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Caza de brujas
CAZA DE BRUJAS
I
Título original: The witch hunter
Autor, 2015
Traducción: Guiomar Manso de Zúñiga, 2015
Revisión: 1.0
31/08/2020
Para Scott
y
Para Inglaterra
ESTOY EN UN EXTREMO de la atestada plaza, observando a los verdugos
prender las hogueras. Los dos hombres, vestidos para el trabajo con capas
rojo oscuro y chamuscados guantes de cuero, caminan alrededor de las
plataformas de madera, las antorchas encendidas por encima de sus
cabezas. En lo alto de cada pira, cuatro brujas y tres magos están
encadenados a un poste, montones de madera apilados a sus pies. Sus ojos
fijos en la muchedumbre, miradas de determinación en las caras.
No sé lo que hicieron; no los capturé yo. Pero sí sé que no saldrá
disculpa alguna de sus bocas. Ninguna súplica de último minuto en busca
de piedad, ninguna promesa de arrepentimiento al pie del cadalso. Incluso
cuando los verdugos acercan las antorchas a la madera y la primera de las
llamas salta hacia el cielo plomizo, permanecen callados. Testarudos hasta
el mismísimo final. No siempre fue así. Pero cuanto peor se ponen las
revueltas Reformistas, más desafiantes se vuelven.
De todas formas no importa lo que hicieron. La magia que usaron.
Hechizos, conjuros, pociones, hierbas. Ahora todo ello es ilegal. Hubo un
tiempo en que esas cosas se toleraban, incluso se fomentaban. La magia se
consideraba útil; antes. Entonces llegó la peste. Provocada por la magia,
extendida por la magia; la magia casi nos destruye. Les avisamos de que
pararan, pero no pararon. Y ahora aquí estamos, de pie en medio de una
plaza sucia bajo un cielo sucio, obligándolos a parar.
A mi derecha, a unos seis metros, está Caleb. Mira fijamente el fuego,
los ojos azules entornados, el ceño ligeramente fruncido. Por su expresión
podría estar triste, podría estar aburrido, podría estar jugando contra sí
mismo una partida de tres en raya. Es difícil de decir. Ni siquiera yo sé lo
que está pensando y le conozco mejor que nadie.
Moverá ficha pronto, antes de que comiencen las protestas. Ya puedo oír
los murmullos, el arrastrar de pies inquietos, algún grito aislado de los
familiares. La gente lleva palos en alto, pedruscos en las manos. No actúan
por respeto a los hombres y mujeres que están en la hoguera. Pero una vez
que se hayan ido, empezará la violencia. Contra los verdugos, contra los
guardias que vigilan en la acera, contra cualquiera que apoye la justicia
impartida ante nuestros ojos. La gente le tiene miedo a la magia, sí. Pero las
consecuencias de castigar la magia les dan aún más miedo.
Por fin lo veo: un pequeño tirón de un rizo de pelo rubio oscuro, una
mano metida lentamente en el bolsillo.
Es la hora.
Estoy a mitad de la plaza cuando estallan los gritos. Siento un empujón
por detrás, después otro. Pierdo el equilibrio y me estampo contra la espalda
del hombre que tengo delante.
—Eh, ten cuidado. —Se gira y me mira con cara de pocos amigos. Se le
borra en cuanto me ve—. Discúlpeme, señorita. No la he visto, y… —Se
calla, me observa con atención—. Por Dios, pero si no eres más que una
chiquilla. No deberías estar aquí. Vete a casa. Aquí no hay nada que
necesites ver.
Asiento y retrocedo. En una cosa tiene razón: aquí no hay nada que
necesite ver. Y tendría que estar en otro sitio.
Sigo a Caleb por una ancha calle adoquinada, luego a través de The
Shambles, un laberinto de estrechas callejuelas embarradas, encajonadas
entre retorcidas casas de madera oscura pegadas unas a otras, cuyos tejados
a dos aguas proyectan una sombra casi permanente sobre la calle. Las
recorremos deprisa: el Callejón de la Vaca, la Travesía del Faisán, la
Callejuela del Ganso. Todas las calles de esta zona tienen nombres tan
estrafalarios como estos, reminiscencia de la época en que la plaza de
Tyburn se utilizaba para reunir al ganado.
Ahora se utiliza para otro tipo de matanza.
Las calles están desiertas, como lo están siempre en día de quema. Los
que no están viendo las hogueras arder están en el Palacio de Ravenscourt
protestando por ellas, o en cualquiera de las tabernas de Upminster
intentando olvidarlas. Es un riesgo llevar a cabo una detención hoy. Nos
arriesgamos al andar entre la muchedumbre, nos arriesgamos a que nos
vean. Si estuviéramos deteniendo a una bruja normal y corriente,
probablemente no correríamos ese riesgo.
Pero esta no es una detención normal y corriente.
Caleb tira de mí y me mete en un portal vacío.
—¿Preparada?
—Por supuesto. —Sonrío.
Me devuelve la sonrisa.
—Todo listo, entonces.
Meto la mano debajo de la capa y saco mi espada. Caleb hace un gesto
de aprobación.
—Los guardias nos están esperando abajo en Faisán y, solo por si acaso,
tengo a Marcus apostado en Ganso y a Linus cubriendo Vaca. —Una pausa
—. Dios, estas calles tienen nombres estúpidos.
Reprimo una carcajada.
—Lo sé. Pero no voy a necesitar su ayuda. Estaré perfectamente.
—Si tú lo dices. —Caleb mete la mano en el bolsillo y saca una corona.
Sujeta la moneda entre el pulgar y el índice y me la pone delante de los ojos
—. ¿Lo de siempre, entonces?
No me lo puedo creer.
—Que más quisieras. Tengo que atrapar a cinco, así que me merezco
cinco veces la recompensa. Además, estos son nigromantes. Lo que
significa que hay al menos un cadáver, un charco de sangre, un saco de
huesos… eso se merece un soberano como mínimo, tacaño.
Caleb se ríe.
—Eres dura negociando, Grey. Vale. Dejémoslo en dos soberanos y
unas copas al acabar. ¿Trato hecho?
—Trato hecho. —Le doy la mano, pero en lugar de apretármela, la besa.
Me aletean unas mariposas en el estómago y siento que me empiezan a
arder las mejillas. Pero él no parece darse cuenta. Se limita a meterse la
moneda otra vez en el bolsillo, luego saca una daga de su cinturón, la lanza
al aire y la atrapa con gran habilidad.
—Bien. Pues vamos. Estos nigromantes no se van a detener a sí
mismos, ya lo sabes.
Echamos a andar por delante de las casas, nuestras pisadas chapotean
suavemente en el barro. Por fin llegamos a la que estamos buscando. Tiene
el mismo aspecto que todas las demás: una mole de yeso blanco y sucio con
una puerta de madera cubierta de pintura roja desconchada. Pero distinta de
todas las demás, dado lo que hay al otro lado. Los magos que suelo capturar
aún están vivos, aún son corpóreos. Hoy no es así. Se me hace un nudo en
el estómago, como siempre antes de una detención: en parte por emoción,
en parte por nervios, en parte por miedo.
—Yo la abro de una patada, pero tú entras primero —me dice Caleb—.
Te encargas de todo. Es tu captura. La espada desenvainada y en alto. No la
bajes, ni por un instante. Y lee la orden de detención inmediatamente.
—Ya lo sé. —No entiendo por qué me está diciendo esto—. No es mi
primera vez, ¿recuerdas?
—Sí. Pero esta vez no será como las otras. Ellos no serán como los
otros. Entra y sal. No hagas nada raro. Y no más errores, ¿de acuerdo? No
puedo seguir cubriéndote.
Pienso en todas las cosas que he hecho mal en el último mes. La bruja a
la que perseguí callejón abajo y que casi se me escapa. La chimenea en la
que me quedé atascada intentando encontrar un zulo oculto de libros de
magia. La casita de campo que asalté y que no albergaba magos preparando
pociones sino a un par de ancianos frailes preparando cerveza. Son solo
pequeños errores, lo sé. Pero yo no cometo errores.
Al menos no solía hacerlo.
—Vale. —Alzo la espada, la empuñadura resbala entre mis manos
sudorosas. Me las seco con la capa a toda prisa. Caleb echa la pierna hacia
atrás y estampa el pie contra la puerta. Se abre estrepitosamente e irrumpo
en la casa.
Dentro están los cinco nigromantes que estoy buscando, apretujados
alrededor de un fuego en el centro de la habitación. Hay un gran caldero
colgado por encima de las llamas, un apestoso humo rosa sale ondulante de
su parte superior. Cada uno de ellos lleva una larga y deshilachada túnica
marrón con enormes capuchas que ocultan sus caras. Están ahí de pie,
gimiendo y canturreando y sujetando huesos (huesos de brazos o los huesos
de la pierna de una persona muy pequeña) y agitándolos como un puñado
de chamanes malditos. Podría haberme reído si no me dieran tanto asco.
Camino en círculo a su alrededor, apuntándole con la espada.
—Hermes Trismegistus, Ostanes el Persa, Olympiodorous de Tebas…
Me detengo, sintiéndome como una idiota. Estos nigromantes y los
estúpidos nombres que se ponen. Siempre están intentando ser más
originales que los demás.
—Vosotros cinco —digo para abreviar—. Por la autoridad del rey
Malcolm de Anglia, tengo orden de deteneros por el crimen de brujería.
Siguen canturreando, ni siquiera levantan la vista. Echo un fugaz
vistazo a Caleb. Está al lado de la puerta, jugando a tirar su daga al aire.
Parece que le hacen gracia.
—Por la presente, se os ordena volver con nosotros a la prisión de Fleet
para permanecer bajo arresto y esperar vuestro juicio, presidido por el
Inquisidor, Lord Blackwell, duque de Norwich. Si se os encuentra
culpables, seréis ejecutados en la horca o en la hoguera, según decida el rey,
y vuestras tierras y bienes pasarán a manos de la corona. —Me paro a
recuperar la respiración—. Que Dios os ayude.
Esta es normalmente la parte en que protestan, cuando dicen que son
inocentes, cuando piden pruebas. Siempre dicen eso. Aún no ha llegado el
día en que detenga a una bruja o un mago y me diga: «Bueno, sí. He
realizado conjuros ilegales y he leído libros ilegales y comprado hierbas
ilegales y ¡gracias a Dios que has venido a detenerme!». En vez de eso,
siempre es: «¿Por qué estás aquí?» y «te has equivocado de persona» y
«¡debe de haber un error!». Pero nunca es un error. Si aparezco a la puerta
de tu casa, es porque has hecho algo para llevarme hasta ella.
Igual que estos nigromantes.
Sigo adelante.
—Martes, 25 de octubre de 1558: Ostanes el Persa compra acónito, un
conocido veneno, en el mercado negro de Hatch End. Domingo, 13 de
noviembre de 1558: Hermes Trismegistus graba el Sello de Salomón, un
talismán utilizado para convocar a los espíritus, en la Muralla de Adriano a
las afueras de la ciudad. Viernes, 18 de noviembre de 1558: los cinco
sujetos son vistos en el Cementerio de Todos los Santos, en Fortune Green,
exhumando el cadáver de Pseudo-Democritus, nacido Daniel Smith, otro
conocido nigromante.
Aún nada. Simplemente siguen con su canturreo, como una colmena de
viejas abejas. Me aclaro la garganta y continúo, más alto esta vez.
—Los sujetos poseen los siguientes textos, todos ellos incluidos en la
lista de Librorum Prohibitorum, la lista oficial del rey de libros prohibidos:
Magister Sententiarum, de Albertus Magnus; El nuevo libro de hechizos
comunes, de Thomas Cranmer; Manual de un caballero Reformista, de
Desiderius.
Tienen que reaccionar ante esto. No hay cosa que más odien los magos
que descubrir que he estado dentro de sus casas, encontrando cosas en sitios
donde pensaban que nadie miraría jamás. Pequeños nichos ahuecados bajo
los tablones de madera del suelo. Debajo del gallinero. Apretujadas dentro
de colchones de paja. No hay nada que un mago pueda esconder y que yo
no pueda encontrar.
Se me ocurre que es bastante inútil que les recite sus crímenes, si se
tiene en cuenta que los he pillado en medio de uno mucho más grave. No
estoy segura de qué hacer. No tengo todo el día para quedarme aquí
escuchando a estos viejos ridículos canturrear, y no puedo dejar que
terminen su hechizo. Pero tampoco puedo realmente plantarme ahí en
medio y deshacerme de ellos con mi espada. Se supone que tenemos que
capturarlos, nunca matarlos. Una regla de Blackwell. Y ninguno de nosotros
se atrevería a romperla. Aun así, aprieto los dedos en torno a la empuñadura
y estoy impaciente por empezar a dar estocadas, hasta que la veo: una
forma que empieza a materializarse en la bruma rosácea del caldero.
Asciende por el aire, meciéndose y ondulando en la inexistente brisa.
Sea lo que sea esa cosa que están a medio camino de conjurar (supongo que
es Pseudo-Democritus, nacido Daniel Smith, a quien les vi exhumar), es
espantosa. Algo entre un cadáver y un fantasma, traslúcido pero
pudriéndose, piel musgosa, extremidades descoyuntadas y órganos a la
vista. Emite un extraño sonido zumbón y me doy cuenta de que está
cubierto de moscas.
—Elizabeth.
La voz de Caleb me pilla por sorpresa. Ahora está a mi lado, blandiendo
la daga ante sí, con la mirada fija en esa cosa que tenemos delante de
nosotros.
—¿Qué opinas? —susurro—. ¿Es un fantasma?
Caleb sacude la cabeza.
—No lo creo. Es demasiado…
—¿Jugoso?
Caleb hace una mueca.
—Puaj. Sabes que preferiría que dijeras viscoso. Pero, sí. Y no harían
falta cinco hombres para convocar a un fantasma, así que mi apuesta es: ¿un
gul? O sea, un espíritu necrófago. Quizás un retornado, alguien que ha
regresado de la muerte. Es difícil de decir. Todavía no está del todo formado
como para que pueda distinguirlo.
Asiento.
—Tenemos que detenerlos antes de que acaben —continúa Caleb—. Tú
encárgate de los dos de la izquierda, yo me encargo de los tres de la
derecha.
—De ninguna manera. —Me vuelvo para mirarle—. Esta es mi
detención. Yo me encargo de los cinco. Ese era el trato. Tú te puedes quedar
con la cosa viscosa del caldero.
—No. No te puedes enfrentar a cinco tú sola.
—Te apuesto tres soberanos más a que puedo.
—Elizabeth…
—No me andes diciendo Elizabeth…
—¡Elizabeth!
Caleb me agarra por los hombros y me da la vuelta. Los nigromantes
han dejado de canturrear y la habitación se ha sumido en un profundo
silencio. Nos están mirando fijamente. En lugar de huesos, llevan largos
cuchillos curvos entre las manos, todos apuntando hacia nosotros.
Me sacudo a Caleb de encima y doy un paso hacia ellos, con la espada
en alto.
—¿Qué estás haciendo aquí, chica? —me pregunta uno de los hombres.
—Estoy aquí para deteneros.
—¿De qué se nos acusa?
Bufo irritada. Si cree que voy a volver a recitar la letanía de esta
detención otra vez, va listo.
—Esa cosa. —Hago un gesto con la espada hacia la espasmódica
aparición—. Se os acusa de eso.
—¿Cosa? —dice uno, con aire de indignación—. Eso no es una cosa.
Es un gul.
—Te lo dije —susurra Caleb a mi espalda. Le ignoro.
—Y es la última cosa que verás jamás —añade el nigromante.
—Que te lo has creído —contesto, mientras echo mano de mis esposas.
Bajo la vista solo un segundo, para desengancharlas del cinturón. Pero es
suficiente. Uno de los nigromantes lanza su cuchillo por los aires.
—¡Cuidado! —grita Caleb.
Pero es demasiado tarde. El cuchillo aterriza con un ruido enfermizo en
mi pecho, justo por encima del corazón.
—MALDICIÓN.
Dejo caer mi espada, me arranco el cuchillo del pecho y lo tiro al suelo.
Siento un fogonazo de calor en el abdomen, seguido de una profunda
sensación de hormigueo. Y en un instante, la herida se cura. Casi no hay
sangre; ni siquiera me duele, al menos no mucho. Al ver esto, los cinco
nigromantes se quedan inmóviles. Lo saben, en cuanto entré por la puerta lo
supieron, pero saberlo es completamente distinto de verlo en acción: el
estigma que llevo marcado a fuego en la piel por encima del ombligo. XIII.
El estigma que me protege y demuestra lo que soy. La encargada de hacer
cumplir la ley de la Tabla Decimotercera. Una cazadora de brujas.
Retroceden, como si yo fuera a la que hay que temer.
Y sí que lo soy, soy aquella a la que hay que temer.
Me abalanzo sobre ellos y le doy un puñetazo en el abdomen al
nigromante más cercano. Se dobla por la cintura y aprovecho para
incrustarle el codo en la nuca y observar cómo se desploma en el suelo. Me
giro para atacar a otro. Le pego tal pisotón que le inmovilizo contra el suelo
y estampo mi otro pie contra el lateral de su rótula. Cae de rodillas,
aullando. En un abrir y cerrar de ojos, le agarro por las muñecas y se las ato
firmemente con las esposas de latón. El latón es inmune a la magia; ya no
tiene escapatoria.
Me encaro con los otros tres. Tienen los brazos estirados delante de
ellos y retroceden poco a poco. Por el rabillo del ojo, veo a Caleb
observándome. Está sonriendo de oreja a oreja.
Cojo otro par de esposas del cinturón y me dirijo hacia ellos. De cerca,
puedo ver lo viejos que son en realidad. Pelo gris, piel surcada de arrugas,
ojos acuosos. Todos tienen por lo menos setenta años. Me gustaría decirles
que estarían mejor yendo a misa y rezando sus oraciones en lugar de
exhumando cadáveres y conjurando espíritus, ¿pero para qué? No me
escucharían.
Nunca lo hacen.
Agarro las muñecas de un nigromante y planto las esposas a su
alrededor. Antes de que pueda alcanzar a los otros dos, se escabullen, uno
de ellos murmurando un encantamiento en voz baja.
—Mutzak tamshich kadima.
La habitación se queda en silencio de golpe. El fuego deja de arder y el
ondulante humo rosáceo desaparece, retrocediendo hacia el caldero como si
nunca hubiera existido. El nigromante sigue murmurando; está intentando
completar el ritual. Agarro una daga de mi cinturón y se la lanzo para
intentar detenerle. Pero es demasiado tarde. El espíritu que flotaba por
encima del caldero en lo alto, antes espantoso pero inofensivo, se solidifica.
Cae delante de mí con un golpe sordo.
Caleb maldice entre dientes.
Antes de que cualquiera de nosotros pueda moverse, el gul me tira al
suelo, cierra sus frías manos putrefactas alrededor de mi cuello y empieza a
apretar.
—¡Elizabeth! —Caleb se lanza en mi ayuda, pero antes de que pueda
llegar hasta mí, los últimos dos nigromantes se vuelven hacia él con los
cuchillos en alto.
Agarro las manos del gul. Tiro de sus muñecas, le araño y le doy golpes
en los brazos. Intento aspirar algo de aire, aunque huela a tierra y
putrefacción y muerte. Eso no le detiene. Puedo oír a Caleb gritando mi
nombre e intento contestar, pero mi voz sale como un susurro estrangulado.
Sigo forcejeando, me retuerzo de atrás adelante para intentar que me suelte.
Pero es demasiado fuerte.
Me empieza a fallar la visión, desaparece envuelta en manchurrones
negros. Palpo desesperadamente el suelo de piedra, intentando alcanzar mi
espada. Pero está demasiado lejos. Y Caleb no me puede ayudar. Aunque ha
conseguido inmovilizar a un nigromante en el suelo y ponerle las esposas,
todavía está peleando con el otro, que lanza objetos por los aires en su
dirección: muebles y humeantes troncos y huesos. Estoy sola. Existe una
forma de salir de esto, sé que la hay. Pero si no la encuentro pronto, este gul
me va a estrangular hasta la muerte. Ni siquiera mi estigma me puede
proteger contra eso.
Entonces se me ocurre una idea.
Contengo el último soplo de aire que me queda, exhalo lo que espero
sea un convincente último aliento, y me quedo quieta. Dejo que se me abra
la boca, que se me pongan los ojos en blanco. No sé si va a funcionar,
porque esta cosa está muerta y quizás a los muertos no se les pueda engañar.
Cuando no deja de apretar, pienso que he cometido un error, y me cuesta un
esfuerzo sobrehumano seguir inmóvil.
Por fin para. En el segundo que tarda en soltarme el cuello, meto la
mano en la bolsa de sal que llevo en el cinturón, cojo un puñado y se lo
lanzo a la cara.
Un aullido inhumano atraviesa la habitación cuando la sal derrite lo que
queda de su piel y penetra en su cráneo, sus ojos, su cerebro, disolviéndolo
todo en una pegajosa masa gris. Cálidos y putrefactos pedazos de carne
gotean sobre mi cara y mi pelo; un globo ocular sale rodando de su cuenca
y queda colgando delante de mí como una viscosa pelota de bramante.
Reprimiendo una arcada, ruedo hacia un lado, agarro la espada del suelo y
dibujo con ella un gran arco. La hoja corta limpiamente a través del cuello
del gul que, con un remolino de aire caliente y otro aullido desgarrador,
desaparece.
El último nigromante se queda quieto al oír el grito, los objetos que
había hecho volar por toda la habitación caen al suelo bruscamente. Caleb
no duda ni un instante.
Le agarra la parte de atrás de la cabeza y la estampa contra su rodilla,
luego le da un puñetazo tan fuerte en la cara que el nigromante se tambalea
hacia atrás y cae sobre el fuego. Antes de que pueda moverse, Caleb se
agacha a su lado y le planta unas esposas alrededor de las muñecas.
Se queda ahí parado un instante, la cabeza baja, resollando. Tiene el
rubio pelo empapado en sudor y pegado a la frente, la cara pringada de
sangre. Yo sigo tirada en el suelo, las manos y la ropa cubiertas de tierra y
putrefacción y Dios sabe qué más. Al final, Caleb levanta la cabeza y me
mira.
Y los dos rompemos a reír.
Esta vez, mis ojos se abren. Tardan un minuto en enfocar. Todo está
borroso por los bordes. Miro el techo, parpadeando sin parar. Lentamente,
consigo enfocarlo. Yeso encalado, enredaderas verde oscuro pintadas por su
superficie, hojas diminutas y ramitas retorcidas se extienden hasta las
paredes blancas. Una lámpara de araña, de hierro, cuelga de una cadena, sus
muchas velas apagadas. Aturdida, sigo el dibujo de una de las plantas: baja
por la pared y se enrosca alrededor de una ventana cubierta por cortinas de
terciopelo verde. Están bien cerradas, ni un rayo de luz se cuela a través de
ellas. ¿De dónde proviene la luz, entonces?
Giro la cabeza hacia el otro lado y la veo: una única vela descansa sobre
una mesa por lo demás vacía, parpadea suavemente. Observo la diminuta
columna de humo que asciende alejándose de la llama. Se me empiezan a
cerrar los ojos otra vez cuando me doy cuenta de que no sé dónde estoy.
Me enderezo de golpe, luego doy un pequeño respingo al descubrir que
no estoy sola. Ahí, sentado en una silla al pie de mi cama, está George, el
bufón del rey. Ya me parecía que su voz me sonaba familiar.
Tiene los pies en alto, sobre un taburete, una manta por encima del
cuerpo y remetida bajo la barbilla. Está profundamente dormido. Sin pensar,
salgo a trompicones de la cama. Hacia él o alejándome de él, no lo sé. Pero
mis piernas están más débiles de lo que esperaba y me caigo al suelo.
—¿Vas a alguna parte? —murmura, observándome a través de un ojo
medio abierto.
—Sí. No. No lo sé. —Gateo hasta ponerme de rodillas, sujeto las
sábanas alrededor de mi cuerpo—. ¿Qué estás haciendo tú aquí?
—Ah, sí. La pregunta del millón. —Levanta los ojos al cielo—. Los
teólogos hace mucho que creen que nuestro tiempo aquí en la tierra es…
—No me refiero a eso —espeto indignada y él se echa a reír—. Quiero
decir, ¿siempre duermes a los pies de la cama de otras personas?
—Tranquila. —Se sienta más derecho y baja los pies al suelo. Su pelo
oscuro está de punta en todas direcciones, lo que le hace parecer más joven
de lo que es—. John dijo que probablemente te despertarías pronto. No
quería que despertaras sola, en un lugar desconocido y todo eso.
—¿Dónde estoy?
—En casa de Nicholas. Él te trajo aquí después de… ya sabes. —
Sacude la cabeza—. No haces que las cosas resulten demasiado fáciles,
¿eh?
¡Nicholas! Estoy en casa de Nicholas Perevil. Entonces lo recuerdo todo
de golpe. La detención. Cuando me metieron en Fleet. La visita de Caleb; el
hecho de que no regresara. Luego la aparición de Nicholas, buscándome.
Trayéndome hasta aquí.
Espera un minuto.
—Tú eres un bufón —digo—. El bufón de Malcolm. ¿Qué estás
haciendo en casa de Nicholas Perevil?
George se pone de pie y se estira.
—¿Dónde vas?
—A buscar a Nicholas.
—¿Qué? No. ¿Por qué?
George me dedica una mirada que no soy capaz de descifrar.
—Solo quiere hablar contigo. Me pidió que le avisara en cuanto te
despertaras. —Cruza la habitación y alarga la mano hacia mí. La miro por
un instante, luego dejo que me ayude a levantarme—. Él te lo explicará
todo. Vuelvo en seguida. —La puerta se cierra a su espalda con un leve
golpe.
Camino arriba y abajo por la habitación, intentando controlar los
nervios. Estoy en casa del criminal más peligroso de Anglia y ¿lo único que
quiere es hablar? Ya.
Si George hubiera dicho que Nicholas quería atarme a una silla y
pegarme una paliza hasta que mis ojos dieran vueltas en sus cuencas, me lo
hubiera podido creer. ¿Empaparme de agua y sacarme a la intemperie hasta
que me congelara? Claro. ¿Verter plomo fundido sobre mi piel?
¿Reventarme las rodillas? ¿Aplastar mis dedos con unas empulgueras?
¿Cortarme las piernas? En verdad, las posibilidades son infinitas. Hablar es
la menos probable de todas.
Peor aún: ¿qué pasa si me hace algún tipo de conjuro? Pienso en él
viniendo a verme aquí, como vino a mí en la celda. Multiplicándose,
rodeándome, agobiándome. Nunca había visto magia como esa antes. Ni
siquiera sabía que fuera posible. Un pequeño escalofrío recorre mi cuerpo.
Porque por mucho que odie admitirlo, me da miedo.
Él me da miedo.
Me vuelvo a sentar en la cama. Miro a mi alrededor. Hay una chimenea
detrás de la silla en la que George estaba durmiendo, el fuego débil pero
cálido. Una mullida alfombra cubre el suelo. La cama es grande y blanda,
las sábanas limpias y con olor a lavanda. Entonces me doy cuenta de que yo
también estoy limpia. Mi mugriento vestido ha desaparecido, reemplazado
por un simple camisón de lino. Me doy cuenta de que durante el tiempo que
he pasado aquí, sea el que sea, e independientemente de lo que Nicholas
Perevil quiera de mí, no me han tratado nada mal.
Todavía.
No sé qué hacer. No puedo huir, no puedo esconderme. Mi primer
instinto es luchar, pero no puedo hacer eso tampoco. No sin dejar ver mis
intenciones. No sé lo que saben acerca de mí; ni siquiera sé lo que quieren
de mí. Pero si quiero salir de aquí, más me vale enterarme de ambas cosas.
Llaman suavemente a la puerta y, antes de que pueda contestar,
Nicholas entra en la habitación, George va pisándole los talones.
Por su aspecto, está claro que dormía, y parece incluso más viejo de lo
que recordaba. Lleva una bata azul oscuro, muy ceñida en torno a la cintura.
Me mira de arriba abajo, luego asiente imperceptiblemente. Está tan flaco
que puedo distinguir los tendones de su cuello, los afilados ángulos de sus
pómulos.
—¿Qué tal te encuentras?
—Muy bien —le digo. Es verdad. Quizás un poco débil y me duele el
pecho al respirar. Tengo bastante sed. Vale, podría comer algo. Pero aparte
de eso, realmente me encuentro muy bien.
Nicholas sonríe, como si estuviera leyéndome el pensamiento.
—Tenemos que darle las gracias a John por eso —explica—. Tiene un
don. —Con un pequeño quejido, se sienta en la silla en la que George había
estado durmiendo. George se queda a su lado, en actitud protectora—.
Entonces, Elizabeth, quieres saber por qué estás aquí.
Es una afirmación, no una pregunta. Así que asiento.
Nicholas empieza a contestar cuando alguien llama suavemente a la
puerta. George va a abrirla. Entra un joven llevando dos copas de peltre.
Echan un poco de vapor, diminutas volutas de humo blanco flotan por el
aire. Le entrega una a Nicholas, que la toma agradecido. A continuación se
dirige hacia mí con la otra.
—Elizabeth, este es John Raleigh, nuestro curandero —dice Nicholas.
¿Curandero? Frunzo el ceño. No lo puedo remediar. Por lo general,
curandero es solo otra palabra para decir mago. Me ofrece la copa. No la
cojo.
—Es angélica y bardana —me explica.
Encojo los hombros. Si no es una hierba que pueda envenenar o matar,
no la conozco.
—No es más que un purificador de sangre. Más algo para ayudar a tu
estómago. Eso es todo. —Una pausa—. Bueno, añadí un poco de pepino
para bajarte la fiebre, algo de pimpinela y de olmo para la tos. Una pizca de
avena para tu sarpullido. Artemisa, también, porque tienes pulgas. Un par
de gotas de amapola, solo para ayudarte a relajarte. Pero eso es todo, de
verdad. Lo juro.
Entonces sonríe. Es una sonrisa agradable, cálida y amistosa. No la
sonrisa de alguien que quiere llenarme de veneno y observar cómo caigo
redonda sobre la alfombra, echando espumarajos por la boca y sufriendo
espasmos durante una larga y agonizante muerte ante sus ojos. Aun así,
cuando me vuelve a ofrecer la copa, no la cojo.
Quizás sepa lo que estoy pensando, porque dice:
—Si quisiera hacerte daño, no te hubiera dado nada de nada. Has estado
bebiendo esto desde que llegaste aquí.
Miro a George. No sé por qué, pero me da la sensación de que si
estuviera a punto de beberme un tazón de veneno, él me lo diría. O al
menos haría alguna broma sobre ello antes.
Hace un gesto con la cabeza para animarme.
Cojo bruscamente la copa de manos del curandero y me bebo el
contenido de una sola vez. Sabe a apio.
John se ríe un poco, como si hubiera hecho algo gracioso. No se parece
a los típicos curanderos, al menos no a los que yo he visto. La mayoría son
viejos, grises y desdentados. Por no mencionar que suelen ser mujeres. Pero
él es joven, de mi edad. Quizás un poco mayor. Pelo oscuro y rizado, más o
menos largo, ojos color avellana. Alto. Un poco desaliñado, como si
necesitara un afeitado. Pero puede que eso sea porque es de madrugada.
Cuando le devuelvo la copa, me doy cuenta que lleva la camisa mal
abotonada.
La toma y se acerca a comprobar cómo va Nicholas, que no necesita
una explicación sobre lo que contiene su copa. Pero me pregunto lo que es.
John pone la mano en la frente de Nicholas, luego alrededor de su muñeca.
Frunce el ceño.
—No esté mucho rato, ¿de acuerdo? —John me mira—. Eso va por ti
también.
Arqueo las cejas. Nicholas me sonríe.
—Es muy estricto —dice, señalando a John con la barbilla.
—Como un cura en domingo —apunta George.
John le contesta con algo que un cura en domingo a buen seguro no
haría. George y Nicholas estallan en carcajadas. Empiezo a sonreír, pero me
detengo inmediatamente.
—Vendré a veros a los dos por la mañana —dice John, dirigiéndose a la
puerta.
—No tienes por qué hacerlo —suelto de repente. Los curanderos me
ponen nerviosa. Y la idea de que este curandero demasiado joven y
decididamente demasiado masculino entre en mi habitación, solo, cuando
estoy en la cama, me pone aún más nerviosa.
—¿Por qué razón no iba a hacerlo? —pregunta George, perplejo—. Ha
venido a verte cada hora desde que llegaste. Si ahora lo dejamos en dos
veces al día, es una enorme mejoría.
Siento que me empiezan a arder las mejillas. ¿Cada hora? ¿Fue él el que
me cambió la ropa? ¿El que me lavó? No, esa fue la chica. Dios, espero que
fuera la chica.
—No es necesario, eso es todo. Estoy muy bien —repito otra vez, pero
John ni siquiera me está mirando. Mira a George con cara de pocos amigos.
Después se vuelve hacia mí con una pequeña sonrisa en los labios.
—No discutas con el clero. —Cierra la puerta a su espalda sin hacer ni
un ruido.
Nicholas se recuesta en la silla y da un sorbito de su bebida. Espero a
que diga algo, pero simplemente se queda ahí sentado, tamborileando con
una uña sobre la copa y estudiando su contenido. Al final, habla.
—Elizabeth, hasta ahora has sido una buena y leal súbdita del rey
Malcolm, ¿no es así?
—Sí.
—Como tal, hasta ahora has respetado las reglas y leyes de este reino,
¿correcto?
Dudo un instante, luego asiento. ¿A dónde quiere llegar con esto?
—Creyeras o no que sus reglas eran justas.
Ahí es a donde quería llegar.
—Sí.
Apura su copa y se la entrega a George.
—Como puede que sepas, no todos los súbditos del rey Malcolm son
tan leales como tú. No todos acatan sus reglas. Muchos de ellos, entre los
que me incluyo, creen que sus reglas son erróneas. ¿Cómo puede ser
correcto que a una chica inocente como tú la metan en prisión y la
condenen a muerte? Y solo por poseer hierbas.
Las hierbas.
Supongo que no me sorprende que sepa de ellas. Sabía mi nombre, supo
que estaba en prisión. Lo lógico es que supiera por qué. Y para lo que las
utilizaba.
¿Quién más lo sabe? ¿Ese curandero? ¿La chica? ¿George? Un vistazo a
este último me lo confirma: baja la vista, muy concentrado en examinarse
las uñas.
Noto que un cálido rubor empieza a invadir mis mejillas otra vez, y
agacho la cabeza con la esperanza de ocultarlo.
—Está bien —dice Nicholas, su voz profunda y tranquila—. Aquí nadie
te recriminará nada. Aquí nadie va a juzgarte, ni a hacerte daño. Ahora estás
a salvo.
A salvo. Es lo mismo que dijo en prisión. Justo después de que se
multiplicara a mi alrededor y me rodeara y utilizara la magia para
dominarme. Es suficiente para recordarme las quemas, la muerte, suficiente
para recordarme quién es mi enemigo. Ha sido una bufonada olvidarlo,
siquiera un instante.
Una bufonada.
—Tú. —Me vuelvo hacia George—. Tú no eres un bufón en absoluto,
¿no? Eres un Reformista. Un espía. —No me puedo creer que tardara tanto
en darme cuenta.
George mira a Nicholas que asiente.
—Sí. Es verdad —dice George—. Soy un espía. Y un Reformista. Pero
créeme, también soy bufón —añade, guiñándome un ojo.
No me puedo creer que Nicholas se las apañara para colocar a un espía
directamente bajo la nariz de Malcolm. Es más, no me puedo creer que lo
admita. Esto es demasiado, incluso para mí. Tengo que salir de aquí. Y
cuanto antes haga hablar a este mago, antes podré averiguar cómo hacerlo.
—En Fleet, me dijo que le habían enviado a buscarme —le cuento a
Nicholas—. ¿Quién le envió?
—De vez en cuando, consultamos con una vidente. Ella nos ayuda
diciéndonos cosas. Cosas que aún no han sucedido, cosas que ya han
sucedido pero que todavía no sabemos. Todo lo que nos ha dicho ha
resultado cierto, siempre, así que nos tomamos sus visiones muy en serio.
Empieza a no gustarme cómo suena todo esto. Pero continúa.
—Las últimas dos veces que la vimos, nos dijo que teníamos que
encontrarte, específicamente a ti, y traerte aquí.
—¿A mí? —El miedo que sentí más temprano ha regresado—. ¿Por
qué?
Nicholas sacude la cabeza.
—No lo sabemos. No ha sido capaz de decírnoslo, al menos no todavía.
Los videntes hablan con circunloquios a veces. En ocasiones son necesarias
varias visiones para desentrañar por completo lo que quieren decir. Pero
ahora que estás aquí, eso cambiará. Te llevaremos ante ella y será capaz de
contárnoslo todo.
Puede que no esté claro para Nicholas, pero lo está para mí. Esta vidente
está encontrando cazadores de brujas. Porque si de verdad buscan detener
las quemas, matar a los cazadores de brujas es un buen sitio por el que
empezar. En cuanto se den cuenta de lo que soy, empezarán conmigo.
No puedo matarle: regla de Blackwell. No puedo pelear contra él ni
capturarle: todavía estoy demasiado débil y no estoy dispuesta a
arriesgarme a que haga más magia conmigo. Lo que me deja solo una
opción:
Escaparme.
Salir de esta casa, volver a Upminster. Encontrar a Caleb y contarle lo
sucedido. Guiarle directamente de vuelta a este lugar, junto con todos los
cazadores de brujas que tenemos. Es la única esperanza que me queda de
recuperar el favor de Blackwell. La única esperanza de salir de aquí con
vida. Así que hago la única cosa que sé que seguro que empujará tanto a
George como a Nicholas a abandonar esta habitación: escondo la cara entre
las manos y finjo echarme a llorar.
—Lo siento —susurro, con voz de chica inocente—. Son muchas cosas
que asimilar. Creo que aún estoy enferma. Quizás si pudiera descansar un
poco más…
—Por supuesto —dice Nicholas, haciendo ademán de levantarse.
George le ayuda a hacerlo—. Comprendo que esto ha sido muy fatigoso
para ti. Podemos hablar por la mañana.
—Estoy segura de que me encontraré mucho mejor para entonces —le
digo. Cuando esté a medio camino de Upminster, quiero decir.
George acompaña a Nicholas hasta la puerta.
—Buenas noches, Elizabeth —dice con voz queda—. Que duermas
bien. —Y desaparece detrás de la puerta.
Bajo la vista para ocultar mi sonrisa. No es de extrañar que estos
Reformistas no hayan sido capaces de hacerse con el poder. Son demasiado
confiados. Cuando levanto la vista, George me está mirando atentamente.
—¿Qué?
—Nada —dice él, cerrando la puerta. Por dentro.
—¿Qué estás haciendo?
—Creo que me quedaré. Ya sabes. Como estás tan disgustada y todo
eso… —Se instala otra vez en la silla, planta los pies sobre el taburete y se
echa la manta por encima. Después cierra los ojos. Juraría que le he visto
sonreír.
Parece que no son tan confiados, después de todo.
PODRÍA MATARLE, por supuesto; Blackwell no tiene reglas en contra de
matar bufones. Sobre todo cuando el bufón no es un bufón en absoluto, sino
un Reformista y un espía.
Podría hacerlo aquí. Podría hacerlo ahora.
Pero George no caerá sin pelear. Llamará para pedir ayuda y a saber
quién vendría. Magos, sin duda. Reformistas, por supuesto. Espías, brujas,
curanderas… Solo Dios sabe quién más hay en esta casa. No importa lo que
sean, me superan en número. No estoy lo bastante fuerte como para luchar
contra todos a la vez y luego conseguir volver a Upminster. No en mi estado
actual. No tengo ropa, ni abrigo, ni armas. Ni siquiera tengo zapatos. Una
cosa es escapar en estas condiciones. Otra muy distinta es luchar contra
ellos.
Todo lo que puedo hacer ahora es observar y esperar. Observar el
entorno, vigilarme las espaldas. Esperar hasta estar más fuerte, esperar a
que se presente una oportunidad. Siempre acaba llegando una.
Satisfecha con mi plan, me meto bajo las cálidas mantas. En un instante,
estoy dormida.
Cuando me despierto de nuevo, es de día. George está delante de la
chimenea, empujando un tronco con la punta del pie. Está completamente
vestido: pantalones verdes, camisa de rayas rojas y blancas, y una especie
de chaleco.
—Buenos días —dice sin darse la vuelta.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Es que nunca voy a librarme de ti?
—¿Es esa forma de saludar a tu nuevo mejor amigo? —Se da la vuelta y
me dedica una sonrisa. La parte delantera de su chaleco está bordada en
colores chillones: rojo, verde y azul; y lleva un broche de oro con una
enorme pluma asomando por arriba.
—Pareces un árbol de Navidad. Lo sabes, ¿verdad?
—Espera a ver mi sombrero —me contesta—. Venga, levántate. Estoy
muerto de hambre y cansado de estar aquí esperando a que te despiertes.
—¿Qué hora es?
George olisquea el aire esperanzado.
—Huele a la hora de la cena. ¿Tienes hambre?
—No mucha —digo.
Curiosamente, no tengo tanta hambre como debiera, dado que no he
comido en… no tengo ni idea de en cuánto tiempo. George asiente.
—John ha estado añadiendo cosas a tus pociones, infusiones y todo eso,
para que no murieras de inanición. Supongo que todavía estás llena del
desayuno.
Siento que se me abren mucho los ojos.
—¿Desayuno? ¿Es que vino esta mañana?
—Claro, dijo que lo haría. ¿Te acuerdas?
—Me acuerdo de que lo dijo, pero no me acuerdo de que lo haya hecho.
—Frunzo el ceño—. ¿Cómo podéis todos vosotros entrar aquí y hacerme
beber cosas sin que yo lo sepa? ¿O lo recuerde? Eso no está bien.
George me mira solemne.
—Quizás no. Pero el día que llegaste aquí, creímos que estabas muerta.
Lo parecías; andabas muy cerca de estarlo. John se quedó contigo, se
aseguró de que no murieras. No durmió durante casi tres días.
¿Tres días? Mi estómago se retuerce en una incómoda mezcla de
gratitud, culpabilidad, y algo más que no consigo identificar.
No sé qué decir.
—Y después, cuando ya no aguantaba despierto más tiempo, vine yo —
continúa George—. John quería que hubiera siempre alguien contigo, por si
sufrías una recaída.
—Eso sigue sin explicar por qué no recuerdo nada de todo esto.
—Ah. —La boca de George dibuja una sonrisa—. Como te digo,
cuando llegaste aquí tenías muy mal aspecto, así que John preparó una
medicina. Te sujetó entre sus brazos, intentó que la bebieras. En cuanto la
taza tocó tus labios, te volviste completamente loca.
—¿Sí?
—Así es. Empezaste a dar golpes a diestro y siniestro, gritabas,
maldecías. Tienes una boquita como la de un pirata, ¿lo sabías? No queda
muy fino.
De la forma menos fina posible, le digo lo que puede hacer con sus
opiniones.
Suelta una carcajada.
—Pobre John. Le diste una patada en la tripa, le empapaste en su propia
medicina, luego estampaste la taza sobre su cabeza. Preparó más, pero esta
vez añadió algo para calmarte. —Una sonrisita de satisfacción—. Te dejó
un poco atontada, pero funcionó.
—No me digas.
—Oh sí. No más Lizzy boca obscena. Te volviste realmente melosa
después de bebería, toda sonrisas y dulzura. Decidimos que esa versión de ti
era más fácil de manejar, así que seguimos dándote el mismo brebaje.
¿Sabes que hablas en sueños?
—No es verdad —digo, horrorizada.
Pero él hace un gesto afirmativo.
—He pasado todas las noches contigo y me has contado de todo. Eres
una jovencita picarona, no dejabas de hablar de escaparte con un chico.
¿Caleb, no?
Maldición.
—No es nada —digo rápidamente.
—Perfecto para una novela de amor —sonríe George—. ¿Quién
necesita caballeros de reluciente armadura o apuestos príncipes cuando
tienes a Caleb? —Pronuncia su nombre con tono cantarín.
—No es lo que crees. —Siento mi cara sonrojarse otra vez—. Es solo
un amigo.
Entonces me callo. Si George se molesta en hacer indagaciones por ahí,
se dará cuenta en seguida de quién es Caleb exactamente. Y si se entera de
que soy amiga de un cazador de brujas, no tardará mucho en averiguar que
yo también lo soy. En realidad no puedo mentir y decir que no le conozco,
no después de haber estado hablando de él en sueños. Lo único que puedo
hacer es poner tanta distancia entre nosotros como sea posible. —Pero no le
he visto en años —añado rápidamente—. Crecimos juntos. Trabajamos
juntos en la cocina. A mí me gustaba; yo a él no. Así que nuestros caminos
se separaron. —No está demasiado lejos de la verdad, de todas formas—.
Supongo que le echo de menos, a veces. Tú mismo me dijiste que daba la
impresión de que me vendría bien tener un amigo. —Esto tampoco está
demasiado lejos de la verdad.
George se acerca y se sienta a mi lado.
—Lo siento —me dice—. No debí haber dicho nada. Pero no te
preocupes, harás un montón de amigos aquí. Una chica tan encantadora
como tú, ¿quién podría resistirse?
—Según tú, le di una patada a John e insulté a todos los que estabais en
la habitación —le interrumpo—. No parece muy encantador.
—Lo fue. —Se echa a reír—. Los insultos fueron la mejor parte. Es
gracioso oír algo tan picante de boca de alguien con aspecto tan dulce.
Una sonrisa asoma por la comisura de mi boca. George me ayuda a
ponerme de pie.
—Venga. Vístete para que podamos comer. Hay ropa en el armario.
Cuando veas a John, asegúrate de decirle que lo sientes. Esa patada que le
diste lo lanzó volando hasta el otro extremo de la habitación. —Entonces se
va, cerrando la puerta a su espalda.
Cruzo la habitación, abro el armario. Está vacío, excepto por un único
montón de ropa. Una túnica de seda verde pálido, unos pantalones ajustados
de color beis. Un ancho cinturón marrón y un par de resistentes botas
también marrones, ambos una talla demasiado grandes. Una horquilla para
el pelo. De color bronce y delicada, con un extremo acabado en
centelleantes joyas verdes, el otro terminado en una afilada punta mortífera.
Me recojo el pelo en un moño y lo sujeto con ella. Doy un paso atrás y me
miro en el espejo adosado a la cara interna de la puerta del armario.
No me gusta lo que veo.
Las huellas de la enfermedad están por todas partes. En mi piel, tan
pálida que puedo ver una telaraña de venas azuladas bajo la superficie. En
mis ojos, la forma en que parecen haber perdido su color, una vez vivo pero
ahora de un azul pálido y acuoso. En mi cuerpo, tan flaco que puedo
distinguir la superficie irregular de mi esternón, visible a causa del gran
escote de la túnica. Incluso mi pelo parece apagado, de un rubio débil y
cansado.
No hay ni asomo de la fuerza que tanto trabajé por conseguir. Ni asomo
del entrenamiento que tuve que soportar para lograrla. Nada en absoluto
para demostrar que, durante un tiempo, fui una de las mejores cazadoras de
brujas de Anglia. En vez de eso, parezco frágil. Enfermiza. Si ahora tengo
mejor aspecto que cuando llegué, no me sorprende que creyeran que me iba
a morir. Pienso otra vez en el curandero y siento otra punzada de gratitud,
culpabilidad, y ese sentimiento que antes no podía identificar y que ahora
tiene un nombre: duda.
John utilizó la magia para curarme. Si no lo hubiera hecho, ahora estaría
tiesa y azul en esa cama, igual que aquella bruja se quedó tiesa y azul en mi
celda. La magia es maligna, eso lo sé. Blackwell nos lo grabó a fuego en la
mente, lo peligrosa que es. Pasé dos años luchando contra ella, siete años
recuperándome de ella. Todavía no estoy recuperada del todo. Pero si
hubiese sido Caleb el que me sacara de Fleet, si hubiese visto lo enferma
que estaba, ¿hubiera hecho cualquier cosa a su alcance para mantenerme
viva? ¿Incluso si implicaba el uso de la magia? ¿O simplemente me hubiera
dejado morir?
Cierro la puerta del armario de un portazo y me reúno con George en el
pasillo. Se me ocurre que no tengo ni idea de cuánto tiempo llevo aquí.
—Dos semanas más o menos —dice George mientras nos dirigimos
hacia las escaleras.
Dos semanas. Por supuesto que Caleb sabe que he escapado. ¿Está
contento? ¿Preocupado? No sé por qué no volvió a por mí, pero debió de
pasarle algo. Por primera vez, se me ocurre que podría estar en peligro.
¿Qué pasa si Blackwell cree que tuvo algo que ver con mi fuga? ¿Qué
pasa si le han detenido? ¿Qué pasa si le están torturando?
La idea me angustia tanto que pierdo un poco el equilibrio hacia la
pared y me empotro contra un cuadro de grueso marco dorado.
—Cuidado. —George estira el brazo por detrás de mí para enderezarlo
—. ¿Estás bien?
—Sí —contesto—. Supongo que simplemente estoy nerviosa, ¿sabes?
Las palabras salen por mi boca sin pensar, pero me doy cuenta de que es
verdad. Estoy nerviosa. Enfrentarme a toda esta gente, cenar con ellos. El
mago que me rescató, el chico que me curó, la chica que me bañó, el bufón
que me ofreció su amistad. Estoy en deuda con todos ellos de alguna
manera, pero aun así son mis enemigos. Me han demostrado amabilidad,
pero aun así estoy preparada para matarlos. Todo el tema es tan confuso que
hace que el estómago se me retuerza en un nudo duro y apretado.
—Ya. —Se vuelve hacia mí con una sonrisa compasiva—. Si se te hace
demasiado cuesta arriba, excúsate y ya está. Di que no te encuentras muy
bien. Todo el mundo lo entenderá.
—Estaré bien.
George se queda mirándome por un instante.
—Echa un vistazo a tu alrededor —me dice, abriendo los brazos—. Sé
que estás acostumbrada al palacio del rey, pero esta es una casa muy
elegante, también. Esta alfombra, por ejemplo. —Señala la alfombra que
recorre el pasillo entero. Es preciosa, tejida en diferentes tonos de azul,
amarillo y verde—. La tejió una mujer ciega a la que le faltaba un brazo.
Asombroso, ¿no? Tiene más de quinientos años. Obviamente, eso es lo que
tardó en tejerla…
—¿Ah sí?
—Oh, sí —dice solemne—. Mira, la clave para invertir en objetos de
arte para tu casa es encontrar a artesanos con el mayor número de
discapacidades posible. Sube muchísimo su valor.
Pongo los ojos en blanco, pero él sigue hablando.
—¿Ves este retrato de aquí? —Señala el que casi tiro al suelo, un retrato
de una mujer con cara agria—. Lo pintó un enano. Tenía que subirse a una
escalera solo para llegar al caballete. ¿Sabes?, los cuadros pintados por
enanos tienen el triple de valor que los pintados por hombres de tamaño
normal.
Siento cómo una diminuta sonrisa empieza a asomar a mis labios.
—Y estos… —George señala los candelabros de latón colgados a lo
largo de la oscura pared revestida de madera. Todos tienen forma de flor de
lis—. El herrero no tenía ni brazos ni piernas. ¿Te lo imaginas? No usó más
que los dientes y la lengua para forjarlos. Es extraordinario. Eso no tiene
precio.
Entonces me echo a reír. No puedo remediarlo. George me pone la
mano en el brazo y reemprendemos la marcha pasillo abajo. Está a medias
de una historia sobre un fabricante de laúdes sordo cuando me doy cuenta
de que ya hemos llegado abajo y estamos en medio de un enorme vestíbulo
de entrada.
Justo delante de mí hay unas puertas dobles de madera. Están
flanqueadas por grandes ventanas con parteluces, cada una decorada con un
símbolo en vidrio tintado: un pequeño sol rodeado por un cuadrado, luego
un triángulo, luego otro círculo que es en realidad una serpiente con la cola
en la boca…
El símbolo de los Reformistas.
Es un glifo alquímico: una serie de símbolos, cada uno con su propio
significado. El sol es la iluminación, el amanecer de una nueva existencia.
El cuadrado representa el mundo físico. El triángulo es el símbolo del
fuego, un catalizador para el cambio. La serpiente, una uróboros, para la
unidad.
Todas juntas, las formas componen el símbolo de la creación de la
piedra filosofal, la sustancia para convertir cualquier metal en oro. No es lo
que los Reformistas están intentando conseguir, eso es para los alquimistas,
pero el objetivo final es ese mismo cambio. Están intentando provocar un
cambio en Anglia. Un cambio de política, un cambio de actitud, un cambio
en la forma de ver la magia.
E igual que la idea de convertir cualquier metal en oro, es imposible.
—No puede oír el laúd, así que nunca adivinarías cómo lo afina —
continúa George—. Coge el mástil del laúd y se lo mete en…
Miro por encima de su hombro y los veo sentados alrededor de una
enorme mesa de comedor. No veo quién o qué son, ni cuántos. Apenas me
fijo en ellos. Porque lo que está pasando ahí, en esa habitación, supera toda
magia.
Doy un paso hacia atrás, luego otro. Mi corazón se acelera y se me
encoge el estómago, igual que antes de una cacería. Solo que no hay nadie a
quien cazar, no sin revelar mis intenciones. Ni siquiera puedo correr,
aunque querría hacerlo. Querría alejarme de esto todo lo posible.
Donde debería haber un techo, no lo hay. Solo una enorme extensión de
cielo, el universo entero girando en la oscuridad por encima de mi cabeza.
ME QUEDO AHÍ MIRÁNDOLO TODO.
El cielo, negro y oscuro y vacío como la noche sin luna en que me
detuvieron. Las estrellas que giran por él: unas blancas y brillantes, otras
pequeñas y de pálido resplandor. Los planetas que se mueven entre ellas
como canicas de colores, dando vueltas en grandes y perezosos círculos
alrededor de un brillante sol naranja.
Luego a Nicholas, sentado bajo todo ello, con los brazos estirados hacia
arriba, como un Dios benevolente (o quizás no), moviendo la mano hacia
acá y hacia allá. Un director de orquesta; los planetas y estrellas danzando a
su compás.
Observo fascinada y horrorizada cómo surge una línea a través del cielo,
una serie de minúsculos números y glifos aparecen a su lado. Nicholas se
vuelve hacia el hombre que está junto a él. Va vestido todo de negro como
un escriba, un grueso libro de cuero en una mano, una pluma preparada en
la otra.
—Orbe del tránsito, dos grados, Neptuno en trígono con Júpiter natal —
murmura Nicholas. Hace una pausa para darle tiempo al escribiente de
anotarlo todo—. Dígale que haría mejor en esperar. Hasta el catorce del mes
que viene, aunque no más. Sean cuales sean los asuntillos que tiene
pendientes, pueden esperar. También se puede plantear tomarse unos días de
descanso. Sé a ciencia cierta que su mujer lo agradecerá.
Todos los ahí congregados se echan a reír.
Es astrología; lo sé por mi entrenamiento. Muchos magos consultan
tablas astrológicas, buscando respuestas divinas en los planetas y las
estrellas. Son bastante frecuentes; he visto docenas en las casas de magos
que he capturado. Pero nunca, ni una sola vez, he visto a un mago crear una
réplica a tamaño natural del cielo entero como esta. E, igual que la manera
que tuvo de multiplicarse ante mis ojos en Fleet, no tengo ni idea de cómo
lo está haciendo. No sé cómo es posible.
Retrocedo otro paso. Entonces, justo como si las estrellas se lo hubieran
indicado, Nicholas levanta la vista. Sus ojos se cruzan con los míos por
encima de la mesa. Levanta una mano, el escribiente deja la pluma. Se hace
el silencio. No tengo que mirar porque los siento, los ojos de todos los ahí
presentes posados en mí.
—¡Elizabeth!
El sonido de mi nombre, gritado a través del universo, me despierta de
mi aturdimiento. En un santiamén, el cielo desaparece, las estrellas
desaparecen, los planetas y el sol desaparecen. Se convierten en nada, se
apagan como si nunca hubieran existido. Ahora vuelve a haber un techo
normal y corriente, con las vigas vistas y media docena de pequeñas
lámparas de araña colgadas a intervalos regulares por encima de la mesa.
Bajo la vista para ver a un hombre dirigirse hacia mí dando grandes
zancadas. Le conozco. Pelo negro rizado, barba corta y negra. Incluso sin
esa pipa de cabeza de perro entre los labios, le conozco.
—¡Usted! —exclamo. Es Peter. ¿Qué demonios está haciendo un pirata
aquí?
—Yo —se ríe. Me agarra por el hombro, luego me planta un sonoro
beso en cada mejilla. Siento que me sonrojo—. ¿Contenta de verme,
cariño?
No lo sé. ¿Lo estoy? Parece bastante inofensivo, amable incluso. ¿Pero
cuán inofensivo puede ser en realidad un pirata Reformista? Antes de que
pueda contestar, Peter me pasa el brazo por los hombros y me conduce al
comedor. Paredes de piedra, suelos de piedra. Una fila de ventanas con
cristales de colores a un lado de la larga mesa de madera pulida; un pesado
aparador al otro, con montañas de comida.
Entro vacilante tras él, incómodamente consciente de las miradas de
todos fijas en mí, del rubor que aún cubre mis mejillas, del corazón que
todavía late con fuerza contra mis costillas.
—Tan guapa, además —continúa Peter—. Mucho más que la última vez
que te vi. Pero claro, es difícil tener buen aspecto cuando tus ojos flotan en
absenta, ¿eh? —Me sienta casi a la fuerza en la silla de al lado de John.
—Padre —protesta John.
Olvido mi angustia por un instante y me vuelvo hacia él, incrédula.
—¿Es tu padre?
John hace un gesto afirmativo. Me doy cuenta de que se está poniendo
un poco rojo, también.
—¡Por supuesto! —exclama Peter, dando la vuelta a la mesa para
dejarse caer en la silla que tengo enfrente—. ¿De dónde crees que ha sacado
este chico su hermosura, si no? —Agita una mano en dirección a John—.
¡Un espécimen tan perfecto solo puede provenir de los lomos de un pirata!
John vuelve a quejarse y esconde la cara entre las manos.
—Dios mío, por favor no le dejes volver a usar la palabra lomos nunca
jamás —susurra John, sentándose a mi lado.
—¿Por qué no pasamos a las presentaciones? —continúa Peter—.
Bueno, este es Nicholas, por supuesto. A él ya le conoces.
Nicholas me sonríe. A la luz normal de las velas, tiene un aspecto
menos divino, más humano, un humano enfermo, por cierto. Tiene la cara
demacrada y ojerosa, la piel traslúcida y gris. Entre las manos sujeta otra
humeante taza de algo que supongo que John preparó para él.
—Bienvenida, Elizabeth. —Su voz es cálida—. Estoy tan contento de
ver que te encuentras mejor.
—Gracias —le digo. Mi voz suena débil y tímida. No me gusta. Me
aclaro la garganta y empiezo otra vez—. Me encuentro mejor.
—Espero de corazón no haberte asustado con mi pequeño despliegue.
—Vuelve a abrir los brazos en alto—. Me da la impresión de que no has
visto mucha magia antes, ¿no?
Es una pregunta capciosa. Si digo que sí he visto magia, querrá saber
dónde y quién la hacía. Nicholas podría asumir que hay más brujas (si es
que es eso lo que cree que soy) viviendo en la residencia real. Podría
empezar a hacer preguntas. Una pregunta llevaría a otra, y…
—No —miento de inmediato—. Esta es solo la segunda vez. La primera
fue en Fleet.
Nicholas asiente.
—Te aseguro que toda la magia que se practica en mi casa es
inofensiva, si no beneficiosa. Ya sé que he dicho esto antes, pero quizás sea
bueno repetirlo: te prometo que no sufrirás ningún daño aquí.
Sus palabras, son amables. Pero no las creo ni por un instante.
Peter da unas palmadas para seguir adelante con las presentaciones.
—A John y George ya los conoces, pero esta —señala a la chica que
está a la derecha de Nicholas— es Fifer Birch. Estudia con Nicholas, lleva
años trabajando con él. ¡Es su alumna aventajada!
Alumna. Asumo que eso significa bruja. Tiene mi edad, quizás un poco
menos. Delgada, de pelo rojo oscuro y piel pálida salpicada de pecas. Me
mira de arriba abajo, sus ojos se deslizan de mi cara a mi pelo, a mi blusa
(que ahora me percato que es su blusa), luego de vuelta a mi cara. Tiene las
cejas arqueadas, los labios fruncidos. Escéptica. Al final, mira hacia otro
lado y le susurra algo a Nicholas.
—Por último, este es Gareth Fish. —Peter señala al hombre que sigue
esperando al lado de Nicholas, con el libro aún abierto, la pluma aún
preparada. Alto, flaco, cadavérico. Lleva unas gafas de montura fina y tiene
sus delgados labios fruncidos en una clara mueca de enfado por la
interrupción—. Es miembro de nuestro consejo y actúa de enlace entre
Nicholas y, bueno, todo el mundo. Principalmente los ciudadanos de
Harrow, por supuesto, pero también de cualquiera, en cualquier parte, en
realidad. Cualquiera que necesite su ayuda.
Harrow. Abreviatura de HarrowOnTheHill, un pueblo lleno de
Reformistas, de brujas, de magia. Está escondido en alguna parte de Anglia,
solo sus habitantes saben dónde. Se convirtió en un refugio cuando empezó
la Inquisición, y si tenías algún poder mágico o cualquier inclinación
Reformista (y no ibas al exilio o a prisión) ibas ahí. Es el eje principal del
movimiento Reformista y Blackwell daría prácticamente cualquier cosa por
conocer su ubicación.
Gareth inclina secamente la cabeza en mi dirección antes de volverse de
nuevo hacia su libro. Parece que no soy lo suficientemente interesante o
impresionante para mucho más que eso. Me alegro de que piense así.
Peter se vuelve hacia mí.
—Ahora que estás aquí, podemos comer. Espero que tengas hambre. —
Hace un gesto hacia las fuentes de comida amontonadas sobre el aparador
apoyado contra la pared.
Hay la comida típica: pollo, pan, un simple estofado. Pero hay cosas
más exóticas, también, del tipo que solía cocinar en palacio: asado de pavo
real, reubicado bajo sus plumas; una fuente de codorniz en lo que parece
salsa de higo; empandada de miracielos, las diminutas cabezas de pescado
asomando entre la corteza. Una fuente de fruta, tartas, incluso un surtido de
figuritas: rosas, tréboles y cardos, todas hechas de azúcar.
Abro los ojos como platos.
—Sí, suponía que tendrías —se ríe Peter—. ¿Empezamos? —le
pregunta a Nicholas.
Este asiente y hace un pequeño gesto con la mano. De inmediato, las
fuentes se elevan y empiezan a flotar por los aires. Una por una aterrizan
con gracia sobre la mesa. Me asombro una vez más. El nivel de su magia
está muy lejos de cualquier cosa que haya visto antes.
Pero cuando la codorniz aterriza ante mí, decido que no importa. Estoy
muerta de hambre. Alargo la mano hacia la fuente, pero John me agarra del
brazo y lo retira.
—Espera —dice.
—¿Por qué? —Por un momento me pregunto si está cuestionando mis
modales.
—Es solo que Hastings, el criado de Nicholas, bueno, es un fantasma.
Tienes que tener cuidado cuando está por aquí. —John hace un ademán
hacia el espacio vacío que hay por encima de nosotros—. Normalmente
lleva un gorro blanco para que sepamos dónde está, pero a veces se olvida.
Yo suelo esperar a que todo se quede quieto antes de intentar servirme nada.
Ya he cometido el error de tocarle alguna vez. —Me dedica una tímida
sonrisa—. Duele a rabiar.
Siendo una cazadora de brujas, he visto muchas cosas: retornados, guls,
demonios, y, sí, fantasmas. Pero nunca sirvientes fantasmas. Los fantasmas
son conocidos por destruir tu casa, poseer al ganado y asfixiarte en la cama,
no por servir el té o ahuecar las almohadas.
—Nunca había oído hablar de un sirviente fantasma antes —digo yo.
—Venía con la casa —explica John—. Solía trabajar para el mago que
era su propietario antes. Sobre todo cocinando, pero en otras cosas también.
Trabajos de jardinería, limpieza, cosas así. Parece ser que era tan bueno en
su trabajo que, después de morir, el mago le trajo de vuelta para que pudiera
seguir haciéndolo.
Pienso en esos nigromantes que exhumaron aquel cadáver en Fortune
Green. Cubierto de musgo, en estado de putrefacción, lleno de gusanos, con
los huesos relucientes a la luz de la luna…
Sonrío sin convicción.
—Bueno, ya sabes lo que dicen. Encontrar buenos trabajadores cuesta
mucho y todo eso.
John se echa a reír. Al otro lado de la mesa, Peter pasa la vista de John a
mí y luego otra vez a John. Está sonriendo.
—Nicholas no deja de decirle que es libre de seguir su camino, pero
quiere quedarse —continúa John—. Y es fantástico, de verdad. Quiero
decir, lo de no verle es algo a lo que cuesta un poco acostumbrarse, y
además es difícil entenderle. La mitad del tiempo me da la impresión de que
solo está soplándome en el oído. —Consigo esbozar otra sonrisa, una
verdadera esta vez—. En cualquier caso, parece que ya está todo en calma.
—John hace un gesto con la cabeza en dirección a la mesa—. Supongo que
tendrás hambre.
—Un poco. —Parece maleducado decir «sí», especialmente después de
todas las molestias que se ha tomado preparándome esas pociones.
—Pues al ataque entonces. Hastings es un cocinero excelente.
Observo cómo llena su plato a rebosar. Un instante después yo hago lo
mismo, sirviéndome enormes porciones de tarta y un montón de fresas. Si
Caleb me viera, se reiría y me diría que guardara espacio para la cena.
Siempre me como el postre primero.
El ambiente en la mesa es relajado, todos comiendo y hablando de
banalidades. Nadie me habla directamente y, aparte de las miradas
ocasionales de John, nadie me mira siquiera. Me relajo un poco, echo un
vistazo a mi alrededor. Todavía asombrada por lo que veo.
En el pasado, siempre que pensaba en Nicholas Perevil, me lo
imaginaba escondido en una húmeda y oscura cabaña en el campo. Túnicas
andrajosas, pelo apelmazado, alimentándose de gusanos y bellotas y té
hecho con hojas de los árboles. Un fugitivo. El criminal más buscado de
Anglia.
La mesa que tengo ante mí cuenta una historia diferente. Echo un
vistazo a mi plato. Peltre, no cabe duda que valioso. La cubertería de plata.
Forjada con gran maestría y muy recargada. Un mantel fabricado en hilo
fino en lugar de en muselina ordinaria. Velas magníficas, hechas de cera de
abeja en vez de juncos mojados en sebo con una mecha que apeste a grasa
animal.
No está mendigando comida. No está vendiendo sus posesiones para
financiar un ejército. No le falta de nada. Este es el tipo de información que
Blackwell querría saber. Información por la que pagaría una fortuna. Porque
sabría, como lo sé yo, que esto significa que Nicholas está recibiendo ayuda
(y dinero) de alguna parte. Pero ¿de dónde? ¿Y de quién?
Cojo mi copa y la examino. Es gruesa y pesada, probablemente de
cristal. El tallo lo forman tres serpientes entrelazadas, el cáliz encaramado
sobre sus cabezas. Me estoy preguntando cuál sería la discapacidad del
soplador de vidrio (aparte de tener un gusto cuestionable) cuando habla
Gareth.
—¿Se lo habéis dicho a ella ya?
Ella. Dejo mi copa en la mesa con un golpe seco.
—¿Decirme qué?
—Iba a esperar hasta más tarde para decírselo, en privado. —La voz de
Nicholas suena grave, cargada de advertencia. Gareth parece no darse
cuenta.
—¿Decirme qué? —repito.
Peter se aclara la garganta.
—La cosa es, Elizabeth, que Gareth acaba de llegar de Upminster —me
explica—. Y las cosas por ahí, bueno, están un poco peor que hace tres
semanas.
Hace tres semanas había protestas, quemas, me acusaron de brujería y
me condenaron a muerte. ¿Cómo podrían ir las cosas peor?
—Sé que Nicholas ya te ha contado lo de Veda, nuestra vidente, que ella
nos envió a buscarte —continúa Peter—. Pero aunque nos proporcionó tu
nombre, no nos dio mucho más. Ni dónde estabas, ni el aspecto que tenías.
Dependía de nosotros averiguarlo. Conseguimos localizar a dos personas
llamadas Elizabeth Grey. Tú y una bruja de Seven Sisters. Estábamos
seguros de que Veda quería decir ella. No sé qué tipo de magia puede hacer,
pero desde luego era más… impresionante que tú. Pesaba más de noventa
kilos.
A mi lado, George suelta un bufido.
—Así que te dejamos ir. Un error de cálculo, obviamente, pero es que
no nos dedicamos a secuestrar a gente para interrogarla. —Los oscuros ojos
de Peter despiden un destello de repentina ira—. Aunque si lo hubiéramos
hecho, podríamos haber evitado —agita la mano— todo esto.
—Mi detención —aclaro.
—Entre otras cosas.
—¿Qué otras cosas? —Miro a mi alrededor. Gareth, repentinamente
interesado en mí; George repentinamente interesado en el techo; John le da
vueltas y vueltas al tenedor que tiene en la mano; Fifer con aspecto un tanto
malicioso.
Al final, Nicholas empieza a hablar.
—Tu detención, tu fuga. Tu historia, por desgracia, se ha extendido por
todo Upminster. Y para mayor desgracia, se ha convertido en algo horrible.
Que no eres solo una sirvienta de la cocina, sino una espía y una bruja. Una
Reformista secreta confabulada conmigo, que espía al rey y a la reina
mientras nos proporciona información. Que pronuncia conjuros contra
ellos, utiliza hierbas en un intento de envenenarlos. Ahora eres la persona
más buscada de Anglia.
Doy un grito ahogado, sorprendida por esta letanía de acusaciones.
—¿Eso dicen?
Nicholas asiente.
—Es un escándalo. Se dice que la reina está muy afectada,
completamente inconsolable. —Llegado a este punto sonríe, una sonrisa
dura, irónica—. Están aprovechando el tema para suscitar muchas
simpatías. Incluso para un pueblo enfadado con su monarca, es demasiado.
Están pidiendo sangre. Solo que esta vez no es la del rey ni la de la reina, ni
siquiera la de Blackwell. Es la tuya.
Hundo la cabeza entre las manos, aturdida. Que Blackwell me haya
acusado de todo eso, que Malcolm lo crea. Que haya ido tan lejos, así de
deprisa. Y sé, con una horrible certeza, que cualquier esperanza que pudiera
haber albergado de recuperar el favor de Blackwell ha desaparecido por
completo. Quizás debería haberlo sabido; quizás lo sabía. Pero era lo único
que podía desear. No era el trabajo lo que me gustaba tanto; nunca fue eso.
Es que era el único hogar que tenía. Ahora ya no tengo hogar al que
regresar.
Jamás.
—Sabemos que es todo mentira —me tranquiliza John. Levanto la
cabeza para encontrármelo mirándome de cerca, los ojos oscuros pero
compasivos—. Solo necesitaban algo con lo que distraer la atención pública
de las quemas. Un chivo expiatorio. Estás a salvo con nosotros. Te
protegeremos.
—¿Pero quién nos protegerá a nosotros? —pregunta Gareth. Todos
centran su atención en él ahora—. La chica nos está exponiendo a grandes
peligros cuando ni siquiera sabemos lo que es capaz de hacer. —Hace un
gesto hacia mí con una mano larga y blanca—. Sea lo que sea, más nos vale
que merezca la pena, teniendo en cuenta el precio que han puesto a su
cabeza.
—¿Cuánto? —balbuceo.
—Mil soberanos.
George deja escapar un silbido silencioso, luego se inclina hacia delante
para servirme una copa de vino. Lo más que estuvo dispuesto Blackwell a
pagar por Nicholas jamás fueron quinientos. Alargo la mano para coger la
copa.
—Sí, es muy valiosa —continúa Gareth—. Pero más vale que cumpla
con las expectativas. Si no, ¿qué nos impide mandar a George a entregarla y
cobrar la recompensa? Podríamos financiar un buen ejército con ese dinero.
John deja caer el tenedor sobre la mesa con un golpe sonoro.
—No vamos a entregarla —contesta Nicholas, un tono cortante se ha
apoderado de su voz—. No hay ninguna necesidad de lanzar amenazas.
—Las cartas astrales… —Empieza Gareth.
—No son concluyentes —acaba Nicholas—. Veda nos dirá lo que
necesitemos saber.
—Los cazadores de brujas… —Vuelve a intentar Gareth.
—Vendrán —continúa la frase Nicholas—. Como han hecho siempre. Y
nosotros tendremos cuidado, como hemos tenido siempre. Que Elizabeth
esté aquí no cambia nada. Blackwell nunca dejará de intentar cazarnos.
—Eso ha cambiado —dice Gareth—. Ahora no es Blackwell el que nos
persigue. Ha enviado a otro. Un nuevo Inquisidor. Alguien llamado Caleb
Pace.
APRIETO LA COPA CON TANTA FUERZA que se me rompe entre las manos.
Mucho vino pero muy poca sangre salpica el mantel color crema,
manchándolo de un intenso color carmesí. Doy un grito ahogado y escondo
la mano en el regazo.
¿Caleb es el nuevo Inquisidor?
Los otros, excepto Gareth y Fifer, me miran alarmados.
—¡Elizabeth! —exclama Peter—. ¿Estás bien?
¿Estoy bien? No. Desde luego que no. ¿Cuándo han ascendido a Caleb a
Inquisidor? ¿Por qué? Y si él es el nuevo Inquisidor, ¿qué es ahora
Blackwell?
—Déjame echarle un vistazo. —John coge una servilleta limpia de la
mesa y alarga el brazo para coger mi mano. Otro problema. Si ve que no
hay sangre…
—No. —Retiro bruscamente la mano—. Aquí no. Es la sangre. Igual
me desmayo. —Bajo la vista, intentando parecer mareada. No es difícil.
—John, ¿por qué no la acompañas arriba? —sugiere Nicholas—.
Hastings, ¿puedes llevarle lo que necesite?
Mientras John recita de un tirón una retahíla de productos, siento una
oleada de calor en el abdomen seguida de una sensación de cosquilleo. La
herida se está empezando a curar. Aprieto el puño alrededor de los gruesos
trozos de cristal, incrustándolos en la piel; hago una mueca cuando cortan
bien profundo, hasta el hueso. Pero así la sangre vuelve a fluir. John
envuelve la servilleta con gran suavidad alrededor de mi mano y me ayuda
a levantarme.
—Un momento. —Fifer, tan callada a lo largo de la cena, nos detiene.
Su voz es rasposa, casi arenosa, un sorprendente contraste con su apariencia
tan juvenil—. Ese nuevo Inquisidor. Ese Caleb. —Pronuncia su nombre
como si fuera una maldición—. No le conoces, ¿verdad?
Siento los ojos de George escudriñándome. Preguntándose si este es el
mismo Caleb del que hablé en sueños, el mismo Caleb que le conté que era
mi amigo de la infancia. Pronuncié su nombre ante Nicholas, también,
cuando estaba dentro de Fleet.
Pienso en negarlo. Luego me acuerdo de lo que nos dijo Blackwell: si
alguna vez os cogen, decid la verdad, hasta el punto que no os inculpe.
Cuanto menos mintáis, menos opciones hay de que contradigáis vuestra
propia historia. En cualquier caso, daba igual. También nos dijo que si
alguna vez nos cogían, estábamos solos.
—Sí —contesto—. Le conozco.
Todos los de la mesa se quedan quietos.
—¿Y?
Respiro hondo.
—Y éramos amigos. Antes.
—Amigos —repite Gareth—. ¿Eras amiga del Inquisidor y no se te
ocurrió contárselo a nadie?
—No sabía que era el Inquisidor —me defiendo.
—Déjate de jueguecitos —espeta Gareth. Sus ojos se deslizan hacia mi
mano—. ¿Es esa la razón por la que has roto la copa? ¿Porque todavía eres
amiga suya y estás confabulada con él? ¿Porque planeas escapar y traerle
hasta aquí? ¿Es por eso que estás ahí de pie, con esa cara de sorpresa?
Siento que un ardiente rubor trepa hacia mis mejillas. Ese era mi plan,
por supuesto, y ahora me siento atrapada. Arrinconada por el enemigo y
desenmascarada por mis mentiras y no sé lo que hacer.
—Sí le hablé a alguien de él —digo por fin—. Se lo dije a George. Le
conté que Caleb y yo crecimos juntos, en palacio. Que trabajamos juntos en
la cocina.
Los otros miran a George en busca de confirmación.
—Sí. Sí que me dijo eso. Solo… —Se aclara la garganta, incómodo—.
No me dijiste que era cazador de brujas.
Aspiro otra bocanada de aire, reprimo la oleada de pánico que sube por
mi pecho.
—No —admito—. No te dije que era cazador de brujas porque no vi
razón para ello.
—No viste razón… —Escupe Gareth.
Nicholas levanta una mano.
—Dejadla hablar.
—Éramos muy jóvenes cuando nos conocimos —explico—. Los dos
perdimos a nuestros padres. Y durante mucho tiempo, solo nos tuvimos el
uno al otro. Luego crecimos. Caleb quería ser cazador de brujas; yo no. Así
que nuestros caminos se separaron.
—Dices que os separasteis —interrumpe Nicholas—. Pero no dejabas
de llamarle el día que fui a buscarte a Fleet. ¿Por qué?
Siento los ojos de Nicholas sobre la piel y me vuelvo para mirarle de
frente.
—Porque estaba enferma. Porque llevaba en la cárcel una semana y
nadie venía a rescatarme. Porque yo… —Se me quiebra la voz y me odio
por ello—… esperaba que el primer amigo que tuve fuera también la última
persona que viera en la vida. Eso es todo.
Nadie comenta nada sobre esto, así que continúo.
—No he roto la copa porque esté confabulada con él. He roto la copa
porque no me gusta la idea de que mi amigo de la infancia venga tras de mí
para intentar matarme.
Miro a todos los ahí presentes. Nicholas y Peter me observan
atentamente; George, también; pero no parecen enfadados, ni suspicaces.
John todavía está detrás de mí, su brazo todavía apretado contra el mío. No
se ha movido, ni ha retrocedido. No ha hecho nada que me pueda hacer
pensar que está enfadado o sospecha de mí. Solo Garethy Fifer parecen
dubitativos, pero ya tenían ese aspecto desde el momento en que entré en la
sala.
—Yo creo que es uno de ellos —dice Gareth—. Un topo. La única
forma que tienen de intentar infiltrarse en campamento enemigo…
—Cinco personas apenas pueden llamarse campamento —puntualiza
Peter—. Seis, si te incluimos a ti, y tú acabas de llegar.
Gareth hace caso omiso del comentario.
—Entonces, ¿qué opináis de que sea amiga del Inquisidor?
—Elizabeth ha explicado que ya no lo son —contesta Nicholas—. Las
pruebas de eso están claras. Si todavía fueran amigos, no la habría dejado
en prisión para que muriera.
La obviedad de sus palabras, su simplicidad, me golpean como una
bofetada en la cara.
—En cualquier caso, está relacionada con el enemigo…
—Eso fue hace mucho —interrumpe Nicholas. Su voz tranquila pero
concluyente—. No podemos hacerla responsable de lo que su amigo,
examigo, más bien, eligió hacer con su vida. —Sonríe—. Y ahora, si no te
importa, John, ¿podrías acompañar a Elizabeth arriba? Su mano necesita
atención inmediata.
Bajo la mirada. La servilleta blanca que John ha utilizado como venda
está ahora empapada en sangre. El cristal. No me había dado cuenta de que
aún lo estaba apretando.
John me conduce fuera del comedor, escaleras arriba, a lo largo del
pasillo y por delante de la interminable sucesión de cuadros y candelabros
de pared. No recuerdo cuál es mi puerta, pero él sí. Nos detenemos delante
de una a mitad de pasillo. John la abre por mí.
Sobre la mesa, al borde de la cama, hay una bandeja llena de cosas: un
bol de agua hirviendo, manojos de hierbas, una variedad de pequeños
instrumentos metálicos, y un montón de vendas y toallas blancas limpias.
Hay incluso una jarra de vino y una fuente de comida. Y sin embargo, no
tenemos dónde sentarnos. Bueno, excepto sobre la cama.
Miro de reojo a John, que estudia la escena con el ceño ligeramente
fruncido. Después de un instante o dos, se aclara la garganta y señala a la
cama.
—¿Crees… eehh… pasa algo si…? —Sus ojos pasean por la habitación
como si estuviera deseando que aparecieran unas sillas por arte de magia, o
que él pudiera desaparecer.
—No pasa nada —le tranquilizo, y cruzo la habitación hasta la cama,
ahora hecha, su colcha verde lisa y tensa sobre el colchón. Me instalo en el
borde, los pies firmemente plantados en el suelo como si eso fuera de algún
modo a disminuir la intimidad de estar sentada sobre una cama con un chico
al que no conozco; o para el caso, con uno que sí conozco.
Pero mi inquietud no es nada comparada con la preocupación de que
debajo de la servilleta mi mano se está empezando a curar, los cortes de la
piel cicatrizan por momentos.
John cierra la puerta, hace una pausa, luego se acerca para sentarse a mi
lado, el colchón se mueve bajo su peso y me mueve a mí con él. Estamos
tan cerca que nuestros hombros se tocan. Me mira, duda un momento, luego
toma mi mano.
—Echemos un vistazo. —Empieza a retirar la servilleta manchada de
sangre.
—Creí que era magia —suelto de repente.
—¿Creíste que qué era magia?
—Las fuentes. Abajo. Antes de que me contaras lo de Hastings, creí que
era magia.
—Oh, supongo que eso debe parecer. —Coge un par de pinzas de la
bandeja—. Nicholas podría hacerlo, supongo. Pero no gastaría su energía, al
menos no ahora. Estate quieta. —Saca el primer trozo de cristal. Contengo
la respiración, deseando que la herida no se cure. Al menos no delante de
sus propios ojos.
—¿Por qué no? —Pienso en la cara de Nicholas, gris y ojerosa. En las
pociones que bebe todo el rato, en el último hechizo que intentó hacer en
Fleet, el que empezó débilmente y luego fracasó—. ¿Es porque está
enfermo?
John no contesta. Se limita a seguir trabajando sobre mi mano.
Pero yo insisto.
—¿Qué le pasa? ¿No puedes curarle? Quiero decir, si me has curado a
mí, que tenía fiebre carcelaria, ¿porqué no a él? La fiebre carcelaria es la
peor cosa que hay por ahí fuera. Excepto quizás la peste, pero él no la tiene,
me hubiera dado cuenta. ¿Es fiebre sudorosa? No, si fuera eso, ya estaría
muerto…
Estoy parloteando sin sentido, lo sé. En cualquier momento se va a dar
cuenta de que algo no va bien. Que no tengo tantos cortes en la mano como
debiera. Va a sumar dos más dos y, cuando lo haga, voy a tener que
eliminarle. Por alguna razón, no creo que vaya a disfrutar con ello.
—No es una enfermedad, al menos no del tipo que estás pensando —
dice John al fin. Deja caer las pinzas en la bandeja, coge las hierbas y las
desmenuza cuidadosamente en el agua. No me lo puedo creer. No parece
haberse percatado de nada—. Es una maldición.
—¿A Nicholas le han echado una maldición? —Estoy sorprendida, pero
quizás no debería estarlo. Nicholas no ha llegado a ser el cabecilla de los
Reformistas sin hacerse unos cuantos enemigos por el camino.
—Sí. Eso es lo que hace que esté enfermo. Por fuera, parece neumonía;
que ya sería bastante malo. Pero por dentro, es mucho peor que eso. Le está
consumiendo. Hay cosas que puedo hacer para que se encuentre mejor, pero
no puedo hacer que desaparezca. —Coge mi mano y la deposita con
suavidad dentro del bol. El agua huele a menta y me produce un agradable
cosquilleo en la piel—. Si no encontramos una forma de detener la
maldición, acabará por matarle.
Si Nicholas muriera, el movimiento Reformista probablemente moriría
con él. Las revueltas y protestas acabarían, las cosas volverían a su estado
normal. Normal para todos excepto para Nicholas, los Reformistas, y las
brujas y magos en la hoguera, supongo.
Y para mí.
Soy consciente de John ahí a mi lado, de cómo me mira, de mi mano en
el bol de agua caliente, de que él todavía la sujeta, de sus largos dedos
cerrados con suavidad en torno a los míos más pequeños.
—Lo siento —digo, porque no se me ocurre otra cosa que decir—.
Pareces muy leal a él. Todos lo parecéis. Tu padre… —La repentina sonrisa
de John me interrumpe—. ¿Qué?
—Bueno, cuando las frases empiezan por «tu padre», tienden a no
acabar bien. —Sonrío al oírle. No puedo remediarlo—. Perdona —continúa
—. ¿Qué ibas a decir?
—Nada, en realidad. Solo que nunca había oído hablar de un pirata
Reformista antes.
—Ah. —John saca nuestras manos del agua y se seca la suya con un
gesto de muñeca—. Él es el único, al menos que yo sepa. Los piratas no son
famosos por interesarse por la política, ¿verdad?
—Supongo que no —contesto—. ¿Cuándo se unió a ellos? ¿Y por qué?
Vacila un momento antes de responder.
—Fue hace unos tres años. Las cosas se estaban empezando a poner
feas, ¿sabes? Malcolm acababa de ascender al trono; Blackwell acababa de
ser nombrado Inquisidor. La Tabla Decimotercera acababa de crearse. Las
quemas no habían comenzado aún, pero lo harían pronto.
Trago saliva. Empiezo a desear no haber sacado este tema.
—La piratería no es exactamente la profesión más segura, de todos
modos. Viajaba mucho, desaparecía semanas enteras. Así que lo dejó. Creía
que no era seguro dejarnos solos mientras las cosas no mejoraran.
Se calla, coge una venda. Baja la vista, sus ojos se posan en mi mano,
pero realmente no la ven. Están muy lejos, en algún sitio fuera de esta
habitación. Me pregunto a quién se refería con «dejarnos».
—Pero obviamente las cosas no mejoraron —dice al final—. Mi padre
quería ayudar a los Reformistas a defenderse, pero ellos no creían que él
fuera a ser útil. O, si soy sincero, no creían que fuera de fiar. Es un buen
hombre, mi padre. Un poco diferente, te lo garantizo. Pero un buen hombre
de todos modos. Nicholas se dio cuenta, aunque los demás no lo hicieran.
—Y ahora es un Reformista.
John asiente.
—Comprometido. Nicholas tiene ese efecto, ¿sabes? Quiere cambiar las
cosas. Ayudar a la gente. Devolver el país al lugar en el que solía estar,
terminar lo que empezó el padre de Malcolm. La gente cree que él es el
indicado. Creen tanto en él que están dispuestos a arriesgar sus vidas por
verle triunfar.
—¿O es al revés? —Me arrepiento de haber dicho esas palabras en
cuanto salen por mi boca.
—¿Qué se supone que quiere decir eso? —pregunta John, su voz
tranquila se vuelve cortante.
—No sé.
—Pues claro que lo sabes.
—Es solo… —Niego con la cabeza—. Dices que Nicholas está
intentando ayudar a la gente. Pero todo lo que está haciendo es ayudarlos a
ir a la hoguera. —John entorna los ojos, pero sigo hablando—. La magia va
contra la ley. Lo sabes. Vuestras vidas dependen de no hacer magia, pero
aun así continuáis. Me da la impresión de que si realmente os quisiera
ayudar, os haría parar.
Entonces John se pone de pie, tan deprisa que choca contra la mesa y
casi vuelca la jarra de vino. Estira la mano sin mirar y evita que se caiga.
—Así que dices que cuando Nicholas te trajo a mí, tosiendo y tiritando
y delirante y muriéndote, ¿hubiera sido mejor que no hiciera nada? ¿Qué
me quedara a un lado y viera cómo te mueres, sabiendo todo el rato que
podía hacer algo por ti?
—Eso no es lo que quiero decir.
—Creo que eso es exactamente lo que quieres decir. —Se pasa una
mano por la boca, frustrado—. La magia no es algo que puedas detener así
sin más. Es parte de tu ser. Naces con ella o no. Puedes sacarle el máximo
partido, como hago yo, como hace Fifer, o puedes ignorarla.
Pero no puedes hacer que se vaya. —Sacude la cabeza—. Yo la utilizo
para ayudar a la gente. Así que no pararía ni aunque pudiera.
Inmediatamente, me acuerdo de las brujas y los magos en la hoguera de
la plaza, sus expresiones reflejadas con exactitud en la forma en que él me
mira ahora: ira y desafío en la superficie de una tristeza casi desesperada.
—¿Y tú qué? Te detuvieron con esas hierbas… —Sus ojos se cruzan
con los míos, firmes y nada avergonzados, y sé de inmediato que sabe para
qué las usaba—. Y si Nicholas no hubiera ido a buscarte, si no te hubiera
ayudado a fugarte usando la magia, ahora estarías muerta. Si no por el
fuego de la hoguera, por la fiebre. ¿Eso sí te parece bien?
—No importa lo que me parezca a mí —me defiendo—. La magia va
contra la ley. Tuve exactamente lo que me merecía.
John se acerca a la ventana y abre las cortinas. Afuera ya es de noche.
Se queda ahí de pie durante un buen rato, mirando por la ventana. Al final,
habla, sin darse la vuelta.
—Abajo. Dijiste que habías perdido a tus padres. ¿Puedo preguntar qué
les pasó?
—La peste. Primero mi padre, luego mi madre unos pocos días después.
Tenía nueve años.
Así es como conocí a Caleb. La peste que mató a mis padres mató a los
suyos también, junto con un millón de personas más, durante el verano más
caluroso y el peor brote de peste que nadie recuerda. Se inició en las
ciudades, atestadas y sofocantes, y se extendió sin control, matando a los
jóvenes, los viejos, los pobres y los ricos, antes de abrirse camino hacia el
campo. En menos de una semana, la población de Anglia había sido
diezmada, dejando a niños como Caleb y yo solos para siempre.
La primera vez que le vi, pensé que estaba soñando. No había visto a
nadie, al menos a nadie que aún estuviera vivo, durante semanas. Parecía
como si yo fuera la única persona que quedaba con vida en el mundo. El
agua escaseaba y la comida hacía mucho que había desaparecido.
Sobrevivía comiendo hierba, corteza de árbol y alguna flor suelta que
encontraba, y deseé (más de una vez) que alguna de ellas me envenenara.
Que me matara y acabara con mi sufrimiento.
El día que Caleb me encontró, cerca de mi casa, montado en un caballo
robado, de camino a palacio para suplicar que le dieran un trabajo, yo
estaba hecha un desastre. Los cuerpos de mi madre y mi padre todavía
estaban dentro de la casa, y el calor y el hedor de su descomposición me
habían obligado a vivir al raso. Se acercó a mí, hablando despacio y con
suavidad, como harías con un animal herido. Estaba cubierta de polvo y
mugre, en cuclillas en medio del barrizal, comiendo las últimas verduras
crudas que había conseguido desenterrar del jardín. Recuerdo gritar y tirarle
una chirivía a medio comer. Había perdido la razón hacía mucho ya.
Pero él me recogió, más como un hombre que como un niño de once
años, me subió a su caballo, y de algún modo consiguió que llegáramos los
dos al palacio del rey en Upminster. Era un viaje de tres días, pero él
consiguió que llegáramos sanos y salvos. Y nos consiguió sendos trabajos,
lo cual no era muy difícil, dado que la peste había acabado con la mayor
parte de los sirvientes, junto con el mismísimo rey.
Su único hijo superviviente, Malcolm, solo tenía doce años y no sería
capaz de dirigir el país durante otros cuatro años más. Así que la
responsabilidad de regir lo que quedaba de Anglia recayó en su tío, Thomas
Blackwell, que se convirtió en Lord Protector del reino, el regente real. No
había reina a la que servir, entonces, aunque yo no hubiese podido hacerlo
de todas formas. En lugar de eso, lavaba la ropa, echaba una mano en la
cocina cuando necesitaban ayuda, hacía recados por la ciudad. Me hubiera
conformado con seguir así para siempre, pero Caleb tenía otros planes para
nosotros.
—Siento lo de tu familia. —John se vuelve para mirarme a la cara—.
Pero si hubieses podido hacer algo para salvarlos, incluso si implicaba
utilizar la magia, incluso si implicaba violar la ley, ¿no lo habrías hecho?
Sacudo la cabeza.
—La magia es la que los mató. Un mago provocó esa peste, y lo sabes.
Unos dicen que lo hizo Nicholas. Que él fue quien mató al padre de
Malcolm…
El fuego ruge de pronto en la chimenea, las llamas suben con fuerza por
el humero.
—No pasa nada, Hastings. —John agita la mano en dirección a la
chimenea y esta se apaga abruptamente—. Nicholas no provocó esa peste.
Y no mató al rey. Él nunca haría algo así.
—Entonces, ¿quién fue? —le increpo—. Solo un mago muy poderoso
pudo provocar un brote de peste y extenderla de esa manera. Y Nicholas es
el mago más poderoso de Anglia.
—¿Qué ganaría Nicholas acabando con medio país?
Encojo los hombros.
—Quizás ser el mago más poderoso de Anglia no es suficiente para él.
Quizás quiera algo más. Quizás quiera el trono, también.
—Si Nicholas quisiera ser rey, ¿por qué no movió ficha después de
presuntamente matar al padre de Malcolm? Hubiera sido mucho más fácil
entonces, solo un Lord Protector y un niño heredero en su camino.
—No sé por qué —contesto—. Quizás está esperando el momento
adecuado.
A John se le oscurecen los ojos entonces, su mirada pensativa se vela de
ira.
—¿Para qué? ¿Para poder quedarse ahí sentado y observar cómo sus
amigos y su familia se ven obligados a abandonar el país? ¿Observar cómo
los detienen, los juzgan y los condenan a muerte? ¿Para poder esperar el
momento adecuado?
—No lo sé —repito.
—Pues yo sí. ¿Has visto una alguna vez? ¿Una quema? —Su voz está
cargada de intensidad—. Son horribles. El peor tipo de muerte que existe.
No hay ninguna dignidad en ellas, solo tortura y espectáculo y… —Se
interrumpe—. Hay que detenerlas. Y no podemos detenerlas dándoles la
espalda.
—El rey, el Inquisidor, nunca cambiarán la ley —digo—. Estoy segura
de que lo sabes.
John se vuelve hacia la ventana y no contesta.
—Y, sí, he visto quemas —añado con voz queda—. Son terribles. Es
una muerte horrible.
Tenía catorce años la primera vez que vi una. Vomité ahí mismo, en
medio de Tyburn; le causó un gran impacto incluso a Caleb. Pero Blackwell
quería que la viéramos. Decía que teníamos que verla para que
comprendiéramos sus leyes, para que supiéramos lo que significaba estar
del otro lado. Recuerdo cómo nos acurrucamos Caleb y yo esa noche, el
uno contra el otro, incapaces de dormir, temerosos de dormir. Pasaron
meses hasta que desaparecieron las pesadillas. Pero con el tiempo, me
endurecí frente a las quemas, ambos lo hicimos. Tuvimos que hacerlo.
John se vuelve para mirarme.
Empieza a hablar pero le interrumpe la puerta que se abre de golpe.
—¿Cómo vamos? —George entra en la habitación tambaleándose, con
una copa en la mano. Parece borracho.
—Muy bien —dice John, acercándose a la mesa y recogiendo sus
bártulos. Veo que le tiemblan las manos mientras lo amontona todo otra vez
sobre la bandeja.
—¿Y tú qué tal? —George se dirige hacia mí. Estoy tan ocupada
observando a John que me olvido de mi mano hasta que él llega y la coge.
—Todavía me duele —digo, pero no importa. George realmente ni la
mira. Se limita a echarle un vistazo y la deja caer de vuelta en mi regazo.
No cabe duda de que está borracho.
—Buen trabajo, John. Como siempre. —George coge la jarra de vino,
rellena su copa, luego se deja caer en la silla de al lado de la chimenea—.
Me ha tocado la guardia nocturna otra vez —me dice.
—Maravilloso —comento.
—¿A que sí? —Bebe un sorbo y mira a John—. Quieren verte.
—¿Quién?
—Bueno, Fifer. Necesita más… —George me mira de reojo— algo para
Nicholas. Lo de siempre. Peter quiere algo para ayudarle a dormir. Y Gareth
dice que le duele la cabeza.
John cierra los ojos y asiente, aprieta sus párpados con las yemas de los
dedos. Parece agotado: mortalmente pálido, sus ojeras tan oscuras que
parecen moratones.
George hace una mueca.
—Lo siento.
—No pasa nada —dice John—. Iré ahora. Pero asegúrate de que se
venda la mano, ¿quieres? —Coge una venda de la bandeja y se la tira a
George—. El corte no era tan grave como creía, pero no tiene sentido darle
vía libre a una infección.
Sale por la puerta sin volver a mirarme. Me doy cuenta de que no le he
dado las gracias.
Por nada.
ME QUEDO A PASAR LA NOCHE.
Casi no lo hago; esa conversación durante la cena fue demasiado
arriesgada para mi gusto. Pero la noticia de que ahora soy la persona más
buscada de Anglia ha complicado las cosas. No me vale con escapar de aquí
y volver a Upminster.
Ya no.
Porque no son solo Blackwell y sus guardias los que me buscan, son
todos los mercenarios de la ciudad. Estoy tan segura aquí como allí: nada de
nada.
La más buscada de Anglia.
Es casi demasiado increíble para ser cierto. Sé que Blackwell me quiere
ver muerta. ¿Pero más de lo que quiere ver muerto a Nicholas? Aunque de
verdad piense que soy una bruja, una espía y una traidora, aun así, no soy
tan peligrosa para él como Nicholas.
No puedo ir a Upminster y no me puedo quedar en Anglia. Supongo que
tendré que huir a la Galia. Está cerca, solo al otro lado del canal. Con tal de
encontrar un barco en el que me pueda colar como polizón, será bastante
fácil llegar hasta ahí. Su rey es compasivo con los exiliados anglicanos, no
me rechazarán.
Luego está Caleb.
No sé lo que pensar de que le hayan ascendido a Inquisidor. ¿Planeaba
Blackwell hacer eso, incluso antes de mi detención? ¿O pidió el puesto
Caleb después, como forma de protegerme? Pero si aceptó el puesto para
protegerme, ¿por qué no volvió a Fleet para sacarme de ahí? No me dejó ahí
para que muriera. No me lo creo. Debe de haber otra explicación.
Sea como fuere, hoy es el día en que me escapo.
Ayer por la noche, George dejó caer que se iban a ausentar todos la
mañana entera, algo acerca de ir al mercado negro a por provisiones. Es la
oportunidad que necesito para registrar la casa. No puedo partir hacia la
Galia con las manos vacías; tengo que prepararme. Orientarme, robar algo
de dinero y otros objetos valiosos con los que hacer trueques, armarme con
lo que sea que encuentre o pueda fabricar. Luego, esta noche, cuando
hagamos el trayecto para ver a la vidente, correr como alma que lleva el
diablo. Y matar a todo el que se ponga en mi camino.
George todavía duerme. Está despanzurrado en el suelo al pie de mi
cama, completamente inconsciente, una manta enredada alrededor de los
tobillos. Debe de haber tropezado con ella en algún momento durante la
noche; se caería y no pudo o no tuvo ganas de levantarse.
Me visto deprisa y en silencio, con la misma ropa que llevaba ayer.
Sería agradable tener algo de más abrigo o más práctico, pero tendrá que
valer. Cojo la manta de George del suelo y rápidamente fabrico con ella un
hatillo improvisado.
Echo una ojeada a George. No parece que vaya a despertarse en un buen
rato. Me planteo atarle antes de irme, solo por si acaso. Pero eso podría
despertarle y entonces tendría que hacerle daño. Y no quiero hacer eso. Le
he cogido un poco de afecto. Así que le dejo dormir.
Abro la puerta despacio, sin hacer ruido. Salgo de puntillas, recorro el
pasillo hasta el rellano de la escalera y me detengo a escuchar. Todo está en
silencio: ni voces, ni ruido de pisadas, ni platos sobre la mesa. Nada. Bajo
las escaleras a toda prisa y llego al vestíbulo de entrada.
Primera parada: el comedor. Platos de peltre, cubertería de plata, incluso
me llevaré esas feas copas de serpientes si es necesario. Corro hasta el
aparador sobre el que estaba dispuesta toda la comida ayer por la noche y
abro los cajones violentamente, uno tras otro. Están todos vacíos.
Maldición.
Cruzo el vestíbulo hasta la sala de enfrente. Es un salón, muy
imponente. Altos ventanales con vidrios de colores dan hacia el jardín, cada
cristal de un tono distinto de azul. Una gran chimenea ocupa una de las
paredes, un tapiz de una agradable escena rural cubre la otra. Bajo él, una
mesa, rodeada de sillas tapizadas en brocado azul.
Corro por toda la habitación, buscando. Debajo de la alfombra en busca
de algún tablón suelto. Detrás del tapiz en busca de una alcoba secreta. Por
la cara inferior de la mesa en busca de cajones ocultos. Las juntas de la
pared en busca de una puerta camuflada. Nada. ¿Dónde demonios están
todas las armas? Estoy en casa del mayor traidor de Anglia (perdón, del
segundo mayor traidor), y ¿no hay ni un solo artilugio afilado, puntiagudo o
incendiario en todo el lugar? No es posible. Nicholas no ha llegado tan lejos
encabezando una rebelión con las manos vacías.
El único sitio en el que no he mirado todavía es en la cocina. Es
arriesgado. Ese es territorio de Hastings. Y sirviente o no, no deja de ser un
fantasma. No sé cómo Nicholas ha conseguido domesticar su lado
destructivo, pero está ahí. Con los fantasmas, siempre existe. A los
cazadores de brujas a veces nos llaman para tratar casos así, pero es inútil.
No podemos hacer nada excepto quedarnos mirando el caos. En el último
caso para el que nos llamaron a Caleb y a mí, el fantasma había arrancado
un establo del suelo y había esquilado al rebaño entero de ovejas que había
en su interior. Desperdigó la lana a lo largo de kilómetros. Era tal el
desaguisado que parecía que estuviera nevando en pleno mes de julio.
Caleb y yo nos sentamos en una loma y observamos el espectáculo,
riéndonos como chiquillos.
Trago saliva y le expulso de mi mente. No puedo pensar en Caleb ahora
mismo.
Al lado del comedor hay una puerta que da paso a un estrecho y oscuro
pasillo. No estoy segura, pero si tuviera que apostar, diría que lleva a la
cocina. Me meto por ella, hago una pausa y escucho. Silencio. Si Hastings
estuviera por aquí, le oiría, ¿no? El pasillo es frío, húmedo, oscuro y hay
corriente. Eso podría ser porque es todo de piedra, o también podría ser por
Hastings. Los fantasmas vuelven todo frío. Me estremezco un poco y sigo
adelante.
Al final, el pasillo desemboca en la cocina. Me detengo a la entrada y
echo un vistazo a mi alrededor. Parece una versión más pequeña de la
cocina de Ravenscourt. A mi izquierda está el horno. Es enorme. La boca es
lo suficientemente alta como para que un hombre de la altura de Nicholas se
meta dentro sin tener que agacharse. Un fuego arde en su interior y hay algo
girando en la parrilla de asar. Parece ciervo.
Delante de mí hay una mesa de caballete. Sobre ella, cestas rebosantes
de fruta, verdura, harina, especias. Debajo, más cestas llenas de todo tipo de
cosas, desde leña hasta cebollas y huevos. En un rincón hay cajas de vino,
cerveza y pescado salado. En otro, colgadas de un perchero por las patas,
hay docenas de aves muertas: pollos y patos y codornices y faisanes. Y por
todas partes encuentro hervidores y calderos, sartenes y cacerolas. Es una
cocina bien abastecida. Lo que significa que en algún sitio hay cuchillos,
cuchillas de carnicero, tenedores de carne, tijeras. En este momento, me
llevaría incluso un rallador de queso.
Observo la habitación unos minutos. No hay ningún movimiento. Nada
flotando por el aire, nada removiéndose por sí solo. Y, ¿no dijo John que
Hastings solía llevar un gorro blanco? Eso no lo veo, tampoco. Satisfecha
de que no esté por los alrededores, corro hasta la mesa y empiezo a rebuscar
por todos lados. Meto la mano en la harina, desordeno un montón de
manzanas. No encuentro nada aparte de una cuchara y un pequeño tenedor
de tres puntas. Me los guardo de todos modos. Me meto a gatas debajo de la
mesa y revuelvo entre las otras cestas. Nada, nada y, maldición, ahora voy y
rompo un puñado de huevos. Me limpio las manos en los pantalones y me
pongo de pie, miro a mi alrededor. Entonces veo la escalera que conduce
bajo la cocina. La despensa.
Las despensas se utilizan para almacenar carne, queso, mantequilla,
pescado fresco. Cosas que tienes que guardar frías para que no se estropeen.
Son cuartos diminutos, oscuros, gélidos. Por lo general en la cara norte de
las casas, donde reciben menor cantidad de sol. Por lo general bajo tierra.
Siempre aterradores. Odio los espacios pequeños y oscuros. Pero una
despensa es el sitio perfecto para curar la carne. Y donde hay carne, hay
cuchillos. Cojo mi hatillo y empiezo a bajar las escaleras. Se me acelera el
corazón en el mismo momento que me zambullo en ese pequeño espacio
oscuro. Respiro hondo, tarareo un poco. Me imagino el alijo de preciosas y
afiladas armas que encontraré ahí abajo. Ayuda.
Cuando llego al pie de la escalera, me doy cuenta de que llevo los ojos
cerrados, así que los abro. Tardo un momento en acostumbrarme a la falta
de luz, solo entra un pequeño rayo por un conducto de ventilación en la
pared. Cuando lo hago, los abro como platos. Allí, colgada con gran orden,
está la más maravillosa colección de instrumentos de trinchar que he visto
jamás. Cuchillas de carnicero despuntadas. Cuchillos curvos para
despellejar. Cuchillos cortos para deshuesar. Hay incluso un hacha de
hueso. Casi chillo de la emoción.
Engancho todos los cuchillos que puedo a mi cinturón y meto el resto en
la bolsa. Hay dos pares de gruesos guantes y los cojo también. Puede que
me vengan bien. Me cuelgo la bolsa del hombro y empiezo a subir las
escaleras. Todavía me queda mucho espacio para meter platos de peltre y
cubiertos de plata. Suficiente para cambiarlos por ropa, comida y armas. Mi
plan empieza a ver la luz.
Asomo la cabeza a la cocina. Todavía está en silencio, pero en cualquier
caso lo reviso todo. Un montón ordenado de manzanas, una cesta de
cebollas ligeramente inclinada. Un poco de harina espolvoreada sobre la
encimera. Todo está exactamente como lo dejé. Gateo hasta ponerme de pie
y me dirijo a la puerta opuesta, la que usé para entrar en la cocina: la
trascocina. Donde se lavan y guardan todos esos valiosos platos de peltre.
Doy unos tres pasos, luego ocurre.
La temperatura de la habitación desciende en un segundo. Aspiro una
bocanada de aire sorprendida y, cuando espiro, sale como una voluta de
vaho blanco y helado. Un vientecillo gélido empieza a girar a mi alrededor,
levantando el pelo de mis hombros y azotándome con él la cara y los ojos.
Entonces oigo un susurro. Suave al principio, como el vapor de una tetera.
A medida que se intensifica el viento, la voz se oye más alta. No puedo
descifrar las palabras, pero puedo identificar la ira que hay tras ellas.
Hastings.
Me abalanzo hacia la puerta, olvidando la trascocina. El peltre no es tan
importante como salir de aquí. No hay manera de saber lo que Hastings es
capaz de hacer. Consigo llegar hasta la mesa de caballete cuando una cesta
viene volando hacia mí. Me doy cuenta de lo que hay en ella una décima de
segundo demasiado tarde: harina.
Vuela por todas partes, se me mete en los ojos, la boca, el pelo. Estoy
cubierta de ella. Dejo caer la bolsa al suelo y empiezo a toser, me dan
arcadas, me limpio esa porquería de los ojos. Los despejo justo a tiempo de
ver un faisán muerto acercarse volando a mi cabeza, con el pico por delante.
Agarro uno de los cuchillos de mi cinturón y se lo lanzo al pájaro. Le
doy de lleno y tanto pájaro como cuchillo caen al suelo con gran estrépito.
Consigo dar otro paso antes de que más aves vengan volando hacia mí. Tres
patos, dos pollos, un pavo real, un puñado de codornices. Vacío cuchillo
tras cuchillo contra ellos.
Por fin, Hastings se queda sin pájaros que lanzar. Me dejo caer sobre las
rodillas y gateo por el suelo para intentar recuperar mis cuchillos. Consigo
encontrar varios y arranco las hojas de las barrigas de las aves. Pero cuando
vuelvo a ponerme en pie, las puertas de los hornos de pan se abren de golpe
y hogazas ardientes salen disparadas hacia mí. Logro batear la mayoría de
ellas, pero una o dos impactan contra mi cara, dejando marcas de
quemaduras en mi piel. Se curan bastante rápido, pero me estoy enfadando.
He perdido incontables armas, soy un desastre cubierto de harina, y el olor
de toda esta comida me está dando hambre.
Giro sobre los talones y esprinto hacia la chimenea. El ciervo todavía
está en el espetón, asándose con calma. Hastings está orgulloso de su
trabajo. Si no me equivoco, no sacrificará un buen trozo de carne solo para
hacerme rabiar. Trepo por la rejilla, subo hasta arriba del todo, fuera del
alcance de las llamas. Entonces me doy la vuelta.
—¡Adelante! —grito—. ¡Tírame algo! ¡Atrévete a hacerlo!
Miro a mi alrededor. El aire sigue lleno de harina, pero no viene nada
volando hacia mí. Se ha quedado todo quieto. Con una sonrisita de
satisfacción, bajo del asador de un salto. Cruzo la habitación, cojo mi bolsa
del suelo. Luego examino la escena.
Harina por todas partes, cuerpos de pájaros muertos tirados por el suelo.
Hogazas de pan rotas, huevos estrellados, plumas por doquier. Qué desastre.
Pero me he defendido de un fantasma, y eso no es ninguna tontería. Caleb
estaría orgulloso. Me dirijo a la puerta. Pero entonces, a través de la neblina
de harina que todavía flota por el aire, le veo. De pie bajo el quicio de la
puerta, los brazos cruzados, las cejas arqueadas.
George.
—Vaya, vaya —comenta, con una sonrisita—. Parece que nuestra
pequeña sirvienta ha vuelto a la cocina.
Se me cae el alma a los pies, embutidos en esas botas demasiado
grandes. ¿Cuánto tiempo lleva ahí?
—Sabía que había algo extraño en ti. —Da un paso hacia mí—. No
conseguía identificarlo. ¿Me vas a contar la verdad ahora? ¿O te la voy a
tener que sacar a la fuerza?
—No sé de qué estás hablando. —Dejo caer la bolsa a mis pies y la
aparto de una patada.
—¿Ah no?
—No.
—Tú misma —me dice. Luego saca una daga de su chaqueta. Abro los
ojos de par en par.
—No lo hagas —le pido.
—Atrápalo —exclama. Luego me lanza el cuchillo.
EL CUCHILLO SILBA POR EL AIRE, directamente en dirección a mi cabeza.
Está a menos de dos centímetros de mi ojo cuando lo cojo, atrapo la hoja
plana entre las palmas de las manos. Antes de que pueda reaccionar, George
está a mi lado.
—Tenemos que hablar. —Me agarra por el brazo y me saca a rastras de
la cocina.
Arriba me mete en el cuarto a empujones y se vuelve contra mí.
—Merodeas por el palacio del rey como una rata por las vigas. —
George levanta un dedo—. Rompiste una copa con la mano, pero aun así no
tienes ni un rasguño. No haces más que soñar con ese Caleb, que da la
casualidad que acaba de convertirse en el nuevo Inquisidor. —Ya tiene tres
dedos en alto—. ¿Y dónde has aprendido a lanzar cuchillos de esa manera?
¿En el circo? —Entorna los ojos receloso—. Tú eres una cazadora de
brujas.
Abro la boca para negarlo, una excusa en la punta de la lengua.
—Menos mal que lo soy, maldita sea —replico cortante—. Si no, ibas a
tener que dar muchas explicaciones. Podría haber perdido un ojo.
George emite un quejido y me aparta de un empujón. Camina arriba y
abajo por la habitación, las manos cruzadas detrás de la cabeza.
—Lo sabía —dice—. Sabía que había algo raro en ti. El aspecto que
tienes, tu cara y todo esto. —Hace un gesto hacia mí agitando el brazo—.
Creía que eras una espía gala. —Se deja caer en la silla de la chimenea y
esconde la cabeza entre las manos. Parece tan afectado que casi siento
lástima de él—. Una cazadora de brujas —murmura—. Una maldita
cazadora de brujas.
—Deja que me vaya —insinúo—. Puedo salir por esa puerta y me habré
marchado en cuestión de minutos. Nadie tiene por qué saberlo. A ti te da
igual.
—No, no me da igual. —Me mira entre los dedos—. Haces que suene
como si estuvieras aquí por equivocación. No es una equivocación. Estás
aquí por una razón.
—Sí. Porque vuestra vidente está dando nombres de cazadores de brujas
—le digo—. Para que podáis encontrarlos y matarlos.
—No estás aquí por eso —aclara George.
—Eso no lo sabes —protesto—. Nicholas dijo que no sabía por qué
estoy aquí.
—Eso no es exactamente verdad.
Entorno los ojos.
—¿Qué quieres decir?
—No puedo contártelo.
—Entonces yo no puedo quedarme. —Empiezo a caminar hacia la
puerta.
—Alto. —Planta una pierna delante de mí—. Te lo diré. Estás aquí
porque Nicholas necesita encontrar algo. Sea lo que sea, es importante.
Según Veda, tú eres la única que puede conseguirlo.
—¿El qué? —Esto no tiene ningún sentido—. ¿Qué es lo que puedo
encontrar para él? Él es un mago y yo una cazadora de brujas, y… oh —por
fin voy cayendo en la cuenta—. Tiene que ver con su maldición, ¿no es así?
George frunce el ceño.
—¿Cómo sabes eso?
—John me lo contó. —George arquea las cejas al oírlo. Pero continúo
hablando—. O sea que es eso, ¿no? Hay un mago maldiciendo a Nicholas y
queréis que yo lo encuentre y acabe con él.
Encoge los hombros.
—No sé. Quiero decir, ahora que sé lo que eres, parece la posibilidad
más lógica. Nos enteraremos de todo esta noche.
Niego con la cabeza.
—Lo siento —me disculpo—. No puedo encontrar a ese mago por
vosotros. Por si no te has dado cuenta, estoy metida en un gran lío. Tengo
que salir de aquí.
—¿Exactamente cómo planeas hacerlo? —pregunta George—. Eres la
persona más buscada del país. Todos te estarán buscando.
—¡Ya lo sé! —exclamo—. ¿Por qué crees que estaba intentando
llevarme esas cosas de Nicholas?
—¿Para cumplir tu sueño de abrir una tienda de ultramarinos?
Le miro indignada.
—No tengo tiempo para esto. —Me muevo hacia la puerta de nuevo—.
Simplemente tendréis que encontrar a otra persona para buscar a ese mago.
George se pone de pie y se planta delante de mí.
—Sabes que no puedo dejarte hacer eso.
Suspiro.
—No quiero hacerte daño, George. Pero si te pones en mi camino, lo
haré.
Levanta las manos pero no se mueve.
—Quieres irte. Lo capto. Si fuera tú, yo también querría irme. Pero no
tienes ropa, ni armas. Ni dinero para conseguir ese tipo de cosas.
—Gracias a ti —murmuro.
—Incluso si los tuvieras, no tienes manera segura de moverte. Con la
recompensa que están ofreciendo por tu cabeza, habrá gente persiguiéndote
vayas donde vayas.
—Me ocuparé de ellos.
—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? ¿El suficiente para cruzar el país
entero? ¿Para recorrer todo el camino hasta la Galia? Porque es ahí donde
vas, ¿no?
No contesto.
—Nosotros podemos ayudarte —continúa George—. Si hicieras esto
por nosotros, si nos ayudaras a encontrar al mago que está maldiciendo a
Nicholas y lograras que parara, supongo que él te daría todo lo que le
pidieras.
Es una oferta tentadora. Aun así, vacilo. Encontrar al mago no es el
problema, podría hacerlo con facilidad. Y no es porque Blackwell me esté
buscando, me busca de todas formas. Ni siquiera es por Caleb.
Hay algo más que me inquieta. Al final, acabo por identificarlo.
—¿Por qué yo? —le pregunto—. Hay otros cazadores de brujas que
podrían haber hecho el trabajo para vosotros. Unos que no habríais tenido
que ayudar a fugarse de la cárcel y que no son criminales buscados. Estoy
segura de que habríais podido encontrar a alguien dispuesto a hacerlo. —
Caleb no, por supuesto. Pero se me ocurren varios que quizás lo hubieran
hecho. Por el precio justo, en cualquier caso.
—Yo tampoco sé por qué tienes que ser tú —explica George—. Ya oíste
a Peter. Pensábamos que eras una equivocación. Si hubiésemos llegado a ti
antes, cuando debíamos, nada de esto hubiera sucedido. No ha sido fácil
para nosotros, tampoco.
—¿Por qué no se limitó Nicholas a decirme esto y ya está?
George abre mucho los ojos.
—No sabe que eres una cazadora de brujas, ¿verdad? Cree que eres una
chica inocente, ¿no es así? —Sacude la cabeza—. Ya te lo digo, nos tenías a
todos engañados. Yo creía que eras una espía. Fifer y Nicholas creen que
eres una bruja. Y John…
—¿John qué?
—Él simplemente cree que eres una equivocación. Eso es todo.
—Oh. —Esto me molesta por un instante, pero me sacudo de encima
esa sensación.
—Como te he dicho, Nicholas no sabe lo que se supone que debes
encontrar —sigue explicando George—. No te ha contado lo que sí sabe
porque creía que estabas demasiado débil para encajarlo.
—¿Débil? —me burlo—. Podría matarte ahora mismo, usando solo un
pulgar.
Para mi sorpresa, esto le hace reír.
—Ya. Pero ¿te has mirado al espejo últimamente?
Hago caso omiso de su comentario.
—Entonces, ¿ya está? ¿Solo tengo que ayudarle a encontrar a ese
mago?
George hace un gesto afirmativo.
Lo pienso un poco. Por mucho que odie reconocerlo, sí que necesito
ayuda. Eso no ha cambiado. Aún necesito un medio de abandonar el país y
dinero con el que hacerlo. Y puede que no sea tan mala idea contar con la
protección de Nicholas. Ha estado en el exilio durante mucho tiempo y ha
logrado mantener a Blackwell a raya. Quizás pueda hacer lo mismo por mí.
Si tuviera que apostar, apostaría a que yo voy a pasar mucho tiempo en el
exilio, también.
—Vale. Lo haré. Encontraré a ese mago para vosotros. —George
suspira aliviado—. No tan deprisa —añado—. Tengo varias condiciones.
—¿Oh?
—Primero, quiero una garantía de que no me vais a utilizar para
conseguir lo que necesitáis y después me vais a entregar para cobrar la
recompensa.
—Nicholas jamás haría eso.
Yo creo que Nicholas lo haría sin pestañear, pero no me molesto en
discutir.
—Perfecto. Entonces, cuando todo haya acabado, no tendrá ningún
problema en acompañarme a donde quiera que desee ir.
George asiente.
—Si eso es lo que quieres…
—Segundo, no quiero que nadie más sepa lo mío.
Esto le hace fruncir el ceño.
—Lo más probable es que Nicholas se entere —me dice—. Si no lo
deduce por sí solo, la vidente a buen seguro que se lo dirá.
—Lo sé. Pero no es solo Nicholas el que me preocupa.
Pienso en los otros. Peter es un pirata, diestro con la espada, sin duda.
Fifer es la «alumna aventajada» de Nicholas. No hay quien sepa el tipo de
maldiciones que me podría echar. También está John. Él no me haría daño,
lo sé. Pero creo que si supiera la verdad sobre mí, sería igual de
desagradable, aunque de una manera diferente.
—Entonces, ¿trato hecho?
George asiente. Luego se arrellana en la silla y me hace un gesto para
que me acerque.
—Bueno, ¿puedo verlo? Tu estigma, quiero decir. Nunca he visto uno
antes.
—No hay nada que ver. —Deslizo una mano hacia mi vientre—. Solo
se muestra cuando me hieren, y luego desaparece cuando me curo.
George sonríe de oreja a oreja.
—Podría apuñalarte…
Señalo hacia su ojo con el pulgar. Estalla en carcajadas.
—Estoy de broma. Pero es ingenioso, que desaparezca así. Evita que te
pillen. Explica por qué Fifer no lo vio cuando te lavó, o John cuando te
examinó.
Siento un repentino escalofrío al pensar en John mirando, y
probablemente tocando, mi vientre desnudo.
—Bueno, ¿y cómo es?
—¿El qué?
—Tu estigma —contesta George—. ¿Es horrible?
—Oh. No. Quiero decir, no es tan malo como te imaginas. —Cuando
descubrí que nos iban a proporcionar estigmas, me entró el pánico. Me
imaginé lo peor: un hierro candente, una cicatriz, algo abultado y basto y
feo. Pero es pequeño y delicado, elegante incluso, como algo escrito con
una pluma fina.
—¿Te dolió?
No contesto de inmediato. La ceremonia de marcado tuvo lugar justo
después de mi prueba final como recluta. Esa prueba es algo que no me
gusta recordar, mucho menos hablar sobre ella. Debía de estar en shock
después de que terminara. En realidad no me acuerdo de si dolía o no.
—Un poco —miento. No quiero hablar más sobre mi estigma.
George insiste.
—Es mágico, ¿no? Quiero decir, tiene que serlo. ¿No crees que es
extraño? ¿Que una cazadora de brujas utilice magia? No parece correcto,
¿verdad? En cualquier caso, ¿quién te lo hizo?
—Sí. No. Supongo. No lo sé.
Y es verdad que no lo sé. He reflexionado mucho acerca de mi estigma,
pensado hasta que la cabeza me daba vueltas. ¿Por qué Blackwell nos dio
magia cuando él odia la magia? Cuando nos vendó los ojos y nos condujo
tras aquellas puertas cerradas para que nos marcaran, ¿cómo sabía que iba a
funcionar? Caleb dijo que uno de los magos que habíamos capturado es el
que lo hizo, pero ¿cómo sabía Blackwell que no nos mataría?
Ese es el punto en el que solía dejar de hacerme preguntas, porque
supongo que él no lo sabía. Éramos sus experimentos. Sus súbditos. Y si
nos mataban, simplemente encontraría un sustituto. Igual que hacía
siempre.
George me mira por un instante.
—¿Exactamente cómo te viste envuelta en todo esto? Cazar brujas es un
asunto muy serio. Y tú no eres más que una chiquilla. —Frunce el ceño—.
¿Cómo ocurrió?
Pienso en el día en que Caleb me comentó por primera vez la
posibilidad de convertirnos en cazadores de brujas. Empezó como un día
cualquiera, pero al atardecer ya había dado los primeros asustados pasos por
un camino que sabía que no tenía vuelta atrás. Sin embargo, la idea de que
Caleb lo recorriera sin mí, me daba aún más miedo.
—Caleb me convenció para que fuera con él. Era mi mejor amigo. La
única familia que tenía.
George parece escéptico.
—Qué manera más estupenda de tratar a tu familia. Obligarlos a hacer
algo así contra su voluntad.
Sacudo la cabeza.
—No fue así. Él no me obligó.
—¿Querías ser una cazadora de brujas?
—Yo… no. Quería estar con Caleb. Era lo que él quería. Y yo confiaba
en que él haría lo que considerara mejor.
George hace una mueca.
—¿Lo mejor para ti o para él?
—¿Qué se supone que significa eso?
George encoge los hombros.
—Me da la impresión de que estaba más interesado en ascender él que
en mantenerte a ti a salvo.
—No sabes de lo que estás hablando —le digo—. Siempre se ha
ocupado de mí. Siempre me ha mantenido a salvo.
—Pues no le salió muy bien, ¿verdad? —interrumpe George—. A las
chicas que están a salvo no las meten en prisión y las condenan a muerte. Te
dejó ahí para que te murieras…
—No me dejó para que me muriera —le corto—. Iba a volver.
—Oh, sí, iba a volver. A escoltarte hasta la hoguera.
—Cállate.
—Sabes que tengo razón. Seguro que lo sabes.
—Cállate —repito—. Lo digo en serio, George. Si vuelves a decir una
sola palabra en contra de Caleb, me voy. No me importa lo que me ofrezcas,
ni lo que le pase a Nicholas.
—Elizabeth…
—¡Ni una palabra más! —Estoy gritando—. O te juro que…
El sonido de alguien aclarándose la garganta me interrumpe. Giro la
cabeza bruscamente y ahí está John, de pie en el umbral de la puerta. Lleva
puesto un grueso abrigo de viaje, una gran bolsa de lona colgada del
hombro, rastros de lluvia todavía evidentes en la cara y el pelo. Había
vuelto y debía de haber subido directamente a verme.
George se pone de pie.
—No te oí llegar.
John encoge los hombros.
—Siento interrumpir. Pero llamé a la puerta un par de veces. —Me
mira, luego a George—. Nicholas quiere verte —le dice—. Está abajo.
George se dirige hacia la puerta, me mira con recelo. Probablemente
piense que voy a intentar escapar otra vez.
—Pensaba lavarme un poco —digo.
—Le pediré a Hastings que prepare un baño —dice George. Después se
va. John se queda ahí parado, mirándome con la expresión más extraña. Sus
ojos van de mi pelo, que sé que aún está cubierto de harina, a mis
mugrientos pantalones pringados de huevo, luego a mi mano, que ya está
completamente curada y todavía sin vendar, y por último de vuelta a mi
cara.
—Nos vamos a las cinco —me informa—. Asegúrate de ponerte ropa
de abrigo.
NOS VAMOS A LAS CINCO EN PUNTO, justo a la hora prevista. Peter y Gareth
se quedan en casa; parece ser que a Veda le dan miedo todos los hombres
viejos, excepto Nicholas. Me pregunto por qué.
En el exterior, la noche es fría. Me siento agradecida por la ropa que me
trajo Hastings: pantalones ajustados verdes y una suave camisa blanca, un
abrigo largo de terciopelo negro y unas botas, también negras, que me
llegan hasta la rodilla. La ropa de Fifer. Supe por la cara que ponía lo
mucho que odiaba tener que dármela.
Nicholas dice que tardaremos una hora en llegar caminando, nunca por
carretera. Conoce bien el camino, nos conduce alrededor de árboles y por
encima de ramas caídas, hasta que nos adentramos bien profundo en el
bosque. La luna está completamente negra esta noche, no hay ni un solo
rayo de luz para guiarnos. Camino al lado de George y, aunque yo estoy
acostumbrada a andar en la oscuridad, él está teniendo problemas. Da
traspiés cada pocos metros, se tropieza con troncos caídos y mete los pies
en todos los baches del camino.
—Es una pena que Veda no pueda ver de día. —Vuelve a perder el
equilibrio y le agarro del brazo para evitar que caiga—. Sinceramente, ¿de
verdad es tan importante el detallito de la luna?
—¿El detallito de la luna? —masculla Fifer a mi lado—. La fase oscura
de la luna es solo el aspecto más significativo de la adivinación. El
momento en que los videntes tienen mayor poder. Y tú lo llamas «el
detallito de la luna».
—Bueno, es que no todos somos brujas —protesta George. Siento los
ojos de Fifer posarse en mí cuando lo dice—. Dijiste que la fase dura tres
días —continúa George—. ¿No puede Veda ver en cualquier momento de
ese periodo?
—En principio, sí —explica Nicholas—. Pero en las primeras horas es
cuando la energía es más fuerte. Queremos aprovechar eso. Cualquiera que
tenga poderes videntes estará mirando a lo largo de estos tres días también.
Es mejor haber terminado antes de que la energía empiece a menguar.
Yo ya sabía algunas cosas sobre el tema. Los cazadores de brujas
siempre salen de misión durante la fase oscura de la luna. No solo en busca
de videntes; es también el momento ideal para encontrar brujas y magos
que estén realizando conjuros maléficos y maldiciones. Ellos también están
en plenitud de facultades durante estos días. Entonces se me ocurre.
—Estarán buscándonos, ¿no es así? —pregunto.
—Sin duda —responde Nicholas—. Pero he tomado todas las
precauciones posibles. La casa de Veda está protegida por un hechizo.
Nadie podrá verla, ni a nosotros una vez que estemos dentro. Con la ayuda
de Fifer, he prolongado ese hechizo de modo que podamos cruzar el bosque
andando de manera virtualmente indetectable.
—¿Por qué correr tantos riesgos? —pregunto—. ¿No hay otra manera
de llegar hasta ahí? ¿Una en la que no tengamos que ir andando? —Está
claro que a él mismo le está costando un gran esfuerzo. Da pasos lentos y
trabajosos, aferrado al brazo de John como ayuda. A diferencia de George,
sé que no se debe a la oscuridad.
—Hay formas de utilizar la magia para viajar —aclara Nicholas—.
Piedras imán, sobre todo, aunque hay pocas y están muy separadas las unas
de las otras, por no mencionar la extrema dificultad de conseguirlas. Hay
gente que ha muerto por mucho menos.
—¿Muerto? —Arqueo las cejas.
—Sí. Y también por exceso de curiosidad —musita Fifer.
John le echa una mirada fulminante. Ella le saca la lengua.
—La magnetita se forma cuando un rayo impacta contra determinados
tipos de minerales —continúa Nicholas—. Normalmente explotan, que es la
razón de que sean tan difíciles de encontrar. Pero a veces, un mago atraerá
el rayo adrede e intentará mantener el mineral intacto cuando impacta.
Quizás puedas adivinar lo que pasa después.
—¿Puedo?
John me da un pequeño codazo y simula una explosión con la mano que
le queda libre. Me planto la mano ante la boca para reprimir una carcajada.
—No tiene gracia —dice Fifer cortante.
—No —reconoce John—: Pero ¿qué esperas cuando juegas con rayos?
Nicholas suelta una risita indulgente que se convierte en un horrible
ataque de tos. John y Fifer intercambian una mirada de preocupación.
—Tienes razón —consigue decir Nicholas al final—. Pero hay otras
restricciones, también. Una piedra imán solo puede utilizarse una vez, y por
dos personas como mucho. Necesitaríamos seis para hacer el camino de ida
y vuelta. No creo que haya visto seis en toda mi vida. —Entonces me sonríe
—. No te preocupes, Elizabeth. Con nosotros estás a salvo.
Al oír esto último, doy un gritito ahogado. Pero Nicholas se gira hacia
mí, un dedo silenciador sobre los labios. Entonces le da la vuelta al reloj de
arena. Observo los minúsculos granos de arena caer a cuentagotas al otro
lado.
—¿Qué tiene que encontrar?
Silencio.
—¿Puedes decirme dónde está?
Silencio.
—¿De cuánto tiempo disponemos? —insiste Nicholas, pluma en ristre
por encima del papel, aunque todavía no ha escrito una sola cosa. Ya ha
caído un cuarto de la arena al otro lado del reloj. Estoy a punto de descartar
toda esta escena y considerarla una broma cuando por fin la niña empieza a
hablar.
Por fin, la tierra empezó a caer más despacio, luego paró por completo.
Pero no me atrevía a dejar de cantar.
El sol empieza a ponerse. Las aguas que nos rodean se calman, pero los
marineros a bordo se vuelven ruidosos. Algunos sacan instrumentos, un
violín y un laúd, y empiezan a tocar melodías desafinadas. Otros inician una
ruidosa partida de cartas sobre la cubierta. Otro grupo empieza a jugar a los
dados.
George se pone de pie.
—Creo que voy a intentar que me acepten en esa partida de cartas —
dice—. Intentar recuperar el dinero de nuestros pasajes. ¿Alguien tiene
ganas de financiarme?
John saca un par de monedas y se las tira.
—Eso es lo único que me queda. Intenta no perderlo todo en la primera
mano.
George parece escandalizado.
—¿Yo? ¿Perder? No lo creo. Tendré nuestro dinero de vuelta en una
hora. Espera y verás. —Me guiña un ojo y galopa escaleras abajo.
—Creo que me daré una vuelta por la cubierta —dice Schuyler—. A
observar la luz de la luna y todo eso. Si os parece bien. —Mira a John—.
No quisiera enfadar al jefe.
John encoge los hombros.
—Siempre que Fifer vaya contigo. Y siempre que mantenga una espada
apuntada hacia ti en todo momento.
Fifer coge el Azoth de la cubierta y se lo hinca a Schuyler en la espalda.
—Qué carácter —sonríe Schuyler—. ¿Vamos? —Le ofrece el brazo a
Fifer. Bajan por las escaleras y cruzan la cubierta, con las cabezas juntas,
cuchicheando.
Me vuelvo hacia John.
—¿Les dejas irse juntos?
Se encoge de hombros.
—Está claro que se van por ahí juntos todo el rato. No he sido capaz de
impedírselo antes y no parece probable que lo vaya a hacer nunca. Al
menos puedo asegurarme de que Fifer va armada.
Sonrío. Entonces me doy cuenta de que se ha quedado aquí solo
conmigo. Sin duda el último lugar del mundo en el que querría estar.
—Supongo que entonces me iré a dormir —comento.
John arquea una ceja.
—¿Estás intentando decirme que me vaya?
—Yo… no —digo turbada—. Supongo que solo estoy diciendo que no
tienes que quedarte.
—Estoy bien —dice John—. Aunque tengo hambre. ¿Y tú?
—Supongo. Quizás. No lo sé.
Sonríe un poco.
—Realmente es una pregunta de sí o no.
—Sí.
—Vale. Ahora vuelvo. —Observo cómo se aleja. No sé por qué se
preocupa de si tengo hambre o no. Supongo que porque sabe que para
mantener a Nicholas con vida, necesita mantenerme con vida a mí. Lo que
incluye tenerme alimentada. No puedo creer que signifique nada más que
eso.
Vuelve pocos minutos después con un hatillo de tela. Lo desenvuelve y
esparce los contenidos ante mí. Queso, higos, manzanas, jamón, una hogaza
de pan, una botella de agua.
—No había tarta —me informa—. Lo siento. Pero sí que pregunté.
Parpadeo.
—No, esto es perfecto.
—Pues a zampar, entonces.
Después de comer, lo recoge todo y se instala sobre la cubierta a mi
lado, la espalda apoyada en la barandilla de madera. Bebe un trago de la
botella de agua y me la pasa. Nos quedamos callados durante un rato,
escuchando la música proveniente de cubierta y el ruido del agua
chapoteando contra el casco.
—¿Cómo supo Caleb que estabas aquí? —pregunta John al fin.
—Dice que Blackwell consultó con un vidente.
John asiente.
—Sí, ya lo sabíamos. O lo dedujimos, al menos. ¿Sabe que vamos al
baile de máscaras? ¿Es por eso por lo que estaba aquí? ¿Para intentar
impedírtelo?
—No. Y no creo que Blackwell lo sepa, tampoco. Si lo supiera, no
habría enviado a Caleb. Se habría limitado a esperar. Caleb vino porque
quería que volviera a cazar brujas para él otra vez. Dijo que si me
enfrentaba a Blackwell, él no sería capaz de salvarme. Dijo… —Me quedo
callada.
—¿Qué?
—Dijo que si no regresaba con él, estaría sola.
—¿Qué le dijiste tú?
—Yo… —Trago saliva para quitarme el nudo que tengo en la garganta
—. Le dije adiós. —Me miro los pies y me quedo callada. John no dice
nada. Pero puedo sentir sus ojos sobre mí a la luz de la luna.
—¿Le quieres? —pregunta de repente.
La pregunta me sorprende tanto que se me cae la botella sobre la
cubierta, el agua me salpica los pies. John se apresura a recogerla y la
vuelve a tapar con el corcho.
—Él era mi familia —contesto—. Por supuesto que le quiero.
—No quería decir de ese modo.
Lo pienso un poco. Caleb era mi mejor amigo, era toda mi vida. Hubo
un tiempo en el que pensé que le quería como algo más que a un amigo,
esperaba que él me quisiera así también. Pero sabía que me encontraba
imperfecta. No lo bastante guapa, no lo bastante ambiciosa. No lo bastante,
punto. Por mucho que luchara contra ello, sabía que nos estábamos
convirtiendo en personas diferentes. Que lo único que nos mantenía unidos
era mi dependencia de él y su sentido de responsabilidad hacia mí. Y
cuando le dije adiós hoy, supe, en lo más profundo de mi ser supe, que se
aliviaba de verme marchar.
Miro a John de reojo. Tiene los ojos fijos en la cubierta delante de sus
pies, pero sé que está escuchando. Lo noto en lo quieto que está, la postura
de sus hombros, la forma en que agarra la botella con la mano; está
escuchando.
—No. —Entonces levanta la vista y, durante un minuto o así, nos
miramos a los ojos—. ¿Por qué me has preguntado eso?
Respira hondo. Observa el agua, frunce el ceño poco a poco. Cuando
me vuelve a mirar, sus ojos están tan oscuros y profundos como el mar que
nos rodea.
—Quería saberlo. Eso es todo. Supongo que solo necesitaba saberlo.
—Oh —digo. Nos quedamos callados otra vez. E incluso en ese silencio
parece como si me estuviera intentando decir algo y yo a él, pero ninguno
sabemos qué es. O si lo sabemos, tenemos demasiado miedo de decirlo.
—Deberías dormir un poco —dice al fin. Su voz es muy suave—. Te he
traído una manta. —La saca de su bolsa y me la pasa. Es gruesa y gris y
huele a sal y a cedro, como el barco.
—Vale —digo, con voz igual de suave—. Gracias.
Me tumbo sobre la cubierta, remeto la bolsa bajo mi cabeza y me tapo
con la manta hasta la barbilla.
Pero no puedo dormir. Mis pensamientos están llenos de Caleb y John y
Blackwell y la tumba. No hago más que preguntarme qué va a ocurrir. Pero
no vale para nada. Cada vez que imagino una cosa, algo peor aparece para
reemplazarla. No quiero pensar en ello ya más. Abro los ojos y miro a John.
Está sentado con la espalda apoyada en la barandilla, las piernas estiradas
delante de él, la cabeza inclinada hacia atrás, observa el cielo.
—¿Este barco es tuyo de verdad?
Baja la cabeza para mirarme.
—Sí.
—¿Por qué? —pregunto—. Quiero decir, creí que no querías ser pirata.
—Y no quiero. —Encoge los hombros—. Pero cuando mi padre se unió
a los Reformistas, se deshizo de todos sus barcos. Todos excepto este. Era
su favorito. Me lo dio a mí, supongo que con la esperanza de que cambiara
de opinión. No lo hice, pero aun así no quería renunciar a él. Así que
contraté a alguien para que lo explotara por mí.
—Oh. —Me quedo pensando un instante—. Pero si es tu barco, ¿por
qué tuviste que pagarle al capitán para subir a bordo?
Una pequeña sonrisa cruza su cara.
—Porque sigue siendo un pirata —me explica—. Es despiadado y
grosero, y no es famoso por ser caritativo. Pero confío en él, y me gusta. En
el fondo, eso es todo lo que importa.
Cierro los ojos otra vez. Al final, con el suave balanceo del barco, el son
de la música desafinada, y la presencia constante de John a mi lado, me
quedo dormida.
ME DESPIERTO DE GOLPE, el repentino cabeceo del barco hace que se me
caiga la cabeza de mi improvisada almohada. Abro los ojos y miro entre los
barrotes de la barandilla. Los cielos están nublados y grises, las aguas
revueltas. A mi alrededor, los otros empiezan a removerse. Fifer y Schuyler
están acurrucados juntos, hablando en voz baja. George está bostezando,
enterrado bajo su manta, tiritando.
Me siento y tiro de mi propia manta para arroparme mejor con ella. Un
viento frío y cortante sopla por cubierta, me revuelve el pelo y me azota la
cara con él.
—¿Dónde está John?
—Fue a buscar comida —contesta George—. Y a enterarse de cuándo
llegaremos. Espero que sea pronto. Si este barco no deja de cabecear de este
modo, me voy a marear.
Entonces aparece John, el barco se balancea violentamente mientras
sube por las escaleras. Hace una mueca y se agarra a la barandilla para no
caer. Deja la comida delante de nosotros y me pasa una copa.
—Medicina —me dice—. No está demasiado buena, pero no tenía
mucho con lo que trabajar. Te aconsejo que la bebas mientras aún esté
caliente. No te puedo prometer que vaya a saber mejor fría.
—Gracias. —Se la cojo de las manos—. ¿Qué has averiguado?
—Estamos a unas cuatro horas de Upminster. Pero se avecina una
tormenta, así que puede que tardemos un poco más. En cualquier caso,
deberíamos estar ahí para el atardecer.
John reparte la comida (algo de pan y queso duro) y se sienta a mi lado.
—Le pedí al capitán que nos dejara río abajo, como a kilómetro y medio
de la casa de Blackwell —nos cuenta—. Sé que habrá otros barcos por la
zona y que probablemente podríamos pasar desapercibidos, pero no vale la
pena correr el riesgo. —Me mira—. Espero que os parezca bien.
Hago un gesto afirmativo.
—Está bien, gracias. —Arranco un trozo de pan pero no me lo como.
Estoy demasiado nerviosa para tener hambre. A juzgar por cómo
comisquean los demás, supongo que ellos no tienen hambre, tampoco—.
Debería resultar relativamente fácil entrar —continúo—. Solo tenemos una
invitación, pero podemos pasárnosla adelante y atrás. Una vez que estemos
dentro, no tenemos más que mezclarnos con todos los demás.
Todos los demás.
Malcolm, Blackwell, Caleb. Todos los cazadores de brujas que he
conocido en mi vida. Por no mencionar a los guardias y sirvientes y un
centenar personas más que podrían reconocerme. Reprimo un escalofrío y
sigo hablando.
—Una vez que estemos dentro, no intentéis esconderos. Blackwell está
atento a ese tipo de cosas. Quedaos a la vista pero, en la medida de lo
posible, intentad evitar hablar con gente. La representación empieza a las
nueve; entonces es cuando bajaremos a la tumba.
Schuyler pasa el brazo por encima de los hombros de Fifer. No sé lo que
ella está pensando, no de la forma que lo hace él. Pero por cómo se muerde
el labio, puedo adivinarlo.
—Entonces esperáis —les indico—. No podéis hacer nada. Quedaos
cerca, pero no demasiado cerca. Actuad como invitados y estaréis bien.
Nadie os molestará. Hay demasiada gente importante en este baile de
máscaras como para que Blackwell se arriesgue a irritar a nadie. Pero si hay
la más mínima señal de peligro mientras estoy dentro, Schuyler, los sacas
de ahí.
—Pero ¿qué pasa si sucede algo mientras aún estás dentro? —pregunta
George.
—Entonces él volverá y me ayudará a salir. —Miro a Schuyler—.
¿Entendido?
Schuyler me mira, sus brillantes ojos se oscurecen en repentina
comprensión.
—Como tú quieras, monada.
Me vuelvo hacia los otros.
—No es el mejor plan del mundo, pero tendrá que valer. Mientras todos
nos atengamos a él, debería irnos bien.
Excepto que todo es una mentira.
Todo lo que les estoy diciendo es una mentira y solo Schuyler sabe la
verdad. Me oyó pensando ayer por la noche, escuchó mis pensamientos,
justo como quería que hiciera. Él sabe cuál es el plan verdadero. Sabe que
para mantener a los demás a salvo, es lo único que podemos hacer.
Nos quedamos sentados en silencio durante un rato. El barco sigue
balanceándose adelante y atrás, las velas flamean furiosas. Un puñado de
hombres corre por cubierta, amarrando barriles y cajas y cañones para
impedir que resbalen y caigan por la borda. De repente, John se pone de pie
de un salto y se aleja de ahí, dando rápidas zancadas por cubierta hasta el
camarote del capitán. Miro a George, pero él se limita a encoger los
hombros.
Al cabo de un rato, veo la oscura forma de la tierra a lo lejos y sé que
llegaremos pronto.
—Probablemente deberíamos empezar a prepararnos —digo—. Fifer,
tendremos que cambiarnos, pero no sé dónde…
—Podéis usar el camarote del capitán. —Giro la cabeza para ver a John
de pie por encima de mí, sujetando su bolsa. Tiene un aspecto terrible: los
ojos inyectados en sangre, la cara pálida, incluso sus labios están pálidos—.
Pero tengo que revisarte los puntos antes. Podríamos hacerlo aquí, pero creí
que estarías más cómoda dentro.
—Vale.
Atravesamos la cubierta, el barco todavía cabecea adelante y atrás.
Tengo que parar un par de veces para recuperar el equilibrio, pero John
sigue adelante. Le sigo y entramos en el camarote.
Dentro, no hay más que lujo. Una alfombra cubre el suelo, cortinas de
terciopelo a ambos lados de la gran ventana cuadrada. Una ancha mesa de
roble ocupa el centro de la sala, rodeada de sillas. Al fondo del camarote
hay una cama empotrada en la pared, cubierta por una gruesa colcha de
felpa en diferentes tonos de azul. A su lado, un pequeño escritorio con un
espejo incrustado en la pared sobre él.
—¿Dónde quieres que me ponga? —pregunto.
—La mesa estaría bien.
Me subo a la mesa y me tumbo, y John se inclina por encima de mí. Me
mira un instante, luego se aclara la garganta.
—Yo, mmm… necesito verlo.
Me quedo quieta, luego levanto el borde de mi túnica, dejando el
estómago al descubierto. Ya me ha visto antes. Es un curandero; ha visto a
mucha gente en su vida. Pero esto parece diferente. El camarote parece
caliente, pero puede que sea el rubor que siento subir por mi cuello, hasta
las mejillas. Me vuelvo hacia la ventana para que no pueda verlo.
John se inclina por encima de mí y empieza a desenrollar la venda; sus
dedos rozan mi piel como una caricia. El corazón me late con furia, me
sorprende que John no pueda oírlo, O quizás sí puede.
—Esto tiene buena pinta —dice después de un minuto—. Me lo
esperaba peor. Quizás tu estigma ayudó, después de todo. No lo sé. Pero
para alguien con treinta y dos puntos…
—¿Treinta y dos? —Me vuelvo para mirarle—. ¿Me diste treinta y dos
puntos?
John asiente.
—Era grave. Pensé que te ibas a morir. Si esa hoja hubiese cortado
medio dedo más profundo, lo habrías hecho. Y si hubieras muerto, yo… —
Se interrumpe, entreteniéndose en vendarme otra vez.
—¿Qué?
—No sé. Simplemente no quería que te murieras. —Me mira—. Ahora
sé lo que eres, pero eso no cambia nada. Sigo sin querer que te mueras.
El barco da una enorme sacudida entonces, se inclina hacia delante y se
balancea de lado a lado. Me agarro al borde de la mesa para evitar caer
rodando. John planta la mano firmemente sobre la superficie, con la cabeza
gacha. Puedo oírle respirar. Respiraciones profundas, lentas, calculadas,
igual que hacía después de coserme.
—¿Qué pasa? —le pregunto—. ¿Va algo mal?
No me contesta. Pero el barco cabecea de nuevo y se deja caer en una
silla a mi lado.
—¿Te importa si me siento? —susurra. Mete la mano bajo la mesa, saca
su bolsa arrastrándola y empieza a rebuscar en su interior. Saca un cuchillo
y, de todas las cosas posibles, un limón. Lo corta en dos de un tajo, se
acerca una mitad a la nariz y respira hondo.
Le observo con los ojos muy abiertos.
—¿Qué estás haciendo?
Sigue sin contestar. Simplemente se queda ahí sentado, respirando en el
limón. El aroma ácido y penetrante llena el pequeño camarote. Al final, me
lo explica.
—¿Recuerdas cuando me preguntaste por qué no era pirata, como mi
padre?
—Sí.
—Es porque me mareo. —Entonces me mira, tiene la cara tan gris y
descolorida como el cielo y el mar ahí afuera—. Me mareo horrible y
violentamente. De hecho, apenas puedo evitar vomitar sobre ti ahora
mismo.
Deja el limón en la mesa y sonríe un poco, así que sé que está de broma.
Pero probablemente no demasiado. Tiene una pinta espantosa.
—Mi padre y yo lo intentamos todo. Infusiones, especias, hierbas. Pero
no funcionó nada. Lo único que me alivia un poco es un limón. De niño,
solía exprimir el jugo por toda mi ropa. Ayuda mucho, pero mancha
muchísimo. A mi madre le volvía loca.
Recuerdo la bebida que me dio Bram en la fiesta. La que dijo que sabría
a la cosa que más quería en el mundo. La que sabía a limones y especias, la
que pensé que sabía como la clara. La que pensé que debía recordarme a
Caleb. Pero no era Caleb. Era John.
Me siento mareada de pronto, pero no tiene nada que ver con el mar.
Siento el estómago revuelto y un dolor terrible y hueco en el pecho.
Necesito decirle algo, pero no sé qué.
—Pase lo que pase esta noche, solo quiero darte las gracias —consigo
decir al fin—. Por cuidar de mí. Por salvarme la vida. Sé que eso no puede
compensar lo que he hecho, pero me gustaría… —Me callo. No tiene
ningún sentido decirle lo que deseo—. Chime tiene mucha suerte —digo
entonces de buenas a primeras.
—¿Qué? —John levanta la cabeza bruscamente. Un mechón rebelde cae
por delante de sus ojos, pero él no se molesta en apartarlo—. ¿Qué has
dicho?
—Chime —repito—. La conocí en la fiesta. Fifer nos presentó. Dijo que
erais… —Me vuelvo a callar. Me invade una ola de puros celos, tan intensa
que hace que me maree.
—No. —John sacude la cabeza—. No lo es. Nosotros no… —Deja la
frase sin acabar.
—Está bien —le tranquilizo—. Lo entiendo.
—¿Ah sí?
No, no lo entiendo. No sé lo que está pasando. Lo único que sé es que
cuando le miro, su cara pálida y demacrada, sus ojos oscuros rodeados de
ojeras, parece tan triste como me siento yo. Sin pensar, alargo la mano y
retiro el pelo de su frente.
Al sentir mis dedos, abre mucho los ojos sorprendido. Me quedo de
piedra, sintiéndome como una tonta. ¿Qué estoy haciendo? Empiezo a
retirar la mano, pero antes de que pueda hacerlo, me coge la mano
rápidamente entre las suyas, envolviendo los dedos alrededor de los míos y
sujetándolos con fuerza.
Nos quedamos así, simplemente mirándonos, sin decir nada. No siento
esa sensación familiar de miedo ni la necesidad de apartarme. Esta vez
siento algo desconocido: la necesidad de agarrarme más fuerte.
Alguien se aclara la garganta. Alzo la vista y veo a Fifer en el umbral de
la puerta, con su bolsa y la mía. Pasa la vista de John a mí y luego asiente,
como si hubiera empezado a comprender algo.
—Siento interrumpir —se disculpa—. Pero tenemos que empezar a
prepararnos.
John me suelta la mano. Se inclina sobre su bolsa y se apresura a meter
todo dentro: el limón, el cuchillo, la venda. Luego, sin decir una sola
palabra, se levanta y se marcha, pasando al lado de Fifer sin dedicarnos ni
una mirada a ninguna de las dos.
Fifer entra en el camarote y cierra la puerta. Deja nuestras bolsas en el
suelo y empieza a sacar cosas: ropa interior y vestidos y bailarinas y joyas.
La ayudo a vestirse. Ato los lazos del mismo vestido que usó la primera
noche en casa de Humbert, el de seda de color cobre con el corpiño verde.
Va hacia el espejo de al lado de la cama y se arregla el pelo, retirándolo de
la cara; pequeños tirabuzones caen alrededor de sus pecosas mejillas. Su
moratón todavía es evidente, pero consigue ocultar la mayor parte con
maquillaje.
Da media vuelta y se pone delante de mí.
—¿Y bien?
—Estás guapa —digo.
—Sí, pero contigo tenemos bastante trabajo por delante. —Me mira con
ojo crítico—. Estás pálida y tu pelo está espantoso. —Agarra mis cosas del
suelo: el vestido azul con el pájaro bordado en la parte de delante, los
peines a juego, las joyas—. A ver qué puedo hacer.
Después de lo que parece una eternidad, Fifer acaba conmigo. Miro mi
reflejo en el espejo y debo admitir que no tengo demasiada mala pinta.
Gracias a algún milagro, ha logrado domar mi pelo. Está suave y brillante y
cae sobre mis hombros en suaves ondas. Lo ha sujetado a los lados con los
peines, justo igual que hizo Bridget, incluso ha añadido un poco de color a
mis mejillas y labios para ocultar lo pálida que estoy.
—No olvides estos. —Me entrega los pendientes de zafiro y el anillo a
juego. El que Humbert me pidió que llevara. Lo deslizo en mi dedo. En la
tenue luz del camarote, apenas puedo distinguir el diminuto corazón
grabado en la parte inferior.
—Gracias —le digo—. Para alguien que va camino de su muerte
prematura, no tengo mala pinta. —Lo digo en broma, pero Fifer frunce el
ceño.
—No te dejaremos ahí —dice.
—Puede que no consiga salir —digo yo.
—Pero no te dejaremos ahí —insiste. Hace un gesto hacia la puerta—.
Venga, vamos. Los otros están esperando.
En el exterior, empieza a anochecer y las nubes están empezando a
abrirse, dejando al descubierto la brillante luna que hay tras ellas. John,
George y Schuyler están al lado de la puerta.
Schuyler va de negro como de costumbre, George todo de azul. Sin
todas las plumas y broches y ropa de colores vivos, casi no le reconozco.
John lleva pantalones negros y una camisa blanca bajo una chaqueta negra
con ribetes rojos. Pero tiene el pelo tan despeinado como siempre, el viento
desparrama rizos por su frente y por delante de sus ojos. Me doy cuenta de
que le estoy mirando fijamente, pero él está haciendo lo mismo.
Schuyler inclina la cabeza hacia atrás y se queja.
—Esto otra vez no —dice—. No sé cuánto más podré aguantar.
—¿De qué estás hablando? —le pregunto con brusquedad.
—Tú. Él. Esto. —Schuyler agita una mano entre John y yo—. Todos
estos sentimientos. Aleteando por el barco como frenéticos pájaros
enjaulados. ¡Amor! ¡Odio! ¡Lujuria! ¡Miedo! Ajj. Me siento como si
estuviera atrapado dentro de una tragedia griega. —Mira a George de reojo
—. Y tú no vas a empezar a cantar, ¿verdad?
George sonríe de oreja a oreja. Pero yo desvío la mirada, roja como un
tomate.
—Cállate, Schuyler —dice Fifer suavemente—. Vamos a enseñarles
esto y a ponernos manos a la obra.
Schuyler saca varios trozos de papel de su abrigo. Un pedazo de
pergamino, un tique viejo, fragmentos de un mapa.
—¿Cuántos? —pregunta Fifer.
—Cuatro —contesta Schuyler. Entonces coge el pergamino y lo rasga
por la mitad—. Ahora cinco.
—Bien. —Fifer mete la mano en su bolsa y saca una hoja de grueso
papel color crema. Lo reconozco de inmediato. La delicada escritura negra
en la parte delantera, la brillante rosa roja estampada en la parte superior: la
invitación al baile de máscaras de Malcolm. Fifer coge los irregulares
trozos de papel de la mano de Schuyler y los apila sobre la cubierta, unos
encima de otros. Luego coge la invitación y la pone encima de todo ello.
—¿Qué estás haciendo?
—Necesitamos una invitación para entrar en el baile —dice Fifer—. Sé
que dijiste que podríamos pasarnos la que tenemos adelante y atrás, pero se
me ha ocurrido una solución mejor. —Mete la mano en la bolsa otra vez y
saca su escalera de bruja—. Quedan dos nudos. —Levanta el trozo de
cordel de seda negra—. Uno de los cuales nos va a venir de perlas ahora
mismo.
—Ah —dice George—. Qué buena idea.
—Sí, eso pensé yo también. —Fifer desata el nudo y pone la mano
encima del montoncito de papeles—. Alterar.
Observo mientras el mapa, el tique, y los dos trozos de pergamino rotos
vibran y crecen, cambian de forma y de color hasta convertirse en copias
exactas de la invitación original. Fifer empieza a repartirlas.
—¿Qué tipo de hechizo es ese? —pregunto—. ¿Es como el que hiciste
de camino a casa de Humbert al convertir la hierba en un seto?
—El principio es el mismo, sí. —Me entrega una invitación. El papel
está ligeramente caliente al tacto—. La idea de coger algo y convertirlo en
algo diferente, eso es parecido. Se llama transferencia. De hecho es un
hechizo muy útil. Sin embargo, requiere una magia muy avanzada. Yo no
podría hacerlo sin la ayuda de Nicholas. —Sujeta en alto el cordel y lo
sacude un poco—. Él puede transferir casi cualquier cosa y convertirla en
otra. Es bastante asombroso.
Justo entonces, aparece un hombre detrás de nosotros. Le da una
palmada a John en la espalda y se dan la mano. Debe ser el capitán.
—Atracamos en unos quince minutos —informa—. Lo mejor es que
recojáis vuestras cosas y esperéis al lado de la pasarela. Será una parada
rápida. No hay necesidad de que nos quedemos aquí más de lo
estrictamente indispensable. —John le da las gracias y el hombre se va,
dando grandes zancadas por cubierta y ladrando órdenes a sus hombres.
Recogemos nuestras bolsas y el Azoth (lo llevo amarrado bajo el
vestido; es tan largo que la hoja casi arrastra por el suelo), y cruzamos la
cubierta hacia la barandilla. Observamos cómo empieza a asomar la casa de
Blackwell.
Desde el río, parece una fortaleza. Cuatro enormes losas de piedra,
imposiblemente altas y rectas, forman las paredes exteriores. En cada
esquina, hay una torre abovedada todavía más alta, coronada con pequeñas
banderas, cada una engalanada con una rosa de un rojo intenso. El emblema
de Blackwell. Alrededor de la casa, hay otro enorme muro de piedra.
Discurre a lo largo de la orilla del río, continúa durante lo que parecen
kilómetros antes de girar tierra adentro para rodear el resto de la casa.
Incrustada en medio del muro hay una única y pequeña verja de hierro,
que conduce del río al foso que hay al otro lado. La mayor parte del tiempo
está cerrada, pero esta tarde está abierta, como una enorme boca con dientes
de hierro. Casi puedo sentirla esperando a devorarme.
Normalmente las inmediaciones de la casa de Blackwell están desiertas.
Pero está noche está atestado de barcos de todos los tamaños y formas;
traen pasajeros de todas partes de Anglia. Río arriba vemos embarcaciones
más pequeñas que transportan a gente desde sus casas en Upminster. A
medida que nos acercamos a ellas, puedo oír a los remeros marcando el
ritmo con sus tambores. Buum. Buum. Buum. Suena como los latidos de un
inmenso corazón.
Entramos con suavidad en el puerto. Dos hombres aparecen corriendo y
bajan la pasarela, que aterriza con un ruido sordo en el muelle bajo nuestros
pies.
—Deprisa, por favor —nos indica uno de ellos, haciéndonos señas de
que bajemos.
—Vamos allá —susurra George—. Máscaras puestas. —Desliza la suya
por encima de su cabeza: es negra y sencilla. Nos costó un poco
convencerle. La máscara que él quería llevar era turquesa y estaba cubierta
de plumas de pavo real—. Si te pones eso, todos sabrán que eres tú en tan
solo cinco segundos —había señalado John.
Saco mi máscara de la bolsa, la negra con las plumas rosas, y me la
coloco delante de la cara.
Los cinco bajamos por el puente. En el mismo instante que ponemos los
pies en tierra, recogen la pasarela a toda prisa y el barco se aleja en silencio,
desapareciendo río abajo, de vuelta al mar.
—¿INVITACIONES? —Un guardia con uniforme oscuro alarga la mano
hacia nosotros.
Estamos en la parte superior de unas anchas escaleras de piedra que
conducen del muelle a la entrada de la casa de Blackwell. El muro se alza
amenazador por encima de nosotros, húmedo y negro de moho.
John entrega nuestras mágicamente alteradas invitaciones. Siento una
punzada de temor, ¿qué pasa si nota la diferencia de alguna manera?, pero
el guardia solo asiente.
—Disfruten de la velada.
—Gracias —dice John. Entonces me coge del brazo y me guía por el
sendero que tenemos ante nosotros.
Miro a mi alrededor, impresionada a mi pesar. En ocasiones anteriores,
esta entrada nunca fue nada especial. Tan solo una extensión de tierra y
piedras desperdigadas, un espacio vacío que conducía de la verja del río a la
segunda verja, la del espacio interior. Pero ahora está cubierta de hierba y
tiene un camino de gravilla recién echada, flanqueado por enormes árboles
en macetas e iluminado por un millar de velas. Hay unos músicos en el
centro del claro, rasgando las cuerdas de sus laúdes y tocando la gaita. La
música alegre y ligera parece fuera de lugar aquí.
John mira a su alrededor, con los ojos muy abiertos detrás de la
máscara. La suya también es negra y sencilla, igual que la de George.
Humbert solo fue capaz de encontrar dos como esas. El resto estaban
cubiertas de plumas o joyas o pelo. A George le dieron la primera máscara
sencilla; John y Schuyler se jugaron la segunda a los dados. Schuyler
perdió. En algún sitio detrás de mí, viene caminando un enfadado retornado
con una espantosa máscara peluda con forma de gato.
Por un instante me siento aliviada de haber conseguido entrar sin
problemas. Medio esperaba que los guardias de Blackwell estuvieran sobre
nosotros ya, inmovilizándonos con grilletes y sacándonos a rastras de ahí,
camino de las mazmorras o Dios sabe dónde, para no volver a ser vistos
jamás. Pero ese no es su estilo. Si sabe que estamos aquí, esperará. Esperará
hasta que estemos acorralados e indefensos y entonces, solo entonces,
golpeará. Con dureza y rapidez, nos obligará a arrodillarnos, a suplicar, nos
hará desear que ya estuviéramos muertos.
Ese es su estilo.
Cruzamos una segunda verja, entramos en la rosaleda. Este jardín es el
bien más preciado de Blackwell.
Hay más de cien especies de rosas aquí, cuidadosamente cultivadas para
que estén en flor todo el año, incluso durante el invierno. Normalmente, las
guardan bajo mantas en los meses fríos para que no las estropee la escarcha.
Pero esta noche están descubiertas, preciosas y vistosas en tonos rojos,
rosas, amarillos y naranjas.
Los invitados pasean por los senderos de gravilla que discurren entre los
arbustos. Señalan y se asombran ante la variedad de figuras que brotan del
suelo. Enormes arbustos recortados en forma de altísimas pirámides,
círculos perfectos, cuadrados gigantes, a veces los tres juntos, una forma
encima de la otra. Otros se han podado con forma de animal: búhos, osos,
incluso elefantes, y sus enormes ojos verdes nos observan pasar sin
parpadear. El laberinto de setos genera gran excitación, también. Pero
después del entrenamiento, a mí dejaron de gustarme.
En seguida aparecen los sirvientes y empiezan a hacernos señas para
que entremos. Los seguimos desde el jardín, recorremos un largo paseo de
piedra y pasamos por debajo de un enorme arco de piedra, para entrar en el
gran vestíbulo principal. Subimos lentamente por la larga escalinata,
cruzamos unas de las muchas puertas de dos hojas que dan acceso al gran
salón.
El gran salón es justo eso: grande. Casi cien metros de largo, treinta
metros de ancho. No puedo ni calcular la altura de los techos. Las paredes
están cubiertas de ricos tapices: escenas de cazadores a caballo, llevan
lanzas y arcos y flechas. Pero en lugar de las presas normales (ciervos,
jabalíes o lobos) están cazando personas. Específicamente, brujas y magos.
Hay uno incluso que representa a cazadores de brujas asando a sus presas
en un espetón.
Desearía poder ahorrarle a John semejantes imágenes.
Nos abrimos paso por la sala. Una música enérgica llena el aire, pero
queda casi ahogada por el ruido de miles de invitados arremolinados,
cotilleando, bailando o reunidos en pequeños grupos a lo largo de los
asientos junto a las ventanas.
Hay máscaras de todas las formas y tipos imaginables. Algunas son
sencillas o están poco decoradas, como la de George y John. Otras se
asemejan a cabezas de osos, lobos y tigres, con las bocas bien abiertas en
rugidos llenos de dientes. Algunas máscaras están cubiertas de plumas de
todos los colores imaginables, otras adornadas con piedras preciosas:
rubíes, esmeraldas, zafiros e incluso diamantes. Veo incluso unas cuantas
máscaras de cara entera, sus expresiones fijas grotescas, casi siniestras. En
especial porque no hay forma de saber quién está debajo.
Echo un vistazo al ornamentado reloj que hay sobre el escenario. Las
ocho y cuarto. En treinta minutos, pondré en marcha mi plan. Me excusaré,
les diré a los demás que voy al aseo. En verdad, estaré yendo a la tumba. A
las nueve, justo cuando empiece la mascarada, Schuyler les dirá a los otros
que les he llamado. Los conducirá afuera, solo que en vez de encontrarme a
mí, encontrarán a Peter, esperando con un barco al otro lado de la verja.
Entonces Schuyler se escabullirá para reunirse conmigo, y él y yo
destruiremos la tabla. Después, si sigo viva, Schuyler y yo nos reuniremos
con ellos.
Pero no cuento con estar viva.
—No me gusta esto. —Fifer mira a su alrededor—. Toda esta gente. Me
da la impresión de que todos nos miran.
—No nos miran —la tranquiliza John—. Solo te da esa sensación
porque estás nerviosa. Intenta calmarte.
—¿Cómo quieres que me calme? ¿Has visto todos esos tapices? —Fifer
se muerde las uñas—. Creo que voy a vomitar. Quizás si me da el aire…
—No puedes —le interrumpe John—. Nos atenemos al plan. Y eso
significa quedarnos aquí hasta que empiece la mascarada.
—Encontremos un sitio en el que sentarnos —sugiero—. Cerca de una
salida para que podamos escabullimos sin llamar la atención. —Veo una
zona vacía al lado de las puertas por las que entramos. No se puede oír ni
ver demasiado desde tan lejos, pero eso no importa.
Nos abrimos paso entre la multitud, siento los ojos de la gente sobre mí
al pasar. Fifer tiene razón, nos están observando. Entonces un chico, (¿o un
hombre?; difícil de saber a través de la máscara) después de otro se acercan
a mí, hacen una pequeña reverencia y me piden que baile. Tan
educadamente como puedo, los rechazo. Pero tanta atención me está
poniendo nerviosa.
—¿Qué está pasando? —susurra George.
—No lo sé —susurro de vuelta—. Quizás piensen que soy otra
persona… No estoy segura…
—Es tu vestido —dice John—. El pájaro de la parte delantera. Es el
símbolo de la duquesa esa. La amiga de Humbert, ¿recuerdas?
Por supuesto. El pájaro plateado bordado en la parte de delante del
vestido, el símbolo de la Casa de Rotherhithe. ¿Cómo puedo haberlo
olvidado? Esa es quien todos piensan que soy: Cecily Mowbray, la nieta de
la duquesa de Rotherhithe. Una de las damas de compañía de la reina
Margaret, una dama por derecho propio, la amiga de Caleb. Rubia y
menuda, igual que yo.
Otro chico se me acerca. Pero antes de que pueda acabar su reverencia,
John me agarra de la mano y me conduce hasta el centro de la atestada pista
de baile. Me pone una mano en la espalda, coge mi mano con su mano libre
y me atrae hacia él. Nos movemos juntos, despacio y en silencio, al son de
la música.
Debería estar pensando en Malcolm, que está en alguna parte entre esta
multitud. Debería estar pensando en Blackwell, en Caleb, que también están
aquí. Debería estar pensando en mi plan, la tumba, la tablilla… En lugar de
eso, en todo lo que puedo pensar es en John. El olor a lavanda y especias, el
leve aroma a limones. La forma en que me mira, la presión de su cuerpo
contra el mío, tan cerca que puedo sentir el rápido latir de su corazón. Al
mismo ritmo que el mío.
—Lo lamento —balbuceo.
—¿Qué es lo que lamentas? —me dice con voz suave.
Sacudo la cabeza. No lamento nada, lo lamento todo. Lamento la forma
imposible en que me hace sentir, la esperanza imposible de que él pueda
sentir lo mismo. Pero sé que no puedo decirle eso.
—Sé lo duro que debe ser para ti ayudar a alguien a quien odias —elijo
decir.
Se echa un poco hacia atrás, inclina la cabeza, me mira.
—No te odio —susurra—. Quizás debería. Pero no puedo. Porque te
conozco. Y la tú que conozco, valiente y fuerte, pero aun así tan asustada y
vulnerable, no es alguien a quien pueda odiar. Esa persona, solo la puedo…
—Se interrumpe, incapaz de encontrar las palabras adecuadas.
—Está bien —susurro a mi vez—. Lo entiendo.
—¿Sí? —Me mira desde arriba. Desliza la mano por mi mejilla y
levanta mi cara para que le mire a los ojos, tan cerca que nuestros labios
casi se tocan. Casi. Inclina la cabeza, puedo sentir su aliento en mi piel.
Entonces me besa.
Me olvido de todo: mi miedo, mi plan… incluso me olvido de la
tablilla. Todo lo que importa es el tacto de sus labios sobre los míos, sus
manos sobre mi cara y en mi pelo, la sensación de seguridad que me
proporciona. No quiero que acabe nunca.
Al oír los aplausos, nos apartamos de golpe; no me había dado cuenta
de que la música había parado. John me mira fijamente, los ojos como
platos detrás de la máscara, los labios entreabiertos, la sorpresa evidente en
su cara. ¿Sorpresa por qué? ¿Porque me ha besado? ¿O sorpresa porque ha
sentido algo, lo mismo que sentí yo? Lo que todavía siento: emoción, deseo,
esperanza, todo enredado junto en un nudo pequeño y apretado.
Alarga una mano hacia mí; yo doy un paso hacia él. Siento un golpecito
en el hombro, pero lo ignoro, no quiero apartarme de él. Y cuando lo vuelvo
a notar, me vuelvo con una negativa en los labios, pensando que es otro
desconocido que me confunde con otra persona. Pero no es ningún
desconocido. Porque en el momento que veo sus ojos, negros como los de
una serpiente incluso debajo de su máscara con forma de lobo, sé quién es.
Le reconocería en cualquier parte.
Blackwell.
Siento que toda la sangre desaparece de mi cara, mis brazos, mis
piernas. Se arremolina alrededor de mis pies como el cemento, pegándolos
al suelo.
—La señorita Mowbray, supongo —dice Blackwell—. Sé que no es lo
correcto, identificarla antes del desenmascaramiento, pero simplemente no
podía dejar que pasara ante mí una invitada tan apreciada sin ofrecerle unas
palabras de condolencia.
John contiene la respiración de repente.
—Gracias —contesto. Intento mantener la voz baja y suave, con la
esperanza de que él no la reconozca.
—Sentí mucho lo de su abuela —continúa Blackwell. Asiento,
recordando que Humbert mencionó que la duquesa estaba enferma—. Es
una gran pérdida. —Hago otro gesto afirmativo, con la esperanza de que se
vaya ya. Pero no lo hace. John da un paso adelante y me coge del brazo,
pero Blackwell no se da por vencido—. ¿Podría persuadir a este joven para
que me permita bailar una vez con usted?
John duda un instante de más.
—Por supuesto —dice, con voz tensa.
—Se la devolveré en seguida —añade Blackwell a la ligera. Me coge
del brazo y me introduce entre la multitud. Miro a los otros, sus máscaras
incapaces de ocultar el horror en sus caras.
—¿Disfrutando de la velada?
—Hmm —contesto, demasiado horrorizada para hablar. Todo lo que
puedo pensar es: ¿de verdad cree que está bailando con una de las damas de
la reina? ¿O sabe que soy yo? ¿Lo averiguó de alguna manera? Me doy
cuenta de lo estúpidos que hemos sido al pensar que podíamos engañar a
Blackwell. Él sabe todo lo que sucede en su casa. Sabe todo lo que sucede
en todas partes. Me siento como una mosca, revoloteando al borde de una
telaraña. Podría escapar ilesa. Pero un movimiento en falso y estoy muerta.
—Bien —dice, en apariencia inconsciente de mi terror. Bailamos por
todo el salón y yo hago todo lo posible por parecer una experta. O al menos
para no tropezar con mis propios pies. Pero Blackwell parece no darse
cuenta de esto tampoco. Apenas me presta atención. En lugar de eso, mira a
un lado y otro, estira el cuello como si estuviera buscando algo. Al cabo de
un rato, la música empieza a flojear. Blackwell me conduce de vuelta a las
puertas, solo que al lado opuesto de la sala de donde me están esperando los
demás. Puedo ver sus caras de ansiedad subiendo y bajando entre la
multitud, buscándome.
—Ha sido un placer —dice, soltándome—. Ahora, si me excusa, tengo
unos asuntos que atender. —Asiento y hago una reverencia, y Blackwell da
media vuelta para marcharse. Cuando empiezo a retroceder, se da la vuelta
—. Oh, señorita Mowbray.
—¿S-sí? —balbuceo, demasiado asustada para recordar que debía
disfrazar mi voz.
Blackwell se queda parado y veo un destello de algo cruzar sus ojos.
—Si va a salir fuera a que le dé el aire, tenga cuidado. Según parece,
puede que tengamos unos invitados indeseados esta noche. Pero no se
preocupe. Mis hombres se están ocupando de ello. —Y entonces se esfuma.
Por un momento, se me queda la mente en blanco por el miedo. ¿Sabe
que estamos aquí? ¿Somos nosotros los invitados indeseados? No lo sé.
Pero sí sé que tengo que sacar a los otros de aquí. Ahora. No tengo tiempo
de esperar a que comience la mascarada, y no tengo tiempo de esperar a
Peter. Y si tengo alguna esperanza de destruir la tabla, tengo que hacerlo
ahora.
Miro a donde están los otros y pillo a John mirándome entre el gentío.
Lo siento, dibujan mis labios. Entonces doy media vuelta. Y echo a correr.
Bajo las escaleras como una exhalación, llego al vestíbulo de entrada. A
lo largo de las paredes hay una serie de arcos, incrustados palmo y medio o
así en la piedra. Son puramente decorativos; todos excepto uno. Me dirijo a
la tercera arcada, pongo las manos sobre la superficie plana de piedra y
empujo. Se abre deslizándose para dar paso a un ancho túnel de piedra que
discurre a todo lo largo del gran salón y más allá, todo el camino hasta el
otro lado del palacio.
Recojo mi vestido y me cuelo adentro, cerrando la puerta a mi espalda.
—Schuyler —digo—. Blackwell sabe que estamos aquí. Saca a los
demás de este lugar y reúnete conmigo en el bosque dentro de diez minutos.
El túnel termina en una simple puerta de madera. Al otro lado hay otra
escalera que lleva hacia abajo, al dormitorio. Me quedo quieta un momento,
atenta a oír alguna voz. Es solo por precaución; nadie vive aquí ya. Pero
nunca se sabe.
No oigo nada, así que bajo las escaleras a toda prisa y entro en mi vieja
habitación. Me supone cierta conmoción volverla a ver. Diminuta, sin
ventanas, oscura. Nunca me había dado cuenta de lo mucho que se parece a
una celda. No he estado aquí desde hace casi un año, aunque no se nota. Mi
cama todavía está deshecha, uno de mis uniformes tirado en el suelo. Hay
unas cuantas armas dispuestas sobre el baúl al pie de la cama. Es casi como
si nunca me hubiera ido.
Rápidamente, saco el Azoth de su vaina bajo mi falda. Me quito el
vestido, me arranco las joyas de las orejas y los peines del pelo, cojo el
uniforme del suelo. Realmente no tengo ganas de ponérmelo, pero no puedo
destruir la tablilla con un vestido. Y lo último que necesito es que alguien
más me confunda con Cecily Mowbray.
Me enfundo los estrechos pantalones negros, la arrugada camisa blanca,
las botas negras que me llegan hasta las rodillas. Me pongo el largo abrigo
de cuero marrón, abrocho las correas de cuero por delante del pecho.
Después de volver a atar el Azoth alrededor de mi cintura, cruzo sobre el
hombro el cinturón para las armas y meto en él todo lo que encuentro: un
par de grandes cuchillos de sierra, un puñado de dagas, un hacha y una
lezna. No es tanto como me gustaría, pero es mejor que nada.
Cuando guardo la última daga, mi mano se engancha con algo. Bajo la
vista y me doy cuenta de que todavía llevo el anillo de zafiro de Humbert.
Empiezo a quitármelo y luego recuerdo lo que me dijo. Es un anillo de la
suerte. Me lo dejo puesto, solo por si acaso.
Subo las escaleras y sigo el túnel hasta una de las varias puertas que
conducen al exterior. Puedo oír las campanas del reloj del patio empezar a
tañer.
Las nueve en punto.
Recorro en silencio el jardín en sombras, paso la cancha de tenis y las
dianas de tiro al arco, los establos y el laberinto de setos, hasta que llego al
borde de los campos de prácticas. Se extienden ante mí, enormes y oscuros.
Recuerdo todas las cosas a las que me he tenido que enfrentar ahí fuera y
siento una punzada de miedo. No hay quien sepa quién o qué acecha esta
noche.
Cuando llego al bosque, giro a la derecha y camino paralela a la hilera
de árboles, en dirección al río. La última vez que tomé este sendero, iba de
camino a mi prueba final. Aún recuerdo oír los ecos de los barcos al pasar,
las olas chapoteando contra sus cascos. La tumba está en alguna parte cerca
del agua.
Oigo un pequeñísimo frufrú de hojas y me vuelvo rápidamente, con una
daga en la mano.
—Tranquila, monada. Soy yo. —Schuyler se acerca mí.
—¿Qué ha pasado? ¿Consiguieron salir?
Schuyler asiente.
—Están en el muelle en estos mismos momentos.
Suelto un suspiro de alivio.
—¿Qué les has dicho?
—La verdad. Dije que Blackwell sabe que estás aquí y que te habías ido
en busca de la tabla.
—¿Y?
Encoge los hombros.
—Y ya está. Se han ido. Peter llegará pronto y estarán a salvo. Justo
como planeaste.
Es lo que planeé. Pero lo que no planeé es cómo me sentiría con su
ausencia. Vacía. Hueca.
Sola.
Alzo la vista para encontrar a Schuyler observándome atentamente. No
dice nada. Solo asiente.
Nos estamos acercando a la tumba, puedo sentirlo. El aire se está
volviendo más frío, mi respiración sale en pequeñas nubecillas blancuzcas,
y el bosque está espeluznantemente silencioso. No hay grillos cantando, ni
búhos ululando, ni ratones ni ratas haciendo crujir una ramita o dos. Hay
solo silencio.
Entonces la veo. Desde fuera es inofensiva. Una simple puerta de
madera incrustada en un pequeño claro de moribunda hierba invernal,
parcialmente cubierta por una alfombra de hojas. Es tan anodina que si no
la estuvieras buscando, pasaría desapercibida.
—Schuyler —digo. Se la había pasado de largo.
Se da la vuelta, sigue la dirección de mi mirada. Cuando sus ojos
aterrizan en la puerta, suelta una maldición entre dientes y exhala un sonoro
suspiro. Supongo que es solo para darle más énfasis. Los retornados no
necesitan respirar. Empiezo a sacar el Azoth de la vaina. Lo tengo medio
sacado, la hoja plateada y la empuñadura esmeralda centelleando a la luz de
la luna, cuando Schuyler alarga la mano para detenerme.
—No lo hagas —me dice—. Utilízalo para destruir la tabla, pero para
nada más. No a menos que no tengas más remedio. Ya mataste al guardia.
No quieres darle a la maldición otra oportunidad de afianzar su poder.
—Vale. —Vuelvo a envainar la espada—. No sé en qué estado estaré…
después. Haré todo lo que pueda desde dentro, pero por si no soy capaz,
necesitaré que tú la ataques desde fuera, también.
Schuyler asiente.
—No vengas a por mí hasta que me oigas llamarte —continúo—. Si me
oyes gritar, ignóralo. Es solo… parte de todo esto. Y si vienen a por ti, a por
nosotros, no me esperes. Corre.
Voy hacia la puerta y me agacho, cojo la pesada argolla de hierro y tiro.
Tiro una vez, dos. Al tercer intento la trampilla se abre con un crujido. Bajo
por las escaleras de madera hasta la otra puerta, la puerta que solo después
del miedo, después de la magia, después de la ilusión, y después de la
muerte es la Tabla Decimotercera.
Apoyo las manos sobre la madera astillada y empujo la puerta para
abrirla. Una rendija primero, luego un poco más; las bisagras chirrían
agudas en el silencio reinante. Un aire rancio sale a borbotones, el olor de
mis pesadillas. Y más allá: la húmeda y oscura nada. Me cuelo por la
abertura, me quedo parada un instante, giro la cabeza y miro a Schuyler.
Esa sombra oscura cruza sus brillantes ojos azules otra vez.
—Ten cuidado —susurra.
LA PUERTA SE CIERRA de golpe por sí sola y me veo envuelta por la
oscuridad. No pasa mucho tiempo antes de que el mundo se ladee; caigo de
espaldas. Me pongo de pie y me quedo tan quieta como puedo, con los
puños cerrados a ambos lados del cuerpo. Espero a que la tierra empiece a
caer. Un segundo. Cinco. Diez. Me sudan las palmas de las manos y estoy
respirando con demasiada fuerza, demasiado deprisa. Pero aun así, no
ocurre nada.
Veo algo parpadear. Pálido, amarillo, como una vela lejana. Se hace más
brillante y, a medida que lo hace, veo que ya no estoy en la tumba. Estoy en
un túnel. Me muevo en dirección a la luz, pero lentamente. He dado quizás
diez pasos cuando oigo un ruido tan fuerte que me hace dar un respingo. Un
sonido atronador, como un puño enfadado contra una puerta de madera.
Saco una daga del cinto y sigo avanzando. El ruido continúa. Aporreando,
una y otra vez. El sonido quejumbroso de madera al astillarse, las sonoras
pisadas de unas botas cruzando el umbral de una puerta. Un grito. Luego un
chillido.
Mi cuerpo reacciona antes que mi cabeza y empiezo a correr hacia el
sonido. Avanzo a trompicones por la oscuridad, me choco contra las
paredes, tropiezo y me caigo de rodillas, me pongo de pie otra vez. Sigo el
sonido de los gritos hasta que la luz se intensifica y el suelo bajo mis pies se
vuelve más duro. Bajo la vista y solo consigo distinguir destellos de negro y
blanco por debajo de la tierra. Hay una puerta ahí delante. La cruzo y me
encuentro de pie en medio del vestíbulo de entrada de casa de Humbert.
Los suelos a cuadros blancos y negros están sucios y desconchados, los
cuadros arrancados de las paredes. Telarañas en los brazos de las lámparas,
jarrones de cristal hechos añicos. Las múltiples ventanas en forma de
diamante, rotas. Doy un paso tentativo, luego otro, los cristales crujen bajo
mis pies.
Siento que se me acelera el corazón. Sé que esto es una ilusión. ¿No?
No puedo estar en casa de Humbert. Está a kilómetros de distancia y yo
estoy aquí. En casa de Blackwell. Intento acordarme de la voz de Fifer,
recordándome que es una ilusión. Pero parece que fue hace mucho y muy
lejos. Esto parece aquí; parece ahora.
Esto parece real.
—¿Hay alguien ahí? —llamo—. ¿Humbert?
Voy a ver el salón, el comedor. Están destrozados: mesas patas arriba,
sillas volcadas sobre el suelo, cortinas arrancadas de las ventanas.
Retrocedo para volver al vestíbulo y me tropiezo con algo: la vieja bolsa de
lona marrón de John.
—¿John? —Corro escaleras arriba, hacia los dormitorios. Hay ropa
hecha jirones por todas partes: los preciosos vestidos de Fifer, el abrigo
verde oscuro de John, incluso la estrafalaria chaqueta naranja de arlequín de
George.
—¿George? ¿Fifer? —Puedo oír el pánico en mi voz al decir sus
nombres. Corro de nuevo abajo, a la biblioteca. La puerta ha desaparecido,
arrancada de sus goznes. Dentro, está oscuro. Pero no necesito ver para
saber que también está hecha trizas. Una fría brisa sopla a través del techo
de cristal roto, agita las páginas de los libros amontonados en enormes piras
sobre el suelo. A la luz de la luna, apenas puedo distinguir el árbol caído:
sus ramas grises desperdigadas por toda la habitación como huesos en un
cementerio, las hojas que fabriqué vuelan por los aires en ráfagas giratorias.
Me quedo ahí de pie un momento, en la oscura y arrasada biblioteca,
intentando controlar mi creciente miedo. Intentando recordar lo que Fifer
dijo sobre la ilusión. ¿Es la ilusión la que me hace tener miedo? ¿O es el
miedo el que hace real la ilusión? ¿Y qué significa esta ilusión? Se supone
que debe darme una lección sobre el miedo, pero no sé a qué le tengo
miedo. Todavía no.
Corro de vuelta al vestíbulo de entrada. Pero en lugar del vestíbulo de
baldosas blancas y negras por el que entré, estoy en un sitio diferente.
Mugrientos suelos de piedra, alfombras amontonadas en un rincón, más
ventanas rotas, cristales de colores esta vez. Apenas consigo distinguir la
cola de una serpiente en uno de los fragmentos que cuelga precariamente
del marco.
—Nicholas. —Recorro la casa a toda prisa, igual que hice en la de
Humbert. El salón. El comedor. Los dormitorios. Están destrozados del
mismo modo que los de casa de Humbert. La cocina tiene el mismo aspecto
que la última vez que la vi: ollas y sartenes y cuchillos y comida
desperdigados por todas partes—. ¡Hastings!
Pero no hay respuesta. La casa está silenciosa.
Giro en lentos círculos, respiro con dificultad, tengo las extremidades
insensibles por el miedo. ¿Qué significa todo esto? No lo sé. Solo sé que
quiero salir de aquí. Corro de vuelta a la entrada, abro la pesada puerta
delantera.
Y me quedo de piedra.
Estoy de pie al borde de una atestada plaza, observando a los verdugos
prender la hoguera. Andan alrededor de las estrechas plataformas de
madera, llevan las antorchas encendidas por encima de la cabeza. Sobre
cada plataforma, encadenados a un poste, con montones de leña apilados
alrededor de los pies, están John, Fifer, George y Nicholas.
Me tambaleo; casi me desmayo del horror. E incluso antes de que los
verdugos apliquen las antorchas a la madera, empiezo a gritar. Me abro
paso a través de la inquieta multitud, intentando llegar hasta ellos. Grito sus
nombres una y otra vez, pero no me oyen.
Me abalanzo hacia las plataformas, pero los guardias me agarran y me
tiran al suelo. Forcejeo sobre la tierra, intento volver a levantarme, pero me
retienen en el suelo, y chillo y lloro tan desesperadamente que no soy capaz
de luchar. Pero tengo que llegar hasta ellos, salvarlos antes de que sea
demasiado tarde; pero entonces es demasiado tarde. Se produce un enorme
fogonazo de llamas y una nube de humo mientras el fuego los engulle y
desaparecen, para siempre.
De alguna manera consigo ponerme de pie y me abro paso entre la
muchedumbre y hasta la calle. Echo a correr. No sé dónde voy, solo que
tengo que alejarme de esto. Del humo y el fuego y los gritos y la muerte. Al
cabo de un rato, llego a una callejuela desierta y me colapso en un portal,
temblando y llorando y completamente aterrorizada.
Así que es esto, mi peor miedo. Ya no es morir sola. Es observar cómo
las personas que más quiero mueren ante mis ojos y no poder hacer nada
por evitarlo. Ser responsable de ello. Saber que si no destruyo la tabla, eso
es lo que sucederá.
Me late el corazón demasiado fuerte, respiro demasiado deprisa. Tengo
que hacer que paren. Recuerdo lo que dijo Fifer: tengo que eliminar mi
miedo. La eliminación del miedo elimina la ilusión. Pero ¿cómo? Empiezo
a cantar, pero no puedo recordar las palabras. Aspiro una bocanada de aire,
pero no puedo parar de llorar. Intento pensar en otra cosa, pero no parezco
capaz de hacer eso tampoco. No sé hacer nada más que tener miedo.
Entonces, unos hombres pasan por ahí, cogidos del brazo. Están
cantando algún tipo de canción de taberna.
Al pasar, huelo el olor a cerveza que desprenden y arrugo la nariz. Están
borrachos y no puede ser más de mediodía y…
Se me ocurre una idea.
Me pongo en pie de un salto. Zigzagueo entre las callejuelas: izquierda,
derecha, izquierda de nuevo, hasta que veo el conocido cartel verde que
dice EL FIN DEL MUNDO. Empujo la puerta para abrirla y está justo igual que
siempre, justo como estaba el último día que estuve aquí. Atestado y
ruidoso, músicos tocando, Joe sirve bebidas desde detrás de la barra.
Cuando me ve acercarme, me sirve una jarra de cerveza y me observa, las
manos cruzadas.
—¿Y bien? —Gruñe.
Doy un sorbo cauteloso. Pero en lugar del horror habitual (cerdo asado
o absenta o Dios sabe qué), esta vez sabe a cerveza. Esta vez, de hecho, está
buena. Y simplemente así, el corazón me empieza a latir más despacio.
Respiro más despacio. Sé sin lugar a dudas que este Joe y esta cerveza no
son reales. Esto es una ilusión.
Y me echo a reír.
—¿Qué es tan gracioso?
No le contesto. En vez de eso, doy media vuelta y corro hacia la puerta
de la taberna y la abro de par en par. Allí, al otro lado, está la tumba, oscura
y húmeda. Estoy de vuelta donde empecé.
Entro y me quedo quieta. Por un momento, temo que la tierra empiece a
caer, que la ilusión todavía no haya terminado. Pero después de unos
instantes sin ocurrir nada, me dirijo hacia la entrada. La luna está lo
suficientemente brillante como para que diminutos rayos de luz se cuelen a
través de las grietas e iluminen lo que ya no es una desvencijada puerta de
madera sino los bordes de una enorme losa de piedra. Tiene el número XIII
tallado en la parte superior.
La Tabla Decimotercera.
Es grande, eso ya lo sabía. Pero de pie ante ella, me doy cuenta de lo
enorme que es en realidad. Mide casi dos metros de altura, casi uno de
anchura. Piedra maciza, de al menos palmo y medio de grosor. Lleva a aquí
abajo bastante tiempo, enterrada en la oscuridad y la humedad, sus bordes
empiezan a verse verdes por el musgo.
La miro un minuto. Deslizo los dedos por las palabras talladas a lo largo
de la piedra. Apenas distingo unas runas por los bordes, junto con el
nombre de Nicholas, escrito una y otra vez entre los símbolos y marcas.
Nicholas dijo que lo había hecho Blackwell. Que Blackwell fue quien le
echó esa maldición, que Blackwell es un mago. No quería creerlo entonces
y, a pesar de todo, no quiero creerlo ahora. Era simple especulación, simple
conjetura. No había forma de saber a ciencia cierta si era verdad.
Hasta ahora.
Debería haber una firma en la tabla. El nombre del mago, un símbolo,
un pseudónimo como los que adoptan los nigromantes. Algo que identifique
pero no incrimine. Una tablilla de maldición no funciona si no la tiene.
Me pongo de rodillas. Si hay una firma aquí, estará en algún sitio por la
parte inferior. Pero cuesta mucho ver. La luz de la luna no es tan intensa
aquí abajo y hay tierra acumulada como una costra por los bordes. La retiro
y veo parte de un símbolo. Palabras. Sigo quitando la tierra hasta que, por
fin, logro verla. Una rosa. Y su lema: lo hecho, hecho está, y no hay vuelta
atrás.
Me tambaleo contra la desmigajada pared a mi espalda. Escondo la
cabeza entre las manos y me doy un minuto para volver a sentir algo. La
traición, la incredulidad, el horror, la verdad; de algún modo punzantes y
lejanos al mismo tiempo.
Blackwell es un mago.
Me pongo en pie de un salto. Desenvaino el Azoth de un solo
movimiento brusco. Y golpeo, golpeo con todas mis fuerzas.
La hoja de plata resuena contra la piedra, el eco rebota por la tumba
como un chillido. Puedo sentir el poder de la espada reptando por mis
extremidades, llena mi corazón, mi cabeza, con tanta intensidad que estoy
borracha de él. Golpeo otra vez, y otra, y otra, el impacto de la plata sobre
la piedra levanta chispas que se prenden en la oscuridad.
—¡Elizabeth! —La voz de Schuyler corta a través del estruendo—.
¿Puedes oírme?
—¡Schuyler! —le grito—. ¡Estoy aquí! La puerta… ahora es la tabla.
Ayúdame a romperla, ¿vale?
Hay una pausa, luego un enorme y atronador golpetazo que sacude la
tumba, me rocía de tierra. Hay otro golpetazo, luego otro.
Doy golpes con el Azoth, una y otra vez, hasta que una estrecha grieta
aparece en el centro de la tabla. Está empezando a romperse. Sigo
golpeando; Schuyler sigue dándole patadas. La grieta se hace más larga,
más ancha, hasta que una brillante luz verde brota de su interior, serpentea
por la abertura dibujando tirabuzones: baja por la tabla, sube por las
paredes, cruza el techo, se retuerce y ondula como si estuviera viva. Doy un
paso atrás, me alejo de cualquier magia que aquella luz pueda poseer, pero
no sirve de nada. El haz de luz aumenta hasta ser casi cegador. Entonces,
con una ráfaga de viento y un ruido estrepitoso, como el del hielo al
romperse en un lago helado, la tabla se desmorona.
Me aparto, pero no soy lo bastante rápida. Trozos de tabla rota caen
sobre mí, y su peso me tira de espaldas al suelo, me dejan sin respiración, el
Azoth se me cae de la mano, y quedo enterrada bajo un montón de
escombros y piedra. Me retuerzo entre los restos, quitándome las piedras de
encima del estómago y de las extremidades.
—Schuyler. —Toso, mi voz rasposa por el polvo. No hay respuesta—.
¿Estás ahí? —Espero a que conteste. Pero no hay nada. Solo el ruido de mi
propia respiración jadeante y un suave y constante repiqueteo. Suena casi
como… casi como si lloviera.
Siento un repentino escalofrío. No llovía cuando entramos en la tumba.
Y no parecía que fuera a llover, tampoco; el cielo estaba despejado y negro
y lleno de estrellas. ¿Qué significa eso? Podría ser que llevo aquí más
tiempo del que creía. Es Anglia, después de todo, y el clima es muy
cambiante. Pero podría significar otra cosa, también.
Todavía estoy metida en la ilusión.
Me pongo de pie. Busco y recupero el Azoth de debajo de la tierra
caída. Camino con cuidado por encima de los escombros, subo por la
escalera como puedo y salgo por la trampilla hasta que llego al exterior otra
vez. Está jarreando. Una lluvia gélida cae a mares. Hay charcos por todas
partes. Lleva un buen rato lloviendo. Y Schuyler, cuya voz he oído hace
unos segundos, no está por ningún lado.
Siento una punzada de decepción, luego terror. Porque si todavía estoy
en la tumba, todavía dentro de la ilusión, significa que no destruí la tabla de
verdad. Peor que eso, significa que sea cual sea mi mayor miedo, todavía
está por venir. Y si mi mayor miedo no es morir sola, o ver a John y a todos
los demás morir ante mis ojos, entonces ¿cuál es? ¿Qué podría ser peor que
eso?
También significa que me han engañado para que utilizara el Azoth
cuando no necesitaba hacerlo. Aún puedo sentir su poder latiendo en mi
interior, susurrándome al oído. Quiere que lo use. Que utilice el poder que
me ofrece: para destruir, para romper, para matar.
Lo meto violentamente en su funda; a cambio cojo un par de cuchillos
de sierra. Luego echo a andar bajo la lluvia.
Todavía estoy en casa de Blackwell, hasta ahí lo tengo claro. Puedo ver
los mástiles coronados por banderas en los torreones, los amenazadores
muros de piedra.
Un zigzagueante fogonazo de luz ilumina el cielo, un relámpago. El
trueno retumba a lo lejos. Doy unos pasos tentativos, se me hunden los pies
suavemente en el barro. Examino los alrededores con atención: el laberinto
de setos delante de mí, los árboles a mi alrededor. Hay algo aquí fuera,
esperando, lo sé; puedo sentirlo.
Al final, lo veo: un par de ojos amarillos como faroles, me miran a
través de los árboles ahí delante. Entonces, con el susurro de unas hojas al
removerse y el crujir de una rama, viene a por mí.
La criatura avanza pesadamente hasta el claro. Una enorme cosa
parecida a una rata, del tamaño de un caballo, pero con seis patas en lugar
de cuatro y una larga cola terminada en una gran púa y llena de veneno.
Otra de las creaciones de Blackwell. Ya la he visto antes, durante los
entrenamientos. Es lenta y torpe, pero lo que le falta de velocidad lo
compensa en cantidad. Se mueve en manada, como hacen las ratas. Lo que
significa que hay más como ella.
Lanzo los dos cuchillos por el aire, apunto directamente a sus ojos. Esa
es la única forma de matar a ese bicho, sacarle ambos ojos. Consigo darle a
uno pero fallo con el otro, y la rata cae sobre el costado y emite un
estridente chillido. Está llamando a las otras. Saco otro cuchillo y corro
hacia ella, salto por encima de la cola que no para de dar latigazos y se lo
incrusto en el otro ojo. La rata se estremece y muere, pero siento el suelo
temblar y sé que vienen más. Me doy media vuelta y veo a tres de ellas que
vienen directas a por mí.
Me quedan cuatro cuchillos. Se los lanzo a las ratas. Y aunque está
oscuro y todavía jarrea, logro dar a cada una en un ojo. No lo suficiente
para matarlas, pero lo suficiente para ralentizarlas. Cojo el hacha del cinto y
corro hacia ellas mientras están ahí tiradas, pataleando y chillando en el
suelo. Me golpean varias veces con sus colas de púas y, aunque las heridas
se curan al instante, siento los efectos del veneno en cualquier caso. Me
hace ver doble. Y a través de la oscuridad y la lluvia, no puedo distinguir
una rata de otra. Me guío por sus agudos chillidos y no paro de golpearlas y
de ser golpeada con sus colas una y otra vez, hasta que, por fin, se quedan
quietas.
Caigo exhausta al suelo, dejo que la lluvia me empape, temblorosa y
mareada por el veneno. Me planteo por un momento que el veneno puede
no ser real, que puede ser parte de la ilusión. Supongo que no tiene
importancia. Porque, como cualquier ilusión, es lo bastante real. Y sea
como sea, tengo que moverme. Si hay más criaturas por aquí, vendrán a por
las ratas muertas. Blackwell nunca pudo averiguar cómo alimentar a estas
cosas que había creado, así que simplemente las dejaba alimentarse de
cualquier cosa que matáramos. Una vez le pregunté a Caleb qué pasaba con
los cuerpos de los cazadores de brujas que morían durante los
entrenamientos, pero él me dijo que era mejor no saberlo.
A través de la lluvia, vislumbro el borde del laberinto de setos. No
quiero entrar ahí. Ya lo crucé una vez y casi no logro salir. Pero también sé
que si entro, cualquier otra cosa que haya aquí fuera no me seguirá. Ellos
también le tienen miedo a lo que hay ahí dentro.
Me pongo a cuatro patas y empiezo a gatear por el borde del bosque,
cerca de los árboles, donde no se me verá tan fácilmente. Al final, la hilera
de árboles termina en una franja de campo abierto que conduce al laberinto
al otro lado. Me quedo ahí acurrucada por un momento, tiritando y calada
hasta los huesos, la cabeza todavía me da vueltas. Tengo que ponerme de
pie. Tengo que correr. Tengo que conseguir entrar en ese laberinto antes de
que ninguna otra cosa me encuentre. Pero estoy tan cansada. Me recuesto
en el barro y me quedo quieta, solo un instante; respiro profundas y
trabajosas bocanadas de aire. Cierro los ojos contra la gélida lluvia que
salpica a mi alrededor.
—Elizabeth.
Cuando oigo su voz, profunda y tranquila, creo que también se debe al
veneno. Que se ha abierto paso hasta mi cerebro y me está haciendo oír
cosas que no están ahí. Pero cuando dice mi nombre otra vez, me enderezo
tan repentinamente que me da vueltas la cabeza. Y le veo, de pie en el claro,
al lado del laberinto.
John.
Me pongo de pie, me tambaleo un poco.
—Estás herida —dice, frunciendo el ceño. Suena tan real.
Pero no es real.
¿O sí?
Me dirijo hacia él. Según me acerco, pone cara de susto al ver mi
aspecto: pantalones hechos jirones, camisa desgarrada, cubiertos de barro y
sangre y Dios sabe qué más. El pelo suelto, cae por mis hombros
enmarañado y lleno de nudos.
John va vestido como iba en el baile de máscaras: camisa blanca,
pantalones negros, chaqueta negra con ribetes rojos. Pelo desgreñado, ojos
color avellana que me miran con gran intensidad. Parece tan real.
Pero no es real.
¿O sí?
—No eres tú de verdad —le digo. Sale como un susurro—. Lo sé.
John, la ilusión de John, echa un vistazo por encima del hombro, una
breve sombra cruza su cara.
—Sí lo soy —dice, volviéndose hacia mí—. Soy yo. ¿Por qué piensas
que no lo soy?
Sacudo la cabeza.
—No lo sé. Quizás porque está lloviendo. Yo estoy empapada y tú estás
completamente seco.
—Estaba lloviendo, pero ha parado. —Miro hacia arriba. El John
ilusorio tiene razón. Ha dejado de llover—. Y no estoy mojado porque
acabo de llegar.
Le hago caso omiso y continúo.
—Vale, perfecto. Sé que no eres tú porque te habías ido. Schuyler me lo
dijo. Estás en un barco con Peter y todos los demás, y vas camino de casa.
Te fuiste. —Me trago el nudo que tengo en la garganta.
—Nunca me fui. —Su voz es tan callada como la mía—. Tú te fuiste de
mi lado, ¿lo recuerdas? Tú te fuiste corriendo y yo no quería que lo hicieras.
Así que vine a buscarte. —Vuelve a mirar hacia atrás otra vez.
Algo parece molestarle, a este John ilusorio. No deja de mirar por
encima del hombro como si hubiera algo ahí. Algo acechando entre las
sombras, esperando para atacarle. Lo ignoro. No es real.
¿O sí?
—¿Por qué habrías de dejar a los otros para venir a buscarme a mí? —
Alzo la voz, enfadada porque quiero que sea verdad, enfadada porque sé
que no lo es—. ¿Por qué habrías de hacer eso?
John da un paso hacia mí.
—¿No lo sabes? —Niego con la cabeza. Él me mira. Ojos oscuros, luz
de luna—. Porque estoy enamorado de ti.
Cierro los ojos, empiezo a perder las ganas de luchar. Estoy tan cansada.
Cansada de esta ilusión, cansada de la verdad, cansada de las mentiras.
Blackwell es un mago. Porque estoy enamorado de ti. No quiero más de
esto. Quiero despertar.
Abro los ojos. Agarro el último cuchillo que me queda en el cinturón y
me lo clavo, fuerte, en la pierna.
—¡Despierta! —grito. No a John, ni a su ilusión, sino a mí misma.
Está delante de mí antes de que pueda acabar de sacarlo. Me quita el
cuchillo de la mano, lo tira al suelo. Luego me coge ambas manos con las
suyas y me las inmoviliza a la espalda. Se acerca mucho. Puedo sentir su
aliento sobre mi mejilla.
—Para.
Forcejeo entre sus brazos. Intento alejarme antes de que esta ilusión
cambie y John desaparezca o muera o se convierta en cualquier cosa menos
lo que él es: ojos oscuros y rizos suaves y calor y seguridad.
Pero cuando me atrae hacia él, le dejo. Y cuando inclina la cabeza y
roza mis labios con los suyos, le dejo hacerlo, también. Son cálidos y
blandos, tal y como los recuerdo. Lentamente, aparta los labios de mi boca,
los desliza por mi mejilla, luego por mi oreja, se detiene ahí un momento.
Puedo sentirle y oírle y olerle, y es todo tan real. Por un instante cierro los
ojos y me rindo a ello, a los escalofríos y la emoción que él me produce,
hasta que oigo su susurro ronco y entrecortado.
—Corre.
Me aparto de él con un grito ahogado y, cuando lo hago, veo a
Blackwell de pie al lado de John, sacando lentamente un cuchillo de su
costado.
—ESA HA SIDO UNA ESCENA MUY CONMOVEDORA —dice Blackwell.
Limpia la hoja con un pañuelo y vuelve a meter el cuchillo en su cinturón.
John deja escapar un gemido ahogado y se tambalea hacia atrás,
apretándose el costado con la mano. La sangre fluye entre sus dedos.
—No —susurro—. Esto no es real.
—Oh, es muy real, te lo aseguro. —Blackwell da un paso hacia mí. Le
miro, con la esperanza de ver algo que me demuestre que solo es parte de la
ilusión. Pero parece el mismo. Lleva la misma ropa con la que le vi en el
baile: pantalones oscuros, chaqueta roja de brocado bordada con hilo
dorado. La insignia de su cargo ha desaparecido, pero claro, ahora pertenece
a Caleb.
—Sí que has destruido la tabla —continúa—. Y has despachado a mis
híbridos con bastante destreza, también. —Se ríe un poco, como un padre
indulgente. Solo que yo le conozco y sé que no es así. Un escalofrío me
recorre la columna—. Te enseñé bien. Realmente eras una de mis mejores
cazadoras de brujas.
Sacudo la cabeza. Esto no es real, no lo es. Entonces miro hacia otro
lado. Miro a mi alrededor, en busca de algo, cualquier cosa, que me muestre
lo que está ocurriendo de verdad. Dónde estoy de verdad. Veo la tumba
rota, las ratas muertas. La lluvia ha desaparecido, el cielo está despejado, mi
ropa está mojada, y aquí estoy yo.
En casa de Blackwell. Justo donde empecé.
Todo es real.
—¡John! —Me abalanzo hacia él justo cuando Blackwell se abalanza a
por mí. Rápido como una serpiente, arranca el Azoth de la vaina. Alargo
una mano para impedírselo, pero es demasiado tarde. Lo levanta por encima
de su cabeza, las esmeraldas de la empuñadura centellean amenazadoras a
la luz de la luna.
Intento llegar hasta John otra vez, pero Blackwell me detiene poniendo
la hoja sobre mi pecho.
—No puedes ayudarle —dice—. Le quedan treinta minutos como
mucho. Él seguro que lo sabe. Es curandero, ¿no? —John se ha puesto de
rodillas, no deja de agarrarse el costado.
—¿Por qué? —Aúllo. Es todo lo que se me ocurre preguntar. Blackwell
encoge los hombros indiferente.
—¿Por qué le he apuñalado? ¿Necesitas una razón mejor que el que
haya entrado sin permiso en mi propiedad? ¿O quieres decir por qué he
intentado matar a Nicholas Perevil? ¿Necesitas una razón mejor que el
hecho de que sea un Reformista, un traidor, y una amenaza para mi reino?
—¿Su reino?
—Sí. Mi reino. El tonto de mi sobrino puede que sea el rey de este país,
pero yo soy el que lo gobierna. Yo trabajo mientras él juega. Reúno
ejércitos mientras él caza, los despliego mientras él baila. Instauro políticas
y promulgo leyes y planeo rebeliones mientras él bebe y apuesta y pierde el
tiempo con mujeres. —Me dedica una mirada dura, terrible—. Tú deberías
saberlo mejor que nadie.
Tardo un instante en encontrar la voz.
—Lo sabía —consigo decir al fin—. Lo sabía y no se lo impidió.
Blackwell me sacude violentamente el brazo.
—Por supuesto que lo sabía. A Malcolm le casaron a los dieciséis años
con una mujer que le doblaba la edad. Era seguro que se iba a enamorar,
pero nunca de ella. Cuando le empezaste a gustar, lo usé en mi propio
beneficio. Le animé. Le dije que a ti también te gustaba él. —Encoge los
hombros, con desdén—. Sabía a dónde llevaría el tema.
Detrás de él, John hace un ruido a medio camino entre un gruñido y un
gemido.
—Se suponía que ibas a cumplir con tu deber, hacer aquello para lo que
fuiste entrenada, que le matarías —continúa Blackwell—. Necesitaba que
desapareciera, y se suponía que tú ibas a hacerlo. Caleb te hizo todo tipo de
insinuaciones, excepto decirte abiertamente que le mataras. —Levanta la
voz—. ¿Cuántas veces tenía que detallarte las formas en que Malcolm
estaba perdiendo el control del país? ¿Cuántas veces tenía que decirte que
estaríamos mejor sin él?
—¿Y se suponía que debía tomarme esos comentarios como una orden
de que matara al rey? —pregunto, incrédula—. Eso es una locura. Usted
está loco.
—Modales —es todo lo que dice como respuesta.
—No puede matar a Malcolm —le digo—. No puede.
Blackwell se encoge de hombros.
—Está hecho. A medianoche esta noche. Está hecho. La máscara por fin
caerá y tras ella apareceré yo como el nuevo gobernante de Anglia. —
Sonríe—. Es un poco teatral, lo admito. Pero realmente no me pude resistir.
—No funcionará —le digo—. El país entero está sublevado contra
usted…
Se echa a reír. Una risa profunda y retumbante que me sorprende oír.
Nunca antes le había oído reír.
—El país está sublevado contra Malcolm. Yo me limitaba a cumplir sus
órdenes. Él es el rey, como bien has dicho antes.
—¡Pero usted creó esas leyes! —protesto—. Usted era el Inquisidor.
Eran sus reglas…
—Yo creaba las leyes que Malcolm me ordenaba crear. —Abre los
brazos—. Yo era tan víctima de su traición como todos los demás. Quizás
más, pues me ordenaron matar a cientos de brujas y magos, gente como yo.
—Sacude la cabeza con fingido pesar—. Pero esta noche todo eso acabará.
Yo tomaré posesión del tronó, y lo haré con un ejército tan poderoso que
nadie osará detenerme.
—Ejército —murmuro—. ¿Qué ejército?
—El ejército que vosotros construisteis para mí, por supuesto.
Dejo escapar un grito ahogado. Entonces me doy cuenta. Me doy cuenta
de lo que ha estado haciendo todo el rato, de lo que ha hecho.
—Os entrené para cazar brujas y magos —continúa—. Cazarlos y
traérmelos. ¿No te preguntaste por qué nunca quería que los matarais?
—Pero usted sí lo hacía —contesto—. Quemó a una docena en una
semana. Yo estaba ahí. Lo vi.
—Tenía que quemar a algunos —dice Blackwell—. Malcolm habría
sospechado, si no. Pero ¿no te diste cuenta de que los únicos que iban a la
hoguera eran curanderos y brujas de cocina? Tenía que sacrificar a alguien,
y esos no me valían para nada. Eran más o menos tan útiles como él. —
Hace un gesto despectivo hacia John—. Pero ¿los nigromantes, los
demonólogos? ¿Los magos que practican magia negra? Esos me eran útiles,
desde luego. Todavía me son útiles.
—No puede hacerlo —objeto.
—Sí que puedo, y lo haré. Ya no hay nadie que pueda detenerme. Y con
esto, —levanta el Azoth— seré invencible.
—Nicholas —suelto de pronto—. Va a vivir. Él le detendrá…
—Oh, no lo creo.
Entonces los oigo. El ahogado llanto de una chica, el apagado gemido
de un chico. Se me ponen de punta todos los pelos de la nuca.
Después aparece Caleb, seguido por Marcus y Linus, y veo de dónde
provienen los quejidos. Son Fifer y George, ambos atados y apaleados.
Linus conduce a Fifer de los pelos, y está claro que ella está haciendo todo
lo posible por no perder el conocimiento. El ojo y la boca de George
presentan sendos moratones, y le resbala sangre por la mejilla.
Doy un grito ahogado.
—¿Realmente creías que podrías salirte con la tuya? ¿Realmente creías
que podrías irte de aquí sin más? —Blackwell se acerca a mí. Me agarra por
los hombros y baja la vista hacia mí; sus ojos negros taladran los míos—.
¿Realmente creías que podrías impedir que llevara a cabo mis planes?
Miro a Caleb y él me devuelve la mirada, impasible.
—Te lo advertí —me dice—. Te dije lo que ocurriría si no volvías
conmigo. Te dije que no sería capaz de protegerte.
Se produce un terrible silencio mientras nos miramos fijamente; puedo
sentir los ojos de todos los ahí presentes sobre nosotros. Estudio su cara con
atención en busca de algo, un toque de simpatía, una sombra de compasión,
cualquier cosa que demuestre que mi amigo todavía está ahí. Pero no veo
nada. Y sé (con dolorosa certidumbre, sé) que estoy sola. Que en esta, su
prueba final, ante la encrucijada de elegir entre familia y ambición, Caleb
elige ambición.
Me vuelvo hacia Blackwell.
—¿Qué va a hacer? —susurro.
Entonces Blackwell me suelta, tan de repente que casi me caigo.
—Tráeme a la chica.
Linus se acerca con Fifer, la empuja con brusquedad delante de él.
Puedo oír las débiles protestas de John y los gritos ahogados de George,
pero apenas los registro. No puedo quitar los ojos de ella. La parte superior
de su vestido está desgarrada; no deja de resbalar de sus hombros. Le faltan
los zapatos, y tiembla de manera tan violenta que le castañetean los dientes.
Me vuelvo hacia Linus.
—¿Qué le has hecho?
—Nada. —Linus esboza una terrible sonrisa y desliza un dedo por
detrás del cuello de Fifer. Ambas nos estremecemos—. Aún.
Estoy tan asqueada que ni siquiera pienso, solo me abalanzo sobre
Linus. Él aparta a Fifer de un empujón y salta hacia mí. Caemos al suelo,
los dos damos puñetazos y patadas y nos gritamos cosas terribles. Saca su
daga y me apuñala repetidas veces con ella; apunta a mi cuello, mi corazón,
mi estómago. Está impactando contra algo, pero no sé qué. En cuanto siento
el dolor, desaparece, seguido de un dolor en otra parte. Todo mi cuerpo está
tan atrapado en el bucle de dolor y curación, que no puedo distinguir
cuándo empieza uno y acaba el otro.
—Basta. —La voz de Blackwell retumba por el claro. Linus se aparta
de mí como un perro bien educado, todavía con el hábito de obedecer. Me
pongo de pie, pero lentamente. Mis heridas no se están curando tan aprisa
como debieran; aún estoy débil por el veneno y por la herida del estómago.
—¿Qué quiere que haga? —susurro—. Sea lo que sea, dígamelo y lo
haré. Pero no les haga daño. —Le miro directamente a los ojos—. Solo
dígame lo que necesita.
—Necesitaba que el rey muriera y necesitaba que Nicholas muriera —
me dice—. Tú tenías que haber hecho ambas cosas, pero fracasaste. En
ambas. —Da unos pasos hacia mí—. Por suerte, ahora tengo a estos dos. —
Echa un vistazo a George y a Fifer—. Ellos me dirán dónde está Nicholas;
me conducirán hasta él. Lo harán —repite, alzando la voz por encima de las
protestas de John— si no quieren sufrir demasiado antes de que me deshaga
de ellos.
Fifer deja escapar un gemido.
—En cuanto al rey, alguien se va a ocupar de él. Puede que ya esté
hecho. —Mira a Caleb, que asiente—. Así que, como puedes ver, no
necesito que hagas nada. —Se acerca a mí, sus ojos negros lanzan destellos
de locura, se clavan en los míos—. No te necesito en absoluto.
La tormenta de su furia estalla entonces. Levanta los brazos y empieza a
llover otra vez, como llovía cuando salí de la tumba. Cae como una
agresión: no puedo ver más allá de la cortina de agua, no puedo oír nada por
encima del ruido que hace al aporrear el suelo. Ahora no estamos más que
Blackwell y yo; todo lo demás y todos los demás han desaparecido.
Retrocedo, buscaría un sitio al que huir, pero me da miedo apartar los ojos
de su cara. Además, sé que no hay ningún sitio al que ir.
—Te recluiría en el interior del laberinto —dice, sin gritar, aunque
puedo oírle perfectamente por encima de la lluvia— si pensara que así me
libraría de ti. Pero ya hice eso antes y conseguiste salir de ahí. Enviaría a
más de mis híbridos a por ti, pero sé que sobrevivirías.
Se calla, su expresión se vuelve casi… curiosa.
—¿Cómo lo hiciste? No eras fuerte, no como Marcus. No eras
ambiciosa como Caleb. Ni brutal como Linus. —Me mira de arriba abajo,
sacude la cabeza, como si mi mera presencia le desconcertara—. ¿Cómo
sobreviviste?
Me está haciendo la pregunta que siempre me he hecho a mí misma.
Cómo una chica anodina como yo podía haber sobrevivido a peligros
inimaginables como aquellos. No lo sabía entonces, no realmente, y no
estoy segura de saberlo ahora. Le ofrezco mi mejor respuesta de todos
modos.
—Porque tenía miedo de hacer nada excepto vivir.
Blackwell asiente, como si ese fuera un punto de vista interesante que
nunca había tomado en consideración.
—¿Y ahora? ¿Tienes miedo ahora?
Me planteo decirle que sí. Quizás confesar debilidad pueda hacerme
ganar algo de tiempo, o clemencia, o una oportunidad para escapar. Pero
incluso mientras lo pienso, sé que no hay ninguna oportunidad. De que
ocurra ninguna de esas cosas.
—No tengo miedo. —Lo digo porque es el último acto de desafío que
tengo contra él y lo digo porque (y me sorprende darme cuenta de ello) es
verdad—. No le tengo miedo.
Blackwell sonríe.
—Bien. Podría preocuparme si lo tuvieras. —Se dirige hacia mí, el
brazo estirado, el Azoth en alto. Y, antes de que pueda ver bien lo que está
haciendo, me lanza una estocada.
Me echo hacia atrás, como él sabía que haría. Falla por un par de
centímetros, como yo sabía que haría. Da un paso atrás, luego viene a por
mí otra vez, y otra. Evito golpe tras golpe. Esquivándole, retorciéndome,
girando. No me está hiriendo, pero tampoco lo está intentando. No en serio.
Está jugando conmigo, como un gato juega con un ratón. Para cansarme,
para debilitarme. Después, cuando empiece a tambalearme, cuando empiece
a desgastarme, atacará. Y me matará.
Tengo que poner fin a esto. Ahora.
Doy un paso atrás, me alejo a trompicones, como si estuviera intentando
huir de él. Blackwell parece haber anticipado esto también y avanza. En el
último segundo, me vuelvo para encararle y me abalanzo hacia él. Esto no
se lo esperaba, vacila una décima de segundo antes de levantar la espada. Es
suficiente. Salto hacia delante, estampo el pie contra su pierna. Se tambalea.
Me levanto, cruzo las manos y golpeo mis puños entrelazados contra su
antebrazo, fuerte. Una vez, dos. Afloja la mano que sujeta el Azoth, luego
lo deja caer. Aterriza con un ruido sordo sobre el suelo empapado por la
lluvia. Meto la punta del pie bajo la empuñadura, lo alejo resbalando a
través del barro, lejos de su alcance.
Blackwell se queda parado. Indeciso. ¿Yo o el Azoth? Solo puede coger
a uno.
Me elige a mí.
Deprisa, más deprisa de lo que hubiera podido imaginar, se abalanza
sobre mí. Cierra las manos alrededor de mi cuello. Y con un gruñido de
asco, odio e ira, empieza a apretar.
Le doy golpes en las manos, tiro de sus muñecas. Araño y doy
puñetazos en sus brazos, en su cara. Pero estoy débil. Estoy más cansada de
lo que debo y él no para. Simplemente aprieta más y más, me mira
directamente a los ojos, su mirada despiadada y sin remordimientos. Intento
gritar, chillar. Pero no puedo. Incluso si pudiera, no me oirían por encima de
la lluvia atronadora.
Se me aflojan las piernas, se me doblan y caigo de rodillas, luego de
espaldas. La lluvia cae a mares sobre nosotros, y forcejeo por el barro, pero
Blackwell sigue apretando. Puedo sentir cómo se me ponen los ojos en
blanco, y pierdo y recupero el conocimiento casi al ritmo de los relámpagos
que iluminan el cielo. Mi cuerpo empieza a sufrir espasmos incontrolables
mientras lucha contra lo inevitable.
No hay nadie para salvarme esta vez.
Entonces me acuerdo de Schuyler. Está aquí, en alguna parte. Grito su
nombre dentro de mi cabeza. Lo grito. Una y otra vez. Schuyler. El Aioth.
Está aquí. Ven a cogerlo, y ven a salvarlos.
Entonces oigo unos gritos, chillidos. Atraviesan la lluvia y el
aturdimiento de mi cabeza… y la concentración de Blackwell. Me suelta el
cuello. Aspiro una desgarradora, abrasadora bocanada de aire, pero todavía
soy incapaz de moverme. Y los gritos continúan.
De repente, Blackwell se inclina hacia atrás y se pone de pie,
maldiciendo entre dientes. Agita los brazos y la lluvia que nos rodea deja de
caer. Giro la cabeza hacia un lado y veo lo que está pasando. Abro los ojos
totalmente horrorizada.
Es una carnicería.
Schuyler está de pie en el claro, el Azoth en alto delante de él. Marcus y
Linus están tirados por los suelos, los dos abiertos en canal, la sangre y las
tripas parecen desbordarse de sus heridas. Esos eran los gritos que oía.
Schuyler apunta con la espada a Caleb, pero este usa a Fifer de escudo, le
ha puesto una daga en el cuello. Al otro lado del claro, George está
agachado sobre John, que todavía está tumbado en el suelo, todavía
inmóvil, todavía sangrando.
Blackwell va hacia Schuyler hecho una furia.
—Tú —gruñe.
—Dile que la suelte —dice Schuyler, sin apartar los ojos de Caleb—.
Dile que lo haga ahora.
Blackwell se acerca más a él. Lanza los brazos al aire y, en ese mismo
instante, la lluvia vuelve a caer con fuerza, acompañada por el fogonazo de
un relámpago y un trueno ensordecedor. Los pierdo a todos de vista y ya no
puedo oír lo que está sucediendo. Pero sé que debo moverme.
Despacio, ruedo sobre el costado. Me duelen mil sitios a la vez y estoy
sangrando por cien. Tengo tantas heridas que mi estigma no puede curarlas
todas. Me pongo a cuatro patas pero vuelvo a caer al suelo, de bruces en el
barro. Me levanto otra vez, pero me cuesta tanto, me duele tanto; incluso
respirar me duele. Por fin, consigo ponerme de pie y empiezo a
tambalearme hacia ellos. No sé qué es lo que creo que puedo hacer. Apenas
me puedo mover. Ni siquiera tengo un arma.
Entonces me tropiezo con algo. Miro hacia abajo. Es el cuchillo. El que
usé para apuñalarme la pierna, el que John arrojó al suelo. Me agacho, lo
saco del barro y sigo moviéndome. Blackwell está justo enfrente de mí,
dándome la espalda. Schuyler mueve la espada de Blackwell a Caleb. Caleb
le clava la daga a Fifer en el cuello, tan fuerte que puedo ver la sangre
brotar. Pero está perdiendo la concentración. Sus ojos saltan espantados de
Schuyler al cielo, luego abajo otra vez; parpadea furiosamente para intentar
ver algo a través del diluvio. Solo yo sé lo mucho que Caleb odia la lluvia;
casi puedo oírle suplicando que pare.
Estalla otro trueno y Caleb hace una mueca, cierra los ojos un momento
contra el ruido. No pienso. Echo el brazo hacia atrás, apunto, y dejo que mi
daga vuele por el aire, directamente hacia él. Aterriza en su cuello con un
ruido enfermizo. Caleb se aparta de Fifer, una expresión de sorpresa cruza
su cara. Ese pequeño momento es suficiente. Schuyler se abalanza hacia
delante y le arranca a Fifer de los brazos. Caleb se quita la daga del cuello,
la herida se cura al instante. Blackwell gira en redondo, tan sorprendido
como Caleb de verme ahí de pie. Vacila, solo un segundo, indeciso sobre lo
que hacer. Pero eso es suficiente, también.
El Azoth.
En el mismo instante en que lo pienso, Schuyler me lo tira. Lo cojo en
el aire y, cuando Blackwell se lanza a por mí, lo columpio por el aire. La
hoja le corta la cara y se incrusta en su hombro. Se cae hacia delante, sobre
una rodilla, las manos apretadas contra la cara, sus gritos de agonía
atraviesan el aire. Vuelvo a levantar la espada y, mientras la bajo hacia
Blackwell otra vez, Caleb se interpone entre nosotros. Antes de que pueda
evitarlo, el golpe le da de lleno en el pecho.
Doy unos pasos atrás, casi dejo caer la espada. Caleb cae de rodillas,
agarrándose la herida, la sangre fluye entre sus manos.
—Caleb —susurro. Le miro y él me mira; y si esperaba ver pena o
arrepentimiento en sus ojos, estaba equivocada. No veo nada excepto
determinación.
—Le debemos nuestras vidas —dice su voz ronca. Se mira el pecho, la
sangre, y sabe que se está muriendo.
—No, no es verdad —le digo. Estoy llorando. Vagamente, me doy
cuenta de que ha dejado de llover, pero está oscureciendo. Todo lo que hay
a mi alrededor se está volviendo negro, como si fuera el mundo el que se
está muriendo en vez de Caleb. Y entonces ya no hay luz en absoluto, ni
ruido, solo el sonido de mi llanto.
—¡Elizabeth! —Oigo la voz de Fifer entre mis sollozos—. ¡Elizabeth!
Abro los ojos. Miro a mi alrededor. Caleb ha desaparecido; Blackwell
ha desaparecido. En el lugar donde estaban, hay una piedra, humeando
débilmente en el suelo. Una piedra imán. Blackwell ha desaparecido, junto
con Caleb, junto con la tormenta, junto con su magia. El cielo vuelve a estar
despejado, lo suficientemente luminoso como para que vea a los demás al
otro lado del claro, arremolinados en torno a John.
Me tambaleo hasta él, mis piernas débiles por la pena y por las heridas y
entonces, cuando le veo, por el terror.
—Oh, Dios mío. —Mis rodillas ceden y caigo a su lado. Está pálido
como un fantasma, su piel pegajosa por el sudor y la sangre—. Tenemos
que sacarle de aquí. —Alargo los brazos hacia él, intento levantarle. Pero en
cuanto lo consigo, John gime de dolor y la sangre brota con más fuerza a
través de su camisa.
—No puedes moverle, ya lo hemos intentado —dice George—. Ha
perdido demasiada sangre. Cada vez que se mueve, pierde más.
No, pienso. Esto no puede estar ocurriendo. No puedo dejar que esto
ocurra. No puedo dejar que muera.
Entonces se me ocurre una idea.
—Fifer. —Levanto la vista hacia ella—. Tu escalera de bruja. ¿Dónde
está?
—¿Qué?
—Tu escalera. ¿Dónde está?
Fifer mete la mano en la bota y saca el cordel negro. Solo queda un
nudo.
—Dijiste que puedes transferir cosas utilizando el poder de Nicholas. —
Las palabras salen atropelladas por mi boca—. ¿Puedes utilizarla para
transferir mi capacidad de curarme a John? ¿Cómo hiciste con la hierba y
las invitaciones?
—Yo… yo, no lo sé —balbucea—. Nunca he intentado hacer algo así
antes. ¿Qué pasa si no funciona? No parece que esté funcionando muy bien
contigo. —Tiene razón. Tengo tantas heridas que les está costando mucho
curarse. Puñaladas, costillas rotas, pulmón perforado. Veneno circulando
por mis venas—. ¿Qué pasa si a él no le cura? O peor, ¿qué pasa si le hace
más daño?
Entonces John empieza a toser, le tiembla todo el cuerpo. Ha perdido
demasiada sangre. Si no hacemos algo pronto, se va a morir. Me dijo que
me quería. ¿Le quiero yo? No lo sé. Pero todo lo que sé es que no puedo
dejar que muera. Fifer y yo intercambiamos una mirada.
—Túmbate a su lado —susurra—. Ponte tan cerca como puedas. Este
hechizo requiere estrecho contacto para funcionar.
Me tumbo en el suelo, deslizo con cuidado una mano por debajo de su
hombro, paso la otra por su cintura. Puedo sentir lo frío que está, lo débil
que está. El aire entre nosotros ya no huele a limones. Huele a sangre.
Fifer comienza a desatar el nudo, le tiemblan los dedos pálidos. El
cordel empieza a brillar y lo coloca por encima de nuestros cuerpos
entrelazados. Respira hondo.
—Transferir.
El dolor es instantáneo. Es como si me estuvieran apuñalando de nuevo
en cien sitios diferentes a la vez. Solo que no aparece ese hormigueo de la
curación después. Solo más dolor. Noto una sensación de extracción, como
si estuvieran sacando algo de mi interior. Me doy cuenta de que
probablemente sea mi vida. Siento que me pongo rígida, luego doy
espasmos incontrolables.
Solo aguanta un poco, susurra una voz.
Lo intento. Lo hago.
Pero entonces es demasiado, todo se diluye y la oscuridad me devora.
CREO, NO PUEDO ESTAR SEGURA, pero creo que quizás esté muerta.
No es tan malo como me temía. Siento cierta calidez y estoy tumbada
sobre algo blando. No tengo hambre y no tengo sed. No siento dolor. El aire
huele bien: fresco como la primavera. Incluso tengo una almohada.
Morirse fue caso aparte totalmente. Hubo muchos gritos, muchos
empujones, mucho dolor. Oí que gritaban mi nombre una y otra vez. Quería
contestar, pero fuera quien fuera el que llamaba parecía estar demasiado
lejos. También hubo mucho balanceo. Adelante y atrás, adelante y atrás.
Algunas sacudidas, también, como en un barco. Luego silencio.
Me pregunto cuánto tiempo llevo muerta. ¿Semanas? ¿Meses? Parece
que fue hace mucho. Me pregunto qué hicieron con mi cuerpo. Se me
olvidó decirle a alguien que no quería que me enterraran, pero supongo que
no importaba de todos modos.
Pienso en Fifer y en George y en John. En cómo volvieron a por mí en
casa de Blackwell. De algún modo, encontraron la forma de perdonarme,
aunque no sé cómo. A veces puedo oír sus voces, susurrando en voz baja a
mi alrededor. Dicen mi nombre, me dan la mano, me piden que vuelva con
ellos. Es solo un sueño, lo sé. Pero desearía tanto que fuera verdad.
Hubo un momento en el que pensé que realmente no estaba muerta.
Solo ocurrió una vez. Mis párpados aletearon y se abrieron y vi a John.
Estaba sentado en una silla al pie de mi cama, el codo apoyado en el
colchón, leyendo un libro. Le miré durante un rato. Parecía limpio y
saludable, nada que ver con el sangrante chico medio muerto que vi la
última vez. Pareció darse cuenta de que alguien le observaba, porque
después de un instante levantó la vista y sonrió.
Le miré, algo tironeaba desde el fondo de mi mente. Había algo que
quería decirle, algo que quería preguntarle pero nunca tuve la oportunidad.
Por fin, me acordé.
—El pájaro. —La voz, no sonaba como la mía. Sonaba débil y rasposa
y áspera—. En el árbol. ¿Por qué?
No duda al contestar, como si supiera la respuesta mucho antes de que
formulara la pregunta.
—Porque te quiero. Y porque estar contigo me hace sentir libre.
Quería decirle algo, pero no pude. Sentí que la oscuridad me envolvía
de nuevo, pero no antes de que sintiera una sonrisa curvar mis labios.
Entonces todo volvió a ponerse negro.
—Elizabeth, abre los ojos —ordena una voz. ¿De quién es esa voz? ¿Es
que no saben que estoy muerta? No puedo abrir los ojos. Ni siquiera sé si
sigo teniendo ojos.
—Ya lo hizo una vez, hace dos días —dice otra voz. Mi cerebro lucha
por establecer la conexión. Yo conozco esa voz.
John.
Quiero hablar. Intento hablar, pero no sucede nada. Oigo solo un
gemido. ¿Soy yo? Si lo soy, debería parar de inmediato. Suena horrible.
—Prepararé algo para intentar que vuelva en sí —dice John. ¿Es él de
verdad? ¿Está aquí de verdad?—. Volveré en un minuto.
¿Es esto real? No puede ser. Pero ¿y si lo es? No quiero que se vaya. Me
da miedo que si lo hace, no vaya a volver. Puedo sentir algo acumulándose
en mi interior, bullendo como el agua que se deja demasiado tiempo en el
hervidor. Voy a chillar. En vez de eso, lo único que sale por mi boca es un
susurro.
—Espera.
Entonces abro los ojos.
Oigo un leve frufrú, luego aparece la cara de Nicholas.
—Hola, Elizabeth.
—Usted —susurro—. ¿Está vivo? ¿O está muerto como yo? —Solo que
él no parece muerto. Tiene mejor aspecto que nunca. La cara sonrosada, los
ojos relucientes de vida. Está quieto y tranquilo, e incluso ahí sentado en su
silla, sin hacer nada excepto observarme, irradia fuerza y presencia.
—Estoy vivo —me dice—. Y tú también, aunque no las teníamos todas
con nosotros. ¿Qué tal te sientes?
Me siento lenta. Me siento débil. Me duele no un sitio, sino por todos
lados, y tengo que usar todas las fuerzas que tengo para mantener los ojos
abiertos, para hablar. Pero estoy viva y eso es más de lo que jamás hubiera
podido imaginar.
Solo consigo asentir a modo de respuesta. Nicholas sonríe, como si
pudiera leerme los pensamientos.
—John realmente tiene un don.
—Entonces, ¿está bien? —pregunto con voz ronca—. La última vez que
le vi, él… —se estaba muriendo, creo. Pero no quiero decirlo.
—Sí, está perfectamente.
—¿Y qué pasa con Fifer? ¿Con George? ¿Peter y Schuyler…?
—Están todos bien.
Cierro los ojos. Pasa un minuto antes de que sea capaz de hablar otra
vez.
—¿Dónde estoy? —Miro a mi alrededor, sin reconocer la habitación.
Estoy en un cuarto todo blanco: paredes blancas, cama blanca, chimenea
blanca. Gruesas cortinas blancas tapan la ventana y no entra por ellas luz
alguna. Debe ser de noche.
—Esta es la casa de John y Peter, en Harrow —explica Nicholas—. Te
trajeron aquí directamente desde casa de Blackwell.
—¿Qué pasó? —pregunto—. Lo último que recuerdo es el hechizo de
Fifer. Luego nada.
Nicholas asiente.
—El hechizo funcionó. Todo el poder curativo de tu estigma se
transfirió a John. Se recompuso casi de inmediato. Tú, por el contrario,
tenías graves heridas. La mayoría de ellas no estaban completamente
curadas cuando se realizó el hechizo. Deberías haber muerto. Lo hubieras
hecho si no fuera por eso —añade, señalando el anillo de zafiro de
Humbert, que aún llevo en el dedo.
—Ese es un anillo único —continúa Nicholas—. El zafiro en sí tiene
propiedades curativas y protectoras, y junto con la runa de la parte
posterior, se vuelve extremadamente poderoso. Su magia funciona como
hace tu estigma, o más bien como hacía, aunque no tan fuerte. Te protegió
justo lo suficiente para que no murieras.
Tardo un momento en asimilar sus palabras.
—¿Mi estigma ha desaparecido?
—Sí.
No sé lo que sentir. Alivio, quizás; mi estigma es lo que me convirtió en
cazadora de brujas, lo que me ató a Blackwell. Preocupación, también; el
estigma es lo que me protegía, lo que me mantenía fuerte. Miedo, desde
luego, porque ahora cualquier cosa puede hacerme daño. Cualquiera puede
hacerme daño. Eso me asusta más de lo que quiero admitir. Especialmente
cuando sé lo que hay ahí afuera.
Y quién.
—Blackwell —digo de pronto—. ¿Qué pasó con él? ¿Está vivo? —
Tengo tantas preguntas, no sé por dónde empezar—. Tenía una piedra imán;
la usó para escapar. Pero ¿a dónde fue? ¿Y qué pasó con el rey? ¿Y
Caleb…? —dejo la frase sin acabar. El recuerdo me golpea en el pecho, me
deja sin respiración una vez más. La última vez que vi a Caleb, se estaba
muriendo.
Caleb está muerto.
Me tapo la cara con las manos, escondo las lágrimas que están
empezando a brotar de mis ojos. Nicholas se queda callado, dándome
tiempo de llorar otra vez a mi amigo que se convirtió en mi enemigo, al que
todavía quiero a pesar de todo.
—Blackwell escapó —dice Nicholas, al final, con voz suave—. Pero no
fue muy lejos. Logró volver a Greenwich Tower, herido pero vivo. Por lo
que nos dijeron, reapareció en el baile de máscaras poco después.
—¿Cómo? —retiro las manos de mi cara, miro a Nicholas con
incredulidad—. Le hice un corte en la cara. Con el Azoth. Era una herida
terrible. Yo la vi. ¿Cómo pudo recuperarse así sin más?
Nicholas sacude la cabeza, la respuesta tan obvia como misteriosa: no
hay forma de saber la magia que utilizó Blackwell, la magia de la que es
capaz.
—A medianoche, Blackwell se quitó la máscara. Destapó sus cartas,
justo como te dijo que haría. Reveló que era mago. Dijo que era una víctima
más de las reglas de Malcolm, que le habían ordenado promulgar leyes en
las que nunca creyó. Que ahora solo quiere lo mejor para Anglia y que él es
el que traerá la paz que todos desean.
—¿Dónde estaba Malcolm… el rey… durante todo esto? ¿Dónde estaba
la reina?
—Justo antes del desenmascaramiento, se los llevaron. Blackwell hizo
que los enviaran a Fleet.
—¿Los va a matar? —No me gusta Malcolm; él me quitó una parte de
mí que nunca podré recuperar. Pero él era tan víctima de Blackwell como lo
fui yo; igual que la reina. No quiero verlos morir. Entonces se me ocurre—.
¿O es que ya los ha matado?
Nicholas sacude la cabeza.
—No. Y no lo hará, al menos no mientras no saque ningún provecho de
ello. Porque si los mata ahora, podría convertirlos en mártires. Podría crear
bandos cuando ahora mismo, no hay ninguno. Podría incluso provocar un
levantamiento. Y Blackwell, mejor que nadie, sabe lo malo que puede
resultar un levantamiento.
—Pero… Blackwell es un mago —intervengo—. Le mintió a todo el
mundo. La gente no puede creer lo que dice ahora. No pueden estar
contentos de que él sea el rey, ¿o sí? Alguien tiene que estar cuestionando lo
que dice. O protestando…
Nicholas sonríe, esa sonrisa dura y amarga que ya he visto antes.
—Blackwell despachó al rey y a la reina con facilidad, delante de la
gente más influyente de Anglia. Ni una sola persona movió un dedo para
ayudarlos, ni una sola persona pronunció una palabra de protesta. Quizás la
gente le creyera, quizás tenían demasiado miedo como para demostrar lo
contrario. Pero por el momento, ha cumplido con su palabra. Ha revocado
las leyes contra la magia. Las quemas han terminado. Las tablas han
desaparecido, todas ellas. Va a moldear Anglia y convertirla en un país a su
medida. Ya no es una cuestión de Perseguidores contra Reformistas. Se trata
de los que quieren la paz contra los que no.
—¿Paz? —pregunto incrédula—. Blackwell no quiere la paz. No a
menos que sea en sus propios términos.
Nicholas asiente.
—Y no sabemos cuáles son esos términos. Ha intentado ponerse en
contacto con nosotros, desde luego. Nos hizo llegar por diversos medios
que está abierto a la negociación. Sostiene que no desea hacernos daño. Que
solo quiere negociar una tregua.
—No me lo creo.
—Ninguno de nosotros se lo cree. Ahora sabemos demasiado sobre él,
de lo que es capaz. Mientras nosotros sigamos existiendo, somos una
amenaza para él y para su poder. Sabe que intentaremos derrocarle, y él
vendrá a por nosotros. Quizás hoy no, ni mañana. Quizás nos dé el tiempo
suficiente para encontrar aliados, para construir nuestro propio ejército.
Pero lo más probable es que no. Y tenemos que estar preparados.
Ahí están esas palabras otra vez. Nosotros. Ellos. Nuestro. Suyo.
No pertenezco a ninguna de ellas.
Levanto la vista y me encuentro a Nicholas mirándome con atención.
—Recibimos tu nota a las pocas horas de que os fuerais de casa de
Humbert. En ella decías: «Aseguraos de que no les ocurra nada». Ni una
palabra sobre ti, excepto tu confesión a Peter y tus disculpas a todos
nosotros.
Me ruborizo un poco al pensar en aquella nota. No pensé que fuera a
vivir para que alguien pudiera citarla ante mí.
—Quiero darte las gracias, Elizabeth. Lo que has hecho por mí, y por
John. Por todos nosotros. Requirió una enorme dosis de valor.
Sacudo la cabeza. No sé si era valor o miedo. Desearía saber la
diferencia. Si la supiera, podría ser valiente a pesar de mi miedo, no a causa
de él. Si hubiera tenido valor en lugar de miedo, las cosas hubiesen sido
muy diferentes.
Nicholas asiente, como si pudiera leerme la mente.
—No puedes borrar tu pasado. Lo sabes tan bien como yo. Pero
tampoco puedes prever el futuro. Ni siquiera la profecía de Veda puede
hacerlo. Lo que quieras hacer ahora, lo que quieras ser, a dónde quieras
pertenecer, eso depende por completo de ti. Como digo siempre, nada está
escrito en piedra.
Entonces levanto la vista y veo a John en el umbral de la puerta. Me
mira y sonríe.
Camina a mi lado por los jardines de plantas medicinales que hay detrás
de su casa, una preciosa y laberíntica casita de piedra a la orilla de un río. El
lugar está rebosante de vida, verde y morado, naranja y rojo, un derroche de
color contra los opresivos cielos grises. No puedo ir lejos, al principio no.
Pero los días se convierten en semanas y poco a poco, recupero las fuerzas.
John es paciente: me da la mano cuando estoy débil, me deja ir cuando me
siento fuerte. Me quedo en su casa, con él y con su padre. John cuida de mí
y me quiere. Y ni una sola vez me echa la culpa. Su padre dice que le salvé
la vida. Dice que salvé también la suya.
Pero la verdad es que ellos salvaron la mía.
No sé qué ocurrirá ahora ni qué será de mí. Pero sé lo que tengo ahora y
sé lo que puedo perder. Y esta vez no es una ilusión.
Esta vez es real.
AGRADECIMIENTOS
Como dicen los anglosajones, esto cuesta un pueblo, y yo le dedico este
libro al mío.
A Kathleen Ortiz: superagente, animadora, la voz de la razón, guerrera
temible y sin temor. Gracias por decir sí. Sin ti, nada de esto hubiera sido
posible. Sabes que siempre contestaré a tus llamadas, incluso cuando esté
conduciendo.
A todos los de New Leaf Literary: Joanna Volpe, Suzie Townsend,
Danielle Barthel, Jaida Temperley, Pouya Shahbazian, Dave Caccavo, Jess
Dallow, Jackie Lindert. Chicos, sois los mejores. Gracias por invitarme a
unirme al club.
A mi editora, Pam Gruber. Gracias por amar tanto esta historia, por
amar tanto a los personajes que salen en ella, y por saber exactamente cómo
hacerla lo mejor que podía ser. Tienes un talento extraordinario y eres una
colaboradora genial y, si existe una forma mejor de que te guíen a través del
proceso de edición, yo no la conozco. Gracias por hacer que mi debut sea
inolvidable.
Al equipo de Little, Brown Books for Young Readers: Megan Tingley,
Andrew Smith y Alvina Ling. Gracias por vuestro apoyo y por darle a Caza
de Brujas el mejor hogar posible. A Kristen Dulaney, directora de derechos
subsidiarios, por llevarlo de vuelta a donde empezó. Mis correctores de
textos, Christine Ma y Tracy Koontz, por vuestras inteligentes e ingeniosas
correcciones y por sugerirme lo que ahora denomino «la infame escena de
cama». Leslie Shumate por ser tan anglofila como yo. Mark Swan por tu
preciosa y llamativa portada. Kristina Aven de publicidad, Renée Gelman y
Rebecca Westall de producción, y Emilie Polster de marqueting, gracias por
estar en mi equipo.
A todos mis editores extranjeros: gracias por darle a mi libro un hogar
en todos los rincones del mundo.
A mis grupos de autores noveles de literatura para joven adulto, 2015:
los Freshman Fifteens, los Class of 2K15, y los Fearless Fifteeners, por
vuestra amistad y apoyo. Gracias en especial a Lee Kelly y Chandler Baker
por el secreto, Lori Goldstein por saber, Stacey Lee por tu sabiduría, Alexis
Bass por los hashtags. Gracias también a Renée Ahdieh, Jen Brooks, Kelly
Loy Gilbert, Kim Liggett, Jessica Taylor, Jenn Marie Thorne y Jasmine
Warga por leer, por vuestros ánimos, y por vuestras sentidas palabras
cuando más las necesitaba.
A Stephanie Funk y Jaime Loren por las risas.
A April Tucholke por tu generosidad y tu amor por Thomas Tallis.
A mi marido, Scott. Si no fuera por ti, no sería capaz de describir a los
tipos buenos, solo a los malos. Gracias por encontrarme, gracias por
quedarte conmigo y, sobre todo, gracias por darme una vida que pensé que
solo pertenecía a otras personas.
A mis preciosos hijos, Holland y August: ¡HOLA, BOOGIES! ¡Mirad, salís
en mi libro! Os quiero más que a nada, mis dulces y adorados bebés.
A mi familia y amigos, tanto los cercanos como los lejanos. Gracias en
especial a Drake Coker, Megan Hollingshead, Sarah Sirna Gammill y
Jennifer Savage Allison por ser los primeros lectores de mi vida y por decir:
«Eh, creo que aquí tienes algo».
A ti, querido lector, gracias por coger mi libro, por leer mis palabras y
por seguir leyéndolas hasta el mismísimo final.
VIRGINIA BOECKER Autora americana que vivió cuatro años en Londres
estudiando la Historia Medieval de Inglaterra, y utilizó esos conocimientos
como base para Caza de Brujas. Actualmente vive con su marido, sus dos
hijas y un perro llamado George en California.