Dede Maria Laura - Siete Muertes
Dede Maria Laura - Siete Muertes
Dede Maria Laura - Siete Muertes
estrada
I Seguimos haciendo histora
Coordinadora de Literatura.- Karina Echevarría
Edición: Pilar Muñoz Lascano
Autora de secciones especiales: Pilar Muñoz Lascano
Corrector: Mariano Sanz
Coordinadora de Arte: Natalia Otranto
Diagramación: Karina Domínguez
Ilustración de tapa: Fernando Falcone
Gerente de Preprensa y Producción Editorial: Carlos Rodríguez
ISBN 978-950-01-1857-6
La no vela
La novela de su sp en se o su sp en so
—¡A comeeeeer!
Esta vez, quien llamaba a la mesa era yo. Me había acos
tado a las seis de la mañana (todavía iba a Apocalipsis) pero
hice el asado y todo. Vacío, chinchulines y chivito. Un sobri
no ejemplar. Delia no podía decir ni mú (la vaca tampoco, ja).
Nos sentamos los cinco en una mesa que armamos en el
fondo. Las melli, sentadas una a cada lado, peinaban a Vannia
y le ponían hebillas y no sé cuántas cosas más que se ponen
las mujeres. Vannia tenía una expresión de paz que no podía
más; le encantaba que la peinaran. Hasta que llegó la comida
y el consabido reto de mi querida tía Delia: "Si nos sentamos
a comer, comemos. Y no pelos, precisamente, chicas".
Mientras hincábamos los dientes les conté a mi tía y a
las melli que con Vannia habíamos ido en bicicleta hasta la
Plaza de Toros. Josefina cambió de tema y nos contó que
Rubén le había enseñado a poner cuatro bochas de helado
una arriba de la otra. Francisca dijo que era mentira, que
Josefina no pudo, y Josefina que sí y Francisca que no, y
Josefina, que la otra qué sabía, si no la había visto. Delia las
retó. Vannia cambió de tema y dijo que en el hotel había una
japonesa que desayunaba sopa de pollo. Las melli gritaron
guácala y se rieron, escupiendo unas lechugas. Delia dijo
que si seguían portándose mal las iba a poner a las dos en
la misma habitación, aunque en la casa hubiera tres cuartos
libres. Después se nota que pensó un poco y le preguntó a
Vannia por qué no se quedaba a dormir en la casa en vez de
andar pagando un hotel. Y Vannia: que gracias, pero que ya
tenía pagos cinco días más, que en todo caso después veía.
Que lo pensara, insistió mi tía. Que el corazón era grande,
pero la casa también.
Yo corté el tema y le pedí a Delia que nos recomendara
algún otro lugar para pasear.
—Si son novios, que vayan a la Calle de los Suspiros
—propuso Francisca.
—No son novios. Ellos mismos lo dijeron —corrigió
Josefina.
—Sí son.
—No, no son.
—¿No que sí?
—¿No que no?
Ya las iba a mandar al cuerno cuando Josefina cambió el
eje de la pelea:
—Además ¿qué tiene que ver, nena? La Calle de los Sus
piros no es romántica.
—¿Cómo no va a ser romántica? Por eso se llama así, por
los suspiros de amor de los enamorados.
—¿Estás loca? ¡Nada que ver!
—Sí, nena.- es por eso.
-N o , no es. Son suspiros de sufrimiento, hermanita. Son
los suspiros de los esclavos que llegaban de África en la
época de la Colonia. ¿No te lo enseñó la maestra? Además,
se escucha el ruido de las cadenas.
—¡Nada que ver! ¡Ma, decile vos, dale!
Delia no se metía en ese tipo de discusiones porque, se
gún ella, servían para que las nenas ejercitaran retórica.
—No sé si será una calle que da miedo o enamora, pero
en todo caso es muy linda. Yo también la recomiendo.
Estaba cerca, llegamos enseguida. Hacía bastante calor,
pero por suerte de los árboles colgaban sombras y además
habíamos quedado en que después íbamos a ir a la playa.
Nos filtramos en un grupo de turistas y pudimos escuchar
algunas explicaciones entrecortadas. "Fíjense que la calle no
es plana”, fue una de las frases del guía, señalando los ado
quines del suelo. "Así se resolvían antiguamente los des
agües". Y era verdad: el centro de la calle estaba hundido,
según él, para que corriera el agua. Después notamos que
todo el grupo (unos diez o quince chinos o japoneses, se
rían) se cerraba en un círculo y miraba un punto en el sue
lo con mucha curiosidad. Escuchamos la palabra "esclavos",
"túneles", "catacumbas" y vimos que todos decían "¡Oh!", en
chino o japonés. Nos dimos cuenta por las caras. Era una re
jilla de ventilación, porque supuestamente abajo estaban los
túneles. "Tenía razón Josefina", me dijo Vannia, provocán
dome: "Es la calle de los esclavos, no del amor".
—¿Y los esclavos por amor?, ¿eh?
Vannia sonrió y suspiró.
—¡Suspiraste, Vann! ¡Vos también sos una esclava de
amoooor!
Vannia enrojeció más de lo roja que era.
La agarré de la mano con decisión y le dije que se pre
parara, porque si todavía no estaba enamorada de mí, en la
playa se enamoraba seguro. "Además hay que aprovechar,
que ahora en España se congelan", y corrimos juntos todos
los minutos que nos separaban del mar.
Cuando llegamos a la orilla, tiramos por ahí la remera
y el short y atravesamos las olas. El agua era río, en reali
dad, pero eso qué me importaba. Mejor, así se podía tomar.
Cuando el agua nos llegó por las rodillas, empezó la guerra.
Yo la salpiqué con las dos manos. Ella se reía y me la devol
vía. Daba un poco de frío, ahí estaba la gracia. A los trein
ta segundos nos habíamos empapado. Caminé unos metros
para dentro y me tiré de cabeza. Casi me la doy contra la
arena porque todavía era bajito, pero igual. Cuando salí, me
sacudí el pelo para seguir mojándola y ella se metió al agua
para resguardarse. Nadamos juntos un poco más; en lo hon
do la alcé y la tiré lejos, ella me empujó y siguió la lucha. La
gente nos miraba. Creo que nunca fui tan feliz, ni siquiera
cuando volé en globo aerostático.
Cuando nos cansamos, nos echamos en la orilla, de pan
za sobre las primeras olas, las que parecían de papel. No nos
acostamos uno al lado del otro, sino enfrente, como en espejo.
Las olas nos pegaban de costado y nosotros, con los antebra
zos apoyados en la arena y el torso erguido, cara contra cara
y nuestras manos rozándose, charlábamos de todo un poco:
ella me contó la vida que llevaban ahora algunos de los em
pleados del Comedor de las Tinieblas y yo, anécdotas de mis
compañeros de facultad o cosas de mis hermanos. Ella, que
pasó muchas tardes haciendo llaveritos en la casa de Lili, que
ya había vendido cien a un negocio del centro y que ahora te
nía ganas de hacer un curso de carpintería. Yo le conté algu
nas cosas raras que había aprendido en la facultad, como que
la nuez moscada en exceso produce alucinaciones más fuertes
que la salvia divinorum, o que el ADN de un ser humano es tan
largo como mil veces la distancia de la Tierra al Sol.
El agua iba y venía, pero nosotros íbamos, solamente,
íbamos derecho al lugar que tenía una sola puerta de entra
da, la única, la que ahora estábamos a punto de atravesar.
Toqué sus yemas con mis yemas. No los dedos comple
tos, solo las yemas. Me miró. Toqué sus dedos. No las ma
nos completas, solo los dedos. Los miró.
—Dijiste que en caso de haber tomado el trago de Lugh,
me matarías —le recordé.
Ella no dijo nada.
—Pero no hace falta que me mates, ¿sabés?
Alzó sus ojos y me preguntó por qué. Sabía que abría la
puerta.
—Porque soy "Norberto, el hombre muerto", sonreí.
Muerto siete veces, Vann. Y todas las veces por vos.
Lo de "Norberto el hombre muerto" era un cuento
que había leído hacía poco y funcionó, porque sonrió con
ternura. Ahí nomás me estiré y toqué sus labios con mis la
bios. No la boca completa, solo los labios. Después sí toqué
su boca con mi boca, completas.
Y allí nos quedamos, juntos, un resto de eternidad.
A las ocho no tuvimos más remedio que volver, porque
era mi último día de trabajo en Apocalipsis. Ya no tenía sen
tido seguir, por lo menos no para pagar el pasaje a España,
porque Vannia ya estaba conmigo, y yo quería aprovechar
la cada segundo. La acompañé al hotel, resignado, pensando
en las noches juntos que tendríamos después.
En el camino tampoco hablamos de Pedro, pero sus ojos
de gato, de alguna manera, ños perseguían. Volví a pregun
tarle si se quedaría a dormir en el hotel o si prefería ir a lo
de Delia. "De verdad en la casa hay habitaciones libres, y de
verdad le caíste bien a mi tía”, intenté disuadirla, pero no
hubo caso. Solo me pidió que la acompañara a la habitación
porque quería darme algo para ella por su hospitalidad. Su
bimos. Era una cajita de madera.
—Entonces hacés otras cosas, además de llaveros.
—Muy pocas —sonrió—. Las he traído para vender por si
me quedaba sin dinero antes de encontrarte.
¿Viste en las películas, que cuando está todo increíble sobre
viene la catástrofe? ¿Y viste que la realidad supera la ficción?
¿Nunca te pasó eso de que se pudra todo de repente? Bueno, a
mí sí, varias veces. Y esa fue una. Empezó con un viento.
"No recuerdo haber dejado tan abierta esta ventana",
pensó en voz alta mientras la cerraba. Entonces vimos que
las puertas superiores del armario también estaban abier
tas de par en par.
Vannia ahogó un grito con sus manos. Después acercó
la silla, se subió y metió una mano en el hueco del armario.
—El libro —musitó, lívida—. Alguien robó el libro de Lugh.
El marco de madera del armario tenía una cicatriz, como
una garra.
9 I Lupe
Ahora que lo pienso, los gatos sin ojos y lo que te voy a con
tar ahora parecen cuentos de Poe, pero esto fue de verdad.
Entré al local fingiendo interés por el queso roquefort.
Pedí el precio mientras miraba a mi alrededor buscando al
guna puerta que pudiera ser de una habitación en alquiler,
según me había dicho María Emilia. Como no las vi pregun
té por ellas, y el vendedor me dijo que se accedía desde la
bodega (porque en la quesería, además de quesos, vendían
salames y vinos) pero que no había ninguna disponible, me
recalcó, por si estaba interesado en hospedarme. Es que en
total había dos; una ya estaba alquilada, me dijo, y la otra
permanecía clausurada por la humedad. "Las paredes y los
techos están llenos de salitre, porque cuando llueve, el agua
corre por el centro de la calle, que es justo arriba de las ha
bitaciones, y como todo es tan viejo, se filtra”, me explicó.
A cambio, me ofreció participar de la visita guiada por la
bodega que estaba por empezar, con cata de vino y todo. A
mí el mundo del vino no me intriga para nada, la verdad es
que prefiero los tragos inventados por mí, pero no podía
dejar pasar semejante oportunidad.
El grupo se núcleo junto a una arcada y, cuando estuvimos
todos, bajamos por una escalera empinada. Las paredes eran
de piedra, iluminadas desde los zócalos con una luz que no
alcanzaba a imprimir suficiente claridad. Cada tanto, como
para crear clima, había pequeñas antorchas encendidas cuya
cálida luz contrastaba con las otras, tan modernas. Más abajo,
polvorientas botellas dormían en fila sobre estantes de ma
dera, formando una trama casi infinita que terminaba allá le
jos, donde se apilaban los toneles.
Yo buscaba las puertas. Si eran habitaciones en alquiler,
pensé, no podrían estar muy lejos. Al fin las vi: detrás de las
botellas, hechas con listones de madera y herrajes de hie
rro negro.
Cuando el grupo se amuchó junto a un tonel para escuchar
la explicación de la guía, probé suerte con la primera, pero
no abrió. Me reí de mi candidez: si era una habitación ocupa
da —encima por Pedro—cómo iba a estar abierta. Sin embar
go probé con la otra y sí, para mi sorpresa se abrió fácil. Eché
un vistazo alrededor para cerciorarme de que nadie me veía,
robé una antorcha de la pared más cercana y entré.
Adentro, la oscuridad era absoluta. Por suerte había lle
vado la antorcha, pensé, porque mi celular no tenía buena
linterna. Noté que, a pesar de que había poco flujo de aire,
la llama flameaba y el círculo de luz que imprimía mi an
torcha cambiaba de forma y moldeaba sombras diferentes
que —para ser sincero—me amedrentaban bastante.
Parecía una habitación tallada en las entrañas mismas de
la tierra. Los techos sudaban gotas que caían sobre los mue
bles: a pesar de la penumbra adiviné una cama, un armario
y un televisor cubiertos con un plástico grueso. Todos ellos
fantasmas, o más bien cadáveres de los que mueren en la
vía pública y tapan antes de mandarlos para la morgue.
Mi corazón latía a mil, pero el orgullo no me permitía re
gresar. Tenía que encontrar a Pedro, o por lo menos sacarle
el libro o encontrar alguna respuesta. Ir a cuidar a Rober
to y Escrúpulos estaba bien, era necesario, pero era una ac
ción defensiva, y yo necesitaba dar un golpe maestro de
contraataque.
El espacio era irregular. Las paredes tenían curvas y reco
dos, yo no veía dónde terminaban y no podía dimensionarlo.
Con mi antorcha alzada, elegí uno de los brazos de la extraña
sala, uno cualquiera, que resultó ser mucho más largo de lo que
había imaginado. Va no había muebles-fantasma, por suerte,
pero sí rocas cada vez más amorfas, como si la habitación se
transformara poco a poco en una cueva prehistórica. ¿Allí ha
bían arrastrado sus cadenas los esclavos? No quise mirar muy
en detalle por temor a encontrar grilletes, un instrumento de
tortura o peor: calaveras, huesos o un esqueleto entero.
Lo que no pude evitar fue ver cómo, a la luz de mi lla
ma, las formas en las rocas se convertían en monstruosas
figuras que me miraban amenazantes. Me estaba suges
tionando demasiado, creo, y apuré el paso antes de seguir
cebándome. Entonces oí el maullido.
Era un lamento agudo, de esos llantos que parecen de
bebé. Un lamento cada vez más penetrante. Agónico. Monó
tono, sufriente.
Nervioso, con la llama de la antorcha busqué alguna
abertura en la piedra. Tenía que salvar a ese gatito, si es
que era un gato el que lloraba. Tenía que encontrar a Pedro,
si era él quien hostigaba al gato, mientras estuviera a tiem
po. Y sacarle urgente el libro de Lugh, porque ese libro, sin
dudas, le daba fuerzas para matar.
Los siniestros maullidos seguían lastimándome, pero no
encontraba la manera de atravesar ese muro y llegar hasta el
minino. No pensé qué haría si también me encontraba con Pe
dro cara a cara, y menos aún qué podría llegar a hacer Pedro
conmigo, pero tenía que avanzar: de alguna manera me sentía
culpable de que se hubiera hecho monstruo, porque se había
tomado el brebaje por un descuido mío y de nadie más.
Unos metros después pisé un charco. Impulsivamente me
arrodillé, me incliné y apagué la antorcha en él. Por un mo
mento, en esa nueva oscuridad me sentí más seguro, pero
qué equivocado estaba. ¡Había hecho lo mismo que Vannia
en el ascensor! ¿Era estúpido o qué? ¿Acaso no me acordaba
que Pedro tenía ojos de gato y que los gatos ven más?
Seguí avanzando a tientas hacia el maullido. Por lo me
nos, apagar mi sentido de la vista encendió otros, y no solo
escuchaba el llanto cada vez más claro sino que empecé a
oler a acetona. Reconocí el olor porque lo manipulé varias
veces en la facultad, aparte porque es el mismo que sentía
de chico cuando mi mamá se despintaba las uñas. Cada vez
lo olía más cerca. Supuse que pronto llegaría a alguna entra
da, hasta que la encontré.
Asomé la punta de la nariz, la puerta estaba entreabierta.
En ese lugar había más luz, por suerte. Vi un pasillo con una
larga estantería casi vacía. Me pareció que los maullidos sa
lían del fondo de ese pasillo, pero aún no veía al gatito.
Al olor a acetona se le sumó el del azufre (un olor ácido y
repugnante) y además de asco me entró un miedo espanto
so, porque había estudiado en Historia de la Química I, que
el azufre es el elemento que, según dicen, se quema en el
Infierno... y bueno... había que admitir que los túneles eran
bajo tierra.
Me di cuenta de que era imperioso calmarme, porque si
yo oía los maullidos, tan lejanos, Pedro podría oír los latidos
de mi corazón, que retumbaba a lo loco.
Respiré hondo y retomé la marcha con sigilo, pisando
con cuidado para no resbalarme, porque además el suelo
estaba pringoso.
A mi paso veía frascos, restos de comida y herramientas
de cirujano en las estanterías.
El pasillo terminaba ciego, pero en una de las paredes la
terales había una abertura por donde salía una luz azul, viva
que, como antes mi antorcha, formaba sombras oscilan
tes en las rocas. De ese nuevo recinto era de donde salían
los maullidos y el olor a azufre. No quise entrar. Lo que de
seaba era salir corriendo, vomitar o que me tragara la tie
rra y me escupiera en Hawaii. Pero ya estaba allí, ahora no
tenía más remedio que acercarme. Me asomé. Era un es
pacio abovedado, más chico, de unos tres por tres: había
huellas de sangre en el suelo y por fin lo vi: ahí estaba Pe
dro, de espaldas a mí y de pie junto a una mesa, con una
jeringa en la mano. Estaba rodeado de pequeños recipien
tes con llamas azules: estaba quemando azufre. Sentí cómo
se me irritaban los ojos y se me secaban los labios. Con los
ojos entrecerrados miré hacia los costados y sobre un es
tante, bastante cerca, vi el libro de Lugh. Lo reconocí ense
guida. Grande, negro, de tapa dura y lomo redondeado. Con
extremo cuidado de no provocar el más mínimo sonido, me
estiré y lo agarré. Ya era mío cuando oí el grito, pavoroso y
desgarrador. No era que me habían visto, no, era que justo
Pedro le clavaba la jeringa al gatito.
Perdí todo miramiento. Salí disparado después de pe
gar un grito yo también, fue algo instintivo. Pedro me escu
chó, me miró y me vio con el libro, por supuesto. Corrí y me
corrió. Corrimos. Yo sabía que si acababa de matar, por un
tiempo tendría su "asesino interno” adormecido, pero igual
me perseguía. ¿Para'qué? Preferí no saberlo, por las dudas.
Me lancé de nuevo hacia el pasillo por el que había entrado,
con la luz azul a mis espaldas y la sombra de la cabeza de
Pedro pisándome los pies. No pensaba nada, tenía la adre
nalina al máximo. Mientras corría iba tirando lo que podía de
los estantes, para crearle obstáculos y darme un poco de
ventaja. Apenas vi otro acceso me metí en él, creo que era
uno nuevo. Seguí corriendo —volando, más bien—casi a os
curas ahora, siempre con el libro, y no sé si fue porque fui
tan veloz, o por qué, pero enseguida encontré una escalera
ascendente y una puerta. Estaba cerrada, pero milagrosa
mente su llave estaba colgada de un clavo de la pared. La
abrí; ya estaba afuera. Pero no a salvo, todavía; porque Pe
dro también salió detrás de mí.
Estábamos en el extremo opuesto a la quesería, porque
habíamos salido por una puerta oculta que daba a la cos
tanera. Era de noche. De un salto crucé la barrera del tren
viejo y unos restos de hormigón caídos, con hierros retor
cidos que parecían brazos queriendo tocarme. Volaba, de
verdad. Seguí picando de roca en roca y, ya más cerca de
la orilla, tomé envión en un muelle y salté no sé cuántos
metros hasta otra explanada. Si ves a la gente que practi
ca parkour en algún video de internet, te vas a dar cuen
ta de lo que hablo. De por qué me salvó haber practicado,
porque Pedro tenía la agilidad de un gato pero yo también.
Todavía la tengo, hay que decirlo. Aunque admito que Pe
dro, sin duda, me hubiera alcanzado antes de llegar a la
casa de Delia de no haber sido por la lluvia. Creo que te
conté que el cielo ya venía encapotado, y por suerte se lar
gó. Los gatos detestan el agua, por eso Pedro dejó de per
seguirme y yo pude llegar a lo de Delia mojado pero sano
y salvo, apretando el libro contra mi pecho como si fuese
un talismán.
Cuando llegué, me enteré de que Delia me había dejado
como mil mensajes.
—Mañana me voy con las nenas a Montevideo —me dijo
entonces.
Se veía muy alterada, ni siquiera me ofreció un toallón
para secarme.
Le pregunté por qué, qué pasaba. Sin mediar palabra me
hizo seguirla hasta la heladería. En un claro que hacían las
mesas, sobre el piso de cerámicos blancos, se dibujaba con
sangre un número cinco.
Levanté la vista. Francisca llevaba a Escrúpulos a upa,
pero Josefina tenía las manos vacías... y Vannia estaba roja
de furia. No iba a ser fácil calmarla.
14 i Tinta invisible