Poemario Rafael Alberti El Ateneo

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Tal vez, oh mar

Tal vez, oh mar, mi voz ya esté cansada


y le empiece a faltar aquella transparencia,
aquel arranque igual al tuyo, aquello
que era tan parecido a tu oleaje.

Han pasado los años por mí, sus duras olas


han mordido la piedra de mi vida,
y al viento de este ocaso playero ya la miro
doblándose en las húmedas arenas.

Tú, no; tú sigues joven, con esa voz de siempre


y esos ojos azules renovados
que ven hundirse, insomnes, las edades.

 
Alba de noche oscura
Sobre la luna inmóvil de un espejo,
celebra una redonda cofradía
de verdes pinos, tintos de oro viejo,
la transfiguración del rey del día.

La plata blanda, ayuna de reflejo,


muere ya. Del cristal -lámina fría-
dice la voz del vaho en agonía:
-Doró mi lengua el sol, ¿de qué me quejo?

Las puertas del ocaso,


ya cerradas, tapian de luto el campo. Negros perros,
a lo que nadie sabe, ocultos, gritan.

Decapitando sueños, fatigadas,


sobre el túmulo alto de los cerros
las estrellas del valle se marchitan.

Balcón del Guadarrama


Hotel de azules perdidos,
de párpados entornados,
custodiado por los grillos,
débilmente
conmovido por los ayes
de los trenes.

El tren de la una...,
el tren de las dos...
El que va para las playas
se lleva mi corazón.

Con la nostalgia del mar,


mi novia bebe cerveza
en el coche-restorán.

La luna va resbalando,
sola, por el ventisquero.
La luciérnaga del tren
horada el desfiladero.

De mí olvidada, mi novia
va soñando con la playa
gris perla del Sardinero.
Mi corza
Mi corza, buen amigo,
mi corza blanca.

Los lobos la mataron


al pie del agua.

Los lobos, buen amigo,


que huyeron por el río.

Los lobos la mataron


dentro del agua.

Elegía
La niña rosa, sentada.
Sobre su falda,
como una flor,
abierto, un atlas.

¡Cómo la miraba yo
viajar, desde mi balcón!

Su dedo, blanco velero,


desde las islas Canarias
iba a morir al mar Negro.

¡Cómo lo miraba yo
morir, desde mi balcón!

La niña, rosa sentada.


Sobre su falda,
como una flor,
cerrado, un atlas.

Por el mar de la tarde


van las nubes llorando
rojas islas de sangre.

El Mar. La Mar
El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,


a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste


del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste


acá?
Elegía del cometa Halley
Ya era yo lo que no era,
cuando apareció el cometa.

Del mar de Cádiz, Sofía,


saltaba su cabellera.
¡Ay, quién se la peinaría!

Con un escarpidor fino


salí a la ribera mía.
¡Suéltale la cauda, madre,
que se la peine Sofía!

Ya era yo lo que no era.

Recuérdame en alta mar


Recuérdame en alta mar,
amiga, cuando te vayas
y no vuelvas.

Cuando la tormenta, amiga,


clave un rejón en la vela.

Cuando alerta el capitán


ni se mueva.

Cuando la telegrafía
sin hilos ya no se entienda.

Cuando ya al palo-trinquete
se lo trague la marea.

Cuando en el fondo del


mar seas sirena.

El alba del alhelí


Todo lo que por ti vi
-la estrella sobre el aprisco,
el carro estival del heno
y el alba del alhelí-,
si me miras, para ti.

Lo que gustaste por mí


-la azúcar del malvavisco,
la menta del mar sereno
y el humo azul del benjuí-,
si me miras, para ti.
Nocturno
Deja ese sueño.
Envuélvete
desnuda y blanca, en tu sábana.
Te esperan en el jardín
tras las tapias.

Tus padres mueren, dormidos.


Deja ese sueño.

Anda.
Tras las tapias,
te esperan con un cuchillo.

Vuelve de prisa a tu casa.


Deja ese sueño.
Anda.
En la alcoba de tus padres
entra desnuda, en silencio.

Corre de prisa a las tapias.


Deja ese sueño.
Sáltalas.
Vente.

¿Qué rubí yerve en tus manos


y quema, negro, tu sábana?
Deja ese sueño.
Anda.
... Duérmete.

El cuerpo deshabitado

Yo te arrojé de mi cuerpo,
yo, con un carbón ardiendo.

-Vete.

Madrugada.
La luz, muerta en las esquinas
y en las casas.
Los hombres y las mujeres
ya no estaban.

-Vete.

Quedó mi cuerpo vacío,


negro saco, a la ventana.

Se fue.

Se fue, doblando las calles.


Mi cuerpo anduvo, sin nadie.
En el día de su muerte a mano armada
Decidme de una vez si no fue alegre todo aquello
5 x 5 entonces no eran todavía 25
ni el alba había pensado en la negra existencia de los malos cuchillos.
Yo te juro a la luna no ser cocinero,
tú me juras a la luna no ser cocinera,
él nos jura a la luna no ser siquiera humo de tan tristísima cocina.
¿Quién ha muerto?
La oca está arrepentida de ser pato,
el gorrión de ser profesor de lengua china,
el gallo de ser hombre,
yo de tener talento y admirar lo desgraciada
que suele ser en el invierno la suela de un zapato.
A una reina se le ha perdido su corona,
a un presidente de república su sombrero,
a mí...
Creo que a mí no se me ha perdido nada,
que a mí nunca se me ha perdido nada,
que a mí...
¿Qué quiere decir buenos días?

Guerra a la guerra por la guerra

Guerra a la guerra por la guerra. Vente.


Vuelve la espalda. El mar. Abre la boca.
Contra una mina una sirena choca
Y un arcángel se hunde, indiferente.

Tiempo de fuego. Adiós. Urgentemente.


Cierra los ojos. Es el monte. Toca.
Saltan las cumbres salpicando roca
Y un arcángel se hunde, indiferente.

¿Dinamita a la luna también? Vamos.


Muerte a la muerte por la muerte: guerra.
En verdad, piensa el toro, el mundo es bello

Encendidos están, amor, los ramos.


Abre la boca. (El mar. El monte.) Cierra
Los ojos y desátate el cabello.
Retornos del amor en una noche de verano
A tientas el amor, a ciegas en lo oscuro
tal vez entre las ramas, madura, alguna estrella,
vuelvo a sentirlo, vuelvo,
mojado de la escarcha caliente de la noche,
contra el hoyo de mentas tronchadas y tomillos.

Es él, único, sólo, lo mismo que mi mano


la piel desparramada de mi cuerpo, la sombra
de mi recién salido corazón, los umbrosos
centros más subterráneos de mi ser lo querían.

Vuelve único, vuelve


como forma tocada nada más, como llena
palpitación tendida cubierta de cabellos,
como sangre enredada en mi sangre, un latido
dentro de otro latido solamente.

Más las palabras, ¿dónde?


Las palabras no llegan. No tuvieron espacio
en aquel agostado nocturno, no tuvieron
ese mínimo aire que media entre dos bocas
antes de reducirse a un clavel silencioso.

Pero un aroma oculto se desliza , resbala,


me quema un desvelado olor a oscura orilla.
Alguien está prendiendo por la yerba un murmullo.
Es que siempre en la noche del amor pasa un río.

Retornos del otoño

Nos dicen: Sed alegres.


Que no escuchen los hombres rodar en vuestros cantos
ni el más leve ruido de una lágrima.
Está bien. Yo quisiera, diariamente lo quiero,
mas hay horas, hay días, hasta meses y años
en que se carga el alma de una justa tristeza
y por tantos motivos que luchan silenciosos
rompe a llorar, abiertas las llaves de los ríos.

Miro el otoño, escucho sus aguas melancólicas


de dobladas umbrías que pronto van a irse.
Me miro a mí, me escucho esta mañana
y perdido ese miedo
que me atenaza a veces hasta dejarme mudo,
me repito: Confiesa
grita valientemente que quisieras morirte.

Di también: Tienes frío.


Di también: Estás solo, aunque otros te acompañen.
¿Qué sería de ti si al cabo no volvieras?
Tus amigos, tu niña, tu mujer, todos esos
que parecen quererte de verdad, ¿qué dirían?

Sonreíd. Sed alegres. Cantad la vida nueva.


Pero yo sin vivirla, ¡cuántas veces la canto!
¡Cuántas veces animo ciegamente a los tristes,
diciéndoles: Sed fuertes, porque vuestra es el alba!
Perdonadme que hoy sienta pena y la diga.
No me culpéis. Ha sido
la vuelta del otoño.

Retornos del amor en una azotea

Poblado estoy de muchas azoteas.


Sobre la mar se tienden las más blancas,
dispuestas a zarpar al sol, llevando
como velas las sábanas tendidas.
Otras dan a los campos, pero hay una
que solo da al amor, cara a los montes.
Y es la que siempre vuelve.

Allí el amor peinaba sus geranios,


conducía las rosas y jazmines
por las barandas y en la ardiente noche
se deshacía en una fresca lluvia.

Lejos, las cumbres, soportando el peso


de las grandes estrellas, lo velaban.
¿Cuándo el amor vivió más venturoso
ni cuándo entre las flores
recién regadas fuera
con más alma en la sangre poseído?

Subía el silbo de los trenes. Tiemblos


de farolillos de verbena y músicas
de los quioscos y encendidos árboles
remontaban y súbitos diluvios
de cometas veloces que vertían
en sus ojos fugaces resplandores.

Fue la más bella edad del corazón. Retorna


hoy tan distante en que la estoy soñando
sobre este viejo tronco, en un camino
que no me lleva ya a ninguna parte.

Toro en el mar
(Elegía sobre un mapa perdido)
1
Eras jardín de naranjas.
Huerta de mares abiertos.
Tiemblo de olivas y pámpanos,
los verdes cuernos.
Con pólvora te regaron.
Y fuiste toro de fuego.

2
Le están dando a este toro
pastos amargos,
yerbas con sustancia de muertos,
negras hieles
y clara sangre ingenua de soldado.
¡Ay, qué mala comida para este toro verde,
acostumbrado a las libres dehesas y a los ríos,
para este toro a quien la mar y el cielo
eran aún pequeños como establo!
3
Habría que llorar.
Sólo ortigas y cardos,
y un triste barro frío,
ya siempre, en los zapatos.
Cuando murió el soldado,
lejos, escaló el mar una ventana
y se puso a llorar junto a un retrato.
Habría que contarlo.

4
... y le daré, si vuelve, una toronja
y una jarra de barro vidriado,
de esas que se parecen a sus pechos
cuando saltan de un árbol a otro árbol.
Pero en vez del soldado
sólo llegó una voz despavorida
que encaneció el recuerdo de los álamos.

5
¡Ay, a este verde toro
le están achicharrando, ay, la sangre!
Todos me lo han cogido de los cuernos
y que quieras que no me lo han volcado
por tierra, pateándolo,
extendiéndolo a golpes de metales candentes,
sobre la mar hirviendo.
Verde toro inflamado, ¡ay!
que llenas de lamentos e iluminas, helándola,
esta desventurada noche
donde se mueven sombras ya verdaderamente sombras,
o ya desencajadas sombras vivas
que las han de tapar también las piedras.
¡Ay, verde toro, ay,
que eras toro de trigo,
toro de lluvia y sol, de cierzo y nieve,
triste hoguera atizada hoy en medio del mar,
del mar, del mar ardiendo!

Guerra en los vergeles de España


Por los vergeles de España,
muerte y sangre.
Se han puesto rojos los azahares.
A raíz de la mar, a raíz de los huertos,
de los mediterráneos jardines de Levante,
las gentes de la costa tranquila ven abrirse
las primeras trincheras junto a los naranjales.
Se han puesto rojos los azahares,
(pero se volverán laureles
frescos y verdes).
Grandes y hermosas son las tierras de la Patria,
millonarias de olivas, hondas de minerales,
anchas de pan, extensas de viñas y ganados;
de varones y hombres, largas, interminables.
Se han puesto rojos los azahares,
(pero se volverán laureles
frescos y verdes).
Necesarias serán nuestras más bellas vidas,
que los ríos tumbados en sus lechos se paren,
que en el campo en sus entrañas removido no crezca,
que el sol se descamine y se despeñe el aire.
Se han puesto rojos los azahares,
(pero se volverán laureles
frescos y verdes).
Eso y más, si es preciso, hasta que paralicen
de asombro los que aúllan por que España se acabe.
Esto y aún más veríamos... Pero lo que veremos
será en verdes laureles abrir los azahares.
Se han puesto rojos los azahares
(pero se volverán laureles
frescos y verdes).

Madrigal sin remedio

Porque al fin te perdieron fuegos tristes


y humos lentos velaron
velaron el castillo, nívea cárcel.
donde la rosa olvida sus fantasmas,

mi corazón, sin voz, ni batallones,


viene solo al asalto
de esas luces, espejos de ceniza
llevadoras a un muerto sur de muertes.

Ve su pecho ascendido en dos arroyos


de agua y sangre, hacia el tuyo
quemado ya por huecos tizos fáciles,
falsos, flor, pena mía, sin remedio.

Los ángeles mohosos

Hubo luz que trajo


por hueso una almendra amarga.

Voz que por sonido,


el fleco de la lluvia,
cortado por un hacha.

Alma que por cuerpo,


la funda de aire
de una doble espada.

Venas que por sangre,


Y el de mirra y de retama.

Cuerpo que por alma,


el vacío, nada.
El mal minuto

Cuando para mí eran los trigos viviendas de astros y de dioses


y la escarcha los lloros helados de una gacela,
alguien me enyesó el pecho y la sombra,
traicionándome.

Ese minuto fue el de las balas perdidas,


el del secuestro, por la mar, de los hombres que quisieron ser pájaros,
el del telegrama a deshora y el hallazgo de sangre,
el de la muerte del agua que siempre miró al cielo.

Castigos
Es cuando golfos y bahías de sangre,
coagulados de astros difuntos y vengativos,
inundan los sueños.
Cuando golfos y bahías de sangre
atropellan la navegación de los lechos
y a la diestra del mundo muere olvidado un ángel.
Cuando saben a azufre los vientos
y las bocas nocturnas a hueso, vidrio y alambre.
Oídme.
Yo no sabía que las puertas cambiaban de sitio,
que las almas podían ruborizarse de sus cuerpos,
ni que al final de un túnel la luz traía la muerte.
Oídme aún.

Quieren huir los que duermen.


Pero esas tumbas del mar no son fijas,
esas tumbas que se abren por abandono y cansancio del cielo no son estables,
y las albas tropiezan con rostros desfigurados.
Oíd aún. Más todavía.

Hay noches en que las horas se hacen de piedra en los espacios,


en las venas no andan
y los silencios yerguen siglos y dioses futuros.
Un relámpago baraja las lenguas y trastorna las palabras.

Pensad en las esferas derruidas,


en las órbitas secas de los hombres deshabitados,
en los milenios mudos.
Más, más todavía. Oídme.

Se ve que los cuerpos no están en donde estaban,


que la luna se enfría de ser mirada
y que el llanto de un niño deforma las constelaciones.
Cielos enmohecidos nos oxidan las frentes desiertas,
donde cada minuto sepulta su cadáver sin nombre.
Oídme, oídme por último.

Porque siempre hay un último posterior a la caída de los páramos,


al advenimiento del frío en los sueños que se descuidan,
a los derrumbos de la muerte sobre el esqueleto de la nada.

Si mi voz muriera en tierra


Si mi voz muriera en tierra,
llevadla al nivel del mar
y dejadla en la ribera.
Llevadla al nivel del mar
y nombradla capitana
de un blanco bajel de guerra.

¡Oh mi voz condecorada


con la insignia marinera:
sobre el corazón de un ancla
y sobre el ancla una estrella
y sobre la estrella el viento
y sobre el viento la vela !

Nana de la tortuga
Verde, lenta, la tortuga.
¡Ya se comió el perejil,
la hojita de la lechuga!
¡Al agua, que el baño está
rebosando!
¡Al agua,
pato!
Y sí que nos gusta a mí
y al niño ver la tortuga
tontita y sola nadando.

Canciones para Altair (selección)


Subes del mar, entras del mar ahora.
Mis labios sueñan ya con tus sabores.
Me beberé tus algas, los licores
de tu más escondida, ardiente flora.

Conmigo no podrá la lenta aurora,


pues me hallará prendido a tus alcores,
resbalando por dulces corredores
a ese abismo sin fin que me devora.

Ya estás del mar aquí, flor sacudida,


estrella revolcada, descendida
espuma seminal de mis desvelos.

Vuélcate, estírate, tiéndete, levanta,


éntrate toda entera en mi garganta,
y para siempre vuélame a tus cielos.

Para algo llegaste, Altair, descendiste


de tu constelación en pleno día.
Nunca bajó una estrella
a enramarse del sol de los olivos,
ni la cal de los pueblos
pasó del blanco puro a ser más blanca
ni el viento de esa noche
a prolongar su canto más allá de la aurora.
Nunca se vio a una estrella a pie por los caminos,
ni pararse de pronto, detenerse,
señalando, prendiendo, iluminando
algo que no esperaba.
Para algo Altair descendió desgajándose
de su constelación aquella noche.
Buscaba tus colinas por el cielo,
alta Altair, mas no las encontraba,
tu insomne golondrina, que soñaba,
fuego en la noche, abierta a mi desvelo.

Oh, qué vertiginoso desconsuelo


no hallar ni estela de lo que buscaba,
las laderas, los valles, la encantada
mínima sombra ciega de mi anhelo.

¿Dónde estás, Altair, alta y perdida,


dulce tiniebla, luz desvanecida,
corona y resplandor de mis placeres?

¿Será verdad que alguna vez ardiste,


que me amaste, gozaste, que moriste,
que aún eres mi Altair, que no lo eres?

No hagas caso, Altair,


de las murmuradoras, ciegas constelaciones,
calumniosas estrellas solitarias,
los errantes cometas
o las indefinidas oscuras nebulosas.
Tú a todos los apagas, Altair, con tu brillo,
temblor irresistible, capaz de derramarse,
bañando los ansiosos labios del universo.

La arboleda perdida
En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, bordeado de
chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el nombre de un viejo matador de
toros —Mazzantini—, había un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas llamado la
Arboleda Perdida.

Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por
cantar sobre ramas pretéritas; el viento, trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas
verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando donde
sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido.
Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas
escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.

Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía
que va a dar al final, a ese «golfo de sombra» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí
los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de
mis años.
Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome vuelta al corazón con la
cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero ella viene ahí, sigue avanzando noche y día,
conquistando mis huellas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas sombras de
gritos y palabras.
Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra, cumplida su conquista, seamos uno
en el hundirnos para siempre, preparado ese golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a
la derecha de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia el mar, me tumbaré bajo
retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.
Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires,
definitivamente extraviada, definitivamente perdida.

Canción 51
En un verso de ocho sílabas
¿qué no cabrá,
si es una y tan sólo en ella
cabe el mar?

Ocho sílabas son muchas


para cantar.
Me basta una que tenga
por dentro el mar.

El negro alhelí
La maldecida

No quiero, no, que te rías,


ni que te pintes de azul los ojos,
ni que te empolves de arroz la cara,
ni que te pongas la blusa verde,
ni que te pongas la falda grana.

Que quiero verte muy seria,


que quiero verte siempre muy pálida,
que quiero verte siempre llorando,
que quiero verte siempre enlutada.

Huele a sangre mezclada con espliego


Huele a sangre mezclada con espliego…
venida entre un olor de resplandores.
A sangre huelen las quemadas flores
y a súbito ciprés de sangre el fuego.
Del aire baja un repentino riego
de astro y sangre resueltos en olores,
y un tornado de aromas y colores
al mundo deja por la sangre ciego.
Fría y enferma y sin dormir y aullando,
desatada la fiebre va saltando,
como un temblor, por las terrazas solas.
Coagulada la luna en la cornisa,
mira la adolescente sin camisa
poblársele las ingles de amapolas.

Mujer en camisa
Te amo así, sentada,
con los senos cortados y clavados en el filo,
como una transparencia,
del espaldar de la butaca rosa,
con media cara en ángulo,
el cabello entubado de colores,
la camisa caída
bajo el atornillado botón saliente del ombligo,
y las piernas,
las piernas confundidas con las patas
que sostienen tu cuerpo
en apariencia dislocado,
adherido al journal que espera la lectura.
Divinamente ancha, precisa, aunque dispersa,
la belleza real
que uno quisiera componer cada noche.

Por allí hondo, una humedad ardiente


Por allí, hondo, una humedad ardiente;
blando, un calor oscuro el que allí hervía;
sofocado anhelar el que se hundía,
doblándose y muriendo largamente.

Labios en labios que no ataca diente;


Lengua en garganta que se corta, umbría;
Áspero alrededor, fiera porfía
Por morder lo imposible de la fuente.

Fiera porfía, ya que ni a la hembra


Más hembra ni al varón más varón dieron
Otra cumbre que ser sembrado y siembra.

Pues lo demás, ¡oh cuerpos desvelados!,


Son fulgores que al alba se perdieron
En un súbito arder, desesperados.

Vuela la noche antigua de erecciones


Vuela la noche antigua de erecciones,
Muertas, como las manos, a la aurora.
Un clavel prolongado desmejora,
Hasta empalidecerlos, los limones.

Contra lo oscuro cimbran esquilones,


Y émbolos de una azul desnatadora
Mueven entre la sangre batidora
Un vertido rodar de cangilones.

Cuando el cielo se arranca su armadura


Y en un errante nido de basura
Le grita un ojo al sol recién abierto.

Futuro en las entrañas sueña el trigo,


Llamando al hombre para ser testigo...
Mas ya el hombre a su lado duerme muerto.

A «Niebla», mi perro
«Niebla», tú no comprendes: lo cantan tus orejas,
el tabaco inocente, tonto, de tu mirada,
los largos resplandores que por el monte dejas,
al saltar, rayo tierno de brizna despeinada.

Mira esos perros turbios, huérfanos, reservados,


que de improviso surgen de las rotas neblinas,
arrastrar en sus tímidos pasos desorientados
todo el terror reciente de su casa en ruinas.

A pesar de esos coches fugaces, sin cortejo,


que transportan la muerte en un cajón desnudo;
de ese niño que observa lo mismo que un festejo
la batalla en el aire, que asesinarle pudo;

a pesar del mejor compañero perdido,


de mi más que tristísima familia que no entiende
lo que yo más quisiera que hubiera comprendido,
y a pesar del amigo que deserta y nos vende;
«Niebla», mi camarada,
aunque tú no lo sabes, nos queda todavía,
en medio de esta heroica pena bombardeada,
la fe, que es alegría, alegría, alegría.

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