Poemario Rafael Alberti El Ateneo
Poemario Rafael Alberti El Ateneo
Poemario Rafael Alberti El Ateneo
Alba de noche oscura
Sobre la luna inmóvil de un espejo,
celebra una redonda cofradía
de verdes pinos, tintos de oro viejo,
la transfiguración del rey del día.
El tren de la una...,
el tren de las dos...
El que va para las playas
se lleva mi corazón.
La luna va resbalando,
sola, por el ventisquero.
La luciérnaga del tren
horada el desfiladero.
De mí olvidada, mi novia
va soñando con la playa
gris perla del Sardinero.
Mi corza
Mi corza, buen amigo,
mi corza blanca.
Elegía
La niña rosa, sentada.
Sobre su falda,
como una flor,
abierto, un atlas.
¡Cómo la miraba yo
viajar, desde mi balcón!
¡Cómo lo miraba yo
morir, desde mi balcón!
El Mar. La Mar
El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!
En sueños, la marejada
me tira del corazón.
Se lo quisiera llevar.
Cuando la telegrafía
sin hilos ya no se entienda.
Cuando ya al palo-trinquete
se lo trague la marea.
Anda.
Tras las tapias,
te esperan con un cuchillo.
El cuerpo deshabitado
Yo te arrojé de mi cuerpo,
yo, con un carbón ardiendo.
-Vete.
Madrugada.
La luz, muerta en las esquinas
y en las casas.
Los hombres y las mujeres
ya no estaban.
-Vete.
Se fue.
Toro en el mar
(Elegía sobre un mapa perdido)
1
Eras jardín de naranjas.
Huerta de mares abiertos.
Tiemblo de olivas y pámpanos,
los verdes cuernos.
Con pólvora te regaron.
Y fuiste toro de fuego.
2
Le están dando a este toro
pastos amargos,
yerbas con sustancia de muertos,
negras hieles
y clara sangre ingenua de soldado.
¡Ay, qué mala comida para este toro verde,
acostumbrado a las libres dehesas y a los ríos,
para este toro a quien la mar y el cielo
eran aún pequeños como establo!
3
Habría que llorar.
Sólo ortigas y cardos,
y un triste barro frío,
ya siempre, en los zapatos.
Cuando murió el soldado,
lejos, escaló el mar una ventana
y se puso a llorar junto a un retrato.
Habría que contarlo.
4
... y le daré, si vuelve, una toronja
y una jarra de barro vidriado,
de esas que se parecen a sus pechos
cuando saltan de un árbol a otro árbol.
Pero en vez del soldado
sólo llegó una voz despavorida
que encaneció el recuerdo de los álamos.
5
¡Ay, a este verde toro
le están achicharrando, ay, la sangre!
Todos me lo han cogido de los cuernos
y que quieras que no me lo han volcado
por tierra, pateándolo,
extendiéndolo a golpes de metales candentes,
sobre la mar hirviendo.
Verde toro inflamado, ¡ay!
que llenas de lamentos e iluminas, helándola,
esta desventurada noche
donde se mueven sombras ya verdaderamente sombras,
o ya desencajadas sombras vivas
que las han de tapar también las piedras.
¡Ay, verde toro, ay,
que eras toro de trigo,
toro de lluvia y sol, de cierzo y nieve,
triste hoguera atizada hoy en medio del mar,
del mar, del mar ardiendo!
Castigos
Es cuando golfos y bahías de sangre,
coagulados de astros difuntos y vengativos,
inundan los sueños.
Cuando golfos y bahías de sangre
atropellan la navegación de los lechos
y a la diestra del mundo muere olvidado un ángel.
Cuando saben a azufre los vientos
y las bocas nocturnas a hueso, vidrio y alambre.
Oídme.
Yo no sabía que las puertas cambiaban de sitio,
que las almas podían ruborizarse de sus cuerpos,
ni que al final de un túnel la luz traía la muerte.
Oídme aún.
Nana de la tortuga
Verde, lenta, la tortuga.
¡Ya se comió el perejil,
la hojita de la lechuga!
¡Al agua, que el baño está
rebosando!
¡Al agua,
pato!
Y sí que nos gusta a mí
y al niño ver la tortuga
tontita y sola nadando.
La arboleda perdida
En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, bordeado de
chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el nombre de un viejo matador de
toros —Mazzantini—, había un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas llamado la
Arboleda Perdida.
Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por
cantar sobre ramas pretéritas; el viento, trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas
verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando donde
sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido.
Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas
escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.
Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía
que va a dar al final, a ese «golfo de sombra» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí
los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de
mis años.
Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome vuelta al corazón con la
cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero ella viene ahí, sigue avanzando noche y día,
conquistando mis huellas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas sombras de
gritos y palabras.
Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra, cumplida su conquista, seamos uno
en el hundirnos para siempre, preparado ese golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a
la derecha de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia el mar, me tumbaré bajo
retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.
Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires,
definitivamente extraviada, definitivamente perdida.
Canción 51
En un verso de ocho sílabas
¿qué no cabrá,
si es una y tan sólo en ella
cabe el mar?
El negro alhelí
La maldecida
Mujer en camisa
Te amo así, sentada,
con los senos cortados y clavados en el filo,
como una transparencia,
del espaldar de la butaca rosa,
con media cara en ángulo,
el cabello entubado de colores,
la camisa caída
bajo el atornillado botón saliente del ombligo,
y las piernas,
las piernas confundidas con las patas
que sostienen tu cuerpo
en apariencia dislocado,
adherido al journal que espera la lectura.
Divinamente ancha, precisa, aunque dispersa,
la belleza real
que uno quisiera componer cada noche.
A «Niebla», mi perro
«Niebla», tú no comprendes: lo cantan tus orejas,
el tabaco inocente, tonto, de tu mirada,
los largos resplandores que por el monte dejas,
al saltar, rayo tierno de brizna despeinada.