Familia en La Colonia

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La familia en México en la época colonial


Enviado por fcastro el Dom, 2011-05-29 23:15.

 Artículo

 Colonial

 Historia Social

Autor: 

Pilar Gonzalbo Aizpuru

Institución: 

El Colegio de México
Síntesis: 
LA FAMILIA EN MÉXICO EN LA ÉPOCA COLONIAL

 
Pilar Gonzalbo Aizpuru

Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México

 
La formación de los modelos familiares

 
El impacto de la conquista sobre el mundo mesoamericano tuvo
repercusiones en todos los terrenos; la familia y las formas de
convivencia doméstica no fueron excepciones. Los castellanos aportaron
sus propias concepciones y costumbres, pero ya que no habían llegado a
un territorio desierto se produjo el choque inevitable y el posterior
intercambio entre dominadores y dominados. En Castilla era notable la
diferencia entre la importancia concedida a los linajes de las "casas"
señoriales y la espontánea solidaridad entre parientes de origen
modesto, sin timbres nobiliarios que defender. Por otra parte, la
población del México prehispánico daba gran importancia a los lazos
familiares, de modo que las antiguas rutinas y tradiciones tuvieron
que armonizar con los nuevos criterios.

 
Cuando los cronistas se referían a la vida familiar en Mesoamérica era
frecuente la mención de la "parentela", término algo ambiguo en el que
quedaban incorporados parientes consanguíneos o políticos e incluso
allegados sin lazos familiares reconocidos, ya fueran o no
corresidentes. Reconocían así la importancia de las lealtades
familiares, compatibles con la forma más común de convivencia, que
era, como en casi todos los pueblos de occidente, la familia nuclear.
También es constante cuando los autores se refieren al régimen
doméstico, el reconocimiento del orden imperante, bajo la indiscutida
autoridad de los varones de más edad, que contaban con la dócil
sumisión de las mujeres, fueran hijas o esposas. Entusiasmados al
valorar aquellas costumbres afines a las recomendadas por la moral
cristiana y que se fomentaban en las escuelas de los templos, los
frailes evangelizadores ensalzaron la castidad de las doncellas y la
austeridad de los jóvenes. La realidad era, sin duda, más compleja de
lo que ellos quisieron ver, porque el rigor en la formación del
carácter de los niños y el mantenimiento de la virginidad de las niñas
eran exigencias impuestas a las familias prominentes, precisamente con
el fin de justificar los méritos de su estirpe: los nobles y
sacerdotes demostraban así su mayor perfección humana, que podían
alcanzar por el hecho de ser nobles, lo cual demostrarían en el futuro
desempeño de sus tareas superiores, religiosas y de gobierno. Los
macehuales o gente del común practicaban costumbres más flexibles,
entre las que se aceptaban las relaciones prematrimoniales y el
divorcio.

 
La formalidad de los enlaces, celebrados con ceremonias precisas y con
un ritual reconocido, y la monogamia generalizada inclinaron a los
teólogos a considerar que las uniones de parejas anteriores a la
conversión al cristianismo podían considerarse verdaderos matrimonios
de derecho natural. Tan sólo se requería que los cónyuges se hubieran
unido voluntariamente, con "affectus maritalis" y con la debida
solemnidad. Después de arduas discusiones y estudios, se consideró que
la poligamia de los nobles era una excepción, que no afectaba a la
legitimidad de la institución matrimonial y que era susceptible de
remediarse siempre que el marido, el único que estaba en condiciones
de elegir, decidiera con cuál de las esposas había contraído verdadero
matrimonio, lo que según el derecho canónico correspondía a la primera
con la que se unió con el debido conocimiento, libertad e intención de
mantener un afecto duradero.

 
Pese a las evidentes diferencias entre los modelos familiares
mesoamericano y cristiano, la integración de ambas tradiciones no fue
muy difícil, si bien dio pie al arraigo de nuevas costumbres, ajenas
igualmente a ambas culturas. Salvada la resistencia de los primeros
momentos, los nobles o caciques, interesados en aprovechar las
ventajas que la asimilación a la sociedad colonial les ofrecía,
aceptaron sin mucha resistencia, y quizá algunos simplemente fingieron
el rechazo de sus creencias y de sus esposas a cambio de conservar
algunos privilegios y asumir el papel de mediadores entre los
conquistadores y sus propios vasallos. El aparente abandono de sus
anteriores familias se resolvió, en muchos casos, al situar las
viviendas de todas las que habían sido desechadas en torno al mismo
patio en que ellos conservaban su residencia, compartida con la esposa
elegida como única. Al mismo tiempo, la monogamia obligatoria y la
creciente movilidad de que disfrutaron los macehuales propició el
relajamiento del antiguo rigor, ya que desaparecía la responsabilidad
de mantener a todos los hijos procreados con diferentes esposas o
compañeras. Esta nueva libertad coincidía con el establecimiento de
otras autoridades y la ruptura de las viejas lealtades, que había
propiciado la decadencia del antiguo respeto a los superiores y de la
rigurosa distinción de las jerarquías. Los funcionarios reales
denunciaron los vicios derivados de la ruptura de los tradicionales
lazos de obediencia a los señores locales y el debilitamiento de los
mecanismos comunitarios de control.

 
A medida que la expansión colonizadora ocupaba tierras al norte de lo
que había sido el señorío azteca, los castellanos encontraban
poblaciones nómadas o seminómadas con costumbres muy diferentes,
impuestas por las duras condiciones del medio ambiente. Los misioneros
franciscanos y jesuitas aprovecharon el sistema de congregaciones o
reducciones para vigilar directamente el comportamiento de los
neófitos quienes, poco a poco, y ya que cambiaron su modo de vida y
pudieron sobrevivir gracias a la agricultura y la ganadería,
abandonaron costumbres como el aborto o el infanticidio, que habían
sido inevitables durante las duras peregrinaciones por el desierto.

 
Ante las novedades americanas, la legislación civil vigente en
Castilla tuvo que sufrir adaptaciones y la ley canónica se sometió a
análisis y reinterpretaciones. En las Leyes de Indias hay muy pocas
referencias a la familia, que a falta de disposiciones específicas
debía regirse por los códigos supletorios, prescindiendo de los fueros
municipales vigentes en gran parte de Castilla, que no existieron en
América. En consecuencia, se recurrió a las Leyes de Toro, al
Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Real y las Siete Partidas. Las normas
promulgadas por el Concilio de Trento tuvieron impacto sobre el
derecho canónico, pero es importante recordar que los decretos
tridentinos no se aplicaron en la Nueva España hasta después de 1585,
cuando se reunió el Tercer Concilio Provincial Mexicano. Habían
transcurrido más de 60 años desde la conquista y se había formado una
sociedad ignorante de las novedades contrarreformistas. Durante ese
tiempo se obedeció la ley civil que regulaba los amancebamientos y
permitía, e incluso recomendaba, las uniones de barraganía de los
militares y funcionarios que estuvieran obligados a permanecer largo
tiempo lejos de Castilla en tierra conquistada. Estas uniones se
formalizaban ante escribano público siempre que ambos fuesen solteros
y ellas gozasen de buena fama y fueran mayores de edad. Los capitanes
de Hernán Cortés que se unieron con hijas de caciques lo hicieron así,
ante el capellán del ejército, en solemnes ceremonias. Los hijos
naturales nacidos de estas uniones durante la primera época fueron
plenamente aceptados, legalmente pudieron disfrutar de herencias y
encomiendas y se incorporaron a la naciente aristocracia novohispana.
[1] Muy diferente debía ser la situación de los descendientes de
relaciones de concubinato, es decir, cuando al menos uno de los
progenitores era casado o comprometido con votos religiosos, por lo
que sus descendientes carecían de tales derechos y sólo pudieron
recibir las donaciones que sus padres les hicieran en vida.

 
En la práctica las diferencias no fueron muy profundas, hasta el grado
de que pocas décadas después de la conquista era difícil saber quiénes
eran hijos legítimos y quienes ilegítimos, fueran mestizos o
castellanos. Para cuando ya mediado el siglo XVII se impuso un mayor
rechazo hacia las relaciones de amancebamiento, y la consiguiente
marginación de los hijos ilegítimos, una gran parte de las familias
procedía de tales uniones y no habría sido fácil acreditar la absoluta
legitimidad de los linajes más prestigiados como descendientes de
conquistadores.

 
La complejidad de la familia urbana

Antes de finalizar el siglo XVI ya se habían definido la ciudad y el


campo como las dos grandes áreas diferenciadas tanto por el origen
étnico de la población como por las diferentes costumbres y formas de
relación familiar.

 
Nunca hubo un rechazo explícito a cualquier proyecto de integración de
los indígenas a la sociedad española. Más bien al contrario, durante
los primeros años de dominio de la corona de Castilla fueron muchos
los conquistadores que solicitaron por esposas a hijas y viudas de
caciques que podían aportar como dote tierras, vasallos y encomiendas.
También, aunque fueron menos frecuentes, se realizaron matrimonios
entre doncellas españolas y nobles indios. Aun los miembros de la
élite indígena que no participaron en el mestizaje biológico, lograron
insertarse en el grupo más distinguido al aceptar con aparente
entusiasmo la religión cristiana, adoptar la lengua y la ropa propia
de los señores españoles y al hacer uso de los recursos que la ley
castellana les proporcionaba en defensa de sus bienes y privilegios.
Recibieron los sacramentos de la Iglesia, educaron a sus hijos en
escuelas religiosas, hicieron generosas donaciones para obras pías y
participaron en cofradías y congregaciones.

 
En contraste con esta minoría, una gran parte de los indígenas "del
común", los que no tenían privilegios ni bienes que defender,
permanecieron apegados a sus costumbres, haciéndolas compatibles con
las nuevas normas. Sólo las fueron desechando paulatinamente, y más
por conveniencia e influencia del ambiente que por imposición
autoritaria. De ahí que en el campo, aislados de influencias extrañas,
conservasen durante siglos las rígidas rutinas de respeto a los
mayores y la aceptación de matrimonios arreglados sin participación de
los interesados. Obligados a bautizarse y a cumplir con los
mandamientos de la religión católica, el matrimonio pudo ser una
ceremonia superpuesta a su propio ritual, que incluso le daba mayor
lustre y reforzaba el compromiso ante la comunidad, así como la misa
dominical era la rutina propia de los días festivos. La elección de
pareja (a cargo de la familia), las edades de los novios (tempranas
para ambos y cercanas entre sí), el cuidado de los hijos y la
residencia (generalmente patrilocal) se mantuvieron acordes con la
tradición prehispánica, al margen de intromisiones extrañas. Por eso
en los pueblos, haciendas y comunidades, en donde sólo podían residir
los indios, se conservaron sus costumbres ancestrales, modificadas
apenas por las visitas ocasionales del párroco o doctrinero que
llegaba de cuando en cuando para bautizar a los nacidos durante su
ausencia, casar a las parejas a quienes faltaba la bendición
eclesiástica y decir unos responsos por quienes fallecieron en el
mismo periodo.

 
En las ciudades la situación fue muy diferente, porque fracasó desde
el primer momento la pretendida separación de las dos repúblicas, de
españoles e indios. Con ella se había pretendido proteger a los
naturales de los abusos y malos tratos de que eran objeto por parte de
los españoles, cuyo ejemplo era sin duda pernicioso. Las precauciones
fueron inútiles: a los españoles les convenía que los sirvientes y
artesanos indígenas vivieran cerca, dentro de la "traza" urbana y aun
en su misma casa; al mismo tiempo, muchos negociantes conseguían
burlar la prohibición de que los indios vendieran sus tierras y les
compraban las casas situadas en lugares propicios para el comercio.
Además pronto hubo muchos españoles y mestizos pobres que se
instalaron a vivir en los barrios de indios.

 
El grupo de origen africano fue el elemento decisivo en la composición
urbana y el que introdujo una diferente tradición cultural. Al
principio fueron muy pocos y no llegaban por trato directo, eran
procedentes de Sevilla y destinados al servicio en algunas casas
señoriales; pero no tardaron en multiplicarse, no sólo por la llegada
de nuevos esclavos, ciertamente numerosos a partir de 1580, sino sobre
todo al mezclarse con indios y españoles, con lo que paulatinamente se
diluyeron entre los llamados mulatos, zambos, moriscos, lobos,
coyotes, etc. La denominación de castas se aplicó originalmente a
quienes tuvieran algún antepasado esclavo, aunque se generalizó a
todos los que no fueran españoles ni indios, de manera que los libros
parroquiales registraban como castas a cuantos reconocían alguna
mezcla racial en su familia, e incluso algunos indios, que deberían
haber recibido los sacramentos en su propia parroquia.

 
En las regiones agrícolas, en particular en los ingenios azucareros,
fue común el empleo de esclavos como mano de obra; las condiciones de
trabajo fueron muy duras y la vida doméstica dependió más de
solidaridades ocasionales que de lazos de parentesco. En barracones o
en cabañas, las afinidades afectivas y los recuerdos del pasado
africano se combinaban para crear comunidades que sustituían a las
posibles familias. La dificultad de relacionarse con miembros de otros
grupos se manifiesta en la elevada endogamia étnica, que alcanzó el
69% entre los hombres y 82% entre las mujeres. Muy pocos esclavos
trabajaron en las minas, sin duda porque resultaba más rentable la
contratación de trabajadores libres, cuya salud no era responsabilidad
del patrón y que tenían mayor empeño en obtener el mineral de mejor
calidad. Y los esclavos domésticos de las ciudades pudieron disfrutar
de unas condiciones mucho más favorables; la cercana convivencia con
sus amos creaba relaciones de aprecio mutuo que con frecuencia
culminaban en la manumisión, además de que podían ocupar parte de su
tiempo en actividades lucrativas mediante las que ahorraban para
comprar su libertad. Si bien no pudieron elegir pareja con absoluta
autonomía, pudieron confiar en una menor intromisión en sus decisiones
puesto que tenían la posibilidad de relacionarse con una numerosa
población, y la convivencia conyugal no requería que se trasladasen
grandes distancias. De hecho, su arraigo familiar y el apellido que
adoptaban correspondían muchas veces a la familia de sus amos, que
entre las mujeres no era raro que fueran también los padres de sus
hijos.

 
En la capital del virreinato, y en otras ciudades con numerosa
población, se reunieron representantes de todos los grupos a los que
se clasificaba por su "calidad" más que por el color de su piel. Sin
duda el origen étnico influía en las consideraciones de calidad, pero
también la situación económica, el prestigio profesional, el
reconocimiento social e incluso la legitimidad del origen familiar. La
flexibilidad de este concepto facilitó el traspaso de las llamadas
barreras del color, que nunca fueron tales barreras o al menos no
fueron insalvables. En las últimas décadas del domino español y puesto
que reconocían el fracaso de los intentos de segregación, las
autoridades de la metrópoli reprendieron agriamente a los prelados
novohispanos por el evidente descuido en el registro de las calidades
de los feligreses de sus diócesis. Tras reiteradas reclamaciones, el
arzobispo Fonte respondió sin la menor disculpa ni propósito de
enmienda; por el contrario, advirtió que lo único que las parroquias
debían y podían acreditar era el cumplimiento de la recepción de los
sacramentos y que, por lo tanto, los comprobantes de bautizo,
defunción o matrimonio no podían utilizarse en ningún caso como
certificados de calidad (lo que sin embargo se hacía). Incluso explicó
que los párrocos aceptaban la declaración de los interesados aun
cuando fuera evidente que lo que decían era falso.

 
Sólo contadas familias entre las más distinguidas, de acreditado y
limpio origen hispano, pusieron especial empeño en conservar su
abolengo mediante enlaces ventajosos dentro de su propio nivel,
mientras que los españoles pobres, que eran casi todos, se mezclaron
sin prejuicios con miembros de las castas. Tan irrelevantes eran estas
mezclas que ni siquiera se consignaban en los libros de matrimonios,
en los que sólo excepcionalmente se encuentran referencias a la
calidad de los contrayentes antes el último tercio del siglo XVIII.
Incluso en los expedientes previos al matrimonio, tramitados en la
vicaría eclesiástica, son mucho más completas las referencias a
enlaces de parejas de la élite. Además, las capitulaciones
matrimoniales y las cartas de dote dan testimonio de la importancia de
los bienes materiales en la consolidación de fortunas familiares.

 
La dote, aportación femenina de bienes materiales destinada a
contribuir a sustentar "las cargas del matrimonio", tenía también
cierta trascendencia para el futuro de la esposa. Hubo maridos que
justificaron su mala conducta porque ella ni siquiera había aportado
dote, otros se quejaron de la actitud altanera de ellas porque su dote
había sido cuantiosa, las huérfanas acogidas en el colegio de la
Caridad no podían casarse sin dote, aunque el pretendiente estuviera
dispuesto a renunciar a ella. La solución en algunos casos fue que
aceptara dotarla él mismo previamente. Cuando era la familia quien
aportaba la dote, ésta podía consistir en una parte de la herencia que
le correspondería a la novia como "legítima" de la herencia que algún
día habría de percibir; también podía ser una cantidad proporcionada
por parientes o instituciones benéficas, siempre incluía ropa personal
y ajuar doméstico. Ya fuera cuantiosa o insignificante no hay duda de
que tenía cierto valor simbólico. Incluso al conceder la manumisión de
algunas esclavas se añadía la donación de algunos bienes como dote que
facilitaría su matrimonio. Las arras eran un tributo del novio como
recompensa por la virginidad de la novia, de modo que se omitían
sistemáticamente en los matrimonios de las viudas y no se mencionaban
cuando el pasado de la joven era dudoso.

 
Un matrimonio honorable, una esposa de alcurnia y una profesión
respetable eran signos de distinción, pero no excluían la
simultaneidad de otro tipo de relaciones irregulares que eran comunes
entre los menos acomodados. A la hora de redactar su testamento muchos
hombres y mujeres mencionaban a los hijos naturales procreados antes
del matrimonio, a los ilegítimos, nacidos de una relación de
concubinato, y a los expósitos recogidos o formalmente adoptados. Los
varones, solteros o casados, podían incluir a los habidos con esclavas
o sirvientas en contactos ocasionales. Era inevitable, por lo tanto,
que en los hogares urbanos convivieran vástagos de distintos orígenes,
lo que creaba conflictos frecuentes.
 
Un padre olvidadizo no tuvo la precaución de formalizar ante escribano
la libertad de los hijos que había tenido con su esclava y a quienes
había educado esmeradamente junto a los legítimos. A su muerte los
herederos pusieron en venta a sus medio hermanos. Los hijos de un
regidor de la ciudad y de una mulata con la que convivió muchos años
lograron la legitimación póstuma alegando lo que de todos era sabido:
que su padre siempre los había tratado como hijos, pero no pudo
casarse por no menoscabar su rango con una esposa de inferior calidad.
Una mujer española residente en la capital crió como hija natural a
una niña que trajo con ella de Veracruz y sólo en sus últimos momentos
reconoció que en realidad ella era casada y había huído del lado de su
esposo con la hija de su esclava mulata. Estas complicaciones
familiares no eran excepcionales cuando una gran parte de los hogares
acogían a grupos domésticos formados por hijos de sucesivos
matrimonios, cónyuges casados en segundas o terceras nupcias y
parientes o paisanos cuya situación difícilmente se puede identificar
como servil o de parentesco.

 
Las mujeres no gozaron de tantas libertades como los hombres, pero
tampoco era obstáculo para conseguir marido el tener uno o más hijos
naturales. Ciertamente en las familias acaudaladas o con pretensiones
de hidalguía se cuidaba con mayor esmero la castidad de las doncellas.
Incluso si no llegaban vírgenes al altar se defendían con la excusa de
que habían cedido a las súplicas de un novio formal que les había dado
palabra de matrimonio; el incumplimiento de una promesa de esta índole
deshonraba más al caballero que a la dama. La reparación del daño
podía limitarse al pago de una indemnización o llegar a imponer un
matrimonio forzoso. En el año 1631, un oficial del séquito del virrey
Marqués de Cerralvo, que cortejó a una señorita de familia honorable
fue sorprendido en situación comprometida y trasladado a la cárcel de
corte, de la que sólo salió directamente para casarse, sin que le
sirvieran las excusas con las que intentó evadir el compromiso.

 
Los registros parroquiales dejaron constancia de los matrimonios, pero
no, obviamente, de las uniones consensuales, a las que sólo podemos
acercarnos a partir de las cifras de ilegitimidad de infantes
registrada. Mediado el siglo XVII, cuando se había consolidado el
modelo de vida urbana y se habían superado las improvisaciones de los
primeros tiempos, 28,126 bautizos de niños nacidos en las parroquias
más céntricas de la ciudad de México muestran un promedio de 42% de
niños nacidos fuera de matrimonio. En este promedio hay que distinguir
los casos extremos representados por los indios, con un mínimo de 27%
y los negros y mulatos que llegaron al 52% del total de los nacidos
dentro de su grupo. El peso de la población indígena es mucho más
representativo, porque ellos constituían el segundo componente
numérico después de los españoles. Y hay que destacar que las mujeres
españolas que registraron a sus hijos naturales en su misma calidad
alcanzaron el 38%, apenas unos puntos menos que los mestizos y
castizos. Aunque todavía no se han completado datos de otras ciudades,
sabemos que en la de Guadalajara, a lo largo del siglo se alcanzaron
tasas de ilegitimidad entre 40.3% como mínimo y 64.1% como máximo.
Estas cifras dan indicio de la complejidad de las estructuras
familiares, oscilantes entre la rigurosa monogamia, fidelidad y
respeto preconizados por la moral cristiana y la despreocupada
promiscuidad de parte de la población.

 
Un siglo más tarde, finalizando el XVIII, era evidente la tendencia
hacia mayor formalidad en los matrimonios, con un descenso de
ilegitimidad que se redujo en las parroquias de la capital a 20.5% en
promedio. Ya en esta época podemos conocer algo de los infantes
abandonados, puesto que en el último cuarto del siglo se fundó en la
ciudad de México la primera casa de niños expósitos, la del Señor Sant
Joseph, por iniciativa y a cargo del arzobispado. La proporción de
niños recibidos en esa institución muestra una mayoría de las castas,
seguida muy de cerca por los españoles y con mínima presencia de
indígenas. En la exposición de motivos de la fundación mencionó el
arzobispo Francisco Antonio de Lorenzana el "intolerable escándalo" de
que los niños nacidos de uniones ilegítimas fueran acogidos por
familias honorables, que muchas veces eran las mismas a las que
pertenecía alguno de sus progenitores, y así se criaban sin diferencia
los hijos legítimos y los espurios.

 
La convivencia de legítimos e ilegítimos había sido normal durante más
de 200 años y se daba igualmente entre los pobres y entre los ricos.
Para aquéllos no había motivo de escándalo cuando casi la mitad de la
población se encontraba en las mismas circunstancias, para los más
distinguidos la convivencia podía pasar inadvertida porque las casas
señoriales acogían a gran número de parientes y allegados cuya
relación con el jefe de familia podía no estar clara. Los nobles y
ricos comerciantes reunían a los grupos domésticos más numerosos de
hasta 70 personas, aunque lo más frecuente era que se limitasen a 30 o
40. En cambio los menos pudientes, que ocupaban viviendas pequeñas o
cuartos y accesortias, tenían en promedio 4 o 5 personas en cada
hogar. La elevada mortalidad infantil contribuir a mantener el corto
número de vástagos por matrimonio ya que lo más frecuente es que sólo
2 o 3 hijos alcanzasen la edad adulta y no eran pocos los que carecían
de descendencia.

 
De la Colonia a la República

Al menos durante los últimos 300 años se ha hablado de modernidad en


relación con la familia, pero en cada momento se ha entendido como tal
algo diferente, desde la superación de viejas costumbres de origen
medieval hasta la aceptación de diversas formas de enlace, ya sea
indisoluble o temporal, civil o religioso. En general el paso a la
familia moderna fue un proceso de larga duración en el que se
adoptaron costumbres y modelos culturales que incluían formas de
relación conyugal más igualitarias, espacios para la intimidad,
predominio de las relaciones afectivas sobre los intereses económicos,
rechazo a la injerencia de parientes y extraños en las decisiones
familiares y, sobre todo, progresiva secularización de las costumbres
y del vínculo conyugal.

 
En tal sentido, las familias novohispanas del siglo XVIII estaban muy
lejos de ese paradigma, puesto que en gran parte se incorporaron
tardíamente al ideal familiar contrarreformista, en una época
coincidente con la agudización de los prejuicios étnicos y de
distinción. Muy lentamente se fue generalizando el modelo basado en el
matrimonio canónico, la celebración de la boda dentro de la iglesia y
no en el domicilio particular de los contrayentes y la exclusión de
los hijos ilegítimos del hogar conyugal. Al mismo tiempo, como rasgos
incipientes de modernidad, se aceptó la participación de los hijos en
la toma de decisiones sobre su matrimonio y la aproximación en las
edades de marido y mujer. Desde luego que estos cambios se produjeron
con diferentes ritmos y afectaron desigualmente a los distintos grupos
socioeconómicos. Como había sucedido anteriormente, los "hijos de
familia", aquellos que contaban con parientes prominentes, sufrían las
consecuencias de los prejuicios y ambiciones de sus mayores y tenían
menos libertad de elección que los más modestos para quienes la única
limitación era el reducido ámbito geográfico y humano en que podían
ejercer su capacidad de decisión. Los documentos muestran la
frecuencia de matrimonios entre personas de una misma parroquia, entre
practicantes e hijos de una misma profesión y, por supuesto, entre
quienes compartían la misma "calidad" o nivel de reconocimiento
social.

 
Ya a fines del siglo XVIII, un nuevo talante, influido aunque
remotamente por los aires de libertad del siglo de las Luces, se
alejaba de la resignación y de la aceptación del sufrimiento como
mérito para la obtención del paraíso; la vida no era tan sólo un valle
de lágrimas, el matrimonio no tenía por qué ser un purgatorio
anticipado, se imponía la idea de que la felicidad también era posible
en la tierra y no sólo en el cielo; en consecuencia, la búsqueda de la
dicha personal pasaba por el disfrute de una satisfactoria unión
conyugal en la que el afecto era más importante que los intereses
materiales. Las expresiones de los jóvenes que protestaron ante
imposiciones paternas contrarias a su gusto muestran el cambio de
actitud. Ya se atrevían a hablar de amor tanto como de afición o
inclinación y ya se referían al noviazgo como un derecho personal que
no tenían que encubrir con eufemismos como "tener voluntad", ni debían
lamentar o manifestar arrepentimiento como si el afecto hacia alguien
fuera una debilidad o una culpa. No hay duda de que muchas parejas
pudieron casarse según su voluntad, lo que estaba muy lejos de
resultar satisfactorio para todos. Los padres podían exhibir las
"desastrosas consecuencias" de los matrimonios desiguales realizados
sin el consejo paterno, y tales iniciativas juveniles eran
particularmente alarmantes para quienes disfrutaban de fortunas,
propiedades o títulos nobiliarios, codiciados por desaprensivos y
seductores galanes.

 
Las quejas de algunos nobles justificaron la promulgación de la Real
Pragmática matrimonios, que entró en vigor en España 1776 y en las
Indias en 1778. Las sucesivas adiciones y modificaciones a esta
disposición real muestran la división interna aun en las familias
aparentemente mejor avenidas. La pragmática autorizaba a los padres a
desheredar a los hijos rebeldes pero no contaba con que muchas madres
disponían de sus propios bienes y podían tomar partido por los jóvenes
en contra de sus intransigentes maridos, así que una real cédula
añadió la prohibición de que ellas los designasen como herederos o les
hicieran donaciones. Poco después, y ya que la pragmática se refería a
los menores de 25 años, se extendió la obligación de pedir consejo
paterno a los mayores de esa edad; todavía más tarde se advirtió a los
jóvenes universitarios, residentes en colegios reales y a las
doncellas acogidas a establecimientos del patronato real, que
requerían, además del permiso paterno (o materno en la mayoría de
estos casos, puesto que muchos eran huérfanos) la licencia de las
respectivas autoridades e las instituciones que los acogían.

 
Mientras entre las familias prominentes preocupaba el destino de la
fortuna familiar y el lustre de los blasones, los vecinos menos
afortunados de las ciudades enfrentaban el reto de sobrevivir en un
medio que ofrecía pocas oportunidades de obtener un trabajo bien
remunerado y un hogar confortable. La situación era doblemente difícil
para las mujeres jefas de familia, que debían conseguir recursos para
sustentar a las personas dependientes de ellas sin haber obtenido una
preparación profesional que les permitiera alcanzar un salario
suficiente. En el campo era absolutamente excepcional esta situación,
ya que prácticamente no había madres solteras y las viudas y doncellas
se acogían al amparo de parientes. En cambio en las ciudades los
hogares encabezados por mujeres alcanzaban hasta 24% o 30% según los
barrios y grupos sociales. Muy pocas de estas mujeres declararon a los
empadronadores cuáles eran sus fuentes de ingresos y sólo se puede
deducir que las que habitaban casas propias o principales tendrían
propiedades productivas, las que ocupaban accesorias con tapanco
podrían ser propietarias de tiendas, escuelas de amiga o talleres, y
las demás, la gran mayoría, que vivía en cuartos modestos, de una o
dos piezas, estaría formada por costureras y bordadoras, por aquellas
que elaboraban comidas para su venta en la calle, las que recibían una
ayuda más o menos generosa de antiguos compañeros que las tenían como
auténtica "casa chica", o prestarían servicios como lavanderas,
planchadoras, recamareras o cocineras sin residir en el hogar que las
empleaba.

 
Lo más característico de los grupos domésticos de la ciudad de México
en el último cuarto del siglo XVIII es la abundancia de hogares
complejos. El padrón de la parroquia del Sagrario del año 1777 muestra
el predominio de las familias nucleares, lo cual era predecible, un
reducido número de viviendas con familias extensas, algo más numerosos
los solitarios, con o sin sirvientes y 20% de familias polinucleares o
con relaciones de parentesco y afinidad que podrían considerarse fuera
de lo normal. Entran aquí los agregados domésticos con hijos
naturales, adoptados o expósitos y procedentes de matrimonios previos
de alguno de los miembros de la pareja principal; también, en buen
número, las familias arrimadas sin relación de parentesco y las que
pudieran tenerlo pero no se explica en el censo. En algunos casos
estas familias polinucleares estaban consituidas por dos o más grupos
de mujeres con sus respectivas hijas, que seguramente se brindaban
apoyo y compartían el cuidado de los menores y los gastos de la casa.

 
Los solitarios varones eran eclesiásticos o burócratas y las mujeres
casi siempre maduras sin parientes. Muchos de los solitarios varones
disfrutaban de una vivienda con varias habitaciones, mientras que las
mujeres ocupaban cuartos en los patios de vecindades.

 
Por las mismas fechas se multiplicaron los expedientes de divorcio
eclesiástico y proliferaron las denuncias por malos tratos de los
maridos. Es difícil pensar en un aumento real de la violencia
doméstica, que siempre existió, pero, en cambio parece evidente que se
habían movido los límites de lo considerado tolerable. De ahí la
sorpresa de los maridos demandados, que lejos de negar los hechos los
justificaban como castigos merecidos por esposas insumisas. La sevicia
fue alegada como causal de divorcio en casi todos los casos, a veces
acompañada de quejas por abandono de hogar, por adulterio, por
embriaguez o por no proporcionar el dinero suficiente para la
subsistencia de la esposa y los hijos. La mayoría de los juicios de
divorcio fueron promovidos por esposas quejosas, aunque también hubo
maridos que consideraban insoportable el mal genio, la rudeza de trato
o el mal manejo del hogar por parte de sus esposas. Es interesante
contrastar la inconformidad de estas mujeres del siglo XVIII con la
aparente sumisión de sus descendientes en el XIX, cuando disminuyó
notablemente el número de los divorcios y el de las quejas por malos
tratos.

 
Los documentos apenas dejan entrever que las mujeres intentaban
superar su tradicional sumisión y reclamar un trato más digno; pero no
lo proclamaban como una bandera igualitaria y no es apreciable que lo
hicieran como expresión de rebeldía contra las estructuras vigentes.
Más bien procuraron dejar establecido que ellas no intentaban evadir
sus compromisos como esposas sino que aspiraban a que los maridos
cumpliesen igualmente sus obligaciones y que reconocían el derecho de
ellos a corregirlas y aun golpearlas, pero sólo cuando existiera causa
justa y lo hicieran con moderación. Los maridos asumían su papel
dominador y el patriarcalismo, antes propio de familias encumbradas,
se generalizaba entre los grupos populares e incluso se extendía por
las zonas rurales. Por lo demás, la vida en el campo seguía apegada a
sus rutinas tradicionales.

 
El tránsito a la vida independiente no tuvo un impacto inmediato sobre
la estructura familiar ni sobre las formas de relación en el hogar.
Hay indicios de que algunas concepciones autoritarias propias del
sistema patriarcal se generalizaron, con el consiguiente
endurecimiento de las actitudes machistas en los ambientes populares.
En ocasiones pudo ser una reacción de violencia frente a las
aspiraciones femeninas de lograr un trato más justo. En aspectos como
los derechos de las mujeres, la legislación no precedió a los cambios
sino que se generó una vez que se impusieron las nuevas actitudes.
Mientras los hombres se liberaban de los lazos que los habían atado a
gremios, hermandades y cofradías y obtenían el derecho a la
emancipación de la autoridad paterna a partir de los 21 años, las
mujeres casadas seguían en la misma situación subordinada. Poco a
poco, las esposas abandonadas y las madres viudas o solteras lograron
la patria potestad sobre sus hijos como un derecho propio de la
maternidad. También las doncellas impusieron su voluntad al elegir
novio.

 
Ya que la ley mantenía a las esposas bajo el dominio de sus maridos
parecería, desde la perspectiva del siglo XXI, que la posición de las
mujeres libres era envidiable; pero la realidad era bien diferente
para aquéllas que encabezaban un hogar sin disponer de suficientes
recursos, sin preparación para realizar un trabajo especializado ni
oportunidades de conseguir un empleo en cualquier actividad honesta y
bien remunerada. En esas condiciones, la búsqueda de pareja era más
una necesidad económica que una inclinación afectiva; la aspiración de
llegar al matrimonio se relacionaba con la necesidad de lograr un
ingreso seguro y, como había sido frecuente durante la época colonial,
las uniones temporales sustituían al matrimonio canónico. Los
nacimientos ilegítimos se mantuvieron en proporciones elevadas, lo que
muestra hasta qué punto las expectativas femeninas de conseguir un
compañero que las sostuviera, se frustraban al quedar nuevamente solas
y con la carga adicional de los hijos.

 
Las reformas liberales de mediados de siglo tuvieron consecuencias
decisivas sobre la organización familiar, si bien la resistencia de
una población casi totalmente católica contribuyó a la lenta
aplicación de lo establecido por las leyes. La más importante en
relación con la familia fue la expedida en 23 de julio de 1859, que
establecía el matrimonio civil y el divorcio. Al rechazar la validez
legal de las uniones religiosas, el gobierno de Benito Juárez atacaba
frontalmente a la iglesia católica, que había sido la única
responsable de refrendar los enlaces conyugales. Pero además se
establecía el divorcio, con el carácter de disolución del vínculo y la
opción de contraer nuevo matrimonio. Esto era muy diferente del
llamado divorcio eclesiástico, que tan sólo autorizaba a los cónyuges
a vivir separados, sin posibilidad de casarse de nuevo.

 
La reacción popular, aunque no inmediata, se sintió al aumentar
extraordinariamente el número de juicios de divorcio en las décadas de
1860 y 1870 (58 y 103 juicios respectivamente) pero con una
disminución igualmente drástica poco después, debido a lo cual las
proporciones en el conjunto del siglo no son muy diferentes: los 201
expedientes de divorcio eclesiástico durante 1800 a 1859 apenas
contrastan con los 177 de los cuarenta años siguientes, de 1860 a
1900.

 
Todavía durante largos años fueron muchas las parejas que no
formalizaron su relación ante ninguna autoridad, otras tantas
acudieron tan sólo a la iglesia, pocas se presentaron en el registro
civil y aun fueron menos las que se registraron en ambas instancias.
La oposición a la secularización y al nuevo control ejercido por el
gobierno se manifestó también en la renuencia de los padres a
inscribir a sus hijos en el registro civil, mientras que casi todos
los bautizaban.
 
Las familias de la élite, sin renunciar a su tradicional cercanía a la
jerarquía católica, aceptaron con mayor facilidad las nuevas
disposiciones y supieron acomodarse a la situación. Los grupos de
parientes prominentes del siglo XVIII supieron diversificar sus
actividades empresariales y profesionales, participaron en los
gobiernos locales y consolidaron su posición. El siglo XIX fue
precisamente el momento de auge de las oligarquías locales, que
aprovecharon la debildad del gobierno central para afianzar su poder y
aumentar su caudal.

 
La promulgación del Código Civil para el Distrito Federal y Baja
California, en 1870, consagró las reformas liberales y sirvió de pauta
para a legislación de los Estados de la Federación, que se aproximaron
a modelo, aunque con algunos matices y tendencias propios. La
diversidad legislativa era apenas un reflejo de la variedad de formas
y costumbres familiares que coexistían en el país.

 
El respaldo familiar era decisivo en los malos momentos, para cubrir
gastos inesperados, para recibir asistencia en una enfermedad o para
proporcionar trabajo a los desempleados y alimento a los necesitados.
Quien tenía parientes podía superar situaciones difíciles que hundían
a los huérfanos de ese apoyo. Las estrategias de los pobres se
dirigían a la supervivencia en contraste con las de los privilegiados
que pretendían consolidar su poder. Siempre los grupos prominentes
recurrieron a los matrimonios y a la colocación de sus hijos en
órdenes regulares, cabildos eclesiásticos o conventos femeninos como
medio de aumentar sus bienes y lograr mayor influencia y prestigio
social, hubo quienes tuvieron éxito y mantuvieron el prestigio de su
apellido junto a la prosperidad material durante varias generaciones.
Comerciantes enriquecidos, mineros afortunados y funcionarios
distinguidos se unieron a viejos hidalgos para asegurar una posición
conspicua. Con títulos nobiliarios o sin ellos, los más acaudalados
novohispanos consiguieron tejer redes de parentesco que les aseguraron
el éxito en los negocios, la influencia en la vida pública y la
conservación de sus privilegios. Ya en el tránsito de la época
colonial a la vida independiente, quienes supieron diversificar sus
posiciones y acomodarse a las nuevas circunstancias, no sólo
aumentaron sus riquezas sino que ganaron poder político, favorecidos
por el debilitamiento del control que se produjo con las nuevas
instituciones.

 
Mientras tanto, las masas empobrecidas seguían recurriendo a la
familia como apoyo en las horas difíciles de la guerra y en la pérdida
de trabajo por la ruina de las empresas. Cambiaba bruscamente el
régimen de gobierno, se desmoronaban lentamente las viejas
instituciones y la familia evolucionaba muy lentamente hacia lo que
sería la familia rural y urbana del México moderno.

 
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Mexico, University of North Carolina Press, Chapel Hill and London]

 
NOTAS

[1] La diferencia entre barraganas y mancebas y entre éstas y las


prostitutas fue apreciable en el siglo XVI y desapareció
progresivamente en las siguientes centurias. La diferencia era
explícita en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias,
(1943) 3 vols., edición facsimilar de la de 1791, Madrid, Ediciones de
Cultura Hispánica, Libro IX, título XXVI.

Categoría: 

Artículo

Época de interés: 

Colonial

Área de interés: 

Historia Social

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