Beccaria Cesare - Pag 19-32
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Las leyes son las condiciones con que los hombres independientes y aíslados
se unieron en sociedad, cansados de vivir en un continuo estado de guerra y
de gozar una libertad que les era inútil en la incertidumbre de conservarla.
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quilidad. El conjunto de todas estas
de cada uno, forma la soberanía de una nación, y el soberano es su adminis-
trador y legítimo depositario. Pero no bastaba formar este depósito, era ne-
cesario también defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en
particular. Procuran todos no solo quitar del depósito la porción propia, sino
usurparse las ajenas. Para evitar estas usurpaciones se necesitaban motivos
sensibles que fuesen bastantes a contener el ánimo despótico de cada hombre
cuando quisiere sumergir las leyes de la sociedad en su caos antiguo. Estos
motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de aquellas
leyes. Llámolos porque la experiencia ha demostrado que
la multitud no adopta principios estables de conducta ni se aleja de aquella
innata general disolución, que en el universo físico y moral se observa, sino
con motivos que inmediatamente hieran en los sentidos, y que de continuo se
presenten al entendimiento para contrabalancear las fuertes impresiones de
los ímpetus parciales que se oponen al bien universal: no habiendo tampoco
bastado la elocuencia, las declamaciones y las verdades más sublimes para
sujetar por mucho tiempo las pasiones excitadas con los sensibles incentivos
de los objetos presentes.
la idea de alguna cosa real, como de una fuerza física o de un ser existente;
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
voz aquella diferente suerte de justicia que dimana de Dios, y que tiene sus
inmediatas relaciones con las penas y recompensas eternas.
La primera consecuencia de estos principios es que sólo las leyes pueden de-
cretar las penas de los delitos, y esta autoridad debe residir únicamente en el
legislador que representa toda la sociedad unida por el contrato social: ningún
magistrado (que es parte de ella) puede con justicia decretar a su voluntad pe-
nas contra otro individuo de la misma sociedad. Pero una pena que sobrepase
el límite señalado por las leyes contiene en sí la pena justa más otra adicional,
por consiguiente ningún magistrado bajo pretexto de celo o de bien público
puede aumentar la pena establecida contra un ciudadano delincuente.
La segunda consecuencia es que si todo miembro particular se halla liga-
do a la sociedad, ésta está igualmente ligada con cada miembro particular por
un contrato que por su naturaleza obliga a las dos partes. Esta obligación, que
descendiendo desde el trono llega hasta las más humildes chozas, y que liga
que el interés de todos está en la observación de los pactos útiles al mayor nú-
mero. La violación de cualquiera de ellos empieza a autorizar la anarquía*. El
soberano, que representa la misma sociedad, puede únicamente formar leyes
generales que obliguen a todos los miembros, pero no juzgar cuando alguno
haya violado el contrato social, porque entonces la nación se dividiría en dos
* La voz obligación es de esas que son más frecuentes en moral que en cualquier otra
ciencia, y que son un signo abreviado de un razonamiento y no de una idea: buscad una
para la palabra obligación y no la encontraréis; haced un razonamiento, y comprenderéis
y seréis comprendidos.
CESARE BECCARIA
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dir los delitos, fuese a lo menos inútil, también en este caso sería no solo con-
las leyes?
En todo delito el juez debe hacer un silogismo perfecto: la mayor debe ser
la ley general, la menor la acción conforme o no a la ley, la consecuencia la
libertad o la pena. Cuando el juez por fuerza o voluntad quiere hacer más de
un silogismo, se abre la puerta a la incertidumbre.
No hay cosa tan peligrosa como aquel axioma común que propone por
necesario consultar el espíritu de la ley. Es un dique roto al torrente de las
opiniones. Esta verdad, que parece una paradoja a los entendimientos vulga-
res, a quienes impresiona más un pequeño desorden presente que las funes-
tas aunque remotas consecuencias nacidas de un falso principio radicado en
TRATADO DE LOS DELITOS Y DE LAS PENAS
todas aquellas pequeñas fuerzas que cambian las apariencias de los objetos
cambia con frecuencia al pasar por distintos tribunales, y ser las vidas de los
miserables víctima de falsos raciocinios o del actual fermento de los humores
de un juez, que toma por legítima interpretación la vaga resulta de toda aque-
lla confusa serie de nociones que le mueve la mente. Vemos pues los mismos
delitos diversamente castigados por los mismos tribunales en diversos tiem-
más facultad al juez que la de examinar y juzgar en las acciones de los ciuda-
danos si son o no conformes a la ley escrita; cuando la regla de lo justo y de lo
injusto, que debe dirigir las acciones tanto del ciudadano ignorante como del
súbditos no están sujetos a las pequeñas tiranías de muchos, tanto más crue-
les cuanto es menor la distancia entre el que sufre y el que hace sufrir, más
fatales que las de uno solo porque el despotismo de pocos no puede corregirse
sino por el despotismo de uno, y la crueldad de un despótico es proporciona-
da con los estorbos, no con la fuerza. Así adquieren los ciudadanos aquella se-
la sociedad, que es útil porque los pone en el caso de calcular exactamente los
inconvenientes de un mismo hecho. Es verdad que adquirirán un espíritu de
independencia, mas no para sacudir el yugo de las leyes ni oponerse a los su-
periores magistrados, y sí a aquellos que han osado dar el sagrado nombre de
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errores humanos. Verá cuáles fueron los efectos de aquella que erradamente
llamaron antigua simplicidad y buena fe: la humanidad gimiendo bajo la im-
placable superstición, la avaricia y la ambición de pocos tiñeron con sangre
humana los depósitos del oro y los tronos de los reyes, las traiciones ocultas,
los estragos públicos, cada noble hecho un tirano de la plebe, los ministros
de la verdad evangélica manchando con sangre las manos que todos los días
tocaban el Dios de mansedumbre, no son obras de este siglo iluminado, que
algunos llaman corrupto.
No solo es interés común que no se comentan delitos, sino que sean menos
frecuentes en proporción al mal que causan en la sociedad. Así, pues, más
fuertes deben ser los motivos que retraigan los hombres de los delitos a me-
dida que son contrarios al bien público, y a medida de los estímulos que los
inducen a cometerlos. Debe por esto haber una proporción entre los delitos
y las penas.
Es imposible prevenir todos los desórdenes en el combate universal de
las pasiones humanas. Crecen éstos en razón compuesta de la población y de
la trabazón de los intereses particulares, de tal suerte que no pueden dirigirse
geométricamente a la pública utilidad. Es necesario en la aritmética política
sustituir la exactitud matemática por el cálculo de la probabilidad. Vuélvanse
este modo nacieron las oscurísimas nociones de honor y de virtud, y son tales
porque se cambian con las revoluciones del tiempo, que hace sobrevivir los
nombres a las cosas, se cambian con los ríos y con las montañas, que son casi
Si el placer y el dolor son los motores de los entes sensibles, si entre los
motivos que impelen los hombres aun a las más sublimes operaciones fueron
destinados por el invisible Legislador el premio y la pena, de la no exacta
distribución de éstas nacerá aquella contradicción tanto menos observada,
cuanto más común, que las penas castiguen los delitos de que han sido cau-
sa. Si se destina una pena igual a dos delitos que ofenden desigualmente la
sociedad, los hombres no encontrarán un estorbo muy fuerte para cometer el
mayor, cuando hallen en él unida mayor ventaja.
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dera medida de los delitos es el daño hecho a la nación, y por esto han errado
los que creyeron serlo la intención del que los comete. Ésta depende de la
impresión actual de los objetos y de la anterior disposición de la mente: que
varían en todos los hombres, y en cada uno de ellos, con la velocísima suce-
sión de las ideas, de las pasiones y de las circunstancias. Sería, pues, necesario
formar no un solo código particular para cada ciudadano, sino una nueva ley
para cada delito. Alguna vez los hombres con la mejor intención causan el
mayor mal en la sociedad, y algunas otras con la más mala voluntad hacen el
mayor bien.
Otros miden los delitos más por la dignidad de la persona ofendida que
por su importancia respecto del bien público. Si esta fuese la verdadera medi-
da, una irreverencia contra el Ser supremo debería castigarse más atrozmente
que el asesinato de un monarca, siendo la diferencia de la ofensa de una re-
revoca la luz de este siglo con aquella mayor fuerza que puede suministrar
un examen geométrico, de mil funestas experiencias y de los mismos impe-
dimentos. El orden proponía examinar y distinguir aquí todas las diferentes
clases de delitos y el modo de castigarlos, pero la variable naturaleza de ellos
por las diversas circunstancias de siglos y lugares nos haría formar un plan
inmenso y desagradable. Bastáranos, pues, indicar los principios más genera-
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les y los errores más funestos y comunes para desengañar así los que por un
mal entendido amor de libertad querrían introducir la anarquía, como los que
desearían reducir los hombres a una regularidad claustral.
Algunos delitos destruyen inmediatamente la sociedad o quien la repre-
senta; otros ofenden la seguridad privada de alguno o algunos ciudadanos
en la vida, en los bienes o en el honor; y otros son acciones contrarias a lo
que cada uno está obligado de hacer, o no hacer, según las leyes, respecto del
bien público. Los primeros, que por más dañosos son los delitos mayores, se
llaman de lesa majestad. La tiranía y la ignorancia solas, que confunden los
vocablos y las ideas más claras, pueden dar este nombre, y por consecuencia
la pena mayor, a delitos de diferente naturaleza, y hacer así a los hombres,
dejar de señalarse alguna de las penas más considerables, establecidas por las
leyes, a la violación del derecho de seguridad adquirido por cada ciudadano.
La opinión que cualquiera de estos debe tener de poder hacer todo aque-
llo, que no es contrario a las leyes, sin temer otro inconveniente que el que
puede nacer de la acción misma, debería ser el dogma político creído de los
pueblos y predicado por los magistrados con la incorrupta observancia de las
leyes; dogma sagrado, sin el cual no puede haber legítima sociedad, recom-
común sobre todas las cosas a cualquiera ser sensible, se limita solo por las
fuerzas propias. Dogma que forma las almas libres y vigorosas, y los enten-
dimientos despejados, que hace los hombres virtuosos, con aquel género de
virtud que sabe resistir al temor, no con aquella abatida prudencia, digna solo
de quien puede sufrir una existencia precaria e incierta. Los atentados, pues,
contra la seguridad y libertad de los ciudadanos son uno de los mayores de-
litos, y bajo de esta clase se comprehenden no solo los asesinatos y hurtos de
los hombres plebeyos, sino aun los cometidos por los grandes y magistrados,
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CESARE BECCARIA
Del honor
Hay una contradicción notable entre las leyes civiles, celosas guardas sobre
toda otra cosa del cuerpo y bienes de cada ciudadano, y las leyes de lo que
se llama honor, que da preferencia a la opinión. Esta palabra honor es una
de aquellas que ha servido de basa a dilatados y brillantes razonamientos,
siempre confusas, según que las impelen los vientos de las pasiones, y que la
ciega ignorancia las recibe y las entrega! Pero desaparecerá esta paradoja si se
considera que, como los objetos muy inmediatos a los ojos se confunden, así
la mucha inmediación de las ideas morales hace que fácilmente se mezclen
necesidades recíprocas de los unos para los otros, siempre superiores a la pro-
videncia de las leyes e inferiores al actual poder de cada uno. Desde esta época
comenzó el despotismo de la opinión, que era el único medio de obtener de los
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La necesidad del favor de los otros hizo nacer los duelos privados, que tu-
vieron luego su origen en la anarquía de las leyes. Se pretende que fueron
desconocidos en la antigüedad, acaso porque los antiguos no se juntaban sos-
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pechosamente armados en los templos, en los teatros y con los amigos; acaso
porque el duelo era un espectáculo ordinario y común que los gladiadores
esclavos y envilecidos daban al pueblo, y los hombres libres se desdeñaban de
ser creídos y llamados gladiadores con los particulares desafíos. En vano los
decretos de muerte contra cualquiera que acepta el duelo han procurado ex-
tirpar esta costumbre, que tiene su fundamento en aquello que algunos hom-
bres temen más que la muerte, porque el hombre de honor, privándolo del
favor de los otros, se imagina expuesto a una vida meramente solitaria, estado
insufrible para un hombre sociable, o bien a ser el blanco de los insultos y de
la infamia, que con su repetida acción exceden al peligro de la pena. ¿Por qué
motivo el vulgo no tiene por lo común desafíos, como la nobleza? No solo por-
que está desarmado, sino también porque la necesidad de la consideración de
los otros es menos común en la plebe que en los nobles, que estando en lugar
más elevado se miran con mayores celos y sospechas.
No es inútil repetir lo que otros han escrito, esto es, que el mejor método
de precaver este delito es castigar al agresor, entiéndese al que ha dado la oca-
sión para el duelo, declarando inocente al que sin culpa suya se vio precisado
a defender lo que las leyes actuales no aseguran, que es la opinión, mostrando
a sus ciudadanos que él teme solo las leyes, no los hombres.
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