Examen de Conciencia
Examen de Conciencia
Examen de Conciencia
justicia», expresó entonces. Hoy, en Internet, circula una estampita que lo glorifica y
saludos de buenos días y buenas tardes. Atildado en el vestir. No anda con una
en serio, mitad en broma. Dicen que estuvo bien, que les dio una buena lección a sus
mujeres.
confesar lo que todos querían oír (para la propia tranquilidad), que estaba
volteada.
Por lo general no vuelve sobre el pasado, pero si lo hace considera que ella no
merecía morir. Era muy joven y de carácter débil. Ella no lo agraviaba. Claro que
soeces, el desprecio. Y las acciones: un plato de comida fría después del trabajo, sin
cubiertos ni mantel, sin una copa ni una bebida. Solo esperaba un paso más: que le
ducha, de dejar gotas de orina sobre el piso, y aun menos: la manera de carraspear
Todos los días, cuando llegaba del trabajo, su sola presencia las alteraba.
pedían que desocupara su roña —eso decían— y se marchara a la calle. Ellas solo
querían vivir en paz, las cuatro, felices de saberlo lejos, distante, aniquilado incluso.
Compraba flores, un día para su mujer, otro día para su suegra, alguna vez para
sus hijas. No escarmentaba: las flores jamás eran dispuestas en un jarrón, con agua
hasta rebalsar para que mantuvieran su lozanía. Ni aun la menor, que era buena,
poco agresiva, mostraba gratitud. Si eran para ella, con una mirada incómoda las
abandonaba sobre la mesa, como si las hubiera olvidado. Las otras no, simulaban
bien sujeto en el puño, lo sacudía contra la mesa, golpeando y golpeando hasta que
caían los pétalos, se marchitaban las flores compradas con amor, que aparecían
rosas, los jazmines olorosos y el rostro de ella se iluminaría como cuando eran
novios: ¿para mí?, y agradecería el presente besándolo en la boca. Las dos bocas
aunque observaran las hijas y su suegra, una mujer detestable a la que, sin embargo,
gordura fofa, transpirando el maquillaje que lucía desde hora temprana, ajena al
ridículo, ella, que siempre había proferido en su contra las palabras más hirientes. Y
abuela sonreiría con una sonrisa entre lúbrica y cariñosa, ¿dónde está él?,
preguntaría, y ese «él» condescendiente e insultante por lo común, sería por fin lo
que ella siempre había pretendido para su hija, no el ser ínfimo, despreciado y
humillado en la casa, sino el amo y señor, el que decidía con inteligencia, proveía las
faltaba lo otro, la dignidad. Soy el que soy. Pocos defectos, muchas virtudes. Pero
quien, en realidad, no espera nada. La causa, sí, fue ese ramo de rosas que él había
inextinguible, un ramo de capullos rojos, aún con gotas de rocío o con el aspecto de
haber sido asperjadas con agua fresca de un vaporizador hacía apenas un instante.
esperanzas eran las últimas y que por algún motivo, como quien se prepara para un
viaje y piensa en lo que debe llevar, en los días anteriores a la compra de esas rosas
fresca sobre los pétalos, y oyó apenas, en segundo plano, las risitas de las otras —ya
no tenían nombre, definitivamente eran «las otras»— supo lo que debía llevar: una
cayó primero.
pared. Luego se secó las manos en el fondillo del pantalón, recargó el arma y apuntó
hacia la vieja detestable que profería en su contra las palabras más hirientes; no
registró su rostro, blanco y tan demudado que hubiera podido producirle asombro.
Ella no intentó huir, solo gritó a último momento y él casi lamentó su muerte
demasiado rápida.
Abandonó el cuarto y persiguió a sus hijas; la mayor subía las escaleras huyendo
hacia el primer piso y disparó desde abajo, el pulso firme como cuando extraía una
cubriéndose la cara con las manos, y él deseó desesperadamente que lo mirara para
que él pudiera dejar la escopeta y no disparar. Entonces todos sabrían que tenía
buenos sentimientos, que el odio no avasallaba su alma, que era capaz de discernir
entre todos los seres quién merecía castigo y quién no. Pero ella no lo miraba, qué
pena.