Koontz Dean R - La Feria Del Terror
Koontz Dean R - La Feria Del Terror
Koontz Dean R - La Feria Del Terror
ePub r1.0
orhi 19.04.2018
Título original: The Funhouse
Marion Bush
ya
Franck Scafati,
ANNA ROOSEVELT
Las familias felices son todas parecidas; pero las desgraciadas lo son cada
una a su modo.
LEÓN TÓLSTOI
SATCHEL PAIGE
PRÓLOGO
Se levantó con cautela y se acercó al fregadero. Tiró los cubitos de hielo que
aún tenía el vaso y, abriendo el grifo, limpió el cristal.
Cerró el grifo.
«Soy demasiado joven para cargar con este peso —pensó—. No tengo
fuerzas para seguir soportándolo, lo admito. ¡Que Dios me proteja! No tengo
valor.»
A los veinte años, Ellen no sólo era demasiado joven para dejarse atrapar por
el negro futuro que se extendía ante ella, sino también demasiado guapa y
apasionada como para verse condenada a una existencia de permanente congoja,
plagada de abrumadoras responsabilidades. Era una mujer-niña escultural y
esbelta; una mariposa que aún no había echado a volar. Tenía el cabello castaño
oscuro, y los ojos negros, y sus mejillas mostraban un tono rosado natural que
combinaba a la perfección con el color moreno de su piel. Su nombre de soltera,
antes de casarse con Conrad Straker, era Ellen Teresa Maria Giavenetto, hija de un
agraciado italonorteamericano y de una italonorteamericana con rostro de
Madonna. La belleza mediterránea de Ellen no era la única cualidad que revelaba
su herencia latina. Poseía el talento de disfrutar con las cosas más mínimas; una
personalidad expansiva, una sonrisa espontánea y una vehemencia puramente
italianas. Era una mujer dispuesta a gozar de una existencia feliz, con fiestas y
bailes, en un ambiente de grata alegría. Pero aquellos primeros veinte años de su
vida no le habían proporcionado demasiadas satisfacciones.
Gina había sido siempre religiosa, pero tras la muerte de su único hijo varón,
se volvió ferozmente devota. Anthony, el hermano de Ellen, había muerto de
cáncer cuando contaba sólo siete años. Ellen tenía entonces cuatro y era demasiado
pequeña para comprender lo que le estaba sucediendo al niño, pero sí lo suficiente
mayor para darse cuenta de su rápido y espantoso deterioro, hasta que falleció.
Para Gina, aquella tragedia había sido un castigo divino dirigido estrictamente
contra ella. Sabía que de algún modo había irritado a Dios y que Este le arrebataba
a su hijo para castigarla. Empezó a asistir a misa cada mañana, no sólo los
domingos, y obligaba a su hija a acompañarla. Encendía a diario una vela por el
alma del pequeño Anthony, sin olvidarse ni una sola vez, y en casa leía la Biblia
asiduamente, una y otra vez. Con frecuencia obligaba a Ellen a sentarse a su lado
para escuchar la palabra de las Sagradas Escrituras durante horas y horas, aun
cuando la niña no tuviera edad suficiente para comprender lo que oía. Ellen se
sentía abrumada por los terribles relatos acerca del infierno y los espantosos
tormentos que esperaban a los pecadores allá abajo, y de cuán fácil podía ser para
una niña mala terminar en aquellas simas impregnadas de azufre. Por las noches,
el sueño de la joven Ellen se veía perturbado por pavorosas pesadillas basadas en
los espeluznantes relatos de su madre llenos de fuego y condenación. Y conforme
el fervor religioso de Gina aumentaba, así lo hacían también las reglas con las
cuales se esperaba que viviría Ellen. Según Gina, la menor infracción era un paso
más hacia el infierno.
Tap-tap-tap.
Matar al niño.
Le era difícil hacerse a la idea de haber ido a parar a aquel paraje desastroso
y vivir en aquella angustiosa miseria. Era como una pesadilla. Sólo catorce meses
antes se había lanzado a una nueva existencia llena de emocionantes expectativas,
embargada por lo que luego resultó sólo un ingenuo optimismo. Su mundo se
había venido abajo, deshecho en ruinas de un modo tan repentino y tan completo
que aún seguía sin poder reaccionar.
Se había marchado de casa seis meses antes de cumplir los diecinueve años,
escapando en plena noche sin decírselo a nadie, incapaz de enfrentarse a su madre.
Sólo le dejó una breve y patética nota y se fue con el hombre al que amaba.
Sin embargo, no fue el aspecto físico de Conrad lo que sedujo a Ellen. Lo que
de veras le encantó fueron su estilo y su gracia. Era un conversador ameno,
inteligente, con el don de convertir la más extravagante adulación en una frase
convincente y sincera.
A los dos meses de su embarazo, Ellen estaba tan desesperada que llegó a
plantearse una posible vuelta a la casa paterna. Pero cuando pensaba en las
humillaciones que se vería obligada a soportar, cuando se imaginaba a sí misma
rogando a Gina que le diera otra oportunidad, cuando preveía la actitud de
severidad y de puritanismo con que iba a ser recibida por su madre, no reunía
valor suficiente para huir de Straker.
Cual si intuyera que su madre pensaba en él, el niño lanzó otro aullido.
El fragor de la tormenta que se acercaba volvió a resonar aún más fuerte que
antes, ahora sobre el terreno de la feria, aumentando de volumen en un crescendo
furioso.
El niño dejó de revolverse entre las ropas que lo cubrían y miró fijamente a
Ellen con una expresión llena de odio.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ellen con voz temblorosa—. ¿Por qué me ocurre
esto? ¿Qué he hecho yo para merecer un castigo así?
«¡Mátalo!»
Pero, ¿cómo estar segura de que no era un ser humano? Había nacido de
hombre y mujer. Y no podía existir criterio más seguro para definir la condición de
humano que semejante verdad. El niño era un mutante, pero un mutante humano.
Matar al bebé sería un acto humanitario. Al fin y al cabo, aquel ser jamás
disfrutaría de una vida normal. Siempre sería un monstruo caricaturesco y
despreciable del que avergonzarse. Viviría en un constante ambiente de rechazo,
lleno de amargura y soledad. Le serían negados incluso los placeres más sencillos y
jamás disfrutaría de la oportunidad de ser feliz.
Si se veía obligada a dedicar su vida a aquel ser, tampoco ella podría ser
nunca dichosa. La perspectiva de cuidar a un bebé tan grotesco la llenaba de
desesperación. Matarlo sería un acto de piedad que beneficiaría por igual tanto a
ella como al lastimoso y temible mutante que la miraba desde la cuna con sus
pupilas febriles.
Pero la Iglesia católica no permite matar por conmiseración. Aunque obrase
impulsada por los más elevados motivos no se salvaría de la condenación eterna. Y
en el fondo sus motivos no eran puros; el quitarse de encima aquel peso constituía
en parte un acto de egoísmo.
Tanto si aquel niño era un ser humano como si no lo era, tanto si el matarlo
era un pecado como un acto de clemencia, Ellen supo que tenía ante sí la imagen
misma del mal. No se trataba sólo de un ser deforme sino de algo muchísimo peor:
algo peligroso, imposible de parangonar con lo simplemente humano. El mal en sí
mismo. Sintió la verdad de aquel aserto en lo más profundo de su ser.
«Mátalo.»
Ellen exhaló un grito ahogado. El bebé era todavía demasiado pequeño para
sentarse de aquel modo.
Una vez más, se oyó un sonido siseante.
El aire que entraba ahora por la ventana era mucho más frío que antes de
que empezara a llover. Una ráfaga helada le rozó la nuca.
Haciendo acopio del valor que le confería el bourbon, con los dientes
rechinándole y las manos temblorosas, Ellen trató de agarrar al bebé. O mejor
dicho: la cosa. Porque no podía pensar en él como un bebé. No podía permitirse
tener sentimientos hacia él. Era preciso actuar. Mostrarse fría, inconmovible e
implacable; dotada de una voluntad de hierro.
Intentó incorporar a la horrible criatura para coger la almohada con funda
de raso en la que apoyaba la cabeza y asfixiarlo con ella. No quería dejar marcas de
violencia en el cuerpo. La muerte debía parecer provocada por causas naturales.
Incluso niños muy sanos mueren a veces en sus cunas sin motivo aparente. Y nadie
sentiría sorpresa o suspicacia de que aquel ser deforme y repugnante hubiera
fallecido mientras dormía.
Pero conforme lo incorporaba, el niño reaccionó con tan violenta furia que el
propósito de Ellen se frustró. La criatura empezó a chillar y la aferró con sus
zarpas.
Ellen lanzó un grito de dolor cuando las afiladas uñas desgarraron sus
antebrazos.
El niño se revolcó y pataleó, y Ellen tuvo que hacer un gran esfuerzo para
dominarlo.
Los ojos saltones y verdosos del monstruo, irradiaban una luz peculiar, un
refulgir fosforescente que parecía proceder de su mismo interior.
El niño movió en redondo sus pupilas y luego las volvió a fijar en ella con
una expresión de rabia aún más profunda que antes.
El niño tiró de Ellen con un vigor tan demencial que a ella le fue imposible
mantener la distancia como antes. La arrastraba poco a poco hacia sí al tiempo que
se iba incorporando.
«¡Muere, condenado, muere!»
Ellen estaba inclinada sobre la cuna, casi a punto de caer. La presión sobre el
cuello del niño se había aflojado debido a la forzada postura. Su rostro se
encontraba apenas a unos centímetros de aquella faz repugnante y advertía el
hedor de su aliento. Una vez más volvió a escupirle en la cara.
Jadeó y se estremeció.
No era un ser débil como correspondía a su escasa edad. Había pesado casi
cuatro kilos y medio al nacer y en el curso de las pasadas seis semanas su volumen
había aumentado más del doble. Ahora pesaba casi diez kilos, y no tenía nada de
grasa. Era todo músculo; una criatura fuerte, nervuda y cartilaginosa, como un
gorila joven. Tan fornida y vigorosa como el chimpancé de seis meses que actuaba
en una de las barracas más concurridas de la feria.
—Jesús, ayúdame. Santa Elena, mi patrona, ruega por mí. Santa María
madre de Dios, auxíliame. Por favor, te lo ruego, Virgen María, acude en mi ayuda.
Santa María, ampárame.
»¿O un niño?
Ella trató de explicarle por qué había matado al niño; pero le era imposible
articular palabra. Movía los labios sin emitir sonido alguno, excepto un seco y
lastimoso jadeo.
—¡No! —exclamó en voz baja, sin dar crédito a lo que veía—. No…, no…,
no…
—¡Mientes!
—¡Lo hizo!
—¡Puta mentirosa!
—¡Mírame! —exclamó Ellen tendiendo sus manos hacia él—. Mira lo que me
hizo.
—Conrad, sabes muy bien que era un niño violento. A veces te arañaba a ti
también. Si te atrevieras a afrontar la verdad y a ver las cosas con claridad estarías
de acuerdo conmigo en que no engendramos a un niño sino a una cosa. A una cosa
malvada, Conrad. Yo…
—Sabes muy bien que los que trabajamos en las ferias nunca llamamos a la
policía. Que arreglamos nuestros problemas en privado. Sé muy bien lo que debo
hacer con una asquerosa basura como tú…
Conrad le dirigió una mirada asesina. Sus ojos traslucían una cólera fría y
había en ellos también una traza de locura. Sus pupilas heladas la perforaban y
Ellen sintió que témpanos de hielo se clavaban en el cuerpo proyectados por una
silenciosa, imperceptible y a la vez pavorosa fuerza. Aquélla no era la mirada de
un hombre en su sano juicio.
Ellen se estremeció.
Conrad estaba al lado de la cama. Había abierto las dos maletas y arrojaba
prendas a su interior. ¿Por qué no la había matado? Estaba segura de que éste
había sido su propósito cuando la golpeaba furiosamente. ¿Por qué había
cambiado de idea?
Conrad cerró las maletas y las cogió, pasó ante ella y, luego de abrir la
puerta de la caravana, las arrojó fuera. El bolso de Ellen estaba sobre el mostrador
de la pequeña cocina. Lo cogió y lo tiró detrás de las maletas. Luego, volviéndose
hacia ella le espetó:
—Un día puede que te cases en el mundo de ahí fuera. Y que tengas otro
hijo. O dos. O tres.
—Cuando tengas otros hijos, cuando los quieras y los cuides con cariño, iré a
quitártelos. No importa dónde estés; no importa lo lejos que te hayas ido ni el
nuevo nombre que tengas. Te encontraré. Juro que te encontraré, te arrebataré a tus
hijos del mismo modo que tú me arrebataste el mío, y los mataré.
Por unos instantes la silueta de Conrad se dibujó contra la luz ambarina que
enmarcaba la puerta. La miraba furiosamente y luego cerró de un portazo.
Bajo las ráfagas de lluvia que ahora se mezclaban con jirones de niebla, la
alta noria semejaba un esqueleto prehistórico, misterioso y gigantesco, con su
silueta familiar oscurecida y distorsionada por la noche y la niebla.
Pasó también por delante del Pasaje del Terror. Ésta era una exclusiva de
Conrad, quien como propietario de la misma trabajaba en ella todo el día. La
gigantesca cara de un risueño payaso la miró desde arriba. El artista había tenido la
ocurrencia de reproducir en ella las facciones de Conrad. Ellen pudo apreciar el
parecido incluso en la semioscuridad reinante y tuvo la desagradable impresión de
que los enormes y pintados ojos del payaso observaban todos sus movimientos.
Apartó la mirada y se apresuró hacia la salida.
Con los ojos abiertos y la mirada fija en el techo, se sentía acongojada por su
futuro. ¿Adónde iría? ¿Qué hacer a partir de ahora? Tenía muy poco dinero.
En aquella cama del motel, con las sábanas tocando su mentón, rezó durante
buena parte de la noche.
No fue hasta amanecer que consiguió dormir un par de horas sin sufrir
pesadillas. Y al despertar ya no se sentía deprimida. Un rayo de luz dorada
penetraba por la ventana y se posaba en ella. Mientras experimentaba la delicia de
la luz y del calor, pensó que una esperanza se abría en su futuro. Conrad quedaba
atrás para siempre. El niño monstruoso ya no existía ni volvería a existir. El mundo
se le ofrecía pletórico de posibilidades. Luego de la tristeza, del dolor y el miedo
que había soportado en su vida creía tener derecho a un poco de felicidad.
La noche en que se celebró el baile del último curso, Jerry Galloway sintió
ganas de hacer el amor con Amy. Aquel deseo no sorprendió a la joven, porque el
joven siempre estaba dispuesto a acostarse con ella. La manoseaba de continuo y
no parecía cansarse nunca de su presencia.
Cada vez que aquella idea le volvía a la mente sentía una sensación de
profunda ansiedad. Porque temía lo que la esperaba y a lo que habría de
enfrentarse: la humillación, el disgusto de su padre y el temible enfado de su
madre. Y se estremecía de miedo.
Desde luego también era guapo; uno de los chicos más guapos del último
curso. Para muchas de sus amigas Amy había hecho una conquista estupenda
cuando empezó a salir con Jerry Galloway.
Pero una mujer no entrega su cuerpo sólo porque el muchacho sea atractivo:
«¡Dios mío! —se dijo—. Hay que pensar en algo más que eso.»
Jerry era guapo, pero su inteligencia no corría pareja con su atractivo físico.
No era listo, ni ingenioso, ni amable, ni le mostraba un mínimo de consideración.
Por el contrario tenía un carácter calculador y era muy diestro en representar su
papel de estudiante. Y carecía de sustancia interior.
Amy miró en derredor y observó a las otras muchachas con sus vestidos de
seda, sus encajes y sus gasas, sus generosos escotes, sus conjuntos estilo Imperio de
estrechas cinturas, sus espaldas al descubierto y sus largas faldas y bonitos
zapatos, sus complicados peinados, el maquillaje bien aplicado y la bisutería
barata. Todas reían alegremente, aparentando ser sofisticadas y expertas en el trato
con otras personas. Amy las envidiaba. Se estaban divirtiendo en grande.
A Amy le habían dado permiso para que asistiera al baile pero no para que
se quedara al desayuno. A su padre no le importaba, mas como de costumbre su
madre se había opuesto. Según su padre, podía permanecer hasta las tres porque
aquélla era una celebración especial. Pero su madre había insistido en que
estuviera de regreso a las diez; es decir, tres horas antes de que terminara el baile.
Amy tenía que estar en casa a las diez cada fin de semana, y a las nueve las noches
en que había clase. Pero en esta ocasión, su padre intercedió y la madre no tuvo
otro remedio que acceder, aunque a regañadientes. Así pues, no volvería hasta la
una. A su madre no le gustaban aquellas concesiones y haría que Amy lo pagara
con una serie de pequeños castigos.
—Eres dinamita pura —le susurró Jerry al oído al cogerla para iniciar otro
baile—. ¡Me pones muy cachondo, cariño!
«¿Qué te parece, mamá? —se dijo Amy amargamente—. Mira en lo que han
acabado tus preceptos y tus prohibiciones. Tus interminables rezos, los años en que
me has obligado a asistir a misa tres o cuatro veces por semana, el Rosario cada
noche antes de irse a la cama. ¿Ves, mamá, lo que has conseguido con todo eso?
Estoy embarazada. Soy una perdida. ¿Qué pensará Jesús? ¿Y que pensarás tú
cuando te enteres? ¿Cómo reaccionarás cuando sepas que vas a tener un nieto
bastardo?»
Era el lugar habitual en que siempre aparcaban. El retiro secreto en que Amy
había quedado embarazada.
—Jerry…
Pero él hizo caso omiso y, dejando de acariciarle los senos, alargó la mano
para bajarle la cremallera del vestido.
Él la miró perplejo.
—¿Qué te pasa?
—Jadeas como un perro.
—¿Hablar?
—Mucha gente lo hace —explicó ella—. Les gusta hablar antes de hacer el
amor.
—No se trata de que yo quiera, sino de que tenemos que hablar —repuso ella.
—Estoy embarazada.
—No.
—Sí.
—¡Mierda!
—¡Vaya! —exclamó ella con sarcasmo—. ¡Qué bonita definición para mi
problema!
—No.
—A lo mejor no es nada.
—Estoy embarazada.
—Pues no se te nota.
—¿Parteno… qué?
Él se animó enseguida.
—¡Sí! Es la mejor solución. Realmente lo más apropiado para los dos. Somos
demasiado jóvenes para vivir atados a una criatura.
—Naturalmente.
—¿Por qué?
—No tienes por qué asustarte. Puedes salir del paso sin ayuda de nadie.
Estoy seguro.
—Naturalmente.
—¿Cómo?
—En los dos veranos anteriores tuviste un buen empleo. Y trabajas los fines
de semana durante casi todo el año.
—Sí, pero…
—Te compraste este coche y te lo has hecho arreglar. Y tienes una cuenta en
la caja de ahorros. Tú mismo lo has dicho.
—¿Por qué?
—A mí me gusta.
—Pues a mí no.
—A nada.
—A nada absolutamente.
—Pues díselo.
—Imposible. Me mataría.
—Te chillará un poco y estará unos días sin hablar contigo. Pero luego le
pasará.
Se echó a llorar.
—Bueno, nena. Esto no es el fin del mundo —la consoló Jerry pasándole un
brazo por el hombro—. Saldrás del paso, ya lo verás. La cosa no es tan difícil. La
vida continúa, ¿comprendes?
—Claro…
—Es sólo un préstamo —insistió ella, disgustada por tener que rogarle pero
comprendiendo que no le quedaba otra solución.
—¡No puedo! ¡No puedo! —gritó él como un niño en una rabieta, dando
chillidos y lloriqueando—. ¡Olvídalo! ¡No insistas, Amy! ¡Necesito hasta el último
céntimo que tengo ahorrado para marcharme de esta asquerosa ciudad!
—Si no me prestas el dinero, iré a ver a tus padres. Les contaré lo ocurrido y
los pondré en contra tuya. —No creía tener ánimos para semejante cosa pero se
dijo que aquella amenaza quizá le haría entrar en razón—. Bien sabe Dios que si no
queda otro remedio te obligaré a casarte conmigo. No pienso hundirme sola.
—¡Serás canalla!
—No lo he hecho con ningún otro chico desde que empecé a salir contigo
hace seis meses.
—Lo sabes perfectamente —replicó Amy con todo el odio del mundo.
Hubiera querido darle puntapiés y bofetadas, arañarle la cara, pero se contuvo,
confiando en que quizás aún fuera posible obtener alguna concesión de él—. El
niño es tuyo, Jerry. No tengo la menor duda.
—Si tratas de llevarme ante los tribunales o algo por el estilo, me buscaré
cinco o seis amigos que jurarán que también te acostaste con ellos.
Cuando Jerry arrimó el coche a la acera y paró frente a la casa, Amy dijo:
—No eres más que un chiquillo que aún no ha madurado, Jerry. No eres un
hombre y probablemente nunca lo serás.
Él guardó silencio. Se habían detenido al lado de una farola y Amy
distinguía su cara perfectamente. Su actitud era impasible. Se sintió frenética ante
aquella indiferencia. Hubiera deseado alejarse de allí ofendiéndolo con la misma
intensidad con que él la había ofendido a ella. Devolverle aquel despectivo
comentario sobre su reputación. Pero no era experta en vituperar ni tenía práctica
en pelearse. Por regla general, prefería vivir y dejar vivir a los demás. Pero la
injusticia de que la había hecho objeto Jerry era tan grande que sentía un inusual
deseo de vengarse. Así que, haciendo acopio de fuerzas, realizó una última
tentativa de herirle en lo más íntimo.
—Te diré otra cosa —empezó—. Hay algo en lo que eres también un
chiquillo, Jerry. Haces el amor sin ninguna gracia. Estás muy verde. Confiaba en
que aprenderías pero no ha sido así. ¿Sabes cuántas veces me provocaste un
orgasmo? Tres. De todas las noches en que hemos estado juntos sólo tuve tres
orgasmos. Eres torpe, inexperto y muy flojo de muelles. Un desastre. Hazle un
favor a tu próxima chica y léete algún libro sobre sexo. No es que Eddie Talbot
fuera gran cosa, pero comparado con él, tú eres un monigote que no sabe ni follar.
Mientras profería aquellas palabras Amy no pudo por menos que aborrecer
lo duras y desvergonzadas que sonaban. Pero al mismo tiempo sintió un gozo
profundo y primitivo al observar la reacción que se operaba en el rostro de Jerry.
Amy atravesó la calle entre un humo acre y azulado que olía a goma
quemada y echó a caminar por la calzada que conducía a la casa. Pero apenas
había dado unos pasos se estremeció.
Cuando aquella noche su padre le había dado permiso para volver algo más
tarde, le advirtió: «La fiesta del último curso es un acontecimiento muy especial en
la vida de una muchacha. Como cumplir dieciséis años. O veintiuno. No existe una
velada que se le pueda comparar.»
Hasta cierto punto hubo una amarga verdad en tales palabras. Porque Amy
nunca había vivido una noche como aquélla ni esperaba volver a vivirla jamás.
Delgado, blanco como la cal, con un pelo lacio del color y la textura de las
patas de una araña, Ghost corría por el centro de la animada feria. Se desplazaba
como una pálida columna de humo, zigzagueando ágilmente por entre los escasos
huecos que dejaba el gentío, cual si flotara empujado por la brisa nocturna.
Desde el tablado del pregonero a la entrada del Pasaje del Terror, a metro y
medio por encima del suelo, Conrad Straker miraba al albino. Había dejado de
vociferar en cuanto vio acercarse a Ghost. Detrás de él, la música continuaba
sonando ensordecedoramente. Y cada treinta segundos, la gigantesca cara del
payaso, mucho mayor, más sofisticada y animada que la que coronaba la antigua
caseta veintisiete años atrás, hacía guiños a los paseantes al tiempo que lanzaba
unas carcajadas parecidas a ladridos: «Jaa, jaa, jaa, jaaaa.»
—Sí. La misma.
Por encima de ellos, la enorme cara del payaso dejó escapar otra grotesca
serie de carcajadas.
—¿Tiene entre dieciséis y diecisiete años? ¿El cabello muy castaño y los ojos
negros? ¿Y mide un metro sesenta?
—Exactamente —asintió el albino—. Como las de la temporada anterior.
—Sí —afirmó Ghost peinándose el lacio cabello con unos dedos largos y
finos, blancos como la leche.
—¿Qué hace Zena con los jóvenes que le llevo por orden de usted?
—¿Para qué?
—Eso no te importa.
A sus espaldas, en el interior del enorme Pasaje del Terror unas cuantas
muchachas chillaban de miedo ante la figura siniestra que acababa de surgir ante
ellas. Pero sus estentóreos gritos tenían un tono falso lo mismo que el de todas las
chicas que habían entrado allí antes que ellas. En realidad simulaban estar
horrorizadas para poder pegarse a sus jóvenes acompañantes.
Haciendo caso omiso de aquel alboroto, Ghost miró fijamente a Straker. Las
pupilas incoloras, semitransparentes de Ghost eran desconcertantes.
—Hay algo que quiero saber —dijo—. ¿Alguna vez…, bueno…, alguna vez
ha tocado usted a los jóvenes que llevo a la caseta de Zena?
—¿Quién es?
En el Pasaje del Terror las muchachas empezaron a gritar otra vez, pero sus
voces quedaban ahogadas por las gruesas paredes de la barraca.
—Quince años.
—El año pasado fue la primera temporada que trabajé para usted. No quise
quejarme de nada hasta acostumbrarme a sus rutinas, pero lo de los jóvenes me
preocupó. Noto algo de misterioso en ella. Este año empezamos de nuevo, y no me
gusta nada.
Straker trató de apartarse del albino, pero éste no parecía dispuesto a soltar
el fornido brazo de su jefe. Su mano huesuda, húmeda y cadavérica parecía dotada
de una energía sobrenatural.
—¡Claro que no! —mintió Straker—. ¿Por qué habría de hacerle daño?
—La verdad es que no comprendo por qué está tan obsesionado con esa
cuestión, a menos que…
—Verás —explicó Straker—, hay una mujer a la que debo un gran favor.
Llevo muchos años sin saber de ella. Sé que ha de tener hijos y cada vez que veo a
algún joven que se le parece me gusta investigarlo. Sé que con un poco de suerte
algún día me encontraré con un hijo o hija suyos y así podré localizarla y pagarle
mi deuda.
—Pero la posibilidad de que ese hijo o hija se parezcan a ella, y encima que
acudan a nuestra feria…, parece algo remota, ¿no cree?
Por su parte, Straker no pudo leer nada en los ojos del albino porque su
expresión era demasiado extraña para ser interpretada. Carecían de un color
definido y de una expresión reveladora de un carácter concreto. Eran ojos pálidos y
sin fondo. El albino miraba de un modo penetrante, frío y carente de toda emoción.
—Bien. Si se trata de encontrar a una persona con la que tiene contraída una
deuda, no hay nada de malo en que yo lo ayude.
Mientras la cara del payaso lanzaba otra risotada mecánica, Straker cruzó el
tablado bajo una pancarta que proclamaba: el pasaje del terror más pavoroso del
mundo. Bajó los escalones de madera, pasó ante la taquilla pintada de negro y rojo
y se detuvo un momento ante la puerta de la caseta donde numerosas personas
provistas de su correspondiente entrada se disponían a subir a las vagonetas de
brillantes colores que los conducirían por el interior de la atracción.
La gente que esperaba subir a las vagonetas rió y aplaudió aquella actuación.
Emitió luego un bramido, movió la cabeza, enseñó los dientes, dio patadas
en el suelo, siseó algo y agitó los brazos. Realmente disfrutaba con su trabajo.
Sonriendo, Straker se alejó del Pasaje del Terror y se perdió entre el público
que discurría por la feria. Pero conforme se acercaba a la caseta de Zena, la sonrisa
desapareció de su rostro. Se acordaba de la chica de pelo negro y ojos oscuros que
un poco antes había visto desde la plataforma del pregonero. Tal vez fuera la que
andaba buscando. Quizá se tratara de la hija de Ellen. No obstante los años
transcurridos, el recuerdo de lo que aquélla había hecho a su hijo seguía
alimentando un feroz rencor. La perspectiva de vengarse aceleraba los latidos de
su corazón y hacía circular con más energía la sangre en sus venas, provocándole
una excitación incontenible. Mucho antes de llegar a la caseta de Zena su sonrisa se
había transformado en una torva mueca.
Zena, que se hacía llamar Madame Zena y afirmaba ser una gitana dotada
de poderes mágicos, no tenía ni una gota de sangre zíngara y en realidad lo único
que sabía del futuro era que al día siguiente saldría el sol y por la noche volvería a
ponerse. De origen polaco, se llamaba en realidad Zena Anna Penetsky.
A los quince años era ya una mujer espléndida que había empezado su
carrera en las ferias como danzarina exótica. Ahora, aburrida con su trabajo de
vidente, pensaba abrir un espectáculo de bailarinas del que ella fuera la
propietaria. E incluso barajaba la idea de volver a actuar. ¡Sería tan divertido!
Contaba por entonces cuarenta y tres años pero estaba segura de poder
entusiasmar todavía al excitable público masculino, porque aparentaba diez años
menos y tenía un cabello castaño y espeso, sin una sola cana, que enmarcaba un
rostro pletórico, agradable y sin arrugas. Sus pupilas eran de un extraño color
violeta y miraba con expresión amable y cálida. Años atrás, cuando había
empezado a actuar como bailarina, su cuerpo tenía un encanto voluptuoso que aún
conservaba gracias a una dieta estricta y a un constante ejercicio físico. La
naturaleza había cooperado también de un modo prodigioso al evitar que sus
prominentes senos se volvieran fláccidos.
No obstante sus fantasías acerca de actuar de nuevo, sabía que los bailes
exóticos no podían formar parte de su futuro, porque eran una forma de
manipular al público no muy distinta a la de decir la buenaventura. En realidad lo
que ella necesitaba era alejarse de aquel ambiente por algún tiempo; dedicarse a
algo por completo distinto.
—¿Y su madre?
Cierta tormentosa noche del año 1955, bajo una persistente lluvia había
presenciado cómo él giraba hacia atrás en un tiovivo. Por aquel entonces tenía un
aspecto tan atractivo y tan romántico, tan indefenso y vulnerable que había
logrado despertar en ella tanto sus instintos eróticos como sus inclinaciones
maternales. Se sintió atraída hacia Conrad con una fuerza irresistible como nunca
había experimentado con ningún hombre, y en febrero del año siguiente ambos
giraron en el carrusel en sentido normal.
Pero sólo habían transcurrido dos semanas desde su unión cuando Conrad
experimentó un acceso de furor por algo que Zena había hecho mal y la golpeó
brutalmente. Ella estaba tan aturdida que no acertó a defenderse. Más tarde,
contrito, turbado y perplejo por lo que había hecho, lloró y le pidió perdón. Zena
estaba segura de que aquel acceso de violencia había sido consecuencia de una
ofuscación pasajera y que nada tenían que ver con su vida normal. Pero tres
semanas más tarde volvió a agredirla, dejándola esta vez contusionada y
maltrecha. Cuando al cabo de otras dos semanas, trató de pegarle de nuevo, ella
estaba preparada y, flexionando una pierna, le incrustó la rodilla en la ingle y le
arañó la cara con tanta furia que Conrad se vio obligado a desistir. A partir de
entonces, manteniéndose alerta ante la proximidad de aquellos arrebatos; ella
consiguió protegerse.
—Esta noche te has equivocado otra vez. ¿Crees realmente que vas a
coincidir aquí con algún hijo de esa mujer? ¿En la Feria de Coal County,
Pennsylvania? Si quieres que te diga la verdad, no me parece probable.
—Quizás Ellen no vivió el tiempo suficiente para formar una nueva familia.
¿No se te ha ocurrido pensarlo? Tal vez hace tiempo que ha muerto.
—Está viva.
—¿Cómo lo sabes?
—Seguro.
—Si por milagro encuentras algún día a un hijo de Ellen, ¿qué piensas hacer?
—preguntó Zena.
—Le contaré lo que su madre me hizo —dijo Conrad—. Quiero que sus hijos
sepan que es una asesina. Los pondré en contra suya. Utilizaré mis cualidades de
pregonero de feria para convencerlos de que Ellen es una mujer despreciable y
cruel, una criminal de la peor especie, una asesina de niños. Haré que la odien
tanto como yo la odio. Los alejaré de su lado, aunque de un modo menos brutal de
como ella me privó de mi hijo.
Como siempre que hablaba de exponer el pasado de Ellen ante los suyos,
Conrad se expresaba con terrible firmeza.
Zena sabía que estaba mintiendo; que tenía alguna otra cosa en la mente,
que proyectaba un acto de venganza todavía más terrible que el ejecutado por
Ellen con aquella extraña criatura, el mutante al que quitó la vida veinticinco años
atrás.
Si lo que Conrad pretendía era matar a los hijos de Ellen, caso de
encontrarlos alguna vez, Zena no deseaba ser cómplice del crimen. Pero aun así
seguía colaborando en su búsqueda, aunque convencida de que jamás lograría un
resultado positivo. Ayudar a Conrad le parecía un acto inocuo; le seguía la
corriente y nada más. Aquella persistente búsqueda era inútil. Jamás encontraría a
un hijo de Ellen.
Cuando Amy llegó a su casa a las once menos cuarto de la noche oyó rumor
de voces en la cocina. Pensó que su padre estaría aún levantado, aunque los
sábados solía acostarse temprano para no faltar a la primera misa del domingo,
con lo que le quedaba libre el resto del día para dedicarse a su ocupación favorita:
construir modelos de ferrocarril en miniatura. Pero cuando Amy entró en la cocina,
a la que encontró allí fue a su madre. Las voces procedían de un programa de radio
en el que dos personas hablaban por teléfono en una estación de Chicago. El
volumen no estaba muy alto.
—¡Eh!
—¿Qué haces en casa tan pronto? Has vuelto una hora antes de lo normal.
—Jerry se sintió mal, mamá. Le sentó fatal algo que comió en la fiesta.
—¿A quién?
Ellen bebió un sorbo de vodka con naranja, y observó a Amy por encima del
borde del vaso con una expresión aún más suspicaz.
Ellen terminó de vaciar el vaso y se puso de pie. La silla cayó al suelo. Ellen
rodeó la mesa tambaleándose y se paró frente a Amy. Su aliento apestaba.
—He hecho lo posible, me he esforzado al máximo para que seas una buena
chica. Te he llevado a la iglesia. Te he obligado a leer la Biblia y a rezar cada día. Te
he amonestado hasta quedarme sin aliento. Te he enseñado a ser buena. He tratado
de evitar que caigas en el pecado. Siempre te he dicho que existen dos alternativas.
Que puedes elegir entre el bien y el mal. —Aparentó desfallecer y tuvo que
apoyarse en el hombro de Amy—. Pero al parecer tiendes hacia el mal. Rezo cada
día a la Virgen para que te proteja y te guarde. Pero en tu alma hay algo perverso
que nunca debe salir a la superficie.
Ellen se agachó aún más y puso una mano bajo el mentón de Amy,
obligándola a levantar la cabeza de modo que sus miradas se cruzaron.
Amy sintió que unos reptiles viscosos y fríos se desenroscaban en su
interior.
Ellen la seguía mirando con su intensa mirada de ebria, con las pupilas
ardientes cual si una fiebre devoradora la consumiese. Cual si quisiera penetrar en
el alma de su hija. Su rostro denotaba una mezcla de miedo, cólera e inflexible
determinación.
—No, mamá.
—Sí, mamá.
—Sí; te ha tocado.
—No.
—No mientas.
Ellen apretó con más fuerza el hombro de su hija, hundiéndole unos dedos
como garras.
—No lo olvidaré.
Miró las imágenes que su madre había dispuesto por toda la habitación.
Había un crucifijo a la cabecera de la cama y otro más pequeño encima de la
puerta; una imagen de la Virgen María en la mesilla de noche y otras dos
estatuillas multicolores encima del tocador. Figuraba también allí una pintura de
Jesús con su mano señalando un corazón sangrante.
¿Qué podía pedir a Dios en tales circunstancias? ¿Que le diese dinero para
abortar? No creía que semejante ruego fuese atendido.
Bajó las manos por los costados y pasándolas a la parte posterior se tanteó el
firme trasero, mientras fijaba su vista en la imagen de Jesús.
«¿Qué me ocurre? —se dijo—. ¿Soy realmente tan mala como mamá
asegura? ¿Seré la perfidia en persona?»
Amy no era una mala chica ni una descarada o una inconsciente, y ella lo
sabía muy bien. Incluso cuando permitía que Jerry la sobara se aborrecía por
mostrarse tan condescendiente. Siempre que lo hacía con un chico en el asiento
trasero de un coche, acababa por sentirse avergonzada e inquieta como si se tratase
de una persona distinta de ella misma.
¿Cómo admitir que una buena chica pudiera copular casi cada noche en el
asiento trasero de un vehículo? ¿Cómo pudo dejarse embarazar cuando estaba
todavía estudiando en el instituto?
—¿Acaso permití que Jerry me dejase embarazada porque sabía que eso
destrozaría a mamá? ¿Acaso estoy destruyendo mi propio futuro con el solo fin de
hacer daño a esa imbécil?
Ella era la única persona que sabía la respuesta, y tenía que buscarla en su
propio interior.
El ruido despertó a Joey Harper, que abrió los ojos y miró el reloj cuya esfera
se vislumbraba bajo la pálida luz de la lamparita. Eran las doce y treinta y seis
minutos.
Joey se puso rígido bajo las sábanas, pero continuó fingiendo que dormía.
«¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —imploró Joey para sus adentros—. Por favor, mamá,
no sigas. Vete de aquí. Vete, por favor.»
Joey nunca podía hacerse una idea clara de lo que su madre decía cuando
entraba en su dormitorio por la noche de aquel modo subrepticio y le murmuraba
palabras extrañas con su tono de beoda. ¿Quién era ese Victor?
—Si di la vida a un niño como aquél, ¿por qué no puedo tener otro igual? —
se preguntó en voz alta. Y a Joey le pareció que su voz expresaba temor—. Pero
esta vez… quizás el monstruo está oculto, agazapado; tal vez es un monstruo
interior… habitando en un cuerpo normal y con un bonito rostro que espera surgir
cuando nadie lo sospeche, cuando crea que es el momento adecuado. Tú y Amy
podríais ser dos lobos con piel de oveja. Sí, es posible. Y en ese caso, ¿qué ocurrirá
cuando esa cosa salga al exterior y se exhiba ante todo el mundo? ¿Conseguiré
alejarme simplemente de ti, ángel mío? ¿Hay algún lugar seguro para mí? ¡Oh,
Dios mío! ¡Oh, Jesús, Jesús, ayúdame! Virgen María, protégeme. Nunca debí haber
tenido hijos. Y menos aún después de nacer el primero. Porque nunca estaré
segura de lo que puede pasar. ¡Nunca! ¿Y si…?
Cada vez más aturdida por el alcohol que había ingerido, sus labios y su
lengua eran incapaces de formar las palabras que quería pronunciar. Bajó la voz
hasta que Joey apenas si pudo oírla, aun cuando se encontraba a sólo un palmo de
él.
—Quizá…, quizás algún día te tendré que matar, angelito mío. —Su voz
estropajosa fue disminuyendo de tono mientras las terribles palabras salían de sus
labios—. Quizá… me veré obligada a quitarle la vida…, como tuve que hacer
con… el otro.
Joey sintió frío en los huesos. Temió que su temblor se delatara a través de
las sábanas y que su madre se diera cuenta de que estaba despierto y que había
oído sus palabras.
¿Qué había significado todo aquello? ¿De qué había hablado su madre?
¿Estaba simplemente borracha o se había vuelto loca?
«Ha sido sólo un sueño —se dijo—. Un mal sueño, regalo de Jerry Galloway.
¡Maldito sea!»
Encendió la luz.
Eran las cortinas. Su ventana estaba abierta unos centímetros para que la
habitación se ventilase y la suave brisa había movido la tela.
La única amenaza real que se cernía sobre el hogar de los Harper era la de su
próximo alumbramiento y las inexorables consecuencias que tendría su pecado.
Amy se puso las manos sobre el vientre y pensó en lo que diría su madre, en
si siempre se sentiría tan sola y abandonada como ahora y en lo que le depararía el
futuro.
—Me pone nerviosa perder el tiempo de este modo —se quejó Chrissy—.
¡Tengo ganas de comerme una manzana confitada!
—Descuida. Sólo son las once y cuarto. Y la feria no cierra hasta lo menos la
una de la madrugada.
—Recuerda que ésta es la última noche —le advirtió Chrissy. Y aspiró el aire
ávidamente, percibiendo la profusión de aromas que lo impregnaban: olor de
palomitas de maíz, algodón dulce, patatas fritas, cacahuetes tostados y otras
muchas cosas—. ¡Aaaah! —exclamó—. La boca se me hace agua. No he parado de
comer y todavía tengo hambre. ¡No puedo creer lo que he llegado a engullir esta
noche!
Trataba de analizar el motivo por el que la joven sentía aquel apetito tan
inusual. Porque Bob era contable y le gustaban los cálculos.
—Pero no creo que aquí sea adecuado hablar de tiros —añadió él—. Bueno.
Ve al lavabo y nos reuniremos junto al carrusel.
«¡Vaya por Dios! —exclamó Chrissy para sus adentros—. ¿Acaso todos los
contables son así?»
Mientras se abría paso entre el gentío, el encargado del Tiro al Pato le dedicó
un sonoro silbido de admiración, al que ella contestó saludando con la mano y
sonriendo.
Un poco más allá, la enorme cara del payaso en el Pasaje del Terror lanzaba
sus estrepitosas carcajadas.
«Son como chiquillos —pensó Chrissy con desdén—. Sienten tanto deseo de
asustarse y están tan dispuestos a aceptar las fugaces ilusiones que les ofrece la
feria porque por unos instantes los aleja de la triste realidad de Coal County,
Pennsylvania.»
Una hora o dos antes, cuando recorría el Pasaje del Terror en compañía de
Bob Drew, también ella había gritado de miedo; pero ahora, al recordar aquella
muestra de su propia histeria, se sentía un poco avergonzada de sí misma.
—¡Mierda! —exclamó.
Hizo un esfuerzo por abrir los ojos y pudo ver que la sacaban de las tinieblas
de la noche y entraba en un sitio más impenetrable todavía.
Una leve traza de decisión surgió de nuevo en Chrissy, que se llevó una
mano a la maltrecha sien creyendo que la piel y el pelo estarían húmedos y
pegajosos a causa de la sangre, pero no era así. Al parecer no había sufrido daño
alguno.
Podía oírlo y sentir su presencia muy cerca, pero no podía verlo. Sumida en
un abismo sin fondo notaba su enorme corpulencia proyectándose encima de ella.
«Me va a violar —se dijo—. ¡Oh, no, Dios mío! Por favor. No permitas que lo
haga.»
Notó que sucumbía otra vez al pánico, mientras era cada vez más consciente
del terrible peligro que se cernía sobre ella.
El hombre movió la mano hasta tocarle el vientre y luego la subió hasta los
senos y le rasgó la blusa.
En modo alguno podía resistírsele, pero había recobrado una parte de sus
fuerzas y esto le permitía un conato de defensa. No iba a dejar que aquel bruto
saciara sus instintos con ella. Le cogió las manos intentando apartarlas pero, con
un estremecimiento de horror, descubrió que no eran manos normales y que no
pertenecían a un hombre sino a algo completamente distinto.
Pero, ¿qué clase de hombre era aquél y por qué sus pupilas centelleaban
como ascuas?
Quería que Chrissy volviera para comprobar que no le había pasado nada.
Aunque probablemente no le resultaría agradable reunirse con él mientras el
aliento le oliera a vómito. Si se había sentido mal en el lavabo de señoras
necesitaría algún tiempo para refrescarse, rehacer su maquillaje y recobrar su
aspecto normal.
Había dado unos pasos hacia la distante caseta cuando su pie tropezó con
algo que por poco le hizo caer al suelo. Cuando pudo recuperar el equilibrio se
agachó para recoger aquel objeto.
Bob tenía la boca reseca. Trató de producir saliva, pero le resultó muy difícil.
—¡Chrissy! —llamó.
No hubo respuesta.
La música y el griterío del Pasaje del Terror resonaron todavía con más
fuerza.
—¡No! —exclamó.
Bob fue lanzado contra la trasera del Pasaje del Terror con tanta fuerza que
se quedó sin aliento. Su cabeza fue a estrellarse con un seco chasquido contra la
dura pared de madera. Intentó calmar sus jadeantes pulmones inhalando a
bocanadas el aire de la noche cuyo frescor sintió en los dientes.
Conrad, que además del Pasaje del Terror poseía la concesión de otras dos
atracciones menores, había supervisado ya el desmantelamiento de éstas. Una
consistía en un pequeño tiovivo oscilante al que habían desarmado y embalado
hacia la una. El otro era un «tentempié», como llamaban a las casetas de bocadillos,
donde la clientela comía de pie y que habían cerrado un poco antes, alrededor de
las doce.
Como el Pasaje del Terror de Conrad podía jactarse con razón de ser el
mayor del mundo y además ofrecía a su clientela emociones sin cuento durante un
recorrido lo suficientemente prolongado y oscuro como para permitir a las
parejitas disfrutar de intimidad, era un negocio exitoso que le proporcionaba
considerables beneficios. Había empleado muchos años e invertido fuertes sumas
en perfeccionarlo, haciéndolo crecer de un modo orgánico hasta convertirlo en la
mejor atracción de su clase, y se sentía orgulloso de su obra.
Sin embargo, cada vez que el Pasaje tenía que ser desmontado y vuelto a
montar, Conrad lo aborrecía con una intensidad que nadie sería capaz de sentir
por un objeto inanimado, excepto quizá quienes manejan aparatos expendedores
de chucherías o de alimentos o complejos ordenadores para procesar facturas.
Aunque el Pasaje estaba muy hábilmente diseñado y era una auténtica maravilla,
con sus elementos prefabricados y su fácil desmontaje, el erigirlo y volverlo a
abatir era en opinión de Conrad, algo tan espectacular como las pirámides de
Egipto.
Las lonas de las tiendas que unos minutos antes restallaban y ondulaban
como lienzos acuosos, yacían ahora en el suelo como charcos inmóviles.
Había transcurrido una semana desde que yació allí el último cadáver. Y no
tardaría mucho en suceder lo mismo. Estaba seguro; tristemente seguro de ello. La
fiebre de matar, violar y mutilar se presentaba con intervalos de una semana, con
más frecuencia que en tiempos pasados. Pero, al parecer, aquella noche no había
ocurrido nada.
Por dos veces había encontrado allí lo que tanto le atemorizaba: un cuerpo
humano desgarrado y aplastado, roto y medio comido. O mejor dicho, algo que en
otros tiempos había sido un cuerpo humano, pero que ahora era sólo un despojo.
Creyó oír la cortinilla de la ducha chirriar sobre el riel metálico, y abrió los
ojos de golpe.
Pero la cortinilla seguía corrida, colgando inmóvil. El ruido había sido sólo
producto de su imaginación.
Respiró fuertemente.
Esperaba que tuviese una hija aunque también tenía planes en caso de que
fuese varón; pero pensaba especialmente en la primera posibilidad.
Conrad Straker era un hombre devoto que decía sus oraciones cada noche.
Pero no le rezaba a Jesucristo.
Poco antes de las cuatro, cuando avanzaban por una ondulación cubierta de
césped, Moose, que correteaba delante de su amo, encontró algo en un pequeño
matorral y debió de resultarle curioso pues empezó a correr en círculos sin entrar
en la hierba, como fascinado por lo que acababa de descubrir. Luego se puso a
ladrar, se detuvo, husmeó y empezó a correr de nuevo en círculo, anunciando
ruidosamente su hallazgo.
A unos veinte metros detrás del perro, David no veía la causa de aquel
alboroto, pero pensó que podía tratarse de una bandada de mariposas
revoloteando encima del matorral, o quizás alguna lagartija inmóvil sobre una
mata y que no había podido escapar a la aguda mirada de Moose, o tal vez un ratón
campestre. Moose nunca hubiera osado acercarse a un animal de mayor tamaño.
Era un setter irlandés de pelaje plateado, cariñoso y fuerte, un buenazo a carta
cabal, pero bastante cobardica. Y de haberse tropezado con una serpiente, una
zorra e incluso un conejo se habría largado de allí con el rabo entre las patas.
Unos segundos después, cuando David llegó al matorral y vio lo que había
llamado la atención del perro, se quedó rígido como si hubiera tropezado con un
muro de ladrillo.
—¡Oh, Dios!
Una gran corriente de aire ártico debió de haber cambiado de curso pues la
templada mañana de mayo se volvió fría hasta el punto de helarle la sangre.
Pero cuando miró con más detenimiento a la mujer; cuando vio lo que
habían hecho con ella, profirió un grito de horror, dio unos pasos atrás tropezando
con las hierbas, y cayó de rodillas presa de una violenta náusea.
Amy había trabajado como camarera en aquel bar durante los dos años
anteriores y volvería a realizar dicha tarea, con horario completo, desde el uno de
junio hasta setiembre, cuando se reanudaban las clases en la universidad. Además,
trabajaría algunas horas como camarera eventual durante las vacaciones y muchos
fines de semana. Luego de reservarse una pequeña parte de su salario, que apenas
si le bastaba para sus gastos particulares, el resto iba a parar a la cartilla de ahorro
que tenía abierta en la universidad.
El domingo siguiente al del baile del último curso, Amy trabajó desde
mediodía hasta las seis de la tarde. En La Tasca había un ambiente muy animado y
hacia las cuatro se sentía agotada. A las cinco se sorprendió de poder seguir
todavía en pie. Según se acercaba la hora del cambio de turno, empezó a mirar el
reloj cada cinco minutos mientras sus manos se movían con mayor presteza,
deseando terminar cuanto antes.
Cuando faltaba un poco para las siete, Liz Duncan entró en La Tasca. Tenía
un aspecto magnífico. Llevaba un pantalón muy ceñido y un suéter malva y azul
que parecía tejido sobre su propio cuerpo. Era una rubia muy guapa, con un tipo
soberbio. Amy vio cómo, apenas hubo cruzado la puerta, las miradas de todos los
chicos convergían en ella.
—¡Venga! Sigue.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
—Estoy segura.
Por muchos defectos que tuviese Liz, y los tenía en abundancia, la tacañería
no figuraba entre ellos.
—¿Y tus ahorros? —quiso saber Liz.
—Amy…
—Sí.
En efecto, Liz Duncan era su mejor amiga. O mejor dicho, asi la única que
tenía. No pasaba mucho tiempo con las demás muchachas de su edad y salía casi
exclusivamente con Liz, lo que no dejaba de resultar extraño porque eran dos polos
opuestos en muchas cosas. Amy estudiaba de firme y obtenía buenas notas,
mientras que a Liz le importaban un bledo. Amy quería ingresar en la universidad,
pero a Liz dicha perspectiva la inquietaba. Amy era introvertida y a veces tímida;
Liz, animada y alegre, atrevida y hasta descarada en muchas ocasiones. Amy
amaba la lectura; Liz prefería el cine y las revistas del corazón. No obstante
mostrarse en desacuerdo con el excesivo fervor religioso de su madre, Amy seguía
creyendo en Dios, mientras que para Liz la idea de la divinidad y de una vida
futura eran puras fantasías. A Amy no le gustaba demasiado la bebida o fumar
hierba y sólo recurría a ello cuando quería complacer a Liz. Ésta, por su parte,
afirmaba que si Dios existía, cosa que dudaba, había que agradecerle el que
hubiese creado el licor y la marihuana. Pero aunque las dos difiriesen en tantas
cosas fundamentales, su amistad era sólida. Y el principal motivo residía en que
Amy se había empeñado en ello. Hacía lo que Liz deseaba y hablaba como creía
que a Liz le gustaría. Nunca la criticaba y trataba siempre de estar de buen humor;
le reía las gracias y aprobaba casi todas sus opiniones. Amy había dedicado una
buena parte de su tiempo y su energía para que aquella relación se perpetuara,
aunque muchas veces se preguntaba por qué ponía tanto empeño en ser la mejor
amiga de Liz Duncan.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Tienes el período?
—No.
—¡Vaya mierda!
—Para abortar —asintió Liz con expresión serena—. ¿Se lo has dicho a Jerry?
—Sí. Y por eso hemos roto. Asegura que el niño no es suyo, y se ha negado a
ayudarme.
—Me daba miedo. ¡Se dicen tantas cosas sobre cáncer y coágulos de sangre!
—En cuanto cumpla los veintiuno voy a hacerme la operación. Pero
entretanto la píldora es imprescindible. ¿Qué vale más, exponerse a un coágulo o
que te dejen embarazada?
—Tienes razón —asintió Amy con aire taciturno—. No comprendo por qué
no seguí tu consejo.
—Sé muy bien que no resultará agradable. Habrá gritos, lamentos y palabras
ofensivas. Te culparán de todo y será un trago amargo. Pero no te molerán a golpes
ni te matarán.
Amy hizo una mueca de desagrado al oír las rudas expresiones de su amiga.
—Puede que opinen así, pero no pueden obligar a una chica a que arruine su
vida. Los católicos también abortan, digan lo que digan.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Qué?
—Muy poco.
—No es tan fanático. Y quizá me permita abortar si sabe que corro algún
peligro.
—Perfecto. Dale a entender que está en peligro tu salud mental. ¿Lo vas
captando? Ponte en plan suicida. Amenaza con matarte si no te dejan quitarte la
criatura. Finge estar medio loca, histérica, irracional. Grita, chilla y luego te echas a
reír sin motivo. Vuelve a gritar y empieza a romper cosas… Si eso no los convence
puedes simular que te cortas las venas. Sólo un pequeño rasguño para que sangre.
Nunca sabrán si ha sido a propósito o por accidente, pero no querrán correr
riesgos.
—¿Por qué?
—No sabría hacer una cosa así… Simular eso que dices… Me sentiría como
una tonta.
—¿Por ejemplo?
—No lo sé.
—Pues yo sí.
—No podrás.
—Quizá sí.
—No —insistió Liz con firmeza—. Piensa que sólo tienes diecisiete años y no
podrás abortar sin el consentimiento de tus padres. Has de haber cumplido
dieciocho para poder decidir por ti misma.
—Esta noche.
—No creo tener valor esta noche. Para hacer la payasada del suicidio debo
prepararme un poco y haber descansado.
Más tarde, su padre le dio dinero para que fuese al Rialto, un cine de
reestrenos donde sólo se proyectaban películas antiguas. Quedaba a seis manzanas
de su casa y le permitía ir en su bicicleta, aunque sin pasar de dicho límite. Aquel
domingo, en primera sesión, el Rialto proyectaba dos películas de monstruos: La
cosa y Llegados del espacio exterior, las dos estupendas.
A Joey le gustaban las películas de terror, aunque no sabía por qué. A veces,
sentado en la oscuridad de un cine, mirando cómo una criatura infernal se
acercaba furtivamente al héroe, Joey casi se hacía pipí en los pantalones. Pero
aquellas experiencias le encantaban.
Amy volvió de La Tasca a las ocho, es decir una hora y media antes de que
Joey se metiera en la cama, lo que permitió a éste oír sus gritos cuando encontró la
serpiente de goma colgando en su armario. Amy salió corriendo al vestíbulo
increpándolo y luego lo persiguió por su habitación hasta atraparlo. Después de
darle unos cachetes, de hacerle cosquillas y de obligarlo a prometer que no
volvería a asustarla de aquel modo (condición que los dos sabían que no sería
cumplida) la convenció de que jugasen una partida de Monopoly con un límite de
una hora. Fue la mar de divertido y él ganó como de costumbre, ya que no obstante
ser una chica tan lista, Amy sabía muy poco de los tejemanejes de las finanzas.
Así que sólo le quedaba Amy, que pasaba mucho tiempo en casa y siempre
estaba disponible cuando la necesitaba para algo. Era la persona más simpática que
Joey conocía o esperaba conocer, y le encantaba tenerla por hermana en vez de a
aquella malhumorada e idiota de Verónica con la que su mejor amigo Tommy Culp
se veía obligado a convivir.
Poco después de medianoche, en los primeros minutos del nuevo día, la voz
fantasmal de su madre despertó a Joey con susurros de acento gangoso. Pero, como
en ocasiones anteriores, el niño mantuvo los ojos cerrados, simulando dormir.
Estaba como una cuba. Según decía Tommy Culp, cuando alguien se ponía
de aquel modo, estaba «mamado». Y con toda seguridad eso era lo que le pasaba a
mamá aquella noche porque continuó rezongando acerca de no saber si era un
niño bueno o malo, un ser puro o un diablo; si escondía o no en su interior algo
maligno que pudiera materializarse alguna vez; de no querer traer diablos al
mundo; de que Dios la libraría de semejantes males; y de que había matado a
alguien llamado Victor y esperaba no tener que hacer lo mismo con su amado
angelito.
Joey se echó a temblar, aterrorizado ante la idea de que ella descubriera que
estaba despierto. Porque no sabía de lo que sería capaz caso de enterarse de que
había escuchado sus alucinantes balbuceos.
Estuvo a punto de gritarle que se callara y saliera del cuarto, pero mediante
un gran esfuerzo, logró sobreponerse y olvidar su presencia. Tratando
desesperadamente de pensar en otra cosa, intentó trazarse una imagen mental
detallada del cruel personaje de la película La cosa que aquella misma tarde había
visto en el Rialto. El monstruo era parecido a un ser humano, sólo que mucho
mayor y con manos gigantescas capaces de destrozar cualquier cosa en un instante
y con ojos hundidos que despedían llamaradas. Sin embargo, era una planta; una
planta extraterrestre casi indestructible, que vivía de la sangre humana. Recordaba
vivamente la escena en la que los científicos buscaban a aquella alimaña abriendo
una serie de puertas y, al no encontrarla, abandonaban su pesquisa. De repente,
cuando abrían la última puerta confiados en que no había nadie allí, el monstruo se
abalanzaba sobre ellos lanzando aullidos y escupitajos, ansioso de devorarlos. Al
recordar la furia de aquel ataque repentino, Joey sintió que se le helaba la sangre,
como le había ocurrido en el cine. Era una escena tan sobrecogedora, tan
escalofriante y pavorosa que, por comparación, el sonsonete de su madre borracha
parecía una nimiedad. Las cosas que sucedían a la gente en las películas de terror
eran tan horribles que la realidad de la vida semejaba una sosería ridícula. De
pronto, Joey se preguntó si no era por eso que le gustaban tanto los hechos
fantásticos.
La madre era siempre la primera en levantarse. Iba a misa cada día aunque
estuviera enferma o sufriera los efectos de una resaca terrible, y durante el verano,
cuando las clases habían terminado, obligaba a Amy y a Joey a asistir a los
servicios religiosos y a tomar la comunión casi con tanta frecuencia como ella.
—¿Llegarás a tiempo?
—Tu escuela está tres veces más lejos que el instituto —le recordó Paul
Harper—. Cuando llegues no podrás tenerte en pie.
—Sí. Un hombre hecho y derecho —bromeó su padre—. Pero será mejor que
te lleve en el coche.
Joey rió.
Desde una de las ventanas de la sala de estar, Amy vio cómo su padre y su
hermano se alejaban en el Pontiac de la familia.
Cuando por fin su madre volvió de misa y entró en la cocina por la puerta
que daba al garaje, Amy sentía una tensión tan intensa como nunca antes en su
vida. Tenía los sobacos y la espalda empapados de sudor. Y no obstante haber
tomado café casi hirviendo, le parecía como si una bola de hielo se albergara en su
estómago.
Aunque Amy había bebido una buena cantidad de café, tenía la boca tan
seca que la lengua se le pegaba al paladar. Tragó saliva, se humedeció los resecos
labios, carraspeó y finalmente consiguió articular:
—¿Para qué?
—Prefiero no decírtelo.
Su madre se había quedado de una pieza.
—Así es.
—Mamá, he conseguido esa beca para el año que viene. Y si trabajo de veras
probablemente la obtendré en cada curso, aunque el monto sea pequeño. Además,
trabajaré en La Tasca durante el verano y los fines de semana. Con lo que gane y lo
que tengo ahorrado, habrá suficiente para mis gastos. Una vez en la Universidad
Estatal de Ohio, no tendré que pediros nada a papá ni a ti, ni siquiera para lo más
indispensable. Puedo retirar esos cuatrocientos dólares sin que pase nada.
—¡No me importa!
—¡Mamá! ¿No comprendes que no puedo tener a ese niño? ¡No puedo bajo
ningún concepto!
Ellen cerró los ojos, se tambaleó y por un momento pareció que iba a
desplomarse.
Su madre abrió los ojos, miró a Amy y trató de hablar pero estaba tan
trastornada que no pudo articular palabra. Su boca se movió aunque sin emitir
sonido alguno.
—¡Mamá!
Con una rapidez que sorprendió a Amy, su madre levantó una mano y le
soltó un bofetón terrible, y enseguida otro, con una fuerza pasmosa.
—¡Mamá…!
—¡Eres una burra, una desgraciada y una imbécil! —gritaba su madre
echando escupitajos calientes y apestosos como si fueran veneno—. ¡Zorra!
¡Ignorante! ¡Furcia tonta! ¿No sabías lo que te iba a ocurrir? No tenías idea,
¿verdad? ¿No sabes lo que puedes traer al mundo…? ¿No lo sabes?
—¡No sabes lo que puede salir de tu cuerpo! —vociferó como una maníaca
—. ¡Sólo Dios lo sabe!
«¿De qué habla? —se preguntó Amy, desesperada—. Parece como si hubiera
oído la maldición de Jerry y creyera que puede cumplirse. ¿Qué está pasando aquí?
¿Qué?»
La taza casi vacía se volcó, rodó por la mesa y acabó cayendo al suelo
desparramando los restos del café y haciéndose añicos.
Unas nubes ocultaron el sol, y la luz matutina que entraba por las ventanas
de la cocina onduló como agua agitada y fue disminuyendo lentamente.
—Sí, mamá.
Amy tenía las piernas flojas. Se alisó la falda rasgada con manos
temblorosas, procurando ordenar su aspecto.
—Sí, mamá.
—Llamaré al doctor Spangler para que nos reciba esta misma mañana.
—Tendrás que hacerte la prueba del embarazo. Puede haber otros motivos
por los que no hayas tenido la regla. Y no lo sabremos hasta después de esa
comprobación.
—Sé que es un embarazo, mamá —afirmó Amy, estremecida pero con voz
suave—. Es seguro que voy a tener un niño.
—Tendrás ese aborto que tanto deseas —repuso su madre mirándola con
unos ojos encendidos en los que no había el menor resto de conmiseración.
Amy estuvo a punto de soltar un grito de alivio, mas al propio tiempo sintió
miedo del alto precio que se le iba a exigir por aquel sorprendente favor.
Se miraron fijamente unos momentos y Amy advirtió algo más que enfado y
recriminación en los ojos de Ellen: había también temor, un temor sombrío y
profundo que a Amy le heló la sangre.
—¿Decirme qué?
—Sí. Estoy segura. Estás destinada a convertirte en esposa del diablo; en una
de sus subordinadas. Ahora lo veo claro. Todos mis esfuerzos han sido en vano.
No te puedes salvar. Así pues, ¿qué importa un pecado más o menos? Para ti no
representa nada. Te ríes, ¿verdad?
—Te hablo como mereces. Una muchacha que hace lo que tú has hecho,
¿cómo puede esperar que le hablen de otro modo?
—Por favor…
Confundida por el cariz que tomaban las cosas, desconcertada por las
afirmaciones de su madre respecto a que el niño nacería deforme y dudando del
estado mental de aquélla, Amy subió a su dormitorio y se lavó la cara en el baño.
Tenía los ojos enrojecidos por el llanto.
Sacó una falda y una blusa nuevas del armario y se quitó las maltrechas y
sudadas ropas que llevaba. Luego se quedó unos momentos en bragas y sostén
frente al espejo, mirándose el vientre.
«¿Por qué está tan convencida de que el niño nacerá lisiado? —se preguntó
con profundo desasosiego—. ¿Cómo puede sentirse tan segura de una cosa así?
¿Acaso me cree tan malvada que merezco tener un niño anormal como prueba de
que soy una esclava del diablo? ¡Es horrible! ¡Qué pensamientos tan retorcidos! Me
parece ridículo, insensato e injusto. Yo no soy una mala persona. He cometido
algunos errores, lo admito, y he caído en faltas impropias de mi edad, pero no soy
malvada. ¡No lo soy!
A las tres de la tarde, las tres atracciones de Conrad Straker, entre ellas el
Pasaje del Terror, estaban preparadas para recibir a los primeros visitantes. El
tiempo era espléndido, con una temperatura agradable. La tarde iba a resultar
magnífica, lo que los miembros de la feria llamaban «un día para hacer dinero».
Aunque el público se volcaba en masa los viernes y los sábados, también acudiría
aquel lunes, animado por una noche tan grata.
Como disponía de una hora antes de que la feria abriera sus puertas al
público, Conrad hizo lo que acostumbraba cada primera tarde de una nueva
apertura. Alejándose del Pasaje del Terror se dirigió al barracón contiguo, el de los
monstruos de Yancy Barnet. El nombre de «monstruos» resultaba ofensivo para
muchos componentes de la feria, pero atraía al público como la miel a las moscas.
Sobre el barracón de Yancy campeaba una lona pintada con estremecedoras
imágenes en la que se leía: Los seres más deformes del mundo.
Yancy sentía el mismo respeto que Conrad por la disciplina del espectáculo
y aunque los monstruos humanos no saldrían de sus remolques hasta las cuatro, el
barracón estaba dispuesto desde mucho antes. Aquello era muy encomiable si se
tenía en cuenta que Yancy Barnet y algunos de sus personajes jugaban al póquer
los domingos por la noche hasta bien avanzada la madrugada, animando sus
partidas con abundante cerveza fría y whisky, lo que los convertía en calderas a
punto de estallar.
Fue allí donde Conrad Straker se dirigió aquel lunes por la tarde. Y tras
haberse detenido ante la cuerda que rodeaba el tablado, como había hecho
centenares de veces, fijó una lastimera mirada en aquel hijo suyo, fallecido hacía ya
tanto tiempo.
Igual que en las demás casetas, un letrero puesto detrás de la figura y escrito
con letras fácilmente legibles rezaba:
VICTOR
EL ÁNGEL DEFORME
ESTE NIÑO, LLAMADO VICTOR POR SU PADRE
VERDADERO ÁNGEL.
EN ÉL.
QUE LO ASESINÓ?
Victor miraba a su padre con sus enormes ojos sin vida. En otros tiempos
aquellas pupilas verdes habían resplandecido brillantes y animadas; inquisitivas y
despiertas, llenas de una energía y de una firmeza muy superiores a su edad. Pero
ahora estaban vacías y apagadas y su color verde no era tan brillante como lo fuera
en vida. Los años de decoloración por el formol y el implacable proceso de la
muerte les había conferido un tono lechoso y diluido.
—¿Qué deuda?
—La de esa mujer que le debe a usted algo —explicó Ghost— y cuyos hijos
busca con tanta insistencia. Quizá tenga la suerte de encontrarla aquí.
A las ocho y media de la noche del domingo, Ellen Harper estaba en la salita
de su casa de Maple Lane, intentando leer un artículo del último Redbook; pero no
lograba concentrarse. Cada vez que llegaba al final de un párrafo no podía
recordar lo que había leído y le era preciso empezar de nuevo. Finalmente acabó
por desistir y se limitó a hojear la revista mirando las ilustraciones mientras bebía
ávidamente un vaso de vodka con zumo de naranja.
No era muy tarde todavía, pero empezaba ya a notar los efectos del alcohol.
No se sentía ni bien ni mal, sino tan sólo algo atontada, y con la mente nebulosa.
Aún no les habían dado el resultado del análisis, que estaría listo al cabo de
dos días. Pero Ellen estaba segura del embarazo de su hija.
Veinte años atrás, cuando se casó con Paul, debió haberle puesto al corriente
de que había trabajado en la feria durante un año, haberle confesado lo de su
relación con Conrad y lo del repulsivo ser que había traído al mundo. Pero no lo
hizo, fue débil y ocultó la verdad, temió que él la aborreciera y se marchara. Pero
ahora comprendía que, de haber sido más sincera, no se encontraría en un apuro
tan agobiante.
Más adelante, cuando estaba encinta de Amy casi perdió la razón agobiada
por las preocupaciones y el temor. Pero la niña había nacido normal y durante
unas maravillosas semanas se sintió aliviada de todos sus temores al comprobar
que aquella criaturita tan sonrosada y alegre, era perfectamente normal.
Durante siete años se resistió al deseo de Paul de tener otro hijo, pero
finalmente quedó embarazada de nuevo. Y una vez más hubo de sufrir nueve
meses de infierno mientras se preguntaba qué clase de extraña criatura llevaría en
su seno.
Después de aquellos años, Ellen no sabía aún con seguridad qué pensar de
sus hijos.
Sus pensamientos oscilaban tan pronto hacia un extremo como hacia el otro.
Mas lo peor era su soledad. No podía compartir sus temores con Paul
porque ello equivalía a revelarle su relación con Conrad. Y su esposo se sentiría
anonadado al enterarse de que durante veinte años le había ocultado un pasado
inquietante. Ahora lo conocía lo suficiente como para saber que lo que hubiese
hecho en su juventud no lo alteraría tanto como el habérselo ocultado durante
tanto tiempo. No le quedaba, pues, otra opción que afrontar por sí misma el pavor
que la atenazaba.
Aun cuando llegara a convencerse de una manera absoluta de que sus hijos
eran seres normales, no se vería libre de aquellos tormentos. Porque siempre
seguiría existiendo la posibilidad de que los hijos de Joey y los de Amy fueran
unos monstruos como Victor. La maldición podía reactivarse cada dos
generaciones afectando a la madre pero no al hijo, al nieto y no al bisnieto. Alguno
podía salvarse, pero la abominación levantaría otra vez su cabeza cuanto menos se
esperase. La medicina moderna tenía localizadas numerosas enfermedades
transmitidas genéticamente, y deficiencias hereditarias que luego de no hacer acto
de presencia durante varias generaciones, se presentaban de improviso tras un
intervalo de varias décadas.
A veces pensaba que la vida era demasiado complicada y cruel para que
valiese la pena vivirla.
Por ese motivo, aquella noche, de pie en la cocina luego de haberse enterado
del embarazo de Amy, se bebió de un trago la copa que se había preparado unos
minutos antes y volvió a llenar rápidamente el vaso. Los dos pilares sobre los que
descansaba su existencia eran la religión y la bebida. Sin ellos no hubiera sido
capaz de resistir los últimos veinticinco años.
Fue entonces cuando supo que los dos habían muerto durante su ausencia;
su padre Joseph Giavenetto víctima de un paro cardíaco un mes después de su
partida; su madre, Gina, menos de seis meses después. Como suele ocurrir, marido
y mujer se habían ido de este mundo uno casi a continuación del otro, como si se
sintieran incapaces de soportar la separación.
Aunque Ellen nunca había estado compenetrada con sus padres y aunque la
excesiva severidad y el fervor religioso de Gina había originado un ambiente de
tensión y de amargura entre madre e hija, Ellen se sintió consternada por aquella
noticia e invadida por un extraño sentimiento de frialdad, vacío e incertidumbre.
Se reprochaba lo ocurrido, porque al haberse marchado de un modo tan repentino
no dejando más que una breve y poco amable nota para Gina, sin siquiera
despedirse de su padre, quizás había precipitado el fin de éste. A veces pensaba
que era demasiado dura consigo misma pero ni siquiera esta idea lograba librarla
de su sentimiento de culpa.
Con el paso de los años la religión no bastó para aliviar sus pesares y aparte
de la misericordia que imploraba a Jesucristo, trató de sumirse en el olvido
entregándose a la bebida, y empezó a embriagarse cada vez con más frecuencia.
Pero sólo su esposo y sus hijos estaban enterados de aquel hábito. Las devotas
señoras con las que trabajaba en obras de caridad cuatro días a la semana se
habrían quedado de una pieza de haber descubierto que la tranquila, diligente,
laboriosa y devota Ellen Harper se transformaba en otra persona distinta cuando
después de anochecer se iba a su casa y se convertía en una alcohólica.
Se estremeció.
«¡Dios mío! —se dijo, sintiéndose presa de una dolorosa idea—. Soy igual
que mi madre. Igual que Gina. No he sido sincera con mi marido del mismo modo
que ella no lo fue con el suyo. Y tan estricta con mis hijos y tan preocupada con mi
religión que he levantado un muro entre mi familia y yo, un muro exactamente
igual al que construyó mi madre.»
Se llevó el vaso a los labios y apuró el resto del vodka como si fuera agua.
Con mano temblorosa se sirvió más zumo de naranja y una buena ración de vodka.
Muchas noches, Ellen no se emborrachaba del todo hasta las once e incluso
las doce. Pero aquella vez, a las nueve y media estaba ya en un completo estado de
embriaguez. Sentíase aturdida y con la lengua hinchada. Flotaba como en una
nube, sumida en aquel placentero estado de gracia que había estado deseando con
tanto ahínco.
Cuando al mirar el reloj comprobó que eran las nueve y media, pensó que
era hora de que Joey se fuese a la cama. Así que decidió subir al piso de arriba para
asegurarse de que el niño rezara sus oraciones, y luego de taparlo y darle un beso
de buenas noches, le contaría un cuento hasta que se durmiera. Llevaba mucho
tiempo sin hacerlo, y a él le gustaría mucho porque no era todavía tan mayor como
para no disfrutar de una buena narración. Para ella seguía siendo un bebé, un
angelito. ¡Tenía una expresión tan ingenua y candorosa! A veces lo amaba con tanta
vehemencia que creía estallar de cariño. Y así le pasaba ahora. Se sentía exaltada
por su amor hacia el pequeño Joey. Quería besar su carita de querubín, sentarse al
borde de su cama y contarle una historia de genios y princesas. Sería encantador
permanecer a su lado viendo cómo sonreía.
Al cruzar la salita tropezó con una mesilla y volcó una imagen de Jesús
tallada en madera que había comprado mucho tiempo atrás, cuando trabajaba
como camarera. La estatua cayó sobre la alfombra y aunque sólo tenía treinta
centímetros de altura y no era muy pesada, a Ellen le costó bastante trabajo
recuperarla y volverla a colocar en su sitio. Porque le parecía que sus dedos eran
unas salchichas enormes y difíciles de flexionar debidamente.
Cuando entró en el cuarto vio que el niño estaba ya acostado. Sólo brillaba la
tenue lucecita del velador sujeto a la pared, que difundía una claridad como la de
luna fantasmagórica.
Ellen dejó escapar un grito y se echó atrás tan bruscamente que se golpeó la
cadera contra la cómoda.
Ellen tuvo que apoyarse en la cómoda, aspirando con fuerza aquel aire que
durante unos segundos, que le parecieron eternos, se había negado a entrar en sus
pulmones. El monstruo agazapado en las tinieblas no era sino Joey que se había
puesto una máscara del día de Todos los Santos recubierta de pintura
fosforescente.
El niño se quitó la máscara y miró a su madre con los ojos abiertos de par en
par.
Todavía estremecida por el susto que le había causado ver precipitarse hacia
ella la máscara gesticulante y con sus largos colmillos brillando en la oscuridad,
Ellen contempló los demás objetos siniestros que había en la habitación del niño:
tétricos carteles puestos en las paredes con retratos, de Boris Karloff en un papel de
Frankenstein, Bela Lugosi en su papel de Drácula y otros tenebrosos personajes de
película que no logró identificar. Sobre la cómoda y en las estanterías de los libros
había varios monstruos en forma de figuras tridimensionales que Joey había
montado.
Pero ahora, furiosa por el susto que le había causado Joey, atribulada por los
penosos recuerdos que aquella broma había hecho revivir en su memoria, y
embrutecida por el vodka, Ellen arrojó la máscara a la papelera.
Cogió los modelos de monstruos que había sobre el tocador y los arrojó a la
basura. Y el mismo camino siguieron los demonios y los trastos puestos en el
escritorio.
El niño asintió, mientras gruesas lágrimas le corrían por las mejillas; pero no
profirió ninguna queja.
—¡No quiero que repitas esas tontas bromas tuyas! —le advirtió Ellen con
dureza—. ¡Nada de arañas de goma ni de serpientes! Ni de gusanos de plástico en
los botes de crema. ¿Me has entendido?
Joey volvió a asentir. Se había quedado muy rígido y tenía la cara pálida
como un cadáver cual si reaccionase con extremada sensibilidad ante aquellas
reprimendas. Más que sentirse inmutado ante una madre severa parecía como si
estuviera al borde de la muerte; convencido de que de un momento a otro, ella lo
agarraría por el cuello y lo estrangularía.
—¡Acuéstate! —ordenó.
—¿Todas?
—Todas.
—De acuerdo.
—No sabía que ibas a entrar tú —se excusó el niño con expresión dolida.
—Duerme.
Donde no llegaba la débil luz del velador, la oscuridad acechaba, cada vez
más amenazadora, e insistente como si fuera un ser humano.
«¿Estoy loca? —se preguntó—. ¿Soy igual que mi madre cuando ve el diablo
por todas partes, en todos los actos, en lugares donde es imposible que exista? ¿Soy
aún peor que Gina?»
«No —se contestó vivamente—. Ni estoy loca ni soy como Gina. Conservo la
cordura. Lo que ocurre es que… quizás he bebido demasiado y no pienso con
claridad.»
Tenía la boca seca y notaba un regusto amargo; pero ansiaba beber más,
recuperar aquella sensación de ingravidez, aquel brillante y gozoso estado de
ánimo del que disfrutaba antes de que Joey la asustara con su máscara del día de
los Difuntos.
Sabía que era una pecadora. Abusar de la bebida era un pecado muy grave.
Cuando estaba totalmente sobria veía con claridad la extensión de la mancha que
el alcohol estaba produciendo en su espíritu.
«¡Dios se apiade de mí! —se dijo—. ¡Ojalá Dios me ayude, ya que no puedo
ayudarme a mí misma!»
«No lloraré —se dijo Joey con firmeza—. No pienso dar berridos como un
bebé. Eso es lo que ella quisiera, pero no haré nada que la satisfaga.»
Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero eso no era llorar. Se llora
cuando uno empieza a gritar y a sonarse la nariz, se le ahoga la voz, la cara se pone
roja y se pierde el dominio de sí mismo.
Había decidido recoger sus cosas y marcharse de casa. Tenía que escapar.
Porque si se quedaba era posible que su madre, estando borracha perdida, entrara
una noche en su habitación y lo matara.
Pensó en cómo sería irse a una ciudad desconocida muy lejos de allí.
Probablemente se sentiría muy solo. Pero no echaría de menos a su madre. Ni
tampoco añoraría gran cosa a su padre. A la que sí recordaría con cariño sería a
Amy. Al ser consciente de que iba a separarse de ella y que no la vería nunca más
se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de echarse a gimotear.
Pediría al banco cartuchos para monedas y luego las cambiaría por billetes.
Porque no podía irse de casa con los bolsillos llenos de piezas tintineantes. Sería
demasiado infantil.
Lo único malo de fugarse de casa sería no poder ir a la feria del mes de julio,
en la que llevaba pensando casi un año.
Pero Joey no daba mucho crédito a lo que su madre dijera, pues apenas si
había alguien que, a su juicio, quedara libre de pecado.
—No estás muy adelantada todavía —le comentó—. Así que va a ser fácil.
No habrá peligro de complicaciones. No te preocupes, ¿eh? Habremos terminado
cuando creas que no hemos hecho más que empezar.
—Sí. Muy guapa —asintió el doctor Spangler con una voz que se fue
disolviendo hasta hacerse casi inaudible—. Y muy buena. He sido su médico desde
que empezó a andar. ¡Siempre tan bien educada y tan modesta!
—Mamá, sé que quieres que descanse un par de meses, pero confío en que
me dejes trabajar en La Tasca por las tardes, si es que el señor Donnatelli me
concede ese turno.
—Eso es cosa tuya. A partir de ahora tendrás que obrar por cuenta propia.
Haz lo que mejor te parezca. De todos modos tampoco me harás caso. Así que me
lavo las manos. —Y mientras decía esto, metió el coche por la calzada que llevaba
hasta la puerta de su casa en Maple Lane.
—De acuerdo.
—¿Por qué?
—Te estás refiriendo a una de mis cualidades más atractivas. Lo mío es una
falta total de complejos. Aparte de dolerte la barriga y el conejo, ¿cómo te
encuentras?
—¡No sabes cuánto me alegro! Estaba preocupada por ti, cariño. Preocupada
de veras.
—Gracias, Liz.
—¿Vas a pasar el verano en tu casa?
—Sí.
—¡Claro que sí, idiota! ¡Ahora eres tú quien dicta las normas! ¡Eres libre,
muchacha! —E imitando el dialecto de los negros del sur añadió—: ¡El ama te da tu
libertá!
—Lo único que quiero ahora es dormir un poco. La noche pasada no pegué
ojo y la anterior casi igual. Y con lo que he pasado esta mañana…, estoy que no me
tengo en pie.
—No creo que sea eso lo que necesito ahora —comentó Amy.
—¡Claro que sí! No te vas a volver una monja, ¿verdad? Necesitarás gasolina
de vez en cuando, igual que me pasa a mí. Porque las dos somos iguales. No
podemos pasar mucho tiempo sin un hombre.
Según recordaba, aquélla era la segunda vez en su vida que faltaba a misa
un domingo. La otra fue cuando a sus nueve años estaba en el hospital
reponiéndose de una apendicectomía. Aunque la iban a dar de alta el lunes, su
madre quiso que el médico la dejara salir un día antes a fin de ir a la iglesia, pero
aquél le contestó que la iglesia no era el lugar más adecuado para una niña que
acababa de sufrir una operación de apendicitis.
SUBASTAS DE GANADO
JUEGOS Y DIVERSIONES
A las seis de la tarde del sábado, cuando Amy se preparaba para irse a su
casa, Liz entró en el bar vestida muy llamativamente con un pantalón corto
ceñidísimo, una camiseta de manga corta, y sin llevar sujetador.
—Esta noche voy a salir con Richie. Nos encontraremos aquí a las seis y
media. ¿Quieres quedarte un poco para acompañarme?
—No estarás sola —respondió Amy—. En cuanto te sientes todos los chicos
acudirán a tu mesa como moscas.
—¡Ni hablar! Cuando salgo con un chico y luego lo dejo, sabe muy bien que
es para siempre; que no vale la pena perder el tiempo intentando volver a
conquistarme.
—¿Y qué?
—Es cierto.
—Eres una mala chica.
—Por eso les gusto. ¿Me harás compañía hasta que llegue Richie?
—¿Por qué no? Los dos éramos famosos en el instituto —repuso Liz—. Él
como genio de su clase con ciento ocho de coeficiente de inteligencia, y yo como la
fulana número uno de la mía con ciento ochenta piezas cobradas.
—No sé por qué te rebajas de ese modo —protestó Amy—. ¿Cómo puedes
haber salido con ciento ochenta chicos?
—Exactamente.
Liz sonrió.
—Sí. Ésa soy yo. Imagínate. Hace tres semanas cuando empezó a salir
conmigo, Richie aún no había probado la marihuana. ¿Qué te parece? Pero ahora
es un fumador entusiasta.
—Parece que éste tendría que durarte un poco más que los demás.
—No lo creas —repuso Liz con viveza—. Quizás un mes más y basta; seis
semanas a lo máximo. Luego ¡adiós Richie! Por más listo que sea, acabaré por
cansarme de él. Además, si alguna vez decidiera tener relaciones formales con
alguien, cosa que no sucederá, jamás me enredaría con un chico en esta porquería
de ciudad. No quiero que nada me retenga aquí cuando decida largarme al oeste.
—¿Qué cosa?
—¿Qué dices?
—¿Follar?
—Pues claro que lo digo en serio. Tengo una personalidad atractiva, una
cara bonita, piernas bien torneadas, un trasero muy mono, una cintura estrecha y…
¡esto! —Echó el busto hacia delante haciendo que sus grandes y esbeltos senos casi
rompieran la fina camiseta—. Si aprendo a no gastarme todo el dinero en cuatro
días y si lo invierto en negocios rentables, tendré un millón para cuando haya
cumplido veinticinco años.
—No te resultará tan fácil.
—Ya lo verás.
—¿Quién lo ha dicho?
—Si te marchas para dedicarte a eso… será una tragedia, Liz… Arruinarás tu
vida…, lo estropearás todo.
—¡No!
—¿De veras?
Amy estaba aturdida. Nunca hubiera imaginado que iba a tener una amiga
prostituta. Guardaron silencio y bebieron sus coca-colas mientras una canción de
Bob Seger sonaba a todo volumen en el tocadiscos automático.
—¿Qué?
—¿Yo?
—Mira, sé que soy una tía buena y que todos los hombres me desean —
explicó Liz—. Pero en cuanto a sexo no creo que tenga más que tú. Posees todas las
condiciones para causar sensación en Las Vegas.
—Harán cola por pasar un rato contigo. En esa ciudad serás más popular
que Liberace y Frank Sinatra juntos.
—¡Oh, Liz! Nunca sería capaz de una cosa así. Ni aunque insistas un millón
de años.
—¿Tanta importancia tiene lo de «formal»? ¿Es que eso significó algo para
Jerry? Te mandó a hacer gárgaras en cuanto se enteró de que estabas embarazada.
Ni tuvo consideración, ni le diste lástima, ni te fue leal, ni hizo nada de lo que se
espera de un novio serio. Te doy mi palabra de que ningún hombre que conozcas
en Las Vegas te tratará tan desconsideradamente.
—Aunque sólo sea una chica de la pequeña Royal City en Ohio, no tengo un
pelo de tonta.
—Pues es verdad.
—Estás atontada —comentó Liz—. Pero ya se te pasará.
—No lo creo.
—La semana pasada fuiste a ver al médico que te recomendé, ¿no es cierto?
—le recordó Liz con aire petulante.
—Sí. ¿Y qué?
—Te dio una receta para la píldora, ¿verdad? ¿Se la hubieses pedido de
querer seguir siendo una mojigata?
—¡Pues sí que eres una buena virgen! —exclamó Liz—. De aquí a dos
semanas estarás tumbada debajo de un tío. Te conozco, Amy. ¿Y sabes por qué?
Pues porque eres igual que yo. Somos idénticas. La misma clase de persona.
Aunque no en lo externo, en lo más profundo de tu ser, que es lo que cuenta, te
pareces a mí como una gota de agua a otra. Por eso causaremos sensación en Las
Vegas. Lo vamos a pasar en grande.
—Gracias —repuso Richie, sonrojado. Y mirando a Liz con sus grandes ojos
de perrito faldero, le preguntó—: ¿Qué? ¿Nos vamos al cine?
—¡Ya tardamos! —dijo ella levantándose. Y añadió dirigiéndose a Amy—:
Nos meteremos en el autocine. Lo de meter es muy adecuado —agregó con aire
malicioso—. Porque en eso Richie es un campeón.
—¿Lo ves? Le parezco una tía buena y eso, dicho por el genio de la clase,
tiene mucho mérito, ¿no crees?
Amy interpretó aquello como señal de que quería estar a solas. Así que subió
a la planta superior.
Pasó una hora jugando con Joey al rummy, su pasatiempo favorito. Pero el
niño no era el mismo de antes. Había perdido su carácter dinámico y alegre desde
que Ellen le había destrozado su colección de monstruos y pósters de cine. Amy se
esforzó por hacerlo reír y al final lo consiguió, aunque fue una risa forzada.
Interiormente el niño estaba tenso, y a ella la disgustaba verlo de aquel modo. Pero
no pudo conseguir que se animara.
Se palpó los senos y sus insolentes pezones se pusieron tensos y tan grandes
como la punta de sus dedos meñiques. Aquello era malo y pecaminoso, como
había dicho su madre; ¡pero le agradaba experimentar una sensación tan dulce y
placentera!
¿Era cierto?
Decidió pedir dos dólares a su padre para la función del cine Rialto el
domingo por la tarde. Pero no haría eso, sino que se iría a jugar a casa de Tommy
Culp y luego añadiría dos dólares más al dinero que destinaba para su fuga.
Al rezar sus oraciones antes de meterse en la cama rogó a Dios para que
mamá no se emborrachase y acudiese otra vez a su habitación.
—¡Hola, sor!
—¡Aleluya!
—No lo conozco.
—Tal vez te parezca poco, así de pronto. Pero espera a verlo y ya me dirás.
Es un cachas.
—¿Un cachas?
—Lo suficiente.
—No estoy muy segura —respondió Liz—, pues suele llevar zapatillas
deportivas. Así que no tienes que preocuparte por ese detalle.
—De acuerdo.
—Como quieras.
—Haz lo que creas mejor, cariño. Pero de todos modos nos vamos a divertir
sin el estorbo de mis padres.
—Me lo figuro.
—¿Nunca te has puesto a tono y luego te has metido en el Pasaje del Terror,
con esos monstruos que se abalanzan sobre ti?
—No. Nunca.
—Es desternillante.
10
Eran las tres y cuarto cuando Janet llegó al Pasaje del Terror, dispuesto y
preparado una hora y cuarto antes de que se abrieran las puertas de la feria. La
zona circundante aparecía desierta y tranquila. La joven hubiera deseado que
alguien la acompañara en su recorrido por aquella atracción pero no logró localizar
a nadie, y por unos momentos estuvo a punto de abandonar la idea. No había
encontrado hasta entonces nada que la hiciera dudar de la seguridad de los
montajes y era poco probable que precisamente allí existiera alguna deficiencia que
implicara peligro. Sin duda perdería el tiempo. Pero aun así…
Empezó a subir por la rampa, pasó ante la taquilla y bajó hasta el foso por el
que las vagonetas discurrirían una vez puestas en marcha. El pasadizo conducía a
una pared de madera que imitaba las macizas puertas de hierro de un misterioso
castillo. Una vez la atracción empezara a funcionar, las puertas se abrirían para dar
paso a cada vehículo, volviéndose a cerrar tras de él. Janet vio que uno de los
batientes estaba abierto y miró al interior.
Silencio.
Se agachó para examinar los tornillos que sujetaban dos tramos de rieles; y
pudo comprobar que estaban firmemente sujetados.
A ambos lados de los rieles y algo elevadas con respecto a éstos, una serie de
figuras mecánicas de tamaño natural se agazapaban en los recónditos huecos de las
paredes: un espantoso pirata que esgrimía un sable; un hombre-lobo con las garras
pintadas de blanco fluorescente, que en la oscuridad brillarían como puñales, y con
rojo sangre en las fauces y las largas zarpas; un asesino sarcástico y cruel esgrimía
un hacha junto al cuerpo mutilado de una de sus víctimas; y otras muchas escenas
espantosas. Janet tenía plena conciencia de que eran sólo muñecos muy bien
elaborados y con aspecto muy real, pero aun así se sentía inquieta. Aunque
ninguno se movía parecían a punto de abalanzarse sobre ella, y le resultaba
perturbador que dicha sensación produjera pánico. Pero esto no le impidió seguir
inspeccionando para asegurarse de que ninguno de aquellos fantoches se vendría
abajo al paso de una vagoneta.
Mientras avanzaba por el pasadizo rodeada por aquella caterva de
monstruos, Janet no dejaba de pensar en por qué la gente insistía en considerar
divertido semejante horror.
Detrás de ella, de pie entre los rieles había un hombre muy alto, por lo
menos de un metro noventa y de hombros anchísimos y pecho membrudo. Iba
vestido de doctor Frankenstein, con un traje negro, jersey también negro, de cuello
alto y guantes imitando las manos de un monstruo y llevaba la cara cubierta por
una máscara de goma.
—¿Tienes miedo? —le preguntó aquel espantajo con una voz ronca y
profunda.
Janet tragó saliva hasta que pudo recuperar el aliento y finalmente contestó:
—¿Cómo?
—Mi profesión.
Janet pensó que aquel hombre parecía un poco tonto. Sus palabras breves e
incoherentes semejaban las de un niño retrasado. Intentó parecer amistosa para
que él se relajase.
—Me llamo Janet —dijo—. ¿Y usted?
—¿Cómo?
—Gunther.
—Bonito nombre.
—A mí no me gusta.
—No.
—Victor.
—También es bonito.
—¿Quién?
—Él.
—Soy una funcionada del condado —explicó Janet marcando las sílabas
para que él la entendiera—. Una funcionarla muy importante.
Pero Gunther continuó en silencio. Seguía de pie ante ella, grande como un
camión, mirándola desde su máscara, con los brazos colgando fláccidamente a
ambos lados…
—El señor Frederickson es el dueño de esta feria —le explicó Janet con
paciencia—. Tiene que conocerlo. Probablemente es su jefe. Fue él quien me
autorizó a inspeccionar.
—¿Qué dice?
Ella se estremeció.
Cuando Janet vio lo que ocultaba aquel disfraz de Frankenstein dio un paso
atrás, tambaleándose, y lanzó un agudo grito.
Pero antes de que alguien pudiera oírla, Gunther apagó su grito con un
terrible bofetón de su monstruosa mano.
La luz de las bombillas que pendían del techo no llegaba hasta allí.
Extendiendo una mano frente a él, tanteó el suelo de tablones. A los pocos
segundos encontró la anilla que buscaba. Tiró de ella y levantó una trampilla de las
seis que había distribuidas por el recinto y que daban acceso a los sectores de
mantenimiento.
Se tendió boca abajo y fue deslizándose y tanteando, con los pies hasta
encontrar los travesaños de una destartalada escalera que sabía se hallaba allí, y
fue descendiendo en la más profunda oscuridad. Justo cuando su cabeza se
encontraba por debajo del nivel del Pasaje del Terror, sus pies se posaron sobre el
suelo de madera. Apartándose de la escalera, se irguió.
Tomando una lona regresó a toda prisa a la escalera, y una vez de nuevo en
el Pasaje se acercó al cadáver.
—¡Conrad!
Con el corazón encogido, miró a lo largo del túnel sumido en las tinieblas.
Se dijo que tampoco Ghost podía verle a él, ni al bulto envuelto en la lona, y
aunque lo viese, no sospecharía qué había en su interior.
—¡Conrad!
—¿Pasa algo?
—Había algunas cosas sobre la vía, pero ya las he quitado y todo está
conforme.
—¡No, no! Todo está bajo control. Más vale que regreses a la taquilla, pongas
los altavoces y empieces a vender entradas.
—¿Está seguro?
—¡Claro que sí! —replicó Conrad—. ¡Vamos! ¡Date prisa! Saldré en unos
minutos.
Ghost titubeó brevemente, pero luego dio media vuelta y regresó por donde
había venido.
Tan pronto Ghost se hubo perdido de vista, Conrad arrastró el cadáver por
detrás de las rocas de cartón. Le costó bastante pasar el cuerpo por la trampilla,
pero pudo introducirlo en ella y luego lo fue bajando, con los brazos extendidos,
hasta dejarlo caer al pie de la escalera. La lona se abrió y la macabra cabeza
seccionada quedó vuelta hacia él, con la boca abierta en un aullido inaudible.
Enseguida dio con las llaves del coche. Sujeta al llavero había una de esas
placas de matrícula en miniatura que expenden ciertas asociaciones de veteranos, y
en la que estaba grabado el número del vehículo.
Así pues, ¿se trataba de una funcionaria oficial? Esto empeoraba las cosas,
aunque no tanto como él había temido. Por lo menos no era hermana ni prima de
nadie de la feria. No tenía allí amigos ni parientes ni nadie que se preocupara por
ella. Estaba claro que se había trasladado allí por motivos estrictamente
profesionales a fin de hacer determinadas comprobaciones. Nadie sabría que había
desaparecido mientras llevaba a cabo su tarea porque nadie prestaba atención a sus
desplazamientos. Conrad podría así trasladar el cadáver hasta algún lugar lejano
para que la policía creyera que el crimen había sido cometido luego de que la joven
hubiese terminado su trabajo.
Pero no podía hacer nada hasta que llegara la noche. E incluso entonces no
dejaría de correr riesgos. Lo más urgente ahora era aparecer en el tablado del
pregonero antes de que Ghost empezara a preguntarse por qué tardaba tanto y
decidiera investigar el motivo.
Luego de haberse puesto sus ropas normales, salió del Pasaje del Terror por
una puerta trasera. Como el sótano no estaba exactamente bajo tierra sino en un
plano inferior, salió a un paraje cálido, iluminado por el sol del atardecer, detrás de
la estructura.
Se dirigió a los lavabos más próximos y como las puertas de la feria sólo se
habían abierto unos minutos antes, todavía no había nadie allí. Conrad se lavó las
manos hasta que estuvieron tan impecables como las de un cirujano.
Volvió al Pasaje del Terror y, dando un rodeo, apareció por su parte frontal.
La gigantesca cara del payaso reía como de costumbre. Uno de los empleados de
Conrad, un tal Elton, vendía entradas. Ghost se afanaba en la puerta. Gunther,
disfrazado de Frankenstein, lanzaba aullidos y gruñidos a la concurrencia. Al ver a
Conrad lo miró fijamente y éste hizo lo propio. Aunque demasiado apartados uno
del otro para verse bien, intercambiaron una mirada de comprensión.
Se sentó al volante y salió por una de las puertas de servicio, consciente del
rastro que dejaba tras de sí. Pero no tenía otra opción. Estacionó el coche a la
sombra del Pasaje del Terror. El callejón estaba desierto y confió en que nadie
pasara por allí de camino hacia los lavabos.
Dejó las llaves del coche en el armario de la cocina y recogió la lona plegada.
Al salir del piso limpió los pomos de las puertas con un pañuelo. Nunca había sido
detenido, por lo que sus huellas dactilares no figuraban en ningún archivo policial,
pero aun así debía extremar las precauciones.
La víspera de Navidad.
Hacía ya cuarenta años…
Conrad fue uno de los supervivientes del incendio. Su madre, sus tres
hermanas y sus dos hermanos murieron abrasados. Su padre se salvó, pero le
quedaron cicatrices en el pecho, el brazo izquierdo, el cuello y la parte izquierda de
la cara, que conservó toda su vida.
Cuando Ellen quedó embarazada, Conrad abrigó la idea de que por fin Dios
le ofrecía una posibilidad de redimirse, de tener una familia, educar a sus hijos y
ofrecerles una vida pletórica de amor y felicidad, que quizá lo consolara de la
muerte de su madre y sus hermanos. Conforme transcurrían los meses y el
embarazo de Ellen avanzaba, se convencía cada vez más de que aquel niño iba a
ser el principio de su salvación.
Pero al nacer Victor, Conrad comprendió que Dios acumulaba más castigos
sobre él. Porque en lugar de ofrecerle una oportunidad para que expiase sus
pecados, parecía que le obligaba a revolcarse sobre ellos, advirtiéndole
tajantemente que jamás volvería a disfrutar de gracia ni de consuelo espiritual.
Cuando Ellen asesinó a Victor, Conrad asumió que había realizado un acto
de Dios y se sintió tan furioso que estuvo a punió de matarla. Pero temió que lo
encarcelaran o lo condenaran a muerte, lo que le impediría cumplir con la tarea
asignada por Satán. Si se casaba de nuevo, éste le enviaría otra señal en forma de
un niño demoníaco capaz de madurar hasta el punto de convertirse en azote del
mundo.
Conrad se casó con Zena y al poco tiempo nació Gunther. Zena se erigía así
en instrumento del diablo, pero ella no lo supo porque Conrad nunca le reveló la
verdad. Se consideraba una especie de anticristo, padre y protector. Para Zena, el
niño era sólo un monstruo, y aunque no se sentía feliz en su presencia lo aceptó
con esa resignación con que las gentes de una feria aceptan a los fenómenos
sobrenaturales.
Mientras el taxi se dirigía hacia los terrenos de la feria, Conrad miraba las
tranquilas casas del suburbio preguntándose si alguna persona sospecharía que
estaban viviendo los últimos días del mundo creado por Dios. Si imaginarían que
el hijo de Satán acababa de alcanzar su brutal madurez.
Gunther era algo más que un simple monstruo. Era la bestia apocalíptica y
oscura que reptaba hacia Belén.
Gunther significaba la destrucción del mundo.
Tenía que serlo. Era preciso que lo fuera para no desmentir a su padre.
11
No tenía a nadie en quien apoyarse para que el tiempo pasara con mayor
rapidez. Evitaba la presencia de su madre, y su padre seguía ocupado en sus
asuntos legales y en sus modelos de ferrocarriles en miniatura. Tommy Culp, su
mejor amigo de la escuela, se encontraba de vacaciones con su familia.
Incluso era raro ver a Amy en casa aquellos días. Trabajaba en La Tasca toda
la semana, excepto los domingos, y últimamente salía por las noches con un chico
llamado Buzz. Joey no sabía su apellido pero tenía la vaga idea de que era algo así
como Saw.
El niño esperaba dejarse caer por la feria el sábado, es decir el último día,
para que nadie sospechara su proyecto de fuga ni detectara la misma hasta que la
feria se encontrara bien lejos, incluso en otro estado. Pero mientras aquel lunes 30
de junio transcurría con una lentitud exasperante, su nerviosismo aumentó hasta el
punto de serle imposible seguir atento a su plan. Dijo a su madre que iba a la
biblioteca, pero cogió su bicicleta y pedaleó los tres kilómetros que lo separaban de
la feria. Seguía decidido a no fugarse hasta el sábado. Pero el lunes era el día del
montaje y deseaba no perderse ningún detalle para estar al corriente de todo con la
debida antelación.
Aquellos ojos fue lo único que no gustó a Joey de cuanto vio en la feria.
Parecían perforarlo y le hicieron recordar la vieja leyenda de una mujer que
convertía a los hombres en piedra con sólo su mirada.
—¡Eh, tú!
Temiendo que lo echasen de allí, Joey exhaló un suspiro y miró hacia atrás al
tiempo que un hombre saltaba del tablado central del Pasaje del Terror. Era un tipo
alto y delgado, que tendría unos diez años más que su padre. El pelo, negro como
el azabache, se le había vuelto blanco en las sienes. Y tenía unas pupilas tan azules
que a Joey le recordaron las llamitas de gas de los fogones de su casa.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¡Estupendo! —exclamó Joey, encantado.
—¿En serio?
—¿Está de broma?
—¿Y hermana?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Amy.
—¿Y tú?
—Joey.
Sacó de otro bolsillo un bolígrafo, firmó con una rúbrica que admiró a Joey,
y le tendió las dos entradas.
—Sí.
—Sí, siempre y cuando sea huérfano —le informó Conrad—. O si sus padres
no le hacen ningún caso. Pero si tiene familia y ésta lo busca, no tardarían en
localizarlo y llevárselo otra vez.
—No mucho.
—¿Cómo que no? Seguro que cuidan de todos vosotros. Sobre todo, tu
madre.
—Pues yo creo que debe mimaros bastante. Estará orgullosa de tener un hijo
tan guapo y tan inteligente.
Joey se sonrojó.
—¿Quién era?
—No, no —se apresuró a negar Conrad—. ¡Claro que no! Pero tienes el
cabello y los ojos negros como ella. Y también los rasgos de la cara. Es posible que
tenga un hijo de tu edad. ¿No sería curioso que fueras hijo de aquella amiga mía a
la que hace tanto tiempo que no veo?
Se acercó un poco más a Joey y éste vio que tenía el blanco de los ojos
amarillento y que un poco de caspa le ensuciaba los hombros. En el bigote se le
había pegado una miga de pan. Su voz se hizo más dura y precisa al preguntar:
—Joey.
—¿Qué?
—Leona —mintió el niño, aunque sin saber por qué. Intuía que decir la
verdad en aquellos momentos se había vuelto en extremo peligroso. Leona era la
madre de Tony Culp.
—¿Leona? —preguntó.
—Sí.
Joey atravesó la calle central para acercarse a ver cómo los obreros
levantaban el Pulpo.
A las seis y media de aquella tarde Buzz Klemmet recogió a Amy en su casa.
Era un muchacho robusto y agraciado, de cabello abundante, prominentes
músculos, y un aire jactancioso y estudiadamente agresivo. Ellen lo había visto
sólo una vez, la segunda noche en que acudió en busca de Amy, y no le había
gustado en absoluto. Pero ateniéndose a su decisión de no preocuparse de lo que
hiciera su hija, no se había pronunciado ni a favor ni en contra, aunque Amy
detectaba en su mirada el odio que su madre sentía hacia él. Aquella noche, Ellen
permaneció en la cocina sin ni siquiera tomarse la molestia de salir para echar una
fría mirada al joven.
—De acuerdo. Pero antes tendremos que pasar por el surtidor de gasolina.
—Buzz te considera una tía muy cachonda. La más caliente que haya
conocido jamás.
—Te lo aseguro.
—Sí.
—Habla por deducción. Es tan guapo que está acostumbrado a que las
chicas caigan a sus pies como moscas. Pero como tú lo provocas, dejas que te toque
un poco y luego lo paras cuando la cosa está a punto, eres una experiencia
sorprendente para él. Está convencido de que cuando cedas serás un volcán.
—¿Y si no cedo?
—Quizá.
—Cuando salgas con él durante una semana, deja que se vaya tomando
libertades —le explicó Liz—. Abandona tu concha poco a poco.
12
Amy no tardó en comprobar que Liz tenía razón cuando afirmaba que un
poco de hierba convertía las atracciones en algo mucho más divertidas. Subieron al
Pulpo, a las Barcas Volantes, al Bombardero en Picado, al Látigo, al Rizar el Rizo, al
Coloso y a otras. Las pistas y las rampas parecían más altas; las caídas, más
aparatosas; los latigazos, las subidas y bajadas, los desplomes, las vueltas y
revueltas, más bruscos, sorprendentes y vertiginosos que en ningún otro lugar.
Agarrándose a Buzz, Amy chillaba de alborozo y de miedo. Buzz la atraía hacia sí,
aprovechándose de las sacudidas y los golpes, para sobarla un poco. Al igual que
Liz, Amy llevaba shorts y una camiseta de manga corta, pero no sujetador, y Buzz
no podía resistir acariciarle los senos y sus largas y bonitas piernas desnudas. Cada
vez que bajaban de una atracción, la joven se sentía aturdida unos momentos y
tenía que sujetarse a Buzz, lo que gustaba a éste tanto como a ella. Porque Buzz
tenía unos brazos musculosos y prietos y unos hombros anchísimos.
Buzz retenía la colilla entre sus dedos. Luego de vacilar unos segundos
decidió:
Richie empezó a besar a Liz en el cuello mientras Buzz hacía lo propio con
Amy, y antes de que ésta pudiera darse cuenta se encontró empotrada contra el
costado de uno de los camiones mientras Buzz la manoseaba lascivamente y la
besaba con fruición, metiéndole la lengua en la boca. Luego tiró de la camiseta
hasta sacarle los faldones y, metiendo una mano por debajo, le sobó los pechos
desnudos, acariciándole los pezones, mientras ella gemía de placer aunque
temerosa de que alguien se acercara por detrás de los vehículos y los sorprendiera
en plena faena. Pero incapaz de expresar su temor, acabó por someterse a las
soeces caricias de su amigo.
Amy volvió a remeterse la camiseta mientras Buzz le daba otro cálido beso.
Una vez de regreso al centro de la feria, a Amy le pareció que todo giraba a
su alrededor con más celeridad que antes y que los colores eran más luminosos. La
vibrante música que surgía de los innumerables altavoces era cada vez más
estridente, y las tonadas tenían unas sutilezas musicales que no había advertido
hasta entonces.
Lo más difícil era salir de casa sin que ella lo notara. Cogió unos cuantos
billetes de dólar de su hucha y los metió en el bolsillo del tejano. Cogió también
una entrada y escondió la otra en su escritorio. Abrió la puerta con cuidado y, tras
mirar hacia el pasillo en ambas direcciones, salió, cerró y caminó a hurtadillas
hacia la escalera. Una vez allí empezó el largo y nervioso descenso al primer
rellano.
Amy, Liz, Buzz y Richie se habían detenido ante una barraca en la que se
anunciaba al mago Marco el Magnífico. En la pared, un gran cartel mostraba a una
mujer gritando en el momento de ser decapitada por una guillotina mientras el
sonriente mago manipulaba la palanca que accionaba la cuchilla.
—Mi tío Arnold trabajó como mago en sus tiempos —dijo Richie mientras se
subía las gafas con el índice, para ver mejor el espeluznante cartel.
—Era tan malo que lo que desaparecía era el público —comentó Liz
socarronamente.
Amy estaba tan trastornada por la droga que la broma de Liz le provocó una
risa histérica, que se contagió a los demás.
—Yo creo que eso de mago es una profesión estupenda —opinó Amy—.
¿Por qué se cansó de ella tu tío?
—Ni yo —coincidió Amy—. Si tu tío era tan bueno, ¿por qué lo dejó para
dedicarse a los seguros?
Liz se echó a reír y Amy también mientras la primera hacía una burda
imitación de la paloma tratando de librarse del fuego que prendía en sus alas. En el
fondo aquello no tenía nada de divertido para Amy, quien imaginó el sufrimiento
del ave y comprendió que no debía reírse; pero no lo podía evitar porque aquélla
era la anécdota más divertida que había oído en su vida.
—Los abucheos no eran agradables para tío Arnold —prosiguió Richie entre
accesos de risa—. Como os he dicho, no pasaba a menudo, pero como él no podía
adivinar cuándo sucedería, estaba siempre angustiado. Y aquella tensión acabó por
producirle una úlcera. Además, aunque no ardiera ninguna paloma, éstas se le
espachurraban en los bolsillos.
Todos rieron todavía con mayor regocijo, agarrándose unos a otros. Los
visitantes que paseaban por la calle principal les dirigían miradas curiosas que los
hacían reír todavía más.
—Menos mal que es mago…, ¡que si llega a ser equilibrista! —susurro Richie
zumbón.
—No tendría que dejárselos puestos cuando hace el amor —susurró Liz.
Todos rieron.
Marco los miraba nervioso, aunque sin poder captar sus palabras.
Quitándose el sombrero los saludó sonriente en un débil intento de concitar su
interés.
Los demás espectadores los miraban, algunos con aire de curiosidad y otros
de desaprobación, pero a Amy no le importaba porque se estaba divirtiendo como
nunca.
Marco realizó dos números más que sólo provocaron un flojo entusiasmo en
la concurrencia.
—El que se anuncia ahí fuera —contestó Richie—. El tío le corta la cabeza a
una chica.
Pero Amy no opinaba así. De pronto Marco había experimentado ante ella
una metamorfosis total. Ya no parecía un comediante tonto y desgarbado. Su tosco
maquillaje había dejado de ser una máscara grotesca y su aspecto iba adquiriendo
un aire más demoníaco, y un nuevo y terrible fulgor resplandecía en sus pupilas.
Su sonrisa nerviosa se había transformado en un rictus siniestro. Cuando miró a
Amy, a ésta le pareció que sus ojos eran dos huecos por los que se advertía el
infierno. Y sintió un escalofrío que le penetró hasta la médula de los huesos.
—¿Cómo te llamas?
Marco sonrió.
Pero Amy estaba como hipnotizada por el extraño y peligroso ser que, al
menos para ella, había tomado posesión del cuerpo de Marco. Las insondables y
aviesas pupilas del mago volvieron a fijarse en las suyas, penetrando en su interior
por un momento.
Amy así lo hizo. En efecto había un agujero rodeado por un corazón rojo
brillante.
Jenny lanzó un alarido al tiempo que una bocanada de sangre surgía de sus
labios contraídos.
La Liz-espectadora repuso:
—¿Qué dices?
La Liz-espectadora preguntó:
Amy pensaba que Liz iba a morir muy pronto. «Es una premonición… —se
dijo—. Una clarividencia… o como se llame. ¿Ocurrirá de verdad? ¿Liz morirá
muy pronto? ¿Quizás esta misma noche?
Amy se dijo entonces que aquella joven nunca se había parecido a Liz. «He
sido yo. La droga. Alucinaciones. No ha habido premonición ni Liz va a morir
dentro de poco. Ha sido una terrible pesadilla.»
«Basta de droga por esta noche —se prometió Amy—. Basta de droga para
siempre. No la necesito para ser feliz.»
—Quiero hacerlo contigo —le dijo, besándola en la oreja y dejándose oír por
encima del fragor de la feria y el silbido del viento.
En la barraca del payaso Bozo, Buzz y Richie consiguieron acertar al ojo del
toro, lo que provocó que Bozo se precipitara a un barril lleno de agua. Buzz actuó
con obstinación, golpeando tres veces y luego tres más con el bate, hasta que
finalmente logró mandar al payaso al barril. Por su parte, Richie se tomó aquel
juego con la sensibilidad y la técnica de un verdadero matemático y, luego de
cometer dos fallos, acertó de lleno al tercero.
—Pues yo creo —opinó Richie— que ese niño no es de verdad; que nunca ha
vivido. Es demasiado monstruoso. Ninguna mujer puede haber dado a luz a
semejante engendro.
Todos leyeron el letrero que había, detrás del frasco y Liz exclamó:
Todos se echaron a reír, excepto Amy, que miraba el letrero con las cinco
grandes letras que formaban el nombre de su madre, sintiendo un estremecimiento
de inquietud. ¿Acaso su presencia en aquella feria no se debía a la casualidad, sino
a un propósito concreto del destino? Notaba la perturbadora y desagradable
sensación de que sus diecisiete años de vida habían transcurrido con el único
objetivo de conducirla hasta allí, precisamente aquella noche. Estaba siendo
dirigida y manipulada y si levantaba los brazos, estaba segura de que tocaría los
hilos que accionaban su cuerpo de marioneta.
¿Podía ser posible que aquel monstruo exhibido en el recipiente hubiera sido
concebido por su madre? ¿Acaso por eso su madre había insistido enérgicamente
en que abortara?
—No puedo culpar a su madre por haberlo matado —comentó Liz mirando
de nuevo al contenido del recipiente.
—Voy a mirarlo más de cerca —dijo Buzz pasando por debajo de la cuerda
de la separación.
Buzz así lo hizo. Y levantó los dedos para que todos vieran que en ellos
había un poco de sangre.
—Vete ahora mismo al puesto de socorro —lo instó Amy—. Ese corte se te
puede infectar.
—Su cuerpo sí —insistió el otro, pero quizá su espíritu siga con vida.
Entretanto la cosa los miraba con sus pupilas opacas y vacías, de color
esmeralda.
Tenía que serlo; de lo contrario si aquel fenómeno había sido concebido por
su madre, si ella había sido llevada hacia aquella feria por alguna fuerza
sobrenatural, sus otras premoniciones podían resultar también ciertas, y Liz
moriría allí. Pero esto resultaba inconcebible. Tenía que tratarse de una casualidad.
Ellen.
Amy experimentó un gran alivio cuando por fin salieron de la Barraca de los
Monstruos.
Y casi sin darse cuenta llegaron delante del Pasaje del Terror.
—Me gusta entrar en el Pasaje del Terror pero sólo cuando estoy colocada —
afirmó Liz—. ¡Si te sientes flotar resulta más divertido! ¡Tantos monstruos de
plástico echándose encima de una!
—¡No, no! —objetó Liz—. Para ver eso hay que estar realmente en forma.
—Si me pongo peor, tendrán que llevarme a una clínica —apuntó Richie.
«Pues conmigo no cuentes —se dijo Amy—. No más droga esta noche. Ni
nunca.»
«Lo que pasa esta noche es como una “Serpiente Loca” —se dijo Amy—.
Nadie tiene el menor control.»
Cuando el cigarrillo llegó hasta ella, Amy simuló inhalar, pero no tragó el
humo sino que lo retuvo en la boca unos instantes y enseguida lo expelió.
—¿Cómo que no? Dale una buena calada al cigarrillo. Cuando estoy en
forma quiero que los demás también lo estén.
Para no irritar a Liz, Amy se tragó esta vez el humo, aunque avergonzándose
de su falta de voluntad.
«No quiero enfadarme con Liz —se dijo—. La necesito. No tengo a nadie
más.»
Amy y Liz aceptaron sorprendidas los pases que les tendían aquellos dedos
blancos como gusanos.
13
Una vez en el interior de la caseta, Liz y Amy ocuparon las dos únicas sillas
disponibles ante una mesa en que una bola de cristal brillaba con luz macilenta.
Richie y Buzz se situaron detrás de ellas.
A Amy le pareció que Madame Zena no tenía el aspecto de gitana que cabía
esperar de su profesión a pesar de que llevaba un vestido multicolor, con chal y
falda de volantes, y un buen surtido de joyas de fantasía. Pero era una guapa
mujer, aureolada de una atmósfera de auténtico misterio.
Liz miró a Amy. Y Amy se rió más regocijada que nunca a causa de la droga.
Madame Zena fijó la mirada en la bola de cristal haciendo una mueca cual si
quisiera penetrar en los velos que ocultaban el futuro de su visitante. Enseguida la
expresión de su cara adoptó un aire de sorpresa, luego parpadeó, movió la cabeza
y se agachó aún más sobre la luminosa esfera.
Liz seguía pensando que todo aquello no era más que una comedia. No
captaba el incontenible horror que contraía las facciones de la adivina. Pero Amy sí
lo había detectado.
—¿Lo que me va a pasar? —preguntó Liz—. ¿Voy a ser rica o famosa, o las
dos cosas a la vez?
Madame Zena cerró los ojos unos instantes moviendo la cabeza con lentitud
y enseguida volvió a mirar el cristal.
Madame Zena levantó la mirada hacia Liz. Su cara estaba blanca como la
cera.
—Todo esto no son más que tonterías —masculló Buzz, con aire desdeñoso.
La droga hacía su efecto otra vez. No podía ser más que aquel ingrediente
que Liz había añadido a la marihuana. Hubiera preferido no haberla fumado.
Rehusar abiertamente cuando Liz se lo propuso.
—Tendré que hacerte algunas preguntas… sobre ti misma… y tu familia —
empezó Madame Zena con voz entrecortada, libre ahora de la afectación que había
empleado con Liz—. Como le dije antes a tu amiga…, necesito esa información
para potenciar mis percepciones paranormales.
—Amy Harper.
—¿Tu edad?
—Diecisiete años.
—¿Dónde vives?
—¿Tienes hermanas?
—No.
—¿Y hermanos?
—Sí. Uno.
—¿Su nombre?
—Joey Harper.
—¿Edad?
—Diez años.
—Sí.
—Ellen Harper.
—Giavenetto.
Estaba claro que a Madame Zena le era difícil volver a mirar su bola de
cristal, pero finalmente lo hizo. Enseguida parpadeó, abrió la boca en un sonido
ahogado y exhaló un grito. Empujando la silla hacia atrás, se puso de pie y, dando
un manotazo a la bola, la arrojó al suelo.
—¿A qué viene este jaleo? Usted iba a decirnos la buenaventura gratis. Y
ahora nos quedamos sin saber si vamos a ser ricas y famosas.
Desde el otro lado de la mesa, Madame Zena los miraba con los ojos
desmesuradamente abiertos y una expresión de horror en el semblante.
Y al decir esto se echó a reír jovialmente al tiempo que batía palmas con
entusiasmo.
—Si tienes alguna explicación, dinos de qué se trata —pidió Amy, todavía
estremecida al recordar la mirada de Madame Zena cuando observaba su bola de
cristal…
—¿Madame Zena? —se burló Liz—. ¿No irás a decirme que ha visto algo en
su bola de cristal? ¡Menuda idiotez!
Estuvieron hablando un rato del asunto hasta que finalmente acabaron por
aceptar la hipótesis de Liz, porque conforme transcurrían los minutos les parecía
más y más razonable.
Oculto bajo la sombra de la caseta de Zena, Conrad observó cómo los cuatro
jóvenes se paraban dentro del círculo de luz roja y amarilla que proyectaba una
atracción contigua. Y oyó decir a la chica rubia que al salir del lavabo tomarían un
helado y entrarían en el Pasaje del Terror. En cuanto el grupo empezó a alejarse,
Conrad entró furtivamente en la barraca de Zena y cerró tras de sí la cortina de
lona que servía de puerta, y en cuya parte exterior figuraba un aviso que rezaba:
«Cerrado. Vuelvo en diez minutos.»
Zena estaba sentada en su silla. Pese a la difusa luz de las velas, Conrad
pudo observar que su rostro tenía una palidez mortal.
—La chica se parece más a Ellen que cualquiera de las otras que te he
enviado.
—¿Cómo se llama?
—Amy Harper.
—Explícamelo.
—Sí. Un hermano.
—¿Cómo se llama?
—¿Y su madre?
Aquellas palabras constituían la prueba de que había dado con los hijos de
Ellen. Un estallido de entusiasmo lo sacudió interiormente.
—He visto una cosa en la bola de cristal —explicó ella, medrosa—. Aunque
en realidad no ha sido en la bola porque ese pedazo de cristal barato no tiene nada
de mágico. Sin embargo…, esta noche…, cuando los chicos estaban aquí…, he visto
imágenes terribles. La rubia gritaba poniéndose las manos ante el rostro como si
quisiera protegerse de algo horripilante que la estuviera atacando. Y vi también a
la otra…, a esa Amy…, con las ropas rasgadas, cubierta de sangre. —Un brusco
temblor la sobrecogió—. Y también… a los chicos… al fondo de la escena…, a los
chicos que las acompañan…, también sangrando.
—Es una señal —afirmó Conrad—. Estoy recibiendo señales, ya te lo he
advertido. Y ésta me dice que no debo esperar. Que debo apoderarme de Amy esta
noche aunque tenga que acabar con los otros también.
—No tengo que matarlos con mis propias manos —afirmó él.
—Que las viola y luego las despedaza —explicó Conrad a sabiendas de que
Zena era una de esas personas que se sienten moralmente responsables de los actos
de sus hijos deficientes. Y sonrió al observar la mueca de dolor que crispaba la cara
de Zena.
—¡No! —negó ella—. No sabes lo que dices. Estás loco. Nuestro hijo no es
algo tan extraordinario como un anticristo. Es sólo una bestia salvaje. Debí tener el
sentido común de Ellen y matarlo como ella hizo con Victor. Ahora… soy
responsable de cada una de esas muertes y de cuantas ocurran antes de que muera
él.
Los lavabos estaban muy bien iluminados. Olían a cemento húmedo, a moho
y a orines, y por todas partes había manchas provocadas por años de goteo de
agua.
—Sí.
—Yo también. Y mucho. Pero, ¿estás sólo eufórica o vuelas por las nubes?
—¿Convencerme de qué?
—¿Una orgía?
—No podría…
—¡Claro que podrías! —afirmó Liz—. Lo estás deseando. Eres como yo.
Acepta las cosas como son y disfrútalas.
—Los cuatro nos iremos a mi casa. Mis padres tienen una cama gigante.
Piénsatelo, cariño. Tendrás dos chicos al mismo tiempo. Se mueren por obsequiarte
con su polla. Será estupendo. Ya verás lo que disfrutarás. Yo también disfrutaré. Y
las dos somos iguales.
De pronto, al notar la mano de Liz sobre uno de sus senos, Amy abrió los
ojos totalmente perpleja.
Liz le estaba sobando y sonriéndole cariñosamente.
«¡No! —pensó, asustada al ver cómo su resistencia cedía con tanta rapidez
—. Yo no soy esa clase de persona. Tengo planes, ambiciones y sueños. Quiero
dedicarme a la pintura y hacer feliz a la gente.»
Imaginó lo que sería estar en la cama con Richie y Buzz y cómo disfrutarían
con ella los dos al mismo tiempo. Y de improviso no le pareció tan imposible
situarse mentalmente en dicha situación.
Elton le dirigió una mirada suspicaz. Porque el trabajo en el Pasaje del Terror
era siempre importante y no existía motivo para cerrarlo a hora tan temprana. Pero
al contrario de Ghost, nunca hacía preguntas sino que se limitaba a cumplir lo que
le ordenaran, sin rechistar.
Cuando las vagonetas que aún estaban en el Pasaje salieron por las grandes
puertas de vaivén y sus ocupantes se apearon, Conrad apagó la corriente que
alimentaba el circuito de las vías, pero no la de las luces y la música ni tampoco la
que accionaba el alegre payaso.
—¡Oh, no! —exclamó Liz decepcionada—. ¡Eh, señor! No irá a acabar tan
temprano, ¿verdad?
—No —respondió el pregonero—. Sólo hemos tenido una pequeña avería.
—¡Vaya una mierda! —exclamó Liz—. Dejamos esta atracción para el final
porque es mi favorita.
El pregonero miró a Amy. Y a ésta no le gustó nada lo que vio en sus ojos:
aquel hombre la miraba como si quisiera traspasarla, con un aire amenazador de
animal hambriento.
«¿Por qué no me habré puesto sujetador? —se dijo la muchacha. Nunca debí
escuchar a Liz. Hubiera sido mejor no salir a la calle con estos shorts tan
provocativos y una camiseta tan fina. Y además, sin sujetador. Es como si me
anunciara a mí misma. No me extraña que ese hombre me mire tan
descaradamente.»
—Gracias. Y tú una chica muy lista. Sin embargo, tendréis que pagar la
entrada igualmente.
La joven cruzó los brazos sobre el pecho para que el otro no le viera los
pezones erectos debajo de la camiseta verde claro.
La vagoneta tenía cabida para cuatro personas; dos en cada asiento. Liz y
Richie ocuparon el delantero y Amy y Buzz se situaron detrás.
El vehículo se puso en marcha con una sacudida que arrancó un grito a Liz.
Las puertas del «castillo» los engulleron y volvieron a cerrarse tras de ellos.
Liz profirió un chillido y Buzz aprovechó para rodear a Amy con un brazo.
El cochecito se detuvo.
—Espero que no nos tengan aquí mucho tiempo —dijo Amy, recordando la
mirada del pregonero—. Esto me da mucho miedo.
—¡Vaya una lata! —exclamó Liz.
—Si hay que esperar, preferiría que quitaran esa música espantosa —
comentó Liz—. Perfora los oídos.
Amy estaba tan aturdida que no podía moverse ni hablar. Con la mirada fija
en el sitio por donde había desaparecido Richie, no daba crédito a lo ocurrido.
Debía tratarse de un montaje que formaba parte de la atracción, manejado con
extraordinario realismo.
Liz y Buzz pensaban sin duda lo mismo porque permanecían como
hipnotizados.
—¡Sangre!
Liz se había vuelto y tenía los brazos levantados con expresión de horror.
Estaba goteando un líquido viscoso y oscuro, que incluso bajo aquella claridad
fantasmagórica se apreciaba que era sangre.
Sangre de Richie.
15
Tras haber cortado la corriente que hacía funcionar las vagonetas, Conrad
bajó la rampa en dirección a la calle central. Su propósito era dar un rodeo hasta la
parte posterior del Pasaje, entrar por la trasera del sótano y ponerse en contacto
con Gunther. Quería que su hijo matara a los tres acompañantes de Amy pero no a
ésta, pues tenía planeado que la joven sufriera varios días antes de morir. Tanto él
como Gunther abusarían de ella a placer. Así lo deseaba y así lo había soñado
durante veinticinco años. Gunther tenía instrucciones muy concretas al respecto,
pero Conrad no estaba muy seguro de que se controlase una vez empezada la
matanza. Había que recordárselo. Durante las horas siguientes necesitaría
someterlo a una vigilancia estricta.
—No comprendo lo que pasa —farfulló Liz con voz temblorosa—. ¿Qué
jodida broma es ésta?
—No lo sé —dijo Buzz—. Sólo hago conjeturas. Pero todos hemos visto
cómo esa mano…
—Bueno. Una garra, una pata…, lo que queráis —dijo Buzz—. Pero tenía la
misma forma que las de ese monstruo conservado en formol. Sólo que ésta era
mucho mayor.
Amy y Buzz cambiaron una mirada, y aunque bajo aquella difusa claridad
verde no era posible desentrañar lo que pensaba el joven, a Amy le pareció que
opinaba igual que ella. No era posible que Richie conservara la vida. No existía la
menor esperanza de que volviera a sonreírles. Había muerto. No cabía la menor
duda.
—Hay que salir de aquí y llamar a la policía —dijo Liz—. Tenemos que
salvar a Richie.
—¿Quién me asegura que sois personas reales? —preguntó Liz—. Tal vez
sólo os movéis en mi fantasía. A lo mejor, el verdadero Buzz continúa sentado en la
vagoneta al lado de Amy y ahora estamos a mitad del camino del Pasaje. Puedo
seguir en mi sitio aunque no sepa verdaderamente lo que hago.
Joey y el pregonero estaban ante las puertas del Pasaje del Terror. El niño se
preguntaba por qué había tenido miedo de aquel hombre unas horas antes. Porque
ahora se estaba comportando como si fuera su mejor amigo. Y sonreía tan
afablemente que él no podía por menos de sonreír también.
—Es la mejor atracción de esta feria —se jactó Conrad—. ¿Me dejas que te
acompañe y te sirva de guía? No será un viaje corriente como el que hacen los
demás, sino que lo efectuarás con el mismísimo propietario. Te explicaré cómo
funciona todo; lo que hay detrás de todo esto y que sólo unas cuantas personas
tienen el privilegio de conocer. Cómo están construidos los monstruos, cómo se
mueven y lanzan aullidos y rechinan los dientes. ¡Todo, sin dejarme un detalle! Te
enseñaré todas las cosas que una persona emprendedora desea saber.
—¿Ah, sí? A ver si lo adivino… ¡La que se parece a ti! La del pelo oscuro y
que lleva shorts.
Las puertas de entrada al Pasaje del Terror se abrían sólo hacia dentro
mediante unas barras hidráulicas y no había en ellas ningún saliente de donde
hacer fuerza.
—Si pudiera agarrarme a algún sitio tal vez consiguiera abrirlas —dijo Buzz
—. Pero están encajadas firmemente.
—Pero el pregonero debe seguir ahí —recordó Liz—. Y él sí los habrá oído.
—¡Por favor, Liz! Piensa un poco —dijo Buzz—. Ese pregonero no hará nada
por nosotros. Forma parte de todo este tinglado. Es él quien nos ha puesto en esta
situación.
—Voy a ver si entre los monstruos mecánicos encuentro otra arma con la
que defendernos —sugirió Buzz.
—Ese hacha ni siquiera está afilada —dijo Liz despectivamente—. ¿Para qué
diablos nos sirve?
—Lo único que podría salvarnos de él sería una pistola —dijo Liz,
temblorosa.
—Buzz tiene razón. Necesitamos armas. Pero eso no bastará. Una pistola no
es suficiente. Ese maníaco puede dejarse caer del techo o surgir del suelo con tanta
rapidez que no nos dé tiempo ni a apretar el gatillo. Lo más urgente es encontrar
una salida.
—No hay salida —se lamentó Liz—. Y si hubiese otra puerta, estará cerrada
como ésta. Nadie podrá abrirla a hachazos. Estamos atrapados.
A la pálida luz pudieron ver que Liz se había acurrucado a los pies de la
puerta y miraba hacia el techo, temblando como un conejo asustado.
Llevándose las manos a los ojos, Liz se restregó las lágrimas. Pero éstas
siguieron brillando en sus pestañas y mojándole la cara.
—Luego de haber avanzado unos pasos con gran precaución, Liz se detuvo
de pronto y exclamó:
Amy, Liz y Buzz se adentraron más en el túnel del Pasaje del Terror.
Luego de que Joey hubo aceptado que Conrad le guiase por el Pasaje, el
pregonero se quedó mirando las puertas como esperando que Amy y sus amigos
salieran por allí.
—¿Y por qué no ha salido ninguna vagoneta? —se extrañó Joey—. ¿No iban
algunas por delante de ellos?
El niño vaciló.
—Ha encendido las luces para poder vernos mejor —dijo Liz—. Eso es lo
que pasa. ¿No lo entendéis?
—En ese caso —opinó Amy—, movámonos con rapidez para que le resulte
más difícil encontrarnos.
—De acuerdo —dijo Buzz—. En marcha. Hay que hallar una salida.
Pero no obstante, caminó con rapidez cuesta arriba igual que los demás.
—Viene por nosotros —exclamó Liz—. ¡Dios mío! ¡El monstruo se acerca!
El cuchillo mohoso y mellado que Amy había cogido de uno de los muñecos
parecía un arma ridícula en sus manos.
Liz intentó refugiarse en algún sitio, pero Amy la agarró por un brazo y la
empujó hacia la nave espacial para que el maníaco las viera a ambas apenas llegase
a la cumbre.
Podía verse ya el primer asiento del vehículo, que al parecer iba vacío.
¡Clang! ¡Clang!
Amy entornó los párpados. Si las bombillas hubieran brillado con menor
intensidad no habría visto lo que venía allí. Pero su luz le permitió distinguirlo: era
un bulto informe, una sombra, de contornos desdibujados.
Buzz bajó a los rieles, subió a la vagoneta y tiró del hacha. Adherido a la hoja
había algo.
Tanto ella como Amy esgrimían unos cuchillos mohosos y mellados que
habían tomado de las escenificaciones. Liz levantó el suyo como para atacar a
Buzz.
—¡No! —la increpó Amy—. ¡No, Liz! Buzz no lo ha matado. Richie ya estaba
muerto. Lo que hay ahí es su cadáver.
El sonido de los pasos de la joven que corría presa del pánico se desvaneció
rápidamente y su figura desapareció engullida por los intestinos del Pasaje del
Terror.
—No…, no desfalleceré.
—Inténtalo.
—De acuerdo —asintió Amy—. Pero está sucediendo y hay que aceptarlo.
Enseguida se oyó un estampido sordo que vibró en las paredes del túnel,
apenas más intenso que el rumor de la vagoneta al moverse. Una especie de
explosión velada.
Pero sabía que lo era. Que lo que estaba sucediendo aquella noche había
esperado durante mucho, mucho tiempo. Que todo estaba escrito en el libro de su
vida desde antes de su nacimiento.
—¿Cómo?
—No te puede ayudar —dijo el pregonero—. Satanás es más fuerte. Esta vez
Dios no te amparará, muchacha tonta.
16
Así que prosiguió avanzando con paso vacilante, extendiendo las manos
ante sí y esgrimiendo el cuchillo en una de ellas. Sentía náuseas cada vez que se
acordaba del hacha incrustada en la cabeza de Richie y trataba de superar el
impulso de rendirse. Tenía la mente ingrávida a causa de la adrenalina y la droga.
Obsesionada por la idea de salvarse. Jadeaba y gemía, consciente de que si
producía un ruido podía significar su muerte. Tan sólo anhelaba salir de aquel
trance a toda costa. Siempre había sido una chica con suerte y ahora le habría
gustado detenerse un momento para fumarse otro porro. De pronto, tropezó con
algo y cayó de bruces contra el suelo de planchas metálicas. Tenía un pie sujeto e
intentó liberarlo. Era una anilla. Dolorida, distinguió un halo de luz que surgía del
suelo y comprendió que el aro metálico era el asa de una trampilla.
—Cariño, ¿estás bien? —le preguntó—. ¿Te ha hecho daño este hombre? No
llores. No temas.
Amy notó que la bala le rozaba la mejilla pero no tuvo miedo porque se
sentía protegida.
Liz retrocedió arrastrándose por el suelo de tierra del sótano hasta tropezar
con la caja metálica de una máquina que vibraba levemente, y se quedó agachada,
con el corazón tan palpitante que parecía a punto de estallarle.
Liz miró a su alrededor buscando una salida, pero no la había. Aquel lugar
situado bajo el Pasaje del Terror era un laberinto de poleas y motores. Si intentaba
correr, el monstruo la alcanzaría inmediatamente.
Otro paso.
—¡No! ¡Déjame!
—Huele mujer.
«¡Dios mío! —pensó Liz cada vez más confundida—. ¿Es eso lo que desea?
¿Sexo? Quizá sea la manera de escapar de aquí. ¿Por qué no? ¡Pues claro! El sexo
puede ser mi salvación.»
El monstruo se acercó más arrastrando los pies, y con una de sus enormes
garras le acarició la cara.
—¿Me deseas?
—Deseo.
—No me hagas daño. Los dos podemos pasarlo muy bien —propuso
temblorosa.
El horrible ser se relamió sus repulsivos labios con una lengua blancuzca y
moteada, como la de una alienígena. Clavando sus dedos en la fina blusa de la
joven, la hizo jirones. Y una uña hiriente como una hoja de afeitar le produjo un
largo corte en el seno derecho.
Al extraño ser pareció excitarlo más el hilo de sangre que corría por el pecho
de Liz que la visión de su desnudez. De un zarpazo le destrozó los cortos
pantalones.
Amy creyó escuchar un grito, una especie de lamento seco y distante, una
llamada de auxilio causada por el dolor y el miedo. Enseguida reinó otra vez el
silencio, roto únicamente por los sonidos de la feria.
Continuó escuchando unos momentos, pero sólo llegó a sus oídos la música
estridente y las carcajadas del payaso. Se volvió de nuevo hacia Joey, que seguía
junto al cadáver de Conrad, tratando de no mirarlo, Amy lo había librado de sus
ataduras, y aunque las lágrimas corrían por sus mejillas y sus labios temblaban,
trató de aparecer valiente a los ojos de su hermana, cuya opinión era para él más
importante que la de cualquier persona. Por ello, incluso en tan dramáticas
circunstancias, se esforzaba por adoptar un aire impávido. No sollozaba ni
demostraba temor, como si intentara guardar la compostura. E incluso hizo un
esfuerzo por parecer indiferente. Se escupió en las muñecas maltrechas por la
cuerda y restregó suavemente la saliva sobre las rojas marcas, aliviando el dolor de
su piel.
—Joey.
—De acuerdo —asintió él con una voz levemente alterada. Pero, ¿cómo?
¿Dónde está la puerta?
La sensación de que alguien velaba por ellos y los protegía confirió a Amy
renovados ánimos.
—Sí. Pero no está excavado bajo tierra sino que es la planta baja de la
instalación. De modo que debe haber una puerta al exterior.
Volvió a coger su mano y los dos caminaron por el pasadizo entre hileras de
motores. De pronto, al torcer una esquina vieron a Liz. La joven estaba en el suelo,
tumbada de espaldas, y con la cabeza violentamente torcida hacia un lado y los
ojos muy abiertos. Tenía el vientre rasgado y sólo la cubría su propia sangre.
—No mires —dijo Amy, tratando de evitar al niño aquel horror mientras
sentía que el estómago se le contraía.
Como quien camina en un sueño, Amy empujó a Joey hasta colocarlo detrás
de ella.
Amy dio dos pasos más hasta quedar a un metro de la horrible criatura.
Entonces, con un repentino movimiento, levantó el arma y sosteniéndola
firmemente disparó al pecho de su adversario: una, dos, tres veces.
Ocurre a veces que los autores nos vemos obligados a establecer una relación
entre el arte de escribir y el vil metal, es decir, si queremos llevar zapatos, tener
algo que comer y disponer de un recinto algo mayor que el carrito de un
supermercado donde guardar nuestras pertenencias. Conozco, claro está, escritores
que logran situarse por encima de consideraciones tan prosaicas. Pero son gente
que, o bien poseen dinero suficiente, o son hijos de padres prósperos, o tienen
abuelos ricos, o están casados con mujeres que disfrutan de un sueldo generoso.
Nada más decisivo para que un artista ignore la importancia del dinero como el
poseerlo en abundancia. Sin embargo, yo siempre he defendido la opinión de que
padecer una preocupante escasez de dinero durante al menos una década o dos de
vida profesional contribuye en gran escala a incrementar la capacidad creadora de
un autor, porque dicha circunstancia lo sitúa más en contacto con su prójimo y con
los problemas de éste, lo que confiere mayor verismo a su ficción.
Así pues, como digo, acepté el encargo de escribir La feria del terror. Pero si
bien el guión era excelente para realizar una película, apenas si ofrecía un 10 o un
20 por ciento de material válido en el que basar una novela. Pero éste no es un caso
aislado. Una película es más superficial que una novela, y constituye la sombra de
un relato más que una narración auténtica. Por tanto, me vi obligado a crear
personajes nuevos, imaginar episodios complementarios y desarrollar una trama
que condujera gradualmente hacia los hechos que se desarrollan en la calle
principal de la feria en los últimos capítulos y que constituyen precisamente el
núcleo de la película. En realidad no empecé a servirme del guión hasta tener
terminadas las cuatro quintas partes del libro.
Cuando la editorial Jove publicó la primera edición de La feria del terror, tuvo
la intención de ponerla a la venta al tiempo que se estrenaba la película. La Jove era
una sección para libros de bolsillo del Berkley Publishing Group, a su vez división
del Putnam Publishing Group, propiedad de la MCA, un gigante de los medios de
comunicación que englobaba también a los estudios de la Universal. Como puede
apreciarse, todo esto resulta más complicado en el ambiente de postrimerías de
nuestro siglo, que los entresijos de la feria en sí misma. Sin embargo, a última hora,
el estreno de la película sufrió un retraso debido a una cuestión de montaje y el
libro se puso a la venta con tres meses de antelación. Sin embargo, y de manera
sorprendente, se vendieron con suma rapidez ocho ediciones, con un total de un
millón de ejemplares, lo que constituyó un éxito notable para un libro en rústica
privado del respaldo de la tapa. Y así continuó… hasta que la película fue
estrenada.
Debo añadir aquí que Owen West acabó trágicamente, pisoteado por las
pezuñas de unos bueyes almizcleros en Birmania, mientras hacía investigaciones
para una novela acerca de cierto pato prehistórico gigante al que había dado
provisionalmente el nombre de Quackzilla.