02 Alba Rico - Aburrimiento y Diversión - Adaptación

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Descanso obligatorio.

"Conduzca su coche con un solo dedo", "conozca el mundo sin salir de casa", "endurezca sus
glúteos sin levantarse del sillón", "hágase millonario sin esfuerzo", "compre desde su hogar",
"lo hacemos todo por usted", "hable más tiempo, más lejos, más barato", "beba, coma,
duerma, rásquese, mire", "no lo piense más: haga daño", "nosotros disparamos mientras usted
descansa", "produzca diez toneladas de basura con un solo euro", "mate más niños a menos
precio", "mutílese gratis", "destruya el planeta desde la pantalla de su ordenador", "no lea, no
piense, no luche, no se canse, no viva: vea la televisión".

Con poco dinero y casi sin ningún trabajo, es verdad, se puede renunciar a la libertad e incluso
a la supervivencia. Lo único que no cuesta nada es la esclavitud; lo único que no requiere
esfuerzo es la derrota; lo más cómodo de todo es dejarse destruir. Sin manos, desde casa, con
un solo dedo, dejando resbalar apenas la mirada sobre una superficie plana se introducen
muchos más efectos que levantando piedras o cortando leña (o, claro, construyendo escuelas
o curando heridas). Por eso hay que desconfiar de todo lo que puede hacer uno mismo sin
ayuda y de todo lo que podemos lograr sin demasiada fatiga. En una sociedad que da tantas
facilidades para perder el juicio, que hace tan llevadero matarse y tan irresistiblemente
placentero dejar caer las cosas al suelo, que proporciona tantas comodidades para que
aumentemos nuestra ignorancia y concede tan generosos créditos y subvenciones para que
despreciemos a los otros o hagamos ricas a las multinacionales, podemos tener la casi total
seguridad de que si algo nos da pereza —si algo nos molesta— es porque vale la pena. En una
sociedad que nos obliga precisamente a no hacer ningún esfuerzo, que nos impone la
pasividad más divertida, que nos fuerza a no sentirnos jamás incómodos, perturbados o
vigilantes, que nos constriñe tiránicamente a estar siempre satisfechos, podemos estar casi
seguros de que precisamente todo aquello que no queremos hacer nos vuelve un poco más
libres. En una sociedad tan totalitariamente favorable, tan poderosamente benigna, tan
dictatorialmente confortable, he acabado por adoptar este principio: si algo no me gusta, es
que es bueno; si no lo deseo es que es bello; si no tengo ganas de hacerlo, es que es liberador.
Cada vez apetece menos leer, ser solidario, mirar un árbol: he ahí el deber, he ahí la libertad.
Cada vez nos cuesta menos ver la televisión, conectarnos a Internet, usar el móvil: he ahí una
manifestación tan feroz del poder ajeno y de la propia sumisión como lo son la explotación
laboral o la prisión.

Elogio del aburrimiento.

Contaba Rosa Chacel, una de las más grandes novelistas españolas del siglo XX, que en los años
cincuenta, mientras redactaba su novela La Sinrazón, tenía la costumbre de pasar horas
recostada en un sofá de su salón. La mujer de la limpieza, mientras barría, le dirigía siempre
miradas entre compasivas y reprobatorias: "Si hiciera usted algo, no se aburriría tanto". Pero
es que Rosa Chacel hacía algo: estaba pensando; y hasta cambiar de postura podía distraerla
de su introspección o devolverla dolorosamente a la superficie.

Si Rosa Chacel hubiese pasado horas y horas delante de la televisión, y no dentro de sí misma,
jamás habría escrito ninguna de sus novelas.
Hay dos formas de impedir pensar a un ser humano: una obligarle a trabajar sin descanso; la
otra, obligarle a divertirse sin interrupción. Hace falta estar muy aburrido, es verdad, para
ponerse a leer; hace falta estar aburridísimo para ponerse a pensar. ¿Será bueno? ¿Será malo?
El aburrimiento es la experiencia del tiempo desnudo, de la duración pastosa en la que se nos
enredan las patas, del líquido viscoso en el que flotan los árboles, las casas, la mesa, nuestra
silla, nuestra taza de leche. Todos los padres conocemos la angustia de un niño aburrido; todos
los que fuimos niños —antes, al menos, de los videojuegos y la televisión— sabemos de la
angustia de un niño aburrido pataleando en el ámbar espeso de una tarde que no acaba de
morir. No hay nada más trágico que este descubrimiento del tiempo puro, pero quizás
tampoco nada más formativo. Decía el poeta Leopardi que "el tedio es la quintaesencia de la
sabiduría" y el antropólogo Lévi-Strauss, recientemente fallecido, aseguraba haber escrito
todos sus libros "contra el tedio mortal". Uno no olvida jamás los lugares donde se ha aburrido,
impresos en la memoria -con grietas y matices— como en el diario de campo de un naturalista.
Uno no olvida jamás el ritmo de las cosas, la finitud de los cuerpos, la consistencia real de los
cristales, si alguna vez se ha aburrido. "Amo de mi ser las horas oscuras", decía Rainer María
Rilke, porque las oscuras son no sólo la medida de las claras sino la pauta narrativa de unas y
otras. El aburrimiento, sí, es el espinazo de los cuentos, el aura de los descubrimientos, el
gancho de toda atención, hacia fuera y hacia dentro.

El capitalismo prohibe las horas oscuras y para eso tiene que incendiar el mundo. El
capitalismo prohibe el aburrimiento y para eso tiene que impedir al mismo tiempo la soledad y
la compañía. ¡Ni un solo minuto en la propia cabeza! ¡Ni un solo minuto en el mundo! ¿Dónde
entonces? ¿Qué es lo que queda? El mercado; es decir, esa franja mesopotámica abierta entre
la mente y las cosas, ancha y ajena, donde la televisión está siempre encendida, donde la
música está siempre sonando, donde las luces siempre destellan, donde las vitrinas están
siempre llenas, donde los teléfonos móviles están siempre llamando, donde incluso las pausas,
las transiciones, las esperas, nos proporcionan siempre una emoción nueva. El capitalismo lo
tolera todo, menos el aburrimiento. Tolera el crimen, la mentira, la corrupción, la frivolidad, la
crueldad, pero no el tedio.

El sector de los video-juegos, por ejemplo, mueve 1.400 millones de euros en España y 47.000
millones de dólares en todo el mundo; el llamado "ocio digital" más de 177.000 millones de
euros; la "industria del entretenimiento" en general —televisión, cine, música, revistas,
parques temáticos, internet, etc.— suma ya 2 billones de dólares anuales. "Divertir" quiere
decir: separar, arrastrar lejos, llevar en otra dirección. Nos divierten. "Distraer" quiere decir:
dirigir hacia otra parte, desviar, derribar fuera de lugar. Nos distraen. "Entretener" quiere decir
mantener ocupado a alguien en un hueco donde no hay nada para que nunca llegue a su
destino. Nos entretienen. ¿Qué nos roban? El tiempo mismo, que es lo que da valor a todos los
productos, mentales o materiales.

El capitalismo y su industria del entretenimiento construyen todo lo contrario de una cultura


del ocio. En griego, ocio se decía "skhole", de donde viene la palabra "escuela". El proceso es
más bien el inverso, pues la escuela misma —la cocina del pensamiento, el fogón del tiempo,
donde Juana Inés y Rosa Chacel horneaban sus obras— ha claudicado a la lógica del
entretenimiento. Ahora no se trata de comprender o de conocer sino de conseguir que, en
cualquier caso, la escuela y la universidad no sean menos divertidas que la televisión, los
vídeo-juegos y Disneylandia. ¿Los alumnos estarán más atentos si los maestros utilizan pizarras
electrónicas? ¿Aprenderán mejor inglés en internet con Marina Orlova, la escultural filóloga
rusa en minifalda? ¿Sabrán más matemáticas o latín si acuden a la universidad de Bolonia
atraídos no por sus programas y profesores sino por las cuatro modelos de cuerpos
zigzagueantes contratadas para los carteles publicitarios? Lo que es seguro es que, con esta
lógica, que es la del mercado, los profesores llevan todas las de perder: Aristóteles y la física
cuántica nunca podrán rivalizar con Shakira y con la última play-station.

Según una reciente encuesta, uno de cada veinte niños británicos están convencidos de que
Hitler fue un entrenador de fútbol y uno de cada cinco creen que Auschwitz es un Parque
Temático. Para muchos de ellos el Holocausto es el nombre de una fiesta.

Quizás deberíamos aburrirnos un poco más.

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