El Mito Sionista Del Retorno

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EL MITO SIONISTA DEL “RETORNO”

Claudio Mutti
15 Novembre 2023

¿Son los judíos realmente un “pueblo semítico”?


En un libro que causó cierto revuelo en su momento, el filósofo francés Roger
Garaudy sometió a críticas despiadadas lo que definió como “Les mythes
fondateurs de la politique israélienne”[i]. Garaudy utilizó la palabra mito en el
vasto sentido que tiene cuando designa una historia o un concepto sugerente (el
lenguaje actual diría “una narración” o peor aún “una narrativa”), en definitiva:
una historia dotada de crédito y prestigio que, sin embargo, es posible refutar (y
desmantelar) mediante un análisis racional.
En particular, con la expresión “mitos fundacionales”, Garaudy señaló aquellas
mentiras acreditadas que, al asignar un origen antiguo y noble a una institución
o práctica reciente, fortalecen su legitimidad o incluso crean un aura de sacralidad
a su alrededor. Garaudy diferencia los “mitos fundacionales del Estado de Israel”
en dos categorías: los “mitos teológicos” y los “mitos del siglo XX”. Los “mitos
teológicos”, nacidos de la lectura del Antiguo Testamento hecha por el sionismo,
o al menos por la corriente religiosa del sionismo, son: 1) el mito de la promesa:
¿Tierra prometida o Tierra conquistada?, 2) el mito del pueblo elegido, 3) el mito
de Josué: la limpieza étnica. Los “mitos del siglo XX”, en cambio, son: el mito del
antifascismo sionista, el mito de la “justicia” de Nuremberg, el mito de los seis
millones (El Holocausto), el mito de una “Tierra sin Pueblo para un Pueblo sin
Tierra”.

Sin embargo, Garaudy ha pasado por alto un mito fundacional que podemos
considerar preliminar a los “mitos teológicos” bajo su crítica: el mito del “retorno”,
o el “retorno del pueblo judío a su patria bíblica”.

“Retorno”, si se recuerda, significa regresar al lugar de origen. Por tanto,


aceptando el concepto de “retorno” (a la “tierra de Israel”, erez Israel), se da por
sentado que, con la inmigración sionista a Palestina y con el establecimiento de
un régimen de ocupación colonial llamado “Estado de Israel”, el pueblo judío (o
en todo caso una parte de él) regresó a su antigua patria después de una
“diáspora” que duró aproximadamente diecinueve siglos. (Entre paréntesis, este
concepto de “diáspora” – del griego διασπορά, “diseminación”, “dispersión” –
también debería ser sometido a una revisión crítica radical, ya que ciertamente
no fue la destrucción del Templo de Jerusalén – ocurrida en el año 70 d.C. en
tiempos del emperador Tito – la que provocó la dispersión de los judíos, por la
sencilla razón que éstos ya llevaban algún tiempo dispersos por la cuenca
mediterránea).
No obstante, según la tesis sionista, es el “pueblo judío” el que ha “retornado” a
Palestina. Pero aquí es necesario plantearnos otra pregunta: ¿son los judíos
propiamente un pueblo?

Según Shlomo Sand, profesor titular de Historia contemporánea en la Universidad


de Tel Aviv y autor de un libro titulado The invention of the Jewish People [ii], la
respuesta a esta pregunta sólo podrá darse si la historia oficial es sometida a una
revisión crítica, la cual, en su opinión, fue construida y avalada por estudiosos
que, inducidos por un prejuicio ideológico, manipularon las fuentes para crear una
visión unitaria y coherente del pasado judío. Mitos fundacionales de dudosa
historicidad, como el exilio babilónico, la conquista de la tierra de Canaán o la
monarquía unida de David y Salomón, – afirma el historiador israelí – se han
convertido en las piedras angulares de una reconstrucción de la historia de los
judíos presentada como un camino ininterrumpido y que se desarrolla sin
discontinuidades desde los tiempos bíblicos hasta nuestros días. Pero, se
pregunta, ¿existe realmente un “pueblo judío” homogéneo, obligado al exilio por
los romanos en el siglo I d.C., un grupo étnico cuya pureza habría sobrevivido
dos milenios, una nación que finalmente retorna a su patria? En absoluto, dice
Shlomo Sand. Los judíos descienden de una masa étnicamente heterogénea de
individuos y grupos convertidos al judaísmo, pertenecientes a las más diversas
naciones del Cercano Oriente y Europa del Este. La “invención del pueblo judío”,
como la llama Shlomo Sand, es la invención de una historiografía nacionalista,
que pretendía proporcionar una base y una justificación para la colonización
sionista de Palestina.
Preguntémonos ahora: si los judíos no constituyen un pueblo, entendido como
entidad étnica, ¿hasta qué punto pueden ser considerados un grupo humano,
aunque étnicamente no homogéneo, perteneciente al contexto semítico?

Veamos primero qué significa “semítico”. Parece haber sido el historiador alemán
August Ludwig von Schlözer (1735-1809) quien acuñó por primera vez el
adjetivo semitisch en 1781, para indicar el grupo de lenguas habladas por
aquellas poblaciones que en un pasaje bíblico (Gén. 10, 21 -31) hace descender
de Sem hijo de Noé: siríaco, arameo, árabe, hebreo, fenicio. El adjetivo “semítico”
se refiere, por tanto, específicamente a los Semitas, es decir, a una familia de
pueblos que se extendieron en la zona comprendida entre el Mediterráneo, las
montañas de Armenia, el Tigris y el sur de Arabia, y luego se difundieron también
por Etiopía y el norte de África; como adjetivo sustantivado (“semítico”) indica el
grupo lingüístico correspondiente, que se articula en tres subgrupos: el oriental
o acadio (que en el II milenio a. C. se dividió en babilónico y asirio), el
noroccidental (cananeo, fenicio, hebreo, arameo bíblico, siríaco) y suroeste
(árabe y etíope). Por lo tanto, es completamente impropio utilizar los términos
“semítico” y “semita” como sinónimos de “judío” y “hebreo”, del mismo modo que
sería impropio decir “ario” o “indoeuropeo” en lugar de “italiano”, “alemán”,
“ruso” o “persa”.
De ello se deduce que el uso del término “antisemita” como sinónimo de
“antijudío” es igualmente inapropiado. Utilizado correctamente, el término
“antisemitismo” (acuñado en 1879 por el periodista vienés Wilhelm Marr[iii])
debería indicar hostilidad hacia la familia semítica, que hoy tiene su mayor
componente en las poblaciones de lengua árabe, de modo que la calificación de
“antisemita” sería adecuada para designar a quienes albergan hostilidad hacia los
árabes, más que a quienes sienten aversión hacia los judíos.
Pero la inconsistencia de la supuesta identidad del campo semántico entre los dos
términos “semita” y “judío” es aún más evidente, si reflexionamos sobre el hecho
de que los judíos de hoy no pueden ser calificados como “semitas”. De hecho, si
la pertenencia de un grupo humano a una familia más amplia debe establecerse
sobre la base de la lengua hablada por el grupo en cuestión, entonces un pueblo
puede ser considerado semítico sólo si tiene como lengua materna una de las
lenguas semíticas enumeradas anteriormente, con el resultado de que hoy los
árabes y los etíopes pueden definirse legítimamente como semitas plenamente,
pero no como judíos.

Es cierto que desde 1948 el hebreo, o más bien el neohebreo (Ivrit), se ha


convertido en la lengua oficial de la colonia sionista establecida en Palestina,
donde cuenta con algunos millones de hablantes (alrededor del 90% de los más
de seis millones de judíos israelíes); pero es una lengua que había estado muerta
durante más de veinte siglos y que sólo en el siglo XX fue resucitada
artificiosamente, a partir de los esfuerzos del lingüista sionista Eliezer Ben Yehuda
(1858-1922). También hay que recordar, a este respecto, que los judíos más
observadores de la ortodoxia religiosa, inicialmente no aceptaron la idea de
utilizar el hebreo en la vida diaria, lengua que consideraban “santa”; y también
hay que tener en cuenta que en la Palestina ocupada, hay grupos de judíos que
perseveran en el uso del yiddish. En cualquier caso, el hecho de que los judíos
que actualmente residen en Palestina hablen hebreo (o más bien neohebreo) no
los convierte en étnicamente semitas. En caso contrario, aplicando el mismo
criterio, deberíamos considerar étnicamente germánica a la población
afroamericana de Estados Unidos, por el hecho de hablar una lengua germánica.
Lo cual es evidentemente absurdo.
Los judíos que viven en diferentes países de la tierra, hoy como ayer, hablan las
lenguas de los pueblos en medio de los que viven, en su mayoría lenguas
indoeuropeas (inglés, español, francés, italiano, ruso, farsi, etc.). El mismo
yiddish, que se formó en el siglo XIII en los países de Europa Central a partir de
un dialecto medio-alemán y se convirtió en una especie de lengua internacional
tras las migraciones judías, seguía siendo un idioma alemán, pues si, a más de
un vocabulario de base alemán y eslavo, contenía también una alta tasa de
elementos lexicales hebreos y estaba escrito en caracteres hebreos. (Pero esto
no nos dice nada: incluso el vietnamita, una lengua mon-jemer, se escribe con
caracteres latinos, pero esto no significa que el vietnamita sea una lengua
romance; el persa también se escribe con caracteres árabes, pero no es una
lengua semítica, sino indoeuropea; y así sucesivamente en muchos casos
similares). Por tanto, nos parece razonable concluir que los judíos no constituyen
un grupo que pueda definirse como semítico sobre la base de su afiliación
lingüística.

¿Podemos entonces considerarlos semitas bajo un punto de vista étnico? Para


responder afirmativamente, se necesitaría rastrear la genealogía de los judíos
hasta Sem, hijo de Noé. Pero semejante tarea parece bastante ardua.

Como escribió un eminente representante de la ciencia geográfica italiana, Renato


Biasutti (1878-1965), “la cuestión de la posición antropológica o de la
composición racial de los judíos no es menos compleja y oscura” como muchas
otras. “Una de las causas de esto – explica – reside en la dificultad para recopilar
información adecuada sobre los caracteres somáticos de un grupo étnico tan
disperso” [iv].

Los judíos son una mezcla étnica. El origen kázaro de los judíos
asquenazíes
Hay un hecho que no sólo pone seriamente en duda el presunto origen semítico
de los judíos de hoy, sino que también impide que sean considerados
descendientes de los judíos de la antigüedad bíblica: a la etnogénesis judía han
contribuido elementos étnicos de orígenes dispares, adquiridos a través del
proselitismo y con matrimonios mixtos (“matrimonios con las hijas de un dios
extranjero”) contra los que tronaron en vano los profetas de Israel. Un estudioso
judío, Maurice Fishberg, escribe: “A partir de los testimonios y de las tradiciones
bíblicas, se deduce que desde los comienzos de la formación de las tribus de
Israel, éstas ya estaban compuestas por diferentes ingredientes raciales (…). En
aquella época, encontramos muchas razas en Asia Menor, Siria y Palestina: los
amorreos, que eran rubios, dolicocéfalos y de alta estatura; los hititas, una raza
de piel oscura, probablemente de tipo mongoloide; los cusitas, una raza negroide;
y algunas más aún. Los antiguos judíos contraían matrimonios con todas estas
estirpes, como se puede comprobar claramente en muchos pasajes de la
Biblia”[v].
Es necesario entonces distinguir entre los judíos de Asia y los de Europa y África
y, en particular, entre los sefardíes (la rama sur de la llamada diáspora) y los
asquenazíes (la rama oriental). Si los sefardíes se difundieron desde el norte de
África y la Europa mediterránea hasta Holanda e Inglaterra, los asquenazíes
poblaron vastas zonas del sur de Rusia, Polonia, Alemania y los Balcanes; y fue
esta rama del judaísmo la que proporcionó el contingente más numeroso al
movimiento colonialista que dio origen a la entidad político-militar sionista y a la
propia clase política israelí. En un estudio publicado por la Universidad Estatal de
Nueva York[vi], Paul Wexler, profesor de lingüística en la Universidad de Tel Aviv,
sostiene que para la mayoría de los sefardíes se puede conjeturar un origen
parcialmente semítico, pero no necesariamente judío. En cambio, en lo que
respecta a los asquenazíes, que representan las nueve décimas partes de los
judíos actualmente, no sólo hay que excluir una ascendencia judía que se remonta
al período bíblico, sino también la pertenencia al ámbito semítico.
Un judío asquenazí, el escritor Arthur Koestler, difundió una tesis que puede
resumirse en estas palabras, extraídas de su libro The Thirteenth Tribe: “en la
Edad Media, la mayoría de las personas que profesaban la religión israelita eran
kázaros. Gran parte de esta mayoría emigró a Polonia, a Lituania, a Hungría y a
los Balcanes, donde se formó la comunidad judía oriental que, llegado el
momento, se convertiría en la mayoría dominante de la población judía del
mundo”[vii]. Arthur Koestler fue un pionero sionista y, como señala Shlomo Sand,
a pesar de su desilusión, “continúo apoyando la existencia del Estado de Israel
(…) la mayoría de sus libros fueron traducidos al hebreo y tuvieron mucho
éxito”[viii]. Sin embargo, cuando se publicó The Thirteenth Tribe, “el embajador
israelí en Gran Bretaña lo describió como una «accion antisemita financiada por
los palestinos»[ix]. Al divulgar los resultados de una investigación histórica sobre
el pueblo kázaro, Koestler socavó la tesis según la cual la ocupación de Palestina
por los sionistas representaba un “retorno” de los judíos a su tierra de origen.
Pero ¿quiénes eran los kázaros, antepasados de la mayor parte del judaísmo
actual? Según los criterios genealógicos de matriz veterotestamentaria, los
kázaros no pertenecían a la descendencia de Sem, y mucho menos a la de Cam,
sino a la de Jafet: la literatura eclesiástica altomedieval los llamaba de hecho
“hijos de Magog” o al menos los ubicaban “en las tierras de Gog y Magog”,
mientras las fuentes musulmanas (por ejemplo, el diplomático y viajero Ibn
Fadlān) los identificaba tout court con las hordas coránicas de Ya’jūj y Ma’jūj (Gog
y Magog), quienes “difundieron la corrupción en la tierra”[x]. Desde Teófanes el
Confesor, que los definió como “turcos orientales”, hasta Lev Gumilëv, que vio en
los kázaros un grupo daguestaní o sármata, o alano turquizado; historiadores y
etnólogos han emparentado a este pueblo, de un modo u otro, con una familia
de pueblos turcos. Algunos afirman que el nombre de los kázaros deriva
de kaz (“vagabundo”) y er(“hombre”); otros, en cambio, evocan el nombre chino
de una antigua tribu uigur, Ko-sa[xi]. En cualquier caso, no es posible dar una
respuesta definitiva sobre los orígenes de los kázaros. Ni siquiera su primera
aparición en el escenario de la historia puede fecharse con certeza. Algunos lo
sitúan poco antes del 198 d.C., cuando ocuparon parte de la zona del Cáucaso y
las costas noroccidentales del Caspio, que tomó el nombre de mar de Kázaro;
según otros, el grupo kázaro surgió durante la Völkerwanderung provocada en el
350 d.C. por la victoria de los hunos sobre los alanos; otros sitúan su formación
hacia finales del siglo VI. Posteriormente, “la entidad kázara (…) desplazando
progresivamente su centro de gravedad de la zona del Caspio al Mar Negro,
reunió a grupos étnicos muy diferentes”[xii], añadiendo en particular un
componente étnico iraní (alano, para ser precisos) al elemento turco original.
“Esta mezcla étnica – escribe Francis Conte – fue sin duda consecuencia de la
posición del Estado kázaro, punto central de las grandes rutas comerciales que
conectaba el Este con el Oeste, el Norte con el Sur; encrucijada de tráficos, una
especie de plataforma giratoria, que no sólo ejercía su función en el intercambio
de bienes materiales sino también en la difusión de ideas y religiones”[xiii].
Arthur Koestler insiste en el decisivo papel geopolítico y geoestratégico del reino
kázaro. “El país de los kázaros, pueblo étnicamente turco, ocupaba una
estratégica posición entre el Caspio y el mar Negro, sobre los extensos caminos
de paso en que confluían las potencias orientales de la época. Servía como
Estado-tapón para Bizancio, a quien protegía contra las invasiones de las rudas
tribus bárbaras de las estepas septentrionales: búlgaros, magiares, etc., y más
adelante vikingos y rusos. Pero hubo algo tan importante, si no más, al menos
desde el punto de vista de la diplomacia bizantina y de la historia europea, y es
el hecho de que los ejércitos kázaros pudieran contener la avalancha árabe en
sus primeros momentos, los más devastadores, e impedir así la conquista
musulmana de la Europa del Este”[xiv]. Antes de Koestler y Conte, el historiador
británico Douglas M. Dunlop ya había atribuido al reino kázaro la función
de antemurale christianitatis: “Es indudable – escribe Dunlop – que, de no haber
estado los kázaros en la región norte del Cáucaso, Bizancio, muralla de la
civilización europea en Oriente, se hubiera visto desbordada por los árabes: es
probable que la historia de la cristiandad y del islam hubieran sido en adelante
muy distintas a las que conocemos”[xv].
Lo que sí se puede decir con certeza es que la conquista de Persia, tras las
campañas victoriosas del califa ‘Omar ibn al-Khattāb contra los sasánidas (634-
642), había extendido las fronteras septentrionales del dār al-islām hasta Tiflis y
Derbent, de modo que Kazaria constituía el obstáculo que impedía a los ejércitos
musulmanes avanzar hacia las llanuras del sur de Rusia, desde donde podían
proceder a cercar el Imperio Romano de Oriente. Habiendo cruzado el Don,
ocupada la actual Ucrania hasta el Dniéper y buena parte de Crimea, los kázaros
se encontraron en la encrucijada de las zonas geopolíticas islámica y cristiana,
por lo que su clase dirigente consideró oportuno asumir una identidad religiosa
claramente diferenciada de los pueblos vecinos. Aleksandr Solzhenitsyn resume
este momento crucial de la historia kázara en los siguientes términos: “Los jefes
étnicos de los turco-kázaros (en ese momento idólatras) no aceptaron ni el Islam
(para no tener que someterse al califa de Bagdad) ni el cristianismo (para evitar
el tutelaje del emperador de Bizancio). En consecuencia, aproximadamente 732
tribus adoptaron la religión judía”[xvi].
En realidad, no es del todo seguro que la judaización de una parte del pueblo
kázaro se haya producido después del nacimiento del Califato abasí, que tuvo
lugar en el año 750. Es cierto que el historiador y geógrafo árabe al-Mas’ūdī ubica
la conversión en los últimos años del siglo VIII, pero “otras fuentes orientales
declaran que la clase dominante kázara – y sobre todo los khagān – se habían
convertido en los años 730-31”[xvii]. A esta conversión se hizo referencia en una
obra escrita en árabe hacia 1140 por un intelectual judío español, Yehudah ben
Shemu’el ha-Lewi (c. 1086-1141), titulada Al-hujjah wa’d-dalīl fî nasr ad-dīn adh-
dhalīl (Argumento y demostración en defensa de la religión despreciada). La obra,
también conocida como Kuzārī[xviii], relata el diálogo que habría sucedido entre
el rey kázaro (bek) Bulan y un rabino. El soberano, inducido por un ángel a
realizar una investigación sobre las religiones, recurre primero a un filósofo, luego
a un teólogo cristiano, además a un erudito musulmán, pero ninguno de ellos
satisface sus necesidades. Evidentemente será un rabino quien le convenza de la
superioridad del judaísmo y le persuada para convertirse. La conversión al
judaísmo, sin embargo, no debió ser muy estable, ya que en 860, inducido por la
presión islámica para acercarse a Constantinopla, el bek de los kázaros pidió
al basileus que le enviara un teólogo cristiano capaz de “replicar los argumentos
de los judíos y sarracenos”[xix]. La tarea de evangelizar a los kázaros, confiada
a un hombre culto y piadoso qué con el nombre de Cirilo, quien se haría famoso
más tarde como el “apóstol de los eslavos”, no proporcionó grandes resultados:
los neófitos cristianos no pasaban de doscientos, mientras que el bek y la
aristocracia kázara permanecieron fieles al judaísmo.
Para proporcionarnos alguna información sobre esta clase dirigente política judía
está la Respuesta del rey José enviada alrededor del año 955 por un gobernante
kázaro al judío cordobés Hasdai ibn Shaprut, quien le había escrito para obtener
confirmación de la existencia de un reino judío. Después de haberle recordado la
conversión de su antepasado Bulan, el rey kázaro escribe: “De los hijos de sus
hijos surgió un rey llamado Abdías. Era un hombre recto y justo. Reorganizó el
reino y estableció la religión de manera correcta e irreprochable. Construyó
sinagogas y escuelas, trajo muchos israelitas eruditos y los honró con oro y plata,
y ellos le explicaron los veinticuatro libros [de la Torá], la Mishná, el Talmud y el
orden de las oraciones del Khazzan”[xx]. A Abdías le sucederían una serie de
gobernantes con nombres bíblicos: Ezequías, Manasés I, Hanukkah, Isaac,
Zabulón, Manasés II, Nisi, Aarón I, Menahem, Benjamín, Aarón II, José. Parece
razonable suponer que esta aristocracia judaizada respondiera a la actividad
evangelizadora de Constantinopla promoviendo ella misma iniciativas misioneras,
encaminadas a incorporar al judaísmo a gran parte de la población kázara.
La llamada Crónica de Néstor (el Povest’ vremennych let) también atestigua la
subyugación de algunas tribus eslavas por parte de los kázaros. A mediados del
siglo IX, los kázaros atacaron a los eslavos del Dniéper medio y los obligaron a
pagar tributos. Un siglo más tarde, Sviatoslav I, príncipe de la Rus de Kiev, libró
la guerra a los kázaros y en los años 968-969 destruyó su capital Itil, en la
desembocadura del Volga. “En el año 969 – escribe Solzhenitsyn – los rusos
ocuparon toda la cuenca del Volga, y las naves rusas aparecieron cerca de
Semender, en la costa de Derbent”[xxi]
Derrotados en el campo de batalla, los kázaros recurrieron al arma religiosa. En
el año 984, una delegación kázara fue a Kiev con el objetivo de convertir al
judaísmo al príncipe Vladimir, que había ascendido al trono cuatro años antes.
Por su parte, la Rus de Kiev se enfrentaba a la necesidad de hacer una elección
geopolítica y religiosa entre Constantinopla, el Occidente romano-germánico, la
zona islámica y el imperio kázaro. “Es la misma ceremonia de la conversión de
Bulan”[xxii], pero esta vez la elección es diferente. El príncipe Vladimir rechazó
la propuesta de adhesión al islam por parte de los búlgaros del Volga. (Y “se
refleja – observa Francis Conte – sobre lo que podría haber sucedido si el primer
Estado ruso se hubiera vuelto hacia el islam: la llegada de una verdadera potencia
euroasiática que, a lo largo del período del ‘yugo’ tártaro, la habría aferrada aún
más al Asia”[xxiii]). Asimismo, el príncipe rechazó las peticiones de la delegación
católica de rito latino. Luego dio audiencia a los embajadores kázaros, quienes lo
invitaron a abrazar el judaísmo. La Crónica de Néstor registra esta respuesta del
príncipe: “¿Cómo instruyes a otros si vosotros mismos habéis sido rechazados
por Dios y dispersos? Si Dios os hubiera amado a vosotros y a vuestra fe,
entonces no estarías esparcidos por tierras extranjeras. ¿O quieren que esto
también nos pase a nosotros?”[xxiv]. Al final, como es conocido, Vladimir aceptó
el bautismo según el rito griego y se casó con una hermana de Basilio II, abriendo
así la Rusia a la civilización bizantina.
Así comenzó una diáspora que difundió por toda Europa central y oriental los
restos del judaísmo kázaro. Cualquiera puede darse cuenta que esta verdad
histórica tiene consecuencias devastadoras para el mito sionista del “retorno”
judío a Palestina. De hecho, es evidente que si la mayoría de los judíos de hoy
proceden de un pueblo procedente de Asia Central que se instaló entre el Volga,
el Mar Negro y el Dniéper y se extendió en gran parte de Europa del Este[xxv],
el supuesto sionismo está privado de su fundamento, ya que los descendientes
eslavizados de un pueblo altaico no pueden reclamar ningún “derecho histórico”
a “retornar” a una tierra donde sus antepasados nunca vivieron.
Traducción: Francisco de la Torre
NOTE
[i] Roger Garaudy, Los mitos fundacionales del Estado de Israel. Historia XXI,
Barcelona, 1997.
[ii] Shlomo Sand, La invención del pueblo judío. Ediciones Akal, S.A., Madrid,
2014.
[iii] Peter G. J. Pulzer, The rise of political anti-Semitism in Germany and Austria,
Wiley, New York 1964, pp. 49-52.
[iv] Renato Biasutti, Le razze e i popoli della terra, Utet, Torino 1967, p. 563.
[v] Maurice Fishberg, The Jews: A Study of Race and Environment, London – New
York 1911, p. 181.
[vi] Paul Wexler, The non-Jewish origins of the Sephardic Jews, State University
of New York Press, Albany 1996.
[vii] Arthur Koestler, La decimotercera tribu de Israel. H. Garetto Editor, Buenos
Aires, 2007, p. 172 y 173.
[viii] Shlomo Sand, op. cit., p. 258.
[ix] Shlomo Sand, op. cit., p. 259.
[x] “Inna Ya’jūja wa Ma’jūja mufsidūna fī ’l-ard” (Cor. XVIII, 94).
[xi] Douglas Dunlop, The History of the Jewish Khazars, Schocken, New York,
1967, pp. 34-35.
[xii] Francis Conte, Gli Slavi. Le civiltà dell’Europa centrale e orientale, Einaudi,
Torino, 1990, p. 412.
[xiii] F. Conte, op. cit., pp. 412-413.
[xiv] Arthur Koestler, op. cit., p. 17 y 18.
[xv] D.M. Dunlop, The History of the Jewish Khazars, Princeton University Press,
Princeton 1954, p. x.
[xvi] Aleksandr Solgenitsin, Due secoli insieme. Ebrei e Russi prima della
rivoluzione, Controcorrente, Napoli, 2007, vol. I, pp. 13-14.
[xvii] F. Conte, op. cit., p. 413.
[xviii] Yehudah ha-Lewi, Il re dei Khàzari, Bollati Boringhieri, Torino, 1991.
[xix] F. Dvornik, Les légendes de Constantin et de Méthode vues de Byzance,
Prague, p. 168.
[xx] Letter from Rabbi Chisdai to King Joseph, in: Yehuda HaLevi, The Kuzari: In
Defense of the Despised Faith, Jason Aronson, Northvale, 1998, p. 349.
[xxi] A. Solgenitsin, op. cit., p. 14.
[xxii] Aldo C. Marturano, Mescekh. Il paese degli ebrei dimenticati, Atena,
Poggiardo, 2004, p. 162.
[xxiii] F. Conte, ibidem.
[xxiv] Racconto dei tempi passati. Cronaca russa del secolo XII, cit., p. 50.
[xxv] Sobre la presencia kázara en Hungría, Transilvania, Polonia y Ucrania: cfr.
C. Mutti, Chi sono gli antenati degli Ebrei?, “Eurasia. Rivista di studi geopolitici”,
a. VI, n. 2, Maggio-Agosto 2009, pp. 25-34; L’Ucraina sarà un “grande Israele”?,
“Eurasia. Rivista di studi geopolitici”, a. XIX, n. 3, Luglio-Settembre 2022, pp. 9-
12 (https://www.eurasia-rivista.com/ucrania-sera-un-gran-israel/).

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