Dos Fosas - Keith Luger
Dos Fosas - Keith Luger
Dos Fosas - Keith Luger
592-1972
CAPITULO PRIMERO
CAPITULO II
CAPITULO III
CAPITULO V
CAPITULO VI
Un par de horas después, Scott Davis Se hallaba frente al espejo del hotel. Se
acababa de enfundar en otro traje del hijo del senador. Le quedaba un poco
estrecho, pero ello sólo hacía que resaltara su poderosa anatomía.
En eso apareció Miqueas.
—Tiene visita, señor Salisbury —Miqueas alargó el cuello, tratando de parecerse a
los mayordomos del teatro.
—¿Sí, Miqueas?
El criado carraspeó.
—Se trata del profesor Kokovitch.
Scott frunció el entrecejo.
—Hazlo pasar, muchacho.
Miqueas pegó un silbido.
En eso entró el rubio Salisbury, vestido estrafalariamente. Se cubría con un
sombrero de copa, guardapolvo blanco y botas hasta las rodillas.
—Dios mío, Scott. No sabes las noticias frescas que traigo.
Scott Davis abrió los ojos porque los había cerrado con fuerza al ver el disfraz del
rubio.
—¿Qué ocurre, Clay?
Clay Salisbury se dejó caer en un sillón.
—Estoy empezando a columbrar lo que se guisa en torno nuestro, Scott.
—Debe ser interesante.
—Primero tendrías que saber un poco de una misión que tiene mi padre entre
manos. Sólo así lo comprenderás bien.
Scott sentóse en el brazo del otro sillón. Alcanzó la botella de whisky de sobre la
mesa y se racionó un par de tragos.
Sin abandonar la botella, señaló al rubio.
—Suéltalo, muchacho.
—Me ha costado bastante encontrar una conexión entre la misión de mi padre, los
anónimos y lo que se guisa en Unionville.
—Empieza por la misión del viejo.
Clay cabeceó, asintiendo.
—Mi padre fue nombrado presidente de la Comisión Grant para la represión de
las organizaciones que cobran tarifas abusivas en los transportes.
—Continúa, Clay.
—En las horas que ando por ahí en mi papel de profesor de Geología, he hurgado
un poco el asunto de Unionville. ¿Sabes por qué se han esforzado tanto en crear
esa refinería, muchacho?
—Tú lo dirás porque estás en plan de sabueso —replicó Scott.
Clay asintió, preocupado.
—Los dueños de las explotaciones petrolíferas tienen que contratar a los
porteadores para que lleven el petróleo en bruto hasta los embarcaderos a cientos
de millas de aquí.
—Adelánte, Clay.
—La situación es la siguiente. Esos tipos de los carromatos cubas trabajan
aparentemente aislados. De ojos afuera, parece que cada tipo de ésos dispone de
dos o tres carromatos, y se ofrecen a los explotadores de petróleo para llevarles la
carga a puerto seguro. Sin embargo, todos vienen a cobrar lo mismo. Diez dólares
por cada veinticinco galones de petróleo.
—Vaya, eso resulta más cómodo y beneficioso que asaltar diligencias.
—¿Te das cuenta? Es un robo descarado.
—Bien, sabueso de ocasión. ¿Puedes decirme qué han hecho los dueños de los
pozos?
—Lo de razón. Protestar.
—Y apuesto que se quedaron como el negro del sermón.
—Sí. Los pies fríos y la cabeza caliente. Los transportistas amenazaron con
dejarles el petróleo en la estacada. Entonces se produjeron algunas escaramuzas.
Hubo tiros, aparecieron algunos tipos muertos y, para redondearlo, se volaron un par
de pozos con dinamita.
—Total, la guerra fue ganada por los de las cubas.
—Acertaste, Scott. Los tipos del transporte se negaron en redondo a cargar, y se
produjo el pánico. Entonces todo se arregló con un nuevo aumento de precio por
cien galones.
—¿De qué organización hablaste antes, muchacho? No pierdas el hilo.
Clay Salisbury se mordisqueó el labio inferior.
—Allá voy, Scott. Los porteadores no trabajan por su cuenta. Dependen de una
organización que es el verdadero amo de hombres y carros-cuba. Esa organización
que trabaja en la sombra y i o pone todo en orden es la que alquila a tipos de
revólver para resolver las situaciones y otras cosidas por el estilo.
Scott apretó las mandíbulas.
—Lo veo claro como el día.
—¿Te das cuenta, Scott? Cuando pegué el salto fue en el momento que
comprendí la misión del senador Sa- iisbury. Mi viejo ha sido nombrado presidente
de la Comisión Grant para reprimir a esos abusos en las principales zonas
petrolíferas. Existen unos agentes especiales que remueven en el cieno. Ellos
sacarán a la luz toda la verdad. Presentarán a la Comisión Grant el resultado de las
investigaciones y, entonces, mi padre y los demás de la Comisión dejarán caer todo
el peso de la ley.
Scott apuntó con un dedo entre los ojos del joven rubio.
—Ahora entras tú en el ajo.
—¡Lo has acertado, Scott! —exclamó Clay—. Yo soy la víctima propiciatoria del
desaguisado. Sospecho que me quieren echar mano para obligar al senador a que
abandone las investigaciones.
—Tan sutil como un serrucho —murmuró Scott, pensativo.
—Demonios, nunca daré bastantes gracias al cielo por haberte encontrado.
¿Habrá un tipo tan loco que quiera ocupar mi puesto en una situación tan candente?
—Sería un chiflado —apuntó Scott, que ahora daba vueltas en su cabeza a la
información del rubio.
Clay abandonó el sillón y comenzó a pasearse nerviosamente.
—Lo que me pone los pelos de punta es que se descubra de la noche a la
mañana que tú no eres yo.
—Ya te dije que te quedaras en Saint Louis.
—Infiernos, sí. Aquella pelirroja del doce que me recomendaste no estaba maleja,
aunque tenía las caderas un poco bajas. ¿Por qué tendría yo que seguirte, Scott?
Scott Davis aprovechó uno de los viajes del rubio para ponerle la mano en el
hombro.
—Yo te lo diré, muchacho. Un tipo de verdad nunca escurre el bulto.
***
CAPITULO VII
CAPITULO VIII
CAPITULO IX
—¿Otra botella de a litro, señor Davis? —exclamó Miqueas—. Infiernos, usted bebe
el whisky como si fuese agua.
—Miqueas, ¿es que no consigues llamarme por mi nombre de pega? Soy Clay
Salisbury. Si no lo tienes en cuenta, llegará un momento en que saltará nuestro plan.
—Lo siento. Soy un zoquete...
Miqueas fue a un armano y lo abrió, sacando de su interior una botella de whisky
que estaba por empezar.
—No eres tan torpe como crees —sonrió Scott—. Fuiste previsor.
—Adquirí tres botellas, teniendo en cuenta su facilidad para despachar esta clase
de jarabe.
Davis se atizó un trago de la nueva botella. Estaba tendido en la cama.
Se puso en pie, dejando la botella en la mesilla de noche y pasó al cuarto de
baño, donde se peinó.
—¿Es que va a salir? —preguntó Miqueas—. No tiene, que asistir a ningún acto
hasta la noche, en que se celebrará ese baile en su honor.
Davis alcanzó una pequeña botellita que había sobre una repisa, y la llenó de
agua. Luego pellizcó el jabón y metió el trozo en el pequeño frasco. Lo agitó hasta
que el agua disolvió las partículas. Miqueas lo miraba perplejo.
—Voy a pedir a cierta persona que lo analice.
—Oiga, no necesita hacer eso. Debe estar dormido... Sólo contiene agua y jabón.
Davis salió del cuarto de baño y palmeó el hombro de Miqueas en su camino
hacia la puerta.
—Compañero, ¿de qué está hecho ese jabón? ¿Qué cantidad de cloruro sódico
hay en el agua? He aquí el problema.
Miqueas giró como un sonámbulo, mientras Scott salía de la estancia.
***
CAPITULO X
CAPITULO XI
***
CAPITULO XII
Miqueas oyó que llamaban a la puerta. Se había encerrado con llave porque
tenía mucho miedo.
—¿Quién es?
—Perdone, amigo —dijo una voz femenina—, pero se me estropeó la cerradura de
la valija, y no la puedo abrir. ¿Me podría echar una mano? Soy la huésped, del
número once.
Miqueas abrió la puerta y de buena gana hubiese lanzado un silbido al ver a la
rubia que tenía ante sí. No había visto a ninguna tan interesante como aquélla. Era
muy hermosa y debía estar por los veintidós o veintitrés años de edad. Además,
poseía una cara muy llamativa, de ojos verdosos y nariz respingada.
—¿Me echa una mano? —dijo la joven, contorneándose un poco.
—Estoy a su disposición, señorita —tartamudeó Miqueas, notando que la lengua
se le había convertido en una tira de cuero.
La joven le precedió hasta la habitación número once, y señaló la maleta que
había sobre la cama.
Miqueas comprobó que la valija era difícil de abrir. La llave no servía para nada
porque se había descompuesto el mecanismo.
—Tendrá que ponerle otra cerradura.
—Pero ahora necesito que la abra. Me presento esta noche en el teatro Odeon.
Canto y bailo, ¿sabe?... En esa valija tengo los dos vestidos que he de llevar en mi
actuación y también tres pares de zapatos.
—Bueno, no se preocupe —dijo Miqueas—. Si quiere que abra la maleta, lo puedo
hacer de un tirón.
—¿Tiene tanta fuerza como para lograr eso?
—¿Me autoriza usted a probar?
—Desde luego.
Miqueas respiró profundamente dio un tirón brusco de las dos partes de la valija.
Sonó un crujido y se quedó con una mitad de la maleta en cada mano, mientras
su contenido caía al suelo.
—Lo siento, señorita —dijo Miqueas, con voz compungida—. Ya no le sirve de nada
poner otra cerradura... Ahora tendrá que comprarse una nueva maleta. Si quiere que
contribuya, puedo aportar un dólar.
—Oh, no, de ninguna manera —sonrió la joven y apoyó su brazo en el hombro de
él.
Miqueas vio cómo la rubia abanicaba las pestañas, y tuvo la impresión de que se
le encogían los calcetines.
—No me ha dicho su nombre, amigo.
—Es mejor que no lo conozca. Es muy feo.
—No sea modesto. Yo le diré el mío. Soy Laura King.
—Laura..., ¡qué precioso!
—Ahora el tuyo.
—¿Me promete que no se burlará?
—Prometido.
—Miqueas —dijo él con voz temblorosa.
—Oh, no puede ser.
—¿No se lo decía yo?
—Qué hermoso, Miqueas. Una vez tuve un sueño. Un jinete apareció cabalgando
un hermoso caballo blanco. Yo estaba en la pradera juntando margaritas. El jinete
bajó del caballo y me ayudó a hacer el ramo. Ninguno de los dos dijimos nada.
Trepó otra vez a la silla y, cuando se marchaba, le pregunté por su nombre y él dijo:
«Miqueas».
El criado de Salisbury se sentía cada vez más aturdido. No era posible que a él le
estuviese ocurriendo aquello.
—¿A qué te dedicas, Miqueas?
—No puedo ser el tipo de ese sueño. Quiero que lo sepas de una vez Laura... Soy
un criado.
—No tienes por qué avergonzarte. Si hoy eres criado, mañana puedes ser amo.
Laura le pasó la mano por la cabeza. Tienes un cabello fino y gusta ese ricito que te
cae por la frente... ¿A quién sirves, Miqueas?
—A Clay Salisbury.
—¿Es ese muchacho que salió de habitación hace un rato?
—No. Ese es el de pega.
--¿Eh?
Miqueas se mordió el labio inferior
—Sí, ése es mi amo, el que viste antes.
La joven entornó los ojos.
—Tú tienes un secreto.
—No —dijo Miqueas, titubeante.
La rubia le pasó los brazos por el cuello y lo besó suavemente en la boca.
Miqueas estuvo a punto de desmayarse.
—¿Qué haces con las manos? ¿Para qué las quieres?...
Miqueas la abrazó, y ella volvió a besarlo en la boca.
El criado la aferró tan torpe y bruscamente que estuvo a punto de partirla por la
mitad.
La joven se apartó de él con una mazo en la espalda.
—Me voy a enfadar contigo.
—Perdona.
—Si no es por el abrazo, tonto... Me ha gustado. Eres un tipo temperamental...
Haces juego conmigo. Estoy enfadada por otra cosa, porque no tienes confianza en
mí... En eso de tu patrón hay gato encerrado —la joven se dejó caer en el borde de la
cama, enfurruñada—. Anda, lárgate.
—Pero, Laura, no te lo puedo decir.
—¿Qué es lo que no me puedes decir?
—Que Clay Salisbury no es Clay Salisbury... Oh, Dios mío, ya lo he dicho.
—¿Qué es eso de que Clay Salisbury no es Clay Salisbury?
—Por lo que más quieras, Laura. No me tires de la lengua.
—Muy bien. Hemos terminado. Si nuestras futuras relaciones han de basarse en
una mutua desconfianza, prefiero mi sacrificio... Nunca pude imaginar que el hombre
de mis sueños, aquel jinete que me ayudó a hacer el ramo de margaritas, se
comportase así en la realidad.
—¿Prometes no decírselo a nadie?
—Pero, ¿a quién le importan nuestra» cosas más que a nosotros?
—Está bien —Miqueas respiró profundamente—. El hombre que viste antes no es
Clay Salisbury sino Scott Da- vis, un gun-man de primera categoría... Pegaron el
cambiazo porque el verdadero Clay no sabe manejar el revólver, y aquí hubiese
corrido peligro.
—¿Dónde está tu verdadero amo?
—Aquí mismo en la ciudad.
—¿Aquí? ¿Pero no acabas de decir que Scott Davis lo sustituye?
—Sí, pero el hijo del senador no debió quedar con la conciencia muy tranquila, y
se llegó por si tenía que echar una mano. Como no puede utilizar su propio nombre,
ha adoptado el de profesor Kokowitch.
Miqueas se acercó a la joven, a quien tomó por los brazos.
—Quiero agregarte algo, Laura.
—¿El qué?
—Yo también soñé contigo, con una rubia estupenda. Fue hace tres años. La he
estado buscando por todas partes...
—Qué simpático eres, Miqueas. Lo siento mucho, querido, pero tengo que
dejarte. Se me ha hecho muy tarde, y me están esperando en el teatro... ¿Sabes
una cosa? Te veré luego. Termino a las once..., ¿me esperarás?
—Claro que sí, Laura.
—Ven aquí y pega tres golpes en la puerta —la joven empujó a Miqueas hacia la
salida.
Cuando lo tuvo en el pasillo, le envió un beso al aire.
Permaneció un rato inmóvil hasta que oyó cómo se cerraba el apartamento
vecino. Entonces salió sigilosamente y fue a la habitación número siete, cuya puerta
abrió sin llamar.
Tendido en la cama, con el torso desnudo, había un hombre de mejillas chu-
padas y nariz aguileña.
—¿Buenas noticias, nena?
—Tu jefe tenía razón, Paul... No fue casual que ese muchacho matase a aquellos
tres tipos. No es Salisbury.
El llamado Paul se puso en pie de un salto.
—¿Qué dices, pequeña?
—Acabo de sonsacar a ese berzotas de su criado. El hombre que habéis tomado
por Clay Salisbury es un gun- man llamado Scott Davis. En cuanto al verdadero
Salisbury, está en la ciudad y utiliza un nombre supuesto, el de un tal Kokowitch.
—Señorita Custer, está usted maravillosa —dijo Anthony Conquest, y fue a hacer
una inclinación, pero la interrumpió sintiendo un fuerte dolor en la parte donde había
sido quemado por el soplete.
—Gracias, señor Conquest.
El agente de petróleos había estado esperando aquel baile durante muchos días,
pensando en que, con motivo de la danza, tendría oportunidad de estrechar entre
sus brazos a la más hermosa joven de Unionville.
El doctor Smith le había curado la quemadura en su casa, poniéndole un
emplasto. No se podía sentar y tampoco podía moverse mucho.
—¿Bailamos, señorita Custer?
La joven estaba mirando hacia la muerta. No había visto todavía a Clay ialisbury.
—Como quiera, señor Conquest.
Enlazó por el talle a la joven, y los Idos se deslizaron por el piso. Anthony
danzaba muy estirado, la barbilla levantada.
—¿Le pasa algo, señor Conquest? —preguntó la joven.
—Oh, no, de ninguna forma.
—Baila usted como si estuviese escayolado.
—Es la nueva moda en Nueva York. Lo aprendí hace tres meses, durante mi
último viaje.
De pronto, Conquest lanzó un grito al sentirse golpeado justo donde más le dolía.
Volvió la cabeza bruscamente mientras hacía rechinar los dientes.
Scott Davis en su papel de Clay Salisbury se disculpó:
—Perdone, señor Conquest, creo que le he pegado un rodillazo sin querer...
Anthony hizo un esfuerzo sobre mano para enderezarse.
—Buenas noches, señor Salisbury.
—¿Me permite bailar con Grade?
—Desde luego —dijo Conquest, y apartó de los jóvenes, andando tan rígidamente
como había bailado.
Scott observó a la muchacha, que cubría con un vestido rosa muy escotado.
—¿Sabe lo que me recuerda?
—A una puesta de sol. Ya me lo has dicho tres veces.
—No, Gracie. A mí me recuerda otra cosa. A un pastel de crema con una guinda
en lo alto.
—¿Una guinda?
—Su boca.
La rodeó con su brazo por la cintura, acercándosela mucho, y se puso a bailar.
—Me está asfixiando.
—No se queje. Está usted bailando a la última moda de Nueva York.
La joven lo miró con un gesto de asombro, pero no protestó porque se dijo que
prefería esta moda a la de Conquest.
Scott hubiese deseado que aquel baile durase cuatro o cinco días, pero los
músicos no participaban de la misma opinión, y terminaron la pieza en tres minutos
porque el director, el de la trompeta, tenía un flemón.
Davis recordó lo que le había dicho Timmy con respecto a la joven.
—¿Un refresco de zarzaparrilla?
—Señor Salisbury, no beberé tal cosa en una fiesta como ésta. Prefiero whisky.
Fueron a la mesa donde se servia la bebida y Scott escanció whisky en dos
vasos.
Mientras bebían, dirigió la mirada hacia la parte donde se encontraban las
autoridades de la ciudad. Allí estaba el alcalde, el sheriff, Conquest y su socio
Ballone, y aquel potentado Michael Wool. Sólo faltaba el director de la refinería,
Hallakey.
—¿Qué hacía antes de ser hijo de senador?
Era ella quien había hecho la pregunta, y Scott la miró con las cej enarcadas.
—Perdone, Gracie, pero siempre he sido hijo de mi padre. Es una cosa que no he
podido remediar.
—Usted no es el hijo del senador.
—¿Qué está diciendo, Gracie?
—Cuando alguien le dice algo que no le conviene oír sólo se le ocurre contestar:
«¿Qué dice usted?» Lo ha oído perfectamente. Usted no es Clay Salisbury.
—Explíqueme ahora que tampoco es usted Gracie Custer, analista químico de la
refinería, sino una espía.
—No trate de interponer una nube entre usted y yo para pasar desapercibido.
—Estando juntos, no interpongo nada —dijo él, y dio un paso hacia ella,
acercándosele más.
—¿Quién es usted? Puede decirlo con toda franqueza. Nadie nos escucha. Es-
tamos solos.
—Pero, Gracie, ¿de dónde ha sacado eso?
—Oiga, amigo, yo soy analista, usted lo acaba de decir antes. Siento verdadera
pasión por mi trabajo, y usted sabe en qué consiste, descomponer un cuerpo
para hallar los elementos que lo integran. Me gusta hacer lo mismo con las
personas.
—¿Las sierra a trozos para analizarlas o las utiliza enteritas, después de un baño
en ácido sulfúrico?
—Muy gracioso, pero continúa poniendo el mismo interés en dirigir la
conversación por otro camino. No se saldrá con la suya.
Scott bebió un trago de whisky, observando que Conquest y Ballone se habían
apartado del grupo.
De pronto, sintió un escalofrío por la espalda al descubrir junto a una columna al
verdadero Clay Salisbury. Estaba allí, recostado indolentemente, fumando un
cigarrillo.
Scott lo fulminó con la mirada y Clay le contestó con una sonrisa, haciendo una
respetuosa inclinación.
—Ya lo tengo —oyó decir a Gracie.
—¿Qué es lo que tiene?
—Su secreto.
—Pero, Gracie —le sonrió él—. ¿Cree que tengo secretos para usted?... Oh, no
podría. Le he abierto mi corazón desde que la vi.
—Mis estudios analíticos con respecto a usted han resultado veraces. Usted no es
el hijo del senador, y ahora acabo de descubrir al hombre a quien usurpa la
personalidad.
—¿Qué tontería se le ha ocurrido?
—Es ese hombre, el rubio a quien usted acaba de saludar.
—Es mi dentista. Profesionalmente no le puedo aconsejar que acuda a él. De
cada cinco muelas que saca, sólo una es mala. En vista de eso, el profesor
Kokowitch se ha dedicado a analista químico.
—No le valen de nada sus sarcasmos, y voy a hablar ahora mismo con él.
Davis la tomó por el brazo.
—Gracie, no puede hacer eso.
—¿Por qué no? Suélteme.
—Resultaría peligroso —el joven dio un suspiro—. Está bien, usted gana, lo acertó
todo... Venga conmigo.
—¿Adonde?
—Al jardín. Allí le contaré mi historia —la empujó hacia la puerta que daba acceso
al jardín, pero en el camino se les cruzó Clay Salisbury.
—¿Podría hablar con usted, señor Salisbury? —inquirió el hijo del senador.
La joven se echó a reír.
—Son ustedes los dos personajes más divertidos de esta comedia.
Clay enarcó las cejas.
—¿Qué le pasa a su amiga, señor Salisbury?
—Está acostumbrada a la zarzaparrilla y bebió dos vasos de whisky. Espéreme
aquí, señor Kokowitch. Voy a llevarla a que le dé un poco el aire.
—Oh, no, prefiero estar con el señor Salís...
Gracie no llegó a terminar la frase porque Scott le dio un tirón, y casi la hizo volar
tras él.
Cuando estuvieron en el jardín, ella se frotó un brazo.
—Es usted un bruto.
—¿Es que no se da cuenta de lo que iba a hacer? Faltó poco para que pregonase
a los cuatro vientos lo que mi amigo y yo hemos guardado con el mayor sigilo...
Echaron a andar por un paseo. Todo estaba muy oscuro.
Scott detuvo a la joven.
—No puedo permitir que nos estropee la combinación, Gracie. Ya le he dicho que
acertó. Estoy desempeñando un papel para defender la vida de Clay Salisbury. Mi
nombre es Scott Davis y hago este trabajo por mil dólares.
La joven parpadeó, confusa.
—¿Es ésa su profesión, Scott, arriesgar su piel por los demás?
—Sí, pero dígame alguna que sea más emocionante.
—Oh, usted es un tipo a quien le gusta el riesgo, la emoción.
—Pero también me gustan otras cosas.
—¿Por ejemplo...?
—Las mujeres bonitas.
—No me clasifique en ese grupo.
—Obtuvo la mejor puntuación, Gracie —dijo, y tirando de ella la besó fuertemente
en la boca.
Gracie relajó el cuerpo.
Cuando Scott apartó sus labios, ella se le quedó mirando arrobadamente, a los
ojos.
—Pedazo de idiota... —murmuró—. Te quiero vivo y no muerto.
—No me va a pasar nada.
—Sé lo que pretende el senador, acabar con los transportistas del petróleo que
imponen sus precios. Por eso mandó a su hijo aquí, y por ello han pretendido
matarlo. Tú ocupas su lugar, y todas las balas serán dirigidas contra ti.
—No les daré tiempo a matarme porque pienso descubrir la identidad del jefe v
acabar con su pandilla.
—Oh, Scott, tengo un extraño presentimiento... como si fueses a morir muy
pronto...
A unas diez yardas de los jóvenes, se encontraba Slim Piercey, el hombre
pagado por el encapuchado para acabar con Salisbury.
Ahora Slim habíase ido aproximando poco a poco, sin hacer ningún ruido.
Miró por entre las ramas de un arbusto y los vio besándose. Tuvo que reprimir
una carcajada. Aquel beso sería el último que el hijo del senador diese a una mujer.
Tiró del revólver y lo fue levantando poco a poco.
Dispararía cuando Salisbury se apartase de la joven.
Esperó, contando los segundos.
Davis terminó de besarla.
Se dispuso a disparar, pero de pronto sintió que algo le corría por el cuello. Era
una hormiga. Se la quitó de un manotazo.
Otra vez tomó puntería.
En el jardín se produjo un estampido.
CAPITULO XIII
***
FIN