. Porque, en realidad, no existe un español coloquial
popular que, por sí solo, sirva para comunicarse; sino que consta de una serie de rasgos
fónicos, morfológicos, morfosintácticos, léxicos, semánticos y pragmáticos que se
insertan, generalmente, en las estructuras dominantes de la lengua común. Salvo raras
excepciones, hablar sólo en una jerga no es posible.

Por otra parte, el continuum de las variedades lingüísticas sociales no tiene límites
definidos.

Con todo lo dicho se comprende que la norma estándar no es rígida ni enteramente


unitaria, sino más bien flexible, relativamente uniforme, heredera de un importante
acervo, capaz de enriquecerse y de potenciarse continuamente a través de las
realizaciones de los usuarios.

Los procesos de estandarización de una lengua llevan consigo la creación de una koiné,
de una lengua común.

Junto a esta norma general hay en nuestra lengua, como en todas, unas variedades
minoritarias, de mayor o menor extensión y difusión. La pluralidad de normas, de
variedades geográficas, sociales y aun particulares en la lengua ha sido una constante
durante toda su historia.

Desde un punto de vista puramente lingüístico, podemos concebir la lengua como


conjunto de dialectos geográficos y sociales, que responden a un sistema común, que es
lo que da fundamento y estructuración a esa lengua.

Mas es digno de mención el hecho de que la conciencia de norma como uso de


prestigio, para la realización escrita de la lengua, tenga mayor fuerza y presencia que en
la lengua hablada y predomine, así mismo, el criterio de corrección basado en unos
supuestos modelos cultos.

3.

Sentados los principios anteriores, pareciera que las cosas son claras y las opiniones
unánimes. Mas al llevarlo a la práctica, surgen algunas discrepancias y dificultades.

Concebir, en teoría, que la lengua estándar es un conjunto de sistemas diversos


utilizados por grupos (geográficos, culturales, sociales, generacionales y de sexo)
diversos integrados entre sí, puede llevarnos a distintos pareceres, aun aceptando que es
en esas realizaciones en las que se realiza la lengua.

¿Habrá, pues, un solo español estándar? ¿O habrá tantos como variedades hispánicas
hay?

Queda claro que nosotros nos inclinamos por aceptar y potenciar una norma lingüística
estándar panhispánica; pero, respetando, como veremos, todas las variedades y
peculiaridades. Mas no todos opinan igual.

Así, por ejemplo, sobre las variedades locales, regionales, nacionales y aun
supranacionales de la lengua española, existe una norma general que permite
comunicarse a todos los hispanohablantes de cualquier lugar.

De ello se obtendrán grandes beneficios en la enseñanza, en la investigación, en los


medios de comunicación, en el mundo editorial, en Internet, etc.

¿Cómo pretender, por ejemplo, que en la Red haya tal diversidad del español como
normas locales existen?

¿O cómo lograr que el español se prestigie como lengua de la ciencia y la tecnología si


no se uniformara relativamente la norma culta estándar?

Mírese, sencillamente, al inglés o al francés en tiempos pasados, y se comprenderá lo


que quiero formular. No es fácil encontrar un artículo científico en bretón, ni en el
inglés que hablan en el Bronx.

Existen, sí, pluralidad de normas, pero sobre todas, como su máximo común
denominador por una parte, y su mínimo común múltiplo por otra, está la norma
estándar, dúctil, flexible, que permite la interacción comunicativa de todo y en todo el
mundo hispanohablante.

Y bien dije y repito que respetando todas las variedades en su ámbito, describiéndolas y
dándolas a conocer en la enseñanza, como veremos a continuación.

4.

Un problema serio que se nos presenta con frecuencia: ¿qué lengua enseñar y en qué
lengua?

Opiniones sobre esta cuestión las hay para todos los gustos; pero desde la lingüística
debe prevalecer la ponderación y los intereses de una mejor y mayor interacción
comunicativa entre los hablantes de una misma lengua.

En una mesa redonda celebrada en el II Simposio de la Lengua Española, en Las Palmas


(1984), quedó claro —tras diversas intervenciones y algunas críticas a posturas que
habían propuesto la norma coloquial vulgar, o la dialectal o regional— que había que
enseñar la lengua culta estándar. Pero esto aún necesita ciertas precisiones. La primera
es que no sólo se ha de enseñar esa norma, sino que se debe enseñar en esa norma culta.

Lo difícil es precisar qué se entiende por tal. Quizá, como ya la hemos caracterizado,
llegaremos a alguna conclusión. La lengua culta estándar ha de tener un alto prestigio y
una buena aceptación, como modelo, por los hablantes; es la base del lenguaje literario,
aunque éste la sobrepase y depure; sirve para expresar mensajes de carácter estético,
científico, práctico, técnico y de los medios de comunicación tanto escritos como orales;
evita los vulgarismos, dialectalismos y regionalismos, y todo rasgo informal; presta un
instrumento lingüístico capaz de la expresión de vivencias y afectos, así como de
enunciados abstractos, es decir, posee el carácter de intelectualización que ya citamos.

Todos esos rasgos la convierten en lengua funcional, la propia de la cultura de un


pueblo o de unos pueblos.

A esta lengua culta la ha denominado Wagner19 «variedad formal», que viene a


coincidir con la que venimos llamando nosotros «lengua estándar». Para Wagner, las
situaciones formales en que se utiliza son: diálogos (conversaciones con desconocidos,
conversaciones telefónicas, mesas redondas, congresos, seminarios...); exposiciones
(conferencias, charlas, clases...); difusión periodística, discursos (político, religioso,
sindical, social...); informes (científicos, ensayos...) y publicidad (comercial,
ideológica...).

Pero aun dentro de la norma formal, o culta, hay obviamente grados diversos, y no
siempre la veremos con formulación rigurosamente modélica.

Queda, pues, claro que creemos que es una lengua estándar, coincidente con la culta,
aunque con un grado mayor de flexibilidad, la que debe enseñarse y en la que debe
enseñarse.

Pero ello no obsta para que se atienda secundaria y contrastivamente a otras variedades
y registros. A fin de cuentas el ideal será dominar todos los registros y adecuar su uso a
la situación correspondiente, pero teniendo como denominador común de validez
general la norma estándar.

No se debe cometer el error de olvidar, y menos aún menospreciar, en la enseñanza un


dialecto o una variedad social ampliamente difundida en una zona; sino que deben
mostrarse como variedades, describirse e interpretarse, apoyándose en ellas para lograr
una mejor comprensión de la norma estándar-culta y dotar a los alumnos de unos
instrumentos que les faciliten una mejor y más adecuada expresividad.

Creo que en los libros de enseñanza de la lengua española deberían introducirse los
criterios de «recomendable, tolerable e inaceptable» en tales o cuales lugares, contextos
y situaciones. Ello supondría un planteamiento descriptivo contextual y pragmático
enriquecedor; que, manteniendo el respeto a las variedades, focalizaría la norma
estándar-culta. Y eso tanto en construcciones gramaticales como en léxico o en fonética;
pues, a fin de cuentas, son rasgos pragmalingüísticos que favorecen la adecuada
competencia comunicativa.

Sin embargo la enseñanza, tanto como primera o como segunda lengua, debe realizarse
en español estándar y básicamente del español estándar.

Y dudamos de que los distintos niveles de enseñanza, y en concreto la primaria y la


secundaria, dote a sus alumnos de un adecuado dominio de lengua estándar. Lamentable
es que profesores de muy diversas materias pregonen que ésa es la tarea de los de
Lengua. De ninguna manera. Hablar bien, expresarse con precisión y riqueza,
comprender cualquier texto con justeza —o sea, leer bien— es el objetivo último y
primario de toda enseñanza, de todas las materias. El léxico de nuestros estudiantes es,
en general, paupérrimo, muy por debajo del vocabulario usual mínimo; sus
construcciones y giros, cuando no incorrectos, son escasos y monocordes; la ordenación
de ideas y de los enunciados no suelen ser modélicas: ahí reside una buena parte del
fracaso escolar.

Impresionante tarea tenemos todos los docentes por delante: enseñar a expresarse y a
entender bien. ¿Cabe mejor lema para una política educativa?

Hay que lograr que todo hispanohablante, al terminar sus estudios obligatorios, sepa
expresarse con fluidez, precisión y agilidad en la lengua estándar20. Ésta, a fin de
cuentas, es un instrumento poderoso de la sociedad. El dominio de la lengua protege al
hablante extraordinariamente, le da un espíritu crítico, le permite entender y distinguir
los intentos manipuladores de otros a través de la lengua, le facilita una poderosa arma
dialéctica y de persuasión. Estamos en un mundo de signos, que se vierten en lenguaje.
Si queremos dominar ese mundo, habremos de proveernos del instrumento de la lengua
con la mayor perfección. Es fundamental enseñar a escuchar, a leer con mente abierta y
a expresarse con riqueza y precisión.

Notas

1. Muchos de los conceptos expuestos aquí sintetizan algunos de los aparecidos en nuestros
trabajos precedentes; entre ellos: Hernández Alonso, César, «Normas lingüísticas y
estandarización del español», en Letras de Deusto, vol. 18, n.º 40, Bilbao, 1988, págs. 47-65;
«Spanisch: Sprachnormierung und Standardsprache: Norma y lengua estándar», en Lexicon der
Romanistischen Linguistik, vol. VI, 1, Tübingen, Max Niemeyer Verlag, 1992, págs. 354-367;
«El concepto de norma lingüística en Nebrija: Pervivencia y superación», Anuario de Letras,
XXXI, México, UNAM, 1993, págs. 183-204.
2. Lara, Luis Fernando, El concepto de norma lingüística, El Colegio de México, México,
1976, pág. 32; Gaetano Berutto, La semántica, México, 1979; y La sociolingüística,
México, 1979, pág. 36.
3. Coseriu, Eugenio, «Sistema, norma y habla», en Teoría del lenguaje y lingüística
general, Madrid, Gredos, 1962, págs. 94 y sigs.; y «Sistema, norma y tipo», en
Lecciones de lingüística general, Madrid, Gredos, 1981, págs. 316-317.
4. Martinet, André, Elementos de lingüistica general, Madrid, Gredos, 19702, caps. 5 y
6.
5. Dubois, Jean (y otros), Dictionnaire de linguistique, Paris, Larousse, 1973.
6. Lewandowski, Theodor, Diccionario de lingüística, Madrid, Cátedra, 1982.
7. Alvar, Manuel, La lengua como libertad, Madrid, Cultura Hispánica, 1983, pág. 39.
8. Müller, Bodo, Le français d’aujour d’hui, Paris, Klincksiek, 1985.
9. Muljacic propuso los términos de normación ‘creación de la norma’ y normar en el
sentido de planificación lingüística. Normal no es lo mismo que general, de uso
cotidiano, e implica la anormalidad de las demás variedades y normas; normativa nos
evoca el enfoque prescriptivo; y unificada contraviene una de las esencias de la lengua,
de la norma estándar, su ductilidad.
10. Cf. Garvin, Paul G., «Le rôle des linguistes de l’Ecole de Prague dans le développement
de la norme linguistique tchèque», en E. Bedard et J. Maurois, La norme linguistique,
Paris-Québec, 1983, págs. 141-152.
11. Cf. Gallardo, A., «Hacia una teoría del idioma estándar», RLA, 16, 1978, págs. 85-119;
y «Planificación lingüística y ejemplaridad literaria», RLA, 21, 1983, págs. 10-116.
12. Cf. Gallardo, A., loc. cit., págs. 91 y sigs.
13. Cf. Aléong, Stanley, «Normes linguistiques, normes sociales, une perspective
antropologique», en Bédard, E. et Maurois, J., La norme linguistique, págs. 255-279.
14. Lope Blanch, Juan Manuel, «El concepto de ‘prestigio’ y la norma lingüística del
español», AdeL, X, 1972, págs. 29-46.
15. Alvar, Manuel, La lengua como libertad, op. cit., pág. 55.
16. Alvar, Manuel, Estructuralismo, geografía lingüística y dialectología actual, Madrid,
Gredos, 1973.
17. Labov, William, Modelos sociolingüísticos, Madrid, Cátedra, 1983.
18. Montes Giraldo, José Joaquín, «Lengua, dialecto y norma», Thesaurus, 25, Bogotá,
1980, págs. 137-157.
19. Wagner, Claudio, «La lengua formal, lengua ejemplar», RLA, 21, 1983, págs. 132 y
sigs.
20. Que, como dice Corbeil (en «Élements d’une théorie de la régulation linguistique», en
Bedard y Maurais, op. cit., pág. 288), la principal fuerza de regulación lingüística es el
aprendizaje de la lengua como una parte del proceso de culturización; es decir, la
adquisición de la lengua como modelo real de comportamiento lingüístico.

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