Dede Maria Laura - Siete Muertes

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Siete muertes

María Laura Dedé

estrada
I Seguimos haciendo histora
Coordinadora de Literatura.- Karina Echevarría
Edición: Pilar Muñoz Lascano
Autora de secciones especiales: Pilar Muñoz Lascano
Corrector: Mariano Sanz
Coordinadora de Arte: Natalia Otranto
Diagramación: Karina Domínguez
Ilustración de tapa: Fernando Falcone
Gerente de Preprensa y Producción Editorial: Carlos Rodríguez

Dedé, María Laura


Siete muertes / María Laura Dedé ¡lustrado por Fernando Falcone.
la ed . - Boulogne : Estrada, 2016.
160 p.: íl.; 19 x 14 cm. - (Azulejos. Roja ; 66)

ISBN 978-950-01-1857-6

1. Narrativa. 2. Nóvela. I. Falcone, Fernando, ilus. II. Tituló.


CDD A 863

f e Colección Azulejos - Serie Roja ^


o Editorial Estrada S. A., 2016
Editorial Estrada S.A. forma parte del Grupo Macmillan.
Avda. Blanco Encalada 104, San Isidro, provincia de Buenos Aires, Argentina.
Internet: www.editorialestrada.com.ar
Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
Impreso en Argentina. / Printed in Argentina.
ISBN 978-950-01-1857-6
La a u t o r a
y LA O BRA
M a ría L a u ra nació en 1970 en Buenos Ai­
res, ciudad en la que hoy vive. En ese momento
sus padres la llamaron María Laura Díaz Do­
mínguez pero muchos años después, ya adulta,
convirtió Díaz Domínguez en “Dedé”.
Estudió Diseño Gráfico y trabajó exclusiva­
mente como diseñadora en diversos estudios y
agencias de la Argentina por muchos años. Hasta que en el año 2003 decidió
seguir su pasión y comenzó a dedicarle la mayor parte del tiempo a los libros
para niños. Y desde entonces es, además de diseñadora gráfica, ilustradora
y escritora.
Obtuvo, entre otras distinciones, el Primer Premio de Poesía y Cuento
Jitanjáfora 2007; Elcapitán Smack fue finalista en el Concurso Sigmar de Li­
teratura Infantil y Juvenil 2009; y su novela Magia deAÍ-Muhadá recibió una
Mención de Honor en el Concurso Internacional "Los niños del Mercosur”,
Comunicarte, 2011. También recibió una Mención especial en el II Certamen
Internacional de Videopoemas “Aguas de Alcázar”, España, 2012.
Algunos de sus libros son: Tres peces verdes, Una ooz en ía casa prohibi­
da, Nubifuz, ¿Rey?, La casa perfecta y Cabera de monstruo. En la colección
Azulejos publicó El comedor de las tinieblas, la primera parte de esta novela.
Su web es www.marialauradede.com.ar
La obra

La no vela

La novela es una narración de hechos ficticios, es decir, imaginarios. Al


igual que el cuento, pertenece al género literario narrativo, pero se diferencia
por tener una mayor extensión. Es el más tardío de los géneros literarios. Si
bien en la Edad Antigua existían los relatos narrativos en verso como la lííada
y la Odisea, los primeros exponentes de novela pertenecen a la Edad Media. La
novela, tal como la entendemos hoy, surge en el siglo XVII con Don Quijote de
ía Mancha, de Miguel de Cervantes.
La novela, así como el cuento, presenta un argumento construido con
núcleos narrativos, que son los acontecimientos del relato. Además, la novela,
como el cuento, presenta una trama, que es la dinámica interna del relatores
el modo en que los hechos son narrados. Y esto involucra un tipo de narrador,
una perspectiva, un tiempo y un ritmo para el relato.
Cuando hablamos del tiempo deben diferenciarse dos cuestiones. Por un
lado está el tiempo del relato, es el tiempo en el que transcurre la historia
y depende del lapso transcurrido entre la acción que se propone contar el
narrador y el acto de ponerse a narrarla. Es posible narrar desde tres lugares
temporales:
• El tiempo del narrador y el tiempo de lo narrado coinciden, por lo que el
narrador narra en el presente gramatical.
• El narrador se sitúa en el presente para narrar hechos que han ocurrido
en el pasado, y emplea los tiempos pasados para contar.
• El narrador narra, desde un pasado, hechos que ocurren en el presente
o en el futuro. Es la opción menos frecuente y la más compleja. Sobre ella dice
Mario Vargas Uosa: “El narrador narra hechos que no han ocurrido todavía,
ocurrirán cuando él haya terminado de narrarlos y sobre los cuales, por lo
tanto, gravita una indeterminación esencial: no hay la misma certeza de que
ocurran como cuando el narrador se coloca en un presente o un futuro para
narrar hechos ya ocurridos o que van ocurriendo mientras los narra”. En este
caso el narrador utiliza tiempos verbales futuros.
Por otra parte, el relato es contado a determinado ritmo. El narrador pue­
de acelerar o ralentizar el ritmo del relato a través de cuatro movimientos
narrativos:
• La pausa, a través de la descripción o una digresión reflexiva, desacelera
el ritmo del relato ya que la narración de los hechos se interrumpe.
• La escena crea una sensación de igualdad entre los hechos que se na­
rran y la manera de narrarlos, y la forma más habitual es el diálogo.
• El sumario, a través de la síntesis o la concentración de los hechos, per­
mite que la historia avance en pocas líneas y por lo tanto el ritmo se acelera.
• La elipsis es la que permite que el ritmo progrese silenciando un perío­
do de tiempo que se sobreentiende.

La novela de su sp en se o su sp en so

En inglés se usa la palabra thriííer, en español es más frecuente suspense


o suspenso, un término procedente de la palabra latina que significa “colgar”.
Para algunos se trata de un género o subgénero, para otros es un recurso
literario. David Lodge señala que el suspense es “un efecto asociado especial­
mente a la novela de aventuras y al híbrido de novela de detective y novela de
aventuras que conocemos como thriller. Los relatos de esa clase se basan en
colocar al héroe repetidamente en situaciones de extremo peligro, suscitando
de ese modo en el lector emociones solidarias de miedo y ansiedad en lo que
respecta al desenlace”.
El principal objetivo en este tipo de novelas es mantener al lector a la
expectativa, en estado de tensión y atento a lo que pueda ocurrirles a los
personajes, o sea, atento al desarrollo del conflicto y el desenlace de la na­
rración. Se caracterizan además por tener un ritmo rápido, acción frecuente
o constante, y héroes ingeniosos que deben enfrentar y frustrar los planes de
los antagonistas, quienes por lo general son más poderosos o están en una
mejor posición.
En la mayoría de los casos, el narrador está en tercera persona gramatical,
ya que suele tratarse de un narrador que aporta información al mismo tiempo
al protagonista y al lector. De este modo el lector compite con el protagonista
por llegar a la meta antes que él, por descubrir los hilos ocultos de la trama
antes de que le sean revelados. Sin embargo, en Siete muertes no sucede
esto, ya que el narrador está en primera persona protagonista, de modo que
el narrador sabe en el momento de la narración cómo terminaron los hechos.
Pero esto también vuelve interesante la trama puesto que los lectores pueden
identificarse con el protagonista con mayor facilidad.
En las novelas de suspenso, la intriga puede ser de distinto tipo, y es por
eso que pueden aparecer características de otros tipos de novelas, u otros
tipos de novelas pueden tener suspenso. Resulta así que si el misterio es des­
cubrir al culpable de un crimen, se tratará de un relato policial. Y si los hechos
transcurren en un espacio semejante al de la vida cotidiana, pero acontecen
sucesos extraños que irrumpen y producen miedo, se tratará de un relato de
terror.
Las novelas de finales del siglo XX y del siglo XXI no suelen responder a
géneros puros, sino que se trata de relatos experimentales en los que el lector
coopera textualmente para desentramar los hechos.
Siete muertes
M a ría Laura Dedé
A Wash, Vannia, y a Pedro y los demás,
sin ellos nada de esto hubiera sido posible.
A Lupe, que le encanta que la nombren.

A la vida y la,muerte, que son una.


Introducción

No sé si te lo dije antes: soy Washington Patch. Si te ol­


vidas no pasa nada ¿eh?, es que el nombre parece inglés. A
veces hasta yo dudo, porque los únicos que me llaman así
son mis profesores al pasar lista, mis padres si se enojan y
mis hermanos cuando me quieren cargar. Si no, soy siem­
pre "Wash". Incluso yo mismo me llamo "Wash" cuando me
pienso. O cuando pienso que tengo que pensar, entonces
me digo: "Pensá, Wash, pensé."
Y este verano, la verdad, aunque lo único que quería era
no pensar, tuve que hacerlo bastante. Es que pasaron mu­
chas cosas. Pasó lo que, para bien y para mal, hacía un año
y medio estaba esperando y también temiendo que pasara.
Pero no quiero adelantarme; mejor empiezo a contarte des­
de el principio.
Yo, hace dos veranos, cuando terminé el secundario, me
fui de vacaciones solo a recorrer algunas ciudades de Euro­
pa. Estuvo bueno. ¿La última parada? Castelldefels, un pue­
blo cerca de Barcelona, donde iba a estar dos o tres días
viviendo en la casa de Pedro, un amigo un poco más grande
que yo, que tenía veinticuatro. Pero no me quedé dos o tres
días, sino seis. Seis meses. Es que me enamoré... qué iba a
hacer. La chica se llama Vannia, tiene ojos de mar y el pelo
largo y pelirrojo, tirando a rubio. (O rubio tirando a pelirro­
jo, qué sé yo).
En esos meses, en Castelldefels, Vannia y yo vivimos co­
sas muy fuertes. Trabajamos en su restaurante (porque ella
tenía un restaurante; el papá, bah), paseamos, nos disfraza­
mos, bailamos, nos besamos y, ya que estábamos, con mis
conocimientos de tragos la ayudé a zafar de ser una asesi­
na en serie.
Después yo volví a Montevideo, mi ciudad, pero antes
le prometí que viajaría a verla lo antes posible. Por eso du­
rante todos los fines de semana del año y medio siguiente
trabajé de barman en boliches, para ahorrar para el pasaje,
mientras estudiaba Química en la Universidad.
Mis padres querían que yo siguiera Medicina, pero a mí
nunca me gustó abrir cadáveres, y menos si tienen sangre...
aunque después tuve que ver bastante. ¡Uy! Otra vez me
adelanté.
1 1El principio

Todo empezó el primer viernes de enero, en Apocalipsis,


"el boliche del verano", en Colonia del Sacramento.
Colonia del Sacramento es la ciudad más antigua de Uru­
guay, fundada en 1680. Lo sé porque lo leí en un museo. Tan
linda es, que fue declarada "Patrimonio de la Humanidad"
por la Unesco (lo leí en otro museo). Pero ese enero yo no
había ido a Colonia porque era antigua o linda, sino porque
en Colonia estaba Apocalipsis y además vivía mi tía Delia,
así que ya tenía dónde dormir.
Es que justo después de rendir el último parcial, me pa­
saron el dato de que en Apocalipsis buscaban un barman de
jueves a domingo. Era justo lo que yo necesitaba: el empu­
jón final para poder ahorrar, comprar el pasaje a España y
ver a Vannia; así que no lo dudé y tomé el primer micro que
salía para Colonia.
Tenía que ver a Vannia cuanto antes. Hacía mucho que no
recibía noticias de ella. Ceró. Ella siempre me escribía, me
llamaba o algo, pero desde que le pedí que no. viera más a
Pedro, su celular siempre estaba apagado o fuera del área
de cobertura.
No se lo había pedido porque estuviera celoso, para nada.
Pedro era mi amigo y además era normal que se vieran,
vivían en la misma ciudad y ninguno de los dos tenía familia:
la de él vivía en Argentina y Lugh, el padrastro de Vannia-,
por fin estaba muerto y enterrado.
El problema eran los ojos. Los ojos de Pedro. Los ojos de
gato. Es que aquella vez en el aeropuerto, cuando me iba, yo
había visto en Pedro ojos de gato. Aún no sabía lo que esos
ojos encerraban (si tenían gato encerrado, bah), pero sí que
Vannia debía alejarse. Terminé de convencerme cuando ella
me contó que Pedro, en la última visita a su restaurante, le
había pedido leer el libro de Lugh.
¿Y qué tiene de malo leer un libro? Después de todo,
siempre nos machacan con la lectura. Es que hay libros pe­
ligrosos, y este era de los peores. Era un libro... digamos...
de hechicería. En sus páginas, año tras año, Lugh (que
como te dije era el padrastro de Vannia, pero para ella era
el papá) había ¡do plasmando allí sus descubrimientos. Pri­
mero transcribió las fórmulas de su propio padre (el abuelo
de Vannia, quien a su vez las había copiado de algunos ri­
tos africanos) y después escribió sus propios experimen­
tos. ¿Experimentos para qué? Primero, para perfeccionar la
técnica “zombi" (sí, convertir humanos en zombis, algo que
dicen que hacían los africanos y lo practicaba el papá en el
Congo Belga, para que los esclavos trabajaran más). Y des­
pués se la pasó estudiando para llegar a algo todavía más
ambicioso, lo que Gilgamesh y los caballeros del Rey Artu­
ro ya buscaban en el inicio de los tiempos: la inmortalidad.
Y, aunque no me creas, combinando esos estudios con la
técnica zombi, llegó a algo parecido. Empezó a usar esas vi­
das robadas a los zombis para alargar la suya. La fórmula a
la que había llegado servía para robar seis vidas (nada más)
y así tener siete en total, con la propia. Siete vidas, como
un gato, y se acabó. Así, después de décadas de prueba y
error, Lugh aceptó que su vida sería larga, pero finita. No
digo "finita" de angosta, sino de que tenía fin.
Muchos años más tarde elaboró su segunda obra maes­
tra: una bebida que le pasaba a otra persona ese apremian­
te impulso de robar. Robar vidas, digo. Una especie de
reencarnación de su poder.
Lugh quería reencarnar en Vannia, claro. Qué padre no
quiere dejarle un legado a su hija. Mis viejos, por ejem­
plo, querían que yo fuera médico como ellos (creo que ya
te lo dije). Pero ¿y nosotros qué?, ¿acaso no somos los úni­
cos dueños de nuestra vida? Que nos hayan criado no les da
derecho a decidir. Si los deseos coinciden, ¡felicidades! y si
no, a otra cosa mariposa. Vannia lo entendió así y finalmen­
te le dio un giro a la oscura historia que Lugh había urdido
para ella: me encargó a mí que hiciera un trago de mentira
—un placebo—para engañarlo, y que su vil poder no le fuera
traspasado. Yo lo hice y fuqcionó. Vannia lo bebió, y Lugh y
su poder cayeron muertos para siempre. Caput.
O eso pensaba.
2 I Acá empieza
la historia en realidad

Como te decía, todo empezó un viernes a la noche, en


Apocalipsis. Yo, de pie junto a la barra entre la picadora de
hielo, los medidores y la cuchara, dejaba mecer mis ojos so­
bre las olas que hacía la masa humana al bailar. No miraba a
nadie en especial, en realidad ni siquiera miraba. Miraba ha­
cia adentro, más bien.
Mi estómago no estaba tenso ni tenía un nudo en la gar­
ganta, como otras veces. Como cuando pensaba demasia­
do, por ejemplo, y me daba sed. Como cuando pensaba que
Vannia, separada de mí por toneladas de cloruro de sodio lí­
quido (mar, bah), corría algún tipo de peligro. O como cuan­
do me acordaba de Lupe, la chica que me volvía loco. Pero
loco de loco en serio, no de que me gustara. Ella iba siem­
pre a Apocalipsis, conocía a todos y todos la conocían. A su
paso, el mar de gente se abría como si fuera Moisés. An­
tes yo era como ella, no te creas. También vivía de fiesta en
fiesta y muchas veces era el centro de atención, pero desde
que volví de España estaba más... no sé... ¿aburrido...? Más
profundo, diría. Ahora me divierto de otra manera. Juego al
ping-pong, miro películas de terror, leo historietas y prac­
tico parkour, que es correr por la calle saltando cualquier
obstáculo que se presente.
Lupe, en cambio... qué sé yo. Vivía para su imagen. Sabía
moverse, además. En todo sentido. Én mi primera noche,
ella se acercó a la barra y me pidió un trago difícil. Tuve que
picar hielo, exprimir fruta, batir y cortar lima en rodajas,-
me llevó mucho tiempo. Creo que me lo pidió a propósito,
porque mientras tanto ella me clavaba los ojos. Después se
quedó a tomarlo ahí y empezó con las preguntas: que cómo
me llamaba, de dónde era, qué música me gustaba y veinte
preguntas más, a las que yo respondía medio parco, creo,
porque desde que había conocido a Vannia, las demás salían
perdiendo. El problema era que Lupe no había perdido nun­
ca, no sabía lo que era un no y tampoco parecía dispuesta a
aprender.
Ya desde esa noche empezó a llamarme "Doble-V", como
la marca del whisky.
Yo cada tanto le tiraba un hueso, lo admito, y fue el error
más gordo de los últimos veinte años de mi vida (o sea,
de todos). Un hueso era un ok, una mirada, una sonrisa o
lo que más disfrutaba mi ego: mostrarle trucos de barnnan.
Para ese entonces sabía bastantes: apoyaba la botella en el
dorso de mi mano, con un envión la hacía girar en el aire y
después, con la misma mano la atajaba por el pico y ser-,
vía. También sabía otros malabarismos, como servir cuatro
cocktails diferentes con un solo movimiento y revolear el
mixer por la espalda. Pero Lupe ya se había ido a Punta del
Este con su familia, así que esa noche no le iba a mostrar
nada. Esa noche estaba tranquilo.
Mientras le pasaba el repasador celeste a los vasos se
me venían a la cabeza imágenes del Comedor de las Tinie­
blas, el restaurante de Vannia y de Lugh. La primera vez
que entré y vi el mostrador con banquetas, la caja registra­
dora antigua, los vasos, los llaveros-diablo, las hebillas-col-
millo y el gato maldito ese. Gato negro, gato de bruja. Gato
de brujo. Gato de Lugh. Traté de borrarlo de mi cabeza,
porque si pensaba en él, iba a obsesionarme otra vez con
los ojos de Pedro y con el peligro que —imaginaba— podría
estar corriendo Vannia en este preciso momento, y yo tan
lejos para cuidarla.
Hice fuerza para pensar protónicamente, que desde
que empecé la facultad es mi manera de decir "en positi­
vo". Me concentré en esos momentos que había compartido
con Vannia en el Comedor. La primera vez que la había vis­
to vestida de bruja, cuando había probado mi trago y había
adivinado los ingredientes o me había dicho chistes al oído
mientras actuábamos. Cuando habíamos ido a tomar el he­
lado, ella con el gorro de lana y el pelo hecho un rodete, y
cuando se lo había sacado y el pelo le chorreaba como lla­
marada. Me acordé que aquella noche en la playa yo le ha­
bía llevado las zapatillas atadas por los cordones y después
habíamos bailado y nos habíamos dado el beso más intenso
de la historia.
La espera me agotó
no sé nada de vos,
dejaste tanto en mí.
En llamas me acosté
y en un lento degradé
supe que te perdí.
Muchas veces se me vienen a la cabeza canciones que
tienen que ver con lo que me pasa en ese momento. Pero
esta vez Cerati estaba equivocado: no la podía haber per­
dido. No la perdí, no la perdí. Muy pronto viajaría a España
y me reiría de mí mismo por haber dudado. ¿Pero enton­
ces por qué no respondía mis llamados? ¡Cómo se te extra­
ña, Vannia!
—Hace diez minutos que estás repasando el mismo vaso.
Lucio tenía razón. Le di un último giro al repasador y lo
alcé a la altura de mis ojos para contemplar la obra. Inmacu­
lado, sí, el vidrio resplandecía y a través de él se veían per­
fectamente los ojos verdes de Vannia, que me miraban.
Basta, no podía estar tan demente. Pensar en ella era una
cosa, ¡pero verla! Encima la vi al cubo (el vaso era facetado),
y escuché su voz, que por suerte era una sola:
—Washington Patch, al fin te encuentro, he venido a ver­
te de tan lejos...
b I Vannia

Bajé el vaso y lo apoyé en la barra con cuidado antes de


que se me cayera al suelo. Sí: dos ojos verdes me miraban.
—¿Vannia? —tembló mi voz.
—¿Qué, ya no me reconoces? O peor... ¡no me recuer­
das...! —rio ella.
—¡Vann!
Casi me desmayo, en serio. Fue el verdadero Apocalip­
sis, una Hecatombe Planetaria, el Diluvio Universal. Lo del
diluvio no lo digo porque lloré, no te créas. Ella tampoco llo­
ró, sino que nos reímos como dos estúpidos. Atravesé de
un salto la barra (literal) y nos abrazamos y la alcé y ella le­
vantó los pies del piso y flexionó las rodillas y todo así como
en las películas, supongo.
—¡Vann! ¿Qué hacés acá? —En ese tiempo de lejanías,
para sentirla más cerca, había empezado a llamarla "Vann",
pero nunca se lo había dicho personalmente. Me pareció
raro, me gustó.
Y ella, sonriendo, sobradora, me respondió:
—"He venido a verte de tan lejos", ya te lo he dicho.
Las toneladas de mar que nos separaban se habían eva­
porado de repente.
—Pellízcame.
—Pero qué dices, tío.
—Pellízcame, dale. Acá en el brazo. Para asegurarme de
que no estoy soñando, que estás acá conmigo, que es ver­
dad que viniste a verme de tan lejos.
Vannia me dio un pellizcón tan fuerte que todavía me
duele. Poderosa, la chica.
—¡Vamos! —me entusiasmé, haciendo volar el repasador
azul—. ¡Salgamos de acá ahora mismo! —Y la empujé con re­
suelta suavidad en dirección a la salida.
—¡No seas cabrón! —me detuvo ella—. ¡No irás a aban­
donar el curro así como así! Tampoco me iré mañana,
hombre. Ya he pagado una semana de hotel, habrá tiem­
po para todo.
¡Volví a mirarla. Era Vannia, sí, pero a la vez no era. Era
una Vannia más segura de sí misma. Un año y medio vivien­
do, por fin, sin un padre autoritario que la tuviera de ma­
rioneta la había cambiado bastante. Estaba sana y salva,
además. Y, sobre todo, más hermosa que nunca. Y tenía ra­
zón: me esperaría.
Un grupo vino a pedirme un daikiri, encendieron las lu­
ces estroboscópicas y pusieron música electrónica. Vannia
retrocedió hasta la pista de baile caminando para atrás, ha­
ciéndose la payasa, y empezó a mover el esqueleto. Yo tam­
poco dejaba de mirarla mientras preparaba el daikiri. Qué
esqueleto. Parecía que iba a desencajarse en cualquier mo­
mento. Qué distinto bailaba Vannia respecto de Lupe, o de
cualquier chica de Colonia del Sacramento.
Vannia se quedó en Apocalipsis hasta que terminó mi
horario de trabajo. No pudimos hablar demasiado en esas
horas, pero le regalé un licuado de berenjenas, que era mi
"trago estrella", y otro improvisado, elaborado especial­
mente para que adivinara los ingredientes. Era un juego que
hacíamos cuando trabajábamos juntos. No adivinó ninguno:
para eso seguía siendo de madera.
Esa noche, Lucio y mis otros compañeros me hicieron
pata para que yo pudiera irme con ella un rato antes, apenas
cerrado el local, sin tener que llevar los vasos a la cocina o
pasarle el trapo a la barra. Con todo, recuerdo que al salir, el
cielo ya había cambiado. Nos acunaba una luz; esa luz pura,
fresca, de sábado recién nacido.
4 I Chivitos completos

No sequé calles pisé con Vannia esa madrugada, porque


sentía que volaba. ¿Por qué dejaste de responder mis men­
sajes? ¿Por qué no me contaste que venías? ¿Por qué no es­
peraste que yo fuera para allá, como habíamos quedado?
¿Cómo supiste que yo trabajaba en Apocalipsis? ¿Volviste a
ver a Pedro? Tenía tantas preguntas para hacerle... pero fue
ella quien primero me preguntó:
—¿Comemos un chivito?
Pensándolo bien, no había mejor plan para ese sábado a
la madrugada que un buen chivito completo, con papas fri­
tas y todo.
Yo sabía que el restaurante del Torreón todavía esta­
ba abierto, sus chivitos eran famosos y además quedaba a
dos cuadras, así que no tuvimos que pensar más. Nos sen­
tamos frente a frente, balconeando al río. Silencio más si­
lencio más silencio, picoteado cada tanto por algún piar de
pajaritos.
Pedimos un chivito cada uno y, cuando nos sirvieron los
vasos, yo brindé:
—Por las preguntas.
—¿Qué preguntas?
—Las que voy a hacerte ahora.
Y fui al grano:
—¿Por qué dejaste de responder mis mensajes, Vann?
Vannia inclinó la cabeza, y sus dedos, inquietos, jugaron
á descascarar el pan que ya nos habían servido. Hubiera ju ­
rado que estaba a punto de llorar. Entendí que no iba a ser
fácil el juego de las preguntas y que quizás no me alcanza­
rían ni seis chivitos para empezar a entender.
Silencio más silencio más silencio, ahora sin pajaritos,
hasta que Vannia recargó su batería, alzó la vista y largó mil
palabras juntas:
—¿Recuerdas que te expliqué que Pedro, cuando vino a
visitarme al Comedor, me ha pedido ver el libro de Lugh?
- S í.
—¡Estaba obsesionado con ese libro, tío! Cuando se lo di,
daba la impresión de que iba a comérselo. Y mientras pasa­
ba las páginas, me preguntaba todo sobre mi padre. Cómo
había inventado la fórmula para convertir humanos en zom-
bis, cómo había logrado trasladar esas vidas a la propia.
Pero sobre todo, Wash, me preguntaba sobre el trago que
había creado Lugh para pasar su poder. Qué consistencia
tenía, qué color, qué olor y qué efectos produciría en quien
lo bebiera. Yo traté de responderle lo que sabía, pero cuan­
to más me preguntaba, más temor me inspiraba. También
quiso saber si a Lugh, a pesar de ser como era, alguien lo
había querido.
Estas últimas palabras humedecieron aún más los ojos
de Vannia, y desde esa humedad me preguntó:
—¿Por qué crees que Pedro me hacía tantas preguntas?
—No tengo ¡dea —le mentí, ocultando mis sospechas—.
Pero por eso, justamente, cuando me contaste eso te pedí
q u e te alejaras.
Justo llegaron los chivitos.
—No pude alejarme de él, Wash... ¡No podía dejarlo solo!
Pedro estaba angustiado... y no olvides que desde la muer­
te de mi padre, él siempre ha estado cerca de mí. Bueno, tú
también, desde la distancia, pero él me ayudó a que los em­
pleados del Comedor se reencontraran con sus familias, ha
vendido para mí algunas cosas del restaurante, me ha con­
tenido, me ha aconsejado, me ha escuchado, me hizo tanta
compañía...
¿Compañía? Me subió un calor de repente. No quería
seguir escuchando. Me apresuré a servirle las papas fri­
tas. ¿Estaba celoso? ¿Acaso tendría que estarlo? Todas
mis fantasías entre Vannia y Pedro parecían a punto de
confirmarse.
Vannia abrió el sobrecito de kétchup con los dientes y lo
vació sobre ellas. Abrió otro. Cómo le gustaba el kétchup a
Vannia. Y a mí me gustaba que le gustara: sí, Vannia seguía
siendo Vannia. Terminé de confirmarlo con lo que me dijo
después:
—Además tú nunca me has explicado por qué querías
que me alejara de Pedro, tío. Simplemente me lo ordenaste.
"Por tu bien aléjate de Pedro, aléjate de Pedro..." ¿Es que no
recuerdas que yo he convivido más de veinte años con un
monstruo, Wash? ¡Vaya si tengo experiencia! ¿No te pare­
ce? ¿No me crees capaz de enfrentarme a Pedro, sea lo que
sea que le esté sucediendo? ¿Acaso no crees en mí por­
que... porque soy mujer? ¿Eh?
Tosía sus palabras. Le ofrecí el vaso con agua. Esa era la
Vannia intensa y frágil que me había enamorado, que me
enamoraba y que volvía a enamorarme aquel amanecer, en el
restaurante del Torreón, un año y medio después de nuestro
último encuentro. Pero yo no era fuerte como ella, sino co­
barde, y no le dije que sí, que creía en ella a muerte, ni le pedí
perdón si la había ofendido. Es que me odiaba por haber vi­
vido en Uruguay mientras ellá estaba en España con Pedro, y
eso me nublaba el pensamiento. Lo que hice fue preguntarle
qué más había sucedido aquella noche con Pedro.
—¿Quieres saber algo más? Pues mira: lamió páginas del
libro.
Lo imaginé lamiendo el libro y me causó mucha gracia.
Era una imagen tan bizarra.
—Además también me pidió que le regalara otra cosa
—siguió Vannia.
—¿Qué cosa?
—El gato.
—¿El gato negro?
- S í.
—¿El gato embalsamado de Lugh?
—Sí, Wash. El gato. Así por lo menos logré que se fuera
tranquilo.
—¿Y para qué lo quería?
—Lo mismo le pregunté yo, y me ha dicho que para que
le hiciera compañía. Para que lo ayudara a trabajar en su in­
vestigación sobre felinos.
Vannia le puso más kétchup a sus últimos bocados. Le
quedó un poco de salsa en el borde de la boca, y eso me re­
cordó a la Vannia disfrazada de vampiresa, chorreando san­
gre, las noches locas que pasamos en el Comedor, pero me
salió un reproche.
—¿Por qué nunca me contaste lo del gato?
Ella no respondió. Pedí la cuenta. Cuando el mozo se fue,
me dijo:
—Desde aquella noche no volví a verlo... por mucho
tiempo.
—Qué bueno que no lo llamaste más.
—Sí que lo he llamado, pero él no respondía a mis
mensajes.
—¿Lo llamaste?
—Una y mil veces. ¡Jolínl Cuanto más me pedías tú que
no tuviera contacto con Pedro, más contacto deseaba te­
ner yo. Hasta he telefoneado a su trabajo, a la oficina de
Greenpeace, porque pensé que quizás se había ido de viaje
sin avisarme.
—¡¿Llamaste a su trabajo?!
—Pues sí.
—¿Y qué te dijeron?
Llegó la cuenta; pagamos.
—¿Qué te dijeron, Vann? —insistí mientras dejaba la
propina.
—Que lo habían despedido.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Venga, andando te lo explico.
Nos levantamos y empezamos a caminar. El paisaje era
azul violáceo. Todo: los árboles, la línea de balaustradas, el
césped, los caminos, las casas. La brisa del río refrescaba
mis mejillas y enredaba su pelo, ahora también violeta, que
ella descorría con una sensualidad arrobadora.
Estaba demasiado fresco para su remerita sin mangas, así
que me saqué el buzo y se lo di. Ya compensaría de alguna ma­
nera tanto altruismo, pensé. Unos buenos eructos con amigos,
colarme en alguna fila, matar a una vieja en un videojuego...
algo. Pero ahora, ser caballero con ella me gustaba. Mucho.
Pasamos el bastión de Santa Rita y seguimos por la cos­
tanera hacia el muelle. Vannia tomó coraje y me contó lo
que le habían dicho los de Greenpeace por teléfono.
—Mató un gato.
Me quedé helado. ¿Justo Pedro, el defensor más acérri­
mo del reino animal, asesinando un minino? ¿Acaso ese cri­
men era parte de la famosa investigación sobre felinos de
la que tanto hablaba?
—Descubrieron el cadáver en su morral. Él mismo admi­
tió haberlo matado.
Relacioné su hermetismo con los ojos de gato que me
pareció verle en el aeropuerto; los que ahora, después de
saber que Pedro había asesinado a un gato, se volvían más
reales que nunca. Aunque... ¿un gato matando a otro gato?
¡Qué extraño rompecabezas! Se me rompía la cabeza. Nece­
sitaba urgente una cura de sueño para pensar mejor, pero
no podía irme a dormir sin confirmar lo que sospechaba y
tanto me torturaba: que Vannia había visto a Pedro una últi­
ma vez y no me lo había contado.
5 I El ascensor

Cuando pisamos el muelle, decidí saltear todas las pre­


guntas de la lista y llegar directo a la última:
—¿Volviste a ver a Pedro después de ese llamado a
Greenpeace?
El muelle tenía una única dirección: la verdad.
—Sí, lo vi, Wash.
El cielo cayó sobre mi cabeza. Tuve que sentarme en el
primer banco que había, porque la presión era enorme.
—Y casi me mata, Wash. Por eso he venido a verte.
Se desplomó en el banco a mi lado, frente a los barcos. Yo
me alivié y me preocupé al mismo tiempo. Sin duda, esa no­
che, con Pedro, Vannia no había tenido una cita romántica.
—Te escucho —le dije, mirándola a los ojos con cada cen­
tímetro de mi cuerpo.
Vannia empezó a contarme aquel encuentro.
—Fue un miércoles por la noche, hace unos quince días.
Yo estaba haciendo orden porque como sabes iba a ven­
der el restaurante, y aún no me había ido a acostar cuando
sonó el teléfono de línea. Era extraño, porque a ese telé­
fono solo llamaban algunos antiguos clientes que no sa­
bían que El Comedor de las Tinieblas había cerrado, así que
atendí de mala gana y allí fue que escuché la voz de Pedro.
Sonaba muy apremiado y me dijo que necesitaba "urgente"
el libro de Lugh. Yo no iba a dárselo, pero sí quería verlo a
él. Me pidió que fuera a verlo yo, pues él no podía salir. Te­
nía miedo. Terror de salir a la calle. "¿Ataque de pánico?",
quise saber. Pero no: no era por él sino por los demás. Que
el peligroso era él. "Por favor", me decía, "por lo que más
quieras, ven urgente con el libro". Su voz tenía un tono su­
plicante y feroz, al mismo tiempo. Yo había estado espe­
rando meses a que se contactara, así que no lo dudé y fui a
ver qué le sucedía.
—¡Pero Vannia! —me quejé—. ¡Ibas a meterte en la boca
del lobo!
—Y lo he hecho.
Vannia se acomodó en el banco. El banco miraba hacia
las amarras y nosotros nos mirábamos entre sí. Vi cómo el
contorno de su pelo rubio tirando a pelirrojo (o pelirrojo ti­
rando a rubio, qué sé yo, al fin y al cabo es lo mismo) brilla­
ba más que de costumbre, con una aureola a contraluz, por
el sol que ya crecía por su espalda.
—En cuanto toqué el timbre de su apartamento —siguió
Vannia— el tío abrió la puerta lo mínimo indispensable para
dejarme pasar y volvió a cerrarla enseguida. Lo vi angustia­
do, pero hacía un esfuerzo por moderarse. Me sonrió. Nos
sentamos en las únicas dos sillas que tenía. Eché un vista­
zo a mi alrededor. Cosas tiradas, objetos rotos, platos en
el suelo con comida de hacía días. Como si en esa casa vi­
viera una fiera, una bestia, un alma en pena. Me preguntó si
seguía fabricando llaveritos. ¿Recuerdas que yo hacía llave­
ros, Wash? ¿Recuerdas que hice uno para ti?
"Claro", le dije. Lo tenía siempre en el bolsillo. Se lo mos­
tré. Los dos bailando descalzos en la playa, tallados por ella
enmadera. Le di un beso en la mejilla y le pedí que siguiera.
I Vale. Pues Pedro se inclinó hacia un cajón cercano, lo
abrió, sacó un llaverito y me dijo: "Yo también hago llaveros.
Te lo regalo en agradecimiento por haberme traído el libro".
Era una esfera traslúcida, suave, fría, como una canica. "Pa­
rece un ojo de gato", le dije en broma. "Lo es", me sonrió él,
orgulloso. No era broma. "Parece un ojo de gato de verdad",
continué yo, nerviosa. "Lo es”, sonrió él aún más. A mí me
■bajó la presión, Wash, de verdad, sentí que mi cuerpo era
gelatina y dejé caer el llavero al suelo. Luego, con mucho es­
fuerzo me puse de pie para ir al lavabo, pues quería vomitar
o algo. En ese mómento, Pedro agotó su parsimonia y con un
violento grito me preguntó dónde estaba el libro de Lugh. Le
señalé mi mochila, para ganar tiempo, mientras iba al lavabo
porque me sentía pésimo en serio. Pero la puerta que abrí
no era el lavabo. ¡No quiero recordarlo, Wash!
Vannia subió las piernas al banco, contrayéndolas contra
su cuerpo, y ahogó su cara entre las rodillas.
—¡No me lo recuerdes, Wash, por favor!
—Está bien, Vann —traté de calmarla, abrazándola—. No
me lo cuentes si no querés.
—¡Es que debo contártelo, Wash! ¿Cómo no voy a contár­
telo? ¡Para eso he venido de España! ¡Para contártelo!
—Está bien -traté de calmarla otra v e z -. Contámelq,si
querés.
—¡No puedo contártelo, Wash! ¡No me lo recuerdes!
Quién entiende a las mujeres. Me lo contó recién cuando
el sol despuntó por detrás de la isla San Gabriel, y tenía ra;-
zón en dudar: estaba a punto de contarme la primera esce­
na de terror de las varias que viviríamos después.
—Cuando abrí esa puerta —me dijo—, vi una habitación
totalmente diferente al resto de la casa. Ordenada, pulcra,
inmaculada. Como un quirófano. Había varias mesadas con...
gatos. El primero que vi, recortando la luz artificial que en­
traba por la ventana, fue eLgato negro de mi padre. Sin em­
bargo, no tenía el brillo en los ojos que solía tener cuando
decoraba el Comedor. Es que no tenía ojos, Wash, ¡tenía las
cuencas vacías! Di un paso hacia atrás y quise salir corrien­
do, pero respiré hondo y me detuve para mirar a los otros.
Eran tres: todos exactamente en la misma posición. Para­
dos sobre sus cuatro patas, con la cabeza erguida, las fau­
ces abiertas y sus colmillos blancos y punzantes. Creo que
uno era gris, otro rayado y uno pardo, pero no estoy segu­
ra, no había mucha luz ni yo tenía mucho tiempo ni fuer­
zas para mirar demasiado, tampoco, porque él ya buscaba
el libro en mi mochila. Eso me dio unos segundos más. Ya ni
náuseas tenía, lo único que necesitaba era volar ya mismo
de ese lugar. Pude traspasar la puerta y entrar al ascensor
justo antes de que Pedro me alcanzara.
—¡Qué suerte que te escapaste!
^¿Escaparme? Áún no me había escapado, Wash. Pedro
salió del departamento apenas unos segundos después de
que él ascensor se pusiera en marcha, pero tú mismo has
vivido allí mucho tiempo, así que recordarás que las puer­
tas y la caja del ascensor son de rejas. Es un ascensor an­
tiguo y, sobre todo, muy lento. O Pedro era muy veloz, no
ÍD sé, porque me alcanzó en el séptimo piso, y a partir de
allí fue bajando por las escaleras a la par mío. A través de
las rejas me llamaba "mentirosa", "traidora". Decía: "Quiero
el libro, maldita, dame el libro". Luego sufrió una transfor­
mación. Sutil, pero abominablemente demoníaca. No habló
más, y con movimientos tan vertiginosos que apenas yo al­
canzaba a distinguir, metía las manos a través de las rejas,
aún con el ascensor en movimiento. Tenía las uñas largas,
Wash. Tenía garras. Te lo juro por mi madre, aunque no la
he conocido. Pero hay algo aún más escalofriante: yo sabía
que en el instante en que el ascensor llegara a la planta baja,
Pedro abriría la puerta y esa sería mi perdición. Mi corazón
golpeaba mi pecho con tanta fuerza que lo sentía como pin­
chazos. Estaba en una jaula, Wash; estaba servida en bande­
ja. Desesperada, intenté lo imposible: presioné el botón del
noveno, para que volviera a subir enseguida, antes de que
Pedro pudiera abrir la puerta en planta baja. Logré hacer­
lo, por fortuna. El ascensor comenzó a subir mientras Pedro
trepaba las escaleras. La escalera estaba oscura y el ascen­
sor, iluminado. Pensé que apagando esa luz estaríamos más
parejos, pero qué error cometí: todo se volvió negro. Solo
veía sus ojos a centímetros de mi cara, del otro lado de la
reja. Pedro no se tropezaba con nada, Wash. Avanzaba por
las escaleras con tanta precisión como a plena luz del día.
Y sus ojos. No eran blancos, Wash. Eran amarillos, con una
raya negra en el medio. Una raya que se engrosaba o se afi­
naba, intermitente, mientras el resto del ojo brillaba en la
oscuridad. ¡Los mismos ojos de Lugh! Me mordí tan fuer­
te los labios para no gritar, que los rompí y sentí en la boca
el gusto de mi propia sangre. Me limpié con la manga y co­
mencé a presionar coléricamente el botón de la planta baja.
Para mi sorpresa el truco volvió a funcionar, porque el as-
censor arrancó otra vez justo antes de que Pedro pudiera
abrir la puerta. Bajamos de nuevo, yo dentro del ascensor
y él por las escaleras, respirándome en la cara y dando zar­
pazos a través de las rejas, zarpazos que casi llegan a to­
carme. Seguí con mi método: de arriba a abajo, de abajo a
arriba, pero... ¿cuánto tiempo podía mantenerme así? Pedro
no se cansaría fácil —lo sabía—y en algún momento iba a
alcanzarme y matarme. Ya habíamos subido y bajado cin­
co o seis veces sin que Pedro diera muestras de cansan­
cio, cuando el ascensor, de repente, se detuvo en el tercero.
Creo que mi corazón dejó de latir hasta que miré de reojo a
través de la reja y no vi a Pedro, sino a una vecina. Allí esta­
ba ella, con su cuerpo voluptuoso y su sonrisa. El ascensor
tenía capacidad para dos y la mujer era realmente gorda,
por eso Pedro, que ya había llegado, no entró al ascensor.
Para mí fue muy extraño, y un alivio que, ante esa situación,
Pedro reprimiera su impulso. Bajé con la vecina a planta
baja, allí abrimos la puerta y salimos a la calle. Juntas. Yo,
pegada a ella. Me daba conversación; nunca amé tanto un
diálogo banal como el que tuvimos. Nunca quise tanto a una
desconocida. Aguardé con ella su micro y, cuando llegó, nos
subimos. A esa altura yo ya no veía a Pedro por ningún si­
tio pero aún no me fiaba, claro. Ella bajó y yo seguí. Al tiem­
po creí que estaba perdida, pero miré mejor y vi que era el
barrio de Lili. No lo dudé: esa noche me quedé a dormir con
ella. No le conté nada para no preocuparla, pero con excusas
seguí durmiendo en su casa hasta el día del vuelo.
Lili había cuidado a Vannia desde bebé y cuando sos­
pechó que, en el Comedor de las Tinieblas, lo que empezó
siendo un juego se convertía en un infierno, renunció. Quiso
mantener contacto con Vannia, para preservarla de Lugh,
pero Lugh levantó un muro entre ambas. Vannia me había
contado que la extrañó por diez años y, cuando Lugh murió,
fue a buscarla y la encontró, con los brazos abiertos para
volver a alzarla y abrazarla.
6 I El enjuague

Con lo poco que me quedaba de cerebro (hacía más de


veinticuatro horas que no pegaba pestañas) tuve una sabia
revelación: los ojos de gato que le había visto a Pedro en el
aeropuerto, efectivamente, eran reales.
Seguimos caminando por el muelle. Tenía chuchos de
frío y me dolían los huesos, pero los nuevos rayos de sol me
daban fuerza para contárselo. Tenía que contárselo.
Seguimos.
Por el muelle.
Hasta el final.
—Yo vi sus ojos de gato —le dije.
—¿Qué? ¿Ojos de gato de quién? ¿Qué gato?
—En el aeropuerto, justo cuando me iba. Pedro tenía ojos
de gato.
Vannia se detuvo en seco (es una manera de decir, por­
que estábamos en medio del Río de la Plata). Me miró fulmi­
nante, puso los brazos enjarra y:
—¿Y recién ahora me lo dices? ¡Ocultarme semejante no­
ticia, tío! ¡Ostia! ¡Joder!
Nunca la había escuchado decir esas palabras extremas,
todas juntas. Apuró el paso hacia el final del muelle. Yo la
seguía. Después giró violentamente y me dijo.-
—¡Por eso tanta insistencia en que me alejara de Pedro!,
¿no? ¿Y por qué no me lo has contado? Primero no me ex­
plicas por qué querías que me alejara de Pedro, y ahora
además me entero que tú también le habías visto ojos de
gato a Pedro. ¡Creí que estábamos juntos en esto!
—Pero Vanni...
—¡Vanni nada! ¡Ni Vann ni Vannia! ¡Me has tratado como
a una estúpida!
—Es que yo quería que te alejaras de Pedro por eso, por­
que yo creí verle ojos de gato... pero no estaba seguro, no
quería darte una falsa alarma.
V.

Vannia estaba tan ofendida que no me escuchaba. Segui­


mos así hasta llegar al final del muelle. Yo tenía que hacer o
decirle algo para que me perdonara.
"Pensá, Wash, pensá".
Justo al final del muelle, entre los tablones del suelo,
había crecido un arbolito. Ella arrancó una hoja grande y,
como antes había hecho con la corteza del pan, empezó a
destrozarla.
—Admito que estuve mal —dije yo, usando su silen cio -
pero vos tampoco me habías contado que le viste ojos de
gato hasta recién, y tampoco que lo habías visto. Los dos
nos ocultamos cosas al otro.
Vannia me miró de reojo. Yo aproveché.
—¿Amigos?
Vi una luz de esperanza. Se me vino a la cabeza esa can­
ción de Onda Vaga que dice así (a ver si me la acuerdo):
Si es verdadera
nuestra mañana
habrá que soltarse los broches
y salir, salir salir salir salir...
Hoy que nos llueven flores
algunas podemos fumar
con el ejército de los fumadores
de la suavidad
de la pipa de la paz.
Yo también corté una hoja y la acerqué a su tallo ralo.
Brindamos. Casi sonrió, te lo juro. No fue una idea mía, creo
que sonrió en serio, pero enseguida dio un paso hacia atrás
y con un vozarrón me preguntó:
—¿Me puedes explicar por qué Pedro tiene esos puñete-
ros ojos de gato?
Yo puse en palabras lo que los dos ya estábam os
pensando:
—Porque Lugh le pasó su poder.
Ella me miró impactada. Sus ojos eran de mar picado;
bandera roja.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—¿Pero cómo? —siguió ella, cada vez más embraveci­
da—, ¡¿Cómo hizo?!
Necesitaba darle la mejor de mis respuestas, así que ra­
zoné como pude (¡piedad, seguía sin dormir!). Recordé que
Lugh iba a pasarle su poder a Vannia dándole de tomar el
trago, pero ella no lo tomó. La clave era... ¿dónde había que­
dado la bebida? Me acordé: en el departamento que com­
partía con Pedro, en un frasco de enjuague bucal. Seguí
haciendo memoria. El frasco de enjuague bucal yo lo había
puesto... en... en unos estantes del armario de nuestra ha­
bitación. Pero a la tarde el frasco ya no estaba, y esa noche
Pedro se había sentido descompuesto. ¿Cómo pude haber
sido tan imbécil de no darme cuenta de que Pedro lo había
tomado, o que por lo menos se había enjuagado la boca con
ese enjuague del demonio?
En este momento estoy a punto de contarte el secreto
más íntimo que le haya contado a nadie jamás. Porque se
trata del mayor acto de miseria que puede cometer un ser
humano, quien vendría a ser, justamente, yo. El acto más
vil, más bajo y hediondo del que puede ser capaz un alma
imperfecta o más bien perfecta y asquerosamente cobarde
como la mía. A pesar de que era Vannia —nada más y nada
menos que Vannia— hice algo terriblemente injusto en su
contra. ¿Qué hice? Le eché la culpa de todo. Sí, tal cual, o
por lo menos le sembré el bicho de la duda.
—¿Dónde dejaste el trago original, Vannia? —le pregunté.
(Lo admito, soy una larva).
Vannia abrió sus ojos como dos globos a punto de reven­
tar y, después de unos segundos que parecieron eternos,
balbuceó:
—¿El trago original lo tenía yo? Me... ¿me lo diste a mí,
Wash? ¿Cuándo?
Como una mentira llama a la otra, yo seguí:
-L a última noche, en la fiesta. Cuando te di el trago tru­
cho te devolví ese, también. El de Lugh.
Vannia se agarró la cabeza con las palmas y los dedos
abiertos, como si el cerebro estuviera a punto de salírse-
|e del cráneo, y su pelo rubio tirando a pelirrojo se abrió en
mechones que refulgieron tanto que tuve que cerrar los
ojos. No quería verla ni escuchar lo que decía.
-N o me acuerdo, Wash. Te juro que no me acuerdo...
pero si tú lo dices fue así, entonces seguramente él bebió
el trago alguna de las noches en que vino al restaurante, él
siempre hurgaba las cosas... Tal vez lo encontró por algún
lado y lo bebió... Siempre bebíamos juntos... ¿Cómo pude,
tío? ¡Soy la peor! ¡Pobre Pedro! ¡Todo esto es por mi culpa!
No, no podía escuchar más. Sentí que mi piel se enrojecía
como un pimiento. Tenía tremendos celos de Pedro cuan­
do los imaginaba bebiendo juntos en el restaurante, rien­
do y festejando mientras yo estudiaba química o trabajaba
para ir a verla, y esos celos rojos se superponían con el rojo
de la vergüenza por lo que acababa de hacer. Estaba hincha­
do, me picaba el cuerpo, mil aguijones, no pude más. Tenía
alergia de mí mismo. Empecé a rascarme la nuca, las axilas
y la ingle frenéticamente. Creí que me moría. Recién pude
calmarme cuando me tiré al río, por fin.
7 1 ¿A quién hubieras matado?

—¡A levantarse, dormilón! ¡Tenés visitas!


¿Era un sueño? No, era Delia y eran las cuatro de la tarde.
Y era Vannia, que me esperaba en el living.
¿Qué había pasado esa madrugada, después de tirarme
al agua? Lo recordé con los ojos todavía cerrados, sin levan­
tarme. Vannia y yo adentro del río, vestidos los dos. Creo
que forcejeamos... ¿Jugábamos? ¿O ella me empujaba para
llevarme hasta la orilla? Me acuerdo que en la orilla le con­
té. Sí, al final le conté la verdad, le conté que el trago de
Lugh había quedado en la casa, que ya me acordaba. Que el
culpable había sido yo, por descuidado. En mi recuerdo vi
a Vannia dar media vuelta y caminar por la orilla, ofendida,
o quizás queriendo alejarse para decidir cómo reaccionar.
Vannia era reflexiva, después de todo.
—¡Vamos, nene, que la chica te espera!
Era la voz de mi tía Delia, otra vez. Me desperecé como
los gatos (sin dobles sentidos, se entiende) y fui al baño. Me
cambié lo más rápido que pude y salí para el living, donde
Vannia tomaba helado con mi tía.
—Le gusta el de frutos rojos —sonrió Delia.
Vannia también sonrió; comía un cucurucho. "Bien", pen­
sé. "Todo tranquilo". Se había hecho una trenza de costado y
llevaba un solero con girasoles y sandalias que dejaban ver
el tatuaje del tobillo.
Mi tía nos dio un plano de la ciudad. El faro, los museos, la
feria de la plaza, dos restaurantes y la Calle de los Suspiros.
"Un montón de lugares para visitar", dijo, "y vos no fuiste a
ninguno". "Zas", pensé. Se viene el sermón del día. Se me
ocurrió un truco para cambiarle el disquito:
—¿Y si las chicas nos prestan las bicicletas?
Las chicas eran las melli, sus hijas. Habían nacido hacía
doce años y tres meses y medio.
—Están en el fondo matando hormigas. Vayan nomás y
pregunten. Yo voy a seguir atendiendo la heladería.
La casa de Delia era grande: tenía muchas habitaciones, un
patio y el local de la heladería. La atendían ella y Rubén, su em­
pleado. No tenía marido, pero sí algún novio cada tanto. Y las
melli, por supuesto. "Las alegrías del hogar", como decía ella,
aunque de florcitas, las nenas, la verdad que poco y nada.
Fuimos con Vannia al patio del fondo. Las mataban con
una lupa. Buscaban la luz del sol y movían la lupa de tal for­
ma que la lente formaba un rayo mortífero que las chamus­
caba al instante. Llevaban la cuenta de las bajas. Cuando
nosotros llegamos habían matado veintiséis.
Lo primero que hicieron fue preguntarme si Vannia era
mi novia. Los dos nos reímos, nerviosos. "Si se ríen, es por­
que son novios", dijo Francisca, la mayor (por tres minu­
tos, pero siempre lo hacía notar). "No, nada que ver", se
apresuró a decir Vannia. "Somos amigos", completé yo,
disimulando mi decepción. "Como los amigos de mamá",
sonrió Josefina, la más chica, mientras mataba a la hormiga
número veintisiete.
Por suerte nos prestaron las bicicletas. Yo creo que lo hi­
cieron para que se las infláramos.
El casco histórico se recorre fácil en bicicleta, así que
cuando terminamos seguimos pedaleando por la rambla. De
un lado el río; del otro, casas o edificios bajos, recién cons­
truidos o a medio construir. Llegamos hasta la Plaza de To­
ros, pero no entramos porque estaba abandonada desde
1912 y había riesgo de derrumbe.
"Prohibido arrojar personas", rezaba un cartel que había
quedado de aquella época. Con Vannia nos reímos. Era muy
gracioso.
Tanta risa nos dio sed, así que compramos unos jugos y
nos sentamos a tomarlos en el cantero de un árbol que ha­
bía en la puerta del kiosco.
Después de tomar los primeros sorbos nos sacamos
unas selfies. Teníamos que inmortalizar el momento. Nos
hizo bien evitar el tema "Pedro" al principio; disfrutábamos
(o por lo menos yo) de estar los dos juntos y lejos de él.
Pero unos sorbos más y llegó^el tema. Creo que todos los lí­
quidos nos hacían acordar a ese maldito brebaje de porque­
ría. Empezó así, sin darnos cuenta, cuando ella dijo;
—¡Qué ricojugo! Me hace revivir.
Nos miramos unos segundos. Yo le dije:
—A mí me mata. Es tan rico que me mata.
Y explotamos de la risa otra vez, hasta esa pregunta mía:
—Vann... ¿Lugh te dijo alguna vez qué efectos habría te­
nido el trago sobre vos, si lo hubieras tomado?
A Vannia se le fue la risa y vino un suspiro. Iba a discul­
parme, a decirle que no importaba, que no me contara si no
quería, cuando largó esto.-
—No, porque depende de cómo interactúe la sustancia
con los químicos del cerebro.
Me pareció divertido que Vannia mencionara químicos
del cerebro. Para aliviar un poco la cosa le pregunté si sabía
qué químicos tenía el suyo y me dijo que no.
Entonces me acerqué y empecé a separar mechones.
—Veo europio, bromo, manganeso y... ¡carbono! Uy,
¡cuánto carbono que veo!
—¿Carbón?
—No, carbono. O sea, diamantes. ¿No sabías? Tenés un
montón, por eso tu pelo brilla tanto.
Y mientras se lo acariciaba, le canté un poco la de Spinetta:
Ven a mí
con tu dulce luz,
alma de diamante,
y aunque el sol
se nuble después,
sos alma de diamante...
Vannia buscó mis ojos. Ojos verdes, tenía Vannia. Yo,
marrón caca. Pero no me importaba, porque sentía que a
ella le gustaban.
Fue instintivo, no sé. Fue sin pensar. Nos acercamos. Ella
bajó sus párpados y abrió su boca. Yo hice lo mismo. Nos
besamos. Yo te juro que volé.
. Ese fue el primero; después vinieron más besos. Dóciles,
tímidos, al principio. Plácidos, próximos, en el medio. Húme­
dos, cósmicos y hasta bélicos, al final.
Nos besamos hasta que llegaron unos gurises que rom­
pieron el clima —por no decir otra cosa—, entonces Vannia
retomó el tema deí trago. Me dijo que había algo que sí le
sucedería inexorablemente a quien lo bebiera.
—¿Qué es, Vannia? —quise saber.
—Que la muerte gobernará sobre él hasta que cumpla
siete, no seis.
—¿Hasta que cumpla siete años?
—¡No! Siete muertes, Wash.
—¿Siete muertes? No entiendo.
—Mientras regresam os te lo explico. Estos nim ios
apestan.
Nos levantamos, jugam os a embocar los envases del
jugo en un cesto y alzamos las bicicletas. Caminábamos len­
to, llevando las bicis de costado.
—Quien beba el veneno tendrá el irrefrenable impulso
de matar, Wash. La misma pulsión que tenía mi padre, pero
esta vez siete vidas en vez de seis, como hizo él. En este
caso, su propia vida no cuenta. Deberá matar siete veces.
Dar siete muertes para empezar a vivir.
Vannia bajó el mentón.
—Y hay algo aún peor, Wash.
—¿Qué...?
Vannia me miró.
—¿Alguna vez te has preguntado si es mejor matar a cien
personas desconocidas o a una, la persona que más amas
en el mundo?
¡No!, era una pregunta imposible. Las dos respues­
tas suponían una pesadilla. Por suerte no esperó a que
respondiera.
—La séptima muerte debe ser la de alguien amado,
Wash. La persona que tú más quieras. La que más ames. La
que más.
Silencio en la sala, mejor dicho en la calle. Pajaritos, algún
grillo, una rana. Una moto que pasaba. Risa de los gurises
al fondo. Tanto silencio no, en definitiva, pero sí un agujero
negro entre nosotros con una única pregunta, la gran pre­
gunta que le hice a continuación:
—Y vos... ¿A quién hubieras matado?
Vannia se detuvo y me miró fijo, sin parpadear. Buceé en
sus ojos todo lo que duró esa mirada, pero no encontré la
respuesta. Prometió decírmelo esa noche, antes de que yo
entrara a trabajar. Le habíamos ofrecido a mi tía Delia ayu­
darla con la cena.

A las siete, en el patio del fondo de la casa, mientras bajába­


mos los asientos de las bicicletas (ya infladas), escuchamos un
maullido. Era un lamento más bien, de esos maullidos-lamento
que a veces se confunden con el llanto de un bebé. Vannia y yo
nos quedamos impávidos. El llanto salía de la piecita donde es­
tábamos a punto de guardar las bicicletas.
No quisimos mirar, pero miramos. No vimos nada, has­
ta que la puerta de chapa de la. piecita se abrió y salieron las
mellizas. Llevaban algo envuelto en una mantita. Se acerca­
ron a mostrarnos lo que era.
—Son mellizos —dijo Francisca—. Como nosotras.
—Pero machitos —sonrió picara Josefina—. Porque tie­
nen pitulín.
Eran gatitos casi recién nacidos. Color caramelo, los dos.
—El mío es Roberto —dijo Josefina.
—No, nena, este es Roberto. Vos tenés a Escrúpulos, ¿no
ves que tiene las patas blancas?
Mientras las hermanas debatían, Vannia y yo los acaricia­
mos. Eran lindos.
—Guardamos las bicis y vamos a la cocina —prometí.
Cuando nos acercamos a la puerta de la piecita, oímos
otro quejido. ¿Y ahora qué? Abrí la puerta temeroso pero
intrigado. Era otro gato más grande. Se llamaba Manteca y
era la mamá de los gatitos recién nacidos. Lo llevamos a la
cocina, también.
En la cocina, Vannia y yo le pasábamos el tenedor a los
ñoquis mientras Delia preparaba la salsa y las melli jugaban
con los tres gatos. Salsa de hongos, como la que hace mi
papá. Después de cenar y seguir jugando un rato con los ca­
chorros, acompañé a Vannia al hotel.
Me dolía la lengua de tanto mordérmela para no pregun­
tarle otra vez a quién hubiera matado, lo que iba a implicar..,
saber quién era la persona que ella más amaba en el mun­
do. Yo estaba realmente ansioso. Fue en el minuto noventa,
cuando nos despedíamos en la puerta antes de que yo fuera
a trabajar, que Vannia me agarró la barbilla, me miró fuer­
te y me dijo:
—A ti te hubiera matado, tontín.
8 I El Hombre Araña

—¡A comeeeeer!
Esta vez, quien llamaba a la mesa era yo. Me había acos­
tado a las seis de la mañana (todavía iba a Apocalipsis) pero
hice el asado y todo. Vacío, chinchulines y chivito. Un sobri­
no ejemplar. Delia no podía decir ni mú (la vaca tampoco, ja).
Nos sentamos los cinco en una mesa que armamos en el
fondo. Las melli, sentadas una a cada lado, peinaban a Vannia
y le ponían hebillas y no sé cuántas cosas más que se ponen
las mujeres. Vannia tenía una expresión de paz que no podía
más; le encantaba que la peinaran. Hasta que llegó la comida
y el consabido reto de mi querida tía Delia: "Si nos sentamos
a comer, comemos. Y no pelos, precisamente, chicas".
Mientras hincábamos los dientes les conté a mi tía y a
las melli que con Vannia habíamos ido en bicicleta hasta la
Plaza de Toros. Josefina cambió de tema y nos contó que
Rubén le había enseñado a poner cuatro bochas de helado
una arriba de la otra. Francisca dijo que era mentira, que
Josefina no pudo, y Josefina que sí y Francisca que no, y
Josefina, que la otra qué sabía, si no la había visto. Delia las
retó. Vannia cambió de tema y dijo que en el hotel había una
japonesa que desayunaba sopa de pollo. Las melli gritaron
guácala y se rieron, escupiendo unas lechugas. Delia dijo
que si seguían portándose mal las iba a poner a las dos en
la misma habitación, aunque en la casa hubiera tres cuartos
libres. Después se nota que pensó un poco y le preguntó a
Vannia por qué no se quedaba a dormir en la casa en vez de
andar pagando un hotel. Y Vannia: que gracias, pero que ya
tenía pagos cinco días más, que en todo caso después veía.
Que lo pensara, insistió mi tía. Que el corazón era grande,
pero la casa también.
Yo corté el tema y le pedí a Delia que nos recomendara
algún otro lugar para pasear.
—Si son novios, que vayan a la Calle de los Suspiros
—propuso Francisca.
—No son novios. Ellos mismos lo dijeron —corrigió
Josefina.
—Sí son.
—No, no son.
—¿No que sí?
—¿No que no?
Ya las iba a mandar al cuerno cuando Josefina cambió el
eje de la pelea:
—Además ¿qué tiene que ver, nena? La Calle de los Sus­
piros no es romántica.
—¿Cómo no va a ser romántica? Por eso se llama así, por
los suspiros de amor de los enamorados.
—¿Estás loca? ¡Nada que ver!
—Sí, nena.- es por eso.
-N o , no es. Son suspiros de sufrimiento, hermanita. Son
los suspiros de los esclavos que llegaban de África en la
época de la Colonia. ¿No te lo enseñó la maestra? Además,
se escucha el ruido de las cadenas.
—¡Nada que ver! ¡Ma, decile vos, dale!
Delia no se metía en ese tipo de discusiones porque, se­
gún ella, servían para que las nenas ejercitaran retórica.
—No sé si será una calle que da miedo o enamora, pero
en todo caso es muy linda. Yo también la recomiendo.
Estaba cerca, llegamos enseguida. Hacía bastante calor,
pero por suerte de los árboles colgaban sombras y además
habíamos quedado en que después íbamos a ir a la playa.
Nos filtramos en un grupo de turistas y pudimos escuchar
algunas explicaciones entrecortadas. "Fíjense que la calle no
es plana”, fue una de las frases del guía, señalando los ado­
quines del suelo. "Así se resolvían antiguamente los des­
agües". Y era verdad: el centro de la calle estaba hundido,
según él, para que corriera el agua. Después notamos que
todo el grupo (unos diez o quince chinos o japoneses, se­
rían) se cerraba en un círculo y miraba un punto en el sue­
lo con mucha curiosidad. Escuchamos la palabra "esclavos",
"túneles", "catacumbas" y vimos que todos decían "¡Oh!", en
chino o japonés. Nos dimos cuenta por las caras. Era una re­
jilla de ventilación, porque supuestamente abajo estaban los
túneles. "Tenía razón Josefina", me dijo Vannia, provocán­
dome: "Es la calle de los esclavos, no del amor".
—¿Y los esclavos por amor?, ¿eh?
Vannia sonrió y suspiró.
—¡Suspiraste, Vann! ¡Vos también sos una esclava de
amoooor!
Vannia enrojeció más de lo roja que era.
La agarré de la mano con decisión y le dije que se pre­
parara, porque si todavía no estaba enamorada de mí, en la
playa se enamoraba seguro. "Además hay que aprovechar,
que ahora en España se congelan", y corrimos juntos todos
los minutos que nos separaban del mar.
Cuando llegamos a la orilla, tiramos por ahí la remera
y el short y atravesamos las olas. El agua era río, en reali­
dad, pero eso qué me importaba. Mejor, así se podía tomar.
Cuando el agua nos llegó por las rodillas, empezó la guerra.
Yo la salpiqué con las dos manos. Ella se reía y me la devol­
vía. Daba un poco de frío, ahí estaba la gracia. A los trein­
ta segundos nos habíamos empapado. Caminé unos metros
para dentro y me tiré de cabeza. Casi me la doy contra la
arena porque todavía era bajito, pero igual. Cuando salí, me
sacudí el pelo para seguir mojándola y ella se metió al agua
para resguardarse. Nadamos juntos un poco más; en lo hon­
do la alcé y la tiré lejos, ella me empujó y siguió la lucha. La
gente nos miraba. Creo que nunca fui tan feliz, ni siquiera
cuando volé en globo aerostático.
Cuando nos cansamos, nos echamos en la orilla, de pan­
za sobre las primeras olas, las que parecían de papel. No nos
acostamos uno al lado del otro, sino enfrente, como en espejo.
Las olas nos pegaban de costado y nosotros, con los antebra­
zos apoyados en la arena y el torso erguido, cara contra cara
y nuestras manos rozándose, charlábamos de todo un poco:
ella me contó la vida que llevaban ahora algunos de los em­
pleados del Comedor de las Tinieblas y yo, anécdotas de mis
compañeros de facultad o cosas de mis hermanos. Ella, que
pasó muchas tardes haciendo llaveritos en la casa de Lili, que
ya había vendido cien a un negocio del centro y que ahora te­
nía ganas de hacer un curso de carpintería. Yo le conté algu­
nas cosas raras que había aprendido en la facultad, como que
la nuez moscada en exceso produce alucinaciones más fuertes
que la salvia divinorum, o que el ADN de un ser humano es tan
largo como mil veces la distancia de la Tierra al Sol.
El agua iba y venía, pero nosotros íbamos, solamente,
íbamos derecho al lugar que tenía una sola puerta de entra­
da, la única, la que ahora estábamos a punto de atravesar.
Toqué sus yemas con mis yemas. No los dedos comple­
tos, solo las yemas. Me miró. Toqué sus dedos. No las ma­
nos completas, solo los dedos. Los miró.
—Dijiste que en caso de haber tomado el trago de Lugh,
me matarías —le recordé.
Ella no dijo nada.
—Pero no hace falta que me mates, ¿sabés?
Alzó sus ojos y me preguntó por qué. Sabía que abría la
puerta.
—Porque soy "Norberto, el hombre muerto", sonreí.
Muerto siete veces, Vann. Y todas las veces por vos.
Lo de "Norberto el hombre muerto" era un cuento
que había leído hacía poco y funcionó, porque sonrió con
ternura. Ahí nomás me estiré y toqué sus labios con mis la­
bios. No la boca completa, solo los labios. Después sí toqué
su boca con mi boca, completas.
Y allí nos quedamos, juntos, un resto de eternidad.
A las ocho no tuvimos más remedio que volver, porque
era mi último día de trabajo en Apocalipsis. Ya no tenía sen­
tido seguir, por lo menos no para pagar el pasaje a España,
porque Vannia ya estaba conmigo, y yo quería aprovechar­
la cada segundo. La acompañé al hotel, resignado, pensando
en las noches juntos que tendríamos después.
En el camino tampoco hablamos de Pedro, pero sus ojos
de gato, de alguna manera, ños perseguían. Volví a pregun­
tarle si se quedaría a dormir en el hotel o si prefería ir a lo
de Delia. "De verdad en la casa hay habitaciones libres, y de
verdad le caíste bien a mi tía”, intenté disuadirla, pero no
hubo caso. Solo me pidió que la acompañara a la habitación
porque quería darme algo para ella por su hospitalidad. Su­
bimos. Era una cajita de madera.
—Entonces hacés otras cosas, además de llaveros.
—Muy pocas —sonrió—. Las he traído para vender por si
me quedaba sin dinero antes de encontrarte.
¿Viste en las películas, que cuando está todo increíble sobre­
viene la catástrofe? ¿Y viste que la realidad supera la ficción?
¿Nunca te pasó eso de que se pudra todo de repente? Bueno, a
mí sí, varias veces. Y esa fue una. Empezó con un viento.
"No recuerdo haber dejado tan abierta esta ventana",
pensó en voz alta mientras la cerraba. Entonces vimos que
las puertas superiores del armario también estaban abier­
tas de par en par.
Vannia ahogó un grito con sus manos. Después acercó
la silla, se subió y metió una mano en el hueco del armario.
—El libro —musitó, lívida—. Alguien robó el libro de Lugh.
El marco de madera del armario tenía una cicatriz, como
una garra.
9 I Lupe

Vannia aceptó volver a la casa de mi tía. Caminamos


abrazados. Yo le llevaba la mochila, porque el incidente la
había dejado bastante débil. El dueño del hotel fue contun­
dente: por la recepción no había pasado ningún extraño y
por la ventana solo podría haber entrado el Hombre Araña.
"Hombre Gato", pensaba yo.
Eso me hizo acordar al chiste del animal que es dos ani­
males a la vez, pero no era el momento de contárselo. A
cambio le pregunté:
—Vannia... Pedro no sabía que vos venías a Colonia del
Sacramento, ¿no?
Vannia dudó.
Su duda me sorprendió.
Justo pasábamos por la plaza que está antes de lo de mi
tía, y Vannia se dejó caer en un banco. Yo me saqué la mo­
chila, me senté junto a ella y esperé que me hablara.
—Creo que sí sabía —murmúró.
Después me dio otra palabra:
-L ili.
Y siguió: que después de la persecución en el ascensor,
Pedro llamó a Lili para preguntarle por Vannia, porque sos­
pechó que se había refugiado allí, y Lili le contó que Vannia
había viajado a Colonia a verme. Así que, efectivamente, Pe­
dro había ido por el libro.
El libro ya lo tenía... ¿Y después, qué?
Me odié a mí mismo por tener que dejarla sola esa no­
che, pero por lo menos en la casa estaría bien cuidada. La
dejé jugando al MemoTres con las melli en la mesa de la co­
cina. Mientras tanto, Roberto y Escrúpulos dormían sobre la
panza de su mamá, que a su vez se había hecho un bollo en
el cesto de la fruta.
Entré a trabajar a Apocalipsis preocupado, malhumorado
y cansado, hasta que Lucio me mostró un video de un ftair-
tendery nos pusimos a practicar juntos un rato. Con Lucio
no podía hablar de cosas como química, política u hombres
gato, pero el maldito sabía hacerme reír. Decidí dejarme lle­
var por la revolución de la alegría. Era un pez en una co­
rriente de aguas amigas, cálidas, divertidas. Última noche.
Me gustaba ser barman.
A eso de las dos apareció en la barra una de las amigas
de Lupe y le pidió a Lucio tres cocas. A mí me miró de re­
ojo, curiosa, y no me saludó a pesar de que ya nos habíamos
visto otras veces. Era linda, también. Casi todas las amigas
de Lupe eran lindas, pero tenían esa belleza enlatada que yo
por momentos compraba y por momentos me daban ganas
de vomitar. Se fue con las cocas al centro de la pista, don­
de la esperaban sus amigas, me señaló con disimulo y ellas
me miraron y se rieron (sin disimulo). Después otra se abrió
del grupo para saludar a alguien. Lucio también las estaba
mirando, porque se acercó, me puso una mano en el hom­
bro, señaló con la botella y dijo:
—Llegó Lupe.
“Y a mí qué me importa", pensé, y seguí abriendo la lata
de duraznos al natural. El DJ largó la cumbia y Apocalipsis
tembló. "Menos mal que hoy es mi último día", seguí pen­
sando, porque esos chingui-chingui ya me estaban haciendo
mal de verdad. Lupe y sus amigas, como siempre, eran el
centro de la fiesta. Los chicos las admiraban y las otras chi­
cas las envidiaban. Yo no. Yo hacía mi trabajo. Y eso a Lupe
le enrulaba el pelo, con lo planchado que lo tenía. Porque la
chica conmigo tenía un too. cuando yo me acercaba, ella se
acercaba. Y cuando yo me alejaba, ella se acercaba más. La
ley no tardó en cumplirse.
-H ola, Doble-V.
Venía con la morocha de antes y otra de pelo corto. Me
pidió lo de siempre, por tres.
—¿No estabas en Punta del Este, vos? —le pregunté
mientras los servía.
—Sí, pero ya volví.
—Ya veo.
—¿Te gusta que haya vuelto?—me preguntó.
—Sí, por qué no —respondí seco.
—Me gusta que te guste.
—Jaja.
—Nos vemos.
—Chau.
Cuando se fue, le mandé un mensajito a Vannia al celular
de Delia, que se lo había prestado por esa noche para que
estuviéramos comunicados, porque el suyo en Uruguay no
funcionaba.
¿Estás bien, Vanni? ¿Todo tranquilo?
Sí, Wash. Delia y las niñas duermen. Yo miro una peli aquí
con Manteca y los dos gatitos. Son tan adorables. Te envío
una foto para que no los extrañes..-)
En la foto también se la veía a ella. Ojos mar, sonrisa
luna. Pero esa era mi última noche de trabajo y no quería
ponerme melancólico ni seguir preocupado por la apari­
ción inesperada de Pedro. 'iMo'', me dije. Esa última noche
en Apocalipsis yo no iba a ser un salmón nadando contra la
corriente. Iba a ser pez en el agua. Positivo, protónico. Lu­
cio, amigos. A festejar. Después de todo, me gustaba ser
barman.
io I Manteca

—¡Arriba, Wash! ¡Son las tres y media de la tarde!


—Ya voy, tía, ya voy...
Yo seguía siendo yo. Muy yo. Es que siempre me gustó
dormir, desde chico. Creo que no hay nada más placente­
ro que hacer fiaca en la cama, aunque esa tarde también
me moría por levantarme a desayunar helado de sambayón.
No sé por qué, si yo odio el sambayón. Es gusto de viejo.
Pero ese día, te juro, tenía un antojo sideral. Me preocu­
pé por mí mismo en serio porque había dos posibilidades:
o estaba embarazado y tenía un antojo, o había envejecido
durmiendo. Le pedí a Rubén dos bochas con lluvia de copos
de chocolate. Fui a comerlo a la calle para despabilarme un
poco, porque todavía me sentía con la almohada pegada a la
cara, cuando vi que Vannia llegaba con las melli en la moto
repartidora.
—¡Nos llevó a dar una vuelta en moto! —dijó Josefina,
feliz.
—¡Maneja re-bien! —completó Francisca.
Casi se me derritió el helado de la sorpresa.
—¿Cuándo aprendiste a manejar, Vann?
—¡Recién! —sonrió ella, con un beso.
Era una completa irresponsable.
Con el beso, Francisca y Josefina empezaron otra vez
con eso de: "¡Son novios, son novios!''. No paraban. El cantito
terminó recién cuando nos fuimos de la casa. Es que ya ha­
bíamos quedado en que iríamos a recorrer los hoteles de la
Ciudad Vieja.
—¿Vamos en moto? —me preguntó para provocarme.
Con mi mirada bastó.
Teníamos que encontrar a Pedro antes de que él nos en­
contrara a nosotros. Era el juego del gato y el ratón, y había
empezado.
Hotel i, Hotel 2, Hotel 3.
—¿Se hospeda aquí Pedro-Gómez?
—No, señor.
Hotel 4, Hotel 5, Hotel 6.
—¿Se hospeda aquí Pedro Gómez?
—No puedo darle el listado de nuestros huéspedes,
señor.
Hotel 7, Hotel 8, Hotel 9.
—¿Se hospeda aquí Pedro Gómez?
—A ver... Abril y Mabel Moyano, Irina, Eduardo, Valiushka,
Nadina, Pablo... no, chicos. Pedro ninguno.
Hotel io.
—¿Se hospeda aquí Pedro Gómez?
—¡Sí! Ay, no, me equivoqué, perdón... No...
Visitamos todos los hoteles, pero ni una huella de Pedro.
A las siete nos compramos un paquete de galletitas y pedi­
mos agua caliente para el mate. Vannia ya le había tomado
el gustito, pero en la tercera o cuarta vuelta, el agua tuvo
otro sabor: Lupe.
Venía sola; caminaba mirando para abajo, porque el sue­
lo era desparejo y calzaba unas plataformas. Por eso recién
nos vio desde muy cerca. Su cara fue de pez globo primero
y de tiburón después, con diez filas de colmillos.
—¡Hola, Doble-V! (ahí era de pez globo).
Le devolví el saludo. Las presenté.
—Vann, ella es Lupe. Lupe, ella es Vannia.
—¿Vannia? —repitió Lupe—. ¡Qué nombre! —Y dirigién­
dose a mí, agregó—: no me hablaste de ninguna "Vannia"
anoche.
Ese era claramente el tiburón y yo no supe defenderme,
pero Vannia lo hizo sólita.
—Es que me llama Vann, guapa, a ver si te espabilas.
—Qué nombres, se nota que no sos de acá. Yo a él lo lla­
mo "Doble-V".
Después se acercó a mí, me sacó una pelusa o algo que
se suponía que tenía en la remera y, con un tono dulzón,
remató:
—La pasé muy bien con vos anoche, Doble-V: que se
repita.
Se sacudió un mechón de pelo de la cara, me guiñó el ojo
y se fue.
Vannia se puso de pie como si la hubiera pinchado uno
de sus colmillos.
—¡¿Pero quién es esta tía?! ¿Qué cosas dice?
—Es Lupe...
—¡Ya sé, hombre, eso ya me lo has dicho! Ahora, dime:
¿debería saber algo más?
Empujó el mate contra mi pecho (casi me clava la bombi­
lla) y salió volando a los trancos.
—¿Adonde vas?
—A buscar mis cosas. Regreso al hotel, de donde nunca
debería haberme ido.
—Pero Vann —la perseguí—. ¡Lupe es una chica que va a
bailar a Apocalipsis! ¡No pasa nada!
—¡Vann, Vann...! ¡Vann murió, por si no te enteras!
Odié a Lupe y me odié a mi mismo por estúpido. Llega­
mos a la casa casi corriendo. Ella fue directo a su habitación,
yo la seguía más atrás. No había forma de convencerla. Yo
que sí; ella que no; que quedate, que me voy... hasta que es­
cuchamos el grito.
Salió del cuarto de Josefina. Fue un grito vibrante, frío,
y después hubo otro más grave seguido de un estertor,
como un ahogo. La puerta estaba entreabierta. Vannia y yo
la franqueamos al mismo tiempo. La escena que vi enton­
ces me conmovió de tal forma que todavía no entiendo lo
que sentí. Congoja y terror, no sé. Las mellizas, abrazadas,
llorisqueando y musitando palabras locas, señalaban a los
gatitos, que rascaban frenéticamente su cabeza contra los
tablones del piso. Lo frotaban, lo arañaban, lo lamían. Esta­
ban bañados en sangre.
—¡¿Qué les pasó?!
Las mellizas hacían que "no” con la cabeza mientras llora­
ban y se abrazaban. Vannia fue a consolarlas y yo... mientras
durmiera allí, yo era el hombre de la casa, así que se suponía
que tenía que hacer algo. Me acerqué. Sí, Roberto y Escrúpu­
los tenían el pelito lleno de sangre, especialmente las partes
que se frotaban contra el suelo. Pero no lloraban ni se lamían
su propia piel, como se supone que haría un gato lastimado.
Lamían la sangre del piso, que era un charco bastante gran­
de. Más o menos redondeado, como todos los charcos, y de
repente vi otra forma más, que fue la que revolvió mis pro­
pios glóbulos rojos y me aceleró el corazón. Era un número
que parecía haber sido escrito con la yema de un dedo en­
sangrentado, rodeado por arañazos. El número 4.
- ¿ Y Manteca? —pregunté, no sé por qué. Me acordé de
ella de repente.
Las chicas dejaron momentáneamente de llorar.
—¡No sé!
—¡No sé!
—Hace mucho que no la vemos...
—¡Sí, hace mucho que no la vemos!
Y siguieron llorando, más fuerte que antes. Por primera
vez se habían puesto de acuerdo.
Delia las acompañó a la heladería para que se quedaran
con Rubén y llevó a los gatitos a la veterinaria para ver si es­
taban heridos, mientras Vannia y yo empezamos la búsque­
da de Manteca. Pero llamar a un gato no es como llamar a
un perro, que siempre responde y te llena de lengüetazos. A
Manteca no pudimos encontrarla por ningún lado. Ni en el pa­
tio, ni en la piecita del fondo. Salimos a la calle, preguntamos
a los vecinos, nos fijamos en las copas de los árboles, inclu­
so en la heladería. Entonces Vannia dijo en voz alta lo que yo
estaba pensando-, que a Manteca la habían raptado. Que la ha­
bían robado a la fuerza, porque su instinto maternal nunca le
hubiera permitido dejar solos a sus gatitos con dos semanas
de vida. Y que la sangre, seguramente, era de ella.
Nos miramos.
Pedro.
Pedro monstruo.
Pedro estaba jugando con nosotros. Ganaba esta prime­
ra jugada, pero ahora era nuestro turno, y teníamos una pis­
ta: el número cuatro.
Le pedí a Vannia que por favor se quedara, que aunque
estuviera enojada conmigo no fuera al hotel, por lo menos
por esa noche.
—Tenemos que estar unidos —le dije—. Pedro es cada
vez más peligroso y está cerca. Nos lleva ventaja, Vanni,
ahora tiene el libro y no sabemos de lo que es capaz. No
puedo dejarte sola.
Tomé una de sus manos. Estaba temblando.
—¿Sabés qué? —murmuré mientras le agarraba también
la otra.
—¿Qué?
—Te necesito.
ii I Las bestias ciegas
de Chiang Mai

El nuevo día nació martes. Un helado martes de verano,


porque a pesar de todo, el corazón de Vannia seguía cerra­
do con tres candados. No daba lugar para chistes ni com­
plicidades, ni siquiera para que le preparara el café. Terca,
la chica. Rencorosa. Pero rencorosa de qué, me pregunta­
ba yo, porque yo no había hecho nada. Por suerte teníamos
un objetivo en común: encontrar a Pedro, y ahora también
a Manteca.
Esa mañana, las mellizas hicieron carteles con la foto de
Manteca, la frase: "Gatita perdida, posiblemente lastima­
da" y el número de celular de Delia. Nos dividimos las zonas
para pegarlos por la ciudad. Vannia y yo salimos al medio­
día con los carteles y las chinches, pero lo que en realidad
más queríamos era dar con Pedro. Todavía no sabíamos
bien para qué, porque la droga de Lugh lo había convertido
en otro, pero también era él, y seguramente sufría. (No co­
nocí nunca un monstruo feliz, a no ser que fuera un mons­
truo loco.)
Insistimos en aquellos pocos hoteles que el día anterior
no nos habían dado la información de sus huéspedes y con­
firmamos que Pedro Gómez no se hospedaba en ningún ho­
tel de la Ciudad Vieja de Colonia.
Decidimos buscarlo entonces en los museos, porque
ellos también tienen un libro de visitas donde registran a
los visitantes. Había varios: el Municipal, el Portugués, el del
Azulejo, el Arqueológico y cinco o seis más que ahora no
me acuerdo pero estaban.
—¿Sabías que existe el Museo de la Caca? —le pregunté a
Vannia para sorprenderla.
—¡No! ¿En serio? ¿Aquí?
(La sorprendí).
—No, acá no. Creo que está en Japón o en Camboya, y te
muestran la caca de un montón de animales diferentes. Es
que las deposiciones orgánica^ contienen muchísima infor­
mación acerca de las costumbres alimentarias y el compor­
tamiento de sus defecadores.
Vannia se rio por primera vez en el día, y nos relajamos
bastante. Sí, creo que fue por eso que después pudimos di­
vertirnos con los pájaros.
El Museo de Historia Natural era súper moderno, tenía una
pantalla táctil que ocupaba toda una pared con imágenes de
pájaros autóctonos. Vos apretabas una y tenías que adivinar
el nombre y el tipo de canto que tenía (que se escuchaba con
unos auriculares). Descubrimos aves estrambóticas como el
"pájaro jirafa", que tiene un cuello larguísimo y puede pasar­
se horas mirando el sol hasta que el sol se va, y entonces em­
pieza a mugir como una vaca. O el "cuervo cabeza roja", que
tiene una cabeza pelada que parece que estuviera en carne
viva, y con las alas abiertas mide dos metros o más.
También visitamos otros. El Museo Municipal no, porque
estaba cerrado ("Muestra en preparación", decía), pero fui­
mos a otros de la zona. Si no nos dejaban ver el libro de visi­
tas, hacíamos así: nos registrábamos, pasábamos, dábamos
una vuelta, y en un momento equis Vannia llamaba al em­
pleado de la puerta con una excusa cualquiera (que se que­
dó encerrada en el baño, que alguien robó un objeto de una
vitrina... cosas así) y yo, mientras tanto, fotografiaba con mi
celular los nombres registrados en el libro.
Así pasamos dos o tres días. Pegando los carteles, visi­
tando museos, comiendo helado y sin noticias de Pedro ni
de Manteca. Volvimos a hacernos chistes y a jugar, como ju ­
gábamos siempre. Hasta que abrió el Museo Municipal con
la famosa "muestra en preparación", ya preparada.
El Museo Municipal es un museo ecléctico, es decir que
tiene un poco de todo. Rompecabezas indígenas (rompeca­
bezas de verdad: piedras para romper cráneos), ropa, sa­
livaderas, monedas antiguas y un gliptodonte y un tigre
diente de sable, de esos que se extinguieron en el ceno­
zoico. Hasta pinturas originales de Joaquín Torres García.
Todo eso lo vimos antes de llegar a la habitación con un
guardia en la puerta y un cartel que decía: "Bestias ciegas
de Chiang Mai".
—Si son personas impresionables les sugerimos no en­
trar —nos advirtió.
Vannia exhaló una sonrisa y me preguntó con un sutil
tono burlón-.
—¿Somos impresionables, Wash?
—Yo creo que vamos a poder mirar las bestias sin des­
mayarnos —le contesté.
El guardia nos sonrió y nos invitó a pasar con un ademán
suntuoso.
La habitación estaba en penumbras y las luces, puntua­
les, iluminaban mínimas fracciones de las cosas. Una cola,
una uña, media oreja. Y más acá, sobre las paredes, fotos.
De lo mismo. De partes. Costaba entender qué eran, pero
una ligera inquietud empezó a cubrirnos por dentro.
Nos detuvimos en las fotos, primero.
—Como escribió el maestro Páscal —nos sorprendió una
voz de repente—. Acá lo importante es lo que pasa fuera del
campo visual, chicos. Los desencuadres y fueras de campo
son perversión, porque muestran sin mostrar. Se focalizan
sobre las zonas muertas.
Vannia y yo miramos a la dueña de la voz. Tendría unos
treinta años y una identificación en el pecho que decía "cu­
radora", con su nombre. Siguió hablando ensimismada,
como si estuviera dando una clase de facultad.
—¿Ven esta sombra? —nos preguntó, señalando una de
las fotos en la que se veía una sombra ondulante en primer
plano—. La escena sigue más allá de los bordes. La imagen
te mantiene adentro y te empuja afuera, al mismo tiempo.
¿No es fascinante?
Dijimos que sí, que por supuesto. Lo que no le contamos
era que a nosotros, lo que nos impactaba era otra cosa... y
era que a e£a sombra le veíamos cara conocida. Creo que
Vannia y yo éramos los únicos que empezábamos a sospe­
char lo que realmente había del otro lado de la escena.
Nos despedimos y avanzamos unos metros más hacia el
interior de la sala. Las luces se encendían y se apagaban so­
las, alternadamente, dejando ver una parte u otra. Una cola,
una uña, media oreja. Una pata, una garra, una panza. Otra
cola. Dos orejas. El espectador imaginaba el resto.
De repente, toda la habitación se hizo blanca. Un es­
truendo y mucha luz, como un flashazo, el tiempo mínimo
y suficiente para ver a los cuatro gatos enteros, parados en
sus cuatro patas con la cabeza erguida, congelados en su
último grito. Sin ojos pero mirando. Eran tan profundas las
cuencas. Una mirada negra; era lo único oscuro en ese ins­
tante de luz.
Cuando el flashazo se apagó, la oscuridad se hizo más
honda y nosotros nos quedamos sin reacción. Yo quería se­
guir viendo y no ver al mismo tiempo, como cuando me ta­
paba un ojo en las películas de terror. La ronda de luces
intermitentes empezó a girar otra vez: una cola, una uña,
media oreja. Una pata, una garra y también se iluminaban
alternadamente los letreros, uno debajo de cada gato, cada
uno con un número diferente, i, 2, 3 en letra de molde. El nú­
mero 1 era gris, el 2 era rayado y el número 3, pardo.
Hasta que volvió a encenderse el flash, con otro estrépi­
to, y Vannia y yo, que por instinto de preservación nos ha­
bíamos tomado del brazo, vimos al cuarto gato. No entiendo
cómo no lo habíamos visto antes, porque estaba tan cerca
de nosotros que sus pelos hubieran podido rozarnos, si nos
movíamos. Estaba tan duro como los otros, con sus ojos va­
cíos y la boca abierta en el grito más desgarrador que haya
imaginado jamás. Como si en ese acto le hubieran arranca­
do el alma. Tenía un cartel con el número cuatro y su piel
era, sin duda, del color de la manteca.
12 I Peter Lugh

Vannia y yo salimos del Museo Municipal tomados por la


conmoción y el espanto. No podíamos estar un minuto más en
esa muestra infernal, pero tampoco podíamos alejarnos de­
masiado. Nos quedamos en la entrada, desorientados, ame­
drentados, debilitados. El fantasma de Pedro se corporizó en
nuestro silencio. Los dos pensábamos en él, pero no éramos
capaces de darle sustancia con palabras. Sospechábamos que
Pedro se estaba divirtiendo a costa nuestra porque segura­
mente sabía, o por lo menos apostaba a que Vannia y yo, tar­
de o temprano, visitaríamos las "Bestias ciegas de Chiang Mai"
con nuestra gata Manteca, muerta, incluida. Que era una de­
mostración de fuerzas, unjuego siniestro que estábamos obli­
gados a jugar, y seguíamos perdiendo por goleada.
Todavía no nos habíamos ¡do de la puerta de entrada del
museo cuando salió la curadora. No llevaba abrigo ni carte­
ra, sino un paquete de cigarrillos y un encendedor.
—Una muestra verdaderamente impactante, ¿no es cier­
to? —nos preguntó mientras encendía uno.
Parecía tan orgullosa. Su pregunta no dejaba lugar sino a
un halago.
—Impactante —asentimos. No necesitamos preguntarle
más, porque ella empezó a contarnos sólita.
—Es una extraña comunidad de felinos de Tailandia —nos
dijo, exhalando el humo hacia arriba—. Nacen sin ojos, pero
se manejan como si pudieran ver. Incluso parece que ven
mejor que cualquiera.
—¡Qué increíble! —dije en tono de sorpresa. Y maliciosa­
mente, agregué—: ¿Y recién ahora los descubrieron?
Pero la mujer parecía tener una respuesta para todo.
—Nunca nadie se había atrevido a acercárseles has­
ta ahora, que llegó el biólogo Peter Lugh y cambió la his­
toria para siempre —Y, pensativa, agregó—: Lo que todavía
no puedo creer es que haya elegido nuestro museo para
presentarlo.
—¿Peter Lugh?
—Sí, Lugh, con "h” final. ¿Por qué? ¿Lo conocen?
A Vahnia le agarró un ataque de risa. Se descostillaba
de una forma en la que nunca la había escuchado. Parecía
que lloraba y en un momento hasta pensé que le agarraba
un ataque de epilepsia. Ya sabíamos que el artífice de todo
era Pedro, pero que se rebautizara "Peter Lugh"... y que in­
ventara toda esa historia... aunque... si su intención era asus­
tarnos, sin duda lo había logrado, porque Vannia en realidad
reía de nervios.
—Siempre le dan estos ataques, pobre —me disculpé con
la curadora mientras abrazaba a Vannia por el hombro—. No
le haga caso y siga contando, por favor, que nos interesa
mucho: bestias felinas de Tailandia que nacen sin ojos pero
sin embargo ven... sin duda va a atraer mucho turismo.
—Y eso pro es nada —volvió a entusiasmarse la curado­
ra—. Nos prometió tres ejemplares más. Van a ser siete en
total. Los nuevos serán dos chiquitos y uno grande. Y les
doy gratis una primicia: el grande no es un felino.
Con estas palabras Vannia dejó de reír y yo la abracé más
fuerte para contenerla. Durante ese nuevo silencio, miré el
nombre que decía en la tarjeta de identificación de la mujer.
Se llamaba María Emilia.
—Dígame, María Emilia... —le pregunté—: ¿Por casualidad
usted sabe en qué hotel se hospeda este hombre? Es que...
somos periodistas y nos gustaría hacerle un reportaje.
Encantada de haber producido en nosotros semejante in­
terés, nos dio la información que habíamos buscado tanto:
Pedro se hospedaba en las habitaciones que alquila la que­
sería de la Calle de los Suspiros.
Y, divertida, mientras apagaba la colilla con el zapato de
charol, remató:
—Es que en los hoteles de Colonia no se puede entrar
con mascotas.
Se despidió y volvió a entrar al museo.
A Vannia no la solté. Caminamos, así, medio abrazados, y
nos sentamos en un banco de la plaza que había frente al mu­
seo. En Colonia está lleno de plazas y plazoletas. Hacía calor y
el cielo se iba haciendo nube de a poco, pero no nos importó.
—Pobre Manteca —gimió Vannia con la mirada perdi­
da en un cascarudo que pasaba—. Con qué cara de susto la
embalsamaron.
Un temblor helado recorrió mi cuerpo de repente. Van­
nia tenía razón: las fauces abiertas de los gatos no eran
agresivas y desafiantes, sino gritos de dolor, y las cuencas
de los ojos imploraban piedad. El verdadero desencuadre
de las formas: lo siniestro no eran ellos, sino lo que ellos mi­
raban. Pedro.
-P o b re Manteca —repetí, imaginando la oscura escena
final.
—Y pobres los otros, también, Washi. Son los mismos
gatos que estaban en el departamento. Solo que aquí en el
museo llevaban letreros con números.
—Manteca era el cuatro, me fijé.
—Sí, yo también lo he notado. Como en la casa de Delia,
¿recuerdas?
¿Cómo no recordarlo? Desde entonces tenía pesadillas
con ese maldito cuatro dibujado con sangre. Necesité exor­
cizarlo con palabras.
—Creo que ese número habla de muerte, Vannia. La
muerte número cuatro. El cuarto gato que Pedro mata. Por
eso todavía quedan otros tres.
Acerqué mis manos a las suyas. Ella las tomó con fuer­
za, cerró los ojos y recitó lo que estaba escrito en el libro de
Lugh, como un mantra:
—"Quien beba esta solución se verá forzado a provocar
siete muertes para empezar a vivir su verdadera vida. Y esa
vida será tan larga como la sucesión de las siete vidas que
robó."
Después abrió los ojos.
—Wash... —me dijo—, esa vida larga... la de Pedro... ¿crees
que podrá ser una vida feliz?
Solté una de mis manos y le levanté el pelo de fuego des­
de la nuca. La atraje hacia mí y rodeé con mi brazo su espal­
da. Sus mechones ondeados, cobres y furiosos, ocultaron
mi abrazo.
—No —le dije al oído—, no creo que esa vida pueda ser
una vida feliz.
Después, pasando mi cara frente a la suya, llevé mis la­
bios a su otro oído. Solté mi otra mano y con ella le despejé
un mechón que le cubría la oreja para susurrarle otra cosa:
—La mía, en cambio, sí es una vida feliz —Y más suave
aún, como si fuera mi corazón el que hablara, agregué—: si
la vivo con vos.
Vannia me abrazó también. No la veía, pero supuse que
había cerrado los ojos, porque lo que había que ver, esta
vez, se veía por la piel.
Después de sentirnos un rato, me alejé lo mínimo y le
dije:
-Tenem os que ayudarlo, Vannia. Ayudarlo a él y ayudar­
nos a nosotros, porque acordate que la muerte número sie­
te es la de alguien...
Vannia salió completamente del abrazo y, diciendo
"shhh”, apoyó su índice en mi boca. Yo besé su dedo, un
beso sutil como un aleteo de mariposa. Creo que se sonrojó
y las nubes, atardeciendo, tomaban el color de sus mejillas.
—Vamos a ayudarlo, sí —acordó ella—. Pero ahora tene­
mos que evitar que siga matando gatos. Dijo que los dos si­
guientes serían chiquitos.
-D o s gatos chiquitos, sí, pero ¿dónde los vamos a
encontrar?
Nos miramos con espanto. Saltamos del banco y empe­
zamos a caminar rápido, muy rápido, hacia la casa de Delia,
cuando a mí de repente se me vino a la cabeza un rap chile­
no que dice:
El tiempo es el tesoro más preciado que tenemos, hermano.
Pierde el tiempo ganándolo, no lo pierdas perdiéndolo.
Es ese preciso instante en que decides...
Ese era el preciso instante de no perder tiempo perdién­
dolo sino ganándolo... por eso sentí el imperioso e impos­
tergable deseo de ir a buscar a Pedro a la quesería.
Le dije a Vannia que ella fuera, que yo enseguida la al­
canzaba, a lo de Delia. Di un giro veloz y me perdí a la vuelta
de la esquina, sin que Vannia pudiera, cuanto menos, pro­
nunciar la palabra "Wash".
13 I Los túneles

Ahora que lo pienso, los gatos sin ojos y lo que te voy a con­
tar ahora parecen cuentos de Poe, pero esto fue de verdad.
Entré al local fingiendo interés por el queso roquefort.
Pedí el precio mientras miraba a mi alrededor buscando al­
guna puerta que pudiera ser de una habitación en alquiler,
según me había dicho María Emilia. Como no las vi pregun­
té por ellas, y el vendedor me dijo que se accedía desde la
bodega (porque en la quesería, además de quesos, vendían
salames y vinos) pero que no había ninguna disponible, me
recalcó, por si estaba interesado en hospedarme. Es que en
total había dos; una ya estaba alquilada, me dijo, y la otra
permanecía clausurada por la humedad. "Las paredes y los
techos están llenos de salitre, porque cuando llueve, el agua
corre por el centro de la calle, que es justo arriba de las ha­
bitaciones, y como todo es tan viejo, se filtra”, me explicó.
A cambio, me ofreció participar de la visita guiada por la
bodega que estaba por empezar, con cata de vino y todo. A
mí el mundo del vino no me intriga para nada, la verdad es
que prefiero los tragos inventados por mí, pero no podía
dejar pasar semejante oportunidad.
El grupo se núcleo junto a una arcada y, cuando estuvimos
todos, bajamos por una escalera empinada. Las paredes eran
de piedra, iluminadas desde los zócalos con una luz que no
alcanzaba a imprimir suficiente claridad. Cada tanto, como
para crear clima, había pequeñas antorchas encendidas cuya
cálida luz contrastaba con las otras, tan modernas. Más abajo,
polvorientas botellas dormían en fila sobre estantes de ma­
dera, formando una trama casi infinita que terminaba allá le­
jos, donde se apilaban los toneles.
Yo buscaba las puertas. Si eran habitaciones en alquiler,
pensé, no podrían estar muy lejos. Al fin las vi: detrás de las
botellas, hechas con listones de madera y herrajes de hie­
rro negro.
Cuando el grupo se amuchó junto a un tonel para escuchar
la explicación de la guía, probé suerte con la primera, pero
no abrió. Me reí de mi candidez: si era una habitación ocupa­
da —encima por Pedro—cómo iba a estar abierta. Sin embar­
go probé con la otra y sí, para mi sorpresa se abrió fácil. Eché
un vistazo alrededor para cerciorarme de que nadie me veía,
robé una antorcha de la pared más cercana y entré.
Adentro, la oscuridad era absoluta. Por suerte había lle­
vado la antorcha, pensé, porque mi celular no tenía buena
linterna. Noté que, a pesar de que había poco flujo de aire,
la llama flameaba y el círculo de luz que imprimía mi an­
torcha cambiaba de forma y moldeaba sombras diferentes
que —para ser sincero—me amedrentaban bastante.
Parecía una habitación tallada en las entrañas mismas de
la tierra. Los techos sudaban gotas que caían sobre los mue­
bles: a pesar de la penumbra adiviné una cama, un armario
y un televisor cubiertos con un plástico grueso. Todos ellos
fantasmas, o más bien cadáveres de los que mueren en la
vía pública y tapan antes de mandarlos para la morgue.
Mi corazón latía a mil, pero el orgullo no me permitía re­
gresar. Tenía que encontrar a Pedro, o por lo menos sacarle
el libro o encontrar alguna respuesta. Ir a cuidar a Rober­
to y Escrúpulos estaba bien, era necesario, pero era una ac­
ción defensiva, y yo necesitaba dar un golpe maestro de
contraataque.
El espacio era irregular. Las paredes tenían curvas y reco­
dos, yo no veía dónde terminaban y no podía dimensionarlo.
Con mi antorcha alzada, elegí uno de los brazos de la extraña
sala, uno cualquiera, que resultó ser mucho más largo de lo que
había imaginado. Va no había muebles-fantasma, por suerte,
pero sí rocas cada vez más amorfas, como si la habitación se
transformara poco a poco en una cueva prehistórica. ¿Allí ha­
bían arrastrado sus cadenas los esclavos? No quise mirar muy
en detalle por temor a encontrar grilletes, un instrumento de
tortura o peor: calaveras, huesos o un esqueleto entero.
Lo que no pude evitar fue ver cómo, a la luz de mi lla­
ma, las formas en las rocas se convertían en monstruosas
figuras que me miraban amenazantes. Me estaba suges­
tionando demasiado, creo, y apuré el paso antes de seguir
cebándome. Entonces oí el maullido.
Era un lamento agudo, de esos llantos que parecen de
bebé. Un lamento cada vez más penetrante. Agónico. Monó­
tono, sufriente.
Nervioso, con la llama de la antorcha busqué alguna
abertura en la piedra. Tenía que salvar a ese gatito, si es
que era un gato el que lloraba. Tenía que encontrar a Pedro,
si era él quien hostigaba al gato, mientras estuviera a tiem­
po. Y sacarle urgente el libro de Lugh, porque ese libro, sin
dudas, le daba fuerzas para matar.
Los siniestros maullidos seguían lastimándome, pero no
encontraba la manera de atravesar ese muro y llegar hasta el
minino. No pensé qué haría si también me encontraba con Pe­
dro cara a cara, y menos aún qué podría llegar a hacer Pedro
conmigo, pero tenía que avanzar: de alguna manera me sentía
culpable de que se hubiera hecho monstruo, porque se había
tomado el brebaje por un descuido mío y de nadie más.
Unos metros después pisé un charco. Impulsivamente me
arrodillé, me incliné y apagué la antorcha en él. Por un mo­
mento, en esa nueva oscuridad me sentí más seguro, pero
qué equivocado estaba. ¡Había hecho lo mismo que Vannia
en el ascensor! ¿Era estúpido o qué? ¿Acaso no me acordaba
que Pedro tenía ojos de gato y que los gatos ven más?
Seguí avanzando a tientas hacia el maullido. Por lo me­
nos, apagar mi sentido de la vista encendió otros, y no solo
escuchaba el llanto cada vez más claro sino que empecé a
oler a acetona. Reconocí el olor porque lo manipulé varias
veces en la facultad, aparte porque es el mismo que sentía
de chico cuando mi mamá se despintaba las uñas. Cada vez
lo olía más cerca. Supuse que pronto llegaría a alguna entra­
da, hasta que la encontré.
Asomé la punta de la nariz, la puerta estaba entreabierta.
En ese lugar había más luz, por suerte. Vi un pasillo con una
larga estantería casi vacía. Me pareció que los maullidos sa­
lían del fondo de ese pasillo, pero aún no veía al gatito.
Al olor a acetona se le sumó el del azufre (un olor ácido y
repugnante) y además de asco me entró un miedo espanto­
so, porque había estudiado en Historia de la Química I, que
el azufre es el elemento que, según dicen, se quema en el
Infierno... y bueno... había que admitir que los túneles eran
bajo tierra.
Me di cuenta de que era imperioso calmarme, porque si
yo oía los maullidos, tan lejanos, Pedro podría oír los latidos
de mi corazón, que retumbaba a lo loco.
Respiré hondo y retomé la marcha con sigilo, pisando
con cuidado para no resbalarme, porque además el suelo
estaba pringoso.
A mi paso veía frascos, restos de comida y herramientas
de cirujano en las estanterías.
El pasillo terminaba ciego, pero en una de las paredes la­
terales había una abertura por donde salía una luz azul, viva
que, como antes mi antorcha, formaba sombras oscilan­
tes en las rocas. De ese nuevo recinto era de donde salían
los maullidos y el olor a azufre. No quise entrar. Lo que de­
seaba era salir corriendo, vomitar o que me tragara la tie­
rra y me escupiera en Hawaii. Pero ya estaba allí, ahora no
tenía más remedio que acercarme. Me asomé. Era un es­
pacio abovedado, más chico, de unos tres por tres: había
huellas de sangre en el suelo y por fin lo vi: ahí estaba Pe­
dro, de espaldas a mí y de pie junto a una mesa, con una
jeringa en la mano. Estaba rodeado de pequeños recipien­
tes con llamas azules: estaba quemando azufre. Sentí cómo
se me irritaban los ojos y se me secaban los labios. Con los
ojos entrecerrados miré hacia los costados y sobre un es­
tante, bastante cerca, vi el libro de Lugh. Lo reconocí ense­
guida. Grande, negro, de tapa dura y lomo redondeado. Con
extremo cuidado de no provocar el más mínimo sonido, me
estiré y lo agarré. Ya era mío cuando oí el grito, pavoroso y
desgarrador. No era que me habían visto, no, era que justo
Pedro le clavaba la jeringa al gatito.
Perdí todo miramiento. Salí disparado después de pe­
gar un grito yo también, fue algo instintivo. Pedro me escu­
chó, me miró y me vio con el libro, por supuesto. Corrí y me
corrió. Corrimos. Yo sabía que si acababa de matar, por un
tiempo tendría su "asesino interno” adormecido, pero igual
me perseguía. ¿Para'qué? Preferí no saberlo, por las dudas.
Me lancé de nuevo hacia el pasillo por el que había entrado,
con la luz azul a mis espaldas y la sombra de la cabeza de
Pedro pisándome los pies. No pensaba nada, tenía la adre­
nalina al máximo. Mientras corría iba tirando lo que podía de
los estantes, para crearle obstáculos y darme un poco de
ventaja. Apenas vi otro acceso me metí en él, creo que era
uno nuevo. Seguí corriendo —volando, más bien—casi a os­
curas ahora, siempre con el libro, y no sé si fue porque fui
tan veloz, o por qué, pero enseguida encontré una escalera
ascendente y una puerta. Estaba cerrada, pero milagrosa­
mente su llave estaba colgada de un clavo de la pared. La
abrí; ya estaba afuera. Pero no a salvo, todavía; porque Pe­
dro también salió detrás de mí.
Estábamos en el extremo opuesto a la quesería, porque
habíamos salido por una puerta oculta que daba a la cos­
tanera. Era de noche. De un salto crucé la barrera del tren
viejo y unos restos de hormigón caídos, con hierros retor­
cidos que parecían brazos queriendo tocarme. Volaba, de
verdad. Seguí picando de roca en roca y, ya más cerca de
la orilla, tomé envión en un muelle y salté no sé cuántos
metros hasta otra explanada. Si ves a la gente que practi­
ca parkour en algún video de internet, te vas a dar cuen­
ta de lo que hablo. De por qué me salvó haber practicado,
porque Pedro tenía la agilidad de un gato pero yo también.
Todavía la tengo, hay que decirlo. Aunque admito que Pe­
dro, sin duda, me hubiera alcanzado antes de llegar a la
casa de Delia de no haber sido por la lluvia. Creo que te
conté que el cielo ya venía encapotado, y por suerte se lar­
gó. Los gatos detestan el agua, por eso Pedro dejó de per­
seguirme y yo pude llegar a lo de Delia mojado pero sano
y salvo, apretando el libro contra mi pecho como si fuese
un talismán.
Cuando llegué, me enteré de que Delia me había dejado
como mil mensajes.
—Mañana me voy con las nenas a Montevideo —me dijo
entonces.
Se veía muy alterada, ni siquiera me ofreció un toallón
para secarme.
Le pregunté por qué, qué pasaba. Sin mediar palabra me
hizo seguirla hasta la heladería. En un claro que hacían las
mesas, sobre el piso de cerámicos blancos, se dibujaba con
sangre un número cinco.
Levanté la vista. Francisca llevaba a Escrúpulos a upa,
pero Josefina tenía las manos vacías... y Vannia estaba roja
de furia. No iba a ser fácil calmarla.
14 i Tinta invisible

Al día siguiente, Delia se despertó temprano a hacer los


bolsos; quería irse cuanto antes. Llevaría a las mellizas a
Montevideo con la excusa de ver a los tíos —mi papá y mi
mamá—y a otros miembros de la parentela.
Yo había tenido pesadillas con Pedro, Lugh y una tromba de
zombis agresivos, por lo que dormí menos que de costumbre, y
tempranísimo (a eso de las once menos cuarto) entré en la habi­
tación de mi tía. Al verme, Delia se dejó caer sobre la cama.
—¿Qué está pasando, Wash? —gimió, llevándose una
mano a la frente.
Me preguntó si yo tenía idea de qué bestia salvaje, qué
mente perversa, retorcida y cruel podía haberse ensañado
así con los gatitos, y qué maldito mensaje quería dar el tipo
o la tipa dibujando esos números siniestros.
Después cambió el gesto de víctima a acusadora y me
preguntó si yo andaba en algo raro.
—La gente de la noche e$tá pirucha, Wash, debe ser al­
guno de tus conocidos de ahí.
Me preguntó si estaba metido en el negocio de la droga
o del alcohol o de alguna otra sustancia tóxica. En términos
estrictos no le mentí, porque yo en negocios no andaba. Lo
que sí era verdad era que existía una sustancia tóxica que
había provocado todo el asunto, pero de eso no podía ha­
blar, y menos cuando mi tía estaba a punto de viajar a ver
a mis viejos. Si Delia les contaba que existía un brebaje que
había hecho de Pedro un matagatos, que estaba asesinan­
do ferozmente uno tras otro a los mininos de sus hijas y
que la víctima número siete seguramente era Vannia, no lo
creerían, pero eso sí: por las dudas mandarían a Vannia de
patitas a un avión y a mí, de los rulos a mi habitación y me
encerrarían con los apuntes de Análisis Matemático (la ma­
teria que me faltaba rendir), aunque estuviera de vacacio­
nes y ya fuera mayor de edad.
—¿No querés que cerremos la heladería y nos vamos a
Montevideo todos juntos? —me propuso Delia, que tenía los
mismos genes.
Le dije que no, que se quedara tranquila, que yo iba a ha­
cer la denuncia a la policía y que a esa mente perversa, re­
torcida y cruel la iban a poner a picar piedra con forma de
corazoncitos.
Fui a la cocina a hacerme un café.
—¿Vannia todavía duerme? —le pregunté a Francisca.
Necesitaba hablar con Vannia urgente. Estaba tan eno­
jada con mi desaparición (que encima justo había coinci­
dido con la del minino Roberto) que la noche anterior ella
se había encerrado en su habitación y no había respondido
mis insistentes llamados a su puerta. Yo necesitaba contarle
que había ido a los túneles, había visto a Pedro y que tenía
el libro de Lugh, pero no hubo caso.
—Vannia salió —dijo Francisca.
Sentada en la mesa, reclinada hacia adelante, hacía nue­
vos cartelitos —esta vez pidiendo por Roberto— mientras
Escrúpulos, el último gato vivo, dormitaba en su regazo. Se
la notaba muy triste. No quise preguntar más.
Mientras la cafetera iba preparando el café, llevé el libro
de Lugh a la mesa para estudiarlo. Me urgía encontrar pis­
tas que me sirvieran para ayudar a Pedro... o la clave para
destruirlo.
—Ojalá fuera una hormiga —largó Francisca, sin dejar de
hacer el cartel—. Lo mataría con la lupa. Le tiraría un rayo
mortífero y que se le chamusquen hasta las uñas.
Cuando el café tuvo olor a café y se escuchaba el ruidito,
dejé el libro abierto sobre la mesa y fui a servirme uno con
azúcar. Cuando volví con la taza, vi algo insólito: Escrúpulos
lo lamía. Lamía las hojas en blanco que el libro tenía al final.
Enseguida me acordé que Vannia me había dicho que Pe­
dro había hecho lo mismo. Me quedé helado. ¿Qué demonios
tenían esas hojas? Me acerqué, pero no vi nada más que ho­
jas en blanco. Probé de alejar al gato, pero volvía. Siempre
volvía a lamerlo, cada vez con más saña. Estaba como loco.
Entonces entró Josefina aponer agua para el mate, por­
que ya se iban.
—Debe tener tinta de leche —dijo al pasar.
Después le preguntó a su hermana para qué el cartel, si
el de Manteca no Había servido para nada y que este tampo­
co iba a servir, y aparte que se apurara le dijo, porque ya se
iban. Francisca dijó que no largaba el cartel ni loca, que iba a
sacar el doble de fotocopias que con Manteca. Que ya había
perdido un gato y no quería perder dos. Que se fueran sin
ella, si querían, pero que ella no se movía ni hasta la esqui­
na (bah, hasta la esquina sí, para poner el cartel). La conver­
sación se calentaba como el agua y en el punto máximo de
hervor llegó Delia, retó a las dos y llevó a Francisca a hacer
su bolso urgentísimo.
Josefina y yo nos quedamos solos en la cocina.
—¿Tinta de leche...? —le pregunté.
Ella, como respuesta, sacó la pava del fuego y acercó el
libro de Lugh.
—¡Para, nena, vas a quemarlo! ¿Estás loca?
Josefina me miró con ojos simples y un brillo de autosu­
ficiencia que me fascinó.
—Vos dejame, primo. Es tinta invisible, ¿no ves?
Entonces apareció Vannia, otra vez roja como un mo­
rrón y con mi celular en la mano. (¿Cómo llegó a tener mi
celular?).
—Ahora entiendo qué hacías anoche —me sancionó, po­
niendo el celular a dos centímetros de mi cara para que viera
la multitudinaria manifestación de emoticones que me había
mandado Lupe justo a la hora en que yo entraba a los túneles.
Me odié por tener la costumbre de no leer los mensajes.
Si hubiera visto ese, sin duda lo habría borrado y chau.
Iba a decirle, primero, que los celulares ajenos no se mi­
ran, que eso es invasión de privacidad y está penado por
ley (o eso creía) y segundo, que si Lupe me mandaba ca­
ritas era problema de Lupe, no mío. Iba a decirle todo eso
pero no dije nada, porque pensé que empezaría un diálogo
de sordos. La que de verdad me dejó sordo en ese momen­
to fue Josefina:
—¡Miren! ¡¡¡Un mensaje secreto!!! ¡Acá hay algo escrito!
¡Vengan, miren! ¡¡¡No lo puedo creeeeeeerü!
—¡¡¡El libro de mi padre!!! —gritó Vannia—. ¿Cómo es que
el libro está aquí?
—Después te explico —la calmé, guiñándole un ojo—.
Ahora veamos lo que dice el mensaje. ¡Prima, sos una genia!
15 I El mensaje

A Delia no le importaba más que una cosa: largarse. Puso


en marcha el Renault con el gato y los tres bolsos y empezó
a tocar bocina.
Las chicas no la oían, se habían arrojado sobre el libro y
se disputaban sus páginas. "¡Paren, lo van a romper!", me
enojaba yo, tirándolas de las crenchas. Por suerte Delia vino
a buscarlas, las metió en el auto, les ajustó el cinturón de
seguridad y arrancaron.
Les prometí que a la vuelta les contaría lo que decía el
mensaje, palabra por palabra —algo ya iba a inventar—y, a
cambio, les pedí que me enseñaran a preparar esa tinta in­
visible hecha con leche.
Vannia y yo nos quedamos solos, por fin. No tenía mu­
chas expectativas con ella, de todas formas, porque estaba
enojada no solo por los emoticones que me había enviado
Lupe, sino también porque había ¡do solo a buscar el libro.
—¿Por qué has ido a ver a-Pedro a escondidas, sin mí?
—me reprochaba—. ¿Qué te piensas, que en esta historia yo
soy la princesita del cuento y tú el héroe, o qué...? ¡Y cuando
te pregunto cómo llegó el libro hasta aquí me guiñas el ojo!
¡Qué pasada, tío! ¡Qué rollo! Al final tú eres tan idiota y ma-
chista como todos. Ostia.
Cómo se había enojado... Pero con lo de los túneles te­
nía razón. Yo había querido enfrentarlo de hombre a hom­
bre; de hecho estaba muy orgulloso, porque a pesar de que
Pedro tenía "poderes especiales", yo había salido victorioso,
encima con un trofeo. Y qué trofeo.
Débilmente traté de disuadirla de los dos enojos con no
sé qué tonterías baratas, hasta que le dije algo sincero. Le
dije que yo creía que Lupe se había obsesionado conmigo
por una cuestión narcisista: porque yo era el único tipo que
no le daba cabida y que para alguien como ella, eso era algo
que no se podía soportar. Que incluso yo sospechaba que la
chica no iba a parar hasta sacarme^un beso, pero que podía
esperar sentada. "Vos sabés con quién estoy yo, Vannia", le
dije. "Desde que te vi, ocupaste mi cuerpo entero".
Entonces se me vino a la cabeza un bolero que le en­
canta a mi viejo, creo que es de Manzanero. A mi mamá le
gusta más la versión de Luis Miguel y a mí —si hay que ele­
gir— la de Calamaro. Es una canción más pegote que la le­
che condensada, por eso será que, aunque no me guste, se
me pegó, la maldita. Dice así:
Contigo aprendí
a ver la luz del otro lado de la luna.
Contigo aprendí
que tu presencia no la cambio por ninguna.
Aprendí
que puede un beso ser más dulce y más profundo,
que puedo irme mañana mismo de este mundo.
Las cosas buenas, ya contigo las viví...
y contigo aprendí
que yo nací el día que te conocí.
Me la acordé pero no se la pensaba cantar, tampoco soy
un tarado. La cuestión es que, con o sin canción, tuve que
resignarme a su trato "a reglamento" compuesto por mono­
sílabos, miradas de reojo y paremos de contar. Lo mínimo
como para seguir descifrando juntos el libro.
Finalmente lo logramos. Era una fórmula, una lista de
compuestos para preparar un líquido que, según decía, anu­
laría por completo el efecto del trago que había tomado
Pedro.
—Que yo sepa, mi padre nunca había hecho un antído­
to para ninguno de sus brebajes —pensó Vannia en voz alta.
—Es que este era para vos —le respondí—. Se ve que tu
padre quería que tuvieras la oportunidad de deshacerte de
sus efectos.
Vannia se quedó m irando hacia la nada, pensan­
do en todo. Con paciencia, dejé que sus pensamientos
transcurrieran.
—¿Entonces por qué lo hizo con tinta transparente? —se
preguntó después.
—Seguramente confiaba en que vos, si realmente lo bus­
cabas, lo encontrarías.
Vannia tomó mis palabras como.quien atrapa una pluma.
-Confiaba... —dijo— en que tal vez yo misma lamería el
libro, como Pedro.
Y se encendió:
—Vamos, Wash, no hay tiempo que perder. Ya sabemos
dónde se esconde: ahora preparemos el antídoto, que hay
que dárselo cuanto antes.
Yo también me encendí, lleno de ganas. Los ingredien­
tes eran muchos: la lista ocupaba tres páginas. Tuvimos
que quemarnos las pestañas para entenderla, pero al fin la
transcribimos completa. Algunos eran plantas medicinales
como regaliz, vara de oro, ginkgo biloba o equinácea, pero
había otras cosas más raras como polvo de diente de smilo-
don, la planta-piedra u ortiga molida con sales de estroncio.
Salimos a la calle con la lista. Primero fuimos a la dieté­
tica a comprar las hierbas más fáciles y después al Museo
Municipal, porque nos acordamos que ahí había un smilodon
para sacarle un poco de polvo a su colmillo. A punto de en­
trar vimos a María Emilia, la curadora, otra vez fumando en
la puerta. Nos reconoció enseguida.
—¡Ah, los periodistas! ¡La risueña y el escéptico! ¿Encon­
traron a Peter Lugh?
Le dijimos que no, que cuando habíamos ido no estaba,
pero que no se preocupara y que gracias.
—¡Seguro que estaba acá armando la muestra! —dijo
ella—. Porque hoy llegó el nuevo ejemplar, ¿sabían? ¡Es tan
tierno y tan pasmoso a la vez...! ¡Pasen a conocerlo! ¡Sígan­
me, no se van a arrepentir!
De todas formas teníamos que pasar para rasparle el
diente al colmillo del tigre, así que aceptamos la invitación.
En la entrada de la muestra habían puesto lucecitas nue­
vas. "S¡ son personas impresionables les sugerimos no en­
trar'', repitió el mismo guardia del martes. Le sonreí en
forma de no.
Primero las fotos, luego el interior. Una cola, una uña,
media oreja. Una pata, una garra, una panza. Otra cola. Dos
orejas. Cinco gatos. Duros, muertos, gritando. Mirando a
Peter Lugh, su verdugo. Cinco gatos. El "tierno y pasmoso"
—el quinto- era Roberto.
De repente, un refucilo dejó ver por un instante los gatos
completos (sus bocas abiertas, sus ojos vacíos, sus garras,
su sufrimiento) y sentí un temblor helado en mis huesos.
Busqué a Vannia. ¿Dónde estaba? ¡Vannia! Volví a la entrada
como una tromba y le pregunté al guardia si la había visto
salir. "¿A quién?", me preguntó. "A la chica que entró conmi­
go". "Usted entró solo", me dijo.
¿Me habría vuelto loco?
Como loco, busqué a Vannia por el resto del museo. En
la sala indígena, en la sala de la época portuguesa y en la
de la colonia española. Busqué en la sala de Joaquín Torres
García y finalmente en la de paleontología, donde estaban
el smilodon y el gliptodonte. Entonces busqué impaciente
a María Emilia, pero tampoco la vi. Sospeché que otra vez
era Pedro el responsable, que seguía jugando con nosotros
como juega el gato con el ratón antes de romperle el cuello
y devorárselo.
161 Uno

Después de preguntar por Vannia en cada rincón del mu­


seo, me resigné a buscarla donde imploraba que no estu­
viera: en los túneles.
Miré la hora. La quesería ya había cerrado, así que se me
ocurrió entrar por la puerta oculta de la costanera. Pero como
seguramente estaría cerrada, decidí ir antes a la casa de De­
lia a buscar una ganzúa que había visto en la piecita del fondo.
Ya llegando, noté que alguien rondaba la casa. Una figura
estilizada. Caminaba sobre sus pasos de acá para allá, impa­
ciente, como un animal enjaulado, aunque estaba en la calle.
Me oculté atrás de un árbol para ver quién era. ¿Rubén? No,
Rubén era.mucho más corpulento. ¿Pedro? Odiaba tenerle
miedo a Pedro, pero admito que con la sola idea de que fue­
ra él, mi corazón se disparó a mil. ¿Qué haría cuando me en­
frentara a él, sin el antídoto? ¿Podríamos hablar como los
amigos que alguna vez habíamos sido? "Si un amigo te clava
un cuchillo por la espalda, desconfía de su amistad”, decían
en mi barrio, por eso, por las dudas, me mantuve escondido
atrás del árbol hasta que vi que se soltaba el pelo. Era Van­
nia. Ella tenía esa costumbre: se lo soltaba, se hacía un ro­
dete, se lo soltaba, se hacía un rodete y así. Me sentí tonto y
retonto por haberle tenido miedo.
—¡Vannia! ¿Qué hacés acá? ¿Por qué desapareciste, loca?
Ella se rio y me ofreció una bolsa de papel.
—¿No querías polvo de diente de smilodon para el
antídoto?
Acepté la bolsa y la abrí con delicadeza. Tenía polvo, sí.
Se había tomado revancha.
—La loca y vos ahora están a mano —me dijo. Y después,
tendiéndome la mano para sellar el trato, agregó—: Tú has
desaparecido; yo he desaparecido. ¿Amigos?
Se la estreché, qué iba a hacer. Después abrí la puerta
y entramos a la casa. Pero en la cocina, mientras prepara-
ba el mate, la reté. Le dije que era un momento sensible o
más que sensible: peligroso, y que no podíamos perder co­
municación. Vannia me escuchaba con los codos apoyados
en la mesa y el mentón en las palmas de las manos. Vi que
sus labios se estiraban, apretados, disimulando otra sonri­
sa burlona. Después se hizo un rodete con el pelo, como si
mis palabras fueran música de fondo. Disfrutaba su ven­
ganza, estoy seguro. Me molestó y por eso le pregunté, sin
ahorrar palabras, si había visto a Roberto embalsamado, sin
ojos, exhibido al lado de Manteca, también embalsamado y
sin ojos, como si fueran dos bestias.
—No —me dijo—. No quise verlo. Por eso aproveché y fui
a raspar el diente del smilodon.
Después, alzando los ojos, me dio una primicia: el diente
ya había sido raspado.
—Entonces Pedro... —empecé.
—... quizás está buscando salvarse —completó.
—¿Te parece? ¿Creés que vino a Uruguay para buscar el
libro con el antídoto?
—Puede que sí, puede que no.
—¿Y creés que podría prepararlo él mismo?
—El trago es muy fuerte, Wash. Un antídoto para ese tra­
go no puede hacerlo cualquiera.
—¿Y si Pedro me persiguió para que lo hiciera yo?
—Puede que sí, puede que no.
Vannia lo quería a Pedro, estaba claro. Pedro la quería a
ella. Pero ¿cuánto? ¿Para Pedro, Vannia era la persona más
amada en el mundo? ¿Sería capaz de matarla?
—Pedro debe tener una tensión interna terrible, Wash. El
bien y el mal luchando a muerte adentro suyo. A muerte o
vida. Dejarse llevar por la pulsión de matar para vivir o bus­
car la única alternativa: el antídoto. Jolín con el tío, la debe
de estar pasando muy mal. No sé si podrá solo. Debemos
ayudarlo, Wash. ¡Debemos ayudarlo ahora mismo!
Vannia amagó levantarse, pero la contuve:
—¿Querés que lo ayudemos?
-¡S í!
—¿Ahora mismo?
—Pues claro, hombre, qué va. Eso es lo que te digo.
—Entonces no paremos, Vann. No paremos de trabajar
hasta lograr el antídoto.
Vannia largó algo parecido a un grito de alegría, se le­
vantó de la silla y vino hacia mí. Yo la atajé y la alcé, la senté
en el borde de la mesa y me acerqué a tope. Vannia abrazó
mi cuerpo entero: con sus brazos rodeó mi torso y con sus
piernas, las mías, enganchándolas desde atrás. Sentí su pe­
cho contra el mío. Corrí su pelo y le di un beso en la nuca.
Qué suave era, qué tibia. Seguí por sus mejillas de espuma.
Uno, dos, tres, cada vez más cerca de su boca, hasta que
apoyé en ella mis labios y nos besamos. Cerré los ojos. No
había más que mirar; éramos uno.
17 I Seis

Toda la noche trabajamos juntos en el antídoto.


Ordenamos rigurosamente los ingredientes y anotamos
los que faltaban. Seguíamos la receta de Lugh al pie de la le­
tra. Maceramos unos, hervimos otros, colamos, filtramos,
destilamos. Vannia era muy prolija y meticulosa. Los años
en el restaurante la habían hecho buena cocinera y en la
sangre llevaba la obsesión por el detalle, así que el traba­
jo fluía.
En el juego del gato y el ratón, el gato estaba ganando,
sí, pero el antídoto era nuestra carta en la manga. Era con lo
único que podíamos impedir que Pedro tuviera una vida in­
fame y, además, salvar los últimos dos pellejos.
A las siete y media de la mañana, cuando el sol ya ha­
bía tomado la densidad del día y nuestros párpados pesa­
ban como cascotes, decidimos tirarnos un rato en la cama.
Nos faltaban un par de ingredientes accesibles; el único que
pintaba difícil era el lithops, lá planta-piedra africana.
En el Museo Arqueológico nos dijeron que ellos no sabían
nada de ninguna planta-piedra, pero que, si era africana, ha­
bía que preguntarle a Kibo, el último descendiente esclavo
de Colonia del Sacramento. Era un coleccionista compulsivo
que vivía en las ruinas del Convento de San Francisco. Que
tuviéramos cuidado, nos advirtieron, porque el tipo estaba
loco... y podía ser peligroso.
El Convento de San Francisco, durante algunos años y
hace muchos, había cumplido la función de hospicio. Había
albergado a portugueses, españoles y sobre todo esclavos
africanos que bajaban enfermos de los barcos (lo sé porque
también lo leí en los museos). Los pobres diablos se queda­
ban ahí hasta que morían, porque eso es lo que pasaba casi
siempre, al final. Por la "Maldición de la Monja", decían. Que
nadie se salvaba. Que el pueblo entero estaba maldito, y era
precisamente en ese convento donde la monja había conju­
rado la maldición.
Hacia allí fuimos.
Si mirás el viejo convento con ojos turistas, como hacen
esos grupos de siempre (a los que lo único que les importa
es sacarse una foto que nunca más mirarán) solo vas a ver
altos muros de piedra vieja. Pero si lo observás buscando,
como hicimos nosotros, la ves seguro. Una puerta de ma­
dera. Una sola, pequeña y entornada. Le di la mano a Van­
nia por lo de la maldición, el loco peligroso y todo eso, y no
se la solté hasta que escuchamos el grito... pero eso fue mu­
cho después.
A diferencia de los túneles, el Convento de San Francis­
co era un gran espacio único y rectangular. Un galpón in­
menso, infinito. Oscuro. Vacío. El piso estaba forrado por
listones de madera que crujían a nuestro paso, a punto de
partirse. La única luz que había entraba por unas aberturas
horizontales apenas por debajo del techo, que dibujaban ha­
ces de luz en el aire polvoriento y frío. Caminábamos casi a
ciegas, y el sonido de nuestros pasos se amplificaba con un
eco perturbador. Pero había algo más inmaterial y todavía
más perturbador que los ecos de nuestros pasos: los ecos
de los enfermos. Los sordos lamentos de los fantasmas de
aquellos muertos, los que habían llegado en los barcos, los
que habían encontrado la muerte en el hospicio y ahora gri­
taban pidiendo misericordia. Era como si, con nuestro an­
dar, esas almas en pena se despertaran para pedirnos algo.
¿Venganza? ¿El cielo? ¿La expiación de tanto sufrimiento?
Siempre de la mano, nos detuvimos un momento para
escuchar. Creí que me estaba volviendo loco, pero cuando
Vannia me miró con terror me di cuenta de que ella también
escuchaba. Era un colchón de murmullos cada tanto cortado
por lloriqueos. Creo que teníamos más miedo que cuando
nos acercábamos a Pedro, porque este era terreno desco­
nocido y no sabíamos con qué nos podíamos encontrar.
De repente algo me tironeó de la botamanga. Mi cora­
zón dio un vuelco, la verdad es que creí que me desmaya­
ba. Era uno de los espíritus enfermos que quería llevarme
con él, pensé, que me pedía compañía, redención y encima
iba a contagiarme su virus o su bacteria. Comparé estas al­
mas en pena con los zombis del Comedor de las Tinieblas,
tan muertos... apenas vivos. Pensé que esos zombis no que­
rían llevarme con ellos porque no tenían voluntad, pero es­
tos sí: parecían malos. Con todo el valor del mundo me volví
y miré hacia atrás, hacia el piso. Fui un estúpido: era un ra­
tón. Eso sí: salió corriendo con un "iii", "iii", todavía más ma­
cabro que el de Psicosis. Corría para la esquina opuesta a la
que estábamos, allá donde se veían cosas y algo grande, en
el suelo, que se movía.
Por fin entendí por qué el Convento de San Francisco es­
taba vacío, y la razón era porque todo, absolutamente todo,
lo tenía Kibo en ese rincón. Los muebles, las cosas, las partes
de cosas y las partes de las partes de las cosas se aglome­
raban allí: el reino de Kibo. Era como si Kibo mismo fuera un
imán gigantesco que atrajera todo para sí y no dejara nada
en el resto del espacio. Me di cuenta cuando estuvimos más
cerca. Todo hacía equilibrio en una montaña de objetos: lám­
paras, cartas, percheros, bancos, macetas, zapatos, un co­
lador, una plancha, jaboneras, pañales, flores artificiales y
veinte mil cosas más, incluido mucho instrumental médico
como gasas, frascos, tijeras, pastillas, escalpelos y jeringas. Y
creo que si sacabas una cosa, se caía todo lo demás.
Él estaba acostado sobre un colchón más que viejo, en­
vuelto con unas mantas. No se le venía todo encima de mi­
lagro. Nos dimos cuenta de que había alguien porque la
manta se hinchaba y se hundía rítmicamente, al compás de
una respiración sibHante.
—¿Señor Kibo? —le pregunté con delicadeza. En ese salu­
do me jugaba la planta-piedra. Nos jugábamos la vida.
—¿Quién, yo? —respondió él, asomando su nariz (una na­
riz monumental).
—Sí, usted.
—Así me llaman.
Yo no sabía qué más preguntarle para ganar su confian­
za,- así que dije lo primero que se me ocurrió:
—¿Vive acá, señor?
—¿Quién, yo?
—Sí, usted.
—Así parece.
Lo único que se veía del tipo era su gorra raída, sus pe­
queños ojos enrojecidos y la nariz, que se movió cuando él,
con tono molesto, completó la frase empezada-.
- S i yo no viviera acá, ¿cómo se curarían todos ellos?
Echamos una mirada en derredor. El galpón, tan vacío como
antes. Sin duda, Kibo estaba demente. Le seguimos la onda.
—Me imagino que estará muy ocupado con tanta gen­
te... —dijo Vannia—. Pero nosotros también necesitamos cu­
rar a alguien y nos dijeron que usted tiene la medicina que
necesitamos.
Kibo no pudo evitar mirar sus macetas y enseguida des­
pués a nosotros, como desorbitado, para hacernos su pre­
gunta, una vez más:
-¿Q uién , yo?
Así perdí la paciencia que me quedaba y dije, en tono
burlón:
—No, yo.
—Y si usted la tiene, ¿para qué vino a pedírmela? —nos
preguntó.
Con Vannia nos miramos. ¿Nos hablaba en serio o nos
tomaba el pelo, ese tipo? Enseguida, Vannia supo cómo
ganárselo.
—Pero la suya es más linda —le dijo—. ¿No tendrá alguna
para regalarnos? A cambio, yo le doy esto. —Y Vannia sacó
una caja muy grande, de madera, que había cargado todo el
tiempo en su mochila.
Kibo miró la caja con curiosidad y se sentó en el colchón
para recibirla. Nosotros nos arrodillamos frente a él para
estar a la misma altura. Vannia se la ofreció y le pidió que
la abriera. Kibo la abrió. Adentro de esa caja había otra caja.
—Puede abrir esa también —le"dijo Vannia —. Todas son
suyas.
Kibo abrió la segunda y encontró una tercera. Se lo veía
maravillado, como un chico que recibe por primera vez
un regalo. Dentro de la tercera caja había una cuarta, y así
como quince veces, hasta llegar a una caja en la que entra­
ba solamente un grano de arroz. El tipo lloró, aunque no me
creas. Lo vi con mis propios ojos.
Yo me acerqué entonces a una de las macetas, la única
que tenía piedras (unas piedras texturadas y rosas), y se
la mostré, preguntándole si podíamos tomar una de ellas.
El hombre dijo que "por supuesto" mientras seguía jugan­
do con sus cajitas, entonces yo tomé una y me la metí en el
bolsillo.
Para qué. El tipo volvió a meterse entero en la manta y em­
pezó a contorsionarse en el suelo como una lombriz salada.
-¡Nooooooo! —gritaba—. ¡Los cerebros nooo! ¡Con los
cerebros nooo! ¡Los cerebros son solo míooooos!
Con Vannia no sabíamos si reírnos, llorar o correr por
nuestras vidas. ¿De qué cerebros hablaba? El hombre pa­
recía estar en trance de verdad, como poseso tratando de
liberarse de los demonios. Se contorsionaba, doblándose
y desdoblándose en el suelo adentro de esa olorosa man­
ta repugnante, con la cabeza metida y el grito fácil. Costaba
sacarle los ojos de encima a semejante espectáculo catató-
nico, pero teníamos que irnos. A ver si esos eran los cere­
bros de los espíritus de los enfermos, todavía.
Atravesamos el galpón lo más rápido que nos daban las
piernas, aunque a decir verdad yo regulaba mi velocidad
para darle la mano a ella porque, no es para darme aires,
pero, como te dije, yo cuando quiero soy muy veloz.
Cuanto más nos alejábamos de Kibo y nos acercábamos a
la entrada, el murmullo se hacía más intenso. Al salir, vimos
un tumulto de turistas amuchados alrededor de algo, escu­
chamos el grito que te conté antes y ahí fue que Vannia se
soltó de mí y se metió en el tumulto.
—¡Vaniaaaaaaaa!
No entendía nada. ¿Por qué se había ido así, de repen­
te? ¿Había visto algo? ¿Por qué se había separado de mí? Lo
único que sabía era que había perdido a Vannia otra vez. Fui
tras ella, pero la gente no me dejaba pasar. Entonces miré
lo que estaban mirando todos: era el gato del faro, un gato
vagabundo que andaba por la zona y al que algunos vecinos
le daban siempre de comer. Estaba tirado en el suelo, con
las patas estiradas y el gesto de espanto de los otros cin­
co gatos. Inerte, lleno de sangre. A su lado, el número seis.
—¡Vaniaaaaaaaa!
Ni al lado ni cerca de mí, ni más lejos. La busqué por
adentro y por afuera del círculo de turistas que fotografiaba
al minino. La busqué un poco más lejos, a mitad de cuadra.
La busqué en una esquina y la otra. Estaba desesperado.
18 I Tiempo de gracia

Lo que siguió lo viví como si me hubiera comido tres ki­


los de nuez moscada o masticado una salvia divinorum,
pero al revés. Digo "al revés" porque esto que pasaba era
real, pero yo lo vivía como una película. Veía todo como a
través de lentes deformantes. Sentí una alarma ("ninú, ninú,
ninú"), empujones, gritos, que alguien se desmayaba. O tal
vez quien se desmayaba era yo. La sensación era rarísima,
estaba cien por ciento desconectado de mi propio cuerpo.
Yo creo que era porque en el fondo lo sabía. Sabía que esta
vez Vannia sí estaba en peligro. Pedro ya había matado a
seis, así que le faltaba la última vida: la de la persona que
más amaba en el mundo. Pedro ya estaba listo para matarla
y yo, una vez más, no estaba a su lado para cuidarla.
Pero además del miedo a que Pedro le hiciera a Vannia
algo malo, temía la posibilidad de que se llevaran bien. De
que Vannia pudiera hablarle y Pedro entendiera y pudie­
ra ser un Pedro bueno de nuevo, ese Pedro amigo, amigo
o algo más. Los celos son una bacteria que tiene el amor
adentro y que, cuando se dispara, es peor que la salvia di­
vinorum esa que te conté. Porque te ahueca la cabeza y te
la llena con teorías ridiculas, como por ejemplo, pensar que
Vannia se escapó porque:
1. Había visto a Pedro en el tumulto y había corrido hacia
él porque lo amaba tanto que estaba dispuesta a morir por
amor.
2. Estaba todo planeado: Pedro le había propuesto una
fuga aprovechando el gentío y ella había aceptado para dar­
me celos a mí, por venganza hacia los emoticones de Lupe.
3. Pedro había raptado a Vannia y ahora la estaba con­
venciendo de dejarse matar.
4. Todo, absolutamente todo era una gran mentira para
poder irse juntos a vivir a Tahití.
Admito que estaba loco. "Vannia, Vannia, Vannia", pensa­
ba. Tenía tanta energía para buscarla que empecé a correr
como un lunático. Nada me detenía. Ni los muros, ni las re­
ja s, ni las vías del tren ni los camiones ni los autos. Yo se­
guía siem pre hacia adelante, esquivando todo. "Vannia,
Vannia, Vannia". Me subía a una ventana, a dos, a diez te­
rrazas. Saltaba de techo en techo, trepaba los árboles y de
ahí o de allá miraba. "Vannia, Vannia, Vannia", hasta que lle­
gué al final del muelle y ya no pude avanzar, porque no tenía
sentido tirarme al agua.
En el extremo del muelle todavía estaba el arbolito ese
del que Vannia había arrancado una hoja. Apenas lo toqué
me pinché; tenía espinas. Entonces sucedió la magia, la ma­
gia de sentir a Vannia muy cerca de mí otra vez. Porque de
mi dedo brotó un hilo rojo y me acordé de la leyenda que
dice que todos tenemos un hilo rojo que nos ata a otra per­
sona. Es el destino. Pueden estar lejos o estar cerca, pero
tarde o temprano esas dos personas están destinadas a
encontrarse. No importa el tiempo, el lugar o las circuns­
tancias, porque el hilo puede estirarse o contraerse, pero
nunca romperse. Jamás.
De repente se me vino a la cabeza un tema de Cat Power.
Cat Power, justo. Ja. Me gusta esa chica, me parece de lo
más sensual. De cara es parecida a Vannia, además por las
pequitas que tiene. El pelo no. Escuchar "Fool" ponía tiran­
te el hilo rojo que nos unía. No soy tan místico, no te creas,
pero se me ocurrió hacer algo yo mismo en vez de pedirle
limosna al destino. No sé, como una especie de ritual para
ayudar a que nuestros hilos se enredaran, que sería como
abrazarse.
Busqué la espina con la que me había pinchado y volví a
pincharme a propósito, dejando el dedo puesto en la punta.
Ahí no me acordé de ninguna canción, pero sí de un cuen­
to que me contaba mi mamá cuando era chico: se llamaba
"El ruiseñor y la rosa", uno de Oscar Wilde. En ese cuento,
el ruiseñor decide cantar toda la noche presionando su pe­
cho contra la espina de una rosa blanca para que su sangre,
con canto, tiñera de rojo los pétalos de la flor. Qué altruista
el ruiseñor, pienso ahora, porque la rosa ni siquiera era para
t

él. Y encima se murió, pobre pajarito.


Pensaba todo eso cuando sentí que alguien, por atrás, se
acercaba. Sorpresa total: era Lupe.
—¿Qué hacés acá? —quiso saber.
—Vos qué hacés.
—Yo vine buscando w i-fi, porqué acá en la punta del
muelle hay una señal buenísima, ¿sabías?
-N o .
—¿Y vos qué hacés con el dedo ahí en la planta? ¡Tenés
sangre! ¡¿Qué te pasó?!
A Lupe no le contaba mi ritual ni loco. Por lo poco que la
conocía, intuía que se iba a reír y después se lo iba a contar
a todo el mundo. Metí las manos en los bolsillos. Enseguida
noté que tenía la planta-piedra. Ella también lo notó.
—¿Qué tenés en el bolsillo?
—Nada.
—¡Dale, nene!
—¡Nada!
—¡Dale, Doble-V, mostrame!
No iba a parar, lo sabía. Lupe no perdía nunca: cuando
se empecinaba con algo, fuiste. Nena caprichosa de familia
bien, hija única, coronita.
Saqué la planta-piedra que, para mi sorpresa, tenía un
pimpollo blanco. Antes no había reparado en él.
—¡A y , qué ro m á n tic o ! ¿P a r a m í? —d ijo Lupe,
manoteándola.
La salvé justo a tiempo y, justo a tiempo, se me ocurrió
decirle esto-.
—Si me ayudás a encontrar a alguien, te la regalo.
Ella, ni lenta ni dormida, supo a quién me refería y me
dijo que la había visto. Le pregunté dónde, dónde, dónde.
—Andaban por la rambla, recién.
—¿Andaban?
—Sí, estaba con un pibe —y, guiñándome el ojo, agregó—:
tu chica sabe elegir.
Me puse malísimamente mal, pero era tan bueno tener
noticias.
—¿Qué hacían? ¿Qué hacían?
—Se besaban apasionadamente. ¡No, mentira! ¿Y qué sé
yo qué hacían? Caminaban por la rambla, qué iban a hacer.
Charlaban.
Le pregunté si estaba segura de que era Vannia; me dijo
que sí, segurísima. Que ella se fijaba mucho en la gente y
tenía memoria fotográfica. Y le creí, porque en Apocalipsis
sabía los nombres de todos.
Me acordé que habíamos leído eso de que en cuanto se
cometía un asesinato, el impulso asesino se adormece por
un tiempo. Atando cabos, pensé dos cosas:
1. Pensé que cuando él me vio en los túneles, recién había
matado al gatito, así que podía ser que Pedro no me persi­
guiera para matarme, sino para pedirme el libro de Lugh o
para algo todavía más importante: para que le fabricara el
antídoto.
2 . También pensé que Vannia todavía no corría peligro.
Que, con suerte/tendría un tiempo de gracia para terminar
el antídoto y dárselo a Pedro antes de que ese instinto se
despertara.
Pensar tanto me daba sed, y además las hipótesis no
eran más que eso: hipótesis. Para la demostración (o
refutación) faltaban un par de acontecimientos, todavía,
que no tardarían en llegar. Por ahora, tenía que partirme en
dos: hacer el antídoto y buscar a Vannia, al mismo tiempo.
Me sentía parte de un cuadro de Joaquín Torres García, así,
como fragmentado. Por eso le insistí a Lupe:
—¿Me vas a ayudar o no?
—¿Y por qué te importa tanto esa piba?
—Porque está con alguien peligroso —le dije. Sabía que
esa respuesta le iba a gustar.
—¿Peligroso? ¡Ya va a ver, ese muñequito, quién es la pe­
ligrosa acá en Colonia del Sacramento!
Sonreí. Había picado.
Me pidió alguna foto de ella. Le pregunté para qué, pero
no quiso decirme. “Secreto profesional", me dijo, provoca­
tiva. Busqué en mi celular y encontré las selfies que nos ha­
bíamos sacado en la puerta del kiosco. Fui mostrándoselas
de a una, no le causó mucha gracia.
—Con una es suficiente, Doble-V.
Lé envié la primera. Cuando confirmó que la había reci­
bido (fue al instante, era verdad que había buena señal), me
robó un beso y se fue, recordando mi promesa.
—Y me regalás la flor, ¿eh?
Se fue caminando por el muelle, sabiendo que la miraba.
A mitad de camino se dio vuelta y me tiró otro beso.
No tenía cura, esa chica.
19 I Se acaba el tiempo
de gracia

Ahora que tenía noticias de Vannia y que Pedro parecía


inofensivo, empecé a ver todo con un matiz más protóni­
co. Desandé el muelle y caminé a paso rápido hacia la casa
de Delia. El cielo me echaba la última mirada a través de su
gran ojo brillante mientras se derretía en el horizonte.
Saqué la planta-piedra: a pesar de haber estado todo el
tiempo adentro de mi bolsillo, el pimpollo me entregaba sus
pétalos con orgullo, casi con vanidad. La vida es más fuerte
que el olvido, pensé, porque todo ese tiempo me había olvi­
dado que la tenía y ella, mientras tanto, ella había sacado su
flor. La vida dura muchos días, pensé. En cambio nos mori­
mos en un día solo.
Seguí caminando.
Una, dos, tres cuadras.
Pasé una plaza, una rotonda, un boulevard. Vi algunos
museos cerrados y otros cerrándose. El viento me daba en
la cara, pero yo le hacía frente y avanzaba. Pensé en Van­
nia, en Pedro. Qué estarían haciendo, por Dios. ¿Podrían
entenderse y hablar, o Pedro...? sus ojos... las garras... Vol­
ví a temer por ella. Mi armadura era de papel, después de
todo. Estaba temblando. ¿Lograría hacer el antídoto? ¿Y si
no? ¿Entonces sería yo el responsable de que Vannia...? De
repente me dieron ganas de escapar, tirarme al agua y que­
darme a vivir en la isla San Gabriel. Pero se ve que algo en
mí me daba fuerzas, porque sin pensarlo me encontré tara­
reando este estribillo de La Vela:
Llega la batalla
y contra él estalla,
algún día va a escampar
¿y cómo sale de esta?
Quiere la respuesta,
sabe que no es escapar...
No, la solución no era escapar. Para nada. La única solu-
t s
ción posible era lograr un antídoto efectivo y embuchárselo
a Pedro a tiempo.
Apuré el paso. Por fin llegué a la casa y puse manos a la
obra.
No me llevó tanto tiempo terminar el antídoto; lo único
que quedaba era agregarle unas gotas destiladas de plan­
ta-piedra. Corté lo mínimo, para después regalársela a Lupe
lo más entera posible (si todo finalmente salía bien, claro), e
incorporé tres gotas a la preparación.
No podía gritar "Eureka" porque no tenía manera de sa­
ber que el antídoto realmente funcionaría, pero le tenía fe.
No lo puse todo en un mismo envase, sino que lo dividí en
dos partes: a la primera, la vertí en un frasco aséptico (que
herví antes), y a la segunda la metí en una jeringa, por si se
ponía rebelde para tomar su sopita.
"Ahora sí", pensé. Misión cumplida.
De repente me bajó todo el cansancio, estaba extenuado;
mis ojos se cerraban y mi cuerpo me pedía a gritos que me
tirara en el sillón. Fui a relajarme un rato y me quedé pro­
funda e irresponsablemente dormido. Me desperté como a
las siete de la mañana. Quise pensar que el instinto asesino
de Pedro todavía no había hecho mella en él, ya que en defi­
nitiva todavía no habían pasado ni veinticuatro horas desde
el sexto y último asesinato.
Para darme energía desayuné un café negro con tres
tostadas y una banana con miel. Así, cien por ciento recar­
gado, enfilé para la quesería. En cuanto encontrara a Pedro,
la pesadilla habría terminado, y todos nos despertaríamos
cantando la canción de la felicidá, la la la lá. Tenía una ansie­
dad mayúscula.
Cuando pasé por el puesto de diarios vi un titular: "LAS
BESTIAS CIEGAS INCITAN A LA VIOLENCIA". Y la bajada:
"Clausuraron la muestra Las bestias ciegas de Chiang Mai
del Museo Municipal porque podría tener relación con gato
asesinado en vía pública."
Pero al lado vi otro diario que decía: "LAS BESTIAS CIE­
GAS, ¡UN ÉXITO!". Y la bajada: "La muestra Las bestias cie­
gas de Chiang Mai estará cerrada hasta nuevo aviso por
posibles ampliaciones a pedido del público."
Los dos coincidían en que la muestra había cerrado, pero
por razones antagónicas. "Ya no se puede ni leer los dia­
rios", decía siempre mi viejo, y esta vez tenía razón. Sonreí,
y esa sonrisa duró hasta que llegué a la quesería.
Un empleado abría la puerta del local. Yo apelé a mis do­
tes actorales: dije "Buen día" con mucha seguridad y me
mandé para el fondo, como si fuera un huésped. El tipo me
miró con cara de extrañeza pero no se animó a preguntar­
me nada, por no ofender.
Ya en el sótano, hice el mismo recorrido de la otra vez:
primero atravesé la habitación fantasmal cuyos techos llo­
raban sobre los plásticos. Pasé por curvas y recodos tra­
tando de no perderme. Había llevado una linterna y con ella
iluminaba las paredes irregulares, carcomidas por la hu­
medad y el salitre. Me pareció escuchar los gemidos de los
esclavos, el rechinar de sus cadénas, los desesperanza­
dos lamentos mientras caminaban en fila hacia una vida de
muerte.
Seguí así varios metros hasta que me pareció reconocer
el lugar en donde antes había escuchado el maullido. Pero
ahora el silencio era más agobiante que ese llanto, todavía.
Un silencio asfixiante y sórdido, agudo, chirriante, como una
llamada. Un silencio que me llamaba a entrar por la puerta
con marco añoso. Me pedía que me internara en el último
pasillo, el que me conduciría al laboratorio que había mon­
tado Pedro para matar y embalsamar a los gatos. Avancé y,
con cada paso que daba, el vacío se derrumbaba a mis es­
paldas; me sentía cada vez más sofocado.
Vi los estantes de antes, con los mismos restos de comi­
da. La humedad había ayudado a que proliferaran los hongos,
por eso esta vez había más olor a podrido que a otra cosa.
Llégué al final del pasillo y me asomé a la sala abovedada
donde antes había visto a Pedro dándole muerte a Rober­
to con esa inyección letal. Ahora Pedro no estaba, pero vi
algo que me estremeció más todavía: las bestias de Chiang
Mai desparramadas por el piso, sumadas a otras huellas de
una escena violenta. Arañazos en las paredes, sillas tiradas,
frascos rotos, líquidos derramados. Fui acercándome de a
poco, esquivando los cuerpos rígidos de los pobres gatos
torturados, tratando de no mirar sus contracciones sinies­
tras. Mi pie izquierdo tocó a Roberto, sin querer, y me dio
un escalofrío. Tenía que salir urgente de ese sepulcro, pero
antes necesitaba saber qué había pasado. Me aliviaba no ver
manchas de sangre. No podía deducir si había sido una pe­
lea o un solitario ataque de Pedro... hasta que cerca de una
de las patas de la mesa, vi un mechón de pelo rubio. Tiran­
do a pelirrojo.
Lo levanté, lo apreté contra mi pecho y largué un grito
desesperado. Corrí. Corrí sin saber adonde iba. Ya sin con­
trol, salté la mesa, caminé la pared, di una vuelta más en esa
sala a la velocidad de la luz y me interné en el laberinto de
los túneles. "¡Vannia!", gritaba, "¡Vaniaaaaaaaaa!".
Cuando menos lo esperaba? encontré otra vez la puerta
de la costanera y la abrí. El sol ya estaba bastante alto.
Entonces, como ahí afuera tenía señal, mi celular recibió
una catarata de mensajes que todos mis conocidos habían
compartido: "Lupe está en el faro con un suicida".
Salí volando hacia allá.
20 I El sacrificio

Por lo menos en algo soy como las mujeres: puedo hacer


varias cosas a la vez. Ja. Así que mientras mi cuerpo volaba
hacia el faro, mi mente saltaba para cualquier lado. Me pre­
guntaba qué hacía Lupe en el faro, si ese desconocido era
Pedro, qué iba a cocinar el domingo mi mamá y por qué de­
cían que Pedro era un suicida. Cómo era la fórmula química
de la acetona y dónde estaba Vannia, por Dios. Cómo le con­
taría a Lili que Vannia se me había muerto.
Cuando llegué, lo primero que vi fue la ambulancia. Tenía
la puerta abierta y los enfermeros prestos. Lo segundo que
vi fue el camión de bomberos del Destacamento de Bombe­
ros Voluntarios de Colonia del Sacramento. Y lo tercero, la
muchedumbre. Todo Colonia se había juntado a mirar. Fil­
maban, sacaban fotos, gritaban consejos al aire. También vi
a los bomberos ir de acá para allá con tres camas elásticas,
para que siempre quedaran debajo de los chicos, por si se
caían del balcón mientras peleaban.
¿Peleaban? Sí, parecía que estaban forcejeando. Uno ti­
raba para un lado y el otro para otro lado. Temí por Lupe, y
me sentí extremadamente culpable. Es verdad que la chica
era una pesada, que siempre quería ser el centro de aten­
ción, que podía ser bastante víbora con otras mujeres y
pisar la cabeza a más de uno con tal de complacerse a sí
misma los caprichos, pero... ¿merecía morir por eso?
Corrí a la puerta dél faro para subir a salvarla, pero un
corpulento me interceptó.
—No se puede entrar, señor. Área restringida.
—¡Gambeta! —lo abracé, porque era el pátovica porteño
de Apocalipsis—. ¿Qué hacés acá. Campeón?
—¡Wash, loco, tanto tiempo! ¡No pintaste más por Apoca,
man! Además me debés un "Jugo gástrico de enano", ¿te
acordás? ¡Te hiciste el sota, boludo! ¡Jaja!
El "Jugo gástrico de enano" era .V.uno de mis tragos estre-
lia y era verdad que se lo había prometido.
—Tenés razón. Gambeta. Si me dejás entrar al faro, te
juro que esta misma noche te lo llevo a la puerta del boliche.
Que no. Que de ninguna manera. Que el trabajo es el tra­
bajo, y su trabajo ahora era cuidar que nadie subiera al faro
por una cuestión de seguridad. "¿Seguridad de quién?", le
pregunté. Me dijo que adentro había otros bomberos espe­
rando para actuar. "¿Qué están esperando, que alguien se
caiga?", le grité, casi.
Entonces escuché un silencio, de repente, y vi que mu­
chos celulares se encendían. Escuché un rezo en la voz de
Pedro:
Iború, Iboyá, Ibochiché,
que el sacrificio sea hecho,
que el sacrif icio sea aceptado,
que el sacrificio sea eficaz.
Tropezando con la gente, cambié de lugar para tener
más perspectiva y pudé ver la escena completa.
Pedro se asoma a la baranda.
Losxbomberos salen al balcón.
Lupe y los demás gritan.
El cuerpo de Pedro cae.
Sobre el asfalto.
21 1El final

Esta parte también la viví medio trastornado, como una


alucinación de nuez o una película en 4D, así que te voy a
contar lo que me salga.
La masa de gente se acercó al cuerpo de Pedro, pero el
Destacamento de Bomberos Voluntarios improvisó ense­
guida una valla que la hizo retroceder.
Yo corrí hasta la primera fila y lo vi. Tengo esa imagen
clavada: había caído de costado y tenía los brazos y las pier­
nas extendidas hacia delante, paralelas, como si fuera un
cuadrúpedo.
Llegó corriendo uno de los enfermeros y le tomó el pul­
so. Vi sangre, bomberos y mucha gente, no sé, estaban to­
dos conmocionados.
De repente alguien chocó contra mi espalda. Me di vuel­
ta. Era Lupe. Casi sin aire me pidió que la perdonara, que no
había podido evitar que Pedro se tirase. Le pregunté qué
hacía ella en el faro, cómo había encontrado a Pedro, dónde
estaba Vannia.
"Compartí la foto que me diste para que me ayudaran
a buscarla”, me dijo ella, "Y no sé si sabías que tengo mu­
chos seguidores, y bueno... se organizaron por barrio. Yo
elegí buscarla en la Ciudad Vieja y me acompañaron Lucio,
el otro que atiende la barra (¿Javier, se llama?) ¡Ah! y mis
amigas. La morochita esa linda, ¿te acordás? Ella se acuer­
da mucho de vos. Bueno, la cuestión es que no vi a Vannia
pero sí a Pedro. Estaba en la Plaza Mayor, solo. Ya no era el
modelito de antes, mi amiga se decepcionó, porque yo le
había contado lo lindo que era, pero ahora tenía un aspec­
to rarísimo, totalmente demacrado, y lo más raro fue que
cuando me acerqué ¿sabés qué hizo? ¡Nada! ¡Ni siquiera me
miró! Eso sí que no es humano, no me digas. Solamente me
miró cuando le pregunté por Vannia. Me pareció que tenía
los ojos amarillos, pero seguro era por la luz. Me respondió
que Vannia estaba a salvo en la piecita. Que estaba a salvo
de ét, recalcó, y que el mundo también pronto estaría a sal­
vo porque estaba yendo al faro para tirarse y matarse. Y pa­
recía que lo decía en serio. Nosotros tratamos de disuadirlo,
pero no hubo caso, iba directo para allá. Aunque la puerta
del faro estaba cerrada, Pedro entró por una ventana. No­
sotros no podíamos saltar tan alto, no sé cómo hizo el tipo,
Wash, pero como yo soy flaquita, ¿viste? Me alzaron entre
todos y entré. Lo perseguí por las escaleras hasta el balcón
y ahí estuvimos forcejeando un rato, porque se quería ma­
tar en serio. Y pasó lo que viste y perdóname, te juro que yo
no quería que terminara así, hice todo lo posible, te lo juro.
La abracé y le di un beso en cada mejilla. "Sos una diosa",
le dije. Creo que le gustó, porque la cara sé le iluminó como
si la hubieran regado.
—Entonces me debés la flor —me dijo.
—Y vos a Vannia —le respondí—. Pero no te preocupes,
con el dato que me diste la voy a encontrar. Creo que sé
dónde queda esa piecita.
Y me fui.
Mientras corría hacia la piecita del fondo de la casa de
Delia pensaba en Pedro, en que había elegido quitarse su
propia vida antes que matar a Vannia. Pobre Pedro, a pesar
de que se había enamorado de ella, había sido uno de mis
mejores amigos, y odié que para él todo hubiera termina­
do así.
Pero ahora lo importante era que Vannia estuviera bien,
por lo menos.
—¡Vann! —la llamé apenas me acerqué al patio.
Se notaba que hacía tiempo que estaba encerrada, por­
que sollozaba resignada, pero en cuanto me escuchó, su
voz volvió a tomar cuerpo.
-¡W ash!
Al costado del marco de la puerta, de un clavo, vi colgada
la llave. Abrí y nos abrazamos. Vannia temblaba como una
licuadora.
—¡Pedro iba a matarse, Washil ¡Tenemos que salvarlo!
—me gritó en el oído. Casi me deja sordo. Tenía que darle la
noticia.
—Ya es tarde, Vann. Se tiró del faro. Está muerto.
—¡No, no puede ser! ¡No puede morir tan fácil! ¡Es un
gato, Washi! ¡Los gatos pueden caerse de mucha altura sin
que les pase nada! ¿No lo sabías?
—Te entiendo, cariño. Lo lamento.
No sé por qué me salió lo de "cariño". Es que todo me se­
guía pareciendo una película.
Pero Vannia no estaba de acuerdo con el guionista. Me
arrastró hasta la heladería, sacó de un cajón las llaves de la
motito repartidora y le dio arranque.
—¿Tenés el antídoto? —me gritó sobre el ruido del motor.
Le dije que sí. Nos subimos a la moto.
—¿Adonde vamos? —me preguntó.
—Al faro.
Vannia aceleró y salimos cortando clavos.

Todavía estaban la ambulancia, el Destacamento de


Bomberos Voluntarios de Colonia del Sacramento, tres au­
tos de policía, la multitud de curiosos y Lupe con sus ami­
gos, incluido Gambeta, el patovica porteño de Apocalipsis.
Todavía estaba Pedro, también. Lo llevaban en camilla a la
ambulancia.
Vannia es increíble.
¿Sabés qué hizo?
Abrió el baúl de la motito repartidora y sacó un delan­
tal de la heladería. ¿Cómo sabía que ahí había un delantal?
¿Cuántas veces más había andado en esa moto sin que yo
me hubiera enterado? Y ahora... ¿qué iba a hacer?
Se lo puso. Era una enfermera.
—Dame el frasco —me pidió.
Se lo di.
—Seguime.
La seguí.
Entramos a la parte posterior de la ambulancia segun­
dos antes de que llegaran los bomberos y recibimos juntos
la camilla.
Los bomberos, desde afuera, cerraron la puerta y gol­
pearon el chasis para indicarle al conductor que arrancara.
Nos quedamos solos con Pedro adentro. Los tres. Pe­
dro... ¿muerto?
Lo destapamos.
—Ayúdame a incorporarlo, Washi.
La ayudé.
Vannia destapó el frasquito y le abrió la boca mientras yo
lo sostenía para que no se volcara nada. Tragó. Estaba vivo.
Emocionada, Vannia se enredó con Pedro en un abrazo.
Pedro la abrazó por sus propios medios; no necesitó que yo
le sostuviera la espalda. Entonces me pareció que los bra­
zos de Pedro la apretaban con más fuerza de la necesaria,
porque vi que a Vannia se le endurecían las líneas de la cara.
Yo estaba a las espaldas de Pedro, por eso podía ver la cara
de ella pero no la de él, ni lo que hacía. De repente, a Vannia
se le pusieron los ojos en blanco. La estaba matando.
Sin perder un segundo más, saqué la jeringa en la que te­
nía otro resto de antídoto y se la clavé por la espalda.
Pedro cae.
De nuevo.
Sobre la camilla.
22 I Acá termina la historia
en realidad

Por fin anunciaron nuestro micro.


"Destino: Montevideo, 19.55, plataforma 3".
Alzamos nuestras mochilas y fuimos caminando para allá.
Habían pasado diez días desde el episodio del faro, y Pedro,
de a poco, se había ido recuperando. En el hospital le hicie­
ron mil estudios; todos daban resultados dentro de los pa­
rámetros normales, como un humano cualquiera. Y mientras
los médicos le hacían los análisis convencionales, nosotros le
testeábamos los ojos, los dedos y lo hacíamos saltar o ver en
la oscuridad. No cabía duda: había perdido todos sus poderes.
El antídoto (en su dosis correcta, ja) había funcionado.
Mis padres, que no sabían demasiados detalles de la his­
toria, nos esperaban ansiosos. Especialmente a Pedro, por­
que era un viejo amigo de la familia y no se veían desde
España. Mi mamá había hecho ñoquis y mi papá, su famosa
salsa de hongos. Delia había preparado la entrada y las me-
llizas, el postre. El que no había hecho nada era Escrúpulos,
me dijeron, aunque no paraba de ronronear. Yo tenía ganas
de verlo, sí, aunque de gatos ya había tenido bastante (esta­
ba pensando seriamente en adoptar algún perro).
"Destino: Montevideo, 19.55, plataforma 3", repitieron por
altavoz.
Vannia y yo nos sentamos en los últimos asientos de a
pares. Lupe y Pedro, en los de adelante.
Se reían. Lupe tenía el pelo más planchado que siempre,
creo que había ido a la peluquería. Se había puesto la flor
del lithops (la planta-piedra) en el pelo. Es que Lupe era fa­
mosa, ahora. Alguien había filmado el episodio en el halcón
del faro y se había viralizado. Por más que no había podido
evitar que Pedro se arrojara, ella quedó como una heroína.
Abrimos las ventanillas para despedirnos de los fans de
Lupe y los amigos: Rubén, Gambeta, Lucio y otros compa­
ñeros de Apocalipsis. Gambeta me hizo un gesto para re­
cordarme que todavía le debía el Jugo gástrico de enano.
"El año que viene", le dije, porque no tenía pensado volver a
Colonia por el momento.
El micro arrancó.
Cerramos la ventanilla. Las luces del micro se apagaron.
A través del vidrio, veíamos cómo el día dejaba su huella
roja en las aristas del paisaje, despidiéndose.
Unos minutos más y todo quedó en penumbras.
Cerramos la cortina.
La miré.
Nos sonreímos.
Le di la mano.
Me dijo "ay"; le pregunté qué pasaba. Me mostró uno de
sus dedos. La yema del índice de la derecha, para ser exac­
tos. Tenía una herida, una raya roja que dibujaba una curva.
Yo enseguida levanté mi propio índice y lo miré. No lo podía
creer: tenía la misma herida, con la misma forma, en el mis­
mo lugar.
—Me lastimé con su garra —me susurró con tristeza—.
En los túneles, cuando le dije que te amaba.
No soy tan místico. Te lo juro. Para nada, pero quedé
impresionado.
—¿Y vos, cómo te lastimaste? —me preguntó.
—Amándote, también.
Y me incliné hacia ella, y juntamos las yemas y los dedos
y las manos, todo completo, y nos dimos un beso que toda­
vía me quema y me desborda.
No importan el tiempo, el lugar ni las circunstancias.
El hilo rojo es más que Lugh, que Pedro.
Aun más fuerte que la muerte.

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