La Maldición de Elisa Ayala PDF

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3/12/23, 21:28 LA MALDICIÓN.

UN CUENTO PRECURSOR DE ELISA AYALA GONZÁLEZ – CCBC Revista Cultural

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LA MALDICIÓN. UN CUENTO PRECURSOR DE ELISA AYALA GONZÁLEZ

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Relato: POEMAS:
LECTURA
BILINGÜE DE
La maldición CÉSAR DÁVILA
ANDRADE
Elisa Ayala González
 LA PEQUEÑA
NACIÓN –

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3/12/23, 21:28 LA MALDICIÓN. UN CUENTO PRECURSOR DE ELISA AYALA GONZÁLEZ – CCBC Revista Cultural

Publicado en 1917, en la revista Ilustración, de Guayaquil, BENJAMÍN


este precursor relato de Elisa Ayala se escenifica en el
CARRIÓN MORA
mundo rural costeño y contiene todos los ingredientes
literarios que años después desarrollará el Grupo de
Guayaquil. Un año después, en 1918, Piedad Castillo de Leví  UNA ENTREVISTA
había ponderado el carácter pionero de la escritora en A BENJAMÍN
«dominar las infinitas dificultades que ofrecía, aun a las CARRIÓN –
plumas más doctas, el cuento».
Henriette Hurtado
En Antología del cuento ecuatoriano (Guayaquil, U.C.
Santiago de Guayaquil/UASB, 1993), la crítica guayaquileña  MODOS DEL
Cecilia Ansaldo describe con nitidez las cualidades de este ENSAYO: UNA
relato: «Relato muy bien contado, perfectamente distribuido
COLECCIÓN QUE
en partes, y aunque adolece de pobreza de intriga, consigue
momentos de intensidad emocional a costa del poder
APUESTA POR LOS
descriptivo de la autora. El habla regional, que explotaron LECTORES
Campos y los narradores realistas, ensaya aquí sus primera
voces».

Lo publicamos en este Boletín, junto al relato Guásinton,


historia de un lagarto montuvio, de José de la Cuadra, como
un forma de evidenciar las curiosas similitudes estéticas,
temáticas y estilísticas de dos autores separados por sus
años de nacimiento, pero cercanos en sus recreaciones
literarias a la vida montuvia del Ecuador.

A ORILLAS del Chápulo, bajo la sombra de los


cacaotales, escalonábase una ranchería; y a poca
distancia de ella, en humildísimo casucho
techado de bijao, habitaba Pedro Vélez en unión
de su familia.

Pedro era un trabajador de nuestros campos;


tocaba ya en la cincuentena y aún manteníase
ágil y fuerte. La familia componíanla la mujer,
cholita joven, alegre y vivaracha llamada Rosa y
tres hijos: Fermín, el mayor, de trece años de
edad; Atanasio de diez y Teresa de ocho.

Comenzaba el mes de junio y la cosecha del


cacao tocaba a su término. Pronto los
trabajadores trocarían la palanca por el
machete, para dedicarse a la roza y socola de las
huertas; entonces la cuadrilla de muchachos que
durante las cosechas ayuda en el trabajo,

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recogiendo el cacao, despojándolo de su cáscara,


y conduciéndolo luego en mulas a los tendales de
la hacienda donde va a secarse; la cuadrilla
demasiado débil aún para ayudar en el trabajo
de la roza, vagaría libre, pudiendo a su antojo
dedicarse a los juegos y correrías. Tan pronto
marcharían buscando los árboles frutales, para
hartarse de zapotes, caimitos y pomarrosas;
como irían en pos de nidos, de azulejos y
consejeros; o bien se dirigirían al río, a pescar
camarones, o zambullir en las ondas los
desnudos cuerpos, bronceados por la caricia del
sol ecuatorial. Allí era, adonde la revoltosa
cuadrilla gozaba más, prorrumpiendo en alegres
o temerosos gritos, según los motivara un
chapuzón feliz, la captura de un pececillo, o el
repentino hedor a almizcle, precursor casi
siempre del feroz caimán, que oculto bajo las
enormes masas de lechuga flotantes en el río,
acecha desde ellas a su víctima.

Pero la niñez hasta en el peligro se recrea e


imaginar el ataque del caimán era, para los
muchachos, nueva causa de algazara y regocijo.
«Que viene el lagarto», gritaban los más
atrevidos a los pequeños o tímidos, y todos
huían a la orilla, unos riendo otros temblando.
Cada noche el caimán recorría las orillas,
haciendo presa en el perro, gallina o cerdo que
encontraba; y cada noche los muchachos
estremecíanse al escuchar desde sus ranchos, el
grito de la víctima y los bufidos y coletazos del
saurio; pero a la mañana siguiente, cuando el
brillante sol hacía chispear las aguas, mostrando
bajo el límpido cristal las guijas y arenas del
fondo; cuando el azul-turquí del cielo era tan
bello, y los pericos y loros en los altos palos-
prietos picoteaban aquí y allá, esparciendo una
lluvia de rojas flores, y atronando el aire con su
algarabía, ¿quién iba a temerle al caimán?,
¿quién iba a pensar en la muerte?

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Pedro y su familia tenían muchas amistades en


la ranchería, por lo cual, Fermín y Atanasio
solicitados continuamente por los amigos, casi
nunca hallábanse en casa, y aunque Rosa
amábales tiernamente, no oponía obstáculos a
tales correrías. Antes bien, cuando Pedro
extremaba sus observaciones y trataba de
corregirlos, ella tomaba la defensa de sus hijos; y
con frecuencia se originaban disgustos, a causa
sobre todo de Fermín, por quien Rosa tenía
preferencia, y que sabiéndolo mostrábase cada
día más altanero e indomable.

Pedro predecíala con ese sistema muchos males


para lo futuro, pero ella se encogía de hombros
sin preocuparse, ni menos creer que tal cosa
llegaría a ser verdad.

Cierta tarde, conversando Fermín con un amigo


llamado Andrés, contóle este que, en la orilla del
río frente a un frondoso pechiche, reuníase cada
mañana gran cantidad de camarones. Despertóse
al saberlo la codicia de Fermín, y se prometió ir a
pescarlos al siguiente día, aun cuando su padre
había de enojarse al verlo faltar al trabajo; ¡no
importaba, Rosa como siempre lo defendería!
Aquella noche pasó largo tiempo desvelado con
la idea de la pesca y del pretexto que inventaría
para engañar a Pedro.

En efecto, a la siguiente mañana fingióse


enfermo y acostado en una hamaquita cercana a
la escalera, rehusó las instancias que hiciera su
padre para marchar al trabajo. Insistía Pedro sin
conseguir nada, hasta que enfurecido ya, se
dirigió a él y asiéndole por un brazo, con una
violenta sacudida lo sacó de la hamaca,
repitiéndole:

–¡Te hei dicho que vas al trabajo, y vas!

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Fermín lanzó un grito de dolor y de rabia,


gruñendo furioso:

–No voy; ¡no quiero ir!

Pedro alzó el brazo para castigarle, pero Rosa se


interpuso, y volviéndose al muchacho, díjole en
tono de ruego:

–Anda, Fermín.

Este sintió crecer su furia y rencoroso contra la


que no tomaba su defensa, le respondió con
insolencia:

–¡No voy, no me da la gana de ir!

Ante tamaña audacia, Pedro se quedó un


momento atónito; él no creía que tan pronto el
cachorro se convirtiera en león.

–Vos querés quedar hoy rompido de un hueso, o


que te abra la cabeza –gritó con los dientes
apretados, y temeroso él mismo, de dejar estallar
su cólera.

El furor de Fermín y su soberbia ya no


reconocieron límites:

–¡Pegarme a mí! ¡Cuidao sea yo, viejo chocho,


quien te zurre!

No fue voz, fue un rugido el que exhaló Pedro al


lanzarse contra su hijo, pero este con
sorprendente agilidad salvó de un salto la
escalera y corriendo como un gamo se internó
en la huerta.

Lívido de rabia, con los ojos inyectados en


sangre, desencajado, trémulo, espantoso, tendió
el padre con terrible ademán los cerrados puños
en dirección al fugitivo y balbuceó roncamente:

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–¡Mardito seas mil veces, hijo del diablo!,


¡premita Dios, que no caigas muerto ya mesmo!,
¡que te muerda una culebra, o te despedace un
lagarto!, ¡ojalá que jamás vuelva yo a verte vivo!

Rosa se aferró con ambas manos al brazo de su


marido diciéndole bañada en lágrimas:

–¡Oh, por Dios, no lo mardigas así!, ¡perdónalo!

Con una brusca sacudida, Pedro se libró de su


mujer, y dio algunas vueltas por el cuarto
vacilando como si estuviese ebrio. Luego, viendo
a Atanasio y a Teresa que lloraban asustados,
trató de serenarse, pero el rencor y la ira le
cegaban todavía.

–¡Perdonarlo! murmuró como si esta palabra lo


ahogase; ¡nunca!, ¡manque lo vea muerto!

Y ceñudo y trágico, cogió la palanca que se


hallaba arrimada a la pared, calóse un viejo
sombrero y se marchó.

Rosa permaneció buen rato como anonadada. La


acción de Fermín le había abierto los ojos
bruscamente; por primera vez comprendió que
las recriminaciones de Pedro eran justas, que
ella con sus condescendencias y mimos tenía la
culpa de todo; y al pensar que sobre la cabeza de
Fermín pesaba el terrible anatema de la
maldición paterna, deshacíase en lágrimas y
sollozos, y como sucede siempre a las madres, al
considerar las posibles desgracias del hijo, sentía
crecer en su corazón el amor y conmiseración
por él.

Cansada al fin, de lágrimas y reflexiones, volvió


en el acuerdo de sus quehaceres, y dedicóse
nuevamente a ellos con gesto doloroso y ojos
enrojecidos.

II

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Lentas transcurrían las horas, cuando de pronto


rompiendo el silencio reinante se oyó un grito
angustioso, desesperado, terrible; uno de esos
gritos que hielan la sangre en las venas, y que
una vez oídos jamás pueden olvidarse; grito de
dolor, de espanto, de agonía, pero tan indistinto,
tan lejano que luego de haberse extinguido,
quedaba la duda de si en realidad se escuchó o
fue solo una ilusión de los sentidos. Rosa se
sobresaltó y tuvo una de esas corazonadas que se
llaman presentimientos.

–¿Has oído?, preguntó trémula a Teresa, ¿será


Fermín?
–¿Y por qué había él de gritar así? Sin duda fue
un perico-ligero.
–¡No, era el grito de un cristiano!, ¡quizás le ha
pasao algo a Fermín! ¿ahonde se habrá ido? Anda
Atanasio, corre hijito a buscalo; dile que venga
que ya no estoy brava, que lo estoy esperando.

Atanasio que medio dormitaba en la hamaca,


levantóse contento de tener pretexto para dar
un paseo y se marchó.

Durante buen espacio de tiempo esperó Rosa la


vuelta de sus hijos, no pudiendo por último
dominar su inquietud, encomendó a Teresa el
cuidado del rancho y partió en busca de ellos. Al
llegar a la ranchería, fue de casa en casa,
preguntando, inquiriendo; nadie había visto a
Fermín, pero sin duda pronto lo hallaría
Atanasio, pues se había internado en la huerta
buscándolo. Descorazonada, oprimida por
horribles presentimientos, volvió a desandar lo
andado, y al llegar a casa, sobreponiéndose a sus
angustias, dedicóse a preparar la merienda,
acechando frecuentemente el camino.

Pronto regresó Pedro del trabajo. Manteníase


hosco y silencioso, y en el contraído semblante,

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leíase la resolución de aquella mañana: ¡no lo


perdonaré!

Comenzaba ya a anochecer, cuando se presentó


Atanasio en compañía de un hombre y tres
mujeres, amigos de la familia; hallábanse todos
sombríos y cabizbajos, como oprimidos por un
peso enorme, y en los ojos del muchacho
percibíanse claras huellas de llanto. Rosa abarcó
en un instante todos estos detalles, y un dolor
sin nombre le desgarró el corazón, abalanzóse a
su hijo y lo agarró por un brazo escudriñándole
el rostro, como queriendo adivinar la verdad de
su respuesta.

–¿Ahonde está Fermín?, ¿por qué no viene?

Atanasio respondió que no sabía; en vano había


recorrido los alrededores, interrogando a
cuantos hallara, todas las pesquisas resultaban
inútiles y no aparecía en ninguna parte.

Nublóse la vista a Rosa y prorrumpió en


desesperado, amargo llanto.

–¡Mi hijo! ¡mi hijo! el grito que yo oí era de él,


¡mi hijo se ha ahogao!…

Rodeáronla las mujeres prodigándole consuelos;


en tanto el hombre hizo una seña al sorprendido
Pedro, y bajó con él. Relatóle entonces que
Fermín había sido visto aquella mañana,
desnudo de medio cuerpo arriba, metido en el
río pescando camarones, y que luego al mediar
las doce, habíase escuchado aquel horrible grito
que no fue repetido; ¿lo habría atacado el
caimán hallándole descuidado? Podía creerse
que sí.

Pedro bajó la cabeza haciendo esfuerzos por


detener las lágrimas; todo su rencor se
desvanecía ante la sospecha del horroroso fin de
su hijo. Empero, aún la duda le asaltaba; ¡era
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preciso convencerse, cerciorarse, tener la


evidencia de la verdad! Había pues que buscar
cuanto antes, aun cuando debieran pasar en ello
toda la noche, llamó a Atanasio pidiéndole un
farol y reunidos los tres emprendieron la
marcha.

Al llegar a la ranchería, cuyos habitantes


hallábanse en movimiento con la nueva de la
probable desgracia, inquirieron noticias sin
conseguir averiguar nada; nadie sabía de Fermín,
solo dos o tres aseguraban haber oído en
dirección al río el angustioso lamento.

Acompañados de buen número de hombres y


muchachos provistos de luces, se dirigieron al
río, explorando la orilla y lanzando al viento con
estentóreas voces el nombre de Fermín. Tal vez
se había extraviado y podría oírlos, ¡vana
esperanza!, solo el viento de la noche se dejaba
oír moviendo el follaje de los árboles, y el río
permanecía silencioso e imponente en las
negruras de sus grandes masas de lechuga.

Entonces Andrés creyó oportuno aportar un


dato: Fermín debía haberse dirigido aquella
mañana, bajo el pechiche grande a pescar
camarones, pues así habíaselo dicho la tarde
anterior. Dirigió el grupo sus pasos en dirección
al pechiche, y apenas las luces iluminaron las
hierbas que lo cercaban, vióse blanquear un
objeto, que al momento fue reconocido como la
camisa a rayas blancas y azules que vestía
Fermín; al lado de ella, un casco de coco
contenía un poco de agua, en que se rebullían
vanamente algunos camarones. Cáscaras de
fruta esparcidas en el suelo, probaban que el
muchacho había hecho allí su almuerzo; las
huellas impresas en la tierra húmeda de la orilla,
indicaban el sitio adonde entró en el agua. La
duda no era posible, la camisa y camarones
abandonados, decían claramente que el infeliz
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había sido sorprendido durante la pesca sin


tener lugar más que para lanzar aquel grito. El
drama se reconstruía por sí solo, y aquel sitio era
adonde únicamente debía buscarse.

Embarcados en canoas y provistos de largas


pértigas recorrieron el río, explorándolo con las
luces y hurgando los lechugales; nada de extraño
vieron, ni tampoco encontraron cosa alguna. Las
aguas obscuras y dormidas guardaban
celosamente su secreto. Grupos de gallaretas,
sorprendidas por la claridad de los faroles,
aleteaban asustadas entre la lechuga, dejando oír
sus penetrantes gritos.

A las tres de la mañana, la cuadrilla rendida y


desanimada resolvió retirarse, viendo la
inutilidad de sus pesquisas. Despidiéronse de
Pedro, ofreciéndole continuar la busca al
siguiente día.

Padre e hijo, empapados y llorosos, regresaron


silenciosamente a su rancho, conduciendo por
todo hallazgo la camisa de Fermín.

Rosa los aguardaba en el reducido dormitorio,


vivamente iluminado por dos velas colocadas
ante una estampa de la Virgen María pegada en
la pared. Habíanse retirado las amigas, y Teresa
dormía hacía tiempo, con el sueño invencible de
la infancia; solo la madre había velado,
esperando ansiosamente e implorando de la
Virgen piedad para su angustia. Al ver a Pedro y
Atanasio presentarse solos, se quedó yerta.

Pedro con la frente inclinada y voz


enronquecida, relató cuanto había hecho en su
busca, y el único dato recogido: la camisa
abandonada.

–¡Oh, madre de misericordia! ¡María Santísima!,


clamó la desventurada anegada en llanto, y

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cayendo de rodillas ante la imagen con las


manos tendidas en desesperada súplica; ¡Virgen
mía!, ¡madrecita de mi alma!, ¡devuélveme a mi
hijo!, ¡no permitas que mi hijo haya muerto!,
¡castígame, pero no en él! ¡Ay, yo no puedo
pensá, me vuelvo loca!, ¡cómo va a ser posible
que se lo haiga comío el lagarto!, ¡ay, mi hijo!,
¡mi hijo de mis entrañas!, ¡yo quiero mi hijo!…

Y se abatía contra el suelo, con los cabellos


esparcidos y en desorden, retorciéndose las
manos, sollozando, besando frenética la camisa
que estrechaba sobre su corazón, como si fuese
un pedazo del hijo ausente. De nuevo volvía a
alzarse, y de nuevo prorrumpía en
desgarradores lamentos.

Transcurría la noche, y Pedro sentado en el


suelo lloraba en silencio, torturado por el dolor y
los remordimientos, sosteniendo reclinada en su
hombro la cabeza de Atanasio, quien había
comenzado también por llorar acabando por
dormirse.

III

Hacía rato que clareaba el día, cuando llegó


Andrés corriendo, pálido y despavorido.

–¡Don Pedro!, gritó jadeante, desde el patio, ¡Don


Pedro, venga a ver lo que hay en la lechuga!

Desatinada y loca, se precipitó Rosa, más que


bajó por la escalera, seguida de igual modo por
su marido e hijos.

Rápidamente llegaron al fatal pechiche, donde


ya les había precedido un numeroso grupo,
compuesto de hombres, mujeres y muchachos,
mirando todos ansiosamente hacia el río.
Miraron a su vez y vieron que el lechugal
hallábase disgregado, desecho, roto en un gran
espacio como si en él hubiese maniobrado una
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fuerza enorme, algo como la hélice de un vapor.


En el sitio en que el agua veíase libre de plantas,
flotaba un bulto blanquecino, manchado
profusamente de rojo.

–¡Una canoa!, ¡una canoa!, gritó Pedro, corriendo


enloquecido a la orilla y embarcándose
acompañado de varios hombres, en una de las
canoas que habíales servido la noche anterior.

Con dos golpes de pértiga llegaron al sitio, uno


de los hombres cogió el blanquecido objeto
embarcándolo en la canoa y al fijar en él Pedro
los ojos, llevóse desesperado las manos a la
cabeza, y se tambaleó como si lo hubiese herido
una bala, contuviéronle sus amigos y la canoa
volvió rápidamente a la orilla. No bien en ella,
Pedro se arrojó de bruces en tierra, llorando a
gritos y mesándose los cabellos.

Las mujeres rodeaban a Rosa cuyos alaridos


subían al cielo y trataban de detenerla para
librarla del horrendo espectáculo. Los hombres y
muchachos agrupábanse trémulos de horror, en
torno del fúnebre hallazgo depositado en la
hierba, de todos los ojos corrían lágrimas y de
todos los pechos brotaban sollozos. Allí tenían
ante la vista cuanto restaba de Fermín: un
tronco desnudo y sangriento, sin cabeza, brazos
ni piernas, desgarrado todo por las uñas del
caimán con profundos y espantosos surcos, sin
duda al detenerle entre ellas, en tanto que con
los dientes arrancaba la cabeza y miembros. Los
sitios correspondientes a estos formaban
horrorosas llagas, colgando piltrafas y tendones.

Haciendo un esfuerzo supremo, desgarrándose


en la lucha los vestidos y la carne, consiguió
Rosa librarse de las manos que la sujetaban y con
ímpetu irresistible se abrió paso entre el
aterrorizado grupo. Al hallarse ante lo que
restaba de su hijo, palidez cadavérica, terrosa le
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cubrió el semblante, descompúsosele este en


indescriptible mueca de dolor y espanto,
desorbitáronsele los ojos y un lamento, un
alarido, taladrante, desgarrador, salvaje, se
escapó de sus amoratados labios; tendió los
brazos como tratando de asir aquella cabeza que
faltaba, y dando un traspiés cayó con brutal
violencia de cara contra el suelo.

Precipitáronse las amigas en revuelto montón, la


condujeron en brazos a su rancho. Lo restante
del grupo, sosteniendo a Pedro y portando el
fúnebre hallazgo, completaban la tristísima
procesión, salmodiada por sollozos y gemidos,
entre los que sobresaltaban las agudas voces de
Atanasio y Teresa.

Los amigos queriendo librar a los infelices


padres, de que renovasen la vista del espantable
resto, condujéronlo inmediatamente, envuelto
en blancos lienzos, al cementerio cercano.

IV

A pocos días del suceso, perseguido el caimán


con redoblada saña, fue cogido con cazonete, y
abierto a hachazos en toda su longitud,
halláronle dentro gran cantidad de huesos
limpios ya, y una mano de mujer cubierta de
sortijas e intacta aún; testimonio mudo de otro
drama que jamás pudo ser averiguado.

Tres meses después, Rosa fue enterrada al lado


de Fermín, le había sido imposible olvidar y si en
su constante llanto llegaba a sus oídos el grito de
las gallaretas, testigos únicos que sin duda
fueron de la agonía de su hijo, trocábase su dolor
en desesperación que concluía en terribles
convulsiones.

Pedro roído por el pesar y los remordimientos


entregóse a la bebida; Atanasio y Teresa fueron

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remitidos a un asilo y el abandonado rancho


derrumbóse pronto, como si también a él, le
hubiese alcanzado el peso de la maldición.

Publicado en Cecilia Ansaldo, Antología del cuento


ecuatoriano, Universidad Católica Santiago de
Guayaquil/Universidad Andina Simón Bolívar, Quito,
1993.

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