Fabulas 1

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El mono y las lentejas

Cuenta  una antigua historia que una vez un hombre  iba cargado con un gran saco de
lentejas.

Caminaba a paso ligero porque necesitaba estar antes del mediodía en el pueblo
vecino. Tenía que vender la legumbre al mejor postor, y si se daba prisa y cerraba un
buen trato, estaría de vuelta antes del anochecer. Atravesó calles y plazas, dejó atrás la
muralla de la ciudad y se adentró en el bosque. Anduvo durante un par de horas y llegó
un momento en que se sintió agotado.

Como hacía calor y todavía le quedaba un buen trecho por recorrer, decidió pararse a
descansar. Se quitó el abrigo, dejó el saco de lentejas en el suelo y se tumbó bajo la
sombra de los árboles. Pronto le venció el sueño y sus ronquidos llamaron la atención
de un monito que andaba por allí, saltando de rama en rama.

El animal, fisgón por naturaleza, sintió curiosidad por ver qué llevaba el hombre en el
saco. Dio unos cuantos brincos y se plantó a su lado, procurando no hacer ruido. Con
mucho sigilo, tiró de la cuerda que lo ataba y metió la mano.

¡Qué suerte! ¡El saco estaba llenito de lentejas! A ese mono en particular le
encantaban. Cogió un buen puñado y sin ni siquiera detenerse a cerrar la gran bolsa de
cuero, subió al árbol para poder comérselas una a una.

Estaba a punto de dar cuenta del rico manjar cuando de repente, una lentejita se le cayó
de las manos y rebotando  fue a parar al suelo.

¡Qué rabia le dio! ¡Con lo que le gustaban, no podía permitir que una se desperdiciara
tontamente! Gruñendo, descendió a toda velocidad del árbol para recuperarla.
Por las prisas, el atolondrado macaco se enredó las patas en una rama enroscada en
espiral e  inició una caída que le pareció eterna. Intentó agarrarse como pudo, pero el
tortazo fue inevitable. No sólo se dio un buen golpe, sino que todas las lentejas que
llevaba en el puño se desparramaron por la hierba y desaparecieron de su vista.

Miró a su alrededor, pero el dueño del saco había retomado su camino y ya no estaba.

¿Sabéis lo que pensó el monito? Pues que no había merecido la pena arriesgarse por
una lenteja. Se dio cuenta de que, por culpa de esa torpeza, ahora tenía más hambre y
encima, se había ganado un buen chichón.

Moraleja: A veces tenemos cosas seguras pero, por querer tener más, lo arriesgamos
todo y nos quedamos sin nada. Ten siempre en cuenta, como dice el famoso refrán,
que la avaricia rompe el saco.
El león y el mosquito

Estaba un día el grande y fiero león, considerado por todos el rey de los animales,
dormitando sobre la hierba seca de la sabana.

Todo estaba tranquilo y sólo se oía de vez en cuando el canto de algunos pájaros o el
gritito agudo de algún mono.

De repente, esa paz se rompió. Un mosquito se acercó al soñoliento  león y comenzó a


darle la tabarra.

– ¡Eh, tú! Todo el mundo dice que eres el rey de todo esto, pero yo no acabo de
creérmelo  – dijo el mosquito provocando al gran felino.

– ¿Y para decirme eso te atreves a despertarme? – rugió el león – Si todos me


consideran el rey,  por algo será  ¡Y ahora, vete de aquí!

– ¡No! – repitió el mosquito con chulería – ¡Yo soy mucho más fuerte que tú!

– ¡Te he dicho que no me molestes! – repitió el león empezando a enfadarse


seriamente –  ¡No digas tonterías!

– ¿Tonterías? ¡Pues ahora verás que soy capaz de vencerte! – chilló el insecto con
insolencia.

El león, estupefacto, vio cómo  el mosquito comenzaba a zumbar sobre él y a


propinarle un picotazo tras otro. El pobre felino se vio sin escapatoria. Intentaba
zafarse como podía y se revolvía sobre sí mismo para evitar los pinchazos, pero el
mosquito era tan rápido que no le daba opción alguna. Al indefenso león le picaba
tanto el cuerpo que se arañó con sus propias garras la cara y el pecho. Finalmente, se
rindió.
– ¿Ves? ¡Soy más fuerte que tú! – se jactó el repelente mosquito.

Loco de alegría,  empezó a bailar delante del león y a hablarle de manera burlona.

– ¡Ja ja ja! ¡Te he ganado! ¿Qué pensarán los demás cuando sepan que un animalito
tan pequeño como yo ha conseguido derrotarte? ¡Ja ja ja!

En uno de sus absurdos giros, tropezó con una tela de araña y, de repente,  se hizo el
silencio. Cayó en la cuenta de que estaba atrapado sin posibilidad de salvarse y en
décimas de segundo  se le bajaron los humos. Suspiró y dijo con amargura:

– Vaya, vaya, vaya… He vencido a un animal poderoso, pero al final, otro mucho más
insignificante me ha vencido a mí.

Moraleja: no te creas nunca el mejor en todo. Es bueno tener éxitos en la vida y hay
que alegrarse por ellos, pero no seas arrogante y pienses que los demás son menos
que tú.
Las dos culebras

 Había una vez dos culebras que vivían tranquilas y felices en las aguas estancadas de
un pantano. En este lugar tenían todo lo que necesitaban: insectos y pequeños peces
para comer, sitio de sobra para moverse y humedad suficiente para mantener brillantes y
en buenas condiciones sus escamas.

Todo era perfecto, pero sucedió  que llegó una estación más calurosa de lo normal y el
pantano comenzó a secarse. Las dos culebras intentaron permanecer allí a pesar de que
cada día la tierra se resquebrajaba y se iba agotando el agua para beber. Les producía
mucha tristeza  comprobar que su enorme y querido pantano de aguas calentitas se
estaba convirtiendo en una mísera charca, pero era el único hogar que conocían y no
querían abandonarlo.

Esperaron y esperaron las deseadas lluvias, pero éstas no llegaron. Con mucho dolor
de corazón,  tuvieron que tomar la dura decisión de buscar otro lugar para vivir.

Una de ellas, la culebra de manchas oscuras, le dijo a la culebra de manchas claras:

– Aquí solo ya solo quedan piedras y barro. Creo, amiga mía, que debemos irnos ya o
moriremos deshidratadas.

– Tienes toda la razón, vayámonos ahora mismo. Tú ve delante, hacia el norte, que yo
te sigo.

Entonces, la culebra de manchas oscuras, que era muy inteligente y cautelosa, le


advirtió:

– ¡No, eso es peligroso!

Su compañera dio un respingo.


– ¿Peligroso? ¿Por qué lo dices?

La sabia culebra se lo explicó de manera muy sencilla:

– Si vamos en fila india los humanos nos verán y nos cazarán sin compasión ¡Tenemos
que demostrar que somos más listas que ellos!

– ¿Más listas que los humanos? ¡Eso es imposible!

– Bueno, eso ya lo veremos. Escúchame atentamente: tú te subirás sobre mi lomo pero


con el cuerpo al revés y así yo meteré mi cola en tu boca y tú tu cola en la mía. En vez
de dos serpientes pareceremos un ser extraño, y como los seres humanos siempre
tienen miedo a lo desconocido, no nos harán nada.

– ¡Buena idea, intentémoslo!

La culebra de manchas claras se encaramó sobre la culebra de manchas oscuras y cada


una sujetó con la boca la cola de la otra. Unidas de esa forma tan rara, comenzaron a
reptar.  Al moverse sus cuerpos se bamboleaban cada uno para un lado formando una
especie de ocho que se desplazaba sobre la hierba.

Como habían sospechado, en el camino se cruzaron con varios campesinos y


cazadores, pero todos, al ver a un animal tan enigmático, tan misterioso, echaron a
correr muertos de miedo, pensando que se trataba de un demonio o un ser de otro
planeta.

El inteligente plan funcionó, y al cabo de varias horas, las culebras consiguieron su


objetivo: muy agarraditas, sin soltarse ni un solo momento, llegaron a tierras lluviosas
y fértiles donde había agua y comida en abundancia. Contentísimas, continuaron
tranquilas con su vida en este nuevo y acogedor lugar.
Moraleja: Si alguna te surge un problema,  lo mejor que puedes hacer es analizar
todas las ventajas e inconvenientes  de la situación. Si piensas las cosas con
tranquilidad y sabiduría, seguro que encontrarás una buena solución.
La garza real

 Un fresco día de verano, una elegante garza real salió de entre los juncos y se fue a
pasear

¡Era un día perfecto para dar una vuelta y ver el hermoso paisaje!

Se acercó a la laguna y vio un pez que le llamó la atención. Era una carpa que
jugueteaba alegremente entre las aguas.

– ¡Uhmmm! ¡Es una presa grande y sería muy fácil para mí atraparla! – pensó la garza
– ¡Pero no!… Ahora no tengo apetito así que cuando me entre hambre, volveré a por
ella.

La garza siguió su camino. Se entretuvo charlando con otras aves que se fue
encontrando y más tarde se sentó un ratito a descansar. Sin darse cuenta, habían
pasado tres horas y de repente, sintió ganas de comer.

– ¡Volveré a por la carpa y me la zamparé de un bocado! – se dijo a sí misma la garza.

Regresó a la laguna pero la carpa ya no estaba ¡Su deliciosa comida había


desaparecido y ya no tenía nada que llevarse a la boca!

Cuando se alejaba del lugar, vio unos peces que nadaban tranquilos.

– ¡Puaj! – exclamó con asco la garza – Son simples tencas. Podría atraparlas en un
periquete con mi largo pico, pero no me apetecen nada. Me gusta comer cosas
exquisitas y no esos pececitos sin sabor y ásperos como un trapo.

Siguió observando la laguna y ante sus ojos apareció un pez pequeñajo y larguirucho
con manchas  oscuras en el lomo. Era un gobio.
– ¡Qué mala suerte! – se quejó la garza – No me gustan las tencas pero los gobios me
gustan menos todavía. Me niego a pescar ese animalucho de aspecto tan asqueroso. Mi
delicado paladar se merece algo mucho mejor.

La garza era tan soberbia que ningún pez de los que veía era de su gusto.

Lamentándose, buscó aquí y allá alguno que fuera un bocado delicioso, pero no hubo
suerte. Llegó un momento en que tenía tanta hambre que decidió conformarse con la
primera cosa comestible que encontrara… Y eso fue un blando y pegajoso gusano.

– ¡Ay, madre mía! – dijo la garza a punto de vomitar – No me queda más remedio que
tragarme este bicho horripilante. Pero es que estoy desfallecida y necesito comer lo
que sea.

Y así fue cómo la exigente garza de pico fino, tuvo que dejar a un lado su actitud
caprichosa y conformarse con un plato más humilde que, aunque no era de su agrado,
le alimentó y sació su apetito.

Moraleja: muchas veces queremos tener sólo lo mejor y despreciamos cosas más


sencillas pero que pueden ser igual de valiosas.
El viejo perro cazador

Había una vez un hombre que vivía con su perro en una casa apartada de la ciudad.

Se había criado en las montañas y era muy aficionado a la caza. Por supuesto, el
chucho siempre le acompañaba, dispuesto a pasar un rato divertido con su querido
dueño ¡A los dos les encantaban esos días al aire libre! Juntos paseaban, compartían la
comida, bebían agua de fuentes naturales  y disfrutaban de largas siestas.

Pero no todo era descansar. Cuando tocaba, el perro se adelantaba a su amo y


husmeaba el terreno en busca de posibles presas. Estaba atento a cualquier sonido  y
vigilaba concienzudamente a su alrededor, por si algún incauto animal se dejaba ver
por allí. El amo confiaba plenamente en el instinto de su perro ¡Jamás había tenido uno
tan fiel y espabilado como él!

Pero con el paso de los años, el perro envejeció. Dejó de ser fuerte, dejó de ser ágil,  y
ya no estaba dispuesto a salir disparado cuando veía a una liebre o una perdiz. 
Últimamente se quejaba de que los huesos le crujían en cuanto hacía un pequeño
esfuerzo. Su tripa había engordado tanto, que en cuanto corría un poco se sofocaba.

Tampoco andaba ya muy bien de la vista y el oído le fallaba cada dos por tres. A pesar
de todo, seguía sintiéndose un perro cazador y nunca dejaba que su amo saliera sólo al
campo.

Una tarde, el perro avistó un orondo jabalí. Levantó la punta de las orejas, miró a su
amo de reojo y salió corriendo lo más rápido que fue capaz hacia la magnífica presa.
El incauto jabalí no le vio llegar y, de repente, sintió cómo unos colmillos se le
clavaban en su oreja derecha. Por desgracia para el perro, sus dientes ya no eran
afilados y fuertes como antaño. Tenía la boca medio desdentada y la mandíbula había
dejado de ser como un implacable cepo. Por mucho que gruñó y apretó, el jabalí dio un
par de sacudidas y escapó con una herida sin importancia.

En ese momento apareció el dueño; encontró al perro jadeando y con un ataque de tos
¡El pobre casi no podía respirar de tanto esfuerzo que había hecho! En vez de
conmoverse, le reprendió.

– ¡Eres un desastre! ¡Se te ha escapado el jabalí! ¡Ya no sirves para cazar!

El animal le miró lastimosamente y le dijo:

– Querido amo… Sigo siendo el mismo perro fiel y cariñoso de siempre con el que
usted ha pasado tantos buenos momentos. Lo único que ha cambiado, es que ahora soy
mayor y mi cuerpo ya no responde como cuando era joven. Debes recordar lo que he
sido para ti, todo lo que hemos vivido juntos, en vez de increparme porque ahora las
fuerzas me fallen.

El amo recapacitó y sintió mucha ternura por ese animalito al que tanto quería. Tenía
razón: el amor hacia él estaba por encima de todo lo demás.  Sonriendo, acarició el
lomo de su viejo amigo y, despacito, regresaron a casa.

Moraleja: respeta siempre a los ancianos. Aunque su cuerpo haya envejecido, siguen


siendo las mismas personas de siempre, llenas de sentimientos y experiencias. Se
merecen más que nadie que reconozcamos todo lo que han hecho por nosotros a lo
largo de su vida.
El viejo y sus hijos

 Érase una vez un buen hombre que se ocupaba de las labores del campo. Toda su vida
se había dedicado a labrar la tierra para obtener alimentos con los que sostener a su
numerosa familia.

Era mayor y tenía varios hijos a los que sacar adelante. Todos eran buenos chicos, pero
cada uno tenía un carácter tan distinto que se pasaban el día peleándose entre ellos por
las cosas más absurdas. En casa siempre se escuchaban broncas, gritos y portazos.

El labrador estaba desesperado. Ya no sabía qué hacer para que sus hijos se llevaran
bien, como debe ser entre hermanos que se quieren. Una tarde, se sentó junto a la
chimenea del comedor y, al calor del fuego, se puso a meditar. Esos chicos necesitaban
una lección que les hiciera entender que las cosas debían cambiar.

De repente, una lucecita iluminó su cerebro ¡Ya lo tenía!

– ¡Venid todos ahora mismo, tengo algo que deciros!

Los hermanos acudieron obedientemente a la llamada de su padre ¿Qué querría a esas


horas?

– Os he mandado llamar porque necesito que salgáis fuera y recojáis cada uno un palo
delgado, de esos que hay tirados por el campo.

– ¿Un palo? … Papá ¿estás bien? ¿Para qué quieres que traigamos un palo? –dijo uno
de ellos tan sorprendido como todos los demás.

– ¡Haced lo que os digo y hacedlo ahora! – ordenó el padre.


Salieron juntos en tropel al exterior de la casa y en pocos minutos regresaron, cada uno
con un palo del grosor de un lápiz en la mano.

– Ahora, dádmelos – dijo mirándoles a los ojos.

El padre cogió todos los palitos y los juntó con una fina cuerda. Levantó la vista y les
propuso una prueba.

– Quiero ver quién de todos vosotros es capaz de romper estos palos juntos. Probad a
ver qué sucede.

Uno a uno, los chicos fueron agarrando el haz de palitos y con todas sus fuerzas
intentaron partirlos, pero ninguno lo consiguió. Estaban desconcertados. Entonces, el
padre desató la cuerda que los unía.

– Ahora, coged cada uno el vuestro y tratad de romperlo.

Como era de esperar, fue fácil para ellos romper una simple ramita. Sin quitar el ojo a
su padre, esperaron a escuchar qué era lo que tenía que decirles y qué explicación tenía
todo aquello.

– Hijos míos, espero que con esto haya podido trasmitiros un mensaje claro sobre
cómo han de comportarse los hermanos. Si no permanecéis juntos, será fácil que os
hagan daño. En cambio, si estáis unidos y ponéis de vuestra parte para apoyaros los
unos a los otros, nada podrá separaros y nadie podrá venceros ¿Comprendéis?

Los hermanos se quedaron con la boca abierta y se hizo tal silencio que hasta se podía
oír el zumbido de las moscas. Su padre acababa de darles una gran lección de
fraternidad con un sencillo ejemplo. Todos asintieron con la cabeza y muy
emocionados, se abrazaron y prometieron cuidarse por siempre jamás.
Moraleja: cuida y protege siempre a los tuyos.  La unión hace la fuerza.
Los dos conejos

 La primavera había llegado al campo. El sol brillaba sobre la montaña y derretía las
últimas nieves.

Abajo, en la pradera, los animales recibían con gusto el calorcito propio del cambio de
temporada. La brisa tibia y el cielo azul, animaron a salir de sus madrigueras a muchos
animales que llevaban semanas escondidos ¡Por fin el duro invierno había
desaparecido!

Las vacas pacían tranquilas mordisqueando briznas de hierba y las ovejas, en grupo,
seguían al pastor al ritmo de sus propios balidos. Los pajaritos animaban la jornada
con sus cantos y, de vez en cuando, algún caballo salvaje pasaba galopando por
delante de todos, disfrutando de su libertad.

Los más numerosos eran los conejos. Cientos de ellos aprovechaban el magnífico día
para ir en  busca de frutos silvestres y, de paso, estirar sus entumecidas patas.

Todo parecía tranquilo y se respiraba paz en el ambiente, pero, de repente, de entre


unos arbustos, salió un conejo blanco corriendo y chillando como un loco. Su vecino,
un conejo gris que se consideraba a sí mismo muy listo, se apartó hacia un lado y le
gritó:

– ¡Eh, amigo! ¡Detente! ¿Qué te sucede?

El conejo blanco frenó en seco. El pobre sudaba a chorros y casi no podía respirar por
el esfuerzo. Jadeando, se giró para contestar.

– ¿Tú que crees? No hace falta ser muy listo para imaginar que me están persiguiendo,
y no uno, sino dos enormes galgos.
El conejo gris frunció el ceño y puso cara de circunstancias.

– ¡Vaya, pues sí que es mala suerte! Tienes razón, por allí los veo venir, pero he de
decirte que no son galgos.

Y como quien no quiere la cosa, comenzaron a discutir.

– ¿Qué no son galgos?

– No, amigo mío… Son perros de otra raza ¡Son podencos! ¡Lo sé bien porque ya soy
mayor y he conocido muchos a lo largo de mi vida!

– ¡Pero qué dices! ¡Son galgos! ¡Tienen las patas largas y esa manera de correr les
delata!

– Lo siento, pero estás equivocado ¡Creo que deberías revisarte la vista, porque no ves
más allá de tus narices!

– ¿Eso crees? ¿No será que ya estás demasiado viejo y el que necesita gafas eres tú?

– ¡Cómo te atreves!…

Enzarzados en la pelea, no se dieron cuenta de que los perros se habían acercado


peligrosamente y los tenían sobre el cogote. Cuando notaron el calor del aliento canino
en sus largas orejas, dieron un gran salto a la vez y, por suerte, consiguieron meterse
en una topera que estaba medio camuflada a escasa distancia.

Se salvaron de milagro, pero  una vez bajo tierra, se sintieron muy avergonzados. El
conejo blanco fue el primero en reconocer lo estúpido que había sido.

– ¡Esos perros casi nos hincan el diente! ¡Y todo por liarnos a discutir sobre tonterías
en vez de poner a salvo el pellejo!
El viejo conejo gris, asintió compungido.

– ¡Tienes toda la razón! No era el momento de pelearse por algo tan absurdo ¡Lo
importante era huir del enemigo!

Los conejos de esta fábula se fundieron en un abrazo y, cuando los perros, fueran
galgos o podencos,  se alejaron, salieron a dar un paseo como dos buenos amigos que,
gracias a su  torpeza, habían aprendido una importante lección.

Moraleja: En la vida debemos aprender a distinguir las cosas que son realmente
importantes de las que no lo son. Esto nos resultará muy útil para no perder el tiempo
en cosas que no merecen la pena.
Los dos amigos y el oso

 Dos hombres que se consideraban buenos amigos paseaban un día por la montaña.

Iban charlando tan animadamente que no se dieron cuenta de que un gran oso se les
acercaba. Antes de que pudieran reaccionar, se plantó frente a ellos, a menos de tres
metros.

Horrorizado, uno de los hombres corrió al árbol más cercano y, de un brinco, alcanzó
una rama bastante resistente por la que trepó a toda velocidad hasta ponerse a salvo. Al
otro no le dio tiempo a escapar y se tumbó en el suelo haciéndose el muerto. Era su
única opción y, si salía mal, estaba acabado.

El hombre subido al árbol observaba a su amigo quieto como una estatua y no se


atrevía a bajar a ayudarle. Confiaba en que tuviera buena suerte y el plan le saliera
bien.

El oso se acercó al pobre infeliz que estaba tirado en la hierba y comenzó a olfatearle.
Le dio con la pata en un costado y vio que no se movía. Tampoco abría los ojos y su
respiración era muy débil. El animal le escudriñó minuciosamente durante un buen
rato y al final, desilusionado, pensó que estaba  más muerto que vivo y se alejó de allí
con aire indiferente.

Cuando el amigo cobarde comprobó que ya no había peligro alguno, bajó del árbol y
corrió a abrazar a su amigo.

-¡Amigo, qué susto he pasado! ¿Estás bien? ¿Te ha hecho algún daño ese oso
entrometido? – preguntó sofocado.
El hombre, sudoroso y aun temblando por el miedo que había pasado, le respondió con
claridad.

– Por suerte, estoy bien. Y digo por suerte porque he estado a punto de morir a causa
de ese oso. Pensé que eras mi amigo, pero en cuanto viste el peligro saliste corriendo a
salvarte tú y a mí me abandonaste a mi suerte. A partir de ahora, cada uno irá por su
lado, porque yo ya no confío en ti.

Y así fue cómo un susto tan grande sirvió para demostrar que no siempre las amistades
son lo que parecen.

Moraleja: La amistad se demuestra en lo bueno y en lo malo. Si alguien a quien


consideras tu amigo te abandona en un momento de peligro o en que necesitas ayuda,
no confíes demasiado en él porque probablemente, no es un amigo de verdad.

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Cuento La mona

En una ciudad del sur de España había un caballero muy rico, riquísimo, que vivía
rodeado de todos los lujos y comodidades que uno pueda imaginar.

Sus negocios le permitían disfrutar de un montón de caprichos, como una casa rodeada de
jardines y sirvientes que le hacían reverencias a todas horas.

Poseía caballos, valiosas obras de arte y su mesa siempre estaba repleta de manjares y
frutas exóticas venidas de los lugares más lejanos del mundo.

De todas las posesiones que tenía, había una por la que sentía especial cariño: una mona
muy simpática que un amigo le había traído de África. Como era un hombre soltero y sin
ocupaciones importantes, se dedicaba a cuidarla y a jugar con ella todo el día. La tenía
tan consentida que la sentaba con él a la mesa, le desenredaba el pelo con peine de marfil
y la dejaba dormir junto a la chimenea sobre cojines de seda ¡Ni la mismísima reina vivía
mejor!

Por si esto fuera poco la monita era muy presumida, así que el amo a menudo le regalaba
broches, lazos y todo tipo de adornos para que se sintiera la más guapa del mundo.

Cuenta la historia que un día de verano se fue de compras y apareció en la casa con un
vestido ideal. Estaba confeccionado con telas de colores brillantes y tenía dos volantes de
encaje que quitaban el hipo. La mona se lo puso entusiasmada y fue corriendo a verse en
el espejo.

– ¡Oh, es increíble, pero qué requeté guapa estoy!

La muy coqueta se colocó sobre la cabeza un sombrerito de fieltro azul y se encontró tan,
tan elegante, que pensó que todo el mundo tenía que verla. Por eso, sin pensar bien las
consecuencias, tomó una alocada decisión: escaparse por la ventana esa misma noche y
cruzar el estrecho de Gibraltar para llegar a África. Su destino era Tetuán, la tierra en la
que había nacido y donde aún vivían sus familiares y amigos de la infancia.

Mientras se alejaba de su confortable vida, por su cabeza sólo rondaba un pensamiento:

– ¡Quiero que todos mis conocidos vean lo guapa y estilosa que soy! ¡Me lanzarán miles
de piropos y seré la envidia de todas!
No se sabe muy bien cómo lo hizo, pero el caso es que al amanecer, la mona apareció
por sorpresa ante todos sus congéneres. Como había imaginado, la rodearon
boquiabiertos y ella se pavoneó de aquí para allá como si fuera un pavo real. Monas de
todas las edades comenzaron a aplaudir y a exclamar admiradas.

– ¡Oh, qué guapa está!

– ¡Qué vestido tan bonito! ¡Debe ser carísimo!

– ¡Qué envidia!… ¡Nosotras desnudas y ella luciendo un atuendo digno de una princesa!

La orgullosa mona estaba encantada con el recibimiento. Notaba que había causado
sensación y que hablaban de ella como si fuera alguien realmente importante ¡Escuchar
continuos halagos le producía tanto placer!…

– Debe ser una mona muy famosa en España, porque esas ropas no las lleva cualquiera.

– Sí, seguro que sí… ¡Qué fina es y qué gracia tiene al andar!

– ¡Además tiene pinta de ser muy inteligente! ¡A lo mejor es la presidenta de España y


nosotros sin enterarnos!

La fascinación que ejercía sobre todos era evidente porque incluso los machos del clan
tampoco pudieron resistirse a sus encantos. De hecho uno de ellos, el mono más viejo y
más sabio, tuvo una idea que quiso compartir con los demás. Se subió a una roca y alzó la
voz

– Como sabéis, hoy hemos tenido el honor de recibir a una miembro destacada de la
comunidad que, por lo que se ve, ha llegado muy lejos en la vida. Mañana partiremos
todos hacia el sur del continente y propongo que sea nuestra ilustre invitada quien dirija
la expedición.

¡El aplauso fue unánime! ¡Qué idea tan buena! A nadie se le ocurría un candidato mejor
para guiarles en un viaje tan largo y arriesgado.

Cuando amaneció, todas las familias de monos con sus crías a las espaldas iniciaron una
larga caminata con la pizpireta mona al frente. Por supuesto tomó el mando encantada de
ser la protagonista y les fue llevando por donde mejor le pareció: atravesó bosques,
valles, desiertos, ríos y fangosos pantanos, pero lo único que consiguió, fue perderse. Su
sentido de la orientación era nulo y no tenía ni idea de cómo llevar al grupo a su destino.
Lo que iba a ser un viaje de pocas horas se convirtió en un horrible periplo de una
semana. Los pobres animales vagaron durante días de un lado a otro, sin comida, escasos
de agua y con magulladuras por todo el cuerpo. Cuando por fin llegaron al sur de África,
las familias estaban agotadas y con la sensación de que no habían perdido la vida de
milagro.

El anciano mono, como líder que era, volvió a dirigirse a la manada.

– ¡Llegar hasta aquí casi nos cuesta un disgusto! Nos hemos dejado engatusar por la
belleza y elegancia de esta mona en vez de por su experiencia. Dimos por sentado que,
como era una mona distinguida, también era una mona inteligente. De todo esto, debemos
sacar una enseñanza: las apariencias engañan y al final, siempre se descubre lo que uno es
en realidad.

La mona, avergonzada, se quitó sus lujosas ropas y reconoció su ignorancia. No por ser
más hermosa y vestir ropas carísimas dejaba de ser una mona como todas las demás. A
partir de ese día se integró con humildad en el grupo y regresó a la vida que le
correspondía junto a los de su especie.

Moraleja: Cada persona es como es. Todos debemos sentirnos orgullosos de nuestras
cualidades, pero no tiene sentido tratar de aparentar que poseemos talentos y habilidades
que no tenemos. Y es que con razón dice el refrán: “Aunque la mona se vista de seda,
mona se queda”.

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Cuento La fábula del dinero

Érase una vez un hombre muy sabio que, al llegar a la vejez, acumulaba más riquezas de
las que te puedas imaginar.

Había trabajado mucho, muchísimo durante toda su vida, pero el esfuerzo había merecido
la pena porque ahora llevaba una existencia placentera y feliz.

El anciano era consciente de sus orígenes humildes y jamás se avergonzaba de ellos. De


vez en cuando, se sentaba en un mullido sillón de piel, cerraba los ojos, y recordaba
emocionado los tiempos en que era un joven obrero que trabajaba de sol a sol para
escapar de la pobreza y cambiar su destino ¡Quién le iba a decir por aquel entonces que
se convertiría en un respetado hombre de negocios y que viviría rodeado de lujos!

Ahora tenía setenta años, estaba jubilado y su única ambición era descansar y disfrutar de
todo lo que había conseguido a base de tesón y esfuerzo. Ya no madrugaba para salir
corriendo a trabajar ni se pasaba las horas tomando decisiones importantes, sino que se
levantaba tarde, leía un buen rato y daba largos paseos por los jardines de su estupenda y
confortable mansión.

Las puertas de su hogar siempre estaban abiertas para todo el mundo. Todas las semanas,
invitaba a unos cuantos amigos y eso le hacía muy feliz. Como hombre generoso que era,
les ofrecía los mejores vinos de su bodega y unos banquetes que ni en la casa de un rey
eran tan exquisitos.

¡Pero eso no es todo! Al finalizar los postres, les agasajaba con regalos que le habían
costado una fortuna: pañuelos de la más delicada seda, cajas de plata con incrustaciones
de esmeraldas, exóticos jarrones de porcelana traídos de la China…El hombre disfrutaba
compartiendo su riqueza con los demás y nunca escatimaba en gastos.

Pero sucedió que un día su mejor amigo decidió reunirse con él a solas para decirle
claramente lo que pensaba. Mientras tomaban una taza de té, le confesó:
– Sabes que siempre has sido mi mejor amigo y quiero comentarte algo que considero
importante. Espero que no te moleste mi atrevimiento.

El anciano, le respondió:

– Tú también eres el mejor amigo que he tenido en mi vida. Dime lo que te parezca, te
escucho.

Su amigo le miró a los ojos.

– Yo te quiero mucho y agradezco todos esos regalos que nos haces a todos cada vez que
venimos, pero últimamente estoy muy preocupado por ti.

El anciano se sorprendió.

– ¿Preocupado? ¿Preocupado por mí? ¿A qué te refieres?

– Verás… Llevo años viendo cómo derrochas dinero sin medida y creo que te estás
equivocando. Sé que eres millonario y muy generoso, pero la riqueza se acaba. Recuerda
que tienes tres hijos, y que si te gastas todo en banquetes y regalos, a ellos no les quedará
nada.

El viejo, que sabía mucho de la vida, le dedicó una sonrisa y pausadamente le dijo:

– Querido amigo, gracias por preocuparte, pero voy a confesarte una cosa: en realidad, lo
hago por hacer un favor a mis hijos.

El amigo se quedó de piedra ¡No entendía qué quería decir con eso!

– ¿Un favor? ¿A tus hijos?…

– Sí, amigo, un favor. Desde que nacieron, mis tres hijos han recibido la mejor educación
posible. Mientras estuvieron a mi cargo, les ayudé a formarse como personas, estudiaron
en las escuelas más prestigiosas del país y les inculqué el valor del trabajo. Creo que les
di todo lo que necesitan para salir adelante y labrarse su propio futuro, ahora que son
adultos.

El anciano dio un sorbo al té todavía humeante, y continuó:

– Si yo les dejara en herencia toda mi riqueza, ya no se esforzarían ni tendrían ilusión por


trabajar. Estoy convencido de que la malgastarían en caprichos ¡y yo no quiero eso! Mi
deseo es que consigan las cosas por sí mismos y valoren lo mucho que cuesta ganar el
dinero. No, no quiero que se conviertan en unos vagos y destrocen sus vidas.

El amigo meditó sobre esta explicación y entendió que el anciano había tomado una
decisión muy sensata.

– Sabias palabras… Ahora lo entiendo. Algún día, tus hijos te lo agradecerán.

El anciano le guiñó un ojo y dio un último sorbo al té. Después de esa conversación, su
vida siguió siendo la misma, nada cambió. Continuó gastándose el dinero a manos llenas
pero, tal y como había asegurado aquella tarde, sus hijos no heredaron ni una sola
moneda.

Moraleja: Esfuérzate cada día por aprender y trabaja con empeño e ilusión por cumplir
tus sueños. Una de las mayores satisfacciones de la vida es conseguir las cosas por uno
mismo y disfrutar la recompensa del trabajo bien hecho.

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Cuento La compra del asno

Esta es la historia de un chico que vivía sólo y no tenía más remedio que buscarse la vida
por sí mismo.

Siempre andaba necesitado de dinero y utilizaba todas las argucias que se le ocurrían para
conseguirlo. Si no utilizaba su imaginación, estaba acabado.

Un día, abrió la despensa y la encontró vacía. Se echó las manos a los bolsillos y en ellos
no había nada más que un roto por el que se colaban los dedos.

Desesperado, buscó por toda la casa algo para vender en el pueblo y ganar unas monedas,
pero casi no le quedaban objetos de valor.
La única solución que se le ocurrió, fue deshacerse de su viejo y desnutrido burro. Salió
de la casa y se dirigió al cercado donde el descansaba el animal. El pobre ya sólo tenía
fuerzas para perseguir moscas con la mirada y dar unas vueltas de vez en cuando. Era
muy mayor y no estaba para muchos trotes.

– Querido amigo, eres mi única compañía, pero tengo que venderte ¡No me queda otra
opción! Te encontraré nuevo dueño que cuide de ti, no te preocupes.

Para sus adentros, el joven pensaba que poco dinero iba a conseguir a cambio de un
borrico tan flaco y arrugado.

– Con lo que saque por la venta, no tendré ni para comer dos días. He de pensar algo…
Uhm… ¡Sí, ya lo tengo, qué buena idea! Lo vestiré con hermosas telas y hasta le pondré
cascabeles para que llame la atención. Haré que parezca un burro joven y distinguido.

El espabilado muchacho se puso manos a la obra. Buscó entre los baúles que tenía en su
habitación antiguas colchas doradas que habían pertenecido a su madre. Con ellas, cubrió
el lomo del anciano borrico y tapó las calvas de su pelaje. Después, adornó su cabeza
con flecos de seda roja y amarilla que encontró en un cajón, y colgó cascabeles rodeando
su cuello. Sobre la montura colocó un cojín de terciopelo y le ató un enorme lazo en la
cola.

¡Cuando terminó, el burro parecía otro! Así de engalanado lo llevó a la plaza del pueblo
para que fuera admirado por todos. Como había imaginado, enseguida apareció un
comprador, pues borrico más elegante no lo había en toda la región.

– ¡Eh, chaval! ¿Eres tú el dueño de ese precioso asno?

– Sí, señor… Yo soy

– Me gustaría comprarlo. Te doy diez monedas de plata por él.


¡El chico estaba entusiasmado! Era una buena cantidad por un burro que ya no podía
trabajar y se pasaba el día bostezando, pero disimuló como pudo y se hizo de rogar para
obtener más beneficio.

– Lo siento… No está en venta.

El hombre, fascinado por ese animal con tan buen porte y más reluciente que el sol, no
quería dejar escapar la ocasión de quedarse con él.

– Está bien… ¡Doce monedas de plata! ¿Trato hecho?– En fin… Me cuesta mucho
desprenderme de este burro ¡Como puede ver usted, es una joya!… ¡Si me da quince
monedas, es suyo para siempre!

– ¡Acepto! ¡Acepto!

Se estrecharon la mano para firmar el acuerdo y el muchacho se guardó las quince


monedas a buen recaudo en el saquito que colgaba de su raído pantalón. Mientras el
comprador rodeaba al burro para admirarlo, el joven se alejó y desapareció por el camino
del bosque.

¡Estaba feliz! ¡Ni en sus mejores sueños había imaginado obtener tanto dinero por un
burro maltrecho y tan poquita cosa! ¡El plan había salido tal y como lo había ideado!

El inocente caballero, encantado con la compra que había hecho, agarró las riendas y bajó
por la calle principal. Casualmente, se encontró con un conocido.

– ¿Has visto qué maravilla de burro tengo? ¡He pagado quince monedas de plata por él,
pero ha merecido la pena!

– ¿Estás seguro, amigo?… Vamos a comprobar si es verdad que tiene tan buen cuerpo
como vestido.

Entre los dos, empezaron a quitarle todo lo que llevaba encima hasta que se quedó
desnudo, sin manta dorada, ni flecos de seda, ni cascabeles, ni cojín de terciopelo. Lo que
descubrieron, fue un animal escuálido de pelo sucio, medio desdentado y con un aliento
bastante fétido. El pobre comprador se llevó un chasco enorme y sólo pudo exclamar:

– ¡Yo sí que he sido un borrico por dejarme impresionar por los adornos postizos!
Moraleja: No debemos dejarnos impresionar por las apariencias de las cosas, porque
muchas veces ocultan una realidad que no es tan bonita.

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Cuento El águila y el escarabajo

Había una vez una liebre que corría libre y feliz por el campo. Cuando menos se lo
esperaba, un águila comenzó a perseguirla sin piedad. El pobre animal echó a correr pero
sobre su cabeza sentía la amenazante sombra del enorme pájaro, que planeaba cada vez
más cerca de ella.

En su angustiosa huida se cruzó con un escarabajo.

– ¡Por favor, por favor, ayúdame! – le gritó ya casi sin aliento – ¡El águila quiere
atraparme!

El negro escarabajo era pequeño pero muy valiente. Esperó a que el águila estuviera
cerca del suelo y se enfrentó al ave sin miramientos.

– ¡No le hagas daño a la liebre! ¡Ella no te ha hecho nada! ¡Perdónale la vida!

Pero el águila no se apiadó; apartó al escarabajo de un sopetón y devoró la liebre ante los
ojos atónitos del pequeño insecto.

– ¿Has visto el caso que te he hecho, bichejo insignificante? – dijo el águila mirándole
con desprecio – A mí nadie me dice lo que tengo que hacer y menos alguien tan poca
cosa como tú.
El escarabajo, abatido por no haber podido salvar la vida de la liebre, decidió vengarse. A
partir de ese día, siguió al águila a todas partes y observó muy atento todo lo que hacía.

Llegó el día en que por fin tuvo la ocasión de hacer pagar al águila por su crueldad.
Esperó a que se ausentara, fue al nido que tenía en lo alto de un alcornoque e hizo rodar
sus huevos para que se rompieran contra el suelo. Y así una y otra vez: en cuanto el
águila ponía sus huevos, el escarabajo repetía la misma operación sin que el ave pudiera
hacer nada por evitarlo.

Al águila, que se sentía impotente, se le ocurrió recurrir al dios Zeus para suplicarle
ayuda ¡Ya no sabía qué hacer para poner sus huevos a salvo del escarabajo!

– Vengo buscando protección, mi querido dios – le dijo a Zeus.

– Yo te ayudaré. Dame los huevos y colócalos sobre mi regazo. Con mis fuertes brazos
yo los sujetaré y nada tendrás que temer. En unos días, de estos huevos saldrán tus
preciosos polluelos y podrás regresar a buscarlos.

El águila hizo lo que el dios le propuso. Colocó uno a uno los cinco huevos sobre los
brazos de Zeus y respiró con tranquilidad, confiando en que esta vez, todo saldría bien.
Pero el escarabajo, que también la había seguido hasta ese lugar, rápido encontró la
forma de hacerlos caer de nuevo.

Fue a un campo cercano y fabricó una bolita de estiércol. La agarró entre sus patitas y
echó a volar. Aunque le costó mucho esfuerzo, consiguió ascender muy alto y cuando
estuvo muy cerca de Zeus, le lanzó la bola a la cara. Al dios le dio tanto asco que sin
darse cuenta giró la cabeza y levantó los brazos, soltando los huevos que sujetaba.

El águila comenzó a llorar y miró avergonzada al escarabajo, por fin dispuesta a pedirle
perdón.

– Está bien… Reconozco que me porté fatal… – musitó – Debí perdonar la vida a la
liebre y me arrepiento de haberte tratado a ti con desprecio.

El escarabajo se percató de que el águila estaba realmente arrepentida y desde ese


momento respetó los huevos para que nacieran sus crías. A pesar de todo, por toda la
comarca se corrió la voz de lo que había sucedido y por si acaso, las águilas ya no ponen
huevos en la época en que salen a volar por el campo los escarabajos.

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Cuento El hombre que se creía sabio

Vivía en Madrid un hombre al que todos consideraban un zoquete, pero que era
inmensamente rico.
Su casa era un palacete rodeado de jardines en el centro de la capital. Cualquiera que
llegaba a esa mansión, con sólo echarle un vistazo a la fachada, imaginaba que alguien
muy importante y distinguido vivía allí.

Una vez dentro, cada salón era más grande y ostentoso que el anterior. Enormes
lámparas de cristal colgaban de los techos y exquisitos muebles llenaban todos los
espacios.  Estaba claro que el dueño no había escatimado dinero en construir una de las
mejores casas del país.

Un día, un amigo le visitó. Recorrió todas las estancias y con cierta extrañeza, le hizo
un comentario que le descolocó.

– ¡Tienes una casa impresionante! Se nota que has mandado traer magníficos objetos y
las mejores antigüedades de los más recónditos lugares del mundo, pero no he visto ni
un solo libro en toda la casa… ¿Cómo es posible que no tengas una buena colección? –
dijo enarcando las cejas con gesto de sorpresa – Los libros son los mejores maestros
que existen, pues resuelven todas las dudas, abren la mente a nuevas ideas y nos
acompañan toda la vida.

– Tienes razón – respondió el hombre rico, pensativo – ¿Cómo es que no se me ha


ocurrido antes?

– Bueno… Todavía estás a tiempo. Tienes espacio de sobra para construir una librería
y llenarla de libros interesantes.

– ¡Sí, eso haré! Ahora mismo mando llamar al mejor ebanista de la ciudad para que
haga una librería de madera pulida a lo largo de toda la pared del salón principal.
Después, me ocuparé de comprar por lo menos doce mil libros que abarquen todos los
temas, desde las ciencias a la astronomía, pasando por el arte, la cocina y los viajes
¡Que no se diga que no soy un hombre culto!

Pasaron los días y los enormes estantes estuvieron perfectamente terminados  ¡Ya sólo
le faltaba colocar en ellos los libros!

– Uf, qué pereza tener que ir a comprar tanto libro… – pensó el dueño de la casa – ¿No
será mejor poner libros falsos? En realidad, van a quedar igual de bien y adornarán
estupendamente el salón.

Lo pensó durante un rato y al final se decidió.

– ¡Sí, eso haré! Avisaré al pintor que suele trabajar para mí y le diré que coja tacos de
madera de diferentes tamaños, que los recubra con piel y luego escriba uno a uno, con
letras doradas,  el título de los libros más importantes de la literatura antigua y
moderna ¡Parecerán tan reales que nadie notará la diferencia!

Tres meses  después, el pintor había concluido su trabajo. El dueño de la casa pensó
que la obra había quedado tal y como él quería. Uno podía acercarse a tres centímetros
y no darse cuenta de que los libros eran de mentira.

– ¡Qué elegantes quedan en mi salón!– se enorgullecía – No falta ni un libro


importante, están todos aquí.

Tan satisfecho se sentía, que una y otra vez hacía un repaso de todos los tomos, hasta
el punto que se aprendió todos los títulos de memoria.

– ¡Fantástico! Conozco todos los libros que tengo en la librería. Ahora no soy
solamente un hombre rico, sino un hombre sabio.
Y aquí termina la historia de este hombre, rico pero memo,  al que en realidad,
aprender le daba lo mismo. No fue más sabio por saberse los títulos, sino más
ignorante por despreciar todo lo que en ellos se aprende.

Moraleja: la verdadera sabiduría se adquiere leyendo las cosas que a uno le


interesan  y le aportan ideas  y nuevos conocimientos.
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Cuento Los dos escarabajos

 Había una vez dos escarabajos que vivían en una isla y eran muy amigos. El problema
era que la isla era demasiado pequeña y les resultaba muy difícil encontrar comida. El
único alimento que podían llevarse al a boca eran los excrementos de un toro que solía
pastar cerca de su hogar, pero aun así no era suficiente y siempre se quedaban con
hambre.

Una mañana, uno de los escarabajos tuvo una gran idea.

– Amigo mío, no podemos seguir en esta situación. Me estoy planteando seriamente


abandonar la isla para ir a tierra firme en busca de comida.
– ¡Uy, eso es muy arriesgado! Tendrás que volar sobre el mar y podrías morir en el
intento ¿Crees que merece la pena que pongas en juego tu vida?

– Sí, será un viaje complicado pero debo intentarlo. Tú te quedarás aquí y podrás
comerte todos los excrementos del toro mientras yo investigo la zona ¡Te prometo que
si encuentro mucha comida volveré cargado para que tú también te des un buen festín!

– Está bien, pero ten mucho cuidado y no tardes en regresar ¡Te esperaré impaciente!

Se dieron un abrazo y el valiente escarabajo emprendió el vuelo. Aunque sus dobles


alas eran muy pequeñas tuvo la suerte de tener el viento a favor y tardó menos de lo
previsto en llegar al continente.

En cuanto puso las patitas en tierra se sintió en el paraíso. Había decenas de toros
pastando bajo el sol y por tanto, cientos de boñigas, grandes, frescas y de lo más
apetecibles por todas partes.

– ¡Caray, cuánta comida! ¡Con todo esto se podría alimentar a un regimiento!

Empezó a zampar como si no hubiera un mañana y cuando estaba a punto de reventar,


se dejó caer sobre la hierba fresca con la panza hacia arriba.

– ¡Este sitio es maravilloso! Es mucho más grande que el islote y hay comida para
hartarse ¡Yo no me voy de aquí ni de broma!

Recorrió la zona y eligió un lugar seguro para construir su nueva casita. Estaba
entusiasmado y absolutamente feliz de poder disfrutar de la nueva y fantástica
oportunidad que le ofrecía la vida. Tan bien se sentía que ni se acordó de que su buen
amigo le esperaba en el islote.
Durante mucho tiempo gozó de largas siestas en el campo, del olor de las flores y de
tremendas comilonas a base de boñigas.

Fueron transcurriendo los días, las semanas, los meses, y llegó el aburrido invierno. El
frío y la lluvia le produjeron una gran nostalgia y de repente, se acordó  de su viejo
amigo.

– ¿Qué estará haciendo? Hace tanto que no le veo… ¡Creo va siendo hora de que le
haga una visita!

Eran los primeros días de la primavera cuando el escarabajo emprendió el regreso. 


Tras varias horas surcando el aire casi a ras de mar, aterrizó en la isla y se fue en busca
de su compañero de fatigas. Enseguida lo encontró, bastante más flaco de lo normal,
rastreando el terreno en busca de algo para almorzar.

– ¡Hola amigo mío, ya estoy de vuelta!

Al escuchar una voz que le resultó familiar, el escarabajo de la isla se giró y puso cara
de asombro ¡Su amigo parecía un buda de lo gordo y saludable que estaba!

Lo primero que pensó es que sin duda  las cosas le habían ido de maravilla y por
supuesto se  alegró por él,  pero en lo más hondo de su corazón estaba muy dolido y le
habló con voz apesadumbrada.

– ¡Vaya, por fin has regresado! Veo que tu viaje ha sido un éxito pero…

– ¿Pero qué?

– Pues que acordamos en que yo me quedaría aquí aguardando a que tú trajeras comida
para los dos y llevo medio año solito esperándote como un tonto ¡Has preferido
quedarte en tierras lejanas viviendo como un rey a mi amistad!
El escarabajo viajero se había comportado mal y había faltado a su palabra. Para
justificarse dijo lo primero que se le ocurrió:

– ¡La culpa no es mía! Allí había mucha comida y toda buenísima, pero no tenía
manera de traértela ¿Cómo podría venir yo tan cargado?

El escarabajo de la isla se puso aún más triste porque se dio cuenta de que su amigo no
era un amigo de verdad.

– Es cierto que volar con un montón de alimentos a la espalda es complicado, pero al


menos podías haberme traído un poco para probar. Además, si fueras un buen amigo,
no habrías tardado tantos meses en volver a mi lado. Claramente ¡me dejaste tirado!

Y sin decir nada más, se alejó dejando sin palabras a su orondo compañero.

La historia no nos cuenta si el escarabajo viajero regresó al continente y tampoco si el


otro escarabajo se animó a cruzar el mar en busca de una vida mejor. Lo que sí es
seguro es que a partir de ese día su amistad se rompió, cada uno se fue por su lado y
nunca más volvieron a encontrarse.

Moraleja: Un buen amigo te apoyará  en los buenos y en los malos momentos. Si en
una época difícil para ti no te ofrece su compañía y su cariño, quizá no sea un amigo
de verdad.
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Cuento El oro y las ratas

 Hace muchos años vivía en la India un rico comerciante de telas.

Vendía unos tejidos tan suaves y primorosos que eran reclamados por las damas más
importantes del país y, por tanto, se veía obligado a viajar a menudo.

Su hogar era grande y seguro, pero el hombre estaba un poco preocupado. Se


rumoreaba que últimamente había ladrones merodeando por el vecindario y se sentía
intranquilo ¿Y si entraban a robarle durante su ausencia? Antes de partir, se acercó a
casa de su mejor amigo para pedirle un gran favor.

– Amigo, como sabes, tengo que irme y temo que los ladrones asalten mi casa y roben
mi caja de monedas de oro ¡Son todos los ahorros que tengo! Vengo a pedirte que la
guardes tú porque eres la persona en quien más confío.

– ¡Por supuesto! Vete tranquilo que yo la mantendré a buen recaudo hasta que vuelvas.

El comerciante se fue de viaje hizo sus negocios y una semana después regresó al
pueblo. Lo primero que hizo fue pasarse por casa de su amigo.

– ¡Hola! Acabo de llegar y vengo a recoger la caja de monedas.

– ¡Bienvenido! Me alegro de verte pero… me temo que tengo malas noticias para ti –
dijo con tono

– ¿Cómo? ¿Qué pasa? ¿Algo no ha ido bien?…


– Pues la verdad es que no… Guardé las monedas que me diste dentro de un cofre
cerrado con llave, pero vinieron las ratas, lo agujerearon… ¡y se comieron el oro!

Evidentemente, el comerciante no creyó semejante estupidez y supo que le estaba


engañando para quedarse con su dinero. Puso cara de pena y fingió que se había
tragado el cuento.

– Oh, no… ¡Qué horror! – dijo llorando y tapándose la cara – ¡Esto es mi ruina! Toda
una vida trabajando para nada… Pero no te preocupes, sé que la culpa no es tuya sino
de esas malditas ratas.

El amigo escuchaba sus lamentos en silencio y con cara de circunstancias. El


comerciante continuó hablando.

– En fin… ¡Ya veré cómo consigo salir de esta desgracia!… A pesar de todo, quiero
agradecerte el favor que me has hecho y mañana voy a preparar un rico asado. Me
gustaría invitarte a comer ¿Te parece bien a la una?

El amigo aceptó  encantado y, con una sonrisilla maliciosa, se despidió pensando que
ahora el rico era él ¡La jugada había sido perfecta!

Pero el comerciante, que de tonto no tenía un pelo,  no tomó el camino a su casa sino
que a escondidas, entró en el  establo del estafador y se llevó su caballo. Al llegar a su
casa, lo ocultó, dispuesto a darle una buena lección.

Al día siguiente, tal y como esperaba, llamaron a la puerta. Era su amigo.

– Bienvenido a mi casa ¡La comida ya está lista! Pero… ¿Qué te sucede? Pareces muy
disgustado…
– Sí, así es. Anoche alguien entró en el establo y robó mi caballo. Era un corcel de
pura raza, el mejor que había en toda la comarca ¡Su valor es incalculable!

– A lo mejor – respondió el comerciante pensativo – se lo ha llevado la lechuza.

– ¿La lechuza?…

– ¡Sí, la lechuza! – repitió tratando de resultar creíble –Anoche me asomé a la ventana


y con mis propios ojos, vi una lechuza que volaba cerca de las nubes, transportando un
caballo entre sus patas.

– ¡Bobadas! ¿Cómo una pequeña lechuza va a sujetar un enorme caballo? ¡Eso es


imposible!

– No… ¡Sí que es posible! Si las ratas comen oro ¿Por qué te resulta extraño que las
lechuzas puedan sujetar caballos en el aire?

El amigo captó la indirecta. Se dio cuenta de que el comerciante había pillado la


mentira de las ratas y pretendía avergonzarle. Colorado como un tomate, lo confesó
todo y prometió devolverle las monedas. El comerciante, que era un hombre bueno y
noble, le perdonó y le sirvió un plato de jugosa carne y un vaso de vino. Después, fue
al establo a por el caballo de su amigo y cada uno se quedó con lo que era suyo.

Moraleja: si tratas de engañar a alguien, es posible que al final te engañen a ti.


Nunca hagas a los demás lo que no te gusta que te hagan.
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Cuento El burro y la flauta

 Era un precioso día de primavera. En una parcela, un burro se paseaba de aquí para
allá sin saber muy bien cómo matar el aburrimiento.

No había muchas cosas con qué entretenerse, así que charló un poco con la vaca y el
caballo, comió algo de heno y se tumbó un ratito para relajarse, arrullado por el leve
sonido de la brisa. Después, decidió acercarse hasta donde estaba el naranjo en flor por
si veía algo interesante. Caminaba despacito al tiempo que iba espantando alguna que
otra mosca con la cola.

¡Qué día más tedioso! … Ni una mariposa revoloteaba cerca del árbol. Bajo sus patas,
notaba la hierba fresca y sentía el aroma de las primeras lilas de la estación. Al menos,
el crudo invierno ya había desaparecido.

De repente, sintió algo duro debajo de la pezuña derecha. Bajó la cabeza para
investigar.

– ¡Uy! ¿Pero qué es esto? ¿Será un palo? ¿Una piedra alargada?… ¡Qué objeto tan
raro!

Ni una cosa ni otra: era una flauta que alguien se había dejado olvidada. Por supuesto,
el burro no tenía ni idea de qué era aquel extraño artefacto.

Sorprendido, la miró durante un buen rato y comprobó que no se movía, así que dedujo
que no entrañaba ningún peligro; después, la golpeó un poco con la pata; el
instrumento tampoco reaccionó, por lo que el burro pensó vagamente que vida, no
tenía. Temeroso, agachó la cabeza y comenzó a olisquearla. Como estaba medio
enterrada entre la hierba, una ramita rozó su hocico y le hizo cosquillas. Dio un
resoplido y por casualidad, la flauta emitió un suave y dulce sonido.
El borrico se quedó atónito y con la boca abierta. No sabía qué había sucedido ni cómo
se habían producido esas notas, pero daba igual. Se puso tan contento que comenzó a
dar saltitos y a exclamar, henchido de felicidad:

– ¡Qué maravilla! ¡Pero si es música! ¡Para que luego digan que los burros no sabemos
tocar!

Convencido de su hazaña, se alejó de allí con la cabeza bien alta y una sonrisa de oreja
a oreja, sin darse cuenta de su propia ignorancia.

Moraleja: El burro tocó la flauta por pura casualidad, pero eso no le convirtió en
músico. Esta fábula nos enseña que todos, alguna vez, hacemos las cosas bien sin
pretenderlo, pero que lo realmente importante es intentar aprender lo que nos
propongamos poniendo verdadero interés y pasión en ello.

Cuento El niño y los dulces

 Había un niño muy goloso que siempre estaba deseando comer dulces. Su madre
guardaba un recipiente repleto de caramelos en lo alto de una estantería de la cocina y
de vez en cuando le daba uno, pero los dosificaba porque sabía que no eran muy
saludables para sus dientes.

El muchacho se moría de ganas de hacerse con el recipiente, así que un día que su
mamá no estaba en casa, arrimó una silla a la pared y se subió a ella para intentar
alcanzarlo. Se puso de puntillas y manteniendo el equilibrio sobre los dedos de los
pies, cogió el tarro de cristal que tanto ansiaba.

¡Objetivo conseguido! Bajó con mucho cuidado y se relamió pensando en lo ricos que
estarían deshaciéndose en su boca. Colocó el tarro sobre la mesa y metió con facilidad
la mano en el agujero ¡Quería coger los máximos caramelos posibles y darse un buen
atracón! Agarró un gran puñado, pero cuando intentó sacar la mano, se le quedó
atascada en el cuello del recipiente.

– ¡Oh, no puede ser! ¡Mi mano se ha quedado atrapada dentro del tarro de los dulces!

Hizo tanta fuerza hacia afuera que la mano se le puso roja como un tomate. Nada, era
imposible. Probó a girarla hacia la derecha y hacia la izquierda, pero tampoco resultó.

Sacudió el tarro con cuidado para no romperlo, pero la manita seguía sin querer salir
de allí. Por último, intentó sujetarlo entre las piernas para inmovilizarlo y tirar del
brazo, pero ni con esas.

Desesperado, se tiró al suelo y empezó a llorar amargamente. La mano seguía dentro


del tarro y, por si fuera poco, su madre estaba a punto de regresar y se temía que le iba
a echar una bronca de campeonato ¡Menudo genio tenía su mamá cuando se enfadaba!

Un amigo que paseaba cerca de la casa, escuchó los llantos del chiquillo a través de la
ventana. Como la puerta estaba abierta, entró sin ser invitado. Le encontró pataleando
de rabia y fuera de control.

– ¡Hola! ¿Qué te pasa? Te he oído desde la calle.

– ¡Mira qué desgracia! ¡No puedo sacar la mano del tarro de los caramelos y yo me los
quiero comer todos!
El amigo sonrió y tuvo muy claro qué decirle en ese momento de frustración.

– La solución es más fácil de lo que tú te piensas. Suelta algunos caramelos del puño y
confórmate sólo con la mitad. Tendrás caramelos de sobra y podrás sacar la mano del
cuello del recipiente.

El niño así lo hizo. Se desprendió de la mitad de ellos y su manita salió con facilidad.
Se secó las lágrimas y cuando se le pasó el disgusto, compartió los dulces con su
amigo.

Moraleja: A veces nos empeñamos en tener más de lo necesario y eso nos trae
problemas. Hay que ser sensato y moderado en todos los aspectos de la vida.
Cuento Los caminantes

 Hace mucho tiempo, un día de primavera, iban dos hombres paseando juntos mientras
charlaban de las cosas del día a día.

Se llevaban muy bien y a ambos les gustaba la compañía del otro.

De repente, uno de ellos llamado Juan, vio algo que le llamó la atención.

-¡Eh, mira eso! ¡Es una bolsa de piel! Alguien ha debido de perderla ¿Qué habrá
dentro? ¡Venga, vamos a comprobarlo!

Su amigo Manuel, le miró intrigado.

– Está bien… ¡Quizá contenga algo de valor!

Aceleraron el paso y cogieron la bolsa con cuidado. Estaba atada fuertemente con una
cuerda, pero eran dos tipos hábiles y la desenrollaron en menos que canta un gallo.
Cuando vieron su contenido, no se lo podían creer.

– ¡Oh, esto es increíble! ¡Está llena de monedas de oro! – exclamó Manuel exultante
de felicidad – ¡Qué suerte hemos tenido!

A Juan se le congeló la sonrisa y contestó a su amigo con desdén.

– ¿Hemos?… ¿Qué quieres decir con que hemos tenido suerte? Perdona, pero soy yo
quien ha visto la bolsa, así que todo este dinero es mío y sólo mío.

Manuel se quedó abatido. Se suponía que eran amigos y le pareció fatal una actitud tan
egoísta. Aun así, decidió acatar su decisión y dejar que todo fuera para él. Retomaron
el camino sin dirigirse la palabra, Juan con una sonrisa de oreja a oreja y Manuel,
como es lógico, muy disgustado.
Apenas habían pasado quince minutos cuando, a lo lejos, vieron  que cinco hombres
con muy mala pinta se acercaban a ellos montados a caballo. Antes de que pudieran
reaccionar, los tenían a su lado a punto de robarles todo aquello de valor que llevaban
encima. El jefe de la banda se percató de que Juan escondía un saco en su mano
derecha.

-¡Rodead a este! – gritó con voz desagradable, como si se le hubiera metido un cuervo
en la garganta – ¡Me apuesto el pescuezo a que la bolsa que lleva está repleta de dinero
contante y sonante!

Los ladrones ignoraron a Manuel porque no llevaba nada encima ¡Sólo les interesaba
el saco de monedas de Juan! Manuel aprovechó para alejarse sigilosamente del grupo,
pero para Juan no había escapatoria posible. Los cinco bandidos le tenían
completamente acorralado. Con el rabillo del ojo vio cómo Manuel se largaba de allí y
le dijo:

– ¡Estamos perdidos! ¡Estos hombres nos van a dejar sin nada!

– ¿Qué quieres decir con que estamos perdidos? Me dejaste muy claro que el tesoro
era tuyo y solamente tuyo, así que ahora apáñatelas como puedas con estos ladrones,
porque yo me voy.

Manuel puso pies en polvorosa y desapareció de su vista en un abrir y cerrar de ojos.


Su egoísta compañero se quedó sólo frente a los cinco bandidos, intentando resistirse
tanto como pudo. Al final, no le sirvió de nada, porque se quedó sólo ante el peligro y
le arrebataron la bolsa a empujones.  Los ladrones se fueron con el botín y se quedó
tirado en el suelo, dolorido y con magulladuras por todo el cuerpo.
Tardó un buen rato en recomponerse y tomar el camino de vuelta a casa. Mientras
regresaba, tuvo tiempo para reflexionar y darse cuenta del error que había cometido.
La avaricia le había hecho perder no sólo las monedas, sino también a un buen amigo.

Moraleja: Si no te comportas como buen amigo de tus amigos, no esperes que en los
malos momentos ellos estén ahí para ayudarte.
Cuento El hombre que quería ver el mar: adaptación de la antigua fábula de la
India.

Había una vez un hombre que vivía en un pueblecito del interior de la India.

Toda su vida se había dedicado a trabajar duramente para poder sobrevivir. Jamás se
había permitido lujo alguno y todo lo que ganaba lo destinaba a mantener su casa y
comprar unos pocos alimentos.

Su día a día carecía de emociones y entretenimientos, pero nunca se quejaba de su


suerte. Pensaba que era lo que le había tocado vivir y se conformaba sin rechistar.

Sólo había algo que deseaba con todas sus fuerzas: ver el mar. Desde pequeño se
preguntaba si sería tan espectacular como algunos ancianos, que en otro tiempo habían
sido pescadores, le habían contado.  Le fascinaba escuchar sus historias, plagadas de
anécdotas sobre enormes peces y tremendos oleajes que derribaban barcos de una sola
embestida. Sí… Ver el mar era su único deseo antes de morir.

Durante años, guardó cada semana una moneda con el fin de ahorrar y algún día poder
emprender ese deseado viaje que le llevaría a la costa.

Una mañana, por fin, el hombre sintió que ya había trabajado bastante y que el gran
momento de cumplir su sueño había llegado. Cogió la oxidada cajita de metal donde
puntualmente guardaba el poco dinero que le sobraba y contó unas decenas de rupias
¡Tenía ahorros suficientes para poder permitirse ser un viajero libre como el viento
durante una semana!

La ilusión le desbordaba y preparó todo con mucho esmero: la ropa, el calzado, las
provisiones que debía llevar… En cuanto tuvo todo listo, tomó el primer tren hacia la
costa y, una vez instalado, se quedó dormido a pesar del ruido de la gente y de los
animales que iban en los vagones de carga.

El aviso de que había llegado a su destino le despertó. Cogió el petate y, emocionado,


corrió a ver el mar. Cuando sus ojos se abrieron frente a él, se llenaron de lágrimas de
felicidad.

– ¡Oh, ¡qué hermoso es! Mucho más grande y azul de lo que me había imaginado….

Se quitó las sandalias y sintió la fina arena bajo sus pies. Muy despacio, caminó hasta
la orilla dejando que la brisa del atardecer bañara su cara.

Después, en silencio, contempló las olas, escuchó su increíble sonido y, entonces, se


agachó para probar el agua. Juntó sus manos, dejó que se inundaran y bebió un poco.
De repente, su cara reflejó un inesperado gesto de desagrado; frunció los labios e
inmediatamente, escupió el líquido de su boca. Un poco abatido, suspiró:

– ¡Qué pena!… ¡Con lo maravilloso que es el mar y lo mal que sabe!

Moraleja: A veces nos ilusionamos tanto con algo que queremos tener que lo
imaginamos perfecto y más grandioso de lo que es en realidad; por eso, cuando por
fin lo conseguimos, siempre hay algo que nos decepciona. No pasa nada si las cosas
no son o no suceden exactamente tal y como deseamos. Lo mejor es ser positivos y ver
siempre la parte buena de todo lo que nos ofrece la vida.

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