Parece Cosa Del Destino

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Parece cosa del destino

Textos del laboratorio de escritura anual


2021-2023
Este fanzine recopila los textos trabajados durante el
laboratorio anual de escritura de Casa Índigo durante los
cursos 2021/23.
Todos los derechos pertenecen a sus respectivas autoras
Edición liberada para compartir en la red
@casaindigo__
www.casaindigo.es
hola@casaindigo.es

2
Las edades extranjeras
Laura Sanz Corada

3
(…)

Porque quizás no escriba sobre el agua sino sobre el cuenco:


dos manos apretaducas sortijas pegadas las unas con las otras
el brillo de su material y lo reseco de los dedos como si fuera
un pantano vacío un origen sin fondo.

Porque quizás escribir sobre el agua sea una excusa para


escribir sobre todos los paisajes que toca el agua. Todos los
que toca, que yo no toco y que deseo. La granja en lo alto de
un cerro del subcontinente amarillo opuesto a un valle lleno
de hojas de un otoño y de su lluvia. Esa granja no existe,
pero la he visto. La he visto y la he tocado porque la lluvia la
ha tocado.

Soy yo el agua: no.


Soy yo el agua: sí.

4
1. CHARCO

De niña pensaba que todo duraría una eternidad. Las


comidas en cualquier restaurante castellano, con sillas de
madera oscura oscurísima y un mantel de tela blanca que
acabaría manchándose de rosa en las mesas de los adultos y
de migas de pan en las mesas de los niños, donde estábamos
nosotros porque éramos niños y una comida de adultos
podía durar una eternidad bebida pan un plato segundo plato
el postre el helado el café para los adultos y la sed propia
infantil de salir al jardín de rodear primero todas las sillas y
todas las mesas de evitar el último mordisco del plato y de
rodear después los columpios como colofón gastronómico.
Comida que sube y baja en los estómagos, vértigo de niñez.
El frío castellano nos da fuerte en la cara, casi con rabia, las
mejillas se ponen rojas como un pan inventado de cualquier
otra región pero nosotros seguimos más alto más alto los
columpios transforman el frío en otra temperatura de la que
ya no recuerdo el nombre. Los adultos no se levantan de sus
sillas para nada ni parar sacar un brazo fuera de la ventana ni
para ver cómo la luz negra va cayendo de a poquitos sobre
el jardín del restaurante ni para asombrarse por la línea rosa
ultimísima que se forma en el horizonte ahora que el día
pretende escapar. Todo lo vemos los niños, que estamos
fuera y seguimos navegando en los columpios más alto más
alto y saltamos en el césped seco y las rodillas se nos llenan
de barro seco y todas nuestras lenguas están secas de gritar y
reír y llevarnos césped a la boca y siguen secas porque ningún
5
adulto se ha levantado para ofrecernos agua y porque
nosotros no sabemos qué es el agua, por lo menos no
sabemos qué es el agua de beber, nos atrae más el agua del
cielo o el agua del lago o el agua de este charco de jardín de
restaurante castellano, donde metemos manos, pies y cabeza
y nos revolcamos hasta el desmayo.

2. MAR

Ahora es un rancho oscuro, pero seco y abierto. Llegáis con


los gurises, os acomodáis en los distintos cuartos. Las parejas
siempre eligen primero. Vosotros sois una pareja, pero sois
generosos, pensáis, y decidís dormir en el salón, con dos
colchones rotos uno pegado al otro. Todos los cuerpos se
desnudan en cuestión de minutos. Es tanta la urgencia de
mar que la piel deja de ser piel para ser arena que llega hasta
la orilla. Y ahí estaréis. Bebiendo del sol abierto del sur del
mundo, echándoos la crema blanca con tanta rapidez que
quedará blanca por siempre y no habrá espacio para el rojo,
porque el rojo es un color lejano, dice alguien, un color
ardiente que nadie quiere tocar. Y os meteréis en el agua, y
al tocar su temperatura fría pensarás de nuevo en la fina línea
del atardecer.

¿Qué es lo que brilla sobre el agua? ¿O es debajo del agua?


¿O es el agua misma?

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3. CONTENCIÓN

Por las noches, mi habitación se volvía un lugar tan


silencioso que a veces las cosquillas me comían todo el
cuerpo. Supongo que era excitación. Excitación por el
silencio, qué chiquillada. ¿Qué chiquillada o qué cosa tan
genuinamente madura? También, a veces, de madrugada, el
silencio dejaba de ser silencio y se volvía ruido blanco.
Nunca me meé en la cama. Cuando la necesidad apretaba,
era capaz de salir corriendo al baño y justo al borde del
segundo dejaba que todo cayera como torrente. Me
imaginaba el agujerito, tan pequeño como una peca, por
donde empezaba mi deshidratación. En ese momento,
mamá se levantaba y daba un golpecito en la puerta. «¿Estás
bien?» Solo estoy meando, mamá! No es enfermedad
sentarse y abrirse, no es enfermedad sacudir los órganos
internos para que den alimento al suelo, no es enfermedad
jugar con el músculo que da paso a una huida que nunca
regresa. Al terminar, tiro de la cadena y observo la mezcla
que se va al centro de la tierra.

4. EXPANSIÓN

Posa en tu regazo su nuca y hay algo lejos que se rompe.


Cuando digo lejos lo que quiero decir es que hay una región
a muchos kilómetros que te sacude cuando ella se sacude.
No hay terremotos: ni en ti ni en él. Un océano cruza de su
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corazón delimitado hasta tu corazón expandido. Cuando
piensas en esa región muy fuerte, con todo el cuerpo, y
alguien te toca: te rompes. Es como un hechizo
interrumpido. Todas las partes que son de ti pero que dejan
de estar juntas se entregan al paisaje. De lo roto nace un
nuevo país una nueva manera de caminar sobre los trigales,
la sensación de que la vida es compartida. Posa en tu regazo
su nuca y acaricias el mentón, primero, la nariz, segundo, y
la frente, tercero. Posas los labios sobre tu caricia sobre su
frente. Buscas una temperatura elevada, algo que confirme
que la distancia de la geografía da fiebre, pero su piel morena
resiste. Quisieras sorber cada punto de su cara y que así no
haya lugar para la enfermedad: la caricia se vuelve pellizco y
su piel morena se vuelve roja, y su resistencia de temperatura
se vuelve tibia, por fin.

5. PANTANO

No corro hacia el agua. Mimi y Noe me llaman desde la


orilla. Es un pantano sucio, les he dicho. Pero parece darles
igual porque ya se han zambullido. Salen poco después como
un giro rico en minerales y todo su cuerpo se cubre, durante
brevísimos dos segundos, de una pantalla verdeagua ínfima,
imperceptible sin el sol extranjero que se vierte sobre ellas.
Quiero gritarles para que me digan qué es lo que encuentran
de atractivo en un embalse tan mugriento, para que me digan
cómo hacen para flotar sobre los sedimentos puntiagudos y
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dolientes, para que me digan cómo puede una convertirse en
lago sin conciencia. Pero los pensamientos se evaporan y a
mi boca no llega nada más que una saliva densa densa y ácida
que me dificulta el habla.

6. FRUTA FRESCA

Un supermercado se encuadra en la noche clara. No habías


visto una luz igual en ninguno de los meses viejos: enero,
diciembre, noviembre. Pero ahora es el segundo mes de este
año y aquí todo ocurre: hay muchos cumpleaños, la
primavera ya no parece antojo de niño, las naranjas llegan
frescas de algún lugar de tu tierra. Pero estás en Alemania y
al palpar estas naranjas, tus dedos se empapan. Quien haya
echado estas gotas que son como un rocío mañanero
impuesto, se va a enterar. Guardas seis naranjas en la bolsa
y sigues caminando entre los pasillos, furiosa. Llevas los
auriculares puestos pero la música está en pausa. Los
supermercados te dan urgencia de silencio contigo misma.
Qué nostalgia te provocan los supermercados. Mientras
tanto acaricias las cajas de infusiones con la misma emoción
con la que acaricias las botellas de vino. Buscas el origen del
vino. La furia es el territorio del desarraigo. Buscas alguna
palabra en castellano. Tus dedos siguen empapados.

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7. SUSPIRO

Eran como un secreto. Si alguna vez habíamos visto esos


pies fuera de los tacones toscos y con un agujero al frente
por donde se amontonaban los dedos, no nos acordábamos.
A veces viene a mi cabeza una imagen que no sé si es
recuerdo o invento: una palangana azul oscuro, rastros
blancos de arañazos de algún animal, vaho y sonido de sales.
Los pies de mi abuela están dentro y forman parte de un
cuerpo de suspiros. Con el mismo aire que resopla, mi abuela
humedece la mano que se extiende hasta los tobillos para
masajearlos. Abuela abuela abuela, digo yo dentro de mi
cabeza, abuela abuela. Abuelita! me dice ella después,
llámame abuelita! Eres mi nieta pequeña, mi nietita, tienes
que llamarme abuelita. Pero en el rato de descanso, después
de todo el día gestionando las reservas del hostal, la limpieza
del hostal, el cuidado de cinco nietos nietitos!, la cocina de
unos dos tres platos para uno dos tres cuatro cinco nietitos,
en ese rato de descanso, ella deja de tener voz. No hay más
respuesta que los cracs de sus huesos o el alivio que se abre
como un sonido así aaassshhhhaaasssh. Ella no habla: su
cuerpo habla: hacia ella: no hacia mí, su nietita, ni hacia el
resto de mis primos, primitos. Aun así yo intento
comunicarme con ella de alguna forma nueva. Relleno el
agua en el cazo, enciendo el fuego con la cerilla, meto un
dedo dedito! para comprobar que los grados no quemen,
saco el cazo y vierto el líquido sobre sus pies.
Aaassshhhhaaasssh. En esta imagen que no sé si es recuerdo
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o invento: abuelita siente placer en las arrugas que nacen por
pasar más rato de la cuenta descansando. El placer de
abuelita está medido por un tiempo poroso. El placer de
abuelita tiende a la evaporación. Abuela abuela abuelita!
Aaassshhhhaaasssh.

8. BONG

Después de fumar os acostáis sobre la cama. De momento


no hace frío así que pasarán largos e inocuos minutos hasta
que alguno de los dos decida tirar una manta por encima.
¿En qué os parecéis? piensas en el momento exacto (y
plácido, ah!) en que la manta cae sobre el vientre el pubis las
ingles. Todo resguardado. ¿En qué os parecéis? Pasas la
mano por encima de la manta y la dejas inerte hasta que él la
acaricia. Os parecéis en la reacción de vuestras pieles, en los
choques. Pegas otra calada y la manta se descoloca dejando
el pie de Mattias destapado. No parece darse cuenta: está
mirando al techo con los ojos atraídos por un lugar que tú
no puedes ver. ¿Qué? Le dices. Y él contesta En todo. Pegas
un respingo en la cama por el susto de vuestra conexión
mental. Le miras. Tiene los ojos cerrados, la boca cerrada y
vuelves a escuchar Nos parecemos en todo. Es su voz y la
detestas. Detestas que te hable su voz en off, voz de locutor
de madrugada, voz cortada por la lengua, lengua llena de
saliva, voz que tiembla como tiembla tu cuerpo. Sacudidas.
¿Tienes miedo de su voz o de no quererle? Él recoloca la
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manta y te envuelve toda en un abrazo de lana. No tienes
miedo, tienes frío, te dice la voz mental. Te niegas a contestar
porque eso significaría aceptar que sois compatibles, que os
parecéis, que tenéis que ser novios, estar juntos siempre
siempre! en la proyección de vuestras vidas. Tú no le quieres.
Pegas la última calada y te llenas de calor. Cierras los ojos y
apoyas tu cabeza en la voz mental Te quiero te quiero, pero
no sé.

9. AGUA SALADA

La tarde en que Dajla se cayó con la bici nos habitaba un sol


de julio. Eran las 16:38 de la tarde y todas las casas del barrio
se encogían hacia adentro. Como un letargo o, en un idioma
nuevo, una siesta elegida. Corrí hacia el lugar del accidente,
levanté la bicicleta y le aparté el pelo de la cara a Dajla, que
lloraba desde un alfabeto antiguo. Tranquila, tranquila, por
favor, tranquila, seguro que no te has hecho nada, toma,
espera. Saqué un pañuelo, escupí y repasé su codo como si
quisiera empezar un lienzo. Todo lo cura, todo lo cura, le
decía yo. Este ADN todo lo cura. Ella lloraba y recogía las
lágrimas con otro pañuelo. No entendíamos nada de la
sangre, sangre que nos negaba como hermanas, por eso
vertíamos toda la sal en la herida.

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10. BOCA SECA

Se llama Gazebo, te dice con su inglés materno resecado en


la boca. ¿Gazeeeebo? Le preguntas. Y, con el humo del
cigarro retenido al ras de la garganta, dice You got it. En
español yo lo llamo cenador. Besas su boca. Metes la lengua
para intentar curar su adicción al tabaco, pero tienes miedo
de que la ofrenda funcione al revés y seas tú quien acabe
enganchándose a la nicotina.

inmersión

Veo este paisaje en calma: un mar y sus correspondientes


animales, patitas de pájaros que pisan la arena sin el miedo
de hundirse. Veo este paisaje en calma y pienso en los pies
de abuelita. El placer que yo me otorgo, en el que cedo e
insisto, no ha sido nunca el mismo placer anunciado de mi
abuela. Para ella, el alivio solo llegaba después del
sufrimiento. Un pinchazo con la aguja, el dolor profundo
arraigado en la huella dactilar y, ah, ah, ah, apretar la carne
del dedo suave hasta que aparezca la gota de sangre. Una
gota diminuta. Qué placer. También: esconderse en un
pedazo de cueva húmeda, al norte de Castilla, en la frontera
exacta de la no-guerra, y tatarear una canción para que el
vaho del miedo se expulsara hacia fuera en otro idioma.

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Para mí, el placer por el placer. El paisaje allanado y
saber reconocerlo, tomarlo, beberlo, escupirlo, reformarlo.
Como cuando anoche, después de la última mudanza al sur,
Mattias y yo dejamos las maletas a medio deshacer y nos
lavamos la cara la una al otro. Nuestra manos-recipiente
hundiéndose en el líquido, traspasando la frontera de lo
material agua material piel. Levantar las dos manos del agua,
que salían pegadas la una a la otra por el filo de los meñiques
y hasta las muñecas, costaba un esfuerzo tan fugaz que ni lo
comprendíamos como tal. El deseo último nos ardía tanto
que no podíamos atender ninguna otra emoción, aunque
ahora que escribo esto me doy cuenta de que seguramente
estábamos sintiendo muchas, todas, a la vez. En el viaje de
mis manos a su cara el agua se pierde entre los dedos, es
inevitable. Pero el deseo de lavar el rostro de Mattias era tan
grande. La imagen de ver su pelo cayendo mojado sobre la
frente pasando por la nariz hasta los labios rojos me invadía,
así que no retrocedí a buscar más agua. Mattias empezó a reír
cuando el hilito transparente le mojaba el flequillo. Nuestras
caras rompieron la distancia entre ellas con un beso.
Nuestras salivas eran dulces, y en su fusión, todo rastro de
violencia quedaba diluida.

Hoy me he despertado con la boca seca. El ventilador


del techo no ha parado de girar en toda la noche y con cada
choque de aire he sentido que se me cortaba la lengua. Se lo
cuento a Mattias. Le digo Mira cuánta sangre, es inaudito. Él
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se ríe, acostumbrado a mi hipocondría, y se da media vuelta
en la cama para incorporarse. Tiene que ir a dar clases a la
universidad como profesor invitado y no nos veremos hasta
la tarde. Yo siento unos nervios cerca del ombligo: hay una
ciudad desconocida que explorar durante todo el día. Me
desperezo, hago la cama, insisto en estirar las arrugas, una y
otra vez y otra vez, las sábanas sin planchar es imposible que
queden lisas pero yo lo intento. Después estiro la espalda
para desarrugar los huesos y me desenredo el pelo para
desarrugar el nervio de la mente, todo a la vez, como con
una prisa peculiar que todavía no me hace daño. La luz a esta
hora y en ese punto del mundo es escasa, así que prendo la
bombilla que cuelga del techo del baño a pesar del gran
ventanal. En el vidrio, un único reflejo: la luz falsa. Sé que al
otro lado está el mar pero no pego la nariz ni me asomo hasta
un buen rato después, justo antes de darme cuenta del color
de mi boca.

Mattias me insiste en que debería estar tranquila. Don’t


worry, susurra. I’m sure it’s not anything que no pueda
arreglarse. A mí me dan ganas de sacar la lengua roja y
restregársela por todo el cuello para dejarle un rastro visible
de dolor. Pero vuelve a pedir que me calme. No sé calmarme,
no puedo hacerlo, así que trago la saliva con bastante
malestar, me levanto de la mesa y salgo a la calle. La ciudad
desconocida ya tiene una luz abierta: las motas de polvo son
naranjas y filosas, capaces de nublar los ojos por su belleza
peculiar hasta tal punto que cualquier figura al otro lado
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queda difuminada. Me quedo embobada ante la imagen y
pasan seis minutos hasta que Mattias sale a verme. Perdoná,
me dice antes del abrazo. Si querés vamos a una consulta,
preguntas todo lo que tengas que preguntar y así te quedas
tranquila. Me ofrece una botella de plástico con un poco de
agua y lo bebo a sorbitos. I need the sea, le digo. Pega la
última calada de un cigarro recién empezado y asiente.

Para el momento en el que estemos en la orilla, el agua de la


botella de plástico y mi saliva se encontrarán en la garganta,
fundiéndose en un color opaco que nunca podré enseñar.
Escupiré varias veces sobre la espuma del mar.

He vuelto a levantarme en medio de la noche. ¿Estás


bien? Ha preguntado Mattias cuando me he recolocado a su
lado, después de haber dado vueltas por el baño, después de
haberme tirado en el suelo del baño, después de haberme
mirando tanto en el espejo del baño. Sí, all good, le he dicho,
y he sollozado. Él me ha abrazado y sus manos han sido
tierra sobre el vientre. Me he calmado en menos de cuatro
segundos.
¿Qué era lo que se perdía por el retrete, dando vueltas
hacia el núcleo mismo del mundo? ¿Restos de un dolor?
¿Una nueva forma de mirar aquello de lo que me despido?

Una nueva manera de lanzarme al agua. Mattias me enseña:


instrucciones de seguridad y consejos sobre la respiración.
Yo le digo No sé, no estoy segura, tengo miedo, y él sonríe
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con ternura, me agarra de la cintura y me da un beso suave.
Lo harás bien, yo estoy aquí mismo. Empiezo a salivar,
nerviosa. El mar y su azul oscuro y blanco delante de mi
cuerpo. Solo tengo que dar un par de pasos hasta el borde y
lanzarme siguiendo los consejos de Mattias. Pero entro en
pánico y mi mente empieza a tener pensamientos en otros
idiomas, idiomas que no recuerdo, algo con haches y erres
para adentro, voces lentas que se superponen y forman una
voz única que es pura velocidad. Mis pies rozando la piedra
rasposa del borde, la voz múltiple pesando dentro de mi
cabeza, mi pánico aumentando, hasta que entre todo el
murmullo encuentro algo familiar: la voz aislada de Mattias.
Me giro para confirmar la palabra en su boca pero está a
unos metros y con los labios sellados. Podría aterrorizarme
la idea de que su voz diciendo Tómate tu tiempo suene tan
cierta en mi cabeza, pero consigue justo lo contrario al terror:
me relajo. Respiro lento durante tantos minutos antes de
saltar que siento que el salto es en parte un sueño, y en el aire
de camino al agua, mi cuerpo cae con deseo mientras la voz
de Mattias sigue diciéndome Tu tiempo, tu tiempo.

Recuerdo que no fue fácil explicarle el mar a Dajla.


Intenté algo de la arena y las olas y las algas, pero nada de
eso dio respuesta o cuadró con la imagen de su mente. Dajla
conocía el mar por los libros de texto de su escuela y por las
telenovelas que veía con su madre. Ahora que estoy frente al
mar de esta ciudad desconocida intento con todas mis
fuerzas desaprenderlo: lo miro, quiero eliminar cada palabra,
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premisa, recuerdo. Imagino que las olas toman partido y
hacen de barrenderas de todo lo que quiero transformar.
Desaprendo el mar para comprender cómo sería verlo por
primera vez. Cuando Dajla, con siete años y sentada en el
coche familiar, giró la cabeza y vio toda esa mole azul oscuro
sobre una mole verde de campo pegó un gritito. Yo eché a
reír por nervios y empatía. Los dientes me dolían de verla
tan cerca de algo inalcanzable. Unos minutos después
bajamos y su cuerpo menudo se sitúo frente a la primera
duna de playa. Cogí su mano y caminamos juntas hasta llegar
a la orilla.

Ella tuvo las fuerzas de quitarse la ropa y meterse hasta la


cintura.
Yo contemplaba.
La lengua me palpitaba.
Los pies cambiaban de color hacia un morado frío y difícil.

Ahora que estoy frente al mar de esta ciudad desconocida


intento con todas mis fuerzas desaprenderlo: me sumerjo
como Dajla hizo la primera vez. Un primer contacto debe
ser así: fuerza y dolor por las temperaturas contrapuestas,
ojos y labios de sal, grito eufórico. Con la siguiente ola me
dejaré arrastrar, abriré la boca, beberé el néctar del mundo,
mi piel se sanará con el roce de la arena, encontraré el caracol
secreto del lenguaje.

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Mattias, le digo al salir, creo que retrasaré la visita a la
consulta.

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Mancha ocre
Sara Campos Jiménez

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1
Alguna vez fui mía, respondo a esa pregunta incierta que viene
de la boca de Elisa, en qué piensas, y yo le devuelvo en un
reproche lo que se me escapa de la cabeza. Me dejo caer de
su berlina, cargo conmigo una tumba de piel y huesos. Eli se
fija en mis manos temblorosas, las escondo en los bolsillos
traseros, murmura que al fin hemos llegado. Durante el
trayecto apenas hablamos, ella se la pasó comprobando por
el retrovisor que su hija no se quitaba el cinturón, o me
vigilaba a mí, estoy segura de que subía el volumen de la
radio cada vez que nuestras miradas se cruzaban.
El señor Ernando ronda el zaguán, la mano le sirve de visera,
nos invita a pasar. Mi prima cierra el maletero con un golpe
seco, su hija, que duerme en la parte trasera, da un pequeño
respingo. La tía nos espera a las puertas de la viña, siempre
elegante, muy entera, pasaría desapercibida si no fuese por
sus grandes gafas color caoba y el abrigo de pieles. Recuerdo
que de pequeña me parecía una especie rara de espectro que
se hacía presente al final de los eventos como si no le
importara llegar tarde, como si viniese de algún lugar
realmente interesante.
El tío Gilberto con su bigote a lo Brassens, sonrisa afable y
ojos color miel, siempre fue su mano derecha. Todavía me
cuesta imaginarlos amándose descarnadamente, pero nadie
sabe lo que ocurre dentro de otras cuatro paredes. Ahora
está cansada, se le nota en el modo en que empina la barbilla

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dando un puntapié. Es probable que yo sea la causa de su
hartazgo, o tal vez es una cuestión de posesiones, es cierto,
ella posee la hacienda, son sus hectáreas, cada almendra que
cae de los árboles es una más de sus pertenencias, de ahora
en adelante me tiene a mí entre ellas.
A mi alrededor oigo a personas que antes no escuchaba, las
mujeres de mi familia que van creciendo entre las ramas. El
campo de almendros al atardecer es como ver una gota de
aceite derramándose sobre un vaso de agua, los colores no
se mezclan, yo me hago la muerta. A lo lejos aúlla una
tormenta, se acerca con somnolencia. Atrás queda la
carretera que suena a trasiego junto a la vía del tren
abandonada, haciendo eses a las miradas de quienes sobre
sus andenes saltan, niños que juegan a que a ellos no les pasa
nada.
Despido a Eli con un abrazo, se le va a hacer de noche
conduciendo, está preocupada, pero sabe que me quedo en
buenas manos. La veo perderse más allá de la cancela,
aprieto el asa de la maleta, las ruedas giran arrastrando mis
piernas. Tiritan las vigas que sujetan la casa, recorren su
porche Cimbria y Fara, dos perras guardianas de las que
ladran cuando alguien ataca. El olor a abono empapa el
viento, de a poco viene, nos envuelve, de a poco se enrabia
y marcha de nuevo. Es una solanera que se comenta en el
pueblo que ahorca hasta al más cuerdo, a mí me embelesa,
admiro su capacidad para volar sin que haya un sólo pájaro
que frenarla pueda.
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Atravieso el umbral, siento que me desvanezco. La casa es
una presencia que me consume, un cuerpo con unas uñas
infinitas que seguirían creciendo aunque muriera, late el
pasado que contiene, que nos precede, se atisba el futuro que
en ella vive ya, ese que nos sucederá. Los muebles hacen las
veces de tótems que consiguen transportarme al recuerdo de
otros años, puede que sean más de ocho, solo estaba
empezando la vida cuando me fui de aquí. Siento que con
esa partida arranqué del fondo de la tierra una raíz, una bien
profunda y debió pasar como con las salamanquesas que
cuando le cortas la cola les vuelve a salir, pero ya no es igual.
Asiento mis emociones en una mecedora de mimbre, el
balanceo consigue conmover a la niña que fui, las mañanas
de la infancia vienen a mí como fogonazos de aquellos
momentos en que me distraía leyendo debajo de una mesa.
Al abrir los ojos me encuentro con ella que me mira con
desconfianza, analiza mis movimientos, controla que no
haga nada fuera de lo común, un drama propio de mí como
ponerme a gritar que esta ya no es mi vida y que nadie puede
presionarme para que me quede. Respondería que no es su
culpa, que nadie me obligó y tendría razón, ha sido elección
mía. Eso no lo hace menos doloroso.
Le concedo una mirada mientras recorro el recibidor, los
azulejos de estilo mudéjar guían mis pasos, dos baldosas a la
izquierda, una a la derecha, sin pisar los cantos, llego a la que
esta rota y le hago saber que debe arreglarla, que esa grieta
tiene décadas. Me adentro en el patio rodeado de tulias
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donde una luz sonrosada cae por la pared de ladrillo
desnudo, es como si estuviera en un capullo, ahora vivo
dentro de un capullo. Subo los escalones que llevan a la que
será mi habitación por tiempo indefinido.
Entro con cautela, aun así, me golpeo con el techo
abuhardillado, lo maldigo en voz baja para que mi tía no se
entere, va tras de mí con las antenas puestas. Su reflejo se
estampa contra el espejo del armario, aún no se ha quitado
el abrigo, así vestida y con el moño alto es una sombra que
se extiende más allá de las paredes. En su interior, bajo las
innumerables capas de indiferencia que viste, tengo la
certeza de que es una de esas personas que esperan pacientes
a que la vida les devuelva el ciento por uno, creo que ese es
el motivo por el que se ofreció a darme cobijo.
Tomo asiento al filo de la cama, con las yemas rozo el borde
de la mesita de noche, sobre ella un hule bordado cuyo
estampado tapa un Magnificat. A lo mejor si yo fuese otra,
si no me hubiese pasado lo que me ha pasado, lo rezaría cada
mañana, pero ahora no me nace salmodiar, solo siento
sueño, hambre y ganas de llorar si me preguntan cómo me
encuentro. Me recuesto sobre la colcha zurcida con retales,
contemplo las motas de polvo que se asoman entre los rayos
de sol, alzo la mano y la muevo al ritmo de esa última
lucecilla.
Es un cuarto estrecho, siempre me resultó siniestro, quizás
fuese por el retrato de mi abuelo sobre el cabecero, las

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estampitas de santos, el escapulario colgando de la llave del
armario, la falta de color, el suelo que chirría, las cajas donde
se amontonan los trastos viejos o puede que sea por el olor
a pérdida que dejaron quienes murieron en esta estancia.
Primero fue mi abuela, de ella conservo una fotografía
nuestra en la que aparezco vestida de princesa, con unos
taconcitos de plástico que tenían estampada la cara de Bella.
Al abuelo lo recuerdo llorando, sin olor, sin tiempo, sin
manera de retomar aquel momento y preguntarle si tenía, o
no tenía, sueños. Y al tío, al tío me lamento no haber venido
a verlo. El caso es que esta habitación hoy me transmite
calma, una calma amarga, de caracol dentro de su caparazón.
Deshago el equipaje prenda a prenda hasta vaciarlo, doblo
camisetas y pantalones, envuelvo las medias procurando que
no se hagan carreras, luego me siento a contemplar el orden.
Entonces me acuerdo de algo que eché en el último
momento, busco en el bolsillo lateral donde se oculta el cofre
de los tesoros. Es una cajita rectangular hecha de madera de
pino que fue tallada a mano por el padre de mi abuela
materna, en ella guardo fotos, cartas, entradas de cine, tickets
de conciertos, billetes de avión y una colección de postales.
Desde niña disfruto sentándome a mirarlas, a volver a pasar
los momentos por el corazón, como lo llama mi amiga Inela,
que es distinto a pasearlos por la mente, me recreo en las
fechas, me gusta hacer cronología de mi historia. Me doy
cuenta de que de este último periodo no hay nada, es como
si me hubiese abrazado a una boya y flotara, sólo flotara.
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¿Qué podría conservar, tal vez la pulsera del hospital o el
historial?
Soledad no me ha quitado el ojo de encima, pregunta si he
terminado y sin darme espacio a una respuesta indica que la
cena ya va a estar. No tengo hambre digo, pero la Sole es
mucha Sole y se niega en rotundo a que me vaya a la cama
sin cenar, cedo antes de lo previsto. Atravieso la galería del
segundo piso, me persiguen las sonrisas artificiales que
cuelgan de las vitrinas, los vestidos blancos, esos trajes de
chaqueta, era norma que las fiestas se celebrasen en la
hacienda, cuando aún vivía el tío y los abuelos, cuando aún
no nos habíamos mudado a la ciudad, cuando todavía no la
habíamos abandonado.
El descubrimiento de la cocina blanca ante mis ojos es todo
lo que necesito para sentirme acompañada, si pienso en mi
niñez en la cocina se me aparece una señora que repetía que
es más elegante doblar las servilletas uniendo las puntas
como un triángulo isósceles, pero yo no la oía, porque la
gente que sorbe la sopa me pone nerviosa. Me apoyo en la
vieja encimera de granito en la que me sentaba de niña, es
como si estuviera de regreso a finales de los noventa, una
cena más, una de las de Nochevieja quizás, con las uvas sin
pelar cuyas pepitas podían costarte la vida, yo siempre las
vomitaba sobre el vestido de mi madre cuando daban las
doce campanadas.

26
Esa antigua calcomanía del Domund 2000 que uno de mis
primos pegó en la puerta del frigo me devuelve a aquella
entrada de milenio de la que guardo la impresión de pavor
en el rostro de mi tía, yo también estaba asustada, vi caer el
espumillón con una mano tapándome la cara. En esta cocina
se percibe una sensación atemporal, tanto que podría oler
como en el horno de leña poco a poco fermenta el pan que
habría amasado mi abuela, la huelo a ella y a los avíos del
puchero en la olla que hay de cena. Cuando me siento a la
mesa como y agradezco, está sorprendida porque no haya
hecho un conflicto de esto, se lo puedo leer en la cara. Si
tuviera que sincerarme admitiría que nada de lo que pueda
hacer o decir logrará despertarme de este denso letargo, que
es permeable, un líquido que me traspasa cada poro, y si hay
mente, y si hay alma, y si no hay nada, todo se moja igual.
Al alzar la frente el cielo aguarda en la ventana, nubes que se
marchan tras ver llover de este día malabares de palabras.
Somos, ambas, solitarias y silenciosas. Tampoco nos
observamos mucho, lo justo para que no resulte
inconveniente. Hallo, en este lenguaje nuestro, versos
surcando mi mente, me pasaba ya de cría, cuando me
escondía a escribir mis diarios de candado. Ojalá esto fuera
eso, un retiro para escribir y no una huida en desbandada.
Pienso en la escritura, e inevitablemente se me cuela un
resquemor, lo tengo en la punta de la lengua, boqueando, es
él que sigue ausente, estando, siendo, es este sentimiento de
pesadumbre cuando lo pienso a él. Cojo el móvil y abro un
27
documento, la página en blanco centellea bajo la yema de
mis dedos.
Vendaval sin raíces, doce de enero, te imagino de frente, callas la ternura
que te provocan mis miedos, sonrío, nerviosa, tus gestos me susurran.
No soy capaz de mirar, voy abriendo los ojos, estás conmigo, aquí, eres-
soy-somos. Me tocas, la espalda se relaja, un suspiro, ríes y me abrazas
exaltado, yo ni sé dónde estoy, ni sé si eres quién eres, pero estoy presente.
Tengo ganas de comerte la cara, pero no tengo fuerza ninguna. Estás
tan contento que temo no volver a verte así de feliz nunca más. Temo
olvidar este instante. Estás como un niño y yo te quiero querer tantísimo
que no sé ni por dónde empezar.
Lo escribo como para hablar con él, y me aguanto las ganas
de nombrar lo que me está pasando, que desde que he
llegado a esta casa me ha invadido el desasosiego, a su vez
siento paz, en paralelo, como una certeza sospechosa de que
existen cosas que no vemos. Acurruco mi incertidumbre
entre las costillas, las sábanas de franela les dan la bienvenida
a mis pies congelados, no consigo descansar, aprieto fuerte
los párpados y finjo que duermo hasta que no haya más que
silencio.

2
La voz monocorde de una funcionaria anuncia mi nombre.
He pasado toda la noche macerando la impresión que daría
con un pantalón vaquero, unas botas, un cinturón y llevo
veinticinco minutos preguntándome por qué embutí mis
28
caderas de pera en esta falda esmirriada. Me consuela pensar
que las primeras veces suelen olvidarse, de poco sirve el
apuro. Arqueo la mirada de una punta a la otra del pasillo,
busco a mi tía, quisiera transferirle la duda, cómo no me ha
dicho nada.
Ella camina sin prestarme atención, va dos pasos por
delante, la sigo, de reojo compruebo que la puerta de la
consulta se quede entreabierta. De entrada, el gotelé me
molesta, los barrotes me asustan, y al gran cartel que reza
«mañana puedes ser tú», le grito: hoy soy yo. Hiperventilo
cuando cierran. Me imagino sufriendo otro ataque de pánico
en mitad de este ambulatorio anodino, con sillas de plástico
y señales de espacio sin humo. Planteo la posibilidad de que
sea una ficción, toda la escena digo, ponle que en esta toma
me matan de un disparo en la cabeza, pero el director en
seguida se arrepiente: ¡Mierda esa bala debió darle en el antebrazo!
Y así, de golpe y porrazo, revivo en el siguiente acto. En
lugar de cineastas frente a mí se sientan dos doctores que
determinan mi destino con un teclear agónico. Nunca pensé
que un puñado de palabras pudiesen designar lo que ocurre
dentro de mí.
El más alto es cortés, se interesa por mi estado de ánimo,
trato de poner en pie lo que me duele, lo que no cesa, que es
intenso y que piensa. Unos días de una manera, otros de otra,
a ratos llaman a mi puerta y voy y abro y ya no está lo que
me hacía daño. Las explicaciones como cebollas, hacen que
llore a medida que las desuno. Siento miedo y vergüenza por
29
no saber expresar lo que soy. Cuántas oraciones que tallo se
me deshacen a medias. Al final repito lo de que voy con la
vida a cuestas.
Quiere saber si sé por qué estoy aquí. Podría responder con
un no del revés, o simplemente hacerme entender
retomando el ayer de hace doce madrugadas cuando acudí a
urgencias desesperada y desde allí narrar lo que venía
pasando tiempo atrás. Pero en realidad, si quisieran saber
cuánto me pesa la vida, les mostraría las cicatrices frescas de
estos demonios que me atormentan. Me acusarán de
ponerme poética. Qué esperar de este Aleph que tengo
agazapado en una grieta entre los dos hemisferios y que me
tienta. La crisis, mento la crisis, que es el término que
utilizaron ellos. El hombre lo llama vulnerabilidad en el
sufrir, lo que a ti te pasa se puede considerar una
vulnerabilidad en el sufrir dice, y se me escapa una risa que
suena como una arcada.
La otra va directa al diagnóstico, estructura el caso con
detalles técnicos que cartografían la sintomatología. Le
chorrean vocablos que me traspasan sin dejar rastro, igual
que una bandada de pájaros. Cambia el tono, las maneras, ya
no se dirige a mí como persona sino como paciente, de
refilón escucho algo, pero no entiendo nada. No lo quiero
saber. Me lo huelo. Aparecen palabras ásperas. De repente
siento como si la maestra me hubiese tirado de la oreja.
Insiste en comprender la decisión que tomé de volver al
pueblo, no le entra que una chica de mi edad y en mis
30
condiciones haya preferido venir aquí. Se dirige a mi tía y a
esta le enerva, lo noto en los golpecitos que da con las uñas
en el filo de la mesa, con ritmo, sin paciencia.
Ella qué sabe, replico.
Yo no sabría, empieza.
Las tres nos callamos, el hombre carraspea. Pido disculpas
por hablar así, así cómo, pregunta, así de mal, respondo. Ya está
queriendo remarcar que no he dicho nada malo, lo intuyo en
la manera en que chasquea la lengua. Se la muerde cuando
freno el traqueteo de sus dedos con la mano, la aprieta y
agradezco que me toque, que se atreva a hacerlo sin correr
el riesgo de quebrar esa fina lámina que me recubre. Desde
que llegué temí que me tratara como a una persona enferma,
convertirme en una enfermedad. Su tacto me recuerda que
no soy un historial clínico.
Un silencio ceremonial acompaña a la escritura de la receta,
leo mientras él me explica que son dos pastillas, una diurna
y una nocturna. Advierte de la repercusión que puede tener
no tomarlas en sus respectivos horarios. Insinúo que ya lo
sabía, miento. El chirrido de las patas me acompaña al
levantar las piernas, un pitido se me incrusta en el tímpano,
el cambio de estado me hace ver borroso, la cabeza me
aprieta, es un leve mareo. Dirijo mi torso a la puerta, el resto
se paraliza, cuchichean. Los observo, rondarán mi edad,
deben estar acostumbrados a numeritos por el estilo. La Sole

31
me agarra del codo, impulsa mi cuerpo, se despide por mí.
El eco de otro paciente se cuela por el megáfono.

3
Rechinan las llaves que abren la puerta, detesto fregar las
manchas que dejan los botines embarrados y como es a mí a
quien le molesta, pues soy yo quien los recoge para que no
empapen el suelo. Entro relatando que este frío no hay quien
lo soporte, que el precio del pan sube por minuto, que la cola
en la carnicería era de concierto de estrella del pop, o que
dice la chica de Jacinta que el vecino va a tener una angina
de pecho de tantos disgustos como le da su hijo. Hablo y
hablo porque así logro acallar el escalofrío que me provoca
esta casa desértica. Estoy sola, por las mañanas siempre lo
estoy.
Mientras coloco la compra Fara se acerca a olfatear la
comida, mordisquea los calcetines intentando agujerearlos,
le digo que me deje en paz y me lanza un ladrido de perra
herida. De camino al baño el pálido azulejo de la Virgen me
observa. Una vez en la ducha aguanto la alcachofa de
puntillas, las gotas caen como chirimiri y noto el vaho que
me rocía la piel. El móvil vibra sobre la taza del váter,
envuelvo mi desnudez con la toalla y cuelgo. Era un prefijo
extranjero, con muchos números. Leo en la lista de
entrantes: desconocido. No es la primera vez que recibo una
llamada de este tipo, tampoco me atrevo a devolverlas.
32
Quién habrá detrás, quién preguntará por mí, quién me
quiere encontrar.
Empiezo por secar las piernas, después voy subiendo, lo
único que me agrada de mi cuerpo son las manos, y eso que
con las uñas tiendo a pellizcarme los puntos negros hasta
sangrar, para luego arrancarme las postillas. Esto de hacerme
la manicura es reciente, no sé exactamente por qué lo hago,
pensaba en un cambio, un dejar de ser. Cuando miro mis
uñas, no las reconozco. A veces me gusta no reconocerme.
Me miro sin verme. Espejito, espejito, dime porqué ayer
parecía que no hubiese circunstancia capaz de afectarme y
ahora, estoy calada en medio de una rotonda, con los coches
que me pitan y yo en stand by porque tampoco sé cómo salir
ni para dónde tirar. Cada mañana me fuerzo en fingir que
estoy mejor, hasta que lo esté. Necesito volver pronto, ya.
Me pinto la raya del ojo con el eyeliner, estoy deshaciéndome
de la mirada reprobatoria. ¡Que miren lo que quieran! Ojalá
pudiera yo mirarme desde fuera. Quizás me odiaría. He
comenzado a creer que si no me ven no existo, y de repente
he dejado de pensar como el que deja de fumar. La pantalla
se ilumina, es ese número otra vez, lo cojo, ¿quién es?
Pregunto hasta tres veces, nadie responde. Estoy a punto de
colgar, advierto, suena una respiración entrecortada. Repito la
misma pregunta con un deje de enfado esta vez y un
inesperado me has echado de menos como una interrogación. Es
Inela, por supuesto, es su voz ronca, su retintín irónico, su
risilla contenida cuando le digo que no ha tenido gracia, que
33
me estaba pintando los ojos cuando ha llamado y por su
culpa parezco un panda.
Entramos en una espiral donde la misma pregunta de
siempre gira sobre su propio eje. Pero en nuestro caso la
conversación se convierte en una especie de lucha de poder
que ella necesita ganar. Y yo que no tengo ganas de pujar,
guardo mis palabras en una hucha que suena con cada
moneda. Si supiera cómo hacerme entender le respondería
que quien nace ciego quizás nunca llore su pena, pero que
después de haber perdido la vista no es fácil soportar las
tinieblas. Esta nueva vida en sobreexposición, tupida y
contrastada, expone para las sombras y revela para las luces.
Claro que en lugar de eso sonrío y le contento con un bien
escueto, asentiré hasta que se me parta el cuello, porque no
necesita que le cuente lo feo.
Actúa como una gata en celo, va entrometiéndose poco a
poco, mete una patita, después la otra y entonces llega al por
qué decidiste volver al pueblo. En lugar de venirte aquí conmigo,
que es lo que le gustaría añadir. Según sus insinuaciones tiene
que haber una verdadera razón, después de todo tiene que
haberla, he renunciado a la vida que llevo años
construyendo. Una vida que crecía y crecía lejos de este
gusano de seda que es el pueblo. Tapo el auricular, inhalo y
exhalo de la manera que me han enseñado, cómo le explico
que necesito ausentarme de mí misma por un tiempo, que
no me apetece, que no me viene bien, que no me nace, en
fin, que no puedo cumplir sus expectativas. ¿Lloras? en su
34
tono detecto una omisión. Libero una bocanada cuando el
llanto se deshace, le pido perdón y agradezco que siga al
teléfono.
Me la paso pensando en él, se lo dejo caer con la boca chiquita y
cierro los ojos esperando el golpe. La verdad es una apuesta
en abismo. Un espejo que se rompe en siete años de mala
suerte. Una verdadera mentira cría fácil porque mentir es
fácil, es un método de supervivencia y el ser humano
sobrevive. Mentir es como huir del fuego o tirarse al suelo
en un incendio. Mentir a los otros, pero sobre todo mentirle
a ese reflejo que dicen que soy. Del otro lado de la línea se
escucha un barullo de gente. No dice nada. Tampoco sé que
esperaba, esperaba un lo sé cariño, tarda su tiempo, esperaba un
te quiero. Lo que no me esperaba era un ya hablaremos y el
zumbido de un adiós salado retumbando en mi oído.

35
Piel
Belén Martín-Ambrosio

36
1

Bajo una luna plácida de pergamino, en ciertas orillas, hay


cuerpos que se vuelven antena de mensajes secretos para el
ojo o la comprensión mental del pobre humano. Es un
efecto de la piel, que se torna entonces tierra arada,
esponjosa, húmeda y aire, en que desde algún lugar del
universo se quieren sembrar el pan y la plata. La mezcolanza
y el abril. El corazón fecundo del éter seminal. De esta
forma, los poros convocados como a la espera de un roce,
se entregan confiados a la caricia de la oscuridad y vibran por
el amor certero de una gloriosa presencia original. Como
virgen impaciente. Como rocío en el borde lábil de la folia, a
punto de caer y desmenuzarse en mil gotas hijas festejando
el caos y la fértil humedad de sus espaldas.

Esta es la historia de unas pieles rozando y en el delirio de


darse por sabidas. Es el testimonio de unos órganos internos
en movimiento centrípeto de acuñamiento de versos. Es un
cuento de vísceras que se derraman, ventanas que se abren,
cierran, y cuerpos que, tal vez a su pesar, delatan placer y
vida. Es la historia de dos llantos, un grito y otro llanto más.

En este relato-esfínter, hablan los músculos involuntarios;


hay un intento entomológico y poético por captar la
vibración de ese verbo sostenido por los microbios del
estómago. En esta ficción, que se traicionará a sí misma
como en una digestión colicosa, no debe esperarse que salga
37
limpia la espada de la verosimilitud ni de la lógica. A mí me
lo contaron todo en una tarde de deslumbre en torno a una
mesa de bar tal y como no sucedió, tal y como se cuentan las
cosas en los bares, espumando, como la cerveza, por eso es
necesario que me creáis, porque os escribo la sustancia
descoyuntada que no se deja dar cuenta y que es, por ello, la
cara más coherente y cierta del cogollo narrativo.
Escuchadme.

En esta noche negra de luna negra, en que los objetos son negros y
granates y giran en torno a mí, yo, con mi alma luperina en agazapo y
mi cuerpo como azotado de ortigas y envuelto con las flores negras del
abandono, me presento. Soy Pan, criatura imposible nacida del fuego y
del agua en comunión, imposible de consolar en mi búsqueda eterna del
equilibrio sustancial. Huesera, llorona pertinaz. Soy legendaria e
inviable, una ocurrencia tarada del tiempo en precario equilibrio con la
realidad y el espacio. Yo, Pan, ahora y aquí os saludo a los cuatro
puntos cardinales y a las criaturas que los habitáis en soberanía y gozo,
que halléis una paz de gaviotas en vuestro seno. Que seamos nutridas
por el bizcocho y la leche de los ojos y de las galaxias.

Abro el círculo. Agradezco el calor avainillado de vuestro resuello en


mi pescuezo, y os pido protección y presencia compañeras.

38
Aquí, en el centro del altar, deposito sal y arena para lavar los
conductos, las arterias obstruidas en que he perdido el flujo anterior de
los afectos. Lava, lava, sal. Lava. Ofrezco también carbón y palosanto
para quemar, para que ardan con lo viejo, con el macrorrelato estanco
que acogota mi futuro. Y hago entrega, además, de rosas caninas, rosas
perras, como ofrenda de corazón a tierra. Me postro y lloro pétalos de
víscera, latido fundamental de las verdades vegetales que nos paren,
consuelo, regazo color vino de la Madre sideral a la que, hoy y aquí, me
postulo a conocer.

Al final, agua con cuerpo de mayo bañada en romero para convocar el


fluir, el fluir limpio y el gozar de las anguilas. Oh, luna caliente,
henchida en sangre de lobas, te conjuro por la virtud y fuerza de nuestro
vínculo sagrado. Oh, luna. Que las andanzas terrenas se hagan dignas
de tu materno acompañar, de mis mamporros.

En su cuarto, en esta tarde fría de muy al norte, Pan llora.


Está leyendo una novela desintegrada escrita por mano de
monstrua, Yugoslavia literaria, aberración, destino. Me
imagino que el tiempo estará ahí cómodo y desabrochado
sobre la cama grande estampada de zarzamora en flor.
Tumbado sobre el lado izquierdo, el cuerpo hace una ele,
unta la melena color nogal en torno a sí y reposa tan pesado
que casi se siente ingrávido en el colchón. Y así como fluyen
piernas y brazos añorando el mar, corren lágrimas largas
39
como ramblas de agua para regar las flores del edredón.
Dicen que el llanto en compañía de libros es el de mayor
concentración salina, por estar manando en una soledad
completa que es, sin embargo, inconsciente de sí misma.

El cuarto de Pan está en un inmueble-cajón que no se


revalorizará, que a su vez se inscribe en un barrio no
gentrificable de una ciudad turística de medio pelo donde
vivimos largo y mal y solas, parapetadas todas en baluartes
audiovisuales de resistencia feroz ante lo ajeno. El vino y la
sal les salen muy baratos a los turistas, pero son
dolorosamente caros para la población local. Tan pancha en
su mediocridad feocha, la mancha urbana color redbull
respira diesel y tira a los vertederos del extrarradio las
marionetas rotas que ya no sirven para el espectáculo ni
recibirán aplausos más. Ajeno a la grisedumbre ambiente, el
cuarto de Pan respira lunares y serpentinas y consiste, en
resumen, en una biblioteca con una espiral en medio que se
vuelve cama ancha y revoltosa de relatos y en cuyo centro se
puede cocinar. De espaldas a los libros, cuidando de no
pisarles los pies quietecitos, se alinean botes de vidrio con
legumbres, hierbas, bagatelas de metal, madera, diosecillas,
trozos de bosque, minerales, cremas, un tiesto de palmarosa
perfumada, un cargador.

En el ventanuco, una estrella discretita. Y bajo él, un tambor


desafinado.

40
Entonces le llegó mi mensaje y bajó al bar.

4
—¿Cómo has estado, cielo?
—Me quiero morir, en serio, estoy fatal, ya no lo aguanto. Es que no
tiene sentido seguir viviendo de esta forma. La calle agoniza, no hay
vida vecinal, tampoco asambleas, fiestas, jornadas ni proyectos. Y no
tengo ni un triste amor que llevarme a la guarida.
—Si tú te cuelgas, Pan, ya no amanece para el resto.
—¿Y no pueden rendirme sus nostalgias ahora, esos que me llorarían
tanto? Y que arrojen claveles lilas al paso de la rumbita de mi cuerpo.
Mira, prefiero un bello ritual de entierro que seguir arrastrando días en
esta mugre de vida que me cerca por todos lados.
—Olé. Pero no. Va a ensabrosar el puchero, ya verás, déjalo
cocer un poco. Vas a conocer a alguien que te ame hasta con
la cara interna de los huesos.
—¿Tú crees?
—No puede ser de otra manera. Ese cuerpito serrano tuyo
está hecho para los placeres mundanos, los atraerás. Tus
manos grandes, para acariciar barrio; tu risa, para detener
ejércitos. No en plan neoliberal, pero... en serio, alegra esa
cara de chapa, que es una racha solo.
—Que no la culpen a la flor de marchitarse si no la riegan. Es como
vivir en tiempos deshidratados, resecos, del color mate de la informática,
con olor a pis de parquin. Es como que la desmadración patriarcal ha
sido culminada. Todo o funciona o es violento. Ya no hay amantes
entregados, ya no hay común ni compartir, solo partir sin repartir y
41
llevarse, claro, la mejor parte. Llevarse todo el mundo la mejor parte.
Vender hasta los suspiros, comprarse hasta el perejil. Me parece que
pronto no quedarán humanas que llevarse a la mesa de las cañas. ¡Ni
que sea eso! Todo el mundo dándolo todo venga a producirse y
consumirse todo el tiempo. El desierto de las camas se parece al de los
parques y de las plazas. Ya no me veo capaz de vivir si no encuentro
un amante en radical ternura. ¿Me la juego toda a una carta? Pero es
que he tocado fondo de soledades, también, igual que había tocado fondo
de violencias.
—Tranqui, panecín, que tu amante viene para el huerto, que
llega, que ya está aquí. Esa persona te va a amar con cada
célula de su cuerpo. Ahora, descansa. Descansar es el
entorno propicio para el deseo. Ah, y hazte un perfil, échale
un cable al universo.

Pan.
Amenizando las comidas familiares desde los años ochenta.
Métete conmigo al horno y cuéntame qué salsas para mojar
traes.
Huelo bien.

42
6

El conejo de pascua de pardo pelaje, todito manchado de


polen, salió disparado y se ocultó tras el edificio de la
esquina. Con el frío de abril ya haciendo aguas, llegaron los
primeros brotes, y con ellos, cuajaron encuentros como
enredaderas desde la pantalla al bar, infusión de alegría, lilas,
fiesta de peces en el vientre, ganas, por fin. Personajes muy
diversos poblaron las ramas del universo erotiquillo en dos
dimensiones y sin olor ni poros, criaturas de vete a saber qué
credo se unían al juego de Pan. Una a una, o varias a la vez.
Las aplicaciones eran redes echadas a la mar de las
posibilidades y se recogían llenas de morralla irisada, entre la
que brillaba algún mero suculento, un cabracho molón, una
lubina repeinada. De súbito, Pan se vio endevotándose sobre
todo a la conversación color tronco de Deniz, parca y
certera. Y también, más como olas turquesas al sol, regalaba
y cosechaba a diario audios largos con otra persona, que se
llamaba Nanuk.

La tarde marrón ventoso en que por fin se conocieron en


persona, sintieron casi de inmediato que se querían cuidar.
Se quedaron un rato de piernas colgando entre el hormigón
y el verde difunto del agua, y allí se echaron a hablar,
mientras contemplaban a los cruceros y ferris recortarse
43
como manadas lejanas contra el sol poniente. Solo de vez en
cuando se miraban de reojo porque no se les daba bien
mirarse. Todavía hacían daño los rasgos tan nuevos, tan
diferentes al animarse de lo que la foto tan solo tangencial,
fríamente anunciaba.

—Me dedico a la topografía —dijo Deniz.

Siento mucha pasión por los mapas. Los mapas son como una piel del
territorio, pese a lo que se suele creer, no lo representan, lo contienen.
Funcionamos así: ante el espacio desconocido, el mapa nos protege del
derrame, de la angustia. Sabemos que son solo una narrativa posible,
una ficción, por lo que nunca esperaríamos del artefacto mapa que fuese
verdadero, ni siquiera verosímil. Lo que necesitamos es la calma que da
contemplar la silueta y saber que la realidad, la ciudad, la historia, no
va a desbordarse de sus confines. Esa es la poesía, la tragedia, el engaño,
de mi asesina profesión.

—Anda. Pues yo a la animación sociocultural en un centro


social de barrio. Ya ves, en mis planos y mapas caben solo
las periferias. —respondió Pan.
—Mmm… y cuéntame qué te gusta. Pero en serio. Aparte
de las actividades al aire libre, la novela rusa y el rock
nórdico.
—Vale, pues la realidad es que tengo gustos un poco más
bizarros. Me gustan los posavasos pringosos de los noventa,
los paquetes rasgados de condón, las colillas de ducados con
pintalabios, las bolsas de plástico estampadas de tiendas de
44
barrio ya liquidadas, trozos amorfos de papel de regalo que
se usó, las marcas efímeras que el sueño deja en el cuerpo,
besarlas… es como que… me gustan los restos menos
lucidos, las huellas que anuncian el paso del placer por alguna
vida, en algún momento.
—Y entonces, de esta tarde, ¿qué reliquia te llevarás?
—De esta tarde, cielo, te me voy a llevar a ti.

Pan de nubes. Pan de hechizos, salamandras. Pan de carne


mojada y miel. Pan baila en piruetas por las aceras porque el
mundo se puede ir al garete, y bien que se va, pero Pan ya
tiene a quien abrazarle la piel por la mañana, y ya no le hace
falta nada más. La identidad y el miedo, que son lo mismo,
se alejan cabalgando cuando Pan ya se puede reducir a mano
electrizada atusando mapas de piel desenrollados; porque
cuando nos abrazan, entonces, por analogía, la piel abraza
también el músculo y el músculo se le acurruca al nervio, y
el tendón se arrima al hueso. Y así, la médula ósea hierve ahí
dentro de tanto calor en burbujeo. Potaje, caldo amoroso de
huesos, que es el acto fundacional de la cultura. Pan y Deniz
se van desplegando, y goza que te goza, trazando el contorno
orográfico de la calentura.

45
9

Tan cerca y tan lejos como en la ciudad vecina, Nanuk coge


el autobús por la mañana. Lleva vaqueros acampanados,
zapatillas de goma y una cartera cruzada al lado izquierdo.
Con ojos marrón cristal infundidos de alegría, echa la mirada
a vagar por el paisaje y no ve nada, escucha a Pan y le habla
en código de historias enredadera de jazmín. Es una
propriocepción, más que una escucha, y un esculpirse por
dentro, más que una charla. Pan y Nanuk se dicen intensa,
extensa, plenamente: las lecturas, la adolescencia, el café
matutino, los azulejos, dejar el café, es que las hormonas, los
erizos, el 8M, las cosas, el acoso, todo.

A Nanuk se le acaba la batería, pero sigue hablando con Pan,


diciéndose por dentro, porque cuando se tengan en cuerpo
por fin, con gran estruendo caerán al suelo los cubiertos, las
camisetas, las fronteras. Y entonces no se oirá nada.

10

Tal vez el sexo en el tardocapitalismo apocalíptico consista


mucho en usar objetos, meter plasma, plástico y baterías en
los cuerpos extorsionados en escorzo. Y un poco, también,
en reivindicarse a uno mismo, por turnos, como sujeto
reflejo obvio del deseo universal. Tal vez, entonces, el texto
en el tardocapitalismo apocalíptico deba consistir en usar las
46
pantallas como pistas de patinaje artístico, en derretir
plásticos desde balcones y plantar las baterías como animales
totémicos de amor tribal. Quizás deban los textos dedicarse
ahora a contar el relato de todo lo demás, lo que quedó tantas
veces en el plato, pero que sí que cabe entre los mimbres de
las palabras y palpita y duele y es real. Todo lo que no se
puede inventariar y se escapa a las posibilidades de la lógica,
pero que suda y mueve a gentes y está al fondo, como relleno
de almohada en la cámara profunda de la cáscara del caracol
de tu patio, de inocente apariencia, pero rotunda ternura y
amargor. Pudiera ser que el texto contemporáneo tenga el
cometido de aprender a decir en palabras de agua blanda el
sudor de la camisa, el semen inesperado, los sentimientos
oblicuos, las cafeteras rotas. Ha llegado, tal vez, el día en que
nos pongamos a recuperar una lengua arcádica de sangre.
Una lengua que tanto pueda decir, como chupar.

Pezones, glandes, cachorros, contraportadas. Tal vez.

11

Pan y Deniz andan unas semanas como en ebriedad


oxitocínica. Se sabe que la oxitocina es la materia palpable
del amor haciendo cuerpo, un mecanismo de
confraternización que da placer y produce químicamente los
vínculos elementales entre los seres. La oxitocina es
responsable, además, del orgasmo, del parto inalterado, de la
47
lactancia. Se genera en las amistades genuinas, en los masajes
y abrazos, en los besos y caricias, pero también en el llanto,
en el romero, perejil, tomillo, en el cacao y otras especias.
Viene del griego όξυτοκος, 'que fertiliza rápida, velozmente'.

12

Pan y Deniz se envían mensajes. Hablan de cualquier cosa,


se reconocen en la respuesta ajena, vibran, humedecen, y
finalmente se prometen un viaje a la canela: Deniz llama al
timbre.

Pan se cerciora de que Deniz tiene hambre, le anuncia que


comerán. En su lámpara de vidriera, una vela untada de
salvia ha pintado las paredes de granate suntuoso. Entonces,
llegan los cítricos y el bizcocho, y Pan y Deniz, en el suelo,
comienzan a lamer.

Pan, melena de castañas dulces, le cuenta a Deniz secretos


en la lengua de las mandarinas. Deniz, textura en la piel
como de leche, escucha con los poros abiertos de par en par
y se le excitan las pestañas. Cuerpos gloriosos comparecen,
con todos los nervios escurriendo de placer. Lejos de
cualquier cosa que tenga formas, a años luz de los espejos,
Pan y Deniz bailan y se corren y celebran y saben a moras y
a salsas picantes. Y reverberan.

48
13

—No había cuerpos geográficamente delimitables, había solo mar y


sensación. En algún punto, me abrí a un espectro de irrealidad y dejé
entrar a la luz que nuestro follar grandioso emanaba. El placer que
Deniz sentía era percibido tal cual en el centro mismo de mi cuerpo.
Fue una catedral de sexo, éramos una campana forrada de piel, tañendo
a nonas y décimas y undécimas, y a laudes y maitines y otra vez.

Y otra.

Al final, Deniz lloraba.

Entonces, repasé con alarma todo lo que yo había hecho y dicho, por si
había algo que le hubiese podido doler, pero no encontré nada. Tan solo
mi mano imantada por el núcleo de la tierra, apoyada en gloria y pereza
en el verso troquelado de su pecho.

—Guala, Pan, eso solo te puede pasar a ti. ¿Era de amor que
lloraba?

—Debió de ser de amor que lloró. Pero no acaba ahí la cosa.

14

Es la mañana después. Nanuk espera en la esquina, sonrisa


fresca, presencia luminosa. Espera festivales. Y Pan aparca y
49
frena y huele bien como prometió. A Pan no se le ve en el
rostro, pero muere de temor de que Nanuk le guste mucho,
también. Toda esa ciudad pequeña, que lo que tiene de
vecina lo tiene también de florecida (y no olvidemos que la
flor es el sexo vegetal de las especies), en aquella plácida
tarde de domingo, se resbala del mapa como la besamel
separándose de la sartén, si ya está lista.

Y entonces subieron a la casa-camarote de Nanuk. Y comida


mexicana de cuchara y tantra y una camisa roja leñadora que
se empapa primero y sale ardiendo después. Y una técnica
inaudita de estimulación de pezones. Y tanta emoción y
membranas desnudas reescribiéndose una a otra. Y correrse
como si alguien tirase de cien cuerdas de esparto tejido con
una sola mano, al mismo tiempo. Y chorro, chorro.

Es que te siento tanto, que lo que siento adentro no sé si es mío o es


tuyo, si eres tú o soy yo, o si ninguno de los dos existe.

Y ahí, al sureste de la tarde, en la tesitura explotando del goce


curioso en primavera, que Nanuk coge y se echa a llorar. De
intensidad, de verdad, de amor, debió ser eso, también.

15

Han pasado tres semanas, y Pan y Deniz van cambiando de


postura en un banco del parque que reina entre alquimilas,
50
ortigas y cientos de dientes de león que se expanden más y
más al no mirarlos. El sol arde, insulta. Pan ha llamado a
Denis para que acuda en medio de la jornada laboral a su
encuentro en el parque.

—Pero no, Deniz, no, no te preocupes. No voy a tenerlo.


Es verdad que no tiene lógica ninguna.
Después, me escribirá a mí diciendo:

De todas formas, hay cosas que no son decisiones ni dilemas, sino que
son islas.

16

Bendito seas, querido personaje llamado Nanuk. Cabo truncado de


una urdimbre ensangrentada. Nanuk, derrame. Benditas tus espaldas
rebosantes, bendito el rojo pintalabios de tu camisa, bendita aquella
cena con especial y benditos, por hermosos, tus genitales de flor rara,
inespecífica, violenta en su belleza inédita a la taxonomía corriente.
Bendigo el momento en que tu voz comenzó a romper contra el
rompeolas del sosiego que tu existir me producía. Puntualmente, una o
dos veces por día. Todo cabe en la gruta marina que de nuestro
encontrarnos se ha formado en lontananza.

Maldita la hora. O bendita doble, maldita. Nunca podré olvidarte;


chao, Nanuk, lloraste lilas.

51
17

¿Cómo se hace para cocinar una persona? ¿Cuáles son los ingredientes
adecuados para que la receta cuaje y nutra y esté buena? ¿Qué
diferencias habrá entre cocinar a alguien de pie frente al microondas,
tras retirar una membrana de plástico, o cuidando cada componente,
desde el origen hasta la preparación consciente de cada uno y de la
mezcla? ¿Qué le pasa a una persona si se la cocina entre azulejos,
fogones de fuego, olla de hierro, mesa de roble, qué aromas, qué luces y
texturas le quedarán en el alma como poso? ¿En qué se nota después
la calidad de las proteínas, el buen trato al animal, o que vengan de
huerto limpio, cómo se mostrará eso en las ganas, en los movimientos,
en la voluntad futuras? ¿Y las grasas sanas, darán arte, bienestar,
empatía? ¿En qué historias encarnarán los glúcidos lentos? ¿Qué rasgos
de carácter, qué aristas compondrán los minerales? ¿Y en qué fulgores
resultarán las vitaminas?

18

Pan camina en desgaste y vergüenza, como con garras en


puntillas, por un pasillo de clínica alicatado de plástico. Las
caras ambiente son caras de plastilina gris, rasgos engullidos
por el centro voraz de la desidia. Cabeza de Pan vencida, de
mula torda, tampoco hay rasgos, no ve ante sí, no hay sí. Su
cuerpo huele a muerto y a lejía; su alma, a amoniaco. Acude
a la cita, acepta la charla, qué va a decir. Abre las piernas,
quieren echarle un ojo. Que se lo muestren. Ay, que
52
redondo. Qué desgraciados. Que se lo saquen. Que lo
envenenen. Fuera de aquí.

O no. Mejor que lo extraigan, lo depositen. Que lo


cuidemos, honremos su marcha. Que haya una flor escueta
y unos silencios chiquitos.

O ni siquiera. Que pase el tiempo, que haga sus cosas, a ver


qué pasa, venga si quiere, que se abra el cuerpo, que corra el
vino.

Que bajo una luna de ampolla, atruene el grito involuntario


de las lobas. Que al grito le siga otro llanto. Y al final, suspiro.

53
Magulladas
Verònica Sáez Moragues

54
Solo el amor puede curar las heridas del pasado.
bell hooks

Escric pensant en mi perquè tenc necessitat de viure.


No som un jove que duu les ombres mortes.
No vaig enlloc perquè aquí m'estira.
Duc dins els ulls això que dic,
i és de tant d'estimar-vos a tots vosaltres.
Damià Huguet

55
6:12

Una adolescente se despierta en el suelo de un lavabo.


Es un espacio angosto. El aspecto laminado de las
paredes, plagadas de pintadas, y un olor combinado de lejía
y orín la sitúan en uno de los módulos de un baño público.
Tiene la espalda apoyada en la taza del váter. Sus piernas
están estiradas en el suelo y las zapatillas asoman fuera de la
cabina, que tiene la puerta entreabierta. Se abraza las rodillas
llevándolas hacia el pecho. Deja caer su cabeza entre ellas y
cierra los ojos unos segundos.
Al levantarse tiene la sensación de que arrastra otro
cuerpo además del suyo. Se acerca lentamente al lavabo y
observa su reflejo en el espejo. Nabila tiene una melena larga,
oscura y rizada. Su piel es tostada y tiene unos ojos castaños
que escupen demasiada beligerancia para una niña de trece
años, la impostura de una superviviente. Siente un fuerte
dolor recorriendo en espiral su cabeza. Más allá de la cefalea,
su aspecto denota tan sólo cansancio. Lleva la misma ropa
con la que salió del piso el día anterior. Se palpa el bolsillo
interior de la chaqueta vaquera, donde encuentra un billete
de veinte euros, unas llaves y el móvil apagado. Presiona el
grifo y se lava la cara. El agua fría la reconforta, aunque no
consigue abandonar la sensación de estar resbalando por una
grieta.
Sale del baño y se topa con el vestíbulo aletargado de
una estación intermodal. La conoce bien. Esa calma es señal
de que el día apenas está empezando. Gira la cabeza a la
56
derecha y mira hacia los accesos que dirigen a las vías del
tren; vuelve a girar ahora a la izquierda, donde está la escalera
mecánica que sube hacia Plaza España. No sabe a dónde ir.
O quizás sí.
Nabila cree que tiene que volver a casa.
Se pone en marcha y camina hacia la salida. El peldaño
metálico de las escaleras desaparece bajo los adoquines
mientras intenta encender el móvil. Despega en la calle
concentrada en la pantalla. El símbolo de la batería del
aparato aparece en color rojo, siente cómo sus mejillas se
encienden con la esperanza de poder hacer una llamada de
socorro. Acerca el teléfono a su oído. No sabe qué le dirá a
Elena cuando conteste, si le pedirá perdón o le indicará
dónde está para que la recoja. Por unos segundos se ilusiona
pensando que esta vez no está sola. Ha caído de nuevo en un
lodo profundo y sórdido, sin embargo, esta vez tiene una
mano a la que agarrarse. A la segunda señal, las esperanzas
se desvanecen en un fundido a negro junto con la luz del
móvil, que se ha apagado definitivamente.
Levanta la vista y mira a su alrededor. A esas horas la
ciudad se despereza y apenas se cruza con algunas personas
que van o vuelven del trabajo. También hay algún peregrino
de la juerga que lleva en la mirada la memoria de los excesos
de la noche. Observa a un hombre apoyado en una de las
fachadas de la antigua estación. Fuma lentamente con la
mirada fija en ella, que detecta un aura de alimañero en la
silueta del desconocido. La baja afluencia humana a esas
horas del día la delata, es apenas una cría entre unos cuantos
57
adultos. Ella sabe que ese hombre olfatea su falta de rumbo.
Le sostiene la mirada fijamente hasta que ella se pone en
marcha hacia una parada de autobús. No quiere mirar atrás
para comprobar si la ha seguido.
Con la mano derecha extiende el billete de veinte euros
al conductor y recoge el cambio sin levantar la vista. Avanza
hacia el interior del vehículo lentamente. Su cuerpo se
desploma en uno de los asientos que están pegados al cristal.
Ladea la cabeza apoyándola sobre el vidrio. Le sigue
doliendo. Una voz femenina anuncia por el altavoz cada
nueva parada en tres idiomas diferentes y el sonido retumba
cruelmente en sus sienes doloridas.
Ha llegado a la parada que está justo delante del piso de
Elena. Las puertas parecen abrirse a cámara lenta. La calle
está todavía oscura, iluminada tímidamente por las farolas.
Levanta la cabeza y busca la ventana y el balcón del piso de
Elena. Las luces están apagadas y piensa que esa no es una
buena señal.

58
1

La primera vez que hablé con Nabila ella estaba sentada


en la taza del váter. La habían puesto en la 201. Una
compañera salía de su turno justo cuando la niña llamó
pidiendo permiso para ir al lavabo. En esa zona de la planta
de psiquiatría infantil los baños estaban cerrados bajo llave,
así que fui a hacer el relevo de vigilancia.
Cuando entré, Nabila deshacía el envoltorio de un bote
de plástico donde se disponía a orinar. Al cabo de unos
segundos levantó el recipiente hacia mí, como dirigiéndome
un brindis.
—¿Con esto basta?
—Sí, así será suficiente.
Dejó el bote de plástico en el suelo mientras yo la
observaba apoyada en el umbral de la puerta con los brazos
cruzados, una invasión de la intimidad a la que ella ya estaba
acostumbrada. Nabila se quedó un rato sentada en la taza del
váter observándome mientras seguía orinando. Sus enormes
ojos marrones se instalaron en un tatuaje que llevo en la
muñeca derecha. Una puesta de sol.
—¿Has estao en Magaluf alguna vez de marcha?
—¿Magaluf, te refieres a Punta Ballena? La verdad es
que no –mentí–. ¿Y tú?
—Pues claro, un montón de veces. No veas la que se lía
ahí. El año pasao vi a un guiri estampao en el suelo. Se
había tirado por un balcón de un hotel, el to loco.

59
Su forma de hablar derrochaba un tono mordaz y altivo,
una herramienta habitual entre los adolescentes de aquella
planta que intentan protegerse de lo desconocido, lo utilizan
para impedir que se deshaga el velo que, en ocasiones, los
deja al descubierto.
Nabila siguió sentada en el váter unos minutos en
silencio, mirando mi tatuaje.
—¿Te gusta? —Se quedó en silencio, levantó la mirada
y encogió los hombros en señal de indiferencia mientras se
subía las bragas. Con el paso del tiempo he llegado a la
conclusión de que el dibujo, quizás, le gritaba algo que había
perdido. La memoria puede ser, en ocasiones, la peor
enemiga. Una adversaria que desafía, se infla en el interior de
la carne y golpea por dentro al cuerpo que la contiene.
Cerré la puerta del lavabo con llave después de que
saliera y empecé a informarle del procedimiento que
seguiríamos, aunque ella ya sabía de qué iba la cosa. Se tumbó
en la cama boca arriba, ignorándome, proyectando sus
pensamientos en la sábana en blanco del techo. No era la
primera vez que pasaba por allí. Cada vez que se escapaba
del centro, la misma historia. El psicólogo de turno para darle
la charla inicial e intentar averiguar qué había hecho durante
esas horas de libertad. Dos o tres días de ingreso en aquella
unidad con enfermeras como yo entrando y saliendo de su
habitación. Agujas traspasando su piel para llevarse su sangre
caliente. Mear en botes de plástico. Y al acabar, al centro otra
vez. Cada huida resultó ser un abismo para ella. Ahora

60
entiendo que no es ahora cuando cae, sino que siempre ha
estado cayendo.
Lo que más le disgustaba realmente después de cada
fuga era que no podía volver al instituto hasta que habían
pasado un par de semanas. Era el único sitio en el que había
conseguido sentirse menos diferente. Nada que ver con
aquel otro colegio al que fue durante un par de cursos cuando
vivía en un pueblo cerca de la montaña. Allí su piel tostada
era todo un exotismo, al igual que su apellido. El momento
en el que pasaban lista era uno de los que más la
incomodaban. Margalida Palou, Toni Pastor, Tomeu Picornell...
Nabila Rabaji. Y el silencio. Unos segundos de silencio que
se repartían por el aula densamente, subían la temperatura de
sus mejillas y le recordaban que en ese lugar ella nunca sería
como los demás.
El matrimonio con el que vivió en ese pueblo la había
recogido un sábado por la mañana. Tenía diez años y hacía
casi dos que vivía en el centro. Se acordaba perfectamente de
que era sábado porque su madre no se había presentado el
día anterior en el punto de encuentro familiar, y las citas con
ella eran un viernes cada quince días. No era la primera vez
que la dejaba plantada con ese sabor del abandono en la
boca, pero sí fue la última, porque después de aquello no
volvió a saber nada de ella.
Al día siguiente se subía al coche de una pareja que hacía
tiempo estaba deshecha, y que se había agarrado a la acogida
de aquella niña como su última esperanza de reconstrucción.
Ella era profesora de danza clásica en el conservatorio, y él
61
trabajaba como jefe del departamento informático de una
empresa hotelera. Las comodidades materiales, sin embargo,
no fueron suficientes para crear un vínculo resistente. Vivió
con ellos un tiempo, durante el que jugaron a ser padres
pensando que aquello podría salvar su relación, pero Nabila
supo desde el primero momento que aquello no iba a
funcionar. Esa precoz capacidad para prever que las cosas no
irían bien me sorprendió, pero la forma en la que me lo
explicó me intrigó aún más.
—Mira. Ahí viví yo con los dos piraos esos.
Íbamos en coche. Habíamos salido a comer por la
montaña y pasamos de largo por la salida que llevaba al
pueblo donde había pasado una temporada de acogida.
—Yo ya sabía que la cosa no duraría, –me dijo– lo vi
nada más entrar en el coche. Ella no paraba de hablar, era
muy pesada la tía, y él solo decía que sí con la cabeza,
mirándome por el retrovisor.
Nabila se había instalado en el asiento de atrás de una
pareja que la recogía con la ilusión de convertirla en su hija.
Me contó que el coche estaba limpísimo, que olía a
ambientador de pino y que, al rato de mirarlos, le pareció
que estaban hechos de madera. El comentario me
desconcertó. Ahora entiendo que fue la primera señal que
tuve, que me decía que aquella adolescente altiva y
provocadora protegía una sensibilidad fuera de lo común.
—¿Qué quieres decir con que parecían de madera?

62
—Pues eso, que parecían de madera. Es algo que me
pasa a veces cuando miro a las personas, que no veo sus
cuerpos, veo otra cosa. Sí, ya lo sé, estoy fatal...
—No estás fatal, Nabila, pero es que no te entiendo.
¿Qué quieres decir con que ves otra cosa? –pregunté
intrigada.
—Pues eso, aquellos dos no paraban de hablar. Yo los
miraba desde atrás, no les veía ni la cara y, poco a poco, en
vez de sus espaldas lo que veía eran dos trozos de madera,
dos ramas rotas, sin hojas ni nada. Y las ramas rotas son
trozos de árbol muerto. Por eso supe enseguida que la cosa
no iba a funcionar. Aunque yo tampoco quería que
funcionara, ¿sabes? Lo que yo quería era que mi madre
apareciera de donde coño se había metido y me llevara con
ella.
Los servicios sociales habían separado a Nabila de una
madre prostituta y toxicómana para protegerla de la
violencia, al menos eso me dijeron en una de las reuniones
que tuve con ellos. Pero el ímpetu y la fuerza pueden tener
muchas texturas. Y en aquella casa de pueblo de niños con
apellidos mallorquines, con jardín y piscina, los golpes tenían
otra forma, más etérea, aunque no menos dañina.
—Dentro de un rato volveré para sacarte sangre y
después podrás ir a cenar con el resto de internos, ¿te parece?
—¿Tengo que cenar con esos piraos? Yo paso, me
quedaré aquí. Nabila elevaba la voz expresamente para que
saliera fuera de la habitación.

63
—Tienes que salir un poco, llevas todo el día aquí, te irá
bien. Después hablamos. Dejo la puerta abierta, no la cierres.

Antes de salir la observé un momento. Seguía estirada


en la cama, aunque ya no miraba hacia el techo, sino que su
mirada se había perdido hacia algún lugar más allá de la
ventana de la habitación. El sol estaba a punto de ponerse, y
la luz cálida del atardecer se derramaba por su cuerpo
estirado.

64
6:49

Una mano temblorosa gira la llave dentro de una


cerradura. Nabila abre la puerta y dice hola en un tono
interrogante. Nadie contesta. Su cuerpo se desplaza
lentamente por un pasillo hasta llegar a un espacio conjunto
que ocupan una sala y una cocina. Lo recorre con la mirada
mientras vuelve a repetir de nuevo: ¿Hola?
Nada.
El parquet cruje debajo de sus zapatos. El piso está
inmerso en un silencio compacto. El sonido de sus pasos se
expande y juega con los primeros rayos de sol que entran por
la ventana. Se dirige a la habitación de Elena. La niña coloca
una mano sobre el picaporte. Nota el frío del acero bajo su
piel. Abre la puerta lentamente y la recibe una cama deshecha
y vacía. Mira hacia la mesita de noche y reconoce el móvil de
Elena. Ladea la cabeza y se dirige a la habitación contigua, la
suya.
¿Hola? ¿Elena?
También está vacía.
Vuelve a la sala, que está ocupada únicamente por el
lamento ahogado de la nevera. Recorre el espacio con la
mirada, el sofá con la manta de textura de peluche plegada,
el cuenco tibetano, el portátil encima de la mesa. Los objetos
le recuerdan a Elena, su huella casi se puede palpar, pero no
le dicen dónde está.

65
Abre la boca y sigue llamando en voz alta a la moradora
del piso.
Nadie contesta.
Ella quisiera saber dónde está Elena. Por qué no está en
casa. Piensa que quizás lo mejor sería esperar a que volviera.
Puede que tenga turno en el hospital. Camina hacia la cocina
con firmeza y consulta los horarios que Elena tiene colgados
allí. Diciembre, veinticuatro: verde. No tiene turno ese día.
Entonces, ¿dónde está?
No será capaz de aguantar sola hasta que vuelva.
Reconoce ese pánico que siente después de tomar una mala
decisión. Entonces, recuerda el consejo de Elena: cuando
parece que no hay vuelta atrás, todavía le queda su propia
voluntad. Es ella la que tiene el poder de decidir. Es un pez
enganchado a un anzuelo, alguien hace rodar el carrete y está
recogiendo el hilo de la caña, pero su voluntad todavía puede
lidiar por la supervivencia, puede intentar saltar de nuevo al
agua. Tiene que deshacer el camino que el anzuelo ha trazado
en su carne y volver a nadar con su herida a cuestas.
Piensa en las palabras de Elena al tiempo que nota cómo
se empieza a desplomar de nuevo dentro de una brecha
invisible que se abre a sus pies. Conoce la sensación. En ese
momento es como si cayera hacia un lugar cerrado sin
puertas ni ventanas. Siente que se asfixia y sólo desea
desaparecer. Oye en su interior la voz de Elena: espérame,
ahora vendré Nabila. Te has vuelto a escapar, pero no pasa nada, esta
vez has vuelto a casa, aguanta un poco que yo estoy... Pero antes de
que acabe la frase Nabila ha cerrado la puerta tras de sí.
66
2

Después de unos días de lluvia, el mes de abril se estrena


generoso. Llevamos unos días de confinamiento y las calles
se desdoblan tímidamente al buen tiempo a la espera de las
pocas personas que las pueden pisar en ese momento.
Hemos subido a la azotea a exprimir el sol, nuestro paraíso
particular rodeadas de antenas y depósitos de aire
acondicionado. Ya hace unas semanas que Nabila llegó y se
quedó, como una respuesta a todas mis preguntas.
Estoy sentada en una silla y la contemplo broncearse
estirada sobre una tumbona. Extiendo protector solar sobre
su cara y sus brazos. Observo cómo la crema blanquea su
piel naturalmente tostada. Mis dedos recorren su rostro en
un movimiento lento que se interrumpe durante una fracción
de segundo en su sien derecha. Justo ahí, trazando una línea
tangente a la ceja, descansa una cicatriz. La marca interrumpe
una tez todavía infantil y perfecta y se pierde más allá de su
fisonomía, entre el cabello oscuro y rizado.
Pienso qué pasaría si, en lugar de una cicatriz, esa marca
fuera una cremallera. Podría abrirla. Echar un vistazo a todo
lo que calla. Quizás podría descubrir el momento en el que
alguien se llevó su vida imperfecta y le devolvió otra, más
defectuosa si cabe. Más mugrienta. La vida de una niña
condenada al abismo. Niña y abismo son palabras que ni
siquiera deberían aparecer juntas en una frase.

67
Cuando tenía nueve años, también alguien se llevó mi
vida y me la devolvió desenfocada. Las cosas se pusieron de
repente algo turbias e imprecisas. Mi día a día era más o
menos el mismo, aunque su contorno empezó a difuminarse.
Mi tía Margarita fue la que se encargó de llevarme a la
playa aquel verano en el que mis padres, también, estaban
desenfocados. Subíamos a un Citroen AX destartalado siete
niños, una cesta llena de bocatas, otra de toallas, una con
juguetes, la sombrilla, la nevera y esa mujer de tan sólo treinta
años que ya llevaba diez arrastrando a sus cuatro hijos y a sus
sobrinas en coche por la isla sin tener el carnet de conducir.
Los noventa eran así de fáciles.
Al llegar a la playa, mis primos y yo desparramábamos
la bolsa de palas y cubos e iniciábamos la rutina veraniega en
la que solíamos convertirnos en promotores de la arena, en
lugar del ladrillo. La tía Margarita nos vigilaba desde su toalla,
asomándose de vez en cuando tras el libro de la autoescuela
que la acompañaba siempre desde hacía años. La pobre había
tenido muy mala suerte con los exámenes de conducir.
Matricularse, además, valía un ojo de la cara, y tenía que estar
segura antes de volver a suspender. Así que, por si acaso, ella
procuraba llevar el manual allá donde iba.
Per mu mareta, vos jur que si aprov duré un ciri a la Sang.
La concentración de la tía Margarita en la lectura era un
reto a combinar con la vigilancia de siete niños. Cuando no
leía ni fumaba, se pasaba la jornada playera pegando gritos
para asegurarse de que nadie se metiera en el agua más allá
de la cintura, que nadie tuviera hambre, que nadie se sacara
68
un ojo, que bebiéramos agua, que lleváramos suficiente
crema, y que: si vos tornau barallar, s'haurà acabat sa platja!
De vez en cuando la tía me miraba, sonreía, y me
dedicaba uno de sus gritos como forma de consolación.
Elenita, tu has d'estar contenta i jugar, eh? I acaba't es bocata que no
has menjat res. Era un reproche particular, personalizado, una
forma primitiva de caricia. En nuestra familia se pasaba por
los dramas y las penas como quien quita el polvo antes de
una visita. Rápido y sin dolor. La bronca que quiere ser
carantoña; el abrazo rápido, volador, casi invisible. Y ya está,
ya pasó, no ha pasado nada y está todo bien. Mi tía Margarita
me sacaba de casa durante unas horas, me llevaba a la playa,
me obligaba a acabarme el bocata, y me lanzaba un consuelo
torpe y sincero que me cobijaba igual que un abrazo. Gracias
a ella, por unas horas, mi vida volvía a recuperar el enfoque.
Ahora veo a Nabila, tumbada bajo el sol, y pienso en la
tía Margarita. La veo estirada en la toalla, intentando
concentrarse en el libro de la autoescuela mientras cuenta
niños constantemente. A on és en Jaume, a mem... cinc, sis i set.
No vos faceu enfora que m'emprenyaré!
Su vida transcurre entre el recuento de niños, la compra,
la cocina, los viajes de ida y vuelta del colegio, y el manual de
la autoescuela. Me gustaría acercarme a ella, quitarle el libro
de las manos, lanzarlo al mar. Le dedicaría un abrazo largo,
le diría que está todo bien. Que tome el sol, tranquila. Y que
el examen de conducir lo aprobará dentro de veinte años.
Hace tiempo que no veo a la tía Margarita. Ni a ella ni
al resto de la familia. He alimentado el aislamiento familiar
69
como al gato que te espera tras la puerta después de un largo
día. A Nabila y a mí nos une esa aspiración a la diferencia
que nos condena a la soledad. Y que es tan peligrosa. Pero
en esa azotea decido que yo voy a salvarla del desenfoque.
Quiero limpiarle esa agresividad incrustada debajo de las
uñas. Quiero hacerle bocatas y llevarla a la playa.

70
Souvenirs
Francisca Mujica

71
—lo visitado—

Recuerdos,
sobrevivientes del instante,
sujetadores de futuro,
remedio útil contra el vacío.
¿Nostálgica, apegada, terca, memoriona, sensiblona, insatisfecha,
creativa?

Quedarse e irse, movimientos primarios y opuestos. Voy en


un tren hacia Cadaqués mientras leo las últimas páginas del
libro Sostiene Pereira, leo al doctor Cardoso hablándole a
Pereira sobre actualizarse, sobre soltar el pasado y dejar a su
yo nuevo emerger. A lo que Pereira con ternura y resistencia,
responde: «¿Y qué quedaría de mí? yo soy lo que soy, con
mis recuerdos, la memoria de Coímbra y de mi mujer».
De nuevo estoy llorando en el tren, la revelación me
encuentre en el tren o donde sea, es como un rayo
atravesante. Siento el incendio, esa euforia de sentirte
traducida en palabras ajenas. Escribo en mi diario Nostalgia
Project y aparece la palabra souvenirs como posibilidad, anoto
etimologías e imagino diversas maneras de contar cómo la
vida nos tomó de las manos. Quizás en este acto busco una
salvación para trasladar este pecho adolorido fuera de mí.
Apenas llego a Cadaqués le cuento todo a mi amiga Katia y
me dice: «Lo tienes que escribir».

72
Desde ese día, oscilo constantemente entre el temor al
olvido y la vergüenza de contarnos, ¿a quién le importa mi
historia? Han pasado dos largos años y aunque me fui
dejando pistas por todas partes, ahora sé que hay cosas que
sólo se pueden atender en el alivio de la distancia.

Si Souvenirs fuese, sería mi tozuda lealtad a la memoria, a sus


territorios y sus traslaciones. Al imán que me diste en el
mirador de Lisboa, al fotolibro de gitanos que robamos en
Praga, a la carta del primer día de Barcelona y a la cajita de
madera turquesa de las pulgas de Valparaíso. Una colección
de reminiscencias clavadas en la nevera de mi vida, un
pellizco en la mano confirmando que alguna vez existimos y
que esos encuentros invocados o no, de manera innegable
generan el curso de todo lo demás.

Souvenir, def
Aquello que se adquiere en un sitio a modo del recuerdo,
como un testimonio de que dicho lugar fue visitado.

48°10′00″N 4°26′00″O

(agosto 2019)

Camino por la Finisterre, camino por el fin de la tierra. Es el


verano de un año difícil y esta vez de verdad, todo presagia
un adèu. Siempre me costaron las despedidas, siempre pecho
73
apretado, siempre despertar de madrugada, siempre
orfandad. Debe ser por la infancia —esas cosas que siempre
vienen del temblor original—.

Vivo unos días en esa casita de pueblito francés, el clima


como yo: entre sol y tormenta. La Chini me deja una
habitación hermosa, llena de luz, viajo a verla buscando —
como siempre— rescate en un abrazo amigo y en un viaje.
La Chini y su compañero crean música, por la mañana los
veo ensayar, a tocar le llaman jugar y recuerdo nuestros
ensayos, nuestros juegos compartidos, creo que debería
haber sido más paciente y que tú también. Por la noche me
acompaño en la escritura, inauguro mi diario del momento.
Lo llamo Sol- edad; sol: verano y edad, treinta. Al final de la
hoja, en afán auto afirmativo, me escribo: «Del latín solitas;
cualidad de estar sin nadie más».

Camino por Dournanenez, bajo por la calle que desciende


hacia el mar y me encuentro con el cementerio más lindo que
he visto nunca. Tumbas en primera línea del mar, creo que
te gustaría estar aquí. Le saco fotos, me encanta caminar los
cementerios ¿será un fetiche nostálgico? Leo uno por uno
los epitafios. ¿Cómo se resume el recuerdo? Leo, Le temps
passe et souvenir reste, ¡qué frase!, la anoto y, por lo tanto, la
salvo.
El tiempo pasa y el recuerdo queda.

74
Unas semanas después, me toca volver a «casa», a esa
Barcelona tan nueva, tan libre y tan falta de sentido. Me
despido de la Chini en la madrugada, lloro mar salado y nado
soledad.

33°02′46″S 71°37′11″O

(enero 2014)

Ya a los 4 años buceaba entre montañas de ropa usada


mientras mi madre se probaba esa chaqueta de lino fucsia,
en tiempos que en Chile la llamaban ropa americana. Los
domingos solíamos dar un paseo por las pulgas de
Valparaíso. Mi mamá siempre ha sido fiel a las antigüedades,
como esos artefactos de peltre de 1752 que decoran el baúl
del centro de la casa. Fiel a esta liturgia materna, siempre he
buscado pulgas en todos los lugares que conozco,
«¿Disculpa, sabes dónde está la feria?». Quizás sea que la
nostalgia se lleva en el cuerpo como algo heredado, quizás
sea que existe una especie de componente nostálgico en las
aguas uterinas de mi madre y en la madre de mi madre,
quizás sea una cosa de ADN.

Nuestro primer encuentro a solas fue un domingo, tú como


buen extranjero admirabas la inimitable gracia de la feria de
Valparaíso. Nos encontramos en el macarrón gigante, justo
al centro de la feria, me dijiste que querías buscar camisas, te
75
dije que estabas con la indicada, siempre mi expertise fue el
ojo que encuentra diamantes en bruto mezclado con el
entreno de años nadando en montañas textiles. Nos
saludamos felices y nerviosos, tú olías fuerte y tu olor me
gustó mucho, no usabas desodorante; tradición exótica y
muy europea para mi nariz chilena acostumbrada a olorsitos
de cosas que no existen.

Entre calor, gritos, animales y cajitas, rápidamente percibí tu


amor por la belleza, la virtud del ojo que mira y rescata a lo
cotidiano de perecer en lo ordinario, supe que eras valioso y
que quizás también como yo, eras de esos que la nostalgia le
corría por la sangre.

Ese día fuimos inocentes de todos los domingos de feria que


vendrían, y también de que la cajita de madera turquesa
volaría por los aires en vuelos transatlánticos.

33°01′28″S 71°33′06″O

(2013)

Eran los zapatos rosados con cinta gris y un vestido naíf


combinado con la gracia pelilarga de mis veinticuatro años.
Era un día cualquiera, en ese edificio gris, donde hace meses
me ardían las ganas de vivir más y de que pasará algo. Algo
de verdad.
76
Fue así, una tarde cualquiera de camino hacia el baño por un
pipí de media tarde. Apareciste en el sillón del pasillo; botas
hunter, abrigo largo, alto, diferente, algo me atravesó. «Seguro
no es de aquí» pensé, tú no me viste, seguí hacia mi destino
y entre la imagen de tus botas y el pipí sonando de fondo, el
cuerpo me lo dijo claro: «Tienes que terminar con el Nacho».

Salgo del baño, me vibra todo el cuerpo y ya no estás. No sé


si es martes o miércoles y la Rocío me llama para comentar
el día, le cuento del sillón, de ti, de esto que no fue nada y a
la vez sí. ¿Qué estoy diciendo? Me dice que te volveré a ver,
me pregunta si te hablé. «¡Claro que no!», me enrabio y no le
veo sentido a la posibilidad de volver a ver a alguien que
estaba en un sillón de manera aleatoria, un día que no se sabe
ni qué día era. Asumo que esa fe debió ser el empático sol
en cáncer de mi amiga.
Te quedaste ahí, revoloteando en el imaginario.

Meses después en una mañana cualquiera, Caro me dice:


«Llegó un chico nuevo al equipo, vive en Valparaíso, es
como tú, le gusta la ropa usada, aunque tiene novia...». Luego
de unas semanas, me citan al otro edificio y al subir las
escaleras te veo, no lo puedo creer, la Rocío tenía razón, la
posibilidad aleatoria existía. Eres el del sillón y tus ojos me
miran como si me hubiesen encontrado.

77
33°02′46″S 71°37′11″O

(marzo 2014)

La primera vez que tú me viste fue caminando despistada en


el parking del edificio gris. No sé si era martes o miércoles,
pero me dijiste que lo único que pasó por tu cabeza fue:
«Qué suerte la persona que comparte con esta mujer». Yo no
te vi.

Tú tenías treinta y dos y yo veinticuatro años cuando


tuvimos que asumir las fuertes separaciones que implicaban
habernos encontrado. Te fuiste a vivir al Cerro Alegre, justo
al lado de la escalera de Templeman, escalera que yo había
subido y bajado tarde enteras a mis 4 años acompañando a
mi mamá a visitar a la tía Lupi.

A veces subía a verte en el ascensor Reina Victoria mientras


escuchaba mi negrita de Devendra Banhart, a veces salíamos
con la cena a la escalera para escuchar la noche porteña, a
veces el beso en el umbral de tu puerta nos tomaba en espiral
hasta despertar en la mañana siguiente, a veces tocabas la
guitarra y yo dormía siesta, a veces éramos sublimes, a veces
nos tratábamos mal, a veces no nos tomábamos la mano en
la calle por evitar dañar a otros y a veces eso me hacía sentir
insegura.

78
Aparte de Valparaíso habías vivido en París y en Coímbra,
que era tu segunda casa. Yo en ese entonces había viajado
todos los veranos y aún no me atrevía a tocar mi deseo
profundo de vivir en otro país. Aunque eras de hablar poco,
a mí me gustaba preguntar, probablemente era mi pálpito
curioso que pronto explotaría sin vuelta atrás.

A ti te gustaba probar, te habías buscado la vida; como


cuando te levantabas a las cinco am para montar la paradita
de los gitanos en el mercado de Coímbra o como cuando en
París hacías clases de español por teléfono a ese hombre que
no quería ser visto, o cuando entrevistaste a los abuelos de
la residencia y creaste un librito de sus relatos.

Una tarde, mientras subíamos a tu casa, me dijiste que


estabas grabando un disco, te pregunté: «¿También eres
cantante?». Respondiste: «No, lo hago por compartir». Esa
frase me atravesó tórax y pulmón, creo que en este entonces
yo aún no me daba el permiso de la creación y al escucharte
nombrar eso, lo único que pasó por mi cabeza, fue «qué
suerte tengo de compartir con él».

41°22′57″N 2°10′37″E

(febrero 2014)

«Nos vemos a las cinco en el café Zúrich», dijiste. Llevaba


viajando unas semanas y había decidido darme los últimos
79
cuatro días del viaje para conocer Barcelona y ser testigo de
tu visita en tu propia ciudad. Llevábamos un mes sin
hablarnos, no por falta de ganas, sino por exceso. Todo se
estaba sintiendo muy ferviente desde que nos conocimos y
aprovechamos nuestros viajes para hacer un «pacto
silencioso». Silencio que, por deseo, ridículamente se volvió
una performance en que cada día me enviabas una foto de un
objeto cotidiano simbolizando una letra.
Después de varios días completé la frase: «M u j i e r e s u
n a m u j e r p r e c i o s a», a la que respondí con un video
en posición de meditación y silencio, donde una voz en off
—mi amigo Gabriel— te agradecía y daba coordenadas para
el encuentro próximo en Barcelona.

Con mis ganas de autonomía viajera, te pedí que no fueras


por mí al aeropuerto, que nos encontráramos por ahí,
reservé un hostal por si las moscas y fui caminando al
encuentro. Llegué como nunca, unos minutos antes, y para
sublimar los nervios fui hacia el quiosco en busca de
cigarros. Al preguntar, el hombre del quiosco me miró con
una cara extrañísima y dijo «No vendemos cigarros aquí». Yo
pensé «Vaya, vaya qué raros los catalanes».

Extrañada y rendida ante mi neura me di la vuelta y de


pronto choqué contigo, nos abrazamos y sentí tu corazón
palpitar tan fuerte que atravesó mi pecho. «Qué miedo,
cuánto me quiere», pensé. Me preguntaste si había recibido
las instrucciones en mi teléfono, te dije que no, te reíste y
80
dijiste: «Bueno, date la vuelta y haz como que no nos vimos,
las instrucciones son: anda a ese quiosco y dile al hombre
que eres franamú». Desapareciste en seguida, te perdí de vista
y sorprendida por la sincronía fui de nuevo hacia el hombre
del quiosco. «Era yo, soy franamú», y entre risas me explicó
que su cara de confusión anterior fue por no saber si era yo
la receptora del mensaje.

Con un «Benvinguda a Barcelona» me entregó tu carta:

Bienvenida a Barcelona, Frana Mú,


Este será un recorrido para encontrarnos,
baja por las ramblas y en la segunda calle a la derecha, entra.
Esta calle se llama Elisabets
y es de las calles que más he caminado en Barcelona.
Aquí vive mi tiet y aquí tuve mi co-working.
Sigue caminando por esta calle y te encontrarás a la derecha con mi
librería favorita,
La central del Raval. Entra a la librería y pide el libro de fotografía
de Cartier Bresson,
abre la página 210...

Ahí, en la página del libro, encontré la segunda carta, la que


me llevaba a nuestro encuentro. Caminé con las
instrucciones que me llevaron a la plaza del Bon succés, me
acerqué a ti más viva y atenta que nunca. Llorar de alegría es
como llover con sol, dice Camila Sosa Villada.

81
33°01′28″S 71°33′06″O y 41°22′57″N 2°10′37″E

(2016)

Inevitable imán, como tigre antes de morder,


venir a verte sin avisar fue mejor,
no puedo parar.
Irrefrenable tren,
cuenta atrás de un cohete al sol,
que rico dormir aquí,
me quiero quedar.

Calamita (canción que nos escribiste).

Fue porque volaste desde Barcelona a Valparaíso solo por


tres días: viernes, sábado y domingo. Fue porque abrí la
puerta y abrazándome dijiste: «Te amo, quiero estar
contigo», fue porque sentí por primera vez un estado de
shock: reír, llorar y esa neutralidad de mierda. Fue porque
teníamos público; todos los cómplices de la «sorpresa» y yo
con mi cara de nerviosismo, sin saber si me sentía
profundamente querida o profundamente invadida. Fue
porque habíamos estado ocho meses separados, tu ahí, yo
acá. Fue porque los primeros meses no hablamos ni una
palabra, fue porque me había dolido el cuerpo, fue porque
me vestí de negro un verano entero y fue porque tuviste
miedo a que nada nos volviera a encontrar.

82
Fue así como después de meses mareando a todas mis
amigas, te digo que sí: vengo a vivir, vengo a reanudar lo
nuestro y vengo a explorar el camino artístico. Me ofreces
volver a Chile, te digo que no, que esta vez me toca a mí, que
ya no sé qué más puedo perder.

Me traigo solo una maleta: la ropa, la almohadita de cuando


nací, los libros esenciales y en mi cuerpo puesto el mono de
mamá. Me vienes a buscar al aeropuerto como siempre, al
fin un aeropuerto sin angustia de una próxima separación, al
fin te siento contento, tranquilo y determinado. En cambio,
esta vez yo siento ilusión y miedo en igual proporción.

Un amor real es como dormir y estar despierto, un amor real es como


vivir en aeropuertos, dice Charly García en bucle en mi playlist
desde los diecinueve años.

41°22′57″N 2°10′37″E

(14 de mayo 2019)

Era la mañana de mi cumpleaños número treinta y


estábamos, a pesar de todo, desayunando como siempre. Te
acercaste y me entregaste tu regalo: los pasajes para que en
octubre vinieran mi mamá y Malqui desde Chile. Siento que
es el mejor regalo que me han dado nunca, lloro, te digo que

83
está todo al revés, siento náuseas y no puedo creer que esto
va a ser la vida.

Para animarme pones de fondo And i love her y bailamos


abrazados, siento que es el baile más triste de toda mi vida.
Odio que nos estemos separando, odio verte entero, odio
haber decidido irme, odio haber encontrado tan pronto la
casa nueva y odio sentir que a pesar de todo nos queremos
tanto.
Te digo que es un día demasiado triste, que fracasamos. Me
dices:
«No, Fran ¿No lo ves? el amor triunfó».

41°22′57″N 2°10′37″E

(2014 y 2021)

Sucede en la avenida España de Valparaíso. Voy saliendo de


Valparaíso en mi bicicleta y mientras pedaleo me sorprendo y te veo en
la pista contraria. Tú vienes en tu bicicleta entrando al puerto, y al verte
me toma un impulso y te grito «te quierooo», respondes «yo tambiénnn»,
mientras el cariño se esfuma tras la velocidad con que pedaleamos a
nuestras vidas. Opuestas. (Fragmento de mi diario de sueños).

En mis primeros tres días de turista en Barcelona fuimos a


los Bunkers, a la Champañería, al Raval, a Sant Felip Neri y
a la casa de tu hermana. Recuerdo esa mañana en la Plaza
84
Cirreina donde se reunían muchas personas a bailar swing.
Yo no sé si fue el entusiasmo inherente del swing, el jazz de
fondo o el encuentro de barrio, pero estar contigo viendo a
esas personas moviéndose en esa plaza, me hizo
profundamente feliz. Quizás fue responsabilidad de la
dopamina o de la oxitocina, pero se podría decir que, en ese
momento, conocimos la gloria.

Siete inviernos después, me pides tomar un café para


contarnos la vida que ha pasado sin nosotros, está lloviendo y
por cercanía encuentras una mesa en la Plaza Virreina.
Mientras camino por Gracia, se me viene esos que fuimos
en esa mañana de swing y cómo hoy tantos años después,
aquí estamos.
Voy muy nerviosa, ya sé lo que me vas a decir porque sin
querer lo leí en los ojos de Katia. Te saludo, rompemos el
hielo hablando de lo que nos une: el teatro, la escritura, la
belleza, siempre la belleza. De a poco se va acercando la hora
de irse, dices que me tienes que contar algo, te digo que ya
lo sé, que la intuición ya me lo advirtió.

Es así, como te observo hablarme de que serás padre. Que


serás padre junto a ella que es chilena, junto a ella que es de
Valparaíso, junto a ella que también cruzó el océano. No sé
qué decir, no creo poder felicitarte, ha pasado mucho
tiempo, pero siento una cosa inefable y lo entiendes. Antes
de irte, me dices que, aunque este es tu barrio de toda la vida,
aunque te bautizaste en esa iglesia, la Plaza Virreina siempre
85
será nuestro domingo del swing. Impactada por la
concordancia, veo cómo nos despedimos y cómo la plaza y
el jazz se esfuman, tras la velocidad con la que caminamos a
nuestras vidas. Opuestas.

86
Mamá
Begoña Romero

87
MAMÁ

1.
Tus pies se transforman en garras
se hacen fuertes tus piernas
como una esfinge te observo mitad humana, mitad animal

ruges y los cristales de tus dientes se muestran afilados


abres tanto la boca que de tus tripas brota un bramido fuerte
y sobrecogedor

corres y tu cuerpo se inclina hasta hacerlo a cuatro patas


desgreñada, agitas tu cabellera rojiza que ahora se confunde
con el pelo que cubre todo tu cuerpo

como en una danza terrible


tú corres, ellos huyen
y a tu paso se escucha desafortunados los que caigan en sus
garras

para ellos eres un animal terrorífico al que temen


para mí, tu cachorra, una criatura de ascendencia divina
con rostro de mujer y cuerpo de leona,
un lugar donde refugiarme
donde mis miedos se esfuman con cada uno de tus rugidos.

88
2.
Yo he nacido dos veces mamá
las dos fueron en primavera
el aire era húmedo
y la temperatura caliente
La primera lo hice
envuelta en tu llanto y fuego,
fruto de tus entrañas
y de tu desgarrado dolor
La segunda, el llanto era mío
tan lleno de relámpagos y súplicas,
cuando temblorosa como la llama de una vela,
vi que te apagabas
Me despedí de las dos, de ti y también de mi
Entonces tuve que renacer,
tuve que florecer como las caléndulas lo hacen en marzo
porque una parte de mí, sin ti, se había marchitado para
siempre.

3.
Los zapatos vacíos, tus zapatos vacíos en la entrada,
en el salón no hay nadie, ya nadie se sienta en tu lado del
sofá, no hay un plato en el extremo de la mesa, ni humo en
la casa, en el cenicero está el último cigarro que apagaste, el
armario lleno, lleno con una ropa para la que ya no hay

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cuerpo, tu olor en las sábanas, ¿hasta cuándo es posible
recordar un olor?

Tu ausencia atraviesa las ventanas como rayos de sol, se


condensa en sus cristales, se cuela por las rendijas de las
puertas y aparece en cada rincón de esta casa para
acorralarme y recordarme que ya no estás, aunque estés por
todos lados.

4.
El día que empecé a buscarte porque ya no estabas, el
tiempo, el real, caminaba del invierno hacia la primavera,
pero el mío, mi tiempo, se detuvo y en vez de seguir el curso
natural dio la vuelta y caminó de nuevo hacía el frío más frío
que había tenido nunca. Ese año, Primavera disfrazó sus días
de invierno, Verano hibernó, esperé a Otoño anhelando
taparme con sus hojas, pero apareció escondido detrás de un
gélido semblante.

Ese día de invierno, que transitaba hacia una primavera que


nunca llegó, me congeló por dentro, me convirtió en nube y
me hizo llover hasta vaciarme y me sacudió con fuerza hasta
arrancarme de ti como un árbol en una tempestad. Desde
ese día te encuentro en los ojos de mi prima, la manera de
reírse de mi hermano me devuelve a ti, la tez de mi tío te
dibuja, la voz de mi abuela me habla por ti e incluso asomas
a través la tristeza que se ha quedado en la mirada de mi
90
padre. Desde entonces te busco en todas y cada una de las
mujeres, en las conocidas y también en las desconocidas, en
todas ellas te veo, veo un pedazo de ti, mamá. Y cada vez
que te encuentro en los ojos, en la risa, en la piel, en las voces,
en las mujeres, desparecen las nubes, se derrite la escarcha
en forma agua y la primavera llega de nuevo.

5.
Hecha un río, te deslizas por el cauce como si fueras toda de
agua. Extiendo los brazos, abro las manos y estiro los dedos,
todo mi cuerpo te pide que te quedes. Intento detener el
agua, pero se escapa, te escapas de mis manos y sigues tu
curso. Me sumerjo y navego sigilosa por tu torrente.

Ahora somos dos pececillos que juguetean en el mismo río,


chapoteo hasta ti, te alcanzo y hacemos piruetas, a su paso,
los nenúfares nos hacen cosquillas y reímos tanto que de
nuestros ojos brotan pequeños manantiales.

De nuevo eres río y sigues tu camino y los árboles de la orilla,


las piedras, las mandrágoras y yo, quedamos atrás. Te dejo ir,
como yo lo hice cuando partí afluente de ti. Vuelvo a la orilla,
pero ya no lo hago completa, algo se ahoga, se arrastra
contigo y se queda en lo más profundo.

Desde la rivera escucho el rumor de tus aguas como un


recuerdo y veo ahora que son tus brazos, tus manos y tus
91
dedos son los que se extiende, abren y estiran para abrazarse
al mar y acabar en él.

6.
La fotografía me devuelve tu imagen como el agua salada lo
hace con las conchas que arrastra hasta la orilla.

Te miro y recorro tu cara que es una carta náutica. Me


pregunto si, al igual que la mar, a veces tranquila, otras brava,
habrías cambiado de forma si estuvieras aquí. Si tu pelo sería
blanco como la espuma de sus olas, si el paso del tiempo
habría marcado nuevos surcos de arena en tu rostro o si
salpicarían nuevas pecas en tus mejillas.

La marea arrancó las certezas, se las llevó contigo y las


rompió como lo hacen las olas contra los acantilados.

Agitada por el viento, me abro paso entre el oleaje, me


refugio en tu imagen que es una caracola de mar y escucho
tu voz. Paso mis dedos por tu exterior y descifro mensajes
que imagino has dejado escritos para mí, con minúsculos
restos de arena y sal, como en una especie de braille marino.
Floto en tu recuerdo como en la mar que me trae a casa
cuando me alejo.

92
7.
Cada noche, a oscuras, la ventana de mi habitación me
muestra una carretera lejana donde los coches son
pequeñísimas chispas que zumban como luciérnagas. Están
muy cerca unas de otras. De pronto una se mueve y detrás
van las demás, como en fila. Imagino que alguna de ellas eres
tú y pienso que vuelves a casa a casa. Solo fantaseo con la
idea de que la luz de tu coche se acerca y que regresas a casa,
porque en realidad hace mucho tiempo que no estás.

Pestañeo fuerte un par de veces, cierro los ojos unos


segundos para aliviar la ceguera luminosa y me rindo de
nuevo al espectáculo onírico de la carretera. Rompo la
oscuridad de la noche, enciendo la lamparita de mesa e
imagino que ahora soy una luciérnaga para ti, que me
observas ensimismada desde algún lugar en la lejanía.

8.
A veces pienso que habrá un día en el que tendré la misma
edad que tú
¿Cómo podré recordarte como mi madre entonces?
Si seremos iguales y nuestras manos tendrán los mismos
pliegues,
nuestra vida los mismos años y nuestro pelo las mismas
canas
llegará el día también en el que haya vivido más que tú

93
A quién le preguntaré mis dudas y cómo sabré qué me
responderías
quizás entonces cuando te piense, la madre sea yo y tú la hija.

ABUELA

9.
Tenía un hijo mi abuela que la tarde que iba a volver nunca
más regresó esa tarde.

A mi abuela se le agrietó el cuerpo y se le abrió un agujero


entre el pecho y el estómago justo en el lugar donde imagino,
la vida te vacía cuando te arranca a un hijo.

Lloró hacia dentro y aquel hueco se convirtió en un pozo


en forma de recuerdo donde enjuagar su pena.

Apenas pronunciaba su nombre hacia afuera,


pensaba que, de hacerlo, algún día se abriría la presa que
contenía su memoria
la derramaría
y se ahogaría ella
y arrastraría a todos los que estaban a su alrededor.

Como una funambulista mi abuela aprendió a caminar, a


cocinar, a coser, a reír, a hablar incluso a vivir siempre con
el recuerdo de un hijo anclado en su cuerpo.
94
¿Será tan cruel su olvido de haberse llevado lo único que le
quedaba de aquel hijo?

10.
Entrelazabas los pulgares, abrías todos los demás dedos de
tus manos y las movías hacía arriba y hacia abajo haciendo
que, por las noches, con solo la luz de una lamparita, un
pájaro volará por las paredes blancas de mi habitación. Yo te
imitaba. De mis manos pequeñas y regordetas cobraba vida
un gorrión.

Jugábamos entonces a perseguirnos, a posarnos en todos los


rincones de aquella pared, a picotearnos, a beber de las
fuentes, a piar fuerte.

Aquellos días bastaba saber cómo colocar las manos y con


un pequeño movimiento, un espectáculo mágico de sombras
me hacía entender que se podía hablar con el cuerpo.

Ahora que tus manos delgadas han dejado de volar, que la


luz de tu lógica se ha apagado y que es tu juicio lleno de
sombras, el que te ha aislado de tu propio cuerpo son mis
manos de gorrión, las que se posan en tu cuerpo agarran las
tuyas, acarician tu espalda y nombran lo que con palabras ya
no puedes comprender mientras tu abuela, tú me escuchas
con la piel.
95
11.
Camina despacio por su propia casa como si fuera un
laberinto. Los pasillos se cruzan, se amontonan las
direcciones, las paredes crecen y se cierran las puertas.

Primero no logra llegar a su habitación, más tarde deja de


encontrarse en su propia cabeza. También se alzan muros.
Todo escapa por las ventanas abiertas y hay candados por
todos lados.

Desde que mi abuela empezó a perderse cada vez es más


pequeñita parece que su propio cuerpo se evapora al ritmo
que lo hacen sus recuerdos. Es tan liviana que a veces
cuando la miro temo que algún día desaparezca.

12.
Ir es volver a ese lugar
donde todavía recordabas mi nombre
sabías quién era
todavía un extraño no había entrado en tu cabeza
para llenarla de tormentas
para desordenar tus recuerdos
lanzar tus imágenes por el suelo
esconder cada historia
pisotear cada nombre
y arrinconar cada anécdota
Ir es regresar a ese lugar abuela
96
donde vacío,
tu eres la niña
y yo tu memoria.

13.
Abuela, ¿estás ahí?, ¿me escuchas? Como si fueras un barco
en medio del océano te pido una señal que muestre que
sigues ahí que no te has ido del todo. Quiero ser faro y
mandarte luz, que tus ojos perdidos estén a salvo cuando
lanzo palabras, aunque caigan al vacío. Que te amarres a mi
voz, a pesar de no saber quién habla y que encuentres asilo
en un tiempo que no existe.
Abuela, ¿estás ahí?, ¿me escuchas? De pronto me regalas un
destello en tu cara, una media luna que me hace reconocer
tu arena, aunque cada vez esté más lejana.

14.
De miel de romero del que crece en su pueblo estaba hecha
mi abuela
De la aceituna que se siembra es sus campos era su piel
Su voz fresca y limpia como el aire de sus montañas
Mi abuela ahora descansa donde nació
es etérea como el viento
es tierra, aceituna y romero

97
y su olor me acompaña en mi camino, me susurra al oído
cuando paseo por sus montes
y me toca a la mañana temprano cuando en gotas cae como
el rocío.

98
Todos los sueños del mundo
Mariola Merino

99
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
A parte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.
Fernando Pessoa

Odio ducharme. Solo pensar en la ardua tarea de


desvestirme, entrar en la bañera, dejar salir el agua, ajustar la
temperatura, mojar mi cuerpo, buscar la esponja y llenarla
con jabón, enjuagarme, lavarme el pelo, quitar toda la
espuma… La mano pesa al sostener la ducha, tardosiglos en
secarme, en encontrar la ropa, en vestirme. Odio ducharme.
Poner la lavadora es un acto titánico. No friego los platos en
una semana, a veces los restos de comida crían moho de
tanto esperar. No veo la tele. No voy al cine, ¿para qué pagar
por algo que no existe para mí, ausente como vivo, inmersa
en este Grübelei, este cavilar sin tregua? No tengo hambre, ni
logro dormir un sueño reparador… Hace días que no me
peino. Ir al supermercado me produce ansiedad.

Cansancio y apatía. Falta de concentración que me impide


hacer las dos cosas que más amo, la lectura y su pariente más
próximo, escribir. Y cuando escribo, me hace entrar en
bucle, repetir cien veces lo mismo, como si me castigara a mí
misma y me obligara a copiar hasta el hastío la lección que
100
yo me dicto. De esta sensación constante de ir a otra
velocidad, más lenta, más träge ––me aparece en alemán;
tengo que buscar un equivalente en mi lengua, cosas del
exilio––, es decir, más cansina, más densa. Eso es, densa es
cómo me siento a todas horas, como si el aire se hubiera
transformado en melaza y me costara atravesarlo.

Pastillas de todas las formas, tamaños y colores; aumento de


peso que estas producen. Falta de autoestima, odiarme al ver
mi imagen reflejada en el espejo distorsionada, extraña,
ajena. Fremd es la palabra. Desconocida. Soy otra, ya no me
reconozco. Esta no soy yo.

La oscuridad que habita en mí


Como un atrapasueños, soy.
De la oscuridad, la semilla florece,
así florezco yo,
De la oscuridad y de la mugre,
pero también del sol.
Mi soledad es un caldo de cultivo,
de donde brota la belleza.
Mi dolor, la enzima que
crea universos.
Abrazo hoy mi imperfección,
el motor más poderoso y acepto
la oscuridad que habita en mí.

101
Querida hija:
¿Cómo expresar en unos renglones todo lo que he estado
guardando para contarte el día en que por fin te tuviera entre
mis brazos? Cuánto he deseado poder acurrucarte…
Quererte. Ahora parece que vamos a estar obligadas a
esperar un poco más. Nuestro encuentro será en otro plano,
cuando yo ya no esté sobre este mundo al que se te negó la
entrada. Pero sé que igual que yo, tú también estás
convencida de que nos encontraremos finalmente. Y yo te
reconoceré como reconoce la gota de rocío a la flor, como
reconoce la lluvia al césped agostado, como el viento del
norte reconoce a la hojarasca.

Lo cierto es que la larga pesadilla en la que caí durante tantos


años duró más de lo deseado, más de lo recomendable.
Desperté cuando ya no era hora de nada, a contrapié, sin
posibilidad de verte el rostro. Tan solo con un anhelo
infinito que perdurará por siempre. Hasta que por fin nos
encontremos.

Pero antes de nuestro encuentro debo pedirte perdón por


haberte robado tantas experiencias y sentimientos que no
vas a poder vivir jamás: tu parto, tu primera teta, el primer
cólico, tu primera llantina, tu primer hipo… El cole, jugar
con los amigos, el roce de tu primer beso en los labios, el
dolor ante el teléfono que no suena y la tristeza cuando veas
irse a quién amas con otra persona. El miedo a no ser
102
aceptada en el grupo de teatro, la alegría por tus buenas notas
en clase de pintura y la rabia de nuestras peleas. Pero, sobre
todo, perdóname por no haberte deseado con más fuerza.
Quizá así habrías podido llegar, te habría conjurado para
estar junto a mí. O quizás, mi pecado fuera el desearte
demasiado y los dioses, celosos de nuestros anhelos,
truncaron mi sueño. En cualquier caso, perdóname, hija.
Y quizá, como una manera de pedirte perdón en público, es
que escribo. Para explicarme, para defenderme, Para
convocarte. En definitiva. para reencontrarme y encontrarte.
Para decirte que, a pesar de la distancia que existe entre
nosotras, estás en mí, del mismo modo que yo, lo sé, estoy
en ti.

Tu madre, que te quiere tanto,


M.

Querida mamá:

Hacía tiempo que venía queriendo hablarte, pero andas tan


metida en tu mundo, en tantos quehaceres… que nunca
parece buen momento. Me pregunto si me escucharás, si te
detendrás un instante para prestarme atención. Hoy quiero
hablarte, entregarte un regalo que mitigue tu angustia por no

103
poder tenerme junto a ti, por ponerme mil rostros y verme
nunca la cara.
Esta es una carta muy personal, me ha costado mucho
ponerla en palabras. Habla de mi historia, la tuya, la nuestra,
que es una historia vieja como las rocas contra las que choca
el mar en Torrenueva, allí por el espigón. ¿Te acuerdas? Esa
fue la primera vez que quisiste amamantarme. Cuando me
soñaste por vez primera, cuando me deseaste de forma
consciente. Mirabas el agua, la espuma mezclándose con el
azul turquesa y pensabas «Que sea una niña». Después
vinieron otros, muchos, cientos, pero ninguno tan vívido
como para que haya quedado en el recuerdo del mismo
modo que permanecen las heridas profundas que dan paso
a cicatrices.
Es la historia de una cuna con sábanas de decepción. La
conoces demasiado bien. Está preñada de dolor, de culpa…
Pero yo ahora quiero agradecerte, por tanto. Porque gracias
a que me deseas con tanta fuerza, a que me invocas, existo.
Aunque solo sea en tus escritos, en los que vuelcas tu
tristeza, tu gran desconsuelo. Porque gracias a ti, yo también
puedo ser y me reencuentro contigo, como hago ahora.
Porque estoy en ti, porque me llevas contigo y haces que
adquiera presencia en tus textos. El dolor puede ser una
fuente de belleza poderosa, y por ello creo que soy la criatura
más linda. Porque «tu dolor, la enzima que crea universos»
me nutre y me pares con cada relato, en cada poema. Tus
cartas, tus diarios, la poesía y la prosa, en fin, son el cosmos
donde lo improbable se vuelve posible, o al menos,
104
nombrable. La literatura es, en definitiva, el vínculo que nos
une, nuestro mundo en común. Mi corazoncito da un
respingo de alegría cada vez que te sientas a escribir, aunque
no lo sepas. No dejes nunca de escribir, pues con la escritura
creas vida.
Firmado:

Tu (orgullosa) hija.

Desde pequeña he tenido diarios y he escrito cartas a mis


amigos. En ellos plasmaba mis sentimientos, lo que
experimentaba, lo vivido. Luego comencé en mis escritos a
establecer un diálogo conmigo, más reflexivo e íntimo. En
un momento crucial de mi vida, escribí para sanar, como
terapia. No podía dialogar con otros, por lo que me dirigía a
mí misma, buscando una vía de escape, una explicación a mis
zonas más oscuras, mis carencias. R. fue quien me trajo un
cuaderno al hospital, invitándome sin palabras a regresar a la
escritura, mi gran afición abandonada. En la actualidad, si
me preguntaras, te diría que escribo para conocerme y darme
a conocer a los demás. Qué lindo, ¿no? Pero casi siempre es
por hastío, hastío, hastío. Me aburre todo y necesito
evadirme.

A veces me sorprende una idea y tengo que recurrir al móvil


o a una servilleta, a los bordes de una revista… A veces
redacto en mi cabeza cuando estoy dibujando con acuarela
105
o tejiendo lana… Y tengo que parar para anotar esa idea, no
sé concentrarme en hacer una sola cosa. Tengo ritmos
distintos de creación en función de las estaciones, pero esto
no es del todo cierto, a veces se revierten los tiempos y creo
en invierno mientras que en verano reescribo y a la inversa.
Pero me gusta pensar que soy como un animalillo salvaje que
rumia con el frío lo producido durante los meses cálidos.
A veces escribo alguna palabra o frase en alemán en mis
poemas o relatos, weißt du?, porque vivo rodeada de esta
lengua que también puebla mis sueños. Este es un tema que
me fascina, el translingüísmo que atraviesa mi vida y el de
tantos otros. La escritura es un viaje de (auto)conocimiento
que me conecta con los demás. Deseo celebrar el dolor, el
deseo y la tristeza como una forma de llegar a la escritura,
como un diálogo inacabado e inacabable entre autora y
lectoras. Que mi escritura sirva para dar pie a una posible
larga charla entre amigas de todos los tiempos.

Querida:

Llevamos algún tiempo queriendo hablarte, vemos tu


sufrimiento innecesario y no podemos quedarnos calladas.
Sabemos que tu deseo de ser madre es muy grande, pero ¿te
has parado a pensar lo duro que es tener a una criatura
pegada a ti las veinticuatro horas del día? ¿Lo bien que vives
ahora, haciendo lo que te da la gana? Sobre todo, escribir, tu

106
pasión, se volvería una misión imposible con un bebé a
cuestas. ¿Estás dispuesta a renunciar a la escritura?

Tener hijos nos lo pintan de color rosa, pero tiene muchos


matices oscuros… tanta preocupación, tanta inseguridad,
tantos cuidados. Y todo eso sin hablar del enorme gasto
económico que supone un bebé, los conflictos que se
generan en la pareja por el extremo cansancio, los cambios
en tu cuerpo y los efectos en tu vida laboral que, por
supuesto, no podrás ejercer con el mismo nivel de exigencia.
Además, tu vida sexual se ve reducida a cero; ya no sois
amantes, sois padres, con todo lo que eso conlleva. Y, por
último, no te olvides de tus problemas psíquicos, que se
podrían ver agravados por la falta de sueño permanente.

A ti que tanto te gusta estudiar, leer, pintar, tejer y yo qué sé


cuántas actividades más, desde luego no te pega nada ser
madre. Tú eres más de estar con amigos, con tus cosas,
despreocupada y disfrutando de la vida. ¿Para qué quieres
complicártela? Ser madre es una movida que dura
eternamente. Se abren puertas nuevas de miedos, nuevas
incertidumbres, la preocupación es constante… ¿Merece la
pena tanto sacrificio?
En definitiva, ser madre da más problemas que
satisfacciones. La maternidad no lo es todo, también se
puede ser muy feliz sin hijos; aunque eso sí, nosotras
queremos a los nuestros con toda el alma, que conste.

107
Un abrazo enorme,
Las bienintencionadas

Queridos todos:

Desde el cariño, hacedme el favor de iros al carajo, por favor.


Ya estoy hasta el mismo toto de escuchar vuestras palabras
de consuelo, que en realidad no son más que puros intentos
de autodefensa por vuestra culpabilidad: vosotros habéis
podido ser padres y yo no. Tampoco me vale que le quitéis
importancia a mis ansias por maternar, no sois quién. Me
hacéis daño con vuestros comentarios. Guardáoslos para
vosotros, metéroslos dónde podáis.
¿Quién os creéis que sois? No necesito vanos consejos;
ofrecedme vuestro silencio si no me podéis brindar vuestra
comprensión. No pido más.
Con exasperación y hartazgo, M.

Me despierto en el hospital, no recuerdo cómo llegué


hasta aquí. Lavado de estómago, ingreso obligatorio, centro
psiquiátrico. Expresiones desconocidas hasta ahora se
vuelven familiares, como-de-la-familia. Puertas que se
cierran, personas de uniforme, ventanas con barrotes. El
infierno de Dante entre cuatro paredes.
Al salir, pocos amigos, mucho tiempo en casa, paseando en
compañía, nunca sola. Siento que me miran diferente. Soy
108
diferente. No estudio, no trabajo, vengo de un lugar donde
tú no has estado. La culpa, cotorra de voz chillona apoyada
en mi hombro a todas horas, me recuerda que no valgo, que
no sirvo, que mejor me escondo. Que no soy nada, que
nunca seré nada.
Recaídas. Hospital. Y vuelta a empezar. Es un círculo
vicioso, un vicio circular que me tiene atrapada. Terapia,
terapia… venga a analizar los por qué, los cómo, los cuándo.
Yo solo quiero que me dejen en mi cueva, que no vengan a
molestar, a intentar traer una luz que en lugar de iluminar,
ciega.

Los amigos que me quedan, mi familia, mi pareja ––muchos


años después––, no me permiten hacerme fuerte en mi
agujero, me lanzan cuerdas, me tienden manos, construyen
puentes. Me salvan la vida. Siento calorcito gracias a ellos y
una llamita de luz que aún brota de mí crece poco a poco.
Terapia, terapia… Medicamentos, paseos, muchos paseos.
Creo que he recorrido varias veces el Camino de Santiago, la
Panamericana, la Ruta de la Seda durante tantos años de
pasear siempre por las mismas calles, la misma ciudad, los
mismos paisajes.
No estoy sola. Nunca he estado sola. Tampoco soy rara, ni
diferente. Me sorprende descubrir cuántas personas sienten
mi dolor, a su manera, pues cada depresión severa es
individual. Ni siquiera los hombres la sufren de la misma
forma que las mujeres. Y esto, además de sorprenderme, me
reconcilia con las demás mujeres. Gracias Virginia, Sylvia,
109
Anne, Alejandra, Emily, Zelda… Y gracias a todas por
nombrar lo que no se nombra, lo que molesta, por poner en
palabras esta obsesión mía. La enfermedad no te define. Soy
mucho más que mi depresión. Soy mis anhelos, mi risa, mi
simpatía, mi creatividad… Tengo en mí todos los sueños del
mundo.

Querida Sra. T.:

En relación con mi última visita a su consulta, me gustaría


responderle por escrito, ya que durante nuestra entrevista las
lágrimas me impidieron razonar de la manera en que me
habría gustado. Por si no lo recuerda, el tema que tratamos
en aquel momento fue mi Kinderwunsch, el deseo de tener
hijos. Quizás usted lo ignore, pero he pasado media vida en
contacto directo con niños, bien en el ámbito privado o
durante el ejercicio de mi profesión. Ser madre ha sido mi
gran ilusión desde bien pequeña, pero eso también lo ignora,
¿cómo iba a saberlo? En mis diarios hay páginas enteras
dedicadas a imaginar cómo sería mi vida con hijos, listas
enteras de posibles nombres para ponerles, todo lo que les
enseñaría, los juegos a los que jugaríamos y no sé cuántas
cosas más. Como ve, mi Kinderwunsch no es fruto de mi toma
de conciencia de mis últimos años de fertilidad, es un deseo
que me ha acompañado desde siempre.

Entiendo sus preocupaciones como médica, el riesgo de un


embarazo y un parto para mí como paciente de depresiones
110
severas es grande, pero ¿es que no cuenta nada el anhelo y la
ilusión que supone para mí ser madre? ¿Acaso la frustración
de no poder cumplir este deseo no sería contraproducente
para mi total recuperación? Usted insiste siempre en la
misma frase: Kleine Kinder, kleine Probleme; große Kinder, große
Probleme1, pero olvida que esto a cualquier persona adulta le
suena a perogrullada, a información innecesaria y superflua.
Esa es la sensación que me transmitió durante nuestro
último encuentro, usted desde su postura superior de
facultativo, solo preocupada por sus buenos resultados
médicos, fría y aséptica, impartiéndome obviedades a mí, su
paciente, infantilizándola y minimizando sus intereses
personales en aras de una seguridad que yo, como
protagonista principal en esta ecuación, no comparto.

Por favor, le insisto con esta carta que se informe


debidamente del riesgo de la medicación que en la actualidad
tengo asignada en un potencial embarazo, parto y lactancia y
que me informe más tarde a mí para poder tomar la decisión
adecuada como persona adulta, consciente y responsable.
Mit freundlichen Grüßen, M. Merino.

Mariquilla:
Hace mucho que no nos vemos, pero ya sabes que sigo ahí
para ti. Te veo cómo estás y no puedo quedarme quieta,

1
Hijos pequeños, problemas pequeños; hijos grandes, problemas grandes.
111
tengo que hablarte. Siempre has sido una llorona, eso no ha
cambiado, pero es que últimamente no haces otra cosa. Si
aún eres una niña, ¿cómo se te ocurre la idea de ser madre?
Nunca has soportado el dolor físico, no creo que fueras
capaz de soportar un embarazo, mucho menos parir. ¡Si eres
una princesa, mi princesita! Tú sirves para lo que te gusta,
los libros, los estudios, todo eso que has hecho desde
pequeña y que se te da tan bien. Anda, anda, quítate de la
cabeza esas tonterías y sigue trabajando, que es lo que te da
independencia y te realiza como persona.

Eres una mujer preparada, formada, culta e independiente,


que habla varios idiomas y es capaz de un montón de cosas
que se me escapan. Tú no necesita hijos para sentirte
completa. Mira que ser madre es una condena, ¡cuánto
habría dado yo por poder estudiar y trabajar de lo que me
gustaba! Pero no, ahí me tenías, madre las veinticuatro horas,
haciendo de comer, limpiando y cuidando a cuatro hijos ––
culpables de mis canas y de muchas malas noches. ¡Vive la
vida y disfruta, que esto son tres días! Si yo tuviera ahora tu
edad, me iba a poner el mundo por montera, viajaría y haría
todo lo que nunca me dejaron. ¡Lo que ha cambiado la vida!
Antes una mujer era ante todo esposa, madre y esclava, o
monja, o una solterona. Ahora las opciones son incontables,
no desperdicies tu vida limpiando culos, mocos y
repartiendo papillas. Mira que sé lo que te digo, yo no he
hecho otra cosa.

112
De todos mis hijos tú fuiste siempre la más complicada.
Nunca tuvimos una relación fácil, eras contestona y rebelde,
pero siempre supe que me querías. Tú sabes cuánto te quiero
yo a ti, siempre, pues el amor de una madre es eterno. Sigue
escribiendo, es la única manera de no morir del todo.
Mamá

Mi querido R.:

Te escribo esta carta porque llevamos ya mucho tiempo


debatiendo sobre algo que se ha convertido en monotema
de nuestras conversaciones: mi gran deseo de ser madre y tu
gran incertidumbre, casi tu reticencia a este deseo.
Me preguntas por qué estoy tan triste últimamente. Por qué,
si tengo todo lo que necesito, no soy feliz. Pero es que ese
todo está incompleto, me falta ver cumplida mi deseo de
maternidad. Ya sé que igual no me conviene por mi estado
de salud, que ya soy muy mayor, que no tengo nunca tiempo
para nada, y cómo voy a tenerlo para un bebé… Sé todo eso
y mil mierdas más. Tú también lo sabes, pero te atenaza la
preocupación a no sé muy bien qué. Solo se me ocurre
pensar que eres demasiado racional, demasiado ordentlich y
los hijos son todo menos eso, bien ordenados, organizados.
Te bloquea la idea de ser padre y eso me produce mucho
dolor, un dolor que se transforma en lágrimas, en tristeza
113
infinita que vierto en las páginas que escribo porque no
tengo con quién compartirla. Porque escribir es el bálsamo
en el que siempre me he refugiado para huir de la realidad
que tantas veces me ha dado la espalda.
Es complicado el proceso para poder tener hijos a nuestra
edad. Sé que eso también te preocupa, no quieres correr
ningún riesgo que me afecte. La posibilidad de éxito es
reducida, y el coste emocional y físico para mí no puedo
ahora valorarlo. Por todo esto, quiero que sepas que he
decidido renunciar a la idea de ser mamá. Pero necesito que
me permitas tener un espacio para vivir mi duelo, para
despedirme de los hijos que nunca tendré, para derramar mi
desconsuelo en forma de llanto inesperado, de melancolía
ocasional, de apatía momentánea. Solo así conseguiré
liberarme de mis fantasmas y poder dedicarme a maternar a
otros niños, hijos de otros a los que considero parte de mí.
Solo te pido que me tengas paciencia.

In ewiger Unarmung2,
Tu monstruita.

Queridos hijos no nacidos:

Seré breve: nunca pensé que no llegaría a veros. Nos hemos


perdido el tiempo compartido que jamás viviremos juntos.
A pesar de eso, sois mi familia, sois mis niños. Gracias por

2
En un abrazo eterno
114
permitirme soñaros. No tengo palabras para describir todo
lo que significáis para mí. Ahora me despido, sed libres.

Vuestra mamá que no pudo ser,


M.

Posdata
Los escritos se entretejen
con la vida,
se enmarañan a veces
radiografías
de los deseos
que nos acompañan
por siempre.

115
Un dia d’estiu
Candela Marco

116
MANUAL D’ESTIU
10:00 H – CAMINITO ALS MARENYS

Liberate, liberate, ser sexual no es un delito, no lo calles lanza el grito,


IIIIIIIIIIII – cantáis bien fuerte desde dentro de un Opel
Corsa blanco. Te encanta cuando el iaio pone está canción
del titi. Vais de camino a la playa y piensas que quizá hoy ya
te deje llevar la sombrilla hasta la arena, como hace siempre
Alba, porque es más mayor que tú y más fuerte. Y tú la
quieres llevar para ser un poco más como ella. Para que el
iaio esté muy orgulloso de ti.

Al aparcar vas directa al maletero para sacar la sombrilla a


rayas verde que ahora tanto recuerdas. Deixa aixó xiqueta!
Pero tú quieres cogerla y le pones esos ojitos de perro
pachón que siempre funcionan con papá, cuando trepas por
él y te llama koalita. Funcionan también con el iaio y toda
feliz vas directita al mar, porque al mar siempre has ido
directita, y bien trapatroles vas de boca a la pasarela tú y la
sombrilla, porque de tanto ir mirando el mar no has visto
por donde andabas.
Quizá sí eres un poco trapatroles como dicen todos los
mayores, cuando también los oyes decir es que tienes la
cabecita en las nubes y es que esta niña es un despiste.
Piensas que el iaio se va a enfadar, porque ja t’ho havia dit
xiqueta que això era massa gran pa tú, eres cabudeta. Pero te recoge
y te lleva al caballito hasta la orilla y te deja sentarte en su
silla. Tú te pones muy feliz, porque las sillas son siempre para
117
los adultos y tú solo tienes tu toalla de piolín, esa que a veces
también usas como vestido. Y ahí sentadita pasas toda la
mañana, porque estás llena de arrapaes y no puedes bañarte.
Queda’t ahí queteta que et faràs mal. Y tú te quedas, porque
piensas que el iaio es la persona más lista que conoces y
seguro tiene razón.

Desde ese sitio privilegiado ves al iaio excavar el hoyito para


la sombrilla. Saca su pala verde de la mochila y el cubo
transparente que reconoces del día que fuisteis al cine y
comprasteis palomitas de colores, porque las de colores eran
las que siempre comprabais en cubo. Tus favoritas eran las
rojas, luego las verdes y la última las amarillas. A Alba le
encantan las verdes, así que de vez en cuando, si ya no
quedan rojas, os peleáis, porque las amarillas no os gustan a
ninguna.

Todos los días observas detenidamente el proceso de


clavado de sombrilla, que consiste en:
1. Cavar un hoyo con la pala verde. Tiene que ser la verde,
es la específica para hacer el agujero, eso te dice siempre
el iaio. Vosotras lleváis más palas y cubos, pero el iaio
siempre gasta esa. Es su pala. Es rígida y resistente, y la
arena sale a toda velocidad cuando el iaio la empuña,
piensas que quizá por eso es LA PALA. Tú eres muy feliz
cuando te deja jugar con ella.
2. Llenar de agua el cubo transparente de palomitas. Esta
tarea os la soléis turnar Alba y tú. El orden del turno es: si
118
Alba quiere va ella, porque es la mayor y puede elegir. Si
ella no quiere, te toca a ti. Como con recoger la mesa. Ella
casi nunca quiere. Así que esta es tu tarea. Es una gran
responsabilidad, porque de esa agua depende que la
sombrilla quedé bien fijada y no se vuele si hace aire.
3. Clavar la sombrilla. Y aquí empieza el ritual ritual. Se clava
la sombrilla y se tira un poquito de arena. Sobre eso,
chorrito de agua. Un poco más de arena, otro chorrito de
agua. Y así repetidamente. Si el agua se acaba tienes que ir
a llenar otra vez el cubo, pero rápido porque el ritual no
puede detenerse. Y sigue con más agua en la superficie,
una especie de montaña de arena que rodea el palo de la
sombrilla y más agua sobre esa montaña. El agua es
importantísima y, ¡te dejan cogerla a ti!
4. Poner la parte de arriba de la sombrilla sobre el palo. Y,
por fin, abrirla. Aquí es cuando te pones muy nerviosa,
porque es el momento de comprobar si el aire se llevará la
sombrilla o no, si el agua que has traído habrá sido
suficiente.
Y tú sentadita desde la silla de playa del iaio le ves hacer todo
el ritual. Estás preocupada, porque con todas las arrapaes no
puedes ir a recoger el agua en la orilla. Lo hace Alba, ella
también lo hace genial.
Una vez puesta la sombrilla, sin duda el momento más
importantísisisimo de todos, toca untarse en crema. El iaio
saca de su mochila azul marino, donde también guarda su
pala, su crema, que no es la misma que la vuestra, porque, al
119
igual que la pala, él también tiene una crema especial, porque
le gusta ponerse bien moreno y no quiere ponerse la vuestra
que es una de protección 50 plus plus extra plus para pieles
delicadas antipicaduras de medusas. Lo de las medusas es
nuevo de este año, porque el verano pasado se te enganchó
una bien fuerte en el gemelo al salir hacia la orilla, te dejó
una buena picadura y tuvisteis que ir corriendo al puesto del
socorrista para ponerte una crema especial. En un futuro,
recordarás ese momento, aliviada, porque sabes que el otro
remedio era mearse encima de la picada y agradeces que no
fuese así en su día, seguro que el pis habría sido de Alba.
Pero a principio de ese verano, todavía tienes mucho pánico
a las medusas, a que te vuelvan a picar y todo lo que rodea
ese recuerdo es algo desagradable, porque una parte de ti se
regocija desde siempre en los malestares, quizá porque no
encuentra otra forma de pedir que la cuiden. Así que le pides
a la mamá que este año compre la crema solar 50 plus plus
plus extra plus, pero la que tiene el dibujo de una medusa
tachada para que así no te vuelvan a dejar la pierna destruida.

Alba, como siempre, intenta librarse del potingue y se


escapa corriendo al agua, así estará al menos otra media hora
sin crema. Tú como sigues sentadita en la silla no tienes
escapatoria, aunque en verdad tú siempre te la pones sin
rechistar, porque a ti, a ratitos, te gusta ser muy obediente
para que te digan lo buena que eres, aunque en la práctica
seas un terremoto agotador que no para quieta ni un
segundo.
120
Como hoy no te puedes bañar, te pasas el rato con los pies
en la orillita primero. Y luego cuando te aburres de chapotear
vas con el iaio, que ahora es quien ocupa la silla, para pedirle
que juaguéis a hacer castillos. Alba, que ya ha salido del agua,
aunque sigue escapándose de la crema, también quiere
hacerlos con vosotros. Así que ahora pasáis de ser abuelo y
nietas para convertiros en tres grandes arquitectos de
murallas y fortalezas de arena. La técnica del castillo de arena
no es tan fácil como cualquiera pudiese pensar, y el iaio os
explica, de nuevo, como cada vez, el gran truco para que
queden perfecto. La clave está en poner un poco de arena
seca en el cubo, luego un poco de arena húmeda y aplastarlo
bien bien fuerte. Después otro poquito de húmeda y otro
poquito de seca y más fuerza todavía. Y cuando ya está el
cubo lleno, entonces con la pala hay que dejarlo bien bien
lisito, que quede plano. Y se cuentan tres, ni un número más
ni menos, tres: UNO, DOS YYYYYYYY TRES, y a la de
tres es cuando se le da la vuelta para que quede bien
plantado. Así que vais haciendo muchos castillos hasta que
ya tenéis al menos 6 o 7 y entonces toca el turno de las
murallas que los conectan. Para eso se coge un montoncito
de arena húmeda y luego otro, y luego otro, y se va juntando
todo como haciendo un caminito de un castillo a otro. Y por
último llega el turno de los hoyos que será la gran piscina del
palacio. Alba como tiene los brazos más grande cava siempre
super rápido, ella dice que es la excavadora humana, y tú
también lo piensas, ¡porqué lo hace
121
rapidiiiiiiiiiiisímoooooooooooooo! Tú con tus bracitos más
pequeños la imitas e intentas ir igual de rápido, pero en tus
manitas no cabe ni un cuarto de lo que coge Alba. Así que
tú no puedes ser una excavadora humana y pasas a ser su
ayudante, cuya tarea consiste en ir llevando la arena excava
fuera, bien lejos del castillo, la carretilla humana. Alba te
mete directa al pozo y te entierra hasta que se te ve solo la
cabecita, tú sigues llena de arrapaes pero se te olvida que
siguen ahí. Y cuando estás cubierta de arena el iaio te hace
una cola de sirena enorme, y Alba que a veces es una tonta,
te hace unas tetas que a ti te dan mucha vergüenza, porque
todas las cosas de mayores todavía te dan mucho asco, pero
al menos tienes una cola de sirena preciosa y te quedas ahí
tumbadita un rato.

El iaio se vuelve a la silla, y 5 minutos después Alba y tú vais


corriendo a pedirle jugar a la petanca. Xe xiquetes, me fareu
volar!!! La petanca también está guardada en la mochila azul
del iaio, que es donde se guarda el iaio las cosas especiales,
por eso te hace una ilusión gigante cuando te deja sacarla a
ti. Las bolas de la petanca son: 2 azules, 2 verdes, 2 rojas y 2
amarillas. Las amarillas no las gasta nadie, Alba coge las rojas,
el iaio las verdes y tú las azules. Tú y el azul, siempre el azul.
Cuando acaba la partida ya es casi la hora de iros, así que os
poneis a recoger las cosas. La silla se convierte en el refugio
antiarena y todo lo que vais limpiando hay que dejarlo allí.
Primero la sombrilla, el iaio desmonta la parte de arriba y tú
limpias el palo en la orillita del mar con mucho cuidado para
122
que no quede ningún granito de arena. Luego, Alba y tú
sacudís bien fuerte las toallas, entonces ella da dos golpes
secos bien fuertes para que a ti se te caiga la toalla de las
manos, y se empieza a burlar de ti, porque le encanta hacerte
de rabiar, y lo consigue, porque tú eres una rabuda y ella sabe
bien cómo hacerte la puñeta. Así os pasáis un buen rato,
viendo quien puede hacer más fuerza con la toalla para que
a la otra se le escurra, y evidentemente siempre gana Alba,
como en todos los juegos, porque ella sabe todo y tú aun
estás aprendiendo. Xiquetes ja està be, vinga nemon! Vais
cogiendo poco a poco todas las cosas, aunque tú ahora no
llevas nada para no volverte a caer. Cuando la silla ya está
vacía, el iaio la coge y la limpia en la orillita también. La silla
solo puede limpiarla él, porque es más alto que vosotras y es
el único que puede hacer que no se vuelva a manchar.

Fuera de la playa vais directos a la fuente negra que hay al


lado de la caseta de cruz roja. Algunos días tenéis que
limpiaros los pies muy rápido, porque o hay avispas, que tú
odias mucho muchísimo porque tienes miedo a que te
piquen y se te hinche el brazo, la pierna, o peor… ¡¡¡LA
CARA!!!; o porque hay alguna persona cerca y nadie os
puede ver quitándoos ahí la arena, y alguna vez ya os han
reñido porque esa fuente es para beber. Pero al iaio le gusta
ir a esa, porque está justo al lado de donde aparca el coche y
así os podéis quitar hasta el último granito de arena antes de
volver a casa. Siempre vas tú la primera y Alba aprieta el
botón. El proceso es: quitarse una chancla y el pie descalzo
123
a la pata coja, cuando la chancla está limpia, se mete el pie
bajo el agua, como tú todavía eres muy pequeña, puedes
meter la pierna entera; y luego pie limpio con chancla limpia
y se repite el proceso con la otra pierna. Es muy importante
ir con cuidado cuando la segunda pierna está a la pata coja
para no caerse y tener que repetir todo. Cuando ya estáis los
dos, el iaio os lleva al coche para que no os manchéis, guarda
todas las cosas en el maletero bien ordenadas para que quepa
todo, y luego vuelve a la fuente para llenar el cubo de
palomitas de agua y limpiarse él antes de subir al coche.
Cuando ya estáis arriba, el iaio quita el parasol y os lo da para
que lo guardéis en la bandeja y os poneis una camiseta ancha
cada una. El iaio también empieza a arreglase antes de
arrancar. Suena noches de bohemia, que es una de tus
canciones favoritas porque la cantaron Manu Tenorio y
Nuria Fergó en una gala de OT. Y mientras el iaio se pone
su polo blanco, vosotras dos cantáis bien fuerte fingiendo un
tono flamenco y moviendo las manos a modo de sevillanas.
Noches de bohemia e ilusión, yo no me doy a la razón tú como te
olvidaste de esto. Busco y no encuentro una explicación, solo la
desilusión de que falsos fueron tus besos. El iaio se une a vosotras
y gritáis todavía más fuerte. YA NO SÉ CÓMO
OLVIDARTEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE
EEEEEEEE, como borrarte de mis adentros, pero llevo tu imagen
aquí en mi pensamiento. Saca de la guantera el peine de
propaganda de un hotel del que ya no se puede adivinar el
nombre, baja el retrovisor y se arregla bien el pelo, y tú le
miras atentamente, porque no acabas de entender como el
124
iaio tiene tanto pelo si es más mayor que el papá y él ya no
tiene.

Así que le miras, le miras y no puedes ni imaginar que un día


le veras a través de un cristal, con su rostro congelado en
algo que ya no era su rostro, con una expresión que ya no
era la suya. Le miras y ni siquiera concibes que un día existirá
una vida en la que el ya no esté. Que esa vida durará años.
Y un verano, el del 2016, dejareis de ir a la playa. Le dirás
adiós. Y los veranos ya no serán igual. Pero ahora de
momento, vais de camino a casa, porque la iaia os está
esperando y ya vais tarde.

15:30 H FREGAR LOS CACHARROS

Llega tu momento favorito, cuando todos los mayores se


quedan durmiendo y roncando en los sofás, y tú te vas con
la iaia a fregar los cacharros de la comida. La iaia abre el
armario blanco de la galería, el de la derecha, que es donde
están las cosas de limpiar y las herramientas. Tú siempre te
confundes y si estás sola abres los dos, el de la izquierda que
es el de los zapatos y huele a las alpargatas azules de estar
por casa de la iaia, y el de la derecha que huele a cinta aislante
negra, y es donde la iaia guarda los delantales. Ella todavía
no se ha quitado el suyo azul, y te pone el otro a ti. La iaia te
dice que te lo ates al cuello y a la cintura, pero tú quieres ser
como ella, quieres ser ella, así que le prometes no mojarte la
125
parte de arriba, esconde la parte de arriba y te lo atas solo a
la cintura. Del mismo armario, la iaia saca de la parte de abajo
el taburete blanco y te lo arrima a la pica para que te subas y
llegues fregadero. Tú mientras vas memorizando todo lo que
hace, para mañana enseñarle todo lo nuevo que has
aprendido y te deje fregar todavía más. De momento solo
puedes fregar vasos, cubiertos y platos pequeños. A ti te hace
mucha ilusión fregar también las ollas y las sartenes, pero la
iaia dice que para eso tienes que saber todavía un poquito
más y ser un poquito más mayor. Aunque sabes que ya eres
mucho más mayor que el verano pasado, porque ahora la iaia
ya no friega otra vez las cosas después de fregarlas tú y te
deja ponerlas directamente en la pila de los cacharros. Y
subidita en el taburete, la iaia te da el charrito de fregar que
lleva elena a mano y el estropajo de esparto a amarillo. Sacas
el estropajo y empiezas a fregar, la iaia te va preparando en
el banco de la derecha lo que tienes que enjabonar, primero
platos. Una vez enjabonados, los pasas a la segunda pica y
cuando ya tienes todos los platos con jabón toca el momento
de enjuagarlos y dejarlos en el banco de la derecha encima
del escurridor al fondo uno encima de otros. Antes de
empezar con los vasos, la iaia te deja coger el envase del
Elena, la caja de cartón azul, y echar un poquito más de
polvos en el cacharrito del estropajo. Y luego otra vez el
mismo proceso que con los vasos, que te gusta mucho más
que fregar los platos porque no se te escurren y te sale muy
bien. La iaia mientras va recogiendo el resto de la cocina y
descongelando el venito, así es como le llama la mamá. Tú
126
quieres, pero los mayores no te dejan porque dicen que el
café es malo para los niños, aunque este congelado, y tú no
acabas de entender porque no puedes comer el venito, porque
a todos les encanta y siempre están esperando la hora de la
siesta para comérselo. Y un poco medio triste piensas para
todo hay que ser un poquito más mayor. Pero la iaia, te
prepara siempre un vaso enorme con mucha leche granizada
y extra extra de canela, y se te pasa la tristeza. Y ese remedio
también servirá cuando seas mayor, como los sándwiches
triples de nocilla que te hace la tata Alba cuando estás medio
triste para que estés bien, por último, los cubiertos, ya no
hace falta más jabón, pero tú le pides a la iaia que porfa te
deje echar un poquito más. Venga, un poquito solo.

Y el mismo tipo de estropajo, el mismo cacharrito, el mismo


jabón gastarás dentro de todavía muchos años en casa y S.
dirá que nunca entenderá porque en tu familia se friegan los
platos con jabón de lavar la ropa. Y tú tampoco lo entiendes,
pensarás, pero siempre ha sido sí, desde la iaia, la iaia de la
iaia, la iaia de la mamá, la mamá…

Y el mismo tipo de estropajo, el mismo cacharrito, el mismo


jabón, gastarás dentro de todavía muchos años en la otra
casa de la iaia y ella mientras se quedará contigo recogiendo
la cocina como siempre. Y tú como por instinto le pedirás
que te cuente cosas, que te cuente.

127
¿Qué quieres que te cuente, cariño? Si empiezo a contarte,
empiezo a contarte desde que conocí al iaio. Imagínate,
imagínate.

Pues mira, yo vivía en la calle Curtidores y él vivía en la otra


calle de atrás, en el Raval, en la plaza de San José del Raval.
Y yo pasaba por la panadería que había en la calle de Valier,
que era de la Curtidores para el paseo. Pues allí había un
horno, y en frente estaba una casa que era de carros y todo
eso, de los amigos, de los de Peyeria; y se ponían ahí a los
medios días a la tertulia todos los amiguetes. Yo pasaba con
una tabla en el hombro, porque pastábamos en pan en casa
la abuelita y yo, y yo lo llevaba al horno. Hacíamos la masa,
hacíamos los panes y los poníamos en una tela blanca y para
que no se pegaran doblábamos la telita blanca de pan a pan,
y yo los llevaba al horno para cocer. Y pasaba por allí y
siempre que pasaba me tenían que decir algo: «Mírala», «Ay
qué flaca», porque sabían que al iaio le gustaba yo. Y el iaio
dice que les decía, yo me acuerdo porque el iaio me lo
contaba, flaca, deixeu-la deixeu-la que ja engordará. Y me decían
cosas, y yo pasaba por allí, dejaba el pan y me volvía a ir a
casa.

Y mientras ella habla y te cuenta, tú la mirarás desde el


fregadero y ya no te resultará extraño ver en sus rodillas las
cicatrices de las operaciones, ni que utilice el andador para
poder moverse. Ya no te extrañará que su energía no sea la
misma que ahora, ni que tenga que ir sentándose para poder
128
aguantar a tu ladito. Y ella desde la silla y tú fregando pasareis
de ser iaia y nieta, a dos amigas que se comparten.

Y luego, pues el iaio ya empezó a ir detrás de mí. Y nada, y


pues cuando yo me iba a enseñarme a bordar a la calle mayor
a las máquinas, el iaio me esperaba por ahí y me
acompañaba, pero me daba la vuelta atrás y ya veía a mi
padre detrás vigilándome, ¿sabes? Ya me vigilaba. Y yo, ay
que ya está mi padre detrás. Y cuando ya me enseñé, y dejé
la casa esa y bordaba en casa, bordaba para las chicas. Porque
antes venían las chicas que querían hacerse el ajuar. Porque
antes se bordaban, las toallas, las sábanas… Entonces yo, me
traían trabajo, me traían sábanas, me traían toallas para poner
las letras. Había muchas madres que llevaban a las hijas
internas, entonces venían las señoras que llevaban a las hijas
internas a los colegios a Valencia, y me traían todas las cosas
de la ropa para marcar, para poner letras; y les bordaba las
letras en las sábanas, en las toallitas, las toallas, en todo, en
todo… Y había veces que estaba de noche y todo bordando
para poderlo hacer. Porque claro, la abuelita, mi madre, ha
estado muchos años enferma y tenía que hacer primero
limpiar la casa.

Yo cuando vivía en Benipeixcar, que era cuando yo bordaba,


la abuelita estaba mal, porque la abuelita estuvo quince años
enferma, muy malita. Entonces, pues tenía que estar yo
haciendo el trabajo, la casa... Ella lo único, que se metía en
la cocina, pobreta, y hacia la comida. Yo ahí tendría unos 19-
129
18 años. Pero yo antes de eso, cuando vivíamos en la calle
Curtidores, que yo tenía 8 añitos y no llegaba a la pila de
fregar, mi madre me ponía una sillita y ahí me subía y le
fregaba los cacharros. Todos los meses se ponía malita,
porque se iba a la compra y a lo mejor veías que cuando subía
la escalera le cogía eso que le cogía y se le caía todo, todo, se
le caía la compra, y todo se le quedaba por la escalera, porque
se ahogaba. Y entonces el abuelito, mi padre, bajaba
enseguida con un paño con vinagre y se lo ponía en la boca
para que respirara.

Cuando nos mudamos del Raval, que la iaia ya tenía 20 años,


porque ahí habíamos vivido eso, 20 años, ya nos mudamos
a Benipeixcar. Nos mudados porque la dueña necesitaba ya
el piso, porque antes te lo alquilaban, pero si luego se casaba
una hija del dueño del piso, pues te tenías que ir. Y entonces,
pues pasó eso y nos tuvimos que cambiar a del Raval a
Benipeixcar. Y ahí pues ya nos conocimos Mari Ángeles, mi
amiga, y yo. Ella también vivía en Benipeixcar. Yo vivía en
la calle donde estaba la iglesia y ella vivía en la calle anterior,
estábamos cerquita. Y allí nos pasábamos las dos los
domingos, porque ella ya iba con Vicente y yo con el iaio, y
ya salíamos juntas, salíamos juntos de novietes. Ellos se iban
al fútbol, porque al iaio le gustaba mucho, y la tía Mari
Ángeles y yo pues nos pasábamos el domingo con los rulos
puestos en la cabeza, la toga que decían. Nos hacíamos la
toga para tener el pelo lisito y con la red puesta nos
pasábamos el domingo hasta que venían, hasta que ellos
130
venían del futbol o de lo que fuera, y luego ya salíamos un
rato los cuatro.
Tú irás anotando todo lo que te cuenta, todo lo que ahora
todavía no sabes mientras estás fregando subida al taburete
blanco, porque las cosas se cuentan a los mayores y ahora
todavía no lo eres. Pero lo serás en un tiempecito, y pedirás,
escucharás, guardarás, porque la iaia será la única voz que te
quede para conocer, para poder dejar constancia y hacer
memoria.

Pero bueno, antes de todo eso, pues estuvimos doce o trece


años de novios. Me casé con 25 años. El iaio tenía 28 y yo
25. Toda la vida. Desde los 13 años hasta el día de hoy,
imagínate si son años. Toda una vida. Mari Ángeles y yo nos
casamos el mismo día. Yo me casé en Cristo Rei a las 11 de
la mañana y ella creo que fue a las 12 en la parroquia que a
ella le tocaba. Nos casamos el mismo día y después de
casarnos, cuando ya cada uno hizo su convite y eso, salimos
juntos de viaje de novios. Nos fuimos por la tarde con un
600. Alquilamos un 600 y llevaba una vaca, que eso que
llevan arriba los coches, y ahí arriba llevábamos cosas
cargadas arriba, las maletas y las cosas, y nos fuimos por toda
la parte para ir a Sevilla. Y luego nos marchamos de camino
otra vez para Almería, para Málaga, todo eso pues coche. Era
por Almería o por ahí, no se acuerda la iaia ya bien bien de
eso.

131
Y luego me quedé embarazada enseguida, y estuve viviendo
ocho, nueve meses, los nueve meses de embarazo en casa de
los abuelitos y estaban haciendo los pisos del grupo porta. Y
teníamos un piso ahí cogido, que mi suegra nos dio la
entrada, 25.000 pesetas que dábamos de entrada, y estuve
viviendo los nueve meses en casa de mis padres, pero
cuando nació el niño, cuando tuvo ocho, nueve meses o por
ahí, me tuve que alquilar uno porque no podíamos estar en
casa de los abuelitos, porque el agua era de depósito y claro,
bañar al niño, el agua se terminaba, no podía ser. Entonces
nos fuimos de allí y estuvimos viviendo en porta 14 años,
hasta que se murieron los abuelitos del iaio, y la casa que
tenían en Tormos pues se vendió y cogimos 400.000 pesetas
nosotros. Mis padres vivían en el matadero y mis suegros en
la República Argentina y yo vivía en lo de porta, estábamos
todos cerca.

Y la abuelita y el abuelito vivieron en el piso que está en


frente de la gasolinera del pasaje Lombard, se fueron los
abuelitos a vivir allí, después del matadero. El piso del
matadero se ve que era alquilado, y el piso este comprado. Y
ese piso se vendió cuando el abuelito estaba en la residencia
y de ahí se fue pagando todo. Y después de eso, fue cuando
faltó, cuando se fue el abuelito Paco, pues se hizo todo lo
que eso. Y de todo lo que le quedó, quedó poco, no mucho,
fue cuando nos fuimos después de crucero, porque no era
un dineral para decir repartir. Nos fuimos a Italia y
estuvimos en Mónaco. Nosotros fuimos pues viendo todo
132
por allí y había un cementerio que lo veías en el coche que
era todo de chaletitos, y todos estaban cara al mar, aquello
daba gloria de ver de bonito, pasabas por la carreta, pero el
mar estaba después, estaban cara al mar.
Y bueno ya te he contado ya, te he contado mucho.
Y sí te contará, te contará mucho, te contará todo lo que
ahora ya quieres saber, pero todavía no te cuenta. Pero te
contará, te contará mucho y todavía seguirás queriendo saber
más.

133
Eroticidades
Conchi Salas

134
Mi cabeza no deja de darle vueltas a un asunto curioso:
quiero escribir pequeños fragmentos eróticos o
pseudopornográficos en los que lo elegante roce la
obscenidad. Incluso, fragmentitos de historias sexuales poco
claras, ambiguas, oscuras.

Esto no me ha pasado siempre, no te creas. Mis


exploraciones literarias han estado más encaminadas al amor
que al sexo. Creo, sin embargo, que prefiero ser una escritora
atrevida y descarada a una melancólica y triste. ¿Y sabes? Me
imagino a la peña que me conoce y cree que soy una madre
sufridora y entregada abrir un pequeño librito y leer “se
sumergió entre sus piernas para sorber la carne trémula de
soledad olvidada mientras contenía con su mano derecha el
derrumbe de su sexo”. Y esa visión me empodera de tal
modo que me veo despidiéndome de la isla desde el aire
dejando como legado mi particular concepto de la
perversión y del gozo corporal.

Tú sabes que has despertado a la bestia, que tienes la culpa


de esto, y por ello he decidido contártelo así, por escrito,
porque cuando te veo no me sale decirte «voy a escribir
sobre sexo tomando como punto de partida la locura de tu
cuerpo sobre el mío».

En algunos casos correrá la tinta sobre el papel como un


orgasmo contigo y sentirás que algo te pasa, y seré yo
escribiéndote. Otras veces, ni tú ni yo estaremos en el papel,
135
pero te invitaré a observar otros cuerpos mientras cierras los
ojos y te leo al oído con descaro.

Sé que todo esto te va a encantar. Hay en ti una mezcla de


admiración y deseo hacia mí que me parece la culminación
perfecta para reconciliarme con mi vida desaprovechada. Al
fin y al cabo, ¿qué es el encuentro sexual entre los cuerpos
sino un fragmento de la propia vida habitado desde el
desdoblamiento o desde la pluralidad física que solo esta
experiencia concreta permite?

Si quieres, lo hablamos la próxima vez que te vea, pero creo


que preferiré hablar poco y desnudarte con descaro.

Recuerdo mirarla con atención, como un cazador a su presa


localizando el punto exacto de su cuerpo que iba a ser
sorbido por mis labios después de que se despojara de sus
bragas con ese descaro con que lo estaba haciendo. Me
miraba desde otro lugar ¿sabes? Me miraba desde otro cielo,
desde una época antigua, como si hubiera vivido varias vidas
y me hubiese provocado en todas y cada una de ellas del
mismo modo como lo estaba haciendo ese día. Esa
seguridad en sí misma, esa mirada de autosuficiencia
mezclada con la lascivia heredada de todas las mujeres de su
estirpe. Y yo esperaba una señal, absorto como estaba y con
toda la sangre irrigando mi erección, esperaba que se
136
ofreciera como una diosa. Ahora me siento un estúpido,
pero, créeme, cuando esa mujer te mira, no hay abismo
suficiente.

Apenas un parpadeo de urgencia de vez en cuando por si


durante esa distracción infinitesimal pudiera perderse alguna
pista. Lo tenía acorralado como una perra de caza a su presa.
Me bastó con fijar mi mirada en sus ojos mientras me quitaba
la ropa interior para retenerlo, pues ya no le quedaba sangre
en el cerebro para poder emitir orden ninguna a cualquier
otra parte del cuerpo que no estuviera entre sus piernas.
Reconozco que tenía el poder y eso me gustó. Sentí que era
mío el terreno y empecé a controlar la partida.

Lo que pasó después es fácil de suponer: hundí mi boca


entre las piernas de esa mujer y perdí mi identidad, mi
historia, mis raíces, desaprendí todo lo leído. Ya no entendía
las palabras, ni las manecillas del reloj. Era tan solo un
cuerpo primitivo, un ser engendrado en el agua millones de
años antes. No tenía ninguna posibilidad. Era un reptil
arrastrando mis escamas sobre el colchón mientras sorbía el
jugo de su cuerpo en un acto desesperado de supervivencia
animal.

Lo arrastré al Big Bang, explotó la tierra y fuimos los elegidos


para perpetuar la vida solo con la carne, despojados del
lenguaje. Se hundió en mi cuerpo como si fuera un mar
oscuro y lamió mis profundidades de anémonas y
137
cefalópodos gelatinosos como si la supervivencia de la tierra
dependiera de ello.

¿Qué hace un cuerpo solo con su carne? Dime, ¿qué harías


tú despojado de ti mismo?

Le robé algo. Sé que le extirpé alguna cosa. No sabría decirte


si fue su capacidad de habla o quizá, incluso, su capacidad de
razonamiento. Pero yo estaba varios escalones por encima
de él en la evolución de las especies. Se hizo pequeño y
servicial, como un pececillo nadando entre algas.

Solo quería volverla loca, sacarla del centro, desequilibrarla.


Y ella estaba allí, en un gozo extracorporal, gimiendo entre
orgasmos neuronales que podría haber descrito en cualquier
lengua antigua, orando en hebreo, recitando en un silabario
desconocido. Yo era tan solo un animal, sí, un animal
arrastrándose, un animal de rodillas, un ser suplicando la vida
a la Madre Tierra.

Decidí dejarle con vida, ponerlo a mi servicio y amparar su


debilidad. Le protegí durante un tiempo de los avatares del
mundo y le enseñé de nuevo a leer y a escribir. Nada
complicado: léxico básico y cuatro frases hechas: «como tú
quieras», «donde tú me digas», «estoy a tu servicio». Y esperé
durante un tiempo. Lo observé. Puse en él cierta esperanza,
pensé que podría, a través de esa base de palabras escogidas,
formularse una pregunta y empezar un diálogo consigo
138
mismo que le llevara a sentir la revelación del verbo. No pasó
nada, ningún avance, ningún cambio.
Me aburrí y lo dejé a su suerte.

A veces me cuesta encontrar el modo adecuado de


explicarlo. Como si me hubiese despojado de algo más
grande y básico, del lenguaje o de las palabras.

Alguien me ha preguntado por ti esta mañana. Que si hacía


tiempo que no te veían, que qué era de tu vida, que cuántos
hijos tienes, si eran dos o eran tres. Que si trabajabas aquí,
en el pueblo, o tenías que desplazarte. Ya sabes, la misma
mierda de siempre. En realidad, ya tenía la respuesta a todas
esas preguntas y ambas lo sabíamos, pero en cierto modo,
me ha gustado el juego, me divertía y le he seguido la
corriente.

Su vida sigue igual, sin novedad. Son tres los hijos que tiene
y se ve que trabaja aquí. En realidad, ya lo sabíamos, pero lo
que quería era saber de su boca si todo aquello que me han
contado de que se pasea con un hombre en un Mercedes
deportivo de color negro es verdad.

No ha soltado prenda.

139
Quería saber sobre ella. Hace mucho que no coincidimos en
ningún sitio. Joder, dicen que se pasea con un hombre joven
que conduce un deportivo negro. Al parecer, llegan juntos a
las ocho de la mañana al trabajo. Eso quiere decir, cien por
cien, que han dormido en la misma cama.

Nada, que quién es el chico con el que vas, si yo sabía algo


de eso. Al parecer, es más joven que tú. Que te pasea con un
cochazo y que duermes en su casa los martes y los domingos,
cuando no tienes niños.
No entiendo por qué no me cuentas esas cosas.

Duermo contigo los martes y los domingos, aprovechando


que no tengo niños. Eres mucho más joven que yo y a veces
me besas cuando me dejas en la puerta de casa con tu
cochazo deportivo. Entonces te pido que subas. Aparcas y
nos cruzamos con la mirada de varias personas conocidas
antes de entrar en el portal de la finca. Quizá duermas hoy
en casa, o quizá solo pases aquí unas horas y luego te irás a
la tuya. Ya nos dirán qué deciden. Creo que te quedas a
cenar, o que yo salgo a comprar vino y claro, el alcohol es el
responsable de que armemos un escándalo. Es posible que
nos escuchen los vecinos. Eso viene bien porque alimenta la
historia: Chico joven llega con un cochazo y hace gritar de
placer a la señora madura divorciada cuando no tiene a los
niños.

140
No sé nada más, no me preguntes. Estas cosas son a veces
una incógnita. Puede que tache lo de «alguien me ha
preguntado por ti» y no tengas ni que sacar el Mercedes del
aparcamiento.

Hubo un hombre y una mujer. Él parecía un tipo normal,


nada en su persona llamaba excesivamente la atención:
caminaba erguido, sabía hablar, puede que también supiese
escuchar. Se desplazaba con naturalidad de su casa al trabajo
y viceversa. No tenía muchos amigos ni mantenía largas
conversaciones con nadie. Nada extraño hoy en día.

Hubo una mujer y un hombre. Ella parecía algo excéntrica,


algo loca. Era una tipa pasional, demasiado. Y no me refiero
a pasión sexual, que también, sino que guardaba en su pecho
un exceso de ganas de vivir, de gozar. Algo hedonista, tal
vez.

Un día él y ella se encontraron. Él no pensó nada, como de


costumbre, y ella creyó que bajo un ser tan hierático debía
esconderse, necesariamente, alguien interesante y con algún
secreto guardado.

Un día ella y él se encontraron. Ella puso en marcha todo su


ritual de apareamiento.

141
Él, en cambio, sacó el manual de instrucciones, lo abrió por
la página 42 y buscó «follar sin implicarse». Repasó uno a
uno los pasos a seguir y no se desvió ni un milímetro del plan
predeterminado.

Ella buscó con la lengua en su boca, le introdujo preguntas,


le escudriñó el paladar, le pidió que la interrogara con su
saliva. Lo intentó después con las manos: palpó su espalda
buscando el origen del primer paseo erguido, la fuerza del
agarre en sus brazos. Acarició su sexo con cautela esperando
una señal; acarició su sexo con descaro buscando sacarlo de
su control físico. Lo agarró con las piernas mientras él la
penetraba en una intervención sin fallos, sin posibilidades de
error, pero le fallaron las fuerzas y los muslos resbalaron
lentamente a los márgenes de un orgasmo prediseñado.

Él acabó corriéndose de placer por haber sabido, una vez


más, actuar bajo la rectitud de las normas escritas. Su moral
íntegra, intachable, se enarbolaba orgullosa al tiempo que su
polla se encogía, laxa y flácida, como especificaba el punto
10 del manual.

Ella buscó durante unos minutos un tacto sobre su piel.


Primero deslizó sus propias manos hasta sus caderas,
después por su vientre. Esparció bajo su ombligo el semen
ya frío y pegajoso que él había dejado caer en el lugar exacto
que especificaba el punto 9. Jugó unos segundos con la
pringosidad del fluido y cerró fuerte los ojos para intentar
142
recordar un solo segundo en el que su cuerpo desnudo
hubiese estado sometido a la atención de ese hombre.
Se volvió hacia él quien permanecía tumbado boca arriba en
el lado izquierdo de la cama, inmóvil, rígido, respirando
rítmicamente en compases de cuatro segundos. Sus
hombros fuertes amparaban un pecho cincelado que se
inflaba y desinflaba mientras su sexo desaparecía. Se
preguntó si había visto sus manos; no recordaba ese detalle.
Tocó con miedo el codo de ese ser, el antebrazo, abajo, más
abajo, la muñeca y el vacío.

Él la miró de soslayo. Ella rozó el muñón sin querer.

Con cautela, quiso palpar sus propios contornos, su silueta,


su cuerpo modelado por los años, pero ya no encontró nada.
No había valles ni salientes, solo un amasijo de carne sin
forma.

Tenía veinticinco años y un cuerpo grácil que se movía


acariciando el aire que luego yo respiraba intentando
aprehender su cuerpo sin tocarla.
Me devolvió el cambio sosteniendo las monedas entre dos
dedos estilizados de huesos prominentes que sobresalían
bajo la transparencia de su piel. Me fijé detenidamente en el
azul celeste de las venas surcando ese espacio. Por un
momento tan pequeñito como un aleteo, sus dedos rozaron
143
la palma de mi mano y ambas levantamos la vista y nos
miramos pactando algo que definiríamos más tarde.

Tenía veinticinco años, me dijo, y su lengua húmeda se


introdujo en mi boca con una delicadeza casi imperceptible,
como lo haría una mariposa volando bajo mi paladar. Sus
pechos se adaptaron a mis manos como esferas en cuenco,
hemisferios perfectos palpitando en la gravedad de mis
vacíos.

Tenía veinticinco años y su muslo derecho se acercaba a mi


sexo con una mezcla de lascivia y atrevimiento mientras todo
el peso de mi cuerpo se derrumbaba contra la pared, se
desintegraba molécula a molécula, perdía fuerza y densidad.
Su energía corporal se adueñaba de mí mientras yo era un
campo sembrado de flores esperando ser devoradas en un
coito vegetal, despojado de pétalos y pistilos, desnuda hasta
el tallo, zarandeada por la brisa de sus exhalaciones.

Hacía tiempo que yo había olvidado mis veinticinco años y,


sin embargo, me arrodillé entre sus piernas y hundí mi lengua
entre los pliegues de la carne tersa y mojada de su peligrosa
juventud. Mi cuerpo se deshacía lentamente en un orgasmo
desconocido mientras ella se sostenía en pie, regia y
soberana, contemplando desde arriba el relato de mi
desplome.

144
Creo que haremos el amor. No de cualquier manera,
entiéndase. Esto es un libro de relatos eróticos y se nos va a
pedir que actuemos como se espera en estos casos. Yo opino
que debería desnudarte ya en el pasillo de la casa. Sí, un
arrebato instintivo de lascivia descontrolada que me lleve a
bajarte los pantalones frente al espejo del recibidor para que
me veas de rodillas mientras te hago una felación. Tú no
tienes que hacer mucho en esa escena. Ya sabes que el rigor
del plano evitará tu rostro, así que no debes preocuparte por
las muecas o expresiones faciales incontroladas.

Aunque si quieres, podemos hacerlo de otro modo: quizá


prefieras entrar hasta el cuarto de estar y en lugar de que me
arrodille, te lo haga sentada en el sofá. Lo digo porque hay
hombres que sienten algo de incomodidad cuando se les
arrodilla una mujer. No por una especie de falso recelo por
dejar que adoptemos posturas que podrían ser denigrantes,
no. Es porque esa situación os deja en un estado de absoluta
estupidez. He de reconocer que a mí me gusta. Ambas cosas,
quiero decir: arrodillarme para hacer una felación e
idiotizaros. Pero no temas, te trataré bien.

Luego podemos pensar en cuál será tu función durante el


clímax de esta historia. No es tu historia, ya lo sabes, así que
no esperes un papel muy activo. No eres el galán, no eres el
héroe, eres solo el hombre. No pongas esa cara. Puedo dejar
que elijas entre un par de opciones, pero al no ser el
protagonista, tampoco puedo darte mucho margen. Si lo que
145
te preocupa es que describa tu cuerpo desde un plano poco
sexy, puedes estar tranquilo, no lo haré. ¿Cómo quedaría yo
si tú no fueras el hombre que toda mujer desearía colar de
vez en cuando en su casa? Tu cuerpo será descrito con todo
lujo de detalles. Es la gracia que tiene el texto literario: puedo
hacer de ti lo que no eres y de mí lo que siempre quise ser.

No follaremos, aunque me diviertes. Si quieres, te sigo el


juego. Debes saber que voy a escribir sobre ti; tranquilo, no
saldrá tu nombre en ningún momento, solo tú y yo sabremos
que ese texto jugará con una identidad que podría ser la tuya.
Es el precio que tendrás que pagar por seguir dándome
candela mientras te imaginas una experiencia sexual
conmigo. Siento decirte que cualquier fantasía lúbrica que
hayas permitido florecer en tu imaginación sería superada
por la realidad. Sonrío leyendo tus mensajes rebosantes de
propaganda innecesaria acerca de tu potencial sexual. ¿Crees
que eres el primer hombre mucho más joven que yo que se
encapricha conmigo? Te sorprenderías si te contara cuántas
proposiciones he llegado a recibir del mismo estilo que la
tuya. Os movéis entre la fantasía sexual clásica de chico
joven busca mujer madura y la creencia infundada de que
estáis en vuestro mejor momento y que nosotras, en cambio,
necesitamos un favor.

146
No pasearás tu lengua entre mis piernas. No te citaré en mi
casa a media tarde para vernos a escondidas. No me harás
jadear de placer mientras tu mujer está tomando café con sus
amigas. Podemos, si quieres, alimentar ese deseo hablando
de ello a través de la pantalla: yo sacaré partido literario de
ello y tú puedes utilizarlo para revitalizar tu relación de
pareja. ¿Le has propuesto a ella las mismas prácticas sexuales
que me propones a mí? Quizá, si lo hicieras, no necesitarías
mendigar sexo ni venderte a una mujer como yo
prometiéndole la experiencia corporal de su vida. Permíteme
decirte que te llevo una década de ventaja y que mi cuerpo
es un templo cuya entrada está reservada a héroes y dioses
que llevan años demostrando su superioridad.

Sigue soñando con mis piernas rodeándote el cuello y no


olvides contármelo luego. Si eres constante, puede que te
ganes un libro entero. ¿Crees que soy prepotente? Eres tú el
que te excitas conmigo. Me apuesto un relato a que en unos
días vuelves a reclamar mi atención. Al fin y al cabo, yo soy
la que escribo.

Quedaremos en un bar, uno de esos lugares con luz tenue,


música ambiental y una velita sobre el mantel. Tú llegarás
primero y me esperarás sentado en una mesa elegida
expresamente para ello. No estará escondida ni apartada de
las demás; localizarás una mesa que te permita verme entrar
147
y que te conceda el placer de observarme mientras me acerco
a ti. Sabrás que soy yo porque llevaré puesto un vestido
verde, corto, de manga larga y unos zapatos de tacón negros.
Me habré recogido el pelo en una coleta alta. No usaré
medias.

¿Que por qué vas a estar nervioso? Porque soy yo la que


decido y quiero que estés nervioso, intranquilo. ¿Te he
explicado lo del vestido verde, no? Tiene la espalda abierta y
no llevaré sujetador. ¿No merece eso algo de nerviosismo,
de calor corporal manifestado en acompasados movimientos
rítmicos de los dedos sobre la mesa?

Me sentaré a tu derecha, me mirarás a los ojos y me


saludarás. Yo recogeré tu saludo para devolvértelo con cierta
picardía. Colocaré una pierna sobre la otra, dejando algo más
de medio muslo al aire. Sobra decir que espero que no tardes
mucho en deslizar la mano, tu derecha, desde la rodilla hasta
la intersección de mi cuerpo con la complacencia. Deberás
tener cuidado porque no me habré sentado muy pegada a la
mesa y tus manos estarán a la vista de cualquier observador.
De hecho, el camarero se acercará a preguntarnos qué
queremos tomar y no podrá evitar una miradita rápida, tan
rápida, que no será testigo de la intrepidez de tus dedos
índice y anular hundiéndose en mi carne palpitante mientras
yo aflojo la tensión de mi cruce de piernas para permitirte
experimentar con las diferencias de temperatura. Tú, que no
esperabas encontrarte con mi completa desnudez, decidirás
148
mirarme fijamente a los ojos buscando consuelo. Algo así
como «mujer, ya sé que tú eres la creadora de esta historia,
pero, ¿cómo quieres que mi personaje mantenga la dignidad
en el texto con esas exigencias corporales?». Me va a
encantar ese ruego, ese posicionamiento de peregrino
buscando misericordia al final del viaje.

A partir de aquí, no sé muy bien cómo terminar esto. Sí


tengo claro que se debe cerrar en ese bar de copas. Sacarlo
de ahí sería demasiado previsible y tú como personaje
perderías todo el interés. Pienso en dos opciones posibles:
una centrada en el sometimiento del cuerpo al deseo
contenido mientras terminamos una botella de vino y nos
despedimos, después, marchándonos por separado. La otra,
la que tiene más posibilidades sin duda, gira en torno al
abandono. Tú te levantarás disculpándote para ir al baño y
yo aprovecharé para desaparecer.

149
Una franja inexistente
Delfina Rabán

150
una sección
más esbelta
aminora el
efecto de la
ausencia
ambas somos
una capa de protección de la intemperie

151
dejaste:

los
cambios
de niebla
los
órdenes
del cuerpo
la lluvia
total
unas lentejas remojando

no sientes lo
dulce esta
mañana
pronto serás
un acto dentro del paisaje

152
en dos
tiempos:

la apariencia firmede un sitio de tierra

se despega
suavemente

un leve sonido

apenas más
blando

ordenado del
agua

153
dentro de un año

te resultará
difícil regular la
marcha la
pérdida de cierta
capacidad
motriz te
detendrá por
completo
el
invierno
templad
o será
una
ventaja

154
lo que no es
levanta el aire

traza

la línea de
postes

en el sentido de alejarse

155
los materiales ya comprados
en frente al portón de una casa
qué puede ser un día, un mes o un año

156
cuando tu voz duerme
avanza
la construcción de una dársena
es que mi cuerpo puede ser
una reserva de suelo

157
apoyada en el extremo

tu palma

se conjuga con la pared

una fractura

pálida

absorbe los esfuerzos

158
otros huecos

cuidadosamente guardaste
tu forma de respirar
hiciste al aire
ser contigo

159
Periférica
Paulina Vega

160
—Incursiones en el círculo propio de 34 años de vida: el
centro y la periferia—

Cosmógrafa
[1.Yann Tiersen: Comptine d’un autre été, 2.Yann Tiersen :
Le moulin, 3.Le Vals d’Amélie
(Version orchestre live)]

Del latín cosmogrāphus, del griego ά


s.f. Especialista en cosmografía.
Cosmografía. s.f. Descripción
astronómica del mundo.
Especialista en describir el mundo de manera
astronómica. La que puede ver.

161
1
Habitas una casa que está sobre la tierra, primera capa de la
corteza de un planeta que gira sobre sí mismo inclinado en
un ángulo aproximado de ±23.5 grados respecto al plano de
la eclíptica de la Tierra al Sol, dando una vuelta sobre sí
mismo cada ±24 horas, recorriendo ±40,000km diarios a
una velocidad de ±1,600km/h y que a su vez es orbitado por
una pequeña roca gris.
Al mismo tiempo, este dúo maravilla orbita alrededor del Sol
en una órbita elíptica en la que el Sol no es el centro y que se
encuentra inclinada con respecto al eje ecuatorial del Sol,
pero como para toda medición astronómica consideramos

162
nuestra perspectiva desde la Tierra, el ángulo de inclinación
no se ve.

Otros siete planetas con sus respectivas parejas de baile —


tan descarado es Júpiter que baila con 79— giran sin parar
en órbitas ligeramente inclinadas que se agrandan entre más
se alejan del Sol, nuestro hipotético centro. Avec l’exception de
Pluton, une planète naine qui orbite le soleil d’une manière fortement
inclinée, ±17.14175 degrés par rapport le plan de l’écliptique, toujours
la référence de l’orbite de la Terre.

163
Y, mientras todo este baile se desenvuelve, el sistema solar
se desplaza alrededor del centro de la galaxia Galaxías Kýklos,
la Vía Láctea, que hace unos días fue noticia porque
finalmente tuvimos evidencia fotográfica de que contiene un
supermassive black hole bautizado Sagittarius A*. Tenemos
suerte, el sistema solar se encuentra en el brazo de Orión.
164
Ah… si las órbitas de los planetas dejaran un rastro de
luminiscencia como lo hace un cometa al pasar, verías las
espirales más lindas, regordetas y largas, algunas pequeñas y
angostas que parecen encontrarse entre sí, un «hélix»: el
ADN cósmico. Dirías que se esconde allí otro patrón de la
flor de la vida.
165
¿Lo sabías? Have you heard about it before?
2
Podría continuar. Je peux te raconter que la galaxie, la Voie
Lactée, se déplace également dans un autre groupe de galaxies qui se
dirige vers ce que les astronomes appellent "Le Grand Attracteur" à
une vélocité de ±1,500,000km/h. Te podría decir que l’orbite de
la Terre n’est pas entièrement plate parce que son partenaire de danse,
ce rocher gris, exerce sa gravité sur elle et qu'en réalité l'orbite de la
Terre se tortille, it jiggles, la viva imagen de un huevo frito.
Podría agregar that the solar system is also constantly pulled by the
mass of the galactic disc influencing its trajectory as if it were a drunken
dolphin diving in. Te podría contar that the solar system is in reality
inclined 60 degrees to the galactic plane: in each dive we are travelling
thousands of light years. Para finalmente concluir con que toda
medida en el universo es un ± (plus ou moins) porque las

166
distancias son así de grandes y hace ± (plus ou moins) 13,799
millones de años que el universo está en expansión.
He aquí mi confesión:
«Nunca estás en el mismo sitio. Nunca estamos en el
mismo sitio.»
En la gran escala del universo, la cual es muy compleja para
que nuestros pequeños cerebros puedan comprender, a
nadie le da una mierda dónde estemos. Si hay alguien
observando desde esa periferia, beyond the supercluster of
Laniakea, todo se ve igual, una maraña de puntos brillantes y
grandes espacios vacíos, negros y huecos, aparentemente sin
vida. Bueno, eso suponiendo que para ese alguien la vida sea
también un igual a la luz.
Pero no es esto lo que te quiero decir, no. Ce que je veux te dire
es que nosotras, tú, todo esto que ves alrededor y consideras
fijo porque así aparenta ser, no es más que un velero muy
grande que se mueve sobre las olas de las fuerzas de la
gravedad y de la electromagnética, de la force forte et de la force
faible, y muy probablemente on the dark energy, navegando una
ruta completamente desconocida para ti y para mí porque no
tenemos más de 2,000,000 de años de existencia. Somos
pioneras sin saber que lo somos. Navegamos una línea sin
estar a la deriva porque en el universo rigen leyes físicas que
apenas llegamos a comprender, pero que sabemos que
existen.
167
En otras palabras, somos ya viajeras del espacio, not
intergalactic travellers, pas encore. Si la vida en la Tierra es
sostenible por otros 500 millones de años, il y aura assez de
temps pour qu'une autre humaine surfe sur une autre vague du
mouvement de translation de notre système solaire, and even another
galaxy.
Imagine, ce que tu vois dans le ciel nocturne sont des étoiles, des galaxies
qui n'existent plus. Éteintes. Miras hacia el pasado. Et de la même
manière que le ciel a changé au fil des siècles en raison de l'expansion
de l'univers, il a également changé parce que les étoiles et les galaxies
meurent, mejor dicho, sont recyclées, como el bosque de pinos
que crece después del incendio. L'univers s'étend, les étoiles
meurent, nous bougeons et avec nous autant d'amas galactiques, une
symphonie en ±7 mouvements : tú, la Tierra, el Sistema Solar, la
Vía Láctea, el supercúmulo de Laniakea, el universo entero.
3
And while we are on this ship sailing on the unknown periphery
without us knowing that it is, in fact, unknown, and that we are, in
fact, sailing it, us, tú y yo, especialmente tú, are in the centre. Or
is not your point of view derived from where you are looking from?
Una casa que está sobre la tierra, primera capa de la corteza
de un planeta que gira sobre sí mismo y tercer planeta que
gira alrededor del Sol.

168
The universe wobbles.


(4. Vivaldi: Il Giardino Armonico)
4
Si la órbita de la Tierra no tiene al Sol al centro, ¿podemos
decir que estamos en la periferia? Si de acuerdo con los
diccionarios la periferia es una circunferencia, y la
circunferencia es ese contorno que equidista en todos sus
169
puntos del centro, entonces, me atrevo a decir que in that
sense we are out of orbit.
But si no hay órbita perfectamente redonda, if all known
planetary orbits are ellipses, and an ellipse is a sort of oval whose
circumferential points are not equidistant from its centre, or perhaps
they are, but only 50/50, so to speak, north to south and west to east,
y en la elipse aún encontramos un centro, y en nuestro
Sistema Solar cada órbita planetaria encuentra su centro en
el Sol incluso si este Sol no está al mero centro de la figura
geométrica, then can we say that the centre is subjective? Is it enough
that there is something, anything, within the space of the ellipse for it to
be a candidate to withhold the name of centre?
Yes, and no.

170
(Yes, because any object at any point within the ellipse is potentially a
centre.)
No, porque el centro para ser centro necesita tener un papel
protagónico, por así decirlo, ejercer alguna especie de poder
o de atracción sobre aquello que lo orbita. Para el círculo, el
centro es el lugar donde la punta metálica del compás hace
presión en el papel para girar sobre sí misma. Para nuestra
órbita terrestre y cualquier otra órbita dentro del Sistema
Solar, lo que nos mantiene a raya y dando vueltas es el Sol,
una estrella joven de tipo-G con 1,9891 x 1030 kg de masa.
Regarde ça force gravitationnel, mais ce n’est pas une force, c’est, selon
la Théorie de la Relativité d’Einstein, la conséquence de la masse du
Soleil qui courbe l’espace-temps.
Once again, the image of the round.

Yes, in that sense the Sun is our astrophysical centre. No en balde lo


llamamos Sistema Solar.
171
Imagino a dos amantes, uno un poco más dominante que el
otro —de vuelta a romantizar el amor— sosteniendo una
cuerda larga, soltándola poco a poco, al otro extremo el
amado, y cuando el amado se ha alejado lo suficiente bajo el
permiso y ojo omnipresente del amante creyendo que tenía
libertad, el amante vuelve a jalar la cuerda. Lo pienso ahora
y me genera pánico, en su momento esto fue el consejo de
una profesora para domar a los hombres.
Y si el Sol está en el centro, y si el amante está en el centro,
nosotras, la Tierra, el amado, navegamos su periferia. Es
desde esta periferia que nos convertimos en testigos de ese
marvellous night sky and that glorious heat que nos da la vida.
Disclaimer: No así en el caso de los amantes pues ya hemos
tenido suficiente de amor romántico. Si vamos a ser
amantes, mejor ser una estrella binaria: un sistema estelar
compuesto de dos estrellas que orbitan mutuamente
alrededor de un centro de masa común. Ser centro y
periferia.

172

Eu queria estar no centro, eu queria ser o centro, mais sempre me senti
na periferia. A segunda. A substituta. O plano B, C, D, Z. Nunca
a protagonista da minha vida. Eu teria gostado, se soubesse a tempo,
que eu poderia ser centro, bem como periferia. Tardei 34 anos, mais
finalmente entendi.


(5.Bob Dylan: Girl from the North Country)
¿Te imaginas llevar el Sol en el centro del pecho y que su luz
irradiara tanto más allá de la periferia de nuestro cuerpo y
que estuviésemos, en realidad, envueltas en una esfera de luz
cálida, pero no radioactiva, que cada vez que nos
acercáramos a alguien o a algún objeto que cruzara ese límite

173
esférico también lo rodeara la esfera, pero sin absorberlo,
contagiándolo de aquella misma luz cálida que emite desde
el centro de nuestro pecho nuestro Sol y que es la que
compone nuestra esfera? Porque eres consciente que no hay
esfera sin luz.
Y que ése fuera nuestro súper poder, la esfera de luz que
nace desde el centro de nuestro pecho.
Suena loco, ya sé, pero escúchame. La esfera está allí porque
es parte de nosotras y porque tenemos un Sol. Ese Sol está
allí porque nosotras decidimos colocarlo al centro. O quizá
siempre estuvo allí y no nos dábamos cuenta, al fin y al cabo,
estamos hechas de polvo de estrellas. Y bueno, simplemente
elegimos despertar ese Sol en el pecho que, junto al lago, el
océano en nuestra bassin, forman un paisaje interno —estoy
casi segura que en nuestros pies hay raíces porque en
nuestras piernas hay árboles y que en nuestra cabeza hay
estrellas, infinitas estrellas—, pero lo que te quería decir es
esto:

174
La sfera è nostra, si muove ‘conosco’: se saltiamo, si alza con noi; se ci
raggomitoliamo in una palla, si restringe con noi. La sua dimensione
varia in relazione alla dimensione del nostro Sole. Vedi che ci sono
stelle di neutroni ed al carbonio, che ci sono gigante rosse e nane bianche,
giusto? Vale, questo è irrilevante per quello che voglio dirti, ma volevo
suscitare la tua curiosità.
The point is that our Sun, which is a star, can have different sizes, in
which case I do not believe traditional physics applies, meaning, our Sun
does not have a defined life cycle. I believe it moves with us, it changes
with us. Si nos sentimos bien, ligeras, posibles, nuestro Sun
grows, but most importantly, emite más luz y nuestra esfera brilla
expandiéndose.
175
Ahora imaginá que caminás por cualquier lugar. Une forêt ?
No, eso es demasiado fácil. Calle Madero o la 9 de Julio un
lunes a las dos de la tarde. Todo lo que tu esfera toque se
transforma. No lo tocas tú, pero lo tocás vos. Entre la
multitud de gente transitando, el codo con codo, el ruido de
las bocinas, los gritos, el smog, las caras de culo y el mal
humor, cuando tu Sol brilla así de intensamente y tu esfera
se mantiene palpitando en ese candor, todo lo que toca, todo
lo que vos tocás, cambia, se contagia de ese bonheur se den o
no cuenta.
5
Forse si tratta di fisica quantistica, non lo so. No quiero hablar de
dios, al menos no del dios judeo-cristiano católico, sino de
una energía poderosa que es un misterio al que podría llamar
diosa, así, en femenino, porque es una fuerza invisible que
ejerce una acción y que aún no logramos entender. Porque
siendo sincera, j’adore cette phrase que dit Céline dans ‘Before
Sunrise’:
I believe if there’s any kind of God, it wouldn’t
be in any of us, not you or me, but just this little
space in between. If there’s any kind of magic in
this world, it must be in the attempt of
understanding someone sharing something. I
know, it’s almost impossible to succeed, but who
cares really? The answer must be in the attempt.

176
Mi esfera interactuando con la tuya. Tu esfera tocando la
mía. ¿Imaginás un mundo así? Nuestras periferias
acariciándose.

177
Asunto de voces
María Leyva

178
Era una mañana de agosto, las ondas de calor retorcían
los cabellos y alborotaban los mosquitos mientras nos
refugiábamos en la cama con el aire del ventilador
directo a los pies. El aroma a cuerpos y a sudor
friccionado encubría mi sufrimiento. Hasta ahora no
habíamos sido otra cosa más que ensayo tras ensayo, y
de pronto, la vara blanca con doble línea nos regalaba
un trago profundo y doloroso.
—No te quiero lo suficiente —rompiste el silencio.
—Lo sé —contesté con un suspiro que se convirtió en
burbuja y anidó en el pecho. Intenté levantarme
fingiendo una huida.
—Igual me gustaría intentarlo –perplejo, me tomaste de
la muñeca —si es que tú quieres continuar.

En aquel año, la juventud era la virtud que se despilfarra


y tu experiencia era el ánima que me inyectaba
curiosidad. La lógica me dictaba un poema de escape,
aún habría sueños por cumplir, vuelos, resacas y
conjuros. En cambio, el corazón me ofrecía tardes en
sepia comiendo mangos y leyendo cuentos que
empiezan con Había una vez.

Aquella tarde veraniega me enseñó que no hay


respuesta correcta, que no hay un solo camino y que la
luna es un ser imprescindible.

179
180
Yo también soy adúltera
Eva Manzano

181
«Yo también soy adúltera»

Maruja y el Abuelo se separaron legalmente en


1971, así quedó recogido en una nota marginal del Libro
de Familia que todavía guarda él. Tres años de trámites,
desde que a ella la echaron de su casa. Los juicios, las
sentencias en diversos tribunales a la espera de
apelaciones de la demandada, las versiones
contradictorias, otros testimonios e injurias. Tres años
soñando pesadillas que a Maruja se le volvieron realidad
y que al Abuelo le costaron una buena suma de pesetas.
De dónde sacó el Abuelo tanto dinero ni siquiera
es la pregunta que me resuena con más insistencia. Su
padre, el Ciego, era dueño de medio barrio, cobraba
rentas y le debían muchos favores. Siempre me ha
hecho gracia que a mi bisabuelo lo tengan en un
pedestal. Un héroe republicano. Ja. Un rojo cabrón.
Llamativo es que el Abuelo supiera a quién tenía que
acudir, que buscara el mejor bufete de procuradores,
que se asegurara una estrategia y acertara con la forma
correcta de disolver su matrimonio y quedarse con la
custodia de los hijos en aquellos años, sin ley del
divorcio. No, el Abuelo no se ocupó del asunto. Y estoy
empeñada en saber quién, cómo, cuándo y por qué.

*
Llevo toda la mañana en el Archivo Histórico,
después de días haciendo pesquisas con varios correos
electrónicos aquí y allí, intentando encontrar los autos
judiciales de la separación de mis abuelos. Miro todos
los registros de asuntos civiles del Juzgado Número 3

182
de los años 1968 – cuando Jacobo, hermano del
Abuelo, acusó de infidelidad a Maruja –, 1969 y 1970.
Ni rastro. No va a ser tarea fácil, me dice el archivero,
había diez juzgados de ámbito civil. Si al menos
supiéramos el número de juzgado y el año de sentencia
sería más sencillo localizar el expediente. Le cuento a
Mamá mi frustración. No me acuerdo del año, me dice,
qué más quieres que haga. Sólo sé que hubo un juicio
por adulterio. Entonces, tiene que estar en lo penal, me
digo, el adulterio era delito. Pero Maruja no fue a la
cárcel, eso lo sé. Dan las 13:00 horas. Salgo pitando para
recoger a mis hijas del colegio y de la guardería,
respectivamente. Tendré que probar suerte otro día.

«Un país que conservaba el espíritu calderoniano»

En 1976 cientos de mujeres se echaron a las calles


de Barcelona, en lo que se ha llamado el primer
movimiento feminista después de Franco. Googleo los
archivos fotográficos de las manifestaciones y me atrapa
el retrato de una manifestante con su hijo a hombros y
una pancarta en su pecho donde se lee «Jo també sóc
adultera». La foto la firma Pilar Aymerich.
La despenalización del adulterio no llegaría hasta
mayo de 1978. El régimen franquista había reinstaurado
en 1942 el delito de adulterio mediante el artículo 449
del Código Penal, condenando a la mujer adúltera al
destierro o a la cárcel, por mantener relaciones sexuales
extramaritales. Esta ley bebía de la decimonónica, el
artículo 438 que, a su vez provenía de las Siete Partidas

183
medievales y que, además, exculpaba al marido que
agredía o asesinaba a la esposa sorprendida en un acto
de infidelidad, y que fue derogado durante la República.

Las movilizaciones de la Transición, tuvieron lugar


en apoyo a María Ángeles Muñoz e Inmaculada Benito,
las dos últimas mujeres condenadas por adulterio en
España. María Ángeles llevaba varios años separada de
su marido, quien había abandonado la casa familiar,
tenía nueva pareja y estaba de nuevo embarazada
cuando su marido regresó y la acusó de adúltera ante las
autoridades catalanas, para reclamar la patria potestad
de la niña que tenían en común. El supuesto delito que
había cometido Inmaculada, ni siquiera se podía probar,
según su abogada, Gloria Labarta. Pero también
Inmaculada tenía un hijo, fruto de su matrimonio. Es
obvio que el adulterio era la fórmula más utilizada para
lograr la custodia de los descendientes con facilidad.
María Ángeles escondió a su hija. Inmaculada luchó por
recuperar a su bebé. «Yo no me separo de mi hija», le
dice a su marido María de las Angustias, la protagonista
del relato titulado El Artículo 438 que escribió Carmen
de Burgos en los años 20. Leo estas palabras y siento el
dolor de mi madre porque ella nunca las escuchó. La
herida negra de Mamá. Negra y silente.

*
Lo que se decía: la madre de mi madre tuvo un
amante.

184
Lo que debo suponer: en virtud de las leyes
operantes de los años 60, mi abuela fue repudiada;
mejor eso que enviarla a la cárcel, sigo suponiendo.
Lo que se sabe: sus cuñadas la sacaron a rastras de
la casa – hay quien dice que a palos – y su propia
hermana la humilló, insultándola y pegándole frente a
sus hijos. Se la encerró en la casa de sus padres, por
vergüenza y deshonra. Por resolución judicial, la
custodia de los cuatro hijos del matrimonio debía
quedar en manos del padre. Resolución que no se
mantuvo en un caso, ya que la hija más pequeña, de
poco más de un año, permaneció viviendo con Maruja,
quién sabe si porque dudaban de su legitimidad. Pero
Mamá, la hija que no pudo quedarse con su madre;
Mamá, la hija mayor de Maruja, de aquel matrimonio
roto, con nueve años, se convirtió sin más remedio en
la mujer de su casa. Con ese negro de abandono y ese
silencio de culpa empapelando las paredes.

Aquella misma tarde, todavía sin superar la


frustración y la sensación de fracaso e impotencia que
me quedó tras pasar la mañana en el Archivo, me
escribió Mamá, enviándome varias fotos por
WhatsApp. Tengo una reliquia, decía ella. Me imaginé
alguna baratija que perteneciera a su madre. Al
descargar las imágenes me sorprendieron algunos de los
documentos de la separación. Mamá estaba visitando al
Abuelo y se atrevió a preguntarle por el juicio.

185
«Por sentencia firme fecha 1 de julio 1970, del
Tribunal Eclesiástico de este Arzobispado, se ha
decretado la separación perpetua del anterior
matrimonio; ha sido la causa, la canónica de adulterio
imputable a la esposa, confiando la guarda y custodia de
los hijos habidos, al padre y esposo, en su calidad de
cónyuge inocente».

El Abuelo le ha dicho a Mamá, que, en una ocasión,


el juez lo echó de la sala porque quiso agredir a Maruja.
El Abuelo siempre decía que Maruja fue una puta. Una
cabrona que ya nunca jamás tuvo la conciencia tranquila
por lo que hizo. Que se fue con el guarro aquel, con el
viejo aquel, feo y apestoso, lleno de pelos y con bultos
en la cara. La asquerosa, si se hubiera ido con un tío
guapo o joven… dice el Abuelo. Y yo me pregunto…
Eso… ¿qué? ¿hubiera cambiado algo?

1959

«No hay en la noche de mi desventura / una


estrellita que venga a alumbrar / esta senda de
eterna amargura / que, triste y oscura, no sé dónde
va»

El Juanito se ha quedao frito en la butaca y la


Antonia se ha marchao pronto, con lo gorda que está y
con este solano que cae, pero claro, mejor eso que
hacerle un poco de compaña a la alelá de su hermana.
Po que se vaya, que estoy hoy contenta y no me lo va a

186
chafar ni la Antonia ni nadie. Como es la asunción de la
virgen, Mi Chechu me ha prometío que me va a llevar
un ratito a la velá. Me iba a poner el traje sin mangas
rosa clarito, pero me lo dejé en el cubo de la ropa lavá,
sin tender, y ahora está empapaíto y como una pasa de
arrugao. Si es que va a ser de veras, que será el embarazo
o las musarañas, tengo la cabeza roía. Ya no debe de
quedar mucho pa que llegue Mi Chechu, a ver si no lo
enrean en una esquina con un vasito de aguardiente. Y
yo sin ná que ponerme, pero tiene la Flor un traje que
se me ha antojao.

Llamo a la casa y el Suegro me dice que pase yo a


rebuscar el vestido de la Flor en la cómoda del
dormitorio grande, que su hija ha ido a cobrar las rentas.
Que él tenía mucha calor y no estaba pa salir. Me sigue
de cerca como un falderillo y se me mete hasta las sienes
el olor a jabón y menta de la loción floïd. Saco de la
cómoda el cajón de abajo que es el más grande y nos
quedamos estrechos. Yo sé bien lo que ando buscando,
que la última vez que estuve en la casa planchando,
guardé allí un vestido mu fresco, blanco, con el hilo
calao. Ya tengo la tripa mu redonda y mu crecía y como
el traje es holgao seguro que me va a caber. Y el Suegro
que parece que me lee el pensamiento porque me
pregunta que si ya estoy mu gorda que a ver, a ver que
lo deje tocarme la barriga. Como el pobrecito no ve por
un veneno que le echaron de crío en los ojos, le guío las
manos y me toca suave la tripa y me dice que tiene
forma de niña. Otra nieta, se pone contento. Y yo que
ya lo sé que será una niña porque del Juani no tuve estos

187
vértigos. Después, sin venir a cuento estira un brazo y
pasa la mano de mi barriga a mi espalda y luego la baja
por allí sin dejar de tocarme hasta darme un apretón, un
pellizco mu pa dentro. Me pregunta por mi padre sin
quitar la mano. Ya hace algunos días que no se pasa a
ver al niño. Con esta calor ni vienen ellos ni voy yo, le
contesto. Ya quiero irme. Me agarra de la barbilla y me
dice que yo voy a estar guapa me ponga lo que me
ponga y me da una palmadita allí, como a los críos y
arreando. Y la Suegra que está en la puerta… Maruja,
bájame al Juani que he hecho un poquito de arroz con
leche pa la cena. Y me da un beso en la frente y me dice
que me ponga colorete pa ir a la velá que me veo mu
pálida. Ella sabe, porque lo ve. Pero mi niño tiene un
abuelo ciego y una abuela muda. Y en esta casa yo valgo
menos que un moco. La Cuca me mira de arriba abajo
plantá en la escalera como una santurrona. Mañana
tenemos faena, no os recojáis mu tarde.

Mi Chechu llega a las tantas con aliento de licores.


Lo estaba esperando con las piernas reposás en alto y
casi medio dormía. Ele, mi Maruja, qué bonita te has
puesto, cachis en los moros. Me requiebra y se me
olvida el mosqueo. Salimos del brazo agarraos como
dos novios primerizos. La calle de la iglesia la han
puesto mu bonita con farolillos y flores de papel de
colores que hicimos las vecinas. Le cuento que ya estoy
pensando en nombres de niña. A la Flor le gusta el de
la novela que están poniendo ahora en la radio. Pues
será lo que la Flor quiera, me dice. Y será la madrina, le
digo yo. Se lo está ganando la mujer, me viene a limpiar

188
los armarios de la cocina y me cuida al Juani cuando me
dan estos vagíos y me tengo que acostar de flojita y
suave, que me pongo como un pétalo. Bailamos un
pasodoble, yo me noto una mijita piripi y eso que he
tomao na más que una mijita de mosto. Él me dice que
tengo las piernas de siempre, que no parecen patas de
elefante, que así se me pusieron preñá del niño ¿te
acuerdas? Es verdad que tengo bonitos los tobillos,
finos todavía. Ya no sé si me sigue sintiendo su mujer,
no lo sé, con esta calor cuando sale con el carro se va
antes de que salga el sol y cuando vuelve con la noche
cerrá, me hago la dormía. Pero esta madrugá que dure
siempre, me río con la boca abierta, doy una vuelta y me
mareo, pero Mi Chechu me atrapa con fuerza y me besa
el cuello y me besa la boca que me arde la cara entera y
hasta el pecho y más adentro con tanto besuqueo. Qué
bonita eres, mecachis en la mar.

Y entonces se me engancha el vestido que me ha


emprestao la Flor con la polvera de una que baila dando
más vueltas que un trompo. Y venga a dar vueltas y el
vestido enganchao y si doy el tirón le hago el bujero y si
me voy detrás me da miedo que me lastime. Él se estira
y le arranca la polvera y ella grita y dice que la han robao.
Y pasa to mu rápido y el que bailaba con ella se vuelve
y le da un puñetazo a Mi Chechu tan fuerte que lo tira
de espaldas. Y mientras tanto, el hilo del vestido
enganchao en la cadena de la polvera. Y ahí ya se da
cuenta ella del malentendío y me ayuda a recomponer
el hilo, pero ya no tiene remedio que se ha esbaratao la
falda. La muchacha se llama Evangelina. Aquí tienes

189
una amiga pa toa la vida, me dice. Y su pareja de baile
le da la mano a Mi Chechu pa levantarlo, que se había
quedado tumbao en el suelo y brindamos los cuatro y
nos reímos con la cabeza patrás y ellos toman como
cosacos. Ella me sonríe y pasa la mano por mi tripa
abultá haciendo un redondel. Todavía no pienso en esas
cosas, pero tiene que ser bonito, me dice y me doy
cuenta de que es jovencita y pizpireta y que está
bailando con un zagal, sin anillo y sin carabina. Tiene el
carmín de los labios corrío y me la llevo a un aparte,
detrás de la tómbola, pa que se recomponga sin que se
arme la marimorena ni estén hablando de ella mañana
por jacha o por aserera, como dice madre. Le ofrezco
mi pañuelo y le limpio alrededor con cuidao. Su boca es
carnosa y me recorre un calambre de los pies a la
coronilla. Parece un fresón esa boca. Me da vueltas la
cabeza y será por la sed que tengo, que veo agua pa
beber en sus labios. Evangelina me mira encendía, a
saber ni cómo la estaré mirando yo. Me dice gracias,
Maruja y me pone el deo detrás de la oreja y la pellizca
un poco jocosa y lo pasa hasta el mentón y me hace
cosquillas y me pone su cara mu cerca. Y su aliento. Mi
boca roza la suya. Ninguna se ha movío pero nuestras
bocas pegás, cuál de las dos se habrá pegao primero.
Tienes un pelo divino, me dice riéndose bajito y
enroscándose un mechón y al hablar tan cerca de mi
boca me hace más cosquillas y el cuerpo mío flojo como
si no hubiera suelo. Y un fuego quemándome el pecho.
Y ahí que la niña me da una patá y salgo corriendo y me
abrazo a Mi Chechu y seguimos bailando na más que
los dos, pero ya no es lo mismo.

190
Llegamos a casa de madrugá y con el ánimo
avinagrao, a mí me preocupa que la Flor se enfade
porque le he echao a perder el traje y él ya está mu
mareao, como no lo había visto antes. Me pongo el
camisón, enciendo una lamparita en la sala y saco el
costurero a ver si le puedo hacer algún remiendo al
vestido calao de hilo blanco. Ni mijita. Te vas a meter
conmigo en la cama que llevas toa la noche buscando
candela, me dice con ronquera salvaje. Y una buena
mujer tiene que hacer lo que diga su marío.

La Flor no se ha molestao conmigo por el roto del


vestido. Dice que seguro que la Cuca que sabe zurcir
como nadie lo arregla en un periquete. Que no tiene
importancia, mujer, anda ya y no te sofoques, así me
hago uno nuevo que este ya se veía anticuao. Y lo ha
puesto en una percha dentro de mi ropero y sin
remendar. Ea, pa ti. Y se ha ido con prisas que tenía que
hacer mandaos.

«Yo he sido de esa calaña»

Hay una energía que flota sobre nuestras cabezas.


Están pasando demasiadas cosas.
El tito Jesús quiere hablar con la hermana de
Maruja si es que aún vive; la novia del tito Juan le hace
preguntas al Abuelo, que se crispa ante la insistencia de
gente ajena afirmando que Maruja fue, en realidad,

191
inocente de las acusaciones de adulterio. Papá,
fingiendo que no recuerda, pero apostillando cada vez
que se le da ocasión, se ha encontrado en la panadería
con una vecina que lo ha reconocido de sus tiempos de
aprendiz en la mercería; la misma mercería a la que iba
Maruja a comprar para sus labores y a desahogar su
desgracia con el dueño. Mamá removida, lo mismo
enfadada que llena de curiosidad, revuelta, la herida
negra sangrando.

Clara está en la piscina. La observo por el rabillo


del ojo mientras escribo en el móvil porque están
pasando cosas, muchas cosas desde que comencé en
serio a preguntar y a obtener respuestas. La polvareda
que mi madre temía ver levantarse tras los pasos de esta
investigación se está convirtiendo en torbellino. Uno
capaz de desenterrar la verdad. Se me agolpan las ideas,
no quiero perderlas, pero tampoco quiero perderme a
Clara, sus primeras brazadas, en clase de natación.
Hace calor de invernadero bajo los cristales de la
piscina climatizada. Al sentarme en las gradas he sentido
el ardor de la temperatura del recinto en los muslos.
Unas gotas de sudor van chorreando hacia abajo desde
mi nuca y se cuelan por el espacio entre las bragas y el
sacro. Están pasando cosas. No sé si escribir ahora
acerca de todas estas cosas que están pasando, observar
– tacho: vigilar – a Clara o detenerme en los
abdominales firmes del monitor que la anima desde el
borde de la piscina. Pero no, estoy felizmente casada.

192
No voy a detenerme en esa piel tostada, en esos brazos
torneados, en el minúsculo bañador. En los muslos.
Qué culpa es esta de no atreverme ni a mirar. Como si
X pudiera llegar a presentir el desborde de un deseo del
que, aun siendo mi marido, no participa. Le escribo un
WhatsApp a las chicas: tiene una calva en la coronilla
como un fraile. Por encontrarle algún defectillo, amigas.
El monitor me busca con la mirada si Clara logra
soltarse y nadar por sí misma unos segundos, sonríe, yo
intento adivinar su edad.

Últimamente cuido mis outfits cuando venimos a


clases de natación y me apetece usar lencería de encaje.
Aunque Lía, la menor de mis dos hijas, sigue tomando
del pecho a demanda, me he deshecho ya de los
sujetadores de lactancia. Me hago la enigmática y finjo
leer un libro o escribir en el diario mientras Clara está
en la piscina. Pero lo cierto es que no me concentro.
Otra vez me está mirando sonriente. Lo hace mucho,
mirarme. A veces dudo de si realmente se está
dirigiendo a mí hasta que luego me doy cuenta de que,
aunque no sea la única madre en las gradas, sí soy la
única mujer atractiva, de melena sensual y boca ávida.
Me ve.
Me mira.
A mí.
Escalofrío.

193
Siempre que llega el viernes intentamos dormir
pronto a las niñas y sentarnos a cenar viendo una
película. Hoy me toca elegir a mí: la última que vimos
fue El club de la lucha, elegida por X. Yo me decido por
Cinco lobitos. Los primeros veinte minutos los vemos sin
interrupciones. Después, Clara se levanta de su cama y
le pide a X que la acompañe, que ha tenido una
pesadilla, que no puede volver a dormirse sola, qué vaya
rollo que el atrapasueños no funciona para los sueños
malos. Yo aprovecho para meter en el lavavajillas los
platos sucios de la cena y justo entonces, es Lía la que
se despierta llorando. La película en pause mientras el
padre duerme a la mayor y yo duermo a la chica. Por
segunda vez esta noche. Para cuando nos volvemos a
acomodar frente a la tele ya es casi medianoche. Vemos
unos minutos más, pero los párpados pesan. X está muy
cansado, ha tenido una semana complicada en el
trabajo. Yo, agotada más mental que físicamente,
también prefiero dormir. Me meto en la cama, agitada
todavía por las emociones que me estaba despertando
la película: quién sería el hombre que hablaba con
Amaia/Laia Costa, qué ocultaría su madre… un
amante, una infidelidad.

«Puede hacerte condenar por adúltera, llevarte a un


manicomio, arrancarte tu hija»

Parece cosa del destino que después de diez años


sin ponerme delante de unos expedientes de archivos
judiciales, sea ahora y sea con este caso. Todos aquellos
expedientes que tuve que leer para obtener la Maestría

194
en investigación histórica, es curioso: causas en los
tribunales eclesiásticos por maltrato, separaciones,
concubinato, estupros bajo promesa de matrimonio y
también, adulterios. Expedientes completos con
declaraciones de mujeres a las que, por primera vez, a
través del archivo, yo podía darles voz. Recuperar sus
voces, los registros de sus voces; mujeres de los siglos
XVI y XVII, tan lejanas de Maruja. Tan cercanas,
pienso, ahora.

El Abuelo le ha dicho a Mamá que el juicio se


alargó unos años porque Maruja cambió su declaración
varias veces. Aunque la sentencia es del Tribunal
Eclesiástico de 1970, en 1971 le dieron traslado al
Juzgado Civil Número 8 para que fuera ejecutada.
Ahora ya tengo los datos que necesito para volver al
Archivo a rastrear el expediente completo. Si tengo la
suerte de dar con él… allí estará la verdadera voz de
Maruja, allí, sus confesiones, sus mentiras, sus miedos,
sus motivos, su verdad.

Voy de pie en el tranvía y hago lo posible por


escribir este extraño diario de campo, apoyada junto a
la puerta. Hay 16 puestos en el Archivo Histórico que
se ocupan por orden de llegada. Cruzo los dedos porque
ya son las 10:24 de la mañana.

A las 11:04 doy con el registro que estaba


buscando. Número de orden, número de reparto,
número de juzgado y fecha completa. El archivero
anota y entra a buscar la caja. Vuelvo a mi puesto

195
inquieta. Estoy a punto de tener entre mis manos ese
auto, las declaraciones de los testigos, las acusaciones de
adulterio, las versiones de mi abuela Maruja. Las 11:05.
Qué estarán haciendo a esta hora las niñas. Clara estará
en la fila para lavarse las manos antes del desayuno.
Puede que a Lía ya la estén preparando para salir al
patio, aunque hoy daban lluvia. Son las 11:40 y aún
están buscando la caja con los autos de 1971. Las
expectativas crecen y también las probabilidades de
decepción.

Me traen una caja cubierta de polvo y sin


inventariar. Esto es todo lo que tenemos de este año y
de este Juzgado. Si no está el expediente aquí, es que no
nos ha llegado al Archivo. Las palabras de la archivera
aumentan el desasosiego. Uno a uno voy
desempolvando los cuadernillos, leyendo las portadas
atentamente. Llego al último ya sin esperanza. La
archivera me facilita los datos del Decanato, me dice
que pregunte allí, que deben rastrearlo allí, que no llegó
al Archivo Histórico, que, si existe aún este expediente,
deben de saber ellos dónde está.

Es pronto aún para jugar la carta del Archivo


Eclesiástico. Habrá que probar suerte en el Decanato,
me digo contrariada pero dispuesta a encontrar ese
expediente, caiga quien caiga.

«Y en el alma, como una marca de fuego, traía la


más horrible decepción»

196
El monitor de natación de Clara no ha vuelto a
aparecer. Como si al proporcionarle vida en este texto,
como si al hacerlo presente a través de mi escritura,
pudiera ahora existir solamente en el papel y así,
desvanecerse. Sin más. La tentación, la posibilidad…
También desvanecidas.

En el Decanato no tienen ni idea. Nadie me da una


pista, siento que he perdido el tiempo. Es imposible
recuperar ese expediente, me dicen. Imposible saber
dónde está o cómo rastrearlo después de tantísimos
años. Panda de inútiles, funcionarios vagos.

Entre los documentos que recuperó Mamá de casa


del Abuelo, hay una carta del magistrado que dice que
la sentencia no es definitiva, que están a la espera de una
probable apelación por parte de la demandada. ¿Por qué
no apeló Maruja la sentencia? ¿Acaso sí lo hizo?
*

Como no estoy en lo que tengo que estar, me he


caío camino de la plaza, una caía mu tonta, pero ahora
están toas con la sospecha de que la niña se ha puesto
de culo. Como no se dé la vuelta sola te espera un parto
de no te menees. Y me dicen que hay que estar preparás
pa lo que pueda pasar. A mí no me parece que se haya

197
movido tanto y las pataítas que da las sigo notando en
las costillas, pero qué sabré yo. Y Mi Chechu que haga
caso a sus hermanas. Que la Cuca sabe más que nadie.
Me quedo con las señas del médico de la calle Oriente.
A lo mejor la Antonia me quiere acompañar mañana a
que le haga una visita pa quitarme la duda.

«Cuentan que amante espera la Campanera con la


ronda de las tres»

De vuelta del médico me he subío al tranvía que ya


no me aguantaban más las piernas el peso de esta
barriga. Yo sentá en la jardinera porque corre más el aire
y ni por esas, que voy a llegar pingueando. Al montarme
me ha dao un vuelco el corazón, había dos chiquillos
llenos de churretes tirando de las faldas de la madre. Se
me ha parecío a Evangelina, pero no es ella, no puede
ser ella. Maruja, tú no estás en tus cabales. Desde la
noche de la velá que no piensas en otra cosa que no sea
la boca de Evangelina. Y si te la encuentras qué ibas a
hacer. Po ná, so tonta, pasar por su vera como si tal cosa
que no está el horno pa más bollos. Pero esa boca, esa
boca que es una manzana de caramelo se me ha clavao
en el pecho como un alfiler y por más que quiero no
sale. Esta corriente eléctrica, suave y vibrante como
chispas de un cable pelao.

El médico de la calle Oriente me ha atendío de


momento. La Antonia no quería venir, no entiende que
teniendo un médico a la vuelta de la esquina me tenga

198
que venir hasta aquí na más que porque me lo han dicho
la Cuca y la Flor. Qué inquina les tiene. Si me cuidan al
Juani y me ayudan con la casa, pero le molesta a la
Antonia porque se cree que me mangonean. Si se
figurara que yo me dejo mangonear… Como he salío
temprano, con la fresquita, me he venío andando y el
paseo me ha sentao bien. Y no he pensao en
Evangelina, pero ahora, el traqueteo del tranvía…

El doctor todavía se acordaba de la Flor, de cuando


fue medio novia de su hermano y me ha tratao con
cariño. Don Manuel, ya verá usted que será una niña, le
he dicho al médico mientras me palpaba la panza y me
decía poniendo mis manos bajo las suyas: mira, aquí
están las manitas, mira, estos son los pies. Pues que así
sea. Una niña sana y mu guapa, como su madre.

Ha escuchao los latidos de la tripa con un aparato


de los que se ponen en el pecho y me ha mandao regaliz
pa la tensión que la tengo floja. Me dice que friegue el
suelo a gatas, que así le voy dejando espacio pa que se
encaje, que ya va poniendo la cabeza en su sitio, que no
me preocupe que me quedan tres meses o más. El
segundo parto es más fácil que el primero, ya tienen el
caminito marcao. Y tranquila, Maruja, recuerdos a la
familia, vaya usted con dios. Y despachá. Eso sí, al final
he tenío que pasar vergüenza porque no llevaba
bastante dinero pa pagarle. Me ha dicho que no me
apure, que ya mandará una carta a casa del ciego y que
le hagan un giro postal.

199
Al salir de la consulta daban las 11 y han tronao las
campanas de San Benito con una fuerza que casi me
caigo del susto. Desde la noche de la velá no ando mu
fina, sobresaltá a la más mínima. Pero me he vuelto a
poner el vestido blanco calao porque la Flor ya no lo
quiere. Tampoco se le nota tanto el enganche, me ha
quedao mu bien zurcío. El enganche que se me hizo con
la cadenita del bolso de Evangelina. Me miraba los
tobillos distraía tarareando el pasodoble que estábamos
bailando cuando se me enganchó el vestido y ni cuenta
me di que descarriló el tranvía. Por qué te has puesto de
seda. Ay Campanera, por qué será. Otra vez. Si ya me
lo tiene dicho la Antonia que no coja el tranvía que el
día menos pensao no lo cuento.

«Incapaz de dormir a causa del milagro»

Me hace reír y luego me da la señal con un sutil giro


de cabeza y una mirada lánguida. Estoy acostumbrada a
presionar el interruptor del aparcamiento subterráneo
pero un calambre me detiene: es urgente la oscuridad.
Ha dicho algo divertido y yo me muestro desinhibida.
Soy esa mujer de contoneo fácil, de risa abierta
hambrienta dispuesta. No hay temor. Ni titubeo. Ahora
es. Tomo el ritmo de su pulso en desbandada con mi
lengua sobre su cuello. Sabe a cloro y a Nivea. Tiene las
yemas de los dedos arrugadas y las dirige con
determinación. Se le hacen nudos mis largos rizos,
mojados por el sudor de la nuca. Soy Europa

200
cabalgando un buey. Terso. Moreno. Nos hemos
buscado, nos hemos encontrado. Puedo vibrar al
galope. Recorrer un mundo entero, expandirme y
replegarme bailando esta música frenética que es
nuestra sangre latiendo. Arrastrados por lo prohibido,
ahora tumbados sobre hierba fresca, ahora cubiertos
por la lluvia, ahora sumergidos en un mar azul y sereno.
Ahora todo sin movernos del asiento trasero. Es el
triunfo del cuerpo, de la sensualidad ondulada. El amor
se ha encarnado y ha encendido mi piel, congelando las
manecillas de un reloj nos ha detenido en un tiempo que
es sólo mío. Y sólo para mí. Soy madre y también no lo
soy. Mi cuerpo es el mismo que fue hogar dos veces,
que parió dos veces. El mismo cuerpo que cría y que
amamanta. Y que me delata, aunque ya no recuerde ni
mi nombre. Él continúa sonriendo victorioso, el ojo
izquierdo siempre en un guiño. Hemos parado la rueda,
somos el único engranaje que podrá volver a dar cuerda
al mundo cuando explote de quietud. Nos necesitamos
aquí y allá: en los extremos, en los límites de las horas
donde soy yo misma un reloj de arena que saborea cada
grano antes de devolverlo al infinito, girando sobre su
propio eje, expandiendo los límites. Soy una Moira
trenzando el destino con su propio cabello. Soy la
amante de Crono. Húmeda, abro los ojos. Excitada y
extenuada. Extendida, miro a un costado y me percato
de que todas las palabras de esta humedad se pueden
escribir con x. Exuberancia. Éxtasis. Clímax. Yo he sido
de esa calaña.

201
Isabel Calvo Flores
sin título

202
14 de noviembre de 2011

Álvaro:
A menudo pienso en nosotros recorriendo el bucle de
San José, nuestra propia versión del deambular
peripatético: sabíamos que dejarnos llevar por el
circuito, avanzando en automático las veces que fuera
necesario, nos conduciría hasta la idea precisa. Nos
quedaba a la vuelta, era cuestión de caminar unas
cuantas cuadras, empezábamos la caminata y nos daba
el amanecer como gatos callejeros, milagrosamente a
salvo, solamente porque había llegado la inspiración
divina, algo que nos dio una chispa, una idea, y que
teníamos que resolver sí o sí.

La mente me trae de vuelta a esa primera vez, a la forma


en que me veías antes de levantarte, agarrarme la mano
y llevarme corriendo al punto de partida. La verdad es
que no te creía que fuera cierto el cuento del bucle, pero
daba igual en ese punto, yo ya había tomado la decisión
de seguirte a donde fueras. Quiero pensar que le escribo
a ese Álvaro, al de esos tiempos. Hoy me tengo que
conformar con estas palabras que se han convertido en
la única manera de conjurar tu presencia.

Me descolocó totalmente que me escribieras


redactando en pasado, ¿sabés? Yo lo que quería era tirar
el anzuelo para saber cómo te sentías, sé que fue
arriesgado apelar a la nostalgia - me arrepentí apenas
puse "enviar", pero me aguanté y lo asumí, después de
todo, luego de semanas de correos escuetos, algo tenía

203
que sacarte. Y tengo que decirte: detesto tus tiempos
pasados. Leerte, Álvaro, no me aplaca la sed de
correspondencia, no me contento con tu cordialidad,
muy honestamente, quisiera leerte añorando también.
No soporto saberte pensando en nosotros como un
período de tiempo finito, completo y acabado. Desde
ese último correo han pasado cuatro largos meses y aquí
sigo llenando páginas para vos.

No he querido tocar nada del apartamento, el espacio


sigue inalterado. Quiero mantener hasta el último rastro
de que estuviste aquí. Me propuse capturar las
remanencias a partir de los espacios que han quedado
vacíos. Paso la noche inquieta, pensándote, y llego
desvelada hasta la madrugada. Así he aprendido a
abrazar el frío antes del amanecer y entonces te busco
detrás del lente, ya tengo una serie de tu paso por
nuestra casa. Me gusta mucho como están quedando, a
veces entretengo la idea de mandártelas, ordenadas en
un cuaderno con pies de fotos que sólo vos podrías
entender. Tengo de aquel jarrón de lata que amabas,
sigue colgando de su ganchito, la caja vacía donde
guardabas el set de mate está sobre el desayunador, tal
y como la dejaste. Tomé una serie bellísima de la
colección de frascos de vidrio y las semillas de aguacate
que germinaste en ellos (te prometo que las estoy
cuidando mucho, están creciendo rapidísimo por la
buena luz que les da en el marco de la ventana). Afuera,
en el balcón, quedan algunas botellas que han ido
acumulando agua con la lluvia, siguen alineadas contra
la pared. Las luces de la guirnalda siguen donde las

204
colgaste, solo que se fueron apagando una por una. Las
sillas y la mesita están cubiertas de hojas secas, la silla
izquierda sigue puesta en el punto exacto para apoyar
los pies en la baranda. Queda una marca en donde fuiste
arrancando la pintura con el tiempo, el agua se filtró
poco a poco y la textura craquelada capturó mi
atención. Adentro, donde otros ven una sala
desacomodada, yo veo la asimetría de la mesita de café
descolocada del exacto centro de la alfombra, de las
veces que la corrías para trabajar sentado en el suelo,
con apuntes, hojas y notitas de papel desperdigadas a tu
alrededor, en el orden caótico que sólo tenía sentido
para vos. La biblioteca está casi vacía desde que
regalaste tus libros. Qué desapego, de verdad, nada te
costaba dejarlos. Quisiera tenerlos aquí solamente para
descubrirte en las anotaciones que hiciste en los
márgenes. Ya conocés mi afán de documentar, claro
que las hubiera querido leer, iba a encontrarme con una
versión tuya quizá más íntima que la real.

Cuanto más lo pienso, más me cuesta perdonar lo


poquito de vos que me dejaste en nuestro apartamento.
Cada objeto, cada rincón, cada olor, me llevan a vos, a
ese tiempo en que fuimos nosotros dos, inseparables,
creando e imaginando juntos. Es difícil aceptar que
quizás nunca vas a volver, pero aquí sigo, aferrándome
a este lugar que alguna vez fue nuestro refugio. Es una
locura pensar que el mundo sigue avanzando fuera de
este espacio, aunque aquí se sienta estancado en el
tiempo, la sensación de que algo falta sólo crece con los
días, como si te hubieras llevado un pedazo de mí con

205
vos y yo no pudiera recuperarlo. Porque aunque sé que
es imposible volver atrás, sigo soñando con esa
reconciliación que nunca llega. Te extraño tanto que
duele, y sin embargo, me niego a aceptar que nunca
volveremos a ser.

Le tomó unos segundos reconocer el lugar en el que se


encontraba. Había caído sin más sobre el colchón
nuevo, tal cual estaba vestida. Se estiró bostezando y se
dio cuenta que David le había quitado los zapatos y le
había puesto una manta sobre las piernas.

Era una tarde que marcaba el agotador final de una


mudanza complicada. Durante días, cada noche luego
del trabajo, habían subido montones de cajas en un
antiguo edificio de Los Yoses, un tesoro oculto, sin
ascensor, que consiguieron a un precio irrisorio. Era un
amplio espacio rectangular de concreto, con una
esquina destinada al dormitorio, un baño único, una
pequeña cocina con desayunador y una espaciosa sala
que dominaba todo el ambiente. Esta sala, abierta y
fresca, sin barreras, había sido una de las principales
razones por las que se decidieron a alquilarlo, además
de los inmensos ventanales se abrían hacia una terraza
de madera y ladrillo, desde donde se contemplaba el
jardín trasero del edificio.

Allí salió Lucía, envuelta en la manta, para tocar las


hojas de un enorme árbol de corcho que dominaba la

206
mayor parte del jardín. Algunas de las enredaderas
habían trepado por los muros de piedra hasta la baranda
y se enroscaban en los barrotes. Pensó que de alguna
manera la naturaleza siempre regresaba a los espacios y
esa idea la reconfortaba. Barrió las hojas secas con los
pies descalzos y las miró caer lentamente en espirales.

David, en la otra esquina de la sala, canturreaba en voz


baja, ensimismado. A su alrededor se encontraba una
pila de paquetes y bolsas pequeñas, de los que sacaba
marcos de diversos tamaños, fotos Polaroid, pequeñas
esculturas de madera y una colección de libretas de
hojas amarillentas. Estaba desenrollando una manta de
tejido boruca cuando se percató de su presencia y la
abrazó, invitándole a apreciar los detalles de las
fotografías. Aún bostezando, Lucía observó cada foto
con los ojos entrecerrados: aquella exhibición era una
documentación casi completa de los últimos 18 años de
la vida de David. Lo reconoció en un joven y delgado
con rizos rebeldes en la cima del Chirripó, en otra,
escalando imponentes paredes de piedra, algo más
robusto, su cabello sujeto por una bandana, en otra,
enmarcada, donde posaba abrazado por amigos en el
Salar de Uyuni. Buscó una foto específica, su favorita,
la de David y sus amigos, de espaldas, saltando
desnudos en una helada poza de Savegre. Luego otra,
donde salía cantando en medio de un círculo de piedras
enormes que no podía ubicar. David iba identificando a
todos sus amigos en común, sonriendo conmovido.
— ¿Viste, qué pintillas? Ojo como andaba Marga, se
parece a Shakira de los noventas. Ese flaco a la par es

207
Sergio, no sé si te acordás de él, ellos también fueron
pareja en ese tiempo. Yo siento que estoy igual, me veo
ahí y sigo pensando que ese exactamente soy yo.
— Nombres, claro que has cambiado, pero la miradilla
es la misma, eso sigue igual —Tomó una foto
enmarcada de la caja y la examinó con atención —Me
encanta esta de ustedes en la fogata, ¿La tomaste vos?
— No, esa creo que fue Luis, que había conseguido una
cámara análoga y andaba probando trucos y
aprendiendo a usarla. ¿Por?
— Ah no, no creo que haya estado aprendiendo, o
bueno, tendrá un ojo privilegiado. Es una foto genial.
Es muy difícil hacer el ajuste manual para agarrar esa luz
así, sutil, para que queden ustedes enfocados y el fondo
en movimiento, con las chispas y las llamas. Me gusta
porque no se ve descuidado, más bien realza el centro
de todo, el círculo de personas. La tomó en el punto
perfecto. Para mí que sabía exactamente lo que estaba
haciendo.
—Esa vez estábamos convencidos de que la que
prometía era comprar un lote ahí mismo, en la isla, ahí
aprendí a pescar con línea, según nosotros con eso nos
la jugábamos y así nunca íbamos a tener que volver acá.
— Pero guapo, estaban súper carajillos, ¿qué tendrían,
unos veintidós?
—Ya quisiera yo… No, qué va, como veintiséis, ya
sintiendo los golpes de la vida. Nos deterioramos rápido
— se rió y la besó en la frente — Dale vuelta, creo que
ahí dice el año. Sí, “Ometepe 2012”

208
—¿Tenés alguna del apartamento de Tres Ríos?
Siempre me dio curiosidad ver si era tan caótico como
me contabas.
—Estas de la izquierda son de esos años, en esa salita
metíamos cincuenta personas. Andrés se acababa de
mudar con nosotros, me parece que Claudio ya se había
ido al doctorado. No te recomiendo nunca vivir con
cinco hombres, por cierto.

Se sentaron en el suelo y Lucía se envolvió en la manta


para escuchar por un buen cuarto de hora el relato
detrás de muchas de las fotos. Muchas de estas historias
ya las conocía, pero hasta ahora podía terminar de
asociar las caras a los protagonistas. Dejó a David
extenderse en el recuento hasta que poco a poco fue
perdiendo el hilo de la conversación ante una zozobra
que no entendía bien de dónde venía. Él notó su
azoramiento y regresó al fondo de la sala para traer más
de sus cajas, mirándola con atención.

Lucía tomó las cajas que David traía y se consumió en


la tarea de ordenar todos los recuerdos de viajes y de
colgarlos en la pared. Volcó toda su atención en ordenar
y clasificar la colección de fotografías. Separó las
desteñidas que restauraría luego y acomodó en una caja
las que tendrían que cambiarles el marco. El silencio se
fue asentando entre ambos hasta que David propuso
pedir comida para la cena y salió al balcón a fumar.

Sola ante la pared de recuerdos, Lucía tenía claro que


David le atribuía ese silencio a la incomodidad de que

209
mencionara su pasado o sus ex parejas, especialmente
con las que se iba a acampar o a festivales, pero era un
poco más complicado que eso. Para él todo siempre
había sido fácil, ligero, viviendo intensamente en el
presente. Ahora, en lugar de seguirle la corriente con las
historias que ya se sabía de memoria, si se hubiera
armado de valor, le habría dicho que se sentía celosa de
su libertad de esos años, de sus casas compartidas y sus
múltiples mudanzas, de los amaneceres con amigos en
una montaña cualquiera, de sus aventuras improvisadas
donde terminó descubriendo paraísos escondidos.
Celosa al pensar en las tardes que se le fueron paseando
por todos los rincones de la ciudad, en los besos ajenos
a la multitud, los bailes frenéticos y las lunas llenas en
las cimas de los cerros.

Y sí, sinceramente también celosa de los cuerpos con


los que se había compartido, de las chicas que lo
abrazaban en algunas de las fotos, celosa de que él
siempre había sido libre y recibía sin miedo todo lo que
la vida tuviera que ofrecerle. No es que él nunca hubiera
metido la pata, era que a pesar de eso, él sí tenía un
pasado sin arrepentimientos. En cambio, Lucía le daba
vueltas a la idea de todas las puertas que no quería
volver a abrir, de cómo todavía reprochaba ese período
de su vida en que había vivido a medias, siempre atada
a la idea de una persona que ya no se encontraba a su
lado.

El golpe sordo de objetos pesados cayendo justo detrás


la trajo de vuelta al presente. David acababa de traer

210
algunas de sus viejas cajas y reconoció las que su madre
había pasado a dejar el primer día de mudanza.
Intentando ocultar su inquietud, Lucía sacó de una caja
algo que no debería despertar mayor sospecha: unos
sobres blancos con la estampa de Kodak por fuera. Por
el peso de los sobres, supo que contenían decenas de
negativos. Encontró otros sobres de manila y álbumes
y reconoció con un nudo en la garganta muchos de sus
primeros trabajos como directora de fotografía de
cortos amateur.

David se ocupaba en abrir otras cajas con su cuchilla y


Lucía aprovechó la distracción para seguir removiendo
las cosas al fondo de la caja, tanteando sus contenidos,
hasta reconocer la textura del cinturón de cuero con el
que sujetaba sus cuadernos. Sintió el inicio de una
migraña cuando se dio cuenta de que su madre
probablemente habría vaciado sus cajones y gavetas y
tirado todo revuelto, sin consultar, sin clasificar. Tenía
años de no ver esas cosas, podría esperar lo que fuera.

David llegó primero a una de las cajas más pesadas, la


cual contenía una serie de paquetes rectangulares
forrados en papel kraft. Tanteando los bordes, abrió
con cuidado la envoltura y sacó lentamente un retablo
de madera oscura. Antes de que Lucía tuviera tiempo
para reaccionar, lo sostuvo con cuidado y vio cómo su
rostro cambió de la sorpresa al reconocimiento.

Enmarcado en madera oscura con pátina añeja, el


retrato mostraba a una joven Lucía, con el asomo de

211
una sonrisa y ojos brillantes, el rostro volteado hacia la
cámara, un momento capturado justo cuando su cabello
se extendía ladeado con el movimiento de su cabeza,
como si acabaran de llamarla. Con una mano adornada
de anillos coloridos, ajustaba el cuello de una chaqueta
grande que caía sobre su hombro, con la otra, apartaba
el cabello detrás de su oreja, revelando un arete largo de
pluma turquesa. Llevaba puesta una delicada blusa de
seda blanca, abotonada hasta arriba.

David sonrió y volvió a mirar el retrato, rozando el


borde con la yema de los dedos.
— ¿Autorretrato?
— Sí.

Desperté con una serenidad que los últimos días casi


nos habían arrebatado, con la tranquilidad de entender
que todo estaba escrito. No había otro camino ni otra
manera. La claridad de una tarde nublada tras una tenue
garúa que nos cae encima crea el escenario perfecto.

Me toma unos momentos recuperar el aliento luego de


la última pendiente. Quiero agotar este momento,
disfrutarlo hasta la última gota, salado, ignoro
descaradamente tu mirada de reclamo todo el tiempo
que sea posible. Te espero arriba, apoyada en la
baranda, venís unos pasos detrás, pendiente de cada
paso que doy. Ir a Guápulo no te emocionaba como a
mí, a pocas horas de mi vuelo de regreso, quise darme

212
el gusto tomando fotos de los murales y caminos
amurallados, no tengo prisa, seguiré deleitándome en
jugar con tu anticipación.

La mirada de pregunta, quizá de miedo. Beso tus manos


y las tomo para recibir tu calor entre mis dedos.
Hundo mi rostro en tu pecho, me pongo de puntillas,
acercándome a tu oído.

Olías al frío de esta ciudad, a hojas secas y altura. Cierro


los ojos y contengo el aliento unos segundos antes de
decirte.

Me entrego al torbellino del abrazo, dejándome ir entre


tus carcajadas y mis lágrimas. Mis pies tocan
nuevamente el suelo, nos aferramos, nos besamos,
fundidos en el otro, me quedo con vos, me quedo acá,
te beso en párpados húmedos, te busco otra vez en tu
aliento cálido, No me soltés. Me quedo con vos, mi
vida.
En algún momento nos quedamos solos.
No te muevas, esperate, la luz es perfecta.

*
Sólo me iban a caber unas pocas cosas en el equipaje de
mano: tomé a toda velocidad un disco duro externo que
estaba sobre la mesa: no se iba a quedar con todo, no le
iba a dar la satisfacción. Entonces me acordé de todos
los cuadernos de debajo de la mesa de noche, agarré
todos los que cupieron en la bolsa grande del salveque.
Una fracción de segundo y crucé miradas con mi

213
retrato, ahora enmarcado y colocado sobre el escritorio,
un trofeo más.

No tenía espacio para todo y tuve que decidir en el


momento. Tiré entre lágrimas la mitad de los cuadernos
y metí el retrato a la fuerza, casi reventando el cierre.
Los cuadernos que quedaron los pateé bajo la cama.
Bajé las gradas de dos en dos, decidida a no mirar la
estancia vacía y perder el impulso. Afuera, el aire salado
agitaba la arena, anticipando una tormenta bajo las
nubes grisáceas que comenzaban a acumularse sobre el
mar. Para cuando se diera cuenta de todo, yo ya iba a
estar despegando.

Lucía despertó, conteniendo el aliento. Había algo de


ese momento que no terminaba de calzar, algo que
debía recordar.

Se incorporó despacio, procurando no tirar de las


sábanas para deslizarse fuera de la cama sin despertar a
David. Salió de puntillas para la sala, tanteando las
paredes para no tropezarse con las pilas de cajas en la
oscuridad. Una luz tenue entraba por los ventanales e
iluminaba sutilmente la estancia, permitiéndole ver
hasta el fondo de la sala. Frente al muro, descolgó el
retrato y bordeó el contorno hasta sentir una lámina de
metal en uno de los costados. Tiró de ella para sacarla
a la fuerza, lastimándose los dedos. Levantó con
cuidado el fondo del retablo, percibiendo el aroma de

214
páginas perdidas y reconoció el trazo estilizado de su
letra en tinta, como si lo hubiese escrito apenas unos
instantes antes.

Llenó del grifo un vaso con agua para tener una excusa
en caso de que David se levantara. Con la nota doblada
en su puño cerrado, pensó en un lugar para botarla
cuando recordó los cuadernos del fondo de la caja. Los
sacó, metió la nota en uno de ellos y los envolvió en
uno de los pliegos arrugados del papel de empacar.
Ocultos en el fondo de la gaveta de su escritorio estarían
a salvo hasta que supiera qué hacer con ellos.

Cuando regresó a la habitación, David había encendido


la lámpara y se restregaba los ojos. Sin decir una palabra
extendió su brazo al lado, invitándole a regresar a la
cama.

— Mañana seguimos. Podemos buscar bien entre tus


cosas para colgarlas también.

Lucía no contestó. Envuelta en su abrazo, abrió los ojos


en la oscuridad, pensando en posibles cabos sueltos
perdidos entre las páginas de sus cuadernos.

215
Arisbeth Márquez
2008

216
Uno
Y, ¿crees que se le cambien las caderas?
Marina me estaba esperando en la entrada del edificio.
Karen acaba de coger y nos va a contar qué se siente. Te espero
abajo. Me escribió en un mensaje. Marina sabe que mi
mamá no me pone crédito, al menos que suba mis
calificaciones y como eso no va a suceder, Marina me
envía mensajes que no requieran respuesta.
Marina vive unos pisos arriba. Es morenita, su cabello
es rizado, le llega a la cintura y siempre lo trae bien
peinado, a pesar de que tiene mucho cabello, se ve
manejable. Cada chino en su posición. Sin importar la
hora o el día o su estado de ánimo, su cabello
permanece intacto. Su rostro tiene unos pómulos
grandes, amigable. Como si estuviera a punto de
carcajearse. Y, siempre huele a limpio.
Su nombre fue un error en el registro. Su papá fue solo
a registrarla, bueno con sus compadres. Su mamá
estaba en cuidados intensivos en el hospital. Habían
quedado llamarla Mariana Guadalupe, por las vírgenes
a las que su mamá y abuela rezaron para tener un buen
parto, después del difícil embarazo que duró solo 6
meses. El estrenado padre, llegó ebrio después de una
noche de celebración con sus amigos. Y, escribió
Marina. Culpo al registro civil y jamás hubo tiempo de
cambiarle el nombre.
Marina era la promesa de su casa porque no había
bimestre que su cara no estuviera en el cuadro de honor.

217
Todos sus diplomas su mamá los enmarcaba de
inmediato. A los 8 años Marina les dijo que quería ser
doctora, todos le aplaudieron y de inmediato le
compraron batas e inscribieron a todos los cursos
posibles para entrar a la universidad. Ella sabe que todas
las expectativas recaen en sus hombros. No sé con
certeza, sí aún quiere ser doctora. Ella dice que sí.
Mientras caminamos por la calle, Marina refunfuña.
—Chale, ¿por qué es tan urgente el sexo? Estoy en
finales—. Marina camina apresuradamente. Una
persona la saluda. Le pregunto quién es. Mi primo. La
colonia entera son primos de Marina. Llegamos a la
esquina. Es la avenida, el trolebús pasa brincando en los
baches del asfalto. —Yo lo más que he llegado es a tocar
una verga!
Chale, siempre me pasa esto de que lo que pienso, lo
digo. Marina se detiene en el semáforo para
preguntarme con cara pícara: —¿De quién, zorra?—. Le
sonrío, pero no quiero que se lea ni por error a quien
me refiero. Así que miento. —En la secu, ya te conté—
espero que la culpa de que no se acuerde alguna de mis
confesiones, la distraiga. La ciudad me ayuda, un
microbús nos pita porque hará parada dónde estamos.
Rozo mi lengua en mis dientes como si fuera a decir su
nombre.
Diego era el guapo de la colonia y primo de Marina.
Un poco chaparro, tenía perforaciones, vestía jeans
entubados con converse gastados y una playera de Los
Strokes. Jamás se la cambiaba. Mi corazón no podía

218
pedir más. Estábamos en el cuarto de Marina. Se
escuchaba una cumbia lejana, apagada por una canción
de Los Strokes que salía del celular naranja de Diego.
Abajo la cumbia se acabó, enseguida un corrido
comenzó. Los tíos de Marina cantaban la letra, gritaban
más que nada.
Me encantan las fiestas de la familia de Marina. Siempre
tienen mucho alcohol, en algún punto de la noche los
adultos pierden la cuenta de cuánto compraron,
entonces es nuestro momento de agarrar algo, con un
ojo a sus tías chismosas.
Toda su familia asistía a las fiestas, convivio, partido o
posada. Y eran muchos. Básicamente, toda la colonia
estaba en mi edificio. Cuando no me invitaban y me
quedaba en mi departamento, su barullo a lo lejos me
arrullaba. Me daba un confort, no sé por qué. Quizá
porque era tan distinto a mi casa dónde solo éramos mi
mamá y yo. A veces nos escuchábamos los
pensamientos a pesar de que estuviera Ana Gabriel a
todo volumen.
Cada navidad nos uníamos a mi tío el dentista y sus
hijos de sonrisa perfecta. Sus dientes me provocaban
pasar mi lengua por entre mis brackets, lo que enfadaba
a mi mamá. Tampoco le gustaba que me muerda las
uñas. A veces siento que mi presencia en la mesa
decorada a perfección con lentejuelas bordadas por mi
tía, le recuerda la ausencia de mi papá y se enoja sin
razón conmigo o encuentra alguna. De repente, al día
siguiente en la sala, se acuerda que dejé sucio el lavabo
o que perdí su top negro que me prestó para una
219
posada. Para el seis de enero intenta ser mi mejor amiga,
me lleva por un helado al mercado o me promete que
ese año será mejor que el anterior. Saldremos al cine o
algo. Un día que ella salga temprano del trabajo y yo
mejore mis calificaciones.
La risa de Diego, me regresó al momento, lejos de mi
madre, cerca de la boca de Diego. Su aliento olía a
alcohol y cigarro. Entre los tres bebimos toda una
botella de tequila del papá de Marina. Diego relleno la
botella con jugo de manzana y agua.
Diego me gustaba desde que yo tenía 12 y él
14. Compartimos una velita en la posada de la colonia.
Esa noche, me presentó a Karen y Marina. A ellas ya las
había escuchado reírse cuando pasaban por las escaleras
frente a mi departamento. Me daban celos sus risas
compartidas, pero más me generaba envidia que ellas
pudieran pasar mucho tiempo con él, sin ningún
pretexto. Creo que por eso me volví más su amiga. A
veces me sentía fuera de ellos, luego pensaba que era
esencial para el grupo. Les enseñaba nueva música,
libros y películas que mis compañeros ricos
comentaban en los pasillos de la escuela.
Siento que mi vida está dividida entre las calles de dónde
vivo y los pasillos de la prepa fresa donde estudio. De
vez en cuando, por las tardes cuando regreso o por las
mañanas cuando me voy, me llega una ola de que no
pertenezco a ninguno de los dos. Y cuando estoy allá o
acá, extraño a cualquiera. Quisiera saber si ellos se
sienten así, no creo. Los tres parecen en sintonía y
armonía. Son como una pequeña familia desde que
220
pisaron este mundo y estas calles. Por más que salgo
con ellos, nunca soy totalmente parte de su grupo.
Tienen chistes y secretos con las paredes, algún rayón
que hicieron una tarde. Saben de quién son los tenis que
cuelgan en los cables. Los tres nacieron en el hospital el
Seguro Social de la colonia, fueron al mismo kínder. En
la secundaria Karen entró a una de una fundación para
estudiantes destacados y salía a la misma hora que los
otros dos. En la preparatoria se separaron. Karen se fue
al instituto de belleza porque quería trabajar lo más
pronto posible. Diego salió un año antes, pero no entró
a ninguna escuela. Marina entró a una las mejores de la
UNAM. Y si quieres ser alguien en la vida, esa es la
universidad a la cual entrar. O eso me dice mi tío el
dentista, de repente, cuando se quiere sentir mi
papá. Ahí estudió él.
Diego me puso su pulgar en mi boca, lo que me
devolvió al cuarto de Marina. Podía sentir el sabor de
sus dedos, algo metálico con sabritones de chile.
Su papá acababa de entrar al departamento. Diego
apagó su teléfono y tapó a Marina, que llevaba un rato
dormida. Diego me tomó de la mano para escondernos
detrás de la puerta.
El papá hizo ruido en la sala, estaba segura que agarró
la botella con jugo de manzana y salió entonando el
corrido de abajo. —Van a cagar a Mar si no le sabe—
le susurro a Diego. —Cuando se pone a cantar árboles
de la barranca ya no se da cuenta de nada, ni de lo que
le hace mi tía. ¿Te vas a quedar a dormir o te acompaño
a tu casa?—.
221
La idea de él acompañándome a mi casa era divina,
aunque solo fueran tres departamentos abajo. Siempre
había querido que un chavo me acompañara a mi casa.
A las de mi prepa siempre las llevan en auto. Ellas
parecen tener una ecuación precisa entre modelo de
coche, tiempo y regalos que lo chavos gastan en ellas
para determinar cuántos besos les dan, qué tipo de
caricias son permitidas y qué chichi se dejan tocar. Por
supuesto, nunca me han pasado la fórmula.
Mientras calculaba todo, veía la perforación de Diego y,
de repente, sentí su lengua enroscándose con la mía.
Nunca había besado con lengua, él seguro sí. Diego
sabía lo que hacía porque acto seguido, tomó mi mano
y la colocó encima de su pantalón. No me quería ver
primeriza y le metí la mano. Su miembro, cosa o verga,
no sabía cómo llamarle, fue de flácida a erecta en menos
de dos segundos. Me espanté, pero él se emocionó. Fue
la primera vez que toqué uno. Ya había visto uno años
atrás cuando el chico que me gustaba en la secundaria,
Daniel, me pidió que me bajará por unos
wawis. Recuerdo que bajé la mirada y ya lo tenía afuera.
Lo vi en silencio. Nunca había visto uno, ni el de mi
papá. Y para mi sorpresa no era agradable a la vista,
tenía pelos. ¿Se supone que tiene que gustarme? Por
más que intenté pensar que podría saber rico, no lo
logré. Me reí de nervios, Daniel se enfadó. Nunca
volvió a invitarme una congelada a la salida.
El semáforo se pone verde y Marina me jala porque el
trolebús casi nos atropella. Marina corre olvidando lo

222
que estábamos hablando. No creo que sospeche nada.
En tres pasos llegamos a la casa de Lenina.
Lenina vive en un departamento grande a media cuadra
de la avenida, en un edificio antiguo. Huele a viejo y
húmedo. El trolebús puede escucharse desde su sala.
Marina me da la señal de que yo toque. —Ojalá que esté
su abuelita—.
Su abuelita es dueña de todo el edificio y de unos locales
del mercado. Toda una fila para ser exactos. Creo que
por eso Lenina se sentía con derecho de hablar como
niña fresa y nos pedía que la llamáramos Nina. Su abuela
habla fuerte, es de Monterrey y siempre nos cuenta la
misma historia. Cuando era joven, ella vivía en La
Condesa, cuando era una colonia fea y vieja, ahora le hacen
mucha bulla, pero las gentes de allí eran bien corrientes.
La abuela no responde, Marina me ve. Sabemos que
entonces Irina es la que está en la casa con Nina.
Respiro profundo para gritar el nombre de mi amiga.
Después de tres gritos Irina, la hermana de Nina, abre
la puerta. Marina se esconde detrás de mí. Irina es
intimidante. Es 7 años más grande que Lenina, pero se
ve de nuestra edad. Es delgada, muy alta. Tiene lunares
en la clavícula. Su nariz y dientes también son grandes.
Ha modelado, pero nunca superó que la rechazaron por
tener dientes chuecos y pancita. El punto máximo de su
carrera fue salir en una revista de tejido. Su abuela
enmarcó la foto y la tiene en su buró.
La mamá de ambas, Lola, estudió en C.U. para
socióloga, llegó al tercer semestre. Fue entonces que se

223
enamoró de su compañero cubano lleno de ideas
revolucionarias y se embarazó de Irina. El cubano se
fue, pero las ideas se quedaron. La señora dice que ella
y sus amigas fundaron el comedor comunitario El Che.
Ahora venden pura mota, pero antes teníamos reuniones,
canciones de Silvio Rodríguez y también mota. Por eso sus
hijas tienen nombres comunistas. Por la mota.
Irina estudió periodismo, gastronomía, arquitectura y
psicología. Nunca terminó alguna. Irina y Nina se llevan
fatal, siempre pelean. Todos sabemos que la mayor es
anoréxica. Su dieta consiste en vasos de agua tibia por
las mañanas y en la noche unas palomitas, nada más. Un
día nos comimos sus palomitas y cuando Irina encontró
el tóper con los maíces restantes lo arrojó a la cabeza de
Nina, mi amiga, le gritó que se veía gorda. Yo no tengo
hermanas, entonces no supe si eso era normal. Al día
siguiente, le llevé una bolsa de palomitas a Irina. No
sonrió, pero las tomó. Desde entonces no me cierra la
puerta en la cara. A todas las demás sí o les dice que su
hermana ya se murió.
Irina nos deja pasar. Subimos las escaleras y apenas
abrimos la puerta a la sala. Nina grita ¡qué no le dolió!
Mientras nos sirve el whisky escondido de su mamá.
¿Por qué será que en casa de las madres solteras el
alcohol siempre está escondido? En casa de Marina el
alcohol es de su papá y se encuentra desplegado en una
mesita, mostrando con orgullo las botellas, las marcas.
En la mía también está escondido detrás de las cosas
para hornear. Mi mamá jamás ha horneado algo.

224
Irina pasa junto a Nina y le dice: ¿No te da pena cómo
hablas? Nina le responde con un simple: Puerco. Irina
responde: Lo bueno es que no eres mi hermana de verdad.
Siempre que puede Irina le recuerda que no son hijas
del mismo papá, marca la diferencia sin
sutileza. Cuando las miro a las dos, son tan iguales y tan
distintas al mismo tiempo. Nina se parece más a su papá
muerto o desaparecido, su mamá no lo sabe con
certeza. Nos enseñó una foto de ella con él en la
alameda con tres reyes magos. Él prometió llamar
cuándo llegara a Texas. Nina esperó al teléfono muchos
años hasta que se cansó. El teléfono está en la sala,
empolvado esperando sonar. Sigue conectado. Nina
tiene un rostro muy peculiar y mixto. Cabello negro,
negro, y labios carnosos con perforaciones. Aun así su
cara es de niña. La mamá de Nina reafirma que su hija
menor tiene toda la cara del señor desaparecido.
Irina azota la puerta de su cuarto, dejando atrás la foto
de su papá y de su no hermana. Como ella le dice. Es
entonces cuando Marina se siente en confianza de
preguntar. ¿No te dolió ni tantito? Mi amiga Mel dice que arde.
Karen responde: Me ardió un poco. Marina la mira con
asco, y pregunta, aunque ya sabe la respuesta: ¿Fue Diego,
¿verdad? Karen asiente, orgullosa. Vi mi whisky en mi
vaso y me lo bebí todo, no sé si por culpa o envidia.
Siempre supe que sería con él.
Karen y Diego se conocieron de niños. Churpis, la
coneja de Karen, se escapó y él la encontró en su cocina.
La salvó de ser matada por su mamá, a quien le aterran
los roedores de cualquier tipo. Diego tenía 10 años y
225
Karen 7. Se hicieron amigos rápidamente, además
Karen ya jugaba todas las tardes con Marina, quien iba
a visitar a su primo, pero esa vez de la coneja fue cuando
Karen decidió que estaba enamorada de él. Sintió una
alegría, un sentimiento cálido. Sobre todo cuando él la
abrazó para darle a Churpis. Karen dejó de temblar, lo
que no había logrado desde la noche anterior cuando su
papá llegó mal, una vez más y su mamá lloró sin cesar.
El papá de Karen fue engranjado cuando ella tenía 12.
Todo se sabe en ese edificio. Entonces, Diego proponía
pijamadas, los 3 juntos. Así Karen no se ponía triste.
Cuando Diego pasó a la prepa o fingía ir a la escuela,
iba por ellas a la secundaria. Una tarde mientras
limpiaban la jaula de la coneja, Diego le dio un beso a
Karen. Inmediatamente se hicieron novios a
escondidas. Ni Marina sabía.
A veces se iban todos a Acapulco, la familia de Diego y
Marina con la de Karen. Y en la noche, cuando nadie se
daba cuenta, Karen y Diego se besaban o sostenían las
manos debajo de la cama. Marina se dio cuenta cuando
una noche se levantó y los vio con sus manos
entrelazadas.
Por esos mismos días, empezaron a beberse el alcohol
escondido del papá de Karen, días después el señor se
fue de nuevo a limpiarse, esa vez a un retiro cristiano.
Karen estaba muy triste y Diego fue a abrazarla.
Mientras ella lloraba en los brazos de él, Marina los dejó
solos.

226
Pronto sin aceptarlo explícitamente, Marina se
convirtió en su cobertura hasta que ella se enfadó
porque la regañaban por quedarse tarde con Karen.
Cuando ella estaba estudiando escondida. Les dio un
ultimátum, así Diego y Karen se hicieron novios
oficiales. El papá de Karen le puso reglas: no podía
verlo hasta que limpiara toda la casa y solo después de
la escuela, sin bajar calificaciones. Y nunca quiero ver un
plato sucio en el fregadero, le advirtió. Los papás de Diego
lo felicitaron.
En las noches Diego entraba por la ventana de la
recámara de Karen y se besaban. Las manos de Diego
se habían vuelto más hábiles, pero Karen le decía que
no. Una tarde mientras limpiaba el baño con olor a
vómito por otra recaída de su papá, Karen se hartó, dejó
los guantes y se sentó frente a la televisión. Lo que tenía
prohibido.
Estaba una telenovela, Remedios, una de las
protagonistas iba a tener su primera vez. Remedios le
decía a su novio que quería que su primera vez fuera
especial. Con amor. Algo hizo click en la cabeza de
Karen y pensó que así se demuestra el amor, por eso se
dice hacer el amor. Para el minuto 40 de la telenovela,
Jorge, el novio, había rentado una habitación con velas
y pétalos de flores. El episodio terminaba con un
anuncio de limpiador de pisos y la promesa de ver el
acto pasional en el siguiente capítulo. Karen estaba
frustrada, no sabía si al día siguiente su papá la iba a
dejar ver la telenovela. En ese momento, su mamá llegó
regañándola por no terminar de limpiar el baño. Karen

227
sintió algo dentro de ella, como una ola caliente que
venía desde el estómago. ¿Para qué? De todos modos, lo va
a envolver a ensuciar cuando vuelva a tomar. La mamá de
Karen la vio, sorprendida pero enojada. No hables así,
menos frente a tu papá. Le vas a quitar la esperanza.
Karen se metió a su cuarto y en la madrugada, cuando
Diego entró, ella dejó que la besara por donde quisiera
incluso que metiera sus dedos debajo de su pijama. Para
su sorpresa, le gustó. Y cuando iba a bajarle el calzón le
dijo: Diego, ¿me amas? Diego asintió sin pensarlo.
Entonces, Karen repitió lo que Remedios le dijo a su
novio por la tarde y solicitó una habitación en el hotel,
con flores y un vino. Karen agregó el vino, Remedios
no toma. Diego aceptó el reto, pero le dijo que no tenía
dinero, así que tendría que esperarlo, y también le pidió
ver una película porno con él.
La noche del sábado la familia de Karen se fue a ver a
su papá a un retiro de alcohólicos anónimos, dónde por
fin se iba a recuperar. Karen es la mayor de su familia,
tiene un hermano menor y dos hermanastros más
grandes. Su papá ya no ve a sus hijos mayores porque
se lo llevan a tomar. Karen ha acompañado a su papá a
toda una serie de retiros, granjas, intervenciones,
constelaciones familiares y misas. Así que esa vez,
Karen se rehusó a asistir. La dejaron sola con la
promesa de que Diego no subiera. Ella mintió, dijo que
él tenía clases. La mamá de Karen lo vio escondiéndose
detrás de un coche, cuando salieron todos hacia el
metro.

228
Diego llegó con dos botellas de vino y su nueva laptop,
que le vendió Julio, el novio de Nina. Karen sirvió el
vino mientras Diego ponía unos DVD. Cuando Karen
se sentó frente a la pantalla, las chavas de la película
gritaban y gemían. Luego, un entrar y sacar frenético. El
sexo es aterrador, pensó Karen, para nada sensual.
Luego volteó a ver a su novio, él ya tenía su miembro
de fuera. Karen nunca lo había visto así, tan crudo.
Diego en la oscuridad, con todo de fuera, la tele es lo
único que le alumbró el rostro. De pronto, ella sintió
como si el sofá se expandiera, ella más lejos de él. Le
recordó cuando una vez encontró a uno de sus
hermanastros así, días después su mamá los corrió.
Karen exclamó: Espérate, estás viendo a otra morra. Diego
volteó, detuvo la películ. Sí, pero es para que tú sientas
bonito. Karen hizo una mueca. No mames, pero parece que
les duele.
Mejor pon otra, dijo Karen. Una de romance. Diego abrió
su mochila, donde tenía varios dvds. Él atendía con su
papá un puesto de películas y cd´s piratas en el mercado.
Diego sacó una película que le recomendé, 500 días con
ella. Ella ya se terminó una botella de vino. Quince
minutos después, ni Diego ni Karen miraban a Zoe
Deschannel. Karen se sintió mareada, Chúpamela tantito.
A ella nunca le ha gustado eso. Hasta ese momento
había sido una táctica para mantenerlo a raya. Y Diego
dijo algo que lo cambió todo: Luego yo te lo hago a ti.
Karen, extrañada: No mames, ¿sabes? Diego bajó el
pijama de Karen, ella sintió la lengua de Diego, primero
sintió cosquillas, luego pensó que eso era lo que
229
describió Marina cuando una vez cachó a sus papás en
la sala. Cuando Karen comenzó a sentir algo, Diego se
detuvo. Ya no puedo más. Aunque sea la puntita. Ella
asintió, pues antes él se había molestado cuando ella le
había dicho que no. Y un miedo, una sensación similar
a cuando su papá se iba a sus terapias, la invadió. El
riesgo de perderlo. Remedios es afortunada, pensó
Karen. Pero ella no es Remedios, y lo más que podría
pedirle a Diego es un vino y porno.
Diego sacó un condón en su mochila. Espérate, quiero
sentirlo todo, así sin nada, primero. Diego corrió a la cama,
Karen miró el techo, intentó concentrarse. Se perdió en
unas manchas de humedad. De repente veía el rostro de
Diego, hacia arriba y hacia abajo. Karen sintió un ardor,
una incomodidad, pero no se sintió feo. Él se movió
con prisa. Sin decir nada, ella le sonrió. ¿Te gusta? Karen,
sin dudarlo, dijo que sí, pero la mancha en el techo la
distrajo. Seguro cuando su papá regresara le diría que la
limpie. ¿Con que se quitará? ¿Cloro? ¿Vinagre? El
anuncio de la telenovela hablaba de vinagre. Diego le
dijo: Karen, ¿si te gusta, ¿verdad?- Karen asintió por inercia.
Recordó los gemidos de las películas y los imitó. Para el
tercer grito, Diego terminó. Perdón, perdóname. Soy un
pendejo. Me tenía que salir antes. Ella lo abrazó y consoló
afirmando que le gustó mucho. Él se acostó en el pecho
desnudo de Karen, llorando. No sabía por qué.
En el departamento de Nina, la botella está casi vacía.
Marina se restriega de incomodidad. Karen nos cuenta
que fue un momento hermoso, como de película. Que

230
ella se sintió plena. Como nunca. Marina, incrédula, no
mames. Yo le pregunto: ¿Te sientes diferente?
Karen sube los hombros. Nina, curiosa, ¿te gustó? Karen
voltea los ojos. Claro, pendeja. Pues es coger. Karen me
arrebata el whiskey. Solo podemos tomar las que no somos
vírgenes.
Marina chasquea la boca, ¿te la vas a tomar sola o qué?
Karen bebe el vaso entero de whisky. Como si el sexo
le diera un nuevo estatus. Es la más chica de nosotras,
pero la más experimentada. Tienen que apurarse, chavas.
Karen sonríe contenta, como si supiera algo de la vida
que nosotras no. Un secreto que se te revela cuando un
pene entra por primera vez a tu vagina. ¿Les pasará lo
mismo a ellos? El sexo me da curiosidad, pero más que
nada es algo con lo que quiero acabar ya. Un trámite
más para la adultez. Espero que cuando vaya creciendo,
el sexo sea menos importante. Menos relevante para las
pláticas entre amigas. Todas nos quedamos en silencio.
Marina suspira, no puedo entrar a medicina en C.U. siendo
virgen.
No creo que sea un requisito para entrar a la universidad, le
respondo, pero sé que debe de ser una regla no escrita,
porque al menos la mitad de mi salón ya está cogiendo
y nos falta poco para la universidad. Nina saca un
cigarro y asiente, como si le asignaran una tarea muy
compleja. Pues a que coger, entonces. ¿Algún candidato? Nina
responde sin pensar, mi novio. Marina responde, tú la
tienes fácil, pero nosotras que vamos a hacer. Me siento
señalada, pero es la verdad. Y pregunto, debe ser fácil,

231
¿no? Según de quitar las blusas y los chavos se vuelven locos.
Nina se ha terminado su cigarro, Julio me ha insistido, pero
no me dan ganas.
Julio y Lenina se conocieron hace tres años, cuando ella
iba con su abuela a cobrar la renta del local dónde la
familia de Julio tiene una tiendita.
Julio es más grande y dejó la prepa en el último año para
lavar autos debajo del Circuito Interior. Nunca ha
ganado bien pero siempre ha sacado cosas de los
coches. Mis propinas, alguna vez me dijo. Es morenito y
cabello muy lacio, tiene una gran sonrisa. Siempre me
ha caído bien, aunque es muy burlón. Una vez que se
peleó con Lenina, fue a mi casa a platicar. Hablamos
sobre música. Todas me dejaron de hablar por un mes.
Al parecer eso no se le hace a una amiga. Platicar con el
ex o con el novio. Menos alguien como yo, porque
Marina era la prima de todos, pero yo era alguien de
fuera. Yo era de riesgo.

232
Alejandra Robles
sin título

233
Las niñas como yo, de siete años, guardamos secretos
que no quieren decir en voz alta. A las niñas como yo
también les da tristeza las noticias: los perritos
callejeros, los barcos hundidos y el hambre mundial.
Las niñas como yo en la noche lloran, aunque nadie se
dé cuenta y también se asustan, no de los monstruos
que hay debajo de la cama, si no de lo que hay a su
alrededor.
El hombre que llega tarde a casa es mi papá. La mujer
que le grita y lo manda a dormir a mi cuarto es mi mamá.
Sus ronquidos no me dejan dormir.
Cuando papá está en casa, mamá se encierra en el baño
a leer poemas de Pizarnik.
«Desesperada ¿a dónde vas? Desesperada ¡nada más!»
Me gustaría que la conocieras a la mujer de flequillo
negro y traje sastre, me gustaría que vieras como
sostiene el cigarro mientras te observa detenidamente
antes de servirte el plato de albóndigas con papas.
Me gustaría decirte que después de eso llega su marido
y la besa, y que enseguida ella le limpia el labial que se
ha quedado en la comisura de los labios, pero eso es una
mentira.

Papá y mamá vivieron en otras casas, pero yo no me


acuerdo de eso. Para mí, ésta siempre ha sido mi casa y
mi hermana Andy siempre ha estado conmigo. Todo
desde el inicio ha sido de esta manera: paseos nocturnos
por el parque, cuartos de alfombra roja, un patio trasero

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con columpios, la camioneta pick up de papá que cuando
tocas el claxon suena como el mugido de una vaca;
Andy en su andadera, y yo, una niña grande que ya sabe
caminar. Papá es ingeniero, eso significa que construye
casas, puentes y carreteras. Mamá también es ingeniero,
pero de otro tipo porque ella trabaja con una
computadora, usa tacones y siempre tiene los labios de
color rojo.
En la clase de ciencia naturales miss Martha nos explica
que todos los seres vivos necesitan energía para vivir y
para comer, y que a esto se le conoce como cadena
alimenticia. Existen herbívoros, que se alimentan de
plantas, carnívoros que comen carne y los omnívoros
que son una combinación de los dos.
—Todo ser vivo se alimenta del que le precede en la
cadena, y este a su vez será comido por otro.
Me pregunto en qué lugar de la cadena se encuentra una
niña como yo.

Un juego en el ropero, tomamos los zapatos de tacón


de mamá y los usamos. Nos quedan grandes. Papá llega
a casa con la camisa desfajada, está despeinado y tiene
hipo, sus movimientos son torpes y lentos. Algo se cae
y el estruendo rompe con el silencio de la tarde. Me
escondo en la orilla de la cama, siento que no debo
respirar, que cualquier ruido puede revelar en dónde
estoy.
Papá camina como si fuera un alce malherido.

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—Esta casa huele a mierda —balbucea —¡Elena!
¿Dónde estás?
Los vellitos del brazo se me erizan.
¿Dónde está mamá? Seguro se ha encerrado en su
cuarto o en el baño. Papá azota la puerta y entra al
cuarto de juguetes.
Canturrea:
«Jugaremos en el bosque
mientras el lobo no está
porque si el lobo aparece
a todos nos comerá
¿lobo estás ahí?»
Vuelve a gritar: ¿lobo estás ahí?
Escucho la risa de Andy, hasta ahora no me había dado
cuenta de que no estaba conmigo ni con mamá, seguro
que está en el cuarto de juguetes. Suspiro y salgo de la
cama. Veo a papá con la mirada perdida, le da besos a
Andy, cuando me ve también me abraza, su barba me
pica y me hace cosquillas.
«Mamá, mamá de grande queremos ser como tú. Mira
tus zapatos, y tus collares. Qué bonita eres».
«Mamá, mamá de grande queremos ser como mi papá.
¿Por qué?»
Le pregunto a mamá si puedo tener una tortuga de
mascota, me dice que le diga a mi papá. Le pido a papá
que me compre una tortuga.

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—¿Para qué quieres una tortuga? —subo los hombros
y se me sale una sonrisa tímida.
Iza tiene una colección de tortugas de todo tipo: de
peluche, porcelana, y las típicas de madera que mueven
sus cabecitas. Yo también quiero tener una así. El fin de
semana vamos a la juguetería a buscar tortugas, pero no
encontramos ninguna, ni de peluche ni de plástico. Le
insisto a papá en que pasemos a la tienda de mascotas,
pero me repite que nadie va a poder hacerse cargo de la
tortuga y que además puede ser peligroso para Andy.
Mi casa está llena de espacios: Una habitación de una
casa en una residencial de prestigio, sin muebles, sin
cama, llena de juguetes fuera de sus cajas, alborotados y
en el suelo. Mi hermana y yo tenemos un piano morado
tamaño infantil en forma de dinosaurio, cuando
jugamos le canto una melodía: «Que pequeño el mundo
es, que pequeño el mundo es». Tararara tarara. Espacios.
El espacio es un vacío. Uno muy grande, como los
brazos de papá cuando corro a verlo o como el
comedor para cuatro que nunca usamos.
En la noche, antes de dormir, mamá nos lee un poema.
Nos dice que es de otra poeta argentina que se llama
Alfonsina Storni. Lo recita en voz alta mientras mueve
las manos y forma figuras que se proyectan en la sombra
de la lámpara:
«Hombre pequeñito, hombre pequeñito,
Suelta a tu canario que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
Déjame saltar.

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Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,
Hombre pequeñito que jaula me das.
Digo pequeñito porque no me entiendes,
Ni me entenderás.
Tampoco te entiendo, pero mientras tanto
Ábreme la jaula que quiero escapar;
Hombre pequeñito, te amé media hora,
No me pidas más».
Mamá es la chica más bonita que conozco, se ve muy
elegante cuando se pone sus faldas entubadas color
negro a juego con las medias. Está armando un
rompecabezas en un cuarto que nadie ocupa más que
ella, ahí es donde coloca todas las piezas, ya tiene uno
hecho de una noche con estrellas y está comenzando
uno de una mujer que bebe un vaso de agua en un
jardín. Me dice que es de Monet.
—¿Qué es Monet? —le pregunto.
—Un pintor.
Quiero decirle que es un paisaje muy bonito el que está
armando, pero mejor me callo y me voy a jugar al cuarto
de los juguetes.
Después del colegio nos vamos a la casa de la abuela,
ella nos cuida desde siempre. Hoy nos hizo de comer
sopa de fideo y pechugas en salsa de cacahuate. Por la
tarde la abuela me ayuda a hacer la tarea de matemáticas,
las sumas y restas no se me dan muy bien, pero me gusta
leer en voz alta los cuentos que me dejan de la tarea de
español, hoy toca leer el de unas serpientes que comen

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huevos de ratón. Le pregunto a mi abuela si las
serpientes también comen huevos de tortugas.
—Son de otro ecosistema —me dice.
¿Otro ecosistema? Me quedo pensando. ¿Si, entonces,
yo fuera de otro ecosistema podría devorar o no a
alguien? La abuela saca las crayolas y el libro para
colorear, esa es señal que ya no hay más tarea. Me
encanta colorear, me concentro mucho para no salirme
de la raya.
Otro ecosistema.
Cuando mamá pasa por nosotras me da una bolsita roja
con un moño blanco.
—¿Qué es esto? —le pregunto.
—Vamos, ábrelo.
Adentro hay una tortuga blanca hecha de arena. Es
perfecta.
Los pasillos también son espacios. Fríos, oscuros.
Llenos de eco. En mi casa hay mucho eco. Tengo la
costumbre de gritar palabras sueltas, las que escucho
durante el día: Azul. Fuego. Sierra. Caparazón. Manada.
Astas. Zambullirse. Estúpida. Inútil. Pájaros.
Andy está aprendiendo a hablar, todo el santo día se la
pasa gritando «ina, ina, ina», solo ella sabe lo que quiere
decir. Yo no voy a la escuela con Andy, porque ella
apenas entró al kínder, ojalá mi hermana estuviera todo
el tiempo conmigo, como cuando estamos en casa o
con la abuela. Andy es blanca como los cartones de

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leche, tiene una risa ronca y cuando llora su carita parece
una pasa más arrugada de lo normal. Todo lo que
aprendo se lo cuento a Andy, como lo de los herbívoros
y los carnívoros.
—Para que los animales sobrevivan se tienen que comer
unos a otros —le digo— pero yo no voy a dejar que
nadie te haga daño. Lo prometo.
Andy agita su sonaja y sé que me ha entendido.
Hoy aprendí que las tortugas son de piel fría, son lentas
y viven muchos años. No sé si a mí me gustaría vivir
tanto tiempo. Yo pienso que las tortugas son nobles. Mi
papá no se parece en nada a una tortuga, tal vez solo en
el cuello grueso y redondo. A veces su expresión me
recuerda a la de un toro a punto de embestir a su presa.
Mi mamá en cambio es un ave sin nido. ¿Habrá aves
que no les guste cuidar a sus crías? ¿Que abandonen los
nidos?
A veces nos quedamos a dormir en casa de la abuela,
como hoy, pero a mí no me gusta porque me da miedo
la guagis, aunque viva en el patio trasero. El cuarto en
donde nos quedamos a dormir está hasta el fondo, y
para llegar a la cocina, a la sala o a las otras habitaciones
tenemos que cruzar por la ventana en donde se asoma
la guagis. Quiero ir al baño, pero ya es de noche y todos
están dormidos. Así que aprieto bien fuerte.
Cuando era más chiquita la guagis se metió a la casa y
comenzó a ladrarme, la abuela tuvo que meter la mano
cuando me lanzó la mordida, me hubiera gustado tener
un caparazón duro de tortuga para defenderme, pero yo

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solo tengo la piel suavecita. No puedo dormir, ya me
duele la vejiga de tanto aguantarme, quisiera despertar a
la abuela para que me acompañe al baño, pero daría lo
mismo porque hay que cruzar esa ventana. Así que
cierro los ojos e imagino que estoy en un desierto y que
no hay nada, nadita de agua.
Cuando despierto me doy cuenta de que me hice pis en
la cama, yo hago como si nada, pero de todos modos la
abuela se da cuenta y me regaña, dice que una niña
como yo tiene que ser limpia y bien portada. Me talla
los calzones en el baño (porque no traje cambio) y me
prepara agua caliente para que me enjuague mis piernas.
Me pone una muda de ropa y me deja ver la televisión.
Cuando papá se entera se quita el cinturón y lo azota
contra mis pompas, dice que solo así voy a aprender, de
una buena vez, a comportarme.
Papá me pregunta qué quiero ser de grande.
—Yo quiero ser como mi abuela y cuidar de mi propio
jardín.
En el jardín de la abuela juego a que vivo en un
archipiélago. En esa isla ajena al mundo puedo estar
libre entre pelícanos y galápagos. Las hortensias y las
azucenas son flores exóticas que me ayudan a ser lo que
yo quiera. Primero soy un gigante que come nubes,
luego soy un camaleón que se funde con las paredes
rosas del jardín. Me quedo quieta bajo el sol, apenas si
respiro, trato de no parpadear.
—¿Qué haces ahí, hijita? —me grita la abuela desde la
ventana.

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—No puedo moverme, soy un camaleón
—Quítate del sol que te vas a quemar —me dice y
vuelve a sus quehaceres.
Podría estar bajo el sol todo el día, no me importa que
los labios se me pongan secos y que la piel me arda.
Respiro hondo, las gotas de sudor comienzan a resbalar
sobre mi cara; cuando ya no puedo más, inhalo y me
convierto en catarina, vuelo por toda la isla, nadie puede
verme.
A la hora de la comida no me queda de otra más que
volver a ser yo misma.
Las niñas que están del otro lado de la puerta escuchan
su corazón latir, como si se les fuera a salir. Lloran sin
saber por qué. No es la primera vez que pasa. No lo
ven, pero lo escuchan.
El rugido gutural del padre.
El aullido defensivo de la madre.
Lo han visto en el National Geographic: dos
depredadores que se pelean a muerte, solo para
defender su territorio, aun así, se mueran. No sé pelean
por la presa, aunque tienen hambre. Ellas saben lo que
va a pasar, está sucediendo a unos metros de distancia.
Tocan la puerta, buscan a mamá y a papá. Piden que
paren, pero nadie las oye. Se tapan los oídos y lloran aún
más fuerte. Nadie abre la puerta. La noche se termina y
llega el silencio.

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Mi hermana acaba de romper mi tortuga blanca de
arena, estoy tan enojada con ella que la empujo de la
andadera, cuando trata de defenderse me pega con la
mamila en la nariz. La sangre me comienza a salir a
chorros, quiero acusarla con mamá y papá, pero
entonces los escucho gritando otra vez.
—¿Tienes miedo?
A ratitos nos abrazamos. Hay tanta oscuridad en estas
habitaciones. Luego somos tres hermanas.
Hay un grupo de niñas sin frenillos, con coletas que
nunca se despeinan, plumas de colores olor chicle,
calcetas largas y mochilas de ruedas. Se ríen, se juntan
en el recreo, chocan las manos al son de:
«Choco
Choco- lala
Choco
Choco-tete».
Hablan de «Aventuras en el tiempo» y de «En familia
con Chabelo», cantan la de «La factoría» y se quejan
cuando llegan los niños a jalarles el cabello. Quiero
decirles que si puedo sentarme junto a ellas.
Pero yo no sé de eso: de las tardes en familia, de las
canciones de amor o de las plumas de moda. Lo único
que sé es que cuando las tortugas tienen miedo
esconden su cabeza dentro del caparazón.
O: La piel roja excitada de la niña que se burla de mi
piel morena. Sus ojos felinos y despiertos cuando me

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dirige la mirada e invita a todos los demás a que me
lancen la pelota en la cara. Los niños pantera, buitres,
hienas golpeándome el caparazón. Todo ser vivo se
alimenta de otro.
Papá llega con una nueva tele, la instala en su cuarto y
pone la película de «El libro de la selva», cada que la
vemos jugamos a que él es Baloo y yo soy Mowgli, cuando
aparece el rey Louie es el turno de Andy, los tres bailamos
y cantamos al son de la música. Mamá llega con un par
de sándwiches y se sienta a ver la película con nosotros.
Papá la saca a bailar, al principio no quiere, pero todos
le insistimos así que también se para y empieza a imitar
a los orangutanes.
—Jaime, mira, la bebita se está moviendo —le dice a
papá mientras toca su pancita.
Andy y yo corremos para poder sentir las patadas, se
sienten como si muchas mariposas revolotearan en su
estómago.
Esta noche todos nos quedamos a dormir juntos.
Meli acaba de nacer. Es noviembre, el cielo está gris
pero no llueve. La idea de otra hermana siempre me
pareció lejana. Si pensaba en ella me la imaginaba con
el cabello largo y negro, usando una falda blanca con
tablones y zapatos de charol, casi como tener una
muñeca. La veo y es como un cachorrito calvo, a Andy
también le parece un cachorro.
Frágil.

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Meli duerme en el cuarto y no se entera de nada, creo
es mejor así
La niebla es densa y no nos permite regresar a casa.
Llevamos más de cuatro horas de viaje. Mi padre insiste
en llegar esta noche a casa.
—¿Cómo vas a atravesarla así?
—¿Así cómo?
—Así, de noche
Mi madre tiene miedo. Mi padre huele el miedo. Mi
padre caza el miedo.
Si presto atención te puedo imaginar jugando en el
barranco las tardes de verano, llena de lodo y con las
rodillas raspadas, con el corazón acelerado cada vez que
tenías que pedir dinero en nombre de la abuela y
aplastando a los insectos que se metían en tu cuarto y
en el de mis tías.
Puedo sentir también ese primer beso del que nunca le
has hablado a nadie y de las noches que te la pasabas
esperando a que el abuelo llegara de trabajar. Te puedo
ver llorar el día que te llamaron puta y también siento el
coraje que sentiste.
Y si miro un poquito más de cerca puedo tocar la caja
de pastillas que te tomaste mientras me esperabas en tu
vientre.
¿Será que la tristeza se hereda?
Los truenos no nos dejan dormir, desde nuestra
habitación escuchamos a mamá llorar. A veces sueño

245
que es ballena y que el mar tiene tanta agua por las
lágrimas que ella derrama. Andy y yo nos asomamos por
la mirilla de la puerta, nos deslumbra la luz amarilla y el
pasillo vacío. Caminamos de puntitas como si
tuviéramos miedo de despertar a alguien o a algo.
Vemos a mamá en el rincón de la sala junto a una pila
de camisas hechas trocitos. Andy corre a abrazarla, pero
mamá no le regresa el abrazo, sus ojos miran hacia otro
lado, hacia un lugar que no existe entre estas paredes.
Solo ve lo que sus manos pueden tocar.
Papá se fue y nos preguntamos ¿por qué?
Mamá no sabe responder.
Le pido que vayamos al centro comercial a comprar otra
tortuga, pero no tiene dinero. En vez de eso nos lleva a
la Maty a comprar estampas de animalitos que pegamos
en la cabecera de la cama.
Ahora nos toca ver los domingos a papá, comemos en
la casa de la abuela y de ahí salimos a dar una vuelta. En
la explanada del centro nos compra unas burbujas,
cuando las sopla mis hermanas tratan de alcanzarlas,
pero yo solo veo cómo se nos escapan de las manos.
Papá nos compra unos elotes, con los palillos hace la
broma de la morsa, así no parece tan toro.
Andy le pide que regrese. Yo también lo extraño.
Entre semana, cuando vamos camino a casa,
escuchamos en el estéreo del coche una canción de
Maná.
«Oye cucú papá se fue,

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prende la luz,
que tengo miedo».

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Alborada Garrido Coccoluto
Allá donde llega mi nombre

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Bautizo
Madre guarda recuerdos. La elección de los
momentos que salvó para mí me moldeó, en futuro
anterior. ¿Sabía madre entonces de mi amor por el agua?
Qué ingenua yo. Es más probable que sea al revés, y el
devenir de mis amores sea producto de sus elecciones.
Nonna me dió el primer baño. Mi primer contacto
con el agua, luego de dejar el útero, fue en sus manos.
Parida por segunda vez por mi abuela. Madre tenía
miedo de bañarme. Me cuenta que me veía allí, tan
frágil, tan pequeña, que no pudo. Madre tenía miedo de
parirme y yo lo supe desde el vientre; es su miedo más
grande el dolor.
Miro la foto: yo, suspendida entre el agua, una
ponchera diminuta y los brazos gruesos de mi nonna.
No consigo recordarla y me da terror. Madre me enseñó
el miedo al olvido cuando tomó la foto, y el miedo a la
fragilidad cuando decidió tomar la foto y no bañarme
ella. -Mira cómo se hace, porque la próxima vez lo vas
a hacer tú sola- me dice que le dijo Velia, su madre, la
que me bañó los miedos y me conjuró valiente.
Parida por tercera vez por A, el día que me sostuvo
en sus manos hasta que floté. Ese día pensé dos cosas:
1) Amo el agua y no deseo temerle.
2) Ojalá G me hubiese hecho una foto flotando por
primera vez.
Guardar: tener cuidado de algo o de alguien, vigilarlo,
defenderlo. Poner algo donde esté seguro. Conservar.
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Guardo recuerdos, intento aprehender
el tiempo/espacio, voy al agua cuando tengo miedo.
Los refugios son más herencia que elección.

Tocayas
Abuela, busco descifrarte incansablemente, recojo
las migajas de tus rastros, anhelo descubrirme parte de
tu estirpe, sangre de tu sangre y no te encuentro.
Dicen, que coleccionabas canciones en un
cuadernito, y en los viajes de carretera, eras la que
cantaba en la caja de la pick up; que naciste a orillas de
uno de los ríos más importantes de América del Sur.
India de ojos verdes, tan María Lionza, tú.
Cierro los ojos y te imagino: suavemente salvaje,
libre, risueña, podrida a Sol en pleno partido de
baloncesto, o en el patio, cuidando tu siembra. Abuela,
nunca estaremos juntas en la misma fotografía; el vacío
de tu recuerdo pesa como bloque en mi pecho, soy
mujer de archivo y memoria y me faltas. Abuela, si
nunca he escuchado tu voz ¿Podré encontrar la mía?
Abuela, abuela, abuela, desde que sé que llevo tu
nombre creo en el destino. Un día descubrí tu firma
detrás de una de tus fotos y la predisposición me hizo
pensar que escribimos idéntico.
Abuela, ¿Eras lesbiana en secreto como yo?
Abuela, hoy soy maestra igual que tú.

250
Abuela, tengo migraña una vez por semana ¿Moriré
como tú?
Sé que eres solo una idea endulzada, un personaje,
cualquier mujer; pero te necesito así en mi cabeza, como
un misterio maravilloso que me espera, un desenlace
extraordinario reservado especialmente para mí.
Emprenderé el viaje, tal como me ordenaste en
sueños: Cruzar el río será trazar un puente hacia el espejo.

Contra
Nonna, ¿Por qué la sábila está muriendo? ¿Quién
intenta arremeter contra La Casa? ¿Cómo me protejo
de los ojos que solo saben mirar a través de la carencia?
1. Cortar 2 cuadraditos de fieltro rojo y coser por los
bordes, dejando un pequeño espacio para:
2. Rellenar con un diente de ajo, una hoja de laurel y
una de romero.
3. Rociar con agua bendita.
4. Sellar.
5. Rezarle.
Y que nadie más que el dueño lo toque.
Nonna, ¿Cuáles son las palabras exactas con las que
debo ahuyentar las fiebres malintencionadas? -El ritual
para sanar el maldeojo sólo puede ser transmitido a una
primogénita un 01 de Enero a las 12 am- pero nací
demasiado tarde y tú te fuiste demasiado pronto.

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Nonna, quiero aprender todos los rituales sagrados que
ninguna otra mujer de nuestro clan conservó, dame
todo lo que necesito saber para ser mujer que se protege
y protege a los suyos. En la duermevela te espero.

Musiú
Cuando era niño cazaba monstruos que doblaban
su tamaño. Partía por la noche al medio de la nada, llano
adentro, con nada más que una olla, un chinchorro y la
escopeta -El que no dé en el blanco no come hasta
volver- era la amenaza.
Una vez pasó quince días encerrado en el cuarto
último de la casa, con una herida sangrante en el riñón
perpetrada por su propio padre. Había quedado
prohibido que se le acercaran o lo alimentaran. Ese
mismo hombre cruel, gustaba de hacerlo cantar en
grandes fiestas para hacer dinero, y lo obligaba a
sostener, enrolladas en el cuello, mapanares gigantes
para ser fotografiado por los turistas. Padre lleva en su
espalda un mapa de dolor, heridas reabiertas una y otra
vez por el cuero de las correas de Crailer.
Crailer significa diablo. Justo al momento del
bautizo de mi abuelo paterno, el cura se negó
rotundamente a aquel nombre maldito, por lo que
decidieron improvisadamente llamarle Adrián, nombre
que heredara mi padre.
Al sol de hoy, Adrián hijo dice amar y admirar a su
padre. Cuenta que le enseñó cualquier técnica conocida

252
y desconocida para cazar todo tipo de animales, el valor
del trabajo duro y el funcionamiento interno de los
autos. Yo no le llamo abuelo, lo llamo por su nombre,
Crailer. Figura en mi registro genealógico como el
demonio que le robó a mi padre la posibilidad de dormir
tranquilo sin pasar la noche cazando monstruos.
Es tan pequeño mi padre, tan frágil dentro del
abrazo, sus ojos verdes se hacen más claros cuando algo
le entristece.

Carta de hija para madre


Una ventana es un jardín en tus manos porque tu
ternura esculpe todas las cosas.

¿Qué hice, mamá?


Corté con mis torpes y desiguales dientes
el cordón umbilical.
Pisé los rituales más antiguos
renegué de los mitos fundamentales
para saciar mi sed de superioridad intelectual.
Madre, he destruido tantas veces tu sonrisa
arremetido contra ti porque me odio
tantas veces dejé de tomar tu mano

253
para que no te dieras cuenta de que soy adicta a la
nicotina;
he dejado de abrazarte
para que no sientas a través de mi perfume
el olor inconfundible a mujer que ha sufrido.

Se me pasa la vida huyendo de tus ojos


por temor a que descubras que soy infeliz
que tu sacrificio ha sido en vano
que te hiciste jaula para que yo fuera pájaro
y yo misma me amputé las alas.

Tan dulce, tan ingenua, dices admirarme


por todo lo que soy y tú no pudiste ser.
Madre, quiero reposar mi frente en tu pecho así:
mujer rota, mujer podrida a miedo y frustración
mujer decepción moral, desadaptada social
hija, tu hija.
Quiero mirarte de frente
con estos ojos tristes con los que nací, no sé porqué
tal vez entonces puedas tú llorar también, finalmente,
delante de mí

254
y poder acompañarnos
como las iguales que somos.

Mamá, quiero que sepas antes de partir


que nada fue en vano
que es posible ser mujer y ser feliz
que me has dado todo lo que necesito para caminar
dignamente esta vida
que eres tú la admirable
que has sembrado flores en tierras donde nadie ha
querido apostar sus semillas.

Madre, cuando te vayas no habrá forma de que el jardín


sobreviva.

Carta de madre para hija


Mujer que pare mujer, doble hueco
Indira Carpio Olivo
Hija
no sé si alcances a ver la luz en este tiempo.
Hija, te nombro, y tiembla mi historia

255
se disuelve
se multiplica mi sangre en busca de ti.
Te aferras, restando espacio en mis adentros,
amaso tus partes, te creo, te destruyo, te recreo
en futuro anterior.
Viajo al momento exacto de tu llegada
y no encuentro nombre alguno que te libere.
Sueño una y otra vez tu parto
te resbalas de mi sexo, ingenua
de tu destino.
Despierto.
Renuncio a la idea de ti para salvarte
me niego al impulso egoísta que te anhela.
Parir mujer es condenar una vida.
Interlocutora ficcionalizada
vivirás en mí como una idea
como mi renuncia más sorora
inicio y final de una estirpe de dolor.
Tu no-nacimiento
será el cierre definitivo de la herida
pujo y grito último de libertad.

256
Aguas dulces
Como las mujeres en mi espalda al río iré. De
cuclillas ungiré mis cabellos, cerraré los ojos del cuerpo,
y escucharé sus risas y sus cantos mezclándose con el
choque del agua contra las piedras. Al río iré, beberé de
la quebrada, descalzaré mis pies en la tierra, encontraré
mis raíces.

257
Marta Gómez de la Vega
Cartas al hijo adolescente

258
Hola, cariño. Empiezo a escribirte una noche con
aroma a quietud; los coches de la plaza descansan sus
rugidos y el parque se recupera del bullicio tras una
jornada de juego primaveral. Las palmeras lucen
oscuras, aunque, bañadas por la luna, a ratos parecen
vestir plata.

Hay luna llena. Ya sabes que me fascina. Cuando la


miro, mis pupilas se agrandan y el corazón se siente
pletórico; veo sus ojos y su boca de piñón musitándome
secretos de otras vidas. Me gustaría montar una tienda
de campaña en uno de sus cráteres, acurrucarme en el
saco con mi cabeza asomando por la entrada y admirar
ese nuevo cielo arropada por su incesante destello.
Sería maravilloso saltar por las estrellas y recoger
aquellas que me seduzcan; con delicadeza las metería en
la mochila —como si fueran flores silvestres en peligro
de extinción—, para decorar mi habitación y les pediría
que susurrasen secretos intergalácticos, si de madrugada
me desvelase.

Me he sentado en el balcón a descansar mientras la


miraba. A ratos cerraba los ojos dejando que su brillo
me impregnase, al igual que hacía con la colección de
cristales. He seleccionado en el móvil una música
relajante; la lista AB. Emiliano Toso 432h me hace viajar
a ese espacio. Al abrirlos, mis ojos se han quedado
reposando en la silla vacía y he anhelado ver tu cuerpo
frente al mío. Te he localizado rápidamente en el
margen derecho; tumbada en el sofá, descansa tu
adolescencia.

259
Adolescencia. Del Lat. adolescentia
1. f. Período de la vida humana que sigue a la niñez y
precede a la juventud.

Definición vaga e imprecisa. Irremediablemente la


completo con el puzzle de experiencias que van
conformando mi yo-psicóloga. En mis recuerdos están
esculpidos los rostros de los chicos y chicas que en estos
años he acompañado; sus fracasos escolares, su soledad,
su angustia por la falta de sentido de la vida, sus deseos
insatisfechos, sus corazones maltrechos por la pérdida
o el anhelo, y su rabia. También guardo los rostros de
sus madres; impotentes, agotadas, equivocadas,
frustradas, a veces, desquiciadas.
Toda esta mezcla de avatares van posándose, sin darme
cuenta, en los resortes de mi musculatura, que se
dispone en una especie de alerta continua. El miedo en
ocasiones aprieta, forma un nudo en mi estómago y
congela la mirada, que se convierte en un glaciar entre
nosotros.
*

A veces te siento un extraño y, sin embargo, a menudo


yo me siento igual.

Pronto vas a cumplir 16 años, ya tienes edad suficiente


para que nos reconozcamos. Quizás no haga falta que
nos olamos, como hacen los animales, pero como
mínimo, ponernos uno frente al otro, de igual a igual,

260
confiables, amorosos, despiertos y disponibles. Eso
intento aunque en algunos momentos, no lo consigo.

Si en este momento cogiera las acuarelas y plasmara lo


que siento, mis pinceles se deslizarían creando ondas
donde descansar, su movimiento me columpiaría como
hamacas gigantes en medio de la noche. El violeta
mágico también tendría movimiento, oscilaría desde la
veladura casi transparente, a la intensidad eléctrica, que
pugna por destacar más que la misma luna. El cielo no
lo pintaría negro, aunque la noche hoy es oscura y
cerrada. El violeta se integraría creando una capa
continua en la que el cielo y la tierra se funden en un
único ambiente; las ondas penetran iluminando la
oscuridad y el cielo ofrece mayor densidad a la tierra que
me sostiene.

Incluso cuando creo que no, lo más importante eres tú.


Lo aprendí muy pronto. En el embarazo mi abandono
empezó a gestarse, dejé de existir a pesar de ser la
protagonista. A veces, me sentía como un refrigerador
de lujo, de los que se supone que nunca fallan y que
mantienen frescos los manjares más exquisitos. Sentía
que lo único que importaba era que mi cuerpo fuera
suficientemente fuerte y perfecto para albergarte el
tiempo de gestación; que no fallara y te permitiera salir
al mundo sin ninguna magulladura, ni externa, ni
interna. Muy pocas personas me preguntaban cómo
estaba. Esa pregunta siempre se refería a ti.
En ese momento empezó mi letargo, levanté una
barrera alta y robusta en mi mente para distanciarme de

261
necesidades y emociones, y así, poder asumir sin quejas
ni demandas excesivas, las consignas que se iban
taladrando en el hemisferio izquierdo.

Cuando te tuve en brazos ni te sentí. Estaba tan cansada


que no podía mirarte, lo único que quería era dormir.
Los primeros momentos en el hospital pasaron muy
deprisa, la responsabilidad de tu cuidado me aplastó
como una losa en forma de sueño. Estábamos en la sala
de reanimación, te sostenía entre mis brazos con fuerza
pero mis párpados caían sin yo poder controlarlos, el
resto del cuerpo desvitalizado, era un mero espectador.
Todo pesaba, no podía hacerme viva y el temor a que
te escurrieras entre mis brazos y terminaras en las frías
baldosas de aquella habitación me inquietaba. A pesar
de mis esfuerzos por mantenerme alerta, mi cuerpo
sucumbió. En el siguiente recuerdo que atesoro, ya
estamos en la habitación. Tú estás vivo y yo despierta.

Creo que fue en la sala de reanimación donde me


inyectaron «mother power»; esa sustancia dorada y con
mucho brillo que inundó mi cuerpo de una certeza que
no cuestioné hasta años más tarde: tengo que poder con todo,
saberlo todo y hacer cualquier cosa para garantizar tu
supervivencia. Demasiado peso sobre mis espaldas. Ahora
lo escribo y me duelen los hombros y el cuello se pone
rígido.

Naciste y el vestido de madre fue pegándose hasta


fundirse con mi epidermis. En el armario, la

262
indumentaria era escasa y los colores que tanto amo se
habían mudado de piso.

¿Quién es Marta? Una madre. ¿Dónde está Marta? Una


madre ¿Qué desea Marta? Una madre.

Salimos del hospital y nos fuimos a casa. Los primeros


días solía haber mucha gente a nuestro alrededor.
Venían a ayudarme. Una parte de mí se sentía
agradecida y otra habría querido salir por la puerta
corriendo, sin rumbo fijo. Era una sensación confusa la
que me habitaba, ni siquiera hoy puedo explicarla. No
era gozo, ni dolor, no era duda, pero tampoco era
claridad. Deseaba que nacieras y sin embargo no pude
recibirte como hoy me habría gustado.

En estos momentos que te escribo reflexiono en torno


a la decisión de ser madre a los 30 años, cuál era el deseo
que prendía el inicio de esa aventura. Te reconozco que
no tengo una respuesta mucho más honesta que la de
tocaba. Eso no significa que no te quisiera, que te quería;
significa que no había un motivo realmente mío, más
allá de esa lógica convencional que se activa cuando
tienes una pareja, trabajo estable y has logrado ciertas
comodidades, muy valoradas en nuestro mundo
capitalista. La maternidad era la siguiente casilla que
ocupar en el juego del amor maduro.
Formar una familia, cuando la tuya de origen se ha
desintegrado, es una buena razón para desear ser madre.

263
Entre toda esa gente que venía a ayudarme yo era la
pieza imprescindible, mis tetas lo tenían claro. A la vez,
un halo de incertidumbre secuestraba esa certeza pues
mi competencia siempre se veía sometida al escrutinio
y la comparación de los diversos tutoriales que el resto
del mundo me ofrecía amablemente, aunque yo no
preguntara.

Yo sólo quería dormir.

Los primeros días era solo cansancio, pero luego, no sé


cómo, la tristeza se fue apoderando de mí. Tu
nacimiento, cariño, despertó ese dolor enterrado por la
ausencia de tu abuela. La huella de su muerte la tapé
durante unos años poniendo toda mi energía en el
trabajo pero, cuando te tuve en mis brazos, toda esa
calma conquistada se desvaneció y la fachada
construida, empezó a resquebrajarse. Tuviste muchos
brazos acunándote cuando los míos estaban
paralizados, sin embargo, yo sólo quería ver unos
sosteniéndote. Muchas miradas atentas vigilándote,
muchas voces te ofrecían su canto y me mantenían
aferrada a la misión de estar conectada contigo y en el
vacío de mi pecho su imagen era cada vez más nítida.
Querido hijo, este también es el camino del duelo.

Carmen Julia era el nombre completo de tu abuela.


Durante mucho tiempo la mitad de su nombre se calló
de la percha y se perdió en el fondo del armario. La

264
prenda fue recuperada los últimos años de su vida.
Empezó a nombrarse como Carmen Julia después de
que el cáncer devastara nuestras vidas. Hasta ese
momento ella siempre había sido Carmen y Julia era tu
bisabuela, la yaya, como siempre la llamábamos. Quiero
pensar que apropiarse de su nombre completo fue un
gesto de afirmación en su nueva identidad, la que
emergió con las enseñanzas de la enfermedad. Hace
más de veinte años que murió, tenía 45 recién
cumplidos y yo, veintiséis.

Mi árbol genealógico está desnudo. Se alzan ramas que


se elevan en distintas direcciones pero no tienen el
abrigo de las hojas, ni de las flores. El legado de mi linaje
es un gran interrogante. Voces para siempre mudas,
más allá del horizonte de mi propia biografía, la que
todavía custodio.

Tu abuela era una fragancia rica e intensa, esa que se


huele por sorpresa y despierta el deseo y curiosidad de
reconocer a la persona que está a punto de llegar; un
paisaje en el que siempre había luz y los colores
vibraban trepidantes. Tenía una sonrisa poderosa de
dientes blancos y perfectos; ojos brillantes de un
marrón miel que penetraban cualquier resquicio; una
fuerza, casi animal, que emanaba de toda ella. Su influjo
reblandecía corazas y avivaba el fuego de los corazones
que se sentaban a brindar con ella. Tu abuela era y es
faro.

265
Nunca habéis podido disfrutaros. Te habría encantado
verla bailar en las cenas de Nochevieja con sus labios
rojos, su vestido negro y sus taconazos. Le gustaba
mucho bailar. Todavía cada treinta y uno de diciembre,
en el momento de las uvas pienso en ella, cuando alzo
la copa de cava un destello del deseo choca con su copa
y en el momento de los abrazos y bienvenida del año se
me hace un nudo en la garganta y en mis ojos asoman
lágrimas que ya no se desbordan, pero que siguen
recordando. Odio las Navidades.

Estábamos en el patio jugando con la casita de plástico


que tanto te gustaba. Preparabas la merienda mientras
esperaba sentada en el suelo, al otro lado de la ventana,
que me dieras el bocadillo. Disfrutaba mucho de esos
momentos aunque frecuentemente mis pensamientos
se disparaban hacia una galaxia lejana.
—Mamá, ¿estás enfadada?
—No cariño, mamá está triste.

Como muchas tardes estábamos en el parque de la


plaza. Era muy pequeño, sólo tenía un par de
columpios, un mini tobogán y un par de caballitos de
esos que tienen un gran muelle en la parte baja y se
mueven adelante y atrás sin descanso. Yo estaba sentada
frente a ti en uno de ellos y hacíamos una carrera. Te
movías con tal ímpetu que parecía que el caballito se
encabritaba y temía que la inercia del movimiento te
despidiera al suelo o que tu boca chocara contra las

266
crines duras. También me hacía gracia tu energía
desmedida, tu afán por demostrarme tu pericia y
fortaleza. Te cansabas pronto y te bajabas tan rápido
que parecía que te arrojabas del caballo en marcha.
—Mamá, ¿estás enfadada?
—No cariño, mamá está triste.

Nuestras tardes solían terminar con el baño. Algunas


veces era una ducha rápida y otras, llenaba un poquito
la bañera para que disfrutaras un rato más largo. Te
encantaba jugar con tu colección de animales. Teníamos
un bote grande de plástico con todos ellos y lo vaciabas
nada más llegar: el tiburón, el delfín, los pececillos de
colores, el gran león, blanco, el elefante, el hipopótamo,
la gallina, el lobo, todos terminaban sumergidos.
Yo solía sentarme sobre el inodoro, al lado de la bañera,
a mirarte. Unas veces jugaba contigo inventándome
alguna historia mientras le ponía voz a algún animalito.
Otras, disfrutaba de acariciarte con la esponja o tirarte
cuidadosamente el agua por encima. A veces, me
ausentaba un ratito y aprovechaba para preparar alguna
cosa de cena o hacer alguna cosa de la casa rápida; subía
y bajaba las escaleras corriendo, con la prisa de poner
final a mi abandono.
—Mamá, ¿estás enfadada?
—No cariño, mamá está triste.

Esa pregunta retumbó y retumbó dentro de mis


tímpanos. Ni el enfado, ni la tristeza eran las vestiduras
que yo quería mostrarte. El miedo a la depresión pasó
corriendo por delante de mis ojos, retador.

267
—Estás triste, estás triste, estás triste… ¿Qué harás?
*
Deseaba que fueras un chico trabajador, curioso, con
ganas de aprender y con gusto por estudiar. Cuando te
veía por la tarde perdiendo el tiempo, siempre con el
móvil y me llegaban las notas de los profesores diciendo
que no habías entregado los deberes o un trabajo,
recuerdo encenderme por dentro. Intentaba no llamarte
vago para que no calara ese mensaje, pero a veces lo
nombraba. No podía evitar chillar, a pesar de no querer
hacerlo y saber que era inútil; el calor que sentía mi
cuerpo prendía la voz, que alzaba su intensidad, en un
viaje sin retorno. La chispa saltaba al imaginarte con 23
años tumbado en el sofá, con los pies sobre la mesa y el
mando a distancia del televisor en la mano. Me aterraba
que fueras un chico sin futuro y que además, te diera
igual. En esos momentos mi traje de psicóloga se
quedaba colgado detrás de la puerta del despacho y yo,
un ser mortal cualquiera, me enfrentaba a la dura tarea
de motivarte, guiarte y, a la vez, regularme. Los gritos
hicieron eco en nuestras paredes demasiadas veces para
mi gusto. Lo siento, hijo. Me avergüenzan estas
secuencias en las que pierdo el control; quiero afrontar
el diálogo en calma contigo pero no lo logro, mi voz
escala sin retorno, incluso cuando tú me dices que estoy
gritando, que me van a escuchar los vecinos. Me da
igual, no puedo evitarlo. En ese momento no hay vuelta
atrás, el grito es lo único que tengo para expulsar de mí
el cansancio, el miedo a tu fracaso y al mío, ese miedo a
fracasar como madre. Las lágrimas asomando en tus
ojos logran apagar mi fuego de forma inmediata.

268
*

Entonces llegó el embarazo. Miré las dos rayas en el test


y contuve la respiración un instante, como si necesitara
tomarme un tiempo para saber cómo había ocurrido. La
cigüeña había aterrizado, los soldaditos habían sido más
eficientes de lo esperado y yo qué voy a hacer ahora, pensé.
Cuando me quedé embarazada de ti sentí una inmensa
alegría, sin embargo en ese momento algo denso
planeaba en mi cabeza. En mi interior sabía que no era
buena idea pretender llenar un agujero con un hijo que
era grande y pesado, me sepultaría y no podría salir de
allí.

Regresamos a casa con unas pastillas en el bolso. Te las


dan para provocar la activación de una especie de parto,
tratamiento expectante lo llaman. Te las introduces en
la vagina y esperas a que lleguen unos dolores
abdominales que son pequeñas contracciones del útero
cuyo objetivo es que expulse los restos del bebé
malogrado. No sentí mucho dolor. Una vez que fui al
baño noté que el sangrado era más abundante. Abrí las
piernas mientras miraba lo que caía. Vi asomar por mi
vagina un coágulo de sangre grande y muy oscuro.
Empezó a desprenderse lentamente. Intuí que llegaba el
momento que estaba esperando. La masa compacta, del
tamaño de una mandarina, cayó con todo su peso como
si de un saquito de arena se tratara. Me quedé paralizada
viéndolo caer. Sabía que en el fondo del inodoro estaba
tu hermano, mi hijo, ese intento fallido de Ser. Tiré de

269
la cadena mientras algo se quebraba dentro de mí.
Escuché los huesos de la pelvis romperse, en un parto
salvaje imaginado, todo esa zona del cuerpo estallaba en
pedazos. Nunca más volvería a ser madre; en ese
momento lo intuí pero, esa certeza, no dolía, nada dolía
en ese preciso instante. Salí del baño. —¿Lo has
echado? me preguntó tu padre. —Sí, contesté —he
tirado a nuestro hijo por el inodoro, pensé.

*
Cuando eras pequeño te llevaba conmigo a todos los
lugares y actividades, incluidos los eventos solidarios o
reivindicativos. Siempre has venido sin ofrecer mucha
resistencia. En algunas ocasiones te quejabas un poco
pero al final aceptabas. Normalmente cedías si te
permitía llevar tu balón de fútbol y después nos
tomábamos un granizado o un helado. No te explicaba
muchas cosas al respecto, solamente que luchábamos
por la justicia, para que las personas tuvieran los
mismos derechos, oportunidades, que no tuvieran que
morir abandonando sus hogares o buscando una vida
mejor. Recuerdo que me mirabas, atento a las
explicaciones. El primer viernes de cada mes yo me
encargaba de organizar el Círculo de Silencio, una
acción de lucha por los derechos de los inmigrantes y
con seis años, el fin de semana que no estabas con tu
padre, íbamos juntos a nuestra cita mensual de las
20.30h. Yo tiraba de mi carro lleno de carteles, un
megáfono y un par de pancartas que llevaba enrolladas

270
por el Barrio del Carmen, cruzábamos el Puente de los
Peligros, la Plaza del Ayuntamiento, la Plaza del
Cardenal Beluga y por la Calle Trapería llegábamos
hasta la Plaza de Santo Domingo. Yo te pedía que nos
ayudaras a colocar las velas, poner los carteles y así te
hacía partícipe de la acción. A veces te sentabas un rato
en el círculo en silencio, como todos, y muchas te ibas
al callejón de al lado a jugar con el balón. Recuerdo que
respiraba contenta y agradecida de que lo pusieras fácil;
me permitías conciliar el corazón guerrero con el de
madre.

También fuimos juntos a algunas manifestaciones, de


Sanidad, Educación y el día de la mujer. En ese
momento me sentía orgullosa de ti. Siempre he
deseado, por encima de cualquier cosa, que tuvieras un
corazón generoso y noble, que el sufrimiento ajeno te
importara y que te convirtieras en un hombre que no
creciera de espaldas al mundo, que viera más allá de sus
circunstancias personales, que fuera agradecido y
consciente de las ventajas con las que cuenta, por el
hecho de nacer varón y en el lado adecuado de la
frontera. Hubo un día, con diez años, que te cansaste
de acompañarme. Me miraste a los ojos y gritaste ¡por
qué te gustan tanto los pobres!
En ese momento mi cuerpo se quedó helado por la
sorpresa. Te viví como un monstruo en proceso de
gestación y paré.

271
Trece de septiembre de 2022, es tu cumpleaños.
Diecisiete años, no me lo creo. Parece mentira que
nuestro equipo de dos siga vivo. En algunos momentos
de todos estos años sentí que no iba a llegar a la meta,
esa de tu independencia, ese momento de sentir que el
trabajo ya está hecho y que el peso del esfuerzo de
buscarte la vida recae en tus hombros y no en los míos.
Nos vamos acercando a ese momento, yo soy optimista,
a pesar de todas las complicaciones que rodean el
mundo me gusta imaginarte disfrutando de unos
estudios que te gustan, universitarios o de formación
profesional, me da igual, yo lo que quiero es que tu vida
sea cómoda y placentera. Te imagino de entrenador
personal en algún Club deportivo y compartiendo piso
con algún amigo o amiga. Sé que no hablaremos mucho
por teléfono porque no te gusta y no te extiendes nunca
en detalles pero cuando nos veamos podré degustar esa
energía transparente, anaranjada y vibrante que nos
rodea —la paladeo intensamente—. No sé cómo
describirte lo importante que es para mí palpar entre
nosotros un espacio mullido y confortable, que el tono
que predomine en nuestra casa sea suave y afinado —
siento a veces ser soprano descontrolada— y que la
distancia conviva con besos y bromas. Deseo seguir
escuchando tus te amo y esas interrupciones en la cocina,
cuando tus ojos pícaros se detienen ante mi y tus brazos
se entrelazan por mi cintura, subiendo por mi espalda
hasta detenerse un poco más abajo de las axilas; me
aprietas fuerte, tu espalda se curva hacia atrás y, como
un movimiento pendular, mi cuerpo asciende; mis pies
se despegan del suelo, la espalda se contrae y los huesos

272
se aprietan crujiendo un centímetro y medio. Siento
alivio y a la vez, un breve rumor de dolor placentero; mi
risa estalla ruidosa y contagia a la tuya que te hace perder
fuerza y tienes que soltarme para que no caigamos los
dos.
Te miro y eres colchón, ducha, ropa limpia, fuego,
familia. Eres mi familia.

Ahora te acuestas más tarde, sobre las 11.30h, por lo


que algunas veces hay poco espacio de tiempo entre
nuestros descansos, como mucho una hora. A veces
entro igualmente, aunque haga poco tiempo que te has
dormido. También me gusta entrar cuando vuelvo de
fiesta y tu ya estás acostado. Abro la puerta de casa,
enciendo la luz en la entrada, voy al salón y dejo el bolso
encima de la mesa, las llaves en el mueble de la entrada,
en el recipiente de cerámica Rakú que hizo la abuela y
entro a tu habitación. Dejo la puerta abierta para que la
luz del pasillo te ilumine. Me gusta observarte unos
segundos; normalmente estás boca abajo, abrazando un
poco la almohada. Tienes un cuerpo esbelto,
musculoso, que queda expuesto ante mis ojos, rendido
sobre el colchón, te veo grande, parece que la cama ya
se queda algo escasa, aunque todavía sobran algunos
centímetros. Me resulta graciosa tu manía de tapar los
pies con la sábana, aunque haga calor. Dices que te
gusta, que te sientes protegido; mantienes esa idea
infantil de que bajo los pies el velo entre los mundos se
hace más estrecho y los monstruos del inframundo

273
pueden agarrarte, estirando de esa extremidad y llevarte
al otro lado. La sábana es tu escudo.
Te beso en la mejilla y acaricio tu pelo, que es fino como
el mio.

Me gustan los libros sobre la muerte; encuentro cobijo


en leer la devastación de otros. También me gusta ser
testigo de la liberación que se produce cuando la
angustia urgente va poco a poco aflojando. Esos libros
son como tatuajes que plasman una experiencia vital
cargada de un significado propio que va abriéndose al
encuentro de miradas ajenas, ese homenaje a un legado
ya imperecedero. Me produce un inmenso respeto la
generosidad y valentía de esas brasas ardientes.

Sobre el duelo, de Chimamanda Adichie es uno de esos


elixires de mi botiquín de primeros auxilios. Ha visto la
luz muchos años después de mi gran pérdida, la muerte
de tu abuela, pero aunque las palabras ya no avivan ese
fuego descontrolado, siguen siendo pedernal y yesca.
«La pena no es diáfana; es sólida, opresiva, una cosa
opaca. Pesa más por las mañanas, después de dormir:
un corazón plomizo, una realidad terca que se niega a
moverse. No volveré a ver a mi padre nunca más. Es
como si me despertara solo para hundirme cada vez
más».
Cuando leo y subrayo esta frase siento que alguien más
sabe lo que es querer morir; —no estoy loca, no
exagero, o quizás sí, pero al menos no soy la única—.

274
«Una risa que nunca volveré a reír. «Nunca» ha llegado
para quedarse. «Nunca» parece un castigo injusto.
Durante el resto de mi vida, viviré tratando de alcanzar
cosas que ya no existen».
¿Sabes? Todavía, en cada momento especial que vivo,
persigo el rostro de tu abuela, su olor, su caminar. Su
lámpara, que hoy ofrece luz cálida en uno de los
rincones de nuestro salón, me invita a sentarme en su
sofá estrenado en el Barrio de Lavapiés mientras
hablamos de la película Sobreviviré. Cuando observo el
calendario azteca de madera tallada que protagoniza una
de nuestras paredes, marcho de viaje con ella a México;
revivo su sorpresa y hundimos nuestros pies en esas
tierras labradas y construidas por civilizaciones
antiguas. Cuando luzco sus pendientes, su caricia
alborota mi pelo y calma los picores. Su abrazo alcanzo
al caer en mis hombros su chaqueta.

Sigo respirando. Por fortuna, la vida sigue haciendo


ruido.

Me gusta pensar en mi madre. Recordarla es volver a


sembrarla y permitir que brote algo que siga
perteneciéndonos. Compartirla es celebrarla, que su
atmósfera se convierta en un fósil precioso que otros
puedan custodiar con delicadeza y con el entusiasmo de
lo recién descubierto.

Me pregunto cómo me recordarás cuando yo muera.

275
*

—Mamá, mira esta foto que hice en Génova. La hice


para ti.
—¿Para mí? Que bien cariño, como me gusta que
pienses en mí.
Miramos juntos la foto de una instalación en un edificio
de cuyas rejas cuelgan dibujos, postales, muñecas,
carteles, la bandera italiana y diversas bandas alargadas
de color morado donde aparecen distintos mensajes:
STOP VIOLENCE,
#TUCOMEME, DIRITTI, WALL OF DOLLS
AND ART.
—¿Y eso qué es?
—No lo sé, como a ti te gusta todo eso de reivindicar
pensé en ti.
—Ya, pero ¿qué significa? ¿para qué está hecho?
—Algo de violencia pero yo que sé, no me fijé mucho.
—¿Y dónde lo viste?
—En un edificio pero no sé cuál, era una plaza grande.
—¿No os explicaron lo que era? ¿no ibais con un guía?
—No, si nadie se detuvo casi, yo porque quise hacerte
la foto.

276
Gabriela Sánchez Ruiz de la Cuesta
Ese cuento donde habité

277
Deja que te cuente
la infancia

dibujando
una silueta niña
de la casa primera

Papá dona los libros

mamá
la energía sin ceje

Los tres hermanos


crecemos
revoltijo de nubes

*
La palabra nueva
surca la mente, puebla el labio
llega a casa

la soltamos inocentes
entre la comida

derramando el enfado

278
*

Cualquier
accidente
sirena
perseguidor de sombra

mamá en alarido
corre a la ventana
somos nosotros

¿Qué esperaba de esperar?

quieta
el mundo
no me sería
dado

Y el amor
ese cosquilleo
el cuerpo erizado de viento
la promesa de otredad brillando
en la nueva ciudad

279
Esa yo otra
muda de asombro ante la posibilidad de vivir
así, ahi

Las calles bulliciosas de soledad


de sueños entremezclados
fuera del caldero

El abandono del primer espacio


donde era hija

papeles multiplicados

desparramada

como sin tiempo de juegos

o en riesgo de quiebra

¿Quién soy ahora?

Aquí

confluyen

280
dos lenguas

atrapadas

entre el quicio

de dos cuerpos

Adoptamos a la perra
y la quiero
y soy de nuevo miedo
por no saber su voz

Ahogo las plantas


de amor sobrante y cariños infundados

Tras conocer a Ori


escucho con pena profunda
el mugido de la carne

Aparece la luz y desvarío


y me olvido la compra

281
y me pierdo por el río

Aún me habita un enredo de sueños


creciendo en la cocina
de cortinas amarillas

Errabunda

encuentro

la poesía

Adoptamos a la perra
y la quiero
y soy de nuevo miedo
por no saber su voz

Te cuento ese cuento


donde habité

Me miras niño
asombro

282
nombras
tu ausencia
de historias

283
Alicia Petrashova
Mensajes del más allá

284
1.

No recuerdo el día en el que empecé a soñar con ella.


Simplemente pasó, noche tras noche, hasta convertirse
en rutina. Yo vivía en aquella casa del Valle de Lecrín,
rodeada de árboles frutales y un paisaje de ensueño.

Registraba cada uno de esos sueños de forma


minuciosa, como un detective que repasa una y otra vez
todas las pruebas tratando de descifrar el enigma. Yo no
era detective, pero empecé a presentir que debía
resolver algo.

Interpretaba los sueños como mensajes del más allá.


¿Qué otra cosa podían ser si era mi bisabuela la que me
hablaba en ellos?

Abrumada por mi nuevo don, era capaz de recordar


hasta tres sueños por noche, anotándolos en mi
cuaderno con todo lujo de detalles. Me despertaba
aturdida y confusa. Diferenciar entre lo que había
ocurrido de verdad y lo que no, se volvió una tarea cada
vez más complicada.

En aquel momento los muertos me visitaban a diario y


los lugares que aparecían en los sueños se volvieron
familiares. Me llevaban al pasado, a lo más oculto de la
memoria, invitándome a recordar.

285
Por la noche viajaba a mi país de origen siguiendo la voz
de las mujeres de mi familia y recorría las calles de mi
pueblo.

Por el día daba largos paseos por el campo, rodeada de


vegetación y naranjas sin recoger. Caminaba hasta un
mirador que me regalaba una vista privilegiada al
embalse de Béznar, donde solía pararme inmersa en mis
pensamientos.

Pero ni el canto de los pájaros que me despertaba por


las mañanas, ni los rayos de sol que me acariciaban la
cara durante mis paseos, ni la belleza de aquel pequeño
pueblo del sur de España lograron evitar que la
oscuridad se apoderara de mí.

La calma que esperaba encontrar rodeada de naturaleza


se tornó vacío. ¿Quién era yo cuando todo se quedaba
en silencio? ¿Y quién era esa otra yo que protagonizaba
mis sueños?

Lo único que sabía era que no teníamos nada en común.


Separadas por cinco mil kilómetros de distancia,
pertenecíamos a mundos diferentes. Me sentía
completamente desconectada de mis raíces y como
prueba de ello estaba mi nombre. Lesana, cuya raíz
arranqué en un intento de ser simplemente Ana.

Era otra vida y por tanto, necesitaba otro nombre.

286
—Mam, no sé lo que me pasa, pero creo que baba Nina
intenta decirme algo a través de los sueños. Es eso o me
estoy volviendo loca— dije a mi madre por teléfono
esperando que tuviera la solución a mi crisis de
identidad.

Ella no contestó, pero en su silencio cálido encontré el


abrazo y la contención que necesitaba en aquel
momento.

2.

Había perdido la noción del tiempo. Cuando abrí los


ojos pude sentir el calor de Antía y Lucas. Estábamos
sentados en círculo con más personas y nos cogíamos
de las manos.

La cueva estaba iluminada por velas y lámparas que


habíamos traído, y decorada con mantas, flores y fruta
en el centro. El ambiente no parecía amenazante, pero
yo seguía sintiendo el miedo en el cuerpo. Seguramente
ellos ya lo intuían porque me sudaban las manos y el
corazón me palpitaba tan fuerte que casi se podía
escuchar el latido en medio de aquel silencio
estremecedor.

Nunca antes había experimentado con las drogas y la


sensación de estar perdiendo el control me asustaba
mucho. Todo irá bien, me repetía por dentro, sólo tienes que
relajarte y dejarte llevar.

287
Mis amigos habían conseguido convencerme para vivir
esta experiencia que Lucas solía organizar en una cueva
de Dúrcal, un pueblo cercano al mío. Tras conocer mi
momento vital y comprobarlo en directo viendo mis
enormes ojeras, decidieron que drogarme
definitivamente podría ayudar.

—Ana, seguro que así consigues conectar con tu


subconsciente para entender lo que te está intentando
decir —afirmó Lucas mientras me enumeraba los
beneficios que tenía el uso de los hongos en el arte y en
los procesos de autoconocimiento.

No me costó tomar la decisión, confiaba en él y sabía


que había guiado a otros grupos en más ocasiones,
tratando la droga como una medicina sagrada. Aún así,
antes de embarcarme en ese viaje, le pedí que me
enviara más información para documentarme sobre las
posibles consecuencias e imprevistos.

Y allí estaba, tras empaparme de todo lo que hasta el


momento se había escrito sobre las setas, con el mismo
miedo de siempre a soltar el control.

De repente la pared de la cueva llamó poderosamente


mi atención. Forcé la vista para tratar de entender qué
era, hasta que logré ver cómo respiraba. Observé cada
poro de la piedra moverse de forma casi imperceptible.

288
Mi mano derecha se precipitó a tocar la pared antes
siquiera de que yo pudiera decidirlo. Necesitaba sentir
el aliento de la cueva en un intento de confirmar que los
ojos no le estaban engañando. Incliné la cabeza y traté
de sincronizar mi propia respiración con ella. Inspira,
expira. Inspira, expira.

Me visualizaba desde fuera como la típica yonki de


película tocando y oliendo todo lo que estaba a su
alrededor, completamente maravillada por la repentina
agudización de los sentidos, y me reía por dentro.Vale,
está bien. Si soy capaz de reírme de esta situación, es que no he
perdido la cabeza del todo.

Noté como mi cuerpo se fue relajando, volviéndose


chicle, aunque mi mente seguía alerta. Empecé a
sentirme cómoda en ese estado y me aventuré a salir al
exterior de la cueva. Fuera, la luna llena presidía el
paisaje.

El sonido del río se convirtió en banda sonora para los


bailes espontáneos de mis amigos. Danzaban de forma
frenética, ocupando todo el espacio disponible y
alzando los brazos hacia el cielo. Yo los miraba con
curiosidad mientras me tocaba las uñas y me venía un
sabor ácido a la boca. Parecían felices, liberados de toda
carga. Mientras los observaba, las lágrimas empezaron
a inundar mis mejillas y lloré de emoción.

Alguien dijo mi nombre y me deslicé hacia el bosque


con los pies descalzos. El camino se veía

289
completamente alumbrado, como si la misma luna me
indicara por dónde ir. Despojada de mi miedo a la
oscuridad, me fui adentrando en la espesura mientras
me quitaba la ropa. Sentía un ardiente deseo de conectar
con la tierra, un instinto casi sexual.

Me tumbé en un tronco inclinado que había encontrado


en medio del camino. Mis nalgas rozando la madera
áspera, mi pelo suelto cubriéndolo como una manta,
protegiéndolo del frío de la noche. Debo parecer un cuadro,
pensé imaginando mi cuerpo desnudo extendido sobre
el árbol con las luces de Rembrant.

Acaricié con la mano las estrellas y las siluetas de las


copas de los árboles meciéndose con el viento cuando
Lucas se acercó a mi. No distinguía su cara, pero sí su
silueta, que veía a contraluz con la luna. Me dio la
sensación de que llevaba un sombrero de pico.

—Eres Peter Pan, por eso organizas este tipo de


experiencias. Solo quieres seguir jugando —le dije con
la certeza de quien acaba de descubrir una gran verdad.

—Y tú eres una niña perdida —me respondió con su


voz suave y aterciopelada. —No recuerdas de donde
vienes, pero ahora perteneces a Nunca Jamás.

Salió corriendo mientras aullaba como un lobo. Tras él,


toda una manada de animales salvajes y desnudos,
gritaron y atravesaron la maleza del bosque con agilidad.
Sus palabras se quedaron retumbando en mi cabeza.

290
Sentí claridad, en todos los sentidos y una sensación de
paz recorrió mi alma.

Para volver seguí el sonido del río, pero un dolor


punzante en la pierna me detuvo de golpe. Una raíz
llena de espinas me impedía el paso. Levanté la cabeza
y me encontré con una cara. Estaba marcada en el
tronco del árbol que permanecía desafiante ante mi. Vi
el rostro de mi bisabuela que me sonreía.

Me acerqué más para analizar hasta el más mínimo


detalle de esa corteza extraña y a la vez tan familiar.
¿Acaso ella está aquí, en este árbol de raíces profundas?
Aproximé mis dedos para oírla respirar y me quedé
atrapada en ese momento mágico.

—Ana, ¿estás bien? —La voz de mi amigo me sacó de


mi sueño. Sus besos en mi frente olían a árbol.

Me agaché para desenredar mis pies y pedí permiso a las


raíces para poder avanzar. No puedo quedarme anclada en el
pasado, pronuncié en voz alta mientras rompía a llorar.

Lucas me acompañó hasta la cueva advirtiéndome de la


presencia de un nuevo miembro en el grupo. —Él es
Will, un amigo. Ha venido más tarde porque tenía que
trabajar —me dijo presentándome al hombre que tenía
enfrente.

Busqué un sitio para sentarme lejos de Will, sus ojos


azules no me transmitían confianza. Me quedé en

291
silencio observando cómo se arrimaba a Antía.
Hablaban en voz bajita y reían juntos, pero no me
gustaba. Al poco tiempo noté el peso de su cuerpo
sobre mi pie. El contacto físico y su presencia me
generaban incomodidad.

Una amiga de Antía encendió el altavoz y la música


empezó a sonar. Una melodía envolvente con ritmos
étnicos, ancestrales, que me llevó a otros tiempos, a
otras vidas. Cerré los ojos para disfrutar de las coloridas
imágenes que empezaron a desplegarse ante mi y
comencé a moverme lentamente.

Cuando volví a abrirlos, la cara de Will estaba tan cerca


de mí que podía notar su aliento. Olía a tabaco y a
sudor. Mechones de pelo negro le caían sobre la cara,
dándole un aspecto aún más tenebroso.

No me dio tiempo a reaccionar, un escalofrío recorrió


mi cuerpo y sentí que el corazón se me iba a salir del
pecho. Me apartó el pelo lentamente y me susurró al
oído: —Mi mayor maldición es que las personas
desconfían de mí. Pero tu mayor maldición es tu
nombre, Lesana.

Por un momento todo a nuestro alrededor se detuvo.


Su voz me atravesó y me dejó paralizada. ¿Cómo es
posible? ¡Si ni siquiera me conoce! El miedo a ser descubierta
se hizo tan grande que inundó toda la cueva. No pude
mediar palabra, no entendía cómo ni por qué sabía mi
nombre.

292
Sentí su mirada intensa clavada en mí y supe que este
hombre era capaz de verme por dentro. Hasta ese
momento había basado mi vida en construir un muro
capaz de protegerme de cualquier amenaza, pero en tan
solo un instante se había derrumbado dejándome al
desnudo frente a un completo desconocido.

Durante el resto de la noche Will no volvió a dirigirme


la palabra. Parecía como si aquello hubiera sido lo único
que venía a decir. Yo seguí mirándolo de reojo durante
horas, sin entender la extraña sensación de que este era
un mensaje importante.

Por la mañana, sentada en el porche de mi casa, tomé


una decisión. Había llegado el momento de viajar a
Rusia en busca de respuestas. Agotada de vivir en dos
lugares al mismo tiempo, necesitaba recordar quién era
yo antes de la migración.

3.

Llegué a mi pueblo en invierno, un lugar remoto en


plena estepa, a tan solo unos kilómetros de la frontera
kazaja. Una ciudad de más de 40 mil habitantes que sigo
llamando pueblo, más por nostalgia que por ignorancia.

Caminé entre los bloques grises de cemento, propios de


la época comunista, guiándome por mi memoria. Los

293
restos de la muralla se hundían retorcidos en la tierra,
como un monumento conmemorativo de lo que algún
día fue: una ciudad cerrada. Un lugar que escondía una
de las bases militares más importantes del país y donde
el acceso y el libre desplazamiento estaban restringidos.

La nieve sucia cubría los caminos sin asfaltar que


conducían a la casa de mis tíos. No tardé en encontrar
el número 6 de la puerta de entrada. Mis ojos repasaron
los marcos de las ventanas azules, el corral de las gallinas
y la letrina en el exterior de la casa. Todo estaba igual
que lo recordaba. Fuera, el huerto estaba cubierto por
la nieve, dentro, las ollas hervían con el borsh.

Mi tía me preparó el sofá cama y me instaló en el salón


de la casa disculpándose por la falta de espacio. Los
uniformes militares no les habían cubierto de lujos y
seguían llevando un estilo de vida sencillo y humilde,
usando el transporte público para ir a trabajar y
duchándose en la banya del exterior una vez por semana.

—Les, tu tío entrena todos los días a las cinco de la


mañana antes de irse a trabajar y el único espacio
disponible para hacerlo es esta sala —me dijo
avergonzada.

—Tranquila, no me molestará. Ya sabes que duermo


como un tronco —le respondí con una sonrisa,
agradecida por su hospitalidad.

294
Dejé las maletas y salí de ahí rumbo al cementerio. Por
el camino me paré a comprar flores. No recordaba
cuáles eran sus favoritos así que me decanté por dos
claveles rojos. Los números pares para los muertos, me
repetían siempre de pequeña. Si tuviera que atribuirle
un color, ella sin duda sería el rojo. Por delante tenía lo
más difícil: encontrar su tumba en uno de los
cementerios más grandes de la región.

Atravesé las vías del tren que separaban la ciudad del


complejo militar y caminé un kilómetro por la estepa
porque no tenía dinero para el autobús. Cuando llegué
al cementerio, me di cuenta de que se había ampliado y
ahora tenía dos partes divididas por una carretera. No
sé cuánto tardé en encontrarla, entre tumbas de mármol
negro y monumentos de héroes de guerra, pero el color
azul de mis manos apuntaba a que había sido mucho
tiempo.

Valentina Pokazeeva, conseguí leer a lo lejos. Miré la


fotografía que aparecía en su lápida, ella me sonrió con
la mirada tranquila y mis ojos se inundaron de lágrimas.
Me senté en su tumba, en ese bulto de tierra roja y fría,
imaginándome que estoy a los pies de su cama y le
pregunté si quería contarme algo.

Era invierno y estaba nevando el día en que mi


bisabuela decidió quitarse la vida. Me había llamado el
día anterior para despedirse, pero yo decidí no cogerle
el teléfono porque estaba ocupada preparando uno de

295
mis tantos viajes. Años después estaba ahí, frente a su
tumba, respondiendo a la llamada.

Estoy aquí. ¿Qué tienes que decirme?

Cerré los ojos y me quedé en silencio, deseando oír algo


que pudiera darme alguna pista para seguir. Enterré mis
manos en la tierra en un intento de escuchar mejor y
esperé.

El estruendo de un avión de caza sobrevolando mi


cabeza me sacó de golpe de ese estado. Levanté la
mirada en dirección a las naves que conformaban la
base militar aérea. Un sentimiento de rabia me inundó
de repente. Este lugar está maldito.

Dejé los claveles rojos y dediqué unas palabras a mi


bisabuelo, cuya tumba yacía al lado. Antes de irme
pregunté: —¿Qué hago aquí? —en un último intento de
obtener alguna respuesta. La mirada de mi bisabuela
seguía sonriéndome.

Sabía que no iba a ponérmelo tan fácil. Su pasado en la


KGB, unido a su carácter audaz y carismático, la
convertían en una maestra para guardar secretos. Pero
debía saber que yo no había recorrido tantos kilómetros
para darme por vencida ahora.

296
4.

Uno es del lugar donde están sus muertos escribía Margaryta


Yakovenko en su novela Desencajada.

Yo necesitaba volver a la tierra que me vio crecer en un


intento de sentirme parte de algo. Para tener un punto
de partida. Hasta mis sueños saben el lugar exacto al que
pertenezco. Aunque eso no es lo que tuvo que pensar el
conductor del autobús en el que me monté y al que yo
trataba de explicar, sin mucho éxito, el lugar donde
quería llegar. —¿Tú no eres de aquí, no?

Otra vez esa maldita frase. Cuando migras, te conviertes


en la extranjera en el país de destino, haciendo siempre
el doble de esfuerzo para poder encajar. Lo que rara vez
te cuentan es que también serás la extranjera cuando
decidas volver a tu país de origen.

Porque ya no hablas de la misma manera que los demás,


con ese toque de ironía tan característico que define el
carácter de los rusos, porque sonríes demasiado y la
gente se lo toma como falta de seriedad o principios,
porque tu forma de vestir ahora es más informal y
contrasta demasiado con la elegancia generalizada,
cuidando hasta la más mínima arruga.

Cambiar de país es cambiar de códigos de conducta, es


olvidar los símbolos, las frases hechas y las formas de
saludar. Porque cuando migras, dejas de pertenecer a
ese lugar que te vio crecer, pero también llegas tarde al

297
nuevo destino, donde las costumbres se han mamado
desde la infancia y están completamente integradas en
el lenguaje de las relaciones.

Ni de aquí ni de allá.

Me bajo en la primera parada donde identifico algo


familiar: el mercado central. Detrás, está el hospital
militar y el edificio Kommunalka, que un día fue mi
hogar. Me siento como una turista descubriendo un
destino desconocido, pero al mismo tiempo
extrañamente familiar.

Cruzo la carretera hasta llegar a su casa. Frente a la


entrada, el rudimentario parque infantil con neumáticos
enterrados en la tierra. Me recuerdo saltar de una rueda
a otra, jugando con las niñas del bloque de enfrente.
Junto al portal, aquel banco de madera destrozado
donde mi bisabuela solía sentarse a comer pipas. Pasaba
muchas noches sentada ahí con su bata de flores,
hablando de la vida y compartiendo cigarros con todos
los vecinos del barrio.

Saco las llaves del bolsillo y pienso en los favores que


ha tenido que pedir mi padre para poder
conseguírmelas. El apartamento de mi bisabuela se
había vendido tras su muerte y ahora pertenecía a otras
personas, que lo utilizaban para alquilarlo por
temporadas a los militares que venían de fuera a
trabajar.

298
Cuando dije que quería visitar su antigua casa, mi padre
no hizo preguntas. Se limitó a hablar con unos y con
otros hasta dar con los actuales inquilinos para pedirles
un alquiler de una noche.

Marco el código para desbloquear la puerta del portal


que mi padre me había dejado anotado en un papel y
subo a la segunda planta. Es la primera vez que voy de
visita sin que la anfitriona esté presente para recibirme
y eso siempre me había parecido un gesto de mala
educación.

La casa huele diferente. Nada quedó de la hospitalidad


de mi bisabuela, que se intuía en la montaña de zapatos
acumulados en la entrada. Aquí siempre había invitados,
siempre había fiesta. O más bien ella sabía convertir
cualquier visita en una auténtica fiesta.

Recuerdo la música de Alla Pugacheva sonando en el


salón, todas las luces puestas y los banquetes de comida.
Parecía una auténtica boda. Ella estaba convencida de
que la mejor forma de contentar a alguien era a través
de la comida y nunca escatimaba en gastos a la hora de
llenar la mesa de los mejores manjares.

Siempre estaba rodeada de gente de toda clase y edad.


Tenía la capacidad de sentar en la misma mesa al
banquero, al vecino yonqui de arriba, al político de
turno y a la amiga kazaja, que tras unos chupitos se
arrancaba a bailar. Todos disfrutaban de su compañía,
era camaleónica. Mientras yo, disfrutaba de la

299
sobremesa con los adultos, de los juegos de cartas y de
sus atenciones incondicionales.

Baba Nina, que es como la llamaba cariñosamente,


cuidó de mí durante años. Me bañaba, me llevaba al
colegio, me compraba chocolatinas Alënka y me
acariciaba el pelo hasta que caía rendida. Compartió mi
crianza con el resto de mis abuelos, mientras mi madre
trabajaba fuera, y siempre trataba de compensar su
ausencia con dosis extra de cariño.

Atravieso el pasillo y el salón, antes llenos de alfombras


y papel de paredes decorado con flores. Todo lo
colorido del pasado ahora luce gris y apagado. Pero lo
que más consigue llamar mi atención es la dimensión
del apartamento y de todo lo que hay en él. No
recordaba lo minúsculas que podían llegar a ser las
viviendas en Rusia. La cocina o el baño no parecen
tener el tamaño de una persona adulta.

¿Cómo prepararía todos esos festines en una cocina tan diminuta?


pienso mientras detengo mi mirada en la olla de color
rojo granate. Recuerdo como una vez mi bisabuela me
contó que vino a visitarla el mismísimo presidente de
Rusia, Boris Yeltsin.

Se pasó días preparando la casa, como si el espacio fuera


a hacerse más grande, y horas en la cocina que parecía
de juguete, con un guiso que al final salió mal. Decía
que se enfadó tanto que estuvo a punto de tirar la olla

300
granate a mi bisabuelo, al que solía culpar de todos los
males del mundo.

Me dirijo a su habitación. El suelo cruje y la desgastada


colcha adornada con patrones florales, cubre su cama.
En la pared, la alfombra roja de estampados me conecta
con la tradición, usándose en la mayoría de los hogares
para aislarse del frío y convirtiéndose en todo un
símbolo de la etapa comunista.

Me siento en la cama y observo las cortinas blancas de


crochet, las vistas desde la ventana, el calefactor de la
pared al que solía pegarse el gato. Ese gato estaba entre
la nieve cuando lo rescaté y lo llevé a casa de Baba Nina
suplicando que se lo quedara. Ella no quería, pero
accedió a esta petición sin apenas resistencia cuando me
vio llorar.

Trato de evitarlo, pero mi mirada me conduce al


armario. Mi mente de detective busca reconstruir los
hechos para entender cómo pudo pasar. La imagino con
ese pañuelo dorado en la mano, ajustándolo a su cuello.
Después, su cuerpo delgado y frágil estirado en el suelo.
La encontraron tumbada boca abajo. Desde entonces
mi abuela no puede mencionar su nombre.

Cierro los ojos. Dime algo, por favor.

Me tumbo en su cama oliendo la colcha. Esta casa ya


no le pertenece, ¿pero ella seguirá aquí? Quizás si me
duermo en su habitación, puedo llegar a soñar lo que le

301
ha pasado. Quizás esta sea nuestra forma de
comunicarnos ahora.

No sé cuánto tiempo paso tumbada ahí, pero cuando


decido volver a abrir los ojos, la casa yace en penumbra.
De repente mi miedo a la oscuridad y a los fantasmas
invade mi mente y me hace levantarme de golpe.

Pero ¿qué estoy haciendo?

Cuando salgo, fuera ya no hay luz. Aquí anochece


pronto y el alumbrado público brilla por su ausencia.

Comienzo a caminar de vuelta a casa de mis tíos, ya es


tarde y pienso que estarán preocupados. De pronto veo
a una mujer que se parece a mi bisabuela, justo delante
de mi. Sorprendida y agitada por la situación, comienzo
a perseguirla. Lleva una bata azul de flores y una bolsa
de la tela colgada en el hombro. Está muy delgada.
Empieza a acelerar sus pasos y yo salgo a la carretera
corriendo para adelantarla. Cuando por fin la alcanzo y
me detengo frente a ella, me devuelve una mirada de
desconfianza. Su aspecto es igual al de mi bisabuela,
pero sus ojos son oscuros. No son sus ojos.

Cuando consigo recuperar el aliento, la mujer ya ha


girado a la derecha en la primera calle que tenía a mano
y continúa caminando a paso rápido. La observo
alejarse y me doy cuenta que va vestida de blanco.

302
Me despierto aturdida. Ha sido un sueño y todavía sigo
aquí, en su casa. Me levanto de la cama y antes de irme,
saco la cámara casi por intuición para autorretratarme
en el espejo que hay junto a la entrada. Analizo con
detenimiento mi reflejo, tratando de reconocerme en él.
Mirada azul cielo, de cuando el cielo está nublado, me solía
decir para describir el color de mis ojos.

303
María del Consuelo Ávila Vaugier
El tarot de las diosas que me habitan

304
“¿Y tú qué quieres?”
Le preguntó [El Señor Vishnú] a la muchacha.
“Quiero tener el estatus de un ser humano”.
“Ah, eso es mucho más difícil”, dijo el dios,
Y nombró una comisión para resolver el caso.
Suniti Namjoshi

As de Copas + Caballero de espadas

Bendición y regalo divino, un nuevo inicio mediado por lo


emocional. Inteligencia, claridad en las convicciones, agilidad y
velocidad, lanzarse a la batalla sabiendo que se va a ganar. Algo
bueno está por venir, llamado espiritual, llenarse de lo divino,
entusiasmo, encontrar el camino y actuar. Ver el problema e
implementar la solución, defensa.

Las Diosas lucharán a nuestro lado

Gaia llora por sus nietas,


Pachamama llora por sus hijas.

Artemisa cazará a los feminicidas y violadores,


Deméter buscará a las desaparecidas,
Y será invierno en la Tierra,
Y nada volverá a crecer,
Porque Amaterasu se ocultó en una cueva

305
Y no volverá a salir la diosa solar
Hasta que el patriarcado caiga.

Oya hará temblar la tierra


Y derrumbará templos y palacios.
Pele enterrará bajo lava ardiente las estatuas de los
colonizadores.
Y Brigit lo quemará todo cada vez que una joven no
vuelva a casa.

Inanna descenderá al inframundo carcelario


Y liberará a las mujeres presas por abortar
Y por movilizarse contra el Estado.
Perséfone bajará al Hades doméstico
Y sacará de ahí a las sobrevivientes de la violencia.

En las calles se escuchará el rugido de Sekhmet.


Y se verá a Afrodita pintar su símbolo en las paredes.

Kali traerá la justicia a todas,


Lilith les mostrará el camino hacia la libertad y la
autonomía,
Hécate despertará el poder y la magia en cada una de
ellas,
Y Coatlicue les enseñará que su dolor y su rabia
Son el motor y la fortaleza
Que las mantendrá en pie para la lucha.

306
El Ermitaño

Aprender de una misma y de las maestras espirituales -internas


y externas-, autoconocimiento, introspección y autoanálisis.
Silencio, espiritualidad, encapsularse en una misma, escuchar lo
que sucede adentro y afuera, disfrutar la soledad. Ser nuestra
propia amiga.
Esta semana en mi altar están Artemisa, la carta de
La Luna del Tarot de la Bruja Verde y la de El Junco del
Oráculo Celta de los Árboles. Y juntos me cuentan la
siguiente historia:
Soy una bruja que se ha internado en el bosque en
busca de Artemisa, la diosa cazadora protectora de las
niñas y las jovencitas. He llegado a un estanque del que
brotan juncos. La diosa, brillando como luna llena en el
cielo nocturno, me recuerda que en mi sombra puedo
encontrar tesoros reprimidos y olvidados, que brotarán
como los juncos desde las aguas de mi inconsciente y
que me convertirán en una persona más íntegra y
completa en mí misma.

El Juicio Final. Cuando las mujeres se levantan de


sus tumbas
Resurgimiento, renacimiento, escuchar el llamado hacia una nueva
vida más elevada, transformación, transición a un mundo nuevo,
descubrimientos internos, consciencia mayor, las anclas y las
cadenas quedan atrás. Salir del escondite, maduración, iniciativa
sobre nuestras vidas. Crecimiento interno, liberación, despertar,
independencia y autonomía. Ver las señales a nuestro alrededor,

307
ajustar cuentas. Salir de la oscuridad hacia la luz, hacer
consciencia de las oportunidades.
Crecí en una familia violenta, física y
psicológicamente. A lo largo de mi vida adulta he
lidiado lo mejor que he podido con la ansiedad y la
depresión que resultaron de esos años de terror. Cada
uno de los adultos de mi familia tuvo su forma
particular de crueldad hacia mí, pero en esta ocasión me
enfocaré en la del hijo de mis padres, el que nació
después de mi hermana y antes que yo. Nunca sabré sí
mi sola existencia fue una amenaza para su status de
chiquito de la familia, o sí en su mente torcida yo soy la
culpable de su fracaso como ser humano, pero este
hombre 15 años mayor que yo desató toda su furia
sobre mí, me aterrorizó, me humilló, me anuló y
destruyó la confianza y seguridad que yo pudiera haber
tenido en mí misma. Los ojos de asesino que me clavaba
durante las comidas eran insoportables ¿por qué carajos
mis padres se lo permitían? Tal vez porque ellos mismos
eran como él. Un día su abuso verbal y mental escaló a
violencia física, me dejó inmovilizada entre él y su
coche, me soltó las muñecas cuando se cansó de mis
gritos, fue la primera vez en toda mi vida que lo enfrenté
y lo saqué de ella, yo tenía 36 años en ese momento.
La violencia machista ha acompañado a la
humanidad en diferentes épocas y se ha manifestado de
diversas maneras, tanto así que podemos encontrarla
incluso en los mitos de casi todas las culturas. Un
ejemplo de este tipo de violencia lo podemos encontrar
en la leyenda de Amaterasu y Susano-o que nos ofrecen

308
F. Hadland Davis en su libro Mitos y Leyendas de Japón y
Silvia Selowsky en El oráculo de las diosas. Amaterasu y
Susano-o eran hermanos, hijos de los kami Izanami e
Izanagi (kami es la palabra con la que se nombra a los
dioses y a los espíritus sagrados en el shintoismo).
Debido a sus malas acciones, Susano-o fue desterrado
al reino del Yomi, el inframundo del shinto, pero antes
de irse, pidió ir a visitar a su hermana mayor: la diosa
del sol. En esta visita Susano-o la agredió de diferentes
formas: destruyó sus cultivos de arroz, profanó su
hogar con el cadáver de un caballo desollado, hirió a la
kami con un huso de hilar y asesinó a una de sus damas
de compañía. Ante la violencia de su hermano,
Amaterasu huyó del cielo y se escondió en una cueva.
El mundo cayó en las tinieblas, con todas las
consecuencias que la ausencia de sol trae consigo:
oscuridad, frío, la muerte de los cultivos y de todas las
plantas. Los demás kami se reunieron para idear un plan
que trajera de regreso a la diosa solar. Crearon un
espejo, joyas e instrumentos musicales y se dirigieron a
la cueva.
Selowsky relaciona este mito con el rapto de
Perséfone: la hija de Zeus y Deméter fue raptada por su
tío Hades, el dios del inframundo. Mientras Deméter,
diosa de las cosechas, vagó por el mundo buscando a su
hija, ninguna planta nació o creció. Según Jean Shinoda
Bolen, en Las diosas de cada mujer, todas las deidades del
Olimpo se presentaron una por una ante Deméter para
suplicarle que devolviera la fertilidad a la tierra. La

309
negativa de la diosa forzó a Zeus a enviar a Hermes al
reino de Hades para rescatar a Perséfone.
Mientras leía el mito de Amaterasu, recordé mi
experiencia personal de violencia psicológica y abuso
verbal a manos de mi hermano mayor, la cual escaló a
agresión física en diciembre del 2020 ¿No es una especie
de cueva el cuarto helado y oscuro que rento? ¿No eran
cuevas los cuartos que renté durante tantos años, con
sus cucarachas, sus chinches, su humedad, su falta de
luz y ventilación, todo con tal de no volver a la casa
paterna y sus agresiones? Con Perséfone recordé
cuando viví con la que alguna vez fue mi mejor amiga:
la violencia psicológica y económica de su esposo, quien
le prohibió trabajar, tenía a esa mujer y a sus hijos
pobres y encerrados en la casa, cuando salíamos lo
hacíamos a escondidas. No pude evitar pensar en las
mujeres que durante la pandemia estuvieron encerradas
en sus casas con sus agresores y en cómo el presidente
minimizó el aumento de las llamadas de auxilio,
diciendo que la mayoría eran falsas. Y por supuesto, fue
imposible no relacionar a Deméter con las madres que
buscan a sus hijas desaparecidas (en Puebla, el estado
donde vivo, la mayoría de las personas desaparecidas
son mujeres jóvenes) y con las madres de víctimas de
feminicidio que exigen justicia.
Por lo general, cuando la gente piensa en desastres
naturales y feminismo, es para culpar al movimiento.
Las personas están seguras de que el movimiento
feminista, con su lucha por la despenalización del
aborto, la autonomía sexual de las mujeres y su alianza

310
con las disidencias sexo genéricas, ha desatado la ira del
dios abrahámico que castiga a la humanidad. Estas
mismas personas naturalizan y justifican la opresión y
dominación en contra de las mujeres, porque para ellas
el sufrimiento es la llave que abre la puerta del paraíso.
Nunca se les ocurriría lo contrario, que en realidad el
machismo y el patriarcado son las causas de las
desgracias que azotan a nuestro país y al mundo y que
los feminismos buscan erradicar estos dos males y sus
consecuencias.
Regresando al mito de Amaterasu, cuando los kami
llegaron a la entrada de la cueva, colocaron el espejo en
frente, adornaron un árbol con joyas y Uzume, la kami
chamana de la alegría, dirigió a las otras deidades para
que cantaran y tocaran música con los instrumentos que
habían creado. La fiesta afuera de la cueva atrajo la
curiosidad de Amaterasu, la cual se asomó y lo primero
que vio fue su reflejo en el espejo sagrado y se sintió
deslumbrada por su propia belleza luminosa, radiante y
cálida. Fue así como Amaterasu regresó al cielo, con lo
cual la luz y el calor del sol trajeron de vuelta la vida a la
tierra y Susano-o fue castigado y enviado al inframundo.
Uzume, con su baile, hizo que los dioses gritaran y
rieran; era una danza para sanar a la tierra, pero también
era un ritual de invocación a la kami solar. Si Jean
Shinoda Bolen está en lo cierto y de verdad hay
deidades femeninas dentro de cada mujer, entonces se
necesitan varias diosas-chamanas como Uzume para
sacar a las víctimas de la violencia machista fuera de la
cueva.

311
Encuentro una relación entre Amaterasu, Deméter
y Perséfone: el dolor producido por los actos de
Susano-o y Hades respectivamente, dio como resultado
que las dos primeras diosas dejaran de dar vida al
mundo y que la primera y la tercera vivieran en la
oscuridad. Las mujeres víctimas de violencia, son
obligadas por sus agresores a abandonar sus sueños, su
profesión, sus estudios y su trabajo; pierden su
creatividad, caen en la pobreza y la dependencia
económica. En la casa de mi amiga no crecía nada,
excepto las deudas; al prohibirle trabajar, su marido la
despojó de su creatividad y sus habilidades
profesionales. Por otro lado, las madres buscadoras, al
igual que Deméter, abandonan a su familia y su trabajo
para dedicar todo su tiempo a buscar a su ser querido y
en sus hogares nada vuelve a crecer. Al igual que
Amaterasu y Perséfone, las víctimas de violencia
machista viven en aislamiento y oscuridad social y
emocional. El frío, la tristeza y las tinieblas convierten
las vidas de estas mujeres en ambientes estériles y
fúnebres.
Las marchas feministas son lo más cercano que
tenemos a una fiesta ritual de invocación y la batucada
es lo más cercano que tenemos a la kami Uzume. Las
feministas no tienen joyas, pero tienen brillantina,
pintura en spray y stickers y en vez de colocarlos en los
árboles, los dejan en las paredes. Al igual que los kami
de la leyenda de Amaterasu, la batucada crea sus propios
instrumentos con garrafones de agua vacíos. Pero a
diferencia de Uzume y las deidades shinto, la marcha

312
feminista no se queda estacionada afuera de una cueva,
sino que se desplaza por las calles, porque son muchas
las cuevas y muchas las diosas que se esconden y que
necesitan asomarse por la puerta o la ventana y ver su
reflejo radiante y luminoso en las mujeres que se
manifiestan exigiendo justicia para las víctimas y castigo
para todos los Susanos-o.
Retomando el mito de Deméter y Perséfone, por
lo general al frente de las marchas se encuentra el
contingente de madres de mujeres desaparecidas o
asesinadas. Mientras las mujeres no salgan de las cuevas
del machismo y de los inframundos del patriarcado, la
vida no regresará a este país. En el caso de Amaterasu,
fueron las demás deidades las que se organizaron para
encontrar la forma de solucionar el problema, por lo
tanto, nos toca a todos los demás juntarnos,
organizarnos y llevar a cabo acciones, que como en el
mito de Deméter, presionen a nuestros Zeus
burocráticos para que nos regresen a nuestras
Perséfones.

Reina de Copas + La Templanza


Mujer emocional y espiritualidad, sanadora, vidente, protectora,
sabia, amorosa. Que mezcla y combina esencias y une
perfectamente los opuestos. Es alquimista, equilibra y fluye a
través del placer, la creatividad y la dedicación. Integra el interior
y el exterior para la realización y el sentido de vida.

313
La bruja bailarina
Ella era una bruja bailarina, que enseñaba a las
niñas la danza de la naturaleza, con la que se apaciguan
las fuerzas del universo. Esta bruja vivía en un árbol de
la vida y su familia eran constelaciones de estrellas. Sus
amigos eran los Arcanos Mayores del Tarot y ellos le
contaban secretos con los que creaba hechizos cuando
escribía.
La conocí en nuestro coven de brujas de la palabra,
yo era una bruja principiante. Ella era una mujer fresca,
alegre y cálida. Me impresionó su manera de escribir,
sus historias de la infancia, con sus juegos, sus comidas
y la casa de su abuela. De sus viajes y parientes y como
era capaz de conectarlo todo con la magia, la danza y la
astrología. Me hacía sentir más cerca de lo divino y del
cosmos. La tomé como modelo a seguir para crear mi
propia brujería literaria.
La estrella
Luz que guía y orienta en el interior, esperanza, construcción del
proyecto de vida, anuncio de algo bueno por venir, evolución, una
nueva visión del mundo más integral; cuestionar y eliminar viejas
creencias, nuevas comprensiones más globales. Cambio,
reformulación, apertura, sensibilidad para integrarse con los
demás. Nueva etapa, estar conectada con la fuente de vida, flujo
constante.

314
Yo soy ellas, ellas soy yo
Según el budismo, el “yo” no existe, porque no
existe un “yo” único, monolítico, estable e inmutable.
El “yo” es dinámico y en permanente proceso de
construcción, hay muchos “yo”. Consuelo es un
ejemplo de esta afirmación, hay muchas Consuelos:
están las Consuelos del pasado y las del presente, las
buenas y las malas.
Está la Consuelo doméstica, la cuidadora involuntaria
de sus dos padres, la que intentó inútilmente limpiar esa
casa inhabitable, la que cocinó aunque odia la cocina.
Esa Consuelo es Lilith, rebelándose contra el designio
divino de que las mujeres, sobre todo las solteras y las
hijas menores, tienen la obligación de cuidar a los
padres en su vejez. Está la Consuelo ansiosa y
depresiva, atrapada en su mente, ahí Consuelo es
Perséfone en el inframundo. Está la Consuelo que
escapó de la violencia: Consuelo fue Sekhmet cuando
se defendió del hijo de sus padres y fue Amaterasu
cuando se escondió en su cuarto, en su mente y cuando
huyó de la casa paterna y se ocultó en sus cuartos
rentados, oscuros y fríos como cuevas.
Está la Consuelo budista y pagana, la que tiene sus
velas y su incienso, la que recita mantras, la que purifica
el ambiente con palo santo y sándalo, esa es Hestia. La
que investiga sobre brujería y mitología arquetípica, la
que estudió psicología, la que se siente mejor en la
noche, esa es Hécate. Cuando Consuelo se topa con
algún acosador sexual callejero es Kali con la cabeza del
tipo en su mano y su cuerpo bajo uno de sus pies,
315
también es Pele, con lava corriendo por sus venas y su
ira no tiene fin. La que se esconde bajo tierra y luego
aparece con un collar hecho de manos y corazones de
enemigos es Coatlicue. La que quiere iniciar una guerra
es Morrigan y la que desea fulminarlos a todos con un
rayo es Oya.
La Consuelo feminista que eligió ser soltera y libre
es Artemisa. La que marchó en las protestas feministas
y colaboró en colectivas era Freya luchando con sus
hermanas las valkirias. La Consuelo que escribe y busca
la sanación entre los árboles es Brigit. La que descansa
y encuentra la paz flotando en el agua es Oshun y la que
ama las playas y el sonido del mar es Yemaja. La
Consuelo que adora y venera a los gatos es Bastet.
Cuando Consuelo está en sus cinco minutos de
compasión, generosidad y amor, es Tara Verde; cuando
se detiene a pensar antes de actuar o de hablar, cuando
analiza las posibilidades, cuando actúa desde su sentir-
pensar es Prajña Paramita.
Consuelo lee, escribe y escucha música. Se
enfurece, se indigna, planea una venganza que nunca se
realiza. Se angustia y se deprime, rara vez tiene paz. Se
rebela, analiza rutas de escape. A Consuelo la
infantilizan y la subestiman porque parece joven, pero
no lo es. Consuelo es una bodhisatva y un demonio,
ama a la humanidad, pero detesta a la gente, es
incongruente; le encanta estudiar, pero odia las tareas,
los trabajos escolares y las tesis. Consuelo es extraña,
pero le gusta serlo.

316
Victoria y Libertad
Dos de copas + Reina de Bastos
Relación complementaria y armoniosa entre dos partes opuestas y
el fuego de la intuición y el espíritu, feminidad mágica,
independiente, mística y entusiasta.
Victoria, el único nombre de mujer que me gusta, es una
pelirroja de 1.80m, atlética, con ojos verdes de tigre y
una gran melena de león. Es tan sincera y segura de sí
misma que asusta. A veces es cantante y guitarrista en
una banda de hard rock, otras es una diosa primigenia,
una titánide, una fuerza de la naturaleza. Victoria es el
fuego y la lava, tiene enormes alas de cuervo, flamas
rojas tatuadas en los antebrazos y arracadas en las ojeras
y en la fosa nasal derecha. Victoria es la ira y la venganza
y deja clavado en el piso a todo aquel que la agrede a
ella o a quien ella ama. Pero Victoria también es un
jardín de rosas y cerezos, Victoria practica yoga entre
las lavandas y los romeros, dibuja a un pajarito que se
posó sobre el marco de su ventana, pinta con óleo una
granada que crece en el árbol de su jardín, medita debajo
del manzano.
Victoria es una bruja que lanza bendiciones y
maldiciones, sana con plantas, hechizos, amuletos y
danza. Es un oráculo que mira al mismo tiempo el
pasado, el presente y el futuro.
Victoria es el amor, la pasión, el erotismo y la lujuria.
Victoria es bisexual. Es la calidez, la empatía y la
generosidad sin límites. Es la fuerza de voluntad y la

317
valentía. Pero Victoria es también el dolor, el llanto
angustiante, la soledad y la destrucción.
Victoria es mi sombra, es todo lo que yo quisiera ser y
todo lo que me horroriza de mí misma. Yo soy
Consuelo, la que siempre se ha peleado con los zapatos
y la ropa interior y exterior. A la que no le funciona
ningún desodorante de mujer o de hombre. La que usa
una blusa bordada de flores un día y al siguiente una
camisa a cuadros de hombre. Consuelo le tiene miedo
al miedo, se queja hasta de quejarse y se cansa hasta del
cansancio.
Victoria y yo volamos en avión a Japón, ella está
fascinada, no deja de mirar por la ventana. Yo me estoy
cagando de terror, siento como los ataques de pánico
van y vienen y como la claustrofobia sube y baja.
Victoria y yo estamos en un karaoke, ella canta con voz
privilegiada, yo solo berreo notas desafinadas. Victoria
se fue de fiesta todo el fin de semana, yo me quedé en
casa trabajando, me fui a dormir temprano. El lunes
Victoria tiene una cruda marca satanás, todo le duele,
todo le da vueltas. Yo sigo trabajando. Nueve meses
después Victoria da a luz a una niña negra, que heredó
sus ojos verdes y su melena, solo que la de ella es negra.
Victoria la llama Libertad y también es una diosa.
Libertad es la tormenta, el tornado, el huracán, el rayo
y el trueno. Libertad también es la brisa suave y la lluvia
que arrulla por las noches. Libertad tiene enormes alas
azules de mariposa, le encanta el color rosa. En
primavera es una niña, en verano una mujer joven y en
otoño una anciana. Libertad muere en el invierno y

318
lidera a la cacería salvaje espectral durante las noches de
Navidad y Año Nuevo. Libertad revive en la noche de
Imbolc para celebrar el cumpleaños de su madre.
Libertad es lesbiana, su novia es una diosa hindú que
toca el bajo en la misma banda de jazz en la que Libertad
toca la batería, se conocieron en el doctorado en
Antropología Social. Libertad esculpe la piedra y le da
forma al barro. Libertad es silencio y calma, Libertad es
ruido ensordecedor y gritos de desesperación. Libertad
es la razón y el sin sentido, la visión clara y la confusa
también. El intelecto y la emoción bruta. Veo a Victoria
y Libertad andar en bicicleta cuando es primavera y en
moto cuando es verano. Ambas practican box y artes
marciales en el jardín y después recolectan gardenias
para sus destilados mágicos. Vuelan muy alto, se mecen
en las nubes. Son madre e hija, son hermanas, son
mejores amigas, se fastidian una a la otra, se hartan, se
toman vacaciones una de la otra en invierno, se abrazan
en febrero cómo si no si no pudieran vivir una sin la
otra. Libertad y yo salimos a correr, ella le da tres vueltas
a la pista, yo me quedo sin aliento después de 10 metros.
Libertad y yo vamos a hacer aerobics, ella le quita el
puesto a la instructora, yo voy dos pasos atrás de todas.
Libertad termina su tesis de doctorado en seis meses, yo
en dos años, con la cadera, la espalda y la cordura
destrozadas.
Es noviembre, fin de semana de muertos, me la paso
fenomenal entre ofrendas, pan de muerto, calaveritas de
chocolate y amaranto y cementerios. Victoria se queda
en casa cuidando a su anciana hija, que no puede con la

319
ciática y la artritis. Ya le anda porque sea diciembre y
ésta latosa se muera como cada año lo hace. A mí
también ya me anda porque una se vaya a cazar almas
desprevenidas y la otra se hunda en el suelo, hasta llegar
al centro de magma de la Tierra, para renovar fuerzas y
que pueda seguir con el sexo, el alcohol y el rock and
roll.

320
Mónica Sánchez Florencia
Embarazo impostor

321
Mi cuerpo protestaba. Mi último cumpleaños lo pasé en
cama al haber tomado cerveza y enfermarme del
estómago. Ya no solo era la diarrea, era acompañada
por vómito y debilidad, los dolores iban desde las
extremidades y se focalizaban en el abdomen. Las
pastillas para el dolor y la inflamación ya no
funcionaban. Mis papás habían hecho todo lo posible
para que yo mejorara, pero me recuperaba unos días
para dar paso al malestar nuevamente.

Decidí restringir mi alimentación cada vez más al igual


que la cantidad. Mi estómago aprobaba poca cantidad
de alimento: pollo asado, unas cuantas verduras
cocidas… eso estaba bien, pero si comía algo con grasa,
algún postre o me pasaba de la porción, venía el vómito
y la inflamación. Algo estaba mal, lo sentía. Mis papás
también lo notaron y de un día para el otro, la
inflamación ya no cedió.

En un inicio podía esconder la hinchazón bajo la ropa,


pero con el tiempo se empezó a notar. Las felicitaciones
por mi embarazo impostor llegaban de todas partes: en
el metro me cedían el asiento, los señores me ayudaban
a cargar mi bolsa para que no me cansara y varias
desconocidas tocaron mi panza buscando algún
movimiento. La pena me inundaba al sentir a las
personas invadiendo mi espacio, sentía el rubor en mi
cara para dar un paso hacia atrás.

322
En un inicio, intentaba dar una explicación, siendo clara
de que no estaba embarazada, pero las palabras creaban
gestos de desconcierto y entrecejos arrugados. Decidí
aceptar las felicitaciones y el trato amable de los demás.
No estaba en mis planes tener hijos, pero empecé a
tomarle cariño a mi embarazo impostor.

En los días de mayor inflamación, una paciente me


felicitó con un gran grito cuando llegué al consultorio:

—¡Estás embarazada! —me felicitaba mientras abría


sus brazos.
Con gusto acepté su abrazo, pero las palabras de la
razón se escucharon en el aire.
—No estoy embarazada, solo estoy inflamada.
—Ay, perdón, que vergüenza —me contestó,
alejándose de mí.
—No te preocupes, no has sido la única —respondí
con una mezcla extraña entre vergüenza y alegría.

Abrí la puerta del consultorio y entramos para que


tomara su sesión. El asunto ocurrido fue ignorado en la
duración de la hora de terapia. Nos despedimos
cordialmente sin agendar una nueva cita.

Esa misma noche, pensaba en la felicitación de mi


paciente mientras observaba mi estómago en el espejo.
Si no había un bebé en mi panza, algo más debía de estar
habitándola. Cuando me bañaba ya no podía ver los
dedos de mis pies, volteaba a buscarlos mientras me
enjabonaba en la regadera, pero ya no estaban a la vista,

323
a menos de que hiciera un gran esfuerzo para estirarme
y agacharme. Ahí estás dedo gordo, pensaba mientras lo
movía con emoción.

La inflamación ya no bajaba como había pasado en


meses anteriores y mi espalda baja comenzaba a doler.
Mi piel se sentía estirada en mi vientre abultado, a veces
la tocaba y dolía. Mi abdomen se sentía duro, como si
adentro hubiera plastilina, pero ya endurecida. Había
que encontrar una razón de lo que estaba pasando.

Estaba en el área de laboratorio del hospital, el doctor,


colega de mi papá, pidió que me hicieran un
ultrasonido. Por fin conoceré al bebé o a lo que sea que
hubiera ahí dentro. Me encontraba acostada en una
camita en un cuarto pequeño, con un aparato para hacer
ultrasonidos y un biombo de tres divisiones. Yo traía
puesta la bata azul del hospital, mis calcetines largos y
mis tenis morados. Escuchaba el ruido fuera del cuarto,
esperando que alguien abriera la puerta para comenzar
el estudio. Observaba el aparato con el que me harían
el estudio y también pensaba que tendría que ir al baño
pronto. Acababa de tomar litro y medio de agua para
que el estudio saliera bien y mi vejiga estuviera lo
suficientemente inflada para ver a través de ella. El
doctor no llegaba. Desde que tenía la inflamación, mis
idas al baño eran constantes y repentinas.

324
Por fin, después de unos minutos, llegó un joven de
unos 25 años, con el cabello lleno de gel y con una
pijama que le quedaba grande. Me saludó con frialdad,
sin decirme su nombre, como si aún estuviera siguiendo
un instructivo para tratar personas.

—Buenos días, señora Mónica, yo seré el encargado de


hacerle su estudio hoy.

Él observaba su carpeta de cartón con unas hojas


sujetadas por un clip y me hizo unas preguntas que se
volvieron interrogatorio sobre mi historia médica y mis
síntomas actuales. Yo contestaba cada pregunta sin
mucho detalle, no pensaba que fuera importante.
Cuando terminó, dejó con gran cuidado su carpeta en
una mesita lateral. Se sentó frente a la máquina, me puso
gel en la panza, me dijo velozmente que estaba frío y
comenzó su investigación. Empezó a checar la parte
baja del abdomen.

—¿Sabía de la existencia de miomas en su útero? —me


preguntó viendo al monitor.
—Sí, los estoy monitoreando con mi ginecólogo. Está
en este mismo hospital y lo veo cada 6 meses.

No me respondió, siguió observando la pantalla. Con


gran detenimiento comenzó a medir cada mioma y a
escribir la dimensión en la carpeta. Con un bolígrafo
azul, dibujaba o escribía números que revisaba
atentamente. Ponía sus dedos en la computadora para
luego, apuntar sus interpretaciones en la hoja rayada.

325
Mi abdomen inflamado que se encontraba más arriba
quedó ignorado. Siguió con sus cuentas y escritos.
Después de muchos minutos pasó a revisar la
inflamación. Puso la paleta en la zona de mayor
abultamiento, presionó y volteó a ver la pantalla unos
cuantos segundos. Mi mirada avanzaba de mi abdomen
con el transductor, a la computadora, terminando en la
cara del doctor. Sus gestos eran de concentración y de
seriedad, observando cada detalle con gran cuidado.
Pero en el momento en que pasó la paleta a mi
abdomen inflamado, sus ojos se agrandaron, acercando
su rostro a la pantalla para ver mejor. Alejó el
transductor de mí para descansarlo en la máquina, se
levantó rápidamente de su silla con ruedas, abrió la
puerta, salió al pasillo y se esfumó del cuarto.

No entendí qué pasó, aunque yo seguía preocupada por


tener que ir al baño. Las sensaciones de orinar se
volvían intensas. Mi mirada pasaba de la puerta del
pasillo a la puerta del baño, al no saber qué hacer en la
espera. Después de varios minutos llegó una doctora
con el cabello arreglado en una coleta, vestida con bata
blanca y pijama rosa. Se presentó con gran energía y
amabilidad. Me dio su nombre y me comentó que era la
residente encargada del turno matutino y que
seguiríamos el estudio en un nuevo cubículo.

Llegamos a un consultorio más grande, me acosté en la


camita que se encontraba en la esquina y la doctora me
comenzó a revisar. Volvió a ponerme gel y rápidamente

326
puso el aparato en la parte inflamada. También empezó
a palpar mi abdomen con la otra mano y a observar lo
que aparecía en el ultrasonido.

—Mónica, cuéntame un poco de ti, ¿a qué te dedicas?


—Soy psicoterapeuta, apenas estoy empezando. Voy a
comenzar a estudiar en unas semanas.
—¡Qué bien! ¿y quién te acompaña hoy al estudio?

Mientras platicábamos, la doctora seguía palpando mi


abdomen, viendo el monitor de la máquina y viéndome
a mí.

—Mi mamá está afuera en la sala de espera. Ella


también es médico.
—¿En serio?, me gustaría que nos acompañara aquí en
el consultorio, ¿te parecería bien que la llame?
—Sí, por mí no hay problema.
—Antes de llamarle, quisiera decirte lo que pasó con el
otro doctor. Cuando te estaba revisando y observó tu
abdomen, no encontró ningún órgano y no supo qué
hacer. Fue por mí para que yo te revisara. Espero que
no te hayas asustado.
—La verdad no supe qué pensar, solo vi que se fue.
—Ahora que te revisé, ya encontré tus órganos, solo
que están movidos a la parte derecha de tu abdomen —
mientras hablaba, se reía cautelosamente. —Si no
tuvieras órganos, pues no estarías aquí. El muchacho
que te atendió apenas está comenzando —me contagió
su risa, aunque con cautela al sentir que algo se movía y
apretaba mi piel.

327
—Tus órganos se encuentran comprimidos por algo,
pero con el ultrasonido solo veo una sombra gris. No
te puedo decir qué es con este aparato. Me gustaría
platicar contigo y con tu mami para que te hagan otro
estudio. Con eso ya sabremos qué hay en tu abdomen.
¿Tienes alguna pregunta?
—La verdad, ahorita no. Prefiero que llegue mi mamá
y ya platicamos todas juntas. Disculpa, ¿ya podré ir al
baño?
—Sí, claro, es la puerta de aquí enfrente. Mientras voy
por tu mami a la sala de espera.

Cerré mi bata y me abalancé al baño. Escuché cómo la


doctora salió al pasillo y cerró la puerta. Mientras estaba
sentada en la taza, comencé a pensar en la sombra gris,
¿qué podría ser? Intenté visualizar mis órganos
aplastados del lado derecho de mi cuerpo, sin espacio
alguno. Estaba entendiendo la razón de no poder
comer.

Salí del baño y esperé a que llegaran mi mamá y la


doctora. Me senté en la orilla de la cama junto a la
máquina del ultrasonido que aún tenía la imagen de mi
abdomen. Trataba de descifrar en dónde estaban mis
órganos aplastados y cuál era la sombra gris, aunque no
veía nada de lo que me había explicado.

Escuché a la doctora y a mi mamá platicando por el


pasillo mientras me acomodaba mejor en la cama.

328
—Hola, Moni, ya empecé a platicarle a tu mami. Le
decía a Mónica que con el ultrasonido no puedo saber
qué hay en su abdomen, pero me gustaría mandarle a
hacer una tomografía con contraste. Quería
preguntarles si les gustaría hacerla ahora y
aprovechamos el ayuno que hiciste hoy.

Mi mamá asintió con la cabeza y yo solo la miré. La


doctora me preguntó sobre un análisis de sangre que
necesitaba, que ya me habían tomado unos días antes.
Iría a revisarlos a la zona de resultados de la clínica y
regresaría por mí cuando estuviera todo listo para ir al
área de tomografía.

Mi mamá se sentó conmigo en la cama.

—¿Cómo estás, mi amor? —me dijo suavemente, era el


tono de voz que utilizaba en aquellos momentos en los
que necesitaba toda su dulzura.
Suspiré antes de hablar. —Estoy bien, creo. ¿Te contó
de mis órganos aplastados?
—Sí, dice que están alojados en esta parte —tocó mi
lado derecho, justo debajo de las costillas. Por eso no
puedes comer. Cuando lo intentas, los órganos no
pueden procesarlo y por eso vomitas.
—Entonces, ¿la inflamación es otra cosa?

Cuando mi mamá y la doctora caminaban por el pasillo,


fue la primera vez que escuché la palabra «tumor»
relacionado a lo que tenía, no solo la idea de la sombra
gris.

329
—¿Lo que tengo podría ser un tumor? —mi mamá
tomó mi mano mientras me veía directamente mis ojos.
—Sí, estábamos platicando que podría ser un tumor y
si lo fuera, hay una posibilidad de que sea cáncer, pero
no nos adelantemos, primero hay que ver qué sale en el
estudio.
—¿Y qué me van a tener que hacer? —.En ocasiones
perdía su mirada para ver nuestras manos juntas o veía
al piso, concentrándome en las figuras que se formaban
en el mosaico.
—Por ahora, lo que sabemos es que te van a tener que
operar. Ese tumor es muy grande y hay que sacarlo. Eso
solo se puede hacer con cirugía.

Me sentía ausente de la plática con mi mamá en


momentos, había alivio y tensión a la vez. Era ajena
pero la realidad me jalaba de vuelta. La doctora me
habló para que la siguiera a una nueva sala y mi mamá
se quedó atrás. Vi que tomó su celular, seguramente le
hablaría a mi papá.

Llegué a un cuarto grande, con una máquina gris


enorme que tenía una plancha en medio y un tubo por
el que pasaba la plancha. Entré y la temperatura bajó
muchísimo. La bata azul que tenía ya no era suficiente.

—Tengo frío les mencioné a los técnicos, a lo que me


respondieron que me taparían con una cobija. Subí a la
plancha y me cuestionaron sobre mis análisis de sangre
y la salud de mis riñones.

330
—Todo está en orden —les dijo la doctora a través de
un micrófono. Yo volteé y ella se encontraba en la sala
de al lado que estaba dividida por un vidrio
transparente.
—Este estudio lleva contraste. Este líquido es para que
la tomografía salga mejor y podamos ver tu interior con
mayor claridad —escuchaba desde el altavoz. Vi la
jeringa que contenía una sustancia amarilla.
—Cuando administremos el contraste puedes sentir
ganas de orinar o un sabor metálico en la boca. Es
normal. Tú solo recuéstate y relájate, el estudio tardará
solo unos minutos.

Me acomodé en la plancha antes de que me inyectaran


el líquido amarillo. Mi mente estaba en blanco. Mientras
sentía el sabor a metal en la boca, mi mente trataba de
acomodar la información que me habían dado ese día.
Tengo que acabar mis pendientes. Tengo una fiesta hoy. Voy a
tener que pausar todo. Tengo que decirles a mis amigos. Mis
pensamientos eran interrumpidos por las indicaciones
de la doctora de inhalar y exhalar lentamente.

Subí a la parte delantera del carro de mi papá en mis


pants grises que había escogido para salir del hospital.
Apenas me quedaban de la cintura para abajo, aún
estaba inflamada de los líquidos que me administraron
en los quince días que estuve. Mis piernas eran gruesas,
llenas de líquido y mi abdomen se encontraba sensible,
recién había sido operado dos veces. El tumor ya no se

331
encontraba en mi abdomen, en su lugar apareció una
cicatriz.

El doctor que hizo las cirugías decidió que ya era


momento de regresar a mi hogar. Aún no me
encontraba en buenas condiciones, pero era más
peligroso mantenerme ahí que estar en casa. El hospital
se sentía ajeno y movedizo, como un espacio conocido
que prefería olvidar. Mi estado de ánimo era inestable,
casi no había podido dormir. Las enfermeras me
revisaban varias veces al día y mi cuarto en el tercer piso
era una zona de pelea constante. Estaba de malas,
gritaba con facilidad y me ponía triste sin ninguna razón
aparente. Mi seguridad me la habían arrebatado en el
área de ingresos.

Aún con anemia, con una herida que atravesaba mi


abdomen, una contractura en la espalda y una
respiración irregular, era momento de partir del
hospital. Iría a casa de mi mamá para que ella me
cuidara. Había que atravesar la ciudad para llegar a ella
a través del Periférico. Mi papá, mi mamá y yo
iniciaríamos la travesía. Subí al carro azul lleno de
cojines del lado del copiloto. Mi papá manejaría y mi
mamá iría en la parte trasera para ayudarme.

El Periférico estaba lleno de baches. Eso no lo


pensamos. Mi papá trataba de esquivar los baches, pero
al saltar uno, caía en otro. Resentía cada rebote y el
abdomen se contraía para advertir mi herida. Solo podía
sentir dolor. Después del tercer bache mis lágrimas

332
brotaron. Mi llanto fue acompañado de quejidos y
palabras simples:

—Ya no, me duele.

Del hospital no salió la mujer que yo conocía en mí.


Salió una niña asustada, vulnerable, queriendo llorar y
que buscaba el consuelo de sus padres. El velo de la
enfermedad me había cubierto por completo y no tenía
idea de cómo sostenerlo.

Llegamos a la casa y bajé del carro. Fue el alivio más


grande que había sentido en mucho tiempo. Con
pequeños pasitos caminé del garaje a la puerta de
entrada y al pasillo alfombrado. Me paré frente a las
escaleras. Mi mamá me siguió con torpeza, esquivando
obstáculos imaginarios para no perderme de vista. Se
paró a mi lado también viendo las escaleras. Mi cuarto
se encontraba arriba, después de 16 escalones.

—¿Quieres intentarlo? —me dijo mi mamá mientras


me miraba. —Puedes descansar aquí abajo y luego
vemos cómo subirte.
—No, sí quiero. Necesito acostarme.
—Espérame, que tu papá te ayude.

Mi papá soltó las maletas. Mi mamá se adelantó y subió


antes para ir preparando el cuarto. Él me agarró de la
cintura y yo me agarré del barandal y subí el primer
escalón. No se sintió tan difícil y subí otro más. Sin
saberlo, comencé a agarrar velocidad para subir las

333
escaleras. Mi papá se había quedado atrás al no esperar
mi reacción. Mi cuerpo sí se podía mover. Tenía fuerza,
aunque me costaba mantenerla. Llegué al descanso y mi
papá me alcanzó. Me tomé de la pared para respirar y
escuché,

—¿Lista?

Ya me tenía agarrada de la cintura nuevamente. Subí el


pie y conté los pasos, sentí cómo se levantaban mis
piernas y la fuerza de mis manos en el barandal. Mi
respiración se aceleró, pero ya me encontraba en la
planta alta. Mi papá me ayudó en los últimos pasos para
el cuarto. Mi mamá ya estaba destendiendo la cama.
Pude sentir como descendí a las sábanas frescas y a las
almohadas mullidas. Ya estaba en casa. Inmediatamente
me quedé dormida.

334
Raquel Laniado
sin título

335

Cerraron el camión de la mudanza y fingí que había


olvidado algo: regresé por las escaleras por enésima vez
para guardar la imagen del espacio tan imperfecto y
vacío; la misma imagen sobre la cual se sostuvo tres
años antes esa certeza cruda, una sensación rotunda y
entonces nueva: «es aquí».

Las paredes de ese primer departamento que renté sola


eran cálidas y las besaba cada vez que llegaba. Estaban
en el segundo piso de un edificio de los setenta en la
colonia Juárez que quedaba a unos cuarenta minutos de
casa de mis padres hacia el centro de la ciudad.

Me mudé allí solo con la recámara de la infancia que mi


madre mandó a retapizar y barnizar con un estilo más
“adulto” justo antes de salirme de su casa con la
esperanza de que cambiara de opinión; el mueble de
bambú arqueado con estantes de vidrio que me ha
acompañado desde siempre (fue juguetero, aparador de
CDs en mi adolescencia y ahora es el librero); un sillón
de piel café prestado y un par de sillas plegadizas,
también prestadas.

En pocas semanas equipé el pequeño departamento


con grandes electrodomésticos: un refrigerador que
parecía estar hecho a la medida del espacio en la cocina,
justo abajo de la repisa del horno microondas; la
lavasecadora que logré comprar con muchos ahorros y
después de un minucioso estudio de mercado; y

336
muebles como el comedor, otros sillones y un escritorio
que conseguí de segundo uso; vajillas, libros y plantas,
muchas plantas.

Durante las tres semanas que tardé en empacar quise


regalar todo, categorizarlo, atesorarlo, aventarlo en una
caja. Esa pila de pertenencias con las que habitué y
habité mi espacio comenzó a estorbarme.

Me despedí del departamento desnudo dejando


lágrimas en el piso de parquet y otras más en la
banqueta: lloré con la casera, con la vecina aunque a
veces fingiera prisa para evitar sus interrogatorios, y con
mi amigo el de la basura aunque no supiera su nombre.

Ciruela y yo llegamos unas horas antes que los


mudanceros a la casa vacía en el Valle de Atongo, casi
al pie del cerro, en Tepoztlán. Después de treinta y
cinco años de ser animal de ciudad tuve la pulsión de
salir. Estuve tocando las paredes ardientes de la casa por
horas, abrí y cerré las cortinas, bordeé con la mirada la
silueta de la montaña y recorrí el jardín junto con
Ciruela, que examinaba con su nariz cada rincón.

Haberme mudado a un pueblo bajo la montaña fue el


primer sí que me concedí con todo el cuerpo porque las
razones que elaboré durante casi un año no me fueron
suficientes. No supe responder a la interpelación de un
lugar más que situándome en él.

337
Boca entreabierta

Sus faldas son más bien de ángulo recto. Hendiduras


pronunciadas quiebran el paisaje. Una suerte de pared
viva de estatura suficiente para detallar su contorno con
la nitidez de una vista cansada y advertir los bultos de
roca que lo delinean: cerros sobre el cerro. Los zopilotes
orbitan sus cimas vigilantes; vuelan y vuelven a la espera
de una muerte, a la espera de una oportunidad.

No seré capaz de dimensionar la vida que albergan esos


pliegues, todo lo que crece allí donde no se da (a) luz.
Encontrar en el valle un hilo, una herida en la no-palabra;
el surco donde todo cabe. Escribo sobre la escritura
para orbitar las palabras a la espera de un silencio.
Escindo.

En el mapa los tonos sombreados registran las


superficies más elevadas. Leo una te minúscula: la sierra
en vertical y Tepoztlán en el travesaño; un estrecho
pueblo acogido entre montañas que recalcan su cambio
de dirección para romper el curso de la cadena. Se
alinean como labios de una boca entreabierta que
guarda silencios y rezos.

Hay lugares que se sienten en el cuerpo como una


chispa lenta: al adentrarse en el pueblo entra al pecho el
instante congelado de un grito. El paisaje escarpado,
imagen de un estruendo fijo, después de un tiempo se
ablanda. El tiempo, en cambio, se condensa. La
oscuridad también, mas no el silencio: el silencio

338
resplandece y germina. No seré capaz de nombrar la
vida que acontece, la vida que nace entre cerros.

Sed o ser

Soy camino áspero de tierra entorpecida. Entumecida


siembro un pie y luego el otro. Uno y otro. Mirada en
diagonal al suelo. El peso cambia en cada paso, cada
paso espeso, y espero —anhelo— que algo de mí
germine; que algo en mí germine.

Mirada en línea recta hacia abajo. En el olor a suelo que


sale o pasa por mi vientre encuentro piedras y caracoles
secos. No sé si de mi pecho emanaría sangre, miel o
leche rancia: tuerzo la lengua, ahueco el vientre, sacudo
los hombros y nada. Duele dulce el miedo al olvido.

Un espiral que me suena a agua y a viento diluye el


silencio entre mis pasos toscos. «Si sigues caminando
llegarás al río. Sigue caminando y llegarás». ¿Por qué no
mejor sudo un río, orino un río, escupo un río? Sed o
ser el agua.

Crecen hierbas pálidas del suelo, crecen descaminadas y


se enredan. ¿Habré nacido con las piernas trenzadas?
Miro el cielo sin dejar de avanzar. Mi nariz abandona el
pecho, recoge el amargor de la tierra. El sol me traspasa
y los párpados escurren la mirada hacia dentro. Si

339
exprimiera mi cuerpo y mi lengua, si me vertiera toda
en este camino seco, ¿quién advertiría si algo brota?

Efecto residual

Hace apenas veinte días terminó el retiro y mi cabeza


aún se sostiene como diente de león, una capa de
antenas atraviesa mi piel y mis pies se afirman robustos
sobre la tierra. No es que ande descalza por todos lados:
el jardín, además de espinas, está lleno de hormigueros
y caca de gallina. Me refiero a que habito el presente
más que (en) ningún otro tiempo.

En mis últimas conversaciones con L. y con J. atribuí


este nuevo estado a las ciento diez horas de práctica
meditativa que viví durante diez días en el retiro de
meditación y silencio en pleno invierno, a la mitad del
bosque y libre de distracciones. Cuando le hablé de lo
bien que me sentía, L. me devolvió en su voice note una
frase que más tarde asocié con su vocación —
especialista en adicciones—: «es el efecto residual,
supongo». En su mente mi experiencia se ilustraba
como una sustancia paliativa de la que se había llenado
mi cuerpo y que luego, conforme a mi inevitable
exposición a las pantallas y la nimia interacción humana
que sostengo en este pueblo, se iría vaciando hasta
agotarse.

340
La vacuidad también explica lo que había
experimentado como una especie de depuración,
desalojo o liberación de rencores marchitos, deseos
agonizantes que aún palpitaban, duelos ya bien muertos,
secretos olvidados por la maña de su escondite y todo
lo que para desaparecer debe hacerse presente como los
actores que, una vez terminada la función, vuelven a
abrir el telón y piden ovaciones por última vez. Otra
más frente a la cortina cerrada. Una última. Y otra.
Nódulos que se fueron acochambrando allí donde ni la
escoba, ni la brujería ni la terapia alcanzan a limpiar.

Y aun después de esa descamada interna me siento llena


de la sensación de ser-sin-todo-eso; no desbordada sino
precisamente completa, justo en la medida en que soy
capaz de contener esa y cualquier otra sensación. Ni
más ni menos.

Al reverso de la calma, reparo en la caricatura que soy:


un personaje de trazos torpes que se apresura de un lado
a otro a voluntad de eso que vive en su pecho.
Arrastrado pero a la buena, como el pañuelo que se
sacude completo cuando se tira de una de sus puntas,
todo mi cuerpo obedece el capricho de un hilo: un
movimiento corto pero abrupto, por ejemplo, hacia la
recámara desocupada para ver cómo entra la última luz
a las seis y cuarto, de vuelta al estudio para doblar las
sábanas recién lavadas, salir al jardín para mirar hacia la
copa calva de la ceiba y contemplar los algodones que
cuelgan de sus ramas como nubes postizas frente a la
montaña. Salir para eso.

341
Mi corazón dicta «hazle rayones nuevos al boceto», me
dice «canta esa canción otra vez». Abrazo al perro del
vecino cuando se escapa de su casa, preparo una sopa
de chayote con semillas de girasol, pongo almendras a
tostar y guardo su olor, guardo también el agua sucia
para llevarla al pie del árbol de lima durante las secas, y
un poco más para la base de la enredadera. Esos
imperativos atiendo: «Sal a ver si ya oscurecieron las
moras». Me como unas cuantas con el permiso de la
celosa zarza y confundo su jugo con la sangre de mis
dedos, pongo la frente bajo el sol y voy calcando el
tejido enardecido de mis párpados. Movimientos
contundentes pero lentos y dispares que me desprenden
—sin apagar— y me disponen —sin quitar— en
aquello que anhelaba sin saber: una alegría simple.

342
Nianest Alers
Días con abuela

343
La noticia

A tres días de un viaje a Puerto Rico, llamé a mi madre


para finalizar los detalles de mi llegada. Le dije que iba
a llegar al aeropuerto de Aguadilla a las 8:30 de la noche
y que papi me iba a recoger en el aeropuerto. Mami
siempre quiere recibirme en el aeropuerto con algo de
comer, y con lágrimas de felicidad en sus ojos, pero esta
vez no. Me dijo que estaría en casa de mi abuela, que
me encontraría en un par de días luego de mi llegada.
Siempre pienso lo peor, es una de dos cosas: un método
de protección o uno de autodestrucción, creo. Si me
lastimo yo, los demás no pueden hacerlo. Le pregunté
qué había pasado.
—Pues mija, ya tu sabe’… Mami, que no quiere caminar
—me contestó.
—¿Cómo que no quiere caminar?
—Pues nena, que se puso a subir las escaleras a llamar
a Armando y de repente algo le pasó que ahora le duele
la pierna.
¿Pero se calló? Ella dice que no. ¿Donde le duele? En la
espalda baja. ¿Qué hace ahora? Acostada. ¿Fue al
doctor? Todavía. ¿Cómo es posible eso? Pues pa’ que
tú veas. ¿Te vas a dormir? Ahora no. ¿Qué haces?
Viendo Facebook.

Antes de mi llamada, mi madre llevaba una semana


quedándose en la casa de mi abuela. Le hacía desayuno,
se iba a trabajar, se quedaba todo el día preocupada
pensando si mi tío, Armando, le había dejado almuerzo,
salía del trabajo, compraba cena, regresaba a casa de mi

344
abuela a llevarle la comida, y se quedaba a dormir allí.
Al otro día repetía las mismas acciones. Cada tres días
se llevaba la ropa sucia de mi abuela para su propia casa,
la lavaba y la doblaba. Cuando mami me dijo: «Tu
abuela no quiere caminar», capté en su tono de voz que
estaba cansada, un poco enojada, me imagino que de
levantarse más temprano de lo normal, de irse a trabajar
preocupada, de lavar pantalones impregnados con olor
a orín, de no poder dormir bien porque Ágata, la perra
de mi tío, la despertaba a las 3:00 am ladrándole a un
gato. La paciencia de mi madre duró una semana.
—Bueno, te veo en tres o cuatro días entonces —le dije
a mami— bendición.
—Dios te bendiga y te acompañe —me respondió—
descansa.
Colgué la llamada y comencé a prepararme para cuidar
a mi abuela.

La llegada

Cuando llegué a casa de mi mamá, me dijo que hiciera


un bultito con una muda de ropa, que teníamos que ir a
dormir a casa de mi abuela. Preparé mi bulto y una
lonchera de unicornios blancos en donde eché una
botella de agua, galletas Bimbo de vainilla, una taza
vacía para beber café, y una bolsa de dulces Kinder
Bueno que mami me había dado como regalo de
bienvenida a la isla.

345
No recordaba el mal estado de las carreteras, llena de
boquetes y carriles estrechos o cerrados por algún
derrumbe de suelo. Mami no esquivaba los boquetes.
Sentí una energía nerviosa. Tal vez heredé su ansiedad.
Le pregunté si había arreglado el carro
recientemente. Me dijo que sí y que también le había
cambiado una goma al carro que se le había
explotado. Que había tenido suerte de haber
encontrado una gomera que cerraba tarde esa vez, y
que el dueño le cambió la goma. «Era una cosa así
chiquitita, nena. ¿Puedes creerlo?», me dijo mientras
hacía un gesto con los dedos demostrando el tamaño
del objeto que le explotó la goma.
—Parecía un alfiler —continuó— ahora sólo tengo que
alinear las gomas. Pero Gracias a Dios, el gomero me
recomendó a su amigo que trabaja alineando gomas.
¿No te digo yo? Así se ayudan mutuamente,
recomendando clientes.
—Así mismo es. Por lo menos pudiste arreglar el
carrito, aunque no sé cuanto dure con tantos boquetes
en la carretera.

Mi abuela vive en los bajos de la casa de mi tío. Cuando


llegamos a su casa, Ágata me recibió con ladridos
agresivos. Me confundí, pues no era la primera vez que
Ágata me veía. Los perros tienen buen olfato y buena
memoria, pero tal vez Ágata no. Todo estaba muy
oscuro, asumí que mi tío no estaba en su casa, y que mi
abuela no había podido prender la luz de la suya. Abrí
la puerta y llamé a mi abuela, estaba acostada en la sala
con la televisión encendida. «¡Qué oscuridad, pero mira

346
quien está aquí!», le dije al aire. Saludé a mi abuela con
un beso y un abrazo. Pedí la bendición y la recibí.
Caminé hasta donde estaba el interruptor y al prender
la luz, lo primero que captó mi atención fueron dos
cuadros encima de la mesa, uno del Sagrado Corazón
de Jesús, y el otro del Sagrado Corazón de María. Esos
dos cuadros fueron la razón por la que mi tío Gelo dejó
de visitar a mi abuela por un tiempo. Según Gelo, mi
abuela era una idólatra y él no iba a entrar a la casa hasta
que mi abuela sacara esos cuadros de allí. La relación
entre una madre católica y un hijo protestante no
debería ser complicada. No fue hasta que le dijeron que
mi abuela se podía morir pronto, que no debía guardar
rencores por esas cosas, que Gelo comenzó a visitarla
de nuevo a pesar de las imágenes católicas de mi abuela.
La luz también reveló, en la esquina de la sala, a mi
abuela, arropadita en la cama. Hace frío en la montaña
En su nuevo estado, mi abuela tuvo que adaptarse.
Tenía su cama rodeada de mesitas llenas de cosas que
podría necesitar: medicamentos, agua, espejuelos,
rosarios, crema de piel, papel de baño, control de
televisión, tabletas de glucosa, y un termo vacío que en
las mañanas guardaba el café que mami le dejaba
preparado antes de irse a trabajar. Me senté en el sillón
reclinable que le regaló mi tío Armando, mi abuela no
lo usó mucho pues se le hacía difícil levantarse una vez
se sentaba. El sillón era para las visitas.
—¿Cómo tú está’ abuela? —le pregunté, enfocando la
conversación hacia ella.
—Ay mija, pues no me puedo mover casi— me
respondió

347
Me contó que una noche necesitó un favor de mi tío, lo
llamó por teléfono, pero no contestó. Así que salió
afuera y empezó a subir las escaleras, en el tercer escalón
se quedó trancada y no se pudo mover por el dolor que
le dio en la pierna. «Me tuve que arrastrar hasta aquí,
hasta la cama, del dolor tan grande que yo tenía. Yo no
podía caminar. Yo no sé qué es esto», mi abuela
continuó. Mi madre la interrumpió para reiterar que
nadie la mandó a subir escalera alguna.

Mami siempre me ha dicho que la culpa es huérfana. A


lo sucedido, mami le echa la culpa a mi abuela, por estar
merodeando en la oscuridad, y creo que mi abuela le
echa la culpa a mi tío, por no haberle contestado el
celular. Me levanté para ducharme, mi abuela me dictó
desde su cama las instrucciones para calentar el agua,
pero no lo logré. «Es que tiene un truquito» me dijo
abuela. El truquito nunca lo dominé,y sentí que había
sido demasiado por ese día.

El Baño

Mi abuela no puede caminar, no sé si sea temporero, si


sea real o mentira; mi madre no quiere estar cuidando a
mi abuela todas las noches, especialmente cuando cree
que mi abuela exagera. Mi madre quiere estar en su casa
propia y en su cuarto de tarjetería cortando papeles y
estampando flores en tarjetas de cumpleaños que nunca
va a regalar. La otra noche me dijo que vio a mi abuela

348
parada sin quejarse, buscando algo. Esto no me
sorprende. Me pregunto si yo seré igual en mi vejez,
inventando alguna dolencia, buscando atención para no
sentirme sola y abandonada. No me importa si mi
abuela miente, quiero ayudarla, escucharla, contarle
historias, y tratar de mantener la paz haciendo lo que mi
madre no está dispuesta a hacer, como bañarla.

A la hora del baño, yo siento el agua fría, pero ella la


siente calientita. El agua cae sobre su cuerpo en cámara
lenta, y la luz que entra por la ventana enfatiza las
sombras que se forman en su piel llena de texturas. No
sé si mi cuerpo envejecerá igual, con arrugas y cáncer en
la piel, con cicatrices de biopsias. Cuando baño a mi
abuela pienso en eso, en su cuerpo, la blanca piel de su
espalda suave y lisa, la piel de sus brazos arrugada, su
pelo cubierto de canas, su calvicie, su seno sin pezón
por culpa de un tumor que decidió crecer allí, su barriga
y sus piernas hinchadas, sus uñas del pie sin
cortar. Cuando apago la ducha, noto cómo su cuerpo
tiembla y la cubro inmediatamente con una toalla.

Cuando no estoy bañando a mi abuela, la observo, su


mirada de ojos grises perdida, pensando si se ha tomado
todas las pastillas que debe, la insulina a su lado, se le
olvidó decirle a alguien que se la pusiera en la nevera. A
veces me enfoco en las palabras que salen de su
boca: «Esto esta fuerte», «Yo estoy esperando morir»,
«No quiero molestar a tu mamá», «Ay, ay, ay, es que
duele cuando piso», «Yo no sé porque to’el mundo aquí

349
tiene tanto asco a la mierda», «Tú tienes tanta
paciencia».

La Dieta

«Ay, nena, yo no puedo comer nada. Tengo presión alta,


diabetes, y me esta empezando a fallar el riñón. Fui a la
dietista y me prohibió el huevo y las habichuelas al
mismo tiempo, tengo que elegir. No puedo comer
guineo, ni muchas frutas. No le puedo echar nada de sal
a la comida, sólo puedo usar especias. Me prohibió el
arroz, sólo puedo comer batata mameya y chayote,
ambos dializados. Sólo puedo tomar café descafeinado.
Tú no sabes lo mucho que yo he sufrido. Tampoco
puedo comer bacalao. Le pregunté a la dietista que si
desalaba el bacalao bien bien bien, si lo podía comer, y
la dietista me dijo que de ninguna manera.

Tengo que beber agua, pero a mí no me gusta beber


agua porque me hace ir mucho al baño y más por las
pastillas que me estoy bebiendo para no retener líquido.
Y tu mamá que me trae comida de restaurante. Esa
comida es demasiado salá, no le digo na’ a tu madre
porque se pone a pelear. Me como lo que me da, porque
yo no me voy a morir de hambre. La lista completa de
alimentos que puedo comer está en esos papeles que
están encima de la mesa al lado del calendario de citas
médicas. Yo antes cocinaba, pero ahora no me puedo
mover. Y a tu madre no le gusta cocinar, esa mujer
compra todo. Antes de no poderme mover, Luis, el

350
amigo de Armando, fue al supermercado e hizo
compra, me trajo un montón de alimentos que se están
perdiendo en la nevera. No te estoy pidiendo que
cocines, es que me da una pena que pierda to’a esa
comida.»

Las Gallinas

Me despierta una cascada de sonidos estridentes: el


movimiento de Ágata tropezando con su cubeta de
metal alertan a las gallinas que se ponen a cacarear, unos
maullidos comienzan y Ágata ladra al darse cuenta de la
presencia de los gatos. Un gallo canta, otro le contesta.
Nada de eso me pone en alerta, comienza otro día más
en casa de abuela.

Mami me pregunta si estoy despierta. “Hay café en la


estufa y avena”, dice mami. Siempre extraño esas
palabras cuando estoy fuera de Puerto Rico. Yo
también sé hacer café y avena, pero no es lo mismo que
cuando mami los prepara. Mi abuela está en silencio,
sólo me observa cuando entro a la sala y me siento en
el sillón reclinable. La miro, su boca no se mueve, no
tiene que hacerlo. Sus ojos me dicen que la vida no es
fácil. Le devuelvo la mirada y espero que mis ojos le
digan «lo sé, pero no sé qué hacer». Rompo el silencio:
«Voy pa’ fuera a ver las gallinas».

351
Al abrir la puerta, me encuentro con una mañana verde
con rayos de sol entre bruma. En la montaña, las
mañanas huelen a tierra mojada, y el sereno permanece
en las hojas y en las flores. Al lado de la casa de mi
abuela hay gomas viejas y galones de agua llenos de
tierra con algunas yerbas muriendo. Sólo unas cuantas
sobreviven el abandono, el orégano brujo es una de
esas. Mami me dijo que se le llama así porque
sobrevive en cualquier lado, como una enredadera de
yerba mala. «¡Abuela, que muchos pollos hay! Hay unos
gallitos chiquitos por ahí, y unas cuantas gallinas
miniatura», le grito desde afuera, mientras grabo un
video. Mi abuela también grita la respuesta, «¡Sí, esos
son del vecino, los gallitos quiquiriquis, pero se pasean
por acá to’el tiempo».
Observé un balde con tierra que debía tener una planta,
en su lugar había cinco huevos. Se lo digo a mi
abuela. Me dijo que pasó lo mismo la otra vez. Un día
se levantó y escuchó unos pollitos, y cuando fue a ver
de dónde venía el sonido, vio el balde con unos pollitos
atrapados. Así que tuvo que mandar a mi primo a que
sacara los pollitos para que no murieran allí. Los cinco
nuevos huevos en el balde me indicaron que otra gallina
pensó equivocadamente que ese era un buen lugar para
poner huevos.
—Saco los huevos pa’ comerlos?— le pregunté a abuela
—No, déjalos a ver si la gallina se sienta y salen más
pollitos —me contestó— si acaso le digo a Armando
que los saque si salen. Los huevos se pueden comprar

352
en la tienda. Es mejor que haya más pollos, para
cuando la cosa se ponga mala, tener carne pa’ comer.
Uno nunca sabe cuando se va a acabar la comida en las
tiendas.
—Eso es verdad— le contesté y entré a enseñarle el
video de las gallinas.
—Mira qué lindas son, cómo cuidan a sus hijos. Así son
las madres. Cuando estaba completando el grado en la
universidad, yo no pude estar muy pendiente de los
míos, pues llegaba muy tarde, y tenía que preparar la
clase del otro día como maestra. Yo casi no le revisaba
las libretas ni las asignaciones. Se ayudaban entre ellos
mismos. Sonia, como era la mayor, ayudaba a los demás
con las asignaciones. Cada vez que tenía que ir a estudiar
yo decía «que Dios los ayude». Yo hice lo mejor que
pude. Las gallinas son tan buenas madres. A mí me
encantaba verlas cuando podía caminar. Ahora no
puedo verlas, ni tirarles comida. Ya viste cómo tengo
ese jardín perdío.

El jardín no se veía mal, el orégano brujo era evidencia


de que todavía el jardín estaba vivo.

353
Magda-Lena Staniewicz
La Marcianita

354
Mi primera mudanza fue en trineos
Ul. Galileusza, Poznan

El prólogo

Nuestra primera casa estaba a la altura de las nubes. Era


diminuta, pero desde la ventana veíamos todo un
inmenso cielo.

Antes de dormir nos sentábamos en el sillón naranja


para ver los dibujos. Luego mi madre me leía cuentos y
yo le pedía cantar el “Marsjaninek”, una nana que

355
compuso ella. Cuando yo ya había dormido, ella se
encerraba en la cocina con su máquina de escribir azul
e imparable.

Mi madre me cuenta que, muchas veces, cuando nos


poníamos a mirar por la ventana, yo traía conmigo
todos los peluches para hacer la familia más grande. Ella
me cantaba el “Marsjaninek”, para que sea mi amigo.

Nuestra casa se encontraba en un típico barrio que yo


llamo “comunista”, con unos bloques altos y feos y con
los “trzepaks” que servían para limpiar alfombras
(aunque todo el mundo sabía, que en realidad servían
para jugar). En el pabellón de chapa blanca había una
pastelería que se llamaba Luna (así escrito), donde
comprábamos dulces riquísimos: “paczki” con
mermelada de fresa, “ptysie” con nata y “klery” con
chocolate. En la lengua polaca Luna, aparte de ser uno
de mis lugares preferidos, no significaba nada más y no
sabía que en otros países sí que era conocida. Menos me
hubiera podido imaginar que un día traduciría a
“Marsjaninek” al idioma de la luna.

Pero así fue… recuperé a “Marsjaninek” muchos años


más tarde, viviendo en Barcelona, bailando en sus calles
y sintiendo muchas ganas de conectar con mis raíces.
Sentía que “Marsjaninek” - ahora también llamado
Marcianito – era uno de los tesoros más grandes de mi
infancia y que, de alguna forma, siempre lo llevaría
conmigo. Quise compartirlo con mis amigas y amigos

356
y, sobre todo, quise celebrarlo con mi madre, que
acababa de llegar a Barcelona a vivir.

El texto de la nana original tiene una poética irrepetible,


su lenguaje es tan único y delicioso que muy pronto me
di cuenta de que no lo podría plasmar con exactitud.
Pero sabía también que, al aprender castellano,
empezaba a nombrar el mundo de nuevo a mi manera
y que ahora invitaba a Marcianito a este mundo.

Una de las diferencias básicas es que Marcianito en vez


de una cuna recibe un “spodek srebrzysty”, que yo
traduzco como un cachito de luna. “Spodek”, en polaco,
es un vehículo espacial, pero también un platito que
utilizábamos durante mi infancia. Un platito hondo de
cristal, que servía para poner encima un vaso. Me
acuerdo que, cuando mi abuelo me invitaba a una
cafetería, como si fuera una adulta, siempre vertía un
poco de té en ese platito y yo lo bebía como si fuera una
gatita.

Srebrzysty” significa plateado y es el color por excelencia


de “ksiezyc”, que es la luna, en polaco.

Es curioso, porque tengo una relación muy diferente


con “ksiezyc” que es masculino y con la luna que es
femenina.“Ksiezyc” tiene el aura de un cuento, lo miro
con admiración en su firmamento, me hace imaginar. Y
a la luna la siento muy cercana; la he visto alunecer, la
busco en el mar, bailo con ella. Creo que de forma
inconsciente el cachito de luna integró a los dos universos.

357
La mayoría de las ilustraciones nacieron en un pequeño
piso en el barrio de Gracia, el primer piso en el que viví
sola, y donde descubrí que dibujar y crear me da una
felicidad infinita.

Al acabar el libro del Marcianito sentí, sin embargo, que


algo en él no funcionaba de todo... Había algo profundo
de la nana que en mi texto se perdía y no entendía por
qué.

Unos cuantos años más tarde, mientras leíamos y


compartíamos con mis compañeras de la Casa Índigo
nuestras escrituras, las escrituras de mujeres, me
pregunté: “¿y si es la Marcianita?” Y es cuando el texto
en castellano, atravesado por mi vida, cobró su sentido.

Era la Marcianita la que navegaba en su cachito de luna,


la que era valiente, la que buscaba las travesuras, y la que
intentaba entender qué es lo que echaba de menos.
Porque yo ya no observaba a Marcianito desde la
ventana. Me reconocí en él y me sentí Marcianita.

358
Calle Galileo, Barcelona
Con la pequeña Lena y sus ballenas

Hace poco fui a leer cuentos de buenas noches a


pequeña Lena, hija de unos amigos.

Lena, como yo de chica, vive en la calle Galileo -


“Galileusz” en polaco. Fue en esta calle, aunque a unos
2000 km de distancia, donde nació el “Marsjaninek”,
que ahora es la Marcianita.

359
Lena eligió tres libros que íbamos a leer. Al terminar le
pregunté:

—¿Te apetece que leamos un cuento más, sobre la


Marcianita?

—¿Y quién es?

—Ahora lo vas a descubrir. Cuando yo era pequeña mi


mamá me cantaba sobre ella.

—¿Es un regalo? —preguntó como si nos contáramos


un secreto. Se levantó y, curiosa, fue detrás de mí a
buscar la mochila.

—¿Por qué lo guardas así?—. Vio que guardaba el libro


dentro de una funda.

—Es para cuidarlo mucho. Porque por ahora es el único


ejemplar que existe en el mundo. Cuando haya más, si
quieres, te regalaré uno.

Volvimos a la cama y sentí que las dos estábamos ya


dentro del cuento.

Lena a veces preguntaba algo, por ejemplo, de donde


venía la Marcianita o quien era la Osa Mayor. Otras veces
se quedaba en silencio, sumergiéndose en la historia.

Después le canté la nana original en polaco.

360
Me pareció muy mágica su mirada mientras la
escuchaba.

Igual de mágico fue el hecho de que otra vez en la calle


Galileo una niña pequeña conoció a “Marsjaninek”.

Al acabar de contar hubo un largo silencio, Lena apagó


la luz, se acurrucó a las sábanas llenas de ballenas, y
navegó los kilómetros que hacía falta al país de los
sueños.

361
Laura Sanz Corada | 2
Sara Campos Jiménez | 19
Belén Martín-Ambrosio | 35
Verònica Sáez Moragues | 53
Francisca Mujica | 70
Begoña Romero | 86
Mariola Merino | 98
Candela Marco | 115
Conchi Salas | 133
Delfina Rabán | 149
Paulina Vega | 159
María Leyva | 177
Eva Manzano | 180
Isabel Calvo Flores | 201
Arisbeth Márquez | 215
Alejandra Robles | 232
Alborada Garrido Coccoluto | 247
Marta Gómez de la Vega | 257
Gabriela Sánchez Ruiz de la Cuesta | 276
Alicia Petrashova | 283
María del Consuelo Ávila Vaugier | 303
Mónica Sánchez Florencia | 320
Raquel Laniado | 334
Nianest Alers | 342
Magda-Lena Staniewicz | 353

362

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