Una Ciudad Ideal Edicion SHJV - Jules Verne

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Julio

Verne realiza una exposición sobre su ideal de ciudad y de los valores


ciudadanos, en calidad de director de la academia de Amiens, en un discurso
ante la citada academia en el año 1875.

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Jules Verne

Una ciudad ideal (Edición SHJV)


Obras completas de Julio Verne (SHJV) — Cuentos vernianos - 9

ePub r1.0
Titivillus 21-01-2018

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Título original: Une vielle idealle
Jules Verne, 1875
Traducción: Cristian Sánchez
Ilustraciones: Damian Christ

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Asociación literaria y cultural sin ánimo de lucro creada en el 2012 en Palma de Mallorca, España.

En colaboración con:

Sociedad Hispánica Jules Verne

Agradecemos la colaboración prestada por http://jv.gilead.org.il/zydorczak/ideal-


fr.html. que ha contribuido con las imágenes que se reproducen en este libro.

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UNA CIUDAD IDEAL

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Señoras y señores:

T
engan la bondad de permitirme faltar a todos los deberes de un director de
la Academia de Amiens que preside una sesión general, al reemplazar el
discurso habitual por el relato de una aventura de la que fui protagonista.
Me disculpo por adelantado, no solamente ante mis colegas, cuya benevolencia jamás
me ha faltado, sino también ante ustedes, señoras y señores, cuya expectativa va a
verse frustrada.
Asistí, a principios del mes pasado, a la entrega de premios del Liceo. Allí, sin
abandonar mi butaca, guiado por el profesor Cartault, luego devenido en colega
nuestro, he dado un paseo por el viejo Amiens, tan maravillosamente poetizado por el
hábil lápiz de Duthoit. De esta excursión a través de la pequeña Venecia industrial
que los once brazos del Somme forman en el norte de la ciudad, no me habían
quedado más que bellos recuerdos.
Volví a mi casa, en el bulevar Longueville, cené, me acosté, me dormí.
Hasta aquí, nada más natural, y es probable que ese día todas las personas

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virtuosas se hayan conducido de esta manera, que es la correcta.
Tengo la costumbre de levantarme temprano. Ahora bien, por una circunstancia
que no podría explicar, me desperté al día siguiente muy tarde. La aurora había sido
más madrugadora que yo. ¡Debí haber dormido al menos quince horas! ¿A qué se
debía esta prolongación del sueño? ¡No había ingerido ningún somnífero al
acostarme! ¡No había cerrado los ojos leyendo un discurso oficial…!
Sea como sea, el sol ya había pasado el meridiano cuando me levanté. Abrí la
ventana. Hacía buen tiempo. ¡Creía que era miércoles…! Era domingo,
evidentemente, porque la multitud de paseantes atestaba las calles. Me vestí, comí en
un santiamén y salí.
Durante esa jornada, señoras y señores, debía yo «marchar de sorpresa en
sorpresa», para recordar uno de los raros juegos de palabras que ha pronunciado
Napoleón I.
Ustedes juzgarán.
Apenas hube puesto el pie en la acera, fui asaltado por una nube de pilluelos que
gritaban: «¡El programa del concurso! ¡Quince centavos! ¿Quién quiere el
programa?».
—Yo —dije, sin reflexionar mucho en lo que este gasto podía tener de
imprudente.
Es que la víspera, en efecto, había pagado precisamente en la caja del recaudador
de impuestos el importe de mis cotizaciones personal y mobiliaria. Y, en verdad,
estoy, como tantos otros, tan singularmente cotizado mobiliaria y personalmente que
el precio del programa amenazaba consumar mi ruina.
—¿De qué concurso se trata? —pregunté a uno de los niños que me rodeaban.
—¡Del concurso regional, mi príncipe! —respondió uno de ellos—. ¡Hoy es la
clausura!
Dicho esto toda la banda se esfumó.

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Me quedé solo con mi principado de ocasión, que me había costado apenas tres
monedas.
¿Pero qué era entonces ese concurso regional? Si no me engañaban los recuerdos,
¡debía haber cerrado hacía dos meses! Era evidente que el muy pillo me había timado
vendiéndome un programa viejo.
Sea como sea, lo tomé con filosofía y continué mi camino.
Llegado que hube a la esquina de la calle Lemerchier, ¡cuál fue mi asombro
cuando vi que esta calle se extendía más allá de donde alcanzaba la vista! Divisaba
ahora una larga serie de casas, las últimas de las cuales desaparecían tras la
prominencia de la costa. ¿Me encontraba, pues, en Roma, a la entrada del Corso?
¿Iba a dar este Corso a los nuevos bulevares? ¿Había brotado allí un barrio, como un
criptógamo, con sus mansiones y sus iglesias, y esto en el transcurso de una sola
noche?
Así debía ser, porque vi ómnibus, ¡sí, ómnibus!, —línea F. de Notre Dame aux
Réservoirs— ¡que remontaban la calle con sus cargas de viajeros!
«¡Pardiez —me dije—, voy a preguntarle al encargado de la concesión qué
significa todo esto!».

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Me dirigí al puente que uno de nuestros antiguos colegas ha tendido con tanta
elegancia sobre el ferrocarril de la Compañía del Norte.
¡El encargado, ausente! ¿Por qué esta ausencia? ¿Acaso, desde ayer, la concesión
habría sido trasladada al nuevo recinto de los bulevares? Ya me enteraré. Si no hay
encargado en el extremo sur del puente, al menos hay un mendigo en el extremo
norte y este buen hombre me dirá…

Me acerqué. Pasaba un tren, marchando a poca velocidad. El maquinista


estremecía el aire con los pitidos de la locomotora y purgaba los cilindros con un
estruendo ensordecedor.
Acaso fuese una ilusión óptica, pero me parece que los vagones estaban
construidos a la americana, con pasarelas que permitían a los viajeros circular de un
extremo a otro del tren. Procuré leer las iniciales de la Compañía que están pintadas

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sobre las paredes de los coches; pero en lugar de la N de Norte, ¡vi la P y la F de
Picardía y Flandes! ¿Qué significaba esta sustitución de letras? ¿Es que, por ventura,
la pequeña Compañía había absorbido la grande? ¿Acaso tendríamos ahora vagones
caldeados, incluso cuando hiciese frío en el mes de octubre, contrariamente a las
disposiciones reglamentarias? ¿Acaso tendríamos compartimientos convenientemente
desempolvados? ¿Acaso se venderían boletos de ida y vuelta, como en la buena
estación, entre Amiens y París?
¡Éstas fueron las principales ventajas de la absorción de la Compañía del Norte
por la Compañía de Picardía y Flandes que primero acudieron a mi mente! ¡Pero no
podía detenerme en estos detalles de una inverosimilitud tan absoluta! Corrí al
extremo del puente…
¡Ni rastro del mendigo! El hombre de los pies hacia fuera y la barba blanca, que
funciona con una velocidad de cincuenta golpes de sombrero por minuto, ya no
estaba allí.
¡Yo habría creído todo, señoras y señores, sí, todo, antes que la desaparición de
este mendigo! ¡Me parecía parte integral del puente! ¡Ah! ¿Por qué no estaba allí, en
su sitio de costumbre? Dos escaleras de piedra, de doble revolución, reemplazaban
ahora a los senderos que, ayer solamente, daban acceso a los jardines, y con la
afluencia de gente que las subía y las bajaba, ¡cuánto hubiese recaudado el mendigo!
La moneda que pensaba depositar en su sombrero se me cayó de la mano. ¡Al
tocar el suelo, la moneda devolvió un sonido metálico, como si hubiese golpeado un
cuerpo duro y no la tierra blanda del bulevar!
Bajé la mirada. ¡Una calzada, adoquinada con pórfido, cruzaba transversalmente
el paseo!
¡Qué cambio! ¿Esa esquina de Amiens ya no merecía el nombre de «pequeña
Lutecia»? ¡Cómo! ¿Podríamos pasar por allí, los días de lluvia, sin enlodarnos hasta
las pantorrillas? ¿Ya no chapotearíamos en ese barro arcilloso tan odiado por los
nativos de Henriville?
¡Sí, fue con voluptuosidad que puse el pie en ese pavimento municipal,
preguntándome, señoras y señores, si los alcaldes, gracias a alguna nueva revolución,
eran nombrados desde ayer por el ministro de Obras Públicas!
¡Y eso no era todo! ¡Los bulevares, aquel día, habían sido regados a una hora
elegida juiciosamente —ni muy temprano ni muy tarde—, lo que impedía al polvo
producirse y al agua esparcirse en el momento en que afluían los paseantes! ¡Y las
contracalles, asfaltadas como las de los Campos Elíseos en París, presentaban un
suelo agradable al pie! ¡Y había bancos dobles con respaldo, uno junto a cada árbol!
¡Y estos bancos no estaban contaminados por el descaro de los niños ni el desparpajo
de las niñeras! ¡Y, cada diez pasos, unos candelabros de bronce sostenían sus
elegantes faroles hasta el follaje de los tilos y los castaños!
«¡Dios mío —exclamé—, si estos bellos paseos están ahora tan bien iluminados
como están cuidados, si algunas estrellas de primera magnitud brillan en lugar de

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esos pabilos amarillentos de gas de otros tiempos, todo va a pedir de boca en la mejor
de las ciudades posibles!».
La afluencia era enorme en los bulevares. Magníficos carruajes, unos
enganchados a la Daumont, otros a rienda suelta, circulaban por la calzada. Me vi en
dificultades para pasar. Pero, cosa rara, no reconocí a ninguno de los magistrados,
negociantes, abogados, médicos, notarios, rentistas con quienes tenía el placer de
encontrarme los días de música; a ninguno de los oficiales, que ya no eran del 72.º,
sino del 324.º, tocados con un nuevo modelo de chacó; a ninguna de las bellas damas,
¡sentadas tan indolentemente en los asientos de elástico!
Y, a propósito, ¿quiénes eran esas excéntricas que se pavoneaban en las
contracalles, aventajando, con la fantasía de sus vestuarios, los últimos modelos que
hubiese visto en París? ¡Miriñaques con flores artificiales, que parecían ramos,
situados, un poco bajos quizá, debajo de la cintura! ¡Largas colas, montadas sobre
rueditas de metal que murmuraban deliciosamente sobre la arena! ¡Sombreros, con
lianas enredadas, plantas arborescentes, aves de los trópicos, serpientes y jaguares en
miniatura, de los que una selva de Brasil no hubiese dado más que una idea
imperfecta! ¡Moños, de un volumen tan embarazoso y de un peso tan considerable
que estas gentes elegantes se veían forzadas a llevarlas en una cestita de mimbre,
adornada, además, con un gusto irreprochable! ¡Por fin, polacas, cuyas
combinaciones de pliegues, cintas, encajes me hubiesen parecido menos fáciles de
reconstituir que la misma Polonia!
¡Me quedé allí, inmóvil! ¡Todo este mundo pasaba ante mí como un cortejo
fantástico! Observé que no había muchachos de más de dieciocho años ni muchachas
de más de dieciséis. ¡Nada más que parejas casadas, tomadas amorosamente del
brazo, y un hormigueo de hijos, quizás como jamás se ha visto, desde que las
poblaciones se multiplican según la ley del Altísimo!
«¡Dios mío —exclamé de nuevo—, si los hijos consuelan de todo, Amiens es sin
duda la ciudad de las consolaciones!».
De pronto, se oyeron unos acordes extraños. Sonaban los clarines. Me dirigí a la
tarima carcomida que, desde tiempo inmemorial, tiembla bajo los pies de los
directores de banda…

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En lugar de la susodicha tarima se elevaba un elegante pabellón, coronado por
una ligera veranda, del más encantador aspecto. Al pie del pabellón se extendían
amplias terrazas, cuya salida se hacía a la vez sobre el bulevar y sobre los jardines de
más abajo. El sótano estaba ocupado por un magnífico café de un lujo ultramoderno.
Me froté los ojos, preguntándome si el proyecto Féragu por fin se había realizado
para mayor alegría de este bravo artista y si lo había hecho en el corto lapso de una
noche, ¡bajo el influjo de una varita mágica!
Pero yo no estaba ya para buscarle explicación a hechos absolutamente
inexplicables, que son del dominio de la fantasía. La banda del 324.º interpretaba un
fragmento que no tenía nada de humano, ¡pero nada de celestial tampoco! ¡Ahí
también había cambiado todo! ¡Ninguna pausa musical en las frases, ninguna
cadencia! ¡Nada de melodía, nada de compás, nada de armonía! ¡Lo enrevesado sobre
lo inconmensurable, habría dicho Victor Hugo! ¡Wagner quintaesenciado! ¡Álgebra
sonora! ¡El triunfo de las disonancias! ¡Un efecto semejante al de los instrumentos
que afinan en una orquesta antes que se den los tres golpes!
¡A mi alrededor los paseantes, parados en grupos, aplaudían como sólo había
visto hacerlo en los ejercicios de gimnastas!
«¡Pero es la música del futuro! —exclamé a mi pesar—. ¿Estoy, pues, fuera del
presente?».
Así parecía, porque, al acercarme al letrero que contenía la lista de temas
musicales, leí este título asombroso:

«N.º 1 – Fantasía en la menor sobre el Cuadrado de la


hipotenusa».

¡Comencé a inquietarme por mí! ¿Estaba loco? Si no lo estaba, ¿no llegaría a


estarlo? Huí, con las orejas ensangrentadas. ¡Me hacía falta el aire, el espacio, el
desierto y su absoluto silencio! ¡La plaza Longueville no estaba lejos! ¡Ardía en
deseos de encontrarme en ese pequeño Sahara! Corrí hacia allí…
Era un oasis. Grandes árboles daban una fresca sombra. Alfombras de hierba se

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extendían bajo los macizos de flores. El aire desprendía un aroma agradable. Un
bonito arroyo murmuraba a través de toda esta vegetación. La náyade trasmutada de
la antigüedad llevaba un agua límpida. Sin desagües hábilmente cuidados, el estanque
ciertamente hubiese desbordado e inundado la ciudad. No era agua fabulosa ni cristal
hilado ni gasa pintada. ¡No! ¡Era la combinación química de hidrógeno y oxígeno, un
agua fresca y potable, plagada de miles de pececitos que, ayer apenas, no hubieran
podido vivir ni siquiera una hora! Mojé los labios en esa agua que hasta entonces se
había resistido a cualquier análisis y si hubiese estado azucarada, señoras y señores,
con la exaltación que me embargaba, ¡lo habría encontrado muy natural!
Miré por última vez la húmeda náyade, como se mira un fenómeno, y dirigí mis
pasos hacia la calle Rabuissons, preguntándome si todavía existía.

En todo caso, a la izquierda, se levantaba un enorme monumento de forma


hexagonal, con una soberbia entrada. Era a la vez un circo y una sala de conciertos, lo
bastante grande para permitir al Orfeón, a la Sociedad Filarmónica, a la Armonía, a la
Unión Coral, a la Fanfarria Municipal de los Bomberos Voluntarios, fusionar allí sus
acordes.
En esa sala —se lo oía de sobra— una inmensa multitud aplaudía hasta venirse
abajo. Afuera se extendía una larga cola, a través de la cual se propagaba el
entusiasmo del interior. En la puerta se desplegaban carteles gigantescos, con este
nombre en letras colosales:

PIANOWSKI
PIANISTA DEL EMPERADOR DE LAS ISLAS SANDWICH

Yo no conocía ni a este emperador ni a su virtuoso súbdito.


—¿Y cuándo ha llegado Pianowski? —pregunté a un diletante, reconocible por el
extraordinario desarrollo de sus orejas.
—No ha llegado —me respondió este indígena, mirándome con mucha sorpresa.
—Entonces, ¿cuándo llegará?

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—No llegará —replicó el diletante.
Y esta vez parecía estar diciéndome: «¿Pero de dónde ha llegado usted?».
—Pero si no viene —le dije— ¿cuándo dará el concierto?
—Lo está dando en este momento.
—¿Aquí?
—¡Sí, aquí, en Amiens, al mismo tiempo que en Londres, Viena, Roma, San
Petersburgo y Pekín!
«¡Vamos —pensé—, toda esta gente está loca! ¿Es que acaso se ha dejado escapar
a los internos del establecimiento de Clermont?».
—Señor… —proseguí.
—Pero, señor —me respondió el diletante, encogiéndose de hombros—, ¡lea el
afiche! ¡No ve usted que este concierto es un concierto eléctrico!
Leí el afiche… En efecto, en ese mismo momento el célebre triturador de
marfiles, Pianowski, tocaba en París, en la sala Hertz; pero por medio de hilos
eléctricos su instrumento estaba en comunicación con pianos en Londres, Viena,
Roma, San Petersburgo y Pekín. Por lo tanto, cuando tocaba una nota, la nota idéntica
sonaba en el teclado de los pianos remotos, ¡cada tecla era movida instantáneamente
por la corriente voltaica!
¡Quise entrar en la sala! ¡Me fue imposible! ¡Ah, no sé si el concierto era
eléctrico, pero puedo jurar que los espectadores estaban electrizados!
¡No! ¡No! ¡Yo no estaba en Amiens! ¡No era en esa sabia y grave ciudad donde
sucedían semejantes cosas! ¡Quise saber a qué atenerme y me lancé a lo que debía ser
la calle Rabuissons!

¿Estaba allí la Biblioteca? ¡Sí, y en medio del patio el Lhomond de mármol


seguía amenazando a los transeúntes que no sabían su gramática!

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¿Y el Museo? ¡Allí estaba, con sus N coronadas, que se obstinaban en reaparecer
bajo las raspaduras municipales!

¿Y el edificio del Consejo General? ¡Sí, con su puerta monumental, por la cual
mis colegas y yo tenemos la costumbre de pasar el segundo y cuarto viernes de cada
mes!

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¿Y el edificio de la Prefectura? ¡Sí, con su bandera tricolor roída por la brisa del
valle del Somme, como si hubiese ido al combate con el bravo 324.º!

¡A esos edificios yo los reconocía! ¡Pero cuánto habían cambiado! ¡Esa calle
Rabuissons tenía un falso aire de bulevar Haussmann! Estaba indeciso, ya no sabía
qué creer… ¡Llegado que hube a la plaza Périgord, no abrigaba la menor duda!
En efecto, una especie de inundación había invadido la plaza. El agua brotaba del
pavimento, como si algún pozo artesiano se hubiese perforado instantáneamente en el
suelo.
«¡El conducto de agua! —exclamé—, ¡el gran conducto que aquí se rompe todos
los años, con una regularidad matemática! ¡Sí, sin duda estoy en Amiens, en el
corazón mismo de la vieja Samarobrive!».
Pero entonces, ¿qué ha pasado desde ayer? ¿A quién preguntarle? ¿No conozco a
nadie? ¡Aquí soy casi un extranjero! ¡Es sin embargo imposible que no encuentre
nadie a quien hablar!

Volví a subir la calle Trois Cailloux hacia la estación. ¿Y qué vi?

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A la izquierda, un magnífico teatro, bien alejado de las casas vecinas, con una
gran fachada de esa arquitectura polícroma que Charles Garnier tan imprudentemente
ha puesto de moda. Un peristilo, convenientemente dispuesto, daba acceso a las
escaleras que conducían a la sala. ¡No había barreras incómodas ni estrechos pasillos
laberínticos que, el día anterior, servían para contener a un público demasiado escaso,
desgraciadamente! En cuanto a la antigua sala, desaparecida, y los restos se vendían
si duda en el mercado, al menudeo, ¡como vestigios de la edad de piedra!
Después, cuando di la espalda al teatro, en la esquina de la calle Corps-nuds-sans-
tête, una deslumbrante tienda atrajo mi mirada. Escaparates de madera tallada,
muestrarios espléndidos protegidos por cristal de Venecia, chucherías de gran valor,
cobres, esmaltes, tapices, lozas que me parecieron absolutamente modernas, aunque
estuviesen expuestas allí como productos de la más venerable antigüedad. Esta tienda
era un verdadero museo, mantenido con una limpieza flamenca, sin una sola telaraña
en las vitrinas, sin una sola mota de polvo sobre el parqué. En el cornisamento de la
fachada, sobre una placa de mármol negro, en letras lapidarias, se desplegaba el
nombre de un célebre revendedor de Amiens, nombre absolutamente contradictorio,
además, con su rama de comercio, ¡que consiste en vender vasijas rotas!

Algunos síntomas de locura comenzaron a manifestarse en mi cerebro. Ya no


pude ver más. Escapé. Atravesé la plaza Saint-Denis. Estaba adornada con dos

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fuentes y sus árboles seculares prodigaban sombra sobre un Du Cange, ya verde bajo
la pátina del tiempo.

Corrí como loco subiendo la calle Porte-Paris.

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En la plaza Montplaisir, un monumento considerable apareció ante mis ojos. En
las cuatro esquinas, las estatuas de Robert de Luzarches, de Blasset, de Delambre y
del general Foy. En las caras del pedestal, bustos y medallones de bronce. Encima,
una mujer sentada, representando la estatuaria, con esta leyenda: «La Escultura a los
Ilustres Picardos».
¡Cómo! ¡La obra de nuestro colega el señor de Forceville descansaba por fin
sobre un pedestal municipal! ¡Parecía mentira!

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Me lancé por el bulevar Saint-Michel. Consulté el reloj de la estación. ¡Sólo
estaba cuarenta y cinco minutos retrasado! ¡Un progreso! Por fin me precipité como
un alud en la calle Noyon.

Se elevaban allí dos edificios que no conocía, que no podía conocer. A un lado,
percibí el edificio de la Sociedad Industrial, con sus construcciones ya viejas,
lanzando por una alta chimenea los vapores que hacían mover, sin duda, las
admirables máquinas compositoras de Édouard Gand, sueño al fin hecho realidad de
nuestro colega. Al otro lado, se levantaba el edificio de Correos, soberbio palacio que

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contrastaba singularmente con el local húmedo, oscuro donde, el día anterior, tras
veinte minutos de espera, yo había conseguido retirar una carta a través de una de
esas estrechas ventanillas ¡tan propicias a las tortícolis!

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¡Ése fue el golpe de gracia sobre mi pobre cabeza! Me escapé por la calle Saint-
Denis. Pasé frente al Palacio de Justicia… ¡Qué increíble! ¡Estaba totalmente
acabado, pero el Tribunal de Apelación funcionaba aún en la buhardilla! ¡Llegué a la
plaza Saint-Michel!… Pedro el Ermitaño aún se encontraba allí, ¡llamándonos a una
nueva cruzada! Eché una mirada oblicua a la catedral… El campanario del ala
derecha estaba reparado y la cruz de la inmensa aguja, en otro tiempo curvada por la
ráfagas del oeste, ¡se erguía con la rectitud de un pararrayos! Me precipité a la plaza
del atrio… Ya no era un angosto callejón sin salida con repugnantes casuchas, sino
una gran plaza, profunda, regular, bordeada de hermosas casas y que permitía dar el
último toque al soberbio espécimen del arte gótico del siglo trece.

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¡Me pellizqué hasta sangrar! ¡Un grito de dolor escapó de mis labios, lo que
probó que yo estaba bien despierto! Busqué mi cartera. Comprobé el nombre que
llevaban mis tarjetas de visita. ¡Sí, era el mío! ¡Era yo y no un señor que había
llegado en línea recta desde Honolulú para caer en plena capital de la Picardía!
«¡Vamos —me dije—, no hay que perder la cabeza! O Amiens ha sido
modificada radicalmente desde ayer, lo que es inadmisible, ¡o ya no estoy en
Amiens…! ¡Vaya! ¡Y el conducto roto de la plaza Périgord! Además, el Somme está
a sólo dos pasos y voy… ¡El Somme! Pero aunque vinieran a decirme que ahora
desemboca en el Mediterráneo o en el mar Negro, ¡yo no tendría derecho a
asombrarme!».
En ese momento sentí que una mano se posaba en mi hombro. Mi primera
impresión fue la de ser recapturado por mis guardianes. ¡No! Ante la presión de esa
mano, reconocí que era la de un amigo.
Me di vuelta.
—¡Eh, buenos días, querido cliente! —me dijo con voz afectuosa un señor
corpulento, de cara redonda y alegre, vestido todo de blanco, y a quien jamás había
visto.
—¿Señor, con quién tengo el honor de hablar? —pregunté, resuelto a acabar de

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una vez.
—¡Cómo! ¿No reconoce a su médico?
—Mi médico es el doctor Lenoël —respondí— y yo…
—¿Lenoël? —exclamó el hombre de blanco—. Pero, querido cliente, ¿está usted
loco?
—Si yo no lo estoy, señor, lo está usted —respondí—. ¡Así que elija!
¡Sentí que procedía honradamente al dejarle escoger!
Mi interlocutor me miró detenidamente.
—¡Hum! —dijo, y su alegre rostro se ensombreció—, ¡no le encuentro muy buen
aspecto! ¡Ah, pero no, nada de eso! ¡Tengo el mismo interés que usted en que se
encuentre bien! Ya no estamos en los tiempos del doctor Lenoël y sus sabios
contemporáneos, Alexandre, Richer, Herbet, Peulevé, Faucon, estimables médicos,
seguramente… Pero, desde entonces, ¡hemos progresado…!
—¡Ah! —dije—. ¡Ustedes han progresado…! ¿Así que curan a sus enfermos?
—¡Enfermos! ¡Es que no tenemos enfermos desde que las costumbres chinas se
han adoptado en Francia! ¡Aquí es como si uno estuviese en China!
—¡En China! ¡No me extraña!
—¡Sí! ¡Nuestros clientes nos pagan honorarios sólo mientras están sanos! ¡Si
dejan de estarlo, la caja se cierra! ¡Por lo tanto, nos interesa que nunca caigan
enfermos! ¡Así que no hay epidemias o casi! Por doquier la salud espléndida que
mantenemos con un esmero devoto, ¡como un granjero que lleva su granja en buen
estado! ¡Las enfermedades! ¡Pero, con este nuevo sistema, arruinaría a los médicos y,
por el contrario, todos hacen fortuna!
—¿Y ocurre lo mismo con los abogados? —pregunté sonriendo.
—¡Oh, no! Comprenda usted que jamás habría procesos, mientras que, se haga lo
que se haga, todavía quedan algunas dolencias menores… sobre todo entre los
avaros, ¡que quieren economizar nuestros honorarios! Veamos, querido cliente, ¿qué
tiene usted?
—No tengo nada.
—¿Ahora me reconoce?
—Sí —respondí, para no contrariar a este singular doctor, que, por otra parte,
¡podía muy bien tener razón!
—No lo dejaré languidecer —exclamó—, ¡porque usted me arruinaría! Veamos
su lengua.
Le mostré la lengua y, realmente, debía tener un aspecto muy penoso.
—¡Hum! ¡Hum! —dijo, después de haberla examinado con una lupa—. ¡Lengua
cargada! Su pulso.
Le entregué el pulso con resignación.
Mi doctor sacó del bolsillo un pequeño instrumento del cual había yo escuchado
hablar muy recientemente y, aplicándolo a mi puño, obtuvo sobre un papel preparado
el diagrama de mis pulsaciones que leyó con rapidez, como un empleado lee un

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despacho telegráfico.
—¡Diablos! ¡Diablos! —dijo.
Luego, tomando un termómetro ad hoc, me lo hundió en la boca antes que
pudiese impedirlo.
—¡Cuarenta grados! —exclamó.
Y, al observar esta cifra, se puso pálido. Evidentemente, sus honorarios estaban
comprometidos.
—¡Vamos! ¿Qué tengo? —pregunté, todavía indignado por la inesperada
introducción del termómetro.
—¡Hum! ¡Hum!
—¡Sí, conozco esa respuesta, pero tiene el defecto de no ser suficientemente
clara! ¡Pues bien, voy a decirle lo que tengo, doctor! ¡Creo que, desde la mañana, he
perdido la chaveta!
—¡Es prematuro, querido cliente! —respondió con tono agradable y para
tranquilizarme sin duda.
—¡No es para reír! —exclamé—. No reconozco a nadie… ¡ni siquiera a usted,
doctor! ¡Me parece que no lo he visto jamás!
—¡Pero sí! ¡Usted me ve una vez por mes, cuando voy a cobrar mi pequeña renta!
—¡Pero no! Y me pregunto si esta ciudad es Amiens, si esta calle es la calle
Beauvais.
—¡Sí, sí, querido cliente, es Amiens! ¡Ah, si tuviésemos tiempo de subir a la
aguja de la catedral, reconocería perfectamente la capital de nuestra Picardía,
defendida ahora por sus fuertes destacados! ¡Reconocería los encantadores valles del
Somme, del Avre, del Selle, bajo la sombra de hermosos árboles, que no reportan más
de cinco centavos por año, pero que una edilidad generosa nos ha conservado
intactos! ¡Reconocería los bulevares exteriores, que atraviesan el río por dos puentes
magníficos y crean un cinturón verdeante! ¡Reconocería la ciudad industrial, que se
ha desarrollado con tanta rapidez sobre la margen derecha del Somme, desde que la
ciudadela se ha demolido! ¡Reconocería la larga vía de comunicación denominada
calle Tourne-Coiffe! Reconocería… ¡Pero, después de todo, querido cliente, no
quiero contrariarlo y si prefiere que vayamos a Carpentras…!
Ya veía que el buen hombre no quería contradecirme muy abiertamente pues, en
efecto, ¡a los locos hay que tratarlos con consideración!
—Doctor… —dije—, escúcheme… Me someteré dócilmente a sus
prescripciones… ¡No quiero robarle… mi dinero…! Pero déjeme hacerle una
pregunta.
—¡Hable, querido cliente!
—¿Hoy es domingo…?
—El primer domingo del mes de agosto.
—¿De qué año?
—¡Principio de locura caracterizada por la pérdida de memoria! —murmuró.

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¡Esto irá para largo!
—¿De qué año? —insistí.
—Del año…
Pero en el momento en que mi doctor iba a responder, fue interrumpido por unos
gritos estrepitosos.
Me di vuelta. Un enjambre de curiosos rodeaba a un hombre de unos sesenta
años, de raro aspecto. Este individuo andaba como asustado y parecía estar mal
equilibrado sobre las piernas. Se podía decir que le faltaba la mitad de sí mismo.
—¿Quién es ese hombre? —le pregunté a mi doctor, que me había tomado del
brazo diciendo para sus adentros: «Hay que distraerlo o su monomanía aumentará
tanto que…».
—Le estoy preguntando quién es ese personaje y por qué la muchedumbre lo
acompaña en sus pullas.
—¡Ese personaje! —respondió mi doctor—. ¡Cómo! ¡Usted me pregunta quién
es! ¡Pero si es el único y último soltero que queda en todo el departamento del
Somme!
—¿El último?
—¡Sin duda! ¡Ya entenderá por qué lo abuchean!
—¡Así que hoy día está prohibido estar soltero! —exclamé.
—Más o menos, desde que se impuso un gravamen al celibato. Es un impuesto
progresivo. Cuanto más viejo, más se paga, y como, por otra parte, menos ocasión se
tiene de entrar al matrimonio, ¡esto arruina a un hombre en poco tiempo! ¡El
desgraciado que usted ve allí, menuda fortuna ha dilapidado!
—¿Acaso siente una insalvable repulsión hacia el bello sexo?
—¡No! ¡Es el bello sexo el que ha mostrado una repulsión insalvable hacia él!
¡Ha faltado a trescientos veintiséis matrimonios!
—Pero bueno, ¿hay aún jóvenes casaderas, supongo?
—¡Muy pocas, muy pocas! ¡Joven casadera, joven casada!
—¿Y las viudas?
—¡Ah, las viudas! ¡Ni se les deja tiempo para morir! En cuanto pasan los diez
meses, ¡en marcha al Ayuntamiento! ¡En estos momentos, estoy seguro de que no hay
ni veinticinco viudas disponibles en Francia!
—¿Pero los viudos?
—¡Oh, ellos, ya han hecho lo suyo! ¡Están liberados del servicio obligatorio y no
tienen nada más que temer de los agentes del fisco!
—¡Ahora me explico por qué los bulevares rebosan de parejas jóvenes y viejas,
regimentadas bajo el manto del matrimonio…!
—¡Que ha sido la bandera de la revancha, querido cliente! —replicó mi doctor.
¡No pude retener una carcajada!
—Venga, venga —me dijo, tomándome del brazo.
—¡Un momento! Doctor, ¿estamos en Amiens, verdad?

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—¡Otra vez con eso! —murmuró.
Repetí mi pregunta.
—¡Sí, sí, en Amiens!
—¿En qué año?
—Ya se lo he dicho, en…

Resonó un triple silbido, que lo interrumpió, y fue seguido de un violento


bocinazo. Un enorme coche llegó del extremo de la calle Beauvais.
—¡Apártese, apártese! —me gritó mi doctor empujándome al costado.
Y me pareció que agregaba entre dientes:
—¡Lo único que faltaría es que se rompiera una pierna! ¡Terminaría por sacarlo
de mi bolsillo!

Era un coche de tranvía. No había notado hasta ese momento que las vías de
acero surcaban las calles de la ciudad y, hay que confesarlo, encontré esta novedad
muy natural, aunque hasta ayer, ¡ni hablar de tranvías y ómnibus!
Mi doctor le hizo señas al conductor del inmenso vehículo y tomamos asiento en
la plataforma, ya atestada de viajeros.
—¿Adónde me conduce? —le pregunté, totalmente resignado, por otra parte, a
dejarlo hacer.
—Al concurso regional.

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—¿A la Hotoie?
—A la Hotoie.
—Entonces, ¿estamos en Amiens?
—Claro que sí —respondió mi doctor, lanzándome una mirada suplicante.
—¿Y cuál es la población actual de la ciudad, a partir del impuesto al celibato?
—Cuatrocientos cincuenta mil habitantes.
—Y nos encontramos en el año de gracia…
—En el año de gracia…
Un segundo bocinazo me impidió una vez más oír la respuesta que me interesaba
en tal alto grado.
El coche había girado a la calle del Liceo y se dirigía al bulevar Cornuau.

Al pasar delante del Colegio, cuya capilla ya parecía un viejo monumento, me


impresionó vivamente el número de alumnos que salían a su paseo dominical. No
pude evitar manifestar una cierta sorpresa.
—¡Sí, son cuatro mil! —respondió mi doctor—. Es todo un regimiento.
—¡Cuatro mil! —exclamé—. ¡Vaya! ¡En ese regimiento se deben cometer
barbarismos y solecismos!
—Pero, querido cliente —respondió mi doctor—, haga memoria. ¡Hace cien
años, al menos, que no se da latín ni griego en los liceos! ¡La instrucción es
puramente científica, comercial e industrial!
—¿Es posible?
—Sí, y usted bien sabe lo que fue de ese desdichado alumno que ha tenido la
mala suerte de ganar el último premio de versos latinos.
—No —respondí con firmeza—; no, no lo sé.
—Bueno, cuando apareció en el estrado, le lanzaron diccionarios Gradus a la
cabeza y en la confusión, ¡el prefecto casi lo ha mordido al besarlo!
—Y, desde entonces, ¿ya no se hacen versos latinos en los colegios?
—¡Ni siquiera la mitad de un hexámetro!
—¿Pero la prosa latina también ha sido proscrita por esto?

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—¡No, sino dos años después, y con razón! ¿Sabe cómo, en el examen final,
había traducido uno de los mejores candidatos?:

Immanis pecoris custos!

—No.
—De esta manera: «¡Guardián de una pécora inmensa!».
—¡Vaya!
—Y:

Patiens quia æternus?

—¡No me lo figuro!
—¡«Paciente porque estornuda»! ¡Entonces el ministro de Educación comprendió
que ya era tiempo de suprimir el latín de los estudios escolares!
—¡A fe mía! —exclamé. El rostro del doctor no pudo contenerme. ¡Era evidente
que mi locura tomaba ante sus ojos un carácter alarmante! ¡Falta absoluta de
memoria, por un lado, intempestivas risas de orate, por el otro…! Era como para
desesperarlo.
Y, ciertamente, mi hilaridad se habría prolongado indefinidamente si la belleza
del lugar no hubiese atraído mi mirada.

En efecto, descendimos el bulevar Cornuau, rectificado gracias a un compromiso


amistoso forjado entre la Municipalidad y la Administración de viviendas obreras. A
la izquierda se elevaba la estación Saint-Roch. Este monumento, después de haberse
agrietado notablemente durante las obras de construcción, parecía querer justificar a
partir de entonces este verso de Delille:

¡Su masa indestructible ha fatigado el tiempo!

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Los rieles del tranvía se extendían por la vía central del bulevar, bajo la sombra de
una cuádruple hilera de árboles que yo había visto plantar y que parecían dos veces
centenarios.

En unos segundos llegamos a la Hotoie. ¡Cuántos cambios aportados a este


hermoso paseo a donde en el siglo XIV iba a «divertirse la juventud picarda»! Ahora
era una especie de Prado Catalán, grandes sectores de césped a la moda inglesa,
vastos macizos de arbustos y flores que disimulaban la forma rectangular de las
parcelas reservadas a las exposiciones anuales. Un nuevo ordenamiento de los árboles
que se asfixiaban hasta ayer mismo les había dado espacio y aire, y podían rivalizar
con las gigantescas «wellingtonias» de California.
Había una multitud en la Hotoie. El programa no me había engañado. Allí, el
Concurso Regional del norte de Francia exponía la larga sucesión de sus establos, sus
cabañas, sus carpas, sus kioscos de todos los modelos y colores. Pero la clausura de
esta fiesta agrícola e industrial sería ese mismo día. Antes de una hora, los ganadores
—bípedos o cuadrúpedos— debían ser galardonados.
Estos concursos no me disgustaban. De ellos se desprendía para ojos y oídos una
útil lección. El fuerte estruendo de las máquinas en funcionamiento, el relincho del
vapor, el balido quejoso de los carneros encerrados en su vallado, el cacareo
ensordecedor de las aves de corral, los mugidos de los grandes bueyes que reclaman
su prima, los discursos de las autoridades, cuyos pomposos periodos desbordan el
estrado, los aplausos tributados por los laureados, el dulce ruido de los besos que los
labios oficiales depositan sobre las frentes coronadas, las órdenes militares que
resuenan bajo los grandes árboles, finalmente, ese vago murmullo que sale de la
multitud, todo esto forma un concierto extraño, pero cuyo encanto aprecio vivamente.
Mi doctor me empujó a través del molinete. Se aproximaba la hora en que iba a
efectuarse el discurso del señor delegado del Ministro y yo no quería perderme una
palabra de esta arenga, que debía ser tan nueva por el fondo y la forma, por poco que
hubiese de seguir la marcha del progreso.
Así que pasé rápidamente al medio del vasto cuadrilátero reservado a las
máquinas. Mi doctor compró a elevado precio algunas botellas de un precioso

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líquido, que tenía la propiedad de desinfectar el agua de Lubin. En cuanto a mí se
refiere, me dejé tentar por algunas cajas de una pasta fosforada que destruía tan
radicalmente los ratones que los remplazaba por gatos.
Luego, escuché pianos complejos, que reproducían armónicamente todas las
sonoridades de una orquesta de la Ópera. No lejos, unas trituradoras molían granos
con un ruido atronador. Segadoras Albaret y Cía. rasuraban los trigales, como haría
un barbero con una mejilla barbuda. Unos martillos-pilón, de resorte atmosférico,
daban golpes de tres millones de kilos. Una bombas centrífugas maniobraban con
objeto de absorber, en unos pocos golpes de pistón, todo el Selle, y me recordaban el
bonito verso de Hégésippe Moreau sobre la Voulzie:

¡Un gigante sediento lo bebería de un trago!

Luego, en todas partes, estaban las máquinas de procedencia norteamericana,


llevadas hasta el último límite del progreso. A una se le presentaba un cerdo vivo y de
ella salían dos jamones, ¡uno de York, otro de Westfalia! A otra se le ofrecía un
conejo aún coleando y ¡entregaba un sombrero de piel con forro sudorífugo! ¡Ésta
absorbía vellones vulgares y devolvía un vestido completo de paño de Elbeuf!
Aquélla devoraba un ternero de tres años y lo presentaba de nuevo bajo la doble
forma de un estofado humeante y de un par de botines recién lustrados, etc., etc.
Pero yo no podía detenerme a contemplar las maravillas del genio humano. ¡Era
yo quien ahora arrastraba a mi doctor…! ¡Me hallaba embriagado!
Llegué cerca del estrado, que ya se doblaba bajo el peso de personajes
importantes.
Se acababa de premiar a los hombres gordos… como se hace en Norteamérica en
todo concurso un poco serio.
El laureado era tan merecedor del premio que había sido necesario llevarlo con
una grúa.
Al concurso de hombres gordos había sucedido el de mujeres flacas y la
ganadora, al descender del estrado, los ojos púdicamente bajos, repetía el axioma de
uno de nuestros filósofos más espirituales: «¡Se ama a las mujeres gordas, pero son
las flacas a quienes se adora!».
Era el turno de los bebés. Había varios centenares, entre los cuales se premió al
más pesado, al más joven y acaso ¡al que gritaba más fuerte! Por lo demás,
evidentemente todos se morían de sed y pedían beber a su manera, lo que no tiene
nada de agradable.
«¡Dios mío —exclamé—, nunca habrá suficientes nodrizas para…!».
Me interrumpió un silbido.
—¿Qué es eso? —pregunté.

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—¡Es la máquina de amamantar funcionando! —respondió mi doctor—. ¡Tiene la
fuerza de quinientas normandas! Usted comprende, querido cliente, que con el
impuesto al celibato ¡hubo que inventar la lactancia a vapor!
Los trescientos bebés habían desaparecido. A sus gritos estruendosos sucedió un
silencio religioso.
El delegado del Ministro iba a cerrar el concurso regional con un discurso.
Avanzó por el borde del estrado. Comenzó a hablar…
¡Mi estupefacción, que había continuado creciendo hasta ese momento, sobrepasó
entonces los límites de lo imposible!
¡Sí! ¡Todo había cambiado en este mundo! ¡Todo había seguido la vía del
progreso! ¡Ideas, costumbres, industria, comercio, agricultura, todo se había
modificado…!
Únicamente la primera frase del discurso del señor delegado continuaba siendo la
de antaño, la que invariablemente estará al comienzo de toda alocución oficial:
—Señores —dijo—, es un placer encontrarme nuevamente…
En eso hice un brusco movimiento. Me pareció que los ojos se me abrían en la
oscuridad… Extendí las manos… Volqué mi mesa y mi lámpara sin querer… El ruido
me despertó… ¡Era de noche…!
¡Todo esto no había sido más que un sueño!

******
Algunos sabios bien informados afirman que los sueños, incluso los que nos
parecen que se prolongan durante toda una larga noche, no duran en realidad más que
unos segundos.

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Puede que les parezca así, señoras y señores, este paseo ideal que, bajo una forma
demasiado fantasiosa quizás, acabo de hacer en sueños por la ciudad de Amiens…
¡en el año 2000!

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Colección de Cuentos vernianos
La obra cuentística de Jules Verne (1828-1905) suele ser pasada por alto con
frecuencia, pensándose en textos triviales y carentes de interés. Nada más lejos de la
realidad. Muchas de estas historias resultan sumamente atractivas por la variedad de
temas y situaciones descritas. En ellas se asiste a la visión de un Verne más libre y
abierto para hablar del mundo que lo rodea y más dispuesto a tocar temas inusuales
en su obra, que rozan, en algunos casos, con lo fantástico y lo sobrenatural. El
conjunto de cuentos escritos por Verne puede dividirse en dos etapas bien
diferenciadas. La primera transcurre entre 1850 y 1865, período en el que abunda la
diversidad temática en un joven Verne que vive en París y que busca convertirse en
escritor, donde abundan los relatos de viaje, divulgación y exploración científica,
pasando por algunos textos de corte histórico que muestran una afinidad evidente con
los futuros Viajes Extraordinarios. Luego, una segunda etapa con textos redactados
entre 1867 y 1892 donde aflora un Verne diferente, más satírico, burlesco, oscuro y
filosófico.

Títulos que forman la colección:


1. Un drama en México (Un drame au Mexique). Julio de 1851
2. Un drama en los aires (Un drame dans les airs). Agosto de1851
3. Martín Paz (Martin Paz). Julio de 1852.
4. Maese Zacarías (Maître Zacharius). Mayo de 1854
5. Una invernada entre los hielos (Un hivernage dans les glaces). Mayo de 1855.
6. El conde de Chantelaine (Le Comte de Chanteleine). Noviembre de 1864.
7. Los forzadores del bloqueo (Les forceurs de blocus). Octubre de 1865
8. Una fantasía del Doctor Ox (Una fantaisie du docteur Ox). Marzo de 1872
9. Una ciudad ideal (Une ville idéale). Diciembre 1875.
10. Los amotinados del Bounty (Les Révoltés de la Bounty). 1879
11. Diez horas de caza (Dix heures en chasse). Diciembre 1881
12. Frritt-Flacc (Frritt-Flacc). 1884
13. Gil Braltar (Gil Braltar). 1887
14. La jornada de un periodista americano en el 2890 (La journée d’un journaliste
américain en 2890). Enero 1891
15. La familia Ratón (La famille Raton). 1891
16. El señor Re-sostenido y la señorita Mi-bemol (M. Ré-dièze et Mlle Mi-bémol).
1893
17. El humbug (Le Humbug). 1910
18. Pierre-Jean (Pierre-Jean). 1988
19. El matrimonio del señor Anselmo de los Tilos (Le mariage de M. Anselme des

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Tilleuls). 1991.
20. El sitio de Roma (La siège de Rome) 1991.
21. San Carlos (San Carlos). 1991

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JULES VERNE. (Nantes, 8 de febrero de 1828 – Amiens, 24 de marzo de 1905),
conocido en los países de lengua española como Julio Verne, fue un escritor francés
de novelas de aventuras y ficción científica, llegando a ser uno de los grandes autores
escritores del siglo XIX.
Según datos de la UNESCO es el segundo autor más traducido del mundo después de
Agatha Christie.
Licenciado en Derecho y establecido en París en su juventud, Verne se dedicó a la
literatura pese a no contar con apoyo económico alguno, lo que minó gravemente su
salud. Verne era un auténtico adicto al trabajo y pasaba días y días escribiendo y
revisando textos. En su juventud escribió sobre todo poesía, teatro y cuentos.
En 1863, se erige en el creador de la novela científica al comenzar su ciclo de los
Viajes extraordinarios, ciclo de novelas a través de las que describe el universo
acercando a sus lectores a la ciencia y el conocimiento. Unido al apoyo de su editor
Jules Hetzel, quien hizo que el éxito y las ventas de sus historias fueran en continuo
aumento, publicó más de sesenta novelas entre las que destacan Cinco semanas en
globo (1863), Viaje al centro de la tierra (1864), De la tierra a la Luna (1865), Veinte
mil leguas de viaje submarino (1870), La vuelta al mundo en 80 días (1872) y La isla
misteriosa (1874).
Para documentarse pasaba días enteros en las bibliotecas estudiando geología,
ingeniería y astronomía, conocimientos que luego vertía en sus fantásticas aventuras
y se adelanto con asombrosa exactitud a muchos de los logros científicos del

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siglo XX. Habló de cohetes espaciales, submarinos, helicópteros, misiles dirigidos e
imágenes en movimiento. Esa capacidad de anticipación tecnológica y social le ha
llevado a ser considerado como uno de los padres del género de la ciencia ficción,
aunque los expertos en Verne afirman que más bien escribía ficción científica.

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