Beccaria Cesare - Pag 19-32

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Las leyes son las condiciones con que los hombres independientes y aíslados
se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra y
de gozar una libertad que les era inútil en la incertidumbre de conservarla.
-
quilidad. El conjunto de todas estas
de cada uno, forma la soberanía de una nación, y el soberano es su adminis-
trador y legítimo depositario. Pero no bastaba formar este depósito, era ne-
cesario también defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en
particular. Procuran todos no solo quitar del depósito la porción propia, sino
usurparse las ajenas. Para evitar estas usurpaciones se necesitaban motivos
sensibles que fuesen bastantes a contener el ánimo despótico de cada hombre
cuando quisiere sumergir las leyes de la sociedad en su caos antiguo. Estos
motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de aquellas
leyes. Llámolos porque la experiencia ha demostrado que
la multitud no adopta principios estables de conducta ni se aleja de aquella
innata general disolución, que en el universo físico y moral se observa, sino
con motivos que inmediatamente hieran en los sentidos, y que de continuo se
presenten al entendimiento para contrabalancear las fuertes impresiones de
los ímpetus parciales que se oponen al bien universal: no habiendo tampoco
bastado la elocuencia, las declamaciones y las verdades más sublimes para
sujetar por mucho tiempo las pasiones excitadas con los sensibles incentivos
de los objetos presentes.

Toda pena, dice el gran Montesquieu, que no se deriva de la absoluta necesi-


dad, es tiránica; proposición que puede hacerse más general de esta manera:
todo acto de autoridad de hombre a hombre que no se derive de la absoluta
CESARE BECCARIA

necesidad, es tiránico. He aquí pues el fundamento del derecho del soberano


a penar los delitos: la necesidad de defender el depósito de la salud pública
de las particulares usurpaciones; y tanto más justas son las penas, cuanto
es más sagrada e inviolable la seguridad y mayor la libertad que el soberano
conserva a los súbditos. Consultemos el corazón humano y encontraremos
en él los principios fundamentales del verdadero derecho que tiene el sobe-
rano para castigar los delitos, porque no debe esperarse ventaja durable de
la política moral cuando no está fundada sobre los sentimientos indelebles
del hombre. Cualquiera ley que se separe de éstas, encontrará siempre una

pequeña, siendo continuamente aplicada, vence cualquier violento impulso


comunicado a un cuerpo.
Ningún hombre ha dado gratuitamente parte de su libertad propia con
solo la mira del bien público: esta quimera no existe sino en las novelas. Cada
uno de nosotros querría, si fuese posible, que no le ligasen los pactos que li-
gan a los otros. Cualquier hombre se hace centro de todas las combinaciones
del globo.
La multiplicación del género humano, pequeña por sí misma, pero muy
superior a los medios que la naturaleza estéril y abandonada ofrecía para sa-
tisfacer a las necesidades que se aumentaban cada vez más entre ellos, reunió
los primeros salvajes. Estas primeras uniones formaron necesariamente otras
-
ciones.
Fue, pues, la necesidad quien obligó a los hombres para ceder parte de
su libertad propia: y es cierto que cada uno no quiere poner en el depósito
público sino la porción más pequeña que sea posible, aquélla solo que baste a
-
ñas porciones de libertad posibles forma el derecho de castigar: todo lo demás
es abuso y no justicia; es hecho, no derecho. Obsérvese que la palabra derecho
no es contradictoria de la palabra -
cación de ésta, cuya regla es la utilidad del mayor número. Y por justicia en-
tiendo sólo el vínculo necesario para tener unidos los intereses particulares,
sin el cual se reducirían al antiguo estado de insociabilidad. Todas las penas
que sobrepasan la necesidad de conservar este vínculo son injustas por su na-

la idea de alguna cosa real, como de una fuerza física o de un ser existente;
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

voz aquella diferente suerte de justicia que dimana de Dios, y que tiene sus
inmediatas relaciones con las penas y recompensas eternas.

La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes pueden de-
cretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el
legislador que representa toda la sociedad unida por el contrato social: ningún
magistrado (que es parte de ella) puede con justicia decretar a su voluntad pe-
nas contra otro individuo de la misma sociedad. Pero una pena que sobrepase
el límite señalado por las leyes contiene en sí la pena justa más otra adicional,
por consiguiente ningún magistrado bajo pretexto de celo o de bien público
puede aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente.
La segunda consecuencia es que si todo miembro particular se halla liga-
do a la sociedad, ésta está igualmente ligada con cada miembro particular por
un contrato que por su naturaleza obliga a las dos partes. Esta obligación, que
descendiendo desde el trono llega hasta las más humildes chozas, y que liga

que el interés de todos está en la observación de los pactos útiles al mayor nú-
mero. La violación de cualquiera de ellos empieza a autorizar la anarquía*. El
soberano, que representa la misma sociedad, puede únicamente formar leyes
generales que obliguen a todos los miembros, pero no juzgar cuando alguno
haya violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos

el acusado, que la niega. Es pues necesario que un tercero juzgue de la verdad


del hecho. Y veis aquí la necesidad de un magistrado, cuyas sentencias sean
inapelables y consistan en meras aserciones o negativas de hechos particula-
res.
La tercera consecuencia es que cuando se probase que la atrocidad de las

* La voz obligación es de esas que son más frecuentes en moral que en cualquier otra
ciencia, y que son un signo abreviado de un razonamiento y no de una idea: buscad una
para la palabra obligación y no la encontraréis; haced un razonamiento, y comprenderéis
y seréis comprendidos.
CESARE BECCARIA

-
dir los delitos, fuese a lo menos inútil, también en este caso sería no solo con-

cual circule incesante la medrosa crueldad, sino que se opondría a la justicia


y a la naturaleza del mismo contrato social.

Cuarta consecuencia. Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales


puede residir en los jueces criminales, por la misma razón de que no son le-
gisladores. Los jueces no han recibido de nuestros antiguos padres las leyes
como una tradición doméstica y un testamento que solo dejase a los venide-
ros el cuidado de obedecerlo, sino que las reciben de la sociedad viviente o del
soberano que la representa, como legítimo depositario del resultado actual
de la voluntad de todos; las reciben no como obligaciones de un antiguo jura-
mento, nulo, porque ligaba voluntades no existentes, inicuo, porque reducía
a los hombres del estado de sociedad al estado de barbarie, sino como efectos
de un juramento tácito o expreso que las voluntades reunidas de los súbditos
vivientes han hecho al soberano, como vínculos necesarios para sujetar o re-
gir la fermentación interior de los intereses particulares. Esta es la física y real
autoridad de las leyes. ¿Quién será, pues, su legítimo intérprete? ¿El sobera-
no, esto es, el depositario de las actuales voluntades de todos, o el juez, cuyo

las leyes?
En todo delito el juez debe hacer un silogismo perfecto: la mayor debe ser
la ley general, la menor la acción conforme o no a la ley, la consecuencia la
libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de
un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre.
No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por
necesario consultar el espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de las
opiniones. Esta verdad, que parece una paradoja a los entendimientos vulga-
res, a quienes impresiona más un pequeño desorden presente que las funes-
tas aunque remotas consecuencias nacidas de un falso principio radicado en
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

una nación, la tengo por demostrada. Nuestros conocimientos y todas nues-


tras ideas tienen una recíproca conexión; cuanto más complicados son, tanto
mayor es el número de sendas que llegan y salen de ellas. Cada hombre tiene
su punto de vista, y cada hombre en diferentes momentos tiene uno diverso.
El espíritu de la ley sería, pues, la resulta de la buena o mala lógica de un juez,
de su buena o mala digestión; dependería de la violencia de sus pasiones, de

todas aquellas pequeñas fuerzas que cambian las apariencias de los objetos

cambia con frecuencia al pasar por distintos tribunales, y ser las vidas de los
miserables víctima de falsos raciocinios o del actual fermento de los humores
de un juez, que toma por legítima interpretación la vaga resulta de toda aque-
lla confusa serie de nociones que le mueve la mente. Vemos pues los mismos
delitos diversamente castigados por los mismos tribunales en diversos tiem-

inestabilidad de las interpretaciones.


Un desorden que nace de la rigurosa y literal observancia de una ley pe-
nal no puede compararse con los desórdenes que nacen de la interpretación.
Obliga este momentáneo inconveniente a practicar la fácil y necesaria correc-
ción en las palabras de la ley, que son la ocasión de la incertidumbre, impi-
diendo la fatal licencia de raciocinar, origen de las arbitrarias y venales alter-

más facultad al juez que la de examinar y juzgar en las acciones de los ciuda-
danos si son o no conformes a la ley escrita; cuando la regla de lo justo y de lo
injusto, que debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del

súbditos no están sujetos a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crue-
les cuanto es menor la distancia entre el que sufre y el que hace sufrir, más
fatales que las de uno solo porque el despotismo de pocos no puede corregirse
sino por el despotismo de uno, y la crueldad de un despótico es proporciona-
da con los estorbos, no con la fuerza. Así adquieren los ciudadanos aquella se-

la sociedad, que es útil porque los pone en el caso de calcular exactamente los
inconvenientes de un mismo hecho. Es verdad que adquirirán un espíritu de
independencia, mas no para sacudir el yugo de las leyes ni oponerse a los su-
periores magistrados, y sí a aquellos que han osado dar el sagrado nombre de
CESARE BECCARIA

principios desagradarán a los que establecen como derecho transferir en los


inferiores las culpas de la tiranía recibidas de los superiores. Mucho tendría
que temer, si el espíritu de tiranía fuese compatible con el espíritu de lectura.

Si es un mal la interpretación de las leyes, es otro evidentemente la oscuridad,


que arrastra consigo necesariamente la interpretación, y aun lo será mayor
cuando las leyes estén escritas en una lengua extraña para el pueblo, que lo
ponga en la dependencia de algunos pocos, no pudiendo juzgar por sí mismo
cual será la suerte de su libertad o de sus miembros, en una lengua que forma
de un libro público y solemne uno casi privado y doméstico. ¡Qué debemos
pensar de los hombres, sabiendo que en una buena parte de la culta e ilumi-
nada Europa es esta costumbre inveterada! Cuanto mayor fuere el número de
los que entendieren y tuvieren entre las manos el código sagrado de las leyes,
tanto menos frecuentes serán los delitos, porque no hay duda de que la igno-
rancia y la incertidumbre de las penas ayudan la elocuencia de las pasiones.

una sociedad no tendrá jamás una forma estable de gobierno, en donde la


fuerza sea un efecto del todo y no de las partes, y en donde las leyes, inalte-
rables salvo para la voluntad general, no se corrompan pasando por el tropel
de los intereses particulares. La experiencia y la razón han demostrado que
la probabilidad y certeza de las tradiciones humanas se disminuyen a medida
que se apartan de su origen. ¿Pues cómo resistirán las leyes a la fuerza in-
evitable del tiempo y de las pasiones, si no existe un estable monumento del
pacto social?
En esto se echa de ver qué utilidades ha producido la imprenta, hacien-
do depositario de las santas leyes, no algunos particulares, sino el público, y
disipando aquel espíritu de astucia y de trama que desaparece a la luz de las
ciencias, en apariencia despreciadas y en realidad temidas de sus secuaces.
Esta es la ocasión por la que vemos disminuida en Europa la atrocidad de
los delitos que hacían temer a nuestros antiguos, los cuales eran a un tiempo
tiranos y esclavos. Quien conoce la historia de dos o tres siglos a esta parte
y la nuestra, podrá ver cómo del seno del lujo y de la delicadeza nacieron
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

errores humanos. Verá cuáles fueron los efectos de aquella que erradamente
llamaron antigua simplicidad y buena fe: la humanidad gimiendo bajo la im-
placable superstición, la avaricia y la ambición de pocos tiñeron con sangre
humana los depósitos del oro y los tronos de los reyes, las traiciones ocultas,
los estragos públicos, cada noble hecho un tirano de la plebe, los ministros
de la verdad evangélica manchando con sangre las manos que todos los días
tocaban el Dios de mansedumbre, no son obras de este siglo iluminado, que
algunos llaman corrupto.

No solo es interés común que no se comentan delitos, sino que sean menos
frecuentes en proporción al mal que causan en la sociedad. Así, pues, más
fuertes deben ser los motivos que retraigan los hombres de los delitos a me-
dida que son contrarios al bien público, y a medida de los estímulos que los
inducen a cometerlos. Debe por esto haber una proporción entre los delitos
y las penas.
Es imposible prevenir todos los desórdenes en el combate universal de
las pasiones humanas. Crecen éstos en razón compuesta de la población y de
la trabazón de los intereses particulares, de tal suerte que no pueden dirigirse
geométricamente a la pública utilidad. Es necesario en la aritmética política
sustituir la exactitud matemática por el cálculo de la probabilidad. Vuélvanse

los imperios; y menoscabándose en la misma proporción el sentimiento na-


cional, se aumenta el impulso hacia los delitos conforme al interés que cada
uno toma en los mismos desórdenes: así la necesidad de agravar las penas se
dilata cada vez más por este motivo.
Aquella fuerza semejante a un cuerpo grave que oprime a nuestro bien-
estar no se detiene sino a medida de los estorbos que le son opuestos. Los
efectos de esta fuerza son la confusa serie de las acciones humanas: si estas
se encuentran y recíprocamente se ofenden, las penas, que yo llamaré -
impiden el mal efecto sin destruir la causa impelente, que es la
sensibilidad misma inseparable del hombre, y el legislador hace como el hábil
CESARE BECCARIA

Supuesta la necesidad de la reunión de los hombres y los pactos que


necesariamente resultan de la oposición misma de los intereses privados,
encontramos con una escala de desórdenes, cuyo primer grado consiste en
aquellos que destruyen inmediatamente la sociedad, y el último en la más
pequeña injusticia posible cometida contra los miembros particulares de ella.
Entre estos extremos están comprehendidas todas las acciones opuestas al
bien público que se llaman delitos, y todas van aminorándose, por grados
insensibles, desde el mayor al más pequeño. Si la geometría fuese adaptable a
debería haber
una escala correspondiente de penas, en que se graduasen desde la mayor
hasta la menos dura; pero bastará al sabio legislador señalar los puntos prin-
cipales, sin turbar el orden, no decretando contra los delitos del primer grado
las penas del último. Y en caso de haber una exacta y universal escala de las
penas y de los delitos, tendríamos una común y probable medida de los gra-
dos de tiranía y de libertad, y del fondo de humanidad o de malicia de todas
las naciones.
Cualquiera acción no comprendida entre los dos límites señalados no
puede ser llamada delito, o castigada como tal, sino por aquellos que encuen-
tran su interés en darle este nombre. La incertidumbre de estos límites ha
producido en las naciones una moral que contradice a la legislación; legisla-
ciones más actuales que se excluyen recíprocamente; una multitud de leyes
que exponen el hombre de bien a las penas más rigorosas, ha hecho vagos y
y de , ha hecho nacer la incertidumbre
de la propia existencia, que produce el letargo y el sueño fatal en los cuerpos
políticos. Cualquiera que leyere con ojos de los códigosde las naciones
y sus anales, encontrará casi siempre que los nombres de y de ,
de buen ciudadano o de reo cambian con las revoluciones de los siglos, no
en razón de las mutaciones que acaecen en las circunstancias de los países, y
por consecuencia siempre conformes al interés común, sino en razón de las
pasiones y de los errores de que sucesivamente fueron movidos los legislado-
res. Verá muchas veces que las pasiones de un siglo son la basa de la moral
de los siglos que le siguen, que las pasiones fuertes, hijas del fanatismo y del
entusiasmo, debilitadas y carcomidas, por decirlo así, del tiempo, que reduce
todos los fenómenos físicos y morales al equilibrio, vienen poco a poco a ser la
prudencia del siglo y el instrumento útil en manos del fuerte y del astuto. De
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

este modo nacieron las oscurísimas nociones de honor y de virtud, y son tales
porque se cambian con las revoluciones del tiempo, que hace sobrevivir los
nombres a las cosas, se cambian con los ríos y con las montañas, que son casi

Si el placer y el dolor son los motores de los entes sensibles, si entre los
motivos que impelen los hombres aun a las más sublimes operaciones fueron
destinados por el invisible Legislador el premio y la pena, de la no exacta
distribución de éstas nacerá aquella contradicción tanto menos observada,
cuanto más común, que las penas castiguen los delitos de que han sido cau-
sa. Si se destina una pena igual a dos delitos que ofenden desigualmente la
sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el
mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja.

-
dera medida de los delitos es el daño hecho a la nación, y por esto han errado
los que creyeron serlo la intención del que los comete. Ésta depende de la
impresión actual de los objetos y de la anterior disposición de la mente: que
varían en todos los hombres, y en cada uno de ellos, con la velocísima suce-
sión de las ideas, de las pasiones y de las circunstancias. Sería, pues, necesario
formar no un solo código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley
para cada delito. Alguna vez los hombres con la mejor intención causan el
mayor mal en la sociedad, y algunas otras con la más mala voluntad hacen el
mayor bien.
Otros miden los delitos más por la dignidad de la persona ofendida que
por su importancia respecto del bien público. Si esta fuese la verdadera medi-
da, una irreverencia contra el Ser supremo debería castigarse más atrozmente
que el asesinato de un monarca, siendo la diferencia de la ofensa de una re-

Finalmente algunos pensaron que la gravedad del pecado se considera-


se en la graduación de los delitos. El engaño de esta opinión se descubrirá
a los ojos de un indiferente examinador de las verdaderas relaciones entre
hombres y hombres, y entre los hombres y Dios. Las primeras son relaciones
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de igualdad. La necesidad sola ha hecho nacer del choque de las pasiones y


de la oposición de los intereses la idea de la utilidad común, que es la basa
de la justicia humana. Las segundas son relaciones de dependencia de un
Ser perfecto y criador, que se ha reservado a sí solo el derecho de ser a un
mismo tiempo legislador y juez porque él solo puede serlo sin inconveniente.
Si ha establecido penas eternas contra el que desobedece a su omnipotencia,
¿quién será el necio que osará suplir a la divina justicia, que querrá vindicar
un Ser que se basta a sí mismo, que no puede recibir de los objetos impresión
alguna de placer o de dolor, y que solo entre todos los seres obra sin relación?
La gravedad del pecado depende de la impenetrable malicia del corazón. Esta
no puede sin revelación saberse por unos seres limitados. ¿Cómo, pues, se la
tomará por norma para castigar los delitos? Podrán los hombres en este caso
castigar cuando Dios perdona, y perdonar cuando castiga. Si ellos son capaces
de contradecir al Omnipotente con la ofensa, pueden también contradecirle
con el castigo.

Hemos visto que el es la verdadera medida de los


delitos. Verdad palpable, como otras, y que no necesita para ser descubier-
ta cuadrantes ni telescopios, pues se presenta a primera vista de cualquiera
mediano entendimiento, pero que por una maravillosa combinación de cir-
cunstancias no ha sido conocida con seguridad cierta sino de algunos pocos
hombres contemplativos de cada nación y de cada siglo. Las opiniones asiá-
ticas, y las pasiones vestidas de autoridad y de poder, han disipado (muchas
veces por insensibles impulsos, y algunas por violentas impresiones sobre la
tímida credulidad de los hombres) las simples nociones que acaso formaban

revoca la luz de este siglo con aquella mayor fuerza que puede suministrar
un examen geométrico, de mil funestas experiencias y de los mismos impe-
dimentos. El orden proponía examinar y distinguir aquí todas las diferentes
clases de delitos y el modo de castigarlos, pero la variable naturaleza de ellos
por las diversas circunstancias de siglos y lugares nos haría formar un plan
inmenso y desagradable. Bastáranos, pues, indicar los principios más genera-
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

les y los errores más funestos y comunes para desengañar así los que por un
mal entendido amor de libertad querrían introducir la anarquía, como los que
desearían reducir los hombres a una regularidad claustral.
Algunos delitos destruyen inmediatamente la sociedad o quien la repre-
senta; otros ofenden la seguridad privada de alguno o algunos ciudadanos
en la vida, en los bienes o en el honor; y otros son acciones contrarias a lo
que cada uno está obligado de hacer, o no hacer, según las leyes, respecto del
bien público. Los primeros, que por más dañosos son los delitos mayores, se
llaman de lesa majestad. La tiranía y la ignorancia solas, que confunden los
vocablos y las ideas más claras, pueden dar este nombre, y por consecuencia
la pena mayor, a delitos de diferente naturaleza, y hacer así a los hombres,

aunque privado, ofende la sociedad, pero no todo delito procura su inmediata


destrucción. Las acciones morales, como las físicas, tienen su esfera limitada
de actividad y están determinadas diversamente circunscritas por el tiempo
y por el espacio, como todos los movimientos de naturaleza; solo la inter-

confundir lo que la eterna Verdad distinguió con relaciones inmutables.


Síguense después de estos los delitos contrarios a la seguridad de cada

dejar de señalarse alguna de las penas más considerables, establecidas por las
leyes, a la violación del derecho de seguridad adquirido por cada ciudadano.
La opinión que cualquiera de estos debe tener de poder hacer todo aque-
llo, que no es contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que
puede nacer de la acción misma, debería ser el dogma político creído de los
pueblos y predicado por los magistrados con la incorrupta observancia de las
leyes; dogma sagrado, sin el cual no puede haber legítima sociedad, recom-

común sobre todas las cosas a cualquiera ser sensible, se limita solo por las
fuerzas propias. Dogma que forma las almas libres y vigorosas, y los enten-
dimientos despejados, que hace los hombres virtuosos, con aquel género de
virtud que sabe resistir al temor, no con aquella abatida prudencia, digna solo
de quien puede sufrir una existencia precaria e incierta. Los atentados, pues,
contra la seguridad y libertad de los ciudadanos son uno de los mayores de-
litos, y bajo de esta clase se comprehenden no solo los asesinatos y hurtos de
los hombres plebeyos, sino aun los cometidos por los grandes y magistrados,
-
CESARE BECCARIA

truyendo en los súbditos las ideas de justicia y obligación, y sustituyendo en

igualdad el que lo ejercita y el que lo sufre.

Del honor

Hay una contradicción notable entre las leyes civiles, celosas guardas sobre
toda otra cosa del cuerpo y bienes de cada ciudadano, y las leyes de lo que
se llama honor, que da preferencia a la opinión. Esta palabra honor es una
de aquellas que ha servido de basa a dilatados y brillantes razonamientos,

los entendimientos humanos, tener presentes con más distinto conocimiento


las separadas y menos importantes ideas de las revoluciones de los cuerpos

siempre confusas, según que las impelen los vientos de las pasiones, y que la
ciega ignorancia las recibe y las entrega! Pero desaparecerá esta paradoja si se
considera que, como los objetos muy inmediatos a los ojos se confunden, así
la mucha inmediación de las ideas morales hace que fácilmente se mezclen

líneas de separación necesarias al espíritu geométrico que quiere medir los


fenómenos de la sensibilidad humana. Y se disminuirá del todo la admiración
del indiferente indagador de las cosas humanas, que juzgare no ser por acaso
necesario tanto aparato de moral, ni tantas ligaduras para hacer los hombres
felices y seguros.
Este honor, pues, es una de aquellas ideas complejas que son un agregado
no solo de ideas simples, sino de ideas igualmente complicadas, que en el vario
modo de presentarse a la mente ya admiten y ya excluyen algunos diferen-
tes elementos que las componen; sin conservar más que algunas pocas ideas
comunes, como muchas cantidades complejas algebraicas admiten un común
divisor. Para encontrar este común divisor en las varias ideas que los hom-
bres se forman del honor, es necesario echar rápidamente una mirada sobre
la formación de las sociedades. Las primeras leyes y los primeros magistrados
nacieron de la necesidad de reparar los desórdenes del despotismo físico de
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS

ha conservado siempre, realmente o en apariencia, a la cabeza de todos los


códigos, aun de los que le destruyen; pero el acercamiento de los hombres y el

necesidades recíprocas de los unos para los otros, siempre superiores a la pro-
videncia de las leyes e inferiores al actual poder de cada uno. Desde esta época
comenzó el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los

providencia de las leyes. Y la opinión es la que atormenta al sabio y al igno-


rante, la que ha dado crédito a la apariencia de la virtud más allá de la virtud
misma, la que hace parecer misionero aun al más malvado, porque encuentra
en ello su propio interés. De esta manera la consideración de los hombres se
hizo no solo útil, sino necesaria, para no quedar por debajo del nivel común.
Por esto, si el ambicioso los conquista como útiles, si el vano va mendigándo-
los como testimonios del propio mérito, se ve al hombre honesto procurarlos
como necesarios. Este honor es una condición que muchísimos incluyen en la
existencia propia. Nacido después de la formación de la sociedad, no pudo ser
puesto en el depósito común, antes es una instantánea vuelta al estado natural
y una substracción momentánea de la propia persona para con las leyes que en

Por esto en el estado de libertad extrema política, y en el de extrema de-


pendencia, desaparecen las ideas del honor o se confunden perfectamente
con otras: porque en el primero el despotismo de las leyes hace inútil la soli-
citud de la consideración de otros; en el segundo, porque el despotismo de los
hombres, anulando la existencia civil, los reduce a una personalidad precaria
y momentánea. El honor es, pues, uno de los principios fundamentales de
aquellas monarquías que son un despotismo disminuido, y en ellas lo que las
revoluciones en los estados despóticos, un momento de retrotracción al esta-
do de naturaleza y un recuerdo al señor de la igualdad antigua.

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La necesidad del favor de los otros hizo nacer los duelos privados, que tu-
vieron luego su origen en la anarquía de las leyes. Se pretende que fueron
desconocidos en la antigüedad, acaso porque los antiguos no se juntaban sos-
CESARE BECCARIA

pechosamente armados en los templos, en los teatros y con los amigos; acaso
porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que los gladiadores
esclavos y envilecidos daban al pueblo, y los hombres libres se desdeñaban de
ser creídos y llamados gladiadores con los particulares desafíos. En vano los
decretos de muerte contra cualquiera que acepta el duelo han procurado ex-
tirpar esta costumbre, que tiene su fundamento en aquello que algunos hom-
bres temen más que la muerte, porque el hombre de honor, privándolo del
favor de los otros, se imagina expuesto a una vida meramente solitaria, estado
insufrible para un hombre sociable, o bien a ser el blanco de los insultos y de
la infamia, que con su repetida acción exceden al peligro de la pena. ¿Por qué
motivo el vulgo no tiene por lo común desafíos, como la nobleza? No solo por-
que está desarmado, sino también porque la necesidad de la consideración de
los otros es menos común en la plebe que en los nobles, que estando en lugar
más elevado se miran con mayores celos y sospechas.
No es inútil repetir lo que otros han escrito, esto es, que el mejor método
de precaver este delito es castigar al agresor, entiéndese al que ha dado la oca-
sión para el duelo, declarando inocente al que sin culpa suya se vio precisado
a defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión, mostrando
a sus ciudadanos que él teme solo las leyes, no los hombres.

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Finalmente entre los delitos de la tercera especie se cuentan particularmente


los que turban la tranquilidad pública y la quietud de los ciudadanos, como
los estrépitos y huelgas en los caminos públicos destinados al comercio y paso
de los ciudadanos, los sermones fanáticos, que excitan las pasiones fáciles de
la curiosa muchedumbre, que toman fuerza con la frecuencia de los oyentes,
y más del entusiasmo oscuro y misterioso que de la razón clara y tranquila,
pues ésta nunca obra sobre una gran masa de hombres.
La noche iluminada a expensas públicas, las guardias distribuidas en di-
ferentes cuarteles de la ciudad, los morales y simples discursos de la religión
reservados al silencio y a la sagrada tranquilidad de los templos protegidos de
la autoridad pública, las arengas o informes destinados a sostener los intere-
ses públicos o privados en las juntas de la nación, ya sean en los tribunales,

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