Ensayo Sobre La Escritura WEB

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Ensayo sobre la escritura

Rodrigo Garnica fue seleccionado en la Convocatoria para Publicación de Obra,


emitida por el Gobierno del Estado de México, a través de la Secretaría de Cultura
y Turismo, en 2020.

colección letras

e n s ayo
Rodrigo Garnica

Ensayo
sobre la
escritura
Alfredo Del Mazo Maza
Gobernador Constitucional

Marcela González Salas y Petricioli


Secretaria de Cultura y Turismo

Consejo Editorial

Consejeros
Marcela González Salas y Petricioli, Rodrigo Jarque Lira,
Gerardo Monroy Serrano, Jorge Alberto Pérez Zamudio

Comité Técnico
Félix Suárez González, Rodrigo Sánchez Arce, Laura G. Zaragoza Contreras

Secretario Ejecutivo
Alfredo Barrera Baca

Ensayo sobre la escritura


© Primera edición: Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México, 2021
D. R. © Secretaría de Cultura y Turismo del Gobierno del Estado de México
Jesús Reyes Heroles núm. 302,
delegación San Buenaventura, C. P. 50110,
Toluca de Lerdo, Estado de México.

© Rodrigo Garnica y Portillo


ISBN: 978-607-490-328-7

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal


www.edomex.gob.mx/consejoeditorial
Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal
CE: 217/01/17/21

Impreso en México / Printed in Mexico

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio
o procedimiento, sin la autorización previa de la Secretaría de Cultura y Turismo
del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración
Pública Estatal.
Índice

13 Introducción

I. Las tres preguntas de Sartre en nuestro tiempo

28 “¿Qué es escribir?”
34 “¿Por qué se escribe?”
38 “¿Para quién se escribe?”
42 La idea sartreana del compromiso y la escritura de ficción

II. La profesión del escritor

51 El escritor profesional
57 A la búsqueda del currículum anhelado
64 Decálogo del buen tallerista
(Sugerencias a los asistentes a un taller literario)
74 La segunda vocación

III. Modus scribendi

84 La aparición de la idea
85 Desarrollo del libro
86 La documentación y los personajes
93 La corrección: ¿infierno o paraíso?
94 ¿De qué escribir?
96 El libro concluido

IV. El lado práctico de la escritura

115 Tiempo y dinero


119 La soledad
122 Un lugar dónde escribir
124 La experiencia personal
128 La memoria. La utilidad de los recuerdos personales
131 Leer

V. Escritura y libertad: crónica del disparate

141 Los asesinos de José K.


142 Los ayudantes de K.
145 Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert
147 Mercier y Camier, de Samuel Beckett
149 Relación entre el disparate y la libertad

Conclusiones
Para Asbel

y para Paulina, Rodrigo y María


Escritura (del lat. scriptura) 1 f. Acción de *escribir. 2 Escrito,
cosa escrita. 3 *Documento notarial en que se consigna
un compromiso o un acto del que se derivan derechos y
obligaciones, como una compraventa o un testamento.
4 (con mayúsc.; sing. o pl.; La[s]) Sagrada [s] ESCRITURA[S].
5 Manera de escribir. Particularmente, sistema de signos
usados para escribir: “Escritura cuneiforme”. * Letra.
María Moliner
Diccionario de uso del español

Escribir: es lo único que llenaba mi vida y la hechizaba.


La escritura nunca me ha abandonado.
Marguerite Duras
Escribir

Escribo para saber por qué escribo.


Alain Robbe-Grillet
Congreso de escritores, Leningrado, 1965
Introducción
Introducción

Hay bastantes y muy buenos manuales, guías, libros de texto acerca


de la técnica de escritura, de la preceptiva literaria o sobre redac-
ción. Algunos maestros de literatura han desmenuzado la técnica
de escritura de cuentos y novelas: nos hablan de los personajes, de
la urdimbre, de la historia subterránea y de otros aspectos técnicos
que orientarán al aprendiz para iniciarse en la narrativa. La mayoría
de los lectores son jóvenes que rápidamente encontraron su voca-
ción como escritores y quieren ejercerla lo mejor posible desde el
principio. Algunos superdotados ni siquiera leen manuales ni acu-
den a clases teóricas, tienen el don y sólo es cuestión de tiempo
para que lo demuestren, el mundo de los lectores lo agradecerá y
los premiará con el reconocimiento.
Existen otros amantes de la literatura que reconocen su pasión
tardíamente y acuden desesperados a los talleres literarios con la
esperanza de formalizar su descubrimiento y arrancar a los escri-
tores profesionales el Gran Secreto. Se ganan la vida de maneras
distintas, no sueñan con volverse profesionales, pero, como si se
tratara de una religión, no pueden vivir sin escribir; sin escribir fic-
ción, porque algunos han pasado su vida profesional escribiendo
textos técnicos, pero saben que eso es otra cosa. A estos últimos
pertenezco yo, a los que arribamos tardíamente a la formalización

15
16 Rodrigo Garnica

de nuestro intento por escribir narrativa. En este ensayo dedico un


apartado al tema de “la segunda vocación”.
En este libro pretendo ofrecer el punto de vista de ese aprendiz
tardío, en lugar del tratado del experto. Pudiera ser de utilidad para
el aprendiz a secas, no puedo saberlo. Pero en un mundo tan jerar-
quizado como en el que vivimos, como aquel del que yo provengo,
surge la inminente necesidad de dar una opinión también, en vez
de decir que sí a todo, sólo porque quien lo dijo ya publicó varios
libros y es “un escritor reconocido”. La medicina contemporánea
nos da una lección al respecto con su nuevo enfoque llamado medi-
cina basada en evidencias; un experto puede haberse equivocado
siempre y su “larga experiencia” no garantiza que posea el don.
A lo único que aspiro con el presente texto es a contestar
algunas preguntas personales cuyas respuestas podrían interesar
a otros; habrá quien se encuentre en una situación similar a la mía.
En última instancia, trato de responder a la simple —y, a la vez,
muy compleja— pregunta: ¿por qué escribo ficción? Por tanto, las
siguientes páginas tendrán obligadamente un tinte autobiográfico.
¿Acto de vanidad? No lo creo. Sería muchísimo más vanidoso de mi
parte leer todos los manuales disponibles sobre el tema y después
recitarlos como si yo fuera un experto; sería vanidad y mentira. En
mi caso, la parte autobiográfica de un libro como éste representa
un acto de modestia que quiere decir: “Soy tan ignorante del tema
que sólo me consta lo que he vivido”.
He publicado varias novelas, aunque he escrito más de las publi-
cadas. Creo que es una experiencia común en los escritores. Algunas
de ellas son el resultado de la fusión de dos, de modo que en la actua-
lidad tengo varios textos por revisar. Hace algunos años moría de
ganas por hacer públicos esos escritos, ahora no me apura tanto; con
el tiempo, mi autocrítica se ha vuelto muy severa y, así como están,
esas novelas pueden y deben esperar, y tal vez nunca vean la forma
de libro. Si sirvieron como ejercicios o como parte de un aprendizaje,
Ensayo sobre la escritura 17

cumplieron ampliamente su cometido. Aunque se escribe para publi-


car, no creo que un escritor deba publicar todo lo que escribe. Las dos
primeras novelas las publiqué en una editorial muy modesta, y no se
encuentran ya por ningún lado. Yo conservo un ejemplar de una y dos
de la otra. Las conservo por razones sentimentales, pero ni en el peor
ataque de narcisismo que pudiera sufrir desearía reimprimirlas. ¿Me
avergüenzo de ellas? No en realidad, pero desde mi punto de vista, no
conservan ningún elemento digno de rescatarse y si pudiera hacerlas
desaparecer de la faz de la Tierra —quién sabe qué querrá decir eso—
lo haría con gusto. Pasaron unos veinte años entre esas dos publica-
ciones y las siguientes tres. En medio, mi trabajo en otra profesión me
dejó fuera del mundo de la narrativa.
En estas palabras introductorias debo hacer otra aclaración: ¿por
qué plantearse la pregunta acerca de lo que es escribir? Desearíamos escu-
char el Gran Secreto de los autores, el Magno Descubrimiento, que hace
que sus obras alcancen la perfección. No doy nombres, pero todos tene-
mos por lo menos una decena de ellos en mente y desearíamos escuchar-
los explicar por qué, para qué, cómo, cuándo llevan a cabo ese mágico acto
de crear una obra de arte. Sobre todo, si los muertos hablaran. Muchos
lo han hecho por medio de entrevistas, pero no siempre los consagra-
dos tienen tiempo, ganas o, tal vez, el conocimiento para explicarnos
el secreto de su arte. Porque, si existe tal secreto, resulta incognosci-
ble. Por lo demás, no es extraño descubrir grandes artistas con escasos
conocimientos acerca de la teoría de su quehacer.
La respuesta a la pregunta de por qué escribir se puede auxiliar
de una idea de Sartre: “Ocurre que un hombre nunca es un indivi-
duo; más valdría llamarlo un universal singular: totalizado y por eso
mismo universalizado por su época, la retotaliza al reproducirse en
ella como singularidad”.1 No se trata de que el genio, o el ingenuo

1
Jean-Paul Sartre, El idiota de la familia. Gustave Flaubert desde 1821 a 1857. Tomo I, Buenos Aires, Editorial
Tiempo Contemporáneo, 1975, p. 9.
18 Rodrigo Garnica

que cree ser genio, sea quien nos hable; sino que sea el hombre,
cualquier hombre, alguien que ha leído, escrito y está arrojado al
mundo para morir. Es un ser para la muerte, según Heidegger.
Basta con esos criterios de inclusión. Por eso hablo yo. Y por otra
razón muy sencilla: porque en nadie podré conocer el proceso tan
bien como en mí.
Varios autores contemporáneos han rebasado los límites de los
géneros creando una especie de “híbridos”; tal es el caso del inglés
Julian Barnes, con El loro de Flaubert, y de los españoles Vila-Matas,
con Bartleby y compañía, y Rosa Montero, con La loca de la casa. Las tres
obras pertenecen al campo de la escritura, aunque no de la novela,
en el sentido tradicional, ni al del ensayo. ¿O sí? ¿Son novelas? En los
tres casos, los autores reflexionan en voz alta —tan alta que la hicieron
pública— acerca de algunos aspectos de la creación literaria, en una
mezcla rica y chismosa de lo que a ellos les sucedía durante la redac-
ción de los libros. ¿A ellos? ¡Cuidado con la trampa! Por poco digo
que Barnes, Montero y Vila-Matas contaban los pormenores de sus
avatares durante la escritura de sus respectivos libros. ¡Claro que
no! Inventaron un personaje pasmosamente parecido a cada uno y
lo pusieron a narrar, igual que Marcel Proust y su Marcel de En busca
del tiempo perdido. Eso dio como resultado una acción transgresora
en el campo literario: la confusión de géneros. Para acentuar esa con-
fusión, Bartleby y compañía recibió varios premios: Premio Ciudad de
Barcelona, Prix “Fernando Aguirre”-Libràlire y Prix du Meilleur Livre
Étranger. Sí, el mejor libro extranjero, pero ¿en cuál género?
También intento hacer algunas reflexiones acerca de la liber-
tad y de cómo se las ingenian algunos escritores para ejercerla;
digo en una parte de este libro que el disparate —para no llamarlo
absurdo— es una buena posibilidad para ello. Lo propongo como
hipótesis de trabajo.
Mi contacto con la literatura fue previo a mi ingreso a la facultad
de medicina. Sin embargo, no diré que mi elección de carrera fue un
Ensayo sobre la escritura 19

error, y sí, en cambio, que encontré en la medicina una verdadera voca-


ción y mi tranquilizadora voz existencial, que disfruto hasta la fecha.
¿Y la literatura dónde había quedado? Allí estaba, no extinta, aunque
tampoco demasiado presente. “La medicina es mi esposa legal; la
literatura, sólo mi amante”, escribió Chéjov a Alexéi Suvorin en 1888, y
ha sido la frase en la que nos hemos amparado quienes andamos meti-
dos en ambas vocaciones. Claro que las esposas salieron raspadas, pero
fue un consuelo encontrar ese pensamiento claridoso proveniente de
un escritor consagrado; uno de mis favoritos, además. Ahora me per-
mito agregar algo acerca de esa idea: la literatura se convirtió en algún
momento de mi vida en mi religión. Palabra solemne, pero no tanto.
Sartre lo dijo con la contundencia que lo caracterizó: “[El relato] es una
Pasión, en el sentido cristiano de la palabra, es decir, una libertad que
se coloca decididamente en un estado de pasividad para obtener por
el sacrificio cierto efecto trascendente”.2 A la religión se le olvida con
frecuencia, se le practica con negligencia a veces, se busca su cercanía
cuando las necesidades espirituales, o cualquier otro tipo de necesi-
dad, aprietan. Se le puede abandonar, renegar de su práctica, volver a
ella sin problemas y, a menos que se elija la profesión sacerdotal, dejar
de considerarla cuando se desea. Aunque siempre está allí. Cuando se
ha renunciado a Dios, y a una de las verdaderas religiones, queda un
vacío difícil de llenar; se ocupa con una profesión, con la preocupa-
ción ecológica, con la pasión política, con la búsqueda de poder o de
riqueza, con la práctica de un arte, con la escritura o con otras instan-
cias menos sacrosantas. Un amigo dijo una vez: “Entre la cordura y la
locura, la literatura”. Es un poco eso.

Después de años de ejercicio profesional la escritura técnica me era


familiar, pero en el campo literario tenía sólo algunos cuentos y dos

2
Jean-Paul Sartre, ¿Qué es la literatura? Situations, Tomo II, Buenos Aires, Losada (Biblioteca clásica y con-
temporánea), 1976, p. 76.
20 Rodrigo Garnica

novelas cortas publicados. Mi relación con la literatura se parecía a


la sostenida con esa amante que menciona Chéjov, a la cual uno se
acerca y aleja en las oscilaciones alternativas del gusto y la culpa.
Así que se me ocurrió ingresar por primera vez a un taller literario
formal. Fue un acierto de mi parte, como lo fue salirme del mismo
algún tiempo después. De ese modo, recuperé sin remordimien-
tos el viejo gusto por inventar historias.
Ser médico significa no sólo ejercer una profesión, sino tener
una forma de ver la vida. Pero ser escritor también. Por eso es tan
difícil sobrellevar ambas profesiones. Es falso presentarse como
médico-escritor. Se ejercen los dos oficios, pero en tiempos distin-
tos. O con predominio de uno y sólo momentos del otro. El médico
suele ser una persona conservadora: primero, de la vida, y segundo,
en sus opiniones. Claro que ha habido médicos revolucionarios lle-
vados a una lucha social por esa faceta de humanismo que conlleva
su profesión, pero en la mayoría de los casos se trata de personas
que se adaptan muy bien al sitio que su sociedad les ofrece: respe-
tabilidad, buena posición económica y cierto liderazgo, al menos
en las decisiones familiares. Sin embargo, sucede algo similar con
los escritores: necesitados de reconocimiento, son incapaces de
rechazar homenajes y premios, aunque provengan de su enemigo
histórico, el poder. Los dos, médico y escritor, terminan acomo-
dando el cuerpo en el confortable vehículo de la burguesía. Tal vez,
con razón, un ilustre maestro bastante burgués me dijo: “El que no
es burgués es demagogo”.
En el arranque de ambas actividades, a la hora de tomar la deci-
sión de cuál camino seguir, se muestran profesiones harto diferentes.
El aprendiz de médico borda un discurso irrecusable: estudia para
curar a los demás, para servir a la humanidad, para hacer el bien. No
mostrará, desde luego, el lado perverso de su decisión —lo desco-
noce, inclusive—: la ambición de poseer un poder omnímodo que le
hace creer que la preservación de la vida depende de su intervención.
Ensayo sobre la escritura 21

Se sueña dios. Un pecado menor que también deja de lado, pues lo


desconoce, es la perversión —pequeña, comparada con la anterior—
de mirar lo que nadie más quiere mirar: la escrófula, el absceso, la
cicatriz deformante, la sangre saliendo a chorros de los vasos sanguí-
neos, con el ingenuo pretexto de elaborar la historia clínica.
El escritor no le va a la zaga en ambición. También desea ser
dios, creador del mundo que ha inventado y padre eterno de los per-
sonajes que lo habitan. Ni más ni menos. Es diferente, en cambio, su
actitud juvenil: cuestiona, se rebela hasta en el vestir, quiere borrar
todo lo existente en su materia para recrearla a partir de él. Se siente
en la obligación de comprometerse políticamente, aunque su cultura
política sea escasa. Debe cuestionar a su sociedad como la conciencia
inquieta que es.
Si estas dos especies se reúnen en una sola persona se pro-
duce un híbrido. Se avergüenza por partida doble o por una de dos
razones; Marguerite Duras lo deja claro: “Para los escritores, el otro
trabajo es el que a veces avergüenza, el que casi siempre provoca el
pesar de orden político más violento de todos. Sé que uno se queda
inconsolable. Y que se vuelve malo como los perros de su policía”.3
Se me ocurre, entonces, proponer ese rasgo para una taxono-
mía que me sea útil: el escritor profesional es aquel que se apena
del trabajo que realiza para sobrevivir. El escritor no profesional, en
cambio, es el que se abochorna de escribir —como arte— y exhibe
su trabajo de supervivencia y se enorgullece de él. Pueden darse
otros casos: el escritor “profesional” que se avergüenza de escribir,
como Kafka, y, el peor de todos, el escritor profesional que no se
deshonra por hacerlo, porque no escribe. Vila-Matas tiene muchos
ejemplos.4

3
Marguerite Duras, Escribir, Barcelona, Tusquets (Fábula), 2009, p. 52.
4
Enrique Vila-Matas, Bartleby y compañía, Barcelona, Anagrama (Narrativas hispánicas), 2000.
22 Rodrigo Garnica

Por el camino que fuese, hubo algo vergonzoso en el acto de


escribir narrativa. ¿Qué iba yo a hacer con el relato terminado? ¿A
quién tenía que mostrarlo sin que causara una reacción de repug-
nancia por el tiempo perdido? ¿No debía estar estudiando alguno
de los temas médicos que apenas conocía y que, a esas alturas,
debía dominar? Y en cuanto a la cultura general, tan necesaria para
el escritor, ¿dónde me encontraba yo? Todo eso me llevó a renunciar
a la pretensión de hacerme escritor sin abandonar el trabajo médico.
Como en cualquier relato del siglo xix, debo agregar que
pasaron casi veinte años sin visitar a la amante, o visitándola clan-
destinamente. Llegaba yo con timidez y ella seguía allí, lozana, roza-
gante, amorosa, aunque un poco disgustada por mi ausencia. ¿Ella
disgustada por mi ausencia? ¡Qué bueno fuera! Yo, incompleto por
mi renuencia a los encuentros. Yo, sin encontrar el secreto. ¿Cuál
secreto? El que yo creía que estaba en posesión de cualquier escri-
tor “profesional”, algo que entonces citaba como “saber escribir”
y que tal vez circunscribía a la redacción correcta de un texto o al
toque que intuía como poético en algún otro. No leía aún el libro
Escribir, de Marguerite Duras, no conocía la idea de la autora: “Si
se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, antes de
escribir, nunca se escribiría. No valdría la pena”.5
Entonces, escribir era descubrir, más intuitivamente que con el
intelecto, pero con el mismo espíritu de aventura de la ciencia. No, no
había leído ese texto de Duras y me colocaba en la posición de que,
efectivamente, más allá de la correcta redacción y la buena ortogra-
fía, existía un “secreto”, el secreto de los grandes escritores. Creía
algo peor: que el gran escritor sabía cuál era ese secreto —el suyo
particular— y que no lo decía por alguna maldad intrínseca a los
grandes escritores, la de no revelar el secreto y ser los únicos que lo
poseyeran. Una especie de Cofradía de los Perversos. Yo desconocía

5
Marguerite Duras, op. cit., p. 56.
Ensayo sobre la escritura 23

lo ignorantes que pueden ser algunos escritores, no del arte de escri-


bir, sino de todo lo demás: del material de su inconsciente, de la
intención de sus arrebatadas pasiones, del discurso científico, de los
conocimientos básicos de la vida y del secreto que los hace grandes
escritores.
Reunidos algunos amigos en lo que pretenciosamente lla-
mábamos “taller literario”, cultivábamos algo que tal vez sea más
útil para un escritor que las mismas clases de literatura: el ocio y la
amistad. Dos grandes valores para cualquiera que desee, algún día,
no sólo escribir una novela o un volumen de cuentos, sino tomarse
en serio la profesión de escritor. Sin embargo, mi ocio de esa noche
se veía aplastado por la actividad del resto de la semana. No era
posible escribir seriamente en tales condiciones. En esa época, en
cambio, tenía yo una defensa granítica contra el nulo progreso en el
terreno literario: era mi pasatiempo, pero yo no era escritor. Hasta
que un día, algún amigo que sí lo era me reclamó airadamente
esa posición ante el difícil arte de escribir bien y me dejó perplejo:
se habían terminado mis disculpas. Fue entonces cuando decidí
ingresar de manera formal al taller literario que he descrito antes.

Escribir es una profesión, un oficio, una razón de ser, un acto reli-


gioso o a saber lo que es. Quizá ya estoy capacitado para saber lo
que no es: no es un pasatiempo, no es una actividad consagratoria,
no es —no debería ser— un camino para hacerse rico, no es la
actividad que me colocará en un lugar privilegiado en la sociedad.
Es probable que sólo sea el acto humilde de combatir la entropía,
una metáfora que intenta comprender el fenómeno físico de la
muerte y que se manifiesta humanamente como aburrimiento. Es
la mejor manera de combatir el taedium vitae y, en ocasiones, hasta
ayudar a los demás a que no sucumban al mismo fenómeno. ¿Qué
sería de nuestra vida actual si no existieran las obras de Dostoievski,
de Kafka, de Faulkner y de tantos otros? ¿Qué sería de muchos de
24 Rodrigo Garnica

nosotros sin la literatura? Tal vez nos quedaría un profundo vacío


del que saldríamos huyendo mediante la inmolación.
Entremos en materia, entonces, lo que quiere decir que con-
temos historias personales, a fin de cuentas, es de lo que todos
estamos ávidos. Y busquemos una respuesta a la duda original,
respuesta que será útil, antes que a nadie, para el que hizo la pre-
gunta: ¿por qué escribo?
I. Las tres preguntas de Sartre
en nuestro tiempo
Para comenzar, quise revisar las tres preguntas que se hizo el filó-
sofo francés Jean-Paul Sartre, en 1947, en su libro ¿Qué es la litera-
tura?, como un repaso del tema de la escritura ante los tiempos
que corren. Esas preguntas son “¿qué es escribir?”, “¿por qué se
escribe?” y “¿para quién se escribe?”.6 Parecerá una fecha lejana la
del planteamiento sartreano. Se trata de un texto significativo en
su momento y que sigue resonando con el paso del tiempo. Ha
habido diarios, autobiografías, reflexiones sobre el acto de escribir,
pero el suyo es desde la filosofía y, específicamente, desde la psico-
logía de la conciencia.
Sartre, quien siempre dio la cara a sus detractores, acababa
de fundar la revista Tiempos Modernos, al final de la Segunda Gue-
rra Mundial, tiempo asaz colmado de desilusiones y espantos:
los hombres occidentales, dueños de una cultura milenaria, no
parecían tan inteligentes como creían al dejarse arrastrar en un
conflicto armado que produjo, sobre todo, personas muertas y
hogares destruidos. El horror sobrevino cuando el mundo se per-
cató de la capacidad destructiva que podía alcanzar una sociedad
humana. ¿No lo sabían? Por supuesto que sí. Cualquier indivi-
duo con educación media estaba enterado de las beligerancias a
lo largo de la historia y estaba muy reciente la experiencia de la

6
Jean-Paul Sartre, op. cit., p. 44.

27
28 Rodrigo Garnica

Primera Guerra Mundial, acontecimiento carnicero, si se puede


llamar así. ¿Cuál era entonces la diferencia? ¿El número de muer-
tos? ¿Las nuevas armas? ¿La devastación de países enteros? ¿El
holocausto? Todo junto, con seguridad. ¿Qué papel podía jugar
la literatura, el arte en general, en medio de esa posibilidad de
barbarie? ¿De qué manera se relacionaban esas admirables activi-
dades espirituales que el romanticismo había epitomizado con el
troglodita que todos llevamos dentro y que había sido desvelado
por Freud unas décadas antes? Los intelectuales que se preciaran
de serlo eran, sobre todo, conciencias vigilantes: “El escritor pro-
porciona a la sociedad una conciencia inquieta”.7
Las preguntas planteadas al principio son un motivo para
entrar en materia. Pasemos a ellas como un solo tema; mezclemos
las respuestas que ofreció el autor con opiniones personales en
un acto de robo y deformación, porque, como ha dicho Borges, y
constituye el primer argumento de la razón para ejercer el oficio:
no se escribe sobre la realidad sino acerca de otros libros. Se hará
de la manera más resumida posible, intentando captar la esencia
del concepto.

“¿Qué es escribir?”

Son muchos elementos, pero es, sobre todo, escribir prosa. Porque
escribir poesía se trata, más que nada, de componer, como se com-
pone una pieza musical. Tiene algo que ver con mezclar, como se
mezclan los elementos de una pintura. El lenguaje de la poesía no
remite a otro significado y su significado está en sí mismo, en las
propias palabras que utiliza. Rimbaud escribió sobre el color de las
vocales, podría hablarse de la musicalidad de las palabras, sobre su
peso específico, sobre su fin en sí mismo. Son metáforas. La prosa,

7
Jean-Paul Sartre, op. cit., p. 100. [Las cursivas son del autor].
Ensayo sobre la escritura 29

en cambio, quiere servirse de las palabras para algo más. No es el


único camino para trasmitir ideas, pues la poesía lo hace también y
con una gracia especial: la gracia de la síntesis. Lo hace para hablar
de otras cosas más allá de las palabras; de hecho, la prosa atraviesa
los objetos como el rayo del sol al cristal, según dijo Valéry. En cam-
bio, “el significado de una melodía —si cabe hablar todavía de sig-
nificación— no es nada fuera de la melodía misma, en contraste
con las ideas, que pueden ser expresadas adecuadamente de dis-
tintas formas”.8
Entonces, la prosa es el marinero rudo, el minero, el campesino
que quiere decir algo y no sabe cómo, porque saber es un asunto difí-
cil. La poesía, en cambio, no quiere decir nada más que lo que dice y
desea contemplar y sentir. Hay una cierta languidez en la poesía que la
prosa no comparte. ¿Eso significa que el prosista no quiere hacer poe-
sía? No exactamente. Estará haciendo poesía, pero no compone ver-
sos. Esto obliga a una aclaración. Dentro de la prosa se puede escribir
ensayo o se puede escribir ficción. Eso significa que las preguntas que se
refieren al acto de escribir y a la mía —¿por qué escribo?— deben
centrarse en el tema de la ficción, es decir, en la narrativa. Porque escri-
bir para comunicar un conocimiento o una idea no debería requerir
mayor explicación, ni siquiera una breve. Conozco la experiencia. Se
cree estar ante un hallazgo, o bien, se intenta protocolizar un sector de
la realidad porque se tiene la pretensión de que la realidad se compor-
tará como predecimos. Se tiene el resultado feliz de que la hipótesis
de nuestro trabajo ha sido comprobada; sin embargo, se requiere su
verificación con otros textos. Este camino emocionante de la investi-
gación científica deberá comunicarse mediante un ensayo técnico que
sigue reglas rígidas y que en las revistas especializadas se conocen
como “instrucciones para los autores”. Cuántas secciones componen
el artículo, de qué manera deberán ordenarse las citas bibliográficas,

8
Ibid., p. 47.
30 Rodrigo Garnica

qué palabras clave se sugieren para la ubicación del trabajo en el índex


correspondiente, etcétera. La escritura ha quedado resuelta y, en todo
caso, la dificultad se encontrará dentro de otro episteme:9 el de la ciencia.
Tiene que ver con algo que está mucho más allá de las palabras y con
un dilatado proceso de reflexión y estudio que incluye algo más que
el texto escrito. Si se elige la prosa para escribir algo que ha surgido
sólo de la imaginación de su autor, aparece la incómoda certeza de la
inutilidad del hecho. Porque escribir ficción es irrelevante para el curso
del mundo. Sin la ficción en prosa —cuento, novela— la vida de los
grupos humanos seguirá igual, al menos para la inmensa mayoría de
sus miembros. Situación muy diferente para los mitos orales. Eso tiene
que ver con la pregunta “¿para quién se escribe?”, que comentaremos
más adelante. Pero vayamos por partes.
La ficción existe sólo en la imaginación de su autor. ¿Es eso
cierto? ¿Y el realismo? ¿Y la retratista novela del siglo xix, incluyendo
el naturalismo de Zola? ¿No eran retratos fidedignos de la realidad?
¿No se trató de mostrar a los lectores lo que era la realidad real?
Lamento decir que creo que no. Porque la realidad que percibían los
notarios de ese mundo, los novelistas realistas, Dostoievski incluido,
era una realidad desconocedora de demasiadas cosas como para darle
crédito: ignoraban el psicoanálisis, es decir, desconocían la psicología
de lo inconsciente, no sabían qué pasaba en el cerebro humano; ape-
nas en 1889, Ramón y Cajal percibió con los modestos microscopios
de su tiempo la importancia de la neurona y la dirección del impulso
nervioso para concebir una idea coherente de esa función: la teoría
de la neurona.10 Por no mencionar lo mucho que se ignoraba sobre la

9
José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel (Filosofía), 2004, p. 1039. Episteme: neolo-
gismo creado por Foucault y que se refiere a los nichos del conocimiento estudiados, finalmente, por
la epistemología.
10
Rodrigo Garnica, Nacimiento y evolución de la psiquiatría, Ciudad de México, Trillas, 1991, p. 76. En 1889,
Santiago Ramón y Cajal publicó once trabajos de histología de animales vertebrados e invertebra-
dos que le permitieron establecer las bases del funcionamiento de las neuronas y la dirección del
impulso nervioso, estableciendo con ello la teoría de la neurona, paradigma del funcionamiento
del sistema nervioso desde entonces.
Ensayo sobre la escritura 31

neurofisiología moderna, la neuroquímica, que quiere decir el papel


de los neurotransmisores cerebrales y sus receptores y, por último,
lo referente a la Gran Regidora, la genética, el imprescindible y un
tanto sobrevalorado código genético que cada día se parece más al
concepto del destino que concibieron los griegos antiguos.
Hay que repetirlo: la ficción sólo existe en la imaginación de
su autor, porque la realidad sólo existe en la imaginación, a secas.
Significa que escribir sobre esa realidad lleva a cometer un doble
pecado: creer que se escribe acerca de la realidad y utilizar un
método del todo fantástico, la escritura, porque sólo hablamos en
metáforas. La única palabra que no es metáfora es la palabra ser, se
ha dicho. O, como menciona el propio Sartre, el lenguaje es elip-
sis, siempre: “Si yo quiero advertir a mi vecino que una avispa ha
entrado por la ventana no necesito pronunciar un largo discurso.
¡Cuidado! O ¡ahí!, bastan —una palabra, un ademán—; con que el
vecino vea la avispa, todo lo demás sobra”.11
Quienes creyeron que describían la realidad, no sólo en
el siglo xix, sino también en otras épocas, pensaban con los ele-
mentos que contaban para su tiempo. Cuando se piensa en Galileo
defendiendo la teoría copernicana acerca del sistema planetario —casi
dejándose quemar vivo y teniendo que abjurar de sus conocimien-
tos para salvarse el pellejo— debería reflexionarse que un niño de
nuestro tiempo no tiene dudas acerca del tema; se debe concluir,
entonces, que un genio del siglo xvi parecería un cavernícola en
nuestra época. Galileo no pudo saber lo que sabe cualquier persona
en la actualidad, aunque la persona sea un hombre promedio y Gali-
leo un genio. ¿Por qué? Por la idea que se tenía de la realidad en los
tiempos del astrónomo italiano. Así de simple. Un escritor realista en
la actualidad puede describir e interpretar los sueños, las alucinacio-
nes inducidas por drogas y experiencias extrañas de sus personajes

11
Jean-Paul Sartre, op. cit., p. 90.
32 Rodrigo Garnica

sin salirse de la realidad. Siglos antes hubieran tenido que descri-


birse como las acciones de un loco: don Quijote o Gargantúa y Pan-
tagruel. Por tanto, quién sabe qué será eso llamado realidad, y menos
sabremos qué es la literatura realista. O bien, la realidad sí existe y
es cambiante, por eso los escritores varían en su percepción de ésta
y, por ende, en su escritura. Habría que agregar que escribir no es
hablar; se trata de dos lenguajes abismalmente distintos. Es falso
que un escritor escriba como habla. Escribir requiere del logoi, es un
logos; hablar no requiere más que del aparato fonético funcionando
y del área 44 de Broca del cerebro sano. La distancia entre la tradi-
ción oral y la escrita es enorme. La simpatía sentimental sobre la
grandeza de las culturas que carecen de textos escritos es una de las
tantas formas del altruismo antropológico. La cultura existe porque
se escribe, lo demás es arqueología.
Escribir es un proceso distinto que el de hablar, como escribe
Fernando Vallejo:

Los poemas homéricos estaban compuestos en una Lengua distinta


de la hablada [han pasado casi tres siglos entre Homero y los dias-
cevastes de Atenas, quienes escribieron los cantos] […] Esa lengua
fue sometida a la imposición del ritmo y vaciada en el molde fijo del
hexámetro. Vale decir que la epopeya primitiva fue cantada en un
idioma artificial construido con base en el dialecto jónico hablado;
y que el verso precedió a la prosa.12

Quiere decir que escribir es un oficio que se aprende, se


ensaya, se corrige, se mejora; el habla puede corregirse —hay que
recordar la leyenda de Pigmalión, de la que George Bernard Shaw
escribió una obra y después se filmó una película: una vagabunda

12
Fernando Vallejo, Logoi. Una gramática del lenguaje literario, Ciudad de México, Fondo de Cultura Eco-
nómica, 2005, p. 10.
Ensayo sobre la escritura 33

de los bajos fondos de Londres en el siglo xix podía aprender a


hablar con tal corrección que pasaba inadvertida en la alta burgue-
sía inglesa—. Sin embargo, para escribir se requiere aprender un
oficio, el oficio de escribir. Si se quiere escribir, hay que aprender a
hacerlo. Hay que elevar el acto a esa categoría y, si se puede, a la de
arte. Tan simple como eso. Todos podemos sentarnos en una silla,
pero no todos podemos fabricar una.
Concluye Sartre esta parte de su ensayo con uno de sus arre-
batos lúcidos, que tenían mucho de arrebatos a secas, diciendo:

Ya que para nosotros un escrito es una empresa, ya que los escri-


tores son vivos antes de ser muertos, ya que creemos que hay
que procurar tener razón en nuestros libros y que, incluso, si los
siglos nos quitan esa razón después, no hay motivo para que nos
la quitemos por adelantado; ya que entendemos que el escritor
debe comprometerse por completo en sus obras y no proceder
con una pasividad abyecta, exponiendo sus vicios, sus desdichas
y sus debilidades, sino con una voluntad decidida y con una elec-
ción, como esa empresa total de vivir que somos cada uno; en
estas condiciones, conviene que volvamos a abordar este pro-
blema desde el principio y que nos preguntemos a nuestra vez:
¿por qué se escribe?13

Lo que denuncia Sartre en esta parte es la exquisitez de ciertos


escritores, su renuncia a la condición humana para no contaminarse,
la literatura “pura”, por decirlo en una palabra.

13
Jean-Paul Sartre, op. cit., p. 66.
34 Rodrigo Garnica

“¿Por qué se escribe?”

Cada quien tiene sus razones. ¿Por razones psicológicas? La res-


puesta inmediata de Sartre es no; por razones psicológicas enten-
demos una serie de lugares comunes popularizados por los medios
y mal digeridos por la mayoría: el complejo de Edipo, el trauma
infantil, la escena primaria, la homosexualidad latente: “Cada cual
tiene sus razones: para éste el arte es un escape; para aquél un
modo de conquistar […] ¿Por qué precisamente escribir, hacer por
escrito esas evasiones y esas conquistas?”.14
Es esta la pregunta fundamental, pero a la vez la más ingenua
desde el punto de vista filosófico. Se valdría hasta responder “por-
que me gusta”. ¿Qué quiere decir eso? Tiene una serie de variacio-
nes: porque me da la gana, porque sí y por razones psicológicas en el
sentido más amplio de la palabra. Hay otras más complejas: para no
morir, que quiere decir “para creer que mi vida tiene algún sentido o
que existe la inmortalidad”. ¿De qué? Del alma, no puede ser de otra
manera. Pero si se carece de sensibilidad suficiente para creerse una
explicación metafísica del mundo ese argumento queda invalidado.
Para saberse vivo, que no es lo mismo que no morir; para comba-
tir el tedio, que es complemento de lo anterior, porque el tedio nos
acerca peligrosamente a la muerte. El tedio, esa noción de pérdida de
tiempo que obliga a pensar en los minutos, horas, días que se están
“perdiendo” por no hacer algo importante. Concepto monetarista:
podría comprar tiempo, pero ¿dónde lo venden?
Dice Sartre que una de las razones para la creación del arte es la
necesidad de sentirnos esenciales en nuestra relación con el mundo.
¿Por qué? ¿Porque sobramos? Sin duda. Hay cierta noción de inutili-
dad del hombre en el mundo o, dicho de otra manera, la existencia del
ser humano —y por tanto, la nuestra— resulta irrelevante para que

14
Ibid., p. 67.
Ensayo sobre la escritura 35

todo siga como está. Leo en un folleto turístico: “La peña de Bernal
es uno de los tres monolitos más grandes del mundo. Se formó por
la expulsión de lava, consolidada tiempo después, que fuera arrojada
hace cuatro millones de años”. Yo no estaba entonces. Ella estará des-
pués de mí. ¿Por eso escribo? ¿Con la esperanza de que lo escrito per-
duré tanto tiempo como la peña de Bernal? No puedo mentirme de
manera tan flagrante. Pero lo hago. Y escribo. De pronto dejo de enga-
ñarme; luego escribo por otra razón.
¿Cuál otra razón? Sigamos. Vuelven a mí las palabras escu-
chadas a un viejo maestro: “Convertir el caos en cosmos”. ¡Cuánta
belleza! Como toda belleza, es artificial, es un artificio, es un arte.
Escribo para hacer arte, es decir, para engañarme. ¿Por qué desearía
engañarme? ¿De qué no quiero darme cuenta? Ah, claro: de que voy
a morir. Luego es cierto que escribo para no morir. Un contrasen-
tido, porque tengo la suficiente lucidez para saber que escribir no
evita el cumplimiento de la sentencia: la apoptosis, o muerte celular
programada.
Lo primero que propone Sartre para el acto de escribir es
una elección. No un accidente, ni una sobrecompensación, ni una
enajenación, sino un acto que se elige y que arranca de lo más pro-
fundo del individuo. ¿De cuál profundidad? Quisiera decir de la
del ser, pero eso equivaldría a decir que todos somos escritores,
mientras que sólo unos cuantos escribimos y otros no. Afirma-
ción insostenible. Volvamos, entonces, al filósofo francés en busca
de ayuda.
La peña de Bernal es la cosa revelada, revelada por el ser que
soy. La cosa revelada permanecerá y está desde antes de que mi
ser la revelara. Está fuera del ser: existe. Este hecho le da un carác-
ter absurdo al ser, un carácter de futilidad insoportable. Camus, en
El hombre rebelde, nos dice que el hombre vive su rebeldía ante ese
absurdo de doble futilidad: ser y rebelarse ante el hecho. Explica:
“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no. Pero si se
36 Rodrigo Garnica

niega no renuncia: es además un hombre que dice que sí desde su


primer movimiento. Un esclavo que ha recibido órdenes durante
su vida juzga de pronto inaceptable una nueva orden. ¿Cuál es el
contenido de su no?”.15
Para expresar su rebeldía, inventa el arte, la ciencia, sus acti-
vidades complejas, llegando, incluso, a convertirlas en valores. La
idea de que existen valores apacigua al ser, calma su angustia, evita
el suicidio camusiano:

No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el


suicidio. Juzgar que la vida vale o no la pena de que se la viva es
responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si
el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce
categorías vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente
hay que responder.16

A fin de cuentas, se trata de un filósofo que abrevó de Heidegger,


quien lo planteó antes que él: el hombre es un ser para la muerte.17
El arte se nos presenta como una manera de mitigar la angus-
tia del ser; no la angustia de los atributos del ser —la “neurótica”,
la “situacional”, etcétera—, sino la angustia de estar vivos y saber
para qué vivimos, que es para morir. Ese conocimiento conduce a
múltiples actitudes, entre ellas, al arte —puede intentarse también
hacer dinero, hacer el mal, dominar, alcanzar el poder—. Pero ¿por
qué elegir la escritura? ¿Por qué no la danza clásica o la pintura?
15
Albert Camus, “El hombre rebelde”, en El mito de Sísifo. El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada, 1967,
p. 121.
16
Albert Camus, “Un razonamiento absurdo”, en El mito de Sísifo. El hombre rebelde, Buenos Aires, Losada,
1967, p. 16.
17
Martin Heidegger, El ser y el tiempo, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 259.
Recordemos la cita completa: “La razón de la imposibilidad de tener experiencia óptica del ‘ser allí’
como un todo que es, y por consiguiente de caracterizarlo ontológicamente en su ‘ser total’, no reside
en ninguna imperfección de la facultad de conocer. El obstáculo se alza en el ser mismo de ese ente”.
Para completar, unas páginas más adelante, en el parágrafo 53: “Tácticamente se mantiene el ‘ser ahí’
inmediata y regularmente en un ‘ser relativamente a la muerte’ impropio".
Ensayo sobre la escritura 37

¿O hacer dinero o adquirir poder? Cualquiera de esas activida-


des es una elección. Es una creación del hombre rebelde contra el
conocimiento de su condición inesencial ante la brutalidad de la
existencia de la cosa revelada. Elegir la escritura es querer comu-
nicar esa verdad a los demás a través del único idioma universal
del ser: la palabra. Es la actividad más ambiciosa, seguramente la
más narcisista, pues pretende que todos o la inmensa mayoría de
los seres humanos me escuchen —en este caso, me lean—. Si yo
decido componer música sabré, desde que hago tal elección, que
sólo unos pocos iniciados podrán recibir mi comunicación, en
especial si compongo música contemporánea postdodecafónica.
Estoy renunciando a una enorme mayoría de seres humanos para
quienes la música es el ruido de fondo de sus actividades, pero
nunca un compromiso serio con el otro. Lo mismo podría decirse
de otras artes y de la actividad científica. En esta última, los avances
técnicos y su comercialización darán una visión aproximada de mi
hallazgo, aunque el detalle fino lo registrarán sólo mis pares. En
el caso de la escritura en prosa, pretendo abarcar a todos los seres
humanos en una actitud suplantadora de dios. Conforme escriba y
publique lo que escribo, comprenderé, con dolor, a menos que mi
narcisismo sea patológico, que esa intención primigenia ha fraca-
sado porque no se escribe como se habla, para todos, sino sólo para
unos cuantos, es decir, para mis iguales también. Y más me vale
que comprenda que esa aristocracia de la escritura tiene, en reali-
dad, la enorme ventaja de ubicar al escritor donde le conviene para
preservar su salud mental: en la modestia de su modesto quehacer
para unos cuantos. Esto no tiene que ver con conceptos como la
fama o la popularidad, categorías muy menores del ser.
Con seguridad, el narcisismo no es la única razón para que
alguien elija escribir. Ni el narcisismo “curado” la razón para que lo
haga. Existe ese otro concepto vago, confuso, que llamamos voca-
ción. No sólo se trata de un concepto indeterminado, sino de una
38 Rodrigo Garnica

palabra polisémica. Escuchamos al político mencionar en su dis-


curso que posee una gran vocación de servicio. ¡Válgame Dios! ¿Qué
querrá decir con eso? Desde luego quiere significar la adquisición
de votos. Ambiciona el poder y el dinero obtenido de manera fácil
engañando a los otros, a los gobernados. Vocación, por tanto, es una
de esas palabras-prostituta, como cambio, crisis, futuro, haremos, de las
que siempre conviene desconfiar —con perdón de las prostitutas—.
Si pensara descubrir la razón por la cual escribo mediante ese con-
cepto de la vocación en este momento pondría un punto final a mi
texto y lo abandonaría. Debe ser otro el verdadero motivo.
Tiene que ver con la tercera pregunta de Sartre: “¿Para quién
se escribe?”. Eso podría englobar a las otras dos y, de paso, expli-
carnos más cuestiones. Se relaciona con el placer compartido
con otros. El placer solitario satisface la necesidad, pero nunca
se convierte en una pasión. El mismo Sartre dijo: “El infierno
son los otros”.18 Se le olvidó agregar lo que afirma poco después:
“Los otros son, también, el paraíso”.19

“¿Para quién se escribe?”

Para los otros. ¿Para todos? Ya lo habíamos mencionado: de ninguna


manera. Para muy pocos, de hecho. En esta sección, Sartre pone el
ejemplo de un escritor negro, norteamericano, de la primera mitad
del siglo xx, Richard Wright. Este autor poseía una conciencia lúcida
de su tiempo que se condolía de la historia esclavista que se daba
en su país y de las conductas racistas del mismo, persistentes aún en
su tiempo. Escribió novelas altamente comprometidas en donde “pin-
taba” la cruda realidad de una sociedad blanca, hipócrita, que va a la
iglesia protestante los domingos, ama a su prójimo en el discurso,

18
John Gerassi, Conversaciones con Sartre, Ciudad de México, Sexto Piso, 2012, p. 219.
19
Idem.
Ensayo sobre la escritura 39

pero se cambia de banqueta cuando viene en sentido contrario un


hombre de raza negra. Se ha filmado un sinnúmero de películas
valientes denunciando esta conducta. Se podría pensar que Richard
Wright escribió para sus congéneres, los negros discriminados del
sur profundo de Estados Unidos. Es su voz su estandarte. Nada más
alejado de la realidad. Ese grupo no lo leía, porque no sabía hacerlo.
La mayoría eran analfabetos. ¿Para quién escribe Richard Wright
entonces? Sartre nos lo revela: para un pequeño grupo de intelectua-
les negros del norte y para intelectuales blancos de izquierda, tanto
de París como de Nueva York, que lo “descubren” y lo aprecian; asi-
mismo, escribe para algún despistado de otros sitios que se mantiene
a la vanguardia de autores contemporáneos. Y para nadie más. Porque
Richard Wright es un intelectual de vanguardia, en todo semejante a
los intelectuales de París y Nueva York; de ninguna manera pertenece
a los pobres de Nashville o de Little Rock, a esos barrios de casas de
madera a las que acude una blanca, protestante y bienintencionada
trabajadora social a preguntar qué se les ofrece. Por supuesto que no.
Richard Wright vive en el Greenwich Village neoyorquino y si se le
ocurriera viajar a París residiría en la Rive Gauche, de preferencia en el
Barrio Latino. Las chabolas de Nashville o de Little Rock o del Bronx
son para los negros pobres e incultos.

Para finalizar con esta parte de las citas de Sartre, y para recordar su
idea de la literatura como un compromiso, debemos repetir que
escribir es una elección, no un accidente y que, en última instancia,
es un acto de libertad, uno de los más evidentes. Pero es el ejercicio
de una doble libertad: la del autor y la del lector. El lector elige leer
a un autor, no importa que no lo conozca, lo elige —por curiosi-
dad, porque se lo recomiendan, porque conoció una reseña en el
periódico— y elige continuar la lectura. Del intercambio de esas
dos libertades surge una forma de comunicación que los iguala
y democratiza. Los homenajes a los escritores suenan un tanto
40 Rodrigo Garnica

artificiales si no se considera al lector. El escritor sin el lector no


existe, a diferencia de la peña de Bernal que seguirá existiendo sin
mí. El escritor juega con el lector el papel dialéctico de ser un ele-
mento inesencial cuando el libro está terminado, es el libro y quien
lee los elementos esenciales; y a la inversa, cuando el escritor pre-
tende comprender y explicar el proceso de la escritura se vuelve
esencial y el libro inesencial. Podría hablar de cualquier libro, es el
proceso creativo el que cuenta. En ambos casos el escritor, su libro
y el lector son, no existen, como existe la cosa revelada. La vanidad
del escritor ante su obra escrita es un juego de niños:

—Mira lo que hice.


—¿Qué hiciste, escritor amigo?
—Nada o casi nada.

En resumidas cuentas, escribir tiene que ver con la libertad, con


la comunicación y con el compromiso. Pero tiene que ver con otro
elemento que afirma Vargas Llosa: la rebeldía.20 ¿Rebeldía ante qué?
Ante el hecho de que las cosas sean como son y no sean como no son,
de que el mundo no guste así como es y se prefiera como pudiera ser
en las historias fantásticas que inventamos. Quizá, podría agregarse,
que es mejor crear personajes literarios y construirles vidas ficticias a
creer que se es un personaje literario y vivir en la ficción. La diferen-
cia entre la locura y la literatura sería, por tanto, la conciencia clara
de que se está mintiendo y que, en el fondo, uno sabe que no es el
personaje que ha creado en su libro.
Pero faltan elementos para completar una respuesta. Mejor
dicho, no ha habido una respuesta suficientemente satisfactoria
y por eso cualquier búsqueda es válida. También se escribe —en
particular novelas— porque se es aficionado a leer novelas. Rosa

20
Mario Vargas Llosa, Cartas a un joven novelista, Barcelona, Planeta, 1997, p. 11.
Ensayo sobre la escritura 41

Montero dice que los escritores prefieren ser lectores. ¿Cómo es


eso? Sí. La escritora española refiere que anduvo preguntando a
cuanto escritor se encontraba qué preferiría dejar de hacer, si leer
o escribir. La mayoría eligió continuar leyendo, aunque nunca vol-
viera a escribir.21 El escritor de novelas es, seguramente, primero
que nada, un gran lector de novelas, con lo que ello implica. Un
enamorado de la fantasía. Sorprenden biografías como las de Jack
London y Ernest Hemingway, quienes reunieron dos cualidades:
ser escritores —tener en alto el mundo de la fantasía— y ser hombres
de aventuras. Cervantes es otro caso: pasó de soldado a escritor de
la obra más importante de la literatura en lengua castellana. Creo
que son excepciones y que la mayoría de los escritores se mueven
en forma predominante en uno de los campos: la acción o la escri-
tura; la espada o la pluma. Uno se pregunta: ¿a qué hora leían? Pero
la lectura será siempre indispensable.
A propósito de los tormentos de las vocaciones y las grandes
dudas que abruman a un hombre joven a punto de decidirse por
ser escritor, nada como recordar la manera sencilla y humorística
en que cuenta William Faulkner cómo lo decidió él:

Yo vivía en Nueva Orleans, trabajando en lo que fuera necesario para


ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Ander-
son. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la
gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o
dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía
nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvía-
mos a hacer lo mismo. Yo decidí que, si ésa era la vida de un escritor,
entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro.22

21
Rosa Montero, La loca de la casa, Madrid, Santillana Ediciones Generales, S. L. Punto de Lectura, 2006,
pp. 181-183.
22
Partisan Review, El oficio de escritor, Ciudad de México, Era, 1970, p. 171.
42 Rodrigo Garnica

Cuando el escritor concedió la entrevista en la que hizo la


anterior afirmación, hablaba desde la cima de su consagración,
había ganado el Premio Nobel unos años antes y seguro se sabía
un viejo lobo de mar en eso de las opiniones. El fenómeno es más
complejo, pero queda allí el punto de vista de algunos autores que
tratan de restarle importancia a su acto creativo; así, el mismo autor
opinó en la misma entrevista: “Mi propia experiencia me ha ense-
ñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel,
tabaco, comida y un poco de whisky”.23

La idea sartreana del compromiso y la escritura de ficción

Desde la fundación de la revista Tiempos Modernos, Sartre pro-


puso la idea del compromiso que inevitablemente habría de
contraer el intelectual con su quehacer. A raíz de la editorial que
salió en el primer número, recibió una andanada de críticas en
las cuales lo acusaban de venderse a la causa soviética, al estali-
nismo y de que, en adelante, el artista debería convertirse en un
vocero del régimen comunista. Es decir, el arte y él, pero sobre
todo la literatura, estarían al servicio de una enorme burocracia
socialista para lanzar loas y no admitir crítica alguna al sistema.
Era 1947, como ya dijimos antes, y Europa —siempre Europa, nada
más Europa, los demás hemos sido siempre los comparsas y
nada más— vivía la crispación de la posguerra, la división artificial
del mundo en dos bandos: el mundo libre y el comunismo; se ini-
ciaba, asimismo, la absurda Guerra Fría —que por poco se calienta
alguna vez y hace desaparecer la vida humana del planeta— y se
establecía, como lema mundial irrecusable el “estás conmigo o
estás contra mí”. ¡Vaya alternativa! Ante esta situación, podemos
hablar de “el primer Sartre” y “el segundo Sartre”. El primero, de

23
Ibid., p. 179.
Ensayo sobre la escritura 43

1947, ya era de izquierda, pero, sobre todo, era un intelectual bur-


gués. Por tanto, creía en el arte burgués. Abarca esto su obra literaria
y filosófica. El segundo corresponde a su apasionada actividad polí-
tica al lado de la izquierda proletaria francesa. En ambos periodos,
la palabra compromiso pende de su obra como un vigilante diurno
que no le permite desviaciones y que lo impele a la acción. Otra de
sus palabras favoritas.
El tema se vuelve a plantear en un libro titulado Conversacio-
nes con Sartre, de John Gerassi —una especie de “Manual de Sartre
para principiantes”—, transcripción de sus encuentros entre 1971
y 1974. Allí puede seguirse el virar de un notable escritor burgués
a un militante marxista de radicalismo casi insoportable.
Quedémonos con el buen escritor burgués, el otro nos llevaría
al terreno de la política “dura” o realpolitik y ya se sabe el calle-
jón sin salida al cual conduce. Tiene, además, una exigencia moral
inalcanzable para la mayoría. Porque la mayoría fuimos marxistas en
nuestra juventud, pero salimos corriendo a nuestro bienestar peque-
ñoburgués, prácticamente sin el menor remordimiento. Quizá por-
que hemos optado por la tercera vía: la socialdemocracia, mucho más
tolerante.
Pero en su tema preferido, la literatura —el arte en general—,
Sartre sostiene que ésta significa un compromiso de tal magnitud
que cualquier otra actividad pasa a segundo término. En el libro
de John Gerassi, Sartre rememora lo que su gran amigo, el pintor
Fernando Gerassi —Gómez, como lo llamó en Los caminos de la
libertad—, le dijo: “Ante todo, pinto; luego, está mi familia. No me
importa que Stépha [su esposa] o Tito [su hijo pequeño] se mueran
de hambre; ante todo, pinto”.24 El filósofo francés continúa: “Eso
mismo pensaba yo por aquel entonces, aunque no tuviera familia:

24
John Gerassi, op. cit., p. 27.
44 Rodrigo Garnica

ante todo, escribo”.25 ¿Tenemos en nuestro tiempo las agallas para


decir lo mismo? Algunos, sí. La mayoría, me temo que no.
Sartre no nos suelta del cogote, pues afirma también: “El
arte verdadero es una expresión de la libertad, de lo que los crí-
ticos burgueses llaman el alma, o lo que Heidegger llamaba las
entrañas. Así es como definiría mi escritura”.26 Sólo una cita más,
proveniente del mismo libro y a manera de remache: “Escribir
significa creer en la libertad, en una libertad absoluta. Todas las
artes consisten en crear un mundo rebosante de libertad, un
mundo querido, meditado, construido por una conciencia, una
conciencia libre”.27
Sin embargo, no podremos comprender del todo la idea sar-
treana del compromiso si no seguimos al autor en su concepto de
situación. Sólo se puede tener un punto de vista al ser una expresión
idealista. Todos tenemos un punto de vista acerca del racismo, de la
homofobia, de la misoginia, y podemos sentir asco ético ante tales
posiciones, pero si no somos negros, si no somos homosexuales o
no somos mujeres tendremos sólo un punto de vista, no estamos
en situación. El escritor, por tanto, tendrá el compromiso de escri-
bir desde su situación, sin que esto lo conlleve a la autobiografía.
No me arrogaré el derecho de ser el intérprete, ni siquiera
el amanuense, de una de las mayores inteligencias del siglo xx;
sin embargo, a pesar de la posible contradicción lógica que podría
intuirse al pensar que el artista se vuelve esclavo de su arte a riesgo
de perder su sacrosanta libertad, se trata, en este caso, de una liber-
tad para algo, más que una libertad de algo. Los hombres nunca
somos libres del todo.
En este espacio no me he referido al tiempo que se dedica a
escribir como sinónimo de compromiso, sino a una actitud ante

25
Idem.
26
Ibid., p. 80.
27
Ibid., p. 70.
Ensayo sobre la escritura 45

la vida. El primero en caer en una incómoda contradicción soy yo


mismo, médico por más de treinta años, apasionado por esa forma
extraña del conocimiento, los síntomas y la búsqueda de los reme-
dios y, al mismo tiempo, entrañablemente enamorado de la litera-
tura; lo puse en alguno de mis escritos: mi relación con la literatura
fue, por muchos años, como la relación del homosexual con su pre-
ferencia, un asunto de clóset. La misma sensación de descanso se
tiene cuando se sale de él.
Escribir ficción es realizar una obra de arte —intentarlo al
menos— o no es nada. En los talleres literarios rara vez se plantea
esta cuestión. En ellos suele haber dos clases de participantes: los
que escriben por muy diversas razones —“comunicarme, desaho-
garme, recordar, referir algo que me impresionó”, etcétera— y los
que quieren ser escritores, aquellos que desean crear una obra de
arte. Un buen maestro debería señalar al grupo esta diferencia. Se
evitarían malentendidos. De manera intuitiva, más que racional,
cada uno de los alumnos escogerá lo que desea hacer con su tiempo
y su talento —el que posea— para crear sus textos. Por tanto, aque-
llos que se acercan al taller con la clara intención de ser escritores
—es decir, de crear arte—, los principiantes y los no pocos maes-
tros se enfrentarán a la primera dificultad de descubrir lo que es
una obra de arte. ¿Por dónde o por quién empezar? ¿Por Aristóteles?
No es mal comienzo. ¿Seguir el método de Husserl, poniendo entre
paréntesis el arte dejando fuera sus categorías? Enorme dificultad si
consideramos que el arte mismo es una categoría del ser y no el ser
mismo, por lo que estaríamos investigando el atributo de un atri-
buto del ser: la belleza.
Una de las primeras dificultades para el escritor es enfren-
tarse a saber si es legítimo relacionar el arte con la belleza. ¿Hay
arte feo de manera intencional? Probablemente no. Hay arte o un
intento de arte fallido: no nos conmueve y no reparamos en él. En
un taller literario debería hacerse el mayor esfuerzo por producir
46 Rodrigo Garnica

textos bellos y desechar los que no lo son. Ésta sería la labor de


todo alumno, a menos que asista al taller para encontrarse con los
amigos o reunirse con un grupo que disfruta la lectura tanto como
él; tal vez no escriba o lo haga por otras razones, que no son conver-
tirse en escritor. Pero ¿qué es un texto bello? ¿Cómo reconocerlo?
¿Cómo darse cuenta de que se está ante una obra de arte, aunque
sea en sus inicios? Aclarar esta duda y orientar la intención de los
aprendices debería ocupar todo el tiempo del taller. Buen nudo.
Resolverlo puede llevar al surgimiento de uno o dos escritores ver-
daderos por grupo; el resto, habrá fundado un bello club de amigos
de la buena lectura o algo así, pero nada más.
El arte es la fijación del momento bello; tiene que ver con la idea
del instante y éste, a su vez, con la detención del tiempo para no ser
arrastrados por él. Por lo mismo, no basta con hacerse la ilusión de
que se ha detenido el tiempo y nada más; también el miedo, el dolor
físico y muchas otras experiencias vitales pueden conducirnos a la
misma impresión. El arte tiene la gracia de paralizarnos de forma pla-
centera mediante el éxtasis. El éxtasis sería, por tanto, un momento
de sumo placer en la secuencia de instantes habitualmente anodinos,
si no es que dolorosos en verdad. El arte es, pues, un invento excep-
cional, creado desde el comienzo de la civilización para ilusionarse de
que, en efecto, se ha logrado detener el tiempo. El hombre es tiempo
y muerte, según Heidegger, y eso le ocasiona dolor a cualquiera.
Existirían artes de instantes eternos —contradicción de por medio—
como la pintura y la escultura, y artes del devenir o de la sucesión de
instantes, como la música y la literatura. La arquitectura se colocaría
en un punto intermedio, porque se le da la simultaneidad y la suce-
sión, dependiendo del desplazamiento del espectador o de su quietud
ante la obra.
¿Y esto qué tiene que ver con el texto? El escrito ocupa un
sitio irregular en el contexto de las artes. Se compone de pala-
bras, las cuales sirven para todo, inclusive para hacer arte. Pero
Ensayo sobre la escritura 47

se deben suceder entre sí, porque una palabra debe seguirse de


otra y de otras para formar frases y párrafos y páginas y hasta
libros. ¿El texto es un instante? ¡Claro que no! ¿Es la sucesión de
muchos instantes? Digamos que sí. El observador debe despla-
zarse, como en la arquitectura, y detenerse en un instante único,
como en la pintura que, además, debe significar, en el sentido
sartreano que ya mencionamos. ¿Qué es el texto, entonces? Es
algo más complejo que las otras artes, porque en su desarrollo
evoca recuerdos, ideas, emociones. El texto narrativo representa
una fusión entre el trabajo intelectual más estricto y la emoción
más entrañable.
Vendría muy bien que en los talleres literarios —pensados en
ser los primeros pasos del aprendiz— se ambicionara crear grandes
obras; algunos profesores fomentan esta idea, otros se rinden ante
la evidencia de que no todos los participantes tienen como meta
convertirse en grandes escritores. Sabemos de experiencias que
podrían acercarse a esta idea: como las clases literarias de Nabokov
—supongamos que fueran equivalentes a un taller literario—.
Quienes de ninguna manera pudimos haber asistido a ellas, nos
consolamos en gran medida con sus testimonios escritos en Curso
sobre el Quijote28 y Curso de literatura europea.29
Rematemos este apartado con una reflexión que me produjo
cierta conversación escuchada recientemente. Se hablaba del uso
de un sinfín de medios actuales para la “comunicación” entre los
seres humanos: correo electrónico, Twitter, Facebook, WhatsApp, y
debe seguir un largo etcétera del cual soy desconocedor casi abso-
luto. Era notable el orgullo de los presentes —aprendices de escri-
tores, algunos con libros ya publicados— por el abundante uso
que hacían de tanta tecnología, de manera que, asustado, sólo atiné

28
Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, Barcelona, Ediciones B, 1997.
29
Vladimir Nabokov, Curso de literatura europea, Barcelona, Ediciones B, 1997.
48 Rodrigo Garnica

a hacer una pregunta general: “Pero, entonces, ¿a qué hora escri-


ben?”. El medio no cambia en absoluto el contenido. Eso es válido
para la imposición inevitable del futuro: el libro electrónico.
II. La profesión del escritor
El escritor profesional

¿Existe la profesión de escritor? ¿Desde cuándo? ¿Desde Homero?


El oficio, tal vez; la profesión, es difícil saberlo. Además, Homero
nunca escribió, más bien contó o cantó. Para los tiempos moder-
nos, tal vez Gustave Flaubert inventó la profesión de narrador,
porque el autor francés se retira “voluntariamente” de todas sus
actividades parisinas —incluyendo su formación como abogado—
para consagrarse a la escritura con abnegación de monje. Se con-
vierte, así, en el “ermitaño de Croisset”.30
Lo de “voluntario” estaría por verse. Primero que nada, se
sabe de una crisis que nunca se aclaró si fue epiléptica o histérica y
que lo alejó de la actividad formal que había elegido. En todo caso,
esto debió unirse a su gran vocación literaria y a un limitado entu-
siasmo por estudiar una profesión liberal, contrario al interés de su
padre y de su hermano mayor, médicos ambos. En segundo lugar,
habría que reconocer la situación económica desahogada que vivió
desde su infancia, que le permitió sobrevivir sin trabajar y, más ade-
lante, llegado el momento, recibir una buena herencia. Alguien con
su talento, y con el problema económico resuelto, puede descubrir

30
Herbert Lottman, Gustave Flaubert, Barcelona, Tusquets, 1989, pp. 85-87.

51
52 Rodrigo Garnica

nuevas profesiones: la de contemplador del mundo, la de haragán


de tiempo completo o la de escritor de novelas inmortales.
A querer o no, surge el tema económico en la determinación
de la vida de un escritor, porque ¿cuántos escritores lo pudieron
ser de tiempo completo como Flaubert en su época? Son conocidas
las dificultades económicas de Balzac a lo largo de toda su vida y
de las múltiples triquiñuelas de las que se valió para no enfrentar
a sus acreedores.
En México, los escritores que se inician en el oficio sufren de
un conflicto invencible en su relación con el dinero: lo desprecian
al mismo tiempo que suspiran por él. Son excepcionales los escri-
tores que viven de su pluma narrativa, por lo que los demás deben
echar mano de otras variantes de la escritura y de otras variantes de
trabajo a secas. De cualquier modo, la situación del escritor ha sido
con frecuencia la de quien tiene que ganarse la vida de diferente
manera, otra que no sea necesariamente la escritura. Al menos, no
la escritura de ficción: ha habido periodistas, abogados, médicos,
traductores, locutores de radio, sablistas, gorrones y, en menor
medida, escritores de profesión con ingresos decorosos provenien-
tes de sus textos.
Están las becas, por supuesto. Pero muchas veces éstas represen-
tan un conflicto para el escritor: el gobierno las subvenciona y el autor
debe guardar vergonzosos silencios ante el papel de los funcionarios
políticos en su país, quienes fomentan escasamente la cultura y, en
ocasiones, son profundamente reaccionarios. El papel de la libertad
en estos escritores —que representa uno de los elementos centra-
les de su actividad— puede resultar dañado en serio. Una manera de
resolver la contradicción interna, si existe, es aceptar que el patrocinio
proviene del Estado mexicano y no de sus gobernantes que, como tal,
son un accidente en la vida política del país. Lo mismo sucede con
los premios literarios. El malestar de un autor que pretenda conver-
tirse en la conciencia desgraciada, o cuando menos incómoda para su
Ensayo sobre la escritura 53

sociedad, estriba en que recibe el apoyo por parte de aquello que está
incomodando: el poder. El escritor es una especie de empleado mal
pagado por la burocracia intelectual, mientras que los gobernantes
gastan carretadas de dinero en promover sus carreras políticas. No se
me ocurre, entonces, otra solución que la anterior separación entre
gobierno y Estado.
Igual podemos decir de los premios: argumentos a favor y en
contra. Los premios literarios han despertado desconfianza en los
últimos tiempos, pues se conocen casos en los cuales se cuenta
con elementos suficientes para pensar que hubo un arreglo entre
los convocantes y el premiado. Un caso reciente tuvo mucha reso-
nancia en los medios, puesto que debió aclararse ante los tribu-
nales. En este punto es muy delicado dar nombres, ya que se hace
indispensable aportar pruebas irrefutables, cuestión nada fácil.
De cualquier modo, para quien quiera ahondar en el tema, exis-
ten abundantes fuentes sobre ello en internet. Al igual que en el
caso de los rechazos de editoriales, hay información insuficiente a
favor o en contra de la hipótesis del arreglo, pues el elemento que
asegura el hecho corrupto es su capacidad para no dejar pruebas.
El corrupto debe ser inteligente para que el señalamiento a su persona
no pase de ser un rumor; el que es corrupto, y además tonto, ter-
minará de manera inevitable en la cárcel.
La fuerza del rumor en los premios se basa —sobre todo—
en el hecho de que éstos son cada día más cuantiosos en el recurso
metálico que otorgan, y la reflexión inmediata lleva al pensamiento
de “¿cómo es posible que se otorgue tanto dinero a un autor des-
conocido, aunque no se garantiza la recuperación de éste?”. No es
malo el argumento cuando uno piensa que hay galardones que
ascienden a seiscientos mil euros: ¡muchos millones de pesos
mexicanos al tipo de cambio actual! Aun después de pagar impues-
tos, resulta una cantidad suficiente para que cualquier trabajador se
retire para siempre y para que el escritor no vuelva a preocuparse
54 Rodrigo Garnica

por realizar otra tarea que no sea escribir. Ante una propuesta tan
seductora, la República de las Letras, no, el proletariado del Imperio
de la Escritura desconfía. ¿Será posible que me lo den a mí, que sólo
he publicado una novela en una editorial marginal y debí pagar
para que saliera mi libro, y completo mi obra con dos cuentos en
revistas de nula circulación? La literatura es bastante generosa
para que ese cuento de hadas se realice, hasta el momento de la
reflexión: ¿por qué escribo? No por dinero, debemos responder los
que todavía sentimos palpitar en nuestro pecho, o si se quiere en
nuestro vientre, la turbamulta de emociones que nos ha provocado
el último texto que escribimos, hundidos en la humilde buhar-
dilla parisino-mexicana o petersburguesa, sin dar importancia a
los toquidos brutales de la casera exigiendo su paga, al sastre que
amenaza con detener la confección de nuestro nuevo traje a menos
que liquidemos la deuda o, en una visión moderna, soportando la
enjundia de los abogados del banco porque hace seis meses que
no pagamos el mínimo de nuestra tarjeta de crédito y, ahora sí, nos
llevarán a juicio.
Por lo demás, es claro que nadie puede pensar seriamente en
resolver su situación económica con base en los premios recibidos
por su obra, a menos que el monto de éstos sea inusualmente alto.
Sí los hay, por supuesto, pero, de nuevo, son una excepción: tanto
los premiados como el monto del premio.
Al parecer, a la inmensa mayoría de los escritores no le queda
más remedio que trabajar en otra actividad para obtener sus ingre-
sos; esa otra labor puede ser cercana o no a la escritura.
Un escritor que comienza quiere hacerse profesional y ofrece
su trabajo a las editoriales. Tarea difícil desde el principio. El que
cree que es rechazado por las editoriales porque hay un complot
de las mafias literarias de su país en su contra no es un escritor, es
un simple paranoide. En ocasiones, el autor excluido tiene un dis-
curso más elaborado: las mafias literarias de su país, encabezadas
Ensayo sobre la escritura 55

por —aquí un nombre—, se organizaron porque no tienen nada


mejor que hacer que rechazar y, en ocasiones, perseguir a un autor
que apenas comienza. Es probable que haya casos donde sea así,
pero en realidad, a lo que el autor no aceptado se enfrenta es una
de varias posibilidades: 1) que su texto sea muy malo, en cuyo caso
deberá revisarlo y corregirlo, no le queda de otra; 2) que ignore lo
subjetivo del juicio del árbitro, pues el valor de una obra de arte
no puede medirse, pesarse o demostrarse, se basa en la opinión
del experto y éste es el menos confiable de los juicios;31 3) que la
línea editorial sea demasiado rígida y no pueda incluir la obra pre-
sentada. No puede ignorarse que publicar un libro cuesta dinero
que sale del bolsillo del editor, y sólo en raras ocasiones de la bolsa
del autor, que ese dinero deberá recuperarse y hasta dar ganancias,
de otro modo no se explicaría la profesión de editor. ¿A nombre de
qué, yo, editor, he de gastar mi dinero en una obra sobre la que
mi árbitro guarda razonables dudas?; 4) que, en efecto, exista un
sesgo mafioso en la editorial y los dueños intenten publicar antes
que a nadie a autores que les convengan, sea por amistad o por
buenas relaciones públicas; 5) por supuesto, hay una razón muy
consoladora: que el o los árbitros no estén a la altura de la obra
que dictaminan. La lista de grandes autores y grandes obras en esta
situación es suficientemente amplia, por lo que abrigaremos siem-
pre la esperanza de la incomprensión. Recordemos la vieja historia
del rechazo que perpetró André Gide al primer tomo de En busca del
tiempo perdido, Por el camino de Swann, de Marcel Proust, y que le
ocasionó jornadas enteras de arrepentimiento: “Haber rechazado

31
Este punto ha cobrado una gran importancia en algunas disciplinas, como la medicina. La medicina
basada en evidencias, como se le llama al método, propone que, en la toma de decisiones para elegir
un tratamiento, en especial el farmacológico, se consideren varios criterios en orden de importancia: a)
los estudios de metaanálisis, que comprenden un buen número de estudios controlados que suman
una casuística mayor; b) en el caso de los estudios únicos, que estos sean doblemente ciegos acom-
pañados de un grupo control; c) los estudios observacionales, siempre y cuando el número de casos
nunca sea menor a diez; d) la opinión del experto. Un experto puede tener un amplio conocimiento
en la ejecución de un trabajo, pero eso no descarta que siempre lo haya hecho mal.
56 Rodrigo Garnica

este libro será siempre el más grave error cometido por la nrf
[Nouvelle Revue Française], y también uno de mis mayores pesares,
por no decir remordimientos, ya que, para mi vergüenza, yo fui en
gran parte responsable de aquel error”.32
Recordemos, también, la desconfianza de varios contemporá-
neos ante el manuscrito de Ulises, de James Joyce, sin manifestarse
al principio abiertamente partidarios de la calidad del libro —¡nada
menos que T. S. Elliot y Virginia Woolf! —.33 Mencionemos también
el caso de la novela Adiós, Mr. Chips, de James Hilton, citado por Rona
Randall,34 que fue rechazada por catorce editoriales y después se con-
virtió en un éxito de librerías que fue llevada al cine en diversas oca-
siones. Y qué decir de la que es, sin duda, la obra más importante de
la biología —naturalismo se llamaba entonces— en toda la historia,
El origen de las especies, de Charles Darwin, juzgada por su primer edi-
tor como un aburrido libro sobre la cría de palomas.35
Somos escritores. Por encima de todas las tribulaciones que
la actividad nos da, subsiste ese elemento intransferible de la satis-
facción absoluta de la escritura inmejorable, a nuestro juicio, para
combatir la muerte y soportar lo demás.
El escritor es uno de los últimos miembros puros de la socie-
dad. Escribe porque sí, “porque siente bonito”. Tiene conflictos con
el dinero, en especial si es hispanohablante, aunque en los países
desarrollados la situación tal vez no sea mejor. Escribe por encargo
y se ufana de contar, para publicar, con un editor en Nueva York para
la versión inglesa, y otro en París, para la francesa. Disfruta de las
regalías, lo consagran los entrevistadores. El escritor moderno en
esas naciones negocia sus contratos con la misma desfachatez que
los basquetbolistas, los beisbolistas o las estrellas del futbol, aunque
32
Edmundo Valadés, Por caminos de Proust, Ciudad de México, Samo, 1974, p. 40.
33
Richard Ellmann, James Joyce, Barcelona, Anagrama, 2002, pp. 587-588.
34
Rona Randall, Escribir ficción, Barcelona, Paidós, 2003, p. 32.
35
Charles Darwin, El origen de las especies, México, Conacyt, 1981, p. 29. La anécdota es relatada por Leakey,
quien escribió la introducción y sintetizó la enorme obra darwiniana.
Ensayo sobre la escritura 57

con menos ganancias. Con muchísimas menos retribuciones, aun-


que con el mismo deseo: joderse un tiempo y huevonear luego tanto
como le sea posible. Sartre despreciaba a esos mandarines de la cul-
tura, los que ordenaban, los que se rodeaban de lujos, los que esta-
ban obligados a soportar las entrevistas televisivas porque habían
ganado un cuantioso premio. Y, sin embargo, por ciento setenta y
cinco mil dólares, doscientos mil euros o, no digamos, por seiscien-
tos mil euros, todos concederíamos una entrevista a quien la solici-
tara. Hasta recibiríamos el premio de manos de un rey, figura caduca
y decadente si es que las hay, aunque tengamos un pensamiento de
izquierda.
El papel del escritor en las sociedades burguesas ha quedado
siempre en entredicho, sobre todo en momentos en que guarda
pasmosos silencios: ante las injusticias, ante los fraudes electorales,
ante el desprecio por las mayorías que suele tener un régimen de
derecha. Y en los experimentos radicalmente socialistas su posi-
ción no ha sido más cómoda: vocero del régimen, panfletero sin
opiniones propias. El papel social del escritor es siempre incó-
modo, aunque puede serlo en forma gloriosa, de acuerdo con la
cita que dimos antes acerca de la conciencia incómoda que genera
el escritor en la sociedad.
A manera de conclusión, me atreveré a decir que la profesión
de escritor parece no existir en México; no podemos llamar profe-
sión a una actividad que ejercen unos cuantos como tarea exclusiva
y el resto debe ganarse la vida de otra manera. No tengo dudas de
que éste es uno más de los signos de nuestro subdesarrollo.

A la búsqueda del currículum anhelado

¿Cómo se hace un escritor? ¿Asistiendo a la universidad? ¿Inscri-


biéndose en un taller literario —a los que en la bibliografía anglo-
sajona llaman “clases de creación literaria”—? ¿Viviendo grandes
58 Rodrigo Garnica

aventuras y retirándose después a la cabaña de ensueño para escri-


bir sobre ellas? ¿Mediante una férrea disciplina autoimpuesta que
signifique escribir todos los días, se tenga algo que anotar o no,
se tengan ganas o no? ¿Conviviendo con un escritor consagrado
hasta arrancarle sus más íntimos secretos y de esa manera aprender
del maestro? ¿Viajando a París para habitar el Quartier Latin, pasar
hambres y sobrevivir como “negro literario” o como locutor de la
radio-televisión gala? ¿Trabajando en una compañía de seguros, en
un hospital, en una distribuidora de llantas o en cualquier otro
empleo que asegure la supervivencia y deje un tiempo libre para
escribir? ¿Escribiendo sólo los fines de semana y los días festivos,
siempre y cuando la pareja y los hijos no quieran ir de paseo?
La lista puede continuar, volverse interminable y hasta intermi-
nablemente aburrida. En realidad, es una pregunta doble. Tiene que
ver con la disposición de tiempo que posea el incipiente escritor, y
antes de eso, con la manera en que se forma como profesional u ofi-
ciante de la escritura. La respuesta a las dos preguntas sólo puede ser
una que, a su vez, son muchas: cada escritor ha encontrado la manera
de formarse como tal y de dedicar el tiempo que le ha sido posible,
deseable o necesario para escribir. Pero, para todos los caminos, apli-
cará siempre la máxima de Stephen King: “Si quieres ser escritor, lo
primero es hacer dos cosas: leer mucho y escribir mucho. No conozco
ninguna manera de saltárselas, no he visto ningún atajo”.36
Las profesiones liberales poseen un currículo consagrado por
la historia. Comienzan por allí del siglo xiii con la creación del con-
cepto de universidad y siguen tan campantes hasta el día de hoy.
Hablo de la medicina, de la abogacía, de la arquitectura y, creámoslo
o no, de la filosofía. Las cuatro primeras son “carreras” inventadas
por la universidad. Al paso de los siglos y con la aparición del Rena-
cimiento, de la ciencia como disciplina, es decir, con la creación del

36
Stephen King, Mientras escribo, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2001, p. 114.
Ensayo sobre la escritura 59

método científico y su aplicación como técnica, del surgimiento del


concepto de los derechos del hombre y, por tanto, de las humani-
dades, este concepto de las profesiones liberales se ha ensanchado
de una manera inabarcable. ¿Y dónde queda el ficcionista? Ficcio-
nista, neologismo, porque todos los demás escriben, pero aquí nos
preguntamos acerca del que escribe ficción. Queda en un terreno nebu-
loso, defendido únicamente por su genio, si lo tiene, y en suficiente
cantidad, la universidad, los modernos talleres literarios, los cursos de
redacción y toda la parafernalia docente le vienen sobrando. Volvamos
a citar a William Faulkner —en la entrevista, la pregunta fue “¿qué téc-
nica utiliza usted para cumplir su norma?”—:

Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a


la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay nin-
gún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga
una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus
propios errores; la gente aprende sólo a través del error. El buen
artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos. Tiene
una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo,
quiere superarlo.37

Me alargué en la cita, innecesariamente, porque me parece


hermosa y porque Faulkner es, quizá, el escritor que más admiro.
Así que ¿cómo se forma un escritor para serlo? No hablo de los
tormentos de la adolescencia donde se está descubriendo la vocación.
No hablo, por tanto, de las novelas de aprendizaje, que son un capítulo
entrañable para cualquier escritor y tienen que ver con sus verdaderos
orígenes, aunque no dejan de ser la parte más romántica de su pro-
ceso. No estoy hablando tampoco de Retrato del artista adolescente, de
James Joyce; de Juan Cristóbal, de Romain Rolland, o de la alucinante

37
Partisan Review, op. cit., pp. 174-175.
60 Rodrigo Garnica

Paradiso, de José Lezama Lima, que son los monolitos de Stonehenge,


las pirámides de Egipto o el Chichén Itzá de la novela de inicia-
ción. No. Pretendo aproximarme al lado formal, estructurado, de la
profesión de escritor, como los pasos del cirujano, quien debe comen-
zar como espectador, seguir como instrumentista, continuar en cali-
dad de segundo ayudante, en el quinto año de su carrera ser el primer
ayudante, la mano derecha del maestro y, si bien le va, estar operando
como jefe de quirófano antes de recibir el título de especialista. ¿Existe
algo semejante en el ficcionista? Creo que no y, por tanto, la obra se
deja en manos del que nunca recibe un título que le autorice realizar
esta actividad y, sin embargo, se va a dedicar a ella. Esto, unido al hecho
de que el juicio acerca de la calidad de su trabajo, el árbitro de una edi-
torial, el crítico literario, el investigador de la historia de la literatura,
el reseñista que recomienda o condena libros, el profesor que instruye
a sus alumnos acerca de lo que deben leer o no, pertenece al mundo
de lo subjetivo. No parece haber dudas acerca del gran texto y tampoco
acerca del mal texto. Pero, en medio, entre un extremo y otro, está la
inmensa mayoría de la literatura. Por eso algunas editoriales se limitan
a responder acerca de la solicitud de publicación con modestas cartas:

No obstante, después de considerar con interés su amable propuesta,


lamento comunicarle que no vemos viable su inclusión en nuestro
programa de publicaciones actual, debido a que no se ajusta a las
condiciones y criterios de nuestro catálogo. De ninguna manera esto
significa un juicio negativo para su obra y esperamos que en el futuro
próximo nos presente otra oportunidad de colaboración.

Las he recibido. Sus letras se borraron ya porque he derramado


mis lágrimas sobre ellas —casi—. ¿No es hermoso? Así ni se enoja
uno, ni odia a la editorial ni al jefe de la oficina que toma las deci-
siones. Pero no es para desanimarnos. ¿Consideramos a Malcolm
Lowry un gran escritor y a Bajo el volcán una novela clásica del siglo
Ensayo sobre la escritura 61

xx? Pues dicha novela fue rechazada por al menos diez editoriales
antes de ser publicada.38
Pero, en sentido estricto, poco o nada queda claro acerca de
por qué se rechaza una obra. Pudiera tratarse de la más fina diplo-
macia para no decirle al autor lo malo que es, que debe seguir
algún curso de redacción, que para la próxima revise su ortogra-
fía o, de plano, ¿qué son esas huellas digitales estampadas en el
manuscrito, porque se le esparció la tinta de la impresora impi-
diendo la lectura del texto? Más desconcertante aún es cuando el
director de la editorial, que se hizo nuestro amigo ya, nos envía
el dictamen del árbitro donde la conclusión es “positivo; pero en
junta de consejo editorial no se aceptó la publicación de tu libro”.
¿Es comprensible semejante arabesco para un modesto escritor?
También me sucedió.
Más allá de las fallas obvias, ¿cuál es la razón para no publi-
car un original? El dinero, primero que nada. ¿Es bueno, entonces,
editar por cuenta propia, en eso que llaman ediciones de autor? No
es mala idea, pero nos hemos salido del tema y debemos volver al
mundo idílico de las universidades, los currículum, los méritos, los
cursos, o como se llame a todo lo que alguien, con la ambición de
convertirse en escritor, debe efectuar.
Inevitablemente, debo pasar a mi experiencia personal, la
menos doctoral de las opiniones, pero, otra vez, sobre la que más
información poseo.
Como he dicho, soy médico de profesión; modestia aparte, creo
que he hecho bien mi trabajo. Entre 1980 y 1981, me publicaron dos
novelas realizadas en calidad de escritor de fin de semana y siem-
pre que mi trabajo me permitiera un pequeño respiro de tiempo
y obligaciones. Un año antes había publicado tres cuentos en una

38
Juan Carlos Rodríguez, Los errores de la historia de la literatura (los rechazos más sonados de la industria
editorial), Ciudad de México, El Economista, 2008, p. 10.
62 Rodrigo Garnica

antología de nuevos escritores gracias a la generosidad de un ser


humano excepcional y cálido, Eugenia Revueltas, quien, en ese
tiempo, dirigía una revista llamada Punto de Partida y un departamento
de cursos, conferencias y publicaciones estudiantiles, y al apoyo de su
colaborador de entonces, Marco Antonio Campos. Como el nombre
de la revista da a entender, estimulaba a los futuros escritores a
comenzar una carrera. Yo no pensaba que podría emprender nada
en la literatura. Me daba el gusto; así de simple. Tanto así que
pasaron veinte años para que volviera a publicar. Entre tanto, mi
profesión me devoró. Las dos actividades requieren todo el tiempo,
toda la dedicación y toda la preparación. En mi opinión, es imposi-
ble combinarlas. No estaba mal. Había sido yo un profesionista que
se adornaba escribiendo. Sin embargo, seguía tomando mis quince
minutos kafkianos para escribir sin parar. Podía ser los miércoles
en la tarde, siguiendo la vieja tradición de los médicos privados que
tomaban una tarde de descanso. Podía ser algún fin de semana de
paseo con mi familia, interrumpiéndome para sacar de la alberca a uno
de mis hijos que se ahogaba. O entre la preparación de una sesión del
hospital o un trabajo a presentarse en un congreso. La medicina
era mi pasión, mi obligación y mi modo de ganarme la vida.
Pero algunas noches despertaba en la madrugada para pensar en
la amante: la literatura. No era un error en mi elección vocacional,
significaba el gusto por la escapada para ver a la amante. Por lo
mismo, esta actividad tenía algo de clandestino, de prohibido. Se
trató de un caso claro de segunda vocación, como se anota más
adelante en este texto.
En 1996, había pasado lo más intenso de mi trabajo médico:
la jefatura de división, la formación de nuevos especialistas, la par-
ticipación en congresos, así que decidí darle un giro a mi segunda
vocación e ingresé a un taller literario que tenía fama de ser muy
formal. Una vez a la semana asistía a clases, a la presentación de
textos y a lo que fuera surgiendo en ese grupo. Lo capitaneaba una
Ensayo sobre la escritura 63

escritora conocida y participaban diversos profesores que dictaban


cursos diversos de literatura. Ha sido hasta ahora mi acercamiento
más formal a la teoría literaria. Año y medio duré en él. Después
continué un trabajo de taller con un escritor de ese grupo, haciendo
dueto con una compañera aprendiz. Más adelante, entre varios ami-
gos formamos otra cofradía, y, por último, revisé una de mis novelas
con una maestra de literatura. En total, había pasado unos cuatro
años y medio entre talleres, cursos y diferentes tipos de encuentros
con los aspectos más o menos formales de la literatura. Por razones
de tiempo, consideré que había cursado una licenciatura. Creo que
los talleres literarios son de gran utilidad con tal de que duren poco
tiempo. ¿Qué es poco tiempo? Difícil de precisar. Mi impresión es
que nunca deben durar más de dos años y, tal vez, no menos de
uno. Creo que el resto del tiempo se puede trabajar individualmente
con un maestro y que siempre vendrá bien contar con lectores ami-
gos, interesados en la literatura y generosos en cuanto a opinar con
la mayor veracidad posible.
El taller literario tiene un enorme riesgo dependiendo del
maestro que lo dirige, al ser indispensable para hacer las primeras
recomendaciones, para sugerir cursos de redacción y para señalar
algunas pifias notables. Pero se cierne sobre el aprendiz el peligro
de la influencia excesiva: escribir como escribe el maestro admirado,
o como quiere, o como piensa, porque se da la paradoja de maes-
tros de taller literario que no escriben. Creíble o no, el principio de
incertidumbre de Heisenberg, tan estudiado en la investigación
científica, aplica de forma cabal en la creación literaria: el método
puede alterar el resultado.
Al final de mis experiencias como miembro de un taller literario
de gran calidad como al que asistí, me inventé un decálogo que, en
mi opinión, debería tener presente cualquier futuro escritor cuando
ha decidido asistir a uno de esos talleres. Helo aquí:
64 Rodrigo Garnica

Decálogo del buen tallerista


(Sugerencias a los asistentes a un taller literario)

1. Elige bien al titular del taller. Puedes caer en manos de un


burócrata cuyo último interés sea la literatura o enseñar a
otros. Debe ser como Virgilio, porque te acompañará y guiará
por todos los círculos del infierno y del purgatorio de la escri-
tura. El paraíso no existe. No te equivoques. Procura que el
grupo sea pequeño.
2. Escribe mucho, aunque sueña con publicar poco. Escribir
mucho quiere decir que un solo texto podrás escribirlo dece-
nas de veces.
3. Lleva siempre material a la clase, aunque no te toque turno
de leer. Tal vez no vuelvas a tener en tu vida otra oportuni-
dad de tallerear tus textos ante compañeros con los mismos
intereses que los tuyos y delante de un escritor de valía. No
importa que debas esperar turno, acude con tu carpeta lista.
Todo el tiempo hay esperanza de que al que le tocaba leer
no cumpla —podría haberlo atropellado un autobús, sufrir
un ataque de apendicitis— y tú entres como emergente. Una
sesión más a tu favor.
4. Como sugería Elena Poniatowska: economía es estilo. Lo que
tengas que decir hazlo directamente. Las florituras estilísticas
las agotaron los narradores franceses del siglo xix y tu tiempo
de experimentar vendrá después. Quizá tu maestro te lo diga, si
no sábetelo: la descripción física de personajes, de inmuebles,
de salas de estar y demás es un tema superado. Balzac ya lo
hizo por todos. Si describes, hazlo durante la acción narrativa o
mediante el desplazamiento físico de un personaje: “Durante la
carrera, su larga levita ondulaba como una bandera”, o algo así.
5. Escucha música de manera constante; encuentra el ritmo
interno de tu prosa, tu voz interior. Después lee en voz alta,
Ensayo sobre la escritura 65

para ti, tu propio texto, y encuéntrale sus cacofonías. Si tienes


mal oído musical, lo tendrás también para la literatura. Si no
puedes escuchar música mientras escribes, como yo, está bien,
pero date tu tiempo para escucharla.
6. Evita en lo posible el uso de verbos compuestos —verbos
contiguos para describir una acción—. En vez de “había ido”,
fue; de “estaba diciendo”, decía, etcétera. A menos que tengas
el genio de Juan Rulfo, en cuyo caso ni siquiera te tomes la
molestia de leer esto.
7. Huye de los adverbios y de los gerundios como del sida, y
úsalos sólo en caso necesario. Estrictamente necesario.
8. Si lo anterior te parece muy difícil, toma al mismo tiempo un
curso de redacción. No hay otra manera de aprender a redactar.
Pero si aprendes a escribir y no tienes nada que decir, olvídate
del oficio para siempre.
9. Inscríbete en un taller literario con la meta de publicar, no para
hacerte famoso o rico. Lo que tengas que decir lo harás a tra-
vés de la letra impresa, única culminación razonable del acto
de escribir.
10. Pon mucha atención al momento en el que debes salir del
taller. Un taller no es para siempre y a partir de cierto momento
puede convertirse en tu mayor obstáculo para escribir.

Por supuesto que, como en el caso de Los Diez Mandamientos,


El manual de Carreño o El origen de las maneras de mesa, de Lévi-Strauss,
si no necesitas los consejos porque estás más allá de ellos, tíralos a la
basura. Un escritor como tú no necesita nada más que escribir.

La experiencia con mi novela que cité en el capítulo anterior,


al describir el proceso de la escritura que opera en mí, sucedió al
mismo tiempo que el acontecimiento escolástico más importante
de mi modesta “carrera” literaria. Con los elementos que ya contaba
66 Rodrigo Garnica

—unas ochenta cuartillas de la imagen primera y demás—, me


incorporé a un pequeño grupo de amigos en algo que llamamos
“taller literario”, para seguir la costumbre; fuimos cuatro en total y
un profesor. El trabajo duró unos cuantos meses y comencé a sos-
pechar que iba yo hacia el camino de una cierta estandarización
de la novela, la cual había comenzado de manera bastante alocada
y divertida. Vivía bajo la presión de dar gusto a mis compañeros
de taller y sobre todo al maestro, para que, de esa manera, pasara
yo una especie de prueba. Esto no sólo me limitaba, sino que me
hacía corregir insistentemente antes siquiera de tener una primera
versión del libro. Llegué a paralizarme y a abandonar el proyecto
original de la novela. Continué asistiendo al taller por razones de
amistad y porque era una fuente continua de buena información y
comentarios acerca de la literatura, pero no llevé más mis textos. No
eran mis compañeros quienes me limitaban, el profesor tampoco,
pues ambas partes representaban un enorme estímulo intelec-
tual para escribir. Pero la novela seguía allí, en mi estudio, atorada
en la página ochenta, y yo sin saber para dónde continuar. Un día
comprendí que era yo quien colocaba los límites, me trababa por
miedos, inseguridades y “fantasmas” más bien neuróticos. Decidí
romper con la trabazón —quizá el viejo problema de la “página
en blanco”— y, estando en casa, encendí la computadora, escribí
una hoja que quise diseñar con solemnidad, le dibujé garigoleos,
un cierto barroquismo en los márgenes, recordé en forma vaga el
fraseo ceremonioso que se utiliza en algunos documentos oficia-
les y la titulé algo así como: “Universidad de la Vida”. Después de
enlistar una supuesta tira de materias aprobadas, y debido a algu-
nos méritos que de seguro había mostrado, la tal universidad me
otorgaba el diploma de escritor y de allí en adelante tenía licencia
para escribir lo que se me viniera en gana; enseguida una fecha,
una firma ficticia —la de un rector imaginario— y algún sello que
encontré a la mano. No volví al taller literario; de hecho, nunca más
Ensayo sobre la escritura 67

asistí a un taller literario ni he llevado ya a cabo ningún intento


escolar. Como por arte de magia, me destrabé. Seguí alegremente
hasta las más de doscientas cuartillas que tiene la novela y, lo mejor
de todo, conservé la amistad de mis compañeros de taller y del pro-
fesor. Con mi manuscrito terminado y limpio de los errores gra-
maticales gruesos, lo revisé capítulo por capítulo con una maestra
extremadamente brillante que me hizo los mejores señalamien-
tos que pude tener sobre la novela. Como dije antes, envié la obra
a un concurso y ganó el Premio Nacional de Novela “José Rubén
Romero”, convocado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y
Literatura y el Instituto Michoacano de Cultura.
¿Sirve de algo esta experiencia para quien se inicia en la literatura?
No lo sé. Tiendo a pensar que sí, por eso la describo. Creo que la
participación en los talleres literarios no debe ser interminable,
infinita o para siempre. Es como la escuela. El taller literario es útil,
sirve por un tiempo sumamente corto, en mi opinión no mayor
a dos años, se parece a lo necesario en una licenciatura, aunque
con menos tiempo de duración y debe enfocarse al aprendizaje del
abecé de la escritura que muchas veces abarca, a lo más, las bases
de la redacción, las recomendaciones siempre útiles de libros de
consulta y diccionarios y sugerencias para perder el miedo a escri-
bir. Por supuesto, ningún taller literario enseña a crear y si se desea
quedarse por un tiempo más prolongado deberá ser sólo para dis-
frutar de la compañía de algunos amigos que aman la literatura.
Pero nadie nos enseñará a escribir, en estricto sentido.
Esto me lleva de manera inevitable a uno de los temas cen-
trales de la creación literaria, que es el estilo. El tema del estilo es
medular porque significa la razón de ser de todo escritor. Y tam-
bién uno de los asuntos más confusos para los aprendices.
¿Desde cuándo ha preocupado el tema a los escritores y a los
críticos literarios? Difícil saberlo, pero hay intentos de definición
68 Rodrigo Garnica

muy antiguas. La de Buffon: “Le style, c’est l’homme même”.39 O la de


Stendhal: “Le style c’est ajouter à une pensée donnée toutes les circons-
tances propres à produire tout l’effet que doit produire cette pensée”.40
¿Tautologías? Tal vez. O más aún: “Todo lo que contribuya a hacer
reconocible lo que un hombre escribe se incluye en su estilo”.41
Pero nadie ha escrito con más claridad acerca del estilo literario
que Roland Barthes. ¡Y vaya que Barthes es un escritor oscuro! A con-
tinuación, ofrezco algunos de los conceptos del ensayo de este autor
francés titulado El grado cero de la escritura: “La lengua está más acá de
la Literatura. El estilo casi más allá: imágenes, elocución, léxico, nacen
del cuerpo y del pasado del escritor y poco a poco se transforman en
los automatismos de su arte”.42 ¡Allí está la clave! Y sigue:

El estilo siempre tiene algo en bruto: es […] la dimensión […] del


pensamiento. Sus referencias se hallan en el nivel de una biología
o de un pasado, no de una Historia: es la “cosa” del escritor, su
esplendor y su prisión, su soledad […] no es de ningún modo el
producto de una elección, de una reflexión sobre Literatura […] se
despliega fuera de su responsabilidad.43

Todavía más:

El estilo es propiamente un fenómeno de orden germinativo,


la transmutación de un Humor […] las alusiones del estilo
están distribuidas en profundidad; la palabra tiene una estruc-
tura horizontal […] en la palabra todo está ofrecido, destinado a

39
“El estilo es el hombre mismo”.
40
“El estilo está ajustado a un pensamiento, proporcionando todas las circunstancias propias para pro-
ducir todo el efecto que debe producir ese pensamiento”.
41
John Middleton Murry, El estilo literario, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica (Breviarios),
1966, pp. 9-10.
42
Roland Barthes, El grado cero de la escritura, 4.ª ed., Ciudad de México, Siglo XXI Editores, 1980, pp. 17-20.
43
Ibid., p. 18.
Ensayo sobre la escritura 69

un inmediato desgaste […] Por el contrario el estilo sólo tiene una


dimensión vertical, se hunde en el recuerdo cerrado de la persona […]
el estilo no es sino metáfora, ecuación entre la intención literaria y la
estructura carnal del autor […] El estilo es un secreto, la vertiente
silenciosa de su referencia no se relaciona con la naturaleza móvil y
sin cesar diferida del lenguaje; su secreto es un recuerdo encerrado
en el cuerpo del escritor; la virtud alusiva del estilo no es un fenó-
meno de velocidad, como la palabra, sino un fenómeno de den-
sidad, pues lo que se mantiene derecha y profundamente bajo el
estilo son los fragmentos de una realidad absolutamente extraña
al lenguaje.44

Concluyamos ya con estas largas citas:

“Por su origen biológico el estilo se sitúa fuera del arte, fuera del pacto
que liga al escritor con la sociedad. Podemos imaginar, por tanto,
autores que prefieran la seguridad del arte que la soledad del estilo”.45

¡Ojo, compañeros talleristas! Jamás, bajo ninguna circunstancia,


renunciemos a lo más profundo de nuestra estructura mental, nuestra
visión de la vida, nuestra música y ritmos interiores. Solamente apren-
damos a escribir.
Los puntos suspensivos que he colocado en el texto de Bar-
thes son esos artilugios de los autores galos para quienes todo
texto se convierte en un chisporroteo de metáforas, imágenes,
adornos. O como dijo Karl Jaspers: le das una idea a un francés y
enseguida te hace un texto literario.
Tratando de resumir, Barthes nos dice que el estilo es algo orgá-
nico y no se aprende en ningún curso o conversación literarios. En

44
Ibid., p. 19.
45
Ibid., p. 20.
70 Rodrigo Garnica

ningún taller literario o clase de creación literaria, debemos agre-


gar. Pertenece al escritor —si lo es— como le pertenece su manera
de metabolizar el azúcar o resistir los rayos del sol. Mientras que la
conversación y la relación con los otros son horizontales, la escri-
tura es vertical, pues arranca de y va a lo más profundo del ser.
El estilo es el escritor mismo; por tanto, cada escritor tendrá
su propio estilo, a menos que haga un esfuerzo enorme por imi-
tar el estilo de otro. Desarrollar su propio estilo no lo hace mejor
o peor escritor, pero sí único. Eso quiere decir que un aprendiz de
escritor de lo último que debería preocuparse es por encontrar
su estilo; ése ya lo posee y nada podrá destruirlo. Más bien, de lo
que deberá ocuparse es de aprender a redactar, a no cometer fal-
tas de ortografía y que su sintaxis sea correcta para que exprese lo
que quiere decir; por lo demás, será un demiurgo de sus fuerzas
interiores, su inconsciente o, como les gusta decir a los mismos
escritores, sus demonios internos, lo que lo hará surgir. El escri-
tor que está preocupado de manera consciente por encontrar su
estilo quizá no tenga verdadera vocación y piense en trivialidades
como la popularidad, las ventas, hacer dinero escribiendo, con-
quistar una dama, conseguir un empleo en la universidad. Para
ser un escritor verdadero, sus preocupaciones deberán ser otras:
entender la vida —si eso quiere decir algo—, responder ante la
pasmosa brutalidad de la muerte, intentar convertir la poesía de
la vida en poesía escrita y no en cursilerías redactadas, aunque si
su estilo es cursi nada podrá evitar que lo haga.
Claro que el estilo puede modificarse en el mismo escritor al
paso del tiempo. El adolescente, el hombre maduro, el escritor viejo
habrán leído, pensado y vivido diferentes libros y situaciones que
podrían modificar su estilo. Esos cambios se darán, igual, de una
manera espontánea, de la misma forma que el cuerpo cambia: el
tejido muscular va siendo sustituido por tejido graso al paso de los
Ensayo sobre la escritura 71

años, la piel y el tejido nervioso se adelgazan, la columna pierde la


fuerza y la gente se va jorobando.
¿Es indispensable estudiar formalmente la carrera de letras
para llegar a ser un buen escritor? La experiencia parecería demos-
trar que no. En ocasiones coinciden las dos experiencias: los aca-
démicos de las letras que llegan a ser grandes escritores. El caso
de Vargas Llosa, doctor en letras, ha sido emblemático de esta
coincidencia. En todo caso, el número de grandes escritores que
ni de forma remota realizaron estudios universitarios con obten-
ción de título y posgrados en literatura es enorme, comenzando
por Homero. Por supuesto, los estudios universitarios no estorban,
pero la experiencia y la revisión de una enciclopedia mundial de
escritores nos podría mostrar con mucha claridad que la formación
literaria de ese tipo es irrelevante para la buena escritura —excep-
ción hecha de lo ya mencionado: un buen curso de redacción—.
Entonces, se presenta la paradoja de que los escritores no estudian
su materia de manera escolar y son los que crean la obra. No puedo
pensar una situación similar en otras actividades de gran formato:
medicina, arquitectura, ingeniería. ¿Por qué en la literatura sí? Por
la razón, bastante obvia, de que escribir ficción es una actividad que
no depende de la profesión de las letras. En cambio, la cantidad de
escritores reconocidos que tuvieron otra profesión u oficio para la
supervivencia es enorme: químicos, abogados, militares, religiosos,
médicos y un largo etcétera. ¿Esto querrá decir que no es impor-
tante la formación literaria para el escritor de ficción? De ninguna
manera. Todos los grandes escritores han sido hombres cultos y
muy versados en las diversas manifestaciones de la literatura. Juan
Rulfo, uno de los mejores escritores mexicanos, se disfrazaba de
modesto, casi de ignorante en sus conferencias; gustaba mencionar
que él sólo había transcrito las historias que le contaba su tío Celerino
y concluía con algo más o menos así: “¿Escribir? Es muy fácil; sólo es
cuestión de saber colocar en orden el sujeto, el verbo y el complemento
72 Rodrigo Garnica

de la oración”. Pero a la menor provocación hablaba largo y tendido


acerca de la literatura de su tiempo y de otros tiempos; y de otros
temas. Era un hombre extremadamente culto.
De cualquier manera, quisiera concluir esta posible polémica
con una cita un poco larga del maestro Alberto Vital:

A ningún escritor le estorba el distinguir por ejemplo entre la sus-


tancia del sustantivo y la movilidad del verbo. Desde luego, los
aciertos literarios en el plano morfosintáctico se dan felizmente
sin que el escritor se detenga a hacer disquisiciones gramaticales.
Tampoco debe incurrir en el error de suponer que necesita los
términos técnicos, los cuales especialmente a partir de la gramá-
tica estructural se volvieron más precisos pero más difíciles: más
estructurales y menos sustanciales.46

La tarea más compleja y de mayor importancia para un escritor


que comienza o para alguien que siente los primeros síntomas del
deseo de escribir es leer sin descanso. Nada hay peor que un novato
que repite lugares comunes en su texto creyendo que ha hecho el
gran hallazgo. Y la atención debe estar puesta en sus historias, en
sus frases, en las situaciones que describe, en el uso de sus metáforas,
en las comparaciones que se le ocurren. Hablar a estas alturas de
un cabello negro “como ala de cuervo”, de “senos turgentes”, de “el
tiempo se detuvo” —ante un hecho inesperado—, de “un silencio
amenazador”, de “un miedo que erizaba los cabellos” es arruinar el
propio escrito, demostrar que se trata de un escritor haragán, inca-
paz de pensar en sus propias imágenes. Razón suficiente para que
cualquier árbitro de una editorial o de un concurso interrumpa la
lectura para siempre, que quiere decir, lo elimine de la posibilidad de
publicación o de asignarle el premio.

46
Alberto Vital, Rilke, Rulfo, Ciudad de México, Samsara, 2012, p. 83.
Ensayo sobre la escritura 73

Uno de los retos para todo escritor, como para el científico, es


el descubrimiento. Su estilo hará el resto. Pero el escritor que sólo
repite los lugares comunes, que en otros fueron hallazgos, corre el
riesgo de ser un escritor del montón. Es importante para el gran
cuerpo de la literatura, pero pertenecerá a lo que en ciencia se llama
la “ciencia normal”. Según Kuhn, una vez que ha sucedido el des-
cubrimiento para cambiar el paradigma de su campo, se requerirá
mucho trabajo confirmatorio, llamado “ciencia normal”, para que
no queden dudas acerca del genial descubrimiento.47 Sin embargo,
¿a qué escritor le apetecería saber que pertenecerá a las decenas o
centenas de escritores que confirmarán que el realismo mágico,
en efecto, es un hallazgo genial o que el texto del fluir de la con-
ciencia es conmovedor y desestructurador si todo el mundo lo ha
puesto en alguno de sus textos? Ante la duda, sería mejor optar por
la economía. “Economía es estilo”, escuché decir a una gran escri-
tora mexicana. Es un sabio consejo. Entiéndase economía como
sencillez.
Así, el aspirante a escritor no debería tener frente a sí otras
tareas que aprender a escribir, como un ebanista aprende a manejar
el torno. Lo que haga con ese conocimiento dependerá sólo de su
talento. El estilo ya existe, aparecerá solo y no hay que hacerle mucho
caso a su nacimiento. Pero hay que saber redactar, ¡por favor!, es
indispensable no cometer faltas de ortografía, hay que comprarse
algunos diccionarios y hay que leer como enfermo, incluso, pospo-
niendo otras tareas más urgentes, incluyendo la de escribir. De cual-
quier modo, nadie nos enseñará a crear obras literarias.
Si nada de lo anterior convence al aprendiz de escritor,
echaré mano de una cita de un autor de más luces que las mías,
Paul Auster:

47
Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, Ciudad de México, Fondo de Cultura Econó-
mica, 1983, p. 33.
74 Rodrigo Garnica

El antiguo doctorando y erudito se aclaró la garganta y me pidió


licencia para expresar su desacuerdo. No había normas en lo que se
refería a escribir, afirmó. Cuando se consideraba la vida de poetas y
novelistas, se acababa frente a un absoluto caos, una absoluta suce-
sión de anomalías. Eso se debía a que escribir era una enfermedad,
prosiguió Tom, algo así como una infección o gripe del espíritu que
podía atacar a cualquiera en el momento más insospechado. Al joven
y al viejo, al fuerte y al débil, al borracho y al sobrio, al cuerdo y al loco.
Echa un vistazo a la lista de los gigantes y semigigantes, y descubrirás
a escritores que siguieron todo tipo de tendencias sexuales, que asu-
mieron todas las posiciones políticas, que mostraron todas las face-
tas del espíritu humano: del idealismo más noble a la corrupción
más insidiosa. Eran criminales y abogados, espías y médicos, solda-
dos y solteronas, viajeros y enclaustrados…48

La segunda vocación

Pero si quien escribe ficción tiene otro oficio, es médico, carpin-


tero o físico nuclear, el acto raya en el escándalo. Estamos ante un
caso flagrante de segunda vocación. La segunda vocación como otra
opción. ¿A cuál? ¿Al pistoletazo en la sien, como Ismael? ¿Al tedio de
Meursault? ¿A la náusea de Roquentin? ¿A una manera de recobrar
el tiempo perdido, Proust mediante? ¿Al experimento de Joyce? ¿O
para reír a sus anchas, como Laurence Sterne?49 No. Todos ellos eran

48
Paul Auster, Brooklyn Follies, Ciudad de México, Planeta, 2014, pp. 174-175.
49
Son varias las referencias en este párrafo; las he reunido en una sola para no interrumpir demasiado
la lectura: Ismael es el personaje de Moby Dick, la novela clásica de Herman Melville, quien se supone
narra en primera persona y comienza su relato de esta manera: “Esos viajes son, para mí, el sucedáneo
de la pistola y la bala”. Meursault es el personaje de El extranjero, la novela de Albert Camus, quien
al parecer sufre de tedio crónico y mata a un hombre por razones por demás baladíes. Roquentin es
un arquetipo de la novela de Jean-Paul Sartre, La náusea, que popularizó la sensación metafórica de la
náusea o asco del mundo, tan cara entre los escritores existencialistas. Proust y Joyce son considerados
como dos de los novelistas más importantes del siglo xx, quienes renovaron el concepto de novela y
la manera de narrarla. Por último, Laurence Sterne es el autor de la obra Vida y opiniones del caballero
Tristram Shandy, libro de gran sentido del humor, convertido en un clásico de la digresión en la novela.
Ensayo sobre la escritura 75

“escritores profesionales” o se convirtieron en ello a partir de su


fama; al parecer, escribían como su gran vocación. Me interesa saber
por qué la novela —la poesía, la pintura— se vuelve un recurso
para médicos, abogados, políticos, amas de casa, personas norma-
les, jubilados, libertarios de domingo.
No es el aficionado que elige la poesía. No son los pintores
de fin de semana o los jubilados que estorban en casa. Alguna vez
presenté a una amiga como experta en cultura precolombina y ella me
corrigió presta: “Enamorada de las antiguas culturas mexicanas”,
dijo. Me dio una lección. La escuchaba hablar con soltura de un
tema que yo ignoraba y la califiqué de experta; pude haberla insul-
tado peor llamándola aficionada. Su ubicación exacta me resultaba
difícil.
Se escribe con pasión, con el hígado, con el esternocleidomas-
toideo, con el músculo tensor de la fascia lata, con el epiplón mayor
y hasta con el menor, pero no con la negligencia de un aficionado
a coleccionar estampillas. Sin embargo, tampoco con la dedica-
ción del profesional. ¿Qué somos entonces? ¿Híbridos? ¿Arribis-
tas? ¿Aprendices eternos? No lo hacemos por dinero ni soñaríamos
siquiera con ganarnos la vida de ese modo. No escribimos guiones
de cine, de radio o de televisión para sobrevivir, y escribir una tele-
novela nos resultaría más difícil o desagradable que escalar alguno
de los ochomiles. Tampoco cambiamos el rumbo de la historia de
la literatura. Azorados, ya mayorcitos, nos enteramos de que han
existido desde los poemas de Gilgamesh hasta las obras de ciencia
ficción. Toda una historia. Si lo único que deseábamos era escribir
una novela, eso es. No esperábamos otra cosa de nuestra segunda
vocación. Alguno fue porque leyó Crimen y castigo durante la
adolescencia y quedó marcado, o Moby Dick y el resultado fue
el mismo. Y en nuestra actividad cotidiana estuvimos lanzando
una mirada lánguida a ese platillo apetitoso que llamamos, por
76 Rodrigo Garnica

ejemplo, cuando-tenga-tiempo-y-los-niños-hayan-crecido-y-
pueda-dejar-uno-de-los-dos-tres-cuatro-empleos-que-tengo-y-
por-fin-pueda-sentarme-a-escribir-la-Novela. Pienso entonces
vengativamente que algunos escritores profesionales sufren lo
mismo: falta de tiempo, necesidad de ganar dinero con otras acti-
vidades: “¡Ah, si pudiera encerrarme en un sótano donde me
pasaran la comida por una compuerta y nadie viniera a visitarme,
las obras que escribiría!”,50 dijo Kafka.
Pero tampoco es así. Los de la segunda vocación hemos vivido
apasionados la primera: la medicina, la antropología, la abogacía,
todas las -ías que siguen, los negocios, el deseo de ganar dinero.
También en ello hay pasión. Por tanto, se hace necesario, indispensable
para mí, comenzar con una pregunta personal: ¿por qué una novela o
un cuento o un poema o un ensayo? Desde luego la pregunta está mal
hecha y conlleva su lado tramposo. Prefiero la novela. Es igual para
cualquier segunda vocación. La novela me apasiona como le pasaba
a mi amiga con la cultura precolombina.
¿Cómo hacer para escribir una novela si el autor es alguien que
proviene de otro mundo —de otro planeta, en sentido estricto—?
No es un escritor profesional y ama tontamente el género al grado
de ponerle su casita, visitarla por las noches, volverla su cómplice,
igual que a una amante. Tenemos un autor emblemático, Antón
Chéjov, en cuya frase ya citada relaciona la medicina con la literatura.
Como todas las historias, ésta es personal —¿existen otras?— y
sólo busca conspirar con los iguales. ¿No mencionamos que lo dijo
Sartre? “¿Para quién se escribe?” Para los iguales. ¿Quiénes son mis

50
Maurice Blanchot, De Kafka a Kafka, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1981, pp. 297-298.
Como se sabe, Kafka fue abogado de profesión y trabajó la mayor parte de su vida en una compañía
de seguros. Mostró gran responsabilidad en su empleo, aunque poca convicción. Ahora sabemos con
claridad que su vocación literaria fue la principal y de su anhelo, no sólo por dedicarse de tiempo com-
pleto a escribir, sino por disfrutar de una soledad monacal que lo mantuviese apartado de su familia y
de las mujeres con las que se comprometió a lo largo de su vida. La cita mencionada corresponde a su
diario.
Ensayo sobre la escritura 77

iguales? Yo no los escojo, pero los reconozco. Como los enanos, se


distinguen a la primera mirada. Los maestros no escogen a sus alum-
nos, ni los padres a sus hijos, ni los hijos a sus padres, ni los trabaja-
dores a sus compañeros de empleo. Porque sí. Porque Dios los crea y
ellos se juntan.
Se puede escribir una novela para alcanzar la felicidad. Des-
pués de todo, para ser feliz, según Julian Barnes, sólo se requieren
tres condiciones: ser estúpido, ser egoísta y gozar de buena salud.51
Pero tampoco aspiramos a la felicidad. Para eso está allí la robusta
profesión, los blasones, la presidencia de la sociedad de colegas, los
homenajes préstumos, los póstumos. Allí están los ideales cumpli-
dos: mi ranchito, mi mujer y mi buey; tres pesos en el banco para
invertir en la bolsa, una posible jubilación para no morir de ham-
bre; en ocasiones, una posición económica desahogada. Entonces:
¿para qué tomarse la molestia de escribir una novela? ¿Porque es
molestia? No. Porque es novela.
Se desea escribir, escribir ficción, inventar con palabras, inda-
gar cómo se ejecuta el difícil arte de mentir, según dicho de Vargas
Llosa, mencionado como el poder de persuasión del escritor.52 Por
fin algo cercano a la verdad. Se trata de mentir. ¿Por qué mentir?
Mentir es negar la realidad. La realidad es bastante desagradable; la
ficción es mejor que la vida, parafraseando al que dijo eso del cine.
Por ello se escribe una novela. Por eso se escribe ficción. Se invocan
aires vocacionales. Bello nombre para un tratado de la fenomeno-
logía del asco: “La vida cotidiana”.
¿Cómo? ¿La vida es un asco? Y hasta dos. Excepto cuando se
tiene una familia querida, cuando se ama, cuando se está ejerciendo
una profesión, cuando se departe con los amigos. Pero más allá de
esos instantes luminosos, y por desgracia breves, la existencia diaria

51
Julian Barnes, El loro de Flaubert, 4.ª ed., Barcelona, Anagrama, 1999, p. 180. La frase la atribuye Louise
Colet a Gustave Flaubert en una sección al parecer escrita por Colet acerca de su relación con el escritor.
52
Mario Vargas Llosa, op. cit., pp. 33-38.
78 Rodrigo Garnica

que incluye la situación económica, la política internacional, al pri-


mer presidente Bush, al segundo presidente Bush, al expresidente
Hussein, a todos los presidentes, incluido el brandy, a todos los
expresidentes, los partidos políticos, los empleos, el desempleo, la
pobreza, la injusticia, la inequidad, lo es.
Ya lo dijeron hombres doctos, se escribe para corregirle la
plana a Dios. Y se posee su misma gracia: la eternidad. El resultado
podrá ser malo, pero es eterno. A menos, claro, que la obsesión del
autor lo lleve a corregir aun después de publicado.
Una novela bien escrita es un sueño bien logrado. Gardner lo
dijo: dame mi sueño y no me despiertes de él.

La noción individual más importante que he bosquejado en la teoría


de la novela (en esencia, la teoría tradicional de la literatura de nues-
tra civilización) es la del sueño ficticio continuo y vívido […] En la
novela mala o insatisfactoria, este sueño ficticio es interrumpido
de vez en cuando por algún error o por alguna táctica consciente de
parte del artista.53

¿Cómo hacer para arrullar a un lector que deberá convertirse


en el rey Shahriar y cómo hacerlo sin tener los encantos de Shere-
zade? He ahí el reto.
Hay veces en que la segunda vocación se ejerce en la tercera
edad. Sin embargo, la vocación pudo haber comenzado desde
la infancia. Así es esto del tiempo. Un escritor profesional escu-
chará esto —si le llega a prestar atención— con verdadero desa-
grado. La literatura lo es todo para él: razón de ser, interpretación
del mundo, motivo de admiración de los demás hacia él, trascen-
dencia de la vulgaridad mundana, inmortalidad. Todo ello es cierto.

53
John Gardner, El arte de la ficción. Apuntes sobre el oficio para jovenes escritores, Ciudad de México, Publi-
grafics, 1987, p. 91.
Ensayo sobre la escritura 79

Ah, pero decimos algunos de la segunda vocación: también es para


aligerar la carga, facilitar la interpretación de un hecho, para disfru-
tar algunos exabruptos del espíritu. Sí, pero no. Tal vez no entien-
des. No perteneces. Eso plantea algo ineludible: ¿los escritores de
la segunda vocación son escritores de segunda clase, a secas? Dime:
¿cuántos premios literarios has ganado? ¿Qué editoriales te han
publicado? ¡Si todavía encontramos fallas de redacción en tus tex-
tos! ¡No dominas el uso de la coma! ¡Te falta oficio! ¡Y no me ven-
gas con la musiquita de que no tienes tiempo!
Absolutamente cierto. Porque tiempo siempre se tiene. Se
escribe en libretas mientras se espera pasar con el dentista, en la
antesala de una oficina de gobierno, durante las vacaciones mientras
los niños chapotean en las olas y tu mujer se crispa ante el horror
de que el mar los revuelque. Tiempo hay: mientras los demás ven
televisión o van al cine o a una fiesta o a un desayuno. Pareces un
monje. Eres de bostezvo. Y cuidado te niegues a contestar el teléfono,
ni que fueras Hemingway; o a recibir a tus amigos, ni que tuvieras
tantos. No. No puedes negarte a nada porque tú no eres escritor,
¿Y-A L-O E-N-T-E-N-D-I-S-T-E? Tú eres el doctor Pérez o el abogado
Dorantes o la licenciada Sánchez. ¡Tú no eres escritor! Así que más
vale que ocultes ese perverso vicio de andar escribiendo a escon-
didas y cuando todos duermen. ¿Eh? Piensa en las horas-trabajo-
hombre que significan todas esas cuartillas acumuladas; además, no
es seguro, siquiera, que posean alguna calidad. Para colmo, te han
rechazado de quién sabe cuántas editoriales de prestigio y a pesar de
ello sigues asistiendo a cuanto taller literario siente lástima por ti y
te recibe en su grupo porque ese rechazo, está muy claro, es por tu
culpa. ¡Bestia!
Sin embargo, hay un atenuante. Una lucecita de esperanza. La
última vez te dijeron: el dictamen resultó favorable, pero la editorial
sólo publica autores reconocidos, ¿lo sabe usted?
80 Rodrigo Garnica

La mayor dificultad para alguien que escribe como una


segunda vocación es asumirse escritor, sobre todo, si nunca lo ha
sido desde el punto de vista profesional. “¿Así que escribes? ¿Pero
en qué piensas trabajar? Ay, no mi hijito, hazte médico o abogado,
algo normal”.
Así se determinan las vocaciones.
Al margen de ello, persisten las segundas, terceras o más
vocaciones. Escribir es una pasión, como el amor: intensa, en oca-
siones dolorosa. Nadie dijo que te iba a retribuir. Si a pesar de eso
persistes en escribir, adelante, está visto que no tienes remedio.
III. Modus scribendi
Con seguridad, hay algunos elementos que son clave en la escritura
de una novela, de acuerdo con los textos que tratan el tema. Es difícil
citarlos en orden de importancia, porque la jerarquía varía según los
autores que uno consulte. Algunos de esos factores podrían ser: la
aparición de la idea, su desarrollo, la documentación, el purgatorio
de la corrección y los personajes. No importa cómo se describan,
no importa que uno se salga del tema y después vuelva a él, cuando
estamos pensando en el género de la novela no podemos evitar una
explicación contagiada de cierto espíritu novelesco.
¿Cómo opera ese acto, en apariencia misterioso, de la escri-
tura de ficción? Ocupémonos del tema de la novela, tema multi-
tratado por los más diversos autores; no nos detendremos en la
sesuda discusión de saber en qué consiste el género así llamado.
Limitémonos a una definición clásica, la que da E. M. Forster,
citando a Abel Chevalley: “Una novela es ‘una ficción en prosa
de cierta extensión’ […] ‘La extensión no debe ser inferior a las
cincuenta mil palabras’”.54
¿Cómo se escribe una novela, más allá de los juicios de cali-
dad que se hagan? Mi orden cronológico podría ser, más o menos,
de la manera que comento a continuación.

54
E. M. Forster, Aspectos de la novela, Barcelona, Debate, 1983, p. 12.

83
84 Rodrigo Garnica

La aparición de la idea

Es bastante difícil saber cuándo surge la idea de una novela. Los nove-
listas declaran con frecuencia que hacía muchos años tenían una idea
rondando por su cabeza sin que pudieran darle forma hasta que,
finalmente, surgió la chispa y allí estaba la historia entera. Pero nada
descarta que la idea parezca tan fresca que dé la impresión de haber
surgido apenas hoy. Por supuesto, no puede uno dejar de pensar en
ese misterioso sistema que emplea nuestra mente llamado la libre
asociación, que resultó uno de los puntos clave en el método freu-
diano para conocer el inconsciente, y que se completa con los sueños,
los olvidos y los actos fallidos. Hay autores que han declarado que la
novela entera ha surgido de una imagen, como si se tratara de una
fotografía. William Faulkner, por ejemplo, afirmó que su novela cum-
bre, El sonido y la furia, se le reveló a partir de una sola imagen; después
de esa visión casi mística supo que tenía la historia completa:

Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel


momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlo-
dados de los calzoncitos de una niña subida en un peral, desde
donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se
estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus her-
manos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quié-
nes eran ellos, y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado
los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo
todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro.55

Esa niña asomada a la ventana para observar el funeral de su


abuela y los fondillos de sus bloomers manchados de lodo represen-
taron el resumen de una historia que, de seguro, Faulkner conocía

55
Partisan Review, op. cit., p. 175.
Ensayo sobre la escritura 85

de antemano. ¿Desde cuándo la conocía? Imposible saberlo. No


habrá sido como el capítulo de un libro que hay que aprender
para un examen; más bien, debió tratarse de un aprendizaje gra-
dual, milenario, añoso al menos, que pudo haber arrancado en su
infancia, en su temprana juventud o en el inicio de su madurez.
Dicho conocimiento estaba contextualizado, lo que significa que
en él participaron diversos factores.

Desarrollo del libro

Lo siguiente tal vez consista en esa otra parte indispensable para


escribir ficción, en especial novela: dejarse llevar por un estado de
duermevela durante el cual se intenta —o debería intentarse—
ejercer la menor crítica, es decir, la menor autocrítica, sobre lo que
va surgiendo. Pero ¿qué va surgiendo? Material inconsciente, pro-
fundo, relativamente desconocido, maldades, brutalidades y todo lo
que un hombre tiene dentro. Freud escribió: “El inconsciente asesina
por bagatelas”.56 De eso se trata. De asesinar, violar, destruir, rene-
gar tanto como sea posible, a través del texto. ¿Se es responsable ante
tanta perversidad, tanta patología puesta en palabras? En un sentido
total, en el sentido del compromiso sartreano, sí. El compromiso, ya
quedamos, no debe tener un color partidista, aunque resulte difícil
evitar la visión política implícita. El compromiso, repitámoslo, es con
el hombre, con sus pasiones, con su dolor de existir y con esa situa-
ción en ocasiones olvidada: su condición desamparada y miserable
ante la omnipresencia del mundo, ante los objetos revelados. Hay
que dejarse llevar por eso. Ardua tarea si se anteponen frenos y auto-
censura. Algunos autores, sobre todo en los primeros años de escri-
tura, creen que están hablando de ellos mismos; se toman a la letra

56
Sigmund Freud, “Dostoievski y el parricidio”, en Obras completas. Tomo XXI, Buenos Aires, Amorrortu
editores, 1976, pp. 175-191.
86 Rodrigo Garnica

aquella afirmación de Vargas Llosa de que escribir ficción, y sobre


todo novela, es realizar un striptease de afuera para adentro.57 Como
estar desnudos y vestirse a pausas, pudorosamente. El primer relato
que publiqué era una novela corta de unas cien cuartillas, escrito en
primera persona por un narrador joven que era el hijo bastardo de un
“segundo frente”. Cuando la leyó un amigo mío, me miró de forma
grave y comentó: “No sabía que eras hijo natural”. Quedé admirado
porque ello no es cierto, pero me impresionó lo que podía suponerse
del autor ante un texto; me sentí orgulloso, asimismo, porque mi
relato adquirió tales tonos de verosimilitud que había engañado a
un amigo cercano.

La documentación y los personajes

¿Qué sigue a la primera imagen, a la fotografía inicial y al desa-


rrollo “inconsciente” del material que sugiere la idea, suponiendo
que ése sea el método seguido por el autor? Con seguridad, cada
escritor tendrá su propio sistema. Aparte de lo anotado acerca de
permitir que “las fuerzas del inconsciente” salgan con la menor
censura posible, uno de los pasos ulteriores consiste en detenerse
después de un tiempo para tomar varias decisiones: ¿archivar todo
lo referente a nuestra historia o llevar un fichero y anotar por orden
alfabético acontecimientos, personajes secundarios, lugares físicos
donde sucede la historia y demás detalles? ¿La libreta de apuntes
o la computadora y sus respectivos resguardos son suficientes?
No dudo que para algunos escritores el método funcionará, en
particular si se opta por escribir novela histórica y se pretende
alcanzar un realismo como historiador. Piénsese en la descripción
detallada que hace Umberto Eco acerca de su método para escribir
una novela y que resulta de gran interés para cualquier aprendiz:

57
Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 22.
Ensayo sobre la escritura 87

Como he dicho anteriormente, para escribir ese capítulo [el 115 de


El péndulo de Foucault] recorrí la misma ruta [de su protagonista]
varias noches, llevando una grabadora, anotando lo que veía y las
impresiones que tenía […] Sin embargo, como tenía un programa
de ordenador que me mostraba el aspecto del cielo a cualquier
hora del día, en cualquier longitud o latitud, averigüé incluso que
esa noche [la descrita en la novela] había luna, y que podía verse
desde lugares concretos en momentos distintos.58

Eco es un erudito y sabemos que esos eruditos son capaces de


volver aburrido hasta un Congreso Mundial de Payasos. Yo he des-
echado el método desde un principio; primero, porque no me gusta
la novela histórica, y, segundo, porque creo que el escritor debe estar
siempre al límite del realismo y dispuesto a violarlo en cuanto la oca-
sión se presente, sin hacer a un lado el tema de la verosimilitud. La
historia es un sistema abierto que siempre podrá modificarse, es un
asunto temporal y depende de posibles nuevos hallazgos, así como
también de cuándo sucedieron los hechos y cuándo se escribe sobre
ellos. La novela, en cambio, es un sistema cerrado, eterno e inmo-
dificable. Las correcciones que algunos autores llegan a hacer para
ediciones subsiguientes de sus novelas suelen ser menores, quizá de
simples errores ortotipográficos o algo así. Buena o mala, la novela,
obra artística al fin, es para siempre; tiene la dureza del mármol de
las obras de Miguel Ángel, con la ventaja de que, aunque aparezca
un loco que quiera destruirlas, siempre habrá ejemplares, registros,
copias, que harán imposible la tarea del vándalo. Eso forma parte,

58
Umberto Eco, Confesiones de un joven novelista, Ciudad de México, Lumen, 2011, p. 51. Si hemos de
tomar como propio uno de los conceptos sartreanos sobre el arte, tendríamos que defender el prin-
cipio de que escribir no sólo es una elección; repitámoslo: “escribir significa creer en la libertad, en
una libertad absoluta. Todas las artes consisten en crear un mundo rebosante de libertad, un mundo
querido, meditado, construido por una conciencia, una conciencia libre” (véase John Gerassi, op. cit., p.
70). Si sólo fuera por esa razón, no podemos objetar el modo en que trabaja un escritor, sólo podemos
juzgar el resultado. Tratándose, además, de un sabio como Eco, sólo nos queda intentar aprender lo
más posible de su sabiduría.
88 Rodrigo Garnica

también, de la responsabilidad del escritor: está elaborando una obra


de arte que dejará de pertenecerle, que deberá serle ajena en cuanto
la entregue para su publicación.
Prefiero optar por un cuaderno y una buena pluma —si se
puede Montblanc, del tipo rollerball— y hacer anotaciones, eso sí,
detalladas hasta la obsesión, aunque escritas en desorden porque
se escriben cuando a uno se le ocurren. Yo suelo hacer apuntes con
entradas de fechas, como si se tratara de un diario. De hecho, es un
“diario”, aunque no tenga anotaciones todos los días, en el sentido
de que constituye una bitácora acerca de la historia completa: los per-
sonajes, las situaciones, los lugares, las dudas. Conforme avanza el
relato, se vuelve indispensable realizar algún alto: quiero saber la esta-
tura, de qué número calza, cuál es el tono de piel, el color de cabello
y de ojos de los personajes principales y también de los secundarios,
de ser posible, de todo aquel que vaya apareciendo en la novela; si
tiene lunares o señas particulares. Es más cómodo trabajar así. No sé,
nunca se sabe, si requeriré describir cada una de sus características
físicas y psicológicas; tal vez nunca las mencione en el relato, pero
quiero saberlas yo más que nadie. Es conocida la anécdota de Ibsen
sobre el personaje denominado Nora, de Casa de muñecas, quien se
llamaba en realidad Eleonora, pero desde niña le decían Nora. ¿Desde
niña? ¿Eleonora? En ninguna parte de la obra se hace referencia a la
infancia del personaje ni a su nombre, pero Ibsen lo “supo” o lo tenía
contemplado, por si se ofrecía.
El cuaderno va relacionado con el gusto por escribir a mano.
Desde la aparición de las computadoras personales la predilección
es hacerlo de forma directa en el aparato. Con las laptops la batalla
está casi ganada. Sin embargo, aún existimos piezas de museo que
disfrutamos en gran medida de la escritura a mano, en el cuaderno
y con una pluma que se deslice tan rápido como se pueda. Yo con-
fieso que me encuentro en un estado intermedio y a mi inveterada
costumbre de escribir a mano, he ido accediendo cada vez con más
Ensayo sobre la escritura 89

frecuencia a hacerlo en la máquina, aun para una primerísima ver-


sión. No sé si le estoy diciendo adiós a una costumbre entrañable
y me convenga ya incorporarme a los métodos contemporáneos.
Quizá no esté de más saber que el personaje de la novela que
estamos escribiendo mide un metro con setenta y ocho centíme-
tros, calza del número veintiocho, comienza a quedarse calvo, su
piel es de una blancura sonrosada y los ojos son grises con algu-
nos tonos verdosos. Quién sabe si eso se dirá en la novela, pero
hay que saberlo. No soy partidario de las descripciones detalladas de
los personajes y de los lugares, porque hice mía la observación, no
sé de quién, de que, desde la aparición de la fotografía, la descrip-
ción detallada en la literatura ha perdido su fuerza y estorba a otros
elementos: ritmo, tensión y placer del relato. Léase la descripción
meticulosa que hace Balzac de un inmueble de importancia para
su relato: “Hacia la mitad de la calle de Saint-Denis, casi en esquina
de la calle del Petit-Lion, existía poco ha, una de esas valiosas casas
que proporcionan a los historiadores la facilidad de reconstruir por
analogía el antiguo París”.59 A esta cita le sigue un párrafo de diecio-
cho renglones en donde “retrata” a cabalidad todo detalle de dicha
casa. Es admirable, no cabe duda, pero ¿qué lector contemporáneo
desea detenerse tanto tiempo, no frente a la casa descrita, sino frente
a la descripción de esta? Probablemente ninguno. Además, está el
hecho que no siempre percibimos: la literatura también evoluciona
y, por consiguiente, los lectores. Dejemos claro, de inmediato, que
no estamos hablando ahora de un método que podría parecerse a
la descripción pero que no lo es: me refiero a ese enjambre de nom-
bres que utiliza Joyce en Ulises y que perfecciona en Finnegans Wake;
quienes han leído la última novela del autor refieren el capítulo de
“Anna Livia Plurabelle”, en el que se mencionan “unos seiscientos
ríos; probablemente no todos los ríos del mundo, pero sin duda

59
Honoré de Balzac, La comedia humana. Vol. I, Ciudad de México, Colección Málaga, 1969, p. 23.
90 Rodrigo Garnica

tantos como los nombres que Joyce pudo localizar”.60 En este caso,
se trata de “enumeración”, un método que tal vez arranca de muy
atrás en la literatura: ¿no es una irritante y fatigosa enumeración los
diferentes nombres populares que recoge Rabelais sobre cómo se
han llamado los órganos sexuales masculinos a través del tiempo
y las diferentes sociedades? Swift continúa con este método en Los
viajes de Gulliver, después corre por Flaubert en Bouvard y Pécuchet,
llega a Joyce y acaba perfeccionándolo Beckett en su famosa trilogía
de Molloy, Malone muere y El innombrable. Es esta la lista de cosas que
tanto gustaba a Umberto Eco.
Con frecuencia se habla de que el realismo ha pasado de
moda, quizá se trata de un fenómeno más complejo, quizá es que
la percepción de la realidad es distinta en cada época de la historia.
Cuando los surrealistas incorporaron los sueños a la literatura, a
las supuestas distorsiones que el inconsciente producía en el arte,
estaban haciendo arte realista, porque la realidad era otra ya. Y la
clásica escuela realista del siglo xix podría resultar tan irreal y fan-
tástica como la ignorancia humana lo determinaba en ese tiempo.
Entonces, quizá ese artilugio del escritor para hacer sus finas y
exhaustivas descripciones es un fenómeno tan irreal como cual-
quier otro. La percepción de la mansión balzaquiana pudiera ser
distinta si la persona es un hombre moderno, urgido por las nece-
sidades contemporáneas y con escaso tiempo para dedicarlo a la
lectura… y a la contemplación de los inmuebles.
Los personajes son el centro de la historia. Para la autora inglesa
Rona Randall, la novela conforma una serie de acciones de los perso-
najes, de manera que la novela sería sólo la envoltura de esos per-
sonajes para que el libro no parezca la obra de un psicótico cuyos
personajes no tienen soporte.

60
Hugh Kenner, Flaubert, Joyce y Beckett. Los comediantes estoicos, Ciudad de México, Fondo de Cultura
Económica, 2011, posición 933, e-book.
Ensayo sobre la escritura 91

Existió una corriente [habría que llamarla moda] en Francia entre


los años cincuenta y sesenta del siglo xx que se llamó ‘la nueva
novela’ o nouveau roman, en la que se intentaba suprimir las emo-
ciones y casi totalmente a los personajes. Por suerte fue una moda
pasajera, pero quien se interese en el tema se agregan al final del
libro algunas referencias sobre el tema [Robbe-Grillet, Natalie
Sarrautte].61

Otra teórica del tema hace la siguiente afirmación:

Los personajes son una pieza primordial en el proceso de la novela.


Cabe dos modos de trabajarlos: considerándolos el centro del interés
de la novela o entendiéndolos como medio para conocer y explorar el
mundo novelesco. En ambos casos, si aparentemente son individuos
como nosotros, inmersos en el tiempo y en el espacio y cuya exis-
tencia podemos curiosear, se debe a la eficacia de la construcción.62

Los personajes son parte del autor, quizá todos, pero nunca
un personaje es exactamente el autor. “¿Madame Bovary soy yo?”.
¡Claro! Pero no del todo. Los especialistas nos han explicado que
Flaubert sintió tal identificación, simpatía, conmiseración, curiosidad
por su personaje, y que, a través de él, conocimos muchos elementos
subjetivos del escritor. De seguro ese mecanismo opera en cual-
quiera que escribe ficción. No hay manera de escapar a los elemen-
tos esenciales del autor a través de los personajes. Incluidos los
asesinos, los sádicos, los que roban, los amorosos, los estúpidos.
Pero, sin pretender estudiar algunos elementos del inconsciente del
escritor, lo que me interesa señalar aquí es la parte consciente de la

61
Rona Randall, op. cit., p. 85.
62
Silvia Adela Kohan, Cómo se escribe una novela, Plaza & Janés, Barcelona, 1999, pp. 131 y ss.
92 Rodrigo Garnica

creación de los personajes de la novela. Creo que se trata de crea-


ciones sincréticas en relación con personas reales. Tienen la esta-
tura de éste, la profesión de aquél, las manías del tercero de los
conocidos del autor o por cualquier otro medio. Escribí una novela
en la que deseaba contar la historia amorosa de Gustave Flaubert
y Louise Colet,63 tocaba la afortunada coincidencia de que unos
amigos míos, con quienes viví una interacción emocional impor-
tante en su tiempo, se llamaban Gustavo y Luisa. ¿Habrá sido esa,
además, la “imagen primera”? No lo sé. Pero Gustave Flaubert, por
múltiples razones que no viene al caso detallar ahora, constituye
no sólo un escritor importantísimo para cualquiera que se interese
en el tema de la novela desde el punto de vista teórico, sino que él
mismo representa un candidato ideal para convertirlo en perso-
naje literario. La ocasión la pintaban más calva que el propio Gus-
tave y no pude desaprovecharla. Louise, en cambio, siempre estuvo
más borrosa ante mi mirada; debí darle claridad visualizándola,
primero como alguien muy cercano a mí, después con algunos ras-
gos de otras mujeres. El personaje principal de la novela —que no
era ninguno de los dos anteriores sino el narrador en primera per-
sona— era un poco yo, pero no mucho, pues contenía elementos
de algunos conocidos a lo largo de mi vida.
Trabajo del doctor Frankenstein este de crear personajes
novelescos. La gracia del autor consistirá, digámoslo una vez más,
en la verosimilitud con que lo realice.
Algunos críticos han creído reconocer a la persona a través
del personaje en algunas novelas famosas. Pobre tarea, porque la
coincidencia exacta nunca sucederá, quizá con la única excepción
de esos raros retratos que pretenden ser biografías noveladas. Aun
así, el buen escritor trampea siempre. Léase la “biografía novelada”
de Nietzsche escrita por el doctor Irvin D. Yalom. Es novela; por

63
Rodrigo Garnica, El cerco de tu piel, Ciudad de México, Ediciones Eón, 2007.
Ensayo sobre la escritura 93

fortuna, utiliza a un famoso como pretexto. ¿Por qué? Me voy a


permitir hacer una afirmación temeraria: porque no creo que exista
una sola vida real que se parezca, ni un poco siquiera, a la apasio-
nante vida del personaje de una buena novela. “El lenguaje es elipsis
siempre”, ya lo mencionamos citando a Sartre. ¡Claro! ¡Cuánta estupi-
dez cotidiana nos ahorra esa bella figura de la retórica! Repitámoslo:
la literatura es más bella que la vida.

La corrección: ¿infierno o paraíso?

Para algunos escritores, ésta es la verdadera tarea de la escritura:


corregir. Un novelista norteamericano, James Salter, dijo en una
conferencia: “Ser escritor es estar condenado a corregir”.64 Conozco,
incluso, a un autor que la disfruta. Piensa que ésa es la verdadera
literatura, cuando trabaja el artista que lo hará diferente a cualquier
otro artista, artesano, trabajador, empleado, ingeniero y demás. Por-
que es cuando, por fin, pule la materia de su oficio: las palabras. Otro
amigo escritor ha dicho que no existen los sinónimos. Se escandaliza
que algún autor trabaje con un diccionario de sinónimos al lado. Cada
palabra tiene un significado intransferible y nada más ése. ¿“Habitua-
ción” sinónimo de “acostumbramiento”, de “familiarización”, de
“aclimatación” y otras?65 ¡Qué horror!, exclamaría mi amigo que no
cree en la existencia de sinónimos. Porque cada palabra sirve para
lo que fue hecha, por tanto, no puede tener sinónimos. Cuando
un escritor busca un sinónimo en el diccionario, lo que quiere
decir es que está buscando una palabra que signifique, con mayor
precisión, lo que está queriendo decir, no algo que quiera decir lo
mismo de otra manera. En efecto, los sinónimos no existen.

64
James Salter, El arte de la ficción, Salamandra, 2018, posición 251, e-book.
65
Fernando Corripio, Gran diccionario de sinónimos, Barcelona, Bruguera, 1974, p. 578.
94 Rodrigo Garnica

Hay quien no disfruta las correcciones. Yo me cuento entre


quienes piensan que la corrección es un tormento que parece no
terminar nunca. No sólo eso, quien no gusta de las correcciones,
como yo, llega a pensar que la primera versión o tal vez la segunda
eran mejores que la última. Tengo once versiones de una de mis
novelas y la duda me asaltó en algún momento; sólo cuando la
expuse a otros lectores pude suponer que la decimoprimera
debería ser la última y la única digna de publicarse. Recibió un pre-
mio… pero yo seguí dudando sobre cuál sería la mejor.

¿De qué escribir?

Uno de los mayores tormentos de los escritores y también uno


de los lugares comunes de muchos falsos escritores es el famoso
síndrome de la página en blanco. Algunos grandes autores han
dado por concluida su vida de creación de ficciones aún en vida,
aunque las razones han sido bien distintas. Cito aquí a Fernando
del Paso, que lo manifestó después de la publicación de Linda
67. Historia de un crimen. Sartre lo hizo como un acto voluntario
cuando descubrió su condición burguesa de escritor de ficciones.
Hemingway se suicidó porque, cuenta la leyenda romántica, se
percató de que no tenía más ideas para continuar escribiendo
novelas o cuentos —la versión más realista y brutal fue que el
cáncer de estómago que sufría era de evolución rápida y sin
esperanza de cura—. Philip Roth lo declaró en una entrevista.
Aquí estaríamos hablando de retirarse, una situación más com-
pleja que no abordaremos aquí. En la mayoría de los casos, por
fortuna, la muerte sorprende al escritor a mitad de una obra,
o bien, con uno o más libros sin publicar, porque la vida no le
alcanzó para corregirlos. Es decir, si una cualidad tiene la escritura
de ficción es que, una vez que se aprende a hacerlo y se aprende
a disfrutarlo, es difícil dejarlo. Muy probablemente, quienes no
Ensayo sobre la escritura 95

tienen tema para escribir no son escritores verdaderos, no están


convencidos de hacerlo o lo hacen como un pasatiempo. Hipó-
tesis atrevida y molesta, pero no tengo otra.
Cuando se ha logrado desarrollar el instinto de narrador, la
vida se vuelve un chisporroteo de historias ficcionables: la pro-
pia y la de los demás. Se está con un amigo que se dedica a cual-
quier oficio menos a escribir y, en un acto de intimidad amistosa
nos cuenta pasajes de su vida, describe el carácter de su padre
o de su madre, la tremenda rivalidad con un hermano, su ena-
moramiento incestuoso y nunca confesado de una hermana; y
allí está la historia, la que nos remite, de manera invariable, a los
grandes mitos y a la gran literatura. Estamos escuchando una
anécdota que ya trataron Homero, los trágicos griegos, Shakes-
peare y todos los autores que terminan denominándose clásicos
en la jerga del oficio. Y si algo no resulta, está la propia vida, las
experiencias personales o la familia del autor, verdaderos ríos
interminables de sugerencias para escribir una novela o un libro
de cuentos. El problema, como es común decir, no radica en la
idea, sino en el arte de escribirla bien. Esto incluye tener ima-
ginación suficiente para deformar la realidad del presente o del
pasado, recrearla, suelen decir los mentores. Un maestro mío ha
dicho: la gran literatura trata de lo inconfesable. Es ése un punto
que no habría que perder de vista. Y, para vencer pudores, contar
siempre con el personaje principal de toda historia de ficción:
el narrador. “El narrador no soy yo”. Si no acabamos de com-
prender este hecho podemos quedarnos atorados por años en
la ficticia falta de temas sobre los cuales escribir. No es raro que,
en un taller literario, quien leyó su texto diga para defenderlo:
“Así sucedió en la vida real”. Ese aprendiz no ha aprendido. Se
trata de que la obra de arte suceda en su cabeza, no en la vida
real, aunque ésta sea la fuente de inspiración.
96 Rodrigo Garnica

El libro concluido

¿Cómo sabe un autor que su libro de ficción está terminado? Hay


infinidad de opiniones al respecto. Algunas brutales. Escribe Sartre:

Un aprendiz de pintor pregunta a su maestro: “¿Cuándo debo esti-


mar que mi cuadro está acabado?”. Y el maestro contestó: “Cuando
puedas contemplarlo con sorpresa diciéndote: ¡Soy yo quien ha
hecho esto!”. Lo que equivale decir como si lo hubiera hecho otro. Pues
esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a
revelar lo que se ha creado.66

Se supone que el genio lo sabe. Joyce supo no sólo que había


terminado Ulises, sino también que había escrito una obra genial.
Es lo que cuenta Ellmann, su biógrafo oficial. Los que estamos de
este lado, es decir, los mortales, dudamos todo el tiempo. Quizá no
somos artistas genuinos, si es que la expresión quiere decir algo.
Sin embargo, me atrevo a especular que muchos pasamos por la
experiencia de la obra no acabada, de la obra que, si hubiéramos
tenido más tiempo, más preparación, otra visión, más revisiones,
si nos hubiéramos extendido en éste o aquel pasaje... ¿Y qué tal
una relectura de nuestro texto diez, quince años después? ¡Cuánto
habríamos podido profundizar en las ideas vertidas, en los aspec-
tos técnicos, en el punto de vista! Son conocidos los casos de
autores que han tardado treinta años escribiendo una sola obra.
Musil con El hombre sin atributos es un ejemplo de la larguísima
ejecución de una obra maestra. Conozco un escritor que dice no
tener prisa, a pesar de que lleva más de veinte años escribiendo una
novela. Como en cualquier otra parte del quehacer literario, hay
tantas respuestas como escritores. Como el estilo, como la huella

66
Jean-Paul Sartre, op. cit., p. 68.
Ensayo sobre la escritura 97

digital, como el adn. Y, sin embargo, algún día hay que dar por
terminado el libro. Tendremos más oportunidades para extraer
de nuestro propio topus uranus aquello que no supimos hacer en
esa ocasión. Y la siguiente vez será una nueva oportunidad para
quedar insatisfechos.
Ahora bien, ¿qué hacemos con nuestro libro terminado? Allí
está él, desamparado, como nuestro hijo la primera vez que lo lle-
vamos a la escuela. Sabemos que estamos haciendo lo correcto,
comprendemos que la maestra que lo arrebata con brutalidad
de nuestros brazos cuidará de él, que nadie lo va a maltratar o a
dañar, pero ¿no podrían dejármelo un poco más de tiempo para
prepararlo mejor? Nuestro libro se deberá enfrentar al juicio de
los demás, igual que nuestro hijo deberá enfrentar al mundo, con
el rechazo y las reprobaciones correspondientes. Por eso se han
inventado los concursos. Es una buena opción y es anónima. Se
parece a jugar a la lotería, porque a algunos concursos concurren
varios cientos de libros como el nuestro y muchos podrían ser
mejores que el nuestro. Ni modo. Hay que participar. Algunos son
tan bien pagados que, estoy seguro, muchos escritores famosos
acuden a ellos con la esperanza de ganar y la ventaja de no saber
que perdieron. O no ganaron. Pero, para un principiante, es una
magnifica opción con tal de que se cuide de: a) no escribir para el
concurso, esto es, no preocuparse por saber cuáles son los criterios
para obtener el premio o los gustos de las editoriales para premiar
una obra de venta segura; escribir es un acto de libertad o no es;
b) nunca creer que el juicio de los árbitros es un juicio de valor en
sentido estricto: ya comentamos antes que la obra literaria se juzga
con criterios básicamente subjetivos; c) no creer que los premios
literarios dan algo más que dinero y la publicación de la obra y
nunca delirar con que son el camino a la fama y a la consagración,
a menos que sea el Premio Nobel —y aún está por verse— o el
Príncipe de Asturias o el Príncipe de Cundinamarca. Los premios
98 Rodrigo Garnica

literarios sólo dan la alegría de una fiesta, dura unos meses y des-
aparece con la prontitud con que llegó, no dejan nada más que
cierta pretensión curricular si uno busca trabajo como corrector
de estilo o profesor universitario. Más que eso, sirven para poco;
d) se buscan con la idea de que es el camino que los editores han
elegido para escoger las obras desconocidas que han de publicar y
el escritor, finalmente, lo que busca es eso, publicar; e) los premios,
la fama, la popularidad, el reconocimiento, las entrevistas por tele-
visión o por radio o las que aparecen en los periódicos son poca
cosa comparados con la verdadera felicidad del escritor: escribir.
Escribir es ser artista y está a muchos años luz más allá, rumbo
al mismísimo paraíso, de esa barata mundanidad de los honores.
Quien no esté pensando en acercarse siquiera al círculo que habita
Zeus será mejor que entre en un concurso de baile o de canto en la
televisión, para que deje de ocupar un espacio que sólo pertenece
a los dioses. Escribir, y de preferencia hacerlo bien, no tiene premio
equivalente a la propia grandeza del acto. Aquí debería romper la
computadora —el equivalente de romper el lápiz, como dijo un
escritor consagrado— para unirme a la afirmación de Shakespeare,
uno más de los únicos grandes: “Lo demás es silencio”.
¿Las editoriales no cuentan? Esas historias interesantes de los
escritores norteamericanos que envían su novela a una editorial —o
mejor, un cuento— y la editorial, formalidad anglosajona de por
medio, les responde que aceptan su short story para publicarse en
una revista y que le pagarán a tanto la palabra, son de una belleza
inimaginable. ¿Existen esos cuentos de hadas? Yo creo que en un
país en el que predominan los miserables, física y espiritualmente,
como México, no. Menos, cuando esos miserables detentan el
poder. Por tanto, hay que contar con conocidos, influencias, como
se dice, hacerse de amigos, moverse en el ambiente. Aun así, las edi-
toriales son negocios muy complejos para ocuparse de un novato
que entrega su trabajo y espera una respuesta. Dije bien: negocio.
Ensayo sobre la escritura 99

No se trata de arriesgar el dinero a lo tonto, por lo que siempre será


mejor publicar a un autor conocido. A menos que sea un nuevo
Rulfo o alguien así de espectacular. Ya dijimos que puede tratarse
de un libro tan malo que su rechazo sea ampliamente justificado,
pero la duda persiste. Se vale ser, en esos casos, un autor paranoico
y además histérico. De cualquier manera, las editoriales parecieran
estar cerradas para la mayoría de los principiantes. Ignoro si de
manera justificada o no, pero es una batalla que el novato tiene
perdida de antemano y que debe aprender a despreciar tan pronto
como sea posible.
El asunto es publicar el libro concluido. Ya habíamos dicho
que no es necesario que el escritor publique todo lo que escribe
porque, al final, mucho de su material será sólo un ensayo en el
largo proceso de aprender a escribir. Pero de ninguna manera
resulta admisible lo que algunos principiantes, y otros no tan prin-
cipiantes, ante la inseguridad vocacional o las opiniones nega-
tivas de los primeros lectores afirman: “escribo para mí, no me
interesa publicar”. Es la disculpa más burda que puede idearse.
Por supuesto que se escribe para publicar, de otro modo no vale la
pena molestarse y basta con pensar. ¿Basta con pensar? “El hom-
bre razonador, el hombre pensante”, para Heidegger, “lo es por-
que tiene una mano que utiliza de cierta manera, como no pueden
hacerlo las demás criaturas vivientes. Una mano para ejecutar
signos, para saludar, pero sobre todo para dar. El pensamiento
humano es, pues, pensamientos del don”. Es concebir “el pen-
samiento como una función del complejo cabeza-mano”.67 Más
todavía: el pensamiento es un trabajo manual porque se convierte
en palabra escrita. Lo demás, es charlería. El filósofo alemán exa-
gera al hablar de la cabeza, mientras que los biólogos hablan de la
relación cerebro-mano, pero ésa es la trampa que Heidegger hace

67
Jacques Derrida, No escribo sin luz artificial, Valladolid, cuatro.ediciones, 1999, pp. 37-38.
100 Rodrigo Garnica

al plantear sus dudas como un auténtico niño precoz que se pre-


guntara acerca de todo con supuesta ingenuidad: “¿Por qué existen
cosas en vez de nada?”.
El pensamiento es, entonces, un trabajo manual porque se
convierte en escritura.
Podemos utilizar la rotundez de Sartre, como siempre: “La sole-
dad del artista encierra una doble falsificación: no disimula solamente
una relación real con el gran público, sino también la reconstitución
de un público de especialistas […] El público de Stendhal es Balzac,
el de Baudelaire es Barbey d’Aurevilly y Baudelaire es a su vez público
de Poe”.68
Escribir es, a la postre, la acción más evolucionada del hombre.
En un sentido amplio puede querer decir “escribir simbólicamente”,
construir un edificio, pintar un cuadro, crear una partitura. En el
sentido de la palabra significa culminar una obra, trascender. No
en el sentido rimbombante de hacerse famoso o volverse inmortal,
sino en el de ir más allá de mi pensamiento que es solitario, tal vez
único y, nunca estoy seguro, quizá extravagante. Hablar sirve poco;
pensar, casi nada: es un placer masturbatorio que tal vez satisfaga
una necesidad, pero no pasa de allí. Trascender significa que pasa
de allí. Lo que pensé queda en manos de los otros, del Otro. Otro
casi imaginario, pero que existe: que pudiera ser uno, diez, diez
mil o un millón, nunca se sabe. Publicar es casi lo mismo, pero no
es igual; publicar es la sociabilización de la trascendencia, significa
que, además de escribir, lo estoy enviando a más personas de las
de mi círculo primario. En el largo camino histórico de la verbaliza-
ción del pensamiento, escribir constituye la más alta humanización
del proceso cabeza-mano. Lo que no se escribe no existe —sé que es
exagerada esta afirmación, pues hubo grandes culturas antes de la

68
Jean-Paul Sartre. op. cit., p. 132.
Ensayo sobre la escritura 101

escritura; sin embargo, al final del largo proceso, las conocemos por-
que alguien se dedicó a describirlas a través de la palabra escrita—.
Pero otra vez me salí del tema porque escribir podría parecer
que no es sinónimo de publicar. Kafka sería el ejemplo, pero Kafka
murió a los cuarentaiún años y no sabemos si algún día haría la
revisión deseada de sus libros para buscar su publicación. Tiendo
a creer que sí porque había publicado ya buena parte de su obra.
El mito que corre de que no deseaba publicar nada por razones
misteriosas es uno de los lugares comunes que tanto gusta a los
escritores que no pueden publicar por timidez o por falta de cali-
dad. Al parecer, Kafka era muy exigente con su trabajo, lo cual no
es raro que suceda a los verdaderos genios, quienes tienen la des-
gracia de ser sus primeros lectores. Esto se sumó a rasgos bastante
neuróticos de Kafka, que lo volvían muy inseguro en los campos
de la literatura y en las relaciones de pareja, y el hecho trágico que
ya mencionamos: murió joven. El resto de la historia es demasiado
conocido: su amigo Max Brod cometió un acierto y un error en rela-
ción con la obra de Kafka, al desobedecer la última voluntad del
autor, quien quería destruirla tras su muerte —ése fue su acierto—
y meterle mano despiadadamente sin la presencia del autor —ése
fue su error—.
Según Derrida, para Heidegger el pensamiento no existe o
no es suficiente con la palabra hablada. Para que se pueda hablar
de pensamiento deberá escribirse. Derrida hace un repaso por lo
que significa escribir a mano, adaptarse a la máquina de escribir
—primer fetiche de la intelectualidad moderna: la máquina de
escribir—, pasar a la máquina eléctrica y finalmente a la computa-
dora personal. En ese proceso histórico, el capítulo final es escribir-
publicar o escribir-comunicar.
O que unos escriban lo que otros dijeron. Existen tres figuras
emblemáticas de la cultura occidental que nunca escribieron, sólo
hablaron: Homero, Sócrates y Jesucristo. ¿Qué sería de la cultura
102 Rodrigo Garnica

occidental si alguien no se hubiera ocupado de pasar a la escritura


lo que se atribuye al pensamiento de esos tres gigantes? Debieron
pasar doscientos años de la muerte de Homero para que alguien
escribiera las primeras versiones de La Ilíada y La Odisea, las cuales
eran conocidas por los relatos —¿cantos?— de su autor en la isla
de Quíos. Cantos o versos que, de cualquier modo, recogían leyen-
das y versos populares.
Si no fueran suficientes las razones anteriores, agrego otra
más: ¿para quién se escribe? Son agradables y en ocasiones sue-
nan a música celestial los elogios y estímulos provenientes de los
amigos, de la pareja o de los familiares que leen nuestros textos.
Pero están deformados por el afecto y, lamento decirlo, no cuen-
tan. Falta la prueba de fuego: mi texto leído por alguien que no me
conoce, que no tiene que sentir la menor simpatía por mí y que
hasta pudiera vivirme como una amenaza al ocupar un lugar que él
detenta, tener un éxito que despierte envidia y demás pensamien-
tos de la torcida mente humana. Convencer a los que les podemos
ser antipáticos es el reto. La primera conferencia que uno escucha al
ingresar a la facultad de medicina, a los diecisiete años de edad, con
la cabeza rapada por ser novato y frente a un viejo cuarentón o cin-
cuentón muy bien vestido pero con cara de aburrimiento, se ocupa
del tema de la estupidez que hemos cometido al elegir esa carrera:
nunca ganaremos suficiente dinero, siempre viviremos niveles de
angustia y responsabilidad desconocidos en otras profesiones,
abandonaremos a nuestras familias, no tendremos descanso ni en
las vacaciones. Algo de cierto hay en eso pero, incómodo y amenazante,
está el hecho innegable de que, más tarde o más temprano, los nue-
vos que allí estamos podremos convertirnos en la competencia del
que habla y acabaremos quitándole parte de su clientela. ¿Por qué
no habría de suceder algo semejante con el aprendiz de escritor a
quien ni conozco ni estimo?
Ensayo sobre la escritura 103

El principiante debería saber desde el inicio de su esfuerzo en


la escritura que el juez no está nunca en una posición mejor. Dijo
un profesor inglés hace muchos años: “El crítico llega a sentirse
insatisfecho de la vaguedad de su actividad, o su arte, y se entrega
al fantástico sueño de que sea posible reducirlo a la firme precisión
de la ciencia”.69
Por eso, a pesar de las dificultades que implica publicar, no
debería olvidarse que se escribe con ese objetivo.

Para volver al tema del origen de las ideas para una novela, utili-
zaré un ejemplo personal, por conocer a detalle el proceso de su
elaboración, y de esa manera ilustrar con mayor facilidad lo dicho
hasta ahora en este capítulo. La culminación de esta historia —que
comprende la escritura de mi novela— consiste en un final feliz:
la obtención de un premio nacional y la publicación de la obra. No
me dio la fama y muy probablemente tampoco la inmortalidad,
pero tiene la gracia del trabajo concluido en forma satisfactoria y
que podría servirme como modelo para mis siguientes intentos.
Puedo asegurar, con muy pocas probabilidades de equivocarme,
que la historia —otra vez, la esencia o el leitmotiv de la novela— surgió
de una imagen, esta vez no visual como en la anterior, sino mental
o psicológica. Estando en mi consultorio, recibí una llamada por la
extensión, a unos metros de mi despacho, para informarme que mi
siguiente paciente acababa de llamar y me pedía calma porque venía
retrasada, el tráfico de la ciudad la detenía, pero le era indispensa-
ble tener su consulta, ojalá pudiera esperarla. Un buen momento
para estirar las piernas, abrir un libro o el periódico, recostarme en
la mesa de exploración, dormir una pequeña siesta sentado, como
no es raro que hagamos quienes tenemos un trabajo intenso sin
pausas. Por la razón que sea, no hice nada de lo anterior, sino que

69
John Middleton Murry, op. cit., 1966, p. 7.
104 Rodrigo Garnica

surgió la pregunta: ¿Y si me fuera sin avisar a nadie? Si la pregunta


era vaga, imaginen la respuesta. Sin avisar a nadie podía significar
“a nadie de mi despacho”, ni a mi secretaria, ni a los compañeros
de piso, ni al portero del edificio mientras sacaba el automóvil del
estacionamiento. Pero podía querer decir sin avisar a nadie más: a
la esposa, a los hijos, a los amigos, a los pacientes. Eso significaba,
sin duda, proponerse un cambio absoluto de forma de vida sin
demagogia. ¿De qué podría vivir un hombre que tomara esa decisión?
Viene a la mente, de inmediato, la legendaria historia del pintor Paul
Gauguin. Siendo un prominente banquero parisino, padre de varios
niños, esposo ejemplar, dejó todo para viajar a Tahití con la finali-
dad de dedicarse a la pintura, su verdadera vocación. Quién sabe si
el relato resultara de calidad literaria o no, pero la propuesta sería
fuertemente seductora para cualquier miembro de la clase media y
baja que suda y muere en el trabajo sin esperanza de abandonar la
condición de enajenado, en el sentido marxista de la palabra. Es
una rebelión, aunque no alcance las dimensiones épicas de la
revolución. Toda la novela estaba planteada allí, al menos la trama
misma, a reserva de planear su desarrollo, con el atractivo para el
autor, de ser libre de imaginar cualquier situación porque se estaba
frente a la libertad del personaje. Hago énfasis en el atractivo para el
autor recordando aquella afirmación de Barthes acerca de El placer
del texto: el texto será placentero para el lector si para el autor fue
placentero escribirlo.70
Escribir esa novela lo fue. La máxima de Barthes aplica en
el otro sentido. Si y sólo si, el escritor disfrutó su escritura podrá
aspirar al contagio del placer, pero no lo garantiza. Y fue placentero
escribirla porque me tomé la libertad, entre otras, de robar —no
70
Roland Barthes, El placer del texto y lección inaugural, Ciudad de México, Siglo XXI Editores, 1974, p. 12.
El autor lo dice casi con esas palabras: “Si leo con placer esta frase, esta historia o esta palabra es porque
han sido escritas en el placer (este placer no está en contradicción con las quejas del escritor). Pero, ¿y
lo contrario? ¿Escribir en el placer me asegura a mí, escritor, la existencia del placer de mi lector? De
ninguna manera”.
Ensayo sobre la escritura 105

recibir la influencia, ni acercarme a los genios de la literatura, dije


robar— fragmentos enteros de algunos de mis autores favoritos.
Por ejemplo, uno de Albert Camus acerca de la inutilidad de la vida;
otro de La Ilíada —¡ni más ni menos!—, consistente en la arenga
que Tetis, la madre de Aquiles, en compañía de las Nereidas,
lanza contra su hijo en la rapsodia XVIII, para exhortarlo a que
se reincorpore al sitio de Troya. Un capítulo entero de la novela
es una paráfrasis de El sueño de una noche de verano, de William
Shakespeare. No, si malos padrinos no escogí.
Esto es lo que los expertos llaman intertextualidad. Recurro
aquí a la definición del término de acuerdo con el Diccionario de
retórica y poética de la maestra Helena Beristáin, obra de singular
utilidad para ser precisos: “Relación de copresencia entre dos o
más textos, presencia de un texto en otro: cita, plagio, estereotipo,
catacresis, pastiche, imitación literal”.71
Debo reconocer que lo mejor de mi “delito de robo a mano
armada” ha sido lo divertido del método. En la novela inspirada en
Flaubert y Louise Colet, ya publicada, copié palabra por palabra unas
cartas de Gustave a Louise, con mínimas modificaciones para que se
adaptaran a mi relato. Mi personaje Gustavo era uno de los actantes,
el oponente del eje actancial del deseo, pero seguía siendo un per-
sonaje importante. Hasta su descripción física copié de la biografía
de Lottman. Y su “condición psicológica”, para llamarla de alguna
manera, la extraje del libro de Sartre acerca de Flaubert: El idiota de

71
Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, 8.ª ed., Ciudad de México, Porrúa, 1997, pp. 269 y ss.
“Un texto puede llegar a ser una especie de collage de otros textos, algo como una caja de resonancia
de muchos ecos culturales, y puede hacernos rememorar no sólo temas o expresiones, sino rasgos
estructurales característicos de otras Lenguas, de géneros, de épocas, etc., pues, en efecto, otras Len-
guas y otros textos entran en un nuevo texto ya sea como citas (copiados), ya sea como recuerdos;
ya sea entre comillas o como plagios (Kristeva)”. En el título de este apartado, la autora coloca entre
paréntesis otras denominaciones cercanas (¿o sinónimas?): transtextualidad, intertextualidad, confi-
guración discursiva, recorrido figurativo, formante intertextual, etcétera. Y agrega: “La intertextualidad
es hoy un concepto cada vez más utilizado en análisis de textos y en semiótica”.
106 Rodrigo Garnica

la familia, ya citado. “¿Por qué Flaubert?”, le preguntaron a Sartre


en una entrevista. El filósofo respondió:

La primera [razón] es puramente circunstancial: hay muy pocos per-


sonajes de la historia o de la literatura que hayan dejado una masa tal
de información sobre ellos mismos. La correspondencia de Flaubert
ocupa trece volúmenes de cerca de 600 páginas cada uno […] Hay
igualmente muchos relatos y testimonios sobre él. Los hermanos
Goncourt veían a menudo a Flaubert y anotaban en su diario no
solamente lo que pensaban de él sino lo que él decía de sí mismo
[…] Y, además, está toda la correspondencia con George Sand,
las cartas de George Sand a Flaubert, las ‘autobiografías’ en su
juventud y otras mil cosas.72

Algunos elementos de esa idea se combinaron con una his-


toria personal, íntima y entrañable que no relataré aquí por aque-
llo que dijo Freud cuando afirmó que existen las cosas privadas
y las cosas privadísimas. El origen de esta novela pertenece a mis
hechos privadísimos, pero ya convertido en novela no lo es tanto.
El resultado fue una mezcla que me satisfizo, aunque, ya se sabe,
no se puede ser juez y parte.
Otro modo de hacer una novela es adaptar un mito o una obra
clásicos a nuestro tiempo. Ése fue el caso de otra novela mía, en
prensa ahora. Consiste en una versión contemporánea de la trilogía
de Esquilo, La Orestíada, que se conforma de las obras Agamenón,
Las coéforas —Los coéforas, según las traducciones en España— y Las
euménides. Mi novela sucede en una ciudad de mediano tamaño,
como hay varias en México —Puebla, León, Querétaro, San Luis
Potosí, la que se quiera, aunque en mi interior, en mi recuerdo, era
León, en el estado de Guanajuato—, llamada Aldama, para fines

72
Jean-Paul Sartre, El escritor y su lenguaje, Buenos Aires, Editorial Tiempo Contemporáneo, 1971, p. 31.
Ensayo sobre la escritura 107

de la ficción. La obra está dividida en varias partes de acuerdo con


cada uno de los personajes principales, narradas en tercera persona,
con excepción de una narrada en primera persona por un personaje
secundario, especie de oidor del rey y relator en consecuencia, pero
que muy poco interviene en la anécdota. También tiene una sec-
ción de coro, que así se llama, en la cual los personajes son del todo
anónimos y hablan sin acotaciones. La historia, por supuesto, ter-
minó modificándose en varias partes y nunca se completó la trilo-
gía —falta, por ejemplo, el juicio hecho a Orestes por las Furias y la
defensa misógina del dios Apolo—, pero fue un excelente pretexto
para crear una historia. La escribí en tres meses, tiempo en verdad
récord para mi costumbre, ya que suelo tardar de dos a tres años
para completar una novela. No fue una hazaña, la historia salió con
cierta facilidad porque conocía la anécdota y sabía de principio a
fin lo que iba a suceder. Es cierto que el resultado fue diferente a lo
planeado, pero no me perdí en “páginas en blanco” o en pregun-
tas angustiosas de “¿qué sigue ahora?”, porque eso ya lo sabía. Leí
todo lo que pude acerca del teatro del Siglo de Pericles, la mitología
helénica y hasta los estudios arqueológicos sobre los descubrimien-
tos de la antigua ciudad de Troya. En sentido estricto, es difícil para
mí saber cuánto tiempo me llevó realmente la creación de la novela
completa y no sólo su redacción, pues debo haber leído sobre el
tema por muchos meses, y quién con vocación literaria no va y
viene por esos temas clásicos desde la preparatoria hasta el final de
sus días. Es cuando me hago la pregunta que ya he planteado con
anterioridad: ¿Cuándo se tiene la primera idea de una historia que se
convertirá en la novela que escribiremos? Desconozco la respuesta.
Daré otro ejemplo personal, porque son los únicos que
me constan. Quizá por ser una novela reciente —la más recien-
temente publicada—,73 tengo bastante claridad sobre sus orígenes.

73
Rodrigo Garnica, Los ácratas, Ciudad de México, Editorial Terracota, 2011.
108 Rodrigo Garnica

Parte de tres elementos, sin que pueda estar seguro del orden cro-
nológico, no de los sucesos reales, sino para convertirse en ideas
de una novela. Había dos personajes que despertaron mi interés
y provenían de mi novela anterior —la del premio—. Se llama-
ban Marcelo y Carmelo; les di ese nombre en honor a la novela
de Beckett Mercier y Camier, que me ha fascinado las tres o cuatro
veces que la he leído. Tiempo después, ya publicada mi novela, una
maestra de literatura me hizo el señalamiento de que los nombres
Marcelo y Carmelo constituyen, en realidad, un anagrama; yo no
me había dado cuenta; ¡ah, las trampas del inconsciente! Sostengo
la idea de que los personajes de Beckett están inspirados en Bou-
vard y Pécouchet, de la novela homónima de Flaubert, que sólo se
publicó después de la muerte del autor, así que “abueleaba” por-
que en mi interior rendía el debido culto a dos de mis escritores
preferidos. Los personajes me habían fascinado, tanto en las dos
novelas de estos grandes clásicos como en mi modesta evocación;
sin embargo, su aparición en mi novela anterior había sido muy
secundaria y pensé que merecían un protagonismo incuestionable.
El segundo elemento era una emoción. ¿No se ha escrito
hasta el cansancio que las novelas tratan, sobre todo, de las pasio-
nes humanas? ¿No se ha extendido esta afirmación a toda la litera-
tura, incluyendo las obras de teatro y la poesía? Claro que sí. ¿Cuál
era esa misteriosa emoción que movía todos mis resortes vocacio-
nales de la escritura, si es que los tengo, y que hacían irrefrenable el
impulso de escribir? La indignación. Es un hermoso sentimiento,
no cabe la menor duda; quiere decir, ni más ni menos, que estoy ofen-
dido porque alguien ha atentado contra mi dignidad. El sentimiento
provenía de la lectura de los periódicos y de las revistas de un país
latinoamericano, mi país, México, en los que, literalmente, a diario
aparecen noticias que tienen que ver con la corrupción: impuni-
dad de un latrocinio del funcionario en turno, elecciones trucadas
y fraudulentas, fallos imbéciles de una Suprema Corte de Justicia
Ensayo sobre la escritura 109

de changuitos tropicales que imitan el sistema democrático de los


países desarrollados, miseria de la mayoría de la población acom-
pañada de los discursos más cínicos, huecos, carentes de la menor
lógica, abusivos y, por los años que tengo de escucharlos, aburri-
dos; un medio de transporte urbano repleto de miserables campe-
sinos expulsados de sus comunidades por el hambre sufrida por
siglos, para venir a sufrir hambres a la ciudad gigantesca y, antes
de morir por ello, engrosar los ejércitos del crimen organizado y,
en tanto, el discurso político con su sonsonete. No me interesaba
hacer una novela política, ni convertirme en un luchador social.
El altruismo puro me genera una profunda desconfianza para la
que no es el momento de explicar. Pero cualquiera que sea la cons-
trucción arquitectónica de la ideología política que uno pretenda
detentar, la vida en las grandes ciudades —y en el campo y en los
pueblitos— de los países de Latinoamérica es repugnante y causa
indignación: por injusta, por inequitativa, por estúpida, por atro-
pellada, por sin esperanza. ¿Quieren que me indigne más? Creo
que con eso basta.
El tercer elemento es la vieja idea de la imagen primaria,
mental o visual, que puede echar a andar el proceso que ya expli-
qué. Recorriendo Ciudad de México, sin que pueda recordar con
exactitud el motivo, quedé atrapado en el tráfico de una calle estre-
cha del centro. En ese tiempo, la calle desembocaba en la antigua
Central de Abasto y delante de mí quedó un camión de carga con
una caja repleta de productos del campo. No se requería pensarlo
mucho para deducir que se trataba de una carga que provenía de
algún lugar del campo, de algún pequeño o mediano productor,
que llevaba su mercancía a la mencionada Central de Abasto. Está-
bamos detenidos porque en ese camión, justo delante de mí, se
daba el fenómeno habitual, normal, cotidiano e indiscutible del
espíritu de nuestro contrato social: la mordida. Subió un policía
de panza magna al andén del camión, se echó la gorra para atrás,
110 Rodrigo Garnica

sonrió al chofer, a quien apenas alcanzaba yo a ver, estiró la mano


como cualquier limosnero del rumbo, recibió varios billetes enro-
llados, se tocó la visera de su gorra, amplió su sonrisa y bajó del
andén. Podíamos continuar. Todo muy normal. La operación habrá
durado uno o dos minutos. La fotografía había sido tomada, ¿se
acuerdan? La lente, la cámara oscura de mi cerebro y esas preten-
didas metáforas, estaban trabajando. ¿Por cuánto tiempo? No lo
sé. Quizá veinte, veinticinco, o más años, tras los cuáles me pre-
gunté: ¿qué habría pasado si el chofer del camión carguero, en lugar
de sacar de su bolsa un fajo de billetes para entregárselo al policía,
hubiera sacado un arma de fuego, digamos para no exagerar, una
pistola calibre 38, la apuntara a la frente del policía y hubiera jalado
del gatillo, teniendo al otro a escasos cuarenta centímetros de dis-
tancia? ¡Allí estaba la historia-novela-argumento o como se llame!
El leitmotiv estaba allí. El primer esbozo del plano arquitectónico de
la novela se encontraba ya reunido con unos cuantos elementos:
los personajes, la emoción, la imagen. No sé en qué momento los
junté y cuándo supuse que eso era una novela, pero, cuando haya sido,
estoy seguro de que me sentí, emocionalmente, como el gran cientí-
fico ante su hallazgo, toda proporción guardada, por supuesto. Más
bien, toda desproporción guardada. No importa el resultado, no
importa la trascendencia del hallazgo, no importa la genialidad o la
infinita modestia del trabajo que se está haciendo, la emoción es
la misma. Ahora ¿cómo la desarrollo? Recordé un raro sistema que
ignoro quién sugirió: ¿Gide? ¿Forster? Escribir el primer capítulo y
el último. Después dejar fluir la historia. Tenía su lógica, al menos
en esta novela mía, Los ácratas, porque en ella parecía estar muy
claro el destino del o los personajes que se metían en ese berenje-
nal. ¿Dispararle a un policía en pleno centro de la ciudad, estando
atrapado en un camión torton de seis toneladas en medio del trá-
fico citadino, sin el menor hueco para escapar? ¿Qué otro destino
podía tener un personaje así si no sucumbir a la imposición de una
Ensayo sobre la escritura 111

justicia que, por supuesto, era todo menos justa, pero que reunía
los elementos suficientes para que el inculpado no saliera impune?
Lo demás fueron cuartillas de vericuetos que hacían ir y venir a los
personajes con una autonomía desesperante, utilizando el mara-
villoso invento de Sterne, la digresión, pero condenados a cumplir
su indefectible destino.
Volvamos a decirlo. No importa el resultado, porque el juicio
del experto puede ser demoledor. Lo verdaderamente interesante del
fenómeno, y que es al final a lo que apuesta un editor con agallas, es
que se le revele un nuevo Flaubert, un nuevo Faulkner, un nuevo Rulfo
y haga el gran descubrimiento. O tope con uno más de tantos que
intentamos deslumbrar a los otros con nuestro supuesto talento. El
escritor ignora todo acerca de esa parte de su trabajo, pero algo que sí
debería intentar es una honestidad a prueba de tentaciones para lan-
zar los dados con su mano de la fortuna y nunca, bajo ninguna otra
circunstancia, escribir una obra para dar gusto a un público o para
alcanzar el éxito. Si gana el concurso, si obtiene premios, si lo editan, si
se hace famoso, que sea bajo sus condiciones. Remitámonos de nuevo
a uno de los dioses, a William Faulkner:

El escritor no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que


quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no
tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir
yo pasé por aquí […] El artista está un peldaño por encima del crí-
tico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico
escribe algo que moverá a todo el mundo, menos al artista.74

Que no se nos olvide la lección: el escritor es un artista o no


es nada.

74
Partisan Review, op. cit., pp. 181-182.
112 Rodrigo Garnica

Todo lo que uno sabe de su propia novela lo sabe hasta termi-


nada la historia, de otro modo el placer podría extinguirse.
La primera idea de la novela era, siguiendo de manera involun-
taria el consejo de Randall, reconocer a los personajes; ellos harían su
historia por sí mismos. Sin embargo, me sucedió algo que todos los
escritores dicen en las entrevistas y que nunca había creído del todo:
los personajes decidieron seguir su propia ruta. Yo deseaba hacer
una obra cómica, absurda, llena de gags, pero, sobre todo, que tratara
el fenómeno del disparate que mucho me interesa. Sin embargo, la
realidad de esos personajes me fue acotando y en cierta manera obli-
gando a seguirlos. Parecía magia: habían cobrado vida propia.
IV. El lado práctico de la escritura
Tiempo y dinero

Si hablamos de escritores profesionales, podremos comprender que


sean capaces de organizar su vida alrededor de la escritura, igual
que cualquiera lo hace con su trabajo. Esto no siempre es posible.
Bueno, en la inmensa mayoría de los casos resulta imposible. Cono-
cemos, es cierto, los ejemplos de los famosos que sólo se dedican a
escribir y que eso les deja suficientes recursos para no preocuparse
por realizar otra actividad. Todos tenemos los mismos nombres en
la mente y no vamos a repetirlos aquí. El trabajo del escritor que
vive de su pluma incluye, por supuesto, una actividad promocional
intensa que abarca entrevistas, conferencias magistrales, presenta-
ciones de sus libros y demás. Que se entienda que no es posible ima-
ginar a un escritor que sólo escribe, y lo hace de manera tan genial y
convincente, que eso baste para vender miles de ejemplares y resolver
su situación económica. ¿O existirán casos así? Cuando esto se llega
a presentar, el autor está muerto. También sobran los ejemplos. En
forma periódica sabemos de autores vivos —sobre todo en los países
ricos—, de fenómenos de este tipo en que el libro, convertido en best
seller, vende, como el nombre lo sugiere, millones. ¿Lo hará sin la par-
ticipación del autor en todo lo mencionado anteriormente? Lo dudo.
Hay algunos casos excepcionales en nuestro idioma, el caste-
llano; son insólitos porque quienes hablamos este idioma vivimos

115
116 Rodrigo Garnica

en conflicto permanente con el tema del dinero. Gabriel García Már-


quez lo sufrió, pero no hay duda de que ha sido un éxito econó-
mico como escritor. Se conjugan en él la consagración literaria y la
rentabilidad. Se calcula que se han vendido alrededor de sesenta
millones de sus libros, Cien años de soledad a la cabeza, por supuesto.
Elija el lector cualquier cantidad ganada por el simple concepto de
regalías y haga el resto de la cuenta. Ello significa, en efecto, un
enriquecimiento único para cualquier autor en español, quizás en
toda la historia. García Márquez tiene, además, la enorme gracia de
dosificar sus promociones: una entrevista por aquí, alguna partici-
pación en congresos por allá, nunca demasiado, y, con el paso del
tiempo, la consagración definitiva en la que sus editores, sus ami-
gos y muchos de sus lectores hacen su propia labor. La fama está
más que sustentada por un portento de obra, pero el autor, aun-
que no participe en sus homenajes, deberá permanecer en silencio
mientras se los hacen. Nada de oponerse a ellos y nada de opinar
sobre la matanza de Acteal o el fraude electoral en las elecciones
presidenciales de 2006. Un escritor de tales dimensiones de fama
se ve mejor callado. Que los demás hablen por él. El resto de los
escritores deberá expresarse sin descanso, porque eso que se llama
“el público” puede olvidarlos en un santiamén y su obra dejar de
venderse. No es que sea un trabajo indigno, simplemente es tra-
bajo. Entonces, la idea del escritor puro —creo que fue en el siglo
xix cuando se inventó la idea de la “torre de marfil”—, quien sólo
ocupa su vida productiva en escribir, es relativa. La gran mayoría de
escritores deben hacer algo para favorecer las ventas de sus libros,
o al menos, mejorar cada vez que puede su posición en el mundo
profesional de las letras. En su libro Bartleby y compañía, Vila-Matas
hace un recuento y anecdotario de un número muy importante de
escritores que dejaron de escribir o escribieron poco por diferen-
tes razones que enunciaron cuando fueron entrevistados. Han sido
Ensayo sobre la escritura 117

autores de poco texto y, desde luego, ninguno de ellos vivía de la


escritura.
Por tanto, dejémonos de rodeos y hagamos una afirmación
obvia sobre el oficio de escritor y que con frecuencia se soslaya.
Muchos de los más grandes y casi todos los demás escritores jamás
han vivido de la literatura en el sentido puro, esto es, de sus nove-
las, de sus cuentos, de sus poemas. Aunque hablo aquí de la gran
mayoría, vuelvo al principio de este capítulo: todos tenemos en mente
casos de escritores que sí lo han logrado. Un ejemplo interesante es
el de Vladimir Nabokov. Vivió mucho tiempo de dar los llamados
cursos de creación literaria. Hay ediciones de dichos cursos. Des-
pués sobrevino el fenómeno Lolita que, como en el caso de Cien
años de soledad, resultó un trancazo económico para la editorial y
para el autor. Esto le permitió cumplir el sueño de todo escritor
burgués que se respete, la gran masturbación mental: retirarse a
una casa en Suiza, rodeada de montañas nevadas y sin una sola
preocupación económica por el resto de sus días. ¿Fue feliz? Claro
que no estamos hablando de eso.
Grandes talentos y talentos menores no han tenido tanta
suerte. Pongamos el caso de James Joyce. Cualquiera que lleve un
curso acerca de historia de la literatura universal o la novela en
el siglo xx, o el que quieran inventar, se enterará a las primeras
de cambio de la importancia de Joyce en la historia de la novela
moderna. ¿Vivió de su pluma, como se dice? Según su biógrafo
clásico, Richard Ellmann, lo habría hecho si no se combinaran
varios factores en su contra: ser extraordinariamente manirroto,
que su literatura no fuera del todo comprendida en su tiempo y
el haber tenido una hija psicótica, Lucia. Sin esos tres elemen-
tos, tal vez Joyce habría tenido una situación muy desahogada en
lo económico. Murió lleno de deudas y en condiciones más bien
precarias, viviendo al día. Sin tomar en cuenta lo anterior, Joyce
fue un constante promotor de su obra a través de cartas dirigidas
118 Rodrigo Garnica

a grandes personajes de la literatura de su tiempo, los que, con


mucha frecuencia, se volvían sus amigos: W. B. Yeats, T. S. Eliot,
entre otros. Sin su ayuda, su obra habría caminado con grandes
limitaciones de venta. ¡Estamos hablando de una de las obras más
importantes de su siglo!
¿Y Oscar Wilde? Murió en el cuartucho de un modesto hotel
en París y él mismo era casi miserable. Balzac conoció el éxito en
vida y, sin embargo, vivió siempre endeudado hasta la parálisis.
Podríamos seguir, después de todo, se trata de la imagen más
apreciada en la historia de la literatura: el escritor que vive en una
buhardilla en París, desde luego, y escribe a mano alumbrado con
una vela porque le cortaron la luz debido a la falta de pago. Es
un muerto de hambre. La historia ideal se completa cuando ese
mismo escritor se consagra y gana dinero de sobra. ¿Antigua la
historia? ¡Claro que no! Véase la trayectoria de Paul Auster, escri-
tor recientísimo, vivo aún, nacido en 1947. ¿Vive de sus libros?
¡Por supuesto! Pero los promueve. En su caso, se llama fama y
premios literarios. Ni en lo más remoto de su mente le apetecería
convertirse en un escurridizo y desconcertante B. Traven, a quien
nadie lograba identificar a plenitud.
Pero, queríamos hablar de tiempo para escribir y terminamos
hablando de dinero: signo de nuestro tiempo. ¿Será porque, en efecto,
time is money? Pensemos si el tiempo resulta indispensable para crear
una obra literaria. Por supuesto que sí; la literatura es producto de un
ocio dilatado, de acuerdo con los criterios convencionales del empleo
del tiempo. En el caso de la escritura, la noticia es también desalen-
tadora: por lo general, habitualmente se carece de tiempo suficiente
para dedicarlo a escribir.
Me parece que la conclusión inevitable en este apartado es
que el escritor que se inicia deberá contar con una actividad no
necesariamente relacionada con la literatura, con seguridad ajena
a su obra de ficción, con la cual deberá ganar lo suficiente para
Ensayo sobre la escritura 119

sobrevivir. Lo que los gringos llaman to make money. Lamentarse


de que la sociedad no lo comprende, de que los valores espirituales
están perdidos, de que lo que hace tiene un gran valor y debería per-
mitirle vivir de ello, por más que se apoye en hechos reales, corre el
gran peligro de hacer que el escritor novel se desgaste sin sentido
y convierta su inconformidad en una neurosis paralizante. ¿Cuán-
tas buenas obras nos estaremos perdiendo porque su autor no se
decide a producirlas hasta que encuentre las condiciones ideales
para llevarlas a cabo? Esas condiciones no existen para la mayoría
de los escritores y para todos aquellos que se inician. Se escribe
en la sala de espera del dentista, durante las vacaciones, acompa-
ñado de la esposa y los hijos, cuando se hacen viajes largos en cual-
quier medio de transporte, en la noche, cuando todos duermen, o
en el día, cuando se cuenta con algunas horas libres. Se escribe, se
escribe, se escribe. Y ya.

La soledad

Se ha dicho en repetidas ocasiones: “Escribir es un acto solitario”.


¡Y cómo no! El escritor es un ente delicado a quien perturba el
mínimo de los ruidos, la pregunta a media frase, el chillido de
un pájaro inoportuno. ¿Un niño cerca?: el lamento por la muerte
de Herodes. ¿La mujer pidiendo para el gasto?: la llamada al abo-
gado para repasar las causales de divorcio. ¿Una inesperada lla-
mada telefónica del amigo?: riesgo de terminar la amistad. Un
individuo así es insoportable, hay que reconocerlo. Sin embargo,
no hay otra manera de escribir. El propio escritor puede crear
o soportar algunas interferencias que prefiere porque sabe blo-
quearlas: música de fondo, ruidos de la calle, el sonido de la
naturaleza a su alrededor; pero nada inesperado, nada fuera de
su cálculo. ¿Por qué? ¿Porque está muy concentrado y ésa es la
manera en que surgen las ideas? La respuesta es sí, casi. El escritor
120 Rodrigo Garnica

era ya un individuo solitario antes de saber que iba a ser escri-


tor. Era un hombre con la amenaza continua del tedio sobre su
existencia. Escribe para hacerse la ilusión de que el tiempo corre
más despacio o, al menos, de que él sí lo aprovecha. Escribe para
hacerse la ilusión de que no es cierto que cada día, cada hora,
cada instante, está más cerca de la muerte, lo cual, desde luego,
le demuestra la absoluta inutilidad de su existencia, incluyendo
su obra escrita. Este horror de vivir se manifiesta, por suerte para
él, de una manera inteligible: le llama “tedio”, que es una pala-
bra menos aterradora que “absurdo”. El fantasma del tedio flota
siempre sobre su cabeza. Un día descubre que esa soledad mons-
truosa que se ha fabricado, o que le ha tocado vivir, puede llevarlo
al suicidio si no hace algo maravilloso y sublime; entonces, se da
a la tarea de pensar y pensar en cuestiones que siente que valen
la pena, mucho más allá de la televisión, si estuviera en casa, más
allá del trabajo, si tuviera uno cualquiera, más allá del noble acto
de colaborar con la crianza de sus hijos, más allá de hacer el amor
con su mujer. En pocas palabras, más allá de todo. Entonces des-
cubre que escribir lo puede llevar a condiciones superiores en
espíritu o algo así, más que cualquier otra actividad que pudiera
intentar. Se da cuenta de que, por disparatado que parezca, vale
la pena gastar su tiempo en esa actividad tan incierta y de escasa
utilidad práctica que es escribir. En el fondo, está dándose cuenta
de que lo importante es escribir, más que el resultado. Salvo
algunas excepciones, el escritor, sobre todo el que se inicia,
mantendrá dudas acerca de la importancia de su texto y todo lo
que escriba, incluyendo lo publicado. ¡Incluyendo lo elogiado!
Siempre y cuando no sufra de esa enfermedad tan común entre
los escritores que es el narcisismo patológico, capaz de produ-
cir una ceguera psíquica que impide ver lo más evidente de los
propios defectos. Esto lo sufren no pocos escritores, en espe-
cial, los de obra más endeble. No puedo olvidar la frase inicial
Ensayo sobre la escritura 121

de José Saramago, durante una conferencia dictada en la unam


un año antes de ganar el Premio Nobel: “Yo soy un pobre dia-
blo —dijo—; todos somos unos pobres diablos”. No era falsa
modestia ni estoy sacando de contexto tales afirmaciones. Desa-
rrolló el tema —creyendo en su grandeza, es lo curioso— de esa
situación miserable de la condición humana que algunos idio-
tas no comprenden y cuya ignorancia les permite pavonearse en
los salones de la fama, del poder y de la fortuna.
Pero estábamos en la cuestión de la soledad. No me importa
salirme del tema tratado y repetir esto de manera continua, pues
estoy disculpado por la lectura de un clásico de la novela y debe-
mos asimilar nuestras buenas lecturas: Laurence Sterne inventó la
digresión en la novela, o al menos la hizo explícita en su maravi-
llosa Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, al grado de que
él mismo se burla de sus rodeos diciendo que hablará de sus oríge-
nes en este mundo y ya lleva no sé cuántas páginas sin que suceda
siquiera su concepción.75 Aunque no exageremos.
El escritor verdadero requiere, en forma periódica, de soledad.
Esto no es un don; pudiera ser una desgracia. Con frecuencia, el
escritor envidia, desde lo más profundo de su ser solitario, al amigo
rechoncho, bonachón, fácil de palabra, cálido, que a la menor pro-
vocación convoca a una multitud para celebrar ¿qué?: el simple
hecho de estar vivos. Todos lo aman, a todos simpatiza y, lo más
envidiable, da la impresión de no necesitar más que el amor de sus
amigos. En cambio, el escritor, con frecuencia, está enojado con la
vida, quién sabe con cuál parte de la vida, pero “es una conciencia
desgraciada” para su sociedad. Y si, además, está rechoncho, es por-
que come demasiado por ansiedad.

75
Laurence Stern, Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, Madrid, Cátedra, 1996.
122 Rodrigo Garnica

Un lugar dónde escribir

Junto con pegado, es decir que, si hablamos de la soledad, debemos


ocuparnos del sitio. Hemos mencionado dos situaciones extremas:
por una parte, la del escritor que escribe en donde le agarra, porque
no puede detener la corriente de la vida y debe trabajar y ser padre y
ser pareja y demás actividades de su vida diaria; por el otro, hemos
soñado con la cabaña en el bosque, la casa en la playa o, como men-
cionamos antes, gracias a la morbosidad de un autor como Kafka, en
el sótano aislado sin el menor contacto humano, a donde nos lle-
garían los alimentos por una pequeña abertura de la puerta: “¡Ah, las
obras que escribiría!”.
En lo personal, no tengo dudas de que el lugar que más echa
a andar mi vena lírica y más me ayuda a invocar eso que llama-
mos inspiración es el mar. Sin embargo, las circunstancias y quizá
una cierta falta de convicción religiosa —de la religión de la litera-
tura— me han impedido pasar más allá de unos cuantos días en
una playa, y ni pensar en vivir en un sitio así. No tendría de qué
vivir. Por tanto, he debido adaptarme a lo que tengo. Y lo que tengo
es bueno.
Es ya legendario el ensayo de Virginia Woolf, Un cuarto propio,
producto de dos conferencias impartidas en la Universidad de Cam-
bridge, Inglaterra, en 1928 y convertidas en libro al año siguiente:

Pero, dirán ustedes, nosotros le pedimos que hablara sobre las


mujeres y la novela […] me puse a pensar en lo que esas pala-
bras querrían decir. Podían significar simplemente unas observa-
ciones sobre Fanny Burney; otras sobre Jane Austen; un tributo a las
Brontë y un esbozo de la casa parroquial de Haworth bajo la nieve;
[…] Pero, repasándola bien, la empresa no me pareció tan sencilla.76

76
Virginia Woolf, Un cuarto propio, Ciudad de México, Colofón, 2004, p. 7.
Ensayo sobre la escritura 123

Y, puesto que un genio es un genio aunque se le pida hacer


el anuncio televisivo de una pasta de dientes, Virginia Woolf con-
virtió su conferencia en un ensayo ahora clásico de la lucha por la
liberación femenina y en un grito libertario a nombre de la mitad
del género humano: “Para escribir novelas, una mujer debe tener
dinero y un cuarto propio”.77 Así de simple y de complicado. Esta-
mos en la tercera década del siglo xx y la situación allí planteada
sigue aplicando para una gran cantidad de escritores, hombres y
mujeres, en especial los que tienen la desgracia de nacer en un país
subdesarrollado.
No siempre se cuenta con el mejor sitio. No siempre ese espacio
posee la mejor vista. No siempre es todo lo aislado que desearíamos,
pero es nuestro, es el único lugar donde tenemos nuestras cosas en
el desorden que nos conviene. En ocasiones debe ser una habitación
estratégica en nuestra propia casa; no es lo ideal, pero tal vez no ten-
gamos de otra. ¿Lo ideal? Salir de casa. Yo poseo un pequeño depar-
tamento de interés social, en una colonia proletaria, fuera de mi
casa habitación. Le llamo “mi estudio”. Se me llena la boca cuando
digo: “Voy a mi estudio, nos vemos en el estudio”. No necesito más.
Tengo mi cuarto propio y he pasado en él las mejores horas de eso
que puedo llamar creación literaria. Y carezco de conflictos econó-
micos. No tengo derecho a invocar la falta de oportunidades, el rui-
derón del mundo, la falta de un lugar donde escribir; en realidad, no
tengo derecho a disculpar fracasos y mediocridades más que por las
limitaciones de mi talento. Pero ¿cuánto tiempo me costó alcanzar
mi cuarto propio? Más del que hubiera deseado, aunque ésa es otra
de las cuestiones privadísimas que no estoy dispuesto a contar aquí.
Se sabe de algunos lugares donde escribieron los famosos. La casa
de Hemingway, en un suburbio de La Habana; él escribía a mano,
con lápiz del número 2, de pie, apoyado en un atril. El estudio de

77
Idem.
124 Rodrigo Garnica

Flaubert en Croisset, frente a un río del todo heraclitiano; la casa


desapareció porque ahora está convertida en una fábrica. El depar-
tamento de Sartre en París y el de Simone de Beauvoir a unas cuantas
calles de distancia, las cuales recorrían el uno o el otro varias veces
al día, de manera laberíntica, para encontrarse. Un lugar curioso
era el “desván” del filósofo francés Jacques Derrida: un sitio en el
que apenas cabía de pie —en un metro cuadrado— y en el resto
del lugar debía agacharse para no chocar contra el techo, el autor
deseaba escribir con luz artificial, a pesar de poder abrir un venta-
nuco al cielo para que entrara la luz natural.78 Lo más curioso es que
él escogió el sitio, porque fue todo, menos un menesteroso.

La experiencia personal

Ha habido escritores muy fiesteros que se han convertido en el


arquetipo del escritor como un hombre de “acción”. Ya habíamos
citado antes a London y a Hemingway. Aquí no entran los escritores
que dejaron de escribir y prefirieron la acción, como Rimbaud, ni
aquellos que tuvieron tiempo de acción y tiempo para escribir, de
manera alternada, como Cervantes. Aquí hablamos de los escri-
tores que son, además, periodistas, corresponsales de guerra o
aventureros de vocación. Tienen que hacerlo, pues están conven-
cidos de que es la única vía por la que encontrarán temas para sus
libros. Algunos aprendices rezan con esa religión. Creo que es un
gran mito. En realidad, es una de tantas maneras de aproximarse
a la obra. Están las “ratas” de biblioteca o escritores de escasísima
acción que componen portentos de relatos. ¿Ejemplos? Sobran.
Uno muy conocido es el de Stephen Crane, autor del clásico nortea-
mericano La insignia roja del valor.79 El libro, como se recordará, trata

78
Jacques Derrida, op. cit., p. 10.
79
Stephen Crane, La roja insignia del valor, Madrid, Salvat, 2004.
Ensayo sobre la escritura 125

el tema de la guerra de Secesión en Estados Unidos. Los veteranos


de la guerra que leían el libro no podían contener las lágrimas por
los recuerdos que les evocaba la obra y estaban convencidos de que
su autor era otro veterano que habría participado en ella. Nadie
podía creer que el autor tenía veinticuatro años de edad cuando
la escribió y, por razones cronológicas, era imposible que hubiera
asistido a tal guerra, pues nació en 1871. El libro era producto de
lecturas, relatos escuchados y una imaginación prodigiosa. O como
escribe Harold Bloom: “Crane no había visto jamás una batalla
cuando escribió La insignia roja del valor”.80 Stephen Crane murió a
los veintiocho años, de tuberculosis.
Un ejemplo infaltable es el de Jorge Luis Borges. ¿Cuánta acción
puede tener un hombre ciego? ¿Otro? Tolstoi, un terrateniente muy
rico que rara vez abandonaba su propiedad en Yásnaia Poliana y
escribió libros monumentales, el mayor de todos Guerra y paz, sin
que hubiera necesitado jamás participar en una guerra, dirigido un
ejército o vivido las intrigas palaciegas que son el alma de la novela.
Y podríamos seguir. ¿No dijo Flaubert su famosa frase: “Madame
Bovary soy yo”? Él, que apenas se movió de su finca. Sólo tuvo noti-
cias de oídas acerca del suicidio de una mujer de una población
vecina a la suya, suicidio que en su momento causó conmoción en
algunos cuantos aldeanos.
Con los anteriores casos me basta para asegurar que uno de los
mitos paralizantes para alguien que se inicia en la escritura de ficción
es que deberá tener una vida aventurera, que sería la envidia de un
playboy de los años cincuenta en un país caribeño. Mark Twain era
casi un campesino dotado de un gran sentido del humor e ima-
ginación. Y, por lo visto, en toda esta sección de nuestro ensayo
aparece con insistencia la palabra “imaginación”, porque todo
parece indicar que, si se carece de ella, ningún aprendiz de escritor

80
Harold Bloom, Novelas y novelistas. El canon de la novela, Madrid, Páginas de Espuma, 2012, p. 392.
126 Rodrigo Garnica

producirá una obra literaria de calidad. Puede tener una vida casi
cinematográfica de tantas aventuras corridas, y eso, por sí sólo, no le
servirá de nada. Mientras que lo contrario es perfectamente factible.
Cabe preguntar, entonces, ¿cuánto de la experiencia perso-
nal entra en nuestros textos? O, dicho de otra manera, ¿cuánto de
nuestra biografía se requiere para escribir? Con sorprendente fre-
cuencia, los amigos a los que les doy a leer mis textos de ficción
antes de publicarse, y otros ya publicados, me hacen el comentario
siguiente: “Eres tú, de cuerpo entero”. Y yo que trataba de disimu-
lar. Cuando ese comentario vino acompañado de otro muy elo-
gioso que me hizo una amiga, me puse tan ancho que no pasaba
por la puerta: “Tienes un estilo propio, lo reconocería con leer algo
tuyo, aunque no supiera que lo era”. ¡Había alcanzado al fin la con-
sagración! Tenía un estilo reconocible. Sin embargo, debo aceptar
que esa amiga ha sido compañera de todas mis andanzas literarias
desde que me tomé en serio mi entrenamiento y, al igual que ella
el mío, yo conozco todo su trabajo y sus avances y dudas y dificul-
tades para publicar, o tan sólo para escribir, por lo que yo también
puedo reconocer su estilo sin dificultad. Hay una altísima dosis de
complicidad. Ya quisiera escuchar eso de un lector que, sin cono-
cerme, me leyera con tanta minuciosidad y, más aún, identificara
lo que escribo como mío. Hay que decir, de paso, que el amable
comentario de los amigos y familiares no tiene nada que ver con
la despiadada opinión de los extraños; de un extraño que es un
enemigo mientras no se demuestre lo contrario. Y habría que agre-
gar que ésa es una de las razones más lamentables e insignifican-
tes para dejar de intentarlo, porque a nadie le importa lo que uno
escribe, a menos que vaya acompañado de una buena dosis de
publicidad. O bien, importa a un número muy reducido de seres
humanos, comparado con los miles de millones que habitamos el
planeta. ¿Para quién se escribe, pues? Y de paso: ¿por qué será que
los mexicanos no nos leemos unos a otros, a menos que el autor
Ensayo sobre la escritura 127

se consagre al borde del Premio Nobel? Siempre me ha dejado pas-


mado esa indiferencia entre los colegas de nuestro país. Es increíble
el escasísimo interés que nos despertamos unos a otros.
Así que la acción, la experiencia personal o la autobiografía,
podrían estar únicamente en la cabeza del escritor. En el mundo
maravilloso que fragua por las ganas de divertirse y hacerlo más a
su gusto y menos como es. ¿O de veras creemos a estas alturas que
existió alguna vez algún lugar semejante siquiera a Macondo y sus
absurdas historias que ocuparon cien años de devenir? ¿Algún lec-
tor contemporáneo a Cervantes o contemporáneo a nosotros podría
creer que en realidad sucedió algo parecido a las aventuras de don
Quijote y Sancho Panza? No que un loco confunda molinos de
viento con gigantes, eso lo hace cualquier loco actual y de siem-
pre, sino que esos dos pobres diablos hayan existido y salido a sus
caminos y conversado tantos días y pensado lo que pensaron. Eso
es lo increíble de la literatura y eso es lo verosímil. Es ésa su fina-
lidad y su grandeza. Y —que nunca se extinga— una de nuestras
mayores esperanzas.
Terminemos esta sección con dos citas un poco largas de
sendos escritores consagrados que opinaron sobre el tema. La pri-
mera es de Sándor Márai, quien hace afirmaciones amenazantes,
conventuales, casi religiosas sobre esta relación de “vivir la vida” o
escribir: “Un escritor debe llevar una pseudovida […] debe imitar
la vida y observarla con muchísima atención, pero debe abstenerse
de tomar parte en ella”. Más adelante: “Lo que un escritor encuen-
tra en la vida es sólo material, un material inútil, sin forma ni sus-
tancia. ¿Qué hacer con un escritor que pretende vivir y trabajar a la
vez?”. Y agrega: “Cada escritor tiene que comprender un día cuál es
su destino, pero sólo puede comprenderlo por sí mismo”.81 Es de
un libro autobiográfico de los años treinta del siglo xx, cuando el

81
Sándor Márai, Confesiones de un burgués, Barcelona, Salamandra, 2004, p. 321.
128 Rodrigo Garnica

autor contaba con treinta y cuatro años de edad —iba con el siglo—
y, aunque existieron futuras revisiones y reediciones, la visión es la
de un hombre demasiado joven. ¿Sostendría ese pensamiento en su
madurez plena, en la ancianidad? Murió a los ochenta y nueve años.
Ignoro si modificó su pensamiento al respecto.
La segunda nos acomoda mejor. Es de Sartre y proviene del
libro ya citado de sus conversaciones con Gerassi:

Una vez que uno decide ser escritor, su concepción de la vida y su


forma de ser cambian [acotación de RG: no importa a la edad que
ello se haga]. Se trata de una decisión que requiere elegir entre dos
posturas. Yo elegí las dos. La primera, lo reconozco, no fue más que
un juego. Deme una pequeña pensión, tres comidas al día, y yo
escribiré. La otra consiste en viajar, en vivir el máximo de experien-
cias posibles, entrar a otros mundos. ¿Ir a ver cómo viven los chu-
los de Constantinopla, si aquí también hay chulos, a la vuelta de la
esquina? Porque los viajes y las experiencias enriquecen la escritura.
Todas las aventuras aportan algo, incluidas las sexuales, las amoro-
sas, etcétera. Todas ellas son la materia del escritor, pero no cuentan
en sí mismas, sino por el hecho de escribirlas. En los dos casos, la
escritura supone un compromiso absoluto.82

Pareciera un credo artístico del autor francés. Lo fue. Todo


depende a qué se le llame “experiencia personal”.

La memoria. La utilidad de los recuerdos personales

Aplican los mismos principios de cuando hablamos acerca de la


experiencia personal. Ha existido la idea de que el escritor toma
de sus recuerdos los asuntos de sus novelas. Es cierto, en parte.

82
John Gerassi, op. cit., pp. 69-70.
Ensayo sobre la escritura 129

Pero el texto de ficción nunca será un recuento ni unas memorias.


Siempre será ficción, eso hay que mantenerlo presente mientras se
realiza el libro. Es común que en los talleres literarios un aprendiz
de escritor presente un texto con esos tintes autobiográficos y, si
recibe una crítica negativa, defienda su trabajo diciendo: “Así suce-
dió en la realidad, se los aseguro”. El maestro, con toda paciencia, le
explica: “No importa cómo haya sucedido en la realidad, tu trabajo
literario es defectuoso por…” y aquí las observaciones pertinentes.
Es de una frecuencia notable que el principiante crea que escribir
es transcribir y no haya reflexionado lo suficiente sobre el arte de
la escritura: como al pintar, como al esculpir, hay que aprender las
bases del oficio y después crear. Quizá éste es el único beneficio que
recibirá el aprendiz de un taller literario. Pensemos: Marcel Proust
escribió una obra sobre los recuerdos de toda su vida, hasta en el
título nos dio la clave: En busca del tiempo perdido. ¿Cuál mayor evi-
dencia de que intentaba rescatar las experiencias y la memoria de
una larga vida acaecida durante la belle époque? Entonces, ¿por qué
sus libros no se llaman simplemente Memorias de Marcel Proust?
Porque los hechos no sucedieron como él los cuenta, aunque estén
narrados en primera persona por un personaje, Marcel, que no es
Proust, porque existe un laborioso esfuerzo estético a lo largo de
los siete libros que constituyen la obra, porque existe una urdimbre
en cada uno de ellos que permiten su lectura independiente, aun-
que correlacionada con los demás, porque, en términos aristotélicos
clásicos, cada una de las novelas cuentan con exposición, nudo y
desenlace para tratar las pasiones que les ocupan: el amor, los celos,
la hipocresía social, la distorsión de algunos sentimientos por la
homosexualidad clóset en una época en que resultaba inimagina-
ble presentar el tema de manera abierta; por todas esas razones, En
busca del tiempo perdido constituye un grupo secuencial de novelas
y no las simples memorias de un hombre que ha llegado a la edad
de la reflexión.
130 Rodrigo Garnica

Se me ocurre una comparación simplista: los recuerdos perso-


nales, como la propia experiencia, funcionan a manera del material
para la construcción de una casa: son las varillas, el cemento y demás
elementos que conforman los castillos, las cadenas y hasta la losa
de la futura casa, pero nadie vive en la “obra negra” de ella. Es el
artista quien le da los acabados y el que muestra la obra concluida.
Y también es el que fracasa en el intento o es reconocido como lo
que es, un artista de la escritura.
La sugerencia de que el relato debe surgir de nuestros recuer-
dos y de nuestras acciones personales proviene de la idea misma
de la novela, una especie de informe fiel de las novedades, de lo
noveloso. Esta creencia se reforzó en gran medida en el siglo xix,
verdadero siglo de oro de la novela y de los autores realistas, en
especial rusos y franceses. Se sabe la manera en la que se gestó
Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. El autor conoció la anéc-
dota siendo joven, cuando se encontraba prisionero en una cárcel de
Siberia debido a sus actividades políticas. Compartía celda con unos
delincuentes de baja estofa, quienes habían asesinado a su padre para
robarlo. Debieron pasar unos treinta años para que Dostoievski ini-
ciara la redacción de la novela que, para muchos, es la obra cumbre
del gran autor. Y, por supuesto, el hecho real que escuchó en la pri-
sión cuando joven fue apenas el punto de partida; para el resultado
se requirió de la visión y sobre todo de la invención de un genio. Es
decir, una obra narrativa es un invento, no una fotografía de la reali-
dad, aunque el autor se defina como realista y mentalmente viva en
el siglo xix.
En algunos escritores no profesionales, hay una gran preocu-
pación por recordar con precisión un sinfín de detalles acerca de la
novela que proyectan. Llegan a decir, en el taller literario al que asis-
ten, que no tienen de qué escribir porque sus recuerdos son laxos,
flojos. Tal vez, en efecto, no tengan de qué escribir, pero no es por
fallas en la memoria, sino, tal vez, por falta de convicción. No son
Ensayo sobre la escritura 131

escritores, en sentido estricto y confunden el acto de escribir con el


papel que quieren representar, el de escritor. Es mejor que deserten
pronto, este asunto de escribir ficción no es para ellos. El verdadero
escritor inventa o sucumbe. Inventa, inclusive, sus propios recuer-
dos. A estas alturas, cuando pretendo recordar algunos pasajes de
mi vida que he tomado como temas para escribir alguna ficción,
me sorprende darme cuenta de que los hechos pueden no haber
sucedido como creo que ocurrieron, según lo confronto con algún
pariente. La escritura ha sustituido mis recuerdos. Debo reconocer
que, desde que escribo, no tengo recuerdos. He inventado toda mi
vida pasada. El texto final de una novela es siempre un invento, no
un recuerdo.

Leer

Hemos hecho mención ya del libro de Rosa Montero en el que


refiere que cuando preguntó a algunos escritores qué preferirían
dejar de hacer —en el hipotético caso de que no tuvieran otra alter-
nativa—, si leer o escribir, la mayoría optó por renunciar a esta
última actividad. Esto es, que el escritor preferiría seguir leyendo
que ejerciendo su oficio de escritor. ¿No será ésa la respuesta pri-
migenia a la pregunta “¿por qué escribir novelas?”. Por simple que
parezca, un escritor de novelas fue primero un lector desmedido de
ese género literario. En mis orígenes adolescentes sobre la pasión
por la literatura me recuerdo no sólo leyendo novelas, sino pre-
firiéndolas a la vida cotidiana. Nada se comparaba al placer de
“transustanciarse” en el personaje y vivir sus circunstancias, las
cuales, comparadas con las propias, sonaban portentosas. ¿Y no
resultará por ello una actividad como tantas otras? Tras leer un
buen número de novelas es imposible resistir la tentación de pro-
bar. ¿No desea uno bailar al descubrir ese acercamiento erótico a
una pareja? Y la cadencia o el sacudimiento del baile, ¿no es lo que
132 Rodrigo Garnica

lo anima a lanzarse a intentarlo? ¿No comienzan los deportistas


por seguir el partido de su deporte favorito, enseguida a practicarlo
en el barrio y aspiran al ascenso en el grado de complejidad en su
ejercicio? Después se harán famosos y ganarán mucho dinero, pero
lo que deseaban antes que nada era practicar su deporte favorito.
¿Por qué la novela? Porque todo cabe en una novela sabién-
dolo acomodar: la reflexión filosófica, el alegato político, la más dulce
poesía si se sabe hacerla, la comicidad, las situaciones absurdas, la
aparente combinación de géneros que hagan parecer que se escribe
ensayo, pero también misterio y también información. En fin, la
novela es nuestra amiga, con ella paseamos por diversos caminos; si
la escribimos, con frecuencia hacemos creer que recordamos, aunque,
en realidad, casi todo es inventado.
Por eso la novela, el más generoso de los géneros, el de más
amplia gama; puede ser el más sencillo y también el más complejo.
El más libre. Cuando escuchaba a un experto hablar de las reglas
del cuento, fuera de las cuales estás escribiendo lo que quieras,
menos un cuento, sentía la angustia de la dictadura del método.
O cumples con el canon o nunca podrás hacerlo. De la poesía ni
hablar. Cuenta con obligaciones tan estrictas que espanta siquiera
intentarlo. Ya entonces había llegado a la conclusión que hoy sos-
tengo: la poesía no es un género literario, es un arte independiente.
Como la música. Se tiene el talento o no se tiene y las reglas resultan
una tautología: se cumplen porque quien la escribe sabe cumplirlas.
Más decepcionante es la conclusión de William Faulkner:

Yo soy un poeta fallido. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía
primero, descubre que no puede y a continuación intenta el cuento,
que es el género más exigente después de la poesía. Y al fracasar
también en el cuento, y sólo entonces, se pone a escribir novelas.83

83
Partisan Review, op. cit., p. 170.
Ensayo sobre la escritura 133

Me quedo con la novela sobre cualquier otro arte. Escribo novelas


porque he leído muchas y un día me pregunté: ¿por qué yo no? En
cualquier conversación alguien dice: mi vida ha sido una novela, un
día escribiré sobre ella. Todo mundo tiene una novela en mente, pero
no todo mundo sabe cómo escribirla, ni tiene la paciencia, ni conoce
el método elemental para hacerlo. Ojalá hubiera más novelistas; el
mundo sería mejor. El mundo sería mejor si existieran más perso-
nas que escribieran novelas y muchas, muchas más, que las leyeran.
V. Escritura y libertad:
crónica del disparate
Disparate: cosa absurda, falsa, increíble o
sin sentido que se dice por equivocación,
ignorancia, trastorno de la mente, etc.
Acción imprudente o irreflexiva que tiene
o puede tener muy malas consecuencias.

María Moliner
Diccionario del uso del español

Disparate. Sinónimos: entre otros, ilógico.

Miguel Subercaseaux
Gran diccionario. Sinónimos, antónimos
y parónimos e ideas afines
Escribo para ser más libre. Escribo para imaginar lo que no he
vivido, para vivirlo de otra manera. También escribo para denun-
ciar, para señalar, para que mi voz, normalmente silenciosa, sea
escuchada. A veces escribo para divertirme, para volver interesante
la vida diaria, para “encontrar por la millonésima vez la realidad
de la experiencia y forjar en la fragua de mi alma la conciencia
increada de mi raza”.84
Estuve a punto de llamar a este ensayo La novela del absurdo o
El absurdo en la narrativa, pero no lo hice porque ello me remitiría a
Camus, al existencialismo francés de mediados del siglo xx, al vacío y
la angustia existenciales y a temas filosóficos que no sólo desviarían
el sentido de este texto, sino que rebasarían mis conocimientos. Aquí
me referiré a un tema que tiene que ver con el absurdo, sí con la tra-
gedia, pero con su lado cómico y con el disparate buscado en forma
deliberada por algunos autores.
Para cometer disparates se necesitan dos, al menos en algu-
nas novelas: don Quijote y Sancho, Bouvard y Pécuchet, los asesi-
nos de José K., los ayudantes de K., Mercier y Camier.
Los personajes del disparate son humoristas involuntarios,
están pensando en una cosa y hacen otra, o hacen la que pensaron

84
James Joyce, A Portrait of the Artist as a Young Man, Great Britain, Penguin Books (Penguin Modern
Classics), 1969, p. 253. [La traducción es del autor].

139
140 Rodrigo Garnica

y se comportan de manera ridícula. Del choque de esas dos fuerzas


surge la extravagancia, y la risa puede aparecer por el encuentro de
dos fenómenos con bajas probabilidades de cruzarse, de acuerdo
con la teoría del chiste de Freud.85
Pero la búsqueda consciente del disparate tiene que ver con
la búsqueda de la libertad, al menos, de la libertad que propor-
ciona escribir. Cualquier escritor, en su largo aprendizaje, estu-
diará a quienes le precedieron en su arte; al principio los verá como
estrellas lejanas, tal vez le despierten envidia, pero un día, en algún
momento, deseará no haberlos leído nunca. Quiere escribir como
quiere y hacerlo todos los días. Se ama la libertad, o al menos su
idea, o se fantasea con ella. O se desea. Y como la ocasión la pintan
calva, la escritura —el arte en general— se nos presenta como la
gran ocasión. Pero todo está escrito ya. A qué intentarlo de nuevo.
Allí surge ese chispazo de que las cosas, aun en la ficción, podrían
no ser como se esperaba. Los personajes tienen buenos modales
en el momento en que acuden a cometer un asesinato, consultan
a un paraguas acerca del camino a seguir, construyen un labora-
torio en una casa de campo, aunque no sepan nada de química y
el laboratorio termine volando en pedazos, persiguen a una niña
sólo para hacerle compañía, pero, sobre todo, para recordarle que
está soñando, fundan una nueva corriente filosófica, la patafísica, y
fundan un reino, el de Ubú rey. Todo está permitido en el mundo
del disparate, que es el mundo de la libertad casi absoluta.
Por lo general reímos con las simplezas de Sancho, pero el que
resulta patéticamente ridículo es don Quijote, tanto, que por él sen-
timos lástima. ¿Nos indicaría eso que la locura es más ridícula que
la tontería? ¿De qué estamos hechos?

85
Sigmund Freud, “El chiste y su relación con lo inconsciente”, en Obras completas. Vol. VIII, Buenos Aires,
Amorrortu editores, 1976, pp. 18-84.
Ensayo sobre la escritura 141

Algunos ejemplos me son especialmente interesantes. A con-


tinuación, se mencionan algunos.

Los asesinos de José K.

En El proceso, de Franz Kafka, “dos hombres llegaron al piso de K.,


con levita, pálidos y gruesos, y con sombreros de copa en apariencia
inamovibles. Tras algunos pequeños cumplidos ante la puerta del
piso, por ver quién pasaba primero, los mismos cumplidos, amplia-
dos, se repitieron ante la puerta de K.”86 —el personaje comenzó
llamándose José K. en la novela; después fue simplemente K.—.
Esos señores educados y amables han ido no sólo para aprehender
a K., sino para matarlo. Estamos en el último capítulo de la novela;
al principio fueron otros a apresarlo. K. reflexiona: “Me envían viejos
actores de segunda”.87 Y más adelante se dirá: “Tal vez son tenores,
pensó al ver su pesada sotabarba”.88 En el camino que cruzan desde
el departamento hasta la pequeña cantera donde lo ejecutarán, hay
una dramática comicidad en la manera en que uno imagina su mar-
cha: le han sujetado los brazos de modo que se mueven como una
sola pieza los tres. No dicen palabra alguna y vuelven a tener actos
ceremoniales antes de llevar a cabo su trabajo: “Tras intercambiar
algunas cortesías sobre quién tenía que realizar las siguientes tareas
—al parecer se les habían encomendado aquellas tareas indistin-
tamente— uno de ellos se acercó a K. y le quitó la chaqueta, el cha-
leco y, finalmente, la camisa”.89
Los buenos —tal vez no tan buenos— modales continuaron
cuando sentaron a K. en el suelo, le hicieron doblar la cabeza y
colocarse en una posición que supusieron conveniente para el
86
Franz Kafka, “El proceso”, en Obras completas I, Barcelona, Galaxia Gutenberg (Círculo de lectores), 1999,
p. 657.
87
Ibid., p. 657.
88
Ibid., p. 658.
89
Ibid., p. 660.
142 Rodrigo Garnica

degüello; tomaron el cuchillo de carnicero, afilado por los dos


lados, para concluir su siniestro trabajo y “otra vez comenzaron
aquellas repulsivas cortesías, uno alargó el cuchillo al otro, por
encima de K., y el otro volvió a alargárselo por encima”.90 Por si no
fuera suficiente con acuchillarlo, Kafka no pierde la oportunidad
de refrendar lo grotesco en la muerte de K.; tras clavarle el arma en
el corazón, lo hacen girar dos veces: “Con ojos que se quebraban,
K. vio aún cómo, cerca de su rostro, aquellos señores, mejilla con
mejilla, observaban la decisión. ‘¡Cómo un perro!’ dijo. Fue como
si la vergüenza debiera sobrevivirlo”. 91
La esencia de lo que estoy llamando “disparate” en la literatura
es esa escena consciente para el yo cómico del escritor, a diferen-
cia del chiste, que se forma del material inconsciente: dos hom-
bres, antes nos ha dicho que gordos, juntan sus mejillas para ver
cómo muere un tercero; y ese tercero capta, como última imagen
del mundo que abandona, a dos gordos, mejilla con mejilla, que
lo miran morir. “Grotesco” sería la palabra más justa para califi-
car la situación.

Los ayudantes de K.

El descubrimiento estaba hecho. La tragedia, la muerte por ase-


sinato, la persecución, el absurdo de los trámites burocráticos, el
adulterio, el laberinto interminable de las explicaciones de lo inex-
plicable, el horror de la vida cotidiana, el sinsentido de la vida: todo
ello tiene su lado cómico, o grotesco, sería mejor decir.
Los ayudantes de K., de la novela El castillo, del mismo Kafka,92
son dos personajes que aparecen de una manera incierta y pendu-

90
Idem.
91
Ibid., p. 661.
92
Franz Kafka, “El castillo”, en Obras completas I, Barcelona, Galaxia Gutenberg (Círculo de lectores), 1999,
p. 691.
Ensayo sobre la escritura 143

lan a lo largo de una buena parte del relato. No se requieren para


trabajo alguno, más bien, estorban, son ayudantes que no ayudan
y, para colmo, uno de ellos seduce a la amante de K. En su primera
mención, el narrador nos los presenta con seguridad: “Mis ayu-
dantes llegarán mañana con mis instrumentos”.93 Un poco más
adelante, se les nombra por segunda vez: “Pronto llegarán mis ayu-
dantes, ¿Podrían alojarlos aquí?”.94 Después, aparecen de manera
espontánea por un camino que desciende del castillo y con una
descripción como si el personaje los viera por primera vez: “Por
el lado del castillo venían dos jóvenes de estatura media, los dos
muy esbeltos, con trajes estrechos, y muy parecidos entre sí; [y muy
parecidos a Barnabas, uno de los mensajeros del castillo] el color
de su rostro era de un pardo oscuro, con el que contrastaba, sin
embargo, su barba puntiaguda, por su especial negrura”.95 ¿Está
hablando el autor de los mismos ayudantes que esperaba? ¿Son
otros a los que no conocía y que le imponen desde el castillo?
Nunca se aclara este punto, pero, de allí en adelante, K. muestra
titubeos sobre el reconocimiento de los dos hombres. K. indaga
páginas después: “‘¿Quiénes sois?’, preguntó, mirándolos sucesi-
vamente. ‘Vuestros ayudantes’, respondieron. ‘Son los ayudantes’,
confirmó en voz baja el posadero. ‘¿Cómo? ’, preguntó K. ‘¿Sois mis
antiguos ayudantes, a los que he hecho venir y a los que aguardo?’
Respondieron afirmativamente”.96 ¿No los reconocía, a pesar de
que ya habían trabajado para él? Para confundirnos aún más, K.
sostiene una conversación con alguien del castillo, quien le dice:

‘Los ayudantes se llaman’ (hubo una pequeña pausa, evidentemente


estaba preguntando los nombres a otro) ‘Artur y Jeremías.’ ‘Esos son

93
Ibid., p. 692.
94
Ibid., p. 696.
95
Ibid., p. 704.
96
Ibid., p. 707.
144 Rodrigo Garnica

los nuevos ayudantes’, dijo K. ‘No, son los antiguos.’ ‘Son los nue-
vos; yo soy el antiguo, y he llegado hoy siguiendo al señor agrimen-
sor’. ‘No’, le gritaron entonces. ‘Entonces ¿quién soy yo?’, preguntó
K. […]: ‘Eres el antiguo ayudante’.97

Los ayudantes no dejan de tener un aire cómico: brincan,


hacen gestos cuando no deben, son inmaduros, chillan, lloran si se
les excluye de la acción o si K. pretende correrlos. Son niños con un
toque de perversidad. Se convierten en verdaderos tábanos que no
dejan de molestar a K. Cuando K. no los aguanta más y quiere echar-
los al patio de la escuela a donde ha ido a trabajar como bedel, los
ayudantes se sorprenden: “¡Fuera!”, había ordenado K. Estupefactos
por aquella orden inesperada, la obedecieron, pero cuando K. cerró
tras ellos la puerta, quisieron volver, y se pusieron a gimotear y a dar
golpes en la puerta.
K. está abrumado por su presencia, no los soporta, pero el
narrador, en todo momento, nos recordará que se trata de dos per-
sonas ridículas. Y Kafka retoma una imagen que conocimos en El
proceso —escrita entre 1914-1916— y nos la muestra en esta novela
publicada en 1926: “Y luego señaló también a los ayudantes, que
estaban mutuamente abrazados, mejilla contra mejilla, y sonriendo,
no se sabía si humilde o burlonamente”.98
La presencia de los ayudantes es incierta, inexplicable, toda vez
que ni siquiera K. está seguro de que él haya sido contratado por el
personal del castillo; es decir, la presencia de los ayudantes es, todo
el tiempo, ominosa. Kafka se ocupa, con toda malicia literaria, de
mencionar que los ayudantes fueron enviados por Klamm, un per-
sonaje siniestro que representa la autoridad del castillo.

97
Idem.
98
Ibid., p. 712.
Ensayo sobre la escritura 145

Mientras que K. está dirimiendo el problema de mayor com-


plejidad que la vida le ha presentado (establecer contacto con los
administradores del castillo condal; comprobar que en realidad le
ha sido ofrecido el trabajo de agrimensor; saber si, como parece, ha
encontrado al amor de su vida —Frieda—), los ayudantes no paran
sus juegos: brincan, ríen, simulan que lloran, se repegan asustados
tras Barnabas cuando son regañados. ¿Alguien puede tomarlos en
serio? ¿Alguien puede tomar en serio la vida desde su mirada? Y,
sin embargo, la novela es todo menos una novela cómica; más bien,
tiene que ver con la peor angustia del ser humano: estar vivo y no
encontrar sentido a la existencia.

Bouvard y Pécuchet, de Gustave Flaubert

Estos personajes son dos copistas, actividad correspondiente a dos


modestos burócratas en la época en que ocurre la acción: 1839.
Contaban con sueldos apenas suficientes para vivir el día a día y
una jubilación que les permitirá vivir sin mayores sobresaltos el
resto de su vida. Pero ser copista resultaba, sobre todo, aburrido.
Cuando se conocen, llama su atención una serie de coincidencias: el
mismo oficio, la misma edad, las mismas fantasías. Acuden a museos
y se preguntan sobre el arte, se inscriben en un curso de árabe, sue-
ñan con no trabajar y adquirir conocimientos que desdeñaron en
su juventud o bien que nunca tuvieron la oportunidad de adquirir.
Entonces, sucede el milagro: uno de ellos, Bouvard, hereda y pro-
pone a Pécuchet dejar el trabajo y retirarse al campo. Pécuchet
acepta, pero posee aún ese valor moral casi olvidado en nuestro
tiempo, la dignidad, y pone como condición esperar dos años más
a su jubilación, con la finalidad de no vivir de la herencia de Bou-
vard. Quedan de acuerdo, esperan el tiempo necesario y, cumplido el
plazo, comienzan la vida más disparatada y esperpéntica imaginada,
muy bien aderezada con barruntos de normalidad: compran una
146 Rodrigo Garnica

propiedad en el campo, crían animales que mueren pronto, siem-


bran y las cosechas se pudren. Montan un laboratorio de química
—ahora les dio por los experimentos— y vuelan media propie-
dad.99 Durante toda la novela, desde los inicios del viaje de cada
uno por separado y hacia la nueva casa adquirida, el autor libra
una batalla por la verosimilitud de las situaciones que viven sus
personajes y los disparates en los que se ven envueltos. No pode-
mos olvidar que es la última novela que escribió Flaubert, que a
esas alturas gozaba de amplios reconocimientos de la comunidad
literaria en Francia, que era reputado como uno de los padres de
la novela realista y no era cosa de dejarse llevar por la extravagan-
cia: consultó libros de botánica, de química y de cuantos temas
abordaban sus chiflados protagonistas y él, Flaubert, humilde
seguidor de sus tipos creados, quien acompañó sus ocurrencias
como lo hiciera con Emma Bovary. Uno de los credos de la novela
realista era la autonomía de los personajes y su supervivencia más
allá de la vida de su creador. En una carta a Louise Colet escribe:
“Lo que me hace avanzar tan despacio es que nada en este libro
[Madame Bovary] está sacado de mí mismo; nunca me habrá
sido más inútil mi personalidad”.100 En otra carta a su amante,
mucho antes de iniciar la redacción de Bouvard y Pécuchet, tenía
trazada ya su preceptiva: “¿Cómo no pensar que debe llegarse al
fin, a fuerza de estudio, de tiempo, de rabia, de sacrificios de toda
especie, a hacer algo bueno?”.101
Bouvard y Pécuchet hacen lo que quieren. Hacen tonterías,
son antihéroes, podrían impacientar a cualquiera, incluyendo a su
creador: “Bouvard y Pécuchet me llenan a tal punto que me he con-
vertido en ellos. Su estupidez es mía, y eso me hace rabiar”.102
99
Gustave Flaubert, Bouvard y Pécuchet, Barcelona, Tusquets Editores (Fábula), 1999, p. 115.
100
Gustave Flaubert, Cartas a Louise Colet, Madrid, Ediciones Siruela (Libros del Tiempo), 1989, p. 269.
101
Gustave Flaubert, op. cit., p. 272.
102
Jacques Suffel, Gustave Flaubert, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica (Breviarios), 1986,
p. 42.
Ensayo sobre la escritura 147

Mercier y Camier, de Samuel Beckett

Descendientes directos de Bouvard y Pécuchet, Mercier y Camier


son los personajes de la primera novela que escribió Samuel
Beckett en francés y que lleva el nombre de sus protagonistas.
Como ocurre en este género de narraciones, no conocemos nada
de la vida anterior de ellos, anterior al relato mismo; aparecen de la
nada con una naturalidad que acaba de una vez con esa costumbre
del pensamiento que es hacer historia, conocer orígenes, saber
antecedentes y llenarse de lugares comunes. Es lo que en tér-
minos académicos se llama iniciar un relato in media res. En
mi caso personal, es casi inadmisible: como médico, aprendí
con un hierro candente que nada puede saberse de alguien sin
conocer su historia, la historia clínica, ni más ni menos. Pero
allí está el gran escritor haciendo la propuesta que menos se
espera: Mercier y Camier están ahí, son, existen, sin necesidad
de explicarse. Y nos espera algo peor: planean un viaje mítico
cuyo destino nunca queda claro y que jamás llegan a realizar.
Entre tanto, sobreviven. Tan incierto es el lugar al que quieren
dirigirse que la primera noche, en medio de la lluvia, le “pre-
guntan” a su paraguas cuál debe ser su dirección: “Lancemos
nuestro paraguas al aire, dijo Mercier. Caerá de determinada
manera, siguiendo leyes que ignoramos. No tendremos más
que movernos en el eje indicado. El paraguas respondió. A la
izquierda”.103
En efecto, a raíz de la respuesta que creen obtener, deciden la
dirección de su camino, pero el paraguas se descompone a raíz del
azotón que le dieron en el suelo y en adelante deberán soportar la
torrencial lluvia sin él. Hablan de manera extravagante:

103
Samuel Beckett, Mercier y Camier, Ciudad de México, Lumen-Conaculta, 1971, p. 32.
148 Rodrigo Garnica

—¿Y si nos sentaríamos? Eso me ha dejado lelo.


—Quieres decir si nos sentáramos— dijo Mercier.
—Quiero decir si nos sentaríamos— dijo Camier.
—Sentaríamonos— dijo Mercier.104

Creíamos que sólo los personajes se comportan o piensan de


esa manera, pero el narrador —otro personaje al fin— también nos
gasta pequeñas bromas: “Mercier se detuvo, lo que obligó a Camier
a detenerse. Si Mercier no se hubiera detenido, tampoco Camier lo
hubiese hecho. Pero, habiéndose detenido Mercier, Camier tuvo
que detenerse a su vez”.105
No estamos frente a una obra deliberadamente cómica. En el
mismo tono se nos referirá una tragedia, el asesinato de un policía
a manos de los personajes principales:

Mercier recogió la porra y golpeó el cráneo cubierto [antes, Camier


ha golpeado al policía con la porra y le ha cubierto la cabeza], con
un solo golpe, moderado y atento, uno solo. Parece un huevo duro,
dijo. Quién sabe, se extasió, puede que haya sido éste el que ha
acabado con él. Tiró la porra y alcanzó a Camier, a quien tomó del
brazo. Vamos tranquilamente, dijo Mercier.106

Nos recuerdan de pronto a los ayudantes de K. Se proponen


hacer una actividad formal, seria, pero, como los payasos de circo,
se tropiezan con cualquier objeto. Y como los asesinos de José K. se
mueven al unísono, caminan al parejo: “Incluso juntos, dijo Mer-
cier, como ahora, los brazos unidos uno con el otro, las manos enla-
zadas, las piernas al paso, suceden a cada instante más cosas de las

104
Ibid., p. 14.
105
Ibid., p. 127.
106
Ibid., p. 137.
Ensayo sobre la escritura 149

que podría contener un libro de gran tamaño, dos gruesos volúme-


nes, el tuyo y el mío”.107
Nunca hemos sabido en qué ciudad se encuentran, a dónde
quieren dirigirse, por qué quieren viajar. Ellos mismos lo ignoran,
aunque consideran que es la actividad más importante de su vida. En
una de sus vueltas sin sentido, parecen unos simples paseadores de
la noche: “Demos media vuelta, dijo Mercier. Esta calle es un encanto.
Huele a burdel”.108
Terminarán como comenzaron: sin salir de su ciudad y sin
llegar a parte alguna. Reflexionan acerca de las razones por las que
nunca hicieron el viaje, sin que parezca importarles demasiado y
sin que abandonen del todo el proyecto: todo un dislate. Esperan,
igual que los futuros personajes de Beckett de Esperando a Godot.
Esperas absurdas, sin sentido, cómicas involuntarias, disparatadas
de cualquier modo, y que, como un oxímoron, le dan sentido a la
vida de los personajes.

Relación entre el disparate y la libertad

Cuando se piensa en esos personajes disparatados y las situacio-


nes que enfrentan, lo que nos conmueve son no sólo las situaciones
ridículas en las que pueden encontrarse de manera involuntaria; lo
que en el fondo de nuestro corazón nos arrebata de ellos es su deci-
dida apuesta por la libertad. Vaya tema complejo al que se llega por
la vía del disparate. Porque se necesita vivirse muy libre para lanzarse
al sinsentido de la acción, a la aventura en su concepto más infantil
y trascendente. Ni Bouvard ni Pécuchet ni Mercier ni Camier ni don
Quijote ni Sancho saben a ciencia cierta a dónde se dirigen y a noso-
tros tampoco nos queda claro a qué van. Sólo entendemos que han

107
Ibid., p. 125.
108
Ibid., p. 130.
150 Rodrigo Garnica

hecho un pacto para rechazar el confort burgués que su biografía les


pintaba. Hay en su imaginario un vago beneficio material: dinero,
poder —gobernar una ínsula no es cualquier cosa—, cumplir las
funciones de sicarios a cambio de una paga —como los personajes
de Kafka—, todo ello apuntaría a una ilusión de bienestar, de cam-
biar una suerte y de disfrutar de beneficios tangibles. Ése suele ser
el error de los que se dedican al crimen organizado y el que cometen
muchos adolescentes pobres al incorporarse al cartel de un mafioso.
Quieren dinero para tener lo que nunca en su vida de miserables han
tenido: diversos teléfonos celulares, una casa lujosa, varios automó-
viles. Morirán jóvenes, nadie se los dice, pero el deseo de salir de la
propia jodidez es el motor que los impulsa. Los personajes de las
novelas mencionadas están filtrados a través del alambique del tra-
bajador intelectual, es decir, están idealizados. Por tanto, no pueden
mostrarse como unos chatos sirvientes que buscan mayor comodi-
dad en sus vidas. En realidad, son utilizados por el autor para cum-
plir con ese anhelo de ser libres que —cualquiera lo sabe— no habrá
manera de realizar en la vida real. En el fondo, sus personajes son sus
sicarios. Un ejemplo inmejorable, no en el campo de las letras sino
del cine, son los hermanos Marx. Dinamitan las instituciones, se bur-
lan de ellas, seducen a las esposas decentes, pisotean la elegante sala
de la rectoría cuando los confunden con el rector. Harpo Marx reca-
pitula el deseo de Mercier y Camier por irse, por no tener freno, por
encontrar la felicidad donde otros sólo entienden de obligaciones.
Groucho trata de fajarse a la esposa del rector; Harpo camina sobre la
fina tela del sofá de la oficina una vez que los otros dos desaparecen.
Chico, por su parte, pretende —en el sentido del verbo inglés to pre-
tend: engañar— ser un gran jugador de futbol americano que se cuela
subrepticiamente en las filas del equipo universitario: toda la gran-
deza, todos los valores, todo aquello en lo que cree el Imperio han
sido desfondados por tres locos —Zeppo no aparece en esta película,
Ensayo sobre la escritura 151

Plumas de caballo (1932)— con una sola idea compartida por los tres:
divertirse, ser “felices”, ser libres.
Por supuesto, don Quijote y Sancho y Bouvard y Pécuchet
pretenden lo mismo. Se disfrazan de ingenuos, de tontos, que es
el papel que mejor les va. Pero detrás de ellos está un autor que
detesta su condición pequeñoburguesa o la de los demás; si él no
la posee, ha pasado buena parte de su vida escuchando mentiras
solemnes, mistificaciones ambiguas, que sabe, aunque no sabe que
lo sabe, que lo que el otro dice, sobre todo si es un líder de opinión,
no tiene mucho que ver con lo que el líder piensa y con lo que al
final desea. Su ofrecimiento pasa por el burdo disfraz de la aporía,
que se apoya en el maravilloso futuro que llegará cuando… y aquí
el alma de la pieza oratoria.
Esos personajes no son intelectuales. Ni siquiera sé si estoy
haciendo comparaciones justas. Se trata, más bien, de gritos en
medio de la noche cristiana, la del deber ser, la de los buenos moda-
les. Es, también, la rebeldía del adolescente que mira ante sí la vida
que le ofrecen los padres, su cuadratura y su profundo aburrimiento
por el resto de sus días. Seducir a la esposa del rector —nada atrac-
tiva, por lo demás—, matar un policía con la porra del propio policía
y cubrirle la cabeza para darle el último golpe, recorrer caminos para
enderezar entuertos y hacer justicia abstracta parecen labores de
locos, aunque pudieran ser tan sólo acciones de los desesperados.
La pregunta fundamental parecería ser ¿qué prefieres, ser el jefe del
Departamento de Administración de Credenciales o partir? Algunos
héroes eligen esto último.
Es ésa la intención del disparate. La libertad ciega, atolon-
drada, sin sentido. ¿Podemos dar esa categoría a los asesinos de José
K.? Cuesta trabajo hacerlo, son personajes menores, sólo aparecen
al final de la novela, cumplen una función mezquina, demasiado
homenaje para tan poca cosa. Y, sin embargo, Kafka lo hizo. Pudo
ubicarlos en la categoría de los simples sicarios, aunque los ilumina
152 Rodrigo Garnica

con ese pequeño gran gesto de humorismo que todo lo trastoca:


son ridículos, cometen disparates.
Ante la enorme admiración que siento por los personajes
del disparate, he escrito una novela con dos de ellos, al menos
con dos inspirados en personajes así; inclusive, deformé un poco
los nombres, pero los tomé de allí. Los míos se llaman Marcelo y
Carmelo; la novela, Los ácratas. Aspiro, con justificada modestia, a
que mis Marcelo y Carmelo ingresen a la familia de esos gigantes
de la literatura. Por lo pronto, la novela ganó un premio.
Conclusiones

Se entenderá ahora que esto es una demostración de que, tras


reflexionar a lo largo de varias decenas de cuartillas sobre el tema,
no tengo respuesta a la pregunta “¿por qué escribo?”. Recuerdo al
lector que este ensayo no es un tratado de preceptiva literaria, así
como la pintura de Magritte, Esto no es una pipa; en efecto, no es
una pipa, es una pintura. Las siguientes respuestas serían motivo
de sendos ensayos y tal vez debieron aparecer al principio de este
libro. Y, sin embargo, como no tengo una respuesta preferida las
he colocado al final.

Intentos de respuesta a la —horrible— pregunta “¿por qué


escribo?”:
1. Porque la literatura es mejor que la vida —equivalente a lo que
dijo Emilio García Riera acerca del cine—.
2. Para combatir a la muerte: no morir del todo y soñar con la
inmortalidad. No deseo dejar inconcluso el libro que estoy
escribiendo; por tanto, no moriré antes de terminarlo.
3. Para combatir el tedio de una manera compleja —puesto que
soy un individuo complejo—.

153
154 Rodrigo Garnica

4. Para ganarme la admiración de los otros —García Márquez


declaró que escribe para que lo quieran—.
5. Porque después de leer muchas novelas deseaba saber qué se
siente escribir una.
6. Para desquitarme de la vida; fantaseo en que me hizo maldad
y media —Freud—.
7. Para “reconstruir” —tras la deconstrucción— la mala informa-
ción y así reinterpretar lo aprendido —Derrida—.
8. Para conservar “el brillo del falo” ante mi mujer —Lacan—.
9. Porque se vive la sensación de “hallarse en un agujero, en el
fondo de un agujero, en una soledad casi total y descubrir que
sólo la escritura te salvará” —Marguerite Duras—.
10. Porque los caminos de la libertad de escribir pasan por las vías
amplias del absurdo y del disparate —Kafka, Beckett, los her-
manos Marx y muchos más—.

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