La Gata
La Gata
La Gata
Ella había cumplido sus años, nunca jamás los decía y se había
propuesto no envejecer. Pero en realidad lo que más tenía era
miedo a morir, pero tampoco lo decía. Andaba por su enorme
casa con la farmacia entera a cuestas. Muy de mañana tomaba la
vitamina C contra la gripe, la E contra la vejez, la Omega Tres
contra la arteriosclerosis, la Licetina de soya para el cerebro, las
flores de Bach para los nervios, el Calcio para los huesos, el
Fiotón para la memoria, el ginsen para la fuerza, la salvia para la
feminidad, los antioxidantes para combatir los radicales libres, y,
por si acaso, por si algo se olvidaba, terminaba apurando un
multi-vitamínico que le había traído una amiga que compraba
mercaderías en Miami. Para la consolación del alma tenía una
estampita en la cartera con la oración de la Madre Dolorosa, un
talismán en la chequera para la prosperidad, y para “el mal de
ojo” lucía una pulsera rojo escarlata en la mano izquierda.
Había pintado las habitaciones de colores pasteles, ponía
macetas de flores en todos los rincones, quemaba aromáticos
inciensos de sándalo y canela para la serenidad, prendía velas
contra los malos espíritus, y de las paredes de su casa colgaban
cuadros con máximas famosas, frases luminosas y sabias que la
animaban a mirar siempre adelante, a no dejarse derrotar, a
pensar siempre positivo y seguir el sendero de la iluminación; en
una palabra, buscaba, ansiaba, desesperaba por tener una
esperanza, por conseguir el elixir de la juventud eterna, la puerta
sagrada a la inmortalidad con la protección de un ejército de
esbeltos arcángeles rubios a quienes veneraba y de quienes –
merced a una torre de libros de espiritualidad y auto-superación
que compraba y coleccionaba quincenalmente–, conocía
exactamente sus nombres, oficios y encargos, para reclamarles o
exigirles con fundamento.
Tenía ella un terrible miedo a la indecencia de la decrepitud. “El
día en que esté muy vieja me mato”, le había asegurado a una
amiga mayor que ella y ésta la había quedado mirando con un
poco de lástima y tristeza, mientras apuraba el café y escarbaba
con desgano el “cheescake” de frutilla que ella había
despreciado.
Cuando llegaba del trabajo, después de merendar la ensalada de
lechuga y otros vegetales para no engordar, el yogur natural para
mejorar la digestión y los ocho vasos de agua para conservar la
piel lisa y radiante, solía mirar la televisión junto a su gorda gata
siamesa de color caramelo que dormitaba a su lado, a la que
amaba tanto como a ella misma. Era su hija, su pasión, el punto y
coma de su amor. A ella, sólo a su gata, le toleraba que le
despeinase el hongo precioso de su melena tinturada de un color
rubio cenizo mediano, por el estilista afeminado que le confiaba
entre hipos y ayes sus penas mientras pasaba el secador por sus
cabellos húmedos y le incendiaba las orejas.
A ella, a su gata, le contaba sus miedos y tristezas, los días en
que le habían ocurrido cosas por no haber salido de la cama con
el pie derecho, las infamias de su jefe en el trabajo, las mentiras
y pequeñas perfidias de sus amigas, sus nostalgias de antiguos
amores y especialmente su miedo, su terrible miedo, su
monstruoso miedo por el futuro. A ella, solo a ella, confiaba la
vergüenza de sus libras de más, los rollitos que había observado
crecer alrededor de la cintura y la celulitis que avanzaba como
plaga de langostas sobre sus bien cuidadas y largas piernas. A
ella le confesaba el horror de la soledad y la depresión que se
erguía como una nube oscura amenazando la longitud de sus
fines de semana. Sólo a ella.
Por eso no soportó, no pudo soportar el día en que mataron a su
gata. Ese día ella le puso la leche, como de costumbre, muy
temprano por la mañana, mientras acariciaba su brillante pelaje.
Luego toleró que, mientras se colocaba el uniforme oscuro, y
apuraba la tacita de café azucarada con edulcorante, la gata se
refocilara entre sus piernas enfundadas en medias naylon color
carne. Observó algo extraño en la actitud de la gata;
normalmente cuando le servía se acercaba, sensual y prosuda,
olisqueaba un poco, como desconfiada, antes de acometer sobre
el plato. Pero ahora parecía que deseaba estar un poco más
cerca de ella, como que sus grandes ojos azules querían
expresarle algo, contarle algo inesperado que no alcanzaba a
comprender. Como estaba atrasada la hizo a un lado, cerró
atentamente la puerta del departamento, aseguró con doble
llave la chapa y se fue al trabajo.
A las tres de la tarde sintió una opresión en el pecho y creyó que
le iba a dar un ataque al corazón. Pero el dolor del corazón se lo
siente en el brazo izquierdo, la tranquilizó su amiga María en la
oficina. Más tarde cuando fue a beber un poco de agua, tuvo
ganas de vomitar. A las cuatro y media, la médica del trabajo le
recetó unas pastillas para el estrés y la envió a la casa. A medida
que se iba acercando, una nube negra, un dolor en la boca del
estómago, un frío inusitado en las palmas de la mano, la
atormentaron. El pecho, las sienes, le martillaban mientras se
acercaba, como si resucitaran las antiguas jaquecas. Se extrañó
de no escuchar el leve maullido con que la gata la recibía cuando
escuchaba el giro de la llave sobre la puerta. La empezó a llamar
con los gemidos y cariños con que solían comunicarse; a buscar
debajo de la cama, atrás del refrigerador, en medio de los libros,
por último se le ocurrió mirar hacia el balcón. Al lado de un
cactus vela, exactamente en el ángulo en que el sol caía, su gata
yacía larga y estirada como un objeto inerte, con la rigidez seca
de una flor disecada, mirándola con sus grandes ojos vidriosos y
azules, mientras en su hocico aún quedaban restos de un vómito
verde y oscuro. No supo qué hacer, creyó enloquecer, los ojos de
su gata parecían implorarle que la salvaran de la muerte,
parecían no comprender el abismo que se abría entre el hoy y el
mañana.
No fue a trabajar el día siguiente, ni después, ni el otro. Cuando
su amiga María la visitó porque había faltado al trabajo más de
una semana y no respondía al teléfono, no la encontró a ella,
sino a otra, a una vieja de cabellos secos y quebradizos, ojeras
profundas, piel arrugada y marchita que le informó con voz
inaudible que hacía una semana habían envenenado a su gata y
que la estaba velando.