LEVIATAN Cap 12 A 18

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LEVIATAN

CAPÍTULO XII

DE LA "RELIGIÓN"

Religión, sólo en eI hombre. Si tenemos en cuenta que no existen signos ni frutos de religión sino en
el hombre, no hay motivo para dudar de que sólo en el hombre existe la semilla de la religión, que
consiste en cierta cualidad peculiar a él, por lo menos en un grado eminente que no se halla en otras
criaturas vivas.

Primero, del deseo de conocer las causas. En primer término es peculiar a la naturaleza del hombre
inquirir las causas de los acontecimientos por él contemplados: unos buscan más, otros menos, pero
todos sienten la curiosidad de conocer las causas de su propia fortuna, buena o mala.

De la consideración del comienzo de las cosas. En segundo lugar, considerando que cada cosa tuvo
un comienzo, piensan también en la causa que determinó ese comienzo en un determinado
instante, y no más temprano o más tarde.

De su observación de la consecuencia de las cosas. En tercer término, para los animales no existe
otra felicidad que el disfrute de sus alimentos, de su reposo y de sus placeres cotidianos, pues tienen
poca o ninguna previsión para el porvenir, por falta de observación y memoria del orden,
consecuencia y dependencia de las cosas que ven; en cambio observa el hombre cómo un
acontecimiento ha sido producido por otro, y advierte en él lo que es antecedente y consecuente ;
y cuando no puede asegurarse por si mismo de las verdaderas causas de las cosas (porque las causas
de la buena y de la mala fortuna son invisibles, la mayoría de las veces), imagina ciertas causas
sugeridas por la fantasía, o confía en la autoridad de otros hombres que supone amigos suyos y más
sabios que él mismo.

La causa natural de la religión, la ansiedad del tiempo venidero. Los dos primeros motivos causan
ansiedad. En efecto, cuando se está seguro de que existen causas para todas las cosas que han
sucedido o van a suceder, es imposible para un hombre, que continuamente se propone asegurarse
a sí mismo contra el mal que terne y procurarse el bien que desea, no estar en perpetuo anhelo del
tiempo por venir. Así que cada hombre, y en especial los más previsores, se hallan en situación
semejante a la de Prometeo. En efecto, Prometeo (que quiere decir el hombre prudente) estaba
encadenado al Monte Cáucaso, en un lugar de amplia perspectiva, donde un águila, alimentándose
de sus entrañas, devoraba en el día lo que era restituido por la noche. Así, el hombre que avizora
muy lejos delante de sí, preocupado por el tiempo futuro, tiene su corazón durante el día entero
amenazado por el temor de la muerte, de la pobreza y de otras calamidades, y no goza de reposo ni
paz para su ansiedad, sino en el sueño.

Que le hace temer del poder de las cosas invisibles. Este perpetuo temor que siempre acompaña a
la humanidad en la ignorancia de las causas, como si se hallara en las tinieblas, necesita tener por
objeto alguna cosa. En consecuencia cuando nada se ve, a nadie se acusa de la buena o de la mala
fortuna, sino a algún poder o agente invisible. Era en este sentido, acaso, que los antiguos poetas
decían que los dioses habían sido creados originariamente por el temor humano, cosa que resulta
verdad cuando se refieren a los dioses (es decir, a los numerosos dioses de los gentiles). Pero el
conocimiento de un Dios Eterno, Infinito y Omnipotente puede derivarse más bien del deseo que
los hombres experimentan de conocer las causas de los cuernos naturales y de sus distintas virtudes
y modos de operar, que no del temor de aquello que ha de ocurrirles en el tiempo venidero. Porque
quien del efecto advertido quiera inferir la causa próxima e inmediata del mismo, y de ahí elevarse
a la causa de esa causa, sumiéndose profundamente en la investigación de todas ellas, llegará en
último término a la idea de que debe existir (como los mismos filósofos paganos manifestaban) un
motor inicial, es decir, una causa primera y eterna de todas las cosas, que es lo que los hombres
significan con el nombre de Dios. Y todo esto sin tener en cuenta su fortuna, ya que el anhelo de
ella produce una doble consecuencia: inclina al temor y aleja de la investigación de las causas de
otras causas, dando por consiguiente, ocasión de fingir tantos dioses como hombres existen para
imaginar esa ficción.

Y las supone incorpóreas. Y en cuanto a la materia o substancia de los agentes invisibles, así
imaginados, no puede llegarse por el discurso natural a otro concepto, sino al que coincide con el
del espíritu del hombre. Y como el espíritu del hombre era de la misma substancia que la que
aparece, en un sueño, a uno que duerme, o en un espejo, a quien está despierto, ignorando los
hombres que tales apariciones no son otra cosa sino creación de la fantasía, piensan que son
substancias reales y externas, y por eso las llaman fantasmas, como los latinos las llamaban imagines
y umbrae; y piensan que son espíritus, es decir, tenues cuerpos aéreos; y a los temidos agentes
invisibles los consideran como tales fantasmas, salvo que aparecen y desaparecen cuando gustan.
Por naturaleza nunca puede penetrar en la mente de un hombre la idea de que tales espíritus son
incorpóreos; nunca puede imaginarse una cosa que responda a esa acepción. Así los hombres que
por meditación propia llegan al conocimiento de un Dios Infinito, Omnipotente y Eterno, propenden
más bien a reputarlo incomprensible y situado por encima de su comprensión. Por consiguiente,
definir su naturaleza como la de un espíritu incorpóreo y reputar luego su definición como
ininteligible, o darle ese título, no es proceder dogmáticamente con la intención de hacer
comprensible la naturaleza divina, sino comportarse piadosamente, es decir, honrarle con atributos
de unas significaciones que se hallan lo más alejadas que cabe suponer de la grandeza de los cuerpos
visibles.

Pero ignoran el modo cómo efectúan cada cosa. Así, por el procedimiento mediante el cual piensan
que estos agentes invisibles producen sus efectos, es decir, qué causas inmediatas usaron para
hacer que las cosas ocurran, los hombres que ignoran (es decir, la mayor parte de los hombres) qué
es lo causante, no tienen otro medio para inquirir dichas causas sino observar y recordar lo que han
visto preceder al mismo efecto en otro tiempo o en tiempos anteriores, sin advertir entre el suceso
antecedente y el consecuente ninguna dependencia o conexión, en absoluto. Y por consiguiente, de
las mismas cosas pasadas esperan las mismas cosas por venir, y esperan la buena o la mala suerte,
supersticiosamente, de cosas que no tienen relación ninguna con las causas. Así hicieron los
atenienses, quienes en su guerra de Lepanto demandaron otro Formio; como la facción pompeyana,
para su guerra en Africa, pidió otro Escipión; y desde entonces otros han hecho cosas análogas en
otras distintas ocasiones. Del mismo modo se atribuye la fortuna a determinada persona presente,
a un lugar feliz o desgraciado, a ciertas expresiones, especialmente si entre ellas figura el nombre
de Dios, así como a frases cabalísticas y conjuros (liturgia de las brujas), tanto como a creer que se
tiene aptitud para convertir una piedra en pan, el pan en hombre, o una cosa en otra.

Se honran como a los hombres. En tercer lugar, la veneración que los hombres manifiestan, por
naturaleza, a los poderes invisibles, no puede ser otra sino la que consiste en aquellas mismas
expresiones de reverencia que suelen emplear con respecto a los hombres: donativos, peticiones,
gracias, oblaciones, súplicas respetuosas, conducta sobria, palabras meditadas, juramentos (es
decir, asegurarse uno a otro de sus promesas) al invocar dichos poderes. Aparte de esto, nada
sugiere la razón, y deja que cada uno persista en ello o, para otras ceremonias, confíe en quienes
considera más sabios.

Por último, en lo que concierne a cómo estos poderes invisibles declaran a los hombres las cosas
que ocurrirán después, especialmente respecto a la buena o mala fortuna, en general, o al éxito feliz
o desgraciado en una empresa particular, todos los hombres se hallan, naturalmente, en la misma
perplejidad, salvo que acostumbrando a conjeturar del tiempo venidero por el tiempo pasado, no
sólo propenden a tomar cosas casuales, después de uno o dos acontecimientos, como pronósticos
de otras semejantes que ocurrirán después, sino a creer también pronósticos análogos de otros
hombres, de los cuales tienen una buena opinión.

Cuatro cosas, que son semilla natural de la religión. En estas cuatro cosas, idea de los espíritus,
ignorancia de las causas segundas, devoción hacia lo que los hombres temen, y admisión de cosas
casuales como pronóstico, consiste la semilla natural de la religión; la cual, a causa de las diferentes
fantasías, juicios y pasiones de los distintos hombres, se ha desarrollado en ceremonias tan
diferentes, que las usadas por un hombre resultan, en la mayoría de los casos, ridículas para otro.

Se hacen diferentes por la cultura. En efecto, estas semillas han sido cultivadas por dos distintas
especies de hombres. Una de esas clases está constituida por quienes han nutrido y ordenado la
materia religiosa de acuerdo con su propia invención. La otra lo ha hecho bajo el mando y dirección
de Dios. Pero ambos grupos se propusieron que quienes confiaban en ellas fuesen más aptos para
la obediencia, las leyes, la paz, la caridad y la sociedad civil. Así que la religión de la primera especie
es una parte de la política humana, y enseña parte de los deberes que los reyes terrenales requieren
de sus súbditos. La religión de la última especie es política divina, y contiene preceptos para quienes
se han erigido a sí mismos en súbditos del reino de Dios. De la primera especie son todos los
fundadores de Gobiernos y los legisladores de los paganos. De la última especie fueron Abraham,
Moisés y Nuestro Señor, de quienes han derivado hasta nosotros las leyes del reino de Dios.

Absurda opinión del paganismo. Respecto a esa parte de religión que consiste en las opiniones
concernientes a la naturaleza de los poderes invisibles, casi nada existe con un hombre que antes
no haya sido estimado entre los gentiles, en un lugar u otro, como un Dios o un demonio; o
imaginado por sus poetas como animado, habitado o poseído por uno u otro espíritu.

La materia del mundo era un Dios, denominado Caos.

El cielo, el océano, los planetas, el fuego, la tierra, los vientos eran otros tantos dioses.

Los hombres, las mujeres, un pájaro, un cocodrilo, una vaca, un perro, una serpiente, una cebolla
fueron deificados. Además de esto llenaron casi todos los lugares con espíritus llamados demonios.
Las llanuras con Panes o panisios o sátiros; las selvas, con faunos y ninfas; el mar, con tritones y
otras ninfas; cada río y cada fuente con un espíritu de su nombre, y con ninfas; cada casa con sus
lares o familiares; cada hombre con su Genio; el infierno con espíritus y acólitos suyos, como Caron,
Cerbero y las Furias; durante la noche todos los lugares con Larvcee, Lemures, espíritus de seres
fallecidos, y todo un mundo de fantasmas y duendes. También asignaban divinidad y dedicaron
templos a meros accidentes y cualidades, como el tiempo, la noche, el día, la paz, la concordia, el
amor, el odio, la verdad, el honor, la salud, la sagacidad, la fiebre y cosas semejantes; y cuando
rogaban en pro o en contra de ellas lo hacían como si los espíritus así denominados pendieran sobre
sus cabezas y dejaran caer o evitaran el bien o el mal aludido. Invocaban también sus propios
ingenios con el nombre de Musas; su propia ignorancia, con el nombre de Fortuna; su propio deseo
con el nombre de Cupido; su propia rabia con el nombre de Furia; su propio miembro viril con el
nombre de Príapo; y atribuían sus poluciones a Incubos y Súcubus: y nada habla que un poeta
pudiese introducir como persona en su poema que no lo convirtiese en dios o demonio.

Los mismos autores de la religión de los gentiles, practicando el segundo grupo de religión, que es
la ignorancia humana respecto a las causas, y, en consecuencia, su aptitud para atribuir la fortuna a
motivos respecto de los cuales no existe dependencia evidente, pusieron, en su ignorancia, en lugar
de causas segundas, una especie de dioses secundarios y ministeriales. Adscribieron la causa de la
fecundidad a Venus; la causa de las artes a Apolo; de la sutileza y la sagacidad a Mercurio; de las
tormentas y tempestades a Eolo; y de otros efectos a otros dioses, ya que en el cielo existe una
variedad de dioses tan grande como la de asuntos o negocios.

A las formas de veneración que los hombres naturalmente concebían como más adecuadas respecto
de sus dioses, en particular las oblaciones, plegarias y acciones de gracias, así como a las demás
manifestaciones anteriormente citadas, los mismos legisladores de los gentiles añadieron imágenes
de los dioses, en pintura y en escultura; de tal manera que incluso los más ignorantes (es decir, la
mayor parte o el común de las gentes), pensando acerca de los dioses en tales imágenes
representados, realmente los vieran encarnados en ellos, y así, fuera más grande el temor que
infundiesen. Y los dotaron con casas y tierras, publicanos y rentas, poniendo todo ello fuera del
comercio humano, es decir, consagrado y santificado a sus ídolos, como cavernas, grutas, selvas,
montañas e islas enteras; y no sólo les atribuyeron figura de hombres, animales o monstruos, sino
también las facultades y pasiones de hombres, como sentidos, lenguaje, sexo, anhelos, generación
(y esto no solamente mezclándolos uno con otro para propagar el linaje de los dioses, sino
aparejándolos con hombres y mujeres, para producir dioses híbridos, pero moradores del cielo,
como Baco, Hércules y otros), asignáronles, además, ira, deseo de venganza y otras pasiones de las
criaturas vivas, y los actos que proceden de ellas, como el fraude, el adulterio, el robo, la sodomía y
todos los vicios que pueden ser tomados como efecto del poder o causa de los placeres, así como
aquellos otros vicios que entre los hombres se desarrollan más bien en contra de la ley que del
honor.

Por último, a los pronósticos del tiempo venidero, que no son, naturalmente, sino conjeturas
basadas en la experiencia de los tiempos pasados, y revelación sobrenatural y divina, los autores de
la religión de los gentiles, en parte a base de una pretendida experiencia, en parte fundándose en
una pretendida revelación, añadieron otros e innumerables supersticiosos modos de adivinación.
Así se hizo creer a los hombres que encontrarían su fortuna a veces en las respuestas ambiguas o
absurdas de los sacerdotes de Delfos, De los, Ammon y otros famosos oráculos, cuyas respuestas se
hacían deliberadamente ambiguas para que fueran adecuadas a las dos posibles eventualidades de
un asunto, o absurdas por las emanaciones tóxicas del lugar, lo cual ocurre muy frecuentemente en
las cavernas sulfurosas. A veces en las hojas de la sibilas, de cuyas profecías (como, acaso, la de
Nostradamuss porque los fragmentos que ahora conservamos parecen invención de tiempos
recientes) existieron varios libros muy reputados durante la República romana. A veces en las frases,
desprovistas de significado, de los locos, a quienes se suponía poseídos por un espíritu divino: a esta
posesión la llamaban entusiasmo, y a estos modos de predecir acontecimientos se les denominaba
teomancia o profecía. A veces en el aspecto que presentaban las estrellas en su nacimiento, a lo
cual se llamaba horoscopia, estimándose como una parte de la astrología judicial. A veces en sus
propias esperanzas y temores, en lo llamado tumomancia o presagio. A veces en las predicciones de
los magos, que pretendían conversar con los muertos, a lo cual se llamaba nigromancia, conjuro y
hechicería, y no es otra cosa sino impostura y fraude. A veces en el vuelo casual o en la forma de
alimentarse las aves, lo que llamaban augurio. A veces en las entrañas de los animales sacrificados,
a lo que se llama aruspicina. A veces en los sueños; a veces en el graznar de los cuervos o el canto
de los pájaros. A veces en las líneas de la cara, a lo que se llamaba metoposcopia; o en las líneas de
la mano, palmisteria; o en palabras casuales, omina. A veces en monstruos o accidentes desusados,
como eclipses, cometas, meteoros raros, temblores de tierra, inundaciones, nacimientos
prematuros y cosas semejantes, a lo que se llamaba portenta y ostenta, porque parecían predecir o
presagiar alguna gran calamidad venidera. A veces en el mero azar, como en el acertijo de cara y
cruz, o en la adivinanza del número de orificios de una criba; en el juego de elegir versos de Hornero
y Virgilio, y en otros vanos e innumerables conceptos análogos a los citados. Tan fácil es que los
hombres crean en cosas a las cuales han dado crédito otros hombres; con donaire y destreza puede
sacarse mucho partido de su miedo e ignorancia.

Designios de los autores de la religión de los paganos, Por esa razón los primeros fundadores y
legisladores de los Estados entre los gentiles, cuya finalidad era, simplemente, mantener al pueblo
en obediencia y paz, se preocuparon en todos los lugares: primero de imprimir en sus mentes la
convicción de que los preceptos promulgados concernían a la religión, y no podían considerarse
inspirados por su propia conveniencia, sino dictados por algún dios u otro espíritu; o bien que siendo
ellos mismos de una naturaleza superior a la de los meros mortales, sus leyes podían ser admitidas
más fácilmente. Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó
entre los romanos. Y el primer rey y fundador del reino del Perú, aseguraba que él mismo y su mujer
eran hijos del Sol; y Mahoma, al establecer su nueva religión, presumía de tener coloquios con el
espíritu divino, encarnado en un pastor. En segundo lugar, tuvieron buen cuidado de hacer creer
que las cosas prohibidas por las leyes eran, igualmente, desagradables a los dioses. En tercer
término de prescribir ceremonias, plegarias, sacrificios y festividades, haciendo creer que la cólera
de los dioses podía ser apaciguada por tales medios; que los acontecimientos afortunados en la
guerra, los grandes contagios de enfermedades, los temblores de tierra y toda clase de miserias
humanas venían de la cólera de los dioses, y que esta cólera se debía a la negligencia en la adoración,
o al olvido o confesión de algún detalle de las ceremonias referidas, Y aunque entre los antiguos
romanos no se prohibiera la incredulidad de lo que en los poetas se escribe acerca de las penalidades
y placeres después de esta vida, creencias que diversos individuos de gran autoridad y seriedad, en
dicho Estado, satirizaron abiertamente en sus arengas, esa creencia, sin embargo, era más estimada
que la contraria.

Con estas y otras instituciones, y de conformidad con su propósito (que era la tranquilidad del
Estado), lograron que el vulgo considerara que la causa de sus infortunios fincaba en la negligencia
o error en las ceremonias o en su propia desobediencia a las leyes, haciéndolo, así, lo menos capaz
posible de amotinarse contra sus gobernantes. Y entretenidos con la pompa y pasatiempos de los
festivales públicos, hechos en honor de los dioses, no necesitaban otra cosa sino alimentos para
abstenerse del descontento, la murmuración y la protesta contra el Estado. Por estas causas los
romanos que habían conquistado la mayor parte del mundo entonces conocido, no tuvieron
escrúpulo en tolerar una religión cualquiera en la misma ciudad de Roma, salvo cuando en esa
religión había algo incompatible con su gobierno civil; ni leemos que fuera prohibida ninguna
religión sino la de los judíos, quienes (por ser el reino privativo de Dios) consideraban ilegal
reconocerse como súbditos de cualquier rey mortal o Estado. Y así podéis apreciar cómo la religión
de los gentiles era una parte de su política.

La verdadera religión y las leyes del reino de Dios, son lo mismo.

Cap. 35. Pero allí donde Dios mismo, por revelación sobrenatural, instituyó una religión, se
estableció para sí mismo un reino privativo, y dio leyes no solamente para la conducta de los
hombres respecto a Él, sino para lo de uno respecto a otro. Por esta razón en el reino de Dios la
política y las leyes civiles son una parte de la religión, y por ello no tiene lugar alguno la distinción
de dominio temporal y espiritual. Ciertamente es Dios el rey de toda la Tierra, pero aun así puede
ser, también, rey de una nación particular y elegida. En ello no hay incongruencia, como no la hay
tampoco en que quien tiene el mando de todo un ejército, tenga, a la vez, el de un regimiento o
hueste particular suya. Dios es rey de toda la tierra por su poder, pero de su pueblo escogido es rey
en virtud de un pacto.

Causas del cambio de religión. Teniendo en cuenta la manera como se ha propagado la religión, no
resulta difícil comprender las causas en virtud de las cuales todo se resuelve en sus primeras semillas
o principios, que son solamente la idea de una deidad y de poderes invisibles sobrenaturales. Nada
puede arrancar esas semillas de la naturaleza humana, pero, en cambio, pueden suscitarse nuevas
religiones, por la cultura de ciertos hombres que gozan de reputación a tales efectos. Si advertimos
que toda religión instituida se basa, en primer término, sobre la fe que una multitud tiene en cierta
persona, de la cual cree no sólo que es un hombre sabio, y que labora para procurarles felicidad,
sino, también, que es un hombre santo, elegido por Dios para declararle su voluntad por vía
sobrenatural, se deduce necesariamente que cuando quienes tienen a su cargo el gobierno de la
religión resultan sospechosos en cuanto a su sabiduría, a su sinceridad o a su amor, o cuando se
muestran incapaces de producir algún signo manifiesto de la revelación divina, la religión que
desean instituir resulta igualmente sospechosa, y si no existe temor al brazo civil, contradicha y
repudiada.

Imposición de creer en imposibles. Lo que arrebata la reputación de sabiduría a quien ha instituido


una religión o a quien añade algo a una religión ya formada, es la imposición de creencias
contradictorias. En efecto, no es posible que las dos partes de una contradicción sean, a la vez,
verdaderas: por tanto, ordenar la creencia en cosas contradictorias es una prueba de ignorancia que
el autor revela, desacreditándose en todas las cosas propuestas como revelación sobrenatural:
porque la revelación puede tenerla evidentemente sobre cosas que están por encima de la razón
natural, pero nunca contra ella.

Actos contrarios a la religión por ellos establecida. Lo que arrebata la reputación de sinceridad es la
realización o enunciación de aquellas cosas que se manifiestan como signos de que la creencia
reclamada de otro hombre no es compartida por ellos mismos. Por tal causa, todo cuanto se hace o
dice se denomina escandaloso, porque no son sino obstáculos que hacen caer a los hombres en la
vía de la religión; tales son la injusticia, la crueldad, la hipocresía, la avaricia y la lujuria. Porque
¿quién creerá que quien hace ordinariamente cosas que tienen uno de esos orígenes, piense que
exista algún poder invisible que haya de ser temido y que asuste a los otros por faltas menores?

Lo que arrebata la reputación de amor es advertir que se persiguen fines particulares: por ejemplo,
cuando la fe que se exige de otros, conduce o parece conducir a la adquisición de dominio, riquezas,
dignidad o placer seguro, sólo o especialmente para quien exige. Porque lo que procura beneficio
para sí mismo, se juzga realizado para sí propio y no por el amor de los demás.

Necesidad del testimonio de los milagros. Por último, el testimonio que los hombres pueden rendir
de su vocación divina no puede ser otro sino la realización de milagros, o la auténtica profecía (que
es también un milagro), o la extraordinaria felicidad. Por consiguiente, sobre los artículos de religión
formulados por quien hizo milagros, los añadidos por quien no prueba su vocación divina con algún
hecho milagroso, no logran inspirar una fe mayor que la que la costumbre y la ley de los lugares en
que han sido educados, les procura. Porque en las cosas naturales, los hombres juiciosos requieren
signos naturales; pero en las cosas sobrenaturales, signos también sobrenaturales (que son
milagros), antes de mostrar una íntima y cordial aquiescencia. Todas esas causas de debilitación de
la fe humana aparecen de modo manifiesto en los ejemplos siguientes. Primero tenemos el ejemplo
de los hijos de Israel, los cuales, cuando Moisés, que había probado su vocación divina por medio
de milagros y por la feliz conducción de que les hizo objeto al salir de Egipto, se ausentó durante
cuarenta días, se rebelaron contra el culto verdadero de Dios, recomendado a ellos por Moisés, e
instituyendo 1 como Dios un becerro de oro, cayeron en la idolatría de los egipcios, de quienes
acababan de ser libertados. Y luego, después de muertos Moisés, Aarón y Josué, y la generación que
había vista las grandes obras de Dios en Israel 2, surgió otra generación que adoró a Baal. Así que al
fallar los milagros falló la fe. En otra ocasión, cuando los hijos de Samuel, constituidos por su padre
como jueces en Bersabé, recibieron presentes y emitieron un fallo injusto, el pueblo de Israel rehusó
seguir teniendo a Dios por su rey, de modo distinto a como era rey de otro pueblo; y por ello
exigieron de Samuel que les eligiera un rey tal como lo tenían en otras naciones. Así que, fallando la
justicia, falló también la fe, hasta el punto de que los israelitas depusieron a Dios de la soberanía
que tenía sobre ellos. Al implantarse la religión cristiana, cesaron los oráculos en todos los lugares
del Imperio romano, y creció portentosamente, día por día, el número de cristianos, por la
predicación de los apóstoles y evangelistas; una gran parte de este éxito puede atribuirse
razonablemente al desprecio que los sacerdotes de los paganos de aquel tiempo habían merecido
por sus impurezas, por su avaricia y por su condescendencia con los príncipes. Así, también, la
religión de la iglesia de Roma fue, por la misma causa, parcialmente abolida en Inglaterra y en
algunas otras partes de la cristiandad: en efecto, cuando falla la virtud de los pastores, falla la fe del
pueblo. En parte se debió a la introducción de la filosofía y de la doctrina de Aristóteles en la religión,
por los escolásticos, pues de ello se derivaron tales contradicciones y absurdos, que el clero cayó en
una reputación de ignorancia y de intención fraudulenta, lo cual hizo que el pueblo propendiera a
rebelarse contra él, bien fuera contra la voluntad de sus propios príncipes, como en Francia y
Holanda, o con su aquiescencia, como en Inglaterra.

Por último, entre los puntos declarados por la iglesia de Roma como necesarios para la salvación,
existen tantos que manifiestamente van en ventaja del Papa y de sus súbditos espirituales que
residen en los territorios de otros príncipes cristianos, que si no hubiera sido por la pugna entre tales
príncipes, hubieran podido excluir toda autoridad extraña, sin guerra ni perturbaciones, con la
misma facilidad que ocurrió en Inglaterra. Porque ¿habrá alguien que no advierta a quién beneficia
el creer que un rey no tiene su autoridad de Cristo sino cuando un obispo lo corona? ¿Que un rey,
si es sacerdote, no puede contraer matrimonio? ¿Que si un rey ha nacido o no de un matrimonio
legal, es asunto que deba juzgarse por la autoridad de Roma? ¿Que los súbditos puedan verse
liberados de su promesa si la Corte de Roma juzgó al rey como hereje? ¿Que un rey, como Chilperico
de Francia, pueda ser depuesto por un Papa, como el Papa Zacarías, sin causa alguna, y entregado
su reino a uno de sus súbditos? ¿Que el clero secular y regular esté exento, en lo criminal, de la
jurisdicción de su rey? O ¿no se advertirá en provecho de quién redundan los emolumentos del altar
y de las indulgencias, con otros signos de interés privado, suficientes para matar la fe más viva, si,
como ya he dicho, no estuvieran más sostenidos por el poder civil que por la opinión sustentada
acerca de la santidad, sabiduría o probidad de sus maestros? Así, puedo atribuir todos los cambios
de religión en el mundo a una sola y única causa, es decir, a los sacerdotes inconvenientes, y no sólo
entre los católicos sino incluso en esta iglesia que tanto ha presumido de reforma.

CAPITULO XIII

DE LA "CONDICIÓN NATURAL" DEL GÉNERO HUMANO, EN LO QUE CONCIERNE A SU FELICIDAD Y


A SU MISERIA

Hombres iguales por naturaleza. La Naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en las facultades
del cuerpo y del espíritu que, si bien un hombre es, a veces, evidentemente, más fuerte de cuerpo
o más sagaz de entendimiento que otro, cuando se considera en conjunto, la diferencia entre
hombre y hombre no es tan importante que uno pueda reclamar, a base de ella, para sí mismo, un
beneficio cualquiera al que otro no pueda aspirar como él. En efecto, por lo que respecta a la fuerza
corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas
maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro que él se encuentra.

En cuanto a las facultades mentales (si se prescinde de las artes fundadas sobre las palabras, y, en
particular, de la destreza en actuar según reglas generales e infalibles, lo que se llama ciencia, arte
que pocos tienen, y aun éstos en muy pocas cosas, ya que no se trata de una facultad innata, o
nacida con nosotros, ni alcanzada, como la prudencia, mientras perseguimos algo distinto) yo
encuentro aún una igualdad más grande, entre los hombres, que en lo referente a la fuerza. Porque
la prudencia no es sino experiencia; cosa que todos los hombres alcanzan por igual, en tiempos
iguales, y en aquellas cosas a las cuales se consagran por igual. Lo que acaso puede hacer increíble
tal igualdad, no es sino un vano concepto de la propia sabiduría, que la mayor parte de los hombres
piensan poseer en más alto grado que el común de las gentes, es decir, que todos los hombres con
excepción de ellos mismos y de unos pocos más .a quienes reconocen su valía, ya sea por la fama
de que gozan o por la coincidencia con ellos mismos. Tal es, en efecto, la naturaleza de los hombres
que si bien reconocen que otros son más sagaces, más elocuentes o más cultos, difícilmente llegan
a creer que haya muchos tan sabios como ellos mismos, ya que cada uno ve su propio talento a la
mano, y el de los demás hombres a distancia. Pero esto es lo que mejor prueba que los hombres
son en este punto más bien iguales que desiguales. No hay, en efecto y de ordinario, un signo más
claro de distribución igual de una cosa, que el hecho de que cada hombre esté satisfecho con la
porción que le corresponde.
De la igualdad procede la desconfianza. De esta igualdad en cuanto a la capacidad se deriva la
igualdad de esperanza respecto a la consecución de nuestros fines. Esta es la causa de que si dos
hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla ambos, se vuelven enemigos,
y en el camino que conduce al fin (que es, principalmente, su propia conservación, y a veces su
delectación tan sólo) tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro. De aquí que un agresor no teme
otra cosa que el poder singular de otro hombre; si alguien planta, siembra, construye o posee un
lugar conveniente, cabe probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para
desposeerle y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad. Y el
invasor, a su vez, se encuentra en el mismo peligro con respecto a otros.

De la desconfianza, la guerra. Dada esta situación de desconfianza mutua, ningún procedimiento


tan razonable existe para que un hombre se proteja a sí mismo, como la anticipación, es decir, el
dominar por medio de la fuerza o por la astucia a todos los hombres que pueda, durante el tiempo
preciso, hasta que ningún otro poder sea capaz de amenazarle. Esto no es otra cosa sino lo que
requiere su propia conservación, y es generalmente permitido. Como algunos se complacen en
contemplar su propio poder en los actos de conquista, prosiguiéndolos más allá de lo que su
seguridad requiere, otros, que en diferentes circunstancias serían felices manteniéndose dentro de
límites modestos, si no aumentan su fuerza por medio de la invasión, no podrán subsistir, durante
mucho tiempo, si se sitúan solamente en plan defensivo. Por consiguiente siendo necesario, para la
conservación de un hombre aumentar su dominio sobre los semejantes, se le debe permitir
también.

Además, los hombres no experimentan placer ninguno (sino, por el contrario, un gran desagrado)
reuniéndose, cuando no existe un poder capaz de imponerse a todos ellos. En efecto, cada hombre
considera que su compañero debe valorarlo del mismo modo que él se valora a sí mismo. Y en
presencia de todos los signos de desprecio o subestimación, procura naturalmente, en la medida en
que puede atreverse a ello (lo que entre quienes no reconocen ningún poder común que los sujete,
es suficiente para hacer que se destruyan uno a otro), arrancar una mayor estimación de sus
contendientes, infligiéndoles algún daño, y de los demás por el ejemplo.

Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la
competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria.

La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr
seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en
dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos;
la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una
opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas
o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su
apellido.

Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos. Con todo ello es manifiesto que
durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan
en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos.
Porque la GUERRA no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante
el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente. Por ello la noción
del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la
naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos
chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste
no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no
hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz.

Son incomodidades de una guerra semejante. Por consiguiente, todo aquello que es consustancial
a un tiempo de guerra, durante el cual cada hombre es enemigo de los demás, es natural también
en el tiempo en que los hombres viven sin otra seguridad que la que su propia fuerza y su propia
invención pueden proporcionarles. En una situación semejante no existe oportunidad para la
industria, ya que su fruto es incierto; por consiguiente no hay cultivo de la tierra, ni navegación, ni
uso de los artículos que pueden ser importados por mar, ni construcciones confortables, ni
instrumentos para mover y remover las cosas que requieren mucha fuerza, ni conocimiento de la
faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe
continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca,
embrutecida y breve.

A quien no pondere estas cosas puede parecerle extraño que la Naturaleza venga a disociar y haga
a los hombres aptos para invadir y destruirse mutuamente ; y puede ocurrir que no confiando en
esta inferencia basada en las pasiones, desee, acaso, verla confirmada por la experiencia. Haced,
pues, que se considere a si mismo; cuando emprende una jornada, se procura armas y trata de ir
bien acompañado; cuando va a dormir cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la
llave a sus arcas; y todo esto aun sabiendo que existen leyes y funcionarios públicos armados para
vengar todos los daños que le hagan. ¿Qué opinión tiene, así, de sus conciudadanos, cuando cabalga
armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas; de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas?
¿No significa esto acusar a la humanidad con sus actos, como yo lo hago con mis palabras? Ahora
bien, ninguno de nosotros acusa con ello a la naturaleza humana. Los deseos y otras pasiones del
hombre no son pecados, en sí mismos; tampoco lo son los actos que de las pasiones proceden hasta
que consta que una ley los prohíbe: que los hombres no pueden conocer las leyes antes de que sean
hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo con respecto a la
persona que debe promulgarla.

Acaso puede pensarse que nunca existió un tiempo o condición en que se diera una guerra
semejante, y, en efecto, yo creo que nunca ocurrió generalmente así, en el mundo entero; pero
existen varios lugares donde viven ahora de ese modo. Los pueblos salvajes en varias comarcas de
América, si se exceptúa el régimen de pequeñas familias cuya concordia depende de la
concupiscencia natural, carecen de gobierno en absoluto, y viven actualmente en ese estado bestial
a que me he referido. De cualquier modo que sea, puede percibirse cuál será el género de vida
cuando no exista un poder común que temer, pues el régimen de vida de los hombres que antes
vivían bajo un gobierno pacífico, suele degenerar en una guerra civil.

Ahora bien, aunque nunca existió un tiempo en que los hombres particulares se hallaran en una
situación de guerra de uno contra otro, en todas las épocas, los reyes y personas revestidas con
autoridad soberana, celosos de su independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la
situación y postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro. Es decir,
con sus fuertes guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de sus reinos, con espías entre
sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra. Pero como a la vez defienden también la
industria de sus súbditos, no resulta de esto aquella miseria que acompaña a la libertad de los
hombres particulares.

En semejante guerra nada es injusto. En esta guerra de todos contra todos, se da una consecuencia:
que nada puede ser injusto. Las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia están fuera de
lugar. Donde no hay poder común, la ley no existe; donde no hay ley, no hay justicia. En la guerra,
la fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales. Justicia e injusticia no son facultades ni del
cuerpo ni del espíritu. Si lo fueran, podrían darse en un hombre que estuviera solo en el mundo, lo
mismo que se dan sus sensaciones y pasiones. Son aquéllas, cualidades que se refieren al hombre
en sociedad, no en estado solitario. Es natural también que en dicha condición no existan propiedad
ni dominio, ni distinción entre tuyo y mío; sólo pertenece a cada uno lo que pueda tomar, y sólo en
tanto que puede conservarlo. Todo ello puede afirmarse de esa miserable condición en que el
hombre se encuentra por obra de la simple naturaleza, si bien tiene una cierta posibilidad de superar
ese estado, en parte por sus pasiones, en parte por su razón.

Pasiones que inclinan a los hombres a la paz. Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el
temor a la muerte, el deseo de las cosas que son necesarias para una vida confortable, y la esperanza
de obtenerlas por medio del trabajo. La razón sugiere adecuadas normas de paz, a las cuales pueden
llegar los hombres por mutuo consenso. Estas normas son las que, por otra parte, se llaman leyes
de naturaleza: a ellas voy a referirme, más particularmente, en los dos capítulos siguientes.

CAPITULO XIV

DE LA PRIMERA Y DE LA SEGUNDA "LEYES NATURALES" Y DE LOS "CONTRATOS"

¿Qué es derecho natural?. El DERECHO DE NATURALEZA, que los escritores llaman comúnmente jus
naturale, es la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder como quiera, para la
conservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer
todo aquello que su propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin.

¿Qué es la libertad?. Por LIBERTAD se entiende, de acuerdo con el significado propio de la palabra,
la ausencia de impedimentos externos, impedimentos que con frecuencia reducen parte del poder
que un hombre tiene de hacer lo que quiere; pero no pueden impedirle que use el poder que le
resta, de acuerdo con lo que su juicio y razón le dicten.

Ley de naturaleza (lex naturalis) es un precepto o norma general, establecida por la razón, en virtud
de la cual se prohíbe a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de
conservarla; o bien, omitir aquello mediante lo cual piensa que pueda quedar su vida mejor
preservada. Aunque quienes se ocupan de estas cuestiones acostumbran confundir ius y lex,
derecho y ley, precisa distinguir esos términos, porque el DERECHO consiste en la libertad de hacer
o de omitir, mientras que la LEY determina y obliga a una de esas dos cosas. Así, la ley y el derecho
difieren tanto como la obligación y la libertad, que son incompatibles cuando se refieren a una
misma materia. La ley fundamental de naturaleza. La condición del hombre (tal como se ha
manifestado en el capítulo precedente) es una condición de guerra de todos contra todos, en la cual
cada uno está gobernado por su propia razón, no existiendo nada, de lo que pueda hacer uso, que
no le sirva de instrumento para proteger su vida contra sus enemigos. De aquí se sigue que, en
semejante condición, cada hombre tiene derecho a hacer cualquiera cosa, Incluso en el cuerpo de
los demás. Y, por consiguiente, mientras persiste ese derecho natural de cada uno con respecto a
todas las cosas, no puede haber seguridad para nadie (por fuerte o sabio que sea) de existir durante
todo el tiempo que ordinariamente la Naturaleza permite vivir a los hombres. De aquí resulta un
precepto o regla general de la razón, en virtud de la cual, cada hombre debe esforzarse por la paz,
mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando no puede obtenerla, debe buscar y utilizar todas
las ayudas y ventajas de la guerra. La primera fase de esta regla contiene la ley primera y
fundamental de naturaleza, a saber: buscar la paz y seguirla. La segunda, la suma del derecho de
naturaleza, es decir: defendernos a nosotros mismos, por todos los medios posibles.

Segunda ley de naturaleza. De esta ley fundamental de naturaleza, mediante la cual se ordena a los
hombres que tiendan hacia la paz, se deriva esta segunda ley: que uno acceda, si los demás
consienten también, y mientras se considere necesario para la paz y defensa de sí mismo, a
renunciar este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con la misma libertad, frente a los demás
hombres, que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo. En efecto, mientras uno
mantenga su derecho de hacer cuanto le agrade, los hombres se encuentran en situación de guerra.
Y si los demás no quieren renunciar a ese derecho como él, no existe razón para que nadie se
despoje de dicha atribución, porque ello más bien que disponerse a la paz significaría ofrecerse a sí
mismo como presa (a lo que no está obligado ningún hombre).

Tal es la ley del Evangelio: Lo que pretendáis que los demás os hagan a vosotros, hacedlo vosotros
a ellos. Y esta otra ley de la humanidad entera: Quod tibi fieri non vis, alteri ne feceris.

¿Qué es renunciar un derecho?. Renunciar un derecho a cierta cosa es despojarse a sí mismo de la


libertad de impedir a otro el beneficio del propio derecho a la cosa en cuestión. En efecto, quien
renuncia o abandona su derecho, no da a otro hombre un derecho que este último hombre no
tuviera antes. No hay nada a que un hombre no tenga derecho por naturaleza: solamente se aparta
del camino de otro para qué éste pueda gozar de su propio derecho original sin obstáculo suyo y sin
impedimento ajeno. Así que el efecto causado a otro hombre por la renuncia al derecho de alguien,
es, en cierto modo, disminución de los impedimentos para el uso de su propio derecho originario.

Qué es la renuncia a un derecho. Se abandona un derecho bien sea por simple renunciación o por
transferencia a otra persona. Por simple renunciación cuando el cedente no se preocupa de la
persona beneficiada por su renuncia.

Qué es transferencia de un derecho. Obligación. Por TRANSFERENCIA cuando desea que el beneficio
recaiga en una o varias personas determinadas. Cuando una persona ha abandonado o transferido
su derecho por cualquiera de estos dos modos, dicese que está OBLIGADO o LIGADO a no impedir
el beneficio resultante a aquel a quien se concede o abandona el derecho.

Debe. Injusticia. Debe aquél, y es su deber, no hacer nulo por su voluntad este acto. Si el
impedimento sobreviene, prodúcese INJUSTICIA O INJURIA, puesto que es sine jure, ya que el
derecho se renunció o transfirió anteriormente. Así que la injuria o injusticia, en las controversias
terrenales, es algo semejante a lo que en las disputas de los escolásticos se llamaba absurdo.
Considérase, en efecto, absurdo al hecho de contradecir lo que uno mantenía inicialmente: así,
también, en el mundo se denomina injusticia e injuria al hecho de omitir voluntariamente aquello
que en un principio voluntariamente se hubiera hecho. El procedimiento mediante el cual alguien
renuncia o transfiere simplemente su derecho es una declaración o expresión, mediante signo
voluntario y suficiente, de que hace esa renuncia o transferencia, o de que ha renunciado o
transferido la cosa a quien la acepta. Estos signos son o bien meras palabras o simples acciones; o
(como a menudo ocurre) las dos cosas, acciones y palabras. Unas y otras cosas son los amos por
medio de los cuales los hombres se sujetan y obligan: lazos cuya fuerza no estriba en su propia
naturaleza (porque nada se rompe tan fácilmente como la palabra de un ser humano), sino en el
temor de alguna mala consecuencia resultante de la ruptura.

No todos los derechos son alienabilidad de los alienables. Cuando alguien transfiere su derecho, o
renuncia a él, lo hace en consideración a cierto derecho que recíprocamente le ha sido transferido,
o por algún otro bien que de ello espera. Trátase, en efecto, de un acto voluntario, y el objeto de los
actos voluntarios de cualquier hombre es algún bien para si mismo. Existen, así ciertos derechos,
que a nadie puede atribuirse haberlos abandonado o transferido por medio de palabras u otros
signos. En primer término, por ejemplo, un hombre no puede renunciar al derecho de resistir a
quien le asalta por la fuerza para arrancarle la vida, ya que es incomprensible que de ello pueda
derivarse bien alguno para el interesado. Lo mismo puede decirse de las lesiones, la esclavitud y el
encarcelamiento, pues no hay beneficio subsiguiente a esa tolerancia, ya que nadie sufrirá con
paciencia ser herido o aprisionado por otro, aun sin contar con que nadie puede decir, cuando ve
que otros proceden contra él por medios violentos, si se proponen o no darle muerte. En definitiva,
el motivo y fin por el cual se establece esta renuncia y transferencia de derecho no es otro sino la
seguridad de una persona humana, en su vida, y en los modos de conservar ésta en forma que no
sea gravosa. Por consiguiente, si un hombre, mediante palabras u otros signos, parece oponerse al
fin que dichos signos manifiestan, no debe suponerse que así se lo proponía o que tal era su
voluntad, sino que ignoraba cómo debían interpretarse tales palabras y acciones.

Qué es contrato. La mutua transferencia de derechos es lo que los hombres llaman CONTRATO.

Existe una diferencia entre transferencia del derecho a la cosa, y transferencia o tradición, es decir,
entrega de la cosa misma. En efecto, la cosa puede entregarse a la vez que se transfiere el derecho,
como cuando se compra y vende con dinero constante y sonante, o se cambian bienes o tierras.
También puede ser entregada la cosa algún tiempo después.

Qué es pacto. Por otro lado, uno de los contratantes, a su vez, puede entregar la cosa convenida y
dejar que el otro realice su prestación después de transcurrido un tiempo determinado, durante el
cual confía en él. Entonces, respecto del primero, el contrato se llama PACTO o CONVENIO. O bien
ambas partes pueden contratar ahora para cumplir después: en tales casos, como a quien ha de
cumplir una obligación en tiempo venidero se le otorga un crédito, su cumplimiento se llama
observancia de promesa, o fe; y la falta de cumplimiento, cuando es voluntaria, violación de fe.

Liberalidad. Cuando la transferencia de derecho no es mutua, sino que una de las partes transfiere,
con la esperanza de ganar con ello la amistad o el servicio de otra, o de sus amigos ; o con la
esperanza de ganar reputación de persona caritativa o magnánima; o para liberar su ánimo de la
pena de la compasión, o con la esperanza de una recompensa en el cielo, entonces no se trata de
un contrato, sino de DONACIÓN, LIBERALIDAD O GRACIA: todas estas palabras significan una y la
misma cosa.
Signos expresos de contrato. Los signos del contrato son o bien expresos o por inferencia. Son signos
expresos las palabras enunciadas con la inteligencia de lo que significan. Tales palabras son o bien
de tiempo presente o pasado, como yo doy, yo otorgo, yo he dado, yo he otorgado, yo quiero que
esto sea tuyo; o de carácter futuro, como yo daré, yo otorgaré: estas palabras de carácter futuro
entrañan una PROMESA.

Signos de contrato por inferencia. Los signos por inferencia son, a veces, consecuencia de las
palabras, a veces, consecuencia del silencio, a veces consecuencia de acciones, a veces consecuencia
de abstenerse de una acción. En términos generales, en cualquier contrato un signo por inferencia
es todo aquello que de modo suficiente arguye la voluntad del contratante.

Liberalidad por palabras de presente o de pasado. Las simples palabras cuando se refieren al tiempo
venidero y contienen una promesa, son un signo insuficiente de liberalidad y, por tanto, no son
obligatorias. En efecto, si se refieren al tiempo venidero, como: Mañana daré, son un signo de que
no he dado aún, y, por consiguiente, de que mi derecho no ha sido transferido, sino que se mantiene
hasta que lo transfiera por algún otro acto. Pero si las palabras hacen relación al tiempo presente o
pasado, como: Yo he dado o doy para entregar mañana, entonces mi derecho de mañana se cede
hoy, y esto ocurre por virtud de las palabras, aunque no existe otro argumento de mi voluntad. Y
existe una gran diferencia entre la significación de estas frases: Volo hoc tuum esse tras, y Cras dabo;
es decir, entre Yo quiero que esto sea tuyo mañana y Yo te lo daré mañana. Porque la frase Yo
quiero, en la primera expresión, significa un acto de voluntad presente, mientras que en la última
significa la promesa de un acto de voluntad, venidero. En consecuencia, las primeras palabras son
de presente, pero transfieren un derecho futuro; las últimas son de futuro, pero nada transfieren.
Ahora bien, si, además de las palabras, existen otros signos de la voluntad de transferir un derecho,
entonces, aunque la donación sea libre, puede considerarse otorgada por palabras de futuro. Si una
persona ofrece un premio para el primero que llegue a una determinada meta, la donación es libre,
y aunque las palabras se refieran al futuro, el derecho se transfiere, porque si el interesado no
quisiera que sus palabras se entendiesen de ese modo, no las hubiera enunciado así.

Los signos de contrato son palabras de pasado, presente y futuro. En los contratos transfiérese el
derecho no sólo cuando las palabras son de tiempo presente o pasado, sino cuando pertenecen al
futuro, porque todo contrato es mutua traslación o cambio de derecho. Por consiguiente, quien se
limita a prometer, porque ha recibido ya el beneficio de aquel a quien promete, debe considerarse
que accede a transferir el derecho; si su propósito hubiera sido que sus palabras se comprendiesen
de modo diverso, el otro no hubiera efectuado previamente su prestación. Por esta causa en la
compra y en la venta, y en otros actos contractuales, una promesa es equivalente a un pacto, y tal
razón es obligatoria.

Qué es merecimiento. Decimos que quien cumple primero un contrato MERECE lo que ha de recibir
en virtud del cumplimiento del contrato por su partenario, recibiendo ese cumplimiento como algo
debido.

Cuando se ofrece a varios un premio, para entregarlo solamente al ganador, o se arrojan monedas
en un grupo, para que de ellas se aproveche quien las coja, entonces se trata de una liberalidad, y
el hecho de ganar o de tomar las referidas cosas, es merecerlas y tenerlas como COSA DEBIDA,
porque el derecho se transfiere al proponer el premio o al arrojar las monedas, aunque no quede
determinado el beneficiario, sino cuando el certamen se realiza. Pero entre estas dos clases de
mérito existe la diferencia de que en el contrato yo merezco en virtud de mi propia aptitud, y de la
necesidad de los contratantes, mientras que en el caso de la liberalidad, mi mérito solamente deriva
de la generosidad del donante. En el contrato yo merezco de los contratantes que se despojen de
su derecho mientras que en el caso de la donación yo no merezco que el donante renuncie a su
derecho, sino que, una vez desposeído de él, ese derecho sea mío, más bien que de otros. Tal me
parece ser el significado de la distinción escolástica entre meritum congrui y meritum condigni. En
efecto, habiendo prometido la Omnipotencia divina el Paraíso a aquellos hombres (cegados por los
deseos carnales) que pueden pasar por este mundo de acuerdo con los preceptos y limitaciones
prescritos por Él, dícese que quienes así proceden merecen el Paraíso ex congruo. Pero como nadie
puede demandar un derecho a ello por su propia rectitud o por algún poder que en sí mismo posea,
sino, solamente, por la libre gracia de Dios, se afirma que nadie puede merecer el Paraíso ex
condigno. Tal creo que es el significado de esa distinción; pero como los que sobre ello discuten no
están de acuerdo acerca de la significación de sus propios términos técnicos, sino en cuanto les son
útiles, no afirmaría yo nada a base de tales significados. Sólo una cosa puedo decir: cuando un don
se entrega definitivamente como premio a disputar, quien gana puede reclamarlo, y merece el
premio, como cosa debida.

Cuándo son inválidos los pactos de confianza mutua. Cuando se hace un pacto en que las partes no
llegan a su cumplimiento en el momento presente, sino que confían una en otra, en la condición de
mera naturaleza (que es una situación de guerra de todos contra todos) cualquiera sospecha
razonable es motivo de nulidad. Pero cuando existe un poder común sobre ambos contratantes, con
derecho y fuerza suficiente para obligar al cumplimiento, el pacto no es nulo. En efecto, quien
cumple primero no tiene seguridad de que el otro cumplirá después, ya que los lazos de las palabras
son demasiado débiles para refrenar la ambición humana, la avaricia, la cólera y otras pasiones de
los hombres, si éstos no sienten el temor de un poder coercitivo; poder que no cabe suponer
existente en la condición de mera naturaleza, en que todos los hombres son iguales y jueces de la
rectitud de sus propios temores. Por ello quien cumple primero se confía a su amigo, contrariamente
al derecho, que nunca debió abandonar, de defender su vida y sus medios de subsistencia.

Pero en un Estado civil donde existe un poder apto para constreñir a quienes, de otro modo,
violarían su palabra, dicho temor ya no es razonable, y por tal razón quien en virtud del pacto viene
obligado a cumplir primero, tiene el deber de hacerlo así.

La causa del temor que invalida semejante pacto, debe ser, siempre, algo que emana del pacto
establecido, como algún hecho nuevo u otro signo de la voluntad de no cumplir: en ningún otro caso
puede considerarse nulo el pacto. En efecto, lo que no puede impedir a un hombre prometer, no
puede admitirse que sea un obstáculo para cumplir.

El derecho al fin, implica el derecho a los medios. Quien transfiere un derecho transfiere los medios
de disfrutar de él, mientras está bajo su dominio. Quien vende una tierra, se comprende que cede
la hierba y cuanto crece sobre aquélla. Quien vende un molino no puede desviar la corriente que lo
mueve. Quienes da .a un hombre el derecho de gobernar, en plena soberanía, se comprende que le
transfieren el derecho de recaudar impuestos para mantener un ejército, y de pagar magistrados
para la administración de justicia.
No hay pactos con las bestias. Es imposible hacer pactos con las bestias, porque como no
comprenden nuestro lenguaje, no entienden ni aceptan ninguna traslación de derecho, ni pueden
transferir un derecho a otro: por ello no hay pacto, sin excepción alguna.

Ni pactos con Dios, sin revelación especial. Hacer pactos con Dios es imposible, a no ser por
mediación de aquellos con quienes Dios habla, ya sea por revelación sobrenatural o por quienes en
su nombre gobiernan: de otro modo no sabríamos si nuestros pactos han sido o no aceptados. En
consecuencia quienes hacen votos de alguna cosa contraria a una ley de naturaleza, lo hacen en
vano, como que es injusto libertarse con votos semejantes. Y si alguna cosa es ordenada por la ley
de naturaleza, lo que obliga no es el voto, sino la ley.

Ni pacto sino de lo posible y futuro. La materia u objeto de pacto es, siempre, algo sometido a
deliberación (en efecto, el pacto es un acto de la voluntad, es decir, un acto -el último- de
deliberación); así se comprende que sea siempre algo venidero que se juzga posible de realizar por
quien pacta.

En consecuencia, prometer lo que se sabe que es imposible, no es pacto. Pero si se prueba


ulteriormente como imposible algo que se consideró como posible en un principio, el pacto es válido
y obliga (si no a la cosa misma, por lo menos a su valor); o, si esto es imposible, a la obligación
manifiesta de cumplir tanto como sea posible; porque nadie está obligado a más.

Liberación de los pactos. De dos maneras quedan los hombres liberados de sus pactos: por
cumplimiento o por remisión de los mismos. El cumplimiento es el fin natural de la obligación; la
remisión es la restitución de la libertad, puesto que consiste en una retransferencia del derecho en
que la obligación consiste.

Pactos arrancados por temor, son válidos. Los pactos estipulados por temor, en la condición de mera
naturaleza, son obligatorios. Por ejemplo, si yo pacto el pago de un rescate por ver conservada mi
vida por un enemigo, quedo obligado por ello. En efecto, se trata de un pacto en que uno recibe el
beneficio de la vida; el otro contratante recibe dinero o prestaciones, a cambio de ello; por
consiguiente, donde (como ocurre en la condición de naturaleza pura y simple) no existe otra ley
que prohíba el cumplimiento, el pacto es válido. Por esta causa los prisioneros de guerra que se
comprometen al pago de su rescate, están obligados a abonarlo. Y si un príncipe débil hace una paz
desventajosa con otro más fuerte, por temor a él, se obliga a respetarla, a menos (como antes ya
hemos dicho) que surja algún nuevo motivo de temor para renovar la guerra. Incluso en los Estados,
si yo me viese forzado a librarme de un ladrón prometiéndole dinero, estaría obligado a pagarle, a
menos que la Ley civil me exonerara de ello. Porque todo cuanto yo puedo hacer legalmente sin
obligación, puedo estipularlo también legalmente por miedo; y lo que yo legalmente estipule,
legalmente no puedo quebrantarlo.

El pacto anterior hecho con uno, anula el posterior hecho con otro. Un pacto anterior anula otro
ulterior. En efecto, cuando uno ha transferido su derecho a una persona en el día de hoy, no puede
transferirlo a otra, mañana; por consiguiente, la última promesa no se efectúa conforme a derecho;
es decir, es nula.
Un pacto de no defenderme a mi mismo con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo, pues, tal
como he manifestado anteriormente, ningún hombre puede transferir o despojarse de su derecho
de protegerse a sí mismo de la muerte, las lesiones o el encarcelamiento. El anhelo de evitar esos
males es la única finalidad de despojarse de un derecho, y, por consiguiente, la promesa de no
resistir a la fuerza no transfiere derecho alguno, ni es obligatoria en ningún pacto. En efecto, aunque
un hombre pueda pactar lo siguiente: Si no hago esto o aquello, matadme; no puede pactar esto
otro: Si no hago esto o aquello, no resistiré cuando vengáis a matarme. El hombre escoge por
naturaleza el mal menor, que es el peligro de muerte que hay en la resistencia, con preferencia a
otro peligro más grande, el de una muerte presente y cierta, si no resiste. Y la certidumbre de ello
está reconocida por todos, del mismo modo que se conduce a los criminales a la prisión y a la
ejecución, entre hombres armados, a pesar de que tales criminales han reconocido la ley que les
condena.

Nadie está obligado a acusarse a sí mismo. Por la misma razón es inválido un pacto para acusarse a
sí mismo, sin garantía de perdón. En efecto, es condición de naturaleza que cuando un hombre es
juez no existe lugar para la acusación. En el Estado civil, la acusación va seguida del castigo. Y, siendo
fuerza, nadie está obligado a tolerarlo sin resistencia. Otro tanto puede asegurarse respecto de la
acusación de aquellos por cuya condena queda un hombre en la miseria, como, por ejemplo, por la
acusación de un padre, esposa o bienhechor. En efecto, el testimonio de semejante acusador,
cuando no ha sido dado voluntariamente, se presume que está corrompido por naturaleza, y, como
tal, no es admisible. En consecuencia, cuando no se ha de prestar crédito al testimonio de un
hombre, éste no está obligado a darlo. Así, las acusaciones arrancadas por medio de tortura no se
reputan como testimonios. La tortura sólo puede usarse como medio de conjetura y esclarecimiento
en un ulterior examen y busca de la verdad. Lo que en tal caso se confiesa tiende, sólo, a aliviar al
torturado, no a informar a los torturadores: por consiguiente, no puede tener el crédito de un
testimonio suficiente. En efecto, quien se entrega a sí mismo como resultado de una acusación,
verdadera o falsa, lo hace para tener el derecho de conservar su propia vida.

Finalidad del juramento. Corno la fuerza de las palabras, débiles - como antes advertí- para
mantener a los hombres en el cumplimiento de sus pactos, es muy pequeña, existen en la naturaleza
humana dos elementos auxiliares que cabe imaginar para robustecerla. Unos temen las
consecuencias de quebrantar su palabra, o sienten la gloria u orgullo de serles innecesario faltar a
ella. Este último caso implica una generosidad que raramente se encuentra, en particular en quienes
codician riquezas, mando o placeres sensuales; y ellos son la mayor parte del género humano. La
pasión que mueve esos sentimientos es el miedo, sentido hacia dos objetos generales: uno, el poder
de los espíritus invisibles; otro, el poder de los hombres a quienes con ello se perjudica. De estos
dos poderes, aunque el primero sea más grande, el temor que inspira el último es, comúnmente,
mayor. El temor del primero es, en cada ser humano, su propia religión, implantada en la naturaleza
del hombre antes que la sociedad civil. Con el último no ocurre así, o, por lo menos, no es motivo
bastante para imponer a los hombres el cumplimiento de sus promesas, porque en la condición de
mera naturaleza, la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha. Así,
en el tiempo anterior a la sociedad civil, o en la interrupción que ésta sufre por causa de guerra,
nada puede robustecer un convenio de paz, estipulado contra las tentaciones de la avaricia, de la
ambición, de las pasiones o de otros poderosos deseos, sino el temor de este poder invisible al que
todos veneran como .a un Dios, y al que todos temen como vengador de su perfidia. Por
consiguiente, todo cuanto puede hacerse entre dos hombres que no están sujetos al poder civil, es
inducirse uno a otro a jurar por el Dios que temen.

Forma de juramento. Este JURAMENTO es una forma de expresión, agregada a una promesa por
medio de la cual quien promete significa que, en el caso de no cumplir, renuncia a la gracia de Dios,
y pide que sobre él recaiga su venganza. La forma del juramento pagano era ésta: Que Júpiter me
mate, como yo mato a este animal. Nuestra forma es ésta: Si hago esto y aquello, válgame Dios. Y
así, por los ritos y ceremonias que cada uno usa en su propia religión, el temor de quebrantar la fe
puede hacerse más grande.

No hay juramento, sino por Dios. De aquí se deduce que un juramento efectuado según otra forma
o rito, es vano para quien jura, y no es juramento. Y no puede jurarse por cosa alguna si el que jura
no piensa en Dios. Porque aunque, a veces, los hombres suelen jurar por sus reyes, movidos por
temor o adulación, con ello no dan a entender sino que les atribuyen honor divino. Por otro lado,
jurar por Dios, innecesariamente, no es sino profanar su nombre; y jurar por otras cosas, como los
hombres hacen habitualmente en sus coloquios, no es jurar, sino practicar una impía costumbre,
fomentada por el exceso de vehemencia en la conversación.

Nada agrega el juramento a la obligación. De aquí se infiere que el juramento nada añade a la
obligación. En efecto, cuando un pacto es legal, obliga ante los ojos de Dios, lo mismo sin juramento
que con él: cuando es ilegal, no obliga en absoluto, aunque esté confirmado por un juramento.

CAPÍTULO XV

DE OTRAS LEYES DE NATURALEZA

La tercera ley de naturaleza, justicia. De esta ley de naturaleza, según la cual estamos obligados a
transferir a otros aquellos derechos que, retenidos, perturban la paz de la humanidad, se deduce
una tercera ley, a saber: Que los hombres cumplan los pactos que han celebrado. Sin ello, los pactos
son vanos, y no contienen sino palabras vacías, y subsistiendo el derecho de todos los hombres a
todas las cosas, seguimos hallándonos en situación de guerra.

Qué es justicia, e injusticia. En esta ley de naturaleza consiste la fuente y origen de la JUSTICIA. En
efecto, donde no ha existido un pacto, no se ha transferido ningún derecho, y todos los hombres
tienen derecho a todas las cosas: por tanto, ninguna acción puede ser injusta. Pero cuando se ha
hecho un pacto, romperlo es injusto. La definición de INJUSTICIA no es otra sino ésta: el
incumplimiento de un pacto. En consecuencia, lo que no es injusto es justo.

La justicia y la propiedad comienzan con la constitución del Estado. Ahora bien, como los pactos de
mutua confianza, cuando existe el temor de un incumplimiento por una cualquiera de las partes
(como hemos dicho en el capítulo anterior), son nulos, aunque el origen de la justicia sea la
estipulación de pactos, no puede haber actualmente injusticia hasta que se elimine la causa de tal
temor, cosa que no puede hacerse mientras los hombres se encuentran en la condición natural de
guerra. Por tanto, antes de que puedan tener un adecuado lugar las denominaciones de justo e
injusto, debe existir un poder coercitivo que compela a los hombres, igualmente, al cumplimiento
de sus pactos, por el temor de algún castigo más grande que el beneficio que esperan del
quebrantamiento de su compromiso, y de otra parte para robustecer esa propiedad que adquieren
los hombres por mutuo contrato, en recompensa del derecho universal que abandonan: tal poder
no existe antes de erigirse el Estado. Eso mismo puede deducirse, también, de la definición que de
la justicia hacen los escolásticos cuando dicen que la justicia es la voluntad constante de dar a cada
uno lo suyo. Por tanto, donde no hay suyo, es decir, donde no hay propiedad, no hay injusticia; y
donde no se ha erigido un poder coercitivo, es decir, donde no existe un Estado, no hay propiedad.
Todos los hombres tienen derecho a todas las cosas, y por tanto donde no hay Estado, nada es
injusto. Así, que la naturaleza de la justicia consiste en la observancia de pactos válidos: ahora bien,
la validez de los pactos no comienza sino con la constitución de un poder civil suficiente para
compeler a los hombres a observarlos. Es entonces, también, cuando comienza la propiedad.

La justicia no es contraria a la razón. Los necios tienen la convicción íntima de que no existe esa cosa
que se llama justicia, y, a veces, lo expresan también paladinamente, alegando con toda seriedad
que estando encomendada la conservación y el bienestar de todos los hombres a su propio cuidado,
no puede existir razón alguna en virtud de la cual un hombre cualquiera deje de hacer aquello que
él imagina conducente a tal fin. En consecuencia, hacer o no hacer, observar o no observar los
pactos, no implica proceder contra la razón, cuando conduce al beneficio propio. No se niega con
ello que existan pactos, que a veces se quebranten y a veces se observen; y que tal quebranto de
los mismos se denomine injusticia; y justicia a la observancia de ellos. Solamente se discute si la
injusticia, dejando aparte el temor de Dios (ya que los necios íntimamente creen que Dios no existe)
no puede cohonestarse, a veces, con la razón que dicta a cada uno su propio bien, y particularmente
cuando conduce a un beneficio tal, que sitúe al hombre en condición de despreciar no solamente el
ultraje y los reproches, sino también el poder de otros hombres. El reino de Dios puede ganarse por
la violencia: pero ¿qué ocurriría si se pudiera lograr por la violencia injusta? ¿Irla contra la razón
obtenerlo así, cuando es imposible que de ello resulte algún daño para sí propio? Y si no va contra
la razón, no va contra la justicia: de otro modo la justicia no puede ser aprobada como cosa buena.
A base de razonamientos como estos, la perversidad triunfante ha logrado el nombre de virtud, y
algunos que en todas las demás cosas desaprobaron la violación de la fe, la han considerado
tolerable cuando se trata de ganar un reino. Los paganos creían que Saturno habla sido depuesto
por su hijo Júpiter; pero creían, también, que el mismo Júpiter era el vengador de la injusticia. Algo
análogo se encuentra en un escrito jurídico, en los comentarios de Coke, sobre Litleton, cuando
afirma lo siguiente: aunque el legítimo heredero de la corona esté convicto de traición, la corona
debe corresponderle, sin embargo; pero en instante la deposición tiene que ser formulada. De estos
ejemplos, cualquiera podría inferir con razón que si el heredero aparente de un reino da muerte al
rey actual, aunque sea su padre, podrá denominarse a este acto injusticia, o dársele cualquier otro
nombre, pero nunca podrá decirse que va contra la razón, si se advierte que todas las acciones
voluntarias del hombre tienden al beneficio del mismo, y que se consideran como más razonables
aquellas acciones que más fácilmente conducen a sus fines. No obstante, bien Clara es la falsedad
de este especioso razonamiento.

No podrían existir, pues, promesas mutuas, cuando no existe seguridad de cumplimiento por
ninguna de las dos partes, como ocurre en el caso de que no exista un poder civil erigido sobre
quienes prometen; semejantes promesas no pueden considerarse como pactos. Ahora bien, cuando
una de las partes ha cumplido ya su promesa, o cuando existe un poder que le obligue al
cumplimiento, la cuestión se reduce, entonces, a determinar si es o no contra la razón; es decir,
contra el beneficio que la otra parte obtiene de cumplir y dejar de cumplir. Y yo digo que no es
contra razón. Para probar este aserto, tenemos que considerar: primero, que si un hombre hace
una cosa que, en cuanto puede preverse o calcularse, tiende a su propia destrucción, aunque un
accidente cualquiera, inesperado para él, pueda cambiarlo, al acaecer, en un acto para él
beneficioso, tales acontecimientos no hacen razonable o juicioso su acto. En segundo lugar, que en
situación de guerra, cuando cada hombre es un enemigo para los demás, por la falta de un poder
común que los mantenga a todos a raya, nadie puede contar con que su propia fuerza o destreza le
proteja suficientemente contra la destrucción, sin recurrir a alianzas, de las cuales cada uno espera
la misma defensa que los demás. Por consiguiente, quien considere razonable engañar a los que le
ayudan, no puede razonablemente esperar otros medios de salvación que los que pueda lograr con
su propia fuerza. En consecuencia, quien quebranta su pacto y declara, a la vez, que puede hacer tal
cosa con razón, no puede ser tolerado en ninguna sociedad que una a los hombres para la paz y la
defensa, a no ser por el error de quienes lo admiten; ni, habiendo sido admitido, puede continuarse
admitiéndole, cuando se advierte el peligro del error. Estos errores no pueden ser computados
razonablemente entre los medios de seguridad: el resultado es que, si se deja fuera o es expulsado
de la sociedad, el hombre perece, y si vive en sociedad es por el error de los demás hombres, error
que él no puede prever, ni hacer cálculos a base del mismo. Van, en consecuencia, esos errores
contra la razón de su conservación; y así, todas aquellas personas que no contribuyen a su
destrucción, sólo perdonan por ignorancia de lo que a ellos mismos les conviene.

Por lo que respecta a ganar, por cualquier medio, la segura y perpetúa felicidad del cielo, dicha
pretensión es frívola: no hay sino un camino imaginable para ello, y éste no consiste en quebrantar,
sino en cumplir lo pactado.

Es contrario a la razón alcanzar la soberanía por la rebelión: porque a pesar de que se alcanzara, es
manifiesto que, conforme a la razón, no puede esperarse que sea así, sino antes al contrario; y
porque al ganarla en esa forma, se enseña a otros a hacer lo propio. Por consiguiente, la justicia, es
decir, la observancia del pacto, es una regla de razón en virtud de la cual se nos prohíbe hacer
cualquiera cosa susceptible de destruir nuestra vida: es, por lo tanto, una ley de naturaleza. Algunos
van más lejos todavía, y no quieren que la ley de naturaleza implique aquellas reglas que conducen
a la conservación de la vida humana sobre la tierra, sino para alcanzar una felicidad eterna después
de la muerte. Piensan que el quebrantamiento del pacto puede conducir a ello, y en consecuencia
son justos y razonables (son así quienes piensan que es un acto meritorio matar o deponer, o
rebelarse contra el poder soberano constituido sobre ellos, por su propio consentimiento). Ahora
bien, como no existe conocimiento natural del Estado del hombre después de la muerte, y mucho
menos de la recompensa que entonces se dará a quienes quebranten la fe, sino solamente una
creencia fundada en lo que dicen otros hombres que están en posesión de conocimientos
sobrenaturales por medio directo o indirecto, quebrantar la fe no puede denominarse un precepto
de la razón o de la Naturaleza. No se libera un compromiso por vicio de la persona con quien se ha
pactado. Otros, estando de acuerdo en que es una ley de naturaleza la observancia de la fe, hacen,
sin embargo, excepción de ciertas personas, por ejemplo, de los herejes y otros que no acostumbran
a cumplir sus pactos. También esto va contra la razón, porque si cualquiera falta de un hombre fuera
suficiente para liberarle del, pacto que con él hemos hecho, la misma causa debería,
razonablemente, haberle impedido hacerlo.
Qué es justicia de los hombres, y justicia de las acciones. Los nombres de justo e injusto, cuando se
atribuyen a los hombres, significan una cosa, y otra distinta cuando se atribuyen a las acciones.
Cuando se atribuyen a los hombres implican conformidad o disconformidad de conducta, con
respecto a la razón. En cambio, cuando se atribuyen a las acciones, significan la conformidad o
disconformidad con respecto a la razón, no ya de la conducta o género de vida, sino de los actos
particulares. En consecuencia, un hombre justo es aquel que se preocupa cuanto puede de que
todas sus acciones sean justas, un hombre injusto es el que no pone ese cuidado. Semejantes
hombres suelen designarse en nuestro lenguaje como hombres rectos y hombres que no lo son, si
bien ello significa la misma cosa que justo e injusto. Un hombre justo no perderá ese título porque
realice una o unas pocas acciones injustas que procedan de pasiones repentinas, o de errores
respecto a las cosas y personas; tampoco un hombre injusto perderá su condición de tal por las
acciones que haga u omita por temor, ya que su voluntad no se sustenta en la justicia, sino en el
beneficio aparente de lo que hace. Lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es
una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir
el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa. Esta justicia de la conducta
es lo que se significa cuando la justicia se llama virtud, y la injusticia vicio.

Ahora bien, la justicia de las acciones hace que a los hombres no se les denomine justos, sino
inocentes; y la injusticia de las mismas (lo que se llama injuria) hace que les sea asignada la
calificación de culpables.

Justicia de la conducta, e injusticia de las acciones. A su vez, la injusticia de la conducta es la


disposición o aptitud para hacer injurias; es injusticia antes de que se proceda a la acción, y sin
esperar a que un individuo cualquiera, sea injuriado. Ahora bien, la injusticia de una acción (es decir,
la injuria) supone una persona individual injuriada; en concreto, aquella con la cual se hizo el pacto.
Por tanto, en muchos casos, la injuria es recibida por un hombre y el daño da de rechazo sobre otro.
Tal es el caso que ocurre cuando el dueño ordena a su criado que entregue dinero a un extraño. Si
esta orden no se realiza, la injuria se hace al dueño a quien se había obligado a obedecer, pero el
daño redunda en perjuicio del extraño, respecto al cual el criado no tenía obligación y a quien, por
consiguiente, no podía injuriar. Así en los Estados los particulares pueden perdonarse unos a otros
sus deudas, pero no los robos u otras violencias que les perjudiquen: en efecto, la falta de pago de
una deuda constituye una injuria para los interesados, pero el robo y la violencia son injurias hechas
a la personalidad de un Estado.

Ninguna cosa que se hace a un hombre, con consentimiento suyo, puede ser injuria. Cualquiera cosa
que se haga a un hombre, de acuerdo con su propia voluntad, significada a quien realiza el acto, no
es una injuria para aquél. En efecto, si quien la hace no ha renunciado, por medio de un pacto
anterior, su derecho originario a hacer lo que le agrade, no hay quebrantamiento del pacto y, en
consecuencia, no se le hace injuria. Y si, por lo contrario, ese pacto anterior existe, el hecho de que
el ofendido haya expresado su voluntad respecto a la acción, libera de ese pacto, y, por consiguiente,
no constituye injuria.

Justicia conmutativa y distributiva. Los escritores dividen la justicia de las acciones en conmutativa
y distributiva: la primera, dicen, consiste en una proporción aritmética, la última, en una proporción
geométrica. Por tal causa sitúan la justicia conmutativa en la igualdad de valor de las cosas
contratadas, y la distributiva en la distribución de iguales beneficios a hombres de igual mérito.
Según eso sería injusticia vender más caro que compramos, o dar a un hombre más de lo que
merece. El valor de todas las cosas contratadas se mide por la apetencia de los contratantes, y, por
consiguiente, el justo valor es el que convienen en dar. El mérito (aparte de lo que es según el pacto,
en el que el cumplimiento de una parte hace acreedor al cumplimiento por la otra, y cae bajo la
justicia conmutativa, y no distributiva) no es debido por justicia, sino que constituye solamente una
recompensa de la gracia. Por tal razón no es exacta esta distinción en el sentido en que suele ser
expuesta. Hablando con propiedad, la justicia conmutativa es la justicia de un contratante, es decir,
el cumplimiento de un pacto en materia de compra o venta; o el arrendamiento y la aceptación de
él; el prestar y el pedir prestado; el cambio y el trueque, y otros actos contractuales.

Justicia distributiva es la justicia de un árbitro, esto es, el acto de definir lo que es justo. Mereciendo
la confianza de quienes lo han erigido en árbitro, si responde a esa confianza, se dice que distribuye
a cada uno lo que le es propio: ésta es, en efecto, distribución justa, y puede denominarse (aunque
impropiamente) justicia distributiva, y, con propiedad mayor, equidad, la cual es una ley de
naturaleza, como mostraremos en lugar adecuado.

La cuarta ley de naturaleza, gratitud. Del mismo modo que la justicia depende de un pacto
antecedente, depende la GRATITUD de una gracia antecedente, es decir, de una liberalidad anterior.
Esta es la cuarta ley de naturaleza, que puede expresarse en esta forma: que quien reciba un
beneficio de otro por mera gracia, se esfuerce en lograr que quien lo hizo no tenga motivo razonable
para arrepentirse voluntariamente de ello. En efecto, nadie da sino con intención de hacerse bien a
sí mismo, porque la donación es voluntaria, y el objeto de todos los actos voluntarios es, para
cualquier hombre, su propio bien. Si los hombres advierten que su propósito ha de quedar frustrado,
no habrá comienzo de benevolencia o confianza ni, por consiguiente, de mutua ayuda, ni de
reconciliación de un hombre con otro. Y así continuará permaneciendo todavía en situación de
guerra, lo cual es contrario a la ley primera y fundamental de naturaleza que ordena a los hombres
buscar la paz. El quebrantamiento de esta ley se llama ingratitud, y tiene la misma relación con la
gracia que la injusticia tiene con la obligación derivada del pacto.

La quinta, mutuo acomodo o complacencia. Una quinta ley de naturaleza es la COMPLACENCIA, es


decir, que cada uno se esfuerzo por acomodarse a los demás. Para comprender esta ley podemos
considerar que existe en los hombres aptitud para la sociedad, una diversidad de la naturaleza que
surge de su diversidad de afectos; algo similar a lo que advertimos en las piedras que se juntan para
construir un edificio. En efecto, del mismo modo que cuando una piedra con su aspereza e
irregularidad de forma, quita a las otras más espacio del que ella misma ocupa, y por su dureza
resulta difícil hacerla plana, lo cual impide utilizarla en la construcción, es eliminada por los
constructores como inaprovechable y perturbadora: así también un hombre que, por su aspereza
natural, pretendiera retener aquellas cosas que para sí mismo son superfluas y para otros
necesarias, y que en la ceguera de sus pasiones no pudiera ser corregido, debe ser abandonado o
expulsado de la sociedad como hostil a ella. Si advertimos que cada hombre, no sólo por derecho
sino por necesidad natural, se considera apto para proponerse y obtener cuanto es necesario para
su conservación, quien se oponga a ello por superfluos motivos, es culpable de la lucha que
sobrevenga, y, por consiguiente, hace algo que es contrario a la ley fundamental de naturaleza que
ordena buscar la paz. Quienes observan esta ley pueden ser llamados SOCIABLES (los latinos los
llamaban commodi): lo contrario de sociable es rígido, insociable, intratable.
La sexta, facilidad para perdonar. Una sexta ley de naturaleza es la siguiente: que, dando garantía
del tiempo futuro, deben ser perdonadas las ofensas pasadas de quienes, arrepintiéndose, deseen
ser perdonados. En efecto, el perdón no es otra cosa sino garantía de paz, la cual cuando se garantiza
a quien persevera en su hostilidad, no es paz, sino miedo; no garantizada a aquel que da garantía
del tiempo futuro, es signo de aversión a la paz y, por consiguiente, contraria a la ley de naturaleza.

La séptima, que en las venganzas los hombres consideren solamente el bien venidero. Una séptima
ley es que en las venganzas (es decir, en la devolución del mal por mal) los hombres no consideren
la magnitud del mal pasado, sino la grandeza del bien venidero. En virtud de ella nos es prohibido
infligir castigos con cualquier otro designio que el de corregir al ofensor o servir de guía a los demás.
Así, esta ley es consiguiente a la anterior a ella, que ordena el perdón a base de la seguridad del
tiempo futuro. En cambio, la venganza sin respeto al ejemplo y al provecho venidero es un triunfo
o glorificación a base del daño que se hace a otro, y no tiende a ningún fin, porque el fin es siempre
algo venidero, y una glorificación que no se propone ningún fin es pura vanagloria y contraria a la
razón; y hacer daño sin razón tiende a engendrar la guerra, lo cual va contra la ley de naturaleza y,
por lo común, se distingue con el nombre de crueldad.

La octava, contra la contumelia. Como todos los signos de odio o de disputa provocan a la lucha,
hasta el punto de que muchos hombres prefieren más bien aventurar su vida que renunciar a la
venganza, en octavo lagar podemos establecer como ley de naturaleza el precepto de que ningún
hombre, por medio de actos, palabras, continente o gesto manifieste odio o desprecio a otro. El
quebrantamiento de esta ley se denomina comúnmente contumelia.

La novena, contra el orgullo. La cuestión relativa a cuál es el mejor hombre, no tiene lugar en la
condición de mera naturaleza, ya que en ella, como anteriormente hemos manifestado, todos los
hombres son iguales. La desigualdad que ahora exista ha sido introducida por las leyes civiles. Yo sé
que Aristóteles, en el primer libro de su Política, para fundamentar su doctrina, considera que los
hombres son, por naturaleza, unos más aptos para mandar, a saber, los más sabios (entre los cuales
se considera él mismo por su filosofía); otros, para servir (refiriéndose a aquellos que tienen cuerpos
robustos, pero que no son filósofos como él) ; como si la condición de dueño y de criado no fueran
establecidas por consentimiento entre los hombres, sino por diferencias de talento, lo cual no va
solamente contra la razón, sino también contra la experiencia. En efecto, pocos son tan insensatos
que no estimen preferible gobernar ellos mismos que ser gobernados por otros; ni los que a juicio
suyo son sabios y luchan, por la fuerza, con quienes desconfían de su propia sabiduría, alcanzan
siempre, o con frecuencia, o en la mayoría de los casos, la victoria. Si la Naturaleza ha hecho iguales
a los hombres, esta igualdad debe ser reconocida, y del mismo modo debe ser admitida dicha
igualdad si la Naturaleza ha hecho a los hombres desiguales, puesto que los hombres que se
consideran a sí mismos iguales no entran en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales.
Y en consecuencia, como novena ley de naturaleza sitúo ésta: que cada uno reconozca a los demás
como iguales suyos por naturaleza. El quebrantamiento de este precepto es el orgullo.

La décima, contra la arrogancia. De esta ley depende otra: que al iniciarse condiciones de paz, nadie
exija reservarse algún derecho que él mismo no se avendría a ver reservado por cualquier otro. Del
mismo modo que es necesario para todos los hombres que buscan la paz renunciar a ciertos
derechos de naturaleza, es decir, no tener libertad para hacer todo aquello que les plazca, es
necesario también, por otra parte, para la vida del hombre, retener alguno de esos derechos, como
el de gobernar sus. propios cuerpos, el de disfrutar del aire, del agua, del movimiento, de las vías
para trasladarse de un lugar a otro, y todas aquellas otras cosas sin las cuales un hombre no puede
vivir o por lo menos no puede vivir bien. Si en este caso, al establecerse la paz, exigen los hombres
para si mismos aquello que no hubieran reconocido a los demás, contrarían la ley precedente, la
cual ordena el reconocimiento de la igualdad natural, y, en consecuencia, también, contra la ley de
naturaleza. Quienes observan esta ley, los denominamos modestos, y quienes la infringen,
arrogantes. Los griegos llamaban a la violación de esta ley: ese término implica un deseo de tener
una porción superior a la que corresponde.

La undécima, equidad. Por otra parte, si a un hombre se le encomienda juzgar entre otros dos, es
un precepto de la ley de naturaleza que proceda con equidad entre ellos. Sin esto, sólo la guerra
puede determinar las controversias de los hombres, Por tanto, quien es parcial en sus juicios, hace
cuánto está a su alcance para que los hombres aborrezcan el recurso a jueces y árbitros y, por
consiguiente (contra la ley fundamental de naturaleza), esto es causa de guerra.

La observancia de esta ley que ordena una distribución igual, a cada hombre, de lo que por razón le
pertenece, se denomina EQUIDAD y, como antes he dicho, justicia distributiva: su violación,
acepción de personas.

La duodécima, uso igual de cosas comunes. De ello se sigue otra ley: que aquellas cosas que no
pueden ser divididas se disfruten en común, si pueden serlo; y si la cantidad de la cosa lo permite,
sin límite; en otro caso, proporcionalmente al número de quienes tienen derecho a ello. De otro
modo la distribución es desigual y contraria a la equidad. La decimotercia, de la suerte. Ahora bien,
existen ciertas cosas que no pueden dividirse ni disfrutarse en común. Entonces, la ley de naturaleza
que prescribe equidad, requiere que el derecho absoluto, o bien (siendo el uso alterno) la primera
posesión, sea determinada por la suerte. Esa distribución igual es ley de naturaleza y no pueden
imaginarse otros medios de equitativa distribución.

La decimocuarta, de la primogenitura y del primer establecimiento. Existen dos clases de suerte:


arbitral y natural. Es arbitral la que se estipula entre los competidores: la naturales o bien
primogenitura (lo que los griegos llaman, lo cual significa dado por suerte) o primer establecimiento.
En consecuencia, aquellas cosas que no pueden ser disfrutadas en común ni divididas, deben
adjudicarse al primer poseedor, y en algunos casos al primogénito como adquiridas por suerte.

La decimoquinta, de los mediadores. Es también una ley de naturaleza que a todos los hombres que
sirven de mediadores en la paz se les otorgue salvoconducto. Porque la ley que ordena la paz como
fin, ordena la intercesión, como medio, y para la intercesión, el medio es el salvoconducto.

La decimosexta, sumisión al arbitraje. Aunque los hombres propendan a observar estas leyes
voluntariamente, siempre surgirán cuestiones concernientes a una acción humana: primero, de si
se hizo o no se hizo; segundo, de si, una vez realizada, fue o no contra la ley. La primera de estas dos
cuestiones se denomina cuestión de hecho; la segunda, cuestión de derecho. En consecuencia,
mientras las partes en disputa no se avengan mutuamente a la sentencia de otro, no podrá haber
paz entre ellas. Este otro, a cuya sentencia se someten, se llama ÁRBITRO. Y por ello es ley de
naturaleza que quienes están en controversia, sometan su derecho al juicio de su árbitro.
La decimoséptima, que nadie es juez de sí propio. Considerando que se presume que cualquier
hombre hará todas las cosas de acuerdo con su propio beneficio, nadie es árbitro idóneo en su
propia causa; y como la igualdad permite a cada parte igual beneficio, a falta de árbitro adecuado,
si uno es admitido como juez, también debe admitirse el otro; y así subsiste la controversia, es decir,
la causa de guerra, contra la ley de naturaleza.

La decimoctava, que nadie sea juez, cuando tiene una causa natural de parcialidad. Por la misma
razón, en una causa cualquiera nadie puede ser admitido como árbitro si para él resulta
aparentemente un mayor provecho, honor o placer, de la victoria de una parte que de la otra;
porque entonces recibe una liberalidad (y una liberalidad inconfesable); y nadie puede ser obligado
a confiar en él. Y ello es causa también de que se perpetúe la controversia y la situación de guerra,
contrariamente a la ley de naturaleza.

La decimonovena, de los testigos. En una controversia de hecho, como el juez no puede creer más
a uno que a otro (si no hay otros argumentos) deberá conceder crédito a un tercero; o a un tercero
y a un cuarto; o más. Porque, de lo contrario, la cuestión queda indecisa y abandonada a la fuerza,
contrariamente a la ley de naturaleza Estas son las leyes de naturaleza que imponen la paz como
medio de conservación de las multitudes humanas, y que sólo conciernen a la doctrina de la
sociedad civil. Existen otras cosas que tienden a la destrucción de los hombres individualmente,
como la embriaguez y otras manifestaciones de la intemperancia, las cuales pueden ser incluidas,
por consiguiente, entre las cosas prohibidas por la ley de naturaleza; ahora bien, no es necesario
mencionarlas, ni son muy pertinentes en este lugar.

Regla mediante la cual pueden ser fácilmente examinadas las leyes de naturaleza. Acaso pueda
parecer lo que sigue una deducción excesivamente sutil de las leyes de naturaleza, para que todos
se percaten de ella; pero como la mayor parte de los hombres están demasiado ocupados en buscar
el sustento, y el resto son demasiado negligentes para comprender, precisa hacer inexcusable e
inteligible a todos los hombres, incluso a los menos capaces, que son factores de una misma suma;
lo cual puede expresarse diciendo: no hagas a otro lo que no querrías que te hicieran a ti. Esto
significa que al aprender las leyes de naturaleza y cuando se confrontan las acciones de otros
hombres con la de uno mismo, y parecen ser aquéllas de mucho peso, lo que procede es colocar las
acciones ajenas en el otro platillo de la balanza, y las propias en lugar de ellas, con objeto de que
nuestras pasiones y el egoísmo no puedan añadir nada a la ponderación; entonces, ninguna de estas
leyes de naturaleza dejará de parecer muy razonable. Las leyes de naturaleza obligan en conciencia
siempre, pero en la realidad sólo cuando existe seguridad bastante, Las leyes de naturaleza obligan
in foro interno, es decir, van ligadas a un deseo de verlas realizadas; en cambio, no siempre obligan
in foro externo, es decir, en cuanto a su aplicación. En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla
cuanto promete, en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se sacrifica a los demás y procura
su ruina cierta, contrariamente al fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la
conservación de ésta. En cambio, quien teniendo garantía suficiente de que los demás observarán
respecto a él las mismas leyes, no las observa, a su vez, no busca la paz sino la guerra, y, por
consiguiente, la destrucción de su naturaleza por la violencia.

Todas aquellas leyes que obligan in foro interno, pueden ser quebrantadas no sólo por un hecho
contrario a la ley, sino también por un hecho de acuerdo con ella, si alguien lo imagina contrario.
Porque aunque su acción, en este caso, esté de acuerdo con la ley, su propósito era contrario a ella;
lo cual constituye una infracción cuando la obligación es in foro interno.

Las leyes de naturaleza son eternas. Las leyes de naturaleza, son inmutables y eternas, porque la
injusticia, la ingratitud, la arrogancia, el orgullo, la iniquidad y la desigualdad o acepción de personas,
y todo lo restante, nunca pueden ser cosa legítima. Porque nunca podrá ocurrir que la guerra
conserve la vida, y la paz la destruya.

Y aun fáciles. Las mismas leyes, como solamente obligan a un deseo y esfuerzo, a juicio mío un
esfuerzo genuino y constante, resultan fáciles de ser observadas. No requieren sino esfuerzo; quien
se propone su cumplimiento, las realiza, y quien realiza la ley es justo.

La ciencia de estas leyes es la verdadera Filosofía moral. La ciencia que de ellas se ocupa es la
verdadera y auténtica Filosofía moral. Porque la Filosofía moral no es otra cosa sino la ciencia de lo
que es bueno y malo en la conversación y en la sociedad humana. Bueno y malo son nombres que
significan nuestros apetitos y aversiones, que son diferentes según los distintos temperamentos,
usos y doctrinas de los hombres.

Diversos hombres difieren no solamente en su juicio respecto a la sensación de lo que es agradable


y desagradable, al gusto, al olfato, al oído, al tacto y a la vista, sino también respecto a lo que, en las
acciones de la vida corriente, está de acuerdo o en desacuerdo con la razón. Incluso el mismo
hombre, en tiempos diversos, difiere de sí mismo, y una vez ensalza, es decir, llama bueno, a lo que
otra vez desprecia y llama malo; de donde surgen disputas, controversias y, en último término,
guerras. Por consiguiente un hombre se halla en la condición de mera naturaleza (que es condición
de guerra), mientras el apetito personal es la medida de lo bueno y de lo malo. Por ello, también,
todos los hombres convienen en que la paz es buena, y que lo son igualmente las vías o medios de
alcanzarla, que (como he mostrado anteriormente) son la justicia, la gratitud, la modestia, la
equidad, la misericordia, etc., y el resto de las leyes de naturaleza, es decir, las virtudes morales; son
malos, en cambio, sus contrarios, los vicios.

Ahora bien, la Ciencia de la virtud y del vicio es la Filosofía moral, y, por tanto, la verdadera doctrina
de las leyes de naturaleza es la verdadera Filosofía moral. Aunque los escritores de Filosofía moral
reconocen las mismas virtudes y vicios, como no advierten en qué consiste su bondad ni por qué
son elogiadas como medios de una vida pacífica, sociable y regalada, la hacen consistir en una
mediocridad de las pasiones: como si no fuera la causa, sino el grado de la intrepidez, lo que
constituyera la fortaleza; o no fuese el motivo sino la cantidad de una dádiva, lo que constituyera la
liberalidad.

Estos dictados de la razón suelen ser denominados leyes por los hombres; pero impropiamente,
porque no son sino conclusiones o teoremas relativos a lo que conduce a la conservación y defensa
de los seres humanos, mientras que la ley, propiamente, es la palabra de quien por derecho tiene
mando sobre los demás. Si, además, consideramos los mismos teoremas como expresados en la
palabra de Dios, que por derecho manda sobre todas las cosas, entonces son propiamente llamadas
leyes.
CAPITULO XVI

DE LAS "PERSONAS", "AUTORES" Y COSAS PERSONIFICADAS

Qué es una persona. Una PERSONA es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas o como
suyas propias, o como representando las palabras o acciones de otro hombre, o de alguna otra cosa
a la cual son atribuidas, ya sea con verdad o con ficción.

Persona natural y artificial. Cuando son consideradas como suyas propias, entonces se denomina
persona natural; cuando se consideran como representación de las palabras y acciones de otro,
entonces es una persona imaginaria o artificial.

Origen de la palabra persona. La palabra persona es latina; en lugar de ella los griegos usaban
provswpon, que significa la faz, del mismo modo que persona, en latín, significa el disfraz o
apariencia externa de un hombre, imitado en la escena, y a veces, más particularmente, aquella
parte de él que disfraza el rostro, como la máscara o antifaz. De la escena se ha trasladado a
cualquiera representación de la palabra o de la acción, tanto en los tribunales como en los teatros.
Así que una persona es lo mismo que un actor, tanto en el teatro como en la conversación corriente;
y personificar es actuar o representar a sí mismo o a otro; y quien actúa por otro, se dice que
responde de esa otra persona, o que actúa en nombre suyo (en este sentido usaba esos términos
Cicerón cuando decía: Unus sustineo tres Personas; mei adversarri p judicis yo sostengo tres
personas: la mía propia, mis adversarios y los jueces); en diversas ocasiones ese contenido se
enuncia de diverso modo, con los términos de representante, mandatario, teniente, vicario,
abogado, diputado, procurador, actor, etcétera.

Actor. Autor. De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones apropiadas por
quienes las representan. Entonces, la persona es el actor, y quien es dueño de sus palabras y
acciones, es el autor.

En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque lo que con referencia a bienes y posesiones se
llama dueño y en latín, dominus, en griego, cuvrioz, respecto a las acciones se denomina autor. Y así
como el derecho de posesión se llama dominio, el derecho de realizar una acción se llama
AUTORIDAD. En consecuencia, se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún
acto; y hecho por autorización, es lo realizado por comisión o licencia de aquel a quien pertenece el
derecho.

Pactos por autorización obligan al autor. De aquí se sigue que cuando el actor hace un pacto por
autorización, obliga con él al autor, no menos que si lo hiciera este mismo, y no le sujeta menos,
tampoco, a sus posibles consecuencias. Por consiguiente, todo cuanto hemos dicho anteriormente
(Capítulo XIV) acerca de la naturaleza de los pactos entre hombre y hombre en su capacidad natural,
es verdad, también, cuando se hace por sus actores, representantes o procuradores con
autorización suya, en cuanto obran dentro de los límites de su comisión, y no más lejos.

Por tanto, quien hace un pacto con el actor o representante no conociendo la autorización que
tiene, lo hace a riesgo suyo, porque nadie está obligado por un pacto del que no es autor, ni, por
consiguiente, por un pacto hecho en contra o al margen de la autorización que dio. Pero no al actor.
Cuando el actor hace alguna cosa contra la ley de naturaleza, por mandato del autor, si está obligado
a obedecerle por un pacto anterior, no es él sino el autor quien infringe la ley de naturaleza, porque
aunque la acción sea contra la ley de naturaleza, no es suya. Por el contrario, rehusarse a hacerla es
contra la ley de naturaleza que prohíbe quebrantar el pacto.

Debe exhibirse la autorización. Quien hace un pacto con el autor, por mediación del actor, ignorando
cuál es la autorización de éste, y creyéndolo solamente por su palabra, cuando esa autorización no
sea manifestada a él, al requerirla, no queda obligado por más tiempo; porque el pacto hecho con
el autor no es válido sin esa garantía. Pero si quien pacta sabe de antemano que no era de esperar
ninguna otra garantía que la palabra del actor, entonces el pacto es válido, porque el actor, en este
caso, se erige a sí mismo en autor. Por consiguiente, del mismo modo que cuando la autorización es
evidente, el pacto obliga al autor y no al actor, así cuando la autorización es imaginaria obliga al
actor solamente, ya que no existe otro autor que él mismo. Cosas imaginadas personificadas. Pocas
cosas existen que no puedan ser representadas por ficción, Cosas inanimadas, como una iglesia, un
hospital, un puente pueden ser personificadas por un rector, un director, o un inspector. Pero las
cosas inanimadas no pueden ser autores, ni, por consiguiente, dar autorización a sus actores. Sin
embargo, los actores pueden tener autorización para procurar su mantenimiento, siendo dada a
ellos esa autorización por quienes son propietarios o gobernadores de dichas cosas. Por esa razón
tales cosas no pueden ser personificadas mientras no exista un cierto estado de gobernación civil.

Irracionales. Del mismo modo los niños, los imbéciles y los locos que no tienen uso de razón, pueden
ser personificados por guardianes o cuidadores; pero durante ese tiempo no pueden ser autores de
una acción hecha por ellos, hasta que (cuando hayan recobrado el uso de razón) puedan juzgar
razonable dicho acto. Aun durante el estado de locura, quien tiene derecho al gobierno del
interesado puede dar autorización al guardián. Pero, igualmente, esto no tiene lugar sino en un
Estado civil, porque antes de instituirse éste no existe dominio de las personas. Falsos dioses. Un
ídolo o mera ficción de la mente puede ser personificado, como lo fueron los dioses de los paganos,
los cuales, por conducto de los funcionarios instituidos por el Estado, eran personificados y tenían
posesiones y otros bienes y derechos que los hombres dedicaban y consagraban a ellos, de tiempo
en tiempo. Pero los ídolos no pueden ser autores, porque un ídolo no es nada. La autorización
procede del Estado, y, por consiguiente, antes de que fuera introducida la gobernación civil, los
dioses de los paganos no podían ser personificados.

El verdadero Dios. El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue primero por Moisés,
quien gobernó a los israelitas (los cuales eran no ya su pueblo, sino el pueblo de Dios) no en su
propio nombre con el Hoc dicit Moses, sino en nombre de Dios, con el Hoc dicit Dominus. En
segundo lugar, por el hijo del hombre, su propio hijo, nuestro Divino Salvador Jesucristo, que vino
para sojuzgar a los judíos e inducir todas las naciones a situarse bajo el reinado de su Padre; no
actuando por sí mismo, sino como enviado por su Padre. En tercer lugar, por el Espíritu Santo, o
confortador, que hablaba o actuaba por los Apóstoles; Espíritu Santo que era un confortador que
no procedía por sí mismo, sino que era enviado y procedía de los otros dos.

Cómo una multitud de hombres se convierte en una persona.

Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o
una persona, de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que
integran esta multitud en particular. En efecto, la unidad del representante, no la unidad de los
representados es lo que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona, pero
una sola persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud.
Cada uno es autor. Y como la unidad naturalmente no es uno sino muchos, no puede ser considerada
como uno, sino como varios autores de cada cosa que su representante dice o hace en su nombre.
Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de cada uno de ellos en particular,
y el representante es dueño de todas las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada. De
otro modo, cuando le limitan respecto al alcance y medida de la representación, ninguno de ellos
es dueño de más sino de lo que le da la autorización para actuar. Un actor puede ser varios hombres
hechos uno por pluralidad de votos. Y si los representados son varios hombres, la voz del gran
número debe ser considerada como la voz de todos ellos. En efecto, si un número menor se
pronuncia, por ejemplo, por la afirmativa, y un número mayor por la negativa, habrá negativas más
que suficientes para destruir las afirmativas, con lo cual el exceso de negativas, no siendo
contradicho, constituye la única voz que tienen los representados.

Representantes, cuando los grupos están empatados. Un representante de un número par,


especialmente cuando el número no es grande y los votos contradictorios quedan empatados en
muchos casos, resulta en numerosas ocasiones un sujeto mudo e incapaz de acción. Sin embargo,
en algunos casos, votos contradictorios empatados en número pueden decidir una cuestión; así al
condenar o absolver, la igualdad de votos, precisamente en cuanto no condenan, absuelven; pero,
por el contrario, no condenan en cuanto no absuelven. Porque una vez efectuada la audiencia de
una causa, no condenar es absolver; por el contrario, decir que no absolver es condenar, no es
cierto. Otro tanto ocurre en una deliberación de ejecutar actualmente o de diferir para más tarde,
porque cuando los votos están empatados, al no ordenarse la ejecución, ello equivale a una orden
de dilación.

Voto negativo. Cuando el número es impar, como tres o más (hombres o asambleas) en que cada
uno tiene, por su voto negativo, autoridad para neutralizar el efecto de todos los votos afirmativos
del resto, este número no es representativo, porque dada la diversidad de opiniones e intereses de
los hombres, se convierte muchas veces, y en casos de máxima importancia, en una persona muda
e inepta, como para otras muchas cosas, también para el gobierno de la multitud, especialmente en
tiempo de guerra.

De los autores existen dos clases. La primera se llama simplemente así, y es la que antes he definido
como dueña de la acción de otro, simplemente. La segunda es la de quien resulta dueño de una
acción o pacto de otro, condicionalmente, es decir, que lo realiza si el otro no lo hace hasta un cierto
momento antes de él. Y estos autores condicionales se denominan generalmente FIADORES, en latín
fidejussores y sponsores, particularmente para las deudas, procedes, y para la comparecencia ante
un juez o magistrado, nades.

SEGUNDA PARTE DEL ESTADO

CAPITULO XVII

DE LAS CAUSAS, GENERACIÓN


Y DEFINICIÓN DE UN "ESTADO"

El fin del Estado es, particularmente, la seguridad. Cap. XIII. La causa final, fin o designio de los
hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta
restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia
conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar
esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de
las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los
sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de
naturaleza establecidas en los capítulos XIV y XV.

Que no se obtiene por la ley de naturaleza. Las leyes de naturaleza (tales como las de justicia,
equidad, modestia, piedad y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan por ti) son,
por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia,
contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la
venganza y a cosas semejantes.

Los pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza para proteger al
hombre, en modo alguno. Por consiguiente, a pesar de las leyes de naturaleza (que cada uno
observa cuando tiene la voluntad de observarlas, cuando puede hacerlo de modo seguro) si no se
ha instituido un poder o no es suficientemente grande para nuestra seguridad, cada uno fiará tan
sólo, y podrá hacerlo legalmente, sobre su propia fuerza y maña, para protegerse contra los demás
hombres. En todos los lugares en que los hombres han vivido en pequeñas familias, robarse y
expoliarse unos a otros ha sido un comercio, y lejos de ser reputado contra la ley de naturaleza,
cuanto mayor era el botín obtenido, tanto mayor era el honor. Entonces los hombres no observaban
otras leyes que las leyes del honor, que consistían en abstenerse de la crueldad, dejando a los
hombres sus vidas e instrumentos de labor. Y así como entonces lo hacían las familias pequeñas, así
ahora las ciudades y reinos, que no son sino familias más grandes, ensanchan sus dominios para su
propia seguridad y bajo el pretexto de peligro y temor de invasión, o de la asistencia que puede
prestarse a los invasores, justamente se esfuerzan cuanto pueden para someter o debilitar a sus
vecinos, mediante la fuerza ostensible y las artes secretas, a falta de otra garantía; y en edades
posteriores se recuerdan con tales hechos.

Ni de la conjunción de unos pocos individuos o familias. No es la conjunción de un pequeño número


de hombres lo que da a los Estados esa seguridad, porque cuando se trata de reducidos números,
las pequeñas adiciones de una parte o de otra, hacen tan grande la ventaja de la fuerza que son
suficientes para acarrear la victoria, y esto da aliento a la invasión. La multitud suficiente para confiar
en ella a los efectos de nuestra seguridad no está determinada por un cierto número, sino por
comparación con el enemigo que tememos, y es suficiente cuando la superioridad del enemigo no
es de una naturaleza tan visible y manifiesta que le determine a intentar el acontecimiento de la
guerra. Ni de una gran multitud, a menos que esté dirigida por un criterio. Y aunque haya una gran
multitud, si sus acuerdos están dirigidos según sus particulares juicios y particulares apetitos, no
puede esperarse de ello defensa ni protección contra un enemigo común ni contra las mutuas
ofensas. Porque discrepando las opiniones concernientes al mejor uso y aplicación de su fuerza, los
individuos componentes de esa multitud no se ayudan, sino que se obstaculizan mutuamente, y por
esa oposición mutua reducen su fuerza a la nada; como consecuencia, fácilmente son sometidos
por unos pocos que están en perfecto acuerdo, sin contar con que de otra parte, cuando no existe
un enemigo común, se hacen guerra unos a otros, movidos por sus particulares intereses. Si
pudiéramos imaginar una gran multitud de individuos, concordes en la observancia de la justicia y
de otras leyes de naturaleza, pero sin un poder común para mantenerlos a raya, podríamos suponer
Igualmente que todo el género humano hiciera lo mismo, y entonces no existiría ni sería preciso que
existiera ningún gobierno civil o Estado, en absoluto, porque la paz existiría sin sujeción alguna. Y
esto, continuamente. Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desearían ver
establecida durante su vida entera, que estén gobernados y dirigidos por un solo criterio, durante
un tiempo limitado, como en una batalla o en una guerra. En efecto, aunque obtengan una victoria
por su unánime esfuerzo contra un enemigo exterior, después, cuando ya no tienen un enemigo
común, o quien para unos aparece como enemigo, otros lo consideran como amigo, necesariamente
se disgregan por la diferencia de sus intereses, y nuevamente decaen en situación de guerra.

Por qué ciertas criaturas sin razón ni uso de la palabra, viven, sin embargo, en sociedad, sin un poder
coercitivo. Es cierto que determinadas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven en
forma sociable una con otra (por cuya razón Aristóteles las enumera entre las criaturas políticas) y
no tienen otra dirección que sus particulares juicios y apetitos, ni poseen el uso de la palabra
mediante la cual una puede significar a otra lo que considera adecuado para el beneficio común:
por ello, algunos desean inquirir por qué la humanidad no puede hacer lo mismo. A lo cual contesto:

Primero, que los hombres están en continua pugna de honores y dignidad y las mencionadas
criaturas no, y a ello se debe que entre los hombres surja, por esta razón, la envidia y el odio, y
finalmente la guerra, mientras que entre aquellas criaturas no ocurre eso.

Segundo, que entre esas criaturas, el bien común no difiere del individual, y aunque por naturaleza
propenden a su beneficio privado, procuran, a la vez, por el beneficio común. En cambio, el hombre,
cuyo goce consiste en compararse a sí mismo con los demás hombres, no puede disfrutar otra cosa
sino lo que es eminente.

Tercero, que no teniendo estas criaturas, a diferencia del hombre, uso de razón, no ven, ni piensan
que ven ninguna falta en la administración de su negocio común; en cambio, entre los hombres, hay
muchos que se imaginan a sí mismos más sabios y capaces para gobernar la cosa pública, que el
resto; dichas personas se afanan por reformar e innovar, una de esta manera, otra de aquella, con
lo cual acarrean perturbación y guerra civil.

Cuarto, que aun cuando estas criaturas tienen su voz, en cierto modo, para darse a entender unas
a otras sus sentimientos, les falta este género de palabras por medio de las cuales los hombres
pueden manifestar a otros lo que es Dios, en comparación con el demonio, y lo que es el demonio
en comparación con Dios, y aumentar o disminuir la grandeza aparente de Dios y del demonio,
sembrando el descontento entre los hombres, y turbando su tranquilidad caprichosamente.

Quinto, que las criaturas irracionales no pueden distinguir entre injuria y daño, y, por consiguiente,
mientras están a gusto, no son ofendidas por sus semejantes. En cambio el hombre se encuentra
más conturbado cuando más complacido está, porque es entonces cuando le agrada mostrar su
sabiduría y controlar las acciones de quien gobierna el Estado.

Por último, la buena convivencia de esas criaturas es natural; la de los hombres lo es solamente por
pacto, es decir, de modo artificial. No es extraño, por consiguiente, que (aparte del pacto) se
requiera algo más que haga su convenio constante y obligatorio; ese algo es un poder común que
los mantenga a raya y dirija sus acciones hacia el beneficio colectivo.

La generación de un Estado. El único camino para erigir semejante poder común, capaz de
defenderlos contra la invasión de los extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal
suerte que por su propia actividad y por los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir
satisfechos, es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos
los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a
decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada
uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o
promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad
comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su
juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la
misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno
dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mí derecho de
gobernarme a mi mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro derecho, y
autorizaréis todos sus actos de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una persona
se denomina ESTADO, en latín, CIVITAS. Esta es la generación de aquel gran LEVIATÁN, o más bien
(hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra
paz y nuestra defensa. Porque en virtud de esta autoridad que se le confiere por cada hombre
particular en el Estado, posee y utiliza tanto poder y fortaleza, que por el terror que inspira es capaz
de conformar las voluntades de todos ellos para la paz, en su propio país, y para la mutua ayuda
contra sus enemigos, en el extranjero.

Definición de Estado. Qué es soberano y súbdito. Y en ello consiste la esencia del Estado, que
podemos definir así: una persona de cuyos actos se constituye en autora una gran multitud
mediante pactos recíprocos de sus miembros con el fin de que esa persona pueda emplear la fuerza
y medios de todos como lo juzgue conveniente para asegurar la paz y defensa común. El titular de
esta persona se denomina SOBERANO, y se dice que tiene poder soberano; cada uno de los que le
rodean es SÚBDITO Suyo.

Se alcanza este poder soberano por dos conductos. Uno por la fuerza natural, como cuando un
hombre hace que sus hijos y los hijos de sus hijos le estén sometidos, siendo capaz de destruirlos si
se niegan a ello; o que por actos de guerra somete a sus enemigos a su voluntad, concediéndoles la
vida a cambio de esa sumisión. Ocurre el otro procedimiento cuando los hombres se ponen de
acuerdo entre sí, para someterse a algún hombre o asamblea de hombres voluntariamente, en la
confianza de ser protegidos por ellos contra todos los demás. En este último caso puede hablarse
de Estado político, o Estado por institución, y en el primero de Estado por adquisición. En primer
término voy a referirme al Estado por institución.

CAPITULO XVIII

DE LOS "DERECHOS" DE LOS SOBERANOS


POR INSTITUCIÓN

Qué es el acto de instituir un Estado. Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud
de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de
hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos (es decir, de
ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado
en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo
mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra
otros hombres.
Las consecuencias de esa institución. De esta institución de un Estado derivan todos los derechos y
facultades de aquel o de aquellos a quienes se confiere el poder soberano por el consentimiento del
pueblo reunido.

1. Los súbditos no pueden cambiar de forma de gobierno. En primer lugar, puesto que pactan, debe
comprenderse que no están obligados por un pacto anterior a alguna cosa que contradiga la
presente. En consecuencia, quienes acaban de instituir un Estado y quedan, por ello, obligados por
el pacto, a considerar corno propias las acciones y juicios de uno, no pueden legalmente hacer un
pacto nuevo entre sí para obedecer a cualquier otro, en una cosa cualquiera, sin su permiso. En
consecuencia, también, quienes son súbditos de un monarca no pueden sin su aquiescencia
renunciar a la monarquía y retornar a la confusión de una multitud disgregada; ni transferir su
personalidad de quien la sustenta a otro hombre o a otra asamblea de hombres, porque están
obligados, cada uno respecto de cada uno, a considerar como propio y ser reputados como autores
de todo aquello que pueda hacer y considere adecuado llevar a cabo quien es, a la sazón, su
soberano.

Así que cuando disiente un hombre cualquiera, todos los restantes deben quebrantar el pacto hecho
con ese hombre, lo cual es injusticia; y, además, todos los hombres han dado la soberanía a quien
representa su persona, y, por consiguiente, si lo deponen toman de él lo que es suyo propio y
cometen nuevamente injusticia. Por otra parte, si quien trata. de deponer a su soberano resulta
muerto o es castigado por él a causa de tal tentativa, puede considerarse como autor de su propio
castigo, ya que es, por institución, autor de cuanto su soberano haga. Y como es injusticia para un
hombre hacer algo por lo cual pueda ser castigado por su propia autoridad, es también injusto por
esa razón. Y cuando algunos hombres, desobedientes a su soberano, pretenden realizar un nuevo
pacto no ya con los hombres, sino con Dios, esto también es injusto, porque no existe pacto con
Dios, sino por mediación de alguien que represente a la persona divina; esto no lo hace sino el
representante de Dios que bajo él tiene la soberanía. Pero esta pretensión de pacto con Dios es una
falsedad tan evidente, incluso en la propia conciencia de quien la sustenta, que no es, sólo, un acto
de disposición injusta, sino, también, vil e inhumana.

2. El poder soberano no puede ser enajenado. En segundo lugar, como el derecho de representar la
persona de todos se otorga a quien todos constituyen en soberano, solamente por pacto de uno a
otro, y no del soberano en cada uno de ellos, no puede existir quebrantamiento de pacto por parte
del soberano, y en consecuencia ninguno de sus súbditos, fundándose en una infracción, puede ser
liberado de su sumisión.

Que quien es erigido en soberano no efectúe pacto alguno, por anticipado, con sus súbditos, es
manifiesto, porque o bien debe hacerlo con la multitud entera, como parte del pacto, o debe hacer
un pacto singular con cada persona. Con el conjunto como parte del pacto, es imposible, porque
hasta entonces no constituye una persona; y si efectúa tantos pactos singulares como hombres
existen, estos pactos resultan nulos en cuanto adquiere la soberanía, porque cualquier acto que
pueda ser presentado por uno de ellos como infracción del pacto, es el acto de sí mismo y de todos
los demás, ya que está hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular.
Además, si uno o varios de ellos pretenden quebrantar el pacto hecho por el soberano en su
institución, y otros o alguno de sus súbditos, o él mismo solamente, pretende que no hubo
semejante quebrantamiento, no existe, entonces, juez que pueda decidir la controversia; en tal caso
la decisión corresponde de nuevo a la espada, y todos los hombres recobran el derecho de
protegerse a sí mismos por su propia fuerza, contrariamente al designio que les anima a efectuar la
institución. Es, por tanto, improcedente garantizar la soberanía por medio de un pacto precedente.
La opinión de que cada monarca recibe su poder del pacto, es decir, de modo condicional, procede
de la falta de comprensión de esta verdad obvia, según la cual no siendo los pactos otra cosa que
palabras y aliento, no tienen fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a cualquier
hombre, sino la que resulta de la fuerza pública; es decir, de la libertad de acción de aquel hombre
o asamblea de hombres que ejercen la soberanía, y cuyas acciones son firmemente mantenidas por
todos ellos, y sustentadas por la fuerza de cuantos en ella están unidos.

Pero cuando se hace soberana a una asamblea de hombres, entonces ningún hombre imagina que
semejante pacto haya pasado a la institución. En efecto, ningún hombre es tan necio que afirme,
por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un pacto con los romanos para sustentar la soberanía a
base de tales o cuales condiciones, que al incumplirse permitieran a los romanos deponer
legalmente al pueblo romano. Que los hombres no adviertan la razón de que ocurra lo mismo en
una monarquía y en un gobierno popular, procede de la ambición de algunos que ven con mayor
simpatía el gobierno de una asamblea, en la que tienen esperanzas de participar, que el de una
monarquía, de cuyo disfrute desesperan.

3. Nadie sin injusticia puede protestar contra la institución del soberano declarada por la mayoría.
En tercer lugar, si la mayoría ha proclamado un soberano mediante votos concordes, quien disiente
debe ahora consentir con el resto, es decir, avenirse a reconocer todos los actos que realice, o bien
exponerse a ser eliminado por el resto. En efecto, si voluntariamente ingresó en la congregación de
quienes constituían la asamblea, declaró con ello, de modo suficiente, su voluntad (y por tanto hizo
un pacto tácito) de estar a lo que la mayoría de ellos ordenara. Por esta razón, si rehúsa mantenerse
en esa tesitura, o protesta contra algo de lo decretado, procede de modo contrario al pacto, y por
tanto, injustamente. Y tanto si es o no de la congregación, y si consiente o no en ser consultado,
debe o bien someterse a los decretos, o ser dejado en la condición de guerra en que antes se
encontraba, caso en el cual cualquiera puede eliminarlo sin injusticia.

4. Los actos del soberano no pueden ser, con justicia, acusados por el súbdito. En cuarto lugar, como
cada súbdito es, en virtud de esa institución, autor de todos los actos y juicios del soberano
instituido, resulta que cualquiera cosa que el soberano haga no puede constituir injuria para
ninguno de sus súbditos, ni debe ser acusado de injusticia por ninguno de ellos. En efecto, quien
hace una cosa por autorización de otro, no comete injuria alguna contra aquel por cuya autorización
actúa. Pero en virtud de la Institución de un Estado, cada particular es autor de todo cuanto hace el
soberano, y, por consiguiente, quien se queja de injuria por parte del soberano, protesta contra algo
de que él mismo es autor, y de lo que en definitiva no debe acusar a nadie sino a sí mismo; ni a sí
mismo tampoco, porque hacerse injuria a uno mismo es impasible. Es cierto que quienes tienen
poder soberano pueden cometer iniquidad, pero no injusticia o injuria, en la auténtica acepción de
estas palabras.

5. Nada que haga un soberano puede ser castigado por el súbdito. En quinto lugar, y como
consecuencia de lo que acabamos de afirmar. Ningún hombre que tenga poder soberano puede ser
muerto o castigado de otro modo por sus súbditos. En efecto, considerando que cada súbdito es
autor de los actos de su soberano, aquél castiga a otro por las acciones cometidas por él mismo.
Como eI fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y como quien tiene derecho al fin lo
tiene también a les medios, corresponde de derecho a cualquier hombre o asamblea que tiene la
soberanía, ser juez, a un mismo tiempo, de los medios de paz y de defensa, y juzgar también acerca
de los obstáculos e impedimentos que se oponen a los mismos, así como hacer cualquiera cosa que
considere necesario, ya sea por anticipado, para conservar la paz y la seguridad, evitando la
discordia en el propio país y la hostilidad del extranjero, ya, cuando la paz y la seguridad se han
perdido, para la recuperación de la misma.

6. El soberano es juez de lo que es necesario para la paz y la defensa de sus súbditos. Y juez respecto
de qué doctrinas son adecuadas para su enseñanza. En sexto lugar, es inherente a la soberanía el
ser juez acerca de qué opiniones y doctrinas son adversas y cuáles conducen a la paz; y por
consiguiente, en qué ocasiones, hasta qué punto y respecto de qué puede confiarse en los hombres,
cuando hablan a las multitudes, y quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de ser
publicados. Porque los actos de los hombres proceden de sus opiniones, y en el buen gobierno de
las opiniones consiste el buen gobierno de los actos humanos respecto a su paz y concordia. Y
aunque en materia de doctrina nada debe tenerse en cuenta sino la verdad, nada se opone a la
regulación de la misma por vía de paz. Porque la doctrina que está en contradicción con la paz, no
puede ser verdadera, como la paz y la concordia no pueden ir contra la ley de naturaleza. Es cierto
que en un Estado, donde por la negligencia o la torpeza de los gobernantes y maestros circulan, con
carácter general las falsas doctrinas, las verdades contrarias Pueden ser generalmente ofensivas. Ni
la más repentina y brusca introducción de una nueva verdad que pueda imaginarse, puede nunca
quebrantar la paz sino sólo en ocasiones despertar la guerra. En efecto, quienes se hallan
gobernados de modo tan remiso, que se atreven a alzarse en armas para defender o introducir una
opinión, se hallan aún en guerra, y su condición no es de paz, sino solamente de cesación de
hostilidades por temor mutuo; y viven como si se hallaran continuamente en los preludios de la
batalla. Corresponde, *Por consiguiente, a quien tiene poder soberano, ser juez o instituir todos los
jueces de opiniones y doctrinas como una cosa necesaria para la paz, al objeto de prevenir la
discordia y la guerra civil.

7. El derecho de establecer normas, en virtud de las cuales los súbditos puedan hacer saber lo que
es suyo propio, y que ningún otro súbdito puede arrebatarle sin injusticia. En séptimo lugar, es
inherente a la soberanía el pleno poder de prescribir las normas en virtud de las cuales cada hombre
puede saber qué bienes puede disfrutar y qué acciones puede llevar a cabo sin ser molestado por
cualquiera de sus conciudadanos. Esto es lo que los hombres llaman propiedad. En efecto, antes de
instituirse el poder soberano (como ya hemos expresado anteriormente) todos los hombres tienen
derecho a todas las cosas, lo cual es necesariamente causa de guerra; y, por consiguiente, siendo
esta propiedad necesaria para la paz y dependiente del poder soberano es el acto de este poder
para asegurar la paz pública. Esas normas de propiedad (o meum y tuum) y de lo bueno y lo malo,
de lo legitimo e ilegitimo en las acciones de los súbditos, son leyes civiles, es decir, leyes de cada
Estado particular, aunque el nombre de ley civil esté, ahora, restringido a las antiguas leyes civiles
de la ciudad de Roma; ya que siendo ésta la cabeza de una gran parte del mundo, sus leyes en
aquella época fueron, en dichas comarcas, la ley civil.

8. También le corresponde el derecho de judicatura, y la decisión de las controversias. En octavo


lugar, es inherente a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de oír y decidir todas las
controversias que puedan surgir respecto a la ley, bien sea civil o natural, con respecto a los hechos.
En efecto, sin decisión de las controversias no existe protección para un súbdito contra las injurias
de otro; las leyes concernientes a lo meum y tuum son en vano; y a cada hombre compete, por el
apetito natural y necesario de su propia conservación, el derecho de protegerse a sí mismo con su
fuerza particular, que es condición de la guerra, contraria al fin para el cual se ha instituido todo
Estado.

9. Y de hacer la guerra y la paz, como consideren más conveniente. En noveno lugar, es inherente a
la soberanía el derecho de hacer guerra y paz con otras naciones y Estados; es decir, de juzgar
cuándo es para el bien público, y qué cantidad de fuerzas deben ser reunidas, armadas y pagadas
para ese fin, y cuánto dinero se ha de recaudar de los súbditos para sufragar los gastos
consiguientes. Porque el poder mediante el cual tiene que ser defendido el pueblo, consiste en sus
ejércitos, y la potencialidad de un ejército radica en la unión de sus fuerzas bajo un mando, mando
que a su vez compete al soberano instituido, porque el mando de las militia sin otra institución, hace
soberano a quien lo detenta. Y, por consiguiente, aunque alguien sea designado general de un
ejército, quien tiene el poder soberano es siempre generalísimo. 10. Y de escoger todos los
consejeros y ministros, tanto en la guerra como en la paz. En décimo lugar, es inherente a la
soberanía la elección de todos los consejeros, ministros, magistrados y funcionarios, tanto en la paz
como en la guerra. Si, en efecto, eI soberano está encargado de realizar el fin que es la paz y defensa
común, se comprende que ha de tener poder para usar tales medios, en la forma que él considere
son más adecuados para su propósito.

11. Y de recompensar y castigar; y esto (cuando ninguna ley anterior ha determinado la medida de
ello) arbitrariamente. En undécimo lugar se asigna al soberano el poder de recompensar con
riquezas u honores, y de castigar con penas corporales o pecuniarias, o con la ignominia, a cualquier
súbdito, de acuerdo con la ley que él previamente estableció; o si no existe ley, de acuerdo con lo
que el soberano considera más conducente para estimular los hombres a que sirvan al Estado, o
para apartarles de cualquier acto contrario al mismo.

12. Y de honores y preeminencias. Por último, considerando qué valores acostumbran los hombres
a asignarse a sí mismos, qué respeto exigen de los demás, y cuán poco estiman a otros hombres (lo
que entre ellos es constante motivo de emulación, querellas, disensiones y, en definitiva, de guerras,
hasta destruirse unos a otros o mermar su fuerza frente a un enemigo común) es necesario que
existan leyes de honor y un módulo oficial para la capacidad de los hombres que han servido o son
aptos para servir bien al Estado, y que exista fuerza en manos de alguien para poner en ejecución
esas leyes. Pero siempre se ha evidenciado que no solamente la militia entera, o fuerzas del Estado,
sino también el fallo de todas las controversias es inherente a la soberanía. Corresponde, por tanto,
al soberano dar títulos de honor, y señalar qué preeminencia y dignidad debe corresponder a cada
hombre, y qué signos de respeto, en las reuniones públicas o privadas, debe otorgarse cada uno a
otro.

Estos derechos son indivisibles. Estos son los derechos que constituyen la esencia de la soberanía, y
son los signos por los cuales un hombre puede discernir en qué hombres o asamblea de hombres
está situado y reside el poder soberano. Son estos derechos, ciertamente, incomunicables e
inseparables. El poder de acuñar moneda; de disponer del patrimonio y de las personas de los
infantes herederos ; de tener opción de compra en los mercados, y todas las demás prerrogativas
estatutarias, pueden ser transferidas por el soberano, y quedar, no obstante, retenido el poder de
proteger a sus súbditos. Pero si el soberano transfiere la militia, será en vano que retenga la
capacidad de juzgar, porque no podrá ejecutar sus leyes; o si se desprende del poder de acuñar
moneda, la militia es inútil; o si cede el gobierno de las doctrinas, los hombres se rebelarán contra
el temor de los espíritus. Así, si consideramos cualesquiera de los mencionados derechos, veremos
al presente que la conservación del resto no producirá efecto en la conservación de la paz y de la
justicia, bien para el cual se instituyen todos los Estados. A esta división se alude cuando se dice que
un reino intrínsecamente dividido no puede subsistir. Porque si antes no se produce esta división,
nunca puede sobrevenir la división en ejércitos contrapuestos. Si no hubiese existido primero una
opinión, admitida por la mayor parte de Inglaterra, de que estos poderes están divididos entre el
rey, y los Lores y la Cámara de los Comunes, el pueblo nunca hubiera estado dividido, ni hubiese
sobrevenido esta guerra civil, primero entre los que discrepaban en política, y después entre
quienes disentían acerca de la libertad en materia de religión ; y ello ha instruido a los hombres de
tal modo, en este punto de derecho soberano, que pocos hay, en Inglaterra, que no adviertan cómo
estos derechos son inseparables, y como tales serán reconocidos generalmente cuando muy pronto
retorne la paz; y así continuarán hasta que sus miserias sean olvidadas; y no más, excepto si el vulgo
es instruido mejor de lo que ha sido hasta ahora.

Y no pueden ser cedidos sin renuncia directa del poder soberano. Siendo derechos esenciales e
inseparables, necesariamente se sigue que cualquiera que sea la forma en que alguno de ellos haya
sido cedido, si el mismo poder soberano no los ha otorgado en términos directos. y el nombre del
soberano no ha sido manifestado por los cedentes al cesionario, la cesión es nula: porque aunque
el soberano haya cedido todo lo posible si mantiene la soberanía, todo queda restaurado e
inseparablemente unido a ella.

El poder y el honor se desvanecen de los súbditos en presencia del poder soberano. Siendo
indivisible esta gran autoridad y yendo inseparablemente aneja a la soberanía, existe poca razón
para la opinión de quienes dicen que aunque los reyes soberanos sean singulis majores, o sea de
mayor poder que cualquiera de sus súbditos, son universas minores, es decir, de menor poder que
todos ellos juntos. Porque si con todos juntos no significan el cuerpo colectivo como una persona,
entonces todos juntos y cada uno significan lo mismo, y la expresión es absurda. Pero si por todos
juntos comprenden una persona (asumida por el soberano), entonces el poder de todos juntos
coincide con el poder del soberano, y nuevamente la expresión es absurda. Este absurdo lo ven con
claridad suficiente cuando la soberanía corresponde a una asamblea del pueblo; pero en un
monarca no lo ven, y, sin embargo, el poder de la soberanía es el mismo, en cualquier lugar en que
esté colocado.

Como el poder, también el honor del soberano debe ser mayor que el de cualquiera o el de todos
sus súbditos: porque en la soberanía está la fuente de todo honor. Las dignidades de lord, conde,
duque y príncipe son creaciones suyas. Y como en presencia del dueño todos los sirvientes son
iguales y sin honor alguno, así son también los súbditos en presencia del soberano. Y aunque cuando
no están en su presencia, parecen unos más y otros menos, delante de él no son sino como las
estrellas en presencia del sol.

El poder soberano no es tan gravoso como la necesidad de él, y el daño deriva casi siempre de la
escasa disposición a admitir uno pequeño. Puede objetarse aquí que la condición de los súbditos es
muy miserable, puesto que están sujetos a los caprichos y otras irregulares pasiones de aquel o
aquellos cuyas manos tienen tan ilimitado poder. Por lo común quienes viven sometidos a un
monarca piensan que es, éste, un defecto de la monarquía, y los que viven bajo un gobierno
democrático o de otra asamblea soberana atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de
gobierno. En realidad, el poder, en todas sus formas, si es bastante perfecto vara protegerlos, es el
mismo. Considérese que la condición del hombre nunca puede verse libre de una u otra
incomodidad, y que lo más grande que en cualquiera forma de gobierno puede suceder,
posiblemente, al pueblo en general, apenas es sensible si se compara con las miserias y horribles
calamidades que acompañan a una guerra civil, o a esa disoluta condición de los hombres
desenfrenados, sin sujeción a leyes y a un poder coercitivo que trabe sus manos, apartándoles de la
rapiña y de la venganza. Considérese que la mayor constricción de los gobernantes soberanos no
procede del deleite o del provecho que pueden esperar del daño o de la debilitación de sus súbditos,
en cuyo vigor consiste su propia gloria y fortaleza, sino en su obstinación misma, que contribuyendo
involuntariamente a la propia defensa hace necesario para los gobernantes obtener de sus súbditos
cuanto les es posible en tiempo de paz, para que puedan tener medios, en cualquier ocasión
emergente o en necesidades repentinas, para resistir o adquirir ventaja con respecto a sus
enemigos. Todos los hombres están por naturaleza provistos de notables lentes de aumento (a
saber, sus pasiones y su egoísmo) vista a través de los cuales cualquiera pequeña contribución
aparece como un gran agravio; están, en cambio, desprovistos de aquellos otros lentes prospectivos
(a saber, la moral y la ciencia civil) para ver las miserias que penden sobre ellos y que no pueden ser
evitadas sin tales aportaciones.

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