Atraco - Úrsula Llanos

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ATRACO

ÚRSULA LLANOS

EDICIONES BEMASOFT S.L.


—CAPÍTULO I—

N o había amanecido aún. Una luz rosada se abría paso en la oscuridad del firmamento y
se colaba por los arcos de la Puerta de Alcalá. Soportaba incólume el paso de los siglos la que fuera una
de las entradas de la capital, indiferente a los transeúntes que a esas tempranas horas de la mañana la
bordeaban apresuradamente por las aceras. Como Lydia. Con el cuello del chaquetón levantado y la
cabeza baja para defenderse de la baja temperatura, caminaba deprisa temiendo llegar tarde a su trabajo.
Ese día iba a cobrar. Ella, los demás empleados del banco y los innumerables jubilados que se
presentarían en la entidad desde bien temprano para hacer efectiva su pensión. Se lo había dicho Sofía,
su compañera de despacho en la sucursal en la que la habían contratado un mes antes.
Lo había conseguido al fin, después de dos años largos de haber permanecido en su casa,
encerrada entre cuatro paredes, entreviendo el lento discurrir de las horas en una sucesión interminable
de los días y las noches que no siempre lograba distinguir. Y cuando ese monótono proceso había llegado
a su lamentable desenlace, habían tenido que transcurrir aún dos meses más para que alguien contestara a
las solicitudes de trabajo que enviaba por el ordenador en respuesta a los anuncios que veía en el
periódico. Hasta que al fin, al fin, la habían citado para ser entrevistada. Durante más de media hora
había tenido que esperar a ser llamada en una salita acristalada, en compañía de media docena de
aspirantes más de ambos sexos. Media hora interminable, en la que se había preguntado insistentemente
si llevaría la ropa adecuada y si su rostro no delataría la ansiedad que experimentaba y que se reflejaba
hasta en sus movimientos más nimios. Necesitaba tanto ese trabajo… Necesitaba tanto recomenzar su
vida y recuperar el tiempo que había dejado atrás, que casi le extrañó que el subdirector del banco que la
recibió no le preguntara por esos dos largos años y se limitara a interesarse por su título académico y por
su experiencia para el puesto al que aspiraba. Era un chico joven, alto y demasiado delgado, con un
pausado aire de eficiencia, que le dirigió una rápida mirada antes de indicarle que tomara asiento frente
a él al otro lado de la mesa.
Se había visto obligada Lydia a carraspear antes de contestarle con voz clara que era economista
y que había trabajado en el departamento de contabilidad de varias empresas con anterioridad, lo que era
cierto, como también lo era que de la última, otro banco, se había despedido dos años antes, pero sobre
ese particular no efectuó él el menor comentario. Tomó únicamente unas notas y la despidió amablemente
sin que a su inexpresivo rostro aflorara la impresión que pudiera haberle causado ella, que salió de su
despacho convencida de que tendría que seguir enviando su curriculum a todas las ofertas de trabajo que
publicaran en adelante los periódicos.
Pero el milagro se había producido. La habían llamado del propio departamento financiero del
banco dos días después y había comenzado a trabajar en ese departamento una semana más tarde con
Sofía, una chica algo mayor que ella, alegre y expansiva, que la había acogido amistosamente. Por esa
razón caminaba ella en ese momento por la plaza de la Puerta de Alcalá para dejarla atrás y desviarse
luego para tomar la calle Castelló, donde se ubicaba la sucursal del banco en la que comenzaría a
contabilizar el cerro de solicitudes de hipotecas que le habrían dejado sobre su mesa.
A su paso por delante de una tienda, se miró reflejada en el cristal de un escaparate, que le
devolvió la imagen de una estilizada muchacha, vestida con un pantalón oscuro y un chaquetón de
cuadritos blancos y negros. El chaquetón le quedaba grande, se dio cuenta en ese momento, y sus ojos
claros, de color azul turquesa, lagrimeaban por el frio. Pero pese a ello destacaban en su moreno
semblante, iluminándolo. Había adelgazado últimamente y la miraban desde el escaparate, agrandados,
como los de una gata famélica, aunque sabía que le conferían a su rostro un innegable atractivo. Quizás
por esa razón la había seleccionado el subdirector del banco entre el montón de aspirantes que habían
optado al puesto que ahora desempeñaba ella, se dijo pensativa, porque el perfil que había dejado
traslucir en la entrevista había distado mucho de ser positivo. Y no porque tuviese una mala opinión de sí
misma. Se consideraba suficientemente preparada y razonablemente eficaz, pero los dos últimos años que
había vivido, aislada de todos y de todo, habían ido minando su autoestima y su capacidad para
relacionarse con naturalidad con los demás. Se había percatado de ello en esa entrevista. Envarada en
una silla frente a él, se había sentido incapaz de sonreír e incluso de contestar a sus preguntas sin
carraspear previamente, pese a que el chico no tendría mucha más edad que ella misma y que no había
levantado la mirada del papel que tenía sobre la mesa más que en un par de ocasiones.
Pero tenía que poner remedio a su absurda timidez y volver a ser la que había sido, se dijo. Con
unos dedos torpes intentó atusarse la melena oscura y lisa que le resbalaba hasta los hombros y que una
ráfaga de viento acababa de dispersar en todas direcciones, y apretó el paso. Veía ya la puerta de cristal
que daba acceso a la amplia sala del banco donde se atendía a los clientes y que constituía su centro de
operaciones. Era diáfana, con el suelo de mármol blanco y producía la agradable sensación de que todo
en ella era transparente. Al fondo y a su izquierda se ubicaban las mamparas de vidrio que protegían el
recinto que ocupaban los cajeros, en las que se abrían dos ventanillas ovaladas, y en el extremo opuesto
se hallaba el despacho que compartía con Sofía, así como el del subdirector. Los de otros dos jefes, es
decir, el del director y el del interventor, estaban en la planta superior, a la que se accedía también desde
esa sala por una escalera enmoquetada, y en el sótano se encontraba la caja fuerte. Lydia no la había visto
todavía, pero lo había oído comentar por Sofía y los demás empleados que siempre que aludían a esa
caja lo hacían entre susurros.
Una sucesión de personas iba trasponiendo la puerta del local en ese instante. Identificó a Sofía
por su amplio chaquetón azul marino con el que trataba de disimular que estaba algo sobrada de peso. La
caracterizaban además la excesiva amplitud de sus caderas y su larga melena rizada, despeinada en ese
momento por el viento. Vio entrar detrás de la chica a un señor gordito y barrigón que bostezaba
ostensiblemente y que era el director y a otro joven con pinta de bohemio que era uno de los cajeros y
otro más con chaqueta y corbata al que le cedió el paso el bohemio. Era el interventor y por lo tanto el
segundo jefe, después del director. No vio en cambio al subdirector que la había recibido para
entrevistarla a primero de mes y con el que apenas si había vuelto a tropezarse después. Ocupaba un
despacho en la planta baja, no muy lejos del de ellas, del que salía en ocasiones muy contadas.
Apretó el paso y cuando llegó al fin con una ligera carrerita frente a la puerta de cristales y la
traspuso, se dirigió en línea recta hacia el armario donde todos colgaban sus abrigos antes de empezar a
trabajar. Era un cuartito al que se accedía desde el recinto de las cajas, que se asemejaba a un ropero,
repleto de abrigos colgados de las barras adosadas todo a lo largo de las paredes. Resultaba difícil
moverse allí, por lo que Lydia buscó un hueco entre esas prendas para localizar una percha vacía. Al
separar dos chaquetones, vio a Sofía que intentaba hacer lo mismo desde el otro lado y que la saludó
amistosamente.
— ¡Hola!, no te he visto llegar.
—Pues he entrado detrás de ti y del director y del interventor. Hoy se han caído de la cama,
porque no suelen aparecer tan temprano.
Sofía se echó a reír.
—Bueno, no es de extrañar. Hoy es un día especial.
— ¿Porque vamos a cobrar?
—También porque vamos a cobrar nosotras nuestra nómina, pero me refería a la avalancha de
jubilados que han optado porque les abonemos su pensión en efectivo y que no tardarán en presentarse.
Es curioso, ¿no?
— ¿Qué es lo que es curioso?
—Que no se adapten a los nuevos tiempos— repuso apartándose un rizo de la frente y
empinándose sobre sus altos tacones para charlar más cómodamente sobre la ropa que se interponía entre
las dos—. Mi abuela, que vivió con nosotras hasta que falleció, se presentaba todos los meses en el
banco a cobrar su pensión de viudedad y luego pasaba el resto de la mañana con mi madre metiendo el
dinero en sobres. En uno metían la cantidad necesaria para pagar la luz, en otro para la tienda de
ultramarinos… etc. etc. Nunca les cuadraban las cuentas y al final tenían que sacar del sobre en el que
habían guardado el dinero para la leche la cantidad necesaria para poder pagar el billete del autobús.
Acababa de encontrar Lydia una percha libre y colgó cuidadosamente en ella su chaquetón
mientras respondía:
— ¿Vives con tu madre?
—No, ya no. Murió hace algo más de un año.
—Es natural lo que me cuentas de tu abuela y de tu madre, porque entonces no existían los cajeros
automáticos. Han sido un gran invento.
Corroboró entusiásticamente Sofía su apreciación.
—Y tanto que lo han sido. Exceptuando a los jubilados, los utiliza todo el mundo. Le oí decir ayer
a Lucas que hoy tendrán que reponer el nuestro. Por eso habrán venido el director y el interventor tan
temprano, porque no suelen aparecer hasta media mañana.
Enarcó Lydia las cejas sin comprender.
— ¿Han venido a reponer el cajero automático?
—No, claro que no. Los encargados son los dos cajeros, Fermín y Lucas. Tienen hoy además que
hacer caja, por lo que han sacado mucho dinero de la caja fuerte, pero aprovechan siempre para realizar
esa tarea las horas del mediodía, cuando ya hemos cerrado.
Dado que su último trabajo había consistido en llevar la contabilidad en el departamento
financiero de otro banco, no le extrañó a Lydia la información que la otra le estaba dando.
— ¿Y todo eso toca hoy?
—Sí, pero a ti y a mí no nos incumbe. Afortunadamente no nos afecta para nada el efectivo de este
Centro, porque lo nuestro son únicamente los números. ¿Sabías antes algo de bancos?
Meneó Lydia afirmativamente la cabeza en el reducido espacio que las hileras de abrigos se lo
permitían y al contactar con uno de ellos al realizar ese movimiento se le revolvió la melena, que fue a
caerle sobre los ojos.
—Sí, trabajé en uno durante cerca de tres años.
— ¿Y por qué te marchaste? ¿Te despidieron?
Se mordió los labios ella sin decidirse a referírselo, pero finalmente pensó que no había razón
alguna para ocultárselo—. Fue a causa de mi madre— empezó, con un esfuerzo por expresarse con
naturalidad—. Vivíamos las dos solas, porque mi padre murió hace dos años y medio. Una amiga la
invitó poco después a que la acompañara a realizar un viaje a Copenhague y en el hotel resbaló por las
escaleras con tan mala fortuna que el golpe le produjo una hemiplejia y… bueno, no pudo volver a andar
ni a valerse por sí misma. Se quedó totalmente imposibilitada.
—Y dejaste el trabajo para ocuparte de ella— afirmó más que preguntó Sofía.
—Sí. Mi sueldo no me permitía ingresarla en una residencia ni contratar a otra persona para que
la atendiera y… Durante dos años largos he permanecido a su lado de día y de noche.
— ¿Y de qué vivíais?
—De su pensión de viudedad. No era gran cosa, pero nos ha permitido sobrevivir.
— ¿Y tú estabas todo el tiempo con ella? ¿Encerrada? ¿Sin salir a ninguna parte?
Se encogió de hombros Lydia, con un ademán con el que pretendía quitarle importancia.
—Hacía la compra por teléfono— murmuró en tono muy bajo—. A veces, cuando se quedaba
dormida, salía corriendo hasta la tienda de la esquina y volvía, también corriendo. Murió hace un par de
meses. Por eso…
La envolvió Sofía en una mirada comprensiva antes de intentar darle unas palmaditas en el
hombro, lo que la ropa que colgaba de las perchas se lo impidió.
—Lo siento. Ha tenido que ser muy duro para ti. A tu edad… ¿No tenías amigos?
—Tenía un novio, sí— admitió Lydia con un esfuerzo porque la voz no se le quebrase—. Subía a
casa cuando salía de trabajar y nos sentábamos en la sala de estar, porque yo no podía acompañarle a
ninguna parte, pero se aburrió enseguida. A los pocos días debió cansarse de la monotonía del plan,
porque no volví a saber de él. Desapareció por las buenas.
— ¿Y no intentaste localizarle llamándole al móvil?
—Sí, pero no lo cogía. Sencillamente se esfumó.
Por un espacio entre los abrigos intentó nuevamente Sofía darle unas palmaditas, pero al no
conseguirlo trató de animarla.
— ¡Bah!, olvídale. Sería un cretino que no se merecía que te interesaras por él. Eres muy joven y
tienes toda la vida por delante. Y por cierto, ¿cuántos años tienes?
—Treinta y uno. ¿Y tú?
—Yo, unos cuantos más, treinta y cinco. Pero date prisa, que tenemos mucho trabajo. Te espero en
nuestro despacho.
Salió taconeando, mientras Lydia procuraba infructuosamente atusarse su revuelta melena con la
intención de volver a estar presentable antes de abandonar el armario ropero, aunque resultaba difícil
levantar los brazos en el exiguo espacio disponible. A través del hueco de la puerta que la otra había
dejado entreabierta, la vio empezar a atravesar la amplia e impoluta estancia a la que se accedía desde
la calle, sorteando a los numerosos visitantes que habían ido accediendo a la sucursal después de ella y
que iban formando ya una larga fila delante de las cajas. En el extremo contrario de esa sala y al fondo
del mismo se ubicaba el despacho al que debía ella dirigirse seguidamente. Con un suspiro y un último
alarde de contorsionismo terminó de arreglarse la melena temiendo realizar algún mal movimiento y
arrojar al suelo los abrigos de los otros empleados. Después hizo intención de salir del cuartito, pero no
llegó a dar ni un solo paso. En esa sala, un estrépito estruendoso había roto el silencio que reinaba
anteriormente hiriéndole el tímpano y la inmovilizó entre las prendas que pendían de las barras
niqueladas. En un primer momento no consiguió entender el significado de las broncas voces masculinas
que llegaban a sus oídos. Desde el lugar en el que se hallaba no llegaba a distinguir a quien pertenecían.
Sobresalían sobre los gritos asustados de las personas que habían estado esperando a ser atendidos por
los cajeros y creyó localizarlas muy próximas al mostrador tras el que se sentaban éstos. Les exigían algo
en un tono claramente amenazador. Al menos una de las voces les gritaba algo a Fermín y a Lucas, pero
había otra, igualmente intimidante, que les ordenaban algo a los que habían estado guardando fila ante las
cajas, que ahora chillaban asustadas.
Con el corazón desbocado, fue deslizándose Lydia entre los abrigos para llegar hasta la puerta del
guardarropa y entreabrirlo un poco más en el preciso instante en el que resonaba un estridente grito de
Sofía sobresaliendo por encima de todos los demás. Apareció ésta entonces en su campo de visión
trastabillando de espaldas. Un desconocido muy alto, que llevaba una guayabera negra con una capucha
que le cubría la cabeza, la había agarrado por el cuello y acababa de arrojarla al suelo. Se dio cuenta
Lydia entonces de que había muchas más personas tumbadas boca abajo cerca de la chica. Un segundo
más tarde cruzó también por delante del resquicio de la puerta el mismo tipo y arremetió contra un
hombre bajito, que Lydia identificó en el acto. Era el director del banco. Debía de haber salido éste de su
despacho y haber bajado desde la planta superior al oír el alboroto y le pareció a Lydia que trataba de
enfrentarse al intruso. Al menos de palabra. No llegó a entender lo que le decía ni lo que el otro le
contestó, pero sí vio que el intruso llevaba un arma en la mano y que le lanzaba al suelo de un violento
empujón, ordenándole que permaneciera boca abajo.
Después ese hombre se dirigió en línea recta hacia ella y entró en el recinto de las cajas para
detenerse ante la puerta entreabierta del armario. Allí clavó sus ojos en Lydia como si la viera con toda
claridad agazapada detrás de la hoja de madera. Llevaba gafas oscuras, pero se las levantó,
sujetándoselas sobre la cabeza y observó atentamente la entreabierta puerta del ropero tras la que se
encontraba ella, como si se estuviera preguntando si algún empleado de la sucursal se habría escondido
en ese lugar. Le pareció que los ojos, negros como el carbón de aquel hombre, taladraban esa puerta y
que la distinguía allí, encogida sobre sí misma. Llevaba el hombre una bufanda al cuello que le tapaba el
rostro y que solo dejaba al descubierto esos ojos tan intimidantes, pues la capucha que le cubría la
cabeza le resbalaba hasta las cejas. La manga de la chaqueta se le había remangado hasta el codo al
atacar al director dejando al descubierto un brazo nervudo cubierto por un espeso vello negro.
Fue todo lo que Lydia llegó a distinguir como un instantáneo fogonazo, porque retrocedió
instintivamente entre las hileras de ropa hasta que chocó con la pared del fondo del armario y allí se
quedó temblorosa tras un abrigo marrón que colgaba hasta el suelo, conteniendo la respiración.
Un instante más tarde aquel tipo abrió la puerta de golpe, pero no llegó a trasponerla. Supuso ella
que se habría detenido en el umbral para atisbar el interior del ropero, pero no se atrevió a comprobarlo.
Un sudor frío le resbaló por la espalda mientras transcurrían interminables los segundos. Le pareció que
el corazón se le había detenido y que arrancaba a latirle descontroladamente de pronto. Llegó incluso a
temer que aquel hombre fuera capaz de localizarla por el sonido de la taquicardia que le resonaba
sonoramente dentro del pecho, pero por fortuna no fue así. El intruso se limitó a proferir una palabreja
malsonante al tiempo que cerraba de un portazo el guardarropa tras de sí.
Se había quedado a oscuras. Del techo del armario colgaba una bombilla, por lo que podía
aproximarse a la puerta y accionar el conmutador de la luz, pero trató primero de tranquilizarse y prefirió
seguir palpando las tinieblas mientras aguzaba el oído. Fuera habían cesado los gritos. Quizás aquellos
hombres estuvieran haciéndose con el dinero de la caja y estuvieran a punto de marcharse o quizás se
encontraran aún dentro del local amenazando al director o a alguno de los empleados. No podía distinguir
lo que marcaban las agujas de su reloj de pulsera ni se atrevió tampoco a entreabrir nuevamente la puerta
para averiguarlo.
¿Cuánto tiempo transcurrió? No llegó a calcularlo entonces, pero solo cuando volvió a oír un
griterío diferente al otro lado de la hoja de madera se atrevió a avanzar torpemente entre los abrigos y
acercarse a ésta para entornarla. Con los ojos agrandados por el miedo vio el caos en el que se había
convertido la habitualmente apacible sala del banco. El tipo más alto se paseaba entre los cuerpos de las
personas que estaban tumbadas en el suelo profiriendo imprecaciones. Lydia le veía de perfil. Con la
frente perlada de sudor deslizó su mano hasta el bolsillo del pantalón buscando un pañuelo, pero en su
lugar tropezaron sus dedos con un bulto duro. Era su móvil. Lo extrajo con torpeza y enfocó al tipo alto
en el momento en el que éste giraba la cabeza hacia la puerta. Lo fotografió casi de espaldas y tan
temblorosa que dio por hecho que la imagen habría salido movida. Después y por el estrecho resquicio
de la puerta entreabierta trató de localizar a los otros dos. No tardó en dar con ellos. Estaban apoyados
en el mostrador de las cajas. El tipo de estatura mediana, derrengado sobre el mostrador, apuntaba a
Fermín con una pistola, mientras que el otro, bajito y regordete, guardaba el dinero, que sin duda le
habían entregado los cajeros, en una mochila. Temblando de miedo les fotografió a los dos, primero al de
estatura mediana y luego al bajito, justamente antes de que el más alto se volviera nuevamente hacia ella
y avanzara hacia el armario.
Retrocedió Lydia de nuevo hasta el fondo del ropero y permaneció inmóvil, con la espalda
pegada a la pared y paralizada por el terror. Pero aquel hombre se detuvo a medio camino. Con una voz
intimidante dio una orden a los otros dos que seguidamente desaparecieron de su campo de visión.
Aun así tardó Lydia unos minutos en tranquilizarse y cuando fue capaz de recuperar el movimiento
y de caminar hasta la puerta del armario, los atracadores se habían marchado yo. El director despeinado
y sudoroso, hablaba muy alterado por el teléfono que los cajeros tenían sobre el mostrador. El interventor
discutía con éstos que, muy nerviosos, le contestaban algo que no llegaba a oír, porque los histéricos
sollozos de los clientes que se arracimaban en la sala y que se iban poniendo en pie se confundían con las
imprecaciones de otros que hacían lo mismo e increpaban a los empleados del banco acusándoles de
falta de seguridad.
Se olvidó Lydia de sí misma y del pánico que la había atenazado por completo hasta unos
segundos antes para correr en auxilio de una señora de cierta edad que intentaba levantarse del suelo sin
conseguirlo. Tuvo que alzarla por debajo de los brazos y buscarle después una silla para que se sentara y
la dejó allí hipando para atender a otra que tumbada boca arriba parecía haber sufrido un ataque al
corazón. El que debía de ser su marido le daba aire con la mano vociferando denuestos contra los tres
atracadores que habían provocado ese ataque. A empujones consiguió llegar hasta la mujer y extraer
nuevamente su móvil del bolsillo del pantalón para llamar a emergencias y pedir que le enviaran
inmediatamente una ambulancia. Afortunadamente no tardó ésta en presentarse y en hacerse cargo de la
señora y de su marido que resoplaba al borde de la apoplejía y a los que se llevaron a un hospital.
Instantes más tarde irrumpían en el banco cuatro policías de uniforme, a los que el director,
seguido del interventor, se dirigió de inmediato. A gritos intentaron informarles de lo sucedido, pero el
alboroto era tal que les resultaba imposible oírse. No obstante, el policía que iba en cabeza se hizo cargo
inmediatamente de la situación y les ordenó estentóreamente a todos que guardaran silencio. Después
consiguió que los dos cajeros le explicaran lo que había sucedido. Interrumpiéndose el uno al otro, le
refirieron que tres atracadores les habían asaltado minutos antes, cuando iban a comenzar a atender a los
jubilados que se habían colocado en fila frente a las cajas y que uno les habían encañonado a ellos con su
pistola exigiéndoles todo el efectivo, mientras los otros dos, también con un arma en la mano, obligaban
al resto de los presentes a tirarse al suelo boca abajo.
— ¿Y cuánto se han llevado?— les preguntó el policía con voz de trueno.
Paradójicamente el imperioso tono de su voz les sirvió a los dos cajeros para tranquilizarse un
tanto, pese a lo cual le costó a Fermín, el cajero de más edad, encontrar en su garganta las palabras para
responderle:
—Todo. Se lo han llevado todo. El dinero de las pensiones, el de las nóminas de los empleados,
el del cajero automático…. Todo.
— ¿Y a cuánto asciende ese total?— insistió el policía.
Fue Lucas el que en esa ocasión citó la cantidad. Una cifra fabulosa, que cayó como un jarro de
agua fría sobre los empleados y que provocó un destemplado murmullo entre los clientes del banco que
habían acudido a cobrar y que se fue acrecentando en diapasón ascendente. Les hizo callar nuevamente el
policía antes de preguntarles:
— ¿Alguno de ustedes ha visto algo que pueda ser de interés para identificarles?
Otro griterío de los asistentes fue la respuesta, de la que solo podía entresacarse que les habían
obligado a tirarse al suelo boca abajo, por lo que solo habían podido percatarse de que habían sido tres
tipos, uno muy alto, otro de mediana estatura y otro bajito, que llevaban guayaberas oscuras con capucha
y el rostro cubierto por una bufanda y unas gafas oscuras.
—Bien, la grabación de las cámaras de seguridad nos dirá algo más— manifestó el policía—.
Ahora van a hacer el favor de colocarse en este lado de la sala— les dijo indicándoles el más próximo a
las mamparas de cristal que la aislaban de la calle— y de darles sus datos personales a mis compañeros
para que podamos localizarles a ustedes en caso necesario— Se volvió seguidamente hacia el director
para preguntarle—: ¿Quién sabía que esta mañana se había retirado mucho dinero de la caja fuerte?
El aludido interrumpió momentáneamente la tarea de secarse el sudor de la frente con un enorme
pañuelo para enarcar las cejas como si estuviera haciendo recuento de las personas que pudieran estar al
tanto.
—Pues… los dos cajeros, el interventor, el subdirector y yo. Puede que algún empleado más.
Buscó con los ojos entre los presentes y terminó por señalar a Sofía—. Ella también. Es la jefe del
departamento financiero.
Hizo el policía un gesto de asentimiento antes de inquirir:
— ¿Y estaban todos ellos en el banco en el momento en el que se ha producido el atraco? ¿Falta
alguno?
Volvió el director a realizar el mismo recorrido visual sobre los empleados y terminó por esbozar
un gesto dubitativo.
—Bueno, falta Eduardo Villacorta, el subdirector. Me ha llamado esta mañana a primera hora
para comunicarme que estaba en la cama indispuesto, por lo que no iba a poder venir a trabajar hoy.
— ¿Y ese empleado suyo lleva mucho tiempo con ustedes?
Esbozó don Hermenegildo un gesto vago.
—Unos seis meses. Es un gran profesional y un hombre de toda confianza.
Frunció el ceño el policía con escepticismo y le preguntó a continuación:
— ¿Podríamos ver ahora lo que han grabado las cámaras de seguridad?
Le señaló el director la escalera indicándole que le siguiera y los dos hombres y otro policía que
hasta ese momento había estado apoyado en el mostrador hablando en voz baja con los cajeros se les
unió.
Consideró Lydia que ninguno de los asistentes necesitaba ya que le atendiera y buscó a Sofía con
los ojos. Desgreñada y con un tacón del zapato partido, se hallaba en ese momento al lado del interventor
hablando por lo bajo con éste, pero cuando sus miradas se encontraron se reunió inmediatamente con
ella.
— ¿Cómo estás?— le preguntó cuándo llegó a su lado—. He visto como ese tipo te agarraba por
el cuello y te tiraba al suelo.
Clavó Sofía en ella sus ojos ribeteados de negro por el rímel que se le había corrido y esbozó
una mueca que se asemejaba a un puchero.
— ¿Cómo quieres que esté?— replicó con una voz más aguda de la suya habitual. Parecía estar al
borde de la histeria, pero hizo un esfuerzo por controlarse y continuó—: Estoy magullada, aterrorizada y
enfurecida. ¿Y tú? ¿Habías salido ya del ropero cuando esos tipejos nos han asaltado?
—No, aún no. Me he escondido entre la ropa, cuando uno que era muy alto ha terminado de abrir
la puerta.
— ¿Y no te ha visto?
—No, porque me he agazapado detrás de un abrigo que llegaba hasta el suelo y que me tapaba
los pies. Un abrigo marrón enorme.
—Sería el de Eduardo— comentó la otra retirándose los polvorientos rizos de la cara—. Es muy
alto y efectivamente tiene un abrigo marrón.
—Pero el director acaba de decir que Eduardo no ha venido hoy a trabajar porque estaba enfermo
— le recordó.
— ¿Ha dicho eso?— inquirió Sofía aturdida—. Pues no sé. Lo olvidaría ayer en el armario. ¿Has
visto algo tú que le pueda servir a la policía?
Lo consideró Lydia con el ceño fruncido.
—Solo he podido fijarme en el más alto, cuando te ha tirado a ti al suelo y luego cuando ha hecho
lo mismo con don Hermenegildo, que ha forcejado con él y le ha agarrado por la manga de la chaqueta.
Les he hecho una foto a los tres con el móvil, pero me temblaban mucho las manos y además creo que les
he sacado de espaldas.
—Ya— musitó la otra con una desorientada expresión que traslucía que no la había escuchado—.
Ahora nos interrogarán uno por uno a todos los empleados, pero es que estoy tan asustada… no consigo
razonar. He intentado fijarme en el hombre que me ha agarrado por el cuello, pero no consigo recordar
ningún detalle significativo. Quizás cuando me tranquilice…
— ¿Quieres que vayamos a la farmacia de la esquina y pidamos algo para tí?
— ¿Algo cómo qué?
—Pues no sé. Algún ansiolítico que vendan sin receta y que no dé sueño, porque imagino que de
momento no nos dejarán marcharnos a nuestras casas.
Meneó negativamente Sofía la cabeza y con ella su rizada melena.
—Supongo que no, que tendremos que quedarnos aquí, pero no quiero tomarme nada.
— ¿Y qué hacemos entonces? ¿Ir a nuestro despacho a esperar allí por si ese policía que lleva la
voz cantante quiere preguntarnos algo?
Clavó la otra en ella su mirada como si no la entendiera, pero terminó por asentir.
—Sí y allí me enseñas esas fotos que has hecho.
Sorteando a los clientes, que aún permanecían formando excitados grupitos que de cuando en
cuanto arremetían verbalmente contra don Hermenegildo, se encaminaron hacia esa estancia y en cuanto
cerraron la puerta tras ellas, extrajo Lydia el aparatito del bolsillo y deslizó el dedo por la pantalla para
recuperar las fotografías. Estaban borrosas. Al más alto se le veía de espaldas en el centro de la oficina
con algunos cuerpos igualmente borrosos a sus pies. En la fotografía siguiente, el otro ladrón apuntaba a
Fermín con una pistola. Estaba de frente a la puerta del armario donde se hallaba Lydia, pero no se
distinguía su rostro y en la tercera, el ladrón bajito, también de frente y con la cabeza baja, metía el
dinero en la mochila. La capucha dejaba en sombra su rostro, por lo que no permitía distinguir sus
facciones.
— ¿Se las enseño a los policías?— le preguntó Lydia a Sofía.
—No, déjalo— le aconsejó la otra—. No se les ve la cara a ninguno de los tres y en estos
momentos estarán comprobando lo que hayan grabado las cámaras de vigilancia. Sería tonto por nuestra
parte hacerles perder el tiempo.
—CAPÍTULO II—

C uando llegó al banco Lydia a la mañana siguiente se enteró por Sofía de que las
cámaras de vigilancia no habían grabado el asalto de los ladrones el día anterior. Al parecer, una voz
femenina había llamado a primera hora a la empresa de seguridad pidiéndoles que las desconectaran
hasta nuevo aviso por haberse producido una gotera en el techo de la oficina, como consecuencia de la
cual se había desplomado la escayola del mismo y con ella los cables de las cámaras. Sin esa grabación
la policía carecía de los datos necesarios para comenzar la investigación ya que ninguno de los presentes
había aportado detalle alguno que permitiese identificar a los atracadores. Sus rostros quedaban ocultos
bajo la capucha, las gafas y la bufanda que llevaban, por lo que únicamente pudieron hacerse una idea de
la estatura aproximada de los tres. El que había agredido a Sofía y al director rondaría el metro noventa
centímetros, otro, que había apuntado a los cajeros con su pistola, no superaría el metro setenta y cinco, y
el tercero andaría a lo sumo por el metro sesenta y cinco.
Sofía se lo refirió en cuanto ella se personó en el despacho. La chica tenía el cuello lleno de
moratones que intentaba ocultar bajo un pañuelo de seda y otro moratón bajo el ojo izquierdo. Hablaba
además con un nerviosismo poco habitual en ella.
—Pero los vecinos del primero no nos han producido ninguna gotera en el techo de la oficina y la
escayola sigue en su sitio— objetó Lydia confusa, cuando la otra terminó de comentárselo.
—No, claro que no.
—Entonces…, si había también una mujer, en vez de tres eran cuatro los ladrones, ¿no es eso? Yo
a esa mujer no la vi.
—Ni tú ni nadie— replicó Sofía accionando exageradamente—. Es lo que la empresa de
seguridad le ha referido a don Hermenegildo. Esa mujer les llamó al parecer a las ocho y diez de la
mañana. Le pidieron la contraseña y les dio la correcta, por lo que obedecieron la orden y desconectaron
las cámaras. Esa mujer les dijo que les avisaríamos cuando los albañiles, que ya habían sido avisados,
terminaran de reparar los desperfectos producidos por el agua.
La escuchó Lydia boquiabierta y permaneció así unos segundos sin acabar de entender lo que le
acababa de referir.
— ¿Y qué mujer era esa? En este banco las únicas mujeres somos, además de la señora que hace
la limpieza, tú y yo.
—Pues eso es lo más extraño— reconoció Sofía.
En ese momento llamó alguien a la puerta con los nudillos y segundos más tarde se entreabrió la
hoja y Lucas, el cajero más joven, asomó la cabeza para dirigirse a Lydia.
—La policía está en el despacho de don Eduardo y quiere hablar contigo— le informó.
— ¿Conmigo?— se extrañó ella—. ¿Para qué?
—Supongo que para que le cuentes lo que viste, si es que viste algo. Nos están interrogando a
todos los empleados por turno, es un trámite rutinario. Le ha tocado el turno a Fermín en este momento.
Cuando salga, entras tú.
Desorientada, se mesó Lydia su oscura y lacia melena. Hacía tiempo que se limitaba al salir de la
ducha a secársela con el secador de mano sin molestarse en darle forma, por lo que le pendía sin gracia
sobre los hombros. Tampoco perdía el tiempo en mejorar su aspecto y sus ojos grandes y de un color que
llamaba la atención campeaban en un semblante descolorido, pese a que su tez era morena incluso en
invierno. Cualquiera que no la conociera habría pensado al verla que estaba recuperándose de una larga
enfermedad, de la que no se había repuesto aun completamente. Acrecentaba esa impresión la ropa que
vestía, una o dos tallas mayores que la que le correspondía en el presente, dado que había adelgazado
mucho durante la última temporada en la que había vivido su madre y no había renovado su vestuario.
—De acuerdo— le contestó a Lucas, cuando éste terminó con su aclaración. ¿Y por qué está la
policía en el despacho del subdirector? ¿No ha venido hoy Eduardo Villacorta?
—No, todavía no. No sabemos si seguirá enfermo.
—Claro— recordó aturdida—. Lo había olvidado.
Salió de la estancia y, ya en la oficina, fue a sentarse enfrente de la puerta del despacho en el que
se había aposentado la policía en una aerodinámica butaca de diseño modernista, que resultaba ser
sorprendentemente cómoda, pese a su apariencia de mobiliario idóneo para un cohete espacial. Había
advertido últimamente que los bancos parecían querer rivalizar los unos con los otros en la decoración
vanguardista de sus locales. También el mobiliario de su propio despacho eran similar e incluso el del
subdirector. Su mesa era de cristal o de otro material transparente, sin cajones, y con una estrafalaria
lámpara de metacrilato sobre su superficie. Resultaba esa decoración efectista y juvenil y le
proporcionaba un toque de alada ligereza a la estancia, pero en su opinión carecía de empaque. No
ayudaba a impresionar al cliente, sino más bien al contrario. Y suponía que el de don Hermenegildo y el
de don Pascual no se diferenciarían mucho del mobiliario del despacho del subdirector, aunque en el mes
escaso que llevaba trabajando en el banco no había entrado aun en ninguno de esos dos despachos, ya que
era a Sofía a la que llamaban cuando era necesario darles algún tipo de instrucciones o de solicitarles
información.
Los minutos transcurrieron lentos y empezó a impacientarse. ¿Qué le estaría contando Fermín que
tardaba tanto? No creía que pudiera referirles otra cosa que la agresión de que había sido objeto Sofía
por el ladrón más alto. La había agarrado por el cuello y de un empellón la había arrojado al suelo
después. Y también podría estarle contando cómo le había encañonado a él con una pistola el tipo de
mediana estatura. O quizás le estuviera preguntando la policía por Eduardo y si consideraba que era éste
de total confianza, ya que era el único que había faltado al trabajo. Suponía que en ese caso Fermín le
aseguraría que lo era. Sabía que era él el que abría el local cada mañana y el que lo cerraba al mediodía
con la ayuda de Eduardo, que tenía otra llave, pero cabía la posibilidad de que el día anterior hubiera
acudido éste último más temprano que de costumbre a realizar esa función y se hubiera marchado a su
casa a continuación al encontrarse mal. Quizás hubiera sucedido así y fuera ese el motivo de que hubiera
olvidado su abrigo en el armario. El abrigo marrón que por la estatura de su dueño rozaba el suelo y que
le había servido a ella para agazaparse detrás cuando el ladrón más alto había echado una ojeada dentro
del armario.
Acababa de llegar a esa conclusión, cuando se abrió la puerta del despacho que tenía enfrente y
vio salir a Fermín. Era éste un hombre de corta estatura que se hallaba próximo a la jubilación. Aunque
afable, era de pocas palabras y se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo de cajero, con el que parecía
disfrutar. Al menos lo aparentaba cuando Lydia se había incorporado al banco porque últimamente
parecía llevar un peso sobre los hombros que le impedía enderezarse con normalidad.
Sin acercársele le hizo una seña con la mano, indicándole que podía pasar, por lo que se puso en
pie y entró cohibida en la estancia que el cajero acababa de abandonar. Tras la mesa transparente vio
sentado al policía que parecía ser el jefe. Era un hombre muy fornido, de mediana estatura, con una
pelambrera oscura y demasiado abundante, del mismo color que su bigote y que su barba. A Lydia le dio
la impresión de que le sobraba pelo por todas partes y de que desentonaba con la liviana decoración de
la estancia. Hubiera encajado mucho mejor en una habitación pintada de blanco, con el mobiliario
metálico, de serie, y de color gris naval, como el de la mayoría de las oficinas administrativas. Tenía un
cerro de papeles desordenadamente dispuestos sobre su cristalina superficie y levantó la mirada al oírla,
sin que su imperturbable expresión se modificase.
—Siéntese, haga el favor— le dijo con una voz sin inflexiones.
Obedeció Lydia dejándose caer con los pies juntos en el borde de la butaca, tan cómoda y tan
extravagante como la que acababa de abandonar.
— ¿Cómo se llama usted?— le preguntó el policía después de consultar uno de los papeles que
tenía delante.
—Lydia Palacios.
— ¿Y cuánto tiempo lleva trabajando en este banco?
Se dio cuenta Lydia de que el hombre conocía de sobra la respuesta. Debía de tener todos sus
datos anotados en el papel que tenía delante y lo que estaba haciendo era cotejarlos con lo que ella le
estaba proporcionando, pero pese a ello contestó con voz clara:
—Mañana se cumplirá un mes. Soy economista y me contrataron porque necesitaban en el
departamento financiero a una persona con esos conocimientos y con experiencia.
Bajó el policía la cabeza para revisar nuevamente sus papeles y luego levantó la mirada para
clavarlos escrutadoramente en su rostro.
— ¿Sabía usted que ayer se iba a proceder al pago en efectivo de las pensiones de los jubilados
que las habían domiciliado en este banco?
Dudó Lydia antes de responderle, porque intuyó que la pregunta encerraba alguna trampa, pero
llegó a la conclusión de que sería absurdo que lo negara, por lo que le contestó:
—Bueno, estamos a fin de mes, así que es lo natural. También los empleados íbamos a cobrar,
aunque por transferencia, a nuestras respectivas cuentas corrientes.
— Ya, ¿pero le pareció lo natural que se le abonasen en efectivo a los jubilados?
Se encogió ella de hombros con vaguedad, preguntándose a dónde querría ir a parar el tosco
policía que tenía enfrente.
— ¿Qué si sabía que se les iba a satisfacer su jubilación en efectivo? Exactamente eso no lo
sabía, pero cuando me enteré no me extrañó. Muchos de los jubilados son personas de costumbres, me
refiero a las costumbres de su juventud, y no están habituados a las transferencias bancarias.
— ¿Y cuándo se enteró de que se había retirado dinero de la caja fuerte con esa finalidad?— le
preguntó observándola inquisitivamente con unos ojillos casi ocultos tras las espesas cejas.
—Ayer, cuando llegué al banco, minutos antes de que nos asaltaran esos tipos.
—Ya— murmuró el policía en un tono que le extrañó—. ¿Y dónde estaba usted cuando
irrumpieron en el local esos hombres?
Al oirle le pareció que retrocedía a la mañana anterior y se vio a si misma constreñida entre las
prendas que pendían de las perchas y que apenas si le permitían rebullirse en el escaso espacio
disponible del guardarropa. Hasta sintió como se le aceleraba el pulso y el miedo que la inmovilizó
impidiéndole reaccionar cuando aquel hombre había empujado la puerta y había escrutado el interior del
ropero con aquellos ojos negrísimos.
—En el armario donde colgamos los abrigos—le aclaró procurando que su voz sonase segura y
no lo denotase—. Me quedé allí escondida cuando oí gritar a los ladrones y a los clientes que hacían cola
delante de las cajas. Al poco rato el más alto de los tres empujó la puerta de ese ropero y echó una
ojeada a su interior. Me llevé un susto tremendo, pero afortunadamente no me vio.
— ¿Y usted?
— ¿Yo qué?
—Que si usted vio algo.
—Que sirva para identificarles, no. Al oír el alboroto en el vestíbulo intenté atisbar algo por la
rendija de la puerta entreabierta. El más alto acababa de agarrar a don Hermenegildo, el director, por el
cuello y le tiró al suelo después. Era un tipo muy agresivo. Luego arremetió contra Sofía.
— ¿Contra la jefe del departamento financiero?
—Sí, mi compañera de despacho.
—Pero usted fue a la única que se libró de que esos hombres la amenazaran y de que la atacaran,
¿verdad?
Su tono le sonó raro. Le observó Lydia con sus ojos claros agrandados por el desconcierto. Se
acababa él de acodar sobre la mesa inclinándose intimidatoriamente hacia ella como si la estuviera
acusando de algo que no se le alcanzaba.
— ¿Por qué dice eso?
Se percató de que la examinaba él con la expresión de un gato que está a punto de cazar a un
ratón.
—Porque no es la primera vez que atracan un banco en el que trabaja usted, ¿no es así?
Le costó entenderle, pero cuando lo consiguió algo muy amargo le ascendió hasta los ojos. Pensó
que ese algo se le desbordaría por las mejillas convertido en agua salada, por lo que extrajo
apresuradamente un pañuelo de papel de su bolso y se sonó la nariz.
— No es lo que usted cree— articuló a duras penas y casi sin voz.
— ¿Y cómo sabe lo que creo yo?
—Usted está pensando que tuve algo que ver con aquel atraco y no es cierto.
Le indicó él el montón de papeles que tenía delante sobre la mesa.
— ¿Me va a negar que el banco de Ultramar en el que estuvo empleada fue atracado también por
tres hombres de características físicas muy similares a los que robaron ayer en éste?— le dijo levantando
la voz—. ¿Lo va a negar?
Pensó Lydia que debería aclararle que ella se había marchado ya del banco cuando ese incidente
había tenido lugar, pero no consiguió hilar las ideas ni tampoco las palabras.
—No sé cómo eran esos tres hombres, porque no les vi— fue todo lo que logró balbucear.
— ¿No lo sabe? Tal vez si hace un esfuerzo, pueda recordar que el robo que ayer sufrió este
banco ha sido una reproducción exacta del que se cometió en el banco de Ultramar en el que trabajó usted
hace dos años. ¿No le parece mucha casualidad?
— ¿Yo? No sé de qué me está hablando— musitó a duras penas.
—Le refrescaré entonces la memoria— rugió triunfalmente el inspector—. También fueron tres
los ladrones que asaltaron ese banco. Uno muy alto y otros dos de estatura mediana. Bueno— se corrigió
—. Uno de estatura mediana y otro bajito. Alguien del banco debía de haberles dado el soplo de que esa
mañana se iba a retirar bien temprano una gran cantidad de dinero de la caja fuerte. Exactamente igual
que ayer en éste. Usted se había despedido de ese banco dos días antes.
— ¿Pero es que cree que yo…?— protestó, intentando inútilmente desbloquear su mente y
expresarse de una forma convincente—. Yo… yo no tenía ni idea de que lo iban a atracar. ¿Cómo iba a
saberlo? Me despedí dos días antes de ese suceso, porque mi madre había sufrido una semana antes un
accidente en Copenhague. La invitó una amiga suya a hacer ese viaje y resbaló por las escaleras del
hotel. Como consecuencia de la caída se quedó paralizada de medio lado del cuerpo, por lo que la
tuvieron que traer a España en una camilla. No había otra persona que pudiera atenderla. Se quedó
incapacitada. Tuve que comprarle una silla de ruedas para que se desplazara por la casa y aun así la
utilizó muy poco. En realidad no podía levantarse de la cama.
—Ya— repitió el policía.
— ¿No me cree?
— ¿Por qué no la iba a creer? Así que a raíz de ese accidente se despidió usted del banco en el
que trabajaba. ¿Y qué hizo después?
—Nada, cuidar a mi madre.
— ¿No volvió a trabajar?
—Mientras ella vivió, no. Falleció hace dos meses largos y a partir de entonces he estado
enviando mi curriculum a todos las ofertas que veía en el periódico hasta que me contestaron de este
banco. ¿No me cree?— repitió.
Hizo el inspector un gesto displicente antes de sonreír con sorna.
— No se preocupe, que lo vamos a investigar. Tal vez pueda decirme ahora de qué han vivido
usted y su madre durante los dos años largos que siguieron a ese robo. Si ella no podía valerse y usted no
trabajaba en nada, de alguna parte tuvieron que sacar el dinero para comer todos los días.
Sus palabras le calaron hondo y le hicieron daño. Revivió la angustia que la atenazó al recibir la
llamada telefónica de aquel lejano hospital y escuchar la voz con acento extranjero que le refería lo que
le había sucedido a su madre. Y luego su llegada al aeropuerto tendida en una camilla de la que no podía
levantarse y blanca como el papel. Tuvo que llamar a una ambulancia que las llevó a las dos a su casa y
regresar más tarde a recoger su coche No se enteró de que habían robado en el banco de Ultramar en el
que trabajaba ni de nada hasta varios días más tarde. Y si se enteró fue porque le dio la noticia el que por
entonces era su novio, que se presentó en su casa y le refirió lo que había leído en el periódico.
—Hemos vivido mi madre y yo de su pensión de viudedad cuando dejé de cobrar el subsidio de
desempleo— le explicó, sintiendo unas espantosas ganas de llorar al recordarlo—. Tuve que vender el
coche también y sus joyas… todo.
—Claro, claro— la interrumpió sarcásticamente el policía—. Pero ahora tendrá previsto
comprarse otro.
¿De qué la estaba acusando?, se preguntó. Parecía suponer que ella se había llevado parte del
botín.
—Pues… pues no lo sé. Todavía no lo he pensado. Acabo de conseguir este trabajo y tendré que
ahorrar el dinero primero. Los coches son muy caros
—Se lo comprará— sentenció él en un tono que le pareció insultante—. Pero dígame, ¿cómo
logró que la contrataran aquí? ¿Conocía a alguien?
—No. Vi el anuncio en el periódico y mandé mi curriculum por e-mail, ya se lo he dicho. Me
entrevistaron y a los pocos días me llamaron del departamento financiero.
— ¿La entrevistaron? ¿Quién la entrevistó?
—El subdirector, don Eduardo Villacorta.
— ¿Le conocía anteriormente?
—No, por supuesto que no.
—Tengo entendido que es un hombre muy alto y que ayer no se presentó a trabajar alegando que
estaba enfermo— murmuró el inspector como para sí—. ¿Sabe cómo sigue?
—No, no lo sé— articuló a duras penas al captar el proceso mental de él y que los estaba
incluyendo como sospechosos a los dos—. ¿Por qué había de saberlo? Apenas si he intercambiado con él
más de un par de palabras. Llevo poco tiempo trabajando en este banco y solo me lo he encontrado un par
de veces en la oficina al salir de mi despacho. Tengo entendido que es un profesional muy competente,
pero es un hombre bastante reservado—. Estudió al hombre que tenía enfrente con la cabeza ladeada y al
adivinar lo que pensaba, añadió—: Está equivocado, solo tiene en común con el ladrón más alto la
estatura. Ese tipo tenía unos ojos negros como el carbón que parecían taladrar la puerta del ropero,
cuando estaba yo escondida detrás. La bufanda le tapaba la cara, pero recuerdo perfectamente sus ojos,
porque se levantó las gafas sobre la capucha.
—Creía haberle entendido que no había visto usted nada que permitiera identificarles— apuntó él
con sorna.
—Y es cierto— replicó empezando a enfadarse— ¿O es que le va a servir a usted de ayuda que
me haya fijado yo en el color de los ojos de ese hombre? Era lo único que dejaba al descubierto la
capucha que le cubría la frente y la bufanda. La mayoría de los españoles tienen los ojos oscuros, así que
no creo que sea un detalle muy relevante que le permita avanzar en la investigación.
—Tiene razón— admitió condescendientemente—. Puede marcharse ahora, pero volveremos a
vernos. Le agradecería que mañana me trajera los papeles que acrediten lo que me ha contado sobre su
madre. Ya sabe, el accidente que sufrió y su historial posterior.
Le escuchó Lydia confusa.
— ¿Quiere decir los informes médicos sobre la evolución de su invalidez? No los tengo. Como
le he dicho, murió hace dos meses y los tiré, porque pensé que ya no los iba a necesitar.
Se acodó nuevamente él sobre la mesa para examinar acusatoriamente su rostro.
— ¿Los ha tirado? Solicite entonces una copia al hospital que la trató cuando se produjo el
accidente.
— ¿Al hospital de Copenhague? No recuerdo cómo se llamaba el hospital. Solo sé que me llamó
un hombre que debía ser médico y que me explicó lo que le había ocurrido a mi madre en esa jerga
incomprensible en la que se expresan los médicos. Además no hablaba muy bien español.
—Pero su madre traería el informe que habrían emitido allí y el parte de alta.
—Sí, pero ya le he dicho que los tiré después de su fallecimiento.
—Y yo le repito que solicite una copia— replicó él con brusquedad—. Y tráigame también su
historial posterior.
Había bajado la cabeza hacia sus papeles con lo que parecía querer indicarle que había dado la
entrevista por finalizada, por lo que no se atrevió a insistirle sobre el tema y a aclararle que a su madre
la había estado visitando el médico de familia del ambulatorio y que éste había fallecido también unos
días antes que su madre. Le preguntaría a la enfermera o al médico que le hubiera sustituido, se dijo, a la
par que se ponía en pie y que salía del despacho con paso inseguro. ¿Sería posible que ese cúmulo de
desatinos le estuviera sucediendo a ella?
Intentó referírselo a Sofía en cuanto entró en el despacho que compartían. La ventana que tenían
las dos a su espalda daba a un patio por lo que la luz que se filtraba a través de los cristales, tristona y
macilenta, las obligaba a trabajar con las lámparas que tenían sobre la mesa encendidas. La otra apartó la
mirada de la pantalla de su ordenador al oírla entrar para girar la cabeza hacia ella.
— ¿Qué? ¿Cómo te ha ido con el interrogatorio del inspector Bermúdez? Has tardado mucho.
Se dejó caer Lydia en su silla giratoria que tenía frente a su mesa, al tiempo que se encogía de
hombros.
— ¿Se llama Bermúdez?
—Sí, es el inspector que se está ocupando de investigar el robo. Supongo que te habrá hecho las
mismas preguntas rutinarias que a todos.
Meneó pensativamente Lydia la cabeza.
—No lo creo. Se ha empeñado en sospechar de mí, porque en el banco de Ultramar en el que
trabajé hace dos años robaron de una forma idéntica.
La contempló la otra con sus ojos color avellana agrandados por la sorpresa.
— ¿También lo atracaron?
—Sí, dos días después de que regresara mi madre a casa en una camilla y de que yo me
despidiera. Por lo visto, fueron los mismos atracadores.
— ¿Y solo por eso ha pensado que has tenido algo que ver? Desgraciadamente es relativamente
frecuente que los ladrones nos tengan en su punto de mira, porque se supone que en los bancos es donde
hay dinero fresco. En el presente hemos incrementado exponencialmente las medidas de seguridad, pero
eso no obsta a que en algún momento sea necesario retirar efectivo de la caja fuerte, como ayer. ¿Qué fue
lo que pasó entonces? ¿Aprovecharon el día en el que el furgón del banco de España se presentó en el
local para llevárselo?
Meneó Lydia negativamente la cabeza.
—No, creo que no. Yo me había despedido ya cuando lo asaltaron tres hombres de una
complexión similar a la de los ladrones de ayer, uno muy alto, otro de mediana estatura, y otro bajito.
También la situación del banco y el modus operandi de ellos fueron parecidos, según me contó el que por
aquel entonces era mi novio y por lo que leí en el periódico después.
— ¿Y te llamó la policía para interrogarte?
—Sí, me hicieron unas preguntas rutinarias y luego me dejaron en paz. Después apareció en casa
un periodista que se empeñó en hacerme una entrevista y aunque me negué en rotundo no me dejó en paz
hasta que contesté a sus preguntas. Pero a nadie se le ocurrió sospechar de mí. Ya te he dicho que el
motivo de que me despidiera de ese trabajo fue el accidente que sufrió mi madre. Soy hija única y los
parientes que teníamos las dos viven en un pueblo de Ciudad Real, en Puertollano. Son dos hermanas
suyas, mayores, viudas y sin hijos y un primo bastante mayor que padece gota y está siempre sentado con
la pierna en alto. Las tías vinieron a visitarnos, pero se marcharon enseguida, porque no están bien de
salud. El primo se limitó a llamarnos por teléfono para interesarse por mi madre y a excusarse, dado su
estado.
— ¿Y ese novio que tenías?
El atractivo semblante de Lydia se contrajo en un gesto amargo.
—Al principio sí fue una ayuda para mí, pero se cansó enseguida de la nueva situación en la que
me encontraba. Era un chico muy alegre y muy divertido y debió llegar a la conclusión de que no tenía
vocación de convertirse en el enfermero de una inválida. Tengo que reconocer que me costó asumirlo,
pero ahora, con más perspectiva, me parece comprensible. Nos conocimos en una fiesta, en la que, como
siempre, era el centro de atención de los presentes, porque poseía el don de animar cualquier reunión.
— ¿Y empezasteis a salir a partir de entonces?
—Sí, yo también era una chica divertida por aquellos tiempos. Íbamos a bailar, de excursión a la
sierra o a pasar en la playa el fin de semana. De improviso nos quedamos varados los dos sin ninguna
perspectiva. Sentados en la salita de música de mi casa día tras día hasta que nos dimos cuenta de que no
teníamos nada que decir, porque ya nos lo habíamos dicho todo el día anterior y el anterior.
La observó Sofía comprensivamente.
— ¿Y qué alegó para romper contigo?
Se echó a reír Lydia sin ganas.
—No alegó nada. Habíamos discutido porque él quería que fuéramos a pasar el fin de semana a
San Sebastián, donde se casaban unos amigos, y se empeñó en convencerme de que llamara a una
enfermera para que atendiera a mi madre hasta que regresáramos, pero yo no podía pagarla. Nos
habíamos comido ya el dinero que me dieron por la venta de mi coche, por la del televisor, por la de las
cornucopias que colgaban de las paredes y por los cuadros de pintores conocidos. Vendí también las
joyas de mi madre y todo lo que había en la casa que valía algo. No sé si es que cayó en la cuenta en ese
instante de que yo no tenía un duro y por lo tanto sería un lastre para él si seguía cargando conmigo o si
es que se sintió ahogado entre las cuatro paredes de la salita de música. El caso es que no volvió ni me
llamó. Dio nuestra relación por finalizada.
Abrió la boca Sofía para darle su opinión al respecto y la volvió a cerrar sin pronunciar palabra.
—Supongo que estás pensando que era un idiota y que no merecía la pena— insinuó Lydia.
—Pues sí, realmente sí.
—Pues ya ves, yo he llegado a disculparle. Creo que la mayoría de los hombres que se hubieran
visto en su caso hubieran hecho lo mismo. No es fácil adaptarte a que tu vida sufra un vuelco tan drástico.
—Te adaptaste tú.
—Sí, pero era mi madre, no la suya.
Pensativamente clavó Sofía sus ojos en ella.
— ¿Y después? ¿Después no has conocido a ninguno más sacrificado?
Sonrió Lydia con cierta ironía.
—Mi madre falleció hace dos meses largos. Después solo he visto a Eduardo el día en el que me
entrevistó para comprobar si reunía los requisitos necesarios para ocupar este puesto y luego me lo he
tropezado un par de veces ahí afuera y se ha limitado a darme los buenos días. También me los han
deseado los dos cajeros, Fermín y Lucas, así como don Hermenegildo, don Pascual y los clientes que
entran y salen. Estos últimos no han llegado a dirigirme la palabra. ¿Y tú?
Levantó interrogativamente Sofía sus bien depiladas cejas y al hacerlo se llevó una mano al ojo
amoratado con un gesto de dolor.
— ¿Yo qué?
—Que si estás casada o si tienes pareja.
Movió la otra negativamente la cabeza.
—No, en este momento, no. La tuve, pero terminamos el verano pasado. Estaba saliendo con un
chico muy alegre que además está podrido de dinero, pero últimamente… no sé por qué me parece que la
cosa se ha terminado. Se llama Nicolás.
— ¿Y por qué lo crees?— le preguntó Lydia interesada.
—Porque me da la impresión de que no es de los que se atan a ninguna chica. Para que te hagas
una idea, es un tipo guapo, encantador y sumamente divertido y creo que se ha aburrido de mí. Ahora
probablemente se buscará otra que le parezca más entretenida y probablemente después a otra y luego a
otra. ¿Qué crees que debería hacer?
— ¿Para retenerle?
—Sí. Hace más de una semana que no nos hemos visto.
—No lo sé, no soy ninguna experta en el tema, como ya te he contado. Además no tengo la cabeza
muy clara en estos momentos. Estoy dándole vueltas todavía al interrogatorio de ese tal inspector
Bermúdez. Y por cierto, me ha parecido que además de mí, sospecha también de Eduardo.
— ¿Porque es muy alto? Inquirió sarcásticamente la otra— Te puedo asegurar que el tipejo que
me agarró por el cuello y que luego me tiró al suelo no era él—. Observó su expresión con el ceño
fruncido y le preguntó—:
— ¿Qué estás pensado?
—No, nada. Sé que me extrañó ver en el armario donde colgamos los abrigos el suyo. Ayer no
vino a trabajar y sin embargo estaba allí colgado de una percha.
Se encogió Sofía displicentemente de hombros.
— ¡Bah! Tampoco procede que le des otro significado a la existencia en el ropero de su abrigo.
Es un hombre despistado. Estamos en primavera, en el centro del día sube mucho la temperatura y
probablemente se olvidó de él al marcharse a su casa anteayer y se fue a cuerpo. Verás cómo cuando se le
pase el catarro, la gripe o la enfermedad que haya cogido y vuelva, me dará la razón.
— ¿Cómo te va a dar la razón? ¿Es que se lo vas a preguntar?
—Claro. No somos íntimos, pero nos llevamos bien. A veces tomamos juntos el aperitivo. Se lo
propondré en cuanto regrese, iremos los tres a la cafetería de la esquina y se lo preguntaré delante de ti.
Eduardo es más inocente de este robo que un recién nacido, aunque…
— ¿Aunque qué?
—Que pienso lo mismo que probablemente sospeche el policía que nos está interrogando a todos.
Que alguien tuvo que darles el soplo a los atracadores y les avisó de que ayer íbamos a pagar en efectivo
las pensiones a los jubilados y a reponer el cajero automático, porque en la caja no hay a diario más que
el dinero imprescindible. Seguramente por esa razón buscan la conexión que pueda haber entre el banco
en el que trabajaste y éste, ya que al parecer han sido los mismos ladrones los que los han robado a los
dos y en unas circunstancias idénticas.
Se la quedó mirando incrédulamente Lydia.
— ¿Y por qué cree que la soplona soy yo?
Se echó a reír Sofía ante la desorientación que traslucía.
—Porque es evidente que eres la única persona que ha estado empleada en los dos bancos.
— ¿Y tú piensas también que yo…?
—No, claro que no, no te preocupes. Cuando se dé cuenta de que continúas siendo una oficinista
con un sueldo corrientito y de que no mejora tu situación económica en un futuro inmediato, se olvidará
de ti.
La escuchó pensativa Lydia y luego inquirió:
— ¿Y en caso contrario?
— ¿Qué quieres decir?
—Que tengo dos tías, hermanas de mi madre, que son muy mayores y que, por lo que me han
dicho, han testado a mi favor. Espero que sigan viviendo muchos años, pero en caso contrario…
— ¿Tienen mucho dinero?
—No lo sé, pero supongo que sí. Cuando murió mi abuela le adjudicaron a mi madre el piso en el
que vivo además de unos valores y a ellas unas tierras en Puertollano, creo que bastante rentables.
— ¡Bah! No te preocupes. Podrías demostrarle a ese policía que esa fortuna la habías heredado.
Otra cosa sería que el saldo de tu cuenta corriente experimentara sin razón aparente un aumento
considerable e inexplicable o que de improviso te compraras una villa en la Toscana o una limusina aquí,
en Madrid, ¿comprendes?
Coreó Lydia la carcajada con la que Sofía remató su comentario sintiendo un repentino alivio,
segura de que eso no iba suceder.
—Tienes razón. Y ahora vamos a ponernos a trabajar y a despejar nuestras mesas antes de que
nos ahoguen los papeles.
La mañana transcurrió lenta, aunque sin incidentes dignos de mención, y en cuanto se hizo la hora
de salir del banco se encaminó Lydia hacia el armario para recuperar su chaquetón de cuadritos, donde
le[PGL1] dirigió una pensativa mirada al abrigo marrón del subdirector que continuaba colgado en la
misma percha, al fondo del armario, casi arrastrando el bajo por el suelo. Le vino al instante a la
memoria la silueta del ladrón que había abierto de un tirón la puerta de ese ropero para inspeccionar su
interior cuando ella estaba agazapada tras ese abrigo y hasta le pareció volver a sentir el pánico que
experimentó y el temblor de sus rodillas mientras ese hombre recorría el espacio del guardarropa con
aquellos ojos tan negros. ¿Le reconocería si volviera a verle? No estaba segura, pero sí lo estaba de que
no eran los ojos de Eduardo Villacorta, aunque no se había fijado anteriormente demasiado en él.
Mientras la entrevistó, estaba demasiado preocupada por lo que debía contestarle y por producirle una
buena impresión y después, apenas si se lo había tropezado un par de veces al salir de su despacho en las
que se habían limitado los dos a saludarse.
Relegó en su mente ese asunto para otro momento en cuanto llegó a su casa para ocuparse de
otro más urgente. Vivía en la calle Alfonso XII, en la quinta planta de un suntuoso edificio de finales del
siglo diecinueve. Había nacido en él su madre y lo había heredado después de la suya al poco de casarse.
Sus progenitores habían mantenido la fastuosa y recargada decoración de las casas de nivel de esa época
que las amigas de Lydia contemplaban embobadas cuando a la salida del colegio las invitaba a su casa a
merendar. Probablemente no habían visto antes tanta cornucopia pendiente de las paredes ni tanta
tapicería de damasco revistiendo los innumerables tresillos de los tres salones ni las molduras que con
flores y arabescos ornamentaban los altísimos techos de todas las estancias, a excepción de la zona de
servicio. Incluso en la habitación que llamaban la salita de música, pese a sus considerables
dimensiones, tenían un piano de cola, negro y reluciente, que nadie había tocado nunca, salvo Lydia, que
tampoco había extraído de él música alguna porque no sabía, pero que sí rozaba sus teclas con los dedos
a escondidas cuando no la veían. Sus padres consideraban que en toda casa “bien” debía de haber un
piano de cola y como gozaban de una inmejorable situación económica la atestaron también de cuadros
de pintores conocidos, de libros incunables que adornaban las librerías de la biblioteca, pero que no
leían, y de mil caprichos más, tan hermosos como inútiles.
No habían sido conscientes Lydia ni su madre de lo confortable de su existencia hasta que murió
su padre. Era notario y de un día para otro y a consecuencia de un infarto de miocardio perdieron a su
progenitor y esposo respectivamente y con él la fuente de los ingresos de la que disfrutaban hasta
entonces para pasar a depender de una pensión de viudedad. Empezaron por despedir el servicio, por
anular después el abono del teatro de la ópera, por prescindir seguidamente de la ropa de marca que
vestían y finalmente echaron cuentas y llegaron a la conclusión de que apenas si disponían de lo
suficiente para pagar los gastos de la casa y para comer. Terminaba Lydia por entonces la carrera de
económicas y encontró pronto una colocación en el departamento de contabilidad de unos grandes
almacenes lo que alivió en parte su situación económica, aunque no lo suficiente como para mantener
holgadamente el ritmo de vida del que disfrutaban, por lo que le planteó a su madre que deberían vender
esa casa y trasladarse a un piso más pequeño ubicado en un barrio más modesto. Su madre puso el grito
en el cielo. A los abuelos de Lydia les había sobrado también el dinero y desde niña se había
acostumbrado su madre a satisfacer todos sus caprichos.
También las hermanas de su madre se enfadaron con Lydia cuando se enteraron de que pretendía
desprenderse de la casa en la que habían vivido de solteras y donde igualmente habían habitado los
padres de ellas y los padres de sus padres. Ese piso pertenecía además con carácter privativo a su madre
y ésta se negó en rotundo. Seguía sin entender que su situación ya no era la misma y ni siquiera después
de la hemiplejia que sufrió, a consecuencia del cual Lydia se vio obligada a dejar de trabajar, se avino a
entrar en razones.
Pese a su obstinación, lo intentó Lydia. Colocó un letrero en los balcones de todas las estancias
que daban a la calle con la esperanza de llegar a convencer a su madre, pero no se presentó ningún
comprador, lo que por otra parte no era extraño. Era un piso demasiado grande y demasiado caro para
que ninguna pareja joven pudiese aspirar a convertirla en su hogar. Hubiera podido interesarle quizás a
otro notario para instalar en ella su oficina o a un médico prestigioso que pretendiese deslumbrar a sus
pacientes, pero no llamó nadie al timbre pidiéndole que se lo enseñara. Incluso intentó también vender el
piano de cola, lo que tampoco consiguió por el mismo motivo. La mayoría de los pisos eran más
pequeños que el suyo y el dichoso piano era un trasto enorme.
Tampoco después de que heredara ella la casa encontró comprador, aunque mantuvo los letreros
de “se vende” en todos los balcones. No contaba ya con la pensión de viudedad de su madre después del
fallecimiento de ésta, por lo que en el último mes antes de que la llamaran del banco sus comidas habían
consistido en bocadillos de mortadela. No podía ni tan siquiera alternarla con queso o con chorizo,
porque eran demasiado caros. ¿Y aun así sospechaba el estúpido del policía que la había interrogado esa
mañana que había participado ella en el atraco de los dos bancos, en el de Ultramar en el que trabajaba
antes del accidente de su madre y en el Atlantis donde esta empleada actualmente? No tendría el muy
estúpido más que fijarse en lo mucho que había adelgazado. Claro que ese policía no la conocía
anteriormente, por lo que no tenía base de comparación.
Al llegar al edificio en el que vivía entró apresuradamente en el portal de pavimento y paredes de
mármol, donde la saludó el uniformado portero, que le abrió la puerta del ascensor con unos modales
propios de épocas pretéritas y en cuanto la cabina alcanzó la planta quinta se precipitó ella dentro del
piso para dirigirse a la habitación que su padre había destinado a despacho tiempo atrás, aunque nunca
trabajaba en él, pero como le sobraban habitaciones, le pareció oportuno amueblar una con una gran mesa
de estilo castellano y una ostentosa butaca de piel con una base giratoria y archivar en un mueble del
mismo estilo sus papeles. Ahora guardaba Lydia en él las facturas que le llovían por todas partes y desde
todos los flancos imaginables desde que muriera su padre.
A esa estancia se dirigió sin pérdida de tiempo para revolver el archivador, aunque estaba segura
de haber tirado los justificantes de la enfermedad de su madre que le había pedido el inspector de
policía. Como había temido, no los encontró. Los había tirado a la basura pocos días antes. Seguía
queriendo vender el piso y había pensado que debía irlo aligerándolo de todo lo que sobraba, que no era
poco.
Desalentada, salió al pasillo y entró en el saloncito de música desde donde, esquivando el piano
de cola, pasó a través de una puerta corredera al que llamaban salón azul y se dejó caer en el sofá. La
habitación daba a la calle Alfonso XII y a través de los visillos blancos que cubrían los cristales del
balcón se veía el parque del Retiro y la verja de hierro que cercaba los altos árboles que empezaban a
retoñar. ¿Qué iba a hacer ahora?, se preguntó.

—CAPÍTULO III—

C on una ansiedad creciente llegó al banco a la mañana siguiente. La oficina estaba


solitaria y silenciosa. Fermín y Lucas, tras la cristalera de las cajas y sin ningún cliente al que atender,
apuntaban algo en unos papeles que tenían sobre el mostrador, que Lydia no se entretuvo en averiguar. Al
pasar por delante del despacho del subdirector apretó el paso, temiendo inconscientemente que el
inspector Bermúdez siguiera allí, sentado tras la mesa, y pudiera asomar la cabeza en cualquier instante
para mirarla acusadoramente o para llamarla y pedirle los papeles que le había indicado el día anterior.
Apresuradamente se dirigió al suyo, donde Sofía introducía absorta unos datos en el ordenador, pero
interrumpió su trabajo en cuanto la oyó entrar.
—Ya ha vuelto— le comunicó en un susurro.
— ¿Quién? ¿Quién ha vuelto?
—Eduardo. Ya se ha recuperado de su gripe y se ha presentado en el banco bien temprano.
— ¿Solo le ha durado dos días?— se extrañó Lydia—. Tengo entendido que por la gripe hay que
guardar cama una semana.
—Pues ya ves, Eduardo solo ha necesitado dos días para matar el virus, la bacteria o el microbio
que la produce. No sé cuál de los tres es el causante Se ha presentado sonriente, con el mismo aspecto de
siempre, y ni siquiera tose.
— ¿De veras?— inquirió Lydia recelosa—. Pues me sorprende. En mi época de estudiante
enganché una vez un gripazo y estuve malísima, porque me dolían todas las articulaciones. Cuando al fin
pude levantarme de la cama tuve la sensación de haber envejecido diez años de repente y de haberme
convertido en una anciana reumática. ¿No tiene Eduardo aspecto de viejo reumático?
—No, ya te he dicho que está igual que siempre, más guapo que antes si cabe. ¿No te has fijado en
lo guapo que es?
La envolvió Lydia en una distraída mirada.
—Pues… pues no sé qué decirte. El día de la entrevista no estaba para fijarme en nada y después
solo me lo he tropezado ahí afuera un par de veces.
—Pues fíjate— le recomendó la otra con guasa— Vas a tener ocasión esta mañana, porque de
momento le van a colocar una mesa en este despacho y va a trabajar aquí con nosotras.
La observó Lydia boquiabierta.
— ¿Y por qué?
— Porque le han birlado el despacho, lo que nos viene de perlas para sonsacarle. ¿Se te ha
olvidado ya que ayer me ofrecí contigo a preguntarle por el motivo de que estuviera su abrigo colgado
del armario una mañana en la que él no había venido al banco por encontrarse enfermo?— le recordó
Sofía guiñándole un ojo.
Parpadeó Lydia desconcertada.
—No lo he olvidado, pero no te creo capaz de preguntarle esa tontería. Como es natural te
contestará que no. Y eso, si no se enfada contigo.
Se echó a reír Sofía con aire jactancioso.
—Es que no le voy a hacer esa pregunta. No soy tan tonta. Le voy a sondear sutilmente a cuenta
del abrigo que olvidó en el armario que sigue colgado en el ropero. Y por cierto, que hoy ha venido a
cuerpo.
—Lo que parece indicar que no tiene más que un abrigo— replicó Lydia siguiéndole la broma—.
Somos unas grandes detectives.
La secundó Sofía, aunque terminó por menear desaprobadoramente la cabeza.
—Para detective, el inspector Bermúdez. Ahí sigue, atrincherado en el despacho de Eduardo y no
parece que tenga intención de dejárselo libre a éste. En cuanto ha llegado esta mañana Eduardo, le ha
llamado a su propio despacho para que se siente en uno de los sillones de los clientes e interrogarle. No
sé qué gracia la habrá hecho al chico ver ocupada su mesa por ese policía peludo. Por esa razón se va a
trasladar aquí, con nosotras, hasta que el policía tenga a bien dar por finalizada su investigación.
—Pues vaya por Dios— se lamentó Lydia—. Supongo que volverá a llamarme para que le
convenza de que no he tenido nada que ver con el atraco. La verdad es que todo está en mi contra.
— ¿Qué es lo que está en tu contra?—la rebatió Sofía indignada—. Que hayas trabajado en dos
bancos que han sido atracados no significa nada. ¿Te has enriquecido a raíz de alguno de los dos o de los
dos? ¿Se ha incrementado el saldo de tu cuenta corriente? ¿Vives ahora en una mansión imponente o…?
—Sí vivo en una mansión imponente— la interrumpió antes de que pudiera seguir enumerando
otras magnificencias—. En un piso que mi madre heredó de mis abuelos y puede que éstos de sus
progenitores. Hasta tiene un piano de cola— añadió puerilmente.
Ahora fue Sofía la que parpadeó sorprendida.
— ¿Un piano de cola? ¿Es que tocas el piano?
Esbozó Lydia un gesto desdeñoso.
— ¿Yo?, no, claro que no. El piano lo comprarían mis bisabuelos o mis tatarabuelos. Sí, creo que
una tatarabuela mía, a la que por lo visto me parezco mucho, lo tocaba, pero yo tengo un oído fatal y no
toco nada. Intenté venderlo cuando murió mi padre y también después cuando mi madre sufrió el
accidente, pero no lo quiere nadie, ni siquiera los dueños de las tiendas de antigüedades, porque es
enorme.
—Ya— murmuró Sofía cavilosa sin entender a donde quería ir a parar–. ¿Y qué tiene que ver el
inspector Bermúdez con tu piano de cola? Explícale que lo has heredado de tus tatarabuelos y que no lo
has robado ni lo has comprado con el beneficio que obtuviste en el atraco de los dos bancos en los que
has trabajado— añadió con guasa—. ¿No crees que con eso se quedará contento?
—No, no se quedará contento— le aseguró levantando ligeramente la voz—. Ayer me pidió que le
trajera los informes médicos del hospital de Copenhague en el que atendieron a mi madre cuando se cayó
por las escaleras del hotel. Ya te he contado que a consecuencia del golpe sufrió una hemiplejia y yo tuve
que despedirme del banco en el que trabajaba para ocuparme de ella. Supongo que lo que pretende es
comprobar si efectivamente sucedió ese accidente unos días antes de que me despidiera de ese banco y
de que lo atracaran. Quiere ver si coinciden las fechas, ¿comprendes?
— ¿Sí?, pues dale esos informes.
—Es que no los tengo. Los tiré hace unos días, porque pensé que ya no los iba a necesitar. Intento
aligerar mi casa de enredos por si apareciera de pronto un comprador.
—Puedes solicitar una copia al hospital donde atendieron a tu madre— sugirió Sofía con el aire
de eficiencia que tanto le caracterizaba.
—No recuerdo cómo se llamaba el hospital. Además, no sé danés.
—En Dinamarca habla todo el mundo inglés.
—Tampoco sé tanto inglés como para entenderme por teléfono. Sé pedir un café con leche y
preguntar dónde está el servicio, pero poco más.
La observó Sofía pensativa.
—Pues en eso no te puedo ayudar, porque yo solo chapurreo ese idioma y cuando no comprenden
lo que digo me ayudo con gestos, pero por teléfono…
En ese momento se abrió la puerta del despacho y por ella entró Eduardo que se detuvo sin haber
dado más que un par de pasos recorriendo la estancia con los ojos. Debía buscar la mesa que le habrían
asignado temporalmente y al no hallarla hizo un gesto de contrariedad, pero Sofía se apresuró a ponerle
al corriente.
—Han ido al sótano a buscar tus muebles. Puedes mientras tanto sentarte en uno de los sillones
que suelen ocupar los clientes y contarnos cómo te ha ido con el inspector Bermúdez. ¿Qué te ha
preguntado?
Esbozó él un gesto vago, mientras tomaba asiento frente a las dos. Vestía un pantalón gris y una
chaqueta azul marino sobre una camisa también azul pero de tono claro, a juego con el color de sus ojos.
Lydia no se había fijado en que los tenía muy claros el día en el que la entrevistó, concentrada como
estaba en causarle una buena impresión ni posteriormente cuando se lo había cruzado por la oficina, pero
ahora lo tenía enfrente y la luz de la lámpara de su mesa le daba de lleno en el rostro perfilando
nítidamente las líneas de sus facciones y dejando en sombra la oscuridad de su cabello, liso y casi negro.
Levantó la cabeza y clavó en ella una mirada en la que podía leerse algo que se asemejaba mucho
a la curiosidad. Lydia reprimió un estremecimiento. Sin saber por qué se sintió retroceder al armario
ropero en el momento en el que, agazapada tras el abrigo de Eduardo, el atracador más alto había abierto
de golpe la puerta y había recorrido con la mirada el interior del guardarropa. Sus ojos oscuros parecían
taladrar el abrigo que la ocultaba y traspasar hasta los lugares más recónditos del reducto en el que se
hallaba y por supuesto las prendas de ropa que colgaban de las perchas y que se interponían entre los
dos. Esos ojos no eran del mismo color que los del hombre que tenía sentado enfrente de ella en ese
momento, pero transmitían también éstos algo que la desazonó acelerándole el pulso. Le pareció que
buscaba él cuidadosamente las palabras.
—Me ha preguntado de todo. Por mi vida anterior, por la vuestra y por la de los restantes
empleados del banco. Como es natural solo he podido contestarle parcialmente a lo que quería saber,
porque no conozco vuestra vida privada. Pero no os preocupéis porque os he puesto por las nubes a las
dos— terminó en tono de chanza.
— ¿Y no se ha extrañado de que te hayas recuperado tan repentinamente de tu gripe?— insistió
risueñamente Sofía.
—Sí, claro que se ha extrañado, pero le he aclarado que lo que he tenido ha sido una
gastroenteritis y me he recuperado en pocas horas. Debí comer algo en malas condiciones. De todas
formas me ha parecido un hombre muy receloso— Desvió la mirada para fijarla en Sofía y envolverla en
una mirada guasona al tiempo que añadía—: Desconfía de mí, porque soy uno de los últimos fichajes de
este banco, pero de vosotras también. Y de Fermín y de Lucas… Sospecha de todo el personal, aunque…
Se interrumpió sin acabar la frase después de observar disimuladamente durante un segundo a
Lydia, que se rebulló inquieta en su silla.
—Estoy segura de que soy yo su sospechosa predilecta— se apresuró a comentar ésta intentando
tomarlo a broma— ¿No te ha dado a ti la misma impresión?
Dudó él durante unos segundos, pero terminó por admitirlo.
—Bueno, sí. Solo llevas trabajando un mes en este banco. Me ha preguntado por tu curriculum y
le he contestado que no lo recordaba, pero que el día en el que te entrevisté me pareció satisfactorio.
— ¿Y no te ha contado él que también atracaron otro banco, el banco de Ultramar, en el que
trabajé anteriormente?
La observó, ahora con fijeza.
—No. ¿Qué fue lo que pasó?
—No lo sé, porque yo no estaba. Me había despedido dos días antes.
—Y el problema es que no sabe inglés— intentó aclararle Sofía—. Lo chapurrea, pero para
mantener una conversación telefónica es necesario dominar el idioma.
—Si es por eso, yo puedo servirte de intérprete— se ofreció en el acto—. ¿A quién quieres
llamar?
—A ninguna parte, porque no recuerdo cómo se llamaba el hospital en el que ingresaron a mi
madre— replicó en un tono que sin saber por qué le salió brusco—. Sufrió un accidente en Copenhague
como consecuencia del cual se quedó paralítica y yo tuve que dejar de trabajar para ocuparme de ella—.
Se interrumpió para tratar de averiguar la impresión que habían producido en él sus palabras, pero la
miraba impasible, con las cejas ligeramente enarcadas. Al no ser capaz de deducir lo que pudiera estar
pensando, continuó—: El inspector Bermúdez quiere comprobar si eso es cierto, porque, como te he
dicho, a raíz de despedirme de aquel banco lo atracaron. Debe pensar que estaba compinchada yo con los
ladrones y que les di el soplo de que ese día también se iba a retirar mucho dinero de la caja fuerte para
pagar las pensiones de los jubilados. Lo mismo que anteayer. Lo curioso es que al mes de empezar a
trabajar yo aquí se ha repetido el robo en este banco con el mismo modus operandi y al parecer con los
mismos asaltantes.
Notó que mantenía él su mirada fija en su rostro como si se estuviera preguntando qué podría
haber de verdad en lo que sospechaba el inspector.
—Pues sí que es una casualidad— murmuró al fin por lo bajo.
—Más que casualidad, yo le llamaría fatalidad— se lamentó Sofía—. Pero tiene que haber alguna
persona que sepa cómo se llamaba ese hospital. ¿No me has dicho que a tu madre la invitó una amiga
suya a hacer el viaje? Deberías llamarla para preguntárselo.
—Ya lo he pensado, pero esa amiga murió hace tiempo. Y la verdad es… la verdad es que no sé
qué hacer.
—No tienes que hacer nada— la interrumpió con rapidez Eduardo—. El mundo está lleno de
casualidades no siempre satisfactorias y tu caso es una prueba irrefutable. Es ese policía el que tendría
que demostrar tu culpabilidad. Si no se fía de ti, ya se ocupará de pedirle al juez que le autorice a
investigar tus cuentas bancarias y de comprobar si por signos externos ha mejorado tu posición
económica a raíz de aquel suceso—. Con guasa mal disimulada se inclinó hacia ella sobre la mesa para
preguntarle—: ¿Has mejorado de posición económica desde esos dos atracos?
Meneó Lydia negativamente la cabeza mientras rememoraba los interminables atardeceres en los
que había deambulado semi a oscuras por la casa sin encender la luz ni poner en marcha el televisor por
miedo a incrementar la factura de la electricidad y los innumerables bocadillos de mortadela que había
comido desde entonces. A veces había soñado con cambiar la mortadela por el chorizo, pero no se había
podido permitir el lujo de darse ese capricho, porque el chorizo era más caro que la mortadela. El
inspector Bermúdez podía rebuscar sin riesgo para ella en su pasado más reciente. A cualquiera le
entrarían unas tremendas ganas de llorar al conocer cómo habían transcurrido para ella los interminables
días que habían sucedido a aquél en el que fue a recoger a su madre al aeropuerto a su regreso en camilla
de Copenhague, pero no creía al inspector capaz de semejante debilidad. Ni siquiera que le acongojara
su mala suerte. La había elegido como sospechosa principal y no creía que fuera a cambiar fácilmente de
opinión.
El hilo de sus pensamientos la devolvió nuevamente y sin solución de continuidad hacia la
mañana del atraco y le pareció sentir en su mejilla el áspero roce del abrigo marrón de Eduardo colgado
de una percha y ésta de la barra niquelada que atravesaba el recinto de extremo a extremo en el armario
ropero. ¿Cómo podría conducir la conversación hacia ese punto para que él le aclarara el motivo de que
estuviera dentro del armario una mañana en la que no había aparecido por el banco? Hizo intención de
intervenir en la conversación que mantenían los otros dos, pero no le resultó fácil. Sofía se reía con él a
cuento del inspector Bermúdez y de sus bruscas preguntas, agitando con coquetería su rizada melena. Ya
había tenido Lydia ocasión de comprobar que su compañera de despacho se alborotaba en cuanto se le
aproximaba cualquier elemento del género masculino. Hasta con Fermín, uno de los dos cajeros, que por
la edad podría ser su padre o incluso su abuelo, se le atiplaba la voz, se reía sin venir a cuento y por
supuesto bamboleaba cadenciosamente su melena, porque ese ademán no faltaba nunca.
Se preguntó en ese momento si habría algo entre los dos que tenía enfrente, porque Eduardo le
seguía el juego como si estuvieran solos en el despacho. Quizás Sofía se hubiera propuesto tenerle en
reserva por si tenía que sustituir con él al chico alegre y adinerado con el que salía si éste llegaba a
emprender el vuelo. Con el que le había dicho que se llamaba Nicolás. En ese momento se sintió de más.
Absolutamente excluida. Tras otro bamboleo de su melena Sofía la amenazaba con un dedo por algo que
le había dicho él y que Lydia no había llegado a oír. Trató nuevamente de hacerse notar, pero, cuando se
convenció de que era inútil, decidió interrumpir la conversación que mantenían y encauzarla por los
derroteros que le interesaban.
—No te imaginas lo mal que lo pasamos anteayer— empezó, levantando la voz para que Eduardo
la atendiera—. Tendrás que reconocer que al final fue una suerte que te pusieras enfermo ese día y que no
pudieras venir a trabajar, porque no creo que podamos olvidar nunca el pánico que experimentamos. Fue
horrible. El atracador más alto agarró a Sofía por el cuello y de un empellón la tiró al suelo. Se abalanzó
también sobre don Hermenegildo y no sé si sobre alguno más, porque no lo vi. Yo estaba en el armario
ropero cuando irrumpieron en la oficina.
Desvió Eduardo hacia ella para clavar en su rostro sus claros ojos azules.
— ¿En el armario? ¿Y qué hacías allí?
—Acababa de llegar y estaba colgando mi chaquetón en una percha cuando oí fuera el alboroto,
por llamarlo de alguna manera. La puerta del ropero estaba entreabierta y por el resquicio vi lo que te he
contado.
— ¿Y qué viste?
La voz de él le sonó rara. Se había acodado en la mesa de ella y la observaba sin pestañear.
—Lo que te acabo de decir. Como el ladrón más alto arrojaba a don Hermenegildo por el suelo,
y luego cómo arremetía contra Sofía.
— ¿Y la cara? ¿Le viste la cara a ese tipo?
Revivió Lydia ese instante, pero sobre todo el momento en que segundos más tarde el hombre
terminó de abrir la puerta del armario y dirigió una mirada a su interior con aquellos ojos tan oscuros, tan
negros que parecían traspasar las prendas que colgaban en su interior y localizarla a ella, escondida
detrás del abrigo marrón de Eduardo.
—La cara, no. Solo sus ojos. Era lo único que le quedó al descubierto cuando se colocó las gafas
oscuras sobre la cabeza, porque la capucha de la chaqueta le tapaba el pelo y una bufanda le cubría el
resto de su rostro. Sí recuerdo que la bufanda era escocesa de cuadros rojos y verdes.
— ¿Y qué pasó?
—Que retrocedí hasta la pared del fondo del armario cuando ese hombre se acercó a
inspeccionar si había alguien dentro. Empujó la puerta para abrirla del todo y se quedó allí plantado. No
sé cuánto tiempo estuvo en el umbral, pero me pareció un siglo. Tuve la inmensa suerte de poder
esconderme detrás de un abrigo marrón que desde la percha colgaba hasta el suelo, por lo que no me vio
los pies.
Esperó de él algún comentario, pero no lo hizo. Seguía mirándola imperturbable con aquellos
ojos tan claros y tan brillantes. Por fortuna, aunque ignorando la finalidad que perseguía la otra, Sofía
acudió inmediatamente a remachar sobre el asunto.
— ¿Un abrigo marrón muy largo? ¿No sería el tuyo, Eduardo?
Le pareció a Lydia que había recorrido él un viaje muy largo con la mente y que acababa de
regresar al despacho en el que se hallaban, porque parpadeó como si al volverse hacia la otra no
consiguiera enfocarla bien. Luego sonrió.
—Pues probablemente sí, porque lo olvidé el día anterior en ese armario. Cuando me marché al
mediodía había subido tanto la temperatura que me fui a cuerpo sin recordar que lo había traído y que lo
había dejado colgado ahí. No tengo más que ese abrigo y esta mañana me he congelado vivo al venir a
trabajar. Y eso que mi casa está cerca.
Se reía ahora, coreado por Sofía que debía haberse olvidado momentáneamente del chico con el
que salía, porque estaba desplegando con Eduardo toda suerte de mohines pícaros.
Se enzarzaron los dos nuevamente en un juego de dimes y diretes y Lydia se sintió nuevamente de
más en el trío que formaban. Esa molesta sensación se trocó inmediatamente en otra de alarma cuando
seguidamente se abrió la puerta del despacho y por ella entró Lucas. Rondaría éste los treinta y tantos
años y no sería mal parecido de presentar un aspecto más convencional. Llevaba el cabello castaño
rapado casi hasta la coronilla y el resto levantado sobre la cabeza unos cuantos centímetros más de lo
que sería su caída natural. No llevaba barba, pero se afeitaba solo de tarde en tarde, por lo que le
apuntaba oscura en las mejillas dándole un aspecto enfermizo. En una oreja mostraba un piercing y vestía
un pantalón vaquero de talle extremadamente bajo sobre el que le colgaba una camiseta blanca cubierta
por un grueso jersey gris con cremallera. Lydia había pensado el día en el que le conoció que pretendía
llamar la atención por extravagante, pero más tarde había llegado a la conclusión de que simplemente se
identificaba con el grupo de amigos con el que salía, tan desharrapados como él, que a menudo venían a
recogerle al banco al mediodía.
El semblante del chico era muy expresivo y gesticulaba mucho al hablar, Había notado desde la
primera mañana en la que se presentó en el banco a trabajar que él la seguía con los ojos y que
aprovechaba todas las ocasiones posibles para acercársele y entablar conversación, pero ella se había
mostrado siempre muy reservada, porque le desagradaba su aire bohemio y tampoco estaba muy segura
de que se lavara a menudo. En realidad le parecía un tipo estrafalario. En ese momento se dirigió
directamente hacia su mesa y se inclinó hacia ella para susurrarle:
—El inspector Bermúdez quiere hablar contigo.
Algo así había temido Lydia al verle entrar, pero al oírle sintió que se le desbocaba el corazón
dentro del pecho.
— ¿Por qué? Tengo mucho trabajo y no puedo perder tontamente la mañana. Ya le he dicho todo
lo que sé.
La mirada de Lucas se desvió hacia los otros dos que seguían riéndose de algo que ella no había
llegado a oír y luego la volvió hasta el rostro de Lydia sin mover un solo músculo de su rostro.
—Quiere preguntarte por unos papeles que te pidió ayer— le comunicó en tono monocorde—. Me
ha dicho que si estabas ocupada se los llevara yo.
Eduardo y Sofía habían enmudecido de repente y se habían vuelto hacia ella, que se levantó con
un esfuerzo apoyándose con ambas manos sobre la mesa.
—No, déjalo. Ya voy yo a explicárselo, Pero gracias de todos modos.
Se mesó Lucas la especie de cresta que llevaba sobre la cabeza y le sonrió tímidamente.
—Si quieres que te acompañe…— se ofreció—. Hoy está de muy malhumor.
—No, gracias. No es necesario— replicó bordeando la mesa.
— ¿Y por qué está de malhumor?— oyó que preguntaba Sofía a su espalda mientras ella se
dirigía hacia la puerta.
—Porque no avanza en la investigación. Los de la científica no han encontrado huellas dactilares,
porque esos tipos llevaban guantes y, como sabréis, las cámaras de vigilancia no grabaron nada porque
estaban desconectadas. Ninguno hemos sido capaces de proporcionarle datos que le permitan
identificarles. Por eso está irritado. Me parece natural.
Lo comentaba accionando con las manos como si les estuviera haciendo partícipes de algo
trascendental, lo que en él era habitual. Era un chico demasiado teatral y los otros dos no dejaron escapar
la ocasión de embromarle.
— ¿Y qué quiere que hagamos nosotros?— protestó Sofía con un gesto de disgusto—. Ya nos
gustaría ayudarle para que pudiera atraparles, porque… porque menudo rato nos hicieron pasar. Sobre
todo el más alto.
Lucas se apresuró a corroborar sus palabras con un estudiado gesto de pánico.
—Es cierto. El más alto te sacudió a ti, pero uno de los otros dos tipos me amenazó a mí
encañonándome con una pistola— le recordó—. Puedo asegurarte que no fue precisamente divertido.
Fermín lleva dos días sin dormir.
—Y yo— corroboró Sofía olvidándose de su jueguecitos de sonrisas y mohines al rememorar lo
acaecido dos días antes para esbozar un rictus de pavor— Todavía cojeo. Llegué a temer además que el
más alto le descerrajara un tiro a don Hermenegildo cuando éste se atrevió a plantarle cara.
Algo le contestó Lucas, que ella no llegó a escuchar. Había salido del despacho cerrando la
puerta a su espalda y se dirigió directamente hacia el contiguo, donde antes de entrar llamó con los
nudillos. El inspector Bermúdez levantó la cabeza al escuchar el sonido de sus pasos dentro de la
estancia y con un ademán le indicó una de las butacas que tenía frente a su mesa. Luego se acodó sobre
ésta para mirarla de frente.
— ¿Encontró los informes que le pedí?— inquirió, sin andarse con rodeos.
Meneó Lydia negativamente la cabeza.
—No, creo haberle comentado que los tiré después del fallecimiento de mi madre. Tengo pensado
mudarme a un piso más pequeño en cuanto consiga vender la casa en la que vivo e intento desprenderme
de todo lo superfluo. Supuse que no iba a volver a necesitar esos informes.
—Ya— musitó él por todo comentario.
—No recuerdo además cómo se llamaba el hospital de Copenhague donde la ingresaron.
—Claro, claro— dijo él como si le hubiera convencido y hubiera perdido todo interés en ese
asunto. Había bajado la cabeza y parecía consultar algo en uno de los papeles que tenía sobre la mesa.
Finalmente la levantó de nuevo para clavar en su rostro unos ojillos inquisitivos.
—Vive usted en la calle Alfonso XII, ¿no es así?
—Sí.
—Justamente enfrente del parque del Retiro— Afirmó más que preguntó.
—Efectivamente.
—En un piso de unos trescientos y pico metros.
—Sí, sí. Era de mi madre, que lo heredó de sus padres. Intenté convencerla de que lo vendiera a
raíz de que sufriera el accidente que la dejó paralizada de medio cuerpo, pero se negó. Después de su
fallecimiento he buscado compradores que se interesaran por él, pero es demasiado grande y demasiado
caro para las posibilidades de la gente, que suele buscar algo más asequible.
—Claro, claro— refunfuñó él—. Supongo que podrá acreditarme lo que me acaba de decir.
— ¿Qué es demasiado grande?
—Que lo heredó de su madre y ésta de sus progenitores— puntualizó áspero— No deja de ser
extraño que hayan salido adelante las dos sin que usted trabajara y solo con la pensión de ella como
únicos ingresos y que haya vivido desde entonces en un piso que debe de tener unos gastos muy elevados.
¿Me equivoco?
Recordó nuevamente Lydia las dificultades que tuvo que superar durante esos años. Llegó incluso
a caminar a oscuras por la casa en cuanto anochecía para no encender la luz eléctrica y no utilizaba la
vitrocerámica de la cocina más que lo imprescindible. La calefacción además era individual en cada piso
del edificio y ella cerraba todos los radiadores a excepción de los elementos del dormitorio de su madre.
No podría imaginar siquiera el hombre que tenía enfrente el frío que había tenido que soportar ella
durante los inviernos. La observaba por el contrario como si esperara que cometiera en cualquier
momento un error que la delatara.
—No, está en lo cierto— repuso aparentemente tranquila—. ¿Pero qué quiere que le traiga? ¿La
escritura de adjudicación de la herencia de mi madre?
—Sí, y la de ella también. Porque supongo que esas escrituras no las habrá tirado…— sugirió
con sarcasmo mal disimulado.
—Por supuesto que no. Mañana es sábado, así que se las traeré el lunes próximo.
—De acuerdo, de acuerdo— rezongó con un ademán con el que parecía indicarle que podía
marcharse.
No se lo hizo Lydia repetir y se levantó de la butaca y caminó hacia la puerta sin apresurarse y
con la cabeza alta para que aquel antipático policía pudiera darse cuenta de que ella no tenía nada que
esconder.
Cuando regresó al despacho que compartía con Sofía ya le habían llevado a Eduardo una mesa y
una butaca giratoria que habían colocado paralela a la de la otra muchacha y frente a la de ella. Ninguno
de los dos apartó la mirada de la pantalla del ordenador al oírla entrar y Lydia tomó asiento en la suya
frente a los dos y se abismó también en las solicitudes de hipotecas que tenía pendientes. De vez en
cuando comentaban algo por lo bajo como si estuvieran solos y una vez más se sintió excluida,
sentimiento que se acrecentó cuando al término de la jornada ambos se pusieron en pie y se dirigieron
hacia la puerta. Desde el umbral Sofía se volvió hacia ella.
—Vamos a tomar algo, ¿te apuntas?
No parecía sentir el menor deseo de que les acompañara, por lo que se apresuró a denegar con la
cabeza su proposición.
—No, no, hoy no puedo.
No parecieron lamentarlo ninguno de los dos, sino más bien al contrario. O esa fue al menos la
impresión que le produjo a Lydia, cuando le oyó decir a Sofía:
—De acuerdo. Hasta el lunes entonces, que te diviertas el fin de semana.
Eduardo salió tras la otra sin hacer el menor comentario y tropezó con Lucas que entraba de
nuevo en el despacho y que se le dirigió.
— ¿Te marchas ya?
—Sí, he terminado por hoy. Ya continuaré el lunes el informe que me ha pedido don
Hermenegildo. Bueno, el que le ha pedido a Sofía y ella me ha delegado, porque el director trata estas
cosas solo con ella.
Se puso en pie y ordenó en un pináculo los papeles que tenía sobre la mesa, mientras él, apoyado
sobre el tablero, permanecía inmóvil y con la mirada baja.
— ¿Vas a tu casa ahora?— le preguntó sin mirarla.
—Sí, claro.
—Podría llevarte— sugirió—. He traído el coche.
Enarcó Lydia las cejas al oírle. A diario le había visto correr hacia la boca del Metro cuando
salían de la oficina al finalizar la jornada de trabajo.
— ¿Has traído el coche? No sabía que lo tuvieras.
Esbozó él un gesto tímido con el que apenas si se le distendieron los músculos de su rostro.
—No lo tenía. Lo compré ayer y lo he traído para que lo vieras y me digas qué te parece. Pienso
salir con él los fines de semana a tomar algo por ahí. ¿Te gusta el campo?
Temió Lydia que le hiciera la proposición que previsiblemente vendría a continuación y
atropelladamente replicó:
—Sí, claro, pero he quedado a comer y no puedo entretenerme. Otro día me lo enseñas. ¿Qué
coche te has comprado?— le preguntó cautelosamente con la intención de manifestar el suficiente interés
para no herirle pero sin que al mismo tiempo le diera oportunidad de realizar nuevamente su
ofrecimiento.
—Un Ford Mondeo— repuso él con mal disimulado orgullo—. Llevo mucho tiempo ahorrando,
porque es precisamente el modelo que he querido desde que era un chaval.
Conocía Lydia a cuanto ascendía el sueldo de todos los empleados del banco y por supuesto el de
él y le sorprendió que hubiera sido capaz de reunir el dinero necesario para adquirirlo. Quizás viviera
aún en casa de sus padres y sus gastos fueran mínimos. Se dijo que no era ese un tema que le incumbiera a
ella y que debería realizar un mutis honroso para no decepcionarle ni verse obligada a darle una negativa
si insistía, pero antes de haberse darse cuenta de que lo hacía se encontró preguntándoselo.
— ¿Te has independizado ya?
Asintió él con la cabeza.
—Sí, vivo en un piso alquilado en la Ribera de Curtidores. Un sitio fantástico. Comparto el piso
con otros dos amigos. Podría enseñártelo un día de éstos.
—Claro, claro— musitó aturdida, sin que se le ocurriera otra cosa que decir—. Y ahora perdona,
porque voy a llegar tarde a la comida. La semana que viene me enseñas tu coche. Hasta el lunes.
Atropelladamente había descolgado su bolso del respaldo de la butaca giratoria y salió del
despacho como un ciclón. Recorrió la oficina sin volver la cabeza y tropezó con el inspector Bermúdez
que se dirigía también hacia la puerta de cristales por la que se accedía a la calle y al que le murmuró
unas palabras de disculpa. Notó la mirada del policía clavada en su espalda al dejar atrás la oficina y
siguió sintiéndola conforme caminaba en dirección a la plaza de la Independencia y apretó el paso con
una absurda sensación de culpabilidad.

—CAPÍTULO IV—

E n cuanto entró en su piso hizo intención de dirigirse a su dormitorio, pero el sonido de


la llamada de su móvil la obligó a detenerse en el pasillo que recorría. Pocas personas conocían el
número de su teléfono. El día anterior se lo había pedido el inspector Bermúdez y por un momento temió
oír su voz a través del hilo informándola de que había decidido detenerla o interrogarla nuevamente, pero
esta vez en la comisaría. Reconoció por el contrario la voz gangosa de su tía Eloísa y suspiró aliviada.
—Lydia, eres tú ¿verdad?— la oyó, afirmándolo más que preguntándoselo, con aquel aire
autoritario tan suyo.
—Sí, sí, ¿cómo estás?
—Mal. Muy mal y necesito verte. Tienes que venir a pasar conmigo el fin de semana. Ahora pasa
por el pueblo ese tren que corre como un loco y que solo tarda una hora en llegar aquí desde Madrid.
¿Sabes a cual me refiero?
Hizo Lydia un gesto afirmativo con la cabeza, pero al darse cuenta de que su tía no podía verla
tradujo su ademán en palabras.
—Sí tía, claro que lo sé. Es un tren de alta velocidad, pero el billete es muy caro. Acabo de
cobrar mi nómina en el banco, pero no puedo permitirme el lujo de despilfarrar. Esta casa tiene
muchísimos gastos y…
—Ni se te ocurra venderla— rugió su tía indignada—. En esa casa hemos nacido tu madre, tu tía
Aurelia y yo, además de muchos de nuestros antepasados. ¿Qué dirían ellos si la vendieras y la vieran
invadida por extraños?
Parecía creer su tía que los espíritus de sus ancestros deambulaban aún por las enormes estancias
del piso. Hasta era posible que pensara que tocaban todavía el piano de cola que se alzaba solitario en
una esquina de “la salita de música”. Estuvo por decirle que ninguno de ellos habitaba ya en el piso y que
era demasiado grande y con unos gastos demasiado elevados para que ella pudiera permitirse el lujo de
mantenerlo con su sueldo, pero su tía no le dio opción. Como si hubiera adivinado lo que pensaba,
continuó diciéndole en tono más alto del necesario:
—Por eso precisamente quiero que vengas a Puertollano. Porque estoy muy mal y debes
atenderme—. Le hizo a continuación una interminable exposición de sus dolencias sin dejarla intervenir y
finalmente le ordenó—: Saca un billete de ese tren para esta misma tarde. Te daré cuando llegues el
dinero que te haya costado, así que no intentes excusarte con que no puedes pagarlo.
—Pero tía Eloísa…
—No quiero oír ni una sola palabra más. ¿A qué hora llega aquí ese tren?
—No lo sé, tía, ¿cómo lo voy a saber?— replicó armándose de paciencia.
— ¿Y no puedes mirarlo en ese teléfono portátil que tienes? Porque tendrás un teléfono portátil
como todos los jóvenes de ahora— apuntó acusadoramente—. Voy poco al pueblo, pero las veces en las
que me lleva Genaro con el coche los veo hablando por la calle con ese chisme que parece un invento del
diablo.
—Sí claro que lo tengo, tía— reconoció apagadamente— Estamos hablando tu y yo a través de mi
móvil. Y no es un invento del diablo. Es un instrumento muy útil y…
—Pues averigua la hora de llegada y llámame para que Genaro vaya a recogerte a la estación—
la interrumpió. Y tráete lo que necesites para dormir aquí. Tenemos mucho sobre lo que hablar. Eres mi
única descendiente y quiero dejarlo todo bien atado.
—Pero tía…— intentó nueva e inútilmente explicarle, porque la otra volvió a impedírselo con su
inextinguible verborrea.
—Ya me contarás todo eso esta tarde, cuando llegues a esta casa. No estoy dispuesta a morirme
sin dejarte claras las instrucciones precisas para que te ocupes de todo.
Parecía estar convencida de que la hora de su muerte le llegaría cuando a ella le conviniera, lo
que a Lydia no le extrañó, porque su tía parecía creer que el mundo entero giraba a su alrededor al
compás de sus deseos. Desde que ella recordaba había manejado a su antojo a toda la familia y por
supuesto a su difunto marido, un general de infantería que en el ejército mantenía en vilo a sus
subordinados, pero que se achicaba considerablemente en cuanto miraba a su mujer y la veía enarcar las
cejas.
—Averigua la hora de llegada de ese tren y llámame inmediatamente para decírmelo— continuó
diciéndole—. ¿Ha quedado claro?
Le había colgado y Lydia suspiró desalentada. Aunque veía a sus tías muy de tarde en tarde, las
quería y hubiera recibido con gusto la invitación, o mejor dicho, la orden de que fuera a visitarlas, en
cualquier otra ocasión, pero en ese momento se encontraba baja de ánimos y deseaba dejar pasar el fin de
semana en su casa sin sobresaltos, olvidándose de la existencia del inspector Bermúdez y de sus absurdas
sospechas.
No obstante se aprestó inmediatamente a averiguar el horario de salidas del AVE, tal y como su
tía le había encomendado. Si se apresuraba, podría tomar el tren en la estación de Atocha a las cinco de
la tarde, con lo que llegaría a la de Puertollano una hora más tarde. Reservó el billete mediante su móvil
y se lo comunicó a continuación a su tía que en el acto manifestó su aprobación.
—Estupendo. Genaro irá a recogerte— Una duda debió de asaltarle en ese momento, porque le
preguntó con una voz que denotaba su inquietud—: Recuerdas a Genaro, ¿verdad? Como nunca vienes
por aquí.
Latía un velado reproche en el tono de su voz, pero ella no perdió el tiempo en intentar hacerle
comprender que mientras vivió su madre no había podido separarse de su lado y que después de su
muerte no disponía del dinero necesario para realizar ese viaje. ¿Pero para qué pretender explicárselo?
No entraba en los cálculos de su tía, que había vivido siempre en la opulencia, que hubiera algún
miembro de la familia que pasara apuros económicos.
—Claro que me acuerdo de Genaro, tía— repuso en tono monocorde— Y por cierto, ¿cómo está?
—Pues muy viejo, ya lo verás. Aquí estamos todos muy viejos. ¿Y tú?
Seguramente su intención no había sido preguntarle si había envejecido de repente, pero a Lydia
le acometió un acceso de risa que disimuló tosiendo y le contestó socarronamente:
—Yo no, yo sigo estando bastante joven por el momento. Y ahora tengo que dejarte, porque aún
no he comido y no voy a llegar a tiempo a la estación. Hasta luego.
Cortó la comunicación y con el móvil en el bolsillo del pantalón entró en la cocina, que se
hallaba próxima al vestíbulo. Allí se preparó un bocadillo y con él en la mano echó a correr por el
interminable pasillo hacia su dormitorio, que se ubicaba en el extremo contrario de la vivienda. Desde el
balcón de su cuarto se veía el Parque del Retiro, caldeado a esas horas de la tarde por un sol pálido que
relumbraba en los remates dorados de la verja que lo circundaba. De niña, cuando volvía del colegio,
acostumbraba a acercar una silla a ese balcón y apartaba los visillos blancos que lo cubrían para
contemplar a la gente que deambulaba por el amplio paseo que arrancaba en la puerta de esa valla. Le
hubiera gustado hacerlo esa tarde, imaginar como entonces las vidas de esas personas, adornándolas con
mil detalles inventados con ayuda de su fantasía para no sentir la soledad de su presente. Minutos antes le
había dicho a su tía que seguía siendo y estando joven, pero no se sentía así. Se sentía mal, vacía por
dentro. Y para colmo la actitud que mantenía hacia ella el inspector Bermúdez había terminado de
arruinar su autoestima, ya de por sí bastante deteriorada desde que Raúl desapareciera de su vida.
Con un suspiro aproximó la silla al armario lacado en blanco que ocupaba el paño frontero a la
cama, se encaramó en el asiento y en cuanto extrajo una mochila del maletero introdujo dentro una muda
de ropa y un pijama, recogió una bolsa con sus útiles de aseo en el cuarto de baño y se la cargó al hombro
echando a correr hacia la escalera. Afortunadamente en cuanto salió del portal pudo detener a un taxi que
cruzaba por la calzada y que la dejó en la estación de Atocha. Allí se abalanzó hacia la escalera
mecánica y bajó al andén. Se respiraba en ese lugar un aire denso y enrarecido que olía a humo, aunque
no lo había, a estación de ferrocarril antigua, aunque la locomotora del convoy en el que iba a viajar
funcionaba con electricidad. Un ambiente espeso que se tornó casi irrespirable cuando el tren hizo su
entrada. El gentío que se apiñaba en ese andén echó a correr hacia el vagón en el que había reservado su
asiento y Lydia corrió también, apretujada entre los viajeros que se empujaban los unos a los otros para
llegar a tiempo. Sintió un codazo en las costillas y levantó la vista hacia el joven que corría a su lado y
que había sido el responsable, porque iba abriéndose camino a empellones. Le sacaba a ella más de la
cabeza y tendría una edad similar a la suya. Vestía un pantalón vaquero y un chaquetón negro entreabierto
que permitía ver el grueso jersey blanco que llevaba debajo y una bufanda de cuadros escoceses anudada
al cuello. Su rostro, anguloso y muy tostado por el sol estaba coronado por un cabello oscuro y corto, del
mismo color que las espesas cejas que sombreaban sus ojos castaños. Parpadeó Lydia al apreciar esos
detalles de una sola ojeada. ¿Dónde le había visto antes? Porque estaba segura de haber coincidido con
él en alguna parte. ¿Pero dónde?
La mirada de él se cruzó con la de ella, pero no dio signo alguno de reconocerla. Se limitó a
disculparse por el codazo y luego se quedó atrás, engullido por el hervidero de la muchedumbre que se
arracimaba en torno suyo.
Lydia siguió corriendo hasta que alcanzó su vagón y una vez que accedió a su interior buscó su
asiento y se acomodó junto a la ventanilla. A esas horas de la tarde solo vio a dos viajeros en su
departamento y ambos se sentaban lejos de la butaca que había reservado ella, por lo que extrajo una
novela de la mochila y se arrellanó cómodamente, dispuesta a entretener la hora de camino que tenía por
delante. El tren dejó escapar un sonoro pitido al tiempo que un hombre irrumpía apresuradamente por el
pasillo tirando de su equipaje de mano y hacía intención de rebasar el lugar en el que se hallaba ella,
pero tropezó al llegar a su altura y se cayó al suelo de rodillas. Se puso en pie Lydia para ayudarle a
levantarse y cuando se fijó en el rostro de él y sus ojos se encontraron abrió la boca con asombro sin
querer creerlo. Era Raúl.
Hacía dos años largos que no se veían, pero estaba igual. Con algunas hebras plateadas que antes
no tenía en su cabello oscuro y quizás con algún kilo más, pero con la misma figura esbelta y juvenil y la
misma expresión risueña que le ascendía desde la boca e iluminaba su semblante atezado por el sol,
incluso en pleno invierno. Estaba igual, se dijo intentando controlar una sensación extraña que la recorrió
de arriba abajo, con el mismo atractivo que derrochaba entonces. ¿Cómo la encontraría a ella?
Parpadeó él al levantar la cabeza y mirarla, como si no consiguiera enfocar bien su rostro, y luego
abrió la boca sorprendido.
— ¡Lydia!— musitó incrédulamente.
A duras penas logró ella reponerse de la sorpresa.
— ¡Raúl!, ¡qué casualidad! ¿Qué haces aquí?
Se puso él en pie sacudiéndose el polvo de las rodillas y al enderezarse y adoptar la posición
vertical se echó a reír.
—Pues obviamente viajar en este tren, al parecer lo mismo que tú. ¿Dónde vas?
—A Puertollano a visitar a mis tías. ¿Las recuerdas?
Volvió a reír él al tiempo que dejaba caer la bolsa que llevaba sobre la mesita que Lydia tenía
delante de su butaca y se dejaba caer en el asiento contiguo al de ella.
— ¿Qué si las recuerdo? Son inolvidables las dos, sobre todo tu tía Eloísa. Era lo más parecido a
un sargento de caballería. Absolutamente inaguantable. ¿Lo sigue siendo?
—Sí, sí. Ha cumplido años, pero sigue igual.
De improviso se miraron y un silencio pesado cayó entre los dos, tan pesado que parecía oírse.
Lo rompió él tras una risita falsa.
— ¿Y tú? ¿Cómo estás tú?
—Yo bien. ¿Y tú?
—También.
— ¿Y dónde vas?
—A Sevilla, por negocios. Regresaré mañana a Madrid. ¿Y tú?
—A Puertollano, ya te lo he dicho.
Notó Lydia que se rebullía inquieto él en su butaca como si no encontrara postura cómoda al no
ocurrírsele nada más que decir y sintió una añoranza inmensa. No habían llegado entonces a hacer planes
de boda, pero sí había creído ella que su relación duraría siempre, que compartirían la dura prueba que
el estado de su madre le exigía y que más adelante, cuando ella faltara, volverían a disfrutar de la vida
como antes. ¿Por qué habría imaginado tantas cosas absurdas? Acababan de encontrarse casualmente en
un tren al cabo de dos años y apenas si acertaban ambos con algún tema de conversación.
— ¿Y tu madre?— le preguntó él al fin, tras carraspear y aclararse la garganta con aire inseguro.
—Murió.
—Ya. Lo siento.
Nuevamente cayó entre los dos aquel silencio tan pesado, tan opresivo. Lo rompió él tras dirigirle
una rápida mirada de soslayo.
—Estás igual. No has cambiado nada en estos años.
Se lo agradeció con una media sonrisa, aunque sabía que no era cierto. Estaba más delgada, pese
a los innumerables bocadillos que había comido desde entonces, pero sobre todo estaba más descolorida
y más desarreglada. Durante ese tiempo había perdido el interés por gustar y apenas si se había
preocupado por su aspecto. Lamentaba en ese momento no vestir algo más favorecedor que el usado
pantalón azul marino que llevaba, con el que había ido a trabajar al banco y que le quedaba grande y el
jersey amarillo plagado de bolitas que le regalara su madre años atrás y que pedía a gritos ser desechado.
Pensó que era absurdo que le hubiese acometido de improviso aquel rapto de coquetería, porque no
debería sentir ya nada por él. Raúl debería ya pertenecer a su pasado, pero sin necesidad de reflexionar
sobre el motivo se dio cuenta de que no era cierto.
— ¿Qué haces ahora?— le preguntaba él—. ¿Sigues en casa o te has incorporado ya a algún
trabajo?
—Me contrataron para el departamento financiero del banco Atlantis— repuso como para sí,
desviando la vista hacia el paisaje que discurría veloz a través de la ventanilla.
—Me alegro— replicó Raúl—. Me alegro de que hayas podido reanudar una vida normal y
acorde con la edad que tienes. La enfermedad de tu madre te exigió una renuncia heroica que pocas
chicas hubieran sido capaces de asumir. Admiré entonces la entrega y la dedicación con la que la
cuidaste y espero que desde el más allá haya sido capaz de valorarte. Porque eres única, irrepetible.
No lo sería tanto, cuando desapareció de improviso sin una explicación, se dijo ella volviendo la
cabeza hacia él para examinar su expresión y tratar de averiguar si le decía la verdad. Algo de lo de
entonces creyó leer en sus ojos. La miraba con la misma ternura, como si el tiempo no hubiera
transcurrido y se encontraran aun los dos en el sofá de la salita de música con la única compañía del
piano de cola.
—Te he echado mucho de menos— seguía diciéndole él— He estado tentado en muchas
ocasiones de llamarte para saber algo de ti, pero no me he atrevido. Imaginé que podías haberte casado o
que en el mejor de los casos estarías saliendo con otro.
—No me he casado y tampoco estoy saliendo con nadie— le aclaró—. Ya te he dicho que mi
madre murió hace tan solo dos meses. Desde entonces he ocupado todo mi tiempo en contestar a las
ofertas de trabajo que leía en el periódico. Tuve la suerte de que me llamaran de ese banco para
entrevistarme y de que me seleccionaran entre todos los aspirantes al puesto. Éramos por lo menos
quince. Desde entonces estoy trabajando en una sucursal de ese banco, en la calle Castelló.
— ¿Y te encuentras a gusto en esa sucursal?
Se encogió de hombros Lydia con vaguedad.
—Hasta hace unos días, sí. Mi jefe y compañera de despacho es una chica muy agradable y muy
comprensiva, pero últimamente…
— ¿Qué te ha sucedido últimamente?
Se había inclinado ligeramente hacia ella con el interés reflejado en sus pupilas y a Lydia le
admiró una vez más que, pese al tiempo transcurrido, siguiera entendiéndola tan bien y fuera capaz en
toda circunstancia de adivinar lo que sentía.
—Que el miércoles pasado atracaron el banco— le aclaró con un suspiro—. A primerísima hora
habían retirado de la caja fuerte el director y los dos cajeros el dinero necesario para pagar en efectivo
las pensiones a nuestros clientes jubilados y para reponer el cajero automático. El caso es que a los
pocos minutos de entrar yo en la oficina irrumpieron tres tipos en el local, que apuntaron al personal con
armas de fuego y se llevaron ese dinero.
— ¿Y te agredieron a ti?
—No, porque no me vieron. Estaba dentro de un armario, que es casi una habitación, colgando mi
chaquetón.
—Pero te llevarías un susto tremendo— consideró Raúl observándola preocupado.
—Sí, claro que me lo llevé, pero afortunadamente no me vieron.
— ¿Y tú a ellos?
—No, tampoco, no creo que pudiera identificarles. Llevaban la cabeza cubierta con una capucha
y se tapaban la cara con una bufanda. Pero lo que te he contado no ha sido lo peor.
— ¿Y qué es lo que ha sido lo peor?
—La policía. Un inspector que se llama Bermúdez lleva la investigación del caso y sospecha de
mí. Piensa que les di yo el soplo a los ladrones, que les avisé de que esa mañana podrían obtener un buen
botín.
La observó incrédulamente él y luego esbozó una mueca irónica.
— ¿Y por qué habrías de haber sido precisamente tú?
—Porque recordarás que dos años antes había trabajado yo en otro banco, en el de Ultramar, que
había sido atracado de la misma forma. Le pareció que era mucha casualidad, ¿no lo entiendes?
Se acarició él pensativamente la barbilla mientras reflexionaba y su semblante se iluminó
conforme fue atando cabos.
—Pues ahora que lo dices, sí que es un caso de mala suerte. Pero le habrás aclarado que no
trabajabas ya en aquel banco cuando se produjo el robo. Te habías despedido con anterioridad para
hacerte cargo de tu madre que se había quedado paralizada de medio cuerpo a consecuencia de una caída.
—Me había despedido dos días antes— precisó ella con desánimo—. Ese inspector me ha
pedido los informes médicos que acrediten el accidente que sufrió mi madre y las consecuencias que le
produjo la caída. Te acordarás que le ocurrió en Copenhague.
—Sí, me acuerdo perfectamente, pero no entiendo cuál es el problema. Llévale esos informes al
inspector y asunto concluido.
—Pero es que no los tengo— replicó Lydia levantando desalentada ambas manos—. Los tiré
después de su muerte, porque no pensé que los pudiera necesitar y porque quiero vender el piso que
heredé de mis padres y mudarme a otro más pequeño. Quiero aligerarlo de todos los enredos que
contiene, aunque no me parece fácil que encuentre un comprador.
Sonrió Raúl con los ojos entornados como si estuviera rememorando el interior de ese piso y los
momentos que había vivido en él.
— ¿También quieres vender el piano de cola?— le preguntó con sorna.
—Sí, claro, también.
— ¿Y qué van a pensar tus antepasados si te deshaces de él?—. Debió recordar alguna situación
cómica que había compartido con ella, porque añadió con guasa—: Y lo más grave sería la reacción de tu
tía Eloísa. Te repudiaría con toda seguridad y le dejaría todos sus bienes, que no son pocos, a su hombre
de confianza, a Genaro.
— ¿Todavía te acuerdas de él?
—Por supuesto que sí. Debe de tener muchos años ya.
—Sí, pero algunos menos que tía Eloísa. Voy a verla, a ella y a tía Aurelia, porque, según me ha
dicho la primera de las dos, quiere poner en orden sus papeles antes de morirse.
—O sea, que te quiere nombrar su heredera.
Volvió Lydia a encogerse de hombros.
—Eso no me lo ha dicho. Quiere que le ayude a redactar sus últimas voluntades que
probablemente consistirán en repartir su fortuna en legados para las monjas de todos los conventos que
conoce y que me ocupe de darles cumplimiento después. Por esa razón voy a Puertollano, pero regresaré
a Madrid el domingo, porque el día siguiente tengo que trabajar— Se interrumpió para girar la cabeza
hacia él y preguntarle—: ¿Y tú?
—Yo voy a Sevilla a entrevistarme con unos clientes, pero también regresaré a Madrid el
domingo— repuso a media voz y pausadamente, como si estuviera pensando en otra cosa. Le pareció que
no acababa de decidirse a comunicarle lo que pasaba por su mente, pero finalmente se mordió los labios
y sin levantar la mirada de las manos que tenía sobre el regazo le preguntó tímidamente—: ¿Puedo
llamarte la semana que viene? Me gustaría…
Algo se le removió por dentro a Lydia. Un sinfín de sensaciones olvidadas que llenaban el lugar
que había ocupado el vacío de su ausencia. De improviso volvió a experimentar el deseo de vivir, de
esperar el mañana con impaciencia. Le pareció que despertaba de repente de un largo letargo, que se
recuperaba a sí misma y que perdían consistencia los años que habían transcurrido desde que él se
marchara de su casa por última vez.
Pero no debería dejarlo traslucir, se dijo, con un esfuerzo para que no aflorara a su semblante lo
que sentía en ese instante. Raúl no debía imaginar siquiera lo mucho que le había añorado. Debía dar por
hecho que, probablemente lo mismo que él, ella había seguido imperturbable con su vida y que había
llenado enseguida el hueco que él dejara. En ningún caso debía sospechar que la había dejado hundida
con su despedida. Aunque bien mirado ni tan siquiera se había despedido. Se había limitado a cerrar la
puerta del piso de ella a su espalda y a no volver a aparecer ni a dar señales de vida.
—Claro que puedes llamarme— replicó en tono ligero—. Así podremos intercambiar
impresiones los dos sobre cómo nos ha ido cuando lleguemos al término de nuestro viaje. ¿A qué te
dedicas ahora?
No había tenido una idea muy clara mientras fueran novios de la profesión que ejercía él. Sabía
que había heredado de sus padres un importante patrimonio que derrochaba a manos llenas, aunque
realizaba inversiones que le proporcionaban cuantiosos beneficios. También era cierto que Lydia no solía
escucharle cuando Raúl aludía al que llevaba entre manos en esos momentos, pero en ese instante sintió
curiosidad.
Hizo él un gesto vago, pero, como siempre, sus ojos castaños brillaron ilusionados al referírselo.
—Sabes que mis padres me dejaron en herencia varias fincas de secano en Andalucía. Conseguí
los permisos necesarios para perforar un pozo y he encontrado agua, lo que es casi como conseguir un
tesoro en esa tierra, en la que llueve tan poco. Voy a entrevistarme con unas personas interesadas en
cultivar esas tierras cuando las convirtamos en regadío.
—Siempre has tenido mucha suerte— consideró Lydia pensativa.
—Sí— reconoció—. Tendré que seguir invirtiendo bastante dinero en el proyecto, pero me ha
ido muy bien últimamente y espero no tener problemas. Ya te lo contaré. Y tú me contarás punto por
punto el recibimiento de que te harán objeto tus tías.
Palpó Lydia el duro bulto de su móvil en el bolsillo de su pantalón y respingó ligeramente al caer
en la cuenta de un detalle que se les había escapado a los dos.
—Pero no tengo ya el mismo número de teléfono de entonces, porque prescindí del teléfono fijo y
de sus desproporcionadas facturas— le explicó—. Te daré el de mi móvil.
Lo anotaron ambos en sus respectivas agendas y unos minutos más tarde advirtió decepcionada
Lydia que estaba a punto de entrar el tren en la estación de Puertollano. ¿Cómo podía haber transcurrido
el tiempo tan deprisa?
Se puso en pie al notar que el ferrocarril reducía su velocidad y él hizo lo mismo. Luego se
miraron los dos sin saber cómo despedirse. Fue Lydia la primera en reaccionar. Recogió la mochila de la
mesita donde la había dejado al ocupar su asiento y se la cargó al hombro. Luego le sonrió.
—Hasta la vista.
—Hasta la semana que viene— puntualizó Raúl—. Te llamaré el lunes.
—Bien, que tengas suerte con esos clientes— le deseó torpemente, porque no se le ocurrió otra
cosa que decir.
—Y tú con tus tías. Y no dejes que te avasallen.
—No me dejaré. Adiós.
Se sintió seguida por su mirada cuando se dio media vuelta y se dirigió por el pasillo hacia la
puerta de salida. Acababa de abrirla un empleado uniformado y saltó ágilmente al andén buscando a
Genaro con los ojos. No tardó en distinguirle abriéndose paso entre la multitud para dirigirse a su
encuentro y pensó que su tía tenía razón. Estaba más viejo que la última vez que le viera en el entierro de
su madre, dos meses antes. Entonces no se había fijado demasiado en él, pero ahora le pareció que,
aunque siempre había sido un hombre bajito y muy delgado, había enflaquecido considerablemente desde
entonces y que su semblante, pálido e inexpresivo, había adquirido un color amarillento. ¿Cuántos años
tendría? Le conocía desde que le alcanzaba la memoria, pero apenas si había cambiado un par de
palabras con él en toda su existencia.
No sonrió él cuando se le reunió ni manifestó la menor satisfacción por su llegada. Se limitó a
cogerle la mochila que llevaba al hombro y a decirle con el semblante impasible:
—Venga por aquí. Tengo el coche fuera para llevarla a la finca. Sus tías la están esperando.
Le siguió Lydia corriendo detrás de él y abriéndose paso a través de la gente. Desde que
enviudaron, vivían sus tías en una casona enorme, enclavada en una finca en las afueras del pueblo.
Estaba anocheciendo ya cuando salieron a la calle y Genaro le señaló un Audi modelo A1 de color rojo,
aparcado junto a la acera, con aspecto de haber sido puesto en circulación minutos antes. Recordaba
Lydia un viejo Chevrolet negro que habían comprado sus tías en época inmemorial por el que sentían un
gran apego, por lo que se detuvo a contemplarlo con las cejas enarcadas.
— ¿Y el Chevrolet?— le preguntó extrañada a Genaro.
—En el garaje— replicó éste impasible.
— ¿Este coche es de mis tías?
—De las dos. Lo compraron a medias la semana pasada.
— ¡Ah!— fue todo lo que se le ocurrió decir. Sabía que les sobraba el dinero a las aludidas, pero
no las creía capaces de jubilar a su anterior vehículo para sustituirlo por el que tenía ante sus ojos, que
parecía más indicado por la línea y por el color para alguien mucho más joven que sus tías.
Genaro le había abierto la portezuela con la actitud de un lacayo de otras épocas y se introdujo
dentro arrellanándose cómodamente en el asiento posterior. El interior olía a automóvil recién estrenado
y tontamente pensó que los viajeros que seguían saliendo apresuradamente de la estación y que se
arracimaban buscando un taxi, la mirarían ahora con envidia. Pero lo cierto era que corrían en ese
instante por la acera sin fijarse en ella ni en el coche, Vio pasar a una pareja joven, a un señor entrado en
años y a una señora acompañada por una chica que debía ser su hija. No parecían sentir la menor
curiosidad por ella ni por el automóvil que Genaro se aprestaba a poner en movimiento.
Lo arrancó éste en ese momento y al pasar por delante de la puerta de la estación bajó Lydia el
cristal de la ventanilla y dejó vagar distraídamente sus ojos por la muchedumbre que seguía saliendo,
cargando con sus maletas. Entonces le vio. Se fijó en él, porque a diferencia del resto de la gente no
parecía dirigirse a ninguna parte. Tenía un periódico en las manos y la observaba fijamente. Era el
muchacho de la bufanda de cuadros escoceses que en la estación de Atocha le había propinado un
codazo en las costillas al abrirse camino hacia el vagón. Se había detenido junto a una farola para
apoyarse en ella con la mirada clavada en el Audi. Al cruzarse sus miradas, desplegó el muchacho el
periódico y se tapó la cara con él.

—CAPÍTULO V—

S u tía Aurelia salió a recibirla a la puerta del caserón, de dos plantas y con una
balconada de madera en la fachada, cuando el Audi recorrió el corto y polvoriento camino que desde la
cerca de piedra llevaba directamente hasta el edificio. La vio allí, a pocos pasos, cuando Genaro se bajó
del coche y abrió la cancela de hierro con una llave enorme que parsimoniosamente extrajo de la
guantera. Su tía era bajita y rechoncha. Vestía de negro y llevaba el cabello grisáceo recogido en un moño
en la nuca. La saludó con la mano cuando vio acercarse el coche y en cuanto Lydia se bajó del automóvil
la abrazó cariñosamente.
—Cuanto me alegro de que hayas venido a vernos. Ya era hora de que aparecieras por aquí.
Buscó ella con los ojos a tía Eloísa y le extrañó que no apareciera también a darle la bienvenida,
lo que la otra interpretó acertadamente y se lo aclaró:
—Mi hermana no se encuentra bien últimamente. Te acompañaré a su cuarto, ven.
La siguió Lydia a través de un amplio y oscuro zaguán pavimentado con grandes y enceradas
losas rojas en el que hacía un frío helador, por lo que se abrochó hasta el cuello el chaquetón de
cuadritos lamentándose interiormente por no haberse llevado una bufanda. La casona de sus tías no
disponía de calefacción, pese a que hubieran podido sobradamente permitírselo. Por esa razón hacían la
vida en una habitación que denominaban “la salita de estar” y que hacía honor a su nombre. Se hallaba en
la planta superior y campeaba próxima a la balconada de la fachada una mesa camilla que albergaba un
brasero eléctrico. Supuso Lydia que se dirigían a esa estancia cuando tía Aurelia y ella comenzaron a
subir la escalera de madera que comenzaba al fondo del zaguán y que crujía bajo sus pies, pero al
alcanzar el rellano comprobó sorprendida que se encaminaban por el largo pasillo en dirección contraria.
El dormitorio de tía Eloísa cerraba el fondo del mismo y podría considerarse que era el principal por su
tamaño. El pesado mobiliario, de caoba, y los cortinones de color granate que enmarcaban la ventana
acentuaban el ambiente sombrío y trasnochado de la habitación, que con otra decoración hubiera podido
ser incluso alegre.
Su tía estaba sentada junto a la ventana en una butaca de orejas, embutida en una bata de cuadros
sobre el camisón. Le pareció que en los dos meses que habían transcurrido desde que la viera por última
vez se había consumido. La recordaba delgada y alta, con aire autoritario y, como su hermana, llevaba el
cabello gris cuidadosamente recogido en un moño bajo. En ese momento unos mechones se le habían
escapado desaliñadamente y le caían sobre los hombros, que se le inclinaban hacia adelante como si no
poseyese energías suficientes para mantenerlos erguidos. Cercana a la butaca, una estufa de butano
luchaba infructuosamente por elevar la temperatura de la habitación. Le dio la impresión de que su tía
tenía el rostro y las manos amoratadas, pero lo achacó al frio reinante y se le aproximó para inclinarse
hacia ella y darle un beso en la mejilla. También la tenía helada.
—Ya era hora de que aparecieras— gruñó su tía, pero con una voz más débil de la que emitía en
el cementerio, cuando murió su madre y acudieron las dos hermanas al entierro—. ¿No dicen que ese
tren en el que has venido alcanza una velocidad increíble?
—Y es cierto— replicó ella acercando otra butaca idéntica a la de la otra para tomar asiento a su
lado, mientras tía Aurelia permanecía en pie meneando reprobadoramente la cabeza.
—Y si corre tanto ese tren, ¿por qué has llegado tan tarde?
—Porque, aunque corre mucho, de Madrid a Puertollano hay unos cuantos kilómetros— le aclaró
pacientemente—. Cuando me has llamado, acababa de llegar a casa después de salir del banco en el que
trabajo. He tenido que comer antes de dirigirme a la estación y…
— ¿Trabajas?, ¿en qué trabajas?— la interrumpió.
—En un banco, ya te lo he dicho. En el departamento financiero del banco Atlantis— puntualizó
—. No sé si recuerdas que soy economista.
— ¡Bah!— refunfuñó tía Eloísa frunciendo sus apergaminados labios—. No sé a quién le has
salido tan modernista. Ninguna de las mujeres de la familia ha trabajado nunca. Nos hemos ocupado
todas de dirigir nuestras casas y de atender a nuestros maridos y a los hijos, las que, como tu madre, los
han tenido, porque esa es la función a la que nos ha destinado la naturaleza. ¿Qué pensaría cualquiera de
los antepasados de la galería de retratos si levantara la cabeza y se enterara de que trabajas igual que un
hombre?
Parecía estar francamente escandalizada y Lydia hizo intención de explicarle que hacía mucho
tiempo que las cosas habían cambiado y que no era fácil que ninguno de sus ancestros pudiera alzarse en
su tumba para darle su opinión, pero la otra no se lo permitió y continuó gruñendo, cada vez más
enfurruñada:
—Aunque bien mirado, tampoco los hombres de nuestra familia han trabajado nunca. Eso es cosa
de plebeyos.
—Mi padre era notario— le recordó Lydia— y por supuesto que trabajaba.
—Sí, es cierto—admitió pesarosamente su tía como si lo considerase un desdoro para su ilustre
apellido.
—Y yo trabajo, porque tengo la mala costumbre de comer todos los días— continuó ella—. El
dinero no cae del cielo y además es mi profesión.
La había escuchado su tía con el ceño fruncido.
—Lo que tienes que hacer es casarte y dejarte de bobadas. Y por cierto, ¿tienes novio?
—En este momento, no— admitió ella de mala gana.
— ¿No tienes novio? ¿Has dejado escapar a aquel muchacho tan guapo que se llamaba Raúl? ¿Y a
qué estás esperando? Se te está pasando la edad. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta y uno.
Las cejas de su tía se elevaron sobre su marchita frente.
— ¿Treinta y uno?, ¡qué horror! No los aparentas, pero con esa edad ya deberías tener media
docena de niños.
Se encogió Lydia de hombros reprimiendo el imperioso deseo de contestarle con una
impertinencia, lo que la otra no advirtió. Con la cabeza baja, seguía ahora con un dedo la línea verde de
uno de los cuadros de su bata y cuando la levantó de nuevo parecía haberse olvidado de reprenderla. Tía
Aurelia había acercado otra butaca y le recordó el motivo por el que había llamado a su sobrina con tanta
urgencia.
—Tienes que decirle a Lydia por qué la has hecho venir con tantas prisas.
Tía Eloísa aprobó la recomendación de su hermana con un gesto.
—Sí tienes razón. Verás— empezó dirigiéndose a la muchacha—. El médico me ha dicho que
estoy muy bien para mi edad, pero porque es lo que le dice a todas sus pacientes viejas para animarlas.
La verdad es que el corazón me late ya con pocos bríos y quiero dejar las cosas arregladas a mi muerte.
Al oírla se le llenaron a Lydia los ojos de lágrimas. Tía Eloísa era insoportable, siempre lo había
sido, pero las dos tías eran su única familia y a diferencia de otros tiempos se la veía tan frágil en la
butaca en la que estaba sentada y en la que habrían cabido dos como ella… No aparentaba ya ser una
reina que desde su trono pronunciara órdenes inapelables. Era tan solo ahora una viejecita que a duras
penas conseguía mantenerse derecha en su sillón.
— ¿Quieres que me ocupe de todo?— le preguntó en un murmullo.
—Sí, es una lástima que pertenezcas al género femenino, pero es que no hay ningún hombre en la
familia de tu generación al que encomendárselo.
Tuvo que hacer Lydia un gran esfuerzo para no dejar escapar el exabrupto que al oírla le ascendió
hasta la garganta. Se quedó impasible mirándola y finalmente le preguntó:
— ¿Qué es lo que quieres que haga? ¿Has testado a favor de tía Aurelia?
Meneó su tía afirmativamente la cabeza.
—Sí, es más joven que yo y me sobrevivirá.
Lo decía como si así lo hubiera decidido ella y no hubiera equivocación posible en el destino que
les había diagnosticado a las dos, lo que provocó que tía Aurelia se atreviera a contradecirla.
—Pero Eloísa…
—Tú te callas— la ordenó ésta levantando la voz—. Quiero que heredes todos mis bienes y que
hagas con ellos lo que te venga en gana. A Lydia la he nombrado mi albacea, porque tú has sido siempre
una inútil.
Agachó tía Aurelia la cabeza sin ánimos para replicar y Lydia puso una mano sobre la de tía
Eloísa.
—No te preocupes, que yo haré todo lo que necesitéis, siempre que lo necesitéis cualquiera de
las dos.
—Me parece bien— replicó secamente tía Eloísa, poco partidaria de sentimentalismos—. Y a ti,
hemos decidido mi hermana y yo hacerte un regalo— continuó.
Pensó Lydia que le harían entrega de unas garrafas de aceite como la última vez que las había
visitado con su madre, antes de su accidente, pero la otra adivinó lo que pensaba y meneó negativamente
la cabeza.
—No es aceite. Este año la cosecha ha sido un desastre. Es un coche, para que vengas a menudo a
vernos y no tengas que tomar el tren. Es ese coche rojo con el que ha ido Genaro a recogerte a la
estación.
Abrió Lydia la boca hasta dibujar con ella un círculo.
— ¿Ese coche? Es precioso, pero no puedo permitirlo. Es un coche muy caro.
Se encogió su tía desdeñosamente de hombros.
—Sí, ¿y qué? Nos podemos permitir el lujo, porque afortunadamente nos sobra el dinero ¿O es
que quieres que sea yo la más rica del cementerio cuando me muera? Nosotras seguiremos utilizando
como siempre el Chevrolet que está en el garaje y Genaro nos lleva en él a donde le decimos cuando nos
animamos a salir de la finca, lo que no sucede casi nunca. Ha sido él el que nos ha aconsejado que te
compráramos ese modelo de coche y de ese color, porque, según él, es el más apropiado para una chica
de tu edad. Lo hemos comprado a tu nombre. Se ha ocupado Genaro y ya tienes todos los papeles en
orden. ¿Te ha gustado?
Le costó trabajar a Lydia expresar con palabras lo que pensaba.
—Claro que me ha gustado, es una preciosidad. Ya sabéis que tuve que vender el mío, cuando mi
madre sufrió el accidente y tuve que dejar de trabajar para atenderla. Había pensado comprarme otro en
cuanto ahorrara lo suficiente.
Giró la cabeza su tía para mirarla de soslayo con suspicacia.
—No estarás pasando apuros económicos, ¿verdad?
—Los he pasado, sí— reconoció desviando la mirada hacia la ventana, a través de la cual podían
verse unos chopos que elevaban hacia el cielo unas ramas que empezaban a retoñar. Al parecer, a ninguna
de las dos se le había ocurrido que desde que había muerto su padre contaban tan solo con la pensión de
viudedad de su madre y que ésta no daba para mucho—. Ahora cobro un sueldo razonable— continuó—,
pero en los últimos tiempos teníamos bastantes dificultades para llegar a fin de mes.
— ¿Y por qué no nos dijiste nada? le preguntó dulcemente tía Aurelia mirándola enternecida.
Le pareció nuevamente curioso que se lo preguntara, porque cualquiera que conociera la situación
en la que habían quedado lo habría imaginado. Claro que sus tías vivían en un mundo aparte, incómodo a
todas luces, pero porque se empeñaban en vivir como en el pasado, ignorando los avances de la técnica o
simplemente desdeñándolos. De otra forma habrían instalado calefacción en aquella casona, en cuyo caso
no tiritarían de frío las tres como en ese momento.
—Pues eso se ha terminado— gruñó tía Eloísa recuperando momentáneamente las energías que
tanto la caracterizaban—. Te quedarás a vivir con nosotras y dejarás ese trabajo tan absurdo y tan
inadecuado para una señorita de buena familia como eres tú. ¿Qué pensarían tus bisabuelos y tus
tatarabuelos si se enteraran?
No parecía probable que esos antepasados llegaran a tener conocimiento de las andanzas de su
descendiente, pero a Lydia ni tan siquiera le entraron ganas de reír, sino al contrario. Al oír su
proposición, que más bien le sonó como una orden, se le pusieron los pelos de punta.
—Gracias tía, pero no puedo aceptarlo. A mí no me parece inadecuado mi trabajo. De hecho, me
gusta y lo he echado mucho de menos mientras lo tuve que dejar para cuidar a mi madre quedándome en
casa con ella.
Su tía había fruncido el ceño y la miraba con expresión tormentosa, por lo que tuvo que buscar un
nuevo argumento con el que aplacar sus iras que para ella resultara decisivo. Recordó en ese instante a
Raúl y el interés que había manifestado en que volvieran a verse y añadió:
—Además estoy saliendo con un chico que me gusta y al que parece que le gusto yo. Vive en
Madrid y dejaría de verle si me quedara en este pueblo, ¿comprendes?
Debió su tía de considerar imperdonable entorpecer esa posible relación, porque cambió
radicalmente de actitud.
— ¡Ah!, bueno, si es que tienes un medio novio no digo nada. ¿Y ese chico es de buena familia?
No había conocido a los padres de Raúl, que ya habían fallecido cuando empezó a salir con él,
pero se apresuró a asegurárselo, dado que para su tía era tan importante.
—Sí, sí, de una familia muy buena.
— ¿Y tiene dinero?
Eso sí que podía afirmarlo sin mentir.
—Sí, también.
—Pues tienes que presentárnoslo. ¿Por qué no le dices que coja ese tren tan rápido y venga
mañana a comer?
—Porque ha ido a Sevilla por asunto de negocios. Además, no somos nada todavía. Más adelante
os lo presentaré.
Le imaginó en ese ambiente rural y trasnochado y llegó a la conclusión de que se movería con
desenvoltura y de que se comportaría galantemente con las dos ancianas, a las que encandilaría. Era un
hombre capaz de adaptarse a cualquier situación por diferente que fuera de la suya propia y de meterse en
la piel de las personas más dispares. Se entendería de maravilla con las dos, que le adorarían, igual que
le adoraba su madre. Tenía además un físico nada desdeñable y una posición económica envidiable.
Lástima que hubiera demostrado ser tan poco sacrificado. Claro que, ¿cuántos hombres habrían aguantado
la situación en la que se había encontrado ella de improviso? De la noche a la mañana había pasado a ser
de una alegre compañera de diversiones a la enfermera de una inválida.
Apartó esa última idea de su cabeza para atender a lo que le decía tía Aurelia.
—Estarás cansada, hijita, así que si quieres te acompañaré a tu habitación, la que fue de tu madre
cuando veníamos las tres a esta casa a pasar las vacaciones de verano.
— ¿Y por qué había de estar cansada?— la contradijo la otra—. Tengo entendido que ese tren
que viaja tan rápido es muy cómodo y seguramente habrá echado una siestecita. Y en cualquier caso no
tiene edad para cansarse por recorrer unos cuantos kilómetros— afirmó con rotundidad como si poseyera
la exclusiva de medir las energías de los demás—Yo pensaba proponerle que se diera una vuelta con su
coche nuevo—. Y dirigiéndose a ella, le preguntó—: ¿qué te parece?
Desvió Lydia su mirada hacia la ventana. Había oscurecido ya y las sombras de los chopos que
crecían fuera se elevaban inmóviles hacia un firmamento negro. Por supuesto que le apetecía, aunque
hubiera preferido estrenar el automóvil con la luz del día, porque no estaba segura de orientarse bien por
el pueblo, pero su tía dio por hecho que la respuesta de ella era afirmativa y le dijo:
—Creo que sí, que es una idea estupenda que pruebes ahora mismo ese coche y que de paso te
acerques a la farmacia. Noto que me está doliendo la cabeza y me vendría bien que me trajeras un
analgésico.
—Pero Eloísa— objetó tía Aurelia con voz débil— si te lo ha traído Genaro esta mañana.
—Me ha traído uno que debe de estar caducado, porque no me ha producido el menor efecto.
Tomó su hermana la caja del medicamento de la mesita de noche para comprobarlo y meneó
negativamente la cabeza.
—No ha caducado.
—Pues aunque no haya caducado necesito otro más fuerte. No te importa, ¿verdad?
Imposible reconocerle a su tía que no sabía dónde podría encontrar una farmacia a esas horas, por
lo que se apresuró a aceptar el encargo.
—Iré encantada a por ese medicamento, pero no conozco bien el pueblo.
— ¡Bah! Tu tía te explicará donde puede haber una botica que esté de guardia— replicó la otra
sin amilanarse.
Ésta envolvió a su sobrina en una mirada de resignación.
—Ven conmigo a la salita de estar. Tenemos allí un plano con la calles del pueblo y con las
farmacias señaladas. Te lo explicaré.
Siguió Lydia a su tía por el largo y helador pasillo que atravesaba toda la planta superior para
dirigirse a la estancia indicada, que permanecía idéntica a como la recordaba, con su gran mesa camilla
en el centro rodeada de sillas. La habitación daba a la fachada y la iluminaba de día la balconada de
madera que la recorría de extremo a extremo, pero a esas horas solo penetraba a través de sus cristales la
oscuridad de la noche.
Atendió Lydia las instrucciones de su tía y en cuanto se puso el chaquetón bajó la escalera
acompañada de la otra, que la llevó hasta el garaje. La carrocería del Audi rojo que le habían regalado
relucía allí a la luz de la solitaria bombilla que colgaba del techo y Lydia desechó sus aprensiones en
cuanto su tía le entregó las llaves para sentarse frente al volante y arrancarlo. Había olvidado el placer
que sentía al conducir el Renault que antaño le compró su padre, pero al salir del garaje y pisar el
acelerador le pareció que volvía atrás y que experimentaba de nuevo la misma sensación. Éste coche era
automático, pero antes de haber recorrido los pocos metros que mediaban entre la casa y la valla de la
finca se había adaptado ya a la nueva forma de conducirlo.
Tuvo que bajarse para abrir la cancela de hierro y aspiró el aire frío de la noche que olía a
campo. Era un olor tan distinto del que se respiraba en Madrid que se quedó allí unos segundos
disfrutando del aroma que exhalaba la naturaleza. Dormía sin un solo ruido que la despertara de su sueño.
Pero fue solo un instante. Había gozado siempre de un olfato finísimo y no tardó en percibir otro olor
diferente por completo, más propio de la ciudad. La oscuridad a su alrededor era completa, pero
olisqueó el aire que se respiraba en ese lugar y no tardó en identificarlo. Olía a coche y no era al suyo.
Percibía el olor que desprenden los automóviles cuando su motor se pone en funcionamiento y que
perdura cuando se les aparca y se retira la llave del contacto.
Oteó a su alrededor intentando atisbar lo que lo motivaba, pero no vio más que oscuridad, por lo
que desistió de averiguarlo y se subió de nuevo al Audi, saliendo a la carretera y tomando la dirección
del pueblo. Ni una sola luz se veía por los alrededores. La finca de sus tías se ubicaba en un lugar muy
solitario y aunque no era especialmente miedosa experimentó cierta aprensión. De improviso y por el
espejo retrovisor vio los faros de un automóvil que se reflejaron en ese espejo y que la deslumbraron
durante una décima de segundo, pero fue solo un instante. A continuación pisó el acelerador y seguida del
otro coche llegó al pueblo poco después, donde, tras sortear unas callejas, enfiló una ancha avenida en la
que tía Aurelia le había dicho que encontraría una farmacia de guardia.
Notó que el otro vehículo disminuía de velocidad a la par que lo hacía ella y que al aparcar en la
acera frente al local al que se dirigía se detenía también unos metros más allá. Notó que el corazón
empezaba a latirle más deprisa al preguntarse si el conductor la estaría siguiendo por alguna razón que no
se le alcanzaba, pero que no auguraba nada bueno. No se había bajado del coche y continuaba allí
sentado con los faros apagados. Disimulando los deseos que sentía de echar a correr, descendió
dignamente del Audi y entró en la farmacia, donde le pidió a la chica que la atendió el medicamento que
le había encargado tía Eloísa. Era muy joven y muy menudita y le sonrió amablemente antes de dirigirse a
la trastienda.
Mientras la empleada iba a buscarlo se acercó a la cristalera del escaparate para atisbar el coche
que seguía allí aparcado. Una farola cercana proyectaba una luz pálida sobre el parabrisas y sobre el
rostro de su conductor y le reconoció instantáneamente. Era el muchacho de la bufanda de cuadros, el que
le había dado al pasar un codazo en la estación de Atocha, el mismo que en la de Puertollano se había
apoyado en una farola para vigilarla sin que se diera cuenta y al percatarse de que ella le había visto se
había tapado la cara con un periódico.

—CAPÍTULO VI—

P agó precipitadamente Lydia el importe del analgésico de su tía y salió a continuación de


la farmacia para subirse a su coche y arrancarlo. Dudó durante una décima de segundo sobre la
conveniencia de acercarse con el suyo al otro automóvil y preguntarle al hombre del Ford negro por qué
la seguía, pero enseguida desechó la idea. En la avenida en la que se hallaban los dos vehículos no se
veía un alma y si el hombre la agarraba por el cuello solo podría pedirle ayuda a la chica de la farmacia,
que no parecía haber sido dotada por la naturaleza para enfrentarse a su perseguidor, mucho más alto y
mucho más fornido.
Sin un solo quejido, el motor del Audi se puso en marcha y Lydia pisó seguidamente el
acelerador. Poco después salía del pueblo y tomaba la carretera en sentido inverso. El otro coche hizo lo
mismo, pero manteniéndose a una prudente distancia. Pensó que cuando alcanzara la valla de la finca
tendría que bajarse del automóvil para abrir la puerta con la llave y que el conductor del Ford tendría la
oportunidad de descender del suyo y agredirla y un sudor frío le corrió por la espalda al imaginarlo. Se
dijo que tenía que convencer a sus tías de que instalaran el mecanismo necesario para que esa puerta
pudiera abrirse con un mando a distancia, en lugar de con la llave prehistórica que le había entregado tía
Aurelia, aunque enseguida llegó a la conclusión de que tía Eloísa se negaría en redondo. Para su tía las
cosas tenían que continuar siendo como siempre habían sido y ni por lo más remoto le habría pasado por
la cabeza que su única sobrina pudiera correr algún peligro al bajarse del coche para abrir la cancela
aplicando la llave a la cerradura.
El miedo la animó a pisar a fondo el acelerador. El coche negro que la seguía era un modelo
bastante anticuado y comprobó con satisfacción que la distancia que mediaba entre los dos vehículos iba
aumentando. Cuando llegó a la finca y detuvo el Audi junto a la puerta de hierro, se le veía lejos, por lo
que descendió del vehículo a toda prisa, metió a llave en la cerradura y abrió de par en par las dos hojas.
El Ford se aproximaba ya, pero tuvo el tiempo justo de subirse al coche, hacerle entrar en el polvoriento
camino que comenzaba al otro lado de la cerca y de cerrar la puerta con llave a su espalda. Luego, con un
suspiro de alivio volvió a introducirse en el Audi y sin volver la cabeza lo condujo cuidadosamente hasta
el garaje.
Cuando lo dejó dentro y salió nuevamente a la placeta enlosada que precedía a la casa, no vio a
nadie. A unos metros distinguió la valla en la semi oscuridad pero ningún resplandor que pudiera
pertenecer a los faros de un coche. No obstante, en cuanto entró en el edificio y subió la escalera de dos
en dos, se dirigió a la salita de estar y sin encender la luz de esa estancia se acercó a los cristales de la
balconada para intentar atisbar a través de ellos la carretera, pero tampoco distinguió otra cosa que las
sombras de los chopos agitándose al compás de la brisa nocturna.
De improviso se sintió sobrecogida por la soledad del lugar. El rumor del viento entre los árboles
llegaba amortiguado a sus oídos a través de los cristales, pero aun así percibía distintamente lo que debía
ser el tintineo de las hojas al filtrarse las ráfagas de aire entre las ramas con un quejido sordo. ¿Estaría el
conductor del Ford escondido al otro lado de la valla observando a las personas que pudiera ver dentro
del edificio? Y si era así, ¿qué era lo que pretendía? Si al menos pudiera recordar donde le había visto
antes…
La voz de tía Aurelia a su espalda la sobresaltó.
— ¿Qué haces en esta salita a oscuras? Por fortuna hace años que tenemos luz eléctrica— le dijo
orgullosamente como si fuese un avance de la técnica del que podían disponer muy pocos y por esa razón
se considerara una persona privilegiada—. ¿Recuerdas cuando venías a esta finca con tus padres y nos
iluminábamos con quinqués de petróleo? De eso hace mucho tiempo.
Y tanto. Lydia era entonces una niña, pero se acordaba perfectamente de lo que protestaba su
progenitor, acostumbrado a unas comodidades de las que carecía la casona de esa finca y que no entendía
que las hermanas de su mujer se empeñaran en vivir como si aún se hallaran en la época de las cavernas,
pero a ella entonces no le importaba, sino más bien al contrario. Era divertido recorrer el largo pasillo
alumbrándose con esa extravagante lamparilla en la mano, aunque oliera mal. Era realmente apestosa. Y
también le parecía divertido acostarse en invierno con una botella de agua que habían calentado
previamente en la cocina en una olla con la finalidad de entrar en calor y con unos botines de lana en los
pies, porque la temperatura del dormitorio que le destinaban, como la de toda la casa, era gélida.
Había accionado su tía el conmutador de la luz encendiendo la lámpara de cristal del techo y
Lydia se apartó inmediatamente de la balconada, donde podría verla el hombre del Ford negro y corrió
las cortinas sobre los cristales para que no pudiera distinguirla dentro de la habitación si la estaba
vigilando.
— ¿Te ocurre algo?— le preguntó la otra, a quien no le pasó desapercibido su momentáneo
sobresalto.
—No… bueno… sí— tartamudeó—. Es solo que me ha seguido un coche por la carretera y…
— ¿Alguien conocido?
—No, creo que no, aunque le he visto antes en alguna parte, pero no puedo recordar donde. Lo
conducía un hombre joven.
Tía Aurelia se echó a reír.
—No deberías preocuparte entonces. Será un pretendiente.
Era esa una palabra tan trasnochada como la casa en la que se hallaba y las costumbres de sus dos
tías e intentó hacérselo comprender.
—Eso está pasado de moda, tía. En el presente los hombres no le pasean la calle a la chica que
les gusta ni suspiran debajo de su balcón.
—Pues qué lástima— musitó ella decepcionada—. Cuando yo era joven era más romántico.
—Y más incómodo.
—Puede ser, pero no debería extrañarte que un chico te siga, porque, aunque estás algo
desmejorada, sigues siendo muy bonita. Deberías tratar de arreglarte más— concluyó tras pasar
disimuladamente revista a los pantalones azules que llevaba y que le quedaban grandes, lo mismo que al
holgado chaquetón de cuadritos que aún no se había quitado y que le llegaba hasta media pierna—. Luego
meneó reprobadoramente la cabeza—. ¿Por qué no te pintas en absoluto ni te peinas de una forma que te
favorezca? Antes lo hacías.
Antes tenía a Raúl, pensó Lydia. Desde la tarde en la que se marchó él de su casa sin una palabra
de despedida había perdido el interés por gustar. Lo había perdido por casi todo, aparte de que, como
apenas si salía a la calle, hubiera sido un esfuerzo inútil acicalarse para pasearse por el interminable y
solitario pasillo de su piso. Pero eso iba a cambiar, se dijo. No podía correr el riesgo de que fuera a
buscarla al banco o de encontrárselo por la calle y que la viera hecha una facha. En el enorme ropero de
su casa encontraría probablemente ropa que hubiera desechado por no ser de su talla, porque en el
presente necesitaba dos menores. En caso contrario se la compraría, aunque para afrontar ese gasto se
viera obligada nuevamente a comer bocadillos de mortadela durante una temporada.
Su tía parecía seguir el hilo de sus pensamientos, porque le sonrió bondadosamente.
—No tengo que repetirte, Lydia, que si necesitas algo… quiero decir que si estás apurada de
dinero… para nosotras sería una satisfacción que nos permitieras ayudarte hasta que salgas a flote.
Le devolvió la sonrisa a la par que meneaba negativamente la cabeza-
—Gracias, pero ahora tengo un trabajo y un sueldo al que debo adaptarme. Sería un abuso por mi
parte.
—Nada de eso. Te has quedado muy delgada y eso solo puede obedecer a que no comes lo que
debes. Mírate.
Le indicaba un espejo que con un rebuscado marco dorado colgaba de la pared entre una
colección completa de retratos de época y se acercó a contemplarse en él. Tía Aurelia tenía razón. El
espejo le devolvió la imagen de una chica pálida con expresión de gata hambrienta, aunque no lo estaba.
Al menos no sentía hambre en ese momento. Lo que traslucía su semblante era ansiedad. Sus ojos claros
destacaban en un rostro que sería atractivo de lucir un color más saludable y de no estar enmarcado por
una melena tan lacia y desaliñada. Intentó sonreírse a sí misma para mejorar esa imagen, pero solo
consiguió esbozar una mueca.
—Es solo tía que ese hombre que me ha seguido me ha asustado—. Últimamente estoy un poco
alterada. Como os he dicho antes, trabajo en un banco y anteayer lo atracaron unos ladrones que se
llevaron todo el dinero que habían retirado de la caja fuerte el director y el interventor. Me dieron un
susto de muerte.
La otra la envolvió en una conmiserativa mirada.
—Claro, claro, lo entiendo perfectamente. ¿Y a ti te hicieron algo?
—No, porque no me vieron.
— ¿Y tú a ellos?
—Les atisbé por la rendija de la puerta del armario en el que me hallaba colgando este chaquetón
que llevo puesto, pero no sé si les reconocería de encontrármelos porque se tapaban la cara con una
bufanda. Sí me fijé en su figura y en cómo se movían, pero no creo que fuera capaz de identificarles.
— ¿Y has pensado que ese chico que te seguía con el coche pudiera ser uno de ellos?
Le sorprendió a Lydia que su tía, a la que siempre había eclipsado tía Eloísa y a la que hasta ese
momento había considerado anodina y un poco simple, pudiera ser tan perspicaz.
—Pues… pues no sé lo que he pensado, pero es que me lo voy encontrando por todas partes. Para
colmo, el policía que está investigando el caso sospecha de mí.
— ¿De ti?
—Sí, es indudable que alguno de los que trabajan en el banco tuvo que darles el soplo. El mismo
que se ocupó de dar la orden a la empresa de seguridad para que desconectaran las cámaras de vigilancia
y no grabaran esa mañana lo que iba a suceder en la oficina unos minutos más tarde.
— ¿Y piensa la policía que las desconectaste tú? No sabía que poseyeras esos conocimientos.
—Y lo nos tengo, pero es que anteriormente trabajé en otro banco que fue atracado también.
Se la quedó mirando tía Aurelia con la boca abierta y las cejas enarcadas.
— ¿De verdad?
—Y tan de verdad.
— ¡Qué barbaridad!— musitó en un susurro—. ¡Qué emocionante! ¿No te sientes como una
heroína?
—No— reconoció desalentada—. Me siento mal. Creo que los atracadores no me vieron dentro
del armario en el que estaba escondida, pero alguno de los empleados del banco tiene que estar
compinchado con ellos y puede suponer que me fijé en algún detalle significativo de esos tipos.
Meneó su tía pensativamente la cabeza.
—Sí que es una complicación. ¿Por qué no te vienes entonces aquí con nosotras una temporada
hasta que encuentren a los culpables? En esta casa te repondrías, ganarías unos kilos y te olvidarías de
ese asunto tan desagradable.
—Y perdería mi trabajo— replicó, disimulando lo poco que le apetecía el plan que le proponía
su tía—. Supongo que será cuestión de unos días y que luego volverán las aguas a su cauce. Ahora que
tengo coche, vendré a veros más a menudo. He encontrado a tía Eloísa algo delicada.
—Está muy mal— corroboró tristemente la otra—. Te ha llamado por miedo a no poder
despedirse de ti si te demorabas en visitarnos, porque el médico no cree que llegue al verano. Para
despedirse y para pedirte que te ocupes de sus asuntos y que me atiendas a mi cuando ella no esté. Piensa
que soy una estúpida, incapaz de valerme por mí misma.
La abrazó Lydia al verla esbozar un puchero.
—No le hagas caso, tía, porque no eres tonta ni inútil. La verdad es que ella ha derrochado
siempre demasiada energía y por esa razón juzga con demasiada dureza a los demás. ¿Y qué te parece si
ahora preparamos la cena? Estoy decidida a recuperar los kilos que he perdido y a dejar de estar
delgaducha. ¿Vamos a la cocina?
—No, no. De las faenas domésticas se ocupa Tomasa, la mujer de Genaro, que estará ahora abajo
y que se ofendería si interfiriéramos en sus quehaceres. La llamaré.
Cenaron las dos solas en el solemne y oscuro comedor de la planta baja, de techo muy alto y
artesonado, donde hacía un frío glacial. Tía Eloísa no las acompañó porque no se encontraba ya con
fuerzas para salir de su dormitorio, por lo que Tomasa le subió una bandeja con un caldito y una tortilla
francesa. Después se fueron a la cama con la inevitable botella de agua caliente, que ciertamente
calentaba poco. De niña a Lydia le había parecido divertido, pero esa noche le costó conciliar el sueño
en el mismo dormitorio que le asignaban entonces. Era enorme, de muebles pesados y tan oscuros como
los del comedor. Un viento helado se filtraba por las rendijas del balcón que daba a la parte posterior de
la casa agitando las maderas, por lo que Lydia tiritó de frio hasta que amaneció, por mucho que se
arrebujó debajo de las mantas.
Se despidió de ellas al día siguiente en cuanto terminaron de comer. Tía Aurelia la acompañó al
garaje y le entregó disimuladamente un sobre cerrado para que no lo vieran Genaro y Tomasa que
también habían salido a la placeta para decirle adiós.
—No lo abras hasta que llegues a tu casa. Y cuídate mucho.
—Y vosotras. Os llamaré.
La despidió con un ademán de su mano y arrancó. No vio al Ford negro por la carretera cuando la
enfiló en dirección a Madrid, aunque durante todo el camino examinó atentamente por el espejo
retrovisor a todos los coches que la seguían por la autovía. Tampoco lo vio cuando horas más tarde llegó
a la ciudad. El edificio en el que vivía tenía una entrada de carruajes junto al portal, donde suponía que
antaño guardarían los coches de caballos. Lo habían transformado ahora en un garaje y disponía ella de
una plaza de su propiedad que había alquilado en ocasiones, pero que en el presente estaba libre, por lo
que se dijo que quizás hubiera desistido ya de perseguirla y lo apartó de su mente, mientras aparcaba allí
su automóvil con una sensación de euforia que hacía tiempo que no experimentaba. Incluso acarició su
brillante carrocería al descender del vehículo. Luego lo contempló arrobada. Era tan bonito. Todo le
había salido bien ese fin de semana. Primero se había encontrado inesperadamente con Raúl con el que
probablemente reanudaría la relación que interrumpieron por unos motivos que prefería no recordar. Y
luego el regalo de sus tías había colmado sus mayores apetencias. Se sentía tan optimista mientras
tomaba el ascensor y pulsaba el botón de la quinta planta que llegó a preguntarse si no habría imaginado
que ese hombre la seguía. Y de haber sucedido así, era posible que tuviera razón tía Aurelia y que
simplemente le hubiera gustado ella. Quizás fuera tímido y no se atreviera a acercársele para entablar
conversación, se dijo mientras introducía la llave en la cerradura de su casa.
El piso estaba oscuro y helado cuando entró. Había desconectado la calefacción al salir para
Puertollano por el coste que le hubiera supuesto mantenerla en funcionamiento durante dos días estando
ella fuera y tiritó de frío al atravesar el vestíbulo y encaminarse a la cocina. Era la única dependencia de
la casa acorde con la época en la que vivía, porque su padre la había acondicionado y dotado de los
electrodomésticos más avanzados. La calefacción se ponía en marcha con solo apretar un botón y Lydia
lo pulsó arrebujándose seguidamente en su chaquetón al recorrer otro pasillo más corto por la que se
accedía a una habitación pequeña destinada a ropero.
Sin perder un segundo fue abriendo de par en par las puertas de los armarios que ocupaban todo
el recinto y que llegaban hasta el techo y revolvió la ropa que colgaba de las perchas buscando alguna
prenda que en otra época le estuviera estrecha. Solo encontró un traje pantalón gris marengo y una blusa
blanca con florecitas azules. Se los pondría a la mañana siguiente para ir a trabajar y si Raúl la llamaba
para invitarla a comer estaría presentable para quedar con él. Pero tendría que lavarse el cabello y
arreglárselo con el cepillo de mano, se dijo. Y pintarse para disimular su palidez. Tenía que recuperar el
aspecto de antes para recuperarle también a él.
Al llegar a ese punto se detuvo con la percha de la que colgaba el traje en la mano al recordar el
sobre que le había entregado su tía con la recomendación de que lo abriera al llegar a su casa. ¿Dónde lo
habría puesto? Suponía que contendría una emotiva carta a la que ella debería corresponder con otra,
agradeciéndoles sus atenciones. Tenía que haberla guardado en su bolso o quizás en la mochila en la que
había llevado lo más indispensable.
La encontró en su bolso y siguió camino por el pasillo hasta la salita verde para tomar asiento en
el sofá y encender la lámpara que descansaba sobre la mesita contigua. Al rasgar el sobre cayeron al
suelo los billetes que contenía. Los recogió sorprendía, a la par que extraía una cuartilla doblada en
cuatro, que acercó a la luz. Era la letra de tía Aurelia.

Considéralo un regalo y por favor acéptalo. Sé que tu madre hubiera querido que nos
ocupáramos de ti y que te ayudáramos a superar unos momentos tan difíciles. Cómprate algo bonito
con este dinero para que encandiles a ese muchacho con el que sales y tráelo a esta casa la próxima
vez que vengas para que le conozcamos
Sabes que te queremos.
Tu tía Aurelia.

Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. La llamaría en ese mismo instante por teléfono
para agradecérselo, pensó, pero luego, al comprobar la hora en su reloj de pulsera, decidió posponer esa
llamada hasta el día siguiente. Su tía se habría acostado ya, probablemente con la botella de agua caliente
y los botines, y estaría tiritando en su oscuro dormitorio, aunque lo más probable sería que se hubiera
dormido y que por la fuerza de la costumbre no notara el frio que reinaba en su casa.
Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se preguntó qué podría comprarse con el dinero que su
tía le había regalado, pero no tardó ni un minuto en decidirse. Se compraría ropa de su talla actual e iría
a la peluquería en cuanto al día siguiente saliera del banco. De momento se lavaría el cabello en el cuarto
de baño y se lo arreglaría ella misma con el secador de mano. Lo importante era conseguir que su aspecto
volviera a ser atractivo y gustarle a Raúl.
Por asociación de ideas le vino a la memoria la explicación que le había encontrado su tía al
hecho de que la siguiera el conductor del Ford y llegó inmediatamente a la conclusión de que no podía
ser esa la razón de que se lo fuera encontrando por todas partes. Quizás hubieran tropezado los dos por
casualidad en el andén de la estación de Atocha y quizás se hubiera dirigido él, también por casualidad,
al mismo pueblo que ella, pero estaba segura de que esa casualidad no había existido cuando la había
seguido hasta la farmacia. Probablemente había estado apostado con su coche en el arcén al otro lado de
la carretera frente a la puerta de la valla de la finca, vigilando la casa. ¿Serían los movimientos de sus
moradores lo que le interesaban o serían los de ella y ese último caso, la habría visto salir conduciendo
el Audi y tomar la autovía de regreso a Madrid? Pero en ese caso…
Experimentó un repentino sobresalto y el optimismo que sentía se desvaneció como por encanto.
Apresuradamente salió al pasillo para dirigirse al vestíbulo. Había cerrado con llave la puerta al entrar,
pero no le pareció que ofreciera suficiente seguridad, por lo que corrió también todos los cerrojos y
cadenas con los que su madre, que era muy miedosa, la había dotado. Luego atisbó el descansillo por la
mirilla. Solo alcanzó a ver el ascensor y parte del rellano de la escalera. A continuación efectuó lo
mismo en la puerta de servicio.
Pero el conductor del coche negro podía estar vigilando el piso desde la acera de enfrente,
guiándose por la luz que había encendido ella en la salita de música, pensó alarmada. Con una nueva
carrera por el pasillo alcanzó esa estancia y bajó la persiana del balcón. La cocina daba a un patio y el
ropero no tenía ventana, por lo que no le quedaba más que hacer lo mismo con la persiana de su cuarto,
donde podría localizarla cuando se acostara.
Después respiró más aliviada y regresó a la cocina para tomar algo antes de irse a la cama, lo que
realizó a continuación. Estaba cansada y tenía sueño, pero le costó conciliar el sueño, atenta como estaba
a escuchar cualquier ruido extraño en alguna de las dos puertas del piso.

—CAPÍTULO VII—

S e levantó muy temprano a la mañana siguiente con la intención de lavarse el pelo en la


ducha y ondularse convenientemente la oscura melena. Le llevó más tiempo de lo que había calculado,
pero cuando consiguió que le resbalara suavemente hasta los hombros ligeramente rizado por las puntas y
terminó de arreglarse frente al espejo con algo de maquillaje para disimular sus ojeras, le sonrió a la
imagen que le devolvía aquél. Parecía otra. Bueno, no, parecía la que había sido antes de enclaustrarse
en el piso con su madre. Una chica joven, con unos grandes ojos claros en un rostro tostado por el sol. En
el presente no había sido el sol el que se lo bronceara, porque la primavera empezaba a apuntar y no
había tenido ocasión de recibir sus rayos tumbada en la arena de una playa, pero eso daba lo mismo. Lo
importante era que con su esfuerzo había conseguido un resultado altamente satisfactorio.
Al darse cuenta de que llegaba tarde al trabajo, se vistió apresuradamente con el traje pantalón y
la blusa blanca de florecitas que había sacado del armario ropero, se calzó unos zapatos con algo de
tacón y en cuanto se echó encima el chaquetón de cuadritos echó a correr hacia el vestíbulo.
Perdió también unos minutos en descorrer todos los cerrojos y aldabas que había echado la noche
anterior y otros tantos después de llamar al ascensor en que éste llegara a su planta, por lo que, aunque
recorrió con toda la rapidez que le permitían sus piernas la distancia que mediaba entre su casa y el
banco, cuando empujó la puerta de cristales de la oficina y entró en el local se sobresaltó al ver la hora
que marcaba el reloj de pared que pendía de la pared. Una larga cola de clientes se había formado ya
frente al mostrador de las cajas tras el que se parapetaban Lucas y Fermín y los sorteó para dirigirse a su
despacho. Pasó de puntillas por delante de la puerta del subdirector temiendo que el inspector Bermúdez
apareciera, abriéndola de improviso y le exigiera los documentos que le había pedido el viernes anterior
y entró como una tromba en el despacho que compartía con Sofía. Estaba sola ésta escribiendo en el
ordenador que tenía sobre la mesa y parpadeó como si no la reconociera al levantar la cabeza y fijar en
ella sus ojos castaños.
— ¡Hola!, llego tarde— se excusó Lydia.
La otra se apresuró a corroborarlo.
—Sí, ya pensaba que te habías puesto enferma y que no ibas a venir, pero no hay más que mirarte
para adivinar el motivo.
— ¿El motivo?
—Sí, no te pareces a la que se despidió de mí el viernes pasado. ¿Qué te ha sucedido durante el
fin de semana? ¿Has ingresado interna en una clínica de belleza? Tengo entendido que son caras, pero
vistos los resultados, tendré que plantearme imitarte.
Se lo decía con guasa, pero Lydia notó que a su compañera de despacho estaba alicaída y que le
suponía un esfuerzo tomárselo a broma. Se apoyó en su mesa para referírselo.
—No he ingresado en ninguna clínica. He estado en Puertollano visitando a unas hermanas de mi
madre que las pobres están muy mayores. ¿Pero a que no imaginas a quién me encontré en el tren?
—No, ¿a quién?
—A mi ex novio.
Enarcó Sofía las cejas en un gesto interrogante.
— ¿El que se largó un buen día sin una palabra de despedida?
—Bueno… sí.
Estudió la otra su semblante tratando de adivinar cuál habría sido la reacción de Lydia ante ese
inesperado reencuentro.
— ¿Y tú…? Supongo que no te derretirías de emoción al verle, que mantendrías una actitud digna
—. Volvió a examinar su expresión antes de continuar y añadió—: Y supongo también que si te derretiste,
lo disimularías. ¿Lo disimulaste?
Esbozó Lydia un ademán evasivo tomando asiento en la silla giratoria, tras su mesa.
—No sé si lo disimulé, pero creo que me comporté con normalidad, como si él fuera un amigo al
que hacía tiempo que no veía. No le hice ningún reproche ni aludí en ningún momento a los tiempos en los
que salíamos juntos. Me dijo que me había echado mucho de menos y que me llamaría hoy mismo.
—Ya— murmuró Sofía meditabunda acariciándose con un dedo el ojo que aún tenía sombreado
por tintes violáceos. Vestía esa mañana una amplia falda que disimulaba la amplitud de sus caderas y
calzaba zapatos de tacón alto. Su larga y rizada melena enmarcaba un rostro melancólico que se animó un
tanto al preguntarle —: Y por esa razón te has arreglado tanto y has llegado tarde esta mañana, ¿me
equivoco?
—No, no te equivocas.
Se acodó Sofía sobre la mesa y apoyó la mejilla en una mano pensativamente. Luego comentó
como si hablara para sí misma:
—Imagino que todas esas florituras te las diría después de que le informaras de la muerte de tu
madre, ¿no?
— ¿Qué quieres decir?
—Nada, que por lo que me has contado me he forjado una idea sobre su personalidad y creo que
debe de ser un hombre muy egoísta. ¿Es muy egoísta?
Lo consideró Lydia frunciendo el ceño. Para concentrarse mejor desvió la mirada hacia la ventana
enrejada, por la que apenas si entraba la luz apagada del patio de la casa a través del cristal esmerilado.
Como si hablara consigo misma en voz alta, repuso en apenas un susurro:
—No lo sé, creo que no más que la mayoría. Pocos habrían aguantado durante dos años a una
novia que no pudiera salir de su casa porque tenía que cuidar a una enferma. Pero sí, creo que me dijo
todo eso después de que me preguntara por mi madre y de que le contestara yo que había muerto. ¿Es que
piensas que he hecho mal aviniéndome a volver a salir con él?
Frunció los labios Sofía dubitativamente.
—No, no me hagas caso. Es que no tengo un buen día.
— ¿Por qué? ¿Hay algo nuevo sobre el atraco?
—No, no se trata de eso. El inspector Bermúez ha levantado el campo y ha regresado a su
comisaría, con lo que le ha dejado el despacho libre a Eduardo. Aún está aquí la mesa en la que le
instalaron provisionalmente, pero no tardarán en llevársela. No hay ninguna novedad. Es solo que mi fin
de semana ha sido bastante diferente al tuyo. Lo he pasado en casita. Sabes que vivo sola. A ratos
leyendo una novela y a ratos viendo la televisión.
— ¿No has salido?
—No.
— ¿No te ha llamado tu chico?
—No. Ya te comenté que me daba la impresión que se estaba cansando de mí.
— ¿Y por qué?
—Porque eso es algo que se palpa.
— ¿Habéis discutido?
—No, pero he notado que en nuestras últimas citas parecía tener la cabeza en otra parte y que me
acompañaba de vuelta a mi casa más temprano que de costumbre como si se estuviera aburriendo en mi
compañía— Sonrió ahora forzadamente y añadió—: Ya sé que no es ninguna catástrofe. Total, solo hace
unos seis meses que le conocí. Y hay otros, así que no se ha hundido el mundo. Era un tipo divertido,
pero nada más.
Supuso Lydia que al aludir a “otros” se estaba refiriendo a Eduardo, pero no se atrevió a
preguntárselo. Se acomodó mejor en su silla y puso en marcha su ordenador, pero Sofía la interrumpió
antes de que hubiera empezado a escribir.
—Oye, estoy esperando una llamada y tengo que subirle un informe a don Pascual. Me lo pidió el
viernes. ¿Te importaría llevárselo tú?
También ella estaba esperando que la llamase Raúl, por lo que le vendría muy bien que Sofía la
dejase sola en el despacho para poder hablar con él libremente, sin una molesta testigo que escuchase la
conversación, por lo que enarcó desganadamente las cejas.
— ¿Yo?
—Sí, su despacho está en la planta de arriba. Tiene un letrero en la puerta que indica que ese es
el despacho del interventor. ¿O es que te da corte?
Buscó Lydia desesperadamente una excusa, pero no se le ocurrió ninguna.
—No, no es eso, es que me pregunto si a él le parecerá bien. Tanto el director como el interventor
te llaman siempre a ti. A mí me ignoran, como si no existiera.
— ¡Bah!, esos son figuraciones tuyas— refunfuñó Sofía—. ¿Pero me quieres hacer ese favor o
no? Pensarás que soy idiota, pero supongo que no tardará en telefonearme para disculparse.
— ¿De quién me estás hablando?
—De él, de Nicolás, ¿de quién va a ser?
—Si te estás refiriendo a ese chico, imagino que se pondrá en contacto contigo por tu móvil—
objetó Lydia.
—Sí, naturalmente, pero con don Pascual delante me cohibiré y solo seré capaz de contestarle con
monosílabos. Quiero tener una última oportunidad de concertar una cita con él, ¿no lo entiendes?
Lo entendía ella perfectamente, ya que se hallaba en el mismo caso.
—Sí, claro que lo entiendo— replicó poniéndose en pie, al tiempo que sacaba el móvil de su
bolso y se lo guardaba en el bolsillo del pantalón—. ¿Pero qué le digo a don Pascual si me pregunta? No
sé de qué va ese informe.
—No le digas nada. Solo que te lo he dado yo para que se lo entregues.
—Vale, está bien— admitió tomando los papeles que la otra le entregaba y dirigiéndose con ellos
en la mano hacia la puerta.
Un sol pálido penetraba a través de las cristaleras de la oficina cuando salió del despacho.
Inundaba alegremente el local, en el que se había alargado aún más la cola ante el mostrador de las dos
cajas y tuvo que abrirse paso entre dos viejecitos que refunfuñaban por el plantón que tenían que soportar
a esas horas de la mañana. Luego se dirigió a la escalera que comenzaba enfrente de la que daba acceso
al banco desde la calle y subió sin prisas los peldaños deseando que Raúl la llamara antes o después de
que se entrevistara con don Pascual. Estuvo por silenciar el móvil, pero no se atrevió por miedo a que él
desistiera del intento y lo dejara para otro día o para nunca. Una vez que alcanzó la planta superior fue
recorriendo el rellano y leyendo los letreros de las puertas. La del interventor cerraba el fondo de la
derecha del corredor y llamó con los nudillos antes de entrar. Al oír su voz autorizándole a hacerlo, asió
el picaporte y empujó la hoja de madera.
Don Pascual estaba sentado tras su mesa, tan aerodinámica y transparente como todas las demás,
y levantó la cabeza al oírla entrar con las gafas en la punta de la nariz. Era un hombretón enorme con una
espesa mata de pelo gris en la cabeza. Andaría por la sesentena y fumaba puros cuando nadie le veía.
Acababa de apagarlo en el cenicero que tenía sobre la mesa y se la quedó mirando extrañado, aunque
Lydia no llegó a saber si le sorprendía que se hubiera presentado en su despacho ella en lugar de a Sofía
o si es que no la reconocía con su nuevo aspecto.
—Sofía me ha pedido que le traiga el informe que le pidió usted el viernes— le aclaró haciendo
intención de dejárselo sobre la mesa.
Se caló él los lentes para mirarla por encima de sus cristales.
— ¿Qué informe?— le preguntó con su voz ronca de fumador empedernido.
—El que le pidió el viernes, ya se lo he dicho— repitió ella, diciéndose que debería haberle
echado una ojeada mientras subía por la escalera para enterarse de qué trataba y poder así contestar a sus
preguntas.
— ¡Ah!, sí, ya recuerdo, el que necesitaba Eduardo esta mañana y me acaba de pedir— replicó
don Pascual—. ¿Te importaría llevárselo a él? Está abajo, en su despacho, porque el inspector ha
decidido continuar con la investigación del atraco desde la comisaría y se lo ha dejado libre. Le corría a
Eduardo mucha prisa, así que se alegrará de que ya lo haya ultimado Sofía. ¿O te has ocupado tú?
—No, no. Ha sido ella.
—Es una chica muy competente. Y muy responsable— la alabó—. No sé qué haríamos en esta
sucursal sin ella con tantos problemas como tenemos. Y el atraco de la otra mañana ha sido la puntilla.
¿Te hicieron algo a ti esos hombres? No recuerdo haberte visto tumbada en el suelo cuando esos hombres
nos obligaron con el arma que llevaban a tirarnos boca abajo sobre el pavimento. Afortunadamente no
mataron a nadie, pero el director tiene una distensión en un brazo y Sofía aún cojea.
Meneó ella negativamente la cabeza y con ella su oscura melena.
—No, no me hicieron nada. Estaba colgando mi chaquetón dentro del armario y no me vieron.
Por primera vez pareció interesarse don Pascual por la chica que tenía enfrente de su mesa. Se
quitó las gafas para observarla mejor y estudió atentamente su semblante.
— ¿Y les viste tú?
—La cara, no.
—Es extraño que pudieran perpetrar el robo con tanta facilidad, pese a las medidas de seguridad
de las que disponemos— se lamentó pesarosamente—. Y que no les grabaran las cámaras de vigilancia
es lo más extraño de todo. El inspector Bermúdez piensa que les tuvieron que ayudar desde dentro de este
banco alguno de los que trabajan aquí, pero todos los empleados llevan con nosotros muchos años y son
de la máxima confianza.
— ¿El subdirector lleva también muchos años?— inquirió Lydia con precaución.
—No, él no, unos seis meses calculo, pero es un gran muchacho con una magnífica reputación,
ahijado de un amigo íntimo del director.
Al aludirle, le señaló a Lydia el informe que aún tenía ella en la mano.
—Llévale esos papeles cuanto antes. Ya sabes, el suyo es el despacho que está al lado del
vuestro, el que ha estado ocupando ese inspector.
Había bajado la cabeza y revolvía unos documentos que tenía sobre la mesa dando la
conversación por terminada por lo que Lydia salió silenciosamente y tras recorrer el pasillo se encaminó
pausadamente hacia escalera tanteando el bulto que llevaba en el bolsillo del pantalón para asegurarse de
que llevaba allí el móvil. ¿Por qué no la llamaría Raúl ahora que estaba sola bajando lentamente los
peldaños? Con un suspiro de impaciencia remató el descenso y se dirigió hacia el despacho de Eduardo
llamando a la puerta con los nudillos. Aguardó unos segundos sin recibir contestación, por lo que insistió
con el mismo resultado infructuoso. Al fin se decidió a girar suavemente el picaporte y entreabrió una
rendija la hoja de madera para atisbar por la hendidura. En el despacho no había nadie. Vacilante, se
preguntó qué debería hacer, pero terminó por decirse que lo indicado sería dejarle el informe encima de
la mesa.
A diferencia del despacho que compartía con Sofía, el de Eduardo daba a la calle y un sol
radiante penetraba a través de la persianilla que cubría el ventanal del fondo y destellaba sobre la mesa
de cristal, sobre los escasos espacios de esa mesa que no estaban desordenadamente cubiertos de
papeles. Aunque pensó que no debía curiosear, les echó una ojeada, mientras buscaba un hueco donde
depositar el informe de Sofía. Debía colocarlo de forma que lo viera Eduardo en cuanto regresara a su
despacho. Llegó a la conclusión de que el lugar idóneo era la carpetilla verde de piel que la presidía y
la despejó de unos folios cubiertos de números escritos a mano y colocó encima cuidadosamente el
informe. Eso fue al menos lo que intentó hacer, porque al tropezar con la butaca de él empujó la
carpetilla, que cayó al suelo por el otro lado de la mesa, dejando al descubierto el periódico que había
debajo. Apresuradamente fue a colocarlo todo en su lugar, pero no llegó a hacerlo al fijarse en los
titulares que en primera plana traía el diario. Era un ejemplar atrasado. Con los ojos agrandados por la
sorpresa leyó esos titulares sin querer creerlo. Era un reportaje sobre el atraco que había sufrido el
banco de Ultramar, en el que había trabajado ella dos años antes. Y lo que era peor, en la segunda página,
que hojeó con los ojos agrandados por la sorpresa, venía la entrevista que le hiciera en su casa aquel
periodista. Aquel pelmazo al que no consiguió cerrarle la puerta de su casa en las narices aunque le había
repetido hasta el aburrimiento que ella no sabía nada ni había visto nada, porque ya no trabajaba en ese
banco.
¿Pero cuando se habría enterado Eduardo de que había estado contratada en el banco de
Ultramar? Cuando había optado al puesto que ahora ocupaba y para el que él la había entrevistado no
había hecho la menor alusión a ese suceso y la había seleccionado entre un grupo numeroso. ¿Lo sabría
entonces ya o después, al referírselo Sofía, habría buscado ese ejemplar en una hemeroteca? Claro que,
si lo sabía entonces, no tenía sentido alguno que la hubiera escogido precisamente a ella entre los quince
aspirantes que se habían presentado. En su mayoría eran varones, lo que ya de por sí suponía un punto a
su favor y que fueran preferidos en las empresas a las mujeres. Por lo que había hablado con ellos
mientras esperaban a ser llamados, muchos poseían experiencia en la banca. Tampoco cabía suponer que
la hubiera elegido Eduardo porque le hubiera gustado su aspecto físico, porque se había presentado a la
entrevista con la ropa que tenía, demasiado ancha para ella en el presente, con la melena lacia y sin
pintar en absoluto. Pero entonces…
Un sinfín de imágenes se le agolpó en la mente. Creyó ver de nuevo a través de la rendija de la
puerta del armario el tumulto de la algarada que se desarrollaba fuera, en el acristalado local. A aquellos
tipos armados, a don Hermenegildo enfrentándose al más alto y a Sofía zarandeada por ese mismo
hombre antes de ser arrojada por él al suelo, mientras sentía en su mejilla el roce del abrigo marrón que
colgaba de una percha. Del abrigo de Eduardo, tras el que se había escondido y cuya presencia en el
armario parecía absurda, ya que él no había aparecido en el banco esa mañana por encontrarse enfermo.
O eso había dicho. ¿Habría tenido él algo que ver en el atraco? Y si había sido él quien desde dentro le
había facilitado el trabajo a los ladrones, el motivo de que la hubiera seleccionado a ella cuando la
entrevistó no podía ser más que uno. La de desviar sobre ella las sospechas que en otro caso hubieran
podido recaer sobre él, dado que era la única persona que por una lamentable casualidad había estado
empleada en los dos bancos. Que del anterior se hubiera despedido dos días antes, no hacía más que
empeorar las cosas. El inspector Bermúdez podía pensar que había decidido desaparecer con antelación
del escenario del delito antes de su perpetración dejándolo todo preparado.
¿Qué podía hacer ella ahora?, se preguntó angustiada. ¿Despedirse? Eso tampoco serviría para
nada. Y para colmo, sus tías le acababan de regalar un coche precioso y carísimo, poniéndolo a su
nombre como si lo hubiera comprado ella directamente para ahorrarse los impuestos que recaerían sobre
la segunda transmisión. ¿Qué supondría el inspector si llegaba a enterarse? Sin duda que lo había
adquirido con el dinero que había obtenido con el atraco.
Un sudor frío le resbaló por la espalda al imaginarlo, aunque apenas si tuvo tiempo de seguir
elucubrándolo, porque el leve sonido de unos pasos que se acercaban al despacho en el que se hallaba lo
impidió. Apresuradamente escondió el periódico debajo de la carpetilla de piel, dejó encima de ésta el
informe que le había dado Sofía e hizo intención de dirigirse hacia la puerta, que se abrió antes de que
hubiera llegado a poner la mano en el picaporte. Eduardo venía con el ceño fruncido y se sorprendió al
verla allí.
— ¡Hola!— la saludó parpadeando como si intentara recordar donde la había visto antes—.
Debió caer en la cuenta de que era la misma chica descolorida y mal peinada que había compartido el
despacho con él el viernes, porque enarcó las cejas sorprendido y examinó su rostro con más atención,
mientras ella le señalaba torpemente los papeles que le había dejado sobre la mesa.
—He venido… he venido a traerte el informe que don Pascual le ha encargado a Sofía — le
aclaró balbuceando—. Te lo he dejado ahí encima.
Se sintió nuevamente analizada por los ojos de él. Seguramente se estaba preguntando cómo
podría haberse operado tal metamorfosis en la chica que tenía enfrente, pero se limitó a hacer un gesto de
asentimiento.
— ¡Ah!, pues gracias. Como verás, he recuperado mi despacho. El inspector Bermúdez ha tenido
a bien regresar a su comisaría y dejarnos en paz, aunque mucho me temo que seguirá llamándonos uno por
uno para interrogarnos allí. Lo malo es que, según me acaba de decir don Hermenegildo, los ladrones no
han dejado ninguna pista. ¿Viste tú si llevaban guantes?
Aunque la pregunta no tenía nada de particular, le sonó rara. Le sonó como si pretendiera indagar
de una forma indirecta lo que ella hubiera podido observar desde su escondite.
— ¿Yo?, no claro que no— repuso en un tonillo más agudo que el suyo habitual—. Me asusté
tanto que no estaba para fijarme en nada. Pero supongo que sí los llevarían ya que la policía no ha
encontrado huellas dactilares de esos tipos.
— ¿Y cómo sabes eso?— se interesó él sin apartar de su rostro sus ojos claros.
También ahora le parecieron sus palabras demasiado inquisitivas, por lo que tartamudeó, pese a
que se dijo que con su estúpida actitud estaba aparentando una culpabilidad completamente injustificada.
—Yo… yo no lo sé. Como has dicho… como has dicho que la policía no había encontrado
ninguna pista, lo he dado por supuesto. ¿Ha encontrado huellas?
—Desde luego— repuso sonriendo irónicamente—. Cerros de huellas dactilares, como no podía
ser de otro modo. Lo raro sería que en un local en el que entran a diario cientos de personas no las
hubiera.
— ¿Entonces…?
—Lo que he querido decir es que no han encontrado huellas que pertenezcan a delincuentes con
antecedentes.
—Ya, claro— murmuró Lydia, diciéndose que debía salir de ese despacho cuanto antes y regresar
inmediatamente al suyo, ya que estaba dando una imagen lamentable.
Hizo intención de dirigirse hacia la puerta, pero Eduardo la retuvo con un ademán. Resultaba
palpable que él apreciaba el cambio que se había operado en su aspecto, porque la miraba de una forma
muy diferente a la del viernes anterior. Al menos fue lo que sintió ella, que se vio reflejada en sus ojos
como una chica atractiva, aunque había algo más que la intranquilizó.
—Lo mismo sucedió en el banco de Ultramar en el que trabajaste anteriormente— comentó él en
tono intrascendente, ¿verdad?
Reprimió Lydia el sobresalto que experimentó y se dio media vuelta para quedar frente a él.
— ¿Te enteraste de ese atraco cuando sucedió?
Meneó Eduardo negativamente la cabeza.
— No. Estaba yo entonces en Estados Unidos haciendo un master y no compraba periódicos
españoles. No debieron darle allí mucha importancia, porque no recuerdo que lo publicara el New York
Times, que era el diario que leía yo entonces.
— ¿Y estuviste allí mucho tiempo?
—Un año, sí. Aproveché también para practicar el inglés que había aprendido en el colegio. ¿Por
qué?
Tomó aire Lydia dudando en formularle directamente la pregunta, pero al fin se decidió.
—Me gustaría saber cuándo has tenido conocimiento de ese atraco y si estabas al tanto de que
trabajaba yo en ese banco cuando me entrevistaste para el puesto que desempeño en este momento.
Se quedó mirándola sin pestañear ni esbozar el menor gesto como si quisiera ganar tiempo, pero
finalmente sonrió.
—Me enteré el viernes pasado, cuando nos lo referiste a Sofía y a mí, ¿no lo recuerdas?
—Sí, sí, claro que lo recuerdo. Así que anteriormente no tenías ni idea.
—No, ya te he dicho que no.
— ¿Y me hubieras elegido igualmente entre todos los aspirantes de haberlo sabido?— le preguntó
intrigada con sus ojos azul turquesa muy abiertos.
—Por supuesto que sí. ¿Qué culpa tienes tú de lo que ocurriera en ese banco entonces?
¿Detuvieron finalmente a los ladrones?
—No, creo que no.
Le irritó que tuviera la desfachatez de fingir de una forma tan convincente que no había tenido
noticias de ese suceso, teniendo como tenía bajo la carpetilla de piel el periódico atrasado que había
descubierto ella al tropezar con la butaca, pero no se atrevió a insistir sobre el tema. Era posible también
lo que había imaginado antes, que, movido por la curiosidad, durante el fin de semana se hubiera
molestado en acudir a una hemeroteca para hacerse con un periódico de aquellos días y que cuando la
entrevistó lo ignorara. Como no se le ocurrió nada más que decir, se dirigió nuevamente hacia la puerta,
pero Eduardo hizo un último intento de retenerla.
—Oye, Sofía y yo solemos acercarnos a la cafetería de la esquina a tomar algo, cuando salimos al
mediodía. ¿Por qué no te apuntas?
Su moreno semblante reflejaba verdadero interés al proponérselo, lo que le resultó a Lydia
halagador por contraste con la actitud de él el viernes anterior en el que se había sentido de más cuando
chismorreaba con Sofía, mientras trabajaban. Y sobre todo, cuando se habían despedido de ella y le
habían ofrecido como de compromiso que les acompañara a tomar el aperitivo. Le pareció en ese
momento un hombre atractivo y estuvo por aceptar, pero palpó a tiempo el duro objeto que llevaba en el
bolsillo del pantalón y meneó negativamente la cabeza, mientras volvía a caminar hacia la puerta.
—Hoy me va a ser imposible, porque he quedado ya para comer— le dijo volviendo hacia él la
cabeza y con la mano en el picaporte—. Otro día.
Salió apresuradamente al local acristalado y consultó disimuladamente su reloj de pulsera,
mientras caminaba hacia su despacho. ¿Es que no la iba a llamar nunca Raúl? Las agujas marcaban ya las
doce y cuarto, por lo que él había tenido tiempo más que de sobra para encontrar un hueco en la
actividad que estuviera desarrollando esa mañana para marcar su número. ¿Qué estaría haciendo? ¿Se
estaría entrevistando con personalidades importantes y por esa razón habría pospuesto su llamada para
más adelante? Sabía que era calmoso en demasía, lo que a ella solía fastidiarle, aunque con frecuencia se
había visto obligada a reconocer que era extremadamente concienzudo y que rara vez realizaba una
chapuza. Al contrario que ella que en innumerables ocasiones había pecado de atolondrada por correr en
exceso.
Sofía había hecho un alto en el trabajo y cuando Lydia entró en la habitación permanecía acodada
en la mesa con los ojos perdidos más allá de la ventana, como si pudiera ver el patio a través del cristal.
Volvió al presente al oírla entrar y la envolvió en una mirada vaga.
— ¿Qué? ¿Cómo te ha ido? ¿Le has dado el informe a don Pascual?
—Sí, lo he intentado, pero me ha dicho que se lo bajara a Eduardo, porque éste lo necesitaba con
urgencia, y es lo que he hecho.
—Ya— musitó la otra como si la hubiera escuchado, aunque resultaba obvio que tenía la mente en
otra parte.
Tomó asiento Lydia en su mesa y extrajo el móvil de su bolsillo para colocarlo sobre su
transparente superficie y asegurarse así de que lo oiría en cuanto Raúl la llamara.
— ¿Has quedado con él hoy?— le preguntó Sofía adivinando el motivo por el que lo hacía al
seguir sus movimientos con la vista.
—No, aún no. Quedó en llamarme esta mañana y estoy esperando a que lo haga.
Dejó escapar la otra un prolongado suspiro antes de repetir:
—Ya.
— ¿Por qué dices “ya”?
—Porque estoy pensando en lo tontas que somos las mujeres. ¿No crees que somos tontas?
—Pues no, ¿por qué lo dices? ¿Es que sigues esperando también tú a que te llame él?
Meneó vigorosamente Sofía la cabeza en sentido negativo y con ella su rizada melena que osciló
cadenciosamente a su compás.
—No, he hecho otra cosa peor. Le he llamado yo.
— ¿Y que te ha dicho?
—Nada. Aseguraría que me ha colgado, porque a los pocos segundos se ha cortado la
comunicación. Debe de considerarme una pesada. Como ya te he comentado, he notado que en los últimos
días parecía haber perdido el interés que antes sentía por mí. He sido yo la que me he empeñado en
mantener el contacto con él, pero creo que lo mejor será que tire la toalla y que me busque a otro que me
valore más.
Le sonrió Lydia conmiserativamente. También ella había esperado durante días y semanas
interminables a que la llamara Raúl, preguntándose si la relación que mantenían se habría roto
definitivamente. La diferencia entre la situación en la que se hallaban las dos era que Sofía si podría
iniciar una relación con otro sin demasiada dificultad y que ella, enclaustrada en su casa, no había tenido
esa posibilidad.
— ¿Qué me dices de Eduardo?— insinuó—. Está de muy buen ver y parece que le gustas.
— ¿Tú crees?— le preguntó Sofía enarcando ligeramente las cejas.
—Sí, claro que lo creo.
—Pues yo no estoy tan segura. Solemos tomar una caña a la salida del trabajo, pero ni una sola
vez me ha propuesto quedar para comer, para cenar o para ir al cine. Pero vamos a cambiar de
conversación y a tratar de alegrarnos. No me has contado aún cómo te ha ido con tus tías. ¿Se alegraron
mucho con tu visita?
Se iluminó el semblante de Lydia al recordarlas.
—Sí, las pobres están muy mayores y bastante pachuchas. Al menos tía Eloísa, que es la mayor, lo
está. A mí me quieren mucho y no te imaginas el regalo que me hicieron.
— ¿Qué te regalaron?
—Un coche. Según me dijeron, para que vaya a verlas más a menudo y no tenga que coger el tren.
Un Audi rojo precioso que he guardado en el garaje de mi casa.
Emitió Sofía un silbido.
— ¿Un Audi nada menos?
—Sí, ¿No es fantástico?
—Ya lo creo que lo es. ¿Y tienes garaje también en el edificio en el que vives, además de un
piano de cola en el piso?
Se lo preguntaba con cierto retintín, por lo que Lydia abatió modestamente los párpados. No le
gustaba presumir de nada, ni siquiera del nivel social de sus antepasados, que en el presente era de lo
único que podía alardear.
—Sí, es que es muy antiguo, lo construyeron en el siglo diecinueve y al lado de la del portal hay
otra puerta por la que antaño entraban los carruajes de caballos. Hace años reconvirtieron esas cocheras
en un garaje y yo alquilaba la plaza de aparcamiento que nos adjudicaron, pero ahora está libre, porque
el inquilino se marchó a vivir a Cuenca, lo que ha sido una enorme suerte.
— ¿Qué se haya ido a vivir a Cuenca?
—No, que la haya dejado libre, porque en mi calle no hay quien estacione un automóvil.
—Ni en la mía— corroboró Sofía—. Habrás disfrutado entonces una barbaridad este fin de
semana.
—Sí— reconoció ella—. Aunque…
Se inclinó hacia ella la otra para escrutar su rostro.
— ¿Aunque qué?
—Que no sé. He tenido la sensación de que alguien me seguía. Un hombre. El caso es que estoy
segura de haberle visto antes, pero no recuerdo donde. Me lo encontré en el andén de la estación, y me
fijé en él, porque tropezó conmigo, y luego en Puertollano cuando fui al pueblo a comprarle a mi tía un
medicamento. Creo que estaba apostado con su coche frente a la valla de la finca y cuando salí a la
carretera con el Audi le vi detrás de mí por el espejo retrovisor.
— ¿Y se te acercó?
—No. Cuando aparqué frente a la farmacia lo hizo también él a una prudente distancia y luego
arrancó a la vez que yo. Cuando a mi regreso entré en la finca y cerré la cancela de la valla a mi espalda,
siguió adelante y le perdí de vista, aunque estoy casi segura de que permaneció por allí cerca vigilando
la casa.
—Qué romántico— comentó Sofía—. Te sentirás muy halagada.
—Pues no.
La observó la otra con atención.
— ¿Por qué no? Ya no se lleva que te paseen la calle ni que caminen suspirando detrás de ti, pero
si lo que me has contado me sucediera a mí aumentaría inconmensurablemente mi autoestima, ¿Es que
físicamente es horroroso? ¿Qué aspecto tiene?
—Pues es joven— repuso Lydia rememorándolo con los ojos entrecerrados—. Calculo que
andará por la treintena. De estatura mediana, con el pelo muy corto de color castaño y sin ningún signo
distintivo.
Se echó a reír Sofía como si la descripción que acababa de hacerle le hiciera gracia.
—Quieres decir que no tiene una cicatriz que le cruce la cara ni un lobanillo en la punta de la
nariz, ¿no es eso?
—Lo que quiero decir es que tiene un aspecto corriente, de los que no llaman la atención, pero me
pregunto por qué me seguiría hasta Puertollano y por qué me vigila a distancia sin aproximárseme. Si,
como dice mi tía, fuera un pretendiente, habría tratado de acercarse e intentar charlar conmigo, ¿no te
parece?
El semblante de Sofía empezó a mostrar preocupación.
— ¿Estás pensando en que ha podido ser uno de los atracadores? Creía haberte entendido que
ninguno de los tres te había visto.
—Eso suponía yo— reconoció dubitativamente—. ¿Pero por qué habría de seguirme un hombre
hasta Puertollano sin ningún motivo? No está cerca de Madrid. Median muchos kilómetros Además, ya te
he dicho que le había visto antes en alguna parte.
La musiquilla de su móvil se dejó oír en ese instante y Lydia se abalanzó sobre el aparato, aunque
luego lo pensó mejor y dejó transcurrir unos segundos antes de atender la llamada para que Raúl no
pudiera dar por hecho que había estado toda la mañana aguardándola con impaciencia. La voz de él,
profunda y bien timbrada, llegó claramente a sus oídos.
—Lydia, soy yo.
Ya sabía que era él. La pantalla de su móvil lo indicaba claramente y su voz además era
inconfundible.
—Sí, sí, dime.
— ¿Te viene bien que quedemos hoy a comer? Tengo muchas cosas que contarte.
Notó que aunque Sofía aparentaba teclear en su ordenador, estaba pendiente de la conversación
que mantenían, por lo que decidió abreviarla en lo posible.
—Sí, sí, me viene bien. ¿Vas a venir a buscarme con el coche?
—No me va a ser posible— replicó Raúl tras una ligerísima pausa que a Lydia se le hizo
interminable—. Si no te importa, preferiría que quedásemos en el restaurante en el que íbamos a cenar
entonces, ¿lo recuerdas? He reservado nuestra mesa.
¿Cómo iba a haberlo olvidado? Recordaba cada uno de los minutos o incluso los segundos que
había compartido con él.
—Sí, sí, claro que me acuerdo— repuso haciendo un esfuerzo para que a su voz no aflorase la
añoranza que experimentaba—. Salgo de aquí a las dos de la tarde, así que puedo reunirme allí contigo
media hora después.
—De acuerdo. Hasta luego entonces.
Cortaron ambos la comunicación y Lydia se quedó mirando el aparato como si quisiera
formularle todas las preguntas que no había llegado a hacerle a él. Sofía cortó el hilo de sus
pensamientos.
— ¿Qué, ¿qué te ha dicho?
—Nada, pero hemos quedado para comer en el restaurante que solíamos frecuentar cuando
salíamos. Me ha comentado que había reservado la que entonces era nuestra mesa.
La observó pensativamente la otra.
—Estás tonta por él, ¿verdad?
No tuvo que reflexionar Lydia para darle una respuesta, pero sí se demoró en expresarla con
palabras.
—Supongo que opinarás que debería de haberle olvidado después de que desapareciera de
improviso o que al menos convendría que lo aparentase.
— ¿Y no tengo razón?
—Desde luego que sí. Me dejó en un momento muy difícil para mí, pero ya te he dicho que el
suyo fue un comportamiento muy comprensible. Dicen que si un hombre se pone enfermo, su mujer se
convierte en su enfermera, pero que si sucede lo contrario y la que enferma es ella, el hombre se busca
otra.
—Pues sí que lo estás arreglando— refunfuñó Sofía.
— ¿No crees que suele ser verdad?
—Puede ser, pero me parece lamentable.
— Te aseguro que me hubiera gustado cuando me lo encontré en el tren darme cuenta de que ya no
me importaba nada, pero no fue así y creo que a él le sucedió lo mismo. Y ahora… Siempre se puede
recomenzar.
—Si tú lo dices… —replicó Sofía sin ninguna convicción—. ¿Y dónde habéis quedado?
—En un restaurante de la Cava Baja. Un sitio muy típico y muy caro también.
—Esperemos que haya decidido invitarte él— masculló entre dientes.
—Siempre pagaba él, aunque mientras vivió mi padre podía yo permitirme muchos lujos. Heredó
mucho dinero de sus progenitores y ha sabido invertirlo bien. Yo no podría con mi sueldo actual seguir su
tren de vida. Tomaré el Metro aquí cerca y me bajaré en la estación de la Latina.
—Y tendrás que andar un buen trecho por una calle desempedrada y con el bolso bien agarrado
debajo del brazo para que no te lo quite el primer indeseable con el que te cruces— auguró la otra con
voz lúgubre.
— ¡Bah! Es un barrio muy pintoresco, pero los rateros solo suelen atracar a los turistas.
—Y también a las tontas jóvenes que se emperejilan cuando quedan con su chico y van
encaramadas a unos tacones que les impiden echar a correr detrás de ellos cuando se los arrebatan al
pasar. De todas formas te deseo suerte y que atrapes a tu chico, aunque en mi opinión deberías obligarle
a que haga méritos. Debes hacerle ver que se portó muy mal contigo.
Al advertir que Lydia torcía el gesto, se mordió los labios fastidiada consigo misma por haber
dejado escapar lo que pensaba y giró la cabeza hacia su ordenador.
—Bueno, vamos a dejarlo y a ponernos a trabajar. Ya me contarás mañana cómo te ha ido.
—Sí. Y tú a mí qué tal lo has pasado con Eduardo, porque pretende tomar el aperitivo contigo.
—De acuerdo, te lo contaré.
Las horas que faltaban para que finalizara su jornada laboral se le hicieron a Lydia interminables
y antes de que se cumplieran los últimos minutos decidió darse un último toque en el baño. Se hallaba
éste en la planta baja, tras el mostrador de las cajas y se dirigió apresuradamente a esa estancia para
contemplarse en el espejo, sin reparar en Lucas que la siguió con la vista. Le sonrió a la imagen que le
devolvía, se atusó la melena procurando que una onda del cabello le resbalara sobre la frente, se estiró la
chaqueta de su traje pantalón alegrándose de que fuera de su talla y volvió inmediatamente después a su
despacho a ponerse el chaquetón y a recoger su bolso. Eduardo estaba en él y charlaba con Sofía cuando
entró, pero giró la cabeza hacia ella cuando la oyó abrir la puerta.
— ¿Te vas?— le preguntó, como si no se hubiera dado cuenta de la hora que marcaba el reloj que
pendía de la pared sobre la cabeza de Sofía y considerara intempestiva la que ella había elegido para
marcharse.
—Sí, ya te he dicho antes que he quedado para comer.
—En la Cava Baja— puntualizó Sofía. Le dio a Lydia la impresión de que a su compañera de
despacho le molestaba su presencia en esos momentos en los que tonteaba con Eduardo, porque añadió a
continuación—: Está en la otra punta de Madrid, así que no debes demorarte si no quieres llegar tarde.
—Me gusta el Barrio de la Latina— comentó él— Es muy pintoresco y aún conserva el ambiente
de las épocas en las que los bandoleros lo frecuentaban. He allí ido a menudo a comer “huevos rotos” al
restaurante que se llamó en su día El mesón del Segoviano. Sé que ha cambiado de nombre, pero no
recuerdo cómo se llama ahora.
—Allí voy precisamente— replicó ella mientras se ponía apresuradamente el chaquetón—. Para
mí tiene un encanto especial el Barrio de los Austrias, con sus callejas estrechas y sus plazuelas tan
típicas en las que parecen resonar aún las pezuñas de los caballos que arrastraban los antiguos carruajes.
Antes, solía pasearme por la Cava Baja y trataba de averiguar dónde había estado ubicada la posada que
albergó a los cinco jacobinos que asesinaron al embajador inglés. Al embajador que votó a favor de la
ejecución de Carlos I de Inglaterra.
Un silencio siguió a sus palabras. Sofía había fruncido el ceño y la miraba pestañeando como si el
tema al que acababa de aludir le resultase totalmente ajeno. En ese momento debía estarla considerando
una pedante. Y no era extraño que se hubiera forjado esa opinión. En los dos años en los que había
permanecido enclaustrada en su casa para matar el tiempo se había leído todos los libros que se
alineaban ordenadamente en los estantes del despacho de su padre, algunos francamente aburridos. A los
más entretenidos incluso les había dado una segunda y hasta una tercera lectura, por lo que poseía una
amplia cultura sobre los asuntos más dispares.
— ¿De qué estás hablando?— se sorprendió Sofía con las cejas enarcadas.
—De Anthony Ascham— le aclaró Eduardo, que quizás hubiera vivido una experiencia parecida
o que también se hubiera aburrido de lo lindo en Norteamérica durante el año en el que hizo el master y
se hubiera empollado por ese motivo la historia menos conocida de nuestro país —. De un personaje
inglés del siglo dieciséis que influyó decisivamente en que al rey Carlos I de Inglaterra le cortaran la
cabeza. Vino más tarde a Madrid a entrevistarse con Felipe IV y esos cinco jacobinos que eran realistas y
se habían alojado en una posada de la Cava Baja le cosieron a puñaladas.
— ¡Qué horror!— se quejó Sofía—. En esa época la gente era bastante bruta— Clavó con
curiosidad sus ojos oscuros en Lydia para preguntarle—. ¿Y a ti qué más te da donde se alojaran?
—Me parece interesante— replicó débilmente ella, intentando borrar la impresión que
seguramente les había producido instantes antes. Y tímidamente insistió—: ¿Es que a ti no te interesan los
lugares donde se han producido los hechos que han marcado nuestro pasado?
Lo consideró Sofía con expresión ausente y terminó por menear negativamente la cabeza.
—En concreto, donde durmieron esos tipos, no. Yo ni siquiera sé quiénes eran los jacobinos. A
decir verdad, me tienen sin cuidado.
—Fue un movimiento político que en Inglaterra intentó conseguir la restauración de la casa de
Estuardo— le explicó Eduardo como si no se hubiera enterado de que no le interesaba en absoluto el
tema.
—Ya— bostezó Sofía— ¿Y qué fue de esos jacobitas? ¿Los cogieron?
—Sí y los encerraron en la cárcel, pero no los ejecutaron. Al menos no inmediatamente y
finalmente no los ajusticiaron a todos. A Cronwell, que era el que entonces marimangoneaba en
Inglaterra, le molestó mucho.
—No me extraña— contemporizó la chica, a quien evidentemente le importunaba el tema de
conversación.
—A mí también me interesa todo lo que ha acaecido a lo largo de los siglos en la Cava Baja.
Podíamos ir a comer allí los tres un día de éstos— sugirió él— Puede que el camarero que nos sirva esté
enterado de ese suceso y nos diga cuál era la posada y donde estaba ubicada.
Se lo proponía a las dos, pero miraba a Lydia y Sofía debió captar lo que flotaba en el ambiente,
porque intervino con un tonillo agudo que destilaba un recelo absolutamente inusual en ella.
—No sé si Lydia estará dispuesta, porque sale en exclusiva con un chico, pero sí podíamos ir tú y
yo mañana o pasado.
Aunque al semblante de Eduardo no afloró lo que pudiera estar pensando, notó Lydia que no le
seducía en absoluto el cambio de planes.
—Bueno, ya hablaremos de ese asunto otro día— dijo con una voz que no traslucía lo que pudiera
estar pensando. Luego se giró nuevamente hacia ella para preguntarle—: ¿Y en qué medio de transporte
vas a ir hasta la Cava Baja? Si te llevas el coche, hay un aparcamiento subterráneo frente al mercado de
la Cebada. Supongo que conducirás. ¿O no?
Fue a contestarle Lydia que pensaba tomar el Metro, pero Sofía se le adelantó y no precisamente
con buena intención.
—Tiene un Audi precioso y recién estrenado, pero como su chico llevará también su coche, va a
coger el Metro para que luego la pasee él en el suyo, ¿a qué sí?
Le dolió a Lydia que la otra, que se había mostrado siempre tan amistosa con ella, hubiera
adoptado de pronto y sin previo aviso esa actitud belicosa, propia de considerarla ahora una peligrosa
competidora. El motivo era obvio, pero aun así le pareció una deslealtad inadmisible, que le hizo daño.
—Como con un amigo— le explicó a Eduardo en un tono con el que parecía que se disculpaba
por ello—. Con un antiguo amigo al que me encontré en el tren el viernes pasado. He estado el fin de
semana en Puertollano visitando a unas tías y coincidimos en el mismo vagón. Por esa razón y porque
queremos recordar tiempos pasados me ha invitado a comer hoy.
No hizo él el menor comentario y durante una décima de segundo temió Lydia que volviera Sofía
a intervenir para relacionar a ese amigo con lo arreglada que se había presentado en el trabajo esa
mañana añadiéndole algún comentario hiriente, por lo que se dirigió hacia la puerta y salió seguidamente
al local de la oficina donde tropezó con Lucas que se dirigía hacia el despacho que acababa de
abandonar.
— ¿Te vas?
—Sí, sí, tengo prisa.
—Pero es que… ¿Por qué no vienes a tomar una caña conmigo, con Sofía y con Eduardo? Será
solo un ratito.
Meneó Lydia negativamente la cabeza, preguntándose por qué esa mañana estaba todo el mundo
dispuesto a proponerle que le acompañase a tomar el aperitivo. Sabía que su aspecto era otro, muy
diferente al de los días anteriores y no le extrañaba demasiado en Lucas, pero sí en Eduardo, que hasta
esa mañana ni tan siquiera se había fijado en su existencia.
—No tengo tiempo, Lucas. He quedado para comer y llego tarde. Otro día.
Le dejó a su espalda sin atender a sus protestas y salió a la calle. Corría un viento fresco que
alborotó su melena mientras caminaba en dirección a la boca del Metro y la obligó a arrebujarse en su
chaquetón de cuadritos. Se miró al pasar en el cristal de un escaparate y al comprobar una vez más que le
quedaba demasiado ancho se dijo que se compraría otro de su talla con el dinero de tía Aurelia. Un
chaquetón y todo lo que diera de sí ese dinero. Necesitaba deslumbrar a Raúl, ahora que le había
recuperado. Bueno, se corrigió, aún no le había recuperado, pero no tardaría en conseguirlo. Si había
logrado sin proponérselo que Eduardo, que le tenía sin cuidado, se fijara en ella, también volvería a
interesarle al otro.
Una media hora más tarde salía del suburbano en la plaza de la Cebada para encaminarse hacia la
plaza de Puerta Cerrada y desde allí enfilar la Cava Baja, una calle estrecha y en cuesta descendente que
recorrió con toda la velocidad que le permitían sus zapatos de tacón. Llegaba tarde y los turistas habrían
comido ya horas antes, por lo que se veía desierta la larga calleja que recorría, sin la alegre algazara
que la caracterizaba incluso a altas horas de la noche. Solitaria parecía distinta, como si se hubiera
dormido de repente o como si perteneciera a una ciudad de la que hubiera huido la población.
Inspiró el aire helado y apretó el paso. En el silencio que la envolvía resonaban rítmicamente sus
tacones acrecentando la impresión de soledad. Llegó incluso a preguntarse si no se habría equivocado de
calle y si no se encontraría en otra desconocida de la que habían desparecido sin un motivo claro los
cientos de turistas de todas las nacionalidades que solían apiñarse allí. Las apreturas del gentío entre los
que antaño tenía que abrirse paso para realizar ese mismo recorrido eran incómodas, pero no la había
acometido nunca la sensación de aislamiento que experimentaba en ese momento y que la iban haciendo
sentir una aprensión absurda.
Acababa de divisar a lo lejos la plaza del Humilladero cuando notó algo a su espalda. Nada
extraño. El ruido de alguien que bajaba por la acera detrás de ella. Fue la advertencia de Sofía de que
llevase cuidado con su bolso lo que la alertó y la incitó a girar la cabeza para comprobar si el que
parecía ser el único transeúnte que compartía con ella la calle tenía aspecto de maleante. Apenas si
consiguió entreverlo, porque cuando se volvió hacia él, ese hombre se metió inmediatamente en un portal
y solo llegó a distinguir de él su chaquetón oscuro y la bufanda de cuadros escoceses que llevaba al
cuello, cuyo extremo voló a impulsos del viento y flotó durante una décima de segundo en el aire, antes
de desaparecer con su dueño en la oscuridad de la entrada del edificio.
¿Lo habría imaginado?, se preguntó. ¿Habría imaginado que lo que había pretendido ese hombre
era esconderse para que no le viera? Pero no podía perder más tiempo en comprobarlo. A Raúl le
irritaba mucho que le hicieran esperar y seguramente estaría sentado ya en la mesa que acostumbraba a
reservar antaño para los dos, tabaleando con los nudillos sobre el mantel de pura impaciencia.
Arrancó a andar de nuevo cuesta abajo, al tiempo que el sonido de los pasos a su espalda se
repetía, por lo que giró de nuevo la cabeza. El hombre había salido ya del portal en el que se había
escondido y caminaba unos pasos detrás de ella. De una sola ojeada comprobó que era de mediana
estatura y que por sus movimientos parecía joven, pues su rostro quedaba casi oculto bajo una gorra y la
bufanda escocesa que llevaba al cuello. Se detuvo al sentirse observado apostándose de espaldas a ella y
con aparente interés frente al escaparate de una tienda en la que vendían cacahuetes y otros frutos secos.
Le reconoció en el acto por la postura que mantenía, pues no llegó a distinguir sus facciones. Era
el chico con el que se había tropezado en el andén de la estación, el mismo que la había seguido en
Puertollano.
Asustada se dio media vuelta y apretó el paso para recorrer como una exhalación los escasos
metros que mediaban entre el lugar de la acera en el que se había detenido y la entrada del mesón. Con un
suspiro de alivio, distinguió a Raúl en cuanto entró en el local, en su mesa de siempre, al fondo de la sala
abarrotada de gente y bajo la ventana, y se precipitó a su encuentro. No tuvo tiempo de fijarse por esa
razón en que en el local se respiraba el mismo aire denso de entonces. De los días en los que se habían
reunido en ese lugar los que durante la dominación árabe accedían por Puerta Cerrada a la ciudad, que
entonces era poco más que un villorrio. El escenario del sinfín de sucesos históricos que a ella le
interesaban y que conocía por los libros de su padre que había leído y que Sofía consideraría tediosos.
Raúl se puso en pie al verla con una sonrisa de alivio.
— ¿Cómo llegas tan tarde?— le preguntó—. Llevo aquí esperándote más de media hora y temía
ya que te hubiera pasado algo.
Le devolvió Lydia la sonrisa, mientras se quitaba el chaquetón y lo colgaba del respaldo de la
silla, esperando que advirtiera él lo bien que le sentaba el traje pantalón que había rescatado del ropero
de su casa. Había fantaseado tanto sobre ese reencuentro que lo había imaginado mágico, como el
reinicio glorioso de algo que nunca debió terminar y que añoraban los dos con la misma vehemencia. Lo
disimuló como pudo adoptando un aire intrascendente, porque poseía él el raro don de adivinar lo que
pasaba por su mente.
—Es que he llegado a pensar que te habías arrepentido y que no vendrías. Supongo que el jefe te
habrá retenido con cualquier excusa en el momento de salir de tu oficina. ¿Me equivoco?
Se reía ahora con aquella risa tan contagiosa que distendía sus facciones y que las iluminaba,
rejuveneciéndole. ¿Cuántos años tendría ahora?, se preguntó Lydia. Treinta y cuatro o treinta y cinco a lo
sumo, se dijo. Pero no había cambiado nada en esos años. Estaba igual. ¿La encontraría igual a ella?
—No ha sido mi jefe— repuso—. Han sido mis compañeros que se han empeñado en invitarme a
tomar el aperitivo. Me ha costado convencerles de que me era imposible, porque había quedado contigo.
La envolvió él en una mirada admirativa, que ella no captó, porque, inquieta, había desviado los
ojos hacia la ventana por la que se veía la calle, tratando de atisbar a través de los cristales al chico de
la bufanda, pero no le vio pasar.
—No me extraña que esos compañeros hayan querido invitarte, porque estás todavía más guapa
que antes— comentó galantemente—. Estoy seguro de que darían algo por encontrarse en mi lugar en
estos momentos. ¿A que me envidiarían?—. Esperó una respuesta acorde por parte de ella, que
continuaba con los ojos fijos en la ventana y terminó por impacientarse—. ¿Pero qué miras?
Volvió Lydia la cabeza hacia él y abatió los párpados como disculpándose.
—Nada. Es que cuando venía hacia aquí me ha parecido…
— ¿Qué es lo que te ha parecido?
—Me ha parecido que un hombre me seguía.
Se echó a reír Raúl como si encontrara cómica la respuesta de ella.
— ¿Yeso te extraña? Deberías estar más que acostumbrada.
—Pues sí. Me extraña, porque a ese tipo de la bufanda me lo voy encontrando por todas partes.
En el andén de la estación, cuando corría a coger el tren en el que coincidimos, en Puertollano en dos
ocasiones y ahora aquí. Me he preguntado si se trataría de alguno de los ladrones que atracaron el banco
la semana pasada, pero yo aseguraría que ninguno de los tres me vio.
La sonrisa desapareció como por encanto del semblante de él, que se acodó en la mesa
preocupado sin apartar los ojos de su rostro.
— ¿Piensas que te sigue para averiguar si constituyes un peligro para ellos, porque podrías
reconocerles?
—No lo sé. Es posible que me hayan confundido con otra chica que se encontrara en la cola que
se había formado delante de las cajas cuando irrumpieron como una avalancha en la oficina. En su
mayoría eran personas mayores, jubilados que se habían presentado a cobrar su pensión. Cuando los
atracadores se largaron con el botín, tuve que atender a varios de ellos, pero no recuerdo a ninguna chica
que pudiera guardar algún parecido conmigo, aunque fuera remoto.
— ¿No hay ninguna otra muchacha en el personal del banco?— le preguntó intranquilo.
—Sí, Sofía, que es un par de años mayor que yo, pero físicamente no nos parecemos en nada.
Tiene el pelo mucho más largo, oscuro y muy rizado, le saco algo más de un palmo de estatura y es
bastante ancha de caderas, por lo que siempre lleva faldas. A ella sí la vieron, porque atravesaba la
oficina cuando entraron ellos. Incluso la agredieron. El más alto la agarró por el cuello y la obligó
violentamente a tumbarse boca abajo en el suelo.
— ¿El más alto?
—Sí, eran tres. Uno que mediría cerca de un metro, noventa centímetros, que fue el que arremetió
contra ella, contra el director y contra el interventor. Estuvo a punto también de descubrirme a mí dentro
del armario, pero tuve la suerte de que un compañero, que también es muy alto, hubiera olvidado el
abrigo el día anterior. Lo había dejado colgado de una percha en el armario que está en la planta baja y
ese abrigo rozaba el suelo, por lo que me agazapé detrás y el ladrón no me vio los pies.
— ¿Y cómo eran los otros dos?
—Más bajos. Uno mediría un metro setenta y cinco como mucho y el otro rondaría el metro
sesenta y cinco, era muy bajito. El de estatura mediana encañonó a los cajeros con una pistola, mientras
el otro, el pequeñajo, guardaba el dinero en una mochila negra.
—O sea que les viste bien.
—Sus caras no.
— ¿Y si volvieras a encontrártelos les reconocerías?
—Ya te he dicho que no les vi las caras.
Se removió con impaciencia él en su silla.
—Te lo estoy preguntando para averiguar si ese tipo que te sigue podría ser uno de los tres.
Lo consideró Lydia pensativamente y terminó por menear negativamente la cabeza.
—Creo que no. La puerta del armario estaba entreabierta cuando entraron en el local y se produjo
el consiguiente alboroto y les hice unas fotos con el móvil, que he mirado y remirado en mi cuarto por las
noches. El chico de la bufanda no es tan alto como el larguirucho que arrojó a todo el mundo al suelo,
pero lo es más que los otros dos y no tiene punto de contacto con el pequeñajo. Es un hombre corriente, ni
muy alto ni muy bajo, con el pelo castaño y una bufanda de cuadros escoceses con la que se tapa media
cara.
Torció el gesto él como si la explicación que acababa de darle le hubiera inquietado aún más.
—No me gusta nada lo que me estás contando. Deberías ponerlo en conocimiento de la policía.
— ¿Del inspector Bermúdez?
—Sí, de quien esté llevando la investigación. Tienes que informarle de que ese tipo te sigue para
que averigüe el motivo y mientras tanto te proteja. Sin duda debe de estar relacionado con ese atraco.
—No puedo pedirle ayuda a ese inspector— murmuró Lydia a media voz—. Él sospecha de mí y
pensará que le estoy contando un cuento para distraer su atención de mi persona.
—Pues yo creo que deberías intentarlo— insistió tozudo—. ¿Le has informado de lo que viste y
de las fotos que les hiciste desde el interior de ese armario?
—No, porque ya te he dicho que no se les ve la cara. Con los nervios, no conseguí enfocarles
bien y me salieron torcidas y desenfocadas.
— ¿Y las cámaras de vigilancia no les grabaron?
—No, porque alguien le dio la orden a la empresa de seguridad de que las desconectara esa
mañana antes de que entraran esos tipos. Por eso piensa el inspector Bermúdez que los ladrones tenían un
compinche dentro del banco y por esa razón, entre otras, sospecha de mí.
Frunció el ceño Raúl mientras reflexionaba con la mirada perdida por el local que se iba llenando
paulatinamente de comensales que iban ocupando las mesas cercanas.
— ¿Cuándo os marchasteis el día anterior estaban esas cámaras en funcionamiento?
Esbozó ella un gesto evasivo.
—No me fijé, pero la empresa que las ha instalado asegura que sí. Que alguien les llamó por
teléfono para que desconectaran las cámaras mientras reparábamos en la oficina unas goteras que había
producido el vecino del primero. Su cuarto de baño cae precisamente encima de nuestras cajas. El
inspector Bermúdez piensa que fui yo.
—Pero me acabas de decir que fue un hombre el que les llamó.
—No te he dicho que fuera un hombre, te he dicho que alguien lo hizo. Según el director de esa
empresa, le pidieron la contraseña y ese alguien la sabía y se la dio. Al parecer, llamó desde el propio
banco.
El camarero se les aproximó en ese momento para preguntarles lo que querían comer y los dos
pidieron “huevos rotos” que era la especialidad del establecimiento. En cuanto se marchó camino de la
cocina se acodó él pensativamente en la mesa.
—Por lo que me estás contando, esa persona, hombre o mujer, tuvo que ser la primera que se
presentara en el banco esa mañana. ¿Quién fue?
Hizo un esfuerzo Lydia por retroceder con la mente a ese momento, pero se confundía con otros
tan iguales que tampoco hubiera podido asegurar que hubiese sido así.
—No podría atestiguarlo en un juicio. Aunque pongo el despertador cuando me acuesto, me
supone un triunfo levantarme por las mañanas y siempre llego unos minutos tarde. Cuando enfilé la calle y
vi a lo lejos la puerta de cristales por la que se entra a la oficina distinguí a don Hermenegildo, que es el
director, que llegaba con don Pascual, el interventor. Unos segundos más tarde llegó Sofía, la compañera
de despacho de la que te he hablado. Los dos cajeros ya estaban en sus puestos cuando entré yo.
— ¿No hay nadie más?
Bueno, la señora que hace la limpieza, pero ese día no apareció. Y tampoco apareció el
subdirector, porque estaba en casa con gastroenteritis. Es el dueño del abrigo marrón del que te he
hablado, un hombre muy alto que se llama Eduardo Villacorta.
—Y si no fue esa mañana a trabajar, ¿por qué estaba su abrigo colgado dentro del armario?— le
preguntó pensativamente.
—Estaba, porque lo había olvidado el día anterior. Al marcharse, no recordó que había salido de
su casa con abrigo y se marchó a cuerpo.
— ¿Es un hombre despistado?
Rememoró Lydia su alta figura y la expresión de sus ojos azules esa mañana cuando le había
propuesto tomar el aperitivo. Le conocía poco, pero hubiera asegurado que se trataba de una persona muy
meticulosa.
—No lo sé, pero creo que no. Creo que es muy concienzudo. Eso al menos es lo que me ha dicho
esta mañana don Pascual.
— ¿El director?
—No, el interventor. ¿Pero por qué lo preguntas?
Con un ademán de la mano intentó Raúl restarle importancia al interrogatorio que le estaba
formulando.
—No, por nada. Simplemente me parece curioso que esa mañana estuviera su abrigo en el
armario habiéndose quedado él en la cama.
Clavó Lydia en su rostro sus grandes ojos claros, agrandados por el asombro.
— ¿Piensas que…?
—Me lo pregunto tan solo— replicó rápidamente él.
También se lo había preguntado ella en varias ocasiones, por lo que no le costó ningún esfuerzo
asimilarlo y traducir en palabras lo que Raúl parecía haber deducido.
—Piensas que pudo ser el que llegó al banco antes de la hora de entrada del personal y el que
llamó a la empresa de seguridad por teléfono para que desconectaran las cámaras. El que a continuación
les dio la contraseña para seguidamente marcharse apresuradamente su casa olvidando el abrigo en el
armario, ¿no es eso?
—Pienso que podría ser. ¿Quién tiene llave y abre por las mañanas el local?
—Él— admitió Lydia a su pesar —. Él y Fermín, que es uno de los cajeros. Éste último es un
hombre mayor y lleva trabajando en el banco toda la vida. Estaba sentado en su puesto, tras la cristalera
de las cajas, cuando entré yo. Lucas, el otro cajero que es un chico joven y un poco estrafalario, estaba a
su lado.
—Ya— murmuró Raúl como si la explicación que acababa de darle ella confirmase sus
sospechas.
—No pudo ser Eduardo— le rebatió Lydia con una vehemencia que a ella misma le extrañó—. Es
un buen chico. Me entrevistó cuando contesté al anuncio del banco por el que pedían a un economista
para el departamento financiero y a pesar de que sabía que había trabajado yo en otro banco que había
sido atracado, me seleccionó sin hacerme una sola pregunta sobre el tema. Y se habían presentado
muchos aspirantes.
— ¿No te comentó nada?
—No. Sé que lo sabía, porque encontré en la mesa de su despacho un periódico atrasado que
contenía un reportaje sobre ese atraco. Lo tenía bajo la carpetilla de piel sobre la que se acostumbra a
escribir.
—Que lo supiera no prueba nada a su favor— la contradijo él— sino más bien al contrario.
— ¿Qué quieres decir?
—Que si lo había planeado de antemano y estaba compinchado con los atracadores, le resultaba
muy útil desviar las sospechas que pudieran recaer después sobre él hacia otra persona. Hacia una chica
de la que sabía que había trabajado en otro banco que también había sido atracado de una forma similar.
Algo similar había deducido ella cuando había encontrado el periódico debajo de la carpetilla de
piel, pero al oírselo decir a él se negó a admitirlo.
—Eso es absurdo y no tiene pies ni cabeza. Todos saben que no llegué la primera al banco esa
mañana, sino más bien la última, por lo que no pude ser yo la que llamara a la empresa de seguridad a
pedirles que desconectaran las cámaras de seguridad. No conozco además la contraseña ni tengo llave
del local. ¿Por qué habría de pensar la policía que estaba implicada precisamente yo?
Se echó a reír Raúl con pocas ganas.
— ¿Qué por qué? Tú misma acabas de decirme que ese inspector Bermúdez sospecha de ti. No es
frecuente que una misma persona haya trabajado en dos bancos que han sido atracados de una forma
parecida. ¿O tú crees que sí?
Parpadeó aturdida, porque le resultaba difícil admitir lo que le estaba diciendo él. Difícil oírlo
de otra persona, aunque ella misma había pensado anteriormente que podía haber ocurrido así.
—O sea, que piensas que me seleccionó para utilizarme como tapadera cuando se produjera el
robo, ¿no es eso?
Examinó él su rostro alterado por la indignación y levantó una mano como pidiendo una tregua.
—Vamos a dejarlo. Solo pretendía ayudarte, porque me intranquiliza bastante lo que me has
contado sobre el muchacho de la bufanda, pero creo que será mejor que cambiemos de tema, aunque antes
quiero que me asegures que irás a informarle de que te siguen al inspector. De que te siguen y de que les
tomaste unas fotos de los ladrones con el móvil. ¿Me lo prometes?
Evocó ella el adusto semblante del policía y la forma en la que la miraba acusadoramente con
unos ojillos casi ocultos bajo las espesas cejas.
—No me creerá— musitó débilmente.
—Eso no lo sabes. Probablemente cambiará de opinión sobre ti al advertir que te has aprestado a
ayudarle, sobre todo enseñándole las fotos que hiciste.
—Pero ya te he dicho que no se les ve la cara a esos hombres y que están desenfocadas.
— ¿Estás segura? A ver, enséñamelas.
Sacó ella el móvil de su bolso y se lo entregó. Las fue mirando él atentamente y terminó por darle
la razón.
—Es cierto, no creo que a ese inspector le sirvan para mucho. Pero les has descrito muy bien. El
alto medirá aproximadamente lo que has calculado, el de mediana estatura medirá aproximadamente un
metre setenta y cinco y el tercero es un pequeñajo escuchimizado—. Pensativamente se acarició el cogote
—. No sé, tengo entendido que, a pesar de todo, la policía tiene medios informáticos para descubrir las
caras de esos tipos bajo las bufandas.
— ¿Tú crees?
—No, no, sé muy poco de los métodos que utiliza. Creo haberlo visto en las películas, así que no
me hagas mucho caso, pero a pesar de todo haz lo que te he dicho.
—Vale— admitió ella sin ninguna convicción—. De todas formas tengo que ir a verle a la
comisaría, porque me pidió que le llevara la escritura de mi casa.
— ¿Y qué tiene que ver tu casa con el robo?
—Con el robo nada. Quiere comprobar que he heredado mi piso y que no me lo he comprado yo
con el dinero que he obtenido de los dos atracos. Tengo la desgracia de vivir en un piso grande y lujoso
pese a que no tengo donde caerme muerta.
Se echó a reír él al oírla.
—Vamos, no exageres. Siempre has conseguido que te valoren en tu trabajo y estoy seguro de que
cobras un buen sueldo. Bueno— se corrigió—. Estoy seguro de que si aún no lo cobras, lo cobrarás.
Llévale esa escritura al policía y enséñale las fotos de los ladrones que hiciste en el armario, con lo que
te mirará con otros ojos al darse cuenta de que colaboras con él. ¡Ah! Y le cuentas también lo del tipo de
la bufanda.
El camarero se presentó en ese momento a llevarles lo que habían pedido y esperaron a que se
marchara para reanudar la conversación. Se hizo un silencio después en el que Lydia notó que no
apartaba él los ojos de ella.
— ¿Cómo te va en tu trabajo?— le preguntó Raúl al fin—. ¿Te sientes cómoda en ese banco con
tu jefe y con tus compañeros?
—Sí, sí. He tenido la suerte de que me contrataran después de haber estado dos años metida en
casa. Cuando mi madre murió me sentí como oxidada, como si hubiera olvidado todo lo que había
aprendido en la facultad y hubiera perdido la experiencia que había adquirido después. Cuando me
presenté a la entrevista me latía el corazón como una máquina descompuesta, pero Eduardo no se dio
cuenta, pese a que contestaba a sus preguntas tiesa como un huso. Diría que ni siquiera me miró.
—Eso me parece muy difícil— comentó él a media voz.
Sintió ella al oírle un cosquilleo que creyó localizar en la boca del estómago, pero simuló no
haber entendido la intención con la que se lo decía.
—Pues aunque no te lo creas. Aseguraría que me evaluó sin haberse fijado en si era alta o baja ni
en la cara que tenía. Tampoco después, cuando empecé mi cometido en el departamento financiero me ha
hecho mucho caso.
— ¿No se encuentra él entre los que esta mañana querían invitarte a tomar el aperitivo?
Vaciló, para no aclararle que esa mañana se había arreglado especialmente con la finalidad de
gustarle a él y que por esa razón y por primera vez se había dado cuenta el otro de que existía.
—Bueno, sí, pero porque creo que a él le interesa mi compañera de despacho y yo estaba delante
en ese momento.
—Ya— masculló irónicamente Raúl entre dientes.
— ¿No te lo crees?
—No.
Se quedaron callados los dos. Mantenía él la mirada baja como si estuviera reuniendo fuerzas
para levantar los ojos hacia ella. Al fin se decidió.
—Lydia— musitó.
— ¿Sí?
—Yo quería decirte algo.
— ¿Qué querías decirme?
—Quería disculparme por lo que pasó.
Se apresuró ella a interrumpirle.
—No tienes que disculparte de nada. Lo entiendo perfectamente y estoy segura de que cualquier
otro hubiera hecho lo mismo. Debe ser muy duro aguantar a una novia, atada a la cama de una enferma
que no es nada tuyo.
—No tanto como lo que tuviste que soportar tú— la rebatió él—. Quiero pedirte que me
perdones. Era un inmaduro entonces, pero después y a fuerza de los golpes que da la vida he aprendido a
afrontarlos. En el presente no haría lo que hice entonces.
Te repito que no eres culpable de nada y de todas formas ya está olvidado.
Gracias— murmuró él en un susurro.

—CAPÍTULO VIII—

A la mañana siguiente se lo refirió a Sofía, que la escuchó con atención emitiendo algún
que otro gritito de cuando en cuando.
—Es fenomenal lo que me cuentas. Así que ya habéis reanudado la relación que manteníais, ¿no
es así?
—Tanto como eso, no. Hemos decidido ser de nuevo amigos, amigos especiales, ya sabes. Más
adelante, ya veremos—. Se mordió los labios indecisa, pero finalmente se decidió a tomar nuevamente el
hilo del relato—. Verás, quizás si nadie nos hubiera interrumpido hubiera finalizado la comida de una
forma diferente, pero es que de pronto apareció Lucas y lo estropeó todo.
— ¿Apareció en el mesón?
—Sí.
— ¿Él solo?
—Sí, se hizo el encontradizo, fingió haber quedado allí con un amigo y acabó sentándose en
nuestra mesa. El amigo, como puedes suponer, no apareció.
La observó Sofía boquiabierta.
—Qué cara más dura. ¿Y qué dijo tu chico?
—No dijo nada, porque la buena educación se lo impidió.
— ¿Y qué hiciste tú?
—Tampoco hice nada, aunque por mi gusto le hubiera estampado en la cara el plato de los huevos
rotos. Como no estaba segura de ser capaz de controlar mi irritación, cerré la boca y fue Raúl el que
habló todo el rato con él.
¿SÍ? ¿Y de qué hablaron?
Pues del atraco. Supongo que a Raúl no se le ocurrió otro tema de conversación. Le contó lo que
me había recomendado a mí que hiciera con la policía y hasta se empeñó en que le enseñara yo a Lucas
las fotografías que les había hecho a los ladrones. Estaba tan furiosa con éste último que me fui al baño a
refrescarme. Cuando regresé a la mesa, Lucas se había marchado ya, pero se había roto el encanto, el
momento mágico en el que él se disculpó, porque creo que en ese instante iba a decirme que quería
retomar lo que dejamos. Cuando volví, estaba con el ceño fruncido y como ausente, con una actitud
distinta.
— ¿Crees que Lucas pudo dejar escapar alguna inconveniencia?
—Supongo que no, porque me conoce muy poco. Terminamos el postre y me llevó a casa, porque,
según me dijo, tenía que reunirse con un cliente. Esta mañana se ha marchado con él a Cádiz a ver unos
terrenos.
— Ya.
Se acodó en la mesa para apoyar la barbilla en las dos manos entrelazadas y comentó:
—Me gustaría saber cómo pudo enterarse Lucas de que había quedado en ese mesón. Me propuso
ayer que fuera con él y con vosotros a tomar el aperitivo, pero yo me limité a decirle que tenía una cita,
nada más.
—Al pobre chico le tienes sorbido el seso, pero me temo que tengo que reconocer que la culpable
fui yo— le aclaró Sofía con aire contrito—. Se vino con Eduardo y conmigo al bar de la esquina al poco
de marcharte tú y comentamos algo sobre ese mesón en el que habíais quedado. Entonces se bebió de un
trago su caña y salió de pira. No nos extrañó a Eduardo ni a mí, porque nos dijo que tenía prisa, pero a
ninguno de los dos se nos ocurrió que fuera capaz de ir a buscaros y de amargaros la cita.
Hizo Lydia un ademán resignado.
—No llegó a amargárnosla, porque solo estuvo un momento con nosotros, aunque hay que
reconocer que se presentó en un instante muy inoportuno. Después no fuimos capaces ninguno de los dos
de recomponer el ambiente de nostalgia que vivimos durante unos segundos. De intentar recuperar los
que fuimos el uno para el otro. ¿Me entiendes?
—Perfectamente.
No solía Lydia hablar tanto sobre sí misma y se dio cuenta en ese momento de que no le había
preguntado a su compañera de despacho por cómo le había ido el día anterior, por lo que se apresuró a
remediar esa omisión.
— ¿Y qué tal os fue a Eduardo y a ti?— le preguntó.
—Bien, lo pasamos bien, pero no me propuso ninguna cita, si es lo que quieres saber. Pero antes
de que continuemos cotorreando, tengo que darte una mala noticia.
Le pareció a Lydia que el corazón se le detenía súbitamente.
— ¿Qué noticia? ¿Qué ha pasado?
—Nada, nada, no es para tanto. Pasa que el inspector Bermúdez ha llamado esta mañana a
recordarte que quedaste en ir a su comisaría a llevarle unos papeles. Como no habías llegado, me lo ha
dicho a mí, así que te lo transmito.
Con la emoción de haberse encontrado con Raúl en el tren lo había olvidado por completo, se
dijo Lydia tratando de disculparse. Las escrituras de su casa seguían en un cajón del archivador del
despacho de su padre, así que tendría que acercarse a ver al inspector esa tarde, después de comer en su
casa y de recogerlas. Se las llevaría y aprovecharía además para comunicarle la persecución de que
estaba siendo objeto por el chico de la bufanda y, siguiendo el consejo de Raúl le mostraría las fotos de
los atracadores que había hecho desde el armario la mañana del robo. ¿Bastaría todo eso para que aquel
hombre con aspecto de gorila desfrunciera el ceño o seguiría escrutando atentamente su rostro cada vez
que la veía, preguntándose si sería cómplice de los atracadores?
Obtuvo la respuesta esa misma tarde, cuando, después de echarse unos minutos en el sofá
amarillo del salón que recibía el mismo nombre por el color de la tapicería de sus muebles, encontró las
escrituras que buscaba en su lugar y se encaminó andando y sin prisas hacia la comisaría, donde fue
recibida en el acto por Bermúdez. Ocupaba éste un despacho espacioso y con vistas a la calle y al verla
entrar le indicó uno de los dos sillones de aspecto funcional que tenía delante de su mesa.
—Quedó en venir ayer— le regañó con acritud.
El día anterior había borrado Lydia por completo de su mente al inspector, sus exigencias e
incluso al propio atraco para pensar solamente en Raúl y en que él iba a llamarla. Y después de que la
dejara en su casa y durante el resto de la tarde se fue de compras para renovar su vestuario con el dinero
de tía Aurelia.
—Sí, es cierto, pero es que estuve muy ocupada— repuso adoptando una actitud modosa, pero le
he traído lo que me pidió.
Le tendió las escrituras por encima de la mesa en cuanto las extrajo de un lujoso portafolios de
piel con el canto dorado que había sido de su padre, al que el policía le dirigió una desconfiada mirada,
antes de calarse unos lentes sin montura. Luego se abismó en la lectura de los documentos que le había
llevado con una lentitud desesperante. Tardó en procesar esos datos en su mente, pero en cuanto llegó a
la conclusión de que el piso en el que vivía lo había heredado de su madre y ésta de la suya, levantó la
mirada por encima de las gafas para clavarla en su rostro.
—Así que la casa en la que vive no la ha comprado usted— resumió, probablemente
decepcionado, aunque no permitió que asomara a su rostro lo que pudiera estar pensando.
—No, no la he comprado yo, ya le dije que la había heredado y que si aún no la he vendido es
porque no he encontrado comprador. Es muy grande y muy antigua y la gente prefiere ahora pisos más
pequeños y de precio más razonable.
—Claro, claro— murmuró Bermúdez como si le hubiese convencido.
—También quería informarle de algo que puede parecerle interesante, aunque no lo creo, porque
están desenfocadas y no se ve nada en ellas que en mi opinión pueda servirle para identificar a esos
hombres. Ha sido un amigo el que ha insistido mucho en que se las enseñe y por eso le he traído mi
móvil.
— ¿A qué se refiere?— inquirió él en tono menos brusco que el suyo habitual, a la par que
impedía que las lentes le resbalaran por la nariz, sujetándoselas con un dedo.
—A las fotografías que hice con el móvil a los ladrones la mañana del atraco. Como le he
repetido hasta la saciedad, estaba yo en el armario en el que colgamos los abrigos en el momento en el
que entraron en la oficina los ladrones. Habrá comprobado que es un cuartito minúsculo que se utilizó
antaño como archivo, pero que en el banco han reconvertido en un armario en el que guardamos al llegar
todo lo que nos estorba, incluidos los cascos de la motos.
— ¿Va usted a trabajar en moto?— le preguntó el inspector enarcando ligeramente las cejas—.
No tenía noticias de que se hubiera comprado una.
—No, no tengo moto— replicó aturdida, porque creyó captar una segunda intención en sus
palabras—. No me gustan las motos ni tampoco sé conducirlas.
—Pero sí le gustan los coches.
—Sí, los coches, sí.
—Y si son de alta gama, mejor, ¿verdad?
Parpadeó confusa. ¿Se habría enterado de que ahora era propietaria de un Audi rojo, precioso?
No lo había sacado todavía a la calle desde el domingo anterior, en el que lo había dejado guardado en el
garaje de su casa.
—No necesito que sean caros, pero sí me gusta conducirlos— replicó cautelosamente—. Me
parecen además muy prácticos.
—Vale, vale, dejaremos ese asunto para más tarde— dijo él levantando displicentemente una
mano—. Estábamos en que hizo unas fotos con el móvil a los ladrones desde ese armario. ¿Cómo no me
las ha enseñado antes?
—Porque no se les ve. Quiero decir que no se les ve la cara. La puerta del armario se quedó
entreabierta cuando salió de él Sofía para dirigirse a nuestro despacho. Vi cómo corría hacia ella el
ladrón más alto y como la agarraba por el cuello, arrojándola al suelo a continuación. Hice una foto
entonces, pero estaba tan nerviosa que salió movida. Luego hice otras a cada uno de los ladrones. Al de
estatura mediana, cuando se apoyó en el mostrador de la cajas y encañonó a Lucas con una pistola y al
otro, al pequeñajo, cuando guardaba el dinero en una mochila. Un amigo me ha convencido de que aunque
no se distinguen sus caras, debía enseñárselas.
—Déjeme ver— le pidió él alargando la mano hacia ella por encima de la mesa.
Extrajo Lydia el aparato de su bolso y se lo tendió. Lo manipuló él con habilidad y repitió la
operación varias veces con una expresión cada vez más tormentosa. Finalmente estalló:
— ¿Se cree muy graciosa?
Respingó ella aturdida en aquella incómoda butaca.
— ¿Yo?, no claro que no. ¿Por qué lo dice?
—Porque en su galería de fotos solo hay panoramas del Parque del Retiro, que probablemente
habrá tomado desde los balcones de su casa. ¿Dónde están esas fotografías que dice que hizo desde ese
maldito armario?— rugió reenviándoselo de un manotazo por encima de la superficie de su mesa.
Lo recogió ella con manos torpes intentando seguidamente recuperarlas y fue pasando una tras
otra las fotografías que iban apareciendo en la pantalla de su móvil, conforme deslizaba su dedo sobre
ella. Todas las había tomado desde el balcón de su dormitorio en aquellos días grises en los que,
enclaustrada, apenas si avistaba la calle más que a través de los visillos. Desechó inmediatamente la de
una pareja que venía por el paseo del Parque del Retiro en el momento en el que alcanzaba la puerta de
la valla y se detenían en la acera para mirarse como en éxtasis. La había enternecido en su momento, pero
ahora le produjo un impaciente desasosiego y la eliminó. Corrió la misma suerte la siguiente, en la que
una mamá realizaba el mismo recorrido con sus dos hijos chiquitines de la mano. En la tercera había
captado el vendaval que agitaba ese día los árboles del parque que crecían al otro lado de la cerca. Y así
una tras otra. Imágenes que habían llamado su atención en unos momentos en los que su única distracción
era mirar la calle a través de los cristales de su casa. ¿Pero dónde estaban las que había tomado en el
banco esa mañana? Las había visto el día anterior, en el mesón, estaba segura.
— ¿Qué?, ¿no las encuentra?— inquirió sardónicamente Bermúdez.
—Estaban aquí— musitó ella con un hilo de voz, señalándole el aparato.
La remedó él furioso.
— ¿Estaban ahí? Pues ya no están.
—Pero deberían estar— insistió Lydia a punto de echarse a llorar.
Se arrellanó él en la butaca e inspiró aire como si lo necesitara para acumular paciencia.
— ¿Qué más quería decirme?
Le costó trabajo a Lydia que las palabras le salieran de la garganta. Estaba haciendo el ridículo
más espantoso y además no conseguía entenderlo. ¿Se las habría borrado alguien sin darse cuenta?
Recordaba habérselas enseñado a Raúl instantes antes de que Lucas apareciera en el mesón y se sentara
con ellos en la mesa y luego el primero de los dos se las había mostrado a éste. A continuación se había
ido ella al baño para desahogar la irritación que le había producido la inoportuna aparición del
muchacho, pero no consideraba capaz a ninguno de los dos de haberle hurgado en el bolso, que había
dejado colgado del respaldo de la silla y de haberse puesto a juguetear con su móvil. Después, aquella
misma mañana lo había dejado sobre la mesa en la que trabajaba para oírlo si la llamaba Raúl desde
Cádiz y había salido del despacho varias veces. Estaba segura de poder confiar en Sofía, que era la que
había tenido más oportunidad, pero cualquier otra persona había podido entrar en la habitación en su
ausencia y habérselas eliminado. Relegó esas elucubraciones para cuando saliera de la comisaría y no
tuviera frente a ella al mal encarado comisario y murmuró:
—Sí… quería decirle… quería decirle que estoy asustada, porque he notado que un hombre me
sigue.
La observó él con unos ojillos semi ocultos por unas pobladas cejas que en ese instante tenía
unidas sobre la nariz. Le pareció a Lydia que le taladraban el cerebro y por una décima de segundo creyó
verse en el armario de la oficina, agazapada tras el abrigo marrón de Eduardo, bajo una mirada muy
parecida, la del atracador más alto, ya que también sus ojos parecían traspasar la tela de los abrigos y ser
capaz de descubrirla, acurrucada y temblando de miedo.
—Así que un hombre la sigue— repitió sarcásticamente.
—Sí, fui a Puertollano a visitar a unas tías durante el fin de semana y tropecé con él en el andén
de la estación de Madrid y luego en el de ese pueblo, donde otra noche me siguió con su coche. Y ayer,
cuando bajaba por la Cava Baja oí sus pasos a mi espalda y le reconocí cuando volví la cabeza.
—Ya— murmuró él condescendientemente—. ¿Y cómo es ese hombre? ¿Puede describirle?
—Sí, no me he fijado bien en su cara, pero sé que es joven, ni muy alto ni muy bajo y lleva una
bufanda al cuello de cuadros escoceses. Ayer, cuando entré en el mesón le perdí de vista.
—Ya— repitió ahora, empezando a enfadarse de nuevo—. ¿Y eso es todo lo que ha venido a
decirme?
Le observó sin entenderle.
— ¿Yo?, sí, claro. ¿Qué otra cosa podría contarle? No sé por qué se ha empeñado en sospechar
de mí por la sola circunstancia de que anteriormente haya trabajado en otro banco que también fue
atracado de una forma muy parecida. No estaba yo ya en el banco de Ultramar cuando aquello sucedió.
Ha sido una casualidad.
—Si usted lo dice…— masculló sarcásticamente.
Se inclinó Lydia hacia él apoyando las manos sobre la mesa y mirándole de frente.
—Claro que lo digo. Y lo digo porque es la verdad. Quiero saber por qué se ha empeñado en
creer que he tenido yo algo que ver con ese robo.
La observó en silencio y luego resopló:
— ¿Quiere que se lo explique?
—Por supuesto que sí.
—Pues verá— empezó él recostándose en el respaldo de la butaca aparentemente tranquilo,
aunque el color rojizo de sus mejillas lo desmentía—. Sabemos que alguien, alguna de las personas que
trabajan en el banco, ayudó a esos tres hombres a cometerlo. Supongo que a estas alturas ya estará al
tanto usted de que la empresa de seguridad con la que el banco contrató las cámaras de vigilancia las
había desconectado esa mañana y que por esa razón no grabaron a esos hombres cuando lo asaltaron.
—Algo he oído, sí
— ¿Y sabe también por qué esa empresa las desconectó?
Meneó Lydia afirmativamente la cabeza agitando su oscura melena sin apartar sus grandes ojos
claros del congestionado semblante de Bermúdez.
—Si, si lo sé.
— ¿Está segura? Y se lo aclararé. Al parecer, esa empresa recibió una llamada a primera hora de
la mañana. Exactamente a las ocho y diez. Su director nos ha informado de que la voz era de mujer y que
les comunicó que el vecino que vive en el piso de arriba del banco se había dejado abierto el baño y
había formado una considerable gotera en el techo de la oficina. Que, como consecuencia, se había
desplomado la escayola y con ella los cables y las cámaras de vigilancia que habían instalado. Le pedía
por tanto que las desconectaran hasta que los albañiles, a los que habían avisado ya y estaban a punto de
presentarse, repararan el desastre.
— Ya— musitó apenas ella sin apartar los ojos de su interlocutor— Le he dicho antes que ya lo
sabía. Lo extraño es que en la empresa de seguridad le hicieron caso a esa mujer.
—Porque tomaron antes las indispensables precauciones. El director me ha dicho que le pidieron
a esa mujer que colgara para llamarla a continuación y comprobar así que les llamaba desde el banco.
— ¿Y lo comprobaron?
—Sí, marcaron el número desde el que esa mujer les había llamado y cuando ésta se puso al
aparato le pidieron que les diera la contraseña que habían acordado para esas emergencias, como
garantía de que estaban hablando con la persona autorizada para ponerse en contacto con ellos cuando
instalaron las cámaras, Cambian todos los meses esa contraseña.
— ¿Y esa mujer les dio la correcta?
—Efectivamente.
Le escuchó Lydia boquiabierta.
— ¿Y todo eso qué tiene que ver conmigo? A las ocho y diez de esa mañana no había salido
todavía de mi casa. De hecho, llegué la última al banco. Además no conozco esa contraseña. La verdad es
que ni siquiera sabía que existiera, así que me parece que lo mejor que puede hacer usted es descartarme.
Se repanchingó Bermúdez en su butaca y la miró acusadoramente.
—Me parece que corre usted demasiado. ¿Sabe desde qué aparato telefónico llamaron a la
empresa de seguridad?
— ¿Yo?, no, ¿cómo lo voy a saber?
—Pues puede que usted lo considere otra casualidad, pero se da la circunstancia de que esa mujer
llamó precisamente desde el teléfono que tiene usted encima de la mesa de su despacho en el banco.
¿Comprende?
Ahora sí le entendió, aunque no consiguió que sus palabras llegaran a hacerse plenamente
inteligibles en su cerebro.
— ¿Me está diciendo…? ¿Me está acusando de haber llamado yo esa mañana a la empresa de
seguridad para que anularan la grabación de las cámaras?— protestó indignada—. Es la cosa más
absurda que he oído en mi vida. Ya le he dicho que llegué al banco la última.
—Sí— la interrumpió él— Efectivamente ya lo ha dicho— ¿Pero está segura de que no llegó al
banco antes de la hora reglamentaria, fue a su despacho, llamó a esa empresa y luego se fue a dar una
vuelta por la calle para volver a presentarse en la sucursal precisamente un par de minutos antes que los
ladrones? A usted es a la única a la que no agredieron.
— ¿Y cómo entré en el local para contarle ese cuento a la empresa de seguridad?— estalló
furiosa—. No tengo la llave.
—No, no la tiene, pero existen las llaves maestras, las ganzúas y los cerrajeros.
—Tengo entendido que la cerradura, que por cierto es de seguridad, no estaba forzada.
—No, no lo estaba— reconoció Bermúdez.
—Tampoco conozco a ningún cerrajero que se preste a violentar las cerraduras de los bancos.
¿Cree además que si hubiera sido yo la que hubiera llamado a la empresa de seguridad lo hubiera hecho
desde el teléfono de mi mesa? Tendría que ser idiota.
La observó él con la cabeza ladeada como si se estuviera preguntando si efectivamente lo sería.
Luego masculló acusadoramente:
—Se acaba usted de comprar un coche, muy caro por cierto, y con su sueldo, el primero que
acaba de cobrar, a lo más que podría aspirar sería a comprarse una bicicleta.
—No me lo he comprado, me lo han regalado mis tías— protestó levantando la voz y notando que
empezaba a quedarse afónica de pura indignación.
—Y ayer se fue de compras y se gastó un dineral en ropa— continuó implacable—. Más del
doble de lo que gana en un mes.
¿Cómo se habría enterado?, se preguntó. ¿La habría seguido la tarde anterior por los grandes
almacenes del centro donde había adquirido un vestuario completo de su talla? Incluso ella había
pensado que se había excedido al derrochar tan alegremente el dinero de tía Aurelia con el objetivo de
deslumbrar a Raúl. No se había privado de ningún capricho con esa finalidad. ¿Lo entendería el gordo
policía que tenía enfrente si se lo aclaraba? Llegó a la conclusión de que no se pondría en su caso y de
que no debía dejarle entrever que le tenía miedo, sino al contrario, por lo que levantó retadoramente la
barbilla.
— ¿Y qué piensa hacer ahora? ¿Detenerme porque una mujer haya utilizado el teléfono de mi
despacho para llamar a la empresa de seguridad para inutilizar las cámaras de vigilancia y porque me
haya comprado ropa nueva? Había adelgazado mucho durante los últimos meses en los que vivió mi
madre y la que tenía en el armario de mi cuarto me quedaba muy grande. Me equipé ayer, porque necesito
estar presentable para… para ir a trabajar
Tardó él en contestarle. Parecía sopesar todas las posibilidades que podrían acaecer en el
supuesto de que tomara esa decisión.
—No— repuso al fin—. No voy a detenerla…. todavía. Soy un hombre concienzudo y paciente.
Sí, muy paciente. Esperaré hasta que haya reunido todas las pruebas necesarias en su contra.
Pues tómeselo con calma— masculló furiosa recogiendo los documentos que le había llevado y
que estaban aún desparramados sobre su mesa—. Puede ser, por lo que me ha contado, que alguien desde
el interior del banco estuviera compinchado con esos tipos, aunque no se me ocurre quien, porque somos
cuatro gatos. Lo que sí puedo asegurarle es que esa persona no soy yo. Espero que cuando encuentre al
culpable y le detenga venga a pedirme perdón.
Con el portafolio bajo el brazo se dirigió furibunda hacia la puerta y tenía ya la mano en el
picaporte cuando oyó la chulesca réplica de él:
—Lo dudo. Dudo que pudiera tener que pedirle perdón por ese motivo. Como acaba de decir, en
esa sucursal son cuatro gatos y solo dos mujeres. Desgraciadamente para usted, en esta rifa lleva todas
las papeletas.
Salió del despacho Lydia dando un portazo y cuando llegó a la calle respiró hondo, intentando
calmar su ansiedad y su malhumor. Soplaba un airecillo fresco que le despejó las ideas mientras
caminaba por la calle de Alcalá en dirección hacia su casa, bordeando el Parque del Retiro.
Ni a propósito hubiera conseguido reunir en su contra tantos indicios de culpabilidad, pensó. No
era extraño que el inspector Bermúdez pensara lo que pensaba sobre ella. ¿Y quién podría ser la mujer
que había llamado desde su aparato telefónico a la empresa de seguridad aquella mañana? Además de
ella, en la sucursal no había más mujeres que Sofía y la señora que hacía la limpieza y por cualquiera de
las dos hubiera puesto la mano en el fuego. Sofía además no tenía llave del local, aunque era posible que
conociera la contraseña y a la señora de la limpieza en su opinión había que descartarla. Era una prima
lejana de Fermín, de unos cincuenta y tantos años, bajita y muy parlanchina, que se presentaba todas las
mañanas a última hora y que se marchaba antes de que éste o Eduardo echaran el cierre. Ese día tenía que
haber sido el primero de los dos el que abriera la oficina, porque Eduardo estaba enfermo.
Acababa de llegar a la plaza de la Independencia, cuando una ráfaga de viento que olía a lluvia la
puso sobre aviso, por lo que levantó la cabeza para atisbar los nubarrones que se iban agolpando sobre
su cabeza. Iban a descargar de un momento a otro, se dijo preocupada. En otra circunstancia no le hubiera
importado lo más mínimo, pero esperaba que esa noche regresase Raúl a tiempo de su viaje y la llamase
para salir a cenar, por lo que no podía permitirse el lujo de que la lluvia el empapase el cabello y trocase
en unas greñas lacias su bonita melena. Apretó por ello el paso barajando en su cabeza las acusaciones
de Bermúdez. ¿Quién podría haber llamado la mañana del atraco a la empresa de seguridad con el cuento
de las goteras producidas en el techo del local por el vecino del primero?
Bordeaba por la acera la Puerta de Alcalá cuando notó que empezaba a chispear por lo que se
detuvo bajo un árbol de la calle. Las primeras gotas le cayeron sobre la cabeza con un tintineo
acompasado en las que apenas si reparó, absorta como estaba en reproducir en su mente los detalles de
aquella fatídica mañana. Su llegada al local, en el que ya se encontraban todos los empleados y los jefes
a excepción de Araceli, la señora de la limpieza, su conversación dentro del armario con Sofía e
inmediatamente después los gritos de los clientes que habían estado haciendo cola delante de las cajas y
las voces de los hombres que les obligaban a tumbarse en el suelo entre una confusa y desorientada
algarabía con tintes de pesadilla. Irreal de todo punto, aunque con los suficientes visos de verosimilitud
como para que el desatinado espectáculo que se desarrollaba fuera le hiciera temblar a ella las rodillas
dentro del armario.
También ahora, junto a la valla de hierro del parque del Retiro y bajo el árbol que la guarecía,
rememoró la sensación de pánico que había experimentado entonces mientras retrocedía entre la ropa del
armario y se hacía un ovillo tras el abrigo marrón de Eduardo. ¿Tendría razón Raúl al considerar que era
él el sospechoso más probable? Tenía llave del local, seguramente conocería la contraseña y pudo haber
fingido la enfermedad que alegó para no ir a trabajar ese día.
Pero había sido una mujer la que había llamado a primera hora desde su teléfono y la voz de
Eduardo era grave y profunda. ¿Podría haberla atiplado sujetándose la nariz con dos dedos?
La lluvia comenzaba a arreciar, por lo que buscó con los ojos un lugar donde guarecerse. Una
cafetería cercana, en la acera contraria de la plaza, le pareció el lugar ideal para cobijarse y echó a
correr por el paso de peatones hacia el establecimiento, cuyas brillantes luces se reflejaban ya
distorsionadas en los charcos del pavimento. Empujó apresuradamente la puerta de cristales y se
introdujo en su interior a la par que una pareja que intentó esquivar y con la que tropezó y luchó para
abrirse paso hacia la barra, entre un gentío que probablemente se había refugiado también en ese local
para defenderse de las inclemencias del tiempo. El ambiente era denso y le supuso un sinfín de
empujones y codazos encontrar una banqueta libre a la que se encaramó ágilmente. Se alegró en ese
momento de vestir pantalones vaqueros y de calzar zapatos bajos por la comodidad que le suponían. Con
faldas y tacones le habría resultado más difícil subirse a ese taburete y no había considerado que su visita
a la comisaría mereciese que se arreglase más. Iba a pedir un café, cuando el hombre que ocupaba el
asiento contiguo se volvió hacia ella.
Reprimió Lydia un respingo, porque se trataba precisamente del dueño del abrigo marrón. Lo
llevaba puesto en ese momento y su cabello oscuro le resbalaba empapado sobre la frente Acababa de
ponerse en pie con la evidente intención de marcharse, pero al reconocerla cambió de idea y volvió a
apoyarse de espaldas en el borde de la banqueta.
— ¡Qué casualidad. Lydia! ¿También a ti te ha pillado la lluvia sin paraguas?
Se lo preguntaba sonriente y en tono intrascendente, con la naturalidad del que no tiene nada que
ocultar y aunque en un primer momento se había sobresaltado Lydia al encontrárselo, casi en el acto
agradeció al destino la oportunidad que le brindaba de intentar averiguar si de alguna forma había tenido
oportunidad de ser él el que llamara a la empresa de seguridad atiplando la voz.
—Sí, no he prestado atención al estado del firmamento cuando he salido de casa esta tarde—
repuso ella, llevándose maquinalmente la mano a su oscura melena para comprobar si la lluvia que le
había caído encima no se la le habría dejado lacia y deslucida. La tenía húmeda, pero cuando se
convenció de que seguía enmarcándole el rostro con suaves ondas que le caían hasta los hombros, se
tranquilizó un tanto. Hecha una facha no conseguiría atraer la atención de Raúl esa noche y probablemente
cuando llegara a su casa no tendría tiempo de arreglársela antes de que él la llamara —. Vengo de la
comisaría— le comunicó levantando la voz sobre la algarabía reinante en el local.
Enarcó Eduardo ligeramente las cejas y la observó con la curiosidad reflejada en sus ojos azules.
— ¿Y eso?
—El inspector Bermúdez me había pedido que le llevase las escrituras de mi casa y ha llamado
esta mañana para recordármelo. Ha hablado con Sofía. Sigue empeñado en creer que estoy implicada en
el atraco que padecimos el otro día y de que me he comprado el piso en el que vivo con el producto del
botín.
Repitió él la última palabra en tono interrogante como si no entendiese su significado.
— ¿Del botín?
—Sí, de la pasta, del dinero.
— ¿Y qué tiene que ver tu casa con todo esto? ¿Es que te la has comprado recientemente?
—No, que va. Vivo aquí cerca, en la calle de Alfonso XII, en un piso muy grande que heredé de
mi madre y que no está en consonancia con mis posibilidades económicas. Por esa razón ha pensado el
inspector que podía haberlo adquirido a raíz del atraco del banco de Ultramar en el que trabajé hace dos
años ¿comprendes?
—Sí, sí, claro, ¿y le has convencido?
Rememoró ella su semblante adusto y el sarcasmo que destilaban sus palabras cuando le había
entregado las escrituras.
—En absoluto y me ha amenazado con las penas del infierno. Me ha dicho que no me detiene de
momento, pero que lo hará en cuanto reúna más pruebas en mi contra. Me ha contado que alguien llamó
esa mañana a la empresa con la que contrató don Hermenegildo las cámaras de vigilancia del banco para
que anularan la grabación contándole un bonito cuento y que lo hizo desde el aparato telefónico que tengo
sobre la mesa de mi despacho. Al parecer era la voz de una mujer.
— Si, ya me he enterado. ¿Y piensa que fuiste tú?
—Sí y me pregunto que quién pudo ser.
Se acarició él pensativamente la barbilla al tiempo que se sentaba más cómodamente sobre la alta
banqueta. A diferencia de Lydia, los pies le llegaban al suelo por lo que no tuvo que encaramarse al
asiento como ella, valiéndose del travesaño que aseguraba las largas patas de madera.
—No lo entiendo tampoco.
— ¿Lo sabías?
—Sí, lo he estado comentando hoy con don Hermenegildo y con don Pascual. Solo tenemos llave
del local Fermín y yo. Yo estaba malo ese día y me quedé en la cama, por lo que fue él el que lo abrió esa
mañana, pero lo hizo veinte minutos más tarde de que se produjera esa llamada, que, como todas las
demás, quedó grabada exactamente a las ocho y diez por la compañía de teléfonos con la que tenemos
contratado el servicio. A esa hora estabais todos de camino hacia el banco o a punto de llegar. No me
explico cómo pudo entrar antes esa mujer sin forzar el cierre metálico que protege la puerta de cristales
ni quién pudo ser ella. Tampoco que se arriesgara a ser descubierta por Fermín si esa mañana hubiera
llegado más temprano que de costumbre.
—Yo tampoco— admitió Lydia con precaución, felicitándose por haber sabido conducir tan
hábilmente la conversación al punto que le interesaba—. A las ocho y diez ni tan siquiera había salido de
mi casa— recordó—. Me cuesta levantarme de la cama y ese día no fue una excepción. Cuando entré en
la oficina debían ser más de las nueve, porque ya se había formado una cola delante de las cajas y ya
habían llegado todos los que trabajan en el banco, a excepción de Araceli y de ti. ¿Quién pudo colarse en
el despacho que comparto con Sofía antes para hacer esa llamada y facilitarle así su cometido a los
ladrones?
Esbozó él un gesto de ignorancia y al menear la cabeza su cabello despidió unas gotitas de agua
que cayeron sobre su abrigo. Le pareció a Lydia que iba a cambiar de tema él, por lo que se apresuró a
continuar con la conversación antes de que pudiera hacerlo:
—Aunque el inspector no quiera atender a razones, no solo no tengo yo llave del local, sino que
tampoco conozco la contraseña. ¿Quién más la sabe?
Aguardó su respuesta con impaciencia aunque no dejó que ésta aflorara a su semblante, por lo que
Eduardo no llegó a advertir el interés con el que se lo preguntaba.
—Pues por supuesto don Hermenegildo y creo que el mes que acaba de finalizar la sabía también
Sofía. La cambian en los primeros días del siguiente y solo nos la comunican al director, al interventor y
a mí. Sofía la sabía el mes pasado, porque tuvo que ocuparse directamente de un problema con esa
empresa. Por si se nos olvida a cualquiera de los tres, la guardan escrita en el sótano, en la caja fuerte.
— Tú no eres un empleado antiguo.
—No, solo llevo seis meses en el banco, pero por el puesto que ocupo se supone que soy de
confianza.
Lo decía con guasa y Lydia escrutó atentamente su expresión para averiguar lo que
verdaderamente pensaba. Sonreía despreocupadamente por lo que insistió.
— ¿Conocías anteriormente a alguno de los jefes?
—Yo no, pero mi padrino, un primo de mi madre, fue compañero de estudios de don
Hermenegildo y me recomendó. La subdirectora anterior, que era amiga mía, acababa de ganar una
oposición al Tribunal de Cuentas y se había despedido. Me recomendó también ella a don Hermenegildo
y éste me llamó para entrevistarme. Debí causarle buena impresión, porque me contrató. Y por cierto,
¿qué quieres tomar?
—Pues… un café.
Le pidió también otro para él al camarero que trajinaba tras la barra y cuando éste se los sirvió se
entretuvo durante unos segundos en disolver el azucarillo en su taza como si por el momento no se le
ocurriera nada más que decir. Le imitó ella y un silencio pesado cayó entre los dos, pesado y paradójico
en la algarabía que reinaba en el establecimiento, mientras la mente de Lydia trabajaba a toda velocidad
para retomar el tema que habían dejado pendiente, aunque él parecía haberlo dado por finalizado.
— ¿Y esa amiga tuya, esa subdirectora llevaba mucho tiempo trabajando en el banco?
Se encogió Eduardo de hombros con vaguedad.
—No lo sé con exactitud, pero calculo que unos diez años. Fue compañera mía de facultad.
— ¿De la de Económicas?
—Sí, es economista, igual que tú y que yo.
— ¿Y entró como subdirectora?
—No, claro que no. Entró en el puesto que ocupas tú ahora. Luego fue ascendiendo.
¿Sería la anterior subdirectora del banco la mujer que había llamado por teléfono desde su
despacho?, se preguntó Lydia. Si Eduardo había tenido algo que ver con los ladrones, cabía esa
posibilidad. Se estrujó la mente sin acertar con la forma con la que podía preguntárselo indirectamente,
pero como no se le ocurrió nada, se limitó a inquirir:
— ¿Es muy amiga tuya?
De la sorpresa que experimentó al oírla dejó de darle vueltas a la cucharilla en el café y la miró
de frente con un brillo especial en sus ojos claros.
— ¿Quién?, ¿Mercedes? Sí, nos vemos a menudo. Cinco años de carrera dan mucho de sí.
No se decidió a seguir insistiendo sobre esa chica, pero podía preguntarle al día siguiente a Lucas
por ella. Iría a tomar con él el aperitivo o le permitiría que la acompañase a su casa a la salida del
trabajo. Necesitaba saber si durante el tiempo que ejerció como subdirectora tenía llave del cierre
metálico del local y de la cerradura de la puerta de cristales, porque podía haber hecho una copia. En
cuanto a la contraseña, si Sofía la sabía era probable que con alguna copa de más se le hubiese escapado
hablando con Eduardo. La miraba éste como si tratara de adivinar lo que estaba elucubrando y finalmente
le preguntó:
— ¿Cómo te fue ayer? ¿Comisteis “huevos rotos” en ese mesón de la Cava Baja?
Paradójicamente sintió Lydia cierto alivio al cambiar de conversación y no tener que aparentar
que le preguntaba por preguntar, no porque tuviese un interés oculto, por lo que repuso:
—Sí, me gustan mucho y hace tiempo iba allí muy a menudo.
— ¿Con ese amigo tan “especial”?
Había bajado la voz al preguntárselo y él mismo se debió de dar cuenta de la indiscreción que
estaba cometiendo, porque se apresuró a inmediatamente a rectificar.
—Perdona, no es asunto mío con quién sales. Me intrigó el comentario que hizo ayer Sofía, pero
me parece que me estoy metiendo donde no me importa.
Sonrió Lydia para quitarle importancia.
—No tiene nada de particular lo que me has preguntado. Sí iba allí con ese amigo, que entonces
era muy especial. Ya te comenté que después dejamos de vernos y durante casi dos años no había sabido
nada de él. El viernes pasado tomé el tren para visitar a unas tías que viven en Puertollano y coincidimos
en el mismo vagón. Estuvimos recordando los viejos tiempos y por esa razón quedamos a comer ayer.
— ¿Para seguir recordándolos?
—Sí, eso es.
Se la quedó mirando él como si no se decidiera a seguir preguntando y Lydia se echó a reír para
disimular su azaramiento. ¿Habría interpretado mal él las preguntas que le había hecho sobre su amiga
Mercedes y anterior subdirectora? Quizás pensara que lo que le interesaba a ella saber era si salía con
esa chica en exclusiva y consiguientemente no estaba disponible.
—Estoy libre y sin compromiso— le aclaró con un mohín pícaro, copia exacta de los que
derrochaba Sofía—. Supongo que es eso lo que dudabas en preguntarme.
—Pues ya que lo dices, sí. Es lo que quería saber. No me gusta meter la pata.
— ¿Y tú?— le preguntó ella a su vez.
— ¿Yo qué?
—Que si también estás libre.
—Sí, también.
No se le ocurrió a Lydia nada más que decir y atolondradamente tradujo en palabras la primera
tontería que le pasó por la cabeza.
—Pues me alegro.
— ¿Te alegras?
¿Por qué habría dicho esa estupidez?, se recriminó a sí misma. Tomó un sorbito de café para
ganar tiempo y finalmente consultó su reloj de pulsera como si hubiera recordado que tenía que resolver
un asunto urgente, pensando que en cualquier momento podía llamarla Raúl al móvil y prefería estar a
solas para hablar con él sin testigos presenciales.
— ¡Huy!, es tardísimo.
La imitó Eduardo a su vez mirando el que llevaba en su muñeca izquierda y se encogió de
hombros.
—Según para qué. Yo acabo de salir del banco y no me espera nadie.
— ¿Vas al banco por las tardes?
—Solo cuando se me amontona el trabajo y hoy es uno de esos días. ¿Vas a tu casa?
—Sí, sí. Tengo prisa. Me he metido en esta cafetería para no mojarme, pero parece que ha dejado
de llover.
— ¿Quieres que te acompañe?
Lo que deseaba era quedarse sola para atender la llamada que aguardaba y que seguramente
tendría lugar de un momento a otro, por lo que meneó negativamente la cabeza.
—No, no, vivo aquí al lado.
Hizo intención de pagar el café, pero como él se le adelantó, se bajó de un salto de la banqueta y
tras despedirse de él con un ademán se dirigió a empujones hacia la puerta. Solo cuando llegó a la calle
respiró hondo y apretó el paso. Ya podía atender la llamada de Raúl que no tardaría en producirse.
Eufóricamente se encaminó hacia el paso de peatones para cruzar la plaza de la Independencia y dirigirse
a su casa.

—CAPÍTULO IX—
R aúl no la llamó. Estuvo paseando por el salón amarillo de su casa como un león
enjaulado para atravesar después el azul y seguir hasta la salita verde, que también llamaban salita de
música cuando vivían sus padres, para, después de tropezar impaciente con el piano de cola, realizar el
trayecto a la inversa cada vez más impaciente.
¿Qué estaría haciendo?, se preguntó. Quizás se hubiera visto obligado a quedarse en Cádiz para
cenar con los clientes a los que había ido a ver y no regresaría hasta la mañana siguiente. Estuvo tentada
de llamarle al móvil, pero desechó inmediatamente la idea. Debía seguir las recomendaciones de Sofía y
fingir que para ella era en el presente tan solo un amigo con el que la unían hermosos recuerdos, no una
ex novia desconsolada. La había dejado él entonces sin una palabra de despedida por lo que resultaba
obligado que ahora hiciera méritos si quería reanudar la relación que habían mantenido.
Se lo repitió varias veces y finalmente se convenció a sí misma y se dirigió a la cocina, aunque no
tenía gana de cenar, para tomar algo y acostarse. Luego se dirigió al despacho para elegir un libro con el
que irse a la cama y con él en la mano se encaminó hacia su cuarto, se puso el pijama y se deslizó entre
las sábanas Se dio cuenta enseguida de que estaba cansada y de que tenía sueño, por lo que dejó el libro
sobre la mesilla y apagó la lamparita arrebujándose bajo las mantas.
Estaba ya casi dormida cuando sonó el móvil. Lo había dejado también sobre la mesilla y medio
atontada encendió la luz y se lo llevó al oído. Reconoció la voz de Raúl, lejana y amortiguada por la
estridente barahúnda de muchas voces en torno suyo.
—Lydia, acabo de llegar. Estoy en la estación. ¿Te recojo?
A duras penas consiguió ella abrir los ojos para consultar la hora en el despertador.
— ¿Ahora? Es tardísimo, ya me he acostado.
La voz de él sonó extrañada.
— ¿De veras? Bueno, ¿y qué?
—Que mañana tengo que madrugar.
Como Raúl no tenía horario fijo ni una oficina en la que presentarse temprano debía de haber
dado por hecho que a ella le sucedía lo mismo, porque tardó en reaccionar.
— ¿Tienes que madrugar mucho?
—Sí, claro. Entramos en el banco a las nueve menos cuarto. Si me retraso, tengo que recuperar el
tiempo perdido y en caso contrario me lo descuentan de mi sueldo.
Sin duda le costó entenderlo, porque un silencio pesado siguió a su explicación.
— ¡Vaya!, pues sí que es una contrariedad. ¿Estás segura de que te encuentras a gusto trabajando
en ese banco?
Se restregó Lydia los ojos, en parte porque los tenía cargados de sueño y en parte también para
ganar tiempo y contestarle con una frase oportuna. Desde luego él no había tenido nunca que buscar una
colocación y no sabía lo difícil que podía resultar en ocasiones. ¿Pensaba acaso que a raíz de la muerte
de su madre le habían llovido a ella las ofertas de trabajo? Consideró que era inútil explicárselo y
replicó:
—Las reglas por las que se rige ese banco son similares a las de la mayoría de las empresas. En
todas hay que cumplir un horario y no permiten contravenirlo sin un motivo justificado.
Raúl recogió velas inmediatamente.
—Claro, claro, perdona entonces si te he despertado, pero es que mi caso es distinto. No tengo
jefe ni horario ni…
—Ni local de oficina a la que asistir— terminó Lydia por él—. Y por cierto, ¿Cómo te ha ido con
esos clientes a los que has ido a ver a Cádiz?
—De maravilla, ya te contaré. Mañana tengo que comer con otros que me han ofrecido unas
condiciones fantásticas, pero podríamos cenar. ¿Cómo te viene?
—Bien, si no es muy tarde. Pasado también tengo que madrugar.
— ¡Vaya!— repitió fastidiado—. ¿No te sientes como una esclava?
—Pues no, me siento muy a gusto. Como el noventa y nueve por ciento de los mortales que tienen
la suerte de tener un trabajo, gracias al cual cobran un sueldo a fin de mes. Siempre hay que contar con
que haya un tipo raro por ahí suelto que complete el porcentaje del uno por ciento restante y se considere
un desgraciado.
—Sí, sí, lo supongo. Perdona, pero es que me cuesta trabajo ponerme en tu caso. Te recogeré
temprano entonces y antes te llamaré al móvil para fijar la hora. ¿Te parece bien?
—Sí, sí, claro.
—Pues ahora a dormir y que tengas felices sueños.
—Gracias. Hasta mañana.
Cortó Lydia la llamada sintiendo un ligero resquemor. Una de las facetas que más había valorado
antaño en él era su empatía, su capacidad para entender en cada momento lo que ella sentía. Lo había
demostrado mientras había sido su alegre compañera de diversiones, pero también después, cuando se
había convertido en la enfermera de su madre. Claro que esa última etapa había durado tan poco
tiempo… Le irritaba ahora que no entendiera que, aunque fuera propietaria de un piso ostentoso y de un
coche de lujo necesitaba trabajar para poder comer todos los días. Quizás pensara él que lo que debería
hacer en el presente era vender su casa y el coche y disfrutar de la vida con su importe. Para la casa
estaba claro que no le estaba resultando fácil encontrar un comprador. El letrero de “se vende” seguía
estando en todos los balcones del piso que daban a la calle. En cuanto al coche, no podía hacerles ese feo
a sus tías que se lo habían regalado con tanta ilusión. Cuando cenaran al día siguiente se lo haría entender
y esperaba que lo comprendiera y que no le decepcionara a él su nueva situación en la que obviamente no
podía seguirle como antaño en sus fiestas y francachelas.
A la mañana siguiente lo comentó con Sofía en cuanto llegó al banco y se sentó en su mesa,
poniendo en funcionamiento su ordenador. Ésta la observó en silencio antes de darle su opinión.
— ¿Quieres que te diga la verdad de lo que pienso o prefieres que te la edulcore con alguna frase
manida?
—Quiero que me digas la verdad.
—Pues creo que ese chico con el que sales debe de ser un niño de papá. Un hombre al que le ha
sobrado siempre el dinero y que vive para divertirse, ¿me equivoco?
Le molestó a Lydia que se le expusiera con tanta franqueza y aunque reconoció en el fondo que
estaba en lo cierto se aprestó en el acto a defenderle.
—No tienes razón. Es cierto que sus padres tenían mucho dinero y un nivel social muy elevado,
pero después de que murieran y de que heredara él esa fortuna, la ha sabido invertir muy bien. Es listo,
tiene don de gentes y buenos contactos. Por esa razón no entiende que no tenga yo ninguna de esas cosas.
—Y que te veas obligada a cumplir un horario, con la consecuencia natural de que tengas sueño
por las noches— continuó risueñamente Sofía—. Y por cierto, ¿a qué hora te llamó?
—Pues creo que eran más de las once.
— ¿Lo ves?— dijo triunfalmente la otra—. Para él la noche estaba empezando. Esta mañana
seguirá en la cama hasta el mediodía con lo que cuando vayáis a cenar estará fresco y descansado,
mientras que tú ensartarás un bostezo con otro.
—Me tomaré un café antes de que me recoja— alegó Lydia molesta.
—Bueno, sí— admitió Sofía— pero sería más práctico que le explicaras que únicamente los fines
de semana se han hecho para trasnochar—. Se la quedó mirando y añadió con picardía—: A no ser, claro,
que hayas decidido pescarle a cualquier precio y vivir en el futuro como una marquesa sin dar un palo al
agua. En ese caso sí podrás acostarte a dormir a la hora que te dé la gana.
Le fastidió a Lydia el cariz que tomaba la conversación, por lo que replicó:
—Estás equivocada. Si cómo has apuntado le “pesco”, seguiré trabajando en este banco o en otra
empresa. No me gusta la vida de marquesa.
—Allá tú— murmuró Sofía entre dientes—. A mí no me disgustaría—. La observó mientras Lydia
introducía su contraseña en el ordenador y al verla con el ceño fruncido le pareció indicado cambiar el
tema de conversación, por lo que le preguntó—: ¿Cómo te fue ayer con el inspector Bermúdez?
—Mal, muy mal.
— ¿Y por qué? ¿No le llevaste la escritura de tu fastuoso piso para que se convenciera de que lo
has heredado?
—Sí, si se la llevé.
— ¿Entonces…?
—Le entregué mi móvil para que viera las fotos de los atracadores que había tomado desde el
armario.
—Sí, ¿y qué? Lo único que puede apreciarse en ellas es que hay uno muy alto, otro de estatura
regular y el tercero bajito y escuchimizado con un trasero muy respetable. No se les ve la cara. ¿Es eso lo
que le molestó?
—No, no llegó a ver las fotos, porque no estaban.
— ¿Cómo que no estaban?
—No estaban, porque alguien las había borrado. Durante la mañana dejé mi móvil sobre esta
mesa — dijo señalándola con un dedo—. Salí varias veces del despacho. ¿Te fijaste en si apareció
alguien que se acercara a este lugar y tuviera esa oportunidad?
Parpadeó Sofía, mirándola confusa.
—No, claro que no. ¿Por qué habría de querer borrarlas nadie? Entró Lucas, supongo que a
buscarte y se marchó casi enseguida. Vino también Eduardo y estuvimos un ratito charlando. Luego una
señora que había discutido con Fermín por unos recibos que había domiciliado y… y yo diría que nadie
más, pero también salí yo de este despacho varias veces. Me llamó don Hermenegildo primero y don
Pascual después. Estuve fuera alrededor de un cuarto de hora con cada uno de ellos.
—Es igual, déjalo— farfulló Lydia disgustada—. Como acabas de decir, no se les veía la cara a
los ladrones, así que dudo que Bermúdez se hubiera humanizado de haberlas podido echar un vistazo. En
cualquier caso tú no tienes la culpa. Me gustaría saber quién las ha borrado y por qué lo ha hecho. Se
supone que a todos los que trabajamos en este banco nos interesaría que se detuviese a los atracadores.
—Se supone, sí— repitió Sofía con poca convicción.
— ¿Qué quieres decir?
—Que si tiene razón Bermúdez, nos interesa a todos menos a uno. Es lo que él opina, pero yo no
lo creo.
—Ni yo tampoco— corroboró Lydia, aunque no estaba tan segura como la otra de que Eduardo no
estuviera implicado. Sofía seguía mirándola fijamente y de pronto dio un respingo.
—Soy tonta.
—Si tú lo dices…— murmuró displicentemente ella.
—Me acabo de acordar de lo que me dijiste la mañana siguiente a la del atraco.
— ¿Y qué fue lo que te dije?
—Me dijiste que habías pasado las fotos de tu móvil al ordenador de tu casa. ¿No lo recuerdas?
Esas fotos tienen que seguir estando en ese aparato. Las imprimes, se las llevas al inspector y asunto
concluido. Aunque no sacará nada en limpio él, cambiará de opinión sobre ti, porque pensará que te has
prestado a colaborar.
Sintió Lydia al oírla que se le quitaba un peso de encima. ¿Cómo no se le habría ocurrido a ella?
—Tienes razón y te agradezco que me hayas dado la idea. Lo había olvidado por completo con
tantas novedades.
La observó dubitativamente Sofía.
— ¿Con lo de las novedades te estás refiriendo a tu chico?
Vaciló Lydia sin decirse a preguntárselo directamente. Si Sofía intuía que sospechaba de Eduardo
se pondría inmediatamente a la defensiva si es que no pasaba al contraataque. Por esa razón intentó
desviar la conversación al punto que le interesaba.
— ¿Y cómo va el asunto con el tuyo? ¿Ha reaparecido?
Meneó desalentadamente la cabeza en sentido negativo.
—No y voy a borrarlo definitivamente de mi mente. Tengo otro a la vista.
— ¿A quién? ¿A Eduardo?
—Sí, la verdad es que está de muy buen ver ¿No te parece?
—Sí, sí me lo parece. Ayer, cuando regresaba a mi casa desde la comisaría, me lo encontré.
— ¿Dónde?
—En una cafetería que está en la plaza de la Independencia. La Puerta de Alcalá se ha puesto de
moda y estaba llena de gente. Se puso a llover de pronto y me metí allí para no mojarme. Él había salido
poco antes del banco y había hecho lo mismo. Me contó que había empezado a trabajar en este banco
hace unos seis meses por recomendación de su padrino y de una tal Mercedes que había sido
subdirectora y que se había marchado al Tribunal de Cuentas tras ganar la correspondiente oposición.
¿Has conocido tú a esa Mercedes?
Hizo Sofía un gesto afirmativo.
—Sí, claro que sí.
— ¿Y qué tal era?
Frunció Sofía el ceño para concentrarse mejor y reproducir en su mente la imagen de la aludida.
—Es una chica guapa, rubia y con una melena rizada, pero demasiado alta. Me sacaba a mí más
de la cabeza.
Como Sofía era bajita, no le pareció a Lydia que la referencia a su estatura fuera un dato
fidedigno por lo que insistió.
— ¿Cómo de alta?, ¿cómo yo?
—No, qué va. Mucho más alta que tú. A Eduardo le llegaba al hombro, pero sobrepasaba a todos
los demás en más de un palmo.
— ¿Y cuando les has visto juntos? Por lo que me comentó él ayer, esa tal Mercedes se había
marchado ya cuando ocupó él el puesto que ella había dejado vacante.
Se encogió de hombros Sofía.
—Es que ha venido a buscarle en varias ocasiones. Se nota que son muy amigos, aunque yo creo
que por el gusto de ella serían algo más.
—Harían buena pareja entonces si ella es tan alta— comentó Lydia por continuar con el tema sin
que se le notara demasiado el motivo por el que insistía.
—Por lo altos que son los dos, sí— admitió a su pesar Sofía—. Antes, desde luego, comían
juntos a menudo porque les veía yo en esa cafetería de la plaza a la que te has referido al salir al
mediodía del banco. Es posible que se sigan viendo, en cuyo caso me buscaré a otro candidato. ¿Te
comentó algo sobre ese asunto?
—Solo me dijo que estaba libre y sin compromiso.
Escrutó recelosamente Sofía su rostro.
— ¿Y a cuento de qué te dijo eso?
—A cuento de que me preguntó primero a mí si lo estaba yo.
Respingó la otra al oírla.
—Oye tú, ¿no te lo estarás ligando, verdad? Te dije ayer que me interesaba a mí y está muy feo
quitarle el chico a una amiga.
Le alegró a Lydia que la considerase su amiga, pero pensó que resultaba obvio que no tenía nada
que hacer con él.
—Yo no te he quitado nada. Sabes que solo me importa el mío y que si todo va bien y tengo suerte
le repescaré.
—Vale, vale— se tranquilizó Sofía— Es que últimamente pareces otra. La mañana en la que te
presentaste por primera vez en este despacho pensé que tenías unos ojos muy bonitos, pero que estabas
demasiado delgada y que llevabas una ropa en la que cabrían dos como tú. Me recordaste a los
prisioneros del campo de concentración de Auswitch el día en el que liberaron a los supervivientes.
Esa misma impresión había sentido ella al verse reflejada en el espejo del cuarto de baño el día
en el que había salido de su casa para la entrevista y también la mañana en la que se presentó a su trabajo
en el banco por primera vez, pero le pareció oportuno fingirse molesta con su compañera de despacho.
—Vaya, pues muchas gracias.
—No te ofendas. Lo que quiero decir es que me pareciste delgaducha y con cara de hambre,
porque eras todo ojos, como una gata famélica.
—Te repito que muchas gracias.
—Y yo que no te incomodes. Me lo pareciste entonces, pero, cuando ayer tuviste a bien venir con
ropa de tu talla y arreglada, porque ibas a comer con tu chico, cambié de opinión y creo que Eduardo
también. A Lucas en cambio le gustaste desde el primer día, con la ropa grande y todo.
—No es de extrañar teniendo en cuenta como viste él— comentó Lydia con humorismo—. Es el
vivo ejemplo de lo que se considera hoy un muchacho alternativo.
Ambas decidieron a la vez que ya estaba bien de charla y se abismaron en el estudio de los
informes que tenían que emitir. Lydia tenía en su mesa un cerro de solicitudes hipotecarias, cuya
documentación debía tramitar antes de remitirlas al departamento de riesgos y pasó el resto de la mañana
concentrada en realizar esa tarea, aunque sin perder de vista el avance de las manillas de su reloj de
pulsera. Consecuentemente, un minuto antes de que finalizara la jornada laboral cerró el ordenador y se
puso en pie.
— ¿Te vas?— le preguntó Sofía apartando los ojos de la pantalla del ordenador.
—Sí, tengo prisa. Quiero recuperar esas fotografías en el ordenador de mi casa y llevárselas al
inspector Bermúdez antes de que decida detenerme.
— ¿Y por qué habría de detenerte? No tiene ninguna prueba contra ti.
—No, solo suposiciones, pero me amenazó ayer con hacerlo en cuanto reuniera las necesarias.
Me has dado una gran idea esta mañana y quiero apuntarme cuanto antes ese tanto. Así podré dormir más
tranquila.
—De acuerdo, pues ánimo y que tengas suerte— le deseó.
Dio por sentado que a Sofía le aliviaba su decisión y que prefería que se marchara antes de que
se presentara Eduardo en el despacho para proponerles que fueran con él a tomar una caña. La puerta del
despacho de éste estaba cerrada cuando Lydia salió a la acristalada oficina, y Lucas se hallaba en su
puesto atendiendo en la caja a unos clientes. Notó que la seguía con la vista cuando alcanzó la puerta de
la calle, pero se limitó a decirle adiós con la mano y a salir al exterior.
Un sol pálido le caldeó el rostro mientras caminaba hacia la plaza de la Independencia con el
monumento de la Puerta de Alcalá en su centro. La primavera se hacía ya sentir y se sintió contagiada
por la euforia que transmitía el piar de los pájaros en los árboles de las aceras, que retoñaban ya. La
naturaleza entera se había puesto en marcha para desterrar el frío del invierno y los negros presagios del
inspector Bermúdez. ¿Qué pensaría cuando esa misma tarde le llevara las fotos de los ladrones del
banco? Pensaría que no era posible que estuviera implicada ella en ese suceso y la descartaría de una vez
por todas. Y ella podría seguir investigando al que presentía que era el verdadero cómplice de aquellos
hombres. Conseguiría incluso conocer a la tal Mercedes, que debería ser la mujer desconocida que
aquella mañana había logrado desconectar las cámaras de vigilancia llamando a la empresa de seguridad
desde su propio despacho.
En cuanto llegó a su casa se preparó un bocadillo de queso y con él en una mano y una taza de
café en la otra se dirigió al despacho y puso en marcha el ordenador. No tardó más de unos pocos
segundos en recuperar las tres fotografías y fue ampliando parcialmente las imágenes que aparecían en
ellas. Empezó por la del hombre más alto. Había tomado la foto en el momento en el que había agredido
a Sofía y aparecía semi de espaldas agarrándola por el cuello. A su compañera de despacho, en cambio,
se la veía de frente con los ojos agrandados por el terror. El hombre llevaba guantes negros que le
cubrían las manos y las muñecas. Vestía pantalones de pana negros y una parka de tela plastificada del
mismo color, con una capucha que le cubría la cabeza. No le encontró ningún destalle distintivo y pasó a
la siguiente fotografía, la del hombre de mediana estatura en el momento en el que encañonaba a Lucas.
Estaba de frente a ella, medio derrengado sobre el mostrador de las cajas, pero la bufanda le cubría la
nariz y la capucha la frente, por lo que solo se le veían las gafas oscuras y bastante borrosas. Amplió no
obstante la imagen y suspiró desalentada. Dudaba mucho que le sirviera al inspector para identificarle.
Había tomado la tercera foto en el momento en que el ladrón más bajito guardaba en una mochila
el dinero que apilaba Fermín sobre el mostrador, por lo que desde el armario se le veía también de
frente. Al igual que a su compañero, solo se le distinguían las gafas oscuras por lo que bajó el cursor
para analizar algún detalle de su anatomía que pudiera ser de interés. Lo deslizó por la bufanda que le
tapaba la parte inferior de su rostro y lo detuvo en su pecho. Abrió la boca con asombro antes de repetir
la operación. Luego enfocó lo poco que podía vérsele de las caderas y emitió un silbido. No cabía duda,
era una mujer. Una mujer no muy alta y con curvas muy pronunciadas. Con el ratón fue analizando
nuevamente y a la inversa el retrato y al alcanzar la mano que sujetaba la pistola se inclinó hacia delante
sobre la mesa para estudiarla mejor. Llevaba guantes negros, lo mismo que los otros dos, pero el
manguito de esa mano se le había levantado ligeramente dejando al descubierto el tatuaje de una
mariposa.
Satisfecha de su descubrimiento, se apoltronó en la butaca respirando profundamente. Luego
buscó en el primer cajón de la mesa un pendrive y grabó las fotografías. Se las llevaría esa misma tarde
al inspector Bermúdez que al fin tendría algo con lo que empezar en serio su investigación, porque hasta
el presente solo había dado palos de ciego.
Sin perder un segundo buscó en el ordenador el número de teléfono de la comisaría y lo marcó
con impaciencia en su móvil imaginando la expresión de sorpresa de Bermúdez ante la noticia que iba a
darle. De sorpresa y también de contrición por haberla achacado la participación en un delito del que era
totalmente inocente y, lo que era peor, de haberla amenazado repetidamente con detenerla. La voz de un
hombre al otro lado del hilo, que no era la del inspector, interrumpió sus pensamientos cuando preguntó
por él.
—Quiero hablar con el inspector Bermúdez— le dijo con voz clara.
—El inspector no se encuentra aquí en estos momentos— repuso su interlocutor.
— ¿Pero va a ir esta tarde a esa comisaría?— insistió algo decepcionada.
—No lo sé. Ha salido por un asunto urgente, pero puede darme el recado y se lo transmitiré en
cuanto se presente.
No era eso lo que le hubiera gustado. Le hubiera gustado ver con sus propios ojos como el
desconcierto contraía los músculos de su rostro y como la miraba a ella después con nuevo respeto.
—Es que tengo que darle una cosa que le resultará muy necesaria para la investigación de un
asunto— insistió.
—Puede entregármela a mí— replicó el otro que por el timbre de su voz debía de ser un chico
joven—. No voy a moverme de mi puesto en toda la tarde, pero si prefiere hablar con don Aniceto puede
darme su número de teléfono y la avisaré en cuanto aparezca.
¿Se llamaría Aniceto el inspector Bermúdez?, se preguntó. Como si le hubiera adivinado el
pensamiento, su invisible interlocutor se apresuró a aclarárselo.
—Don Aniceto Bermúdez me ha dicho al despedirse que probablemente se pasaría por aquí a
última hora de la tarde. Si quiere…
No le dejó terminar. Había quedado en salir a cenar con Raúl esa noche, pero podía acercarse a
la comisaría a media tarde y regresar a su casa a tiempo de que él la recogiera si se arreglaba
previamente.
—De acuerdo. Iré por allí a eso de las siete— le comunicó palpando ilusionada el pendrive que
había colocado sobre la mesa. ¿Será buena hora?
—Mejor a las ocho— le recomendó el otro—. Así no tendrá que esperarle.
—De acuerdo. Hasta luego entonces.
Cortó Lydia la comunicación y volvió a arrellanarse en la butaca. Tenía que elegir antes de
dirigirse a la comisaría lo que se pondría esa noche para salir a cenar con Raúl. Se había comprado dos
tardes antes un vestuario completo con el dinero de tía Aurelia por lo que tenía donde elegir. Ahora daría
una cabezadita, después se arreglaría, dejando el traje más adecuado para la ocasión sobre la cama de su
cuarto, y así cuando regresara de su encuentro con el inspector no perdería el tiempo en revolver su ropa
dentro del armario buscando la más apropiada.
Se dirigió con esa intención a su dormitorio y en cuanto eligió el vestido, las medias y los zapatos
de tacón y los colocó sobre la butaca de su cuarto, retiró la colcha de la cama y se tumbó vestida. Estaba
cansada, tenía sueño y no tardó más de unos segundos en dormirse.
Se despertó de pronto incorporándose en el lecho para consultar en el acto la hora en el
despertador que tenía sobre la mesilla. Era tardísimo. Había dormido toda la tarde y ahora apenas si
tendría tiempo de ducharse para arreglarse nuevamente el pelo con el secador de mano.
Decidió prescindir de la ducha por el momento. Saldría inmediatamente para la comisaría con el
pantalón vaquero de la víspera, un jersey azul verdoso, a juego con el color de sus ojos, y el chaquetón
de cuadritos y al regresar se daría un toque en el cuarto de baño y se pondría el traje y los zapatos por los
que había optado horas antes.
Sin meditarlo dos veces lo hizo así y poco después salía apresuradamente de su casa con el
pendrive en el bolsillo del chaquetón. Había anochecido ya y el aire frío agitaba los árboles del parque
del Retiro que susurraban a su paso mientras caminaba por la calle de Alcalá bordeando la valla. Apenas
si se cruzó con algún transeúnte. La luz azulada de las farolas esparcía su incierta claridad sobre la acera
por la que caminaba con la cabeza baja para defenderse de la helada brisa que recorría la avenida. La
dejó atrás y al llegar a la bifurcación con la calle O’Donnell notó el sonido de unos pasos a su espalda.
Se volvió en el acto, segura de ver unos metros más atrás al muchacho de la bufanda de cuadros
escoceses, pero ante su sorpresa no era él. Era un hombre alto que vestía un abrigo largo y oscuro y unos
pantalones del mismo color y que la adelantó, alejándose seguidamente para entrar por la puerta de
coches del Retiro donde le perdió de vista entre los árboles.
Continuó Lydia su camino por la calle de Alcalá diciéndose que debería tranquilizarse y no
imaginar que todos los transeúntes que caminaban detrás de ella la seguían. Al chico de la bufanda de
cuadros escoceses no se lo había vuelto a ver y lo probable es que hubiera desistido ya de hacerlo. Y el
hombre del abrigo probablemente había salido a dar un paseo por el parque sin la menor intención de
perseguirla.
El policía joven al que le preguntó por el inspector Bermúdez la acompañó hasta la puerta del
despacho de éste y allí le hizo un gesto de que podía pasar.
—Entre usted, la está esperando.
— ¿Pero le ha dicho usted quién soy?— inquirió ella sorprendida. Estaba segura de no haberle
dicho su nombre, cuando horas antes había hablado con él por teléfono.
—Sí, sí, pase.
El inspector levantó la vista de sus papeles al oírla entrar, pero no le sonrió. Con el ceño fruncido
le indicó una de las dos butacas que tenía delante de la mesa y Lydia se dejó caer en la más cercana para
inclinarse inmediatamente hacia él.
—Se las he traído— empezó entrecortadamente.
— ¿Qué es lo que me ha traído?
—Las fotos de los atracadores. Las hice con el móvil, pero alguien me las había borrado, ¿no se
acuerda? Por fortuna las había pasado antes al ordenador de mi casa para ampliarlas y verlas mejor y las
he archivado en un pendrive para enseñárselas. He averiguado que uno de los tres era una mujer y que
tenía tatuada una mariposa en la muñeca.
Enarcó él ligeramente las cejas al oírla.
— ¿Las tiene aquí?
—Sí, sí, ya le he dicho que las he grabado en un pendrive y que lo llevo en el bolsillo.
—Que lo llevaba en el bolsillo no me lo ha dicho— refunfuñó él con cierto humorismo como si se
hubiera humanizado de repente y fuera capaz de bromear, igual que el resto de los mortales.—. ¿Y cómo
sabe que uno de ellos era una mujer?
—Eso es mejor que lo compruebe usted mismo— replicó ella extrayendo el pendrive del bolsillo
de su chaquetón y alargándoselo por encima de la mesa.
Lo tomó él con su manaza gruesa y coloradota y procedió a insertarlo inmediatamente en la
correspondiente ranura del ordenador que tenía sobre la mesa. Lydia se levantó de su asiento y fue a
colocarse a espaldas de él para ver las imágenes en la pantalla al mismo tiempo. Él las fue ampliando de
la misma forma que había hecho ella esa misma tarde y cuando le llegó el turno a la del atracador más
bajito emitió un gruñido de aprobación.
—Efectivamente es una mujer— musitó complacido— Y efectivamente tiene un tatuaje en la
muñeca. Creo que no la tenemos fichada, pero lo comprobaré.
— ¿No le han ayudado nada entonces esas fotografías?— le preguntó Lydia decepcionada,
mientras regresaba a su butaca frente a la mesa.
—Por supuesto que sí—repuso él sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador—. Nos
sirven para saber que se trata de los mismos tipos que atracaron el banco de Ultramar hace dos años.
Eran tres también y uno de ellos era una mujer.
Por las circunstancias en las que se encontraba Lydia cuando sucedió, no se había interesado
demasiado por los detalles de cómo se había producido, por lo que inquirió:
— ¿En aquel robo sí les grabaron las cámaras de vigilancia?
Escrutó él su expresión desconfiadamente.
—No. También entonces las desconectó la empresa con la que habían contratado ese servicio
obedeciendo la orden que le había dado por teléfono una mujer.
Parpadeó Lydia desconcertada.
— ¿Igual que ahora?
—Sí, exactamente igual. Podría decirse que el robo que ha sufrido el banco Atlantis es una
reproducción exacta del que perpetraron en el banco de Ultramar en el que usted estuvo trabajando,
¿comprende?
La examinaba él con una mirada aguda, como si pretendiera penetrar con ella en su mente para
analizar sus pensamientos y finalmente le preguntó:
— ¿Conocía usted la contraseña que había acordado el banco de Ultramar con esa empresa para
situaciones de emergencia?
— ¿La contraseña?— repitió aturdida en tono interrogante. Por supuesto que la conocía entonces,
ya que desempeñaba el puesto de subdirectora, pero ella no había tenido relación alguna con ninguno de
los tres asaltantes ni había tenido la menor participación en ese robo. Se preguntó qué debería
responderle. Si admitía que durante ese mes había sido la depositaria de esa clave acrecentaría las
sospechas de él.
— ¿Yo?, no lo recuerdo. Ha pasado mucho tiempo.
—Dos años exactamente— concretó Bermúdez sin apartar la mirada de su rostro—. En la
comisaría de Usera, en cuyo barrio se ubicaba el banco de Ultramar, se instruyó entonces ese atraco y
aunque usted lo negó cuando le enviaron a un policía a su domicilio para que la interrogara, dadas las
circunstancias en las que se hallaba su madre, el director lo confirmó. También salió fiador por usted.
Les dijo que era usted una persona intachable y de toda confianza. ¿Qué tiene que decir?
Clavó Lydia sus ojos en el montón de papeles que el inspector tenía sobre la mesa.
— ¿Tiene ahí el informe de aquella comisaría?
—Efectivamente, pero no me ha contestado.
— ¿Qué quiere que le conteste? No me acuerdo. Ha pasado mucho tiempo y he vivido unas
experiencias sumamente traumáticas que han ocupado por completo mi atención. El atraco del banco de
Ultramar me fue bastante ajeno. Ya no trabajaba allí y tenía que pensar en cosas mucho más importantes
para mí.
—Ya— rezongó desdeñosamente.
— ¿No me cree?
—Le repito que aún no tengo pruebas suficientes contra usted. De todas formas le agradezco que
me haya traído estas fotografías que me van a ser muy útiles, pero espero que se dé cuenta de que la
implican a usted todavía más en los dos robos. Era usted hace dos años la subdirectora del banco de
Ultramar y estaba al tanto de esa contraseña y una mujer que también la sabía llamó media hora antes de
que se produjera el asalto a la empresa de seguridad para que desconectara las cámaras de vigilancia, lo
mismo que en el banco Atlantis en el que trabaja ahora. ¿No le parece lógico dar por sentado que esa
mujer fue usted en las dos ocasiones?
—Pero no fui yo entonces ni tampoco ahora— protestó vehementemente—. Le he repetido hasta
el aburrimiento que estaba en mi casa cuidando de mi madre, que no conozco a esos tipos, que en el
banco Atlantis no sabía la contraseña y que iba de camino hacia el banco a la hora en la que esa mujer
llamó a la empresa de seguridad. No fui yo. ¿Han tomado las huellas dactilares en el auricular de mi
teléfono?
—Por supuesto.
— ¿Y qué han encontrado?
—Exclusivamente las suyas y las de la señora que hace la limpieza en el banco.
— ¿Las de Araceli?
—Sí, creo que se llama así.
—Eso quiere decir que esa mujer usaba guantes cuando efectuó la llamada.
—O que la hizo usted— sentenció Bermúdez. Apoltronado en su butaca la observaba con la
misma expresión con la que un gato examinaría a un ratón al que estaba a punto de cazar.
—Está usted equivocado y lamentará que se le escape el verdadero culpable si sigue empecinado
en concentrar en mí su investigación. Si hubiera tenido yo algo que ver con el asalto a los dos bancos no
habría venido a traerle las fotografías de sus autores, ¿no le parece?
—No, no me lo parece. Apenas si se les ve a esos tipos y trayéndolas puede querer aparentar que
pretende colaborar con nosotros. Además…
El sonido del móvil de Lydia le interrumpió y dejó la frase en el aire mientras ella extraía el
aparato de su bolso.
—Perdone— le dijo mientras se lo llevaba al oído. Oyó inmediatamente después la voz de Raúl.
Parecía estar sumamente alegre.
—Lydia ya he terminado por hoy y puedo ir ya a recogerte. Como verás, no voy a dar motivo en
adelante para que me riñas, porque luego te dejaré en tu casa tempranito. ¿Qué te parece? Como verás,
me has convertido en un chico absolutamente responsable y comprometido, que no va a dar lugar en
adelante a que pierdas horas de sueño.
Oyó su risa a continuación, pero la cortó en seco al oírla.
—No estoy en casa aún Raúl y tardaré al menos veinte minutos en llegar.
—Bueno, pues puedo ir a buscarte al lugar en el que te encuentras. ¿Dónde estás?
—En la comisaría.
No debía de esperar esa respuesta, porque se quedó sin habla. Por el silencio que se produjo al
otro lado del hilo le imaginó con las cejas enarcadas y los ojos agrandados por la sorpresa.
— ¿En la comisaría?—le preguntó— ¿Y qué haces ahí? ¿Te has saltado un semáforo y te han
detenido?
—No, no. He venido a comentar con el inspector las fotografías del atraco. Se habían borrado del
móvil, pero las tenía en el ordenador de mi casa.
— ¿Las fotografías? ¿Qué fotografías?
—Las del atraco del banco, las que hice con el móvil, ¿no te acuerdas?
—No, ¿te refieres a las que me enseñaste en el mesón donde comimos el otro día? No se veía
nada. ¿Son esas las que quieres enseñarle a la policía?
—Sí, sí, porque he descubierto algo importante y…
—Bueno, bueno— la interrumpió—. Ya me lo contarás luego—. ¿Quieres que vaya a buscarte a
ese lugar? ¿Dónde estás?
—En la calle Príncipe de Asturias, pero…—. Bajó Lydia la vista hacia sus viejos pantalones
vaqueros y se llevó maquinalmente la mano a la melena, graciosamente ondulada, pero que aún podía
mejorarse. Tenía que cambiarse antes de que la viera él, se dijo. Tenía que ponerse el vestido blanco que
había dejado sobre la butaca de su cuarto, los zapatos de tacón y que arreglarse un poco, por lo que se
apresuró a denegar su proposición—. No, no, recógeme en casa dentro de media hora. Mejor dentro de
tres cuartos de hora, que es lo que puedo tardar en estar lista.
Oyó nuevamente la alegre risa de él.
—No hay quien te entienda, Lydia. Ayer me reñiste porque te llamé demasiado tarde para cenar y
hoy que he decidido enmendarme y he conseguido quedarme libre más temprano tampoco he acertado.
—Pero es que…
—De acuerdo, de acuerdo— la atajó de buen humor sin dejarla terminar—. Dentro de tres cuartos
de hora estaré puntualmente con el coche en la puerta de tu casa. ¿O prefieres que aparque y que suba a tu
piso? Lo de aparcar en tu calle es una aspiración loca e imposible que tal vez algún día consiga, porque
por ti estoy dispuesto a todo.
Pese a que se sentía angustiada por lo que poco antes le había dicho Bermúdez, estuvo a punto de
echarse a reír.
—No, no espérame en la calle. Voy para allá. Hasta ahora.
Cortó la comunicación y se puso en pie.
—Me marcho— le dijo al policía—. Creía que me iba a agradecer usted que le trajera esas fotos,
pero ya veo que es inútil convencerle de mi inocencia, así que me voy.
—Está equivocada. Gracias de todos modos— gruñó él. Alargándole el pendrive.
Desde la puerta se volvió Lydia con la mano en el picaporte.
—De nada. Y vaya buscándose otro culpable si no quiere hacer el ridículo ante sus superiores.
Adiós.
Salió del despacho con la cabeza alta y un rencor sordo bulléndole por dentro y ya en la calle
echó a andar como si la persiguiera su propia desazón. Al menos le llevaría veinte minutos recorrer la
distancia que mediaba desde el lugar en el que se hallaba hasta su casa y quería dejar a Raúl admirado
cuando la viera. El frescor de la noche se le caló hasta los huesos cuando desembocó en la calle de
Alcalá, ruidosa y estridente en ese tramo a cualquier hora del día, y tomó la dirección contraria a la que
había recorrido poco antes. A lo lejos, distinguió la Puerta de Alcalá iluminada, destacándose sobre un
cielo oscuro con la pincelada grisácea de alguna nube dispersa. Un sinfín de ruidosos automóviles
bordeaba el monumento y trató de imaginarla cuando antaño fuera una de las cinco puertas que daban
acceso desde Francia, Aragón o Cataluña al recinto amurallado que era entonces la Villa de Madrid.
Como las restantes por las que se entraba a la ciudad, permanecía ésta abierta hasta las diez de la noche
en invierno y en verano se retardaba una hora más el cierre. Transcurrida esa hora solo en caso necesario
un retén permitía el paso.
Qué diferente, pensó. Ninguno de los habitantes de esas épocas hubiera podido ni tan siquiera
fantaseando sobre el futuro imaginar que en siglos posteriores se convertiría en un monumento
emblemático de una plaza con un encanto mítico, sin el relincho de los caballos ni el rebuznar de los
burros que tiraban de los carros y contagiaban el aire con su olor. Ahora olía a otra cosa. Olía al humo
de los coches que circulaban a toda prisa por la plaza, pero también a la primavera recién estrenada por
la proximidad del Parque del Retiro. Al dejar atrás la bifurcación con la calle O´Donnell y alcanzar la
valla de ese parque percibió su fragancia con mayor intensidad al agitar el viento las ramas de los
árboles, pero también oyó el ruido de unos pasos que se acomodaban a los suyos. Inquieta giró la cabeza
y lo distinguió a lo lejos. Era el mismo hombre alto, vestido con el abrigo y los pantalones oscuros que
había caminado tras ella cuando se dirigía a la comisaría y que se había perdido de su vista cuando había
entrado en el Parque del Retiro por la entrada de coches. Allí le había perdido de vista. ¿Habría estado
agazapado tras la valla aguardando a que ella volviera a pasar por delante de esa puerta para dirigirse
hacia su casa? Le pareció absurdo, ilógico por completo, pero apretó el paso y aguzó el oído. Un
automóvil pasó como una exhalación junto a la acera por la que caminaba y el estruendo que dejó a su
paso le impidió percibir nada que no fuera el estrépito con el que hirió sus oídos y el olor a aceite
quemado, pero ahora que se había alejado y el silencio fue adueñándose de la oscuridad que la rodeaba
volvió a oír los pasos de ese hombre. Se mantenía a una distancia aproximada de unos tres metros y
avanzaba más deprisa o se detenía según lo hacía ella. ¿Y si echara a correr?, se preguntó. ¿La seguiría?
Vestía ella en ese momento pantalones cómodos y zapatos bajos y en la facultad solía ganar los concursos
de carrera que hacían en clase de gimnasia, por lo que era posible que ese tipo no consiguiera alcanzarla.
Al llegar a la plaza de la Independencia se decidió. Inspiró aire, tomó impulso y se lanzó calle
abajo a toda la velocidad que le permitían sus piernas, girando luego hacia la calle de Alfonso XII. No se
detuvo hasta que llegó al lujoso portal de su casa, pero una vez que se introdujo en su interior se asomó
cautelosamente para atisbar la ancha avenida en la que vivía. No vio más que oscuridad tenuemente
aclarada de cuando en cuanto por la luz de una farola y a algún transeúnte solitario, pero ni rastro del
hombre alto que la había seguido.
Con un suspiro de alivio se dio media vuelta, subió los tres peldaños enmoquetados por los que
se accedía a un amplio vestíbulo de mármol, saludó al portero y se abalanzó hacia el ascensor pulsando
el botón de la quinta planta. Consultó su reloj de pulsera mientras la cabina ascendía hacia su piso y
volvió a suspirar esta vez de impaciencia. Tenía el tiempo justo para vestirse y volver a bajar, por lo que
revolvió en su bolso hasta que encontró el llavín y en cuanto el ascensor se detuvo lo introdujo
apresuradamente en la cerradura y empujó la sólida y ornamentada puerta de entrada, alargando la mano
hasta el conmutador de la luz para encender el vestíbulo. Lo accionó dos veces sin conseguir el resultado
apetecido. El vestíbulo seguía a oscuras, aunque estaba segura de que le electricidad funcionaba
correctamente cuando había salido para la comisaría.
Palpando la pared consiguió llegar hasta la puerta de la cocina y la empujó probando con la llave
de la luz a encender el plafón del techo, pero con el mismo resultado negativo. ¿Se habría fundido alguno
de los plomos del cuadro eléctrico?, se preguntó. Para averiguarlo necesitaba una vela o una linterna y en
ese momento no recordaba donde podía haber en la casa alguna de las dos cosas. ¿Y si encontrara en la
cocina una caja de cerillas? Pero la vitrocerámica era eléctrica por lo que hacía mucho tiempo que en el
piso las había desterrado. Volvió a salir al pasillo dando tropezones. Recordó que en el salón azul había
un mechero de alabastro sobre la mesa de cristal con cantos dorados que estaba delante del sofá,
tapizado con damasco del color que daba nombre al salón, y se dirigió hacia esa estancia sin dejar de
palpar la pared. Sabía que ese mechero funcionaba con gas, pero no estaba segura de haberlo cargado
desde que Raúl desapareciera de su vida, porque a él le gustaba mucho ese mechero y solía utilizarlo
para encender los cigarrillos que fumaba. Después… después no había habido más que un largo
paréntesis en su vida sin ilusiones, sin interés por nada, hasta que se lo había encontrado de nuevo en el
tren. Y ahora no podía perder más tiempo. Tenía que restablecer inmediatamente la electricidad en su
casa, porque de otro modo no podría arreglarse ni acudir a tiempo a su cita con él.
Guiándose por los muebles que iba palpando a su paso, dejó atrás el salón amarillo y entró en el
azul. Eran contiguos y se comunicaban mediante una puerta corredera que afortunadamente estaba abierta
en ese momento, por lo que avanzó varios pasos en esa habitación hacia lo que supuso que sería un
sillón. Lo era efectivamente, por lo que tanteándolo cuidadosamente tomó asiento en él y alargó la mano.
Rozó el macetero de cerámica blanca de un tiesto de hortensias azules en flor que había comprado en una
floristería. Le encantaban las hortensias y se había permitido el lujo de adquirir una maceta con el primer
sueldo que había cobrado en el banco, días antes. La apartó suavemente y tanteando la fría superficie de
cristal de la mesa dio con el mechero. Era de alabastro y tenía la forma de un caballo encabritado.
Consiguió encenderlo y con un suspiro de alivio se puso en pie manteniéndolo en alto y a la luz incierta
que esparcía fue retrocediendo hasta el pasillo y de allí pasó a la cocina.
Nadie que no conociera la casa hubiera adivinado que el cuadro eléctrico se hallaba dentro de
uno de los armarios que colgaban de la pared, entre los que contenían vasos y tazas, por lo que éste no
quedaba a la vista. Iluminándose con el mechero se acercó ella a ese armarito y abrió las dos puertas.
Efectivamente estaba bajada una de las palancas, precisamente la del interruptor general de la casa, por
lo que levantó una mano dispuesta a colocarla en su lugar, pero no llegó a hacerlo. Un sonido procedente
del vestíbulo la detuvo, alertándola. El crujido de la tarima del vestíbulo bajo unas pisadas cautelosas
había llegado claramente a sus oídos. Se volvió hacia esa puerta con los ojos agrandados por la
extrañeza y por el miedo. Luego apagó el mechero. Con la espalda pegada a la pared de azulejos y la
frente perlada de sudor aguardó, conteniendo la respiración. ¿Sería el hombre alto del abrigo y del
pantalón oscuro el que estaba en el vestíbulo? ¿El que la había seguido por la calle? Creía haberle
despistado echando a correr hacia su casa. No le había visto bien la cara, pero por su forma de andar
había dado por sentado que no era joven y que por lo tanto no podría alcanzarla. ¿Pero cómo podría
haber entrado en el piso? Quizás había corrido en su persecución sin que se diera cuenta y había utilizado
una ganzúa mientras ella iba en busca del mechero. Sintió que un escalofrío la recorría entera y se quedó
inmóvil, paralizada por el pánico.
Las pisadas se repitieron ahora, pero no consiguió ubicarlas con precisión. Solo pudo percibir
que quienquiera que fuese caminaba de puntillas por la estancia vecina, aunque no llegó a saber en qué
dirección. Pero no podía permanecer inactiva, esperando a que ese hombre la atacara, se dijo. Había
asistido a clases de yudo y de kárate años atrás, pero llevaba tiempo sin practicar y apenas si recordaba
alguna que otra llave de cadera. Intentó reproducir en su mente las explicaciones del profesor japonés sin
conseguirlo. Un estremecimiento la recorrió entera cuando se apartó de la pared y se volvió inclinándose
hacia los armaritos bajos para localizar el rodillo de las empanadillas. Hacía tanto tiempo que no hacía
empanadillas que no estaba segura de que el rodillo se encontrara dentro de ese armario, pero si no
estaba en ese, estaría en el de al lado. Alargó la mano dentro y palpó varias cacerolas. Una de ellas se
escurrió del montón que formaba sobre las otras con un chirrido horrible que resonó en sus oídos con una
estridencia formidable. Se quedó quieta aguzando todos sus sentidos. Era imposible que quienquiera que
anduviese por el vestíbulo no hubiera percibido el estrépito metálico que acababa de resonar levantando
ecos hasta en los rincones más alejados del piso.
El intruso también se había quedado inmóvil. ¿Estaría tan asustado como ella?, se preguntó. De
inmediato llegó a la conclusión de que no lo estaría. De que quizás estuviera aguardando el momento
idóneo para atacarla. Y ella tenía que defenderse, pensó, ¿Pero cómo?
Desechó la idea de seguir buscando el rodillo de las empanadillas. También podría servirle una
sartén, se dijo. ¿Dónde estarían las sartenes? De día o con la luz eléctrica encendida resultaba muy
sencillo dar con ellas, pero a oscuras le resultaba imposible orientarse e incluso no tropezar.
Cautelosamente se agachó palpando la puerta de uno de los armarios y ante su sorpresa dio con el
mazo de un mortero así como con el rodillo de las empanadillas y lo enarboló volviendo a aguzar el
oído. Ahora el silencio era completo. Quienquiera que se hallara en el vestíbulo permanecía inmóvil
aguardando algo. ¿Qué estaría esperando?
En ese instante oyó el ruido de la puerta del piso al cerrarse y al mismo tiempo el sonido de su
móvil. Lo llevaba en el bolsillo y se quedó indecisa temblando, sin saber si encender primero la luz o
atenderlo y pedirle a su interlocutor, fuera quien fuese, que llamara a la policía porque había un hombre
en su casa. Mejor dicho, que el hombre que había en su casa acababa de marcharse después de manipular
en el cuadro eléctrico y dejarle la vivienda a oscuras. Dejó escapar un hipido a la par que oía la vez de
Raúl.
—Pero Lydia, ¿qué estás haciendo? Llevo más de media hora aparcado en segunda fila frente al
portal de tu casa y me van a poner una multa que me va a dejar tiritando. ¿Por qué no bajas de una vez?
Intentó contestarle, pero solo consiguió emitir un sollozo.
—Raúl… es que yo…
— ¿Pero qué te ocurre?— se alarmó él—. ¿Estás llorando?, ¿pero por qué estás llorando?
Intentó explicárselo, pero le temblaba la voz, le temblaba la mano en la que sostenía el móvil y
no conseguía encontrar en su garganta las palabras que debía pronunciar.
—Es que un hombre… le he oído… le he oído en el vestíbulo.
—Sí, sí. Has oído a un hombre. ¿A qué hombre? No te entiendo.
—A un hombre que me ha seguido por la calle.
— ¿El de la bufanda de cuadros escoceses?— se enfadó él— ¿Y qué hacía ese tipo en el
vestíbulo de tu casa? ¿Es que le has abierto?
Se sonó Lydia la nariz con el pañuelo que extrajo del bolsillo de su pantalón vaquero para tratar
de detener el manantial que le brotaba de los ojos y poder explicarse con mayor claridad.
—No, no ha sido ese. Ha sido otro muy alto con un abrigo y un pantalón oscuro.
Tardó en volver a oír la voz de Raúl y cuando tomó de nuevo la palabra parecía perplejo.
— ¿Te refieres a uno que acaba de salir corriendo de tu portal?
Dejó Lydia de llorar para abrir desmesuradamente los ojos.
— ¿Ha salido ahora mismo del portal?
—Sí, un hombre mayor, muy alto, que parecía tener mucha prisa.
—Sí, ese. Ha entrado detrás de mí en mi casa y me ha bajado la palanca del interruptor general
de electricidad de la casa. Estoy a oscuras.
Por el silencio con el que acogió su explicación le imaginó Lydia desconcertado, intentando
entender sin conseguirlo lo que le estaba diciendo.
— ¿Y por qué le has dejado entrar en tu casa? No debes dejar entrar a ningún extraño, ya eres
mayorcita y deberías saberlo.
—Es que no le he dejado entrar. Ha entrado él con una ganzúa.
— ¿Con una ganzúa? ¿Ha forzado la cerradura?
—No lo sé— lloriqueó de nuevo—. No lo sé, porque no veo nada. Ya te he dicho que me ha
bajado la palanca.
— ¿Qué palanca?
—La del interruptor general de la luz, ¿por qué no entiendes nada?
La pareció que dejaba escapar él un suspiro de impaciencia.
—Espera Lydia, voy a tratar de aparcar y subiré después a tu casa. Mira por la mirilla antes de
abrirme. Arreglaremos la electricidad, averiguaremos si te han forzado la cerradura y si efectivamente ha
entrado alguien en tu casa llamaremos a la policía.
— ¿Pero es que crees que me lo he inventado?— se enfadó a su vez ella.
—No, pero…
—Además no quiero que subas. Tengo que arreglarme antes.
El suspiro de él denotó ahora algo más que impaciencia.
—No seas pesada, Lydia. ¿Sabes la hora que es? Dentro de unos minutos tendrás que acostarte
para poder levantarte mañana temprano. Subiré a tu casa, arreglaremos la luz, averiguaremos después lo
que pretendía ese tipo del abrigo y cenaremos ahí unos huevos fritos con chorizo.
— ¿Con chorizo?— repitió ella tontamente.
— ¿No tienes chorizo? Pues entonces con jamón. Y si no tienes jamón, con patatas. Subo ahora
mismo.
Había cortado la comunicación y Lydia, palpando los muebles bajos de la cocina, retrocedió
hasta que alcanzó el que había contenido el rodillo de las empanadillas. Recordó entonces que tenía el
mechero en la otra mano y lo encendió para alzarse ligeramente de puntillas y levantar la correspondiente
palanca del cuadro eléctrico. Se encendió en el acto el plafón del techo y parpadeó deslumbrada. Luego
se dirigió apresuradamente hacia el pasillo para recorrerlo y encaminarse hacia el salón azul donde
depositó el mechero sobre la mesita de cristal, antes de continuar ruta hasta su dormitorio. El traje blanco
seguía estando sobre la butaca con las medias y en el suelo los zapatos de tacón, esperando a que se los
pusiera, porque aquella tenía que ser una cita inolvidable, pero nada de lo que había planeado tenía
sentido ya. Lo único que deseaba en esos momentos era llorar. Se había preparado con mucha antelación
para esa cita, pero ahora no le importaba su melena ni la indumentaria con la que acudiría al encuentro de
Raúl. Estaba tan asustada…
Dejó escapar un hipido y luego otro hasta que se unieron los sucesivos y se convirtieron en una
llantina en regla y aún seguía llorando cuando al cabo de un rato sonó el timbre de la puerta. Se secó los
ojos con la manga del jersey y se dirigió a abrirla, no sin antes mirar por la mirilla. Raúl la abrazó
preocupado en cuanto traspuso la puerta y la cerró a su espalda, por lo que se aferró a su chaquetón
empapándolo de lagrimones. En contra de lo que había supuesto, venía vestido con un pantalón vaquero y
un jersey de cuello redondo azul eléctrico sobre el que sobresalía el cuello de la camisa que llevaba
debajo. Lo advirtió en cuanto se apartó de él y se despojó de la chaqueta negra que llevaba. De la
sorpresa dejó de llorar. Hubiera desentonado terriblemente ella con el traje blanco, los zapatos de tacón
y el abrigo que había elegido para la ocasión, porque había dado por supuesto que él la llevaría a cenar
a un sitio elegante y carísimo, como acostumbraba antaño, cuando ella era también una compañera de
juergas alegre y divertida.
—Has tardado mucho en subir— refunfuñó para disimular la extrañeza que sentía.
—Claro que he tardado. Aparcar en este barrio es toda una proeza y he terminado por rendirme y
dejar el coche en un aparcamiento subterráneo. Y ahora te vas a calmar— le dijo levantando su barbilla
con un dedo y mirando sus ojos enrojecidos—. Sin lloriqueos me vas a contar qué te ha sucedido
exactamente.
—Que he ido a la comisaría.
—Sí, eso ya me lo has dicho antes. Has ido a ver a ese inspector cascarrabias que se he
empeñado en creer que eres cómplice de los ladrones que asaltaron el otro día el banco Atlantis en el que
trabajas. ¿Y le has convencido?
—No, que va— murmuró Lydia con un sorbetón—. He ido a llevarle las fotos que le tomé a los
atracadores.
— ¿Las que tomaste con tu móvil? Ya me las enseñaste en el mesón, pero no se les distinguía la
cara y además estaban bastante borrosas.
—No, esas fotos me las borró alguien, supongo que no serías tú cuando fui al baño ese día.
Las cejas de Raúl se elevaron sobre su frente.
— ¿Yo?— bramó indignado—. ¿Por quién me has tomado y para qué habría de querer yo borrarte
esas fotos? No acostumbro además a manipular los móviles ajenos.
—Bueno, bueno, no te sulfures. Puede entonces que lo hiciera Lucas o alguno de los compañeros
de la oficina. El caso es que me las habían eliminado, pero con anterioridad las había introducido en el
ordenador con un cable USB, por lo que esta tarde las he recuperado.
— ¿Y las has imprimido?
—No, las he archivado en un pendrive y se lo he llevado. Ha insertado el pendrive en el
ordenador y las ha visto en su pantalla. Supongo que habrá archivado esas imágenes porque me ha
devuelto el pendrive.
—Bueno, bueno, eso da igual— la interrumpió él—. Lo que me interesa saber es quién es ese tipo
que te ha seguido por la calle y cómo ha entrado en este piso.
— ¿Y yo cómo lo voy a saber?— se defendió Lydia—. Por la calle he notado que caminaba
detrás de mí acompasando sus pasos a los míos y cuando he llegado a la Puerta de Alcalá he echado a
correr y no he parado hasta que he entrado en el portal de este edificio. No sé cómo ha podido
adelantarme, porque el caso es que cuando he entrado en el piso estaba a oscuras y también estaba
desconectada la electricidad. Ese hombre había bajado la palanca del interruptor general del cuadro
eléctrico. Cuando he llegado a la cocina y estaba a punto de subirla nuevamente, he oído pasos en el
vestíbulo. Ese tío andaba de puntillas y se ha marchado corriendo. Tú le has visto salir cuando estabas
con el coche aparcado en la acera de enfrente. Porque le has visto ¿verdad?— insistió angustiosamente.
—Claro que le he visto— le aseguró—. Estaba ya impaciente porque no salías y cuando esperaba
verte aparecer ha sido él el que ha salido del portal apresuradamente. Parecía un viejo, pero lo cierto es
que se movía ágilmente, como si no hubiera cumplido más de veinte años.
— ¿Llevaría peluca? Porque me ha parecido que tenía el pelo blanco.
—No lo sé, pero lo importante ahora es que comprobemos la cerradura de la puerta.
Se giró Raúl en esa dirección y ella le siguió con el pañuelo sobre la nariz. La espalda de él le
impedía ver lo que pudiera estar haciendo, pero no tardó en volverse hacia ella.
—No lo entiendo. La cerradura no está forzada. No te habrás dejado las llaves tiradas en la
oficina sobre tu mesa, ¿verdad?
—No, claro que no, ¿pero por qué lo dices?
—Porque cualquiera podría haberlas cogido y hacer una copia. Ese tipo que te ha seguido
seguramente se había disfrazado de viejo. Probablemente te ha adelantado sin que te des cuenta y ha
entrado en esta casa antes que tú. ¿Qué podría estar buscando?
Se le quedó mirando Lydia con sus grandes ojos claros aún empañados por las lágrimas.
—No lo sé. Esta casa está llena de porcelanas y de bibelots. De todos los que no conseguí vender
cuando mi madre vivía. Si se ha llevado alguno, no lo notaré hasta que dentro de unos días lo eche de
menos. ¿Pero cómo habrá podido ese hombre aventajarme y llegar a esta casa antes que yo? Corro
mucho.
Se encogió Raúl de hombros quitándole importancia a su apreciación.
—Ese tipo probablemente tendría las piernas muy largas. Falta por averiguar quién ha podido ser.
¿Hay alguien en tu oficina tan alto como él?
Pasó revista con la mente Lydia al personal del banco. A don Hermenegildo, bajito y grueso, a
don Pascual alto y fornido, pero no tan alto ni tan delgado como el tipo del abrigo. Lucas era de mediana
estatura y Fermín algo más delgado y más alto que don Hermenegildo, pero bajito a fin de cuentas. Solo
quedaba Eduardo, tan alto y tan delgado como el hombre del abrigo. ¿Habría sido él el que se había
disfrazado de anciano? Tenía las piernas muy largas y desde luego le creía capaz de ganarle a ella si
echaran una carrera por la calle.
—Solo el subdirector— repuso con un hilo de voz.
—Precisamente la única persona que faltó ese día al trabajo, pese a lo cual estaba esa mañana su
abrigo en el armario del banco donde colgáis los abrigos los empleados, ¿no es así? Todos los detalles
coinciden. Me parece mucha casualidad.
—Te has olvidado de uno de los ladrones, del más alto. Tenía una estatura similar y también era
delgado. Puede que me haya seguido para averiguar a donde me dirigía.
Meneó él negativamente la cabeza.
—No, no lo creo. Es más lógico suponer que se trata de alguien que te conoce y sabe dónde
vives. Lo que me gustaría saber es qué buscaba aquí.
Una lucecita se encendió de pronto en el cerebro de Lydia.
— ¿Las fotografías? ¿Las fotografías del ordenador?
— ¿Las fotografías?— repitió Raúl como si fuera su eco—. ¿Quién sabía que habías guardado
esas fotos en el ordenador?
—Pues lo sabía Sofía, porque se lo había dicho yo y… y creo que nadie más, salvo que lo haya
comentado con alguno de los otros compañeros. Vamos a ver.
Le precedió por el largo pasillo hasta el despacho, contiguo a la salita de música y al que se
accedía desde el corredor y Lydia puso inmediatamente en funcionamiento el aparato que descansaba
sobre la mesa con unos dedos tan torpes que le llevó más tiempo del necesario realizar esa operación y
que terminó por impacientarle a él.
—Déjame a mí— le pidió—. Dime como llamaste al archivo de esas fotos.
—Pues lo llamé… los llamé fotos de los atracadores.
—Fotos de los atracadores— repitió él mientras manipulaba hábilmente en el ordenador. Repitió
varias veces la operación y finalmente meneó la cabeza desalentado—. Las has debido archivar bajo otro
nombre porque no están.
— ¿Qué no están? Tienen que estar. Esta misma tarde, nada más comer, las he visto y las he
guardado en el pendrive.
— ¿Y a continuación las has borrado?
—No, claro que no.
—Pues no están.
—Yo las encontraré— se impacientó Lydia obligándole a levantarse de la silla giratoria y
tomando asiento en ella.
También repitió la operación varias veces para convencerse de que no estaban donde las había
archivado ni que tampoco habían ido a parar a la papelera de reciclaje. Después desvió la mirada hacia
el rostro de él que estaba en pie a su lado, inclinado sobre la mesa, y leyó en sus ojos que estaba
pensando lo mismo que ella.
—Ha sido ese hombre, ¿verdad? Las ha eliminado él.
—Y al oír que abrías la puerta cuando has llegado, ha corrido hasta la cocina y ha bajado la
palanca del interruptor general de la electricidad de la casa para dejártela a oscuras y que no le vieras—
continuó Raúl—. Se habrá escondido luego en el salón amarillo por su proximidad con el vestíbulo y
cuando has regresado del salón azul con el mechero y has entrado en la cocina ha salido al vestíbulo y se
ha largado— dedujo él.
Un escalofrío la recorrió entera.
—Pero ese hombre… si ese hombre tiene la llave de este piso puede volver en cualquier
momento.
—No, si cuando estés dentro echas el cerrojo fac, la cadena y todas los restantes artilugios de
seguridad que instalaste en vida de tu madre. Sueles ser muy descuidada y te limitas a dar dos vueltas con
la llave en la cerradura.
Se lo decía como si su relación no se hubiera interrumpido en ningún momento y se hubiera
marchado de la casa, tras despedirse, el día anterior, por lo que Lydia sintió una agradable y cálida
sensación de intimidad como si no hubiera transcurrido el tiempo y no mediaran dos años largos desde
entonces.
—No es tan grave la cosa después de todo— comentó humorísticamente él enderezándose—. Te
las ha eliminado del ordenador, pero las tienes en el pendrive, de manera que podía haberse ahorrado el
esfuerzo de llegar a esta casa antes que tú y arriesgarse a que le descubrieras, así que vamos a celebrarlo.
¿Tienes una botellita de cava?
Se lo preguntaba con una mirada traviesa en sus brillantes ojos oscuros, seguro de que no tendría
ella ningún tipo de bebida alcohólica en la casa, por lo que se echó a reír, cuando Lydia meneó
negativamente la cabeza.
—No, sabes que no bebo.
—Me parece muy bien que no bebas, pero una copita de cava no le hace daño a nadie y menos en
unas circunstancias como las presentes en las que un estúpido ladrón se va a llevar una sorpresa
morrocotuda. Bajaré al bar más cercano a comprar una botella y tú mientras tanto pondrás la mesa en el
comedor más pequeño de esta casa gigantesca y si no tienes chorizo ni jamón pelarás unas patatas. ¿De
acuerdo?
—CAPÍTULO X—

L legó tan tarde al banco a la mañana siguiente, que Sofía la recibió con expresión de
pocos amigos.
— ¿Qué te ha pasado? ¿Sabes la hora que es?— le preguntó, analizando el elegante traje
pantalón, de color gris marengo que llevaba ella, la blusa azul turquesa a juego con el color de sus ojos y
la melena algo despeinada que enmarcaba un rostro sumamente atractivo, aunque soñoliento.
—Sí, sí, es que anoche me acosté tarde y no he oído esta mañana el despertador.
La observó la otra recelosamente.
— ¿Si? Pues vienes de punta en blanco, lo que parece indicar que has quedado con alguien a
comer
—No, hoy no he quedado con nadie. Tengo un dolor de cabeza imponente. Ya te he dicho que
trasnoché y que…
— ¿Te acostaste tarde?— la interrumpió—. ¿Tiene que ver tu chico con todo esto? Tienes que
tomarte tu trabajo en serio, Lydia, de otra forma no tendré más remedio que poner tu comportamiento en
conocimiento de don Hermenegildo.
Al oírla sufrió Lydia la dolorosa sensación de que un aldabonazo le había sacudido un golpe
dentro del pecho. Se vio de nuevo recluida en su casa buscando ofertas de trabajo en el periódico y se
aprestó en el acto a defenderse.
—No volverá a suceder, te lo aseguro. Lo de anoche fue… fue muy desagradable.
Omitió decirle que el final de la jornada no había sido desagradable, sino todo lo contrario,
porque no era lo que le convenía decirle en ese momento y Sofía esperaba una explicación por su parte
que justificase su demora en presentarse en el banco, por lo que añadió:
—No imaginas lo que me sucedió ayer. Fui por la tarde a la comisaría y cuando regresé noté que
un hombre había entrado en mi casa. Un hombre muy alto, con un abrigo largo y un pantalón oscuro. Me
temo que fuese uno de los atracadores. Precisamente el que te agredió a ti y a don Hermenegildo. Me
siguió por la calle cuando iba a ver al inspector Bermúdez y desapareció en el Parque del Retiro cuando
giré la cabeza hacia él y nuestras miradas se cruzaron. Después, cuando salí de la comisaría y llegué por
la calle a la altura de la entrada de coches del Retiro, noté que me seguía de nuevo. Al llegar a la plaza
de la Independencia eché a correr, pero debió de adelantarme sin que me diera cuenta, porque entró en
mi piso antes que yo. Me llevé un susto de muerte.
La expresión adusta de Sofía fue trocándose en otra de alarma conforme avanzaba ella en su
relato.
— ¿Y cómo entró? Forzó la cerradura.
—No, y eso es lo más extraño.
—Si no habías cerrado la puerta con llave al marcharte, tengo entendido que puede retraerse el
resbalón con un objeto duro, tal como una radiografía, pongo por ejemplo.
—No sé con qué la abrió y estoy casi segura de que eché la llave cuando salí de la casa. El caso
es que cuando volví no había luz en el piso. Fui a buscar un mechero de mesa para comprobar en el
cuadro eléctrico si había alguna avería y cuando regresé con ese caballo a la cocina le oí en el vestíbulo.
— ¡Qué horror!— musitó apenas Sofía con los ojos agrandados por el miedo—. ¿Y qué caballo
era ese? ¿Es que tienes un caballo?
—No, claro que no. Estoy hablando del mechero. Es una figura de alabastro con la forma de un
caballo encabritado.
— ¡Ah! ¿Y qué hiciste? ¿Llamaste a la policía?
Meneó Lydia negativamente la cabeza.
—No, lo primero que se me ocurrió fue defenderme con el rodillo de las empanadillas.
— ¿De las empanadillas?— se extrañó Sofía—. ¿Es que haces empanadillas? Nadie las prepara
ya en casa. Las venden en los supermercados listas para freír y están muy buenas.
—No, no hago empanadillas, pero tengo el rodillo en la cocina desde entonces, desde que las
hacía la cocinera cuando vivían mis padres. Me pareció que podía serme de utilidad para sacudirle con
él al ladrón en caso de necesidad, pero se largó antes de que pudiera utilizarlo.
—Y entonces llamaste a la policía— continuó Sofía por ella.
—No, entonces sonó mi móvil. Había quedado con mi chico, con Raúl, y llevaba él un buen rato
aparcado en segunda fila frente a mi portal. Cuando le conté lo que me había pasado subió en el acto y…
bueno no subió en el acto, porque tardó bastante rato en aparcar. Subió después de conseguir estacionarlo
en un aparcamiento subterráneo y me fue de gran ayuda. Comprobó que la cerradura no había sido
forzada y que lo que le interesaba a ese tipo eran las fotografías que había pasado al ordenador de mi
casa. Las que había tomado a los atracadores con el móvil. Lo que había hecho ese hombre en mi
ausencia había sido borrarlas.
— ¿Te las borró del ordenador?
—Sí, pero las había archivado en un pendrive para llevárselas a Bermúdez, así que perdió
miserablemente el tiempo. ¿Comprendes?
Esbozó Sofía un gesto afirmativo y se la quedó mirando conmiserativamente.
—Imagino que te llevarías un susto espantoso.
—Espantoso, sí. Enganché un ataque de nervios mayúsculo, pero Raúl consiguió calmarme. Es un
hombre sumamente optimista y decidió que debíamos celebrar que ese hombre no hubiera conseguido su
objetivo, que era eliminar esas fotos.
Entrelazó Sofía las manos y apoyó la barbilla en ellas.
¿Y para qué querría ese hombre borrarte esas fotos?— se preguntó a sí misma—No se veía nada
en ellas.
—Se veía que el más bajito de los tres era una mujer— la informó Lydia— Y que esa mujer tenía
una mariposa tatuada en el antebrazo.
Manifestó Sofía una ligera sorpresa y abrió desmesuradamente sus ojos castaños al preguntarle:
— ¿Era una mujer?
—Sí, con unas caderas muy anchas.
—No la recuerdo muy bien, porque ya estaba tumbada en el suelo boca abajo, pero Fermín dice
que no pronunció ni una sola palabra.
—Es lógico, porque por la voz hubiera notado él que no era un tío.
—Claro— murmuró Sofía pensativa—. Y entonces, cuando le enseñaste el pendrive, tu chico
decidió que debíais celebrarlo y os bebisteis un par de botellas de vino.
—De vino, no, de cava. Cenamos en mi casa unos huevos fritos con patatas y nos bebimos una
botella de cava entre los dos. Él se quedó tan fresco, pero no estoy acostumbrada a tomar alcohol y
empecé a reírme como una loca en cuanto Raúl abría la boca. Luego empezó a darme vueltas la cabeza
y…
—O sea, que cogiste una moña de mucho cuidado— resumió Sofía.
—Sí, creo que es el modo más adecuado de definirlo.
—Y luego te fuiste a la cama.
—Sí, pero antes le despedí.
— ¿No se quedó él?
—No, porque recordé tus consejos y me hice la dura. Me dejó una vez y no estoy dispuesta a
permitir que me engatuse facilonamente la segunda. Tendrá que hacer méritos, muchos méritos.
—Eso me parece una decisión estupenda— aprobó Sofía con una sonrisa—, Lo que te ha
sucedido entonces es que esta mañana, cuando te has despertado, tenías una resaca monumental.
Hizo Lydia un gesto afirmativo con la cabeza agitando a la vez su oscura y ondulada melena, con
lo que le pareció que el despacho entero giraba a su compás.
—Sí, el dormitorio me daba vueltas y también el cuarto de baño. No sabes lo difícil que me ha
resultado localizar la ducha y meterme dentro.
Se echó a reír Sofía al oírla.
—Bueno, bueno, después de lo que me acabas de contar quedas disculpada por la tardanza. Pero
tendrás que recuperar el tiempo perdido quedándote a trabajar una de estas tardes. Tienes sobre la mesa
un montón de solicitudes de hipoteca que debes tramitar para enviárselas al departamento de riesgos y
que no admiten demora, así que la tarde en la que se vaya a quedar Eduardo, que es el que tiene llave del
local, puedes quedarte tú también. Pregúntale cuál es la que ha elegido esta semana. Yo diría que suele
quedarse los miércoles, o sea, hoy.
—Se lo preguntaré— decidió Lydia— Esta tarde me viene bien. Raúl tiene que resolver un asunto
importante y ha quedado a comer con unos clientes, así que no le veré hasta esta noche, si es que ha
terminado.
Sofía había reanudado su trabajo antes de que terminara de decírselo, pero parecía tener la mente
en otra parte, porque no tardó en levantar la cabeza de sus papeles.
—No lo entiendo— dijo al fin.
— ¿Qué es lo que no entiendes?
—No entiendo cómo pudo enterarse ese hombre.
— ¿De qué estás hablando?
—Del hombre que asaltó tu casa. ¿Cómo tuvo conocimiento de la existencia de esas fotos? Si
como supones, ese tipo es el ladrón más alto, el imbécil que me dejó el cuello lleno de moratones, no
llegó a verte a ti ni llegó a saber que les habías fotografiado a los tres con el móvil. No tiene ningún
sentido, por tanto, que te haya seguido por la calle ni que se haya colado en tu piso después para borrar
las que habías pasado a tu ordenador.
Acodada sobre su mesa y con la mejilla apoyada en una de sus manos la escuchó Lydia en
silencio.
—Tienes razón, pero quizás haya acertado Bermúdez y tengamos un topo en este banco. Recuerda
que me borraron también esas fotos del móvil. Ese topo ha demostrado estar muy interesado en
eliminarlas y se lo habrá contado al ladrón más alto.
—Pero es que solo lo sabía yo— murmuró Sofía meditabunda—. Solo sabía yo que les habías
hecho esas fotos a los atracadores. ¿O es que se lo dijiste a alguien más?
Reflexionó Lydia sobre lo que la otra le acababa de preguntar y terminó por encogerse
evasivamente de hombros.
—No lo sé. Creo que cuando estuve en el mesón de la Cava Baja con Raúl, lo comenté delante de
Lucas y creo que también delante de Eduardo, pero no estoy segura. Lo que me dijo Bermúdez cuando se
las llevé, es que esas fotos me implicaban aún más como cómplice de esos hombres, porque el atraco del
banco de Ultramar había sido cometido por los mismos sujetos. Por un tipo muy alto, por otro de menor
estatura y por otro bajito y curvilíneo que podía ser también una mujer. Ninguno de los empleados de ese
banco les tomó fotos, pero los describieron con todo detalle.
—Y dedujo que tú habías sido cómplice de los tres en ese banco y ahora en el Atlantis ¿no es
eso?
—Sí.
—La verdad es que has reunido un montón de circunstancias en tu contra.
—Ya lo sé. Por esa razón tengo que hacer algo para desenmascarar al culpable.
— ¿Cómo qué?
—Aún no lo sé, pero no estoy dispuesta a acabar en chirona, porque ese inspector me haya
cogido ojeriza.
Al oírla se echó a reír Sofía.
—No te ha cogido ojeriza. Es que se han dado un montón de casualidades que parecen acusarte,
pero estoy dispuesta a ayudarte y a descubrir a ese topo al que has aludido si se encuentra en este banco.
Cuenta conmigo.
—Gracias—repuso Lydia—. Y ahora voy a concentrarme en estas solicitudes de préstamos
hipotecarios que tengo sobre la mesa. Sobre este enorme montón,
—La gente necesita nuestros préstamos para iniciar sus negocios, para comprarse un piso, para
irse de vacaciones, para todo, y si no tiene un inmueble que hipotecar pide un préstamo personal,
¿comprendes?
—Sí, sí, claro que lo entiendo. Lo lamentable es que solo se lo concedamos a quien tiene posibles
para responder. Debe ser por esa razón por la que la gente nos tiene tanta manía.
—Nos tiene manía porque cree que somos unos potentados que les chupamos la sangre a los que
necesitan nuestros servicios. Puede que los accionistas de este banco lo sean y que don Esteban, que es el
mayoritario, lo sea, pero lo que es tú y yo…— desvió los ojos de la pantalla del ordenador para
clavarlos en ella—. Bueno, puede que tú también lo seas o que llegues a serlo cuando heredes a tus tías.
Esbozó Lydia un gesto de desagrado.
—Afortunadamente están aún las dos en este mundo — replicó—. Y cuando falte tía Eloísa lo
heredará todo su hermana. A mí me tocará solamente ejercer mi tarea de albacea.
—Y cuando fallezca su hermana…
La interrumpió bruscamente ella.
—Vamos a dejar ese tema, porque no me gusta imaginar que puedan faltar ellas. Por el momento
soy una empleada de banco con un sueldo razonable y por mi gusto seguiría siéndolo durante mucho
tiempo.
La mañana transcurrió rápidamente, concentrada como estuvo ella en tramitar el cerro de
solicitudes que tenía sobre la mesa y aún estaba introduciendo los últimos datos en el ordenador cuando
se presentó Eduardo en el despacho. Como siempre, venía correctamente vestido con un pantalón gris,
una chaqueta azul marino y una corbata de rayas en dos tonos de azul a juego con el color de sus ojos.
Sofía se alborotó nada más vele y Lydia levantó la cabeza y clavó en él su mirada para escrutar hasta sus
menores movimientos y analizar todas y cada una de sus palabras, preguntándose si sería él el topo. Le
convenía confraternizar con él para averiguarlo, por lo que le envolvió en una sonrisa resplandeciente
cuando él se le dirigió.
—Bueno, chicas, creo que debéis dar la jornada por finalizada. ¿Qué os parece si vamos a tomar
algo al bar de la esquina? Lo han abierto la semana pasada y aún no lo hemos inaugurado nosotros.
—A mí me parece bien— repuso Sofía en el acto—. No sé qué opinará Lydia, porque si te quedas
esta tarde a trabajar, quiere recuperar las horas que ha perdido esta mañana al llegar tarde. Como se va a
quedar a comer en alguna cafetería de los alrededores, a lo mejor no le apetece perder el tiempo en tomar
el aperitivo.
En pie tras su mesa, se había vuelto hacia Lydia que seguía en su silla giratoria sin moverse.
También a ella le sonrió Lydia al replicar:
—Por mí no os preocupéis. Iré con vosotros a ese bar y además de lo que toméis pediré un
pincho de tortilla de patata o algo parecido si lo tienen. Como poco, así que me evitará acudir después a
otro lugar a tomar algo más sólido.
La había escuchado Eduardo sin aparar sus ojos claros de su rostro y terminó por menear
negativamente la cabeza.
—No, será mejor que cambiemos de planes. Como también tengo yo que comer por aquí cerca,
podríamos ir los tres a la cafetería que está en la plaza de la Independencia, frente a la Puerta de Alcalá.
Tienen unos platos combinados estupendos.
No acabó de gustarle a Sofía el cambio que le proponía. Notó Lydia que le molestaba pasar a
formar un trío con ella, pero no se le debió ocurrir ningún motivo para oponerse, porque terminó por
aceptar, aunque no sin añadir:
—Vale, de acuerdo. Podemos decírselo también a Lucas, que nos lo agradecerá, porque no sabe
cómo conseguir un aparte con Lydia y así tendrá una oportunidad.
Entendió Lydia la intención con la que la otra lo decía y le molestó. Pretendía dejar claro que
Eduardo y ella eran la pareja principal, a la que en circunstancias puntuales podía adherirse Lydia con
Lucas. Aunque le incomodó, comprendió que la otra estaba dispuesta a conseguir que Eduardo lo viera
también de esa manera y la disculpó por ello.
Se estaba poniendo Sofía el chaquetón que había dejado colgado del perchero y salió después
apresuradamente del despacho, sin duda para comunicárselo al cajero. Mientras Lydia recuperaba el suyo
del respaldo de la silla, le preguntó Eduardo:
— ¿Cómo es que tienes que quedarte esta tarde? Creo que va a ser la primera vez desde que
empezaste a trabajar en este banco que tienes que prolongar tu jornada.
Analizó Lydia atentamente su rostro, desde su cabello oscuro y liso, a sus ojos azules que
destacaban en su semblante moreno, al igual que en ella. Los dos tenían la piel tostada, incluso en
invierno, y unos ojos claros que destacaban por lo inusuales y que llamaban la atención. Pero no eran del
mismo color. Los de ella eran de color turquesa, mezcla de azul y de verde y los de él únicamente azules
y muy brillantes. Le extrañó a ella que se hubiera dado cuenta de que no había tenido que volver al banco
ni una sola tarde durante el mes que llevaba trabajando en el banco. Incluso le halagó, pero luego advirtió
que era natural que lo supiese puesto que para trabajar fuera del horario de mañana era necesario ponerse
de acuerdo con él, ya que era el que tenía llave del local
—Es que esta mañana he llegado tarde y se me han amontonado los papeles— repuso en tono
intrascendente—. Por eso me tengo que quedar.
Lucas se presentó segundos más tarde en el despacho, eufórico, pero con su aspecto de siempre.
Se preguntó Lydia si no se miraría al espejo, porque no le favorecía precisamente llevar las sienes
afeitadas y el cabello encrespado en lo alto de la cabeza, pero aun así lo peor era su indumentaria que no
mejoraría a la de un mendigo a la puerta de una iglesia. Vestía un deslucido pantalón vaquero con rotos
en las rodillas, que se había hecho él mismo, y tres jerséis de diferentes colores y tamaños que le
colgaban con diferentes alturas sobre ese pantalón. Al lado de Lydia, con su elegante traje pantalón gris
marengo, resultaba aún más deslucido, aunque no pareció notarlo él, sino al contrario. Seguramente pensó
el chico que era ella la que se empeñaba en acicalarse demasiado.
La cafetería a la que se había referido Eduardo se hallaba en la esquina más próxima a la plaza de
la Independencia y en esa dirección se encaminaron los cuatro para ocupar minutos después una mesa en
la terraza al aire libre. El sol, que brillaba en lo más alto, caldeaba el ambiente y Lydia inspiró con
deleite el olor a primavera que flotaba en el ambiente y que no llegaba a percibirse en el despacho que
compartía con Sofía. Ni ese olor ni que los días iban alargándose paulatinamente conforme se iba
quedando atrás el invierno. En el despacho, ubicado en planta baja y con una ventana al patio, las cuatro
estaciones eran prácticamente iguales. Solo se percibía el cambio al salir a la calle, como en ese
momento. Miró a Sofía, sentada enfrente, para averiguar si también estaba disfrutando como ella del
aroma que traía la brisa, pero se dio cuenta de que no parecía advertirlo, pendiente de Eduardo que
estaba sentado a su lado.
—Ayer me llamaron de la comisaría y esta mañana he ido a ver al inspector Bermúdez que quería
preguntarme unas cuantas cosas— empezó Lucas, volviéndose hacia Lydia, como si se lo estuviera
comunicando exclusivamente a ella.
— ¿Y qué quería saber?— le preguntó Sofía.
—Quería saber si me había fijado en el ladrón más pequeñajo, el que me apuntó con una pistola
durante un buen rato. Ese no me dijo ni una sola palabra, pero el otro, el que apuntaba a Fermín, si me
amenazó con volarnos a los dos los sesos si tocaba el timbre de alarma para llamar a la policía.
—Por eso no la llamaste.
—Claro, no me quise arriesgar.
— ¿Y qué le contestaste al inspector?
—Pues lo que os acabo de decir, que el pequeñajo no pronunció ni una sola palabra.
— ¿Y viste que llevaba tatuada una mariposa en la muñeca? Bueno, más bien en el antebrazo.
Meneó Lucas negativamente la cabeza.
— No, la verdad es que no me fijé. Estaba tan asustado con el barullo tan espantoso que armaron
los tres, con los gritos de la gente, con don Hermenegildo por el suelo, al que le seguiste tú— recordó
señalando a Sofía— y con la pistola que me apuntaba a mí. No estaba para darme cuenta de nada más. Tú
tuviste más suerte, ¿verdad?— le preguntó a Lydia—. Estabas dentro del armario colgando tu chaquetón y
no te vieron.
—No la vieron y pudo hacerles unas fotos con el móvil— les comentó Sofía—. Unas fotos muy
curiosas que parecen molestarle a alguien, porque el otro día se las borraron del móvil y ayer del
ordenador de su casa.
El camarero les atendió en ese momento y todos pidieron el plato combinado que más les
apeteció de la carta que les mostró aquél. Cuando se marchó camino de la cocina, mencionó nuevamente
Sofía las fotografías que había introducido en el ordenador de su casa y analizó Lydia mientras tanto el
rostro de Lucas, pero la expresión del chico no experimentó el menor cambio. Continuó sonriente al
preguntarle a ella:
— ¿Te las han borrado? ¿Por qué? Nos las enseñaste en el mesón de la Cava Baja a ese chico con
el que comiste y a mí y no se les veía la cara a ninguno de los tres ladrones, por lo que no tiene sentido
que estuviera interesado nadie en eliminarlas. Puede que haya sido algún amigo y que lo haya hecho por
equivocación. ¿Qué visitas has tenido en tu casa desde el atraco?
No le pareció a Lydia que la intención de Lucas fuera inmiscuirse en su vida privada, sino tan
solo de ayudarla a descubrir quién podía ser el autor, pero antes de que pudiera contestarle lo hizo Sofía
por ella.
—Puede haber sido un hombre que estaba en su casa cuando regresó ella de la comisaría.
Imaginad el susto que se llevó.
Notó Lydia los ojos de Eduardo clavados en ella, pero el que pretendió que le diera más
información fue Lucas.
— ¿Y te hizo algo?
—No, no. Me di cuenta de su presencia cuando estaba yo en la cocina, porque la casa se había
quedado a oscuras cuando entré, por lo que intenté comprobar en qué estado estaban las palancas del
cuadro eléctrico. Le oí entonces caminar de puntillas en el vestíbulo y un instante más tarde se marchó.
— Qué miedo pasarías— consideró Lucas—. ¿Y te robó algo?
—No, bueno, creo que no, porque mi casa está llena de chismes y si se llevó alguno de los que
adornan los muebles lo notaré cuando lo necesite.
—El piano de cola no se lo ha llevado— comentó Sofía con humorismo— Estoy segura.
— ¿Es que tienes un piano de cola?— inquirió Lucas con sus ojos castaños muy abiertos por el
asombro.
—Sí, creo que fue de mi tatarabuela, que era la que tocaba— replicó ella, viendo que el
semblante de Lucas traslucía la incredulidad más absoluta.
—Tienes que enseñármelo— insistió—. ¿Por qué no nos invitas a los tres a cenar en tu casa una
noche de éstas? El sábado, por ejemplo, sería un buen día. Podríamos llevar algo cada uno, con lo que
no tendrías que molestarte en cocinar.
Estuvo por contestarle que de invitar a cenar a alguien a su casa sería a Raúl y que estaba
dispuesta a proponérselo el próximo sábado o cualquier otra noche, pero no le pareció oportuno decirle
esa impertinencia. Lucas la había visto con Raúl comiendo en el mesón por lo que podía imaginarse sin
hacer un gran esfuerzo que estaba saliendo con él. Volvió a preguntarse cómo se le habría ocurrido al
chico presentarse allí de una forma tan intempestiva. Era posible que la encontrase atractiva, porque
desde que empezara a trabajar en el banco la había seguido con os ojos y últimamente, desde que se
arreglaba, parecía otra. Parecía la de antes, la chica animada que iba de fiesta en fiesta con Raúl, aunque
ya no se sintiese como entonces. Pero no tenía sentido que ese día se hiciese el encontradizo con Raúl y
con ella en plena comida. Ni tan siquiera si su intención entonces hubiera sido borrarle las fotografías
del móvil, porque no sabía que las había tomado ella desde el armario. Quizás se había limitado ese día
a seguirla y al enseñárselas ella a los dos había aprovechado el momento en el que se fue al baño para
eliminárselas. ¿Sería él el topo del banco en lugar de Eduardo? Éste la miraba con un punto de recelo en
sus ojos claros.
— ¿De verdad tienes un piano de cola en tu casa? Vivirás entonces en un piso muy grande.
—Muy grande y muy antiguo— repuso Sofía por ella luchando por acaparar su atención—. Lo ha
heredado de su madre y ésta de la suya y Lydia todavía no ha cambiado la decoración. De hecho, está
deseando vender ese piano y no encuentra comprador.
— ¿De veras quieres desprenderte de ese piano?— se admiró Eduardo como si le resultase
inconcebible—. No hace falta que, como pretende Lucas, nos invites a cenar, pero sí me gustaría verlo en
algún momento en que te venga bien.
— ¿Es que tocas el piano?— le preguntó Lydia.
—Sí, pero solo en los ratos libres— puntualizó —. Voy a mudarme pronto a una casa grande en
las afueras y creo que entonaría muy bien un piano de cola en una de las salas de la planta baja y podría
además tocarlo a la salida del trabajo.
Sofía se animó inmediatamente al oírle.
— ¿Te has comprado una casa grande? Tenía entendido que vivías de alquiler en un pisito
minúsculo. ¿Cuándo me la vas a enseñar?
Se lo preguntaba mimosamente y Lydia se rebulló inquieta en su silla, porque le pareció que su
amiga estaba haciendo el ridículo, ya que no parecía dispuesto él a enseñársela precisamente a ella y
también porque al oírle se le despertó una alarma en su cerebro. ¿Se habría enriquecido recientemente y
era con ese dinero con el que se había comprado la casa?
—Os invitaré una tarde cuando ya me haya instalado— le respondió educadamente—. Es un
chalet, que he comprado en Torrelodones, bastante cerca de Madrid, además, todos tenéis coche, ¿o me
equivoco?
La pregunta se la había formulado a Lydia, pero también fue Sofía la que se apresuró a responder
por ella.
—Por supuesto que sí, ya conoces el mío. Lucas se acaba de comprar un Ford Mondeo, según me
contó el otro día y Lydia tiene un Audi rojo precioso. Todavía no lo he visto, pero por lo que me ha dicho
ella debe ser una divinidad.
— ¿Un Audi?— se escandalizó Lucas mirándola con nuevos ojos.
—Me lo han regalado unas tías que tengo, que son muy mayores— le explicó ella sintiendo
culpable sin saber por qué—. Quieren que vaya a verlas a Puertollano más a menudo y pensaron que con
ese coche haría el viaje con más comodidad.
—Y tanto que irás cómoda— refunfuñó Lucas, que probablemente pensaba que lo más adecuado,
dado que pertenecía a una nueva generación, que se caracterizaba por la ausencia de ataduras y
prejuicios burgueses era que se conformara con un vehículo de gama ínfima y de segunda o de tercera
mano, pero nunca con un Audi.
— ¿Qué coche tienes tú?— le preguntó azarada a Eduardo para desviar la atención de su persona.
—También tengo un Audi, pero de color gris— repuso él provocando un nuevo respingo de
desaprobación en Lucas—. Lo estrené la semana pasada. La casa y el coche los he comprado con el
dinero que me tocó con la lotería de Navidad.
— ¿Con la lotería de Navidad? Pero si no nos tocó ni el reintegro— Protestó Sofía.
—No nos tocó en los décimos que compramos en la oficina, pero sí nos tocó a unos amigos y a mí
que jugamos a otro número.
— ¿Y cómo no me habías dicho nada?— se quejó ella decepcionada.
—No quise ponerte los dientes largos— repuso Eduardo con una sonrisa—. Malo es que tu
papeleta no salga premiada, pero que encima le toque un buen pellizco a un compañero debe de ser
sumamente molesto,
Escrutó su expresión Lydia recelosamente. ¿Sería verdad lo que acababa de decir?
—Siempre tienen suerte los que menos lo merecen— gruñó Lucas demostrando una absoluta falta
de tacto—. A usted no le hacía ninguna falta ese dinero. En cambio al pobre Fermín…
— ¿Qué le pasa a Fermín?— se interesó él.
—Pues eso, que todo le sale mal. Había avalado la hipoteca que había solicitado su hijo para
comprarse un piso. El hijo no ha podido hacerle frente y se ha visto obligado a responder él, que no tiene
otra cosa que la casa en la que vive. Ahora teme quedarse en la calle con su mujer. Debería haberle
tocado la lotería a él.
—Vaya, pues sí que lo siento— se lamentó Lydia evocando la imagen, bajita, rechoncha y ya
entrada en años del otro cajero. Debía de estar a punto de jubilarse—. ¿Y no podríais hacer algo por él?
— le preguntó a Eduardo—. Lleva toda la vida trabajando en el banco y es un hombre de absoluta
confianza. Supongo que se merece que en unas circunstancias como las que está atravesando, el banco le
eche una mano.
—Se lo comentaré a don Hermenegildo— repuso éste—. Es el único que podría ayudarle,
porque, como puedes imaginar, no está a mi alcance resolvérselo. Lo que me parece curioso es que el
irresponsable de su hijo no haya acudido al banco Atlantis en su momento a formalizar esa hipoteca,
trabajando su padre en él.
—Fue Fermín el que en su día no quiso— le aclaró Lucas—. Dijo que no quería pedir favores a
nadie y luego se deshizo en alabanzas sobre su hijo. Estaba seguro de que éste pagaría puntualmente los
plazos de la hipoteca, pero al parecer se gastó el muchacho el dinero que había ahorrado en hacer un
viaje a las Bahamas con una chica con la que salía y encima le han despedido ahora de los grandes
almacenes en los que trabajaba y se ha quedado en paro.
—Pues sí que es una contrariedad— musitó Eduardo como para sí.
Les trajo el camarero los platos combinados que habían pedido y Sofía continuó durante el resto
de la comida intentando atraer la atención de Eduardo, que parecía abstraído. Lucas, por el contrario,
charló por los codos e insistió varias veces en fijar fecha para la cena en la casa de Lydia que había
propuesto anteriormente. Afortunadamente Sofía le echó un cable a ella aludiendo vagamente al chico con
el que salía Lydia para que el otro lo entendiera y dejara de remachar sobre el asunto. Pero no lo
entendió, porque cuando terminaron de comer y Eduardo y Lydia hicieron intención de regresar al banco
se empeñó en acompañarles hasta la puerta. Allí ella se despidió de él con una sonrisa y una vez dentro
de la oficina hizo lo mismo con Eduardo que se metió en su despacho.
Se dio cuenta entonces ella de que Fermín se hallaba en su puesto de trabajo, tras la cristalera que
lo aislaba de los clientes que iban a realizar operaciones de entrega o retirada de dinero y giró hacia su
izquierda para aproximársele. El hombre anotaba algo en unos papeles que tenía sobre la mesa y levantó
la cabeza al oírla aproximarse.
—Buenas tardes, Fermín. ¿Está muy ocupado?
Le sonrió él. Hasta ese momento se habían relacionado poco. Era como una laboriosa hormiga,
pero muy poco comunicativo. Llegaba siempre puntualmente al banco por las mañanas y se marchaba el
último, pero con nadie, salvo quizás con Lucas, acostumbraba a explayarse. Lydia pretendía manifestarle
su apoyo en unas circunstancias económicas tan adversas como las que atravesaba, pero una vez que
llegó frente a él no se le ocurrió la forma de entablar conversación.
—Tengo que poner al día unas domiciliaciones— repuso Fermín— Pero me marcharé pronto.
Como ha venido don Eduardo, él se ocupará de cerrar luego, así que en cuanto termine con estos papeles
me iré.
Fermín era el único que les llamaba a todos de usted, incluso a Lydia, pese a que en más de una
ocasión le había pedido ella que le apease el tratamiento, pero pertenecía él a una época en la que el
respeto al superior marcaba una raya infranqueable. Se preguntó ella por los años que tendría él, pero
obviamente no se atrevió a intentar averiguarlo y dirigió la conversación por otros derroteros.
—Quería decirle, Fermín, que siento mucho lo que le ha sucedido con su hijo y que si quiere que
hablemos con don Hermenegildo por si pudiera él hacer algo, puede contar conmigo.
Por supuesto no era ella la persona indicada para hablar con el director. En su caso se lo pedirían
a Eduardo o quizás también a Sofía que mantenía con el jefe supremo una magnífica relación, pero le
pareció oportuno manifestarlo así. El hombre clavó en su rostro unos ilusionados ojillos. Le recordó a
ella los de un niño que acabara de recibir un regalo.
—Muchas gracias, pero ese asunto ha quedado solucionado hace una media hora, mientras
comíamos en casa.
Tontamente consultó ella su reloj y luego levantó la mirada hacia él.
— ¿Ya está todo solucionado? Tenía entendido que…
—Sí, sí, yo le había avalado el crédito. Mi chico es muy bueno y muy trabajador y quería
independizarse. Había conocido a una joven y… bueno, ya me entiende.
—Sí, claro que le entiendo— le aseguró Lydia—. Quería casarse o irse a vivir con ella al piso
que ha comprado y pidió una hipoteca al banco, que usted avaló.
—Eso es.
—Pero se ha quedado su hijo en paro.
—Sí. El primer impago se produjo a mediados del mes pasado y mi chico le pidió a su banco una
moratoria. Vencía pasado mañana.
— ¿Y cómo lo han resuelto? ¿Tenía usted unos ahorros?
—Los tenía sí, pero se los di a él para que comprara el piso.
— ¿Entonces…?
—Mi mujer le rezó a Santa Rita, que es la patrona de los imposibles y esa santa lo solucionó.
— ¿Cómo?
—Pues verá. Providencialmente volvió ayer de Canadá mi hermano, que es también el padrino de
mi chico. Hacía años que no nos veíamos. Se casó allí, pero no ha tenido hijos, por lo que con su ahijado
se le cae la baba. Ha hecho mucho dinero y al enterarse se comprometió a saldar su deuda.
— ¿A liberar anticipadamente la hipoteca?
—No, no, a pagar el plazo impagado y los dos próximos. Para entonces ya habrá encontrado mi
chico trabajo, porque es muy listo.
Le brillaban los ojos al decírselo y a Lydia se le humedecieron los suyos al captar por su
expresión lo ilimitado que podía llegar a ser el amor de los padres por los hijos. Debió adivinar él lo
que pasaba por la mente de Lydia, porque le sonrió como disculpándose.
—Pensará usted que soy un idiota. Aquí, en el banco, estamos hartos de ver situaciones similares
a ésta en la que me he encontrado yo, en las que los padres avalan los créditos de los hijos y terminan
por perder la vivienda que han prestado como garantía, pero ya ve, los padres hacemos cualquier cosa
por nuestros retoños, aun sabiendo a lo que nos arriesgamos. Lo comprenderá usted cuando se case y y
los tenga.
—Le entiendo perfectamente ya, de verdad— le aseguró ella—. Y me alegro muchísimo de que
todo se haya solucionado tan satisfactoriamente. Si en el futuro necesita algo y está en mi mano, no dude
en pedírmelo.
—Se lo agradezco mucho. Voy a recoger ahora estos papeles para marcharme, porque quiero
llegar temprano a casa. Mi hermano está viviendo con nosotros, pero regresa a Canadá la semana que
viene y quiero estar con él el mayor tiempo posible, ¿me entiende?
—Desde luego.
Lydia no había tenido hermanos y los había echado de menos. Tampoco había podido comprobar
hasta qué extremo eran capaces de sacrificarse los padres por los hijos, porque no se le había dado el
caso. Su padre hasta que se murió, vivía para su trabajo y no recordaba haber mantenido una
conversación íntima con él. Y tampoco con su madre, muy aficionada a las relaciones sociales, para la
que su hija no constituía una parte esencial de su existencia. Tampoco cuando regresó inválida de
Copenhague había sentido ese lazo de unión especial que debía ligarla a su progenitora y que ésta
debería haber manifestado en mil detalles imperceptibles. Entonces la necesitaba, pero Lydia se había
preguntado a veces si le hubiera dado lo mismo contar con una enfermera abnegada que la hubiera
cuidado día y noche sin una queja, aunque no mantuviera con ella ningún lazo de parentesco.
—Hasta mañana entonces— le dijo al cajero cuando le vio regresar con el abrigo del armario y
dirigirse hacia la puerta. Me voy a mi despacho que tengo que trabajar.
Una claridad difusa y tristona entraba por la ventana del suyo cuando cerró la puerta tras ella y
puso en marcha el ordenador encendiendo previamente la lámpara que tenía sobre la mesa. Le pareció
que los rincones de la estancia, tan conocidos, se poblaban de sombras. La sensación de soledad que la
acometió no dejó de extrañarla, porque muy a menudo le había incomodado la compañía de Sofía por las
incesantes llamadas telefónicas que recibía ésta y el tono de voz excesivamente alto con el que hablaba
con sus clientes. Le impedía concentrarse en su trabajo. Ahora estaba sola, no se oía el menor sonido a su
alrededor, por lo que podía realizar sus informes sin que nada le molestara, pero sin saber por qué sintió
una aprensión absurda que no logró concretar. El silencio era excesivo. Levantó la cabeza de los papeles
y dirigió su mirada en derredor. La mesa de Sofía estaba abarrotada de papeles ordenadamente
dispuestos y su ordenador apagado. El archivador, al lado de su mesa, estaba cerrado tal y como su
compañera de despacho lo había dejado y a su espalda el perchero permanecía inmóvil sin una sola
prenda que colgara de él. ¿Qué era entonces lo que flotaba en el ambiente que la hacía sentir una
inquietud creciente?
La llamada del teléfono fijo de su mesa la sobresaltó. ¿Quién podía llamarla a esas horas? Raúl
no sabía el número del teléfono fijo de su mesa, por lo que tenía que ser otra persona. Maquinalmente
descolgó el auricular.
—Diga.
Solo le contestó un silencio que le pareció opresivo, por lo que insistió.
—Banco Atlantis, dígame.
Le pareció oír la respiración de alguien al otro lado del hilo, pero ni una sola palabra.
—Oiga, voy a colgar. Si no tiene nada que decir, haga el favor de no molestar.
Dejó caer con fuerza el auricular sobre el aparato y tras dirigir una mirada a su alrededor la bajó
hasta los papeles que tenía sobre la mesa. Sobre el pináculo que formaban, el primero de ellos era la
solicitud de una hipoteca. La formulaba también un chico joven y soltero y se brindaba su padre como
avalista ofreciendo como garantía el piso de su propiedad en el que vivía. Igual que había hecho Fermín.
Afortunadamente y como caído del cielo había aparecido a tiempo y del extranjero un hermano a
resolverle el problema. Parecía casi de cuento. Quizás y como seguramente opinaba la mujer de Fermín,
había sido Santa Rita la que por su mediación había obrado lo que casi podía considerarse un milagro.
Lástima que no se produjeran más milagros de ese tenor todos los días.
El timbre del teléfono rompió nuevamente el curso de sus pensamientos. No solían llamarla los
clientes del banco, porque era Sofía la que se encargaba de atenderles y de resolver los problemas que
planteaban éstos, por lo que en esa ocasión descolgó con impaciencia el auricular:
—Sí, dígame.
Un silencio denso siguió a sus palabras, tan absoluto, que pareció expandirse por el despacho
como si se tratara de un gas asfixiante.
—Diga— repitió ella para intentar borrar aquella inquietante sensación de encontrarse envuelta
en un humo gris y enrarecido.
Entonces oyó una voz. Una voz lejana y extraña, que en tono amenazador le decía:
—No te metas donde no te importa o lo lamentarás.
Aunque sintió un escalofrío que la recorrió entera, consiguió encontrar las palabras que había
perdido en la garganta.
—Pero oiga, ¿quién es usted?
Había colgado y Lydia sintió que el corazón se le desbocaba dentro del pecho. Sus palabras aun
flotaban en el aire y se cernían sobre ella como un peligro real. ¿Pero quién podía haber sido la persona
que la había llamado? Le había parecido una voz desconocida, pero no estaba segura de que perteneciese
a un hombre.
Giró la cabeza y miró en derredor temiendo no estar sola, hasta que sus ojos se detuvieron en la
ventana. Daba a un patio donde los vecinos tendían la ropa, por lo que el cristal esmerilado impedía la
visión de un panorama poco grato parra los clientes, así como que pudieran atisbar desde ese patio el
interior del despacho. Creyó ver una sombra al otro lado del cristal. Tampoco ella podía distinguirle con
precisión, pero allí había alguien, agazapado, esperando su oportunidad para… ¿para qué?
Ella no era miedosa. Nunca lo había sido. Había vivido desde que naciera en una casa enorme,
con mil rincones oscuros, y jamás había sentido miedo en la que consideraba su hogar. Ni siquiera
cuando murió su padre y su madre y ella tuvieron que prescindir del servicio y las proporciones de las
solitarias estancias parecieron agrandarse desmesuradamente, ni tampoco después cuando su progenitora
se vio obligada a guardar cama y ella recorría sola la larga distancia que mediaba entre el dormitorio de
ésta y la cocina. Ese pasillo estaba poblado de rincones tenebrosos, igual que los tres salones, la
biblioteca, el comedor, el despacho de su padre y las siete alcobas, pero eran sombras conocidas,
amigas, entre las que se sentía bien, dentro de la soledad y la tristeza que se había posesionado de su
ánimo. Solo la tarde anterior había experimentado una sensación muy parecida a la que sentía en ese
momento al constatar que había entrado un extraño en el piso. Un extraño que se había marchado de
puntillas, segundos después de que ella notara su presencia en el vestíbulo.
Las sombras de la estancia en la que se hallaba eran distintas y la que se filtraba a través del
cristal esmerilado de la ventana le aceleró el pulso oprimiéndole algo por dentro. ¿Sería el desconocido
que la había amenazado por teléfono segundos antes? Sin duda esa persona tenía algo que ver con los
atracadores o quizás se tratara del topo que desde el interior del banco les había ayudado. Había creído
que éste último era Eduardo y la circunstancia de que hubiera podido adquirir una casa y un coche pocos
días antes daba pie para acrecentar esa sospecha, pero en ese momento no lo pensó. Pensó solamente que
tenía miedo y que él era la única persona que se encontraba en el banco además de ella, por lo que echó a
correr hacia la puerta, cruzó la oficina, desierta y silenciosa, y se precipitó en el despacho de él. Estaba
sentado tras su mesa con el auricular del teléfono en la mano, pero al verla entrar de una forma tan
intempestiva lo colgó y la miró con el ceño fruncido.
— ¿Te ocurre algo?
—Per… perdona. Si estabas hablando por teléfono, me marcho. Es que…
— ¿Es que qué? Ya había terminado de hablar con don Hermenegildo, que me ha llamado por el
teléfono interior y ha venido a trabajar esta tarde. Está arriba. ¿Pero qué es lo que te pasa?
No le pareció a Lydia, allí sentado, el mismo con el que había comido poco antes. El que la
miraba a hurtadillas y con el que Sofía intentaba tontear sin conseguirlo. Allí, tras su mesa, había
recuperado su papel de jefe y ella el de empleada subalterna, o esa fue al menos la impresión que le
causó, por lo que estuvo a punto de retroceder de espaldas. Lo impidió él con un ademán de su mano.
—Espera, espera, ¿se puede saber por qué traes esa cara de susto?
Vaciló sin decidirse a referírselo, Había salido como una tromba de su despacho obedeciendo a
un impulso incontrolado, pero ahora se preguntaba si no habría ido a meterse en la boca del lobo. La
observaba él con una chispita de diversión en sus ojos azules, del mismo color que su camisa, por lo que
se sintió obligada a explicarse. Tenía que contarle algo que la dejase en buen lugar y que justificase su
alocada irrupción en el despacho, pero al mismo tiempo sin bajar la guardia. Eduardo tenía el teléfono en
la mano cuando ella había entrado. ¿Habría sido él el que la había llamado instantes antes desfigurando
la voz para advertirle que se mantuviese al margen si no quería arrostrar las consecuencias?
—Es que… verás— empezó con precaución—. Es que me han llamado por teléfono.
— ¿Si? ¿Y quién te ha llamado?
—No sé quién, pero creo que me ha amenazado.
Se acodó él en la mesa inclinándose hacia ella y le señaló uno de los dos sillones que tenía
delante de su mesa.
—Siéntate e intenta explicarte con claridad. ¿Con qué te ha amenazado ese hombre?
—No sé si ha sido un hombre. Me ha dicho que si sigo metiéndome donde no me llaman me voy a
encontrar con un disgusto.
— ¿Te ha dicho exactamente eso?
—No, exactamente eso, no, pero significaba lo mismo.
— ¿Y a qué crees que podía estar refiriéndose? ¿Le has denegado su solicitud a algún cliente o te
has negado a escuchar a alguno?
—No, no, a los clientes los recibe Sofía. Yo me limito a tramitar las instancias de hipotecas que
formulan para remitirlas después al departamento de riesgos, por lo que no he tenido el menor
encontronazo con ninguno. Yo creo que lo que me ha dicho ese hombre, si es que era un hombre, guardaba
relación con el atraco del otro día.
Enarcó Eduardo las cejas observándola en silencio.
— ¿Con el atraco?— repitió al fin en tono interrogante.
—Sí. Lo que me ha dicho debe de guardar relación con el hecho de que ayer fui a la comisaría a
ver al inspector Bermúdez. El inspector cree que fui yo la que llamó a la empresa de seguridad para que
desconectaran las cámaras de vigilancia esa mañana, porque la llamada la hizo una mujer y desde el
aparato fijo que tengo yo sobre mi mesa.
Se echó a reír Eduardo como si encontrara divertido lo que ella acababa de decirle.
— ¿Tú? Tendrías que ser idiota para, en el caso de estar implicada en el robo, haber efectuado
esa llamada desde tu propio teléfono.
—Sí, pero es que Bermúdez ha dado por hecho que lo soy. Ya sabes por qué lo opina. Por la
circunstancia de que trabajara yo en el banco de Ultramar hasta unos días antes de que fuera atracado y
que me haya atrevido dos años más tarde a implicarme en otro asalto a otro banco con el mismo modus
operandi y los mismos ladrones. Supuso además en su momento que la casa en la que vivo me la había
comprado recientemente, lo que no es cierto, y el fin de semana pasado fui a ver a unas tías a Puertollano
y me regalaron un Audi precioso, del que él ha deducido que me lo había comprado. Todas esas cosas
sumadas dan que pensar ¿o no te lo parece?
—No eres nada tonta— le dijo al fin, tras unos segundos de mirarla en silencio.
—No, desde luego que no— admitió, para añadir—: aunque creo que no he conseguido recuperar
del todo mi propio yo. Antes era una persona muy segura de mí misma, pero…
—Pero la larga enfermedad de tu madre te ha dejado huella— terminó por ella—. Es natural,
pero se te pasará con el tiempo.
Levantó Lydia la cabeza que había mantenido baja para clavar en él sus ojos.
— ¿Cómo sabes eso?
Se encogió él de hombros.
—Lo leí en el periódico.
— ¿Qué es lo que leíste?
Volvió a esbozar él un ademán vago.
—Leí una entrevista que te hizo un periodista a raíz del atraco al banco de Ultramar.
—Pero me habías dicho que estabas entonces en Norteamérica y que no te habías enterado del
suceso.
La pareció a Lydia que al oírla se sintió pillado en falta, porque se mordió los labios trasluciendo
cierta inseguridad.
— ¿Te dije eso?
—Sí.
—Pues no te entendería, porque sí, sí lo leí entonces en el periódico.
Se preguntó ella si debería insistir. Recordaba habérselo preguntado anteriormente, pero le
pareció oportuno insistir sobre el tema para comprobar si le daba la misma respuesta.
— ¿Y cuándo me entrevistaste para el puesto que ocupo en el presente lo sabías ya?
Vaciló nuevamente él, pero terminó por reconocerlo.
—Sí.
—Y a pesar de todo me seleccionaste. ¿No pensaste que podía haber tenido yo algo que ver con
los ladrones? ¿Que podía ser el topo que buscaba la policía entre los empleados del banco?— inquirió
escrutando su moreno semblante para intentar leer lo que pudiera haber detrás de su aire impasible. ¿La
habría elegido a ella precisamente por esa razón?, se preguntó. ¿Para que la policía centrara en ella su
investigación y desviara así su atención de él?
—No, no lo pensé— reconoció—. Ni se me ocurrió siquiera. Pensé que eras lista, que tenías
experiencia y que conocías al dedillo los entresijos de los bancos. Pero dime una cosa, ¿qué tiene de
particular la casa en la que vives? Sofía ha dicho en la comida que es muy grande y muy antigua, ¿qué
más? ¿La has heredado también hace poco?
—No, que va. Efectivamente es muy grande y muy antigua y he vivido en ella desde que nací. La
heredó mi madre de la suya y ésta de mi bisabuela y su decoración es la de las casas de familias
acomodadas del siglo diecinueve. Mi madre no quiso cambiarla y a mis tías les daría un síncope si lo
hiciera yo, aparte de que a mí me gusta. En los últimos tiempos en los que vivió mi madre, imaginaba
cuando paseaba por los salones que era yo una princesa de cuento y eso me ayudó a mantener el ánimo.
Es muy triste cuando eres joven vivir recluida, sin salir y sin amigos. Los fui perdiendo uno tras otro
conforme fueron convenciéndose de que no podían contar conmigo en lo sucesivo o al menos durante
mucho tiempo. Al entierro de mi madre solo se presentaron mis dos tías, porque mi tío que tiene gota y es
un cascarrabias, alegó que no podía dar un paso y se quedó en su casa con la pierna en alto. Me
acompañaron también los vecinos de la casa porque el portero puso un aviso en el portal. Es amargo no
tener a nadie en unos momentos como esos.
La envolvió él en una mirada de simpatía.
—Sí debe serlo y te entiendo, pero ahora que tus circunstancias son otras puedes tratar de volver
a ser la que fuiste.
—No es tan fácil y no creo que puedas ponerte en mi caso, porque a ti todo te ha ido bien siempre
— objetó Lydia.
— ¿Tú crees?— murmuró él en apenas un susurro. Parecía rememorar algunos momentos
especialmente penosos y aunque Lydia pensó que era una indiscreción que insistiera se encontró
preguntándoselo.
—No lo sé, porque no sé nada de ti, pero das la impresión de ser una persona con suerte.
—Si consideras que es tener suerte haber conseguido con mucho esfuerzo algo de lo que querías
obtener, tendré que darte la razón, pero yo también he pasado momentos muy malos en mi vida— sonrió
como para sí y añadió—: corregiré lo de momentos y lo cambiaré por temporadas, porque duraron varios
años.
Volvió a decirse Lydia que no debería insistir sobre el tema, pese a lo cual se oyó a sí misma
preguntándoselo.
— ¿Y qué fue lo que te pasó?
Cruzó él ambas manos sobre la mesa acodándose sobre la mesa.
—Probablemente la mía es una historia muy frecuente. Las desavenencias de los hijos con su
padre son algo que imagino que ocurre todos los días.
— ¿Te peleaste con él?
—Yo no diría tanto. Mi padre tiene unas tierras en Salamanca donde cría cerdos y donde tiene una
fábrica de embutidos importante y quería que yo me pusiera al frente en cuanto cumpliera la mayoría de
edad.
— ¿Y tú no querías ocuparte de esa fábrica?
—Yo quería estudiar. Estudiar económicas en concreto. Mi familia goza de una buena posición,
pero mi padre se enfadó cuando se lo dije y se negó a pagarme la carrera. Me vine entonces a Madrid, me
alojé en una pensión de mala muerte y me pagué los estudios trabajando.
— ¿Y en qué trabajaste?
—Encontré colocación en una imprenta. Trabajaba de día y por la tarde estudiaba la carrera…
por correspondencia.
Evocó Lydia los alegres años de facultad, los paseos por la Ciudad Universitaria con sus
compañeros y las fiestas de las que disfrutaba con ellos en aquella época. Todo eso se lo había perdido
él. Pero había algo que seguía sin quedar claro en el relato que Eduardo acababa de hacerle. No había
puntualizado si el periódico por el que se había enterado del asalto al banco de Ultramar lo había leído
en Norteamérica o en Madrid.
—Es curioso que no nos hayamos conocido antes— comentó como al desgaire, decidida a
averiguarlo— ¿Dónde trabajabas antes de marcharte a Norteamérica?
—Cuando terminé la carrera, me coloqué en un supermercado. Trabajaba de sol a sol llevando la
contabilidad de la empresa y ganaba cuatro perras. Por esa razón, en cuanto adquirí la suficiente
experiencia, me trasladé a una agencia de viajes, donde también llevaba la contabilidad, pero veía por
los catálogos los lugares exóticos y maravillosos que existían en el planeta y que se podían visitar.
Invitado por la agencia fui a Egipto, a Petra, a Turquía… Me quedé con la gana de ir a la Meca a ver la
piedra negra, porque antes me surgió la oportunidad de marcharme a Norteamérica. Quería obtener un
grado académico superior mediante un máster y la agencia me facilitó el viaje.
— ¿Te lo regaló?— inquirió incrédulamente Lydia.
—No, no, tuve que pagarlo, pero me hizo un precio especial.
— ¿Y de dónde sacaste el dinero? Tanto el viaje como esos estudios son muy caros— Objetó ella
—. ¿De dónde sacaste el dinero?
La pareció que la pregunta le había impactado. Había bajado los ojos hacia sus manos y le dio a
ella la impresión de que estaba buscando una respuesta plausible.
—Por aquel entonces mejoraron las relaciones con mi padre. Debió pensar que la carrera que
había elegido era la más adecuada para ocuparme de su empresa y se prestó a darme el dinero. Una vez
allí encontré trabajo enseguida— le comentó—. Me alojé en un apartamento construido sobre el garaje
de una señora mayor muy adinerada, a cambio de sacar a pasear a sus perros por las tardes. Quiero decir
que no me cobraba ningún alquiler. Acabé paseando a los de todos los vecinos de la urbanización e
incluso tuve que hacer varios turnos.
Le miró Lydia con otros ojos.
—Tienes mucho mérito.
—No lo creas— replicó echándose a reír—. Me gustan mucho los perros. En cuanto me mude a la
casa que me he comprado en Torrelodones haré una visita a la perrera y adoptaré un par de perrazos
abandonados. Me gustan grandes. ¿Te gustan los perros a ti?
Se lo preguntó a sí misma ella y terminó por asentir.
—Sí, me gustan todos los animales. También los gatos, pero nunca he tenido ninguno, ni siquiera
un periquito, porque mis padres no me lo hubieran permitido. Podían haber estropeado la tapicería del
mobiliario del salón amarillo o del azul.
—El periquito no— objetó él.
—No, ¿pero quién se hubiera ocupado del pájaro cuando nos íbamos de viaje? Además, podía
haber salpicado con las cáscaras del alpiste el retrato de algún antepasado.
—O incluso podía haberte manchado el piano de cola— remachó él riendo—. Me gustaría ver
ese piano. No pretendo, como Lucas, que me invites a cenar, pero sí me gustaría que unos de estos días
me permitieras acompañarte a tu casa a la salida del trabajo para que me lo enseñes. No sé lo que puede
valer en estos momentos ese piano, pero me informaré.
Lo consideró Lydia con el ceño fruncido. Ya no necesitaba venderlo, como antaño, porque ganaba
un sueldo decente. ¿Y no lo echaría de menos ella al ver vacía la esquina del saloncito verde? Había sido
el escenario en el que había compartido tantas cosas con Raúl… Se sentaban los dos en el sofá de esa
estancia cuando él acudía a verla, a menudo al principio y cada vez más espaciado después, hasta el día
en el que tras una discusión sin importancia salió por la puerta para no volver más. ¿Seguía deseando
venderlo ahora que él había vuelto? No, ahora deseaba mantener incólume ese escenario y reproducir
los momentos que en él había vivido. Mantenerlo como entonces. Pero si Eduardo quería ver el piano, se
lo enseñaría y luego le daría largas.
—Y si te gustan tanto los animales, ¿por qué ahora que vives sola no adquieres uno?— le
preguntaba él en ese momento—. En un piso es más adecuado un gatito que un perro. En la casona que
tiene mi padre en el campo, en la que tiene tres pastores alemanes, le han destrozado las puertas con las
patas y supongo que tus antepasados se removerían en sus tumbas si desde el más allá vieran desgarradas
las tapicerías de damasco de sus sillones. Porque serán de damasco las tapicerías ¿o no?— le preguntó
en tono de chanza.
—Por supuesto que sí— reconoció Lydia con un vago resquemor porque la embromara a costa
del sancta sanctórum que para ella era su hogar—. No se había dado cuenta hasta ese momento de lo muy
apegada que se sentía a su casa e incluso a la tapicería de su mobiliario. Decidió de pronto que ya no
quería venderla. Quería mantenerla como estaba en vida de sus padres y de sus abuelos y de sus
tatarabuelos. El sordo resentimiento que le produjo el comentario de él la indujo a seguir atando los
cabos de la conversación con él había dejado sueltos. Aún no habían precisado las fechas en las que
había estado Eduardo en Estados Unidos, por lo que tampoco habían determinado si cuando se produjo el
asalto al banco de Ultramar estaba él en Madrid. ¿Pero cómo podría averiguarlo sin despertar sus
sospechas?
—A mí me gustó mucho Nueva York— comentó con los ojos perdidos en el ventanal que él tenía
a su espalda. Nunca había estado allí, pero le pareció una buena forma de arrancar con el tema—. Fui
con los compañeros de facultad en el viaje de fin de carrera— inventó—, así que es posible que, aunque
no nos conocíamos, coincidiéramos allí. ¿En qué época estuviste tú?
— ¿Y cuándo acabaste la carrera?— le preguntó Eduardo evadiendo una respuesta concreta, o al
menos fue la impresión que produjo en ella.
— ¿Yo? Hace nueve años. Tenía entonces veintidós.
Meneó él negativamente la cabeza.
—No, yo estuve allí recientemente. Viví en Nueva York nueve meses largos y se cumplirán ahora
tres años de mi regreso. Me coloqué enseguida en unos grandes almacenes, en los que he trabajado hasta
que hace seis meses me vine a este banco.
Continuó dándole más detalles sobre esos últimos lugares en los que había estado, pero Lydia ya
no le escuchaba, porque barajaba en su mente las fechas y éstas coincidían. Estaba él en Madrid cuando
se había producido el atraco del banco de Ultramar. ¿Sería él el topo del último de los dos atracos?
—CAPÍTULO XI—

E l teléfono que tenía Eduardo sobre la mesa dejó oír su estridente sonido.
—Perdona— le dijo a Lydia iniciando el movimiento de descolgar el auricular.
Con un ademán trató de indicarle ella que no se preocupara por su presencia y se puso en pie, al
tiempo que Eduardo hacía lo mismo tras la mesa. Intercambió un par de frases con su interlocutor y en
cuanto cortó la comunicación se dirigió a Lydia.
—Me llama don Hermenegildo. Ha venido esta tarde y quiere comentar conmigo unos asuntos, así
que voy a subir a hablar con él. Ya has debido de recuperar las horas que te faltaban para completar el
horario, así que si tienes miedo de quedarte sola en esta planta, será mejor que recojas tus cosas y que
regreses mañana por la mañana con renovados bríos.
—Claro, claro— murmuró Lydia dirigiéndose de espaldas hacia la puerta—. Ya me voy. Me iré a
mi casa en cuanto recoja el chaquetón y mi bolso.
Salieron ambos a la solitaria oficina y él se encaminó seguidamente hacia la escalera. Oyó Lydia
los pasos de él subiendo los peldaños hasta que desapareció en el rellano superior y un silencio absoluto
sucedió al sonido de sus pisadas. Miró entonces en derredor, admirada de que la larga estancia, tan
concurrida por las mañanas, pudiera presentar a esas horas un aspecto tan distinto. La luz grisácea del
atardecer se filtraba a través de las paredes acristaladas que daban a la calle y dibujaba sobre el
pavimento de mármol el enrejado metálico que lo protegía. La puerta, también de cristal y también
enrejada, estaba cerrada a cal y canto, por lo que le resultaba imposible salir hasta que Eduardo
regresara de su reunión con de don Hermenegildo con las llaves. Decidió por ello volver a su despacho
y esperarle allí, por lo que dio un par de pasos en esa dirección.
Un levísimo sonido a su espalda la obligó a detenerse y a girarse en redondo. En el extremo
contrario de la sala, los cristales de la mampara de las cajas reverberaban bajo los últimos rayos de sol y
fue ese reflejo lo único que logró distinguir en la penumbra que la rodeaba. Tampoco podía oírse ahora el
menor ruido. Un silencio total envolvía la alargada nave en la que se hallaba en la que no se filtraba
tampoco murmullo alguno de la calle, ya oscurecida por las sombras del crepúsculo. A esas horas se
había convertido también ésta en una travesía silenciosa. Apenas si vio cruzar al otro lado de las rejas a
más de un par de personas. Caminaban deprisa con la cabeza baja para defenderse del vientecillo fresco
que preludiaba la noche. Una ráfaga más fuerte se coló de pronto por debajo de la puerta de cristales y se
expandió por la sala con un leve susurro, al tiempo que la puerta del armario donde colgaban los abrigos,
en el extremo opuesto de la oficina, se entreabría lentamente. Petrificada por el miedo, vio Lydia, sin
conseguir mover un solo músculo, como se iba quedando al descubierto la negrura del interior del
guardarropa, donde solo el brillo de la barra plateada de la que colgaban las perchas se destacaba en la
oscuridad.
Recuperó la movilidad de improviso y echó a correr escaleras arriba. La alfombra roja que
cubría los peldaños amortiguó el sonido de sus pasos mientras, de puntillas, ascendía velozmente.
Cuando alcanzó el rellano se detuvo jadeante. Tenía que pedirle a Eduardo que le abriera la puerta de la
oficina para poder salir a la calle sin traslucir el impacto que le había producido el sonido de la puerta
del ropero al abrirse. Seguramente había sido el viento el causante, pero como ya había recuperado las
horas perdidas y la nave de la planta baja resultaba demasiado lóbrega y solitaria a esas horas de la tarde
no deseaba permanecer en ella ni un minuto más, por lo que interrumpiría la conversación de sus dos
jefes.
No le suponía ningún problema molestar a Eduardo, pero don Hermenegildo la intimidaba
bastante. No recordaba haber intercambiado con él ni una sola palabra desde que trabajaba en el banco.
Pese a que era un hombre bajito y rechoncho, su figura parecía agrandarse a sus ojos en altura cuando se
lo cruzaba o cuando le veía acercarse a alguno de los empleados. Se encogía entonces sobre sí misma
temiendo ser la siguiente a la que se dirigiera, pero hasta la fecha por suerte no había sido así. El director
la ignoraba simplemente, porque incluso en las escasísimas ocasiones en la que se había personado en el
despacho que ella ocupaba, se había dirigido a Sofía como si ella no existiese, lo que por contra le había
agradecido desde el fondo de su corazón. Ahora no tendría más remedio que afrontar su mirada, ya que
tenía que entrar en su despacho para pedirle a Eduardo que le abriera la puerta de la calle. Con solo
imaginarlo notó las palmas de las manos húmedas de sudor.
De puntillas comenzó a recorrer el pasillo. Al fondo se ubicaba el despacho de don Pascual y el
anterior, contiguo a éste, era el del director. Se aproximó a esa puerta con el corazón golpeteante y tomó
aire antes de llamar con los nudillos, pero el sonido de la conversación que mantenían los dos hombres y
que llegó a sus oídos a través de la hoja de madera la detuvo con la mano en alto.
—Afortunadamente no sospecha nada— decía en ese momento don Hermenegildo con su voz
atronadora—. Y esa muchacha nos está resultando muy útil. Es guapa y cuando la vi por primera vezo
pensé que sería tan guapa como tonta. El plan está saliendo según lo previsto, gracias a tí.
Se quedó de piedra Lydia al escuchar sus palabras. Abrió desmesuradamente los ojos e intentó
captar la contestación de Eduardo ¿Estarían hablando de ella?
—Tendrá que reconocer que tengo mejor ojo de lo que usted pensaba— respondía éste—. El
seguro pagará y nadie podrá imaginar siquiera quienes han sido los verdaderos autores.
Oyó la risa de don Hermenegildo y a continuación la de Eduardo, seguida de sus palabras.
—Coincido con usted en la consideración que ha hecho de esa chica. A mí también me parece
bastante simple. Ni por lo más remoto se ha dado cuenta ni se dará de que ella ha constituido desde el
principio el centro de la operación. Yo la definiría como una inocentona,
Enrojeció Lydia, se puso encarnada hasta las orejas al oír ser conceptuada de esa manera. Así que
Eduardo la conceptuaba como una inocentona. Tenía que ser de ella de la que estuvieran hablando los
dos, porque en el banco no había otra que mereciese ser considerada como guapa. A Sofía no podía
calificársela de esa manera ni tampoco de inocente y Araceli, la mujer que realizaba la limpieza, no era
una muchacha, sino una señora que rebasaba los cincuenta, y tampoco era atractiva ni especialmente lista.
Y parecía que estaban hablando de un plan que habían llevado a cabo, vanagloriándose de lo bien
que les había salido y de lo útil que les había sido a esos efectos la muchacha guapa. ¿Se estarían
refiriendo al robo del banco? ¿Lo habrían urdido entre don Hermenegildo y Eduardo? ¿Le habrían
encargado su realización material a unos sicarios y la muchacha guapa sería ella, a la que habrían
contratado un mes antes como candidata ideal a que cargara con las culpas?
Sintió que algo punzante le arañaba en su interior a la par que experimentaba unas ganas de llorar
inmensas. ¿Qué iba a hacer ahora? Si don Hermenegildo y Eduardo se habían confabulado para hacerle
parecer culpable, no tardarían en aportarle al inspector Bermúdez pruebas en su contra y éste en pedirle
al juez que estuviera instruyendo el caso que dictara una orden de detención contra ella. Pero tenía que
hacer algo, se dijo. Tenía que impedirlo. Para empezar cambiaría de actitud. Dejaría de aparentar la
timidez que realmente sentía y se mostraría segura de sí misma para que quedara claro que no tenía nada
que ocultar. Para continuar intentaría engatusar a Eduardo. Había perdido práctica, pero aún recordaba
las artes de que se había valido antaño para gustarle a Raúl y a otros antes que a éste. Las pondría en
práctica con Eduardo y conseguiría así ponerle de su parte y también le obligaría a que cantara lo que
había maquinado con don Hermenegildo. No sabía qué tal aguantaría él el alcohol, pero probablemente
con una botella de cava, de la que ella fingiría participar, sería suficiente.
Ya con el plan trazado en su mente, inspiró aire y propinó unos golpecitos en la puerta del
despacho. Instantes más tarde le abrió Eduardo con la sorpresa asomando a su rostro.
— ¡Ah!, ¿eres tú? Creía que te habías marchado ya.
Le envolvió Lydia en una sonrisa resplandeciente que el otro acusó. Parpadeó primero
sorprendido y luego se llevó la mano a la corbata como si le oprimiese.
—No he podido marcharme, porque la puerta está cerrada con llave y la llave la tienes tú— le
aclaró.
Desde el umbral, obsequió a don Hermenegildo que otra sonrisa similar que el director apreció
también.
—Claro, Eduardo— le dijo éste, luchando también con la corbata—. Esta chica tiene razón. Baja
y ábrele.
—Voy ahora mismo— replicó éste aturdido echándose mano al bolsillo de la chaqueta—.
Perdona— se disculpó con Lydia— se me ha ido el santo al cielo, pero lo vamos a resolver ahora mismo
—. Ahora vuelvo— le comunicó al director, antes de salir del despacho y encaminarse con ella hacia la
escalera.
Llevaba el ceño fruncido, quizás desorientado por el cambio de actitud de Lydia, mientras los dos
descendían los peldaños, pero ésta decidió que no tenía tiempo que perder y le dedicó otra sonrisa
deslumbradora.
—He pensado que, si no trabajas por la tarde, mañana podría enseñarte el piano de cola— le
comentó sin olvidar menear cadenciosamente su melena, lo que había observado tiempo atrás que solía
dar muy buen resultado—. ¿Tienes previsto venir al banco? En caso contrario me vendría bien
enseñártelo a eso de las seis. Podría además invitarte a merendar chocolate o café con unos bizcochos
que son mi especialidad.
Desconcertado por el cambio operado en ella carraspeó.
—Pues… pues me encantaría. Prefiero el café al chocolate y me gustaría acompañarlo de esos
bizcochos a los que te has referido. ¿De verdad los haces tú?
Por supuesto que Lydia no sabía nada de repostería y no había preparado un bizcocho en su vida,
pero había oído a sus tías decir que a los hombres se les ganaba por el estómago y aunque siempre le
había parecido ese aserto una tontería, decidió probar suerte. Además, recordaba haber visto un libro de
cocina por alguna parte en la casa, por lo que pensó que tenía tiempo de prepararlos esa tarde, antes de
que la llamara Raúl para cenar.
La despidió él en la puerta de la calle, tras abrir la de cristal y levantar el cierre metálico y Lydia
le dedicó un último mohín, copia exacta de los que Sofía reservaba para los integrantes del sexo
masculino y con un último vaivén de su melena le dijo adiós y echó a andar calle abajo. Había
oscurecido ya y las farolas encendidas esparcían una claridad amarillenta y tristona por la solitaria calle
Castelló mientras caminaba en dirección a la de Alcalá. No se cruzó con nadie exceptuando a un perro
callejero que se acercó a olisquearla y al que apartó amenazándole con el bolso. Quejumbrando, el perro
se alejó de ella en cuanto divisó a otro transeúnte a su espalda al que arrancó una sonora imprecación.
No le sonó conocida a Lydia su voz, pero sin saber por qué se volvió a mirarle y respingó sobresaltada.
Era el hombre del abrigo largo que, al ver que ella le miraba, se volvió de espaldas a hacerle carantoñas
al perrucho. Estaba claro que estaba disimulando que la había estado siguiendo, se dijo ella apretando el
paso.
Cuando desembocó en la calle de Alcalá aminoró la rapidez de su marcha, en parte, porque esa
calle, mejor iluminada, estaba más concurrida y en parte también porque acusaba ya el cansancio a causa
de los zapatos de tacón que calzaba. En la esquina de la plaza de la Independencia se detuvo fingiendo
mirar la Puerta de Alcalá y vio por el rabillo del ojo que él se detenía también a pocos metros. Decidió
entonces echar a correr. Se encontraba ya en la esquina de su calle y su casa se hallaba unos metros más
allá. No se atrevería el tipo del abrigo a entrar en su portal, porque ella le pediría ayuda al portero. El
único problema eran los tacones, pero no era una distancia insalvable la que tenía que recorrer. Tomó
aire por lo tanto y se lanzó como una exhalación por la calle de Alfonso XII hacia el ostentoso edificio
que, con la mayoría de las luces de sus balcones encendidas, brillaba en la oscuridad del crepúsculo.
Emeterio, el portero, la saludó extrañado, cuando la vio entrar en el portal desmelenada y
jadeante, pero se limitó a saludarla educadamente y ella siguió corriendo hasta que se introdujo en el
único ascensor, de madera y con un banquito tapizado de terciopelo rojo. Cuando apretó el botón de la
quinta planta dejó escapar un suspiro de alivio y otro más hondo aún cuando salió de la cabina en esa
planta y abrió la puerta de su casa con la llave, cerrándola a cal y canto a continuación. Luego apoyó el
oído contra la hoja de madera y al no percibir otra cosa que el silencio más absoluto se relajó un tanto.
¿Por qué desde la mañana del atraco la estaría siguiendo un hombre por la calle?, se preguntó?
Primero el muchacho de la bufanda escocesa, al que no había vuelto a ver y que le recordaba a alguien, y
después al hombre alto del abrigo oscuro con el que se encontraba por todas partes últimamente. ¿Serían
el atracador más alto y éste último la misma persona? ¿El que la había mirado con aquellos ojos tan
agudos cuando se encontraba en el interior del armario? No había podido distinguir con claridad los ojos
del hombre del abrigo. Solo la estatura era similar.
Pero ahora no tenía tiempo de darle vueltas en la cabeza, se dijo. Dentro de una hora o de dos a
mucho tardar la llamaría Raúl para salir y ella tenía que preparar antes el dichoso bizcocho. ¿Por qué le
habría propuesto a Eduardo aquella tontería? Podría haber comprado los bizcochos en cualquier
pastelería y se hubiera ahorrado el problema y el riesgo de que le saliera incomestible, pensó mientras se
dirigía a su dormitorio. Allí se quitó el traje pantalón gris marengo y la blusita blanca que había llevado
al banco y se vistió con un pantalón de chándal y con una camiseta vieja. Luego fue recorriendo toda la
casa buscando el libro de cocina, hasta que lo encontró en el despacho. Lo habría colocado ella allí en
uno de los estantes y probablemente lo habría leído de cabo a rabo en la época en la que su madre estaba
impedida, porque leía por matar el tiempo todo lo que caía en sus manos, pero no recordaba ninguna
receta de bizcocho. Con él en la mano se encaminó a la cocina y sentada frente a la gran mesa de mármol,
ubicada en el centro de la estancia, repasó el recetario de repostería hasta que encontró una fórmula que
le pareció sencilla. Empezó por encender el horno, tal y como indicaba el libro, luego batió los huevos,
añadió el azúcar, la harina y los restantes ingredientes y en cuanto lo mezcló todo lo echó en un recipiente
refractario y lo metió en el horno.
Ya estaba, se dijo. Ahora debería limitarse a esperar media hora, se dijo. Mientras tanto se
ducharía sin mojarse el pelo por si Raúl la llamaba para salir. No le había asegurado él que pudiera
pasar a recogerla, porque no sabía cuándo acabaría esa tarde de pasear con el coche a unos clientes que
habían venido de Guadalajara, pero tenía que contemplar esa posibilidad.
Apresuradamente se dirigió al cuarto de baño y al mirarse en el espejo emitió un silbido de
disgusto. Tenía harina en el cabello, en las cejas y hasta en las pestañas. No tenía más remedio que
lavarse la cabeza en la ducha y secarse el cabello a continuación si quería estar presentable para salir
con él.
Sin perder más tiempo, se metió en la ducha, se enjabonó bien la cabeza con el champú y en
cuanto hubo terminado se enfundó en su albornoz blanco y echó a correr luego hacia la cocina a vigilar el
bizcocho. Aún no había transcurrido media hora y aunque había crecido dentro del molde todavía
presentaba la masa un color blanquecino. Cerró nuevamente el horno y echó a correr hacia el cuarto de
baño con el pelo empapado y chorreante con la intención de darle forma con el secador de mano, pero
antes de que hubiera recorrido la mitad del corredor sonó el timbre de la puerta, lo que le provocó un
tremendo sobresalto. Sobrecogida se quedó inmóvil, paralizada por el miedo. Luego, cuando consiguió
recuperar el uso de sus miembros, se dio media vuelta y echó a andar de puntillas por el pasillo hasta que
al llegar al recibidor se aproximó a la puerta y atisbó por la mirilla temiendo ver en la escalera al tipo
del abrigo. Pero no era ese hombre, era Raúl. Era Raúl y ella estaba en albornoz, con la melena
convertida en unas greñas empapadas y lacias y el rostro recién lavado. Todos los componentes
necesarios para espantar al hombre al que pretendía gustar, se dijo contrariada.
Impaciente, oprimió él el timbre por segunda vez y Lydia se sintió obligada muy a su pesar a
abrirle. Venía él vestido con un pantalón vaquero y una chaqueta de piel marrón bajo la que llevaba un
jersey verde claro con una camisa de cuadritos que asomaba sobre el cuello caja de éste. A Lydia le
pareció que estaba especialmente guapo y se sintió por ello horriblemente desaliñada, pero él no pareció
advertirlo, sino al contrario.
— ¿Por qué no me has llamado?—protestó ella.
—Sí, te he llamado. Te he llamado dos veces a la puerta— bromeó él—. No te lo vas a creer,
pero he conseguido aparcar abajo en tu calle. ¿No es fenomenal? Lo considero casi una heroicidad. He
aparcado y he decidido subir a darte la noticia.
— ¿Qué noticia?— inquirió aturdida.
—Pues esa, que había aparcado. ¿No crees que merece un brindis?
Le pareció a Lydia que ni siquiera había reparado él en la guisa que presentaba ella, que
obviamente indicaba que acababa de salir de la ducha y se lo hizo notar.
—Es que has venido en un momento un poco inoportuno. No estoy vestida ni arreglada ni…
Además tengo un bizcocho en el horno y…
—Un bizcocho— se alegró él— ¿Me has hecho un bizcocho sabiendo lo mucho que me gustan?
Se asemejaba a un chiquillo ilusionado con celebrar su cumpleaños apagando las velas, y Lydia
vaciló, dudando entre decirle la verdad o fingir que era él el destinatario del bizcocho, pero finalmente
se decidió por ser sincera con él.
—No es para ti. No sabía que ibas a subir a casa. Es para un compañero que está interesado en el
piano de cola y probablemente venga mañana a verlo.
Frunció Raúl el ceño como si le costara trabajo entender la noticia.
— ¿Y por qué se lo quieres vender? Ya no tienes apuros económicos y ese piano forma parte del
decorado de nuestras reuniones de entonces en la salita de música. Siempre planeamos vivir en esta casa,
¿no lo recuerdas?
Sus palabras le sonaron a ella a música. ¿Estaba diciéndole que todo seguía entre los dos como
antaño? ¿Qué los dos años largos que habían transcurrido desde entonces no habían sido más que un
absurdo paréntesis?
— ¿De veras?— murmuró impasible sin dejar traslucir lo que pasaba por su mente—. Ha pasado
mucho tiempo desde entonces. Los jóvenes suelen preferir ahora instalarse en casas más funcionales. Ésta
quizás sea demasiado grande y poco práctica.
¿Sí? pues a mí me encanta— replicó él tras dirigir una mirada a las paredes del vestíbulo
materialmente cubiertas de retratos en color sepia de señores con unos enormes mostachos—. Aquí se
siente uno transportado al pasado, pero a un pasado ostentoso, que es el que me gusta a mí. Tienes que
decirle a ese compañero que lo has pensado mejor y que ya no vendes el piano.
—Pero es que…— intentó Lydia interrumpirle.
—Pero es que nada—. Y como ya no tienes por qué recibir en esta casa a ese tipo, ahora mismo
nos vamos a merendar ese bizcocho que has hecho.
Meneó ella negativamente la cabeza y al hacerlo unas gotitas de agua se desprendieron de su
cabello y fueron a caer sobre la brillante tarima.
—No podemos merendarnos el bizcocho, porque aún está en el horno y tardará en enfriarse
cuando lo saque. Ahora te vas a sentar en el sofá verde de la salita de música y vas a jugar con tu móvil
mientras me seco el pelo y me visto.
— ¿Y en eso cuánto vas a tardar?— protestó Raúl.
—Poco. Unos veinte minutos más o menos.
— ¡Qué horror!
Se echó a reír Lydia al ver su gesto enfurruñado y le amenazó con el dedo.
—Eso te pasa por no llamarme previamente para concertar nuestra cita. Después de ducharnos,
las mujeres necesitamos un tiempo para ponernos a punto.
—Ya lo veo, ya— rezongó él— Creía que te iba a dar una sorpresa.
Y se la había dado. Una sorpresa agridulce, pensó, mientras se dirigía al cuarto de baño, que, a
diferencia del resto de la casa, pedía a gritos ser remozado. Lo haría en un futuro próximo, en cuanto se
casara con él, que no tardaría en pedírselo. A Raúl le sobraba el dinero, por lo que después de la boda
podía permitirse el lujo de arreglar los desperfectos con los que el paso del tiempo había ido dejando su
huella en alguna de las estancias.
Se secó apresuradamente el pelo con el secador de mano, se pintó ligeramente y salió a su
dormitorio por la puerta que comunicaba las dos habitaciones. Por la indumentaria que llevaba Raúl no
procedía que se vistiera ella de tiros largos, por lo que descolgó del armario el pantalón vaquero que se
había comprado últimamente y el jersey azul turquesa que entonaba con sus ojos, así como un chaquetón
blanco que se anudaba a la cintura y en cuanto se colgó al hombro el bolso fue a la cocina a comprobar
cómo estaba el bizcocho. Ya estaba dorado y lo sacó del horno colocándolo sobre la encimera. Luego fue
a buscar a Raúl a la salita de música. Estaba sentado en el sofá con la cabeza apoyada en el respaldo y al
verla entrar arreglada para salir esbozó un gesto de disgusto.
— ¿Pero es que no vamos a cenar aquí?
—No, claro que no. Me apetece cambiar de aires. Si no quieres coger el coche, ya que has
conseguido aparcarlo, podemos ir a esa cafetería que está en la plaza, frente a la Puerta de Alcalá. Tienen
unos platos combinados estupendos.
—Si te empeñas…— aprobó desganadamente él—. Me había hecho la ilusión de que haríamos
una merienda-cena consistente en chocolate con bizcocho, pero si éste último no me está destinado me
conformaré por hoy. Aunque eso sí, quiero que uno de estos días me prepares uno para mí. No conocía
tus habilidades culinarias, pero creo tener derecho a ser el primero en disfrutarlas,
También ahora sus palabras le sonaron a música a ella. Lo comentaría con Sofía al día siguiente y
le preguntaría cuánto tiempo más, en su opinión, debería ella mostrarse dura con Raúl. A medias palabras
y veladamente aludía él a la relación que existía entre los dos como si uniera la actual con la de entonces.
Daba por hecho que seguían siendo lo que fueran, que era lo mismo que deseaba ella. Pero también
consideraba que no debía ponérselo demasiado fácil. Y no como venganza sino por prudencia. La había
reencontrado libre de las responsabilidades de antaño y sin problemas que entorpecieran su futuro, por lo
que no tenía prueba alguna que superar, ¿pero qué sucedería si ella sufriera cualquier contratiempo? ¿La
fractura de una pierna, por ejemplo, o una enfermedad larga que requiriera reposo durante meses? ¿Se
quedaría a su lado o saldría corriendo como entonces y no volvería a saber nada más de él?
La cafetería estaba atestada como siempre, pero Raúl consiguió que le dieran una mesa,
probablemente a cambio de una buena propina. Pidieron los dos el mismo plato combinado a los que él
se empeñó en añadir una botella de vino. Lydia tenía poca o ninguna costumbre de beber y sintió con la
primera copa que algo que le circulaba por las venas la hacía reír y expansionarse de una forma inusual
en ella. Le habló de Sofía, de los dos cajeros, del respeto que le inspiraba don Hermenegildo y en menor
medida don Pascual y hasta le contó las escasas conversaciones que había tenido con Araceli, la señora
que hacía la limpieza.
— ¿Y cuál de todos esos es el que quiere comprarte el piano?— le preguntó Raúl.
—No es ninguno de ellos—repuso ella, advirtiendo en ese momento que no se había referido para
nada a Eduardo—. Es el subdirector. Por lo visto tiene previsto mudarse a un chalet en Torrelodones y
como es una casa grande piensa que el piano le quedará bien en una de las salas.
— ¿Y lo toca?
— ¿El piano? Sí, dice que lo toca en los ratos libres— Pensativa desvió la mirada hacia el gentío
que les rodeaba, abstrayéndose de la algazara reinante para recordar la conversación que había
mantenido con ella, con Lucas y con Sofía y comentarle—: No sé, nos dijo que esa casa y el coche se los
había comprado con el dinero que había obtenido con la lotería, pero a mí me sonó a falso.
— ¿Qué quieres decir?— se interesó él.
—Que, como ya te he comentado, alguno de los que trabajamos en el banco ha debido ayudar a
los atracadores a realizar el robo. Es lo que piensa la policía y yo he llegado a la misma conclusión.
Además, esta misma tarde he sorprendido una conversación de don Hermenegildo y de Eduardo. Estaban
en el despacho del primero, en la planta de arriba, y yo he subido a pedirle a Eduardo que me abriera la
puerta de la calle para marcharme. A las horas en las que el banco no está abierto al público echan el
cierre metálico y es imposible salir.
— ¿Quién es don Hermenegildo?
—Es el director del banco.
— ¿Y Eduardo?
—El subdirector.
— ¿El que quiere comprarte el piano de cola?
—Eso es.
—Sí, ¿y qué?
—Pues que cuando me he acercado a la puerta les he oído comentar algo así como que el plan que
habían urdido les había salido redondo y que una chica que era muy guapa y muy tonta les estaba
resultando muy útil.
Parpadeó él sin acabar de entenderla.
— ¿Hablaban de ti?
—No lo sé, ¿por qué habrían de hablar de mí?
—Porque eres muy guapa. ¿Hay alguna otra chica guapa en tu oficina?
—Solo hay otra chica, Sofía, pero yo no diría precisamente de ella que lo es. Es vistosa, porque
tiene una melena larga y rizada, pero es bajita y con las caderas demasiado anchas. Para compensar, es
encantadora.
—Pero no comentaban que la chica a la que se referían fuese encantadora. Decían que era guapa,
por lo que es probable que hablaran de ti.
—Gracias.
—De nada. Es la verdad.
—Pero yo no soy nada tonta— alegó ella poniéndose a la defensiva.
—No, para la mayoría de las cosas, no— Reconoció Raúl.
— ¿Y para qué cosas opinas que sí lo soy?
Se acarició él pensativamente la barbilla como si no se atreviera a darle su opinión por miedo a
la reacción de ella.
—Para algunas cosas eres demasiado inocente, pero es mejor que lo dejemos si no quiero tener
que soportar una explosión de ira por tu parte. Estábamos en lo que comentaban esos dos. ¿Cuál crees
que podría ser el plan que han tramado para el que tú podrías resultarles muy útil?
—No lo sé, aunque he estado dándole vueltas en la cabeza. Cuando me presenté a la entrevista,
Eduardo sabía que yo había trabajado anteriormente en otro banco, en el de Ultramar, que, como
recordarás, fue atracado de una forma muy parecida. Incluso la policía cree que fueron los mismos
sujetos. Pienso que don Hermenegildo y Eduardo han podido planear el robo con la convicción de que la
policía sospecharía de mí y no de ellos. Lo que no se me ocurre es el motivo por el que ellos dos
hubieran tramado asaltar su propio banco, dado los cargos que ocupan.
Se quedó mirándola Raúl fijamente y terminó por encogerse de hombros.
—El motivo es obvio, Lydia, ¿Ves cómo eres una inocente? Ninguno de los dos son los dueños
del dinero que los clientes depositan en la entidad, simplemente los custodian y los invierten. Fingiendo
que unos extraños asaltan el banco podrían repartirse con ellos el botín.
—Desviando de sí mismos las sospechas, que recaerían en la tonta que habían contratado un mes
antes y que había trabajado en otro banco que había sido asaltado de la misma forma, ¿no es eso?
—Efectivamente.
Bajó ella ahora la cabeza para contemplar fijamente sus manos.
— ¿Lo crees tú también?
—No lo sé, pero es posible.
—Por esa razón voy a invitar mañana a Eduardo a un café con bizcochos cuando venga a ver el
piano— murmuró Lydia con vaguedad—. No me encuentra fea del todo y conseguiré hacerle cantar o al
menos que se ponga de mi parte.
—Oye— se enfadó él— No me gusta nada lo que te acabas de proponer. Deja que sea la policía
la que investigue el caso.
—Y que acabe por detenerme, ¿no? Esos dos no han debido de olvidarse de ningún detalle. Fue
una mujer la que llamó a la empresa de seguridad utilizando el teléfono que tengo sobre la mesa de mi
despacho unos veinte minutos antes de la hora de entrada. No conocía yo la contraseña, pero Bermúdez
pensará que se la había sonsacado a Sofía. Somos amigas y cotorreamos bastante, aunque ella jamás me
la habría dicho ni yo se la habría preguntado. Y están también mis antecedentes en el banco de Ultramar.
Como verás, han pensado en todo esos dos, pero no voy a permitir que me involucren en un asunto al que
soy totalmente ajena y a pagar por algo de lo que son culpables ellos.
— ¿Estás segura de eso?— inquirió él preocupado.
—Mantenía sobre Eduardo una prudente duda hasta esta tarde. De don Hermenegildo nunca se me
hubiera ocurrido sospechar. En ningún caso. Además, el ladrón más alto le agarró violentamente y lo
arrojó al suelo boca abajo. Todavía cojea. Creo que incluso le apuntó con la pistola.
—Bueno, si está implicado es natural que esos tipos hicieran algo de teatro. Por lo que me has
contado, la única que se libró de la agresión personal de esos tipos fuiste tú.
—Pues ese es otro punto en mi contra, en opinión de la policía. Como verás, lo tengo bastante
mal.
Permaneció él en silencio durante unos segundos reflexionando intensamente. Finalmente le
propuso:
— ¿Por qué no te despides del banco?
Clavó Lydia en él su sorprendida mirada.
— ¿Que por qué? Porque tengo por costumbre comer todos los días, porque necesito trabajar para
sobrevivir. Tú no lo sabes, porque no lo has necesitado, pero encontrar un trabajo no es tan sencillo.
Además, si me despidiera, Bermúdez se reafirmaría en la idea de que el atraco del Atlantis no era sino la
repetición del banco de Ultramar y de que yo había sido la instigadora de los dos. No puedo hacerlo.
Tengo que seguir con el plan que ya te he comentado.
—Pero es que puede ser peligroso— consideró él—. Si ese hombre, el subdirector, se cree
descubierto, puede que arremeta contra ti y en tu piso y estando solos los dos podría hacerte cualquier
barbaridad. No pienso consentir que te arriesgues de esa manera a menos que me permitas esconderme en
tu casa mientras tanto. Así, si gritas, acudiré.
Meneó Lydia negativamente la cabeza. Estaba segura de que Raúl se presentaría de improviso en
la habitación en la que estuvieran merendando, aunque estuviera departiendo tranquilamente con Eduardo
y no gritara. Estropearía todo el plan. Incluso lamentó entonces habérselo referido.
— ¿Y has dicho que va a ir a tu casa mañana a ver el piano de cola?— inquirió él volviendo a la
carga—. Pues ya puedes citarle para otro día, porque mañana me va a ser imposible. Tengo una cita con
un alcalde de la provincia de Sevilla a las cuatro de la tarde y no sé cuánto puede durar la reunión. Voy a
ir en coche además, porque no he encontrado billete de tren, así que en el mejor de los casos no podría
estar de vuelta antes de la noche.
—Vale, vale— admitió ella como si estuviera dispuesta a complacerle— Lo dejaremos para otra
ocasión en la que nos venga bien a los dos.
—O para nunca—sentenció él—. Me parece un completo disparate lo que pretendes. Y más aún
que se te haya ocurrido que vayas a conseguir llevarle a tu terreno con un bizcocho. Aún con una botella
de vino lo entendería, pero con un bizcocho… Y hablando de bizcochos— insistió con los ojos
brillantes—. ¿Por qué no damos la cena por terminada y regresamos a tu casa a tomárnoslo de postre?
También a Lydia le apetecía. Tomarse el bizcocho y lo que vendría después, pero recordó a
tiempo las palabras de Sofía, así como la tarde en la que tiempo atrás le acompañó al vestíbulo de su
casa y se marchó él sin una palabra de despedida. ¿Habría madurado desde entonces o cualquier día se
cansaría de ella y se buscaría otra como le había sucedido a su compañera de despacho con su chico?
—Porque no, porque mañana tengo que madrugar y ese bizcocho no lo he hecho para ti. Si te
portas bien en adelante, te haré una tarta de chocolate empapada en ron y con guindas.
No tenía la menor idea Lydia de cómo se prepararía esa tarta, pero a Raúl se le pusieron los ojos
redondos.
— ¿De verdad dominas el arte de la repostería? Mientras vivió tu madre solo sabías hacer caldos
y alguna que otra sopa. La sopa juliana, la sopa de queso, la minestrone, la de ajo…. Cada noche
cenábamos una sopa y un huevo, uno solo, unas veces frito, otras en tortilla y otras pasado por agua, pero
ni una sola vez preparaste un postre.
—De eso hace mucho tiempo— mintió Lydia cuyas habilidades culinarias no habían mejorado
con el paso de los años, pero a la que le pareció oportuno alardear de unas mañas de las que carecía—.
Márchate mañana tranquilo a Sevilla que ya lo organizaremos para otra tarde. No hay prisa.
—CAPÍTULO XII—

A la mañana siguiente se le acercó Eduardo en cuanto Lydia se presentó en su despacho.


Traía él unos papeles en la mano que le entregó a Sofía y se volvió de espaldas a ésta para preguntarle a
Lydia en apenas un susurro:
— ¿Sigue en pie el ofrecimiento que me hiciste ayer? Me refiero a tu propuesta de enseñarme el
piano de cola esta tarde?
Le dedicó ella la mejor de sus sonrisas.
—Por supuesto que sí y te he hecho un bizcocho que espero que te guste.
Aún no sabía si le habría salido bien, porque no lo había probado y lo mantenía todavía dentro
del molde, pero tenía un bonito color dorado y había seguido al pie de la letra las instrucciones de la
receta. De todas formas había previsto comprar otro por si acaso en la panadería de la esquina. No creía
a Eduardo tan perspicaz como para adivinar que éste último no era casero, si se veía obligada a echar
mano de él en caso de que el suyo resultara incomestible. En su opinión, los hombres no solían
distinguirlos, aunque sí mostraban sus preferencias por los caseros.
— ¿Y a qué hora te viene bien que vaya a tu casa? He quedado aquí con don Hermenegildo esta
tarde, pero creo que a eso de las cinco y media estaré libre.
—Pues a la seis. De este banco a mi casa tardo yo unos veinte minutos, tú algo menos, porque
tienes las piernas muy largas, pero cómo te estaré esperando te abriré la puerta en cuanto llegues.
Le dijo lo de que le estaría esperando con especial entonación y un oportuno vaivén de melena
que él siguió hipnóticamente con la mirada. En cuanto salió del despacho la increpó Sofía.
—Oye, ¿Estás tonteando con Eduardo? Te dije que tenía intención de ligármelo yo?
— ¡Pero qué dices!— Protestó Lydia con toda desfachatez fingiendo escandalizarse, aunque en el
fondo sintió algo muy parecido al remordimiento por estar pretendiendo meterse al chico en el bolsillo
con males artes, aun sabiendo que a Sofía le interesaba. Por Eduardo no lo sintió en absoluto porque le
pareció que lo que estaba haciendo no era otra cosa que defenderse—. Me ha pedido que le enseñe el
piano de cola y es lo que voy a hacer— le explicó a la otra—. Solo eso.
—Pues me ha parecido que le mirabas con ojos de cordero degollado y que te deshacías en
miraditas tiernas— la acusó su compañera de despacho.
—Estás equivocada— volvió a mentirle—. Sabes que el único que me interesa a mí es Raúl. Y
por cierto, quería contarte que anoche se empeñó después de cenar en tomar el postre en mi casa, a lo que
me negué. Sé que tengo que hacerme la dura, pero no sé cuánto tiempo resistiré. Él habla como si los dos
años en los que no nos hemos visto no hubieran existido.
—Pero han existido— afirmó Sofía con contundencia—. Tienes que hacerte valer ahora y también
después, cuando retoméis lo que dejasteis. Si hubiera actuado yo así con Nicolás no se habría cansado él
de mí ni consecuentemente hubiera puesto pies en polvorosa.
—Es que tu consejo no es fácil de seguir— consideró Lydia.
—No, no lo es, pero me di cuenta de lo que estaba pasando por su cabeza y no supe poner los
medios. Aún le echo de menos.
—Olvídale y empléate a fondo con Eduardo. Dicen que la mancha de la mora con otra verde se
quita.
—Y puede que sea verdad— admitió la otra—. Pero me parece que tengo poco que hacer con la
mora verde. Solo te mira a ti cuando estamos los tres juntos.
Aunque lo que acababa de decir Sofía no podía ser más palpable, se hizo Lydia de nuevas con su
mejor cara de inocencia.
— ¿Tú crees?
—Claro que lo creo. Estoy segura de que lo que te ha propuesto sobre el piano de cola de tu casa
no es más que una excusa para quedar contigo. Yo de ti le diría que estás saliendo en exclusiva con otro.
No le convenía decirle eso por el momento y en cualquier caso no era totalmente cierto, por lo
que Lydia meneó negativamente la cabeza.
—Cada cosa a su tiempo. Dudo mucho que Eduardo tenga por mí el menor interés y tampoco es
cierto que hoy por hoy mantenga con Raúl una relación que imponga la exclusividad. Más adelante, ya
veremos.
Forzó Sofía una mueca de disgusto y cortó en seco la conversación aprestándose a revolver los
documentos que tenía sobre la mesa.
La mañana transcurrió rápidamente. Lucas se presentó un par de veces en el despacho
pretendiendo quedar a comer con Lydia a lo que ésta se negó y tampoco accedió a tomar el aperitivo con
él, con Sofía y con Eduardo. Aunque éste le tuviese sin cuidado deseaba quedar en buen lugar y había
previsto prescindir de la siesta esa tarde y aprovechar esas horas para limpiar el polvo de los muebles
de la salita de música, donde esperaba recibirle y especialmente del piano de cola, lo que no hacía desde
la semana anterior. No tenía tiempo de más, por lo que el resto de la casa seguiría estando igual de
polvoriento hasta mejor ocasión.
Con esa intención se marchó del banco en cuanto el reloj de la oficina marcó la hora
reglamentaria y echó a andar por la calle Castelló. Caía una ligera llovizna sobre su cabeza y sobre el
chaquetón blanco recién estrenado, por lo que se recriminó mentalmente por no haber sido más previsora
y no haber salido de su casa esa mañana con un paraguas. Cuando desembocó en la de Alcalá la llovizna
se había convertido en un aguacero en regla y echó a correr calle abajo, sorteando los charcos que
reflejaban los árboles copudos que empezaban a retoñar pero que aún agitaban sus ramas casi desnudas
al compás de las ráfagas de aire. Al llegar a la confluencia con la calle O’Donnell y pasar por debajo de
uno ya cubierto de follaje, un torbellino de viento lo zarandeó arrancándole las hojas recién nacidas que
salieron volando en todas direcciones y con un rumor tintineante dejó caer el agua sobre ella,
empapándola de arriba a abajo.
Con un estornudo, Lydia volvió a echar a correr en la medida que se lo permitían sus tacones. El
agua se deslizaba por la acera y se desbordaba luego sobre la calzada formando pequeñas cascadas.
Resbaló en un charco y estuvo a punto de caerse, por lo que se resignó a mojarse y se limitó a caminar
deprisa hasta que llegó a su casa. En cuanto entró en el vestíbulo se despojó del chaquetón y lo colgó de
una percha en el cuarto de baño. Después se cambió de ropa sustituyendo el traje de chaqueta azul marino
que había llevado a la oficina por un pantalón vaquero y una camiseta blanca y en cuanto colocó la falda
y la chaqueta que se había quitado en otras dos perchas que colgó también de la barra de la ducha del
cuarto de baño se metió en esa habitación a secarse el pelo. La casa tenía dos cuartos de baño más, pero,
como no los utilizaba, los mantenía cerrados y de ese modo tenía que limpiar menos. Igualmente y por el
mismo motivo mantenía cerrados los seis dormitorios restantes.
En cuanto terminó de secarse el pelo, se hizo un huevo frito que con una mandarina se tomó en la
mesa de la cocina. Luego preparó la cafetera dejándola lista para ponerla al fuego en el último momento,
desmoldó el bizcocho y lo cortó en tiras de dos dedos de grosor colocándolo artísticamente en un plato
de porcelana, después de probar un trozo. Estaba bueno. Eduardo se forjaría una buena opinión de ella
como cocinera y si sobraba algo se lo guardaría a Raúl al que esperaba ver al día siguiente.
Inquieta, consultó el reloj. Aún faltaba media hora para las seis, tiempo que debía aprovechar
para quitar los enredos de la salita de música y para limpiarle el polvo, así como para recoger la ropa
que había dejado colgada en el cuarto de baño para que se secara y para vestirse ella con algo más
favorecedor. Volvía ya de la cocina por el pasillo con un plumero y con un paño, cuando sonó el timbre
de la puerta y dio un respingo. ¿Sería el hombre del abrigo oscuro al que esa mañana no había visto que
la siguiera por la calle? Con el corazón en la garganta y sin soltar el plumero retrocedió por el corredor y
al llegar al vestíbulo se aproximó de puntillas a la puerta y miró por la mirilla. Era Eduardo, que llegaba
demasiado pronto, antes de que le hubiera dado tiempo a poner la casa en orden, a vestirse, a… todo lo
que tenía planeado. Pero no tenía otra posibilidad que abrirle. Venía también chorreando agua, con el
abrigo marrón y con el oscuro cabello empapado.
—Perdona — le dijo él en cuanto entró en el recibidor—. Llego demasiado pronto. Es que don
Hermenegildo me ha llamado para decirme que le había surgido un compromiso y que no podía reunirse
conmigo en el banco, por lo que he salido antes de lo previsto con la intención de venir dando un paseo.
Y de pronto ha empezado a llover como si el cielo fuera a desplomarse sobre mi cabeza, por lo que he
tenido que echar a correr. Espero que mi intempestiva llegada no te suponga un contratiempo.
Con el plumero enarbolado Lydia meneó negativamente la cabeza.
—No, claro que no. Pero pasa, pasa. El piano de cola está en la salita de música, casi al final de
este pasillo.
La interrumpió él reteniéndola por un brazo.
—Sí, pero antes, si no te importa, me gustaría que me dieses una toalla para secarme el pelo.
Estoy empapado y te voy a poner perdida la tarima del pavimento.
Efectivamente le estaba goteando el cabello sobre el brillante parquet, por lo que se apresuró ella
a agacharse para secar el charquito que había formado con el paño que llevaba en la mano.
—No es nada— mintió ella jadeando por el esfuerzo y recordando al mismo tiempo que aún no
había tenido tiempo de recoger su ropa del cuarto de baño y que no sabía en qué estado se encontrarían
los otros dos. Decidió que no podía arriesgarse, porque hacía más de un mes que no los limpiaba y que le
conduciría al suyo. Se accedía a ese baño desde su dormitorio, pero probablemente no se fijaría él,
porque en su opinión los hombres no solían caer en esas minucias.
—Ven por aquí— le dijo seguidamente precediéndole por el corredor—. Yo también he corrido
bajo la lluvia y también me he empapado, por lo que he tenido que colgar la ropa que llevaba en el cuarto
de baño para que se secara. Ahora colgaremos también tu abrigo.
Sacó una toalla del armario de la ropa blanca, que se hallaba también en el pasillo y le indicó
después que la siguiera. Su dormitorio cerraba precisamente el fondo del corredor y dentro se hallaba el
baño. Le echó una ojeada a su cuarto desde la puerta. Aparte de las zapatillas, que con las prisas con las
que había salido esa mañana para el banco danzaba cada una por un extremo de la habitación y de un
libro que había dejado sobre la colcha de la cama, estaba en orden. Le indicó por ello que pasara y le
señaló la puerta del baño, pero luego lo pensó mejor y entró ella primero para recoger la ropa que había
colgado de la barra de la ducha. La dejó sobre su cama y luego le tendió una percha.
Cuelga aquí tu abrigo y sécate bien el pelo. Si lo necesitas, tengo un secador de mano.
—No, gracias. No será necesario.
Le esperó en su cuarto, guardando mientras tanto en el armario el traje y el chaquetón que había
rescatado de la barra de la ducha y en cuanto salió del baño él unos minutos más tarde le señaló el
pasillo. Venía con el pantalón gris y la chaqueta azul marino con los que había ido a trabajar esa mañana
y con la toalla sobre los hombros, peinándose con los dedos el oscuro cabello que le resbalaba sobre la
frente. Parecía más joven. Parecía un chaval que en la playa acabara de salir de darse un chapuzón en el
mar. ¿Cuántos años tendría?, se preguntó Lydia.
Debió formular la pregunta en voz alta, porque le oyó responderle a continuación:
—Tengo treinta y cuatro. Supongo que no sería correcto que te preguntara cuantos tienes tú.
—Supones mal, porque mi fecha de nacimiento figuraba en el curriculum que envié al banco y lo
tenías delante cuando me entrevistaste. Tengo treinta y uno.
— ¡Ah!— dijo por todo comentario.
— ¿Te parecen muchos o pocos?
—Muchos, no— repuso lacónicamente—. Así, con esos vaqueros y esa camiseta aparentas menos
que en la oficina.
— ¿Y en la oficina cuantos represento?— le preguntó Lydia recordando el papel de gatita mimosa
que debía adoptar imitando a Sofía para metérselo en el bolsillo.
—Pues no lo sé— replicó sin sonreír— Te llevo tres y no me considero un vejestorio. ¿Dónde
tienes el piano de cola?
—Aquí, en la salita de música— repuso ella caminando delante de él por el pasillo, algo
fastidiada de que él no le siguiera el juego. Es esta puerta.
La abrió y desde el umbral abarcó la estancia de una sola ojeada. Había dejado de llover y un sol
pálido penetraba ahora por el balcón yendo a caer sobre el piano de cola resaltando el dedo de polvo
que ostentaba sobre su negra superficie, que, consecuentemente, no brillaba todo lo que debería brillar.
No pareció notarlo él. Su semblante se iluminó al mirarlo y levantó la tapa para pasar delicadamente un
dedo sobre el teclado.
—Es fenomenal— murmuró como para sí.
—Me alegro de que te guste— manifestó ella—. Debe de ser muy antiguo. Cuando nací yo ya
estaba ocupando ese rincón, y va unido a mis primeros recuerdos. Creo que de chiquitina intentaba trepar
por él para saltar sobre la tapa. No sé cómo no me maté ni cómo no la hundí.
—No me sirve la referencia a tu nacimiento para determinar su antigüedad— comentó él con
guasa—. ¿Y cómo es que saltabas sobre el piano en lugar de aprender a tocarlo? Si yo hubiera estado en
tu lugar…
—Pues porque no. Ese piano ha sido siempre una especie de elemento decorativo, porque no lo
tocaba nadie, que yo recuerde— repuso ella dejándose caer en el sofá—. Supongo que en la tuya
tendríais todo lo que guardara relación con los cerdos que criaba tu padre.
Su frase sonó mal. Sonó como si su padre hubiera sido un porquerizo en lugar de un empresario
que fabricaba conservas de fiambres, por lo que trató de arreglarlo.
—Bueno, no he querido decir eso. He querido decir…
—Déjalo— le aconsejó él—. Tal vez el otro día entendiste que mi padre se ocupaba
personalmente de la cría de esos animales y no es así. En realidad es un hombre bastante estirado que
trata a sus empleados con mucha prepotencia. Él se limita a dar órdenes desde su casa de Guadalajara. A
mí no me gustan los cerdos ni me interesa su cría, pero ahora le llevo a mi progenitor la contabilidad de
su empresa y desde que me ocupo de esos asuntos nos llevamos mejor.
— ¿Y a qué hora te ocupas de esa contabilidad?
—Tengo libres casi todas las tardes y me siento obligado. Es una empresa muy próspera la de mi
padre y él necesita contar con gente que sea de fiar. Te sorprendería saber lo mucho que escasea la gente
decente.
Lo decía como si él fuera el prototipo de lo contrario, por lo que Lydia tuvo que hacer un esfuerzo
para no dejar traslucir la incredulidad que le produjo su comentario. Debía de estar contándole una
bonita historia para ganarse su confianza.
—Voy a poner en funcionamiento la cafetera— le dijo poniéndose en pie—. ¿Te parece bien que
tomemos el café en esta habitación?
Levantó él la mirada hacia el ornamentado techo y la paseó después por las molduras de las
paredes materialmente cubiertas por cuadros al óleo y retratos de personajes antiguos.
— ¿Cuántos salones tienes?— le preguntó.
—Salones, lo que se dice salones, tres. El amarillo, el azul y éste al que llamamos salita de
música, que tiene la tapicería de damasco de color verde.
—Me gustaría que, si no es mucha indiscreción, me enseñaras la casa— insinuó él sin dejar de
observar los elementos decorativos de la salita—. Lo que he visto hasta ahora me ha parecido precioso y
me he dado cuenta por los letreros de la fachada que la tienes en venta.
— ¿Me la quieres comprar?— le preguntó observándole recelosamente. ¿Sería tal vez con el
dinero que había obtenido del botín del atraco?
—No, por supuesto que no, pero es probable que a mi padre le interesara. Está pensando en
jubilarse y quiere venirse a vivir a Madrid.
— ¿Y quién se va a ocupar de su empresa? ¿Tú?
—Es lo que él ha querido siempre, porque soy el mayor, pero tengo tres hermanos, varones los
tres, que estarían encantados de ponerse al frente de la empresa, porque da mucho[PGL2] dinero.
— ¿Y prefieres trabajar en el banco con un sueldo regularcillo a dirigir tu propia empresa
obteniendo pingües beneficios?— le preguntó desconfiadamente.
—No trabajo solo en el banco— le aclaró él—. Por las tardes formo parte de un colectivo con
otros compañeros, que cada uno lleva una materia. Yo me especialicé en tributario y nos va bastante bien.
Hoy por ejemplo he hecho novillos— terminó con guasa.
—Sí y también la otra tarde, cuando te encontré en una cafetería de la plaza de ahí al lado, de la
Puerta de Alcalá.
Se encogió él de hombros.
—No necesito ir todos los días, solo cuando tengo que recibir a un cliente. Esa tarde acababa de
salir del banco y como empezaba a llover entré a tomar un café. Y por cierto, ¿pones tú la cafetera o la
pongo yo? Hace años que vivo solo y se me da muy bien prepararlo.
—La pongo yo— replicó muy digna—. También hace años que vivo sola y no creo que en ese
aspecto me puedas enseñar nada. ¿Has dicho que quieres tomar el café aquí?
—No lo he dicho, pero sí, me gusta este salón al que llamas salita, aunque por sus dimensiones
merecería que la designaras con el aumentativo.
—Le puedes poner el nombre que más te guste— le concedió magnánimamente ella—. No te
muevas de aquí que ahora vuelvo.
Se dirigió apresuradamente a la cocina y una vez allí encendió la vitrocerámica poniendo encima
la cafetera. Luego sacó de un armarito el juego de café de porcelana más bonito que tenía colocándolo en
una bandeja de plata con un pañito de encaje almidonado. Sin saber por qué quería demostrarle que, no
solo dominaba las faenas domésticas, sino que también su casa contenía el mobiliario y el menaje más
exquisito. Llevó la bandeja a la salita dejando las tazas, la tetera y el azucarero sobre la mesita de
cristal, delante del sofá, y regresó a la cocina a por la cafetera y por el plato de bizcochos. Eduardo se
levantó del piano en cuanto la vio entrar y se acomodó en un sillón junto a ella, que lo hizo en el sofá.
—Este bizcocho tiene una pinta estupenda— le alabó él.
—Es una receta de familia— mintió Lydia dándose importancia—. No sé si fue mi abuela o mi
bisabuela la que la transmitió a sus descendientes femeninas, porque entonces los hombres no cocinaban
ni hacían bizcochos. Mi padre presumía de no haber entrado nunca en la cocina.
—Y el mío— corroboró él— En cambio yo, como ya te he dicho— guiso bastante bien.
— ¿Y sabes hacer bizcochos?
—No, no. Quiero decir que sé guisar lo bastante para sobrevivir. Cuando me mude a mi casa
nueva, pienso invitar a mis padres a cenar y quiero sorprenderles. Tal vez estés dispuesta a transgredir
los secretos familiares y darme la receta de algún plato especial, de un rof beef, por ejemplo.
Había servido Lydia el café en las tazas y aunque no había preparado un roast beef en su vida, se
apresuró a asentir confiando en que vendría la receta en el libro de cocina que había vuelto a dejar en la
librería el despacho.
— Cuenta con ello— le aseguró muy sería.
Se retiró Eduardo los mechones de cabello húmedo que le resbalaban sobre la frente y como si
hablara consigo mismo murmuró:
—Quiero también demostrarle a mi padre esa noche que me va muy bien económicamente, aunque
no he necesitado su ayuda a ese respecto. Él parece creer que al margen de su empresa no es posible
prosperar.
— Has pensado deslumbrarle con tu casa nueva y con el coche que te acabas de comprar ¿no es
eso?— apuntó ella.
—Bueno, podría decirse que sí.
Se había quedado pensativo con la mirada perdida en un cuadro cubista de la pared que
representaba a unos distorsionados arlequines. Al parecer lo había pintado un alumno de Picaso y Lydia
había intentado venderlo en varias ocasiones, sin éxito. A ella le parecía horrible por mucho mérito que
pudiera tener. ¿En qué estaría pensando él?, se preguntó viéndole como lo observaba sin quitarle ojo.
¿Sería un entendido en pintura y estaría evaluando lo que se podría obtener por su venta? Lo que había
sacado Lydia en conclusión de lo que acababa de comentarle era que un posible motivo para que se
hubiera prestado él a cooperar con los atracadores residía precisamente en ese interés que había
reconocido de impresionar a su padre. Les había dicho que le había tocado la lotería, pero si no era
cierto, sus recientes inversiones podían haber sido satisfechas con la parte del botín que le hubiera
tocado después de repartirlo con los otros tres.
Acababa de abandonar la contemplación del cuadro y había tomado él un trozo de bizcocho.
Debió de gustarle, porque murmuró en cuanto pudo pronunciar las palabras:
—Buenísimo, está buenísimos.
Sí que lo estaba, por lo que se arrellanó más tranquila en el sofá respirando hondo.
— ¿Cuánto pides por el piano?— le preguntó él entre bizcocho y bizcocho.
—Pues… pues no lo sé, tengo que informarme primero y hablar con mis dos tías. Son las
hermanas mayores de mi madre y nacieron en esta casa, por lo que, aunque cuando murió mi abuela en la
herencia se le adjudicó a mi madre, la siguen considerando como suya y no me permiten hacer muchos
cambios.
—Pero en los balcones tienes un letrero de “se vende”— objetó él.
—Sí, pero porque mientras vivió mi madre con el importe de su pensión no llegábamos a fin de
mes y después, cuando falleció, estuve dos meses sin encontrar trabajo. Tuve la inmensa suerte de que me
contratarais en el banco, aunque tengo la impresión de que en la entrevista no quedé muy lucida.
Levantó él la mirada de su taza de café y la observó impasible. Al menos Lydia no consiguió
adivinar lo que pudiera estar pensando y como le pareció que debía dirigir la conversación por esos
derroteros para averiguar lo que le interesaba, insistió:
— ¿No se me notaba que estaba pasando un rato infame? Me sentía fatal. Tiesa como un huso y se
me quebraba la voz en cuanto hilaba dos palabras. Y para colmo estaba lo del otro banco, lo del
Ultramar. Lo sabías y no me preguntaste nada.
Sonrió él ahora, pero sus ojos permanecieron serios.
— ¿Y qué querías que te preguntara? ¿Qué cuánto dinero te había correspondido a ti en el reparto
del botín? No creo que hubiera sido procedente. Di por hecho que no habías tenido nada que ver.
—Pero me seleccionaste entre otros quince aspirantes que no tenían ese desgraciado antecedente
y si una experiencia similar. ¿Quién lo decidió?, ¿don Hermenegildo?
—No, de las cuestiones de personal me ocupo yo. Lo decidí yo.
Llegó a la conclusión Lydia de que solo con un café y unos bizcochos no conseguiría sonsacarle y
tuvo una idea luminosa. En la nevera tenía todavía una botella de cava. La que no habían llegado a
tomarse Raúl y ella la noche en la que cenaron huevos fritos y celebraron su reencuentro. ¿Aguantaría
bien Eduardo el alcohol?
—Me alegro de que te haya gustado el bizcocho— le dijo—. Es mi especialidad. ¿Te apetecería
que tomásemos ahora una copita de cava? Quiero celebrar que al fin ha aparecido un posible comprador
de esta casa.
— ¿No es un poco prematuro?— se alarmó él.
—Sí, pero no importa. Tampoco sé si mis tías me darían su aprobación, pero durante dos largos
años he estado esperando que se interesara alguien por este piso, infructuosamente por cierto. Es una
novedad que merece un brindis.
Debió parecerle a él un poco absurda la proposición, pero cuando regresó ella de la cocina con
la botella y dos copas le cogió aquélla y la descorchó. Llenó seguidamente las copas y levantó la suya en
alto.
— ¿Por qué brindamos?
— ¿Por el primer comprador de este piso?— propuso Lydia en tono interrogante.
—Repito que brindar por ese posible comprador me parece prematuro. Podemos brindar por
nosotros, ¿qué te parece? Por muchas celebraciones futuras con muchos bizcochos.
—De acuerdo— convino ella, que hubiera brindado hasta por la cuestión más estúpida con tal de
que él bebiera alcohol. Tomó un sorbito y se recostó en el respaldo del sofá con la copa en la mano—.
Está bueno, ¿verdad?
Miraba Eduardo la marca de la botella y asintió.
—Si, veo que tienes buen gusto y que compras el cava más caro del mercado.
Lo había comprado Raúl que era el que tenía gustos caros, pero decidió ella apuntarse el tanto.
—Sí, no suelo beber, pero cuando lo hago me gusta que lo que tomo sea de calidad. ¿Acostumbras
a beber tú?
Se lo preguntaba con la intención de averiguar si se achisparía con facilidad y si con un par de
copas se iría de la lengua. Él meneó negativamente la cabeza.
—No, no tengo tiempo y además necesito tener la cabeza despejada.
—Yo también— dijo ella notando que algo burbujeante le bajaba por la garganta y le fluía por
todo el cuerpo al tomar otro sorbito— ¿Te conté lo que me pasó anteayer?
—No, ¿qué que te pasó?
—Fue por la tarde. Volvía de la comisaria, de visitar a Bermúdez.
—Qué mal gusto— bromeó Eduardo.
—Sí, la tiene tomada conmigo y pensé que si le demostraba que estaba dispuesta a colaborar, me
dejaría en paz. El caso es que la mañana del atraco, cuando estaba en el armario e irrumpieron los
ladrones, me quedé allí encogida, pero de pronto se me ocurrió hacerles unas fotos con el móvil—.
Escrutó atentamente su expresión mientras se lo comentaba, pero él no hizo el menor gesto, por lo que
tomó otro sorbito de cava y continuó—: Alguien me las borró del móvil, pero el día del atraco cuando
llegué a casa las había pasado al ordenador para ampliarlas mejor. Al ordenador que tengo aquí, en el
despacho.
—Pero eso es estupendo. ¿Se les veía bien a esos tipos?
Vaciló ella imperceptiblemente, preguntándose qué debía contestarle. Decidió contestarle con una
mentira y estudiar su reacción.
—Se notaban algunos detalles de su fisonomía en los que ninguno habíamos reparado
anteriormente.
Continuó impasible mirándola fijamente con sus claros ojos azules.
—Ya, ¿y qué le parecieron al inspector?
—No le debieron gustar, porque me dijo que todo estaba en contra mía y que en cuanto terminara
de reunir las pruebas necesarias me detendría.
—Pues no lo entiendo— comentó perplejo—. Si estuvieras compinchada con los ladrones no les
hubieras hecho esas fotos y mucho menos se las hubieras llevado a él, ¿no te parece?
—Eso es lo que le repliqué yo a él, pero Bermúdez le debió parecer otra cosa, porque me
amenazó con meterme en chirona a la primera oportunidad.
—Ya— murmuró él por todo comentario.
—Pero ahora falta lo mejor, que es lo que no te he contado aún— siguió Lydia—. Cuando entré en
el piso vi que estaba cortada la luz eléctrica, por lo que fui a la cocina a restablecer la conexión en el
cuadro eléctrico. Entonces oí los pasos de alguien en el vestíbulo y a los pocos minutos o quizás
segundos se marchó.
La había escuchado él sin apartar la mirada de su rostro ni interrumpirla y ahora le preguntó:
— ¿Y no tienes alguna idea de quién pudo ser ni de qué buscaba? ¿Forzó la cerradura?
—No y lo que buscaba eran esas fotos, porque luego comprobé que me las había borrado del
ordenador. Suerte que las había archivado previamente en este pendrive.
Lo sacó de su bolso y se lo enseñó, dejándolo después sobre la mesita de cristal, junto a la
bandeja con el juego de café.
—Lo que no sé es cómo pudo entrar ese hombre en este piso— continuó apurando lo que le
quedaba en la copa—. Creo que sé quién es. Un hombre muy alto y canoso, que lleva un abrigo oscuro.
Me ha seguido varias veces por la calle y anteayer también. Le perdí de vista cuando alcanzamos ambos
la puerta de entrada de coches del Retiro y pienso que él debió aprovechar esos momentos en los que
sabía que no estaba en casa para entrar en ella y borrarme las fotos.
— ¿Piensas que ese hombre es uno de los atracadores?
—Podría ser el ladrón más alto. Medía por lo menos un metro noventa centímetros, pero el que
entró a robarnos esa mañana me pareció más joven, aunque solo pude verle los ojos.
—Pero por las noticias que tengo, él no te vio, ya que estabas dentro del armario. ¿Por qué habría
de perseguirte ahora?— objetó él dubitativamente.
Frunció Lydia los labios con un mohín.
—Si es cierto lo que opina Bermúdez, la explicación está muy clara. Él cree que hay un topo entre
nosotros, que les habrá dicho a esos tipos que yo les vi desde el interior del armario.
Tampoco ahora esbozó él el menor gesto.
— ¿Un topo? No lo creo. Si lo dice el inspector por esa mujer que llamó por teléfono a la
empresa de seguridad para que desconectara las cámaras de vigilancia está claro que tuvo que ser una
persona ajena al banco. Lo que no sé es cómo pudo entrar en la oficina antes de que llegara Fermín, que
por cierto encontró la puerta cerrada con llave y el cierre metálico echado y llegó tan solo unos minutos
después de que esa mujer efectuara la llamada.
—Es incomprensible, pero cierto. Esa mujer estaba dentro del banco cuando llamó, porque la
empresa marcó a su vez el número de mi teléfono y ella contestó. Además, conocía la contraseña. Me
dijiste que solo la sabíais don Hermenegildo y tú.
—Y Sofía también la sabía ese mes.
—Pero Sofía no ha sido.
—No, claro que no.
— ¿Y le has dicho al inspector Bermúdez que ese hombre canoso te sigue?
—Sí, pero no me ha hecho caso— balbuceó notando que empezaba a notar la lengua espesa—.
Tampoco me lo hizo cuando el que me seguía era un chico con una bufanda de cuadros escoceses. Se lo
conté y se limitó a enarcar las cejas. Esas cejas tan peludas que tiene.
— ¿Te seguía un chico con una bufanda?
—Sí, se vino detrás de mí hasta Puertollano.
— ¿Hasta Puertollano?
—Sí.
—Pues está bastante lejos. ¿Y se te acercó?
—No…, que va— tartamudeó con la mente tan pesada como si la hubiera invadido una nube de
algodón.
Se inclinó Eduardo hacia ella en su butaca para mirarla más de cerca.
— ¿Te encuentras bien?
—De maravilla— articuló a duras penas. Vagamente pensó que no debía de haber bebido. A él no
parecía haberle hecho ningún efecto las dos copas que se había tomado y en cambio ella con un solo
sorbito se sentía flotar en el aire.
—Pues aunque estés de maravilla, no bebas más— decidió Eduardo quitándole la botella cuando
hizo intención de llenar de nuevo su copa—. Como has dicho antes, no tienes costumbre y me temo que te
estés amonando.
— ¿Yo?, qué va— negó con una risa floja—. Me siento bien…, como nunca. Lo que me sucede
es… es que tengo sueño. Siempre duermo un ratito la siesta y hoy no he tenido tiempo… porque tenía que
limpiar el polvo.
Le pareció que él volvía la cabeza para mirar el piano de cola, cuya opaca superficie desmentía
lo que acababa de decir ella.
—Claro, creo que lo mejor sería que me marche para que puedas acostarte— le oyó decir como
en sueños.
Comentó él algo a continuación, pero oyó que su voz se alejaba y que una bruma espesa se
apoderaba de su mente al tiempo que cerraba los ojos.

Se despertó de pronto y se incorporó notando un espantoso dolor de cabeza. Estaba echada en el


sofá verde de la salita de música completamente vestida con la ropa de la víspera. Por el balcón se
filtraba la luz rosada del amanecer, por lo que consultó la hora en su reloj de pulsera. Eran las cinco de
la mañana. ¿Se habría quedado dormida hablando con Eduardo?
Se sentó en el sofá y trató de recordar los sucesos de la tarde anterior, pero solo logró recuperar
retazos sueltos de la conversación que habían mantenido y la flojera que había experimentado con el par
de copas de cava que se había tomado. Creía recordar que él se había quedado tan fresco.
En la mesita de cristal ya no estaba el juego de café. ¿Lo habría llevado él a la cocina? Se levantó
pesadamente y se encaminó hacia esa habitación con la sensación de haberse convertido en un barco que
navegase a la deriva en un mar encrespado. Por el pasillo fue palpando las paredes para no caerse y ya
en la cocina vio la bandeja de plata con el juego de café sobre la encimera y el plato que había contenido
los bizcochos completamente vacío.
Retrocedió dando traspiés hasta la salita de música tratando de hacer memoria. Había algo que
había dejado sobre la mesita que era importante y que debería recobrar antes de meterse en la cama de su
cuarto, ¿pero qué era? Lo recordó de improviso. Era el pendrive que le había mostrado a Eduardo con
las fotos de los ladrones. Las que les había tomado desde el interior del armario. Pero en la mesita ya no
estaba. ¿Se lo habría llevado también Eduardo a la cocina junto con el juego de café?
La inquietud la ayudó a recuperar el equilibrio y regresó a la cocina con mayor ligereza que antes.
Pero no, desde la puerta vio la encimera vacía, si se exceptuaba la bandeja de plata que contenía tan solo
el juego de café y el plato vacío. Volvió nuevamente a la salita de música. ¿Se lo habría guardado
Eduardo en el bolso, que había dejado ella en el suelo al lado del sofá? Lo revolvió cada vez más
nerviosa y cuando se convenció de que entre las múltiples y variadas cosas que había en su interior no se
encontraba el pendrive se encaminó al despacho. ¿Se lo habría dejado al lado del ordenador?
Cuando se convenció de que tampoco estaba allí pasó revista a su dormitorio, al cuarto de baño y
terminó por inspeccionar todas las restantes habitaciones que no utilizaba y que olían a cerrado.
Finalmente volvió a su cuarto y se dejó caer en la cama. ¿Se lo habría llevado él?

—CAPÍTULO XIII—

S ofía la recibió recelosamente el día siguiente y aguantó unos diez minutos sin
preguntarle cómo le había ido la tarde anterior. Lydia se había tomado una aspirina y se había duchado
con agua fría, pero pese a ello notaba la cabeza pesada y los muebles se balanceaban en torno a ella en
cuanto la movía.
—Pues fue todo bien hasta que se me ocurrió abrir una botella de cava— le comentó
respondiendo a su pregunta—. Me había dicho que a su padre podría interesarle comprarme el piso y
pensé que la noticia merecería celebrarse. La botella estaba en la nevera y el cava fresquito y buenísimo.
No sé cuántas copas tomé, por lo menos tres, y de pronto me entró un sueño horroroso. Creo que antes
estuve riéndome sin venir a cuento y que dije unas cuantas tonterías. Un desastre.
— ¿Y qué hizo Eduardo?— le preguntó Sofía, inclinándose hacia ella sobre su mesa para crear un
clima de confidencialidad.
—Cuando me desperté, a eso de las cinco de la mañana, vi que había llevado el juego de café y el
plato de los bizcochos a la cocina. Me debió tumbar en el sofá de la salita de música antes de marcharse.
Meneó la otra dubitativamente la cabeza.
—Es que el alcohol nos juega malas pasadas a las que no tenemos costumbre de beber—
consideró—. También a mí me pasó algo parecido con Nicolás. Subió a mi casa con unas botellas de
vino y nos las bebimos entre los dos. Amanecí en el sofá de la sala de estar de mi casa con un dolor de
cabeza imponente. Él se había marchado.
— ¿Y eso cuando sucedió?
—Hace poco. Después solamente le he visto una vez y porque le llamé yo. Debió decepcionarle
el verme en ese estado, porque hasta esa noche se había mostrado de lo más solícito. En cambio el último
día… No paró de bostezar y se empeñó en llevarme a casa bien temprano.
—Ya, bueno, olvídalo.
—Es que no consigo entenderlo— manifestó Sofía— Demostraba tanto interés por mí. Y de
pronto…
— ¿Cómo le conociste?— le preguntó Lydia para darle oportunidad de desahogarse.
—Pues aquí, en el banco. Tu mesa estaba vacía, porque ya se había despedido tu antecesora, que
se casó y se fue a vivir a La Coruña. El caso es que Nicolás vino a pedir un préstamo personal y le atendí
yo. Cuando me marché al mediodía estaba en la puerta esperándome y me acompañó a casa. Luego
empezamos a salir. A veces se presentaba aquí, en el banco, se sentaba enfrente de mi mesa y pasábamos
una buena parte de la mañana charlando. En ocasiones me llamaba alguno de los jefes y se quedaba ahí
esperándome—dijo señalando uno de los sillones destinados a los clientes—. Tuve que advertirle que
podía estar buscándome un problema con don Hermenegildo si llegaba a enterarse, pero no me hizo caso.
—Pero cuando yo empecé a trabajar aquí no le vi nunca. ¿Todo eso que me has contado sucedió
antes de que me contrataran?
—Sí, al banco no ha vuelto a venir desde hace más de un mes. Cuando le dije que al día siguiente
iba a tener una compañera de despacho y que no procedía que siguiera apareciendo por las mañanas, dejó
de venir, pero me recogía en mi casa por las tardes.
— ¿Y cuánto tiempo ha transcurrido desde esa borrachera que cogisteis?
Entrecerró Sofía los ojos para concentrarse mejor.
—Pues yo diría que fue a mediados del mes pasado, pero no la cogimos los dos. La enganché yo
sola, porque a él el alcohol no se le sube a la cabeza.
— ¿Y fue a raíz de esa cogorza cuando empezaste a notarle más distante?
Pestañeó la chica perpleja, pero terminó por asentir.
—Pues ahora que lo dices, sí, fue así. ¿Pero por qué me lo preguntas? ¿Piensas que le decepcioné
con todas las tonterías que dije? Sé que hablé y hablé, pero no recuerdo sobre qué versaba la
conversación. Supongo que sobre el banco, sobre don Hermenegildo, sobre el interventor y sobre los dos
cajeros, porque es mi tema de conversación y porque a él le interesaba. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque después de la que cogí yo ayer, pienso que Eduardo se habrá forjado una mala opinión
de mí.
— ¿Y te importa? Recuerda que quedamos en que me lo ligaría yo.
—No me importaría si no le hubiera dado motivo. Tengo además que preguntarle por mi
pendrive. Necesito saber si se lo llevó él anoche.
— ¿Qué pendrive es ese?
—El de las fotos de los atracadores. Lo saqué del bolso y lo coloqué sobre la mesita donde había
puesto el juego de café. Cuando me desperté de madrugada, había llevado él la bandeja con el juego de
café a la cocina, pero el pendrive no estaba. Lo busqué por toda la casa sin hallarlo. Por eso tengo que ir
a su despacho a preguntarle qué hizo con él, pero la verdad es que me da bastante vergüenza
—Pues no le preguntes nada— le aconsejó Sofía—. Después de todo a esos tíos no se les ve la
cara en esas fotos y un pendrive es un chisme muy barato. Te compras otro y en paz.
—No, no. Voy a ir ahora a su despacho a disculparme y a preguntárselo. Dicen que los malos
ratos hay que pasarlos pronto.
—Como quieras. Que tengas suerte.
Se levantó Lydia de la mesa y por un momento sintió que la habitación entera giraba en torno
suyo. Se agarró con ambas manos al respaldo de la silla, preguntándose si se encontraba en condiciones
de realizar el recorrido que mediaba entre los dos despachos y si no sería preferible posponer el mal rato
que estaba segura que iba pasar para otro momento. Pero necesitaba su pendrive. Era la única baza con la
que contaba para convencer al inspector Bermúdez de que no había cooperado con los atracadores, pues
de otra forma no les habría fotografiado. Se desasió de la silla y caminó erguida hacia la puerta con la
cabeza alta. Fuera, en la oficina se había formado como de costumbre una cola ante las cajas, pero era
una cola de unas pocas personas y no llegaba hasta la puerta del despacho de Eduardo por lo que no se
vio obligada a sortearlas. Llamó con los nudillos y al oírle a él autorizándole a entrar asió el picaporte y
empujó la hoja de madera.
Estaba sentado él tras su mesa y al verla enarcó ligeramente las cejas. No llegó a saber Lydia si
se alegraba de verla o si por el contrario le molestaba su presencia, pero avanzó unos pasos dentro del
despacho y le señaló uno de los sillones destinados a los clientes.
— ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto.
Levantó la cabeza hacia él procurando no girar el cuello y cruzó las piernas. Vestía un traje de
chaqueta de espiguilla de color crema y había estrenado medias, por lo que pensó que podía permitirse el
lujo de adoptar esa postura.
—He venido a disculparme por lo que pasó ayer— empezó con voz firme.
— ¿Por lo que pasó ayer?— repitió él en tono interrogante.
—Sí, por haberme quedado dormida. Es imperdonable dormirse cuando se tiene una visita y
todavía lo es más si sucede eso a consecuencia del alcohol.
Sonrió ahora él como si estuviera rememorando lo ocurrido.
—No creo que haya nada que disculpar, ¿no te parece? El cava estaba muy bueno y empinaste el
codo más de lo que tienes por costumbre. Incluso yo, que no me suelo marear con el alcohol, me fui a mi
casa más alegre que unas pascuas.
— ¿De verdad?
—Y tan de verdad. Lo cierto es que lo pasamos muy bien y por mi gusto podríamos repetirlo.
Hasta podría tocarte algo en tu piano de cola. ¿Te gusta “El concierto de Aranjuez”?
—Sí, claro.
—Pues trato hecho. Tú preparas un bizcocho y yo toco ese concierto.
Se reía al decirlo, por lo que Lydia se preguntó si no le estaría tomando el pelo. Como no llegó a
una conclusión adoptó una posición digna.
—Yo venía también a preguntarte por mi pendrive. Creo que lo dejé sobre la mesa de la salita de
música, pero esta mañana ya no estaba.
—Lo tengo yo— repuso Eduardo con lo que a Lydia le pareció de una frescura impresionante.
— ¿Qué lo tienes tú? ¿Y por qué lo tienes tú?— se enfadó ella.
— ¿Qué por qué? Te pregunté si me lo podía llevar para ver las fotos en el ordenador y me dijiste
que sí.
— ¿Qué yo te dije…? ¿Cuándo te dije eso?
—Cuando te lo pregunté— repuso riendo de nuevo—. Pero te lo voy a devolver ahora mismo
porque lo tengo aquí.
Lo sacó del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó.
— ¿Y para qué lo querías?— inquirió ella.
—Ya te lo he dicho, para ver las fotografías en el ordenador y comprobar si me daban alguna
pista. También Bermúdez sospecha de mí. El hecho de que hubiera olvidado el día anterior mi abrigo en
el armario de este banco, unido a que me haya comprado recientemente una casa y un coche son
circunstancias tan importantes como las tuyas para que me haya colocado en su punto de mira. Creo que
tú y yo somos sus sospechosos principales.
También lo era él para Lydia, por lo que le observó desconfiadamente. Rememoró la
conversación que había mantenido Eduardo un par de días antes con don Hermenegildo en el despacho de
éste último y que había escuchado ella cuando había subido a la planta superior a pedirle la llave para
poder salir de la oficina y se dijo que no podía fiarse de él, pero que le convenía aparentar lo contrario.
Él parecía encontrarla atractiva, por lo que debía aprovechar esa circunstancia para sus fines. Sus
miradas se cruzaron cuando levantó la cabeza hacia él y le dio la impresión de que estaba leyendo sus
pensamientos en ese momento, por lo que se rebulló inquieta en su sillón.
— ¿Y has mirado ya las fotos?— le preguntó tratando de disimular el embarazo que sentía.
—Sí, anoche en el ordenador de mi casa.
— ¿Y qué te han parecido?
—Pues… pues no sabría decirte. El más alto me ha recordado a un tipo de una estatura
aproximada y muy desgalichado al que he visto en el banco a menudo últimamente ingresando pequeñas
cantidades de dinero en la caja. Le he preguntado a los dos cajeros y han coincidido conmigo en que
podría ser el mismo. Y el de estatura mediana… a ese hombre le he visto yo antes en alguna parte,
probablemente en este banco también.
—No sería nada raro— convino ella más tranquilizada, por haber desviado de sí misma la
atención de él —. Parece lógico que antes de dar el golpe hayan estado explorando el terreno. ¿Y te has
fijado en el bajito?
—Sí, pero ese no me ha dicho nada.
—Pues deberías haberte dicho algo, porque es una mujer. No se le nota demasiado, porque lleva
un chaquetón muy amplio, pero no ha podido disimular la amplitud de sus caderas. ¿No recuerdas a
ninguna cliente bajita de este banco con un trasero imponente?
Volvió a reír él al oírla.
—Para pasar por un hombre sí resulta bajito, pero si era una mujer tendría una estatura corriente,
como la tuya más o menos.
La consideración que hacía de su estatura la irritó y dejó escapar un resoplido, a la par que movía
la cabeza con la consecuencia que el despacho entero giró a su alrededor durante una décima de segundo.
—Para que lo sepas, yo no tengo nada de bajita, ni siquiera tengo una estatura corriente.
— ¿No?, ¿cuánto mides? ¿Uno setenta más o menos?
—Sin menos, uno setenta. Comprendo que al lado de la tuya, gigantrópida, te parezca corriente la
mía, pero debes de saber que está por encima de la media.
—Vale, vale— dijo él levantando una mano como si pidiera una tregua—. Dejemos en paz
nuestras respectivas estaturas. Estábamos en que el atracador bajito es una mujer, que al alto le hemos
visto aquí con frecuencia y que el mediano también me suena de algo, aunque no sé de qué. Esa manera
de apoyarse en el mostrador de las cajas…
Se preguntó Lydia si no estaría él apuntando a esas pistas para desviar las sospechas sobre él,
pero pensó que no perdía nada por aparentar que le seguía la corriente, por lo que se inclinó hacia él
para proponerle:
—Oye, si estás en lo cierto quizás pudiéramos averiguar quiénes eran esos tipos.
— ¿Sí?, ¿cómo?
—Para empezar, tenemos que identificar al larguirucho. Si ha estado ingresando pequeñas
cantidades de dinero en caja durante el mes pasado, Fermín y Lucas tienen que tener sus datos
personales. Todo consiste en revisar los nombres de los que hayan estado efectuando esos pequeños
ingresos durante ese lapso de tiempo. No creo que sean muchos
—Tienes razón— aprobó él—. Vamos a pedirle a cualquiera de los dos que nos imprima ese
listado.
—Creo que será mejor que se lo pidas tú, que para eso eres el subdirector—. Le animó Lydia,
que no estaba muy segura de poder llegar hasta las cajas sin hacer eses—. Te espero aquí.
—De acuerdo. Volveré enseguida— le dijo Eduardo bordeando la mesa y dirigiéndose hacia la
puerta para salir a la oficina a continuación,
Lydia se quedó sola en el despacho con un nerviosismo creciente. Ya no sabía qué pensar. No
sabía si podía confiar en Eduardo o si por el contrario estaba él intentando despistarla con líneas de
investigación que no conducían a ninguna parte. Pero si él era inocente, ¿sería posible desenmascarar a
los ladrones por las fotografías que había hecho ella? Debían de tener más importancia de la que le
habían dado la mayoría de las personas que las habían visto, porque se las habían intentado borrar del
móvil y del ordenador. ¿Averiguando la identidad del larguirucho llegarían a saber también quién era el
topo que les había ayudado desde el interior del banco?
Eduardo estaba tardando en regresar y de improviso sintió curiosidad por averiguar algo.
¿Conservaría todavía debajo de la carpetilla de piel que tenía sobre la mesa el periódico atrasado con la
entrevista que le había hecho a ella aquel periodista tan pesado a raíz del atraco al banco de Ultramar?
Aguzó el oído para tratar de percibir el ruido de pasos acercándose al despacho. El silencio era absoluto
desde el lugar en el que se hallaba y se puso en pie para apoyarse en la mesa y levantar el extremo de la
carpetilla. El periódico seguía allí. ¿Por qué le interesaría tanto a Eduardo ese suceso si consideraba que
no había estado involucrada en el asalto al banco de Ultramar? Quizás fuera a ese asunto a lo que se
referían don Hermenegildo y él la otra tarde y conservaba al periódico para refrescarle la memoria al
inspector Bermúdez en caso de necesidad. Quizás fuera él un magnífico actor y representara con ella el
papel de un camarada que compartía con ella el de inocente injustamente perseguido por la policía. De
todas formas le seguiría el juego, pero sin bajar la guardia.
Ya regresaba él, porque, aunque tenues, podía escuchar sus pisadas acercándose. Segundos
después se abrió la puerta y entró él con unos papeles en la mano y aire victorioso.
—Aquí lo traigo— manifestó enseñándoselo— He hecho una fotocopia para que podamos los dos
señalar al mismo tiempo los nombres de las personas que han ingresado pequeñas cantidades durante el
mes pasado y que nos parezcan más probables.
Le entregó una de las copias y un rotulador fluorescente amarillo, animándola a que se apoyara en
la mesa por el lado contrario al de él para realizar el cometido que le había indicado. Empezó Lydia por
tachar todos los nombres de mujeres y fue coloreando después los que se referían a nombres de hombres
que habían efectuado durante el mes más de un ingreso. No había más de cinco y cuando terminó levantó
la cabeza para ver si había terminado él. Estaba acodado en la mesa y la estaba mirando.
— ¿Cuántos has anotado?
—Cinco, ¿y tú?
—También.
—Ahora tenemos que preguntarle a Lucas si recuerda el aspecto que tienen estos cinco— Decidió
Eduardo poniéndose en pie nuevamente—. Ahora vuelvo.
Regresó minutos más tarde con el chico que envolvió a Lydia en una mirada de reproche a la que
se hizo la desentendida. Se había negado ella en los últimos días a permitirle que la acompañara a su
casa y a tomar una caña con él al salir de la oficina y se sentía ofendido, pero consideraba preferible que
se diera cuenta cuanto antes que era mejor que se olvidara de ella. Ni su aspecto ni su manera de ser le
gustaban. Hubiera preferido Lydia dárselo a entender sin ofenderle, pero no parecía él entender las
indirectas.
Tomó asiento Lucas en la otra butaca destinada a los clientes y repasó los nombres señalados en
la lista con el ceño fruncido.
—Recuerdo a este señor— les dijo señalando uno de los nombres y dirigiéndose exclusivamente
a Eduardo—. Es un jubilado, dueño de una mercería que regenta su hija en la actualidad y que ingresa una
vez a la semana el importe de las ventas. Puedes tacharlo porque no es un hombre alto.
—De acuerdo— aprobó Eduardo—. ¿Y te suena alguno de los cuatro nombres restantes?
Meneó negativamente la cabeza el chico después de considerarlo con los ojos entrecerrados.
—No, comprende que son muchos los que ingresan dinero en efectivo a diario. Es imposible
retener sus caras ni sus nombres.
Continuaba hablando con Eduardo, ignorando a Lydia como si no estuviera presente, lo que le
valió una sonrisa irónica de Eduardo, que le pidió:
—Haznos el favor de preguntarle a Fermín. Tal vez recuerde él algo más
Le entregó sus folios con sus tachaduras y sus nombres coloreados y el chico salió muy digno del
despacho sin dirigirle a ella ni una sola mirada. Eduardo se echó a reír cuando cerró la puerta tras él.
— ¿Qué le has hecho a Lucas?— le preguntó humorísticamente—. No parece dispuesto a
perdonarte la vida.
—No le he hecho nada— protestó ella—. Puede que considere él que la culpa es mía y que me
paso de convencional, pero no me gusta la gente que busca llamar la atención por estrafalaria. Debería
entenderlo y buscarse una chica tan extravagante como él. Hay muchas.
—Puede ser— contemporizó Eduardo— pero vamos a lo importante. ¿Qué hacemos ahora? Aún
nos quedan cuatro nombres en la lista.
—Tenemos sus direcciones— apuntó ella—. ¿Qué te parece si nos metemos a detectives?
— ¿Apostándonos frente a su portal hasta que les veamos salir? Me parece cansado. También
podríamos llevarle la lista el inspector Bermúdez y que sea él el que investigue si uno de esos cuatro es
un tipo muy alto y desgalichado. Después, tirando del hilo, averiguará quienes son los otros dos. Creo
que sería lo mejor.
—De acuerdo— aprobó Lydia— Llámale por teléfono y pregúntale si puede recibirnos esta tarde.
Podríamos tomar algo por aquí cerca e ir a verle después. ¿Qué te parece?
—Mejor que lo de hacer guardia frente al portal de los cuatro de la lista— bromeó Eduardo—.
Así se convencerá ese hombre de que somos más inocentes que dos recién nacidos.
Parecía tan sincero que volvió Lydia a preguntarse si no habría interpretado mal la conversación
que había oído dos días antes. Claro que era posible que cuando hablaban de una chica a la que habían
utilizado en su provecho no se estuvieran refiriendo a ella, pero dadas las circunstancias le daba la
impresión de que la interpretación que había hecho en su momento era la más acertada. Le contempló en
silencio mientras marcaba el número de teléfono del policía y le oyó hablar con él. Luego se dirigió a
Lydia.
—Dice que nos espera a las cuatro, así que haremos lo que has sugerido antes. Tomar algo por
aquí cerca y dirigirnos después a la comisaría. Piensa tú cómo nos quitamos de encima a Sofía y a Lucas,
porque se empeñarán en acompañarnos
—Podemos decirles que Bermúdez nos ha citado exclusivamente a nosotros dos, ¿qué te parece?
—A mí bien.
—Pues haremos eso. Y ahora, tenemos que trabajar, así que voy a regresar a mi despacho— dijo
ella poniéndose en pie—. Sofía estará preguntándose que donde me he metido y no quiero que me riña.
Salió del despacho con la cabeza alta, sin mirar a derecha ni a izquierda y se dirigió en línea
recta al que compartía con la otra. Ésta levantó la cabeza en cuanto la oyó entrar.
¿Qué, cómo te ha ido?
—Bien— repuso ella— Me ha devuelto mi pendrive. Al parecer me lo pidió cuando ya estaba
como una cuba y le dije que sí, que podía llevárselo, aunque no lo recuerdo. Ha estado examinando las
fotografías que tomé con el móvil y dice que durante el último mes cree haber visto a un hombre de una
altura y de una complexión similar a la del ladrón más alto ingresando en varias ocasiones pequeñas
cantidades de dinero. Lucas nos ha facilitado un listado con las personas que han ingresado dinero en
efectivo durante el mes pasado. Después de tachar a las mujeres y a los que no cumplían los requisitos,
nos han quedado cuatro. Hemos quedado esta tarde con Bermúdez para llevarle esa lista y para que lo
investigue.
—Eso es fenomenal— aprobó Sofía— Sería estupendo que gracias a las fotos que hiciste pudiera
el inspector descubrir a los culpables. Y eso que no se les ve la cara a esos tipos— consideró arrugando
el entrecejo.
—Es que el más alto tenía una estatura muy poco frecuente. Mediría cerca de dos metros.
—Sí, más o menos como Eduardo. ¿Se le ha ocurrido a él solo o le has dado tú la idea?
Meneó Lydia negativamente la cabeza.
—No, se le ha ocurrido a él.
—Es que Eduardo es muy inteligente— opinó Sofía acodándose en la mesa para apoyar
pensativamente la mejilla en una mano— No sé por qué no me fijaría en él en lugar de en Nicolás, porque
creo que ya le gustaba entonces y me habría ido mejor con él que con el otro. No sé si te lo he contado,
pero me echó un rapapolvo una mañana en la que Nicolás vino y se metió en mi despacho a charlar.
Estuvo más de dos horas.
— ¿Y qué pasó?
—Que Eduardo me llamó por el teléfono interior y me pidió que fuera a su despacho. Allí me dijo
que esperaba que no se volviera a repetir.
Pensó Lydia que era bastante absurda la deducción que sobre el comportamiento de Eduardo
había hecho Sofía. Cualquier jefe hubiera llamado al orden a su empleada si ocupaba ésta las horas de
trabajo en charlar con su novio. Y entendía todavía menos que la conclusión que hubiera sacado Sofía de
ese episodio era que le molestaba a él que charlara con ese chico por celos. Por lo que ella había podido
apreciar, a Eduardo no le interesaba en absoluto Sofía, aunque sí la apreciaba como compañera de
trabajo, pero obviamente no se lo podía decir.
— ¿Y qué pasó después?— le preguntó.
—Que tuve que pedirle a Nicolás que no volviera a aparecer por el banco.
— ¿Y se molestó?
—Sí, mucho. Un par de días más tarde te incorporaste tú al despacho.
—Ya—murmuró distraídamente Lydia que apenas si la había escuchado concentrada como estaba
en poner en orden el cerro de papeles que tenía sobre la mesa.
— ¿Y a qué hora me has dicho que habéis quedado con Bermúdez?— insistió Sofía sin reparar en
que la otra pretendía abismarse en la lectura de un documento.
—A las cuatro— replicó lacónicamente ella.
— ¡Ah!, pues estupendo. Podemos comer los tres en esa cafetería de la plaza. Los tres o los
cuatro si se viene también Lucas, y vosotros os vais luego a la comisaría. Mañana me contarás que os ha
dicho Bermúdez.
Eduardo se presentó en el despacho un par de minutos antes de que finalizara la jornada y aunque
no esbozó el menor gesto cuando advirtió que Sofía había decidido comer con ellos, sí notó Lydia que no
le había gustado el cambio de planes. Y todavía menos le gustó que a la salida se les uniera Lucas con
cara de fiera. Echaron a andar los cuatro hacia la plaza y éste último hizo lo imposible por mantenerse lo
más alejado posible de Lydia. Ya en la cafetería tomaron asiento en una mesa en la terraza, y él fue a
acomodarse apresuradamente al lado de Eduardo, enfrente de las dos mujeres. Luego aprovechó todas las
oportunidades para dirigirse a los otros dos como si ella no estuviera presente y cuando ella tomaba la
palabra fingía no haberla oído. A Lydia empezó a irritarle la actitud del muchacho. Si le molestaba
tenerla delante podía haberse ido a comer a su casa en lugar de pegárseles como una lapa con expresión
de dignidad ofendida. Estuvo por decírselo, pero pensó que crearía una situación incómoda y que los
otros dos no tenían la culpa.
—Pues parece que a don Pascual se le han solucionado todos los problemas— comentaba Lucas
en ese momento en que el camarero acababa de servirles lo que habían pedido—. Ya sabes, Sofía, Con lo
mal que lo ha pasado el pobre últimamente. Porque supongo, Eduardo, que sabrás que se había quedado
en números rojos.
No tenía noticias Lydia de tal hecho, pero no quiso darle a él el gustazo de preguntarle el motivo y
de que no le contestara, por lo que se abstuvo prudentemente de abrir la boca. Fue Sofía la que comentó:
—Sí, ya le había advertido yo de que esas operaciones eran muy arriesgadas, pero no me quiso
escuchar. Juega muy fuerte a la Bolsa y ya se sabe que unas veces se gana y otras se pierde. El mes
pasado perdió mucho dinero y estaba pensando en hipotecar su casa, pero afortunadamente no ha sido
necesario, porque se le ha resuelto el problema de la noche a la mañana.
— ¿Y cómo se le ha resuelto?— le preguntó Lydia a Sofía, ya que al parecer era ella la única que
no estaba enterada.
—Pues no lo sé. Él me ha dicho que había vendido unos valores que habían experimentado de
improviso una considerable subida, pero lo cierto es que no los tiene depositados en nuestro banco, lo
que me parece muy curioso.
— ¿Solo curioso?— protestó Lucas elevando el tono—. Eres muy benévola. A mí me parece una
deslealtad. ¿Cuántos años lleva don Pascual como interventor en el Atlantis? Al menos cinco años. Pese a
ello se ha servido de los servicios de otro banco depositando en esa entidad los valores que le han
salvado de la ruina. ¿No os parece que lo que ha hecho está muy feo?
Esbozó Sofía un mohín de disgusto al oírle meterse con su jefe.
—Lo importante es que ha solucionado el problema, ¿no crees? ¿Qué importa el banco de que se
haya servido? Lo trascendente es que ha conseguido resolverlo por esta vez, aunque ya veremos en el
futuro, porque siempre ha pretendido vivir por encima de sus posibilidades.
—Eso es muy peligroso— consideró Lydia.
Lucas hizo un gesto que enlazaba con lo que había dicho Sofía para que quedara patente que no la
había oído a ella.
—Es que tiene muchas pretensiones.
Eduardo, que hasta ese momento no había pronunciado una sola palabra, sonrió irónicamente tras
dirigirle una mirada al otro muchacho y a Lydia, como si le divirtiera la actitud de éste.
—Tiene gustos caros— comentó.
—Y una mujer con unos gustos más caros todavía— añadió Lucas rencorosamente—. Pertenece a
la jet o ella se lo cree y le obliga a gastar en trivialidades absurdas. Si no fuera yo cajero del banco no lo
sabría, pero como lo soy…
Lo decía con orgullo mal disimulado, como si lo considerara un privilegio o poco menos.
—Ella es hija de un empresario muy acaudalado y supongo que antes de casarse con él se habría
acostumbrado a gastar— consideró Sofía. Y como estaba deseando cambiar de conversación y que
dejaran en paz a su jefe, se dirigió a Eduardo, sentado enfrente de ella, para preguntarle—: ¿Y qué crees
que opinará Bermúdez de lo que vais a contarle? ¿Crees que se lo tomará en serio e investigará a los
cuatro de la lista que habéis seleccionado?
Fue a contestarle Eduardo, pero Lucas, que estaba a su lado, se le adelantó.
—Soy despistado, pero no recuerdo a ningún cliente que se haya presentado a menudo a ingresar
dinero y que sea tan alto como el atracador que te tiró al suelo, Sofía. Ese hombre tenía una estatura fuera
de lo normal y supongo que me habría llamado la atención.
Le dio la impresión a Lydia que su comentario se expandía por el aire y que dibujaba luego un
círculo alrededor de ellos con un signo de interrogación en sus dos extremos. No lo había pensado antes
¿pero cómo era posible que Eduardo, que no atendía a los clientes que ingresaban dinero en efectivo en
la caja del banco, se hubiera fijado en ese hipotético sujeto si apenas salía de su despacho más que
cuando Lucas o Fermín le llamaban por una eventualidad? ¿Se lo habría inventado para proporcionarle a
la policía una pista falsa?
Arrellanado en sillón metálico que brillaba bajo los rayos del sol, sonreía Eduardo
tranquilamente cuando le replicó:
—Efectivamente, Lucas, eres muy despistado. Me he cruzado en la oficina con ese tipo al menos
tres veces durante el mes pasado y si me he fijado en él es porque tiene una estatura muy similar a la mía,
la cual, como has dicho, es muy poco frecuente. En una de las ocasiones le pregunté a Fermín por él y fue
el que me dijo que debía de tener una tienda o un negocio similar, porque solía acudir al banco a ingresar
pequeñas cantidades de dinero.
— ¿De veras?— se extrañó el otro—. Pues esta mañana me ha dicho a mí que no le sonaba de
nada ese hombre, ¿no te habrás confundido?
Algo que se asemejaba mucho a un nudo le oprimió a Lydia en el estómago. ¿Le habría contado
Eduardo una bonita historia a cuento del atracador más alto? Examinó su rostro con atención. Retrepado
tranquilamente en la butaca, sonreía con el vaso de cerveza en la mano como si no tuviera nada que
ocultar y como si le divirtiera el enfado de Lucas con Lydia. Con disimulo le estudió ahora de arriba
abajo. Su complexión era similar a la del ladrón. Lo que variaba era el color de sus ojos, lo único de su
fisonomía que había podido vislumbrar cuando éste se había levantado las gafas sobre la frente. Los de
aquel tipo eran negros, o al menos oscurísimos y daban la impresión de taladrar cualquier obstáculo que
se interpusiera ante su vista y por supuesto los abrigos del armario. También los de Eduardo eran igual
de penetrantes. Parecían ser capaces de bucear en su mente y seguir el hilo de sus pensamientos, pero
eran azules, por lo que había que descartar que fuera él uno de los tres que, disfrazado, habían irrumpido
en el banco aquella mañana, pistola en mano.
¿Pero por qué entonces habría urdido la historia que le había contado esa mañana si no era cierta?
Como una estúpida había ido tachando los nombres de los clientes del banco que no habían hecho más
que un ingreso durante el mes anterior en la lista que les había facilitado Lucas, cuando probablemente
esa historieta se la había inventado. Y esa tarde iban a referírsela a Bermúdez, que, si averiguaba que era
falsa, se reafirmaría en sus sospechas sobre ellos dos.
Cabía otra posibilidad, se dijo agarrándose a ella como a un clavo ardiendo. Cabía en lo posible
que Fermín se hubiera olvidado de ese cliente y que existiera, lo que comprobaría ella a la mañana
siguiente.
Notó la mirada de él fija en su rostro y por su rictus irónico advirtió que había seguido el hilo de
sus pensamientos, por lo que forzó una despreocupada sonrisa.
—No, no me he confundido— replicó Eduardo en respuesta a lo que acababa de preguntarle
Lucas. Parecía estar absolutamente tranquilo—. Puede que Fermín lo haya olvidado, porque últimamente
ha estado muy estresado con el problema de la hipoteca de su hijo. Afortunadamente ha aparecido en el
último segundo ese hermano que se ha hecho cargo de los últimos vencimientos.
—Sí, me lo contó a mí la tarde en la que me quedé a trabajar y que…— empezó Lydia, porque
Lucas se apresuró a interrumpirla como si no la hubiera oído.
—Pues ese asunto también me parece de lo más curioso.
— ¿Qué es lo que te parece curioso?— inquirió Eduardo.
—Lo de ese hermano— repuso el chico—. Estaba seguro de que Fermín era hijo único. Recuerdo
que en Navidad solía decirme que era una suerte que yo tuviese tres hermanos y que nos reuniésemos en
casa de mis padres para celebrar las fiestas. Que él no tenía más familia que su mujer y su hijo y que a
veces se sentían muy solos.
Consultó Eduardo en ese momento su reloj de pulsera e hizo un gesto de impaciencia.
—No nos va a dar tiempo a pedir postre, Lydia— le dijo a ésta, recalcando su nombre para
hacerle notar a Lucas que se dirigía explícitamente a ella— porque se nos hace tarde—. Vosotros dos
podéis seguir aquí tranquilamente, pero nosotros nos tenemos que marchar.
— Pero si aún es temprano— protestó Sofía— ¿No os ha citado el inspector a las cuatro?
—Sí, pero tenemos que ir andando, porque no creo que haya otro medio de transporte y
tardaremos por lo menos tres cuartos de hora— repuso él alargando exageradamente los minutos que
deberían invertir en el trayecto— Voy a ir a la barra a pagar.
—Y yo también— corroboró Lydia, ya que cuando comían o tomaban algo con sus compañeros de
trabajo al salir del banco cada uno pagaba lo que había consumido.
Instantes más tarde regresaban los dos a la mesa a despedirse. Lydia se inclinó para darle dos
besos a Sofía y seguidamente se dio la vuelta dándoles la espalda como si Lucas no hubiera estado
sentado con ellos. Aunque no le miraba, cuando echaron a andar oyó la risa de Eduardo que caminaba a
su lado.
—Te has vengado de él, ¿verdad?
—Le he pagado en la misma moneda. Si él se ha enfadado y finge ignorarme, lo equitativo es que
yo haga lo mismo. Si él se comporta como si no estuviera yo en la mesa comiendo con vosotros también
sería lógico que actuara yo como si no estuviera él cuando ha llegado el momento de despedirme. Otra
cosa sería incongruente.
Caminaban cuesta arriba por la calle de Alcalá, bordeando la valla del Parque del Retiro que
traía olor a primavera, aunque la brisa que soplaba no parecía corresponderse con la estación que se
avecinaba, pues seguía siendo fresca. Atrás quedaba ya la Puerta del mismo nombre con sus tres arcos y
los arriates de flores que en el suelo les precedían, contemplando impasible a los transeúntes que iban y
venían.
—Pobre hombre— comentó Eduardo con una media sonrisa—. Las mujeres podéis ser muy
crueles.
—Eso me parece el colmo— se enfadó ella—. Yo no le he hecho nada. Me he limitado a no
aceptar los planes que me ha propuesto últimamente y él ha adoptado una imperdonable actitud de
víctima maltratada por una arpía. La arpía en este caso soy yo y ya me estoy cansando. Si le molesta mi
presencia lo mejor que puede hacer es no empeñarse en venir a comer con nosotros cuando soy yo una de
los comensales—. Levantó la cabeza hacia él y al ver que seguía sonriendo, le preguntó—: ¿Y por qué
has dicho que las mujeres somos muy crueles? ¿Has tenido alguna mala experiencia?
Pensó nada más decirlo que acababa de cometer una indiscreción, pero él no parecía considerarlo
así, porque ahora se reía francamente.
—Pues sí, alguna ha habido, ¿y tú?
—También.
— ¿Y qué pasó?— insistió Lydia aun advirtiendo que no debería preguntarlo.
—Que acabó mal. ¿Y en tu caso?
—También— repitió—. También acabó mal.
Le hubiera gustado a Lydia seguir preguntándole, pero no se atrevió. Tampoco le pareció
oportuno aclararle que aunque en su momento había tenido un desenlace desastroso, el asunto se hallaba
en vías de llegar a un final feliz. Raúl demostraba estar tan interesado en ella como entonces y solo
faltaba que se lo dijera explícitamente, pero en su lugar desvió la conversación hacia la cuestión sobre la
que iban a informar a Bermúdez.
—Oye, estoy pensando en Bermúdez y en sus dudas sobre nosotros. Supongo que contrastará lo
que vamos a informarle con Fermín y con Lucas. ¿Estás seguro de que apoyarán ellos nuestra versión?
Solo faltaría que le contestaran los dos que no recordaban a ningún cliente sumamente alto que durante el
mes pasado hubiera ingresado pequeñas cantidades de dinero en caja y que quedáramos como dos
estúpidos. Yo no he tenido oportunidad de fijarme en ese cliente ni en ningún otro, porque apenas salgo
del despacho y únicamente atiendo dentro del mismo a los que vienen a verme con algún problema. Y
creo que a ti te sucede lo mismo. Más aún si cabe que a mí.
Por una décima de segundo le pareció que el semblante de Eduardo se endurecía y que se le
atirantaban la barbilla y los músculos del cuello, pero fue solo un instante. Casi inmediatamente se relajó
y bajó la mirada hacia ella para esbozar un gesto de despreocupación.
—Puedo estar equivocado, pero yo aseguraría que Fermín me lo vino a contar una mañana.
— ¿A tu despacho?
—Sí.
— ¿Y a cuento de qué?
—No recuerdo exactamente a cuento de qué. Sé que vino a plantearme el problema de otro cliente
y de paso me refirió que había tenido que atender nuevamente a ese tipo tan alto. Que era la tercera o la
cuarta vez que se presentaba en el banco a ingresar dinero en el mes de marzo. Pequeñas cantidades.
— ¿Estás seguro?
Parpadeó él ligeramente como si se lo estuviera preguntando a sí mismo y terminó por asentir.
—Sí, creo que sí estoy bastante seguro.
— ¿Completamente seguro?
Arqueó las cejas al bajar la mirada hacia ella.
—Tanto como eso, no. ¿Por qué te preocupa tanto?
—Porque no quisiera que hiciéramos el ridículo. Vamos a la comisaría a informar al inspector de
una pista que podría llevarle a descubrir a uno de los posibles atracadores y resulta que ni siquiera estás
seguro de que esa pista sea fiable. ¿Qué crees que sucederá si tanto Fermín como Lucas contestan a sus
preguntas diciéndole que no recuerdan a ningún cliente que reúna esas características?
Sonrió él con ironía dejando al descubierto unos dientes perfectamente alineados.
—Pues hay varias opciones posibles. La primera es que Bermúdez piense que los dos cajeros
tienen muy mala memoria.
— ¿Y la segunda?
—La segunda podría ser que opine que el que tiene mala memoria soy yo.
—Y la tercera se cae por su base— le interrumpió Lydia desdeñosamente—. Es además la más
probable. Es casi seguro que Bermúdez saque la conclusión de que estamos tratando de desviar su
atención con indicios que nos hemos inventando y que no llevan a ninguna parte. ¿Te has planteado esto
último?
Se puso repentinamente serio al tiempo que se retiraba el mechón de cabello que el viento le
había arrojado sobre la frente peinándoselo con los dedos.
—Está bien, te contestaré por orden. Estoy seguro de que Fermín vino a mi despacho y me contó
lo del cliente larguirucho. No estoy seguro en cambio de que lo recuerde él, porque el hombre ha estado
muy nervioso últimamente y en cuanto a lo que deduzca de nuestra información Bermúdez, ciertamente no
soy adivino, pero si te preocupa lo que pueda pensar de ti, puedes decirle que tú has ido a verle
exclusivamente en calidad de acompañante, pero que no tienes la menor idea sobre lo que voy a referirle,
¿contenta?
Meneó Lydia vigorosamente la cabeza.
—No, no parece preocuparte lo más mínimo que no se sostenga en absoluto la historieta que vas a
contarle a Bermúdez. Piensa que a poco que le enfademos, puede meternos en chirona a cualquiera de los
dos.
— ¿Por qué razón podría detenerme a mí?—objetó Eduardo—. ¿Por qué me olvidara del abrigo
en el armario del banco el día anterior?
Por esa razón no había llegado Lydia a descartarle nunca como sospechoso. Se preguntó si
debería mentirle, pero terminó por decidirse a decirle la verdad.
—No, por eso no. Porque lo olvidaras la misma mañana del atraco. Porque entraras con tu llave
por la puerta de la oficina con una mujer que llamara desde mi teléfono a la empresa de seguridad para
que desconectaran las cámaras de vigilancia y os marcharais a continuación dejándote tú, con las prisas,
el abrigo colgado en el armario.
Se la quedó mirando fijamente él con aquellos ojos tan claros que parecían traspasar sus
pensamientos.
— ¿Con qué mujer?— inquirió con una voz extraña.
—Eso tú lo sabrás. Con alguna con la que estés ligando.
—No estoy ligando con ninguna— replicó con una voz que le salió ronca de la garganta.
—Eso díselo a Bermúdez que es al que tienes que convencer.
—Y a ti, porque parece que lo tienes muy meditado. ¿Crees que fui yo el que cooperó con los
ladrones? ¿Qué me fingí enfermo esa mañana y que antes de que abriera el banco entré con mi llave
acompañado de esa mujer?
Bajo su mirada un estremecimiento la recorrió entera. Sintió de pronto un frío intenso, pero se
apresuró a negarlo.
—No, claro que no lo pienso. Te repito que es al inspector al que tienes que persuadir, no a mí.
Bermúdez les recibió con su aire adusto de siempre, aunque escuchó a Eduardo aparentemente
interesado. Cuando éste terminó de exponerle sus sospechas se inclinó hacia Lydia con su tupido
entrecejo fruncido.
— ¿Usted también se ha fijado en ese cliente tan alto?
Meneó ella negativamente la cabeza.
—No, yo no. Salgo muy poco del despacho y no suelo fijarme en lo que hacen cola delante de las
cajas. Pero sí he colaborado en tachar de la lista que le traemos s las personas que no reunían los
requisitos necesarios, es decir, a los que no habían efectuado más que un ingreso. Por ese motivo he
venido también.
Gruñó él algo por lo bajo mientras tomaba el papel que le tendía Eduardo por encima de la mesa.
—Ya— murmuró con otro gruñido y dirigiéndose también a Lydia inquirió—: ¿Y qué hay de ese
chico que la seguía? Me refiero al de la bufanda de cuadros escoceses. ¿Ha vuelto a verle?
Sintió la mirada de Eduardo fija en ella con gesto interrogante y se apresuró a contestarle al
inspector:
—No, ya no. Ahora me sigue uno más mayor y muy alto. Lleva un abrigo oscuro que le llega a
media pierna. No estoy segura, pero creo que entró en mi casa la otra tarde, precisamente la tarde en la
que vine a verle a usted. Caminó detrás de mí por la calle de Alcalá y le perdí de vista al llegar a la
puerta de entrada de coches del Parque del Retiro. Al entrar en mi piso me lo encontré a oscuras y
mientras manipulaba las palancas del cuadro eléctrico le oí en el vestíbulo y como cerraba la puerta tras
de él cuando se marchó. Debió esconderse cuando entré y se marchó a toda prisa a la primera
oportunidad
La observó atentamente Bermúdez sin que el menor gesto alterara su imperturbable expresión al
preguntarle:
— ¿Y denunció el allanamiento de su casa a la policía?
—No, no llegué a hacerlo. Creo que no se llevó nada, pero debe de tratarse de un tipo
relacionado de alguna manera con el atraco que padecimos, porque sí comprobé que me había borrado
del ordenador las fotografías que tomé con el móvil esa mañana. Afortunadamente las conservo en el
pendrive que usted me devolvió. Es el que le ha servido a Eduardo para identificar al ladrón más alto. Se
lo dejé y cuando amplió esas fotos en el ordenador de la oficina le relacionó con ese cliente del que le ha
hablado.
—Está bien, investigaré a esas cuatro personas de la lista que me han traído y si lo considero
necesario llamaré a los dos cajeros para que me amplíen la información.
Se había puesto en pie tras la mesa dando la entrevista por finalizada y los dos se despidieron de
él dirigiéndose a la puerta a continuación. Ya en la puerta comentó Lydia:
—No las tenía todas conmigo, pero me ha parecido que se ha tomado en serio lo que les has
contado.
—Sí, parece que sí—corroboró él.

—CAPÍTULO XIV—

D os días más tarde la llamó Eduardo por el teléfono interior.


—Lydia, ¿puedes venir a mi despacho?
Pestañeó sorprendida. En el mes largo que llevaba trabajando en el banco era la primera vez que
la llamaba a ella en lugar de a Sofía.
— ¿Necesitas algo?
Le oyó reír como si le hubiera hecho gracia su pregunta.
—Sí, necesito que vengas para hablar contigo. Me acaba de llamar Bermúdez.
Notó al oírle como se le aceleraba el pulso, pero se puso en pie aparentemente tranquila bajo la
atenta mirada de Sofía, que levantó hacia ella unos ojos cargados de sueño.
— ¿Quién te ha llamado, Eduardo?
—Sí, al parecer ha tenido noticias de Bermúdez y quiere referirme lo que le ha dicho.
—Ya— musitó su compañera de despacho con cierta acritud—. Me da la impresión de que
últimamente tiene necesidad de contarte cosas muy a menudo. ¿Me equivoco?
Era cierto que Eduardo procuraba conseguir apartes con ella, lo que no siempre conseguía cuando
salían a comer al mediodía, pero también lo era que anteriormente no la había llamado nunca a su
despacho.
—Creo que ves visiones— repuso bordeando la mesa para dirigirse hacia la puerta— Luego te
contaré las noticias que me dé.
Salió seguidamente a la oficina y sorteó las largas filas de clientes que hacían cola ante las cajas
para aproximarse a la puerta de Eduardo y llamar con los nudillos. Estaba él sentado tras su mesa con la
mirada fija en la pantalla de su ordenador. La desvió hacia ella cuando la oyó entrar.
—Pasa y siéntate— le indicó—. Ya te he dicho que me ha llamado Bermúdez.
—Sí, ¿y qué quería?— inquirió, mientras se dejaba caer en una de las dos butacas destinadas a
los clientes.
—Me ha informado de que ninguna de las cuatro personas de la lista cumple los requisitos
requeridos, ya que los cuatro son de estatura mediana. Estaba bastante enfadado.
Se lo comentaba de buen humor, como si la noticia no le hubiese afectado ni tampoco le hubiese
producido mella la irritación del inspector, por lo que Lydia escrutó en silencio su semblante. ¿Se estaría
divirtiendo jugando con Bermúdez al ratón y al gato? La pareció que él adivinaba lo que estaba
pensando, porque notó que la observaba con cierta ironía.
— ¿Qué pasa? ¿Piensas que le había contado un cuento a propósito para hacerle rabiar?—. Ante
el silencio de Lydia se contestó a sí mismo—: Puedo asegurarte que no. Estaba convencido de que
Fermín me había comentado lo del cliente alto que ingresaba pequeñas cantidades el mes pasado, aunque
ahora el hombre no lo recuerde.
— ¿Estás completamente seguro?— insistió ella con énfasis.
—Completamente. No soy tan estúpido ni tan inconsciente como para exasperar
intencionadamente a la policía.
Analizó Lydia su semblante con desconfianza.
—Entonces… ¿por qué estás tan contento? Cualquiera pensaría al verte que el inspector te ha
llamado para decirte que habías dado en el clavo, en lugar de enfadarse contigo por haberle hecho perder
el tiempo.
Intentó interrumpirla él levantando una mano, al tiempo que con la otra le señalaba la pantalla de
su ordenador.
—Estoy contento, porque ahora sí creo que he dado en la diana. Mira esto.
Se levantó Lydia del sillón para rodear la mesa de él y situarse a su espalda. Desde ese lugar vio
que en la pantalla del ordenador había ampliado él la fotografía que había tomado ella la mañana del
atraco del ladrón de mediana estatura. Lo observó sin demasiado interés. Al hombre se le veía de frente,
medio derrengado sobre el mostrador de cristal de las cajas, con un codo apoyado sobre este y con una
pistola en la otra mano apuntando a Fermín. De su rostro no se le distinguía nada. La capucha le cubría la
cabeza y consiguientemente el cabello, la bufanda le tapaba la parte inferior de la cara y las gafas
oscuras, los ojos. Con gesto interrogante se inclinó hacia él.
— ¿Qué es lo que tengo que mirar?
—A este tipo. Estaba seguro de que me recordaba a alguien y acabo de caer en la cuenta de a
quién. Su postura es inconfundible. Durante el mes de febrero se presentaba aquí cada lunes y cada
martes a la hora de la salida a esperar a Sofía. Eso no hubiera tenido nada de extraño, ya que al parecer
le gustaba la chica, pero es que también se metía en su despacho durante las horas de trabajo a darle
conversación. Incluso se quedaba solo allí, en vuestro despacho, cuando la llamaban a Sofía don Pascual
o don Hermenegildo. Estuve a punto de darle a ella un toque de atención, porque me pareció inadmisible
la actitud de él y que Sofía se la consintiera, pero afortunadamente entraste tú a trabajar y dejó él de
venir. Incluso de recogerla a la salida.
— ¿Y dices que la postura de él es inconfundible?
—Sí. Se dejaba caer sobre las mesas o sobre cualquier superficie plana que tuviera cerca como
si las piernas no le sostuvieran, igual que este tipo que ves en la foto. ¿No te parece que no es la postura
idónea para a apuntar a nadie con una pistola? Da la impresión de que si alguien le atizara por detrás un
puntapié en la pantorrilla se caería al suelo como un saco de patatas.
—Bueno, sí, pero no me parece que la postura que adopta una persona a la que no se le ve la cara
sea suficiente para identificarla— objetó Lydia.
—La de este tipo sí y si lo analizas verás que todo podría encajar. El mes pasado tuve que
realizar yo un viaje de trabajo a Alicante y falté unos días, durante los cuales fueron Sofía y Fermín los
que abrían el banco.
— ¿Pero es que piensas que Sofía ha colaborado con ese Nicolás con el que salía para atracar el
banco?— se indignó ella.
—No, no creo que ella haya colaborado, pero, como te he dicho, se ausentaba a menudo de su
despacho cuando la llamábamos los jefes y yo y se quedaba solo ese Nicolás o como se llame,
esperándola. Se dejaba también el bolso, porque recuerdo que venía a este despacho sin él, por lo que
ese tipo tuvo oportunidad de hacer una copia de las llaves del banco.
Forzó Lydia una sonrisita irónica al comentar:
—Y entonces, la mañana del atraco, entró con esas llaves en la oficina acompañado por una chica
— siguió Lydia— probablemente con la chica del trasero gordo de la tercera fotografía, La chica llamó
desde el teléfono de mi despacho a la empresa de seguridad para que desconectaran las cámaras de
vigilancia y se marcharon a continuación cerrando la puerta de cristal y echando el cierre metálico.
Después, cuando ya estábamos dentro del banco todos los empleados, irrumpieron pistola en mano etc.
etc. ¿Es eso más o menos?
—Sí, más o menos sí.
—Pues tu reconstrucción de los hechos tiene un tremendo fallo— objetó Lydia sin perder la
sonrisa.
— ¿Cuál?
— ¿Cómo es que las cámaras de vigilancia no les grabaron cuando entraron en el banco la
primera vez Nicolás y la chica del trasero gordo con las llaves que le habían copiado a Sofía? Porque lo
cierto es que no les grabaron. La cámara que registra los movimientos de la puerta de entrada de la
oficina estuvo en funcionamiento hasta las ocho y once minutos de la mañana, es decir, hasta un minuto
después de que se produjera la llamada de esa mujer y nadie entró en el banco antes. ¿Cómo te lo
explicas?
Se acarició Eduardo pensativamente la barbilla.
—No me lo explico, de momento no se me ocurre como pudo suceder, pero estoy seguro de que
este tipo derrengado de la fotografía es el admirador de Sofía. Nicolás has dicho que se llama, ¿no?
—Sí. Se te ha olvidado además otro pequeño detalle. ¿Cómo sabía la mujer que llamó por
teléfono la contraseña? Además de don Hermenegildo y de ti solo la conocía Sofía?
Sus palabras se quedaron flotando en el aire como una acusación vaga que se Lydia se apresuró a
desmentir, cuando cayó en la cuenta de a quién inculpaban.
—No, Sofía no ha tenido nada que ver.
—Nada que ver— corroboró él desasosegado—. ¿Sabes si siguen viéndose?
—No, últimamente no.
— ¿Lo ves?— inquirió triunfalmente él—. Probablemente la utilizó para conseguir las llaves y
averiguar lo que le interesaba y después ha puesto pies en polvorosa. Tenemos que decírselo a
Bermúdez.
Le envolvió Lydia en una mirada desdeñosa.
— ¿Se lo vas a contar después de haberle ido a ver con la historia del atracador alto que nos ha
salido tan mal? ¿Qué le vas a decir? ¿Que el hombre de la foto está caído sobre el mostrador de las cajas
como si fuera a exhalar su último suspiro, igual que se caía exhausto sobre las mesas el noviete de Sofía?
¿Que en eso y solamente en eso reside el parecido? ¿Y crees que el inspector te va a escuchar? Después
de la metedura de pata que hemos tenido anteriormente con el atracador larguirucho nos contestará que
inventes un cuentecito mejor para la tercera asaltante y que procures que tenga gracia. No te creerá.
La observó a ella, ahora preocupado.
— ¿No me crees tú?
Se lo preguntó a sí misma. No sabía qué pensar sobre él. No sabía si inclinarse por darle la
razón, ya que realmente podía haber sucedido tal y como se lo acababa de decir o si por el contrario
llegar a la conclusión de que poseía una desfachatez fuera de lo común y, ya que la otra historia no le
había dado resultado, inventar otra más plausible a cuenta del chico con el que había salido Sofía.
—Da igual lo que piense yo— musitó apenas—. Lo único trascendente es lo que pueda creer la
policía y pueda demostrarse.
—Sí, pero es que a mí sí me importa— murmuró él en voz baja, con la mirada fija en su
semblante.
—No sé, me parece un podo rebuscado— repuso rebulléndose inquieta en el sillón.
— ¿Rebuscado? Verás cómo tengo razón. ¿Por qué no vas a buscar a Sofía y lo comentamos entre
los tres? Puede que ella nos aporte alguna idea.
—Lo dudo y creo además que le dolería que pusiéramos en cuestión a su chico y
consecuentemente a ella por haberle dado facilidades para que consiguiera las llaves, aunque puedes
estar seguro sobre ese punto, porque el primero que entró en la oficina esa mañana fue Fermín. Las
cámaras son una prueba incontestable.
—No considero a Sofía tan romántica como tú pareces creer. Es una chica sumamente práctica. Le
enseñaré esta foto ampliada en la pantalla del ordenador y probablemente caiga ella misma en la cuenta
de quién es la persona fotografiada. Anda, hazme ese favor. Si no quieres hacérmelo, la llamaré por el
teléfono interior.
—No, no, ahora vuelvo.
Salió Lydia a la oficina y entró en su despacho segundos después. Sofía levantó la cabeza del
ordenador y la envolvió en una mirada interrogante.
— ¿Ya has vuelto? ¿Qué quería?
—Quería contarme que le había llamado Bermúdez para decirle que había investigado ya a los
cuatro de la lista que le llevamos y que los cuatro eran hombres de estatura mediana, por lo que había que
descartarles. Al parecer estaba bastante enfadado por haberle hecho perder el tiempo. Ahora quiere
Eduardo que vayas también a su despacho para enseñarte algo.
El semblante de Sofía se iluminó al oírla y se atusó inconscientemente un ricito que le caía sobre
la frente, antes de ahuecarse la melena.
— ¡Ah!, bueno ¿y sabes qué es?
—Creo que será mejor que lo averigües tú misma— replicó evasivamente Lydia, señalándole la
puerta.
La siguió a través de su despacho y luego de la oficina y dejó que la precediera al entrar en el
despacho de Eduardo. Éste las recibió impaciente y se dirigió a Sofía antes de que llegara a tomar
asiento frente a él en el otro sillón de los clientes, para indicarle que se situara a su espalda para
enseñarle lo que tenía en la pantalla de su ordenador.
Lydia les vio hacer desde el otro sillón y siguió con la vista a su compañera de despacho
temiendo una explosión de ira por parte de ésta, pero no se produjo. Por el contrario, le señaló a Eduardo
la pantalla y le preguntó:
— ¿Por qué tienes tú una foto de Nicolás? Está borrosa, pero es él.
La inesperada reacción de Sofía obligó a Lydia a abrir la boca hasta dibujar un círculo con ella y
a parpadear al mismo tiempo. ¿Tan evidente sería el parecido? La curiosidad la impulsó a levantarse a su
vez de la butaca y a ir a colocarse al lado de la otra para mirar la pantalla del ordenador. La fotografía no
era la misma ahora. Por algún procedimiento había eliminado Eduardo la capucha de la cabeza del
atracador manteniendo las gafas oscuras sobre sus ojos y la bufanda anudada al cuello. El rostro y la
cabeza se veían ahora borrosos, así como la mano en la que sostenía la pistola y el mostrador de las
cajas. A Lydia le recordó a alguien aunque no consiguió precisarlo con claridad. ¿Se trataría del chico de
la bufanda escocesa de cuadros rojos y verdes?
— ¿Qué le has hecho a la foto?— le preguntó ella a Eduardo—. La has retocado.
—Si— admitió éste displicentemente—. Se me da bastante bien utilizar el programa de
Photoshop. Pero lo que es más importante— le preguntó a Sofía volviéndose hacia ésta—. ¿Le
reconoces?
La chica observó atentamente la imagen que veía en la pantalla y terminó por asentir.
—Sí, yo diría que es Nicolás, aunque las facciones no se le distinguen, pero la postura es
inconfundible.
Esbozó él un gesto de asentimiento.
—Ahora voy a enseñarte la foto original— le comentó tecleando rápidamente en el ordenador.
Recuperó la que le había indicado y se retrepó seguidamente en su butaca para darle tiempo a Sofía a
que se recuperara de la sorpresa.
—No puede ser— la oyó Lydia musitar casi sin voz.
La chica estaba blanca como el papel, por lo que la cogió del brazo ayudándola a caminar hacia
su sillón. Allí se dejó caer ocultando el rostro entre las manos. Los otros dos permanecieron en silencio
hasta que las apartó y levantó la cabeza hacia Eduardo.
—No puede ser— repitió— Tiene que haber más personas que se apoyen en los muebles de esa
forma tan desmadejada. ¿Por qué habría de haber atracado este banco Nicolás?
— ¿Hace mucho tiempo que no le ves?— le preguntó Eduardo inclinándose hacia ella sobre la
mesa.
Tardó Sofía en contestarle. Lydia se había sentado en el otro sillón y pensó que la otra necesitaba
tiempo para entenderlo y sobre todo para asimilarlo.
—Después del atraco solo le he visto una vez— admitió lentamente—. Una vez, y porque le llamé
yo. Esa tarde estuvo distraído, como si estuviera pensando en otra cosa. Bostezó varias veces y me
acompañó luego hasta el Metro en lugar de llevarme a casa como solía hacer. Acostumbraba a quedarse a
cenar. Después, las dos veces en las que le he llamado, ha cortado la comunicación—. Entornó los ojos
y murmuró para sí misma—: Ahora comprendo muchas cosas.
Pensó Lydia que deberían dejarla que se repusiera de la sorpresa, ya que indudablemente debería
dolerle la información que acababa de recibir y saber que el que había considerado su chico no era más
que un delincuente, que se había aprovechado de la relación que habían mantenido, pero Eduardo no
debía verlo de la misma manera, porque insistió:
— ¿Entiendes cómo pudo suceder?
Abrumada, intentó mantener su mirada para acabar meneando negativamente la cabeza.
—Si me estás preguntando si se me ocurre ahora cómo organizaron el atraco, te responderé que
no. Lo que sí se me alcanza ahora es el motivo de que manifestara por mí un interés tan excesivo desde el
día en el que le conocí hasta que se produjo el robo y que luego pusiera tierra por medio. No he vuelto a
saber de él.
Quizás porque aún no había conseguido reaccionar, se expresaba ahora con total indiferencia,
como si se tratara de algo que le hubiera sucedido a otra persona. Tenía que ser duro para ella darle un
significado diferente a los buenos momentos que había creído compartir con él.
— ¿Y sabes cómo se llama y dónde vive?
Parpadeó repetidamente Sofía. Le dio la impresión a Lydia que estaba luchando por impedir que
las lágrimas se le desbordaran por los ojos.
—Se llama Nicolás Fernández y vive en un piso alquilado, que comparte con dos amigos, en la
calle San Bernardo. Me empeñé yo en conocer ese piso y subí con él una tarde, pero los amigos no
estaban. Es una casa pequeña y antigua, atravesada por un pasillo que termina en una sala de estar que
tiene en el centro una mesa camilla. La cocina es vieja, fea y sucia, con los azulejos blancos
desportillados. Supongo que los azulejos serían blancos en su origen, porque parecían grises cuando yo
estuve allí.
— ¿Y tienes alguna foto de él?
—No. Decía que salía muy mal y no me dejó fotografiarle ni siquiera con el móvil.
—Tenemos que ponerlo en conocimiento de Bermúdez— decidió Eduardo—. En esta ocasión
iremos los tres a verle y le informarás tú, porque a nosotros dos no nos creerá. ¿Te parece posible que en
las veces en las que le dejaste solo en tu despacho te cogiera las llaves del banco del bolso y sacara una
copia?
Le escuchó Sofía con la boca abierta y los ojos agrandados por la sorpresa.
— ¿Las llave? ¿Qué llaves? Yo no tengo las llaves del banco.
—Las tuviste la semana en la que estuve de viaje en Alicante, ¿no te acuerdas?
—Sí, ahora que lo dices, sí, pero estoy segura de que no pudo hacerlo. Durante esa semana llevé
siempre las llaves en el bolsillo cuando me llamabais alguno y salía de mi despacho para ir al vuestro y
al llegar a casa las guardaba en la caja fuerte. Tengo una caja fuerte donde guardo las joyas que heredé de
mi madre, la escritura de la casa y los papeles de importancia.
— ¿Y la contraseña?— le preguntó Lydia—. Es evidente que se enteró de alguna manera de cuál
era la contraseña ese mes, porque la mujer que llamó le dio la correcta a la empresa de seguridad. ¿Se te
pudo escapar en algún momento?
Desvió Sofía la mirada del rostro de Lydia al de Eduardo y luego la fijó pensativa en la ventana,
a través de cuyos cristales se veía la calle. Tardó bastante en contestarle.
—Pues… pues no estoy segura. Una noche en la que cenamos en mi casa nos bebimos entre los
dos un par de botellas de vino y enganché una cogorza monumental. Sé que hablé y hablé y que dije
muchas tonterías. Él me preguntaba por mi trabajo en el banco y yo le contestaba a lo que quería saber.
No sé exactamente qué llegué a decirle.
—O sea, que se la dijiste— rumió Eduardo por lo bajo.
—Es posible que sí— admitió ella con vaguedad.
Le dio la impresión a Lydia de que le costaba trabajo expresarse e incluso moverse. Se había
encogido sobre sí misma en la butaca y parecía estar haciendo esfuerzos para no echarse a llorar. Aunque
para ella era evidente el estado anímico de la chica, no debía de serlo tanto para Eduardo, porque éste
insistió:
— Ahora lo que tenemos que hacer es llamar a Bermúdez. Como habéis apuntado antes, iremos
los tres a verle y le llevaremos la fotografía retocada y la original, así que voy a imprimirlas.
Afortunadamente conoces el domicilio de ese hombre y le resultará muy sencillo localizarle. Quién nos
iba a decir, Lydia, que gracias a esas fotos tan rematadamente malas que hiciste pudiéramos llegar a
descubrir quiénes habían sido los autores del robo.
Le observó ella en silencio preguntándose cómo no sería capaz de advertir que Sofía no
compartía la euforia que experimentaba, sino al contrario. Saber que el chico con el que había creído
mantener una relación sentimental en realidad la había utilizado, la había hundido, máxime cuando su
lealtad al banco era para ella lo primordial. Eduardo llamaba mientras tanto al inspector y cuando colgó
el auricular se dirigió a las dos.
—Está furibundo, pero he conseguido tranquilizarle y nos espera a los tres esta tarde a eso de las
cuatro. Voy ahora a imprimir las fotografías e iré a buscaros a la salida para que vayamos a comer a la
cafetería de los platos combinados.
—Si pudiéramos prescindir de Lucas, os lo agradecería— comentó Lydia—. Estoy harta de que
se empeñe en hacerme sentir invisible.
—Lo intentaremos—le aseguró él— aunque no será fácil. Desde la caja nos ve salir a los tres del
banco y además disfruta representando ese papel.
Le dejaron en su despacho Sofía y Lydia y se encaminaron en silencio hacia el suyo. Cuando
cerraron la puerta tras ellas y tomaron asiento en sus respectivas mesas creyó oportuno Lydia expresarle
a la otra lo mucho que lamentaba cómo se habían producido los últimos acontecimientos.
—Oye, lo siento. Ha tenido que ser para ti un golpe duro reconocer a Nicolás en la foto que le
hice cuando apuntaba con la pistola a Fermín. Admiro la entereza con la que has recibido la noticia y…
Supongo que de todas formas estarás hecha polvo.
Mantuvo la otra su mirada durante unos segundos y terminó por menear afirmativamente la
cabeza.
—Gracias, pero aún me cuesta creerlo. Siento sobre todo haber sido tan idiota. En mi descargo
tengo que decir que Nicolás es un hombre verdaderamente atractivo y que lo sabe explotar. Parecía tan
sincero… Ni siquiera sé si deseo que le detenga la policía o…—. Entornó los ojos como si intentara
traer un recuerdo a la memoria y añadió—: No te lo vas a creer, pero lo que más me ha dolido al
enterarme ha sido que no intentara esa mañana defenderme cuando el ladrón más alto me agarró por el
cuello y me tiró al suelo. No me fijé entonces en donde estaba él ni en qué estaba haciendo, pero es
posible que se limitara a contemplar la escena apoyado en el mostrador de las cajas, cuando el
larguirucho me clavó todos los dedos en la garganta. Le faltó poco para estrangularme.
—El larguirucho era un animal y tenía además una mirada que daba miedo— recordó Lydia
pensativa—. Agazapada en el fondo del armario detrás de los abrigos, me pareció que los taladraba y
que me veía allí, encogida como un conejo y tan asustada… No sé si le reconocería por esa mirada si
volviera a encontrármelo. Tenía los ojos oscurísimos, pero ese es un color muy frecuente entre los
hombres españoles.
—Y es un dato además que no sirve para identificar a nadie— objetó Sofía—. Con unas lentillas,
tú, que tienes un color de ojos entre verde y azul, podrías aparentar que son negros, castaños o violeta.
No se le había ocurrido a Lydia pensar en esa posible argucia, pero sin saber por qué le vinieron
a la memoria los de Eduardo, tan azules y tan claros. Como el larguirucho, tenía una mirada aguda,
penetrante… Meneó la cabeza para apartar esas ideas. ¿Cómo podría habérsele ocurrido semejante
tontería? Eduardo solo pretendía, como ella, encontrar a los culpables y no hubiera señalado a Nicolás si
él hubiera participado en el atraco con unas lentillas oscuras en los ojos para ocultar el color de los
mismos. ¿Cómo podría imaginar semejantes desatinos?

—CAPÍTULO XV—

B ermúdez les escuchó en silencio y cuando terminó de estudiar las fotografías impresas
les miró uno por uno con cara de pocos amigos.
— ¿Qué esperan que haga con esto? No es más que una fotografía retocada a su gusto, que en
absoluto prueba cual pueda ser el aspecto del hombre que asaltó el banco.
—Pero la postura es inconfundible— alegó Eduardo—. Sofía además le conoció bastante antes
del atraco y no ha dudado ni un segundo en reconocerle.
—Hay mucha gente que adopta posturas como el hombre de la fotografía cuando está cansado—
gruñó el inspector— ¿Qué quieren que le diga al juez? ¿Que me autorice a detener a un hombre por una
foto en la que no se le ve la cara? Me pedirá que vuelva a solicitarla cuando obtenga algún dato más
fiable.
Intercambiaron los tres una descorazonada mirada.
— ¿Y qué dato podríamos traerle?— protestó Eduardo— No es fácil que nos volvamos a
encontrar con ninguno de esos tres.
—Eso es lo más probable— admitió el policía—. De todas formas los investigaremos. ¿Y dice
usted que conoce su domicilio?— le preguntó a Sofía.
Unos círculos oscuros bordeaban los ojos de la aludida, que no se había repuesto aún del
desagradable descubrimiento que había padecido pocas horas antes, pese a lo cual le contestó con voz
clara:
—Sí, vive en la calle de San Bernardo. En una casa vieja, muy próxima al edificio de la antigua
universidad. No recuerdo el número de la calle, pero es una casa con un mirador.
— ¿Y sabe quiénes son sus compañeros de piso?
—No, porque no llegué a verles ni él me había hablado anteriormente de ellos. Me enseñó la casa
porque yo me empeñé, porque me puse muy pesada, no porque él tuviera ningún interés.
—Ya— gruñó el hombre revolviendo los papeles de las fotografías—. Nos ayudaría mucho que
esos compañeros fueran un hombre muy alto y una chica de estatura mediana y…
No llegó a aludir a la amplitud de sus caderas, aunque estuvo a punto.
— ¿No podría usted detenerles?— le preguntó Sofía—. Por las películas sé que hacen ustedes
ruedas de reconocimiento y entonces nosotros…
—Entonces ustedes les reconocerían, aunque nunca les han visto la cara— farfulló Bermúdez de
mal humor—. Les repito que les investigaremos, pero deberían facilitarnos algún dato más concreto que
estas fotografías retocadas— les explicó cansinamente Bermúdez—. Les tendré al tanto de lo que
averigüemos.
Daba la impresión de estar despidiéndoles, pero a la vez que se ponía en pie tras de su mesa le
preguntó a Lydia:
— ¿Tiene alguna novedad que quiera contarme? ¿Ha vuelto a ver al muchacho de la bufanda de
cuadros escoceses o al hombre del abrigo largo?
Meneó ella negativamente la cabeza.
—No y he caído después en que se me olvidó contarle una cosa.
— ¿Qué cosa?
—Sucedió en el banco el otro día. Me quedé por la tarde a trabajar y alguien me llamó por
teléfono.
— ¿Sabe quién la llamó?
—No. Me pareció la voz de un hombre, pero sonaba lejana, como distorsionada. Me dijo algo así
como que si seguía metiéndome donde no me llamaban lo iba a lamentar.
Mantuvo Bermúdez la mirada fija en su rostro sin esbozar el menor gesto.
— ¿Y tiene alguna idea de quién pudo hacerle esa llamada?
—No, ya le he dicho que no reconocí la voz.
— ¿Y tampoco sabe a qué podía referirse?
—Interpreté que tenía algo que ver con el atraco, pero no estoy segura, lo que sí puedo decirle es
que me asusté.
—Se asustó ¿y qué fue lo que hizo?
—Pues… —. Sintió que enrojecía hasta las orejas al recordarlo—. Pues como estaba sola en la
oficina, eché a correr al despacho de mi jefe, que era el más próximo. Arriba estaba el director, pero
como es natural no se me ocurrió ir a darle la lata a él.
Notó el respingo que dio Sofía y la mirada de desconfianza con la que la envolvió. Ahora que
sabía que tenía que descartar a Nicolás de su futuro y tenía a Eduardo en su punto de mira, cualquier
manifestación de intimidad entre los dos la ponía sobre aviso.
—Bueno, sí— admitió el inspector— pero yo me refería a si se presentó en alguna comisaría a
denunciar la llamada. A si hizo algo en ese sentido.
—No, no lo hice. Me pareció algo tan inconcreto que pensé que no me harían caso.
—Claro, claro— gruñó él— ¿Suele recibir muchas llamadas en el despacho?
—No, es a Sofía a la que llaman continuamente.
—Está bien, lo investigaremos también.
Les acompañó hasta la puerta del despacho y cuando salieron a la calle les preguntó Sofía:
— ¿Qué creéis que va a pasar ahora? ¿Detendrán a Nicolás?
Lydia levantó la cabeza hacia Eduardo esperando que fuera éste el que diera su opinión y él se
encogió de hombros:
—Dependerá de muchas cosas. Supongo que tiene razón Bermúdez y que para un juez una
fotografía retocada con photo shop en la que ni tan siquiera se le ve la cara al sospechoso no constituye
una prueba fidedigna.
— ¿O sea que esas fotos no van a servir para nada?
—Probablemente no.
Se despidieron al llegar a la plaza de la Independencia. Sofía tomó el Metro, Eduardo se alejó
por la calle de Serrano y Lydia se dirigió a su casa. Acababa de entrar en el piso, cuando sonó su móvil y
al llevárselo al oído reconoció la voz de tía Aurelia.
—Lydia, ¿cómo estás?
—Bien, yo bien, ¿y vosotras?
—Mejor. Tu tía Eloísa ha decidido que la primavera no es buena época para morirse y está mejor.
Te llamo porque hace mucho que no sabemos de ti. ¿Cuándo has pensado venir a vernos?
Lo cierto era que no se lo había planteado, pero como no podía darle a su tía esa respuesta
carraspeó indecisa.
—Quizás el próximo fin de semana, aunque no sé si podré. Tengo mucho lío estos días.
—Claro, lo entiendo— le dijo su tía como si verdaderamente lo entendiera—. Ha sido tu tía
Eloísa la que me ha encargado que te hiciera esta llamada. Para saber de ti y para recordarte que cuando
vengas nos traigas a tu novio. Ya hemos arreglado el cuarto de invitados para él. Como sabes, tiene
cuarto de baño dentro del dormitorio, por lo que podemos encerrarle con llave cuando se acueste, hasta
la mañana siguiente en la que iré yo a abrirle, de modo que no correrás ningún peligro, ¿me entiendes?
Era lo natural en la mentalidad de sus tías, pero no solo le parecía prematuro pedirle a Raúl que
la acompañara, se preguntaba también qué opinaría él sobre las anticuadas costumbres de las dos, aunque
sobre este último punto halló inmediatamente la respuesta. Fingiría aprobarlas y se comportaría de una
forma encantadora con ellas. Con toda seguridad se las metería en el bolsillo. Aún recordaba con toda
claridad cómo se había esmerado con su madre la última tarde en la que la había visitado en su
habitación, la última también en la que se habían visto en su casa, ya que no había vuelto a aparecer por
allí. Se había ofrecido a llevarle al día siguiente unos pastelillos de crema que a su madre le gustaban
mucho, aunque probablemente se había planteado ya poner tierra por medio.
Al recordarlo sintió una punzada de angustia. ¿Estaba segura ella de querer pasar el resto de su
vida al lado de un hombre tan inconstante? Ciertamente poseía él unas magníficas cualidades. Era alegre,
divertido, le sobraba el dinero y derrochaba buenos sentimientos con los más débiles. El único
inconveniente era esa faceta de su carácter que no podía controlar y que le impulsaba a salir huyendo ante
cualquier dificultad insalvable. ¿Qué ocurriría si se quedara ella embarazada y se viera obligada a
guardar reposo? ¿O si el bebé que hubieran tenido llorara por las noches? Probablemente aguantaría a su
lado un par de días, pero al tercero se inventaría un viaje al extranjero del que tardaría varios meses en
regresar.
Los ojos se le llenaron de lágrimas al imaginarlo y decidió que no podía proponerle que la
acompañara a Puertollano a ver a sus tías. La voz de tía Aurelia la sacó de su ensimismamiento.
—Lydia, ¿estás ahí? No has colgado, ¿verdad?
Regresó al presente para contestarle.
—Estoy aquí, pero no puedo ir a veros con Raúl. Aún no es mi novio y no estoy muy segura
tampoco de que llegue a serlo.
— ¿No?, ¿por qué no?— inquirió tía Aurelia decepcionada.
—Porque me da la impresión de que no es un hombre que esté a las duras y a las maduras y de
que no permanecería a mi lado en la salud y en la enfermedad. Bueno, en la salud probablemente sí ¿pero
y si de repente cogiera el tifus?
Notó el sobresalto de su tía.
— ¿El tifus? ¡Qué horror, niña, ni se te ocurra! Además, pocos hombres aguantarían al lado de una
mujer enferma. Lo que tienes que hacer es cuidarte y tomar mucha fruta. ¿Comes fruta?
—Sí, tía, sí. No puedo decirte ahora cuando podré ir a veros. Os avisaré en cuanto me sea
posible.
Cortó la comunicación e hizo intención de continuar camino hacia su dormitorio, pero una nueva
llamada la retuvo antes de haber dado el primer paso. Era Raúl.
—Lydia, ¿Dónde estás?
—Acabo de llegar a casa.
— ¡Ah!, muy bien ¿te recojo? Podríamos ir a tomar algo a la Casa de Campo.
— ¿Ahora? Es muy temprano.
—No te estoy proponiendo cenar. Mañana tengo que salir de viaje de madrugada y tengo que
acostarme pronto. Pensaba que podríamos tomar un refresco. ¿Qué te parece?
—Bien.
—Pues voy para allá. No te pongas nada especial, porque yo voy en vaqueros, ¿vale?
—Sí, sí, hasta ahora.
Siguió caminando por el pasillo hacia su dormitorio con el propósito de cambiarse el traje de
chaqueta que llevaba por unos pantalones vaqueros y un jersey. Ya en su cuarto abrió el armario y dirigió
una desalentada mirada al vestido blanco que se había comprado con el dinero de tía Aurelia y que
todavía no había conseguido estrenar. Pero ni siquiera era eso lo más importante. Lo trascendente era el
desánimo que la invadía y que no debería experimentar puesto que había quedado con Raúl y no tardaría
en verlo más que unos pocos minutos. Durante dos años había imaginado cómo se produciría su
reencuentro con él e incluso habían mantenido los dos largas conversaciones que inventaba en la soledad
de su dormitorio y también cuando caminaba por el pasillo, camino de la cocina. ¿En qué podía haberla
decepcionado ahora?, se preguntó. Se mostraba tal como era, como entonces. Quizás porque entonces no
fue capaz de analizar su carácter o quizás porque todavía no había desaparecido de pronto, sin una
explicación e intuía en el presente que esa espantada podría volver a repetirse. Sí, quizás fuera ese el
motivo de que no fuera ya él el hombre con el que había soñado días tras días durante dos interminables
años.
Se arregló apresuradamente y cuando la cancioncilla de su móvil volvió a oírse contestó a la
llamada con unas pocas palabras:
—Ya estoy. Bajo.
La esperaba en segunda fila con su coche y atravesaron Madrid para tomar la carretera de
Extremadura y salir a la Casa de Campo. Olía a primavera y a hierba recién cortada cuando tomaron
asiento en la terraza de un tambalillo.
— ¿En qué piensas?— le preguntó él cuando la sintió tan lejana a su lado.
—Estaba recordando lo que nos ha sucedido hoy.
— ¿En el banco?
—No, en la comisaría. Hemos ido Sofía, Eduardo y yo a ver al inspector Bermúdez para llevarle
una de las fotos que le hice yo al atracador de mediana estatura. Resulta que le han reconocido tanto
Eduardo como Sofía.
— ¿De veras?— se interesó Raúl inclinándose hacia ella con los ojos brillantes.
—Sí, al parecer se trata de un chico con el que salió Sofía durante los meses anteriores al atraco.
Le han reconocido por la postura que mantenía él sobre el mostrador de las cajas del banco, cuando
apuntaba con la pistola a los cajeros. Eduardo ha retocado la foto con Photoshop y se la hemos llevado al
inspector.
—Sí, ¿Y que ha dicho? ¿Le ha detenido?
—No. Por lo visto necesita una orden del juez que instruye el caso y nos ha dicho que en base a
esa fotografía manipulada no se la iba a dar. La justicia es bastante absurda, ¿no te parece?
Se encogió Raúl de hombros mientras encendía un cigarrillo.
—No lo sé. En principio me parece lógico que no le baste al juez una foto retocada, porque en
ese caso nos podrían detener a todos sin que hubiéramos hecho nada.
—Pero es que tanto Eduardo como Sofía han reconocido a ese tal Nicolás en el tipo que apuntaba
a los cajeros con una pistola. Le han reconocido por la postura que mantenía, que al parecer es
característica de ese chico. Sofía está ahora hecha polvo.
— ¿Por haberse ido de la lengua con ese hombre?
—Y porque le gustaba.
Expelió él el humo con los ojos entornados y luego se echó a reír.
— ¿Se llevaron mucho dinero?
—Sí, bastante.
—Pues esa chica debería llevar más cuidado. ¿Es un poco simple?
—No, que va. Es lista, trabaja bien y es muy eficaz.
—Entonces estará doblemente arrepentida y encima se sentirá culpable si de alguna manera les ha
facilitado el trabajo a esos tipos. Pero yo quería comentarte otra cosa. Me marcho mañana a Brasil por
asuntos de trabajo y me temo que voy a tener que permanecer allí una larga temporada.
Por extraño que a ella misma le pudiera parecer no sintió nada. Ni sorpresa ni preocupación ni
tan siquiera malestar. Algo así había estado temiendo en los últimos días. Sonaba a despedida y la había
visto avecinarse sin saber por qué. De un día para otro Raúl desaparecería de su vida lo mismo que había
aparecido de improviso cuando coincidieron en el tren. En esta ocasión se había cansado de ella sin un
motivo aparente, pero al menos había tenido el detalle de quedar para despedirse.
Acababa de apagar el cigarrillo en el cenicero que estaba sobre la mesa y le sonrió, aunque sus
ojos permanecieron serios.
—Te voy a echar de menos— le dijo como disculpándose.
Le devolvió Lydia la sonrisa.
—Claro, y yo también. Mándame una postal de cuando en cuando. ¿Vas a alguna playa?
—No, voy al interior por negocios. Quizás pueda regresar por Navidad. En ese caso…
Para la Navidad faltaban muchos meses y no estaba segura Lydia de querer recomenzar esa
relación durante una temporada para luego decirse adiós sin una fecha de reencuentro.
— ¿Y dónde vas a vivir?— le preguntó—. ¿Has buscado alguna casa?
—No, voy a un hotel. Alquilaré allí un coche y aprovecharé también para recorrer el país. Tengo
entendido que es muy bonito.
Observó Lydia detenidamente su expresión. A impulsos de la brisa el cabello oscuro le caía sobre
la frente y en sus ojos vio algo que podía calificarse de añoranza. Parecía sentirlo y buscó en su interior
un sentimiento parecido sin hallarlo. Por paradójico que pudiera resultarle incluso a ella, lo que
experimentaba era cansancio. La sensación de haberlo vivido ya y de haberlo superado de puro
agotamiento.
— ¿Y a qué hora sale tu avión? ¿Has hecho ya la maleta?
—Sale a las seis de la mañana, de modo que voy a poder dormir bien poco. En la maleta he
metido unas cuantas cosas ya. Ropa de verano y un par de bañadores.
—Pues deberíamos irnos enseguida para que puedas prepararla— decidió ella.
La miró él, algo extrañado de la indiferencia con la que se expresaba.
—Yo… quería aprovechar el poco tiempo que nos queda.
—Pero tienes que acostarte pronto— replicó Lydia deseando poner fin a la situación cuanto antes.
Parpadeó sorprendido, pero no sintió lástima por él. ¿Tenía la desfachatez de decirle que quería
agotar los últimos minutos? Se marchaba porque quería, porque no era capaz de permanecer mucho
tiempo en el mismo sitio o al menos no con la misma chica. Por su parte podía buscarse otra esa misma
tarde, porque ella necesitaba a su lado otra cosa. A un hombre menos superficial que echase raíces,
aunque no fuese tan divertido.
Se había puesto ella en pie y Raúl se demoró unos minutos en pagarle al camarero. Ya en el
coche permanecieron en silencio como si no tuvieran nada más que decir. Cuando lo detuvo en segunda
fila frente a su portal, se volvió hacia ella.
—Te escribiré— le dijo.
Estaba segura Lydia de que no llegaría a hacerlo, pero hizo un gesto de asentimiento como si le
hubiera creído.
—Me basta con una postal bonita. Y a ser posible que se vea el mar. Un mar muy azul.
—De acuerdo— murmuró Raúl—. También te enviaré una postal.
Se inclinó Lydia hacia él para besarle en la mejilla y luego se bajó del coche y caminó hacia su
portal sin volver la cabeza con una vaga sensación de vacío. Cuando alcanzó su piso se dirigió en línea
recta hacia su dormitorio y se dejó caer sentada sobre la cama. El armario tenía las puertas cerradas,
pero creyó traspasarlas con los ojos para ver el vestido blanco colgado de una percha. ¿Cómo podía
haber sido tan tonta como para habérselo comprado con la idea de ponérselo para salir con él?, se
preguntó. Lo estrenaría otro día y probablemente con otro que lo mereciera más.
Se dejó caer tumbada sobre la cama con la mirada clavada en el techo y de improviso la asaltó
una idea, por lo que se incorporó poniéndose en pie. Apresuradamente se dirigió al despacho y puso en
marcha el ordenador buscando los vuelos que a la mañana siguiente salían del aeropuerto de Barajas para
Brasil. Como había temido no había ninguno. El primero que realizaba esa ruta lo hacía a las siete de la
tarde. ¿Hasta en eso era capaz de mentirle él?

—CAPÍTULO XVI—
A la mañana siguiente la esperaba Sofía muy inquieta en el despacho que compartían.
—He estado pensando y he llegado a la conclusión de que Bermúdez no va a mover un dedo— le
dijo antes de que llegara a quitarse el chaquetón blanco que llevaba sobre su traje pantalón azul eléctrico.
—Él ha quedado en investigar a Nicolás y a sus amigos en la casa que le indicaste— objetó
Lydia.
—Sí, pero creo que deberíamos hacer algo nosotros por nuestra cuenta y dárselo resuelto.
— ¿Algo cómo qué?— quiso saber ella.
—Pues acercarnos, por ejemplo, a esa casa de San Bernardo. Podríamos llamar al timbre de ese
piso con cualquier excusa. Aunque yo no puedo hacerlo. Imagina que abriera la puerta Nicolás. Me
reconocería en el acto.
—No, claro, tú no puedes.
—Ni tampoco podría Eduardo— consideró Sofía—. A él le ha visto ese hombre en el banco en
innumerables ocasiones y empezaría a atar cabos.
—Entonces solamente quedo yo— concluyó Lydia—. A mí no me conoce de nada Nicolás ni
tampoco los otros dos, por lo que no les extrañará verme al que abra la puerta. Le preguntaré si vive en el
piso don Francisco Pérez y cuando me conteste que no, le diré que perdone y bajaré las escaleras. ¿O
tiene la casa ascensor?
—No, no lo tiene y es un tercero.
—Bien, tres pisos soy capaz de subirlos— replicó optimistamente— Vamos a comunicárselo a
Eduardo.
Éste estaba solo en su despacho cuando llamaron a la puerta y las escuchó atentamente.
—No sé qué pretendes con lo que acabas de proponer, pero me parece arriesgado— consideró
Eduardo—. Imagina Lydia que te abre el larguirucho.
—Si me abre el larguirucho le reconoceré, pero él a mí, no. En ese caso sabremos que hemos
dado en el clavo. Llamaremos inmediatamente a Bermúdez para que les detenga sin pérdida de tiempo.
—Tiene que autorizarle primero un juez— le recordó fúnebremente Eduardo.
—Sí que es una lata— se lamentó ella.
— ¿Y si la que te abre es la chica?— inquirió Sofía.
—Si tiene el trasero gordo también la reconoceré. Únicamente en el caso de que sea Nicolás el
que abra no llegaré a ninguna conclusión, Salvo, claro está, que se apoye derrengado en algún mueble,
pero os lo describiré luego para que me digáis si era él.
—Tendrá unos treinta y cinco años, es moreno, con el pelo liso y los ojos oscuros— le aclaró
Sofía—. La mañana del atraco pudiste hacerte una idea de su estatura. Medirá un par de centímetros más
que tú.
—Bien, ¿qué os parece si ponemos inmediatamente manos a la obra?— les propuso—. Podemos
tomar algo a la salida y dirigirnos inmediatamente para allá. Si duermen la siesta les despertaremos.
Solo Eduardo opuso alguna objeción y le convencieron entre las dos, por lo que aprovechando
que Lucas había ido al servicio, se escabulleron al mediodía apretando el paso en cuanto salieron a la
calle para que no pudiera reunírseles si se daba cuenta de que se habían marchado ya. Lydia se contempló
disimuladamente en el cristal de un escaparate al pasar por delante de una tienda. Aprobó la imagen que
éste le devolvía. La de una joven atractiva de cabello oscuro y ondulado que enmarcaba un semblante
moreno en el que campeaban sus grandes ojos color turquesa. Iba además vestida con un elegante traje
pantalón azul eléctrico bajo el chaquetón blanco. El que le abriera la puerta la catalogaría como una
chica elegante, que bien podría ser una estudiante universitaria.
— ¿Pretendéis que cojamos ahora mismo el Metro en la plaza de la Independencia y nos
presentemos en la casa del mirador?— se alarmó Sofía, que pese a ser la instigadora se sentía ahora muy
nerviosa.
—Sí, pero hemos quedado en que en esa casa me presentaré solamente yo. Vosotros dos podéis
esperarme mientras tanto en una cafetería cercana— replicó Lydia—. Luego me reuniré con vosotros y os
contaré lo que haya descubierto ¿Qué te parece a ti, Eduardo?
Este meneó negativamente la cabeza.
—No me gusta la idea de que vayas sola a llamar al timbre de esos tipos.
—Pero es que a ti te conoce Nicolás.
—Sí, pero no te esperaré en una cafetería. En la cafetería se quedará Sofía. Como el piso de
marras es un tercero, yo aguardaré en el descansillo del segundo y así oiré lo que suceda y en caso
necesario acudiré en tu ayuda. ¿Estás segura de que el larguirucho no te vio aquella mañana?
—Segurísima. Por mí podemos empezar ahora mismo nuestra nueva profesión de detectives.
Aunque había aceptado desde un primer momento la idea había partido de Sofía y había
demostrado una total seguridad al ofrecerse a interpretar su papel en la casa del mirador, fue
acelerándosele el pulso de Lydia conforme recorrían en el Metro el trayecto que mediaba entre la plaza
de la Independencia y la parada de Noviciado. Salieron allí a la calle de San Bernardo. Sofía se había
cubierto los ojos con unas gafas oscuras y el cabello con un pañuelo por miedo a tropezarse con Nicolás
en cualquier esquina y su nerviosismo se le contagió a Lydia incrementando la inquietud que ya
experimentaba. Por contraste Eduardo fue poniéndose más y más taciturno conforme se acercaban a la
casa del mirador. Sofía se las señaló desde lejos e inmediatamente les indicó una cafetería cercana.
—Yo me voy a quedar aquí— les dijo con el miedo asomándole a sus pupilas—. No puedo correr
el riesgo de cruzarme con Nicolás y que todo nuestro plan se venga abajo. Por favor, no tardéis.
—En un par de minutos estaremos de vuelta— le susurró Lydia al oído—. Danos el tiempo justo
para escalar los tres pisos y llamar al timbre. En cuanto me digan que no vive ahí don Francisco Pérez,
volveré a bajar los tres pisos, recogeré a Eduardo en el segundo y nos reuniremos contigo. Deséanos
suerte.
—Suerte— musitó Sofía con un hilo de voz.
La chica entró en la cafetería y los otros dos siguieron calle abajo.
— ¿Estás segura de que lo que pretendemos hacer no es una tontería que nos puede costar un
disgusto?— inquirió Eduardo preocupado—. Es la policía la que está obligada a investigar a esos tipos,
no nosotros.
Notaba Lydia que le temblaban las rodillas, pero no podía reconocer que sentía miedo si no
quería desmerecer a los ojos de él, en los que se veía reflejada admirativamente, por lo que consiguió
emitir una risita falsa.
—Si esperamos a que Bermúdez consiga todos esos permisos y haga algo, cabría dentro de lo
posible que esos tres hubieran puesto pies en polvorosa y se hubieran marchado al extranjero con el
botín. A mí no me han visto nunca esos tipos, así que no tienen por qué relacionarme con el banco.
Simplemente pensarán que soy una tonta que se ha equivocado de piso.
Habían llegado ya a la casa del mirador e inconscientemente bajaron la voz. El portal era un
lóbrego recinto con las paredes pintadas de color verde y una guirnalda de flores a unos veinte
centímetros del techo. El suelo de mosaico dibujaba unas figuras geométricas desportilladas con un
florón en su centro y estaba flanqueado por una segunda puerta de cristales con un astillado marco de
madera que estaba pidiendo a gritos una mano de barniz. Daba acceso a una escalera, también de madera,
cuyos peldaños chirriaron quejumbrosamente bajo los pies de Lydia cuando empezó a subirlos, seguida
de Eduardo. La barandilla metálica quizás hubiera sido dorada en alguna época de su existencia, pero se
la veía negruzca en la semioscuridad y con manchones blancos de trecho en trecho como si hubieran
intentado limpiarla con un producto para metales y hubieran olvidado después retirarlo frotándolo.
Cuando alcanzaron la segunda planta, le indicó Lydia a Eduardo que se detuviera en el rellano.
—Tú me esperas aquí. Bajaré enseguida.
—Pero oye…
Le sonrió cuando inició nuevamente el ascenso para que no pudiera imaginar lo seca que tenía la
garganta y subió los dos tramos de peldaños que le faltaban para alcanzar el oscuro descansillo de la
planta tercera. El aplique de la pared que en otros tiempos la habría iluminado tenía la tulipa rota y le
faltaba la bombilla. Afortunadamente había solo una puerta en esa planta que Lydia palpó con las manos y
tras tomar aire pulsó el timbre.
Transcurrieron unos larguísimos segundos que quizás llegaron a convertirse en algún minuto, pero
que a Lydia le parecieron siglos. Estuvo tentada de insistir, pero creyó oír pasos que se acercaban y
ensayó una sonrisa estúpida. Transcurrieron otros interminables segundos hasta que los pasos se fueron
aproximando. Finalmente se abrió la hoja de madera y apareció en el umbral una muchacha de una edad
similar a la suya y de una estatura algo menor. Tenía el pelo negro y largo peinado con raya en medio y
vestía unos pantalones vaqueros que le quedaban estrechos y un ajustado jersey de color fresa de manga
corta. Levantó hacia ella unos grandes ojos negros y le preguntó con acento sudamericano:
— ¿Quería usted algo?
Se tragó Lydia la bola de algodón que tenía en la garganta para conseguir responder con voz
clara:
—Vengo a ver a don Francisco Pérez. ¿Vive en esta casa?
Parpadeó la muchacha, mientras Lydia bajaba la mirada a sus caderas, felicitándose interiormente
por su descubrimiento. Eran anchas, casi ampulosas. Luego levantó la vista hacia su antebrazo, hacia la
mariposa que llevaba tatuada cerca de su muñeca.
— ¿Don Francisco Pérez?— repitió la chica en tono interrogante. Y ante su sorpresa repuso—.
Sí, vive aquí, pero en el piso de arriba. Ha salido ¿Qué desea?
Creyó morirse de la sorpresa y se recriminó interiormente por no haber inventado un apellido
menos corriente, pero necesitaba improvisar urgentemente una respuesta convincente y dijo lo primero
que se le ocurrió.
—Quedó él en facilitarme unos apuntes. Vivo cerca y al pasar he pensado subir a pedírselos.
¿Sabe si se los ha dejado a la portera para que me los entregue?
Los ojos de la chica se abrieron desmesuradamente en su moreno rostro.
— ¿Unos apuntes? ¿Ha quedado Paco en darle unos apuntes?
Afirmó Lydia con la cabeza.
—Sí, somos compañeros de clase.
— ¿De clase? ¿De qué clase? No sé nada de que Paco vaya a ninguna clase. ¿Está segura de que
es éste el Paco que busca?
Se oían pasos que se aproximaban ahora al pequeño vestíbulo, Una especie de pasillo de no más
de un metro de largo con una cortina oscura al fondo. Antes de que apareciera nadie apartándola se oyó
una voz de hombre.
— ¿Qué sucede, Olivia?
Al oírla, le pareció a Lydia que se quedaba petrificada por la sorpresa. Inmóvil, con la boca
abierta y con una dolorosa opresión en el pecho, porque ella conocía esa voz. Incrédulamente oyó como
los pasos iban acercándose y como una mano se posaba en la cortina para apartarla.
—Es una chica, Nicolás— repuso la sudamericana—. Pregunta por Paco.
La mano apartó la cortina unos centímetros. El espacio justo para que la cara de él quedara al
descubierto y sintió Lydia que las piernas le fallaban. Pensó que se caería allí mismo en el descansillo y
que cuando recobrara la consciencia tendría inclinados sobre ella los cuerpos de los dos y a él mirándola
estupefacto. Fue este último pensamiento el que la animó a retroceder de espaldas hacia la negrura del
rellano y desde allí balbuceó unas palabras de disculpa.
—Gracias, me he debido de equivocar. Perdone.
A continuación descendió el tramo de escalones como un ciclón, oyendo como él le pedía
explicaciones a Olivia. En la oscuridad de la segunda planta tropezó con Eduardo al que estuvo a punto
de arrollar y que sin decir palabra la siguió hasta la calle, donde continuaron corriendo hacia la cafetería
donde habían dejado a Sofía. Solo cuando una vez allí se sintieron lo bastante alejados de la casa, le
preguntó él:
— ¿Qué ha sucedido? ¿Ha resultado que en la casa sí vivía un tal Francisco Pérez?
—Sí, en el piso de arriba, pero eso no ha sido lo peor— repuso ella jadeante. Sofía les esperaba
tras los cristales de la cafetería y Eduardo las empujó a las dos hacia una mesa algo apartada.
— ¿Qué ha sido lo peor?—inquirió Sofía muy nerviosa, dejándose caer en la silla más cercana.
—. ¿Has visto a Nicolás?
—Sí.
— ¿Y qué ha sido lo peor?— insistió.
—Lo peor es que he visto a Raúl. Porque Nicolás y Raúl son la misma persona. ¿Cómo es
posible?
— ¿Estás segura?— le preguntó Sofía con los ojos agrandados por la sorpresa.
Lo estaba desgraciadamente. Segura y con una angustia inconmensurable. Con la sensación de que
algo se le había roto por dentro. Había creído la tarde anterior que nada de lo que pudiera hacer él en lo
sucesivo podría sorprenderla. Ni tan siquiera se había extrañado demasiado al enterarse de que el
pretendido avión en el que él iba a marcharse de madrugada a Brasil no existía. Simplemente se había
valido de esa argucia para poner punto final a su relación y lo más curioso de todo era que ni siquiera le
había importado. Lo esperaba. Había llegado al convencimiento de que lo haría antes o después y de una
forma u otra. Lo que no había podido imaginar ni por lo más remoto era que todo en él fuera mentira ni
sobre todo que fuera el mismo chico del que Sofía le hablaba sin cesar. Y para colmo, que se dedicara a
atracar bancos.
—Sí— musitó apenas—. El vestíbulo es una especie de pasillo con una cortina al fondo. Ha
apartado él la cortina y le he visto la cara—. La voz se le quebró y carraspeó para disimularlo— Era
Raúl— añadió con un esfuerzo—. Además había reconocido antes su voz cuando le preguntaba a la chica
por la persona que había llamado a la puerta.
— ¿Y cómo sabes que ese chico era también Nicolás?
Inspiró aire profundamente antes de contestarle.
—Porque la sudamericana ha pronunciado su nombre. Cuando le conocí me dijo que se llamaba
Raúl y a ti, un par de años más tarde, Nicolás, pero eso es lo de menos. Lo importante es que todo lo que
me contado sobre él se lo ha inventado. No me llevó nunca a la casa en la que vivía mientras fuimos
novios, pero di por hecho, por cómo hablaba de ella, que se trataba de una mansión en una urbanización
de las afueras. Y cuando me lo encontré en el tren a principios de este mes se refirió a sus inversiones y a
sus negocios como si fuera un prócer. Ha resultado que malvive en una casa cochambrosa compartiendo
el piso con la sudamericana del trasero gordo y con el larguirucho y además….
— ¿Has visto al larguirucho?— La interrumpió Sofía.
—No, a él no.
— ¿Y quién es Francisco Pérez?— inquirió Eduardo.
—No es nadie. Nadie que nos interese. Es el vecino del piso de arriba.
— ¿Y qué decías?
— Estaba diciendo que esas inversiones y esos negocios consisten nada menos que en atracar
bancos. ¿No es como para morirse de risa?
Pero no sentía el menor deseo de reír. Lo mismo que Sofía esa mañana, lo que deseaba en ese
momento era ser capaz de asimilarlo y de encontrarse una excusa a sí misma para en algún momento
haberse interesado por él. Solo echando mano de su amor propio era capaz de aparentar que lo único que
experimentaba era sorpresa y no conmiseración por su propia estupidez. Se había aprovechado de las
dos. De ella, probablemente sacándole información, cuando asaltó el banco de Ultramar. No recordaba
de qué manera la habría utilizado entonces, pero suponía ahora que había seguido interpretando el papel
de novio afectuoso hasta unos días después del atraco y después había desaparecido. Exactamente igual
que se había comportado con Sofía. Se sintió tan identificada con ella que impulsivamente la abrazó.
Ésta, algo desconcertada, le devolvió el abrazo.
—Bueno, ¿Y puede saberse quién es ese Raúl?— inquirió Eduardo, que no acababa de entender
el drama que vivían las dos.
—Raúl es un chico con el que salía Lydia— le explicó Sofía—. Fueron novios hace tiempo y se
lo encontró hace poco en el tren cuando iba a Puertollano a visitar a unas tías. Se estaban viendo ahora,
precisamente cuando habíamos dejado de salir él y yo, solo que a mí me había dicho que se llamaba
Nicolás.
—Pues sí que es una casualidad— farfulló Eduardo desconcertado. Se acarició el cogote como si
necesitara con ese gesto aclarar sus ideas y añadió—: Aunque quizás no lo sea tanto. Si su medio de vida
consiste en llevarse de una forma u otra el dinero de los bancos, parece lógico que se acerque a mujeres
que trabajan en ellos y que pueden suministrarle información.
Lo comentó sin imaginar siquiera que estaba ahondando en la herida de las dos, que se miraron
con los ojos llorosos. Sofía porque aún le echaba de menos y Lydia porque al oírle se le acrecentó la
indignación contra sí misma.
—En mi caso, le sirvió para averiguar la contraseña concertada con la empresa de seguridad—
reconoció Sofía compungida—. Ya se ocupó de aparecer en mi casa con dos botellas de vino sabiendo
que tolero mal el alcohol y me sonsacó la contraseña, pero en el tuyo, Lydia, no parece que pudiera tener
el mismo objetivo. Me refiero al asalto de nuestro banco. Empezó a salir contigo después de que
sucediera.
Se encogió ella indolentemente de hombros.
—Quizás para saber si la policía iba tras alguna pista que le comprometiera. Debió ser él el que
me borró las fotos de los ladrones del móvil. En el restaurante de la Cava Baja me fui durante unos
minutos al lavabo, porque Lucas me había sacado de quicio y me dejé el bolso colgado de la silla.
Seguramente aprovechó él, cuando Lucas se marchó, para eliminármelas.
— ¿Y sería también él quien te las borró del ordenador de tu casa la tarde en la que fuiste a la
comisaría?— se interesó Sofía— Pero me dijiste que no te habían forzado la cerradura.
—Él tenía las llaves del piso— repuso cansadamente Lydia—. Se las di yo, porque mientras
vivió mi madre no siempre podía abrirle cuando venía a verme y llamaba a la puerta, si la estaba
atendiendo. Debió conservarlas.
—Entonces está todo claro— consideró la chica, que iba reponiéndose del golpe por momentos,
quizás porque ya habían transcurrido varias horas desde que esa mañana reconociera a Nicolás en el
atracador de la fotografía—. Aunque falta por saber cómo llamó esa Olivia a las ocho de la mañana
desde el teléfono de mi despacho a la empresa de seguridad para que desconectaran las cámaras sin
entrar en el banco— añadió frunciendo los labios.
Eduardo se echó a reír.
—Eso es de lo más sencillo y no sé cómo no se nos ha ocurrido antes. Está claro que Nicolás o
Raúl, como prefiráis que le llame, pinchó tu teléfono, Lydia, aprovechando las innumerables ocasiones en
las que Sofía le dejó solo en el despacho. El día del atraco llamó a la empresa de seguridad Olivia desde
el coche que utilizaron esa mañana para el robo y desde ese coche contestó a la llamada de la empresa.
Bermúdez debe de saberlo ya.
—Pero como soy su sospechosa principal no nos ha dicho nada— comentó Lydia—. Seguirá
investigando todos mis movimientos en lugar de seguir las pistas que han dejado esos tres.
— ¿Y ahora qué hacemos?— inquirió Sofía— ¿Volvemos a la comisaría a explicarle lo que
hemos descubierto?
Lo último que deseaba Lydia era seguir correteando con los otros dos en lugar de dirigirse
inmediatamente a su casa para tratar de asimilarlo en la soledad de su dormitorio, pero por fortuna
Eduardo ofreció otra solución.
—Será mejor que se lo aclare yo por el móvil— repuso extrayéndolo de su bolsillo y apartándose
de ellas hasta la esquina opuesta de la cafetería.
Ahora que se habían quedado solas, las dos se miraron compartiendo algo amargo que las unía.
—Lo siento— le susurró Sofía al oído, rozándole la mejilla con su rizada melena—. Ese tío es un
canalla. Yo le tenía ya casi olvidado, pero tú… Ha estado quedando contigo hasta hace un par de noches.
Supongo que te preguntaría por cómo iban las investigaciones de Bermúdez y que tú se las contarías.
Sí— reconoció Lydia sintiendo un rencor sondo por dentro— Tenemos que admitir que se le da
muy bien engatusar a las mujeres, Yo le conocí además en una época en la que alternábamos los dos con
geste adinerada y él se movía entre ellos como pez en el agua. ¿Cómo podía imaginármelo cuando le
encontré después en el tren? Pero puedes estar tranquila en lo que a mí respecta. Ayer mismo me di
cuenta de que no era él la persona que yo creía y de la que me había enamorado hace dos años. Me dijo
que se marchaba a Brasil por negocios durante una larga temporada y a decir verdad ni tan siquiera lo
sentí.
— ¿Ye dijo que se marchaba?
—Sí, y ya ves. También eso era mentira.
—Y puede que a estas alturas estén planeando otro atraco y que Nicolás esté pretendiendo
meterse en el bolsillo a otra incauta que trabaje en el banco que hayan señalado como objetivo.
—Y puede que esa Olivia sea algo suyo.
—Es posible, sí.
El recuerdo de las interminables tardes en las que esperó inútilmente que diera él señales de vida
mientras duró la enfermedad de su madre, sublevó a Lydia. No sabía si ahora conseguiría recomponer su
amor propio, su autoestima, porque ella misma se había ocupado de destruirla a conciencia.
Ya volvía Eduardo con el móvil en la mano. Se movía con agilidad entre las mesas y cuando llegó
a la que ocupaban ellas se sentó entre las dos.
—Ya he hablado con Bermúdez y me temo que no se ha creído una palabra de lo que le he
contado. Dice que no tiene nada de extraño que ese tal Nicolás viva en la casa en la que le dijo a Sofía,
que vivía, ni que comparta el piso con una sudamericana. Como del otro, de ese tal Raúl no tenía
noticias, se he hecho un lío con los dos y cuando he intentado explicarle que Nicolás y Raúl eran la
misma persona, el lío ha pasado a ser morrocotudo. No ha entendido nada.
— ¿No les va a detener entonces?— se lamentó Sofía.
—Me ha dado la impresión de que no.
Lydia dirigió una mirada en torno. En la cafetería no vio a nadie conocido, pero no por eso se
tranquilizó.
—Oíd, creo que deberíamos irnos. Estamos muy cerca de la casa del mirador y esos dos podrían
bajar a tomar algo y encontrarnos aquí. Yo tengo que regresar a mi casa cuanto antes.
Se dio cuenta ella de que no le molestaba a Sofía su deserción, sino al contrario, por la mirada
que le dirigió a Eduardo.
—Podríamos tú y yo dar una vuelta— le propuso.
Se apresuró él a negar con la cabeza, después de dirigirle a Lydia una mirada de soslayo.
—Hoy no me es posible. Tengo que resolver cuanto antes unos asuntos del banco, así que voy a
coger el Metro. ¿Dónde vives, Sofía?
—En la calle Fuencarral, lo bastante cerca de aquí como para volver andando.
— ¿Y tú, Lydia?
Estaba segura ella de habérselo dicho varias veces ya, pero lo hizo una más.
—En Alfonso XII.
—Pues entonces tenemos que tomar la misma línea.
Salieron a la calle y en la estación de Noviciado se despidieron de Sofía.
—Hasta mañana. Mañana nos vemos en el banco.
Eduardo y Lydia tomaron el Metro en esa estación. Él estaba tan alegre y dicharachero como ella
taciturna y le contestaba con monosílabos, aunque él no parecía notarlo. Solo cuando salieron a la calle
en la plaza de la Independencia le dirigió una rápida mirada y le preguntó:
— ¿Ese chico, ese tal Raúl era para ti muy importante?
—Fue mi novio— repuso Lydia evasivamente.
—Sí, pero por lo que he creído entender de eso hace mucho tiempo. ¿Era importante para ti
últimamente?
Se preguntó a sí misma si debería decirle la verdad, pero le pareció demasiado humillante y se
encogió de hombros.
—Desde que nos reencontramos en el tren salíamos de vez en cuando. Nada serio. ¿Por qué lo
quieres saber?
Fue ahora él el que dudó en decirle la verdad e hizo un gesto ambiguo.
—Porque me ha dado la impresión de que tanto Sofía como tú habéis sufrido hoy un duro revés.
¿Me equivoco?
Volvió ella a intentar quitarle importancia.
—No es agradable comprobar que la persona a la que considerabas un amigo, en realidad no lo
era y salía contigo por lo que pudiera averiguar.
—A la que considerabas un amigo, ¿solo un amigo?
Habían llegado al paso de peatones y Lydia se detuvo allí con la intención de despedirse de él.
—Yo voy a cruzar allí enfrente, ¿dónde vas tú?
—Yo también voy a cruzar allí enfrente.
— ¿También? ¿Dónde vives?
Hizo él un ademán vago señalando a su espalda.
—Por ahí, al final de la calle de Serrano, pero he pensado que me gustaría echarle otra ojeada a
tu piano de cola para poderte hacer una proposición en firme con conocimiento de causa.
— ¿Pero no le has dicho a Sofía que tenías que resolver unos asuntos del banco?— objetó ella.
—Se lo he dicho, sí.
— ¿Y no era verdad?
—No. Afortunadamente hasta mañana por la mañana no tengo nada que hacer.
— ¿Pero no me dijiste que ibas por las tardes a otro despacho? ¿A una asesoría tributaria?
—Sí.
— ¿Y eso tampoco era verdad?
—Eso sí era verdad, pero esta tarde voy a hacer novillos.
— ¿Y eso por qué?
—Porque quiero ver el piano de cola— replicó tozudamente—. El próximo fin de semana voy a
empezar a llevar mis trastos al chalet que me he comprado y necesito medirlo para comprobar si me va a
caber en el salón.
—Pero hoy no he preparado un bizcocho.
—Ya lo supongo, pero no me importa.
—Tampoco estoy segura ya de querer vender el piano.
Su mirada se cruzó con la de Eduardo al decirlo y creyó ver en la de él una chispita de diversión.
—Ya te convenceré de que me lo vendas.
—No creo que puedas conseguirlo. Mis tías pondrían el grito en el cielo. Ese piano lo tocaba mi
tatarabuela a la que creo que me parezco mucho.
—Sí, ¿en qué? Me dijiste la otra vez que no tocabas ningún instrumento. Ni siquiera la flauta.
—Creo que me parezco físicamente y en que tampoco era una persona dócil.
— ¿Y tienes algún retrato de ella en tu casa?
—Sí, en el salón amarillo hay un cuadro al óleo de ella. Era también morena y tenía los ojos
claros, pero estaba gorda y llevaba un moño en lo alto de la cabeza por lo que hay que fijarse mucho
para encontrar el parecido.
—Está bien. Te daré mi opinión entonces, pero antes quiero repetirte una pregunta a la que no me
has contestado
— ¿A qué pregunta?
—A si Raúl era últimamente solo un amigo o era algo más.
Barajó en su mente Lydia varias respuestas posibles y finalmente levantó la cabeza hacia él
dispuesta a contestarle con otra pregunta.
— ¿Y a ti qué más te da?
Se echó a reír él con ganas.
—Digamos que sí me da. Y no creo que sea tan difícil de contestar.
—Le conocí cuando aún vivía mi padre— empezó ella—. Mi padre era notario y llevábamos un
tren de vida bastante desahogado. Yo iba entonces a la facultad y allí me lo presentó una amiga que vivía
en una chalet en Somosaguas. Empezamos a salir y poco antes de morir mi padre nos hicimos novios.
Después… nuestra economía y nuestra vida social sufrieron un rudo golpe de la noche a la mañana. Mi
padre ganaba mucho dinero, pero no tenía un gran patrimonio. Unos valores que a su muerte nos comimos
enseguida, porque mi madre no se adaptó a vivir con su pensión de viudedad y con mi sueldo en el banco
de Ultramar. Poco después sufrió ella el accidente. Yo me despedí del banco y un par de semanas más
tarde desapareció Raúl sin una palabra de despedida. No le había vuelto a ver hasta que me lo encontré
en el tren.
— ¿Y después?
—Después hemos salido tres o cuatro veces, ¿satisfecho?
—No. Creo haber notado el desagradable impacto que tanto a Sofía como a ti os ha producido
descubrir que era el mismo hombre con el que habíais salido las dos y que además era un ladrón.
—Si te parece que debíamos de haber batido palmas de alegría…— rezongó sarcásticamente
ella.
—No, por supuesto que no podía ser una sorpresa agradable, pero me ha dado la impresión de
que para las dos ha sido bastante más que eso. Sobre todo para ti.
— ¡Bah!, tú ves visiones— protestó ella con indiferencia— De eso que te he contado hace más de
dos años. Ni me acordaba de él cuando me lo encontré en el tren. Y después… solo en las novelas se
enamora la gente en un primer encuentro y va por la calle deshojando margaritas. La vida real es bastante
más prosaica. ¿No crees?
Meneó él enérgicamente la cabeza.
—Pues yo creo que estás equivocada.
— ¿En lo de deshojar margaritas?
—En que sí es posible sentir el flechazo en el primer encuentro. Incomprensiblemente además.
Ves de pronto a una chica mal peinada, con una ropa que le está grande y que ni siquiera es capaz de
sonreír y…
Aturdida, le interrumpió.
— ¿Por qué lo dices?
No entendió lo que le contestó él. Le sonó como un gruñido que no llegó a descifrar porque
acababan de llegar al portal de su casa y el portero les saludó deferentemente. Ya en el ascensor insistió
Lydia:
— ¿Pero de verdad estás empeñado en volver a ver hoy el piano de cola?
—Y tan de verdad— repuso muy serio.
—Pero es que estoy muy cansada— objetó ella—. Estoy deseando tomar algo e irme a la cama.
Consultó él su reloj de pulsera y le comentó:
—Son solamente las siete de la tarde, aunque ya ha oscurecido. Pero en fin, si estás tan cansada,
apuntaré la marca y la serie del piano y me marcharé a continuación. ¿Te parece bien?
Había insertado ella la llave en la cerradura de la puerta y empujó ésta a continuación. En cuanto
Eduardo entró detrás de ella, por una manía inveterada echó la cadena.
Al verla, éste se echó a reír.
— ¿Qué haces? Solo te daré la lata un minuto y me marcharé a continuación. ¿O es que quieres
impedir que me vaya?
Sonrió Lydia a modo de disculpa.
—Era una costumbre de mi madre. Era muy miedosa y como le asustaba la idea de que alguien
nos hubiera seguido y se colara en la casa detrás de nosotras utilizando una ganzúa, echaba la cadena y un
par de cerrojos inmediatamente. Me he contentado con asegurar la puerta solo con la cadena, así que no
te quejes.
—De acuerdo, no me quejaré— rezongó irónicamente—. En realidad me parece una estupenda
idea. Así los malos no nos podrán atacar por la espalda.
El silencio que reinaba en el piso era absoluto. No llegaba hasta allí el ruido de la calle ni el del
televisor de los vecinos como en los de las casas modernas. Los gruesos muros con los que se edificaba
en otras épocas lo protegían de toda clase de sonidos, aislándolo como si se tratara de una burbuja.
Encendió Lydia la luz del vestíbulo y seguidamente la del largo pasillo para encaminarse directamente a
la salita de música. El corredor doblaba hacia la derecha a media distancia y en ese último tramo
comenzaban los dormitorios, por lo que Lydia se detuvo antes de llegar a la esquina y empujó la última
puerta, entrando a continuación en la salita, con él detrás. La oscuridad de la noche se filtraba a través de
los cristales del balcón, por lo que encendió la araña de cristal del techo y le señaló el piano. Ostentaba
una capa de polvo más espesa aún que la de la tarde en la que le había invitado a visitarla y se mordió
los labios fastidiada. De haber imaginado que se empeñaría en subir él al piso, se habría entretenido el
día anterior en pasarle un plumero, pero solía llegar a su casa tan cansada que cuando se levantaba de la
siesta no conservaba energías suficientes para acometer esa clase de faenas y se sentaba en la sala de
estar a leer un libro o a ver la televisión. Buscaría a alguien que acudiera a limpiarle la casa una vez a la
semana, se dijo, al tiempo que le señalaba a él el piano y le preguntaba:
— ¿Necesitas un papel para apuntar las medidas?
Hizo él un gesto afirmativo con la cabeza.
—Sí, si no te importa. Y una cinta métrica también, ¿Tienes?
—Claro. Puedes tocar el piano mientras tanto. No sé si estará afinado, porque, como ya te he
comentado, la que lo tocaba era mi tatarabuela y desde entonces ha llovido mucho.
—La que está colgada en el salón amarillo— apuntó él con guasa.
—La que está pintada en un cuadro que se encuentra en el salón amarillo— le corrigió muy seria,
porque no le hacían gracia las bromas sobre la opulencia de su casa—. Toca un poco que ahora vuelvo.
Le vio sentarse en la butaca tapizada en terciopelo verde frente al piano y levantar la tapa del
teclado, cuando se volvió hacia él desde la puerta. Luego salió al pasillo, dobló la esquina del mismo y
entró en el despacho para coger el papel y un bolígrafo. La cinta métrica se hallaba en un armario
contiguo a la cocina donde se apilaba toda clase de herramientas, pero antes de encaminarse hacia allí
pasó por su dormitorio, que cerraba el fondo del corredor, para quitarse la chaqueta y dejarla, lo mismo
que el bolso, sobre la cama. Se miró de frente en el espejo que pendía sobre la cómoda y luego de perfil
y aprobó la imagen en la que se veía reflejada. Le sentaba bien el pantalón azul eléctrico del traje y la
blusa blanca de manga larga con florecitas azules. Luego volvió sobre sus pasos para dirigirse a la
cocina, próxima al vestíbulo. Hasta allí llegaban los sonoros acordes del piano interpretando una canción
infantil. Ahora desgranaba una escala y a continuación acometía el aria de una ópera. De Madame
Buterfly, se dijo., mientras buscaba en el armario de las herramientas la cinta métrica. En cuanto la
encontró, inició el regreso a la salita de música. De improviso se interrumpió el aria con un último y
desafinado tañido del que con seguridad no había sido autor Puccini y unos segundos más tarde entraba
ella en esa habitación. Estaba vacía. La tapa del teclado del piano continuaba levantada y la banqueta
estaba ahora algo retirada, como si Eduardo hubiera decidido poner fin a su interpretación después del
tañido desafinado y se hubiera puesto en pie. Pero él no estaba allí.
Giró la cabeza Lydia en todas direcciones buscándole con la mirada. La puerta corredera que
mediaba entre la salita y el comedor estaba entreabierta, pero el comedor estaba a oscuras, por lo que se
detuvo en el umbral.
—Eduardo— le llamó.
Al no obtener respuesta, repitió su nombre en tono más alto y finalmente a gritos con el mismo
resultado infructuoso. Entonces se apagó la luz.
Reprimió Lydia una exclamación que le había oído con frecuencia a Lucas y que hubiera
escandalizado a sus tías y a todos sus antepasados y tanteando los muebles alcanzó el conmutador de la
luz y lo accionó sin el menor resultado. Salió entonces al pasillo con la intención de dirigirse a la cocina
a comprobar qué había sucedido en el cuadro eléctrico. Oyó en ese momento unos pasos que chirriaban
sobre la tarima del corredor y le llamó:
— ¡Eduardo!
El silencio más absoluto fue la respuesta.
Sin saber por qué sintió que se le erizaba el vello de los brazos. Aquello no podía significar más
que una broma de mal gusto de Eduardo, aunque nunca le hubiera creído capaz de realizar algo tan
absurdo y tan inoportuno, máxime cuando ella le había dicho poco antes, en el ascensor, que estaba
cansada. No lo estaba en el sentido literal de la palabra. Estaba desconcertada… furiosa consigo misma
y aunque había aparentado que no le había afectado el descubrimiento de que Raúl la había utilizado en
su provecho, cualquier espectador habría notado lo que realmente sentía. ¿A qué venía entonces el juego
del ratón y el gato que él parecía haber organizado aprovechando las enormes dimensiones de la casa?
Tampoco tenía sentido que hubiera manipulado el cuadro eléctrico para cortarle la luz de todo el
piso. Cuando le encontrara se enfadaría seriamente con él. Nunca hubiera supuesto que bajo su apariencia
sensata y razonable se escondiese un hombre inmaduro que disfrutase con aquél estúpido juego. ¿Porque
qué otra cosa podía significar el entretenimiento que había ideado con el que, a oscuras, los dos corrían
peligro de romperse la crisma?
De improviso le pareció experimentar un fogonazo en el cerebro. ¿Y si no se trataba de un juego?
¿Y si la experiencia que estaba vivienda obedecía a un plan preconcebido que respondía a un objetivo
concreto?
Un sinfín de ideas desatinadas cruzaron entonces por su mente. ¿Y si Eduardo había tenido algo
que ver con el atraco y con Raúl y con la sudamericana a los que había visto ella esa tarde en el piso de
la calle de San Bernardo y ahora se sentía amenazado? ¿Y si Eduardo había sido el tercero del trío que
formaban, el más alto de los tres? La estatura era similar. Lo que variaba era el color de los ojos, pero
sabía, porque se lo había oído a Sofía, que con unas lentillas unos ojos azules podían parecer negros. En
ese caso su comportamiento solo podía obedecer a un motivo. A quitarla a ella de en medio.
La frente se le perló de sudor, aunque inmediatamente se negó a admitir esa posibilidad. No, no
habría llamado Eduardo entonces a Bermúdez para ponerle al tanto de su descubrimiento.
¿Pero lo habría hecho realmente?, se preguntó. En la cafetería se había apartado de ellas para
efectuar esa llamada y no habían oído si verdaderamente hablaba con el policía, con otra persona
cualquiera o con nadie.
Quizás se había sentido acorralado y había decidido empezar por mandarla a ella al otro mundo
para continuar con Sofía, a la que podría llamar a continuación para quedar con ella en su casa con
cualquier excusa. Al día siguiente iría al banco a la hora de siempre y todos se extrañarían al no verlas
aparecer a ellas dos. Bermúdez la encontraría días después a ella en el suelo de cualquier habitación de
su piso y a Sofía en el de su casa. Todos se lamentarían. En su caso, las que más se lamentarían serían sus
tías que lo achacarían a los peligros que rondaban a las chicas jóvenes en las grandes ciudades y la vida
continuaría su curso. Raúl y la sudamericana desaparecerían sin dejar rastro y Eduardo seguiría
trabajando en el banco y pediría de cuando en cuando unos días de permiso para atracar otro banco en
cualquier ciudad, después de que Raúl hubiera engatusado a alguna chica que trabajara en esa entidad.
¿Qué podía hacer ella?, se preguntó angustiada. Lo primero, tranquilizarse, se dijo. Tenía que
intentar razonar con lógica. Ella conocía la casa mucho mejor que Eduardo y había mil lugares que él
ignoraba donde podría esconderse en caso de necesidad. Eduardo tenía que haber ido a la cocina para
bajar la palanca de la acometida de la luz y lo que tenía que hacer ella era llegar a tientas hasta esa
habitación para accionar esa palanca. Pero no, se dijo. A oscuras era mucho más difícil que la
encontrara. Lo que tenía que hacer era llegar hasta su dormitorio donde había dejado su bolso con el
móvil dentro y llamar a Bermúdez. Después intentaría salir del piso para esperar al policía en el portal.
Alguien avanzaba hacia ella por el corredor. Localizó sus pisadas muy próximas a la puerta de
entrada del piso. Caminaba sigilosamente y un sexto sentido la animó a retroceder de espaldas hacia la
salita de música y a entrar en esa estancia ocultándose detrás de la puerta abierta. Por el sonido de los
pasos de él comprendió que había dejado atrás la puerta del salón amarillo y acababa de alcanzar la del
salón azul, que también ahora dejaba atrás. En ese instante pasaba junto a la del comedor y seguía hacia
la de la salita, hacia la habitación donde estaba ella. Segundos más tarde la sombra introdujo la cabeza
por el umbral y durante unos segundos aguardó como si estuviera buscándola en la oscuridad. Debió
llegar a la conclusión de que no se hallaba allí, porque volvió al pasillo y continuó ruta por él caminando
de puntillas hacia los dormitorios.
Dejó escapar Lydia un suspiro de alivio al tiempo que miles de preguntas se agolpaban en su
mente. ¿Sería posible que hubiera acertado en sus temores? Había llegado a creer que ella le gustaba y
que había buscado el medio esa tarde de pasar un rato juntos en su casa, pero su modo de proceder
desmentía que hubieran sido esas sus intenciones. Parecía, por el contrario, que había acertado en sus
conjeturas al considerarle un peligro para ella.
La farola de la calle disipaba algo la negrura de las sombras que envolvían la salita de música y
valiéndose de la claridad que esparcía pasó a través de la puerta corredera al comedor. Lo atravesó
tanteando las sillas que rodeaban la mesa y también a través de la puerta corredera pasó al salón azul.
Intentó orientarse allí entre el mobiliario, los revisteros, los maceteros y los mil cachivaches que con luz
resultaba fácil esquivar, pero que a oscuras era lo mismo que sortear con los ojos vendados los trastos de
una cacharrería. Lo importante era no hacer ruido y conseguir llegar a la cocina, ya que él se había
dirigido a los dormitorios. Aunque quizás lo más sensato fuera salir corriendo de la casa y llegar al
portal. Allí la ayudaría el portero. Le dejaría su teléfono y podría llamar a Bermúdez para que acudiera
en el acto, si es que conseguía que la creyera.
Con mil precauciones consiguió cruzar la habitación y llegar hasta la puerta corredera para pasar
al salón amarillo. Ya estaba cerca. La de la cocina era la puerta de enfrente y cerrando el corredor por
ese lado se hallaba el vestíbulo. Fue a salir al pasillo y en ese mismo instante oyó los pasos de él que
volvía. Acababa de doblar la esquina, por lo que no podía salir del salón amarillo sin que la viera, pese
a la oscuridad. Lamentó en ese momento llevar una blusa blanca. Con otra de cualquier otro color hubiera
podido pasar más desapercibida.
Los pasos de él se aproximaban. Calculó que pasaba ahora por delante de la puerta del salón
azul. Oyó que se detenía y segundos más tarde oyó el sonido del picaporte al abrirse y sus pisadas dentro
de esa habitación. Tuvo ella el tiempo justo de cruzar de puntillas el pasillo y de entrar en la cocina.
Daba a un patio, pero no vio luz en las ventanas de los vecinos y avanzó dentro de la habitación en la más
absoluta oscuridad.
No podía salir para alcanzar el vestíbulo estando él tan cerca. Tenía que buscar algo con lo que
defenderse para el caso de que Eduardo la atacara. Al imaginarlo sintió unas ganas de llorar enormes,
pero se recriminó a sí misma diciéndose que no podía perder el tiempo en sentimentalismos. ¿Le serviría
de algo el rodillo de las empanadillas? Inmediatamente se dijo que no. Tan solo le llegaba a él al hombro
y tendría que poder alcanzarle en la cabeza con su improvisada arma.
Oyó un ruido a su espalda y dio un respingo. ¿Cuándo había cruzado el pasillo él? Tendría
además que haber atravesado la cocina por delante de ella porque el sonido provenía del cuarto ropero.
Pero no podía perder el tiempo en averiguarlo. Sigilosamente se agachó junto al armarito de las sartenes
y cogió tanteando el cerro de ellas que se apilaban unas sobre otras, acercándose luego a la habitación
contigua. Le pareció escuchar ruidos dentro del armario, pero al mismo tiempo oyó las pisadas de él en
el pasillo. Tenía que pensar algo, se dijo angustiada. Si abría la puerta de la cocina la localizaría por la
respiración y con la sartén lo más que podría hacer sería darle un golpe en el pecho o en la espalda, pero
no alcanzaría a darle en la cabeza que sería lo único que podría detenerle.
Retrocedió un par de pasos y de improviso se le ocurrió. Su pierna tropezó con el tambor del
detergente y levantó la tapa con manos torpes. Llenó el cacillo y lo espolvoreó dentro de un cubo que
encontró debajo del fregadero y que llenó de agua. Lo disolvió ayudándose con una espátula y a
continuación arrojó el agua delante de la puerta de la cocina.
Adivinó más que vio que el picaporte se movía y segundos más tarde se abrió aquella y una
sombra se perfiló en el umbral. Una sombra que no era tan alargada como debería ser y que se detuvo allí
apoyándose en el quicio.
—Lydia— la llamó en tono suave.
De la sorpresa, en un primer momento se quedó sin respiración, porque no era la voz de Eduardo.
Era la de Raúl.
—Sé que estás aquí, por lo que será mejor que dejemos de jugar al escondite. Te he visto esta
tarde en el descansillo de la escalera, cuando has llamado a la puerta de nuestro piso. Te avisé de que si
seguías metiéndote donde no te importaba, lo lamentarías.
Pensó que debería continuar en silencio. Él no podía verla y si seguía callada quizás desistiera de
encontrarla allí y saliera de la cocina para dirigirse a otra habitación, pero antes de que hubiera llegado a
procesarlo en su mente se encontró contestándole.
—Así que fuiste tú el que me llamaste por teléfono aquella tarde— murmuró acusadoramente.
—Sí. Has estado refiriéndome tarde tras tarde las pesquisas que ibais realizando Sofía y tú y temí
verme obligado a tomar esta decisión. Pero conste que no entrabais en el programa. Podíais haber
seguido con vuestras vidas y yo con la mía si no os hubierais empeñado en meter las narices donde nadie
os llamaba. Ahora no voy a tener más remedio. Sé que me has visto esta tarde y sé también que todavía
no has llamado a la policía, porque lo he comprobado en tu móvil. Lo has dejado en tu dormitorio. No
puedo esperar a que lo hagas, ¿comprendes?
Parecía estar excusándose de antemano, lo que le hubiera parecido cómico de encontrarse en otra
situación. Aunque aturdida, recordó a Eduardo. ¿Sería su compinche y andaría a tientas por la casa
buscándola también?
— ¿Dónde está él?— le preguntó.
— ¿Te refieres a ese tipo tan alto que toca el piano y que ha venido esta tarde a tu casa contigo?
—Sí, a Eduardo, ¿dónde está?
—En el armario ropero, después de haberle sacudido yo con un candelabro en la cabeza.
Afortunadamente estaba sentado en la banqueta del piano y me he acercado por detrás, porque de haber
estado de pie no habría conseguido alcanzarle en la cabeza. ¿Cuánto mide?
—Lo mismo que el larguirucho de tu cómplice— replicó ásperamente, sintiendo un alivio
inmenso al oírselo decir. No hubiera imaginado anteriormente que pudiera alegrarse tanto al saber que
Eduardo no había tenido nada que ver con el atraco ni con la situación en la que se hallaba ella. Pensó
que su reacción no podía ser más absurda. Raúl se soltaría del quicio de la puerta de un instante a otro y
si no daba resultado su estratagema probablemente la agarraría por el cuello hasta asfixiarla. ¿Le
importaría desde el más allá lo que pudiera sucederle a Eduardo? Ante su sorpresa se dio cuenta de que
sí. De que de alguna manera tenía que conseguir llegar hasta el ropero y sacarle de su encierro.
—Estás equivocado en eso que has dicho— añadió tras un segundo de reflexión—. Sí hemos
llamado esta tarde a la policía y a estas horas debe de estar en tu casa deteniendo a la sudamericana y al
tipo desgalichado que completa el trío. Yo de ti pondría tierra por medio cuanto antes. Y por cierto, ¿es
ella tu novia?
—Digamos que es mi pareja.
— ¿Y no le sentaba mal que tontearas primero con Sofía y luego conmigo?
—No, era parte del plan.
Le dolió oírlo, pero más por lo que había sucedido dos años antes que en el presente.
— ¿Siempre fui parte del plan?
Vaciló él, pero termino por reconocerlo.
—Podría decirse que sí. Mientras vivió tu padre aparentabais nadar en la opulencia en esta casa
tan impresionante, lo que a mí me convenía. Después, cuando murió, me di cuenta de que por ese motivo
no merecía la pena continuar contigo, pero entraste a trabajar en el banco de Ultramar y pensé que podías
servirme de ayuda.
— ¿Para atracarlo?
—Sí, claro.
—Ya, por eso desapareciste unos días después.
—Sí.
—Ya. Y por eso cuando me encontraste en el tren y te dije donde trabajaba fingiste que aún te
interesaba yo, ¿no es cierto?
—Bueno… sí. Necesitaba saber si la policía seguía alguna pista fiable, pero no la hay. Sin ti y sin
Sofía no hay testigos presenciales. Nadie nos vio la cara durante el atraco ni sospecha de nosotros más
que vosotras dos. Se sobreseerá el caso por falta de pruebas.
— ¿Qué le has hecho a Sofía?— se inquietó.
—Todavía nada. Cada cosa a su tiempo.
Se desasió del quicio de la puerta e intentó avanzar hacia el lugar de donde procedía la voz de
ella, pero dio un tremendo resbalón en el charco y cruzó la cocina como una exhalación para ir a
estamparse contra el lavaplatos. Allí levantó los brazos intentando mantener el equilibrio, pero se
escurrió en el suelo por efecto del jabón que llevaba en los zapatos y se cayó de espaldas quedando
tendido cuan largo era.
Sin perder un segundo se abalanzó Lydia hacia el armarito dentro del cual se hallaba el cuadro
eléctrico y levantó la palanca de la acometida de la luz. Parpadeó deslumbrada cuando el plafón del
techo se iluminó al accionar el conmutador y en cuanto consiguió enfocar la vista se acercó a él con la
sartén enarbolada. Estaba inconsciente por el golpe en la cabeza que se había dado, pero respiraba, por
lo que echó a correr hacia el cuarto ropero donde arreciaba el ruido de las patadas de Eduardo contra las
puertas del armario. Tenía él las manos atadas a la espalda con una cuerda de esparto que había sacado
Raúl del armario de las herramientas y le había metido en la boca como mordaza un pañuelo que había
llevado Lydia al cuello en épocas pretéritas y que había guardado en el ropero con toda la ropa que no
usaba ya. Por lo demás, y aparte de un enorme chichón en la sien no presentaba desperfectos de mayor
interés.
— ¿Se puede saber a qué ha obedecido esta broma tan pesada?— le gritó furibundo en cuanto le
quitó la mordaza.
Intentó explicárselo aunque le costó trabajo que lo entendiera. Solo cuando vio a Raúl tirado en el
suelo y empapado de jabón empezó él a atar cabos.
—Tenemos que llamar inmediatamente a Bermúdez— la apremió—. ¿Tienes idea de a dónde ha
podido ir a parar mi móvil?
Lo encontraron dentro del armario ropero y él se ocupó de avisar al inspector mientras Lydia
vigilaba a Raúl con la sartén en alto.
Un cuarto de hora más tarde se presentaba la policía en la casa y luchaban los dos por hacerse
entender por Bermúdez y por los dos policías uniformados que le acompañaban. Les abrió la puerta
Eduardo después de saltar limpiamente sobre el charco jabonoso que ella, mientras esperaban a la
policía, había estado intentando recoger con la fregona. Abochornada, reconoció Lydia en el policía más
joven al chico que la seguía en Puertollano y por la Cava Baja con una bufanda al cuello de cuadros
escoceses y que tanto la había asustado. Al otro no lo había visto nunca, pero supuso que el hombre del
abrigo largo sería otro policía vestido de paisano.
Se llevaron a Raúl a un hospital con la intención de dejar al más joven vigilándole y seguir los
otros dos a detener al larguirucho y a la sudamericana al piso de la calle de San Bernardo. Antes les
hicieron prometer que una hora más tarde acudirían a la comisaría a presentar la denuncia y cuando
cerraron la puerta de la casa tras ellos, se miraron los dos incrédulamente. Luego se encaminaron los dos
hacia la salita de música y se dejaron caer derrengados en el sofá.
—Podremos contarle esto a nuestros nietos y no nos creerán— comentó Eduardo en tono festivo.
—Los míos sí me creerán, porque antes les referiré cómo tuvo lugar el atraco del banco en el que
trabajaba y del que me había despedido, me refiero al banco de Ultramar y cómo se produjo después el
del banco Atlantis. El de éste último se lo podré contar con pelos y señales, lo que no podrás hacer tú.
—No, por eso será mejor que a los míos también se lo cuentes tú.
Le envolvió Lydia en una mirada de extrañeza. Despeinado, con unos mechones oscuros
cayéndole sobre la frente y el traje gris que llevaba sumamente arrugado, presentaba una imagen
totalmente distinta de la que ofrecía a diario en el banco. Parecía más joven y mucho menos importante.
—Si dentro de unos años mantenemos el contacto y conozco a tus nietos, lo haré encantada— se
ofreció riéndose.
— ¿Sabes lo que se me acaba de ocurrir?— le dijo él riéndose también—. Es una idea estupenda.
Que mis nietos sean también los tuyos, ¿qué te parece?
Aturdida, parpadeó sin entenderle.
— ¿Cómo que los míos sean los tuyos? No sé qué dices.
—Que podemos empezar porque nuestros hijos lo sean de los dos y seguir luego con los nietos,
¿lo entiendes ahora?
Parpadeó confusa con la mente sumamente espesa.
—No, no sé de qué galimatías hablas, pero sí me gustaría hacerte una pregunta.
Se inclinó Eduardo hacia ella con una expresión de cómico interés.
—Dispara.
—No voy a disparar nada. Solo quiero que me digas a qué os referíais cuando hablabais don
Hermenegildo y tú la tarde en la que me quedé por la tarde a trabajar en el banco. Comentabais algo
sobre una chica guapa que os estaba resultando muy útil para vuestros planes.
— ¿Y pensaste que hablábamos de ti?—le preguntó en tono de chanza—. Hay más chicas guapas
en el mundo, además de ti.
—No seas estúpido— se enfadó ella.
—No soy estúpido, es la verdad— replicó divertido—. Pero en fin, si sientes curiosidad te lo
diré. Hablábamos de Mercedes. Fue subdirectora en el banco Atlantis y ahora ocupa un puesto importante
en el Tribunal de Cuentas. Además de guapa, es muy capaz y nos está ayudando mucho. ¿Qué imaginabas?
—No imaginaba nada. ¿Es muy amiga tuya?
—Sí, nos vemos de cuando en cuando. Además de amiga, es compañera de profesión, pero yo
quería que me contestaras a lo que te he preguntado en la calle cuando veníamos para acá.
— ¿Qué me has preguntado?
—Que si creías en el flechazo. Yo te he dicho que lo sentí cuando entrevisté para un puesto de
trabajo a una chica flacucha y un tanto descolorida. Fue algo absolutamente inexplicable.
Se rebulló inquieta ella en el sofá y dijo la primera tontería que se le ocurrió.
— ¿Y por qué? ¿Es que te gustan flacas y descoloridas?
Meneó Eduardo enérgicamente la cabeza en sentido negativo.
—No necesariamente. Me gustó esa. Recuerdo que llevaba un chaquetón de cuadros blancos y
negros en el que hubieran cabido dos como ella. Recuerdo también que no conseguí que sonriera ni una
sola vez.
— ¿También te gustan tristonas?
—Pues tampoco necesariamente. Ya te he dicho que fue inexplicable. Imagina si lo fue que esa
misma tarde me fui a una hemeroteca a comprar un periódico atrasado en el que a esa chica le habían
hecho una entrevista. Venía una foto suya en la página de sucesos y desde entonces tengo ese periódico en
el despacho y miro la foto de cuando en cuando, ¿qué te parece?
Buscó en su mente Lydia algo inteligente que decir, pero no se le ocurrió nada.
—Me parece muy romántico. Supongo que también ahora deshojarás margaritas.
—Pues mira, eso todavía no, aunque puede que cualquier día me dé por ahí. De momento me
parece más práctico preguntarle qué siente ella.
Le pareció a Lydia que el sofá en el que probablemente se sentaban sus tatarabuelos se había
vuelto sumamente incómodo.
—Pues… no sé qué decirte. ¿Qué opinará Sofía?
Enarcó él las cejas con extrañeza.
— ¿Sofía? ¿Qué tiene que ver Sofía con este asunto? Supongo que nos dará la enhorabuena.
—En ese caso…
—En ese caso, ¿qué?
—Que sí, que si Sofía nos da la enhorabuena… pues que sí.

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