Vivir en La Frontera

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Vivir en la frontera:

vida cotidiana en la frontera pampeana


(1740–1870)

por Carlos A. Mayo1

Abstract. – This paper proposes a detailed study of the world of the Argentine Pampa’s
frontier and its lifestyle, trying to rebuild the material life – the housing, the vestment
and the diet – between the beginning of the frontier’s militarization in the XVIIIth cen-
tury and the end of it in the XIXth century. The frontier’s material life was not so primi-
tive, limited and precarious as had been described by the travelers in the XIXth century
and the historiography. In the first decade of that century, the house was not a status
symbol in the Argentine Pampa rural world, but already in the years before 1880 the
domestic life had turned more sophisticated at the ranchos and modest houses. Items like
perfumes, washbasin, etc. were sold at the pulperías and rural stores. The diet’s variety
was an important indicator for this change too. Also the vestment was not as rustic as the
historical writings supossed. Facing a mercantile system that was based on pulperías and
rural stores, and the increasing importance of the consumption credit, the frontiers popu-
lation integrated itself as consumers.

INTRODUCCIÓN

La imagen de la frontera pampeana fraguada por la tradición en es-


trecha complicidad con la historiografía, nos hablaba de una llanura
infinita caracterizada por una casi ilimitada riqueza de recursos natu-
rales – las tierras, los ganados y la fauna silvestre abundaban por

1
En colaboración con Ángela Fernández, Diana Duart, Laura Cabrejas, Daniel
Virgili, José Bustamante, Carolina Correa, Matías Wibaux = Grupo Sociedad y Estado,
Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del
Plata (Argentina).

Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas 40


© Böhlau Verlag Köln/Weimar/Wien 2003
152 Carlos A. Mayo

doquier – y, a la vez, por una simplicidad y rusticidad a veces extre-


mas en las formas de vida material.2 La dieta, la vivienda rural, y en
menor medida, la vestimenta habrían sufrido pocos cambios hasta la
llegada de la década de 1880 y aun más tarde. La dieta en la frontera y
también la de las zonas de antiguo poblamiento era monótona y muy
limitada – estaba centrada casi exclusivamente en el mate y la carne.3
Los ranchos de la Pampa estaban atestados de moradores. Tenían
techos de paja e interiores despojados con puertas y ventanas de cuero,
cabezas de vaca como improvisados asientos, alguna pava y quizás un
bastidor (¡qué hondo caló la imagen que nos dejó Félix de Azara!), las
estancias habrían contado con casas de azotea, puentes levadizos, un
palomar y miradores o mangrullos para otear un horizonte poblado de
asechanzas.4 La vestimenta era también extraordinariamente sencilla:
gauchos de chiripá, bota de potro y relucientes tiradores cargados de
patacones.5 Esa imagen de una vida material reducida a lo elemental y
desprovista de toda sofisticación se explicaba perfectamente a sí
misma, porque aquella era, después de todo, la primitiva frontera de la
“edad del cuero” que habían legado los siglos coloniales.6
Este trabajo se propone hacer un minucioso recorrido a través del
tiempo por el mundo de la frontera pampeana, para indagar en su
experiencia de vida, una vida de la que ya parecía haberse dicho todo,
o casi todo. Nos interesa reconstruir una vez más el entorno material –
la vivienda, la vestimenta y la dieta – entre los comienzos de la mili-
tarización de la frontera, en el siglo XVIII, y los últimos años de su
existencia, esto es hasta poco antes de que el general Julio A. Roca
consumara su conquista del territorio indígena.
Una aclaración se impone y se refiere al sentido y la extensión
misma con que en este trabajo empleamos la noción espacial de fron-

2
Richard Slatta, Los gauchos y el ocaso de la frontera (Buenos Aires 1989),
pp. 39–56 y 128–156.
3
Ibidem, p. 125. Ricardo Rodríguez Molas, Historia social del gaucho (Buenos
Aires 1968), p. 144. Rodríguez Molas es algo más matizado en sus afirmaciones. Para
Slatta, además la dieta habría variado poco y nada en el siglo XIX.
4
Slatta, Los gauchos (nota 1), p. 126. Carlos Antonio Moncaut, Estancias Bon-
aerenses (City Bell 1977), pp. 34–36. Carlos Moreno, La casa y sus cosas, tomo 3
(Buenos Aires 1994), pp. 53, 62, 91, 94, 97.
5
Slatta, Los gauchos (nota 1), p. 131. Rodríguez Molas, Historia social del gaucho
(nota 2), pp. 149, 479, 480.
6
Rodríguez Molas, Historia social del gaucho (nota 2), p. 132.
Vivir en la frontera 153

tera. En otros estudios nuestros habíamos optado por la definición de


Turner; concebíamos la frontera como un área de tierras libres, abier-
tas a la apropiación de la sociedad hispanocriolla que corría por el
borde extremo del asentamiento, sin excluir el territorio indio próxi-
mo. Era la zona de contacto entre indios y “blancos” o como reciente-
mente se la ha definido, una zona geográfica de interacción entre dos
o más culturas distintas.7 Aquí hemos optado por una definición espa-
cial más amplia y laxa. Hasta aproximadamente el fin del período
colonial consideramos a todo el territorio entre el Salado y las afueras
de la ciudad de Buenos Aires como frontera (es necesario recordar que
las incursiones indígenas llegaron por entonces hasta Luján y Magda-
lena, a pocos kilómetros de la capital virreinal). El “corredor porteño”
era, en efecto, casi todo un área fronteriza. Después de 1810 hemos
tratado, hasta donde fue posible y las fuentes halladas lo permitieron,
de aproximarnos más a las regiones que se convirtieron sucesivamen-
te en los confines del poblamiento criollo y su inmediata retaguardia,
es decir, intentamos centrarnos en los partidos de frontera o los próxi-
mos a ésta. En el caso de la dieta no dejamos afuera lo ocurrido en la
zona de poblamiento más antiguo aunque aquí también centramos
nuestra atención en los márgenes.
La frontera la que habremos de referirnos aquí es la del pobla-
miento, la frontera civil, esa silenciosa ocupación y colonización de
los confines por parte de la sociedad hispanocriolla, una sociedad his-
panocriolla que fue forjando en su contacto e interpenetración con el
mundo aborígen no sometido, su propia y peculiar identidad.
Pero antes de adentrarnos en nuestra historia, quizás sea oportuno
recordar en pocas palabras y en grandes líneas el proceso de cons-
titución y ocupación del espacio fronterizo sobre el que aquélla se
desplegará.
A raíz del agotamiento del ganado cimarrón en la campaña bon-
aerense en los primeros lustros del siglo XVIII, los indios de la Pampa
y sus zonas adyacentes se precipitaron sobre los rodeos mansos de
las estancias fronterizas iniciándose así un período de los grandes

7
David J. Weber/Jane Rausch (eds.), Where Cultures Meet, Frontier in Latin Ame-
rican History (Washington 1999), p. XIV.
154 Carlos A. Mayo

malones.8 La frontera fue militarizada; aparecen los primeros fuertes y


el cuerpo veterano de blandengues. A partir de 1779 Vértiz refuerza y
fija la línea de guardias fronterizas en un arco de 155 leguas entre
Chascomús y Melincué y el asentamiento llega a los bordes del Río
Salado. La paz con los indios, lograda tras la expedición ordenada por
el virrey Marques de Loreto en 1784, consolidará el proceso de ocu-
pación de las tierras nuevas y un enjambre de squatters se asentará en
la depresión del Salado. La revolución no pudo hacer gran cosa por el
avance de la frontera, pero el frente de estancieros y labradores siguió
infiltrándose en territorio indígena, mientras una ola de denuncias de
tierras creaba una capa de nuevos y prósperos propietarios rurales en
el espacio ganado al aborígen. En 1817 se funda Dolores y un año
antes Pedro Trápani ya explotaba un campo en Lobería. En la década
de 1820 la frontera ganadera conocerá un proceso de franca expansión
y la línea de fuertes, a fines de la misma, quedará fijada entre Fuerte
Federación al norte, el fuerte Cruz de Guerra, a 50 km al oeste de la
actual ciudad de 25 de Mayo, el fuerte Blanca Grande, en el partido de
Olavarría, y Bahía Blanca.9
Han vuelto entretanto las incursiones indígenas, pero el poblamien-
to del nuevo sur seguirá expandiéndose hasta el punto de convertirse
en una de las zonas de más rápido crecimiento demográfico de la
nueva provincia de Buenos Aires.10 Con Rosas la frontera se consolida
y pacifica y se incorporan 182.635 km2 de tierra. No sólo la gran
estancia dedicada a la cría del vacuno estará presente en los nuevos
partidos del sur, sino también la mediana y pequeña explotación
rural donde no faltará el ganado ovino.11 A mediados del siglo XIX el
nuevo sur ya cuenta con la cuarta parte de la población de la campaña

8
Ver Carlos A. Mayo/Amalia Latrubesse, Terratenientes, soldados y cautivos. La
frontera 1736–1815 (Buenos Aires 1998). Raúl J. Mandrini, “Las fronteras y la sociedad
argentina en el ámbito pampeano”: Anuario IEHS 12 (1997). Leonardo León Solís,
Maloqueros y conchavadores en Araucanía y las pampas, 1700–1800 (Temuco 1991).
9
Ver Tulio Halperín Donghi, “La expansión ganadera de la campaña de Buenos
Aires”: Torcuato Di Tella/Tulio Halperín Donghi (eds.), Los fragmentos del poder, de
la oligarquía a la poliarquía argentina (Buenos Aires 1969). Fernando Enrique Barba,
Frontera Ganadera y guerra contra el indio (La Plata 1997), p. 84.
10
José Luis Moreno/José Mateo, “El redescubrimiento de la demografía histórica
en la historia económica y social’’: Anuario IEHS 12 (1997), p. 43.
11
Jorge Gelman, “Producción y explotación agraria bonaerense entre la colonia y
la primera mitad del siglo XIX, rupturas y continuidades”: Anuario IEHS 12 (1997),
pp. 60–61.
Vivir en la frontera 155

bonaerense.12 Entretanto, una densa red de pulperías y almacenes


había, desde los comienzos mismos del poblamiento en los confines,
mercantilizado la frontera conectándola con los circuitos comerciales
regionales y atlánticos.
Después de la batalla de Caseros (1852) y sobre todo entre 1855 y
1857 recrudecen los ataques indígenas contra una frontera mal defen-
dida (hubo que concentrar tropas fuera de aquella para combatir a la
confederación urquicista) y aquélla retrocedió hasta el Salado.13 Las
décadas de 1860 y 1870 fueron de gran inseguridad en la frontera sur.
El presidente Domingo F. Sarmiento intenta consolidar y expandir la
línea de fortines pero el gran avance será el protagonizado bajo la ins-
piración del ministro Adolfo Alsina en 1877 que llevó la frontera hasta
casi los límites actuales de la provincia.
Las grandes estancias del sur se poblaron de ganado vacuno y des-
pués de ovinos mientras afluían nuevos pobladores y entre ellos algu-
nos contingentes de inmigrantes.14 Poco después se van radicando en
los nuevos partidos sureños los primeros grupos de agricultores a ini-
ciativa de los grandes estancieros.15 Para ese entonces, la frontera
pampeana se estaba convirtiendo en cosa del pasado.

LA VIVIENDA

El rancho fue durante todo el período el tipo de vivienda claramente


predominante de la frontera y también de las zonas de antiguo pobla-
miento de la Pampa, pero en los bordes del asentamiento reinó sin
rival hasta entrado el siglo XIX. De las 114 viviendas censadas en el
pago de la Magdalena en 1744, 81 eran ranchos y 16 casas de techo de
paja.16 Más de cien años después, en 1855, el rancho sigue exhibiendo
su seguro predominio en los partidos de frontera. En Bahía Blanca,

12
Moreno/Mateo, “El redescubrimiento de la demografía histórica” (nota 10),
pp. 43–44.
13
Barba, Frontera Ganadera (nota 9), p. 89.
14
Blanca Zeberio, “Un Mundo Rural en cambio”: Noemí Goldman (ed.), Nueva
Historia Argentina, tomo IV (Buenos Aires 1999), p. 340.
15
Ibidem, pp. 323–344.
16
Pablo Cowen, “Casas en el sur. La vivienda en Magdalena, 1744–1815”: Estudios
de historia colonial rioplatense 2 (1996), p. 20.
156 Carlos A. Mayo

por ejemplo, había 10 casas de azotea y 149 ranchos de paja, en Mar


Chiquita 1 y 1.691, en Bragado 8 y 540, en Tordillo 4 y 3.711, en Pila
las casas azotea sumaban 3 y los ranchos de paja 6.631.17 En 1869, al
hacerse el censo de ese año, el rancho y la casa de techo de paja conti-
nuaban dominando la escena, aunque las casas de azotea también se
han incrementado. Así, en Bragado había 51 viviendas de azotea y
1.145 de techo de paja, en 25 de Mayo 28 y 1.544 respectivamente, en
Azul 78 y 1.152, en 9 de Julio 45 y 413, pero en los territorios que el
censo consideraba fronterizos sólo había viviendas de techos de paja.18
Con su forma cuadrangular y techo a dos aguas de procedencia
española no había un tipo homogéneo de rancho. Para edificar este
tipo de vivienda el habitante de la Pampa buscaba las mejores made-
ras que ofrecía el lugar, pero la tarea se complicaba dada la escasez de
árboles. En los montes había ñandubay. Se seleccionaban las ramas
más derechas y con tientos mojados o cuero fresco se ataban los hor-
cones y las tijeras, luego la cumbrera y por último los costaneros.
Otros elementos como junco o paja de espadaña eran empleados en los
techos y las paredes, levantadas con adobe crudo o cocido. Veamos
algunos ejemplos de viviendas rurales.
En Cañada Honda, don Pascual Castro poseía hacia fines del siglo
XVIII
“[...] una casa de adobe crudo y techo de paja de 11 varas de largo y 6 de ancho tasa-
do en 30 pesos, un ranchito de media agua todo de paja, cocina con tres horcones
principales de ñandubay. También fueron tasados 2.500 ladrillos no utilizados en la
construcción”.19

El pulpero Clemente González dejo al morir en 1788 “[...] un rancho


con dos puertas, cuatro horcones, tres cumbreras, 100 cañas utilizadas
en el techo y una cocinita con techo de paja”.20 Por su parte cerca del
fortín de San Claudio de Areco, Pedro Fernández dejaba a sus descen-
dientes un rancho
“[...] de pared sencilla de una vara con barro y paja, cumbrera de palma media
añadida con una vara de sauce, dos horcones principales, un marco con puerta de
bastidor con cuero y techo de junco [...]”

17
Barba, Frontera Ganadera (nota 9), pp 106–107. Registro Estadístico de la Pro-
vincia de Buenos Aires, 1854.
18
República Argentina, Primer Censo de la República Argentina (1869), pp. 82–87.
19
Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Sucesiones 5345, Pascual Castro.
20
AGN, Sucesiones 8414, Clemente González.
Vivir en la frontera 157

y una cocinita de madera de sauce con quincha de chala y techo de


junco. El valor de la tasación de la vivienda y cocina fue de 125 pesos.
Fernández había invertido en ganado 906 pesos.21
Algunas de estas viviendas eran más elaboradas de lo que la ima-
gen tradicional de la vivienda pampeana quería hacernos creer. Tal fue
el caso de la casa de Juan de Ayala, muerto en Areco en 1742. Ayala
poseía 3.000 varas de tierra, mediana propiedad que “mira al fuerte”.
La casa era de paredes de adobe, contaba con una sala y un aposento –
todo cubierto de paja – dos puertas de una mano con cerradura y llave.
También se tasó “otro rancho que sirve de cocina, un pozo de balde y
una atahona”. Otra dependencia accesoria era la “ramada” constituida
por un techo a dos aguas o de una sola y ofrecía rearo ante la lluvia o
el sol.22
Después de la expansión de la frontera ganadera, a partir de 1820,
el rancho y la casa de techo de paja siguieron, como vimos, predomi-
nando en la frontera. El estanciero Pedro Alcántara de Alvarado,
dueño de un campo de 3.000 varas de frente por 9.000 de fondo en
Arroyo Azul, a comienzos de la década de 1850 reside, cuando visita
su establecimiento rural, en un rancho de dos piezas con paredes de
adobe crudo y techo de junco.23
Al avanzar el siglo XIX comenzaron a aparecer en la frontera las
primeras casas de azotea. El “salvaje unitario” Pablo Acosta, propieta-
rio de nueve leguas de campo en Azul, vivía en una pieza de azotea de
ladrillo de pared doble de 7 varas de frente, 6 de ancho y 4 y media de
alto. Era dueño de un rodeo de casi 2.800 cabezas de ganado vacuno y
1.265 ovejas.24 Pero las casas de azotea en los márgenes de asenta-
miento, como ya vimos, eran aun hacia el final del período estudiado
más bien escasas.
Los grandes hacendados como Félix de Álzaga podían ostentar en
algunas de sus propiedades rurales viviendas que nada tenían que
envidiar a las de la ciudad de Buenos Aires. Álzaga, fallecido en 1841,
dejó a sus herederos varias estancias, entre ellas la llamada Bella Vista

21
AGN, Sucesiones 5687, Pedro Fernández.
22
AGN, Sucesiones 6721, Juan Ayala.
23
AGN, Sucesiones 3512, Pedro Alcántara.
24
Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (en adelante AHPBA), Juz-
gando de Paz de Azul 39-1-1-2.
158 Carlos A. Mayo

sobre las barrancas del Salado. El casco de Bella Vista ostentaba una
casa de altos, aljibes, corredores y todas las comodidades imaginables.
Todas las maderas para los techos, puertas y ventanas con sus mar-
cos, que demandó su construcción, fueron llevados desde la ciudad.
Los ladrillos llegaron del pueblo de Dolores y la arena y la cal de las
posesiones de Gervasio Rosas, hermano del dictador Juan Manuel de
Rosas.25 El caso de la estancia Bella Vista era, sin embargo, claramen-
te excepcional para la época (lo era aun en el contexto de las otras pro-
piedades rurales de Félix de Álzaga, que estaban dotadas de viviendas
más modestas).
El rancho o la casa techada de paja representaba una inversión
mínima y delataba un estilo de vida donde la vivienda aún no era con-
siderada un símbolo de estatus y confort por los pobladores de la fron-
tera. El estanciero colonial no pertenecía a la elite, era, por lo general,
un pequeño o mediano productor agropecuario quien carecía de poder
y llevaba una vida sencilla.26 Después de 1820, con la expansión de
la frontera ganadera y el ascenso de los hacendados, la inversión en
la vivienda rural tendió a aumentar pero en forma muy moderada; la
sencillez y la falta de lujo siguieron privando de materia a las residen-
cias rurales. De una muestra de 105 inventarios hemos seleccionado
69 para analizar qué porcentaje representaba la vivienda en el total del
capital invertido en los establecimientos de campo. Las fuentes hablan
de “ranchos” y “casas”. Se tuvo en cuenta también el porcentaje que
correspondía a la “cocina” ya que muchas veces se presenta como una
construcción independiente o agregada. Hemos agrupado los datos en
cuatro períodos marcados por el avance o retroceso de la frontera. El
primero, de 1740 a 1776, se corresponde con el de los orígenes de la
militarización de la frontera y la creación del virreinato del Río de
la Plata. El segundo parte de 1776 y se prolonga hasta 1820; se trata
de la etapa de apogeo y desintegración del orden colonial. El tercer
período llega hasta 1852 con la caída de Rosas y el fin de su política
con los indios. El último arranca de Caseros hasta 1869 y marca un
momento intermedio entre el retroceso de la etapa anterior y el pro-
ceso posterior que culmina con la campaña del general Julio A. Roca.

25
AGN, Sucesiones 3506, Félix Álzaga.
26
Carlos A. Mayo, Estancia y Sociedad en la Pampa, 1740–1620 (Buenos Aires
1995), pp. 51–69.
Vivir en la frontera 159

CUADRO 1
VIVIENDA: PORCENTAJES DE INVERSIÓN SOBRE EL CAPITAL INVERTIDO

Períodos Casa Rancho Cocina


1740–1776 (16) 6,43% (9) 0,82% (7) 0,43% (7)
1777–1820 (31) 4,18% (16) 0,8% (22) 0,41% (17)
1821–1852 (14) 10,04% (4) 2,23% (12) —
1853–1869 (8) 18,53% (1) 2,55% (8) 1,11% (8)

Nota: las cifras entre paréntesis indican el número de inventarios empleados para efec-
tuar el cálculo. Fuente: Archivo General de la Nación, Sucesiones.

Como puede observarse, el porcentaje del capital invertido destinado


a la vivienda era en efecto bajo. En el período 1777–1820 bajan leve-
mente todos los valores, acaso, porque aumentó la inversión en ga-
nado con relación al anterior. Si comparamos los dos períodos con
muestras de 17 inventarios respectivamente, observamos que para el
período de 1740–1776 se invirtió el 44,30% en animales y para el
siguiente el 56,68%. A partir de 1820 la inversión en la vivienda rural
parece aumentar, pero en forma moderada.

USO DEL ESPACIO Y EQUIPAMIENTO

El uso del espacio y el equipamiento de la vivienda fronteriza revela


un tratamiento algo más complejo y matizado de lo que se creía. La
imagen tradicional, forjada por los viajeros, nos hablaba de un rancho
sucio y miserable donde se dormía y se comía. Un rancho despojado,
sin otro equipamiento que una caldera para hervir el agua, ni más mo-
biliario que un par de huesos de vaca.27
Algunas modestas viviendas rurales constaban así de más de un
ambiente. Las cocinas por su parte fueron construidas en forma inde-
pendiente y separada de la residencia principal. El capitán Bentura
Lozano del pago de Luján, por ejemplo, legaba en 1740
“[...] una casa con sala, aposento de un tirante, con dos puertas la de la sala con dos
manos, la del aposento de una, el aposento con su ventana de madera vieja, pared de
adobe y un aposentillo pegado a la casa [...]”

27
Félix de Azara, Descripción e historia del Paraguay y del Río de la Plata, tomo I
(Madrid 1847), pp. 305–306.
160 Carlos A. Mayo

además de la cocina de pared de adobe y techo de paja edificada aparte.28


Adrián Fredes de la Guardia de Lujan vivía a principios del siglo
XIX en una casa compuesta de una sala de dos tirantes y un aposento
de adobe crudo cubierto de paja con su puerta y su ventana. Tenía,
además, don Adrián un galpón y un rancho que oficiaba de cocina.29 El
pulpero Manuel Ferreiro legó a sus familiares “un rancho habitación
con dos puertas y llaves, cocinas y chismes de pulpería” todo tasado
en 100 pesos.30 Hacia 1852 el estanciero Victoriano Barbosa, dueño de
dos explotaciones rurales y vecino de Lobería, residía en un rancho
con dos piezas y “una cocina pegada con pared de quincho”.31
Los ranchos y casas de la frontera no siempre tenían un bastidor de
cuero. Muchas viviendas rurales contaban con puertas de media, de una
y de dos manos, de pino o de algarrobo con o sin cerradura, otras sólo
estaban provistas con un gancho. Los inventarios estudiados no sólo
revelan la existencia de puertas de entrada a la casa, sino también puer-
tas interiores. Las ventanas eran menos numerosas. Una puerta sirve
para impedir el acceso de extraños a la morada y la sustracción de bie-
nes de valor, sobre todo si hay cerraduras y llaves. Una puerta podía
separar un espacio común de otro privado como podía ser un aposento.
En una muestra de 56 viviendas, 31 (el 55%) tenía puertas de las cuales
doce contaban con una sola puerta y 19 con puerta de entrada y al
menos una puerta interior. De las 31 viviendas que tenían puertas, nueve
de ellas contaban con cerradura y una sola poseía un simple gancho.
Si bien la vivienda rural no daba mucho margen para la intimidad,
la existencia de ranchos y casas de más de un ambiente con puertas
interiores y cerrojos están un intento de ganar privacidad dentro de un
ámbito donde el hacinamiento era frecuente.32
No todas las estancias de frontera tenían pozo de balde. Entre 54
estancias relevadas sólo 18 contaban con él. También eran escasas las
explotaciones rurales que disponían de un horno para cocer pan; de las
54 estancias de la muestra sólo 9 lo tenían. Pero aun así el dato es rele-

28
AGN, Sucesiones 6721, Bentura Lozano.
29
AGN, Sucesiones 5687, Adriana Fredes.
30
AGN, Sucesiones 5687, Miguel Ferreira.
31
AGN, Sucesiones 3945, Victoriano Barboza.
32
Carlos A. Mayo, “Frontera. Cotidianidad, vida privada e identidad”: Fernando
Devoto/Marta Madero (eds.), Historias de la vida privada en la Argentina (Buenos
Aires 1999), pp. 86–87.
Vivir en la frontera 161

vante, pues prueba, como veremos al ocuparnos de la dieta, que el pan


se consumía en los confines del poblamiento.
Las estancias de la frontera, como las de las zonas de ocupación
más antigua, carecían en general de oratorio o capilla, pero ello no
debe hacernos creer que sus dueños carecieran de toda devoción reli-
giosa.33 En cambio no hemos encontrado rastros de la existencia de
miradores, puentes levadizos y palomares.
El mobiliario de las viviendas de los pequeños y medianos produc-
tores, aunque austero, no se reducía a un bastidor de cuero y un par de
huesos de vaca. En sus ranchos y casas solía encontrarse una mesa y
por lo menos un par de sillas de paja. Sobre un total de nueve inventa-
rios de estancia de la región de Azul, en plena frontera, entre 1740 y
1851 siete tenían una o dos mesas y cuatro contaban con sillas. Una de
las estancias llegó a tener trece asientos de paja. El asador para asar
la carne era, prácticamente, infaltable, siete de esos establecimien-
tos rurales contaban con uno. Lo mismo es valido para las ollas para
cocinar (entre una y cinco por vivienda). Los espejos tampoco estaban
ausentes en las estancias de Azul de la época de Rosas.
Según Richard Slatta, “[...] la práctica de dormir en el suelo, con la
sola protección de la silla y el poncho persistió hasta fines del siglo
XIX”.34 Esta era una costumbre, sin duda, de los gauchos y peones de la
Pampa, pero no de los sectores medios y acomodados de la frontera.
Entre éstos los catres no faltaban aunque los colchones eran una rareza.
No sólo se dormía en catres, sino también en cujas. Así, doña Agus-
tina de Lara dormía allá por 1790 en una “cuja torneada de palo Bra-
sil” tasada en diez pesos, todo un lujo para la frontera. Hacia 1851
doña Ramona Arroyo de Morillo legaba dos catres de pino con lecho
de cuero y un catre de pino con lecho de lona.35
En 1844 el práctico norteamericano Miguel Bacon moría en el pue-
blo de Carmen de Patagones, situado en el extremo sur de la frontera.
Entre sus bienes se encontraron una cuja, un catre, dos colchones, dos
sábanas usadas, una frazada nueva y dos fundas.36

33
Samuel Haigh, Bosquejos de Buenos Aires, Charcas y Potosí (Buenos Aires
1988), p. 46.
34
Slatta, Los gauchos (nota 1), p. 130.
35
AHPBA, Juzgados de Paz, Azul 39-1-7.
36
AGN, X-21-3-4.
162 Carlos A. Mayo

La mayoría de los viajeros se quejó de los insectos, las ratas y ali-


mañas encontradas en los ranchos de la Pampa. “Es tal la suciedad de
esta gente” – narraba el 1819 el inglés John Miers – “que ninguno de
ellos ha pensado en lavarse la cara alguna vez y muy pocos lavan o
componen sus ropas una vez que se las ponen”.37 El desaseo personal
parece haber sido muy generalizado en la población de la frontera en
la transición del orden colonial al período independiente, pero ya
entonces había algunas excepciones; doña Bernarda Cevallos, vecina
de Arrecifes, era dueña en 1784 de una tinaja de España, un lebrillo,
dos palanganas – una de peltre y otra de plata – y una bacinilla. A
medida que promediaba el siglo XIX, los utensilios destinados a la
higiene personal en los hogares de la frontera fueron creciendo en
número y al parecer en difusión. Entre los bienes del unitario Rafael
Cabello, de Azul, se remató en 65 pesos “un lavatorio con armazón”.38
Hacia 1860 un almacén de Las Flores vendía a sus clientes “lavato-
rios de loza”, palanganas y jarros para higienizarse, así como escupi-
deras con tapa.39 En su negocio Luis Silva por su parte tenía en oferta
una docena de espejitos de bolsillo y otros comercios ofrecían distin-
tos tipos de perfumes.40
La población de la frontera se iba así lentamente amanerando en
sus costumbres personales y refinando en sus hábitos domésticos.

LA VESTIMENTA

La vestimenta en la frontera, y no sólo en ella, fue uno de los aspectos


de la vida cotidiana que más cambios experimentó entre fines del pe-
ríodo colonial y la década de 1870.41 En la época colonial la ropa de la
población rural era conmovedoramente sencilla y no denotaba mayor-
mente las diferencias que podían detectarse en la estructura de la
sociedad pampeana. Los pequeños y medianos estancieros – ésos que
componían el grueso de los ganaderos porteños – apenas se diferen-
ciaban de sus peones en materia de indumentaria; ambos – hacendados

37
John Miers, Viaje al Plata, 1810–1824 (Buenos Aires 1968), p. 39.
38
AHPBA, 34-1-153.
39
AGN, Sucesiones 4931, Almacén de Martínez de Cuel, Las Flores.
40
AGN, Sucesiones 3966, Luis Silva.
41
Slatta, Los gauchos (nota 1), p. 131.
Vivir en la frontera 163

y trabajadores – usaban poncho, calzones y calzaban botas de potro.42


Si algo marcaba la diferencia entre unos y otros, era la diferente cali-
dad de las ropas que llevaban.
El poncho ya estaba en uso en la Pampa hacia el siglo XVII y reem-
plazaba a la capa española.43 El funcionario y viajero español Fran-
cisco Millau describe el poncho como una “[…] manta de dos varas
y media de largo por algo menos de ancho, tejida con lana o algodón
y dibujada con varios colores y labor”.44
Había una rica variedad de ponchos según la zona de donde provenía
y el material empleado en su fabricación. Así, por ejemplo, se usaba el
“poncho pampa”, confeccionado con la gruesa lana de las ovejas pam-
pas, el “poncho de campo”, el “poncho santiagueño” o el “poncho de
media labor”. Los ponchos se tejían en hilo y algodón y había un pon-
cho pequeño de verano, que cubría hasta la cintura, llamado “calamá-
co”. El calamáco era una tela de lana parecida al “droguete” que es una
tela listada de varios colores y con flores entre las listas. También se
usaba en la frontera el “poncho balandrán” que sobrepasaba las rodillas
y era llamado así por la semejanza con las “balandranas”, que es una
vestidura talar ancha y con esclavinas que suelen usar los religiosos y el
“poncho de bayeta” de lana floja y poco túpida.
Las provincias de Santiago del Estero, Córdoba, Catamarca o San
Luis, proveyeron con sus rústicos telares el material para la confección
de estas prendas. También los indios pampas, cuyos tejidos se coloca-
ban en los mercados regionales, se hacían presentes a fines del siglo
XVIII en todos los mercados regionales, incluyendo los litoraleños
donde gozaban, por su calidad y bajos precios, de las preferencias de
una buena parte de los compradores.45
Al avanzar el siglo XIX, los textiles británicos inundaron los mer-
cados del litoral y llegaron a la frontera, especialmente el poncho y la
jerga inglesas. Pero, como veremos, el triunfo de los textiles ingleses
no fue tan rápido y arrasador como se creía. En los márgenes del
poblamiento, allí donde empezaba el “desierto”, la jerga y el poncho
pampa ofrecieron una tenaz resistencia y durante algún tiempo com-

42
Mayo, Estancia y sociedad (nota 26), p. 61.
43
Rodríguez Molas, Historia social del gaucho (nota 2), p. 150.
44
Ibidem.
45
Jorge Gelman, “El mundo rural en transición”: Goldman, Nueva Historia Argen-
tina (nota 14), tomo II, p. 77.
164 Carlos A. Mayo

partieron con los tejidos intrusos, que llegaban de Inglaterra, las pre-
ferencias de los estratos bajos y marginales.
Sobre un total de 38 inventarios levantados entre 1740 y 1820, se
manifiesta que donde se tasó la ropa la prenda más hallada fue el pon-
cho seguido por las chupa (ver cuadro 2). La chupa era la parte supe-
rior del vestido que cubría el tronco del cuerpo a veces con falda de la
cintura para abajo y con mangas ajustadas. Se ponía, por lo general,
debajo de la casaca y así se generalizó después como traje menos
solemne, más sencillo y más modesto. Los materiales utilizados
para su confección eran el paño, la seda, el algodón, la granilla – más
rústica – de terciopelo de tafetán, de tripe o de bayeta. Los hombres
cubrían sus piernas con calzones y calzoncillos. Aquéllos eran cortos
y protegían los muslos desde la cintura hasta las rodillas.
Otras prendas detectadas eran las capas, capotillos o capotes, cami-
sas y casacas. Así Miguel de Sosa lució una chupa de terciopelo forr-
ada de tafetán, capa de camellón azul forrada de bayeta colorada y
poncho azul. Sosa no era un hombre rico; toda su fortuna consistía en
cinco bueyes, cuatro fanegas de sal y una esclava.46

CUADRO 2
PRENDAS DE VESTIR Y CALZADO EN LA FRONTERA (1740–1820)
(38 INVENTARIOS DE PATRIMONIOS DE POBLADORES)

Prenda Frecuencia
botas (par) 3
botines 6
calzoncillos 4
calzones 29
camisas 21
casacas 6
casaquillas 3
chalecos 3
chupas 29
corbatas 2
fustillos 8

46
AGN, Sucesiones 4844, Juan Miguel Sosa.
Vivir en la frontera 165

Prenda Frecuencia
jergas 5
ligas 2
medias (par) 16
pañuelos 3
polleras 33
ponchos 40
sombreros 19
zapatos 3
otros 26

Fuente: AGN, Sucesiones.

El siglo XIX trajo cambios importantes en la indumentaria del pobla-


dor de la Pampa y su frontera. Desde fines del siglo anterior una pren-
da de origen araucano – el chiripá- fue haciendo su aparición en la lla-
nura para generalizarse en las primeras décadas de la nueva centuria.
El chiripá va así reemplazando al calzón. La nueva prenda – nueva
para la región – era ideal para andar a caballo (semejaba un lienzo
flojo que iba entre las piernas sujeto a la cintura). Debajo se usaba el
calzoncillo blanco. Pero había distintas variedades de calzoncillos
según su hechura y tela. Examinando las existencias de ropa de nego-
cios de la frontera detectamos no menos de seis variedades de aquélla
indumentaria. Chiripá y calzoncillo serán reemplazados por la bomba-
cha en las últimas décadas del siglo XIX. La bombacha llegaba de la
mano de los inmigrantes.47
La época de Rosas habría hecho del traje del paisano un símbolo
del igualitarismo social del sistema federal preconizado por la dicta-
dura del restaurador de las leyes. El buen federal debía diferenciarse
en su atuendo de los comerciantes, los “doctores” y, en particular, de
los unitarios que se habrían vestido a la usanza europea.48

47
Slatta, Los gauchos (nota 1), p. 131.
48
Ricardo Salvatore, “Expresiones federales, formas políticas del federalismo rosis-
ta”: Noemí Goldman/Ricardo Salvatore (comp.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas
miradas a un viejo problema (Buenos Aires 1998), pp. 201–202.
166 Carlos A. Mayo

¿Era tan igualitaria la vestimenta de los “buenos federales” como


cree Salvatore? El propio Salvatore advierte que, a veces, los estan-
cieros rosistas usaban “bota fuerte” en oposición a la bota de potro,
que, como veremos, ahora parecía identificar al gaucho y al peón, en
otras palabras, a los pobres de la campaña.49 En realidad, la mentada
igualdad en el traje de los federales no debió ocultar diferencias nada
irrelevantes entre el atuendo de un gaucho y un hacendado partidarios
de la santa federación; diferencias como las que algunos lustros más
tarde observó Armaignac en su recorrida por la Pampa. ¿Donde habría
estado la diferencia entre un rico y un pobre rural? En la calidad y el
valor de las monedas que lucia el tirador de uno y otro: el hacendado
hacía gala en el suyo de onzas de oro, el material de que estaban
hechas las espuelas; de hierro las del gaucho, de plata las del hacenda-
do acomodado, y largo y terminado de rebenque, con mango de plata
en el caso de este último.50
Algunos hacendados de la frontera durante la época de Rosas esta-
ban, pues, lejos de vestirse a la usanza gaucha. Así, el joven estancie-
ro Joaquín Marquez, blanco, rubio, de ojos celestes, remitido preso
desde el fuerte de Chapaleufú en 1850, vestía traje, reloj con cadena
de plata y botas fuertes.51
La vestimenta reflejaba cada vez más las diferencias sociales que
exhibía una sociedad rural fuertemente estratificada como la que fue
surgiendo a partir de la década de 1820 con la expansión de la fronte-
ra ganadera, la conformación del latifundio y de la elite terrateniente.
Si algo empezaba a definir la condición social de los habitantes de
la Pampa y sus márgenes, lo era el calzado. Los gauchos, los pobres,
andaban descalzos o calzaban bota de potro. En los años de la dicta-
dura rosista comenzó a hablarse así del “hombre con bota de potro”
para referirse al desheredado del mundo rural.
Hasta principios del siglo XIX la bota de potro – hecha de la piel de
la pata trasera del caballo y no sólo de éste – era un tipo de calzado
común a estancieros y trabajadores del campo, según se ha dicho ya.

49
Ricardo Salvatore, “Consolidación del régimen rosista”: Goldman, Nueva Histo-
ria Argentina (nota 14), tomo I, p. 364.
50
Henry Armaignac, Viaje por las pampas argentinas (Buenos Aires 1973), pp. 59–60.
51
AHPBA, Juzgados de Paz, Azul 39-1-5.
Vivir en la frontera 167

Décadas más tarde, muchos estancieros optaron por la bota de confec-


ción, la llamada “bota fuerte”. Hacia mediados del siglo XIX había no
menos de cinco tipos de botas en la frontera.
Las filiaciones de los prisioneros que eran enviados desde distintos
puntos de la frontera a la prisión de Santos Lugares reflejan bien el
tipo de vestimenta que usaban sus habitantes y las diferencias que
podían detectarse en su indumentaria según la clase social a la que
pertenecían. Particularmente bien representados en nuestros datos se
encontraban los gauchos y peones de la frontera.

CUADRO 3
ROPA Y CALZADO DE TRABAJADORES RURALES E INDIOS DE LA FRONTERA
(1840–1850)
Ropa Peones Indios
chiripá (sin especificar) 16 –
chiripá de jerga pampa 1 4
chiripá de jerga inglesa 11 –
chiripá cordobés 1 –
chiripá 3 –
poncho (sin especificar) – 2
poncho inglés 8 –
poncho de paño 14 1
camisa 27 –
chaleco 1 1
chaqueta 4 –
chaquetón 6 –
calzoncillo 13 –
calzoncillo cribado 1 –
botas fuertes 2 –
botas de potro 33 –
descalzos 5 –
sombrero 14 –
gorra – gorrita 7 –
pañuelo 3 –
“en cabeza” – 4

Fuente: Filiaciones de Fuerte Chapaleofu, Pilahuiincó, Indio Rico, Las Heras y Santos
Lugares.
168 Carlos A. Mayo

Nótese la primacía de las botas de potro entre los trabajadores rurales


y el avance de la ropa de manufactura inglesa sobre la criolla. Diez
años antes los peones remitidos de Azul a Santos Lugares tenían casi
el mismo numero de ponchos ingleses y vernáculos.52
Los sectores más acomodados de la sociedad fronteriza vestían
prendas más sofisticadas. Así, el comerciante español José Burzaco,
remitido preso por haber reñido con un vecino, vestía poncho negro
con listones punzoes, “pantalón de carisima mezcla, chaquetón, cami-
sa de bramante, calzoncillo de liencillo, sombrero de paja chileno,
botas de becerro, divisa y cintillo”. Nicolás Atalejo, estanciero, apre-
sado por haber entregado un pasaporte falso, lucía por su parte “pan-
talón y chaqueta de paño azul, poncho inglés blanco, chaleco, botas
fuertes y gorra chata con visera.53
Otro elemento distintivo de la clase social y el grupo étnico parece
haber sido la ausencia o no de sombrero y más aun el tipo de sombrero
o gorra que usaban unos y otros. El puñado de indios remitidos desde
el fuerte de Azul no lleva gorra o sombrero alguno, van “en cabeza”;
esto es que llevan sus cabellos al viento. Los peones o jornaleros exhi-
bían pañuelos atados a la cabeza, “gorras de panza de burro” o “som-
breros de paja”. Los estancieros lucían gorras, algunas con vicera,
como la que el propio Prudencio Arnold observó que cubría la cabeza
de Juan Manuel de Rosas.54
Pero las prendas de la población de los confines no se limitaron al
chiripá, las botas, el tirador y la camisa o más tarde las alpargatas. Un
relevamiento de las existencias de ropa y calzado de once negocios de
la frontera entre 1840 y 1870 revela una gama más amplia de prendas
de vestir y telas. Así hemos detectado no menos de once variedades de
camisas según la tela de la que estaban confeccionadas, nueve varie-
dades de camisetas, l6 variedades de chalecos, cuatro de chaquetas,
cuatro de chaquetones, cuatro tipos de gorras – de lama, de lana para
chico, de paño con visera, de paño punzón – 21 variedades de pañue-
los, cuatro tipos de sombreros, además de pantalones, ligas, fajas
inglesas, sacos y medias para hombres, niños y mujeres. En materia de
calzado la frontera conoció por esos años siete variedades de zapatos;

52
AHPBA, Juzgados de Paz, Azul 39-1-2.
53
Ibidem.
54
José Luis Busaniche, Rosas visto por sus contemporáneos (Buenos Aires 1956),
p. 118.
Vivir en la frontera 169

entre ellas zapatos de tafilete, abotinados, ingleses y de cuero para


hombres y mujeres, además de botines y zapatillas. La oferta de telas
para confección en aquellos negocios situados en la antesala del “de-
sierto” era riquísima e iban desde la zaraza y la bayeta tradicionales
hasta el casimir. Es probable, sin duda, que partes de estas prendas de
vestir y tipos de calzado se hayan usado en las ciudades de la frontera
más que en las áreas rurales.

SABORES DE LA PAMPA

En la frontera la dieta no era tan monótona como la pinta la visión tra-


dicional. Allí la carne, preferentemente asada, era sin duda central,
pero no sólo la carne de vaca sino también de ovino. Es raro el inven-
tario de estancia que no mencione la presencia de un asador de palo.
El consumo de aves de corral – especialmente de las gallinas – era
también frecuente y las ensaladas de verduras, hortalizas y las cebollas
impregnadas en aceite no faltaban acompañando el plato principal.55
El consumo de choclos era habitual. La sopa era un plato poco menos
que habitual y los huevos, a veces servidos fritos, no eran raros en la
mesa rural. Los guisos eran frecuentes en la campaña y han quedado
algunas recetas de locro y del api que en algunas regiones se hacía con
maíz cocido con lejía y sin sal y otras con agua y algún aderezo. A
pesar de la queja de los viajeros que la echan de menos, la leche se
consumía en la campaña y también distintas variedades de quesos.56
Contra lo que se creía, y como veremos, se comía pan en la fronte-
ra, menos que en la ciudad sin duda, pero estaba lejos de ser descono-
cido. Algunas estancias fronterizas – lo hemos visto – contaban con
hornos de hacer pan. Estos hornos eran de adobe crudo y de forma
cónica con una abertura para la salida del humo, otra para retirar las
cenizas y, en el frente, la más grande para introducir y retirar el pan. Se
molía el trigo en molinillos de mano que producían una harina que
hacía del pan rural un producto de apariencia algo arenosa, más bien
grande.57

55
Carlos A. Mayo, “Vida en el mundo rural”: Academia Nacional de la Historia,
Nueva historia de la nación Argentina (Buenos Aires 1999), p. 187.
56
Ibidem.
57
Ibidem.
170 Carlos A. Mayo

Que ya en la transición del período colonial al independiente


la dieta rural era más rica, variada y compleja, lo revela la nómina
de alimentos que comercializaban las pulperías bonaerenses. Así,
entre 1770 y 1820 nueve pulperías rurales vendían a sus clientes
diversos alimentos y bebidas. Se advierte el consumo de arroz, de
azúcar y, significativamente, de fideos. Las pulperías de la frontera
colonial vendían también pan y galleta. No faltaban tampoco los
negocios que vendían jamón, carne de chancho, huevos, cebollas
y quesos. Para freir se empleaba la grasa y para aliñar las ensaladas
el vinagre.58
La sal era muy apreciada en la frontera y no sólo en ella. El coman-
dante Prado, rememorando la vida del fortín, cuenta una anécdota
reveladora:
“Los indios le habían acribillado las costillas a bolazos y volvía el pobre muchacho
encorvado de dolor [...] Se imponía, desde luego, la curación que estaba a nuestro
alcance, consistente en bañar con salmuera las partes magulladas, [...] y la sal? Cro-
betto tenía un poco escondida en el fondo de sus maletas pero juzgó más a propósito
destinarla al asado [...] Las mataduras – dijo – se curan solas o no se curan con nada,
mientras que el churrasco, sino está salado es indigesto y desabrido”.59

Y bien la sal era un producto vendido usualmente en las pulperías pero


no era el único condimento consumido en la frontera. También se ade-
rezaban las comidas con pimienta, pimentón, clavo de olor, azafrán y
orégano. La nuez moscada no era allí desconocida.
Los postres consistían habitualmente en frutas de estación –duraz-
nos, sandías, melones – tortas, pasteles y exquisiteces que llevaban
una larga preparación como los duraznos escabecheados. Se coloca-
ban los duraznos en un barril cubiertos de vinagre hirviendo y clavo de
olor. Luego el barril era tapado y dejado de estacionar por unos meses
hasta que se completaba el proceso.60
La población rural y en particular los estratos bajos eran muy afectos
a las bebidas espirituosas. La predilecta de peones y gauchos era el
aguardiente en sus dos variedades, de caña de azúcar y de uva des-

58
Véase el apéndice en Carlos A. Mayo, Pulperos y Pulperías de Buenos Aires
(1740–1830) (Mar del Plata 1996).
59
Manuel Prado, La guerra al malón (Buenos Aires 1988), p. 120.
60
Mayo, “Vida en el mundo rural” (nota 55), p. 188.
Vivir en la frontera 171

tiladas. Pero a juzgar por las bebidas que vendían las pulperías a fines
del siglo XVIII y comienzos del XIX, los hombres de campo también
bebían vino, tanto de Mendoza como de España, anís, anisete y mistela.
Pero a medida que avanzaba la centuria decimonónica la dieta de la
frontera, lejos de permanecer igual, como se ha sostenido, fue enri-
queciéndose. Ya en la época de Rosas (1835–1852) llega la fariña –
harina de mandioca – a los confines del poblamiento. Una pulpería de
Azul ya la ofrece a sus clientes en 1840. La fariña llegó para quedarse
y se incorporó a la dieta rural con gran rapidez. También en la época
de Rosas llegan a la frontera el café y el té. El café se expendía moli-
do, en rama o en grano, y se vendían por lo memos dos variedades de
té, el té perla y el té negro.
Nuevas bebidas se incorporan al consumo del poblador de la fron-
tera. Primero, llegan la ginebra y la cerveza, luego, ya a mediados del
siglo XIX y sobre el fin del período estudiado, la champaña, el ver-
mouth, el coñac y una variada gama de licores.
El relevamiento de los inventarios de 17 pulperías y almacenes de
la frontera (entre 1840 y 1870) arrojó así un total de 22 bebidas dife-
rentes. El origen de las mismas era muy variado, siendo tanto impor-
tadas como del interior del país. Un cálculo aproximado revela que un
75% de las bebidas era nacional y un 25% importadas del extranjero,
pero con la particularidad de que a medida que pasa el tiempo aumen-
ta la proporción de bebidas extranjeras sobre las de origen local. Así,
los negocios de la frontera ofrecían a los parroquianos cervezas ingle-
sas, vinos y licores franceses, especialmente vinos de Burdeos, otros
provenientes de Málaga y en algunos casos kirsch y curaçao. Dentro
de este universo son, desde luego, la ginebra y la caña las que apare-
cen con mayor frecuencia en los escaparates de los almacenes del
campo (están presentes en un 59% de los casos) y le siguen el vino
carlón, el coñac y el anís.
La nómina de alimentos a disposición de los habitantes de la fron-
tera entre 1840 y 1870 es verdaderamente impresionante. Un análisis
minucioso de las existencias de las 17 pulperías y almacenes revela la
existencia de un total de 73 productos alimenticios si incluimos en ese
número las distintas variedades ofertadas de los mismos. Entre ellos
una vez más aparecen el arroz, los fideos de Génova o de Cádiz, azú-
car, pan, galleta, tortas, bizcochos, varios tipos de yerba, aceite, vina-
gre y también cajas de sardinas, dulce de membrillo, variedades muy
diversas de condimentos y bacalao.
172 Carlos A. Mayo

La ausencia de verduras y hortalizas en los inventarios no significa


que no fueran consumidas, como se ha visto. Simplemente, no eran
comercializadas por estos negocios y al igual que la carne, los huevos
y la leche eran obtenidos – entre quienes no poseían huerta y animales
propios – de las estancias y poblados cercanos. Los testimonios, deja-
dos por los viajeros, muestran que las verduras eran los ingredientes
principales de platos muy extendidos como las carbonadas, los puche-
ros y los guisos. Se mencionan con mayor frecuencia además del
maíz, como quedó dicho, el zapallo o calabaza, la cebolla y el repollo
y en menor medida también los tomates, ajíes, papas, lechuga y las
frutas mencionadas anteriormente.
Entre los comestibles en venta en los 17 negocios que analizamos,
tienen una frecuencia de presencia de más del 64% (es decir, parecen
ser los más demandados) el azúcar, la yerba, la sal, el arroz la fariña,
la harina y el pimentón.
En el caso de la yerba señalemos que se vendían diferentes varie-
dades y a diferentes precios respondiendo a una demanda diversi-
ficada. Así detectamos yerba paraguaya, misionera, parnagua, ordi-
naria, de calidad superior y otra de calidad “inferior”. El azúcar por su
parte podía ser refinada, azúcar blanca, terciada, rubia y de remolacha.
Distintas variedades, distintos precios, para haber, pues, productos
para todos los gustos y todos los presupuestos. La presencia de azúcar
en el total de los inventarios desmiente lo afirmado por Rodríguez
Molas para quien “el azúcar y los postres están ausentes de la cotidia-
nidad del hombre de campo”.61
La presencia de harina en el 59% de los inventarios señalados al
igual que la existencia de bateas de amasar confirman la importancia
del papel ocupado en la dieta fronteriza por los productos derivados
del trigo y otros cereales.
A los postres y dulces tradicionales fueron sumándose los confites,
las masitas y las almendras.
Además de los alimentos comprados o producidos en la unidad
doméstica, la caza, la recolección y la apropiación directa para satis-
facer el apetito eran cosa habitual entre los pobladores de la frontera;
la abundancia de la fauna silvestre y los dispersos rodeos de ganado no

61
Ricardo Rodríguez Molas, Las Pulperías (Buenos Aires, 1982), p. 131.
Vivir en la frontera 173

hacían sino alentar esas prácticas que también eran habituales en las
zonas de antiguo poblamiento de la Pampa.
Pero más allá de la línea de frontera, en “el desierto”, la dieta se
simplificaba brutalmente; los que llevaban provisiones las devoraban
en el camino. En su avance sobre las tolderías ranquelinas Lucio
V. Mansilla y sus acompañantes llevaban charqui. En el desierto el pan
y la sal tendían a desaparecer y la dieta se centraba en la carne asada.62
Cuando se acababan las reservas de charqui y de ganado vacuno, se
comenzaba a sacrificar los caballos, las yeguas y aun las mulas que
acompañaban a los expedicionarios. Eduardo Gutierrez recordaba que
en una salida más allá del fortín el jefe de la partida ordenó sacrificar,
para ser consumidos por la hambrienta tropa, “tres o cuatro mancarro-
nes patrios”.63
Los modos de comer en la frontera quedaban reflejados en la vaji-
lla y utensilios de cocina. En este sentido los inventarios de pulperías
y almacenes, al revelarnos con detalle aquéllos y sus diferentes tipos,
nos permiten reconstruir los hábitos de consumo de la población de los
confines de la Pampa. Así los inventarios de los 17 negocios arrojan
una variedad de 53 productos diferentes pertenecientes a esos dos
rubros. Entre ellos aparecen tanto útiles destinados a la preparación de
alimentos (asadores, ollas etc.) como la vajilla de uso diario. Por cier-
to, no se encontraban todos esos productos presentes en cada uno de
los inventarios relevados. Los jarros y las fuentes – tanto de lata como
de loza – son los artículos nombrados con mayor frecuencia, al pare-
cer en once tasaciones. Le siguen en importancia las espumaderas, los
cucharones, las tazas y los vasos (en diez inventarios). Los asadores,
las ollas y los platos de loza ocupan el tercer lugar en índice de fre-
cuencia, pues aparecen en nueve tasaciones. A esta serie de productos
hay que sumarle otros como pavas de lata, cucharas, cacerolas, mates,
bombillas, cuchillos, que son mencionados en menor medida en los
inventarios.
Semejante variedad de artículos de cocina y vajilla oculta mal, sin
embargo, una cierta sencillez en lo que hace a la tecnología de la
comida que se traslada a los modos de comer de los pobladores de la
frontera, y no sólo de ella. De esta manera las imágenes brindadas por

62
Mayo, “Frontera” (nota 32), p. 94.
63
Eduardo Gutiérrez, Croquis y siluetas militares (Buenos Aires 1959), p. 216.
174 Carlos A. Mayo

los viajeros respecto a las maneras de comportarse en la mesa – ser-


virse de la misma fuente, compartir cucharas y vasos, comer con las
manos ayudados por el cuchillo – parecen corresponderse con los
bajos porcentajes de platos, cucharas, tenedores y vasos presentes en
los inventarios de pulperías y hogares de los bordes del asentamiento.
Pero lo que esta sencillez o precariedad está delatando, es menos una
destitución económica y una manera de comer algo primitiva que la
persistencia de ritos comunitarios en los hábitos de vida de la sociedad
rural; ritos comunitarios que no sólo se centraban en la ronda de mate
compartida y el asado colectivo, sino también en la mesa misma. Se
trataba de un patrón general de consumo que compartían pobres y sec-
tores más acomodados de la Pampa.
“La última sopa fue servida en 3 tazones para los 6 que éramos y cuando uno había
bebido bastante, lo tomaba la persona siguiente. En la casa no hay nada más que 2 o
3 vasos y éstos sirven para todos los que están en la mesa; sin embargo el dueño de
casa está ricamente vestido de traje de gaucho y los botones de su cinto de cuero son
4 onzas de oro […]”64

Pero al promediar el siglo XIX y después de la caída de Rosas la


vajilla que lucían algunas casas de la frontera se fue amanerando y
refinando; se nota así, en los escaparates de los almacenes rurales, una
presencia creciente de tazas, platos y cucharitas de café, máquinas y
molinillos para preparar esta última infusión, sartenes, chocolateras,
copas y vasos de cristal, calentadores y saleros.

EL CONSUMO DIARIO DE UNA FAMILIA RURAL


DE LA FRONTERA

En mayo de 1867 falleció en Azul don Nicolás Garay, mediano pro-


pietario de una estancia de 9.980 cabezas de ganado vacuno y 1.800
ovejas, además de una casa de material y un terreno de 50 varas.
Muerto don Nicolás, su viuda Fidelia Lagos quedó al frente del hogar
con tres hijos menores. La mujer compraba sus provisiones en tres
negocios, pero con más asiduidad en dos de ellos, los almacenes de
Martín Burga y Bautista Bonnet (el dato es revelador de las opciones

64
Miers, Viaje al Plata (nota 37), p. 189.
Vivir en la frontera 175

que tenía para abastecerse un hogar de la frontera). Las cuentas de la


viuda con estos dos últimos revelan sus patrones de consumo diarios.
De la primera cuenta firmada por el pulpero o almacenero Martín
Murga hemos rastreado en detalle las compras de doña Fidelia entre
febrero y mayo de 1868.65 El gasto diario variaba según los productos
comprados – por lo general se pagaban por ellos entre 10 y 25 pesos
diarios, exceptuando las ocasiones en que se consumía tabaco, vino o
ginebra, cuyos precios hacían disparar los valores cotidianos, al igual
que ocurría con ciertas compras de grandes cantidades de yerba. Los
productos consumidos por el hogar de los deudos de Nicolás Garay
fueron unos veinte, entre ellos yerba, arroz, azúcar, chorizos, orejones,
vino, velas, jabón, coñac y otros. Evidentemente, no todos los produc-
tos se consumían diariamente, sino que había algunos que se compra-
ban a intervalos más espaciados. Las compras en el negocio de Murga
no se realizaban todos los días sino en forma más espaciada; en los
cuatro meses estudiados los días de compra ascienden a 35. La yerba
es el producto comprado con mayor frecuencia (aparece en el 74% de
las compras efectuadas) seguido por el azúcar (54%), el arroz (51%) y
las velas (45%). Durante el transcurso de estos meses el importe paga-
do por la yerba osciló entre el 28% y el 62% sobre el valor total de las
adquisiciones mensuales, el azúcar entre el 4% y el 21%, el arroz entre
el 4% y el 11% y el tabaco entre el 5% y el 15%.
Pero, como se dijo, Murga no era el único proveedor de la viuda
Lago. El estudio de la cuenta de gastos con el local de Martín Bonnet
revela un consumo habitual aun más diversificado. En un total de 119
compras realizadas entre finales de 1867 y mayo de 1868, el manda-
dero de aquélla adquirió 30 productos diferentes. Significativamente,
el pan ocupa el primer lugar en el índice de frecuencias con un total de
56% de las compras, seguido del vino (38,5%) las pasas (32%) el azú-
car (21%) y la galleta (18,5%). También se compró con menor fre-
cuencia sal, pimienta, pimentón, comino, bizcochos, ginebra, cebollas,
nueces y almendras entre otros productos (ver cuadro 4). Si sumamos
la frecuencia de las compras en ambos negocios se advierte que las
compras de provisiones por parte de la viuda o su mandadero eran casi
diarias.

65
AGN, Sucesiones 5996, Nicolás Garay.
176 Carlos A. Mayo

CUADRO 4
FRECUENCIA DE COMPRAS Y PRODUCTOS COMPRADOS POR FIDELIA DE
LAGOS A BAUTISTA BONETT (DICIEMBRE 1867–MAYO 1868)

Producto Cantidad de veces en que es comprado


almendras 1
pan 47
pasas 33
vino 39
velas 18
sal 5
azúcar 25
coñac 6
arroz 7
galleta 22
nueces 1
bizcochos 2
masitas 3
fósforos 2
hilo 4
azul 5
papel 4
aceite 2
tabaco 3
pimienta 1
comino 1
pimentón 3
yerba 11
fideos 1
ginebra 3
jabón 9
caramelo 1
canela 1
cebolla 2
cigarros 2
harina 1

Fuente: AGN, Sucesión 5996, Nicolás Garay.

El caso examinado es una prueba más de la riqueza de la dieta en la


frontera y de su alto nivel de mercantilización.
Vivir en la frontera 177

CONCLUSIONES

La vida material de la frontera no parece haber sido tan precaria, limi-


tada y primitiva como los viajeros del siglo XIX y una historiografía
que se dejó llevar demasiado por el testimonio de aquellos la veían. En
la vivienda la imagen de sencillez que el claro predominio del rancho
de paja tenía en los márgenes del poblamiento se reveló algo engaño-
sa. La rusticidad y simplicidad de aquél ocultaba detalles que, dentro
del cuadro de austeridad que reinaba en su interior, revelaban por
momentos un intento de ganar privacidad en una vida donde, es
verdad, no faltaba el hacinamiento y escaseaba la intimidad; puertas
con cerraduras, viviendas de más de un ambiente, salas, aposentos
y cocinas separadas de la vivienda principal revelan un tratamiento
algo más complejo del espacio. El rancho con un cuero haciendo
de puerta sin otro mobiliario que un bastidor y algunos huesos de
vaca por todo asiento, de que hablaba Félix de Azara, debió quedar
reducido a los sectores más pobres de la campaña. Los pequeños
y medianos productores rurales solían contar en sus rústicas vivien-
das con sillas, mesas y catres o, a veces, cujas. Pero es verdad que
la vivienda de la frontera era sencilla y modesta aun en el caso de
estancieros respetables y lo era porque hasta entrado el siglo XIX la
casa no fue símbolo de status ni de confort en el mundo rural de
la Pampa. Con el tiempo y años antes de la década de 1880 la vida
doméstica en aquellos ranchos y modestas casas de azotea se fue
amanerando y sofisticando; la presencia de perfumes, de lavatorios,
escupideras con tapa, palanganas y jarras para higienizarse en venta en
los almacenes de la frontera parece atestiguarlo. Hasta que la inves-
tigación se profundice, claro, quedará flotando la duda de cuán-
tos hogares de los márgenes del asentamiento realmente contaban con
estos adminículos de higiene más elaborados o adquirían el amplio
surtido de ropa y telas más sofisticadas y ricas que esos mismos nego-
cios ofertaban. Por el momento baste comprobar que aquellos y éstas
ya habían llegado a la frontera.
Si la vivienda conservó durante todo el período un aura de auste-
ridad y sencillez, la dieta de la frontera se reveló de una variedad
y riqueza sorprendentes, muy lejos de ese monótono cariz que la
historiografía le atribuía. Desde fideos hasta sardinas envasadas
la nómina de alimentos es realmente abrumadora. Lejos, pues, de per-
manecer igual a sí misma a lo largo del período estudiado, la dieta
178 Carlos A. Mayo

se enriqueció considerablemente incorporando nuevos productos y


bebidas a la mesa rural. Y la vajilla se fue haciendo cada vez más
variada y sofisticada.
El vestido fue otro de los aspectos de la vida material de la frontera
que estaba lejos de la rusticidad que se le atribuía. Sin duda, allí esta-
ban el chiripá, el calzoncillo y el tirador con relucientes monedas de
plata, pero también los zapatos, los sacos, los pantalones, los chalecos,
los casimires, los pañuelos de seda de la India. Es cierto que algunas
prendas de manufactura inglesa acabaron imponiéndose, pero su triun-
fo en la frontera fue más lento y parcial de lo que se creía.
A medida que avanzaba el siglo XIX ciertos productos que se con-
sumían en la frontera se internacionalizaban cada vez más y la vida se
hacía más sofisticada y elaborada. Una densa red de pulperías y alma-
cenes rurales instalados en los márgenes mismos del poblamiento que
vendían a crédito había contribuido, sin duda, a este proceso. En suma,
la frontera se modernizaba y lo hacía al ritmo del resto del país.
Si los patrones de consumo de la sociedad de la frontera eran tan
ricos y variados, era porque esa misma sociedad era más compleja de
lo que se creía y estaba integrada no sólo por grandes latifundistas y
gauchos sueltos, sino también por pequeños y medianos productores
con un poder de compra mayor que sospechado.
¿Y los indios? Aunque este trabajo no aborda las relaciones inter-
étnicas y al parecer no repara en los aborígenes, ello no implica que
los indios no estén allí. Los indios están en estas páginas como la
marca de agua de los billetes, en filigrana, ocultos pero presentes en
algunos detalles, como en esos chiripas, esas jergas pampa y esos
indios que con los cabellos al viento figuran en las filiaciones que
hemos trabajado.
Creemos, para finalizar, que nuestro trabajo rescata una forma de
vida material más rica, variada y elaborada de lo que se venía dicien-
do y repitiendo hasta ahora; rescata una frontera robusta y vital como
el país que empezaba a prosperar y a crecer al abrigo de la inversión
externa y la inmigración masiva.

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