Dos Fosas - Keith Luger

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 48

Depósito legal: B. 31.

592-1972

Impreso en España - Printed in Spain

1.a edición: setiembre, 1972


© KEITH LUGER -1972

Concedidos derechos exclusivos a favor


de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Impreso en los Talleres Gráficos de


EDITORIAL BRUGUERA, S, A.
Mora la Nueva, 2 - Barcelona – 1972

CAPITULO PRIMERO

Clay Salisbury, de veintiocho años, rubio y ojos azules, se contempló en el


espejo del apartamento del hotel, y dejó escapar un gemido al descubrir las
marcadas ojeras que le circundaban los párpados.
—¡Miqueas!
El criado llamado Miqueas, un sujeto de cara aplastada y ademanes torpes,
apareció trotando con sus cortas piernas, y miró hacia todos lados, esgrimiendo un
pedazo de cañería.
—¿Dónde está el tipo?
Salisbury se volvió hacia él, mascullando algo entre dientes.
—¿A qué tipo te refieres?
—Infiernos, creí que ya teníamos al asesino aquí.
Salisbury dio un respingo.
—¿Quieres cerrar el pico, estúpido? Las paredes oyen. Sólo te he llamado para
decirte que estoy enfermo. Tengo ojeras.
—Canastos, es cierto. Pero se debe a que no pegó ojo. Estos malditos mosquitos
de la ribera del Mississippi no perdonan a nadie. Yo me estuve rascando toda la
noche. Mire qué ampollas, jefe.
—Demasiado sabes que no son los mosquitos los que me quitan el sueño.
—Ya. Usted se está refiriendo a los anónimos que ha recibido con la calavera
pintada.
—Miren al genio —enseñó Salisbury los dientes—. Maldita sea, no me encuentro
nada bien. Estoy hecho polvo.
—Ya está, señor Salisbury. —Miqueas chascó los dedos—. Fue cosa de la salsa
búlgara que nos ofrecieron anoche. También tuve la mala ocurrencia de rebañar pan
en aquella sustancia negruzca, y todavía me repite. Juro que lleva algo de petróleo.
—Si seré animal... ¿Qué has echado en el lavabo? No me ha gustado eso de que
subieses del registro y al verme te colaras allí de repente.
—Usted sueña, señor Salisbury.
—¡Te vi entrar con otro...! ¡Ya caigo! ¡Me han mandado otro anónimo desde
Unionville, y tratas de ocultármelo!
—¿Yo? Infiernos, ¿de qué me habla?
—¡Te vi lanzar algo al lavabo, después de que subiste del registro! ¿Quieres
decirme de una vez de qué diablos se trataba?
Miqueas pestañeó. Simuló sonrojarse.
—Era Matilde... La cocinera del hotel... Dispense el señor, pero el mensaje que
me entregó estaba destinado a mí. Esas mexicanas son verdaderos volcanes. Le
dije que tenía unas manos estupendas para las salsas y mire por donde me ha
salido un mensaje secreto... Quiere pasarme la receta.
Salisbury echó una ojeada alrededor y retorció las manos nerviosamente, al
tiempo que iniciaba un paseo.
—Lo de esa Matilde puede ser cierto. Pero estoy seguro de que con el mensaje
has recibido otro de esos diabólicos anónimos, y ahora te haces el loco, ¿eh?
—Oiga, ¿por qué no piensa con la pelirroja del doce, en vez de los malditos
anónimos?
—Vamos, suéltalo de una vez.
Miqueas dejó caer los brazos y torció la cara.
—Condenación, dio en el clavo. Otro anónimo. También enviado desde
Unionville.
—Supongo que tampoco contenía palabras esta vez.
—No, señor. Sólo había pintada una calavera y dos huesos.
—¡Quieren asesinarme, Miqueas! ¡Me matarán! ¡Me asesinarán sin que nadie
pueda evitarlo! ¿Y por qué, Miqueas?
—¿Saco las sales antes de que le dé el ataque?
—¿Es que no se te ocurre otra cosa? —gritó el rubio Salisbury.
Miqueas pegó un salto hacia el tocador y esgrimió un pulverizador.
—¿Un poco de esencia «Diplomaticus»? Ese perfume le calma los nervios como
un sedante.
Como el rubio paseaba por el recinto, cada vez más excitado, Miqueas lo
persiguió, tratando de hacer blanco en la pechera. Lo cazó de lleno cuan do
Salisbury se apoyó en el velador del recibimiento.
Clay aspiró con los ojos cerrados.
—¿Te has asegurado de que los dos guardianes están en sus puestos, Miqueas?
—Snock y Macless no pierden de vista nuestra habitación. No podría entrar ni una
hormiga sin que se dieran cuenta.
Salisbury respiró, aliviado en parte.
—Esto acabará conmigo, Miqueas.
—No todos tienen la suerte de ser hijos de senadores.
—¿Por qué se le ocurría a mi padre mandarme a Unionville? ¿Por qué, Miqueas?
—El senador Salisbury tiene trabajo por encima de la cabeza. No podía perder el
tiempo en una estupidez como la de inaugurar la refinería de petróleo de Unionville.
Para eso, usted viene como anillo al dedo.
—¿Cómo?
—Quería decir que es una buena política contentar a los palurdos de Unionville
con la presencia del hijo del senador Salisbury.
—Tenía que ocurrírsele a mi padre.
—El senador dijo que sería bueno para usted verse metido en algo de utilidad. No
tiene mal ojo el viejo en enviarle para que se le airee el pelo...
—¿Qué estás diciendo, estúpido?
—Infiernos, dispense otra vez. Lo que me pasa es que yo también ando con los
nervios fuera del sitio y a veces hablo solo.
—Anda a ver si esos dos individuos están en sus correspondientes sitios.
—A la orden, mi teniente. Quiero decir, señor Salisbury.
Se separó y alejóse, trotando. Cruzó la puerta.
El rubio Salisbury se precipitó hacia la entrada y corrió un pequeño cerrojo.
Luego cruzó la habitación de lado a lado, y se cercioró de que las ventanas
estaban perfectamente cerradas.
Se dejó, caer sin fuerzas en el sillón del recibimiento, y apretóse las sienes.
Luego, respiró hondamente y se relajó. Ah, ya estaba un poco más tranquilo.
Después de todo, no tenía por qué atormentarse demasiado. Las autoridades de
Saint Louis estaban al corriente del juego de* los anónimos. Había recibido tres de
ellos, y cada uno con la maldita calavera dibujada en el centro.
Volvióse hacia el espejo y ahora se encontró radiante.
De repente, notó que el párpado se le quedaba pegado.
Acababa de ver una sombra en el rincón de la habitación.
Era un hombre.
Se destacó junto a la cortina que separaba las dos piezas del apartamento. Era
alto, cercano al metro con noventa.
Tenía los ojos negros y brillantes. Los labios se entreabrieron mostrando unos
dientes blancos, que contrastaban con la piel atezada.
Se quedó mirando a Clay Salisbury. Dibujó una media sonrisa de satisfacción.
El joven abrió la boca y ordenó a los pulmones que soltaran un chorro de aire
contra las cuerdas vocales para producir un grito penetrante.
Pero ningún mecanismo respiratorio vocal entró en acción.
Estaba tan petrificado que no le quedaba ni la posibilidad de escapar por la
ventana atrancada del fondo. Se quedó clavado en el asiento.
El desconocido sopesó el revólver que llevaba en la mano y avanzó...

CAPITULO II

Clay Salisbury comenzó a temblar espasmódicamente. Sus ojos se dilataron


semejando medios huevos duros.
—No... No quiero morir.
El hombre alto volvió a sopesar el «Colt». Sacudió la cabeza en un gesto de
lástima.
—Sin embargo, usted está atrapado, Salisbury.
—¿Qui... quién es usted?
—Scott Davis.
Salisbury se llevó una mano a la frente.
—¿Scott Davis? ¿Cómo ha conseguido entrar? ¡Yo estaba prácticamente en una
fortaleza!
Davis emitió una seca risa.
—Atrapado en una fortaleza, Salisbury. Pero siempre existen huecos.
—¿Có... cómo diablos lo ha hecho?
—Me colé por el tragahumos.
—¿Tragahumos?
—Tuve que abrir la rejilla con el cañón del revólver. Lo conseguí en seguida.
—Davis... Tengo dinero... Mucho dinero.
—Eso no le va a salvar, amigo.
—¡Puedo ofrecerle hasta mil dólares!
—Atrapado, Salisbury.
—¡Dos mil!
—Atrapado como una rata.
—¡Tres billetes de los grandes!
—Con quinientos dólares le sobra para que le monten un panteón aquí en Saint
Louis. Puede quedar muy bien como «fiambre hijo del senador». Al pasar por la calle
de la Libertad, vi unos magníficos modelos en una marmolería. Pueden adjudicarle
un modelo de mausoleo con un ángel que tiene un ojo cerrado con picardía y señala
hacia atrás con el pulgar. Es cosa de ver.
—¡No, Davis! ¡No quiero verme muerto!
—¿Dónde están sus guardaespaldas?
Clay Salisbury se derrengó en el sillón. Estaba blanco como el yeso.
—Todo ha fallado.
—Ahí quería llegar, Salisbury.
—¡Pero todavía puedo gritar que vengan! Sí, Davis. Puedo hacerlo unos segundos
antes de morir. Y le aseguro que usted lo pasará mal. Son dos fieras.
—Llámelos.
—¿Cómo?
—He dicho que los llame, que pida
auxilio.
Clay sudaba copiosamente.
De repente, abatió la cabeza sobre el pecho.
—Para que me oigan tendría que tirar del cordón de llamada. Está detrás de
usted, y yo recibiría una bala antes de conseguirlo.
—Ahora ha hablado con cordura. Yo le metería un balazo en el puente de la nariz
al menor intento.
—¿Por qué quieren mi piel, Davis?
—Usted es el hijo del senador Sam Salisbury. Un senador tiene enemigos. Gente
que quiere darle un disgusto. Es el condenado inconveniente de los políticos.
—Mi padre es el hombre más íntegro del mundo. Demasiado honrado, puede
decirse.
—También es malo eso, muchacho. Un senador ha de nadar entre dos aguas. Ser
honrado también acarrea disgustos.
—¿Va... a liquidarme ahora, Scott? Supongo que le pagan por esto.
Scott Davis no dijo nada. Pestañeó pensativamente y se volvió hacia el cordón
de llamada.
Tiró de él.
Salisbury dio un brinco en la silla.
—¿Qué se propone, Davis?
Se abrió la hoja de la puerta.
Pero en vez de los guardianes, apareció Miqueas.
—¿Llamaba, jefe?
Salisbury alargó el cuello.
—¿Es que no comprendes, Miqueas? —graznó.
Se fijó en el desconocido y carraspeó.
—Infiernos, dispensen. No me había dado cuenta de que tiene visita.
Salió, cerrando a sus espaldas.
De repente, la puerta se abrió con ímpetu y Miqueas volvió a aparecer.
Abrió la boca de par en par al ver al tipo alto.
—¡Que me cuelguen!
Cuando se fijó en el revólver, abandonó el suelo de un salto. Se las ingenió para
virar en el aire y caer en el corredor.
Se acompañó de un largo alarido por el pasillo.
Salisbury quedó boquiabierto.
Scott Davis sacudió la cabeza.
—Un chico atolondrado, ¿eh?
—Ya verá usted cómo avisa a los guardaespaldas, Davis —dijo Salisbury
rabiosamente.
En aquel momento dos sujetos entraron a trompicones en la estancia.
Miraron hacia todas partes y de pronto descubrieron al tipo alto que ahora
enfundaba el revólver y se apoyaba en la mesa, balanceando la pierna.
—¡Aquí está, Snock! —dijo el más recio de los dos.
Snock repasó al hombre alto y le tomó medidas. Ensanchó el tajo que le servía
de boca ai sonreír.
—Vaya, vaya... Y además ha llegado con las manos limpias.
Scott Davis se cruzó de brazos. Señaló al rubio.
—Iba a liquidarlo por el procedimiento de la estrangulación.
Snock dio un ronquido de sorpresa.
—¿Estás escuchando lo mismo que yo, Macless?
Macless era bajo y fornido. Juntó los ojillos situados en un cráneo pequeño, y
entreabrió la boca sin comprender.
Snock introdujo el revólver en la funda y se escupió en las manos.
—Trabajo a la vista, Macless. Acuérdate de dejarle un hueso completo porque
quiero hacerme un pito como recuerdo.
Davis separóse de la mesa.
—Conque tratan de impresionarme, ¿eh, muchachos?
Snock se le acercó, lleno de buen humor.
—La impresión vendrá ahora, hijo. Cuando le saque el hígado por una oreja.
Usted cree que es cuento. Pero lo hice una vez en Houston con un tipo que le
llevaba un palmo a usted. Todavía andan estudiando el caso las autoridades
médicas de allá.
Salisbury intervino con un agudo grito:
—¡Hagan algo pronto en vez de charlar!
Snock le guiñó un ojo.
—Claro que haremos, señor Salisbury. No se pierda detalle porque sus nietos se
lo agradecerán cuando se lo cuente. Eh, tipo alto, venga aquí.
Scott Davis asintió y separóse de la mesa.
Como puestos de acuerdo, los dos sujetos a las órdenes de Salisbury arreme-
tieron a una.
Davis calculó bien el hueco que había entre ellos, y pasó por allí cuando se le venían
encima.
Los dos guardaespaldas se desconcertaron en la décima de segundo que duró
aquello.
Macless no llegó a comprenderlo bien.
Recibió un castañazo en el testuz que aumentó la velocidad inicial de la em-
bestida.
Cruzó la estancia convertido en una figura borrosa, y produjo desperfectos en la
decoración por valor de dieciocho dólares.
Se llevó la repisa de la chimenea figurada de la sala de estar y después del
rebote entró misteriosamente por el lado de un baúl sin molestarse en abrirlo, y lo
reventó esparciendo calcetines.
Salisbury lanzó un alarido al ver aquello, y entonces desvió la mirada hacia los
dos hombres que estaban enzarzados en una violenta pelea.
Pero se perdió lo mejor.
Fue un gancho de izquierda de Davis, que remató la operación con un derechazo
propio de museo deportivo.
Snock salió del apartamento sin tocar el suelo. Pero volvió a entrar nuevamente,
después de rebotar violentamente en la pared del pasillo, y cayó convertido en una
enorme bola sobre la alfombra.
Scott Davis se palmeó las manos para sacudirse el polvo.
—Son duros estos chicos, infiernos.
Salisbury había perdido la facultad del habla.
En eso se escuchó un trote por el pasillo. Apareció Miqueas, girando la cabeza
vertiginosamente de un lado a otro. Como Snock estaba vuelto cara abajo en la
alfombra, Miqueas creyó que se trataba del asesino alto. Soltó la carcajada, lleno de
nerviosismo.
—¡Por santa Ursula, señor Salisbury! ¡Menudo, trabajo han hecho esos dos
muchachos...! Eh, jefe. ¿Qué le pasa en la boca? ¿Por qué la tuerce?
Scott Davis apareció arrastrando el cuerpo del tipo que reventó el baúl.
—Hola, Miqueas.
—¿Lo ha visto también, muchacho? —dijo el criado atolondradamente.
—Todo.
De repente, Miqueas giró como una peonza y agrandó los ojos.
—¡Por las barbas de...! —pegó un salto y cruzó la puerta como una exhalación—.
¡El tipo!
Se escuchó un estruendo porque equivocó la salida y entró en el lavabo.
Salió unos segundos después y atravesó la estancia, desapareciendo por la
puerta correcta sin tocar el suelo.
Clay no perdía de vista ni uno de los pausados movimientos del hombre llamado
Davis, el cual dejóse caer en el canto de la mesa y se inclinó hacia el rubio.
—Por fin solos, señor Salisbury.
—¿Qué es lo que se propone?
—Demostrarle que nadie daría un centavo por su piel.
—De modo que ha querido meterme el miedo en el cuerpo. Usted no viene a
matarme. ¿Qué demonios se lleva entre manos? ¿Quiere dinero?
—No vivo del aire.
Salisbury torció la cara en una mueca.
—Podía haber empezado por ahí. He estado a punto de sufrir un colapso.
—Usted hace rato que se hizo cargo de que no venía a matarlo.
—Hubo momentos en que le juro que me despedí del mundo.
Scott Davis alargó el brazo y golpeó el hombro del rubio con el dedo índice.
—Siga despidiéndose, Salisbury.
—Oiga, ya me ha hecho sudar bastante. Enseñe el juego.
—Lo que dije del panteón queda en pie, muchacho.
El rubio hizo una mueca.
—Cree que me liquidarán, ¿eh? Eso quiere decir.
—Tan seguro como que estamos en un apartamento de veinte dólares diarios,
Salisbury.
—Usted es un tipo raro, Davis.
—Me dedico a la magia negra. Por ejemplo, sé el condenado asuntejo que su
padre le ha puesto en el regazo. Visitar Unionville.
—¿Sí, eh?
—También estoy al tanto del juego de los anónimos.
Salisbury clavó la mirada de sus ojos azules en Davis.
—¿Quién es usted realmente?
—Soy el ocupante del departamento vecino. El número doce.
Salisbury entornó un ojo.
—¿El doce? ¿No es donde se aloja la chica de los cabellos rojos?
Scott se aclaró la voz.
—Me ofreció un huequecito porque estaban ocupados todos los apartamentos. Es
hospitalaria cien por cien.
—Ya.
—Precisamente la cama está apoyada junto a este tabique. No pude evitar
escuchar algunas frases sueltas.
—Ya voy entendiendo, Davis. Usted es un tipo que las caza al vuelo.
—Exacto.
Salisbury resolló, aliviado.
—Menos mal que usted ha demostrado lo poco que valen un par de guarda-
espaldas. Si me llego a confiar, pronto habría sido cadáver
—No pierda las esperanzas —Scott Davis clavó los ojos de fuego en el rubio.
—¿Quiere explicarse?
Scott le apuntó con un dedo y le sacudió a medida que hablaba.
—Su padre nunca le debió confiar la misión de Unionville.
—¿Qué importancia puede tener la inauguración a golpe de bombo de una
refinería de petróleo?
—¿Sabe la clase de hombres que pululan por Unionville?
—Dígalo usted, Davis —el rubio tragó saliva.
—Unionville es una ciudad salvaje, muchacho. Los tipos que viven allí son
verdaderas fieras. Han obtenido el petróleo no sólo con perforar los pozos. Han
debido luchar a sangre y fuego con una nube de forajidos, expoliadores, gentuza de
mal vivir y toda la secuela de los pueblos fronterizos.
—Ya me está dando el tembleque, Davis. Usted es único para meterle a uno
miedo en el cuerpo.
—Una vez hice el papel de villano en un melodrama al aire libre y me sacaron a
hombros.
Salisbury pegó un gruñido.
—Por lo menos, humor no le falta, Davis.
—Al grano, muchacho —dijo Scott—. Está claro que a usted le pegarán el susto de
aquí a Unionville.
—Desgraciadamente, está en lo cierto. Pero desde ahora voy a cuidarme mejor.
—¿Sí, eh? ¿Qué piensa hacer? ¿Hablar con papá para que el ejército le proteja?
Salisbury torció la boca.
—Por desgracia, mi padre cree que soy un inútil de gran calibre. La verdad es que
me he pasado la mayor parte de mi vida en francachelas y haciendo la corte a las
damas de la buena sociedad del Este. Mi padre tuvo un origen más duro que el mío.
Empezó a destacarse hace veinte años en la política del Sur, y un día saltó al
Senado. Pero tuvo que batallar, luchar a brazo partido con la oposición. Y le aseguro
que muchas veces no fue cosa de palabras. Pero mi padre es un hombre de la
cabeza a los pies. Ha salido a flote a fuerza de puños. Yo, para él, soy un figurín
aficionado a las juergas de los ricachones. Estoy citando sus propias palabras.
—Su padre es de mi bando, Clay.
—Sí, Davis. Usted se le parece bastante. Tiene más agallas que un atún.
—Seguro que el viejo quiere que resuelva sus propios problemas, ¿eh?
—Sí, Davis.
—Y le envía a Unionville para que pierda la pelusilla. Para que se habitúe a los
guisados propios de la diplomacia.
—Está usted dando todas en el blanco. No se le ocurrió otra cosa que mandarme
a mil millas de distancia. Desde Boston a Unionville. Para inaugurar esa refinería de
petróleo. ¿No es para llorar? Yo me encontraba en Boston estudiando leyes y, como
estaba solito, me dejaba acompañar por Dafne, una francesita que me ponía al co-
rriente de las costumbres de su país y me engrosaba la cultura. Aquello era vida,
Davis.
—Me hago cargo, hijo.
Salisbury suspiró.
—Y de pronto, ¿qué ocurre? El viejo Sam me larga a un lugar del otro lado del
país. Unionville. Y a continuación empiezan a enviarme anónimos por correo. Está
claro que tienen ganas de conocerme para dañarme en alguna cosa. ¿Qué se puede
esperar de un lugar como aquél? Tal vez represalias de la oposición.
—Por lo que dice, he llegado a la conclusión de que nadie le conoce perso-
nalmente. Sólo esperan al hijo del senador. Usted es allí un desconocido.
—Sí, Davis. ¿Qué le ronda por la cabeza?
—Una cosa que le va a costar mil dólares.
El rubio se estaba pasando un pañuelo de hilo por la cara entresudada, y dejó de
hacerlo bruscamente.
—¿Mil dólares?
—No puedo hacerlo por menos porque su piel será cara de defender.
—De modo que quiere emplearse de guardaespaldas. ¿Por qué no empezó por
ahí?
Scott Davis se echó atrás, todavía sentado en el canto de la mesa.
—Porque no se trata de eso.
—¿No? ¿Por qué no habla de una vez?
—Lo haré con claridad, Salisbury —dijo Scott Davis—. Cuando entré en esta
habitación lo hice con el propósito de mostrarle mi plan.
—Bueno, suéltelo.
Scott Davis ladeó la cabeza.
—Yo voy a ser Clay Salisbury. El hijo amado del senador Sam Salisbury.
El rubio se quedó de muestra.
—Repítalo otra vez, pero poco a poco.
Scott aspiró aire lentamente.
—Le estoy proponiendo ocupar su lugar, muchacho. Cuento con que nadie le
conozca en Unionville. Si es así, yo seré el que inaugure la refinería de petróleo y
tome parte en los banquetazos en honor del hijo de Sam Salisbury. ¿Entiende? Yo
seré usted.
El rostro del rubio sufría una extraña transformación.
—Infiernos, eso es bueno. Se tragarán el cambiazo porque no conocen mi
aspecto, y además viajo de incógnito.
—En el precio entra el desenmascaramiento de los tipos que quieren su piel.
Averiguaré qué se proponen con los anónimos. Si su viejo recibe un informe bueno,
estoy seguro de que bailará de contento por tener un chico tan avispado.
Salisbury se incorporó de un salto.
—¡Davis! —gritó, excitado.
—¿Ocurre algo, muchacho?
—¡Es la más estupenda idea que se le ha podido ocurrir!
—Me gusta ganar la plata con dignidad, hijo.

CAPITULO III

La refinería de petróleo de UnionviIle constaba de una serie de naves, comunicadas


por un amplio corredor.
El grupo de selectas personalidades se detuvo ante la nave número uno cuando
el alcalde Conrad Burke giró en redondo sus cien kilos de peso y alzó las manos.
—Señores: He aquí la maravilla del siglo...
Hubo un silencio embarazoso. El alcalde había olvidado el pequeño discurso de
presentación que había tratado de aprenderse hasta las dos de la madrugada. Se
quedó con las manos en alto, paralizado,
Scott Davis se dio un tirón a las mangas de la impecable levita que vestía
ahora, en vez de la maltrecha indumentaria, y animó al alcalde con una sonrisa
protocolaria que le salió muy bien.
—Siga, alcalde Burke.
Este chascaba los dedos, y entonces escuchó la voz del secretario, un tipejo
enclenque, que leyó un papel por detrás de él, clandestinamente.
El alcalde repitió, radiante, lo que le decía el secretario:
—La maravilla del siglo que tenemos el honor de presentarle, señor Salisbury...
Se detuvo con la boca abierta, roto el hilo de la memoria otra vez, y sonrió
heladamente, al tiempo que tragaba una maldición.
El secretario exclamó:
—Su padre.
Conrad Burke rompió a sudar, porque la ayudita del secretario no le evocaba el
discurso. Por fin le salió:
—Su padre —repitió con rabia, y continuó—: su padre, el mejor de los senadores
que hemos tenido el honor de conocer...
Se atascó de nuevo. Los circunstantes se habían dado cuenta de que el
secretario leía algo por detrás, y ladearon las cabezas.
Finalmente, agregó, mostrando el aparato dental de cuarenta dólares:
—Antes de la inauguración, señor Salisbury, hemos querido mostrarle esta
refinería que es el orgullo de esta magnífica ciudad. ¡La gran Unionville!
Estalló un aplauso cerrado que retumbó en el ancho corredor de la refinería.
El alcalde hizo una señal por detrás del nutrido grupo y guiñó un ojo.
—¡La llave de la refinería! —pidió pomposamente.
Todos se volvieron hacia el fondo del corredor, y dirigieron allí sus aplausos.
El día anterior habían ensayado la ceremonia, y el director de la refinería salía
portando una llave simbólica en una bandeja.
Los aplausos sonaron largo rato porque el director no aparecía por ninguna
parte. Pero finalmente se abrió una puerta del fondo con cierta violencia.
Un vejete de unos sesenta años salió escapado por el hueco. Movió las cortas
piernas vertiginosamente, colocándose ante el hijo del senador, antes de que nadie
pudiera reaccionar.
El alcalde Burke se inclinó hacia adelante con expresión incrédula:
—¡Timmy!
El vejete se deshizo en sonrisas y reverencias. Se rebuscó entre los harapos que
le servían de indumentaria. Lanzó un juramento al tiempo que abría los ojos y miró al
alcalde.
—Infiernos, la llave se me ha escurrido hacia abajo.
El alcalde pegó un respingo, cerrando los ojos con fuerza. Se puso cárdeno y
luego amoratado.
—¿Dónde está el director de producción? —dijo con una especie de ronquido.
—Lo están sacando del depósito de hollines donde acaba de caerse —Timmy
empezó a danzar con un pie, mientras trataba de pescar la llave que se le había
escurrido hacia la rodilla.
Los circunstantes acompañaban la danza del viejo, moviéndose con nerviosa
impaciencia.
El alcalde boqueó unas cuantas veces y por fin articuló:
—Vamos, Timmy... Sácala de una vez.
—¡Ajajá! —exclamó Timmy, que ahora parecía haberla cazado.
Las personalidades estaban petrificadas.
Dio una carrera y se colocó ante el ilustre visitante. Se inclinó exageradamente
por el espinazo.
—Vamos, muchacho. No le costará mucho de abrir porque hemos engrasado la
cerradura con manteca de puerco...
Se cubrió la boca y miró al alcalde.
—Oh, dispensen —agregó.
Afortunadamente, el sheriff Matt Eddy, un hombre de unos cuarenta y cinco
años, gruesos mostachos y expresión avinagrada, le dio un empellón desesperado,
remitiéndolo a segunda línea.
El alcalde Burke se convirtió en flan y chascó la dentadura un par de veces,
sonriendo al hijo de Sam Salisbury.
—Señor Salisbury... Háganos el honor.
Scott Davis asió la gruesa llave. La introdujo en la cerradura y abrió.
Una amplia sala, donde relucían tuberías y depósitos abrillantados se ofreció a la
vista de los congregados.
El alcalde Burke anunció:
—La nave número uno. Aquí se realiza el batido del petróleo antes de pasar a los
compresores.
Cuando entraron en la enorme nave, el alcalde hizo un signo clave con la mano
derecha. Se volvió hacia el hijo del senador.
—Van a presenciar el funcionamiento. ¡Ya!
El vejete Timmy se hallaba sobre una plataforma repleta de llaves y resortes. Se
carcajeó satisfecho, y dio unas pataletas, remedando un bailoteo.
Todos quedaron perplejos viéndolo allá arriba.
El alcalde tosió con enorme violencia.
—¿Dónde está el capataz? —dijo con un gallo en la voz.
—Atendiendo al director de producción, alcalde Burke. Pero no se apuren por
nada que aquí está el gran Tim- my que les dará una ración de espectáculo.
Antes de que alguien pudiera impedirlo, sé lanzó sobre las llaves.
Dio vuelta a una que estaba más a mano.
Algo retumbó por debajo de los pies de la comisión.
El murmullo subterráneo, parecido a un terremoto, hizo palidecer los rostros.
El alcalde Burke tragó saliva.
En eso, el sheriff se destacó sonriendo de dientes afuera y dijo apresura-
damente:
—Sugiero que pasemos a la nave próxima...
Era lo que esperaban escuchar todos. Comenzaron a salir apretadamente.
Alguien cerró la puerta. Lo último que vieron fue a Timmy pegando brincos por
encima de las llaves.
Al considerarse suficientemente lejos, Burke indicó que pasaran al laboratorio.
—Van a contemplar el más completo laboratorio para seguir el curso de la
refinación.
Abrió la puerta.
Todos abrieron la boca y se deshicieron en un murmullo de elogios. La
instalación estaba montada con todo lujo de detalles.
Scott Davis fue el más impresionado. Pero no contemplaba las probetas y los
tubos de ensayo.
Tenía los ojos fijos en la mujer más maravillosa que había visto en su vida.
CAPITULO IV

Ella se encontraba sobre una especie de entarimado. Se había vuelto,


sorprendida, como si no esperara la imrrupción de las personalidades.
—¡Oh! —exclamó, al reaccionar.
El alcalde Burke sonrió a Salisbury y a la muchacha.
—Señor Salisbury. Le presento a nuestra directora de laboratorio. La señorita
Gracie Custer.
Gracie era una preciosidad. Morena, de ojos muy grandes, rasgados. De talla
mediana, tenía un cuerpo de lo más lindo. Busto alto, cintura estrecha y piernas
largas y torneadas. Se la veía un poco nerviosa.
Scott Davis la repasó de arriba abajo.
—Mire, señor Salisbury, mire las cosillas que hay por aquí. ¡Je! ¿Qué le parece?
¡Qué botellitas y chismecitos! ¿Eh?
A Scott no le interesaba nada del recinto, aparte de Gracie.
Gracie ladeó la cabeza.
—El Clarín de Unionville habló acerca de usted con bastante extensión, sin omitir
la pequeña biografía que se acostumbra en esos casos. Se decía que usted también
se graduó en química.
—Estas cosas me apasionan —Scott hizo un gesto ampuloso con el brazo— La
Química... La Física... La Geometría...
Acabó repasando los encantos de la directora de laboratorio.
Gracie palmoteó, saliéndose del protocolo.
—Oh, es estupendo, señor Salisbury. Quizá quisiera consultar el libro y el croquis
de resultados. ¿Tal vez las Curvas de Graffes?
—Las curvas son mi especialidad —tosió Scott—. Mi debilidad, señorita Custer.
Vamos con las curvas.
—Qué maravilloso, señor Salisbury. Pasen por aquí.
La señorita Custer mostró al visitante los gráficos y la marcha del tinglado.
Un par de individuos se colocaron en el laboratorio y pasaron desapercibidos.
El más alto de los dos, un tipo de facciones achatadas, murmuró al oído de su
compañero:
--Lo haremos cuando lleguen a la sala de filtros, Marty.
El llamado Marty, bajó la voz, al tiempo que torcía la boca.
--No va a ser tan fácil, con tanta gente rondando, Burt.
El aludido se pasó la manaza por las facciones achatadas para ahogar una
imprecación.
—Será más fácil de lo que te crees el atrapar a ese petimetre. Tú me lo empujas
un poco cuando se cuelen por las cajas de filtros. Entonces lo sacaré de la vista de
los demás.
—No irá mal que lo acaricies con un culatazo, Burt.
—Es lo que pensaba hacer, estúpido. Apenas se me desmaye, lo sacaremos por
el hueco que hay detrás de los filtros, y lo meteremos en el carromato.
—¡Será bueno cuando el petimetre desaparezca como el humo, delante de las
narices de estos pájaros!...
Burt le soltó un revés para acallarlo.
—¿Quieres que te oigan, imbécil? No se todavía por qué me han encargado un
trabajo tan delicado en compañía de un tarugo como tú.
Marty se mordisqueó el labio dañado.
—Está bien, Burt —gruñó—. No te desboques.
Los dos tipos alargaron los cuellos, atendiendo a las explicaciones de la señorita
Custer.
La perorata del laboratorio duró un buen rato, y fue acogida con grandes
aplausos.
El alcalde vio que todo marchaba perfectamente y se quedó más animado. Trepó
al entarimado y desde allí anunció:
—¡Señoras y señores, daremos fin a la visita a la refinería, recorriendo la sala de
filtros!
Sus palabras fueron gratamente acogidas.
Cuando todos salieron, Burt y Marty se miraron.
Burt dijo:
—Prepárate, pasmado.
Al acercarse a las puertas de la sala de filtros, el alcalde tuvo un aparte con el
sheriff Eddy.
—¿Continúa encerrado allí?
El sheriff soltó un salivazo rabioso.
—Ese viejo pajarraco de Timmy... Le he dicho a mi ayudante que monte guardia
en la puerta de la nave número uno. Ese condenado sería capaz de pegarnos otro
susto si escapara de allí.
—Maldición —masculló el alcalde—. Debió vigilarlo, meterlo en la celda, algo,
demonios...
—Lo intenté. Pero hoy se necesitaban peones en la refinería. Todavía no me
explico cómo nos ha dado la sorpresa. Tampoco me aclaro con esta serie de
desaguisados que hemos tenido. El director de producción en el depósito de
hollines... la falta del capataz...
Burke pegó un codazo al sheriff al tiempo que sonreía de oreja a oreja, y el
sheriff se dio cuenta de que el ilustre visitante se aproximaba con el resto de la
comitiva.
—La sala de filtros —dijo el alcalde.
Entraron en manada, y un tipejo comenzó, a cacarear detalles, accionando por
un codazo del alcalde.
El grupo empezó a disgregarse por entre una especie de cajas metálicas que
medían un par de metros de altura y que formaban pequeños callejones entre sí.
Estaban comunicadas unas con otras por finas tuberías.
El fulano que daba las explicaciones acabó componiendo una mueca.
—Lástima que el encargado de la sala no pueda hacerles una demostración del
funcionamiento.
—¡Para eso estoy yo aquí! —se escuchó la cascada voz de Timmy sobre las
cabezas.
Un escalofrío recorrió a las autoridades.
El viejo se hallaba en otro panel lleno de instrumentos.
Burke se dirigió, con expresión tensa, hacia el sheriff:
—Bájenlo ahora mismo de ahí —masculló entre dientes.
El aludido fue a aproximarse, pero reculó al caer un bidón de la parte de arriba.
Timmy bajó una palanca y se desposeyó del raído sombrero, haciendo una
reverencia a una señora de buen ver, que contemplaba los instrumentos con
evidente prevención. El viejo se colocó el sombrero sobre el pecho y alargó el cuello
diciendo:
—Dedico esta refinación de muestra a la bella viuda de Roger que me está
contemplando en estos momentos, al señor Salisbury, y al público en general.
Acto seguido metió la palanca a fondo.
Se escuchó un silbido.
Timmy se dio vuelta con un brinco y miró desconcertado.
Las cajas experimentaron un tembleque nada tranquilizador.
El viejo se movió alocadamente por entre las manijas y palancas y por fin tocó
una que detuvo el silbido y produjo un tap-tap rítmico.
Scott se hallaba dando vueltas a unas de las cajas, cuando de pronto vio un par
de manazas que se cernían sobre él. Separóse un poco como si no se hubiese dado
cuenta, siempre vigilando por el rabillo del ojo.
Cuando el tipo apostado se abalanzó, Davis volvióse raudo y soltó la diestra.
—¿Decía algo, alcalde Burke? —Al mismo tiempo la mano chocó como al azar
contra el fulano que se le venía encima.
El golpeado cayó entre dos cajas muy juntas, y quedó empotrado.
Scott se volvió, solícito.
—¡Oh, perdón!
Se inclinó bruscamente, para ayudar.
Fue cuando otro sujeto saltaba hacia él.
Pero el otro atacante surcó por encima de la espalda de Scott, y se propinó un
terrible golpe de cráneo contra una de las cajas metálicas.
Para entonces, el alcalde y varios se habían acercado.
Davis tendió la mano al primer tipo y lo sacó violentamente de entre las cajas.
—No sabe cuánto lo siento, muchacho.
Se trataba de Burt, que masculló tratando de contenerse.
—No tiene importancia, señor Salísbury.
Scott pestañeó como si descubriera al segundo individuo medio inconsciente. Se
llevó la mano a la boca como si quisiera ahogar una exclamación y dijo:
—¿Qué le ha pasado a ese buen hombre?
Burt dijo entre dientes:
—Se ha caído —sonrió rabiosamente—. Es que le dan ataques epilépticos.
—Pobre muchacho —alzó Scott las cejas—. Necesitará árnica.
El alcalde Burke asió al hijo del senador del brazo, y lo alejó oportunamente.
—¿Se da cuenta del funcionamiento de las cajas filtradoras?
Scott cerró los ojos como embargado por el tap-tap del filtrado.
—Perfecto —suspiró beatíficamente.
Las autoridades imitaron el gesto y repitieron lo dicho por Salisbury y porque fue
considerado del mejor gusto.
Entonces se produjo el incidente.
Primero se escuchó una réplica del primer temblor que habían percibido.
Los más cercanos a la puerta empezaron a batirse en retirada.
Pero no llegaron a tiempo.
Arriba, en la plataforma que ocupaba Timmy, sonó una pequeña explosión que
arrancó al vejete un alarido y lo hizo descolgarse por una tubería como si fuera una
rata.
Una de las cajas se abrió con estruendo por la parte de arriba y lanzó una ola de
petróleo negro como el infierno.
La ola los atrapó a todos de lleno.

CAPITULO V

La confusión estalló en los segundos siguientes.


El alcalde Burke salió disparado el primero, a pesar de sus cien kilos de peso.
Pero se debía a que la ración que le tocó a él estaba más caliente que la de los
demás. Se le asaban los cuartos traseros.
La puerta de la sala de filtraje comenzó a vomitar seres ennegrecidos.
Grace Custer, acudió al escuchar el estruendo, y lanzó un grito penetrante al
hacerse cargo del accidente.
Vio renquear hacia ella a un individuo embadurnado de arriba a abajo, quien
tronó:
—¡Hagan algo por el señor Salisbury!
Grade pestañeó.
—¿Qui... quién es usted?
—¡El sheriff Eddy, infiernos!
—¡Oh!
—¡Busquen al hijo del senador!
Gracie Custer miró aterrorizada a la serie de negros personajes.
De repente, lanzó un grito entrecortado:
—¡Señor Salisbury!
Lo reconoció porque Scott se hallaba embadurnado sólo de la cintura hacia
abajo.
Se encontraba perfectamente. Pero lanzó un gemido, derrumbándose en el suelo
cuando vio acercarse a la belleza.
—¡Señor Salisbury! —repitió Gracie.
—Estoy muy mal, señorita Custer.
—Oh, no...
—Tengo una pierna rota.
Gracie dio un chillido impulsivamente.
Retorció las manos y, después de tragar saliva, alargó sus brazos hacia el
herido.
—Mi laboratorio... Vamos a mi laboratorio.
Quien vino a estropearlo todo fue el sheriff Eddy, que se acercó raudo, patinando
como si estuviese sobre una pista de hielo.
—¡Señor Salisbury!
—Hola, sheriff. Déjeme morir en silencio.
—¡Infiernos, no me perdonaría nunca que le hubiese ocurrido algo malo! ¿Alguna
lesión importante?
El alcalde llegó haciendo eses. Mantenía el equilibrio a duras penas.
—¡Apóyese en mi hombro señor Salisbury!
Scott le dio un empellón disimulado, y lo hizo caer de bruces en el petróleo.
El sheriff acudió en ayuda del alcalde, secundado por el ayudante.
Sin embargo, Scott y Gracie no pudieron recorrer mucho camino.
Fueron alcanzados en la misma puerta del laboratorio por las autoridades.
Entraron todos a trompicones.
Scott le echó el ojo a un diván, y se dejó caer en él. El sheriff vomitó en un rincón
el petróleo que había tragado, y el alcalde procedió a limpiarle la cara y el cuello.
Scott lanzó un quejumbroso gemido. Gracie corrió hacia él.
—¿Cómo se encuentra, señor Salisbury?
—Muy malito.
Gracie miró hacia los recipientes que había a su alrededor, y de pronto se fijó en
uno.
—Aquí hay algo que le irá bien. Jarabe de pita mexicana. Es una especie de
sedante que le sentará de maravilla.
—Oiga, señorita Custer. Me encuentro mejor.
Gracie se volvió empuñando un frasco lleno de una sustancia oleosa. Sonrió
como se hace con los niños.
—Tiene que beberlo.
—No.
—Ande, no sea malo.
Scott empezó a incorporarse en el diván. Había esperado que ella le prodigara
otros cuidados y ahora resultaba que le endosaba un menjunje de mil diablos. Había
oído hablar del jarabe de pita, y algunos testigos juraban qué era peor que el ricino,
aunque muy bueno para el histerismo.
—Señorita Custer —dijo tomando impulso para saltar lejos—. Le aseguro que ya
me encuentro bien.
—Vamos, abra la boca.
—Ni hablar.
—Si es por su bien, señor Salisbury. Se encontrará mucho mejor luego que lo
tome.
—Nones.
Gracie apretó los labios en muda amonestación e hizo mi ademán significativo a
las autoridades.
El sheriff acababa de despacharse en el rincón, y gruñó al tiempo que saltaba
sobre Salisbury. También lo hizo el alcalde y el ayudante del sheriff.
Gracie apoyó una rodilla en el abdomen de Scott y empuñó la botella.
—Ahora, señores —dijo con firmeza.
Se produjo un amasijo de brazos, rostros y cuerpos forcejeantes.
Se escuchó el gorgoteo del líquido al ser tragado a la fuerza.
De repente, el montón de cuerpos se disgregó ante el esfuerzo de unos brazos
poderosos.
El sheriff inició un endemoniado bailoteo, al tiempo que se llevaba las manos a la
garganta.
La muchacha y los hombres lo miraron, perplejos.
El ayudante fue el primero en resollar:
—Demonios, le hemos dado el jarabe a mi jefe, con tanto lío.
Scott aprovechó el momento para salir del laboratorio cuando Eddy atrajo al resto
de los visitantes con roncos alaridos.

CAPITULO VI

Un par de horas después, Scott Davis Se hallaba frente al espejo del hotel. Se
acababa de enfundar en otro traje del hijo del senador. Le quedaba un poco
estrecho, pero ello sólo hacía que resaltara su poderosa anatomía.
En eso apareció Miqueas.
—Tiene visita, señor Salisbury —Miqueas alargó el cuello, tratando de parecerse a
los mayordomos del teatro.
—¿Sí, Miqueas?
El criado carraspeó.
—Se trata del profesor Kokovitch.
Scott frunció el entrecejo.
—Hazlo pasar, muchacho.
Miqueas pegó un silbido.
En eso entró el rubio Salisbury, vestido estrafalariamente. Se cubría con un
sombrero de copa, guardapolvo blanco y botas hasta las rodillas.
—Dios mío, Scott. No sabes las noticias frescas que traigo.
Scott Davis abrió los ojos porque los había cerrado con fuerza al ver el disfraz del
rubio.
—¿Qué ocurre, Clay?
Clay Salisbury se dejó caer en un sillón.
—Estoy empezando a columbrar lo que se guisa en torno nuestro, Scott.
—Debe ser interesante.
—Primero tendrías que saber un poco de una misión que tiene mi padre entre
manos. Sólo así lo comprenderás bien.
Scott sentóse en el brazo del otro sillón. Alcanzó la botella de whisky de sobre la
mesa y se racionó un par de tragos.
Sin abandonar la botella, señaló al rubio.
—Suéltalo, muchacho.
—Me ha costado bastante encontrar una conexión entre la misión de mi padre, los
anónimos y lo que se guisa en Unionville.
—Empieza por la misión del viejo.
Clay cabeceó, asintiendo.
—Mi padre fue nombrado presidente de la Comisión Grant para la represión de
las organizaciones que cobran tarifas abusivas en los transportes.
—Continúa, Clay.
—En las horas que ando por ahí en mi papel de profesor de Geología, he hurgado
un poco el asunto de Unionville. ¿Sabes por qué se han esforzado tanto en crear
esa refinería, muchacho?
—Tú lo dirás porque estás en plan de sabueso —replicó Scott.
Clay asintió, preocupado.
—Los dueños de las explotaciones petrolíferas tienen que contratar a los
porteadores para que lleven el petróleo en bruto hasta los embarcaderos a cientos
de millas de aquí.
—Adelánte, Clay.
—La situación es la siguiente. Esos tipos de los carromatos cubas trabajan
aparentemente aislados. De ojos afuera, parece que cada tipo de ésos dispone de
dos o tres carromatos, y se ofrecen a los explotadores de petróleo para llevarles la
carga a puerto seguro. Sin embargo, todos vienen a cobrar lo mismo. Diez dólares
por cada veinticinco galones de petróleo.
—Vaya, eso resulta más cómodo y beneficioso que asaltar diligencias.
—¿Te das cuenta? Es un robo descarado.
—Bien, sabueso de ocasión. ¿Puedes decirme qué han hecho los dueños de los
pozos?
—Lo de razón. Protestar.
—Y apuesto que se quedaron como el negro del sermón.
—Sí. Los pies fríos y la cabeza caliente. Los transportistas amenazaron con
dejarles el petróleo en la estacada. Entonces se produjeron algunas escaramuzas.
Hubo tiros, aparecieron algunos tipos muertos y, para redondearlo, se volaron un par
de pozos con dinamita.
—Total, la guerra fue ganada por los de las cubas.
—Acertaste, Scott. Los tipos del transporte se negaron en redondo a cargar, y se
produjo el pánico. Entonces todo se arregló con un nuevo aumento de precio por
cien galones.
—¿De qué organización hablaste antes, muchacho? No pierdas el hilo.
Clay Salisbury se mordisqueó el labio inferior.
—Allá voy, Scott. Los porteadores no trabajan por su cuenta. Dependen de una
organización que es el verdadero amo de hombres y carros-cuba. Esa organización
que trabaja en la sombra y i o pone todo en orden es la que alquila a tipos de
revólver para resolver las situaciones y otras cosidas por el estilo.
Scott apretó las mandíbulas.
—Lo veo claro como el día.
—¿Te das cuenta, Scott? Cuando pegué el salto fue en el momento que
comprendí la misión del senador Sa- iisbury. Mi viejo ha sido nombrado presidente
de la Comisión Grant para reprimir a esos abusos en las principales zonas
petrolíferas. Existen unos agentes especiales que remueven en el cieno. Ellos
sacarán a la luz toda la verdad. Presentarán a la Comisión Grant el resultado de las
investigaciones y, entonces, mi padre y los demás de la Comisión dejarán caer todo
el peso de la ley.
Scott apuntó con un dedo entre los ojos del joven rubio.
—Ahora entras tú en el ajo.
—¡Lo has acertado, Scott! —exclamó Clay—. Yo soy la víctima propiciatoria del
desaguisado. Sospecho que me quieren echar mano para obligar al senador a que
abandone las investigaciones.
—Tan sutil como un serrucho —murmuró Scott, pensativo.
—Demonios, nunca daré bastantes gracias al cielo por haberte encontrado.
¿Habrá un tipo tan loco que quiera ocupar mi puesto en una situación tan candente?
—Sería un chiflado —apuntó Scott, que ahora daba vueltas en su cabeza a la
información del rubio.
Clay abandonó el sillón y comenzó a pasearse nerviosamente.
—Lo que me pone los pelos de punta es que se descubra de la noche a la
mañana que tú no eres yo.
—Ya te dije que te quedaras en Saint Louis.
—Infiernos, sí. Aquella pelirroja del doce que me recomendaste no estaba maleja,
aunque tenía las caderas un poco bajas. ¿Por qué tendría yo que seguirte, Scott?
Scott Davis aprovechó uno de los viajes del rubio para ponerle la mano en el
hombro.
—Yo te lo diré, muchacho. Un tipo de verdad nunca escurre el bulto.

***

—Es mi secretario particular —dijo Scott Davis, señalando a Miqueas cuan- do


entraron ambos en la sala de juntas del Club Petrolífero.
Un grupo de hombres bien trajeados acudió al paso del hijo del senador.
E1 alcalde Burke se las ingenió para doblar el abultado abdomen en una
reverencia.
—Señor Salisbury... Esta simpática reunión tiene como objeto borrar la
desagradable impresión que pueda haber producido en usted el desgraciado
incidente de la refinería.
El secretario del alcalde cuchicheó por detrás:
—Esta vez le ha salido redondo, jefe.
Burke tosió protocolariamente.
—Señor Salisbury, tengo el honor de presentarle a Daniel Hallakey, el director de
la refinería.
Scott estrechó la mano de un tipo corpulento, de ojos inteligentes y pelo
ensortijado.
Burke continuó las presentaciones.
—El señor Wool, dueño de una de las mejores explotaciones... El gran Anthony
Conquest, agente de asuntos petrolíferos, y su socio, el señor Ballone.
Scott estrechó las manos de Wool, otro sujeto de rostro lleno de ojos vivaces,
pero prestó atención a los dos socios en asuntos petrolíferos.
Tenían la expresión de dos aves de rapiña. Conquest era alto, de nariz aguileña
y todo músculo. Ballone era bajo y musculoso. Lucía la nariz rota.
El alcalde palmeó, alborozado, y anunció:
—Esta simpática reunión será amenizada por un servicio de helados. ¿Tienen la
bondad de pasar a la mesa de juntas?
La propuesta del alcalde fue acogida con un murmullo de agrado.
En aquel momento, se aproximó Grade Custer, increíblemente hermosa, aunque
se apoyaba en el brazo del feo Michael Wool, el importante dueño de pozos.
Scott notó que el corazón le golpeaba con violencia, y estrechó la mano de
Grade, jurando que era seda.
—¿Está ya más repuesto del susto, señor Salisbury?
Scott hizo una mueca.
—Oh, no me lo recuerde, señorita Custer.
Ella hizo chispear sus negros ojos.
.—Creí que no iba a contarlo, señor Salisbury.
—No lo hubiera contado, de haber bebido el jarabito.
Grade se llevó una mano a la boca para ocultar la sonrisa.
—El pobre sheriff se encuentra mucho mejor.
Michael Wool lanzó una risotada por su boca como una cueva.
—¡Jarabe de pita mexicana! ¿Conque le dieron eso al viejo de la estrella?
Recuerdo que me fugué de casa cuando tenía ocho años por una cosa así.
Todos rieron. Excepto Scott, que se quedó mirando a Wool con una mueca.
Iba a formularle la réplica adecuada cuando el alcalde palmeó para anunciar:
—¡El helado!
Las cortinas del fondo se abrieron dejando paso a dos hombres que empujaban
una bandeja con ruedas llena de copas colmadas de helado, rematado por sendas
guindas.
Los dos individuos iban vestidos de blanco.
Eran Burt y Marty. Los dos tipos que intentaron atacar a Salisbury. Sin embargo,
el disfraz era bastante bueno, porque llevaban dos gorros blancos atascados hasta
las orejas.
Se detuvieron un momento entre las cortinas, mientras sonaban aplausos de
bienvenida al helado.
Burt y Marty oyeron con claridad la voz del individuo oculto que les hablaba a
través de los pliegues de la cortina:
—A ver si esta vez lo hacéis bien, estúpidos. El helado de pifia número cinco es
para Salisbury. La guinda solamente, tiene bastante carga para dormir a un elefante.
Cuando empiece a cerrar los ojos, sólo tendréis que darle un pequeño empellón y
caerá por el hueco que oculta el cortinaje a sus espaldas. Si falláis esta vez, os juro
que os despellejaré poco a poco. ¿Entendido?
—Sí, jefe —respondieron Burt y Marty en voz baja.
A continuación, echaron a andar, empujando la bandeja con el helado.

CAPITULO VII

Mientras el alcalde le pegaba a otro discurso, apuntado por lo bajo por su


secretario, Scott Davis posó la mano sobre la de la bella Gracie, que se hallaba
sentada a su lado.
—Gracie —dijo con la voz empañada.
Ella se volvió hacia él y le sonrió.
—¿Qué, señor Salisbury?
Scott se contuvo al notar ciertas miradas sobre ellos. Pero apenas podía resistir
la proximidad de la muchacha. Sentía unos deseos enormes de tomarle la muñeca,
el brazo. Abrazarla.
—Verá, Gracie —carraspeó—. Me gusta.
—¿Le gusta, señor Salisbury? ¿El qué?
Scott se aclaró la voz otra vez y dijo lo primero que se le ocurrió:
—Me gusta su helado de vainilla.
—Pero si no es vainilla. También es de pina. ¿Sabe una cosa, señor Salisbury?
Scott se aproximó todavía más cuando ella bajó la voz:
—Dígamela.
—A mí tampoco me gusta el helado de piña.
Los dos rieron.
Anthony Conquest torció la cara. Evidentemente, estaba por los huesos de
Grade, y le molestaba verla simpatizar con el hijo del senador.
Gracie se volvió hacia Conquest y mostró una expresión traviesa.
—¿Quiere decirle a su socio si desea cambiar los helados por los nuestros? El
señor Salisbury y yo odiamos la piña.
Anthony frunció el entrecejo y por fin gruñó:
—A mi socio y a mí nos pasa lo mismo.
—Sea bueno —rogó mimosamente Gracie.
Y en un momento dado, cambió resueltamente los helados de los dos socios por
los del joven y ella.
Todo pasó en unos segundos.
Conquest y Ballone miraron con rencor al helado de pifia porque de veras no les
gustaba.
Y le pegaron el cambiazo a sus vecinos más próximos.
Uno de los helados le tocó a Wool, quien parecía estar pendiente del discurso.
Pero de repente dirigió un ojo al nuevo helado.
Lo pasó a un tipo ensortijado que había enfrente.
En pocos segundos, la mesa del refrigerio se convirtió en un juego de «pásame
la copa». Cada cual trataba de traspasarle el helado al que estaba más cerca.
El alcalde terminó el discurso y fue premiado con una salva de aplausos.
Su señora, una dama de ciento seis kilos, lo miró arrobada y le quitó la guinda
del helado que tenía delante. Se la comió.
Los reunidos dieron cuenta del contenido de las copas, en un ambiente de franca
cordialidad.
La esposa del alcalde Burke torció el cuello de pronto y se durmió.
Los dos tipos de los uniformes blancos, Burt y Marty, movían las cabezas,
completamente perplejos.
El sheriff Eddy contemplaba su copa, con el rostro amarillento, por los terribles
efectos del jarabe de pita. Por fin se animó a pegar una cucharada. Le gustó y
empezó a darle de firme al helado.
El alcalde, en un momento dado, se dirigió a los reunidos:
—Ahora el sheriff tiene algo que decimos.
Eddy se arrancó la servilleta anudada al cuello y la pasó por las fauces.
—Señoras y señores... —dijo, y de repente cerró los ojos y abrió la boca, emitiendo
un ronquido.
Burke saltó perplejo, y le examinó el rostro.
—¡Santo cielo! —¡Se ha dormido en pie!
Lo hizo sentarse. Los ronquidos del sheriff fueron coreados por los de la señora
Burke.
De repente, alguien maldijo terriblemente detrás de las cortinas ante las que se
hallaba el hijo del senador.
Todos se volvieron hacia allí.
Vieron a tres individuos enmascarados, armados de sendos revólveres.
Dos señoras gritaron, cayendo desmayadas sobre los asientos.
Burke abrió la boca, perplejo.
—¿Qué significa esto? —rugió.
El pistolero del centro del trío, un tipo alto y rubio, señaló con el «Colt» al
homenajeado.
—Significa que nos vamos a llevar al muchachito.
Scott lanzó un grito de horror y comenzó a correr.
Los tres pistoleros empezaron a pasarlo bien.
—¡Que nadie se mueva mientras cazamos a este pimpollo!
Los miembros del refrigerio se dispersaron por la sala de juntas.
El pistolero rubio ordenó:
—¡A callar todos! Nadie sufrirá ningún daño, si no tratan de impedir que nos
llevemos a Salisbury.
Scott se vio solo en medio de la sala de juntas.
Se acercó una mano a la boca como si fuese presa del pánico.
—jNo!
El pistolero rubio se aproximó con los otros dos individuos armados.
—Vamos. Tenemos órdenes de llevarte con nosotros.
Scott apuntó con un dedo a los revólveres.
—¡Guarden esas horribles armas o voy a desmayarme!
El rubio sopesó el «Colt».
—¿Horrible? ¿Oís eso, muchachos? Este tipo es una monada.
Los pistoleros rieron.
Scott danzó nerviosamente.
—¡Ayúdenme! —gargarizó con expresión aterrorizada.
Nadie movió un dedo.
El pistolero Jim comenzó a correr tras él por el centro de la sala.
Scott lanzaba agudos gritos cada vez que escapaba a las zarpas del tipo.
El rubio perdió la paciencia.
—Se la ganó, hijo de senador. Vamos a llenarle de plomo las piernas para que el
peso no le deje correr...
Scott cayó en los brazos del forajido Jim.
—¡Agárreme, Jim! ¡Todo me da vueltas! ¡Estoy perdiendo el sentido! ¡Se me nubla
la vista! ¡Se me nubla...!
Scott se asió a la mano armada.
Se escapó un tiro.
Se produjo un aullido general.
La bala había alcanzado al tercero de los pistoleros en el brazo, y soltó el «Colt»
como si quemara.
—¡Maldición!
El rubio danzó también para acercarse a Jim y al hijo del senador, que acababa
de desplomarse desmayado.
—¡Póngase en pie, bastardo! —rugió el rubio, lleno de cólera—. ¡Póngase en pie o
le hago un relleno por la parte baja!
Scott lanzó un chillido, empezando a temblar.
Lo interrumpió cuando se incorporaba temblando de pies a cabeza, pero ahora
tenía en la diestra el revólver del herido.
—¡Socorro! ¡Quítenme este revólver! ¡Se me ha enganchado en el dedo!
Trató de desembarazarse del arma, pero no podía aparentemente.
El rubio retrocedió con prevención.
Scott empezó a contorsionarse como si el «Colt» que tenía en la mano fuera una
serpiente que se le hubiese agarrado.
—¡Ayúdenme a quitarme esta horrible arma de la mano! ¡Se me va a disparar!...
Se le disparó.
El rubio empezó a lanzar fuego para romperle las piernas, porque le interesaba
atraparlo vivo.
Pero nunca lo consiguió.
Scott se movió como una cabra pegando brincos en el monte, y entre salto y
salto escupía un proyectil y un grito.
Una bala peinó a Jim y le dejó raya para siempre. Le partió el cráneo.
Otra descolgó un reloj, que se estrelló contra la monda cabeza de un tipo obeso.
Un tercer proyectil le hizo la trepanación al rubio. Le entró por el pómulo y le salió
por detrás de la oreja.
El diabólico revólver escupió otro balazo y fue a hundirse en las tripas del
pistolero herido, que intentó ensartar a Scott por la espalda.
Davis se desembarazó por fin del arma. Subióse en la mesa del refresco, como
presa de un ataque de histerismo y, tras recorrerla, fue a caer muy cerca de Grade,
que contemplaba la escena con los ojos muy abiertos.
Cayeron al suelo. Ella quedó sentada y Scott se las arregló para relajarse,
apoyando la cabeza en su regazo.
—¡Ha perdido el conocimiento! —lo acarició solícitamente.
Scott estaba en la misma gloria, y no se movió.

CAPITULO VIII

El sheriff se cambió de lugar la bolsa de hielo en su entrecana cabeza y al


hacerlo, emitió un quejido.
—Primero bebo por accidente una ración entera del condenado frasco de jarabe.
Luego, me atizan un narcótico, y para postre, se produce un atentado contra el hijo
del senador cuando estoy durmiendo. ¿Quieren decirme qué diablos puedo yo hacer
en estas condiciones?
Los cinco hombres reunidos en la oficina del sheriff cambiaron palabras entre sí.
Michael Wool apoyó las manos en el escrito del sheriff, y le dirigió una mirada
cargada de indignación.
—Usted debió tomar las medidas necesarias, antes de la llegada de Salisbury.
Debió meter en vereda a los sospechosos. Limpiar un poco la ciudad, es una
palabra. ¡Eso era lo que debía haber hecho!
El sheriff abrió la boca para replicar, pero la bolsa de hielo se le escurrió por la
cara y la atrapó a manotazos.
Wool continuó golpeando en caliente.
—Debió extremar la vigilancia. ¿De dónde eran esos tres tipos que aparecieron
en la fiesta, sheriff? Yo se lo diré. Eran tres sujetos apestosos. Tres vagabundos que
se dedicaban a haraganear por la ciudad y aceptaban toda clase de trabajos.
El sheriff se aplastó con rabia la bolsa de hielo.
—i Primero me inutilizaron a mí para llevar a cabo sus propósitos, señor Wool!
Fueron demasiado listos. Sabían que lo mejor era sacarme de la circulación, y así
atacarían a Salisbury. Y eso no se le ocurre a un trío de tarugos.
—¿Qué quiere decir? —intervino Anthony Conquest, que se hallaba al lado de su
socio Ballone.
El sheriff dirigió una mirada terrible a su alrededor.
—Quiero decir que todo estaba planeado por algún individuo que todavía anda
suelto. Eso es lo que quiero decir.
Todos se miraron perplejos.
Daniel Hallakey, él director de la refinería, era un sujeto alto, bien trajeado, con
ojos inteligentes.
—El sheriff puede anotarse un acierto.
Wool hizo un gesto agrio.
—¿También usted, Hallakey?
—Sí, señores —asintió Hallakev, sentándose en el escritorio para acarear mejor a
los presentes—. Y no hace falta que disimulemos más.
Anthony Conquest ladeó la cabeza.
—¿Quién disimula?
Hallakey se dejó caer del borde de la mesa y, a medida que paseaba por la zona
despejada, movió el dedo índice al estilo de los fiscales.
—Sabemos demasiado que existe una organización que es la dueña de los ca-
rromatos-cubas. Y precisamente la organización está siendo hostigada po: su gran
enemigo. La Comisión Grant. Esa comisión está dirigida por el senador Salisbury.
¿Qué ven ustedes inmediatamente? Salta a la vista. Los poco escrupulosos sujetos
que dirijen esa organización en el incógnito, aprovecharán la visita del hijo de
Salisbury. Están ya actuando en función de ello. —Hizo una pausa que tuvo registros
dramáticos—. Podemos apostar a que ese inocente muchacho sufrirá tarde o
temprano las represalias de la organización. Hoy ha quedado demostrada nuestra
impotencia para evitarlo.
Tras las palabras de Hallakey, se produjo un largo y penoso silencio.
De pronto, Anthony Conquest se destacó, pegando un fuerte puñetazo en la
mesa del sheriff.
—¿Vamos a consentir eso, infiernos? —rugió.
Todos vieron cómo su nariz aguileña se parecía más a un pico, debido a la
expresión del rostro.
El sheriff tragó saliva.
—Yo me encargaré de que no ocurra, señores. Pero les ruego hagan sugeren-
cias.
Hallakey se volvió hacia él. Sonrió con los dientes largos.
—Yo trabajaré por mi cuenta.
—¿Usted? ¿Qué va a hacer?
—Encargaré a dos buenos tipos con el «Colt» que se peguen a los talones de
Salisbury y lo cubran con sus cuerpos y sus armas, en el momento en que alguien
intente algo.
Nadie resolló.
Ballone se aproximó a Conquest, palmeándole la espalda.
—No te emociones demasiado, Anthony. Es malo para tu corazón.
El sheriff se arrancó la bolsa de hielo y, tras dirigir una mirada de odio, la envió
contra el archivo de delincuentes.
—Yo tampoco voy a estar mano sobre mano, señores. Nombraré una serie de
comisarios secretos que vigilen los pasos de Salisbury. No querría pensar la que se
armaría si al chico le hicieran algo malo.
Hallakey sacó un pañuelo, con el que se enjugó el sudor de la frente.
—Celebro que hayan tomado én consideración mis palabras. No me perdonaría
nunca que al hijo del gran Sam le tocasen un cabello.
Conquest sacudió la cabeza.
—Deben admitir que ese muchacho, Clay, tiene poca sangre en las venas.
Aquellas palabras produjeron un ambiente de frialdad. Todos miraron a
Conquest, el cual sonrió desafiante.
—¿Qué hay de malo en reconocer las cosas? ¿Vieron al petimetre en la sala de
filtros?... Dios mío, qué escena, corriendo de un lado para otro.
El sheriff carraspeó.
—Bueno, pero se cargó a tres tipos.
—Y, ¿cómo se los cargó? Temblando como una mujer... Escupiendo plomo sin
saber adónde lo dirigía.
Billy Fondon, el ayudante del sheriff, que estaba sacando brillo al cañón de su
revólver, emitió una risita.
—Oiga, señor Conquest, nunca vi una triple carambola mejor hecha.
—Puro azar —dijo Conquest—. Aunque yo celebro que el hijo del senador tenga tan
buena estrella.
—En cambio, mi jefe la tiene apagada. Todo lo malo se lo está cargando él.
—¡Billy! —gritó el sheriff—. Te he dicho que no quiero bromas.
—Perdone, jefe. Ya estoy callado.
Sobrevino una pausa que interrumpió el propio sheriff:
—Bueno, caballeros, haré el resumen. Nos ha tocado un hueso duro de roer. Tal
como ha dicho el señor Conquest, el hijo del senador corre un evidente peligro. Pero
aquí estamos nosotros para impedir que esos condenados se salgan con la suya...
Conquest hizo una señal a su socio, yendo los dos hacia la puerta. Antes de
salir, Conquest volvió la cabeza.
—Resulta curioso pensar que mientras nosotros nos estamos preocupando por la
vida de Salisbury, él debe tomar la tila en raciones de a litro...

CAPITULO IX

—¿Otra botella de a litro, señor Davis? —exclamó Miqueas—. Infiernos, usted bebe
el whisky como si fuese agua.
—Miqueas, ¿es que no consigues llamarme por mi nombre de pega? Soy Clay
Salisbury. Si no lo tienes en cuenta, llegará un momento en que saltará nuestro plan.
—Lo siento. Soy un zoquete...
Miqueas fue a un armano y lo abrió, sacando de su interior una botella de whisky
que estaba por empezar.
—No eres tan torpe como crees —sonrió Scott—. Fuiste previsor.
—Adquirí tres botellas, teniendo en cuenta su facilidad para despachar esta clase
de jarabe.
Davis se atizó un trago de la nueva botella. Estaba tendido en la cama.
Se puso en pie, dejando la botella en la mesilla de noche y pasó al cuarto de
baño, donde se peinó.
—¿Es que va a salir? —preguntó Miqueas—. No tiene, que asistir a ningún acto
hasta la noche, en que se celebrará ese baile en su honor.
Davis alcanzó una pequeña botellita que había sobre una repisa, y la llenó de
agua. Luego pellizcó el jabón y metió el trozo en el pequeño frasco. Lo agitó hasta
que el agua disolvió las partículas. Miqueas lo miraba perplejo.
—Voy a pedir a cierta persona que lo analice.
—Oiga, no necesita hacer eso. Debe estar dormido... Sólo contiene agua y jabón.
Davis salió del cuarto de baño y palmeó el hombro de Miqueas en su camino
hacia la puerta.
—Compañero, ¿de qué está hecho ese jabón? ¿Qué cantidad de cloruro sódico
hay en el agua? He aquí el problema.
Miqueas giró como un sonámbulo, mientras Scott salía de la estancia.

***

Gracie Custer levantó la probeta conteniendo el petróleo que estaba sometido a


análisis.
De pronto unas manos le cubrieron los ojos.
—Analíceme a mí —dijo una voz.
—Con mucho gusto.
—Empiece. La escucho.
—Tiene un peso de noventa y dos kilos, de los cuales más de la mitad son de
agua y un tercio de grasa. Necesita vitamina C y dormir menos.
Las manos se retiraron de sus ojos y ella volvió la cabeza. El hombre que tenía
ante sí estaba un poco pálido. Era Anthony Conquest.
—Se ha confundido, Gracie. Apuesto a que pensó que era el alcalde.
—No. Mantengo lo que he dicho.
—Gracie —dijo Anthony con voz ronca—, ¿por qué es usted así?
—¿Cómo, señor Conquest?
—Tan lejana y tan próxima al mismo tiempo... Si, la tengo cerca, pero siento la
sensación de que se halla a cien millas de aquí.
—Tiene una solución, señor Conquest. Póngase en camino y vaya donde supone
que me encuentro.
Conquest captó la ironía de la muchacha porque se puso rojo.
—Gracie, es usted demasiado cruel.
—Se equivoca. Soy miembro de la Sociedad Protectora de Animales. Me en-
ternecen los perros desvalidos.
—Gracie, no me gusta que trabaje como lo hace...
—A mí me gusta.
Conquest se atrevió a tomar las manos de la joven.
—No, estos dedos no han sido hechos para el trabajo... Mírelos.
Las manos de la joven estaban manchadas y olían a petróleo.
—Señor Conquest, me gusta mi profesión de analista químico, y solicité este
puesto en las refinerías de Unionville. He colmado todas mis ambiciones.
—Oh, no, usted no puede decir eso.
—¿Por qué no?
—Usted es mujer, Gracie, y, si me permite decírselo, una mujer hermosa, bella.
Debe aspirar a algo más que a permanecer aquí entre estas cuatro paredes
malolientes, recibiendo a patanes, escuchando sus palabras soeces, trabajando
para ellos.
Gracie logró soltarse una mano. Pero Conquest apretó la otra con fuerza para
retenerla.
—Sus dedos queman, señor Conquest.
—Ha dicho una gran verdad. Mis dedos queman. ¿Y sabe por qué?
—Bebió un trago de petróleo cuando recibió el baño que les envió Tim- my. El
petróleo ha ensuciado su estómago. Ello ha producido una profunda transformación
en su metabolismo, que ha concluido por dar lugar a un acceso de fiebre.
Conquest apretó los dientes, rabioso.
Aquella mujer lo sacaba de sus casillas. Estaba loco por ella. Se había prometido
cien veces que sería suya y de nadie más, pero ya habían transcurrido varios meses
desde que la joven llegó a Unionville, y el asedio al que él la había sometido no
rendía sus frutos.
Lanzó un aullido al sentir el fuego en los cuartos traseros. Se volvió rápidamente
y gritó otra vez al ver que el calor no procedía de su sangre sino de la llama de un
soplete.
Al otro lado de la mesa donde estaba el soplete se alzaba la figura del hijo del
senador, Clay Salisbury.
—Perdone, señor Conquest. ¿Cómo se para esto, señorita Custer?
La joven se apresuró a correr hacia el soplete, cubriéndose la boca con la mano
para no soltar una carcajada. Con mano hábil dio una vuelta a la llave y el soplete
dejó de funcionar.
Conquest sintió deseos de sentarse sobre un cubo de agua porque su pantalón
echaba humo, pero empezó a golpearse con las manos, después de llegar a la
conclusión de que no podía hacer tamaño ridículo delante de la mujer que deseaba.
—¿Le quemé, señor Conquest? —preguntó Scott Davis.
—Oh, no, de ninguna manera —repuso el agente de petróleo, oliendo a car ne
quemada. No podía permanecer allí ni un segundo más—. Lo siento, señorita Custer,
pero he de marcharme a resolver un asunto urgente —dijo y, sin esperar una
respuesta, galopó hacia la salida.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Gracie lanzó la carcajada que durante unos
minutos había tratado de contener.
—Me alegro de que esté de tan buen humor —dijo Scott.
Ella dejó de reír poco a poco y quedóse mirando al joven.
—¿Por qué lo hizo?
—¿El qué?
—No se haga el tonto. Ya lo sabe. Puso en marcha el soplete intencionadamente.
Scott se rascó detrás de una oreja.
—Bueno, Gracie, sentí celos. El le había tomado la mano y, por lo que escuché,
me pareció que las cosas iban a pasar a mayores.
—Es usted un truhán.
—¿Cómo dice?
—Le advertí que conocía su biografía.
—¿Qué parte de ella?
—Toda.
—Fui muy buen chico de pequeño.
—Sólo hasta que aprendió a andar, cosa que ocurrió a los catorce meses. Hasta
en eso salió adelantado. Desdes entonces no ha dejado de hacer de las suyas.
—Mi abuelo me decía: «De un niño tonto sólo se pueden esperar tonterías. Un
travieso puede llegar a ser algo grande».
—Inmoral.
—No me diga eso de mi abuelito... El se consideraría muy satisfecho si la
conociera a usted.
—¿Qué dice, señor Salisbury? Su abuelo falleció hace seis años.
—Estaba hablando en sentido figurado —Scott dirigió la mirada al techo—. Abuelo,
mírala... No hay otra como ella. Te lo prometí, abuelo, te lo prometí... Te dije que el
día que llegase a encontrarla, todo se acabaría.
La joven cruzó los brazos y miró también al techo.
—¿Qué le dice el abuelo?
—¿No lo ha oído? Lo ha dicho claramente. Sus palabras han sido: «Clay, si no
aprovechas la ocasión, en cuanto llegues por aquí no te voy a dejar un hueso sano».
—Y, naturalmente, usted piensa aprovechar la ocasión.
—Ya sabe, sólo por quedar bien ante el abuelo...
—Muy bien, puede empezar.
—¿Eh?
—Yo no puedo consentir que el abuelo le quiebre los huesos, señor Salisbury...
Scott se pasó un dedo por el cuello de la camisa.
—Entonces usted dice que...
—Vamos, ánimo.
Davis rodeó la mesa y se acercó a la joven.
La tomó por los brazos y ella permaneció completamente quieta.
La besó.
Scott se apartó de ella, sintiendo un vacío en el estómago. Infiernos, nunca había
dado un beso tan desprovisto de emoción.
—¿Satisfecho? —dijo ella.
Davis consultó su reloj.
—No. Estoy recién levantado.
—Oh, ya comprendo, usted necesita un poco de preparación, ¿eh, señor Sa-
lisbury?
—Pues sí, en una cosa como ésta viene bien una ayudita...
—Le entiendo, yo no he colaborado.
—Justo, señorita Custer.
—¿Sabe lo que ha hecho, señor Salisbury?... Yo se lo diré. Me ha transmitido
millones de microbios, de los cuales, una octava parte pueden producirme un
resfriado... Eso me exigirá un fuerte lavado labial, única forma de librarme del
contagio.
—Pero si no estoy resfriado.
—No, todavía no lo está, pero el color de sus ojos indica a las claras que está
contaminado en una proporción de un ochenta y cinco por ciento.
—¿Qué es usted, Gracie? ¿Una máquina o una mujer?...
—Digamos que soy una combinación de ambas. Es verdaderamente fascinador lo
que ustedes los hombres hacen. Acosan a una mujer por su propio interés, sólo por
eso.
—Oh, no, Gracie, yo no vine aquí a acosarla. No trate de medirme con la misma
vara que al señor Conquest... Le traje un poco de líquido para que lo analice.
—No le creo.
—No, ¿eh? —Davis sacó la botellita que contenía el preparado jabonoso.
La joven quedó asombrada.
—¿Qué es eso?
—Un tipo me visitó en el hotel para ofrecerme en venta algunas tierras donde dice
que hay buenos yacimientos. Le exigí una prueba y me la dio. ¿Tendría la
amabilidad de analizarla?
—Desde luego, señor Salisbury.
La joven tomó el frasco y lo destapó, pasándoselo por la nariz. Inmediatamente
puso el tapón y devolvió a Davis la botella.
—Eh, ¿ya terminó, Grade?
--¿Sí?
—Pero, ¿le basta con el olfato? ¿Para qué le sirven todos estos tubos? Quiero un
análisis total, definitivo...
—Señor Salisbury, puede comprar las tierras.
--¿Eh?
—Hará un buen negocio.
—Entonces, usted cree... —dijo Scott, desconcertado.
—Se hará millonario. Compre sin un titubeo y habrá logrado algo que hasta ahora
nadie había podido encontrar. Un yacimiento de jabón líquido.
Scott miró la botellita.
—¿Es posible, señorita Custer?... Qué cosas, ¿eh?
—Sí, la naturaleza es algo maravilloso. Recoge agua de allí, atrapa el jabón de
allá, y lo combina todo en cantidades susceptibles de ser utilizadas
para el aseo personal... Me atrevo a sugerirle una cosa, señor Salisbury.
—Diga, diga, señorita Custer.
—Cuando haya comprado las tierras ese hombre, inyecte en el subsuelo poco de
perfume y la mezcla le saldrá perfecta. Sólo tendrá entonces que embotellarla... Oh,
ahora recuerdo que le falta el nombre. Eso es muy importante para la venta de un
producto en el mercado.
—Ya lo tengo. Le llamaré «Grade».
—Le sugiero otro.
—¿Cuál?
—«Farsante».
En aquel momento se abrió la puerta, y dos hombres entraron en la estancia.
Ambos tenían el revólver en la mano. Un tipo era alto.
—¿A qué compañía pertenecen?
—Al Deceso, S. A.
—Nunca lo oí antes.
—Es una compañía que acabamos de constituir mi amigo, aquí presente, y yo.
—Muy bien. ¿Traen las pruebas?
—Desde luego. No podíamos llegarnos sin la mercancía, pero no queremos que
haga el trabajo de análisis usted. Lo hará ese ayudante suyo.
—No es mi ayudante.
—Da igual. Nosotros lo ascendemos desde ahora. ¿Eh, Tim?
—Sí, Eddie. Es una buena idea. Lo subimos de categoría desde ahora.
Scott esbozó una sonrisa.
—¿Qué quieren que les analice?
—El plomo que va a salir de estos revólveres. Deseamos conocer su calidad, su
temperatura, sus efectos en la carne.
—Lo siento, amigos, pero para eso se necesita un animal como agente receptor
de las balas.
—Fantástico, señor Salisbury. Esa es una buena ocurrencia —el alto Eddie dirigió
una mirada a su alrededor—. Pero no tenemos aquí el animal, señor Salisbury —miró
otra vez al que él creía hijo del senador—. De modo que no tendrá más remedio que
hacer un sacrificio por la Ciencia. Usted ocupará el lugar del agente receptor.
Grade soltó un gritito.
—Oh, no, ¿qué está diciendo? No pueden hacer semejante cosa... Se lo prohíbo.
—Nena, usted se calla.
—Esto es un laboratorio, señores. No un matadero.
Tim lanzó una risotada.
—Apártese, monada, no vaya a ser que le salpique.
Sé abrió otra vez la puerta, dando entrada a dos tipos. Ellos también exhibían el
revólver en la mano. Uno era moreno, el otro no, porque se había quedado calvo.
—¿Qué pasa aquí? —ladró Bola de Billar.
—¡Largo, entrometido! —maulló Jera.
—De faena, ¿eh? —dijo el otro—. Plomo, Tim.
Scott se lanzó sobre la joven.
Los cuatro revólveres casi habían rugido al mismo tiempo.
Tres hombres se derrumbaron para no levantarse. Sólo quedó en pie Eddie. Sano y
salvo. Sonrió, viendo los cadáveres.
Pero su sonrisa le duró poco. Apenas una fracción de segundo. La borró al ver
que Salisbury tenía el «Colt» en la diestra.
—Suelta ese bicho, mequetrefe... Te puede morder.
—Es cierto, perdone —dijo Scott y levantó el revólver, mirándolo como si tuviese
entre sus manos un escorpión y no una pistola.
Eddie permaneció en pie, los ojos y la boca muy abiertos. Tenía un agujero en el
pecho.
—Infiernos —exclamó Scott—. ¿Por qué se puso en medio, compañero?... El bicho
le mordió.
Eddie cayó en el suelo, hecho un ovillo. Movió dos veces las piernas, y fi-
nalmente quedó inmóvil.
Grade estaba mortalmente pálida.
—Dios mío, creo que la que me voy a desmayar soy yo.
Scott acudió solícito a su lado y la rodeó por la cintura con la mano libre.
—Ya puede relajarse, dulzura, y dígame dónde están sus sales.
—Déjese de sales. Béseme otra vez.
El la volvió a besar.
—Gracias —dijo ella, dando un suspiro—. Ahora me encuentro mucho mejor.
—Demonios, es bueno eso de tener unos cuantos millones de microbios
despertadores.
En aquel momento irrumpió en la estancia Hallakey, el director de la refinería,
seguido del viejo Timmy.
—Por todos los santos del cielo, señorita Custer, ¿qué desorden es éste?
—Perdone, señor director, pero los caballeros que ve en el suelo se llegaron aquí,
armando alboroto. Dos de ellos querían matar al señor Salisbury.
Se oyó una carrera por el corredor y apareció el sheriff, revólver en mano.
—¡Por todo el petróleo de Texas!... ¡Mis dos comisarios especiales!... Apenas
hace una hora que los contraté. Los tuve que sacar de la cárcel. Me costaron a cien
dólares por barbas y eran dos tipos manejadores del revólver y de la peor calaña...
El viejo Timmy emitió una risita.
—Pues los otros dos no se quedaron atrás. Aquí ha habido hule del bueno
El director de la refinería se acercó al hijo del senador.
—¿Se encuentra bien, señor Salisbury?
—Perfectamente, gracias —dijo Scott que continuaba enlazando por el talle a la
joven.
Grácie se libró del brazo masculino y, dando un suspiro, dijo:
—Caballeros, este incidente ha demorado mucho mi trabajo. ¿Quieren limpiarme
el laboratorio?... He de volver a mis análisis.
—Yo le haré el barrido muy gustoso —dijo el viejo Timmy, y los demás hombres
empezaron a salir de la estancia.

CAPITULO X

Daniel Hallakey, el director de la refinería, estaba sentado ante la mesa de su


despacho cuando oyó que llamaban a la puerta.
—Adelante.
El sherifi Matt entró en la habitación.
—Ya ha quedado el laboratorio limpio de cadáveres.
—¿Un cigarro, sheriff? —dijo Hallakey, tendiéndole una caja de buen aspecto.
—No, gracias.
Eddy se dejó caer en un sillón y cruzó las piernas, poniéndose el sombrero sobre
las rodillas.
—Señor Hallakey, no tengo más remedio que hacerle unas cuantas preguntas.
—Sé por dónde va, sheriff. En laboratorio entraron cuatro hombres Dos de ellos
eran sus comisarios provisionales, nombrados para defender la vida de Salisbury, y
usted imagina naturalmente, que los otros dos, los que entraron primero, son los que
pagué con el mismo efecto.
—Sí, Hallakey. Así están las cosas.
—Le voy a dar una sorpresa, sheriff Los hombres que yo pagué no eran es tipos.
Hallakey tocó un timbre de mesa y al cabo de unos instantes apareció el viejo
Timmy.
—Diga, jefe.
—Que entren esos muchachos.
—¿Se refiere a los dos pájaros de revólveres bajos?
—¡Ahórrese los comentarios, Timmy! En la sala de espera sólo debe haber esos
dos tipos, de modo que no puede confundirlos.
—No se sulfure, jefe. En seguida los traigo acá.
El viejo se marchó, y al cabo de un momento, regresó, dejando la puerta abierta
para que entrasen dos hombres de vestimenta impecable.
—Aquí los tiene, sheriff.
El representante de la ley echó un vistazo a los dos tipos.
—Jim Poker y Nevil Tu Punto es Siete. Creí que sólo os dedicabais al jue-
—Corren tiempos malos, sheriff —habló Tu Punto es Siete—. Su ciudad se ha
llenado de tahúres.
—Claro, y vosotros sois dos tipos que jugáis demasiado limpio.
Hallakey tosió suavemente.
—Bueno, sheriff, no contraté a estos dos hombres para ventilar una partida de
naipes o dados. Jim y Nevil son eficaces con el revólver. Tienen buenas referencias.
—Buenísimas —contestó Eddy, recordando que Jim había matado a dos hombres
durante el último invierno y Nevil a uno. Pero en los dos casos los fulanos se habían
librado de la cárcel porque apretaron el gatillo en legítima defensa, como fue
probado por una nube de testigos—. ¿Por qué no impidieron la entrada de los dos
fulanos que se descolgaron para matar al hijo del senador?
—Oímos los disparos —dijo Nevil-- pero estábamos demasiados lejos y no
pudimos intervenir.
—Es una mala excusa, teniendo en cuenta que ustedes deberían estar vigilando
al hombre cuya defensa se les confió.
—No sea aguafiestas, sheriff —contestó Jim Poker, mirándose las uñas de la
mano izquierda—. El señor Hallakey nos contrató apenas hace cinco minutos. No
hubo tiempo para que protegiésemos a nuestro recomendado. Ni siquiera sabíamos
que se encontrase aquí.
Hubo un silencio en la estancia y el sheriff se puso en pie.
—¿Ha quedado satisfecho, Matt? —preguntó Hallakey.
—Siento haber dudado de usted, pero también puedo yo decir que están
corriendo malos tiempos para un hombre a quien el senador Salisbury haría
responsable de la muerte de su hijo.
—No se preocupe. A partir de ahora, Nevil y Jim vigilarán estrechamente a
nuestro huésped.
—De acuerdo, señor Hallakey.
El sheriff hizo un saludo de despedida con la mano, y salió del despacho.
Los ojos de Hallakey centellearon rabiosos.
—La situación es grave, y por nada del mundo quisiera saltar de este sillón,
donde me encuentro la mar de bien.
—Yo también me encontraría estupendamente instalado en este despacho —dijo
Jim, echando una mirada a su alrededor—. Sólo haría una pequeña variación. En
lugar de tener a un viejo para atenderme tendría a una pelirroja que vi el otro día en
Alamitos.
—¿Se dan cuenta de una cosa, caballeros? Les pagué doscientos dólares a cada
uno por su trabajo. ¿Qué es lo que han hecho hasta ahora? Yo se lo diré. Nada.
Absolutamente nada.
—No se excite, señor Hallakey —repuso Nevil—. Jim y yo sabemos cumplir como
los buenos. Nos emplearon muchas veces, y siempre dejamos satisfechos a
nuestros clientes. Usted no será una excepción.
—Así me gusta que hable. Ya saben lo que tienen que hacer.
—Sí, señor Hallakey, claro que lo sabemos —cabeceó Nevil, y haciendo un guiño a
su compañero, los dos salieron, uno tras otro, por la puerta.
El viejo Timmy penetró en la estancia.
—Eh, jefe. ¿A quién van a matar?
Hallakey dio un respingo.
—Estúpido. ¿Quién te dice que van a matar a alguien? Contraté a estos dos
hombres para defender la vida de Salisbury, ¿lo entiendes? Sólo para eso.
—Sí, señor Hallakey, lo comprendo perfectamente. Timmy volvióse hacia la
puerta, rascándose el cuero cabelludo mientras agregaba—: Le aseguro que por
nada del mundo me gustaría tener a esos dos fulanos como niñeras.
Slim Piercey era un tipo de cuidado. Estaba requerido en seis condados por
asesinato y en otros ocho por robo a mano armada.
Era de mediana estatura, piernas en forma de paréntesis y -cara de frente
hundida y hocico saliente. Se encontraba en el reservado número tres del saloon La
Manzana de Eva. Su humor era pésimo. Hacía dos horas que esperaba. Había
recibido una nota en el hotel donde se hospedaba, citándolo en aquel lugar.
Sacó otra vez el papel y leyó su contenido: «Si quiere ganar doscientos dólares
con facilidad, acuda al reservado número tres de La Manzana de Eva, a las seis en
punto.
No había firma.
Eran ya las ocho, y nadie había llegado, después que él se introdujo en la
estancia. No era un reservado como los que acostumbraba a visitar. Era una
habitación donde había un diván y dos sillones. Al fondo, a la derecha, unas cortinas
cubrían una puerta que tenía acceso a otro cuarto. A su llegada había husmeado
todos los rincones, observando hasta aquella puerta defendida por las rojas cortinas,
pero no encontró a nadie.
Slim maldijo al tipo que le había mandado al mensaje. Naturalmente se trataba
de una broma, pero resultaba una broma demasiado pesada, ya que el alquiler de la
habitación le había costado tres dólares y ahora en el bolsillo sólo le quedaban dos.
Movió los dedos nerviosamente alrededor del vaso de whisky que estaba
bebiendo a pequeñas dosis para hacerlo durar. Hubiese dado sus dos últimos
dólares por encontrarse por un par de segundos frente al tipo que se había
chanceado de él. Habría tenido bastante con ese plazo para arrojarle una bala en la
sesera.
Sus ojos, chispeantes de rabia, resbalaron por la habitación.
De repente, todo su cuerpo quedó rígido, los ojos fijos en las botas que aparecían
por detrás de las cortinas.
Fue a echar mano al revólver, pero oyó una voz ronca:
—No hagas eso, Slim. Soy el hombre que te envió el mensaje.
El aludido no apartó la mano de la culata.
—¿Sabe lo que le digo?
—¿Sí, Slim?
—Sólo deseaba que apareciese para dejarle un recuerdo.
—Te entiendo. Has esperado mucho.
—Dos horas, condenación, y eso no se lo consiento ni a Mary Dos Cuellos, la
mujer más apetitosa que me he echado a la cara.
—Lo siento, Slim, pero no pude venir antes. Surgieron contratiempos...
—Salga de ahí. Quiero verle.
--No, Slim.
—¿Por qué no? ¿Es que me tiene miedo?
—No te tengo miedo a ti ni a nadie. Sólo quiero permanecer en el anonimato por
precaución.
—Un tipo listo, ¿eh? Quiere encargarme, un trabajo, pero no desea que yo le
conozca por si me pusiese luego] pesado.
—Eres muy listo, Slim.
—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?
—Que retires de la circulación a cierto tipo. Su nombre es Clay Salisbury.:
—¿El hijo del senador?
—Sí.
—¿Me va a pagar por eso doscientos dólares?
—Adelantados.
Slim se echó a reír.
—Oiga, ¿está en sus cabales? He oído hablar de Salisbury. Es el hombre de
moda, y me han dicho que el muchacho sabe tanto de «Colt» como yo de japonés.
—Sí, Slim. Eso es cierto, pero quizá no te contaron una cosa. Que es un tipo con
mucha suerte... Ha liquidado ya a unos cuantos hombres que tenían por misión la
que ahora te confío a ti. Matarlo... No sé cómo se las arregla, pero ha salido airoso
de todas las pruebas... He llegado a pensar que ha hecho un pacto con el diablo.
—No se preocupe, amigo. El diablo 7 yo nos llevamos bien. ¿Cuándo quiere que
acabe con el hijo del senador?
—Cuanto antes mejor.
—Trato hecho.
—Dentro de unas horas se celebrará un baile en honor de Salisbury. Tendrás
entonces una buena oportunidad oara llevar a cabo tu trabajo, Slim.
—¿Por qué no le hago una visita al hotel donde se hospeda?
—El sheriff y otros personajes de la ciudad están preocupados por la vida del
muchacho, y le han puesto una buena guardia. No quiero que falles, Slim, de modo
que no podrás realizar la muerte con un duelo. Se me ha ocurrido una buena idea.
—¿En qué consiste?
—Las ventanas del salón donde se celebrará el baile estarán abiertas. Todas
ellas dan acceso a un jardín que está envuelto en la oscuridad. Estoy seguro de que
a Salisbury se le ocurrirá salir al jardín, acompañando a una muchacha que le ha
gustado mucho. Si tú 10 esperas apostado en un buen sitio, se te presentará la
mejor oportunidad para meterle una bala en la cabeza.
—Infiernos, ¿sabe una cosa, compadre?... Usted es todo un carácter. Me regala
doscientos dólares y encima me dice cómo matar a un. tipo sin arriesgar una
pulgada de piel.
—Así es como quiero que lo hagas.
—Corriente, patrón. Cuente con su muerte. Ahora pague.
Slim vio cómo una mano provista de un guante negro dejaba en el suelo, bajo las
cortinas, un fajo de billetes.
Luego aquellos pies dieron media vuelta y salieron por la puerta que comunicaba
con la otra habitación.
El asesino a sueldo dejó que transcurrieran unos segundos, y finalmente fue al
lugar donde le esperaba el dinero, y lo recogió guardándolo en el bolsillo.
Sí, se dijo, había valido la pena esperar aquellas dos horas.

CAPITULO XI

—¿Cómo le resultó el análisis de la botellita? —preguntó Miqueas.


—Un verdadero desastre —contestó Scott Davis—. Esa chica es más lista que el
hambre. Le bastó con destapar el frasco y pasárselo por la nariz para comprender lo
que yo me llevaba entre manos.
Miqueas dio un suspiro.
—Esa chica lo reúne todo. Me recuerda a mi Jacinta.
—¿Tú mujer?
—No. Una muía que tuve y que lo poseía todo. No había otra más bonita en todo
el condado de Fairfax. Y por añadidura, era la mar de inteligente.
Davies sonrió.
—Muchacho, será mejor que no hagas la comparación delante de Grade Tiene
demasiadas botellas al alcanc de su mano.
—A propósito, llegó una carta para usted. Es de mi amo.
—Tu amo soy yo.
—Oh, sí, quise decir del profesor Kokowitch.
—Dámela.
Miqueas metió la mano en el bolsillo y sacó la carta, que alargó a Scott.
Da vis rasgó el sobre y extrajo un papel, en el que leyó: «Estoy siguiendo a dos
hombres a quienes escuché una conversación junto a un establo. Creo que
pertenecen al clan de los sanguijuelas. En cuanto sepa algo más, me pondré en
contacto contigo». Lo firmaba el profesor Kokowitch.
Davis soltó una maldición.
—Ese muchacho no sabe lo que hace. Imagino que te habrás enterado del
contenido de esta carta.
—Sí, señor —dijo Miqueas, haciendo una reverencia—. Aprendí los deberes de un
criado desde mi más tierna infancia, pero de nada me sirve porque no tengo en
cuenta lo principal.
—¿Qué es?
—Dejar plantado al amo en cuanto van mal las cosas. Ustedes dos se han metido
en un avispero.
—Está bien, Miqueas, por mí no te quedes. Si quieres marcharte, ahí está la
puerta.
—Desgraciadamente, no puedo marcharme. El padre de Clay, o sea, el padre de
usted, es un tío bruto... ¿Sabe lo que me dijo cuándo emprendimos el viaje? Me
pegó dos palmadas en las mejillas, muy afectuoso, mientras decía: «Miqueas, si le
pasa algo a mi hijo, te pego una coz que te desriñono. Palabra de senador».
—Pudiste encontrar la solución en la huida. Aún estás a tiempo de hacerlo.
—Usted no conoce a Salisbury padre. Si le ocurriese algo al niño de sus ojos, y yo
me hubiese largado, contrataría a un centenar de hombres para que diesen
conmigo.
—La situación se está poniendo fea —comentó Davis, paseando por la estancia—.
Ese loco de Kokowitch ha querido obrar por su cuenta, y no sabe- mos si a estas
horas está vivo o muerto.
—Yo lo tengo todo preparado.
—¿Qué es lo que tienes preparado?
Miqueas se llegó ante una valija, y la abrió, extrayendo ocho velas.
—Cuatro para usted y otras cuatro para el Koko.
—Necesito información.
—También la conseguí. La parte más soleada del cementerio es la que cae por la
ladera derecha.
—No me refería a esa clase de informes sino a lo que pasa aquí, infiernos. Si no
me doy prisa, al menos tendrás que utilizar cuatro de esas velas...
—¿Y a quién se puede arrimar uno en busca de información? ¿Quizá a la
señorita?
—No. Ella no debe saber nada de lo que se cuece en este horno—. Davis hizo
chasquear los dedos—. Ya lo tengo…

***

El viejo Timmy apuró el contenido de su vaso.


—Gracias por la invitación, señor hijo del senador.
—No hace falta que andes con tanto protocolo, Timmy. Llámame Clay a secas.
—Es un nombre muy corto para un tipo tan alto.
—En mi casa siempre hemos sido muy ahorrativos... Dime, Timmy —le guiñó un
ojo—. ¿Qué hay del asunte- jo?
Timmy se le quedó mirando con la boca abierta, perplejo, pero, al cabo de irnos
segundos, su rostro se iluminó y también guiñó un ojo.
—Al principio no le había captado, señor Salisbury, pero ya sé por dónde va.
—Lo celebro, Timmy.
—Se muere por la zarzaparrilla, tiene una peca en el hombro derecho y su
número favorito es el trece...
Scott dio un suspiro.
—¿Te refieres por casualidad a Gracie?
—¿A cmién si no, señor Salisbury?
—No, Timmy, no me refería ahora Gracie, aunque te agradezco de tod; formas la
información extra. Verás, lo que yo quiero saber es quién está detrás de este
tinglado de los transportistas del petróleo.
—Señor Salibury, le doy un consejo. Olvide.
—No puedo dejarlo. Soy el hijo de un senador, y en secreto te diré que sólo me
llegue aquí para ahondar en el negocio de esa gente. ¿Cuánto tiempo llevas en
Unionville, Timmy?
—Cinco años.
—Entonces debiste llegar con la primera gente que se dejó caer por estos
lugares, después del descubrimiento del petróleo.
—Sí, señor.
—Están cometiendo ilegalidades, Timmy. Muchos hombres honrados han muerto.
Se estableció la ley, y entonces los ambiciosos dispusieron las cosas en forma que
no les pudiesen meter mano. Han constituido una organización en la clandestinidad.
Aparentemente, los transportistas obran por su cuenta, pero tú y yo sabemos que
obedecen a un mismo dueño.
Timmy se mojó los labios con la lengua.
—¿Conoce el chiste de la señora que quiso ganar de tamaño con ayuda de
postizos...?
—Me lo contaron hace nueve años, Timmy, y no escabullas el bulto.
—Oiga, señor Salisbury, usted es el hijo del senador, un hombre que posee
fortuna y nombre. ¿Por qué ha de complicarse la vida con cosas sucias?
—Me alegra haberte elegido porque tú sabes algo.
—Nada. No sé nada. Juro decir la verdad, toda la verdad y nada más que la
verdad.
Davis le llenó el vaso de whisky.
—Bebe, necesitas remojar la garganta.
Timmy despachó el vaso de whisky de un solo trago porque estaba muy nervioso, y
Scott le escanció otra vez.
Se encontraban sentados a una mesa en el saloon La Manzana de Eva.
—Anda, Timmy, contéstame.
—Le va a servir de muy poco.
—Deja que sea yo quien saque las conclusiones.
—Bueno, ahí va. Una noche fui a visitar a un amigo que estaba enfermo. Tiene su
cabaña en las afueras del pueblo. A mi regreso vi luz en una de las naves de la
refinería. Me extrañó porque todo tenía que estar a oscuras. Aquella parte había sido
abandonada porque los ingenieros decidieron que había sido mal elegida para la
ubicación de los depósitos. Me acerqué a ver de qué se trataba y de pronto oí unas
voces. Miré por una de las ventanas. Allí había no menos de treinta hombres.
Reconocí a la mayoría. Eran transportistas. Todos escuchaban al tipo que estaba
sentado en lo alto. Era el jefe. La sangre se me heló en las venas al ver su figura.
—¿Quién es el jefe?
—Lo siento, pero el fulano en cuestión llevaba la cabeza cubierta por una
máscara, y el cuerpo, de un sayón negro. Ni siquiera pude ver el color de Tus manos
porque también las escondía con guantes negros.
—¿Qué es lo que decía ese hombre?
—Estaba diciendo que a partir de ^quel día sería elevado el precio del transporte
del petróleo. Habló de otras cosas que yo no entendí, números, cantidades, cifras en
dólares para marear al más pintado. El tipo se refirió a que en un año ganarían más
de un millón. Bueno, me dije que nada hacía allí y me largué.
—¿Qué más, Timmy?
—Eso es todo.
—¿No volviste por aquel lugar?
—No. Me he cuidado mucho de no volver por allí. Tengo aprecio a la vida.
—Me vas a acompañar.
—¿Adonde?
—A esa nave.
—Oiga, ya es de noche y, según me dijeron, se va a celebrar un baile en su honor.
—No te preocupes. Estaremos de vuelta para la fiesta. Andando, Timmy.
El viejo obedeció a regañadientes.
Media hora más tarde, cuando ya estaban lejos del pueblo, el viejo soltó un
respingo.
—Infiernos, como aquella noche.
Scott vio a lo lejos la silueta de un edificio que parecía abandonado. La ventana
de una de las naves estaba iluminada.
—¿Fue allí?
—Sí, señor.
—Está bien. Quédate.
—¿Va a ir usted solo?
—Tengo curiosidad por conocer a ese tipo enmascarado.
—Oiga, me dijeron que usted era un ratón.
Scott se echó a reír mientras se alejaba del viejo.
Corrió agachado hacia la casa, y se asomó por la ventana. Al ver la escena qué
se ofrecía a sus ojos, sus sienes le latieron con violencia.
El verdadero Clay Salisbury estaba sentado en una silla, amarrado a ella. Dos
tipos lo flanqueaban. Eran dos hombres fornidos, especialmente el de la derecha,
provisto de poderosos brazos y piernas. Manejaba un revólver.
—¿Quieres que te deshaga la cara a golpes, muchacho? —dijo a Clay.
El hijo del senador temblaba, atemorizado.
—Nos dimos cuenta de que nos seguías, y decidimos traerte hasta aquí para
saber qué es lo que pretendes.
—Sólo deseaba comprar petróleo.
—Y por eso se te ocurrió ir detrás de los dos primeros tipos que se te cruzaron en
el camino.
—Ustedes tienen aspecto de vendedores de petróleo.
—¿A quién quieres engañar, muchacho? —repuso el grandullón, y bajó el brazo,
golpeando con el cañón del revólver entre el cuello y la oreja de Clay, quien lanzó un
aullido de dolor.
El otro verdugo sonrió.
—Ten cuidado, Barton. El muchacho es fino, y se te quebrará en las manos si le
pegas con demasiada fuerza.
Scott se deslizó hacia la puerta, que abrió sin hacer ningún ruido.
—¿Quién eres tú, rubio? —preguntó Barton.
—Oigan, amigos —contestó Salisbury—. Si les digo la verdad, ¿prometen
ayudarme?
—Claro que sí. Anda, escupe por la boca.
Scott dejó oír su voz:
—No te molestes, chico. Yo también puedo informarles.
Los dos fulanos se volvieron a un tiempo, con el revólver en la mano.
-—¡Es el hijo del senador! —exclamó Barton—. ¡Fuego, Luke!
Scott tenía también el «Colt» en la diestra.
Sonaron tres estampidos y, mientras ocurría, Davis se agachó, burlando la bala
que Barton le había dirigido.
Los dos verdugos de Clay no tuvieron tanta rapidez, y cada uno de ellos recibió
su ración en el lugar donde Scott les había apuntado. Para desgracia de ellos, fue un
punto situado justamente en el corazón.
Se hizo un silencio. Clay miraba con ojos desorbitados al hombre que lo sustituía.
—Santo cielo, Scott, te los has cargado... Sabía que eras bueno, pero no tanto.
Scott sacó una navaja y libertó a Salisbury.
—¿Por qué te metiste en este jaleo, si me pagaste a mí para que hiciese todo el
trabajo?
—De pronto tuve un arranque. Ya te he dicho que mi padre me tiene por un inútil.
He querido demostrarle que también sé hacer las cosas.
—Y ha estado a punto de costarte la vida.
Scott se dio una vuelta por la nave, pero no encontró nada que sirviese para
llegar hasta el hombre que, según Timmy, hablaba a sus subordinados cubriéndose
con capucha, sayón y guantes negros.
—Será mejor que nos marchemos —dijo, dando por terminado el infructuoso examen.
Salieron de la nave y Scott explicó:
—Vine hasta aquí, guiado por amigo. Será mejor que nos separemos ahora para
que no nos vea juntos.
—Sí, muchacho.
—Otra advertencia. A partir de ahora quiero que te estés quieto o me veré
obligado a ordenarte que salgas la ciudad. Estuviste a punto de comunicar a esos
dos fulanos tu verdadera identidad. ¿Qué crees que hubiesen hecho?
—Trataba de ganarlos para que bajasen para nosotros.
—Eres demasiado ingenuo para esta clase de negocios, rubio. Son gentuza. Esos
tipos te habrían dado las gracias a su manera. Con plomo. Y luego, unas cuantas
docenas de ellos se habrían ocupado de mí.
—Tienes razón, Scott. Soy un botarate. Sólo sirvo para andar por la gran ciudad
con unas y con otras.
—Yo no diría eso.
—Por mil diablos, no tengo carácter. Soy un tipo débil. Bastó con que ce atizasen una
vez con el revólver rara que viese las cosas del revés. Sí, Scott. Será mejor que
me esté quieto o terminarán sabiendo que tú no eres el hijo del senador.
Scott le pegó una palmada en el brazo y se dirigió al lugar en donde lo esperaba
Timmy.
—¿Es usted el señor Salisbury? —oyó al viejo que estaba parapetado tras unos
arbustos.
—Sí, Timmy.
—Demonios, creí que no lo volvería a ver vivo. ¿Qué fueron esos tiros?
—Tres de esos tipos entablaron una batalla dentro de la casa. Uno de ellos liquidó
a los otros dos, y emprendió la huida. Lástima que yo no sepa utilizar el revólver o lo
habría atrapado.
—Sí, es una verdadera lástima.
—No quiero que digas nada de esto a nadie. Me cubriría de ridículo.
—Descuide, señor hijo del senador. Tampoco me interesa explicar que lo he
acompañado hasta aquí. Seré una tumba.

CAPITULO XII

Miqueas oyó que llamaban a la puerta. Se había encerrado con llave porque
tenía mucho miedo.
—¿Quién es?
—Perdone, amigo —dijo una voz femenina—, pero se me estropeó la cerradura de
la valija, y no la puedo abrir. ¿Me podría echar una mano? Soy la huésped, del
número once.
Miqueas abrió la puerta y de buena gana hubiese lanzado un silbido al ver a la
rubia que tenía ante sí. No había visto a ninguna tan interesante como aquélla. Era
muy hermosa y debía estar por los veintidós o veintitrés años de edad. Además,
poseía una cara muy llamativa, de ojos verdosos y nariz respingada.
—¿Me echa una mano? —dijo la joven, contorneándose un poco.
—Estoy a su disposición, señorita —tartamudeó Miqueas, notando que la lengua
se le había convertido en una tira de cuero.
La joven le precedió hasta la habitación número once, y señaló la maleta que
había sobre la cama.
Miqueas comprobó que la valija era difícil de abrir. La llave no servía para nada
porque se había descompuesto el mecanismo.
—Tendrá que ponerle otra cerradura.
—Pero ahora necesito que la abra. Me presento esta noche en el teatro Odeon.
Canto y bailo, ¿sabe?... En esa valija tengo los dos vestidos que he de llevar en mi
actuación y también tres pares de zapatos.
—Bueno, no se preocupe —dijo Miqueas—. Si quiere que abra la maleta, lo puedo
hacer de un tirón.
—¿Tiene tanta fuerza como para lograr eso?
—¿Me autoriza usted a probar?
—Desde luego.
Miqueas respiró profundamente dio un tirón brusco de las dos partes de la valija.
Sonó un crujido y se quedó con una mitad de la maleta en cada mano, mientras
su contenido caía al suelo.
—Lo siento, señorita —dijo Miqueas, con voz compungida—. Ya no le sirve de nada
poner otra cerradura... Ahora tendrá que comprarse una nueva maleta. Si quiere que
contribuya, puedo aportar un dólar.
—Oh, no, de ninguna manera —sonrió la joven y apoyó su brazo en el hombro de
él.
Miqueas vio cómo la rubia abanicaba las pestañas, y tuvo la impresión de que se
le encogían los calcetines.
—No me ha dicho su nombre, amigo.
—Es mejor que no lo conozca. Es muy feo.
—No sea modesto. Yo le diré el mío. Soy Laura King.
—Laura..., ¡qué precioso!
—Ahora el tuyo.
—¿Me promete que no se burlará?
—Prometido.
—Miqueas —dijo él con voz temblorosa.
—Oh, no puede ser.
—¿No se lo decía yo?
—Qué hermoso, Miqueas. Una vez tuve un sueño. Un jinete apareció cabalgando
un hermoso caballo blanco. Yo estaba en la pradera juntando margaritas. El jinete
bajó del caballo y me ayudó a hacer el ramo. Ninguno de los dos dijimos nada.
Trepó otra vez a la silla y, cuando se marchaba, le pregunté por su nombre y él dijo:
«Miqueas».
El criado de Salisbury se sentía cada vez más aturdido. No era posible que a él le
estuviese ocurriendo aquello.
—¿A qué te dedicas, Miqueas?
—No puedo ser el tipo de ese sueño. Quiero que lo sepas de una vez Laura... Soy
un criado.
—No tienes por qué avergonzarte. Si hoy eres criado, mañana puedes ser amo.
Laura le pasó la mano por la cabeza. Tienes un cabello fino y gusta ese ricito que te
cae por la frente... ¿A quién sirves, Miqueas?
—A Clay Salisbury.
—¿Es ese muchacho que salió de habitación hace un rato?
—No. Ese es el de pega.
--¿Eh?
Miqueas se mordió el labio inferior
—Sí, ése es mi amo, el que viste antes.
La joven entornó los ojos.
—Tú tienes un secreto.
—No —dijo Miqueas, titubeante.
La rubia le pasó los brazos por el cuello y lo besó suavemente en la boca.
Miqueas estuvo a punto de desmayarse.
—¿Qué haces con las manos? ¿Para qué las quieres?...
Miqueas la abrazó, y ella volvió a besarlo en la boca.
El criado la aferró tan torpe y bruscamente que estuvo a punto de partirla por la
mitad.
La joven se apartó de él con una mazo en la espalda.
—Me voy a enfadar contigo.
—Perdona.
—Si no es por el abrazo, tonto... Me ha gustado. Eres un tipo temperamental...
Haces juego conmigo. Estoy enfadada por otra cosa, porque no tienes confianza en
mí... En eso de tu patrón hay gato encerrado —la joven se dejó caer en el borde de la
cama, enfurruñada—. Anda, lárgate.
—Pero, Laura, no te lo puedo decir.
—¿Qué es lo que no me puedes decir?
—Que Clay Salisbury no es Clay Salisbury... Oh, Dios mío, ya lo he dicho.
—¿Qué es eso de que Clay Salisbury no es Clay Salisbury?
—Por lo que más quieras, Laura. No me tires de la lengua.
—Muy bien. Hemos terminado. Si nuestras futuras relaciones han de basarse en
una mutua desconfianza, prefiero mi sacrificio... Nunca pude imaginar que el hombre
de mis sueños, aquel jinete que me ayudó a hacer el ramo de margaritas, se
comportase así en la realidad.
—¿Prometes no decírselo a nadie?
—Pero, ¿a quién le importan nuestra» cosas más que a nosotros?
—Está bien —Miqueas respiró profundamente—. El hombre que viste antes no es
Clay Salisbury sino Scott Da- vis, un gun-man de primera categoría... Pegaron el
cambiazo porque el verdadero Clay no sabe manejar el revólver, y aquí hubiese
corrido peligro.
—¿Dónde está tu verdadero amo?
—Aquí mismo en la ciudad.
—¿Aquí? ¿Pero no acabas de decir que Scott Davis lo sustituye?
—Sí, pero el hijo del senador no debió quedar con la conciencia muy tranquila, y
se llegó por si tenía que echar una mano. Como no puede utilizar su propio nombre,
ha adoptado el de profesor Kokowitch.
Miqueas se acercó a la joven, a quien tomó por los brazos.
—Quiero agregarte algo, Laura.
—¿El qué?
—Yo también soñé contigo, con una rubia estupenda. Fue hace tres años. La he
estado buscando por todas partes...
—Qué simpático eres, Miqueas. Lo siento mucho, querido, pero tengo que
dejarte. Se me ha hecho muy tarde, y me están esperando en el teatro... ¿Sabes
una cosa? Te veré luego. Termino a las once..., ¿me esperarás?
—Claro que sí, Laura.
—Ven aquí y pega tres golpes en la puerta —la joven empujó a Miqueas hacia la
salida.
Cuando lo tuvo en el pasillo, le envió un beso al aire.
Permaneció un rato inmóvil hasta que oyó cómo se cerraba el apartamento
vecino. Entonces salió sigilosamente y fue a la habitación número siete, cuya puerta
abrió sin llamar.
Tendido en la cama, con el torso desnudo, había un hombre de mejillas chu-
padas y nariz aguileña.
—¿Buenas noticias, nena?
—Tu jefe tenía razón, Paul... No fue casual que ese muchacho matase a aquellos
tres tipos. No es Salisbury.
El llamado Paul se puso en pie de un salto.
—¿Qué dices, pequeña?
—Acabo de sonsacar a ese berzotas de su criado. El hombre que habéis tomado
por Clay Salisbury es un gun- man llamado Scott Davis. En cuanto al verdadero
Salisbury, está en la ciudad y utiliza un nombre supuesto, el de un tal Kokowitch.
—Señorita Custer, está usted maravillosa —dijo Anthony Conquest, y fue a hacer
una inclinación, pero la interrumpió sintiendo un fuerte dolor en la parte donde había
sido quemado por el soplete.
—Gracias, señor Conquest.
El agente de petróleos había estado esperando aquel baile durante muchos días,
pensando en que, con motivo de la danza, tendría oportunidad de estrechar entre
sus brazos a la más hermosa joven de Unionville.
El doctor Smith le había curado la quemadura en su casa, poniéndole un
emplasto. No se podía sentar y tampoco podía moverse mucho.
—¿Bailamos, señorita Custer?
La joven estaba mirando hacia la muerta. No había visto todavía a Clay ialisbury.
—Como quiera, señor Conquest.
Enlazó por el talle a la joven, y los Idos se deslizaron por el piso. Anthony
danzaba muy estirado, la barbilla levantada.
—¿Le pasa algo, señor Conquest? —preguntó la joven.
—Oh, no, de ninguna forma.
—Baila usted como si estuviese escayolado.
—Es la nueva moda en Nueva York. Lo aprendí hace tres meses, durante mi
último viaje.
De pronto, Conquest lanzó un grito al sentirse golpeado justo donde más le dolía.
Volvió la cabeza bruscamente mientras hacía rechinar los dientes.
Scott Davis en su papel de Clay Salisbury se disculpó:
—Perdone, señor Conquest, creo que le he pegado un rodillazo sin querer...
Anthony hizo un esfuerzo sobre mano para enderezarse.
—Buenas noches, señor Salisbury.
—¿Me permite bailar con Grade?
—Desde luego —dijo Conquest, y apartó de los jóvenes, andando tan rígidamente
como había bailado.
Scott observó a la muchacha, que cubría con un vestido rosa muy escotado.
—¿Sabe lo que me recuerda?
—A una puesta de sol. Ya me lo has dicho tres veces.
—No, Gracie. A mí me recuerda otra cosa. A un pastel de crema con una guinda
en lo alto.
—¿Una guinda?
—Su boca.
La rodeó con su brazo por la cintura, acercándosela mucho, y se puso a bailar.
—Me está asfixiando.
—No se queje. Está usted bailando a la última moda de Nueva York.
La joven lo miró con un gesto de asombro, pero no protestó porque se dijo que
prefería esta moda a la de Conquest.
Scott hubiese deseado que aquel baile durase cuatro o cinco días, pero los
músicos no participaban de la misma opinión, y terminaron la pieza en tres minutos
porque el director, el de la trompeta, tenía un flemón.
Davis recordó lo que le había dicho Timmy con respecto a la joven.
—¿Un refresco de zarzaparrilla?
—Señor Salisbury, no beberé tal cosa en una fiesta como ésta. Prefiero whisky.
Fueron a la mesa donde se servia la bebida y Scott escanció whisky en dos
vasos.
Mientras bebían, dirigió la mirada hacia la parte donde se encontraban las
autoridades de la ciudad. Allí estaba el alcalde, el sheriff, Conquest y su socio
Ballone, y aquel potentado Michael Wool. Sólo faltaba el director de la refinería,
Hallakey.
—¿Qué hacía antes de ser hijo de senador?
Era ella quien había hecho la pregunta, y Scott la miró con las cej enarcadas.
—Perdone, Gracie, pero siempre he sido hijo de mi padre. Es una cosa que no he
podido remediar.
—Usted no es el hijo del senador.
—¿Qué está diciendo, Gracie?
—Cuando alguien le dice algo que no le conviene oír sólo se le ocurre contestar:
«¿Qué dice usted?» Lo ha oído perfectamente. Usted no es Clay Salisbury.
—Explíqueme ahora que tampoco es usted Gracie Custer, analista químico de la
refinería, sino una espía.
—No trate de interponer una nube entre usted y yo para pasar desapercibido.
—Estando juntos, no interpongo nada —dijo él, y dio un paso hacia ella,
acercándosele más.
—¿Quién es usted? Puede decirlo con toda franqueza. Nadie nos escucha. Es-
tamos solos.
—Pero, Gracie, ¿de dónde ha sacado eso?
—Oiga, amigo, yo soy analista, usted lo acaba de decir antes. Siento verdadera
pasión por mi trabajo, y usted sabe en qué consiste, descomponer un cuerpo
para hallar los elementos que lo integran. Me gusta hacer lo mismo con las
personas.
—¿Las sierra a trozos para analizarlas o las utiliza enteritas, después de un baño
en ácido sulfúrico?
—Muy gracioso, pero continúa poniendo el mismo interés en dirigir la
conversación por otro camino. No se saldrá con la suya.
Scott bebió un trago de whisky, observando que Conquest y Ballone se habían
apartado del grupo.
De pronto, sintió un escalofrío por la espalda al descubrir junto a una columna al
verdadero Clay Salisbury. Estaba allí, recostado indolentemente, fumando un
cigarrillo.
Scott lo fulminó con la mirada y Clay le contestó con una sonrisa, haciendo una
respetuosa inclinación.
—Ya lo tengo —oyó decir a Gracie.
—¿Qué es lo que tiene?
—Su secreto.
—Pero, Gracie —le sonrió él—. ¿Cree que tengo secretos para usted?... Oh, no
podría. Le he abierto mi corazón desde que la vi.
—Mis estudios analíticos con respecto a usted han resultado veraces. Usted no es
el hijo del senador, y ahora acabo de descubrir al hombre a quien usurpa la
personalidad.
—¿Qué tontería se le ha ocurrido?
—Es ese hombre, el rubio a quien usted acaba de saludar.
—Es mi dentista. Profesionalmente no le puedo aconsejar que acuda a él. De
cada cinco muelas que saca, sólo una es mala. En vista de eso, el profesor
Kokowitch se ha dedicado a analista químico.
—No le valen de nada sus sarcasmos, y voy a hablar ahora mismo con él.
Davis la tomó por el brazo.
—Gracie, no puede hacer eso.
—¿Por qué no? Suélteme.
—Resultaría peligroso —el joven dio un suspiro—. Está bien, usted gana, lo acertó
todo... Venga conmigo.
—¿Adonde?
—Al jardín. Allí le contaré mi historia —la empujó hacia la puerta que daba acceso
al jardín, pero en el camino se les cruzó Clay Salisbury.
—¿Podría hablar con usted, señor Salisbury? —inquirió el hijo del senador.
La joven se echó a reír.
—Son ustedes los dos personajes más divertidos de esta comedia.
Clay enarcó las cejas.
—¿Qué le pasa a su amiga, señor Salisbury?
—Está acostumbrada a la zarzaparrilla y bebió dos vasos de whisky. Espéreme
aquí, señor Kokowitch. Voy a llevarla a que le dé un poco el aire.
—Oh, no, prefiero estar con el señor Salís...
Gracie no llegó a terminar la frase porque Scott le dio un tirón, y casi la hizo volar
tras él.
Cuando estuvieron en el jardín, ella se frotó un brazo.
—Es usted un bruto.
—¿Es que no se da cuenta de lo que iba a hacer? Faltó poco para que pregonase
a los cuatro vientos lo que mi amigo y yo hemos guardado con el mayor sigilo...
Echaron a andar por un paseo. Todo estaba muy oscuro.
Scott detuvo a la joven.
—No puedo permitir que nos estropee la combinación, Gracie. Ya le he dicho que
acertó. Estoy desempeñando un papel para defender la vida de Clay Salisbury. Mi
nombre es Scott Davis y hago este trabajo por mil dólares.
La joven parpadeó, confusa.
—¿Es ésa su profesión, Scott, arriesgar su piel por los demás?
—Sí, pero dígame alguna que sea más emocionante.
—Oh, usted es un tipo a quien le gusta el riesgo, la emoción.
—Pero también me gustan otras cosas.
—¿Por ejemplo...?
—Las mujeres bonitas.
—No me clasifique en ese grupo.
—Obtuvo la mejor puntuación, Gracie —dijo, y tirando de ella la besó fuertemente
en la boca.
Gracie relajó el cuerpo.
Cuando Scott apartó sus labios, ella se le quedó mirando arrobadamente, a los
ojos.
—Pedazo de idiota... —murmuró—. Te quiero vivo y no muerto.
—No me va a pasar nada.
—Sé lo que pretende el senador, acabar con los transportistas del petróleo que
imponen sus precios. Por eso mandó a su hijo aquí, y por ello han pretendido
matarlo. Tú ocupas su lugar, y todas las balas serán dirigidas contra ti.
—No les daré tiempo a matarme porque pienso descubrir la identidad del jefe v
acabar con su pandilla.
—Oh, Scott, tengo un extraño presentimiento... como si fueses a morir muy
pronto...
A unas diez yardas de los jóvenes, se encontraba Slim Piercey, el hombre
pagado por el encapuchado para acabar con Salisbury.
Ahora Slim habíase ido aproximando poco a poco, sin hacer ningún ruido.
Miró por entre las ramas de un arbusto y los vio besándose. Tuvo que reprimir
una carcajada. Aquel beso sería el último que el hijo del senador diese a una mujer.
Tiró del revólver y lo fue levantando poco a poco.
Dispararía cuando Salisbury se apartase de la joven.
Esperó, contando los segundos.
Davis terminó de besarla.
Se dispuso a disparar, pero de pronto sintió que algo le corría por el cuello. Era
una hormiga. Se la quitó de un manotazo.
Otra vez tomó puntería.
En el jardín se produjo un estampido.

CAPITULO XIII

El sheriff Matt echó a correr al oír un disparo.


Su ayudante Billy Fondon fue tras él. Matt avanzó por el paseo y de pronto, se
detuvo al ver que el hombre que creía el hijo del senador estaba de rodillas en el
suelo, atendiendo a Gracie Custer, que se hallaba inmóvil.
—¿Qué ha pasado, señor Salisbury?
—Se desmayó.
—Pero hemos oído un disparo.
—Oh, sí, se trata de un hombre que se encontraba dentro del jardín. Eligió ese
lugar para suicidarse.
Slim Piercey no se había suicidado. Cuando se disponía a disparar contra su
víctima, ésta se revolvió haciendo brotar un fogonazo de su mano derecha. Slim
sintió que una posta le agujereaba la garganta. Se quedó sin fuerzas, y el revólver le
cayó de la mano. Entonces comprendió que moría por una hormiga.
Scott había tomado en brazos a la joven, y, abriéndose paso por entre los
curiosos, entró en la sala.
Se produjo una aglomeración.
El alcalde se ocupó de abrir camino, valiéndose de su grueso abdomen.
Poco después, Scott dejaba a la joven en un diván.
Un frasco de sales fue pasando de mano en mano hasta llegar a Davis.
La joven volvió en sí.
Sus ojos erraron por el techo y al fin se detuvieron en la cara de Scott. Este supo
que iba a pronunciar su nombre, y le cubrió la boca.
—No digas nada ahora, Gracie... Descansa... Por favor, señor alcalde, ¿quiere
despejar la estancia?
Se encontraron en la habitación que servía de oficina en el Club Petrolífero.
Mientras Conrad Burke cumplía su cometido, Davis metió la mano en el bolsillo,
en busca del paquete de cigarrillos. De pronto, sus dedos tropezaron con un papel.
Lo sacó, frunciendo el ceño, porque no recordaba que hubiese metido allí ningún
papel. Era un mensaje que decía así: «Hemos atrapado al verdadero Clay Salisbury.
¿Quiere usted hacerle una visita o prefiere que le enviemos su cabeza en una
bandeja? Estoy seguro de que vendrá, señor Davis, pero aténgase a estas
condiciones. No diga nada a nadie, no traiga ninguna compañía, a no ser que desee
que el senador Salisbury celebre un funeral por su hijo Clay. Vaya al número 22 de
la calle Wase, a las nueve en punto».
No había ninguna firma.
Scott consultó su reloj. Faltaban veinte minutos para las nueve.
—¿Qué es eso, Scott? —preguntó Grade.
Davis rompió el papel en trozos mientras decía:
—Mi amigo, al que viste antes en el baile, se ha cansado del juego y se largó.
—Oh, no puede hacerte eso...
—Calla, nena —dijo el joven, viendo que el alcalde regresaba, después de haber
cerrado la puerta.
—¿Cómo se encuentra, señorita Cus- ter?
—Muy bien, alcalde, pero no me siento con ganas de continuar la fiesta. ¿Me
acompaña, señor Salisbury?
—Desde luego.
Los jóvenes despidiéronse del alcalde, y salieron por una puerta trasera.
Lejos de la casa, Gracie tomó a Scott del brazo.
—Dime la verad, ¿qué era ese mensaje?
—Ya te lo he dicho.
—Y yo no te creo una palabra.
—Cariño, ése sería un mal comienzo... Una mujer debe tener confianza en su
esposo.
—¿Es eso cierto, Scott? ¿Te casarás conmigo?
—Haría ese sacrificio.
—Presumido —dijo ella, y le echó los brazos al cuello, besándolo en la boca.
Scott la estrechó contra sí porque, tal como estaban las cosas, quizá no habría
otra ocasión para saborear la guinda.
Dos minutos más tarde, ella le dijo:
—Huiremos.
—No, nena. No podemos huir.
—Tengo dinero ahorrado.
—¿Cuánto?
—Seiscientos dólares.
—Gastas demasiado. Deberías tener más. Con eso no hay bastante para llegar a
California, construir una casa y dar educación a los hijos.
—Desde ahora seré una tacaña, pero vámonos, Scott, por favor.
—Muy bien. Vete a casa y ve haciendo las maletas. Yo mientras tanto iré al hotel
para recoger mi cepillo de dientes...
—¿Es lo que vas a aportar a nuestro matrimonio?
—También yo he sido un malgastador.
—Whisky y mujeres.
—¿Qué otra cosa podía hacer?
—A partir de ahora, si miras a otra, te saco los ojos.
—Date prisa, gata. Antes de media hora pasaré por tu casa para recogerte.
—Sí, querido.
Llegaron ante la entrada de un jardín.
—Es aquí, Scott.
Se volvieron a besar, pero ahora él se dio un poco de prisa en terminar la escena
porque faltaban muy pocos minutos para las nueve.
No se dijeron nada más y Davis se apartó, tomando el camino del hotel.
Al cabo de un rato se volvió y miró a sus espaldas. La joven ya no estaba a la
vista.
Preguntó a un tipo por la calle Wase y, recibidas las instrucciones, prosiguió su
camino.
La casa número 22 de la calle Wase estaba sumergida en la oscuridad.
También la rodeaba un jardín.
Scott empujó la cancela y echó a andar hacia el porche.
Dio dos golpes en la puerta y esperó.
La puerta se abrió desde adentro y una voz dijo:
—No entre con el revólver en la mano, señor Davis.
—Lo tengo en la funda.
—Pues procure que continúe así. Será mejor para usted.
Scott entró en una oscura habitación y volvió la cabeza hacia el hombre que le
había abierto. Vio brillar sus ojos en las tinieblas.
La puerta se cerró y el desconocido dijo:
—Eche a andar.
—Tropezaré con algo. ¿No sería mejor que fuese usted delante?
—No, compañero, yo le guiaré. A dos pasos de usted hay unas cortinas. Pase por
entre ellas y luego se vuelve hacia la derecha.
Scott hizo lo que el otro le decía, y de pronto un revólver se le clavó en la espalda
y una mano hábil le sacó el «Colt».
—Abra esa puerta.
Scott abrió y encontróse en una estancia iluminada. Su amigo Salisbury estaba
sentado en una silla, aunque esta vez no lo hubiesen atado.
Había otros cinco hombres, pero Scott sólo prestó atención a uno de ellos, al tipo
encapuchado que estaba sentado tras una mesa y que cubría el cuerpo con un
sayón y las manos con guantes negros. Por los agujeros de la capucha brillaban dos
ojos como luciérnagas.
—Bien venido, señor Davis.
Scott miró a Clay, y éste hizo un gesto de cansancio.
—Lo siento, pero debo aclararte que yo no dije una palabra. Al parecer, se habían
enterado de nuestro juego.
—No te preocupes.
El encapuchado soltó una risita.
—Yo les daré motivo a los dos para que se preocupen.
Scott observó a los otros tipos. Todos eran pistoleros.
—¿Qué es lo que pretendes, encapuchado? —preguntó al jefe de la organización.
—Obligar al senador a que disuelva la Comisión encargada de ponernos la
zancadilla.
—¿Cree que con eso conseguirá algo?
—Lo conseguiré todo porque, antes de disolverse, la Comisión hará un informe
dando a conocer que el transporte de petróleo en Unionville cumple todos los
requerimientos legales.
—No pueden hacer tal cosa.
—El senador Salisbury es un hombre muy influyente, y no querrá perder a su
hijo... Lo retendremos a él, pero siento mucho que usted no pueda estar presente
para el momento en que no tenga necesidad de permanecer bajo ese
disfraz.
Clay Salisbury se levantó de un salto.
—¡No pueden matar a mi amigo!
—¿Por qué no, señor Salisbury?
—Yo lo metí en este jaleo y él no les puede hacer ningún daño.
—Le diré algo, señor Salisbury. Yo soy quien tomo las decisiones en esta
organización y, en el presente caso, considero como muy peligroso que este
hombre, Scott Davis, continúe con vida... Es bueno con los puños y formidable con
la pistola. Ha representado su papel a la perfección. Consiguió engañamos también
a nosotros, aparentando ser un muchacho con menos seso que un mosquito. Su
parodia con el revólver en la mano diciendo que se le había enganchado el dedo
mientras se cargaba a tres de los míos, fue para ser presentada en un teatro. Habría
obtenido un éxito de apoteosis. No, señor Salisbury. No puedo dejar con vida a un
hombre tan peligroso como Scott Davis. Está sentenciado, y su condena es a
muerte.
—Entonces, no hay trato.
—Cállate, Clay —dijo Scott.
—¡No me callo, maldita sea! Si este tipejo ha de llevar a cabo sus sucios manejos,
tendrá que pasar por nuestros cadáveres, el tuyo y el mío.
El encapuchado se echó a reír.
—¿Quiere morir, señor Salisbury? Se saldrá con la suya. Y si tanto aprecia a su
amigo, lo meteremos en la misma fosa... Naturalmente, tendrán que pagársela, pero
les resultará más barata... Dos fosas al precio de una...
Las palabras del encapuchado fueron coreadas por las carcajadas de sus si-
carios.
—Suponga que me mata —dijo Clay—. ¿Qué le va a decir a mi padre?
—No sea ingenuo, señor Salisbury. Su padre no sabría que usted está muerto. Le
obligaría a hacer su trabajo en favor de nosotros, diciéndole que está vivo, y él
tendría que fiarse de mi palabra. Naturalmente, le comunicaré que no pienso
devolverle a su hijo hasta que la Comisión no haya comunicado el informe favorable.
—Es usted un canalla.
—Y usted, un irresponsable. Nunca debió aceptar la misión que le reservó su
padre.
Scott carraspeó suavemente.
—No continúes, muchacho. El señor Wool quiere matarnos y lo conseguirá.
Se hizo un silencio en la estancia.
—¿Wool? —dijo el encapuchado.
—Sí, Michael Wool. Lo he identificado al ver sus manos enguantadas.
—¿Qué pasa con mis manos?
—Michael Wool tenía una cicatriz en la mano derecha. Imagino que fue una gran
quemadura porque tenía ese aspecto. Si usted se cubría todo el cuerpo, pero dejaba
las manos a la vista, cualquiera hubiese podido identificarle. Por eso necesitó
esconder sus remos superiores.
El jefe de la organización tiró de la capucha y ante todos apareció la cabeza de
Michael Wool. Sus labios sonreían.
—Bravo, señor Davis. Eso demuestra que no estaba equivocado cuando dije
antes que tenía que morir porque era demasiado listo.
—Se le acabó la cuerda, Wool.
—No. No se me acabará porque lo tengo todo bien organizado, y se lo voy a
demostrar. Abre esa puerta, Sandy.
El tipo llamado Sandy obedeció, y otros dos hombres entraron en la estancia.
Iban impecablemente vestidos.
—Demonios —exclamó el más alto de ellos—. El jefe se ha quitado la máscara. Es
el señor Wool.
—Silencio —dijo Wool y sonrió a Scott—. ¿Sabe quiénes son esos dos hombres?
Un par de tipos que contrató Hallakey para que le salvaguardasen la vida a usted,
supuesto hijo del senador. Son Jim Poker y Nevil Tu Punto es Siete. Cobraron
doscientos dólares por cabeza, y ése fue un regalo que les hizo Hallakey porque, el
muy estúpido, no sabe que yo lo domino todo y seguiré haciéndolo hasta que la
Comisión de los ilustres representantes del Pueblo nombrada para la investigación,
del transporte del petróleo dictamine que se trata de un negocio legal y honesto.
Scott sabía que el hombre que le había abierto la puerta estaba a sus espaldas.
Era el único tipo que tenía el revólver en la mano.
—Mi enhorabuena, señor Wool —dirigió una mirada a Clay, y en ella trató de
hacerle entender que tenían que luchar por su vida.
Sin estar seguro de haber sido comprendido, se revolvió como un meteoro y
cayó sobre el hombre que esgrimía el revólver, golpeándole en la muñeca.
Sonó un chasquido de hueso roto y el revólver que empuñaba el truhán cayó en
el suelo.
Le bastó una fracción de segundo a Scott para apoderarse del arma.
Jim Poker y Nevil Tu Punto es Siete fueron los primeros en recuperar el
movimiento. Empezaron a desenfundar, pero Clay Salisbury cayó sobre ellos como
un alud.
Los otros pistoleros ya echaban mano al revólver.
Scott se puso a disparar, ayudándose de la mano izquierda para hacer girar el
cilindro con más rapidez.
Los forajidos se estremecieron al recibir las postas. Algunos de ellos lograron
hacer fuego, pero sus balas no seguían el camino bueno.
Clay Salisbury golpeó con el puño en la boca de Nevil, hundiéndole cuatro
dientes. Luego pegó un patadón en la sien-de Jim, enviándolo a la región de los
sueños.
Michael Wool lanzó un rugido y tiró del cajón, extrayendo un revólver.
Scott había agotado las municiones del cilindro, después de haber liquidado a los
pistoleros de su grupo.
Abandonó el arma y rodó en busca de las que habían quedado sin dueño.
Dos proyectiles rebotaron en la alfombra, buscando su carne.
Cerró la mano sobre la culata de un revólver y, en la milésima de segundo
siguiente, se puso a disparar.
Michael Wool inició una danza macabra porque tenía como compañera a la
muerte.
Tres balas le alcanzaron en el pecho y en la cabeza.
Golpeó contra el sillón y finalmente se vino abajo. Todavía se estremeció unos
instantes antes de quedar completamente inmóvil.
Clay había vuelto a golpear a Jim, dejándolo sin conocimiento y se levantó
gritando:
—¡Scott, lo hemos conseguido!

***

Gracie le abrió la puerta y se le echó en los brazos.


—Oh, Scott, por fin estás aquí...
Se besaron apasionadamente.
—Todo terminó, nena. La banda ha quedado destruida. Su jefe era Michael Wool.
—Grandísimo cabezota, seguro que he estado a punto de quedarme viuda antes
de hora.
Scott exhibió un cepillo de dientes.
—Mi equipaje.
La joven arrojó el cepillo de dientes sobre una valija que había en una silla.
Entonces Scott metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.
—¿Qué es eso? —preguntó la joven.
—Los mil dólares que gané con mi trabajo.
—¡Oh, Scott, somos ricos...!
—Sí, nena, y lo seremos más. El sheriff me ha dado una carta de recomendación
para un amigo suyo en San Francisco, que tiene un sáloon. Asunto fácil. Sólo tengo
que cuidar del orden. Tiene capacidad para doscientos clientes. Allí se meten los
tahúres, borrachos y forajidos por docenas.
—Imagino que no te convenceré para que lo dejes.
—No lo intentes, dulzura. ¿No te lo dije? Yo no puedo vivir sin tener al menos un
lío por día.
—Espero que me dures al menos algunos meses, el tiempo que necesite para
acabar de analizarte.
—Bueno, ¿por qué pierdes el tiempo y no empezamos ese análisis?
Scott tiró de ella y los dos se abrazaron, uniendo sus labios.

FIN

También podría gustarte

pFad - Phonifier reborn

Pfad - The Proxy pFad of © 2024 Garber Painting. All rights reserved.

Note: This service is not intended for secure transactions such as banking, social media, email, or purchasing. Use at your own risk. We assume no liability whatsoever for broken pages.


Alternative Proxies:

Alternative Proxy

pFad Proxy

pFad v3 Proxy

pFad v4 Proxy