Puñales Escondidos Libro
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PRIMER CAPÍTULO
La tarde de aquel verano, la señorita Fina Artadi anotó en su agenda: el inconveniente de tener
que trabajar o de dejar el trabajo. Luego agregó: hoy detuvieron Osorio. Poco antes de las ocho
de la mañana, el cajero Osorio fue rodeado discretamente por los agentes de seguridad y
auditoría del banco, en las mismas puertas de la agencia. El resto de los empleados, que se
disponía a iniciar la atención al público, lo vio partir anonadado, incrédulo y humillado, hacia un
interrogatorio que no demostraría su culpabilidad o inocencia, pero que sí cubriría con su
renuncia y liquidación, el monto del dinero desaparecido de una de las cajas de ventanilla. Horas
más tarde, Oso- rio regresaría en el momento del refrigerio, siempre acompañado por los
agentes de seguridad, después de haber firmado la aceptación de los cargos. Se dirigió hacia el
que había sido su escritorio hasta el día anterior. Abrió sus cajones y extrajo legajos y papeles.
Levantó el vidrio que cubría el mueble y retiró la foto de una mujer joven, sonriente, que llevaba
un niño pequeño en los brazos. Colocó cada uno de los objetos en una caja de cartón. En ese
momento, la se- horita Fina Artadi se preguntó de dónde la habría sacado, puesto que no lo
había visto llegar con ella. Pudiera ser que algunas manos la depositaran ahí, anticipándose
maliciosamente a la escena de la despedida. O sería producto del descuido de alguna empleada
de limpieza que no la había recogido. U Osorio la encontró alguna vez y la guardó, ignorando el
destino que tendría en un futuro cercano y quizás inolvidable para él durante el resto de su vida.
Fue entonces que la señorita Fina Artadi, desde el fondo de la oficina, avanzó cruzando el
escritorio de su asistente, el imperturbable Rafael Campina, el de Pedro Manzanares, quien
estaba repentinamente atento a su taza humeante de café, y se acercó hacia Osorio,
despertando entre la gente sentimientos de desconcierto, sorpresa o lástima, sin sacudir a unos
de la indiferencia y sin poder evitar el que otros la vieran como una idiota. Con Osorio hizo lo que
la gente esperaba que alguien hiciese, lo saludó y, aunque el tono de la voz de la señorita Fina no
reveló compasión, por lo menos fue amable. Lo ayudó a cargar la caja, a poner en orden por
última vez el escritorio, y se despidió de él acompañándolo hasta la salida. Antes de regresar a su
oficina y como administradora de la agencia, les dirigió tal mirada al resto de empleados, que fue
suficiente indicación para que volvieran a ocuparse de sus labores. A esa hora del mediodía, casi
no había clientes que atender.
Los cajeros y funcionarios conversaban entre ellos. Campina y Manzanares discutían sobre
Osorio, lamentando que se tratara de un empleado que no llevaba mucho tiempo en el trabajo,
quizás el más joven de la agencia, cuando la señorita Fina se acercó. Les señaló que un informe
ya había sido emitido por auditoría. Felicitó levemente a Campina quien, como supervisor de
ventanilla, había logrado detectar el asunto a tiempo. Aunque los dos escucharon a la señorita
Fina con respeto, hubieran deseado hacer muchos comentarios adicionales, pero no delante de
ella. La señorita Fina también hubiera querido resumir una enseñanza, producto de su
profesionalización
en el campo, que indicaba que el grado de inocencia era inversamente proporcional al tiempo de
experiencia en el trabajo, pero no lo hizo porque tales afirmaciones no eran apropiadas, así que
se retiró a su oficina.
Al final de la tarde, cuando ya el último cliente se había marchado, la señorita Fina se despidió de
los vigilantes. Salió a la calle calmadamente, decidiendo caminar algunas cuadras, puesto que le
hacía bien ejercitar un poco las piernas para evitar el peligro del lumbago, ese dolor pesado de la
cintura que reaparecía de manera intermitente, promovido por la cantidad de horas que pasaba
sentada ante la máquina. En sus primeros años de empleada, cuando trabajaba en la oficina
central como cajera, subía y bajaba con agilidad y sin esfuerzo las escaleras del viejo local, el que
fuera fundado con el nombre de Banco de Parma. Entonces, los empleados se conocían más y se
frecuentaban entre ellos. La mayoría había estudiado en el Colegio Italiano y provenía de familias
migrantes de Turín y Génova. Era frecuente que muchos hijos de migrantes trabajaran como
empleados mientras terminaban sus estudios universitarios. En la época en que la señorita Fina
ingresó al banco, este ya había perdi- do mucho de su filiación italiana, pero los directivos y
empleados conservaban antiguas tradiciones. No importaban los títulos sino la motivación, la
buena voluntad, la actitud servicial y comedida con el jefe de sección. La señorita Fina recordaba
que aquellos funcionarios eran caballeros de modales educados, que trataban a las mujeres con
mucho respeto. Entonces a los empleados que ascendían, se les obsequiaba un libro en edición
de lujo, en el que se relataba la historia de la institución. Ahí estaba, en las primeras páginas, la
foto con el local fundador, muchos años antes de que la oficina principal se mudara hacia las
afueras de Lima. La construcción desde sus orígenes no había sido modificada. Las ilustraciones
mostraban el bruñido ostentoso del bronce decorando las gigantescas puertas de la entra- da.
Los espejos resplandecientes de pan de oro, los largos pasillos de mármol, los techos de madera
labrada de Guayaquil, las grandes dimensiones que amortiguaban el eco de voces y ruidos, tan
grandes que dejaban que se instalara un silencio sólido y sagrado. La señorita Fina pensaba en
una palabra que había descubierto haciendo crucigramas: entelequia. El banco era una
entelequia que estaba por sobre las cabecitas negras de los clientes que pululaban delante de las
ventanillas, creyendo, con espontánea fe, en las virtudes de una corporación solemne. Por eso el
antiguo edificio era imponente, como correspondía a una institución qué debía transmitir una
imagen de seguridad, poder, éxito y solvencia.
La señorita Fina llegó al Óvalo Gutiérrez y caminó en dirección al supermercado que ocupaba una
de las esquinas. Tanto Campina como Manzanares pertenecían al grupo de empleados que había
reemplazado, poco a poco, a los que se habían jubilado. A pesar de que ellos poseían por lo
menos un grado académico, hablaban fluidamente dos o tres idiomas, eran de pensamiento
veloz y rápidos en el actuar, la señorita Fina los veía nerviosos, groseros y maleducados. Aunque
le tenían confianza, la trataban con cierta distancia y ella prefería no intimar más allá de lo
estrictamente necesario para mantenerse informada de lo que ocurría en la agencia. Lo único
que de ella sabían era que pronto se retiraría. Pudo haberse jubilado antes, pero la inercia, y el
placer que le producía aprender, la hizo actualizarse y competir con los nuevos empleados. Fue el
asunto de las máquinas. Alguien se lo dijo un día. En otros países las operaciones se realizan
inmediatamente y en simultáneo, porque están conectadas a través de las máquinas. Todas las
agencias. Todos los empleados. Al principio no pudo imaginarse como podría ser aquello. Luego
llegaron las computadoras, reemplazaron a las máquinas de escribir y a las calculadoras
manuales. En aquella época comenzaron a retirarse los primeros empleados. Sobre todo,
aquellos que se resistían a las novedades del nuevo sistema de informática. Antes de entrar al
establecimiento comercial, se dirigió puntual hacia el negocio de lotería. Compró uno de los
billetes que se sorteaban el domingo. Caviló sobre los números a marcar, eligiendo una cábala
que siempre repetía. O seleccionaba números impares, o cruzaba la fecha de su cumpleaños con
la del año de nacimiento y la fecha de ingreso al banco. Luego se encaminó hacia los están tes de
abarrotes y comida, preguntándose qué era lo que hacía que unos negocios tuvieran suerte y
otros no. Porque ella los había visto aparecer y multiplicarse, transformando a las avenidas Pardo
y comandante Espinar en calles comerciales, que continuaban hasta el parque Borgoño, cerca al
mar. Miraflores ya no era esa pequeña ciudad tranquila de amplias residencias y grandes
parques, donde la gente se paseaba por las tardes rodeando los malecones sobre los acantilados.
En las calles antiguamente silenciosas, ahora se producían embotellamientos de vehículos,
porque las estrechas pistas ya no se abastecían para el flujo de la población. Mientras la ciudad
cambiaba, ella había permanecido en el banco porque le ofrecieron el puesto de administradora
de una pequeña agencia, en un lugar cercano a su domicilio, lugar donde conocía a los clientes, al
movimiento comercial, y podía captar más cuentas y más ingresos. Aun así, no había logrado
ascender como correspondía a una funcionaria de carrera. Manzanares, subadministrador, tenía
veinticinco años menos que ella y, sin lugar a dudas, llegaría muy pronto a un puesto de gerente.
Pensando en la cena que tenía con Humberto, compró unos ravioles, una salsa pesto, un 0usse
de lúcuma y chocolate coronado con crema chantilly. Un vino blanco alemán, que no era de su
preferencia, pero estaba barato. Además, consideró que para Humberto no iba a gastar más de
cuatro dólares en un vino. Bastante hacía con comprar un 70usse que, en realidad, lo compraba
por ella misma, porque le había provocado la combinación de chocolate con lúcuma. En cuanto a
los ravioles y el pesto, bueno, eso sí era una con- cesión. Hubiera preferido no tener que gastar
dinero especialmente para recibirlo, pero no había hecho las compras de la semana, así que tenía
el refrigerador vacío. No le gustaba que Humberto percibiera el menor gesto delator de querer
halagarlo o algo por el estilo. Ella no tenía nada que festejar, pero, por alguna razón, ese día se le
había ocurrido hacer una cena. Una cena de verdad, con entrada, vino y postre. Pagó en la caja y,
cargada de bolsas, se dirigió al mostrador donde entregaban tickets de sorteo de acuerdo al
monto de la compra. Recogió los que le entregaron y pidió algunos más. Esta vez sorteaban unos
lingotes de oro de medio kilo cada uno y de dieciocho quilates. Aunque le gustaban más los
sorteos de premios de dinero en efectivo, consideró que no era difícil vender un lingote de oro.
Por lo menos era mejor que ganarse algún artefacto eléctrico o un viaje de vacaciones. Mientras
tomaba un taxi hacia el Malecón de la Reserva, recordó que no había depositado aún en el
ánfora una buena cantidad de tickets que tenía acumulados.
Vivía en una casa de dos pisos, construida en los años cuarenta, de color amarillento, con rejas
negras cubiertas de óxido. La facha- da lucía descuidada, con una apariencia de vejez y
abandono que, a ella, sin embargo, no le desagradaba porque le resultaba familiar.
Hacía muchos años que no la pintaba. La herrumbre de las rejas, con el tiempo y la humedad,
había formado unas vetas sinuosas y oscuras que se deslizaban por las paredes. Al llegar, buscó
la llave y la introdujo con cierta dificultad en la cerradura. Alguna vez tendría que llamar al
cerrajero para que le aceitara las cerraduras de puertas y ventanas. Le incomodó percibir el olor
a cerrado y humedad, que la recibía todos los días al llegar a la casa. Se dirigió hacia la cocina.
Sacó una olla, la llenó de agua y la puso a hervir. Guardó el mousse en el refrigerador. Al verlo
debajo de su caja de plástico transparente, decidió servirse un pedazo, pues el dulce se vería
mejor con un hueco que mostrara que no era un pastel de estreno. Con el plato en la mano,
subió a ducharse al segundo piso. El agua fría actuó como un bálsamo relajante sobre su cuerpo.
Se envolvió la cabeza en una toalla y se cubrió con la bata de felpa. Recostándose sobre la cama,
comenzó a paladear el pedazo de mousse. Hubiera deseado permanecer descansando,
comiendo, viendo televisión y tomando vino. Luego llegaría lentamente el sueño y se acostaría
temprano. Pero no, todavía le faltaba media jornada más.
Se asomó por la ventana de su dormitorio. El malecón estaba a una cuadra de distancia y detrás
de él, el mar. Era el mismo paisaje que veía desde que era pequeña. El mismo dormitorio. Nunca
se había mudado. ¿Moriré también aquí?, se dijo. Cuando terminó de comer el pedazo de pastel,
dejó el plato sobre la mesa de noche y apoyó sus brazos en el alféizar de la ventana. Rayos
luminosos de color rosado y naranja intenso en aquella hora de la tarde cubrían el horizonte del
crepúsculo. Melinda, la hija de Humberto, estaba deprimida porque no lograba tener hijos. Se
había casado a los treinta y cinco años y sus posibilidades de concebir eran más limitadas.
Viajaría en dos semanas a los Estados Unidos para una inseminación artificial.
Humberto la apoyaba económicamente, Qué diferencia conmigo, razonó. Cuando ella era
estudiante del colegio de monjas ursulinas, las chicas se casaban entre los dieciocho y los veinte
años. Luego tenían hijos y se dedicaban al hogar. Sólo un treinta por ciento ingresó a la
universidad. En cambio, Melinda había terminado sus estudios universitarios y trabajaba igual
que su marido. La mayor parte de chi- cas de su promoción estudian o trabajan, le había dicho
Humberto.
El frío del atardecer le hizo estremecerse. Cerró la ventana y se dirigió hacia la cómoda. Sobre
ella, una colección de álbumes de fotos de variados tamaños y colores se alineaban uno tras
otro.
Cogió uno de ellos y lo abrió. Ahí estaba Melinda, a los dieciséis años cuando terminó el colegio.
Ahí estaba Gracia, su mejor amiga.
¿Qué había estudiado Gracia? Ah, sí, era economista. Y la de cabello negro, crespo, muy corro, se
llamaba Alicia. Ella también había estudiado en la misma universidad con Melinda. Abrió otro
álbum, el del matrimonio de Melinda realizado un par de años atrás. Una foto a nivel central
mostraba a Melinda con un largo traje de novia, el esposo, Humberto con su esposa y los
consuegros. La muchacha se veía bien, aún a pesar de los dolores de cabeza que había causado
aquella boda. Al principio Humberto no había estado de acuerdo, el yerno no le gustaba porque
estaba desempleado y la única que tenía trabajo era la novia. Recordó el día en que Humberto le
contó que su hija de dieciocho años tenía relaciones sexuales. Había llegado a ver la, furioso,
descontrolado, hablando atropelladamente. Ella lo tranquilizó, explicándole suavemente que
aquello era una práctica habitual. Por lo menos ella tenía opiniones desapasionadas sobre los
hijos de él. Escuchaba a Humberto y luego contrastaba sus juicios con los comentarios que
escuchaba en el banco. Solía conversar con los clientes asuntos que estaban más allá de las
operaciones de crédito,
Los gestos y las acciones tácitas se habían convertido en un derrotero de costumbres que ella leía
en la conducta de Humberto. Su manera de anunciarse, un timbrazo largo y luego uno corto. El
sentarse en el sofá principal de la sala, el más desvencijado. El hacer zapping automáticamente
con el control de la TV mientras conversaba. El dormir con la luz de la mesa de noche encendida,
el tomar una taza de anís después de cenar, el quitarse los zapatos apenas llegaba cuando estaba
cansado. El despedirse siempre a las once o doce de la noche. Miró el reloj y pensó que era
mejor tener lista la cena. Quería acostarse temprano. Le diría a Humberto que ese día debían
despedirse antes de lo acostumbrado. Temía que apareciera al día siguiente el dolor de cintura
que la había atormentado la se- mana anterior. Cerró los álbumes de fotos. Al hacerlo, vio que
una de las fotos había caído al suelo. La recogió. Ahí estaba la esposa de Humberto con sus dos
hijos, Melinda y Gustavo, en la ceremonia de graduación del menor. La mujer de Humberto, a
quien llamaban Clemi, estaba sumamente gorda. Observó la figura durante unos minutos y la
guardó en el álbum. Salió del dormitorio y se dirigió hacia la cocina. El agua ya había hervido lo
suficiente. Echó en ella los ravioles, una pizca de sal y unas gotas de aceite. Cogió la salsa y la
depositó en una pequeña fuente para el horno de microondas.
El infarto ocurrió diez años atrás. Él llegaba a su casa tres veces por semana. Los lunes, miércoles
y viernes. Eventualmente almorzaban juntos los sábados y se veían los domingos por la noche
hasta las nueve, hora en que él se retiraba. Sus encuentros eran regulares. Un día miércoles,
Humberto no llegó. Tampoco el viernes ni el sábado. Por entonces, él ya no trabajaba en el
banco. Quince años antes, se había mudado a un estudio jurídico. Ella lo llamó al estudio, donde
la secretaria le informó que el doctor Solari no atendería aquella semana porque estaba
enfermo. Ante su preocupada insistencia, la secretaria le explicó que estaba fuera de peligro,
hospitalizado en una clínica. Ella no alteró su rutina. Continuó trabajando en el banco y esperó.
En un momento deseó ir a la clínica a verlo, pero juzgó que hora prudente. La secretaria lo había
dicho. Estaba fuera de peli gro. Tomó lentamente el vino helado. Conoció a Humberto cuando
tuvo que hacer una rotación en asesoría legal. Ella tenía algo más de treinta años, era soltera y
no tenía hijos. Compartieron primero la oficina, luego los expedientes y las demandas judiciales
de los clientes y deudores del banco. Comenzaron a salir a los pocos meses de trabajar juntos.
Escuchó el timbre de la puerta. Apagó la cocina y se dirigió hacia la sala. Al abrir la puerta, lo
primero que distinguió fue el cabello plateado de Humberto. Lo tenía casi completamente
blanco. No estaba vestido con la ropa habitual, de cuello y corbata.
—¿No vienes del estudio? —preguntó ella mientras él la salu daba con un beso en la mejilla.
—No, estuve por la tarde en casa —respondió él. Él tenía la frente arrugada, parecía preocupado.
— ¿Pasó algo? —demando ella.
—Hoy tuvimos un almuerzo familiar, con Gustavo y Melinda. Nada especial. Pero Melinda está
nerviosa por lo del viaje a Was hington.
Él se sentó en el sofá principal de la sala. Humberto ya no era el hombre robusto y sólido que
había conocido. Continuaba siendo algo grueso, pero parecía más bajo y encorvado que antes.
Era atildado en el vestir, quizás demasiado para su gusto. Cualquiera se daba cuenta,
observándolo, que atribuía gran importancia a la vestimenta. Ella prefería esa elegancia
desenvuelta y descuidada que veía en otros, aunque, comprendía, no lo había elegido por eso.
—Acabo de llegar.
Ella se dirigió hacia la cocina. Retiró la olla de la hornilla con disgusto, y la depositó sobre la
mesa. Mientras él había estado des- cansando, ella corría, sudorosa, para hacer las compras. Sí
no tuviera que atenderlo, ahora estaría cómodamente echada en su cama, re- poniéndose de la
jornada del día. A pesar de los años transcurridos repitiendo los mismos hábitos, no dejaban de
molestarle.
—La próxima vez, no voy a cocinar —reclamó ella desde la cocina— Si quieres comer, tendremos
que salir.
Echó la crema verde del pesto sobre los ravioles. Agregó encima queso parmesano rallado.
Esperó que el queso se derritiera sobre la salsa caliente. Sacó de la nevera un pequeño frasco
donde guardaba una preparación licuada de ají, cebolla y ajos que había frito en la sartén a fuego
mediano, hasta convertirla en una pasta de consistencia suave. En una bandeja grande colocó la
fuente de pasta, el ají y el mousse de lúcuma. La llevó hacia la sala.
Ella había comprado a plazos un televisor de diecinueve pulgadas, pagando cuotas durante un
año. Sólo por Humberto lo había dejado en la sala, porque a veces llegaba cansado y no le
provocaba subir al segundo piso. Los programas eran un buen pretexto para conversar de lo que
pasaba en el mundo, pero, en realidad, eran más que eso. Tal vez había dejado ahí el televisor
para evitar los silencios mutuos, los vacíos. En ocasiones tenía la impresión de que era como un
puente entre dos personas desconocidas.
Humberto veía el noticiero de las ocho, sentado cómodamente en el sofá principal. Al verla
llegar se levantó y comenzó a servil los ravioles en los platos. Ella reparó distraídamente en la
mesa de la entrada y vio un sobre que el banco le enviaba mensualmente con su estado de
cuenta.
SEGUNDO CAPITULO
Cuando Humberto se marchó y subió a acostarse, recordó que tenía que terminar de leer un
libro que había depositado sobre la mesa de noche. Meses atrás, una antigua compañera de
colegio que había quedado viuda, la llamó anunciándole su participación en un círculo de
estudios literarios que trabajaba como tema El conocimiento del mundo a través de la literatura.
Lo dictaba un profesor de la universidad de San Marcos que había sido convocado por un grupo
de señoras deseosas de ampliar sus conocimientos de literatura. El tema propuesto había sido un
seminario de lecturas de escritores japoneses. ¿Escritores japoneses?, le pareció exótico. No
conocía a japoneses. Sólo una vez había ido al restaurante de comida japonesa de la Asociación
Peruano Japonesa, en el distrito de Jesús María. Los platos del menú le parecieron agradables.
Un pescado crudo adereza- do con soya, una sopa con tallarines parecida a la sopa china wantán
y unos camarones asados envueltos con huevo. Le gustó el pequeño restaurante colmado de
niséis, descendientes de japoneses de primera generación, que conversaban acaloradamente. A
los costados, unas puertas de madera con cuadriláteros que simulaban papel de arroz daban un
toque oriental al ambiente, tal y como ella había visto en algunas películas. Al principio tuvo
reparos de participar en ese.
taller literario, porque de literatura no sabía nada y prefería comenzar con autores peruanos, con
lo más cercano y conocido. Pero los comentarios elocuentes de su amiga la intimidaron y
avergonzaron en su ignorancia. Sin tener un especial interés en la literatura, ni en cultivar el
espíritu como decía su amiga, sino simplemente por la posibilidad de tener una actividad
diferente a su rutina diaria, optó por inscribirse y asistir. Las clases se desarrollaban cada
semana, rotativamente, en casa de una de la media docena de asistentes, la mayoría de las
cuales era contemporánea y de diferentes ocupaciones. Dos de ellas se dedicaban a su casa, pero
el resto trabajaba en el comercio y en el corretaje de casas. El profesor era un hombre pequeño y
gordo, que llevaba siempre de vestimenta una chompa tejida de lana, de esas que suelen tejer
las madres, las esposas o las novias, de puntos gruesos, de confección irregular y artesanal. Eran
chompas viejas, deshilachadas, de colores opacos, que parecían tener muchos años de vida. El
profesor llevaba una gran cantidad de libros, que colocaba sobre la mesa cada vez que iniciaba la
clase. A veces ni siquiera los abría, pero producían en las alumnas una sensación de
conocimiento y esmero en la preparación de los temas que se debatían en el taller. Mientras
hablaba, de vez en cuando soltaba alguna risita sarcástica, como burlándose de lo que él mismo
había dicho. Las primeras semanas de lecturas fueron dedicadas a una introducción sobre el
panorama general de la literatura japonesa. Luego se iniciaron con autores. Uno de ellos era
Shusaku Endo y la novela propuesta se llamaba Escándalo.
La señorita Fina había estado leyendo detenidamente la novela, porque le producía incomodidad
expresar comentarios poco inteligentes delante del resto de asistentes. Después de cambiarse de
ropa, se sentó en un costado de la cama y abrió el libro. El personaje central se llamaba Suguro,
escritor católico, conocido como virtuoso, quien a los sesenta y cinco años y en la cima del éxito
profesional, descubre sorpresivamente que existe una persona muy parecida físicamente a él,
incluso, a juicio de algunos, idéntica, que usa el nombre del escritor y merodea por lugares
sórdidos de extraña reputación.
Algunos párrafos le llamaban la atención y los subrayaba. Regresando a las primeras páginas; la
señorita Fina hizo una recapitulación de lo que había leído. Las nociones morales de Suguro,
siendo cristiano, despiertan comentarios controversiales entre sus colegas escritores.
La desdicha de Suguro es que debe describir a su Dios, un ser escurridizo para nosotros los
japoneses. Como si pudiera ser entendido en un marco cultural japonés.
Volvió a leer el párrafo. Ella, en los momentos más difíciles, se había repetido: Dios, ¿por qué me
has abandonado? Sobre todo, cuando se sentía triste o sola. Era extraño que alguien pudiera
decir que Dios era un ser escurridizo. ¿Lo era? Dejó el libro sobre sus rodillas con una sensación
de incomodidad. Era escurridizo. Nunca había pensado que una palabra tuviera un significado
tan atroz. De pronto, pensó que Dios y Humberto eran escurridizos. Se deslizaban y se perdían en
las profundidades de algún lugar. Entonces, era posible que Dios la hubiera abandonado, o que
no fuera lo que ella había creído. No era algo sólido, desde luego. De eso estaba segura. Era
como el agua que caía de las oquedades de sus manos cuando las colocaba debajo del grifo de la
cocina. No tenía forma alguna. Pensamientos, ideas, recuerdos, palabras de infancia que
resonaban lejanamente en su memoria, todo eso era Dios. Tan grande y distante que ella no lo
podía comprender. Si es que de veras existía, era escurridizo. Sacudió su cabeza en un gesto
automático, intentando comprenderse.
A los pocos días, cuando acudió al taller de literatura, se encontró con que la mayoría de las
participantes ya había terminado de leer la novela. Esta vez el profesor había ido con una gran
bolsa de tejido andino colgada al hombro, de esas que usaban los estudiantes universitarios.
Extrajo de ella un libro forrado con papel blanco y comenzó a leer algunos párrafos. A medida
que hablaba se exasperaba dando saltitos de un extremo a otro de la pieza. Las mujeres
lo escuchaban con gran atención. El profesor hablaba de pasiones escondidas, de perversiones,
de sentimientos reprimidos. La historia era insólita. Después de realizar algunas indagaciones,
Suguro concluye que se trata de un doble. Un psicólogo clínico le explica al escritor que se
registran antecedentes de casos semejantes. Personas que escuchan haber sido vistas en
diferentes lugares. Intentando des- enmascarar al impostor, Suguro inicia una serie de
búsquedas, y en el camino conoce a la señora Naruse, quien realiza abnegadamente labores de
voluntariado social en un hospital. La señorita Fina no podía comprender cómo la señora Naruse,
siendo bondadosa, era, al mismo tiempo, una sádica sexual que se excitaba apasionadamente
ante el sufrimiento humano. Por un lado, velaba en la cabecera de niños gravemente enfermos y,
por otro, se excitaba sexualmente ante la evocación vívida de masacres y asesinatos que habían
ocurrido durante la guerra.
—El doble que busca Suguro en las calles, podría también ser interpretado como el otro lado
oculto de su personalidad, como el lado oscuro que tiene la señora Naruse. En los seres humanos
con- viven ambas caras en una misma moneda —continuaba el profesor.
—Siempre se tiene una doble vida —dijo una de las participantes—, cuando leía la novela estaba
pensando que una no siempre actúa como realmente piensa. Creo que a Seguro le cuesta trabajo
aceptar que el mal es tan propio de la naturaleza humana como el bien.
La señorita Fina estuvo de acuerdo. Conjeturó que tal vez ella lo comprendía mejor que nadie. La
mentira era necesaria para ella, porque la angustia producida era menor que la tranquilidad. La
imagen de Humberto le generaba sentimientos ambivalentes. Ella había
—— separarse de él. Hacía algunos años, cuando sus hijos eran aún pequeños, las visitas de él
eran irregulares. Aunque no solían salir a lugares públicos, en una oportunidad habían ido a
cenar a un
restaurante. No era muy tarde, apenas después de la salida del banco.
Conversaban tranquilamente cuando Humberto hizo un gesto de gran inquietud. Acababa de
sorprender a Clemi saliendo del restau rante.
—Sí, me lo acabas de decir, pero ¿qué quieres?, ya nos vio y Humberto hizo una venia llamando
al mozo.
— Mejor, vámonos —expresó con acritud.
—Por favor, Humberto. ¿No puedes salir a comer con una compañera de labores? —rezongó ella
con incomodidad.
Humberto pagó.
—¿Te quedas?
—No, por supuesto —afirmó ella.
Los dos salieron en silencio. Ella estaba tan airada y humillada que no tenía deseos de hablar. Él
la despidió dejándola partir en un taxi. Por la noche, él la llamó por teléfono, pero ella se negó 4
conversar con él. Se sentía dolida y ultrajada. Consideraba que él era un cobarde y que se
amilanaba fácilmente. Tomó la decisión de no volverlo a ver. Aquella noche no pudo dormir. En
el trabajo las lágrimas aparecían en cualquier momento, en cualquier lugar. Tenía ganas de
llamarlo por teléfono, pero se contenía. ¿Es que acaso no lo sabías?, se preguntaba a sí misma,
en voz alta, mirándose en el espejo. Finalmente lo llamó una tarde por teléfono y le dijo que no
quería ni verlo personalmente, ni que la buscara si es que no tomaba decisiones definitivas,
porque ella no iba a volver a pasar más escenas como la de aquella noche. Humberto la escuchó
en silencio y le pidió disculpas.
—Ya lo sabes —le dijo—, si te apareces, es porque te has se- parado.
Una mañana recibió en la oficina la visita del padre de un antiguo cliente de la agencia, que
había fallecido. Ella misma le había entregado su liquidación, semanas atrás. El hombre, un
septuagenario, parecía diez años mayor de la edad que afirmaba tener. En el rostro mustio y
arrugado, se agitaban dos labios delgados, repitiendo palabras con el mismo tono de voz
monótono y lastimero.
—No puede ser, señorita. Mi hijo me decía que había depositado una vez como cinco mil dólares,
la otra como diez mil, mi hijo era bien ahorrador, no gastaba, no tomaba, sólo se dedicaba al
negocio —protestaba el anciano.
El viejo traje oscuro que llevaba puesto el hombre tenía una mancha de grasa a la altura del
pecho y era demasiado grande para Él. Sus manos largas y huesudas con prominentes nudillos
acompañaban las expresiones del anciano moviéndose de un lado a otro.
El anciano había llevado un legajo amarillo y sucio, donde estaban apiladas desordenadamente
boletas, facturas, órdenes de pago, documentos comerciales.
—¿Por qué no trajo esto antes? ¿Es todo lo que tiene? —pre guntó solícita la señorita Fina.
El hombre afirmó con un murmullo casi inaudible. Se limpiaba los ojos con la manga del saco. La
señorita Fina le alcanzó una servilleta de papel.
La señorita Fina hurgó entre los papeles y fue separando aquellos que correspondían al banco.
Era un batiburrillo de recibos de toda índole y de diferentes establecimientos.
La señorita Fina seguía buscando en pantalla. La información aparecía inamovible. Los depósitos
no estaban registrados.
—Señor, por favor, guarde estos papeles que son muy importantes. ¿Podría fotocopiarlos y
traérmelos?, ¿sí? Nuestra fotocopiado ra no funciona ahora. Hágalo de una vez, señor.
—Por lo menos el dinero de la liquidación, en algo le puede ayudar —explicó la señorita Fina.
TERCER CAPÍTULO
Una de esas noches tan claras que parecía de día, la invitó a no entrar En su casa sino a dirigirse
por la calle hacia algún lugar. Caminaba por el borde del malecón, cuando comenzó a percibir
que veía borrosamente. Detuvo la vista unos segundos sobre el horizonte. Notó que las piernas
le temblaban. Le parecía que se inclinaba hacia un costado. No recordaba la última fecha en que
fue a su control médico. Quizás más de dos años. El galeno le había recomendado que estuviera
atenta a las molestias que aparecieran, pero ella trataba de ignorarlas. O, por lo menos, no las
había experimentado tan cruda- mente como la primera crisis, diez años atrás. Una mañana,
cuando estaba trabajando en la oficina, descubrió que en el rostro de una cliente a quien
atendía, le faltaba la nariz. Más exactamente, había un cuadrado negro que cubría y ocultaba una
parte de su mejilla. Al cambiar la dirección de su mirada le dolieron ambos ojos. Volvió a
observar a la clienta y la mancha negra continuaba escondiendo una porción de la cara. Se
aterró. La despidió apresuradamente, reparan- do que, donde mirara, ahí estaba la mancha
negra ocupando gran parte de su campo visual. Aquello había durado algunos segundos.
n el transcurso de las horas su desazón fue desapareciendo y se olvidó del episodio, o no le
prestó mayor importancia. En las semanas siguientes, tuvo adormecimientos en las piernas, y
luego una sensación de extrema debilidad. En otra oportunidad frente a la pantalla del monitor
comenzó a ver doble. Dos pantallas, dos tableros, dos columnas de números. No podía creerlo.
Aquella misma tarde pidió permiso y se fue al hospital. Inicialmente la examinó un médico
general explicándole que no sabía bien de qué se trataba, pero creía que podía ser alguna
enfermedad neurológica, por lo que la transfirió a otro servicio. El neurólogo le hizo pruebas
durante un mes, al final del cual le informó que era muy probable que tuviera una enferme- dad
llamada Esclerosis Lateral.
—Urinario?
¿Qué dificultades?
—Un tubo de goma, de plástico, por decir. Eso permite evacuar la vejiga porque la retención
puede producir infecciones. Si se hace crónica, llega a dañar al riñón.
—Ah.
—Ayudarla para evitar que la enfermedad progrese, pero no podemos curarla. Por eso es
importante que se haga un examen semestral y luego anual. Le repito que muchas personas no
desarrollan síntomas hasta muchos años después del diagnóstico.
—Usted está seguro de que tengo, tengo, ¿cómo dice que se llama?
—Esclerosis lateral.
—Pero señorita, todavía es prematuro aventurar el futuro. Usted tiene menos de cuarenta años
y hemos visto a su edad, casos espectaculares de pacientes que tienen una crisis y luego viven
muchos años más sin mayores complicaciones.
El fin de semana siguiente volvió a acudir al supermercado. Aunque en los días de fiesta la
afluencia de público era mayor, la señorita Fina no tenía elección. Le disgustaba más ir
arrastrando el cansancio de un día laboral, que lidiar con la gente los sábados por la tarde. Se
acercó al mostrador que vendía los billetes de lotería. Hacía bastante tiempo que no se sacaba
ninguna terminal. Qué bien me vendría el dinero, se dijo. Nunca había descartado la posibilidad
que quizás algún día tuviera un premio. Necesitaba dinero. Ahora más que nunca lo necesitaba.
El dinero se depreciaría con el tiempo y el sueldo de la jubilación terminaría siendo miserable.
Sus clientes más quejumbrosos eran los jubilados. La señorita Fina había calculado que en
promedio gastaría un sesenta por ciento de su salario en el seguro de salud privado y en
medicamentos. El resto en el pago de la luz, el agua y el teléfono, que cada semestre reajustaban
sus tarifas. Sus ingresos sólo le alcanzarían para pagar servicios. Compró su billete de lotería y
escuchó complacida que la vendedora le dijera, gracias, suerte, como si aquellas palabras fueran
un buen augurio, porque no perdían su efecto a pesar de que las escuchaba siempre, desde hacía
años. Se dirigió hacia los estantes de comida y se detuvo para examinar los productos nuevos.
Generalmente buscaba algún tipo de sopa sintética que aún no hubiera probado o las frutas y
verduras de estación. Nunca había aprendido a distinguir cuándo era la época de caihuas o la de
toronjas. Cogía las frutas, las olía, las pesaba manualmente, las depositaba en su lugar sin
decidirse cuál elegir.
Había estado revisando la liquidación Aranguren y no encontraba errores, excepto aquellas
inexplicables boletitas de depósito. Si el anciano no las hubiera recuperado, hubiera sido
imposible cualquier intento de investigación. ¿Quién tenía relación con Aranguren? El hombre
confiaba mucho en los empleados, Manzanares lo orientaba en los préstamos y Campina lo había
atendido cuando estaba ocupa- da o ausente. Incluso ella recordaba haber aprobado
telefónicamente algún sobregiro del cliente a propuesta de Manzanares. Como muchos clientes
antiguos, conocía además a los cajeros. Después de la visita del señor Aranguren padre,
confrontó los datos de las boletas que había llevado el anciano, con las fotocopias del archivo,
encontrando que el dinero ingresaba los fines de mes a la taja, pero las boletas tenían fecha de
recepción de los primeros días de mes.
El dinero no había desaparecido de golpe sino sistemáticamente. El hombre depositaba
regularmente, pero pequeñas cantidades. Pagaba sus letras puntualmente, parecía cumplido.
Por lo menos las boletas eran la única prueba en manos del cliente. Tendría que examinar a qué
cajero correspondía el visto de las boletas, aunque también cabría la posibilidad de que alguien
hubiera cogido el sello de algún cajero descuidado o, incluso, falsificado su rúbrica. Su recorrido
en el supermercado era metódico. Comenzaba en los vegetales, continuaba en las carnes, luego
en los embutidos y terminaba en los abarrotes. Estaba convenciéndose de comprar unas
servilletas de papel de color verde, cuando alguien se le acercó a sus espaldas. Era Osorio.
—Ahora estoy trabajando en la bolsa. Recién estoy comenzando, pero aprendo rápido.
—Me alegro por usted —replicó la señorita Fina.
Es un trabajo, después de todo, uno tiene que trabajar — agregó. Un halo de tristeza invadió su
rostro.
Al verlo marcharse tuvo la certeza de que Osorio mentía y que estaba desempleado. Ese tono de
voz que intentaba ser convincente irradiaba la falsa seguridad de quien oculta algo.
Independiente de su culpabilidad o no, lo que había castigado el banco no era el delito, después
de todo no se había podido probar nada, sino el escándalo de la evidencia.
No supo por qué exactamente, pero se acordó de un caso, así eran las cosas del espíritu,
aparecían de pronto, por alguna misteriosa razón, un caso que le contó un cliente médico, sobre
el director de un pequeño centro de salud en la ciudad de Piura, que daba mucha libertad a los
trabajadores y ellos no sabían qué hacer.
¿Libertad de qué?, había preguntado la señorita Fina. Para hacer sus cosas, para trabajar. No sé,
es que el hombre era diferente a otros directores, no encajaba en el sistema. Parece que cuando
a la gente se les dice que hagan las cosas como creen que deben de hacerlas, es decir, que
decidan, se desconciertan. No saben. Es mejor decirles que hagan así o asá. El hombre era muy
creativo. Ese tipo era buen médico, trataba a la gente como debe de hacerse. Fíjese señorita, no
les decía a los subalternos, firma tu papeleta para salir en esta comisión de trabajo a las once y
quince. Y cuando regreses a las doce, firma esta otra, que tiene que sellarla fulano y luego
mengano. Y después tienes que irte allá para anotarla en el cuaderno de registro. Gran
burocracia. Pues a ese médico no le gustaba hacer tanto control. Es denigrante para cualquiera,
decía. Y no daba tantas indicaciones, exigencias, más bien planteaba preguntas. ¿Y cómo cree
usted que puede resolver esto?, y la gente se quedaba confundida. Por eso fue que el director
regional lo sacó de ahí y el hombre se quedó sin trabajo; yo me lo encontré un día en el mercado
de Piura, dijo el cliente médico. Y el colega hacía meses que estaba desocupado. Y no fue,
señorita, por un problema de deshonestidad, de robo, o de pereza de incumplimiento o abuso.
Fue porque el hombre era creativo y sus trabajadores no sabían qué hacer, por eso fue. No se
debe ser tan creativo, ¿no le parece? La señorita Fina tuvo lástima por el sujeto, le hubiera
gustado conocer a ese jefe médico que no había pretendido ser dios, tipo raro, no llegó a tener
tiempo, seguramente, para entender dónde se había metido. ¿Eso se llamaba desadaptación?,
pensó. No, eso se llamaba ilusión, de esas que eran fatales. ¿No le parece?, había repetido el
cliente. Ella abrió la boca y luego la cerró, se había quedado callada, como si no le importara,
para qué dar explicaciones a un desconocido, su opinión era rigurosamente personal.
La señorita Fina dio la vuelta por la estantería de papel higiénico y echó en la carretilla una bolsa
de rollos blancos, mirando, aliviada, los paquetes de toallas higiénicas para mujeres que ella ya
no usaba. Ahora las había largas, gruesas, pequeñas, para flujo normal o abundante, con alas, sin
alas, con fondo adhesivo o no, perfumadas o inodoras. Antes eran únicas, vergonzosas, gruesas,
cuadradas como pañales, no anatómicas, era más difícil menstruar, qué extraño, qué cambios,
algunas cosas cambiaban, otras no. Hizo un rodeo por el mostrador de quesos que estaba
colocado en el centro del super- mercado. En la sección pescados notó que había un grupo
nutrido de gente. Vio de nuevo a Osorio arrastrando su carrito vacío. Tuvo la impresión de que el
hombre estaba dando vueltas sin rumbo, sin intenciones de comprar, que seguiría así,
indefinidamente.
CUARTO CAPÍTULO
—Señorita. No tengo por qué pagar intereses de un depósito que hecho el banco por error. No
tengo por qué —se quejaba la cliente
Era casi media mañana y la agencia estaba abarrotada de gente
—El dinero no pertenecía a su cuenta —explicó cortésmente la señorita Fina.
—Es que no tenía cómo saberlo. ¿No entiende? Vendo y confecciono, los clientes me depositan
en distintas fechas, ¿Cómo voy a saber? Y encima, el banco tiene el descaro de cobrarme
intereses
La señorita Fina dio un largo suspiro.
—Si no deposita va a tener problemas, señora —indicó con amabilidad.
La mujer le extendió la mano agradecida. Antes de partir, se volvió y le lanzó una mirada de
incredulidad. La señorita Fina estimó que la alternativa que había encontrado era tan irregular
como el depósito. ¿Por qué le había girado el cheque? Tenía que reconocer que las personas
actuaban como si el mundo estuviera organizado por reglas mágicas, sin origen ni fin. Y no era
exactamente así. El mundo era desordenado. Alguien se equivoca y se interrumpe todo el
movimiento de la maquinaria. Sabía muy bien cuáles eran esos principios que pretendían regular
el desorden. Principios de institucionalidad, principios del trabajador bancario. Se imaginaba un
código no escrito, un conjunto de reglas que se referían a la honestidad, la honradez, quizás la
lealtad y otros conceptos que debían regir los comportamientos. Pero esas palabras eran lejanas,
palabras de discursos, de documentos oficiales, de ceremonias públicas. Cas- tillos de palabras
domesticadas, persuasivas, edificantes, entusiastas. Sentía animadversión hacia ellas. Le
disgustaban. Le motivaban un deseo irrefrenable de desenmascararlas, de desmontar sus
mecanismos y sus trucos, de disolver sus ligaduras. Porque la señorita Fina no dudaba que la
misión de aquellas palabras había sido así siempre, ocultando crímenes antiguos, desde el
principio de los tiempos, cuando el dinero pasaba por intermediarios convertidos en custodios o
en prestamistas. Con la informatización, los volúmenes monetarios crecían aceleradamente,
pero las posibilidades de juego también eran amplias y variadas. Un sentimiento subversivo la
animaba desde lo más profundo de sí misma cuando tenía que hablar con algún jefe
de cuello y corbata como Berrocal, gerente de agencias, el que, con gesto serio y orgullo
artificioso, repetía las consabidas frases ante sus subordinados. Legitimidad, calidad total,
eficiencia, productividad.
Y cada una de sus afirmaciones o enunciados producía en la señorita Fina una irritación mal
contenida. El señor Berrocal, como la mayo- ría de directivos del banco, utilizaba en forma
permanente la palabra, nosotros. Nosotros. Porque nosotros. Ya que nosotros. La señorita Fina
en sus veinticinco años de trabajo; no podía precisar aún quiénes ocupaban el lugar atribuido al
nosotros. ¿Los altos funcionarios?, ¡los accionistas?, ¿el directorio? Se había vuelto menos
tolerante res- pecto a ello y por eso es que había llegado a la conclusión de que era la hora de
retirarse. No tenía ya nada que hacer en la jerarquía de puestos o ascensos. Nadie le ofrecería
nada nuevo. En cambio, para Manzanares y Campina, el trabajo les reservaba muchas sorpresas.
Frescos y pulcros, enfundados en sus camisas de algodón y sus pan- talones oscuros, dividían al
mundo entre ganadores y perdedores, y ellos luchaban para ubicarse entre los primeros. Vivían
tan obsesionados por acumular dinero que sus salarios como empleados les resultaban
insuficientes. Querían conocer las claves de los negocios y de las transacciones financieras para
luego utilizarlas empresarial- mente, fuera de la institución bancaria. A veces la señorita Fina se
preguntaba por qué ella se había quedado detenida en una idea de futuro seguro, pequeño, sin
grandes ambiciones, pero confortable.
Ese tipo de futuro había desaparecido. El problema era que ella no se había dado cuenta cuándo
y cómo se había extinguido.
Volvió a examinar el caso Aranguren. El señor no había regresado con la documentación. Eso
impedía que pudiera avanzar. Cada vez estaba más convencida de que alguien había estado
jugando con los sobregiros autorizados para Aranguren, para encubrir movimientos fraudulentos
que se hacían con su cuenta. La muerte súbita del cliente facilitó que los últimos depósitos nunca
fueran ingresados a caja. No había pruebas. Quien lo había hecho no contaba con que el anciano
trajera papeletas antiguas. Para entregas en efectivo, las bole- tas tenían una copia original para
el banco y otra que se entregaba al cliente. La original alguien se la había guardado en el bolsillo.
Siempre era un problema llevar el registro de las transacciones en efectivo. La señorita Fina tenía
especial empeño en desarrollar la norma bancaria de conocer al cliente, pero reconocía que con
la cantidad de operaciones que tenía que supervisar, no le quedaba mucho tiempo para rastrear
movimientos insólitos. Estudió el expediente con cuidado. El señor Aranguren, como muchos
comerciantes provincianos, había ahorrado escrupulosamente durante años, invirtiendo en
bienes de capital parte de las ganancias. Y aunque su cuenta movilizaba más de un cuarto de
millón de dólares, vivía pobremente en una quinta de vecindario de casas de quincha y barro. El
hombre había dejado a su padre como único heredero. Tal vez habría creído que lo dejaba
asegurado.
Manzanares y Campina eran empleados que sabían moverse en el negocio. Eran tan simpáticos y
conversadores como encantadores de serpientes. La señorita Fina los veía y razonaba que ambos
se complementaban. Sin embargo, no parecían ser amigos, eran simplemente compañeros de
trabajo. En ocasiones, Campina criticaba los procedimientos de Manzanares, a los que calificaba
de descuidados. También podían ser celos profesionales porque Manzanares había ascendido
más rápidamente que él. Se conocían porque habían rotado juntos por algunas agencias. Cada
uno ensayaba su propio juego con los clientes y se anotaban puntos personales. Cada uno,
además, intentaría con el tiempo llevárselos a propias agencias si es que lograban consolidar
ascendencia y credibilidad ante ellos. Pero, sobre todo, algunas facilidades. Especialmente una
discreta permisividad frente a ciertas reglas o normas q ue podían ser obviadas y que hacían que
los empresarios se sin- eran tratados de manera especial. Como asistente suyo, Campina
nía mayor acceso a la señorita Fina. Aquella mañana se acercó despachar con ella algunas
solicitudes.
La señorita Fina veía que algunos clientes eran inhibidos con ella y tenían más confianza para
hacerle consultas a Manzanares o Campina. Eso no le preocupaba porque había clientes que
desconfiaban de las mujeres. Por eso escuchaba con atención las sugerencias “de Manzanares y
Campina en relación con algunos clientes y sus operaciones de crédito.
—Me dijeron que vino el señor Aranguren —le dijo Campina.
—Ah, sí. Justamente, sobre eso quería hablar con el señor Berrocal en la central —respondió ella
sin dejar de revisar las operaciones que le había presentado Campina.
—No, nada. Es que el señor no entiende bien lo de la liquidación que le hicieron, ya sabes, es
viejito, hay que explicarle detalladamente —continuó la señorita Fina distraídamente.
—Y usted sí que tiene paciencia con los ancianos —añadió amablemente Campina.
Cuando Campina se retiró, la señorita Fina pensó que, a pesar de todo, el caso Aranguren tendría
que cerrarse. Contempló la espalda de su asistente que ahora conversaba con Manzanares.
¿Cómo no encontraba forma de probar algo? Si tan sólo tuviera las fotocopias de las boletas.
Cualquiera de los dos, Campina o Manzanares bien pudieron recibir entregas en efectivo. O
incluso cualquier otro si uno de ellos hubiera estado de vacaciones. Eran lo suficientemente
eficaces como ambiciosos. Y los clientes eran personas a quienes no se les debía hacer
demasiadas preguntas inútiles. Había algunos clientes reacios a suministrar información de sus
propias empresas. Otros que de manera anticipada cancelaban sus obligaciones con sumas
considerables de dinero y haciendo pagos inesperados. Buscó el expediente y examinó una vez
más los listados de los movimientos antiguos de la cuenta. Luego de juguetear algunos minutos
con las columnas de números, juzgó que debía comenzar a estudiar el perfil de ciertos clientes
que tenían varias cuentas y que realizaban transferencias entre ellas. También aquellos que
tenían transacciones de grandes cantidades en sus cuentas. Durante un buen rato se dedicó a
seleccionar un grupo de cuentas que le llamó la atención. Luego las clasificó y ordenó
detenidamente.
A medida que transcurrió el tiempo, la participación de la señorita Fina en el taller literario se fue
convirtiendo en un asunto de disciplina. A pesar de la fatiga que sentía luego de la jornada
laboral, se impuso no faltar a las sesiones. Era una de las primeras en llegar, pero también en
retirarse, porque no le gustaba regresar demasiado tarde a su casa. Las calles eran solitarias y
oscuras cerca al malecón. Después de la discusión de la novela Escándalo de Shusaku Endo,
el profesor de literatura les propuso analizar El sol que declina, de Osamu Dazai.
La vida del escritor había sido triste. Nunca llegó a adaptarse al Japón de la postguerra. Su primer
intento de suicidio fue durante los estudios escolares. Murió en su tercer intento, arrojándose al
río con su amante. Tenía treinta y nueve años.
El profesor hizo un breve resumen del argumento. La señorita Fina escuchó con interés,
experimentando una súbita atracción hacia la historia. El profesor leyó algunos párrafos.
En cualquier época, a los seres como yo, carentes de vitalidad y plagados de defectos, vacíos de
ideas y pensamientos, les está deparado seguramente desaparecer por su propia mano, pero yo
tengo una justificación que ofrecer. Yo siento que la atmósfera y las circunstancias me hacen
extremadamente difícil seguir viviendo.
Hablaba Naoji, el hermano de Kazuko alcohólico, quien termina suicidándose. Kazuko lee su
diario. El profesor explicaba que algunos autores interpretaban que Naoji era un sucedáneo del
propio autor. Sus reflexiones sobre la muerte aludían a las mismas que condujeron a Osamu
Dazai hacia la autodestrucción. La señorita Fina viajaba desde Nishikara, el lugar residencial
donde vivió la familia de Kazuko, hasta Izu, la casa campestre que los había acogido en medio de
la pobreza. Ella, como Naoji y Dazai, también había pensado en el suicidio. El dolor que le
producía saber que tenía una enfermedad incurable se hacía por momentos insoportable.
Cuando recibió el diagnóstico aún vivían sus padres. Nunca se atrevió a decírselos. Guardó el
secreto haciendo vanos esfuerzos para olvidarse de él. Al conocer a Humberto imaginó una vida
con cierta normalidad. Algún día vivirían juntos, se casarían. Ella intentaría tener hijos. Pero
cuando el médico le explicó que habría grandes posibilidades de que la enfermedad se
transmitiera genéticamente, le invadió la tristeza. Era como enterarse de una desgracia
adicional,
que le advertía de nuevo que su vida no sería normal. Aquello le costó grandes esfuerzos y
dudas. Había un alto porcentaje de transmisión hereditaria, pero no era absoluto. Durante meses
y años, meditó sobre sus posibilidades. Acudió a bibliotecas e hizo lecturas sobre la enfermedad.
Inclusive especuló que no le importaba vivir o no con Humberto, casarse o no. Lo que más le
angustiaba era no poder tener hijos. Tomar esa decisión. Sus interrogantes permanecieron en su
La muerte, esa circunstancia temible o atroz, había quedado reducida a un hecho simple. Su
padre y su madre estaban muertos. Tenía la impresión de que algún día, quién sabe cuándo, los
encontraría. Se preguntaba cómo había llegado a aceptar el que nunca más volviera a verlos. O
tal vez no lo había aceptado. Tal vez no fuera creíble no volver a verlos. La casa, con sus objetos y
muebles rezumando viejas historias, contribuía a permitir que los recuerdos y las imágenes la
acompañaran con naturalidad, sin dramatismos.
Su padre había trabajado como contador durante toda su vida en la empresa inglesa Coors 87
Seagram Metals, dedicada a la importación de insumos para la industria metal mecánica.
Siempre decía, debo estudiar inglés. Si supiera inglés, otra cosa sería. Y así tenía un abanico de
comentarios semejantes relativos al idioma inglés. Pero nunca lo estudió. Ni siquiera se matriculó
en algún curso. Más bien parecía ser un hombre al que le gustaba más soñar que hacer. Su
muerte tuvo la misma simplicidad con la que había vivido. Un día se quedó dormido en el sofá de
la sala. No volvió a despertar. Llevaba los lentes sobre la nariz, como si estuviera a punto de leer
el periódico que descansaba entre sus piernas. Su madre era una mujer enérgica y dinámica.
Gordita, bajita, se movía de un lugar a otro de la casa de una manera ruidosa. Sacudiendo el
polvo, regando las plantas, enderezando los cuadros. Hija de italianos, le consiguió un apoyo
decisivo para ingresar a trabajar al banco a través de un paisa- no florentino que tenía una
modesta mueblería en Lince. Llevaron una vida sencilla, asistiendo a misa los domingos por la
mañana, almorzando y cenando juntos hasta que ella comenzó con el trabajo en la agencia
central. Se podría decir que su vida se dividía en dos partes. Antes y después del banco.
Cuando estaba sola, las voces del pasado regresaban. Papá, no tengo ganas de hablar, estoy muy
cansada. Nunca tienes tiempo. hoy estoy agotada papá. Lo veía sentado en el fondo del sillón
viendo noticiero nocturno. ¿Eres tú, Fina?, ¿eres tú?, apaga la luz antes Subir, por favor. Cierra
bien la puerta de la calle. De niña lo había pensado muchas veces. ¿Qué pasaría si su padre y su
madre Murieran?, ¿adónde iría?, ¿con quién? Quizás porque era hija única presagió la muerte
antes que otros. El día en que por fin llegó, no fue sorprendida. Primero fue su padre. Dos años
más tarde, confirmando lo que había escuchado, que la muerte se apiada de los esposos
ancianos, murió su madre. Ella había preferido que fuese asi, primero su padre y luego su madre.
Supuso que para su madre sería más fácil sobrellevar la viudez porque tenía amigas, conversaba
y salía con ellas, estaba más acompañada, lloraba cuando le provocaba hacerlo, rezongaba y
evocaba el pasado sin pudor alguno. En cambio, su padre vivía aisladamente, sólo salía por la
presión de su Madre y en contadas ocasiones. Era parco, le disgustaba quejarse, y no lloraba con
soltura. O por lo menos ella no lo había visto llorar. no podía siquiera imaginarse qué hubiera
sido de la vida de su padre hubiera tenido que afrontar la viudez.
Ahora todo estaba en silencio. Sólo ella y su propia enfermedad. Tenía tiempo suficiente para
meditar sentada en cualquier rincón de la casa sin que nadie interrumpiera sus pensamientos, Jin
tener que dar explicaciones por su mutismo. Tenía que hacer testamento. Disponer el destino de
los muebles, los adornos, los Objetos. Esa era una de las razones por las que no invertía en la
decoración o el mobiliario. No importaba que las paredes estuvieran descascarilladas o sucias,
los tapices descoloridos, las alfombras casi lisas y sin pelo. Ella amaba la historia que escondían.
Esa historia que terminaría porque no había a quién transmitirla. El cansancio la invadió.
Mientras llegaba el sueño, iba inventariando mentalmente los muebles, los cuadros, los
artefactos eléctricos. Los iba distribuyendo a cada una de sus amigas. En algún momento tendría
que hacer un documento por escrito. Tendría que ir a un notario. Por lo menos así evitaría que
quedaran en mano de desconocidos. A falta de hijos, los objetos se habían cargado de valor.
QUINTO CAPÍTULO
—Por eso le sugerí que realizara actividades diferentes. Que la pudieran distraer.
—Bien. No hay nada especial. Lo único que le puedo recomendar es que trate de hacer ejercicio.
Tengo la impresión de que usted sigue teniendo una vida sedentaria. Unos diez minutos diarios
de caminata, para empezar. Luego puede ir aumentando poco a poco.
--Entonces, ¿puedo seguir haciendo mi vida normalmente?
—Claro. Usted está bajo control.
Las palabras del médico la serenaron. El consultorio se había convertido en la sala de un tribunal
y el médico parecía un magistra- do. Alguien dictaminaba sentencia sobre ella. Por eso, cuando
salía de ahí con buenas noticias, su estado de ánimo mejoraba. Su cuerpo se henchía de una
energía resplandeciente que teñía de buen humor los días que seguían a continuación.
—la esperanza es el hijo que pretende Kazuko —dijo una de las asistentes.
—Ese es el sentido de su vida —añadió otra—, por lo menos encontró alguna finalidad.
—Es un final demasiado feliz para toda la novela —expresó
tina voz discordante—, toda la novela abona en presentarnos a una Kazuko que no tiene salida.
De pronto aparece lo del hijo, no resulta convincente. La lógica parecía conducirnos hacia un
futuro más desgraciado, por ejemplo, la historia pudo haber terminado cuando Kazuko comienza
a trabajar, eso resultaría denigrante para ella, hubiera sido más real.
—Lo que vale es que sea creíble —dijo el profesor—, pero veo que algunas no creen mucho en
la historia. Dazai es un gran escritor. La atmósfera de la novela es bastante real. El ambiente que
se
describe a través de la vida de Uehara y Naoji es ilustrativo del Japón de la postguerra, también
de las desilusiones de los jóvenes, de la reconstrucción de un país que ha quedado destruido. De
la desazón, de la pérdida de esperanzas. Del cambio social. En fin. Tienen que pensar qué les
entrega la novela globalmente. No cuán razonable les parece el amor de los personajes,
juzgándolo a través de la cultura que ustedes viven.
Por la noche se despidió de Humberto antes de las doce. Vio su pijama extendido sobre la cama,
sus pantuflas, las sábanas revuel tas. Como si hubiera sido un esposo que se levanta temprano y
se va a trabajar, así había quedado el dormitorio al partir Humberto.
Comprendió el ímpetu desesperado de Kazuko y la estéril sensatez de su propia vida. En
ocasiones se debían hacer actos insensatos.
¿No era el mundo también, insensato? Ella era, quizás, demasiado razonable. Sus únicos actos de
locura consistían en enviar cartas de queja a las grandes corporaciones de luz, de agua, a la
compañía de teléfonos, revisando con esmero cada una de sus cuentas dispuesta a pillar el
menor procedimiento irregular. Tuvo el súbito deseo de acabar con tanta cordura.
—Vivía sola y la señora que atiende el quiosco de periódicos, guardaba sus revistas todas las
noches en el departamento de la se- ñora Sepúlveda. La viejita se lo permitía porque una vez
asaltaron el
quiosco. Pero hoy por la mañana fue la mujer a recoger sus revistas y nadie le abrió la puerta.
Como la anciana no tenía parientes, la se- ñora se inquietó y avisó a la vecina. Llamaron a la
dueña del edificio que alquila los departamentos y tuvieron que traer a un cerrajero.
—Realmente no. Dicen que a veces la visitaban amigas del magisterio porque ella era una
antigua maestra. Pero desde hacía tiempo, no recibía visitas. Quizás eran tan ancianas como ella
y también se murieron —comentó la mujer.
—Por una clienta que vino esta mañana y es vecina de la di funta —afirmó la peluquera.
—¿Y?
—Me imagino.
Además, decía, ¿qué voy a hacer con mis pobres huesos?
¿dónde van a ir a parar? —repitió la mujer con voz de falsete.
—Es triste.
—Sí, porque no tenía a nadie, como le digo. Sabiendo eso, debe haberse anticipado. Y lo decía,
¿qué voy a hacer con mis pobres huesos? —repitió de nuevo.
—Tiene razón. ¿Desde cuándo la conocía usted? —demandó la señorita Fina.
—Desde que abrí la peluquería, déjeme ver, serán quince o dieciocho años, por lo menos.
—Se puede decir que usted la vio envejecer —sonrió la señorita Fina.
—Así es —comentó la mujer con voz resignada—, como a muchas clientas.
—También lo he visto. Cuando se envejece, una se vuelve más solitaria, eso debe haberle pasado
a esa señora.
—Es que además tenía muy mal genio. Y estaba casi totalmente sorda. Debe haber tenido algún
problema de memoria, porque un día se fue convencida de que nos había pagado dos veces por
el servicio. No hubo quién le hiciera entrar en razón. Ya estaba mal. Tenía como setenta y cinco
años
Era desconfiada, es que así son los ancianos. Mi padre creyó que nosotros habíamos matado al
gato cuando el animal fue atropellado por un automóvil. Insistió que lo habíamos envenenado
por- que nos molestaba. Como no vio el cadáver estaba convencido de que lo habíamos matado
y que no queríamos decírselo.
—Así es. Pero no era amiga de ella, ¿eh?, vecinas nomás. La señora tiene cuarenta años. Sólo la
conocía de vista.
—No, no lo creo. Quizás la dueña del edificio tenía el teléfono de algún conocido. Porque
pariente, no, eso sí que no, la señora Sepúlveda siempre lo decía, estaba sola. Daba pena cuando
lo decía.
¿Se imagina usted?, llegar a esa edad y no tener a nadie. Ni a un perro —se compadecía la mujer.
74
—Finalmente la dueña habló con la señora Sepúlveda. Ella estaba furiosa y dijo que abusaban
porque era una anciana y estaba sola. Dicen que el departamento estaba lleno de cucarachas, así
—la mujer calculó las dimensiones con la mano—, así de grandes, rojas, como nunca se ha visto,
señorita Fina. Los platos sucios en la cocina con restos de comida de días, apestando, la basura
regada por el piso, la anciana estaba muy abandonada. La dueña tuvo lástima y la convenció de
que limpiara el departamento. Creo que hasta le recomendó una sirvienta.
—Quizás esa señora fue la que la enterró —reflexionó la señorita Fina en voz alta—, aunque no
me convence.
—No, ¿qué?
—Quiero decir que me parece raro que una señora desconocida gaste en un entierro privado,
eso.
—En un edificio, está a dos cuadras de mi casa, siempre paso por ahí. Es antiguo, pero está bien
conservado.
—¿Cómo es el edificio?
—Está entre Colón y Gonzales, un edificio de color violeta con ventanas y puertas blancas de
madera.
La señorita Fina asintió con la cabeza.
Cuando salió de la peluquería ya había oscurecido. Caminó hasta la calle Colón. Las pequeñas
casas familiares del antiguo Miraflores se conservaban a duras penas en aquellas estrechas calles
tí picas de la clase media de la década del sesenta. Todavía se podían ver algunas de uno o dos
pisos, con jardín o patio delantero, rejas de metal y puertas de medio arco. La mayoría habían
sido sustituidas por grandes construcciones, modernas e insípidas, de varios pisos.
No le costó trabajo encontrar el edificio. Era la única construcción de estilo con esos colores. Se
acercó al intercomunicador y leyó los números. Uno de los botones decía portería. Lo presionó.
Una vez, otra vez. Una voz distante le contestó.
—¿Sí?
—¿Portería?
—Habla el guardián —la voz era ronca y se escuchaba lejana mente.
—Disculpe la molestia, pero vengo a averiguar sobre un departamento que dicen que se alquila
—exclamó alzando la voz.
—Es que hablé con una amiga que me dio esta referencia.
Ella había hablado con la dueña, la señora, creo que se apellida,
¿Martínez?
—Ah, qué lástima, a lo mejor me han dado una información equivocada. ¿No podría hablar con la
señora?
Por la mañana, lo primero que hizo la señorita Fina fue comprar los periódicos y leer la página de
obituarios. Tal y como lo esperaba, la muerte de la señora Sepúlveda no estaba anunciada. Se
preparó una taza de café y se sentó cómodamente al lado del teléfono. Meditó unos segundos, y
a continuación llamó al Cementerio Británico preguntando por el entierro de la señora Matilde
Sepúlveda. Quería saber a qué hora era. El empleado que la atendió le informó que sería a las
once.
—Mire usted, disculpe, pero la señora Sepúlveda era mi tía, hermana de mi madre. Acabo de
llegar de viaje y quisiera saber si mi otra tía, la señora Carmen Rojas ya fue por ahí para cancelar
el entierro —mintió.
—¿Podría fijarse, por favor?, es que en estos momentos no quiero hablar de estas cosas con mi
tía Carmen porque está muy
nerviosa, prefiero encargarme de todo si es necesario —agregó firmemente la señorita Fina.
—Espérese un momento.
—Sí, señorita, los papeles están firmados por la señora Carmen Rojas.
—Me llamó tanto la atención encontrarla en la misma peluquería a la que voy —le explicó la
mujer—, a usted, nunca la había visto ahí. Es un lugar de chismes, como todas las peluquerías.
La señora Sepúlveda era recelosa. Tenía ahorrados más de un cuarto de millón de dólares,
producto de la venta de una propiedad que había realizado hacía más de cinco años. Vivía de sus
rentas que eran considerables. Vestía pobremente y nada hacía sospechar la calidad de su
depósito bancario. En alguna oportunidad, la señorita Fina le preguntó sí aseguraría su dinero. En
caso de invalidez o muerte imprevista o accidental, recibiría cinco veces el monto de su depósito.
La mujer se negó a pagar los dos dólares mensuales del seguro propuesto.
—¿Para qué? No es mi pretensión beneficiar a nadie si yo mue- ro. Además, no quiero gastar ese
dinero. No estoy en condiciones. Soy una anciana y no tengo quién vele por mí en el futuro.
—De todas maneras, señora, si no tiene hijos, tarde o temprano sus parientes pueden ser
beneficiados.
—No me interesa trabajar para otros —había respondido la mujer, cortante—. No tengo casa
propia, ni nada. No tengo que dejar nada a nadie.
A la señora Sepúlveda, el dinero le producía una alta renta mensual que ella no retiraba en su
totalidad. Continuaba ahorrando y fortaleciendo su depósito. Muerta la anciana, su libreta de
ahorros, sin movimiento alguno, quedaría inactivada y al cabo de diez años, si nadie la reclamaba
pasaría al Fondo de Seguro de Depósito del banco. Diez años era demasiado tiempo. Demasiado
tiempo inútil para ese dinero.
¿Quién la heredaría? Lo probable sería que, si algún pariente se presentaba en casa de la dueña
del departamento reclamando las pertenencias de la fallecida, podría encontrar la libreta o
algunos estados de cuenta y luego ir al banco a informarse. Siendo la señora Sepúlveda,
desconfiada y quisquillosa, se podría tener la impresión de que mantendría algún orden en sus
papeles, pero no era así. Como había visto que hacían otras personas mayores, la mujer
guardaba sus documentos en un sobre grande metido en una bolsa de plástico. Para buscar
cualquier cosa, vaciaba íntegramente su cartera encima del escritorio de la señorita Fina. Aquello
en otras circunstancias hubiera sido interpretado como una falta de respeto, una invasión del
espacio de su pequeño escritorio, pero en la señora Sepúlveda, no dejaba de ser un rasgo más de
su personalidad. Repitiendo la rutina que realizaba con su cartera de clientes, la señorita Fina
también le había ofrecido la posibilidad de invertir en valores y aumentar sus ingresos
económicos. Para la mentalidad de la anciana, la propuesta era riesgosa para su seguridad
económica.
—¿Con la edad que tengo?, ¿para qué?, no. No —repitió refunfuñando—. Sólo les dejaría dinero
a los animales. La gente no me gusta —agregó recelosamente.
Cuando murió su marido, la señora Sepúlveda fue beneficiada
con la herencia de una propiedad, quedando viuda a los treinta años.
Muchos de los clientes de la señorita Fina eran personas mayores, aunque la agencia estaba
ubicada en un lugar más comercial que residencial. En ocasiones la señorita Fina sospechaba que
la anciana podría tener debilidad senil. Nunca había querido utilizar la tarjeta del cajero
automático. Sólo retiraba dinero en ventanilla. Debido a lo engorroso que resultaban las
entrevistas con ella, la señorita Fina había sugerido que algún familiar la acompañara al banco. La
oportunidad para decírselo se presentó porque la anciana desapareció durante un corto período
de tiempo, que no pasó desapercibido para la señorita Fina. Cuando la mujer regresó
mascullando que había estado enferma, ella le sugirió que, en esos casos, podría enviar a alguien
a retirar el dinero de sus intereses. Como esperaba, su propuesta fue desechada.
—No es necesario —afirmó con seguridad—, la gente es muy viva. Luego se aprovechan de uno.
Lo primero que hizo al llegar a la oficina de la agencia, fue revisar el cajón de su escritorio. Estaba
segura de que tenía la libreta electoral de la señora Sepúlveda porque le había ayudado a hacer
un trámite hacía unos días. Ella no recibía documentos personales de los clientes, y era
comprometedor y problemático tener los de una difunta, peor aún, si no tenía ningún pariente.
Por eso se había inquietado al tener noticias de su muerte. Podría perfectamente informar a
legal para que bloquearan la cuenta, pero no convenía que la agencia perdiera tan fácilmente el
depósito de la anciana. Mover un cuarto de millón le perjudicaba sus estadísticas. En cambio, si
encontraba algún heredero, no descartaba la posibilidad de ganar un nuevo cliente. La mujer ya
no regresaría jamás a recoger sus documentos.
Cogió la libreta electoral con cuidado y la examinó detenidamente. Al ver la foto de la mujer,
tuvo un sobresalto. Ya no era nadie. Nada. Se había ido para siempre hacia el fondo de un hueco
bajo tierra. Se dio media vuelta y se concentró en la pantalla del monitor. Buscó la lista de
clientes. Las columnas de números comenzaron a tintinear. El depósito, como siempre, estaba
inamovible, confirma- do. La señorita Fina estimó que no podía permitir que ese dinero
desapareciera tan fácilmente de sus estadísticas porque le alteraría el movimiento de la agencia.
La otra alternativa era no informar, de tal manera que los intereses se acumularan.
Periódicamente, el departamento legal encargado de examinar los obituarios de los periódicos
enviaba un listado de personas fallecidas a su agencia. Era frecuente, sin embargo, que los
decesos no fueran publicados en los diarios. Lo desusado era la ausencia de herederos. Durante
el resto de la jornada estuvo fastidiada. Evaluaría los clientes que tenía en cartera. Si era
afortunada, quizás lograría captar nuevos ingresos antes de que algún pariente reclamara el
dinero de la anciana.
SÉ PTIMO CAPÍTULO
En los días siguientes, continuó revisando minuciosamente los obituarios de los periódicos. No
encontrando ninguna información sobre la señora Sepúlveda, consideró con resignación que
debía bloquear la cuenta. Una mañana regresó el señor Aranguren acompañado de otro anciano,
vecino suyo, según le explicó. El hombre era contemporáneo en edad, moreno y de cabello
ensortijado.
—No puede ser, señor. Le dije que los papeles eran muy importantes —respondió desalentada la
señorita Fina—, sin ellos poco
puedo hacer. Le dije que hiciera inmediatamente las fotocopias.
—El señor me ha explicado que su hijo tenía más de cuarenta
mil dólares —indicó el otro anciano—. ¿Cómo le han dado sólo tres mil dólares?
—La liquidación se hace con los documentos que están debidamente sustentados. Por eso es tan
importante reunir todo lo que el señor tenga en su casa. Se lo advertí la semana pasada.
—¿Qué voy a hacer ahora?, no tengo quién me ayude —se lamentaba el anciano.
—El señor dice que con las ventas de mercadería su hijo depositaba mensualmente diversas
cantidades. Incluso, hasta de diez mil dólares.
—Mi hijo no mentía, señorita —respondió el señor Aranguren—, él juntaba su plata para nuestra
seguridad, para tener un negocio propio.
El señor incluso ha trabajado con su hijo, señorita. Desde las cuatro de la mañana se levantaban
a cargar los bultos hasta el camión cuando repartían la mercadería —indicó el vecino—, además
el señor Aranguren eran bien responsable con su papá, se preocupaba bastan- te, era como los
ojos del señor, no lo iba a dejar así, como está ahora.
—No tuvo tiempo de organizar sus papeles, quizás no le informó adecuadamente de sus deudas
—explicó la señorita Fina con tono conciliador—. Lo siento, pero necesito documentos
probatorios. Me resulta imposible elevar cualquier informe sin ellos.
—Pero usted me dijo que con los papeles que le traje, algo podía hacer.
Está en todo su derecho. De todas maneras, si encuentra algo, tráigamelo —añadió la señorita
Fina sin mucha seguridad.
—Señorita, si usted tiene padres, ayúdeme. No es justo, no es justo por mi hijo —suplicó el
anciano.
La señorita Fina los siguió con la mirada hasta que salieron del banco hacia la calle. Vio al señor
Aranguren, diminuto, encorvado, como si estuviera cargando un peso invisible. Durante el
transcurso de la mañana, no pudo olvidar la escena del señor Aranguren gimoteando. Por más
que se devanaba los sesos intentando ver una salida, no la encontraba. Estaba segura de que
algo había ocurrido ahí. Si el señor Aranguren no hubiera fallecido, el responsable hubiera
devuelto los depósitos en las fechas correspondientes. Ahora estaba impune. Y sin pruebas, el
anciano no podía reclamar. Quizás con un buen abogado, meditó la señorita Fina, porque el
banco sólo se expondría a riesgos semejantes si el anciano tuviera una asesoría legal experta.
Como era de condición humilde e iletrado, no lo tomarían en serio, lo pelotearían de un lugar a
otro hasta que perdiera las esperanzas y terminara retirándose.
Desde un tiempo atrás, había tomado un seguro privado de asistencia médica. El edificio de la
corporación quedaba cerca del centro de Lima, distante para su circuito diario, así que ella
aprovechaba el tiempo del refrigerio para hacer pagos o recoger reembolsos. Aquel día estaba
apurada porque deseaba terminar temprano el trabajo en el banco, pero tenía un reembolso
pendiente que debía recoger. Para no ir después del horario laboral, tomó un taxi a medio día y
se presentó ante la compañía.
—Vengo a recoger un cheque, por favor. A nombre de Josefina Artadi —solicitó al empleado que
atendía en caja.
Le extendió su carta de seguro. El hombre buscó en pantalla.
Vaya a informaciones.
La señorita Fina sintió una oleada de indignación. Se dirigió hacia donde le había señalado el
empleado.
—Señorita, me están pagando seis dólares cuando son cuarenta dólares —reclamó airada.
—No, no tengo.
—Es mejor que usted misma suba para que le expliquen. Pero
hola puedo dejar pasar sin documentos. ¿Por qué no regresa con su libreta electoral? —preguntó
la mujer desganadamente.
—¿Y por qué voy a regresar?, ¿encima que ustedes me hacen venir por gusto por una
equivocación suya, todavía tengo que perder más tiempo y regresar? De ninguna manera —se
quejó agriamente alzando la voz.
—Está bien —la señorita marcó un número—. ¿Aurorita?,
aquí hay una señora —sonrió burlonamente—, un caso parecido al de la vez pasada, ¿puedes
atenderla?
La recepcionista le alcanzó el auricular.
—¿Aló? Señorita dijo la señorita Fina—, tengo cuatro años en el seguro y conozco de memoria mi
contrato. Las medicinas se re embolsan al ochenta por ciento y me corresponden cuarenta
dólares del total. Me están devolviendo seis dólares —agregó.
La señorita que la atendía por teléfono hablaba con voz ronca y distante.
—¿Qué dice? ¿El deducible? ¿Y por qué me cobran el deducible?, si no tengo consulta médica.
No, señorita. En mi contrato no dice que me cobrarán el deducible en cada factura de
medicamentos
—Está bien.
La recepcionista habló con el portero y la dejaron pasar.
La señorita Fina estaba encolerizada. Tres meses atrás le había ocurrido lo mismo y al final
tuvieron que rectificar porque efectivamente, en su contrato no decía que le cobrarían el
deducible por las facturaciones de los medicamentos.
—Señora Artadi. Cobramos deducible por todo expediente iniciado —detalló la mujer.
—Es así. Toda la vida ha sido así. Con todos los clientes es igual —contestó la mujer
calmadamente.
—No me importa. Será que los clientes no conocen sus derechos, pero yo conozco muy bien los
míos y me he leído de arriba abajo mi contrato. Además, señorita, provengo de una familia de
abogados litigantes, y no tengo ningún problema en quejarme respondió la señorita Fina con
convicción.
—Por consulta médica, pero nosotros siempre cobramos de ducible para todos los expedientes.
¿Dónde dice que cobrarán deducible por cada expediente abierto? —protestó la señorita Fina.
—Señorita, yo no tengo que entender lo que usted indica sino lo que yo leo. Hay una
información que es la escrita. Y en lo escrito
—la señorita Fina tuvo especial cuidado en hacer énfasis en la última frase—, en ninguna parte
dice textualmente lo que usted acaba de señalar.
—Señora, no tenemos ningún problema con nuestros clientes respecto a este punto.
—Bueno, conmigo lo tendrán, porque no voy a permitir que me hagan firmar un contrato y luego
me expliquen verbalmente otra cosa. A mí los juicios me salen gratis. Total, tengo a toda mi
familia en estudios jurídicos. Y encima, ustedes tendrán que pagar honorarios profesionales e
intereses.
La señorita Fina tuvo la impresión de que la mujer le hablaba como si ella fuese retrasada
mental.
—Muy loable de su parte preocuparse por el público, pero eso a mí no me interesa. Quiero mis
cuarenta dólares.
si hubiera ganado una batalla. No era por la cantidad de dinero, no. Era porque tenía capacidad
de sortear al monstruo. Claro que eran sólo algunos cuantos dólares y por esas cantidades
minúsculas no harían problemas. La señorita Fina razonó que el principio de toda corporación
anónima no se sustentaba en lo justo o lo injusto. Sino que el principio era denegar todo
reclamo, para comenzar. Luego venían las negociaciones.
OCTAVO CAPÍTULO
Consiguió un dato, a través de Campina, de un cliente que podría hacer un buen depósito en
ahorros, eventualmente, hasta de medio millón de dólares. La noticia la tranquilizó. Si
conseguían ese depó- sito, la agencia no se perjudicaría con la desactivación de la cuenta de la
señora Sepúlveda. A mediodía, como algo excepcional, salió a almorzar con Campina y
Manzanares. No lo hacía con frecuencia.
Pero esta vez creyó que era conveniente estar un poco más cerca de ellos. Ambos estaban
especialmente animados. Recibirían una capa- citación sobre lavado de dinero, de acuerdo a las
nuevas disposiciones de un reglamento de prevención recientemente aprobado, y que regía para
todo el sistema bancario. La señorita Fina pidió el menú una ensalada de verduras con pollo
asado.
—Yo prefiero un arroz chaufa —exclamó Campina leyendo la lista de platos— y, de entrada, una
sopa criolla.
En realidad, no la habían elegido. Sólo un cupo de trabajadores de cada agencia había sido
seleccionado. Sospechaba que
—Es muy difícil controlar el lavado —dijo Campina—, un lavador puede tener cincuenta o
sesenta cuentas bancarias. Y el trámite para congelarlas dura tres o cuatro meses. Cuando entra
la poli, encuentra cero soles.
—Lo increíble es que en el Perú se aplique cadena perpetua
para funcionarios bancarios involucrados. Creo que es el único país en el mundo con una pena de
ese calibre. Entre cuatro años y cadena perpetua. ¿Vamos a denunciar a nuestros clientes?, ¿y si
nos equi- vocamos?, con la primera denuncia, se nos corre la mitad —gruñó Manzanares,
llevándose un pedazo de pan a la boca—. Además, es más fácil detectar lo grande, lo que se hace
en finanzas con las tran- sacciones internacionales. Lo chiquito pasa como si nada.
—Es una tontería, no es tan fácil —agregó Campina—. Ya me llené —exclamó retirando su plato
—, ¿pedimos la cuenta?
Cuando salieron del local, la señorita Fina estaba dubitativa, invadida de presentimientos. Le
pareció que el almuerzo se había interrumpido súbitamente. Tuvo la sensación de que nadaba en
una laguna de melaza, que estaba sumergida en una masa pegajosa, que apenas podía levantar
los brazos o mover las piernas. Le molestó el que Manzanares y Campina caminaran al lado de
ella, conversando, riéndose, indiferentes a sus propias cavilaciones. La trataban como a
una ingenua. ¿Es que acaso se imaginaban que ella era más torpe que ellos? De repente, la
señorita Fina detuvo el hilo de sus pensamien- tos. Sí, tal vez era cierto que ella era más torpe.
Mucho más torpe.
Sus visitas a la peluquería solían ser los días de semana al anochecer, cuando casi no había
clientes, no tenía que esperar turno y la atención era más cuidadosa. En una de esas tardes que
acudió al servicio, encontró a un par de mujeres de su edad. La dueña cortaba el cabello húmedo
a una de ellas. La otra esperaba turno para que la peinaran. En la peluquería había dos
muchachas jóvenes, auxiliares, que se encargaban del lavado de la cabeza o del secado del
cabello. La dueña saludó a la señorita Fina. Una de las auxiliares se aproximó hacia ella y la hizo
sentarse en una silla. Las dos clientes la miraron al través del espejo. Una de ellas tenía el cabello
rojo y muy escaso.
La señorita Fina juzgó que sería difícil lograr disimular la calvicie
por más que le peinaran el cabello. Cuando terminaron de lavarle la cabeza, la auxiliar la sentó al
lado de la mujer calva.
—¿Cómo pudo? —se preguntó la mujer deprimida —. Lo que yo no quiero es que mis sobrinos se
peleen con la mujer. Es una callejonera
—No exageres —respondió la mujer del cabello rojo—, ellos son mayores. Entenderán.
—Es que su sola presencia sería una falta de respeto a la familia y especialmente a mi cuñada. Y
si la ven mis sobrinos, son capaces impedirle la entrada, y esa mujer se va a poner a gritar —
señaló mujer deprimida.
La señorita Fina comenzó a ponerse nerviosa. Sólo la mala suerte la había conducido hasta
aquella peluquería. ¿Alguna de ellas la reconocería?, ¿conocerían a Humberto? Por un momento
tuvo la sospecha de que aquella conversación era intencional. Como si ambas mujeres supieran
de la relación entre Humberto y ella y estuvieran haciendo una parodia. Trató de concentrarse en
las ilustraciones de la revista que tenía entre sus manos.
—Es bastante joven, por lo menos veinte años menos que él
—musitó la mujer deprimida—. Es que los viejos tienen la ventaja
del dinero. Y esas mujeres descocadas buscan eso, precisamente. Ella trabajaba con él en la
empresa. Desde muchachita. Nunca supimos qué le había visto a esa mujer. Una cholita. Si la
vieras. Una indiecita.
Juventud pues, hija, juventud.
—Eso sólo les pasa a los hombres. Yo soy viuda hace diez años y no se me ocurriría.
—No diga eso señora, una no sabe nunca cuándo el amor roca las puertas —dijo Rosita
suavemente. _
—¿Qué dices? No, a mí ya se me pasó la hora. En lo último
que pienso es en eso. ¿Qué dirían mis hijos?, me matan —objetó la mujer pícaramente.
Hipócritas, pensó la señorita Fina.
—La mujer deprimida tenía los ojos clavados en la señorita
Fina. Ella estaba incómoda. Era muy fácil deducir que Humberto no vivía en su casa. Nunca
dejaba el automóvil aparcado toda la noche.
Él vivía dos vidas. Mantenía a la amante, porque hace años
que ella ya no trabajaba en la empresa. Lo sé porque un día, cuando
él ya estaba enfermo, me obligó a ir con su contador a llevarle unos documentos. Yo, por
supuesto, ni bajé del carro. Lo hice por pena. Él me daba pena. Después de todo, aunque quiero
mucho a Nuria, mi cuñada, él era mi hermano.
—No sé si Nuria ha sufrido más por la enfermedad de tu hermano, o por esa mujer.
—¿Cómo se dio cuenta su cuñada? —preguntó Rosita.
—Como él trabajaba tanto, a todas horas, porque era muy emprendedor, Nuria pensaba que
estaba siempre en la fábrica. La pobre es medio ingenua. Con cincuenta años de matrimonio, qué
se iba a imaginar. Hasta que pasó lo del día de navidad. Él nunca, nunca dejaba de llegar a la
hora. Y hace unos dos años, él llegó tardísimo y borracho. Eso le llamó la atención, pero nada
más. Después él estaba callado, se molestaba por cualquier cosa. Ah, y lo que a Nuria le llamó la
atención, es que se puso a hacer deporte. Todos los días. Un hombre tan viejo y haciendo
deporte de esa manera, con tanta desesperación. No, ahí pasaba algo raro. Un día él le dijo que
se llevaba muy mal con ella y que quería separarse. A Nuria eso le pareció rarísimo. Los dos
tenían sesenta y ocho años. ¿Cómo se iban a separar?
—Era una casa sólida —dijo la mujer calva—, me acuerdo cómo se demoraron en construirla. La
vendieron, ¿no?
—Mi cuñada fue a verlo al trabajo. Pero fue por lo que ya comenzaba a sospechar, sería por
intuición, me imagino. Porque generalmente no iba a las reuniones que hacían en la oficina,
entre los empleados. Ya sabes, esas reuniones donde no van las esposas. Pero ella debe haber
tenido un pálpito, porque fue. Y la vio. De lejos la vio conversando con su marido. Esa mujer y mi
hermano se marcharon juntos después. Más tarde cuando él regresó a su casa, le dijo a Nuria
que se había quedado trabajando. Entonces ella con- trató a un detective.
La señorita Fina no había pasado una sola hoja de la revista desde que la mujer comenzó a
hablar.
—Ya, Rosita, apúrate —dijo la calva—, termina de peinarme de una vez, que llegamos tarde.
—Usted está lista —exclamó Rosita dando unos toques al pei- nado de la mujer deprimida.
—El detective comprobó que eran amantes desde hacía siete años, justo en la época en que mi
hermano vendió sus acciones de la empresa.
—No sé si fue mejor o peor —dijo Rosita seriamente—. Oh, disculpe, señora. Es que no pensaba
en su hermano sino en su cuña- da, porque, digo yo, para ella deben de haber sido dos golpes
muy fuertes.
—Ni tanto. Creo que ella prefería que él estuviera con cáncer a que se fuera con esa mujer —
reveló la mujer deprimida.
—Usted también ya está —le dijo a la mujer, y le pasó un cepillo de piel rociándola con talco en
el cuello—, listo.
—Gracias Rosita —exclamó la mujer deprimida.
Las dos clientes se levantaron. La señorita Fina tuvo la sensación de que la espiaban
misteriosamente. No se atrevió a levantar la cabeza para despedirse cuando se marcharon.
Rosita regresó y comenzó a secarle el cabello.
Observó el rostro de Rosita a través del espejo. Tenía una media sonrisa que no le gustó. O era su
imaginación, o sabía algo de ella y Humberto. Volvió los ojos de nuevo a la revista,
concentrándose en su lectura hasta que Rosita terminó de peinarla.
Llegó a su casa descorazonada. Sentía una gran irritación contra Humberto, comprendiendo que
no podría contar con él como cualquier esposa cuenta con su marido para un momento de
emergencia. La situación no por habitual era menos desmoralizadora. En
el banco, cada vez era más evidente que debía retirarse. Le molestaba profundamente que la
marginaran de los cursos y promociones que otorgaban al personal considerado más rentable
para el futuro.
porque cuando ellos se plegaban, el banco detenía su movimiento. Eran poderosos. Ahora nadie
lo era. Lo único que detenía el movi- miento era el sistema operativo. Cuando las computadoras
se colga- ban, no había nada que hacer. Nada. Intentaba no perder la distancia frente a las
computadoras, pero había sido tan sencillo y fácil olvi- darse que antes no existían. Se dependía
totalmente de las máquinas, de un sistema un poco loco que hacía que uno se preguntara cómo
es que habían llegado hasta ahí. Nunca antes se había tenido tanta rapidez, precisión y fe en una
pantalla que no debía mentir. ¿Cómo explicárselo a la gente?, que la pantalla también se
equivocaba y que la verdad ni siquiera era decidida por ella. Lo único que hacía era re- petir
procedimientos. Pero ¿a quién le importaban los cajeros?, ¿o el sistema operativo del banco? Mi
mundo ya está muerto. Tenía ganas de abrir la boca y explicarlo en el taller. Decir que ya no
entendía qué era lo que estaba pasando. Que no tenía hijos, tampoco una computadora en casa.
No tenía Internet. Tampoco correo electróni- co. Que algo estaba pasando en la calle, en la
gente, que le producía temor. Pero las señoras del taller se habían arrojado gozosas sobre los
artículos, y decían, ah, ah, oh, alguien leía un título sobre Banana Yoshimoto. Cada una se
comprometió en hacer una búsqueda en Internet para aumentar la bibliografía. Ella no tenía
tiempo para ir a una biblioteca. No tenía quién le enseñara a usar Internet. Era más fácil
aprender en su casa, pero comprarse una computadora no había estado nunca en sus planes.
Tenía una enfermedad que no le permitía arriesgarse en deudas, nunca se sabía cuánto se podía
gastar con una enfermedad y ella no podía bajar textos de Internet y llevar- los al taller y discutir
con el resto. Los libros ya no eran suficientes.
Mientras la gente discutía, sintió ganas de llorar. Debía hacer algo. No podía quedarse así. Tenía
la impresión de que, si comenzaba a llorar, no podría parar hasta el último día de su vida. El
asunto apa rentaba ser estúpido. Pero el mundo que ella había conocido se había terminado. Y
ella necesitaba huir de sus lágrimas.
NOVENO CAPÍTULO
Antes de que se cumpliera una semana de su última visita, el señor guren regresó acompañado
de un abogado. El hombre no te-
hía ningún documento adicional, aparte de los que había perdido. Ella les explicó calmadamente
la sustentación de la liquidación. El
abogado le lanzó a la señorita Fina una mirada cómplice que parecía insinuar, rendición
incondicional.
—Lo que necesitaba el señor era que usted le informara clara
mente la situación, para que comprendiera lo que ha pasado —decía el abogado—. El señor es
una persona mayor, por eso hay que repe tirle, señora. Sí, pues, yo la entiendo. He venido más
bien para que
el señor Aranguren tenga seguridad, para que esté tranquilo. Pero ya hemos entendido.
El señor Aranguren escuchaba melancólico.
En lo que estuviera en nuestras manos, el banco, a quien re presento, sería el primer interesado
en responder a cualquier cuestio namiento, ¿comprende? —respondió la señorita Fina,
dirigiéndose hacia el señor Aranguren.
105
traído no tiene el menor interés en asesorarlo. Pero yo sé lu mm usted no sabe, ni sabrá nunca.
Que a los viejos, en general, nn == les hace caso. Usted, por lo tanto, no irradia credibilidad. ¿No
se ha
mirado en el espejo? Se le ve pobre, miserable, desvalido, ni siquiera tiene solvencia económica.
Su abogado confirmará lo que yo, com administradora de esta agencia, puedo decir, en otras
palabras, nus En cambio, sé quién es el culpable de la sustracción de sus fonda pero tampoco
puedo intervenir porque represento a la autoria
¿no entiende? Como tal, debo evitar problemas porque usted no la traído las pruebas. ¿Se
imagina lo que implicaría buscarlas? Elabus rar informes para auditoría, seguridad y la gerencia.
Examinar lus microfilms del archivo, semana por semana, mes por mes, buscar listados,
confrontarlos comparativamente con el interrogatorio a lus empleados, grabar y desgrabar
testimonios, invertir en recursos lt manos y apoyo logístico, movilizar esta maquinaria es muy
costoso
¿Qué diría control interno? Y usted, señor Aranguren, no podría financiar mínimamente la
intervención legal con todo el dinero que aún le queda. Entonces, todo está perdido de
antemano. Si ustetl no hubiera extraviado sus pruebas, yo lo habría ayudado. Ahora es tarde, no
lo digo yo, sino lo dicen veinte años de experiencia en la institución. En casos como el suyo, le
aseguro, el cliente nunca tiene la razón, por principio.
Les sugirió a ambos, antes de despedirlos, que se comunica ran, si deseaban, con el
departamento legal.
A mediodía, se acercó a conversar con los empleados. Manzanares y Campina la abordaron.
108
Ni siquiera tenía la justificación de la edad. Por lo menos, se dijo, por ahora el asunto está
cubierto.
Tenía algunos pendientes que quería organizar antes del cierre de medio año. Levantó un
informe a su jefe de operaciones en el cual, entre otras cosas, solicitaba el bloqueo de cuenta de
la cliente Sepúlveda. Mientras redactaba el documento, reflexionó que era tan lamentable
hacerlo como no hacerlo. Porque, aunque no informa- ra, la cuenta inmóvil pasaría con el
tiempo al fondo común hasta que algún pariente, hipotéticamente, lo reclamara. Nadie lo haría,
y ese dinero desaparecería en las arcas de la corporación bancaria. Así había visto que ocurría
docenas de veces. Cada vez que el banco se apoderaba de esos fondos sin destino, la señorita
Fina los veía desaparecer con profunda exasperación. Tanto tiempo invertido en estimular el
crecimiento de la cuenta, sugerir operaciones, promover inversiones, compras de valores,
acciones, préstamos, cuidar los so- bregiros, proteger los más altos intereses, para que,
finalmente, todo el esfuerzo terminara en inversiones selectivas de aire acondicionado, sólidas
butacas y viajes de profesionalización para los altos funcio- narios del banco. Lo consideraba un
atropello contra los clientes. Bueno, pensó, y también contra ella misma porque no participaba
de los beneficios. Decidió no enviar el informe aún. Podía mante- ner su estadística si hacía
algunos últimos intentos. Se contactó con el cliente sugerido por Campina, que tenía un fondo de
depósito susceptible de ser captado por ahorros. Tuvo, de pronto, una suerte inesperada.
Cuando el cliente le dio su aceptación no lo pudo creer. Sin embargo, lo paradójico fue que el
resultado no la entusiasmó. ¿Qué le estaba pasando? Usualmente el monto que había logrado
captar correspondía a un cliente estrella, y hubiera sido suficiente para autopremiar su esfuerzo
y también la suerte que la acompañaba.
109
Ahora, notó, eso ya no le importaba. Tenía demasiadas preocupacio- nes. La señorita Fina decidió
mover lo más rápidamente posible su próxima jubilación.
Asistía con regularidad a sus reuniones del taller literario. Al principio lo había hecho
aplicadamente sin grandes motivaciones. Luego, fue sorprendiéndose de sí misma, porque se
escuchaba emi tiendo juicios que antes no hubiera podido formular ni siquiera in- teriormente.
En las últimas oportunidades, notó que las discusiones no sólo la entretenían, sino que la
relajaban. La siguiente novela elegida en el taller literario, fue La mujer de arena de Abe Kobo.
Un
maestro de escuela, entomólogo, se dedica a buscar insectos en sus vacaciones. Llega a una
aldea donde es alojado en casa de una mujer que vive, como otros aldeanos, en una especie de
hueco cavado en lo profundo de la arena. Queda prisionero, convertido en esclavo por los
pobladores. Durante días y noches intenta escapar, pero resulta imposible. La arena se convierte
en su principal fuente de interés.
Aparentemente inofensiva, es una trampa mortal. El hombre termi- na conviviendo con la mujer,
mientras lucha desesperadamente por huir. En dos días terminó de leer la novela. Le contó a
Humberto el argumento, pero él no lograba entenderlo.
—Los aldeanos que atrapan al maestro tienen un lema que dice, Ama a tu pueblo —tio ella.
—¿Qué es lo que te parece gracioso?
—Es que me acordé del lema del banco, «Tu banco, una ins- titución para todos».
—Ah —dijo él—, ya te podrás alegrar, este año te retiras
—agregó incisivo. 110
A veces era irónico con los comentarios que ella hacía de los libros que leía. Ella pensaba que su
actitud no era gratuita, notaba algo de mezquindad y recelo.
—¿Cómo va a vivir en un hueco de arena? No parece muy real, que digamos —consideró él.
—Tienes que leerla, no es lo mismo que yo te la explique. El
hombre se transforma. Después de algún tiempo perdido en ese hue- co, se convierte en otra
persona, en una especie de insecto sometido al control de desconocidos. Eso ocurre siempre.
Hubiera querido añadir que no había enemigo pequeño ni despreciable. El hombre había juzgado
con inocente benevolencia a los aldeanos. Finalmente, ellos no eran lo que aparentaban ser.
Reconoció que, en condiciones adversas para sobrevivir, una persona debía adaptarse a lo que
encontrara. Se requería una dosis de coraje, cierta tenacidad, como la del personaje, Niki Jumpei,
que no cesaba de idear estrategias para su fuga. Era sofocante vivir de esa manera, en un espacio
reducido, luchando todas las noches contra la arena, sin agua, durmiendo malamente. La vida de
Niki Jumpei en el pozo de arena podía ocurrir en cualquier sitio. ¿Quién no quería escapar de una
vida a la que había sido condenado?, ¿quién no había expe- rimentado los mismos sentimientos
de rabia, cólera, impotencia y fatiga? Sólo algunas personas alcanzaban a ver lo absurdo de
ciertas situaciones, de la omnipresencia que, como las corporaciones y com- pañías, se
convertían en enemigos tan inalcanzables e inertes como la arena, debilitando y derrotando por
agotamiento a quienes se les enfrentaban. Ella no estaba dispuesta a que alguien la ayudara o la
comprendiera. Tampoco se rendiría por la estúpida monotonía del trabajo o por las opiniones
interesadas de Humberto. El descubrir
111
qué clase de persona era ella, había producido un efecto insospecha-
do, como si despertara de una prolongada hibernación.
112
DÉ CIMO CAPÍTULO
Al día siguiente, lo primero que hizo al llegar a la oficina de la agencia, fue revisar el cajón de su
escritorio. Buscó la libreta electoral de la señora Sepúlveda. Levantó la cabeza para escrutar el
ambiente. Los empleados trabajaban en sus operaciones regulares. Con un movimiento discreto,
guardó la libreta en su cartera. Durante el resto de la jornada el nerviosismo no le dejaba pensar.
Se preguntaba si se atrevería a hacerlo. No era imposible. Sólo tendría que colocar su propia foto
en la libreta electoral, luego cambiar el año de nacimiento. Las posibilidades de que en algún
momento se presentara una oportunidad tan extraordinaria como aquella, eran limitadas. La
señorita Fina deducía que sólo un conjunto de circunstancias extremadamente favorables hacía
posible que el dinero pudiera estar en sus manos. Dejarlo partir era un acto insensato. El banco
era una corporación. ¿A quién beneficiaría? A los altos directivos, a los accionistas principales, a
personas que no necesitaban de ese dinero para vivir mejor. Lo demás es ilegal. Esas palabras
aparecieron en su mente súbitamente. Tuvo un estremecimiento. Claro que era ilegal. Eso ya lo
sabía. La señorita Fina movió la cabeza negativamente. La ilegalidad no le preocupaba.
Inmediatamente se comunicó con el cliente estrella que ¡ba a depositar medio millón de dólares
en ahorros. Le sugirió abrir el depósito a comienzos del mes siguiente. Le explicó que así podría
cuadrar mejor sus intereses mes por mes. El cliente estrella no tuvo reparos. La señorita Fina
pensó que lo estaba haciendo bastante bien A fines del siguiente mes, ahorros no sólo
demostraría no haber perdido trescientos, sino ganaría doscientos más. Ahora podría retira con
tranquilidad el depósito de la señora Sepúlveda.
Cuatro años atrás, apenas había terminado la secundaria, cuando Gustavo se estrelló una noche
con el automóvil de la familia. Al regreso de una fiesta, y en estado de ebriedad, fue a dar contra
el poste de una calle en La Molina. Los amigos que lo acompañaban lo llevaron a la clínica. En ese
momento, Clemi y Melinda estaban de vacaciones en el norte, en casa de unos parientes.
Humberto no se separó noche y día de la cabecera del herido hasta que regresaron Clemi y
Melinda. Ella iba a la clínica y lo acompañaba a almorzar y comer. Sobre todo, en momentos en
que no había parientes o amigos que pudieran verla junto a Humberto. Gustavo tenía una
conmoción cerebral que resultó ser ligera, pero tuvo cortes y magulladuras en piernas y brazos.
Las dos primeras noches ella se quedó hasta la madrugada en la clínica con Humberto porque
ninguno de los dos podía dormir. Cuando Gustavo recuperó el conocimiento, sintió alegría.
Quizás fue la única oportunidad, en que ella experimentó verdadera compasión por Humberto.
Regresó a la sala y se comportó con amabilidad. Le preguntó sobre lo que había hecho durante el
día. Clemi y Gustavo tenían peleas cada vez más frecuentes. El muchacho quería irse de la casa,
se quejaba de la falta de libertad en que vivía. Aunque se había disciplinado en los estudios y le
faltaba poco menos de un año para terminar, tenía el estigma de causar problemas. Desde
pequeño fue enfermizo. Había sufrido de asma hasta la adolescencia. Lo habían operado de
apendicitis, de amigdalitis, había sido enyesado varias veces por accidentes que en otros niños
no pasaban de simples rasguños. Ella recordaba las veces en que Humberto salía apresurado de
su casa para ir a ver a su hijo. Numerosas veces el niño había llegado semiasfixiado a la
emergencia, víctima de una crisis respiratoria.
De tener una relación muy estrecha con su madre, había pasado a la franca beligerancia. Los
estudios de secundaria fueron particular- mente tensos. Repitió dos veces de año y tuvieron que
cambiarlo de colegio. Un tema recurrente en Humberto era la inestabilidad del carácter de su
hijo, que él atribuía a la sobreprotección de su mujer. Estimaba que su madre lo había engreído
demasiado y ahora ambos pagaban las consecuencias.
Ella soslayaba con mucho esfuerzo el tedio que le producía la conversación centrada
exclusivamente en la familia de Humberto. Solía escucharlo en silencio, asentía, o de vez en
cuando hacía algún comentario formal. Le prestaba atención más por complacerle que por
interés. Sin embargo, a medida que pasaron los años, y cuanto más conocía de la historia de los
hijos y la esposa de Humberto, llegó a opinar con templada naturalidad.
—Supongo que ya es hora de que se vaya de la casa —afirmó él.
Quizás el problema es que Clemi no desea que lo haga.
—Eso creo. En el fondo, ella no hubiera querido que él creciera. En lugar de salir con Melinda de
compras, salía con él. Era su confidente. Tampoco me parece que un muchacho a su edad sea
confidente de la madre. Él quiere reunirse con sus amigos, sus amigas, sin tener que dar
explicaciones. Presentía que en el momento en que Gustavo se marchara definitivamente de la
casa, Clemi cambiaría de actitud con Humberto. Se volvería más exigente. Había intentado
conversar con él sobre ello, pero luego perdía toda iniciativa. El futuro de ambos era el presente.
Escuchó las palabras de él como si provinieran de un lugar distante, mientras no dejaba de
pensar en la desolada vejez de la señora Sepúlveda, acompañada de nidos de cucarachas grandes
y rojas arrastrando sus vientres por las grietas sinuosas de su departamento.
Aquella misma noche cogió la libreta electoral de la señora Sepúlveda, calculó la dimensión de la
fotografía y delimitó con un centímetro la extensión del sello que cubría un extremo de ella.
Humedeció la foto con gran delicadeza. La retiró del documento. Hizo una operación semejante
con su propia libreta electoral. Colocó su foto en el lugar de la foto de la anciana. El ángulo del
sello coincidía casi exactamente. Sólo un examen extremadamente cuidadoso podría notar
alguna diferencia. El año de nacimiento era más difícil de cambiar. Con un borrador intentó
hacerlo suavemente, pero el papel era frágil. Sólo tenía que alterar un número. Fue punteando el
número nuevo sobre el antiguo, hasta lograr un resultado bastante bueno. Era imposible
determinar a simple vista cualquier alteración. Se imaginó una atención rápida en la ventanilla de
una agencia ban- caria, una hora pico, un viernes a fin de mes, con la agencia a punto de cerrar.
Ningún experto va a examinar el documento, pensó.
Al día siguiente, sábado, se presentó con la libreta electoral fraguada ante la delegación policial
de San Miguel a denunciar la pérdida de la tarjeta y la libreta de ahorros. Le indicaron un
apartado que quedaba al fondo del local. El policía que la atendió era parsi- monioso y lento,
pero la trató con cortesía. Ella pensó que tenía sus ventajas el ser una mujer madura y de
apariencia respetable. Esbozó una sonrisa amable. Al policía se le veía bastante aburrido, imagi-
nó que no le gustaba estar sentado ahí, un día de fiesta; mientras los demás se divertían y
tomaban. Seguro que estaba maldiciendo su trabajo. Quizás hubiera preferido estar en la calle
donde había más movimiento, entre secuestros al paso, asaltos y robos a mano armada. El
hombre revisó su libreta electoral, anotando los datos en el cuaderno de registro. Selló la
denuncia. Al recibir de regreso la li- breta, notó que su mano temblaba ligeramente. El policía no
reparó en ello, Tenía un pan con jamonada y mantequilla sobre la mesa, lo cogió y comenzó a
mordisquearlo. Al salir hacia el pasadizo, el cora- zón le dio un vuelco. Se encontró cara a cara
con Campina. Él y otro hombre caminaban por el pasillo.
—Señorita Fina, qué sorpresa.
Le presentó a su amigo. Venían también a denunciar la pérdi-
da de documentos y la billetera del amigo. La señorita Fina estaba atenta con el rabillo del ojo
hacia el policía que la había atendido. El hombre seguía comiendo.
—¿Y usted? —preguntó amablemente Campina.
—Se me perdieron unos documentos, en realidad, creo que me los han robado —añadió
rápidamente, bajando la voz. Campina y su amigo estaban elegantemente vestidos, como si
tuvieran que ir a un compromiso después.
—¿Dónde fue? —inquirió Campina. 118
—Por aquí, por el centro comercial —respondió incómoda.
Se despidieron. La señorita Fina se dirigió hacia la salida, pero apenas llegó a la puerta, se volvió.
Campina y su amigo habían en- trado al mismo lugar donde ella había hecho la denuncia. ¿Se
daría cuenta? El policía escribía las diferentes denuncias en el mismo cua- derno, una debajo de
la otra. ¿Se daría cuenta Campina que ella se había identificado como Matilde Sepúlveda?, dudó.
No tenía por qué hacerlo. Mientras el policía le tomaba los datos al amigo, Cam-
pina estaría cerca, pero no tanto como para alcanzar a leer el cua- derno. Pensó que tenía muy
mala suerte. Una coincidencia fortuita absolutamente imprevista.
En la calle caminó aprisa, deseosa de llegar cuanto antes a su casa. ¿Y si la detenían por falsificar
documentos? Lo peor que le podía pasar era que la detuvieran con el documento de la muerta.
No tendría cómo explicarlo. Inmediatamente podrían deducir sus móviles. ¿Pero no había pasado
igual con Aranguren? Era un asunto interno, del banco. Claro que en el caso de la señora
Sepúlveda,
la intervención policial cambiaría sustancialmente el devenir de los hechos. Sería terriblemente
vergonzoso. Podría alegar un momento de locura, de desesperación. Tendría que demostrar que
tenía ante- cedentes de alguna enfermedad mental. Quizás lo más importan-
te sería determinar la penalidad. Había leído en los periódicos que existía una fórmula, dos por
uno, que podía aplicarse a reos que demostraran buena conducta, probidad y trabajo. En ese
caso, se podía reducir la cantidad de tiempo en prisión. Lo más sombrío
sería que la descubrieran, la condenaran, y que la enfermedad se manifestara con todas sus
consecuencias. El médico le había comentado alguna vez que las crisis emocionales podían
actuar como precipitantes de la dolencia. Perdería el trabajo. Probablemente, era lo más seguro,
Humberto se separaría de ella, las amigas la mirarían con desconfianza, estaría sola, y no tendría
cómo vivir cuando saliera de la cárcel. ¿No sería mejor jubilarse antes? Así podría asegurar su
manutención, por más precaria que fuera. ¿Cómo sería vivir al interior
de una cárcel?, privada de su libertad, ¿lo soportaría? Consideró que
podría resistir la cárcel. ¿Acaso no la resistían las reas? Buscaría alguna labor manual. La señorita
Fina recordó que cuando era pequeña le gustaba pintar. Pero necesitaría dinero para comprar
lienzos, óleos y otros instrumentos. ¿Habría alguna forma de conseguirlos en la cárcel? Podría
decirle a Humberto que la ayudara sólo en eso. Ni si
quiera tendría que ir él a visitarla. Bastaría que enviara a su secretaria con los objetos que ella
mensualmente le solicitara. La señorita Fina meditó que a eso no se podía negar Humberto.
En el transcurso de los días siguientes, se dedicó a ensayar la firma de la señora Sepúlveda en sus
momentos libres. Teniendo la
libreta electoral de ella como propia, se presentaría en una agencia periférica con la denuncia
policial y solicitaría un duplicado de la
libreta de ahorros. Registrarían entonces la firma de la señora Sepúlveda, pero hecha por ella
misma. No tenía pierde. Luego podría comenzar a retirar el dinero de la cuenta. La letra de la
anciana era puntiaguda, pero de trazos firmes. La firma de la libreta había sido
manuscrita apenas diez años atrás, pero la mano parecía no temblar- le demasiado a la anciana.
La mujer había sido tacaña y soberbia.
Posiblemente se había burlado de la cercanía de la muerte y no había pensado mucho en su
futuro. Abstraída en sus pensamientos, no vio la figura de Campina acercarse hacia su oficina.
—Hemos hecho algunas apuestas. ¿Cómo define usted una gran idea? —preguntó él.
—No sé, tal vez una gran idea es una propuesta elevada, con sentido humanitario, algo así.
Deseos de hacer un bien.
—También. Una gran idea puede ser un gran propósito, como te digo, un propósito bueno en
relación con personas o cosas. O puede ser encontrar una solución a un problema —determinó la
señorita Fina,
121
puntualidad del guardián encargado de cerrar la puerta de la agencia a las seis de la tarde, del
número de veces que algún fulano iba al baño, del número máximo de clientes atendidos en una
ventanilla durante el turno de la mañana. La señorita Fina razonó que había re- accionado con
susceptibilidad. En todo caso, era un gravísimo error
ensayar la firma en la oficina. Observó a Campina que estaba reunido con otros empleados en
una esquina de la oficina. Manzanares comía una butifarra. Pensó que no era conveniente
archivar el caso Aranguren. Tampoco dejar el expediente en su oficina. Lo guardaría en su
domicilio.
—Ustedes saben que los libros que escribe un escritor son una
cosa, y la vida que lleva, otra. La relación nunca es directa. Lo hemos discutido muchas veces.
Pero a mí me gusta, sin embargo, intentar buscar algunos paralelismos, o revisar la biografía,
porque también nos puede dar algunas claves sobre la afinidad por ciertos temas o historias. Lo
tomamos únicamente como referencia.
Así como algunos tenían el sueño del carro propio o la casa propia, Mishima lo tenía con el
pequeño ejército propio. Uno de los relatos propuestos había sido «Patriotismo», que había sido
escrito justamente en los últimos años de su vida y, de alguna manera, ¡lustraba la preocupación
del autor por el significado de los
122
valores tradicionales y marciales en la cultura japonesa. El profesor consideraba que era una
buena muestra del trabajo de Mishima. El mismo escritor había dicho que el relato tenía lo
mejor y lo peor de él. La historia era breve. En 1936, Takeyama, un joven teniente de treinta y un
años, soldado del ejército japonés, se entera de que sus camaradas del batallón al cual pertenece
están comprometidos en una sublevación que proclama por objetivo restaurar el honor de la
nación japonesa. Inmediatamente, los rebeldes son calificados por los altos mandos castrenses
como amotinados y, por lo tanto, sujetos a la condena moral del emperador y al aplastamiento
militar. El autor se detiene describiendo la vida del teniente Takeyama y su joven esposa, Reiko.
—Mishima hace especial énfasis en la edad de la pareja porque
la muerte y la belleza suprema se asocian a la juventud. Vean ustedes. No basta con alcanzar un
final glorioso y honorable para el teniente Takeyama. Si además se muere joven, pudiéramos
deducir, que lo ético se integra a lo estético.
La señorita Fina no estaba predispuesta a participar en la discusión. Replegada en un rincón, se
impacientaba mirando la hora constantemente. No podía estarse quieta. Tenía deseos de
caminar.
Apenas terminó la hora del taller, salió inmediatamente a respirar el aire de la noche. Marchó
por la avenida Larco en dirección hacia el parque Salazar. La mayoría de establecimientos
comerciales ya estaban cerrados. Pero las luces de neón de colores, de restaurantes y
cafeterías que aparecían a su paso, iluminaban el ambiente creando
una atmósfera artificial y fantasmagórica. Era un viernes, y la avenida estaba surcada de
numerosos automóviles. La señorita Fina observaba a los conductores y veía que la mayoría eran
jóvenes parejas.
En las calles también había grupos de muchachos que caminaban
123
alegres hacia un destino festivo. Seguramente irían a una reunión o
al cine. Intentó rememorar aquella edad, pero las imágenes no acudían a su mente. No
recordaba hechos especialmente felices. Muchas
tardes de viernes y de sábado se las había pasado al lado de sus padres. Veían televisión y salían
al cine eventualmente. Ella se asomaba por la ventana y se pasaba muchos minutos
contemplando el mar.
¿En qué pensaría?
Un grupo de muchachas caminaba justo enfrente de ella. Iban elegantes, despidiendo aromas de
perfume. Se detuvieron al lado de un automóvil y una de ellas extrajo la llave y abrió las
portezuelas del carro. Las muchachas reían y no dejaban de observar inquisidoras al interior de
los automóviles que pasaban al lado de ellas. Uno de ellos
se detuvo brevemente y tocó la bocina. Desde el interior del vehículo, las manos de un
muchacho hicieron un gesto obsceno.
—ldiota! —gritó una de las chicas,
Pero su rostro no expresaba indignación. Sonreía pícaramente. Hablaron algo entre ellas y luego
se metieron al carro. La señorita Fina contempló los largos cabellos que cubrían aquellos rostros,
las figuras delgadas con pantalones ceñidos y blusas cortas a la cintura, y una imagen emergió
desde las profundidades de su memoria. Había ido a comprar un regalo a una Casa de Novios,
para una compañera de la oficina que pronto contraería matrimonio. Recordó bien que era una
tarde de verano, quizás después de almuerzo. Al acercarse
al mostrador, un par de muchachas cruzó al lado de ella, dirigiéndose hacia la salida de la tienda.
Una de ellas vestía un traje de una tela muy ligera de color amarillo. Tenía el cabello negro y la
piel bronceada, como si hubiera estado veraneando. Había algo en aquel rostro que entonces le
llamó la atención. No era bonita, pero tenía algo. Frescura, decían. La juventud tiene frescura. La
señorita Fina
124
Muchos años después, ahora que la imagen había regresado a ella, comprendió que era
juventud lo que tenía la chica de aquella tienda. La señorita Fina tuvo nostalgia, porque no había
tenido esa juventud. Tuvo otra, pero no esa. La de las casas de novias. La de las muchachas de fin
de semana en grupo, caminando por las calles y sonriendo a los muchachos. ¿Cuándo había
dejado de ser joven? Claro que ella también había ido a fiestas, había salido con amigas, pero
aquello había ocurrido cuando trabajaba en el banco. No era como esas muchachas. Se veía
siempre mayor, vieja. El banco había mar- cado una forma de vivir. Quizás el ser hija única.
Quizás el hecho de no tener primos contemporáneos. El que sus padres fueran de edad madura
cuando ella nació. La señorita Fina siguió caminando sin poder dejar de ver el interior de las
cafeterías que aparecían a su paso. Jóvenes. Jóvenes por todos los lugares. ¿Dónde se habían
metido las personas de su edad? Alguien la empujó por un costado. La señorita Fina se volvió
aturdida. ¿Qué ocurría? Sintió repentinamente unaprofunda soledumbre.
Aunque no estaba con ánimo especialmente motivado para la lectura, antes de acostarse aquella
noche, se obligó a leer el relato Patriotismo». No entendía nada. Leía los párrafos una y otra vez
intentando comprenderlos. Takeyama, indignado ante la posibilidad de que tropas del mismo
ejército se enfrenten unas con otras, ejecuta el seppuku, suicidio ritual de honor. Su mujer Reiko,
siguiendo su
125
ejemplo, se apuñala. Ambos eran descritos como dos jóvenes «que seguían la moral samurái. La
palabra dignidad, razonaba la señorita Fina, aludía a una actitud de valentía y desprendimiento
frente al dolor y al miedo, o por lo menos, eso era lo que el autor parecía du a entender. Digna
era la conducta de Reiko preparándose para ha
cerse seppuku, después de haber contemplado a su marido eventrado Reiko duda si cerrar o no
la puerta de la casa, pero luego decide de
jarla abierta puesto que no sería agradable que pasaran varios días y los vecinos hallaran los
cadáveres descompuestos. Antes del suicidio ritual, se viste con un kimono blanco, fajándolo de
manera especial, de tal modo que su cuerpo no se desnude durante la agitación de la agonía.
Poco antes de morir, el teniente Takeyama reflexiona sobre su próximo acto de suicidio.
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—Parece que aquí todo está dirigido a confundirnos —decía ahora la mujer a una clienta más
joven—, y ese mocoso malcriado
que no sabe dónde está parado, dice que yo no entiendo, ¿qué se ha creído?
—Disculpe señora, yo la voy a atender —exclamó resuelta- mente la señorita Fina acercándose a
ella.
—Ah, por lo menos aquí hay alguien educado, porque ese
jovencito —la mujer señaló con el dedo a Manzanares — me explica de tal forma, oiga usted,
que todo parece enredado. Dígame, sí o no,
¿han disminuido los intereses del depósito a plazo fijo, sí o no? La señorita Fina dio un suspiro.
—A ver, contésteme, a ver si es cierto. Docenas de ojos se di- rigieron a la señorita Fina. Era
evidente que la señora no era la única que esperaba una respuesta.
Sí, señora, los intereses han disminuido dos por ciento. Pero
eso ha ocurrido porque simultáneamente se ofrecen ventajas que an- tes no existían —agregó.
—Ah, entonces es cierto —exclamó la mujer con voz triun- fante—, es cierto, y ese muchacho no
era capaz de decirlo.
—Pero ¿cómo disminuyen los intereses sin avisar a los clien- tes? —preguntó la jovencita que
estaba al lado de la mujer—, la señora tiene razón.
—¡Claro que la tengo!, porque a mí me hacen un contrato de intereses y ¡se respeta! ¡Eso debe
respetarse!
—Por supuesto —confirmó la señorita Fina con determina- ción—, señora, ¿puede pasar a mi
oficina?, yo le explicaré.
—No hay nada que explicar. A mí me pagan mis intereses acordados —continuó la mujer
enfurecida.
—Claro señora. Le repito que lo que usted dice es correcto. 128
—¡Qué tal raza! —gruñó la jovencita—, yo escuché que el señor ese, le dijo a la señora que
estaba equivocada.
La muchacha señaló otra vez a Manzanares que ordenaba un fajo de billetes detrás de la
ventanilla sin levantar la cabeza. La señorita Fina, acompañada por la mujer de cabello pla-
teado, se dirigió a su oficina. Siempre hay formas de decir las cosas, pensó. Hablar es un arte.
Antes de cerrar la puerta, se encontró con los ojos de Manzanares. Lo fulminó con la mirada.
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UNDÉ CIMO CAPÍTULO
Poco a poco comenzó a realizar algunos movimientos con la cuenta Sepúlveda. El asunto era
tedioso. Lo planificaba cada sema- na. Procuraba retirar montos inferiores a diez mil dólares por
vez,
131
para evitar que pasaran a consulta y cuidarse de no acumular más de cincuenta mil de retiros en
cuatro semanas, por si acaso se en- contraba con algún empleado minucioso que se las quisiera
dar de investigador. Por las mañanas se dedicaba a hacer un mapeo de las agencias, llamar a
viejos conocidos, hacer un seguimiento de sus puestos y ubicaciones zonales, a fin de no tener
encuentros arriesga- dos. El procedimiento hubiera implicado un trabajo de varios meses si no
dispusiera de una buena información sobre las agencias, las modalidades de sus procedimientos
operativos y las mayores o me- nores facilidades que podía encontrar en unas y no en otras para
rea- lizar sus transferencias sin motivar sospechas. Eso le permitía tener una sustantiva
flexibilidad con los montos límite de las operaciones. Tenía siete semanas de tiempo para vaciar,
por lo menos, una par te de la cuenta e ingresar correlativamente el depósito para ahorros que
había captado de su cliente estrella. Calculaba que, si todo salía bien, en algunas semanas más
habría terminado. Para las últimas operaciones había planeado un par de viajes a ciudades de
provincias cercanas, a cuatro horas de la capital.
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—¿Tres?
—Sí, tres veces —repitió ella, impaciente.
—No se puede ver nada dijo ella—, ¿no puedes estarte quieto?
No quiero ver comerciales —respondió él, irritado.
—Oh, así no puedo estar tranquila. Tú necesitas tu propio televisor y yo, el mío —reclamó
puntillosa.
¿Quieres que me vaya? —preguntó él.
—Realmente he tenido una jornada agotadora.
Bueno, entonces me voy —anunció él.
Ella no dijo nada. Pensó que, si seguía así, él muy pronto terminaría aburriéndose. Para lo que
me sirve, se dijo, mientras lo veía arrancar en el automóvil. Al cerrar la puerta de la casa, tuvo
una sensación de profundo alivio. Al subir a su habitación, antes de acostarse, miró el estante
que tenía al lado de la cama. Los álbumes de fotos ocupaban la primera fila. Acumulaban
demasiado el polvo. Determinó que sería mucho más práctico guardarlos en cajas.
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La estrategia que había diseñado consumía gran parte de su tiempo laboral y había dejado un
poco de lado la supervisión de los empleados de la agencia. Por ello, no le extrañó la demanda de
Cam pina sobre las citas pendientes que tenía con algunos de sus mejores clientes. Reorganizó su
agenda y se la comunicó a su asistente. Des- pachó algunos trámites con el subadministrador,
tratando de termi- nar los procedimientos antes de la hora de cierre. Era un viernes por la tarde,
día en que los empleados solían retirarse puntualmente. Sc despidió de todos y salió a caminar
un rato como hacía de costumbre para llegar a su domicilio.
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—¿Cómo se te ocurre que me voy a arriesgar sin pruebas?
Además, ya sé que tú sólo eres el pequeño pájaro del negocio —agregó ella—. De los otros, los
grandes, no tengo por qué ocuparme.
El hombre intentó balbucir algo.
—¿Comprendes? —añadió ella—, y al banco no le interesan los escándalos, así que tú eliges.
La señorita Fina siguió andando. Campina ya no la acompañaba. Tendría tiempo para pensarlo. El
suficiente tiempo como para darse cuenta de que tenía mucho que perder. Mucho más que ella.
Miró la larga avenida que continuaba hasta el mar. Notó que el olor marino era fresco, límpido,
agudo, firme. Exhaló un lento suspiro y continuó su camino. Estaba segura de que Campina
estaría sentado el lunes en su escritorio dispuesto, como siempre, a revisar las operaciones de
crédito que ella aún tenía que aprobar.
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