Jinetes de La Antorcha
Jinetes de La Antorcha
Jinetes de La Antorcha
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Norman Spinrad
Jinetes de la antorcha
ePub r1.1
mnemosine 15.08.23
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Título original: Riding the Torch
Norman Spinrad, 1974
Traducción: Jorge Luis Mustieles
Diseño de cubierta: Jordi Taché
Ilustraciones: Tom Kidd
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Índice de contenido
Cubierta
Jinetes de la antorcha
Prólogo
1ª Parte
2ª Parte
3ª Parte
4ª Parte
Epílogo
La paradoja de la nave antorcha
Apostillas innecesarias a una pequeña obra maestra
Bibliografía
Black-out
Autor
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En la literatura de ciencia ficción hay un pequeño tesoro que no es demasiado conocido por el lector
castellano por falta de traducciones. Se trata de la gran cantidad de novelas cortas que tienen una
extensión en torno a las cien y pocas páginas.
Los varios magazines mensuales norteamericanos son el lugar adecuado para que vean la luz estos
textos que, en algunos casos, son posteriormente alargados hasta llegar a la extensión de una novela
normal. Pero la mayoría de dichas novelas cortas, precisamente a causa de su extensión, no alcanzan
casi nunca la publicación como libro.
Y es una lástima porque son quizá las que mejor recogen la capacidad de la ciencia ficción como
literatura de ideas con gran capacidad de sugerencia. Demasiadas veces una idea brillante es
«alargada» exageradamente para alcanzar el tamaño estándar de novela, y pocos son los autores
capaces de evitar la tentación.
Afortunadamente Spinrad es uno de ellos. En una entrevista concedida en 1975 a Darrel Schweitzer
decía textualmente: «Nunca he alargado una novela corta hasta convertirla en novela y posiblemente
nunca lo haga. Estuve tentado en el caso de una que salió hace poco, llamada Riding tbe Torch, que
probablemente sea mi mejor pieza de ciencia ficción y tiene 20 000 palabras. Algunos me sugirieron
recortes y acotaciones, pero yo decidí que la historia tuviera 20 000 palabras.»
En 1975, incluso después de los éxitos obtenidos con Incordie a Jack Barron y El sueño de hierro, el
mismo Spinrad seguía considerando que Jinetes de la antorcha era su mejor historia. Y así se
reconoció cuando el grupo Instructor de Ciencia Ficción de la Universidad de Maine le otorgó el Jupiter
Award en 1974. Se trata, en este caso, de un premio de un significado especial, por cuanto lo otorga
un selecto grupo de universitarios que se dedican precisamente a utilizar la ciencia ficción como
material de base para la enseñanza de la literatura y las ciencias sociales.
Ha habido que esperar hasta 1984 para que dicha historia apareciera en forma de libro en
Norteamérica. Para suplir la falta de extensión, el editor de Nueva York ha añadido dos epílogos
comentando la obra. El primero es obra de James Frenkel y la sitúa en el contexto de otros relatos
parecidos (?) en la ciencia ficción. El segundo es obra de Robert L. Forward, un destacado investigador
de los Laboratorios Hughes de California, que comenta los aspectos científicos de la novela. Como sea
que ninguno de ellos, pese a lo acertado de sus comentarios, coincide con las razones por las que he
seleccionado dicha novela para esta colección, me he reservado un tercer epílogo a tal efecto. El lector
cansado siempre puede dejar de leerlo…
En cualquier caso, basta decir aquí que la novela trata, una vez más, de la gran Migración que los
humanos deben abordar para encontrar un nuevo planeta con que sustituir a la Tierra destruida ya para
siempre. El protagonista es, como en otras novelas de Spinrad, un especialista de los medios de
comunicación de masas cuya actuación es requerida en función precisamente de su habilidad como
«comunicador».
La sociedad que describe Spinrad es coherente con una tecnología ya descrita en 1960 por Robert
Bussard. Cada navío de la flota se construye en torno a un enorme embudo estatocolector que ioniza
los átomos de hidrógeno para atraerlos magnéticamente al motor de fusión: la antorcha. Con ello se
proporciona no tan sólo la propulsión, sino también una energía virtualmente ilimitada. La sociedad de
la Migración dispone junto con esa energía de la posibilidad de transmutar la materia y, además, la
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«integración» total por medio de transceptores implantados en los cerebros y conectados por
ordenador; ello permite a los humanos poder vivir en cualquier realidad subjetiva que deseen.
Una coherencia ambiental total y la idea central de la novela sobre el sentido y el destino de la misma
Migración, configuran una pequeña joya de la literatura especulativa que hace cierto el refrán: Lo
bueno, si breve, dos veces bueno.
En nuestra edición el libro se completa con un relato de Spinrad que data de 1977. Hemos dejado su
título en inglés por la multiplicidad de acepciones que presenta. Black out, según indica el diccionario
Oxford, es al mismo tiempo una amnesia temporal, un apagón y el hecho de mantener a oscuras los
edificios y ciudades para evitar que sean localizados y bombardeados en tiempos de guerra.
Cualquiera de estas acepciones puede cuadrar a este relato curioso y muy abierto en sus
conclusiones.
Para muchos podría parecer un relato insulso sobre platillos volantes… Pero si se tiene en cuenta el
interés especial que siempre ha mostrado Spinrad por los medios de comunicación de masas o su
afición por la sociología y la política, hay muchas otras consideraciones posibles. En cualquier caso,
nos invita a reflexionar.
MIQUEL BARCELÓ
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Con destellos de arcoiris en su ajustado traje de espejo, con un floreo arremolinado de
capa negra, Jofe D’mahl irrumpió a través de la pantalla trémula que formaba la
pared del lado de la nave en su gran salón, a los acordes iniciales de la Quinta
sinfonía de Beethoven. La trémula se rizó en toda la gama del espectro cuando su
carne la atravesó, anunciando visualmente su presencia con luces estroboscópicas de
mercurio. Las cabezas se volvieron, los cuerpos se inmovilizaron y la fiesta se
interrumpió durante un largo latido mientras él saludaba a sus invitados con una leve
reverencia irónica. La fiesta recobró su ritmo cuando echó a andar sobre el suelo
neblinoso hacia una bandeja flotante de destellantes. Ya había hecho su entrada.
D’mahl eligió una esfera morada, se llevó el destellante a la boca y hundió sus
dientes en una esponjosidad exquisitamente quebradiza que dio lugar a una
abrumadora oleada de terciopelo, un orgasmo gustativo. La primera colección de una
tal Lina Wolder, le había dicho Jiz, y, como siempre, Jiz había seleccionado una
triunfadora. Integró el nombre en sus bancos de memoria, conectándolo a la pista
sensorial de los últimos diez segundos, y lo incluyó en la actual lista de invitados. Sí,
por cierto: una estrella en auge digna de tenerse en cuenta.
Integrando la flotadora para que le siguiera, avanzó a grandes pasos por entre la
niebla multicolor que le llegaba a la rodilla, saludando con la cabeza, volviéndose,
otorgando miradas de sus ojos verde oscuro, saboreando el ambiente que había
creado.
D’mahl había conseguido por medio de halagos que el propio Hiro Korakin
diseñara el gran salón según su interpretación de la personalidad de D’mahl. Korakin
había colgado en el exterior del mismo casco de la nave una inmensa losa
semicircular de esmeralda sinteada, y había cubierto este enorme balcón con burbujas
de transparente plex, proporcionando a los invitados de D’mahl un imponente e
intransigente panorama del universo de la humanidad. Dado que la Excelsior se
hallaba próxima al centro de la Migración, el gran concurso de naves formaba una
tiara sobre el horizonte del salón, una triunfante ciudad enjoyada de fulgurantes luces.
A diez kilómetros hacia proa, la interfase de hidrógeno era una película de aurora
extendida sobre la indecorosa desnudez del espacio interestelar.
Pero mirar desde el balcón hacia abajo, hacia el esbelto y brillantemente
iluminado precipicio del casco cilíndrico de la Excelsior, era enfrentarse a una vista
que sorbía, babeante, el alma: el abismo interestelar sin fondo, un infinito pozo de
negrura en el cual las miríadas de estrellas se convertían en iridiscentes motas de un
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polvo sin importancia, una nada que se prolongaba eternamente en el tiempo y en el
espacio. En un punto indefinible de aquella oscuridad, el chorro invisible de la
antorcha de la Excelsior se fundía con los de otras dos mil treinta y nueve naves para
formar una cola de cometa de un casi invisible fuego purpúreo que poco a poco
menguaba hasta un frágil hilo que parecía extenderse interminablemente en el
abismo: la estela de la Migración, remontándose hacia atrás en el espacio y en el
tiempo a lo largo de centenares de años luz y de casi diez siglos, una pista visible que
el ojo parecía capaz de seguir a través de los tiempos hasta el perdido jardín de la
Tierra.
Jofe D’mahl sabía perfectamente que a sus invitados esta visualización en
realidad directa de su situación existencial básica les resultaba inquietante, pavorosa
y quizás incluso de mal gusto. Pero eso era problema de ellos; para él, la vista era
tonificante, lo cual, por supuesto, reforzaba justificadamente la alta opinión que
D’mahl tenía de sí mismo. No en vano Korakin estaba considerado como el mejor
psicotecto de la Migración.
El salón, empero, había sido decorado por el propio D’mahl, con la inevitable
colaboración de Jiz Rumoku. Sobre el traslúcido piso de esmeralda había plantado un
campanilleante bosque de árboles de rubí y zafiro, de diamante y de amatista; sintes
minuciosamente detallados de las antiguas formas de vida, que agitaban sus
resplandecientes hojas de cristal ante la más mínima corriente de aire. Además, había
realzado el efecto mediante una neblina perfumada que recogía la incandescencia
interior de los árboles en sutiles matices de azul, rojo y lavanda, y habitualmente
mantenía una gravedad de 0,8g para sintonizar con la magia del ambiente. A fin de
suavizar las aristas del cristal, Jiz le había conseguido una colección de cuarenta
pelusoides, unos peludos globos en suaves tonos de verde, marrón, gris y mostaza
que flotaban erráticamente a la altura del suelo hasta que alguien se sentaba sobre
ellos. Si Korakin había captado el lúcido núcleo íntimo de D’mahl, Jofe había
expresado el estilo neobarroco de sus sensos más recientes, y, para D’mahl, la obra de
arte conjunta constituía un canto a la paradoja que era la Migración. Para sus
invitados, constituía un canto a la paradoja que era D’mahl. En cuanto a él, el propio
D’mahl no se dignaba hacer tal distingo.
La lista de invitados era otra obra de arte en el estilo neobarroco de D’mahl: una
constelación de personas seleccionadas para rozarse ronroneantemente aquí, sonar
discordantes allí como fragmentos de vidrio roto, producir fertilización cruzada en
otro lugar y, en general, mantener hirviendo la vieja caldera kármica. Jans Ryn, como
de costumbre, se exhibía ante un grupo heterogéneo en el que figuraban el jefe de
antorcha de la Excelsior, dos terristas de la Kantuck y Tanya Daivis, el áspid de
terciopelo. Una acalorada discusión entre Delta Reed y Trombleau, el astrofísico de la
Glade, estaba congregando otra conspicua multitud. Invitados menos conspicuos
flotaban de un lado a otro haciendo cosas menos conspicuas. La fiesta necesitaba un
catalizador para que su antorcha empezara verdaderamente a flamear.
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Y a las 24.00 este catalizador se integraría rectamente en sus dulces mentes: la
integración inaugural del nuevo senso de Jofe D’mahl, Los Holandeses errantes.
D’mahl había elaborado al directo a partir del vacío, y no lo ignoraba.
—… mediante selección regresiva más allá del punto de radiación original, y
luego siguiendo toda la línea hasta el olmo…
—… más brillante que mil soles, eso dijeron en Álamo Gordo, Jans, y sólo nos
separa un mamparo y un campo de flujo…
—… qué prometeico debes sentirte…
—Jof, este nova asegura que ha identificado una pauta espectral sintonizada a la
vida orgánica — le llamó Dalta, arrastrando momentáneamente a D’mahl hacia su
órbita.
—¿En una cinta de muestreo estelar? — preguntó D’mahl con incredulidad.
—En teoría —admitió Trombleau.
—¿Dónde he oído eso antes? — replicó D’mahl, metiéndose en la boca otro de
los destellantes Wolder. Culebreó entre sus dientes y enseguida explotó con un
estallido agridulce que casi inmediatamente se disolvió en un persistente sabor
ahumado. No está mal, pensó D’mahl, alejándose con unos pasos de danza de la boca
abierta de Trombleau antes de verse envuelto en la discusión.
D’mahl revoloteó entre la niebla, saludó a Arni Sirnkov, dio una palmada en el
trasero a Darius Warner, y se acercó al grupo de invitados que rodeaban a John
Benina, quien había tenido el punto de vista del Holandés del buque fantasma.
Estaban intentando sonsacarlo acerca del senso, pero John sabía que si hablaba de
más antes del estreno sus posibilidades de volver a trabajar con Jofe D’mahl serían
exactamente nulas.
—Vamos, Jofe, cuéntanos algo de Los holandeses errantes — le rogó una mujer
cubierta únicamente por una nube de rocío amarillo brillante. D’mahl no la recordaba
con su carne, pero no se tomó la molestia de integrar su identidad. En vez de ello,
mordió un destellante cúbico que se atomizó al entrar en contacto con sus dientes,
bloqueando todas las sinapsis de su boca durante un demencial micropulso. Eeg.
—Dos pistas —dijo D’mahl —. John Benina interpreta uno de los dos principales
puntos de vista y el senso es un revoltillo de mitos.
Se alzó una gran protesta colectiva, a cuyo amparo D’mahl rebotó en dirección de
Jiz Rumoku, de pie en una bruma verde en compañía de alguien a quien no alcanzaba
a distinguir.
Jiz Rumoku era la única persona que disfrutaba del privilegio de llevar sus
propios invitados a las fiestas de D’mahl, y prácticamente la única persona que, sin
haber participado en la producción, tenía cierta idea de qué trataba Los holandeses
errantes. Si pudiera decirse que Jofe D’mahl tenía una compañera de alma (lo cual
era dudoso), ésa era ella.
Al igual que muchas de las mujeres de la fiesta, Jiz iba desnuda, a la última moda.
Un proyector situado en el techo emitía sobre su piel un mosaico de formas
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geométricas planas que se ceñía a las curvas de su cuerpo como una armadura
medieval. Las facetas de la proyección se articulaban sutilmente al más leve
movimiento, produciendo un fantástico efecto de insecto que quedaba contrarrestado
por la elevada cresta plumosa en que su larga cabellera negra había sido estati–
moldeada.
La atención de D’mahl, no obstante, se dirigió hacia su acompañante, pues era
obvio que se trataba de un sorbevacíos. Se cubría únicamente con un minúsculo
pantaloncillo azul y unas ligeras zapatillas de color castaño. No había un solo pelo en
su cuerpo, y su calva cabeza estaba teñida de plata. Pero, al margen de su apariencia
general, bastaba verle los ojos para identificarlo instantáneamente; unas ventanas de
plex azul que se abrían a un universo infinito de negrura total, confinado en el interior
de su reluciente cráneo por algún acto de prestidigitación topológica.
D’mahl integró en los bancos la imagen visual del sorbevacíos. «Identificación»,
subvocalízó. El nombre «Haris Bandoora» apareció en su mente. «Datos
adicionales», volvió a subvocalizar.
«Haris Bandoora, cincuenta años estándar, actualmente al mando de la nave
exploradora Bela–37, que regresó a la Migración el martes pasado a las 4,987.
Informe no disponible en tiempo real».
No cabía duda de que esta vez Jiz había encontrado algo sabroso, un sorbevacíos
tan recientemente llegado de la gran nada que el Consejo de Pilotos aún no había
dado a conocer su informe.
—Bienvenido a la civilización, tal y como es, comandante Bandoora — comenzó
D’mahl.
Bandoora volvió el vacío de sus ojos hacia D’mahl.
—Tal y como es —repitió, con una voz fría y clara que pareció resumir, juzgar y
condenar toda la historia de la humanidad en cinco sílabas letales.
D’mahl apartó su mirada de aquellos pozos negros y contempló los almendrados
ojos de Jiz, y por unos, instantes sus sensorios intercambiaron las integraciones como
un saludo privado. Jofe vio su propio cuerpo enfundado en espejos y percibió la
calidez que suscitaba en ella. Besó sus labios con los de Jiz, saboreando la humosidad
eléctrica de los destellantes que había comido. Cuando sus labios se separaron,
interrumpieron simultáneamente la integración.
—¿Qué hay en ese informe suyo que los Pilotos todavía no lo han pasado a los
bancos, Bandoora? — preguntó D’mahl en tono de conversación. (¿En qué otra
forma se podía entablar una charla de circunstancias con un sorbevacíos?)
Los finos labios de Bandoora se abrieron en lo que tanto habría podido ser una
sonrisa como una mueca de dolor. D’mahl sintió que los parámetros emocionales de
aquel hombre eran totalmente ajenos a su experiencia, directa o sinteada.
Nunca antes había prestado atención a los sorbevacíos, y en aquel momento se
preguntó por qué. Podían ser el tema de un senso increíble.
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—Han encontrado un planeta — le anunció Jiz —. Habrá un boletín general a las
23,80.
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—¡Baba! —exclamó D’mahl, cargando la palabra con los matices de casi todos
los sentimientos que esta información había despertado en él. Los sorbevacíos
estaban constantemente enviando informes de algún nuevo y prometedor sistema
solar, haciendo que la Migración modificara su rumbo durante unos cuantos meses
mientras ellos se adelantaban a efectuar observaciones con sus sondas, para
establecer una nueva ruta hacia la siguiente Última Thule en el momento que se
difundía la noticia de que la anterior no era más que otro desierto de roca y gases
venenosos. Los sorbevacíos habían estado dirigiendo la Migración en una
zigzagueante trayectoria por el espacio durante la mayor parte de un milenio; el
último informe, por consiguiente, no era precisamente ninguna noticia cósmica a ojos
de D’mahl. Pero era indudable que, durante tres meses al menos, sería el principal
tema de conversación, y la integración de un boletín general justo antes de su estreno
era una magnífica forma de robarle el escenario, una auténtica patada a su ego. Baba.
—Esta vez las probabilidades parecen buenas — aseguró Bandoora.
—Siempre lo parecen, ¿no es cierto? — replicó D’mahl sarcásticamente —. Y
siempre ocurre lo mismo. Si hay algún planeta en la zona habitable, tiene una
gravedad capaz de arrancarle a uno la cabeza, o su atmósfera es una sabrosa mezcla
de flúor y cianuro. Bandoora, ¿no tiene a veces la sensación de que algún inexistente
personaje cósmico está intentando decirle algo que usted se niega a escuchar?
La expresión interna de Bandoora pareció resquebrajarse por debajo de su carne
impasible. Un tic hizo temblar su labio inferior. ¿Qué he dicho ahora?, se preguntó
D’mahl. Aquellos sorbevacíos debían haberse internado mucho por vectores bastante
extraños.
Jiz se echó a reír forzadamente.
—La antorcha que Jof cabalga es toda ego — observó —. Está quemado porque
el boletín le restará atención a su estreno. ¿No es así, Jof, monstruoso egomaníaco?
—No desdeñes el ego — respondió D’mahl —. Es todo lo que nos separa de este
poco convincente universo en el que tenemos el mal gusto de estar atrapados. Dado
que mi opinión de mí mismo es lo único que conozco que en el orden kármico se
halle por encima de mi propio y magnífico ser, mi ego es lo único que he encontrado
que valga la pena reverenciar. ¿Y sabes en qué me convierte eso?
—En insufrible —sugirió Jiz.
—En un ser humano —dijo D’mahl —. No puedo evitar serlo, conque más vale
que intente disfrutarlo.
Un boletín del Consejo de Pilotos. — Las palabras se infiltraron en la mente de
D’mahl con un razonable grado de suavidad, un considerable adelanto con respecto a
aquellos tiempos en que los Pilotos se habían creído con el derecho de inducir a la
gente a una fuga sensorial total siempre que se les ocurría —. Diez…, nueve…
ocho… siete… — D’mahl tiró de un pelusoide verde e inmovilizó la flotante nube
de partículas posando su trasero sobre ella. Jiz y Bandoora tomaron asiento a ambos
lados de él —. Seis… cinco… cuatro…
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Los invitados que se encontraban de pie buscaron un lugar en que sentarse; no
había modo de saber por anticipado cuánto podían durar aquellos boletines. Los
Pilotos tienen un concepto muy exagerado de su propia importancia, pensó D’mahl.
¿Y en qué los convierte eso?
—Tres… dos… uno…
En seres humanos.
D’mahl se sentó en un banco en el centro de un pequeño anfiteatro. A su
alrededor, distribuidas en varios niveles, había dos mil cuarenta personas ataviadas
con las arcaicas guerreras militares de color azul que se remontaban a una época en
que la función de Piloto de una nave era un rango paramilitar más que un cargo
electivo. A D’mahl le pareció un tanto ridícula la uniformidad vestimentaria, y el holo
con el firmamento diurno de un planeta semejante a la Tierra, banal y opresivo; pero
lo cierto era que la mayor parte de los Pilotos, con su ingenua noción de la situación
existencial de la Migración, le resultaban algo estúpidos y más que un poco patéticos.
Ryan Nakamura, un hombre de blanca cabellera que había presidido el Consejo
de Pilotos durante más tiempo del que nadie deseaba recordar, avanzó lentamente
hacia él, posó ambas manos sobre sus hombros y, a continuación, se sentó a su lado.
Nakamura olía a un desagradable perfume concebido para sintear el aroma a
sabiduría y a dulzona decadencia del pergamino mohoso… En cuanto artista, D’mahl
juzgó este efecto competente, aunque dolorosamente obvio; en cuanto ciudadano, le
resultó paternalista y ofensivo.
Nakamura se inclinó hacia él y, al mismo tiempo, el anfiteatro se desvaneció y se
hallaron cómodamente sentados, los dos solos, sobre una superficie abstracta
completamente rodeada por un firmamento preñado de estrellas.
—Jofe, la nave exploradora Bela–37 ha regresado a la Migración con el informe
de que a uno y medio años luz de nuestra posición actual hay un sistema solar que
contiene un planeta potencialmente habitable — le anunció gravemente.
D’mahl habría querido bostezar ante la cara del viejo pomposo, pero,
naturalmente, el intérprete del punto de vista le hizo volverse con interés hacia
Nakamura mientras el Presidente seguía parloteando.
—El Consejo ha aprobado por 1839 votos contra 201 que se altere el vector de la
Migración hacia este nuevo sistema, denominado 997–Beta, en tanto llegan los
informes de la sonda.
D’mahl se encontró sentado hacia la mitad de la altura del anfiteatro, mientras
Nakamura proseguía formalmente desde un podio en la arena, por debajo de él.
—Nos cabe la sincera esperanza de que nuestra prolongada migración esté
llegando por fin a su anhelado final; de que, en el transcurso de nuestras propias
vidas, los hombres volvamos a pisar las verdes colinas de un planeta vivo, con un
cielo sobre nuestras cabezas y el olor a seres vivientes en nuestro olfato.
Concluiremos este boletín con breves extractos del informe de Haris Bandoora,
comandante de la Bela–37.
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En el podio, Nakamura hizo un fundido y se convirtió en Haris Bandoora.
—Bela–37 estaba siguiendo un curso a treinta grados del vector delantero de la
Migración — explicó Bandoora con voz neutra —. Antorcha a cero coma nueve…
D’mahl estaba de pie en el puente de la Bela–37, una pequeña sala redonda repleta de
aparatos de impresionante aspecto y cubierta por una cúpula de plex levemente
azulado para compensar la desviación Doppler hacia el rojo, pero, por lo demás,
completamente expuesta a la terrorífica gloria del vacío profundo. Sin embargo, uno
de los cuatro sorbevacíos que ocupaban el puente era una mujer que, por lo que a
D’mahl se refería, fácilmente superaba el espectáculo estelar. A diferencia de los
demás sorbevacíos, iba completamente desnuda y su piel era de un frío tono plateado,
pero sus pechos preternaturalmente formados y su resplandeciente carne de firme
musculatura convertían lo que de ordinario se hubiera considerado un desagradable
efecto en un paradigma abstracto de la belleza femenina. La cuestión de si la
atracción que sentía hacia ella era exclusivamente suya o bien se debía al intérprete
del punto de vista — al parecer, el propio Bandoora — no tenía la menor
importancia.
—Preparada para analizar y registrar el sistema 997–Beta — anunció la
asombrosa criatura. D’mahl se aproximó a ella, deseando hundirse en el pozo sin
fondo de sus ojos de sorbevacíos. Lo que hizo, en cambio, fue decir con la voz de
Bandoora:
—Muéstranoslo, Sidi.
Sidi manipuló el cuadro de mandos situado ante ella (¡qué arcaísmo!) y en el
centro geométrico del puente se formó el holo de una estrella amarilla con el
diámetro aproximado de una cabeza humana. D’mahl intercambió tensas miradas con
el resto de la tripulación, sintiendo físicamente aumentar su excitación.
—Los planetas… —dijo.
Aparecieron cinco pequeñas partículas redondas que giraban en tiempo
comprimido alrededor del sol amarillo.
—La zona habitable…
Un toro verde transparente apareció en torno al holo de 997–Beta. El segundo
planeta quedaba dentro de sus límites.
Hubo un jadeo audible y D’mahl sintió que su cuerpo se estremecía.
—El segundo planeta — ordenó la voz de Bandoora —. Al máximo.
El holo de la estrella se desvaneció, sustituido por un pálido y borroso holo del
segundo planeta, con un diámetro unas cuatro veces superior. El planeta parecía
salpicado con zonas marrones, verdes, azules, amarillas y moradas, pero el holo
carecía de definición y oscilaba como si estuvieran viéndolo a través de kilómetros de
aire caliente.
Una voz impersonal empezó a recitar la lectura de los instrumentos.
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—Gravedad aproximada 1,2g más menos el diez por ciento… Temperatura media
aproximada treinta y tres grados centígrados más menos seis grados… Composición
atmosférica aproximada: helio, nitrógeno y oxígeno como componentes principales…
Porcentajes no determinables con los datos actuales… Indicios de dióxido de
carbono, argón, amoníaco, vapor de agua… Relación aproximada entre superficie
líquida y sólida, 60–40… Composición de los océanos no determinable con los datos
actuales…
D’mahl sintió que la tensión de su cuerpo se liberaba a través de sus cuerdas
vocales en un grito sin palabras que se sumó a los «¡Hurra!» de sus compañeros. Oyó
que sus labios decían, con la voz de Bandoora:
—Es la mejor prospección que ninguna nave exploradora ha encontrado en toda
mi vida.
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Luchando por controlar una creciente oleada de cólera, D’mahl logró forzar una
maliciosa sonrisa.
—Me he fijado más en Sidi — contestó —. Insiste en que estar completamente
desnuda es su estado natural, y tanto le da mostrar su clítoris como su nariz. Los
sorbevacíos encuentran planetas que vistos de lejos parecen igual de buenos mucho
más a menudo de lo que uno encuentra cuerpos que vistos de cerca parezcan igual de
buenos.
—Se diría que el futuro de la humanidad le parece un tema bastante cómico
— observó Bandoora en voz alta, traicionando por vez primera su incomodidad.
D’mahl integró la hora. Eran las 23,981. Todos sus invitados estaban discutiendo
animadamente las posibilidades de que por fin hubieran dado con una bola de lodo
habitable, y Los holandeses errantes estaba a punto de empezar. Incorporándose de
un salto, gritó:
—¡Bandoora, se ha pasado usted demasiado tiempo en la gran nada! — El mero
volumen de su voz bastó para atraer la atención de todos los invitados hacia su
persona —. Si yo estuviera encerrado en una nave exploradora con Sidi, me ocuparía
en cosas más interesantes que un planeta de escoria.
—¡Es usted un degenerado y un egomaníaco, D’mahl! — replicó devotamente
Bandoora, provocando las carcajadas que D’mahl esperaba.
—Culpable de ambos cargos — admitió D’mahl —. Es cierto que soy un
egomaníaco: como todo el mundo, soy el único dios que existe. Y por supuesto que
soy un degenerado, como todos los demás. ¡Blandas máquinas protoplásmicas que
empiezan a degenerar desde el primer día!
En un instante, D’mahl había penetrado el ambiente de seriedad que el boletín le
había impuesto a su fiesta y, haciéndolo suyo y llevándolo un paso más lejos, había
recapturado la esencia.
—Estamos atrapados donde estamos y con lo que somos. Somos buques
fantasmas en un infinito mar de espacio; somos judíos errantes que no dejamos de
recordar lo que matamos, por siempre más…
Se alzó un gruñido colectivo, sobre un trasfondo de risas por la crudeza del
puente tendido hacia el inminente estreno y con alguna nota de melancolía porque les
había sido recordado quiénes eran y qué eran. D’mahl había fallado — o, por lo
menos, no había logrado del todo su propósito — y él lo sabía, y el hecho de saberlo
era una nova roja en el interior de su cráneo. En aquel momento de mal karma, las
24,000 pasaron a tiempo real y, en la frecuencia de integración E–6…
Estás parado al pie de una suave colina verdecida en cuya cima salpicada de árboles
un hombre en taparrabos está siendo clavado a una cruz. Cada vez que el martillo
desciende, sientes un penetrante dolor en las muñecas. Estás parado en una callejuela
de la antigua Jerusalén, sujetando una jarra de agua contra tu pecho mientras Jesús es
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arrastrado al suplicio, y sientes esa terrible sed sin esperanza que te reseca la
garganta. Estás de nuevo en el Calvario, oyendo el repicar del martillo, sintiendo los
relámpagos de dolor en las muñecas, el sabor de arena ardiente en la boca.
Estás en el alcázar de un antiguo galeón de madera, saboreando las ráfagas
saladas de una tempestad en el océano. El cielo, enfurecido, aúlla bajo una luna verde
de maldad. Tu tripulación se afana sobre cubierta y por las jarcias, gritando y
gimiendo con agudas voces espectrales; criaturas de raídos harapos y fantasmagórica
carne transparente. La espuma te salpica la cara y te la enjugas con el dorso de la
mano, viendo a través de tu propia carne cuando ésta pasa ante tus ojos.
En el fondo de tu garganta percibes una carcajada que brota burbujeante,
demasiado fuerte, demasiado intensa; una carcajada de demente. Alzas tu puño
nebuloso y lo blandes contra el cielo. Crepitan los relámpagos. Agitas tu puño con
más fuerza e inhalas el tempestuoso vendaval como si fuera el aliento de tu amante.
Levantas la vista hacia la cima del Calvario al tiempo que cae el último golpe de
martillo y sientes su mango de madera y el clavo de hierro en tus propias manos. La
cruz es alzada y eres tú quien pende de ella, y el firmamento se disuelve en un
ensordecedor estallido de luz más brillante que mil soles. Y estás caminando
penosamente por una interminable llanura de cenizas grises removidas por el viento,
bajo un cielo del color del acero oxidado. Las quebradas ruinas de edificios derruidos
sobresalen entre remolinos de polvo, y el mundo está lleno de gente mutilada y
esquelética que avanza de horizonte a horizonte sin albergar ninguna esperanza. Pero
tu cuerpo posee la perseverante y triste fuerza de aquello que sabe que no puede
morir. Dolor en tus muñecas, y cenizas en tu boca. La gente que te rodea comienza a
descomponerse mientras camina, a derretirse como los relojes de Dalí, y luego ya no
queda nadie más que tú, el custodio de un cadáver planetario. Un fantasmal buque de
vela se aproxima a ti, orzando y dando cabezadas sobre la ceniza fustigada por la
tormenta.
El alcázar cabecea bajo tus pies y el firmamento aúlla. Entonces, las nubes de
tormenta que rodean la luna se deshacen y revelan la más fría y profunda negrura,
puntuada con una miríada de adamantinos puntos de luz, y el alcázar se convierte en
un piso de acero bajo tus pies y ahora estás en la burbuja de observación de una
primitiva nave antorcha de la primera generación. Sobre el estrellado horizonte que te
rodea se recortan docenas de cargueros asteroidales modificados, poco más que unos
tubos de antorcha de fusión con improvisadas cúpulas, burbujas y cubiertas toroidales
montadas de cualquier modo en sus superficies: los remotos antepasados solares de la
Migración.
Te vuelves para ver a tu lado un viejo horror: un hombre muy, muy anciano, con
el rostro marcado por la radiación, con el alma marcada por una culpa sin fondo y con
ojos negros que arden fríamente con un hielo eterno.
Estás de pie en la burbuja de observación de una nave antorcha de primera
generación. Por debajo, la Tierra es una esfera parduzca, chamuscada y cancerosa,
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que se cuece en las radiaciones de la guerra de cámara lenta. En algún lugar dobla
una campana, y sientes el tirón de la soga en tus palmas. Volviéndote, ves a un
hombre enjuto y de apariencia siniestra, con un rostro hecho de planos y ojos como
brasas azules. Por un instante su rostro se deshace en niebla, y sólo aquellos ojos de
loco se mantienen sólidos y reales.
—Hola, Holandés —dices tú.
—Hola, Refugiado.
—Suelen llamarme Errante.
—Ese nombre ya no dice nada — objeta el Holandés —. Ahora, todos los
hombres andan errantes.
—También todos somos refugiados. Hemos matado el mundo vivo que nos hizo
nacer. Tal vez ni siquiera tú y yo vivamos para ver otro. — El mordisco de los clavos
en tus muñecas, el peso del martillo en tu mano, sed, y el tañido de una campana
lejana.
Eres el Holandés y estás contemplando la noche universal; una generación hasta
la estrella más cercana, un siglo hasta la más cercana esperanza de hallar un mundo
vivo, y siempre más y más lejos. El trueno retumba en tu cabeza y destellan
relámpagos por detrás de tus ojos.
—Tenemos estas cubiertas bajo nuestros pies, el viento interestelar y antorchas de
fusión para cabalgarlo — dices tú —. No me vengas a mí con llantos; nunca he
poseído más. — Lanzas una estridente risotada como un aullido de maníaco —.
Además, ahora tengo mucha compañía.
Eres el judío Errante y contemplas la Tierra asesinada, escuchas el doblar de la
campana, sientes el peso del martillo en tu mano.
—Y también yo, Holandés, también yo.
El globo de la Tierra se convierte en un mundo distinto: un continente planetario
de color marrón y púrpura, jaspeado con venas y lagos de un azul acuoso. Enfundado
en un pesado traje espacial, estás de pie en la superficie del planeta: roca desnuda a
orillas de un claro lago azul, bajo un cielo violeta festoneado con finas nubes grises
como la estela de un reactor. Sobre el llano de roca fracturada se mueve una docena
de hombres en trajes espaciales, como hormigas pululando sobre un montón de
huesos.
—Muerto —dices—. Un mundo cadáver.
Una carcajada de maníaco junto a ti.
—No seas morboso, Errante. No se puede llamar muerto a lo que jamás tuvo vida.
Te arrodillas en una parcela de tierra arada, rodeando con ambas manos un
languideciente plantón de pino. El cielo sobre tu cabeza es una chapa de acero
tachonada de focos, y el imponente cuerpo cilíndrico del tubo de la antorcha atraviesa
el universo cerrado de esta cubierta terrista. Toda la disposición es primitiva,
claramente perteneciente a la primera generación de la Migración. A tu lado, una
joven vestida únicamente con los pantaloncitos cortos verdes de los terristas,
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contempla con aire de desconsuelo sus pies descalzos sobre la marga sintética, frente
al curvado mamparo exterior que limita la cubierta de cultivo.
—Viviré y moriré sin haber visto jamás el cielo ni paseado por un bosque — se
lamenta —. ¿Qué estoy haciendo aquí? ¿De qué sirve todo esto?
—Estás manteniendo vivos los rescoldos de la Tierra — respondes con tu voz de
anciano —. Estás conservando las últimas formas de vida orgánica que todavía
sobreviven. Algún día, tus hijos o los hijos de tus hijos plantarán estas semillas en el
suelo vivo de una nueva Tierra.
—¿Lo cree verdaderamente? — pregunta, anhelante, concentrando sobre ti su
intensidad juvenil como si fuera un sol —. ¿Cree que hallaremos alguna vez un
planeta vivo?
—Debes creerlo. Si dejas de creer, te unirás a nosotros en este infierno de nuestra
propia creación. Los nacidos en la Tierra hemos sido los destructores de la vida.
Nuestros hijos deben ser los protectores de la vida.
Te contempla con los ojos fríos y eternos del Errante y su rostro se marchita hasta
convertirse en un pergamino de antigua desesperación.
—¿En el nombre de nuestras almas manchadas de sangre? — pregunta, y se
transforma otra vez en una muchachita.
—En el nombre de la tuya, muchacha, en el nombre de la tuya propia.
Flotas sin peso dentro del apiñado círculo de la Migración. La formación circular
de naves es una laguna de luz en un infinito mar de negra nada. A proa de la
Migración, el abismo interestelar se oculta tras un telón de resplandeciente gasa: la
interfase de hidrógeno, donde el campo de extracción conjunto de todas las antorchas
de fusión de la Migración forma una permanente onda de choque contra la leve
atmósfera interestelar. Aunque las naves de la Migración ya han sido reformadas y
alineadas para formar la interfase de hidrógeno, todavía siguen siendo los mismos
cargueros asteroidales modificados que partieron del Sol; esto es, como mucho, el
año 150 de la Migración.
Pero en el interior del círculo de naves se está botando el futuro. La Flying
Dutchman, la primera nave antorcha enteramente construida en la Migración a partir
de materiales aventados y transmutados del entorno interestelar, flota en el espacio
ante tus ojos, rodeada por un enjambre de lanzaderas y hombres y mujeres en traje de
vacío. Es un liso y bien formado cilindro envuelto en los anillos de las distintas
cubiertas, provistas de ventanas, y entre la confusión de aparejos provisionales de las
naves antorcha de la primera generación parece hallarse fuera de lugar, como una
intrusión del futuro.
Enseguida, una llama violácea apenas visible brota por el tubo de la Flying
Dutchman y la primera nave nacida en la Migración respira su aliento inicial.
Junto a la Flying Dutchman aparece otra nueva nave antorcha, y luego otra, y
otra, y otra más, hasta que las nuevas naves nacidas en la Migración superan en
número a los cargueros asteroidales modificados y la interfase de hidrógeno ha
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aumentado su diámetro a más del doble. Ahora, la zona interior de la Migración es un
gran concurso de naves antorchas, lanzaderas, gente en traje de vacío y todas las
danzantes luces de la vida civilizada.
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Estás de pie en una pasarela metálica contemplando el piso de una cubierta
terrista; un menguado bosque de pequeños pinos y robles, parcelas de verde césped,
algunos arriates de flores. Por encima hay un holo de un azul firmamento terrestre
con aborregadas nubes de color blanco. Los terristas, vestidos con sus acostumbradas
prendas verdes, se mueven solemnemente de un lado a otro, cuidando las frágiles
formas de vida, midiendo su crecimiento. A tu olfato llega el olor a incienso de las
cosas sagradas.
Y te sientas ante una mesa redonda de mármol sinteado en el mirador de un café a
media altura en el mamparo exterior de una cubierta de esparcimiento, degustando un
vaso de borgoña sinteado. Un círculo de tiendas y restaurantes ciñe la planta,
conectado por múltiples senderos radiales a otro anillo interior de tiendas en torno al
eje central del tubo de la antorcha. La planta queda así dividida en distintas cuñas,
cada una de un color diferente y llamativo. Hay una piscina, un quiosco de música,
una pista de baile en gravedad cero, una feria de atracciones, un laberinto de
trémulas. El ambiente es ruidoso. Suena música.
Frente a ti está sentado el Errante, ataviado con el verde de los terristas, y
mostrando una expresión de amargo desprecio.
—Míralos —dice—. Vamos a aproximarnos a otro planeta y ni siquiera saben
dónde están.
—¿Y dónde están, Refugiado?
—¿Quién puede saberlo mejor que tú, Holandés? — responde. Y la gente de más
abajo se vuelve transparente, y los mamparos desaparecen, y estás viendo bailar a
unos zombis sobre una plataforma que flota en el abismo interestelar. Nada más vive,
nada más se mueve en aquella interminable inmensidad.
Una carcajada de maníaco chispea en tu garganta.
Aparece un planeta como una cabeza de alfiler, luego como una esfera moteada
de verde y marrón con algodonosas nubes blancas, y entonces te encuentras de pie en
la superficie formando parte de un grupo de hombres con trajes de vacío que regresan
penosamente a su lanzadera. Duras rocas marrones con vetas de un mineral verdoso
bajo un cielo negro azulado salpicado de nubes de un verde pastel. Te hallas de nuevo
en el mirador, contemplando la danza de los espectros en la interminable noche
galáctica.
—¿Qué dirás, gran almirante, cuando se haya perdido toda esperanza?
— inquiere el Errante.
Y estás abajo, entre los espectros, y mides tres metros de estatura, un gigante que
sacude el puño contra la negrura, contra el planeta muerto, y lanza un grito de desafío
contra la noche perdurable.
—¡Que siga la navegación! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Que siga la navegación!
—¡Basta de naves! ¡Basta de naves! ¡Tierra o muerte!
Marchas en cabeza de un pequeño ejército de hombres y mujeres vestidos con el
verde de los terristas que irrumpe en la cubierta de esparcimiento desde la cubierta
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inferior, blandiendo cruces envueltas en hojas de vid sinteadas. Cada grito que se
profiere es un clavo que se hunde en tus muñecas.
Conduces tu carnaval de fantasmas en una danza de locos a través de una cubierta
terrista, pisoteando descuidadamente las frágiles formas de vida, esparciendo confeti
de oro y plata, destellantes, puñados de gemas… El botín obtenido al paso de la
antorcha de fusión por entre el plancton interestelar.
Estás en un tubo de caída, descendiendo a través de las cubiertas de una nave.
Cubiertas de esparcimiento, cubiertas residenciales, cubiertas industriales, cubiertas
de cribado. Todas, salvo las cubiertas de control y de los ingenieros de antorcha, han
sido chapuceramente cubiertas con marga sintética y convertidas en improvisadas
cubiertas terristas. El crecimiento es escaso, el aire está viciado de productos
químicos, las superficies metálicas empiezan a dar muestras de corrosión y la gente
vestida de verde tiene los hombros encorvados y los ojos hundidos por una obsesión
insana.
Estás subiendo por un tubo de ascenso, en otra nave. Aquí la maquinaria se halla
en buen estado, el aire es puro, los mamparos brillan de limpieza y las cubiertas de la
nave son una gloria de luces, sonidos y superficies de rubí, esmeralda, zafiro y
diamante sinteados. Los hombres lucen vistosos uniformes de húsar imperial y las
mujeres son aves del paraíso con terciopelos y sedas de lujosos diseños y coloridos,
plumas y pieles, oro, plata y bronce proyectados sobre sus cuerpos desnudos. Pero
parecen moverse sugiriendo un ritmo antinatural, como si bailaran una jiga demente
al son de un violinista fantasma, y su carne es tan transparente como el plex no
polarizado.
Estás flotando en el espacio, en el centro de la Migración. A tus espaldas, las
naves nacidas en la Migración forman una diadema semicircular de enjoyado fulgor.
Ante ti flota el Errante y, más allá, los viejos cargueros asteroidales modificados,
corroídos y desvencijados, mostrando un pálido verdor a través de todas sus burbujas
y ventanas de observación.
—Tus jardines están muriendo, Errante.
—Los tuyos jamás tuvieron vida, Holandés — te contesta, y puedes ver las
estrellas y el vacío a través de tu propia carne vidriosa, a través de las naves
fantasmales que avanzan detrás de ti.
Dos diademas plateadas aparecen en el espacio, entre ambos, a los sones de una
fanfarria y envueltas en un halo de luz dorada. Grandes, imperfectas, diseñadas para
ser usadas externamente y sólo durante algún tiempo, estas diademas son los
primeros transceptores sensoriales totales, antepasados del integrador
quirúrgicamente implantado. Emiten un resplandor pulsátil como si estuvieran vivos,
como si fuera un don de los inexistentes dioses.
Tomas una de las diademas, te ríes y ciñes con ella la cabeza del Errante.
—Con este anillo te desposo.
Sin parpadear, él coloca la segunda diadema en tu cabeza.
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—Lleva mi corona de espinas — dice.
Estás de pie en el puente de una nave antorcha, con el espectral Holandés a tu
lado. Más allá del plex, las estrellas son un millón de joyas vivas, una gloria que se
refleja en las luces de la Migración.
Te arrodillas entre minúsculos pinos en una cubierta terrista, junto al Errante, y
los arbolillos se convierten en un bosque de secoyas que se eleva hacia el azul
firmamento de la perdida Tierra, y sientes el dolor de los clavos en tus espectrales
muñecas, oyes doblar una campana lejana, sientes la tristeza de tu cuerpo, hueles el
incienso de una pérdida irrecuperable.
Te elevas por un tubo de ascenso, la mano del Holandés en la tuya, y escuchas el
zumbido de la energía mientras atraviesas una enjoyada y resplandeciente cubierta
detrás de otra, oyendo los sonidos de la risa y la alegría humanas, viendo brotar y
crecer árboles de cristal en las cubiertas metálicas. La carne de los espectros se
solidifica y la mano del Holandés se vuelve rosada y firme. Cuando contemplas su
rostro, te devuelven la mirada tus propios ojos de Errante, con el dolor apaciguado
por una salvaje alegría.
Estás flotando con el Errante en el centro de la Migración, y las naves que os
rodean maniobran para reorganizarse en un intrincado ballet de naves nacidas en la
Migración y cargueros asteroidales modificados, en centenares de mágicos pas de
deux, reintegrando la Migración.
Estás cayendo por un tubo de descenso a través de las cubiertas de una nave
terrista, viendo cómo los uniformes verdes se transforman en el plumaje de ave del
paraíso de las naves nacidas en la Migración, viendo cómo la corrosión desaparece
del metal, viendo belvederes de cristal, laberintos de trémulas y gorgoteantes arroyos
que aparecen ante tus ojos mientras los templos a la tristeza se convierten en jardines
de alegría.
Y estás sentado frente al Holandés, ante una mesa redonda de mármol sinteado en
el mirador de un café a media altura en el mamparo de una cubierta de esparcimiento.
El eje central del tubo de la antorcha está cubierto de hiedra. La piscina, el quiosco de
música, los laberintos de trémulas, las pistas de baile y las ferias de atracciones están
situados en una pradera de verde césped sombreada por pinos y robles. Los
mamparos y la cubierta superior se disuelven y el jardín se revela como un minúsculo
círculo de vida perdido en la inmensidad del vacío interno.
—Somos judíos Errantes en la medianoche del alma — dice el Holandés —. Tal
vez somos guardianes de las únicas cosas vivas que jamás han existido.
—Buques fantasmas en un mar sin confines, tal vez los únicos dioses que existen.
Y eres un punto de vista impersonal que contempla este círculo de vida a medida
que se aleja a la deriva en la inmensidad del espacio, viendo cómo la Migración se va
empequeñeciendo hasta que ya no es más que un abstracto punto de luz sobre la
oscuridad galáctica. En el infinito campo de estrellas aparecen unas palabras de
pálido fuego:
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LOS HOLANDESES ERRANTES
por Jofe D’mahl
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En el chasqueo de lenguas que se produjo a continuación en el gran salón de Jofe
D’mahl había una inconfundible nota de cortesía. Los aplausos se prolongaron
durante un lapso adecuado (sólo lo adecuado) y, enseguida, los invitados se
levantaron y empezaron a conversar, como una multicolor bandada de pájaros
revoloteando y piando por el bosque de piedras preciosas.
—… se veían continentes claramente definidos, y las zonas verdes tienen que ser
de vegetación…
—… oxígeno, sí, pero ¿podremos respirar con todo ese helio?
De pie entre Jiz Rumoku y Bandoora, Jofe D’mahl se encontró en la desairada
situación de verse convertido en un vacío junto al centro de atención. Constantemente
había miradas que se volvían hacia ellos para echarle una breve ojeada a Bandoora,
breve porque al lado del sorbevacíos D’mahl estaba hirviendo hacia nova, con unos
ojos que desprendían la suficiente radiación dura como para fundir el plex.
Pero el propio Bandoora le miraba directamente, y D’mahl percibió un
insospechado foco de extraña calidez que irradiaba hacia él desde las insondables
profundidades de aquellos ojos.
—Lamento que el boletín de los Pilotos le haya estropeado el estreno — se
disculpó.
—¿Lo lamenta? —replicó D’mahl —. ¿Y qué le hace pensar que su preciosa
cháchara tiene tanta importancia? — agregó en alta voz. Los invitados ya no tenían
motivo para no mirar. D’mahl estaba gritando para eso —. Pretenden que nos
echemos a babear como perros de Pavlov cada vez que descubren alguna hedionda
bola de fango que desde lejos parece habitable, hasta que se aproximan lo suficiente
para percibir claramente la pestilencia de los gases venenosos y la roca desnuda. Su
cháchara será una nova de seis meses, Bandoora. El arte es para siempre.
—«Para siempre» puede significar más tiempo del que usted cree, D’mahl
— respondió Bandoora sin perder la calma —. Aparte de eso, estoy completamente
de acuerdo con usted. Los holandeses errantes me ha conmovido. — ¿Eran
verdaderamente lágrimas lo que brillaba en sus ojos? — Quizá me haya conmovido
más de lo que incluso usted pueda llegar a imaginar.
Se hizo un silencio, pues la atención de los invitados se había centrado por
completo en aquel pequeño psicodrama. Algunos de los más audaces comenzaron a
aproximarse centímetro a centímetro. D’mahl descubrió que no era capaz de
identificar el vector de Bandoora: en aquel pequeño desafío de egos, no parecía
existir una escala de valores compartida.
—Me gustaría compensar de algún modo el haber estropeado el estreno de una
gran obra de arte — prosiguió Bandoora —. Le daré la oportunidad de hacer el
mayor senso de su carrera, D’mahl. — Había una leve sonrisa en sus labios, pero su
mirada era tan anhelante que casi resultaba cómica.
—¿Qué le hace pensar que puede enseñarme a mí algo acerca de los sensos?
— contestó D’mahl —. Sólo faltaría que ahora me pidiera una lección sobre su
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oficio. — Un conato de risa se alzó en la sala.
—Tal vez ya me la ha dado, D’mahl — observó Bandoora. A continuación, se
volvió y echó a andar por entre las brumas coloreadas y los árboles de cristal en
dirección a la burbuja de plex transparente que cubría el gran mirador, girando la
cabeza para mirar por encima del hombro hacia D’mahl, mezclado entre la
muchedumbre —. No entiendo de sensos, pero puedo mostrarle una realidad que
reducirá a la insignificancia cualquier otra cosa que haya podido experimentar.
Captúrela en cinta si se atreve.
—¡Si me atrevo! —gritó D’mahl, en un estallido de nova —. ¿A quién pretende
asustar con su dramatismo de pacotilla, Bandoora? Yo soy Jofe D’mahl, soy el mayor
artista de mi época, cabalgo la antorcha de mi propio ego y soy consciente de ello. ¡Si
me atrevo! ¿Es que no se da cuenta de que no tenemos otra cosa que hacer más que
atrevernos, pobre loco? ¿Es que no ha comprendido nada de lo que acaba de
experimentar?
Bandoora llegó ante la burbuja de plex, se dio la vuelta y quedó silueteado sobre
la estrellada oscuridad con el resplandor de todas las naves. Sus ojos parecían
absorber de la negrura una funesta energía.
—No es dramatismo, D’mahl — objetó Bandoora —. Sin integración con las
computadoras, sin sensos, sin ilusiones. Ninguna de las cosas por las que ustedes
viven. Realidad, D’mahl. Lo auténtico. Allí afuera. El vacío desnudo.
Se volvió a medias y extendió su brazo derecho como para abarcar la oscuridad.
—Venga con nosotros en la Bela–37, D’mahl — le invitó —. Allí afuera, en su
mente desnuda, donde no existe nada más que uno mismo y el vacío interminable.
Los holandeses errantes habla bien de estas cosas… para ser obra de un hombre que
ha debido sintearlo. ¿Qué no podría hacer con su propia cinta sensorial del auténtico
vacío… si se atreviera a registrarlo a través de su carne viva? ¿Se atreverá, D’mahl,
se atreverá a enfrentarse a la verdadera realidad con su alma desnuda?
—Jof…
D’mahl echó a Jiz a un lado.
—¿Sintearlo? —bramó con rabia al rojo —. ¿Si me atrevo? — La realidad del
gran salón, e incluso el desafío que le había sido lanzado ante todos sus invitados, se
fundieron en el fuego ardiente del desafío no explicitado, el guantelete que Bandoora
había arrojado a los pies de su alma. Yo puedo enfrentarme a ello, ¿y usted? ¿Es
verdaderamente capaz de extraer arte vivo del vacío muerto, no metafóricamente,
sino de la propia nada, en la carne, en tiempo real? ¿O sólo sabe sintear? ¿Es un
auténtico artista o un farsante?
—Ya se lo he dicho, Bandoora — prosiguió, siseando a través de su ira —. No
tengo nada que hacer más que atreverme.
Los invitados profirieron exclamaciones de admiración, Jiz meneó la cabeza y
Bandoora asintió en silencio y sonrió. Jofe D’mahl sintió oleadas de cambio
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rizándose a través de su gran salón y a través de sí mismo, pero su naturaleza y su
vector eludían todo intento de comprensión.
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Mientras transbordaba de la Excelsior a la Brigadoon a través de un atestado sector
del centro de la Migración, Jofe D’mahl pensó que la burbuja de excitación en cuyo
interior se había movido desde el día del estreno era más tangible que la transparente
pantalla trémula de su burbuja de vacío. La trémula sólo era perceptible como un
interfase entre el duro vacío del espacio y la esfera de aire que encerraba, pero el
realce de su personalidad era visible en el rostro de todos lo que se cruzaban con él.
Estaba siendo integrado tan a menudo por gente a la que jamás había visto ni en
senso ni directamente que finalmente había tenido que hacer algo a 180 grados de su
vector habitual: integrar en sus bancos un programa selector que rechazaba las
llamadas de todos aquéllos que no estuvieran incluidos en una lista de proporciones
manejables. No cabía duda de que era la nova del momento en toda la Migración.
Incluso allí, entre las multitudes encapsulada que viajaban de nave a nave o se
limitaban a pasear por el espacio, D’mahl se sentía brillar con más fulgor que todas
las naves antorcha juntas, incluso en la propia interfase de hidrógeno, pues la mayor
parte de las personas cuya trayectoria los llevaba dentro de su campo visual le
saludaban con inclinaciones de cabeza o con sutiles miradas de soslayo.
Aquello casi compensaba el hecho de que no había sido Los holandeses errantes
lo que había desencadenado su nova, sino la pública decisión de arriesgarse a un viaje
de seis meses estándar con los sorbevacíos; lejos de la Migración, sin posibilidades
de integrarse con los bancos, aislado en su cuerpo y en su mente como un hombre
primitivo de la época anterior a la integración. Waller Nan Pei había logrado producir
el mismo efecto anunciando su suicidio con un mes de anticipación, pero apagó su
antorcha para siempre cuando se abstuvo de ponerlo en práctica. D’mahl sabía que ya
no le era posible echarse atrás.
Pasó flotando ante la Paradisio, aceptó los saludos de los pasajeros de una
lanzadera en ruta, rodeó la Ginza, cerró el regulador de su polarizador–g y aterrizó
suavemente de puntillas en la principal plataforma de entrada de la Brigadoon.
Recorrió rápidamente la repisa de rubí, cruzó la trémula, colapsó la burbuja y se
metió en el primer tubo de descenso para bajar a la galería de Jiz Rumoku en la
cubierta doce, preguntándose qué aspecto tendría en esta ocasión.
Gracias al aura de Jiz, la Brigadoon era la nave camaleón de la Migración.
Cubiertas enteras eran rediseñadas tan a menudo como los ocupantes de otras naves
solían rediseñar sus aposentos particulares. Las modas y novedades tendían a
difundirse desde la Brigadoon al resto de la Migración, del mismo modo en que se
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difundían desde la galería de Jiz a las cubiertas de su nave. Poco antes, una propuesta
de cambiar el nombre de la nave por el de Quicksilver había quedado a cincuenta
votos de ser aprobada.
Cayendo a través de las cubiertas, D’mahl vio más cambios de los que era capaz
de identificar sin recurrir a la integración de los diseños anteriores, y desde su última
visita a la Brigadoon sólo había transcurrido un mes estándar. La cubierta tres había
sido una zona residencial dispuesta en varios niveles en torno a un formal jardín de
rocas; en aquellos momentos era una laguna con casas flotantes. La cubierta seis
había sido un sinte del antiguo Tívoli; en aquellos momentos las atracciones estaban
situadas sobre placas–g de varios pisos, por encima de un enorme remolino de un
líquido almibarado con colores de arcoiris que giraba muy lentamente. La cubierta
nueve había sido un laberíntico ziggurat de viviendas festoneadas de hiedra; en
aquellos momentos era un desierto en miniatura con dunas de polvo de oro y de plata
estati–moldeadas que formaban una mágica filigrana de apartamentos como cavernas.
El tema del mes parecía ser la fluidez.
La cubierta doce era una estructura de energías multicolores. Los muros de las
tiendas y restaurantes eran pantallas trémulas tintadas en docenas de sutiles matices, y
la plaza central en torno al eje del tubo de la antorcha era una pradera constantemente
cambiante donde se movían a cámara lenta pelusoides azules, verdes, morados,
amarillos y magenta. El propio tubo de la antorcha era un espejo cilíndrico y casi
todo el mundo vestía trajes de espejo coloreados, ropas de bruma o capas de luz. Era
como hallarse en el interior de un arcoiris, y D’mahl sintió que no sintonizaba con sus
relativamente severos pantalones azules, pecho al descubierto y capa de oro.
La galería de Jiz Rumoku quedaba detrás de una cascada azul zafiro que se
desplomaba desde la mitad de la altura del curvado mamparo hasta un estanque de
niebla que se desbordaba sobre el suelo de la cubierta. D’mahl lo pisó, casi esperando
quedar empapado. Por fortuna, la cascada resultó ser un holo, pero con Jiz nunca se
sabía.
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—Tú que vas a morir nos saludas — dijo Jiz. Estaba tendida en un pelusoide
rosado, desnuda a excepción de unas deslumbradoras auroras de luz de amplio
espectro que realzaban pícaramente los senos y la ingle. El pelusoide rosa flotaba
describiendo una perezosa elipse hacia el centro de la galería, una superficie circular
definida por una pantalla trémula en torno a su circunferencia que se rizaba en
interminables variaciones del espectro. El techo era un holo de hirviente fuego
naranja, y el suelo un espejo de alguna sustancia blanda.
—Mejor por el fuego que por el hielo — contestó D’mahl —. Es mi divisa.
— Intercambiaron integraciones y D’mahl se halló tendido en el pelusoide, sintiendo
un resplandor eléctrico mientras su cuerpo cruzaba la galería y besaba los labios de
Jiz.
—Ir a sorber el vacío no encaja mucho con mi idea del fuego, Jof — observó Jiz
al tiempo que interrumpían simultáneamente su integración.
—¿Y esto? —inquirió D’mahl, extendiendo su brazo en un ademán que abarcó
casi toda la galería. Docenas de flotadoras, cuyos tamaños oscilaban entre unos pocos
centímetros cuadrados y más de tres metros de lado, se desplazaban por el lugar en
trayectorias al parecer aleatorias, exhibiendo objetos y efectos energéticos tales como
minúsculas piezas de joyería en polvo de gema estati–moldeado, cajas de
destellantes, vestidos de niebla, ajustadores, holopaneles (casi todos abstractos) y
unas esculturas ígneas muy llamativas. Las flotadoras eran de plex transparente, y
muy pocos de los «objetos» que había sobre ellas eran de materia pura.
—Preveo que la gente va a hartarse de la materia durante una temporada
— explicó Jiz, levantándose del pelusoide —. Después de todo, no es más que
energía congelada. La próxima nova será el flujo, la interfase materia–energía.
Expresa el espíritu de la antorcha, ¿no crees? Energía, protones, electrones, neutrones
y polvo de elementos pesados del medio interestelar para ser transmutados en aquello
que más nos plazca. Esta colección expresa el propio estado transmutativo.
—Me gusta ver a mi alrededor algunas cosas de contornos sólidos — objetó
D’mahl, no muy convencido.
—Ya verás que también tus aposentos serán básicamente interfase durante el
próximo mes estándar o así. Los sintonizarás.
—No, no lo haré, ¡oh creadora de la moda de mañana! — respondió D’mahl,
depositando un juguetón beso en sus labios —. Mientras el resto de la gente se pasa a
la transmutación, yo estaré ahí fuera, en el duro y frío vacío, donde la materia y la
energía saben cuál es su lugar y se mantienen en él.
Jiz frunció el ceño y le tocó la mejilla.
—Estás completamente decidido a hacerlo, ¿verdad? — dijo —. Meses y meses
encerrado en una horrible nave exploradora, sin integración, sin amantes, sin
cambios…
—Quizá no sin amantes, al menos — respondió jovialmente D’mahl, pensando
en Sidi. Pero advertía que Jiz estaba seriamente preocupada —. ¿Qué ocurre, Jiz?
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—¿Qué sabes de los sorbevacíos, en realidad?
—¿Qué hay que saber? Tripulan las naves exploradoras. Buscan planetas
habitables. Viven con la mayor sencillez imaginable.
—¿Has integrado algo acerca de ellos?
—No. Voy a llevarme una grabadora de senso, desde luego, y tendré que
utilizarme a mí mismo como principal punto de vista, de modo que no quiero ir allí
con prejuicios sensoriales.
—He integrado la sensohistoria básica de los sorbevacíos, Jof. Es lo único que
hay en los bancos. ¿No te preocupa?
—¿Acaso debería hacerlo?
—Intégralo, Jof.
—Ya te he dicho…
—Lo he oído. No quieres ir con prejuicios sensoriales. Pero, aun así, te pido que
lo integres. Yo lo he hecho, y creo que también tú tendrías que hacerlo. — Sus ojos
reflejaban una gran intensidad y su boca se había endurecido en su ideograma de
resolución. Cuando Jiz mostraba esta expresión, D’mahl había descubierto que
resultaba aconsejable seguir su vector, aunque sólo fuera para ahorrar tiempo.
—De acuerdo —asintió —. Por ti, estoy dispuesto a mancillar mi prístina
conciencia con los sórdidos hechos. Sorbevacíos, historia básica — subvocalizó.
Estaba de pie en una burbuja de observación contemplando una nave exploradora
que se dirigía hacia la interfase de hidrógeno. La exploradora era básicamente un
tubo de fusión del mismo tamano que los de las naves antorcha con una sola cubierta
toroidal situada en el centro y una burbuja que cubría el puente en la parte de lantera,
cerca de la admisión.
—Año 301 de la Migración — anunció una voz neutra —. La Migración envía su
primera nave exploradora. Con una tripulación de cinco voluntarios, es impulsada por
una antorcha de fusión convencional, a pesar de que su masa equivale apenas a una
décima parte de la de una nave antorcha. Aprovechando además el impulso debido a
la inercia de la Migración, esto le permite alcanzar rápidamente una velocidad
terminal de 0,87 luces.
D’mahl era un observador impersonal en las profundidades del espacio,
contemplando la nave exploradora por delante de la Migración. Otra nave
exploradora, y luego otra, y otra, y, finalmente, una profusión demasiado numerosa
como para contarla fácilmente, cruzaron la interfase de hidrógeno y se adelantaron a
la Migración, desviándose en ángulos de entre diez y treinta grados para originar una
formación cónica. El sector de espacio delimitado por el cono se volvió verde
brillante mientras la voz proseguía:
—Hacia el año 402, el número de naves exploradoras se elevaba a cuarenta y
siete y se había regularizado la pauta de exploración que aún hoy sigue vigente.
Alejándose hasta un año luz de la Migración y analizando a distancia los sistemas
solares desde este cono de visión ampliado, el sistema de naves exploradoras
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maximizó el número de planetas potencialmente habitables inspeccionados en un
tiempo dado.
D’mahl estaba sentado en el puente de una nave exploradora, escrutando el
espacio a través del plex. Cerca de él, dos hombres y una mujer con los pantaloncitos
azules de los sorbevacíos se afanaban en las consolas de los instrumentos.
—En el año 508 se introdujo otra innovación. — Un pequeño cohete salió
despedido de la nave exploradora, que enseguida comenzó a alterar su rumbo —. Las
naves exploradoras empezaron a enviar sondas de prospección hacia los planetas
potencialmente habitables, regresando de inmediato a la Migración.
D’mahl era un punto de vista en el espacio que contemplaba un estilizado
diorama de la Migración, una nave exploradora, una sonda y un sistema solar. La
nave exploradora se dirigía a la Migración, mientras que la sonda orbitaba en torno a
un planeta y transmitía un frente de ondas con la información recopilada. La nave
exploradora llegó a la Migración, que enseguida alteró su vector hacia el sistema
solar de la sonda. Entonces, la nave exploradora volvió a dejar la Migración para salir
al encuentro del frente de ondas enviado por la sonda.
—Dirigiendo el rumbo de la Migración hacia el sistema sometido a observación y
regresando luego a recibir el frente de ondas desde la nave exploradora, nuestro
actual sistema de exploración planetaria, plenamente desarrollado, maximiza el
número de sistemas solares investigados en un tiempo dado y minimiza el lapso de
recepción de informe para cada sistema solar de alta probabilidad.
D’mahl se hallaba a bordo de una nave exploradora, jugando al tenis en gravedad
cero con un atractiva sorbevacíos. Estaba ante un sencillo distribuidor seleccionando
su comida. Estaba tendido en una placa gravitatoria regulada en torno a 0,25g en su
reducida zona personal de descanso. Era una sorbevacíos haciendo el amor con un
hombre alto y musculoso en gravedad cero.
Los aposentos de las naves exploradoras aunque cómodos y adecuados para
mantener la salud física y mental, imponen ciertas penalidades a la tripulación debido
a la escasez de espacio — explicó la voz neutra —. Los bancos de integración son
muy limitados y no existen posibilidades de acceso a los bancos centrales de la
Migración. Los tripulantes de las naves exploradoras deben contentarse con sencillas
distracciones en propia carne. Todos los componentes de la Migración tienen una
deuda de gratitud hacia estos abnegados voluntarios.
Jofe D’mahl miró a Jiz Rumoku a los ojos y se encogió de hombros.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué me ha dicho esto que no supiera ya?
—Nada, Jof, ni un maldito detalle. Los sorbevacíos llevan más de medio milenio
saliendo al espacio en la carne, pasándose la mayor parte de la vida sin poder integrar
con los bancos de la Migración, prescindiendo de todo aquello que hace que la única
civilización humana existente sea como es. ¿Cuál es su vector kármico? ¿Qué hay en
el interior de sus cabezas? ¿Por qué se les llama sorbevacíos? ¿Por qué no hay nada
en los bancos aparte de esa cinta de historia elemental?
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—Evidentemente, porque nadie ha salido al espacio con ellos para realizar un
auténtico senso — respondió D’mahl —. Desde luego, no son precisamente la clase
de gente a la que se le ocurriría producir uno. Por eso mismo voy a ir yo, Jiz. Creo
que Bandoora tenía razón. Los sorbevacíos dan tema para un senso excepcional, y es
posible que sea el único tema virgen que nos queda.
La expresión de Jiz perdió un poco de su intensidad.
—Y el ego, claro, no tiene nada que ver con este asunto.
—El ego, claro, lo tiene todo que ver — replicó D’mahl.
Jiz le puso una mano en la mejilla.
—Ten cuidado, Jof —le rogó suavemente.
Conmovido, D’mahl posó su mano sobre la de ella y besó levemente sus labios,
sintiéndose, de alguna manera, como un primitivo apegado a la Tierra.
—¿A qué debería tenerle miedo? — dijo, con la misma ternura que ella.
—No lo sé, Jof, y no sé cómo averiguarlo. Eso es lo que me da miedo.
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Cortó la integración y ella le siguió a su cuerpo, muy por encima de la Migración.
—Hola, Jof. En verdad es una buena subida. — Le besó la mano con sus propios
labios —. Ten cuidado — dijo su propia voz. A continuación, interrumpió la
integración y D’mahl quedó solo en su carne mientras la lanzadera deceleraba para
atracar junto a la cubierta principal toroidal de la Bela–37.
—Ya hemos llegado —anunció el piloto —. Puede subir a bordo por la trémula
principal — D’mahl se despidió del piloto con un irónico saludo, activó su burbuja
de vacío, recogió su equipo y la grabadora de senso y salvó los escasos metros de
espacio que le separaban de la plataforma principal de entrada de la Bela–37.
Tras cruzar la trémula, le sorprendió encontrar una pequeña habitación semejante
a un armario en la que no se veía ningún tubo de descenso. En el mamparo más
alejado se abrió una puerta redonda para dejar pasar a un sorbevacíos alto y pálido.
—Hola, D’mahl. Soy Ban Nyborg — se rió sin alegría —. Esto es una esclusa de
aire — explicó —. Un dispositivo de seguridad.
Automáticamente, D’mahl integró la definición de la nueva palabra: cámara con
doble compuerta diseñada para permitir el acceso y la salida de la nave; dejó de
utilizarse al aparecer las pantallas trémulas.
—Muy pintoresco —comentó, siguiendo a Nyborg por la puerta.
—Si hay pérdida de energía, la trémula desaparece. De este modo, conservamos
el aire — dijo Nyborg, conduciendo a D’mahl por un triste pasillo color azul
pastel —. Es un pasadizo radial — añadió Nyborg —. Conduce al corredor circular
que rodea el tubo de la antorcha. Hay otros cinco radiales, tubos para ir y volver del
puente y nada más. Ésa es toda la nave.
Llegaron al corredor que circundaba el tubo de la antorcha, decorado en
desvaídos tonos de azul y amarillo, y recorrieron unos sesenta grados de su
circunferencia, pasando entre algunas consolas de instrumentos y otro corredor radial,
éste de color naranja. Luego, sesenta grados más y la mitad de un radial de color
verde hasta detenerse ante una sencilla puerta hecha de materia.
Nyborg abrió la puerta y D’mahl pasó al interior de un lúgubre cuartito. Había
una placa gravitatoria, una silla neumática azul, una gran cómoda de castaño sinteada,
una raída alfombra roja y, tras una puerta entreabierta, las instalaciones para el aseo.
El techo era de un gris oscuro y tres de las paredes eran de color castaño grisáceo. La
cuarta era un holo del abismo interestelar — estrellas como cabezas de alfiler y una
negrura que lo abarcaba todo —, encarado hacia la placa gravitatoria.
—Los aposentos de Bandoora — anunció Nyborg —. Los comparte con Sidi.
—Encantador —gruñó D’mahl —. Estoy conmovido.
—La nave dispone de tres frecuencias de integración: biblioteca, comunicaciones
y visual exterior. En estos momentos no puede acceder al puente, pero puede integrar
la partida en visual exterior. — Nyborg se volvió, abandonó la pequeña celda sin
formalismos y cerró la puerta a sus espaldas.
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D’mahl se estremeció. Las paredes y el techo parecían cerrarse sobre él como
para empujarlo hacia la realidad del holo. Se encontró escrutando el campo estelar,
inclinándose hacia él como si éste lo absorbiera.
Parpadeó, sintiendo la extrañeza de aquella sensación, y eso le hizo apartar su
atención del holo para dirigirla a su grabadora de senso. Debería empezar a registrar
todo aquello. Conectó la grabadora, introdujo un cartucho de microcinta de cien horas
de duración y sintonizó el aparato a su propio sensorio. Pero el momento de vértigo
inicial ya había pasado, y meramente se hallaba en un deprimente cuartito con un
gran holo del espacio en una pared.
D’mahl reguló la placa gravitatoria a 0,1g, justo lo imprescindible para
mantenerse en su lugar, y se tendió sobre el acolchado. También desde esta posición
volvió a encontrarse mirando el holo de las estrellas. ¿Realmente le gustaba a
Bandoora sentirse absorbido por aquella cosa?
Bandoora se integró con él, únicamente audio.
—Bienvenido a la Bela–37, D’mahl. Estamos a punto de atravesar la interfase.
Quizá le gustaría grabarlo.
—Gracias —respondió D’mahl, integrando la frecuencia de comunicaciones de la
nave —, pero preferiría grabarlo en carne desde el puente.
—Lo siento, pero en estos momentos el puente está fuera de límites para usted
— respondió Bandoora, y cortó la integración.
—¡Baba! —ladró D’mahl sin dirigirse a nadie, e integró, irritado, la frecuencia
visual exterior de la nave.
Era un incorpóreo punto de vista moviéndose a través de la silenciosa oscuridad
del espacio, carente de rozamiento. Era como hallarse dentro de una burbuja de vacío,
pero también era distinto, pues aquí estaba desconectado de todos los sentidos
externos e internos, salvo la vista. Descubrió que tenía la posibilidad de integrar
subfrecuencias que le permitían elegir la dirección visual, como si pudiera volver su
inexistente cabeza. Por debajo, la Migración era un joyel de luz infinitamente sutil
que iba encogiéndose lentamente en la negrura de terciopelo. Todos los demás
vectores quedaban dominados por la interfase de hidrógeno, un firmamento de
refulgente arcoiris que parecía envolverle completamente.
Era un impresionante espectáculo visual, pero la ausencia de las sutilezas propias
de un sensorio total le daba también un carácter un tanto patético, induciendo en
D’mahl una tristeza esquiva. A medida que el resplandor irisado de la interfase de
hidrógeno se aproximaba perceptiblemente, la tristeza se resolvió en un vector de
nostalgia cuando D’mahl se dio cuenta de que iba a perder toda posibilidad de
integrar los bancos de la Migración. Las energías de la interfase bloquearían el acceso
a los bancos mucho antes de que el desfase temporal o la atenuación de las señales se
convirtieran en factores a tener en cuenta. Era su última oportunidad para despedirse
de la multifacética realidad de la Migración antes de sumirse en el desconocido e
invariante vacío exterior.
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Cortó la integración con la frecuencia visual de la nave y pluri–integró la
multiplicidad de frecuencias de la Migración, como un moribundo que revisara en un
abrir y cerrar de ojos la pista con el sensorio de su vida antes de entregarla
definitivamente a los bancos del limbo.
Se irguió entre los árboles de cristal de su propio gran salón. Fue Dalta Reed
paseando en batea por el Lago de Sangre de la Lothlorien y fue Erna Ramblieu
haciendo el amor con John Benina en su terraza sobre el pasillo de la Danza Solar en
la Magic Mountain. Vio cómo era construida la Excelsior con los ojos de un soldador
que trabajaba en el casco, y experimentó brevemente la secuencia final de Los
holandeses errantes. Revivió la pista de su propio sensorio — haciendo el amor con
Jiz en una cubierta terrista, cinco años antes; instantes de una docena de fiestas;
bailando en una placa de gravedad cero, cuando era un muchacho; montando Los
holandeses errantes en su laboratorio —, comprendiendo de pronto que, junto con
todo lo demás, también iba a abandonar el mundo de sus propios recuerdos.
Finalmente, pasó por el cuerpo de Jiz Rumoku cuando ésta conducía al hombre del
traje de terciopelo verde a través de un holomarco del Ballet de la Mirada Lejana
representando El lago de los cisnes en gravedad cero, y entonces se cortó la
integración y se encontró tendido en la placa gravitatoria de la Bela–37, incapaz de
restablecerla.
Integró la frecuencia visual de la nave y se halló internándose en el omnipresente
resplandor de la interfase de hidrógeno, más allá de la etérea burbuja del propio
campo de admisión de la antorcha de la Bela–37. El arcoiris pequeño tocó al grande y
D’mahl quedó de pronto envuelto en gloria mientras el campo de la Bela–37 formaba
un bulto en el campo conjunto de la Migración, un bulto que encerraba a D’mahl y a
la nave y crecía hasta convertirse por un instante en una esfera cerrada de fuego en
todos los colores del espectro, para irrumpir enseguida a través de la interfase de
hidrógeno con una fuerza que conmovió el más profundo ser de D’mahl y lo mandó
girando vertiginosamente hacia la fría e inhóspita negrura del vacío sin límites.
D’mahl se estremeció, gruñó y cortó la integración. Durante un breve momento
de pánico, creyó que había quedado de algún modo atrapado en el abismo cuando al
regresar la visión a su carne se encontró contemplando el holo del espacio interestelar
que ocupaba toda la pared ante él.
El tubo de ascenso llegó a su fin y Jofe D’mahl salió flotando de su interior hacia el
puente circular de la Bela–37. El puente era una burbuja de plex junto a la proa de la
nave, rodeada de consolas e instrumentos hasta la altura de la cintura pero, por lo
demás, completamente abierta a la visión del vacío interestelar. A proa, el campo de
admisión de la nave formaba una interfase de hidrógeno en miniatura; a popa, la
Migración se divisaba como un disco chispeante envuelto en un telón de fuego
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etéreo. Aparte de eso, nada más parecía vivir ni moverse en absoluto en aquella
eterna inmensidad.
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—¿No hay modo de escapar a ello? — murmuró D’mahl, medio para sí, medio
dirigiéndose a Haris Bandoora, que le había visto emerger del tubo de ascenso con
aquellos ojos insondables y una irónica y enigmática sonrisa.
—Se pasan ustedes la vida tratando de escapar de ello — respondió Bandoora —,
y nosotros nos pasamos la vida empapándonos de ello, porque sabemos que en
realidad no existe modo de escapar. De una u otra forma, nuestras vidas están
dominadas por el vacío.
—Hable por usted, Bandoora — dijo D’mahl —. Ahí fuera sólo hay una realidad.
— Se llevó el índice a la frente —. Aquí hay infinitas realidades.
—Mera ilusión —declaró una voz femenina a sus espaldas. D’mahl se volvió y
vio a Sidi, cónicos pechos desnudos, cuerpo musculoso, perfecto, opacos ojos de
sorbevacíos, una representación fría y abstracta de la belleza femenina.
D’mahl le sonrió.
—Lo que es —afirmó—, es real.
—En el lugar del que usted viene — objetó Sidi —, nadie sabe lo que es real.
—La réalité c’est moi — dijo D’mahl en francés antiguo. Cuando vio que Sidi y
Bandoora se le quedaban mirando con aire de incomprensión, sin integrar la
traducción, incapaces de integrarla, sintió un pungente destello de soledad. Un adulto
entre chiquillos. Un hombre civilizado entre primitivos. Y allí lejos… allí lejos…
Se esforzó para apartar tales pensamientos de su mente y desviar su mirada del
vacío que todo lo envolvía, y se aproximó a una de las consolas de instrumentos ante
la cual una esbelta mujer con el cráneo afeitado y sin teñir manipulaba unos controles
desde su asiento.
—Le presento a Areth Lorenzi — dijo Bandoora —. Está fijando la secuencia de
barrido de nuestro sensor gravitatorio de alcance máximo. Incluso en una misión
como ésta, explorando automáticamente una esfera de veinte años luz en busca de
nuevas estrellas con sistema planetario. Es la máxima distancia a la que podemos
detectar un cuerpo con la masa aproximada de la Tierra.
La mujer se volvió y D’mahl vio un rostro surcado por la edad. Había arrugas en
torno a sus ojos y en las comisuras de sus labios e incluso se insinuaban en sus
mejillas, y aunque ello ya resultaba extraordinario de por sí, eran sus profundos ojos
de un azul claro los que describían con más elocuencia su edad, el incalculable
volumen de cosas que habían visto.
—¿Con qué frecuencia suelen detectar tales cuerpos? — preguntó D’mahl para
mantener la conversación.
Algo pareció encenderse en aquellas límpidas profundidades. Por un instante, la
mujer miró a Bandoora por encima del hombro de D’mahl.
—Es cosa… bastante frecuente — respondió, volviendo a enfrascarse en su
trabajo.
—Y, finalmente, le presento a Raj Doru — prosiguió Bandoora, apresurándose a
señalar al otro sorbevacíos que había en el puente: un hombre moreno, achaparrado y
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de fuerte complexión con una boca feroz, prominente nariz aguileña y unos ardientes
ojos marrones que miraban ceñudamente bajo sus cejas afeitadas. Estaba de pie, con
los brazos en jarras, contemplando desdeñosamente a D’mahl.
—Lo que es, es real — repitió ácidamente —. ¿Qué sabe acerca de la realidad,
Jofe D’mahl? En toda su vida no se ha enfrentado nunca a la realidad del universo.
¡Siempre escondido tras su interfase de hidrógeno, su integración y sus fantasías de
masturbación mental! El vacío le encogería el alma hasta reducirla a un punto
insignificante y la barrería de la existencia.
—¡Raj! —le advirtió Bandoora. Hubo un choque de energía psíquica cuando
ambos sorbevacíos se enfrentaron, intercambiando furiosas miradas durante un largo
instante.
—Dejemos al gran D’mahl que sorba un poco de vacío, Haris, veamos…
—Cada cosa en su momento — le interrumpió Bandoora —. Aún no ha llegado
la hora.
—Raj es un hombre impaciente — observó Sidi.
—Rasgo peculiar para un sorbevacíos — comentó secamente D’mahl. Aquella
gente estaba comenzando a irritarle. Parecían obsesivos, sin sentido del humor e
incapaces de sintonizar con su propio núcleo interior, como si la nada en que
constante y fanáticamente chapoteaban hubiera vaciado sus centros y los hubiera
llenado de ella misma.
D’mahl alzó la vista y volvió a contemplar la estrellada oscuridad del abismo,
preguntándose si aquel eterno frío acabaría también filtrándose hasta su propio
corazón, si tal vez la mente humana resultaba sencillamente incapaz de abarcar tanta
nada sin perder el control de su propio vector.
—Aquí, la paciencia es una virtud indiferente — intervino Areth.
No parecía un pensamiento muy consolador.
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¿Qué hace esta gente para pasar el tiempo?, se preguntó Jofe D’mahl mientras
paseaba nerviosamente por el corredor que circundaba el tubo de la antorcha por lo
que le parecía la milésima vez.
Una semana a bordo de la Bela–37 y estaba enfermo de aburrimiento. Su
capacidad de disfrutar jugando al ajedrez y al tenis en gravedad cero tenía un límite,
como la de interesarse por las cintas de referencia de la nave, cincuenta pornos poco
convincentes, un centenar de sensos clásicos (entre los que figuraban cuatro de los
suyos, como le complació comprobar) y un interminable catálogo de informes de
exploración mortalmente aburridos.
«Aquí, la paciencia es una virtud indiferente», había dicho Areth Lorenzi. A
D’mahl le parecía la única virtud posible en aquellas circunstancias, y sus reservas de
ella estaban agotándose a pasos agigantados.
Hacia arriba, oyó un rumor de pies descalzos que descendían por un corredor
radial, y al cabo de un momento su vector interceptó al de Sidi, que avanzaba
hermosa y fríamente en su dirección como un robot de carne sinteada. Hasta la
atracción que había sentido inicialmente hacia ella comenzaba a desvanecerse. Dentro
de su desnudez de belleza abstracta, parecía tan desconectada como los demás de
cualquier realidad que se pudiera compartir.
—Hola, D’mahl —le saludó, remota —. ¿Ha encontrado buen material para un
senso?
D’mahl emitió un bufido.
—Si le parece que un cartucho y cuarto de aburrimiento grabado es material
interesante… — respondió —. Bandoora me prometió algo trascendental. ¿Dónde
está?
—¿No ha mirado a su alrededor?
D’mahl miró hacia arriba, hacia el espacio más allá del techo transparente.
—¿Eso? También puedo verlo desde mi gran salón.
—Espere.
—¿Qué he de esperar?
—La llamada.
—¿Qué llamada?
—Cuando venga, la conocerá — respondió Sidi, y se alejó por el corredor.
D’mahl meneó la cabeza. De Doru, hostilidad; de Bandoora, metafísica barata; de
Nyborg, algún gruñido ocasional; de Areth Lorenzi, unas cuantas partidas de ajedrez
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prácticamente en silencio. Sólo le faltaban las adivinanzas de Sidi. ¿Acaso era
aquello todo lo que tenían? ¿Unas cuantas peculiaridades en torno a un núcleo de
vacío interior? ¿Nada salvo sus propias obsesiones entre ellos mismos y el
aburrimiento eterno? Podría servirle de tema para un senso razonablemente
interesante, si es que lograba encontrar la forma de dramatizar la vacuidad. Suspiró.
Por lo menos, eso le planteaba un válido problema artístico con el que poder
distraerse.
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—¿Por qué?
—Absorbemos el vacío — contestó Nyborg.
—¿Quiere decir que no les importa la misión? ¿No están dedicados a la búsqueda
de un nuevo mundo vivo?
—Baba —murmuró Nyborg despectivamente —. Las naves exploradoras no
necesitan tripulantes. Pueden funcionar por sí solas. Somos nosotros quienes las
necesitamos para llegar hasta el vacío.
Deliberadamente, comenzó a fingir un gran interés por lo que estaba haciendo, y
D’mahl no logró arrancarle ni una sílaba más.
—¿Cuánto tiempo lleva saliendo en las naves exploradoras, Areth? — quiso saber
Jofe D’mahl, apartando la vista de su desesperanzada posición en el tablero.
—Alrededor de un siglo y medio — respondió Areth Lorenzi, sin dejar de
estudiar su próximo movimiento. Como siempre, se limitó a contestar escuetamente.
—Tiene que estar verdaderamente dedicada a la misión para haber pasado una
vida tan larga en medio de la nada — observó D’mahl, intentando sacarle algo a
aquella mujer. Sus ojos sugerían mucho, pero su boca decía muy poco.
—Siempre he oído la llamada.
—¿Qué es esta llamada de la que todo el mundo habla?
—El vacío llama, y para los que reciben la llamada no hay nada más que el vacío.
¿Cree que nuestras vidas son un sacrificio por el bien común de la humanidad?
—¿Acaso no lo son?
Areth Lorenzi le miró con sus viejos ojos cristalinos.
—No desafiamos el vacío para tripular las naves exploradoras; tripulamos las
naves exploradoras para llegar al vacío. No sacrificamos nada, excepto la ilusión.
Vivimos con la verdad. Vivimos para la verdad.
—¿Y la verdad les hace libres? — preguntó maliciosamente D’mahl. Pero la
mujer no comprendió su referencia, pues no le era posible integrarla.
Areth bajó de nuevo la vista. En su voz apareció una nota de amargura.
—La verdad es: ningún ser humano es libre. — Movió la torre para amenazar
simultáneamente al rey y a la dama —. Jaque mate en tres jugadas, D’mahl.
D’mahl encontró a Haris Bandoora a solas en el puente mirando hacia la popa, hacia
el lugar en que la Migración había sido visible hasta poco antes como un minúsculo
disco de luz entre las estrellas. En aquellos momentos, la Migración, si es que aún era
visible, no era más que un punto de luz perdido entre un millón de puntos iguales. La
Bela–37 parecía inmovilizada en una negra inmensidad de cristal salpicada de motas
destellantes, un universo abstracto de dudosa realidad.
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Un escalofrío de temor recorrió a D’mahl, una punzada de la más profunda
soledad. Incluso la presencia del enigmático y remoto Bandoora le parecía un faro de
calidez humana en aquella noche muerta.
—Abrumador, ¿no? —dijo Bandoora, volviéndose al oír los pasos de D’mahl —.
Cien millones de estrellas, quizás otros tantos planetas, y aún así toda la galaxia no es
más que una partícula de materia que flota en una nada infinita. — Había una extraña
sugerencia de ternura en aquellos oscuros ojos sin fondo, casi un velo de lágrimas —.
¿Qué somos en realidad, D’mahl? En otro tiempo, fuimos parte de una insignifiicante
anomalía llamada vida que contaminaba una mota de polvo que giraba en torno a una
partícula de matería perdida en una minúscula nube de partículas, en sí misma apenas
una pequeña impureza en el vacío universal. Ahora ni siquiera somos eso…
—Somos la parte que importa, Bandoora — arguyó D’mahl.
—¿A quién? —replicó Bandoora, señalando el vacío con un ademán —. ¿A eso?
—A nosotros mismos. A cualesquiera otros seres dotados de conciencia que
puedan vivir en algún planeta en torno a cualquiera de esas estrellas. La conciencia es
lo importante, Bandoora. El resto no es más que un fondo. — D’mahl se rió
huecamente —. Si esto es un solipsismo, saquémosle el mejor partido.
—Si supiera…
—Si supiera ¿qué?
Bandoora le dedicó una irónica sonrisa.
—Ya lo sabrá —le prometió —. Por eso ha venido hasta aquí. No podemos
reservárnoslo para siempre.
—Qué…
—He oído la llamada, Haris. — Raj Doru había subido al puente y se aproximó
rápidamente a Bandoora, con ojos febriles y una languidez desacostumbrada en su
actitud.
—¿Cuándo? —preguntó Bandoora con voz resuelta.
—Ahora.
—¿Cuánto tiempo?
—Veinticuatro horas.
Bandoora se volvió y siguió a Doru hacia el tubo de descenso.
—¿Qué es todo esto? — quiso saber D’mahl, saliendo en pos de ellos.
—Raj va a absorber vacío — dijo Bandoora —. Ha oído la llamada. ¿Quiere
ayudarme a preparar su salida?
Ante la redonda puerta de la esclusa de aire, Raj Doru retiró de su percha un arnés
con burbuja de vacío e impulsor, se lo ajustó, sacó del armario un frasco de agua y un
estuche de raciones y los enganchó al cinturón de sus pantalones cortos. Sus ojos
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contemplaban una insospechada realidad con la que D’mahl no sabía cómo
sintonizar.
—¿Qué está haciendo, Doru? — inquirió.
Doru no respondió; ni siquiera parecía advertir la presencia de D’mahl.
—Póngase una burbuja y véalo usted mismo — le sugirió Bandoora, retirando
dos arneses de sus perchas y entregándole uno de ellos.
D’mahl y Bandoora se ajustaron los arneses. A continuación, Bandoora abrió la
puerta de la esclusa de aire y los tres hombres pasaron a su interior. Activaron sus
burbujas. Bandoora cerró la puerta por la que habían entrado y los tres cruzaron la
trémula hacia la plataforma de entrada de la nave exploradora.
Fuera, en la estrecha repisa metálica, D’mahl se sintió completamente abrumado
por la negra inmensidad, el agujero infinito sobre el que la nave se mantenía
precariamente suspendida. No tenía nada que ver con el panorama desde el mirador
de su gran salón, pues aquí no había ninguna reunión de naves, ni siquiera la estela de
un tubo de antorcha que pudiera suavizar el impacto del abismo sobre su alma. Aquí
sólo había una minúscula nave, las abstractas estrellas, tres pequeños hombrecitos…
y una infinidad de nada. D’mahl se vio asaltado por un vértigo que perforó el núcleo
más íntimo de su ser.
—Veinticuatro horas, Haris — integró Doru por la frecuencia de comunicaciones.
Extendió ambos brazos, conectó su polarizador gravitatorio y se lanzó de un salto
hacia la negrura del abismo interestelar.
—¿Qué está haciendo? — gritó D’mahl con su voz. Dándose cuenta de ello,
integró la pregunta a Bandoora mientras Doru comenzaba a adquirir velocidad y se
empequeñecía en la oscuridad siguiendo un vector perpendicular a la trayectoria de la
nave.
—Va a absorber vacío durante veinticuatro horas — integró Bandoora —. Está
respondiendo a la llamada. Se irá lo bastante lejos como para perder de vista la nave y
permanecerá allí durante un día estándar.
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Doru ya no era más que una vaga forma que se movía sobre el trasfondo del
campo estelar. Bajo la mirada de D’mahl, la forma se convirtió en un puntito amorfo.
—¿Y qué va a hacer allí? — preguntó en voz baja a Bandoora, sintiendo que lo
recorría un estremecimiento.
—Lo que ocurre entre un hombre y el vacío queda entre un hombre y el vacío.
—¿Es… seguro?
—¿Seguro? Lo tenemos fijado, y todavía sigue dentro del cono de nuestra
interfase. Su cuerpo está seguro. Su mente… Eso queda entre Raj y el vacío.
D’mahl ya no alcanzaba a distinguir a Doru en absoluto. El sorbevacíos se había
desvanecido… en el vacío.
D’mahl contuvo mentalmente el aliento, dándose cuenta de que se estaba
perdiendo la única grabación interesante que se le había presentado en todo el viaje.
Trató de integrar a Doru a través de la frecuencia de comunicaciones de la nave, pero
lo único que obtuvo fue una señal de rechazo.
—¡Tengo que grabar esto, Bandoora! Pero rechaza la integración.
—Ya se lo he dicho: lo que ocurre entre un hombre y el vacío queda entre ese
hombre y el vacío. El único modo en que podrá conseguir un senso de esta realidad,
D’mahl, es experimentándola usted en su propia carne e integrándose usted mismo.
D’mahl estudió los fríos y calmos ojos de Bandoora. Luego, su mirada se vio
atraída hacia la negra y estrellada profundidad en que Doru había desaparecido. A la
que Doru se había entregado voluntaria e incluso extáticamente. El miedo y la
fascinación se confundían dentro de él. Se trataba de una experiencia cuya mera
contemplación hacía que le temblaran las rodillas, se aceleraran los latidos de su
corazón y un viento frío azotase su alma. Y al mismo tiempo se trataba de una
experiencia cuyos parámetros no podía predecir ni sondar, algo que jamás había
hecho ni soñado hacer; una cosa que yacía en el núcleo mismo de los sorbevacíos y
los distinguía de los demás hombres. Una cosa, por tanto, que constituía el corazón
del senso a causa del cual se había sometido a interminables meses de aburrimiento.
Una cosa, por tanto, con la que debía enfrentarse inevitablemente.
—¿Por qué lo hacen? — Desvió su mirada del abismo para dirigirla a Bandoora.
—Cada uno tiene su propia razón — integró el sorbevacíos —. La llamada
adopta múltiples formas. — Esbozó una sonrisa de conocedor —. Está comenzando a
oírla en su propio idioma, D’mahl — añadió.
D’mahl sintió un escalofrío, pues era cierto que en lo más profundo de su ser
empezaba a percibir aquel canto de sirena, una música remota desde los confines del
más allá interior.
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Areth, Sidi y, finalmente, Bandoora, se habían entregado al vacío; Areth y Nyborg
por dos veces cada uno. Ninguno de ellos le había permitido integrarlo ni había
querido comentar luego la experiencia, y todos habían regresado sutilmente
cambiados. Doru parecía haberse purgado de gran parte de su agresividad; Nyborg se
había vuelto aún menos conversador, casi catatónico; Areth parecía ligeramente
rejuvenecida y tal vez un poco menos distante. Por su parte, Sidi se dedicaba a
ejercitarse compulsivamente, hasta caer rendida, cubierta de sudor, y entonces se
acariciaba a sí misma hasta alcanzar un éxtasis tántrico en el que se aislaba por
completo durante horas. No veía ningún denominador común, salvo el hecho de que
cada salida sucesiva le había hecho sentirse mucho más aislado en la Bela–37, mucho
más solo, mucho más curioso acerca de lo que sucedía entre la mente humana y el
vacío. En aquellos momentos, cuando el último de los tripulantes había salido ya,
D’mahl sentía aproximarse la culminación del proceso, el monótono acorde que
llenaba su ser con sus armónicos de onda estática.
—¿La oye, Jofe D’mahl? — dijo a su lado la suave voz de Areth Lorenzi —.
¿Oye por fin la llamada?
—No sé bien qué oigo — respondió D’mahl, sin apartar la mirada de las
inmensidades del otro lado del plex —. Tal vez lo que oigo sea mi propio ego
llamándome. Tengo que grabar una absorción de vacío o este viaje habrá sido una
pérdida de tiempo.
—Es la llamada —dictaminó Areth —. Lo he visto muchas veces. A cada uno le
llega siguiendo su propio vector natural.
Haciendo un esfuerzo, D’mahl se volvió hacia ella.
—Están ocultándome algo — dijo —. Me doy cuenta. Lo sé.
Esta vez fue Areth la que habló sin mirar sus ojos, traspasados por el abrumador
vacío.
—Es cierto —respondió —. El vacío en el centro de todo. La verdad con la que
vivimos y que ustedes no admiten.
—¡Basta ya de afirmaciones crípticas! — estalló D’mahl —. ¿Cuál es esta verdad
cósmica con que no dejan de atosigarme?
—Para saberlo, antes debe probar el vacío.
—¿Por qué?
—Para saber esto, antes debe responder a la llamada.
De la garganta de D’mahl brotó un gruñido inarticulado de ira y frustración.
—¿Cree que no me doy cuenta del juego que se traen entre manos?
— preguntó —. ¿Cree que no sé lo que están haciendo? Pero ¿por qué? ¿Por qué este
interés en que salga a sorber vacío? ¿Por qué me han hecho venir con ustedes, para
empezar?
—Por ser usted quien es, Jofe D’mahl — respondió Areth —. Por Los holandeses
errantes. Porque tal vez sea la persona que buscábamos. Porque quizá pueda
compartir la verdad y quitarnos este peso de nuestras almas.
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—Ahora son halagos, ¿verdad?
Areth volvió el rostro hacia él, y D’mahl casi retrocedió al ver la carga de dolor,
desesperación y súplica en sus ojos.
—No halagos —dijo—. Esperanza. Le ruego, como un ser humano a otro, que
nos ayude. Bandoora no es capaz de rogar, pero yo sí. Levante nuestra carga, D’mahl.
Atienda la llamada y levante nuestra carga.
Incapaz de enfrentarse a aquellos ojos, D’mahl miró hacia la negrura moteada de
estrellas. Ya no se distinguía a Bandoora, pero allí fuera había en verdad algo que le
hacía señas con una mano invisible, que le llamaba con una voz no audible. Aun su
propio miedo parecía ser parte de ello, pues le desafiaba a enfrentarse al vacío del
exterior y al vacío de su interior, y a elaborar algo con él si tenía la grandeza de alma
de atreverse.
—De acuerdo —dijo suavemente a Areth… y a Bandoora, a todos ellos, a lo que
esperaba más allá de la burbuja de plex del puente —. Ustedes ganan. Cuando
Bandoora regrese, responderé a su maldita llamada. Como dije una vez, no tengo
nada que hacer más que atreverme.
Pero el hombre que lo había dicho parecía pertenecer a un tiempo remoto y a un
lugar muy lejano.
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Migración, las había perdido todas de vista momentáneamente. Entonces miró hacia
atrás.
La Bela–37 era un pequeño cilindro de metal que se alejaba lentamente hacia la
estrellada oscuridad. Las cinco minúsculas figuras de la plataforma de entrada
oscilaban precariamente al borde de la visibilidad y pronto se confundieron con la
silueta amorfa de la nave de exploración. No existía nada más que pareciese real.
Únicamente el cada vez más pequeño cilindro metálico, sola obra del hombre en toda
aquella nada. D’mahl se estremeció y giró la cabeza. En cierto modo, la visión del
vacío absoluto le resultaba menos terrorífica que la de su último contacto con las
cosas humanas desvaneciéndose en la oscuridad.
No miró hacia atrás durante un largo tiempo. Cuando lo hizo, su universo ya no
tenía atrás ni adelante ni lados, ni arriba, ni abajo. A su alrededor, todo era un infinito
agujero negro salpicado de estrellas carentes de significado, y todas las direcciones le
parecían «abajo». Su mente se tambaleó, comenzó a dar vueltas y rechazó este
imposible dato sensorial. La polaridad se invirtió, de modo que todo aquel universo
de estrellas y nada pareció colapsarse sobre él, dejándolo sin aliento. Aulló, cerró los
ojos y se perdió en el torbellino cuatridimensional de su propio vértigo.
Al tacto, desconectó el polarizador gravitatorio, arrastrado por el remolino de su
propio vacío mental, succionado en una caída en espiral hacia incomprensibles
laberintos de total desorientación.
Le parecía hallarse empotrado en una clara sustancia cristalina e inmóvil,
envuelta a su vez por un impenetrable muro negro sobre el que estaban pintadas las
estrellas. Nada se movía, nada ocurría; no se podía decir que pasara el tiempo. Era la
misma esencia de la tranquilidad: calmante, eterna, serena.
D’mahl suspiró. Sintió que sus tensos músculos se relajaban y su mente flotaba en
libertad. Derivó en el vacío como un embrión inmortal dentro de una eterna bolsa
amniótica, esperando no sabía que.
Ni le importaba.
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El tiempo no pasaba, pero existía duración. D’mahl flotaba en el vacío y
esperaba. Tuvo sed y la sació, y siguió esperando. Tuvo hambre. Mordisqueó una
ración y siguió esperando. Poco a poco, fue haciéndose consciente de los latidos de
su propio corazón, de la palpitación de la sangre en sus venas, y siguió esperando. La
conciencia cinestésica de sus funciones corporales se desvaneció, y siguió esperando.
Nada se movía. Nada vivía. Nada cambiaba. El silencio era eterno. Lentamente,
gradualmente, con infinita sutileza, la percepción que D’mahl tenía de su entorno
comenzó a cambiar de nuevo. La acogedora ilusión de hallarse encerrado en una
suspensión cristalina dentro de una realidad finita delimitada por un fondo pintado de
estrellas y negrura comenzó a ceder bajo la inexorable presión del tiempo sin
duración y la contemplación forzada. La transparente sustancia cristalina del espacio
se disolvió en la nada desde la cual su mente la había conjurado y, con ello, las
estrellas dejaron de ser puntos de pintura en una pared lejana para convertirse en
partículas de materia incandescente infinitamente alejadas, más allá de vastos golfos
de nada absoluta. La sobrecogedora negrura no era el muro pintado de una realidad
de bolsillo, sino la más profunda ausencia de todo — luz, calor, sonido, movimiento,
color, vida —, una ausencia que se prolongaba interminablemente, sin límites que le
dieran forma ni duración que le diera significado.
Aquello era el vacío, y estaba en él.
Extrañamente, D’mahl descubrió entonces que su mente era capaz de abarcar
aquella implacable percepción de la realidad, por sobrecogedora y terrorífica que
pudiera ser, sin necesidad de escudarse en ilusiones perceptivas. La infinita duración
le había despojado de la capacidad de mantener tales ilusiones y, entre el pánico
balbuceante y una fría y desprendida aceptación de la única realidad que podía
mantener, su mente había elegido el desprendimiento.
Existía, y existía en el vacío. Ésta era la realidad. Se movía, y todo lo demás era
estático. Eso era real. Oía el sonido de su propia respiración, y todo lo demás era
silencio. Ésta era la ineludible verdad. Percibía la forma de su cuerpo como la
interfase entre su realidad interior y la nada exterior, y todo el resto era una amorfa
eternidad de espacio y tiempo. Eso era el vacío. Eso era el universo. Ésa era la
realidad fundamental. Ésa era la realidad de la que los hombres huían para buscar
refugio en la religión, en sus sueños, en el arte, en la poesía, en la filosofía, en la
metafísica, en la literatura, en las películas, en la música, en la guerra, en el amor, en
el odio, en la paranoia, en el senso y en la integración. En la infínita variedad de
realidades interiores.
Más allá de las realidades de la mente no existía otra cosa que la nada sin forma
ni final, levísimamente contaminada con partículas de materia. Y el hombre no era
más que el aleatorio resultado final de una cadena de improbables colisiones al azar
entre aquellas partículas contaminantes. El vacío no sabía ni se preocupaba. El vacío
no existía. Era la inexistencia eterna e infinita que empequeñecía y abarcaba todo lo
existente.
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D’mahl flotaba en este abismo de no ser y duración continuada, y el vacío
empezó a insinuar tentáculos de su no ser en la interioridad de su ser, en su núcleo
más esencial, hasta que se reflejó en un vacío interior.
Jofe D’mahl se vivenció como una fina cáscara de ser en torno a un núcleo de
nada que flotaba en otra nada que se prolongaba sin tiempo ni forma por toda la
eternidad. Era la interfase, del espesor de un átomo, entre el vacío exterior y el vacío
interior. Era una anomalía en la nada; una ocurrencia casual donde la nada, redoblada
sobre sí misma, había producido un algo: conciencia, ser, la propia vida. No era nada
y era todo lo que había. Era la interfase. No existía. Lo era todo.
Durante un nuevo lapso sin tiempo, Jofe D’mahl existió como una burbuja de
conciencia en un mar de nada, un aleatorio fragmento de materia reconducida a un
estado que ella misma se complacía en llamar vida, un lugar de sensación dentro de
una nada que no conocía sensaciones ni se conocía a sí misma. Había pasado más allá
del terror, más allá del orgullo, más allá de la humildad, hasta una realidad donde
tales conceptos carecían de significado, donde nada tenía significado, ni siquiera el
propio significado.
Intentó imaginar otras burbujas de conciencia agitándose en el vacío perdurable;
en la Bela–37, en las naves de la Migración, en los planetas desconocidos que tal vez
orbitaran en torno a aquellos abstractos puntos de luz, impurezas en la estéril
perfección del abismo. Pero allí afuera, en el auténtico vacío, en aquella interminable
matriz de no ser, la idea de que la conciencia, e incluso la propia vida, fueran otra
cosa que el improbable resultado de una cadena única y delicada de interacciones
aleatorias entre pedacitos de nada denominados «materia» parecía desesperantemente
insustancial y patéticamente antropocéntrica. Una posible sucesión de improbables
acontecimientos daba lugar a la vida, y todas las demás conducían otra vez a la nada.
Un error por parte del inexistente destino y el improbable conjuro se rompía.
Lo extraño no era que la vida hubiera surgido tan aisladamente, sino que hubiera
surgido en absoluto.
D’mahl flotó en la negrura del abismo, en el mar sin tiempo del no ser,
aferrándose al salvavidas de una incontrovertible verdad. Yo soy, pensó, yo existo, y
todo pensamiento que haya tenido, toda realidad que haya existido en mi mente,
existen también. Tal vez esto sea la realidad directa, pero todo lo que es, es real.
Fría, calmada y casi serenamente, Jofe D’mahl esperó en la silenciosa oscuridad
inmóvil la señal de regreso de la Bela–37, la llamada para volver desde el no ser del
vacío a la frágil multiplicidad de los mundos del hombre.
Habían salido todos a recibirle a la plataforma de entrada con sus burbujas de vacío.
Sin decir palabra, le acompañaron al interior de la nave exploradora, con ojos que
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hablaban del nuevo lazo que se había creado entre ellos. De forma extrañamente
ceremoniosa, escoltaron a D’mahl hasta el comedor de la nave. Bandoora le hizo
tomar asiento ante uno de los lados más cortos de una de las mesas rectangulares, y a
continuación se sentó al otro lado, de cara a él. Los demás se acomodaron en los
lados largos. Habría sido discutible cuál de los dos ocupaba la cabecera de la mesa de
no ser porque la pared a espaldas de Bandoora estaba formada por otro de los
interminables holos del espacio que abundaban en la nave exploradora. Éste
representaba una panorámica de la galaxia vista desde un remoto punto del vacío
intergaláctico, y rodeaba la cabeza de Bandoora con un halo de negrura y estrellas.
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—Ahora que ya se ha enfrentado al vacío, Jofe D’mahl — comenzó Bandoora
con solemnidad —, está preparado para compartir la verdad.
Una mezquina inquietud comenzó a disolver la realidad de la reciente experiencia
de D’mahl en la primera línea de su conciencia. Aquello empezaba a parecerse a una
especie de ridícula ceremonia. ¿Acaso iban a considerar su experiencia en el exterior
de la nave como la iniciación a una absurda religión, llena de encantamientos,
secretos tribales, y con Bandoora como sumo sacerdote?
—Diga lo que tenga que decir, Bandoora — contestó —. Pero ahórrese las
formalidades, por favor.
—Como usted quiera, D’mahl — dijo Bandoora. Sus ojos se endurecieron y
parecieron reflejar negros destellos de vacío del holo estelar que había tras él —. Lo
que ha ocurrido entre usted y el vacío queda entre usted y el vacío. Pero usted mismo
lo ha sentido. Y nuestros instrumentos nos lo han estado confirmando durante medio
milenio.
—Confirmando, ¿qué? — musitó D’mahl, pero el temblor de su voz no le
permitió ignorar aquella horrible premonición que había surgido en su conciencia
desde el vacío interior.
—Tenemos instrumentos mucho más avanzados de lo que jamás les hemos dicho
— anunció Bandoora — y hace mucho tiempo que los tenemos. Hemos reconocido
con el sensor gravitatorio decenas de miles de estrellas, no miles. Hemos encontrado
miles de planetas, no centenares. Hemos encontrado centenares de planetas con
parámetros terrestres que orbitaban en zonas habitables, no docenas. Les hemos
mentido, D’mahl. Llevamos siglos mintiéndoles.
—¿Por qué? —susurró D’mahl, sabiendo ya la respuesta, oyéndola gritar desde el
holo tras la cabeza de Bandoora, desde los opacos ojos del sorbevacíos, desde el
vacío del exterior.
—Ya sabe por qué —respondió secamente Doru —. Porque sólo son masas de
gas y rocas muertas. Más de setecientos, D’mahl.
—De acuerdo con todos los parámetros que nuestros científicos pueden definir,
todos ellos deberían estar rebosantes de vida — intervino Areth Lorenzi —. Durante
siglos hemos mantenido la esperanza de que el próximo planeta, o el siguiente,
desmentiría la única conclusión posible. Pero no hemos hallado ni siquiera un
microbio en ninguno de ellos. Hemos perdido toda esperanza.
—Como máximo, hemos podido descubrir moléculas de proteínas en alguna
ocasión — gruñó Nyborg —. Quizás en un planeta de cada ochenta.
—Pero las sondas no pueden…
—¡Las sondas! —se burló Doru —. Las sondas no son más que otra ilusión para
protegerlos a ustedes. Tenemos microespectógrafos capaces de detectar una molécula
de ADN a diez años luz de distancia, y los hemos tenido desde hace siglos.
—Ya hemos comprobado que 997–Beta–II es un planeta muerto — dijo Sidi —.
Lo sabíamos antes de enviar nuestro informe al Consejo de Pilotos. Toda esta misión,
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al igual que cientos de otras anteriores, es sólo un gesto vacío.
—Pero ¿por qué nos han mentido de esta forma? — gritó D’mahl —. ¿Qué
derecho tenían? ¿Qué…?
—¿Qué quería que les dijésemos? — gritó Bandoora a su vez —. ¿Que toda la
galaxia está muerta? ¿Que la aparición de la vida sobre la Tierra fue un accidente
irrepetible? ¿Que no existe nada más que vacío, materia muerta y los asesinos de la
única vida que jamás ha habido? ¿Qué podíamos decir, D’mahl? ¿Qué podemos
hacer?
—Durante más de dos siglos hemos vivido con el convencimiento de que nuestra
misión es en vano — dijo Areth con voz suave —. Durante más de dos siglos, hemos
dirigido a la Migración desde una falsa esperanza a la siguiente, sabiendo de
antemano que la esperanza era falsa. No nos juzgue con excesiva dureza. ¿Qué otra
cosa podíamos haber hecho?
—Nos lo podían haber dicho — graznó D’mahl —. Podían habernos dicho la
verdad.
—¿Podíamos? —replicó Areth —. ¿Habríamos podido decírselo a usted antes de
que se enfrentara al vacío?
Cólera y desesperación se alternaron sucesivamente como un mandala yin–yang
en el corazón de Jofe D’mahl. Cólera por la presuntuosa arrogancia de aquella gente
de estrechas miras que osaba tratar a toda la civilización humana como a niños
retrasados a los que no se podía decir la verdad. Desesperación por la horrible
naturaleza de esa verdad. Cólera por la idea de que los sorbevacíos tal vez pretendían
ocultarle el auténtico motivo de su silencio, que tal vez habían mantenido a la
Migración en la ignorancia a fin de no poner en peligro la continuidad del programa
de exploración y, con él, la del único acto que daba significado a sus chatas vidas.
Desesperación por el traicionero pensamiento de que quizá los sorbevacíos tuvieran
razón, a fin de cuentas, y que la verdad pudiera demoler la Migración como un
fragmento de plex corroído por la radiación. Cólera contra sí mismo, por haber
llegado siquiera a pensar en unirse a los sorbevacíos y compartir su arrogante
decisión.
—¡Son unos engreídos llenos de baba! — gritó D’mahl, finalmente —. ¿Cómo se
atreven a juzgarnos de este modo? ¿Qué se han creído que son, dioses del Olimpo?
Viven sus estrechas y pobres vidas marginándose ustedes mismos de los mundos
interiores, y luego pretenden decidir a qué somos capaces de enfrentarnos.
Todo su cuerpo temblaba, sus músculos vibraban como cables de acero tensados
hasta el punto de ruptura y el fuego de la adrenalina palpitaba en sus arterias. Sus
manos aferraban el borde de la mesa.
Pero los sorbevacíos permanecieron contemplándole silenciosamente, y lo que
vio en sus ojos era alivio, no cólera ni una reacción a su propia cólera.
—Entonces, ¿lo hará, D’mahl? — preguntó Bandoora suavemente.
—Hacer, ¿qué?
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—Decírselo a su manera — explicó Areth —. Quitar este peso de nuestras
espaldas.
—¿Qué?
—Cuando integré Los holandeses errantes, me pareció que tal vez fuera usted la
persona indicada — añadió Bandoora —. Percibía la sombra de la verdad. Parecía
estar mirando al vacío, y sin embargo, más allá. Usted conoce a su gente, D’mahl, y
nosotros no. Acaba de admitirlo. Dígaselo. Haga un senso que les diga la verdad.
—Todo esto…, este viaje… ha sido todo una estratagema para atraerme hasta
aquí… para decirme esto… para transmitirme su carga de escoria…
—Le prometí la oportunidad de hacer el mayor senso de su carrera — le recordó
Bandoora —. ¿Mentía acaso?
D’mahl se hundió en su asiento.
—Pero no me advirtió que forzosamente debería tener éxito — contestó.
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La nave exploradora entró de cola formando un largo y poco pronunciado arco sobre
la interfase de hidrógeno, todavía decelerando. Integrando la frecuencia visual de la
Bela–37, Jofe D’mahl vio aparecer repentinamente las naves de la Migración en todo
su esplendor, Como si la interfase fuera un telón de arcoiris que acabara de alzarse
sobre un vasto ballet de luz y movimiento.
Millares de cilindros resplandecientes pendían de la negrura, sus superficies
enjoyadas con el brillo de numerosas luces multicolores. El espacio que las separaba
refulgía con las estelas de las lanzaderas y una neblina de tenues reflejos producidos
por millares de burbujas de vacío en movimiento. La leve estela purpúrea de la
Migración recortaba una etérea ringlera de tiempo y acción en el eterno e inmóvil
campo de la nada.
La Migración parecía aún mayor y más hermosa de como los recuerdos de
D’mahl se la habían representado durante el largo y sombrío viaje de vuelta. Su luz
hacía retroceder la permanente oscuridad y su complejidad destruía la infinita
igualdad del vacío, danzando bajo los focos de su propio resplandor. Estaba viva. Era
hermosa. Era el hogar.
Bandoora había calculado bien. Mientras la Bela–37 pasaba a popa de la
Migración, su velocidad relativa disminuyó gradualmente hasta llegar a cero, y quedó
suspendida en el espacio unos veinte kilómetros por detrás del gran concurso de
naves. Bandoora hizo girar la nave sobre sí misma y comenzó a conducirla con
suavidad hacia su pista de aparcamiento inmediatamente detrás de la interfase de
hidrógeno. D’mahl cortó la integración con la frecuencia visual de la nave y
permaneció tendido en la placa gravitatoria de su habitación durante un largo
instante, contemplando por última vez el campo de estrellas que se abría ante sus
ojos.
Luego, como un amante que extendiera sus manos hacia la carne recordada tras
una larga ausencia, como un hombre que despertara de un prolongado coma para
contemplar de nuevo la luz, integró a Jiz Rumoku.
Estaba desnuda, sentada ante una mesa de vidrio que transparentaba su increíble
cuerpo, bebiendo un helado líquido azul de un pichel de peltre, para acompañar un
bocado de bizcocho lavanda. Al otro lado de la mesa, Varu Kamenev estaba llenando
un pichel similar con una jarra a juego. La mesa estaba sobre un disco de plex
transparente, flotando, al igual que docenas de otras, por entre lo que parecía una
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selva de hiedra sin techo ni suelo. No logró reconocer el restaurante, pero no se tomó
la molestia de integrar su identificación.
—Ha llegado el héroe — anunció con la garganta y los labios de Jiz, sintiendo la
excitación que la invadía al advertir su presencia.
—¡Jof! ¿Dónde estás? ¿Cómo te ha ido? Déjame integrar…
—Espera a verme en carne, Jiz — respondió él —. Estaré en tu galería dentro de
dos horas. Quería que fueras la primera en conocer mi llegada, pero tengo que pluri–
integrar mi camino de regreso a las realidades antes que me muera de sed.
—Pero dime cómo ha sido…
—Kilómetros y kilómetros de kilómetros y kilómetros — contestó, sintiendo una
oleada de alegría al pensar que estaba con alguien capaz de integrar la referencia —.
El año que viene en Jerusalén — añadió por boca de ella. Acto seguido, le besó la
mano con sus propios labios y cortó la integración.
Pluri-integró a través de los cambios ocurridos como un programa aleatorio de
búsqueda del integrador fantasma.
Fue Para Bunning, lanzándose desnuda en una zambullida a baja gravedad hacia
una piscina de fragante agua color de rosa calentada a la temperatura corporal. Vio a
la Bela–37 cuando atravesaba la interfase de hidrógeno, con él mismo en su interior,
desde la pista sensorial del piloto de la lanzadera, y a continuación la vio llegar a la
Migración por la frecuencia de noticias. Estuvo en su gran salón contemplando
enfurecido a Haris Bandoora a través de las brumas de la fiesta, y luego lo integró en
tiempo real: el desnudo piso de esmeralda, los oscurecidos árboles de cristal y, por
detrás del plex, el gran concurso de naves resplandeciendo en la noche galáctica.
Estuvo en el cuerpo de John Benina, mirando hacia el corredor de la Danza Solar.
En aquellos momentos, las fachadas de cristal de los apartamentos estaban cubiertas
de enredaderas y en torno al espejo facetado del centro de la plaza crecía un
bosquecillo de pinos, atenuando su brillo habitual. Integró un fragmento de Que brote
un millar de flores, un senso de Iran Capabula estrenado durante su ausencia:
inclinado bajo un sol amarillo en un firmamento azul claro, arrancaba las malas
hierbas de un interminable campo de flores fantásticamente coloreadas,
impregnándose de su perfume semejante al incienso. Bailó unos compases de
Estallido estelar como primer bailarín del ballet de la Mirada Lejana. Hizo el amor
por primera vez sobre una colina de piel azulada en la Samarcanda, por última vez en
casa de Jiz, y una docena de veces entre estas dos. Montó El apagón, su primer senso,
y Los holandeses errantes, el último. Cenó en la Ariel entre nubes de colores y en la
orilla del Lago de Sangre de la Lothlorien y una docena de veces más entre ambas.
Integró secuencias al azar de todos los sensos que había realizado.
Y, cuando hubo terminado, volvió a ser uno con el D’mahl que había sido antes,
volvió a hallarse en el universo de infinitas realidades que había abandonado meses
antes; estaba entero, y estaba en casa.
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La Brigadoon, como D’mahl ya suponía, estaba completamente transformada. Pero la
naturaleza de la moda vigente le resultó del todo inesperada, y algo de lo que vio en
ella le heló el corazón.
La cubierta dos era un sinte de una antigua aldea alpina de la Tierra. Casas de
madera sinteadas, césped que brotaba de la marga sintética, pinares… Hasta los
mamparos quedaban ocultos por un holo de 360 grados que representaba un paisaje
de montañas nevadas bajo un cielo azul. Las atracciones de la cubierta seis habían
sido ridículamente simplificadas para adaptarlas al motivo de una feria campestre
norteamericana: noria, tiovivos, tiro de dardos con globos como dianas, un diamante
de béisbol e incluso sintes mecánicos de ganado de exposición, ovejas, perros y
cerdos. También aquí la cubierta estaba envuelta en un holo de 360 grados, que esta
vez representaba extensos trigales que se agitaban bajo la brisa. La cubierta ocho, una
cubierta residencial, era una aldea africana sinteada: un círculo de chozas con techo
de paja, un kraal con ganado y antílopes mecánicos, un holo de una sabana donde
andaban furtivamente hienas y leones. La cubierta diez había sido convertida en una
auténtica cubierta terrista, con hileras y más hileras de plantones de pino, tupidos
emparrados, arriates de flores y gente vestida de color verde pululando por todas
partes.
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Lo que horrorizó a D’mahl no fue tanto el motivo general — la Brigadoon ya se
había inspirado otras veces en la naturaleza — como la monotonía de su aplicación,
la absoluta carencia de humor, la evidente falta de brío. Esta última transformación de
la Brigadoon parecía mortalmente seria, un intento de sintear antiguos ambientes de
la Tierra con la máxima precisión, en vez de utilizarlos como punto de partida para
introducir modificaciones artísticas.
La cubierta doce, la de Jiz, epicentro de todas las modas en la Brigadoon, fue la
que más le horrorizó. Todo era madera y árboles. Los comercios y restaurantes
estaban construidos con troncos sinteados cubiertos de áspera corteza; las ventanas
eran pequeños cuadros de plex enmarcados en rejillas de madera. Los muebles de su
interior eran sintes de madera sin desbastar. Por todas partes se veían castaños y
eucaliptus que se alzaban casi hasta el techo de la cubierta, formando un dosel casi
sin resquicios que empequeñecía las modestas cabañas neoprimitivas. El aire estaba
impregnado con los olores de hojas quemadas y tierra húmeda; constantemente se
oían trinos de pájaros y vagos ruidos animales.
La galería de Jiz Rumoku era una amplia habitación única labrada en el tocón
sinteado de lo que habría sido un enorme secuoya, y sus aposentos particulares
estaban en un tosco alpende o colgadizo sobre la propia galería. Por dentro, el suelo y
las paredes eran tablas de secoya sinteada y el techo estaba surcado por gruesas vigas
de madera; un fuego anaranjado crepitaba y chispeaba en un hogar de ladrillo rojo.
Elegantes mesas de roble sinteado y cómodas del limpio y sobrio estilo Shaker
servían para exponer grabados en madera, cacharros de loza, platos de cerámica en
blanco y azul, sencillas joyas de oro y de plata, cestas y animales de mimbre, prendas
de vestir en tejidos caseros. Por toda la galería había desperdigadas estufas de hierro
fundido, hoces, herramientas y rejas de arado.
Jiz, desnuda como de costumbre, estaba sentada ante una mesita baja, con los pies
descalzos sobre ella. Estaba bebiendo algo de un tazón de loza.
—¡Jof! —gritó ella, e inter–integraron sus sensorios. D’mahl sintió la aspereza
del tejido sobre la piel de Jiz mientras le besaba los labios y sus brazos la estrechaban
contra sí. Saboreó el resto de bebida en su paladar, algo dulce, ligeramente acre y
vagamente alcohólico. En comparación sus propios labios le supieron duros y
eléctricos.
—¡No sé por dónde empezar! — exclamó Jiz cuando rompieron la
integración —. ¡Déjame integrar la pista sensorial de tu viaje!
—Todavía no está en los bancos — contestó D’mahl —. Recuerda que he estado
desconectado.
—¡Es verdad! ¡Qué extraño! ¿Vas a tener que contármelo de palabra?
—Integraré las grabaciones en los bancos muy pronto — murmuró D’mahl, sin
saber muy bien si mentía —. Pero, entre tanto, y hablando de cosas extrañas, ¿qué es
todo esto?
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—Es cierto —dijo Jiz —. Has estado fuera de contacto. ¡Qué raro! La moda
transmutativa no duró tanto como había creído, básicamente porque comenzó a
parecer demasiado artificial, demasiado fuera de sintonía con nuestro futuro vector.
—¿Futuro vector?
—Edén.
—¿Edén?
—Nuestro próximo hogar, Jof. No podíamos seguir llamándolo 997–Beta–II,
¿verdad? Hicimos un referéndum y ganó «Edén», aunque yo prefería «Olimpia».
Siempre me ha gustado la mitología griega.
Oleadas de náuseas recorrieron el ser de D’mahl desde un centro de nada situado
bajo su esternón.
—¿No te parece que todo esto es un poco prematuro, Jiz?
—Ésa es la naturaleza de mi juego, Jof, ya lo sabes — respondió Jiz, tocándose la
punta de la nariz con un dedo juguetón —. Pero esta vez estoy haciendo algo más que
crear una moda. Estoy contribuyendo a los preparativos para la transformación.
—¿Transformación?
Jiz revoloteó por la galería, tocando madera, ladrillo, arcilla, mimbre, hierro.
—¡Oh, Jof! Tú mismo lo dijiste en Los holandeses errantes. Buques fantasmas en
un océano sin confines, eso es lo que hemos sido durante demasiado tiempo. Eternos
adolescentes, navegando a través de la noche en nuestras naves mágicas. Y ahora que
tenemos la oportunidad de crecer, de echar nuevas raíces en un suelo virgen, debemos
sintonizar nuestras mentes con la realidad que nos espera, debemos descender de la
antorcha que vamos cabalgando y acercamos más a la tierra. Madera, ladrillo, hierro,
loza… ¡Cosas planetarias! Estamos preparándonos para ser los pioneros de un
mundo nuevo.
—Escoria —murmuró D’mahl para sí —. Escoria terrista — añadió en voz alta.
Algo parecido a la cólera comenzó a hervir hacia nova en su interior.
Jiz se interrumpió, una mariposa paralizada en mitad de su danza.
—¿Cómo?
D’mahl la miró. Sus pechos desnudos se alzaban sobre su vientre blanco,
presidiendo orgullosamente el primitivismo sintético que ella había creado, el sueño
vano y patético que jamás se convertiría en realidad. Durante un largo instante, le
pareció hecha de un fino cristal transparente que podía quebrarse al mero impacto de
su voz. La galería, la cubierta doce, la Brigadoon, la propia Migración eran nubes de
humo que se disiparían a un gesto descuidado de su mano. Más allá, y en el interior,
el vacío acechaba y se reía de los pobres espectros que tan desesperadamente
intentaban ser reales. ¿Cómo puedo decírselo?, pensó D’mahl. ¿Y por qué razón?
¿Por qué maldita razón?
—Nada —respondió, con poca convicción —. Supongo que no me gusta la idea
de crecer. Tengo demasiado de Peter Pan.
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Jiz integró la referencia y emitió una risita, y el momento pasó de largo. Pero
D’mahl sintió que se abría un distanciamiento entre él y Jiz, entre él y la Migración,
entre la realidad y la ilusión. ¿Es así como se sienten los sorbevacíos?, se preguntó. Si
lo es, pueden usarlo como plasma para la antorcha y echarlo en el convertidor.
—Pero tú has estado allí, Jof — prosiguió Jiz, regresando hacia él desde el otro
extremo de la galería —. Has leído el frente de ondas de la sonda; has mirado más
allá de las puertas del Edén. — Sus ojos chispeaban, pero por debajo de aquel
resplandor almibarado D’mahl sólo vio el vacío que acechaba —. ¿Hay océanos con
peces y un cielo lleno de pájaros? ¿Es verde el césped? ¿Florecen las plantas?
—Un caballero nunca habla de estas cosas — musitó D’mahl. ¿Qué puedo
decirle? ¿Que la verde hierba son sales de cobre y el océano es azul por el cianuro y
que el cielo está cargado de venenos? En aquel momento, comenzó a sentir mayor
simpatía hacia los sorbevacíos. ¿Cómo puede uno dedicar su vida a decir estas cosas
a la gente? ¿A quién puede gustarle ser el ángel de la muerte?
—¡Jof!
—No puedo decir nada, Jiz. Lo he prometido.
—¡Oh, vamos! ¿Cómo han podido arrancarte una promesa así los sorbevacíos del
Consejo?
Con un inmenso esfuerzo, D’mahl pintó una sonrisa de suficiencia en su rostro;
los pliegues de su piel le parecían grietas en una máscara de vidrio.
—Porque ése es el precio que he tenido que pagarles, preciosa.
—¿Quieres decir…?
—Precisamente. No irás a creer que me he pasado todo este tiempo ahí fuera para
que un boletín más seco que la Luna me arrebate luego el escenario, ¿verdad? No
habrá ningún boletín. 997–Beta–II será mi próximo senso.
Jiz dio un saltito sobre los dedos de sus pies y besó sus labios.
—Estoy segura de que será tu mejor obra — afirmó.
D’mahl la estrechó brevemente entre sus brazos y sus ojos se fijaron, más allá de
su espesa cabellera, en una sencilla vajilla de loza sobre un aparador de roble al lado
de la chimenea de ladrillos. Se estremeció, percibiendo el vacío en el interior de todos
los átomos de todas las moléculas de materia en aquellas proyecciones sinteadas de
un pasado muerto para siempre en un futuro que jamás se haría realidad. Ya no le
quedaba otro remedio que hacerlo. La única salida era seguir adelante, y a él le
correspondía encontrarla por su propia decisión.
—Tendrá que serlo —respondió —. Forzosamente tendrá que serlo.
D’mahl estaba en el cuerpo de Aric Moreau entre otras personas de aspecto solemne
y vestidas con sus detestables ropas caseras que vagaban con ojos desencajados por
entre las hileras de plantones de pino que llenaban por completo una cubierta terrista
de la Glade. Allí no se había intentado sintear nada; los terristas estaban cultivando
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un bosque para trasplantarlo luego al inexistente suelo fértil de Edén, y, como en las
demás cubiertas terristas que había integrado, la estética quedaba relegada a un
segundo plano por la funcionalidad. Enfurecido, hizo que llovieran excrementos del
cielo, convirtió las ropas tejidas a mano en mugrientos harapos de dril y, para no
quedarse corto, arrojó unos cuantos rayos coléricos.
Pasó el informe de la Bela–37, la parte en que el holo 997Beta–II colgaba como
una fruta excesivamente madura en el centro del puente de la nave exploradora, e
hizo que en su ecuador apareciera una boca sacando la lengua, con una grande y
jugosa frambuesa. Flotó en el vacío, cayendo, cayendo, eternamente cayendo hacia
un infinito agujero negro punteado con estrellas carentes de significado. Hizo que las
estrellas se convirtieran en puntos toscamente pintados sobre un papel negro y se
abrió paso a puñetazos para salir del continuo de la bolsa de papel e ir a parar… al
abismo.
Integró una cinta de noticias del año 708, el año en que 557–Gamma–IV había
sido la luz que se apagó, y vio una muchedumbre vestida al estilo bíblico
deambulando tristemente por una cubierta terrista atestada de arriates de flores
demasiado crecidas e impregnada del olor de la vegetación podrida. Exageró sus
agrias expresiones hasta convertirlas en ridículas caricaturas de ellas mismas, que
luego se deformaron paulatinamente hasta volverse calabazas mientras el Big Ben
tocaba las campanadas de medianoche. Se detuvo en equilibrio sobre la plataforma de
la Bela–37, presa del vértigo, profundamente sobrecogido por las negras
inmensidades en las que la nave exploradora se hallaba precariamente suspendida.
Emitió un bufido, se quitó de la cabeza la diadema de efectos como si fuera una
corona desechada y se quedó sentado en el asiento envolvente, contemplando
taciturnamente el cartucho de microcinta que giraba inútilmente en la bobina de
salida de la montadora. Pulsó un botón azul y borró el cartucho. La escoria que he
estado produciendo estos tres días no merece ser conservada, pensó. No hago más
que tontear con los bancos y la diadema de efectos. No conduce a nada.
Y el tiempo empezaba a apremiar. Todo el mundo sabía que la Bela–37 había
regresado, y todo el mundo sabía que el motivo de que no se hubiera dado a conocer
ningún informe era que Jofe D’mahl comunicaría las noticias en forma de senso. Jiz,
en su inocencia, y Bandoora, en su cobarde astucia, se habían cuidado de ello. Cuanto
más tardara el senso en aparecer, más importancia cósmica adquiriría, y más segura
estaría la gente de que la única razón concebible para emitir el informe de forma tan
desacostumbrada era para hacer justicia kármica al mayor y más esperado
acontecimiento en la historia de la Migración, para escribir un triunfante epílogo al
largo viaje de la humanidad en las naves antorcha.
Por lo tanto, cuanto más tiempo permaneciera sentado e inactivo como una nave
con la antorcha apagada, más lejos viajaría la gente por el falso vector de la esperanza
y peor sería el desengaño cuando se produjera, más difícil resultaría producir un
senso que pudiera superar toda aquella inercia dinámica, y así hasta la próxima vuelta
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del terrible tornillo. D’mahl comprendía demasiado bien por qué los sorbevacíos
habían preferido mentir durante medio milenio. Cuanto más se prolongaba la mentira,
más imposible se hacía que alguien osara anunciar la verdad.
¿Y cuál era la solución que los sorbevacíos habían adoptado? ¡Habían preferido
ignorar la naturaleza asintótica del monstruo de Frankenstein que ellos mismos
habían creado para arrojarse en brazos del vacío! Para ellos, la realidad fundamental
era la mayor evasión que existía.
D’mahl golpeó con ambas manos el borde de la consola de montaje. ¡Muy bien,
maldita sea! ¡Si todos los vectores conducen al vacío, el núcleo tendrá que ser el
vacío! Iré al centro mismo, y no regresaré hasta que tenga el corazón de este senso
palpitando sobre la palma de mi mano.
Encajó el cartucho con la grabación de su experiencia en el vacío en la bobina de
reproducción de la montadora, y programó el aparato para un bucle de repetición
continua. Iba a programar también un límite de veinticuatro horas estándar, pero
cambió de idea. No, pensó, quiero tener todo el control en mis manos. No puede
haber límite preestablecido. Programó un comando de desconexión en el banco de la
diadema de efectos, bloqueó toda la restante programación de efectos y se colocó la
diadema en torno a su frente.
Se enfrentaría a su grabación del vacío como si fuera la auténtica realidad
desnuda, con la única posibilidad de cortar la conexión, pero sin los poderes de
alteración de la realidad que podía proporcionarle su aparato. Y no recurriré a la
desconexión hasta que pueda regresar con lo que verdaderamente necesito, se
prometió mientras daba comienzo a la integración con la microcinta del vacío. No
regresaré hasta que pueda volver cabalgando de nuevo mi propia antorcha.
Era un embrión inmortal flotando libremente en la eterna bolsa amniótica del abismo
universal, y los millones de estrellas eran motas de materia incandescente
infinitamente alejadas, más allá de vastos golfos de nada absoluta. La sobrecogedora
negrura era la más profunda ausencia de todo — luz, calor, sonido, color, vida —,
una ausencia que se prolongaba interminablemente, sin límites que le dieran forma ni
duración que le diera significado.
Aquello era el vacío, y estaba en él.
Pero, para su sorpresa, esta vez D’mahl descubrió que su mente asimilaba de
inmediato aquella implacablemente cierta percepción de la realidad sin ilusiones,
apenas con el residuo del terror y el vértigo somático grabados en la cinta sensorial. E
incluso esto no tardó en desvanecerse, cuando la cinta recobró la fría claridad mental
que en tiempo real sólo había alcanzado al cabo de un lapso indefinido de
desorientación y terror.
Existía, y existía en el vacío. Se movía, y todo lo demás era estático. Percibía la
forma de su cuerpo como la interfase entre su realidad interior y la nada exterior, y
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todo el resto carecía enteramente de contornos e interfase en el espacio y en el
tiempo. Más allá de las realidades de su propia mente sólo había un vacío sin forma
ni final, levemente contaminado con partículas de materia. Y el hombre no era más
que el aleatorio resultado final de una cadena de improbables colisiones al azar entre
aquellas partículas contaminantes. El vacío no sabía ni se preocupaba. El vacío no
existía. Era la inexistencia eterna e infinita que empequeñecía y abarcaba todo lo
existente. D’mahl se vivenció como una fina cáscara de ser en torno a un núcleo de
nada que flotaba en otra nada que se prolongaba sin tiempo ni forma por toda la
eternidad, una casual anomalía de algo perdida para siempre en la ausencia de tiempo
y de forma. Nada tenía significado, ni siquiera el propio significado. Lo extraño no
era que la vida sólo hubiera surgido una vez en aquella interminable matriz de no ser,
sino que hubiera surgido en absoluto.
El negro vacío, insensatamente salpicado de estrellas intocables; las agitaciones
internas de su propia carne; el inescapable conocimiento del inescapable vacío que le
rodeaba; la duración intemporal. Una vez llegados a este lugar, pensó D’mahl,
¿entonces qué? Una vez formulada, la pregunta se vuelve absurda, pues aquí en el
vacío no había nadie a quien dirigirla salvo a uno mismo. No había nada que percibir
salvo la ausencia de percepción. No había nada que percibir. No había nada. No
había.
D’mahl flotó en la nada física y en el vacío mental en espera de la revelación
trascendental que estaba buscando. Esperando la revelación. Esperándola. Esperando.
Esperando. Esperando.
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conceptos olvidados en aquella profunda irrealidad donde el único dato sensorial
parecía ser el ruido de fondo del propio sistema sensorial.
Finalmente, también este ruido comenzó a seguir a los sentidos en su camino al
olvido y lo único que quedó fue un punto focal de dolor en la vasta e interminable
nada, un resonante mantra de un aburrimiento tan total, tan completo, tan falto de
contraste, que se convirtió en un mundo de dolor universal.
No, ni siquiera dolor, pues el dolor habría sido un alivio bien acogido.
Algo gimió en alguna parte. Algo gimió en ninguna parte. Nada gimió en ninguna
parte. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?, sollozaba. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por
qué me ocurre esto a mí? ¿Por qué no me ocurre esto a mí? ¿Por qué no ocurre algo?
Ocurre… ocurre… ocurre… ocurre… ocurre… ocurre…
Un grito mental estremeció el vacío. «¿Por qué estoy haciendo esto conmigo?»
Y apareció la mente, castigándose a sí misma. Apareció la mente, castigándose a
sí misma por su propia estupidez. Apareció un acontecimiento mental, hubo
contenido, hubo forma.
Hubo la mente de Jofe D’mahl flotando para siempre en un aburrimiento eterno.
Y riéndose de sí misma.
¡Tú eres quien te está haciendo esto, idiota!, se gritó D’mahl. Y, con esta
comprensión, el dibujo sin sentido formado en sus retinas dio lugar a una visión del
abismo galáctico sembrado de estrellas. Y, en su mente, esta visión dio a su vez lugar
a una microcinta que giraba interminablemente dentro de un cartucho en su consola
de montaje situada en sus aposentos de la Excelsior cerca del centro de la Migración.
¡Tú eres quien lo está haciendo todo, cretino! Tú controlas esta realidad, pero has
olvidado que la controlabas. No hay ningún problema. Había un problema. El único
problema es que nos negábamos a verlo.
—Corte —integró D’mahl, y se halló sentado en su butaca envolvente, bañado en
su propio sudor, contemplando la consola de montaje, riéndose, sintiendo la potencia
de su propia antorcha vibrar en su interior, chisporrotear en sus dedos, vitalizar su
carne exhausta.
Riendo, retiró el bloqueo de sus bancos de efectos. ¿Quién necesita planetas?
¿Quién necesita vida para nada, más allá del germen que nosotros transportamos?
¿Quién necesita para nada la realidad fundamental?
—La réalité c’est moi — masculló D’mahl. Ya lo había dicho en otra ocasión,
pero no había saboreado su pleno significado. Pues su frente no estaba ceñida por una
corona de espinas, sino por una corona de creación.
Rebobinó parte de la cinta y flotó una vez más en la vacía negrura estrellada. Se
rió.
—Hágase la luz —integró. Y he aquí que el firmamento se estremeció y la luz se
hizo.
—Corte —integró Jofe D’mahl. Y permaneció sentado, inclinado sobre la
consola. Y comenzó a arrancar del vacío otro fragmento de su propio significado.
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Una brillante luz dorada llena tu campo de visión y un resplandor deliciosamente
cálido inunda tu cuerpo. La luz retrocede hasta convertirse en algo que ningún ojo
humano podría contemplar al desnudo: el corazón de plasma de un tubo de antorcha,
que parece latir y palpitar como un ser viviente. Y ahora montas a horcajadas sobre
esta llama de ave fénix; crece entre tus piernas y la cabalgas por una galaxia
preternaturalmente repleta de estrellas, un ardiente firmamento de gloria. A medida
que cabalgas más y más rápido, a medida que el cálido resplandor de tu cuerpo va en
aumento a cada pulsación del tubo de antorcha, en el campo de estrellas se van
formando unas letras de fuego de años luz de tamaño:
JINETES DE LA ANTORCHA
por Jofe D’mahl
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Un anciano de largos cabellos blancos y enmarañada barba blanca, vestido con
una mugrienta túnica antigua, está sentado sobre una algodonosa nube blanca
rascándose su roja nariz en forma de pico. Tiene ojos saltones de mirada feroz bajo
sus tupidas cejas blancas, y un manojo de rayos en su mano derecha. En una nube
vecina está sentado Satán, muy acicalado con su esmoquin rojo, capa negra y corbatín
de lazo. Su piel es de color verde manzana y luce una puntiaguda perilla negra. Está
chupando el extremo de su larga y sinuosa cola, exhalando ocasionales bocanadas de
humo color lavanda con olor a azufre. Tú contemplas esta escena desde un plano
ligeramente superior, aspirando de vez en cuando una nubecilla de vapores satánicos.
Son levemente euforizantes.
—Job, Job —protesta Satán —. ¿Es que no vas a cansarte nunca de fanfarronear a
propósito de aquella broma? Además, ¿qué demostró?
—Que mis criaturas siguen amándome por más mierda que les eche encima
— responde el anciano —. No veo que te hayan dedicado ninguna Capilla Sixtina a
ti, ojos de serpiente.
—Verdaderamente, eres un viejo sádico, ¿eh? Tendrías que estar representando
mi papel.
—¿Crees que no sería capaz de hacerlo? ¿Te parece que eres muy duro? — el
anciano se levanta, con un ceño aterrador, y blande su haz de rayos —. Antes de que
terminara con esos estúpidos, se echarían de rodillas ante ti rogando piedad.
¿Recuerdas lo que hice con aquellos egipcios?
Satán le arroja una bocanada de humo color lavanda.
—Diez míseras plagas y una escena de ahogamiento. Un truco estrictamente de
aficionado.
—¿Ah, sí? ¿Ah, sí? — grita el viejo, arrojando rayos al azar y poniendo los ojos
en blanco —. ¡Voy a enseñarte quién controla aquí la antorcha! ¡Voy a enseñarte
quién es el Señor Dios Alá Jehová Rey del Universo!
—¿De veras? —responde lánguidamente Satán —. Voy a proponerte una cosa:
¿Quieres que repitamos la apuesta de Job a doble o nada?
—¡Cuando tú quieras, ojos de serpiente, cuando tú quieras!
—Muy bien, señor Soy El Que Soy. Le hiciste a Job todo lo que se te ocurrió y el
pobre diablo aún se arrastraba para besarte los pies. Si eres tan excelente, vamos a ver
si logras hundirlos. A todos. Vamos a ver si eres capaz de hacer que toda la raza
humana se acurruque en postura fetal, se meta el pulgar en la boca y se rinda
definitivamente. Ésa es la apuesta, señor En El Principio. Yo los alzaré contra Ti.
—¡Estás bromeando! ¡Yo soy quien controla este espectáculo! Soy omnisciente y
omnipotente, y puedo repartir cartas marcadas del final de la baraja.
—Aun así, estoy dispuesto a apostar sin que me des ventaja.
El anciano emite una carcajada de maníaco. Satán alza la vista hacia su rostro, se
encoge de hombros y hace girar el dedo índice sobre su sien derecha.
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—¡Queda apostado, hijito! — dice el anciano —. ¿Qué te parece esto, para
empezar? — Con un gesto de furia, comienza a arrojar los rayos desde su nube sobre
el mundo terrestre, más abajo.
Estás de pie en una atestada calle de París mientras el cielo estalla y los edificios
se derriten y se hunden y la torre Eiffel se desmorona y tu carne empieza a caerse a
trozos. Eres un gran pájaro con las plumas ardiendo en un cielo encendido y caes
hacia un desolado yermo de cenizas y edificios en llamas. Eres un delfín que salta
desde un amargo océano asfixiante a un aire de papel de lija. Estás ante tu huerta de
naranjos viendo cómo los árboles se encienden como teas bajo una bola de fuego que
llena todo el firmamento mientras tus cabellos empiezan a arder. Yaces, incapaz de
respirar, en una infinita llanura de escombros y ceniza gris, y el cielo es una mancha
de cancerosos morados y marrones.
Estás contemplando a Satán y al viejo de ojos de loco, que planean sobre la
arruinada esfera terrestre en sus nubes algodonosas. Satán parece un poco más verde
que antes, y chupa nerviosamente el extremo de su cola. El viejo, sonriente, sigue
arrojando algún que otro rayo cada vez que distingue una pequeña isla de verdor,
convirtiéndola en más cenizas grises o en otro yermo pardo y morado.
—¡Ahí va! —se ríe el anciano, lanzando un rayo —. ¿Qué te parece, ojos de
serpiente? Ya te dije que era omnipotente. No tenían la menor oportunidad.
¡Reconoce que has perdido, Charley! — Abre la palma de su mano izquierda.
—Debo reconocer que esto ha superado el numerito de Egipto — dice Satán —.
Sin embargo… — Se quita de la boca el extremo de su cola y sopla una puntiaguda
flecha de humo lavanda en dirección al cielo, por encima de ti. Siguiéndola con la
vista divisas docenas de lejanos cilindros plateados que se alejan hacia la estrellada
oscuridad de la noche galáctica.
—¿Ah, sí? —dice el viejo, apuntando uno de sus rayos hacia la flota de cargueros
asteroidales modificados —. Enseguida me ocupo de ellos.
—¡Un momento, abuelo! — objeta Satán, parsimonioso —. ¡Así no vas a ganar
la apuesta! Si no queda ninguno que pueda rendirse, yo he ganado y tú pierdes.
Estremeciéndose de rabia, el anciano vuelve a bajar su brazo. Sus pupilas ruedan
como galaxias fugitivas, sus dientes rechinan y por sus orejas brota un humo
negruzco.
—Te crees muy listo, ¿eh? Crees que puedes engañar a la vieja Voz del
Torbellino, ¿eh? Crees que esos monos afeitados tienen la posibilidad de llegar hasta
la próxima isla en sus ridículas piraguas de hojalata, ¿verdad?
—Hay un planeta encantador que orbita en torno a Tau Ceti, y tienen todo lo
necesario para llegar hasta allí — observa Satán, dedicándote un guiño de
complicidad.
—¡No me hables de Tau Ceti! — ruge el anciano —. ¡Soy omnipotente, soy
omnisciente y puedo vencer a cualquiera de los que están en este bar! — Chasquea
los dedos y los tres, tú, él y Satán, os encontráis en una pradera de hierba color
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chartreuse bajo un resplandeciente firmamento azul con mágicos vellocinos de nube
blanca. Enormes árboles dorados parecidos a helechos oscilan suavemente bajo una
dulce y fragante brisa, mientras bandadas de pajaríllos tan brillantes como la luz de
neón revolotean por entre macizos de grandes flores de color anaranjado, esmeralda,
rubí y zafiro, llenando el aire de una música encantadora. Unas criaturas semejantes a
canguros de aterciopelada piel roja y melancólicos ojos lavanda pastan
tranquilamente, saltan de un lado a otro y se acarician mutuamente con sus largos y
flexibles hocicos.
—He aquí tu hermoso planeta que orbita en torno a Tau Ceti — anuncia
despectivamente el anciano —. He aquí el nuevo Edén al que esos simios se dirigen,
y la verdad es que me quedó tan bien como la Tierra, aunque sea yo quien lo diga.
—Quizá mejor —admite Satán.
—¿Eso crees? —pregunta el viejo, con voz de trueno. Y sus ojos ruedan en sus
órbitas, y lanza un puñado de rayos al aire, y su rostro se contrae de rabia mientras
grita —: ¡Conviértete en escoria!
Y el firmamento se vuelve de un enfermizo violeta sembrado de feas nubes grises.
Y la hierba color chartreuse, los árboles dorados y las brillantes flores se disuelven en
una legamosa inmundicia marrón, al tiempo que los pájaros y los canguros de
terciopelo rojo se evaporan en impuras nieblas purpúreas. Y el légamo marrón y la
niebla purpúrea se mezclan y se solidifican…
Y estás enfundado en un pesado traje espacial, de pie en una interminable llanura
de rocas pardas y moradas bajo un cruel cielo muerto, uno más entre una docena de
hombres que deambulan sobre el cadáver planetario como hormigas sobre un montón
de huesos.
Observas a Satán y al anciano, que flotan por encima de los cargueros
asteroidales modificados de la Migración que se alejan de Tau Ceti V en dirección a
la noche galáctica. Las naves parecen exudar una humareda grisácea, como si el plex
de sus ventanales y burbujas estuviera pringado con la mugre de un millón de años de
desesperación.
—¡Míralos ahora! —se jacta el viejo. Hace chasquear los dedos y los tres os
encontráis contemplando una primitiva cubierta terrista desde lo alto de una pasarela.
La floración verde es como un hongo insalubre sobre la marga sintética, el aire huele
a ozono y los terristas dispersos por la cubierta son unos gnomos grises de espaldas
encorvadas que se mueven torpemente como bajo la fuerza de 4g —. Ya no tardarán
en caer — asegura el anciano —. Están a más de un siglo de distancia del más
cercano planeta vivo que he puesto por aquí. Ninguno de ellos vivirá para verlo, y lo
saben. ¡Oh, muchacho! ¡Vaya si lo saben!
Chasquea otra vez los dedos y los tres estáis junto al tubo de la antorcha en una
cubierta residencial de la primera generación: lóbregos corredores azules, techos
plomizos, desagradables muros de acero, hilera tras hilera de idénticas puertas grises.
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Las personas que deambulan sin entusiasmo de uno a otro lado parecen tan
desprovistas de color y de vida como su entorno.
—Y antes de que sus hijos puedan llegar allí, comenzarán a faltarles cosas.
Carbono para la carne. Calcio para los huesos. Fósforo para sus jugos vitales. Hierro
para la sangre.
La luz empieza a perder intensidad, las paredes empiezan a volverse nebulosas.
La gente empieza a decaer y a derretirse, y puedes sentir que tus propios huesos
empiezan a ablandarse, y tu sangre está convirtiéndose en agua; todo tu cuerpo se
siente como un budín en descomposición.
—Todos ellos se convertirán poco a poco en escoria — profetiza el viejo
alegremente.
Chasquea de nuevo los dedos y eres un punto de vista abstracto junto al viejo y
Satán, mientras ellos planean sobre las luces cada vez más débiles de la Migración.
—Bueno, ojos de serpiente, ¿vas a pagarme ya? — dice el viejo, extendiendo su
mano.
—Todavía no se han rendido — objeta Satán, chupándose la punta de la cola.
—¡Hay que ver lo terco que eres! — exclama el viejo, irritado.
Satán exhala una bocanada de humo lavanda que parece interminable. Se expande
y crece y forma una gran nube de bruma que envuelve por completo la flota de
cargueros asteroidales modificados.
—Como ellos —responde.
Y, cuando la bruma lavanda se desvanece, la Migración se ha transformado. Allí
donde había docenas de cargueros asteroidales modificados que se arrastraban por el
espacio en su propia aura de desesperación, ahora hay centenares de las nuevas naves
antorcha que destellan sobre el terciopelo negro de la noche como las joyas del tesoro
de un pirata, recorriendo el abismo tras su radiante escudo irisado, la interfase de
hidrógeno.
Satán se ríe, sacude su larga y sinuosa cola como si fuese un látigo, y los tres os
halláis de pie junto a las enormes espiras que circundan el tubo de la antorcha en una
cubierta de recuperación, entre depósitos de elementos, consolas de control y una
cabellera de Medusa de bobinas de transferencia. Puedes sentir la inmensa potencia
de la antorcha en tus propios huesos, a través de las plantas de tus pies. Satán señala
un depósito tras otro con la punta de su cola.
—Carbono para su carne — parodia en una imitación burlona de la cascada voz
del anciano —. Calcio para sus huesos. Fósforo para sus jugos vitales. Hierro para la
sangre. Y todo ello extraído del mismo espacio interestelar, que no puedes destruir sin
acabar con toda tu obra, señor Zarza Ardiente. No están convirtiéndose en escoria,
sino que convierten la escoria en su alimento.
Lanza una salvaje carcajada, sacude nuevamente la cola y los tres estáis de pie en
un pequeño pinar, en una cubierta terrista con el holo de un cielo azul, percibiendo el
olor de las cosas vivas.
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—He aquí que han creado un jardín en tu desolación — comenta Satán,
partiéndose de risa, mientras el rostro del anciano se congestiona de rabia. Otra
sacudida de la cola y estáis flotando sobre el gran paseo de una cubierta de
esparcimiento particularmente brillante: restaurantes de oro, zafiros y plata; mesas de
diamante que derivan sobre placa de gravedad cero; danzarinas desnudas
contorsionándose en el aire, carentes de peso; fuentes rosadas, música chispeante y
aroma de carnaval. Y una ciudad de luces en tu oscuridad eterna — añade.
Un chasquido más de la cola y los tres os halláis en el centro de la Migración,
rodeados por la brillante asamblea de naves, bajo la aurora de la interfase de
hidrógeno. Satán mira al viejo y abre la palma de su mano.
—¿Te da la impresión de que estén a punto de rendirse, señor No Tendrás Más
Dios Que Yo? Tienen todo lo que puedan necesitar, y todo obtenido de la pura
escoria. Pueden seguir viajando eternamente. Cruza mi palma con plata, señor
Creador de Todo Lo Que Existe. Tus hijos e hijas escapan a tu control.
El rostro del anciano pasa del violeta al negro. Surge fuego por los agujeros de su
nariz. Los pelos de su barba se rizan y se desrizan con furioso crepitar eléctrico.
—Porque yo soy un dios de venganza y de ira — ruge —, y los afligiré con mi
cólera.
—No me vengas a mí con numeritos, hombre — replica Satán con su voz
lánguida, exhalando anillos de humo lavanda —. Te tienen bien cogido.
—¿Eso crees, hijito? ¡Espera a que lleguen a su próxima Última Thule! — El
anciano chasquea sus dedos con un retumbar de trueno y ahora os encontráis los tres
en un bosque de inmensos y majestuosos árboles de iridiscente corteza verde y
enormes hojas parecidas a velas que se agitan y crujen vigorosamente bajo el viento.
Una espesa alfombra de parduzca hierba semejante al musgo cubre el fresco suelo del
bosque, salpicada de brotes rojos, azules, amarillos y morados de unos hongos como
flores. Unos bípedos del tamaño de los monos, cubiertos de plumas amarillas y
anaranjadas, saltan de hoja en hoja a gran altura sobre el suelo, y unas rollizas bolitas
de piel de color purpúreo ruedan sobre la hierba parduzca mordisqueando los hongos.
El aire huele a canela y manzanas, y la ligera superabundancia de oxígeno te produce
una agradable euforia.
—Deja que lo adivine — suspira Satán, llevándose a la boca el extremo de su
cola.
—¡Conviértete en escoria! — aúlla el anciano, y su grito es un trueno que
desgarra el firmamento, y la floresta cristaliza y se desmenuza hasta convertirse en
polvo, y la hierba parduzca se endurece hasta ser una roca, y los bípedos emplumados
y las bolitas de piel sufren una descompresión instantánea y estallan ante vosotros, y
ahora estáis de pie en una desolada llanura de rocas marrones veteadas de verde, y la
atmósfera hiede a cloro.
—Estás desbarrando, señor Dios De Los Ejércitos — observa Satán —. Ya no
necesitan para nada tus jardines, pues de ellos es el poder y la gloria, ahora y siempre,
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amén.
—¿Ah, sí? —responde el viejo, sonriendo —. Ya no necesitan al viejo Señor del
Universo, ¿eh? Has sido el Príncipe de la Mentira durante demasiado tiempo, hijito.
No entiendes cómo están programados estos cretinos. Pues los he vuelto al uno contra
el otro, y a cada uno contra sí mismo. Es el truco más viejo del libro.
Chasquea los dedos y los tres estáis apoyados contra el mamparo exterior de una
cubierta de esparcimiento, mientras una enloquecida muchedumbre de terristas
irrumpe en ella rompiendo las mesas de cristal y derribando las esculturas ígneas.
Blanden cruces envueltas en hojas de vid sinteadas y cantan:
—¡Basta de naves! ¡Basta de naves! ¡Basta de naves!
—Conque ya no necesitan para nada mis jardines, ¿eh? — cloquea el viejo —.
Puedo jugar con sus mentes como me venga en gana, porque yo he creado su
universo, el externo y el interno. — Chasquea los dedos —. ¡Contempla ahora a tus
señores de la materia y la energía!
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Y os encontráis en una cubierta terrista atacada por la corrosión, respirando una
atmósfera viciada. Los pinos están mal desarrollados, la hierba parece enfermiza, y
los ojos de los terristas son febriles y brillantes mientras se inclinan ante la cruz
cubierta de hojas.
—A rastras por el suelo, que es su lugar — comenta el viejo —. Es el viejo truco
de la culpa. No falla nunca.
Vuelve a chasquear los dedos y estáis cayendo por un tubo de descenso,
atravesando las cubiertas de una nave bien cuidada. El aire es fragante; las luces,
claras y brillantes; las superficies metálicas y enjoyadas están resplandecientes. Pero
la abigarrada multitud parece inquieta y acosada por el miedo, sobresaltándose por
nada, echándose a temblar por una sombra.
—Y si la mano derecha no los alcanza — prosigue el viejo —, lo hará la
izquierda. Cada individuo es una isla, y todos están solos. ¿De qué les aprovecha
ganar el universo si yo tengo hipotecada su alma?
—Ah, pero… ¿y si renuncian a tu plan de viviendas baratas y conquistan sus
almas? — inquiere Satán, exhalando series de anillos de humo hacia cada una de las
cubiertas que desfilan ante vuestros ojos. Los anillos de humo lavanda se posan en la
frente de las personas y se convierten en diademas plateadas. Son los primeros
transceptores sensoriales completos, los antepasados de la integración.
—¡He aquí la integración! — anuncia Satán a medida que las diademas se funden
hacia el interior del cráneo de sus portadores, convirtiéndose en los integradores
quirúrgicamente implantados.
—La Declaración de Independencia del escenario montado por ti, ¡oh Productor
de Epopeyas Bíblicas! ¡El puente entre las islas! ¡La puerta de realidades hacia las
que no puedes seguirlos! ¡La corona de la creación!
Satán se vuelve hacia ti mientras los tres abandonáis el tubo de descenso en una
tranquila cubierta residencial: paseos de adoquines dorados que se abren entre casitas
de chocolate hechas de amatista, cuarzo y topacio. Satán te echa un anillo de humo
que se posa en tu cabeza y luego se introduce en tu cráneo.
—¿Qué te parece, hombre? — pregunta, señalando al viejo con un ademán de su
cabeza —. ¿Crees que este Mago Merlín es el que todo lo crea y todo lo destruye o
tan sólo otro número de ilusionismo?
Satán emite otra furiosa carcajada y de pronto eres tú quien está haciendo
chasquear la cola, riendo desenfrenadamente y exhalando bocanadas de humo
lavanda hacia el anciano, que te mira con sus ojos saltones.
—¿Dónde se ha metido? — pregunta el viejo.
—Permíteme que me presente — respondes.
—¡No te burles del Señor! — grita el viejo.
—He aquí el dueño de espacios más allá del espacio y de tiempos más allá del
tiempo — añades, chupando la punta de la cola.
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Sostienes en tu mano una de las purpúreas bolitas de piel bajo inmensos e
iridiscentes árboles verdes. Te encuentras en los Campos Elíseos del hermoso París
de la perdida Tierra. Danzas en el gran salón de Jofe D’mahl y te llevas a la boca un
destellante que estalla en un relámpago de terciopelo rosado que te transforma en una
mujer que está haciendo el amor con un hombre dorado sobre la negra arena de la
orilla de un lago plateado bajo una luna azul y otra naranja. Te sostienes sobre una
tabla de surf hecha de luz esmeralda en la cresta de una ola de un kilómetro de altura
que avanza por un interminable mar azul turquesa. Te elevas, cantando, hacia el
corazón de un sol blanco azulado, ardiendo sin consumirte.
Eres un punto de vista al lado de Satán y el viejo, que suben por un tubo de
ascenso en una nave antorcha transformada. Los severos pantalones cortos de los
terristas se disuelven en chispas multicolores. De las cubiertas metálicas brotan
árboles, enredaderas y flores. La corrosión de los mamparos de las cubiertas terristas
ha desaparecido, las cruces envueltas en vid se evaporan y las sombrías cavernas
malolientes se convierten en fragantes jardines de deleite.
El anciano está hirviendo de rabia. Su rostro enrojecido pasa del morado a un
negro ultravioleta, mientras sus rechinantes dientes hacen saltar chispas y en las
yemas de sus dedos crepitan minúsculos relámpagos.
—Son… son… son… —farfulla en su ciega cólera, haciendo rodar los ojos.
—Esta vez han comido del Árbol de la Creación — observa Satán con una
sonrisa —. ¿Qué te parecen sus manzanas?
—¡Por comer del Árbol del Bien y del Mal, expulsé a estos cretinos del Edén con
una espada de fuego! — ruge el viejo con la voz de un millar de novas —. Por esto,
mi venganza será tal que todo lo de antes les parecerá un paseo por el paraíso.
Y explota en un cegador destello de luz, y ahora ya no ves nada más que el
estrellado firmamento y un enorme hongo nuclear de años luz de altura, sulfurante,
inmenso, estático y eterno.
—¡Pues yo soy el Señor de los Ejércitos, el que destruye los mundos!
¡Contemplad mis obras, mortales, y abandonad toda esperanza!
Estás viendo a Jofe D’mahl que revolotea desde una lanzadera a la plataforma de
acceso de la Bela–37. Lo ves salir de un tubo de ascenso, en el puente de la nave. Y
tú eres Jofe D’mahl, contemplando la Migración a través del plex, un disco de
resplandor adamantino envuelto por la gasa irisada de su interfase de hidrógeno.
Mientras la miras, va menguando paulatinamente hasta reducirse a un punto de luz,
otra estrella abstracta perdida en las negras inmensidades del vacío sin límites.
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una mota de polvo que giraba en torno a una partícula de materia perdida en el vacío
universal. Ahora ni siquiera somos eso.
—Somos la parte que importa — respondes.
—Si supiera…
—Si supiera, ¿qué?
—He oído la llamada, Haris. — Raj Doru, enfebrecidos sus intensos ojos
castaños, ha subido al puente y se aproxima a Bandoora.
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Estás de pie en el puente, viendo cómo el mismo Bandoora desaparece en aquella
terrible inmensidad oceánica.
—¿Oyes la llamada, Jofe D’mahl? — pregunta la suave voz de Areth Lorenzi, la
anciana sorbevacíos que te acompaña como un fantasma de carne.
—No sé bien qué oigo — contestas —. Quizá sea sólo mi propio ego. Tengo que
grabar una absorción de vacío o este viaje habrá sido una pérdida de tiempo.
—Es la llamada —dictamina —. A cada uno le llega siguiendo su propio vector
natural.
—Están ocultándome algo.
—Es cierto. Pero, para saberlo, antes debes probar el vacío.
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debajo de un saliente escarpado, y el cielo es de un gris sucio veteado con feas cintas
marrones y moradas.
—He aquí tu última vana esperanza, miserable criatura — ruge la voz —. ¡He
aquí el Edén, 997–Beta–II!
Y te encuentras sobre una quebradiza cresta de estriada roca verde a orillas de un
mar químicamente azul. El purpúreo cielo está salpicado de nubes azules y verdosas
y el aire arde en tus pulmones mientras tus rodillas empiezan a flaquear y tu
conciencia se desvanece.
Y una vez más estás flotando en un vacío dominado por un galáctico hongo
nuclear que se convierte en la pavorosa visión de un anciano cuya estatura es de años
luz. La total vacuidad del abismo interestelar arde con el fuego de rayos que surge de
los agujeros negros de sus ojos. Su cabellera y su barba son llamaradas que consumen
el firmamento. Sus manos son zarpas que aplastan los cúmulos estelares, su boca es
una cicatriz de muerte en el rostro de la galaxia y su cólera es absoluta.
—¡Escoria, microbio apestoso! — aúlla con una voz que arranca a diez mil
planetas de sus órbitas —. ¡Todo es escoria! Esto es lo que saben los sorbevacíos. He
creado para ti un universo que se prolonga para siempre, un tiempo y un espacio sin
fin. Y todo lo que hay en él es escoria: vacío, gas venenoso y materia muerta;
¡mundos sin fin, tiempos sin piedad! He aquí mi obra, mortales. ¡Contemplad vuestra
prisión y perded toda esperanza!
Y su risa conmueve la galaxia, y sus ojos son como los más profundos pozos del
infierno.
Tú meneas la cabeza y sonríes. Blandes tu índice derecho hacia el enfurecido
coloso.
—Olvidas una cosa, desdichado — replicas —. Yo he creado esta realidad. No es
real. ¡Esfúmate, cretino!
Y el anciano monstruoso comienza a disolverse en una vasta niebla de color
lavanda.
—Puede que yo no sea real — admite —, pero la situación en que te encuentras
no cabe duda que lo es. ¡A ver si eres capaz de salirte de ella con palabras! — Y
desaparece, llevándose el pulgar a la nariz.
Y tú estás mirando a Jofe D’mahl, una minúscula figura enfundada en un brillante
traje de espejo que se yergue solitaria en el abismo eterno. Se vuelve hacia ti,
comienza a crecer, habla.
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envuelve su cuerpo como oleadas de interfases de hidrógeno.
—Que se haga la luz, dijimos el primer día, y tenemos luz.
Tú eres D’mahl, y el refulgente resplandor de dos mil cuarenta naves antorcha
cobra vida a tu alrededor.
—El segundo día dijimos: que se haga el firmamento — prosigues, y te
encuentras en una pradera suavemente ondulada bajo un cielo de todos los colores,
entre una danzante multitud de miembros de la Migración.
—Y la Tierra. —Y la multitud es transportada a la Erewhon, donde los terristas
han unido tres cubiertas para formar un bosque de imponentes pinos y señoriales
robles bajo un firmamento azul.
—Que se haga la materia, y energía sin fin, dijimos el tercer día — añades, y
sientes palpitar la energía por todo tu cuerpo cuando te sientas a horcajadas sobre un
tubo de antorcha, cuando te conviertes en la antorcha que estás cabalgando —. Y
tenemos materia y energía interminable.
—Y ahora, en el cuarto día, hemos descansado — dices, flotando en el vacío —.
Hemos contemplado lo que no ha sido hecho por nosotros, y lo hemos hallado
desprovisto de vida y significado, y por completo insuficiente.
—Y en el quinto día — dice D’mahl, mientras tú lo ves de pie en la oscuridad,
ataviado con su traje de muchas luces —, abandonaremos las cosas de la infancia:
dioses y demonios, soles y planetas, culpas y lamentaciones.
D’mahl se yergue ante una gigantesca pantalla trémula, contemplando la hierba y
el bosque de una cubierta terrista.
—Y en el sexto día, ¿es que no diremos: que se haga la vida? ¿Y acaso no habrá
vida?
Osos, vacas, unicornios, caballos, perros, leones, jirafas, criaturas como canguros
de terciopelo rojo, hipopótamos, elefantes, tigres, búfalos, ratones, colibríes,
musarañas, conejos, gansos, cebras, chivos, chimpancés, dragones alados, tapires,
águilas atraviesan la pantalla trémula volando, tambaleándose, corriendo, y llenan el
bosque y el prado con su música.
Y tú eres D’mahl, sintiendo la potencia de la antorcha que fluye por tu cuerpo y
chisporrotea en la punta de tus dedos, mientras te alzas en el centro de la Migración,
bañado en luz, vida y movimiento, y dices:
—Y en el séptimo día, ¿no vamos a decir: crezcamos y multipliquémonos y
llenemos las muertas e infinitas extensiones del vacío con naves, y vida, y
significado?
Y extiendes tus brazos y a tu alrededor brotan resplandecientes naves antorcha,
mientras la Migración se abre como un enorme mandala floreciente y llena la negrura
del abismo por sí misma, inmensa, siempre creciente, eterna.
—¿Y acaso este día no será un día sin fin?
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EPÍLOGO
por JAMES FRENKEL
Las nuevas ideas muy rara vez aparecen plenamente desarrolladas. Jinetes de la antorcha, de Norman
Spinrad, presenta un concepto relativamente nuevo, el hábitat de la flota de naves antorcha, que él
mismo celebra en canto y narración al final de su novela. Este concepto subyace, justo fuera del
campo visual, como auténtico protagonista de la obra desde las primeras páginas. Su creación del
mundo de las naves antorcha ilustra una tendencia a la evolución tecnológica que ha conformado la
historia de la humanidad a lo largo de millares de años y que en tiempos recientes se ha hecho
inevitablemente obvia, dado que en estos últimos decenios el progreso ha acelerado su ritmo hasta
extremos increíbles, en forma, al parecer, de una progresión geométrica.
La historia de la tecnología es una historia evolutiva, abundante en ideas que fueron concebidas antes
de que su aplicación resultara practicable y llena de conceptos cuya existencia se debe a la repetición
de ensayos y errores basados en nociones que han dado lugar a corolarios más satisfactorios.
La máquina de vapor no fue utilizada como fuente de energía dinámica hasta dos mil años después,
durante la Revolución Industrial, en la que desempeñó un importantísimo papel. Retrospectivamente,
puede parecemos a primera vista absurdo que las cosas ocurrieran así. Sin embargo, examinado más
atentamente, el hecho tiene su lógica.
Otra «tecnología ignorada» aún más sorprendente se atribuye a los mayas, que, según demuestran los
hallazgos arqueológicos, estaban en posesión de juguetes que se desplazan sobre ruedas. Por extraño
que parezca, los mayas solamente utilizaron la rueda para los pequeños modelos con que jugaban sus
niños.
El argumento que intenta explicar ambas situaciones, la de los mayas y la de los griegos, es muy
sencillo: los inventos de que hemos hablado no eran compatibles con los niveles tecnológicos
existentes. Los griegos carecían de los medios necesarios para aplicar la enorme potencia del vapor a
otra cosa que a la maquinita de Herón. Su sociedad no tenía la inclinación mecánica de la época
victoriana, cuando empezó el auge de la máquina de vapor. Además, Inglaterra necesitaba una
máquina de vapor, mientras que se puede aducir que no era tal el caso de la Grecia antigua. La
riqueza de Grecia estaba fundada en sus conquistas militares y en la subsiguiente adquisición de
bienes materiales, tierras y mano de obra. La mano de obra esclava era abundante, y el nivel
tecnológico de la época quedaba bien servido con ella.
De forma similar, el uso de la rueda por parte de los mayas se veía obstaculizado por, al menos, tres
factores. En primer lugar, al tratarse de una sociedad principalmente agraria, su atención se
concentraba sobre todo en los problemas del cultivo. La irrigación, la labranza, el cuidado de los
campos y la cosecha podían llevarse a cabo sin necesidad de ruedas. Seguramente el uso de ruedas
habría simplificado estas tareas, pero un segundo factor impidió que ello sucediera. Los mayas no
disponían de animales de tiro capaces de arrastrar posibles vehículos dotados de ruedas. Al igual que
los griegos, los mayas también carecían de los elementos complementarios que hubieran permitido
desarrollar su potencial tecnología. En tercer lugar, el territorio del imperio maya no se prestaba al
empleo de carreteras, que sin duda hubieran sido la primera aplicación de la tecnología de la rueda.
Actualmente nos resulta muy fácil señalar los juguetes que los griegos y los mayas hubieran podido
utilizar para desarrollar su tecnología. Pero resulta tan inútil como tratar de convencer a los chinos de
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la antigüedad para que convirtieran sus fuegos de artificio en explosivos. Nuestro punto de vista, claro
está, se beneficia de los numerosos y minúsculos descubrimientos y factores que han ido surgiendo en
el complejo transcurso de millares de años de civilización.
Del mismo modo en que griegos y mayas ignoraron valiosas técnicas y conceptos tecnológicos,
también nosotros estamos constantemente ignorando herramientas tecnológicas que sólo se volverán
útiles y evidentes a la luz de factores y adelantos que todavía no se han dado. Si queremos un ejemplo
reciente de un descubrimiento «accidental», basta con que nos fijemos en la floreciente industria de los
microprocesadores. Si el programa espacial de los Estados Unidos no hubiera exigido componentes
electrónicos muy pequeños y ligeros para su uso en el espacio, habría podido pasar mucho tiempo
antes de que una industria menos desesperada hubiera desarrollado finalmente la pieza fundamental
de la nueva revolución industrial hoy en curso, la «tercera revolución industrial».
Irónicamente, los que se oponían, hace años, a la concesión de fondos al programa espacial afirmaban
que este programa malgastaba el dinero del contribuyente, dinero que estaría mejor empleado en
programas sociales y otras necesidades urgentes. También resulta irónico que hoy en día el presidente
Reagan elogie los logros del programa espacial con palabras vacías que no se traducen en un apoyo
concreto. Reagan se esfuerza en vano por equilibrar el presupuesto, y en el esfuerzo espacial sólo ve
una nueva arena donde competir militarmente con los rusos. Al mismo tiempo que vuelve la espalda a
nuevas posibilidades de investigación que podrían dar lugar a la apertura de áreas vitales para el
desarrollo económico, Reagan pretende utilizar los resultados de la investigación relacionada con el
espacio como un medio militar del que ahora no dispondría si antes hubiéramos hecho caso a quienes
se oponían a tales investigaciones.
Durante los años sesenta, los argumentos que se invocaban para censurar la aplicación de fondos al
programa espacial no eran del todo disparatados. Al fin y al cabo, nadie sabía exactamente en qué
terminarían estas incursiones por el espacio. Los defensores del programa no preveían el auge de los
microordenadores, sino más bien el amplio y nebuloso concepto del dominio del espacio, cuyo principal
rendimiento consistiría en los satélites de comunicación, fuentes de energía y otros objetivos aún más
remotos.
Una vez más, como ya había ocurrido en incontables ocasiones anteriores, los beneficios de la
investigación se han cosechado en terrenos imprevistos. Incluso después del desarrollo inicial de los
microprocesadores, sus ventajas potenciales fueron postergadas en favor del revestimiento de teflón,
mucho más obviamente útil e inmediatamente aprovechable. Si bien el teflón resulta muy útil, nadie se
atrevería a defender su importancia relativa en comparación con el desarrollo de los
microprocesadores que actualmente constituyen el motor de nuestra recuperación industrial y
financiera.
Las naves antorcha de Spinrad —y, en términos generales, el concepto de naves «generacionales»
capaces de alojar muchos miles de personas en un entorno relativamente independiente y
autosuficiente— no es ninguna idea nueva.
Los escritores de ciencia ficción han utilizado el concepto básico de este tipo de naves durante más de
treinta años, y estoy seguro de que si se buscara con detenimiento podría descubrirse que la premisa
ya existía mucho antes.
Desde luego, es innegable que Robert A. Heinlein sembró firmemente la idea en la mente del público
con su obra Universo, allá por el 1949. Sin embargo, en el libro de Heinlein, como en varios otros, la
nave, si bien autosuficiente, era vista como siempre han sido vistas las naves: como un medio para
transportar personas y mercancías de un lugar a otro.
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La flota de naves antorcha, con miles de naves como nos la describe Jinetes de la antorcha, no es el
primer entorno artificial que se propone como hogar de la humanidad. Pero difiere de sus predecesores
en importantes aspectos. Dejando a un lado, de momento, otras naves «generacionales» concebidas
por la literatura de ficción —especialmente memorables son La nave estelar de Brian Aldiss, la enorme
nave de Harlan Ellison en su concepción original de The Starlost, el escenario de Rito de iniciación, de
Alexei Panshin y la ya citada Universo—, escritores y científicos han propuesto una amplia variedad de
ambientes artificiales.
Son de destacar los L-4 y L-5 de O’Neill, así como las creaciones ficticias de Larry Niven en Mundo
anillo y de Arthur C. Clarke en Cita con Rama. En estos dos últimos casos, se trataba de
construcciones alienígenas, pero semejantes en su función a los minimundos que tal vez un día
deseemos habitar.
El concepto de la esfera de Freeman Dyson constituye otro entorno que podría utilizarse como hogar
para la humanidad. Pero todos ellos, así como los ya incontables que actualmente aparecen descritos
en obras científicas o de ciencia ficción, difieren de las naves antorcha de Spinrad en un aspecto
importante. Todos ellos se utilizan como medio para llegar a un lugar, mientras que la «antorcha» es
una ambulante fiesta de luz.
Moverse en un trayecto interminable por el espacio ofrece grandes ventajas. La más evidente es la
gran facilidad con que se pueden obtener materias primas para nuevas naves y otros propósitos.
Cualquier estructura dirigida a un punto fijo o en órbita en torno a un punto fijo únicamente tiene acceso
a aquellos materiales que se hallen a su alcance. Si bien las colonias espaciales artificiales pueden
enviar naves de carga desde su posición orbital en busca de materias primas, o recoger lo que puedan
de otros lugares, ya de fuentes naturales o comerciando con otras colonias, siempre tendrán que
enfrentarse a las limitaciones del tiempo y el espacio.
Uno de estos beneficios se menciona en los dos sensos montados por su protagonista narrador, Jofe
D’mahl. Me refiero a las libertades que se derivan del vasto tamaño y la infinita diversidad existentes en
el seno de la procesión de naves antorcha, tal y como él la ha concebido; las libertades que sólo
resultan accesibles mediante la conexión electrónica de todos los ocupantes de las naves cada vez
que éstos desean integrarse en los canales electrónicos comunes que su tecnología les proporciona.
Pero en ninguna de sus obras publicadas hasta ahora había utilizado Spinrad de forma tan creativa la
idea de la conexión electrónica para definir una sociedad visiblemente distinta de la nuestra —por una
parte, no está basada en ningún planeta—, aunque viable en sus propios términos. La fusión de sus
habitantes por medios electrónicos modifica completamente e incrementa el potencial del complejo
social en el que Jofe D’mahl vive y trabaja.
Escrita en 1973, Jinetes de la antorcha refleja la sensibilidad propia de los años sesenta, sobre todo en
lo que respecta a la liberación sexual, y por ello la sociedad que describe puede parecerles familiar a
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algunos y quizá muy extraña, e incluso repugnante, a otros. Nadie debe asombrarse de que algo
escrito en los años setenta recuerde a los sesenta. A menudo se ha dicho que los setenta no fueron
más que una extensión o un prolongado desenlace de los sesenta. Pero, tanto si uno la admira como si
la desprecia, la sociedad de las naves antorcha como Spinrad nos la describe posee un carácter
vibrante y real. En la ciencia ficción abundan los mundos y sociedades creados únicamente como
reflejos de la Tierra tal y como ésta era en la época aproximada en que el autor los imaginó.
A pesar de la atmósfera de los años sesenta, la sociedad de la nave antorcha es única. Su creación
exigió que se fundieran las esencias en un todo vivo y vital, en un organismo flexible y viviente. La
capacidad de cambiar queda claramente reflejada en diversas partes de la novela, comenzando por el
primer senso de D'mahl, Los holandeses errantes, en el que se relata algo de la historia de la
migración y la gradual metamorfosis de las naves y de las actitudes de sus ocupantes según se nos
muestran en dicha historia.
El segundo ejemplo claro de flexibilidad se halla, naturalmente, en el segundo senso, cuando Jofe
D’mahl engatusa a su público para hacerles comprender lo que para ellos debe de ser la verdad más
dura de todas: que su objetivo vital a lo largo de generaciones les ha sido denegado por el destino, y
que deben buscar en ellos mismos las razones para seguir adelante. Y es al convencer al público de la
validez de su propia existencia cuando Spinrad roza la verdad que ni siquiera él explícita por completo
en su texto, el factor que impide que las personas se conviertan en meros adictos al placer y
totalmente dependientes. Es una verdad que constituye un buen presagio para la supervivencia de la
antorcha y de la gente que vive en ella. Esta verdad es el concepto de frontera.
Mientras la antorcha siga viajando por nuevas regiones del espacio, conserva la posibilidad de
descubrir y explorar una terra incognita. No tierras, quizá, pero sí regiones desconocidas. Esta
posibilidad de descubrir lo desconocido, lo nuevo, lo distinto, ha sido siempre marca distintiva del
espíritu humano. Explorar, soñar, buscar el reto de lo desconocido… Esto es lo que mantiene frescos
nuestros puntos de vista y nos da esperanza para el futuro. La sensación de maravilla ante las cosas
ignotas, junto con los potenciales ignorados que llevamos en nuestro interior, son uno de los mayores
legados de la herencia humana y uno de los mayores atractivos de la ciencia ficción.
La ciencia ficción, como la idea de Norman Spinrad en Jinetes de la antorcha, nos acerca a esta
maravilla, fuente siempre fresca de estímulo intelectual e imaginativo.
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LA PARADOJA DE LA NAVE ANTORCHA
Dr. Robert L. Forward
En esta joya de narración, Jinetes de la antorcha, Norman Spinrad cristaliza en el interior de un cerrado
microcosmos las mejores esperanzas y los peores miedos de la humanidad, desde el remoto pasado
hasta el inimaginable futuro. Nos obliga a reconocer que estos profundos temores que no queremos
admitir podrían hacerse reales. Nuestro mundo natal completamente destruido. Arrojados a la deriva
por el espacio hostil. Solos, sobrecogedoramente solos. Ausencia total de vida en el resto del universo.
Sin apoyo, sin un lugar donde aterrizar, sin tan sólo una amable palabra de aliento de algún observador
lejano. El vacío está ahí, absorbiendo nuestra fuerza, pero debemos seguir adelante… o morir.
Entonces, gracias a la aparente magia de la antorcha de fusión, el autor nos muestra cómo nuestras
máquinas pueden extraer sustento del vacío. Sobrevivimos, crecemos, aprendemos, nos
desarrollamos hacia el exterior con capacidades en constante aumento hasta que nos damos cuenta
de que nuestra realidad ha excedido nuestras más locas esperanzas, nuestros sueños más visionarios,
pues somos como dioses, con una eternidad de espacio ante nosotros y una eternidad de tiempo para
explorarlo.
Como corresponde a un buen escritor de ciencia ficción, al tiempo que Norman nos relata una
interesante narración, también nos proporciona una valiosa información; aunque no demasiada
información, pues no hay que dejar que los hechos se interpongan ante una buena narración. Nos
explica cómo funciona la nave antorcha, qué aspecto presentaría el vuelo tras una onda de choque de
hidrógeno a velocidades casi lumínicas y qué sensaciones produciría. Nos hace contemplar la
creciente armada de naves antorcha y nos introduce en sus pasillos y habitaciones para que nos
unamos a sus habitantes, dedicados a crear nuevos mundos a partir de la materia estelar. Nos obliga a
enfrentarnos al vacío y nos demuestra que podemos hacerlo, e incluso, a la larga, conquistar ese
infinito sumidero de impávida vacuidad.
Tras leer por segunda vez la novela, en esta ocasión buscando nuevas ideas o nuevas formas de
exponer antiguas ideas, encontré cierto número de conceptos susceptibles de estimular la reflexión. El
más evidente es la propia antorcha de fusión, un tubo de propulsión interestelar que se desplaza por el
espacio utilizando como combustible el hidrógeno interestelar. El tubo de propulsión interestelar ya
había sido descrito antes en la ciencia ficción, por ejemplo en la notable Tau Zero, de Poul Anderson.
Norman añade un nuevo sesgo con el reciclado de los más pesados subproductos de la fusión y el uso
de los materiales así obtenidos para mantener y ampliar la flota inicial de naves.
Si la densidad media del hidrógeno interestelar se calcula en un átomo de hidrógeno por centímetro
cúbico, la cantidad de masa recogida en un año luz de espacio por una draga de 100 kilómetros de
diámetro sería de unas 150 toneladas, de modo que Norman Spinrad sólo tuvo que hallar una región
del espacio ligeramente más rica en hidrógeno para dar a su mente el maná del cielo.
Otro punto que Norman nos expone, aunque lo expone sutilmente y no estoy seguro de que ni siquiera
él se diera cuenta de que lo hacía, es que la vida es tenaz. Se adaptará para vivir en cualquier nicho
ecológico que tenga a su alcance. Nuestros humanos abandonan su hogar destruido y se ven forzados
a vivir en el vacío. Pero encuentran sustancia en el vacío y hacen evolucionar sus maquinarias (pues
los cuerpos de los humanos ya no evolucionan) para que conviertan esa sustancia en sustento.
Un paralelo a este logro puede hallarse en torno a ios agujeros calientes que se encuentran en el
mismísimo fondo de los océanos de la Tierra. La luz del sol no llega a tales profundidades, de modo
que la fotosíntesis es imposible. El agua sobrecalentada que brota de tales agujeros no sólo está a una
temperatura superior a la de un autoclave de hospital (utilizado para esterilizar todo tipo de formas de
vida) sino que además va cargada de sulfuro de hidrógeno, sumamente venenoso. Y sin embargo
puede encontrarse vida en torno a ellos, adaptada a una limitadísima zona cálida entre el helado
océano y el chorro sobrecalentado. Se trata de unos grandes gusanos sin ojos ni boca, que viven en
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una relación simbiótica favorecida por el sulfuro de hidrógeno, alimentándose de bacterias empotradas
en su piel. Una vez que ha aparecido, la vida es tenaz.
A pesar de ello, la más notable predicción tecnológica de Jinetes de la antorcha es la de que la vida es
escasa, incluso exclusiva de nuestro planeta (o, en la narración, lo que queda de él). En esta novela,
originalmente redactada en 1974, Norman Spinrad llegó a dicha conclusión, que apenas hoy empieza a
ser aceptada por numerosos científicos. Al parecer, es la única respuesta lógica a uno de los mayores
misterios científicos de la actualidad: la «Paradoja de Fermi».
LA PARADOJA DE FERMI
Los pocos milenios que esta pendenciera banda de monos desnudos denominada raza humana lleva
estudiando las estrellas no representan más que un instante en la escala cósmica del tiempo. Los
pocos decenios que llevamos tratando de comunicarnos con otros seres que puedan habitar en torno a
tales estrellas sólo puede considerarse como un fugaz parpadeo. Puesto que nosotros apenas
estamos empezando a desarrollar la tecnología necesaria para una astronomía seria, para la búsqueda
de señales de radio extraterrestres y para el transporte cósmico, parece sumamente probable que
cualquier otra raza con la que podamos establecer contacto disponga de una tecnología miles o
millones de años más adelantada que la nuestra.
Nuestro planeta orbita en torno a una estrella de segunda generación. Si es fácil que aparezca la vida,
lo lógico es que haya surgido vida inteligente hace millones y miles de millones de años en torno a las
estrellas de primera generación. Si estos seres se nos parecieran en algo, habrían enviado naves de
exploración hace mucho tiempo. Aunque las naves de exploración y colonización viajasen a una
pequeña fracción de la velocidad de la luz, aunque se detuvieran miles de años en cada etapa para
reagruparse antes de enviar la siguiente oleada de naves, fácilmente puede demostrarse que el
inexorable crecimiento exponencial de las naves espaciales no tardaría en abarcar la inmensidad del
universo. Una vez iniciado este proceso de exploración interestelar, una única cultura sólo tardaría
unos cuantos millones de años en visitar todos los planetas de la galaxia. En tal caso: ¿dónde están?
Si podemos imaginar al menos una forma de viaje interestelar, por lento y caro que resulte, es lógico
que deban existir muchas formas de viaje interestelar. Algunos sistemas utilizarán principios físicos que
ya nos resultan familiares. Otros sistemas se basarán en máquinas aparentemente «mágicas» que
sólo podremos comprender dentro de millones de años. Si nosotros podemos soñar en viajar a las
estrellas más cercanas, ellos tendrían que estar explorando la galaxia. En tal caso: ¿dónde están?
Esta paradoja sobre la ausencia de pruebas de la existencia de seres extraterrestres es una de las
principales preguntas sin respuesta que se plantean a la ciencia. Los periódicos y las publicaciones
técnicas están llenos de artículos acerca de esta paradoja. No es necesario que los alienígenas
vengan a visitarnos en persona. Sus sondas robóticas serían prueba suficiente. Pero tampoco hemos
visto ningún robot.
Algunos científicos esgrimen la ausencia de visitantes extraterrestres como prueba de que la vida
inteligente sólo ha surgido una vez y que, nos guste o no, nosotros constituimos el único ejemplo de
«inteligencia» en todo el universo. En su opinión, la aparición de la vida exige una cadena de
circunstancias sumamente improbable, y mucho más si nos referimos a vida inteligente. Esta es la
tesis que Norman Spinrad ha expuesto tan correctamente en Jinetes de la antorcha. En su novela, la
«demuestra» mediante un proceso «metafísico» mental, aunque en la realidad sería muy difícil
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«demostrar» que no existe vida en ningún otro lugar. Por más que me disguste admitirlo, es posible
que Norman y los demás estén en lo cierto, pero sigo resistiéndome a aceptar tal conclusión.
Cabe dentro de lo posible que la aparición de la vida sea muy improbable, pero no deja de ser extraño
que se encuentren aminoácidos, precursores de todas las formas de vida, en los meteoritos y en el
polvo del espacio interestelar. Cabe dentro de lo posible que sea muy improbable la aparición de vida
inteligente, pero este argumento parece invalidado por el hecho de que, en este planeta, la vida
primitiva ha dado lugar a vida inteligente en dos ocasiones.
En el remoto pasado de la Tierra sólo existían formas de vida primitivas, cuya expresión más avanzada
sólo era un aglomerado de células. Actualmente, todavía existe un ejemplo de estas formas de vida
primitivas: la hidra. La hidra se compone de unos pocos centenares de células organizadas formando
un pie, un tubo digestivo y algunos tentáculos, dotados de unos cuantos reflejos primitivos. La hidra dio
lugar a dos especies distintas, los vertebrados con esqueleto interior (gusanos) y los moluscos con
esqueleto exterior (almejas). Los humanos son los descendientes inteligentes de la familia del gusano
y el pulpo es el descendiente inteligente de la familia de la almeja.
El cerebro del pulpo es un anillo con cinco lóbulos que rodea la entrada del alimento, mientras que el
cerebro humano es una masa con dos hemisferios situada por encima de la entrada del alimento. Los
ojos de ambas especies tienen un aspecto semejante, pero se desarrollaron independientemente.
Podría argüirse que un pulpo no es lo bastante listo como para ser considerado un ser inteligente, pero
admitiendo la posibilidad de un mundo sin seres humanos que les dieran caza, un largo periodo de
sequía para obligarlos a evolucionar y unos cuantos millones de años para que esta evolución pudiera
desarrollarse, con toda certeza existirían octópodos inteligentes adaptados para respirar en el aire que
diseñarían naves espaciales para explorar la galaxia. Así pues, según nuestra propia experiencia, una
vez que ha aparecido cualquier forma de vida, la vida inteligente no está muy lejos.
La paradoja, empero, subsiste, y cada vez que se inventa un nuevo método de transporte o de
comunicación interestelar, la paradoja empeora. No discutiré más a fondo los pros y los contras de la
Paradoja de Fermi. Existen personas mejor preparadas para hacerlo. En vez de ello, haré lo que vengo
haciendo en los últimos decenios: agudizar la paradoja examinando los nuevos métodos que, según
Norman Spinrad, los seres humanos, con su patéticamente frágil control de las fuerzas de la
naturaleza, pueden aspirar a dominar para alcanzar la divinidad mediante el viaje a las estrellas.
El tubo de propulsión interestelar de Bussard es una de las más antiguas técnicas de viaje interestelar
y una de las preferidas por los escritores de ciencia ficción. El tubo de propulsión interestelar consiste
en una sección de carga útil, un reactor de fusión y una enorme draga para recolectar los átomos de
hidrógeno del espacio. Los átomos de hidrógeno se utilizan como combustible para el reactor de
fusión, en cuyo interior se libera la energía de fusión y se transmite de algún modo a los subproductos
de la reacción (normalmente, átomos de helio), proporcionando así un impulso al vehículo. Robert W.
Bussard calculó en principo que un vehículo de 1000 toneladas necesitaría una zona de recolección
frontal de unos 10 000 km2 (un diámetro de 120 kilómetros) para conseguir una aceleración de una
gravedad en un medio interestelar con una densidad de 1000 átomos de hidrógeno por centímetro
cúbico. Con una aceleración de una gravedad, el tubo de propulsión alcanzaría una velocidad del 65%
de la velocidad de la luz en cosa de un año. Al segundo año, estaría tan próximo a la velocidad de la
luz que en lugar de ir más deprisa estaría añadiendo masa de segundo a segundo.
La velocidad «de arranque» del tubo de propulsión es sumamente baja, de modo que podrían utilizarse
cohetes químicos convencionales para proporcionar la aceleración inicial. A medida que el vehículo va
acelerando hasta llegar a velocidades casi lumínicas, parece que el flujo de combustible interestelar
aumentaría en densidad a causa de la contracción de Lorentz en el espacio-tiempo del vehículo. En
este momento podría reducirse el rendimiento del motor (desechando parte de la masa) o,
alternativamente, el vehículo podría viajar por regiones del espacio con menor densidad de hidrógeno
sin pérdida de aceleración. El tubo de propulsión puede despegar de zonas con una densidad de
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hidrógeno relativamente elevada, cruzar zonas de baja densidad y disminuir luego su velocidad en
zonas de alta densidad sin que su rendimiento se vea afectado.
Uno de los principales inconvenientes, empero, es la pequeñísima densidad media del vehículo,
calculada entre 10-5 y 10-8 gramos por centímetro cúbico. Si el embudo de recolección frontal exigiera
algún tipo de soporte por medio de alambres, los materiales de que hoy disponemos no serían capaces
de soportar su propio peso a una gravedad. Si el vehículo utilizara únicamente un campo magnético
lentamente variable para recolectar el hidrógeno, quizás un campo ionizado por un láser apuntado
hacia adelante, el nivel de turbulencia admisible en la corriente de entrada de partículas sería bajísimo.
La turbulencia ocasionaría una pérdida de energía en las partículas y, por tanto, una disminución en la
velocidad del vehículo. Otro problema es el de la deceleración controlada, pues sería necesario dirigir
el impulso hacia el cono de partículas de la entrada. Varios científicos han estudiado las
correspondientes reacciones de fusión y sostienen que, puesto que la sección transversal de la
reacción protón-protón se sitúa en torno a 10-24 cm2 y la densidad del deuterio en el espacio
interestelar es bajísima (alrededor de 1 átomo de deuterio por cada 8000 átomos de hidrógeno), las
reacciones en que se funda el tubo de propulsión no son viables en el espacio interestelar. Otros
consideran que la densidad necesaria para mantener un nivel suficiente de reacción crearía tanto calor
como para derretir el cableado del vehículo o tanta presión como para destrozar su estructura. No
obstante, todos los argumentos tendentes a demostrar que el tubo de propulsión interestelar no puede
funcionar se basan en suposiciones acerca de cómo estará construido, y dado que todavía no
sabemos cómo construirlo, las pruebas de que no funcionará son espúreas.
Si alguna vez pudiera construirse un tubo de propulsión interestelar, presentaría muchas ventajas
sobre otras clases imaginables de nave espacial. Puesto que jamás se queda sin combustible, como
los cohetes que transportan el suyo propio, y jamás se aleja demasiado de su fuente de combustible,
como los sistemas basados en haces de energía, es capaz de acelerar indefinidamente. Es el único
sistema conocido que puede alcanzar las velocidades relativistas en las que el tiempo de la nave se
vuelve varios órdenes de magnitud más largo que el tiempo de la Tierra, permitiendo que una
tripulación humana viaje por la galaxia, e incluso entre galaxias, en el transcurso de una vida humana.
Para que el tubo de propulsión interestelar de Bussard se convierta en realidad, sin embargo, aún
hacen falta muchos inventos y muchas investigaciones. Antes hemos de lograr la fusión controlada. El
reactor de fusión no sólo debe ser ligero y de larga duración, sino que ha de ser capaz de fundir
protones y no únicamente la mezcla relativamente fácil de fundir de deuterio y tritio. El reactor ha de
ser capaz de fundir los protones según van llegando, sin reducir su velocidad, pues, de lo contrario, las
pérdidas por rozamiento al detener el combustible, fundirlo y reacelerar los productos de la reacción
impondrían un indeseable límite a la velocidad máxima alcanzable. Luego está la cuestión de la
«draga», que debe ser muy vasta y muy ligera. Si el hidrógeno interestelar estuviera ionizado, quizás
un imán muy grande y potente podría bastar para captar los protones cargados. Aunque algunas
estrellas tienen nubes de hidrógeno ionizado en sus cercanías, la mayor parte del hidrógeno de las
proximidades del sistema solar es eléctricamente neutro. Se han propuesto sistemas para ionizar el
hidrógeno mediante láseres, haces de electrones y finísimas hojas metálicas, pero ninguno es ligero de
peso ni de reducido consumo de energía.
Así pues, por el momento, el tubo de propulsión interestelar sigue perteneciendo a la ciencia ficción y,
en Jinetes de la antorcha, Norman Spinrad nos ha explicado con gran maestría cómo sería el viaje en
una flota de naves antorcha. Durante el proceso de imaginarse a sí mismo en una tal flota, ha sentido
el básico impulso de la vida hacia el crecimiento. Ha buscado la materia y la energía necesaria para
este crecimiento y ha descubierto que por los tubos de propulsión pasa una fuente de suministro
susceptible de ser utilizada para este fin. Por cuanto yo sé, ha sido el primero en pensar en este
aspecto del tubo de propulsión interestelar.
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Tras añadir este nuevo sistema de transporte interestelar al inventario de la raza humana, por otra
parte, la paradoja de Fermi se agudiza. Así, quedamos enfrentados con la última pregunta: Si nosotros,
que hace poco descendimos de los árboles, estamos empezando a remontarnos a las estrellas,
¿dónde están aquellos que son más antiguos que nosotros?
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APOSTILLAS INNECESARIAS A UNA PEQUEÑA
OBRA MAESTRA
MIQUEL BARCELÓ
El interés que Frenkel y Forward prestan a los temas centrales de Jinetes de la Antorcha (naves
generacionales, propulsión interestelar por antorcha de fusión, paradoja de Fermi, etc.) no debería
oscurecer otros elementos que, en mi opinión, son esenciales en esta pequeña obra maestra.
Ecología planetaria
Cuando me planteé la selección de la novela para esta colección, recordaba esencialmente la historia
como una parábola lúcida sobre la responsabilidad de la humanidad en la preservación de nuestra
propia nave espacial: ese viejo planeta que llamamos Tierra.
Quizás el origen de tal impresión procede de alguno de los que eran temas centrales de discusión a
principios de los setenta. Uno de ellos es el ecologismo planetario y la responsabilidad que la
humanidad tiene como garante de la continuidad de los recursos que forman el planeta, como se
desprendía ya de un famoso artículo del economista Kenneth E. Boulding. En La economía de la nave-
espacial Tierra (1966) Boulding contraponía la «economía del cowboy» (o el espíritu de la frontera
como gustaría decir Frenkel) a la «economía del astronauta» que se configura como una economía
cerrada y, en cierta forma, limitada.
En clave de ciencia ficción, o mejor, de las preocupaciones que, a menudo, la ciencia ficción debe
atender, ello viene a recordar la responsabilidad que la especie humana tiene como homo faber en la
preservación de su propio hábitat. Y este es el tema central que me había parecido ver en la novela
tras una primera lectura.
Junto a la idea central de una humanidad condenada a vagar por el universo por haber destruido su
planeta original, está implícita en Jinetes de la antorcha la paradoja de Fermi de que habla Forward.
Pero, quizá por efecto de una mentalidad habitual en los aficionados a la ciencia ficción (que el propio
Forward también confiesa), nunca creí que realmente Spinrad pensara que no hay más vida en el
universo que la pobre muestra que representa nuestro planeta. Y por eso retuve del relato su aspecto
de parábola intencionada.
En cualquier caso, la ciencia ficción (o sus autores) ha abordado repetidamente el tema implícito en la
paradoja de Fermi. Lo han hecho no tan sólo en forma de ficción, sino con un tratamiento científico de
gran solidez. Doy por conocida la paradoja, ya explicada adecuadamente por el Dr. Forward, quien, por
cierto, además de científico es también autor del género con su famosa novela Dragon's Egg (1980),
que recupera en los años ochenta la ciencia ficción más clásica de tipo hard.
Un autor tan prolífico y conocido como Isaac Asimov dedica todo un libro al estudio de las
Civilizaciones extraterrestres. En él analiza a fondo cada uno de los componentes de la ecuación que
inventó Frank Drake cuando estaba en el Observatorio de Radioastronomía de Arecibo y que Carl
Sagan difundió a través de su programa televisivo Cosmos.
En dicha fórmula se calcula el posible número de civilizaciones tecnológicas en nuestra galaxia a partir
de la tasa media de formación de estrellas de tipo parecido al Sol (R), de la fracción de ellas que
pueden presentar planetas en órbitas estables (P), del número de planetas de cada sistema
ecológicamente adecuados para la aparición de vida (ne), y otros factores que recogen la fracción de
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aquellos planetas en los que realmente se desarrolla la vida (f1), aquellos en los que surge la
inteligencia (fi), y aquellos en los que se alcanza una civilización tecnológica (fc), y todo ello afectado
por un término corrector que tenga en cuenta la vida media de dichas especies (L):
N = R P ne f1fi fc L
Pero también el mismo Asimov, al tener en cuenta el tamaño de nuestra galaxia, deduce que la
distancia media entre dos civilizaciones tecnológicas es del orden de 630 años luz. Y si se tiene en
cuenta el límite de la velocidad de la luz para cualquier transmisión interestelar, unido a los pocos años
en que se está persiguiendo la búsqueda de inteligencia extraterrestre (programas SETI, CYCLOPS,
OZMA, etc.), quizá la paradoja de Fermi no resulte tan paradójica.
Otra posible explicación es la que, con gran pesimismo, avanza otro famoso autor de ciencia ficción.
Frederic Pohl en su reciente relato Fermi and Frost, explica la paradoja de Fermi con la posibilidad de
que ninguna civilización tecnológica sobreviva como tal. Es decir, que todas acaben provocando la
destrucción de su planeta y su misma civilización como ha hecho la humanidad representada por
Spinrad en su novela.
Quizás uno de los análisis más completos del fenómeno de la paradoja de Fermi lo ha realizado otro
escritor de ciencia ficción: David Brin. Se trata de un joven autor que ha obtenido el premio Hugo y
Nebula por su novela Startide Rising (1983), y que en mayo de 1983 publicó en la revista Analog un
artículo con el título: «Xenología: la nueva ciencia que pregunta ¿Quién está ahí?» Después de un
análisis exhaustivo del problema, Brin enumera una serie de posibles explicaciones de la paradoja, que
resumo brevemente respetando su misma nomenclatura:
Tecnología «mágica»: las especies tecnológicas descubren pronto otras técnicas que hacen
irrelevantes tanto la radio como la voluntad de colonización.
Otros estilos de vida: por los que se abandona la exploración y colonización espaciales, lo
que justificaría que no nos encuentren a nosotros.
«Baja renta»: que considera que la Tierra es o bien inaccesible o indeseable para otras
civilizaciones tecnológicas de la galaxia, quizá basadas en una química diferente.
Holocaustos migratorios: en que se defienden hipótesis como la que presenta Spinrad para la
raza humana en la novela que comentamos, o la de Pohl en el relato antes citado.
En cualquier caso es fácil ver que, aun cuando la ciencia no puede definirse todavía sobre la existencia
o no de civilizaciones tecnológicas extraterrestres, los aficionados a la ciencia ficción siguen pensando
que el universo es demasiado grande para albergar tan sólo la vida terrestre.
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Uno de los elementos centrales de Jinetes de la antorcha es la coherencia de la sociedad que describe
como fruto de una tecnología que dispone de energía y materiales en cantidad ilimitada. Ello genera
una sociedad algo snob y basada en el ocio, que dispone de gran cantidad de nuevos elementos
tecnológicos, perfectamente integrados en la sociedad que nos describe Spinrad.
En 1976, Reginald Bretnor publicó un libro titulado The Craft of Science Fiction, en el que autores y
especialistas consagrados del género daban consejos a fin de obtener precisamente esta «habilidad»
para escribir relatos de ciencia ficción de que habla el título. Curiosamente, junto a autores reputados
como especialistas en la ciencia ficción más hard, como Hal Clement, Larry Niven, Jerry Pournelle y
muchos otros, se eligió precisamente a Spinrad para que desarrollara en un antológico artículo las
características de las posibles nuevas ciencias y tecnologías que son tema de fondo de los buenos
relatos de ciencia ficción. El mismo Spinrad escribía en dicho artículo, titulado Rubber Sciencies»:
»Por ello tuve que contemplar aspectos que incluían la forma en que la Tierra llegó a
ser inhabitable, el desarrollo de la tecnología de la fusión en el espacio profundo, la
transformación de la materia, la psicología y las implicaciones artísticas del enlace
cerebro-ordenador y tantos otros. Y todo ello tan sólo dedicado a una única historia,
para la cual el trabajo previo que tuve que hacer antes de escribir la primera palabra
de la novela en sí representó muchas páginas que el lector nunca ha llegado a ver.»
Incidentalmente, el senso y la «integración» que describe Spinrad están en el origen de las conexiones
neuronales a ordenadores que, en la década de los ochenta, se han presentado como una de las
novedades introducidas por la corriente que ha venido llamándose cyberpunk. Precisamente este es
uno de los aspectos que se han sa ludado como nuevos en Neuromancer, la premiadísima novela de
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William Gibson. Con toda seguridad Jinetes de la antorcha es uno de sus precedentes más claros y
conseguidos.
Miscelánea final
Como el mismo Spinrad ha hecho notar, Jinetes de la antorcha es una novela centrada en el poder de
los medios de comunicación de masa, y por ello su publicación junto con el relato Black-out es
claramente intencionada.
Precisamente, por su cualificación como «comunicador», Jofe D’mahl logra invertir el sentido de la
noticia. Su presentación trasciende el aspecto trágico de la búsqueda ya inútil con la esperanza de la
nueva vida conquistada por la humanidad a través de la potencialidad de su nueva tecnología: la
creación de nuevas realidades.
El senso que presenta D’mahl en el último capítulo de la novela lleva intencionadamente el mismo
título que ésta y en él se nos presenta a un viejo y gruñón patriarca divino, enfrentado dialécticamente
a Satán y al resultado de su creación. Ese «dios» un tanto caprichoso y ridículo cae continuamente en
las trampas a las que le conduce Satán explotando su orgullo y su carácter megalomaníaco. Destruirá
así todo otro tipo de vida del universo inicial, como castigo a aquellos que han cometido el último y más
grave pecado: comer del Árbol de la Creación.
Y ello es así porque, a través del senso, la humanidad en Jinetes en la antorcha ha llegado a poder
crear realidades alternativas e incluso a «integrarse» en una entidad de nivel superior. Es fácil ver en
ello un homenaje de Spinrad a la potencialidad de la creación artística que, curiosamente, es la gran
ocupación de esa humanidad sin problemas de recursos que es la verdadera protagonista de la novela.
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BIBLIOGRAFÍA
«The Fermi Paradox: A Forum for Discussion», J. Brit. Interplanetary Soc. 32:424-434 (1979).
Bussard, R. W., «Galactic Matter and Interstellar Flight», Astronáutica Acta 6:179-194 (1960).
Forward, R. L., «A Programme for Interstellar Exploration», J. Brit. Planetary Soc. 29:611-632
(1976).
Forward, R. L., «Interstellar Flight Systems», AIAA documento 80-0823 (mayo 1980).
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Orange County, California. Acabada la cena, Freddie Dystrum tomó una lata de
cerveza, fue a la sala de estar y se sentó en su sillón favorito mientras su mujer
sintonizaba la cadena ABC para escuchar las noticias de la noche. Freddie prefería el
tono digno y perentorio de Walter Cronkite, pero Mildred era una adepta de la
sofisticada sensatez de Harry Reasoner, y ya que ella había aceptado no quejarse de
los bramidos agresivos de Maude, en contrapartida veían a Reasoner. Gracias a
compromisos de este tipo la tranquilidad reinaba en la casa.
Después de la sintonía, el rostro tranquilo y sonriente de Reasoner apareció en la
pantalla, y empezó a hablar de la última crisis gubernamental en España, o en
Nigeria, o en un país parecido. (Para Freddie con el estómago lleno de pollo frito de
primera calidad, que flotaba como una pitón satisfecha en su habitual
embotellamiento digestivo, todos los gobiernos eran parecidos.)
Fue entonces cuando la cosa empezó, despertándole bruscamente. Una mano
apareció bruscamente en el encuadre de la cámara, a la izquierda de la pantalla,
poniendo un trozo de papel delante de Reasoner. En la manga aparecían unos galones
militares. Y cuando Reasoner indignado se volvió para mirar de reojo al intruso, su
rostro palideció y, por primera vez, al menos en el recuerdo de Freddie, ese hombre
que había anunciado sin pestañear, durante decenas de años, todo tipo de catástrofes
mundiales con una calma y un aplomo muy profesionales, se hallaba visiblemente
trastornado. La manga galoneada agitó el papel ante el rostro de Reasoner y,
finalmente, el presentador lo cogió con mano temblorosa dispuesto a leerlo en voz
alta:
—Todos los boletines de noticias radiofónicos o televisivos, así como la
publicación de periódicos, serán suspendidos indefinidamente por orden del gobierno
hasta que… hasta que…
Los ojos de Reasoner estaban desorbitados, como si no llegara a creerse lo que
estaba leyendo. Miró fuera de imagen con aire divertido, tragó saliva con dificultad y
continuó:
— …hasta que el Ministerio de Defensa haya esclarecido el fenómeno de los
platillos volantes.
Sin transición, la imagen cedió su puesto a unos silbidos y a unos parásitos
multicolores. Después la voz de una presentadora anunció:
—En sustitución de nuestro habitual boletín de noticias, les presentamos Los
Antílopes del Oeste.
Y un animal de aire asustadizo inició sus saltos a través de la pradera.
Calle 88, Manhattan, New York. Archie y Bill estaban sentados en el borde de sus
camas mientras se vestían, completamente convencidos de que iban a encontrarse a
los marcianos desfilando por Broadway en sus naves blindadas. ¿No era así como las
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victoriosas fuerzas de invasión hacían siempre su aparición en el noticiario televisivo
de las 7?
—¿Crees que va a ocurrir realmente? — rió Archie —. ¿No te imaginas la cara
del presidente?
—¡Cielos, mi OVNI!
—Dios mío, ¿piensas realmente que son unos monstruos, llenos de tentáculos, y
que van a desgarrar los bikinis metalizados de las terrestres?
—Nada hace pensar que tengan que ser heterosexuales. ¿No?
Afuera Broadway estaba repleta de gente. Lo que dominaba no era el pánico, sino
una incrédula estupefacción. Las personas se frotaban los ojos y miraban al cielo que
pasaba de un violeta crepuscular a una insondable oscuridad.
—Esto debe ser una broma de la televisión, como aquel truco de Orson Welles en
la radio — explicaba a su mujer un hombre vestido con un traje de tweed.
—¿En todos los canales?
Archie se dirigió a un policía que estaba apoyado en su coche mirando al cielo.
—¿Han desembarcado ya los platillos volantes en New York?
El policía tenía aspecto de bruto y, diez minutos antes, habría contestado a Archie
despectivamente, le habría mirado amenazadoramente, o peor. Pero ahora el policía
se limitó a decir:
—Puede registrarme…
Y preso de un terror que no podía disimular, volvió a examinar el cielo ya del
todo oscuro.
Después, hacia el sur, un objeto brillante atravesó el horizonte, como una
ralentizada estrella fugaz, o como un acelerado satélite artificial. La gente gritó. Y
algo parecido a un alarido de terror como surgido de las profundidades, se elevó entre
la multitud.
Bill miró a su alrededor con nerviosismo.
—Si vamos a ser realmente invadidos, sería más juicioso que nos fuéramos al
campo. Lejos de nuestros semejantes y de los objetivos más grandes y jugosos.
—Jesús, Bill!, ¿crees realmente que sea cierto?
Un objeto brillante rasgó el horizonte, por el norte, hacia Harlem.
Tan pronto como el despertador le sacó de su sueño, Freddie Dystrum dejó la cama,
se dirigió titubeante a la cocina e intentó encontrar las noticias en la radio. Frecuencia
modulada, onda media, onda larga: en todas ellas la música, interrumpida tan sólo por
los mensajes publicitarios. Ninguna palabra acerca de lo que pasaba. Sin
informativos, sin debates. Las cadenas especializadas en información habían dejado
de emitir.
Mildred estaba ya en la cocina preparando el desayuno, como si fuera un martes
como tantos otros.
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—¿Qué haces? ¿Qué ocurre? — murmuró Freddie abandonando la radio.
—Tu desayuno estará listo en seguida. Timmy está en el cuarto de baño y Kim ha
decidido levantarse por fin — respondió Mildred dando la vuelta a una crèpe.
—Pero Mildred. ¿Y la broma de anoche? ¿Y la radio?
—¿Qué le pasa a la radio?
—No da noticias.
—¿Te refieres a esa historia de los platillos volantes en la emisión de Reasoner de
ayer noche? — dijo Mildred mirándole distraídamente —. ¿No era una broma?
—Por supuesto que no. No hay noticias en la radio, exactamente como anunció
Reasoner.
Ahora Mildred empezaba a inquietarse.
—Quizá deberías llamar a Charlie. ¿No recibe el Times todas las mañanas?
—Sí, efectivamente — dijo Freddie dirigiéndose a la habitación para llamar a
Charlie.
Charlie no había recibido su periódico. Charlie no se había podido dormir antes
de las dos de la madrugada, después de haber oído la noticia de los platillos volantes
en la emisión de Walter Cronkite; y, hacia la una y media, había visto varias estelas
luminosas en el horizonte, muy lejos, hacia el norte. Charlie tenía miedo.
Freddie le explicó que quizá no fueran más que unos misiles que despegaban de
Vanderburg, pero tuvo que reconocer que no se trataba precisamente de una
explicación razonable.
De regreso a la cocina, Freddie comprobó que Kim y Timmy, gracias a ese
misterioso teléfono del que los niños guardan el secreto, habían oído hablar del black-
out. Y creían que era una excelente excusa para no ir a la escuela.
—No puedes querer que salgamos, con todos esos platillos volantes aterrizando, y
con esos marcianos paseándose. ¿Verdad papá? — dijo maliciosamente Timmy —.
Llenos de tentáculos y de ganchos con terribles desintegradores.
Freddie no quería ceder ante este tipo de argumentos.
—Nadie ha hablado de marcianos aterrizando con sus platillos voladores, Timmy.
Simplemente han dicho que no habría más informaciones hasta que no se haya
esclarecido esta historia de los platillos volantes. Nunca han dicho que estemos
siendo invadidos.
—¿Por qué iban a hacer una cosa así, si no ocurre nada? — preguntó Kim.
—No lo sé —respondió Freddie, lanzando a sus hijos una significativa mirada —.
Quizás esos genios de vuestros profesores hayan entendido todo esto y os lo quieran
explicar en la escuela. Y entonces me lo podréis contar. A fin de cuentas, para eso
pago los impuestos.
Esto puso fin a la discusión. Y como de costumbre, Freddie llevó a sus hijos a la
escuela antes de ir a la fábrica. Pero, después de haberlos dejado y de haber cogido la
autopista de Santa Ana, empezó a hacerse nuevas preguntas al ver un largo convoy de
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vehículos militares que monopolizaban el tercer carril. Tristes, sucios, y con aspecto
siniestro, se dirigían hacia Los Ángeles.
—Te digo que esto no me gusta nada, en absoluto — dijo Karl Bendtsen mirando con
aspecto huraño el tráfico de la carretera nacional, al otro lado de su campo de
maíz —. Todos esos coches que vienen de Omaha. Seguro que esos imbéciles son
presa del pánico, y que se van a desperdigar por todas partes como una nube de
saltamontes. Me arrepiento de no haber puesto alambre de púas en las cercas.
—Para lo que iba a servir si nos invaden los extraterrestres… — respondió Ben
escupiendo el tabaco que estaba mascando aproximadamente en dirección a
Washington.
— ¿Has acabado creyendo, esas tonterías? — gruñó Karl —. ¡Platillos volantes!
¿Y qué más? Ya verás como al final todavía dirán que son esos periodistas de
izquierdas, de New York, que intentaban propagar su basura. La semana pasada, en
un programa de televisión, vi como intentaban poner al gobierno en dificultades; y
que cualquier medio era bueno para ello.
—Señor Bendtsen, es el gobierno quien ha hecho esta declaración.
—¡Arr! —Karl levantó los brazos hacia el cielo —. Quizás intentaban asustar a la
gente con una historia de platillos volantes, e iban a difundirla; pero por una vez,
alguien en Washington ha tenido el suficiente buen juicio para cerrarles la boca, antes
de que provoquen un desorden.
Ben lanzó una mirada a la carretera.
—No se puede decir que esto sea verdaderamente un éxito. ¿Verdad?
Un gran zumbido ensordecedor hizo retroceder a los dos hombres. Una
escuadrilla de B-52, quizás una docena de aparatos, volaba, muy alto, como buitres,
en dirección al círculo polar ártico.
—Quizá sean los rusos — comentó Karl —. Seguro que ésos preparan algo
sospechoso.
El almuerzo de Willis Cohen con Harrison Gaur se estaba convirtiendo en un
desastre. ¿Por qué había sido preciso que esta reunión, para proponer ideas sobre
artículos al redactor en jefe del semanario neoyorquino que mejor pagaba, coincidiera
con… con esa maldita historia? Gaur era incapaz de pensar en ninguna otra cosa, y la
gente no cesaba de ir a su mesa, para cambiar impresiones sobre sus respectivas
paranoias.
—Esto no puede ser una cosa tan simple como una invasión de extraterrestres
— explicaba Gaur a un tipo de largos cabellos —. Parece un asunto de la CIA. Debe
ser una cobertura, para cualquier cosa de otro…
—Debe ser algo sucio, si la CIA está detrás, amigo…
—Quizá sea un golpe de Estado — dijo Cohen, intentando reafirmar su presencia
por décima vez. Esta vez lo había conseguido.
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—¿Un golpe de Estado? — dijo Gaur centrando su atención en Cohen —. ¿Cree
que ahora mismo está llevándose a cabo un golpe de Estado?
«Ya está —pensó Cohen —, he logrado captar su atención.» Y se puso a buscar
una teoría basada en una conspiración. «Si cargo un poco las tintas, quizá me
encargue un artículo sobre esto.»
—¿Y si verdaderamente existieran naves espaciales que visitan nuestro mundo, y
el gobierno lo sabe? — empezó a improvisar —. ¿Y si hubiera divergencias en el
seno de la Administración? De un lado los halcones intentando mantener el secreto
hasta que se ponga a punto un arma lo suficientemente eficaz para demolerlos. Y
obtener así del Congreso un gran aumento de los créditos militares. Del otro lado, los
moderados queriendo informar a la población, intentando negociar con los
extraterrestres, y al mismo tiempo buscando reforzar la distensión Este-Oeste. Un
grupo empieza a actuar, y el grupo opuesto actúa también a su vez.
—La CIA contra el Departamento de Estado…
—Quizás incluso la CIA contra la Casa Blanca…
—Y el ejército que decide utilizar estos desacuerdos en la cumbre, tomándolos
como un pretexto para ocupar el poder…
—No necesariamente…
De repente se oyeron gritos, por la zona del bar, en torno a un hombre que
acababa de sentarse.
—…al pasar debajo del puente de Verrazano…
— …mi mujer me llamó al despacho…
Gaur se giró y llamó a un barbudo entrecano que estaba cerca del bar:
—Ken, ¿qué ocurre?
—¡Hay un portaaviones subiendo por el Hudson! — gritó el barbudo,
transformando el restaurante en un verdadero manicomio. Todo el mundo se puso a
hablar a la vez y una docena de personas se levantaron bruscamente con intención de
salir. Entre ellos Harrison Gaur.
—Esto es el colmo —dijo moviendo la silla hacia atrás —. Lo siento Will, pero
debo irme.
—¿Ir, adónde? —preguntó Cohen desesperado.
Gaur se detuvo, le miró y se volvió a sentar.
—Realmente no lo sé — dijo. Se levantó —. Pero no puedo quedarme aquí
sentado…
Y Cohen, de nuevo molesto, empezó a preguntarse si toda esta historia no era más
que un complot contra él. Había algo extraño en que hubiese sucedido algo en el
preciso momento en que tenía una cita con Harrison Gaur.
Bill había insistido en que pusieran la mayor distancia posible entre ellos y New York
a la caída de la noche. Aunque Archie y él mismo habían conducido durante todo el
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día a través de los campos y de las colinas madereras en dirección a Montreal, se
habían mantenido apartados de las carreteras principales; ya que Archie había
estimado que corrían el riesgo de encontrarse con embotellamientos y estar en
peligro, en la hipótesis de que un éxodo generalizado pareciera la mejor idea.
Entre las 6 y media y las 7, empezaron a pensar que era totalmente necesario
encontrar rápidamente un motel, para poder tener cerca un aparato de televisión a la
hora del boletín de noticias, fuera o no emitido. Se detuvieron ante un grupo de
barracas, una especie de agujero inmundo en un lugar sin particulares señas de
identificación, en el que la propietaria les pidió 35 dólares por una especie de cabaña
siniestra con un aparato de televisión en blanco y negro. («Lo toman o lo dejan, de
todas maneras me da igual, ya tendré todos los clientes que quiera más tarde, por la
noche».)
Conectaron la televisión cuando ésta emitía publicidad, y se sentaron en el borde
de la cama, mientras desfilaba la retahíla de alimentos para perros, desodorantes, y
papel higiénico suave como un beso. Todo ello de la manera más completamente
normal.
—Te apuesto a que hemos conducido hasta aquí y hemos gastado 35 dólares para
nada — dijo Archie —. Ahora el viejo Walter Cronkite vendrá y nos dirá que todo
esto no ha sido más que una broma que había ido demasiado lejos…
Pero el viejo Walter no vino. En absoluto. En su lugar, se emitía el programa
piloto de una serie de nueva emisión. La historia de una adorable familia de
campesinos de Transilvania en lucha con la incomprensión, y que vivían en un Far
West a lo John Wayne.
—Por lo menos, podrían haber pasado una serie de ciencia-ficción — dijo Bill
palideciendo.
—O un debate entre Gore Vidal y William Buckley — respondió Archie
apagando el aparato… Permanecieron allí sentados durante algunos minutos
intentando adivinar lo que estaba a punto de suceder. Después, sin pensarlo, salieron
al vacío aparcamiento.
Era noche cerrada, y allí en el campo, el cielo estrellado era inmenso y brillaba
por encima de las negras siluetas de las colinas. De manera ocasional, un solitario
coche pasó por la carretera, como un fantasma de luz y ruido en el silencio de la
noche.
Había mucho movimiento entre las estrellas. Lo podían ver. Una luz roja
intermitente se desplazaba bajo el horizonte. Una estrella que describía una curva
deliberadamente parabólica hacia el zenit. Lejos, hacia el este, unos objetos volaban
agrupados.
—Sabes, Archie, creo que aquí casi podría creer en ello. Se podrá realmente creer
en ello.
—Pero ¿qué podrían querer de nosotros? Nuestras ciudades están infectas de
porquerías, millones de entre nosotros se mueren de hambre, somos criaturas
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ingratas, viciosas y nuestra economía es un desastre. ¿No crees que un monstruo del
espacio que se respete a sí mismo, escogería un lugar más simpático para
establecerse?
—Quizá para ellos nosotros seamos una rara especialidad gastronómica, una
especialidad francesa, — sugirió Bill —. Como un roquefort bien pasado. ¿Nunca
encontraste personas a las que les gustara el olor de la mierda?
Archie rió nerviosamente, pero tenía la piel de gallina.
Algo ruidoso se desplazaba por el cielo, a lo lejos. Los perros empezaron a aullar.
Un helicóptero cruzó el cielo. La inseguridad pareció instalarse en el aire,
arrastrándose como una cucaracha en una habitación oscura.
Bill alzó los hombros y giró la cabeza hacia la cabaña.
—Quizás emitan una película de Bette Davis — sugirió.
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—¡Señor —gruñó Mildred levantándose del asiento —, parece como si
estuviéramos en Disneylandia el día de la fiesta Nacional!
— ¿Papá, qué tomaremos para desayunar? — preguntó Kim —. Tengo hambre.
—He de ir al lavabo — gimió Timmy —. Es verdaderamente necesario…
Freddie miró la carretera en dirección al norte. También quería ir al lavabo.
Ningún hotel a la vista, ninguna estación de servicio, tampoco ningún bar. Y, en
medio de esta jungla de cromo, de tubos de escape y de caucho, se podría tardar todo
el día para recorrer una treintena de kilómetros. Hacia el sur no había nada
interesante, pero la autopista estaba vacía de coches, y probablemente lo estuviera
hasta Torrence.
—¡ARROARRR!
Freddie saltó de su asiento mientras una escuadrilla de Phantoms los sobrevolaba
en vuelo rasante.
—Bueno, ¡lo que faltaba! — dijo Freddie —. Si es el fin del mundo, que lo sea;
tanto da esperarlo al lado de un lavabo. Nos vamos a casa.
—Pero papá…
—¡Se acabó! —gruñó Freddie arrancando el motor. Giró el coche en ángulo
recto, maniobró en un reducido espacio y dio media vuelta, adentrándose en la
autopista en dirección al sur.
Una vez en la carretera desierta, Freddie se puso a denostar a los imbéciles que se
encontraban atrapados en el embotellamiento.
—Lemmings. ¡Eso es lo que sois todos vosotros! ¡Una pandilla de lemmings
tarados!
—Papá, ¿qué es un lemming?
Hacía buen tiempo en San Francisco, y desde lo alto de la Coit Tower, Ted y
Verónica podían ver el embotellamiento cerca de la Golden Gate, las carreteras vacías
que serpenteaban en medio de las colinas, el Bay Bridge desierto, y una
impresionante concentración de buques de guerra en el puerto de Oakland.
Ted había pensado hacer auto-stop a lo largo de la costa para ir a Redwood
Country y esperar a que el golpe militar hubiera terminado. Después, según la
gravedad de la situación, volvería a su casa de Berkeley, o si no, se dirigiría a la
frontera canadiense.
Pero Verónica le había hecho ver que al estar en la carretera haciendo auto-stop,
estarían en el peor sitio cuando empezara la larga noche de la represión. Los auto-
stopistas serían las primeras personas que irían a parar a los campos de
concentración. Decidieron pues, que sería más conveniente esperar lo inevitable
resguardados en el vientre de la Bestia. Habían sido fichados por los policías de
Berkeley, y estaban en tantas listas, que ya no tenían razones para sentirse
exageradamente paranoicos.
—En cierta forma —dijo Verónica —, quizás esto tenga su lado positivo. La
Bestia muestra su verdadero rostro. Quizá la gente se despierte al ver los tanques en
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la calle.
Ted adoptó un aire dubitativo. No habían visto tanques, pero en cambio había
helicópteros por toda partes y mucho movimiento en el puerto militar. En lo referente
a la «gente», unos se habían marchado de la ciudad por miedo a los marcianos, y
otros se habían quedado a regañadientes en pequeños grupos víctimas de la
confusión.
—Sabes —dijo él—, creo que el tipo que calculó esto, quien sea, es un verdadero
genio. Han desaparecido las aglomeraciones, las tropas pueden maniobrar a su gusto,
controlar todos los puntos estratégicos, y cuando finalmente la gente se decida a
volver, completamente cansados, no tendrán ni fuerzas para resistir.
—A menos que… a menos que…
Verónica miró hacia el otro lado de la bahía. Algo producía reflejos, como en un
espejo, a la vez brillante y de contornos imprecisos.
—…A menos que esto pueda ser verdad.
Después del desayuno, Archie y Bill dieron un largo paseo por el bosque; habían
engullido unas hamburguesas aceitosas, después vieron Godzilla en la televisión,
cenaron temprano, e intentaron pasar el rato (que parecía desesperadamente largo)
esperando las noticias de las 7. El tedio cargante de este paraje bucólico los había
llevado a tomar la decisión de volver a sus casas, a menos que… a menos que se
anunciara que efectivamente el ejército estaba realmente luchando contra los
invasores extraterrestres, en las calles de New York. Esta especie de coito frustrado
era francamente muy exasperante.
A las 6 y cincuenta minutos conectaron el televisor, miraron los diez minutos
finales de un episodio de Star Trek en el que el capitán Kirk se había visto obligado a
cambiar su cuerpo por el de una mujer, y después sintonizaron el cuarto canal,
esperando encontrar al viejo optimista de John Chancellor y su pusilánime
moderación.
Publicidad de cervezas, medias, desodorantes íntimos, cocina china en conserva,
después la sintonía de la NBC y la voz familiar del presentador: «Y ahora el
informativo de la NBC, ¡presentado por John Chancellor!»
Y John Chancellor hizo su aparición, sereno, imperturbable, como si fuera lo más
normal, empezando la presentación de los principales titulares. Se gestaba un
inminente golpe de Estado en el Líbano. El coste de la vida había aumentado un
0,5%. Un reactor se había estrellado entre New York y Shannon. El secretario de
Estado estaba en viaje por Brasil. Los israelitas habían matado a tres terroristas
palestinos.
Y así sin interrupción, los resultados de los últimos partidos de béisbol. La sequía
que amenazaba la recogida de maíz en el Middlewest. La NASA que acababa de
lanzar unos satélites metereológicos. Los obreros en huelga en Cleveland.
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Bill y Archie, aturdidos, miraban como se distribuía, aquella papilla. Sólo osaban
hablar durante los intermedios publicitarios, con los nervios en tensión por la
pavorosa banalidad de lo que estaban oyendo.
—¿Pero qué es lo que ocurre? ¿Qué pasa?
—Se diría que no pasa nada. Se podría decir que, a fin de cuentas, estos últimos
días no han existido nunca.
Finalizado el último intermedio publicitario, John Chancellor miró a los
espectadores fijamente a los ojos, como era su costumbre.
—Y para terminar —dijo con un aire jovial —, la encuesta del Departamento de
Defensa sobre el fenómeno de los platillos volantes. Después de numerosos
reconocimientos con satélites, de una profunda investigación de los hechos de que
disponemos y de un exhaustivo análisis, el Pentágono ha anunciado que los platillos
volantes no existen. De forma absoluta y definitiva. Todo nuestro equipo les desea
una excelente velada.
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NORMAN SPINRAD (Nueva York, 1940) Novelista, Guionista, Letrista y Crítico
literario. Creció en Nueva York, donde se graduó en Ciencias, y ha vivido en Los
Ángeles, San Francisco, Londres y París. Ha viajado mucho por Europa y algo menos
por América Latina, Asia y Oceanía.
Es autor de más de veinte novelas y unos 60 relatos breves compilados en media
docena de volúmenes. Sus obras han sido traducidas a más de quince idiomas.
Además ha escrito guiones, incluyendo el de algún episodio de Star Trek, y de The
Doomsday Machine y los de dos largometrajes: Druids y LA Sirene Rouge. Es
asimismo un conspicuo crítico literario, crítico de cine, y analista político. Tiene tres
discos publicados con canciones escritas y cantadas por él.
Ha trabajado también como agente literario y fue elegido presidente de la Science
Fiction Writers of America y del World SF.
Aunque cada una de las obras de Spinrad es única y explora diferentes líneas de
pensamiento, se observan en ellas ciertos temas recurrentes, como el poder, el sexo, y
las drogas alucinógenas. Esto ha provocado que muchas de sus novelas hayan tenido
dificultades para ser editadas o distribuidas. A menudo ha sido calificado como
«anarquista», apelativo que no parece molestarle en absoluto.
En castellano se han editado las siguientes novelas de Spinrad: Los Solarianos
(1966), Agentes del caos (1967), El planeta Sangre (1967), Incordie a Jack Barron
(1969), El sueño de hierro (1972), Jinetes de la antorcha (1978), Mundo intermedio
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(1979), La canción de las estrellas (1980), El juego de la mente (1980), Pequeños
héroes (1987), El rey druida (2003) y Mexica (2005).
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