Las Revoluciones Liberales Del Siglo XIX en Europa
Las Revoluciones Liberales Del Siglo XIX en Europa
Las Revoluciones Liberales Del Siglo XIX en Europa
(coordinador)
Historia
de las relaciones
internacionales
contemporáneas
Ariel Historia
2001
CAPÍTULO 5
LAS REVOLUCIONES DE 1830-1848 Y SU IMPACTO
INTERNACIONAL
Las cuestiones tratadas en el presente capítulo giran en torno a las revoluciones de 1830 y
1848, su amplia expansión continental e impacto internacional. Pero, pese a ser movimientos de
gran envergadura, ninguno de ellos llegó a plantear problemas entre las naciones, ni supuso
cambios en el statu quo territorial europeo, debido a que ninguna de las grandes potencias inter-
vino realmente en los problemas internos de otra, ni influyó significativamente, mediante una
acción internacional, en el desarrollo de los acontecimientos revolucionarios.
Los principios de equilibrio y de solidaridad internacional y el derecho de intervención
establecidos en el Congreso de Viena, así como la posterior creación de la Santa Alianza,
hicieron posible el desarrollo de una política internacional encaminada a salvaguardar Europa
de las ideas revolucionarias. En la década de los veinte, la intervención de las grandes potencias
europeas logró contener las primeras amenazas revolucionarias, pero no impidió que en torno a
los años treinta y en los cuarenta se produjeran nuevos movimientos mucho más intensos.
Pero ni la revolución de 1830, ni la de 1848, pese a afectar, en mayor o menor grado, a una
importante área europea, provocaron un incremento de tensiones o de conflictos
internacionales, dado que fueron movimientos internos, que obligaron a los gobiernos y clases
dirigentes de los países amenazados por la oleada revolucionaria a ocuparse más de la política
interior que de la exterior, y además porque a las grandes potencias no les convenía una guerra
europea que pudiera poner en peligro sus intereses.
Para Renouvin, la inexistencia de conflictos internacionales se debió principalmente a
Francia y a Rusia. El rey francés, consciente de que no podía exponerse a un enfrentamiento
con Europa, se preocupó más por el equilibrio europeo que por las conquistas materiales por lo
que no cedió a las presiones de los liberales, que le exigían una activa política exterior y la abo-
lición de los Tratados de 1815. Además, Luis Felipe tuvo muy en cuenta sus intereses
dinásticos, que «le impulsaban a disipar la desconfianza y a tranquilizar a Europa». Por su parte,
el zar Nicolás I, aunque contaba con un ejército importante para la expansión de Rusia, no quiso
«aprovecharse de sus ventajas en la cuestión otomana hasta un punto en que pudiese exponerse
a la guerra general».
Las revoluciones de 1830 fueron posibles porque, en ese año, nada quedaba de la alianza
monárquica anterior. El apoyo de Inglaterra a la independencia de las colonias de América del
Sur y el de Rusia, Francia e Inglaterra a la de Grecia contribuyeron a poner fin a la política
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basada en el statu quo territorial europeo. Y a su vez, estos dos acontecimientos sirvieron de
ejemplo a otras nacionalidades oprimidas para sublevarse y luchar por su liberación. Pero no
fue únicamente la descomposición de la Santa Alianza la que favoreció el estallido
revolucionario, sino que a ello tenemos que añadir la grave crisis económica manifestada en la
escasez de subsistencias y en la reducción de productos industriales.
Francia será la cuna de la revolución y Bélgica, Polonia, Estados italianos y alemanes los
países en los que tuvo una especial repercusión y donde el movimiento tuvo un marcado
carácter liberal y nacionalista. También el eco revolucionario llegó a la Confederación
Helvética, a Portugal y a España.
Donde no hubo revolución, pero si reformas políticas y sociales, fue en Gran Bretaña a
pesar de que, según Palmer y Colton, el país estaba mucho más cerca de la verdadera revolución
que cualquier otro de Europa, porque existía un importante número de obreros industriales y
artesanos en paro que exigían reformas y que no estaban dispuestos a continuar excluidos de la
vida política. La razón de que no existiera violencia se debió fundamentalmente a que el
Gobierno y el Parlamento inglés, comprendiendo la mala situación de las clases trabajadoras y
temiendo una posible insurrección social, supieron ceder a tiempo y realizar legalmente los
cambios solicitados. La Reform Act de 1832 revisó el sufragio de la Cámara de los Comunes,
aumentó el número de electores, hizo una más justa distribución de los escaños que benefició a
las nuevas ciudades industriales, abrió el camino para que en lo sucesivo se pudiera llegar a una
democratización del Parlamento y acabó de momento con la tensión social a que estaba
sometido el país, volviendo a renacer a finales de los años treinta en el movimiento cartista.
En Francia la revolución parisina de julio de 1830, consecuencia del incremento de la
política restrictiva del rey Carlos X (las Cuatro Ordenanzas de Julio), provocó la caída de la
monarquía restaurada en 1814 y dio paso a una nueva monarquía liberal encarnada en la
persona de Luis Felipe de Orleans. Monarquía que fue aceptada y reconocida por todas las
potencias europeas dado el deseo manifestado por el nuevo rey de mantener la paz en Europa e
intervenir sólo cuando los intereses franceses se vieran afectados. No obstante, Francia pronto
se convirtió en un peligro internacional y en una pesadilla para los soberanos absolutistas.
El ejemplo francés y las conquistas obtenidas con la revolución animaron, en gran parte del
continente, a los descontentos liberales y nacionalistas europeos a promover movimientos
revolucionarios contra los poderes establecidos. De esta manera se puso en peligro la totalidad
del acuerdo de Paz de 1815, y surgió, según Droz, la idea de la misión de Francia en Europa:
«liberar a otros pueblos oprimidos».
El primer país afectado por la oleada revolucionaria fue Bélgica. Y fue en este país, junto
con Francia, en el único en el que triunfaron los revolucionarios de 1830 al conseguir su
independencia de Holanda. Los acuerdos de Viena de 1815 habían obligado a los belgas a
formar parte de los Países Bajos para crear un Estado tapón fuerte que evitara un posible
resurgir de la Francia revolucionaria. De esta manera, Bélgica quedó subordinada político-
administrativamente a Holanda. El malestar que esto suscitó, unido a las divergencias existentes
entre ambos pueblos por motivos religiosos, políticos, económicos, lingüísticos y el deseo de
independencia por parte de los belgas, llevó a católicos y liberales a iniciar el 25 de agosto de
1830 una insurrección en Bruselas. Sublevación que no tardó en repetirse en todo el país (Lieja,
Lovaina, etc.). Los revolucionarios lograron la retirada de las tropas holandesas y la burguesía
tomó la dirección del movimiento, comenzando a reivindicar cambios políticos y exigiendo la
separación administrativa y parlamentaria entre las provincias belgas y holandesas.
El rey de los Países Bajos, Guillermo I de Orange-Nassau, se negó a tales peticiones y
ordenó la ocupación de nuevo de Bruselas, con lo cual la resistencia armada de los
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deshacer los acuerdos y recuperar el trono y las antiguas provincias holandesas adjudicadas a
los belgas. Circunstancias que obligaron a Leopoldo a pedir ayuda al rey de Francia. Luis
Felipe, contando con el beneplácito de los ingleses, envió un ejército contra los holandeses. De
esta manera se salvó el reino de Bélgica, que vio aumentado su territorio con la incorporación
de una parte de Luxemburgo y otra de Limburgo. Pero una vez mas, el rey de los Países Bajos
se negó a aceptar las decisiones de las grandes potencias y a firmar el Tratado, por lo que las
tropas franco-inglesas tuvieron que intervenir de nuevo. A pesar del éxito europeo, Holanda no
reconoció la independencia de Bélgica hasta 1839.
En el terreno diplomático, la cuestión belga puso de manifiesto la rivalidad anglo-francesa,
y una vez concluida provocó un nuevo reagrupamiento de las potencias. Por un lado las
absolutistas Austria, Rusia y Prusia, y por otro las liberales, Francia y Gran Bretaña, que
llegaron a firmar la primera entente cordiale, como contrapeso a las potencias conservadoras.
El acercamiento franco-inglés se manifestó con la primera crisis egipcia y con las guerras
sucesorias de la península Ibérica. Sin embargo, en 1834 comenzó a debilitarse debido a la
mutua desconfianza existente. La oposición entre ambos países se hizo ya más evidente en
España, cuando los dos tomaron partido en las rivalidades entre progresistas-moderados y en el
matrimonio de la reina Isabel II, y en el norte de África, donde los ingleses temieron la
expansión francesa desde Argelia a Túnez y Marruecos. Y fue la Cuestión de Oriente la que
terminó deshaciéndola.
En 1815, Rusia recibió, según los acuerdos del Congreso de Viena, una gran parte de
Polonia. Pese a la total dependencia del Imperio, el territorio polaco gozó de cierta autonomía.
Sus habitantes, aunque después de 1820 habían visto restringidas algunas libertades, no tenían
excesivos motivos de queja contra el gobierno ruso. Hubo sin embargo una pequeña minoría
(nobleza media y burguesía intelectual) influida por las ideas liberales europeas, que no sólo
reclamaba el respeto a la Constitución de 1815 y mayores libertades, sino unirse a la Polonia
austríaca y prusiana para reconstituir un Estado polaco independiente. La subida al trono de
Nicolás I acentuó el sentimiento nacionalista, porque el nuevo zar se propuso acabar con la
autonomía y rusificar Polonia.
El estallido de la revolución tuvo lugar en Varsovia el 21 de noviembre de 1830 cuando el
zar decidió enviar al ejército polaco a apoyar a los holandeses en la sublevación de los belgas.
Fueron los estudiantes de la universidad y de la escuela militar y los regimientos polacos los
que se levantaron e hicieron ondear en toda la ciudad la bandera de los revolucionarios. Rápida-
mente el malestar se extendió por todas las provincias. Los Romanov fueron derrocados, se
expulsó al virrey ruso de Polonia, se liberó Varsovia y el 3 de diciembre se constituyó un
Gobierno provisional que no sólo reclamó la aplicación íntegra de la Constitución de 1815, sino
también la unión de todos los territorios que habían configurado Polonia en épocas anteriores.
La negativa del zar a hacer concesiones llevó a la Dieta a proclamar la independencia el día 25
de enero de 1831.
El éxito de los revolucionarios fue pasajero porque se encontraron solos, desasistidos y a
merced del zar, cuando éste, dejando a un lado su posible intervención en Bélgica, envió a la
Guardia Imperial a sofocar la revuelta polaca. A Prusia y a Austria no les interesaba el triunfo
de éstos, por lo que cerraron sus fronteras de Posnania y Galitzia para evitar que mandaran
armas o cualquier tipo de ayuda a la Polonia rusa. A Inglaterra, aunque era partidaria de los
polacos sublevados, no le interesaba intervenir por temor a que el triunfo de éstos beneficiara a
Francia y se llegara a constituir «una provincia francesa a orillas del Vístula», y tampoco le
interesaba el debilitamiento de Rusia, que era la que podía frenar a Francia y mantener el orden
en el continente europeo. Francia, por su parte, no podía ayudar a los polacos, dada su política
de no-intervención y porque no quería aparecer ante Europa como un país revolucionario. Estas
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Las muertes de los reyes Juan VI de Portugal, ocurrida en 1826, y de Fernando VII de
España, en 1833, darán lugar a crisis dinásticas que degenerarán muy pronto en guerras civiles
entre liberales y absolutistas. Los primeros apoyaban a doña María Gloria, nieta de don Juan y
en quien su padre Pedro había renunciado sus derechos, y a Isabel, menor de edad al morir su
padre Fernando. Los segundos eran partidarios de don Miguel y de don Carlos, segundo hijo y
hermano, respectivamente, de los fallecidos reyes.
Desde el primer momento las potencias europeas no fueron indiferentes ante los problemas
de la península Ibérica. El apoyo que Francia e Inglaterra prestaron a liberales portugueses y
españoles, ratificado el 22 de abril de 1834 con el Tratado de la Cuádruple Alianza, fue más
eficaz que el que Austria, Rusia y Prusia dieron a los miguelistas y carlistas, de ahí el triunfo de
la causa de doña María Gloria y de Isabel, que se convertirían en reinas de sus respectivos
países.
A esta victoria contribuiría también la ayuda que mutuamente van a prestarse españoles y
portugueses. La presencia del general Rodil y sus tropas en territorio lusitano forzó la firma, el
26 de mayo del citado año, de la Convención de Évora-Monte con la que se ponía fin a la guerra
civil portuguesa, y la presión del marqués de Miraflores, embajador español en Londres, hizo
que el 18 de agosto del mismo año se añadieran al Tratado unos artículos adicionales que
supondrían el apoyo de los tres países a la causa de la reina Isabel II.
Según Comellas, la importancia de la Cuádruple Alianza radica no sólo en que contribuyó
al triunfo sobre los absolutistas y a colocar a España y Portugal «entre las grandes potencias del
Occidente», sino a que sirvió para «estrechar la alianza entre las dos potencias protectoras
dejando a las protegidas bajo su dependencia». Los británicos tutelaron a los portugueses y los
franceses trataron de hacer lo mismo en España. Muy pronto surgieron diferencias entre ambos,
lo que les llevó a utilizar el territorio peninsular para dirimir sus rivalidades económicas y
políticas, y a entrometerse constantemente en sus problemas internos derivados de la escisión y
enfrentamiento de los liberales en dos grupos rivales: moderados y radicales, llamados estos
últimos, más adelante, septembristas en el país vecino y progresistas en el nuestro.
En España, la relación moderados-Francia, progresistas-Inglaterra quedó plenamente
configurada en diversas ocasiones. En 1838, cuando Francia impulsó a la regente M.ª Cristina a
apoyarse en los liberales moderados y Gran Bretaña se esforzó por llevar al poder a los
progresistas. Tras la derrota carlista, en 1839, el nuevo regente Espartero favoreció a Inglaterra
autorizando a sociedades inglesas a comprar; a bajo precio y pagando con títulos de la deuda
española, bienes desamortizados. Y en 1841, cuando el gobierno de Luis Felipe apoyó a los
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moderados y, a M.ª Cristina, que desde su exilio parisino, conspiraban contra Espartero. Este,
que no ignoraba las intrigas de París y bien relacionado con Inglaterra, consiguió que el
ministro de Asuntos Exteriores británico, lord Aberdeen, negociara con el gobierno francés para
que se mantuviera neutral en el asunto español. Con la alianza británica pensaba Espartero
neutralizar la acción de los moderados españoles emigrados en Francia.
La negociación era posible porque tanto Francia como Inglaterra eran partidarias de
reavivar la entente cordiale, muy debilitada con la crisis egipcia, a fin de mantener aislada a
Rusia en el Oriente y así conservar el equilibrio europeo. Donde franceses e ingleses no se
mantuvieron neutrales fue en la cuestión del matrimonio de la reina española. Intromisión que
fue uno de los motivos que acabó, a principios de 1847, con la entente, con la cual, ya ni Gran
Bretaña ni Francia estaban satisfechas.
El deseo de los progresistas de lograr la Unión Ibérica les llevó, durante la regencia de
Espartero, a intentar casar a Isabel II con don Pedro de Portugal, hijo de Maria II, y a su
hermana Luisa Fernanda con el duque de Oporto. Sin embargo, estas candidaturas tenían pocas
posibilidades de salir adelante, dadas las reticencias de los portugueses y sobre todo la
oposición de Luis Felipe, que pretendía el trono español para sus hijos, los duques de Aumale y
de Montpensier. Los enlaces con los príncipes franceses contaban con el beneplácito de los
moderados españoles, que veían incrementada la posibilidad de llegar a una alianza hispano-
francesa, que estableciera una política de unión en el norte de África, y así frenar los deseos
expansionistas británicos. Y con la oposición de los progresistas españoles y del gobierno inglés
que abogaban por el enlace de Isabel con Leopoldo de Sajonia-Coburgo.
Para solucionar el problema suscitado por las bodas reales, y como manifestación de que
seguían existiendo buenas relaciones entre Francia e Inglaterra, los soberanos Victoria y Luis
Felipe y sus ministros lord Aberdeen y Guizot se entrevistaron en Eu en septiembre de 1843. En
dicha Conferencia, ambos países renunciaron a sus respectivos candidatos y acordaron que la
reina española se tenía que casar con un príncipe de su propia familia para evitar que se
rompiera el equilibrio europeo, ya que un consorte extranjero significaría el triunfo del país que
había logrado implantarle. No obstante, en otoño de 1844, el gobierno francés pensó en el
matrimonio de Montpensier con la hermana de la reina española.
Esto y el cambio de gobierno ocurrido en Londres el 19 de julio de 1846 pudo alterar lo
convenido en Eu. Palmerston, nuevo presidente del Foreign Office, llegó a reconocer a
Leopoldo de Sajonia-Coburgo como posible candidato, lo que provocó la denuncia francesa a la
ruptura del acuerdo contraído entre ambos. La protesta gala hizo que Palmerston se desdijera y
aceptara a un Borbón como aspirante a la mano de Isabel II.
La habilidad de Luis Felipe logró imponerse. Isabel se casaría con su primo Francisco de
Asís y Luisa Fernanda con el duque de Montpensier, así, si la reina española no tenía hijos, un
Orleans se sentaría en el trono hispánico. Decisión que, al no ser aceptada por Gran Bretaña,
sirvió, junto con la divergencia de intereses entre ambos países, para romper las relaciones di-
plomáticas entre ellos y convertir a España en el escenario de sus rivalidades.
existió una colaboración entre ambos países con motivo de la guerra del Sonderbund, que tuvo
lugar en noviembre de 1847 en la Confederación Helvética.
En Suiza, en los años treinta, los radicales organizaron movimientos para acabar con los
poderes oligárquicos que controlaban los cantones y con la Confederación Helvética y crear un
Estado centralizado y unitario. En muchos de ellos, los revolucionarios lograron reformas
constitucionales, pero no consiguieron reforzar el poder central, limitar las autonomías
cantonales ni imponer un régimen democrático en todos los cantones.
Poco a poco, la tensión fue acentuándose, no sólo por motivos políticos sino también
religiosos. En la Dieta, los cantones de mayoría liberal tomaron algunas medidas contra
instituciones religiosas y pidieron la expulsión de los jesuitas, mientras que los católicos
decidieron unirse y adoptaron comunes acuerdos para defender sus derechos y su religión. De
esta manera, en 1845 nació la Liga Sonderbund. Los enfrentamientos surgidos entre ésta y sus
detractores obligaron a la Dieta a utilizar la fuerza para contener a los separatistas.
Metternich, para evitar el fin de la Confederación Helvética y la influencia que el problema
suizo pudiera tener en Alemania o en el reino lombardo-veneto, pidió, en junio de 1847, a las
potencias que se comprometieran a respetar el estatuto de Suiza y las libertades católicas, y
llegó incluso a pensar en una intervención armada para evitar la derrota de la Liga. Guizot, en
un principio quiso mantenerse al margen, pero poco tiempo después aceptó la propuesta de
Austria, aunque su ayuda se limitó a enviar armas a los cantones del Sonderbund y no a hacer
demostraciones de fuerza militar en la frontera suiza. Palmerston, más interesado en el triunfo
de los radicales para acabar con el sistema de Metternich, hizo una contrapropuesta, proclamó el
principio de no-intervención y utilizó todos los recursos diplomáticos para ganar tiempo. Esto
permitió sofocar la acción de los cantones católicos y al gobierno suizo rechazar la ayuda
europea. Todos los países, menos Inglaterra, protestaron en enero de 1848 contra la ilegalidad
de las operaciones y anunciaron tomar medidas, pero la revolución que tuvo lugar en Europa en
ese año lo impidió.
Aunque la revolución de 1830 fracasó en todos los países, excepto en Francia y Bélgica,
los liberales y nacionalistas europeos continuaron su lucha, culminando en 1848 en un nuevo
movimiento liberal, democrático y nacionalista que acabó definitivamente con la Restauración.
Los factores desencadenantes de este nuevo proceso revolucionario fueron no sólo las
crisis agrícola, financiera e industrial que afectaron a Europa en 1846 y 1847, sino también la
crisis política: falta de libertades, disensiones internas del liberalismo y la aparición del
socialismo. Tuvo una vez más su origen en Francia, desde donde se extendió rápidamente a casi
toda Europa, pero sin llegar a existir conexión entre los revolucionarios en el ámbito in-
ternacional, ni cooperación entre nacionalidades (alemana, checa, húngara, polaca, italiana), ni a
provocar ningún conflicto armado entre las potencias, ni hubo, como en 1793, ninguna
coalición conservadora contra Francia. Pero sí fueron un motivo de preocupación para las
potencias por los cambios que podían originar en el equilibrio de poder. Para Renouvin, la
importancia de las revoluciones de 1848 radica en que sirvió para marcar profundamente la
orientación de las Relaciones Internacionales, ya que «a diferencia de lo acontecido en el
período anterior, Europa volvió a ser centro de interés».
Las revoluciones de 1848 fueron tan sólo movimientos liberales y nacionalistas
independientes dirigidos a lograr casi los mismos objetivos que en 1830; pero que no llegaron a
alcanzarse porque los revolucionarios fracasaron ante la dura represión militar y la falta de
apoyo popular. Únicamente en algunos países la crisis de 1848 logró que dos años más tarde sus
dirigentes satisficieran algunas reivindicaciones revolucionarias (república en Francia,
regímenes constitucionales en Prusia y Piamonte, abolición del régimen señorial en Austria y
Hungría y consolidación de los nacionalismos).
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revolucionarios fuera de sus fronteras, aunque, cuando peligraban los intereses nacionales rusos,
ofreció su ayuda para contenerlos. La región más problemática de todo el Imperio seguía siendo
Polonia, pero no llegó a provocar la guerra con Prusia, pese a que Federico Guillermo IV en
marzo de 1848, apoyó el nacionalismo polaco, al prometer una reorganización nacional en sus
territorios. La firmeza del zar obligó al rey prusiano a abandonar su propósito. Se impedía así la
reconstrucción de Polonia.
provocó nuevas violencias, una dura oposición y un rechazo a la política vienesa. Consecuencia
de todo esto fue un nuevo levantamiento en Viena por parte de los alemanes radicales, que
obligó a la corte a trasladarse a Olmütz pero fue rápidamente sofocado. Así se ponía fin a la
promesa constitucional del emperador y éste recobraba todos sus poderes.
La dura represión seguida en Viena no impidió que Hungría continuase la lucha por su
independencia. Kossuth pidió ayuda a las potencias liberales, pero ni Francia ni Gran Bretaña,
aunque simpatizaban con la causa de los magiares, se la prestaron. No deseaban la disgregación
del Imperio austríaco por el peligro que eso supondría para el statu quo europeo (Rusia podía
llegar a dominar la Europa danubiana). Pese a todo, Hungría, el 14 de abril de 1849 se declaró
república independiente, lo que tuvo gran importancia para el equilibrio europeo.
Ante esta situación, el nuevo emperador austriaco, Francisco José, solicitó la ayuda de
Rusia. Muchas fueron las razones que llevaron a Nicolás I a intervenir: su temor a una posible
solidaridad de Hungría y Polonia, que pondría en peligro su dominio sobre el territorio polaco;
su deseo de acabar con los polacos que colaboraban con las fuerzas de Kossuth; su interés por
mantener el estatuto territorial de Europa central y por lograr que Austria sirviera de contrapeso
a Prusia en la cuestión alemana. En el mes de mayo, el zar envió 150.000 hombres a Hungría,
sin exigir nada a cambio. Tres meses después, la derrota de los magiares por las tropas austro-
rusas en Temesvar (13 de agosto) acabó con la independencia y restableció el poder austríaco,
aunque el deseo de los magiares de un autogobierno persistió.
Rusia no sólo participó en la lucha contra el nacionalismo magiar, sino que también lo hizo
contra el rumano en Moldavia y Valaquia. Estos territorios pertenecían a Turquía, pero estaban
bajo protectorado ruso desde 1829. Como a Nicolás I no le interesaba una revolución nacional
en Bucarest ni la propagación del socialismo y la democracia en regiones vecinas, intentó con-
vencer a los turcos para que conjuntamente ocuparan los principados. La negativa de Turquía
llevó al zar a ocupar Moldavia a finales de julio de 1848, a lo que respondió el sultán con la
conquista de Valaquia. Ni Francia ni gran Bretaña apoyaron a los rumanos. La primera por
temor a enemistarse con británicos y rusos. La segunda por el deseo de impedir que Rusia
obtuviera una salida al mar; tras el desmembramiento del Imperio Otomano.
En el reino italiano Lombardo-Veneto también surgió la fuerza liberal nacionalista contra
el dominio y absolutismo de los Habsburgo. Los revolucionarios, nada más conocer la caída de
Metternich, pidieron ayuda a Carlos Alberto de Saboya y se sublevaron en Milán y Venecia,
logrando expulsar al ejército imperial y convertir aquel territorio en Estados democráticos. En
Milán se proclamó una república presidida por Carlos Cattaneo y en Venecia la República de
San Marcos dirigida por Manin. En los ducados de Módena y Parma, que seguían bajo control
austríaco, fueron depuestos sus gobernantes. Estos éxitos despertaron el deseo del reino del
Piamonte-Cerdeña de iniciar una guerra de Italia contra Austria (la primera de la independencia
italiana) y acentuaron el sentimiento nacionalista en los diferentes Estados italianos.
El 25 de marzo, el Piamonte hizo un llamamiento a la patria italiana y a la unión de todos
los italianos. Con la ayuda de Toscana, Nápoles y los Estados Pontificios declaró la guerra al
Imperio, iniciándose así una alianza militar italiana antiaustríaca. En esta guerra austro-sarda no
participaron las potencias europeas, aunque tanto Rusia como Inglaterra estaban dispuestas a
intervenir en el caso de que Carlos Alberto solicitara la ayuda francesa. Palmerston quería
contener a Francia, mantenerla fuera del norte de Italia y evitar su influencia. Y al mismo
tiempo quería que Austria abandonara los territorios italianos, lo que no significaba que deseara
la disgregación del Imperio. Para el ministro británico era necesario que Austria siguiera siendo
una gran potencia en Europa para compensar la influencia rusa en los Balcanes.
Francia tampoco apoyó a los italianos porque sabía que eso podría desencadenar una
guerra europea en la que ella se encontraría sola frente a Austria, Rusia e Inglaterra, y tampoco
le interesaba una Italia unida. Además, tenía bastantes problemas internos como para intervenir
en asuntos ajenos. Sin embargo, sí quería beneficiarse del conflicto entre Piamonte y Austria,
por lo que ofreció su ayuda a Carlos Alberto, a cambio de Saboya. Pero como los piamonteses
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Nápoles propuso invitar a Inglaterra, Rusia y Prusia, aunque no fueran católicas. Y Piamonte
opuso alguna resistencia porque creía que ningún gobierno italiano podía intervenir en
reuniones en las que participara Austria. A la Conferencia de Gaeta contestó Roma reuniendo
Cortes Constituyentes y aprobando un decreto de cuatro artículos, en el que se reconocía el
poder espiritual del pontífice y se le negaba el temporal, que pertenecía a la República Romana.
Decidida la intervención, el ejército francés dirigido por el general Oudinot desembarcó en
Civittavecchia el 24 de abril de 1849, atacó Roma, ante lo cual los romanos tuvieron que
extremar la resistencia y los austríacos enviar refuerzos a Roma, desde Venecia y Ancona. Los
napolitanos ocuparon, sin resistencia, todo el valle de Frosinone y Verolli para proteger los
Abruzzos y contener así la agresión contra Nápoles de las fuerzas revolucionarias. Y los
españoles dirigidos por Fernández de Córdoba llegaron al golfo de Gaeta el 27 de mayo y desde
allí se encaminaron a los Estados Pontificios para intervenir en Roma junto a Oudinot. La
oposición de éste se lo impidió, por lo que las tropas españolas se dirigieron hacia el norte,
conquistando algunos territorios, pero al llegar a Toscana fueron detenidas por los austriacos.
Los franceses, actuando por su cuenta, consiguieron vencer a las fuerzas romanas dirigidas
por Garibaldi, liberar la Ciudad Eterna, y restablecer el poder temporal del papa, que regresó a
Roma el 12 de abril de 1850, continuando la política antiliberal de sus predecesores.
El triunfo de la reacción en Italia dio paso a un sistema político sólido y centralizado, muy
preocupado por la prosperidad material y por la buena administración. Era la misma línea de
actuación seguida por Luis Napoleón en Francia dirigida a lograr que el pueblo se olvidase de la
revolución. No obstante, a los patriotas italianos les hizo comprender que por si mismos no po-
drían llegar a cumplir sus objetivos unificadores, y que en un futuro deberían buscar ayuda en
alguna potencia europea para poder expulsar a Austria de sus territorios.
aprobación de una serie de disposiciones liberalizadoras. Muy pronto comenzó a trabajar para
conseguir, mediante la persuasión y sin ningún tipo de violencia o enfrentamiento, una
Alemania liberal, independiente, unificada y democrática. Pero enseguida se pusieron de
manifiesto las grandes diferencias que existían entre los parlamentarios a la hora de decidir la
forma del futuro Estado alemán: Confederación de Estados, para dar una mayor conexión a la
política exterior y a la militar; República federal, para acabar con los vestigios de la vieja
Alemania o Estado monárquico constitucional, donde los derechos del Parlamento y los del
pueblo estuvieran garantizados por una Constitución aceptada por un emperador. Tampoco
estuvieron de acuerdo en cómo sería la unificación: por voluntad popular y con independencia
de los soberanos; en torno a Austria (Gran Alemania), reforzando así la Confederación de 1815
o en torno a Prusia (Pequeña Alemania) y excluyendo a Austria, por no ser un país germano.
Se impuso la idea de la Pequeña Alemania monárquica unida por voluntad popular, pero
fracasó cuando el rey de Prusia rechazó la corona imperial que le ofrecían, precisamente por no
querer que su poder tuviera una raíz popular; y se negó a aceptar la Constitución Imperial
alemana aprobada en Frankfurt en marzo de 1849. En ningún momento los gobernantes de los
Estados alemanes aceptaron la autoridad del Parlamento, ni las decisiones por él tomadas en
nombre de Alemania, aunque sí mantuvieron relaciones amistosas entre sí, de ahí que Baviera,
Sajonia y Hannover se unieron a Prusia para rechazar la Constitución.
La negativa del rey de Prusia malogró definitivamente la posibilidad de la unificación. El
archiduque Juan abandonó el poder y la mayoría de los diputados dejaron la Asamblea. Sólo
quedó en Stuttgart, ciudad a donde se había trasladado, un Parlamento incompleto que fue
disuelto por el ejército prusiano. De esta manera se ponía fin al primer Reichstag alemán.
Nuevos levantamientos populares se produjeron en mayo y junio en algunos Estados
alemanes, como consecuencia del desengaño sufrido por el poco éxito de las acciones del año
anterior; pero fueron rápidamente sofocados por las tropas prusianas y austríacas. Hubo también
problemas con los polacos de la Polonia prusiana, que reivindicaban un estatuto de autonomía.
Pero fueron sometidos y Posnania fue admitida en la Confederación. La utilización del ejército
prusiano en estas ocasiones puso de manifiesto el poder de Prusia en Alemania. A partir de
entonces se creyó que la única posibilidad para la unificación era Federico Guillermo IV, lo que
conduciría a una guerra contra Austria. Era necesario buscar apoyos diplomáticos.
Gran Bretaña era más partidaria de la unificación en torno a Prusia, por lo que se declaró
dispuesta a aceptar el gobierno imperial que se formara, siempre que fuera reconocido por todos
los soberanos alemanes. Fue sin embargo más reticente cuando Prusia intervino en la cuestión
de los ducados daneses. La Francia republicana fue enemiga de la política prusiana y combatió
la solución imperial, pero Luis Napoleón, por su deseo de ampliar su territorio en la orilla
izquierda del Rin, vio la posibilidad de una alianza con Prusia en caso de guerra austro-
prusiana. La negativa de Berlín a ceder el Palatinado bávaro obligó a Francia a declararse
neutral, cuando estalló la crisis de 1850, mientras sus intereses no se vieran amenazados por una
ruptura del equilibrio europeo. Rusia desempeñó un papel importante en la cuestión alemana.
Nicolás I no fue partidario de la solución imperial ni de la unidad en torno a Prusia, pero
tampoco deseaba una preponderancia de Austria en Alemania. Quería que continuara el
equilibrio entre Austria y Prusia. La solución para ello era que el Imperio dominara los Estados
alemanes del sur y el Reino los del norte. En la crisis de 1850, Nicolás I no deseaba la guerra
entre Austria y Prusia y amenazó con intervenir contra el que la provocara. Su presión fue
positiva, pero no hizo más que retrasar la guerra y la unidad de Alemania.
La necesidad de confiar en Prusia y de pedir ayuda a las potencias puso de manifiesto que
la Asamblea de Frankfurt también careció de medios de actuación, lo que se hizo más evidente
en las cuestiones internacionales, como veremos ocurrió en la cuestión de los ducados daneses.
Aunque Prusia no quería participar en ningún conflicto armado, estuvo a punto de
enfrentarse a Dinamarca por los ducados de Schleswig y Holstein. Estos territorios pertenecían
a Dinamarca, pero estaban habitados por alemanes, en gran mayoría, y por daneses, tenían un
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régimen administrativo particular y una Dieta propia. El origen del conflicto estuvo en la
Constitución otorgada a Dinamarca y Schleswig por el rey danés Federico VII; su rechazo por
parte de la población germana, que en marzo de 1848 proclamó un gobierno provisional
independiente en Kiel; y la reafirmación de dependencia de Schleswig y Holstein a Dinamarca
por parte de los daneses.
El Parlamento de Frankfurt reconoció al gobierno de Kiel e invitó a Prusia a luchar contra
Dinamarca. Federico Guillermo IV; a quien los alemanes de los ducados habían pedido ayuda,
dirigió la guerra en nombre de la Confederación. A favor de los germanos participaron también
tropas procedentes de algunos Estados alemanes del norte y del centro.
El posible engrandecimiento prusiano en el Báltico y el posible control de esa zona por los
alemanes alarmó a rusos y británicos, que se dispusieron a intervenir a favor de Dinamarca, si
Federico Guillermo IV no abandonaba los ducados. Junto con Francia, presionaron al rey
prusiano para que retirase sus tropas. Éste, decidido a no enfrentarse a aquellas potencias, ni a
Suecia y Noruega, que habían enviado tropas a Dinamarca, ni a servir a los intereses de los
nacionalistas alemanes, se retiró de la guerra. Decisión que llevó a la Asamblea de Frankfurt a
aceptar el armisticio de Malmö impuesto por los prusianos el 26 de agosto de 1848. Este
armisticio, además de poner fin, de momento, a la guerra de los ducados, significó la reasunción
por parte de Prusia del control de la política exterior en los Estados alemanes.
El largo período de paz que vivió Europa a partir de 1830 fue motivado no sólo por la
habilidad negociadora de sus gobernantes y diplomáticos que supieron solventar los problemas
internacionales sin recurrir a la guerra, dada su gran preocupación por mantener en todo
momento el equilibrio europeo, sino también por las autoridades militares, que no ejercieron
una excesiva influencia en la política del gobierno, como se haría a partir de 1880.
La diplomacia europea, efectivamente, logró mantener la paz en el continente, pero no fue
capaz de evitar que continuara existiendo la preponderancia y excesiva influencia de unas
naciones sobre otras, lo que permitía a las grandes ejercer el derecho de intervenir en los
Estados amenazados por la revolución, sobre todo cuando ésta podía traspasar las fronteras y
convertirse en un peligro para los demás. En los años treinta, los grandes estadistas no
permitieron que se produjeran cambios o alteraciones en los regímenes autoritarios de los
pequeños Estados. Polonia o Italia son claros exponentes de la política seguida contra los
revolucionarios. Bélgica, la única excepción. Sin embargo, en 1848 nada pudieron ni quisieron
hacer para evitar las revoluciones. Tan sólo Carlos Alberto apoyó a los milaneses sublevados
contra Austria, mientras que Nicolás I ayudó a Austria en la represión de la insurrección
húngara y las potencias católicas colaboraron en restaurar al papa en el solio pontificio.
Lecturas recomendadas
El hecho de que las Relaciones Internacionales no hayan sido consideradas hasta hace poco
tiempo como una disciplina científica ha impedido que exista una bibliografía científica. De ahí
que tengamos que remitir a aquellas obras que hagan referencia al desarrollo político interior y
exterior de los países europeos. Un análisis general de la Historia de las Relaciones Interna-
cionales en la primera mitad del siglo xix podemos encontrarlo en las obras:
Droz, J. (1988): Europa: Restauración y Revolución, 1815-1848, Siglo XXI, Madrid, 10.ª
ed. Libro clásico para conocer los acontecimientos revolucionarios en los grandes Estados
europeos durante la Restauración, y en el que su autor dedica el capítulo IX a las Relaciones
Internacionales de este período.
Duroselle, J. B. (1983): Europa de 1815 hasta nuestros días. Vida política y Relaciones
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Internacionales, Labor; Barcelona, 4ª. ed. Breve volumen en el que el autor en la primera parte
hace una exposición histórica de los grandes problemas europeos y en la segunda aborda los
debates que dichos problemas han enfrentado a los historiadores.
Rude, G. (1982): Europa desde las guerras napoleónicas a la revolución de 1848, Cátedra,
Madrid. Esta obra, aunque no dedica demasiado espacio a las Relaciones Internacionales, sí es
importante porque abarca acontecimientos fundamentales como el ajuste de Europa tras las
guerras napoleónicas y el intento de conseguir un concierto europeo basado en la diplomacia de
las grandes potencias.