Demian
Demian
Demian
Le Libros
http://LeLibros.org/
Constituy e para mí una gran alegría poder prologar esta edición del « Demian»
de Herman Hesse, el vibrante poema en prosa de su edad madura, con una
palabra de simpatía y una calurosa recomendación. Un volumen de pocas
páginas, es verdad; pero los libros de escaso volumen son los que muchas veces
desarrollan las dinámicas más intensas… pensemos en el « Werther» de Goethe,
cuy a repercusión en Alemania es ampliamente evocada por la del « Demian» .
El sentimiento de Hesse respecto a la validez supraindividual de su creación
debió haber sido muy intenso: de ello da testimonio la intencionada ambigüedad
del subtítulo: « Historia de una juventud» , que puede referirse tanto a un
individuo como englobar a toda una generación de jóvenes. Prueba de ello es el
hecho de que Hesse no quisiera publicar este relato bajo su verdadero nombre —
y a conocido y muy difundido— sino que hizo imprimir en la portada el
seudónimo « Sinclair» (nombre que proviene del círculo de Hölderlin) y ocultó
cuidadosamente su paternidad por mucho tiempo. Yo le escribí entonces al editor,
que también era el mío, preguntándole con insistencia acerca del llamativo del
libro y de la identidad de « Sinclair» . El fiel anciano mintió, diciéndome que
había recibido el manuscrito de suiza a través de un intermediario. Sin embargo,
la verdad fue imponiéndose poco a poco, gracias en parte a la crítica estilística y
en parte también a la indiscreción. Pero sólo la décima edición apareció bajo el
nombre de Hesse.
Hacia el final del libro, en 1914, Demian le dice a su amigo Sinclair: « Habrá
guerra… habrá guerra… esto es sólo un comienzo, Sinclair. Será quizás una gran
guerra, una guerra monstruosa. Pero, aún así, tampoco será más que un
comienzo. Lo nuevo se inicia, y habrá de ser terrible para aquellos que
permanezcan ligados a lo antiguo. ¿Qué harías tú?» . La respuesta correcta sería:
« Apoy ar lo nuevo, sin renunciar a lo antiguo» . Los mejores servidores de lo
nuevo —entre los que Hesse es un ejemplo— son sin duda quienes conocen y
aman lo antiguo, y lo traspasan a la dimensión de lo nuevo.
THOMAS MANN
Quería tan sólo intentar vivir lo que tendía a brotar espontáneamente de
mí.
¿Por qué había de serme tan difícil?
INTRODUCCIÓN
Al terminar las vacaciones, salí para St. sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis
padres me acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión
internado para colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran
quedado helados de espanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.
El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría y o llegar a ser un buen
hijo y un ciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi
último intento de ser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno
había durado mucho; a veces lo había conseguido, pero al final fracasé por
completo.
El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las
vacaciones después de la Confirmación —luego se me haría muy familiar este
vacío, este aire enrarecido— no desaparecieron tan deprisa. La despedida del
hogar no me costó gran esfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis
hermanas lloraban sin motivo; y o no podía. Estaba asombrado de mí mismo.
Siempre había sido, en el fondo, un niño sentimental y bueno. Ahora estaba
completamente transformado. El mundo exterior me era completamente
indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí mismo y los
torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecido mucho en
el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho,
delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; y o mismo
sentía que así no se me podía querer, y tampoco y o me quería nada a mí mismo.
Muchas veces echaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba
y le reprochaba el empobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea
enfermedad.
En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron
el pelo, después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario
antipático. Me volqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad
rencorosa que hacia fuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril
del mundo mientras en el fondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía
y desesperación. En las clases pude ir tirando con los conocimientos acumulados
en casa; mi curso estaba un poco retrasado en comparación conmigo y me
acostumbré a tratar a mis compañeros con cierto desprecio, como si fueran
niños.
Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en
casa trajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.
Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos y
pensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de una
especie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo.
Una tarde húmeda y nebulosa divagaba y o por los alrededores de la ciudad. El
ancho paseo del parque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el
camino estaba cubierto de hojas caídas, en las que y o hundía los pies con oscura
voluptuosidad. Olía a humedad amarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla,
fantasmagóricos, grandes y sombríos.
Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca
negra, respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al
que algo en mí respondía y saludaba. ¡Oh, qué insípida me resultaba la vida!
De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; y o quería
seguir andando, pero el recién llegado me llamó.
—¡Eh! ¡Sinclair!
Se acercó. Era Alfons Beck, el may or del internado. A mí me resultaba
simpático y no tenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a
todos los más pequeños, de una manera irónica y paternal. Todos le
considerábamos como el más fuerte; decían que tenía dominado al director del
internado y era el héroe de muchas ley endas escolares.
—¿Qué haces tú por aquí? —me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban
los may ores cuando se dignaban hablar con nosotros—. ¡Apuesto a que estás
haciendo versos!
—Ni pensarlo —negué bruscamente.
Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como y o no
estaba y a acostumbrado a hacerlo.
—No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en
la niebla al atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la
tentación de hacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud
perdida que se le parece. Como Heinrich Heine.
—No soy tan sentimental —me defendí.
—Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un
lugar recogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te
vienes conmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te
apetece? No quiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.
Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la
ciudad, bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al
principio aquello no me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al
poco rato, bajo el efecto del vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi
interior se hubiese abierto una ventana y el mundo entrara resplandeciente.
¡Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogaba hablando! Me puse a
fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.
Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien y o daba algo! Me
golpeaba en el hombro y me llamaba « chico del demonio» ; y a mí se me
hinchaba el corazón del placer de dejar correr generosamente todos los deseos
acumulados de hablar y comunicarme, de ser reconocido por alguien y de valer
algo a los ojos de uno may or que y o. Cuando me dijo que era un « pillastre
genial» , sus palabras me inundaron el alma como un vino dulce y embriagador.
El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos me venían de cien mil
fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamos de los
profesores y de los compañeros y a mí me dio la impresión de que nos
entendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck
quería a toda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero
en ese terreno y o no podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada
podía contar. Y lo que había sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo
llevaba ardiendo en el alma y no se hubiera disuelto o hecho comunicable sólo
con el vino. Beck sabía mucho más de las chicas que y o, y escuché con la cara
encendida sus cuentos. Me enteré de cosas increíbles; cosas que nunca hubiera
creído posibles se hacían reales y parecían normales. Alfons Beck, con sus
dieciocho años, tenía y a alguna experiencia. Entre otras, que la relación con las
chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas y galanterías, y
eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperar mucho
más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de la
tienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que
habían sucedido detrás del mostrador no eran para contarlas.
Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido
enamorarme de la señora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia
era increíble. Parecía que había posibilidades —por lo menos para los may ores
— que y o nunca hubiera imaginado. Sin embargo, también había algo falso en
todo aquello; me sabía a menos y a más vulgar de lo que, según mi opinión, debía
ser el amor; pero era la realidad, era la vida y la aventura. A mi lado tenía a uno
que lo había vivido y a quien parecía natural.
Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era y a
el niño genial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así,
comparado con lo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba
maravilloso y paradisíaco.
Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo,
desde estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido
terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.
Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo
los faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera
vez en mi vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta
esto tenía algo, un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el
espíritu. Beck se portó muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba
por novato. Me llevó casi en brazos hasta el internado, donde consiguió que
entráramos, sin ser descubiertos, por una ventana abierta.
Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino
una desesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior
—mi ropa y mis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a
vomitona—, entre dolores de cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma
surgió una imagen con la que hacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad
natal y la casa de mis padres, a mi padre y a mi madre, a mis hermanas, el
jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, el colegio y la Plaza May or; vi a
Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estaba como bañado en luz;
todo era maravilloso, divino y puro; y todo —en ese momento me daba cuenta—
me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando, y
ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: y a no me pertenecía,
me excluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado
mis padres, remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la
infancia, cada beso de mi madre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara
y piadosa, cada flor del jardín… todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo
con mis pies! Si ahora hubieran aparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado
y conducido al patíbulo, por descastado y sacrílego, habría estado de acuerdo, les
hubiera seguido con gusto y me hubiera parecido justo y bien.
Así era y o en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía
el orgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era
y o: una infame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje
dominada por horribles instintos. Este era y o, el que venía de los jardines donde
todo es pureza, luz y suave delicadeza, el que había disfrutado con la música de
Bach y los bellos poemas. Aún me parecía escuchar con asco y con indignación
mi propia risa, una risa borracha, descontrolada, que brotaba estúpidamente a
borbotones. Así era y o.
A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había
vegetado tanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto
tiempo, empobrecido y arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo
este sufrimiento espantoso del alma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos,
sentimientos ardientes en los que latía un corazón. Desconcertado, sentí en medio
de la miseria algo así como una liberación y una nueva primavera.
Sin embargo, visto desde fuera, iba y o decididamente cuesta abajo. La
primera borrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba
mucho de juerga a las tabernas, y y o era uno de los más jóvenes entre los
asiduos. Pronto dejé de ser considerado como un chiquillo al que se tolera y me
convertí en un cabecilla, famoso y atrevido cliente de las tabernas. Volvía a
pertenecer por completo al mundo oscuro, al demonio; y en ese mundo me
consideraban un tipo sensacional.
A todo esto, y o me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y
constante; y mientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un
jabato, un muchacho valiente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena
de angustia en lo más profundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un
domingo por la mañana me brotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en
la calle, limpios y alegres, recién peinados y vestidos de domingo. Y mientras y o
me divertía y a menudo, en torno a una mesa sucia en tabernas de baja estofa,
asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo, tenía en el fondo del corazón un
gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en mi interior me arrodillaba
ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios.
Que y o nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera
solitario entre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico
que los demás brutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en
mis pensamientos y palabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la
Iglesia. También aceptaba los chistes obscenos y hasta me animaba a hacer
alguno. Pero nunca acompañaba a mis compinches cuando iban en busca de las
chicas. Me encontraba solo y lleno de un profundo deseo de amor, un deseo
desesperado, en tanto que mis palabras eran las de un libertino redomado. Nadie
era en este punto tan vulnerable y tímido como y o. Y cuando veía pasear a las
muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas, me parecían
maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí.
Durante una temporada tampoco pude entrar en la papelería de la señora
Jaggelt porque nada más mirarla me ponía colorado, recordando lo que Alfons
Beck me había contado de ella.
Cuanto más solitario y extraño me sentía en aquella compañía, más trabajo
me costaba separarme de ella. Verdaderamente no sé y a si el beber y
fanfarronear me gustaron alguna vez demasiado; nunca llegué a acostumbrarme
a la bebida y siempre sufrí sus penosas consecuencias. Era todo como una
obligación. Yo hacía lo que creía que debía hacer; de otra forma, no hubiera
sabido qué hacer conmigo mismo. Tenía miedo de los arrebatos, terriblemente
intensos, de ternura y timidez a que tendía constantemente. Tenía miedo de los
suaves pensamientos amorosos que me asaltaban.
Lo que más echaba de menos era un amigo. Había uno o dos compañeros
que me resultaban simpáticos; pero como pertenecían al grupo de los buenos y
mis vicios hacía tiempo que no eran ningún secreto, me evitaban. Todos me
consideraban un perdido irremisible, bajo cuy os pies se tambaleaba y a el suelo.
Los profesores conocían mis trastadas; y a había sido castigado varias veces: mi
expulsión definitiva del colegio era algo que todos esperaban. Yo también lo
sabía; además, hacía tiempo que no era un buen alumno y que me limitaba a
seguir mal que bien las clases, con la convicción de que aquello no podía seguir
así mucho tiempo.
Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y a
nosotros mismos. Este fue el camino por el que me condujo entonces a mí. Fue
como una pesadilla. A través de basura y viscosidad, sobre vasos de cerveza rotos
y en noches enteras de cinismo, me veo a mí mismo, soñador hechizado,
arrastrándome desasosegado y atormentado por un camino sucio y feo. Hay
sueños así en los que de camino al castillo de la princesa encantada uno queda
empantanado en barrizales y callejas llenas de malos olores y basuras. Así me
sucedió a mí. De esta manera tan poco refinada, aprendí a estar solo y a levantar
entre mi infancia y y o una puerta cerrada por guardianes implacables y
resplandecientes. Esto fue un principio, un despertar de la nostalgia de mí mismo.
Aún me asusté cuando mi padre, alarmado por las cartas del director de la
pensión, apareció por primera vez en St. y se enfrentó inesperadamente
conmigo. Cuando vino por segunda vez, hacia fines del invierno, y o y a estaba
endurecido e indiferente; le dejé que me riñera, que me rogara y que me
recordara a mi madre. Al final se irritó mucho y dijo que si no cambiaba
permitiría que me expulsaran del colegio ignominiosamente y me metería en un
correccional. ¡A mí qué me importaba! Cuando partió, me dio pena de él; no
había conseguido nada ni había encontrado un camino hasta mí; en algunos
momentos, llegué a pensar que le estaba muy bien empleado.
Me tenía sin cuidado lo que iba a ser de mí. A mi modo, extraño y poco
agradable, me encontraba en disensión con el mundo y lo expresaba metido en
las tabernas y fanfarroneando. Esa era mi manera de protestar, con la que y o
mismo me destrozaba; a veces me planteaba la cuestión en los siguientes
términos: si el mundo no necesita gente como y o, si no sabe darles otro papel
mejor y no puede emplearles en empresas superiores, entonces la gente como
y o se irá a pique. Muy bien, que el mundo cargue con eso.
Las vacaciones navideñas de aquel año fueron bastante tristes. Mi madre se
asustó al verme. Había crecido aún más y mi rostro delgado tenía un aspecto gris
y demacrado, con rasgos cansados y párpados enrojecidos. La primera sombra
de bigote y las gafas que llevaba desde hacía poco me hacían más extraño a sus
ojos. Mis hermanas retrocedieron entre risitas. Todo fue muy enojoso: enojosa y
amarga la conversación con mi padre en su despacho, enojoso saludar a los
parientes, enojosa sobre todo la Nochebuena. Aquél había sido siempre el gran
día de nuestra casa, la noche de la fiesta y el amor, de la gratitud, de la
renovación de la alianza entre mis padres y y o. Esta vez todo resultó agobiante y
embarazoso. Como siempre, mi padre dio lectura al Evangelio de los pastores
« que cuidan sus rebaños en el campo» ; como siempre, mis hermanas
contemplaron deslumbradas sus regalos. Pero la voz de mi padre tenía un tono
desgarrado y su rostro parecía envejecido y abrumado. Mi madre estaba triste y
a mí todo me resultaba desagradable y penoso: los regalos y las felicitaciones, el
Evangelio y el árbol de Navidad. Las pastas navideñas olían dulces y exhalaban
nubes de recuerdos más dulces aún. El árbol de Navidad despedía su perfume,
hablando de cosas que y a no existían. Yo deseaba intensamente que llegara el fin
de la noche y de las fiestas.
Y así prosiguió todo el invierno. El claustro de profesores me acababa de
amonestar de nuevo y me amenazaba con la expulsión. Aquella situación no iba
a durar mucho. Por mí… Sentía un especial rencor contra Max Demian. Durante
todo este tiempo no le había vuelto a ver. Al principio de mi estancia en St. le
había escrito dos veces pero sin recibir respuesta; por eso no fui a visitarle
tampoco durante las vacaciones.
En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al
comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a
ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a
pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi
salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros
económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar
gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular
en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas
preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a
su fin y y o me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas
estas minucias tampoco tendrían y a mucha importancia. Sin embargo, vivía
constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de
primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta
y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de
muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que y o admiraba y
empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho may or que y o, pero estaba más
hecha; era elegante y bien definida, casi y a una mujer, y tenía un aire de gracia
y juventud en el rostro que me cautivó.
Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera
enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue
más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento
sobre mi vida fue decisiva.
De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada.
¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de
venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber
leído a Dante, por una pintura inglesa cuy a reproducción guardaba: una figura
femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada
y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía
del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y
algo de la espiritualidad del rostro.
Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella
época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió
un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la
mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía
estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.
Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía
algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de
intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a
encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen
venerada.
No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba
reconstruir con sincero esfuerzo un « mundo luminoso» sobre las ruinas de un
período de vida desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo
tenebroso y malo en mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de
rodillas ante unos dioses. Al menos, el « mundo luminoso» de ahora era mi
propia creación; y a no trataba de refugiarme y cobijarme en las faldas de mi
madre y en la seguridad irresponsable. Era un nuevo espíritu de sumisión, creado
y exigido por mí mismo, con responsabilidad y disciplina. La sexualidad bajo la
que sufría y de la que siempre iba huy endo, se vería purificada en este fuego y
convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada oscuro ni feo; se
acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante imágenes
obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar
levantaría y o mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me
consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba
a las fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi meta no era el placer, sino
la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu.
Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ay er un cínico
precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un
santo. No sólo renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que
intenté cambiar en todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el
beber, el hablar y el vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un
principio me costaron gran esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y
dignamente, andaba muy derecho, con paso lento y parsimonioso. Para un
espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino.
Entre las nuevas actividades con que y o intentaba expresar el espíritu nuevo
que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a
pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que y o poseía, no se
parecía del todo a aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y
una esperanza totalmente nuevas reuní en mi cuarto —hacía poco que tenía uno
propio— papel, colores y pinceles y preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los
finos colores de temple en sus pequeños tubos me entusiasmaban. Había entre
ellos un verde fogoso que aún me parece ver resplandecer en el pequeño cuenco
de porcelana blanca.
Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensay arme antes
con otros temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un
árbol junto a una ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del
todo en aquel juego, feliz como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé
a pintar a Beatrice.
Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme
el rostro de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por
fin renuncié a ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi
fantasía y las direcciones que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro
imaginario y no me disgustó. Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensay os.
Cada dibujo era más elocuente, se aproximaba más al tipo deseado, aunque no a
la realidad.
Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a
llenar superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un
tanteo caprichoso del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un
rostro que me decía más que los anteriores. No era el rostro de aquella
muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa, algo irreal pero no menos valioso.
Parecía más una cabeza de muchacho que de muchacha; el pelo no era rubio
sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y firme contrastaba con la
boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco rígido, con algo
de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.
Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me
parecía una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio
femenina, sin edad, a la vez enérgica y soñadora, tan rígida como
misteriosamente viva. Este rostro me decía algo, me pertenecía, me exigía. Y
además tenía un parecido con alguien, no sabía con quién.
El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos,
compartiendo mi vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y
pudiera burlarse de mí. Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el
retrato y conversaba con él. Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared,
frente a mi cabecera, y lo contemplaba hasta dormirme; y por la mañana le
dedicaba mi primera mirada.
Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era
pequeño. Me parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una
especie nueva de imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato
pintado, viviendo y hablando, amistoso u hostil, a veces deformado hasta la
mueca y otras increíblemente bello, armonioso y noble.
Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí.
Me miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre,
parecía conocerme como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos
inmemoriales. Con el corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y
espeso, la boca blanda, casi femenina, la frente firme, extrañamente clara —con
aquel color se había secado la pintura— y sentí cada vez más cerca el
reconocimiento, el reencuentro, la certeza.
Salté de la cama, me planté delante del retrato y lo miré de cerca,
directamente a los ojos, dilatados, verdosos y fijos, uno de los cuales, el derecho,
estaba más alto que el otro. Y de pronto éste parpadeó, parpadeó leve pero
perceptiblemente. En este parpadeo reconocí al retratado… ¡Cómo pude haber
tardado tanto! Era el rostro de Demian.
Más tarde comparé muchas veces mi obra con los verdaderos rasgos de
Demian, tal como los recordaba. No eran los mismos, aunque sí parecidos. A
pesar de todo, era Demian.
Un atardecer, al principio del verano, el sol entraba oblicuo y rojo por mi
ventana, que daba al oeste. Mi habitación iba quedando en la penumbra. Entonces
se me ocurrió sujetar el retrato de Beatrice, o de Demian, al marco de la ventana
y observar cómo lo atravesaba la luz del crepúsculo. El rostro desapareció, sin
contornos; pero los ojos enmarcados de rojo, la claridad de la frente y la boca
intensamente roja ardían profunda y violentamente sobre la superficie blanca.
Permanecí sentado delante de él durante largo rato, aún después de haberse
apagado los colores. Y lentamente intuí que no se trataba de Beatrice ni de
Demian, sino de mí mismo. El retrato no se me parecía —y o sentía que tampoco
era necesario— pero representaba mi vida, era mi interior, mi destino o mi
demonio.
Así sería mi amigo si volvía a encontrar uno. Así sería mi amada si alguna
vez tenía una. Así sería mi vida y mi muerte; éste era el tono y el ritmo de mi
destino.
Durante aquellos días empecé una lectura que me impresionó más
hondamente que todo lo que había leído hasta entonces. Tampoco más adelante
he vivido tan intensamente un libro, excepto quizá Nietzsche. Era un tomo de
Novalis con cartas y sentencias, muchas de las cuales no comprendía pero que
me atraían y fascinaban enormemente. Una de ellas me vino en aquel momento
a la memoria y la escribí con la pluma al pie del retrato:
« Destino y sentimiento son nombres de un solo concepto» . Ahora lo
comprendía.
Aún volví a encontrar a menudo a la muchacha que y o llamaba Beatrice. Ya
no sentía ninguna emoción al verla pero sí una suave simpatía, una intuición:
« Estás unida a mí, pero no tú, sino tu retrato; eres una parte de mi destino» .
Nuevamente volví a sentir con fuerza la nostalgia de Max Demian. No sabía
nada de él desde hacía años. Le había visto una sola vez durante las vacaciones.
Ahora me apercibo de que he omitido este breve encuentro en mis anotaciones;
y veo que lo he hecho por vergüenza y amor propio. Tengo que repararlo. Una
vez, en las vacaciones, iba y o paseando por mi ciudad natal con la cara hastiada
y siempre algo cansada de mi época de juergas, balanceando mi bastón y
mirando con descaro a los burgueses con sus rostros de siempre, aburridos y
despreciables, cuando me vino al encuentro mi antiguo amigo. Me sobresalté al
verle. Automáticamente tuve que pensar en Franz Kromer. ¡Ojalá hubiera
olvidado Demian aquella historia! Era muy desagradable estar en deuda con él;
aunque, en el fondo, había sido una estúpida historia de niños, al fin y al cabo y o
no dejaba de estar en deuda con él.
Pareció esperar a que y o le saludara; y cuando lo hice lo más tranquilo
posible, me tendió la mano. Otra vez su apretón de manos ¡firme, cálido y, sin
embargo, distante y viril!
Me miró atentamente a la cara y dijo:
—Has crecido, Sinclair.
Él me pareció el mismo, tan maduro y tan joven como siempre.
Se unió a mí y dimos un paseo. Hablamos de muchas cosas sin importancia;
pero nada sobre el pasado. Recordé que le había escrito varias veces, sin recibir
contestación. ¡Ojalá hubiera olvidado también las estúpidas cartas! Él no habló de
ellas.
Entonces aún no existía Beatrice ni el retrato; me encontraba en mi época de
disipación. En las afueras de la ciudad le invité a entrar conmigo en una taberna.
Me acompañó. Yo encargué con mucha jactancia una botella de vino, llené los
vasos, brindé con él y me mostré muy familiarizado con las costumbres
estudiantiles. El primer vaso lo vacié de un tirón.
—¿Vas mucho a la taberna? —me preguntó.
—Pues sí —contesté con desgana—; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas,
es lo más divertido.
—¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su
misterio. Pero me parece que la may oría de la gente que anda sentada en las
tabernas no tiene idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse
en las tabernas es algo muy adocenado. ¡Lo bueno sería pasar la noche entera
con antorchas encendidas, en una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de
tomar un vasito tras otro no creo que sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes
imaginarte a Fausto sentado noche tras noche en la taberna?
Yo bebí y le miré con hostilidad.
—Bueno, no todos somos Fausto —respondí secamente.
Me miró un poco sorprendido. Luego se echó a reír con la frescura y la
superioridad de siempre.
—¡Bah! ¿Para qué discutir? En todo caso, es probable que la vida de un
borracho y libertino sea más animada que la del ciudadano intachable; y además
—he leído una vez— el libertinaje es la mejor preparación para el misticismo.
Siempre son hombres como San Agustín los que se convierten en profetas.
También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.
Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté
muy indiferente:
—¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me
interesa ser profeta o algo parecido.
Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.
—Querido Sinclair —dijo lentamente—, no tenía intención de molestarte.
Además, ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero
aquello que tienes en tu interior, aquello que conforma tu vida, sí lo sabe; y es
bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere
todo y lo hace todo mejor que nosotros. Pero, perdona, tengo que irme a casa.
Nos despedimos brevemente. Yo me quedé muy malhumorado, vacié aún la
botella y, al marcharme, me encontré con que Demian había pagado. Aquello
me molestó aún más.
Mis pensamientos se concentraron en este pequeño suceso; y Demian los
ocupaba todos. Las palabras que pronunció en aquella taberna de las afueras de
la ciudad me volvieron a la memoria, frescas e indelebles. « Y es bueno tener
conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo» .
¡Qué ganas tenía de ver a Demian! No sabía nada de él ni estaba a mi
alcance. Sólo sabía que probablemente estaría estudiando en la Universidad y
que su madre había abandonado nuestra ciudad al terminar él sus estudios en el
colegio.
Evoqué todos mis recuerdos de Max Demian, remontándome hasta mi
aventura con Kromer. ¡Cuántas cosas, de las que había dicho entonces, volvieron
a surgir! Y todas tenían aún sentido, eran actuales, me concernían. También lo
que me había dicho, en nuestro último y poco grato encuentro, sobre el
libertinaje y la santidad, surgió con toda claridad en mi alma. ¿No era
exactamente lo que me había pasado a mí? ¿No había vivido y o en la embriaguez
y en el lodo, aturdido y perdido hasta que un nuevo instinto vital había despertado
en mí precisamente lo contrario: el ansia de pureza, la nostalgia de la santidad?
Fui siguiendo mis recuerdos mientras caía la noche. Fuera llovía. También en
mis recuerdos oía caer la lluvia, bajo los castaños, el día que Demian me
preguntó qué me pasaba con Franz Kromer y acertó mi secreto. Una a una
fueron saliendo las conversaciones camino del colegio y durante las clases de
religión. Al final recordé mi primera entrevista con Max Demian. ¿De qué había
tratado?
Aunque no me acordaba bien, tenía tiempo y me sumí totalmente en mis
pensamientos. Volví a precisar mis recuerdos. Habíamos estado parados delante
de nuestra casa, después de que él me había comunicado su opinión sobre Caín.
Había hablado del viejo y borroso escudo que campeaba sobre nuestro portal; y
me había dicho que el escudo le interesaba, que había que fijarse bien en estas
cosas. Por la noche soñé con Demian y con el escudo, que cambiaba de forma
constantemente.
Demian lo sostenía entre sus manos; unas veces era pequeño y gris, otras
imponente y colorido, pero, según me explicaba él, siempre era el mismo. Al
final me instó a comer el escudo. Cuando lo hube tragado, sentí un temor terrible
de que el ave heráldica reviviera en mí, me llenara del todo y empezara a
devorarme las entrañas. Lleno de terror, me desperté.
Era aún noche cerrada. Me despabilé y oí que la lluvia caía dentro de la
habitación. Me levanté a cerrar la ventana y pisé algo blanquecino que había
caído en el suelo. Por la mañana vi que era mi pintura. Estaba en el suelo,
mojada, y se había arrugado. La puse a secar entre dos secantes dentro de un
libro pesado. Cuando fui a verla al día siguiente, se había secado y también había
cambiado. La boca roja había palidecido y parecía más fina. Era la boca de
Demian.
Me puse a hacer un nuevo dibujo del ave heráldica. No recordaba muy bien
su verdadero aspecto; sabía que muchos detalles y a no se reconocían, porque el
escudo era viejo y había sido pintado varias veces. El pájaro estaba posado sobre
algo: una flor, un cesto, un nido o una copa de árbol. No me importaba
demasiado y comencé a pintar lo que recordaba claramente. Por un impulso
indeterminado comencé en seguida con colores fuertes. La cabeza era en mi
dibujo amarilla. Fui pintando según el humor que tuviera y acabé al cabo de unos
días.
Resultó un ave de rapiña con una afilada y audaz cabeza de gavilán, con
medio cuerpo dentro de una bola del mundo oscura, de la que surgía como de un
huevo gigantesco, sobre un fondo azul. Mientras más miraba mi obra, más me
parecía que era el escudo coloreado que había visto en mi sueño.
No me hubiera sido posible escribir una carta a Demian, aunque hubiese
sabido su dirección. Pero, guiado por la vaga intuición que determinaba todos mis
actos, decidí mandarle el dibujo del gavilán, llegara o no a sus manos. No puse
nada encima, ni siquiera mi nombre; recorté cuidadosamente los bordes, compré
un sobre grande y escribí sobre él la antigua dirección de mi amigo. Luego, lo
eché al correo.
Se aproximaba un examen y y o tenía que estudiar más que de costumbre,
para el colegio. Desde que había abandonado aquella conducta despreciable, los
profesores me habían acogido otra vez con benevolencia. Tampoco era ahora un
buen alumno; pero ni y o ni nadie se acordaba y a de que medio año antes todos
habían dado como probable mi expulsión del colegio.
Mi padre volvió a escribirme en el tono de antes, sin reproches ni amenazas.
Pero y o no sentía la necesidad de explicarle a él o a quien fuera cómo se había
producido aquel cambio. Era pura casualidad que hubiera coincidido con los
deseos de mis padres y profesores. El cambio no me acercó más a los
compañeros; no me acerco a nadie: sólo me hizo más solitario. Pero me
impulsaba hacia Demian, hacia un destino lejano. Yo mismo no lo sabia, pues me
encontraba en el centro de la corriente. Todo había comenzado con Beatrice;
pero desde hacía tiempo vivía con mis dibujos y mis pensamientos sobre Demian
en un mundo tan irreal que la había perdido totalmente de vista, incluso en mis
pensamientos. No hubiera podido contar a nadie una palabra de mis sueños,
esperanzas y transformaciones interiores, aunque hubiera querido.
Pero ¿cómo lo iba a querer?
5. EL PÁJARO ROMPE EL CASCARÓN
Durante las vacaciones fui un día a la casa en que había vivido hacía años Max
Demian con su madre. Por el jardín paseaba una anciana; me dirigí a ella y
averigüé que la casa le pertenecía. Pregunté por la familia Demian y, aunque la
recordaba muy bien, no sabía dónde vivía ahora. Al ver mi interés, me invitó a
entrar; sacó un álbum encuadernado en cuero y me enseñó una fotografía de la
madre de Demian. Yo apenas la recordaba. Al ver la pequeña fotografía, mi
corazón casi dejó de latir. ¡Era la imagen de mi sueño! Era ella, la gran silueta de
mujer, un poco masculina, parecida a su hijo, con rasgos maternales, rasgos de
sinceridad, rasgos de profunda pasión, bella y atractiva, bella e inasequible,
demonio y madre, destino y amada. ¡Era ella!
Me sentí traspasado por un asombro salvaje al descubrir que mi imagen
soñada vivía sobre la tierra. ¡Aquella mujer que llevaba los rasgos de mi destino
existía! ¿Dónde estaba? ¿Dónde? Era la madre de Demian.
Poco después emprendí mi viaje. ¡Un extraño viaje! Iba desasosegado de un
lugar a otro, siguiendo mis impulsos, siempre en busca de aquella mujer. Había
días en los que encontraba personas que me la recordaban, que se le parecían,
que me arrastraban tras de sí por calles, por ciudades desconocidas, por
estaciones, por trenes, como en un sueño enmarañado. Había otros días en los
que me daba cuenta de lo inútil que era mi búsqueda; entonces me sentaba
apático en un parque, en el jardín de un hotel, en una sala de espera, concentrado
en mí mismo e intentando revivir en mi interior la imagen amada. Pero la
imagen se había hecho y a borrosa y huidiza. No podía dormir; únicamente en el
tren, atravesando paisajes desconocidos, lograba dormirme a ratos. Una vez, en
Zurich, me siguió una mujer, guapa y un poco descarada. Yo apenas la miré y
seguí adelante como si no existiera. Hubiera preferido morir instantáneamente
antes que dedicarle a otra mujer ni un minuto de interés.
Yo notaba que mi destino tiraba de mí; sentía que la consumación estaba y a
próxima y me enloquecía de impaciencia viendo que no podía precipitarla. Una
vez en una estación —creo que fue en Innsbruck— vi pasar en la ventanilla de un
tren que salía una figura que me recordó a ella y durante varios días me sentí
profundamente desdichado. Otro día volvió a aparecer la imagen en un sueño;
desperté con una sensación de vergüenza y vacío ante la insensatez de mi
búsqueda y volví directamente a casa.
Un par de semanas más tarde me matriculé en la Universidad de H. Todo me
desilusionó. Las clases de historia de la filosofía a las que y o asistía me parecían
tan insulsas y mecánicas como la vida que llevaban los jóvenes estudiantes. Todo
estaba cortado por el mismo patrón; todos hacían las mismas cosas. La acalorada
alegría en los rostros juveniles tenía un aspecto vacío e impersonal. Pero y o era
libre, disponía de todo el día y vivía tranquila y cómodamente en una casa
antigua fuera de la ciudad. Sobre mi mesa tenía unos tomos de Nietzsche. Con él
vivía, sintiendo la soledad de su alma, presintiendo el destino que le empujaba
inexorablemente; sufría con él y era feliz de que hubiera existido un hombre que
había seguido tan consecuentemente su camino.
Una noche paseaba y o por la ciudad barrida por el viento otoñal, escuchando
cantar a los estudiantes en las tabernas. Por las ventanas abiertas salía en densas
nubes el humo del tabaco, así como canciones ruidosas y rítmicas pero
desangeladas y uniformes.
Parado en una esquina, escuchaba; en dos tabernas resonaba en la noche a un
tiempo la alegría ensay ada de la juventud. Por todas partes aquel compañerismo,
aquellas pandillas sentadas en las tabernas, aquel eludir el destino, la evasión al
calor del rebaño. Dos hombres pasaron lentamente a mi espalda y oí un jirón de
su conversación.
—¿Verdad que es igual que la cabaña de adolescentes en un pueblo de
negros? Y todo igual, hasta los tatuajes, siguen de moda. ¿Ve usted?: esto es la
joven Europa.
La voz me sonó conocida y como una singular advertencia. Seguí a los dos
hombres por la calle oscura. Uno de ellos era japonés, pequeño y elegante. A la
luz de la farola pude ver el brillo de su cara amarilla y sonriente. Volvió a hablar
el otro.
—Bueno, tampoco en Japón, en su país, estarán mejor. Las gentes que no
siguen a la manada son muy pocas en todas partes. Aquí también hay algunos.
Cada palabra me hizo estremecer de sobresalto gozoso. Conocía al hombre
que hablaba. Era Demian.
En el viento de la noche les seguí por las callejas oscuras, escuchando sus
conversaciones y disfrutando del sonido de la voz de Demian. Tenía el antiguo
sonido, la antigua y hermosa seguridad, la misma tranquilidad; y seguía teniendo
poder sobre mí. Ahora todo marchaba bien. Le había encontrado.
Al final de una calle de las afueras, el japonés se despidió y abrió un portal.
Demian volvió sobre sus pasos. Yo me había parado y le esperaba en medio de la
calle. Con el corazón palpitante le vi venir a mi encuentro, erguido y elástico, con
un impermeable oscuro y un bastón colgado del brazo. Llegó hasta mí sin alterar
su caminar acompasado, se quitó el sombrero y mostró su rostro despejado tan
familiar, con la boca decidida y aquella luz peculiar de su ancha frente.
—¡Demian! —exclamé.
Me tendió la mano.
—¡Por fin, Sinclair! ¡Te esperaba!
—¿Sabías que estaba aquí?
—No, no lo sabia exactamente, pero te esperaba con toda seguridad. Hasta
esta noche no te he visto; nos has venido siguiendo todo el tiempo.
—Entonces ¿me has reconocido inmediatamente?
—Naturalmente. Has cambiado, pero llevas la señal.
—¿La señal? ¿Qué señal?
—Antes lo llamábamos el estigma de Caín; supongo que lo recordarás. Es
nuestro estigma. Tú siempre lo has llevado; por eso me hice tu amigo. Pero ahora
se ha acentuado.
—No lo sabia. O sí, sí lo sabía. Una vez dibujé un retrato tuy o, Demian, y me
quedé asombrado porque se parecía también a mí. ¿Era eso el estigma?
—Sí, eso es el estigma. Me alegro de que estés por fin aquí. También mi
madre se alegrará.
Me sobresalté.
—¿Tu madre? ¿Está contigo? Ella no me conoce.
—¡Oh!, sabe algo de ti. Te reconocerá aunque y o no le diga quién eres. Hace
tiempo que no sabemos nada de ti.
—Quise escribir muchas veces, pero no podía. Desde hace un tiempo presentí
que te iba a encontrar pronto. Lo esperaba cada día.
Me cogió del brazo y echó a andar a mi lado. La tranquilidad que emanaba
de su persona fue inundándome lentamente. Empezamos a charlar como antes.
Recordamos la época del colegio, las clases de religión, y también aquel
encuentro aciago durante las vacaciones; pero tampoco en esa ocasión hablamos
del lazo más antiguo y estrecho que existía entre nosotros: la aventura con Franz
Kromer.
Sin darnos cuenta nos encontramos en medio de un diálogo extraño y lleno de
presagios. Siguiendo la conversación de Demian con el japonés, hablamos de la
vida estudiantil; y de este tema pasamos a otro que parecía muy lejano. Sin
embargo, en las palabras de Demian se fundían ambos íntimamente.
Habló del espíritu de Europa y del signo de nuestra época. Por todas partes —
dijo— se extienden el grupo y la manada, por ningún lado la libertad y el amor.
El espíritu de corporación, desde las asociaciones estudiantiles y los coros hasta
las naciones, no es más que un producto de la necesidad. Es una solidaridad por
miedo, temor y falta de imaginación; en su fondo está carcomida y vieja, a
punto de desintegrarse.
—La solidaridad —dijo Demian— es algo hermoso. Pero lo que vemos
florecer por ahí no es solidaridad. Volverá a renacer del conocimiento del
individuo por los individuos y durante algún tiempo transformará el mundo. La
que hoy existe no es más que espíritu gregario. Los hombres se unen porque
tienen miedo los unos de los otros; los señores se asocian, los trabajadores se
asocian, los sabios se asocian. ¿Y por qué tienen miedo? Sólo se tiene miedo
cuando se está en disensión consigo mismo. Tienen miedo porque nunca se han
reconocido a sí mismos. ¡Una sociedad de hombres que tienen miedo de lo
desconocido que anida en ellos! Todos se percatan de que sus ley es de vida no
funcionan y a, de que viven según los viejos códigos y que ni su religión ni su
moral corresponden a lo que necesitamos. Durante cien años y más, Europa no
ha hecho más que estudiar y construir fábricas. Todos saben con exactitud
cuántos gramos de pólvora se necesitan para matar a un hombre; pero no saben
cómo se reza a Dios, no saben siquiera cómo se pasa un rato divertido. ¡Mira las
tabernas de los estudiantes! O un lugar de diversión donde se reúne gente rica.
¡Desesperante! Querido Sinclair, de esto no puede salir nada alegre. Los hombres
que se apiñan acobardados están llenos de miedo y de maldad; ninguno se fía del
otro. Son fieles a unos ideales que han dejado de serlo y apedrean a todo el que
crea otros nuevos. Presiento graves conflictos. Vendrán, créeme, vendrán pronto.
Naturalmente, no « mejorarán» el mundo. Que los obreros maten a los
empresarios, o que Rusia y Alemania disparen una sobre otra, nada altera la
situación; sólo cambian los dueños. Pero no será completamente en vano. Hará
patente la miseria de los ideales actuales; se saldarán las cuentas con los dioses de
la Edad de Piedra. Este mundo, tal como es ahora, quiere morir, quiere sucumbir
y lo conseguirá.
—¿Y nosotros? —pregunté.
—¿Nosotros? ¡Oh!, quizá sucumbamos con él. También nos pueden matar.
Sólo que con eso no acabarán con nosotros. En torno a lo que quede de nosotros, o
en torno a los que sobrevivan entre nosotros, se agrupará la voluntad del futuro. Y
se mostrará la voluntad de la humanidad, que nuestra Europa ahogó con su feria
de técnica y ciencia. Entonces se demostrará que la voluntad de la humanidad no
se identifica nunca, en ningún lado, con las sociedades actuales, los Estados, las
naciones, las asociaciones y las Iglesias. Porque lo que la naturaleza quiere hacer
del hombre, está escrito en cada individuo, en ti y en mí. Estaba escrito en
Jesucristo y está escrito en Nietzsche. Cuando las sociedades actuales se
derrumben, habrá sitio para estas corrientes, las únicas importantes, que
naturalmente pueden variar cada día.
Llegamos y a muy tarde a un jardín junto al río.
—Vivimos aquí —dijo Demian—, ven pronto a vernos. Te esperamos.
Feliz emprendí mi largo camino a casa en la noche fresca. Aquí y allá
regresaban a sus casas estudiantes ruidosos y tambaleantes. Con frecuencia había
sentido la discrepancia entre su absurda alegría y mi vida solitaria, a veces con
una sensación de envidia y otras con sarcasmo. Pero nunca había sentido con
tanta tranquilidad e intensidad lo poco que aquello me importaba, lo lejano y
remoto que me resultaba aquel mundo. Me acordé de algunos funcionarios de mi
ciudad natal, señores de edad, honorables, que evocaban las juergas de sus años
estudiantiles como si se tratara de un paraíso perdido y veneraban la « libertad»
de aquellos años como pudieran hacer los poetas u otros románticos con su
infancia. ¡Por todas partes lo mismo! Por todas partes buscaban la « libertad» y
la « felicidad» en el pasado, de puro miedo a verse confrontados con su propia
responsabilidad y con su propio camino. Pasaban unos años entre borracheras y
juergas; luego se sometían y convertían en señores muy serios al servicio del
Estado. Sí, nuestra sociedad estaba corrupta; y esta estupidez estudiantil aún era
menos estúpida y peligrosa que otras muchas más.
Cuando llegué a mi apartada casa y me metí en la cama estas ideas
desaparecieron y todo mi pensamiento se concentró en la gran promesa que
aquel día me había deparado. Cuando y o quisiera, mañana mismo, vería a la
madre de Demian. ¡Que los estudiantes siguieran emborrachándose y tatuándose
las caras, que el mundo estuviera corrupto y a punto de hundirse! ¡A mi qué me
importaba! Yo sólo esperaba que mi destino viniera al encuentro en una nueva
imagen.
Dormí profundamente hasta muy entrada la mañana. El nuevo día amaneció
para mí como uno de esos días festivos y solemnes que no había vivido y o desde
las Navidades en la infancia. Estaba lleno de profunda intranquilidad pero sin
ningún miedo. Había comenzado un día muy importante para mí; y veía y sentía
el mundo que me rodeaba como transformado, expectante, lleno de ideas y
festivo. Hasta la suave lluvia de otoño era bella, silenciosa y festiva, llena de
música serena y alegre. Por primera vez en mi vida el mundo exterior coincidía
perfectamente con mi mundo interior. Cuando esto sucede es fiesta para el alma
y merece la pena vivir. Ninguna casa, ningún escaparate, ningún rostro en la
calle me molestaba; todo era como tenía que ser, pero sin el aspecto vacío de lo
cotidiano y acostumbrado: era naturaleza expectante, preparada
respetuosamente a recibir al destino. Así había visto y o de niño el mundo en las
mañanas de las grandes fiestas, en Navidad y en Pascua. No creía que el mundo
pudiera ser aún tan hermoso. Me había acostumbrado a vivir replegado en mí
mismo y me había hecho a la idea de que había perdido el sentido por lo que
pasaba fuera, de que la pérdida de los colores luminosos estaba inevitablemente
unida a la pérdida de la infancia y que había que pagar la libertad y madurez del
alma con la renuncia a ese suave resplandor. Ahora descubría emocionado que
todo aquello había estado sólo tapado y oscurecido y que era posible también,
como hombre libre que ha renunciado a la felicidad de la infancia, ver refulgir el
mundo y disfrutar de la visión infantil.
Llegó el momento en que me encontré de nuevo ante el jardín, en cuy a
puerta me había despedido de Max Demian la noche anterior. Detrás de los altos
y grises árboles estaba escondida una casita, clara y acogedora; detrás de una
cristalera crecían plantas y flores, y por las ventanas se distinguían paredes
oscuras con cuadros y librerías. La puerta se abría directamente a un pequeño y
cálido saloncito. Una vieja criada con delantal blanco me introdujo y me quitó el
abrigo.
Me dejó solo en el saloncito. Miré en torno mío y en seguida me sentí
trasladado a mi sueño. Arriba, en la pared de madera oscura, sobre una puerta,
colgado en un marco negro y protegido por un cristal un cuadro muy conocido
para mí: el pájaro con la cabeza amarilla de gavilán, saliendo del cascarón del
mundo. Emocionado, permanecí inmóvil; sentí una extraña alegría mezclada con
dolor, como si en ese momento todo lo que había hecho y vivido hasta ahora
volviera a mí en forma de respuesta o consumación. Como un relámpago pasó
ante mis ojos una multitud de imágenes: la casa paterna con el viejo escudo de
piedra sobre el portal; Demian, aún un chiquillo, dibujando el escudo: y o mismo,
también un niño, bajo la nefasta influencia de mi enemigo Kromer; y o de joven,
en mi cuarto de colegial, dibujando en mi mesa el pájaro de mis sueños con el
alma enredada en la red de sus propios hilos. Y todo lo vivido hasta este momento
resonaba en mi interior, era aceptado, afirmado y aprobado.
Con los ojos llenos de lágrimas contemplé mi dibujo y me encontré ley endo
en mi propia alma. Bajé la mirada: bajo el dibujo del pájaro, en el marco de la
puerta abierta había aparecido una mujer alta, vestida de oscuro. Era ella.
No fui capaz de articular ni una palabra. La hermosa y respetable dama me
sonrió con un rostro que, como el de su hijo, no tenía edad e irradiaba una viva
voluntad. Su mirada era la máxima realización, su saludo significaba el retorno al
hogar. En silencio le tendí las manos. Ella las tomó con manos firmes y cálidas.
—Usted es Sinclair. En seguida le he reconocido. ¡Bienvenido!
Su voz era grave y cálida. Yo la bebí como un vino dulce y, levantando los
ojos, los dejé descansar en sus rasgos serenos, en los negros y profundos ojos,
sobre la boca fresca y madura, sobre la frente aristocrática y despejada que
llevaba el estigma.
—¡Qué dichoso soy ! —le dije, y besé sus manos—. Me parece haber estado
toda mi vida de viaje y llegar ahora a mi patria.
Ella sonrió maternal.
—A la patria nunca se llega —dijo amablemente—. Pero cuando los caminos
amigos se cruzan, todo el universo parece por un momento la patria anhelada.
Expresaba así lo que y o había sentido en mi camino hacia ella. Su voz y
también sus palabras eran muy parecidas a las de su hijo y, sin embargo,
diferentes. Todo en ella era más maduro, más cálido y más natural. Pero lo
mismo que Max nunca dio la impresión de ser un chico, tampoco ella parecía
madre de un hijo may or: tan joven y dulce era el resplandor de su rostro y de su
pelo, tan tersa y lisa era su piel dorada, tan floreciente su boca. Se erguía ante mi
más grandiosa que en mi sueño; y en su proximidad era la felicidad, su mirada el
cumplimiento de todas las promesas.
Esta era, pues, la nueva imagen en la que se mostraba mi destino; no severa o
desoladora, sino madura y sensual. No tomé ninguna decisión, no hice ninguna
promesa; había llegado a la meta, a un mirador desde el que el camino se
mostraba amplio y maravilloso, dirigido hacia países de promisión, sombreado
por los árboles de la felicidad próxima, refrescado por cercanos jardines del
placer. Ya podía sucederme lo que fuera; era feliz de saber que esta mujer existía
en el mundo, feliz de beber su voz y respirar su proximidad. Que se convirtiera
en madre, amada o diosa, no importaba, con tal de que existiera, con tal de que
mi camino condujera cerca del suy o.
Hizo un gesto hacia mi cuadro.
—Nunca le ha dado a nuestro Max una alegría may or que cuando le envió
este cuadro —dijo pensativa—. También a mí me alegró. Le esperábamos; y
cuando llegó el cuadro, supimos que estaba y a de camino hacia nosotros. Cuando
usted era un niño, Sinclair, vino mi hijo un día del colegio y me dijo: hay un
chico que lleva el estigma sobre la frente. Tiene que ser mi amigo. Era usted. No
ha tenido un camino fácil, pero nosotros confiábamos en usted. Una vez, durante
las vacaciones en casa, tuvo un encuentro con Max. Entonces tendría usted unos
dieciséis años. Max me lo contó.
Yo la interrumpí:
—¡Oh! ¿Por qué se lo ha dicho a usted? ¡Yo pasaba entonces el peor
momento de mi vida!
—Sí. Max me dijo: Sinclair tiene ahora que superar lo más difícil. Está
intentando refugiarse en la masa; hasta se ha convertido en cliente asiduo de las
tabernas. Pero no lo conseguirá. Su estigma está escondido pero arde en secreto.
¿No fue así?
—¡Oh, sí! Así fue exactamente. Entonces encontré a Beatrice y por fin
apareció un guía. Se llamaba Pistorius. Me di cuenta de por qué mi infancia había
estado tan ligada a Max, de por qué no podía liberarme de él. Querida señora,
querida madre, en aquellos días creí muchas veces que tenía que quitarme la
vida. ¿Es el camino tan difícil para todos?
Me pasó la mano por el pelo, suavemente como el aire.
—Siempre es difícil nacer. Usted lo sabe; el pájaro tiene que luchar por salir
del cascarón. Reflexione otra vez y pregúntese: ¿fue tan difícil el camino? ¿Fue
sólo difícil? ¿No fue también hermoso? ¿Hubiera usted conocido uno más
hermoso y más fácil?
Negué con la cabeza.
—Fue difícil —dije como en sueños—, fue difícil hasta que apareció el sueño.
Ella asintió y me miró intensamente.
—Sí, hay que encontrar el sueño de cada uno, entonces el camino se hace
fácil. Pero no hay ningún sueño eterno; a cada sueño le sustituy e uno nuevo y no
se debe intentar retener ninguno.
Me sobrecogí profundamente. ¿Era aquello un aviso? ¿Era y a una
advertencia? Pero no me importaba; estaba dispuesto a dejarme conducir por
ella y no preguntar por la meta.
—No sé —dije— lo que ha de durar mi sueño. Quisiera que fuera eterno.
Bajo la imagen del pájaro me ha salido a recibir el destino, como una madre,
como una amada. A él le pertenezco y a nadie más.
—Mientras su sueño sea su destino, debe serle fiel —concluy ó ella
gravemente.
Se apoderó de mí la tristeza y el deseo ardiente de morir en aquella hora
mágica. Sentí brotar las lágrimas incontenibles y arrasadoras: ¡cuánto tiempo
hacía que no lloraba! Bruscamente me aparté de ella, me acerqué a la ventana y
miré con ojos ciegos por encima de las flores. A mi espalda oí su voz, tranquila y
sin embargo tan llena de ternura, como un vaso de vino colmado hasta el borde.
—Sinclair, es usted un niño. Su destino le quiere. Un día le pertenecerá por
completo, como usted lo sueña, si usted le es fiel.
Me había serenado y volví de nuevo el rostro hacia ella. Me tendió la mano.
—Tengo unos pocos amigos —dijo sonriendo—, muy pocos amigos íntimos
que me llaman Frau Eva. Usted también me llamará así, si quiere.
Me condujo a la puerta, abrió e hizo un gesto hacia el jardín.
—Ahí encontrará a Max.
Bajo los altos árboles permanecí aturdido y emocionado, no sé si más
despierto o más sumergido que nunca en mis sueños. La lluvia goteaba
suavemente de las ramas. Entré lentamente en el jardín, que se extendía a lo
largo de la orilla del río. Por fin encontré a Demian. Estaba en un pequeño
cobertizo abierto, con el pecho descubierto, boxeando contra un saco de arena.
Me detuve asombrado. Demian tenía un aspecto magnifico. El amplio pecho, la
cabeza masculina y firme; los brazos levantados, con sus músculos tensos, eran
fuertes y potentes; los movimientos surgían de la cintura, los hombros y los
brazos como fuentes.
—¡Demian! —exclamé—. ¿Qué estás haciendo?
Él rió alegremente.
—Me estoy entrenando. He prometido al pequeño japonés una pelea, y él es
ágil como los gatos y naturalmente tan astuto como ellos. Pero no podrá
conmigo. Es una pequeña, muy pequeña, humillación que le debo.
Se puso la camisa y la chaqueta.
—¿Has visto y a a mi madre?
—Sí. Demian ¡qué madre más maravillosa tienes! ¡Frau Eva! El nombre le
va perfectamente; ¡es como la madre de todas las criaturas!
Me miró un momento a la cara, muy pensativo.
—¿Ya conoces su nombre? Puedes estar orgulloso. Eres el primero a quien se
lo ha dicho en el primer momento.
Desde aquel día empecé a entrar y salir en la casa como un hijo y un
hermano, pero también como un enamorado. Cuando cerraba la verja detrás de
mí, cuando veía aparecer a lo lejos los altos árboles del jardín, me sentía rico y
dichoso. Fuera quedaba la « realidad» : las calles y las casas, los hombres y las
instituciones, las bibliotecas y las aulas; dentro, sin embargo, reinaba el amor y el
alma, el cuento maravilloso y el sueño. Pero no vivíamos en absoluto cerrados al
mundo; a menudo vivíamos en nuestros pensamientos y conversaciones en
medio de él, sólo que en otro campo: no estábamos separados de la may oría por
barreras, sino por una manera diferente de ver las cosas. Nuestra labor era
formar una isla dentro del mundo, quizá dar ejemplo, en todo caso vivir la
anunciación de otra posibilidad de vida. Yo, solitario tanto tiempo, conocí la
comunión que es posible entre seres que han conocido la completa soledad.
Nunca más me sentí atraído a los banquetes de los dichosos, ni a las fiestas de los
alegres; nunca más tuve envidia o nostalgia de la amistad de los demás. Y,
lentamente, fui iniciado en el misterio de los que llevan « el estigma» .
Nosotros, los marcados, parecíamos con razón extraños, incluso locos y
peligrosos. Habíamos despertado, o estábamos despertando, y nuestro empeño
estaba dirigido a una may or conciencia; mientras que el empeño y la búsqueda
de los demás iba a subordinar, cada vez con más fuerza, sus opiniones, ideales y
deberes, su vida y su felicidad, a los del rebaño. También entre aquellos había
empeño, y fuerza y grandeza. Pero mientras nosotros, los marcados, creíamos
representar la voluntad de la naturaleza hacia lo nuevo, individual y futuro, los
demás vivían en una voluntad de permanencia. Para ellos la humanidad —a la
que querían con la misma fuerza que nosotros— era algo acabado que había que
conservar y proteger. Para nosotros, en cambio, la humanidad era un futuro
lejano hacia el que todos nos movíamos, cuy a imagen nadie conocía, cuy as
ley es no estaban escritas en ninguna parte.
Además de Frau Eva, Max y y o, pertenecían a nuestro círculo, más o menos
íntimamente, otros que también buscaban. Algunos iban por caminos
determinados y tenían metas especiales. Entre ellos había astrólogos y cabalistas,
también un discípulo de Tolstoi, y toda clase de seres sensibles, tímidos y
vulnerables, adeptos a nuevas sectas, practicantes de ejercicios indios y
vegetarianos. Con ellos no teníamos espiritualmente nada en común, excepto el
respeto que cada uno tributaba al sueño vital de su semejante. Estaban más cerca
de nosotros los que investigaban en el pasado el afán de la humanidad en busca
de dioses y nuevos ideales. Estos traían libros, nos traducían textos antiguos, nos
enseñaban reproducciones de viejos símbolos y mitos, y también cómo todo el
patrimonio ideal de la humanidad hasta nuestros días había consistido en sueños
subconscientes, en sueños en los que la humanidad seguía a tientas las intuiciones
de sus posibilidades futuras. Así recorrimos el maravilloso y multiforme laberinto
de dioses de la antigüedad hasta los albores del amanecer cristiano. Conocimos
las confesiones de los solitarios y las transformaciones de las religiones en la
transmisión de un pueblo a otro. De todo lo que fuimos reuniendo resultó una
crítica de nuestro tiempo y de la Europa actual, que con un esfuerzo tremendo
había dado al hombre nuevas y poderosas armas pero que había caído por fin en
una profunda y estremecedora desolación del espíritu. Había ganado el mundo
pero había perdido su alma en la empresa.
También había defensores y adeptos de determinadas creencias y doctrinas.
Había budistas que querían convertir a Europa, discípulos de Tolstoi y de otras
confesiones. Nosotros, en nuestro círculo más íntimo, escuchábamos todo y
aceptábamos estas doctrinas simplemente como símbolos. Nosotros, los
marcados, no debíamos preocuparnos por la estructuración del porvenir. Cada
confesión, cada doctrina salvadora, nos parecía de antemano muerta y sin
sentido. Sólo concebíamos como deber y destino el que cada cual llegara a ser él
mismo, que viviera entregado tan por completo a la fuerza de la naturaleza en él
activa que el destino incierto le encontrara preparado para todo, trajera lo que
trajera.
Presentíamos, claramente expresado o no, que se aproximaba y a una nueva
aurora y un derrumbamiento de lo presente. Demian me decía a veces:
—Lo que se avecina es inimaginable. El alma de Europa es un animal que ha
estado atado demasiado tiempo. Cuando esté libre, sus primeros movimientos no
serán los más amables. Pero los caminos y los rodeos carecen de importancia
con tal de que salga a la luz del día la verdadera miseria del alma que ha sido
negada y ha estado adormecida durante tanto y tanto tiempo. Ese será nuestro
momento; entonces nos necesitarán no como guías o nuevos legisladores —
porque nosotros no viviremos las nuevas ley es— sino como seres dispuestos a
seguir y a acudir donde el destino nos reclame. Mira, todos los hombres son
capaces de hacer lo increíble cuando están amenazados sus ideales. Pero ninguno
está dispuesto cuando se presenta un nuevo ideal, un nuevo movimiento de
expansión quizá peligroso y misterioso. Los pocos que estaremos preparados
seremos nosotros. Por eso estamos marcados, como estaba marcado Cain, para
despertar miedo y odio y sacar a la humanidad de su idílica estrechez hacia
lejanías de peligro. Todos los hombres que han influido en el curso de la
humanidad fueron, sin excepción, capaces y eficaces porque estaban dispuestos
a aceptar el destino. Lo mismo Moisés que Buda, Napoleón o Bismarck. Nadie
puede elegir la corriente a la que sirve ni el centro desde el que es gobernado. Si
Bismarck hubiera comprendido a los socialdemócratas y se hubiera amoldado a
ellos, hubiese sido un hombre sabio, pero no un hombre del destino. Así pasó con
Napoleón, César, Loy ola, ¡con todos! Hay que imaginarse todo esto desde un
punto de vista ideológico e histórico. Cuando las transformaciones de la corteza
terrestre arrojaron a los animales acuáticos a la tierra y a los animales terrestres
a las aguas, fueron los ejemplares preparados a aceptar el destino los que
pudieron amoldarse a lo nuevo e inesperado y salvar así su especie. No sabemos
si tales ejemplares eran los que antes habían destacado como conservadores o,
por el contrario, como originales y revolucionarios. Estaban preparados y por eso
salvaron su especie para nuevas evoluciones. Eso es lo que sabemos. Por eso
queremos estar preparados.
Frau Eva asistía con frecuencia a estas conversaciones pero nunca hablaba de
esta forma. Era para cada uno de nosotros, cuando exteriorizábamos nuestros
pensamientos, un oy ente atento, un eco lleno de confianza, de comprensión;
parecía que todos los pensamientos manaban de ella y volvían a ella. Estar a su
lado, oír de vez en cuando su voz y participar en la atmósfera de madurez y
espiritualidad que la rodeaba era para mí la felicidad.
Ella notaba en seguida cuándo se producía en mí un cambio, una confusión o
una renovación. Me parecía que los sueños que y o tenía al dormir eran
inspiraciones suy as. Muchas veces se los contaba y le resultaban comprensibles
y naturales; no había dificultades que ella no siguiera con su clara intuición.
Durante un tiempo tuve sueños que eran como reproducciones de nuestras
conversaciones del día. Soñaba que todo el mundo estaba revolucionado y que
y o, solo o con Demian, esperaba tenso el gran destino. Este permanecía oculto
pero llevaba los rasgos de Frau Eva: ser elegido o rechazado por ella era el
destino.
A veces me decía sonriente:
—Su sueño no está completo, Sinclair, ha olvidado usted lo mejor.
Y podía suceder que y o volviera a recordar nuevos fragmentos y no pudiera
comprender cómo antes los había olvidado.
De vez en cuando me sentía inquieto y los deseos me atormentaban. Creía no
poder resistir verla junto a mí sin estrecharla entre mis brazos. También esto lo
notaba en seguida. Una vez estuve varios días sin aparecer; por fin volví confuso
y ella me condujo a un lado y me dijo:
—No debe usted entregarse a deseos en los que no cree. Sé lo que desea.
Pero tiene que saber renunciar a esos deseos o desearlos de verdad. Cuando
llegue a pedir con la plena seguridad de que su deseo va a ser cumplido, éste será
satisfecho. Sin embargo, usted desea y al mismo tiempo se arrepiente de ello con
miedo. Hay que superar eso. Voy a contarle una historia.
Y me contó la historia de un muchacho enamorado de una estrella. Adoraba
a su estrella junto al mar, tendía sus brazos hacia ella, soñaba con ella y le dirigía
todos sus pensamientos. Pero sabía, o creía saber, que una estrella no puede ser
abrazada por un ser humano. Creía que su destino era amar a una estrella sin
esperanza; y sobre esta idea construy ó todo un poema vital de renuncia y de
sufrimiento silencioso y fiel que habría de purificarle y perfeccionarle. Todos sus
sueños se concentraban en la estrella. Una noche estaba de nuevo junto al mar,
sobre un acantilado, contemplando la estrella y ardiendo de amor hacia ella. En
el momento de may or pasión dio unos pasos hacia adelante y se lanzó al vacío, a
su encuentro. Pero en el instante de tirarse pensó que era imposible y cay ó a la
play a destrozado. No había sabido amar. Si en el momento de lanzarse hubiera
tenido la fuerza de creer firmemente en la realización de su amor, hubiese
volado hacia arriba a reunirse con su estrella.
—El amor no debe pedir —dijo—, ni tampoco exigir. Ha de tener la fuerza de
encontrar en sí mismo la certeza. En ese momento y a no se siente atraído, sino
que atrae él mismo. Sinclair: su amor se siente atraído por mí. El día que me
atraiga a sí, acudiré. No quiero hacer regalos. Quiero ser ganada.
Un tiempo después me contó otra historia. Se trataba de un enamorado que
amaba sin esperanza. Se refugió por completo en su corazón y crey ó que se
abrasaba de amor. El mundo a su alrededor desapareció; y a no veía el azul del
cielo ni el bosque verde; el arroy o y a no murmuraba, su arpa no sonaba; todo se
había hundido, quedando él pobre y desdichado. Su amor, sin embargo, crecía; y
prefirió morir y perecer a renunciar a la hermosa mujer que amaba. Entonces
se dio cuenta de que su amor había quemado todo lo demás, de que tomaba
fuerza y empezaba a ejercer su poderosa atracción sobre la hermosa mujer, que
tuvo que acudir a su lado. Cuando estuvo ante él, que la esperaba con los brazos
abiertos, vio que estaba transformada por completo; y, sobrecogido, sintió y vio
que había atraído hacia sí a todo el mundo perdido. Ella se acercó y se entregó a
él: el cielo, el bosque, el arroy o, todo le salió al encuentro con nuevos colores
frescos y maravillosos; ahora le pertenecía, hablaba su lenguaje. Y en vez de
haber ganado solamente una mujer, tenía el mundo entero entre sus brazos y
cada estrella del firmamento ardía en él y refulgía gozosamente en su alma.
Había amado y, a través del amor, se había encontrado a sí mismo. La may oría
ama para perderse.
Mi amor hacia Frau Eva era el único sentido de mi vida. Pero ella cambiaba
cada día. A veces creía sentir con seguridad que no era su persona por la que se
sentía atraída mi alma, sino que ella era un símbolo de mi propio interior que me
conducía más y más hacia mí mismo. A menudo oía palabras de ella que me
parecían respuestas de mi subconsciente a preguntas acuciantes que me
atormentaban. Había momentos en los que me devoraba el deseo y besaba los
objetos que habían tocado sus manos. Y lentamente fueron superponiéndose el
amor sensual y el amor espiritual, la realidad y el símbolo. Podía suceder que en
mi habitación pensara en ella con tranquila intensidad y sintiera su mano en mi
mano y sus labios en los míos. Otras veces estaba con ella, miraba su rostro, le
hablaba, escuchaba su voz y no sabía si era realidad o sueño. Comencé a intuir de
qué modo se puede poseer un amor eternamente. A veces, ley endo un libro,
descubría una nueva idea; era como un beso de Frau Eva. Me acariciaba el pelo
y me dedicaba una sonrisa cálida y perfumada, y y o tenía la misma sensación
de haber dado en mí un paso adelante. Todo lo que me era importante y
definitivo, adquiría su figura. Ella podía transformarse en cada uno de mis
pensamientos, y cada uno de mis pensamientos en ella.
Había temido las vacaciones de Navidad, que pasé en casa de mis padres,
porque creía que iba a ser un tormento vivir dos semanas enteras lejos de Frau
Eva. Pero no lo fue. Era una delicia estar en casa y pensar en ella. Cuando volví
a H. pasé aún dos días sin ir a su casa para disfrutar de aquella seguridad e
independencia de su presencia física. También tenía sueños en los que mi unión
con ella se realizaba en nuevas formas simbólicas. Ella era un mar en el que y o
desembocaba. Era una estrella y y o otra que caminaba hacia ella; y nos
encontrábamos, nos sentíamos atraídos mutuamente, permanecíamos juntos,
girando dichosamente el uno en torno al otro en órbitas próximas y armónicas.
Cuando volví a verla, le relaté este sueño.
—El sueño es hermoso —dijo tranquilamente—, hágalo realidad.
Ya casi en la primavera hubo un día que nunca olvidaré. Entré en el salón;
una ventana estaba abierta y en el aire tibio flotaba el pesado perfume de los
jacintos. Como no vi a nadie, subí por la escalera a la habitación de Max Demian.
Llamé suavemente a la puerta y entré sin esperar respuesta, como acostumbraba
a hacer. La habitación estaba oscura, las cortinas cerradas. La puerta del cuartito
en el que Max Demian había instalado un laboratorio químico estaba abierta.
Desde allí llegaba la luz clara y blanca del sol primaveral a través de las nubes.
Yo creí que no había nadie y corrí las cortinas.
Vi a Max Demian sentado en un taburete, cerca de la ventana tapada,
acurrucado y extrañamente transformado. Como un ray o me traspasó la idea de
que y a lo había visto otra vez. Sus brazos pendían inmóviles, las manos
descansaban sobre su regazo; su rostro, echado ligeramente hacia adelante, con
los ojos fijos, estaba vacío y muerto; en sus pupilas brillaba un pequeño y duro
reflejo, como un pedazo de cristal. La cara pálida estaba ensimismada y sin otra
expresión que la de una tremenda rigidez. Parecía la máscara milenaria de un
animal en el portal de un templo. No parecía respirar.
Los recuerdos me inundaron; así, exactamente así, le había visto y a una vez,
hacía muchos años, cuando y o aún era un chico. Como ahora, sus ojos estaban
vueltos hacia dentro, sus manos inmóviles, una junto a otra, una mosca le había
paseado por la cara. Y entonces, hacía quizá seis años, había tenido el mismo
aspecto, tan joven y tan intemporal; ni un rasgo de su cara era hoy diferente.
Sobrecogido por un repentino miedo, salí de la habitación y bajé las
escaleras. En el salón encontré a Frau Eva. Estaba pálida y parecía cansada;
nunca la había visto así. Una sombra pasó por la ventana, y el sol blanquecino e
hiriente desapareció de pronto.
—Estuve en la habitación de Max —musité agitado—, ¿ha sucedido algo? Está
dormido o ensimismado, no lo sé. Ya le he visto una vez así.
—No le habrá despertado, ¿verdad? —preguntó inquieta.
—No, no me ha oído. Volví a salir en seguida. Frau Eva, dígame, ¿qué le
pasa? Ella se pasó la mano por la frente.
—Esté tranquilo, Sinclair, no le pasa nada. Se ha retirado. No tardará en
volver.
Se puso en pie y salió al jardín, a pesar de que empezaba a llover. Intuí que no
debía acompañarla. Permanecí en el salón, dando paseos de arriba abajo en
medio del perfume embriagador de los jacintos, contemplando el dibujo de mi
pájaro sobre la puerta y respirando con angustia la siniestra sombra que llenaba
esta mañana toda la casa. ¿Qué era? ¿Qué había pasado?
Frau Eva volvió pronto. Las gotas de lluvia brillaban en su pelo negro. Se sentó
en su sillón. El cansancio la inundaba. Me acerqué a ella; me incliné y besé las
gotas que temblaban en su pelo. Sus ojos estaban claros y serenos, pero las gotas
me supieron a lágrimas.
—¿Quiere que vay a a ver cómo está? —murmuré.
Ella sonrió débilmente.
—No sea usted niño, Sinclair —me amonestó en voz alta, como para romper
el sortilegio—. Váy ase ahora y vuelva más tarde. Ahora no puedo hablar con
usted.
Me fui hacia las montañas, alejándome de la casa y de la ciudad. La lluvia
fina y oblicua me daba en la cara; las nubes pasaban muy bajas y pesadas,
como bajo la presión del miedo. En el valle no se movía el aire; en las alturas
parecía que estaba desatada la tormenta. De vez en cuando, el sol rompía
descolorido y cegador entre las nubes grises.
Entonces apareció sobre el cielo una nube ligera y amarilla; se agolpó contra
el muro de nubarrones grises; y en pocos momentos el viento formó con el
amarillo y el azul una imagen, un gigantesco pájaro, que se despegaba del caos
azul y desaparecía con amplios aletazos en el cielo. En ese momento se
desencadenó la tormenta y la lluvia cay ó a torrentes mezclada con granizo. Un
trueno breve, inverosímil y terrible, crepitó sobre el paisaje azotado; un poco más
tarde volvió a romper el sol y sobre las cercanas montañas, más allá del bosque
marrón, brilló mortecina e irreal la pálida nieve.
Cuando volví al cabo de unas horas a casa, mojado y despeinado, el mismo
Demian me abrió la puerta. Me condujo a su habitación; en el laboratorio ardía
una llama de gas; había papeles en desorden. Parecía haber trabajado.
—Siéntate —me invitó—, estarás cansado. Ha hecho un tiempo horrible. Se
ve que has dado un buen paseo. Ahora traen el té.
—Hoy sucede algo —comenté vacilante—, no puede ser sólo la pequeña
tormenta. Me miró inquisitivamente:
—¿Has visto algo?
—Sí. Vi durante un instante claramente una imagen en las nubes.
—¿Qué imagen?
—Era un pájaro.
—¿El gavilán? ¿Seguro? ¿El pájaro de los sueños?
—Sí. Era mi gavilán. Era amarillo y gigantesco y desapareció volando en el
cielo azul. Demian respiró hondamente.
Llamaron a la puerta. La vieja criada trajo el té.
—Sírvete, Sinclair, por favor. No has visto el pájaro por casualidad, ¿verdad?
—¿Por casualidad? ¿Se ven acaso esas cosas por casualidad?
—No. Significa algo. ¿Sabes qué?
—No. Presiento que significa conmoción, un paso adelante en el destino. Creo
que nos atañe a todos.
Demian paseaba agitado de un lado a otro.
—Un paso en el destino —exclamó—. Lo mismo he soñado y o esta noche; y
mi madre tuvo ay er un presentimiento que le decía lo mismo. Yo he soñado que
subía por una escalera, a lo largo de un tronco o de una torre. Al llegar arriba vi
el país en llamas; era una gran llanura con ciudades y pueblos. Aún no te lo
puedo explicar del todo, no lo veo muy claro.
—¿Y ese sueño lo refieres a ti? —pregunté.
—¿A mí? Pues claro. Nadie sueña cosas que no se refieren a él. Pero no me
atañe a mí solo, tienes razón. Yo distingo bien los sueños que me anuncian
movimientos de mi alma y los otros, muy raros, en los que se presagia el destino
de toda la humanidad. He tenido pocas veces sueños de éstos, y nunca uno del
que pudiera decir que ha sido una profecía y que se hay a cumplido. Las
interpretaciones son demasiado vagas. Pero de una cosa sí estoy seguro. He
soñado algo que no sólo me atañe a mí. Porque es semejante a otros sueños
antiguos que he tenido y de los que es continuación. De éstos, Sinclair, brotan los
presentimientos, de que y a te he hablado. Que nuestro mundo está corrupto, y a lo
sabemos; esto no sería un motivo suficiente para profetizarle su destrucción o
algo parecido. Pero desde hace varios años he tenido sueños de los que he sacado
la conclusión o el presentimiento —o como quieras llamarlo— que me hacen
intuir que se acerca la destrucción de un mundo viejo. Primero fueron atisbos
imprecisos y lejanos; pero cada vez se han ido haciendo más concisos y potentes.
Aún no sé más que se avecina algo grande y terrible que me concierne. Sinclair,
vamos a vivir lo que hemos discutido más de una vez. El mundo quiere
renovarse. Huele a muerte. No hay nada nuevo sin la muerte. Es más terrible de
lo que y o había pensado.
Le miré aterrado.
—¿No me puedes contar el final de tu sueño? —pregunté tímidamente.
Sacudió la cabeza.
—No.
La puerta se abrió y entró Frau Eva.
—¿Qué hacéis ahí? ¡No iréis a estar tristes!
Tenía un aspecto fresco y nada fatigado. Demian le sonrió y ella se acercó a
nosotros como la madre a los niños asustados.
—Tristes, no, madre; sólo hemos meditado un poco sobre los nuevos signos.
Pero no tienen que preocuparnos. Lo que tenga que venir, vendrá de pronto; y
entonces sabremos lo que necesitamos saber.
Me sentía muy mal; y cuando me despedí y atravesé solo el salón, el
perfume de los jacintos me pareció marchito, insípido y fúnebre. Una sombra se
había cernido sobre nosotros.
8. EL PRINCIPIO DEL FIN
Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.
Alternative Proxies: